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DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA Asuntos relevantes de la vida humana
LAO-TSÉ, EPICURO, SAN PABLO, F. NIETZSCHE, M. HEIDEGGER, G. VATTIMO, M. MAFFESOLI, C. CASTORIADIS, R. PANIKKAR y otros ANDRÉS ORTIZ-OSÉS PATXI LANCEROS (Dirs.)
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DICCIONARIO de la Existencia : Asuntos relevantes de la vida humana / dirección de Andrés Ortiz-Osés y Patxi Lanceros. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ; México : Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. UNAM, 2006 653 p. ; 24 cm. — (Obras Generales) Bibliografías. Índices ISBN 84-7658-799-6 1. Existencia - Filosofía - Diccionarios 2. Hermeneusis - Diccionarios 3. Sentido de la vida - Diccionarios 4. Antropología filosófica - Diccionarios I. Ortiz-Osés, Andrés, dir. II. Lanceros, Patxi, dir. III. Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. UNAM (México) IV. Colección 165.6 / .7 (038)
Primera edición: 2006 © Andrés Ortiz-Osés et alii, 2006 © Anthropos Editorial, 2006 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com En coedición con el Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias. Universidad Nacional Autónoma de México ISBN: 84-7658-799-6 Depósito legal: B. 41.558-2006 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España – Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Existencia es el ser en el mundo. M. HEIDEGGER
A Raimon Panikkar y Gianni Vattimo, a Santiago Zabala y Miguel Ángel Quintana: para Anthropos en su XXV aniversario
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PRESENTACIÓN EXISTENCIA
EXISTENCIA: relación esencial del hombre a la apertura del ser. M. HEIDEGGER, Hermenéutica de la facticidad
Este Diccionario tiene por objeto y sujeto de su indagación la existencia, término que viene a significar la vida humana y sus avatares en el mundo. Fue M. Heidegger quien, bajo la nomenclatura ya clásica del Dasein, acuña definitivamente la cuestión de la existencia como tema radical de nuestro tiempo, recogido por una filosofía que replantea el sentido de la vida en su inmanencia abierta. La hermenéutica contemporánea ha sido la encargada de transmitir esta problemática del sentido de la existencia a la actual (post)modernidad. He aquí que en la hermenéutica postmoderna lo esencial es lo existencial, lo existencial es lo relacional, lo relacional es lo abierto a la otredad. Por eso lo existencial no es lo dado ni lo puesto sino lo expuesto: la existencia es contingencia y, finalmente, desistencia. Precisamente por este desistimiento, la existencia implica asistencia o cuidado, como ya adujera Heidegger, un cuidado que es cura o procura de su caducidad temporal. De esta guisa, la existencia conduce su ser hasta el límite de su finitud —la muerte—, pero en ésta se abre finalmente al ser. Podría decirse entonces que la existencia procede del sernada y accede al nada-ser, situándose a modo de consistencia lábil y realidad intermedial entre el origen y el fin. Este Diccionario intenta articular en torno al tema de la existencia, aspectos relevantes y asuntos fundamentales de la vida humana. Tratamos de plantear los caracteres de la vida del hombre en el mundo desde una perspectiva filosófico-existencial. De aquí el amplio elenco de autores y cuestiones que tienen que ver con los avatares de nuestra existencia, así como con sus accidentes, circunstancias y situaciones: la vida en correlación con la muerte, el amor y el odio, la felicidad y el sufrimiento, lo divino y lo demónico, lo espiritual y lo material, lo sublime y lo abyecto, la sabiduría y la caducidad, la persona, el hombre, la mujer, la soledad... Con esta obra colectiva proyectamos una filosofía de la existencia (filosofía existencial), abriendo los problemas académicos a la experiencia y a la vivencia del hombre contemporáneo. En el frontispicio de nuestro texto puede ya advertirse que ubicamos la cuestión de la existencia en un amplio panorama que nos llega a través de la filosofía griega, pasa por el cristianismo y accede al pensamiento actual, coimplicando en su recorrido a la razón y al sentimiento, a la especulación y a la práctica, a la ciencia y a la religión, a la civilización y a la cultura, al arte y a la política. Y es que la existencia es la urdimbre que entreteje las cosas mundanas reconvertidas en asuntos humanos, en cuya red relacional se entrelazan actos y actitudes, ideas y creencias, acciones y pasiones. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Nuestra situación actual se caracteriza por la apertura de la modernidad a la postmodernidad, propiciada por la propia Hermenéutica al relativizar los absolutos tradicionales. Si la positividad de la postmodernidad es dicha apertura, su peligro está en recaer en una especie de flotación cultural irresponsable. De aquí el sostenido quehacer de una Hermenéutica simbólica por replantear la cuestión del sentido como guía de nuestra acción en el mundo. Se trataría entonces de activar una Ética simbólica del sentido, entendido este no como absoluto ni como relativo sino como relacional (interhumano): pues el sentido hermenéutico es la articulación de los sentidos en el contexto de un relacionismo o correlacionismo universal o, más exactamente, unidiversal. Ahora bien, esta apelación hermenéutica al sentido es doble, pues por una parte nos referimos al sentido como sujeto (la razón-sentido), y por otra parte referimos el sentido como objeto (la verdad-sentido). Con esta obra conformamos una especie de trilogía filosófico-antropológica. El primer momento lo constituye el Diccionario de Hermenéutica, el cual se configura como una obra interdisciplinar para las ciencias humanas. El segundo momento está representado por las Claves de Hermenéutica, en el que se ofrecen pautas interpretativas para la filosofía, la cultura y la sociedad. Finalmente en este Glosario de la existencia se abordan los temas vitales y la problemática experiencial. Agradecemos a los colaboradores aún existentes, así como a los que desistieron, su trabajo para esta ocasión. Especial consideración nos merece por su generosa acogida la Editorial Anthropos de Barcelona, coordinada por A. Nogueira y Mary, Esteban Mate, Inma y Ramón Gabarrós. Que la existencia nos sea grávida y la dexistencia ingrávida. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS
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OBERTURA HERMENÉUTICA EXISTENCIAL Andrés Ortiz-Osés
Eros se sitúa entre unos y otros rellenando el hueco entre ambos, así queda el todo religado consigo. SÓCRATES-PLATÓN, Simposio
La interdisciplinaridad, el mestizaje y la hibridación cultural presiden la intención intelectual de este intertexto, para el que han sido convocados saberes/sabores diversos ahora aquí concitados, preparados y cocinados para su degustación de acuerdo al gusto latino-mediterráneo, presidido por la máxima categoría existencial del sentido definido como inteligencia afectiva (sensus). En efecto, el sentido dice comprensión de las cualidades vitales que incluyen también las mortales, así pues aprehensión del lazo que une la vida con la muerte y viceversa. La sensibilidad típicamente humana emerge cuando el hombre/mujer experiencia o vivencia la muerte del otro como pérdida existencial propia, debido a la ligazón con el difunto: de aquí que los primeros rituales mortuorios no sean meramente culto a los antepasados o creencia en su inmortalidad, sino especial expresión del «duelo» existencial del vivo por el muerto motivado por la empatía de aquél y el desfallecimiento del fallecido. El hueco que deja el muerto es un hueco vivo y avivado por el vivo, avivamiento que lleva consigo la noción del alma precisamente como vacío simbólico o vaciado místico. Esta proyección del alma como presencia de ausencia (oquedad) será considerada por algunos como perteneciente al reino metafísico de las telarañas, mientras que otros ven en ella una reafirmación del sentido vital-mortal de la existencia, cuyo antiguo símbolo es la propia araña (así Heráclito).1 Podemos considerar a la araña en su radical ambigüedad vital-mortal como el archisímbolo de la existencia y su fundamental sentido ambivalente, por cuanto situada entre un origen siempre originado y un final finalizante y paralizante. La contingencia es, por lo tanto, la conciencia propia del hombre en el mundo, exasperada hoy como contingencia ya no de carácter meramente religioso o teológico (trascendente) sino filosófico o secular (inmanente): una contingencia que se expresa como un acaecer que cae o decae a pesar de su pujanza y, por lo tanto, interpretado como «pasaje». La existencia es un pasaje entre un origen conocido en sus efectos y un final conocido en sus defectos. De aquí la experiencia del tránsito o transición que nos provoca el tiempo de nuestra existencia, y que hoy vuelve a experimentarse replanteando de nuevo la vieja cuestión teológica del «Homo viator» siquiera secularizado: pues ya no se trata del viejo hombre viandante medieval sino del actual
1. Sobre los ritos mortuorios, J. Courtin, en: VV.AA., La historia más bella del amor, Anagrama, Barcelona 2005. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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hombre aviador contemporáneo. La diferencia estriba en que, mientras el Homo viandante terrestre divisaba en lontananza una puerta celeste, el contemporáneo aviador celeste se considera aviado porque ya no divisa claramente esa meta trascendente. Pues bien, podríamos representar esta nuestra perplejidad existencial en la actual (con)vivencia del amor. En efecto, el amor es el protosímbolo del sentido humano, interpretado hoy por los nuevos historiadores en toda su complejidad y complicación: En el 68 murió el angelismo del deseo, la idea de que todo lo relacionado con el sexo es maravilloso. Hoy sabemos que el amor conlleva dependencia, abyección y servidumbre tanto como sacrificio y trasfiguración. Tenemos que volver a descubrir esta complejidad del amor.2
Así que la clave de la existencia y la resolución de su enigma estaría en la coimplicación de los contrarios y en la mediación de los opuestos: una problemática que Nicolás de Cusa planteaba en Dios y que nosotros actualmente podemos/debemos replantear respecto a nuestra propia existencia en el mundo. La cuestión no tiene ciertamente solución o remedio absoluto, pero puede encontrar cierto remedo o remediación relativos, basada precisamente en la mediación relacional. Pensando en dicha (re)mediación de contrarios o simplemente diversos hemos recopilado también este Diccionario, el cual ofrece siquiera teóricamente una auténtica complexión de autores y textos en torno a la existencia como común hilo conductor de nuestra(s) conducta(s). En efecto, la existencia es el argumento/argamasa que permite reunir en un mismo tracto a san Pablo y a Nietzsche, o sea, al refundador del cristianismo y al desfundador del cristianismo, al autor del himno a la Caridad y al autor de la canción del Síamén: el primero estima que Jesús habló así, el segundo certifica que así habló Zaratustra. Se trata, pues, del encuentro entre el Dios-Hombre y el Hombre-Dios, entre el Hijo del Hombre y el Superhombre, entre el Humanado o Encarnado y el Suprahumano o Trashumano, entre el Crucificado y Dioniso —cuya más precisa (re)mediación es el mismo Nietzsche como Dioniso crucificado, un símbolo pagano del cristiano Amor crucificado: y ambos serían los arquetipos radicales del Hombre en el mundo, así pues de la Existencia.3 Y bien, es cierto que algunos nietzscheanos, como Peter Sloterdijk, han intentado contraponer el sentimiento generoso del autor del Zaratustra al resentimiento asténico del fundador del cristianismo: extraña operación y poco cristiano-nietzscheana, más bien debida paradójicamente al resentimiento que se trataría de recusar. Y es que el resentimiento cristiano contra Nietzsche se conjuga bien con el resentimiento nietzscheano contra el Cristo, pero yo pienso que ambos resentimientos no son ni cristianos ni nietzscheanos y, por lo tanto, tampoco cristiano-nietzscheanos: palabra-escándalo para los unos y para los otros, pero que mienta la coexistencia de los contrarios como dualéctica de las contradiciones en la común condición existencial del hombre. La cual se caracteriza por la comunicación de los opuestos y, en definitiva, por la democracia en cuanto voluntad de poder com/partido y acción de poder con el contrapoder de la oposición. La existencia es compleja y se resuelve en coexistencia, cuya seña de identidad es la pluralidad: ni cristianismo ni nietzscheanismo, coexistencia cristiano-nietzschana como símbolo de otras coexistencias composibles/compatibles. Porque sin el cristianismo, el nietzscheanismo es mero paganismo, mas sin el nietzscheanismo el cristianismo se quedaría en puro moralismo.4
2. Pascal Bruckner, en VV.AA., op. cit., p. 145: para el tema, véase mi obrita Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004. 3. Al respecto, mi obra La nueva filosofía hermenéutica, Anthropos, Barcelona 1986. 4. Sobre el Nietzsche de P. Sloterdijk, véase su obra Sobre la mejora de la Buena Nueva, Siruela, Barcelona 2005, en el que comparece Nietzsche identificado con el sol recreador connotado femenina y matricialmente (de acuerdo al alemán Sonne = sol en femenino). El presunto nietzschanismo de Sloterdijk y 12
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La Oración del Huerto (Salzillo)
Hablemos entonces de coexistencialismo, mas ¿cómo coexistencializar cristianismo y nietzscheanismo? Me atrevería a proponer la divisa distintiva cristiano-nietzscheana y que podría transcribirse paritariamente así: el hombre no ha inventado el amor, sino que el amor ha inventado al hombre, el cual es por lo tanto un invento del amor, una invención amorosa. En efecto, en el cristianismo el Dios-amor se hace hombre y, por tanto, el amor humaniza a Dios, mientras que en Nietzsche el amor diviniza al hombre al llenarlo de entusiasmo dionisiano: un mutuo proceso complementario que por cierto concuerda con el del eros demónico, mediador o hermenéutico en el Banquete de Sócrates-Platón. La mediación de los contrarios —cristianismo y nietscheanismo, ascetismo y hedonismo, moralismo y paganismo, amor agapeístico y amor dionisiano— debiera seguir la pauta de un Epicuro, el filósofo hedonista con retranca, el sabio que afirma el placer en el marco de cierta sobriedad o moderación, autosuficiencia o libertad (el placer anímico). Pues si la vida no tiene una razón clara de ser, obtiene empero un sentido oscuro de existir: coexistir cómplicemente, coimplicadamente y, ello dice, medialmente.5 He aquí que la felicidad en este mundo está representada irónicamente en la obra de Dostoievski por el Anticristo: pero el Anticristo es el Gran Inquisidor, o sea, la gran política socios consistiría en el deber de alabar extáticamente a este nuestro mundo, así como en el deber de mejorar la Buena Nueva: pero yo pienso complementariamente que, amén de criticar este mundo, se trataría de malear o hacer maleable la sublimidad del Evangelio precisamente para poder ejercitarlo en el propio mundo; por eso no se trata de «poner la otra mejilla» en plan masoquista al enemigo, sino de «plantar cara» al agresor defendiéndose pacífica y no violentamente (salvo in extremis). 5. Sócrates-Platón (Simposio), Epicuro (Máximas),Nietzsche (El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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del Poder frente a la cultura de la Libertad (anímico-cristiana), o sea, el Fausto de T. Mann. Pero hay otro Fausto, el Fausto de Goethe, una obra y un autor que precisamente tratan de reconciliar paganismo y cristianismo, ilustración y romanticismo, lo mefistofélico y el eterno femenino. La existencia deviene así campo de ideologías diversas tal y como se le plantea al hombre sin atributos contemporáneo, sólo que la cuestión no está en convertirse en punto de intersección de los contrarios como en la novela de Musil, sino en punto de comunicación de los opuestos, cuya plasmación es la democracia y su carácter mediador y relativador de los extremos y, en consecuencia, como ámbito no del bien supremo sino del bien incoado e incoador, el cual asume el mal menor (que es el mal minorizado o atemperado). Se trata de una posición no-heroica a favor de una (co)existencia interhumana y no inhumana, transhumana o subhumana: pues que no se trata de existencialismo furibundo sino de coexistencialismo pudibundo, y tampoco de humanismo idealista sino de interhumanismo idealrealista.6 Quisiera proponer a Sócrates como el abanderado de esta visión medial de la existencia, diferenciando su ética sapiencial de la eidética platónica. En efecto, mientras que Platón es deduccionista, su maestro es induccionista (como ya vio Aristóteles). Por eso el Dios platónico es una divinidad ultratrascendente frente al Dios intratrascendente socrático, y por lo mismo Sócrates resulta menos idealista que su discípulo y más irónico e irénico, como vieron Aristófanes y Jenofonte respectivamente, lo cual hace del socratismo un relacionismo que se ubica entre el absolutismo ideológico y el relativismo sofista. Esto se manifiesta en la visión del Eros, que Platón trataría de espiritualizar hasta disolverlo en Eidos (Idea), mientras que Sócrates trataría de sublimarlo hasta reconvertirlo en Alma (afección, interiorización, amistad). El abstraccionismo platónico reconduce a Eros, el hijo de Afrodita, desde el cuerpo impuro hasta el espíritu puro representado por Dios y la Idea de Bien, mientras que en Sócrates el Eros arriba al alma en cuanto ámbito medial entre el cuerpo y el espíritu. En efecto, el alma es la mansión del sentido humano y, por lo tanto, el baremo de toda axiología o valoración de la virtud como valor anímico. Por ello preguntarse por la virtud de algo es preguntarse por su virtualidad: por su sentido en cuanto significancia anímica o significación simbólica. Así que toda ética es axiológica o valorativa y tiene como criterio el valor para el alma, valor anímico representado por el sentido como alimento del alma, cuya cocción es el simbolismo. Dicho en terminología clásica, el amor proyecta el valor para la vida del alma (psyjé), precisamente porque el amor pro-crea en la belleza el sentido. A partir de aquí, cabe interpretar la buena vida o bienestar (eudaimonía) como buen ánimo/ánima.7 El eros se articula socráticamente como logos dialógico/dialéctico, por cuanto hijo de Afrodita la bella y Ares el belicoso, o en otro contexto, de Poros el abundante y Penia la penuria. Pues bien, en el Simposio de Sócrates-Platón esta dialéctica de los contrarios está encarnada por el propio Sócrates y su discípulo Alcibíades, representando éste el eros y aquél el logos. El simbolismo de este encuentro expone el diálogo entre eros y logos, o dicho nietzscheanamente, entre Dioniso y Apolo, aunque se trate de un diálogo implícito y no explícito, ya que ambos se acuestan juntos aunque sin hacer nada. Y es que la ironía preside la vida de Sócrates, él mismo situado/sitiado entre su esposa Jantipa e hijos y sus discípulos y efebos, la procreación y la creación, el nomos o norma y la anomía o libertad. En el final 6. Véase Dostoievski (Los hermanos Karamazov), Musil (El hombre sin atributos), así como el Fausto de Goethe y Mann; al respecto D. Schawanitz, La cultura, Taurus, Madrid 2003. 7. De Sócrates-Platón véase especialmente El Banquete (Simposio), Alianza, Madrid 1989, Introducción de C.G.Gual, 202 c, donde Eros rellena el hueco del espacio (yo diría que temporalizándolo o atemperándolo); sobre la cuestión del sentido anímico-simbólico, mi librito La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000. 14
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existencial del fundador de la filosofía reaparece por última vez esta dialogía de los contrarios significados por la vida y la muerte, configurando una cosmovisión entre trágica y cómica: realmente tragicómica. Se trata de un humanismo estrambótico, en el que finalmente el alma comparece como estrambote del universo, así pues como contrapunto del ser-eidético por cuanto realidad medial (demónica) que comunica exterior e interior, ciencia y conciencia, cuerpo y espíritu, inmanencia y trascendencia, logos y eros en diálogo.8 El eros socrático sería el saber que no se sabe y por eso busca a través de la belleza el sentido: el cual es lo sublime como sublimación de lo subliminal, o sea, el bien que no renuncia a la belleza sino que la asume y trasfigura. Pero mientras que la superación platónica suprime la belleza (sensible) por el bien (suprasensible), la supuración o sublimación socrática sería la elevación de la belleza hacia el bien: en el primer caso el eros se disuelve en Idea (espiritual), en el segundo el eros se resuelve en símbolo asuntor (anímico); el archisímbolo de lo sublime sería Venecia, en donde el mar se levanta hasta el cielo a través de la policromía erótica del gótico florido. Así que en Platón se busca el bien por sobre lo bello, pero en Sócrates se busca la belleza y la bondad (por eso Sócrates se aparta de Alcibíades el bello para ajuntarse con Agatón el bello-bueno (como indica su nombre). Pero es en el cristianismo en el que el propio amor procrea belleza y bondad precisamente porque lo es de por sí. Por eso, a diferencia del amor griego que procede del eros subliminal y debe sublimarse o elevarse, el amor cristiano procede de la divinidad y debe encarnarse o humanarse. Será a mitad de camino entre el cuerpo y el espíritu —en el alma— donde se encuentren tanto el amor socrático como el amor cristiano: Sócrates y Jesús cultivando el alma como contrapunto del mundo y apertura del ser.9 Al destacar la filosofía de Sócrates respecto a la de Platón, intentamos rescatar el trasfondo cultural protoclásico del posterior clasicismo representado por el propio Platón y Aristóteles. En efecto, tanto la famosa fealdad de sátiro de Sócrates como su remitir a la adivina Diotima de Mantinea señalarían a nuestro entender rasgos preindoeuropeos que lo diferencian de la clásica cosmovisión indoeuropea, acercándolo a la tradición autóctona autodenominada pelasga. Ello concuerda además tanto con el carácter extático del Sócrates que se considera adivino, como con su forma de vida sencilla y poco sofisticada, filosófica y no política, humanística y no ideológica. Finalmente, su antiheroico modo de asumir la muerte destinalmente lo aleja del heroísmo helénico. En definitiva, Sócrates fundaría una especie de sacerdocio filosófico de la sabiduría frente al comercio filosófico basado en el saber. Desde esta perspectiva, salvar a Sócrates del platonismo encontraría su equivalencia en salvar a Jesús de Nazaret de Pablo de Tarso: también aquí Jesús representa el trasfondo evangélico del cristianismo frente a la estructura patriarcal de la Iglesia posterior, de modo que Sócrates es a Jesús como Platón a Pablo. Ello se muestra en la correspectiva concepción del alma: mientras que en Platón el alma se emparenta con las Ideas, en Sócrates el alma dialoga con lo demónico (daimonion); por su parte, mientras que en Jesús el alma se define por la vida (psyjé es el alma como principio vital), en Pablo el alma se sublima en el espíritu puro (paso del hombre somático o corporal al psíquico o anímico, y de este al pneumático o espiritual).10 Al final Sócrates y Jesús comparecen respectivamente como el filósofo y el profeta del amor y el alma, tal y como se muestra en el Banquete de Platón y en la Última Cena
8. Sobre la figura de Sócrates, véase C.G. Jung et alii, Hombre y sentido, Anthropos, Barcelona 2004 (el trabajo de P. Hadot). Conviene matizar aquí la opinión de Aristóteles sobre que Sócrates sería el fundador del concepto universal, ya que no se trata del concepto universal-abstracto (general) sino del concepto universal-concreto ganado en diálogo interanímico (y que yo denominaría simbólico). 9. Sobre el sentido, lo sublime y lo subliminal, puede verse mi trabajo en: VV.AA., El retorno de Hermes, Anthropos, Barcelona 1989, pp. 164 y ss.; para el cristianismo véanse los Evangelios (Biblia de Jerusalén). 10. Sobre Sócrates, hijo de comadrona y escultor, véase E. de Places en Histoire des religions, Bloud, París 1955, pp. 245 y ss.; sobre Jesús y Pablo, F. Nietzsche, El anticristo, Alianza, Madrid 2000. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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narrada por Juan Evangelista. Se trata de los dos textos más sublimes de la humanidad (occidental), por lo demás perfectamente complementarios: porque el eros ascensional y la caridad descensional se encuentran medialmente en el amor anímico, el cual dice oferencia y aferencia, ascensión y descensión, apertura e implicación, sublimación y encarnación.11 Nuestra conclusión socrática sería que el Alma, que no es forma ni estructura sino urdimbre relacional, se expresa como aferencia o consentimiento (crítico), siendo el órgano cuasi musical del sentido en cuanto armonizadora de contrarios (cuerpo y espíritu). Por ello la felicidad consiste en estar a bien con el alma (eudemonismo), o sea, en obtener sentido, cuyo arquetipo es el amor anímico situado dialógicamente entre el eros (carnal) y el logos (espiritual) a modo de mediación. El alma es así ahuecamiento abierto al otro: el ser que no es pero exige ser junto al otro, el ámbito del deber-ser frente a la alteridad. Ahora bien, la diferencia entre Sócrates y Platón radicaría a nuestro entender en que el platonismo arriba a la Idea trascendental del Bien, mientras que el socratismo accede al Ideal inmanental de lo bueno ganado dialógica o intersubjetivamente a través de la razón-sentido de carácter axiológico-valorativo.
11. Sobre la sublimación socrática, W. Guthrie, A History of Greek Philosophy, Cambridge 1973; sobre la encarnación cristiana mi obra Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2003, donde se interpreta el Espíritu Santo como Espíritu anímico de amor (Espíritu-Alma). 16
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INTRODUCCIÓN GENERAL VIDA Y EXISTENCIA Michel Maffesoli
La relación entre la vida y el pensamiento supone una dificultad constante para la teoría. Ella va a determinar el «estilo» de expresión de una época dada. Se puede pensar que en un momento en que el lugar hace el lazo, nuestra manera de decir el lugar (entorno natural) y el lazo (social) está cambiando considerablemente. Al mecanicismo le sucede una suerte de organicidad. Se trata de un desafío epistemológico que conviene asumir. En efecto, la vida se despliega al margen del pensamiento y en el curso de una duración prolongada encuentra su equilibrio. Esta vida inmediata solivianta al sabio acomodado: ¡la de la audacia de vivir sin su bendición! La revancha de lo dionisíaco, en su momento trágico, devuelve a su inanidad los pensamientos muertos que se han erigido en dogmas más o menos vulgarizados. Se trata de observar la vida sin prejuicios, sin prenociones, en suma, sin nada que la clausure a priori. Esto, posiblemente, permitirá ver que es generosa, solidaria, vinculante, en una palabra, viva y en constante movimiento. Nietzsche y su «decir sí a la vida» constituye, de este modo, una buena fuente de inspiración para comprender nuestro tiempo, ya que permite concebir la extraordinaria vitalidad social negada por los innumerables «aguafiestas» autoproclamados censores de una época ya caduca. Para ellos, toda efervescencia, anómica o no, constituye un signo de decadencia. A fortiriori, toda desviación en relación a las normas establecidas, las del trabajo, las de la sexualidad, las de las buenas costumbres en general, la consideran como marginal y sin valor. Crisis de adolescencia sin grandes consecuencias de la que sólo cabe esperar su final. En ella todavía se olvida la advertencia nietzscheana: «hace falta experimentar el caos en sí mismo para alumbrar una estrella que baila». Pensemos en una gradación tal y como la plantea la mitología: «en el principio era el caos (el abismo); después Gaia (la tierra), de anchos pechos, asiento siempre firme de todos los mortales, y Eros (el Amor), el más bello de entre los dioses inmortales...» (Hesiodo, Teogonía, V. 116 y ss.). La estrella que nos ocupa es esta erótica generalizada consistente en una «participación», en su sentido mágico, que afecta a las cosas, la gente, los lugares. Signo de una atracción pasional que puede ser concebida como un esquema filogenético, un «residuo» conforme a la terminología de V. Pareto, que impulsa a la búsqueda del otro, a tocarle, a hacer como él.1 Atracción, por lo demás, que los espíritus afligidos y moralistas de toda condición, 1. Remito sobre el asunto a los libros de P. Tacussel, en particular L’Attraction, París, Desclée de Brouwer, 1999. Sobre Pareto, consúltese B. Valade, Pareto, París, PUF, 1990. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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van a concebir como regresión, o incluso, en la simplificación freudiana, como la no-diferenciación patológica con la madre o, peor, con la «Gran Madre» natural. Esta atracción se encuentra entre nosotros. Y si bien no corresponde a los valores a los que estamos habituados, puede ser, también, una forma de vida. Comparece como un signo de ligazón, puesta en relación y, por tanto, puede expresar la vida en su complejidad. En ella reside la sensibilidad propia de las diferentes filosofías orientales, por ejemplo, el tantrismo, que descansa sobre la unificación del sentido y de sus objetos. Sensibilidad que, hoy se sabe bien, contamina, cada vez más, los modos y las maneras del ser de los occidentales. Lejos de la separación y la distinción características del individualismo moderno, remite, por el contrario, a una participación a ultranza como distintivo del holismo postmoderno. La participación multiforme promueve una multiplicidad de comuniones en torno a los diversos tótems. Esta es la época de los »pequeños dioses». El dios objeto, el dios sexo, el territorio divino, la naturaleza y/o lo ecológico comparecen como receptáculos de un animismo difuso. En cada uno de estos casos existe una correlación entre lo divino y el destino. Estos pequeños dioses son aceptados para que existan. No se trata de cuestionar el objeto, sublimar el sexo, modelar el territorio, agredir a la naturaleza, en definitiva, de la perspectiva dramática, sino de armonizarlo todo, de «hacer con»: lo trágico en acto. En La contemplación del mundo he puesto de manifiesto el lugar y el papel del «objeto imagen». No se debe «ponerlo a distancia», sino que constituye un elemento dinámico de la vida cotidiana. Así lo subraya, de una manera premonitoria, J.M. Guyau cuando afirma que «los objetos que llamamos inanimados son más vivos que las abstracciones de la ciencia... Nos interesan, nos conmueven, nos hacen simpatizar con ellos».2 A través de ellos se accede, en un sentido fuerte del término, a una forma de armonía con uno mismo y con el mundo. Permiten una dulcificación de la hostilidad circundante. Puede hablarse de mundo «objetal»: mundo creado, poblado, atravesado por los objetos, domesticado por ellos. Tienen alma y animan nuestro mundo. Si se concuerda con esta línea de análisis, la separación estricta entre objeto y sujeto, que supone la tesis esencial de la filosofía occidental, queda diluida en favor de un vaivén entre estos dos polos: la oposición «trayectorial» frente a lo subjetivo y lo objetivo por separado, un «trayecto antropológico» (Gilbert Durand) como elemento fundador de la relación con el mundo. Se trata de la relación con el mundo cargado de magia en el que los objetos son, al igual que «intercesores», objetos «transicionales». Negocian, suavizan, intervienen. De este modo, conviene comprender la importancia y el triunfo de los «centros comerciales», no como simples lugares funcionales de venta, sino como ocasiones propiciadoras de la comunión. Suscitan verdaderos trances de «consumo» donde todo el mundo posee menos tal o cual objeto de lo que es poseído por él. Estos objetos fetiches tales como la ropa, el coche, el teléfono portátil, el walkman, etc. son constitutivos de la persona, en el sentido etimológico, de «máscara», en los diversos papeles que ésta se apresta a representar en la teatralidad cotidiana. De ahí la indistinción de la máscara, de la «persona» y del cuadro general en que se sitúa. Cada uno es un elemento necesario del conjunto, pero sólo tiene valor dentro del conjunto en el que encuentra sentido. Se trata de una «participación mística» a la que remite la obra de C.G. Jung. Así, puede traerse a colación el recuerdo de un muchacho joven sentado sobre una piedra en el jardín familiar: «soy el que está sentado sobre la piedra o soy la piedra sobre la que está sentado».3 2. M. Guyau, L’Art au post de vue sociologique, París, Felix Alcan, 1920, p. 14. Y M. Maffesoli, La Comtemplation du monde, París, Le Livre de Poche, 1993, pp. 107-119. Sobre la orientalización, consúltese Pierre Le Quéau, La Tentation bouddhiste, París, Desclée de Brouwer, 1999. 3. C.G. Jung, Ma vie, París, Gallimard, 1983, p. 39. Consúltese también R.Freitas, Les centres commerciaux : îles urbaines de la postmodernité, París, L’Harmattan, 1996. 18
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Esta experiencia, en ningún caso patológica, es, como en el caso de las sociedades premodernas, moneda común en la postmodernidad. El objeto observado desde el punto de vista del sentido, el lugar de la inmensidad es, también, una oportunidad para el disfrute. En este caso, se trata de prácticas cotidianas habituales. En lo que concierne a las jóvenes generaciones éstas viven la ciudad como una serie de «lugares emblemáticos» de diversos órdenes: musicales, de efervescencia nocturna, de exaltación religiosa, de consumo cultural. En definitiva, una visión que participa de un reencantamiento generalizado. A buen seguro, esta mística no se reconoce como tal. Sin embargo, se difunde a lo largo de la vida ordinaria y se relaciona con la emergencia de las tribus urbanas que, como ya he afirmado, se aglutinan en torno a un tótem. Y esta agregación permite que la trama de la vida cotidiana sea una reserva que facilite perdurar en el ser. De ahí la importancia de los rituales, de los signos de reconocimiento, de prácticas lingüísticas específicas4 que constituyen tanto las nuevas éticas como los cimientos del lazo social. Éticas vividas en el presente y mucho más fuertes que la moral universalista y abstracta: la de los derechos del hombre, de la política, del contrato social, de la ciudadanía, de las democracias propias de una modernidad obsoleta. La participación mística se enraíza en el aquí y ahora. Habita, de manera trágica, este mundo que se ofrece a ser visto y vivido. De ahí la importancia del «lugar que hace el lazo». En efecto, exactamente igual el objeto es el «pequeño territorio» del disfrute presentista, el territorio de las diversiones cinematográficas o deportivas. La lista se podría extender hasta el infinito de esta cuadrícula urbana en la que anidan las simientes que hacen posible la «plusvalía» existencial. Conviene recordar que en la mitología bíblica el «lugar emblemático» es un espacio de adoración. En él se honra tal dios o diosa. Pero a través de esta adoración es el mundo en su totalidad el que se convierte en objeto de veneración. Estos «lugares emblemáticos» eran los dominios en los que se vivían los diversos excesos. Se trata de la erótica social, en su sentido amplio, que conforma el cuerpo social. Mantengo en La sombra de Dionisio (1982) que a través de las «hierodulias» o las «hierogamias», «el sexo normalmente privatizado retoma su aspecto colectivo», lo cual apunta a un «inmoralismo ético» en el que la exacerbación de las pasiones comunes, la orgía en su sentido etimológico, renueva el deseo y el placer de estar juntos. De una manera más o menos eufemística, comparece el juego de la pasión que se expresa en todos los pequeños territorios constitutivos del espacio social contemporáneo. Las megalópolis postmodernas viven competitivamente, por turnos, esta «movida» febril. Se trata de un renacimiento por y gracias a la exaltación de tal lugar mítico donde se celebran efervescencias específicas. Así, ciudades como Roma, París, Madrid, Londres, Berlín, Nueva York, tienen su o sus lugares dionisíacos. Y eso, con independencia de que sea un «lugar emblemático» institucional o, por el contrario, underground: a este respecto es esclarecedor la multiplicación de fiestas «techno», y otras rave parties, con sus trayectos iniciáticos. A imagen de lo que ocurría en la antigua Tebas, los bacantes y las bacantes postmodernos reencantan estas ciudades en las que el hecho de no morir de hambre se equilibra con el de morir de tedio. La anomía, se sabe desde Durkheim, es útil para elaborar y conformar esta solidaridad societal necesaria en toda sociedad. Después de algunos siglos dominados por la Historia, y sus consecuencias extensivas (política, economía), se vuelve a vivir lo que pertenece al orden de lo intensivo, de la intensidad ligada al espacio.5 He llamado a Dioniso dios «ctónico», arraigado, terrenal. El dios del territorio es una figura emblemática. Como todo lo relativo a la «Tierra-Madre», a Gaia, es inquietante. Con4. Consultar J.P. Goudallier, Comment tu tchatches, Maison neuve-Larose, 1998. 5. He tratado el tema en M. Maffesoli, Au creux des apparences. Pour une éthique de l’esthétique, París, Le Livre de Poche, 1993, cap. 5. También consultar É.Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, Le Livre de Poche, 1991. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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voca a lo trágico. Acentúa lo que se agota en el acto, lo que es no-proyectivo, lo que es «presentista». Sus nombres, según la cultura, son múltiples. Pero su realidad es constante. Se trata del dios del reencantamiento. Un rasgo de lo trágico sería que no hay encantamiento sin estremecimiento, sin agitación. ¿Esto supone verdaderamente una paradoja? Todo aquello que anima, da vida, se expresa a través de la inquietud. Es el ejemplo de Shinjuku en Tokio,6 todavía un lugar mítico, un «lugar animado» (sakariba) sito en el interior de una ciudad industrial. Lugar frontera donde se fragua una cultura alternativa en la que pueden observarse las múltiples consecuencias hedonistas para el país en su conjunto. El lugar sospechoso, de pasaje y de circulación, deviene un lugar fascinante: el de la referencia. Fascinans, tremendum. La presencia de lo sagrado siempre comparece en el territorio. La memoria colectiva se arraiga profundamente en él. El término Underground se presta a la reflexión acerca de lo que siendo actual siempre es arcaico. Lo cotidiano, según san Jerónimo, es «supra-substancial». El compartir el territorio, en su banalidad, tiene la misma cualidad. Es lo que es por lo que ha sido. Como un surco abierto en lo profundo, permite que germine y crezcan las maneras de ser, los sentimientos, los afectos y las emociones aglutinantes, en definitiva, el cuerpo social. Es así como conviene acercarse a la fórmula heideggeriana: «lo que es, es lo que acontece. Lo que acontece ya ha acontecido».7 Todo está aquí ya. Y en lugar de creer en la acción del hombre sobre sí y sobre el mundo (la economía moderna), posiblemente hay que atender a la creencia, a la «invención»: hacer venir a nuestra actualidad la matriz arraigada. Esto es lo que nos recuerda el territorio y la socialidad, festiva o banal. Pero, ¿existe una diferencia entre lo festivo y lo banal? Cada uno, a su manera, convierte la existencia viva, aquí y ahora, en una suerte de obra de arte tal como la un «domingo de la vida» valiosa por sí misma. La acentuación del territorio es, en este sentido, corolario de un sentimiento trágico del mundo: desde el mismo momento que no hay detrás un mundo religioso o histórico, hace falta vivir con intensidad lo que ofrece aquí este escenario terrenal. Jamás se insistirá lo suficiente en la consecuencia de una inmanencia de este tipo. Cada acto, cada situación, cada momento constituyen un todo en sí mismo. Por otra parte, se puede señalar que esto es, precisamente, lo que caracteriza, en esencia, a toda obra de arte. Forma parte de su lógica el hecho de bastarse por sí misma. En el caso más excelso, conduce al que contempla a una fusión con el gran Todo. Comparece como un todo que puede conducir a la fusión, a la confusión que, en su fondo, remite al ambiente estético. Ciertamente, existe en la contemplación una muerte, la «pequeña muerte» del éxtasis, la del orgasmo, pero se trata de una «pérdida» que desemboca en una plusvalía. De este modo, la obra de arte, ya sea un cuadro, una obra musical, un paisaje o la vida intensa de un momento particular, permite, pasando a través de la muerte, trascender la muerte y participa, por tanto, del rejuvenecimiento del mundo. Muchos han sido los teóricos del arte que han remarcado este proceso. Sin embargo, éste, en determinadas épocas, se vive, a pequeña escala, en la vida de todos los días. Con mucho, esto es lo que importa. En este sentido, el territorio suscita un acto de presencia a quién está presente. Así, para hacer resaltar el lazo existente entre Don Juan, héroe trágico por excelencia, y su ciudad, Sevilla, Ortega y Gasset habla de un «imperativo atmosférico», añadiendo que, «en todo paisaje nos encontramos, prefigurado, un estilo de vida particular».8 La expresión señala el vínculo necesario entre el espacio y la vida. El lugar 6. Consúltese P. Pons, D´Edo à Tokio, mémoire et modernités, París, Gallimard, 1988, p. 329. 7. M. Heidegger, Nietzsche II, París, Gallimard, 1996, p. 311 (Was ist, ist das was geschieht; was geschieht, ist schon geschehen). 8. J. Ortega y Gasset, Le Spectateur, París, Rivages, 1992, pp. 30-31. Sobre el arte desde un enfoque más general, consúltese L. Dumont, L’Idéologie allemande, París, Gallimard, 1991, pp. 95-99. Consúltense también N. Bourriaud, Formes de vie, Dënoel, 1999 y Esthétique relationnelle, Presse du réel, 1998. 20
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es matricial. Es el destino. Y su co-junción provoca la intensidad del presente. Para Don Juan esta intensidad es consciente, querida. Va a ser vivida, de una manera casi consciente, en todos los pequeños territorios, en todos los «lugares emblemáticos» festivos, en todos los trayectos y rituales que marca la ciudad postmoderna. Sin embargo, la lógica es la misma: se está marcado por los lugares, se les marca en el retorno. Esto puede volver a dar sentido a la vieja expresión «genius loci», genio del lugar que asegura, por su propia «aura», la constitución de la tribu que lo habita. La relación entre territorio y lo trágico es de mucho interés. Numerosas civilizaciones se han fundado en su sinergia. En referencia al nordeste de Brasil, G.Freyre, en su bello libro Terres du sucre, establece una relación esclarecedora, en referencia a lo que denomina la «tierra arcillosa», entre el bairro (barro), causa y efecto del vínculo con lo local («bairrismo») y barro (arcilla), tierra que sirve de fundamento a la sociedad. Habla, a este respecto, de «base física». Es interesante subrayar que ésta va a aportar la exhuberancia trágica del barroco. Sin pretender desarrollar una relación tal, conviene recordar que el barroco es el estilo de las raíces.9 Es la expresión de Pan, dios del campo y de la naturaleza. Remite al vitalismo, desvela sus fuerzas cósmicas. Al mismo tiempo, por oposición al clasicismo racional y proyectivo, el barroco pone el acento en lo patético, que hace comprender, en su sentido estricto, las pasiones comunes. Pisar en conjunto un suelo, segregar un lazo irremisible. Se produce una suerte de comunión, intensa, entre los que participan de una atmósfera de una iglesia barroca. Es, sin lugar a dudas, la misma que se encuentra en el subsuelo de la discoteca techno, en el decorado teatral de un evento musical, en el erial industrial o en el claro del bosque encantado por la «rave party». En cada uno de los casos, el salvajismo del ruido, del alcohol o de algún otro excitante psicotrópico tienen una función eucarística. Provocan lo que he denominado una «ética estética», en definitiva, una urdimbre constituida por las emociones compartidas, por las secreciones animales y por otros humores que recuerda que los humanos están hechos, también, de humus. Retorno arcaico del territorio al primer plano de la escena social. Como siempre, para lo mejor y lo peor, retorno paradójico. Sangriento en las guerras tribales en las que se decapita al otro en nombre del sol ancestral. Festivo en las efervescencias de todos los órdenes en los que no se le puede reprimir bajo la normalizadora etiqueta de la marginalidad ya que empapan el conjunto de la vida social. Este retorno trae a la memoria la permanencia de los valores terrenales, el impacto de lo erótico, el acto del disfrute de los productos de la tierra, es decir, la necesidad de gozar de este mundo, de gozar en este mundo. Posiblemente así hay que comprender el vínculo etimológico que señalan ciertos comentaristas de la Biblia entre el suelo, «aDaMaH» y el hombre «AdaM». Este último se ha ido y debe volver.10 No es cierto que nuestros gentiles «salvajes» postmodernos encuentren en el espíritu la raíz para en sus trances musicales. Por el contrario, viven la importancia del entorno. Experimentan la necesidad del contexto para ser lo que son, a título personal, como portadores de máscara, o en clave colectiva, como tribus arraigadas y extáticas a la vez. Los territorios que ellos pisan y hacen estructuran la realidad. Los límites espaciales les conceden una «existencia intensa», es decir, que la salida de sí, en el contexto de un territorio, desemboca en una tensión inmanente (in-tendere): la intensidad de la comunidad efervescente, estremecimiento de la vida en su totalidad, estremecimiento de la existencia.
9 Consúltese G. Freyre, Terres du sucre, París, Quai Voltaire, 1992, p. 46. Sobre el barroco, consúltese E. d’Ors, Du Barroque, París, Gallimard, p. 100. Consúltese también A. Romano de Sant’Anna, Barroque, âme du Brasil, Río de Janeiro, ed. Communicaçao, Maxima, 1997. 10. A. Abécassis, La Pensée juive, París, Le livre de Poche, 1987, t. 2, p. 90. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Aquí se encuentra el interés del territorio: permite comunicar con lo otro. No tanto en función de un ideal lejano, sino en referencia a valores vividos en el presente. Al mismo tiempo, se habrá comprendido que los lugares que se comparten con otro permiten suavizar la carga trágica vinculada, precisamente, al presentismo. En efecto, para retomar una última distinción entre lo dramático y lo trágico, recuerdo que en el marco de la modernidad la perspectiva dramática cree en la solución de todos los problemas, pero la remite a tiempos futuros mejores. Por el contrario, la sensibilidad trágica se orienta a vivir, en el día a día, estos mismos problemas. Éstos, y la tensión que generan, son constitutivos de todo ser, individual o colectivo. En el primer caso, la Historia es el vector de la emancipación social. En el segundo, el Territorio es el receptáculo de un destino colectivo. Es muy comprometido, al final de este trayecto, decir cuál de estas posturas existenciales es la mejor. A decir verdad la cuestión es un tanto ociosa. Sí conviene reconocer que si el drama fue, lo trágico es. Ya he aportado cuantiosas ilustraciones de un espíritu del tiempo que privilegia lo que podría denominarse, sin falsa pedantería, el ambiente destinal. Sin duda alguna que el destino es el lugar matricial que forma e impregna maneras de ser y pensar. Reconocemos, asimismo, que este ambiente inicia una nueva cultura que, no se lo repetirá lo suficiente, más que individualista es totalmente tribal. En este sentido el territorio, festivo o banal, constituye un buen indicador. Remite a la metáfora del cosmos, del «mundo» que es, no lo olvidemos, el agujero sin fin de la vida. «Agujero» al que estamos abocados todos juntos. «Agujero» que conviene afrontar juntos. De modo que la fusión-confusión que se aprecia en esos casos se la puede concebir desde la cuestión del territorio, desde la intensificación espacial. La bella expresión «estar-juntos» adquiere aquí todo su sentido. Pone el acento en la interacción, la reciprocidad, en «el mundo en común» (mit-welt). Se puede remitir, igualmente, a la «indistinción fecunda» de mí y de ti conforme a Gabriel Marcel, lo que es está lejos y próximo según R.Bastide, sin olvidar la metáfora del «puente y la puerta» de G. Simmel. De algún modo, lo que he denominado hace tiempo la socialidad. Se trata del mundo compartido, el «mundo con», lo que promueve nuevas formas de generosidad y solidaridad. Se podría admitir como hipótesis que existe una correlación estrecha entre compartir un territorio, el ambiente trágico y la renovación de movimientos caritativos de diversos órdenes. Y eso no es una paradoja gratuita. La orgía, no lo olvidemos, es la puesta en común de las pasiones. Es, igualmente, la celebración de los misterios. Pasiones y misterios pueden incluirse en el orden del exceso festivo, del derroche, del hedonismo, de todos los hechos colectivos. Pero las pasiones y los misterios pueden, también, alentar el cuidado del otro, la compasión, la generosidad, que es lo propio de los movimientos caritativos. Insisto: el territorio, de un modo etológico, «segrega» la consideración del otro y hace necesario respetarlo. De este modo, conviene comprender «la atracción pasional» expresada en los múltiples estremecimientos de la vida social.11 Lo trágico, el placer y la solidaridad están vinculados porque se tiene noticia, por este «saber» incorporado, saber animal, saber del vientre, que lo que ocurre al otro me espera igualmente a mí. Esto es el destino: hodie tibi, cras mihi, hoy es tu turno, mañana el mío. Sobre esta idea descansa la atracción que despierta la tragedia, en general, por los espectáculos de las catástrofes a que los media, es justo decirlo, son muy aficionados. Lo trágico genera identificación. Más intensa que la mera simpatía, renace en formas de empatía (Einfühlung) que provoca la vibración, la risa, el sollozo, el grito y el canto en conjunto: ¡la Histeria! Cuando no se la estigmatiza rápidamente, se la reconoce que interviene en el movimiento del hombre en su conjunto. 11. Consúltese sobre el tema, P. Tacussel, Ch. Fourrier, le jeu des passions, París, Desclée de Brouwer, 2000 ; también Doi Takeo, Le jeu de l´indulgence, París, L´Asiatheque, 1988, p. 6. 22
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Junto al reconocimiento del otro, viviente, junto a mí, sobre un territorio común, lo trágico inducido por la aceptación de este mundo, acompaña, también, hasta el reconocimiento y la aceptación del otro en mí. El individuo moderno, actor de la historia, es uno e indivisible. La persona postmoderna, confrontada al destino, no puede quedar limitada al pequeño yo producido por la exaltación egocéntrica que lleva la impronta de los dos, tres últimos siglos, que ahora tocan a su fin. Posiblemente haga falta, sobre este punto, estar atento a las enseñanzas de C.G. Jung y al «proceso de individuación» que él analiza. Más allá de la egolatría, aquel «abarca infinitamente en el sí-mismo más que un simple yo... Es más el otro o los otros que yo: la individuación no excluye el universo, lo incluye».12 No se podría expresar mejor la generosidad que me vincula a los otros y al mundo, lo que me vincula a la alteridad bajo todas las formas en general. Lejos de las frivolidades burguesas y de los rigores morales, que descansan sobre el «no» a la vida, el hecho de aceptar el politeísmo de los valores es una manera de celebrar lo que Julien Gracq llamaba «el matrimonio de plena confianza» que cada día se sella entre el hombre y el mundo. Este mundo que apuntala al hombre, este mundo que funda lo que él denomina la «planta humana».13 Este mundo que no es, no ha sido nunca tan hostil, algo que él acostumbraba a decir. Muchos han sido los poetas que se han ocupado de apreciarlo en su justa medida. Se puede decir que el artista es alguien que tiene el coraje de decir sí. Parecería, en nuestros días, que ese coraje renovado y enriquecido por la experiencia es una virtud profundamente inmoral y cada vez más extendida: consiste en decir todos, al unísono, ¡sí a la vida!
12. C.G. Jung, Les Racines de la consciente, París, Buchet-Chastel, 1971, p. 554. Consúltese también, C.G. Jung, Métamorphose de láme et ses symboles, Ginebra, Georg, 1993, p. 89. 13. J. Gracq, Oeuvres complètes, La Pléiade, 1997, t. 1, p. 879. Desarrollo estas ideas en M. Maffesoli, L´instant éternel. Retour du tragique dans la postmodernité, Dënoel, 2000 (hay traducción española: El instante eterno, Paidós, Buenos Aires, 2001). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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A Ágape: amor y perdón La pecadora perdonada 36 Un fariseo le rogó que comiera con él; y entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. 37 Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, 38y poniéndose detrás, a los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. 39 Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora». 40Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». Él dijo: «Di, maestro». 41«Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. 42Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?» 43Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien perdonó más». Él le dijo: «Has juzgado bien», 44y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con su cabellos. 45No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. 46No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. 47Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, por-
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que ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra». 48Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». 49Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?». 50Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». Nota 7, 47 En la primera parte de este versículo, el amor aparece como causa del perdón; en la segunda, es su efecto. Esta antinomia procede de que el texto de la perícopa es heterogéneo. En 37-38, 4446, los gestos de la mujer demuestran un gran amor que le merece el perdón de sus faltas: de ahí la conclusión 47ª. Pero en 40-43 se ha incluido una parábola, cuya lección es la inversa: un perdón mayor produce un amor mayor: de ahí la conclusión 47b.
JESÚS DE NAZARET (Biblia de Jerusalén, Evangelio de San Lucas, 7, 36-50)
Alma Empiezo, pues, por lo primero, y advierto a los lectores que distingan cuidadosamente entre la idea, o sea, un concepto del alma, y las imágenes de las cosas que imaginamos. Además, es necesario que distingan entre las ideas y las palabras con las que significamos las cosas. Pues muchos ignoran por completo esta doctrina acerca de la voluntad porque confunden completamente esas tres cosas, a saber: imágenes, palabras e ideas; o bien porque no las distinguen con el cuidado y cautela suficientes. SPINOZA, Ética 25
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Alma
El alma es la esfera que gravita en equidistancia. El alma es la atmósfera polícroma, de especie aúrea en lo sublime, mortecina blancura en la calma y rojez flamígera en la batalla. El alma ha inspirado la imaginación de los poetas, la palabra de los retóricos, la terapéutica de los psicólogos y el arte de los estetas. Del alma se apropiaron los teólogos y la sometieron a procesos de refinamiento. Del alma se alejaron los filósofos, porque adivinaron entre sus pliegues el rugoso e inconsistente semblante de la vida. Como filósofos nos acercamos a los jardines en que reposa el cuerpo-sin-órganos del alma. Jardines saturados de acordes musicales que vibran al soplo de palabras amorosas. El alma bebe de las aguas puras, manantiales que nacen en las grutas del inframundo. Con su frescor riega el terso manto de la naturaleza; rocío que vivifica la quebradiza piel de la experiencia. Voz de Pan, vástago de Hermes, el alma comparte su doble naturaleza, ensueño del mediodía y pesadilla de la noche negra. La advertencia spinoziana nos pone sobre la pista del modo en que es posible un acercamiento filosófico al alma. Aún más, en la confluencia de palabras, imágenes e ideas la filosofía recuperará un sentido de consistencia, de acoplamiento, de solidez fluida. El alma se ofrece al filósofo bien como constructo histórico, en la forma de doctrinas sobre la inmortalidad y potencias del ser, bien como estructura supracósica e infraideal. La particular naturaleza membranosa del alma permite la sedimentación y configuración de elementos a los fines de la elaboración de un discurso filosófico. ¿Es posible una filosofía con alma? ¿Qué sentido tiene elaborar una filosofía con alma? A estas preguntas pretendemos responder en el presente artículo. Comencemos por presentar los grandes temas que componen el mosaico del alma. El almario filosófico se alza sobre una estructura triádica, en la que las nociones actúan a modo de abovedamientos existenciales de carácter simbólico. Como ha señalado Gilbert Durand en relación con la imaginación anímica en la obra de Bachelard: Esta investigación fenomenológica de los símbolos poéticos nos abrirá, a través de la obra de Bachelard, confusamente en los primeros trabajos, en forma cada vez más precisa, sobre todo en uno de sus últimos libros, «La poétique de la rêverie», las grandes perspectivas de una verdadera 26
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ontología simbólica que, mediante aproximaciones sucesivas, conducen a los tres grandes temas de la ontología tradicional: el yo, el mundo y dios.1
Yo, mundo y Dios o su equivalente diádico microcosmos-macrocosmos forman otras tantas constelaciones complejas, cada una con su propio régimen de desenvolvimiento tal y como viera Max Weber. Su progresiva autonomización ha desembocado en una antinomización de sus presupuestos y de sus rendimientos. Será necesario por lo tanto, una labor de ligadura o re-ligación. En esta tarea, hemos de comenzar nuestra andadura en aquellos cruces de caminos en que la vía de avance del filósofo se estrecha. El discurso filosófico se ha encontrado a lo largo de su historia con muros insuperables, auténticos cul-de-sac en los que ningún horizonte abre su pecho al sol de la esperanza. Son instantes en los que el espíritu filosófico presenta signos de agotamiento, de recusación de la lucha. Parece que el caudal de las fuentes filosóficas se consume, mostrándose su cauce como huecograbado de las verdades conquistadas y sometidas en otro tiempo. Es el caso de la filosofía kantiana y de la ontología heideggeriana. Sus respectivas aportaciones jalonan los límites de la Filosofía en lo que respecta a su manifestación discursiva. La confrontación con la filosofía de Kant y Heidegger nos pone en relación con la cuestión central del decir y el alma. El decir y el alma El decir en Kant: las ideas trascendentales y la «paradoja de Hegel»
Kant aborda en la Crítica de la razón pura la tarea de delimitar las condiciones de posibilidad de la Filosofía como ciencia. Su enfoque, reconocido de forma explícita, manifiesta un profundo sentido jurídico, o mejor dicho, jurisdiccional. En efecto, lo que Kant se plantea es determinar hasta qué lindero puede arribar el explorador de la Filosofía. El empeño en sobrepasar ese límite resulta a los ojos de Kant vano e inútil. Para ello, Kant lleva a cabo un análisis de las proposiciones, es decir una cartografía lingüística del sentido científico. Tan sólo los juicios sintéticos a priori en tanto que son el resultado de la conjunción de la estructura imaginativa del hombre —esquema trascendental— y un objeto de la experiencia son portadoras de un significado verdadero, veriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ficable intersubjetivamente. El resto de proposiciones no merecen la consideración de verdaderas y por lo tanto, son fruto de lo que Heidegger llamaría «la caída» del ser-ahí en «habladurías». Sin embargo, este esquema que presenta un rigor y capacidad de deslinde enormemente poderosos, fue objeto de una aguda crítica por parte de Hegel. Hegel, en la Fenomenología del espíritu da a entender que el sistema kantiano no deja de ser altamente paradójico. De hecho, podríamos llamar a la argumentación hegeliana «paradoja de Hegel». La paradoja brilla en el espacio definido por la intersección de la razón pura y la razón práctica kantianas. Dice así: «Cada cual debe decir la verdad». En este deber, enunciado como incondicionado, se admitirá enseguida una condición: si sabe la verdad. Por donde el precepto rezará, ahora, así: cada cual debe decir la verdad, siempre con arreglo a su conocimiento y a su convicción acerca de ella.2
Es decir, la máxima que determina el imperativo categórico en relación con enunciados o proposiciones es el de decir la verdad en toda circunstancia. Sin embargo, la gran cantidad de juicios que un sujeto emite no permite la validación de sus pretensiones de validez. Por lo cual, siguiendo la teoría de Kant a rajatabla, al sujeto no le quedaría otra alternativa moral que callarse, opción preferida por Wittgenstein en su Tractatus o la de violar la norma moral emitiendo juicios susceptibles de ser falsos. Hegel prosigue con su argumentación del modo siguiente: Una vez corregida la novedad o la torpeza, la máxima se enunciará así: cada cual debe decir la verdad, con arreglo al conocimiento y a la convicción que de ella tenga en cada caso. Pero, con ello, lo universal necesario, lo valedero en sí, que esta máxima se proponía enunciar, más bien se invierte, convirtiéndose en algo totalmente contingente. En efecto, el que se diga la verdad queda confiado al hecho contingente de que yo la conozca y pueda convencerme de ella; lo que vale tanto como afirmar que debe decirse lo verdadero y lo falso mezclado y revuelto, tal como uno lo conoce, lo supone y lo concibe. Esta contingencia del contenido sólo tiene la universalidad en la forma de una proposición bajo la cual se expresa; pero como máxima ética promete un contenido universal y necesario y se contradice a sí misma, con la contingencia de dicho contenido.3
Todo lo cual le lleva a concluir que: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Si, por último, la máxima se corrige diciendo que la contingencia del conocimiento y de la convicción acerca de la verdad deben desaparecer y que la verdad debe, además, ser sabida, se enunciará con ello un precepto en flagrante contradicción con lo que era el punto de que se partía. Primeramente, la sana razón debía tener de un modo inmediato la capacidad de enunciar la verdad; pero ahora se dice que debía saber la verdad, es decir, que no la sabe enunciar de un modo inmediato. Considerando el problema por el lado del contenido, éste se descarta al exigir que se debe saber la verdad, ya que esta exigencia se refiere al saber en general: se debe saber; lo que se exige es, por tanto, más bien lo que se halla libre de todo contenido determinado. Pero aquí se hablaba de un contenido determinado, de una diferencia en cuanto a la sustancia ética. Sin embargo, esta determinación inmediata de dicha sustancia es un contenido que se manifiesta más bien como algo totalmente fortuito y que se eleva a universalidad y necesidad, de tal modo que más bien desaparece el saber enunciado como ley.4
La paradoja de Hegel descubre el valor de la palabra proferida en la contingencia de la vida. Si las ideas trascendentales han de ser previamente esterilizadas para constituir un saber que pueda llamarse ciencia, los juicios de la ciencia resultan estériles para la práctica comunicativa entre sujetos. Alma, mundo y Dios son para Kant ideas trascendentales, allende la experiencia científica. A los efectos del presente estudio, siguiendo a Hegel en su crítica a Kant, las ideas trascendentales —alma individual, mundo y Dios— son figuras de la experiencia de la contingencia —vida. El decir en la obra de Heidegger: el sentido del ser como hilo conductor
La reflexión heideggeriana sobre el sentido del ser atraviesa su obra desde Ser y tiempo. Si en la citada obra la orientación que toma su investigación arrastra al lector a la confrontación con la existencia, en cuanto que ser-ahí históricamente existente y expuesto a la muerte, en su obra posterior la pregunta por el ser se radicaliza, dejando escasos espacios para cualquier fundamentación de la cuestión mediante apelaciones a la textura de la vida-existencia. El sentido del ser en «Ser y Tiempo»
En Ser y Tiempo Heidegger anticipa algunas de las dificultades que la pregunta por el ser opone a la tarea de su elucidación. 27
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El concepto de ser es indefinible.5
Y, al mismo tiempo, El ser es el más comprensible de los conceptos... El hecho de que vivamos en cada caso en cierta comprensión del ser, y que al par el sentido del ser sea embozado en la oscuridad, prueba la fundamental necesidad de reiterar la pregunta que interroga por el sentido del término.6
La opción metodológica que se impone en Ser y tiempo es la de asumir que el «ser» forma parte de la precomprensión del dasein, es decir forma parte del estado-de-interpretado del mundo. Por ello, Fenomenología del ser-ahí es hermenéutica en la significación primitiva de la palabra, en la que designa el negocio de la interpretación. Mas en tanto que con el descubrimiento del sentido del ser y de las estructuras fundamentales del ser-ahí en general, queda puesto de manifiesto el horizonte de toda investigación ontológica también de los entes que no tienen la forma del ser-ahí, resulta esta hermenéutica al par «hermenéutica» en el sentido de un desarrollo de las condiciones de posibilidad de toda investigación ontológica.7
La aclaración del sentido del ser se convierte así en disciplina hermenéutica. ¿Qué significa sentido? El fenómeno hizo su aparición en nuestra investigación dentro del análisis del comprender y la interpretación. Según este análisis, es sentido aquello en que se funda la comprensibilidad de algo, sin presentarse ello mismo a la vista expresa y temáticamente. Sentido significa el «aquello sobre el fondo de lo cual» de la proyección primaria partiendo de la cual puede concebirse la posibilidad de algo en cuanto es aquello que es.8
La existencia, el ahí-del-ser constituirá el atrezzo en el que se representa el drama del sentido. La pregunta obtiene sentido en su misma formulación. El sentido es reiteración de la pregunta en el marco de la existencia. La hermenéutica se convierte de este modo en apelación reiterativa y presentación existencial de la pregunta por el sentido, es decir, en dramaturgia del ser. El sentido del ser en «Contribuciones a la Filosofía (Acerca del evento)»
En Contribuciones a la Filosofía Heidegger radicaliza su interés por la pregunta sobre el sentido del ser. En un momento histórico en que las ciencias avanzan de un modo imparable y el sentido parece presentarse al alcance del hombre, con más fuerza que en ningún perío28
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do histórico anterior, Heidegger denuncia la indigencia en que se encuentra sumido el pensamiento occidental al haber abandonado la pregunta filosófica originaria. El sentido del ser para Heidegger no lo proporciona la ciencia porque la actitud en que se asienta parte de una asunción previa, de la renuncia. Renuncia rige evidentemente para nosotros como debilidad y elusión, como desquicio de la voluntad; experimentada así renuncia es des-hacerse y separarse. Pero hay una renuncia que no sólo persevera, sino hasta aun obtiene y sufre, esa renuncia que surge como disposición al rehúso, el retener eso extraño, que de este modo se esencia como el ser mismo, en medio del ente y del diosar, que emplaza al entre abierto, en cuyo espacio-de juegotemporal se baten el abrigo de la verdad en el ente y la huida y el advenimiento de los dioses.9
El sentido del ser-a-la-mano que constituye el mundo en Ser y tiempo ha sido sustituido por un sentido al que se accede mediante el rehúso en la retención del ser del ente. Del serahí arrojado al mundo en Ser y Tiempo pasamos al viraje en el evento en Contribuciones a la Filosofía. Un sentido ontocinético se apodera del discurso heideggeriano de las Contribuciones. Si en Ser y Tiempo las respuestas a la pregunta por el sentido del ser nos revelaron un escenario de acción (pro-yección y estado de resuelto) y de re-presentación (sentido) de la vida, en Contribuciones a la Filosofía, el interés por la pregunta se agudiza al tiempo que desaparecen las respuestas. El sentido del ser, definitivamente, no «es». El esfuerzo del saber recae en formular las preguntas en un sentido originario, antes que en poseer las respuestas. Este saber se despliega como el preguntar, ampliamente anticipador, por el ser, cuya cuestionabilidad fuerza a todo crear a la indigencia y erige un mundo al ente y salva lo confiable en la tierra.10
La diferencia entre la pregunta por el sentido originario del ser y la posterior versión del ser en el ente se manifiesta en que, Para la pregunta conductora, el ser del ente, la determinación de la entidad (es decir, la determinación de las categorías para la ousía) es la respuesta. Los diferentes ámbitos del ente se tornan importantes de diferente manera en la historia posgriega tardía, cambian número y tipo de categorías y de su «sistema», pero en lo esencial pemanece en este planteo, aunque pueda éste hacer pie inmediatamente en el logos como enunciado, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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o a consecuencia de determinadas transformaciones en la conciencia y en el espíritu absoluto. La pregunta conductora determina desde los griegos hasta Nietzsche la misma manera de la pregunta por el «ser». El ejemplo más claro y máximo de esta uniformidad de la tradición es la lógica de Hegel.11
Por el contrario, para la pregunta fundamental, El ser no es respuesta y ámbito de respuesta, sino lo máximamente cuestionable. Para él rige el aprecio que resalta y único, es decir, él mismo es inaugurado como señorío y de este modo elevado a lo abierto como lo no ni nunca vencible. El ser como el fundamento, en el que todo ente como tal llega a su verdad (abrigo, organización y objetividad); el fundamento, en el que el ente se hunde (abismo), el fundamento, en el que también se arroga (carencia de fundamento) su indiferencia y evidencia. Que el ser en su esenciarse de esta manera se esencie radicalmente, muestra su singularidad y señorío.12
En las Contribuciones, Heidegger llega al límite del ámbito del decir en filosofía. Nos encontramos con la problemática del decir en el grado más elevado de criticismo. Es el punto en que el filósofo se plantea la suspensión del decir, es decir, del rendimiento óptimo del silencio frente a la vaguedad y vanidad del decir del ser del ente. En este punto Heidegger llega a posiciones antes visitadas por Kant en su Crítica de la razón pura. La Crítica kantiana y la ontología heideggeriana confluyen en el punto en que el discurso filosófico muestra síntomas de extinción, de consumación. Su toma de conciencia por Heidegger se produce en la confluencia del pensar, del ser y del lenguaje. En efecto,
¿Cómo se esencia el ser? El silencio es la circunspecta legalidad del callar. El silencio es la lógica de la filosofía, en tanto ésta pregunta la cuestión fundamental desde el otro comienzo. Ella busca la verdad del esenciarse del ser, y esta verdad es la ocultación (el misterio) que hace señas-resuena del evento.14
El evento esencia el ser, ésta es la experiencia fundamental a juicio de Heidegger. La experiencia fundamental no es el enunciado, la proposición, y, en consecuencia, el principio, sea matemático o dialéctico, sino el contenerse de la retención ante el titubeante rehusarse en la verdad de la indigencia, de la que surge la necesidad de la decisión.15
La radicalidad con que se presenta la propuesta de Heidegger contrasta con la confianza en la palabra que han mostrado desarrollos posteriores de pragmática comunicativa, tales como la hermenéutica de Gadamer y su énfasis en la lingüisticidad de la comprensión o el psicoanálisis francés y su incidencia en el significante. La reflexión de Heidegger nos permite un acceso al decir como problemática axial. Su carácter extremo sirve de punto de referencia a la hora de elaborar una Filosofía con alma que contenga un inicial momento de autorreflexión y valoración crítica de su horizonte de posibilidades. La palabra y el silencio son ambas evocaciones del alma en su experiencia, la experiencia fundamental que Heidegger llama evento. El decir como silencio funda. No es acaso su palabra un signo para algo totalmente otro. Lo que nombra es mentado. Pero el «mentar» sólo adjudica como ser-ahí, es decir, pensantemente en el preguntar.16
Con el lenguaje habitual, que hoy es cada vez más ampliamente mal empleado y hablado, no se puede decir la verdad del ser. ¿Puede de algún modo ser dicha inmediatamente si todo lenguaje es lenguaje del ente? ¿O puede hallarse un nuevo lenguaje para el ser? No. Y aun cuando ello se lograra y hasta sin formación artificiosa de palabras, este lenguaje no diría nada. Todo decir tiene que hacer surgir conjuntamente el poder oír. Ambos tienen el mismo origen. Entonces rige sólo una cosa: decir el más noble lenguaje surgido en su simplicidad y fuerza esencial, el lenguaje del ente como lenguaje del ser. Esta transformación del lenguaje penetra en ámbitos que todavía nos están cerrados, porque no sabemos la verdad del ser.13
La obra de Heidegger sirve de testimonio para un modo de hacer Filosofía que se desvincula del lenguaje descriptivo con fines de comunicación intersubjetiva (un signo para algo totalmente otro en el lenguaje de Heidegger). Por el contrario, Heidegger se sumerge en una retórica que bien pudiéramos denominar, la elocuencia del alma. La mención como enunciación anímica recobra el gusto del pensar inicial por la expresión re-ligada, ensamblada. Por ello, advierte el filósofo que, en el contexto del pensar inicial, la apropiación de la verdad se revela en el rigor de su ensamble.
Este desconocimiento rescata el valor del silencio como actitud originaria hacia el ser.
El pensar inicial en el otro comienzo tiene otro tipo de rigor: la libertad de la unión de sus ensam-
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bles. Aquí se ensambla lo uno con lo otro desde el señorío del cuestionante pertenecer al clamor.17
La libertad en el uso de la palabra que identifica el discurso de las Contribuciones es un signo del cambio de paradigma que transcurre entre esta obra y Ser y tiempo. El énfasis en el ensamble como criterio de rigor en el pensar nos remite a una actividad filosófica cercana a la creación poética. En efecto, como ha destacado Roman Jakobson, la diferencia esencial entre lenguaje poético y lenguaje no poético radica en que en el no poético la oración se emplea para construir una equivalencia (A = A), mientras que en el lenguaje poético, la equivalencia se emplea para construir una oración (creación poética).18 En tanto que ensamble o fun(dic)ción, el discurso de Heidegger en las Contribuciones revela su vocación poética, mientras que su apelación al origen descubre el eco de construcciones mitosimbólicas propias del pensar prefilosófico. Recapitulando lo expuesto hasta el momento, podemos afirmar que el decir filosófico como experiencia del alma se desviste de los ropajes del pensamiento lógico (ser del ente) para cruzar las puertas de la expresión silenciosa. Además, el decir del alma se cubre con las vestiduras translúcidas del ensamble simbólico de la palabra poética. Por último, la palabra ensamblada accede al escenario original en que se esencia el ser (mito-de-Heidegger). El límite del decir y el alma Una vez que hemos señalado el criticismo kantiano y el hipercriticismo heideggeriano como puntos límite de la reflexión en torno al decir, resulta conveniente repasar conjuntos de experiencias en las que el alma se manifiesta en regiones intermedias entre el silencio y la palabra. Si la filosofía ha sido en otro tiempo descripción de contenidos de la conciencia o ha abrigado la esperanza de describir con rigor científico el mundo de los hechos, una filosofía con alma debe reconocer en el suelo de la experiencia la riqueza de contenidos que escapan de otro modo a su actividad. Por tanto, el alma no se hace presente tan sólo en el encadenamiento de las palabras. Por ello, la posición de Kant resulta limitada desde el punto de vista del alma. Existe una base experiencial previa sobre la que se asienta el discurso filosófico como elocuencia del alma. El alma se hace elocuente en la experiencia. 30
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La experiencia precede al discurso y lo hace posible. La primacía de la experiencia no es ningún postulado de nuestra posición filosófica, es un hecho que se puede reconocer en lo que denominamos manifestaciones del alma. ¿En qué medida podemos conocer estas manifestaciones del alma si su modo de revelarse es ajeno a la expresión de contenidos comunicativos? El alma se manifiesta en formas diversas que desde un punto de vista comunicativo-semiótico presentan escaso valor, pero que desde una perspectiva simbólico-existencial son reveladoras de una actividad propia. Veamos dos experiencias de este tipo, la pulsión de muerte y el hombre trágico. La pulsión de muerte
La pulsión de muerte es un término introducido por Freud en el aparato conceptual del psicoanálisis a partir de la publicación de «Más allá del principio del placer». Freud se percata, a partir de los juegos repetitivos de un niño, que junto a la motivación por el placer existe en el individuo una motivación por la muerte. El desarrollo de Freud le lleva a postular un dualismo que domina la naturaleza biopsíquica del individuo, suspendido entre el placer y la muerte. Más modernamente, Kohut ha interpretado la pulsión de muerte como el vacío que late en el pecho del «hombre trágico». El hombre trágico es para Kohut el hombre moderno, en contraposición al «hombre culpable» de Freud. En opinión de Kohut, El análisis tradicional cree que la naturaleza esencial del hombre es comprensiblemente definida cuando es visto como «hombre culpable», como un hombre sin esperanza, en conflicto entre los impulsos que fluyen desde un lecho de roca biológica de «homo natura» y las influencias civilizadoras que emanan de un entorno social representado en el superyó.19
Por el contrario, el «hombre trágico» es aquel que... Trata de poner en marcha, y nunca con bastante éxito, el programa que yace en su profundidad durante toda su vida.20
El hombre trágico de Kohut siente un vacío que colma su alma. Es el hombre Esforzado y con recursos, intentando desplegar su más profundo sí-mismo, que batalla contra los obstáculos externos e interiores que se oponen a su desarrollo.21 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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El alma se manifiesta en el hombre trágico no como palabra sino como ausencia de expresión y de expresividad, con la palidez mortecina de la derrota por la vida. El alma se sitúa en las regiones inferiores, en el abismo de la depresión, auténtico agujero negro del que tan sólo consigue salir mediante la asistencia solidaria. Correlativamente a las formulaciones de Freud sobre la pulsión de muerte y de Kohut sobre el hombre trágico, Lacan ha interpretado la pulsión de muerte como «dolor de existir». No es el cuerpo el que duele, no es la idea la vencida, sino que duele el alma y ella es la sometida. Lacan propone como imagen expresiva de la pulsión de muerte el cuadro El grito de Edvard Munch.22 Como destaca Juranville, El grito abre el abismo en el que el silencio se arroja. El agujero del grito es un agujero interior, pero es también el de la Cosa. La pulsión de muerte penetra en este hueco interior para luego volver a la superficie. El grito orada el cuerpo y al mismo tiempo resuena en el espacio donde falta la Cosa. La pulsión de muerte carece de objeto porque el sujeto deviene en ella esa nada que es la Cosa «vaciada», y ya no podría suscitar ningún deseo. Es aquí donde la falta del objeto absoluto se experimenta como falta de todo objeto.23
La experiencia del vacío nos acerca el sentido por medio del grito, de la llamada más próxima a la onomatopeya que a la palabra articulada. Una filosofía con alma encuentra su campo de desenvolvimiento en la coexistencia de hombre y circunstancia. El vacío es la huella de los dioses en el corazón del hombre. El vacío descubre el rostro de los dioses en la adversidad. Son los dioses que ríen contemplando la desventura del hombre y su indigencia. El hombre constata su abandono por la fortuna, su expulsión de la tierra fértil de que procede y la connivencia de las circunstancias en su desventura. Rechazado, expulsado, arrinconado y olvidado por los dioses tras la inicial celebración jovial por su victoria, el hombre reclama su salvación mediante el grito desconsolado que atraiga la atención disipada. Es el último intento del hombre, muerto en vida y condenado a vagar en la desgracia. Una llamada de auxilio en la lejanía. La filosofía debe dar cuenta de las incidencias, de las emergencias y de la elocuencia del alma en sus configuraciones significativas, sean éstas de tipo discursivo o no. El alma se maniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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fiesta en configuraciones de sentido poliformes, silenciosas, poéticas, con estructura de mito (Heidegger), en forma de grito (Freud, Kohut, Lacan) y en la solemnidad del rito (Turner). Notas 1. G. Durand, La imaginación simbólica, p. 83, Amorrortu Editores. 2. Hegel, La fenomenología del espíritu, p. 247, Fondo de Cultura Económica. 3. Ibíd., p. 248. 4. Ibíd. 5. M. Heidegger, Ser y tiempo, p. 13, FCE. 6. Ibíd. 7. Ibíd., p. 48. 8. Ibíd., p. 338. 9. M. Heidegger, Contribuciones a la Filosofía (Acerca del evento), p. 66, Edit. Biblos. 10. Ibíd. 11. M. Heidegger, Contribuciones a la Filosofía, p. 76. 12. Ibíd. 13. Ibíd., p. 77. 14. Ibíd. 15. Ibíd., p. 78. 16. Ibíd., p. 79. 17. Ibíd., p. 80. 18. R. Jakobson, «Closing statement: Linguistics and poetics», en Style in language, Cambridge, 1960. 19. H. Kohut, Introspección, empatía y el semicírculo de la salud mental, p. 174, Herder, Barcelona. 20. Ibíd. 21. Ibíd., p. 178. 22. A falta de la transcripción al castellano del seminario XII de Lacan, tomamos como testimonio de la interpretación lacaniana la exposición de Alain Juranville en Lacan y la Filosofía, Ediciones Nueva Visión, Buenos Aires, 1992. 23. Ibíd., p. 188.
FÉLIX GERENABARRENA
Alteridad Con la llegada del primer conquistador a nuestras playas, se inaugura en este continente un conflicto existencial, existente y resistente, que atraviesa, sin variaciones de fondo, los últimos quinientos años de historia: el problema del otro. El otro que, en sana lógica, desde este espacio geográfico y humano, era el recién llegado, pasó a serlo el de aquí desde el mismo momento en que un europeo posó su planta en este suelo. 31
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Esa inversión fue, antes del primer tiro de arcabuz, el acto conquistador inaugural. Desde ese momento, el indígena original comenzó a ser visto y pensado por el resto del mundo desde fuera de sí, desde el conquistador y su mundo. Así, el extraño pasó a ser el propio, el yo del centro, y el propio pasó a ser el otro, el extraño. Desde ahí, desde esa nueva interioridad y nueva exterioridad, se plantea una pregunta fundamental para el que puede preguntar, para el invasor: ¿qué hacer con ese otro? Pregunta instrumental, pregunta típica de la modernidad incipiente, pregunta que surge en el ámbito de la producción. La pregunta planteada desde el asombro —¿quiénes son éstos? o ¿qué son éstos?— es fugaz y transitoria. La que produce estructura, la que funda todo un mundo de relaciones, es la instrumental: ¿qué hacer con? La pregunta por el quién es posterior y proviene de la ética y, más que pregunta, es ahora afirmación, la pregunta de Montesinos en La Española: «¿no son hombres?» Hay una cuarta pregunta, más radicalmente ética, que intenta revertir, pero ya sin remedio, la situación. Es la pregunta que Bartolomé de Las Casas, indirectamente, le dirige a Juan Maior el teólogo escocés que por primero puso en duda la humanidad del otro americano: «¿y si fuéramos nosotros los indios?» Sobre todas se impondrá la pregunta instrumental. Las preguntas éticas quedarán como permanente rebeldía socavando el establecimiento y dinamizando los movimientos liberadores. Si la pregunta fundacional del sistema fue instrumental, la respuesta no podía ser sino instrumental también: ponerlo a producir para mí. Para lograr este fin con alguna eficacia, ese otro había de ser transformado, tenía que ser sometido a un proceso al término del cual se hubiera disipado su otredad reducida a la mismidad del propio. Un proceso de tranformación, no de destrucción porque le deja por lo menos la vida al procesado, es al fin y al cabo una práctica y un ejercicio de educación entendiendo ésta en su sentido más amplio que incluye la imposición y el amaestramiento. No por forzado o violento, un tal proceso deja de ser educativo. Sin la preparación para producir en el sistema productivo del invasor, el otro no podía 32
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ser útil. Así, desde el primer momento se instala una educación para la producción. Si la pregunta del misionero era en primer lugar, la pregunta por el quién del ahora otro, ésta, con la excepción más radical de Montesinos y Las Casas, es seguida inmediatamente por la pregunta y la respuesta también instrumental aunque, doctrinalmente, la instrumentalidad sea otra: ¿qué hacer con el otro? Hacerlo cristiano para que se salve. En este caso la educación, incluso formal, no sólo como instrumento, sino como centro de la acción, está presente con plena claridad. La evangelización fue un proceso continuo de educación, en principio centrado en la persona del evangelizando y orientada a lo que no se podía pensar sino como el fin primordial del mismo: su salvación eterna. En uno y otro caso, la educación aparece desde el primer momento, como la forma de hacer con el otro lo que planifica, proyecta y programa el que se instala como sujeto de la nueva realidad. La educación aun si resulta exitosa, no modifica en el educando su posición de extraño en su propia tierra. Su otredad, extraña al de fuera, no es tomada en cuenta sino como peculiaridad en el mejor de los casos, objeto de descripción, registro, admiración o desprecio, en las primeras relaciones y crónicas, pero objeto también de trasformación en cuanto es pensada como destinada a desaparecer tanto en la nueva producción como en la nueva cristiandad. Estos fines, de todos modos, no se logran. La otredad del nativo no desaparece como otredad. Se mantiene en los llamados por Darcy Ribeiro «pueblos testimonio». Muere sí en su forma originaria, pero resurge, siempre otredad extraña, en las nuevas formas de los «pueblos nuevos». Entre éstos, el citado Darcy Ribeiro, de una manera que hoy resulta simplista, nos ubica a buena parte de los iberoamericanos. Simplista porque no distingue entre el pueblo propiamente dicho —en el sentido de «gente común»— y los sectores dirigentes que, por lo menos culturalmente, pertenecen a lo que él concibe como «transplante». Nuestra novedad, la de nuestros pueblos, no está en la mezcla del mestizaje aunque no se haya producido sin ella. Está en eso que los alemanes han dicho con el término intraducible de gestalt, más allá de la suma, e incluso de la combinación, de sus componentes, la inteDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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gración en unidad de su propia manera de practicarse como mundo-de-vivientes, cuya práctica fundante, soporte de toda práctica, es la relación convivial, la comunalidad en el discurrir cotidiano de la existencia. Es ella la que lo constituye como novedad y dis-tinción. La que hoy lo hace otro al mundo de la individualidad moderna global. Él es ahora el otro. El yo, el sujeto, lo sigue siendo el heredero cultural del mundo-de-vida del europeo venido de fuera, el moderno globalizado actual. Éste, el sujeto actual, se hace la misma pregunta histórica: ¿qué hacer con ese «otro a la modernidad», ese pueblo, para que la modernidad actual se instale definitivamente entre nosotros? La otredad de este pueblo no es pensada como identidad propia o dis-tinción, en términos de Dussel, sino como atraso, anomalía, pre —premoderno— o sub —subdesarrollado— en el continuo de la totalidad moderno-occidental. A la pregunta instrumental replanteada en estos días, se responde esencialmente de la misma manera: transformar, incluir mismificando, educar. Educación para. Educación instrumental. Los para fundamentales y más generales, aparecen de manera explícita o implícita en todos los programas y proyectos de todos los gobiernos y de todos los agentes de transformación, inclusión, educación públicos o no: el desarrollo socioeconómico de los países, una sociedad armoniosa, equitativa, justa y desarrollada en la que sea posible una convivencia armónica, y todo lo demás. Sucede que todos estos bellos términos —desarrollo, sociedad, economía, armonía, convivencia, equidad, justicia— están definidos desde el sujeto pensante, proyectante y definiente, esto es, radicalmente desde fuera de ese otro, sin tomar en cuenta para nada su verdadera otredad. Desde sí, habla de sembrar valores, de condicionar conductas, de integrar a los sectores populares, de lograr que la gente entienda, quiera y exija los cambios que él propone, evitando siempre todas palabras que de lejos sugieran imposición, todo encaminado, sin embargo, a obtener que los proyectos se logren. El problema del otro sigue planteado esencialmente en los mismos términos que en 1492. Ahora ya no es entre españoles e indios; ahora es entre modernidad globalizante y pueblo o entre élites y pueblo, pero son las mismas posDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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turas, las mismas preguntas y las mismas respuestas. Pasan los años, van y vienen teorías y métodos pero la siembra no germina, los condicionamientos no condicionan, la integración no integra, la gente ni entiende, ni quiere, ni exige lo que el sujeto propone. Educadores, técnicos, agentes de trasformación social de toda laya se estrellan contra lo que ellos definen como apatía, pasividad, desinterés, alienación. No se trata de personas ignorantes sino, muy al contrario, de actores bien formados, graduados en la universidad, conocedores de las teorías y métodos en boga así como de las disposiciones y programas de ministerios, institutos, corporaciones, de todos los proyectos de reforma con su fundamentación teórica y metodológica. Sin embargo, su práctica ordinaria, cuando se sumergen en la vida de las comunidades de las que provienen, sigue rigiéndose por las exigencias que el sentido enraizado en su otredad popular produce desde lo más profundo de su pertenencia. Quieren regirse por los «conocimientos» adquiridos, pero no pueden; sobre ellos se impone su pertenencia raigal. El otro sigue siendo otro y parece decidido a seguir siéndolo. Ante esto, los actuales dirigentes modernos pueden aferrarse a su proyecto y atribuir el fracaso a ineficiencia de los medios y decidir reforzar, multiplicar, modificar, las intervenciones. Más de lo mismo. Es previsible que el otro como otro, en su otredad y dis-tinción, no sea tomado en cuenta sino para conocerlo y saber así cómo doblegarlo. El desencuentro seguirá. Lo que está planteado entre nosotros, no es una diversidad de mentalidades, de saberes, ni siquiera de valores o de cultura. La distinción va más allá de lo que ordinariamente se entiende por cultura: llega hasta el vivimiento mismo de la vida, hasta la practicación primera que constituye todo un mundo-de-vida y en él, hasta el sentido profundo en el que la vida misma enraíza. Toda una larga historia de acercamientos y desencuentros, de intentos bien intencionados unas veces, violentamente represivos otras, nos hacen ver que la realidad de nuestros pueblos no es un asunto de premodernidad como se pretende. Es asunto de verdadera otredad, esto es, de exterioridad a la modernidad, de «algo otro que moderno», lo cual no implica retraso 33
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ni posturas previas o inferiores a la modernidad, sino de auténtica dis-tinción de sentido y ejercicio del vivir en toda su integridad. Mientras el otro sea conocido y pensado desde fuera de su sentido, será imposible el diálogo y no habrá entendimiento eficaz. Seguirá sucediendo lo que ha sucedido por siglos: la acción modernizante dará el resultado apetecido por los modernos sólo en algunos casos y por excepción. Es claro que eso es suficiente para que una élite modernizada dirija a un pueblo no-moderno como ha sucedido a lo largo de toda nuestra historia. La dificultad se les presenta también a quienes, seriamente comprometidos con la promoción liberadora de nuestro pueblo, pueden estar guiados por conceptos, valores y proyectos, pensados, quizás, desde el honesto convencimiento de que saben lo que a ese pueblo le conviene. La tentación de vanguardia siempre está al acecho. También es posible, sin embargo, replantear el problema. Replantearlo significa repensarlo desde la raíz. Para repensarlo, es necesario ante todo reconocerlo y re-conocerlo, esto es, reconocer que existe y que no es una dificultad superficial. Re-conocerlo implica volverlo a conocer desde posturas epistemológicas totalmente inexploradas. Para ello, la modernidad —y quienes en ella se han formado— tiene inevitablemente que renunciar a sus pretensiones de universalidad y reconocerse como mundo-de-vida y cultura particular, no bien y término absoluto de toda humanidad sino producto histórico de un sector particular de la misma, propio de una historia, unos pueblos y una cultura, sin vocación ontológica. Cualquier juicio —y esto tiene que ver también con los juicios «científicos»— que desde la modernidad se emita sobre nuestro pueblo será un constructo moderno sobre una realidad no-moderna y, por lo mismo, radicalmente falso. El pueblo ha de ser conocido, en sus propios códigos y desde su propio sentido. En este marco vital y conceptual, en este horizonte de comprensión de la realidad, desde la misma raíz del mundo-de-vida, es como puede pensarse y vivenciarse una política, una economía, una acción social, una educación que sea desde su origen, en todos los actores sociales ejercicio y tarea liberadora en el mismo ejercicio de la vida. Para ello, es indispensable la implica34
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ción práctica en el sentido de ese mismo pueblo y, desde allí, asumir la presencia como radical compañía en identidad de sentido. La modernización, sin embargo, parece, en nuestros días sobre todo, ineludible. ¿Puede un pueblo no-moderno utilizar y servirse de los productos de la modernidad sin perder su sentido, sin modernizarse él mismo? Nuestra respuesta es positiva. Por eso hablamos de una modernización no integral sino de una modernización y una modernidad como instrumento, incorporada al mundo-de-vida y sentido de nuestro pueblo. Es aquí donde quienes, por formación y estudio, se pueden mover con facilidad en ambos mundos, el popular y el moderno actual, están en condiciones para ejercer una función de recurso liberador deconstruyendo lo moderno y exponiéndolo al juicio crítico de las comunidades populares en las que conviven implicados para que desde ellas sea reconstruido. ALEJANDRO MORENO OLMEDO
Ambivalencia Las condiciones de vida y los destinos de los habitantes del planeta están ahora entretejidos de manera cercana, intensa e íntima. Lo sepamos o no, todos ejercemos influencia en el destino de los demás. Vamos en el mismo barco —navegamos juntos o nos hundimos juntos. Y algo que nos une es la velocidad del cambio mundial. El término heredado para semejante proceso de cambio, obsesivamente compulsivo, ha sido el de «modernización». Cada día nos recuerdan: «¡modernizarse o morir!», y nos repiten que «no hay más alternativa...». Así que todos estamos modernizándonos, de manera voluntaria o bajo presión. Pero como resultado de esto nos encontramos diariamente con ambientes extraños, donde son poco claros los significados de la mayoría de las cosas, y sus futuros, borrosos. La modernización está llena de riesgos, lo que significa gran cantidad de incertidumbre, un sentimiento creciente de inseguridad y también una suma de confusión llamada «ambivalencia». Experimentamos «ambivalencia» cuando nos debatimos en medio de impulsos contradictorios. Algo, al mismo tiempo, nos atrae y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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repele; deseamos un objeto con la misma fuerza que le tememos, ansiamos su posesión tanto como sentimos miedo de poseerlo. No se trata sólo de la cuestión sobre la incapacidad de decidirse; con mayor frecuencia sentimos ambivalencia porque ese «algo» respecto al cual somos ambivalentes es ambiguo —a la vez malo y bueno, amenazante y prometedor. Sobre todo no tenemos una idea clara de cómo decidir qué es qué y sospechamos, con razón sobrada, que cualquier decisión que tomemos no habrá de reparar la naturaleza de las cosas. No hay manera de gozar del «lado bueno» sin excluir al «malo». Las promesas y las amenazas vienen en el mismo paquete. No pueden estar separadas. El impulso de la modernización era, y sigue siendo, remover del mundo la molesta e inquietante ambigüedad; es construir objetos unívocos y evidentes en sí mismos, tal y como apunta el sentido del alemán eindeutig (que en inglés y en español no parece tener equivalentes próximos), de manera tal que aun siendo objetos creados y usados por los seres humanos, puedan quedar de una vez por todas libres de ambivalencia. Esa liberación de la ambivalencia es el significado más profundo de la idea de «orden», y toda modernización tiene que ver con «colocar las cosas en su lugar». Sin embargo, el problema se despliega en los mismos términos: cuanto más lógico y sofisticado sea el diseño del orden, menos adecuado a la compleja y variada realidad humana. La urgencia por el orden ha probado ser la fuente mayor de ambigüedad, y por tanto de ambivalencia. No obstante la incómoda condición de ambivalencia, es improbable siquiera mencionar que la dejaremos atrás. En diferentes periodos, las manifestaciones de ambivalencia han provocado tribulación y sufrimiento. Las actuales emergen del temor producido por el retiro de las promesas sostenidas a comunidades y/o sociedades para asumir el costo de la ambigüedad, la incertidumbre y la contingencia. En estos días, la modernización se traduce en primera instancia y principalmente como «desregulación» y «subsidiariedad»: ¿por qué molestarse con administrar las cosas si esta preocupación puede ser evadida y abandonada a las unidades menores y más pequeñas para que se hagan cargo de ellas? Tal como sucede con los gobiernos respecto a sus divisas, cuyo tipo de camDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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bio ya no puede ser fijado sino más bien dejar que «encuentre su propio nivel» en el mercado global de divisas, ahora nos decimos individuos y cada uno de nosotros, por sí mismos, habremos de encarar las ambigüedades y los riesgos de la vida tratando de encontrar la salida correcta para cada situación ambivalente. Lo que es lo mismo, según la memorable frase de Ulrich Beck: los individuos esperan hallar soluciones individuales para problemas construidos socialmente... En la actualidad tratar con la ambivalencia se ha convertido en una tarea diaria de cada individuo humano —una cuestión de las «políticas de vida»—; en su mayor parte tareas que anteriormente satisfacía y enfrentaba la autoridad estatal, que ahora elude. El ámbito donde mujeres y hombres de nuestro tiempo «se sienten agobiados» por la ambivalencia es en la construcción, y la puesta en práctica, de las «redes de relaciones humanas», de compañerismo, de interacción con otros —individuos como nosotros mismos. Dado el ritmo vertiginoso del cambio en prácticamente todos los detalles de los escenarios vividos (calle, trabajo y hogar), la incertidumbre profunda acerca del futuro y lo abominablemente pequeña que puede ser la expectativa de vida, de cada «proyecto» en el que nos comprometemos cotidianamente necesitamos con desesperación un punto de referencia, estable y confiable, que pueda sostenerse en medio de las adversidades. ¿Y dónde buscarlo mejor, sino entre los amigos leales siempre dispuestos a echarnos una mano, en los compañerismos inquebrantables, en esas uniones que pudiesen durar «hasta que la muerte nos separe»? Por otra parte, en este mismo «mundo fluyente» en el que nada puede ni podría preservar su forma de manera durable, se requiere mucha audacia (y vacilación, y lamentaciones, y arrepentimientos) para construir compromisos de largo plazo y así anticiparse a las perspectivas del futuro que uno no puede conocer, pero puede tener la certeza de que llegarán. Entre más cercana y entrañable sea una relación, mayor es la sensación simultánea de promesa y amenaza: ¡bendición y maldición en una sola mano! No es sorprendente entonces que una «red» pueda parecer una opción atractiva para constituir lazos sociales. Como sabemos, en una red es tan fácil conectarse como desconectarse... 35
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Si se ven películas y seriales de Hollywood, como se acostumbra, que en búsqueda de audiencia y altas ganancias hacen todo lo posible por reflejar las preocupaciones más extendidas del día, probablemente se escuchen los gritos de hombres y mujeres replicar «¡necesito más espacio!» (lo que quiere decir: «me asfixias, ya no soporto mis compromisos contigo, sólo vete y quédate lejos...»). En estas películas se ve a los mismos hombres y mujeres lamentándose de estar «perdidos en el espacio» cuando han quedado solos en ese espacio, sin nadie que les apoye... La aguda incompatibilidad entre estos dos sueños/descontentos encapsula la esencia del dilema, y las lecciones que la mayoría de los individuos tienden a extraer de su lucha por resolverlo. Lección uno. Un día cuenta tanto, y nada más, como la satisfacción que se pueda rescatar. El premio en pos del cual —realistamente— se deben abrigar esperanzas y trabajar es un hoy diferente, no un mejor mañana. El futuro está más allá de nuestro alcance (para el caso, del de cualquiera), así que habrá que cesar la búsqueda del cofre de oro al final del arco iris. Las inquietudes de «largo plazo» son para los crédulos y los imprudentes. Como dicen los franceses: le temps passe vite, il faut profiter de la vie... [«el tiempo pasa rápido, hay que aprovechar la vida...»]. Así que hay que intentar en la medida de lo posible los intervalos entre los viajes hacia los montones de desperdicio. Lección dos. Cualquier cosa que haga, mantenga sus opciones abiertas. Los juramentos de lealtad son para tipos desafortunados que se preocupan acerca de los largos plazos. No se comprometa más de lo estrictamente necesario. Sostenga compromisos superficiales, de modo que puedan romperse sin dejar heridas o cicatrices. La lealtad y los vínculos, como el resto de los utensilios, tienen fecha de caducidad. No se quede con ellos ni un momento más de la cuenta. Como solía decir el gran sociólogo italiano Alberto Melucci: «estamos asolados por la fragilidad del “presentismo” que exige un fundamento firme donde no existe alguno».1 Y así «cuando contemplamos el cambio, estamos siempre divididos entre deseo y miedo, entre anticipación e incertidumbre». Y no hay más que eso: incertidumbre. O como prefiere denominarla Ulrick Beck, riesgo, ese acompañante (¿o más bien perseguidor?) no deseado, inoportuno y molesto, 36
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pero inseparable e imprevisible —un espectro siniestro que flota sobre cualquier decisión. Aunque —como mencionó piadosamente Melucci— «elegir se haya vuelto un destino». Correr tras las cosas, atraparlas en pleno vuelo cuando todavía están frescas y fragantes es estar dentro de la corriente, es lo adecuado; en cambio, retrasar las cosas, fijar lo que ya existe es estar fuera, es lo obsoleto. Respectivamente, «adecuados» y «obsoletos» son también quienes siguen estrategias opuestas. Desde la Escuela de Administración de la Universidad de Harvard, el profesor John Kotter aconseja a sus lectores evitar involucrarse en empleos de tipo permanente, en realidad no es aconsejable desarrollar lealtad institucional y dejarse absorber demasiado por un periodo prolongado en un empleo donde «los conceptos de negocios, los diseños de productos, la inteligencia competitiva, el equipamiento de capital y toda clase de conocimiento [énfasis del autor, ZB] tienen lapsos de vida y credibilidad más cortos».2 La ambivalencia continua produce una «disonancia cognitiva», un estado mental notoriamente desvalorizante, incapacitador y difícil de sobrellevar. A su vez, convoca el repertorio acostumbrado de estrategias atenuantes; entre las más recurrentes se encuentran: minusvalorar, restar importancia y desdeñar uno de dos valores irreconciliables. Al estar sujetas a presiones contradictorias, muchas relaciones que significaron cualquier cosa, menos ser de las de «hasta nuevo aviso», se romperían. Es una expectativa razonable estar prestos a romper una relación: es algo en lo que hay que pensar con antelación y que se habrá de estar preparado para encarar. Los compañeros sensatos, por tanto, desearían desde el principio «elaborar cláusulas de salida fácil»; quieren que «el cuento de zafarse» sea tan indoloro como sea posible. No es ninguna maravilla que las relaciones de nuestros días tiendan a ser frágiles y superficiales. De manera semejante, los empleos reconocidamente temporales y que terminan con facilidad hacen que la gente mantenga distancia, resienta los vínculos más cercanos y se cuide de establecer compromisos perdurables. Muchos de nosotros, quizá la mayoría, no podemos estar seguros de cuánto permaneceremos en donde estamos ahora ni cuánto tiempo permanecerá la gente con la que ahora interactuamos y compartimos el espacio. Si los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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lazos actuales pueden romperse en cualquier momento, somos propensos a creer en la insensatez de invertir tiempo y recursos haciendo un esfuerzo adicional en protegerlos contra el desgaste y el rompimiento. Como resultado, lo que aparentemente tememos más es el abandono, la exclusión, el ser rechazados, vetados, despojados, expulsados, el quedar desprovistos de lo que somos y que se nos impida ser lo que queremos ser. Tememos quedar solos, desamparados y sin fortuna, lejos de compañía, afectos y apoyos. Tememos ser lanzados al patio de la chatarra. Con mayor pesar se echa de menos una certidumbre de que nada de esto sucederá —al menos, no a nosotros. Bajo estas condiciones, pensar a largo plazo es una tarea difícil. Y ahí donde no existe un pensamiento de alcance ni expectativas de «nos encontraremos de nuevo», apenas hay lugar para percibir un destino compartido, un sentimiento de fraternidad, una urgencia de unir filas caminando juntos, hombro con hombro. La solidaridad tiene poco asidero para germinar y echar raíces. Hablamos de manera compulsiva sobre las redes sociales y tratamos obsesivamente de conjurar las múltiples «citas rápidas» y los encantamientos mágicos de los «mensajes», puesto que nos duele echar de menos aquella trama segura sobre la cual se urdían las redes auténticas de parentesco, amistad y hermandad-de-porvenir que nos solían proporcionar, con o sin nuestro esfuerzo, una base para estar juntos. Los amplios directorios de teléfonos móviles y celulares, hasta ahora las más de las veces han extraviado a la comunidad y están en espera de sustituir la intimidad perdida; pretenden realizar un cúmulo de expectativas y a falta de poder hacerlas siquiera surgir, las dejan correr solas. Como Charles Handy apuntó: «por muy divertidas que pueden ser, esas comunidades virtuales no crean sino solamente una ilusión de intimidad y una impostura de comunidad». Se trata de sustitutos pobres del «mirar el rostro de las personas, teniendo las rodillas bajo la mesa y sosteniendo una conversación real».3 En un estudio preciado e incisivo sobre las consecuencias culturales de la «era de la inseguridad», Andy Hargreaves da cuenta de la «secuencia episódica de ínfimas interacciones» que crecientemente remplazan «las relaciones y conversaciones familiares»,4 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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a lo cual se aplica la afirmación de Clifford Stoll respecto a que estar expuestos al «establecimiento fácil de contactos» por las tecnologías electrónicas conlleva una pérdida de habilidad para ingresar espontáneamente en interacciones con personas reales.5 De hecho, estamos creciendo reticentes a los contactos cara-acara. Dispuestos en todo instante a alcanzar nuestros móviles y celulares, a presionar botones y a enviar mensajes con el fin de evitar «quedar cautivos del destino» y de escapar de las interacciones complejas, desordenadas, imprevisibles, difíciles de eludir e interrumpir, que sostenemos con «personas reales» presentes físicamente a nuestro alrededor. Cuanto más amplias, si bien superficiales, son nuestras comunidades fantasmáticas, más intimidante parece la tarea de urdir y sostener nuestra unión con seres humanos reales. Muy cómodos con nuestros nuevos conocimientos, sentados frente a la pantalla de TV, encantados, cubiertos, hechizados y transportados por los exitosos episodios de Big Brother [El gran hermano]; de The Weakest Link [El eslabón más débil]; Survivor [Sobreviviente] o la última versión de otro reality show, que repiten todos la misma historia: ningún ser humano es verdaderamente indispensable, excepto unos pocos ganadores solitarios; un ser humano es útil a otro únicamente el tiempo que pueda ser ventajosamente explotado; el último destino del excluido, ser lanzado como desperdicio, es el prospecto natural de aquellos que ya no son adecuados o que no desean más ser explotados de semejante manera; sobrevivir es el nombre del juego del estar juntos y la apuesta suprema para la sobrevivencia es vivir más que los demás. Estamos fascinados con lo que vemos tanto como Dalí y De Chirico desearon cautivarnos con sus lienzos donde trataron de mostrar los más profundos y los más ocultos contenidos de nuestras fantasías y miedos inconscientes... Aprender a vivir con ambivalencia ha sido, y es aún, una tarea desalentadora. El aprendizaje de cómo vivir juntos y cómo ayudarnos con sensibilidad unos a otros a encarar los desafíos del mundo ambivalente está todavía pendiente. Depende de cada uno de nosotros, y de todos nosotros juntos. Notas 1. Véase Alberto Melucci, The Playing Self: Person and Meaning in the Planetary Society, Cambrid37
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ge, Cambridge University Press, 1996, 43 y ss. Ésta es una versión más amplia de la edición italiana original, publicada en 1991 bajo el título Il gioco dell’io [El juego del yo. N. de T.]. 2. John Kotter, The New Rules, Nueva York, Dutton, 1995, 159. 3. Charles Handy, The Elephant and the Flea, Londres, Hutchinson, 2001, 204. 4. Andy Hargreaves, Teaching in the Knowledge Society: Education in the Age of Insecurity, Londres, Open University Press, 2003, 25. 5. Clifford Stoll, Silicon Snakeoil, Doubleday, 1995, 58.
ZYGMUNT BAUMAN
Amor Que todo del amor puede creerse, dice un verso de Juan de Tassis, a partir de 1607 conde de Villamediana. Nadie que haya probado un poco de su misterio se espantará de sus efectos, entre los que puede contarse cualquier cosa. En las páginas siguientes he seleccionado cuatro orbes metafóricos que, como bucles retóricos en los que se ha enredado la línea del tiempo, han querido predecir, registrar y conjurar los efectos del amor. Sólo cuatro metáforas alrededor del amor entre las incontables con las que se ha pretendido pronosticar de qué clase pueden llegar a ser las experiencias que caen bajo su órbita fatal y cuál es el orden en el que se inscribe la legión de poderes con que se invisten los que aman. Al presentar estas metáforas al hilo de cuatro momentos que van de Platón al siglo XX no pretendo hacer un recorrido histórico, tan sólo sugerir ciertos horizontes de comprensión que parecieron propicios a cada una de las variables necesidades del amor. 1. Grecia: el dios tirano Nada tan poco original como andar buscando orígenes al amor. Oscar Wilde tenía razón: la mejor forma de evitar una tentación es caer en ella. María Zambrano, en uno de los pasajes más intensos de El hombre y lo divino, evitó a su modo la tentación de hablar del nacimiento del amor situando dicho nacimiento en la antigua Grecia. Grecia representa a sus ojos la apertura de un claro de humanidad en medio de un bosque saturado de dioses, semidioses y
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demonios. El amor pudo comenzar a existir una vez que los dioses hicieron sitio al hombre, aliviándole un tanto de su presión asfixiante, en ese momento en que los dioses, sin dejar de actuar, permiten al hombre buscar su ser. Pues siendo el amor, el eros griego, avidez y hambre, fue lo contrario también: creador de desvíos, de límites, de fronteras entre lo humano y lo divino, algo que simultáneamente unía y conservaba las distancias.1 El capítulo «Para una historia del amor» incluido en el libro de Zambrano se atreve a relatarnos esa epifanía que el amor conoció en Grecia: donde, según la pensadora, el amor alcanzó por vez primera un estatuto de visibilidad. Ese primer anuncio del amor no se puede separar de las cosmogonías, los mitos que narran cómo se produjo el tránsito desde un caos primigenio hasta un orden universal. El amor aparece de la mano de estos mitos (En el principio era la noche...) en que se da curso a la imaginación de una fractura de límites entre lo todavía-no-humano y el mundo entrado en razón. En el marco de estas cosmogonías, Zambrano sugiere que el amor nació como una hipótesis necesaria para comprender «por qué demonios» pudo la cadena de metamorfosis operadas desde la Nada desembocar en un universo tolerable para el hombre. Potencia anterior al mundo que vemos, el amor precede y clarifica las transformaciones de lo visible que han ido a resultar en este hábitat humano: amor es el sentido que Grecia proyectó sobre aquella fuerza violenta que sometió a giro cíclico el vacío inconmensurable, convirtiendo el caos en un hogar. El amor, por lo tanto, estaba muy lejos en sus inicios de ser cosa de los hombres: era una intención secreta del Cosmos objetivo —y sus obreros divinos. Hubo un primer proceso: fabricarse sus cosmogonías puso al hombre griego en el trance de imaginar un sentido oculto en esos relatos que daban razón de las condiciones de existencia fijadas a partir del Caos. E hizo falta un segundo proceso, del que el amor es tan sólo un caso: que, dentro de ese Orden, el hombre no fuera únicamente un huésped cautivo de divinidades exteriores; que los dioses vagabundos que venían enajenando la vida humana desde afuera, endemoniándola, entrasen en la claridad de la conciencia, interiorizándose. Así el amor no fue ya pensado sólo como sentido de una Creación que luego se complacería en mandar
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sobre las criaturas con multitud de poderes divinos asfixiantes, sino como una medida de ese poder trascendente que el hombre fue capaz de ir absorbiendo furiosamente dentro de sí y al que habría de llamar pasión. El eros griego consta de tres ambigüedades ontológicas inseparables de las circunstancias de su parto. Ambigüedades que, en cierto modo, han marcado el calendario filosófico y poético de Europa y son algo así como el «genotipo del amor» reproducido en todos los núcleos del pensamiento erótico posterior. El amor en la Grecia clásica es divino/demoníaco; extraño/entrañable; creador/destructor. Divino porque ilumina y clarifica el cosmos fijando en él una órbita de sentido, consagrando una realidad, haciendo nacer un mundo a partir de un trabajo revelador. Demoníaco porque nunca escatima del todo un remanente de Caos ni deshace los flecos de aquella indocilidad primera que grita su eterno non serviam a todo los esfuerzos divinos. Cuando entró el amor en el mundo humano, haciendo valer su doble atributo divino y demoníaco, su ímpetu ordenador arrojó una sombra de exceso que no se plegaba a ninguno de sus órdenes, que nunca se aclaraba. La tragedia ática nace de estas sombras, trágica es precisamente la toma de conciencia acerca de que la divinidad de eros cursa siempre con un expediente de mancha y rebosamiento. En lo que toca al hombre, la trama de eros tiene nudos de conflicto insolubles. El amor es, así, extraño-entrañable, pues está siempre en los límites de lo humano con lo que no lo es todavía o con lo que no lo será nunca, con esos resíduos de la matriz primera de donde el hombre se arrancó para vivir como ser independiente con vida propia.2 Extraño: disconforme con cualquier medida del hombre, incómodo, levantisco, turbulento, atópico, pura inquietud, amenaza constante de inhumanidad. Pero entrañable: lo que presta al ser su constitución íntima y más irrenunciable. En este punto, sobre todo, impone su vigencia el Tratado de la pasión de Eugenio Trías. Porque en él se demuestra que la pasión dista mucho de ser meramente la negación de la acción, la razón y la producción: más bien es el sujeto pasional lo que está en la raíz del sujeto epistemológico y del sujeto práctico.3 Muchos tibios humanitarismos olvidan esta fuerza radical del amor para fundar conocimiento y acción, al tratar con precaución obsesiva la ingente pro-
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ductividad con que se expresa la pasión. Se trata, por supuesto, de una productividad radicalmente sensible a las ambigüedades del amor: su carácter fundamental (el que le permite otorgar poderes para «hacer» y para «conocer») le faculta para recorrer zonas antagónicas de la realidad. Se trata, como han reconocido los pensadores más sensibles al tema, de una combinación sui generis de afán de creación y pulsión destructiva. Los deseos del amor difícilmente permiten un completo escrutinio: eros eleva su objeto a alturas inauditas para convencerse después de que hay algo de inane e inadecuado en él, abriendo así una nada aterradora allí mismo donde se prometía un todo consistente. El poseído por Amor exhibe una voluntad inquebrantable para involucrarse en la realidad. Y descubrir en ella su no-ser, sus infiernos. Sin duda he adelantado en estas líneas algunas tramas del amor que rebasan con mucho el marco de la Grecia clásica: tramas de cuando fueron inventados los sentimientos, de cuando fue inventado el sujeto, de cuando el amor dejó de defender un estatuto cósmico y quiso sustituirlo por otro psíquico. Creo que eso no restará consistencia a la metáfora del dios tirano. Una imagen lingüística que, como todas, hay que aprender a leer. Pues pierde gran parte de aquella tensión conceptual de que disfrutaba en la antigüedad si nos limitamos a emplearla para abundar rutinariamente en cómo el alma del enamorado parece siempre controlada a capricho por un dios déspota, olvidando sin embargo el complejo programa de mediaciones y ambigüedades contenido en su tiranía. Platón es, por eso, un excelente soporte para leer la metáfora de eros como dios tirano: porque en él Eros es, efectivamente locura (exactamente el cuarto tipo de locura, según Fedro 249d); pero en el vocabulario de los inmortales es también Pteros, la divinidad que fuerza a criar alas. Quien se deja atrapar por ella ha de soportar, cosa insólita, el fardo de un dios que eleva. La locura de Eros es tiranía: hace que le ocurra al hombre lo que éste no elige y que, si elige, no sepa bien por qué. En esto es ciertamente un demonio temible. Pero el dios tirano tiene en el pensamiento de Platón una importancia más especial, que se destapa con enorme brillantez en el Fedro después del simposio sobre el amor que fue el Banquete. El nombre tiránico de eros garantiza, como dice E.R. Dodds, la única modalidad de experiencia
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que pone en contacto la doble naturaleza del hombre, el yo divino y la bestia amarrada. El dios tirano es en Platón una locura con función de enlace entre lo humano y lo divino, que suministra un impulso dinámico que lleva el alma adelante en su búsqueda de una satisfacción que trascienda la experiencia terrena (sexual, desde luego) y sea el puente empírico entre el hombre tal como es y el hombre como podría ser.4 La tiranía de eros acaba por obtener en Platón toda su hondura característica en la medida en que es narrada no sólo desde la perspectiva del enamorado que la padece sino también desde la del amado que ve en ella un espectáculo incomparable. Pues, ¿qué puede ofrecerle al amado la vida por comparación con lo que le puede ofrecer un amigo poseído por un dios? El amado asiste a un acontecimiento fenomenal: cómo se le desmonta el alma al enamorado en tres partes revolucionadas por su presencia (pongamos que son dos «caballos» y un «auriga», Fedro 253d). Cuando la parte del alma que hace de auriga ve al amado, ha de sujetar las riendas con fuerza si quiere que circulen bien esos flujos de pasión que entonces se despiertan descalabrando la figura del alma: una parte tira como un caballo desbocado que salta impetuosamente sobre el amado para hundirse en él, otra se resiste como un animal manso que mira prudentemente al honor de su objeto y quiere respetarlo. El auriga ha de tomar por fin una distancia estratégica respecto a su amado, alcanzar un punto en que la parte salvaje del alma se avergüenza entre sudores de su sobresalto mientras la otra se duele de las violencias criminales que ha debido soportar por culpa de la descomposición general. No hay duda: este desarbolamiento del alma es obra de un dios tirano. 2. Renacimiento: la sombra desnuda La Edad Media es un reservorio inagotable de metáforas eróticas. Estudiar el modo como fueron atendidas en el medioevo las necesidades del amor es una de las mejores formas de postergar definitivamente ese clisé de oscurantismo con que a veces se despacha una época tan compleja, fascinante y variada. En torno al cambio de los siglos XII al XIII (aproximadamente en esos años que van del Ciclo del Grial de Chrétien de Troyes al Parzival de Wolfram von Eschenbach), la productividad de Europa en el sector del amor resulta inagotable. El 40
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amor, como su hermana «la guerra», pudo ser entregado por fin al siglo. Empleo el término (saeculum) como sinónimo de mundo profano, con sus tramas civiles y políticas deslindadas de las trascendencias religiosas. Claro que dejar el amor al siglo no significó una merma de la influencia de la religión sobre el orden social, más bien todo lo contrario: si entonces volvió a nacer el amor fue precisamente porque los triunfos eróticos empezaron a ser rechazados como marcadores de la auténtica Salvación del alma, cuyo agente era ahora Dios —para la reactivada Iglesia romana del siglo XIII. No es la Naturaleza, ni su divisa, la Mujer, lo que salva. Sólo Dios. ¿Qué se hizo de aquella utilización caballeresca de la fuerza amorosa que emana de la feminidad para fines de protección sobrenatural? ¿Qué se hizo de aquel intercambio ritual de corazones y de aquel gritar el nombre de la amada en la hora fatídica del combate, para que un aura de comunión erótica envolviera a la muerte del caballero asegurándole por sí misma la certitudo de su salvación metafísica?5 En parte, los Fieles del Amor Femenino se reconvierten en Fieles del Amor Divino. Roma se apodera incluso de las múltiples variantes de amor interruptus que habían tenido en Parzival uno de sus modelos legendarios y luego en el tratado De amore libri tres de Andreae Capellani uno de sus textos prohibidos (en 1240), variantes que compartían la creencia en que el amor puro no consistía tanto en la negación a priori del deseo como en exprimir hasta el límite algunas situaciones «peligrosas», convenientemente provocadas, para desviar in extremis el deseo hacia metas más elevadas que el encuentro sexual. Ese supuesto efecto estimulante sobre el espíritu, derivado de la represión del apetito físico y la reinversión en un nivel más alto de las energías lujuriosas acumuladas, deja de ser una magia heroica de combate para empezar a ser una ética romana de salvación. El amor es entregado al siglo: y se hace cortés y cortesano, retórico y provenzal, lentamente vaciado de intereses ultraterrenos y virtudes escatológicas. No conviene confundirse: esta «secularización del amor» a partir del siglo XIII vino acompañada, paradójicamente, de un sorprendente trabajo de «mitificación del amor». Puede que la escatología de la Iglesia medieval impusiera a Dios como único medio legítimo de salvación; pero a cambio la Edad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Media había aprendido que Dios no era desde luego el único objeto de amor. Michel de Certeau ha estudiado magníficamente esta erótica referida a una cierta nostalgia tardomedieval por la desaparición progresiva de Dios como objeto exclusivo del amor. Y si es cierto que en esos años se desarrolló en Europa un abrumador dispositivo institucional para transformar una erótica (mágica y profana) en una fe (religiosa y cristiana) —algo por lo que velaron multitud de sentencias de la Inquisición—, lo contrario no encontró menor acomodo en la mentalidad de la época: transformándose la fe en una erótica —algo por lo que velarían multitud de sentencias de la Mística. La metamorfosis podía producirse en una u otra dirección, y ahora las jerarquías del cristianismo más ortodoxo luchaban por un erotismo obrado desde la fe y que picara siempre hacia las Alturas, ahora las corrientes místicas postrenacentistas daban a cambio testimonio de la transformación de la escena religiosa en escena amorosa. La fábula mística está hecha de fe erotizada: la erótica nace en ella de una pérdida de la que no se acepta ni la sensación de ausencia que provoca ni tampoco el remedio del duelo con que se la pretende mitigar. El lenguaje del amor se produce en el ambiguo paso de la presencia a la ausencia. Cuando el cuerpo amado se desvanece, igual que la Palabra revelada de Dios a la que deseaba reemplazar, sólo queda la fábula erótica.6 En este mundo de desvanecimientos varios, Amor es sombra sorprendida desnuda. He arrancado libremente esta imagen del célebre soneto que Giordano Bruno, habitante de la segunda mitad del siglo XVI, incluyera en los Heroici furori y en el que trata de lo ocurrido entre el joven Acteón y la diosa Diana.7 Es importante recordar que este soneto obedece al deseo bruniano de construir una memoria artificial erótica, de la que tanto los personajes como la escena en sí serían sus fantasmas, es decir, personajes de un cuadro que en este caso retrata, inspirándose en un mito, las operaciones intelectivas cuyo fin es el amor verdadero. Por economía de espacio daré la sinopsis del relato juntamente con el sentido alegórico de sus peones: el joven Acteón, un «montero de la Verdad», sale de caza, dejando que corran libremente por los bosques sus mastines (que representan la voluntad) y lebreles (que representan la dianoia o intelecto). La presa que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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persiguen, un ciervo en apariencia, poca gente la pretende, pues es de una especie ideal, minoritaria y oculta. En un recodo de la espesura, Acteón disfruta de una visión extraordinaria: la diosa Diana, toda de alabastro (belleza supraterrena), oro (divina sabiduría) y púrpura (poder), es sorprendida in fraganti mientras se baña desnuda, sumergida de cintura para abajo, repartiendo su anatomía entre un orden sensible pero oculto (agua) y otro inteligible y a la vista (aire). El cazador iniciado en esa visión única sufre entonces una increíble metamorfosis: adopta la figura del mismo ciervo que perseguía, echándose al instante sus perros sobre él, que lo devoran. En Bruno, el mito de Acteón y Diana está libre de las gangas morales usualmente asociadas a los chistes del «cazador cazado». La transformación tampoco hunde al protagonista en un destino de atrabiliaria melancolía (amor hereos). Pues Diana es la sombra de Apolo, el sol universal imposible de contemplar directamente: ella es la naturaleza, el mundo, el universo como sombra de aquella mónada irrepresentable que es la divinidad. El objetivo último de esa «montería del amor» es, por tanto, esa presa codiciada, la sombra desnuda, que transforma al cazador en la víctima salvaje de la cacería que él mismo ha emprendido, siendo un logro inusual (y paradójico) acosar a un particular, el ciervo, para terminar cobrándose la pieza más universal (la diosa, hija de Anfítrite) a costa de ser devorado como un animal. Acteón ha sorprendido a una sombra, desnuda, de lo más divino. Más exactamente, ha sorprendido a la divinidad como sombra ofreciéndose desnuda al hombre: esa luna que es Diana. La contemplación de la diosa desnuda trae la muerte de Acteón así como la pérdida de los atributos propios de su condición humana —sociabilidad, sensibilidad, fantasía—; pero su muerte no es más que la fase terrible de un rito iniciático, un protocolo obligado de desposesión de su sujetidad y derrota de su ser social como traumas anexados al verdadero camino de eros según Giordano Bruno y cierta tradición renacentista. La metáfora de la sombra desnuda no sólo nos permite hacernos cargo de una época en que se puede salir «a la caza del amor» (por utilizar un título de Nancy Mitford). No es que el amor haya pasado de dios tirano a víctima cinegética con el correr de los siglos. Diana es la sombra sorprendida de Apolo, el 41
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amor como la verdad en sus valores máximos humanos: siempre indirecta y refleja (lunar), tanto emergente como inmersa (neumática y acuática). Y Acteón es el enamorado que pone al descubierto uno de los efectos horribles de eros: para acceder al colmo de su inteligibilidad (y el colmo es una sombra, parte de cuya desnudez está además sumergida) hay que padecer una mediación salvaje, que además de expulsarte de la vida social, te convierte en objeto de la misma ofensa mortífera con que pretendías sujetar a tu pieza. 3. Barroco: el tribunal del viento El eros barroco fue construido a través de infinidad de torsiones retóricas. Y si bien los efectos del amor nunca pudieron reducirse a un solo orden, la mentalidad barroca no está satisfecha con levantar acta de esa abrumadora pluralidad. Ella desea directamente la guerra. Guerra abierta entre los efectos amorosos de todos los órdenes, para que agonicen hasta estallar en expresiones paradójicas e irresolubles que echen de ver una raíz irracional que impide al amor guardar ninguna ley. El eros barroco es un jinete montado sobre los hombros de un verso de Shakespeare, el segundo de su Soneto 151: Yet who knows not conscience is born of love? [con todo, ¿quién no sabe que la conciencia ha nacido del amor?]. El ethos dominante de la conciencia social durante el siglo XVII va de la mano del nuevo estatuto agónico y paradójico del amor barroco. Tratándose de eros, el enamorado adora a sus verdugos, besa sus cuchillos, idolatra sus tormentos, entrega el cuello a su yugo, sufre si le impiden padecer su infelicidad, ama sus desgracias. El siglo que produjera por fin un hardware filosófico compatible con el software sentimental: la centuria del Sujeto, el siglo de Descartes y Leibniz (por más que algunas publicaciones de este último fueran póstumas), el que más contribuyó a fijar racionalmente una sustancia propia a la individualidad del hombre, ve cómo se consolida simultáneamente una erótica fundada en los aberrantes principios de contradicción y razón insuficiente. El amor barroco se sostiene entre fuerzas tirantes y lucha de contrarios, y puede muy bien fundarse en la nada, pues la ilusión, el fraude y el engaño le obligan a amasar un gran patrimonio de mudanzas. Thou blind fool, Love, 42
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what dost thou to mine eyes, / That they behold, and see not what they see? [Tú necio ciego, Amor, ¿qué haces tú a mis ojos, / Que ellos contemplan, y no ven lo que ven?], de este modo arranca Shakespeare su soneto 137, sentando cátedra de la sensibilidad por venir. Pues el engaño a los ojos, un tema tan cervantino, acabará siendo tan sólo un detalle de un misterio barroco más profundo destinado a cambiar la esencia de cada sentimiento y cada cualidad por su contraria en nombre de una concordia discors, algo que lleva a trastocar la definición clásica de “esencia”, que para el eros barroco puede muy bien que sea aquello por lo que una cosa no es lo que es y es lo que no es: Amor es un misterio que se cría En las dulces especies de su objeto; De causas advertidas, luz y efeto, Y de ciegos efetos, ciega guía. Fraude que apeteció la fantasía, Imán del daño, acíbar del secreto; De tirana deidad, ley sin preceto, De preceptos sin ley, leal porfía. En cielo oscuro, tempestad serena, Apacible pasión, dulce fatiga, Lisonja esquiva, lisonjera pena; Premio que mata, alivio que castiga, Causa que, propiamente siendo ajena, Con lo que más ofende más obliga.8
El conde de Villamediana (†1622) es un excelente representante del eros barroco como despliegue agonal de una esencia que mueve a cada ser en dirección a un punto donde le espera su deshacerse. Esta guerra trabada que conmigo / trae mi sentido en accidentes varios, / supone en un sujeto dos contrarios, / pues siempre estoy temiendo lo que digo, dice el poeta (Sonetos amorosos, XIII). El lisboeta Juan de Tassis no es, obviamente, el único de un siglo, el XVII, pródigo en figuras que para hacer justicia a eros emplearon con enorme habilidad el látigo retórico del autocastigo. Recordemos de paso dos de las expresiones favoritas de Fénelon, aquel ilustre prelado de Francia, candoroso quietista y acérrimo enemigo de Bossuet, que tomó acaso demasiado en serio las recetas de aquella intrigante del amor divino que atendía por madame Guyon, para quien el vacío era la mayor abundancia, —y casi adelanta a Pessoa—: Y anular ese yo tan caro en otro tiempo y ¡Oh, dicha infinita de la humillación de no ser nada!9 Fijémonos también en la enigmática sor Juana Inés de la Cruz,10 cuyos romances abundan en expresiones como «yo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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misma soy verdugo de mis deseos», «muero a manos de la cosa que más quiero» y otras semejantes. Juana Inés nos invita a entrar en uno de los recintos más laberínticos del amor barroco: el otro, el amado. La poeta nos introduce en una de las doctrinas más sugerentes de un eros que, en la cima de su torsión y sus paradojas, declara inservible lo único para lo que parecería existir: ser correspondido por el otro. La doctrina de los «favores negativos» de sor Juana tiene un fundamento teológico (el mayor favor que puede hacernos Dios es no hacernos ningún favor), que admite igualmente una aplicación profana (el amor perfecto es aquel que está persuadido de que la correspondencia no sirve, no añade nada). Claro que el encaje profano de la doctrina de los «favores negativos» no está exenta de dificultades: casi todos cometen el delito de apetecer esa correspondencia, y tal deseo es la señal de una insuficiencia radical en nuestro ser procuradora de aflicción. La teoría del eros no-recíproco y los favores negativos da una idea del clima barroco en el continente del amor. Juana Inés sabe que, si la perfección del amor no exige correspondencia, la figura del otro, del amado, sufre un vuelco en su estatuto. Pues no es que el otro cese en el cargo de amado o que éste carezca de importancia, más bien es que su ser es ahora el de una imagen elaborada mediante un proceso de refinado que adelgaza su esencia hasta convertirla en transparencia y claridad de ángel. Un ángel que es una ficción y, nuevamente, una sombra creada por una soledad. Estricta coetánea de Baruch Spinoza, no creo estar forzando demasiado las cosas si afirmo que Juana Inés coincide con él en su defensa de que el amor más excelso (en el autor de la Ética, el amor Dei intellectualis), no el amor ordinario (que es celoso, pues tiene maníacamente en cuenta al otro, y al mismo tiempo a todos los demás), no significa someterse a otros ni participar de un tonto altruísmo sino insertarse en un universo de máximo potenciamiento de la soledad, intensificando el conato de autoconservación en un in crescendo que no desborda un límite fijo, más bien hace que todo límite dé elásticamente de sí. Que no conduce al exceso sino a un incesante acrecentamiento.11 Son éstos algunos pocos efectos de un eros barroco que quiero engastar en una imagen lingüística extraída también del conde de VillaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mediana. Metáfora que entronca con uno de los dramas más angustiosos del amor en la modernidad europea: la lucha mortal entre la palabra y el silencio. ¿Qué se aconseja para el dolor de amor? Se padecerá castigo si se descubre; pero se morirá interiormente si no se cuenta. La batalla indecidible entre el tormento de silencio y la culpa de declarado (redondillas, II) ofrece al poeta una salida que, pareciendo no pertenecer al repertorio más esperable de soluciones barrocas, las sintetiza en cambio de modo perfecto: apelar al tribunal del viento (Sonetos amorosos, XXXVII). No es olvido ni silencio. Es un entremedias de la declaración obscena y la mudez funesta, consciente de que el viento, como el polvo de Quevedo es, a la vez, mensajero del amor y testigo de su vanidad. Es secreto y discreción barrocos: dar permiso a la palabra para que sea juzgada por una instancia de apelación que la va a mudar, transportar, distribuir, arrancar de sus lugares, sutilizarla y, al final, liquidarla por confusión y desvanecimiento. El tribunal del viento, para juzgar palabras de amor dolido, es una metáfora de rara sensibilidad precursora. 4. Colapso romántico: la rama cristalizada Hegel compuso las primeras notas de la partitura del amor en el siglo XIX. Una sinfonía romántica, inevitablemente. En el primer tema, juvenil, oímos cómo el Amor es considerado la conciliación absoluta de lo escindido, sensación viviente no de la cancelación de las oposiciones sino de su sintonía total. Con el segundo tema, más maduro y desgarrado, el amor deja de vencer sobre la reflexión, que impone su afán crítico y separatista. Eros es vencido cuando lo infinito ya no es sentido como algo inmanente a lo finito (la Naturaleza, la Familia, el Hogar), manteniéndose el desgarro entre ambos polos a buen recaudo de la identidad a la que aspira el amor. Es cierto, no se priva a la conciencia erótica de poder elevarse por encima de las contingencias de la vida; pero cada vez que lo intenta se ve a sí misma duplicada en un contrapoder que la rebaja: materializada en el fango del ser, inmersa en la realidad más mudable, obtusa y carente de esencia. La época del amor ha dado curso a la época de la conciencia desgraciada. El romanticismo no pudo pasarse sin este esquema. Entre los genios del erotismo decimonónico hay infinidad de nombres mayores, como es propio de una época que traficó tanto con el amor sentimental como 43
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para utilizarlo hasta de expediente de la distinción entre las clases sociales. Algunos de esos nombres son: Stendhal, Wagner y Tolstói (que en el siglo XX proyectarán tres sombras infieles: Proust, Mann y Musil). El primero es el autor del célebre tratado De l´amour, donde incluye una metáfora, de superlativa falsedad según Ortega y Gasset. Si se arroja una rama de arbusto en las minas de Salzburgo y se recoge al día siguiente, nos encontraremos con una metamorfosis sorprendente: la sencilla forma orgánica se ha recubierto toda ella de cristales de sal que le dan un aspecto irisado y prodigioso. Sustituyamos las minas de sal por el alma de un amante donde ha ido a depositarse la imagen de su amado. Ésta aparecerá al poco bordada con el realce no de los cristales salinos sino con los cristales de amor, aún más pródigos en superposiciones imaginarias. Esta metáfora de los efectos del amor pertenece a un autor de quien Harold Bloom, en una sugerencia ardua y audaz, opina: Lo que Hobbes fue para los principios de la sociedad civil, Stendhal lo fue para los principios eróticos.12 Efectivamente, la metáfora es menos optimista de lo que parece, cosa muy poco rara en alguien que descubrió el carácter lúgubre de cualquier supuesto estado natural del amor. Interpretar hoy nuestros estilos de amar desde esta metáfora stendhaliana puede dar lugar a lecturas aberrantes, sobre todo teniendo en cuenta que, si arrojamos la rama al «río de sal» lo más probable es que al día siguiente, si vamos a recogerla, la haya arrastrado la corriente. Las instituciones que velaban por la solidez del amor parecen dispuestas a desbloquear sus protocolos y cautelas. Igual que los rituales que miraban por la Bildung de eros, si subsisten, quedan como sacramentos vacíos que se consumen flexiblemente, y por fragmentos, sin sentirse uno ni obligado por ni traidor a su trasfondo último.13 Y, sin embargo, la rama sigue cristalizando. Que un amor caiga en un alma puede que no resulte en un trabajo de perfecta cristalometría. Sus consecuencias pueden ser otras, como las que retrata esta última imagen (véase columna siguiente). Una fotografía de Anna Magnani. Una fotografía de Herbert List. De quien Michel Tournier14 dijo que era el fotógrafo del silencio, retratista de los accesorios angustiosos que exaltan la carne a la vez que la niegan: el maniquí, la máscara, la mordaza, el espejo. Y el cristal. 44
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Notas 1. M. Zambrano, El hombre y lo divino, México, D.F., Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 261. Y una referencia sobre el tema: Andrés Ortiz-Osés, Amor y sentido, Barcelona, Anthropos, 2003. 2. Ibíd., p. 266. El gnosticismo dio un vuelco a este relato: lo residual es el bien, pues la Creación no es más que una broma esperpéntica desde el inicio. Excepto por una astilla de Claridad divina clavada en un lugar secreto del alma de ese Gólem llamado humanidad, todo es Tiranía de Caos. 3. E. Trías, Tratado de la pasión, Madrid, Mondadori, 1988, p. 26. Trías, siguiendo la Allegory of love de C.S. Lewis, postula inicialmente que el estatuto ontológico del amor es alegórico (ni cosmológico, ni psicológico). Acecha aquí una acepción daimónica de todo lo erótico, a lo que convendría la descripción de Angus Fletcher, Allegory, Ithaca, Cornel University Press, 1995: la acción se enreda en rituales compulsivos igual que la imagen deviene angustiosa idée fixe cada vez que nuestro daimon nos convence de que, para alcanzar la ciudad celeste del amor, la libertad de elección no existe. 4. E.R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 1999, p. 205. 5. Me baso en René Nelli, El Grial en la etnografía, epílogo a: Wolfram von Eschenbach, Parzival, Madrid, Siruela, 20053, pp. 421 y ss. 6. Véase Michel de Certeau, La fábula mística, México D.F., Universidad Iberoamericana, 2004. 7. Sigo a Ioan P. Culiano, Eros y magia en el Renacimiento, Madrid, Siruela, 1999, pp. 105 y ss. Este libro ha inspirado otro de uno de los mejores escriDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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tores contemporáneos en lengua inglesa, Amor y Sueño (Barcelona, Minotauro, 1998) del estadounidense John Crowley. Sobre la mnemotecnia del autor de De umbris idearum, el clásico: F.A. Yates, El arte de la memoria, Madrid, Siruela, 2005. 8. Conde de Villamediana, Sonetos amorosos, XXVI, en Poesía, Barcelona, Planeta, 1992, p. 141. 9. Fénelon, o el amor divino hecho carnicería: «no considero como puro amor más que el amor implacable, destructor, que lejos de embellecer y adornar a su sujeto, le arranca todo sin misericordia, para que, al no quedar nada en este mismo sujeto, nada le impida pasar al fin. Fuera de él no puede subsistir. Todo su cuidado es afear, arrancar, destruir, perder; sólo vive de destrucción: es como aquella bestia que vio Daniel, que traga, tritura y devora todo». Véase Paul Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid, Ediciones Pegaso, 1975, pp. 401-403. 10. Ideas y citas tomadas de Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz. Las trampas de la fe, México, F.C.E., 1998, pp. 386 y ss. 11. Véase Remo Bodei, Geometría de las pasiones, México, F.C.E., 1997, pp. 320 y ss. 12. H. Bloom, Genios, Barcelona, Anagrama, 2005, p. 663. 13. Véanse dos libros muy exitosos: Zygmunt Bauman, Amor líquido, Madrid, F.C.E., 2005; Roland Barthes, Fragmentos de un discurso amoroso, Madrid, Siglo XXI, 2005. 14. M. Tournier, El crepúsculo de las máscaras, Barcelona, Gustavo Gili, 2002, p. 52. Protagonista de la película L´Amore (Roberto Rossellini, 19471948), List tomó la fotografía en 1956.
FERNANDO BAYÓN
Animismo La mitología vasca representa la concepción vasca del mundo, así pues la cosmovisión tradicional vasca. La cual se caracteriza por ser una cosmovisión terrestre o telúrica con una diosa Madre, frente a las clásicas visiones del mundo de carácter celeste con un Dios Padre. Ello conlleva la sacralización del trasfondo mágico del universo, simbolizado por Adur, la energía mágica que religa el cosmos matrialmente. Desde ese trasfondo sagrado emerge la extroversión simbolizada por Indar, la energía expansiva y extroversora de carácter solar (patrial). La consecuencia es la sacralidad del trasfondo matrial-femenino, auténtica potencia interior que subyace y posibilita la emergenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cia de lo patrial-masculino de carácter profano, civil y exterior. El asunto está en que, si el trasfondo terráceo del universo tiene un carácter sagrado que se asocia con lo afectivo matrial-femenino y, en definitiva, con la mujer, entonces el ámbito profano del mundo efectivo y de la realidad pública se asocia con el hombre varón. Desde nuestra perspectiva moderna que prefiere lo profano a lo sagrado, esto significa obviamente que el hombre pertenece al dominio de lo efectivo. Ahora bien, desde la perspectiva antigua que prefiere lo sagrado a lo profano, el submundo religioso asociado a la mujer tiene más sentido que el supramundo o mundo-superficial asociado a los trabajos masculinos. Esta consideración resulta crucial para aclarar la controvertida cuestión del trasfondo matrial vasco. Y la conclusión a la que llegamos es que tanto los defensores de semejante trasfondo matrial como sus detractores tienen razón. Los defensores porque se colocan en la perspectiva antigua, valorando religiosamente el carácter sagrado del elemento matrial-femenino; los detractores porque se colocan en la perspectiva moderna, desvalorizando dicho carácter sagrado asociado a la mujer y revalorizando el mundo profano asociado con el varón. A partir de aquí cabe caracterizar a la mitología vasca por su naturalismo mágico, así como por su comunitarismo en torno a la diosa Mari, personificación de la Tierra madre. Ello proyecta una especie de ideario ecologista, femenista y comunitarista que se diferencia netamente del ideario globalizador, patrial e individualista. Sintetizando, podríamos definir la concepción mitológica vasca por su animismo. El animismo propio de la mitología vasca recorre los siguientes estadios delineados por nosotros anteriormente. En primer lugar, la Tierra comparece como el Cuerpo materno del universo mundo. En segundo lugar, el Alma Madre de la Tierra está representada lunarmente por la diosa Mari. En tercer lugar, las Casa aparece como el Cuerpo materno del universo familiar. Y en cuarto lugar, la Etxekoandre o Ama de la casa es el Alma madre de la Casa. Podríamos finalmente simbolizar esta concepción del mundo por el ídolo Mikeldi, el cual representa un animal (verraco o toro) que porta en sus flancos un disco de dos caras (proba45
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blemente el sol y la luna). O el universo animado como un animal viviente, que inspira y espira real-simbólicamente. Curiosamente la propuesta de la mitología vasca es una propuesta que vuelve hoy bajo el nombre de filosofía del alma, una filosofía que trata de remediar el dualismo del cuerpo (material) y del espíritu (inmaterial) propugnando la compresencia del alma y lo anímico como especificidad humana frente al materialismo animalesco y al espiritualismo angélico.1 Nota 1. Por una parte, el animismo ha sido reivindicado por la cultura contemporánea, así por ejemplo por el gran filósofo Schelling o por el psicólogo americano J. Hillman; al respecto véase A. Ortiz-Osés, «Manifiesto del sentido», en G. Vattimo et alii, La interpretación del mundo, Anthropos, Barcelona 2006.
A. ORTIZ-OSÉS
Aprendizaje El aprendizaje es un proceso psicológico, una capacidad mental. Se nutre de la educación, pero no debemos confundirlo con ella, pues abarca muchas más cosas. Podemos definirlo como el proceso psicológico que nos permite adaptarnos al mundo desde el momento en que llegamos a él. De hecho, el aprendizaje es fundamental para nuestra adaptación al medio y por tanto para nuestra supervivencia. Nada mejor para ilustrar esto que el famoso pasaje de la magdalena de Proust: Me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba... [Marcel Proust, En busca del tiempo perdido].
Conocerán ustedes cómo, a partir de ese punto, sigue el protagonista de la novela de Proust buscando durante páginas y más páginas la causa de esa felicidad tan intensa. Y conocerán cómo, poco a poco, con cada nuevo trozo que toma va perdiendo la magdalena ese sabor tan especial a felicidad. Y conocerán también cómo, con el tiempo, se acaba dando cuenta el protagonista de que eran todas las emo46
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ciones de los veranos de la infancia lo que, por asociación, traía aquella magdalena. Y esto es fruto de un aprendizaje: el sabor de la magdalena había quedado tan fuertemente asociado a los veranos de la infancia que, después de tantos años, era capaz de evocar, por sí solo, todas las vivencias y emociones de la niñez. Lo mismo nos pasa cuando una canción, un perfume, una palabra, nos provocan una reacción insospechada y una serie de emociones que a menudo no logramos entender, pues no se corresponden los estímulos con las respuestas que producen. La reacción puede ser de felicidad (como en la novela de Proust), pero también puede ser de miedo, o de ira, o de salivación (como en los experimentos de Pavlov), o de excitación sexual. Son reacciones que se producen por asociación mental, que ocurren todos los días en todos nosotros, y todas ellas son fruto de un proceso muy básico de aprendizaje. En el fondo, lo mismo da que estudiemos la respuesta de salivación del perro de Pavlov que la respuesta de felicidad del protagonista de la novela de Proust. Es anecdótico en una investigación básica sobre aprendizaje si la respuesta ante un estímulo que en principio era neutro es de felicidad, o de salivación, o de ira. Lo que nos interesa es que en este caso todas esas respuestas son aprendidas, lo que significa que funcionan exactamente igual: se rigen por las mismas leyes psicológicas. Los experimentos de Pavlov, realizados hace ya más de 100 años son buena prueba de ello. Pavlov entrenaba a unos perros a asociar un sonido con comida, y el resultado era que tras varios emparejamientos del sonido con la comida el perro comenzaba a salivar nada más oír el sonido (véase Pavlov, 1927). La salivación es inexplicable desde las propiedades del sonido, igual que la felicidad del protagonista de la novela es inexplicable desde las propiedades de la magdalena. Sólo la historia previa del individuo, sólo las experiencias previas de aprendizaje de ese individuo concreto pueden explicar la reacción observada. Y lo más interesante es que tanto la respuesta de salivación que se produce ante un sonido, como la respuesta de felicidad que se produce ante una magdalena, como la respuesta de diagnóstico que realiza un perito de una compañía aseguradora cuando quiere saber a qué se ha debido un accidente, como la respuesta de predicción que realiza un meteorólogo, todas ellas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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están producidas por el mismo proceso de aprendizaje. Para saber cómo funciona este proceso de aprendizaje por el que la respuesta genuina de felicidad que se daba ante los veranos de la infancia se puede acabar dando con el tiempo ante una simple magdalena, conviene adentrarse un poco en el terreno de la asociación mental. El estudio del aprendizaje asociativo es un área floreciente de investigación en los laboratorios actuales de psicología de todo el mundo (véase http://www.labpsico.com), aunque es en la filosofía en donde beben sus raíces: las leyes básicas de la asociación las conocían los filósofos hace ya mucho tiempo. Algunos de los temas que más se estudian hoy en día en los laboratorios de psicología del aprendizaje son las condiciones en las que se aprenden mejor las asociaciones, en cuáles se olvidan, cuándo se producen interferencias con las asociaciones previas, o lo que es lo mismo, cuándo el conocimiento previo es un obstáculo y cuándo un catalizador de la adquisición de nuevo conocimiento (Domjan, 2003; De Houwer y Beckers, 2002; Shanks, 1995). También ha sido posible demostrar claramente en los últimos años que las leyes que rigen el aprendizaje asociativo son válidas para tipos de aprendizaje que en apariencia son muy diferentes. Así por ejemplo, las leyes que rigen el aprendizaje pavloviano son muy similares a las que rigen otra serie de aprendizajes, que a simple vista nada tienen que ver con él, como puede ser, por ejemplo, el aprendizaje de relaciones causales y predictivas entre eventos (p. ej., Rescorla, 1988; Shanks, Holyoak y Medin, 1996; Vadillo, Miller y Matute, 2005). Es interesante, porque a primera vista podríamos decir que la capacidad de predecir lo que ocurrirá a continuación es uno de esos procesos mentales superiores que siempre creemos que son exclusivos de nuestra propia especie, altamente complejos y racionales; y sin embargo parecen similares al aprendizaje de asociaciones que realiza el perro de Pavlov: sólo saliva ante un determinado sonido si antes ha aprendido que ese sonido es un buen predictor de la comida. Es decir, la respuesta condicionada es un indicador de que se ha producido un aprendizaje mucho más profundo: un aprendizaje que permite al animal predecir los eventos importantes de su ambiente. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Y si lo pensamos un poco más nos damos cuenta de que tampoco nosotros podemos sobrevivir sin ser capaces de aprender a relacionar causalmente los diferentes eventos del entorno y aprender a predecirlos. Para sobrevivir necesitamos funcionar a diario como científicos intuitivos (véase Kelley, 1973). Es el trabajo del científico lo que hacemos, o intentamos hacer, a diario: diagnosticar causas, predecir efectos. Imaginemos qué pasaría si no fuéramos capaces de atribuir correctamente la causa de una enfermedad, o de un accidente. O si no fuéramos capaces de predecir de manera rápida e intuitiva qué tipo de comportamiento produce resultados positivos en el tipo de sociedad y momento histórico en el que nos toca vivir y qué otros comportamientos conducen a la marginación social, reduciendo por tanto nuestras probabilidades de supervivencia. O imaginemos que no fuéramos capaces de aprender con qué significado debemos asociar una palabra en función del contexto en el que la escuchamos. Todo esto es aprendizaje. El aprendizaje es adaptación al ambiente, es supervivencia. Pero veamos ahora otros ejemplos, muy diferentes, de modo que podamos hacernos mejor idea de las grandes implicaciones del estudio del aprendizaje. Imaginemos, por ejemplo, un juicio. Un juicio con jurado popular. Al jurado se le van presentando una serie de pruebas a favor y también en contra de la culpabilidad de una persona. La tarea del jurado es estimar si el sospechoso es culpable de los hechos que se le imputan. En otras palabras: atribuir causalidad. Experimentos realizados en situaciones abstractas y con voluntarios anónimos, (ninguno de ellos, por supuesto, en un juicio real, pues esto no sería posible) demuestran que influirán en la atribución de causalidad que realice el jurado variables tales como, por ejemplo: 1) el orden en el que se presentan las pruebas de inocencia y de culpabilidad (lógicamente, el conocimiento sobre cómo funciona esta variable podría ser utilizado de forma muy diferente por jueces, fiscales, y abogados), y 2) la frecuencia con la que los sujetos experimentales (los miembros del jurado, en la situación real) emiten su opinión sobre la relación causal: cuantas más veces emitan una opinión, más sesgada estará ésta por variables tales como el orden en el que reciben la información (véase Catena, Maldonado y Cándido, 47
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1998; Matute, Vegas y De Marez, 2002; Vadillo, Vegas y Matute, 2004). Este último dato nos vale también para los políticos y los medios de comunicación: si pedimos a una persona constantemente su opinión sobre algo, esta opinión va a estar cada vez más sesgada. Los experimentos mencionados demuestran claramente y en situaciones muy diversas, que sólo se emite una opinión mínimamente objetiva y de acuerdo con el total de los datos disponibles si esa opinión la expresamos una sola vez y después de haber recibido toda la información necesaria. Si por el contrario, cada vez que nos dan un nuevo dato nos piden que nos posicionemos, acabamos estando tan influenciados por los últimos tres o cuatro datos recibidos que perdemos absolutamente la visión de conjunto. Como ven, el mecanismo de aprendizaje es una auténtica maravilla, pero de vez en cuando produce también grandes errores y está sujeto a grandes sesgos, como los que acabo de describir sobre la frecuencia con la que se opina y el orden en el que se recibe la información. Y cuando estos errores son sistemáticos, y se reproducen en un experimento y en otro, aunque variemos las condiciones, debemos empezar a pensar que son parte integrante del sistema, y que están ahí por algo, luego merecen nuestra atención como investigadores. Veamos algunos más. Otro interesante ejemplo de cómo el proceso de aprendizaje puede dar lugar a grandes sesgos es el desarrollo de conducta supersticiosa (véase la entrada Conducta en este mismo volumen). Y también es curioso el caso del bloqueo (véase p. ej. Kamin, 1968; Arcediano, Matute y Miller, 1997). El bloqueo se produce, por ejemplo, cuando hemos sido expuestos en numerosas ocasiones en el pasado a una relación causaefecto, ya sea esta verídica o no (como por ejemplo, la relación entre raza y delincuencia). Un día alguien intenta convencernos de que ese mismo efecto (la delincuencia) viene producido en realidad por una causa alternativa que covaría con la raza, como puede ser la pobreza, o la marginación social. Lo comprendemos racionalmente, pero la asociación raza-delincuencia lleva demasiados años activa en nuestro cerebro y bloquea el nuevo aprendizaje. Por tanto, nos cuesta mucho deshacer esa asociación y crear una nueva para acabar aceptando con el tiempo que efectivamente es la otra causa la que es res48
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ponsable del efecto. El aprendizaje previo sirve normalmente para facilitar el nuevo aprendizaje y la ejecución rápida e intuitiva de numerosas tareas y decisiones, pero al mismo tiempo es también fuente de sesgos, errores, y prejuicios, como demuestra el caso del bloqueo del nuevo aprendizaje por el aprendizaje más antiguo. Resumiendo: el aprendizaje, como proceso mental, es una herramienta única y maravillosa, absolutamente necesaria para la supervivencia del individuo y de la especie. Pero el aprendizaje tiene también una serie de sesgos y errores bien conocidos, que son fruto, precisamente, de su gran flexibilidad y adaptabilidad. Es absolutamente necesario fomentar la curiosidad científica y el escepticismo para poder luchar contra los sesgos propios del proceso de aprendizaje, tales como la superstición, la pseudociencia, el bloqueo, los efectos de orden de la información, y muchos otros (véase también Matute, 2006). Pero además, cuando nos ponemos a investigar cómo funcionan los procesos psicológicos básicos (aprendizaje, atención, memoria, percepción...) nos damos cuenta de que no podemos hacer un experimento de aprendizaje sin preguntarnos cosas como cómo conocemos el mundo, o cuál es el sentido último del aprendizaje. Y nos damos cuenta de que tampoco es posible desarrollar una teoría falsable del aprendizaje si no somos capaces de simularla en un ordenador, incluyendo incluso los errores del sistema (si no la simulamos adecuadamente, nuestra teoría no será capaz de realizar predicciones concretas para situaciones concretas y por lo tanto tampoco podremos nunca falsarla). Más aún, nuestra teoría no valdrá para nada si no es capaz de explicar y predecir por qué la magdalena de Proust funciona exactamente igual que el diapasón de Pavlov, y por qué da lo mismo que la magdalena provoque felicidad y el diapasón salivación: porque ambas cosas son lo mismo, respuestas aprendidas; y como tales, podemos predecirlas y provocarlas siguiendo unas reglas generales. Es cuestión de recordar siempre que es gracias al aprendizaje como hemos sido capaces de sobrevivir hasta hoy. Como individuos y como especie. Referencias bibliográficas ARCEDIANO, F., H. MATUTE y R.R. MILLER (1997), «Blocking of Pavlovian conditioning in humans», Learning & Motivation, 28, 188-199. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Arte
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HELENA MATUTE
Arte 1. El núcleo de tensiones más significativo que se moviliza en la comprensión de la génesis del arte reside, pensamos, en sostener la tesis de la permanente oscilación del quehacer artístico DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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entre lo sagrado y lo profano. Condición y posibilidad difícil, de puente entre dos orillas, cada vez más polares, sobre aguas turbulentas, que le vienen al arte, o a la extraña impronta «estética» de su experiencia, de poder encarnar, al máximo, la realización y el goce provocados en la tensión del hacer aparecer [Poien, Poiesis], en algo, sobre algún soporte sensible, aquella dimensión divina o del misterio último. Esta ubicación le adviene en virtud de que la experiencia artística, independiente de sus múltiples motivaciones (individuales o colectivas) y contextos específicos (histórico concretos), configura sus objetos, sucesos o representaciones como objetivaciones de un esfuerzo o juego de la imaginación por dar forma a aquello inefable, indecible, invisible, que se repliega en la zona enigmática del Ser. La facultad imaginal [H. Corbin], imaginante, en efecto, despliega sus formas en un intento por alcanzar algunos ecos, jirones, lo más precisos o compactos posibles de lo arquetípico, de las Ideai en la acepción platónica, o entidades que moran en el origen o en el fin de la existencia humana. Traer a presencia bajo la forma de figuras perceptibles, sensibles (palabras, íconos, gestos) ancladas en el espacio/tiempo humano, aquellos jirones, ecos, rincones o interrogantes que se desprenden desde las no-dimensiones de la Eternidad, la Infinitud, el Vacío, los Dioses, o el Silencio, constituye, sin duda, lo más esencial de la aventura del arte. Desde los animales rupestres y las redondeadas «Venus» del Paleolítico; las estelas hieráticas erigidas en los Témenos de la Antigüedad; las autonomizadas esculturas greco/romanas; los Pantocrátor amosaicados del arte cristiano; las refinadas caligrafías an-icónicas del Judaísmo y el Islam; las grandes puestas en escena mitológicas del Renacimiento; los innumerables Budas meditando en flor de loto que pueblan todo el Oriente; o las pinturas Taoístas traspasadas por el aliento [li] de las pinceladas; hasta las orgías paganas para/cubistas de Picasso; los alargados extractos humanoides de Giacometti; los triángulos y círculos astrales de Kandinsky; los rectángulos cromáticos flotantes de Rothko; la Columna sin fin elevada por Brancusi; las encrucijadas de acero de Chillida peinando el viento; los gestos pictográficos sobre el espacio matérico de los Informalistas o las secuencias asombradas del cine de Andrei Tarkovski y la Mirada 49
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de Ulises, a contracorriente de la historia, del filme de T. Angelopulos —y, así, otros tantos disparos imaginales del arte se dirigen simbólicamente a alumbrar o dar cabida a la Epifanía, que proviene allende de los límites de la experiencia humana y que, sin embargo, los atraviesa y como Sentido experienciado de trascendencia es dotado por los artífices de sensual textura. Por un momento es retenida la potencia de la presencia/ausente dentro de los contornos de lo inmanente. Hacer posible, consistente, habitable, la epifanía es con seguridad la tendencia fundamental del devenir del arte. Así entendida la travesía artística, entonces, sus decisivos dilemas «técnicos», sus reglas de saber hacer o cuestiones estilístico/formales, no sólo nos remiten a la reflexión sobre la constitución autónoma, específica, de sus lenguajes —Música, Poesía, Arquitectura, Danza, Pintura, Teatro, etc.— bajo las claves secretas de sus respectivos oficios, por ejemplo, en torno del enlace melódico de las armonías sonoras, la vitalidad interna de la voz que irrumpe en el orden sígnico de las palabras, la apertura celeste de la tectónica, las cadencias de la psique en el cinetismo del cuerpo en el espacio, el sistema proporcional de la regla «aurática» y la graduada iluminación de las sombras, o alrededor de la presencia del actor desdoblado en la máscara, etc. sino también, básicamente, al carácter simbólico de estos lenguajes generadores de formas. Cifras visibles de aparición de lo invisible, según Paul Klee, el vínculo común de las gramáticas o alquimias de las distintas artes consiste en una suerte de Logos/erótico [E. Trías], «pensar-decir» que se encarna en lo sensible, en una transfiguración imaginaria de lo real y en la cosmización de la naturaleza como «remediación afectivo/racional de un mundo interhumano» [A. Ortiz-Osés] que recrea su Sentido. Pero que, a la vez, revela a la Physis en su desnudez irreductible y en su potencia insuperable para las pretensiones del dominio antropocéntrico del sujeto. Este reto de continuo lanzado por la elevación inspirada y el esfuerzo deseante de la trayectoria estética hacia una diana imprecisa, incógnita, tan sólo intuitivamente presentida y que siempre se sustrae, yendo más allá de los límites de todo lenguaje humano, constituye tanto su caudal de fuerzas como el filo de su dolor; la experiencia fascinante y aterradora —consagra50
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da de un modo poético indeleble por el «Ángel terrible» de las Elegías Duinesas de Rilke— que resguarda en sí misma la plenitud ausente, excesiva e indefinible de la «Belleza»/de lo Sublime e incluso de lo Siniestro, implicado en la proximidad/lejanía de lo sagrado, y que conlleva, de suyo, la agudizada experiencia y exposición de la fragilidad, fugacidad y tragicidad de la condición mortal del hombre. El gran arte revela, así, su absoluto imposible, su totalidad irrealizable —retener el poder de los dioses en un único sonido, toda la magia del universo en una pincelada única y definitiva. Deja ver su excelsa imperfección o carencia, sabe de la precaria fragilidad de la forma simbólica que confecciona para acceder a los ámbitos divinos, oníricos, metafísicos o supraconscientes, ahí donde la plenitud emana sin pausa. En la experiencia del arte se oscila, como también pensaba M. Eliade de todos los cultos religiosos, entre la idolatría y la consciencia de la hierofanía huidiza, de la que sólo arañamos la huella de su aparición que es, a la vez, el rastro de su desaparición. La experiencia de lo impenetrable o extremadamente hermético, más allá del tiempo/ espacio del mundo humano y fenoménico natural, revelada paradójica, metafórica o poéticamente en la «precaria» y carnal plenitud expresiva y constructiva de las obras de arte, no sólo abre el panorama desolado de una continua migración hacia el perpetuo exilio, desde el Dante hasta los personajes de S. Becket y T.S. Eliot en el medio de su «tierra baldía» sino que, en el entorno de su enceguecedora miseria se aprehende, al mismo tiempo, el trance, aún en negativo, del tocar a Dios, del Ek-tásis [Plotino] de la participación —beatífica o transgresora— en la unión mística; inefable fusión espiritual y sensible con la obra y sólo a través de ella con el enigma. De manera más precisa, es una participación que implica una desposesión o una des/identificación del artista y del espectador respecto del círculo de su Yo y de su entorno inmediato, una ruptura con el mundo de lo dado —cotidiano e histórico— a la mano. El proceso imaginario desatado por el arte se encuentra apostado en dirección al Sacrificio, al «Sacer», hacer lo sagrado en la aventura de traer a imagen lo sagrado como jirón y eco en el que se puede rozar, entrever o percibir la alusión de la divinidad siempre en retiro que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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diría Hölderlin. El sacrificio del Yo del artista o la disolución de su autobiografía en la obra consigue tan sólo el recinto o la arquitectura de vacío para que resuene tal eco de Otredad; es en tal lazo instantáneo, en extremo concreto, donde se hace posible la comunión, que opera lo «interhumano», o el nosotros de la obra, a la que asiste únicamente un espectador en igual condición, desposeído o dispuesto a deponer su Yo. En este marco es en el que, creemos, se comprende la aserción de Thomas Mann: «No se trata de hacer algo con el arte, sino de lo que el arte haga de ti». Este propulsar virulento del caudal imaginario bajo el obsesivo mandato de dar forma a lo inefable es lo que hace que el arte permanezca a distancia, siempre equidistante, de la religión y los procesos profanos de la historia. Por lo demás, el arte siempre deja atrás a la ciencia, se atreve a ir al interior de los umbrales interrogantes ante los cuales ésta se paraliza. El arte, paradójicamente, al aparentemente nutrir y exaltar los ámbitos de la religión y de la historia se desgaja de ellos y se vuelve, de modo sutil, una senda marginal; de manera subrepticia, encierra siempre en los pliegues de la auténtica obra un «punto de fuga», el sesgo palpitante de singularidad indómito incluso en las obras antiguas y anónimas confeccionadas bajo el rigor del más estricto canon —tan sólo, como un ejemplo, recuérdese a la leona herida en los relieves del palacio de Asurbanipal, en Nínive, labrada al parecer sólo para alabar la cacería del monarca, el escultor, en verdad, hace del animal flechado el gran protagonista. Así, plagada de aristas desasosegantes y nostálgicamente receptivas, las obras del arte sostienen un decisivo alejarse tanto del dogma y los códigos morales de la religión como de los condicionantes económico/políticos de las ideologías dominantes a tal grado, que, de hecho, los intentos que no osan rebasarlos quedan como meros documentos o propaganda, simples reflejos de su época; algo similar a lo que le sucede en nuestros días a las corrientes «vanguardistas», otra vez proliferantes en el postmodernismo, que preconizan el ceñimiento de la materialidad significativa y polisémica de la obra a la mera ilustración o ejemplificación (sonora, visual o literaria, etc.) de una proposición «conceptual», es decir, de un ideologema que puede muy bien ser representado por cualquier otra convención discursiva. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Las constelaciones del arte sobreviven y se transforman justo a través de estos puntos de fuga de singularidad irreductible, pues no pueden ser atajadas y renunciar a estar quebrantando y superando, en acto, los límites y las formas sedimentadas de la imaginación, proporcionadas por la unidad de sensibilidad e intelecto. El poder imaginal del arte exacerba la impronta creativa del proceso intuitivo, se encuentra en el vórtice de los complejos imaginarios. Es a través de la renovación de sus formas que transmuta la capacidad simbolizante de los iconos, rituales y mitos. De modo elíptico, renueva el contacto con la fuerza esencialmente virtual, abierta e inagotable de los arquetipos, en virtud de sus inéditas formas de dar vida a los símbolos. Es necesario aclarar que este devenir del arte o anti-destino frente a la historia y la religión, como le llama A. Malraux, no sólo despliega el Eros/pasional que envuelve e impulsa a la existencia des-limitando las barreras de lo condicionado, conlleva un peculiar juego con la temporalidad que afecta a todos los factores de su proceso. Su realización suscita una suerte de sincronicidad de las dimensiones del tiempo —pasado, presente, futuro— en el instante poético [G. Bachelard, P. Valery], siendo, a la vez, pre-figuración/utópica, transposición o «auto/representación» de lo vívido, y actualización de Mnemosyne, tal cual la concibe Walter F. Otto, como advocación sintética del estatus divino de todas las Musas, memoria, sobre todo, del pasado/arcano de las anteriores figuras y tradiciones del arte. En virtud de esta sincronicidad, el arte se expande como una dimensión Trans/histórica entre los existentes, entablando comunicación a larguísima distancia con «series de objetos intermitentes» captados cual la «irradiación de estrellas distantes» [G. Kubler], saltando abismos milenarios. 2. La abundancia de relatos en torno del virtuosismo del hacer del artista, que lo consagran como genio poseído por un don supremo a menudo precozmente manifestado a la más tierna edad [como las anécdotas acerca de Lisipo que deviene de calderero en gran escultor, o de Giotto pastor que dibuja con facilidad ovejas sobre una roca y es descubierto al pasar, por Cimabue], y que van configurando desde el antiguo Egipto, la Grecia Clásica y, 51
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asimismo, en el Lejano Oriente, una peculiar mitología del artista, que lo eleva a la estatura de un héroe civilizador [como Imhotep, arquitecto del faraón Zoser y constructor del gran complejo funerario de Saqqara, erigido, poco después, en semi-dios e hijo de Ptah; el legendario Dédalo, constructor del laberinto del rey Minos en Creta, considerado inventor de varias artes; o el ministro Ts´ang Chieh, durante el reinado del gran emperador amarillo Huang Ti, reputado como inventor de la escritura ideogramática china] sobredotados oficiantes que proceden de modo análogo a un Deux artifex [como el Zeus alegremente pintando mariposas vivientes en el cuadro de Dosso Rosi o la leyenda de Jesús modelando aves de arcilla que a una señal suya emprendían el vuelo] y que poseen poderes mágicos [como la leyenda de Pigmalión que anima la estatua de la mujer amada; el pintor Wen Yu K´o que cuando dibujaba un bambú, tal era su concentración, se convertía él mismo en un bambú; Wan Han Kan que cuando pintaba caballos se transformaba en caballo; o Wan Wei que logra escapar de la ira del emperador en la barca pintada por su propio pincel], tal como los recopilan Ernest Kris y Otto Kurz en su erudita investigación sobre La leyenda del artista giran, en buena parte, en torno al núcleo inquietante de la proyección ilusoria que emana de su labor. Las leyendas centradas tanto en los rasgos premonitorios y ya maduros de la actitud y capacidades sobresalientes del artista, que lo llevan poseído por la seya-manía, inspiración o locura divina, a crear alter deux, similar a un dios, aparecen ligadas al tema de la cualidad mimética del arte desarrollado por Platón, el poder de recrear las formas de la naturaleza hasta provocar la «engañosa» confusión de los espectadores, ya sean estos seres naturales o hombres razonables. La frecuencia de tal aleación, funcionando como estereotipo en las biografías de los artistas, obedece, según Kris y Kurz, a la punzante necesidad de la sociedad por explicarse el accionar excepcional, con una libertad y lógica fuera de lo común, del extravagante artista y del campo del arte. Sin duda, una anécdota inicial y muy prototípica es la referida por Plinio [36: 65], y que al parecer procede de Duris, en la que cuenta: «... de las uvas pintadas, con tal habilidad, por Zeuxis que algunos gorriones acudieron a picotearlas; entonces, Parrasio le rogó a Zeuxis 52
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que le acompañase a su estudio, donde le demostraría que también él podía hacer algo similar. Una vez allí, Zeuxis pidió a Parrasio que descorriese la cortina de la pintura. Pero la cortina era una pintura. Así, Zeuxis admitió la superioridad de Parrasio diciendo: Yo engañé a los gorriones, pero he sido engañado por ti». Otra historia complementaria a la anterior, pero que destaca el hiato entre Realidad y Belleza, y que interesó mucho a los romanos, es la siguiente: «Se dice que Zeuxis suscitó la cuestión de por qué los pájaros picoteaban la imagen de las uvas que llevaba un muchacho, sin que la imagen de este último los asustase. Se propusieron dos explicaciones diferentes. Una, que hallamos en Plinio, sugirió que el muchacho no estaba tan bien pintado como las uvas; la otra, de Séneca, afirmaba que el propio hecho demostraba que la representación pictórica del muchacho era superior en idealización a la de las uvas». En el contraste interpretativo entre Plinio y Séneca se concentran, ciertamente, de modo seminal, muchos de los dilemas que han presidido la valoración del arte y el artista. ¿Es la imitación del modelo natural la mayor prueba del logro artístico? ¿O esta exigencia imitativa sólo expresa lo que la visión vulgar espera del arte? O bien, ¿el modelo de tal mimesis no es exterior, si no un «modelo interior» al que obedece el artista? Y tal similitud con el «modelo interno» ¿sólo es reconocible por el conocedor de las reglas de la Belleza? O, después, como pretenden todos los realismos ¿en el Reflejo de la «realidad objetiva» reside la piedra de toque de cualquier producción de arte? En contraste su antitesis abstraccionista ¿qué no son los «elementos puros», las claves de su armonía formal, los que aseguran la creación autónoma de una obra de arte? Y, de paso, en nuestros días, ¿acaso tiene razón el Pop-art y el conceptualismo post-Duchamp acerca de la «genial» incorporación de cada vez más realidades extra/artísticas [por ejemplo, el urinario de Duchamp, Una y tres sillas de J. Kosuth o las cajas del detergente Brillo de A. Warhol] como la única posibilidad de revitalizar el arte, según éstos encriptado de la abstracción individualista, incluso, aunque las «realidades» incorporadas sean todas ellas artificiales y preformadas por los mass-media? ¿O acaso, todo esto, no es más que el juego de recambio de códigos convencionales —acerca de lo que es DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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y no es el arte— que se alternan y sobreponen? En fin, también, cabe la pregunta acerca de si ¿las creaciones del arte, en todo caso, no rebasan, de suyo, la des/construcción semiológica? Sucede, ya desde la Antigüedad, que la consistencia imaginal del evento estético crea entorno suyo un laberinto o un torbellino especular que tiende a refractarse sobre sí mismo hasta el infinito vértigo, proliferando en la repetición de fórmulas de la leyenda, a lo largo de la historia hasta nuestros días. La obra parece devenir en el núcleo paradojal de proyecciones de la naturaleza, de lo real, de lo divino, simultáneamente a las corrientes subjetivas del espectador asombrado o deslumbrado y al flujo expresivo de las vivencias internas del artista; incluso, este último, se ve arrastrado por las redes fantasmáticas de su propia creación. Hay, en ello, una especie de complejo de vampirismo, desatado por las proyecciones que se agolpan en la obra y que ésta reenvía; creciendo la esfinge en su poder ilusionante atrapa o devora, dentro de su trama especular, a los seres reales y vivientes, a veces consumiendo sus fuerzas hasta la aniquilación. San Agustín veía a las representaciones de teatro actuar como la peste satánica. Y, a finales del siglo IV, el pintor Ku K´aiChih pintó el retrato de una joven que le había rechazado y lo fijó a la pared mediante espinas, una de las cuales atravesó su corazón, la joven cayó enferma de dolor de corazón y sólo sanó cuando la espina fue extraída del cuadro. O la perversa magia de El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, que padece los desmanes que le inflige su modelo para, al final, convertirse en la condena de éste, para no hablar de los mitos de Prometeo y el de la creación de Pandora, en los cuales los artífices del género humano o son castigados, o bien crean con sus autómatas la perdición de los mortales, a raíz de la envidia de los propios dioses ante el poder creador que los burló. Los artefactos seductores siempre se encuentran dispuestos a burlar, al menos, las convicciones más razonables y sólidas, como si al atravesar los marcos del cuadro se fulminase todo principio de realidad. Sin duda, una de las variantes más fascinante es el cruce del espejo que realiza la Alicia de Lewis Carroll, accediendo a otra dimensión ambivalente y anárquica, que trastoca las reglas lógicas y morales de su entorno y revela, por decir así, su cara invertida a través del azogue del libre juego de la invenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ción, a menudo cruel. Pues, toda obra de la imaginación toma sus materiales del mundo, distorsionándolos, en beneficio de la exploración de sus anhelos más ocultos. Las Casa de los Espejos en las ferias, los minuciosos trucajes de las pinturas al Trompe l´oeil, el calculado desplazamiento perspectivo de las anamorfosis y los simulacros tecnológicos para producir una «realidad virtual» que inerve por completo nuestra senso/percepción formarían parte de la misma estela de exacerbación mimética. Ya la noción de Mimesis, multivalente y ambigua, como señalamos, introducida por Platón, quería recubrir toda la gama de este abanico de espejismos, crecientes como un pandemonium de visiones, a partir de las facturaciones salidas de las manos del artifex. Platón intentó cribar en su densa maleza, distinguiendo entre las verdaderas imago provenientes de la proyección o «auténtica mimesis» de las Ideai o arquetipos —guardados en la memoria del alma y moradas del origen—, y las imitaciones espurias o «falsa mimesis», que cual engañosos espejos imitan las meras apariencias epidérmicas y arbitrarias de los objetos, réplicas de réplicas que se erigen como realidades ilusorias. Platón, sin embargo, no pudo evitar, él mismo, ser arrastrado por el continuo manar de las apariciones acariciantes que, al modo de las sirenas, encandilan a la razón y la extravían, entre otros melifluos rumbos llevándole otra vez hacia el caudal del mito; su propia filosofía no es sino un maravilloso sucumbir ante tales apariciones, de la Caverna en La República, por ejemplo, o ante el Andrógino de la Edad de Oro en el Fedro. Y no se trata sólo de una cuestión de las artes reputadas como figurativas o imitativas de la escultura y la pintura en el intento especular de hacer pasar sus modelados por realidades, sino también de los poderes aún más inefables de la música o de los símbolos abstractos —geometrías, mándalas, amuletos, caligrafías, etc.— que concentraban la quintaesencia de las fuerzas primordiales del cosmos en la clave hermética de sus ritmos o diseños; operan peligrosamente con ellas, desde las lecturas oraculares de vísceras de ave, huesos o caparazones de tortuga, hasta las letras que el cabalista puso en la lengua del Golem o el Aleph de Borges, como el punto mágico desde el cual se miran todos los puntos habidos y por haber. 53
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La noción de mimesis pertenece a estos nódulos de la red del encantamiento que va del más obsceno fetichismo a la cifra impronunciable del nombre de Dios, a los jirones del aura de la obra, incluso una vez clonado el icono hasta la saciedad. Así, aunque con el empaque de un divertimento manierista tardío e incluso con el aire un tanto ingenuo de un sueño de cuento infantil, el escritor M. Mujica Lainez escenifica la fantasía de un carnaval en el que, por la noche, una vez cerrado el Museo del Prado, las figuraciones oleaginosas se desprenden de los lienzos en donde están estampadas y rondan e interactúan por las salas, desplegando el espectáculo de un mundo grotesco, del cual querríamos ser, inconfesadamente, testigos. En efecto, la condensación de proyecciones subjetivas en la imagen o la subjetivación de dimensiones, a la vez, ónticas y ontológicas en la obra provocan una coalición enigmática; trasponiendo los papeles del existente con las revelaciones de su destino, los opone y los interpenetra, complementándolos en el filo de su espacio/tiempo, singular e indivisible, al Ser y a sus sombras, simultáneamente, ilumina tanto su vida como su muerte. La frialdad del cristal, la leve distorsión de su refracción, el craquelado de las emulsiones adheridas al lienzo, la vibración de los maderos, las cuerdas y las lengüetas en la caja de los instrumentos, el silbido peculiar que se cuela entre los parlamentos y el canto, el colorete corrido del maquillaje del personae, los jadeos del bailarín o, incluso, el píxel fuera de foco, están ahí, sólo para mostrar la impronta de la extrema fragilidad de la labor imaginal y su fisura de ausencia hacia lo que en la distancia se retira, creando, por fin, la imperfecta plenitud del existir, los avatares de su errancia. Del conflictivo entretejerse especular de proyecciones subjetivas en el seno «objetivo» de la forma, como un juego con los poderes demiúrgicos de dar vida a lo inerte por la doble vía peligrosa de consagración, como «manjar de los dioses», y cohabitación mística con la Musa en el alma del creador, se tendría ahora que transitar, en el interior de este complejo de tensiones, hacia la investigación más personificada y singular, propiamente, hacia las figuras existenciales de las aventuras de los artistas. Investigación donde el estilo alude a la grafía, gesto o voz más íntima, única e in54
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sustituible de la individualidad en su apertura de mundo pero que, a su vez, nos revela en el seno de la génesis de su obra y en la comparación con otras obras, su peculiar manera de «configurar el tiempo». Tal vez, al modo de una tipología o complejos recurrentes que convocan y sitúan al artista frente al mundo, como los concibe Walter Munshg en su Historia trágica de la literatura, o en el enfoque de Ludwig Binswanger en su libro Tres formas de existencia frustrada, como una estilística de la existencia que logre superar o integrar, creativa y conscientemente, las tendencias autodestructivas del ser-en-el-mundo implicadas en la exaltación, la excentricidad y el manierismo, que bordean los límites esquizoides, y que no sólo amenazan al artista. Bibliografía BINSWANGER, Ludwig, Tres formas de existencia frustrada, Amorrortu, Buenos Aires, 1972. KRIS, Ernst/KURZ, Otto, La leyenda del artista, Cátedra, Madrid, 1995. ORTIZ-OSÉS, Andrés et alii, Diccionario de Hermenéutica, Universidad de Deusto, Bilbao, 3.ª ed., 2005. MUNSHG, Walter, Historia trágica de la literatura, FCE, México, 1971. TRÍAS, Eugenio, Lógica del límite, Destino, Madrid, 1997. WALTER, F. Otto, Las Musas, Siruela, Madrid, 2005.
MANUEL LAVANIEGOS
C Caridad Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tenga el don de profecía, y conozca todos los misterios y toda la ciencia; aunque tenga plenitud de fe como para trasladar montañas, si ni tengo caridad, nada soy. Aunque reparta todos mis bienes, y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es amable; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Carne
alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo parcial. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Al hacerme hombre, dejé todas las cosas de niño. Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad. SAN PABLO (Biblia de Jerusalén, I Corintios 13)
Carne Cabe atribuir a la firme propensión de M. Merleau-Ponty por acceder a los substratos primarios de lo real el descubrimiento de un humus inaprensible denominado Chair, esto es, carne. Como un corolario coherente de su trayectoria anterior (recogida fundamentalmente en sus obras La estructura del comportamiento [1945], La fenomenología de la percepción [1945]), esta noción ocupará un lugar privilegiado en la intra-ontología o endo-ontología que el filósofo bosquejó en sus escritos póstumos (sobre todo, en Lo visible y lo invisible [1964]). En sentido estricto, el itinerario meditativo de Merleau-Ponty hunde sus raíces en la «experiencia en estado naciente», es decir, en aquel plano de la realidad pre-discursiva y preracional que antecede a cualquier objetivación. Ahora bien, no hay que olvidar que, si bien estos presupuestos reposan esencialmente en la tradición fenomenológica, la exploración emprendida por Merleau-Ponty subvierte el recorrido seguido por Husserl (cuya andadura reflexiva parte de la estructura de la conciencia: ego-cogito-cogitatum, y su dialéctica entre noesis-noema, para desembocar en la Lebenswelt), al otorgar mayor preeminencia ontológica al vasto subsuelo encarnado donde DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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germina la experiencia ante-predicativa del sentido, al trasfondo intersticial donde cuerpo y mundo se hacen co-extensivos. Se trata, por tanto, de una inestimable exploración meta-fenomenológica que revoca la evidencia apodíctica de todo acto de conciencia, en la medida en que reimplanta en la reflexión filosófica aquel territorio antecesor, ese pre-mundo salvaje en el que emerge «lo que en nosotros precede y excede a la razón». Lejos de acabar aquí, lo que se trasluce, entonces, de este planteamiento no es que el subsuelo carnal sirva de soporte «material» a la actividad racional del hombre, sino que precisamente es en su seno donde se gestan los marcos constitutivos del sentido. Desde un principio, la singular naturaleza de la carnalidad cuestiona la concepción objetiva y realista sobre la materia que propugna el positivismo occidental. La carne no es, en ningún caso, materia inerte ni una textura, esto es, «no se trata ni de “piel” (“máscara óptica de las cosas”) ni de “huesos”»,1 sino que, más bien, constituye un impulso vital propiciador de mundos y seres. Sucede, en definitiva, que en su latencia dinámica, es decir, con cada retorcimiento elemental, con cada pliegue de sí, abre un horizonte ontológico que se asienta en una espacio-temporalidad concreta. De esta forma, la intra-ontología merleau-pontiana invita a meditar sobre el enigma de la antropopoiesis, pues es en la carne donde yace la viveza fundacional de toda experiencia humana: Una vez más, la carne de que hablamos no es materia. Es el enrollarse lo visible en el cuerpo vidente, lo tangible en el cuerpo tangente, de lo cual tenemos testimonio sobre todo cuando el cuerpo se ve, se toca viendo y tocando las cosas, de modo que, simultáneamente, como tangible se coloca entre ellas y como tangente las domina a todas y saca esta relación de su propio ser, hasta podemos decir esta doble relación, por dehiscencia o fisión de su masa.2 Lo cierto es que la carne se asemeja al antiguo «elemento», de acuerdo con la intempestiva racionalidad griega (Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito…), en la medida en que se encuentra presente en todo lo que nos rodea. Más aún, su actividad autógena despliega un espacio-encrucijada e intersticial que, a la vez, es un territorio mediador donde se entreteje la manifestación particular de cada ente y el envés indiferenciado que lo sustenta. No es ca55
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sual, entonces, que Merleau-Ponty haga referencia a una carne del cuerpo y a una carne del mundo, apuntando con ello a un único elemento desde el que se encauzan las empatías y entrelazamientos primordiales de la vida: La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia. Para definirla, haría falta el viejo término «elemento», en el sentido en que se empleaba para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una «cosa general», a mitad de camino entre el individuo espacio-temporal y la idea, especie de principio encarnado que introduce un estilo de ser dondequiera que haya una simple parcela suya. La carne es, en este sentido, un elemento del Ser.3 Según este razonamiento, la carne constituye una condición elemental de toda realidad sensible, en tanto que posibilita el advenimiento a la presencia de los cuerpos. La conformación endógena y el polimorfismo proteico de la carne, al dimensionar y recrear los espacios de la vida erige fronteras que velan, en cierto grado, la consubstancialidad del cuerpo, el mundo y el ser. La razón de tal circunstancia es que la carne es visible, porque es materialidad y, al mismo tiempo, es invisible, porque es idealidad; es un ser en latencia, una presentación de la ausencia, de lo invisible (inteligible) que acompaña toda manifestación de lo visible (sensible).4 Con ello, no hay duda de que Merleau-Ponty trata de apartarse de las tenaces demarcaciones de la experiencia objetiva para significar un orden pre-consciente en el que bullen «mundo, realidad, formas».5 Desde este punto de vista, cuando la carne se expone a la presencia, hace emerger el espacio simbólico del límite puesto que, conforme se torna visible, es decir, al hacerse cuerpo, desencadena un «desgarro ontológico ab initio», una fractura que «particiona» la ontología de lo real. Así, mediante el trazo de una frontera con el mundo, se particulariza en una concrescencia espacial, pensante y sintiente que, por otra parte, nos abisma en la infinidad de perspectivas existenciales en la que se encuentra presente y cabe ser concebida. No obstante, el mundo continúa siendo, a un nivel más profundo, la prolongación del cuerpo que, como tal, no deja de perpetuarse fusionado en aquél. De ahí que las cosas se encuentren incrustadas en la carne y el «mundo esté hecho de la misma textura del cuerpo». Esto equivale a decir que, a través del desvelamiento del 56
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fondo simbólico del cuerpo, de lo «impensado» que impregna su materialidad, arribamos a las fuentes carnales de la existencia. En efecto, la carne es el destino axial de la ontología no reduccionista que habría de acometer Merleau-Ponty, en la medida en que se erige como la sede activa donde se imponen los posibles (Weltmöglichkeit). En tanto profundidad vital, la carne contextualiza al cuerpo pese a que, en realidad, no es sino un mero acontecimiento de aquélla. Con ella oteamos un horizonte allende las singularidades, oposiciones e idealismos antropológicos. Al fin y al cabo, la carne alude a una reversibilidad innata que envuelve al hombre y al mundo en una paradoja primordial por la que se articula lo personal y lo pre-personal, lo constituido y lo constituyente. Mientras se vive, es decir, mientras «nos damos a ver», nos sorprendemos como entidades limitadas, formadas (con-formadas), revestidas del sentido de cada contexto sociocultural. Mas nuestra piel, aquella delicada envoltura que, en apariencia, resguarda nuestro «interior» y marca una distancia en relación con la exterioridad, conserva profundos vínculos con el mundo, se muestra permeable y receptiva a las influencias e intercambios del entorno, al mismo tiempo que éste se ve modificado por la acción de cada corporeidad en un acto de co-determinación primigenia. Pues resulta impensable que toda la masa de materia viva que da a luz una organicidad interior no imponga activamente su presencia, precisamente por su lógica remisión a una membrana-límite, al universo de la exterioridad. Por lo tanto, en respuesta a la obsesión diseccionadora y escindiente que embarga al racionalismo occidental, Merleau-Ponty defiende una simbiosis, una conjunción entre el cuerpo y el mundo, entre objeto y sujeto. De hecho, el mundo cobra dimensión exclusivamente cuando se ve insuflado de seres corpóreos. Dicho con otras palabras, sólo como seres encarnados poseemos mundo. Sin embargo, la relación con el mundo no se produce desde el distanciamiento como entes delimitados y aislados, sino que entre ambos se da una complicidad soterrada. En este contexto, Merleau-Ponty apunta a la carne como la dinámica originaria que lleva al mundo y al cuerpo al plano del aparecer, en tanto que es la propiedad de ser aquí y ahora, de irradiar por todas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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partes y de manera perenne, y de ser asimismo dimensión y universalidad sin dejar de ser individuo. Existiría, entonces, bajo la intraontología merleau-pontiana, una intencionalidad atávica y proto-racional ubicada en el cuerpo que le arrastra hacia el mundo, al mismo tiempo que lo genera, que lo «posee a distancia». Con ello, el mundo se encuentra implicado en las disposiciones e «itinerarios» del cuerpo puesto que se conforma a partir de la trama carnal, al punto de componer con ésta un complejo sistema de coligaciones y correlaciones (recomposiciones): El cuerpo propio está en el mundo como el corazón en el organismo: mantiene constantemente en vida el espectáculo visible, lo anima y alimenta interiormente, forma con él un sistema.6 Así se entiende que esta ontología desarrollada por M. Merleau-Ponty venga a perturbar las bases antropológicas del subjetivismo occidental, no llamadas ya a culminar la conformación de un ser humano kosmotheoros que se distancia cognitivamente de la naturaleza. Por el contrario, la conciencia sensible que mira, debe ser considerada como el adentro de lo externo, el invisible que retorna a sí mismo abriéndose una interioridad, en definitiva, una dimensión ontológica de la inmanencia universal. En consecuencia, las cosas son un apéndice o una prolongación del cuerpo, están incrustadas en su carne, forman parte de su definición plena, y el mundo está hecho del mismo material (étoffe) que el cuerpo.7 A raíz de esta observación, toda mirada, todo acto perceptivo en el que se escenifica la primaria relación sujeto/mundo resulta una hipóstasis derivada de la «carne» que entrevera nuestro cuerpo, el cuerpo de los demás y todas las cosas del mundo. Como resultado de todo ello, la materia carnal, atendiendo a su básica función de religación (tanto interna como externa), proporciona sentido al mundo, en la medida en que lo introyecta y metaboliza y, al mismo tiempo, lo irradia y expone carnalmente. Toda vez que lo corpóreo transita por «el filo del límite ambivalente y dual», posibilita el afrontamiento experiencial de lo interior y de lo exterior, de la alteridad y de la mismidad. De esta manera, tanto la cosa-objeto como el cuerpo-sujeto participan de un subsuelo de inmanencia común. Ya que hay un cuerpo-sujeto, y ya que las cosas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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existen ante él, éstas se hallan como incorporadas a mi carne, pero al mismo tiempo nuestro cuerpo nos proyecta en un universo de cosas convincentes, y de ahí pasamos a creer en las «puras cosas», establecemos la actitud de puro conocimiento, y olvidamos la densidad de la «preconstitución» corporal que las lleva.8 Sin embargo, la existencia humana se ve destinada a no disipar jamás las tinieblas ontológicas que pudieran conducirla al autoesclarecimiento, al ansiado acoplamiento cognitivo consigo mismo, porque uno de los territorios fundacionales de la experiencia humana «linda o está más allá de los linderos del ser» (M. Zambrano), es decir, en el dominio del no-sentido. De este modo, la experiencia carnal perturba profundamente las asentadas bases del modelo antropológico dominante cuando se descubre que su actividad «mediacional» se prolonga, incluso, hacia el exterior de las fronteras que confinan al hombre en cuanto ens substancial. Como fondo profundo de la indiferenciación, la carne es la latencia productora de la realidad, el reverso invisible de la existencia. Por ello, participa de la materialidad de todo ente sin quedar subsumido en él, esto es, permaneciendo a una distancia insuperable. Por su parte, la realidad diferenciada no queda definitivamente aislada del mundo puesto que conserva un discreto vínculo con él a través de la carne, ese fondo latente e invisible que lo atraviesa todo. Así, el cuerpo adquiere un espesor singular que rebasa los contornos de su diáfana y desnuda empiricidad material, en la medida en que su naturaleza remite a un fondo inasible e indeterminable, el afuera del que surge toda limitación. En consecuencia, la carne impone a lo real un desdoblamiento jánico, de tal manera que toda superficie se afianza en la profundidad, todo lo visible se entrevera en la invisibilidad, el fenómeno proviene de la realidad latente. La carne es la indivisión de este ser sensible que soy yo, y de todo aquello que se siente en mí. De esta manera, es comprensible que el fenómeno corpóreo no esté completamente perfilado y determinado sino que tienda a una abertura de posibilidades, de diferenciaciones formales. Esto ocurre porque «la explosión de la virtualidad no produce unos entes enteramente positivos», pues en tal caso serían extraños al oscuro origen del que aquélla proviene. No es casual, entonces, que M. Merleau-Ponty haya calificado a la carne como 57
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«claustro materno donador de vida». Ciertamente, la elucidación de la matriz carnal quebranta todo propósito de cercamiento conceptual y únicamente puede reposar en la aproximación indirecta y metafórica. No cabe, por tanto, ceñirse a los principios de esclarecimiento categorial que se atribuye al objetivismo realista ya que lo real contiene una restancia huidiza que es el reverso de lo limitado. No cabe duda, la carnalidad arrastra al ser a la manifestación sin que la concrescencia espacio/temporal agote su naturaleza. Precisamente, porque la carne no constituye las cosas aunque éstas provengan de su actividad. Se sitúa tanto en el interior como en el exterior de la realidad diferenciada ya que es aquello que antecede y dimensiona, mediante finitudes y distanciamientos, toda existencia. Lo que llamamos carne, esa masa trabajada por dentro, no tiene nombre en ninguna filosofía. Es medio formador de objeto y sujeto, pero el átomo del ser, el en sí duro que reside en un lugar y en un momento únicos.9 En resumen, la materia carnal es el trasfondo latente e inabarcable del que germinan y afloran las cosas, la matriz elemental que transforma el subsuelo de lo posible en una constelación de fenomenalizaciones. Ciertamente, la carne engloba al cuerpo aunque no está desligada del organismo, lo cual significa que el ente y el ser se unen en la carne. Se trata de lo ausente, de lo invisible que acompaña a toda manifestación de lo visible. Por tanto, la carne no es una simple propiedad del cuerpo perceptor relativo al mundo, sino que es lo irrelativo, el absoluto de todas las relaciones, en última instancia, la fuente primordial de toda diferenciación. He aquí, pues, el tejido de relaciones precognitivas que Merleau-Ponty vislumbra en el universo de la carne, el Nullpunkt (punto cero de todas las dimensiones del mundo) que posibilita la enigmática alianza con el mundo que somos (être-au-monde). Notas 1. J. M. Bech, Merleau-Ponty. Una aproximación a su pensamiento, Anthropos, Barcelona, 2005, p. 260. 2. M. Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, Seix Barral, Barcelona, 1970, p. 191. 3. Ibíd., p. 174. 4. M.ª C. López Sáenz, La existencia como corporeidad y carnalidad en la filosofía de M. Merleau-Ponty, en López Sáenz y Rivera de Rosales, El cuerpo. Perspectivas filosóficas, UNED Edis., Madrid, 2002, p. 198. 58
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5. L. Petrini, La passione del mondo. Saggio su Merleau-Ponty, ESI, Nápoles, 2002, p. 225. 6. M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Península, Barcelona, 1975, p. 235. 7. M. Merleau-Ponty, L’oeil et l’esprit, N.R.F. Gallimard, París, 1964, p. 19. 8. M. Merleau-Ponty, Posibilidad de la Filosofía. Resumen de los cursos del Collège de France, Narcea Ediciones, Madrid, 1968, p. 186. 9. M. Merleau-Ponty, Lo visible y lo invisible, op. cit., p. 183.
CARLOS HUGO SIERRA
Catedral En esta aproximación simbólica tratamos de situar la significación del templo cristiano por antonomasia —la catedral—, relacionándola tanto con su prehistoria —la caverna mitológica— como con su posthistoria —el museo contemporáneo. Se trata entonces de ubicar el espacio sagrado en su temporalidad secular. 1. El templo cristiano: la catedral Lo primero que hay que destacar de un templo, iglesia o catedral es su carácter de recinto sagrado a modo de refugio donde se congrega el personal litúrgicamente. Hoy en día la catedral ha quedado como foco de nuestro Casco Viejo, ámbito de concentración religiosa en medio de una belleza artística impresionante. En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand describe así su experiencia catedralicia: Cuando en el invierno, al toque de oraciones, se llenaba de gente la catedral; cuando se arrodillaban los viejos marineros y los jóvenes leían su breviario a la luz de las candelas; cuando al echar la bendición repetía la multitud el Tantum ergo; cuando en los intermedios de los cánticos azotaban las ráfagas de viento los vidrios de la basílica haciendo temblar las bóvedas de la nave, en la que habían resonado las voces robustas de Cartier y Duguay, mi corazón experimentaba un sentimiento extraordinario de religioso fervor.1
Obviamente debemos distinguir entre los diferentes estilos de la catedral, aunque su arquetipo por antonomasia es la catedral gótica. Mientras que el estilo románico recoge nuestro espíritu profundamente en su basamento simbólico hacia una infinitud interior, el estilo gótiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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co sobrecoge verticalmente en su altura hacia la infinitud sublime: cabría decir que en el románico se venera la materia mística franciscana (así en el Pórtico de la Gloria de Santiago), mientras que en el gótico se venera la forma sensible aristotélico-tomista, aunque esto debe tomarse con precaución. En efecto, el gótico es un estilo ascensional que nos eleva porque a su vez es un estilo descensional en el que se encarna lo sublime: así en la catedral de León. En todo caso el románico recoge y el gótico sobrecoge. Por su parte, en el estilo renacentista asistimos a un equilibrio dinámico de las fuerzas, tal y como comparece en la Basílica de San Pedro en Roma, por lo que la catedral renacentista acoge homeostáticamente. Finalmente el estilo barroco se caracteriza por su desmesura y sobreacogimiento, ya que ejerce una especie de sublimación compresora en su imaginería carnosa pero oscura, exuberante pero oscurantista, como puede observarse en Praga, cuyas estatuas barrocas en iglesias y puentes parecen danzar con un eros camuflado y contenido o retenido. Naturalmente que hay conjunciones de estilos que conforman catedrales tan preciosas como la de San Marcos en Venecia, mezcla de románico hierático, bizantino cromático, gótico florido y renacimiento fastuoso. Una tal catedral configura un espacio sagrado y profano, religioso y secular, síntesis de la Barca cristiana de la salvación y de Bazar artístico oriental. Con ello entramos en una consideración de la catedral como «compendio» del mundo, el cual quedaría asumido y sublimado en el recinto sacro. De este modo, la catedral se convierte en imagen del cosmos, el hombre y el mundo, a modo de Arca de Noé que acoge y contiene todas las cosas para su subsistencia y salvación. Ahora bien, esta visión del templo como centro religioso y cultural de la vida ciudadana comienza a realizarse con la catedral gótica. En efecto, el gótico sobrepasa al románico monacal, austero y rural, planteando en plena ciudad un templo ya no monástico (la abadía) sino episcopal, por cuanto está bajo la cátedra de un obispo acompañado de su cabildo. Este paso de los monasterios románicos benedictinos de Cluny a la catedral gótica es el paso de lo hierático-sagrado a lo artístico-religioso, de la pesantez oscura a la elevación, la luz y el color de las vidrieras policromadas, de la figuDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ración estático/extática al dinamismo y la gracilidad, de la biblioteca conventual a la biblioteca universitaria y, finalmente, del interior de la naturaleza al exterior de la ciudad. La diferencia está en que el románico atrapa (la religión como religación) y el gótico encanta (la religión como exaltación). Por cierto, el punto medio o medial entre el románico y el gótico se encuentra, como es bien sabido, en la transición del arte cisterciense bajo la mirada humanista de Bernardo de Claraval.2 En la catedral gótica se realiza artísticamente el deshielo de la arquetípica sonrisa románica congelada —beatífica, búdica— hasta la expresividad e incluso patetismo. La severidad románica se basa en cierto inmutabilismo, la serenidad gótica se funda en cierto mutabilismo; por eso el románico celebra la gloria de Dios y el triunfo sobre el tiempo y la muerte, mientras que el gótico concelebra la pasión de Cristo y la encarnación de Dios. El propio Dios está simbolizado por la luz, el sol, la luminosidad pura (presuntamente blanca), pero encarnada a través de los colores vitrales y las formas sensibles. Y es que la catedral gótica es el centro medieval de la ciudad, en cuya construcción participan las agrupaciones gremiales, las actividades comerciales y la universidad posibilitada por las escuelas catedralicias abiertas por el Cabildo. De esta guisa, pasamos de una concepción eminentemente intra/espacial, como es la concepción románica, a una conciencia eminentemente extra/temporal como la gótica, en la que la catedral funge cual Casa del pueblo en donde se oficia la liturgia, se entierran los muertos, se hace cultura artístico-musical y se proyecta un teatro dramático-religioso y civil. Ahora la Casa de Dios es la Casa del Hombre, de modo que la catedral gótica representa el eje de convergencia entre lo sagrado y lo profano, Dios y el mundo, la trascendencia y la inmanencia (aunque la balanza se incline como veremos al primer polo trascendente). 2. La caverna mitológica Llegados a este punto quisiéramos dar un paso atrás para poder avanzar después mejor. He aquí que el templo religioso y la iglesia cristiana tienen detrás una prehistoria que remite a la caverna paleolítica, a la cueva neolítica, a la gruta mitológica. En efecto, la caverna ha sido el primer abrigo natural y el primer santuario, 59
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la primera casa y el primer refugio para vivos y muertos. Como ha escrito E.O. James en su obra El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral: La denominación templum es un derivativo de la palabra griega témenos que significa santuario (hieròn) o recinto (períbolos), indicando un área sagrada (sacellum) consagrada a la adoración y servicio del dios cuyo altar, estatua o lugar sagrado comprendía. De este modo, detrás de un templo arquitectónico yace una larga historia, que se remonta a un tipo primitivo más simple de santuarios rupestres y estructuras megalíticas del paleolítico superior y neolítico, respectivamente, a los notables templos malteses, a los monumentos tipo Stonehenge y los «lugares altos» en la punta de las colinas, y más tarde los templos rupestres indios y los témenos minoico-micénicos, con su altar y lugar santo. Igualmente en la historia posterior, las basílicas rectangulares con columnas, empleadas como tribunales y lugares de asambleas públicas en Roma y Pompeya, aunque no fuesen prototipos paganos de las iglesias cristianas, tuvieron sin embargo una considerable influencia sobre la arquitectura eclesiástica durante el siglo IV después de Cristo y después de él, cuando se vio que podían adaptarse a los fines del culto comunitario. Incluso la basílica parece haber tenido comienzos más simples, derivándose de la casa romana, exactamente como el culto cristiano empezó en las viviendas particulares en la hora apostólica. Sin una razón muy acuciante y una causa determinante los hombres no habrían penetrado en las profundidades casi inaccesibles de numerosos santuarios en cavernas, y no hubieran pintado dibujos mágicos religiosos de animales, a menudo en lugares muy difíciles e incluso peligrosos, y no habrían realizado ritos en relación con ellos. Tampoco habrían creado los vastos monumentos megalíticos, los grandes «lugares altos» ni hubieran erigido los centenares de maravillosos templos. Todos estos lugares sagrados son expresión de creencias religiosas, emociones y valores espirituales profundamente sentidos, así como modos de adoración ritual y dramas estacionales.3
En la mitología vasca es posible rastrear este trasfondo prehistórico de cavernas, cuevas o grutas que funcionan como santuarios, en los que pueden aún admirarse las famosas pinturas rupestres de animales, signos y símbolos ancestrales. Muchos prehistoriadores, como el propio E.O. James, han interpretado las cavernas rupestres como el ámbito materno de la diosa Madre, mientras que J.M. Barandiarán 60
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ha asociado los animales rupestres pintados en las cuevas vascas con el ciclo mitológico de Mari, la diosa Madre de la tradición vasca. Según los expertos, en las cuevas como lugares sagrados el hombre realizaba rituales para conjurar la caza, disfrazándose con máscaras de animales con el fin de propiciar la reproducción animal y facilitar su obtención para la supervivencia. En este mismo contexto a favor de la supervivencia habría que situar los enterramientos humanos, ritualmente acompañados de amuletos y conchas, comida y utensilios, pigmentando los cadáveres de rojo sanguíneo y depositados en posición fetal. Como ya hemos mostrado en otro lugar, la mitología vasca nos ofrece al respecto un interesante horizonte cultural para entender la religión prehistórica. Por una parte proyecta una visión animista del universo, por cuanto cohabitado por númenes o espíritus, fuerzas numinosas o sagradas y almas de los antepasados. El animismo es la antigua religión vasca, animismo que posibilita la creencia en la magia concebida como influjo o influencia mística de lo espiritual en lo material. En efecto, la realidad visible es una protuberancia o extroversión (Indar) que está condicionada por la potencia mágica (Adur) que traspasa interiormente todas las cosas dotándolas de cohesión, ligación y religación. La clave del exterior está pues en lo interior, lo que equivale a decir que la clave de lo visible está en lo invisible. Se trata de una concepción religiosa que encuentra su paralelo en otras religiones, incluida obviamente la cristiana, en efecto, el equivalente cristiano de Adur e Indar es la Gracia (sobrenatural o divina) y la Acción (natural o humana), lo divino y lo mundano, la trascendencia interior y la inmanencia exterior.4 A partir de aquí puede entenderse perfectamente la cosmovisión vasca tradicional, según la cual la Tierra es el Cuerpo materno del universo, cuya Alma madre es la diosa Mari. Pues bien, este esquema animista se repite en el contexto humano, en el que la Casa o caserío/casería es el Cuerpo materno del universo familiar, cuya Alma madre es la propia Ama de la casa. Se trata de una cosmovisión de fondo matrial o matricial, caracterizada por su animismo de signo pre-indoeuropeo y pre-cristiano. En efecto, es propio de la cosmovisión indoeuropea la presencia del Dios Padre, mientras que es propio del cristianismo la superaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ción del alma y del animismo por el espíritu y el espiritualismo de carácter más elevado o celeste, sobrenatural o abstracto. Por ello la religión vasca de Mari es una especie de ética naturalista basada en el equilibrio dinámico entre los contrarios y la armonización de los opuestos: una religiosidad típicamente pagana que puede servirnos de trasfondo y contrapunto para nuestra religiosidad moderna y su ubicación cultural. En efecto, hay grandes divergencias entre la religión rupestre y una religión catedralicia. Y, sin embargo, también hay grandes convergencias que hacen de su comparación una cuestión bien intrigante. 3. La caverna y la catedral: Mari y Cristo He aquí que la cueva prehistórica de Mari simboliza el cuerpo interior y matricial del universo, cuya Alma madre es la propia Diosa vasca. En su recinto sagrado de la cueva paleolítica se albergaban enterramientos de difuntos, se realizaban ritos mágicos de fertilidad-fecundidad, se cobijaban los humanos y se pintaban los símbolos de animales, figuras y signos significantes o significativos. La caverna cohabitada por Mari es el Eje del mundo, el Centro de la tierra, el ámbito sacral de la realidad realísima por cuanto contiene oro y piedras preciosas, tesoros atesorados, ríos de leche y miel: todos símbolos de carácter mágico y supernatural (en este contexto pagano debemos hablar propiamente de lo supernatural, ya que lo sobrenatural pertenece a un contexto ya cristiano o trascendente). O la cueva como quitaesencia de la realidad existencial, caverna plutónica o de Plutón cuyo valor sacral contrasta con la caverna platónica o de Platón ya devaluada por la cosmovisión celeste o idealista. Así pues, hay que situar el templo en general y la catedral en particular en la larga historia que va de la cueva a la iglesia. Ambos son lugares sagrados de cobijo y acogimiento, de sacralidad y magia (natural o sobrenatural, pagana o mística, animista o espiritual, realista o sacramental). Ambos son también el Arca del mundo, el Hueco salvador, el Hogar del hombre, el Eje del cosmos y el Centro concentrado de la vida interior. La propia catedral se autodenomina la iglesia-madre (ecclesia mater), representando la gran Barca que nos salva del naufragio en el mundo exterior, cuya alma mater es la Virgen María, auténtica «alma del mundo» en el cristianismo católico. Incluso puede DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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hablarse de una cierta continuidad entre la caverna prehistórica y la catedral histórica, ya que hay un punto medio o medial que intermedia ambas: es la Cueva tradicional cohabitada por la Virgen que ocupa ese ombligo (ónfalo) del universo, o bien que se aparece milagrosamente a los niños como en Lourdes y Fátima.5 Si en la caverna de Mari se recoge la quintaesencia mágica de todas las cosas, en la iglesia de Cristo se recoge la quintaesencia santificada de todas las cosas. Tanto la caverna como la catedral albergan los arquetipos de las realidades, las cuales representan los meros tipos externos de aquellos allí albergados. En efecto, Mari aparece en la mitología vasca a la puerta de su cueva portando un Peine en la mano derecha y un Espejo en la izquierda: el espejo refleja el universo mundo, al que el peine peina o articula vitalmente. Por su parte, Cristo aparece con la mano derecha levantada bendiciendo el mundo y con la mano izquierda sosteniendo un libro: el libro es el libro de la vida, el logos o verbo escriturado, el espejo del mundo, mientras que con la mano derecha a modo de peine simbólico o místico repeina y bendice la realidad ordenándola. Así comparece el «Dios Bello» de la catedral de Amiens, o bien el Cristo de la «Pala d´Oro» en la catedral de San Marcos, con el libro relleno de piedras preciosas brillantes a modo de espejo de la creación, libro abierto que se muestra a todos. Este simbolismo recuerda la simbólica figura de la Venus de Laussel, la cual porta en su mano derecha una especie de media luna o cuerno de la abundancia, mientras reposa su izquierda en el vientre abultado: en donde de nuevo comparecería la mano derecha con un símbolo de fertilidad o fecundidad, de vitalidad o revitalización, de bendición o positivación, al tiempo que la mano izquierda asume el espejo del mundo, el libro de la vida o la naturaleza pregnante y preñada. Será el pintor renacentista Piero della Francesca quien, en pleno siglo XV, reproduzca en su cuadro Madonna del Parto, la escena de una Madre con su mano derecha sobre el vientre grávido del Sol naciente (Cristo), mientras que su izquierda reposa pasivamente sobre su costado. Curiosamente a su derecha un ángel claro eleva su mano derecha solamente, mientras que a su izquierda un ángel más oscuro eleva su mano izquierda lunarmente.6 En la basílica franciscana de Aránzazu, cuyo friso es de Oteiza, podemos observar la 61
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iglesia interior construida como una caverna prehistórica y decorada por Néstor Basterretxea como un santuario paleolítico, con su retablo rupestre de figuras sagradas. No debería olvidarse en este contexto que, según la propia mitología vasca, en la cueva de Mari se reunía la gente para comer un carnero, que es el animal predilecto de la Diosa. Esta comunión pagana nos recuerda la comunión cristiana que, bajo el nombre de Eucaristía, come el cuerpo y sangre de Cristo, el cordero de Dios, bajo las especies de pan y vino. Obviamente hay aquí, como siempre, continuidad y discontinuidad, ya que en torno a Mari se celebra el Akelarre o fiesta sexual de fertilidad/fecundidad, mientras que en torno a Cristo se concelebra la fiesta del amor sublimado espiritualmente: es la continuidad/discontinuidad entre el festejo de eros y la fiesta del ágape.7 En definitiva, es la misma continuidad/discontinuidad entre el animismo pagano y el espiritualismo cristiano. Por eso la catedral, cuerpo materno del universo eclesial, tiene por alma madre a la Virgen Madre, pero su Espíritu está representado por el Dios cristiano. Si el animismo pagano encuentra en el elemento tierra su expresión simbólica, telúrica o terrestre, el espiritualismo cristiano está simbolizado por el elemento aire, que es el elemento típico de la catedral gótica y de su espíritu aéreo: Trenzan la tarde con su vuelo limpio Las alas del vencejo, Levantan en el aire catedrales De algarabía y plumas, Alzan etéreas cúpulas de nada, Techumbres de extravío, Capiteles de gárrula delicia.8
La catedral en general, y la gótica en particular, suele dirigir su cabecera hacia el este solar, privilegiando tanto lo alto como la derecha como honoríficos. El Cristo catedralicio triunfa sobre las figuras dracontianas o monstruosas del inframundo, cuyo máximo exponente es el diablo, el basilisco de la muerte y el áspid del pecado. Esto es una forma de mostrar que el espíritu se sobrepone a la materia; por eso las almas se representan cual pájaros ingrávidos. El hombre consta de alma espiritual, simbolizada por el número tres, y de cuerpo material, simbolizado por el número cuatro, cuya suma es el siete. Y es que, como mostrara brillantemente Émile Mâle, la catedral gótica es el Espejo de la realidad omnímoda transfigurada, ya que el Cristo que preside la catedral es el principio o verbo en el que y por el que todas las cosas han sido creadas y reparadas:
In Christo omnia creata et postmodo cuncta in eo reparata [H. Autun].9
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4. Teología simbólica de la catedral
In principio Deus creavit: In verbo Deus creavit [Teología del siglo XIII].
Esta misma identidad y diferencia aparece en el territorio simbólico de los números. El número tres es el más importante tanto en la cosmovisión pagana vasca como en la cosmovisión cristiana; y, sin embargo, este número designa cosas diferentes o diferenciadas. En efecto, el número tres simboliza los tres reinos que la diosa Mari cohabita, así como específicamente la conjunción de la tierra, la luna y el sol que ella misma coimplica. Pero en el cristianismo el número tres simboliza a la Trinidad del Padre creador, el Hijo redentor y el Espíritu Santo santificador, puesto que se trata de una Trinidad intermasculina. Esta identidad y diferencia entre animismo y espiritualismo se observa también en otros ámbitos; por concitar
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uno significativo, la vela o el cirio en el animismo representa el cuerpo material, mientras que su luz simboliza el alma; por su parte, la misma vela o cirio representa en el cristianismo el cuerpo de Cristo, mientras que su luz significa el cuerpo resucitado o espiritualizado. Pero concentrémonos en el simbolismo de la catedral para descubrir los paralelos y también las discordancias entre una cosmovisión y otra.
Fijémonos brevemente en la catedral como espejo de la naturaleza y, por lo tanto, de la creación de todas las cosas en los siete días del Génesis bíblico. En la catedral encuentra acogida el reino mineral y el vegetal, el animal y el humano, y por supuesto el divino que vence al inframundo demoníaco consignificado por monstruos, diablos, sierpes y dragones. Especial mención merece aquí el simbolismo de los cuatro animales bíblicos que simbolizan tanto a Cristo como a los cuatro Evangelistas: el león, el buey, el águila y el hombre. Se trata de cuatro símbolos cristianizados, ya que el hombre significa la Encarnación, el buey o ternero la Pasión, el león la Resurrección y el águila la Ascensión. Ahora bien, al mismo tiempo que señalan los avatares de Cristo, por así llamarlos, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cosignifican los avatares del Hombre cristiano, el cual debe ser un Hombre que sufre pasión y muerte, resucita y asciende a los cielos. El mundo material es aquí símbolo del mundo espiritual o moral, lo que está de acuerdo con la pretensión cristiana de no destruir la naturaleza sino perfeccionarla. Por eso el cristianismo recoge tantos elementos paganos a los que bautiza, trasforma o transustancia en su credo. Valga como ejemplo el antiguo mito del Unicornio, el animal que posee un solo cuerno pleno de fuerza y vigor, al que sólo una doncella virgen puede amansar o apaciguar. Pues bien, el Unicornio es el Cristo pleno de fuerza espiritual, virtualidad o virtud, amansado por la Virgen María, hasta el punto de que ésta aparece cabalgando sobre aquél (así en la catedral de Lyon). Este ejemplo recuerda al diostoro Zeus cabalgado por la princesa Europa en Creta, o bien a la diosa Mari o sus sacerdotisas —las brujas— montando sobre el Buco, poniéndonos en la pista de observar la metamorfosis del paganismo en el cristianismo, especialmente el católico. La catedral de NotreDame de París, dedicada a la Virgen Madre, ofrece un óptimo ejemplo de reproducción cristiana del mito pagano de la diosa Madre. El concitado É. Mâle lo expone así: La inmensa iglesia es el compendio del mundo, por eso hubieran querido meter allí todo lo que respira. En Notre-Dame de París sus bajorelieves testimonian su deseo de abrazar todo el universo. Un bajorelieve representa la Tierra bajo la figura de una Madre fecunda con pechos de mamar. Una muchacha arrodillada ante ella, se acerca a su seno donde se apresta a beber la vida. Otro bajorelieve simboliza el Mar: una especie de divinidad antigua cabalga sobre un pez enorme refrenado con la rienda o brida. El genio del mar lleva en su mano un navío.10
Aquí la figura de la Madre remite a la Diosa omnipariente y, por extensión, a la Virgen Madre y a la propia Iglesia Madre. Por su parte la figuración del Mar remite al continente de todo contenido, origen y fin del mundo, la vida y la muerte en unidad. La catedral se erige así en síntesis del universo, una especie de Pirámide que asume y sublima todas las cosas. Por eso ha sido comparada con una Suma Teológica medieval, especialmente con la Suma Teológica de Tomás de Aquino, aunque también cabría pensar en la obra de san Buenaventura Itinerario de la mente hasta Dios, ya que en la caDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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tedral gótica no hay sólo elementos de la tradición aristotélico-tomista sino también de la tradición platónico-agustiniano-franciscana. En todo caso ha triunfado la tesis de Erwin Panofsky sobre que la catedral gótica es un reflejo del pensamiento escolástico tomasiano. Y, en efecto, tanto en el pensamiento de santo Tomás como en la plasmación gótica hay un mismo espíritu de elevación vertical y de abstracción aérea, aunque en la Suma triunfa la forma conceptual (idealismo racional) y en la catedral reina la forma sensible (idealismo simbólico), una diferencia muy importante que suele pasar desapercibida por los comentaristas. Pues bien, quisiera detenerme un momento en ello para tratar de completar lo aportado por Panofsky. Si nos volvemos a la estructura teológica de la Suma tomasiana nos encontramos con que su lógica abstracta funciona de la siguiente manera: 1) En primer lugar, se plantea una Cuestión (Quaestio) como «Hipótesis», por ejemplo «si Dios existe» (utrum Deus sit): pero en el fondo se trata ya de una auténtica Tesis afirmada previamente por santo Tomás. 2) En segundo lugar, se lanza una «Antihipótesis» bajo la fórmula de que «parece que no es así» (videtur quod non), presentando la duda sobre la existencia de Dios: pero en el fondo se trata de un mero «parecer» que no es la verdad según santo Tomás. 3) En tercer lugar, se presenta la «Contraantihipótesis» bajo la fórmula «pero por el contrario» (sed contra): se trata de la reafirmación de la Hipótesis primera como Tesis firme, contrariando el parecer de los increyentes en nombre del ser de los creyentes. 4) Finalmente se realiza la «Síntesis» bajo la fórmula «respondo diciendo que» (respondeo dicendum quod), en la cual se decide a favor de la Hipótesis y de la Tesis, y en contra de los contrarios o adversarios a la existencia de Dios.11 Dicho de forma más sucinta y sencilla, la Suma tomasiana parte de una Hipótesis que no es propiamente tal sino que es ya una Tesis preconcebida: no se trata de una auténtica Cuestión o pregunta abierta (quaestio) sino de una toma de partido previo a la discusión: la cuestión no es a disputar (disputanda) sino a computar (computanda), por eso el «si» condicional de la existencia de Dios es un «sí» incondicional a su existencia. Podemos hablar 63
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de una dialéctica puramente positiva o afirmativa que no toma en serio la negación o lo negativo, puesto que lo deniega; esta dialéctica ortodoxa se diferencia de la dialéctica negativa que tiene en cuenta no sólo al adversario sino también las adversidades concretas propias de la vida frente a la verdad abstracta o absoluta. Por eso la pregunta o cuestión de si Dios existe (condicional) se responde incuestionando dicha existencia: el utrum (si condicional) se convierte en un utrum-que o sí incondicional tanto a Dios como a su existencia. De esta forma, el acaso del si (condicional) se revierte en ser del caso y, por lo tanto, en ser incondicionalmente (lo que precisamente queda por demostrar). Y bien, este excurso sobre la lógica teológica de la Suma medieval tendría relación con la lógica gótica de la catedral medieval. En efecto, hay algo común a ambas lógicas: que el proceso de inducción o elevación de abajo arriba, de lo mundano a lo divino, está predeterminado por el proceso deductivo que procede de arriba abajo, de lo trascendente a lo inmanente, del cielo a la tierra. En este sentido, cabe hablar de una inversión del modelo pagano que procede de la tierra al cielo, aunque en ambos casos precisamente lo sagrado funda a lo profano, provenga lo sagrado de abajo (la caverna, la tierra, la materia) o de arriba (la cueva celeste, el empíreo, lo uránico o espiritual).12
Pero la catedral cristiana tiene una larga prehistoria que nos conduce hasta la caverna paleolítica: si la catedral cristiana está dominada por el Pantocrátor que todo lo bendice, la cueva mitológica está dominada por la Pantacrátera, la diosa cuyo ónfalo/ombligo simboliza el regazo del mundo que todo lo acoge. Ahora bien, si la catedral tiene detrás la caverna paleolítica, delante se encuentra la catedral laica, cuyo arquetipo bien puede ser nuestro Museo Guggenheim, auténtica caverna poshistórica que refleja el mundo y lo repeina artísticamente, así como Barca soteriológica que acoge la realidad para su transfiguración estética. La propia catedral (gótica) ha posibilitado con su elevación abstracta el abstraccionismo contemporáneo, el cual obtiene sentido no como mero abstraccionismo vacuo sino como abstraccionismo simbólico. En efecto, como muestra la propia catedral gótica, no hay auténtica elevación sin descensión, no puede haber auténtica abstracción sin condensación, no debe haber auténtica globalización sin localización, no tiene que haber razón o verdad abstracta sin tener en cuenta el sentido concreto. Ésta es la gran lección (post)moderna de nuestro tema de estudio: el abstraccionismo sólo tiene sentido como abstraccionismo humano, axiológico o simbólico (de donde la crisis actual del abstraccionismo puro, purista o puritano).14
Conclusión. El museo y la abstracción simbólica
Notas
La catedral en general y la gótica en particular aparece como un «resumen» del mundo transfigurado religiosamente. Émile Mâle ha podido escribir: «La catedral (gótica) es un compendio del mundo y, en consecuencia, todas las creaturas de Dios pueden entrar en ella. La catedral es un ser viviente, un árbol gigantesco lleno de flores y pájaros. La catedral es el mundo, la humanidad los fieles y el Espíritu Dios. Al fondo de su arte, como al fondo de todo arte verdadero, se encuentra la simpatía, el Amor».13 La catedral se erige así en síntesis de contrarios, la vertical celeste y la horizontal terrestre, la cabeza y los pies, el oriente solar y el occidente decadente. El arco ojival significaría bien esta síntesis de contrarios a través de la triangulación, en la que se sintetizan dos secciones intersectadas, si bien en equilibrio desequilibrado a favor de la trascendencia. 64
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1. Chateaubriand, Memorias de ultratumba, Alianza, Madrid 2004, p. 88. 2. Al respecto Daniel-Rops, La Iglesia de la catedral y la cruzada, Caralt, Barcelona 1956; también G. Durand, La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, 1975. 3. E.O. James, El templo: el espacio sagrado de la caverna a la catedral, Guadarrama, Madrid 1966, pp. 19 y 20. 4. Sobre la mitología vasca, José Miguel de Barandiarán, Obras Completas, La Gran Enciclopedia Vasca, tomo I y II, Bilbao 1980; al respecto A. OrtizOsés, La diosa madre, Trotta, Madrid 1996. 5. Sobre la Virgen María como Alma del mundo, véase G. Durand, Cahiers de l´Université St. Jean de Jerusalem, 6, 1980. 6. Al respecto, Adele Getty, La diosa, Debate, Madrid 1996. 7. Puede consultarse ahora sobre eros-ágape la Encíclica de Benedicto XVI, Deus charitas est, Vaticano, Roma 2005. 8. M. Moreno, La saliva del sol, Visor, Madrid 2006. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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9. Véase al respecto sobre Honorio de Autun a É. Mâle, Lárt religieux du XIIIe siècle en France, Colin, París 1990. 10. É. Mâle, op. cit., pp. 117 y ss. 11. Puede consultarse la Suma Teológica de Tomás en Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), Madrid 1980; de E. Panofsky véase Architecture gothique et pensée scolastique, Minuit, París 1967. 12. Al respecto M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Alianza, Madrid 1990. 13. É. Mâle, op. cit., «Conclusión», p. 111. 14. Al respecto A. Ortiz-Osés, Amor y sentido, Anthropos, Barcelona 2004 (agradezco aquí a mis colegas Josetxu Martínez y Fernando Vela su ayuda bibliográfica).
ANDRÉS ORTIZ-OSÉS
Catolicismos: F. Mauriac En todos mis personajes introduzco, a pesar mío, una prolongación metafísica: no pierdo de vista la parte eterna de mis criaturas, el alma. Soy un metafísico que trabaja en material concreto. Gracias a un cierto don de atmósfera, trato de hacer sensible, tangible, olfateable, el universo católico y el concepto del mal [F. Mauriac].
1. Catolicismo El catolicismo es la institución cultural más persistente en los anales de la historia [T. Eagleton].
El cristianismo es Cristo, una figura sublime que coloca la religión en el ápice del alma humana, que es el espíritu, pero como espíritu encarnado en el amor. El amor es así la quintaesencia del cristianismo, de ahí su enorme importancia civilizadora, un amor que sublima el eros pagano y que hace descender a Dios hasta el mundo, un amor humano-divino, sagrado y profano, religioso y secular. Pero la herencia cristiana, aunque reclamándose de Jesús el Cristo, se divide en tres facciones fundamentales: la Iglesia ortodoxa, la Iglesia católica y las Iglesias protestantes. La Iglesia ortodoxa es la heredera de la Iglesia oriental, cuya prodigiosa liturgia bizantina asume en largos rituales cargados de un simbolismo misterioso y de una música hímnica y coral (así la gran Liturgia de san Juan Crisóstomo). Se trata de la versión cristiana más arcaizante, en la que se experiencia lo religioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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so como lo sagrado y lo sagrado como lo numinoso y mistérico. La veneración de los iconos como imágenes presentificadoras de lo divino es la cara más visible de esta confesión religiosa que parece hacer suya la belleza (el pulchrum trascendental) a través de una estética extática y hierática. Ello se compagina teológicamente con la importancia de Arrio y el arrianismo en el Imperio Bizantino, el cual afirma un estricto monoteísmo no trinitario en el que Dios (Padre) está por encima del Hijo y del Espíritu Santo. También la Iglesia católica, heredera de la Iglesia occidental, ofrece el espectáculo colorista de la liturgia romana, con sus ceremonias, ritos y sacramentos. En todo caso, se trata de una expresión religiosa más luminosa que numinosa, más jurídica que simbólica. El hieratismo de la Iglesia ortodoxa cede en la Iglesia católica a los sacramentos como signos sensibles propios de una sensibilidad latina que proyecta sus rituales cargados de afectividad en el culto a las Vírgenes y a los santos de carácter popular. Pero lo específico del catolicismo no radica en una estética extática sino en una dogmática estática, por cuanto está regida por cierto juridicismo típicamente romano que regula los ritos de acuerdo a cánones establecidos por la cúpula eclesiástica de un modo unitario. Y es que, en efecto, la cúpula vaticana es el órgano central del catolicismo, el cual se congrega en torno a la figura única del papa que, a modo de «Padre materno», realiza la función central de Vicario de Cristo, Pontífice Máximo o Sacerdote Supremo, continuador de san Pedro en cuanto Piedra angular y fundamento de la Iglesia. El papa en cuanto cabeza monárquica de la Iglesia personifica la ortodoxia católica como garante de la verdad definida ex cathedra, de modo que el catolicismo parece hacer suyos los trascendentales unum y verum: la unidad y la verdad. Si la Iglesia ortodoxa ofrece cierto sesgo arcaizante, la Iglesia católica ofrece cierto sesgo tradicional de carácter medieval, asumido por el Concilio de Trento (siglo XVI) como Contrarreforma por cuanto opuesta a la Reforma protestante de Lutero, Calvino y socios. De esta guisa, la Iglesia ortodoxa se halla en la Pre-reforma, la Iglesia católica en la Contra-reforma y las Iglesias protestantes se basan en la Reforma: la cual representa una racionalización y espiritualización de la religiosidad ortodoxa y 65
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católica de carácter sacramental, impulsando la modernización del cristianismo y su secularización cultural a través de una recuperación de la primitiva iglesia y su libertad evangélica. En el protestantismo ya no se privilegia lo estético-numinoso de carácter extático, ni tampoco la unidad dogmática de carácter estático, sino que se acentúa el dinamismo de lo ético-pragmático (el moralismo del trascendental bonum). Por todo ello, el protestantismo en sus versiones relevantes representa la modernización del cristianismo en el ámbito anglosajón. En efecto, la clave del protestantismo no es la obra ritual sino la fe, no es la tradición sino la Escritura, no es el dogma sino la conciencia. De esta forma, si el peligro de la Iglesia ortodoxa es el esteticismo idealista —el Cristo Pantocrátor—, el peligro de la Iglesia católica es el integrismo tradicionalista —el Cristo Rey—, mientras que el peligro protestante es el fundamentalismo puritano —el Cristo Líder. Así que lo específico del catolicismo frente a la Iglesia ortodoxa y a las Iglesias protestantes radica en la figura del papa como garante de un cuerpo objetivo de doctrina y praxis definidas canónicamente. El filósofo Terry Eagleton, primero católico, después marxista y finalmente postmoderno, ha descrito con gracia crítica el dogmatismo antiliberal propio de un catolicismo tradicional por él mismo convivido minoritariamente en la Inglaterra oficialmente anglicana: El catolicismo parecía ser principalmente una serie de genuflexiones: como en Beckett era un mundo de rituales obligatorios, y se trabajaba de afuera hacia dentro. Lo que importaba era la acción ritual en sí misma, no las relaciones humanas o los contextos significativos. Así, lo mágico y lo material se aliaban íntimamente, pues se trataba de un conjunto de rituales públicos que había que ejecutar con precisión. La aversión católica hacia el subjetivismo se compadecía con la devoción irlandesa hacia la tribu en perjuicio del individuo. La importancia radical que se daba a las prácticas materiales, a la dimensión pública y colectiva del yo, estaba impregnada de una despersonalización sin contemplaciones. El universalismo de la fe incitaba a pasar pisoteando lo particular, y creíamos que el mundo sería un lugar espléndido si todos pensaran lo mismo; sabíamos que tenía que haber de todo, pero lo tomábamos más como un defecto que como una virtud. Así que de ningún modo éramos del tipo liberal inglés que canta las virtudes inherentes a la plurali66
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dad y abomina de un mundo en el que todos piensen igual. Los católicos entienden que lo institucional es inherente a la vida humana, dan más valor al acerbo común que a la inspiración individual y opinan que todo anda horrorosamente mal pero podría ir infinitamente mejor. Los católicos sienten una aversión instintiva al liberalismo, lo cual es a la vez admirable y castrante, y tienen un apego al autoritarismo. En efecto, nosotros los católicos teníamos el monopolio de la verdad, mientras que la mayoría había perdido el rumbo. Mezclábamos la arrogancia con la paranoia, la autosatisfacción del elegido con la ansiedad resentida del inseguro.1
2. F. Mauriac Si no hay Dios no hay nada. F. MAURIAC
La visión lúdica/lúcida de T. Eagleton es la visión del catolicismo tradicional por parte del filósofo de origen proletario e irlandés. A continuación quisiera proponer la visión que del catolicismo tradicional nos ofrece el literato francés F. Mauriac (1885-1970), un católico militante oriundo de Burdeos y de extracción burguesa. Ambos tienen curiosamente en común, además de su inteligencia y sensibilidad, el recurso a una infancia dominada por el arquetipo matriarcal: la abuela de Eagleton representaba la arquetípica madre irlandesa y, por su parte, la abuela de Mauriac inspiró a éste la figura de la progenitora que aparece en su novela Genitrix. Por cierto, su propia madre es calificada como «dulce y terrible», calificación que parece estar en la base de la definición mauriaciana de la religión como el ámbito del «terror amoroso» o de lo «sagrado y terrible». Así que el misterio fascinante y terrible que revela la religiosidad, según R. Otto, parece inspirarse aquí en el arquetipo de la «madre paterna», fascinante y temible, que el propio autor habría vivenciado en el seno del «matriarcado familiar», como lo llama, ante la prematura muerte del padre agnóstico y liberal. El literato ha mamado por tanto una fe católica con un toque fundamentalista, una fe literal o española, como también la llama recordando su infancia feliz y angustiada a un tiempo: Una fuerza íntima en mí prevaleció sobre la repulsión que me inspiraba, no la religión, amada a pesar de todo, sino un grupo de cristianos que me rodeaban con un espíritu farisaico, enemigo de toda cultura, que rechazaba el mundo moDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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derno, pero que el mundo moderno también rechazaba. No niego que una cierta angustia, desarrollada por la educación recibida, no ha mantenido aquella fidelidad del niño que no suelta la mano de su madre para atravesar la calle, para atravesar la vida. Pero no creo que el burlón que había en mí, y que era al mismo tiempo ese corazón apasionado, propenso a encariñarse y a sufrir, hubiera acabado por desprenderse de los lazos que lo ataban, si no había tenido aquella presencia que está allí todavía, que se manifiesta en este mismo momento: la figura de un amor, del que yo lo he recibido todo.2
grará introducir en ella lo sobrenatural: la sobrenaturaleza cristiana que introyecta el infinito en el alma y el corazón pero no en los sentidos, la sobrenaturaleza cristiana simbolizada por la montaña límpida y no por el mar confusor, la sobrenaturaleza cristiana significada por la gracia que perdona y que es amor: El Evangelio de san Juan nos relata el encuentro de Cristo con la mujer adúltera. ¿Quién no recuerda esta página eterna? La mujer ha sido sorprendida en adulterio, y los escribas y fariseos la llevan ante el Maestro: «Moisés ordena lapidar a esta clase de mujeres, y tú ¿qué dices?» Jesús, sin responder, trazaba con el dedo signos en el suelo. Luego, pronunció las palabras que, desde entonces, no han cesado de resonar: «Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que lance la primera piedra», y siguió escribiendo en el suelo mientras todos se retiraban cabizbajos, empezando por los más viejos. Entonces quedaron solos Cristo y la mujer culpable: «Mujer, ¿dónde están todos? Nadie te ha condenado» Y ella respondió: «Nadie, Señor». «Pues yo tampoco te condeno, vete y no peques más». Lo que los fariseos no se atrevieron a hacer, lo hicieron los puritanos del relato La letra escarlata de Hawthorne, y se vanagloriaban de ello. Y lo peor es que esta deformación del Evangelio, que alcanza en el puritanismo tal como nos lo describe esa novela su límite extremo, se observa también en todas las sectas cristianas y en el mismo seno de la Iglesia católica. Pueden rastrearse sus estragos a lo largo de los siglos. ¿Quién de nosotros, pertenezca a la época posterior de Port-Royal o a la de Calvino, no ha sufrido las consecuencias? ¡Qué misterio! Los hombres rechazan del Evangelio aquello que constituye, precisamente, la buena nueva y que debería ser la base de la esperanza humana: este perdón indefinidamente renovado, la remisión de los pecados de que da fe Cristo cada vez que tiene alguien a sus pies: «Tus pecados te son perdonados». ¿Por qué este odio contra la felicidad? El relato de La letra escarlata permite advertir que la teología cristiana, cuando se desorbita, sustituye la ley mosaica del Antiguo Testamento por la suya, no menos dura, no menos implacable, pues en el fondo es la misma. El fariseísmo puritano suscita aquí, no sólo en la heroína portadora de la letra roja, sino también en el joven pastor culpable, condenado a la mentira por su cobarde silencio, una auténtica santidad. Y no en el sentido del etiam peccata de san Agustín.3 La novela La letra escarlata supera con creces ese lugar común de todos los sermones, el que nuestras faltas sirvan para santificarnos.4
Esta cita del fino F. Mauriac nos pone sobre aviso de que nuestro autor no es un carcamal sino un carcabien, o si se prefiere, es un catolicón pero no un catoliquero: catolicón por cuanto conservará la fe católica incólumemente, pero no un catoliquero por cuanto no es un folklórico ni un beato, sino alguien que ha reconstruido posteriormente la fe de su infancia con ayuda de Racine y Pascal, los cuales otorgarán a nuestro autor un marchamo de rigor y contención de signo jansenista. En efecto, en la disputa neoclásica entre el rigorista Pascal con su apuesta radical cristiana, y los mundanos jesuitas con su casuística flexible, F. Mauriac dará la razón a los jesuitas, alabando su talante tolerante, como ya lo hiciera al respecto Voltaire, pero le otorgará la sobrerrazón a Pascal por su seriedad católica. Así que nuestro literato se nos presenta como un católico abierto pero con retranca: la apertura le llevará a la camaradería con A. Gide o M. Proust y a la crítica del totalitarismo marxiano o fascista, la retranca le aliará con P. Claudel y J. Maritain, así como con los papas de Pío X a Pablo VI; finalmente se decantará en buena lógica por la democracia cristiana, y acabará siendo un buen valedor del general De Gaulle. La Academia Francesa primero y el Premio Nobel después bendecirán culturalmente la obra de nuestro autor proyectándolo católica o universalmente por encima de su propio catolicismo confesional. Y bien, nos interesa la vida y la obra del novelista francés porque encarna un catolicismo independiente, aunque con el consabido toque carca: palabra procedente de carlista, quien por su parte llamaba a sus oponentes liberales «guiris» (término que identificaba a los «cristinos» de la reina Cristina, posteriormente adosado a todos los extranjeros). El caso es que nuestro Mauriac, que parte de un intenso amor cuasi pagano a la naturaleza, loDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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3. Apertura El amor fortalece lo débil y debilita lo fuerte, abaja lo alto y eleva lo bajo, idealiza la materia y materializa el espíritu [L. Feuerbach].
La egregia cita de Mauriac nos recuerda el famoso pasaje de O. Wilde en su De profundis, cuando en su apertura al catolicismo afirma que Cristo «parece haber amado a los pecadores viendo en ellos la primera etapa posible hacia la perfección del hombre, puesto que comprendía el pecado y el dolor cual aún no han sido comprendidos: como algo bello y santo en sí, como etapas de la perfección». El arrepentimiento del pecador significa para este Wilde contrito la comprensión de lo que ha hecho, la toma de conciencia crítica de su propio pasado.5 Pues bien, también F. Mauriac habla del perdón con un lenguaje afectivo que caracteriza la escritura psicoanímica de nuestro autor. Pero F. Mauriac representa un catolicismo conservador al que no le es tan fácil perdonar ciertos pecados, como los sexuales en general y los homosexuales en particular, sobre todo si resultan paganamente reincidentes. Por eso el contacto literario y humano de Mauriac con A. Gide y M. Proust es cauteloso dada la heterodoxia homosexual de éstos. El católico reprocha al calvinista Gide el que disocie la carne y el espíritu, el placer y el amor, al tiempo que critica al judío Proust el que confunda el deseo con la ternura, lo carnal con el amor. Esta crítica tiene su buen sentido por cuanto no se trata de separar o disociar el cuerpo y el espíritu, pero tampoco de confundirlos: se trataría de distinguirlos o diferenciarlos para coimplicarlos o remediarlos, y su mediación se realiza en el alma, así pues, en la síntesis anímica o afectiva que integra lo carnal y lo espiritual. Lo que ocurre es que el propio Mauriac no logra en su vida y obra esta remediación de lo espiritual y lo carnal en el alma, ya que ésta comparece a menudo más del lado del espíritu que del cuerpo, más del lado de la trascendencia que de la inmanencia, más acogida a la gracia divina que a la gracia humana.6 Una anécdota extraída de su viaje a Grecia puede ejemplificar bien nuestra crítica. En su visita al museo de Olimpia le impresiona la estatua de Apolo por su belleza ideal, pero le escandaliza la estatua contigua del Hermes de Praxíteles por su sensualidad y lascivia paga68
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nas, hasta el punto de que parece ponerse nervioso y se cabrea. Respecto a Dioniso, por cierto, nada nos dice con buen criterio, ya que es un dios regordete y feo. Probablemente nuestro autor desconocía el chiste popular helénico que se expresaba al paso de un bello efebo, ponderando sus finas curvas vivas por sobre las del Hermes praxiteliano: pero quizás esto lo hubiera exasperado aún más. Y, sin embargo, Walter Pater ha podido hablar de la belleza abstracta y asexuada —ideal— propia de la escultura griega, contraponiéndola al erotismo sublimado de las figuras de Miguel Ángel.7 Fue precisamente su colega A. Gide quien, en una carta laudatoria al propio Mauriac, señalaba irónicamente el regodeo del católico con el pecado sexual pagano, una idea que reaparece en M. Foucault cuando describe la morosidad de la confesión católica en torno a los pecados de la carne. Podríamos hablar de cierta «delectación morosa», como se dice en lenguaje eclesiástico, alrededor del pecado libidinal, lo que conllevaría otro pecado de morbosidad o morbo malsano.8 Todo ello pone finalmente encima del tapete la cuestión que subyace al catolicismo tradicional, y que consiste en su mala relación con cualquier paganismo, ignorando por cierto su propio bautismo de tantas tradiciones paganas. Y es que el paganismo representa la naturaleza y el naturalismo, sin cuya base no se puede edificar ninguna sobrenaturaleza ni sobrenaturalismo, so pena de resultar fraudulento y abstraccionista. Y sin embargo en el auténtico cristianismo la gracia no destruye la naturaleza sino que la perfecciona. Por eso Miguel Ángel perfecciona al Hermes de Praxíteles en la figura del Cristo del Juicio Final, pero no así aquel pseudoartista puritano llamado el «Taparrabos» (Braghetone) que cubrió las vergüenzas de los desnudos miguelangelianos de modo vergonzante.9 Quiero citar aquí al teólogo jesuita Jean Daniélou, perteneciente al Círculo Eranos, el cual afirma sobre la correlación entre cristianismo y paganismo lo siguiente esencial: Nosotros los cristianos no somos en realidad sino paganos convertidos. Fiunt, non nascuntur christiani, dijo Tertuliano, que podríamos traducir así: «uno nace pagano y se hace cristiano». Pero el cristianismo asume los valores religiosos paganos y no los destruye. De aquí que el cristianismo deba prestar atención al
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paganismo. Por una parte, el problema es complejo y envuelve a las religiones paganas tradicionales, al neopaganismo de la civilización industrial, y aun al paganismo dentro de la Iglesia. Por otra parte, está el propio valor del paganismo pues, tomado como realidad natural, el paganismo parece ser una dimensión del humanismo. Por esa característica el paganismo es un elemento del bien común temporal, al mismo tiempo que presenta al cristiano aquello que el cristianismo está llamado a salvar. El paganismo da al cristianismo sus puntos de contacto con las religiones no cristianas y con las necesidades del mundo contemporáneo. Partiendo del paganismo y de su orientación hacia el cristianismo, se hace posible un verdadero pueblo cristiano. Una concepción falsa de la pureza de la revelación cristiana en relación con el paganismo contradiría el espíritu del misterio de la Encarnación.10
la resurrección de la muerte y la transfiguración de las medusas. (Amén).12 Precisamente en su último libro-testamento, el crítico literario H. Bloom ha realizado una intrigante interpretación de Nietzsche en que, inspirada en la Biblia y W. Pater, Longino y Shelley, Freud y R. Rorty, el logos como sentido sería el pathos o dolor, por cuanto el sentido es un padecer lo vital: la interpretación apolínea o estética de lo dionisiano o mortal, podríamos añadir por nuestra cuenta. Por eso lo sublime resulta en Nietzsche un placer harto difícil, un gozo desconcertante, una pasión útil para el proceso de hominización/humanización: La enseñanza más profunda de Nietzsche, a medida que lo leo, es que el auténtico sentido es doloroso y que el mismo dolor es el sentido. Entre el dolor y su sentido aparece un recuerdo del dolor que a continuación se convierte en sentido memorable: porque se lo graba a fuego, pues el más duro pasado alienta y resurge en nosotros cuando nos ponemos serios, afirma Nietzsche en la Genealogía de la moral. El propio dolor sería el logos, el eslabón del sentido: incluso en el ideal ascético el sufrimiento aparece interpretado, porque darle sentido al sufrimiento no es tanto aliviarlo cuanto permitir que el sentido cobre vida. Encontrar sentido en todo es interpretarlo todo. La verdad, que es el principio de realidad, se reduce a la muerte: amar la verdad sería amar la muerte. Por eso poseemos el arte como mentira (estética), por miedo a que la verdad nos destruya. El dolor es el sentido: un dolor ineludible, un placer sublime difícil; pero he aquí que un placer lo bastante difícil es un tipo de dolor. Nietzsche exalta la mentira estética para que la verdad no nos destruya, pero ella implica la aceptación de la contingencia humana en este mundo.13
4. Oclusión El creyente es en el fondo un ateo que cada día se esfuerza por comenzar a creer [B. Forte].
Podríamos decir que lo propio del paganismo está en justificar la vida y legitimar lo vital, como diría Nietzsche, mientras que lo apropiado del cristianismo estaría en asumir la muerte y redimir el sufrimiento. Desde otra perspectiva, cabría afirmar que el paganismo avala el eros, mientras que el cristianismo avala el amor (ágape). Pero necesitamos coafirmar la vida y la muerte, eros y ágape, proyectando la amistad (filía) de los contrarios y no su esquizofrenización. Como decía el cristiano-pagano F. Pessoa, hay que tomar la felicidad junto con la infelicidad o, como dice E. Jabès, la vida con la muerte: «Me has dado el día, porque no podías darme otra cosa que lo que eres. / Madre, me has dado los días de mi muerte, / Desde entonces vivo y muero en ti / que eres amor. / Desde entonces, renazco desde nuestra muerte».11 Quizás la clave está en que la vida es amor, sí, pero un amor crucificado por la muerte y lo que simboliza de finitud y contingencia. He aquí entonces que el auténtico Dios (cristiano) no es el Creador, sino el Creador crucificado en su creación. François Mauriac, que era católico pero no tonto, entendió todo esto muy bien cuando dejó escrito: «Cualquier vida es una partida perdida de antemano: una inmensa marea nos deja despojados de todo entre medusas muertas». El catolicismo era para él DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Tenemos, pues, que el sentido es dolor en cuanto sentido profundo: y el dolor es sentido, sentido como resquebrajamiento de nuestro ser mortal en apertura transfinita. Un pensamiento religioso y secular radical, un pensamiento cristiano-nietzscheano y católico-pagano. Un tal pensamiento resulta tan arcaico como supermoderno: revolucionario y todavía impensado. Podemos sintetizarlo finalmente así: el dolor es la Madre del ser, la Mater dolorosa —la Pietà— del sentido, el Pathos o pasión del logos. Notas 1. Terry Eagleton, El portero, Debate, Barcelona 2004, cap. 2. En estas sus Memorias el filósofo 69
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ironiza críticamente con los católicos y los marxistas, con los protestantes y liberales, con los profesores y los alumnos, con los nobles y los proletarios. 2. F. Mauriac, Nuevas memorias interiores, Ediciones G.P., Barcelona 1969, p. 404. Consúltese también R. Otto (Lo santo). 3. Mauriac se refiere aquí a la avanzada teología de san Agustín sobre que el pecado es el ámbito cristiano de la salvación, puesto que la gracia redime del pecado, por lo cual este resulta el lugar de la sanación y no de la condenación del pecador arrepentido, lo que hace exclamar al gran Padre de la Iglesia latina: Oh, feliz culpa (O felix culpa). 4. F. Mauriac, Memorias interiores, Ediciones G.P., Barcelona 1969, pp. 106 y 107, con alguna corrección. Para el trasfondo puede consultarse F. Mauriac, Vida de Jesús, en: Obras Completas, Janés, Barcelona 1954, vol. III. 5. Véase O. Wilde, De profundis, Felmar, Madrid 1974, pp. 164 y 165. 6. El abate católico-integrista, neoconverso de origen judío, que ayudó a Mauriac a superar su única crisis de fe en la juventud, pudo haber inculcado en nuestro autor el sacrificium passionis, es decir, el sacrificio de las pasiones. 7. Puede consultarse el viaje a Grecia en F. Mauriac, Mis recuerdos, Mateu, Barcelona sin fecha, p. 222; de Walter Pater, véase El Renacimiento, Barcelona 1999. 8. Puede consultarse M. Foucault (Historia de la sexualidad). Al respecto, hoy se considera a F. Mauriac un homoerótico reprimido. 9. Sobre el Cristo-Hermes del Juicio Final, véase mi obra La razón afectiva, San Esteban, Salamanca 2000; cabría afirmar que Miguel Ángel supera/supura el estatismo griego apolíneo, recuperando el trasfondo dionisiaco sublimado cristianamente: de aquí el dinamismo anímico de sus figuras. 10. Jean Daniélou, en: T.P. Burke (ed.), Las cuestiones de la teología actual, Razón y Fe, Madrid 1970, pp. 131 y ss. 11. E. Jabès (El libro de las preguntas). Sobre el amor, véase A.Comte-Sponville (Pequeño tratado de grandes virtudes). 12. Puede consultarse sobre el cristianismo B. Forte, La esencia del cristianismo, Sígueme, Salamanca 2002. 13. H. Bloom, ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, Taurus, Madrid 2005, cap. 6; véase también F. Nietzsche (La genealogia de la moral).
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Celos ¿Será tu voluntad tener abiertos Mis párpados pesados cada noche? ¿Y tu deseo destrozarme el sueño, Burlado por mil sombras de tu imagen? ¿Será éste tu fantasma, que me mandas De allá tan lejos para que me espíe, Para encontrar vergüenzas y horas vanas, Propósito y objeto de tus celos? No, pues tu amor, si grande, no lo es tanto; Mi amor es el que me hace estar despierto, Mi amor el que me priva del descanso Por ser el vigilante de tu causa. Por ti vigilo yo, mientras despiertas Lejos de mí, con otros tan, tan cerca. W. SHAKESPEARE, Soneto LXI [Traducción de Ibon Zubiaur]
Cine y filosofía Entrevista con Álex de la Iglesia ¿Qué te impulsó a estudiar Filosofía en Deusto? Siendo dibujante de cómics, ¿por qué no te metiste en una carrera como Bellas Artes? Me metí en Filosofía porque me gustaban las asignaturas, me gustaba el tema. Vamos, exclusivamente por interés, por saber de qué iba el tema de la filosofía. Me daba la oportunidad de leer unos libros, de estar con una gente y de hablar de una serie de cosas. ¿Antes de la carrera, habías dado algo de Filosofía? Sí. Vamos, como todos, un poco en el instituto. Entonces, ¿la carrera de Filosofía te permitía compensar lo de los cómics con algo más humanístico? Sí. Exacto. Es que, no sé, meterme en Bellas Artes... no quiero menospreciar la carrera, pero no veía yo que me iban a enseñar mucho. En cambio, en Filosofía sí que había un montón de cosas que quería saber y que no sabía. Pero, desgraciadamente, invertí demasiado tiempo en la cafetería. Sin embargo, te sacaste la carrera en cinco años, ¿no? Sí, con un triste aprobado. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Toda la formación que recibiste en Deusto de filosofía, ¿te ha ayudado de alguna manera como director o escritor? Sí, por supuesto. En el sentido de que la filosofía, como decía Borges, es un género literario. O sea, es como la ciencia-ficción, o la fantasía. Ahí está la filosofía, es una manera de pensar el mundo que ya se ha convertido en un género literario. En ese sentido, me ha influido mucho. A mí me gustan muchos escritores. Lo veo desde ese punto de vista que algunos pensarán que es frívolo, pero a mí me parece que precisamente ésa es la mejor manera de entender la realidad, a través de la metáfora o de la locura de la novela. Es la mejor manera de comprender las cosas. Y gracias a eso la filosofía es buena literatura. Yo creo que hay muchos autores muy buenos, muy imaginativos. Como Espinoza, o Leibniz. Son hasta divertidos de leer. Realmente, su pensamiento es un pensamiento muy fuerte y eso tiene mucha importancia. No estoy intentando quitarle relevancia sino todo lo contrario. Creo que concibiéndolo como género fantástico ayudamos a comprender mucho mejor las cosas. ¿Has seguido «en contacto» con la filosofía? Sí. Sigo leyendo. Leo sobre todo a Cioran. Y me siguen gustando los filósofos antiguos. Me gustan los cínicos. Suelo leer a Diógenes Laercio, me gustó mucho La vida de los filósofos. Leo a Aristóteles, La poética. Por ejemplo, La poética es fundamental para dirigir. El primer libro sobre escritura, sobre cómo se escribe un drama es La poética y es uno de los más inteligentes. Por ejemplo, Aristóteles dice que la trama, la historia, el plot, la premisa está por encima siempre de los personajes. La trama, de alguna manera, define los personajes, y no al revés. No son los personajes los que fundamentan la trama, sino la trama fundamenta los personajes. Y eso, de alguna manera, hace ver de un modo radicalmente distinto el drama. Ahora hay varias corrientes que niegan esa posibilidad. Pero es una cosa realmente vigente. La estructura del drama, como la plantea Aristóteles, no ha tenido ningún cambio. Todo el mundo piensa que una historia tiene tesis, antítesis y síntesis. Tiene un primer acto, un desarrollo y un final. Es muy interesante. ¿Qué recuerdas de los años que pasaste en la Uni? Recuerdo muchas cosas. Hombre, no voy a decir que recuerdo sólo la cafetería porque DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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sería muy duro. Recuerdo uno de los mejores profesores que he tenido en mi vida y no lo olvido. Es una persona a la que no puedo olvidar porque realmente me influyó mucho. Fue nuestro profesor de Historia Antigua, que se llamaba Jesús Igal. Era un experto en Plotino. La edición que tiene en Gredos de las obras de Plotino es la mejor que hay en España y la verdad es que era un tío que sabía mucho. El personaje de El Día de la Bestia está basado en él. Bueno, no en él personalmente, sino en todos los profesores que tenía en la carrera. Pero la idea de que hay gente que sabe tantísimo sobre una cosa tan minúscula, como puede ser Plotino, me resultaba muy atractiva. Saber tanto, tanto, tanto de algo tan específico te puede llegar a volver loco. Tampoco quiero dejar de recordar a un profesor magnífico que tuve en quinto, nuestro profesor de Metafísica. Una persona cuyos libros he leído y del cual soy fan particular: Andrés Ortiz-Osés. Me parecía un genio. No sé si seguirá dando clases. Me imagino que sí. Si sigue ahí, un recuerdo muy especial para él, porque me pareció una gran persona y un gran profesor. En una reseña autobiográfica escribiste una vez: «Tras suspender en varias asignaturas al intentar demostrar a sus profesores que Platón y Aristóteles eran en realidad una pareja de humoristas, [Álex] comienza a realizar sus primeros pinitos como realizador de cortos». ¿Quiere decir esto que le hacías la vida imposible a los profesores? ¿Eras un alumno difícil? No, no, no. Me limitaba exclusivamente a ser un alumno malo. No creo que se me recuerde por mi gran saber acerca de la filosofía antigua. Desgraciadamente, no era muy bueno. Pero bueno, lo que sí me reconforta es que algunos de los profesores tampoco eran muy buenos. No voy a decir quién, pero había uno particularmente horroroso que nos daba en el primer año. También recuerdo a un profesor de Pedagogía que nos hacía copiar las cosas en dictado como si fuéramos un colegio de curas, pero para EGB. ¡Y nos estaba dando Pedagogía! Eso es lo que más me asombraba. Que una persona que te está dando una asignatura que se supone que te tiene que ayudar a enseñar te haga copiar el texto en un dictado. Pero bueno, la media de profesores era buena. Había mucha gente que sabía mucho de 71
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Cine y filosofía
cosas concretas y eso me volvía loco. Podían tener un desconocimiento demencial —volviendo al tema de El Día de la Bestia— de la vida. Por ejemplo, Igal era una persona que entraba en la Biblioteca de Loyola, salía de la Biblioteca de Loyola y esa era toda su vida. Vivía en una pequeña casita en Deusto. De ahí surgió la idea de que el cura de El Día de la Bestia fuera un cura que sabía tanto sobre un tema que podía desconocer el mundo y volverse loco. ¿El cura de «El Día de la Bestia» entonces es la mezcla explosiva de todos tus profesores de la carrera? Sí, es una mezcla explosiva de los profesores. Me influyó Igal porque era el profesor que más respetaba de la Uni. Para mí era el único que verdaderamente vivía la filosofía. Otros no la viven con tanta intensidad. Ese hombre la vivía. Todos los días pensaba que lo más importante que podía hacer era estudiar a Plotino, porque realmente creía que Plotino había llegado a la esencia de la verdad. Ése es un tío que realmente disfrutaba con lo que leía y en lo que trabajaba. Es el profesor que más me influyó en ese sentido. Bueno, todos de alguna manera representan a ese personaje. Nos atraía mucho la figura del sabio cura, que es algo muy típico aquí en el País Vasco. Está basado en Caro Baroja o en el padre Barandiarán. La gente que en el País Vasco más cultura ha tenido y que más conocimientos han acumulado siempre han sido los curas, y los jesuitas concretamente. Fíjate, al principio pensamos en rodar hasta en Deusto el principio de El Día de la Bestia. Una de las mejores bibliotecas de Filosofía que hay en Europa es la Loyola. Tiene realmente muchos libros de filosofía importantes. En tus películas sueles tener a muchos personajes «freaks». ¿En Deusto conociste a muchos? [Se ríe.] Bueno, había un par de profesores realmente dignos de la parada de los monstruos, pero la media era muy simpática. Realmente me llevaba bien con ellos. ¿Y el alumnado, tus compañeros de clase...? Todos éramos freaks. Yo era un freak también ahí. ¿Todos los que estabais en Filosofía erais «freaks»? Todos los que estábamos en Filosofía éramos freaks, porque éramos como treinta en mi clase. Recuerdo que éramos una especie de compendio de a) los despistados: estamos 72
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en esta carrera y no sabemos por qué; b) Los seminaristas, que eran cuatro o cinco que realmente eran super-intensos; c) Los ex seminaristas, que eran realmente los más juergas de todos. Gente que lo único que quería era destruir el mundo y emborracharse. Si puede ser todos los días, mejor. Ésos eran los más divertidos. Los ex seminaristas eran gente muy peleona. Y luego estaban d) los superrojos, otro sector muy interesante. Yo no llegué a estar en los míticos años de aquellas broncas que hubo por una fiesta en la iglesia... ¿cómo se llamaban?... la Fiesta del Canuto, ¿no? Yo eso me lo perdí y fue una pena, me habría encantado estar. Este año la Fiesta del Champán («La Champanada»), por orden del Rectorado, no se celebró porque se había convertido en un desmadre. En tus tiempos, ¿la Champanada era algo más «light»? No, lo de la Champanada nunca ha sido el día más terrible. El día más terrible siempre fue la fiesta de san Canuto. Eso era como el gran momento irreverente. Pero al final todo el mundo era muy light, porque realmente todos los que estamos en Deusto somos muy light. Somos todos bastante niños de papá y tal, y entonces no somos la gente dura que había en otras universidades. Todos los de Lejona son bastante más duros, y se lo pasan mejor. ¿Sigues en contacto con antiguos profesores o compañeros de clase? Pues no. Me gustaría volver a la Universidad, solamente para ver a Ortiz-Osés, y hablar de la Escuela de Eranos a la que pertenecía. Andrés era un post-junguiano impresionante, muy bueno. Un buen profesor. Pero no, no me he mantenido en contacto con ellos. Es que no he tenido tiempo realmente. ¿Y compañeros de clase? Eso sí. Tengo amigos de toda la vida que conocí en Deusto. ¿Gente con la que trabajas ahora en el mundo del cine? No, no. La gente con la que trabajo ahora, los decoradores (Arri y Biaffra) son de Bellas Artes de Lejona. La pregunta que le ronda a todo el mundo por la cabeza es ¿cómo llega un estudiante de Filosofía a ser uno de los directores más conocidos de España? Pues no lo sé. Yo creo que porque estaba metido en el cineclub. Eso me ayudó mucho. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Cine y filosofía
Vi un montón de películas buenas en el cineclub de Deusto. Y discutíamos mucho, nos volvíamos locos intentando poner las películas. Recuerdo el día mítico en que pusimos El último tango en París y nos la quitaron. Ese fue el gran momento revolucionario. Desde aquí tengo que agradecer a los curas de Deusto que me hayan montado una bronca al poner El último tango, porque ha sido el único momento revolucionario de mi vida. Yo pensé que ya no había posibilidad de escandalizar a nadie, y cuando dimos El último tango y nos la prohibieron fue emocionante, la verdad. Fue un gran momento. Desde aquí un beso y un abrazo a todos los que me prohibieron aquella película, porque me regalaron un día emocionante. Salimos en el Telediario y todo. En fin, eras un miembro muy activo del cineclub. Aparte de seleccionar películas, ¿qué otras labores realizabas? Hacíamos carteles. Al principio hacíamos unos pocos carteles. Luego nos dimos cuenta de que los carteles influían mucho y que hacían que la gente fuese al cineclub. Nosotros nos autoabastecíamos, cobrábamos un dinero por la entrada y con eso comprábamos la siguiente película. Y algunas veces teníamos un poco de ganancias y nos daba para una cena. Entonces, ese tema de tener como una especie de pequeño negocio universitario era maravilloso. Nos lo pasábamos como enanos. Y descubrimos un día que haciendo carteles y poniéndolos por la Uni la gente iba más. Entonces empezamos a hacer carteles como locos. Nos gastábamos un montón de pasta en fotocopias e inundábamos la Universidad de carteles. Recuerdo que nos inventábamos cosas para llamar la atención. Recuerdo uno muy comentado. Dibujé una chica en pelotas y puse arriba: «Me violan diez negros en la sala de conferencias», y abajo en pequeñito: «Vente a ver la película...». Entonces la gente leía eso y se quedaba flipada. Fue un cartel bastante impactante. Conseguimos hasta tener fans de los carteles, porque eran todos absurdos. Los últimos que hicimos ya ni siquiera anunciaban la película. Poníamos un muñeco que decía «¿Oye?» y otro decía «¿Qué?». «No, nada». «Ah». ¡Ni siquiera anunciábamos la película! Y la gente al ver los carteles, sabían que daban algo, e iban. Bueno, y veíamos buenas películas. Recuerdo que vimos Lo que el viento se llevó, que nos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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duró como tres horas. Parábamos, nos íbamos a la cafetería, comíamos un bocadillo, seguíamos viendo la película. «A ver, ¿falta alguien?». Alguno se había ido, esperábamos a que volviera. Era muy familiar y muy divertido. Bueno, supuso tu primera cinefilia seria. Sí, los primeros años yo iba más al cine que en mi vida. Los dos primeros años de carrera recuerdo que veía dos o tres películas al día. Dábamos la película del cineclub los jueves, pero luego todo el resto de la semana había unos ciclos impresionantes en la filmoteca del Museo de Reproducciones. Entonces, por la tarde nos íbamos ahí y veíamos las películas seis o siete veces en una semana. Por ejemplo, dieron un ciclo de Hitchcock y vimos todas las películas de Hitchcock, y las veíamos todos los días. O sea, una semana daban Vértigo, así que todas las tardes veíamos Vértigo y llegamos a verla seis o siete veces. El Hombre que sabía demasiado también la vimos un montón. También hubo un ciclo de expresionismo alemán acojonante. En el mismo año vimos como cuatro o cinco ciclos en el Museo de Reproducciones. Y gracias a eso, al cineclub, y a la películas que estrenaban en aquellos años, me decidí a trabajar en el cine. ¿Cuando terminaste la carrera tenías claro que querías trabajar en el mundo del cine? Sí. Bueno, ya habíamos empezado. Durante la carrera hice cortos, empecé a trabajar en cortos, trabajaba en decorados en ETB, y al final terminamos trabajando en Todo por la pasta. Creo que un año después de acabar la carrera ya empezamos a trabajar en serio en el cine. ¿Te imaginabas que ibas a llegar tan lejos? No, en absoluto. Tampoco creo que haya llegado muy lejos. O sea, en este momento, sencillamente tenemos la suerte de poder hacer películas, pero cuando vas a Los Ángeles y estás un ratito con la industria americana te das cuenta de lo absolutamente senegaleses que somos. Nosotros somos como un grupo de sudafricanos que vienen a hacer cine madrileño a Madrid. ¿Tú te imaginas el shock de ver a cuatro chicos de Ciudad del Cabo o de Tanzania que vienen a hacer una comedia madrileña a Madrid? Pensarías «¿pero qué hacen estos pobres hombres?». Pues así somos nosotros en Hollywood. Cuando vamos ahí con nuestras películas, es como «Ay, mira qué gracia. Resulta que la película de estos chicos es buena». 73
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Cine y filosofía
Fíjate lo que han hecho los españoles, ¿no? Sí, «Mira, si se puede ver. Si es graciosa y se puede ver». Ésa es la reacción. No sé, todavía estamos muy lejos de tener un sitio en el mundo del cine real. Estamos en esta pequeña maqueta que es el Estado español en el que tú trabajas y crees que eres el centro del mundo, pero estamos bastante a un lado. ¿A qué crees que te habrías dedicado si lo del cine no hubiese funcionado? Habría sido profesor. ¿De Filosofía? Sí, de Filosofía. Mi hermano es profesor, mi padre era profesor, y de mi familia todo el mundo ha sido de letras y ha estado involucrado en una menor o mayor medida en los libros y en la docencia, así que me imagino que habría sido profesor. Pero cuando me metí, yo recuerdo no haberme metido en esta carrera para trabajar. Cuando me metí a estudiar Filosofía en Deusto, me metí porque realmente me hacía gracia. Porque me divertía el rollo de la Filosofía. Yo no sabía que había manera de estudiar cine. Afortunadamente no lo hice porque creo que el cine, como el sexo, es algo que hay que descubrir uno mismo. Que no hay que aprender de una manera sistemática, ¿no? Exactamente. No creo que con un libro aprendiéramos a hacer nada bien. En cambio, la filosofía es algo que te tienen que enseñar, porque realmente precisa un aprendizaje serio. ¿Cómo planteas una película? No queremos que la gente cuando vaya a ver la película se encuentre con una cosa diferente a lo que quiere ir a ver. Si la gente quiere ir a ver una película de aventuras, tienes que contar una película de aventuras. Eso es algo de lo que también habla Aristóteles profundamente en La poética. Tienes que tener muy claro cuál es la premisa, cuál es la historia que estás contando para que la gente no se encuentre otra cosa. Si tú vas a ver una comedia y te encuentras con un drama, te puedes mosquear. Eso es lo que nos ocurrió en Muertos de risa. Nosotros dijimos que era una comedia, y no era una comedia. Era más bien un drama con pinceladas de comedia negra, ¿no? Exacto. Era un drama potente y con muchas escenas bastante desagradables. Y en ese 74
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sentido, creo que engañamos a la gente y quizás haya hecho que no haya gustado tanto la película aquí como en el extranjero. En el extranjero no dijimos nada, vieron la película, y ha funcionado mucho mejor que aquí. En Argentina funcionó increíblemente. ¿En el futuro escribirás algún otro libro? Estoy en ello. Estoy haciendo una especie de segunda parte de Payasos en la lavadora que se llama En la zona negativa. ÁLEX DE LA IGLESIA BORJA SOTOMAYOR
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Ciudad Es muy factible que Platón jamás hubiese pensado que la imagen de la ciudad construida por él como ideal de la polis perfecta pudiese llegar algún día a su paroxismo para estallar en consecuencia en miles de fragmentos, no tanto por ser la realización defectuosa del modelo, situación que por lo demás es su principio de legitimación, cuanto por la desaparición del fantasma especular que le da consistencia. Paroxismo por exceso podemos llamar a esta experiencia contemporánea que ha terminado por convertir al planeta en una ciudad expandida. Y es que la ciudad ideal, la ciudad de Dios, el burgo medieval, la ciudad planificada y ordenada, la ciudad moderna y funcional, variantes de este sueño platónico de la polis perfecta, esa ciudad ha llegado hoy al paroxismo, justamente cuando la ciudad vivida que siempre fue (y aún es pensada como) su realización imperfecta hace estallar por saturación el modelo que la ha engendrado. Implosión residual ha llamado Jean Baudrillard a este fenómeno contemporáneo que en su mismo proceso ha puesto al descubierto el carácter simulado del modelo mismo. Porque en efecto, la oposición entre un espacio construido y elaborado artificiosamente como la ciudad y una naturaleza en estado originario a cuyo alrededor tantos sueños ideoecológicos se han alimentado, pierde cada vez más su pertinencia en esta experiencia expandida de las metrópolis contemporáneas o en esta telépolis global como la describe Javier Echeverría, para poner al descubierto incluso el carácter «artificioso» del mismo concepto de naturaleza. La separación de los bárbaros, extranjeros, extraños o su figura moderna de los inmigrantes —o desplazados— que son excluidos como «otredad» frente a una supuesta identidad sustantiva que así los estigmatiza, también se desdibuja poco a poco y no sin tropiezos en el ámbito de esos espacios físicos y simbólicos que hace tiempo nos plantean procesos de subjetivación totalmente nómadas, lábiles, movedizos, reconociendo en el «turista», el vagabundo, o el extranjero, la figura positiva de esta nueva «forma de singularidad». La ciudad planificada, ordenada y regulada, esa ciudad «imaginada» que se ha contrapuesto a la ciudad laberinto, a la urbe caótiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ca, desproporcionada y conflictiva y que ha servido como soporte legitimador para los análisis y las propuestas sociologizantes que aún replican el mito platónico de una ciudad ideal con simulacros reales pero perversos, esa ciudad soñada se distancia de tal manera de la ciudad vivida que ya parece haber perdido hoy toda su pertinencia. Y es que la metrópolis contemporánea no es simplemente el resultado de un proceso de expansión de las ciudades como podría creerse cuando se la mira desde los proyectos modernos que incluso en buena parte de nuestro siglo han buscado legitimarla y por ende domesticarla. Sus devenires no son la realización tortuosa e imperfecta de una ciudad ideal que siempre gusta de ocultarse, como tampoco son la espera siempre aplazada de una ciudad soñada que nunca se realiza. Muy al contrario, la ciudad ha estallado y en su implosión estalló el modelo que la había concebido. Mejor dicho, la «emergencia de la forma metropolitana de la ciudad» como la llama G. Zarone,1 nos pone ante la evidencia de que nunca hubo ni hay una «ciudad oculta» tras las ciudades vividas y construidas, salvo sólo como la consecuencia de esquivar su presente, desplazándolo hacia un pasado perdido o aplazándolo en un futuro deseado. Y es que esas ciudades soñadas no son más que el efecto de la condena del carácter «artificial» de ese espacio social humanizado que llamamos ciudad, en aras de una supuesta naturalidad que lo explicaría. Hasta aquí ha llegado ese poder del mito bíblico que pensó la ciudad como deriva maldita de una originalidad perturbada. La ciudad es un artificio, un constructo humano que pone en sus marcas visibles y en sus trazos no visibles la impronta de su continuo presente. Sólo que «el artificialismo —como dice Clément Rosset— no resulta artificial hasta que no se disfraza de naturaleza; sin ese disfraz es verídico e inocente. Verídico por no disfrazado, inocente por ignorar la naturaleza que podría ocurrírsele quebrantar».2 La ciudad vivida, o dicho con más propiedad, las múltiples ciudades que deambulan por los espacios fisiográficos citadinos, resultan ser artificiales, caóticas, conflictivas, porque se las ha disfrazado con el ropaje de una ciudad imaginada que las ha hecho falsas y culpables, al amparo de los relatos mítico-racionales que la explican y la redimen como falsos simulacros 75
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Ciudad
de una expansión-realización que no acaba; mejor dicho que, en su propia lógica, nunca podría acabar. Si hablamos hoy de la crisis de los grandes relatos, los relatos de y sobre la ciudad son una clara ejemplificación de este acontecimiento. Sólo que tendríamos que precisar un poco más esta aseveración, máxime cuando lo que parece estar en crisis no es tanto esa «humanización de la temporalidad» que en su discurrirdevenir logra el discurso contado, cuanto ese doble reflujo de lo que en ellos se relata. En efecto, aguas abajo —y ello para utilizar una metáfora bien móvil—, los relatos crecen incontrolablemente a causa de las exégesis cada vez más doctrinales de las que son objeto y con las que buscan una «originariedad perdida»; aguas arriba, ellos rehacen y por anticipado su futuro recorrido histórico, su discurrir, para mitificarlo, es decir, para convertirlo en objeto de deseo. Ese doble reflujo en el cual pueden reconocerse sin muchas dificultades los caminos y vericuetos de las técnicas interpretativas que hemos consolidado, bien podría mirarse como la consecuencia del temor que produce pensar el presente. No en vano difícilmente se encuentra una «actualidad» que en su momento no haya sido pensada como crítica y conflictiva, y que como máscara efectiva permite esquivarlo, bien porque se le mire como la materialización defectuosa de un pasado, bien porque se constate que aún no realiza un futuro soñado. «Anomia de la regresión nostálgica al pasado y fuga hacia un futuro posmoderno indiferente» como dice Alejandro Piscitelli. Pues bien: la «crisis de los grandes relatos» puede ser la expresión provocadora de esta apuesta a pensar el presente de su discurrir que no es más que la constatación de que es el relato mismo el que constituye los espacios de reconocimiento y los puntos de identidad en los cuales nos reconocemos. A esta elaboración hecha con destreza la llamamos «artificio», no tanto para oponerla a la naturaleza o al azar en aras de una supuesta realidad que les daría a cada uno su especificidad —así lo hizo ciertamente Aristóteles—, cuanto para señalar su carácter de constructo humano, es decir de producción de experiencia vital. Pensar este artificio es el reto que el fin de siglo hace tiempo ha enfrentado, señalando de paso que «si el artificialismo es un pensamiento 76
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del presente, es decir de lo que existe, el naturalismo es un pensamiento del pasado y del futuro: es decir de lo que no existe y que sólo encuentra en la noción, un receptáculo puramente terminológico».3 Si «la filosofía es hija de la ciudad» lo es porque en el espacio de las relaciones específicas que instaura el ámbito citadino se consolidan los esquemas con los cuales nos pensamos a nosotros mismos. Reconocemos allí una «ciudad que deviene pensamiento», cristalizando en su devenir los mitos fundacionales de la polis. Por eso es muy probable que Platón entreviese cómo el ejercicio de la filosofía convertido en sus manos en el arte del manejo de la ciudad, no fuera más que la materialización de la política. Pero los términos de esta expresión se han invertido y hoy podemos afirmar que la emergencia de las metrópolis y las telépolis contemporáneas nos conducen más bien a la constatación de que «la ciudad es hija de la filosofía» en tanto ésta ha elaborado los relatos que le han dado consistencia como espacio-tiempo humanizado, es decir como artificio. Y allí hemos de reconocer un «pensamiento que deviene ciudad», o más específicamente un «habitar la ciudad» que cristaliza en los relatos. Más allá o más acá de ellos, no hay experiencia citadina alguna. Planetarización de la urbe o urbanización del planeta, se puede decir y no es para menos: las proyecciones demográficas han calculado que para el año 2010, alrededor del 80 % de la población mundial se aglomerará en torno a las ciudades, imponiendo incluso al 20 % restante que se supone aún «rural» más por falta de aglomeración que por otra cosa, condiciones de dependencia no sólo de supervivencia material —lo cual poco cambia las relaciones que siempre se han instaurado entre ambas— sino de homogeneización cultural, ésta sí un fenómeno típico de nuestra época. Con los matices propios que esta expansión tiene, lenta en unos casos, acelerada en otros; traumática para unos, menos conflictiva para los otros, esta planetarización vertiginosa de la ciudad es la que ha ido borrando las marcas de su fisiografía para dar lugar a esa experiencia metropolitana, incluso telepolita que hace tiempo estamos viviendo; mejor dicho ha terminado por disolver incluso el espacio circunscrito en el cual se hacía pensable para acabar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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—y por exceso— fagocitando a estos opuestos que le daban consistencia. Las fronteras que parecían acotarla como territorio definido y que en su condición de tal demarcaban el afuera del adentro, son absorbidas continuamente por esa «máquina citadina» que bajo el esquema de la incorporación y utilizando los más variados mecanismos (equipamiento urbano, redes viales, circuitos comunicantes, aparatos institucionales de reconocimiento, imaginarios socio-cívicos de integración, etc.), quiere poco a poco domesticarlas, mejor dicho «urbanizarlas» en el sentido de imponerles el registro y la doma del «adentro» de la ciudad, para acabar haciendo de ella un espacio sin fronteras, un territorio totalmente nómada y movedizo, en cuyo continuo desplazamiento desterritorializa sus «centros» para convertirlos también en periferia. Los trazos que parecían demarcar en su misma trama las estructuras jerárquicas de su organización social han perdido esa impronta del habitar sedentario y cuidadosamente organizado, para dejar deambular por ellos un continuo fluir de espacios, de tiempos, de comportamientos estéticos, de memorias y de intercambios que como una inmensa red tejen la urdimbre de esa ciudad tan cercana al laberinto. Las «marcas visibles» de su entorno, cargadas muchas veces de esas memorias legendarias que cristalizaban así puntos fijos de identidad y de reconocimiento citadino, pierden su condición de monumentos para ganar en su lugar la de signos lábiles y móviles continuamente re-semantizados por la experiencia polivalente de la ciudad misma. Resulta imposible pensar una «fragmentación» tal del espacio citadino si así puede llamársele, sin contar con la presencia cada vez más explícita y evidente de esas redes «a distancia» que traman su urdimbre y que en esta desterritorialización creciente han terminado más bien por urbanizar el tiempo. «Archipiélagos de ciudad» es lo que encontramos hoy dispersos en esas proliferaciones de subconjuntos de ciudades conectadas «desde y a lo lejos» por estos soportes «tele-gráficos» que han terminado también por modificar sus dispositivos mnemotécnicos. «Memorias-tele» podríamos decir y en el doble sentido de la palabra en tanto son memorias sin «soporte matérico» que las haga evidentes, y en cuanto son memorias desterritorializadas que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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pueden estar en cualquier espacio y en cualquier tiempo. Una experiencia como esta no borra ni elimina las memorias citadinas que tradicionalmente se reconocen en las ciudades. Conviviendo con ellas, abre nuevos campos mnemotécnicos que más bien modifican sus efectos al dejarnos ante una resonancia tenue de esas memorias. Y es que de hecho ya no estamos frente a esa «territorialización» que deposita el «mundo» en la ciudad en tanto lo organiza y que produjo esas urbes pletóricas de simbolismos asociados generalmente a las estructuras de poder. Como tampoco estamos ante esos procesos de «reterritorialización» que logran hacer de la ciudad un mundo en el cual los símbolos han dejado su espacio a las alegorías al ponerse en escena las tramas de lo económico y lo cultural.4 Si asistimos hoy a una desterritorialización de las ciudades es porque ellas ya simulan un mundo en la ciudad; mejor dicho porque son auténticas ciudades simuladas que deambulan en los registros telemáticos de sus memorias: es esto lo que conocemos hoy como cultura de la simulación.5 Ciudades-museo las llama Pere Salabert no tanto porque expongan cosas u objetos que «sacados de su temporalidad» se sacralizan, esto es, se mitifican (aunque de hecho así parecen funcionar para los «turistas» que somos los ciudadanos contemporáneos), «cuanto porque ellas se limitan a exponer al público ciertas paradojas del tiempo histórico, al mostrarnos cosas que limitadas en su tiempo a un valor estrictamente utilitario, han sobrevivido sólo por azar».6 Pero ha crecido tanto la ciudad que los procesos de socialización-desocialización y los enclaves de subjetivación de sus habitantes definen hoy otros espacios y otros socios. En efecto: salvo por un criterio demasiado débil como la «permanencia» que crea la ilusión de la pertenencia a un territorio citadino, hace tiempo que somos extranjeros en nuestros territorios; mejor dicho, emigrantes e inmigrantes en nuestro propio lugar. Hace tiempo que esas formas de inscripción a distancia que utilizan los registros de nuestras memorias individuales y colectivas contemporáneas nos han desterritorializado para convertirnos en transeúntes y en «turistas» de nuestras propias ciudades, borrando con ello los linderos artificiosos que le habían dado al ciudadano su principio de identidad y de reconocimiento como hombre 77
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urbano. Ya no son esas «relaciones de parentesco» ampliadas del vecindario, del compadrazgo, del caudillismo y de las asociaciones cívicas y sociales, ni esas sociabilidades claramente distribuidas entre lo público y lo privado, lo social y lo individual, las que permiten dar cuenta de esa red de intercambios fluidos, de contactos ligeros, de transacciones móviles, de encuentros pasajeros, que parecen especificar cada vez con más insistencia los nuevos espacios de sociabilidad urbana. Los espacios públicos de nuestras ciudades ya no definen el lugar de una proxemia. Esos no-lugares, como los llama Marc Augé, más que carecer de definición como «espacios de identidad, de relación o históricos»,7 especifican por el contrario el ámbito de esas relaciones a distancia que cada día cobran más presencia entre nosotros, sin que en su aparente desocialización impliquen una ausencia de intercambios. «La pareja socialización-desocialización —dice Isaac Joseph— nos obliga a abandonar el concepto de patología social para aceptar desorganizaciones parciales y transitivas que se sitúan en una sociología de la adaptación... y pasar de lo patológico al pathos, es decir, a la cualidad dramática de los comportamientos sociales, aun cuando esos comportamientos no correspondan únicamente a los atípicos».8 Algo similar acontece con esas «formas fragmentarias de subjetividad» que ya no pasan por los registros de la individuación o de la subjetivación. Los «nuevos territorios existenciales», como los llama Félix Guattari, productos del doble desencantamiento del proyecto moderno y del quiebre de la subjetividad a él asociado, han desplazado el acento más bien hacia esas modalidades de singularización que exigen de los sujetos la creación de nuevas territorialidades existenciales.9 «El conflicto moderno entre la tendencia socialista y el individualismo se ha transformado en la postmodernidad en un curioso eclipse del sujeto tras la figura del individuo como compendio de autonomía y libertad», dice Pere Salabert.10 Y es que de hecho el «sujeto» no ha desaparecido: se han mutado sus formas de sujeción que definen no una identidad solipsista sino los puntos de cruce y de encuentro con otras singularidades. 78
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Si toda identidad se construye como dice Marc Augé por los procesos de negociación con diversas alteridades, toda crisis de identidad habrá que mirarla más bien como crisis de alteridad. El sujeto contemporáneo metropolitano, telepolita o ecopolita,11 ya no tiene en el «otro» esa imagen especular con la cual establecer sus diferencias y por tanto su identidad. Su pathos radica ahora en su propia «diferenciación interna al infinito»:12 auténtica experiencia fractal del sujeto que al aparecer difractado en una multitud de «egos» miniaturizados, no desea más que asemejarse a cada una de sus fracciones. Por eso las nuevas territorialidades existenciales reivindican el derecho a la singularización y a la creación de una ética de la finitud basada más bien en el «prolongamiento de universos estéticos»; y por eso esos procesos de singularización reivindican las figuras del transeúnte, del turista,13 del extranjero o del vagabundo,14 como espacios de reconocimiento del ciudadano contemporáneo. Razón tenía Simmel al decir que «el hombre de la gran ciudad, el hombre de nuestra cultura, tiene el lugar de su vida no en un sitio sino en la economía de mercado»;15 lo que equivale a decir que se juega su vida en esos intercambios lábiles, móviles y fluidos que configuran nuestras ciudades. En vano se buscarían unos puntos de emergencia para estos acontecimientos, no sólo porque resulte imposible demarcarlos en esos flujos continuos, múltiples y diversos en los que viven hoy nuestras ciudades, sino porque en nada contribuyen a su comprensión. Lo que sí puede rastrearse es esa nueva forma de «visibilidad» que empieza a configurarse como el espacio en el cual tanto lo social como lo privado «se da a ver» y se «enuncia». Este «cambio de mirada» es el que impone «el conjunto de las condiciones materiales, semánticas» estéticas y mnemotécnicas como las que hemos intentado reconocer en las metrópolis contemporáneas. Aunque en rigor deberíamos más bien decir que son esas condiciones las que producen este otro régimen de visibilidad en el cual nos movemos hoy y que como nueva tecnología de lo imaginario16 ha transformado lenta pero profundamente las prácticas culturales de las memorias. Ciudades fragmentadas y crisis de los grandes relatos; sujetos fractales y subjetividades desterritorializadas: allí se percibe otra «moDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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dulación» de los espacios vitales que al espacializar el tiempo y temporalizar el espacio en esta «cultura de la simulación y de las memorias telemáticas», acabó por transformar las coordenadas estáticas y los puntos de referencia en los cuales nos reconocemos. Los «resquebrajamientos» de la vida contemporánea no son fruto del azar. Responden a condiciones específicas del desarrollo de los «mundos» que hemos construido, en tanto son formas de «modulación» de los espacios existenciales. No son los monstruos que se producen por los avatares de la «modernidad», ni los retrasos en su puesta en obra o los obstáculos —irracionales, claro está— que se suponen impiden su desarrollo. Son el campo estratégico en el cual nos movemos. Horror para muchos, sí; pero también punta de lanza y condición sine qua non de nuestra existencia.17 Habría que pensar en todo caso que también se ha invertido ese juego especular que hace del emigrante el «otro», es decir, la figura en la cual el ciudadano encuentra en últimas el sustrato de su identidad, para dar lugar a ese referente que más bien hace del «ciudadano» el imaginario del migrante. O dicho de otra manera: si este último ha sido hasta ahora la figura que consolida la imagen del «ciudadano», a lo mejor estamos hoy ante el ciudadano como nuevo imaginario que consolida al migrante como su imagen. Digámoslo con Guattari: «más bien que de sujeto, convendría hablar de componentes de subjetivación, cada una de las cuales trabaja por su propia cuenta. Lo que conduciría necesariamente a reexaminar la relación entre el individuo y la subjetividad, y, en primer lugar. a separar claramente los conceptos. Estos vectores de subjetivación no pasan necesariamente por el individuo; en realidad, éste está en posición de “terminal” respecto a procesos que implican grupos humanos, conjuntos socioeconómicos, máquinas informáticas, etc. Así, la interioridad se instaura en el cruce de múltiples componentes relativamente autónomas las unas con relación a las otras y, llegado el caso, francamente discordantes».18 Notas 1. Cfr. Giuseppe Zarone, Metafísica de la ciudad, Valencia: Pre-textos, 1993, p. 7. 2. Clément Rosset, La antinaturaleza. Elementos para una filosofía trágica (trad. de Francisco Calvo S.), Madrid: Taurus, 1974, p. 22. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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3. Clément Rosset, op. cit., p. 314. 4. Cfr. Jaime Xibillé M., La situación postmoderna del arte urbano, Medellín: Fondo editorial Universidad Nacional de Colombia-Medellín, Universidad Pontificia Bolivariana, 1995. Sobre todo los capítulos «2. El monumento y el simbolismo urbano» y «3. Deconstrucción: la modernidad como ornamento», pp. 153 y ss. 5. Este tema que aquí simplemente mencionamos amerita de por sí un tratamiento más explícito. En parte ya ha sido realizado por: Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos (Conflictos multiculturales de la globalización), México: Grijalbo, 1995, pp. 16 y ss.; Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano, op. cit., pp. 29 y ss.; Marc Augé, Hacia una antropología de los mundos contemporáneos, Barcelona: Gedisa, 1995; Manuel Delgado, Violencia, comunicación e intercambio en Medellín Colombia, Barcelona: Mimeo., 1995, pp. 2 y ss.; Jesús González Requena, El discurso televisivo: espectáculo de la postmodernidad, Madrid: Cátedra, 1992, pp. 152 y ss. 6. Pere Salabert S., Museos, ciudades-museo y urbes teatrales, Barcelona: Mimeo., agosto 1994, p. 15. 7. Marc Augé, Los no-lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad (trad. de Margarita N. Mizraji), Barcelona: Gedisa, 1993, p. 83. 8. Isaac Joseph, op. cit., p. 19. 9. Ésta es, por ejemplo, la propuesta elaborada por Félix Guattari en su texto Las tres ecologías (trad. de José Vázquez P. y Umbelina Larraceleta), Valencia: Pretextos, 1990, pp. 18, 45, 77. 10. Pere Salabert S., Declives éticos, apogeo estético y un ensayo más, Cali: Universidad del Valle. Universidad Nacional sede Medellín, 1995, p. 69. 11. Cfr. Jaime Xibillé, «Metropolitanos y ecopolitas», en Sociología 19. Revista de la Facultad de Sociología de Unaula, Medellín, abril de 1966, pp. 34 y ss. 12. Jean Baudrillard, «Videosfera y sujeto fractal», en Anceschi, Baudrillard et alii, Videoculturas de fin de siglo (trad. de Anna Giordano), Madrid: Cátedra, 1989, p. 27. 13. Pere Salabert S., «El infinito en un instante», Revista Ciencias Humanas, 17, Universidad Nacional de Colombia-Medellín, 1993, pp. 105 y ss. 14. Isaac Joseph, El transeúnte y el espacio urbano, op. cit., pp. 51 y ss. 15. Citado por Juan José Lahuerta, 1927. La abstracción necesaria en el arte y la arquitectura europeos de entreguerras, Barcelona: Anthropos, 1989, p. 206. 16. Cfr. Alain Renaud, «Comprender la imagen hoy. Nuevas imágenes, nuevo régimen de lo visible, nuevo imaginario», en: Videoculturas de fin de siglo, op. cit., pp. 14 y ss. 17. Si se analiza con detenimiento la propuesta ecosófica planteada por Félix Guattari, en sus dos libros Las tres ecologías y El constructivismo guattariano, se podrá observar cómo la ecología mental, 79
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la ecología social y la ecología medioambiental son alternativas para pensar este régimen visual que hemos descrito. Algo similar acontece, obviamente desde puntos de vista distintos, con las propuestas de Luc Ferry (El nuevo orden ecológico), Marc Augé (Hacia una antropología de los mundos contemporáneos), Isaac Joseph (el transeúnte y el espacio urbano) y Michel Serres (El contrato natural). 18. Félix Guattari, Las tres ecologías, op. cit., p. 22.
JAIRO MONTOYA
Compasión Un tema como la compasión no puede abordarse desde una sola cultura, porque es una dimensión del ser humano totalmente universalizada. En la tradición sánscrita, por ejemplo, aparecen los términos maitri , que significa benevolencia amistosa y karuna, que suele traducirse por ternura y piedad. Estos dos significados aparecen en japonés fundidos en el término jihi. En las culturas los conceptos nacen de una matriz de raíz honda. En el tradición oriental esa raíz hay que buscarla en la sabiduría, que consiste en percibir con claridad la gratuidad constante de todas las circunstancias vitales. De esa experiencia nacerá la compasión ante toda clase de desgracia. Cuando se vive con esta conciencia, el budista manifestará su gratitud con la alegría de quien sabe que lo recibe todo sin mérito propio y sentirá compasión por los que están todavía bloqueados por la ignorancia de su verdadera realidad. En la tradición budista mahayana es, en este sentido, centralmente significativa la figura del Bodhisattva. Estas figuras, así llamadas, integran los dos aspectos significativos de la compasión budista: son seres iluminados (plenamente conscientes) y, por ello, compasivos. Hay que recordar que en la legua japonesa, para referirse a la sabiduría, se dice chie; es decir, chi significa conocer y e significa corazón y gracia. Quieren decir con ello que se conoce con el corazón (lo que nos hace recordar a Saint-Exupéry) y, al mismo tiempo, se tiene conciencia de que su existencia está siendo animada por la gratuidad. De ahí nace su actitud de agradecimiento y compromiso. 80
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Desde esta actitud no es incomprensible que un historiador de las religiones, como Anesaki Masaharu, destaque la sintonía del Cántico del Sol de Francisco de Asís con la mentalidad oriental. Entre muchos textos citables, leamos una poesía de Myoe (1173-1232): Asomando entre las nubes la luna invernal me acompaña ¿Qué puede importarme el viento helado o la fría nieve?
Esta reflexión ha sido escrita después de una larga y serena meditación del monje en medio de la naturaleza. Identificado con ella, tiene lugar la conciencia plenamente iluminada, desde la que nace la compasión hacia todos los seres. En la base de esta experiencia está la capacidad de detenerse y saber mirar. El samaritano del relato evangélico se detuvo y, por ello, nació en él la compasión por la situación del malherido. Son los dos términos necesarios. Entre las innumerables narraciones budistas se encuentra la de un asceta que tropezó con un perro sucio y enfermo; hizo como que no lo había visto, pero se detuvo, lo miró compasivo y lo abrazó. En ese instante el perro se transformó en el bodhisattva Monju. Es decir, sólo si nos detenemos y contemplamos la realidad con ojos limpios, brotará la compasión y se manifestará la sabiduría. En Occidente una parte importante de la población ha puesto su confianza en la «objetividad imparcial de los académicos», para alcanzar una visión correcta de la realidad. Sin embargo, desde esa perspectiva es muy difícil alcanzarla, porque la forma de ver está condicionada por los prejuicios de base ideológica. Por eso, se opta por una ética que ponga en claro los deberes para con la humanidad, antes de cualquier tipo de mediación ideológica o religiosa. Se insiste en el peso insoslayable de la decisión ética, sin más preparación previa que el compromiso por la transformación del mundo (Conferencia de Susan George, publicada en Frente a la razón del más fuerte). Para esta mentalidad la religión y las exigencias espirituales comunitarias están interfiriendo negativamente impulsados por la compasión. ¿Por qué? Porque, en su opinión, la lucha por la transformación de la realidad es de tipo político y muchas tradiciones religiosas tienen estructuras antidemocráticas, por lo tanto, son incapaces de posiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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bilitar un verdadero cambio para la humanidad. Su discurso de la compasión estaría «contaminado» por estas contradicciones internas; por lo tanto, no hay que reflexionar desde la compasión, sino desde la justicia. Frente a estos prejuicios, que no hay que desechar del todo, están las biografías concretas de millones de seres humanos que han practicado la compasión en situaciones límite, como en el caso de Ana Frank, quien anota en su diario: Es un milagro que no haya renunciado a todas mis esperanzas, ya que parecen absurdas e imposibles. Si las conservo, a pesar de todo, es porque sigo creyendo en la bondad íntima del hombre. No puedo construirlo todo sobre cimientos de muerte, miseria y confusión. Veo que el mundo se va transformando poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el fragor que nos matará también a nosotros, participo del dolor de millones de hombres, pero cuando miro al cielo pienso que el bien acabará venciendo, que esta dureza despiadada también cesará.
Quizá las dos claves apuntadas por Ana Frank puedan dar una pista, para explorar el sentido de la compasión desde una actitud trascendente: la creencia en la bondad del hombre y la sintonía con el dolor de la inmensa multitud de seres humanos. De este modo, se reafirma en la creencia de que el bien acabará triunfando sobre el mal. Desde el ámbito religioso, Charles Péguy ha reflexionado sobre el sentido de la compasión tomando como figura simbólica el drama de Juana de Arco (El misterio de la caridad de Juana de Arco). En su diálogo con Hauviette, Juana manifiesta su impotencia: Por un herido que casualmente curamos, por un niño al que damos de comer, la guerra infatigable produce todos los días centenares de heridos, de enfermos y de abandonados. Todos nuestros esfuerzos son inútiles; nuestros actos de caridad son vanos. La guerra es más fuerte generando sufrimiento. ¡Ah! ¡Maldita sea! ¡Y malditos quienes la trajeron a las tierras de Francia!
¿Es esta frustración el precio de la conducta compasiva? Es la pregunta más doliente de los que la practican, incluso por motivos exclusivamente humanitarios. Frente a la afirmación de que el bien se impondrá sobre el mal, está las experiencia torturante de cada día. Para algunos, la religión ofrece un horizonte de esperanza, para otros, el humanismo exige un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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esfuerzo heroico. Para ninguno la compasión es un sentimiento cálido, blando y vagaroso. Un humanista de nuestros días, Edgar Morin, pide, al final de sus reflexiones en el ensayo titulado Mis demonios, la resistencia, a pesar de su conciencia clara de que la crueldad del mundo ganará la partida: Resistir, resistir primero a nosotros mismos, nuestra indiferencia y nuestra falta de atención, nuestro cansancio y nuestro desaliento, nuestros malos impulsos y mezquinas obsesiones. Resistir por/para/con amistad, caridad, piedad, compasión, ternura, bondad. [...] Me resistí primero al nazismo, luego al stalinismo, procuré resistirme a las dos barbaries que se unieron en este siglo. [...] En el origen de todas estas resistencias descubro, hoy, una resistencia más profunda, primordial, a la crueldad del mundo. Proseguir el esfuerzo cósmico desesperado que, en el humanismo, toma la forma de una resistencia a la crueldad del mundo es lo que yo denominaría esperanza.
E. Morin ha tenido una trayectoria vital humanista que le autoriza a escribir así. Pero la cuestión, que se replantea una vez más, es si la compasión aparece como origen de la resistencia o como forma de mantenerse permanentemente en ella. Los testimonios de personas, que han experimentado situaciones extremas, se suceden a lo largo del turbulento s. XX. Por ejemplo, la escritora francesa Germaine Tillion, después de pasar por los campos de concentración nazis, impactó en la opinión pública, cuando en 1950 viajó a Alemania, para testificar a favor de dos antiguas vigilantes alemanas del campo de Ravensbrück. Reconoció que, al llegar, su semblante era tímido y hasta cierto punto respetuoso con las prisioneras; pero al cabo de diez días el sistema carcelario les había hecho cambiar hasta convertirlas en seres salvajes, llenas de odio y agresividad. Ya lo había hecho tres años antes, cuando se juzgaba a sus propios verdugos. Declaró, posteriormente, que para ella era suficiente que se hubieran condenado sus actos, ya que por aquellas personas sentía una «compasión consternada». El mismo proceso a Pétain, en el que estuvo presente, le inspiró el mismo sentimiento. Ante el conflicto posterior que se desencadenó en Argelia, su postura, que intentó superar las posiciones maniqueas, fue reprobada por todos los extremistas. Su actitud compasiva no nacía del desconocimiento de las «ver81
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tiente atroz de la humanidad» ; a pesar de todo, Germaine Tillion reivindica los valores de la compasión y de la ternura, porque el ser humano es moralmente indeciso, bueno y malo a la vez. La mediocridad y la maldad, que practican muchos seres humanos, es señal de que «no han encontrado los acontecimientos que los pongan de relieve» , como escribe al final de su obra Ravensbrück. Las personas que han sobrevivido a los campos de concentración, confiesan al unísono que nadie habría sobrevivido a esa experiencia sin la compasión y la ayuda de los otros. Es decir, esa dimensión positiva de la vida humana aparece con mayor nitidez en situaciones límite. Su vida posterior normalmente se orientará ayudando a las personas que sufren. De otro modo, pero desde la misma experiencia de los campos de concentración, Viktor E. Frankl subraya la voluntad de sentido en el ser humano y es precisamente esta dimensión la que configura positivamente todo su ser. ¿Respondería la compasión a una voluntad de sentido ante el hecho dramático del dolor y del sufrimiento? ¿Qué significado puede tener esa expresión? El autor de En el principio era el sentido responde: Significa que una persona que se proyecta hacia un sentido, que ha adoptado un compromiso por él, que lo percibe desde una posición de responsabilidad, tendrá una posibilidad de supervivencia incomparablemente mayor en situaciones límite que la del resto de la gente normal. Naturalmente, ésta no es una condición suficiente para sobrevivir, pero sí necesaria.
La compasión sería, desde esta clave, una actitud que proporciona un sentido al descubrimiento de los seres que sufren y al compromiso de compartir su realidad en todas sus circunstancias, como reacción responsable. Viene a ser, por lo tanto, un acto en el que se asume como propia la situación concreta del otro. Desde los escenarios de la guerra Ryszard Kapuchinski reflexionaba para el Magazine de La Vanguardia el 29 de diciembre del 2002: Si nos negamos a conocer a ese otro, podemos entrar en una etapa trágica, de grandes conflictos, de muerte. En la guerra he aprendido una cosa: cuando se toman prisioneros y se interroga a los soldados del bando contrario, siempre, siempre, siempre, se repite la misma pauta, el mismo modelo: al soldado se le ha preparado para que lo ignore todo de su enemigo. El enemigo, el otro, es para él algo abstracto. Y en el 82
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momento en que se empieza a conocer al otro, se empieza a hablar, se pierde la motivación para la lucha.
Y, al perderse la motivación para la lucha, el camino queda libre para la compasión, cuya finalidad es «construir» la verdad del otro, negada o desfigurada por la propaganda bélica. En el momento actual, sin embargo, asistimos a la ambigüedad que supone la preferencia de las generaciones más jóvenes por la realidad virtual. Desde las nuevas tecnologías, positivas sin lugar a dudas, se les ofrece también la posibilidad de vivir en «otros mundos», pero, al acceder a ellos, se desconectan de la realidad social. Es una forma de refugio contra la amarga soledad, aunque el anclaje tenga lugar en la simple ficción. Es muy difícil que desde esa práctica se pueda descubrir la presencia de lo humano. Sin embargo la informática pone en manos de las nuevas generaciones un potencial de aprendizaje colosal. Pero hay que saber utilizarlo. Por todo ello, Rita Levi-Montalcini, premio Nobel de Medicina en 1986, solicita la intervención de los científicos en el sector de los valores, hasta ahora considerado propio de los filósofos y de los religiosos. Siguiendo al genetista A. Piazza, destaca el fenómeno extraordinario de la evolución humana: la aparición de la cultura. De este modo, el Homo sapiens tuvo la «capacidad de elaborar y contener más informaciones que el genoma que lo había programado». Por lo tanto, la dinámica de los genes, según Piazza, está controlada por la dinámica lingüística-cultural. El antiguo tema de la compasión humana tiene ahora la posibilidad de un nuevo enfoque, aunque permanezca el mismo horizonte de aproximación a la realidad humana, superando barreras ancestrales. De ahí nacen las reiteradas llamadas de Levi-Montalcini a la joven generación, para que asuma conscientemente «las trágicas consecuencias de los odios basados en diferencias sociales, religiosas y políticas, así como en los tabúes tribales, que en civilizaciones más evolucionadas tienen características raciales.» Esta respuesta activa superaría la preocupante propagación de lo que califica como «martiriomanía». Recuerda que el 11 de septiembre de 2001 muchos desheredados de la tierra celebraron con alegría lo que consideraban una victoria sobre los poderes responsables de su sufrimiento. No hubo en ellos lugar DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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para la compasión, porque el «mártir» (sahid), versión religiosa del terrorista, representaba la esperanza de la salvación de la miseria, que padecen. La compasión tiene para ellos el rostro insoportable de la traición. De nuevo, el budismo aparece como fuerte contraste ante la falta de compasión o ante las decisiones que necesitan de una fuerza capaz de mantenerlas. El Maestro Nhat Hanh, que hoy es uno de los referentes del llamado budismo comprometido, no evita enfrentarse a situaciones extremas:
Estar con otra persona de esa forma quiere decir que, por el momento, dejas a un lado tus propios puntos de vista y tus valores a fin de adentrarte en el mundo del otro sin prejuicios. En cierto modo entraña dejar a un lado tu propio yo.
El proceso que subraya Rogers supone asumir con lucidez y valentía la presencia de sentimientos negativos, por ejemplo, la ira y el odio. El ha trabajado con personas blancas y de color en terapia de grupo. Para ellos indica en su obra On personal power : Se necesita «escuchar» la ira. Esto no significa que simplemente haya que oírla. Necesita ser aceptada, asumida en el interior y comprendida empáticamente. Si bien las diatribas y acusaciones parecen ser intentos deliberados de herir a los blancos —un acto de catarsis, para acabar con siglos de abusos, opresión e injusticias— la verdad de la ira es que ésta tan sólo puede disolverse cuando ha sido escuchada y aceptada sin reservas.
Sostengo mi rostro entre las manos. No, no estoy llorando. Sostengo mi cara entre las manos. para guardar el calor de la soledad. Dos manos protectoras, dos manos que alimentan dos manos que impidan que mi alma se abandone a la rabia.
Estas palabras están cargadas de energía emocional, de dukkha, es decir de amargura, de sufrimiento, causado por los estados negativos de la mente. No se las oculta, sino que se manifiestan de forma espontánea, pero controlada. Todo ello no desemboca en el odio, sino en la compasión (karuna). Esta significa que se está dispuesto a hacer todo lo posible, para que los demás estén libres de todo sufrimiento. En esta perspectiva surge la mahakaruna, es decir, ser consciente de las necesidades de todos los seres, incluso animales, plantas y toda la realidad inanimada. Es una forma de empatía, que termina por romper todas las barreras que le separan de todos los seres. Por ejemplo, la simple empatía puede impactar en la sensibilidad de quien ve a alguien ahogándose en un río, pero la mahakaruna me lleva a la convicción de que soy yo el que se ahoga en el río. Ésta es la diferencia entre budismo y humanismo, por ejemplo. Esto es, no se piensa en términos de dádiva o de regalo (que supone la separación entre yo y otro), ni tampoco se reduce al nosotros de la familia, pueblo o grupo, sino que se amplía al universo entero. Por medio de la compasión nos hacemos uno con todos los seres. Esto significa que no se tiene una postura que imponer a nadie, ni siquiera una posición particular que defender. Carl Rogers, fundador de la psicoterapia centrada en la persona, ha escrito algo semejante en El Camino del Ser: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Esto quiere decir que tanto en la reflexión budista, como en la terapia de Rogers, el resultado es extraer del interior de la persona lo mejor de sí misma. Además, por este camino se llega a lo que se conoce en el psicodrama como la inversión de papeles (J.L. Moreno) o, en lenguaje budista, intercambiar el yo por otro (Gyatso). Es una representación en la que se asume el papel del otro (padre, hijo, enemigo...) y en su proceso se experimenta un punto de vista diferente, elevándose por encima de las frustraciones particulares. El efecto es la compasión que hace posible la curación de los sentimientos destructivos. Uno de los grandes observadores y actores de nuestro mundo es Federico Mayor Zaragoza. Su trayectoria universitaria y su trabajo al frente de UNESCO durante doce años avalan sus reflexiones, ya que están formuladas desde la experiencia directa de situaciones extremas de personas que viven en escenarios degradados por la pobreza y la guerra. Cuando él reclama, en su obra La nueva página, que la educación actual forme personas adultas y sensibles, quiere subrayar la necesidad de crear personas inconformistas, capaces de cuestionar lo que se acepta como irreparable. ¿Qué significa esto en realidad?: Significa, por ejemplo, la capacidad de sentir honda compasión por un niño que sufre en un país remoto; o experimentar auténtica indignación cuando los gobiernos y las instituciones 83
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Comprensión
no logran solventar los conflictos internacionales por medios pacíficos.
Es la versión ética de la compasión. Supone mantener permanentemente una actitud vigilante ante el problema ecológico, el problema social y el problema educativo. Sin embargo, hay que estar alerta ante los que suele denominarse la fatiga de la compasión. Es el cansancio del talante moral, desgastado por la apatía ante el diario desfile en imágenes del sufrimiento de los países más pobres. La única salida posible es buscar el cauce de actividades que aborden problemas concretos, dando oportunidad a la sociedad civil de mantener abiertos todos los caminos del cambio, con el respaldo de la educación en todos sus niveles. Miguel de Unamuno refiere esta honda verdad de la vida humana en su ensayo Del sentimiento trágico de la vida, que quisiera reproducir aquí a modo de conclusión: Porque los hombres sólo se aman con amor espiritual cuando han sufrido juntos un mismo dolor; cuando araron durante algún tiempo la tierra pedregosa uncidos al mismo yugo de un dolor común. Entonces se conocieron y se sintieron, y se con-sintieron en su común miseria, se compadecieron y se amaron.
JOSÉ LUIS VILLACORTA
Comprensión La palabra «comprensión» ha recibido acepciones señaladas en muy diversos campos, desde la lógica (comprensión de un concepto), la metodología y teoría del conocimiento (J.G. Droysen, W. Dilthey y, por otra parte, H. Rickert y W. Windelband) o la pragmática (K.-O. Apel y J. Habermas), hasta la psicología (W. Köhler) y la sociología (M. Weber, A. Schütz), pasando por la hermenéutica clásica (de F.D.E. Schleiermacher a E. Betti), la narratología (P. Ricoeur), la estética literaria (H.R. Jauss) e incluso la ética (de Aristóteles a M. Riedel). Aquí nos ocuparemos de la teoría del comprender que constituye el centro de la ontología hermenéutica, prefigurada en la obra de M. Heidegger y desarrollada por H.-G. Gadamer a partir de Verdad y método (1960). En ella se remodela, a través de una radicalización y un viraje, el relieve que el término había tomado 84
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en el siglo XIX a raíz de la «crisis de la conciencia histórica» y del proyecto de fundamentación metodológica de las ciencias del espíritu. La hermenéutica filosófica, al retrotraer el conflicto epistemológico entre las diversas ciencias a una perspectiva ontológica, lleva a cabo una deconstrucción de muchos de los significados de «comprensión» acuñados dentro de esos campos específicos, haciendo aflorar, al mismo tiempo, el problema de la distribución de tales campos. A esto contribuye decisivamente la tesis (de cuño husserliano-heideggeriano) de que todo modo de comprender recibe su sentido vinculante de la praxis vital, y el consiguiente arraigo de la investigación en el precientífico «mundo de la vida». Así trazada, la historia del término «comprensión» registra el camino que va desde su despuntar problemático como supuesto método de los saberes históricos (que intentan justificar su estatuto «peculiar» dentro de la configuración ilustrada) hasta su reconversión en una noción que impregna cualquier forma no sólo de saber, sino, antes que nada, de vivir (de modo que la propia configuración en la que se habían planteado las aporías del conocimiento histórico resulta, a la postre, desestructurada). El sentido hermenéutico de «comprensión» se sitúa entonces «más acá» de la oposición «explicación vs. comprensión» con la que W. Dilthey esperaba asegurar, desde un punto de vista metodológico, la distinción moderna entre la esfera de la Naturaleza —ciencias explicativas— y la esfera del Espíritu —ciencias comprensivas (con lo que, sin embargo, no se hace sino cumplir el programa diltheyano, abortado por un exceso de epistemologismo y por un anti-idealismo no suficientemente madurado, de elaborar una filosofía de la vida y de la historia). Para la hermenéutica filosófica la comprensión no es una operación intelectiva entre otras, ni siquiera la «principal» operación intelectiva, sino que constituye un «modo de ser»: atraviesa de parte a parte nuestro entero ser-en-el-mundo, hasta el punto de determinar el rasgo ontológico fundamental de la vida humana —y así se presenta, como uno de los «existenciarios» del Dasein, en la descripción heideggeriana de Ser y tiempo.1 No se alcanza el sentido vinculante de «comprender» si se piensa éste como adquirir un conocimiento que después se aplica a una actividad; al contrario, es en el propio ejercicio de esa actiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Comprensión
vidad donde acontece y se manifiesta esencialmente la comprensión. Comprender es «ser capaz de», «saber habérselas con», del mismo modo como en la expresión castellana «¿entiendes de plantas?» se mienta una destreza en la que no interviene la diferenciación abstracta entre un saber «teórico» (una contemplación que hubiera suspendido toda atingencia a lo contemplado) y un saber «práctico» (que, en cuanto opuesto a «teórico», se leería sólo como la actualización de una técnica). Al mismo tiempo, en la idea de comprensión en tanto que «poder-ser respecto a algo» (p. ej., ser capaz de corresponder a algo en sus acciones propias) queda trastornada la presunta autonomía de un «sujeto cognoscente» frente a sus «objetos» de conocimiento: nunca sucede que lo conocido se «añada» a quien lo conoce como una mera posibilidad (una posibilidad contingente) que éste pudiera ponerse o quitarse a su antojo, sino que tal conocimiento constituye el más radical «poder-ser» (una posibilidad, por tanto, necesaria) de quien «pertenece» a él (de manera que «poder» significa aquí más «dejarse afectar» que «dominar»). En este sentido, la comprensión es el modo originario de apertura del Dasein, quien se encuentra en todo caso previamente referido a determinado «poder-ser». A despecho del significado lógico —y, en las lenguas románicas, etimológico— del término en cuanto «abarcar» o «incluir», según el cual parecería que «algo está fuera y tiende a entrar dentro», más bien ocurre que «somos captados por algo»:2 es el propio comprender quien despliega cualquier respectividad «sujeto-objeto» (antes, por tanto, de que se pueda plantear un «realismo» o un «idealismo»). Si vivir implica «comprenderse en el mundo», sin embargo el mundo no puede quedar reducido a objeto de nuestra comprensión, pues ya estamos siempre —y seguimos estándolo, por más que tomemos una distancia «cognoscitiva» frente a él— constituidos por un mundo que compartimos con otros. La comprensión comporta así cierta circularidad (entre la potencial «apertura hacia» y su actualización) y cierta reflexividad (expresada en frases como «¿qué tal te entiendes con tus nuevos compañeros?»), a las que se refieren las nociones de «pre-estructura de la comprensión» (Heidegger) y de «círculo hermenéutico» (Gadamer). Ambos aspectos dependen por entero, para la hermenéutica filosófica, del DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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carácter irrebasablemente lingüístico de toda comprensión. Conviene subrayar que «lingüisticidad» no equivale aquí a «enunciación», ni siquiera a «verbalidad»: hay comprensión, ante todo, en el obrar cotidiano, puesto que en el simple conducirse y manejar útiles se pone en acción la articulación de un mundo, inseparable de una comunidad conformada lingüísticamente (de manera que, a la inversa, toda comprensión tiene una naturaleza «performativa»). De este modo, también dimensiones liminares del lenguaje, como los gestos, la entonación o el «quedarse sin habla», intervienen en este troquelado de determinadas virtualidades de comprensión. A este respecto, Gadamer ha mostrado (y aquí radica una de sus mejores aportaciones filosóficas) que entender no es primariamente «entender algo», sino «entenderse con alguien sobre algo»,3 y que, en consecuencia, la forma esencial de toda realización lingüística es la conversación, el diálogo. Esto no quiere decir que la comprensión que se ejecuta a través del diálogo revista la forma de un consenso: en primer lugar, porque los interlocutores sólo resultan convocados en la medida en que previamente comparten un «sentido verosímil» de la cuestión que se proponen examinar (y en este carácter de anámnesis o remonte a una anterioridad virtual, la «concordancia» propia del lenguaje se muestra como la de un «comienzo sin comienzo»).4 El «mutuo-entendimiento-en-la-cosa» actúa como principio rector del diálogo en dos sentidos: por una parte constituye la condición de posibilidad de que el diálogo se entable, por otra, es justamente aquello que el diálogo tiene que poner a prueba —mediante el análisis de si tales supuestos resultan efectivamente vinculantes o si han de quedar disueltos en opiniones «particulares»—, y por tanto constituye el fin o cumplimiento de su desarrollo. Dicho en otros términos: cualquier comprensión se fragua desde determinados prejuicios que, en el desenvolvimiento «dialéctico» (dialogal) de la misma, tienen que exponerse a la unidad de manifestación de la cosa. No se impide con ello que pueda haber comprensión sin que se esté de acuerdo con el otro, si bien tal situación plantea, más que un cese, una nueva exigencia al comprender, que deberá buscar —trasladándose, «comprensivamente», al lugar del otro (y viceversa)— nuevas «valencias» capaces de reanudar la referencia común 85
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(para lo cual es imprescindible que los interlocutores del diálogo no se comporten como «sujetos», p. ej., fijándose a una identidad que se trata de defender a toda costa, sino como «personajes» —teatrales— del mismo). La comprensión obedece, por consiguiente, a una «lógica de la pregunta y la respuesta»:5 someter un asunto a discusión equivale a poner en suspenso su verdad dentro de una precisa orientación de sentido, pero resulta que al plantear una pregunta es la propia orientación de sentido la que, en cuanto enlace de las múltiples «razones» confrontadas, aflora indirectamente. De este modo, el diálogo no se resuelve mediante la adecuación (adaequatio) de verdades a un criterio inamovible, anterior y externo a él, sino que, siempre que una refutación se atenga consecuentemente a lo «común» del diálogo, puede des-cubrir (alétheia) un nuevo horizonte de sentido. Aquí radica el error que Gadamer detecta en la reducción del comprender a un «instrumento» de la verdad: sólo respecto a una verdad abstraída de su propio acaecer cabría imaginar un método previo e independiente de ella. Esta negatividad dialéctica propia de la comprensión —se comprende siempre de otro modo a como esperábamos— actúa entonces a favor de una nueva apertura del horizonte de lo comprendido, tal y como ocurre en toda «verdadera» experiencia: quienes la padecen resultan alterados a la vez que se desmienten sus expectativas. El comprender es, por tanto, un acontecer (y así rezaba el primer título que Gadamer pensó dar a Verdad y método: Comprender y acontecer [Verstehen und Geschehen]). Pero para que tal circularidad de pregunta y respuesta se mantenga efectivamente abierta (y no se quede en la mera confirmación del sentido anticipado), es necesario que la reflexividad que comporta la comprensión quede, por así decirlo, truncada, trans-propiada: no clausurada en una «pura automanifestiación» de la cosa discutida ni tampoco de los hablantes. Si es cierto que el diálogo deviene «inauténtico» (o imposible) cuando se cierra, doxáticamente, en las posiciones de sus interlocutores, no lo es la consecuencia inversa: que en el diálogo «auténticamente» entregado al «hacer de la cosa misma» los interlocutores hayan desaparecido por completo y sean, por tanto, intercambiables por cualesquiera otros. En efecto, la cosa examinada sólo puede desplegarse des86
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de (y hasta) la concreta situación hermenéutica en la que reside la verosimilitud del diálogo, y que abarca por igual —simplemente haciéndolos «posibles» en su interrelación— a los hablantes y lo hablado. Por más que el acontecer dialogal pueda transformar los presupuestos de la comprensión, no cabe una iluminación absoluta de la situación hermenéutica (lo que supondría, en definitiva, una vuelta al problema de la separación «sujeto-objeto» que se trataba de remontar). Frente a la antítesis ilustrada entre tradición y razón universal, Gadamer muestra que toda comprensión está arraigada en determinados prejuicios, respecto de los cuales no tiene cabida una dialéctica de dogmatismo vs. emancipación. Al igual que el interloculor ha de pertenecer de antemano —pero no de una forma irreversible— a la «comprensibilidad» del diálogo, así también entre el horizonte de una tradición y el de sus intérpretes se da una previa «fusión de horizontes», que puede ser alterada críticamente, pero no anulada. De ahí que el comprender sea —y en ello reside la piedra de toque de la ontología hermenéutica— radicalmente finito, histórico, ocasional. ¿Cómo explicar entonces que la comprensión desenvuelta en determinada conversación no agote definitivamente el tema en cuestión (de lo contrario estaría pronunciada en condiciones «absolutas») y a la vez sea una conversación plena de sentido, no un difuso fragmento inconexo o pendiente de una unidad hipotética, que como tal no sería capaz de vincularnos? ¿Cómo puede una concreta acepción de mundo ser radicalmente «respectiva» y a la vez estar abierta a una infinidad de otros respectos, que se comprenderán como respectos «de lo mismo»? ¿En qué radica esta conjura que la hermenéutica, en una sola jugada, pretende hacer de todo «absolutismo metafísico» y todo «relativismo»? En este difícil problema del límite del comprender podrían cifrarse los dos retos de autodemarcación que la hermenéutica se propone: por una parte, frente a la vigencia encubierta —por más que inaccesible «para nosotros»— de un Espíritu Absoluto (no suficientemente refutado, en opinión de muchos, por parte de Gadamer); por otra, frente a una postergación infinitista del límite (que mantendría, por tanto, el mismo absoluto en una teleología metafísica). Un posible modo, implícito en la obra de Gadamer, de afrontar tales retos residiría DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Comprensión
en el análisis del papel que tienen las categorías de lo singular, lo particular y lo universal en la forma «primera» del saber. Para la racionalidad práctica —que constituye el modelo, inspirado por la dialéctica socrático-platónica y la phrónesis aristotélica, de la hermenéutica—, comprender no significa subsumir un caso particular en una clase universal, sino articular una situación singular desde una generalidad de la que no se puede disponer ni previamente ni al margen de dicha coyuntura; la comprensión cuaja así entre dos regímenes ontológicos diversos: entre una singularidad actual y una totalidad potencial. La totalidad a la que está referido el comprender (que, por principio, nunca se entiende a sí mismo como una parte dentro de un todo incógnito) sólo puede actualizarse en acontecimientos finitos, que a su vez reconvierten, inscribiendo su sello personal, las virtualidades de esa totalidad. Por eso la «aplicación» constituye un aspecto esencial de la comprensión. Contra la convicción ilustrada (desde Kant hasta Apel y Habermas) de que la validez formal de todo contenido fáctico ha de fundarse en una ley universal y atemporal, la hermenéutica sostendría que tal «validez» está siempre anclada en determinado contexto histórico, dentro de cuya finitud actúa, por más que nos sea indisponible (inistrumentalizable), como auténtica instancia regulativa; de modo que, lejos de incurrirse en un nihilismo hermenéutico, se mantiene abierta la distancia, y la tarea crítica (aunque no depositada en un ideal de «progreso»), entre la quaestio iuris y la quaestio facti. El carácter inagotable del comprender se descubre, por otra parte, cuando se reconoce la intervención de lo «no-dicho» en la palabra dicha. En lugar de constituir un infinito indeterminado (como el vaciado de una Presencia absolutamente realizada), lo ausente en cierto pronunciamiento pertenece singularmente a ese pronunciamiento, es más: se da conjuntamente a lo pronunciado como su propia posibilidad de prosecución y transformación. El principio hermenéutico de la «historia de los efectos» (Wirkungsgeschichte) expresa, además de «afección», también «eficacia» o «productividad»: no sólo es que todo fenómeno del pasado esté configurado por la suerte de su decantación histórica (que afecta igualmente a la conciencia que lo interpreta), sino que en DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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tal decantación se guarda la reserva para actualizaciones inéditas de la historia (precisamente porque la transmisión no puede repetirse literalmente, toda vez que la «falla» entre la generalidad del lenguaje y la singularidad de la comprensión ha de ser llenada en cada caso). En esta recusación de la «Metafísica de la presencia» toma parte, en fin, la dislocación de la dimensión lingüística que se tomaba por primera; el lógos apophantikós o enunciativo (al que la ciencia moderna había confiado un progreso de desvelamiento sin resto) comparece ahora como una instancia derivada, que se recorta sobre el lenguaje de la praxis vital: un lenguaje acuñado sin «tema», sin «concepto», y en el que no cabe ni una escisión ni una reducción mutua de discurso y acción, lógos y êthos, «señal» y «señalado». La comprensión se muestra así correlativa a la naturaleza «simbólica» de su hábitat lingüístico o, dicho en términos platónicos, a la «debilidad de los lógoi»: el sentido no se clausura en la imagen que lo manifiesta, y no obstante es inmanente a ella; ambos se encuentran, en su radical heterogeneidad, mutuamente «expropiados». De ahí que el lenguaje presente, irremediablemente, una tendencia «tergiversadora», pues aspira a hacerse valer a sí mismo en su condición de figura, ocultando —y no sólo revelando— lo que deja traslucir. A pesar de que el lenguaje, dice Gadamer,6 es el lugar primigenio de la verdad, a pesar de que en él reside el vínculo, la ob-ligación, de una comunidad de mundo, sin embargo carece del poder de obligar a entender, no puede exigir automáticamente el asentimiento del interlocutor. De este modo, por debajo de toda capacidad «coactiva» de la demostración, el conocimiento descansa siempre sobre una dimensión retórica o persuasiva, dimensión que presupone, si no quiere sucumbir a la corrupción «sofística», determinada actitud «ética»: la del re-conocimiento —que ha de entregarse cada vez— de que se está «ob-ligado» por un lenguaje común. Por otra parte, esta copertenencia no-identitaria de fenómeno y sentido hace de la traducción, lejos de un caso «extremo» (que se revelaría, en último término, imposible, o bien que se esperara resolver formalmente), el procedimiento habitual de toda comunicación lingüística, incluso dentro de un mismo idioma. El fenómeno de la interpretación, que la hermenéutica metódica conside87
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raba restringido a los pasajes en los que no se lograba una comprensión inmediata, se muestra ahora coextensivo a cualquier comprensión. No es ya el «malentendido», como en la hermenéutica de Schleiermacher, lo que desata la interpretación, sino que el «buen entendimiento», en tanto entendimiento finito y expuesto a sus alteridades, comporta siempre una interpretación. Invirtiendo el espíritu del mito bíblico de Babel, Gadamer ve en la pluralidad de lenguas, y en el inacabable esfuerzo de mediación entre unas y otras, la condición necesaria para una convivencia «prudente»,6 mientras que, a la inversa, la pretensión de reducir esta diversidad a un solo lenguaje conllevaría, como en la unificación moderna del saber sobre el modelo exclusivo de la matemática, el peligro de ensoberbecer al ser humano con un instrumento de dominación sin límites.7 Una advertencia especialmente vigente en nuestro contexto actual de la «globalización», donde la inmediata traducibilidad que simulan las telecomunicaciones podría resolverse, de manera anti-hermenéutica, en una eliminación de las diferencias culturales. Bibliografía básica en español APEL, K.-O.: Semiótica trascendental y filosofía primera, traducción y prólogo de G. Lapiedra, Síntesis, Madrid, 2002. DILTHEY, W.: Dos escritos sobre hermenéutica: El surgimiento de la hermenéutica y Los esbozos para una crítica de la razón histórica, prólogo, traducción y notas de A. Gómez Ramos, epílogo de H.U. Lessing, Istmo, Madrid, 2000. —: Introducción a las ciencias del espíritu: ensayo de una fundamentación del estudio de la sociedad y de la historia, traducción de J. Marías, prólogo de J. Ortega y Gasset, Alianza, Madrid, 1986 (Revista de Occidente, 1956). También en Fondo de Cultura Económica (Obras de Dilthey I), México, 1978 (1944). GADAMER, H.-G.: Antología, traducción de C. RuizGarrido y M. Olasagasti, Sígueme, Madrid, 2001. —: Verdad y método I, traducción de A. Agud y R. de Agapito, Sígueme, Salamanca, 1977. —: Verdad y método II, traducción de M. Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 1992. HABERMAS, J.: Conocimiento e interés, traducción de M. Jiménez, J. F. Ivars y L. Martín Santos, Taurus, Madrid 1989 (1982). —: La lógica de las Ciencias sociales, introducción y traducción de M. Jiménez, Tecnos, Madrid, 1998. HEIDEGGER, M.: Ser y tiempo, traducción, prólogo y notas de J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997. 88
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RICOEUR, P.: Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, traducción de P. Corona, Fondo de Cultura Económica de Argentina, Buenos Aires, 2001. SCHLEIERMACHER, F.D.E.: Los discursos sobre hermenéutica, introducción, traducción y edición bilingüe de L. Flamarique, Universidad de Navarra, Pamplona, 1999 (1991). WEBER, M.: Sobre la teoría de las ciencias sociales, traducción de M. Faber-Kaiser, Península, Barcelona, 1977 (1974).
Notas 1. Cf. M. Heidegger, Ser y tiempo (1927), traducción, prólogo y notas de J. E. Rivera, Editorial Universitaria, Santiago de Chile, 1997, §§ 31 y ss., pp. 166 y ss. 2. H.-G. Gadamer, Verdad y método II (1986), traducción de M. Olasagasti, Sígueme, Salamanca, 1992, p. 218. 3. Cf. H.-G. Gadamer, Platos dialektische Ethik (1931), Gesammelte Werke 5: Griechische Philosophie I, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985, pp. 23 y ss.; e ibíd., Verdad y método I (1960), traducción de A. Agud y R. de Agapito, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 232. 4. Vid. H.-G. Gadamer, «Los límites del lenguaje» (1985), en ibíd., Arte y verdad de la palabra, Paidós, Barcelona, 1998, p. 137. 5. Cf. H.-G. Gadamer, Verdad y método I (1960), op. cit., pp. 447 y ss. 6. Cf. H.-G. Gadamer, «Dialektik und Sophistik im siebenten Platonischen Brief» (1964), Gesammelte Werke 6: Griechische Philosophie II, Mohr Siebeck, Tubinga, 1985, pp. 90-115. 7. Vid. H.-G. Gadamer, «La diversidad de las lenguas y la comprensión del mundo» (1990), en íd., Arte y verdad de la palabra, op. cit., pp. 111-130.
CRISTINA GARCÍA SANTOS
Comunicación e información Nuestro saber práctico está más desarrollado que nuestra todavía rudimentaria reflexión teórica. Esto explica que sepamos comunicarnos, pero que, paradójicamente no seamos capaces de definir con rigor qué es eso de la comunicación. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, el término comunicación —del lat. communicatio-onis— tiene que ver con la acción de comunicar: hacer a otro partícipe de lo que uno tiene. Comunicar, al igual que comulgar —coincidir en ideas o sentimientos con otra persona—, procede del voDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cablo lat. communicare. De aquí que, en principio, el acto de comunicar nos remita siempre a la idea del otro, implica relacionarse, poner en común, participar. Sin embargo, llamamos comunicación a muchas cosas distintas, con frecuencia contradictorias. También son muchas las disciplinas —la psicología, la antropología filosófica, la filosofía del lenguaje, la semiótica, la teoría de la comunicación, la cibernética, entre otras— que vienen compitiendo en una disputa histórica por explicar el «problema de la comunicación». Algunas entienden la comunicación como procesos humanos y culturales muy complejos, en ocasiones inabordables o de difícil sistematización científica. Otras buscan reducir esos procesos a operaciones de transmisión de información. Incluso se llega al extremo de pretender explicar la comunicación desde formulaciones matemáticas. Según Ferrater Mora estas disciplinas miran desde dos grandes perspectivas —«existencial» la primera y «lingüística» la segunda— y se muestran irreconciliables.1 Lo cierto es que hasta la fecha ninguna disciplina ha sido capaz de dar cuenta con rotundidad de la complejidad del acto de comunicarse. Habitualmente cuando tenemos dificultades para definir algo recurrimos a enumerar sus partes o a mostrar su utilidad. En esa línea, sabemos que toda persona y toda colectividad necesitan comunicarse —estamos pues ante una necesidad humana—, que las personas se comunican entre sí «para relacionarse, transformándose mutuamente y transformando la realidad que les rodea».2 Conocemos también que gracias a la comunicación es posible la comunidad, entendida como sociedad de individuos entrelazados por intereses comunes. Comunicarnos, por tanto, nos permite conocer y poder compartir las visiones del mundo que tienen los demás, intercambiar experiencias, y construir juntos lo común: la idea de comunidad. Cuando nos comunicamos damos forma más humana a nuestras relaciones con el otro: nos abrimos a la posibilidad de ser comprendidos y de comprender. Pero la comunicación compromete: nos puede exponer a dilema ético de tener que cambiar nuestras ideas, actitudes y decisiones. Sabemos también que nos comunicamos a través del lenguaje, mediante la construcción de significados y de sentidos que, aunque DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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fragmentaria y de forma imperfecta, compartimos, a través del uso de diferentes tipos de códigos. Desde ese punto de partida los autores clasifican los distintos procesos comunicativos. Separan los procesos intracomunicacionales, propios de los campos de trabajo de la psicología y la psiquiatría; intercomunicacionales, de la comunicación «cara a cara»; y de la comunicación social. Cuando hablan de comunicación social distinguen la grupal, pública o institucional, de la comunicación mediada por los soportes técnicos tradicionales (cine, radio y televisión), o por las nuevas tecnologías.3 El siguiente paso suele ser diseccionar los procesos de comunicación en sus principales componentes. Los manuales de teoría de la comunicación nos presentan una gran variedad de modelos de comunicación. Desde versiones básicas que nos hablan de emisor, mensaje, lenguaje, canal, receptor, ruido, retroalimentación, etc.; hasta interpretaciones más sofisticadas pero que, en general, comparten el mismo esquema. Sin embargo estas clasificaciones aportan pocas pistas a la hora de identificar los debates fundamentales que giran en torno a la comunicación en la sociedad moderna. Para ser más explícitos, nos dicen poco sobre las preguntas que hoy están encima de la mesa —en términos humanos y sociales— cuando hablamos de comunicación: ¿Es la nuestra una sociedad de la comunicación o de la información? ¿Estamos realmente ante la «sociedad del conocimiento»? ¿Nos está haciendo más sabios, más solidarios y, en definitiva, más humanos? ¿Información contra comunicación? En la sociedad moderna el concepto comunicación ha perdido su sentido originario que lo vinculaba con comulgar —con participar en lo común. Ahora hace referencia sobre todo a la producción e intercambio de signos que llevan información. Se reduce así la complejidad de los procesos de relación y puesta en común que contienen el hecho de comunicarse a simples operaciones informativas. Hoy decimos que nos comunicamos cuando nos informamos, cuando transmitimos información. La idea de información se ha impuesto a la de comunicación. Las causas de este cambio hay que buscarlas en el propio desarrollo de la sociedad mo89
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derna. Hasta bien entrado el siglo XVI los términos comulgar y comunicar tuvieron significados muy próximos. Fue en esa fecha cuando comenzó a utilizarse el vocablo comunicar con el sentido de practicar una noticia: comunicar comienza a significar también transmitir. En los siglos XVII y XVIII la formación de los mercados nacionales y la construcción de vías de comunicación cambiaron radicalmente el sentido original de communicare. La comunicación pasó a entenderse como el conjunto de instrumentos y de redes que hacen circular a las personas, informaciones y mercancías. A partir del siglo XVIII esta interpretación se vincula directamente con la producción y el consumo, el trabajo y el espectáculo, y se integra en la gestión técnica de la opinión y en el control de las masas (encuestas, sondeos y opinión pública). Después será la aparición y desarrollo de los medios de comunicación de masas la que consolide definitivamente la hegemonía de la dimensión informativa sobre la idea de comunicación.4 En nuestros días se ha ratificado lo que Martín Barbero5 llama el «divorcio» entre las ideas de comunicación e información. La información, asociada a la revolución tecnológica, ha conseguido una gran legitimidad teórica y científica hasta convertirse en la «idea fuerte, en «una especie de concepto moderno de lo que hoy se entiende por transdisciplinariedad». Se trata de una noción capaz de operar en todas las áreas y, que se nos presenta además con una «operatividad» tal que, al parecer, es capaz de articular los cambios acelerados que suceden a nuestro alrededor y, en suma, dar cuenta de todos los fenómenos sociales. Frente a ella, la idea de comunicación se ha visto desplazada hacia «las incertidumbres de lo social». Se nos presenta vinculada a la crisis de paradigmas y a la crisis de las utopías políticas: vive hoy «la incertidumbre de los saberes sobre lo social». De aquí el intento de relegitimación filosófica que hace Habermas de la categoría de comunicación, «al colocarla como un nuevo foco epistemológico y como nuevo horizonte ético».6 Lo cierto es que la comunicación ha perdido la batalla frente a la información gracias al peso de cuatro componentes básicos en la sociedad moderna: el mercado, los medios de comunicación de masas, la sociedad informacional y las ciencias de la gestión. El eje sobre el 90
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que giran estos cuatro componentes es el desarrollo de una cultura mercantil que se reclama universal y que se expande con los procesos de globalización. Se ha dado así un salto cualitativo sin precedentes al diluir del todo las ya históricamente borrosas fronteras entre comunicación social, información y mercancía. ¿La sociedad informacional nuevo paradigma? En la evolución que acabamos de señalar se han dejado en el camino muchas cosas. Ahora hablamos más de mensajes, vías y medios de comunicación, que de procesos de comunicación humana. Pero, sobre todo, hemos cambiado el centro desde el que se miraba lo comunicativo del universo de las personas al mundo de los instrumentos. Hemos intercambiado los protagonistas: personas por instrumentos. Nos hemos quedado entonces con una visión hegemónica y muy poderosa, poco interesada por el modo en que la comunicación nos afecta y reconstituye como sujetos. Una comunicación que contradictoriamente ni se piensa ni se mueve en términos comunicativos de encuentro entre culturas, dignidad o construcción de una ciudadanía universal; que a menudo rehúsa contribuir a la comprensión colectiva de problemas complejos y acaba confundiendo los medios con los fines. Y todo eso a pesar de que sabemos que el proceso de comunicar es mucho más amplio y complejo que el de difundir informaciones: que son los procesos de comunicación los que contienen los productos o procesos informativos, no al revés. Porque comunicar supone «una acción general, mientras que informar es una labor mucho más restringida que nos da a entender que se están aportando nuevos datos, nuevos relatos, sobre todo hechos reales».7 Sin embargo hoy se nos propone la «sociedad informacional» como un nuevo paradigma social. «Una nueva forma de organización social» en la que la generación de conocimiento —producción, procesamiento y transmisión de información— se convierten en las fuentes fundamentales de la productividad y del poder debido a las nuevas condiciones tecnológicas».8 Hablamos de paradigma en el sentido que le da Kuhn: «toda una constelación de opiniones, valores y métodos, etc., compartidos por los miembros de una sociedad determinada», es decir, el eje que atraviesa el conjunto de actividades propias de una época9. La «sociedad DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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informacional» se nos presenta entonces como «aquella sociedad nueva, en la que agotado el motor de la lucha de clases, la historia encontraría su nueva dinámica, su recambio, en los avatares de la información».10 Pero, lo cierto es que algunas de las promesas de la «sociedad informacional» están hoy puestas en tela de juicio por una serie de debates que, poco a poco, la siempre tozuda realidad se empeña en ir reabriendo. En primer lugar cabe preguntarse si la idea de que de la sociedad informacional está realmente informada tal vez sólo sea una presunción. En este punto la discusión gira en torno al propio concepto de información y parte del mito de la objetividad. Con demasiada frecuencia se olvida que información es todo conjunto de datos estructurados, dotado de forma y sentido. Datos seleccionados con criterios culturales y además integrados en una estructura. Los datos de toda investigación —por pulidos que estén sus instrumentos de observación y recogida y por amplio que sea su universo—, no son recogidos, como se tiende a creer, sino producidos. Siempre que in-formamos estamos dando forma, difundiendo un modo concreto de ver e interpretar las cosas. Por eso no puede hablarse de informar —transmitir datos— como una operación inocente: la información son los datos ya seleccionados y estructurados. Toda información porta algún sentido y dirección (aspectos prescritos), tanto como excluyen otros (aspectos proscritos). Tan importante es lo que muestra, como lo que oculta. El problema además no estriba en poseer poca o mucha información, sino en disponer lo más pronto posible de información útil: aquella que nos permite tomar decisiones sobre temas fundamentales para nuestra vida personal y colectiva. Cuando no podemos metabolizar las informaciones (que además nos llegan descontextualizadas —sin su sentido original— y son irrelevantes —hablan de lo anecdótico para esconder las causas profundas—) porque su ritmo de producción y difusión no respeta nuestros ritmos biológicos y sociales, podemos hablar de infopolución. Estamos frente a una manera nueva de manipular y desinformar que consiste en ofrecer cantidades inmensas de datos inútiles hasta contaminarnos y embotarnos el razonamiento. Se trata de una maniobra especialmente sutil, porque produce un DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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efecto narcótico: la excesiva acumulación de datos inconexos impide la correcta comprensión de un fenómeno sin que el sujeto sea consciente de ello. El efecto narcótico tiende a conseguir un sujeto desinformado —confunde el sentido del suceso— y además ignorante —se cree informado. En una cultura de sobreestimulación simbólica la desinformación por sobreinformación alcanza dimensiones cuantitativas y cualitativas descomunales: produce la confusión entre realidad y simulacro y genera la ignorancia de la ignorancia. Nuestras retinas retienen imágenes de múltiples sucesos de los que desconocemos tanto sus causas profundas como las repercusiones que producirán en nuestras vidas. De aquí surge otro debate que levanta sospechas de que la «sociedad informacional» sea realmente la «sociedad del conocimiento» que dice ser. ¿Somos más o menos sabios que antes? El valor de la información no está en los datos, sino en aquello que los ciudadanos pueden hacer con y desde ellos. Sólo entonces la información se convierte en conocimiento. Hoy en día el ciudadano no sabe qué hacer con la sobreabundante y masiva información que le llega por Internet, cómo interpretarla. Sobran significados y falta sentido.11 No se trata de saber todo de todo, sino de contar con la información y el contexto necesario para comprender no sólo los significados de un fenómeno, sino también su importancia y función en la vida real. Existe también una polémica abierta en relación con los efectos que producen en el ser humano la cultura de la imagen y las nuevas tecnologías. En general los autores están de acuerdo en que la experiencia audiovisual y la interactividad simbolizada por Internet suponen una nueva forma de ver, sentir y pensarse en sociedad. Pero se saca a la luz las contradicciones entre «consumir imágenes» y estar informados en tiempos de hegemonía audiovisual y reinado de la ficción televisiva,12 y se llega a identificar al «homo videns» como un objeto en una «sociedad teledirigida».13 Tampoco la relación entre información y sabiduría es automática. Tal vez disponer de mucha información nos pueda convertir en eruditos, pero no en sabios. La información sólo nos hace más sabios y más sensatos si nos acerca a los hombres, recuerda Saramago. La clave de la cultura estaría más en la experiencia, en 91
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el saber, que en conocer técnicas para buscar yacimientos de información a la que no somos capaces de dotar de sentido. Habría que diferenciar conocimiento (capacidad de ser eficiente a corto plazo), con sabiduría (capacidad de interpretar y actuar de modo sostenible). El problema remite a otro más profundo: la confusión paradójica entre dos operaciones tan distintas como disponer de información (tener acceso a significados) y saber (recrear sentidos). La primera operación puede morir en el ámbito de la reproducción. La segunda, por el contrario, pertenece al ámbito propio del sujeto y de su experiencia: el de la producción. La primera —del plano de la información— constituye un paso necesario para la segunda —del plano de la comunicación. Por último vendría cuestionándose también el mito de una sociedad más solidaria y humana. Dice Victoria Camps que la nuestra no es una sociedad «más solidaria ni más afectiva. No ha sabido poner los medios y el progreso técnico al servicio de la democracia y del entendimiento mutuo. Mucho menos, al servicio del ser humano»14. No en vano estamos muy lejos de que la información llegue a todos y todas y, sobre todo, de que la información se asuma como un bien público, no como una mercancía objeto de especulación. La nueva visión global se basa en una división entre continentes, naciones, culturas, grupos sociales e individuos «inforicos» e «infopobres» que, lejos de aminorarse, sigue abriendo más la brecha entre estas dos sociedades. En consecuencia, la «sociedad informacional» reviste tal complejidad que no podemos todavía calibrar si cultural, social y políticamente promueve la comunicación y la democracia, o un simulacro de comunicación y el autoritarismo; o incluso ambas direcciones a la vez. Algunos autores sostienen que la desesperada búsqueda del sentido de comunidad a través de las comunicaciones electrónicas (por definición breves y precipitadas) vendría a sustituir conceptos como el de encuentro (de diálogo, de amistad, de comunicación, de debate político) por la categoría utilitarista y deshumanizante del cada vez más pronunciado seguimos conectados.15 Otros, sin embargo, ven en las nuevas tecnologías todo lo contrario: la posibilidad, por vez primera, de la comunicación y creación colectiva autónomas precisamente gracias a esa conexión.16 92
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¿El regreso de la comunicación? Como ya hemos citado, frente a la «racionalidad informativa» absorbente del paradigma informacional cabe pensar en el regreso de la «racionalidad comunicativa», principalmente a través de las reflexiones de Habermas y Apel. Ya no estamos ante una racionalidad estratégica que ve el consenso como un medio para lograr acuerdos y beneficios entre los egoísmos personales, en el que la comunicación sólo se entiende como medio. La «racionalidad comunicativa» se toma en serio la dimensión comunicativa de la persona y «considera el consenso como un fin y meta intrínsecos al hecho de dialogar».17 La comunicación al ser asumida como relación, como medio (para decir) y fin a la vez (para encontrarse y reconocerse), parece capaz de dar cuenta de su propia complejidad. Representa una manera de asumir lo comunicativo que mira al poder como una interrelación compleja, interactuante, entre el tipo de sociedad, los medios que se utilizan y las relaciones que se existen y se generan entre los sujetos, individuales y colectivos. Emisores y receptores se encuentran siempre en interacción, trazando complicidades y resistencias, que tienen mucho que ver con mundos simbólicos, intersubjetividades e imaginarios sociales de cada uno. El receptor ya no es un ser pasivo o menor de edad, sino un sujeto que selecciona, elige desde sus mediaciones (su cultura). Se trata de acompañar el aprendizaje, de asumir que el otro no es sólo punto de destino, sino sobre todo punto de encuentro. La comunicación se descubre entonces como un proceso inevitable y constante, porque todo y siempre comunica. Podemos hablar de una dimensión comunicativa no necesariamente intencional (procesos de intercambio o interacción no buscada o que no podemos controlar); de una dimensión contextual (cada intercambio crea su contexto de interpretación; el concepto de contexto se vuelve dinámico y complejo); de una dimensión retroactiva (no lineal entre dos actores estables, sino sometida a la modificación cibernética que producen sus propios efectos); una dimensión cultural (mediada por las creencias y normas de los contextos culturales, pero creando ellos también esos contextos y esas culturas). La comunicación además lo atraviesa todo y muestra que no hay discurso o acción inocenDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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te. Toda acción es significativa, dice más de lo que dice: comunica sentido, reactiva o neutraliza relaciones de poder, porque toda acción o discurso lleva una carga simbólica. No sólo el lenguaje o la posición estructural desequilibran la igualdad teórica de las relaciones sociales. El espacio comunicativo (entendido no sólo como lugar físico, sino sobre todo simbólico: ¿desde dónde hablo?) o el momento comunicativo (el aquí y ahora en el que me dirijo al otro) condicionan las interlocuciones. El problema residiría entonces en recuperar una mirada comunicacional, aquella capaz de reconocer en las personas, instituciones y en la sociedad en general, lo que significan el intercambio y la negociación de significados, de saberes y de puntos de vista, la interacción y el interaprendizaje, las tácticas de la palabra y el juego del diálogo, la interlocución y la escucha.18 Notas 1. J. Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía. Barcelona: Círculo de Lectores, 2002. 2. J.E. Díaz Bordenave, Comunicación y sociedad. Buenos Aires: E. Búsqueda, 1985, p. 32. 3. A. Ford, «Comunicación». En: C. Altamirano, Términos críticos de Sociología de la Cultura, Buenos Aires: 2002, p. 21. 4. Sobre la evolución de este debate puede verse, A. Mettelart, La comunicación-mundo. Historia de las ideas y de las estrategias, Madrid: Fundesco, 1993. 5. J. Martín Barbero, Pre-Textos. Conversaciones sobre la comunicación y sus contextos, Cali: Universidad del Valle, 1996, p. 146. 6. Ibíd. 7. A. Echaniz y J. Pagola, Ética del profesional de la comunicación, Bilbao: Desclée De Brouwer, 2004, p. 49. 8. M. Castells, La red de la información. Economía, sociedad y cultura, vol. 1. La sociedad en red, Madrid: Alianza Editorial, 1999, p. 47. Este autor habla de «sociedad informacional». Considera el término «sociedad de la información» inadecuado porque en su opinión el papel de la información ha sido fundamental en todas las sociedades. 9. T.H. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, México: FCE, 1990, p. 175. 10. Martín Barbero, op. cit., p. 148. 11. J. Baudrillard, Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós, 1998. 12. Jesús Martín Barbero y Germán Rey, Los ejercicios del ver. Hegemonía audiovisual y ficción televisiva. Barcelona: Gedisa, 1999. 13. Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid: Taurus, 2000. 14. Victoria Camps, Paradojas del individualismo, Barcelona: Crítica, 1999, p. 19. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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15. Richard Sennet, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona: Anagrama, 1999, p. 19. 16. David Casacuberta, Creación colectiva. En Internet el creador es el público. Barcelona: Gedisa, 2003. 17. Carlos Beorlegui, «Bases antropológicas de la ética comunicativa». En Bilbao: Estudios de Deusto, vol. XXXVII (enero-junio), p. 67. 18. Daniel Prieto Castillo, Aportes a la elaboración de un plan de desarrollo institucional para la Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza, Argentina, mimeo, 1998, p. 25.
JAVIER ERRO SALA
Conducta Podríamos proponer infinitas definiciones y clasificaciones del término conducta, pero creo que sería buena idea empezar con la clasificación más sencilla, una con la que todos los investigadores estarán probablemente de acuerdo: la distinción entre conducta aprendida y conducta innata. Y por seguir acotando el terreno, nos quedaremos en este artículo con las conductas aprendidas, pues estas son, al fin y al cabo, las que tiene sentido intentar cambiar, modificar, eliminar, fomentar... Con las conductas innatas poco podemos hacer excepto conocer que existen y que no pueden ser modificadas. La conducta aprendida tiene un componente muy interesante. Siempre que se produce es porque hay algo que la está manteniendo, hay algo que la está reforzando, premiando. Si no, no se emitiría esa conducta, se extinguiría. Podemos pensar en cualquier conducta, incluso la más extraña que se nos pueda ocurrir: si está ocurriendo y deseamos eliminarla lo único que deberemos hacer es buscar qué es lo que la está reforzando y eliminar ese reforzador. Si somos constantes y no volvemos nunca a aplicar el reforzador lograremos que se acabe extinguiendo (véase Domjan, 2003; Skinner, 1938). Es difícil, no obstante, esa constancia; a menudo ni siquiera depende de nosotros el eliminar el reforzador, pues es algo que proporciona el medio, a veces incluso otras personas. Pero si al menos logramos averiguar qué es lo que está reforzando esa conducta, quizá estemos en mejor disposición para, o bien intentar modificarla cuando sea posible, o bien saber que no conviene hacer nada por 93
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evitarla puesto que si el reforzador se sigue produciendo nuestros intentos por modificar esa conducta servirán de muy poco. Se podría argumentar, en contra de lo que acabo de exponer, que hay muchas conductas que se emiten, no porque estén siendo reforzadas, sino porque el individuo espera obtener un beneficio futuro de ese comportamiento. Y por supuesto, sí, es cierto. No debemos asumir que el hecho de que una conducta necesite de un reforzador para mantenerse signifique que necesita de la presencia física de ese reforzador en todas y cada una de las ocasiones en las que se emite. Hay, efectivamente, muchas ocasiones en las que realizamos una conducta esperando conseguir un evento muy deseado y sin embargo ese evento tiene una probabilidad muy baja de ocurrencia, por lo que lo normal es que no ocurra cada vez que realizamos la acción. Es la intencionalidad y el propósito de la conducta lo que nos mueve a realizar la acción; es, sin embargo, el reforzador, aunque sólo ocurra de manera ocasional, lo que hace que esa conducta no se extinga (Bandura, 1977; Dickinson, 1980; Tolman, 1932). Pero una vez más deberíamos también ser conscientes de que cuando hablamos de intencionalidad por parte del sujeto, si el sujeto espera conseguir algo realizando la acción es porque ha aprendido a esperarlo (Tolman, 1932). No deberíamos perder esto de vista. No importa si esa expectativa es consciente o inconsciente; si el individuo es capaz de expresarla verbalmente o no (Shanks & St. John, 1994). Si realiza la acción es porque ha habido un aprendizaje previo que le indica que de esa manera conseguirá lo que quiere. Ya sea porque ha estado expuesto a esa situación concreta con anterioridad (experiencia directa con esa relación acción-resultado), ya sea porque se lo han contado o lo ha visto (experiencia vicaria), ya sea porque lo imagina a partir de su experiencia en otras situaciones similares (generalización a partir de la exposición directa o vicaria a otras relaciones similares acción-resultado). No importa cuál sea el proceso concreto (sea directo, o vicario, o de generalización) por el que ese sujeto llega a esperar de manera más o menos consciente, que esa determinada acción producirá ese determinado resultado, puesto que en todos los casos es la experiencia previa, es decir, el aprendizaje, lo que produce la expectativa. 94
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Cierto es que un punto de vista más mecanicista del comportamiento humano no asumiría intencionalidad, ni aceptaría la idea de que los reforzadores mantienen la conducta por medio de una expectativa. En lugar de ello, definiría un tipo de comportamiento mucho más automático, un organismo que responde ante los reforzadores aumentando la frecuencia de emisión de determinadas respuestas sin intervención alguna de la voluntad, intención, expectativa y otros conceptos presuntamente vagos y mentalistas. ¿Por qué hemos de asumir, dirían, que es la intencionalidad y la expectativa de obtener el reforzador lo que hace que se mantenga un determinado tipo de comportamiento? El gran problema que se nos plantea es, por tanto, el de cómo verificar científicamente si el mecanismo de acción de los reforzadores es intencional. Imaginemos para ello un sencillo experimento con dos grupos de ratas que presionan palancas en sendas cajas de Skinner: cada vez que presionan la palanca obtienen una bolita de pienso. Supongamos también que se trata de un tipo de pienso, de la marca X, que a las ratas les encanta. Para asegurarnos de que el experimento funciona, las ratas estarán hambrientas (las mantendremos para ello con muy poco alimento cuando están fuera de la caja experimental). De esta manera tendrán una gran motivación para conseguir alimento cuando estén dentro de la caja, por lo que aprenderán rápidamente a presionar la palanca y a hacerlo de manera regular. Una vez que este aprendizaje esté bien adquirido y las ratas estén presionando la palanca de manera regular, debemos preguntarnos si las ratas presionan la palanca simplemente porque han adquirido un hábito automático sobre el que su voluntad tiene muy poco o nada que decir, o si se trata de algo que realizan intencionalmente porque esperan obtener así el pienso X, es decir, un reforzador que a ellas les encanta (nótese que el mismo tipo de pregunta podemos plantearnos frente al jugador empedernido: ¿sigue jugando porque no le queda más remedio o porque espera obtener algo que desea?). Pues bien, podemos responder a esta pregunta fácilmente si en una siguiente fase sometemos a uno de los dos grupos de ratas a un tratamiento de aversión al sabor utilizando para ello pienso de la marca X, el mismo que hemos utilizado durante la primera fase del experimento. Para DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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esto, en esta segunda fase, a uno de los dos grupos de ratas le damos a comer pienso de la marca X y media hora más tarde le aplicamos una inyección de un producto que produce malestar gástrico, nauseas, vómitos. ¿Qué creen que ocurrirá? Efectivamente, estas ratas adquirirán ahora una fuerte aversión al sabor del pienso X. Ya no querrán volver a tomar ese pienso, les producirá nauseas. Pues bien, ya sólo nos queda volver a colocar a los dos grupos de ratas en las cajas de Skinner originales y dejar que presionen la palanca, si quieren. Esta será la prueba de si presionan la palanca de manera automática porque han aprendido a hacerlo y no saben hacer otra cosa cada vez que se encuentran delante de una palanca, o si lo hacen porque quieren, porque saben que al presionarla obtendrán pienso marca X. Y lo que va a ocurrir es que las ratas a las que ahora les produce aversión el pienso X ya no van a tener la más mínima motivación para presionar una palanca de la que esperan conseguir un tipo de pienso que aborrecen. Siguen hambrientas (puesto que seguimos sin darles comida fuera de la caja de Skinner), pero a pesar de todo no presionan la palanca; sólo pensar en ello les produce nauseas. Las otras ratas, en cambio, siguen presionando la palanca normalmente. Este ingenioso experimento fue realizado en 1981 en la Universidad de Cambridge por Adams y Dickinson, psicólogos estudiosos del comportamiento animal, que demostraron de esta forma que el efecto del reforzador no consiste en automatizar la conducta, sino en crear expectativas y metas que motivan la acción. La conducta de las ratas de su experimento demostró claramente la existencia, no sólo de una expectativa de resultado (las ratas sabían lo que iban a obtener si presionaban la palanca), sino también de una intencionalidad (realizan la acción porque desean obtener el resultado que esperan que producirá la acción; en el momento en que ese resultado deja de ser deseado, la acción ya no se realiza). Las implicaciones que tiene este experimento para el estudio de numerosos comportamientos a menudo interpretados como automáticos y alejados del control voluntario de los individuos son enormes. Pero no todo comportamiento es intencional. Hay conductas que responden a los estímulos del medio. Muchas de ellas siguen imDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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plicando una expectativa aunque no por ello una intencionalidad. Algunos ejemplos de esto serían la conducta de miedo y algunos tipos de comportamiento violento. Imaginemos por ejemplo una conducta de miedo (sudoración y erizamiento del pelo, entre otros signos conductuales): se trata claramente de una conducta que muestra una expectativa (de un evento peligroso o doloroso que ocurrirá a continuación), aunque se trata, a su vez, de un comportamiento que escapa, en buena medida, a la intencionalidad. El miedo no es intencional ni instrumental (no pretende conseguir nada), es simplemente una respuesta a una expectativa de dolor o de peligro. Y algo parecido ocurre con el comportamiento violento y agresivo que se da como respuesta al medio. Aunque, en realidad, en el caso de la violencia debemos distinguir dos tipos diferentes de comportamiento violento: uno más instrumental, que sirve como instrumento para conseguir algo, el otro más respondiente (responde al medio). La diferencia entre ambos se observa claramente en un sencillo experimento con ratas. Si introducimos dos ratas en un mismo espacio experimental y aplicamos una descarga eléctrica a través del suelo, las dos ratas reaccionarán inmediatamente con agresividad una contra la otra. Esta es la agresividad que ocurre como respuesta al medio. Es también la agresividad propia del niño que crece en un ambiente hostil y violento. Pero podemos llevar un poco más allá el experimento: ¿qué ocurrirá si, una vez generada esa reacción agresiva, hacemos que una de las ratas sea reforzada por ello y la otra no? En otras palabras, ¿qué ocurrirá si para una de las dos ratas, la conducta violenta sirve, por ejemplo, para que apaguemos el aparato que le aplica la descarga eléctrica? Estaremos replicando lo que a menudo ocurre también en determinados ambientes y sociedades humanas: aquel que grita y acosa y agrede a sus semejantes es quien consigue más beneficios. Es también el caso del muchacho que sólo pegando más fuerte que sus compañeros logra librarse de la violencia que se ejerce sobre él. Es, en definitiva, el aprendizaje instrumental de la conducta violenta: la conducta violenta es reforzada, luego cada vez que el individuo desee obtener algo recurrirá a la conducta violenta como estrategia útil. La conducta, por tanto, puede ser a veces reflejo de un proceso intencional, y otras veces un 95
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reflejo de una respuesta a los estímulos del medio. En ambos casos, observando la conducta y las condiciones en las que ocurre podemos llegar a conocer bastante bien de los procesos subyacentes. Es indudable la utilidad que tiene la conducta de los organismos hoy en día como medida fiable de muchos de los procesos psicológicos. Imaginemos por ejemplo el concepto de conciencia de sí mismo. Imaginemos que queremos investigar si es algo distintivo de la especie humana; si además de en la especie humana, la conciencia de sí mismo tiene lugar también en otras especies animales. ¿Qué mejor manera de investigar el reconocimiento de uno mismo con animales que observando su conducta ante un espejo? Observar el comportamiento ante el espejo suele ser también una de las mejores formas de saber, por ejemplo, cuándo un niño pequeño empieza a tener conciencia de su ser, ¿no es cierto? Podríamos hacer el experimento con chimpancés, pero se podría argumentar que son demasiado parecidos a nosotros y que aunque miren el espejo esto no implica que otros animales más alejados de la especie humana en la escala filogenética puedan hacerlo. Podemos hacer el experimento entonces con palomas, animales claramente inferiores en la escala evolutiva. El experimento lo publicaron ya Epstein, Lanza y Skinner en 1981 en la revista Science; actualmente se puede descargar en Internet el vídeo de una réplica de este experimento realizada por Cardinal, Allan, y DeLabar en 1999. Básicamente consistía en lo siguiente: colocaban frente al espejo a unas palomas a las que antes les habían pintado una mancha roja en el pecho. Entre la mancha y el cuello colocaban horizontalmente una placa de plástico que impedía que la paloma pudiera verse la mancha. Sin embargo, al ser colocada frente al espejo, la paloma veía a una paloma muy rara, con una mancha roja en el pecho y con una placa de plástico colocada horizontalmente sobre la mancha. La conducta de la paloma, puede observarse en el vídeo, es como la de cualquier niño que se encuentra por primera vez ante un espejo: observa, mira, se gira, se aleja, se acerca, sigue intentando mirarse a ver si tiene la mancha, vuelve a mirar al espejo... hasta que finalmente se las arregla para estirar el cuello lo suficiente como para poder mirar por debajo de la placa de plástico y ver qué es lo que hay allí. 96
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Pero hay otra conducta que siempre se ha considerado como específicamente humana, incluso como «causa» de nuestra humanidad por muchos. El desarrollo de herramientas. ¿Se trata de una conducta realmente exclusiva de nuestra especie? ¿Qué me dirían si pudiéramos demostrar que también las aves son capaces no sólo de utilizar, sino también de construir herramientas? Los trabajos de Weir, Chappell y Kacelnik fueron publicados en Science en 2002. Los vídeos pueden descargarse en el sitio web del grupo investigador, en http:// users.ox.ac.uk/~kgroup/index.html. En ellos puede verse a un cuervo curvando un alambre para poder sacar la comida que los investigadores han colocado en el fondo de un tubo de cristal. En ellos se puede ver también cómo, una vez que el cuervo ha construido la herramienta y ha logrado alcanzar de esta forma la comida, el otro cuervo, el que observa la escena, se apresura a robar la herramienta. Y ya para terminar déjenme que les hable de un tipo de comportamiento que siempre me ha resultado especialmente interesante: la conducta supersticiosa y su correspondiente ilusión de control. Se han realizado numerosos experimentos sobre esto en todo el mundo (Alloy y Abramson, 1979; Langer, 1975; ValléeTourangeau, Murphy y Baker, 2005). En estos experimentos los investigadores programamos las relaciones de causalidad entre los diferentes eventos y, por tanto, cuando el sujeto llega a la conclusión de que existe una relación que nosotros sabemos que no existe entre una determinada conducta y un determinado resultado podemos concluir sin lugar a dudas que ha desarrollado una superstición. Veamos uno de estos experimentos, realizado recientemente en nuestro Laboratorio Virtual (Matute, Vadillo y Vegas, 2005; http://www.labpsico.com). En este experimento, internautas anónimos aceptaban participar en un estudio en el que debían controlar una serie de dibujos que aparecían en la pantalla del ordenador. El control objetivo que existía era nulo, puesto que los dibujos estaban programados para aparecer y desaparecer según una determinada secuencia. Sin embargo, y dado que los internautas estaban continuamente intentando hacer cosas para que aparecieran los dibujos, cada vez que aparecían creían que lo habían logrado ellos (fíjense que esto es como las antiguas danzas de la lluvia: como siempre acababa lloDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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viendo antes o después, resultaba fácil atribuir la lluvia a la danza de la noche anterior). Al finalizar el experimento les presentábamos una pantalla en la que les decíamos explícitamente que todo estaba programado de antemano, pero la mayoría de los sujetos se negaban a creerlo. En realidad, todos nosotros somos mucho más vulnerables a la superstición de lo que creemos. Es más, el mero hecho de tener una cierta cultura no nos inmuniza; la gran mayoría de los sujetos de estos experimentos son universitarios y caen fácilmente en la superstición de laboratorio. ¿Cómo creer que no caemos en ella cuando estamos en nuestro medio ambiente? La conducta supersticiosa, a pesar de los muchos problemas que puede acarrearnos, es un efecto secundario de una estrategia tremendamente adaptativa: es consecuencia de la intencionalidad de la conducta y de nuestra enorme tendencia a actuar, a hacer siempre algo por conseguir lo que deseamos. De esta forma suele ser más fácil conseguir el evento deseado que actuando pasivamente. Es más, cuando el evento deseado ocurre, tendemos a asociarlo con aquella conducta que acabamos de realizar, lo cual nos permite aprender y mejorar la eficacia de nuestra conducta en el futuro. Pero si da la casualidad de que ese evento deseado está ocurriendo por azar, (independientemente de nuestra conducta), nosotros no podremos saber que esto es así mientras sigamos actuando: el evento deseado seguirá ocurriendo y, si nosotros seguimos actuando, lo seguiremos atribuyendo a la conducta que estamos realizando para conseguirlo. Nuestra conducta se convertirá en supersticiosa sin remedio. ¿Saben cuál es la mejor manera de reducir la ilusión de control y la superstición? Es sencillo; y se verifica fácilmente en un experimento similar al que les mencioné antes: es cuestión de pedir a los voluntarios que de vez en cuando se queden sin hacer nada y se limiten a observar lo que ocurre en la pantalla del ordenador (Matute, 1996). Estos voluntarios, como es lógico, sí se dan cuenta de que la aparición de los premios no depende de su conducta y de que está programada de antemano. No desarrollan conducta supersticiosa. Es decir, todo lo que hace falta para reducir el nivel de superstición es atreverse a comparar lo que ocurre cuando se emite una conducta para conseguir algo con lo que ocurre cuando DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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no se emite esa misma conducta. La eficacia de esta estrategia, por otra parte, no debería sorprendernos, pues no es casual que consista simplemente en aplicar los principios del método científico. Referencias bibliográficas ADAMS, C.D. y A. DICKINSON (1981). «Instrumental responding following reinforcer devaluation», Quarterly Journal of Experimental Psychology, 33B, 109-122. ALLOY, L.B. y L.Y. ABRAMSON (1979). «Judgment of contingency in depressed and nondepressed students: Sadder but wiser?», Journal of Experimental Psychology: General, 108, 441-485. BANDURA, A. (1977). Social learning theory, Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall. CARDINAL, C.D., R.W. ALLAN y J.S. DELABAR (1999). «Self-awareness» in the pigeon: A replication (vídeo). Consultado el 20 de diciembre de 2005 en http://ww2.lafayette.edu/~allanr/mirror.html DICKINSON, A. (1980). Contemporary animal learning theory, Cambridge: Cambridge University Press. DOMJAN, M. (2003). Principles of Learning and behavior, 5.ª ed., Belmont, CA: Thomson/Wadsworth. [Hay traducción española: Domjan, M. (2003). Principios de aprendizaje y conducta (5a ed.), Madrid: Thomson-Paraninfo.] EPSTEIN, R., R.P. LANZA y B.F. SKINNER (1981). «“Selfawareness” in the pigeon», Science, 212, 695-696. LANGER, E.J. (1975). «The illusion of control», Journal of Personality and Social Psychology, 32, 311-328. MATUTE, H. (1996). «Illusion of control. Detecting response-outcome independence in analytic but not in naturalistic conditions», Psychological Science, 7, 289-293. —, M.A. VADILLO y S. VEGAS (2005). Illusion of control in Internet users. Manuscrito enviado para publicación. SHANKS, D.R. y M.F. ST. JOHN (1994). «Characteristics of dissociable human learning systems», Behavioral and Brain Sciences, 17, 367-447. SKINNER, B.F. (1938). The behavior of organisms, Nueva York: Appleton-Century-Crofts. [Hay traducción española: Skinner, B.F. (1979). La conducta de los organismos, Barcelona: Fontanella.] TOLMAN, E.C. (1932). Purposive behavior in animals and men, Nueva York: Appleton-Century-Crofts. VALLÉE-TOURANGEAU, F., R.A. MURPHY y A.G. BAKER (2005). «Contiguity and the outcome density bias in action-outcome contingency judgements», Quarterly Journal of Experimental Psychology, 58B, 177-192. WEIR, A.A.S., J. CHAPPELL y A. KACELNIK (2002). «Shaping of hooks in New Caledonian crows», Science 297, 981.
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Contemplación «Mirad las aves del cielo, observad los lirios del campo», dijo el maestro de Nazaret. Filósofos y teólogos de todo tipo aún reflexionan sobre la Causa y el Autor de los lirios, pero no ven los lirios. Científicos e investigadores de todas las tendencias analizan los componentes o las funciones de los lirios pero se olvidan de ellos. Políticos y economistas de toda clase se ocupan del uso que les podrían dar. Amantes y devotos los cortan y los ponen a los pies del altar o en el pecho de la amada. Artistas y gente corriente miran la belleza de los lirios, se esfuerzan por describirlos, los dibujan o al menos huelen su fragancia. Nos han «educado» para hacer uso de intermediarios, para la utilización de todo, incluso de los lirios, y sólo somos capaces, o sólo nos interesa, analizar o describir «como buenos periodistas», para que, más tarde, nosotros mismos u otros podamos sacar partido de nuestros experimentos. A menudo pienso que, si muchos de nuestros contemporáneos hubieran sido testigos de los acontecimientos de Belén o del Cenáculo, tendríamos muchas fotos pero ninguna experiencia de tales acontecimientos. Los creyentes modernos aún se quejan de que los evangelistas, por ejemplo, fueran tan sobrios en sus descripciones de la vida de Jesús. San José tendría que haber tenido una cámara y un magnetófono escondidos. Así «sabríamos» de verdad «wie es eigentlich gewesen ist» (cómo sucedió aquello en realidad). Por regla general, los creyentes de hoy creen que el hombre lo «sabe» casi todo sobre los lirios, sobre su reproducción, por supuesto, sobre la química de sus colores, sobre la función del polen, sobre sus tipos y variedades, su valor de mercado, sus utilizaciones simbólicas, su metamorfosis con la tierra y mucho más. Pero los lirios son. No digo que estén «ahí», porque también están «aquí». No digo que eran (tal vez un poco menos contaminados en aquel tiempo en el que aquel joven rabí nos recomendó que los mirásemos) porque los lirios también serán. Observar los lirios no quiere decir clavar la mirada en ellos aquí o allá, ahora, antes o después. Conocer los lirios es más que situarlos en el espacio y el tiempo o analizar sus partes y funciones. Conocer es más que clasificar y poder predecir comportamientos. 98
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Precisamente, los Evangelios nos dicen «que miremos (embleyate) los pájaros, que consideremos (katanosate) los cuervos y los lirios y, de nuevo, que observemos (katamqete) los lirios (Mt 6,26s.; Lc 12,24s.). Los tres verbos comunican el mismo significado: contemplad las aves y los lirios. Ver los pájaros en el cielo es mirarlos volar. Uno recuerda aquellos versos de Acarya Atisa, el gran sabio budista de la tradición Mahayana del siglo XI, que dicen que un pájaro con las alas plegadas no puede lanzarse al vuelo, así como un hombre que no ha desplegado su sabiduría primordial no puede contribuir al bienestar del mundo (Bodhipathapradipa 35 [36]). Ver las aves es volar con ellas. Contemplar es la actividad holística indivisa que ulteriormente dividimos en teoría y práctica. Contemplar los lirios no es considerar su forma de crecimiento y llegar a la conclusión de que no tendríamos que trabajar, ni tomarlos como un simple ejemplo. Mirar los lirios nos puede llevar a liberarnos de una angustia, pero verlos de verdad es todavía un acto más primario. Si miramos los lirios sólo para vencer la ansiedad, no los veremos de verdad. Es necesaria la calma (samatha, serenidad, quietud, dirían los budistas), la ausencia de ansiedad, para poder observar los lirios y mirar los pájaros. Ver los lirios es conocerlos de verdad —cosa que sólo es posible si estamos libres no sólo de prejuicios sino también de todo peso en nuestra mente. En un lenguaje tradicional, sólo si nuestro espíritu es puro, sólo si está vacío, podemos saber de verdad. Sólo la vacuidad (sunyata) vuelve transparentes las cosas y abre un espacio (akasa) de libertad. «El Corazón de la Iluminación es el espacio», dice Santideva, otro santo budista del siglo VIII (como cita el ya mencionado Atisa). Conocer los lirios es también convertirse en lirio —pero, claro, no como una transubstanciación. Ya decía Aristóteles: h yuch panta pwj y repetían después los escolásticos: anima est quodammodo omnia («el alma es, de alguna manera, todas las cosas»). Esto no es posible si tenemos que perder nuestra identidad al convertirnos en una planta, aunque sea una hermosa flor. Somos más que flores, como nos recuerda el texto. No estamos hablando de una participación mística romántica ni de una identificación pre-lógica amorfa. Cuanto más somos el otro, más somos nosotros mismos. «Amar al prójimo como a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mí mismo» no es tratarle amablemente, como otro yo. Es evidente que no queremos dejar de ser nosotros mismos para convertirnos en lirio. Pero para ser de verdad nosotros mismos tenemos que trascender nuestro ego y volvernos también lirio. Esto es llegar a ser lo que (aún) no somos. Este pasar por encima de nuestros límites recibe la denominación filosófica de trascendencia y el nombre sencillo de amor. El amor está en la raíz del conocimiento. Éste es el descubrimiento de la mayoría de las tradiciones humanas. Amar es ser catapultado hacia el ser amado. Sin el conocimiento, existe el peligro de la alienación. Esto no es amor verdadero. Pero conocer sin amar no es conocimiento verdadero. Es solamente apoderarse, aprehender, apropiarse y, en último término, un robo, un saqueo. La Ecosofía tendría que «saber» esto. Conocer verdaderamente es llegar a ser el objeto conocido sin dejar de ser lo que somos. Llegar a ser no es tan sólo un cambio, no es un movimiento desde lo que somos hacia lo que vamos a ser. Llegar a ser es el verdadero crecimiento del ser —que es. Es el verdadero ritmo de la realidad. Reflexionar sobre los lirios que crecen es dejarlos crecer tanto por dentro como por fuera, en el campo de la tierra como en el campo de nuestra conciencia y en el reino divino. Para conocer los lirios es necesario estar con los lirios. Esto es la experiencia. No necesitamos cortarlo, hacerles violencia. Esto sería un experimento. La experiencia es permitir que los lirios crezcan en mí, la observación es dejarme crecer en los lirios, el experimento es explotar el crecimiento de los lirios para un uso cualquiera al que creemos tener derecho. La experiencia tiene que seguir los ritmos de la naturaleza; la observación, nuestros ritmos; el experimento necesita introducir la aceleración, romper los ritmos. No tiene tiempo para esperar. Contiene intrínsecamente el sentido de la urgencia. La vida se siente como una tarea urgente (de hacer algo), y no necesariamente como un acto importante (ser). La visión de la Realidad es una visión que la Realidad tiene en nosotros; es llegar a ser real. Es un acto humano, participar de la palabra creadora, como nos recuerda el Veda (RV I. 164, 37). La visión de la Realidad no es nuestra mirada antigua o nueva sobre lo real, sino la visión que la realidad misma revela en mí. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Cuanto más puro y más vacío estoy, más clara es la visión, menos distorsionada es la imagen. Somos espejos del todo. La dignidad específica del hombre, decían los escolásticos cristianos, es ser capaz de especular, esto es, ser un speculum de lo real. Pero el texto no se olvida de mencionarnos el contexto: los pájaros del cielo, las flores del campo. El cielo y el campo forman el contexto de nuestra visión contemplativa. No hay pájaro o lirio an sich (en sí mismo) ni, por supuesto, sólo en mí (ni siquiera per se ni quod nos). Campo y cielo son los mediadores de nuestra visión. No son intermediarios. Ave y cielo, lirio y campo van juntos. Y viceversa, no hay cielo o campo sin «algo» en sí. Una visión holística distingue pero no separa. Esto es un resplandor de la realidad misma, el svayamprakasa de las tradiciones hindúes. La visión deja de ser una representación objetiva o una interiorización subjetiva. La visión es invisible, al igual que la luz que ilumina pero que es oscuridad cuando está aislada. «Benditos los que han llegado a la infinita ignorancia», dice Evagrius Ponticus, aquel otro sabio de la tradición occidental (III Centuria, 88). La contemplación no es ciega, ni tampoco una mera visión, theoria, es también praxis. Es el edificio de ese templo desde el cual se ve la Realidad. Somos espectadores, actores y autores de la Realidad —no cuando estamos solos, sino cuando estamos unidos, integrados. Un camino hacia esta integración (el Upaya, anupaya del «kasimir shaivism») —y uno de sus resultados— es mirar las aves y los lirios. RAIMON PANIKKAR
Contractualismo You pay a great deal too dear for what’s given freely. WILLIAM SHAKESPEARE: The Winters Tale, acto I, escena I
La existencia de nosotros, los jaféticos hodiernos, se averigua signada bajo el timbre de lo «contractual».1 No ya sólo la economía (donde, al fin y al cabo, los contratos bajo una u otra especie siempre han podido y debido darse),2 sino también los vínculos jurídicos, las re99
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laciones personales, la epistemología3 e incluso el sentido último de nuestra asociación en una comunidad política (Estado, nación, unión de Estados) se conciben de modo creciente bajo el paradigma de un «contrato» que habrían rubricado libremente los participantes en tales enlaces. Dadas así las cosas, no asombra que pensadores como Virginia Held hayan llegado a postular que «la sociedad occidental actual se encuentra aprisionada por el pensamiento contractualista».4 El poder de las normas que entre nosotros pululan parece que sólo puede recabar plausiblemente su energía del libre consentimiento que los individuos firmantes han transferido a esa única instancia que, tras una hipotética rúbrica, les acomunaría (el «contrato»); a la inviolable libertad de cada suscritor, por lo tanto, exclusivamente podría imponérsele (y en virtud meramente de semejante refrendo) una sola instancia normativa superior: tal contrato. Pareja concepción contractualista acerca de las normas éticas y políticas —concepción que, según autores como R. Jay Wallace,5 ya no se adjetiva como «metaética» por cuanto el término habría sufrido cierto «envejecimiento» en algunas regiones del debate filosófico, pero que equivale a lo que generalmente se consideró así— tiene un origen histórico controvertido. Más allá de quienes detectan en ciertos asertos del personaje de la República de Platón denominado Glaucón un digno antecesor de estas posiciones,6 lo cierto es que lo más razonable, según algunos,7 sería ubicar el origen histórico de un contractualismo genuino en el Leviatán (1651) de Thomas Hobbes; otros,8 sin embargo, prefieren retrasar hasta las obras de Jean-Jacques Rousseau —y primordialmente su Contrato social (1762)— la emergencia de un pensamiento contractualista que de suyo amerite tal nombre; entre uno y otro autor, empero, la producción intelectual de John Locke tampoco debiera pasarse por alto.9 En cualquier caso, hoy en día es precisamente el aludido y descomunal éxito de las concepciones contractualistas en filosofía moral y política el que ha favorecido la proliferación de toda una pléyade de subescuelas dentro de esta corriente, subescuelas que a veces presentan rasgos de lo más disímiles entre sí: desde la socialdemocracia blanda de un John Rawls,10 algo más radical en el caso de Norberto Bobbio y su «nuevo contrato so100
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cial»,11 hasta los mucho más severos enfoques de un David Gauthier12 o un James M. Buchanan,13 pasando por autores como Thomas M. Scanlon14 o John Harsanyi.15 Dos principios de fondo cabe detectar, a fin de cuentas, en todos aquellos que se plantean de modo contractualista su enfoque de la esfera ético-política: en primer lugar, que el hecho de la libertad individual (es decir, aquello que en lengua tudesca se suele denominar Faktum der Freiheit)16 es un principio soberano, supremo, el único desde el cual cabe emitir normas para los afanes humanos. Y, en segundo lugar, que si y sólo si esa libertad individual otorga, horra, a una instancia construida en el trato con (con-tracto) otros individuos libres el poder de prevalencia, entonces este constructo (el «contrato») sí que recibe delegado tal poder eminente sobre los trabajos y los días de los hombres. La libertad personal y su procuración en los contratos son, pues, la única fuente de normatividad que desde la perspectiva de esta mentalidad es lígrimo imaginar para el ámbito de la racionalidad práctica. Por supuesto, ello no ha sido siempre así: la historia registra multitud de otras instancias que se han pensado como legítimas determinaciones de nuestras reglas morales y de convivencia. Los dioses,17 el agápe cristiano,18 la tradición de nuestros padres,19 la dépense o el dispendio mauss-batailleano,20 la autopreservación de la comunidad o de sus arcontes,21 la apuesta decidida por la apertura hermenéutica a los otros,22 la guía segura de la ciencia natural y sus tecnologías:23 éstas y similarmente heteróclitas nociones han venido fungiendo y aún fungen en el desempeño de ese mismo rol. Frente a ellas, sin embargo, los «contratos» de los contractualistas a veces se autopromocionan como los únicos portadores de una característica ciertamente estimable en el terreno ético-político: el hecho de que son los únicos que no necesitarían de ninguna instancia axiológica trascendente a las prácticas humanas para cobrar desde ella su poder normativo; el hecho, por tanto, de que serían las autoridades normativas más afines con la condición postmetafísica (esto es, recelosa de toda normatividad que provenga de más allá de las prácticas humanas inmanentes)24 dentro de la cual hoy en día vivimos, nos movemos y existimos. Ahora bien, ¿es esto así? Bien cierto resulta que en el contractualismo los términos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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éticos —cuyo número, todo sea dicho, se suele reducir un tanto simplistamente25 a sólo dos: derechos y sus correlativos deberes—26 no dependen de ninguna instancia metafísica ajena a los mismos agentes humanos en sus prácticas comunes. Sólo estos agentes los instauran, al reconocérselos recíprocamente mediante contrato, y sólo estos agentes están a cargo de su mantenimiento y constricción; con lo que bien parecería que nada en el contractualismo podría arrojar una sombra de metafísica, de imposición trascendentalista de normatividad, sobre sus convicciones. Los derechos y deberes contractualistas parecen eximirse tan vehementemente de compromisos con instancias independientes de lo que los agentes sociales lleguen a acordar, como cualquier otra autoridad postmetafísica se podría desembarazar de implicaciones con tales fundamentos externos. Y, no obstante, desde un punto de vista que aspire a llevar la postmetafísica hasta sus últimas consecuencias, lo cierto es que, aun cuando el contractualismo no recurra a una autoridad independiente para proporcionar normatividad a las reglas morales y políticas, sí que cabría detectar en él la imposición a priori de un cierto corsé a las plurales configuraciones normativas de los humanos (y, por lo tanto, no dejaría a estas ser del todo autónomas, libres, creativas, frente a las sibilinas coerciones metafísicas). Tal corsé se implantaría sin duda al decretar que sólo un tipo de obligaciones (las contractuales) deberán ser tenidas por tales, independientemente de lo que los seres humanos vayan decidiendo considerar en sociedad como obligación o mandato. Si se establece que sólo la correlación simétrica entre derechos y deberes es la que puede generar obligaciones en la praxis, entonces se ignora que puede haber muchos otros «juegos», muchas otras actividades, muchos otros deseos de los que brote normatividad. La descripción apurada de tales juegos correspondería a un antropólogo, un sociólogo27 o un historiador: pero a nosotros nos basta con constatar que, a menudo, los agentes sociales deciden adoptar de modo intersubjetivo acciones normativas que no aluden a un acuerdo que hayan hecho entre ellos para sostener tales derechos y deberes, ni siquiera de modo «tácito».28 Un filósofo como Ludwig Wittgenstein reivindicó conspicuamente esta posibilidad: DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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A Brown le parecía que un hombre podría muy bien contar con cierto deber aunque ningún otro hombre pudiese reclamar su derecho a que ese deber se ejecutase. [...] Naturalmente, a un hombre podría ocurrirle eso... ¿por qué no? A un niño se le podrían enseñar cosas como «nunca, nunca robes», «resiste contra la tiranía», etcétera. Y ello consistiría en un deber que ni siquiera sería un deber hacia sus padres: simplemente, tendría la obligación de cumplirlo o no. Por lo demás, un hombre podría tener un deber hacia Dios o, como hemos visto, hacia nada en absoluto.29
Podemos a veces decidirnos a ordenarnos y reconocernos muchísimas obligaciones (y bien remunerativas) entre los hombres sin que por ello todas ellas deban acreditar su referencia a un contrato simétrico que previamente habríamos refrendado de manera unánime; y tales enunciados éticos no tienen por qué adolecer, a priori, de una suerte de defecto congénito, sino que pueden llegarnos a ser mucho más útiles que cualquier compromiso de índole contractual. De hecho, una multitud de otros dispositivos discursivos y prácticos intervienen cuando decidimos adoptar actitudes morales hacia algo: ciertamente la concepción de derechos simétricos, pero también otras como «“conciencia”, “oprobio”, “culpa”, “malo”, etcétera».30 Decidirse a priori por la tesis de que todos esos otros «juegos increíblemente complejos»31 pueden o deben reducirse a sólo uno (el juego de reconocerse derechos mutuos) no sería sino instaurar metafísicamente a priori en la filosofía práctica ese juego como la única instancia válida: y además, para que ello luego funcionase, tendríamos que someternos a continuación a la meticulosa tarea intelectual de tratar de conectar los casos en que sí se juega de esa manera con otros casos que adaptaremos ad hoc para que se amolden a esa perspectiva contractualista; así como habría que, en virtud sólo de una autoimpuesta congruencia, verse forzados finalmente a despreciar cuantos eventos morales no sean reducibles al lecho de Procusto de un tal canon que, de modo arbitrario, hemos venido a erigir como el único posible en la filosofía práctica. Wittgenstein explicó de manera aguda los avatares de tales mecanismos contractualistas: ¿Cómo es entonces que la gente llega a aseverar que todos los deberes son deberes hacia alguien? [...] (Se me ocurre ahora que cabe ver ahí también un buen reflejo de la teoría con101
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tractualista de la moral). [...]. Quizás todo proceda de cierto hábito del lenguaje en este contexto. Algunos deberes son deberes hacia alguien; tal vez la mayoría de ellos. Ello establece entonces cierto patrón en el lenguaje, y ciertas expectativas conectadas a él. Y, así, los deberes se deben, y se le deben a alguien.32
En otro pasaje33 Wittgenstein comparará esta actitud con la de un filósofo hedonista que querría reformular cualquier deseo humano en términos de «deseo de placer». Cierto es que hay algunos deseos humanos (quizá incluso la mayoría de ellos) que aspiran a lograr el máximo placer posible (al igual que hay obligaciones humanas cuyo respaldo normativo reside en uno u otro tipo de «contratos»). Pero, cuando se dictamina que en realidad todas nuestras acciones buscan la maximización de nuestros placeres, o que todos los deberes surgen de procedimientos contractuales, en ambos casos de lo que se trata es de haber establecido un criterio a priori («todo deseo es hedonista», «toda obligación es contractualista») e intentar luego reducir metodológicamente todos los otros casos que se nos presentasen a ese paradigma que presuntamente estaría residiendo «en la esencia de nuestro lenguaje» (moral).34 Los resultados de tales ejercicios acrobáticos y sus intentos de ceñir en una faja (ora hedonista, ora contractualista) los poliédricos enunciados del reino de la moral le producían a Wittgenstein una curiosa sensación, mezcla de lástima e ira, que acaso no ande lejos de cualquiera de nosotros una vez hayamos captado la inanidad de tales ambiciones, y su fuerte carácter metafísico, impositivo. Pues lo cierto es que un paradigma como el del contractualismo, cuando a priori pensamos que en él se pueden embutir (y así lo ansiamos) todos nuestros discursos éticos, no constituye sino una exigencia como cualquier otra,35 que resulta que se les ha venido a ocurrir a tales filósofos contractualistas sólo a partir de «cierto hábito del lenguaje» en algún «contexto»36 (mediante una «generalización equivocada»),37 y que les tiene «cautivos» sin que puedan «escapar de ella»38 cuando se ponen a exigírselos a todo contexto en general. Mientras tanto, empero, las prácticas humanas de imposición y reconocimiento de normas éticas y políticas, a fin de cuentas, no tienen por qué acoplarse a ese fundamento que el filósofo contractualista ha decidido dedicar102
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se a requerirles: tales prácticas pueden seguir creando y sosteniendo normas práxicas en su flujo histórico «por mil razones diferentes, no sólo una»;39 algunas aludirán, ciertamente a derechos, pero otras lo harán a «culpas», a «felicidades», a «deudas», a «dignidad», a numerosas otras virtudes y valores que la red social de acciones precisa potenciar para sostenerse...40 Los decretos de semejante contractualista cuando ose lanzar un entredicho contra el resto de prácticas éticas y políticas que no se ajusta al modelo del «contrato mutuo» no serán sino una restricción metafísica y arbitraria; restricción que no tiene legitimidad para pretender imponerse sobre un «flujo de vida y pensamiento»41 humanos que es soberano42 en este respecto, si de verdad queremos suscribir un pensamiento (y una existencia) postmetafísicos. Poco concordes con este pensar y tal existencia, por consiguiente, resultan las estipulaciones contractualistas; y, si en verdad hemos experimentado la ausencia de fundamentos inconcusos, el «ocaso del ser»43 que según Gianni Vattimo constituye nuestra condición postmoderna,44 entonces habremos de abandonar en nuestra vida ética tales maneras, aunque ellas se nos presentasen en su día bajo los fementidos atuendos de un pensamiento que habría sabido asumir, presuntamente, el fin de la metafísica. Notas 1. A modo de comparación y simple ejemplo (pues no podemos abordar aquí un estudio completo de la presencia de las especies contractualistas en todas las culturas no occidentales que pueblan nuestro planeta), es significativa la mucha menor importancia que cobra este conjunto de ideas, verbigracia, entre los semitas islámicos del presente y el pasado. Así, en su exhaustivo análisis de la terminología política de esta cultura, Bernard Lewis, The Political Language of Islam, Chicago, University of Chicago Press, 1988, apenas cita el caso del carácter contractual del imanato como paralelo de tal noción (véase especialmente el capítulo 5 de dicha obra). Por su parte, Marshall G.S. Hodgson, «Cultural Patterning in Islamdom and the Occident», en Rethinking World History: Essays on Europe, Islam, and World History, Nueva York, Cambridge University Press, 1993, llega a hablar de «contractualismo islámico», pero en un sentido bastante diverso al que aquí emplearemos (y en general se emplea). Un fenómeno tan peculiar dentro del Islam como el sistema implantado en Irán a partir de 1979 por el ayatolá Jomeini parece que sí que poDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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dría contar con una utilización más destacada de este concepto —véase, por ejemplo, Moses Sternstein, «Improvisation and the Islamic Constitution», Sound Politicks, vol. 11, n.º 2 (2005), pp. 47-50—; pero ésta quizá no sea sino una más de las radicales transformaciones que ese movimiento significa para el conjunto de la civilización islámica (sin olvidar, por lo demás, que los iraníes más bien pertenecerían a la rama jafética que a la semita, si deseamos conservar tal terminología bíblica). 2. Para una historia de la noción de «contrato», véase Henry Sumner Maine, Ancient Law: Its Connection with the Early History of Society and its Relation to Modern Ideas, Londres, John Murray, 1861, especialmente el capítulo 9 (existe una versión más reciente, con introducción de Dante J. Scala, en New Brunswick, Transaction Publishers, 2002). 3. En este sentido es sumamente interesante el trabajo desarrollado por los psicólogos evolucionistas Leda Cosmides y John Tooby, «Evolutionary Psychology and the Generation of Culture, Part II. Case Study: A Computational Theory of Social Exchange», Ethology and Sociobiology, 10 (1989), pp. 51-97; Leda Cosmides y John Tooby, «Cognitive Adaptations for Social Exchange», en Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby (eds.), The adapted mind, Nueva York, Oxford University Press, 1992. Allí se demuestra (mediante experimentos y reflexiones que, a pesar de su tremenda relevancia, nos es imposible exponer aquí con el cuidado que sería menester) cómo el modelo del «contrato» entre los humanos puede sustentar incluso la explicación de nuestra aplicación de mecanismos lógicos en apariencia tan abstractos como el modus tollens: pues estos mecanismos en realidad funcionan a pleno rendimiento siempre que se hallan implicados dentro de la resolución de problemas del tipo de «averiguar quién es el agente que puede estar intentando no cumplir con el contrato social (es decir, averiguar quién puede estar tratando de comportarse como un tramposo)», mientras que su éxito en circunstancias de otro tipo es —como ya detectaran P. Cheng, K. Holyoak, R. Nisbett, y L. Oliver, «Pragmatic versus Syntactic Approaches to Training Deductive Reasoning», Cognitive Psychology, 18 (1986), pp. 293-328; Peter Cathcart Wason y Philip Nicholas Johnson-Laird, The Psychology of Reasoning: Structure and Content, Cambridge, Harvard University Press, 1972; Peter Cathcart Wason, «Realism and Rationality in the Selection Task», en Jonathan St.B.T. Evans (ed.), Thinking and reasoning: Psychological approaches, Londres, Routledge, 1983— sorpresivamente bajo, si se tiene en cuenta su importancia para cualquier desempeño racional. Cabe ampliar estas notas en Leda Cosmides, «The Logic of Social Exchange: Has Natural Selection Shaped How Humans Reason? Studies with the Wason Selection Task», Cognition, 31 (1989), pp. 187-276. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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4. Virginia Held, Feminist Morality: Transforming Culture, Society and Politics, Chicago, University of Chicago Press, 1993, p. 193. 5. R. Jay Wallace, «Scanlon’s Contractualism», Ethics, vol. 112, n.º 3 (2002), pp. 429-470, aquí n.º 2. 6. Véase, por ejemplo, Cristina Lafont, «Moral Objectivity and Reasonable Agreement: Can Realism Be Reconciled with Kantian Constructivism?», en Ratio Juris, vol. 17, n.º 1 (marzo 2004), pp. 27-51. 7. Richard S. Peters, Hobbes, Harmondsworth, Penguin, 1956, p. 194. 8. Thomas M. Scanlon, What We Owe to Each Other, Cambridge, Harvard University Press, 1998, p. 5. 9. Como no lo hace Zbigniew Rau, Contractarianism versus Holism: Reinterpreting Locke’s Two Treatises of Government, Lanham, University Press of America, 1995. 10. John Rawls, A Theory of Justice, Cambridge, Belknap Press of Harvard University Press, 1971 (edición revisada: 1999); John Rawls, Political Liberalism. The John Dewey Essays in Philosophy, 4, Nueva York, Columbia University Press, 1993. 11. Norberto Bobbio, Il futuro della democrazia, Turín, Einaudi, 1984. 12. David Gauthier, Morals by Agreement, Oxford, Clarendon, 1986; David Gauthier, Moral Dealing: Contract, Ethics, and Reason, Ithaca, Cornell University Press, 1990. 13. James M. Buchanan y Gordon Tullock, The Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy, Ann Arbor, University of Michigan Press, 1962; James M. Buchanan, Freedom in constitutional contract: perspectives of a political economist, College Station, Texas A & M University Press, 1977; James M. Buchanan, Choice, Contract and Constitutions, Indianápolis, Liberty Fund, 2001. 14. Op. cit. 15. John Harsanyi, On Ethics, Social Behaviour and Scientific Explanation, Dordrecht, Reidel, 1977. 16. Es decir, el hecho «empírico» y «comprobable» de «la libertad de la acción (también llamada libre arbitrio [freie Willkür] —liberum arbitrium—); es decir, la capacidad dada en principio a cada ser humano de determinar su acción externa en función de fines representados» (Georg Geismann, «Kant als Vollender von Hobbes und Rousseau», Der Stadt, 21 [1982], pp. 161-189, n.º 5). Véase con particular atención Ernst Tugendhat, «Der Begriff der Willensfreiheit», en Philosophische Aufsätze, Frankfurt, Suhrkamp, pp. 334-351, especialmente pp. 337 y 340, para su defensa, de inevitables resonancias kantianas. Ese «hecho» es algo que, según tal punto de vista, estaría ahí, al igual que cualquier otro objeto del mundo, aunque a menudo no se ejerza como tal, o sea condicionado por una u otra inclinación. Por ello, Descartes lo podía considerar como una de las tres «cosas» creadas por Dios que más le maravillaban: «Tria mirabilia fecit Deus: res ex nihilo, liberum arbitrium, et Hominem Deum» 103
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(Cogitationes privatae, 218). Hay que reconocer, empero, que quizá el liberum arbitrium no está en buena compañía en tal lista: incluir como la tercera de estas «hechuras divinas» al Hominem Deum no parece en rigor congruente con la ortodoxia católica, que Descartes no pensaba abandonar, y en la cual, de acuerdo al símbolo niceno-constantinopolitano, el Dios Hombre fue «non factus [...] sed genitus» («no hecho [...], sino engendrado»). Así pues, surge la sospecha razonable de si tal vez Descartes cometió otro desliz en la frase, y tampoco el «factum» de la libertad pueda considerarse stricto sensu como un hecho. Por otra parte, adelantaremos también un recelo más, de corte wittgensteiniano (como serán casi todos los recelos que aquí exhibiremos), ante lo que Geismann llama hecho «empírico y comprobable» (de la libertad): «Otra cosa que se ha dicho: “Si miramos dentro de nosotros mismos, allí tenemos experiencia o vemos el libre albedrío”. ¿Cómo se mira dentro de uno mismo y se tiene experiencia del libre albedrío dentro de uno mismo? [...] “¿Cuáles son los fundamentos de su convicción de que es libre?”. Yo diría: no hay fundamentos» (Ludwig Wittgenstein, «Lectures on Freedom of the Will», edición de Yorick Smythies, Philosophical Investigations, vol. 12, n.º 2 [abril 1989], pp. 85-100, aquí pp. 94-95). En efecto, de este «hecho empírico» se puede decir lo mismo que de la así llamada «causalidad interna» —véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Máquinas como símbolos. Kant, Wittgenstein y la tesis disposicionalista en torno a la normatividad», en Ana Andaluz (ed.), Kant. Razón y experiencia, Salamanca, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2005, pp. 625-636, especialmente pp. 634-636; Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, 2.ª ed. a cargo de G.E.M. Anscombe y Rush Rhees, Oxford, Blackwell, 1958, § 169-170; Robert J. Fogelin, Wittgenstein, Londres, Routledge, 1976, p. 133—: si ésta se parece tan poco al resto de lo que normalmente llamamos causalidad, que parece arriesgado otorgarle tal rótulo, así mismo un «hecho empírico» que reside exclusivamente en las inaccesibles tinieblas de la interioridad humana se parece demasiado poco a lo que denominamos normalmente «hechos empíricos» como para andarle concediendo esa misma etiqueta. Afortunadamente, a versiones más depuradas de este modo de pensar en la libertad como fundamento de la moral nunca se les hubiese ocurrido hablar de un «hecho», como hacen Descartes, Tugendhat o Geismann: sino sólo de un postulado, por ejemplo, de la razón práctica. 17. Para un balance del lugar contemporáneo que le cabe ocupar a lo divino como fundamento normativo, puede acudirse a Miguel Ángel Quintana Paz, «Los dioses han cambiado (de modo que todo lo demás ya podría cambiar)», Azafea, vol. 5, pp. 237-259. 104
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18. Uno de los mejores análisis del papel que ha venido ejerciendo esta noción en los desarrollos éticos de los últimos siglos se puede recabar en Gene Outka, Agape: An Ethical Analysis, New Haven, Yale University Press, 1972. 19. Algunas notas sobre el trastabillante papel de la tradición para estos efectos pueden observarse en Miguel Ángel Quintana Paz, «La tradición como traición. Seis paradojas», en Ángel Carril y Ángel B. Espina Barrio (eds.), Tradición. Cien respuestas a una pregunta, Salamanca, Diputación de Salamanca, 2001, pp. 177-178. También resulta sumamente útil en torno al potencial legitimador que puede mantener la tradición en nuestras sociedades avanzadas Mariano C. Melero de la Torre, «Postmodernidad, tradición y derechos humanos», A Parte Rei, 42 (noviembre 2005), http:// serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/melero42.pdf. Para una crítica de las versiones multiculturalistas de esta idea véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Del multiculturalismo como “gangrena” de la sociedad democrática», Isegoría, n.º 29 (diciembre 2003), pp. 270-277. Se reivindica eficientemente, empero, la permanente vigencia de este tipo de fundamentos normativos para nuestros días en Víctor Samuel Rivera, «Traditionem prosequi aude!», en Miguel Giusti (ed.), La filosofía del sigo XX: balance y perspectivas, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000, pp. 467-475. 20. Véase Marcel Mauss, «Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques», L’Année sociologique, 2ª serie, vol. 1 (19231924), pp. 30-186; Georges Bataille, «La notion de dépense», en La part maudite, París, Éditions de Minuit, 1967. Citamos esta idea por cuanto resulta especialmente hostil a las nociones de «cálculo» e «intercambio» que promociona el pensamiento contractualista; y, sin embargo, como Mauss y Bataille gustan en mostrar, el dispendio gratuito, generoso, pudo y puede ejercer de cimiento de la comunidad humana no en menor medida que el contractualismo un tanto autointeresado de los Buchanan, Gauthier, Hobbes y Locke. Para un análisis de prácticas semejantes a la del potlach o dispendio ritual estudiado por Mauss en los indios de las costas occidentales norteamericanas, véase Xavier Rubert de Ventós, El laberinto de la hispanidad, Barcelona, Anagrama, 1999; allí se muestra, además, que ese tipo de dinámicas institucionalizadas pueden ejercer su función vertebradora de la comunidad política incluso dentro de sociedades no primitivas, como eran los renacentistas virreinatos españoles en América. 21. Véase Miguel Ángel Quintana Paz, «Comunidad», en Andrés Ortiz-Osés y Patxi Lanceros (eds.), Claves de hermenéutica, Bilbao, Universidad de Deusto, 2005, pp. 71-82. 22. Para un programa más detallado de este proyecto ético-político, véase Miguel Ángel Quintana DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Paz, «Non solum peritos in ea glorificare», en Teresa Oñate, Cristina García Santos y Miguel Ángel Quintana Paz (eds.), Hans-Georg Gadamer: ontología estética y hermenéutica, Madrid, Dykinson, 2005, pp. 613677; Miguel Ángel Quintana Paz, «Dos problemas del universalismo ético, y una solución», en Quintín Racionero y Pablo Perera (eds.), Pensar la comunidad, Madrid, Dykinson, 2002, pp. 223-253; Miguel Ángel Quintana Paz, «On Hermeneutical Ethics and Education: “Bach als Erzieher”», en Jirí Fuka, Alena Mizerová y Vladimír Strakosv (eds.), Bach: Music between Virgin Forest and Knowledge Society, Santiago de Compostela, Compostela Group of Universities, 2002, pp. 49-109; Miguel Ángel Quintana Paz, “Alaska, Heidegger y los Pegamoides”, en Víctor del Río García, Cortao, Salamanca, El Gallo, 1998, pp. 104135; Miguel Ángel Quintana Paz, «Ethos de la escisión, la Historia, lo humano», en VV.AA., Humanismo para el siglo XXI. Congreso Internacional, Bilbao, Universidad de Deusto, 2003, pp. 2-6. 23. Con el fin de atisbar una crítica a los fundamentos de este papel tecnocrático de la ciencia puede consultarse Miguel Ángel Quintana Paz, «“Alguien nos ha metido un loco en nuestro equipo”. O de lo que tienen que ver las ciencias con las filosofías y las Humanidades», ibíd., pp. 132-151. 24. Para ampliar el significado de la noción de «postmetafísica» en el espacio ético-político, puede verse Miguel Ángel Quintana Paz, «Democracia y sociedad civil en tiempos postmetafísicos», en VV.AA., Llamados a la libertad, Madrid, Fundación Santa María, 2006 (en prensa). Desde un punto de vista metaético, tal noción es idéntica a lo que Jürgen Habermas («Rortys pragmatische Wende», Deutsche Zeitschrift für Philosophie, vol. 44, n.º 5 [1996], pp. 715-741) bautiza como «pragmatismo de tipo humeano». Hemos intentado ofrecer un tratamiento epistemológico y metaético más completo de tal noción en Miguel Ángel Quintana Paz, Normatividad, interpretación y praxis. Wittgenstein en un giro hermenéutico-nihilista, Salamanca, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2006. 25. Véase como contraste la amplia lista de términos éticos relevantes para nuestra existencia que reproduce más adelante (en el cuerpo del texto correspondiente a la nota a pie de p. 29) un autor que va a resultar decisivo para nuestro análisis aquí: Ludwig Wittgenstein. 26. «La transferencia última de derechos es lo que los hombres llaman contrato» (Thomas Hobbes, op. cit., I, 14). 27. Ésa es la tarea que se ha autoimpuesto, por ejemplo, la sociología de la ciencia emprendida por la Escuela de Edimburgo (con su debate con la Escuela de Bath) y los Social Studies of Science, a través de autores como Bruno Latour, David Bloor, Steven Woolgar, Karin Knorr-Cetina, Steve Shapin, Steve Fuller, Barry Barnes, Harry M. Collins... DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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28. El antecedente histórico de la idea de que algo tan esquivo como nuestro presunto «consentimiento tácito» baste para que se nos considere aplicable el contrato social se encuentra en Locke: «Todo hombre que tenga posesiones o disfrute de alguna porción de los dominios de un gobierno, está con ello dándole su tácito consentimiento de sumisión; y, mientras siga disfrutando de ellas, estará tan obligado por las leyes de dicho gobierno como cualquier persona que viva bajo el gobierno en cuestión» (Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, sec. 119). Sin embargo, ya David Hume (Sobre el contrato original) se sublevaría contra esta idea de «consentimiento tácito»: un pobre campesino o artesano que sólo conoce la lengua y costumbres de su país y depende en todo de los salarios que recibe es tan libre a la hora de optar entre o bien abandonar este, o bien obedecer a sus gobernantes, como pudiera serlo un marinero al que han llevado a la fuerza a un barco mientras dormía, y sólo puede «elegir» entre acatar las órdenes del capitán o saltar a la mar profunda y perecer. Me permito remitir, para un tratamiento más pormenorizado (y respecto a contractualistas algo más contemporáneos, como John Rawls) de estas cuestiones, a Miguel Ángel Quintana Paz y Joan Vergés Gifra, «Diálogo sobre tres modelos de definición de la barbarie y lo civilizado en la filosofía política actual», Estudios Filosóficos, vol. 51, n.º 147 (mayoagosto 2002), pp. 195-221. 29. Ludwig Wittgenstein y Oets Kolk Bouwsma, Últimas conversaciones, edición y traducción a cargo de Miguel Ángel Quintana Paz, Salamanca, Sígueme, 2004, p. 22. 30. Ibíd., p. 61. 31. Ibíd. 32. Ibíd., p. 22. 33. Ibíd., pp. 78-79. 34. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, op. cit., § 97. 35. «Cuanto más de cerca contemplamos el lenguaje que de hecho utilizamos, mayor se vuelve el conflicto entre él y nuestra exigencia. (La pureza cristalina de la lógica no era un producto que se me hubiese dado, sino que era una exigencia)»: Ibíd., § 107. 36. Ludwig Wittgenstein y Oets Kolk Bouwsma, op. cit., p. 21. 37. Ibíd., p. 79. 38. Ludwig Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, op. cit., § 115: «Una imagen nos mantenía cautivos. Y no podíamos escapar de ella, pues residía en nuestro lenguaje, y éste parecía estárnosla repitiendo implacablemente». 39. Ludwig Wittgenstein, Wittgenstein’s Lectures on the Foundations of the Mathematics, Cambridge 1939, edición de Cora Diamond, Hassocks, Harvester Press, 1976, p. 249. 40. En este denuesto de la reducción de toda la normatividad ética y política a los derechos recíprocos, Wittgenstein resulta precursor de gran parte de 105
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la filosofía política de los últimos decenios, cuando ha querido oponerse al modelo liberal y contractualista. Véase en Victoria Camps, Per una filosofia modesta. Dalla filosofofia pratica all’etica applicata. Milán, Guerini e Associati, 2000, pp. 61-65, una digna recapitulación de tales críticas al hecho de que «el ciudadano venga considerado, solamente, como un sujeto de derechos» (ibíd., p. 63). Se trata siempre de reivindicar lo que Augusto Salazar Bondy, Para una filosofía del valor, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, 1971, llamó en nuestro ámbito iberoamericano «la plurivocidad» de lo moral, y no reducirlo a la univocidad del «contrato». 41. Ludwig Wittgenstein, Zettel, edición de G.E.M. Anscombe y Georg H. von Wright, Oxford, Blackwell, 1967, § 173. 42. Ludwig Wittgenstein, Bemerkungen über die Grundlagen der Mathematik, segunda edición de G.E.M. Anscombe, Rush Rhees y Georg H. von Wright, Oxford, Blackwell, 1978, VII, § 3. 43. Para una buena explicación global del significado de esta expresión heideggeriana, véase Paolo Godani, Il tramonto dell’essere. Heidegger e il pensiero della finitezza, Pisa, ETS, 1999. 44. Gianni Vattimo, «Dialettica, differenza, pensiero debole», en Gianni Vattimo y Pier Aldo Rovatti (eds.), Il pensiero debole, Milán, Feltrinelli, 1983, p. 26.
MIGUEL ÁNGEL QUINTANA PAZ
Cosas Ahora veo las cosas como no vi las cosas. La pasión por los hechos trascendentes, la seducción maligna por los grandes enigmas, ficción de una realidad alzada en andamiajes de papel, me cegó el sentimiento por las cosas vulgares. Maravillas que fueron las cosas sorprendidas en el gozo de ver, palpar y acariciar sus formas virginales que ni el tiempo corrompe ni la costumbre estraga; pulso vivo de objetos sin pasiones, que prestan su servicio sin exigir otras compensaciones que el demorado goce de los sentidos, oscuramente caen en nuestro desamor, en polvoriento olvido. Patenas silenciosas en que se alzó la forma de las celebraciones familiares, ahora, al cabo del tiempo, y cuando el tiempo de la vida apremia y con nosotros desaparecerán, me muestran en silencio sus semblantes atónitos. 106
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También las cosas mueren si no las contemplamos en su fulgor doméstico, si no las inventamos cada día y lavamos su cara polvorienta y tocamos con mimo su relieve, el terciopelo ajado de las horas o su gasa sonora de rozar en la sombra, sus turgencias doradas de durazno, su vientre femenino. Pues las cosas nos miran y nos aman y sienten por nosotros y están cerca velándonos, y en esas veladuras que el tiempo va dejando en pulidos marfiles, cristales musicales, en blancas florecientes porcelanas, o en las desconchaduras de jarrones florales, verdecientes cerámicas de juveniles pieles, raspaduras de alpaca que reflejó el semblante grave de nuestras madres, aún estamos sintiendo la pasión de un amor, la exaltación sagrada de la vida. Ahí están diciéndonos que todo sigue igual, como aún sigue la vida de los antepasados que un día nos dejaron y ahora cumplen sus ciclos de tanagras arcaicas, más vivas que los libros. Libros, copias fungibles, calcos, tantas veces inertes objetos sin objeto y sin el brillo, la belleza y la gracia que atesoró en silencio, imagen de las cosas, el alma de las cosas. Ojos de niño tienen las cosas que no vi y ahora estoy tocando con los dedos febriles, con el temblor vidrioso de mis ojos cansados, con la esperanza cierta de que estos seres mudos, monstruosos, oblicuamente esquivos, sibilinos, eternamente opuestos a la razón pensante que no acertó a entenderlos, brillarán a otra luz, luz plena y sin envés, con la cara sin doble de cuerpos inmanentes. Ser viejo quizá sea entrar en otro mundo, a la luz de otro mundo, con otro corazón, otros sentidos, intrascendente ver y escuchar una música inoíble para el oído joven. Aunque no sin dolor y el sentimiento de saber que algún día dejaremos las cosas para siempre.
ROSENDO TELLO
Cristianismo Con la proclamación de la inminente llegada del reino de Dios, Jesús de Nazaret inició un movimiento profético y escatológico, reformaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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dor del judaísmo, que suscitó rechazos, amenazas y condena a muerte del predicador por parte del sanedrín, la clase sacerdotal y los fariseos y saduceos. En cambio fue aceptado por un grupo de seguidores y por los anawim, pobres, enfermos incurables y marginados. El evangelio o buena nueva de Jesús se expresa en el Sermón de la Montaña y en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Para su prolongación en el espacio y el tiempo, Jesús reeducó en la nueva fe a un grupo de apóstoles y discípulos, llamados posteriormente Cristianos, palabra usada originalmente en Antioquía de Siria (He 11,26; 26-28). Jesús predicó el reino, y sus discípulos predicaron a Jesús como Mesías. Hacia el año 110 utilizó Ignacio de Antioquía por primera vez el término cristianismo. También usó la expresión Iglesia católica para calificar a la verdadera y diferenciarla de las sectas y grupos de herejes. Merced al ecumenismo, a las connotaciones negativas que ha adquirido el término católico y a la escasa significación del bautismo —por ser de infantes—, se emplea teológicamente más el término cristiano que católico y creyente que bautizado. Cristiano y cristianismo se relacionan con el nombre de Jesucristo. I. Aparición del cristianismo Desde sus orígenes, los cristianos se han caracterizado por la experiencia personal y grupal de comunión con Jesús de Nazaret crucificado, al que confiesan resucitado. Después de la pascua del año 30, el grupo de los primeros discípulos cristalizó como koinonía de hermanos y hermanas o comunión de comunidades, con el nombre de Iglesia, para diferenciarse de la sinagoga, de la que fueron expulsados. Según Congar, la palabra ecclesia significaba lo que hoy llamamos «comunidad de los cristianos». La nueva comunidad vivía la koinonía —comunión o solidaridad— en la oración, la fracción del pan, la enseñanza de los apóstoles y la comunicación de bienes. Apareció como fraternidad llena del Espíritu del Dios de Jesús, sin marginar a la mujer (fue bautizada como el varón), ni ser dominada por los jefes (carisma frente a jerarquía), en tanto que sus miembros se desprendían de lo que poseían (no para ser pobres sino para que no los hubiera). Aparecieron variedad de agrupaciones de creyentes, hasta tal punto que el Nuevo Testamento no ofrece un modelo normativo y úniDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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co de comunidad y, por consiguiente, de cristianismo. Los cuatro evangelios, procedentes de distintas comunidades y aceptados en el siglo II como canónicos en un gran consenso eclesial, muestran cuatro diferentes cristianismos. No obstante, era práctica común que los cristianos de cualquier tipo de comunidad se congregaran fraternalmente la víspera del domingo en una casa para celebrar la eucaristía, compartir la cena fraterna, poner en común sus bienes y pedir perdón. Se agregaban los convertidos y catequizados, una vez bautizados. Hacia fuera actuaban como fervorosos misioneros y desprendidos donantes. No fue fácil que cada comunidad se configurase en el espíritu de Jesús, a causa de los conflictos entre discípulos de lengua griega y lengua judía, admisión de paganos, comunicación de bienes, abandono de los sacrificios rituales, rechazo de la circuncisión, fijación del domingo y de la pascua anual con sello propio y ruptura definitiva con las instituciones judías. Aunque Lucas narra idílicamente la vida de la primera Iglesia de Jerusalén en tres «sumarios» (Hch 2, 42-47; 4, 32-35; 5, 12-16), las comunidades primitivas afrontaron muchas dificultades, tanto en su interior (disensiones, envidias, protagonismos y herejías), como fuera de su entorno (difamaciones y persecuciones). Hubo tensiones entre creyentes conservadores y abiertos, luchas por dominar la dirección de la comunidad, sometimiento humillante de la mujer y excesiva tolerancia del estatuto esclavista romano. No siempre hicieron suya los cristianos la libertad que Pablo entendió como acción libre en el Espíritu (Gál y Rom 6), ni todos resistieron con entereza las tensiones y persecuciones, como lo anticipó Jesús. La primera persecución judía padecida por los cristianos tuvo lugar hacia el año 34, cuando los apóstoles fueron obligados a comparecer ante el sanedrín, dado el contenido subversivo de su predicación (Hch 5,21_33). El sanedrín mandó ejecutar a Esteban en el 43 y a Santiago en el 62. Hacia el año 70 el «consejo» judío de Jamnia (cerca de Jaffa), compuesto por fariseos, excomulgó a los cristianos de la sinagoga con una «maldición sobre los heréticos». En el ámbito pagano hubo persecuciones de los cristianos en el año 64 bajo Nerón y en los años 81-96 bajo Domiciano, acusados de que alteraban el orden establecido, fundaban 107
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asociaciones ilícitas, se negaban a tributar culto al emperador y llevaban una «vida absurda y repugnante». El hecho de que el fundador hubiese sido crucificado por la autoridad romana, hacía del cristianismo algo absurdo. Comer juntos como hermanos, esclavos y libres, estaba prohibido. Las comunidades alternaron persecuciones con períodos de tranquilidad. Ejercían su función caritativa de diferentes modos. La primera ayuda nació como ágape o cena fraterna en la celebracion de la eucaristía. Más tarde los apóstoles instituyeron a los diáconos como ayudantes del servicio del altar y de los pobres (Hch 6,1-7). Finalmente no se circunscribió la caridad a la propia comunidad, sino que transcendió por medio de colectas a otras comunidades más pobres (Rom 15,25 ss; 2 Cor 8,2 ss; 9, 1 ss). La caridad, entendida como servicio social, fue un distintivo de la Iglesia primitiva de cara a la conversión de los paganos. Poco a poco se introdujo en las comunidades cristianas una tendencia creciente a sacralizar lugares y edificios, clericalizar los ministerios y patriarcalizar las Iglesias, segregando a la mujer. A partir del siglo IV los cristianos se impregnan peligrosamente de la ideología imperial, que se introdujo poco a poco en la cúpula de las Iglesias y en todos sus estamentos. Frente a los desvíos de la jerarquía alzaron su voz los espirituales, defensores de la pobreza, humildad y sencillez. Nunca han faltado en el cristianismo los reformadores de la cristiandad establecida. II. El reino de Dios, centro del cristianismo Teólogos católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes coinciden en afirmar que el centro del mensaje y de la actividad de Jesús fue la llegada del reino de Dios. Paradójicamente, siendo Jesús el evangelista que anuncia el reino, no explica en qué consiste. Efectivamente, no se preocupó de definirlo sino de construirlo mediante acciones liberadoras. Por implantar Jesús el reino de la justicia y de la paz, eliminando todas las barreras, fue condenado y crucificado. Según los profetas, el reino era en tiempos de Jesús paradigma de esperanza, aspiración de libertad, justicia y paz, fuerza liberadora de todo mal y de todo pecado. Sus destinatarios eran los pobres y los marginados. Por eso, el ministerio de Jesús fue buena noticia para ellos. 108
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Jesús perfila el reino con parábolas, enseñanzas del reino; curaciones, signos prodigiosos del reino; comidas con «pecadores y publicanos», marginados que acceden al reino; bienaventuranzas, ley fundamental del reino. El reino de Dios es, pues, el núcleo central del cristianismo. Es exigencia de cambio de conducta, fuerza liberadora del mundo corrompido y magnitud última de plenitud según las promesas de Dios. En concordancia con los rasgos distintivos de Jesús, es libertad suprema, igualdad entre los hombres, amor solidario y apertura universal a todos, especialmente a los excluidos de la sociedad. El reino de Jesús no se concibe sin Dios, ni el Dios cristiano sin reino. El cristianismo —centrado en Cristo y en el reino— puede ser especificado por cuatro constitutivos esenciales: la comunidad de creyentes, discípulos de Jesús; la palabra de Dios, norma de vida; la eucaristía, acción de gracias de la Iglesia; y el ministerio, servicio en la caridad de Cristo. El centro del cristianismo es la comunidad, que se constituye por los otros tres elementos en recíproca conexión. Así, la Escritura es proclamada como palabra de Dios en la celebración y se convierte en ágape por el compromiso o la misión. La celebración sacramental es memorial de la palabra de Dios y presencia actualizadora del amor de Dios en Cristo por el Espíritu. La ética cristiana es la ética humana de servicio a los pobres y marginados, cuyo modelo es la practicada por Jesús de Nazaret, como nos lo revela la Escritura.1 El polo de la Escritura incluye lo que tradicionalmente se ha denominado «inteligencia de la fe», es decir, teología, catequesis y predicación. Evidentemente no basta el «conocimiento» cristiano. Se requiere un «reconocimiento» de tipo simbólico y espiritual para adquirir sabiduría cristiana. Esta función la realiza el polo del sacramento o, si se prefiere, la plegaria eucarística y la oración personal. El tercer polo es la ética, que incluye la acción de los cristianos en el mundo, dentro de la acción humana. «La estructura Escritura/Sacramento/Ética —afirma L.-M. Chauvet— aparece así homologable a una estructura antropológica más fundamental: conocimiento/reconocimiento/praxis».2 Las dos grandes tentaciones del cristianismo han sido una Iglesia sin reino (el acento se pone en el aparato institucional) y un reino DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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sin Iglesia (sin el constitutivo de la fe). Especialmente tentadora es la transformación de la fe primera en institución de cristiandad. «La cristiandad —dijo Søren Kierkegaard— ha acabado con el cristianismo sin caer en la cuenta de ello. En consecuencia, si se quiere hacer algo, hay que reinsertar el cristianismo en la cristiandad».3 III. Proceso evolutivo del cristianismo Debido a la misión llevada a cabo con eficacia y entusiasmo, cuyo fruto más granado fueron las conversiones y los bautismos de adultos, los cristianos llegaron a ser el tercer grupo social del imperio romano, después de los paganos y de los judíos. No faltaron los cismas, que afectan a la comunión y la unidad, y las herejías, que rompen con postulados básicos de la fe y la moral. Desde la aparición de las primeras comunidades, hubo «facciones» y «divisiones» entre los cristianos (1 Cor 11, 18-19). Son, pues, tan antiguas como el cristianismo. En la configuración del cristianismo helenista frente a un judeo-cristianismo deficiente, influyó decisivamente el apóstol Pablo frente a Pedro. Mediante la misión con los gentiles, la fe cristiana se hizo universal, el mensaje cristiano se inculturó y se ensanchó la comprensión del pueblo de Dios. Sin embargo, poco a poco se impusieron la unidad y el orden a los carismas, se desarrolló el episcopado monárquico, retrocedió el papel de la mujer, se institucionalizó la sucesión apostólica y cobró vigencia la primacía del obispo de Roma, al que se subordinaron los demás obispos. Pueden señalarse tres pérdidas perturbadoras en el primer cristianismo: el ágape en la eucaristía, el bautismo de adultos en el catecumenado y la corrección fraterna en la vida de los hermanos. Se empobreció la acción pastoral. En el siglo II se redactaron listas de herejías y se escribieron tratados contra los herejes. Poco a poco aparecieron herejías judaizantes, gnósticas, arrianas, pelagianas, etc. Con el giro dado por el emperador Constantino en el siglo IV, pasó el cristianismo de religión perseguida a religión oficial. Lo político, social y cultural se sometió al control de la Iglesia de cristiandad, caracterizada por la unión trono-altar, el orden político como reflejo del orden cristiano y el papa, máxima autoridad del imperio. La Iglesia de la cristiandad de la Edad Media se transformó poco a poco en institución DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cristiana y norma jurídica, es decir, en corporación sacramental canónica. La primitiva imagen patrística de la iglesia madre fue sustituida por la de iglesia reina, que ponía de relieve su soberanía sobre los fieles y sobre la humanidad. Cobró relevancia una creciente juridicidad y una concepción del papado basado en el poder y la autoridad. Emergió una eclesiología del gobierno jerárquico y de la potestad del papa, tanto en el interior de la Iglesia como frente al poder político de los príncipes cristianos. Adquirió primacía la Iglesia como institución cristiana y factor estructurador de la sociedad civil, en el sentido de que polarizó el orden temporal y espiritual de la cristiandad. La jerarquía suplantó al Espíritu. El primer gran cisma de la Iglesia se produjo con la ruptura entre Occidente y Oriente en el siglo XI, y el segundo con la Reforma de Lutero (1483-1546). Ciertamente, desde comienzos del siglo XIV hasta finales del siglo XV hubo gritos contra el curialismo y clericalismo de Roma. Los intentos de reforma de algunos concilios (Constanza, Basilea, Ferrara-Florencia, Letrán) y el impulso evangélico de las órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos, agustinos y carmelitas) y de san Bernardino de Siena (hacia el 1440) se mostraron insuficientes. La curia romana parecía irreformable. Se vislumbraba una nueva división. Es necesario recordar los abusos y crímenes cometidos por representantes cristianos: persecuciones de judíos, caza de herejes, guerras santas y quema de brujas. Pero no es justo presentar la historia del cristianismo como una historia criminal. El espíritu cristiano genuino ha sobrevivido a pesar de papas con ansias de poder, inquisidores siniestros, obispos cortesanos y teólogos fanáticos. A finales del siglo XV el papado estaba dividido y la cristiandad sufría graves deterioros. La exaltación de la vida interior por encima del aparato institucional de la Iglesia planteó una nueva conciencia eclesial, en la que no fue ajeno el creciente humanismo exaltador del hombre y el aporte evangélico de los reformadores y fundadores. Lutero intentó reformar la Iglesia en 1520 con una triple finalidad: retorno al evangelio («sólo las escrituras»), reconocimiento de Jesucristo («sólo Cristo») y primacía de la gracia y de la fe («sólo la gracia»). Destacó la palabra frente al sacramento, el sacerdocio de los laicos sobre el de los clérigos y las iglesias locales 109
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frente al predominio de la Iglesia romana. Al mismo tiempo, según H. Küng, la Reforma «opuso la fe a la razón, la gracia a la naturaleza, la Iglesia al mundo, la ética cristiana a la ley natural, la teología a la filosofía y lo específicamente cristiano a lo humanista».4 A partir de la Revolución Francesa, el mundo y la Iglesia entraron en conflicto. En los siglos XVIII, XIX y primera mitad del XX, se detecta un proceso extenso e intenso de secularización de la sociedad, pierde vigencia pública la Iglesia, se privatiza la fe cristiana y cobra plena autonomía la autoridad de la sociedad laica. Por influjo de la modernidad, la sociedad se estructura mediante la razón, la democracia y el voto. El pueblo es soberano. Se desploman las monarquías de cuño religioso como la francesa (1789), rusa (1916), alemana (1916), española (1931) e italiana (1945) y ocupan su lugar Repúblicas laicas, algunas anticlericales e incluso antirreligiosas. Decae el cristianismo de masas. Surgen conflictos incesantes entre la Iglesia que condena el mundo moderno por ateo (ve la secularización como apostasía) y un mundo que pretende subsistir sin el concurso público de la Iglesia (ve la religión como anti-razón, opio del pueblo, neurosis colectiva). En un primer momento fueron feroces las críticas a la religión, a las Iglesias, a la fe cristiana y a Dios. Más adelante —ya entrados en el siglo XX— las críticas se dulcificaron, tomaron otro rumbo más respetuoso. Se avivó el diálogo entre cristianos y no cristianos, entre la Iglesia y el Estado. Con el giro que dieron al catolicismo Juan XXIII y el Vaticano II de un lado, y los gobiernos democráticos respetuosos con las Iglesias, de otro, viró la actitud política de los cristianos, no tanto por impulso cuanto por desbloqueo. En pocos años se pasó de la política cristiana a la praxis de los cristianos en la política. La gama de los creyentes en el campo político comenzó a ser variada; antes del Concilio era en España casi monolítica, de derechas. Hubo pronto no creyentes que votaban a las derechas y cristianos que militaban en las filas de las izquierdas. Desde el Vaticano II se dio separación respetuosa, tolerancia y diálogo entre la Iglesia y el Estado. Recuerdan los exegetas que Jesús no propuso la destrucción del mundo ni su conquista, sino la alternativa de un mensaje fraterno (todos somos hermanos), a partir de la paternidad de Dios (todos somos sus hijos). Ni el mundo es perversión, ni debe ser idola110
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trado. Hay que amar al mundo descubriendo sus deficiencias, encarnarse en él y servirlo con sumo respeto. Ahí cobra vida el reino, asentado en la humanidad. Desde estas perspectivas se entiende más claramente la misión de los cristianos en el mundo; adquiere nuevo relieve el cristianismo. Cuando los cristianos viven su fe con coherencia y honradez se puede advertir el beneficio que aportan a la sociedad, al desarrollar un cometido liberador (sanar cuerpos y almas), ofrecer cauces de diálogo (dentro y fuera), suscitar esperanzas frente a los fracasos (Dios está también en la pobreza y en el dolor), proponer una vida solidaria (compartir bienes y sentimientos), ejercer la reconciliación (cuando andamos a la greña), crear espacios comunales de convivencia (fiestas de guardar), valorar lo que no vale (la pobreza, el sufrimiento y la gratuidad) y alentar la esperanza de una vida plena después de la muerte. IV. La esencia del cristianismo La pregunta por la especificidad de la fe o la identidad de los cristianos es para los creyentes hoy una cuestión acuciante. ¿Qué añade la fe, si es que añade algo? ¿En qué consiste su aportación? ¿En qué se diferencia un cristiano de uno que no lo es? «Si fuera cierto —afirma R. Marlé— que la fe cristiana no tiene ya, para presentar al mundo, nada original que la especifique, no nos quedaría más remedio que declararla muerta».5 «Hoy —afirma J. B. Metz—, cuando precisamente los hombres toman cada vez más conciencia de humanidad —no sólo en teoría, sino en procesos históricos reales— parece que el cristianismo ha entrado en una crisis histórica de identidad de proporciones alarmantes».6 Los cristianos se hallan en busca de identidad, tanto en el plano personal como en el comunitario. «Todo induce a creer —dice P. Böhler— que, bajo el efecto de la secularización, de la crítica a la religión y de la creciente indiferencia religiosa, los creyentes han perdido las referencias de identificación de que tradicionalmente disponían».7 Hoy se plantea el problema de la identidad cristiana de una manera más viva que en otras épocas por varias razones. En primer lugar por el pluralismo religioso, moral e ideológico propio de la modernidad, caracterizado como oferta de diversos sistemas de valores, entre los que está presente la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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increencia bajo distintas denominaciones. Por otra parte, no es fácil discernir los valores actuales y catalogarlos según sus procedencias, ya que se entremezclan o se amalgaman, además de aparecer como contradictorios. En cambio, en una sociedad globalmente cristiana y culturalmente unitaria no tenía razón de ser la pregunta por la identidad cristiana. J.B. Metz señala como primera causa de la crisis de identidad cristiana «la discontinuidad histórica entre cristianismo y época moderna».8 En segundo lugar, la identidad cristiana está en crisis a causa del sistema eclesial heredado, propio de una Iglesia dominadora en una sociedad cerrada, que mantenía su identificación como bloque homogéneo y compacto de creencias, comportamientos y prácticas. La pertenencia a la Iglesia, sin fisuras, equivalía a una identificación. Al aparecer un cierto pluralismo en la teología, relativizarse el poder jerárquico, interpretar de diferente modo la ortopraxis y desentrañar con nuevas claves las adherencias culturales que posee la confesión de fe, es lógico que el sistema eclesial de identificación no sea tan simple y unitario como antaño. En tercer lugar, el cristianismo se deforma por reducción de los elementos que lo conforman. La comunidad se convierte en masa gregaria o suma de individuos; la palabra de Dios se reduce a saber religioso u ortodoxia dogmática; la vida litúrgica se entiende como ritualismo sacramental o simple devoción; y la ética evangélica equivale a moralismo sexual o programa de caridad. Se deforma un polo por su exageración, en detrimento de los otros tres. Aunque la pregunta por la esencia del cristianismo se planteó a finales del siglo XVII, quien abordó esta cuestión con hondura fue L. Feuerbach (1804-1872) en su libro La esencia del cristianismo, de 1841. Al considerar a Dios como pura proyección del hombre, no hay otra esencia del cristianismo, según Feuerbach, que el propio hombre. «El misterio de la teología —dice— es la antropología». Cincuenta años más tarde reflexionó sobre el mismo tema A. von Harnack en unas llamativas conferencias pronunciadas en los albores de 1900 en Leipzig.9 Buen conocedor de la historia de los dogmas, Harnack se movió entre parámetros religiosos, dentro de una teología liberal. Desde entonces han sido muchos los teólogos que han terciado en este asunto. Del lado católico recordemos las contribucioDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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nes de K. Adam, G. Søhngen, M. Schmaus, R. Guardini, H. De Lubac , H. Urs von Balthasar, M. Kehl, W. Kasper y O. González de Cardedal. No ha habido un teólogo católico de talla en el siglo XX que no haya escrito un artículo o libro sobre la esencia del cristianismo. H. Küng ha abordado con profundidad esta cuestión cien años después de Harnack. «Según el testimonio de los orígenes y de toda la tradición —dice—, lo peculiar del cristianismo es ese mismo Jesús, al que en las lenguas antiguas y modernas se llama Cristo».10 Y añade que «lo particular, lo propio y primigenio del cristianismo es considerar a este Jesús como últimamente decisivo, determinante y normativo en todas sus distintas dimensiones».11 Con lógica contundente afirma: «No hay cristianismo sin Cristo». El cristianismo como religión no es una idea (justicia o amor, por ejemplo), ni unos dogmas (cristológicos o trinitarios), ni una cosmovisión (frente a visiones ateas), sino la persona de Cristo Jesús. Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo, ni reunión de cristianos. Se dan unos «elementos estructurales centrales» que iluminan la esencia del cristianismo: la fe en un solo Dios, el seguimiento de Cristo y la acción del Espíritu Santo. V. Diversos cristianismos El cristianismo se ha manifestado a través de la historia con diversos rostros. H. Küng los resume en cinco paradigmas: el judeo-apocalíptico del protocristianismo en Palestina; el ecuménico-helenista de la Antigüedad cristiana, iniciado por san Pablo; el católico-romano de la Edad Media, que surge de la reforma gregoriana del siglo XI; el reformador protestante propuesto por Martín Lutero y el racionalista y progresista de la modernidad ilustrada. En la historia de la cristiandad bimilenaria han surgido, a causa de dos grandes cismas, cuatro confesiones del cristianismo: 1) Las Iglesias ortodoxas de Oriente, de tradición bizantina, con las que la Iglesia católica hizo un recorrido común durante el primer milenio con «siete concilios» ecuménicos, agrupadas históricamente en ocho grandes patriarcados (Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén, Rumanía, Bulgaria, Servia y Moscú), vinculadas a los Padres, a modo de una federación de Iglesias defensoras de los tres ministerios (obispo, presbítero, diácono). El papa es «primus inter pares». 2) La comunión 111
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Cuerpo
o Iglesia anglicana, con una gran base en la tradición patrística, intermedia entre católicos y protestantes, con vida propia desde su ruptura con Roma en el siglo XVI, bajo el reinado del inglés Enrique VIII. 3) Las Iglesias de la Reforma (luterana, calvinista, reformada, baptista, metodista, pentecostal y otras), basadas en una autonomía local, surgidas a partir de la ruptura de Lutero con la Iglesia de Roma, con la que mantienen posturas divergentes en cuestiones tan vitales como el primado, la eucaristía y los ministerios. 4) La Iglesia católica de Occidente, con sede en Roma, bajo la dirección de un papa con plenos poderes en el dogma, la moral y la disciplina, aceptado como vicario de Cristo en la tierra y sucesor del apóstol Pedro; su actitud de cara al ecumenismo viró positivamente con el Vaticano II. «Jesús como el Cristo —afirma H. Küng— es figura básica y motivo original de todo lo cristiano. Sólo desde él como la figura conductora central recibe su identidad y relevancia el cristianismo».12 El cristianismo se configuró éticamente con valores evangélicos practicados por Jesús y trasmitidos a sus discípulos. Conviene recordar algunos: la dignidad de la persona humana por ser todos hijos de Dios; la justicia, clave de la comprensión del reino; la defensa de los pobres, vicarios de Cristo; el respeto a la libertad del otro, sin presiones; la disposición a servir, no a ser servido; el rechazo del dinero como ídolo opuesto a Dios; no responder con la violencia a cualquier afrenta; amar a todos los hombres y mujeres como hermanos, incluidos los enemigos; y esperar contra toda desesperación en la resurrección. En suma, cristianos son los hombres y mujeres que se ciñen al evangelio y tienen a Jesucristo como Señor. Bibliografía CROSSAN, J.D., El nacimiento del cristianismo, Sal Terrae, Santander 2002. FEUERBACH, L., La esencia del cristianismo, Trotta, Madrid 1995. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, O., La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1997. GONZÁLEZ FAUS, J.I., Éste es el hombre. Estudios sobre identidad cristiana y realización humana, Cristiandad, Madrid 19873. KÜNG, H. El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid 1997. MALDONADO, L., La esencia del cristianismo, San Pablo, Madrid 2003. 112
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ROVIRA, J.M., La humanidad de Dios. Una aproximación a la esencia del cristianismo, Salamanca 1997. TAMAYO, J.J., Cristianismo: profecía y utopía, Verbo Divino, Estella 1987.
Notas 1. L.M. Chauvet, Símbolo y sacramento. Dimensión constitutiva de la existencia cristiana, Herder, Barcelona 1991, 167-194. 2. Ibíd., 185. 3. Cita de H. Küng en El cristianismo. Esencia e historia, Trotta, Madrid 1997, 75. 4. H. Küng, La Iglesia católica, Mondadori, Barcelona 2002, 164-165. 5. R. Marlé, La singularidad cristiana, Mensajero, Bilbao 1971, 9. 6. J.B. Metz, La fe, en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979, 164. 7. P. Böhler, «La identidad cristiana. Entre objetividad y subjetividad», Concilium, 216 (1988), 183. 8. J.B. Metz, La fe, en la historia..., op. cit., 165. 9. A. v. Harnack, Das Wesen des Christentums, Leipzig 1900. 10. H. Küng, Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 19784, 150. 11. H. Küng, El cristianismo, op. cit., 31. 12. Ibíd., 13.
CASIANO FLORISTÁN
Cuerpo El cuerpo, ese singular templo del universo exaltado por Novalis (Nuevos Fragmentos, § 2.025), constituye el enigmático territorio desde el que se dimensiona el mundo, es decir, el tejido de relaciones primordiales que posibilitan la vinculación con lo real a través de su capacidad de irradiar sentido (F. Nietzsche). De hecho, la experiencia corporal instaura una adherencia empática con el mundo, la propiedad de «mostrarse en un mundo», de proporcionar un orden de sentido, de modo semejante a esa materia del ser que integra el «cuerpo sin órganos» invocado por Deleuze.1 Si se tiene esto en cuenta, el cuerpo habilita la contextura de una ontología histórica de nosotros mismos (M. Foucault, P. Bourdieu), produce las condiciones de una «espacialidad existencial», como otrora advirtiese el propio Heidegger,2 ya que, en el fondo, adquiere relieve a través de su capacidad de manifestarse en la representación o, dicho en otros términos, arDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ticulando el auténtico trasfondo de los marcos de sentido humanos. El cuerpo, como experiencia originaria del que viene todo conocimiento, permite afrontar lo interior y lo exterior, la alteridad y la mismidad, la cultura y la materia, el sujeto y el objeto. Es más, al erigirse pivote de inserción en la trama del mundo, reproduce el carácter jánico de la existencia en cuanto límite que se abre y se cierra simultáneamente, que estructura lo visible y lo invisible mediante su doble funcionalidad «diabólica» (límite limitante) y «simbólica» (límite liminal). Lo corpóreo fuerza a la existencia a «estar en el mundo», al materializar la experiencia humana y el pensamiento colectivo. Y, pese a que el ansia del yo de perpetuar su cohesión efímera no evite el fatal advenimiento de la muerte, el cuerpo nos muestra el intemporal acontecimiento por el que la experiencia se filtra y se infiltra a través de su piel, de tal modo que toda exudación corpórea entraña una emanación del universo cultural. Por lo tanto, abordar el cuerpo implica reconocer nuestra inmediatez, el Mittelpunkt, el centro de gravedad que hace disponer al hombre de un mundo. En un sentido más estricto, rescatar la clave fisiológica que subyace en toda comprensión de la realidad. En el fondo, su nebulosa e incierta naturaleza acota un gigantesco territorio que el hombre no podrá jamás atravesar en su total extensión porque, aunque tan sólo como una fugaz sospecha, intuimos su discreta presencia en el escurridizo horizonte que guía nuestra mirada, y también en el límite vital que demarca y plenifica las realizaciones del ser humano. Más allá de toda suerte de in-imaginadas travesías, el cuerpo supone la terra incognita por antonomasia, que se resiste a ser colonizada definitivamente y con la que el hombre, sin embargo, mantiene una implicación íntima y espontánea. Porque no hay que olvidar que toda acción, todo pensamiento o deseo lleva tras de sí el rastro de la carnalidad, esa «realidad infrafenoménica», como diría M. Merleau-Ponty, que nos enlaza con el mundo mientras lo dota de existencia. No en balde, el cuerpo se ha mostrado tradicionalmente como un misterio central (desde Espinosa hasta Deleuze, desde Kant hasta Nietzsche o Foucault), como una proteica profundidad donde se vislumbraban las bases expresivas de toda cultura. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Ahora bien, el cuerpo delata una actividad fluctuante, una elusiva potencia posibilitadora de infinidad de órdenes metafóricos. De hecho, su imbricación abierta con el mundo barrunta un horizonte de incontables transacciones donde prolifera y confluye una heterogeneidad de experiencias diversas. Tal circunstancia nos lleva a inferir que el cuerpo desencadena una modulación específica de la existencia temporalmente orientada. Pero, por otro lado, evoca una trama histórica del sentido aureolada de símbolos, narrativas y representaciones. Por esa razón, es posible advertir que en nuestro cuerpo, en nuestra sensibilidad y percepción somáticas se esconden, en cierto modo, los rastros de una plétora de cuerpos que se proyectan en nuestro presente desde un pasado remoto. En ese sentido, si se echa una ojeada al decurso del cuerpo en la historia occidental cabe sostener que, no obstante, en ciertas tradiciones ha aflorado cierta inhibición de lo somático. En la prospección histórica de la acción humana, de las cambiantes realidades colectivas, de las elementales visiones del mundo, se ha prescindido, en general, de la matriz corpórea que soporta a la existencia y, con ello, se ha visto empobrecido el análisis de la naturaleza de lo humano y de lo social. Síntoma antiguo y pernicioso que marca la cadencia de una específica sensibilidad puesta en evidencia, de modo virulento, en el rotundo anatema nietzscheano a los «despreciadores» del cuerpo: «En tu cuerpo habita, es tu cuerpo. Hay más razón en tu cuerpo que en tu mejor sabiduría. ¿Y quién sabe para qué necesita tu cuerpo precisamente tu mejor sabiduría?».3 Ciertamente, la Weltanschauung occidental se asienta sobre la base de cierta rotura entre el hombre corpóreo y todas las «energías visibles e invisibles que recorren el mundo». Hito decisivo que, en opinión de Heidegger, auspicia una «ontológica» escindida en naturaleza y espíritu, e instaura una exégesis distorsionada del mundo y del «ente intramundano». Ya en el primer desgarro ontológico, hiperbólicamente representado en la numinosa separación de la luz y las tinieblas (Génesis 1, 11-2, 4), el cuerpo forma parte del nigredo, de la tenebrositas, atractiva realidad neblinosa, diabólica tentación a la que es posible sucumbir. Desde la hondura carnal se revela el aspecto tenebroso de la naturaleza, y como tal, subyace en ella 113
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Cuerpo
una fuerza obstinada y rebelde que resiste a la voluntad del supremo artífice (Platón). El cuerpo, en la medida en que aleja al hombre de su origen celeste y reproduce carnalmente ad infinitum la caída de lo alto (deorsum fluens), es crassius (más denso y grueso) que el ánima y se sitúa en el último eslabón de la cadena de lo real. Siendo así, es decir, inmerso en un universo simbólico que rebaja cualitativamente el valor de su ubicación en el mundo, el cuerpo se transubstancializa en un objeto accesible a través del conocimiento inferior que proporcionan los sentidos. Y se aleja, definitivamente, de la luminosa aprehensión del entendimiento racional para hundirse en la incierta penumbra del conocimiento sensorial como pura privación y negatividad entitativa. La ambivalencia simbólica del cuerpo, así, comienza su peregrinaje crepuscular, desterrada por una lógica disyuntiva que favorece la «segmentación antropológica». Con ello, se consolida la percepción de lo corpóreo a modo de excrescencia pecaminosa, en la medida en que no cabe identificación posible con la naturaleza suprasensible del pleroma divino. Este rebajamiento ontológico del cuerpo perpetúa los ecos dejados por la atávica enseñanza órfica: sôma sême, «[el] cuerpo [es un] sepulcro», y apuntala, bajo la heteróclita égida del cristianismo, el sentido del cuerpo-corpus como un resto o residuo,4 pese a que, en el presente, se encuentre sigilosamente disimulada en las genéricas corrientes que vindican la epifanización o la glorificación de cierto corporeísmo.5 Nada extraño, por lo demás, cuando de lo que se trata es de afrontar una reestructuración antropológica cuya envergadura únicamente puede calibrarse por la firme sensación de que la disposición tecnocientífica de la fisiología (biotecnología, biomedicina, nanotecnología…) nos arrastra hacia el autoextrañamiento y hacia una extensión de lo vivo allende sus límites actuales. Sucede en definitiva que esta letanía filosófico/mística que recorre el pensamiento occidental, se deja presentir, a la luz de los inéditos logros de la producción tecnocientífica, en los incipientes bastiones de un pensamiento que se presume posthumanista. Curiosamente, las nuevas sendas antropológicas sobre las que se erige la alegoresis moderna del cuerpo, vinculadas a las aceleradas conquistas tecnocientíficas, lejos de apuntillar el agotamiento epigonal del imagi114
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nario humanista occidental, conducen al reforzamiento de un pathos antivitalista y anticorporeísta, en la medida en que incurren en una ascesis reformulada donde se manifiestan recurrentemente los idologemas míticos de la caída del hombre en la materia (ensomatosis). No a otra razón se debe el reiterado afán por eliminar la inscripción somática del pensamiento, de superar las opresivas limitaciones de la materia corporal recurriendo, para ello, a la sofisticada implementación protésica surgida de los campos nucleares del universo tecnocientífico. Sin embargo, este desgarro ontológico no es novedoso, palpita ya en la antropología racionalista cuando los estertores de la imaginería premoderna del cuerpo abren paso a una inédita concepción de lo somático en tanto que lugar crucial de investigación, campo de demostración tecnocientífica. Lo que en un primer momento cabe asociar con ciertas tradiciones arraigadas al humus místico-teológico occidental progresivamente va a ir ensamblándose con los fines instrumentales del proyecto científico de la modernidad. Nada hay en la nueva concepción sobre el cuerpo que logre distanciarnos de aquello que Sloterdijk ha convenido en denominar ese «hábito de aislar» característico de la ciencia occidental y factor decisivo en la forja de la mentalidad moderna, desde el cuerpo-cadáver vesaliano a la sofisticada legibilidad de las estructuras genéticas de toda entidad viviente. La aportación cartesiana, aquí, resulta esencial pues constituye uno de los referentes más importantes en el trasfondo simbólico que fluye bajo la concepción moderna del cuerpo. Algo que, en opinión de Heidegger, desembocará en la instauración de una concepción liberal-democrática de la ciencia, de base antropológica, que concibe al ser humano como un ente maquinal. Desde aquel momento seminal/fundacional en el que el hombre fija la curiosidad analítica y operativa sobre su carne se activa un proceso de abstracción metafórica en términos de una analítica mecanicista. El cuerpo, en definitiva, pasa a constituir una substancia, un objeto autorregulado y autosuficiente en el estricto plano de la materialidad, cuyo funcionamiento discurre al margen de la influencia del yo. Sólo puede ser explicado por aquella propiedad que lo informa, es decir, mediante las cualidades físicas de la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Cuerpo
materia. Toda vez que el cuerpo queda finalmente «aislado» como objeto de estudio, y su actividad puede exclusivamente ser explicada dentro de un marco espacial abstracto, se produce una neutralización de su materialidad a fin de obtener pleno dominio cognoscitivo sobre ella. Se hace posible así la reducción instrumental de la corporalidad, sostenida por un baluarte filosófico que lo garantiza (Descartes, La Mettrie…), y desde la que se promueve, una vez que han quedado interiorizadas la «pasividad» y «docilidad» corpóreas, la utilización analítica y manipulativa del cuerpo. De ahí que D. le Breton sostenga que la concepción in abstracto del hombre ha ofrecido una vía de supremacía epistemológica al planteamiento instrumentalista que enfatiza lo orgánico o lo estrictamente fisiológico en el cuerpo.6 No obstante, el cuerpo se resiste por naturaleza a ser constreñido en un horizonte de legibilidad fijo e inalterable, debido a que en realidad constituye una intrincada trama de posibilidades socioculturalmente perfiladas. No es exclusivamente el depositario natural de la acción humana sino el principio activo que la dimensiona. De la misma manera en que discurre dentro de una fértil e incesante dinámica de producción y reproducción históricas, no es posible fijar al cuerpo en el campo de las veridicciones ontológicas. Más bien ocupa el fondo liminal, imaginario y simbólico desde donde aflora ese régimen incontrovertible de certidumbres empíricas. Por tanto, la existencia corporal, materialidad estructurante/estructurada en la que se condensan los marcos culturales del sentido, quiebra los principios de idealización positivistas y objetivistas de lo real. Se trata de una reinversión, apuntada ya por el Leibkörper husserliano (Ideas para una fenomenología pura y para una filosofía fenomenológica), de esa estrábica tendencia que ignora la fundamentalidad del cuerpo, que expulsa su materialidad del tejido de la vida hasta su reconversión en depósito cadavérico, para así apuntalar un horizonte epistemológico en el que, tal y como constata P. Sloterdijk, «después de haber sido abusivamente tratados durante mucho tiempo como máquinas de la encarnación, los cuerpos salen a la luz y buscan poner fin a su mutilación, a su ostracismo y a su olvido cultural».7 No es aventurado señalar, en definitiva, que la penetración en la realidad social a través de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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la omnipresencia corporal nos aproxima a uno de los conceptos-raíz del discurso sociológico y filosófico modernos. La recuperación de la dimensión inmanente contenida en la experiencia somática impulsa un repensamiento del cuerpo, lejos de los tradicionales esquemas objetivistas, que exhuma los sepultados vínculos existentes con la trama histórico/cultural. En esta línea hay que considerar las precursoras aportaciones filosóficas de A. Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación) y, sobre todo, de F. Nietzsche (Fragmentos Póstumos), que se distinguen por impulsar una reinterpretación del cuerpo como fondo original y constitutivo del pensamiento consciente, de la denominada «actividad racional» o, incluso, filosófica, porque la introspección inmediata sobre la constitución carnal resitúa al cuerpo como el centro de gravedad donde se produce la gran síntesis de todas las fuerzas interpretativas de lo real en una cultura dada. Alejado de cualquier ostracismo o desprecio que, sobre él, pudiera existir antaño, el cuerpo se desvela como la auténtica estructura social de muchas almas. Sólo en virtud de este planteamiento el cuerpo se transforma en un instrumento estratégico de hermeneusis del yo gracias al cual el individuo se constituye en sujeto moral dentro de un universo de valores. No será necesario aclarar entonces que, a la luz de lo que se dice aquí, detrás de todo sentido remitente a la corporeidad, se organice toda una compleja red de dispositivos disciplinarios con los que se consigue «una administración de los cuerpos y la gestión calculada de la vida» (M. Foucault). En resumen, el cuerpo no es una Realidad Unitaria y Compacta. Al contrario, todo apunta a que el cuerpo «es una pluralidad dotada de un único sentido». No cabe duda de que la decisiva evocación a la proteica realidad del cuerpo concierne a su naturaleza compleja, en la medida en que su organización se asemeja más a la de un campo de inciertas potencialidades, un terreno infinitamente posibilitante, desde el que se lleva a cabo la materialización, la encarnación de los contenidos de fondo que animan los ejes culturales de una época dada. Por otro lado, el cuerpo no es una Realidad Estática. Más bien su materia está impregnada de una propiedad representacional/reproductiva/transformativa. Dicho brevemente, el cuerpo segrega unas coordenadas específicas 115
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Cyborg
de comunicabilidad y de inteligibilidad de las que disponen y desde las cuales piensan los hombres de una época. Siendo así, tal circunstancia da cuenta del carácter temporal, no sólo de los elementos de una cultura específica que se muestran y acceden al sentido colectivo a través del medio carnal, sino de la propia conformación corporal en cuanto «topos» desplegado que re/crea un cierto equilibrio de relaciones sociohistóricas establecidas. Formulado de otro modo, los procesos de penetración, sublimación, expresabilidad y transmisión de todo el substrato cultural (instintos, gestos, hábitos, imágenes, razonamientos, sensaciones, afectos…), quedan encauzados bajo y en el espesor de un cuerpo concreto. Nada más enigmático que aquel lugar, aquella concreción espacio/temporal ligada a la contingencialidad y a la transformación continua hacia el que van destinados todos los elementos de la existencia humana (fisiológicos, teóricos, morales, valorativos…). Finalmente, el cuerpo no es una Realidad substancial. Esto es, no se apoya en un fundamento esencial, ya que será su particular disposición histórica lo que provocará la determinación de su espesura, o sea, las relaciones que se entrecruzan generando su espacialidad y su abertura hacia el adentro. Sucede en definitiva que es en esta oquedad de fuerzas humanas articulada por la red sociocultural donde cristalizan los procesos autorreflexivos que se encuadran en los conceptos de sujeto, individuo, conciencia, etc. Ciertamente, resulta harto complicado poder discernir lo exterior de lo interior en el espacio «encarnado» de las percepciones históricamente determinadas. Sin embargo, durante el transcurso del tiempo, el cuerpo ha logrado desarrollar una conciencia autoperceptiva, una sensibilidad altamente afincada en su «interior». De este modo, el cuerpo no sólo hace posible que se piense sobre sí mismo sino también desde sí mismo. Así pues, la significación primaria del símbolo corpóreo alude a la fuente, al centro de inserción en el mundo, al eje carnal desde el que nos vinculamos con las cosas al otorgarlas la condición de posibilidad. Luego, no se hablaría del cuerpo como un objeto asentado en el mundo, sino como el proceso existencial por antonomasia por el cual se nos arroja al mundo. Es decir, el cuerpo reúne los rasgos esenciales para ser considerado como un símbolo 116
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natural en toda regla. Y, de este modo, entre el deseo y la renuncia a uno mismo, el cuerpo se asoma, se deja ver tras los destellos organizados de la visibilidad moderna y nos susurra su sentido, transfigurado ya en una fascinación irresistible. Notas 1. Véanse Deleuze, G., El Antiedipo, Paidós, Barcelona, 1998; Nietzsche y la Filosofía, Anagrama, Barcelona, 1998. 2. Heidegger, M., El ser y el Tiempo, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1998, p. 37. 3. Nietzsche, F., Así habló Zaratustra, Alianza Editorial, Madrid, 1996, p. 61. 4. Duque, F., «El cuerpo residual (Aproximación crítica de la sensación pura)», en Rivera de Rosales, J. & López Sáenz, M.C., El cuerpo. Perspectivas Filosóficas, UNED Ediciones, Madrid, 2002, p. 317. 5. Baudrillard, J., La societé de consummation, Gallimard, París, 1970, pp. 206-207. 6. Le Breton, D., «Lo imaginario del cuerpo en la tecnociencia», R. E. I. S., n.º 68, 1994, pp. 197-210. 7. Sloterdijk, P., El pensador en escena. El materialismo de Nietzsche, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 173.
CARLOS HUGO SIERRA HERNANDO
Cyborg We have modified our environment so radically that we must now modify ourselves to exist in this new environment [Norbert Wiener en The Human Use of Human Beings: Cybernetics and Society, 1950]. Nací humano. Pero esto fue un accidente del destino —simplemente una cuestión de lugar y tiempo. Pienso que es algo sobre lo que tenemos poder para cambiarlo [Kevin Warwick, profesor británico de Matemáticas que se implantó experimentalmente un chip en el brazo en 1998].
El término Cyborg (aún no incluido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española) es un anglicismo formado por otros dos vocablos: cybernetics y organism. Ocurre, con frecuencia, la identificación de los cyborgs con simples robots; una asociación condicionada por la abundante ciencia ficción. Sin embargo, la expresión va mucho más lejos y hace referencia a los denominados «organismos cibernéticos»: una supuesta mezcla de materia orgánica con tecnoloDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Cyborg
gía, fusión de vida con técnica, suma de lo natural y lo artificial.1 Es decir, hablamos de una suerte de híbrido entre lo viviente y lo inanimado, compuesto en cantidades variables por productos de la biología y de la cultura. «Cibernético» proviene, a su vez, de «Cibernética», disciplina constituida para analizar los sistemas de control y comunicación según la definición al uso. En su etimología más clásica, «Cibernética» deriva del griego kubernhtik» («arte de pilotar un navío») aunque suele citarse el hecho de que Platón lo utilizara metafóricamente en La República para referirse al «arte de dirigir a los hombres» o «arte de gobernar». La acepción moderna procede de la obra del matemático estadounidense Norbert Wiener (1894-1964) (y otros, como Couffignal, en menor medida) quien la popularizó en Cybernetics, or control and communication in the animal and machine (1948) y la extendió al uso de sistemas sociales en The Human Use of Human Beings: Cybernetics and Society (1950) e incluso más allá en God and Golem, Inc.: A Comment on Certain Points Where Cybernetics Impinges on Religion (1964). Para Wiener, el paralelismo entre las estructuras mecánicas complejas y las instituciones humanas (sometidas a procesos similares tales como retroalimentación, equilibrio, homeostasis, etc.) permitía establecer analogías, similitudes y semejanzas en una misma ciencia que englobaba a ambas; la vieja esperanza de unificar ciencias naturales y sociales en una síntesis ultima. Encontrar un lenguaje común para lo orgánico y lo mecánico era la culminación de varias corrientes de pensamiento occidentales, de tal forma que los elementos comunes a ambos permitiese una integración teórica de humanos y máquinas. Wiener, junto con Claude Shannon o John Von Neumann (trío de referencia obligada) forma una generación de científicos que impulsó de manera trascendental el estudio de los sistemas pensantes. Dejando momentáneamente de lado la Cibernética, el término cyborg fue acuñado como tal en 1960 por el neurocientífico M.E. Clynes y por el psiquiatra N.S. Kline, compañeros en el Rockland State Hospital’s Research Laboratory de Nueva York. La idea del cyborg partía de una petición de la NASA a Kline para elaborar un modelo de supervivencia del hombre en el espacio exterior; un humano potenciado que pudiera sobrevivir en los yermos y agresivos entornos extraterrestres. La respuesta2 no DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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fue una propuesta puntual para viajes interplanetarios sino un modelo estable y definitivo de cómo el hombre y la nave espacial eran un solo ente que compartían información y energía. Clynes y Kline reivindicaban el uso de los sistemas de control para el diseño de un «hombre del futuro»3 más capaz y versátil, armonizando esquemas fisiológicos con sistemas de proceso de datos electrónicos. Su apuesta por un «sistema hombre-máquina autorregulado» representaba no tanto un procedimiento técnico sino un sueño y un proyecto: una reelaboración del ser humano que incluyera una relación más íntima con la tecnología. Era, en aquel tiempo, una incipiente utopía ingenieril, poco extendida todavía fuera de los ámbitos científicos. El contexto en que desarrollaron la proposición (y promesa) no era trivial o irrelevante: la sombra alargada de la «guerra fría» y la naciente exploración del espacio. Tras la consolidación del modelo keynesiano, la implantación del fordismo y la estabilización del new deal, el despliegue de la innovación tecnológica comenzó a ser una prioridad en EE.UU.; vista como ventaja económica, por un lado, y como victoria política, por otro. La disputa por el dominio del espacio exterior entre los dos superbloques estaba en su punto álgido (recordemos que Gagarin había sido el primer humano en viajar al espacio el 12 de abril de 1961 en la nave Vostok 1), condicionando la génesis intelectual de estos sistemas vivientes hombre-máquina. Aun así durante años el cyborg fue una fantasía de la ciencia ficción, una imagen ilusoria que acaparaba películas, libros o comics. El concepto resbaló hasta las mentes de los visionarios futuristas y quedó allí atrapado, como si fuera un invento de novela o de alguna industria hollywoodiense. Siempre a medio camino entre los fríos robots y los viscerales humanos o entre androides maléficos y personas altruistas, se explotaba literaria e imaginariamente esa ambivalencia constitutiva. Era su mezcla tan irreal de carne y chatarra la que les dotaba de un mágico atractivo que facilitaba ingentes cantidades de ficciones, cuentos o sagas del espacio. Ya los titanes griegos o las mitologías india y china habían simbolizado tímidamente a estos híbridos. Sin embargo, la referencia a Frankenstein (Mary Shelley, 1818) es inevitable, un temprano pero ya moderno intento de infundir vida a un cuerpo inerte en 117
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Cyborg
un laboratorio. Dicho «engendro», nacido de la materia muerta y resucitado artificialmente, ha sido postulado como el «primer cyborg». La primera propuesta seria de cyborgs la lanzó el científico irlandés afiliado al Partido Comunista Británico J.D. Bernal en The World, the Flesh, and the Devil: An Enquiry into the Future of the Three Enemies of the Rational Soul4 (1929), en el que perfila un futuro dominado por una racionalidad científica capaz de superar los obstáculos físicos, fisiológicos y psicológicos que los humanos afrontan. La primera presencia explícita, sin embargo, la podemos situar en la novela de Martin Caidin Cyborg (1972), que narra la historia de un hombre al que se le sustituyen partes dañadas de su cuerpo por módulos mecánicos; novela que fue posteriormente (1973) adaptada a series de televisión («The Six Million Dollar Man»). El mismísimo Asimov publica en 1976 un cuento corto («The Bicentennial Man») que explora algunos conceptos de la cibernética: el personaje central es un robot que, en sentido inverso al proceso clásico de construcción de un cyborg, comienza a modificarse a partir de componentes orgánicos hasta casi convertirse en un humano. La culminación de dicha tendencia la tenemos en películas como Blade Runner (Ridley Scott, 1982) donde un policía debe desenmascarar a unos seres robóticos y cambiantes casi indistinguibles de los humanos (los replicantes) o The Terminator (James Cameron, 1984) en la que metal y sangre viven íntimamente entrelazados. El éxito que tuvieron en la pantalla grande inauguró una serie larga de secuelas y remakes (Robocop, Total Recall, The Matrix, etc.) hasta nuestros días. Estas «criaturas imaginadas» de la ciencia ficción, que proceden o de la mecanización del humano o de la vitalización de la máquina, engendraban misteriosas amenazas o invitaban a esperanzadores progresos.5 A pesar de conservar en la retina los casos más espectaculares como el de Kevin Warwick,6 un excéntrico profesor británico que en 1998 se insertó quirúrgicamente un chip de silicio en el antebrazo, todos hemos sido restaurados o retocados en algún sentido. En la práctica, y en un sentido literal estricto, ya somos cyborgs en tanto hombres y mujeres proteicos, asistidos y perfeccionados mediante múltiples artefactos y dispositivos: gafas, lentillas, ortopedias, audífonos, relojes, implan118
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tes, trasplantes de órganos, diálisis, sillas de ruedas, cirugías, decoraciones corporales, teléfonos móviles o chips; un surtido variado de aparatos y elementos tecnológicos fruto de las innovaciones recientes que viven pegados (embedded) a nuestras extremidades afinando nuestras capacidades. Hablamos de prolongaciones seminaturales e inadvertidas que nos han convertido en seres «biónicos» o «artificializados» stricto sensu. En algunos casos no podemos hablar ya de meros añadidos o mejoras sutiles sino de que nuestra supervivencia misma depende absolutamente de los componentes técnicos que nos acompañan (un marcapasos, por ejemplo). Una visión drástica, rayando la caricatura, consideraría que incluso la ropa que llevamos puesta nos convierte en cyborgs, en tanto nos permite, mediante objetos artificiales, sobrevivir en medios más hostiles o menos apacibles meteorológicamente. Por no mencionar el hecho de que hemos depositado y confiado la mayoría de nuestros cálculos, archivos de memoria y toma de decisiones en ordenadores y computadoras. Desde hace más tiempo del que creemos hemos sido «cyborgeados» (cyborged), haciendo realidad mitos y sueños que han habitado los imaginarios y las visiones humanas durante siglos. Lenta y paulatinamente somos testigos de un cambio cualitativo en donde esos pequeños ensamblajes o articulaciones íntimas han pasado de la excepcionalidad a la norma. Antes de llevarnos a equívocos debemos fijar dos puntualizaciones: i) no existe un único tipo de cyborg, sino tantos como proporcione cada criterio clasificatorio. Se habla de añadidos restauradores, normalizadores, reconfiguradores y mejoradores (diferencias en este caso importantes para las implicaciones éticas de la trasformación). También se considera una supuesta escala entre cyborgs de I a V (Clynes) según el grado de transformación (desde meros aditivos mecánicos hasta inteligencias incorpóreas, pasando por cambios genéticos), entre cyborgs maquínicos y cyborgs orgánicos (González) y otras tantas tipificaciones abiertas y contingentes. Y, en segundo lugar, ii) no todos los individuos han sido transformados o reformados completamente en cyborgs. Se reivindica frecuentemente que vivimos una «sociedad cyborg» en el sentido de un rango amplio de fusiones entre lo orgánico y lo maquínico, aunque muchas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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de ellas sean exclusivamente temporales y circunstanciales. Más allá de la pura ciencia ficción y la retórica futurista, el término cyborg ha tenido una notable acogida en las ciencias sociales contemporáneas. El mundo académico e incluso el universo político se han contagiado de la «moda o actitud cyborg». Aplicaciones y apropiaciones del término por parte de la sociología, la antropología o la filosofía se han dejado ver especialmente en dos ámbitos: uno, la sociocibernética y, otro, en algunas teorías recientes del sujeto social. Ambos enfoques ya suponen al cyborg como una realidad hecha y presente y no como un modelo inexistente o una predicción de ensueño. De esta manera, la formulación original de los años sesenta ha sufrido una deriva que ha ido retocando el concepto y haciendo proliferar numerosas interpretaciones. Merece la pena citar la primera e incursionarnos brevemente en la segunda. Desde los años setenta, y al calor de una crítica epistemológica a los rígidos modelos de la razón moderna, ciertas teorizaciones han ido poniendo en tela de juicio los esquemas clásicos de conocimiento. La teoría del caos, la teoría de sistemas, la noción de complejidad o la cibernética, han servido para oxigenar y actualizar las ciencias sociales desde las ciencias naturales. Las así llamadas «cibernéticas de segundo orden»7 o «cibernéticas de los sistemas observantes» (Von Foerster), la teoría de sistemas (Luhmann) o la Escuela de Palo Alto (Bateston, Watzlawick, Maturana y Varela) han deambulado por las cercanías de la idea cyborg. No podemos dejar de citar, en nuestro país, las aportaciones de Jesús Ibáñez o Pablo Navarro idénticamente. Sin embargo, el uso de la Cibernética, en sus versiones más evolucionadas, no popularizó suficientemente la idea de cyborg con todas sus consecuencias sino que focalizó su interés en cuestiones como la autoorganización, la autopoiesis, la entropía y temas afines (a partir de lecturas como Spencer-Brown, Prigogine o Gordon Pask). Por otro lado, cierta corriente emergente en las ciencias sociales ha hecho uso de la filosofía encarnada por el cyborg con bastante más fuerza en aras a la (re)construcción de un nuevo sujeto social. En 1985, Donna Haraway publica el «Manifiesto Cyborg», una defensa encendida y fundacional del uso metafórico del término cyborg8 como superación de las rígiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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das dicotomías en las que la ciencia occidental está atrapada (hombre/mujer, naturaleza/ cultura, vida/muerte, hombre/máquina, humano/animal, etc.). Haraway considera que hemos entrado en una época en la que las fronteras borrosas que guiaban la modernidad se han difuminado lo suficiente como para no poder seguir manteniendo esas oposiciones binarias. En el feminismo posmoderno de Haraway, el cyborg es una metáfora fértil, un primer paso para comenzar a explorar las rupturas de los enfrentamientos maniqueos entre naturaleza y cultura. El deseo de separar y disgregar esos dos aspectos del mundo social se torna cada vez más arduo y delicado, y Haraway propone utilizar esa confusión fronteriza para generar nuevos modos de actuar políticamente, siempre desde un «conocimiento situado». Este movimiento, más allá de los dualismos clásicos constitutivos del marco epistemológico de lo moderno, permite, según esta autora, superar tanto el feminismo tradicional como gran parte de las teorías sociales actuales, limitadas y maniatadas al arrastrar perezosamente dichos antagonismos simplistas e inservibles. En ese sentido, el concepto de cyborg, en Haraway y sus seguidores es un rechazo a las distinciones profundamente marcadas de la cultura occidental desde Grecia y el cristianismo. Para esta historiadora de la biología (una de las caras de su polifacética vida), una espesa neblina ha disipado las certidumbres occidentales y la fecunda (y mítica) imagen del cyborg aclara nuestra vista, dislocando la idea de «vida pura» con la que nos sentíamos cómodos y seguros. Criaturas producto de la tecnología, híbridos cruzados o seres-artefacto que cuestionan y escapan a las taxonomías clásicas de vida, especie, naturaleza, género, etc., proliferan ahora sin descanso. Los cyborgs son figuras «innaturales» que provocan el derrumbe de los dogmas modernos basados en marcas nítidas, arruinando la pretendida pureza identitaria del Homo sapiens. Haraway sigue los trazos de la biopolítica foucaultiana para acabar afirmando que los actores de un escenario dominado por el tecnobiopoder son los cyborgs, productos resultantes de la ingeniería genética, de la mediación informatizada, la investigación militar y de otras formas de vida generadas sociotécnicamente. Asistimos a una implosión de sujetos y objetos, de lo natural y lo artificial, anomalías para nuestros esquemas de pensa119
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miento heredados que tenemos que enfrentar. Un paso más desde Haraway nos precipita hacia la Actor Network Theory (Teoría del Actor-red) de Latour, Callon, Law y compañía en la que las prácticas entre humanos y no-humanos dependen de los actos de traducción y negociación entre las diferentes posiciones y lugares de una tupida malla social. Todos somos actantes y agentes mixtos de la esfera tecnocientífica en tanto formamos parte e interaccionamos a través de relaciones íntimas e hibridaciones con las fuerzas tecnocientíficas. Según este enfoque, los actantes son entidades, tanto de humanos como de no humanos, que modifican a otras en algún proceso. Es esencial remarcar como primera conclusión que el paso de las narrativas ficticias a realidades tangibles viene mediado por la tecnociencia. El desarrollo innovador de un sistema cada vez más voraz y ansioso por inventar tecnologías e implementar avances científicos a cualquier precio ha ido traspasando mitos, cuentos y magias desde la virtualidad del imaginario popular hasta una materialidad real. Es decir, para la mayoría de los propulsores de la «Teoría cyborg» el motor de esa transformación ha sido el régimen tecnocientífico reinante cuya actividad ha ido estrechando la ciencia ficción y ensanchando el campo de las insólitas novedades ingenieriles. No obstante, las fuentes son múltiples: la industria bélica, la experimentación biotecnológica, la informática a nivel usuario, el entretenimiento virtual, las terapias médicas, la innovación digital, etc. Lo que de alguna manera se pone de relieve es el hecho de que la conexión (tanto material como espiritual, tanto física como metafísica) de las sociedades humanas con la tecnología tiene un carácter contaminado o impuro. Es un acoplamiento que excede la utilización ocasional o la presencia inerte y distraída conjugando lo biológico, lo informático o lo económico en un cóctel bien agitado. Constituye un vínculo activo que hace impensable hoy en día la supervivencia o reproducción de las sociedades sin esa imbricación promiscua con la tecnología. Aunque seamos capaces mentalmente de disgregar y desgajar lo técnico de lo social, son en realidad entidades indisociables. Las representamos como abstracciones distinguibles pero las vivimos como existencias entrelazadas y entretejidas, separadas por líneas muy borrosas. La creciente socialización e in120
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tegración de la tecnología tiende ya a ubicarse tan estrechamente con el entorno que queda camuflada y enmascarada con lo no-técnico. Son los weareable-computers, los aparatos para llevar, los interfaces implantados que transitan con nosotros, inseparables de nuestros cuerpos, desmaterializados, invisibles e indistintos a nosotros mismos. No se trata de una mera agregación, suma o apilamiento de cables y carne, sino de la unificación cooperativa entre sociedades humanas históricas y modelos tecnológicos; unidades incrustadas y activas que forman parte de nosotros, sujetos híbridos o mutantes. Pero también nos referimos al hardware orgánico o a la inteligencia artificial que producen «ordenadores humanizados», pensantes y sentimentales. Un abismo abierto ante el que los cyborgs oscilan entre la monstruosidad macabra y la esperanza utópica. Una segunda reflexión nos conduce al hecho desnudo de hasta qué punto hemos sido (auto)modificados por la tecnología de una manera significativa, trastocando inclusive nuestra propia «naturaleza». Siendo capaces de (auto)transformarnos radicalmente (desde los piercing o los tatuajes a la transexualidad o las técnicas reproductivas eugenésicas), hay quien considera que, ciertamente, hemos superado o adelantado a nuestra especie (Homo sapiens sapiens), sustituyéndola por cyborgs (de modo idéntico a cómo los humanos se separaron de los chimpancés hace unos seis millones de años). Movimiento que disloca todas las representaciones clásicas de interpretación del cambio social y la existencia humana. Nos hallamos entonces ante una evolución cultural que ha subvertido la propia evolución biológica, una especie de «evolución participada» («participant evolution», Clynes, 1960) donde la «selección natural» deja paso a la «selección artificial u orientada», al «diseño participado». Lo que parece insinuarse entonces es que el hombre no es la cima evolutiva de la madre naturaleza, sino un eslabón más de la cadena, un peldaño en el que no nos detenemos y que precede al Homo ciberneticus (Grün). El planteamiento que acompaña estas intuiciones es el de una teoría posthumanista o de un sujeto transhumano fundado en una nueva ontología. En tercer lugar, cabe apuntar que una modificación tan drástica no tanto de las condiciones exteriores de existencia como de nuestra propia constitución material implica la reDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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formulación de una «nueva política» al estilo de las que proponen Haraway o Gray. Una reescritura de la organización política que no encaja en los moldes anticuados, recomponiendo nuestros mapas de participación o intervención en lo social. Las transformaciones de nuestros cuerpos y sistemas productivos y reproductivos requieren de instituciones políticas específicas. Si el paso del cazador nómada primitivo al Homo faber sedentario reestructuró la organización social, el salto de la «era de la máquina» (Carlyle) al momento en que la técnica traspasa la piel y penetra en cuerpos y vidas requerirá otra mutación estructural. La era de la reproductibilidad técnica (Benjamin) de humanos, donde reinan la refundición y la indistinguibilidad, no permite saber en qué punto termina lo natural y empieza lo inventado. Y eso fuerza una concepción de la política cuando menos novedosa. Como cuarto punto indicamos que el catálogo de dudas morales y la cantidad de paradojas, polémicas y supuestos contradictorios producidos por la figura del cyborg son, de momento, inabarcables. Esas asociaciones heterogéneas y simbiosis entre lo vivo y lo novivo problematizan ideas como conciencia, individualidad, cuerpo, identidad, subjetividad, mortalidad, naturaleza o derechos humanos, al situarse en terrenos resbaladizos y espinosos. La disolución de fronteras teóricas y la dualidad emotiva e incluso ética ante una mitad humana y otra inanimada fascinan a propios y extraños hasta el punto de instituir no sólo un género en la misma ciencia ficción (mutantes y cuerpos sin órganos) sino casi una disciplina de estudio propia. Capaces de rehacer y rediseñar nuestros cuerpos tecnológicamente colapsa la idea de hombre clásico y se desdibujan reglas y normas vinculadas a éste. Al superar técnicamente las limitaciones que imponía la biología, el mestizaje cyborg siembra un campo de dudas ante unas consecuencias inciertas. Toda una nueva Ética para el recién estrenado milenio en donde fisiología y cibernética se unen. Una virtud a resaltar de la noción de cyborg es que permite reunir bajo un mismo techo teórico una abundante dispersión de nuevos seres, criaturas sociales, entidades bio-electro-mecánicas e hibridaciones varias (piénsese también en clones, oncoratones, Dolly, astronautas, genomas, tretrapléjicos como ChristoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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pher Reeve en sus sillas de ruedas a control remoto, la «hipótesis Gaia» de Lovelock u otros productos extraños salidos de las chisteras de la ingeniería genética). Dota de cierta coherencia descriptiva a la caótica realidad presente, habitada por fusiones imposibles, «naturalezas fabricadas», especies intercaladas, simbiosis originales y mezclas impensables, representando a todas ellas mediante una figura o metáfora general. Una idea, por tanto, nacida de los contornos problemáticos entre lo orgánico y lo inorgánico que sirve como herramienta para explorar esos nuevos territorios de identidades no esenciales. Emprende, también, el enésimo intento de abordar conscientemente la construcción de un sujeto social acorde a los tiempos globales de tecnificación masiva que no repita los vicios de sus predecesores. Una apuesta por dar vida a un concepto de agente actuante o sujeto político que no quede anclado en errores heredados ni aprisionado en categorías rígidas. No obstante, esta composición confeccionada con «lo evolucionado» y «lo desarrollado» o con el «constructor» y «lo construido» simboliza, para algunos, una actualización de la vieja utopía tecnófila que vislumbra todo un mundo por llegar gracias a la ampliación de la cultura técnica y confía en unas nuevas relaciones entre el hombre y la máquina. Se le acusa de ser una versión contemporánea de ilusiones futuristas ya escuchadas en donde se idealiza la cultura técnica. Para otros, el cyborg es un concepto excesivamente impreciso y abstracto, una mera entidad virtual o una turbia figura narrativa cuya capacidad analítica es aún asignatura pendiente. No ha demostrado, se dice, su utilidad en las ciencias sociales. E, incluso, se le presenta como la encarnación endemoniada de la racionalidad tecnocrática y los delirios globalizadores de las multinacionales. Un producto del marketing empresarial de un sector tecnológico boyante y en expansión. No han faltado tampoco las críticas que lo sitúan como la prueba irrefutable del narcisismo postmoderno y de nuestro «síndrome de Dorian Gray» (un ser humano que reniega de lo humano y se contempla embelesado en el espejo de sus creaciones). A estas alturas, no deberíamos ni dramatizar ni romantizar, sino orientar el cambio tecnológico hacia un justo cambio social.
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Bibliografía
Notas
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1. Una definición más concreta: «A cyborg is a self-regulating organism that combines the natural and the artificial together in one system» (Gray, 2002: 2). El diccionario Webster, por su parte, define escuetamente cyborg como una persona cuyo funcionamiento fisiológico está asistido o depende de un dispositivo mecánico o electrónico. 2. Presentada en el Simposio Aspectos psicofisiológicos del viaje espacial, Escuela de Medicina de Aviación de la Fuerza Aérea de Estados Unidos de San Antonio (Texas), 1960. En 1963, la NASA encargó un «Cybog Study» a una comisión y, tras ello, olvidó la veta abierta, volviéndose casi alérgica al término. 3. Realmente no hablamos sólo de humanos. De hecho, su primer cyborg fue una rata blanca estándar a la que se le implantó una bomba osmótica que permitía inyectarle al gusto productos químicos. 4. Puede leerse entera en: http://cscs.umich.edu/ ~crshalizi/Bernal/ 5. No ha faltado quien ha querido distinguir entre los cyborgs teóricos (propuestos por Kline y Clynes) y los cyborgs fantásticos (obra de la mente inquieta de la ciencia ficción). Para ello Alexander Chislenko acuñó un nuevo término: fyborg (una síntesis entre functional y cyborg) que hace referencia a las formas en las que los humanos extienden y completan sus cuerpos utilizando tecnologías concretas. 6. http://www.kevinwarwick.com/ 7. Término acuñado por Von Foerster en su trabajo titulado Cybernetics of cybernetics en 1970. 8. «By the late twentieth century, our time, a mythic time, we are all chimeras, theorized and fabricated hybrids of machine and organism: in short, we are all cyborgs» (Haraway, 1989b: 66).
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IGOR SÁDABA
D Decrepitud Llegar a cierta edad, la dura edad de piedra en que el tiempo parece suspendido como cable en el aire, entre un ayer ausente y un incierto futuro, más que al curso libre de la existencia se asemeja al hermético movimiento del círculo. Se borran las fronteras, tiempos y espacios cambian y, al resplandor cambiante que la memoria irradia, se funden y confunden, y todo flota en una viscosa ingravidez.
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Arrabal de los años, celadas que conducen a la decrepitud, figuración de ensueño más que de asiento firme de las cosas. Se pierde intimidad, por más que andemos siempre removiendo las piedras con que alzamos la casa en sólidos cimientos, y todo se hace extraño, externo como el agua que desborda sus márgenes, materia silenciosa que, en su fluir de sierpe, en sí misma se enrosca y a sí misma devora. Tiempo de cal y lágrimas y de lamentaciones. Y qué solicitud de abrazarse a las cosas y tocarlas a tientas para saber que estamos en un lugar seguro; qué desesperación por sentirnos queridos, comprendidos y amados cuando a nadie interesa el mal de nuestra vida. ¡Ah, esas intimidades con desazón de andar heridos nuestros pies por piedras de caliza, punzados nuestros ojos por agujas de lumbre! Hablamos un lenguaje que ya nadie comprende, palabras sin concierto que van delante o a zaga de nuestro sentimiento, emociones impuras de la carne sufriente, lentas, repetitivas como el viento que arrastra las dunas humeantes en desierto cercado de cerros macilentos. Rememoramos gestas que ninguno comparte, evocamos batallas que, al contarlas, provocan la risa compasiva, si no el aburrimiento en quienes las escuchan, ajenos a nosotros. Las cosas de este mundo ya no son lo que eran y lo que aún es más grave, no sabemos por qué, cuál es su utilidad, qué función desempeñan, para qué nos convocan y hacia dónde, expuestas como están, movibles y espectrales, al desmoronamiento final de la mirada que les dio consistencia y de su luz ardieron. ¿Quién nos mueve en el aire si se han roto los hilos que a nuestro levitar de peleles inertes prestaba gravidez, sólido fundamento? Oigo voces que claman e ignoro si esas voces llegan de las alturas o las profundidades, y en mudo desconcierto y confusión de lenguas se mezclan en la rueda de la existencia humana, corazón infernal del convivir humano. Y, si echo a andar, ignoro si llegaré a algún término, andando como voy mirando siempre atrás, rastrillando recuerdos, removiendo las aguas estancadas del tiempo para ver dónde saltan las perlas que perdí y que nunca jamás podré recuperar para justificarme y dar razón cumplida de mi ser y del mundo. ¡Oh, mundo de locura! ¡Oh círculo furioso de colores violentos, en que todo, confuso, bulle y se arremolina, como un lienzo espantoso fingido por un loco aprendiz de pintor!
ROSENDO TELLO
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Democracia 1. El progreso y sus efectos colaterales La idea central que Adorno y Horkheimer desarrollaron en su famosa Dialéctica de la Ilustración era que, cuanto más avanza el hombre en la conquista de su libertad, cuanto más se separa de su primitiva unidad e indistinción con la naturaleza tanto más fuertemente siente la tendencia a buscar seguridad y aplacar la angustia de su soledad rompiendo el principio de individuación y regresando de algún modo a su indistinción con la naturaleza más allá de los límites de su yo individual. O sea, a estos pensadores les pareció que existía una cierta contradicción central en el fundamento mismo de la civilización y que consistiría en lo siguiente: Por un lado, el hombre occidental se ha enfrentado a la naturaleza, se ha propuesto dominarla y para ello ha desarrollado una ciencia y una técnica que han acabado por racionalizarlo todo y por reducirlo todo a la condición de instrumento al servicio del progreso de las potencialidades humanas. Pero esto ha desatado, a su vez, un potenciamiento considerable de la instrumentalización en la que los hombres mismos han acabado por convertirse en cosas. El resultado es el individualismo de nuestras sociedades más desarrolladas que sume a las personas en la atomización y la incomunicación, porque se han atrofiado las fuerzas de la solidaridad entre los hombres y se ha hecho imposible ya la armonía profunda del hombre con la naturaleza. Así que el dominio, cada vez mayor, sobre la naturaleza externa no ha tenido sólo consecuencias positivas en orden a una liberación del hombre del trabajo y de sus limitaciones físicas, sino que ha tenido también otros resultados ya menos positivos como son la artificialización de la vida, la atomización individualista e insolidaria, la deshumanización y todo ese «malestar» de nuestra civilización que Nietzsche detectara antes que Freud diagnosticándolo bajo el nombre de nihilismo. Según Horkheimer y Adorno, religiones, mitos, algunas fiestas populares, algunas clases de delitos, de transgresiones y de crímenes, y un determinado número de conductas irracionales, en conjunto, serían esos «otros de la razón» que siguen vivos y como haciendo señas al individuo para que regrese a su 123
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origen natural animal, para que retorne a la unión con la vida y con la naturaleza anterior a su separación de ella como ser de cultura. Son esas fuerzas que estimulan a acciones con las que se pretende echar un puente sobre la culpable ruptura con la naturaleza para aliviar la angustia de la disociación dentro de uno mismo. Sin embargo, paradójicamente, el efecto que producen estos comportamientos «irracionales» es el contrario del que tal vez pretenden, pues dan lugar a un ahondamiento mayor de la distancia con los otros y de la escisión dentro de nosotros mismos porque el proceso de emergencia del individuo de la naturaleza es un proceso irreversible, que no tiene marcha atrás. Una vez que hemos nacido no podemos volver al seno materno por mucho que nos dejemos llevar de la nostalgia de aquél estado de indistinción natural. Esta reflexión de Adorno y Horkheimer constituye todavía la perspectiva apropiada cuando se quiere reexaminar el destino del ideal ilustrado de libertad. Pues la libertad, aportada por el progreso histórico y las conquistas científicas y técnicas de la modernidad, se entiende, sobre todo, como un nivel de bienestar material cada vez más alto, en la medida en que todos esos avances técnicos nos permiten superar nuestras limitaciones físicas, nos hacen más independientes, más sofisticados, más críticos como individuos, y nos otorgan una mayor autonomía y confianza en nosotros mismos. Sin embargo, el alejamiento de la naturaleza en el que todo esto se basa ha supuesto, a su vez, un crecimiento proporcional de nuestro individualismo, de nuestro aislamiento y de nuestra angustia. El progreso tecnológico con el que se logra la emancipación respecto de nuestra dependencia de la naturaleza tiene estos dos efectos contradictorios, uno positivo y otro negativo, que mantienen entre sí una relación dialéctica, en la medida en que, siendo contradictorios, proceden, sin embargo, de la misma causa. ¿Cuál es esa causa y cómo proceden ambos de ella? La lucha moderna por la libertad, desde el Renacimiento, es la lucha contra las viejas formas de autoridad y de coacción que representaban, primero la Iglesia y la aristocracia feudal y, más tarde, durante los siglos XVII y XVIII, las monarquías absolutas del Antiguo régimen. Los individuos y los movimientos que luchaban contra estas estructuras de autoridad pen124
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saban que cuanto más se debilitasen y se neutralizasen estas instituciones de poder tradicionales más se ganaría en libertad. Y no se advertía que esa lucha pudiese tener otros efectos que no fuesen positivos. Lo cierto, sin embargo, es que la combatividad crítica y las revoluciones políticas burguesas han contribuido enormemente, sin duda, a librarnos de los antiguos enemigos de la libertad, pero ha sido esta misma lucha la que ha hecho aparecer otros factores que ya no son impedimentos o restricciones externas al individuo, sino elementos internos a su propia subjetividad que amenazan ahora con hacer inútiles los logros ya conseguidos en el ámbito de las libertades externas. Se podría, tal vez, entender mejor esta idea con un par de ejemplos. Hoy estamos orgullosos y agradecidos con razón de que nuestros antepasados ilustrados conquistasen para nosotros, como uno de nuestros derechos fundamentales cada vez más extendido y reconocido, la libertad de pensamiento y la libertad de expresión. Pero no es difícil comprobar hoy a cada paso que lo que muchos individuos piensan y expresan no es más que lo que otros muchos individuos piensan y expresan, o lo que la propaganda o la ideología dominante o la televisión le ordenan que piense y exprese. De modo que siglos de lucha, sangrientas revoluciones y duros sacrificios realizados para conseguir las condiciones externas para que cualquiera pueda expresar lo que piensa sin ver obstaculizado su derecho por coacciones externas, tropiezan con factores subjetivos, internos, que impiden que la mayoría de los individuos tengan la capacidad de pensar por sí mismos, capacidad que es lo único que puede dar sentido a la lucha social e histórica por la libertad de pensamiento y de expresión. Segundo ejemplo: La racionalización moderna del sistema de producción y de consumo ha conducido a un desarrollo del sistema económico capitalista que nos proporciona abundancia de bienes materiales y el bienestar social del que hoy, aunque de manera desigual, disfrutamos. Pero vemos también que con este espectacular aumento de la racionalización, de la técnica, de la industria, del comercio, de la informática y de la globalización ya no somos nosotros quienes controlamos los mecanismos del sistema, sino que es la gran máquina del sistema globalizado la que domina y nos controla a nosotros convirtiéndonos en algo insignificante, en simDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ples instrumentos a su servicio. De modo que podríamos sentirnos incluso tan impotentes y anonadados ante el macrofuncionamiento cada vez más imprevisible de la máquina mundial como impotentes y atemorizados se pudieron sentir los hombres medievales ante su Dios teócrata implacable. En este sistema productivo consumista y globalizado no sólo se nos reduce al puro hecho de comprar y vender mercancías, sino que se nos compra y se nos vende a nosotros mismos. Incluso cuando cultivamos valores o cualidades humanas suelen ser las que luego se venden en función de lo que más se cotice en el mercado de las relaciones humanas o del éxito económico y social. Cuando se nos bombardea con la propaganda comercial o política en la televisión y en los demás medios de comunicación no es que se nos ponga abiertamente por delante nuestra insignificancia e indignidad como individuos. Al contrario, siempre se nos adula y se tratará de seducirnos, pero ningún anuncio ni ninguna propaganda se dirige a nosotros como seres racionales. Ninguna propaganda trata de convencernos racionalmente de algo, sino que lo que trata es de rendirnos y manipularnos utilizando los medios más variados de la sugestión. Así se nos repiten machaconamente los mismos eslóganes; se nos ponen en primer plano cuerpos deslumbrantes y explosivos que obnubilan nuestra atención y debilitan nuestra capacidad crítica ante el producto o la idea que se nos presenta; se nos suscita el pánico por todo lo que podría sucedernos si nos resistimos a hacer caso de lo que se nos requiere, etc. Métodos todos «irracionales» que nada tienen que ver con la calidad en sí del producto o del programa político que se oferta, sino que están dirigidos a embotar y a suprimir la capacidad crítica, o sea a hacer de nosotros seres obedientes, sumisos, dependientes, pequeños y manejables. En resumen, si hiciéramos balance del progreso que nos ha traído nuestra modernidad tendríamos que hablar, sin ninguna duda, del desarrollo de un yo que ha avanzado mucho en libertad material, en ciencia y tecnología, en derechos formales y en condiciones políticas externas para realizar esos derechos. Pero también tendríamos que hablar de que, al mismo tiempo, y como formando parte del mismo proceso y de la misma evolución, como efecto colateral suyo, se ha desarrollado un yo subordinado, débil, acrítico, dependiente, atemoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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rizado, que esconde y enmascara su propio sentimiento de inseguridad y de miedo. Por tanto, de una reflexión sobre la tesis avanzada por Adorno y Horkheimer se desprende que de poco sirve una libertad externa, social, formal de autodeterminación si no va acompañada de un nivel correspondiente de liberación o emancipación subjetiva e individual que capacite al yo para llevar a cabo su autodeterminación. Contamos con un avance notable de la libertad respecto de las fuerzas de la naturaleza, pero apenas hemos avanzado en lo referente a una libertad para la realización efectiva de esa otra libertad meramente externa. En vez de pensar por nosotros mismos y decidir lo que queremos, obedecemos a voces y poderes externos, nos dejamos llevar por miedos e impulsos gregarios que nos inducen a conformarnos a los requerimientos de los demás y a no parecer nunca y en nada distintos. Esto debe hacernos pensar que el problema de la libertad no puede reducirse tan sólo a seguir aumentando más los niveles de bienestar material o las libertades meramente formales para el ejercicio de nuestros derechos. Urgente y necesario, cuando hablamos hoy de la libertad, es conquistar la emancipación y la libertad subjetivas, lograr aquella clase de emancipación que permite al individuo la realización efectiva de su existencia personal. 2. Racionalidad y pulsionalidad: una relación descompensada En realidad, el proyecto ilustrado no avanza mucho más allá de la conquista externa de la libertad, por lo que tiene todavía que ser continuado con un programa de liberación interna del individuo, tal y como lo plantearon, primero, algunos de los primeros pensadores románticos críticos frente a los planteamientos ilustrados, después de ellos pensadores como Nietzsche y Freud, y más recientemente, aunque con matices distintos, figuras como Foucault y Habermas. El concepto de emancipación como liberación de las cadenas económicas, políticas y espirituales que aprisionaban a los hombres en el Antiguo régimen inspira toda una lucha con la que la burguesía ilustrada parece enlazar con los herejes, rebeldes y revolucionarios que, durante la Edad Media, se habían enfrentado ya al poder de la Iglesia y habían luchado contra la opresión feudal. Los resultados de esa línea de lucha son 125
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logros valiosísimos como el liberalismo económico, la democracia política, la autonomía religiosa, el individualismo en la vida personal, etc. No cabe hacer otro balance de ella que el decididamente positivo: mediante el desarrollo del pensamiento crítico, de la ciencia y de la técnica, el hombre moderno se ha liberado de su sujeción a la naturaleza y al autoritarismo. Las revoluciones políticas burguesas han permitido acabar con el milenario dominio de las diversas formas de despotismo absolutista. Gracias a ello hoy podemos ver cómo la democracia se va extendiendo cada vez más por el mundo y cómo van retrocediendo los sistemas totalitarios que se apoderan de manera efectiva e integral de la vida social y personal de los individuos, y les imponen una sumisión de la que sólo quedan libres los dirigentes cuya autoridad y poder no está sometido a controles de ningún tipo. No han desaparecido todos los regímenes totalitarios de este tipo, pero van quedando menos, por lo que esa parte del programa ilustrado se va cumpliendo y sigue en camino de ir cumpliéndose. Y, sin embargo, aunque esta abolición de los totalitarismos era una condición necesaria, no es, por sí sola, condición suficiente para hacer al ser humano libre. En esta falta de éxito tendría que ver la concepción típicamente moderna del hombre como un ser racional cuyas acciones están determinadas por el autointerés y que tiene la capacidad de dirigir sus acciones hacia este objetivo. Así es como entienden al individuo humano la mayoría de los pensadores de la modernidad, desde Maquiavelo hasta Rousseau y Kant pasando por Hobbes, Locke y Montesquieu. Piensan que, puesto que todos los hombres están animados por una voluntad de posesión y de disfrute de los bienes terrenos, y al no haber bienes suficientes para satisfacer a todos por igual, ello da lugar a una lucha de unos contra otros por el poder y por la posesión mayor posible de estos bienes. Esta situación de guerra generalizada suscita la necesidad del contrato social y la creación de un Estado como instancia que regule esa guerra, que organice racionalmente los poderes y que haga posible la convivencia. Así, con este planteamiento se consolida la fe en un mundo que puede estar regido por la razón y en un hombre como ser esencialmente racional. Se va reforzando esta creencia a medida que crece el pensamiento crítico 126
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y se van plasmando los logros de la razón por las revoluciones políticas, a medida que se van generalizando relaciones entre las naciones regidas por el derecho internacional, y a medida que evoluciona la ciencia, que parece mostrar las entrañas matemáticas del universo como lo más parecido a la mecánica lógica de un reloj perfectamente sincronizado. Pero entonces, las fuerzas irracionales y oscuras de la naturaleza y del hombre se ven como algo que quedó allí atrás, en la Edad Media, la época de la ignorancia y la astucia perversa de sacerdotes y demagogos que ya han sido desenmascarados y vencidos. O sea, los pensadores ilustrados vieron las fuerzas irracionales del hombre como se puede estar mirando un volcán que desde hace mucho tiempo ha dejado de constituir una amenaza. Se tenía tanta seguridad y tanta confianza en que las realizaciones de la modernidad iban a acabar con las fuerzas regresivas y siniestras de la superstición y de la demagogia, que se veían al mundo y al hombre a punto de convertirse en algo tan transparente y seguro como las calles matemáticamente bien trazadas e iluminadas de una ciudad moderna. Así que se calificó de gamberros y descreídos a los pocos que empezaron a sospechar de tanto optimismo: el marqués de Sade, los jóvenes románticos del Círculo de Jena (Friedrich Schlegel, Tieck, Novalis, etc.), Herder, el joven Goethe y los componentes del Sturm und Drang, y, luego ya, más entrado el siglo XIX y el XX, autores como Schopenhauer, Nietzsche o Freud, que seguían escuchando —aunque otros no lo oyeran— el sordo retumbar del volcán que precede al estallido de la erupción. Los pensadores ilustrados tenían, en definitiva, una comprensión inadecuada de las fuerzas irracionales del hombre, que no es ese ser racional y matemático que ellos habían creído que era. Se necesita otro concepto del individuo humano que permita entender los fenómenos de regresión que han aparecido continuamente al hilo de la misma marcha moderna hacia la libertad. Entre esos fenómenos no ha sido el menos importante la atracción que el nacionalismo nazi y el fascismo fueron capaces de ejercer sobre grandes masas de gente. Movimientos e ideologías políticas que no se dirigían a las fuerzas racionales del autointerés, sino que despertaban y movilizaban un confuso complejo de fuerzas irraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cionales vivas y poderosas. Por tanto, hay que analizar esas fuerzas, no volver la cabeza como si no existieran, enfrentarse a ellas y ver si pueden ser educadas, ver el modo de integrarlas de manera que podamos avanzar también en esa otra vertiente de la libertad que es la emancipación subjetiva e interna. Mientras esto no se haga los logros externos de la libertad se pueden quedar en logros meramente formales, o sea en conquistas que no se actualizan en la realización de un proyecto efectivo de autodeterminación. En este sentido, Nietzsche, por ejemplo, llama la atención sobre las consecuencias que, para el hombre moderno, se derivan del hecho de que se haya hecho coincidir sustancialmente culturización con «desnaturalización» o «domesticación». El peor efecto de ello —dice Nietzsche— ha sido un hombre fisiológicamente decadente, enfermo, neurótico y débil. Su propuesta de una renaturalización del hombre y de la cultura pasa por troquelar nuevos instintos. A diferencia de lo que sucede en el animal, que hereda un código genético que determina para siempre su conducta, en el ser humano los instintos son mera energía plástica que se configura y se moldea de acuerdo con una determinada orientación que les imprime la cultura, en especial la moral. Estos instintos son los resortes más importantes de nuestro ser, porque una vez configurados y consolidados dirigen nuestro comportamiento de una manera espontánea y automática, anticipándose a cualquier intervención de la razón y de la conciencia. Por eso es tan importante educarlos. Al ser energía plástica, los instintos de un modo o de otro se educan. Pero cuando esa educación se deja al arbitrio del azar, cuando no se sigue ningún programa de configuración adecuado o se sigue uno predeterminado por intenciones de manipulación y de instrumentalización de los individuos, lo más probable es que los instintos, en vez de representar una fuente de energía constructiva y liberadora, sean una causa continua de conflictos, de malestar y de destrucción. Si el proceso de culturización racionalista sólo ha visto en los instintos una fuerza a reprimir o a manipular desde arriba, lo que Nietzsche dice es que ahora habría que dar un giro e iniciar un proceso de integración para que su energía resultase creativa, una integración que hiciera, en definitiva, que buenos instintos crecieran y se desarrollaran con buena salud. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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De modo parecido Freud llama la atención sobre la importancia de las fuerzas irracionales e inconscientes que determinan la mayor parte de la conducta humana. El hombre no es, para Freud, ni mucho menos un ser racional, sino básicamente un ser «antisocial». Es decir, la sociedad tiene que educarlo, permitir algunas satisfacciones directas de aquellos impulsos que, por ser biológicos, no se pueden extirpar, y reorientar la energía básica de sus impulsos para que se transformen en fuerzas creadoras de civilización. Freud llama sublimación a esa transformación de los impulsos inconscientes a los que no se permite una satisfacción directa pero que, por ello, su energía espiritualizada da lugar a la producción de la cultura. La función de la educación tendría que referirse, por tanto, sobre todo, a la modulación de esta sublimación cuya exigencia puede llevarse a cabo sólo hasta cierto límite, más allá del cual los individuos se vuelven neuróticos y enfermos. 3. Individualismo como avance y como regresión En su escrito de 1798 titulado Comienzo presunto de la historia humana, Kant desarrolla la idea de que la historia humana empieza cuando el individuo emerge de un estado de unidad indiferenciada con el mundo natural y adquiere conciencia de sí mismo como ser separado y distinto de la naturaleza. Lo que contiene este escrito es, en realidad, un análisis bellísimo del mito bíblico del pecado original a cuya comprensión Kant aporta algunas ideas sumamente interesantes. Lo que leemos en el Génesis es, en última instancia, que la historia humana comienza con un acto de elección. Adán y Eva vivían felices en el jardín del Edén, en armonía entre ellos y con la naturaleza, en paz y sin necesidad de trabajar, y sin tener que elegir entre distintas alternativas. La única condición que se les había puesto para seguir en este paradisíaco estado era que no comieran del fruto de la ciencia del bien y del mal. Dios les había impuesto esta prohibición pero ellos la desobedecieron, transgredieron el mandamiento divino y con ello acabaron con el estado de unión con la naturaleza de la que hasta ese momento formaban parte indisoluble. Por eso fueron expulsados del paraíso y así es como comienza la historia humana. En 127
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suma, el hombre emerge de la existencia inconsciente de una vida prehumana y animal, y empieza el nivel humano de su existencia sobre la Tierra a partir de un acto de elección del primer ser humano. Lo primero en lo que se debe reparar al analizar este mito es en que presenta el primer acto de libertad como un pecado, o sea, como un acto de desobediencia a Dios en virtud del cual Dios proclama la guerra entre el hombre y la mujer y entre el hombre y la naturaleza. Al trascender la naturaleza y enajenarse de ella y del otro ser humano, el hombre se siente desnudo y avergonzado. Es decir, se siente sólo y libre, o sea, angustiado e impotente. La libertad, recién conquistada, se convierte, para él, en una maldición. Por otra parte, el Génesis comienza el relato diciendo que Dios creó al hombre de la nada, ex nihilo, de una nada misteriosa e indeterminada que es —como dirán los existencialistas del siglo XX— el trasfondo último de su ser y de su libertad. Así que, en rigor, no es Dios quien creó la libertad humana, sino que ésta le es inherente al hombre como algo constituido por la indeterminación característica de la nada de la que está hecho. Es decir, el hombre es nada como no-fundamento, como Abgrund, como indeterminación, y por tanto, como proyecto. Por tanto, la libertad en el hombre no es sólo el libre albedrío, la capacidad de elegir entre el bien y el mal, sino, de un modo más originario aún, es lo propiamente constitutivo del ser humano que hace que, desde el momento en que es hombre, lo quiera él o no lo quiera, produzca, cree con su acción acontecimientos, cosas, historia y, sobre todo, cree valores. Esta es la condición victoriosa del hombre como ser para la libertad. El primer acto de libertad es, por tanto, un pecado y una maldición. Y esa maldición tiene un contenido muy concreto: condena al hombre a percibir ya para siempre, en lo sucesivo, la realidad desdoblada entre sujeto y objeto. Es decir, el pecado de Adán no significaría otra cosa que la imposibilidad para el hombre de volverse a unir con la naturaleza y regresar al paraíso, la imposibilidad, por tanto, de conocer nunca qué es la cosa en sí, quedar para siempre prisionero y sólo dentro de los límites de su propia subjetividad. Optar por la libertad fue para el primer hombre elegir esta separación, asumir este aislamiento que le constituye como hombre y que no permite 128
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la conexión con el ser, el paso del fenómeno a la cosa en sí. Hay razones, por tanto, para ver el primer acto de libertad no sólo con optimismo. Con toda su teoría del conocimiento detrás, Kant se da cuenta del trasfondo trágico de la libertad. Porque lo que nos demuestra con su teoría del conocimiento es que no hay conocimiento, por parte del sujeto, de ningún ser en sí, que no hay manera de salir de sí y tender un puente que nos conecte con el mundo y con los otros, que lo único que conocemos son nuestras propias construcciones mentales y nuestras representaciones de las que no podemos escapar, y que nos sirven sólo como signos o como ficciones útiles para manejarnos en el mundo y sobrevivir. Algo parecido es lo que nos viene a decir el mito griego de Prometeo, según nos lo cuenta Platón en el Protágoras. Dice Platón que Prometeo, compadecido por la indefensión física del hombre en comparación con los demás animales, mucho mejor dotados que él para sobrevivir, le robó el fuego a Hefesto y se lo dio a los hombres. Luego le robó a Atenea el saber profesional, la técnica, y también se la dio a los hombres. Y luego añade Platón esto: «De este modo, los hombres consiguieron esos saberes para su vida, pero carecían del saber político porque este dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le dio tiempo ya de penetrar en la Acrópolis en la que moraba Zeus, aparte de que los centinelas de Zeus eran terribles... Por eso, con su conocimiento técnico el hombre articula suficientemente recursos para su nutrición, pero como no poseían el arte de la política, cuando trataban de ponerse a salvo de las fieras fundando ciudades se atacaban unos a otros, de modo que de nuevo se dispersaban y perecían» (320c ss). O sea, para los griegos, el hombre sale de la naturaleza y se va haciendo con conocimientos para dominarla y sobrevivir, pero carece de la ciencia política, no es libre para gobernarse a sí mismo y realizar su individualidad. Durante las primeras fases de la historia humana, la conciencia de separación de la naturaleza es sólo relativa y no muy clara. Por eso el sentimiento de soledad y de aislamiento apenas existe. Entre las tribus primitivas, por ejemplo, pero también entre las culturas del mundo antiguo (incluida la griega), el individuo todavía vive estrechamente ligado al mundo natural y social del que ha emergido. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Aunque tiene cierta conciencia de sí mismo como de una entidad distinta de la naturaleza y de los demás, no deja por ello de sentirse inserto y parte del mundo natural y del grupo humano del que procede. Sólo al final del mundo antiguo, con el advenimiento del cristianismo y su énfasis en la conciencia subjetiva y en la responsabilidad moral, se abre un horizonte distinto. Podríamos tal vez entender esto mejor si atendemos al paralelismo que solían establecer los historiadores antiguos entre la historia de la humanidad y el desarrollo psicológico del niño. Cuando un niño nace, desde ese momento deja de formar un sólo ser con su madre y se convierte en un ser biológico separado de ella. Pero aunque esa separación biológica sea el principio de su existencia como individuo humano, en realidad durante toda su infancia el niño permanece unido a la madre y como inserto todavía en la naturaleza. No se desgaja de ella ni toma conciencia de lo que supone su individualidad, su separación y su aislamiento como ser individual hasta, por lo menos, la crisis de la adolescencia. Esto es lo que sucedería también en la historia de la humanidad. Antes de que se inicie el proceso de individuación y el sujeto emerja como individuo separado e independiente, hay una fase de la vida, tanto histórica como individual, en la que unos vínculos orgánicos mantienen unidos aún a los seres humanos con la naturaleza y con su grupo familiar. Durante este período no existe todavía propiamente hablando ni la libertad ni la individualidad, como tampoco se siente esa angustia de la soledad que lleva a echar de menos el arraigo, la pertenencia y la integración en el todo. Sólo cuando el individuo madura desaparecen esos vínculos primarios y se puede hablar de un hombre libre cuyo principal reto es orientarse en el mundo y realizar adecuadamente su libertad y su proyecto de vida. La crisis de la adolescencia representaría este momento: el niño ha crecido, se ha hecho mayor y lucha por cortar los vínculos orgánicos y defender su libertad y su independencia. Ahora bien ¿qué pasa cuando esto no sucede, cuando un individuo se niega a crecer, cuando se fija a los vínculos primarios y trata de seguir siendo siempre un niño dependiente y sumiso, aunque tenga cuarenta, cincuenta o sesenta años, un niño bajo alguien que le diga DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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siempre lo que tiene que pensar, lo que tiene que decir y lo que tiene que hacer? Entonces estamos ante un fenómeno regresivo patológico. En general, estas patologías —según los expertos— no se deben sólo a factores individuales. En la mayoría de los casos, los límites del crecimiento de la individualidad y del yo no dependen sólo de condiciones individuales, sino también, y de un modo muy determinante, de las condiciones sociales. Toda sociedad se caracteriza por determinado nivel de individuación más allá del cual los individuos no puede ir sin atraerse el rechazo y el castigo de los otros. En conclusión: no hay ser humano si no es en virtud de una libertad y una autonomía que le desliga y le separa de la vida natural y animal. Este proceso de emergencia del individuo implica la pérdida de la originaria identidad con el mundo y con los otros, de manera que nuestro modo de obrar ya no viene fijado por un código genético hereditario ni por mecanismos instintivos automáticos. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer y, sobre todo, quienes queremos ser. Pero como esto implica inevitablemente angustia, soledad, responsabilidad, la tentación regresiva acecha a cada paso. La sociedad y el mundo aparecen fuera de nosotros como elementos poderosos, incontrolables, amenazadores, peligrosos. Sentimos nostalgia del seno materno, de nuestros vínculos primarios, que resolvían nuestra necesidad de conexión con el mundo y con los demás de un modo total, sin angustia ni soledad. Y muchos ceden, de los modos más variados, a este impulso a abandonar la propia individualidad, a superar el sentimiento de soledad mediante la entrega de su libertad. Son comportamientos de regresión que necesariamente tienen un carácter de sometimiento. Las religiones (de un modo más claro las primitivas) han podido constituir uno de los modos de satisfacer los sentimientos de unidad del hombre con el cosmos y con lo absoluto. Pero también han servido para esto algunas ideologías políticas como lo fue el nacionalismo nazi, que a cualquiera que hoy lo analice puede aparecérsele como un conjunto de ideas burdas y degradantes, de comportamientos crueles y destructivos, pero con los que determinados individuos satisfacían su necesidad regresiva de sometimiento, de pertenencia y de integración en algo superior. 129
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4. La realización social de la dialéctica individuo-totalidad La gran verdad del pensamiento dialéctico es que el hombre hace la historia, pero que, a su vez él mismo es producto de la historia de modo que también la historia le hace a él. Y decir esto, que el hombre mismo es la creación de ese incesante esfuerzo que representa el proceso histórico, es afirmar que su ser, o sea sus instintos tanto como sus ideas son un producto cultural. Los cambios históricos no aportan sólo nuevas estructuras sociales o nuevos estilos artísticos, sino que también representan nuevas formas de ser, nuevos impulsos, nuevas actitudes y pasiones que son el resultado de los cambios sociales. A la vez, las energías humanas así modeladas en formas específicas y las nuevas ideas a que dan lugar son las fuerzas productivas que impulsan hacia delante la historia y el progreso social. La relación dialéctica que el individuo mantiene con la sociedad implica, en consecuencia, que ésta desarrolla un cierto tipo de impulsos y de necesidades que motivan las acciones y sentimientos del individuo. Pero, a su vez, las respuestas o comportamientos de los individuos en virtud de la interiorización de esas necesidades se transforman en fuerzas poderosas que contribuyen de manera eficaz a determinar la marcha del proceso social. Esto significa que el hombre no existe como una naturaleza prefijada, sustancialmente la misma, sino que es, en todo momento, un ser social, influido y condicionado por una situación histórica. El ser humano no es la suma total de unos impulsos innatos fijados por la biología, como son los animales. Pero tampoco es un horizonte de formas completamente indeterminadas e incondicionadas a las que pueda adaptarse de una manera voluntarista y fácil. El individuo humano no es infinitamente moldeable a la carta, ni es capaz de reciclarse en cualquier otra cosa en función de las condiciones que él se proponga. Es un producto del proceso histórico y social. Y esto significa que hay determinados mecanismos y condiciones que le son inherentes y que le imponen ciertos límites. Hay factores en él que son constantes como, por ejemplo la exigencia de satisfacer las necesidades biológicas entre las que se encuentran, no sólo el hambre y la sed, sino también la de relacionarse con el mundo ex130
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terno, la necesidad de evitar el aislamiento y la soledad moral. Ahora bien, el modo en que puede o debe satisfacer esas necesidades es ya algo dialécticamente condicionado por la situación histórica y social en la que el individuo vive. Esto es importante a la hora de valorar el déficit de libertad subjetiva al que me refería antes, un déficit propio de nuestra situación histórica y social, y que señala un objetivo: el de completar el proyecto de cultura y la lucha que la Ilustración había emprendido por la libertad. El pensamiento reaccionario, que fue la sustancia íntima de la ideología nazi, idealizaba la Edad Media germánica imaginándose en ella condiciones tan fantásticas y románticas como un cierto sentido de la solidaridad espontánea y popular, la subordinación heroica de las necesidades económicas a los ideales espirituales y políticos, el carácter directo y franco de las relaciones entre los individuos y, sobre todo, un fuerte sentimiento de identidad nacional en el que se basaba su identidad y su seguridad psicológica. Objetivamente, a cualquier historiador que se le pregunte dirá que lo que caracterizaba a la vida medieval era, sobre todo, una marcada ausencia de libertad en el sentido como la entendemos hoy nosotros. En cualquier sociedad primitiva, no desarrollada, como era la medieval, todos sus miembros están encadenados a una determinada función dentro del orden social. No existe la posibilidad de pasar de una clase social a otra, ni de irse a vivir de una ciudad a otra o de un país a otro. Se está obligado a permanecer siempre en el lugar en el que se ha nacido. Tampoco existe la libertad de vestirse como uno quiera ni de hablar como a uno le parezca. El ejercicio de las profesiones o de los oficios está rígidamente pautado y determinado sin que el individuo pueda tener margen para decidir o para crear nada nuevo. Toda la vida personal, económica y social está sujeta a rígidas reglas y obligaciones a las que no escapa prácticamente ninguna esfera de la vida. Sin duda, en estas condiciones de falta de libertad el individuo tiene menos motivos para sentirse solo y aislado, a no ser que sea un extranjero. Desde que nace, tiene ya un fuerte sentimiento de identidad, sabe que pertenece a esa ciudad y a ese clan, que está destinado a ocupar ahí un lugar determinado e inmutable. No tiene que decidir ni elegir nada. Se lo dan DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ya todo decidido. Este individuo está así inserto, arraigado en una estructura que no le deja ninguna alternativa ni ningún margen para decidir, por lo que no siente la angustia que supone tener que construirse un proyecto personal propio y exclusivo frente al mundo y en concurrencia con los otros. Éste fue el tipo de sociedad que diseñaba la ideología del nacional-socialismo cuando definía el orden social como un orden «natural». Un poco como sucede en el mundo animal: se nace en una determinada posición que supone un modo inamovible de vida fijado por la tradición, y se muere sin variaciones de ningún tipo. Cualquier persona es siempre lo que es en esa sociedad y no un individuo que hubiera decidido o a quien le hubiese acontecido tener este o aquel estatus. Éste es un totalitarismo en el que no se puede decir que la sociedad despoje al individuo de su libertad. Lo que tenemos aquí es una sociedad en la que el individuo sencillamente no existe. No se le permite ni la conciencia de su propio yo individual, ni la del yo ajeno, ni la del mundo como entidades separadas y distintas. Y este planteamiento cautivó y sedujo de una manera sorprendente a grandes masas durante la primera mitad del siglo XX. Como un fenómeno regresivo que era no pudo terminar sino en catástrofe. Una vez que nos hemos separado de la naturaleza estamos en un proceso irreversible de hominización como desarrollo de nuestra libertad. Cortados los vínculos primarios no es posible volverlos a unir. Perdido el paraíso de la ingenuidad y la inconsciencia infantil no podemos volver a él. Añorar nostálgicamente los vínculos primarios y el seno materno cierra el paso al desenvolvimiento de la razón y de las capacidades críticas, impide el desarrollo hacia una individualidad libre capaz de crear y de autodeterminarse. Uno de los logros más afortunados de la lucha ilustrada por la libertad fue superar el modelo de la sociedad medieval, romper las cadenas que, si bien otorgaban seguridad, impedían la emergencia y la existencia misma de los individuos. Porque al romper con sus vínculos primarios, el individuo se descubre a sí mismo y a todos los demás como individuos, descubre la naturaleza como algo distinto de sí y, por tanto, como algo que debe dominar —desde el punto de vista práctico—, o como algo que puede disfrutar —desde el punto de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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vista estético. Y descubre, más que ninguna otra cosa, la riqueza y pluralidad del mundo compuesto por muchos pueblos y territorios que quiere conocer y explorar, impregnándose de ese espíritu cosmopolita que llevó ya a exclamar a Dante: «Mi patria es todo el mundo». Éste es ya otro individuo, alguien a quien le resultaría insoportable no moverse del sitio en el que nació y ser siempre la versión reiterada de lo mismo. Sin embargo, a este impulso progresivo se oponen una y otra vez las fuerzas regresivas que ofrecen resistencia, que no quieren romper los vínculos primarios que otorgan seguridad y el sentimiento infantil de vivir integrado en el todo. Las ideologías políticas que arraigan y se sustentan en estos impulsos regresivos llevan a sentir lo ajeno y distinto como una amenaza, porque cualquier emergencia de lo individual desata en los individuos intoxicados por la regresión el sentimiento de inseguridad, de duda, de soledad y de angustia. El problema de fondo es grave, porque sentirse aislado y solo es lo que más aterroriza a cualquier individuo. Es lo que desata las fuerzas más violentas en él. La soledad lleva a la desintegración mental, lo mismo que la inanición lleva a la muerte física. No me refiero tanto a la soledad física, sino a la soledad moral. El individuo que no es capaz de cortar con sus vínculos primarios, que sólo entiende la satisfacción de su necesidad de conexión con el mundo y con los otros viendo en la patria su otra madre y no queriendo más identidad que la de la tradición, ese individuo es un gran peligro porque busca de una manera imposible la conexión (respecto a objetivos, valores y tareas) capaz de proporcionar un sano sentimiento de participación, de comunión con los demás y de integración en un todo. De ahí extrajo su fuerza el nazismo. Fue una ideología que conectó inmediatamente con las tendencias regresivas de individuos atemorizados y predispuestos. Dice Hannah Arendt, en su libro Los orígenes del totalitarismo, que la esencia del nacionalismo nazi no hay que buscarla tanto en la predilección por la guerra, o sea en el belicismo, cuanto en la apelación ritual a un nosotros imaginario que se encuentra siempre en peligro por causa de amenazas imaginarias. Es decir, la esencia del totalitarismo está en el fetiche social levantado contra esos otros que agresivamente son situados del lado de allá de 131
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la línea que circunscribe nuestra patria. A esos otros, o se les fuerza a la asimilación con el nosotros o simplemente se les elimina. En suma, al margen de si la ideología del nazismo fue falsa, absurda o destructiva lo cierto es que satisfizo profundas necesidades psicológicas de individuos y de grupos cuyas accione se convirtieron en potentes fuerzas históricas. Este tipo de ideologías conecta con determinados conflictos subjetivos y manipula el miedo y la inseguridad engarzándolos con la situación social. Enseñan la intolerancia con la diversidad y empujan hacia viejas formas de sumisión, fomentando el fervor por la tradición o la subordinación a los objetivos de la amada madre patria. En definitiva, se inculca a los individuos que su importancia y su protagonismo consiste en someterse al papel que les corresponde cumplir en la realización de esa empresa. 5. Democracia, cosmopolitismo, autodeterminación Así pues, importantes fuerzas irracionales subyacen como trasfondo a maneras de pensar, comportamientos sociales y sensibilidades obsesionadas por la seguridad que proporciona la identidad nacional, que se hace depender de la pertenencia a una comunidad, de la vinculación a un grupo y del asentamiento estable en un territorio. Estas fuerzas ancestrales expresan el horror a una vida errante, el rechazo y el miedo a la inseguridad que acompañaría a un peregrinar solitario sin patria y sin hogar. Por tanto, representan el extremo opuesto a la preferencia de la posible libertad e independencia del vagabundo, del nómada o del cosmopolita. Lo que se desea es echar raíces en un lugar, asentarse y habitar en él. Dice René Girard que, en los orígenes de la civilización europea, cuando se fundaron los asentamientos humanos y las ciudades y se constituyeron los clanes, la misma noción de ciudadanía, de pertenencia a una tribu y a una ciudad creó ya, por sí misma, una determinada oposición entre el nosotros y los otros, o sea, entre los ciudadanos y los «sin patria». En este contexto, el rechazo del extranjero, del otro, resulta ser una condición sacrificial poderosa para la configuración de la ciudad, para la constitución del grupo en un determinado territorio. Las víctimas a las que se persigue, se asesina o se sacrifica no pertenecen, o pertenecen muy 132
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poco, a la ciudad: son, generalmente, prisioneros de guerra, extranjeros, el pharmakos en las polis griegas. Es decir, son quienes no pueden establecer con el grupo vínculos análogos a los que establecen entre sí los miembros de éste. Por su condición de extranjeros, de enemigos, de diferentes, de otros, las futuras víctimas son quienes no pueden integrarse plenamente en la comunidad. Así que, en este contexto ancestral, el sacrificio, o el linchamiento asesino, cumplen, sobre todo, la función —dice Girard— de neutralizar las violencias intestinas e impedir que estallen los conflictos entre los miembros del grupo y que éste se desintegre. Para mantener la cohesión interna de la ciudad, o de la nación, es, por tanto, absolutamente esencial descubrir, reconocer y destruir a un enemigo, real o imaginario. Es preciso que exista otra nación, otro clan u otra secta adversas. Si no existen, hay que inventárselas. Es más, no basta con que exista un enemigo real o imaginario reconocido y declarado como tal con el que hacer la guerra. Para que surja, se mantenga y se refuerce una identidad política, un nosotros, lo decisivo es (como decía Hannah Arendt) la exclusión del otro en general, o sea, la violencia hacia el que, por ser otro, distinto y diferente, resulta oscuro, confuso, ambiguo. Por eso, la situación del otro, del extranjero o advenedizo, de aquel a quien no se le conoce pertenencia alguna a una nación, a una tribu o una secta determinada y debidamente acreditada, es mucho peor y más dura que la del enemigo reconocido como tal, porque con éste al menos se pueden establecer pactos y hacer treguas. El apátrida, el que no es del lugar, el otro, puede ser objeto de una violencia indiscriminada e impune por parte de los pertenecientes al lugar, de los miembros de la secta, que pueden satisfacer sobre él sus regresivas necesidades de autoidentidad. En suma, la incierta y confusa identidad de ese otro, su condición de errante, su diferencia, o sea, su resistencia, en definitiva, a ser anonadado y asimilado al grupo, se hacen valer como justificación del desprecio, la suspicacia y el odio que suscita y, en consecuencia, de la eventual acción agresiva y violenta encaminada a su eliminación. Por tanto, ya en la constitución misma de las ciudades, de las naciones, de las sectas, del nosotros, tal como se ha producido a lo largo de la historia de Occidente, parece mostrarse la DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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imagen de una identidad excluyente y totalitaria. Estas fuerzas irracionales, ancestrales, deben hoy ser analizadas, estudiadas y, sobre todo, educadas. En tal sentido cabe la pregunta de si esta empresa debe tener el carácter de una tarea política y si debe ser, de un modo u otro, tarea de la política. No dudo que, a lo largo de la historia, la política ha contribuido al objetivo de una mejora de la naturaleza humana como desarrollo de la tolerancia, de la convivencia en paz, de la cooperación y la ayuda recíprocas, del respeto y la responsabilidad hacia los otros. Pero también, otras veces, la política queda reducida a mero expediente de sofisticación y de travestimiento de la violencia, a lucha pura y simple por el poder y, por tanto, se reduce a mera ideología al servicio del ejercicio del dominio. Si el poder es una estructura de dominio universal, difícilmente se le podría hacer frente con una estrategia política. Buena parte de las estrategias políticas siguen siendo herederas de la escatología cristiana, que presupone una naturaleza humana a liberar de la alienación a la que las instituciones de la civilización la habrían condenado. El Estado, la política, es lo que nos va redimir de nuestros males y de quien debemos esperar ahora la salvación. Las críticas de Nietzsche a la democracia moderna apuntan justamente a esto. Son críticas a la democracia en cuanto sistema que da normas y leyes en nombre de un originario humano y de un fin último del hombre como totalidad. De modo que, como última versión y máscara del cristianismo, la democracia se proclama como redención de la totalidad del hombre en cuanto superación de la inmediatez empírico-contingente de su figura. Por eso, según los teóricos modernos del Estado democrático, el individuo no se puede resistir como parcialidad apolítica frente a lo político, que debe concluirse dialécticamente en la política total. Frente a esta esencialización de la política parece necesario avanzar hacia una comprensión distinta del sistema de organización y de la dinámica de nuestro funcionamiento colectivo. Sería un tipo de organización en la que el vínculo de subordinación o de pertenencia de los individuos al sistema fuese auténticamente un contrato libremente firmado, y no la subordinación basada en una jerarquía social verdadera y justificada por una visión enmascaradamente teológica de la historia. Ante una ley o una norma, el indiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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viduo ya no vería en ella sino el poder meramente utilitario de su promulgación. De modo que, al no ser más que el interés el vínculo del individuo con el Estado, se comprende el Estado como la institución pragmática del hacerse valer del propio derecho. ¿Cuál es el problema que impide esta desensencialización del Estado? Pues que acaba de raíz con las fuerzas y sentimientos ancestrales de veneración y de amor a la patria, que no deja margen para nacionalismos de ningún tipo. Que ya no nos permitimos sentir al Estado como encarnación del destino que nos llevará a una perfección originaria liberándonos de nuestra alienación. Que no necesitamos apelar a valores metafísicos y en sí para justificar el valor incuestionable de una ley. Que no nos creemos ya esos metarrelatos, sino que vemos en el Estado una mera organización pragmáticamente necesaria en la que se arbitran una concurrencia de intereses y de derechos. Cuando esto no nos produzca ningún conflicto habremos dado un paso de gigante en la tarea de educar esas fuerzas irracionales a las que he hecho antes alusión. Porque esto significaría que el individuo habría superado en buena medida su infantilismo, que ya no vería en el Estado o en la patria o en la nación a su otra madre, que habría asumido él la responsabilidad de su proyecto de vida, que ya no harían mella en él ni las suspersticiones terroríficas ni las supercherías consoladoras, y que nadie, ni los políticos, ni la propaganda le engañarían diciéndole lo que debe pensar, lo que debe decir, o lo que debe hacer. DIEGO SÁNCHEZ MECA
Demoníaco Lo demoníaco es un concepto que, como muchos otros, puede entenderse estrechamente, al aludir directamente a Satán o a lo satánico explícito, o bien ampliamente, donde puede incluirse todo lo malévolo o incluso aquello desconocido de la interioridad humana dominado por fuerzas impropias. Lo demoníaco es el mal, pero también lo maravilloso (o su sospecha) que se opone a lo divino; es lo sobrenatural que viene de abajo, del hemisferio infe133
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rior de la esfera cósmica, de las profundidades de la tierra o del hombre, de lo ctónico, de los seres corruptores. Algunos autores también aluden al carácter demoníaco de la figura de la mujer, interpretación que surge con el mito de Lilith y se extiende al estereotipo de la «mujer fatal». Ello es posible por el paralelismo entre mujer y tierra, entre las entrañas femeninas y las profundidades desconocidas de grutas y cavernas, metáfora infernal. Más que la figura de la mujer, pienso que son algunos rasgos de lo femenino los que pueden vincularse a un carácter demoníaco, rasgos que destacan en las cosmovisiones telúricas, con predominio de un carácter matriarcal, donde Gea es creación y creadora hasta el punto de confundirse con un pensamiento panteísta. Allí, el laberinto enreda las elucubraciones de la razón, la cultura agrícola responde a un tiempo que siempre regresa, el toro amenaza con la cornamenta de Satán y el negro de su piel, color de lo desconocido y terrible («el luto y el dolor»). Lo matriarcal se opone a lo patriarcal. Lo patriarcal, vinculado al monoteísmo, es racional, de tiempo lineal, lógico, uránico. Lo matriarcal, en cambio, diviniza la naturaleza, es onírico e irracional, confuso (por tanto permite la sospecha frente a la evidencia), poético (mágico frente a la visión científica), de tiempo cíclico, simbólico y de diosa madre (Deméter). Dios y el Demonio se oponen así como el hemisferio celeste y el subterrestre o como el laberinto de Knossos y el Ziggurat. La escisión con la Naturaleza que el hombre siente en su mundo logocéntrico y racional, se amplifica cuando los propios frutos de su sistema patriarcal y tecnológico lo desasosiegan. Con el auge de las ciudades, el orden urbano, la regulación del mercado y el estallido industrial; es decir, con la injusticia social y el malestar individual que en ese auge siente el hombre romántico, el desarraigo con la Naturaleza se le evidencia en mayor medida, le duele y le aterroriza a la vez. Esta «Naturaleza-madre», edénica, de la que el hombre se separa cuando se impone el imperio de Zeus, regresa durante el Romanticismo como amenaza de modo demoníaco. El hombre tiembla ante la Naturaleza. Dagoberto, un personaje del relato «El huésped siniestro», de Hoffmann, apunta: «Quizá sea el castigo de una madre hacia unos hijos que han rehuido sus cuida134
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dos y su tutela. Me refiero a aquella edad dorada, cuando el género humano vivía en íntima unión con toda la Naturaleza y ningún miedo ni terror nos sobrecogía precisamente porque en la paz profunda, en la divina armonía del Ser, no existía ningún enemigo que nos pudiera producir este pavor».1 Por tanto, no es lo matriarcal en sí, ni lo telúrico, lo que está vinculado a lo demoníaco, sino la comprensión de esta escisión entre Naturaleza y hombre. Su sospecha, onírica e inefable, se convierte en amenaza para nosotros. Pero, ¿cuál es esa amenaza? Mantiene Benjamin que la técnica «no es dominio de la naturaleza, sino dominio de la relación entre naturaleza y humanidad».2 Sin embargo, en un mundo tecnológico, distanciado e irrespetuoso con la Naturaleza como el nuestro, el sentido de la preposición «entre» brilla por su ausencia. La actual sociedad no cesa de amenazar a la Naturaleza. En las últimas décadas han aparecido distintas narraciones (escritas o filmadas) sobre el giro de esta amenaza. El deshielo, la desertización y las consecuencias del cambio climático se han convertido en motivos centrales que representan el castigo de la Naturaleza ante el abuso del hombre (la venganza de Gaya), pero también, sin mitos, la consecuencia de la propia actuación del hombre, la catástrofe que su propio poder sobre la Naturaleza pueda causar. Este distanciamiento entre el hombre y la Naturaleza es una de las grandes preocupaciones que rondan por el alma del hombre romántico. Argullol, en un bonito ensayo sobre el paisaje en la pintura romántica, destaca una y otra vez la desantropomorfización de este paisaje, que no aparece ya a escala humana, sino como un lugar hostil, inabarcable, donde ante las fuerzas naturales y, sobre todo, ante el paso del tiempo, el hombre no es nada. Argullol nos dice que «en el paisaje romántico, el artista celebra titánicamente la ceremonia de la desposesión».3 Pero la totalidad del Universo no puede ser percibida por el hombre, ni pensada, ni reflejada porque resulta inabarcable. Esta inmensidad, y con ella todo lo desconocido, sólo puede ser sugerida y, por ello, nos recuerda Argullol que «el paisaje moderno deja de considerar a la Naturaleza como una forma nítida y luminosa para sumirla en un misterio que nunca es percibido claramente».4 Pero al mismo tiempo, esta conciencia del lado DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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oscuro de la belleza del paisaje, implica, una vez más, el reflejo de la conciencia del lado oscuro de la interioridad humana. Argullol señala que «una ruina, una montaña, un atardecer o un huracán debe evocar y, por tanto, reflejar plásticamente, no fenómenos orográficos o climatológicos, sino estados de la subjetividad».5 Por tanto, el desasosiego que regresa ante la contemplación de la Naturaleza y la comprensión de la escisión del animal-hombre, no sólo alude al velo de seguridad con que hemos cubierto el paisaje arriesgado de la vida, sino también a aquello que mantenemos oculto en nuestra interioridad y que igualmente se nos revela como amenaza. En su imagen sospechamos la amenaza de una Naturaleza humana con la que no hemos sabido relacionarnos. Y el punto de partida de esta mala relación está precisamente en el altar de Zeus, en el imperio de la razón, el inicio de ese minuto altanero y falaz cuando la soberbia humana inventa el conocimiento, como denuncia Nietzsche. El creador romántico es consciente de que sólo la mirada poética (o mítica) puede desvelar, sugerir, o traer a presencia, aun con imagen difusa, lo que la razón ha sobreseído y es portador de un halo demoníaco. Como mantiene Ortiz-Osés «esto sobreseído es lo oculto o lo ocultado por la presuntuosa verdad racional desveladora (aletheia), la cual ignora que al levantar el velo nos topamos precisamente con el enigma o misterio, con lo interior o íntimo, con el corazón o alma invisible, con lo opaco y lo indecible en un lenguaje directo; de donde la necesidad de un lenguaje sugerente y mitopoético, metafórico y simbólico, pero también surreal para acceder a lo inconsciente y a la inconsciencia, así como a lo reprimido u oprimido (lo que podemos calificar de demónico, tabuizado o prohibido)».6 La toma de conciencia de la distinción entre hombre y Naturaleza nos asusta; se trata de una apertura a la libertad y, como tal, apertura al mal. Recuerda a la misma vinculación que hace el Antiguo Testamento al identificar conciencia y pecado original: la expulsión del Edén, la escisión con la Naturaleza y el animal. Daimon, étimo de demonio, es, en Platón, la conciencia. La conciencia no implica, en sí misma, el mal, sino la capacidad axiológica, la posibilidad de valorar, el fundamento de una línea que traza el bien y el mal. Así ocurre en el relato de Poe «William Willson», donde el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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doble del protagonista, que aparece como amenaza, se revela como su conciencia. El doble es portador de lo que el original oculta, de una naturaleza que exige ser escuchada. Sin embargo, es una conciencia siniestra, encarnada en un doble que evoca la fragmentación humana, que convierte al hombre en un ser monstruoso, malvado, porque el doble es el espejo en el que se contempla William Willson, y lo que ve no le gusta. Una obra en la que aparece el Diablo con las mismas connotaciones de la conciencia del mal, más que del mal en sí mismo, es el Evangelio según Jesucristo, de José Saramago. Este señalamiento hacia la conciencia es una indicación que se dirige a la interioridad humana. Desde este punto de vista, desde la posibilidad de distinguir entre bien y mal, el daimon, la conciencia, trae consigo una exigencia, la del bien, pero también el recuerdo de que este bien está continuamente amenazado por el mal, que es igualmente humano. Porque el Demonio, como el Pecado Original, es trasgresión. La trasgresión que el hombre realiza a través del Pecado Original, y en consecuencia abandona la «edad dorada», es trasgresión contra un orden. La humanidad no ha sabido respetar el orden establecido, no ha sabido relacionarse con él, lo ha trasgredido. Pero, como ya se preguntaba Santo Tomás de Aquino: ¿es el orden quien posibilita la trasgresión o más bien la trasgresión funda el orden? Grecia abriga su pensamiento bajo el calor de Zeus, donde el equilibrio y la justa medida son simbolizados por Apolo, su hijo. Para poder triunfar, Zeus encierra a Kronos en el Érebo, y así, lo caótico y lo ilimitado quedan enterrados en las profundidades. Sin embargo, ni es ésta una victoria absoluta, ni carece de precedentes. Nos cuenta Hesíodo que «en primer lugar existió el Caos. Después Gea la de amplio pecho. [...] Gea alumbró primero al estrellado Urano...».7 El Cosmos, pues, con todas sus armonías ejemplares, oculta un caos aterrador. Así lo define Rüdiger Safranski: «En Grecia, el principio antes del principio es un infierno de violencia, asesinato e incesto. El mundo, según la imagen que nos ofrecen los griegos, se nos presenta desde este punto de vista como una alianza de paz, que finalmente triunfa después de una tremenda y devastadora guerra civil entre los dioses. Con la teogonía de Hesíodo los griegos miran al abismo, recordando los horrores 135
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de los que la civilización y el cosmos han escapado».8 Además de que Apolo y la armonía cósmica ya son en sí velo y metonimia del caos, lo desmesurado y el horror, Grecia tendrá además muchas divinidades abisales, infernales y, como paradigma, un dios de la desmesura y la desproporción: Dionisios. Hijo también de Zeus, y con terribles avatares en su condición nonata y a lo largo de toda su vida, Dionisios se arroga el desorden, el movimiento salvaje, lo informe. Si Zeus representa al pensamiento patriarcal, si su superioridad se acerca al monoteísmo, a lo celeste y a la razón, Dionisios, por su parte, está más cercano a las mitologías telúricas, matriarcales y ctónicas. Si Zeus nos propone la perfección del círculo y de la esfera, con Dionisios nos enredamos en el laberinto de la espiral. De igual modo, la cultura cristiana, con su Dios justo y perfecto, nos ofrece un Antiguo Testamento que no tiene nada que envidiar a la mitología griega en cuestiones de crueldad. Safranski tampoco se olvida de ello: «La historia bíblica de la creación habla de otro mito relativo al origen. También aquí aparece el gran caos inicial. Es cierto que en la historia de la creación el caos se presenta solamente como insinuado, pero aquel abismo del que proviene Dios está presente de modo terrible cuando éste se abre paso hacia la creación. Es como si hubiera una prohibición de contar algo sobre este abismo».9 El Dios cristiano, en su equilibrado Paraíso, como Zeus, impone una ley y traza unos límites: la manzana prohibida, el conocimiento del bien y del mal. Y también la cultura cristiana inserta en Dios la idea de un opuesto, de un ser inmortal portador de la trasgresión: el diablo. El Ángel cae y se acerca al hombre. Cuando Dios quiere acabar con la humanidad por su conducta pecaminosa, no lo consigue: «Después del diluvio también Dios se atiene al principio de que hay que aprender a convivir con el mal10 [...] Desde ahora el mal no sólo pertenece a la condición humana, sino también a la condición divina. El Dios conservador del mundo aprendió tal vez a descubrir en el espejo del hombre la parte de mal que hay en él mismo».11 Más que descubrir, yo diría aceptar. Por tanto, vemos un claro vínculo entre lo demoníaco y lo malo, entre Demonio como metáfora del mal, pero también de lo oculto en la interioridad humana. En este sentido, el mal no es un concepto, sino más bien algo que señala a lo amenazador. Esta amena136
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za se intuye en la Naturaleza, allí donde se cierra a la exigencia de sentido, al vacío de la existencia, al abismo que se abre en el hombre. Sin embargo, Kant12 afirma que el mal absoluto (o mal radical) no pertenece al ámbito de las posibilidades humanas. Lo califica de demoníaco y afirma que «no se da entre los hombres».13 Si nos adscribimos a esta idea, entonces, el mal humano no es más que participación de lo demoníaco. Si Dios es la idea suprema del Bien, el Demonio lo es del Mal, y ya sabemos que el mundo de las ideas está más allá de lo humano; cualquier manifestación del Mal, del Demonio en la tierra, no es más que participación de esa idea. Pero si el verdadero rostro de Dios es la Nada, de esa Nada surge el Ángel que cae: lo demoníaco es hijo de la Nada. En este sentido, lo demoníaco participa del vacío, de la infundamentación, del no sentido. Esta participación sin aceptación, sin superación, es lo demoníaco. Así lo ve Trías en Kurtz, personaje enigmático de El corazón de las tinieblas, de Conrad, cuya casi omnipotencia no está lograda por ningún pacto con el Diablo sino con la fundamentación del Ser en la Nada, es decir, en la carencia de sentido: «El carácter siniestro de Kurtz, el personaje buscado por el narrador de la novela de Conrad El corazón de las tinieblas, estriba en que ese espíritu iniciado en el fondo de la Nada hacía realidad todos sus sueños, sin censura ni elaboración ninguna, sin mediación entre lo fantástico y lo real».14 Goethe, en referencia a Napoleón y a su afán de poder, dice: Pero cuando más terriblemente se presenta lo demoníaco es al emerger en algún hombre, predominando en él. En el curso de mi vida he podido observar varios casos de ese tipo, más o menos cerca de mí. No siempre son los hombres más distinguidos, ni por espíritu ni por talento, y raras veces se acreditan por una bondad de corazón. Pero de su interior emana una fuerza enorme, y ejercen una fuerza increíble sobre todas las criaturas, e incluso sobre los elementos. ¿Quién puede decir hasta dónde llegará semejante irradiación? Todas las fuerzas morales unidas no pueden nada contra ella; en vano la parte más lúcida de la humanidad quiere hacer sospechosos a tales hombres como engañados o como embaucadores; la masa se siente atraída por ellos. Pocas veces, o nunca, encuentran al mismo tiempo personas del mismo tipo, y tales figuras no pueden ser superadas sino por el universo mismo, conque han iniciado la lucha.15
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Como vemos, en ambos ejemplos, destaca el sentido de participación. En Kurtz, de modo análogo, su «maldad» se inicia en el fondo de la Nada; en Napoleón, emerge en el hombre, en su interior (en el propio vacío). El mal absoluto, lo demoníaco, no puede identificarse ni con la Nada ni con la naturaleza humana, pero el mal sí puede emerger en ella a modo de participación con lo demoníaco; en ella está esa amenaza como posibilidad, porque la libertad incluye la posibilidad del mal. Dos son las características demoníacas que podemos resaltar en Kurtz y en Napoleón, según lo que señalan Trías y Goethe. La primera es el Poder. «Poder» no entendido en el sentido nietzscheano de «voluntad de poder» (del querer originario), sino poder de dominio, capacidad de poseer y dominar al otro. El poder puede imponerse de modo violento y en forma de coacción (como ocurre en una Dictadura), pero también a través del carisma y la seducción (más propio del liberalismo democrático). Lo demoníaco no suele aparecer desvelado, sino más bien con la máscara de la seducción, que es la segunda característica que quiero destacar. La serpiente seduce a Eva, y Eva, a su vez, a Adán. Este mito ha propiciado que en numerosas ocasiones se vincule de nuevo a la mujer con lo demoníaco, además de la identificación de lo matriarcal como lo previo al orden racional que ya he señalado. Sin embargo, creo que lo importante es señalar el carácter de la seducción. Lo demoníaco es atractivo. La persuasión y el hechizo van ligadas a lo demoníaco. El Diablo es la irradiación del mal contra la cual las fuerzas morales unidas no pueden nada. La atracción hacia el mal, el caer presa de la seducción, es un dejarse arrastrar a la vez por la pulsión de Eros y la de Thanatos. Subirats nos habla de esta fuerza magnética que siempre invita a la trasgresión: En las palabras del coro de la tragedia griega reiteran el mismo motivo. Eros es allí la fuerza capaz de «arrastrar hacia la inquietud». Eros encarna la belleza y la dulzura, pero es al mismo tiempo una fuerza arrasadora y destructiva. Eros como aquel que nos introduce en el reino de la belleza y de la ternura, pero también en el mundo del mal, de la vergüenza, la culpa o el deshonor. Sófocles pinta este poder erótico con colores todavía más trágicos. La fuerza de la ley; su despotismo es causa de la terrible culpa. Los lazos de la sangre, los mismos lazos de los esposos... sólo Eros era capaz de destruirDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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los. Y lo hace, además, sin lucha, sino a través de la seducción, de la belleza y el placer. [...] Eros es, en fin, una fuerza poderosa de unión, de seducción y de alegría, pero precisamente por ello también es antisocial o, más exactamente, una fuerza capaz de trascender los lazos del derecho y el orden de la ley.16
Y Baudrillard, en De la seducción, afirma que «lo femenino no es solamente seducción, es también desafío a lo masculino por ser el sexo, por asumir el monopolio del sexo y del placer, desafío para llegar al cabo de su hegemonía y ejercerla hasta la muerte».17 Este poder erótico es trasgresor y, por tanto, como el excremento, rechazado por los veladores de lo instituido. Pero, como el excremento, se constituye en potencia creadora y destructora a la vez; por eso, de nuevo tiene un carácter místico. Así lo ve Sollers en Sade: «En Sade tocamos el nivel cosmogónico, el que recuerda, de manera cíclica, el caos del que proviene todo orden, la anarquía que fatalmente precede a toda ley, la profanación de todo sistema que se enraíza en el desorden inicial, la irresponsabilidad misma del juego del mundo».18 En este sentido, la atracción del mal se identifica con la atracción de la libertad, con su puesta en juego, ésa es la parte erótica, pero no olvidemos que tiene otra thanática, porque a su vez es destructiva; el mal, aniquilador, no camina hacia la autenticidad. La seducción llama al deseo, pero lo somete, lo maneja. En la seducción, la voluntad del seducido queda a merced del seductor. La seducción demoníaca, lejos de acercar a la libertad, conduce a la esclavitud. Goethe identifica al personaje demoníaco con el embaucador. La seducción está muy vinculada al engaño, participa de él. Por este motivo, cuando en alguna obra encontramos hechizadores, personajes con potencialidad hipnótica, magnetizadores o simplemente embaucadores, de algún modo estos personajes están participando de los rasgos de lo demoníaco. Así ocurre, por ejemplo, en el personaje de Hoffmann del mencionado relato «El huésped siniestro», donde sus poderes seductores otorgan al relato un carácter demoníaco y al final se descubre que su capacidad de dominio de la voluntad ajena responde a experimentaciones paracientíficas. Estas experimentaciones paracientíficas son rituales de magia negra, invocaciones a las fuerzas ctónicas para que presten su poder, aunque este poder tiene un 137
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precio. Las distintas películas que rodó Fritz Lang sobre el doctor Mabuse y sus poderes hipnóticos hablan de la persuasión para que otros cometan crímenes por él. Lang, ante el fascismo alemán, hace una analogía del carisma del dictador y de sus seguidores ciegos. Igual ocurre en el sonámbulo hipnotizado en la película El gabinete del Dr. Caligari. El hipnotizador (que en realidad es el director de un psiquiátrico visto por un interno como un ser manipulador y opresor, como el vigilante que coarta su libertad) persuade a un sonámbulo crónico para que efectúe los crímenes que él desea cometer. El sonámbulo está hipnotizado, poseído por el hipnotizador, pero a su vez el hipnotizador está poseído por el vacío del que ha emergido su criminalidad. En El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, donde el protagonista, después de su pacto implícito con el Diablo, resulta un ser tan despreciable como seductor: es, en una palabra, encantador. La sociedad inglesa desea relacionarse con él. Igual que ocurre en esta obra, lo demoníaco suele ir vinculado a un pacto con el demonio o las fuerzas del mal (o la magia negra), por ejemplo, en la brujería y al vampirismo. He dicho que Dorian Gray es encantador, e igualmente ocurre con el «huésped siniestro» y otros magnetizadores o personajes demoníacos. Sin embargo, su encanto no es un encanto analógico al del mundo, al del sentido del mundo y la vida, no es un hechizo poético ni una infusión de vida, sino que es un encanto fruto de un desencanto con la vida, de la pérdida de sentido. Encontramos, pues, una desviación de la autenticidad, la apertura de un camino impropio con una voluntad anulada y dominada. Safranski también nos habla de ello: En cambio, Alban, el magnetizador demoníaco de Hoffmann, hechiza en tanto difunde el desencanto sobre todo el anterior universo de sentido y moral. En lugar de la tarea de dar sentido a la vida se introduce la complacencia en el poder. El mundo se transforma en un laberinto de relaciones de poder, carente de sentido, pero dinámico. Hoffmann, medio siglo antes que Nietzsche, anuncia a través de Alban toda la filosofía de la voluntad de poder: «Toda existencia es lucha y brota de la lucha. En una gradación progresiva se concede la victoria al poderoso, y con los vasallos subyugados aumenta su fuerza». El magnetizador puede hacerse tan poderoso porque está totalmente desinhibido. Por eso puede pasar a través de él la fuerza de 138
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las energías en circulación, el «fluido» como se decía entonces. En él se focaliza un magnetismo cuya tensión engendra en un polo el afán de poder y en el otro la pérdida del yo.19
Sin embargo, he afirmado antes que lo que mueve al seductor no es una voluntad de poder nietzscheana (aunque sí existe un afán de poder), porque el concepto de Nietzsche está mucho más cercano al deseo y a la autenticidad que al dominio y a la posesión. La voluntad de poder en Nietzsche está ligada al deseo seducido por su propia voluntad, al querer originario, a la ausencia de límites para la propia construcción. Existe una distinción entre el poseído por el Demonio o el personaje poseído a su vez por el primero. Los hipnotizados no son más carismáticos que el hipnotizador, la capacidad de seducción sólo pertenece a quien ha pactado directamente con el Diablo. Este último es un acopio de egoísmo impropio, mientras que los otros a los que él seduce pierden su egoísmo para someterse a la voluntad de su seductor. Sobre este último, sobre el poseído que accede directamente a tratar con el Diablo, Rosenkranz ve una libertad sacrificada conscientemente. El acto trasgresor no lo realiza su voluntad cuando ya está poseída, sino cuando accede al pacto. En este pacto, hay una voluntad consagrada a la perpetuación del mal, como si quisiera vengarse de su infundamentación, como si pretendiera extender su dolor insuperado a todo ser viviente. El pacto se funda en un resentimiento. Todo lo malévolo que después del pacto produce el poseído, lo hace con una voluntad anulada, aunque se crea poderosa, es una emergencia del mal a través de él. Eso no ocurre exactamente igual en la magia negra. En la magia negra hay una voluntad repetida de invocar a las fuerzas del mal para someterlas a los propios intereses: Lo diabólico repite el elemento de lo espectral en la geometría. La llamada magia negra tiene por fin constreñir a su servicio la potencia de los demonios infernales, sacrificando libertad e inocencia verdaderas para satisfacer todos los frívolos deseos de un monstruoso egoísmo. En la magia el hombre no pierde la libertad subjetiva, que sucumbe en el estado de posesión. Él desea conscientemente lo malo y cierra tratos con el diablo. Lo diabólico en sí y por sí, que se quiere y se reconoce abierta y libremente y que encuentra placer en trastocar con la maldad el ordenamiento del mundo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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por parte de Dios podríamos definirlo como lo satánico.20
Sin embargo, esta voluntad de mal, emerge igualmente en el propio vacío, en el abismo interior, en el anonadamiento. Aparte del explícito desdoblamiento de Dorian Gray, al ceder la imagen de su alma al retrato, el motivo del doble aparece siempre en el poseído, porque es a la vez él y otra cosa. Mantiene su cuerpo, pero no su alma: «En la idea de posesión hay todavía un dualismo entre lo humano y lo diabólico. El poseído es representado como si los demonios se hubieran apropiado de él y sobre él ejercieran un dominio arbitrario. Esta dualidad de personalidad diversa en el mismo organismo puede naturalmente no ser bella. De un lado está presente la quieta figura, por así decirlo, del poseído, del otro la excéntrica movilidad cuando por la fuerza del demón que posee al hombre».21 Trías afirma: «Se da la sensación de lo siniestro cuando algo sentido y presentido, temido y secretamente deseado por el sujeto se hace, de forma súbita, realidad».22 En la misma obra Eugenio Trías nos habla varias veces de la sensación de lo siniestro en el deseo realizado. Pero no realizado de cualquier manera, Trías matiza de forma súbita. De alguna manera, lo que se entiende en esta afirmación de Trías es que, para que el deseo realizado ofrezca un carácter siniestro, debe realizarse sin causalidad de quien lo desea, es decir, como por «obra y magia», como concesión de alguien a quien se ha invocado. El deseo realizado sin esfuerzo alude a la invocación. Pero, ¿qué es la invocación? Invocar es «llamar uno a otro en su auxilio». Por tanto, la invocación no es siniestra en sí misma, sino sólo cuando el invocado es el Diablo (no Dios) o algún ser con rasgos ctónicos, es decir, que participa de lo demoníaco. Por tanto, el deseo realizado de forma súbita, sin mediación del sujeto, y sin invocación a fuerzas celestes, está claramente vinculado con la invocación al Demonio, con el pacto con el Demonio. En la invocación, el lenguaje cobra suma importancia. Dorian Gray no hace ningún ritual satánico, se limita a expresar, en voz alta, su deseo de que su apariencia se corresponda siempre con la imagen del cuadro. No quiero mencionar el Fausto de Goethe, con un Mefistófeles que finalmente fracasa y se ve obligado a devolver el alma a su pupilo, porque esta obra, con abundantes eleDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mentos siniestros y los numerosos epítetos o el recreo estilístico en las descripciones terribles, está impregnada de cristianismo, con lo cual, vemos lo demoníaco siempre dentro del Cosmos de un Dios triunfante. En el largometraje La semilla del Diablo encontramos de nuevo la invocación, pues el marido de la protagonista, para conseguir triunfar en el mundo del espectáculo, cede a su propio hijo, aún no nato, a una secta que invoca directamente al Demonio. Los ejemplos del pacto son numerosos y diversas sus formas, pero lo común en todos ellos es que a la vez que entregan el alma, obtienen algo a cambio. Este algo tiene un precio: el alma. Peter Schlemilh entrega su sombra (reflejo del alma) a cambio de la inmortalidad y la juventud, como Fausto y Dorian Gray, pero a veces el pacto se produce a través de un objeto mediador. Stevenson escoge una botella en su relato El Diablo de la botella y Jacobs, una pata de mono. Hay personajes que se dedican a la alquimia, como es el caso del Conde Drácula, o a la magia negra y las «ciencias ocultas», como en la brujería. Ambas, alquimia y magia negra, están vinculadas con lo demoníaco. Si bien es cierto que la Ciencia y el positivismo están vinculados con el Logos y la Razón, les falta siempre la pregunta por el sentido. La alquimia, la búsqueda de la panacea y la piedra filosofal, da un paso más. En ella se rastrea el origen, el secreto de la vida; se pretende morder el fruto del Árbol de la Vida y retar nuevamente los límites humanos como en el Pecado Original. Hay en la alquimia una trasgresión del decreto divino, de la Ley de Dios. La búsqueda de la panacea, como el pacto con el diablo, está muy vinculada a la búsqueda de la inmortalidad, a la cura de todas las enfermedades. Pero la inmortalidad es una trasgresión de los propios límites de la existencia y, como numerosos sueños que se ven realizados, acaba convirtiéndose en pesadilla. La inmortalidad es insoportable. El deseo realizado, como demuestran las contrautopías, se vuelve en contra del propio hombre. El deseo de sobrevivir más allá de la existencia natural se torna en maldición cuando se realiza. Así ocurre en Melmoth, el errabundo, de Maturin, cuyo protagonista llega a vivir casi 200 años y desespera por poder delegar su pacto en otro humano. Melmoth participa de la resurrección, porque cuando pacta con el diablo, expira para despertar después con una apariencia que ya 139
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no cambiará hasta sus últimos instantes. Melmoth, como Dorian Gray, mantiene siempre la apariencia del momento del pacto, transcurren los años y no envejece. Pero en el caso de Melmoth, la maldición de su poder se agudiza cuando se enamora. Inmalee, o Isidora, logra llegar a su corazón, e incluso la desposa y tiene una hija con ella. Es tanto el amor que siente por ella que está dispuesto a renunciar a su relación para no someterla a los poderes del mal, y por eso previene al padre de ella alertándolo de lo que va a ocurrir. Sin embargo, el amor paternal es más débil que el interés por sus propios negocios, y por ocuparse de ellos hace omiso caso al consejo de Melmoth. Melmoth no es inmortal, pero su existencia se prolonga más allá de lo natural y sólo puede liberarse de su condición encontrando una víctima que asuma su pacto. También en el mito de Orfeo hay un pacto con el diablo: para devolver la vida a Eurídice, Orfeo recurre a Perséfone, diosa de los infiernos. Todas estas historias se fundamentan en un infierno abismal, abismo que remite de algún modo a la Nada, a la falta de sentido. Esta falta de sentido está íntimamente ligada con el desencanto al que antes aludía Safranski al citar al magnetizador de Hoffmann. Sin embargo, hemos visto que en Conrad no hay una alusión directa a lo demoníaco, aunque Kurtz, a través de los ojos del narrador, posee a su vez los elementos de carisma, trasgresión y potencialidad que antes he mencionado. Si además, pensamos en Apocalypsis Now, recordamos a un Marlon Brando que es ejecutado a hachazos por Marlow, el personaje que toma el relevo de su desencanto, por su doble de algún modo a esta altura de la narración, mientras que otros personajes están ejecutando a un toro de la misma manera. Hay en estas imágenes paralelas una identificación: en primer lugar, a modo de ritual trasgresor, de usurpación del poder, Marlow se convierte en Kurtz cuando lo mata; pero también entre Kurtz y el toro, que ya he dicho que es el animal que simboliza las culturas telúricas donde la razón no ejerce ningún poderío. Lo demoníaco no es algo que aparezca exclusivamente encarnado, sino que cualquier rodeo que sirva de referencia al descenso, a la caída o a lo ctónico, ya participa de sus características. Así, destaca Benjamin esta alusión al observar que los animales de Kafka: «siem140
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pre son de los que viven dentro de la tierra o al menos, como el escarabajo de Metamorfosis, de los que se esconden entre las grietas y hendiduras del suelo».23 Pero en los animales ctónicos no hay un velo seductor, lo demoníaco aparece en ellos desvelado porque no encarnan al propio Diablo, sino que se consideran seres a su servicio, y en ellos la sensación que producen está más cercana al asco. La brujería es un elemento demoníaco sin lugar a dudas. Posee todas las características que acabo de mencionar: la trasgresión, la magia negra, las ciencias ocultas, el pacto con el Diablo... El akelarre (de etimología euskera: aker + larre, «cabrón» + «prado») responde directamente a la invocación. En el akelarre el Demonio es invocado y se aparece a modo de cabrón. El pacto se simboliza en la cópula, pero también en el beso en el culo, en la ritualidad al revés de lo divino. El akelarre tiene una clara analogía con otro tipo de festividad claramente trasgresora: la bacanal, ritual órfico y dionisíaco, donde el macho cabrío simboliza el animal que se adora, con el que se copula, al que se descuartiza. En la bacanal y en el akelarre hay una enajenación producto de la embriaguez o la posesión, hay danzas salvajes, intestinas, como surgidas de una fuerza exterior que llega a través del ritmo musical. Otro ritual que nos recuerda al akelarre y a la bacanal es el carnaval, donde don Carnal ejerce el liderato de la trasgresión, de la permisividad momentánea de todo lo que está prohibido. Bruja y bacante comparten actos de canibalismo e incesto, devoraciones y desenfreno, lugares comunes donde el orden y lo impuesto se desvanecen en torno al cabrón. El macho cabrío responde a una representación de Orfeo y Dionisios, pero también del Diablo. Estas concomitancias ya son señaladas por Caro Baroja en Las brujas y su mundo. La bruja, por muchas razones, es un personaje de tipo dionisíaco. Incluso hasta por la conexión que se establece entre ella y ritmos, músicas y bailes violentos y arrebatados. Caro Baroja remite su referencia a Pedro de Valencia: «Pedro de Valencia comparaba lo que se decía de las humildes brujas del norte de España con lo que los trágicos habían dicho de las bacantes griegas»24. Sin embargo, creo que hay una gran distinción entre bruja y bacante. En las bacanales hay dos tipos de trasgresión: la primera contra Zeus, contra el imperativo instituido; DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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la segunda aparece después de haber conocido lo que hay más allá de la Ley, después de la orgía, cuando se descuartiza y devora al animal totémico. La bruja copula con el cabrón, pero no lo descuartiza, sino que se queda en ese estado de poseída, esclavizada por las fuerzas del mal. La gran diferencia es que la bacante ha conocido el lado oscuro, se ha adentrado en lo peor de sí misma y ha resurgido como los personajes de Hermann Hesse (Sinclair, Sidharta o Harry Haller). La bacante se ha liberado y puede ser ella. La bruja no, la bruja sigue sometida, adorando a Satán. La bacante accede a la libertad cuando ve navegar la cabeza órfica por las aguas fluviales, pero la bruja adquiere un poder que no la libera, sino la esclaviza en ese pacto. En la Literatura, pero también en la Historia del Arte, el tema de la brujería ha sido tratado en muchas ocasiones de forma satírica. Este aire satírico es explicado por Caro Baroja recurriendo a la intención moralista de los autores. Y no ve en ello ninguna originalidad en la literatura española, sino que nos remite a Roma: «Ya Horacio, Ovidio, Petronio y otros escritores latinos, adoptando un tono satírico, combatieron de forma sin duda eficaz en su tiempo el miedo a las brujas».25 Pero el pensamiento clásico nos ofrece más precedentes vinculados a la bruja. Es el caso de las harpías, las moiras, Circe, Medea y algunos monstruos femeninos. Las harpías habitan en las mansiones subterráneas y son conocidas también como raptoras. Se identifican con fuerzas de la Naturaleza, como vientos tempestuosos capaces de arrastrar a las almas humanas a la profundidad infernal. Se representan como aves con cabeza de mujer y sus víctimas son principalmente niños. Las moiras están vinculadas al destino, son una especie de amenaza eternamente presente en la existencia y se identifican con las «hilanderas» o las latinas parcas. Circe y Medea son magas, y su magia está siempre relacionada con la conspiración, con la amenaza contra un orden establecido. Concomitancias con las brujas tienen también Equidna, monstruo con cuerpo de mujer y cola de serpiente, Escila, hija de Hécate, que roía el cuerpo de los marinos después de hacerlos naufragar, y Empusa, que atacaba sobre todo a los durmientes y caminantes y les chupaba la sangre hasta matarlos. Todas ellas son manifestaciones infernales y portadoras del mal, DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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y la cosmovisión clásica estaba imbuida de estos simbolismos que había que conjurar y para ello se utilizó la sátira. Porque la sátira profana, separa el mito del rito y juega con el rito vaciado de su significación original.26 El Buscón, El coloquio de los perros o El diablo cojuelo son ejemplos que Caro Baroja menciona para destacar este aire satírico. Pero también trae a colación las Pinturas negras de Goya (y podría haber hecho lo mismo con Bruegel o el Bosco) para ir más allá de la sátira y ver en las telas una crítica social. De estos lienzos nos dice Caro Baroja que «simbolizan una sociedad fea y bestial, dominada por crímenes y violencias de todas clases».27 Una sociedad dominada por el caos, con el orden constantemente trasgredido, desorientada y sin sentido. Brujas y vampiros poseen algunos rasgos comunes. En el tema del vampirismo también encontramos precedentes en Grecia. Así, Lamia es un monstruo femenino que roba a los niños para chuparles la sangre y Gelo es el espectro de una muchacha que también rapta a los niños. Que una mujer, símbolo tantas veces de la fecundidad, robe y mate a los niños, representa la trasgresión absoluta de la Naturaleza. El vampirismo se caracteriza por varios motivos, y uno de ellos es el vínculo entre sangre y fuente de vida. Aunque más bien habría que decir vitalidad, pues la «vida» del vampiro queda en entredicho. El gran paradigma literario del vampirismo lo encontramos en Drácula, de Bram Stoker. Pero esta obra tiene precedentes, además de en la tradición oral, en la propia literatura. Así encontramos La novia de Corinto, de Goethe, Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Potocki, Vampirismo, de Hoffmann, El Vampiro, de Polidori, Berenice, de Poe, Carmilla, de Sheridan Le Fanu o La muerte enamorada, de Gauthier. En muchos de estos relatos coinciden elementos siniestros como la necrofilia, el espectro, la resurrección y la inmortalidad. En el de Hoffmann, la vampira es sorprendida en un ritual caníbal. Porque, además de esos elementos, concurren la posesión, el incesto, el canibalismo y, en algunos casos, el pacto. En algunos casos solamente, porque no ocurre así en los casos en que el vampiro es víctima de otro vampiro. Entonces no media en el primero una intención de pactar, de vender su alma, de ser poseído y, en numerosos casos, cuando este vampiro es liberado de su maldición (con una estaca clava141
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da en el pecho y la decapitación), el rostro muerto agradece la liberación y el descanso en paz. Drácula, de Bram Stoker es una obra dispuesta a modo de compilación epistolar y documental, y tiene un comienzo que coincide con los rasgos de la novela gótica: el paisaje es un castillo de Transilvania, un lugar extraño y ruinoso. Pero poco a poco lo siniestro se inserta en lo familiar, en lo cotidiano, Drácula viaja a Londres y la amenaza se consuma en Lucy y se cierne sobre Mina. Debo romper un tópico: en Bram Stoker, Drácula nunca se enamora de Mina ni ve ningún retrato de ella a través del cual desee conocerla (tal como ocurre con muchas adaptaciones cinematográficas o en el relato ya mencionado de Hoffmann «El huésped siniestro»), ni le vincula a ella un sentimiento de amor. Mina es atacada por Drácula porque éste ya sabe que los amigos de ella pretenden darle caza, y a través de la telepatía contacta con Mina y puede acceder a los planes de sus enemigos. Drácula, como cualquier vampiro, originalmente fue humano. Aunque en la obra no se confirma, parece ser que existe un pacto implícito con el Demonio, puesto que se sabe que el Conde practicaba la alquimia y en su estirpe había habido varios magos oscurantistas. Stoker tampoco hace referencia alguna, como sí ocurre con las películas, al hecho de que el origen del pacto se deba a una venganza contra Dios por haber dejado morir a su amada. Los vampiros son víctimas de vampiros, pero el primer vampiro responde a un pacto con el Diablo. Pero de este carácter demoníaco participan todos los vampiros, porque todos están poseídos. Lucy recuerda a la griega Gelo cuando sale de su tumba para sorber la sangre de niños, pero aún es un vampiro débil, aún no puede atacar a hombres con fuerza superior a la de una mujer. El poder de Drácula se debe, en primer lugar, a que cuando estuvo vivo fue un hombre de características excepcionales, pero además, su poder aumenta cada vez que se alimenta de otros humanos. Hay un rasgo de inocencia en el vampiro, una inocencia en sus actos porque no responden a una voluntad perversa, sino a una necesidad de «supervivencia», de su nueva «naturaleza». Sin embargo, en el caso del primer vampiro, toda la culpabilidad recae en el momento original: el del pacto, cuando asume su inmortalidad. Ése es el momento clave de la elección. Drácula domina a sus víctimas 142
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mientras están vivas, pero también cuando mueren, si es que mueren, porque en realidad la figura del vampiro está en todo momento más allá de los conceptos de vida y muerte, igual que está a caballo entre lo humano y lo demoníaco: El nosferatu no muere como la abeja, cuando pica. Al contrario, se vuelve más fuerte; y al ser más fuerte, tiene más poder para hacer el mal. El vampiro que hay entre nosotros tiene la fuerza de veinte hombres y más astuto que cualquier mortal, pues su sagacidad ha ido aumentando con los siglos; todavía domina la necromancia, que es la adivinación a través de los muertos, y los muertos por él invocados obedecen a su mandato; es una bestia, o peor que una bestia; es insensible como un demonio y carece de corazón; dentro de ciertos límites, puede aparecerse cuando quiere y donde quiere, adoptando determinadas formas a su antojo; y dentro de ciertos límites, también, puede mandar sobre los elementos; como la tempestad, la niebla o el trueno; ejerce poder sobre todos los seres inferiores: las ratas, los búhos, los murciélagos, las mariposas nocturnas, los zorros, los lobos, y es capaz de aumentar su volumen, disminuido, y hasta de desvanecerse.28
Drácula, además de todo lo dicho, tiene un carácter proteico, puede mutar su forma porque ya no tiene una esencia humana, ya no es humano, es otra cosa, pero no se sabe qué. Y, sin embargo, el cuerpo del vampiro tiene características que lo vinculan con la vida: la delgadez del cuerpo y la palidez del rostro le otorgan una imagen enfermiza, próxima a la muerte, pero viva. La imagen del vampiro es mórbida física y moralmente, porque si el carácter enfermizo del cuerpo indica que su fuerza física está dominada por virus y gérmenes que atacan la vida, esto implica una analogía del alma, que también está poseída por las fuerzas del mal que interfieren en su existencia. Hay una interpretación de Drácula que me parece interesante rescatar. Es la que identifica al Conde Drácula con la Ciencia.29 Los enemigos de Drácula son la tradición religiosa (cruces y hostias consagradas) y la superstición (los ajos). Drácula ve la necesidad de huir de Transilvania porque allí ya no se alimenta; sin embargo, aún hay habitantes, es decir, alimento. Pero los vecinos de Drácula tienen un elemento protector contra él: la superstición. No pueden vencer a Drácula, pero pueden protegerse de él haciendo caso a la tradición. Y la tradiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ción y la superstición son, precisamente, los elementos a los que acude Van Helsing (científico, pero sin prejuicios, como dice él. Es decir: hombre que no descarta lo increíble). El pequeño grupo que persigue a Drácula tiene, además, otra arma a su favor: la comunidad. Entre ellos se dan unos lazos de solidaridad que van más allá de su voluntad y capacidad de sacrificio; existe un sentimiento que los re-liga. La comunidad, el sentimiento de integración y trascendencia más allá de lo individual, es enemigo del mal. He señalado antes que la devastación que el vampiro deja a su alrededor es ingenua, es decir, no ataca para hacer el mal, sino para fortalecer su «vitalidad». Entrecomillo este término porque el vampiro es denominado en numerosas ocasiones como No muerto. Es decir, el vampiro es un cuerpo muerto dominado por otro espíritu, y ese otro espíritu es el que le da movimiento, vigor, esa apariencia de «vitalidad». Los enemigos de la Ciencia también son la superstición y la religión, y la Ciencia, como Drácula, es ingenua del mal que puede acarrear al fortalecerse, al instalarse como pensamiento único y reduccionista. La Ciencia no es culpable en sí, sino que lo es el uso que el hombre hace de ella cuando olvida el sentido del mundo, la finalidad, y se convierte en ciencia industrial y se mezcla con la economía y la política. El Conde Drácula trae consigo de Transilvania cincuenta ataúdes con tierra en la que fue enterrado algún familiar, y sólo bajo ella puede reposar. Igualmente, la Ciencia sólo puede desarrollarse a partir de sus propios fundamentos. En el imperio científico, como argumentan de nuevo las contrautopías, encontramos el mismo halo demoníaco que el que señalaba Goethe en Napoleón. Bram Stoker y su Conde Drácula nos hablan de la amenaza que esconde la Ciencia, la del imperio de una cosmovisión científica, la devoración del espíritu, el olvido de entre. Es ésta una interpretación que pertenece a lo epocal, pero que señala al rasgo vampírico que quiero destacar porque alude a la existencia propia, y es el ya mencionado de la posesión, de la anulación de la voluntad, de la alienación. He insistido en el carácter carismático del «malvado» y he vinculado la posesión a la seducción. En este sentido, la atracción que produce la figura del vampiro aporta connotaciones eróticas; muerte y erotismo coinciden en su capacidad de atraer («mi paracaídas DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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empezó a caer vertiginosamente. Tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto», canta Huidobro en Altazor). Bataille, en Las lágrimas de Eros, recuerda que «Bandung Grien vincula la atracción del erotismo a la muerte —y no al dolor—, a la imagen de una muerte todopoderosa que nos aterra, pero que nos arrastra mediante el pavoroso hechizo de la brujería».30 En la atracción sexual (el paradigma es el orgasmo) hay una enajenación de uno mismo, una desposesión a favor de un perderse, de un salir, de un vaciarse de uno mismo donde se corre el peligro de que este vacío sea llenado desde algo ajeno. Pero después del orgasmo, el individuo, tras la experiencia única, se reencuentra consigo mismo. Eso no ocurre en la posesión vampírica. En este caso no hay regreso, el poseído se mantiene poseído (anulado). En la figura vampírica concurren atrocidades como el canibalismo y el incesto. El canibalismo y el incesto son dos de las acciones más reprobables por la tradición humana. Cohn, en Los demonios familiares de Europa,31 hace un escrutinio de los delitos más perseguidos por todas las culturas europeas, y el lugar común está en los dos mencionados. De practicar el canibalismo en las catacumbas se acusa incluso a los cristianos en la época romana, canibalismo real, nada que ver con la simbología de la hostia como Cuerpo de Cristo. En Epinicios,32 de Píndaro, Tántalo es castigado por los dioses después de ofrecerles un banquete donde la carne ofrecida es la de Pélope, su propio hijo, que ha sido previamente descuartizado por él. De incesto y canibalismo también, como hemos visto, son imputadas las brujas. Ambas son dos acciones que tienen que ver con la comunidad, con lo familiar, remiten a un grupo de personas con una vivencia común, y ambas también originan una trasgresión en la propia comunidad. Freud hace una interpretación antropológica muy interesante en su obra Tótem y tabú.33 Freud remite a las antiguas comunidades donde el cabecilla del grupo ejerce la figura patriarcal. Por tanto, al ejercer el resto de personas el papel de hijos, todos son hermanos entre sí. El padre tiene reservado para él el derecho sobre todas las mujeres, y quien intente copular con alguna comete el delito de incesto, pero, a su vez, una trasgresión del poder establecido. El padre es representado por una figura de un animal poderoso que acaba 143
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plasmándose en un tótem. La festividad en que la comunidad, puede dar caza a ese animal simbólico y comer su carne es, para Freud, un claro precedente de la bacanal y del carnaval. En ese acto simbólico, la figura del padre es descuartizada y devorada por sus hijos, pasando así el poder que él ostentaba a uno de ellos, al más fuerte. Esta trasgresión, tan vinculada a la tragedia de Edipo Rey, es la esencia del tabú del canibalismo y el incesto. Lo explica muy bien Trías cuando dice que Freud parte de una: [...] hipótesis darwiniana de la familia humana, la célebre teoría de la horda primitiva gobernada por el padre fiero y tiránico que acapara para sí todas las hembras del grupo, obligando a los hijos a someterse a su tiranía, a buscar sus mujeres por otros grupos o a practicar la homosexualidad, y las concepciones de Robertson Smith relativas a la comida totémica en recuerdo del padre muerto. Entre una escena y otra existiría, como secuencia intermedia, el parricidio originario, el asesinato del padre promovido por los hijos constituidos en horda fraterna [...] La organización fraterna convertiría en tabú todas aquellas circunstancias que pudieran restaurar el imperio del déspota originario; penalizaría y castigaría el incesto y el asesinato interfraterno y prescribiría la exogamia.34
Canibalismo e incesto están, pues, vinculados directamente a la trasgresión de un orden establecido y, según Freud, regresan al pensamiento humano con un velo religioso. Por tanto, no es de extrañar que tantos seres que representan en sí la trasgresión (como la bruja, el vampiro, el zombie o el monstruo) procedan con estas actitudes a reafirmar su carácter desordenador. El tema de la seducción va más allá de lo que pueda pensarse en estas obras, y hoy en día vivimos en un mundo donde la seducción viene insertada en el predominio de las imágenes. Imágenes publicitarias, comerciales o de propaganda política llenas de connotaciones que nos construyen, que nos poseen y, como dice Barthes cuando habla de la sublimidad que se encierra en ellas en La aventura semiológica: «la connotación es el desarrollo de un sistema de sentidos secundario, parásito, si así puede decirse...».35 Jauss observa el mismo peligro, y sostiene que con el descubrimiento de realidades que nunca fueron conscientes, aumenta también la posibilidad de manipular, imperceptiblemente y con nuevos estímulos 144
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seductores, la conciencia receptora: «Ésta es la razón de que la actitud placentera y la crítica reflexiva del público estén, en la actualidad, más separadas que nunca».36 Antonio Méndez Rubio cita a Chomsky y su artículo «Ilusiones necesarias» para insistir en la idea de que: «desde la revolución rusa, el poder opresor de los grupos dominantes ha aprendido a subliminarse, a desaparecer a través de los canales de difusión informativos y culturales».37 La seducción está vinculada con la posesión, con la colonización de una conciencia, y el mejor modo para llevarlo a cabo consiste en suprimirla. La seducción requiere de la máscara, como en Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, donde la marquesa de Merteuil se maquilla para seducir. La seducción implica un desdoblamiento entre apariencia y ser. El seductor se camufla en su máscara, en su trampantojo, en la imagen, en la ilusión. El seductor es juego y artificio, con él se pierde lo real a través del exceso de apariencias de la realidad. Baudrillard previene: «el crimen perfecto sería la eliminación del mundo real».38 ¿Y no nos recuerda el actual imperio de lo virtual esta eliminación? En el mundo del Ciberespacio, cuerpo real y cuerpo virtual se desacoplan uno de otro y el cuerpo se convierte en un monstruo y siniestro organismo del que hay que salir a toda costa. En el mundo virtual, la aparición no es presencia, la comunicación no es real, lo humano se disuelve entre ceros y unos que sustituyen a la realidad. La mentira y el simulacro se convierten en el orden del mundo. En el Capitalismo y su religión espectacular, la apariencia no es la imagen de algo, está escindida de ese algo, se muestra vacía. El Poder se camufla en una apariencia de bienestar, pero en él se rebasa el límite de la libertad para negar otras libertades. La promesa de felicidad se desvanece. El hombre actual se siente más fragmentado e irreconocido que nunca, está poseído. Pero el poseedor, el que busca el Poder, también está corrupto, sometido a la voluntad de otras fuerzas, como el cadáver. Porque el ansia de poder cosifica a los demás en pro de un egoísmo mal entendido, pero también cosifica al poderoso. Igualmente, estas mismas ansias de Poder responden a una mala orientación de la búsqueda de afirmación de un yo que no se encuentra (porque se funda en el vacío) e, incapaz de construirse porque está anulado, acaba siendo construido desde las DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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fuerzas del exterior, las que corrompen, desde el emerger de lo demoníaco. Así le ocurre al protagonista de American Psycho, desencontrado, desorientado, apresado en el anonadamiento en su alto estatus en la sociedad del bienestar. En el anonadamiento entramos en la indiferencia, pero la búsqueda de la diferencia, del individualizarse, corre el riesgo de la emergencia del mal, de lo demoníaco, como en los personajes de Sade. Lo demoníaco absoluto no puede encarnarse, pero se desvanece en todos los elementos del Poder, los que conforman brumosamente este Capitalismo. El hombre actual (especialista sin espíritu, gozador sin corazón), como el zombie, el vampiro o el poseído, en su apariencia de libertad, no acierta a escuchar su voluntad, no conoce la autenticidad. La búsqueda del querer originario y, con ella, la voluntad de dación de sentido es nuestra única esperanza. Notas 1. E.T.A. Hoffmann, «El huésped siniestro», en Cuentos Completos, Alianza, Madrid, 2002, p. 17. 2. W. Benjamin, Dirección única, Alfaguara, Madrid, 1987, p. 37. 3. R. Argullol, La atracción del abismo, Destino, Barcelona, 2000., p. 19. 4. Ibíd., p.112. 5. Ibíd., p. 19. 6. A. Ortiz-Osés, «Entrevista», por Blanca Solares (UNAM, México), en la web del autor en el portal del Servicio de Información de la Universidad de Deusto. 7. Hesíodo, Teogonía, en Obras y fragmentos, Gredos, Madrid, 2000, p. 16. 8. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 18. 9. Ibíd., p. 21. 10. ¿Y no es esto lo que aprende Ismael en Moby Dick? 11. Safranski, op. cit., p. 29. 12. Cfr. La religión dentro de los límites de la razón, Imannuel Kant, Alianza, Madrid, 1995. 13. R. Safranski, op. cit., p. 168. 14. E. Trías, Lo bello y lo siniestro, Ariel, Barcelona, 1988, p. 44. 15. W. Goethe, Poesía y verdad: de mi vida, Alba editorial, Barcelona, 1999. 16. E. Subirats, El alma y la muerte, Anthropos, Barcelona, 2002, pp. 81-82. 17. J. Baudrillard, De la seducción, Cátedra, Madrid, 2000, p. 27. 18. Ph. Sollers, La escritura y la experiencia de los límites, Pre-textos, Valencia, 1988, p. 65. 19. Safranski, op. cit., p. 229. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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20. K. Rosenkranz, Estética de lo feo, Julio Ollero editor, Madrid, 1992, p. 354. 21. Ibíd., p. 355. 22. E. Trías, op. cit., p. 44. 23. W. Benjamin,Iluminaciones I, Imaginación y Sociedad. Taurus, Madrid, 1988, p. 215. 24. Caro Baroja, Las brujas y su mundo, Alianza, Madrid, 1979, p. 269. 25. Ibíd., p.268. 26. Cfr. Profanaciones de Giorgio Agamben, Anagrama, Barcelona, 2005. 27. Caro Baroja, op. cit., p. 276. 28. B. Stoker, Drácula, Unidad Editorial, S.A., Madrid, 1999, p. 243. 29. A. Martínez Berástegui, «Drácula y la Ciencia», trabajo de la asignatura «Filosofía de la Ciencia» de la facultad de Filosofía de la Universidad de Valencia, 1998. 30. G. Bataille, Las lágrimas de Eros, Barcelona, Tusquets, 1997, p. 122. 31. N. Cohn, Los demonios familiares de Europa, Barcelona, Altaya, 1997. 32. Píndaro, Epinicios, Alianza, Madrid, 1984. En «Olímpica Uno» (ant. 2, 41-51 y ep. 2, 52-58). 33. Cfr. Tótem y tabú, S. Freud, Alianza, Madrid, 2005. 34. E. Trías, op. cit., pp. 146-147. 35. R. Barthes, La aventura semiológica, Barcelona, Paidós, 1993, p. 34. 36. H.R. Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria, Madrid, Taurus, 1993, pp. 118-119. 37. A. Méndez Rubio, Encrucijadas, Madrid, Cátedra, 1997, p. 29. 38. J. Baudrillard, Crimen Perfecto, Anagrama, Barcelona, 2002, p. 65.
HELENA TUR PLANELLS
Derechos humanos Los derechos humanos han sido una de las creaciones más importantes de la historia moderna y reflejan un momento crucial en la toma de conciencia sobre nuestra propia condición humana, al ser un fruto nacido tanto de trágicas experiencias de inhumanidad como de heroicas experiencias de liberación. Como toda creación humana, son la expresión de un contexto histórico e ideológico que necesita ser adecuadamente comprendido, tanto en sus orígenes como en sus diferentes etapas o «generaciones». Analizar la complejidad de dicho proceso y evaluar críticamente las diferentes interpretaciones, positivas y negativas, que de 145
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los derechos humanos se han ido dando, nos permitirá comprender, a la vez, el significado y alcance de su positivación en los diversos ordenamientos jurídicos. Obviamente, es importante identificar los derechos humanos con las grandes declaraciones de derechos humanos que, en las revoluciones americana y francesa, los dieron a luz y con la posterior positivación jurídica en la Declaración Universal de 1948 y en los diferentes pactos, cartas y convenciones, que los ha ido reconociendo como tales y que los han convertido en un referente imprescindible para legitimar cualquier forma de organización jurídica y política. Pero es también una obviedad que a lo largo de la historia se ha dado una instrumentalización y trivialización de los derechos humanos, llegando a hacerlos «compatibles» con unas relaciones humanas injustas, desigualitarias e inhumanas, como las que rigen nuestro mundo, lo que nos obliga a dudar de su virtualidad transformadora de la realidad. Sin duda alguna, el problema más grave al que se enfrentan los derechos humanos es el de su pobrísima realización. El escandaloso mapa de la pobreza que nos evidencia que en nuestro mundo solamente una minoría privilegiada goza de la posibilidad de ejercer los derechos humanos básicos, porque la inmensa mayoría carece de los recursos necesarios para poder hacerlo; el hecho paradójico de que también en los países desarrollados sean muchas y graves las limitaciones a los derechos humanos, nos pueden crear una actitud de escepticismo ante su futuro. El hecho de que los derechos humanos se hayan convertido en algo así como una ideología de convergencia, que todas las ideologías se ven obligadas a asumir como propia, nos lleva a preguntarnos si, más que un referente normativo de carácter universal, irrenunciable y exigible jurídica y políticamente, no son unas convenciones útiles que mantenemos sin demasiada convicción. ¿Nos encontramos ante una expresión exteriorizada de convicciones internas o ante expresiones vagamente interiorizadas de reglas externas? Escribo estas páginas desde la convicción de que para comprender adecuadamente la realidad de los derechos humanos hay que distanciarse tanto del pesimismo antropológico, que desiste de orientarse por otro criterio distinto al de la realpolitik o que, víctima de una actitud antiilustrada y antimoderna, descono146
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ce la grandeza de esta construcción moderna de la realidad que llamamos derechos humanos, como de un optimismo voluntarista e ingenuo, que ignora la problemática complejidad que ha acompañado a los derechos humanos desde sus orígenes, tanto en su misma formulación teórica, como en su aplicabilidad. La naturaleza problemática de los derechos humanos Los derechos humanos se tienen por el mero hecho de ser un «ser humano», por lo que los seguimos definiendo como universales, inalienables y absolutos, en el sentido de que deben predicarse de todos y cada uno de los seres humanos, de que son irrenunciables y de que no pueden instrumentalizarse para otro tipo de requerimientos, por importantes que estos sean. Cuando hablamos de derechos humanos no nos referimos, pues, ya a aquellos listados de derechos, recogidos en los bill of rights ingleses, por ejemplo, en los que se reconocían derechos a unos seres humanos, por tener una condición social concreta o pertenecer a un país concreto, pero sin que éstos tuvieran vocación alguna de universalización. Serán los colonos americanos quienes, al romper con su condición de ingleses, reclamarán los atributos asociados a una nueva noción de individualidad humana, cuyo carácter ontológico será reflejo de la nueva autocomprensión, y de la que las declaraciones de derechos humanos pretenderán dar razón. «Que todos los hombres son por naturaleza libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos» (Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, 12/VI/1776). «Sostenemos por evidentes, por sí mismas, estas verdades; que todos los hombres son creados iguales; Que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables» (Declaración de Independencia de Estados Unidos, 4/VII/1776). «La meta de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre» (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Art. 2, 26/VIII/1789). Sabemos que la autocomprensión de la condición humana que reflejan las grandes declaraciones de los derechos humanos ha sido fruto de unas experiencias históricas traumáticas, como fueron las revoluciones liberales, en las que hubo que romper con toda una tradición histórica y poder así fundar un «nuevo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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orden ontológico revolucionario». La forma en que las grandes declaraciones de los derechos del hombre reflejaron este nuevo orden revolucionario fue la del «racionalismo jusnaturalista». Es verdad que ha habido y sigue habiendo autores que sitúan el nacimiento de los derechos humanos en el tomismo medieval o en el jusnaturalismo premoderno del humanismo cristiano. Sin embargo, los derechos humanos, como expresión de una nueva concepción de la individualidad humana, sólo han podido formularse, por vez primera, por un jusnaturalismo racionalista como el moderno, que sitúa al individuo humano como principio y como fin de la realidad sociopolítica y que supone, como hemos dicho, una solución de continuidad respecto a toda la tradición de pensamiento anterior; sólo han podido nacer en sociedades seculares y pluralistas, que son las que se han visto inmersas en un proceso de relaciones complejas con la religión y han acabado por asumir que esta última no debe determinar otros ámbitos de lo real, como, por ejemplo, el jurídico político, y que han aprendido que el único camino para lograr una convivencia humana razonable pasa por el reconocimiento de los derechos y libertades de sus miembros. Sólo una ruptura epistemológica y ontológica con la cosmovisión de las sociedades premodernas ha podido dar a luz un referente normativo como el de los derechos humanos, con el carácter racionalista e individualista del jusnaturalismo moderno. Pero, también, es sabido cómo, desde su formulación inicial, esta nueva autocomprensión de lo humano, tuvo que hacer frente a muchas e importantes resistencias. Algunas nacían de la defensa a ultranza de un orden estamental y prerrevolucionario, hecho de privilegios y particularismos excluyentes, y, por tanto, radicalmente incompatible con la nueva situación revolucionaria; pero otras, no tan reaccionarias, rechazaban el nuevo orden porque lo creían hijo de la «lujuria ontológica», esa patología que, antes que para Nietzsche, será ya para muchos la enfermedad metafísica por excelencia del occidente moderno. Denuncias como la de E. Burke, que advertían de que «lo metafísicamente verdadero suele ser ética y políticamente falso», y que él dirigía a los revolucionarios franceses y a su concepción de los derechos humanos, arrojarán en adelante sobre el jusnaturalismo racionalista DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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moderno la sombra de ser una formulación discutible para la adecuada comprensión de los derechos humanos y, sobre todo, para hacer factible su aplicabilidad. De hecho, no deja de ser cierto que el jusnaturalismo racionalista ha estado hipotecado por una concepción de naturaleza humana carente de suficiente historicidad y cargada de excesivo dogmatismo. Las sucesivas reediciones históricas del jusnaturalismo, tras las correspondientes críticas de carácter empirista o positivista, han estado todas ellas lastradas, en mayor o menor medida, por estas mismas lacras. Su formulación abstracta de la universalidad de lo humano, sin tener en cuenta las mediaciones institucionales que han sido siempre constitutivas de toda relación humana, se ha realizado a espaldas de la compleja dinámica histórica. Pero, en cualquier caso, ninguna de las deficiencias de las que el jusnaturalismo racionalista moderno pueda presentar justifica el que se niegue su privilegiado papel de ser el inaugurador de la nueva autocomprensión revolucionaria. No parece que ya sea plausible sostener que se pueden afirmar los derechos humanos desde posiciones premodernas, como la tomista, que desde un objetivismo providencialista rechaza los derechos subjetivos del individuo, por considerar que el subjetivismo moderno nace viciado por un nominalismo y un voluntarismo incompatibles con el orden cristiano. Mucho menos razonable parece pretender que la defensa de los derechos humanos es compatible con la defensa de las estructuras desigualitarias del Antiguo Régimen, o con formas de legitimación religiosa o tradicional del poder. Ninguna sociedad que desconozca los derechos inalienables de la libertad e igualdad de sus miembros podrá hacer una recepción adecuada de los derechos humanos ni podrá ser considerada jurídica y políticamente como legítima. «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada ni la separación de poderes establecida no tiene Constitución» (Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, Art 16, 1789). La construcción histórica de los derechos humanos Aunque durante siglos la fundamentación de los derechos y de las libertades se haya basado en un orden ontológico jerárquicamente esta147
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blecido, como, por ejemplo, el tomista, o en un jusnaturalismo racionalista de carácter «deontológico» creador de un orden ideal normativo para la conducta humana, sin embargo, cada vez ha ido pareciendo más obvio que los derechos humanos son una construcción social de la realidad vinculada a un tiempo y a unas experiencias concretas. Este contexto ha sido subrayado gracias a una nueva mirada histórica y sociológica a los procesos de construcción social de la realidad. Algunos analistas lúcidos de los procesos sociales, como A. Tocqueville, nos han enseñado que, si bien el irresistible proceso de igualación de condiciones sociales que daría lugar a las revoluciones liberales, primero, y a las sociedades democráticas, más tarde, fue fruto de un largo periodo de incubación histórica, fue imprescindible que se diera un contexto histórico y social concreto en el que nació un nuevo imaginario social dominante, un nuevo sensorium commune u opinión pública, como el autor los llama, que tuvieron virtualidad suficiente para transformar la realidad a su imagen y semejanza. En efecto, entre el derecho y el hecho se encuentra algo inasible, «imaginario», pero irresistible, que Tocqueville llama opinión pública, y que pone a los hombres aparentemente más desiguales en una situación de igualdad y semejanza. La igualdad es el sensorium commune de la vida social democrática. «El principal efecto de la democracia es convertir al amo y al servidor en extraños, poniéndoles uno al lado del otro, en vez de uno sobre el otro... En democracia los hombres no son ni iguales de hecho, ni “solamente” de derecho». Creo que, desde posiciones como ésta, se abre la posibilidad de trascender la polémica miope entre jusnaturalismo y positivismo, en que se ha encerrado con frecuencia la discusión sobre la realidad de los derechos humanos. Hoy, sabemos que la jerarquización de lo que entendemos por atributos de lo humano, los derechos humanos, no es ya el simple reflejo de un orden natural objetivo y trascendente al quehacer humano, ni siquiera la expresión de una racionalidad como la jusnaturalista moderna, que crea un código deontológico con carácter universal y abstracto, sino que es fruto de la historicidad de la conciencia y de la praxis críticas de los excluidos, de los «sin-derechos», que llegado un momento han comenzado a gritar «no hay derecho». Y, cuando se 148
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grita «no hay derecho», es porque se ha tomado conciencia de que la situación en que se vive no es humanamente soportable y se exige otra situación mejor, que se ajuste de verdad a derecho. E. Dussel lo expone en un texto que me parece muy clarificador al respecto: «La dialéctica no se establece entonces entre “derecho natural a priori versus derecho positivo a posteriori”, siendo el derecho natural la instancia crítica a priori del derecho positivo, reformable, cambiable, sino entre “derecho vigente a priori versus nuevo derecho a posteriori”, siendo el nuevo derecho la instancia crítica (es decir: histórica) y el derecho vigente el momento positivo, reformable, cambiable. En este caso el “estado de derecho” es una condición histórica y el medio (Umwelt) evolutivo en la historia, que se manifiesta como la tradición creciente del mundo del derecho de una comunidad política que cuenta con la macroinstitucionalidad del Estado. Los “sin-derechotodavía” cuando luchan por el reconocimiento de un nuevo derecho son el momento creador histórico, innovador, del cuerpo del derecho humano. No caemos así en el dogmatismo del derecho natural (solución fundacionalista metafísica ya inaceptable), pero tampoco en el relativismo (todo derecho vale por haberse impuesto por la fuerza en una época), o el mero contingencialismo (no hay principios universales), sino la conciliación de un universalismo no fundacionalista que muestra que los “nuevos” derechos son los exigidos universalmente (sea en una cultura, sea para toda la humanidad, según el grado de conciencia histórica correspondiente) a la comunidad política en el estado de su evolución y crecimiento histórico. No era factible (por las condiciones históricas concretas) el movimiento feminista en la Edad Media (aunque hubo heroicas anticipaciones), como tampoco era posible el ecologismo antes de la revolución industrial, cuando el Planeta aparecía todavía como una fuente inacabada de recursos y los efectos negativos sobre la reproducción de la vida eran casi no medibles». Las diferentes generaciones de derechos humanos Una expresión patente tanto de la historicidad de los derechos humanos como de su carácter problemático y conflictivo es su convencional clasificación por «generaciones»: la de los deDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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rechos civiles y políticos, la de los derechos socioeconómicos, la de los derechos culturales o la de los derechos medioambientales, la de los derechos al desarrollo o a la paz, la de los derechos a la «diferencia»... El conflictivo tránsito de los derechos civiles y políticos a los derechos socioeconómicos es una prueba evidente de que sólo fue posible exigir estos últimos cuando la sociedad fue madurando un «imaginario» para el que era irracional e injusto que solamente pudieran ser ciudadanos activos, con capacidad de decidir sobre el destino de todos, una minoría de privilegiados y propietarios. Fue imprescindible poner en cuestión tanto la injusta e irracional división de la sociedad entre ricos y pobres, como, sobre todo, la pertinencia del liberalismo doctrinario, doctrina hasta entonces hegemónica que legitimaba dicha división. Ya no bastaba con decir que quienes carecen de ciertos medios de vida o de ciertas capacidades probadas en el ejercicio de algunas profesiones liberales quedaban incapacitados para ejercer los derechos y libertades políticas, porque carecían del ocio necesario para el ejercicio de las mismas, sino que, dando la vuelta al argumento, se sostenía que quienes estaban incapacitados para ser sujetos activos de derechos, tenían derecho a gozar de las condiciones materiales necesarias para así poder ejercer en condiciones de libertad e igualdad dichos derechos. Los derechos subjetivos tienen una dimensión social que no debe ya ser silenciada como lo hacía el individualismo propietarista y excluyente. Desde que el imaginario social hegemónico deslegitimó el paradigma propietarista y excluyente burgués y legitimó el paradigma distributivo socialista, los derechos socioeconómicos se convirtieron en derechos humanos exigibles en nombre de la dignidad humana. Obviamente, esto no significó que los derechos socieconómicos se afirmaran realmente en la práctica. La desigualdad injusta e irracional ha seguido siendo la herida más profunda del mundo, hasta nuestros días, y, desgraciadamente, nada parece indicar que no vaya a seguir siéndolo. Nada garantiza que, aunque, hoy, podamos hablar diacrónicamente de tres o cuatro generaciones de derechos humanos, la vigencia de las primeras se asegure cuando se reivindica la aplicación de las últimas. Lo que hemos dicho a propósito de historicidad y conflictividad de estas dos priDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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meras generaciones, vale para todas las demás, ya que están profundamente interrelacionadas entre sí y son, por tanto, interdependientes, como ha quedado plasmado en las grandes conferencias sobre derechos humanos que se siguen celebrando sin solución de continuidad. En nuestro días, esta dimensión históricosocial y conflictiva de los derechos humanos se está escenificando en la forma en que el multiculturalismo está poniendo en tela de juicio la vigencia y plausibilidad del «paradigma de la distribución» (el que busca garantizar la igualdad para poder afirmar la libertad) en un mundo tan pluralista y complejo como el nuestro. La apelación al «paradigma de la diferencia» (el que busca afirmar la diferencia de ciertos grupos humanos para poder garantizar su identidad), que muchas de las políticas identitarias llevan a cabo, está, en mi opinión, poniendo en serio riesgo la vigencia de derechos humanos de las primeras generaciones. El que los seres humanos seamos, a la vez, individualidad y socialidad, el que no nos podamos poner de acuerdo definitivamente sobre lo que es mejor y preferible para todos y cada uno, el que no podamos garantizar adecuadamente la complementariedad entre libertad e igualdad, son razones más que suficientes para hablar de la constitutiva conflictividad de los derechos humanos y para justificar una búsqueda permanente de la solución menos inadecuada. Por eso, contradicciones como las que se dan entre dos derechos de igual contenido, pero de distintos titulares; entre derechos de diverso contenido y propios de distintos sujetos, o entre los derechos de sujetos individuales y los denominados derechos de sujetos colectivos, serán expresión de la naturaleza histórica y conflictiva de los derechos humanos. Universalidad y particularismo de los derechos humanos Una de las pretensiones originarias de los derechos humanos ha sido la de su universalidad, es decir, que se declaraban como atributos de todos y cada uno de los seres humanos, más allá de su condición particular. Sin embargo, pocas características de la naturaleza de los derechos humanos ha sido tan cuestionada y denunciada como ésta. Hoy, en un mundo tan fragmentado como el nuestro, lo está siendo de forma especial. La acusación ya convencional en nombre de sus críticos más clásicos, como 149
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el pensamiento reaccionario, el marxismo o los particularismos etnorraciales, de que la pretendida universalidad de los derechos humanos ha sido siempre fuente y motivo de despotismo, ya que éstos sólo han podido ser ejercidos en nombre de una concepción equivocada de la naturaleza humana y, a la postre, solamente, en usufructo de una minoría de la población (burgueses, hombres, ciudadanos, occidentales), ha sido una constante hasta nuestros días. Tanto su formulación abstracta y formalista de la mano del jusnaturalismo racionalista, como su positivación jurídica de la mano del Estado-nación, han pesado de forma decisiva a la hora de evaluar el significado y alcance de la universalidad de los derechos humanos. El hecho innegable de que su virtualidad, que ha permitido romper progresivamente muchos de los círculos del particularismo desigualitario y excluyente (religiosos, socioeconómicos, etnoculturales, de género, etc.), no haya conseguido romper algunas de las barreras más deshumanizadoras de nuestro mundo, que siguen teniendo que ver con la distribución de los recursos y con las relaciones de dominación y de explotación, sigue planeando como una corrosiva sospecha sobre la legitimidad de esta pretensión de universalidad. ¿Lo que acabamos de decir supone la negación de la universalidad de los derechos humanos? ¿Fue sólo una pretensión del jusnaturalismo racionalista carente hoy de vigencia? Creo que la respuesta a esta cuestión exige, como lo hemos hecho hasta ahora, contextualizar lo que hoy puede significar el calificar de universales a los derechos humanos. En primer lugar, la universalidad no tiene por qué ser un logro adquirido en la práctica para poderse afirmar razonablemente como una pretensión legítima. Nadie en sus cabales puede pretender que se cumpla el sueño de un paraíso terrestre, como el que sería el que todos los hombres, en todos los lugares y tiempo, logren aquello que idealmente decimos que es exigible por cada hombre. Basta con que sea un logro del imaginario social hegemónico de nuestro mundo y que se corresponda con un grado de conciencia adquirida sobre lo que significa la dignidad del ser humano y de los derechos que de ésta se derivan. Basta con que dicho imaginario considere como irracionales e injustas las relaciones de dominación y exclusión entre individuos y grupos humanos, porque niegan la universalidad de la dignidad 150
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humana. Obviamente, basta siempre que no sea un recurso más de la razón cínica que se carga de razones para defenderse de la razón. Pensar la universalidad exige tener en cuenta la forma particularista en que hemos construido nuestro mundo para saber responsabilizarnos de él y hacer nacer en nosotros la «memoria passionis». Esto nos impide desconocer lo que de imperialismo ha habido en muchas de nuestras empresas llamadas «universales», incluso las etiquetadas de humanizadoras y evangelizadoras. Pensar la universalidad exige asumir que toda solidaridad humana es excluyente, porque no hay creación humana que no sea etnocentrista y reduccionista, y que una más amplia y efectiva realización de los derechos humanos debe perseguir aquellos objetivos que son factibles y plausibles en cada contexto histórico, aunque no se identifiquen con su realización perfecta. Pensar la universalidad de los derechos humanos supone asumir que su naturaleza utópica forma una parte irrenunciable de la tópica jurídica y política, porque gracias a ella podemos ir superando aquellas formas de organizar las relaciones humanas que nos parecen ilegítimas a la luz del imaginario social de los derechos humanos. La universalidad de los derechos es la que nos obliga a ponernos de acuerdo sobre lo que en cada momento histórico es más razonable. Más allá de los universalismos imperialistas o de los particularismos fundamentalistas, que acaban siendo las dos caras de una misma moneda, la universalidad de los derechos humanos debe ser la expresión de un consenso siempre necesitado de reformulación, ya que ni se conforma con ser una especie de esperanto moral ni corre el riesgo de crear una nueva babel destructiva de lo humano. Con esta universalidad «metodológica» se expresa la Conferencia de Viena, cuando afirma en el párrafo 5 de su Declaración: Todos los Derechos Humanos son universales, indivisibles e interdependientes y están relacionados entre sí. La comunidad internacional debe tratar los Derechos Humanos en forma global y de manera justa y equitativa, en pie de igualdad y dándoles a todos el mismo peso. Debe tenerse en cuenta la importancia de las particularidades nacionales y regionales, así como los diversos patrimonios históricos, culturales y religiosos, pero los Estados tienen el deber, sean cuales fueran sus sistemas políticos, económicos y culturales, de promover y proteger DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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todos los Derechos Humanos y las libertades fundamentales.
Fundamentación de los derechos humanos Si, como hemos visto, la problemática realidad de los derechos humanos hace muy difícil un consenso sobre su conceptualización, su universalidad y, sobre todo, sobre su realización, también dificulta seriamente un acuerdo sobre su fundamentación, hasta el punto de que es una de las cuestiones que más enfrentan a los teóricos. Hay autores que niegan de entrada toda posibilidad de fundamentación racional de los derechos humanos, ya que, como MacIntyre, afirman que no existen tales derechos y creer en ellos es como creer en brujas y unicornios. Hay otros, que, declarándose positivistas, niegan toda fundamentación jusnaturalista de los derechos humanos. Y, además, relativizan la cuestión de la fundamentación de los derechos humanos, porque, para ellos, lo importante es su reconocimiento y realización. Más importante que justificarlos es protegerlos. Ya no importa tanto encontrar el fundamento absoluto a los derechos humanos, sino los varios fundamentos posibles en función del contexto y de las condiciones sociales respectivas. En mi opinión, si bien, hoy, no es posible sostener un discurso basado en una racionalidad última indiscutible, sigue siendo razonable y plausible postular una base racional suficiente en el ideal normativo de los derechos humanos, de tal forma que no quede expuesto al albur de unas meras contingencias históricas y jurídicas, por muy «consensuadas» que parezcan. Si las fundamentaciones neocontractualistas o neocomunitaristas siguen siendo insuficientes, habrá que articular nuevas fórmulas de fundamentación, que permitan trascender tanto el escepticismo como el dogmatismo. Así, pues, apelar hoy al ideal normativo de los derechos humanos, no debe significar que creemos que existen mandatos «absolutamente absolutos» por «incondicionados», ya que la historicidad constitutiva del ser humano es característica, también, como hemos visto, de los derechos humanos que nacen para dar razón de su dignidad. Con todo, sí podemos afirmar que existen valores universales, que pueden defenderse con argumentos intersubjetivamente aceptables y que tienen su núcleo en el valor absoluto de las personas concretas. Sin embargo, hablar de «valores absolutos», o de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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«derechos fundamentales», no nos evita tener que asumir que las contradicciones generadas por su aplicación nos obligan a jerarquizarlos y priorizarlos (así, los de la primera generación serían prioritarios), lo que no significa que estamos abocados al relativismo. Más allá del absolutismo y del relativismo, podemos seguir afirmando, avalados por la mejor tradición del pensamiento occidental, que las personas no deben ser objetivadas o instrumentalizadas en ningún caso, ya que son «sujetos» de derechos y gozan de una dignidad que siempre debe ser «reconocida». Allá donde no se reconozca el derecho a la vida, a la libertad y a la disponibilidad de los recursos mínimos para poder vivirlas dignamente, como afirman los derechos humanos de la primera y segunda generación, estaremos en sociedades que no alcanzan el umbral de lo que una razón intersubjetiva universal puede llamar «humana». Urge, pues, garantizar la protección y promoción de los derechos humanos, aplicando todas las declaraciones, los pactos, las convenciones y las cartas, que así lo han venido exigiendo desde hace más de dos siglos. Pero no urge menos seguir trabajando en la creación de un imaginario social tan realmente convincente y hegemónico que convierta todos esos textos jurídicos en el código de conducta que rija las relaciones entre los seres humanos que habitamos el planeta Tierra. Bibliografía BOBBIO, N. (1992), El tiempo de los derechos, Sistema, Madrid. BURKE, E. (1978), Reflexiones sobre la Revolución Francesa, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid. DUSSEL, E. (2001), Hacia una filosofía política crítica, Desclée de Brouwer, Bilbao. PECES-BARBA, G. (ed.) (1987), Derecho Positivo de los Derechos humanos, Debate, Madrid. — et alii (dirs.) (1998 y ss.), Historia de los derechos fundamentales. Varios volúmenes aparecidos. Instituto de Derechos Humanos Bartolomé de las Casas y Universidad Carlos III de Madrid. TOCQUEVILLE, A. (1963), La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México/Buenos Aires. VELASCO, D. (1999), «Los antecedentes históricoideológicos de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de 1948», en La Declaración Universal de los Derechos Humanos en su cincuenta aniversario, Universidad de Deusto, Bilbao, pp. 205-308.
DEMETRIO VELASCO 151
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Desarrollo humano Echado al mundo sin fuerzas físicas y sin ideas innatas, impedido para obedecer por sí mismo a las propias leyes constitutivas de su organización, que lo destinan, sin embargo, al primer puesto de la escala de los seres, solamente en el seno de la sociedad puede el hombre acceder al lugar eminente que le fue señalado en la naturaleza.1
Este párrafo con el que Jean Itard comienza su célebre libro sobre el niño feral de Aveyron no es sino una muestra del pasmo y desconcierto que producía constatar en la Francia de finales del siglo XVIII que las facultades más distintivamente humanas, el lenguaje, los ritos de la socialidad cotidiana, no vienen dadas de suyo, que el hombre abandonado a su suerte no es sino el más débil de los animales. El término desarrollo vendría en auxilio de quienes constatando que la humanidad no es el destino ineludible de todo nacido necesitan la crónica de una conquista procelosa. El pequeño Victor, desarrapado y animalesco, supuso para la mentalidad ilustrada que le vio emerger de los bosques de Caunnes un desafío aún más difícil de asumir que la imposibilidad de plantearse cuestiones metafísicas como la existencia de Dios o de un reino de los cielos que acaso pueda compensarnos de los sinsabores de esta vida; Victor, que con once años y medio era incapaz de articular palabra inteligible y hozaba en el suelo en busca de bellotas, fundamentaba la sospecha de que la humanidad no era la graciosa concesión de un Dios que nos había hecho a su imagen y semejanza. La tarea de convertirse en hombre se manifiesta con toda contundencia en presencia de quienes como el pequeño Victor retan cualquier acepción ilustrada de lo que pueda ser un hombre. Fruto de esa constatación es la puesta en práctica de una serie de procedimientos higiénicos, médicos y sobre todo educativos destinados a llevar a efecto una determinada concepción, nunca suficientemente explicitada, de lo que es ser hombre. Toda esta gama de procedimientos destinados a disciplinar las pulsiones y a transformarlas en hábitos, motivaciones o cualquiera de los encauzamientos de la afectividad compatibles con la vida en común exige, como bien sabía Foucault, un determinado discurso normativo cuyo objeto es precisamente establecer pa152
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trones de normalidad frente a eso otro que escapa a toda representación. Desechada la idea de la humanidad como Jaris, como creación de un Dios al que según se nos dice nos parecemos, se impone la creación del relato de nuestro devenir. En la misma medida que se extiende la resignación por no poder conocer los designios crípticos de un creador que no puede presentarse dentro de un registro científico, la gama de lo que reconocemos como semejante a nosotros mismos, lo que de todos modos cuenta se hace más exhaustiva. Primero son las mujeres, y después también los niños.2 Con todo, la familiaridad que nos une a los niños no está exenta de extrañeza. Permanece una inquietud irreductible, que exige explicación que vendrá dada en términos de desarrollo. Está ampliamente documentado que el término desarrollo no aparece en psicología hasta finales del siglo XIX. Suele olvidarse con más frecuencia que la primera incursión de este vocablo originario de la biología en el ámbito de las ciencias humanas vino de la mano de la economía. Ya en 1750 Anne Robert Jacques Turgot3 caracterizaba la historia humana como la transición de la barbarie a sucesivos modos de refinamiento en su discurso Examen filosófico de los sucesivos avances de la mente humana. Estos primeros materialistas insistían en clasificar a la humanidad según sus medios de subsistencia. Una versión más elaborada de esta misma idea son los modos de producción marxista en la que la clasificación de la humanidad en etapas o estadios es ya claramente reconocible. Sin embargo no es éste el único precedente económico del concepto de desarrollo tal como hoy lo conocemos. Turgot era un ávido lector de Locke de quien tomó su noción antropológica de tábula rasa. Dado que no era posible sustraerse por más tiempo a las innumerables refutaciones del carácter innato de la humanidad en su acepción ilustrada que proliferaron desde mediados del siglo XVII hasta 1930, difundidos primero en las crónicas los misioneros jesuitas que establecieron sus misiones en el Canadá y la zona noroccidental de los Estados Unidos y de los diversos casos de niños ferales que como nuestro Victor recabaron la atención de los médicos después; algunos quisieron ver en la disolución analítica de las facultades humanas el consuelo de una naturaleza que no ofrece mayor resistencia a la civilización. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Tuvieron que pasar casi dos siglos para que el concepto de estadio y la antropología de la tabula rasa cobrase carta de naturaleza en la psicología en el maduracionismo de Gessel y la escuela conductista. Sin embargo, todavía falta un tercer elemento sustancial a la teoría psicológica del desarrollo como la conocemos hoy día, su discurso teleológico, el que da cuenta de la pulsión de los organismos hacia un estadio diferente. Esta vez cabe retrotraer hasta Leibniz la concepción del desarrollo como un movimiento de la mónada u organismo hacia niveles crecientes de complejidad. Leibniz supuso además una integración de la doctrina platónica del alma, que contiene en sí misma cuanto necesita para toda la energía para conocer y transformar el mundo. No es difícil reconocer aquí uno de los ancestros del paradigma madurativo, que se sirve indistintamente de crecimiento o desarrollo para designar «el sistema de transformación de patrones, ya sea que lo consideremos en el plano físico o mental».4 Propuestas distintas para interrogantes distintos, el conductismo y el enfoque madurativo de Gessel fueron dos tentativas opuestas de responder una misma inquietud, la tensión entre entorno y sujeto. Otro niño, Albert, vino a convencernos de la influencia de los estímulos externos en la conformación de nuestros más íntimos terrores y aversiones. A pesar del cuidadoso diseño experimental con que Watson preparaba sus investigaciones, el conductismo fue útil para explicar un reducido espectro de actividades humanas, pues aunque irracional y a veces escasamente tolerable, nuestra experiencia vital carece de la predecibilidad y del encarnizamiento científico del joven Watson. Gessel por su parte utilizaba un procedimiento clínico no inductivo y escasamente traumático para sus pacientes. Gessel quería levantar acta de la regularidad de ciertos procesos y leyes del crecimiento físico y mental. Con precisión y paciencia de botánico elaboró un minucioso calendario en el que se detallaba la adquisición de toda clase de habilidades motrices y destrezas mentales, con sus correspondientes cuidados higiénicos. Por desgracia la diversificación étnica y social de la población que acude a la Child Developmental Clinic de Yale pronto puso de manifiesto que la participación del entorno social es mucho más importante y decisiva entre los humanos, pues DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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se trata de Transformación y no mero crecimiento. También Itard señaló unos momentos críticos, a partir de los cuales cualquier intento destinado a enseñar una destreza verá mermadas sus posibilidades de éxito. Pero sin duda el proceso que condujo a Victor a conocer siquiera de forma incipiente los rudimentos de la comunicación y a emplear los cubiertos se parecía más a un proceso obstétrico no exento de violencia que a la germinación de una semilla que espera de forma pasiva a las circunstancias más propicias. La herencia de Leibniz no acaba en la teleología en la teoría del desarrollo psicológico, pues su deseo de precisar qué sea la verdad es la antesala de la pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento mismo capitaneada por el proyecto crítico kantiano. La primera parte del proyecto crítico kantiano inauguró una división infranqueable entre la ciencia, la moral y el arte, pero la envergadura de la empresa kantiana terminó por desbordar las intenciones originarias del autor para convertirse en una investigación de las condiciones de posibilidad de un sujeto inasiblemente trascendental al principio y más reconociblemente humano en la contradicción que de parte a parte atraviesa la Crítica del Juicio. Esta obra contiene los fermentos de la superación del proyecto kantiano y da la medida de un autor que no se contentó con sentar los cimientos de la modernidad sino que ofreció valiosas indicaciones para trascenderla. Ocurre, sin embargo, que esta ontología del sujeto5 ha tenido dos desarrollos modernos y complementarios. Hubo quien se decidió a hacer de la metodología trascendental de Kant psicología evolutiva. El estructuralismo genético de Piaget es una reconstrucción ontogenética del entendimiento. La mente humana establecería reglas destinadas a agrupar la pluralidad de la percepción en conceptos u objetos. Superada queda, pues, la doctrina tomada en préstamo de Locke, el conocimiento consiste ahora en la correlatividad de sujeto y objeto. Superado el dogma de la inmaculada percepción Piaget reconstruye a partir de las observaciones sobre su propia hija Ana y sobre centenares de niños de Ginebra y Neuchâtel en qué consiste las condiciones de validez del conocimiento a distintas edades. El estructuralismo genético de Piaget es tal vez la teoría de psicología evolutiva más ortodoxamente kantiana. Aspira a convertirse en 153
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una reconstrucción ontogenética del entendimiento que concibe la actividad mental como la producción de reglas de construcción determinada a agrupar la pluralidad de la percepción en conceptos u objetos. Tenemos, pues, que la representación del mundo objetiva es una creación humana, superada así la doctrina de la inmaculada percepción empirista, qué sea para nosotros el mundo depende de la capacidad humana para reconstruirlo. Piaget aplica su procedimiento clínico sobre centenares de niños de su Neuchâtel natal primero y del instituto Jean Jacques Rousseau después para auscultar los sutiles progresos del niño en su capacidad de percibir y transformar la realidad que él rodea. Frente a una condición humana que no tolera vaciamientos como propusieron los conductistas ni mera maduración endógena; el reconstructivismo, que es el nombre que en psicología recibe la teoría iniciada por Piaget, insiste en que la interiorización del mundo externo en la conciencia se produce por la interacción del niño con su entorno, de modo tal que cada elemento se integra en niveles progresivamente más complejos. Piaget describe el desarrollo de la conciencia como una secuencia universal de estadios, cambios estructurales que no tienen relación y no se derivan forzosamente de la edad cronológica o la maduración. Por el contrario es la adaptación, que como es sabido en Piaget procede de la asimilación y la acomodación, la que da cuenta de las transformaciones habidas en la mente del niño. Adaptación para Piaget ha perdido su origen biológico y es una adaptación sui géneris del criterio de superioridad funcional de la teoría de sistemas. El estructuralismo genético, en consecuencia, entiende el desarrollo como la preferencia del sujeto por los contenidos más complejos que puede manejar en primer lugar. La pregunta kantiana a la que trata de responder Piaget es aquélla por el modo de validez del conocimiento tal como es desarrollada por Kant en la Crítica de la Razón Pura; no se refiere, sin embargo, a la constitución del sujeto, que es el tema kantiano en la última fase de su obra. La investigación de la ontología de nosotros mismos, esbozada en la Crítica del Juicio, fue retomada por los postestructuralistas franceses, especialmente por Michel Foucault, pero no ha sido convenientemente incorporada a la reflexión psicológica. 154
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El concepto es, como dijera Kant, la reducción a objeto de un pluralismo que por paradójico que parezca es irreductible, y por esto mismo el reverso de su exterior constitutivo. El concepto de desarrollo tal como lo conocemos en psicología crece a la sombra de sus trastornos generalizados. Victor de Aveyron, a quien la mayoría de los especialistas coinciden hoy en diagnosticar como autista, tuvo una vida más cómoda en el hospital de sordomudos regentado por Itard y con madame Guerin después, «conservaba su indiferencia a los placeres de la vida social»,6 hacia quienes eran a pesar de las apariencias sus semejantes, tal vez consciente de que el público que se congregaba para verle buscaban sobre todo tranquilizarse a sí mismos. En buena lógica foucaultiana y conscientes de que el desarrollo es un término que no recoge la pluralidad hegemónica que dice representar, los enfoques socioculturales de psicología evolutiva tratan de incorporar la perspectiva peculiar del sujeto estudiado de forma sustantiva. Ya en 19327 Vigotski criticó el carácter trascendental del concepto de desarrollo de Piaget. Vigotski pensaba que el niño no construía ningún conocimiento que previamente no se encontrase en el medio social. Cuanto el niño llega a reconstruir en su interacción con el mundo no son las condiciones de posibilidad del conocimiento per se sino las formas del conocimiento tal como éste es producido en el medio social. Sin embargo, Vigotski no aporta, como hiciera Piaget, los procesos que permiten que el niño se apropie de ese conocimiento social que le circunda. Si Piaget trató de reconstruir cómo el niño reconstruye procedimientos formales a partir de seriaciones y ejercicios de lógica sin percatarse de la naturaleza pretendidamente abstracta pero específicamente cultural de las tareas que estaba proponiendo, Vigotski redujo el aprendizaje sociocultural a la asimilación de contenidos y estrategias formales, pero en definitiva en ninguno de los dos casos se dio respuesta a la pregunta fundamental por el desarrollo; que es la pregunta de en qué consiste la tarea de ser hombre. Pregunta siempre abierta, la pregunta por el desarrollo debe ser respondida con honestidad y modestia; honesta porque no puede desentenderse de esas otras formas de ser hombre ni de las crueldades de todo tipo infligidas por los procedimientos educativos que la teoDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ría inspira. Y modesta, pues la teoría del desarrollo hace explícito el «como si» que preside su actuación, la pretensión de que los conceptos por ella manejados recogen toda la pluralidad que dicen representar. Como decía Itard, la educación, el pleno desarrollo de las facultades humanas es la obligación que la sociedad contrae con quienes han sido atraídos hacia ella.8 Todos tenemos derecho a ser hombres, pero también la obligación de serlo. Pues hay, además, quien sólo aspira a ser normal. Puesto que la teoría del desarrollo es el relato de la pérdida de la inocencia ilustrada, aún asistiremos a nuevas formas de eso que también somos; la crónica de cómo hemos llegado a ser lo que somos es un libro inacabado, al que, por fortuna, siempre le quedarán páginas en blanco. Notas 1. J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron. Alianza, Madrid, 1982, p. 7. Este texto se ha beneficiado de obras que no aparecen explícitamente citadas, como es el caso de B. Kaplan (1967) »Meditations On Genesis» en Human Development, 10, pp. 65-87. 2. El infanticidio no es una práctica restringida a la india o China. John Boswell en su magnífico ensayo La misericordia ajena proporciona abundante evidencia empírica de que infanticidio, abandono y venta infantil fueron prácticas más que habituales en Francia hasta mediados del siglo XVIII. Véase J. Boswell (1998) La misericordia ajena. Muchnik, Barcelona, 1999. 3. El texto está en A.R.J. Turgot (1750) Discursos sobre el progreso humano. Editorial Tecnos, Madrid, 1991. He tomado la referencia de R. Meek (1976) Los Orígenes de la ciencia social: el desarrollo de la teoría de los cuatro estadios. Siglo XXI, Madrid, 1981. 4. A. Gessel, A. Psicología evolutiva de 1 a 16 años, Paidós, Buenos Aires, 1963, p. 68. 5. La expresión es de Patxi Lanceros, véase su Avatares del Hombre, Universidad de Deusto, 1996. 6. J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron, Alianza, Madrid, 1982, p. 97. 7. L. Vigotski (1932), Los procesos psicológicos superiores. Editorial Crítica, México, 1980. 8. «Entre esta indiferencia general los encargados de la institución nacional de sordomudos, con su ilustre director a la cabeza, no lo echaron en el olvido atrayendo a su seno a aquel ser desventurado, la sociedad contraía con él un deber insoslayable». J. Itard (1801) Victor de l’Aveyron, Alianza, Madrid, 1982, p. 13.
MELANIA MOSCOSO
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Desnudez I.Z.: Quizá un apunte histórico pueda ayudarnos a reajustar la perspectiva. Varios autores griegos, de Tucídides a Platón, recogen cómo fueron los lacedemonios los primeros en correr desnudos (Pausanias y Dionisio Halicarnaso discrepan en cuanto al nombre, pero coinciden en que fue un atleta de esa procedencia el que ganó así por primera vez una carrera de las Olimpíadas). El testimonio me interesa porque, para estos autores, se trata evidentemente de un progreso de la civilización: antes de ello, recalcan, a los griegos les daba vergüenza desnudarse en público, como a los bárbaros. Nos hemos acostumbrado a pensar con el esquema inverso, que proviene de la tendencia ascética judeocristiana y de cierta lectura del Génesis: la civilización consistiría en un descubrimiento de la vergüenza (como Adán y Eva cuando fueron castigados); son los salvajes los que, al igual que los niños, no se avergüenzan de corretear desnudos. El movimiento nudista comparte este falso esquema historiográfico (postula un retorno a lo natural), aunque coincide en lo esencial con los argumentos platónicos: la desnudez es buena no por primigenia, sino por saludable; desnudarse supone una conquista. Creo que la inversión del paradigma arroja luz liberadora sobre este registro experiencial. J.M.C.: Añadiría algún dato más desde esa perspectiva histórica que presentas. Un hito clave en el asunto que nos ocupa es caer en la cuenta de que la matriz básica sobre la que pensamos el cuerpo se fraguó en la Edad Media, y recoge influencias no sólo judeo-cristianas sino también de los pueblos bárbaros, básicamente de origen germánico. Y ahí se detecta una ambigüedad que creo todavía nos aqueja. El cuerpo es humillado y exaltado. Es una gran metáfora que describe la sociedad y sus instituciones, símbolo de cohesión y de conflicto, de orden y de desorden. Y toda esta tensión parece provenir de un vuelco operado por el cristianismo en connivencia con las actitudes romanas de la antigüedad tardía. La lectura del famoso pecado original está referida en el texto bíblico a la curiosidad, al deseo de saber, de poder discernir, y al orgullo. La voluntad de saber es lo que precipita al ser humano, no la conciencia de su desnudez ni de su cuerpo. El 155
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vuelco sobre esta lectura es operado por san Agustín que entiende que se liga ese «pecado original» al cuerpo y a la sexualidad. El pensamiento medieval, tan marcado por lo simbólico, afianzará esta aproximación. Todo ese entramado es el cuerpo en la Edad Media. Entiendo que seguimos enredados en esa maraña dialéctica. Sin embargo también conviene recordar la grandiosidad de la desnudez en el arte renacentista. Allí es símbolo de dignidad, de un ser humano recuperado para sí mismo, consciente de su lugar en el mundo, aunque quizá de un modo un tanto exaltado. Me parece más adecuada la perspectiva que considera la desnudez desde el punto de vista que propones: es una conquista, la posibilidad de un encuentro, lo que mejor nos sienta. I.Z.: Al afrontar el fenómeno de la desnudez, llama la atención ese rasgo que propones: que no termina de distinguirse el tratamiento metafórico del literal. El acto de desnudarse adquiere siempre una significación adicional, se vuelve un gesto, un llamamiento: y en una cultura que no ha resuelto sus ambivalencias al respecto, el gesto sigue siendo problemático. Como dices, el cuerpo desnudo parece encerrar (o revelar) una verdad: y la autenticidad total nos sigue dando miedo. Se habla mucho de la exaltación del cuerpo en la cultura dominante, pero ese cuerpo que se exalta es una máscara: habría que remontarse hasta antes de la revolución romántica para encontrar un grado de artificiosidad tan grande en la imagen pública. La supuesta invasión del desnudo, que tanto alarma a los conservadores, ilustra a la perfección el concepto marcusiano de desublimación represiva. Que las modelos enseñen las tetas (acomplejando a las que no las tienen tan firmes e invitando al uso de implantes, sujetadores especiales o lo que haga falta) no tiene nada de liberador: liberadora sería una desnudez espontánea y general que yo no veo aceptada más que en enclaves muy concretos (saunas, ciertas playas). ¿Cuál es la media de edad en las playas nudistas? Algo falla en una cultura que supuestamente exalta el cuerpo joven y en la que, como vemos en cualquier vestuario deportivo, los jóvenes se tapan y los viejos se exhiben: parece que los primeros se sienten expuestos, examinados, mientras que los segundos se desquitan y parecen espetarles «yo ya paso de todo».
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J.M.C.: Sí, es cierto. El cuerpo es, si me permites, un campo de batalla, o quizá «sólo» la maqueta del campo de batalla que es esta compleja y enferma sociedad nuestra. Digo enferma porque lleva al extremo las tensiones que la aquejan, pero no con ánimo de resolverlas del modo que sea. Y digo enferma porque no deja de padecer este tipo de contradicciones, algunas insufribles. No consideramos igual la desnudez de la mujer que amamanta a su hijo y su mirada ya no puede ni con la tristeza que es el ingrediente básico de su existencia africana, asiática o sudamericana. Su cuerpo expresa otra cosa. Nuestros jóvenes y adultos buscan o se esconden de una desnudez que es ficticia: labrada en los gimnasios, cultivada en las tiendas de dietética o modelada en las mesas de los cirujanos y los centros de estética (lástima que se use así el nombre de tan hermoso saber). Esto no deja de ser un ejercicio de violencia sobre el propio cuerpo, un engaño que se deriva de una no aceptación de lo que de hecho somos y su propia hermosura, pero sobre todo me parece una lastimosa pérdida de libertad. Para ser aceptado debes someter tu desnudez a determinada «vestidura» que la haga admisible. Me parece una mirada terrible e injusta sobre el cuerpo y su radical dignidad en cada uno de los momentos de la vida. Recuerdo un montaje en una exposición de arte contemporáneo en el que se mostraba una terma femenina. El tema eran los cuerpos de mujer, todos, cada uno en su edad y con sus peculiaridades. Era digno, era hermoso. No había artificio en el comportamiento de las mujeres que allí aparecían. Sólo desnudez abierta a la más radical verdad de la vida que se recupera a sí misma porque se mira cara a cara. Y se gusta. I.Z.: Lo has formulado antes muy bien: la desnudez, la literal como la metafórica, es la posibilidad de un encuentro. Por supuesto que puede ser (podría ser) un gesto gratuito, o hasta irrelevante dentro de un contexto funcional. Pero, en un entramado social tensionado por esas contradicciones, sigue siendo leído como gesto, como una señal: y como tal constituye un reto y una apuesta, porque implica al otro. La dialéctica que la recorre puede ser un círculo vicioso o una espiral liberadora. Por una parte, sólo quien se siente más o menos libre y a gusto consigo mismo puede mostrarse sin disfraces, transparentemente, en confianza. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Por otra parte, esta confianza sólo se genera en el contacto. Y si los otros se perciben como una amenaza, lo que se genera no es confianza, sino angustia y vergüenza. ¿Quién da el primer paso, el que se abre o el que invita a esa apertura? La desnudez, como la amistad, debería ser un espacio sin urgencias: nos podemos mostrar tal como somos. Fiscalizar la intimidad es desde luego malsano e inquietante, y esto vale tanto para la censura como para la exhibición: los agresivos semidesnudos publicitarios son tan indecentes como los «programas de testimonio» y los talk shows. Pero la alternativa no es el velo ni la hoja de parra (literal o metafórica, de nuevo), sino la autenticidad en el mostrarse, el gesto de amistosa desinhibición, que equivale casi a una sonrisa o a tender la mano. J.M.C.: Y también es, así lo veo, la invitación a una mirada, como todas, pendiente de un descubrimiento o de un objetivo. Traigo de nuevo el arte a nuestra conversación porque me parece el mejor ejemplo de ese juego de miradas en el que algo se ofrece con una intención bien definida. No es el momento que hurta el voyeur desde su escondite, sino el ofrecimiento de un motivo que desafía una reflexión y una mirada. Porque en el arte el cuerpo responde no sólo a la seducción, también a la brutalidad que sobre él ejercemos devolviéndonos desnudeces desgarradas, sobrecogedoras, que invitan, cómo no, a mirar de frente la verdad tan a menudo obligada a ocultarse bajo la alfombra. El cuerpo en su desnudez no necesita de intermediario con el mundo, está en relación directa con el mundo y reacciona directamente ante él. Por eso en el espacio del cuerpo, de su mostración impúdica en el ejercicio de la desnudez, siempre hay veracidad, siempre hay verdad, aunque sólo sea la de un intento de seducción ni siquiera capaz de ocultarse suficientemente a sí mismo. En esa veracidad, en esa inmediatez atisbo también un rasgo de coraje, de valentía, de afirmación. Un ponerse de pie tal cual se es desafiando máscaras, proponiendo humanidad desbordada y, si me permites el tono un tanto exaltado, transgresora hasta de sí misma. Este es quizás el rasgo que de forma más llamativa destaco de la desnudez. Su capacidad de revolver la conciencia de una sociedad, la nuestra, en la que tomar conciencia de uno mismo en su cuerpo como materialidad, como instinto, sexualidad, límiDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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te, capacidades e impotencias, es un ejercicio extraño y, a menudo, olvidado. Recuperar la desnudez, recuperar el cuerpo que es nuestra mejor memoria, es darse de bruces con esa vieja compañera tan denostada, la huidiza humanidad, que con tanto empeño como ineficacia nos hemos empeñado en extirparnos a lo largo de todo un siglo (si no más). Va siendo tiempo de recuperar ambas. IBON ZUBIAUR JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS
Diálogo La frase ya obligada para la hermenéutica contemporánea que reza «el diálogo que somos», que Gadamer puso en el centro de la discusión sobre el modelo de una hermenéutica crítica, requiere de un tratamiento antropológico, que al tiempo que pone las bases argumentales (= críticas) de su discusión, abre la cuestión a ámbitos de la cultura considerados para ciertas tradiciones de pensamiento como objetos no filosóficos, por ejemplo, prácticas culturales como rituales mágicos o la circulación de leyendas populares sobre mitos ancestrales. El «diálogo que somos» remite —o debía remitir— de inmediato a la comprensión de las prácticas culturales por las que vamos definiendo nuestras identidades, por las que nuestra condición humana va configurándose al ritmo de los diálogos sostenidos con el mundo y con los otros. De entrada hay que decir que la idea del diálogo como constituyente de la condición humana, surge recortándose respecto a los epígonos, o resabios, de la filosofía de la conciencia que se pretendía monológica. Un solo discurso de la razón —una para todos— suponía una naturaleza humana a final de cuentas acabada en cada sujeto, no necesitada de relación alguna de manera sustancial, epistémicamente autosustentada. Es esta idea del yo racional unitario e inherentemente autosuficiente lo que se pone en crisis con el giro lingüístico de la filosofía, y que llevará a la postre a defender la dialogicidad del yo que requiere del tú para autoconfigurarse. 157
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El logos compartido, dia-lógos, aparece contratastado con la epistemología representacional y sus supuestos, como dijo Gadamer.1 Pero también quiebra, como quiere Derrida, con una idea del hombre inscrita en el logocentrismo que permea desde sus orígenes a Occidente, y, con él, al humanismo como su ideología y su trampa.2 Las sospechas de Foucault sobre la aparición del hombre como tema de investigación hasta antes del siglo XVIII, y la propuesta de «despertar del sueño antropológico» que se inaugura entrado el siglo XIX,3 me parece que van en el mismo sentido crítico, aunque por sus conclusiones no comparta las apuestas de la hermenéutica gadameriana. Por uno o por otro frente, se abrirá la discusión cada vez más en el siglo XX acerca del carácter no monológico del yo, y acerca del carácter dialogal o plural, dividido en todo caso, de lo que llamamos naturaleza humana. Las descripciones de persona que se derivan de este peculiar deslizamiento en la episteme moderna, para usar una fórmula de nuevo foucaultiana, ya no remiten a la idea de una naturaleza humana acabada en sí misma aunque con potencialidades por poner en marcha. Persona remitirá cada vez más a las posibilidades mismas de adquirir un rostro u otro, una condición u otra según las posibilidades de significación del mundo y de los otros, y se atiene así al sentido más latino de la palabra (persona, máscara).4 Las acciones de la persona así considerada vienen a configurar su propia condición, nunca le son exteriores. La acción así definida en cuanto a sus propósitos intrínsecos, es lo que hace del ser humano, como dice Charles Taylor, un «agenteplus» (agent-plus), esto es, un agente que, teniendo conciencia de sus propósitos, abre el campo de significación de su mundo al tiempo que lo transforma con sus propias interpretaciones, y esta transformación del campo significativo va acompañada siempre de una alteración de aquéllos fines y propósitos que determinan su propio estatuto. En esto radica, agrega Taylor, la fuerza del término interpretación cuando es aplicado a la persona entendida como agente con conciencia: no se trata simplemente de una capacidad de descripción representacional, sino de la capacidad de alcanzar nuevos y más complejos fines de la acción, y con ello de transformar radicalmente, ontológicamente, su encuentro significativo con el mundo. 158
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Un rasgo más es esencial a esta explicación dialogal de la persona: su carácter social. El tipo de conciencia emotiva, por ejemplo en los fenómenos de la vergüenza o de la ansiedad, sólo es explicable en el contexto de un espacio público en donde cobra sentido, y fuera del cual desaparace como acto significativo (se tiene vergüenza, por ejemplo, de un acto considerado indigno bajo la mirada de otro, lo mismo que el orgullo sólo aparece en un marco significativo de admiración o reconocimiento en donde otro es el que me admira o me reconoce). En efecto, fuera de los parámetros o criterios sociales que dan significación a los actos, y los humanizan de este modo mediante el diálogo, no tiene sentido hablar de ellos como tales (aunque sí de manera derivada). La cuestión es que tales parámetros sociales sólo valen para quien tiene la capacidad de ponderarlos y hacerlos suyos, sólo tienen sentido, pues, para un agente que además de ser auto-consciente es portador de valores y de la capacidad, incluso, de reevaluar esos valores (esto es, de llevar a cabo una «evaluación fuerte»).5 La actividad correspondiente a una persona es, pues, una actividad eminentemente lingüística. Las significaciones que se abren por la actividad de articulación del ámbito emocional, inherentemente ligado a nuestras evaluaciones autoconscientes, son lingüísticas si por lenguaje estamos entendiendo una actividad general de producción simbólica (del género descrito por Cassirer en La Filosofía de las Formas Simbólicas) y no solamente el habla o la escritura. De este modo, una articulación hermenéutica permite la apertura al mundo mítico, religioso, artístico, de pensamiento abstracto y de vida institucional que nos conforma como seres humanos. Es este tipo de articulación la que toma la forma de la conversación y la dialéctica de pregunta-respuesta propios del diálogo, pues al ser una manera específica de enfocar la realidad, es un cuestionamiento que espera respuesta acerca de sus caracteres, y en esta respuesta el mismo ser que pregunta se ve transformado (enriquecido o empobrecido ontológicamente).6 El lenguaje, en la dinámica del diálogo, crea un espacio público en donde las preguntas se van contestando en común, o bien en donde el mundo de significaciones se va enfocando en perspectivas comunes, lo que equivale a decir en última instancia que es en común como nos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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vamos construyendo nuestro ser humano. Somos «participantes de un acto común de enfocamiento del mundo», y dado que es imposible en términos reales una comprensión hecha en soledad (ya que toda comprensión es siempre comprensión en el lenguaje, en un horizonte de sentido mundano), se puede decir que en la medida que la articulación aporta claridad al lenguaje, esta claridad depende de su presentación en un espacio público. Y ya sea, argumenta Taylor, en la dimensión de una «pequeña conversación», la sostenida en las relaciones más íntimas —familiares, de pareja—, como en la conversación sostenida en el espacio público establecido en las instituciones, en el discurso político, nuestro estatuto como personas está en juego por igual. Hacerse de la propia personalidad, depende de la capacidad de conversación en sentido fuerte, esto es, de la capacidad de intercambio lingüístico propio de mi cultura, de mi comunidad, en donde las significaciones característicamente humanas son abiertas (y aquí Taylor utiliza a propósito un término claramente heideggeriano) por la interpretación que se enraiza en el lenguaje.7 Es ésta una descripción de la acción humana, de la cual se deriva una noción de la condición humana, que puede llamarse sin mucha violencia en los términos posmetafísica. Si por metafísica se entiende un pensamiento que desde un lugar distinto al quehacer humano (sea el que fuere) quiere definir a éste, no puede ser la óptica correcta de la articulación de las significaciones del mundo, enclave de la autointerpretación que distingue a una persona, o bien, que da los rasgos para poder llamar a un agente con el apelativo de humano. Ver la articulación lingüística como una operación prioritariamente interior, perteneciente al sujeto en cuanto a lo que éste es en su mundo y en su capacidad finita de conocimiento, fue un logro que se consiguió gracias al pensamiento moderno acerca de la personalidad unificada. El aspecto criticable de esta concepción moderna de la persona no es tanto su interioridad, sino que en la mayor parte de los casos la reduce a «poder de representación» de un sujeto trascendente desencarnado. Más allá de esta capacidad meramente epistémica, la articulación hermenéutica del mundo se muestra como una competencia vivencial de un sujeto en su mundo que, abriendo los campos significativos de lo mítico, lo reDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ligioso o lo místico, no los explica desde fuera, sino, como dice la escuela hermenéutica desde Heidegger, desde el interior del «predicamento humano», desde su contingencia, carácter histórico o lugar moral de decisión. El lenguaje es, en este sentido postmetafísico, lo definitorio en el ser humano. Y lo es sólo en la medida en que es el patrón de nuestra actividad de expresión de cierta forma de ser en el mundo, la que corresponde a la conciencia reflexiva que sólo puede operar en un desplegamiento contrastivo respecto al trasfondo lingüístico que nunca se puede dominar por completo, pues siempre lo significativo escapa a los intentos de mera representación racional, y que al mismo tiempo está siempre reconfigurándose por la actividad articuladora del intérprete. Como el trasfondo lingüístico nunca puede ser abarcado exhaustivamente, pero al mismo tiempo es lo que permite la actividad de reconfiguración de lo significativo del mundo que propiamente llamamos humana (de simbolización del mundo, en toda la gama artística, mítica, religiosa, de pensamiento abstracto, etc., que la conforma), se puede decir que establece una dialéctica entre necesidad y libertad, entre la forzosidad de tener que expresar lo que tiene sentido para nosotros dentro de un horizonte ya dado, y la libertad de modificarlo según ciertos parámetros de lo que contrastivamente consideramos qué es más importante o digno o justo, etc., que otra cosa. Lo que llamamos «el yo» en una clara resonancia moderna, la persona entendida como portadora de habla, de derechos, de aptitudes y capacidades autorreferenciales, tales como la capacidad evaluadora y reevaluadora del mundo o la capacidad de reflexión sobre la vida emocional, tiene que ver así, podemos decir en inspiración hegeliana, con un espacio ético en donde la propia identidad sólo se gana en relación con otras identidades, relación que siempre se establece en términos de encuentro u oposición dialógica. La empresa autointerpretante que somos puede llamarse así un «yo dialógico».8 Es a raíz del giro moderno sobre lo que es esencial para una persona, lo que antes quizá, dice Taylor, se habría llamado «alma», que el «yo» se define como un poder de reflexión radical, esto es, no solamente como autopercepción o autoconocimiento (cosa que puede encontrarse en muchos de los pensadores llamados antiguos o premo159
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dernos), sino como autoresponsabilidad sobre la experiencia subjetiva, es decir, no solamente descripción sobre ella sino autoproducción. Claro que bajo el ideal cartesiano de claridad y distinción de las ideas, el giro sobre el «yo» terminó en una posición que lo veía como no comprometido o vinculado con el mundo social (y sus demandas de autoridad y seguimiento de sus prejuicios) y como ajeno respecto a su propio cuerpo, y es hasta la crítica romántica que el ideal de descripción de la experiencia subjetiva se lía realmente con el ideal de autoproducción o autoexpresión, y se abre así al todo social y a la materialidad del propio cuerpo como esenciales en la autodescripción que hace el yo de sí mismo. Esta autodescripción, afirma Taylor, incluye siempre «autocaracterizaciones morales y éticas, esto es, descripciones que nos sitúan respecto a algunos bienes, o estándares de excelencia, u obligaciones que no podemos simplemente repudiar».9 De este modo, la clase de identidad que caracteriza nuestro yo siempre nos relaciona a un espacio ético, que niega la idea moderna, no criticada aún por el romanticismo, de que somos meros individuos capaces de hacer representaciones de un mundo que «está ahí afuera», o lo que es lo mismo, la idea de que somos «sujetos monológicos». Para el sujeto monológico en esta versión pre-romántica del yo, los otros agentes y las cosas del mundo aparecen como «objetos entre los objetos» por igual, lo que quiere decir que no los necesita esencialmente para ser lo que él es. El sujeto monológico prioritamente es una «interioridad», una «mente», una conciencia cerrada en sí misma. El problema de esta concepción de la subjetividad, es que se aleja artificiosamente del acto concreto de comprensión del propio cuerpo, del otro y del mundo, acto que es el norte de una noción coherente de lo que el hombre es como ser en el mundo. La diferencia crucial de una visión preromántica monológica del yo, y una óptica que, aunque toma la fuerza del giro moderno hacia el yo, la critica radicalmente, y que se identifica una vez más con Heidegger, Merleau-Ponty o el último Wittgenstein, es la que describe al yo como esencialmente comprometido con sus prácticas en el mundo, y es capaz de articularlas. En clave tayloriana, podemos decir que este compromiso pone al cuerpo y al otro bajo una nueva luz. Por un lado, el cuerpo no es enten160
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dido nada más como «un ejecutante de los fines que ideamos o como el lugar causal de las representaciones que forjamos», sino que la «comprensión misma está encarnada», el cuerpo no es un objeto que acompañe a la conciencia, sino que es su materialización. Así, mi conocimiento del mundo no es meramente representacional sino es un «saber cómo», un saber cómo conducirme entre las cosas que me son familiares, un saber también expresado en mis actitudes morales, o evaluadoras de mi mundo en general, que involucran posturas corporales (por ejemplo, la actitud del macho, o del tímido, o del sensual, etc.), que revelan a su vez mi forma de ser en el mundo, mi orientación significativa. Por otro lado, «el otro» comprendido por el yo que se compromete con sus prácticas en el mundo, aparece como alguien que rompe con la idea del «agente aislado» propia del modelo epistemológico cartesiano, y se considera parte de una dinámica que integra a los agentes en un «nosotros» indiscernible, dinámica que puede describirse como «un mismo ritmo» en la acción (por ejemplo, en una conversación, el acompasamiento entre el asentimiento, las palabras dichas y las actitudes corporales de los interlocutores). Es este «ritmo», esta coordinación dialéctica de las empresas humanas, lo que se puede llamar acción dialógica.10 Lo que se puede llamar, pues, vida humana o acción de índole humana propiamente, es aquella acción llevada a cabo en un espacio común de prácticas, que, desde varios niveles y en distintas expresiones, nos pone en la situación lingüística de una significación del mundo compartida, lo que equivale a decir de una identidad compartida en el diálogo.11 El yo surgido en el espacio social dialógico, no preexiste al encuentro que, pudiendo darse en las figuras de lo íntimo o de lo público en la amplia gama del lenguaje simbólico, toma la estructura general de la conversación (esto es, la estructura de la pregunta-respuesta en la interacción social). Tampoco aparece después del encuentro dialogal, como si fuera un resultado de una serie de operaciones que se dejaron en el pasado y de las que hoy se goza de su fruto, o bien, como si el otro hubiera sido introyectado en mi yo gracias a un trabajo psicológico de absorción de su identidad. Más bien, el yo surge en la conversación, en el medio o trasfondo del lenguaje, y las identidaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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des de los que entran en el circuito de la conversación se van ganando en la medida en que van teniendo contacto con los rasgos diferenciales de su interlocutor (por ejemplo, en la medida en que tengo contacto con rasgos de otras religiones, de otros usos sexuales o de otras formas de expresión estética, los míos se van transformando, enriqueciendo o empobreciendo, dependiendo del punto de vista adoptado, pero en todo caso mi identidad es algo que se va configurando en tales encuentros). En cada decisión que marca el encuentro de interacción en el medio del lenguaje, y que por tanto dirige el rumbo de mi propia empresa humana, está implicada una reflexión ética. No se trata simplemente del seguimiento de ciertos cánones de acción ya estipulados, transparentes para el agente en cuestión. Tampoco se trata de una determinación inscrita en lo que podríamos llamar naturaleza humana, y según la cual sencillamente nos dejaríamos llevar, arrastrados por su cauce como si de una fuerza ajena a nosotros mismos se tratase. Al contrario, se trata de una reflexión que supone la advertencia de los fines que están en juego, y, aún más, supone querer alcanzar libremente esos fines. Pero, como hemos dicho, como tales fines no están dados de antemano, así como tampoco los medios instrumentales para alcanzarlos, sino que es necesaria una labor de averiguación acerca de cuáles sean y en qué momento y circunstancia son convenientes o propios, esta reflexión no sólo es ética sino también hermenéutica. El camino para decir que el hombre es un ser que se autointerpreta al tiempo que interpreta —siempre con otros— el sentido de su mundo, se ganó no por la fuerza interna (silogística o de coherencia ideal entre sus términos, podríamos decir) de un sistema de pensamiento, sino por la lectura de corte fenomenológico-hermenéutico de eventos tales como la significatividad de la vida emocional, la necesidad del sentido dialogal de la acción, o el carácter fuertemente cultural o comunitario de las evaluaciones de los parámetros, normas o criterios que guían nuestras acciones. Es por esto que puede decirse que el norte de la relación dialógica entre actores sociales, es la unidad de sentido de la acción interpretante que distingue al hombre como tal, y no una idea del hombre o una antropología filosófica elaborada a priori a esta acción. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Se trata de una acción que es a un tiempo una articulación y una reconfiguración de ella misma. Una articulación porque su sentido depende de la dimensión más amplia del trasfondo lingüístico en el que está tejida, dimensión que nunca puede ser agotada exhaustivamente, sino sólo descrita y provisionalmente abierta en una praxis hermenéutica. Una reconfiguración porque cada articulación provoca, a su vez, una modificación sustancial del sentido de la acción, y con ello una «evaluación fuerte» éticamente relevante. En este doble juego hermenéutico-ético, cuyos marcos siempre son culturales, forjados en una comunidad dada, ganamos o perdemos lo que llamamos dignidad, identidad o estatuto humano. Es decir, ganamos o perdemos dialogicidad. Damos pie así a hablar de las características de la comunidad en que tenemos esta ganancia o pérdida ónticas, de las implicaciones hermenéuticas de la acción dialógica surgidas en su ámbito, lo que equivale a decir, de su carácter esencialmente abierto, así como del compromiso ético de tolerancia que supone el encuentro con lo diverso que de cultura a cultura, y hacia dentro de un mismo contexto cultural, se presenta. Damos pie así a hablar del diálogo no sólo como un epifenómeno de la humanidad o la personalidad ya acabadas como naturaleza sustantiva, sino como estructuración inherente a la condición humana considerada como obra por hacerse, como posibilidad de lograrse o no lograrse. Se abre, pues, la consideración de la existencia humana como existencia dialógica radical. Notas 1. Gadamer, Verdad y Método, Sígueme, Salamanca, España, pp. 305 y ss. 2. Cfr. J. Derrida, «Los fines del hombre», en Márgenes de la filosofía, Cátedra, Madrid, 1998. 3. M. Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México, 1991, p. 333. 4. Cfr. Corominas, Joan, Diccionario Crítica Etimológico Castellano e Hispánico, vol. IV, Gredos, Madrid, 1981. 5. Taylor, «The Person», en ob. cit., p. 271: «El lenguaje, resumiendo, nos capacita para advertir aquello de lo que hablamos en un modo que no tiene analogía con los animales no-lingüísticos. Ser capaz de hablar significa hacer de ello el foco en una manera que es peculiar al lenguaje. Y esta clase de foco nos permite tener una perspectiva articulada de la materia en cuestión, y así ser articulados por ella». 161
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6. Ibíd. 7. Ibíd., p. 276. 8. Ch. Taylor, «The Dialogical Self», en J. Bohman y D. Hiley (eds.), The Interpretative Turn, pp. 304-314. 9. Ibíd., p. 305. 10. Ibíd., p. 311. 11. Ibíd.: «Gran parte de nuestra comprensión del yo, la sociedad y el mundo es portado en prácticas que consisten en acciones dialógicas. Me gustaría defender, de hecho, que el lenguaje mismo sirve para instaurar espacios de acción común en multitud de niveles, privados y públicos. Esto significa que nuestra identidad no es simplemente definida en términos de nuestras propiedades individuales. También nos coloca en un espacio social. Nos definimos a nosotros mismos en términos de lo que aceptamos que es nuestro lugar indicado dentro de acciones dialógicas».
PABLO LAZO BRIONES
Dinero La reflexión que aquí se presenta se propone comprender una institución como el dinero que, precisamente por su presencia constante en nuestras vidas, es una gran desconocida. Inexpresiva, ambivalente, bifronte, en definitiva, jánica, nos liga, al mismo tiempo, a la escasez de medios materiales inherentes al horizonte conflictivo de la relación social y, por compensación, a escenarios utópicos y ucrónicos en los que la abundancia y la prosperidad parecen bañar nuestras vidas. Por un lado, regula nuestro comportamiento en sociedad canalizando las pasiones humanas. Al mismo tiempo, despierta en nosotros sueños de grandeza, hasta convertirse en una obsesión, ejerciendo un magnetismo que provoca actos transidos de desmesura. Comparece en nuestra modernidad como expresión de cálculo y de previsión en la conducta, al tiempo que convoca el elemento más visceral que pervive en el alma humana. Su anhelo nos hace pensar en desafíos, retos y empresas que contemporizan con la idea de infinito en el hombre. Algo de fantasmagórico, distorsionador y diabólico tiene su redondez. No en vano, nos hace ver lo que no es, nos ilusiona como una meta imposible, nos proyecta hacia horizontes de plenitud, nos atrae hasta el punto de desatender valores como la amistad, 162
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la libertad, la dignidad. Lo mejor y lo peor constituyen sus dos potencialidades. Sin duda alguna, fuerzas y energías de enorme poder se mueven a su alrededor. La pretensión del hombre de querer poseerlo choca una y otra vez con un límite que le recuerda lo precario de su condición. Ante el dinero se revela nítidamente la indigencia ontológica de la condición humana. En un caso, para aquellos que lo ansían por cuestión de necesidad y topan de continuo con su escasez debido precisamente a que tiende a concentrarse en pocas manos. Pero también en el caso de quienes lo poseen en grandes cantidades, ya que por la lógica secreta del dinero la aspiración del hombre no conoce límites a su acumulación, siempre quiere-más en una carrera inacabable e imposible hacia la plenitud terrenal. El oscuro enigma que encierra el dinero invita a las ciencias sociales a estudiar profundamente una realidad social tan ordinaria y, al mismo tiempo, tan extraordinaria, tan pegada al presente inmediato y tan dada a trascenderlo. Si algo caracteriza a las ciencias sociales es, precisamente, desandar lo andado por la acción social, re-cordar los olvidos1 inherentes a unos mecanismos de reproducción social que sepultan la creatividad de la acción bajo el imperio de la repetición y la inercia. Sólo así se comprende el gesto mixtificador del hombre moderno ante algo tan común y usual como el dinero. A los ojos del individuo arrastrado por la magia del dinero, éste funge como una deidad que se abstrae de las relaciones sociales, que vive ajena a cualquier tentativa de control humano y que promete dicha eterna y reputación a quienes son capaces de apropiársela. Sin embargo, las ciencias sociales no pueden reafirmarse en esta tesis si mantienen vivo su espíritu fundacional, de tenor ilustrado, relativo a hacer transparente una acción humana que acaba ocultando su creatividad bajo la espesa capa de prejuicios, automatismos e hipóstasis. Sin embargo, la influencia de la ciencia económica en las ciencias sociales no favorece esa labor esclarecedora. Por lo menos en lo que respecta al dinero precisamente por la excesiva dependencia que en este caso aquéllas manifiestan respecto a la categorización económica. A pesar de los esfuerzos recientes de autores como Ch. Deutschmann, H.J. Haesler y, en especial, V. Zelizer, la hegemonía del enfoque funcionalista propuesto por Parsons y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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reproducido, con matices novedosos por Luhmann, es incontestable a la hora de acometer la tarea de analizar el dinero en la sociedad contemporánea. Ello supone identificar (aproblemáticamente) el dinero con un mero medio aséptico, anónimo, semiológico que, despojado del aroma de la interacción social, reduce la complejidad adquirida por las sociedades tardomodernas globalizadas cuyos procesos de intercambio deben prescindir de las gramáticas locales y asumir simbolismos vaciados de sentido pero comúnmente compartidos. La perspectiva de fondo que anima la propuesta de Parsons es la de favorecer la vigencia social de lenguajes que promueven la estabilidad de un sistema cuya hiperdiferenciación funcional abre las puertas a mayores niveles de inconsistencia y precariedad. No en vano, a mayor número de unidades a armonizar, más simplicidad en las mediaciones comunicativas. Como sugiere Parsons, el dinero, en tanto que medio, consiste en ser socialmente útil. En este sentido, y siguiendo esta línea de pensamiento, el dinero sería el símbolo que permite a los actores gestionar racionalmente la escasez de recursos materiales. Su contribución al resto del sistema social es adaptativa, esto es, promueve un ajuste entre medios y fines. Habiendo determinado nivel de riqueza el dinero aporta al actor mecanismos de ajuste y adaptación al mismo. Remite a lo meramente útil y, por ende, apunta a una racionalidad humana de marcada impronta teleológica. Aporta realismo a la vida de los actores, dibujando el horizonte de acción (aspiraciones, anhelos e ideales) en el que debe desenvolverse su vida sin poner en peligro la integridad del orden social. En definitiva, las ciencias sociales, con herramientas categoriales procedentes de la ciencia económica, ligan, con carácter exclusivo, el dinero a la dictadura de la escasez material, tratándole como medio técnico que dice adaptación del individuo al (escaso) volumen de riqueza al que puede aspirar en sociedad. Sin embargo, la óptica hermenéutica (aquí empleada), que apunta más que a lo que hay a lo que significa el hecho social, invita a hurgar en la inter-acción, en las gramáticas axiológicas, en las tramas de sentido, consciente de la deuda que toda institución tiene con el nutriente simbólico que la anima. Un esfuerzo de este naturaleza recuerda que, a lo largo de la historia de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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la civilización, el dinero ha estado muy próximo a ideas como abundancia, prosperidad, exhuberancia, en definitiva, riqueza (material, vital y cósmica antes que económica). Restos de estas significaciones que proceden de los ritos sacrificiales de las culturas mediterráneas (y de otros reductos culturales) perviven en toda acción humana dedicada a hacer(-se) dinero, a hacer-se rico, a enriquecer-se y, en el extremo, a per-durar y a in-mortalizarse. El dinero sagrado que nace de la víctima sacrifical cuyos despojos alimentan la recreación cósmica, la perdurabilidad del oro como estímulo de la acción del hombre burgués e, inclusive, las vivencias de re-nacimiento y re-juvenecimiento que, según Tad Crawford,2 encierra el crédito en el hombre posmoderno al re-lanzar sus posibilidades de pago, apuntan a la familiaridad del dinero con la idea de trascendencia. Por todo ello, como insinúa Ch. Deutschmann,3 es esta descripción estrictamente economicista del dinero centrada en la escasez material y en la adaptación la que es poco o nada realista. El motivo no es otro que el del irrefrenable potencial del dinero para reproducirse sin tregua. O dicho de otro modo, las señales que el dinero envía al individuo no son precisamente las de racionalidad y autocontrol, sino las relativas a enriquecimiento, aventura y desafío, como ya sabían Sombart y Veblen. Sin dejar de mirar al orden en calidad del instrumento técnico, el dinero no deja de evocar otros escenarios, otras relaciones sociales, otros sistemas de producción, otros valores que, hasta no hace mucho, ha promovido la burguesía, como decía Marx, en aras de un mayor beneficio económico. Proponer al dinero como un medio supone desatender el potencial de auto-trascendencia que late en la vida de los hombres y las sociedades. Significa despojarle del tejido motivacional que le hace circular en un sentido o en otro. En definitiva, el dinero nunca ha dejado de estar activado por lo imaginario como magma de valores e ideales que constituye la simiente de toda estructura(ción) de la sociedad. A su través se reactivan los sueños de grandeza, prestigio y reputación del hombre, se atisban aventuras y desafíos (empresariales y profesionales) que compensan el tedio y el hastío de nuestras sociedades, se contempla posibilidad(es) de acción donde sólo parece imperar el tono monocorde de los hechos. El 163
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dinero lleva tras de sí la estela de lo imaginario y de la transgresión. Más aún, esta categorización economicista, acaba olvidando el episodio mítico de una modernidad que hace del dinero y de su búsqueda racional principio de organización social. La Ilustración escocesa, como muy bien recuerda A.O. Hirschman,4 vive la fe y la esperanza de alcanzar una prosperidad humana a través de la promoción universal del mercado como forma de vida que purifica el comportamiento humano y contiene las pasiones destructivas. O dicho de otro modo, conviene empezar a recordar que la modernidad se proyectó en un escenario social basado en aquella pasión que, por su consistencia, contribuía a comportamientos previsibles y mediados por el cálculo desapasionado como soportes de una convivencia pacífica. La reflexión social contemporánea ha olvidado el fondo semántico de la modernidad para hipostasiar los gestos calculatorios de un actor que pretende prever y controlar y, con ello, oscurecer cualquier crecida de la pasión de la que, precisamente, su acción es oriunda. El análisis que viene a continuación se pretende como un acercamiento interpretativo a la realidad social del dinero convertida en una ventana abierta a las diferentes sensibilidades simbólicas que han constituido la aventura humana. De este modo se va a incidir en que, además de medio técnico, impersonal y anónimo, el dinero ha atravesado varios momentos simbólicos a lo largo de la civilización humana. Se trata de verificar, previo cotejo con la historia y con la realidad más inmediata, que la biografía del dinero contiene fases, avatares, edades pertenecientes a otras tantas cosmovisiones culturales acaecidas en la historia del hombre. Una opción epistemológica que posibilita la realización de esta reflexión es la que ofrece la metodología hermenéutica. A partir del surco teórico abierto a mitad del siglo pasado por Martin Heidegger y su discípulo H.G. Gadamer en lo que se ha dado en llamar el giro lingüístico en filosofía, las ciencias sociales entrevén tras toda forma social una interpretación de fondo. La situación del hombre en el mundo se encuentra mediada por una delimitación imaginaria de lo real. El asentamiento del hombre en el mundo, antes que otra cosa, es estético ya que consiste en colorear una parte y oscurecer el 164
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resto. Esta tarea de selección y de deslinde estético (con la que se desata nuestra acción) perfila esa metáfora que somos y con la que nos confudimos fundacionalmente. Pues bien, comprender el dinero necesariamente pasa por situarlo en su mundo-de-lavida, en su juego de lenguaje, es decir, en el cableado imaginario que carga de sentido las instituciones (económicas, políticas, religiosas, estéticas) de cada sociedad. Interpretar las tramas simbólicas que jalonan la biografía del dinero supone desenterrar la experiencia antropológica que apadrina cada lenguaje social, cada gramática simbólica que esconde algo irreductible y único, como es el sentido. Sólo al trasluz de este ejercicio de comprensión se puede entender al dinero en aspectos como los relativos a su significado, su soporte material, su función, su legitimación, su ámbito de circulación, etc. Y al mismo tiempo, sólo de esta forma se puede relativizar la vigencia de una tesis sociológica (el dinero como medio) que, lejos de esclarecer, oscurece y distorsiona la realidad compleja que el dinero contiene. Oswald Spengler afirma en su obra La decadencia de Occidente que «toda vida económica es la expresión de la vida psíquica».5 Esta tesis viene a reincidir en la idea de que toda institución descansa en pautas de valor que en cada decorado social sintetizan estéticamente los elementos del mundo bajo la forma de unidad irreproducible en otra experiencia social. El valor sería la relación que hace de red que auna los elementos que constituyen una trama de sentido. De esta suerte las partes o instituciones no se pueden entender si se prescinde del todo semántico que las hace posible y al que, por otra parte, expresan. El dinero, el estado, el matrimonio, la familia, el arte, etc., no son realidades en sí de las que puedan lanzarse tesis con carácter ahistórico. Su análisis debe tener en cuenta el horizonte de valor que hace posible hablar de mundo(s), de cultura(s), de (juegos de) lenguaje(s). Ante aquél sólo cabe interpretar para explicar porque toda sociedad es siempre un acontecimiento semántico que precede y hace posible la efectividad de los hechos. Con ayuda del enfoque hermenéutico se constata que el dinero es vario en sus modos de expresión y es unitario en su significación, tesis que se corresponden con lo propiamente diacrónico y lo sincrónico. Dicho de otro modo, el dinero ha vivido diferentes momentos simDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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bólicos (los de derivación ritual, medio y fin en sí mismo) enraizados en distintas cosmovisiones culturales pero bajo el signo de un mismo trazo arquetípico: el de la materia que dice prosperidad, abundancia, infinitud, en definitiva, riqueza relativa, como se verá, al cosmos, al individuo/sociedad y al sistema económico sucesivamente. En efecto, en sus orígenes el dinero es una derivación del rito. Como ya decía Durkheim para el conjunto de las representaciones colectivas, nace de la experiencia religiosa de las sociedades simples. El templo es la institución que le ve nacer. El cerdo que, en calidad de tótem sagrado, se sacrifica en las culturas mediterráneas en favor del mantenimiento del cosmos, funge, tras el rito, como lo que vale para el conjunto de la sociedad, como aquello que discrimina, por su carga de sacralidad, entre valor y no-valor. De igual modo, en la cultura trobiand el rito suntuario, más cercano a la competitividad simbólica entre grupos sociales, promueve la concha como objeto sacramental por definifición, que, además de servir básicamente para pagos ceremoniales, también se ocupa, excepcionalmente, de otros pagos más cercanos a lo estrictamente comercial. También la Grecia clásica, apoyada en los ecos míticos procedentes de otras épocas cercanas en el tiempo, privilegia el valor del oro que, al sugerir solidez, pureza y perdurabilidad, comparece como el soporte material de una moneda que se corresponde, en lo económico, con el Ser inengendrado, perdurable y abstracto que, como gran mito/metáfora de esta cultura, hace posible la reflexión filosófica y el rito político de la ciudad. En este primer momento del dinero destaca su carácter simbólico, su procedencia ritual y su legitimación religiosa. Con su circulación social se pretenden intercambiar significados con la divinidad y con los otros grupos. En este caso la materialidad del mundo juega un papel destacado como gran reserva de valor ya que el tótem, luego revertido en dinero, nace por analogía con aquello que se presume lo más valioso de la naturaleza. Tras las primeras formas de dinero representadas por el tótem se encuentra el afán de aquellas primeras sociedades por contribuir a la regeneración simbólica de la Madre Naturaleza. Su origen está ligado a la promoción de la abundancia, de la exhuberancia y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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de la riqueza natural. Se trata de recrear la vida para que no se estanque su ciclo. Por otra parte, en la modernidad la pasión económica hegemónica impregna una forma de vida en la que el protagonismo del dinero es absoluto. La creencia del enriquecimiento individual como mecanismo favorecedor del orden social le convierte en el gran medio de la acción individual. No en vano, la prosperidad ha de lograrse a través de procesos desapasionados gestionados por el cálculo y mediados por el acuerdo y el pacto. Se trata de la fase sociocultural del dinero en la que éste aparece como medio al servicio de la prosperidad del individuo que, indirectamente, favorece el bien social. En este caso, las palabras y las cosas se separan y, por tanto, el simbolismo ya no ocupa un lugar destacado a la hora de definir lo que sea el dinero. De hecho, en una época cultural que desvitaliza y desanima la materia (res extensa), ya no pueden esperarse de ella semejanzas que resuenen en el mundo de las representaciones de una sociedad que piensa el dinero, y el resto de la realidad, como un mero medio al servicio del hombre. De este modo, el dinero muestra un carácter semiológico en la institución por antonomasia, el mercado, cuya legitimación de naturaleza política es encarnada por el Estado. De ahora en adelante, lo que vale es la representación monetaria de la riqueza áurea ya que ésta va desapareciendo de la circulación económica en favor de formas como monedas de cobre o el papel y el plástico que no valen materialmente y, además, y sobre todo, agilizan y simplifican las operaciones económicas de un capital móvil que transita a lo largo y ancho del mundo. Por último, el período postmoderno de la historia promueve el consumo y el esteticismo como soportes semánticos de una nueva forma de vida. De hecho el consumo es estético, es decir, es consumo de imágenes, estímulos y reclamos que, procedentes de la industria cultural, favorece la novedad y, sobre todo, la recreación de la identidad nómada de un hombre sin atributos. En este humus cultural dado a la novedad y a la sorpresa el dinero aspira a circular, a reproducirse, a no detener su flujo. Sin más, pretende subsistir. Se ha convertido en un fin en sí mismo de un sistema económico al que dota de un mayor grado de diferenciación interior creando su propio mercado de 165
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dinero (mercado financiero) en el que el dinero vende y compra dinero para que el consumo/el gasto/el pago no se detenga y, con él, el propio dinero. De este modo, se naturaliza el en-deudamiento en nuestras vidas fomentado por instituciones públicas (Fondo Monetario Internacional, bancos centrales, y a su través, bancos comerciales) y, como gran innovación de la época actual, por instituciones privadas (Multinacionales y Grandes corporaciones y consorcios) que hacen circular dinero por el espacio de los flujos sin ningún control político. De puro querer circular y desplazarse en tiempo real el dinero se ha librado de la materia y de simbolismos políticos. Se ha volatilizado convirtiéndose en una entidad puramente digital que circula a la velocidad de la luz por la red. Por lo mismo en este momento sociocultural el dinero olvida su pasado simbólico y semiológico. Se convierte en un simulacro que hace pie en la nada, en una realidad ingrávida y flotante y vive de expectativas y previsiones sobre el futuro en el presente. Su legitimación emana del propio subsistema económico autopoiético y autorreferencial y su nuevo campo de acción es la red virtual en la que fluye, ya ligero de materia y simbolismo, en tiempo real en un mercado integrado globalmente. Esta argumentación de carácter diacrónico tiene una correspondencia en el nivel sincrónico. A su través se ha constatado que el dinero liga su suerte a la de la prosperidad del cosmos, del individuo/sociedad y del sistema económico. En el primer caso nace al calor del sacrificio favorecedor del ciclo cósmico, en el segundo remite al individuo moderno que quiso producir riqueza y confundir su identidad con el oro (que aquél representaba), en el último tramo de su biografía el dinero se tiene a sí mismo como objetivo en una cultura dada al gasto compulsivo. De todo esto puede deducirse que tras el dinero late el arquetipo de la materia, en concreto, su querer-vivir, su perdurar, su per-vivir, su re-producirse infinitamente. El dinero se encuentra movido por el ímpetu ciego de la materia que la lleva, como a él, a multiplicarse, reproducirse, excederse, crecer sin límite. Vive asociado al querer-vivir del cosmos, del individuo y del subsistema económico. Hay algo en él que dice ímpetu, fuerza, transgresión, potencia, desmesura, ctonía. Sin lugar a dudas, hablar del dinero es apuntar a lo telúrico, a lo visceral, a la hybris que mueve la realidad. Su 166
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riqueza evoca, más o menos explícitamente, a la riqueza mirífica y ubérrima de la materia. Su fecundidad, su fertilidad, su inagotabilidad, su expansión sin límites está detrás de cualquier forma de dinero que garantiza la continuidad de la vida, del individuo propietario y del subsistema económico. Curiosamente dos hermeneutas de reconocido prestigio como Gilbert Durand y Andrés Ortiz-Osés dirigen sus pensamientos en esta dirección. Este último en uno sus aforismos más recientes incide en «el dinero como mater materia sutilizada: el dinero como tela (la urdimbre simbólica)».6 Y, por otro lado, la tela (el tejido, el hilo) es, en palabras del simbolista francés, «ante todo un lazo, pero es también una relación tranquilizadora, es símbolo de continuidad, sobredeterminado en el inconsciente colectivo por la técnica «circular» o rítmica de su producción. El tejido es lo que se opone a la discontinuidad, tanto al desgarramiento como a la ruptura. La trama es lo que está debajo».7 En esta dirección que incide en la inagotabilidad de la materia como el hilo o hilado con el que se zurcen las costuras de la realidad conviene recordar al poeta José Ángel Valente: «El espíritu es la metáfora de la infinitud de la materia».8 Las aportaciones de estos tres autores inciden en la materia como lo ilimitado, lo inagotable, lo sin-fin. En definitiva, la materia como materia prima sobre la que el hombre imprime formas en sus creaciones que, en muchos casos, como en el de la objetividad e impersonalidad del dinero, oscurecen y acallan el fondo i-limitado y abismal del que se sirven. Por tanto, frente a la frase del emperador romano Vespasiano, pecunia non olet, conviene recordar que el dinero sí huele. Es materia. Pasión baja. De puro tocar fondo en ella, nos da el impulso para trascender nuestra circunstancia. A través del dinero transpiran nuestras emociones, ambiciones, vanidades, complejos, anhelos, que nos hermanan con el estercolero de la materia. Junto a su rostro amable, dado al cálculo frío, fluye a su través la vileza y la visceralidad humanas. No sólo es un puro medio. También es el vehículo del que se sirve el ansia de trascendencia humana bajo formas como la reputación, la distinción, el reconocimiento, la vanidad, en definitiva, la abundancia y la prosperidad. Por todo lo dicho, los rasgos tan comúnmente asociados al dinero como los de indifeDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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rencia, amoralidad, ambigüedad, ambivalencia adquieren un novedoso cariz. Precisamente por integrar, de una u otra forma, la significación de la abundancia, en su ser pervive una total carencia de límites o, dicho positivamente, lo i-límite. Por mucho que el hombre moderno ha pretendido regular su circulación y compensar los efectos nocivos derivados de su tendencia a la acumulación, en definitiva, introducir cierto control ético en la agenda del dinero, éste, tarde o temprano, acaba mostrando su faz más terrible y espantosa. No en vano, no conoce límites ni control, siempre quieremás. Su ser dice hybris, ceguera, a-moralidad, in-diferencia. No conoce punto de llegada a su fluir, no logra, por tanto, armonizar los elementos del mundo en un estadio final carente de contradicciones como planteaban las utopías marxista y liberal. Por lo mismo, a su sombra se esconde la idea de tragedia. El dinero y la tragedia van de la mano porque su querer-más se produce a costa de muerte, dolor y sufrimiento. El dinero apunta a la escisión, a la tensión y al conflicto como su otra parte necesaria. El dinero que nace al calor del rito sacrificial lleva en su seno el recuerdo de la vida y de la muerte como sus dos momentos irreductibles entre sí, la presencia de la abundancia de la vida que se re-crea sacrificando a sus criaturas. En la modernidad la tendencia del dinero a multiplicarse hace que se concentre en pocas manos que están ávidas de él y, por tanto, su circulación siempre provoca fractura y contradicción. En la postmodernidad el dinero reproduce su circulación a partir de decisiones que son autorreferenciales y autopoiéticas desde el punto de vista del subsistema económico y a-morales en relación a los efectos que las mismas pueden producir en otros subsistemas. Notas 1. Consúltense los trabajos de T.W. Adorno/M. Horkheimer, Dialéctica de la ilustración, (Trotta, Madrid, 1994); J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, (Tecnos, Madrid, 1996); A. Giddens, The Constitution of Society, (Polity Press, Cambridge (Ingl.), 1997), Z. Bauman, Liquid Modernity (Polity Press, Cambridge [U.K.], 2000); A. Melucci, Vivencia y convivencia (Trotta, Madrid, 2001). 2. T. Crawford, The Secret Life of Money, Putnam’s Sons, Nueva York, 1994. 3. Ch. Deutschmann, Die Verheissung des absoluten Reichtums, Campus Verlag, Frankfurt, 1999. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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4. A.O. Hirschman, Las pasiones y los intereses, Península, Barcelona, 1999. 5. O. Spengler, La decadencia de Occidente (vol. II), Planeta-Agostini, Barcelona, 1993, p. 547. 6. A. Ortiz-Osés, Co-razón, M.R.A., Barcelona, 2003, p.165. 7. G. Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Taurus, Madrid, 1981, p. 306. 8. J.A. Valente, Obra poética. Material memoria, Alianza, Madrid, 1994, p.12.
CELSO SÁNCHEZ CAPDEQUÍ
Dios Un mundo mayor de edad, que no necesita la hipótesis de Dios El 5 de abril de 1943 el teólogo y pastor luterano Dietrich Bonhoeffer entraba como prisionero en la sección militar de la cárcel de Berlín-Tegel por haber atentado, de pensamiento, palabra y obra, contra Hitler y el régimen nazi. En su estrecha celda, Bonhoeffer vivió cada momento de manera intensa y profunda en un clima de libertad interior que ya quisieran para sí muchas personas que deambulan libremente por las calles. Por su mente pasaban, como las imágenes por la pantalla, los más decisivos acontecimientos nacionales e internacionales en los que él estaba inmerso. Hay un pensamiento sobre el que da vueltas en su celda: el que se refiere a las condiciones de posibilidad, a la razón de ser y al sentido de la experiencia de Dios en un mundo que vuelve la espalda a la religión. El 30 de abril de 1944 escribió una dramática epístola, que constituye una de las primeras llamadas de atención en torno a la secularización: «Nos encaminamos hacia una época totalmente irreligiosa —dice—... Los hombres, tal como ahora son, ya no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que sinceramente se califican de “religiosos”, ya no practican en modo alguno su religión». Nos encaminamos hacia un mundo adulto y mayor de edad, que ya no va a necesitar la hipótesis de Dios. «Sin Dios —sentencia Bonhoeffer— todo marcha ahora tan bien como antes». Todavía se recurre a Dios para las «cuestiones últimas», pero, si un día esas cuestiones encontraran respuesta sin recurrir a Dios, ¿qué ocurriría?1 167
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Dios
Bonhoeffer reconoce que le resulta más fácil pronunciar el nombre de Dios entre personas no-religiosas que entre personas religiosas. A éstas les echa en cara que consideren a Dios como deus ex machina y que recurran a él como tapa-agujeros de los límites humanos. La religión y la teología cristianas, sigue razonando el prisionero de Tegel, tienen su base en el a priori de la divinidad. El propio cristianismo se ha presentado como un arquetipo —«quizás el verdadero arquetipo», matiza— de la religión. Ahora bien, si se demuestra que dicho arquetipo no era más que una expresión cultural transitoria y que los seres humanos se tornan irreligiosos, las consecuencias para el cristianismo son de gran calado. Preguntas sobre Dios que queman en los labios Este clima lleva derechamente a plantear una serie de preguntas en torno a la posibilidad de la trascendencia religiosa y de la experiencia de Dios, en un mundo secularizado como el que se ha venido construyendo durante los cuatro últimos siglos de modernidad, al menos en Occidente. Son preguntas que van al fondo del problema y se interesan por las consecuencias de la secularización para el futuro de la religión; preguntas que revelan el clima de preocupación e inquietud y que reflejan el estado de orfandad que se cierne tras el silencio, el eclipse (Martin Buber), la muerte (Nietzsche), el asesinato (Wiesel) o la simple ausencia de Dios. Veamos algunas de las más significativas e interpelantes. Después del patético relato del loco que, en pleno día y linterna en mano, anuncia la muerte de Dios en la plaza ante el regocijo de la gente allí reunida, Nietzsche lanza en La gaya ciencia una serie de interrogantes a cuál más estremecedor: Pero, ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? ¿Qué hicimos al desatar esta Tierra de su sol? ¿Hacia dónde va ella ahora? ¿Adónde vamos? ¿Alejándonos de todos los soles? ¿No estamos cayendo continuamente? ¿Hacia atrás, hacia un lado, hacia adelante, hacia todos los lados? ¿Existe todavía un arriba y un abajo? ¿No estamos vagando como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del vacío? ¿No hace ahora más frío que antes? ¿No cae constantemente la noche, y cada vez más noche?... ¿No oímos aún nada del ruido de los sepultureros que entierran a Dios?... 168
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¿Cómo podemos consolarnos, asesinos de asesinos? Lo más santo y poderoso que ha habido en el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos limpia de esta sangre? ¿Con qué agua podríamos limpiarnos? ¿Qué fiestas expiatorias, qué juegos sagrados tendremos que inventar? La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿No hemos de convertirnos nosotros en dioses para parecer dignos de él?2
En el fondo, Nietzsche no hace más que señalar las dos grandes líneas de la filosofía, como observara certeramente M. Merleau-Ponty: la constatación de la ausencia de Dios y el reconocimiento de la herida que causa dicha ausencia; la tendencia a la racionalización de Dios y la insatisfacción que provoca un racionalismo estrecho; el cuestionamiento de la trascendencia de Dios y la insatisfacción de la instalación en la inmanencia; la crítica del ídolo y la búsqueda de una alteridad trascendente. Mientras esperaba para ser llamado por su ejecución, Bonheffer, sorprendentemente sereno, plantea una serie de preguntas que tocan el nervio mismo del cristianismo: «¿Qué significan una Iglesia, una parroquia, una predicación, una liturgia, una vida cristiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente condicionadas de la metafísica, de la interioridad...? ¿Cómo hablar... “mundanamente” de Dios? ¿Cómo somos cristianos “irreligiososmundanos”?». «¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor, incluso de los no religiosos? ¿Existen cristianos irreligiosos? ¿Qué significan el culto y la plegaria en una ausencia total de religión? ¿Adquiere aquí nueva importancia la arcani disciplina?».3 Y añade todavía otras más: «¿Qué significa esta situación para el cristianismo?... Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo —y dicho ropaje ofrecía un aspecto muy diferente en las distintas épocas—, ¿qué es entonces un cristianismo irreligioso? ¿Cómo hablar —pero acaso ya ni siquiera se puede “hablar” de ello como hasta ahora— “mundanamente” de Dios?... ¿Cómo somos ekklesía, “los que son llamados”, sin considerarnos unos privilegiados en el plan religioso, sino más bien como perteneciendo plenamente al mundo?».4 La experiencia del Holocausto lleva a las víctimas y a los testigos a dirigirse a Dios exigiéndole justicia, a interrogarle con toda severidad y crudeza en tono acusatorio, como el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Job llagado, abandonado por todos y tendido en el muladar, a preguntar y preguntarse por la posibilidad de creer en Él, de hablar de Él, de dirigirse a Él como orantes. El escritor y premio Nobel de la Paz Elie Wiesel, víctima y testigo del Holocausto al mismo tiempo, expresa con gran sinceridad la situación paradójica en que la humanidad se encuentra después de Auschwitz. Cualquiera fuere el lugar donde acudimos, lo único que encontramos es «desesperación»: «Si acudimos a Dios, nos preguntamos: “¿Por qué y de qué manera puedo creer?” Si nos apartamos de Dios nos preguntamos: “¿Adónde puedo ir?”. ¿Al ser humano? ¿Ha merecido el hombre nuestra confianza? ¿Y Dios?».5 La actitud de Wiesel ante Dios es paradójica: por una parte, afirma que no puede haber una teología después de Auschwitz y menos aún sobre Auschwitz, ya que «el Hecho jamás se puede comprender con Dios». Por otra, dice que «el Hecho no se puede comprender sin Dios».6 Por una parte, según el Midrash, Dios derrama dos lágrimas cuando un ser humano llora. Por otra, según un viejo pensamiento hasídico, hay que sentir compasión de Dios, compadecerse de Dios. La paradoja queda plasmada de manera trágica en la escena de los dos hombres judíos y del joven colgados por la SS en el campo de concentración. Wiesel, testigo de la escena, recuerda que, ante la larga agonía del joven, una persona pregunta: «¿dónde está Dios?», y en su interior escuchó la respuesta: «Está allí, colgado en el patíbulo».7 Un nuevo frente de preguntas surge desde el sufrimiento de las personas inocentes. Las plantean con toda crudeza, entre otros, los escritores F. Dostoiewski y A. Camus.8 ¿Cómo compaginar en Dios omnipotencia, bondad y comprensibilidad?, se pregunta el filósofo judío Hans Jonas, quien, tras un largo recorrido por la fe judía, la lógica y la teología, no duda en responder: «¡No es un Dios omnipotente!». Durante las atrocidades de Auschwitz, Dios guardó silencio y no intervino «porque no pudo».9 También desde la fenomenología de la religión se plantean interrogantes sobre la posibilidad de la vivencia religiosa, de la mística y de la experiencia de Dios, en una sociedad secularizada, caracterizada por diferentes formas de increencia, en un clima de indigencia religiosa, en plena crisis de las instituciones DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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religiosas y bajo el impacto de las nuevas formas religiosas postmodernas. He aquí algunos de ellos: «¿Cómo ser místico en situación de ausencia de Dios cultural y social generalizada? ¿Cómo hacer la experiencia de Dios cuando tantas voces insisten en proclamar que Dios ha muerto? ¿Será posible dar con una forma de experiencia de Dios, enraizada en la tierra aparentemente tan poco propicia de nuestro tiempo... que responda a las preguntas, preocupaciones y necesidades que comporta? ¿Es posible una experiencia de Dios para nosotros?... ¿Es posible la experiencia de Dios en nuestras sociedades secularizadas, es decir, liberadas de la impregnación religiosa de las culturas de otros tiempos? Y si es posible, ¿qué formas adquirirá la experiencia religiosa, la experiencia de Dios en estas circunstancias tan poco favorables?».10 La teología feminista dirige sus preguntas a la teología patriarcal, que ha asumido los presupuestos de la modernidad, y critica las fantasías falocráticas de esta teología y la adoración a un Dios identificado con el poder: «¿Por qué los seres humanos adoran a un Dios cuya cualidad más importante es el poder, cuyo interés es la sumisión, cuyo miedo es la igualdad de derechos? ¡Un ser a quien se dirige la palabra llamándole “Señor”, más aún, para quien el poder por sí solo no es suficiente, y los teólogos tienen que asignarle la omnipotencia! ¿Por qué vamos a adorar a un Ser que no sobrepasa el nivel moral de la cultura actual determinada por varones, sino que además la estabiliza?».11 Es la rebelión contra la teodicea, que trata de defender a Dios mientras se evade del sufrimiento humano. La teóloga alemana Dorothee Sölle se plantea varias cuestiones al respecto: a) si existe una defensa de Dios que no sea satánica; b) si la acusación no es el mayor gesto de amor a Dios que podemos realizar los seres humanos; c) si no estaremos negando a Dios cuando lo justificamos ante el sufrimiento de los inocentes de la manera como lo hace la teología patriarcal. Siguiendo a Bonhoeffer, Sölle prefiere hablar del dolor, de la impotencia y de la debilidad de Dios, y de la comunión en el dolor. Éste es parte de la vida de todos, también de la vida de Dios. Sólo así adquiere sentido el Dios consolador. La teología feminista lucha contra la ideología del patriarcado pero no para negar a Dios sino por «amor a la Deidad más grande». En 169
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esa lucha las críticas se dirigen contra la imagen de Dios «padre», imagen ambigua a la que recurre constantemente toda religión autoritaria, que considera la obediencia la virtud principal y la rebeldía el pecado cardinal. A eso cabe añadir que la masculinización de Dios suele desembocar en la divinización del varón. Otro frente de preguntas surge de la situación de injusticia que vive la humanidad o, al menos, dos terceras partes de la misma. En este caso se pregunta por la relación de Dios con la fraternidad-sororidad, por la compatibilidad de Dios con la justicia, por su responsabilidad ante las víctimas de la pobreza, por la posibilidad de la fe en el Dios de vida en medio de la muerte de los pobres, por la confianza en Dios Padre-Madre en medio de la orfandad de los pueblos abandonados. En otras palabras: ¿Cómo hablar de Dios como PadreMadre cuando están ausentes la fraternidad y la sororidad? ¿Cómo hablar de la vida y de la resurrección, cuando hay seres humanos y pueblos que causan la muerte a otros seres humanos y a otros pueblos, cuando los pobres —como dijera B. de Las Casas de los indios— mueren antes de tiempo, antes de haber vivido?12 ¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho, desde Calcula o desde los Grandes Lagos, donde lo que predomina es la muerte, la pobreza, la exclusión? Recuperación de la trascendencia En pleno clima de secularización se ha producido también una recuperación de la idea de trascendencia, que se formula con distintas expresiones: Eugenio Trías habla de la «experiencia del límite»; Juan Martín Velasco, de «huellas de la trascendencia en la historia»; Peter Berger de «rumor de angeles»; P.M. Zulehner de «rumor de Dios»; Hans Jonas hace una reivindicación de la categoría de lo «santo» en los tiempos actuales «aun sin Dios»; Hans Waldenfels cree necesario considerar con más profundidad la apertura la trascendencia «a la luz de su carencia de imágenes». Tras la destrucción de sus imágenes en el mundo actual, la cuestión de Dios aparece de otras formas en las religiones: en el islam, por ejemplo, sin imagen de Dios; en el buddhismo sin palabra sobre Dios. El islam «es la religión del más radical geocentrismo, de la trascendencia divina por excelente, que «constituye la más rotunda negativa a la forma actual de la 170
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mediación de Dios y de lo divino fuera de la palabra».13 No hay imagen alguna de Dios ni reflejo suyo en las criaturas, ni siquiera en el ser humano. Calificar al buddhismo de «religión» atea y nihilista supone proyectar las categorías teológicas y filosóficas occidentales sobre una filosofía y una teología oriental. En realidad el buddhismo en lo referente a Dios representa la alternativa al judaísmo y al cristianismo, e incluso al islam. Raimon Panikkar no habla del ateísmo del Buda, sino del «silencio del Buddha» y del «silencio del Dios». El Buddha renuncia incluso a la pregunta por Dios porque sería blasfema y carente de sentido. Blasfema, ya que se aprisionaría de Dios en los moldes mentales humanos. Carente de sentido, porque supondría cuestionar «la existencia de algo que por definición está allende el alcance posible de la pregunta y la capacidad de ser aprehendido, aun suponiendo que se diese una contestación».14 Eugenio Trías reconoce que nos hemos dejado llevar por las apariencias, que hemos hablado de la modernidad como la época de la secularización, en la que se elimina la referencia a lo sagrado o a lo divino, mientras que, si miramos las cosas con atención, no está claro que sea así. Dios también está presente. Más aún, Trías llega a aseverar con rotundidad que el fenómeno religioso está en la raíz de los sustratos culturales. Frente a las tendencias encubridoras o negadoras de lo sagrado, cree necesario reconsiderar la naturaleza y la condición de la religión, salvar el fenómeno que constituye la religión: la natural o connatural, orientación del ser humano hacia lo sagrado, su religación congénita y estructural, y ello no con intención apologética o por motivos confesionales, sino «por rigor filosófico y fenomenológico»; en una palabra, «pensar la religión».15 «Lo sagrado —asevera Mircea Eliade— es un elemento de la estructura de la conciencia y no una etapa de su historia. Un mundo con significado —el ser humano no puede vivir en el “caos”— es el resultado de un proceso dialéctico que puede llamarse la manifestación de lo sagrado».16 Algo que parece ratificar Salvador Giner cuando habla de la religiosidad como dimensión universal y perenne del ser humano y de la sociedad y defiende, «con notables matizaciones», la existencia de «un auténtico imperativo religioso» en la vida social de la raza humana, al tiempo que «asume la posibilidad de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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un grado muy pronunciado de secularización y laicismo tanto en ciertas personas como en zonas enteras de la sociedad contemporánea.17 Dios vuelve a aparecer donde menos se esperaba: fuera de las iglesias oficiales. El Dios Pantocrátor triunfante de los pórticos de las iglesias románicas y el Dios trascendente de los teólogos se traslada, según Obrist, a la interioridad del ser humano, gracias a la mutación de la conciencia. Es «Dios en el fondo del ser», que anunciara Paul Tillich. Estamos ante el fenómeno de la experiencia religiosa desnuda, directa, personal, sin mediaciones institucionales, sin el apoyo de las condiciones de plausibilidad de los tiempos de la cristiandad, como observara con agudeza y de manera certera el sociólogo y periodista Vicente Verdú poco antes de terminar el siglo pasado: «El fin de siglo marca el éxito de Dios... Sin glorias ni campanas, desprovisto de trono y arquitecturas suntuarias, Dios se ha labrado un hogar en medio de miles de millones de habitantes progresivamente deshabitados por una cultura que ha pretendido abolir el misterio de las cosas».18 Y eso ocurre contra todo pronóstico en medio de la cultura de la frivolidad-trivialidad, que, oponiendo resistencia a uno de los más profundos anhelos de la condición humana, no quiere saber nada del misterio y se queda en lo evanescente. Todo ello sucede en plena época del pensamiento débil, que pone en cuestión la existencia de un fundamento de la realidad. «Nada más antiguo que Dios —concluye Verdú— pero, a la vez, nada más nuevo, transcultural o golosamente exquisito en un mercado que, día a día, sólo expende vulgarizaciones de lo real».19 Este fenómeno difícilmente es reconocido por las instituciones religiosas, que tienden a valorar la situación religiosa de la sociedad en función de la pertenencia o no-pertenencia a las grandes religiones, de la adhesión o no-adhesión a los credos de las religiones oficiales y de la participación regular en los actos culturales. Las propias instituciones religiosas suelen olvidarse de que ellas no tienen el monopolio de lo sagrado. Más aún, a veces, constituyen una perversión, una deformación, un falseamiento de lo sagrado. Hoy, el hecho de no estar afiliado a ninguna institución religiosa, de no pagar el impuesto religioso o de no asistir a los lugares de culto, no significa que se haya dejado de ser persona religiosa. Lo que revela es que la experiencia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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de Dios ya no se canaliza sólo ni principalmente por vía institucional ni siquiera a través de la mediación de la adscripción a una religión. Más aún, coexisten las manifestaciones extra —e incluso anti-institucionales de lo sagrado y la experiencia del misterio, por una parte, y la indiferencia ante el mensaje oficial y ante las formas estáticas de la mayoría de las religiones. Entre la violencia y la paz Pero el retorno de Dios se está produciendo, con frecuencia, de manera patológica e incluso perversa y la recuperación de la trascendencia tiene lugar por vías poco pacificadoras, más en concreto, entre el fundamentalismo y la violencia legitimada religiosamente. Lo expresó Martin Buber ejemplarmente y a través de un texto escalofriante que tiene el tono del más crudo realismo: «Dios —afirma Martin Buber— es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra “Dios”. Se asesinan unos a otros, y dicen: “lo hacemos en nombre de Dios”... Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de “Dios”». Ahora bien, matar en nombre de Dios, ha dicho creo que certeramente José Saramago es convertir a Dios en un asesino. Las palabras de Buber se han visto confirmadas y rebasadas por los hechos. El nombre de Dios se sigue utilizando hoy como ayer para destruir el tejido de la vida de miles de personas y sembrar el terror de manera indiscriminada, apelando a una deidad despiadada, necrófila y sedienta de sangre. Para ello se apela a textos de las tres religiones monoteístas, judaísmo, cristianismo e islam, que presentan a un Dios violento, a quien se apela para vengarse de los enemigos. El Antiguo Testamento, asevera el biblista Norbert Lohfink, «es uno de los libros más llenos de sangre de la litera171
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tura universal». Hasta 1.000 son los pasajes que se refieren a la ira de Yahvé que se enciende, juzga como un fuego destructor y castiga con la muerte. El poder de Dios se hace realidad en la guerra, y su gloria se manifiesta en la victoria sobre los enemigos. En el Nuevo Testamento aparece el Dios sanguinario, al menos indirectamente, en la interpretación que algunos textos ofrecen de la muerte de Cristo como voluntad de Dios para expiar los pecados de la humanidad. No son menos violentas las imágenes que el Corán ofrece de Allah. Éste se muestra implacable con los que no creen en Él. Puede hacer que a los descreídos se los trague la tierra o caiga sobre ellos un pedazo de cielo; para ellos sólo hay «el fuego del Infierno». En el Corán son constantes las referencias a luchar «por la causa de Dios», incluso hasta la muerte, contra quienes combaten a los seguidores de Allah. Los textos que justifican la violencia en nombre de Dios no se pueden considerar revelados, y menos aún ser tenidos por normativos. Todo lo contrario: deben ser excluidos de las creencias y de las prácticas religiosas, así como del imaginario político y social. Ahora bien, en las tres religiones monoteístas también existen numerosas e importantes tradiciones que presentan a Dios con actitudes pacifistas y tolerantes. En el Corán Allah es invocado como el muy Misericordioso, el más Generoso, Compasivo, Clemente, Perdonador, Prudente, Indulgente, Comprensivo, Sabio, Protector de los pobres, etc. En repetidas ocasiones el Corán llama a resistir las hostilidades: «Y cuando ellos (los enemigos) se inclinan a la paz, inclínate tú a ella y confía en Dios... Y cuando ellos (los infieles) se mantienen alejados de vosotros y no luchan contra vosotros, y os ofrecen la paz, entonces no os permite Dios a vosotros ir contra ellos». La Biblia, describe a Dios como «lento a la ira y rico en clemencia» y al Mesías como «príncipe de la paz». Entre las bellas utopías bíblicas cabe citar estas tres: el arco iris como símbolo de la armonía que Dios establece entre la humanidad y el cosmos, tras el diluvio universal (Gn 8-9); la convivencia ecológico-fraterna del ser humano con los animales más violentos (Is 11, 6-9); el ideal de la paz del profeta Isaías: «Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas. No levantará espada nación contra nación, ni se ejercitarán más en 172
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la guerra» (Is 2, 4). En las Bienaventuranzas Jesús de Nazaret declara felices a los constructores de la paz y Pablo de Tarso define a Cristo como «Paz». Las religiones deben enterrar sus tradiciones violentas y desplegar aquellas que son generadoras de paz. Un paso previo es leer sus textos fundantes críticamente y no fundamentalistamente. Creo con Hans Küng que no habrá paz en el mundo si no hay paz entre las religiones. Ahora bien, para que haya paz entre las religiones, éstas deben continuar el proceso de diálogo ya iniciado y eliminar los rasgos beligerantes de Dios que provocan una espiral de violencia y ponen al mundo al borde de la destrucción. Matar en nombre de Dios, afirma con razón José Saramago, es convertir a Dios en un asesino. Pero hay quizá una actitud previa que nos recuerda el segundo mandamiento del decálogo y que evitaría el recurso a la violencia en nombre de Dios: «¡No utilizar el nombre de Dios en vano!». Entre la mística y la liberación La recuperación de la trascendencia tiene lugar también a través de dos caminos complementarios: la mística y la liberación.20 Karl Rahner dijo que el siglo XXI sería místico o no sería. Y su previsión parece estarse cumpliendo. En plena época de secularización asistimos a una revalorización de la mística tanto en sus manifestaciones profanas como religiosas, que nada tienen de alienantes y mucho de subversivas. Los místicos y las místicas viven a Dios como Misterio inmanipulable y ajeno a todo utilitarismo religioso. Quizás al Dios de los místicos esté refiriéndose José Saramago cuando escribe: «Dios es el silencio del Universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio». Para los teólogos dogmáticos esto es decir muy poco o, mejor, nada sobre Dios. Para mí es suficiente. Decir más me parece una irreverencia para con Dios y una falta de respeto hacia el Misterio escondido en él. Los apologistas de Dios y los defensores de los atributos divinos de la omnipotencia, omnisciencia, omnipresencia y providencia, terminan por ser irreverentes e irrespetuosos. Acierta Gottfried Bachtl a este respecto cuando afirma que «en un mundo que encuentra un gran placer en la palabra sin fin y todo lo reduce a Dios, Dios ha perecido en la locuacidad de sus testigos».21 Los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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rezos se convierten, con frecuencia, en prácticas donde Dios viene a morir o a congelarse en los labios de sus más piadosos adoradores. Tras ellos vuelve a escucharse el discurso de los «amigos de Job», que, empeñados en justificar la actitud sancionadora de Dios para con Job, se muestran insensibles ante el sufrimiento del amigo y no mueven un dedo por aliviarlo. El Dios de los místicos convive hoy con el Dios de la vida y de la esperanza, de la justicia y de la compasión, que está en el origen de las teologías de la liberación y en la base de las experiencias de solidaridad de las personas y los movimientos creyentes de todas las religiones. Es el Dios que escucha el clamor de los oprimidos y, movido a compasión y los acompaña en el camino hacia la liberación; el Dios al que se accede no a través de complicadas operaciones mentales, sino «contemplándolo y practicándolo» (Gustavo Gutiérrez). Notas 1. Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión. Cartas y apuntes desde la prisión, Ariel, Esplugues de Llobregat, 1969, p. 160. 2. F. Nietzsche, La gaya ciencia, Akal, Madrid, 1988, p. 161. 3. Ibíd., p. 161. 4. Dietrich Bonhoeffer, Resistencia y sumisión, op. cit., pp. 160 y 161. 5. Johan-Baptist Metz-Elie Wiesel, Esperar a pesar de todo, Trotta, Madrid 1996, p. 100. 6. J.B. Metz y E. Wiesel, op. cit., p. 99. 7. El teólogo J. Moltmann comenta, tras narrar la escena, tomada de la obra de Wiesel La noche: «Cualquier otra respuesta sería blasfema. Ni podrá haber tampoco otra contestación cristiana a la pregunta de este suplicio. Hablar aquí de un Dios impasible, lo convertiría en un demonio. Hablar aquí de un Dios absoluto, lo convertiría en una nada destructora. Hablar aquí de un Dios indiferente, condenaría a los hombres a la indiferencia», El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975, p. 393. 8. Me he ocupado de ello en J.J. Tamayo, Para comprender la crisis de Dios hoy, Verbo Divino, Estella (Navarra), 2000, 2.ª ed., cap. 12: «Dios ante el juicio moral de las víctimas», pp. 199-223. 9. H. Jonas, Pensar sobre Dios y otros ensayos, Herder, Barcelona 1998, pp. 205 y 209, respectivamente. 10 J. Martín Velasco, La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 1995, pp. 19-20. 11. D. Sölle, Reflexiones sobre Dios, Herder, Barcelona, 1996, p. 29. 12. Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Job, Sígueme, Salamanca, 1986; id., En busca de los pobres de Jesucristo. El pensamiento de Bartolomé de Las Casas, Sígueme, Salamanca, 1983. 13. H. Waldenfels, Dios, el fundamento de la vida, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 45. 14. R. Panikkar, El silencio del Dios, Guadiana de Publicaciones, Madrid, 1970, p. 238. 15. Cf. E. Trías, Pensar la religión, Destino, Barcelona, 1997; id., La edad del Espíritu, Destino, Barcelona, 1994. 16. M. Eliade, La búsqueda. Historia y sentido de las religiones, Barcelona, 1999, p. 8. 17. Salvador Giner, Carisma y razón. La estructura moral de la sociedad moderna, Alianza, Madrid, 2003, pp. 69-70. 18. V. Verdú, «El éxito de Dios»: El País, 19-61997, p. 32. 19. Ibíd. 20. He desarrollado y fundamentado esta idea en J.J. Tamayo, Nuevo paradigma teológico, Trotta, Madrid, 2004, 2.ª edición revisada. 21. Tomo la cita de W. Waldenfels, Dios, el fundamento de la vida, Sígueme, Salamanca, 1996, p. 71; subrayado mío.
J.J. TAMAYO
Duelo «Ninguna agresión, ninguna muerte, ninguna exclusión, debe permanecer en el silencio». Con esta afirmación cierra un artículo del n.º 4 del Boletín MARICA-BOLLO publicado en diciembre de 19981 que reflexiona sobre la muerte a palos de un joven norteamericano a manos de otros dos jóvenes «convencidamente» homofóbicos. El duelo provocado por este asesinato no podía permanecer en la esfera privada. El funeral de Matthew Shepard, el joven homosexual que decidió vivir abiertamente su homosexualidad, se convirtió en una gran marcha de protesta y denuncia por la homofobia que se esconde detrás de este tipo de asesinatos y de la desidia institucional en la lucha contra el sida. La manifestación fue brutalmente reprimida. Y no nos extraña. Indigna, pero no nos extraña. Los sudafricanos y los palestinos, como señala Helene P. Foley,2 saben muy bien que los funerales pueden convertirse en eventos políticos, en manifestaciones de resistencia, en espacios en donde se clama por justicia; de ahí que el poder imperante no se quede con los brazos cruzados. Mante173
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ner el statu quo, preservar el orden establecido que tranquiliza a las buenas conciencias y deja a cada uno en su lugar es tarea insoslayable de quien domina en la contienda política. Los funerales políticos, los actos luctuosos que rebasan la esfera del dolor íntimo se erigen, entonces, como espacios de rebeldía, de indignación, de contrapoder. Hay más de un caso en que estos funerales han servido para bloqueos carreteros, para hacer estallar una huelga, para iniciar un movimiento revolucionario. Vistos así, son un enorme peligro para la paz social. A pesar de ello, las autoridades, insiste Foley, aunque estructuran todos los mecanismos a su alcance para controlarlos y quitarles su carácter político, no se sienten cómodas prohibiéndolos por completo. Llorar a los muertos, velarlos y darles sepultura pareciera algo tan propiamente humano que ningún ordenamiento jurídico, salvo el que promulgó un insensato como Creonte, podría pensar ir contra natura. La lamentación fúnebre mantiene con el espacio público una relación ambigua y compleja. En el acontecer griego de la época arcaica, el duelo, particularmente el femenino, comparecía en el espacio público con mayor fuerza y legitimidad que durante la época clásica. Las mujeres, tanto las familiares cercanas como las plañideras de oficio, jugaban un papel fundamental en todo el proceso de la lamentación de los funerales de la aristocracia del periodo arcaico griego. En esa época los ritos mortuorios eran grandes acontecimientos públicos en donde las familias aristocráticas lucían su poder, su bienestar económico y su generosidad hacia un público más amplio que el de los familiares cercanos. Así se relata en Ilíada el largo lamento por la muerte de Héctor antes de quemar su cuerpo y proceder al banquete fúnebre [Ilíada XIV, 660-787]. Pero a la vez en este relato se pone de manifiesto la fuerte presencia de las mujeres en este acto público y la actitud de dolor desbordado, gimiente y sufrido, que las mujeres manifiestan ante los cuerpos inertes de sus seres amados. El imaginario griego arcaico no vio el desenfreno doliente de las mujeres como una total amenaza a la andreia o condición viril que una cultura del honor y la vergüenza debería defender. El relato épico deja claro que la hombría de los héroes no se ve empañada si gimen, igual que mujeres parturientas, por los agu174
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dos dolores de las heridas que les han sido infligidas en combate [Ilíada XI, 250-272]. Y así también en el inicio del Canto XXIII [6-11] de la Ilíada, Aquiles permite reafirmar esta idea cuando les pide a los mirmídones: ¡Mirmídones, de rápidos potros, mis fieles compañeros! No desunzamos aún de los carros los solípedos caballos; En vez de eso, congreguémonos con los corceles y los carros Y lloremos a Patroclo: ésa es la recompensa de los difuntos. Y cuando ya estemos satisfechos del maldito llanto, Desunciremos los caballos y cenaremos aquí todos.
El llanto es expresión de duelo, de dolor por una pérdida irreparable, y, por ello, es permitido. Sin embargo, la manifestación excesiva de dolor, la desesperación por un duelo anticipado no puede ser vista con buenos ojos porque infunde cobardía en el ánimo guerrero. Así Héctor, en el Canto VI, responde a los temores de Andrómaca: También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, si como un cobarde trato de escabullirme lejos del combate. También me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente en todo momento y a luchar entre los primeros troyanos.
Y por esta convicción de su destino, por la aceptación clara que los dioses han establecido para hombres y mujeres diferentes tareas en la vida, Héctor concluye su conversación con Andrómaca recordándole que su lugar es la casa, su trabajo es doméstico y que nada masculino, tal como la guerra, son temas que le conciernan ni le ocupen [Ilíada VI, 490-493]. Afirma Héctor: Mas ve a casa y ocúpate de tus labores, el telar y la rueca, y ordena a las sirvientas aplicarse a la faena. Del combate se cuidarán los hombres todos que en Ilio han nacido y yo, sobre todo.
En el acontecer de la vida cotidiana la mujer, la buena mujer es invisible. Su espacio de acción es el doméstico y claramente orientado a cumplir con la función de esposa-madre.3 Sin embargo, la mujer sale del espacio privado en la lamentación fúnebre y sus expresiones de duelo contaminan el espacio público habitado por los DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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varones. Es por ello, que en la legislación del siglo VI, según relata Plutarco, Solón estableció una reglamentación muy precisa con relación a los rituales de duelo para contener a toda costa el desorden y los excesos de las mujeres en los lamentos fúnebres. Dice Plutarco con relación a las reformas de Solón [Solón 21, 5-7]: Dedicó asimismo a las salidas de las mujeres, a los duelos y a las fiestas una ley que suprimía la falta de decoro y el desenfreno. Prohibió que la mujer saliera con más de tres mantos, llevando comida o bebida por valor superior a un óbolo o a una vara de más de un codo y que viajara de noche, salvo conducida en un carro y con una antorcha por delante. Puso coto a las heridas que se producían al golpearse, a los lamentos fingidos y a la costumbre de llorar a otro en los entierros de personas ajenas. Y prohibió el sacrificio de un buey, enterrar con el cadáver más de tres mantos y visitar las tumbas de extraños, salvo en el entierro. De estas prohibiciones, la mayoría todavía están vigentes en nuestras leyes. En éstas se añade que por los ginecónomos sean castigados los que hagan tales cosas, por entregarse a las aflicciones y desatinos de los duelos, indignos de hombres y propios de mujeres.
En el libro II [34, 4] de la Guerra del Peloponeso, Tucídides describe una ceremonia fúnebre en la que se pasa por las tres etapas obligatorias: exposición (próthesis), cortejo fúnebre (ekphorá) y entierro (táphos). Las mujeres, más bien, algunas mujeres, las parientes cercanas, en donde se incluye a las madres, asisten solamente al cementerio donde se les permite lamentarse siempre y cuando su llanto se apegue a las regulaciones de las leyes del ritual funerario. Platón, en Leyes XII, 960a, precisa que durante el cortejo fúnebre el cadáver debe estar perfectamente cubierto y no debe emitirse ningún grito ni ninguna lamentación. Entre otras razones, esta serie de restricciones atiende a una estrategia para limitar los poderes y los ámbitos de influencia de la aristocracia [plausible si se destaca que las reformas solonianas no permitían más que un día de exposición del difunto] con el propósito de privilegiar el espacio público sobre los lazos de familia [Cf. Aristóteles, Política 1.319b], e inscribir el imaginario viril de la andreia en la philia ciudadana. La reglamentación atañe fundamentalmente al comportamiento femenino en los rituales funerarios porque, como afirma Helene P. Foley:4 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Women may have been targeted for their dominant role in lament, for a loyalty to the household (especially the natal household) that was unmitigated by the compensating civil and military roles offered to men, and because of growing disapproval of public displays of grief by men.
Velar sin descanso por la estabilidad de la ciudad es el sentido profundo que tienen las legislaciones funerarias. Es fundamental que nada perturbe la paz de la ciudad; ninguna pasión debe ser permitida si hace zozobrar la armonía y la calma de los ciudadanos. Las manifestaciones de duelo deben quedar contenidas en los márgenes permitidos por las instituciones políticas. La legislación sobre los rituales funerarios se previene, fundamentalmente, contra la afectividad y los excesos femeninos en la ciudad clásica porque el lamento fúnebre lo dominan casi por completo las mujeres. Luto y encierro. Duelo y silencio. Esta es la relación que debe orientar la conducta de una mujer que ha perdido a un ser querido; así es como el mensajero interpreta en Antígona la salida silenciosa de Eurídice al anunciarse la muerte de Hemón: Alimento esperanzas de que, enterada de las penas de su hijo, rechace los lamentos ante la ciudad, y en cambio, bajo su techo, en el interior a sus sirvientas ordene gemir su duelo. Pues no está tan privada de juicio como para cometer una falta.
Las mujeres de la casa conducen la lamentación ritual, cantan el treno fúnebre, aseguran los ritos de celebración del muerto y vierten en su tumba las libaciones consagradas. Las mujeres lloran a sus muertos, se lamentan y mantienen vivos en la memoria a aquellos que se han ido. Pero cuando el llanto de una mujer no calla, cuando no se aplaca el dolor por la pérdida del ser querido, cuando las manifestaciones luctuosas hacen zozobrar las precarias certezas del orden social, en resumen, cuando el duelo femenino comparece como un exceso afectivo, la ciudad no puede darse el lujo de tolerarlo y levanta fuertes muros de contención para proteger la esfera de lo político de los comportamientos y afectos que puedan alterar su orden. Por ello, las leyes que regulan los rituales funerarios buscarán evitar en los varones toda pasión durante el duelo y encerrar el dolor femenino al interior de la casa para que no se modifique el orden de las representaciones sociales que los ándres se cons175
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Duelo
truyen a propósito de la mujer-madre. Encerrar el duelo femenino, sobre todo el de una madre, para que la ciudad no peligre. «A una mujer le sirve de joya el silencio» como afirma Aristóteles haciendo suyo el verso del poeta [Política 1.260a]. O, por decirlo con esa grotesca expresión contemporánea, «calladita te ves más bonita». Las mujeres deberán anudar el llanto en la garganta, encerrar el duelo en el espacio privado para no contaminar el espacio público con zozobras y desatinos. Una buena mujer sabe que su función en la ciudad es dar a luz legítimos herederos de familia que puedan pertenecer al cuerpo de ciudadanos. La virtud cívica obliga también a las mujeres porque aunque no fueran ciudadanas eran madres de ciudadanos. La maternidad tiene así rango de actividad cívica. Praxitea, como afirma Nicole Loraux,5 es la imagen extrema de la maternidad cívica porque odia a todas las mujeres que, para sus hijos, prefieren la vida más que el honor. Praxitea asemeja a esa madre espartana que, según el edificante relato de Plutarco [Moralia 241a; 241b; 241c], al ver regresar a su hijo sólo de una derrota en la que todos los demás han perecido, lo mata con una teja. Jenofonte [Helénicas VI, 4, 16], en un relato menos edificante pero, tal vez, más apegado a la realidad, cuenta que terminada la batalla de Leuctra a las lacedemonias les «ordenaron […] no lamentarse, sino llevar la desgracia en silencio». ¿Por qué es necesario apagar el llanto de las mujeres, sobre todo el de las madres? Porque las madres son terriblemente madres; madres antes que mujeres; madres antes que hijas de ciudadanos. Para una madre el vínculo afectivo pesa más que los lazos sociales. Por ello, el duelo de una madre enlutada, el dolor gimiente de las mujeres que han sido despojadas de su «tesoro más preciado», es un peligro para cualquier comunidad política que considere que entregarse a la queja y las lamentaciones es una conducta que debilita el arrojo viril necesario para la vida ciudadana, política y guerrera. De ahí la necesidad del silencio, el imperativo de invisibilidad que se impone a todo aquello que atente contra las buenas costumbres, contra toda la red de valores, creencias y comprensiones en la que se arma el imaginario social que nos constituye y soporta.6 Los funerales, sobre todo el de los guerreros muertos en batalla, serán funerales de Estado 176
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controlados y dirigidos por el cuerpo de ciudadanos. Pero lo que se prohíbe en el ámbito público, se abre paso en la escena teatral. La tragedia acoge el lamento femenino y pone ante la mirada de los espectadores atenienses la tensa relación de esta práctica con la esfera pública. La tragedia paradigmática de este conflicto es la Antígona de Sófocles. Dos momentos relevantes. Cuando Antígona entierra a Polínice la tragedia pone en escena tanto el dominio de las mujeres en las celebraciones fúnebres como la potencial fuerza de rebelión que está contenida en las mujeres. El segundo momento, el de la lamentación por sí misma, que Antígona utiliza para denunciar las intenciones y los actos de Creonte. Nadie llorará el duelo por ella [845-47] a pesar de que está muriendo por defender la tradición ancestral de dar sepultura a los muertos, afirma Antígona. Y esta lamentación, tal como se ve en el desarrollo de la obra, tiene efecto en el coro de los ancianos que se debaten entre el genuino duelo por la princesa y el horror de la actitud rebelde que ésta mantuvo con relación al edicto de Creonte. Antígona no pide compasión; se ha ganado la simpatía de muchos por haber enterrado al hermano muerto. Antígona utiliza la lamentación para denunciar públicamente lo que fuera de ella no sería posible decir. Y así como en Antígona, también en Coéforas, Suplicantes, Siete contra Tebas, y otras tantas tragedias la lamentación femenina sirve para expresar una forma de resistencia política o social sobre la que la Atenas clásica puso todo el esfuerzo por controlar. Lo que se ponía en juego en el escenario trágico es que la lamentación fúnebre podía tanto ser un acontecimiento de exaltación de la polis, como una puesta en cuestión de los valores que la articulaban. De ahí que para una mirada misógina en el lamento fúnebre femenino acecha un peligro; por ello, a una mujer en duelo no se le compadece, se le teme y se le combate. Notas 1. http://www.hartza.com/kampe.html 2. Female Acts in Greek Tragedy, Princeton University Press, 2003, p. 21. 3. Véase Sarah B. Pomeroy, «Private Life in Classical Athens», en Sarah B. Pomeroy, Goddesses, Whores, Wives and Slaves. Women in Classical Antiquity, Schocken Books, Nueva York, 1995, pp. 79-84. 4. Ibíd., p. 24. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Educación
5. Les mères en deuil, Editions du Seuil, París, 1990. 6. Por otro lado, los funerales, especialmente en periodos de crisis social, son acontecimientos en donde las tensiones entre el ámbito público y privado emergen con facilidad. Ejemplo de ello es el uso político que se le dio al ritual fúnebre de los muertos en la batalla de las Arginusas [Jenofonte, Helénicas 1.7.8].
LETICIA FLORES FARFÁN
E Educación Conocerse es reconocerse como hombre. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS, Itinerarios del Hombre
El término educación tiene distintas acepciones. Deriva del verbo educar (del latín educare, alimentar, criar —criar animales o plantas y, por extensión, cuidar de los niños). La madre amamanta, nutre, cría a su hijo. Quien educa, alimenta (el cuerpo y el alma —Ramon Llull), da el pan de la cultura en que el educando vive. El primer alimento le es dado por la familia y, después, por la escuela y otras organizaciones de educación formal, informal o no formal. Por la educación el individuo se inserta en la sociedad y la cultura, crece, se fortalece y madura. Émile Durkheim considera esta función social de la educación y la define como «la acción ejercida por las generaciones adultas sobre las que todavía no están maduras para la vida social. Tiene por objeto suscitar y desarrollar en el niño cierto número de estados físicos, intelectuales y morales, que la sociedad política en su conjunto y el medio exigen de él».1 Según otra versión la palabra educación procedería del vocablo latino educere, sacar afuera, extraer, conducir. Mientras la acepción de «alimentar» remite a una concepción de la educación como una acción que se ejerce de fuera hacia adentro, como transmisión, inculcación de conocimientos y actitudes, de acuerdo con un modelo adaptativo y reproductivo, la acepción de «conducir» remite a una concepción de la educación como una acción que va de dentro hacia fuera, como un proceso de desplazamiento de las posibilidades del eduDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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cando, tomado como individuo con su especificidad propia a respetar por el educador. En las dos acepciones se trata de tomar el niño como alguien que aún no ha madurado y que ha de madurar. Pero es distinta la concepción del educando y de la acción del educador. En la primera acepción, el educando es un ser pasivo, como la cera que se funde, el barro que se modela, la tabla que se pinta o el vaso que se llena: el educador sabe cual es el modelo de hombre —el modelo preexiste al individuo— y moldea al educando en función del ideal de hombre, lo hace hombre. En la segunda acepción, el educando «es un ser activo con destino propio, que nadie más que él tiene que cumplir, y con facultades propias, que con ningún otro puede permutar: al educador toca tomarle tal cual es, para perfeccionarle y ayudarle; pero de modo alguno puede reemplazarle ni ocupar su puesto. […] El maestro es el comadrón del entendimiento (Sócrates), el conductor y guía del discípulo, un despertador de sus energías dormidas, un cultivador de sus dotes, y un sembrador de ideas sanas en tierra fecunda, un obrero inteligente y activo de la verdad y el bien, que intenta hacer fructificar en las almas nacidas para ello, y para lograr esto, necesita condiciones poco comunes».2 En esta acepción, el educador reconoce la humanidad que hay en el educando y le ayuda a crearse a sí mismo, a hacerse hombre, porque «el niño es el progenitor del hombre» (Maria Montessori). Esta acepción hace de la educación un proceso de antropogénesis en el que el educando se hace hombre, se humaniza, en interacción con su entorno. Así, la relación entre educador y educando es una relación recíproca: ambos se hacen, simultáneamente, educadores y educandos. Esta perspectiva de cariz personalista rompe con una concepción «bancaria» de la educación (Paulo Freire), en la que los hombres son vistos en función de la adaptación, del ajuste, y abre nuevos horizontes a una concepción de educación como educación permanente. Los tres principales sinónimos de educar son criar, enseñar y formar. Criar es educar en sentido estricto. Se trata de una educación espontánea. La crianza del niño por su madre no es programada, acontece como una extensión de su maternidad. Enseñar es ya una educación intencional. Enseñar es comunicar, transmitir un saber. La enseñanza es el acto, proceso y re177
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Educación
sultado de la presentación de conocimientos o destrezas, es una actividad que se ejerce en una institución, que tiene fines explícitos, a través de programas y métodos más o menos codificados, y que es asegurada por profesionales. Formar es, en sentido estrito, preparar el individuo para una determinada función social.3 Pero, etimológicamente, formar (del latín formare) es dar ser y forma, organizar y establecer. Formar evoca, por lo tanto, una acción profunda sobre la persona e implica una transformación de todo su ser. Es una acción global que comporta, a la vez, saber-hacer y saber-ser. Así, formar se caracteriza por una triple orientación: 1) transmitir conocimientos como la instrucción; 2) modelar toda la personalidad; 3) integrar el saber en la práctica, en la vida. Como la educación, la formación se caracteriza por un aspecto global, pero es más ontológica: en la formación es el ser mismo el que está en juego en su forma.4 Al acto de criar, enseñar y formar corresponde el acto de aprender (del latín apprehendere, agarrar, asir), el acto y proceso de asimilar conocimientos y destrezas, de apropiárselos. Quien aprende algo, aprende siempre a hacerse, por lo menos en parte, «mejor». «Hacerse mejor» quiere decir «desenvolver las potencialidades que cada uno posee. En todos los dominios, desde el nacimiento hasta el último día, la educación es aprender a ser hombre».5 Educar es, pues, crecer en humanidad, hacia el «estado perfecto del hombre en cuanto hombre» (santo Tomás). La educación, en consecuencia, afecta a toda la persona, sin restricción alguna, por lo que la verdadera educación necesariamente ha de ser integral: «una formación del hombre total, ofrecida a todos por igual, dejando a cada uno libre frente a sus últimas perspectivas, pero preparando para la ciudad común de los hombres equilibrados, fraternalmente preparados los unos con los otros para el oficio de hombre».6 La intencionalidad en la acción del educador abre espacio para la Pedagogía en cuanto discurso que normativiza y ordena la educación. La intencionalidad de la acción educativa toma la educabilidad del educando como concepto fundamental de la pedagogía (J.F. Herbart), remite al tema de sus finalidades —educar ¿para qué?— e invita a asociar educación y perfeccionamiento, entendido como orientación al ideal de hombre, ideal preesta178
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blecido o ideal a construir por aquél que se perfecciona. El modo propio de ser del hombre es abrirse al ser (Martin Heidegger), es llegar a ser sí mismo, alcanzar la «autenticidad», alcanzarse como único e irrepetible (Karl Jaspers); el hombre es ser de búsqueda y su vocación ontológica es humanizarse (Paulo Freire). Desde el punto de vista educativo, el hombre es siempre un ser inacabado y tiende hacia el acabamiento o perfección. Ello supone un permanente proceso de personalización, de desarrollo, por cuanto el hombre no está hecho, sino haciéndose, siempre inacabado, en un continuo proyecto. El hombre no es un ser factum, sino faciendum, siendo el mismo en su personeidad nunca es lo mismo en su concreción: «por razón de su personeidad es siempre el mismo, por razón de su personalidad nunca es lo mismo».7 Además de la función social, la educación tiene también una función personalizadora. Su fundamento reside en esta identidad persistente de la persona, que se hace distinta en la personalidad mediante el proceso de personalización. Guiar el desenvolvimiento de la persona humana en la esfera de lo social constituye objetivo esencial de la educación, pero no el primero: «El fin primario de la educación concierne a la persona humana en su vida personal y en su progreso espiritual, no en sus relaciones con el medio social. Además, en lo que se refiere al fin secundario de que estoy hablando jamás debemos echar en olvido que la misma libertad personal está en el centro y corazón de la vida social, y que una sociedad humana es en realidad un conjunto de libertades humanas que aceptan la obediencia y el sacrificio y una ley común para el bien común, en forma de hacer a estas libertades personales capaces de conseguir en cada individuo un acabamiento verdaderamente humano».8 Van, pues, juntos el hombre y el grupo en una educación integral de la persona. La educación comporta una dimensión ética no sólo en los resultados que se esperan y se obtienen o no, sino también en todo el proceso educativo. Así, los procesos cognitivos y los procedimientos de la práctica educativa toda no son indiferentes respecto a los fines que se buscan en educación. Si se quiere educar para la libertad, para la autonomía, para la democracia, para la justicia, para la multiculturalidad, para el aprendizaje, la educación debe hacerse DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Educación
mediante prácticas de libertad, de autonomía, de democracia, mediante una pedagogía de la justicia y los derechos humanos, de la tolerancia y la valorización de las distintas culturas, del aprendizaje. En efecto, a la práctica educativa no le es indiferente la interpretación del hombre y del mundo, a veces más y a veces menos explícita, que se hacen el educador y el educando. La concepción «nutricionista» del conocimiento hace equivaler la educación a un acto de transferencia, en que el educador es el depositante y el educando es el depositario: «Cuanto más se ejerciten los educandos en el archivo de los depósitos que les son hechos, tanto menos desarrollarán en sí la conciencia crítica de la que resultaría su inserción en el mundo, como sus transformadores. Como sujetos del mismo. Cuanto más se les imponga pasividad, tanto más ingenuamente tenderán a adaptarse al mundo en lugar de transformarlo, tanto más tienden a adaptarse a la realidad parcelada en los depósitos recibidos».9 La educación tiene la virtud de crear un hombre nuevo y una ciudad nueva. La educación viene a ser un segundo nacimiento y, en ella, se juega el individuo y la sociedad. Si se fija solamente en el individuo, no ve al hombre más que en relación consigo mismo. Si no ve más que la sociedad, no ve el hombre. En el individualismo, el rostro humano se halla desfigurado, en el colectivismo se halla oculto. La superación del individualismo y del colectivismo se hace en el seno de la comunidad — «persona de personas» (Emmanuel Mounier)—, a través la relación dialógica del Yo y Tu en que el individuo reconoce el otro en toda su alteridad como se reconoce a sí mismo. Un acontecimiento semejante sólo puede producirse en el contexto de la autenticidad de la persona: «sólo entre personas auténticas se da una relación auténtica» (Martin Buber). Cuando falla la relación auténtica con el otro, el alter se vuelve alienus y «yo me vuelvo extraño a mí mismo, alienado» (Emmanuel Mounier). En este caso, la mirada de la conciencia no es capaz de reconocer otra conciencia, la cosifica y la acaba devorando. De ahí la afirmación: «El infierno son los otros», con que Jean Paul Sartre, en A Puerta Cerrada, apunta a lo faltas de sinceridad que están las relaciones humanas. Por otro lado, encontramos en Platón la idea de de que hay que educar a la ciudad para educar al individuo y en Pestalozzi la idea de que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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la escuela es sólo un momento de educación, de que la casa y la plaza pública son los verdaderos establecimientos pedagógicos. José Ortega y Gasset defiende la pedagogía social como programa político: «Si educación es transformación de una realidad en el sentido de cierta idea mejor que poseemos y la educación no ha de ser sino social, tendremos que la pedagogía es la ciencia de transformar las sociedades».10 La dimensión educativa de la ciudad es enfatizada por la metáfora de la sociedad o ciudad educativa, que se hizo muy conocida a partir del Informe Faure para UNESCO,11 con los principios que deben presidir las reformas globales de la educación. Se trata de un proyecto con una dimensión utópica que congrega las energías de los ciudadanos para la potenciación de la dimensión educadora de la ciudad y presupone una política global en la que se organiza como democracia cultural. Así, el concepto de ciudad educadora presupone también un concepto de ciudad y sirve de orientación a la acción de las ciudades miembros del movimiento de las ciudades educadoras: «Los gobiernos [...] deberán plantear una política educativa amplia y de alcance global, con el fin de incluir en ella todas las modalidades de educación formal y no formal y las diversas manifestaciones culturales, fuentes de información y vías de descubrimiento de la realidad que se produzcan en la ciudad» (Carta de Ciudades Educadoras, principio 2). La idea de ciudad remite bien al mito y la utopía de la Ciudad ideal bien al tema de la perfectibilidad del hombre y refleja una actitud prometeica que pretende crear el cieloen-la-tierra, es decir, la Ciudad ideal situada en un no-lugar. Esta Ciudad ideal viene a ser transparencia: en ella, como en la Jerusalén Celeste, la materia se espiritualizó y el espíritu nuevo de la ciudad se materializó (Roger Mucchielli). Así, la orientación mítica y utópica que configura la Ciudad ideal forma en el ser humano el deseo de deber-ser y, por consiguiente, realiza la sentencia de Píndaro: génoi boios essí, «llega a ser lo que eres». Esta máxima resume el problema fundamental del hombre educable: el de identificar las formas simbólicas (Ernst Cassirer) que mejor le permiten emprender su auto-realización en dirección al Selbst (Sí-Mismo). Según Jung, el Selbst se alcanza a través del proceso de individuación en el que el sujeto atraviesa, en una 179
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especie de descenso, el dominio del inconsciente colectivo. La educación, en cuanto formación (Bildung), apunta a la totalidad de la personalidad del sujeto, pues en la formación es el «el ser mismo que está en juego en su forma» (Michel Fabre). Esta personalidad a educar en dirección a un máximo ideal (la areté griega, la virtus latina) es inseparable de una Bildung. La Bildung, a su vez, no puede configurar la humanidad en cada hombre potencial sin la llama de la imaginación y de sus figuras del imaginario educacional,12, que resultan indisociables de una pedagogía del imaginario.13 Esta pedagogía tiene como función principal dar sentido a las imágenes primordiales y substanciales (Sinnbild) de la ensoñación engendradas por el Cogito del soñador (Gaston Bachelard), de tal forma que irrigue —con los grandes mitos de la tradición humana (Joseph Campbell), con las metáforas vivas (Paul Ricoeur), con las utopías y las novelas de formación (Bildunsgsroman)— la educación entendida como formación de una personalidad en busca del equilibrio entre el amor, la sabiduría y el trabajo. Esta formación no puede ser unidimensional, lo que engendraría la uniformización del Yo, sino debe ser tridimensional, de acuerdo con las tres instancias distinguidas por la antropología tradicional: cuerpo, alma y espíritu. Con esta formación tridimensional es posible crear una educación con símbolos y símbolos con educación.14 Notas 1. Émile Durkheim, Education et sociologie, París, Presses Universitaires de France, 1980. 2. Andrés Manjón y Manjón, Discurso leído en la solemne apertura del curso académico 1897-1898 en la Universidad Literaria de Granada, Granada, Imprenta del Ave-María, 1905. 3. Olivier Reboul, La philosophie de l’éducation, París, Presses Universitaires de France, 1981. 4. Michel Fabre, Penser la formation, París, Presses Universitaires de France, 1994. 5. Olivier Reboul, op. cit. 6. Emmanuel Mounier, ¿Qué es el personalismo?, en Obras, tomo III, Salamanca, Ed. Sígueme, 1990. 7. Xavier Zubiri, El hombre y Dios, Madrid, Alianza, 1984. 8. Jacques Maritain, La educación en este momento crucial, Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1965. 9. Paulo Freire, Pedagogía del oprimido, Madrid, Siglo XXI, 1969. 180
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10. José Ortega y Gasset, La pedagogía social como programa político, en Obras completas, vol. I, 1910. 11. Edgar Faure et alii, Apprendre à être, París, Fayard/UNESCO, 1972. 12. Jean-Jacques Wunenburger, «La Bildung ou l’imagination dans l’éducation», en Éducation et Philosophie. Écrits en L’Honneur de Olivier Reboul, textos compilados y editados por Renée Bouveresse, París, Presses Universitaires de France, 1993, pp. 59-69; Alberto Filipe Araújo, Educação e Imaginário. Da Criança Mítica às Imagens da Infância, Maia, ISMAI, 2004; Alberto Filipe Araújo y Joaquim Machado Araújo, Figuras do Imaginário Pedagógico. Para um novo espírito pedagógico, Lisboa, Edições Piaget, 2004. 13. Georges Jean (1991, nueva ed.), Pour une pédagogie de l’imaginaire, París, Casterman; Bruno Duborgel, Imaginaire et pédagogie. De l’iconoclasme scolaire à la culture des songes, París, Le Sourire Quimord, 1983. 14. Olivier Reboul, Les valeurs de l’éducation, París, Presses Universitaires de France, 1992.
ALBERTO FILIPE ARAÚJO JOAQUIM MACHADO DE ARAÚJO
Encíclica del amor La Encíclica del papa Ratzinger Dios es amor me ha sorprendido gratamente, me ha interesado profundamente y me ha emocionado un tanto. En efecto, no esperaba del viejo Defensor de la Fe esta Encíclica sobre el cristianismo como religión de la caridad, escrita en un lenguaje brillante y ajustado, teológico y actual. Quizás se refiriera a esta novedad Hans Küng cuando, tras visitar a Benedicto XVI, declaraba estar esperanzado. La importancia y novedad de la Encíclica radica en recuperar la originaria definición del Dios cristiano como amor y, por lo tanto, del cristianismo como religión del amor y no de prohibición o prohibiciones, tan acostumbrados estamos a un cristianismo católico de carácter refunfuñante y negativo. Pero aquí aparece la positividad del cristianismo, hasta el punto de tender un puente entre el amor cristiano de caridad y el amor pagano o simplemente humano de carácter erótico: Así que el momento del amor cristiano (caridad) se inserta en el eros inicial. La fe bíblica no construye un mundo paralelo o contrapuesto al fenómeno humano originario del amor, sino que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Encuentro de culturas
asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarlo, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones.
Ahora el amor cristiano de caridad ya no se contrapone al amor humano erótico, como en el discurso tradicional, sino que se «inserta» en éste para purificarlo. Ello quiere decir en buena lógica que el amor cristiano no destruye al amor humano, sino que lo sublima. Preciosa precisión teológica que abre el amor cristiano al amor humano y, viceversa, el amor humano al amor cristiano, evitando dualismos maniqueos. El amor unitario como apertura radical al otro/otra emerge entonces como el criterio valorativo del Juicio Final, ya que seremos juzgados por el amor. Por eso el pontífice proyecta a Jesús con el «corazón traspasado» en la cruz. La Encíclica remite sintomáticamente a Platón, así como a Juan y Pablo, san Agustín y Francisco de Asís, apostando por la línea platónica, agustiniana y franciscana de carácter cordialista, y ya no por la tradicional línea aristotélica y tomista de signo racionalista. De los contemporáneos cita a Teresa de Calcuta, e incluso podría haber concitado a Teilhard de Chardin. En todo caso, ya era hora de que la Iglesia hablara del «cuidado del alma» y de la «formación del corazón» de un modo tan convincente. Por otra parte, se recupera aquí el término «caridad» de rancio abolengo, aunque tiene connotaciones clericales. Quizás deberíamos recuperar el original término del «ágape», en su amplia significación de comunión, compartición y amor. Y bien, he guardado para el final la crítica. Pues si lo bueno de la Encíclica es lo que dice y lo bien que lo dice, lo malo es lo que no dice, calla o acalla, la autocrítica eclesial al respecto, la praxis. En efecto, ya decía al principio que resultaba curioso que el antiguo Defensor de la Fe fuera el autor de este escrito tan abierto. Pero el escrito selecciona lo bueno y no asume críticamente lo malo en y de la Iglesia, tradicionalmente prohibidora, inquisidora y tabuizadora de tantos amores humanos y de toda apertura en lo erótico y sexual, así como de la presencia de la mujer en su urdimbre y estructura. La Encíclica es bella, aunque su riesgo esté en quedarse en lo estético. Dice la mitología vasca que todo lo que tiene nombre es; así que bienvenido este escrito que da nombre al amor humano-cristiano. En este sentido el simbolismo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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es muy importante, pero debería tratarse de un simbolismo que hace lo que dice, afectivo y efectivo, eficaz y sacramental. El comienzo de este Papado podría ser un buen momento para que la Iglesia se abra hacia dentro y hacia fuera, caritativa y amorosamente. Pues el amor es la gracia, en su doble sentido humano y cristiano. ANDRÉS ORTIZ-OSÉS
Encuentro de culturas El primer requisito para el diálogo es que nos comprendamos y la primera condición para la mutua comprensión, en el orden intelectual, es que hablemos un mismo lenguaje; no vaya a ser que bajo las mismas palabras encubramos conceptos distintos y entendamos, en consecuencia, una realidad diferente. Ahora bien, para saber que hablamos un mismo lenguaje hace falta un punto de referencia extralingüístico, hace falta poder señalar con el dedo de la mente o con algún otro signo la «cosa» que denominamos con parecidas o diferentes locuciones. Imaginemos, lo que es mucho imaginar, pero nos hace falta suponerlo como hipótesis para seguir adelante, que hemos llegado a un mutuo acuerdo en nuestro lenguaje y que utilizamos las palabras como signos de conceptos suficientemente delimitados para permitir la confrontación. El diálogo vendría a tomar entonces una forma parecida a la siguiente: «Yo creo en Dios como la expresión de la verdad que da sentido a mi vida y a las cosas que me rodean»; «Yo creo, en cambio, en la no existencia de un tal ser y es precisamente su ausencia la que me permite creer en la verdad de las cosas y conferir un sentido a mi vida junto a lo que está a mi alrededor». Lo que entonces ocurre es que uno propone la creencia «Dios» como la clave de su existencia, salvación, inteligibilidad, etc., mientras que el otro propone la creencia «no Dios» como la clave para lo mismo. Más sencillamente aún: «Dios es la verdad», dice la primera posición; «No-Dios es la verdad», dice la segunda. Ambos creen en la verdad, pero mientras que para el uno ésta se sintetiza en la expresión «Dios existe», en el otro se concentra en su contraria: «Dios no existe». Es aquí en donde introduciría la terminología apuntada: ambos tienen 181
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Encuentro de culturas
fe en la verdad, pero para el uno esta fe se expresa en la creencia que «Dios existe» y para el otro en su contraria: «Dios no existe». Si el uno dijese «la verdad existe» y el otro «la verdad no existe», la fe estribaría en la convicción que ambos poseen en el sentido de las respectivas frases y la creencia sería la expresada en las mismas proposiciones. Incluso el total rechazo al diálogo implica la fe de estar en la verdad y la creencia en la indisolubilidad entre la fórmula y la cosa formulada. La afirmación del absurdo o la postulación de la nada, pueden ser creencias de la misma y única fe que impele a creer en Dios o en el Hombre. [...] La función esencial de la fe consiste en unirme a lo trascendente, a lo que es superior a mí, a lo que aún no soy. La fe es el vínculo con el más allá, interprétese éste como se quiera. Por esto uno de los resultados de la fe es la salvación; ésta es cabalmente la función de la fe. Ahora bien, por este mismo motivo, la fe no puede en manera alguna encontrar formas unívocas y adecuadas de expresión. Sería mundanizarla de tal manera hasta hacerle perder su valor de puente que nos «religa» con algo que nos supera. La fe puede ser más o menos conceptualizable, pero nunca fórmula alguna podrá expresarla exhaustivamente. Y no obstante, ella necesita una encarnación intelectual y conceptual, hasta el punto de que una fe que no pudiera expresarse de alguna manera no sería la fe. A esta expresión la hemos llamado creencia, de acuerdo, me parece, con lo que la tradición siempre ha sentido, aunque la precisión terminológica no haya existido. De no ser así, por mi fe yo me separaría de los hombres antes que unirme a ellos; la fe sería un elemento alienante en lugar de ser un factor unificador entre los hombres y la religión, la expresión de las divergencias horizontales en lugar de la convergencia vertical. Que en virtud de un sinfín de razones de hecho la historia testifique ambas direcciones en el desarrollo fáctico de las religiones, no contradice lo que vengo diciendo; comprueba solamente que la fe se confundió con la creencia. En el fondo tan pronto como se suprime el diálogo y se cae en el aislamiento, la fe no puede menos de identificarse con la creencia y empujar, por tanto, al exclusivismo, con todas las consecuencias que la historia en general y la de las religiones en particular conocen muy bien. 182
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Ahora bien, la distinción es una distinción peculiar. La fe no puede identificarse con la creencia, pero la fe necesita siempre de una creencia para ser fe. La creencia no es la fe, pero es el vehículo de ella. Una fe desencarnada no es fe. Una creencia que no apunte siempre hacia un más allá que la supera y en cierta manera la destruye no es creencia, sino fanatismo. Es por la creencia como se expresa la fe y normalmente como se llega a ella. Cuando se vive en un ambiente cultural homogéneo, la tensión entre fe y creencia es apenas perceptible para la mayoría. Los dogmas, que no son más que expresiones autoritarias de las creencias, se toman poco menos que por la fe misma difuminándose la conciencia de que son los dogmas de la fe precisamente y no la fe misma. Cuando un cambio cultural o un encuentro de religiones hace que los conceptos que hasta entonces venían vinculando la fe dejen de poseer la seguridad, la fortaleza y la analogía unívoca que poseían, es evidente que aparezca una crisis, que no es una crisis de fe sino de creencia. Indiscutiblemente, la relación es íntima y constitutiva, puesto que el mismo pensamiento necesita de un lenguaje y la creencia es el lenguaje de la fe. De ahí que lo que empezó por ser una crisis de creencia, debido por lo general a la posición reaccionaria de los que no permiten cambio alguno por no haber diferenciado la fe de la creencia, la crisis se convierta en crisis de fe. [...] Mientras en el Occidente moderno el punto de partida inconcuso, inconsciente las más de las veces, es el individuo, con sus deberes, sus derechos, su conciencia, su razón, etc.; mientras la base en la que se apoya todo y el fin al que todo tiende es el individuo como punto de partida y término de llegada, en el Oriente, incluso actual, el punto de partida es el todo, lo indiscriminado, la colectividad, lo indiferenciado, el mero dato bruto. A lo sumo se tenderá hacia la individualización y el aislamiento, pero aun entonces, esto sólo es un término ideal de llegada e incluso este término será considerado no tanto como una perfección individual, sino como una realización cósmica. Mientras el Dios personal es un Dios que trata con individuos y que los juzga según su comportamiento individual y su capacidad personal, la experiencia del karma está basada en una participación fáctica, en un orden cósmico en el que acaso Dios pueda ser el ordenador y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Encuentro de culturas
aun quizás el creador, pero que de hecho, él también sigue la misma ley del karma, puesto que lo que crea fuera de él es karma. Apenas hay en esta concepción relaciones interpersonales, que serán siempre vistas como personificaciones, útiles, pero no definitivas ni finales, esto es, como interrelaciones cósmicas. Mientras la civilización occidental está basada sobre la primacía de la persona, y el entendimiento de la misma es inseparable del individuo, la cultura oriental se fundamenta en una comunión universal o solidaria de destino en la que cada parte no juega sino la función que le toca. Mientras la «distinción», la «perfección» y la plenitud son valores positivos en la cultura occidental, la indiferencia, la simplificación y la nada poseen la primacía en el mundo oriental. Nos encontramos ante experiencias y opciones humanas primordiales; de ahí que sea imposible y artificial pretender ignorarlas o imitarlas, cuando no surgen de una espontaneidad radical. De nada sirve decir que una visión del mundo es superior a la otra, que el alma oriental no ha llegado todavía a la individualización y que yace sumergida en la indiferenciación colectiva, cosa, entre paréntesis, que no refleja la situación real; de nada sirve criticar al Occidente y tacharlo de esquizofrénico, cosa igualmente injusta. Es inútil querer adquirir una conciencia de la solidaridad universal y una sensibilidad a los ritmos cósmicos cuando la misma voluntad consciente es el mayor obstáculo a ello, etc. Mi único propósito aquí es el de describir lo que me parece una experiencia humana fundamental sin sacar precipitadas conclusiones sobre cuál debería ser la política humana a seguir para una civilización mejor que la actual. Quizá el mismo intento de manipulación antropológica a este nivel sea un sinsentido, por no decir algo peor. Y no obstante, un reconocimiento de la situación puede servir para encauzar naturalmente la evolución y aun para catalizarla. Una cosa parece también ser clara, por lo menos para el intervalo humano que nos es dado vislumbrar tanto hacia el pasado como hacia el futuro. A saber: que la dirección de la historia tiende, por un lado, a la individualización y, por el otro, a su colectivización en unidades distintas de las tradicionales. Parece algo así como si existiese un pasaje de lo superindividual a lo transpersonal pasando por la individualización y la personalización. [...] DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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La experiencia de la fe consiste en un acto antropológico primordial, que todo hombre realiza de una forma u otra, algo así como cuando empieza a despertar la razón y comienza a hacerse uso de ella sin que esto signifique que pueda preverse en qué dirección nuestro intelecto funcionará ni cuáles serán los primeros pensamientos que tendrá. El acto de fe es salvífico por él mismo. De ahí que la teología se apresurará a decir, y no tenemos por qué contradecirla, que el acto de fe sólo puede ser elicitado por el ser humano cuando es movido por la gracia divina. Como ello sea, el acto de fe no es sólo trascendente en cuanto nos conecta con lo que nos supera, sino que es al mismo tiempo trascendental; trasciende todas las posibles formulaciones y es lo que las hace posibles, porque es anterior a ellas. La fe es una dimensión constitutiva del hombre. Sea de ello lo que fuere, la experiencia de la fe es una experiencia humana que trasciende cualquier formulación y que de hecho se expresa en lo que he llamado la formulación de la creencia. El hombre no puede menos que dar expresión a la más profunda de sus impresiones; pero para ello se tiene que valer de un lenguaje que lo liga a una determinada tradición humana y echar mano de imágenes y símbolos que pertenecen a su grupo cultural. Él manifestará su fe en una serie de creencias, que podrá acaso llamar dogmas y que manifestarán, en el orden del intelecto, lo que él quiere significar. Es evidente que este orden puede ser múltiple; más aún, que está forzado a ser pluralístico. Con ello no pretendo decir que todas las creencias sean intercambiables e iguales; digo que en cierta manera son homogéneas y que ellas permiten el diálogo y aun la dialéctica; afirmo, además, que por lo general son equivalentes, esto es, que cada creencia ejerce una función análoga; la de expresar su fe, que es la fe, dimensión antropológica por la que el hombre llega a su meta, a saber, a su salvación, en términos cristianos. [...] Lo religioso no es identificable a lo tradicionalmente revestido como tal, sino que puede y debe encontrarse en cualquier actitud humana integral que intente conducir al hombre a su meta. Lo cristiano no es identificable con una religión determinada, sino más bien como aquel fermento que transforma toda religiosidad hasta hacerla llegar a una plenitud mayor. 183
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Lo que circula bajo el nombre de cristianismo hoy día no es lo cristiano, sino aquella religiosidad fundamentalmente mediterránea convertida con mayor o menor éxito a Cristo, esto es, haciendo converger en Cristo el conjunto de prácticas y doctrinas que constituyen una religión. Debido a factores históricos evidentes e inevitables, lo cristiano no se había distinguido hasta ahora suficientemente de su vestidura «cristiana» actual. Romper este monopolio es tan urgente como delicado, tan necesario como peligroso. RAIMON PANIKKAR
Enfermedad mental Discutiré en las siguientes páginas el concepto de enfermedad mental, el concepto de anormalidad psíquica, la evolución histórica de la noción de locura y las razones por las que producen una discriminación de las personas que padecen trastornos mentales. 1. ¿Es posible un concepto universal de anormalidad psíquica? 1.1. La locura
La enfermedad mental ha sido definida en ocasiones con criterios operativos (es enfermo el que recibe tratamiento o es hospitalizado), subjetivos (el que se siente mal psíquicamente, estadísticos (desviación de la norma), u objetivos (presencia de síntomas medibles que permiten un diagnóstico). Sin embargo, ninguno de los abordajes es satisfactorio por sí solo debido a la relatividad del concepto de norma, a la enorme diferencia en intensidad de unas manifestaciones respecto a otras, a la escasez de instrumentos adecuados (y objetivos) de medición (Vallejo, 2005). De hecho, las Recomendaciones del Consejo de Europa (EU, 1998) consideran que la definición de la enfermedad mental «es extremadamente difícil», dado que los criterios cambian y que ha aparecido toda una nueva gama de trastornos psicológicos, en relación con la vida moderna. Apoyan, por otra parte, la decisión de la Asociación Mundial de Psiquiatría en Hawai (WPA, 1992) que condena el mal uso 184
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de la Psiquiatría para la supresión de la disidencia y aplaude la decisión de establecer un código ético internacional para la práctica de la Psiquiatría. Por todo ello, el criterio más utilizado para caracterizar la conducta y la experiencia patológicas es la desviación de la norma de la población. 1.1.1. Criterios cuantitativos y cualitativos de anormalidad
Las barreras entre lo normal y lo anormal en la conducta y en la experiencia humanas no son fáciles de establecer. Se ha pretendido describir la normalidad de forma estadística considerando anormales los rasgos que se apartan de ella. Sin embargo, existen numerosas limitaciones a esta aproximación a la normalidad: no todas las conductas y experiencias humanas siguen una distribución en campana de Gauss; tan anormales serían los individuos que se apartaran de la curva por exceso como por defecto; existen variaciones culturales importantes respecto a Io que es deseable en términos de conducta, etc. Se han propuesto también criterios cualitativos de anormalidad, como la presencia de ansiedad, infelicidad, culpa o ineficiencia, pero son obvias las excepciones a esos criterios que limitan un abordaje de ese tipo. Un criterio cualitativo de normalidad más aceptable sería la adquisición de una conducta «madura», caracterizada por una independencia suficiente, la capacidad para establecer relaciones emocionales estables y la suficiente adaptabilidad a los cambios. En un intento por definir los fenómenos psíquicos anormales, a partir de los trabajos de Jaspers (1946) y de sus seguidores, se potenció la descripción de las experiencias conscientes y de la conducta observable de los seres humanos para lograr la explicación (objetiva) o la comprensión (subjetiva) de los fenómenos psíquicos. Se llegó a la delimitación de «desarrollos» y «reacciones psíquicas», anomalías cuantitativas del psiquismo, de origen psicológico, accesibles a la comprensión, frente a «enfermedades», que serían de origen somático y constituirían anomalías cualitativamente incomprensibles. Estas últimas se presentan en forma de «fases» o «brotes» cuando adquieren forma pasajera, o en forma de «procesos» cuando son persistentes. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Los estudios psiquiátricos europeos y americanos anteriores a la Segunda Guerra Mundial tendieron a adoptar el concepto de normalidad como Salud. Posteriormente se emplearon los criterios utópico y de promedio, que también fueron bastante cuestionados por su falta de objetividad. La Organización Mundial de la Salud (OMS) se interesó más por la incapacidad que producen estos trastornos y en 1960 un comité de expertos sugirió la siguiente definición operacional de «caso» psiquiátrico: «Un trastorno manifiesto del funcionamiento mental suficientemente específico en su carácter clínico para ser reconocido de forma constante por su conformación a un patrón estándar claramente definido y suficientemente grave como para causar la pérdida de la capacidad laboral o social, o ambas, en un grado que puede especificarse en términos de ausencia del trabajo o de la puesta en marcha de acciones legales o de otras acciones sociales». En cualquier caso, uno de los hallazgos básicos de las investigaciones sociales en Salud Mental es el de la relatividad del concepto de «anormalidad psíquica». 1.1.2. Normalidad y Psiquiatría transcultural
La corriente antropológica de la Psiquiatría considera que las alteraciones mentales, aunque pueden tener una base biológica, se deben con frecuencia a procesos secundarios o compensatorios, influenciables por factores culturales y sociales. La existencia de estos factores explicaría las diferencias de los síntomas de las enfermedades de una sociedad a otra, de un grupo social a otro dentro de la misma sociedad y de un momento histórico a otro diferente (Guimón, 2001c). Los sociólogos tienden a considerar a la enfermedad psiquiátrica como una forma de desviación social. El paciente es considerado enfermo porque ha transgredido el código local de normas o conductas sociales. Si bien es cierto que las respuestas culturales ante una conducta considerada como desviante pueden influenciar el que un paciente empeore o mejore, resulta abusivo considerar a la violación de los códigos sociales como una condición sine qua non para la existencia de una enfermedad. El contexto cultural influye en la forma de presentarse («patoplastia») la enfermedad y en ocasiones en el desencadenamiento de un trastorno o en su prolongación en el tiemDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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po, pero es necesario invocar factores biológicos o constitucionales, una «diatesis básica» o propensión individual, para explicar la producción de muchos trastornos. El concepto de Psiquiatría transcultural proviene de la apreciación de diferencias en los cuadros clínicos de diversas enfermedades según se observen en una u otra cultura. Algunos autores emplean el concepto de «Psiquiatría metacultural» para designar un método de diagnóstico útil para cualquier cultura que permite hacer abstracción de los aspectos peculiares de la cultura de cada Sociedad. Devereux (1961) empleó el concepto de «Etnopsiquiatría» como equivalente al de Psiquiatría transcultural, aunque etimológicamente e históricamente había sido utilizado para designar el discutible concepto de la influencia de las razas en la presentación de los cuadros clínicos. Cualquiera que sea el término que empleemos, tres son los conceptos básicos a que se refieren los hallazgos en la Psiquiatría transcultural: la relatividad del concepto de norma, la existencia de padecimientos típicamente vinculados a determinadas culturas y la mayor incidencia de determinados síndromes en una Cultura que en otra. El concepto de normalidad psíquica posee profundas connotaciones culturales. Rasgos del comportamiento que en una determinada Sociedad podrían ser considerados como normales o incluso deseables, son considerados en otras como netamente patológicos. Sin tener que recurrir a parámetros transculturales, la relatividad del concepto de normal en Psicopatología se nos hace evidente al considerar la distinta valoración que hoy se da en comparación a hace treinta o cuarenta años en nuestra Sociedad a la actividad sexual de las personas adolescentes o jóvenes o al comportamiento homosexual, etc. 1.1.3. El «enfermo mental»
Los citados Principios de las Naciones Unidas (UN, 1991) definen el término de «paciente» como un individuo que recibe cuidados en Salud Mental e incluye a todas aquellas personas admitidas en una prestación en Salud Mental. 2. Historia 2.1. Antigüedad
La concepción mágica de la enfermedad mental prevaleció en la así llamada paleomedicina. 185
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Se pensaba que los fenómenos sobrenaturales, en particular la influencia de los espíritus de los antepasados de la tribu, eran de vital importancia a la hora de condicionar la conducta. Romper un tabú, el descuido en las tradiciones rituales o la posesión demoníaca eran causa de locura. Así, se ha interpretado que la trepanación del cráneo, observada en algunos esqueletos en Perú, se practicaba muy probablemente en sujetos que padecían epilepsia o trastornos de conducta, en un intento de liberarles del espíritu maligno que les poseía. Durante siglos, la enfermedad mental fue considerada como posesión demoníaca y para su tratamiento se propusieron prácticas exorcistas. Hasta cierto punto, en «Paleopsiquiatría» ciertas prácticas religiosas alentaban lo que ahora consideramos un enfoque psicodinámico al tratamiento de las enfermedades mentales. Los chamanes —brujos que eran los líderes sociales de sus tribus— solían organizar rituales que liberaban a los miembros de la tribu de la posesión por espíritus supuestamente malignos. Se han comparado los chamanes a los psiquiatras y, en especial, a los psicoterapeutas: el entrenamiento requería un cierto distanciamiento de la comunidad durante un período de tiempo, el interpretar los sueños facilitaba la cura, etc. En la antigua civilización egipcia, la interpretación de los sueños se utilizaba también como técnica terapéutica. Se diferenciaba de la actual interpretación psicoanalítica en que, en aquella época, los sueños se relacionaban con el futuro, mientras que en el Psicoanálisis se refieren a experiencias pasadas. En la Biblia, la enfermedad mental era considerada un castigo de Dios y, de hecho, podemos reconocer referencias a enfermedades mentales en muchos personajes bíblicos y podemos observar la interpretación de sueños y procesos «de cura» que nos recuerdan a los de los psiquiatras actuales. En la Grecia antigua se mantenía la creencia en la etiología sobrenatural de la enfermedad mental, y las técnicas de curación que practicaban incluían, por ejemplo, la incubación, en la que el sujeto se dormía dentro de un templo siendo así capaz de contactar con los dioses, quienes, a veces, liberaban al sujeto de sus trastornos mentales. En la civilización árabe, prevalecía el concepto de la divinidad de los enfermos menta186
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les. En consecuencia, se consideraba a los enfermos mentales como personas sabias y sus cuidadores les trataban con respeto. 2.2. La Edad Media
Durante la Edad Media, la enfermedad mental se consideraba una indicación de posesión demoníaca. Muchos enfermos mentales fueron condenados por brujería por inquisidores que, nos guste o no la comparación, tenían, como afirma Foucault (1972), una función bastante similar a la de los psiquiatras actuales. Al final del Renacimiento, el libro Malleus maleficarum de Sprenge y Krame detallaba múltiples trastornos supuestamente causados por posesión demoníaca. Este libro es hoy considerado por muchos como un auténtico precursor de los textos psiquiátricos modernos. Como dice Thomas S. Szasz (1961, 1970), las creencias que llevaron a las cacerías de brujas existían mucho antes del siglo XIII, pero fue sólo entonces cuando las sociedades europeas las utilizaron para formar la base de un movimiento organizado. «Sin embargo —dice—, la mayoría de las personas acusadas de brujería eran inocentes de cualquier crimen. Eran individuos miserables, desafortunados». Correctas o no estas observaciones, en esa época, los enfermos mentales eran probablemente considerados de la misma manera que aquellas personas que padecían la peste o la sífilis. Al fin y al cabo, los pacientes mentales vendrían a ocupar el espacio (incluso el espacio físico, los locales) que estos enfermos dejaron vacíos cuando las grandes plagas retrocedieron en Europa. Para la mente medieval, la locura era sinónimo de trastorno moral, vicio, violencia, y con frecuencia se representaba el concepto con símbolos tales como dragones, el Anticristo, etc. 2.3. La Ilustración
En la época de la Ilustración, después de haber gozado de cierto prestigio, la locura vino a ser considerada como polo opuesto de la razón transformándose en el foco de una autentica discriminación. Desde el punto de vista de Szasz (1961, 1970), en el siglo XVII con el declive del poder de la Iglesia, el Inquisidor/cazador de brujas desapareció y fué sustituido por el «alienista», quien se suponía que debía devolver la salud a sus pacientes y proteger a la Sociedad. DesDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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pués del Renacimiento, la locura fue un problema para aquellos países deseosos de organizar el «espacio social», enviando a los «asilos» a mendigos, a pobres y a desocupados. Así, para Foucault, no fue el hecho de que el Estado deseara curar a los enfermos lo que determinó su hospitalización masiva, sino más bien la lucha contra la ociosidad. Esta afirmación polémica es de interés a la hora de discutir de regulaciones actuales respecto de la hospitalización involuntaria (Guimón, 2004). 2.4. El prejuicio en los tiempos modernos
El modelo mágico pronto fue sustituido por una interpretación médica de la enfermedad mental, pero se han mantenido ciertos conceptos mágicos a lo largo de los años. Del siglo XIX, recordamos las personalidades peculiares de Gall y Spurzhein y sus doctrinas sobre la frenología, o Messmer, el padre de la hipnosis. Además, de sobra se conoce el amplio número de conceptos mágicos erróneos que prevalecen en ciertos enfoques contemporáneos. 3. Los conceptos actuales de trastorno y enfermedad mental La definición de Spitzer (Spitzer y Endicott, 1978) diferencia los términos de enfermedad y «trastorno mental». El primero se refiere a alteraciones con proceso patofisiológico observable, como los síndromes cerebrales orgánicos y el retraso mental. Para la mayoría de las categorías el Manual Diagóstico y Estadístico de la APA (DSM III, III-R y IV) (Frances, First y Pincus, 1997) habla de «trastorno mental» y lo define bastante adecuadamente. Sin embargo, la tercera de las condiciones de su definición, es decir, que el trastorno sea distinto de otros trastornos, no se cumple, como es sabido, frecuentemente en Psiquiatría, lo que obliga a diagnosticar categorías fronterizas. Ya ciertos autores (Kendell, 1975a) habían subrayado su preocupación por la falta de fronteras entre unos síndromes y otros en las modernas clasificaciones. Por otra parte, se ha distinguido (Wing, 1978) entre dos significados del término «enfermedad mental». El primero es un concepto amplio que incluye todas las desviaciones y anormalidades que llevan al paciente a acudir a un profesional y que resulta de la conjunción de dos procesos: desviación estadística y DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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atribución social. El otro es mucho más específico y exige la existencia de un síndrome clínico y de un trastorno biológico subyacente. En muchos casos, como en los trastornos de la personalidad, no existen ni síndrome ni etiología comprobables. El DSM IV (Frances et al., 1997) afirma que, por razones de política profesional, no se pueden proponer términos como «trastorno psiquiátrico» o «trastorno psicológico» que serían preferibles al de trastorno mental. En esa clasificación, para cada diagnóstico, los síntomas por los que la persona alcanza el umbral de los criterios deben causar «malestar [...] o discapacidad [...], no deben ser una respuesta culturalmente aceptada a un acontecimiento particular [...]». Y añade «ni el comportamiento desviado ni los conflictos entre el individuo y la Sociedad son trastornos mentales [...]». El modelo biológico de la Salud Mental mantiene que los trastornos psiquiátricos son verdaderas enfermedades y que deben ser diagnosticadas como tales. Sin embargo, la definición de enfermedad psíquica tampoco ha sido adecuadamente formulada. Desde esas concepciones, se ha propuesto que la existencia de sufrimiento es necesaria para definir una enfermedad, lo que, sin embargo, fue criticado por algunos autores (Kendell, 1975a, 1975b). Por otra parte, la Organización Mundial de la Salud da una visión de la enfermedad mental centrada en la discapacidad que produce (9/35 de la XXIX Asamblea Mundial) distinguiendo entre tres términos: — Dependencia: es toda pérdida o anormalidad de una estructura o función psicológica, fisiológica o anatómica. — Discapacidad: es toda restricción o ausencia (debido a una deficiencia) de la capacidad de realizar una actividad en la forma o dentro del margen que se considera normal para un ser humano. — Minusvalía: es una situación desventajosa para un individuo determinado, consecuencia de una deficiencia o de una discapacidad, que limita o impide el desempeño de un rol que es normal en su caso (en función de su edad, sexo y factores sociales y culturales). Los términos «discapacidad» y «deterioro» se emplean con frecuencia como sinónimos. Sin embargo, algunas organizaciones intentan distinguir entre discapacidad (Ebersold, 1997) 187
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«mental» y «psíquica»: la primera se refiere a personas con retraso mental; la segunda a personas cuyo C.I. está dentro de la «norma», y cuya dificultad mental está generalmente «psiquiatrizada». En cualquier caso, estas definiciones también han sido criticadas sobre la base de que sitúan la carga de la responsabilidad sobre el individuo, cuando, en realidad, gran parte del problema es de naturaleza social. Es un hecho bien sabido, por otra parte, que los psicóticos presentan, a medio o largo plazo, un deterioro real, que conduce a discapacidades que explican (no justifican) la discriminación. El Informe del Desarrollo Mundial del Banco Mundial utilizó el parámetro «discapacidad» para medir la «carga» de la enfermedad, vinculando el desarrollo social y económico futuros a la reducción de las discapacidades. Señala el informe que existe un aumento de las cargas social y económica producidas por los problemas de Salud Mental, como lo demuestran los nuevos métodos de medición tales como The Disability Adjusted Life Years que combina el impacto de una muerte prematura y la discapacidad en una población (un «D.A.L.Y.» es un año de vida saludable perdido): 340 millones de personas sufren de depresión mayor, 288 millones de problemas relacionados con el alcohol, 45 millones de esquizofrenia y 29 millones de demencia (Guimón, 2001a). Si añadimos a estas cifras las relacionadas con el retraso mental y la epilepsia, hallamos que los trastornos mentales y neurológicos dan cuenta del 11,5 % de años perdidos de discapacidad (WHO, 1999a, 1999b). Se teme que estas cifras impresionantes aumenten un 15 % de aquí al año 2020 debido a un aumento de la urbanización, a los conflictos armados y a la emigración, factores todos que elevan el riesgo de padecer trastornos mentales. 4. Discriminación y enfermedad mental 4.1. Las etiquetas discriminan
Aunque la crítica del furor «etiquetador» en Psiquiatría ha tenido indudables efectos beneficiosos para los pacientes mentales, contribuyendo a su desestigmatización, lo cierto es que, por otra parte, un excesivo celo por evitar y desacreditar los diagnósticos y las clasificaciones por parte de algunos grupos puede tener consecuencias negativas. En efecto, la Psiquia188
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tría biológica, que ha avanzado en forma notable en los últimos años, necesita de esos agrupamientos, a veces arbitrarios, pero que permiten tratamientos cada vez más específicos. Es desde el modelo social que se han formulado las críticas más importantes a la utilización del concepto de enfermedad mental, en formulaciones que constituyen la llamada «teoría del etiquetamiento». Esta teoría sostiene, como es sabido, que la predicción conlleva una tal fascinación por el resultado esperado, que el predictor creería observarlo en todos los casos. Se trataría de profecías que se autocumplen y que afectarían al porvenir de los pacientes. Tales críticas provienen generalmente de personas ajenas a la práctica clínica que, por lo tanto, no se dan cuenta de que en nuestro campo algunas anticipaciones son inevitables. El estudio de los procesos de toma de decisiones muestra que no se desarrollan nunca a partir de una tabla rasa. Ello es cierto igualmente en el transcurso de los descubrimientos científicos, como lo ha demostrado Holton. 4.2. ¿Ha aumentado la discriminación hacia los enfermos mentales?
Un estudio parece indicar que, de hecho, la discriminación contra los enfermos mentales, que ha sido una constante en todas las sociedades, ha aumentado estos últimos años, aunque el tratamiento actual es más eficaz y las leyes ofrecen a estos pacientes una protección más adecuada. Este aumento de actitudes negativas y de exclusión se ha atribuido a varios factores, tales como un umbral de aceptación más bajo por parte de una clase media de conductas socialmente inaceptables (en especial en las grandes ciudades), las dificultades a las que se enfrentan los enfermos mentales a la hora de encontrar trabajo, la imagen negativa transmitida por los medios de comunicación, etc. Ciertamente, la globalización de las costumbres lo hace más dificil para aquellos que son «diferentes», y los pacientes mentales presentan una conducta «anormal» facilmente identificable. Son varios los trabajos que han mostrado una actitud general negativa y de rechazo por parte del público en general y una presentación desfavorable e incorrecta en los medios de comunicación (Ainsworth, 1969; Eker y Oner, 1999). Los estudios sobre el proceso de exclusión que padecen los pacientes dieron lugar a dos DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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propuestas acerca de su origen: la teoría del «etiquetaje» de Lemert y Scheff y la teoría interaccionista de Goffman y Mechanic. El peligro que representan los pacientes psiquiátricos es una de las principales causas de etiquetaje. Según varios estudios, la percepción del peligro representado por los pacientes mentales es inversamente proporcional a la familiaridad: a mayor contacto, menor sentimiento de amenaza. Los familiares de los pacientes tienden a limitar la interacción social de los pacientes a ese círculo familiar, a una red reducida de amigos íntimos y al médico de cabecera, para evitar situaciones embarazosas. Parecen validar miedos públicos declarados de contacto con el enfermo mental acomodándose con el prejuicio y reforzando y contribuyendo así a los estereotipos. Las actitudes negativas no son siempre el resultado de la ignorancia (Aberg-Wistedt, Cressell, Lidberg, Liljenberg y Osby, 1995), sino que pueden deberse a una experiencia pasada real con un enfermo mental o a experiencias que otros han contado. En efecto, el atender a una persona enferma crónicamente (psicótica, pero también neurótica) conlleva una cantidad de tensión para su familia que puede llevar una ruptura en la estabilidad familiar y a la aparición entre sus miembros de diversos síntomas físicos o psíquicos. Adelantemos que las personas de más edad, menos educadas y más pobres, expresan una menor aceptación, y que los pacientes visiblemente trastornados, imprevisibles, de sexo masculino, que pertenecen a grupos minoritarios, cuentan con pocos vínculos comunitarios y son tratados con terapias somáticas en hospitales estatales son objeto de mayores prejuicios (Aberg-Wistedt et al., 1995). Una vez etiquetada, la persona «... se considera generalmente discriminada al intentar volver a su antiguo estatus, y al intentar encontrar uno nuevo en las esferas ocupacional, marital, social y otras» (27, p. 87). Por otra parte, Cockerham (Abi-Dargham, Kegeles, 2004) sugirió que, aunque las actitudes públicas se tornen un poco menos negativas, los pacientes o antiguos pacientes siguen vivendo en circunstancias precarias a causa de sus síntomas, de la falta de apoyo social y de la pobreza. El ocuparse de una persona enferma conlleva una cantidad de tensión para su familia DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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(Gralnick) que puede ver amenazada su estabilidad familiar con la consiguiente aparición de síntomas en algunos de sus miembros. Esto sucede con más frecuencia cuando el paciente no está satisfecho con su familia y cuando ésta no acepta la ayuda a domicilio a veces disponible en los sistemas de salud avanzados (Ackermann, 1946). Por ello, no debemos dar por sentado que las actitudes negativas son siempre el resultado de la ignorancia (Aberg-Wistedt et al., 1995). Pueden deberse a una experiencia pasada real con un enfermo mental o a experiencias que otros han comunicado. Los enfermos mentales, incluso los no psicóticos, tienen problemas que se traducen en no llevar vidas completamente normales (Allen, 1996; Wig et al., 1980) demostraron que una enfermedad neurótica prolongada constituye una carga considerable para la familia.. Por lo tanto, «es necesario que la comunidad... desarrolle una respuesta realista, humana y comprensiva a la enfermedad mental que tenga en cuenta las verdaderas dificultades y los problemas reales a los que se enfrentan los enfermos y sus familias». La desinformación tiene consecuencias graves dado que (Hillert et al., 1999) un rechazo de los enfermos mentales por parte de la población es un problema clave para la rehabilitación de estas personas. Sólo una minoría de la población general conoce la sintomatología que caracteriza a las principales enfermedades mentales y el resto ve a los pacientes simplemente como personas que tienen problemas, están tristes y necesitan ayuda (Hillert et al., 1999). 5. Factores en los prejuicios hacia la enfermedad mental 5.1. La visibilidad de la conducta desviada
Como sugirió Rabkin (1974), la conducta perturbada que es socialmente visible (disruptiva, extraña, molesta) se rechaza más que la conducta retraída, desinteresada o depresiva (Aberg-Wistedt et al., 1995). Mechanic (1987) sugirió que la enfermedad mental se torna visible cuando el grupo al que pertenece el individuo reconoce su incapacidad y su reticencia a dar las respuestas adecuadas en su red de relaciones y emite la hipótesis de que el grupo intenta entender la motivación del «actor». Si los miembros del grupo no pueden empatizar 189
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y comprender la motivación del actor, aumenta la probabilidad de ser etiquetado como «singular», «extraño», «raro», o «enfermo». Además, según Mechanic, la intervención de otros en dicha situación depende en gran medida de la visibilidad de los síntomas. Cuando la desviación es claramente reconocida, y resulta más perturbadora para el grupo, se ejercen diferentes presiones sobre el individuo. De forma similar, Goffman (1975) concluyó que «gran parte de la conducta psicótica es, en primer lugar, un fracaso en atenerse a reglas establecidas para el manejo de la interacción cara-a-cara... La conducta psicótica es, en muchos casos, lo que pudiera llamarse una inconveniencia situacional». 5.2. La peligrosidad
El peligro que se piensa que representan los pacientes psiquiátricos es otra constante del proceso de etiquetaje (Guimon, Fischer y Sartorius, 1999). Según varios estudios, la percepción del peligro representado por los pacientes mentales es inversamente proporcional a la familiaridad: a mayor contacto, menor sentimiento de amenaza. La experiencia de la enfermedad mental, bien sea directa o indirectamente, también disminuye los estereotipos acerca del peligro percibido. Thomas Szasz sostiene que siempre ha existido una asociación próxima entre crimen y locura y que no es, por lo tanto, sorprendente que las leyes estén formuladas en términos de la supuesta «peligrosidad» del individuo (hacia sí o hacia los demás), antes que en términos de salud y enfermedad. En la imagen pública, la psicosis (principalmente la esquizofrenia) está vinculada a un concepto de peligro, justificando así la entrega de personas que padecen este trastorno a un entorno protegido, que es el hospital psiquiátrico (Guimón, 2001b). Sin embargo, aunque la peligrosidad en los pacientes mentales sea real, no es frecuente. La conducta agresiva puede ser el primer síntoma de una enfermedad psicótica. La falta de control sobre los impulsos es característica de algunos trastornos de la personalidad (sociópatas y psicópatas) para quienes el acto impulsivo no es premeditado y se lleva a cabo para poner fin a una situación dificil o para descargar la tensión de forma inmediata. Otros pacientes (paranoicos, epilépticos) pueden a veces ser peligrosos. Un ataque con un arma, 190
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una violación o un homicidio son claramente más frecuentes entre hombres. Las cifras de violencia doméstica en Europa parecen también ser más elevadas en los hombres aunque algunos autores sostienen que en Estados Unidos cuando uno de los conyuges agrede al otro, la frecuencia entre hombres y mujeres es más o menos similar y algunos estudios de personas hospitalizadas en servicios psiquiátricos durante un período largo sugieren que la prevalencia de la agresión masculina y femenina es casi similar. La conducta heteroagresiva puede aparecer en diferentes síndromes psiquiátricos desde la intoxicación aguda y de otras sustancias (el 50 % de homicidas criminales habían ingerido antes grandes cantidades de alcohol), la psicosis (principalmente de comienzo rápido), hasta actos antisociales crónicos. Los hallazgos de los neurobiólogos de un centro real de agresión en el cerebro de los animales o de los humanos no es concluyente. Sin embargo, hay evidencia de que la raíz de la conducta agresiva para muchos pacientes es la lesión cerebral orgánica. Tampoco se ha demostrado que existiera una característica biológica en pacientes psicóticos que pudiera condicionar una agresividad anormal en estas personas. Los pacientes esquizofrénicos no son más propensos a cometer homicidios que lo son los miembros de la población general aunque los medios de comunicación den con frecuencia información sensacionalista cuando uno de estos pacientes mata a alguien. Sin embargo, cuando cometen un homicidio, puede ser por razones extrañas o imprevisibles basadas en alucinaciones o en ilusiones. Por otro lado, la conducta agresiva (excluyendo el homicidio) es común entre pacientes esquizofrénicos no tratados y entre algunos pacientes maníacos. Tienen un control de los impulsos pobre y pueden presentar a veces una agitación severa e inesperada. Buena parte de su conducta violenta puede responder a las alucinaciones que le mueven a actuar. La investigación no aporta evidencia de una relación simple y directa entre criminalidad y enfermedad mental. Poco se sabe acerca de la relación entre el curso de la enfermedad y la agresión. La probabilidad de la conducta agresiva aumenta cuando las personas se descompensan psicológicaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mente. En cualquier caso, la conducta agresiva episódica es más frecuente, como lo hemos mencionado, en pacientes mentales que ingieren grandes cantidades de alcohol o de drogas. La agresión no está dirigida indiscriminadamente y la mayoría de las personas (excepto hombres adolescentes) con o sin trastornos mentales que cometen actos agresivos probablemente lo hacen hacia las personas que conocen, generalmente miembros de la familia. 5.3. Desviación e inconformismo
Thomas S. Szasz (1970) ilustra cómo en la historia, la enfermedad contagiosa se convirtió en el modelo para la herejía religiosa. Muestra cómo el método principal para diagnosticar la brujería era hallar señales de bruja (pezones supernumerarios, una mancha de vino, hemangioma, etc.) en el cuerpo de la acusada. Se pensaba que la señal indicaba un pacto con Satán. Una línea de progresión directa puede trazarse desde las señales de la bruja al así llamado estigma de los neuróticos, o a la tipología de Lombroso (Lombroso, 1889). De hecho, en la mayoría de las obras de ficción —películas o novelas— los autores presentan un arquetipo de los pacientes mentales como personas con anormalidades físicas, discapacidades, seniles o deteriorados. Ya que resulta a veces dificil evaluar las diferencias psicológicas, la gente necesita asignar a los pacientes mentales un estigma físico fácilmente identificable para reasegurarse de su propia normalidad. Para Szasz, la desviación fue conceptualizada en la Edad Media en términos teológicos: «la bruja que curaba, el hereje que tenía ideas propias, el fornicador que deseaba demasiado, y los judíos quienes, en medio de una sociedad cristiana, rechazaban con insistencia la divinidad de Jesús —por mucho que fueran diferentes los unos de los otros— todos entraban dentro de la categoría de herejes». La verdadera razon de hacer que la herejía fuera un crimen era que el hereje mostraba arrogancia intelectual prefiriendo sus propias opiniones a las de aquellos que estaban especialmente cualificados para pronunciarse sobre cuestiones de fe. 5.4. Discapacidad por deterioro cerebral
Los síndromes cerebrales orgánicos (previamente llamados «psicosis orgánicas») producen con frecuencia un pérdida de capacidad intelectual y algunos trastornos afectivos («sínDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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drome afectivo orgánico»). Este deterioro conduce a una auténtica discapacidad y a una disminución de la aptitud en diferentes actividades (trabajo, relaciones sociales, placer, etc.). Aunque no toda demencia es irreversible, este es frecuentemente el caso; y existe un alto porcentaje de la población mundial afectada de lesión cerebral bien a una edad avanzada o en la edad adulta, y en este caso debido a trastornos traumáticos, vasculares o infecciosos. Las psicosis funcionales (principalmente la esquizofrenia y el trastorno bipolar) producen tambien una discapacidad en muchas áreas y en grados diferentes. En el pasado, se pensó a veces que gran parte de esta discapacidad era causada por factores sociológicos, frecuentemente relacionados con la evolución crónica de algunos de estos síndromes y los correspondientes largos períodos en el hospital. Sin embargo, a lo largo de décadas recientes, una evidencia creciente ha mostrado que las lesiones cerebrales orgánicas pueden ser detectadas en muchas de estas psicosis funcionales, explicando así algunos de los síntomas de discapacidad. Este deterioro físico es variable y se halla más frecuentemente en la esquizofrenia y en los trastornos bipolares, aunque desde principios de siglo se ha dado cuenta de que por lo menos el 15 % de los pacientes maníaco depresivos presentan un deterioro intelectual y afectivo. Carpenter et al. (Angermeyer, Klusmann, y Walpuski, 1988) llamaron «síndromes deficitarios» a algunos síndromes negativos permanentes de la esquizofrenia que pudieran caracterizar un sub-tipo preciso de síndrome esquizofrénico refractario a la mayoría de los tratamientos. El resto de los pacientes presentan síntomas negativos más transitorios, secundarios a otros factores y con más probabilidad de responder a los tratamientos actualmente disponibles. Pero en realidad estamos aquí hablando de la existencia de una cierta demencia en pacientes con esquizofrenia que también puede hallarse en pacientes con enfermedad maníacodepresiva. Estos pacientes en particular presentan por consiguiente un verdadero deterioro con evidente discapacidad, que determina un importante handicap para ciertas actividades. Han de diferenciarse de otros pacientes psicóticos funcionales con distincciones, no respecto de su deterioro real de origen biológico, sino en 191
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relación con una incompetencia social que surge de factores sociales. Pero por supuesto, la línea divisoria no está bien definida. 5.5. El concepto de Enfermedad Psiquiátrica Crónica
Solemos emplear el término «enfermedad crónica» para aludir a condiciones sintomáticas persistentes a menudo con períodos de remisión y exacerbación. Se utiliza generalmente para trastornos para los cuales la terapia mejora más que cura, tales como la diabetes, la artritis, la enfermedad pulmonar obstrutiva crónica y la mayoría de los trastornos psiquiátricos. Los enfermos mentales crónicos se han caracterizado en repetidas ocasiones por su estado marital turbulento (Harrow, Tucker, y Bromet, 1969), su baja posición en la escala social (Hollingshead y Redlich, 1958), su incapacidad de mantener un trabajo (Cohen y Struening, 1959, 1962; Maisel, 1967; Brown, 1959; Kris, 1963) y sus hospitalizaciones medias (90 días a un año dentro de un mismo año) o largas (un año en los cinco años anteriores) en psiquiátricos u hogares protegidos. Estos estudios mostraban que la incapacidad de mantener un trabajo está significativamente relacionada con una mayor posibilidad de re-hospitalización. Durante décadas los sociólogos han debatido cómo interpretar las variables sociales y los procesos de enfermedad mental. Aquellos que apoyaban una «asociación causal» sostenían que los factores sociales influencian la manera en la que un tratamiento psiquiátrico es aplicado y determinan la duración del tratamiento. Aquellos que defendían una «selección social» creían que cuantos más síntomas tiene un individuo y/o cuanto más inadecuado es socialmente, menores las posibilidades de casarse, de llegar a un nivel de mayor funcionamiento y, en consecuencia, de encontrar un trabajo y mayor probabilidad de ser hospitalizado a pleno tiempo, siendo más largas sus estancias en el hospital. Es evidente que sólo los estudios que consiguen analizar el proceso de la esquizofrenia aislando estas variables, nos permitirán tener los datos para arreglar esta cuestión. En cualquier caso, los datos sociológicos que describen la «incompetencia» en pacientes mentales en varias áreas sociales han sido consecuentemente hallados en los países occidentales. 192
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5.5. La enfermedad mental como metáfora
La estigmatización de los enfermos está estrechamente relacionada con la utilización metafórica de la enfermedad, tal como lo propuso Susan Sontag (Sontag, 1978, 1988): «la manera más verdadera de considerar la enfermedad —y la forma más sana de estar enfermo— es la más desprovista de pensamiento metafórico». Sin embargo, dice, «apenas le es a uno posible establecer su residencia en el reino de los enfermos de forma imparcial por las espeluznantes metáforas que en él habitan». Añade, en otro lugar , que «estigmatizar a ciertos grupos de personas enfermas es una necesidad básica de la sociedad Así, cualquier enfermedad es tratada como un misterio y es considerada moralmente, si no literalmente, contagiosa. De hecho, muchos cancerosos son objeto de prácticas de descontaminación por los miembros de su hogar, como si el cancer, al igual que la tuberculosis, fuera una enfermedad contagiosa. Incluso los nombres de dichas enfermedades parecen tener un poder mágico». Señala que «esta situación inhibe a las personas para buscar tratamiento lo antes posible, o para hacer un mayor esfuerzo en obtener ayuda adecuada». «Las metáforas y los mitos matan», concluye Sontag. Como el lector habrá advertido, las enfermedades mentales, al igual que el cancer o el sida, encajan a la perfección en la anterior descripción porque son consideradas por muchos (incluidos los propios pacientes) como vergonzantes, extrañas y aterradoras. Son metáforas que estigmatizan y violan la identidad de aquellos que las padecen, términos que han desarrollado su propia existencia y que los profesionales hemos aprendido a utilizar con sumo cuidado delante de los pacientes o de sus familias por las reacciones de miedo que producen. Bibliografía ALLEN, M.G. (1996): «When is psychiatric hospitalization required?», en A. Lazarus (ed.), Controversies in Managed Mental Health Care (vol. ch. 10, pp. 129-142). Washington: American Psychiatric Press. ANGERMEYER, M.C., D. KLUSMANN y O. WALPUSKI (1988): «The causes of functional psychoses as seen by patients and their relatives II. The relatives’ point of view», European Archives Of Psychiatry And Neurological Sciences, 238, 55-61. BROWN, G.W. (1959): «Experiences of discharged chronic schizophrenic patients in various types DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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JOSÉ GUIMÓN
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Erotismo
Erotismo Philippe Sollers señala que la teoría de la Economía General de Bataille «ha quedado como una de las bases más insistentes de su sistema, de su no-sistema en el sistema».1 Con esta teoría el autor de El erotismo, pretende «hacer ver claro el principio de una “economía general”, en la cual “el gasto” (“el consumo”) de las riquezas es con relación a la producción, el primer objetivo».2 Se establece así que existen dos tipos de gasto: el productivo que se refiere al crecimiento, expansión y acumulación de energía de los seres vivos, y el improductivo referido a la pérdida de energía, a la refutación de la necesidad y a la expresión del sinsentido. Conforme a esto, los organismos utilizan parte de la energía a su disposición para el crecimiento y, en cuanto su expansión ya no es posible, se hace necesario dilapidar, perder la energía sobrante para evitar que el organismo sea destruido. La vida humana, acorde a ello, se ordena también según el principio de la pérdida pero en el ámbito humano las relaciones entre gasto productivo e improductivo se explicarán con base en las categorías de «interdicto» y «transgresión». Según Bataille, el hombre no es un animal, no tiene posibilidades de «regresar» a un estado pre-humano, pues su surgimiento es precisamente un punto de no retorno que se inicia con la aparición del trabajo. En esto precisamente consiste el interdicto de la animalidad y de la muerte, es decir, en la prohibición del regreso a un estado de completa indistinción. Significa el establecimiento de lo humano y de la conciencia misma: la postulación de legalidades y órdenes, de lugares y prácticas, de formas de saber, todo ello basado en finalidades que se presentan como necesarias y que Bataille unifica en el principio del gasto productivo, de la conservación, de la postergación del goce y el placer en aras de la acumulación. Por su parte, el gasto improductivo atañe en la sociedad humana a una serie de prácticas como el erotismo, las construcciones suntuarias, el juego y lo sagrado. Todas ellas se ordenan según una determinación fundamental, a saber, que para el hombre el gasto improductivo reviste siempre el carácter de transgresión del interdicto pero ésta «difiere de la “vuelta a la naturaleza”: levanta el interdicto sin suprimirlo».3 194
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La Economía General establece que no hay ningún tipo de continuidad natural que preceda y determine al hombre puesto que a fin de cuentas, según Bataille, el hombre es un despilfarro inusitado de la naturaleza cuya historia no es más que el relato de una erección —de la transformación de la posición horizontal a la vertical— en donde se han inscrito las condiciones de posibilidad para la conformación del mundo del trabajo fundado en la voluntad y la conciencia. La prohibición en que se erige el trabajo es la posibilidad misma de no retorno a ese estado de indistinción animal y la puesta en juego del sentido. «EL MUNDO DEL DISCURSO ES EL MODO DE SER DE LA PROHIBICIÓN. Ese “mundo” hace del lenguaje el instrumento de un sentido, coordina a los enunciados que tienen a la “verdad” por objeto».4 El hombre no está en el mundo como «el agua dentro del agua»,5 sino que ha conformado un mundo propiamente humano con relación a la conciencia. El estado de animalidad es para el hombre un estado de muerte, ausencia de razón y de sentido. La muerte, afirma Octavio Paz, «es un garabato: un signo no sólo indescifrado sino indescifrable, y, por tanto, insignificante».6 Ser hombre implica establecer una distinción, una separación por lo que vivir nuestra propia muerte es una irrealidad. El orden real, el mundo del proyecto, rechaza la muerte como irrealidad pero se organiza por ella. Por ello, ahí donde la continuidad se revela, la muerte aparece develando la mentira de la discontinuidad, la ausencia de duración. La acción introduce lo conocido (lo fabricado), después el entendimiento que le es ajeno refiere, uno tras otro, los elementos no fabricados, desconocidos, a lo conocido. Pero el deseo, la poesía, la risa, hacen incesantemente deslizarse a la vida en sentido contrario, yendo de lo conocido a lo desconocido. La existencia finalmente descubre el punto ciego del entendimiento y se absorbe en él todo entero.7
En los momentos soberanos, de pérdida y exceso, la conciencia de sí deja de ser conciencia de algo pues «ya no tendrá nada por objeto»,8 sino que se resolverá en el puro gasto, en la pura pérdida. La Economía General es producto de la preocupación fundamental de Bataille por construir un conocimiento de aquello que, por su naturaleza, es inaccesible al saber: la muerte, la ruptura del Yo, de la identidad, del sentido; momentos soberanos que escapan DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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a la objetivación porque su emergencia afecta al sujeto. El problema de la constitución y pérdida de la identidad —expuesto previamente en Sacrificios y posteriormente, desarrollado con mayor amplitud, en La experiencia interior— es tratado por primera vez en una aproximación llamada la «improbabilidad del Yo». En este acercamiento, Bataille toma como punto de partida la carencia de fundamento ontológico del hombre dada por la improbabilidad misma de su venida al mundo: antes del hombre no está más que el vacío, la Noche, el silencio. Hablar de este vacío, de este silencio, es aludir a él mediante una ficción en la que se pretende dar un sentido a aquello que en rigor no es ni esto ni aquello sino simplemente sinsentido. En esta ficción, que es la teoría de la Economía General, se plantea que el hombre es recusación constante de cualquier carácter natural que quiera atribuírsele, y ello lo compromete incesantemente al vacío. Ahora bien, este vacío constituye la improbabilidad infinita de la que proviene: las identidades separadas que somos no son producto más que de un enlace coyuntural donde nuestra posibilidad se funda; si cualquier elemento se hubiese modificado en ese momento, en lugar de ese Yo se encontraría un otro. Nuestra presencia sobre ese vacío «es como el ejercicio de un frágil poder, como si ese vacío exigiese el desafío que le lanzo, Yo, es decir, la improbabilidad infinita, dolorosa, del ser irremplazable que soy».9 El Yo es ese «frágil poder» que ejerce contra su misma improbabilidad; quiere negarla desde su identidad. Por su identidad, el Yo está dentro del orden de lo homogéneo reducido por la conciencia a ser un objeto sólido, un mero instrumento de producción, creyéndose lejos de la insensatez del torbellino de la vida. El Yo difiere así de «aquello que existe». Lo que existe no es más que la improbabilidad, lo gratuito, lo que carece de sentido; por esto, el Yo aparece como una no-existencia, como una construcción ilusoria. La «naturaleza humana» no es más que un artificio, una ficción de identidad, por medio de la cual nos configuramos un rostro; rostro sin el cual el estatuto humano no hubiese sido posible. Es decir, que sólo como ilusión el Yo responde a la exigencia de la vida humana y social que es negar su improbabilidad —puesto que esta negación permite que el mundo aparezca como necesaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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rio, es decir, con fundamento y sentido, por medio del establecimiento de identidades, de relaciones de interdependencia y de la sucesión cronológica de las cosas. El Yo aparece entonces como el corte dentro de la inmediatez del mundo, de la indistinción animal; sin embargo, aunque el Yo es fundamento de todo valor, el Yo no puede escapar aunque se resista, al incesante movimiento de vacío que lo constituye, pues, no siendo más que un valor, el Yo no es otra cosa más que suerte: [...] todo valor es suerte, su existencia depende de la suerte, que yo lo encuentre depende de la suerte. Un valor es el acuerdo de un cierto número de hombres, cada uno de ellos animado por la suerte, concertados por la suerte, la suerte en su afirmación (ni voluntad, ni cálculo, a no ser después). Imaginé esta suerte no bajo una forma matemática, sino como un toque que concierta al ser con lo que le rodea.10
Esta gratuidad del Yo, esta verdadera «naturaleza» que lo conforma, no puede ser entrevista más que en el límite de la muerte: al morir, el Yo percibe sin escapatoria su naturaleza desgarrada; el Yo-que-muere abandona el acuerdo con una realidad común y percibe lo que le rodea como un vacío y a sí mismo como un desafío de ese vacío. En el halo de la muerte, en la intensidad del dolor, cuya sensación es incompatible con la «tranquila unidad del Yo», el Yo-que-muere ve realizada su esperanza de hacer retroceder los límites del «sueño de la razón»; la muerte, inaccesible e inefable, hunde en el sinsentido al hombre ideal que encarna la razón. Sin embargo, esta revelación del Yoque-muere no se produce cada vez que la simple muerte se revela a la angustia; supone la soberanía en el momento en que es proyectado en la muerte. La muerte entonces deja de aparecer como una necesidad de aniquilación y se presenta como la avidez pura de ser Yo: no es más que el dominio donde infinitamente se levanta el imperio del Yo que, a su vez, no es más que vértigo. En el límite de la muerte, el Yo-que-muere accede al éxtasis de la ruptura de sus límites y acepta la ilusión como descripción adecuada de su naturaleza. En el límite de la muerte, en el curso de la visión extática, el Yo y su ilusión —que no se libera más que fuera de sí— no deja de tener algún objeto; objeto que es «catástrofe» porque el Yo-que-muere lo ha creado: 195
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Este objeto, caos de luz y sombras, es catástrofe. Lo percibo como objeto, empero, lo forma a su imagen, al mismo tiempo que es su reflejo. Al percibirlo, mi pensamiento se hunde en la aniquilación como en una caída en la que se lanza un grito. Algo de inmenso, de exorbitante, se libera en todas direcciones como un estruendo de catástrofe; esto surge de un vacío irreal, infinito, y juntamente se pierde en él, como un choque de brillo enceguecedor.11
Al igual que el Yo vivo proyecta su imagen sobre los productos de su trabajo en un tiempo lineal, mensurable y con sentido, el Yo-quemuere proyecta su imagen hacia la «catástrofe», al tiempo libre de toda cadena, al cambio puro. Sin embargo, el Yo, siempre renuente a rebasar los límites, a alcanzar los extremos donde quedaría desgarrado, convierte ese horizonte nocturno, ese vacío, en un espejo donde quede reflejado impidiendo de ese modo entregarse a la pérdida y al sinsentido que lo abrirían a la plena variabilidad e indeterminación de su identidad. Este reflejo especular del Yo-que-muere que imposibilita hablar de un desgarramiento del Yo como ilusión de una identidad, hace a Bataille proponer una nueva noción del Yo ligada a una teoría del cuerpo o fábula de la hominización llamada el «ojo pineal» que, de acuerdo con Foucault, «gira entorno al ateísmo y la transgresión».12 Esta fábula-ficción aparece, como precisa Bataille, como la búsqueda de un absurdo dado en la angustia que nos permite recusar la pregunta por el origen para dejarnos despojados del sentido garantizado por el orden real y abiertos al sinsentido de lo desconocido. El hombre ha negado la naturaleza en el proceso mismo de su elevación del suelo: el cuerpo ha adquirido estatuto humano en el paso de la posición horizontal a la vertical, a la posición erecta y contra-natura. El hombre, sin embargo, no se entrega a esta aventura ascensional sin resistencia, pues los ojos en posición horizontal —este aparato de la visión que no es más que la materialidad de la inteligencia, según Bataille— nos siguen religando al reino de la necesidad y la utilidad. El hombre se ha levantado hacia el cielo pero permaneciendo, paradójicamente, territorializado por su mirada fija en el suelo. No son los ojos de la cara los que pueden mirar el cielo; esta mirada le corresponde al ojo pi196
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neal. Este tercer ojo que se abre paso a través del cráneo es «la imagen y la luz desagradable de la noción de gasto»13 pues no tiene otro fin que mirar cara a cara a ese ilusorio «azul del cielo», tan ilusorio como la muerte. Este ojo […] no es obra de mi razón: es un grito que se me escapa. Pues en el momento en que la fulguración me ciega soy el fragmento de una vida rota, y esa vida —angustia y vértigo— al abrirse sobre un vacío infinito, se desgarra y se agota de un solo golpe en ese vacío.14
Esta hendidura del cuerpo en el centro de su equilibrio, la cabeza, lo convierte, como anota Barthes, en el «espacio del no importa dónde»;15 el cuerpo no comienza ni termina en parte alguna, es ese «continuo» del que nos hacemos, para nosotros y para los demás, un «discontinuo» aparente a través de una operación subjetiva-colectiva que le da sentido mediante la intrusión de un valor: el Yo. El cuerpo presta al Yo la quimera de una unidad sustancial; pero no siendo el valor más que la «coincidencia azarosa entre los hombres», ni el Yo ni el cuerpo son necesarios. El cuerpo no es más que un «volumen en perpetuo derrumbamiento», lugar de incidencia de la transgresión, instrumento de disolución y desmoronamiento de los límites del Yo mismo. El ojo pineal apunta, a través de la angustia, a la contemplación del sol, a ese vértigo celeste que no es más que un vacío infinito. La angustia posibilita la ruptura del Yo y de la ordenación. Sin embargo, el ojo pineal no es la destrucción de la razón y del cuerpo, aunque sí de la naturaleza y de su naturaleza humana; reclama la dislocación del cuerpo y la razón. Mientras que la materialidad corporal de la razón —que son los ojos en posición horizontal— nos mantiene unidos al orden real que vemos como objeto; el ojo pineal, por su parte, nos lanza hacia la Noche, a la perdición: es una conciencia, que sabe, porque ve, pero ya no tiene nada por objeto. En este sentido, el hombre es una voluntad de autonomía ligada a la puesta en cuestión de la naturaleza. La posibilidad de autonomía no puede ofrecerse al hombre en ninguna «respuesta»; la verdadera soberanía se une al hecho de convertir al hombre en una «pregunta sin respuesta», en un suplicio. Sin embargo, el inacabable cuestionamiento de la naturaleza, la continua reafirmación de su falta de fundamento ontológico, condena al hombre a una DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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estrepitosa caída en el vacío del cielo donde queda comprometida la destrucción de quien ha destruido. Al elevarse, el hombre dirige su mirada hacia ese «ano solar» tan vacío como la muerte, que nos deja desgarrados y distendidos en la ausencia de límites. La caída en el vacío del cielo, esta reducción de la vida a la sencillez del sol, disuelve la dualidad Yo-cuerpo dada por el orden de la producción en una sola imagen. Yo y cuerpo se funden en materia, que no es más que materia humana que se expía, que se pierde por no ser natural. Y es ahí, en la materia, en donde se actualiza la contradicción irreductible entre sentido y sinsentido, entre interdicto y transgresión; es aquello que no permanece, lo que está en constante movimiento y lo que está atravesado por el lenguaje, por los discursos insertos en instituciones y ritos: «la materia, efectivamente, no puede ser definida más que por la diferencia no lógica que presenta en relación con la economía del universo lo que el crimen representa en relación a la ley».16 La discontinuidad no es, pues, más que una mentira del mundo profano: mi cuerpo en verdad no puede estar separado porque el ojo pineal rompe los límites y formas que el lenguaje, el trabajo y el sentido le otorgan. La experiencia de la continuidad, en cambio, es experiencia de lo divino, de lo que carece de límites, y no de Dios como garantía salvadora del Yo. Por eso, dice Bataille: «Dios no es el límite del hombre, pero el límite del hombre es divino. Dicho de otra forma, el hombre es divino en la experiencia de sus límites».17 La postulación de una religión acéfala no otorga tranquilidad alguna; por el contrario, desgarra al Yo cuando éste se deja abrasar por lo desconocido e incognoscible del lazo de la muerte: el insostenible Yo que somos se pone inacabablemente en juego por la comunicación. El proceso de comunicación implica una serie de «recorridos ardientes» de un ser a otro, una puesta en juego del sí mismo y del otro, que los lleva a la ruptura y desiste de la fantasía agobiante del ser aislado y discontinuo en que nos ha conformado este juego de interdicción que nos regula y determina. «Toda (comunicación) participa del suicidio y del crimen».18 El estado de comunicación nos empuja a caer en el silencio, en la culminación del lenguaje; pero, aunque el Yo y la palabra emanan de este silencio y aunque el fundamento huDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mano no sea más que la pérdida y el sinsentido, el hombre no tiene acceso a ese lugar en donde el Tú y el Yo no existían: ese mundo que no conocemos lo inventamos con la palabra. El lenguaje se ejerce a través de discursos insertos en instituciones que constituyen los sujetos y de las prácticas que éstos efectúan. El lenguaje es, de este modo, la sustitución de la inmediatez de la vida. Es el soporte de las divisiones y de los cortes dentro del sentido. Pero los discursos, como las formaciones sociales, son enfrentamiento de fuerzas, terreno siempre inestable, en donde no todo está determinado y en donde los actos transgresivos desdibujan las fronteras garantizadas entre la razón y la sinrazón, dando lugar a las transformaciones de los seres y de la estructura social. La transgresión exige la presencia de los otros e implica romper de alguna manera con el Yo; dicha ruptura no ha de ser una pérdida absoluta de sentido pues ello implicaría la salida del ámbito de lo humano, o bien, en el afán de conseguirla, un estado de indefensión total frente al orden que se trata de romper. El desgarramiento del orden de la actividad tiene que explicarse tomando en cuenta la relación mutua entre el aspecto individual y colectivo de la cuestión: tal es el objeto de la teoría de la Experiencia Interior. Pero antes, Bataille ha necesitado construir dos nociones fundamentales, íntimamente relacionadas con su descripción y análisis del Yo y el cuerpo: el ipse y el tiempo. La elucidación de estas nociones se inserta dentro de una ficción sobre el ser llamada el «laberinto de los seres», en donde Bataille afirma que el ser es inaprehensible, no puede ubicarse en parte alguna pues no es otra cosa que un movimiento demencial de energía que se hurta a la orientación fija. En el incesante flujo del movimiento cósmico, del choque y entrelazamiento de fuerzas, se conforman remolinos azarosos de energía que dan lugar a la aparición de los seres particulares. La composición de los seres es laberíntica e incierta y por lo mismo no puede encerrarse al ser en un elemento simple e indivisible —de ahí que el Yo no pueda, ni con mucho, ser la manifestación plena del ser. Fue una especie de hombre torpe —que no supo resolver la intriga esencial— quien limitó el ser al Yo. En efecto el ser no está en ninguna parte y fue un juego percibirlo en la cumbre de la pirámide de los seres particulares.19 197
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El hombre no escapa a este carácter compuesto que lo liga a los torbellinos incesantes del ser. De esta forma, el hombre posee lo que Bataille llama ipseidad, que es precisamente la composición casual de los seres. El Yo, elemento simple e indivisible, no puede encerrar al ser porque en principio el hombre se desenvuelve como ipseidad.20 Además, es precisamente la misma ipseidad, el carácter compuesto y casual de su constitución, la condición de que el Yo pueda aparecer como un objeto simple, como un alivio para la contingencia. De la misma forma en que el gasto improductivo adopta el carácter de transgresión en el mundo humano, la ipseidad adquiere, en el caso del hombre, el carácter de ipse, es decir, que su composición y contingencia no son reductibles a la esfera del mundo animal: la composición del hombre se encuentra necesariamente de este lado del puente que ha roto el interdicto. El hombre siempre es sentido materializado en un cuerpo; pero el hecho de que sea compuesto, de que sea ipse, permite explicar por qué ninguna forma puede proclamar para sí la inmutabilidad necesaria. Las autoconciencias que somos, afirma Bataille, son efectos azarosos de combinaciones de fuerzas; los seres particulares se producen como este o aquel ente diferenciable de los demás, pero, por el mismo hecho de no ser más que la consecuencia de un determinado estado de fuerzas, no se puede hablar de que posean una autonomía que les permita existir aisladamente. Los seres particulares, en tanto ipseidades, no son autosuficientes; no soy ni puedo ser autosuficiente porque en principio mi ser no surge de ninguna interioridad que me pertenezca: son los otros los que a cada instante me constituyen en lo que soy.21 El proceso que nos constituye se renueva a cada instante y no podemos hablar de que en algún momento de nuestra existencia, lo que somos, haya sido determinado definitivamente. Explica Bataille: Cada persona imagina, y por lo tanto conoce, su existencia con ayuda de las palabras [...] Lo que se llama vulgarmente conocer cuando el vecino conoce a su vecina —y la nombra— no es nunca más que la existencia de un instante compuesto (en el sentido en que la existencia se compone —como el átomo compone su unidad con elementos simples—) que hizo una vez de estos seres un conjunto tan real como sus partes.22
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El proceso de sujetamiento está constituido por la imaginación y la nominación. En la primera el sujeto adquiere la forma más elemental de la autoconciencia: la certeza de sí; en la segunda, al nombrar y ser nombrado el sujeto se constituye en esta o aquella persona, en este o aquel tiempo y lugar que le vuelven identificable y con relación a los demás. Sin embargo, para Bataille, aunque la imaginación es un momento necesario para la nominación, no implica que entre ellas exista una relación de prioridad temporal, pues, si leemos con cuidado, ambos momentos del proceso de sujetamiento son conocimiento: el hombre imagina-conoce y nombra-conoce. El re-conocerse y conocer a otro es la presencia, la emergencia de un instante de composición que nos hace existir como este o aquel Yo. Como el proceso de sujetamiento se desarrolla en su totalidad a cada instante, una conclusión importante se infiere: que en rigor no poseemos una memoria y una estructura psíquica que garanticen nuestra permanencia; es decir, que en un vuelco del universo lo que hoy somos desaparecería junto con el «viaje de las palabras» que hasta ese momento nos constituyera, porque las formas del gasto productivo, no nacen desde una conciencia autosuficiente que autónoma y voluntariamente enuncia, sino que se nos dan, nos «vienen a la mente» desde los otros. El estudio de la constitución del Yo conduce a Bataille al análisis del «viaje de las palabras», de los giros de sentido que en su movimiento van conformando el mundo. «Basta seguir las huellas, durante poco tiempo, de los recorridos repetidos de las palabras —recomienda Bataille— para advertir, en una especie de visión, la construcción “laberíntica del ser”».23 El proceso de sujetamiento que expone Bataille está atravesado por una relación dialéctica no sintética entre Yo-ipse; lenguaje-silencio, gasto productivo-improductivo. De esta manera, el sujeto no es únicamente un Yo porque posee un vacío, ni sencillamente ipse porque no podemos abandonar el ámbito que ha fundado el interdicto. Que el ipse sea voluntad de autonomía, es decir, que la composición humana sea precisamente la emergencia vista siempre desde el sentido y el mundo del hombre, no elimina el vacío que en el fondo nos constituye, porque ahí emerge otra vez la dialéctica batailleana: el Yo y Dios son homogéneos; el ipse y el DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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todo, contrarios. El Yo busca las garantías contra la contingencia en la proyección de sí y se presenta como el propio todo: no puede dejar de mirarse en el espejo. En cambio el ipse, en tanto es humano quiere su autonomía pero ya no en la seguridad de su imagen sino en la angustiosa unión con el agitado todo que lo compone. En este punto aparece una nueva dimensión del proceso de sujetamiento, porque, en cuanto sólo podemos abordar el sinsentido desde lo humano, Bataille nos muestra que el hombre —Yo-ipse— se juega en el horizonte del tiempo. El proceso de constitución de la identidad, cargado de azares y de vacíos, es un momento de suerte y ésta, admite Bataille, no es otra cosa que el tiempo: Que el tiempo sea lo mismo que el ser, el ser lo mismo que la suerte [...], que el tiempo. Significa que: Si hay ser-tiempo, el tiempo encierra al ser en la incidencia de la suerte, individualmente. Las posibilidades se reparten y se oponen. Sin individuos, es decir, sin reparto de los posibles, no podría haber tiempo.24
El tiempo es el ser, pero no el ser en general, sino el ser particular del hombre. Cuando hablamos del tiempo nos referimos a lo desconocido reinventado a través de las palabras. Es suerte que, por definición, no puede pensarse linealmente —en principio porque su incidencia tiene por efecto individuos formados en el azar sin dirección teleológica. No importa qué hipótesis avancemos respecto al tiempo, todas ellas se refieren siempre al exceso gratuito que nos constituye. «Puedo inscribir al tiempo a voluntad en una hipótesis circular, pero eso no cambia nada: cada hipótesis respecto al tiempo es exhaustiva, vale como medio de acceso a lo desconocido».25 La propuesta de Bataille, la «voluntad de suerte», es voluntad de tiempo, de acceso a lo sagrado, a lo que no transcurre a través de los relojes y que sólo vagamente podemos mencionar como el instante. Se trata de un llamado hacia lo que «aún no es», a lo que no está relacionado ni con el pasado ni con el presente ni con el futuro; «siempre va más lejos», pero no es mi prolongación ordenada por el futuro: es el exceso, la transgresión que nos abre a la continuidad de lo sagrado. El tiempo es la dimensión trágica del ser del hombre. A la vez, el Yo y su acción orientada a DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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la conservación humana buscan «anular la nada del tiempo» y, en sentido contrario, el ipse traza en un instante el carácter irrisorio de las construcciones del trabajo y el orden. La exposición batailleana del proceso de sujetamiento, en el marco de esta dialéctica de desiguales que establece la tensión del tiempo por la dimensión del gasto productivo y del improductivo, implica también una relación del sujeto constituido por la sociedad. El proceso de sujetamiento es político en un sentido profundo que no refiere simplemente a los enfrentamientos por el poder del gobierno sino que apunta más bien a la socialidad global del hombre. Tomando en cuenta la constitución del Yo por el recorrido de las palabras (códigos, signos, valores) que delimitan al cuerpo, Bataille expone la estrecha relación entre la formación del Estado y la del Yo. El orden, el trabajo y el sentido, efectos de la interdicción, construyen una esfera de medios y fines en el que cada cosa es a un tiempo identificable e independiente de las otras, pero, paradójicamente, no es una existencia sustantiva sino únicamente es el eslabón de una cadena productiva que tiende a un fin posterior. Análogamente los hombres se ubican en lugares sociales que los constituyen en medios útiles para la producción o la reproducción, pasan a ser engranes de un mecanismo que pretende eliminar la emergencia del exceso del gasto improductivo. El Yo siempre es un efecto de este orden. Esto contraviene cualquier óptica de sucesión que nos permitiera hablar de que primero, en cierto momento y lugar, fue el sentido y después la identidad. El Yo, sin embargo, se cree elemento simple, busca garantías contra su contingencia fundamental por los senderos de la conciencia. Para afirmar su pretendida necesidad no le queda más que proyectarse en un absoluto, cuyo carácter de simplicidad y exterioridad, de útil, él mismo posee. De esta forma, el hombre puede plantearse a sí mismo responsabilidades y finalidades que, frente a sus ojos, aparecen como necesarios: trabajo y orden. El mundo de la exterioridad lo es de la trascendencia; el sentido quiere dar sentido a lo que es absolutamente trascendente: la muerte. Lo que descubre Bataille en este punto es que si justamente el interdicto constituye seres exteriores, limitados y discontinuos, el «mundo de las cosas» requiere para su permanencia de un centro aglutinador que haga compatibles 199
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todas las esferas de la práctica social; porque el interdicto no se ejerce únicamente a través del proceso de producción de bienes materiales, sino también en las construcciones del saber y del hacer de todo tipo. Este centro, la «cumbre de la pirámide», es lo que Bataille considera propiamente como Estado y tiene su fundamento en la constitución misma del Yo. Las palabras «que nos vienen a la cabeza» nos permiten entrar en relación a partir de nuestra identidad al parecer irremplazable; pero cada término del código es la presencia de una multitud conformada en la misma forma que nosotros: ubicada como un útil, afirmada en su identidad y con un cuerpo limitado y definido. Así, el proceso de sujetamiento nos constituye como el Yo que somos cada uno pero, al mismo tiempo, siembra en nosotros al Estado mismo, a la «cumbre de la pirámide», producido como efecto de la proyección especular de nosotros mismos con los objetos del «mundo de las cosas». Cada ser particular delega a quienes se sitúan en el centro de las multitudes, en su conjunto, la responsabilidad de realizar la totalidad inherente del «ser». De una existencia total, que aun en los casos más simples conserva un carácter difuso, se conforma con una participación en ella. De este modo se producen conjuntos relativamente estables cuyo centro es una ciudad, semejante en forma primitiva a una corola que en su interior guarda como un doble pistilo a un soberano y a un dios.26
De esta forma, el análisis del proceso de sujetamiento de Bataille rebasa visiones reducidas que atribuyen determinado estado de cosas a la intención de tal o cual individuo. Se trata de un proyecto análogo al que expresa Foucault donde es necesario: [...] antes de preguntarse cómo aparece el soberano en lo alto, intentar saber cómo se han, poco a poco, progresivamente, realmente, materialmente, constituido los sujetos, partir de la multiplicidad de los cuerpos, de las fuerzas, de las energías, de las materialidades, de los deseos, de los pensamientos, etc.27
4. P. Sollers, «El techo», en La escritura y la experiencia de los límites, Pre-textos, Valencia, 1978, pp. 116-117. 5. Bataille, Teoría de la religión, Taurus, Madrid, 1975, p. 22. 6. El signo y el garabato, Joaquín Mortiz, México, 1992, p. 247. 7. Bataille, La experiencia interior, Taurus, Madrid, 1980, pp. 132-133. 8. «Hablar de Nada no es, en el fondo, más que negar la servidumbre, reducirla a lo que es (es útil), no es en definitiva más que negar el valor no práctico del pensamiento, reducirlo, más allá de lo útil, a la insignificancia, a la honesta simplicidad del fallo, de lo que muere y desfallece», en Bataille, Lo que entiendo por soberanía, Paidós/ICE/UAB, Barcelona/Buenos Aires/México, 1996, p. 75. 9. Bataille, La experiencia interior, p. 86. 10. Bataille, El culpable, Taurus, Madrid, 1974, p. 87. 11. Bataille, La experiencia interior, p. 82. 12. Theatrum philosophicum, 2.ª ed., Anagrama, Barcelona, 1981, p. 15. 13. Bataille, El ojo pineal. El ano solar. Sacrificios (trad. y presentación de M. Arranz), Pre-textos, Valencia, 1979, p. 63. 14. Bataille, La experiencia interior, p. 96. 15. «Las salidas del texto», en Sollers, Kristeva, Barthes et alii, op. cit., p. 44. 16. Bataille, La noción de consumo, EDHASA, Barcelona, 1974, p. 47. 17. El culpable, p. 127. 18. Bataille, Sobre Nietzsche, Taurus, Madrid, 1979, p. 55. 19. Bataille, La experiencia interior, p. 102. 20. Ibíd. 21. Ibíd., p . 103. 22. Ibíd., pp. 103-104. 23. Ibíd. 24. Sobre Nietzsche, p. 154. 25. Bataille, La experiencia interior, p. 184. 26. Bataille, «El laberinto», en Palos V, México, junio-agosto de 1983, p. 134. 27. «Curso del 14 de enero de 1976», en Microfísica del poder, 2.ª ed., La Piqueta, Madrid, 1979, p. 143.
GERARDO DE LA FUENTE LORA LETICIA FLORES FARFÁN
Notas
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1. «El acta Bataille», en Sollers, Kristeva, Barthes et alii, Bataille, Mandrágora, Barcelona, 1976, p. 25. 2. Bataille, La parte maldita, EDHASA, Barcelona, 1974, p. 51. 3. Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1980, p. 53.
Concebido en la modernidad, junto al tiempo y en relación con él, como condición a priori de la sensibilidad (con el concurso y la venia de Kant, evidentemente), el espacio no se ha beneficiado —sí, por el contrario, el tiempo— de una
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suficiente reflexión filosófica hasta hace muy pocos años. Si a lo largo del siglo XX el concepto de espacio ha sido habitual en las obras de arquitectos y urbanistas, de geógrafos y sociólogos, parece que su carácter «condicionante», equivalente al del tiempo, no incitó a la filosofía tanto como el de este último. Tal vez porque la modernidad haya vivido bajo el patrocinio de la historia (o haya consistido en el pre-dominio de la historia) y esta se extiende y se distiende en el tiempo, el espacio, inmóvil y fijo, paciente y subyacente, no ha requerido atención adecuada. O tal vez porque parece que la humana existencia se halla afectada por el tiempo y por el tiempo infectada, mientras que «solamente» se soporta en el espacio. Y, sin embargo, en el espacio se sostiene y se contiene la existencia humana. En el Espacio máximo de desconocidos límites que, más o menos, equivale al Universo y en los espacios mínimos, inframicroscópicos, infraatómicos o infracelulares; y también, más próximos a la experiencia habitual, en esos «mesoespacios» que se sitúan entre las magnitudes macroscópicas y microscópicas, que van desde el habitáculo hasta el Globo terrestre pasando por lugares, ciudades, regiones, naciones, continentes… Todos ellos son condición —inmanente— de la sensibilidad; y aun parecería que también del entendimiento y de la razón. Todos ellos son condiciones de la existencia y de la co-existencia. En ausencia de confirmación de una base en el griego spadion-stadion1 la palaba espacio (espace, space, spazio) procede del latín semiculto spatium que designa un terreno abierto, un campo hábil para correr o para pasear (sentido que se mantiene en el alemán spazieren, también semiculto), un terreno, por ello que se entiende «exterior» y «público», y que podría considerarse como dato inicial, o como mera naturaleza. En alemán, sin embargo, el término que cabe traducir por espacio (Raum) procede del teutónico ruun, que da room en inglés o ruimte en holandés. Derivado del adjetivo común altogermánico ruuma relacionado a su vez con el avéstico ravah- y con el latino rus (ruris) designa espacio, sí, pero un espacio que ha sido previamente «abierto» o despejado, un espacio que se ha conseguido o ganado; delata el término Raum la actividad, humana, en la elaboración y en la «conquista del espacio».2 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Encontrarse en el espacio abierto o provocar la apertura, saberse en el espacio o conquistarlo. Esa parece ser la alternativa que la historia de las palabras descubre y describe. O, más que la alternativa, la alternancia que indica la posición del humano y su trabajo creador: desde el espacio, sobre el espacio. Que puede aparecer, a la vez, como ilimitado y susceptible de delimitación, como determinado y susceptible de determinación. Determinación y delimitación son condiciones del orden, de todo orden. Y orden, u órdenes, es lo que descubre la mirada en los diferentes hábitat que la condición humana se ha dado, los que ha elaborado en su existencia y con su experiencia. Órdenes que, a una percepción no entrenada, o excesivamente complaciente con el propio entramado de relaciones, con las disposiciones habituales de sus palabras y sus cosas, le puede frecuentemente parecer caos. Pero orden delata la gruta prehistórica, o el claro abierto en el bosque a efectos de culto o reunión, o la ciudad antigua, cruzada por sus dos principales avenidas, o la Roma quadrata. Determinadas y determinantes, esas experiencias de orden son el resultado de una intervención técnica; una intervención en la que la técnica todavía conserva y guarda la presencia del arte. Esas experiencias son, también —o sobre todo—, sustracción al espacio in-finito, in-menso; son acto —violento, si se quiere— de apropiación: o verdadera violencia fundadora, que antecede a la estudiada por Benjamin o Derrida. Del espacio in-finito se hace lugar al establecer límite, valla o cercado, al talar o despejar el bosque o el matorral. El espacio continuo se ve así fracturado, cortado por discontinuidades que establecen diferencias cualitativas, niveles y jerarquías: un ámbito sagrado, por ejemplo, un espacio separado y protegido, un espacio segregado del bosque o la llanura, un espacio capturado, captado y conceptualizado. Así el temenos griego, o incluso anterior, y el templum romano son el producto de un corte, de una segregación. Y se alzan como territorio sagrado en la medida (y por la medida) en que representan una intervención, o una sustracción fundadora de culto y cultura. Lo mismo que la tierra de labor; también ella, en este sentido, sagrada, ha sido separada, sustraída para el cultivo. 201
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Cultivo, culto y cultura, ámbitos de actividad y contemplación, de acción y pensamiento, escenarios en los que se gesta —y se gestiona— la experiencia humana, aparecen inicialmente como dibujo, diseño y designio en el espacio: en un espacio que, ya, cultivado y culturizado, se expone como condición de existencia. No se discute aquí que el humano haya trabado combate —singular y plural, individual y colectivo— en, con y contra el tiempo. Y que la intervención, también de-marcadora, de-limitadora, en el flujo temporal haya propiciado ritmos de actividad o labor, de celebración, culto y guerra, días fastos y nefastos, también ellos segregados. Como no se discute que el orden y la medida se experimenten también en el decurso del tiempo: en la alternancia del día y la noche, en los ciclos solares o lunares, en el devenir y retornar de las estaciones. Lo que ocurre es que la ley —férrea ley— del tiempo se conjura y se conjuga con la ley del espacio. Y ambas de consuno son condición de orden, condición de existencia; o condiciones de toda experiencia posible. Pues la ley de la posibilidad y la posibilidad de la ley implican pro-posiciones, condiciones pro-puestas de(l) poder. Y, en primer lugar, del poder ser, del poder estar. Despejar una estancia, o promover un intervalo, es la genuina actividad creadora, previa a cualquier edificación. Bien lo sabía el cronista de la creación en el mito semita (Gen. 1, 1-18), que narra el episodio como una sucesión de separaciones y reuniones, de delimitaciones y demarcaciones que abren espacio y tiempo, escenarios en los que tendrá lugar la completa aventura de la vida (vegetal, animal y, finalmente, humana); o en los que tendrán lugar la producción (vv. 11 y 24), la expansión y el dominio (vv. 26 y 28). El imperativo «fiat» del Dios bíblico es el arquetipo, efectivamente, de la creación, de una «tecnopoiética» que delimita y separa: la luz de las tinieblas, las aguas superiores de las inferiores, la tierra de los mares, el día de la noche. El arte de la separación crea espacio y da lugar (y tiempo). Trazar una línea es circunscribir un hábitat, y prefigurar hábitos y habitantes, divisiones y decisiones normativas que presuponen el gesto creador inicial e iniciático, gesto que se repite en la fundación de ciudades, en ese 202
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acto in-augural que invoca cielo y tierra y se consuma con un trazo, con una marca de limitación. Ocurre también que el espacio que así se abre, o el lugar que se augura y se inaugura, tiende pronto a cerrarse, que el trazo de apertura puede ser (suele ser) también trazo de clausura; y que la demarcación se prolonga en líneas de fractura: de exilio, de hostilidad, de combate. Caos es el «espacio» infinito, no demarcado o no trazado. Caos es el bostezo informe que, según Hesíodo, era en el principio, o era el principio. La línea o el trazo, la separación en cualquier caso, dan lugar (tópos) o espacio propiamente dicho, el que puede ser, con trabajo, violencia o astucia, habilitado y habitado (jóra): recipientes y contenedores hospitalarios en los que se cursa la experiencia y que cobijan la existencia. Pues espacio y lugar son cercos o límites sagrados de protección (el lugar, dice Aristóteles —Fis. IV 4, 20—, es el primer límite inmóvil de lo abarcante: tou periéjontos péras akíneton proton). Inmóvil y, frecuentemente, impasible, el lugar, apertura de hospitalidad, es también clausura que proyecta hostilidad. No ambigüedad sino intrínseca duplicidad de toda línea, de cada trazo. Quizá todo el drama del humano, el drama de su existencia, se proyecta desde la primera línea que se traza, desde esa línea que crea espacio y da lugar: también al horror. Notas 1. La hipótesis fue tempranamente sugerida por Mommsen y no cuenta, hasta donde me consta, con muchos partidarios, aunque resulte atractiva por muchos conceptos. 2. Véanse al respecto las páginas que, en discusión con Heidegger, dedica Félix Duque a la noción de espacio en su libro Arte público y espacio político, Akal, Madrid, 2001, pp. 8 y ss. Y también el texto «Despachando vacío en verdad. Obra plástica, otra plástica», en: Heidegger y el arte de la verdad, Universidad Pública de Navarra, Pamplona, 2005.
PATXI LANCEROS
DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Esperanza
Esperanza En diciembre del año 2002 las calles de Santiago de Compostela se llenaron, como siempre y mucho más que siempre, de paraguas. Esta vez no sólo era lluvia. Era indignación, era una protesta, una marea de paraguas, como muestran las hermosas imágenes con las que Xurxo Lobato recogió la memoria de aquella tarde.1 Este título y la alusión a una fotografía que muestra una calle de piedra abarrotada de paraguas indignados puede parecer una provocación. Provocación un tanto ingenua para quienes se acerquen a esta página con benevolencia, y para otros, quizá un intento extemporáneo y algo impertinente de reencantamiento, o tan sólo una brizna de escapismo desmemoriado rayano en la obscenidad. No pretendo ni escapar ni reencantar, puede que sí provocar. Precisamente porque nuestra forma de vida exhibe patologías institucionalizadas y nos encauza hacia objetivos que, sin su amable revestimiento publicitario, probablemente no escogeríamos, entiendo muy apropiado y necesario traer a la memoria una de las claves humanas más arraigadas en nuestra cultura occidental: la esperanza. Porque, en realidad, se trata justamente de eso. Creo que esta palabra no nombra sencillamente una virtud de la que se apropió el cristianismo para presentarla como uno de sus rasgos más básicos y fundantes. Si la tradición cristiana pudo realizar esa elaboración es porque se trata de una clave existencial, de un mecanismo tan arraigado en la condición humana que no hay cultura que no haya generado motivos de esperanza en sus historias, sus mitos, sus posibles e imposibles y su arte. Si se trata, como pretendo mostrar, de un «existencial», entonces debemos explicarlo para poder recuperarlo, para no dejarlo languidecer y con él, marchitarnos nosotros. Si es un existencial, no es algo que podamos amputarnos sin perder o perdernos. Y a pesar de todas las violencias (que son muchas y todas gratuitas, me atrevería a decir) y todas las negruras, ejercitar la lucidez de la esperanza sigue siendo un acto de transgresión, es decir, de no-acomodación y no-conformidad con lo dado, y por tanto de coraje, de empatía y de justicia. Por eso es tan necesaria; también y por lo mismo, peligrosa. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Efectivamente, es una «marea» de paraguas. Fue una tarde lluviosa, como tantas en noviembre en Santiago de Compostela. Pero no es espontánea. Es una protesta de colores frente a la negrura y a la inepcia que desembocó en catástrofe ecológica y humana y que tenía el irónico nombre de Prestige. Es gente puesta de pie que supo que las cosas podrían haber sido de otro modo de haberlas pensado de otra forma, con otros intereses, conforme a otros objetivos. Se podría haber evitado. Se le vio venir, como tantas otras situaciones derivadas de decisiones y haceres humanos. Se prefirió dejarlo estar. Y la reacción fue imprevista y enorme en una multitud supuestamente aletargada. Porque no sólo se trató de protesta y de rabia. La mirada, siempre más amplia, buscó el modo de articularse en la olvidada dimensión del futuro e inventó modos (memoria, fantasía) de permanecer intentando «que no vuelva a pasar», ni aquí ni en ninguna otra parte. Y esto es, ni más ni menos, que esperanza practicada, efectiva. En este juego de encuentros y desencuentros entre ese plano de realidad que llamamos objetivo y ese otro que acostumbramos a despreciar como residual y denominamos subjetivo, se despliega el ámbito propio del existencial «esperanza». La cosa comienza, como casi todas, con el modo en que percibimos la realidad que nos rodea, como si de forma instintiva tuviésemos la necesidad de corregirla. La percibimos como muestra su apariencia, pero enseguida la teñimos con nuestro deseo que la viste con la forma de lo mejor. No es posible una mirada desprendida del cariz del deseo. Nuestro quehacer, de hecho, supone un salir de nosotros mismos hacia algo que está afuera, un encaminarnos hacia aquello que pudiera satisfacer las necesidades que constituyen esa curiosa actividad que llamamos vida. Pero lo que realmente nos distingue, pues hasta aquí compartimos condición con cualquier animal, es que nuestro deseo, matizador de miradas, suple las inadecuaciones propias de las cosas que percibimos y la objetividad nos entrega, reclamando el concurso de la imaginación y la fantasía. Desear entonces no es sólo apetecer algo, sino completar lo apetecido, adecuarlo a la medida del que apetece dentro del contexto en el que ambos se encuentran. Desear es recoger 203
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Esperanza
lo que el mundo ofrece para proyectarlo sobre la imaginación y dejar que la fantasía lo complete perfeccionándolo. Ésta es la primera trasgresión de la que se alimenta y en la que nace la raíz de la esperanza, la primera superación sobre lo dado. Sin embargo, lo sabemos, el deseo del que hablamos es todavía muy pasivo, es decir, desear algo no significa en absoluto movilizarse en pos de aquello que se imagina como objeto de deseo. Incluso es posible desear representaciones u objetos en abierta contradicción entre ellos o que no mantienen ningún tipo de conexión con la realidad objetiva. Ésta es la enorme fuerza del deseo, que permanece allí donde nuestra voluntad, nuestro querer, admite su derrota y se retira. El deseo atesora una imagen, una representación de lo mejor, de lo que debe ser, capaz de seducir de nuevo al querer para que se ponga a trabajar para conseguir esa representación atesorada en la memoria. No todos nuestros deseos requieren de voluntad. Muchos se agotan en su representación y no aspiran más que al reino de la fantasía. Pero todos los movimientos de nuestra voluntad están precedidos siempre por la elaboración de un deseo. No podemos olvidar que todo este proceso del que venimos hablando supone un movimiento emotivo, una conmoción de las entrañas, un sentirse afectado tanto por lo percibido como por lo representado como objeto de deseo. Este movimiento de las entrañas, espontáneo e inmediato, no puede ser ignorado de ninguna de las maneras. Puede, eso sí, ser disimulado, pero incluso la representación y el pensamiento se pliegan a este mundo de los afectos. No sólo se pliegan, se rinden, se repliegan y se someten. No obstante, no podemos sin más darnos por entregados a la tiranía de unos movimientos de las entrañas con los que no cupiera más relación que la del sometimiento. Ni mucho menos. Afectos y deseo comparten un rasgo común: ambos se dirigen hacia algo externo, algo más allá de nosotros mismos. Este rasgo es el que aprovechan la imaginación y la fantasía para enredarnos en la maraña de la esperanza. Los afectos y deseos más miopes y primarios se contentan con lo que está al alcance de la mano, con lo ya dado, lo ya existente. Estos afectos son, en realidad, muy poco 204
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significativos, muy corrientes, casi vulgares. Pero hay otros afectos más elaborados, hipermétropes, cuyos objetos no son alcanzables de forma individual o bien no están disponibles en la realidad material presente. Estos afectos y deseos se realizan en la duda: no mueren, no dejan de tender hacia su objeto, sencillamente no pueden alcanzarlo... por ahora. Sólo pueden anticiparlo, pueden representarlo, imaginárselo, fantasear con él sin tocarlo. Estos afectos y deseos son la raíz primera de la esperanza. Este afecto, este movimiento de las entrañas que busca la satisfacción de un deseo en un futuro mediante la anticipación de su objeto en su forma más perfecta, es el más importante de los afectos que cabe detectar en el ser humano. Más que el miedo o el temor, que son afectos nacidos bajo presión y que apuntan a una destrucción, a una disolución en la nada como anticipo. La esperanza es el afecto más radical porque en él se mantienen abiertos todos esos deseos irrenunciables del ser humano, y se mantienen abiertos en lo mejor, en su posibilidad de realización, en su capacidad de enfrentamiento y transformación de una realidad objetiva que todavía no se ha conformado a la descomunal medida del deseo que la acosa para que entregue lo mejor de sí misma, su propia perfección, que es también la de quien la desea. En este punto es donde la esperanza, movimiento esencial de las entrañas del ser humano encaminado a su relación con el mundo objetivo que le rodea y del que forma parte, se hermana con la utopía. En castellano hemos olvidado la diferencia entre quimera y utopía. La quimera es lo que se propone a la imaginación como verdadero sin serlo; la utopía es lo que se propone pareciendo irrealizable en el momento en que se realiza la propuesta. Creo que la diferencia está clara. La quimera se alimenta de desencanto, de la necesidad de escapar y de un déficit de compromiso con los dos planos de realidad que venimos proponiendo desde el principio. La utopía sólo es posible pensarla alimentada por la esperanza, recogiendo un deseo que cose esos dos planos de realidad buscando una total adecuación, un desarrollo de la mayor perfección que quepa imaginar en ambos en el logro de su más acabada identidad. La utopía es lo posible medianDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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te la transformación de determinadas condiciones objetivas, y es la cristalización, el poso, la expresión de la esperanza. No voy a detenerme ahora en la enumeración y análisis de las ensoñaciones utópicas salidas de la mente humana en su historia. Me contento ahora con dejar constancia de que sin este humus no sería posible entender manifestaciones artísticas, religiosas e incluso técnicas que se nos ofrecen como mejora y oportunidad. Lo que sí quiero hacer es destacar que en la medida en que recortamos nuestros sueños o asumimos por contagio su supuesta inutilidad, estamos renunciando al deseo que es el modo elegido por el impulso vital para habitar al ser humano. Aquí caben mil matizaciones. No sólo caben, sino que son necesarias. Ningún sueño de más vida, por muy hermoso y seductor que se presente (tenemos varios ejemplos en la reciente historia del siglo XX y me temo que en lo que va del XXI), merece el sacrificio de una sola vida humana. La clave aquí no reside ni en la comprensión del mecanismo de la esperanza ni en el modo de cultivo de la producción de la fantasía. La clave está en el asiento del acento del pensamiento que considera que puede destruir la objetividad en lugar de modelarla buscando el crecimiento en paralelo de lo dado y lo propuesto. Ambos deben salir de sí hacia sí mismos, pero nunca el uno a costa del otro. Una esperanza tirana ya no es esperanza, porque se encierra sobre una única posibilidad de futuro, no mantiene su apertura ni su búsqueda, se desnaturaliza, yerra. Regreso a aquella tarde de lluvia y sus paraguas. Una ensoñación colectiva con las manos manchadas de negro y la garganta irritada y ronca de gritar que no puede ser así. Un ejercicio cabal de esperanza. Consciente de lo que pasa, de sus «por qué» y sus «cómo», no plegada ni doblegada a una objetividad que hubiese podido ser de otro modo, que deberá ser de otro modo. Ensoñación firme, tenaz, eso sí, no violenta. Si insistimos en amputar la dimensión del futuro, si nuestra forma de vida se empeña en recortar sus perspectivas y tonalidades, debemos recordar que la reacción de lo reprimido suele cristalizar en retornos violentos. Asumir la frustración de la distancia entre lo soñado/esperado y lo realizado es entrar de forma consciente y libre en la más radical dinámica de la existencia humana. Es el cultivo de la empatía nacida del cuidado de uno misDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mo y las circunstancias. Y es un ejercicio de coraje y de justicia, elementos necesarios en un tipo de sociedad que, como la nuestra, parece empeñada en enseñar que vivir es un camino de deshumanización, cuando buena parte de eso que llamamos sabiduría abunda en ejemplos de lo contrario.2 Notas 1. Xurxo Lobato, No país do Nunca Máis, Vigo, Editorial Galaxia, 2003. 2. No es cuestión de abrumar al lector con referencias bibliográficas, pero me permito apuntar alguna que sirva de paseo amplio por los asuntos aquí apenas señalados: E. Bloch, El Principio Esperanza, Madrid, Trotta, 2004, vol. I; Javier Martínez Contreras, Las huellas de lo oscuro. Estética y filosofía en Ernst Bloch, Salamanca, San Esteban, 2004; Joaquín Lledó, Utopías para tiempos difíciles, Madrid, Acento, 2003; J. Lens Tuero y J. Campos Daroca, Utopías del mundo antiguo. Antología de textos, Madrid, Alianza, 2000.
JAVIER MARTÍNEZ CONTRERAS
Estética y nihilismo* Entre los aspectos de la filosofía de Heidegger que permanecen más vivos y actuales en el debate filosófico y en la cultura actuales se hallan ciertamente dos tesis centrales: el lenguaje como «casa del ser», y el privilegio del lenguaje poético respecto a cualquier otro tipo o función del lenguaje. En cuanto al primer aspecto, todos sabemos del vigor de esta tesis heideggeriana sobre el «giro lingüístico» que, según una opinión fácilmente compartible, caracteriza una gran parte de la filosofía del siglo XX; y nos consta también lo importante que esta tesis ha sido en los esfuerzos de «urbanizar» a Heidegger, al permitir que su doctrina, a menudo formulada en términos arcanos y difíciles, entrase en diálogo con otras filosofías contemporáneas, bien distantes de la suya (ahí reside, como es sabido, uno de los sentidos del trabajo de K.-O. Apel; pero también uno de los resultados de la hermenéutica de Gadamer). La centralidad del lenguaje poético, por su parte, es un tema que, incluso sin todas las implicaciones ontológicas con que Heidegger la vincula (aunque lo que ocurre a menudo, quizá, es tan sólo que falta una clara 205
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conciencia de ellas), circula ampliamente en el pensamiento y la crítica tanto del post-estructuralismo como de las teorías post-analíticas: por ejemplo, bajo la forma de las «redescripciones» de Rorty1 y de Goodman.2 Sin embargo —como ocurre frecuentemente (y, en este caso, sucedió sobre todo debido a la generalización de las posiciones hermenéuticas, que generó la que fue y sigue siendo en muchos aspectos la koiné, el paradigma común, de la cultura humanística actual)— la amplia recepción de las dos tesis heideggerianas que he recordado las ha despojado asimismo de sus contenidos más característicos y teóricamente más significativos. Lo que quiero tratar de exponer en esta conversación es que, para no perder el significado auténtico de esas tesis y, por ello, lo que es para nosotros su peso innovador desde un punto de vista filosófico (puesto que éste, si escuchamos a Heidegger, es el único modo de captar el auténtico significado de una doctrina), hace falta resolver los malentendidos y las simplificaciones de que han sido víctimas tales tesis, reconociendo en ellas más explícitamente su nexo con el cariz nihilista global de la filosofía heideggeriana. Para aclarar qué es lo que quiero decir con esta última expresión, que he explicado en muchos otros escritos y que está en la base de lo que he llamado «pensamiento débil», recordaré aquí solamente una importante proposición que de algún modo concluye la primera sección de la parte publicada de Sein und Zeit. En el parágrafo 44 de la obra, el antepenúltimo párrafo se abre con estas palabras: «Sein —nicht Seiendes— “gibt es” nur, sofern Wahrheit ist. Und sie ist nur, sofern und solange Dasein ist»3 (SuZ, 230).4 De lo que se trata en la apertura del ser que está constituida por la verdad no es del ente, sino del ser. Cuando acaece la verdad, en la apertura de la que el ente es el portador (o pastor, como también dice Heidegger) no estamos ante el darse del ente, sino ante el ir desde el ente hasta el ser. También, y sobre todo, en la forma de una «negación» del (ser) entidad (Seiendheit) del ente. ¿Qué significa, a la luz de esta ciertamente vigorosa afirmación de Sein und Zeit, que el lenguaje es la casa del ser? La lectura habitual de esta tesis, que, por lo demás, es también la más inmediatamente legitimada por el Heidegger del «giro» del que habla el escrito sobre el humanismo, es una lectura que en muchos 206
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sentidos hoy nos parece neokantiana, y que ha encontrado un fiel intérprete en Apel. Las formas a priori de Kant, que condicionan el darse objetivo de las cosas del mundo, en cuanto sólo dentro del marco del espacio y el tiempo y de las categorías del intelecto las cosas son lo que son, se transfieren al lenguaje. Como se recordará, Apel ha hablado de una «semantización» del kantismo, mediante la cual el a priori que hace posible la experiencia se encarna en las estructuras del lenguaje, las cuales no las aprendemos como un objeto de experiencia, sino que las llevamos con nosotros al modo de una constitución trascendental. En esta lectura de la tesis heideggeriana sobre el lenguaje, Apel enuncia tal tesis de un modo que en el propio Heidegger se disolverá pronto, al imponérsele la cuestión de la historicidad. Ya en el ensayo sobre El origen de la obra de arte, de 1936, el lenguaje poético no abre el mundo, sino que abre un mundo. La función de condición trascendental de posibilidad de la experiencia la cumple el lenguaje sólo como lengua histórico-natural de una comunidad; nada de Chomsky, en suma, sino más bien Humboldt y los románticos, y en el fondo también Hegel. El darse de la objetividad de las cosas acaece siempre dentro de marcos históricos que están constituidos por la lengua de una cierta época y sociedad; y esta lengua puede modificarse radicalmente por obra de los poetas y de los eventos «inaugurales» que ellos producen con (algunas de) sus obras. (Incluso la constatación obvia de que los poemas homéricos tienen una relevancia inaugural bien distinta de la de una sonatina de Mozart puede no constituir aquí una dificultad insuperable: ya sea en el sentido indicado por Dufrenne con su idea de la obra de arte como un quasi-sujet, como algo que se nos presenta no como un objeto del mundo, sino como una perspectiva sobre el mundo, que en alguna medida, pues, cambia nuestros modos de experimentarlo; ya sea, como mostraré más adelante, en el sentido de que el equilibrio entre mundo y tierra en la obra de arte puede configurarse de modos diversos, desde un extremo de mundo a un extremo de tierra y, en el caso de lo clásico, a una síntesis perfecta entre ambos —un poco como lo dionisiaco y lo apolíneo en Nietzsche.) Está claro que una lectura semejante de la inauguralidad del arte y del lenguaje poético casa bien con una teoría de las redescripDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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ciones a lo Rorty, y también con la idea de los paradigmas científicos de Kuhn. La historia del ser, para traducirlo todo en términos heideggerianos, es la historia de sistemas de metáforas que sirven para acercar, es decir, para constituir el mundo en la experiencia humana, y que se renuevan según ritmos no previsibles dependientes tanto de la creatividad de «redescriptores» individuales como de otras contingencias históricas (piénsese de nuevo en los paradigmas kuhnianos). Que los eventos lingüísticos inaugurales acaezcan en el lenguaje poético no es ciertamente una tesis que se le pueda atribuir a Kuhn; pero a Rorty seguramente sí, si bien sólo en el sentido de que, en la perspectiva todavía abundantemente «realista» de su neopragmatismo, cada revolución del lenguaje, cada cambio de paradigma, es una redescripción según un nuevo sistema de metáforas que inicialmente —y tal vez para siempre— son sólo metáforas, aunque determinen lo que el ser de las cosas es para nosotros, los individuos, o para la comunidad, en caso de que tengan «éxito». Mas la idea de que las épocas se abran siempre mediante eventos lingüísticos inaugurales —es decir, mediante la poesía—, idea que sirve de cimiento a estas lecturas y utilizaciones de Heidegger, debe confrontarse, ya en el ensayo sobre la obra de arte del 1936, con una dificultad, representada por un pasaje de este escrito que parece haber permanecido como un hápax legómenon en el pensamiento heideggeriano sucesivo. Se trata de la página donde Heidegger habla de diferentes modos de acaecer de la verdad (o sea, de las aperturas dentro de las cuales las cosas vienen al ser). Junto al «ponerse en obra de la verdad», que es aquí el arte y la poesía, Heidegger5 enumera «la acción que funda un estado»; «la cercanía de aquello que no es simplemente un ente, sino el más existente de los entes»; «el sacrificio esencial»; «el pensamiento que, como pensamiento del ser, lo nombra en su dignidad de problema». Mientras que «la ciencia no es en absoluto un historicizarse originario (ursprüngliches Geschehen) de la verdad, sino que es en cada caso la elaboración de un ámbito de verdad ya abierto» (der Ausbau eines schon offenen Wahrheitsbereiches) —donde parece estar leyendo a Kuhn. Este pasaje del ensayo sobre el origen del obra de arte quedó sin desarrollar por Heidegger en dos sentidos: no lo puso temáticaDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mente en relación con la tesis de que el lenguaje es la morada (no una morada) del ser; ni dedicó a los demás modos de acaecer de la verdad un análisis comparable al que reservó a la lectura de poetas y de otros textos «esenciales» de la historia de Occidente (los presocráticos, por ejemplo). Una reflexión sobre estos dos cuestiones abiertas, que aquí debo sólo apuntar, debería conducir, a mi parecer, a las siguientes conclusiones. La enumeración de los varios modos de acaecer de la verdad debe ponernos en guardia contra cualquier lectura trascendental de la relación ser-lenguaje; en otros términos, quizás (y digo «quizás» porque en Heidegger esto no se explicita jamás) que el ser acaezca en el lenguaje no es un hecho estructural que ataña a la naturaleza o esencia eterna de ambos términos; la apertura histórica de la verdad, en épocas del ser diferentes a aquella en que nos encontramos arrojados —la época de la metafísica en vías de cumplirse— puede acaecer como fundación de un estado, como experiencia religiosa o como decisiva experiencia moral o religiosa —ya que a esto parecen aludir las varias expresiones que aquí Heidegger presenta en sus habituales términos auráticos. El hecho de que Heidegger se haya dedicado exclusivamente —o casi (si bien es cierto que tal vez no contamos aún con todos los documentos)— a la lectura de los eventos inaugurales del lenguaje, una vez que tenemos que dar por excluido que él esté pensando todavía la relación ser-lenguaje en términos trascendentales, es decir, estructurales y metafísicos (objetivos), significaría, por consiguiente, que la proposición según la cual el lenguaje es la morada del ser es una proposición «esencial» en el sentido epocal del término: caracteriza, por lo tanto, el modo de darse del ser en la época de la metafísica en que nos hallamos —sin, por lo demás, excluir en absoluto que también los demás modos de acaecer se piensen en relación a la época de la metafísica, aunque sean menos decisivos en ese momento específico de ella que es el nuestro (aquel en el cual la metafísica llega a su fin). (No se olvide que esta relectura de la estética heideggeriana, y sobre todo del ensayo sobre la obra de arte del 1936, no quiere ser una operación «filológica», tendente a verificar historiográficamente el significado verdadero de sus tesis. Repitamos que el significado auténtico de un texto es sólo aquel que, par207
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tiendo ciertamente de su formulación literal, reconocemos en el texto con relación a nuestra específica historicidad —y esto también lo «encontramos» en Heidegger: véase su recensión a Jaspers de 1919.) Respondemos así, con lo que llevamos dicho hasta aquí, a las dos cuestiones que enunciamos al inicio: la relativa al sentido de la relación ser-lenguaje, y la concerniente al primado del lenguaje poético. Se trata, ciertamente, de una respuesta provisional que, empero, nos permite empezar a comprender por qué se trata aquí de poner estas tesis en relación con el «nihilismo» que caracteriza, en mi hipótesis interpretativa, el pensamiento de Heidegger. Nihilismo que se expresa en la frase de Sein und Zeit antedicha: «Sein —nicht Seiendes—...»; es decir, «Ser —no entes— sólo lo “hay” hasta donde la verdad es. Y la verdad sólo es, hasta donde y mientras el “ser ahí” es» (SuZ, 230). Se nos recuerda aquí el hecho de que el llegar a ser de las cosas comporta una específica «negatividad»: aquella por la cual es lícito hablar de nihilismo o, en otros términos, de «debilitamiento» como acaecer ontológico específico. He propuesto en otro lugar (el discurso de celebración del centésimo cumpleaños de Gadamer pronunciado en Heidelberg en febrero de 2000) que consideremos esta proposición de Sein und Zeit como la indicación de un télos, más que como la «descripción» de un estado de cosas —la «verdad» sobre el ser entendida como correspondencia de la proposición a la cosa. Podría darse, así, que no sólo el primado del lenguaje poético, sino también en general el darse del ser en el lenguaje y la negación de la entidad (Seiendheit) a favor del ser, sean trazos característicos de la época de (el fin de) la metafísica, y no —con un salto contradictorio hacia la metafísica objetiva— aspectos esenciales del ser como tal (si fuese posible hablar jamás de nada parecido en Heidegger). Es en la época del fin de la metafísica que el ser se da como lenguaje; y, por lo tanto, sobre todo en la poesía; y, por lo tanto, en la forma de una sustracción de entidad (Seiendheit). Esta idea de la sustracción —que coloca la experiencia «estética» bajo la luz de una ontología nihilista— parece la única vía mediante la cual cabe no sólo liberar la tesis de la relación ser-lenguaje de su apariencia trascendentalista y neokantiana, sino también leer el ensayo sobre la obra de arte en términos que no 208
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reduzcan la poesía a la mera anticipación de un orden futuro de los entes. La interpretación del nexo ser-lenguaje en términos de una metafísica trascendentalista significaría que las cosas llegan a ser, es decir, se dan en nuestra experiencia espacio-temporal y en el contexto de la realidad sólo en el marco de las condiciones de posibilidad constituidas en cada caso por una lengua histórico-natural. Esta lectura implica, entre otras cosas, disputas interminables sobre los mecanismos de la percepción, en el sentido de que se requeriría a Heidegger la prueba del hecho de que la percepción de los colores, por ejemplo, está condicionada por la historia de las diversas culturas y de las lenguas que las expresan y regulan. Ahora bien, esto es probablemente verdad, o en todo caso no inverosímil desde el punto de vista de la psicología experimental y de los estudios de la percepción. Pero no resulta tan esencial sólo con entender el llegar de las cosas al ser como una «Aufhebung», sobre todo, de su entidad (Seiendheit) en beneficio del ser que no es —la diferencia ontológica significa también esto— especial y fundamentalmente su darse espacio-temporal. Pensar que la obra de arte abre un mundo, en el sentido de que, transformando la lengua y marcándola de maneras nuevas (un nuevo sistema de metáforas, en términos rortyanos), define nuevos formas de estar del hombre en el mundo y, por ello, nuevos modos también del darse de los objetos, es algo probablemente correcto desde el punto de vista heideggeriano, pero no exclusivamente desde éste: también y, especialmente, un teórico como Bloch, e incluso Adorno (quien, empero, entiende la promesse de bonheur de la poesía en términos de irrealizable utopía, y, por consiguiente, de una dialéctica negativa), concuerdan en una lectura similar de la relevancia inaugural del arte. La estética delineada en el ensayo sobre la obra de arte rehúsa, sin embargo, una reducción «futurista» semejante: ya sea porque la entidad (Seiendheit) futura, aún no presente pero por-venir, no posee mayores credenciales «ontológicas» que la entidad (Seiendheit) presente, precisamente porque se trata del darse espacio-temporal en un dominio de la objetividad; ya sea porque una lectura de este jaez contrasta con todo lo que Heidegger dice sobre el conflicto entre mundo y tierra en la obra de arte. Sin reexaminar aquí todo el ensayo de 1936, recordemos tan sólo DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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que la definición de la obra incluye dos elementos: la obre abre un mundo y produce, hace emerger, la tierra. Es de este segundo aspecto que las visiones «futuristas», por así decirlo, de la obra de arte, no dan cuenta alguna. Que la tierra se identifique pura y simplemente con el material del cual la obra está hecha queda excluido por el propio Heidegger en su texto. Pensar, por otra parte, —como también puede parecer lícito— que la «tierra» en la obra sea la reserva oscura desde la cual la obra tome su capacidad de abrir una y otra vez mundos históricos también diversos (una suerte de fertilidad inagotable que convierte a la verdadera obra de arte en un depósito siempre vivo de posibles significados que habrán de emerger con la interpretación) significa reducir la tierra a un repertorio de futuros indefinidos pero que, de todas maneras, siguen siendo pensados de acuerdo al modelo de la presencia en el espacio-tiempo, actual o posible. También sobre la base de las lecturas que Heidegger da de los poetas a quienes dedicó su atención durante los años siguientes al ensayo sobre la obra de arte —Hölderlin, Rilke, Trakl, Stefan George—, todos ellos, a su manera, poetas del «tiempo de indigencia», esto es, de la época del (fin de la) metafísica, yo propongo entender el elemento «tierra» de la obra de arte como el hacerse presente de la mortalidad misma; por lo demás, sin adentrarnos en un comentario puntual del ensayo de 1936 y de los escritos sobre Hölderlin y los demás poetas, está claro, precisamente partiendo de las páginas de este ensayo, que mundo y tierra son como el Was y el Dass de la obra: el «significado», en términos de qué mundo la obra anuncia y manifiesta; y la pura factualidad contingente, el llegar desde la nada de la obra. En el escrito de 1936 uno de los ejemplos de la terrestreidad es, ciertamente, la materialidad de la cosa: el templo griego abre el mundo de las relaciones que definen la vida de su época; pero está también en la naturaleza, llevando sobre sí los signos del tiempo que pasa, la erosión de los vientos, los daños provocados por el tiempo y por la historia, y todo ello, en lugar de perjudicarlo, como sucedería con una artefacto técnico, con un útil, incrementa su «ser». He apuntado antes la hipótesis de que mundo y tierra jueguen entre sí, en el pensamiento estético de Heidegger, un papel parejo al de lo dionisiaco y lo apolíneo en la Geburt der TraDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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gödie de Nietzsche. Allí, como se recordará, lo dionisiaco es el principio de la vida viviente, y también del precipitarse de las cosas hacia la muerte, que tiene su expresión máxima en la música. Lo apolíneo, en cambio, es el elemento de la forma definida, que se expresa sobre todo en la escultura. En la obra clásica, que es la tragedia, ambos elementos se encuentran en equilibrio, si bien, como se recordará, también en la tragedia «al final Apolo habla la lengua de Dionisio». Sea cual sea el significado de la estética nietzscheana, que no pretendo discutir aquí, la alusión me parece útil porque, probablemente, permite detectar también en Heidegger un modelo, si no de sistema de las artes como en Nietzsche, sí en cambio de una cierta forma de jerarquía. Hay obras en las que prevalece el mundo: la sonatina de Mozart, la obra de ocasión, alguna novela u obra literaria que nos comunican el sentido de una pertenencia a un mundo. Para dormirnos leemos una buena novela negra convencional, y no, por aburrido que sea, el Ulises. El Ulises es si acaso una obra donde prevalece la «tierra» en cuanto fuerza que nos golpea y nos molesta: es algo que nos desarraiga. Las obras clásicas son aquellas que ponen en crisis el mundo habitual haciéndonos, sin embargo, habitar en otro mundo; que no se limitan, pues, a desarraigarnos, sino que también nos hacen «volver a arraigarnos». En ninguna obra de arte, empero, puede faltar del todo uno y otro elemento, como se ve fácilmente si pensamos en nuestra propia experiencia, pero también en el evento del discurso como tal: el cual, para decir algo, debe a la vez respetar la gramática y la sintaxis, y al mismo tiempo presentar algo que no estuviese ya previsto en los manuales, los diccionarios, las enciclopedias. No está claro, hasta aquí —y no creo poder aclararlo completamente, por ahora—, cómo una tal «aplicación» de los conceptos de mundo y tierra se coordina con la lectura del conjunto de Heidegger bajo el signo del nihilismo, entendido en el sentido de la frase de Sein und Zeit de que he partido. La marcas del tiempo que quedan grabadas y, a la vez, enriquecen el templo griego se pueden leer claramente como una alusión a la mortalidad que, como ya se daba en el caso de la existencia auténtica en Sein und Zeit, «funda» el «ser ahí», pero a su vez lo constituye en su vocación ontológica. Es sólo en cuanto mortal que asume explícita209
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mente su propia mortalidad, que el «ser ahí» puede ejercer la función de pastor del ser y guardián de la verdad. Para indicar la dirección en la cual esta analogía (que es, empero, mucho más que sólo eso) puede y debe conducirnos, se puede recordar que, en la conferencia sobre Das Ding, «La cosa», incluida en Vorträge und Aufsätze,6 Heidegger dirá (en 1950) que la verdad de la cosa no está en su darse en el espacio-tiempo como un objeto o como un instrumento, sino que está sólo en el ámbito del Geviert, de la «cuaterna» (una especie de entrecruzamiento de cuatro dimensiones) de tierra y cielo, mortales y dioses. Lo cual no sucede, ciertamente, como la apertura de un mundo por parte del lenguaje en el sentido trascendentalista del término. Una verdad de la cosa dentro del Geviert se da, si se da, únicamente como evento «poético». La cosa es verdadera cuando es «arrancada» de su presencia espacio-temporal y colocada en la lengua de los poetas. Hay tres versos de Hölderlin que Heidegger comenta muy a menudo: Voll Verdienst, / doch dichterisch wohnet / Der Mensch auf dieser Erde; «Lleno de méritos está el Hombre, / mas no por ellos sino por la Poesía / hace de esta tierra su morada».7 El acaecer del ser en el lenguaje, según el cual las cosas son «de verdad» lo que son, no es por encima de todo (aunque, quizás, también lo sea) la condición de posibilidad del darse del mundo objetivo a la manera de Kant. Es —y, específicamente, lo es en el mundo de la metafísica cumplida, en la tierra del ocaso del ser (de los entes) que Occidente representa— una especie de supresión, o de reducción, de la perentoriedad del ente a favor de un ser que quizás podríamos también llamar con el nombre hegeliano (o cristiano) de espíritu. También la idea heideggeriana de autenticidad de la existencia, a la cual su autor siempre quiso negar un significado «ético» y normativo, reencontraría en este sentido su dimensión emancipadora a la cual una filosofía del proyecto, como la heideggeriana, no puede en serio renunciar.
GIANNI VATTIMO
Ética: E. Lévinas
Notas * Conferencia leída en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en mayo de 2001. Traducción española de Miguel Ángel Quintana Paz, gracias a una beca postdoctoral en la Università degli Studi di Torino (Turín), bajo la dirección del propio Gianni Vattimo, concedida por el Gobierno Vasco-Eusko Jaurlaritza durante el período 2002-2004. 210
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1. Richard Rorty: Philosophy and the Mirror of Nature. Princeton: Princeton University Press, 1979 (traducción española: La filosofía y el espejo de la naturaleza, traducción de Jesús Fernández Zulaica. Madrid: Cátedra, 1989). 2. Nelson Goodman: Ways of Worldmaking. Sussex: Hassocks, 1978 (traducción española: Maneras de hacer mundos, traducción de Carlos Thiebaut. Boadilla del Monte: Antonio Machado Libros, 1990). 3. «Ser —no entes— sólo lo “hay” hasta donde la verdad es. Y la verdad sólo es, hasta donde y mientras el “ser ahí” es». Sigo la traducción española de José Gaos (Martin Heidegger: El ser y el tiempo. México: FCE, 1944, p. 251), de quien también recabo la forma «ser ahí» como traducción de Dasein, por cuanto viene siendo acreedora de una recepción —o Wirkungsgeschichte— en el mundo hispánico asaz más vigorosa que las alternativas de García Bacca («realidad de verdad»), Agud y de Agapito («estar ahí») o la mera transliteración —Dasein. Prescindo, precisamente, por optar respecto a Dasein por esta última política de sit venia verbo, de la única otra traducción completa de Sein und Zeit en castellano (elaborada por Jorge Eduardo Rivera C. para la Editorial Universitaria de Santiago de Chile en 1997). [Nota del traductor.] 4. Las citas que usan las siglas «SuZ» son usadas por Gianni Vattimo para referirse a la siguiente edición: M. Heidegger, Sein und Zeit, Tubinga, Niemeyer, 1927. [Nota del traductor.] 5. Martín Heidegger: Der Ursprung des Kunstwerkes. Stuttgart: Reclam, 1960, pp. 68-69 (traducción española: «El origen de la obra de arte», en Caminos del bosque, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid: Alianza, 1996). 6. M. Heidegger, Vorträge und Aufsätze. Pfullingen: Neske, 1954 (traducción española: Conferencias y artículos, traducción de Eustaquio Barjau. Barcelona: Ediciones del Serbal, 1994). 7. Sigo aquí la traducción de Juan David García Bacca que aparece en Martin Heidegger: Hölderlin y la esencia de la poesía. Barcelona: Anthropos, 1989, p. 17. [Nota del traductor.]
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El pensamiento de Emmanuel Lévinas puede definirse como un intento de superar por medio de la ética el proyecto heideggeriano de una ontología fundamental sin caer por ello en una ontoteología. Es un intento de pensar, en el horizonte no eliminable del ser, lo que DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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hace estallar este horizonte y el primado de la ontología como origen de todo sentido: pensar el ente antes que el ser, la ética como prima philosophia, la relación con el otro hombre como la auténtica matriz del sentido y de la justicia de lo humano. No en vano ha titulado Lévinas una de sus primeras obras El tiempo y el otro —texto que reune cuatro conferencias de 1946/1947 dadas en el Collège philosophique de París fundado por Jean Wahl. En contestación a Ser y Tiempo de Heidegger, afirma Lévinas la primacía del otro sobre el ser, llegando así a una analítica existencial de lo humano casi opuesta a la del Dasein heideggeriano. Para Lévinas, la existencia del yo tiene su propia dialéctica: no una dialéctica en sentido hegeliano, como él mismo advierte,1 cuyo final sea la unidad o la fusión de las contradicciones, sino una dialéctica que abre el yo al otro, una dialéctica que implica siempre una pluralismo. La hipóstasis es el primer momento de esta dialéctica existencial. Se produce en el seno del Hay anónimo e impersonal, entendido como el acto mismo de existir no ligado a ningún existente particular.2 Es, cual una inversión del Hay, la aparición de un existente 3 dueño de un existir, la constitución de una identidad o primera libertad, esto es, de un Yo y de una soledad, pues el movimiento de la identidad es el de una salida y retorno a sí, cuyo dominio es un existir. De la hipóstasis se derivan las preocupaciones materiales. Las relaciones ontológicas no son vínculos desencarnados: La materia es la desgracia de la hipóstasis.4 La libertad del Yo no es, ciertamente, leve: está ligada a padecer el peso de la materia. En tanto que dueño de su existir, el Yo es preso de éste. Tiene que hacerse cargo de sí mismo, es responsable de su ser propio, y en esta responsabilidad material consiste su soledad. El Yo, en efecto, como sujeto de necesidades, es ante todo un para sí: egoísmo. Existente por excelencia, identidad sin igual, teme antes por su propio ser que por el de otro. Es un inter-és, una voluntad de ser y de mantenerse en el existir. En esta perseverancia en el ser, el Yo goza del mundo. El mundo, en Lévinas, no es, como en Heidegger, un sistema de utensilios destinados a la manipulación y cumplimiento de un fin determinado, sino un conjunto de aliDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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mentos abiertos al ocio y disfrute del Yo: Lo que caracteriza nuestra existencia es el mundo de los alimentos. Existencia extática —estar fuera de sí— pero limitada al objeto.5 El gozo es en su forma suprema ocio, una forma excelsa de distanciarse y liberarse del peso inicial de la materia. El gozo, la sensibilidad cuya esencia desarrolla, se produce precisamente como una posibilidad de ser, ignorando la repercusión del hambre hasta la preocupación por la conservación.6 Sin embargo, camino del gozo está el trabajo. El trabajo es ante todo esfuerzo y conquista de alimentos, relación necesaria con el mundo para ser. Forma parte de la existencia cotidiana: la vida cotidiana, en efecto, lejos de ser una caída —como piensa Heidegger—, es para Lévinas una preocupación por la salvación,7 una inquietud por liberarse del peso inicial de la materia. Y, en este sentido, «Quien no trabaja, no come» es una proposición analítica;8 la moral de los alimentos terrestres es la primera moral.9 Gracias al trabajo, por tanto, el sujeto se separa de sí mismo y puede llegar a gozar y salvarse, en el sentido expuesto. La luz es la condición de esta posibilidad: Todo gozo es una manera de ser, pero también una sensación, es decir, luz y conocimiento.10 La luz es el elemento esencial del conocimiento: ilumina lo deseado, el objeto del gozo. Y esto significa que el pensamiento se reduce, en este momento, a saber: una actividad entendida como el llenado de un vacío, como la satisfacción de una aspiración, cual un anhelo de coincidencia o fusión con el término. El conocimiento es, según Lévinas, re-presentación, una actividad teleológica dirigida a un término o fin, la identidad de lo idéntico (Yo) y lo no-idéntico (no-Yo) y, en este sentido, intencionalidad. Es: acto y voluntad..., un «yo quiero» y un «yo puedo» como la palabra misma intención sugiere.11 En el conocimiento, en realidad, la luz que permite encontrar algo distinto a mí, lo encuentra como si ya saliera de mí... reduce toda experiencia a un elemento de reminiscencia... Y, en este sentido, el conocimiento no encuentra nunca en el mundo algo verdaderamente diferente [autre].12 Quedan borradas las distancias que separaban al Yo de la alteridad. Conquistada la exterioridad, desaparece entonces toda extrañeza. La dualidad del ver —noesis— y de lo visto —noema— se fusiona en el seno del conocimiento. La unidad vale así más que la multiplicidad, el término desea211
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do más que el amor, la pregunta o el deseo insatisfecho que lo busca y anhela. Y, en este sentido, el conocimiento es, para Lévinas, sinónimo de soledad: El solipsismo... es la estructura misma de la razón. No en virtud del carácter «subjetivo» de las sensaciones que ella combina, sino de la universalidad del conocimiento, esto es, de la ilimitación de la luz y de la imposibilidad que tiene cualquier cosa de quedarse fuera de ésta. Por eso, la razón no encuentra nunca otra razón con la que hablar... La objetividad del saber racional no resta nada al carácter solitario de la razón... La objetividad de la luz es la subjetividad misma.13 Ni con el trabajo ni con la luz del conocimiento llega el gozo a superar la soledad del existente. Hay que entender esta soledad como: una virilidad, un orgullo y una soberanía de rasgos que el análisis existencialista de la soledad, hecho exclusivamente en términos de desesperanza, ha logrado borrar, haciendo olvidar todos los temas de la literatura y psicología romántica y byroniana de la soledad orgullosa, aristocrática, genial.14 Según Lévinas: en el gozo, soy absolutamente para mí. Egoísta sin referencia al otro, estoy solo sin soledad, inocentemente egoísta y solo.15 La soledad, a su vez, en tanto que unidad indisoluble del existente con su obra de existir, tiene en su esencia un carácter trágico. En el fondo del gozo, que es independencia y salida fuera de sí, siempre hay al final un retorno del Yo al peso inicial de la materia: la tragedia de la soledad es la materialidad. La soledad no es trágica porque sea privación del otro, sino porque está encerrada en la cautividad de su propia identidad, porque es materia.16 La otra cara del gozo es, en efecto, la pena, el dolor y el sufrimiento, empezando por el sufrimiento, llamado a la ligera, físico. Para el sujeto existente, el sufrimiento es concretamente uno de los primeros acontecimientos que marca el límite de su poder. Es la imposibilidad de deshacerse del vínculo que lo une a la materia. Es el cumplimiento de toda su soledad y el cierre total de su identidad. El contenido del sufrimiento se confunde con la imposibilidad de desligarse del sufrimiento... Hay en el sufrimiento una ausencia de refugio. Es el hecho de estar directamente expuesto al ser. Consiste en la imposibilidad de huir y retroceder... Es el hecho de estar condenado a la vida y al ser. Y, en este sentido, el sufrimiento es la imposibilidad de la nada.17 Pero lo patético del sufrimiento no se reduce a esta pérdida de poder 212
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que siente el sujeto, sino que se prolonga hacia una incógnita imposible de traducir en términos de luz. En el fondo del sufrimiento se acercaría, en efecto, la posibilidad de la muerte, como si algo todavía más desgarrador fuera a producirse, como si... aún quedara un terreno libre para un acontecimiento, como si hubiera que preocuparse todavía de algo.18 En el fondo del sufrimiento se anuncia la muerte, mi muerte. La relación con la posibilidad de la muerte no es una relación cualquiera. Ante todo, no es una visión del Ser (cf. el Fedón de Platón) ni experiencia de la nada pura —como pretende Heidegger—, sino misterio.19 Pues, dice Lévinas, no sabemos nada preciso de la muerte; no podemos conocer su destino; no entra en ningún presente —el presente es el dominio del sujeto—; no puede re-presentarse como una cosa y objeto. Es como un viaje sin retorno, una partida sin que yo pueda asignarle ningún punto de acogida, una pregunta sin datos ni respuesta, una inquietud en lo desconocido, un puro signo de interrogación.20 El acontecimiento de la muerte sería, para Lévinas, una relación con un porvenir puro, con lo que escapa a toda luz, con lo absolutamente incognoscible, esto es: con algo absolutamente otro. En ella, el sujeto no es dueño del acontecimiento de la muerte. La muerte marca precisamente el fin de la virilidad y heroísmo del sujeto; con ella el sujeto deja de ser sujeto propiamente dicho. Pues la muerte no es la posibilidad de la imposibilidad —como piensa Heidegger—, sino la imposibilidad de la posibilidad (Lévinas):21 no anuncia una realidad contra la cual no podemos nada, contra la cual nuestro poder es insuficiente... [sino que], en un determinado momento, ya no podemos poder.22 La muerte es un no saber y un no poder que no es ausencia de relación. Otra situación concreta que, al igual que mi muerte, piensa juntos el tiempo (la existencia) y el otro es la del amor o eros. Según Lévinas, en la relación amorosa nunca desaparecen la dualidad y la alteridad: La idea de un amor que sería una confusión entre dos seres es una falsa idea romántica. Lo patético de la relación erótica es el hecho de ser dos, y que el otro es en ella absolutamente otro.23 El eros no se define, entonces, ni por la luz del conocimiento, ni por el poder o la posesión, ni por una oposición de voluntades o libertades: no es ni una lucha ni una fusión ni un conocimiento.24 DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Pues todas estas relaciones son formas diversas de negar la alteridad y el pudor del otro y, por tanto, la dualidad y gratuidad del amor. En el extremo opuesto de la posesión, el amor halla su expresión en el gesto de la caricia: la caricia es, según el análisis fenomenológico de Lévinas, búsqueda infinita y desordenada que no sabe lo que busca; es como un juego sin proyecto ni plan cuyo objeto resulta ser siempre para el tacto inasequible, inasumible, otro, absolutamente otro, siempre por-venir.25 El amor es, por tanto, una relación con la alteridad, el misterio y el porvenir.26 Pero forma todavía más radical de amor, y que sigue a éste, es la paternidad o relación con el hijo. En la paternidad hay, si cabe, una mayor alteridad, y se hace patente la responsabilidad como su elemento esencial. No hay que entender la paternidad, como lo advierte Lévinas, en un sentido exclusivamente biológico, sino antes bien ético: la filialidad biológica es tan sólo la figura primera de la filialidad; pero se puede muy bien concebir la filialidad como relación entre seres humanos sin un lazo de parentesco biológico. Se puede tener, con respecto al otro, una actitud paternal. Considerar al otro como hijo es precisamente establecer con él esas relaciones que yo llamo: «más allá de lo posible».27 Es sentirse responsable de su ser. Pues el hijo, en efecto, no es un suceso cualquiera que me pasa [arrive], como, por ejemplo, mi tristeza, mi prueba o mi sufrimiento. Es un yo, una persona.28 Tiene que ver conmigo, aunque no es como yo. Al igual que sucedía en el amor, ni las categorías del tener ni las del poder pueden definir la relación con el hijo: ni la noción de causa ni la noción de propiedad permiten comprender el hecho de la fecundidad. Pues yo no tengo mi hijo, sino que soy de alguna manera mi hijo.29 La paternidad no es, en efecto, sólo la renovación del padre en el hijo y su reconocimiento en él, sino también la relación con un extraño que, aun siendo otro, es yo. Es la exterioridad del padre respecto al hijo; un existir pluralista. A su vez, el sentido de la fecundidad consiste en abrir un tiempo infinito, un porvenir absoluto, en hacer posible «la tierra infinita de la bondad». No es, por tanto, según la categoría de causa, sino de padre como se realiza la libertad y se cumple el tiempo.30 La paternidad, al igual que el eros, es una relación con la alteridad que es el tiempo. La alteridad o lo femenino no es, para Lévinas, una diferencia conceptual, una división DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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lógica en géneros y especies, una contradicción opuesta a la mismidad o lo masculino. A saber: una diferencia que conduce un término al otro, y no deja así lugar a la distancia. No es una fusión y confusión; una dualidad de dos términos complementarios que suponen, entonces, un todo preexistente, es decir, una unidad y, por ende, la negación de la alteridad. No es tampoco una coexistencia de libertades yuxtapuestas unas al lado de (recuérdese el Miteinandersein de Heidegger) las otras, esto es, una multiplicidad que deja intacta la unidad de cada una de ellas. Tampoco es la colectividad Yo-Tú de Buber, o una colectividad que se unifica en una voluntad general, en una colectividad que es comunión o común-unión. Ni es una relación simétrica ni es una relación recíproca entre libertades intercambiables. Porque si el otro fuera una libertad idéntica a la mía, no habría más que una lucha por la libertad que, como vio Hegel, es la relación entre el amo y el esclavo. Y la alteridad, piensa Levinas, no es una relación de poder en la que el otro —si no yo mismo— me amenaza (como en los análisis sobre la mirada de Sartre) o quiera apoderarse de mí. Muy al contrario, la alteridad o relación con el otro sería para Lévinas una relación en la que el otro es otro, absolutamente otro: un existir pluralista contra la unidad del ser proclamada por Parménides.31 El otro es, ciertamente, lo que yo no soy. Pero no lo es en virtud de su carácter, fisionomía o psicología [en virtud de sus características empíricas], sino en virtud de su misma alteridad.32 La alteridad es una relación con lo incontenible o inasumible. No es una relación con una incógnita sino con lo incognoscible e inapropiable, con lo que escapa a toda luz y poder. No es, en efecto, una presencia que pueda re-presentarse. Es la relación con una ausencia, la ausencia que es el otro: no ausencia de pura nada, cual un defecto o privación, sino una ausencia que es pudor, tiempo, porvenir, misterio.33 Más aún: es una relación primordialmente ética. En tanto que relación siempre concreta, la alteridad es relación con un otro que es un rostro; con el otro que es, por ejemplo, el débil, el pobre, «la viuda y el huérfano», mientras que yo soy el rico o el poderoso.34 Es, en este sentido, una relación asimétrica: es el otro, y no yo, el que lleva la iniciativa sobre mí. El otro aparece en mi existir como una molestia: interrumpe mi inter-és [inter-esse], mi 213
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perseverancia en el ser, mi buena conciencia de ser para mí; es quien pone en tela de juicio mi conatus essendi, mi lugar en el mundo, mi soberanía de yo; quien se me impone contra mi propia voluntad de ser para mí, y me obliga a escuchar su voz, la voz de su rostro, siempre concreto y singular. El rostro es, primordialmente, el lugar original del sentido de lo humano. Más allá de las formas plásticas que no cesan de cubrirlo como una máscara,35 el rostro es: significación, y significación sin contexto [incondicional]... eso cuyo sentido consiste en decir: «no matarás».36 En tanto que desnudo, expuesto y sin defensa, el rostro es una resistencia ética; una resistencia que no es una forma de violencia, justamente porque carece de protección; sino una resistencia a la violencia que se me expresa en la petición del «no matarás», una petición que tiene el valor de un mandato venido desde no se sabe dónde [on ne sait d´où].37 El rostro, en efecto, marca, en su sentido último, el límite absoluto de mi poder. Es partiendo desde la posibilidad del asesinato como puede revelarse el sentido de la muerte. El asesinato es, sin duda alguna, la sombra perversa y social de la muerte: es un hecho banal: se puede matar al otro; la exigencia ética no es una necesidad ontológica. La prohibición de matar no convierte el asesinato en algo imposible... Pero, a decir verdad, la aparición, en el ser, de esas «extrañezas éticas» —humanidad del hombre— es una ruptura del ser.38 Más que en relación con mi propia muerte, el escándalo del asesinato, por mi responsabilidad de superviviente precisamente, me pone en relación con el otro hombre, haciéndome responsable, si no cómplice, de su suerte, esto es, de su hambre, dolor y muerte. Es, por tanto, a partir del rostro del otro hombre o de la socialidad, y no —como en Heidegger— de mi propio ser-para-la-muerte, como debe ser entendida la muerte, y como cobra ésta todo su sentido y trascendencia. Pues la muerte de un rostro no es sólo la desaparición... de esos movimientos expresivos... que siempre son respuestas,39 la inmovilización de la autonomía o expresividad del rostro de alguien, sino sobre todo la posibilidad de que se haya podido cometer una injusticia social. En este sentido, no puedo ser indiferente al otro; no puedo dejar de oír su voz. Mi mala conciencia nace precisamente al escuchar esta voz: con mi temor a ocupar, en el Da de mi 214
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Dasein, el lugar del otro; a haberlo expulsado a un tercer o cuarto mundo; a todo lo que mi existir haya podido realizar, pese a toda su inocencia, como violencia y asesinato para con el otro.40 En tanto que lugar del «no matarás», el rostro es una llamada a la responsabilidad. A través del rostro, en efecto, me llega una responsabilidad intransferible, ilimitada, una deuda impagable, de la que no puedo liberarme ni escaparme: la responsabilidad por el otro es, según Lévinas, el verdadero principio de individuación. Tal vez sea por esto que responsabilidad y respuesta tienen la misma raíz etimológica. Pues ser responsable del otro significa tener que responder de él. E intentar eludir esta responsabilidad es precisamente dar testimonio de su certeza. Pero no hay que entender aquí el «no matarás» tan sólo en su forma negativa, sino también como otra forma de decir: haz el bien. Hacer el bien es precisamente ser responsable del otro. Es invertir mi inter-esse o serpara-la-muerte en des-inter-és o ser-para-el-otro. Es hacer que el otro sea prójimo mío. Y, en este sentido, es empezar por acabar con su hambre y su dolor. Es responder por su vida y no dejarlo morir solo. No es, asimismo, una responsabilidad que, en rigor, haya salido un día de mí mismo o del otro, sino que es anárquica: pues he sido elegido por la Bondad antes de que yo pueda elegirla; he contraído esta responsabilidad antes de mi libertad, deseo o conocimiento. No se trata de una orden ordinaria que yo haya primero percibido y que luego deba obedecer, sino que la sujeción a la obediencia precede aquí al entendimiento de esta orden extraordinaria. De ahí que pueda yo ser culpable antes de que haya cometido falta alguna. Ese antes sería un pasado inmemorial, inalcanzable e irreductible a todo presente: una diacronía an-árquica, la huella del Infinito, del absolutamente Otro. A través del rostro del otro hombre, piensa Lévinas, Dios me viene a la idea. El Decir ético del rostro es una llamada a la responsabilidad para con el otro hombre que, cuando es asumida, dice: heme aquí, al servicio del Bien y de la Justicia, en nombre de Dios. Ser responsable del prójimo sería, entonces, hacer el bien sin esperanza ni escatología para mí: una esperanza que es paciencia y misterio, esperanza sin lo esperado, y no espera de lo deseado —de alguna manera pre-visto—; un vivir haciendo el bien y un morirse por lo inviDICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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sible. En esta apertura ética al otro consistiría, por lo tanto, el sentido de la existencia según Lévinas. Notas 1. E. Lévinas, Le temps et l´autre, ed. Presses Universitaires de France (PUF), col. Quadrige, París, 1989, p. 20: No se trata de atravesar una serie de contradicciones ni de conciliarlas deteniendo la Historia. 2. Como lo señala Lévinas en: Le temps et l´autre, pp. 28 y ss., una de las consecuencias del Hay sería el absurdo del suicidio. El suicidio sería el último poder que un existente podría tener sobre su propio existir: tener el poder de morir (y remite al tercer acto de Romeo y Julieta). Para Lévinas, es un recurso constante de la tragedia que marca el triunfo de la libertad del individuo sobre la fatalidad del destino. Y, en un sentido amplio, cabría entenderlo comprendiendo asimismo: La lucha desesperada pero lúcida de un Macbeth que combate incluso cuando ha reconocido la inutilidad de la lucha, como si antes de la muerte hubiese siempre una última esperanza, una última suerte que el protagonista, y no la muerte, coge, para ser héroe (op. cit., p. 61). Pero, a juicio de Lévinas, Hamlet está más allá de la tragedia, y es superior a ella, porque vislumbra el absurdo del suicidio: comprende que el no ser es quizá imposible, que el ser —el Hay, en Lévinas— es lo malo, no por su finitud, sino por carecer de límites (op. cit., p. 29). Sólo [la nada] habría dado al hombre la posibilidad de asumir la muerte, arrancando un sumo poder de la servidumbre de la existencia. «To be or not to be» es una toma de conciencia de la imposibilidad de aniquilarse. (op. cit., p. 61). [...] a veces —dice el propio Lévinas— me parece que toda la filosofía no es más que una meditación sobre Shakespeare (op. cit., p. 60). 3. Conviene saber que Lévinas propone una nueva traducción de la distinción ontológica heideggeriana, con objeto de subrayar y centrar la distinción ontológica —nunca separación— en el propio ser humano, y de hacer hincapié en el profundo deseo que lo une, en tanto que dueño, al acto de existir, así como en el hecho de que la ética es un existir pluralista. En Le temps et l´autre, pp. 24 y ss., dice en este sentido: prefiero traducir [la distinción heideggeriana entre Sein y Seiendes, ser y ente] por existir y existente, sin prestar a estos términos un sentido específicamente existencialista... el existir no existe. Es el existente el que existe. 4. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 39. 5. E. Lévinas, op. cit., p. 46. 6. E. Lévinas, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, ed. Sígueme, col. Hermeneia, Salamanca, 1987, p. 153. 7. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 39. 8. Op. cit., p. 53. 9. Op. cit., p. 46. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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10. Ibíd. 11. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 149. 12. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 53. 13. Op. cit., p. 48. 14. Op. cit., p. 35. 15. E. Lévinas, Totalidad e Infinito..., p. 153. 16. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 38. 17. Op. cit., pp. 55 y ss. 18. Op. cit., p. 56. 19. Op. cit., p. 13. 20. E. Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo, pp. 25, 27 y 50. 21. En E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 92, nota 5, puede leerse: la muerte en Heidegger no es, como dice el señor Wahl, «la imposibilidad de la posibilidad», sino «la posibilidad de la imposibilidad». Esta distinción, en apariencia bizantina, tiene una importancia fundamental. 22. Op. cit., p. 62. 23. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 60. 24. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 81. 25. Op. cit., pp. 82 y ss. 26. Op. cit., p. 81. 27. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 63. 28. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 86. 29. Op. cit., pp. 85 y ss. 30. Op. cit., p. 86. 31. Op. cit., p. 78. 32. Op. cit., p. 75. 33. Op. cit., pp. 83 y ss., y véase también: E. Lévinas, Dios, la muerte y el tiempo, p. 131. 34. E. Lévinas, Le temps et l´autre, p. 55. 35. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 155. 36. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 81. 37. E. Lévinas, De Dieu qui vient à l´idée, ed. Librairie Philosophique J. Vrin, París, 1982, p. II. 38. E. Lévinas, Éthique et Infini, p. 81. 39. E. Lévinas, Dios, la muerte y el otro, p. 19. 40. E. Lévinas, De l´Un à l´Autre..., p. 155.
FERNANDO PÉREZ ALONSO
Exilio A Mohamed Salem (Sam) y Agustín. Cada uno, a su manera, me ha enseñado a comprender los exilios. Una experiencia, el desierto, y algunas sideraciones, han hecho de mí una exiliada.
I. Obertura: Camino del exilio El exilio alberga sentidos diversos e incluso dispares. Remite a realidades y grados de realidad igualmente diversos. Plurales también son sus imágenes y sus signos, sus perfiles, sus matices, 215
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los cauces que abre. El exilio es inabarcable, infinito —dicen. El exilio remite a una experiencia real e histórica. También a su conversión, a través de la palabra poética, en pura metáfora. El exilio se dice, se vive y se siente de muchas maneras. Las estaciones intermedias a través de las cuales se despliega son también infinitas. Aquí lo descubrimos como un principio de sentido, una categoría existencial, ligada siempre, de manera radical y precisa, como causa y consecuencia, a una determinada situación y una concreta circunstancia. Nuestra visión del exilio es la de una cerca1 vital, dentro de la cual hay unas reglas; una perspectiva, que es medida de realidad; una situación concreta, que se acepta o que se rechaza; y unas determinadas circunstancias sobre las que se estructura la vida en su interior y, por contraposición (o exclusión), en lo que también queda fuera de ella, en su exterior. Esta cerca vital remite siempre a lo propio, y eso propio puede estar dentro o fuera de ella. Podemos orientarla hacia el ámbito social, político, cultural, económico incluso. Éstos y otros, en cualquier caso, son círculos concéntricos que van reforzando las paredes de la cerca; círculos que marcan un dentro y un fuera; un interior y un exterior, un aquí y un allí, un ahora o un nunca. Un estar y un ser; o la inversa: un no estar (o no poder estar, o no querer estar) o un no ser (o no poder ser, o no querer ser). La cerca también describe un estado concreto de la existencia particular, ligado a la esfera de lo íntimo y profundo del ser humano. El exilio presenta también aquí su ambivalencia. Uno puede estar exiliado de sí, fuera de sí, huérfano de horizonte y referencias vitales o preñado de ellas. Este salirse de sí puede ser real o metafórico, forzado o voluntario. Puede estar condicionado por el desarraigo físico o espiritual, mediado por la lengua..., la medida, el valor y el alcance de la fractura lo asigna en cualquier caso la cerca. La salida de sí nos aproxima al rostro de otra vida, a los otros, a todo lo otro más allá de la propia subjetividad. Así entendida, es apertura de fronteras, es reconocimiento de las distintas subjetividades que buscan encontrarse en el espacio que se abre más allá de nuestro particular yo, es necesidad de vincular la vida propia a una rueda de sentido y significado más amplia. Sin embargo, también puede resultar ultrajante cuan216
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do impone apartar las creencias que sustentan esa mirada hacia el exterior. O intolerable cuando es expulsión forzada de la morada que cobija nuestra libertad y abandona a su suerte a nuestra más íntima cotidianeidad. El movimiento, en esta esfera, también puede ser hacia dentro, un ensimismarse, un tomar conciencia de sí, de la vida propia. Un estar fuera de la cerca social en la que a veces nos asfixiamos, o nos apartamos de ella, precisamente porque no reconocemos como propios ninguno de los signos o artificios de su presente. Aquí la cerca vivifica el «dentro» y se hace morada: morada vital. El exilio es una línea de fuga para esa vida que pide ser liberada de una realidad en la que no se reconoce o a la que no se quiere o no se puede pertenecer. Cuando la vida no tiene horizonte se convierte en una jaula. La vida, íntima, privada, social o pública es «una cárcel cuando no se la construye, cuando el tiempo de la vida no es aprehendido libremente».2 El exilio, en cualquier caso, siempre aparece vinculado, en un sentido u otro, real o metafórico, a la cerca. En torno a ella se vertebran sus múltiples dimensiones: exterioridad-interioridad, dentro-fuera, propio-ajeno, local-global, centro-periferia... las perspectivas son infinitas. Lo que nos libera o encadena, con todo, no es la cerca sino el ser consciente del lado en el que se está (o se quiere o se puede estar) y de los motivos que nos han llevado a habitarlo. El exilio se nos presenta así como un proceso, un camino con muchas estaciones, que transita la mayor de las veces por una doble vía: 1) El exilio como una experiencia de caída, pérdida, fractura, desarraigo; del que se sale o asume, entre otras, a través de la resignación, la consolación, la nostalgia, la melancolía, una compasión inmadura, la falsa tolerancia... una suerte de sentimientos y valores, a veces tristes y débiles, muy distantes de la justicia y la responsabilidad que reclaman quienes padecen el desgarro. Dejé mi albergue tierno y regalado y dejé con el alma mi albedrío, pues todo en tierra ajena me ha faltado... ANTONIO ENRÍQUEZ GÓMEZ
2) El exilio como desvelamiento, como reducto del corazón y de la libertad, es amplia y pronunciada apertura, autenticidad, plenitud de vida sustantiva, horizonte abierto... DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Es éste el límite de nuestra tierra natal, y aquí ninguno es exiliado, ni forastero, ni extranjero; aquí están el mismo fuego, el agua y el aire; los mismos magistrados y procuradores y concejales —el Sol, la Luna, la Estrella Matutina, las mismas leyes para todos, promulgadas por idéntico mando y soberanía— el solsticio de verano, el solsticio de invierno... [Plutarco] Mientras me sea dado contemplar el sol y la luna, mientras pueda [...] observar las estrellas [...] sentirme solidario con ellas [...], mientras pueda seguir dirigiendo mi espíritu hacia la contemplación de tantos seres hermanos allá en lo alto, ¿qué importa cuál es el suelo que piso? [Séneca]
Aunque sin correspondencia con las raíces que la sustentan, la morada corre el peligro de perderse en el fondo de una universalidad que, estéril de significados vitales, devora todo apego a lo local. De todos modos, mi canto Puede ser de cualquier parte. Pero estas rotas raíces, ¡ay, estas rotas raíces! RAFAEL ALBERTI3
El exiliado se mueve entre una y otra. En su vida se realizan estos diferentes exilios con mayor o menor radicalidad. Cada uno se proyecta en ese camino que es el exilio; todos ellos constituyen, en palabras de Zambrano, sus diferentes pasos. En sus escritos sobre el exilio (categoría nuclear de su pensamiento) es donde podemos encontrar un ejemplo de este itinerario que describe un viaje desde el desgarro de esta experiencia real de destierro hasta su transformación, perdida definitivamente la esperanza de regreso a la patria, en un sentimiento metafísico (teñido de profunda religiosidad), donde el exilio aparece finalmente como la patria verdadera, la patria trascendente. El exilio es el lugar privilegiado para que la Patria se descubra, para que ella misma se descubra cuando ya el exiliado ha dejado de buscarla.4
II. Miradas La experiencia del exilio se moldea y adquiere diferentes dimensiones, tanto en la vida política y social como en la estrictamente personal, en función del alcance, acentos y oscilación de las situaciones y circunstancias en las que acontece. Unas y otras, situaciones y circunstancias, se expresan a través de unas imágenes y una simbología muy precisa que dan cuenta DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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del proceso, de las pérdidas y los desvelamientos, los decaimientos y las coordenadas de sus múltiples tonalidades. Recuerdo de la mano de Agustín Andreu algunas de las maneras en que se «realizan» en esta vida [en la que, según la piedad medieval, vivimos «los desterrados hijos de Eva»], algunos (no todos) destierros: 1) ¡Salte de tu tierra y parentela! (Abraham); 2) Me voy a vivir mi vida. 3) El Hijo de Dios dicen que se vino a la Tierra a pasar una buena temporada, no muy larga. 4) El mundo es la casa del hombre, no «el patio de mi casa que es particular»... Me interesa destacar a continuación no tanto los perfiles de estos rostros del exilio, que tan solo dejo perfilados, tal y como generosamente me los presentó Agustín Andreu, cuanto el modo cómo se ha mirado y puesto voz a esa experiencia. Entiendo que dos son las miradas y dos, por tanto, sus posibles lugares, reales o metafóricos; forzados o voluntarios: 1) una desde el exilio: el exilio como distancia, consecuencia, la mayor de las veces, de situaciones y circunstancias sociales y políticas adversas (no debemos olvidar, así todo, que, en nuestro contexto, está cada vez más presente esa sutil versión del exilio que surge como consecuencia de las desiguales e injustas condiciones económicas que también moldean nuestra vida); 2) otro en el exilio, inmersión en el mismo. El exilio metafísico, como se le ha denominado: el camino hacia la interioridad, el viaje hacia el alma humana, hacia las entrañas, en busca de huellas. II. 1. Desde el exilio
Comienza la iniciación al exilio cuando comienza el abandono, el sentirse abandonado; lo que al refugiado no le sucede ni al desterrado tampoco. El refugiado se ve acogido más o menos amorosamente en un lugar donde se le hace un hueco, que se le ofrece y aun concede y, en el más hiriente de los casos, donde se le tolera. Algo encuentra dentro de lo cual depositar su cuerpo que fue expulsado de ese su lugar primero, patria se le llama, casa propia, de lo propio, aunque fuese el lagar de la propia miseria. Y en el destierro se siente sin tierra, la suya, y sin otra ajena que pueda sustituirla. Patria, casa, tierra no son exactamente lo mismo. Recintos diferentes o modos diferentes en que el lugar inicial perdido se configura y presenta.5 217
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Exilio
La mirada desde el exilio es la de alguien que lo padece pero que no lo ha hecho suyo. La mirada desgarrada y sufriente de quien ha perdido o se le han arrebatado las conexiones con lo esencialmente propio: con las estructuras íntimas de la vida propia y con los significados vitales primordiales: la casa, la lengua, la madre, la infancia... El exiliado tiene que apropiarse, a veces torpe y precipitadamente, de otros signos y otros sentidos que llenan ahora un espacio y un tiempo que no le pertenecen y a los que no pertenece. Tiene que aprender a rellenar huecos y hendiduras, a restaurar aquello que ya no está. La experiencia injusta y amarga de un exilio forzado radicaliza aún más este escenario de quiebra: decaen las estructuras sociales y personales; toda la vida, en definitiva, de ese sí mismo y su alrededor. Se derrumban los pilares de la cerca, se desdibujan los círculos que la cierran (haciéndola fortaleza) o la abren (convirtiéndola en morada). Si ese exilio es masivo, colectivo,6 desaparecen las circunstancias y todo su marco de referencia y singularidades, de signos y sentidos. Se le expropia el centro, lo propio, los lugares comunes. La cerca se convierte en muralla, en frontera. Desaparece así un mundo y, en el mejor de los casos, o se crea otro artificial sobre las ruinas del anterior; o se asimila y diluye en un nuevo entorno que casi nunca es válido ni para los unos, que acogen, ni para los otros, que padecen la acogida. La rehabilitación y reparación personal, social, política adquiere así, por siempre incumplida, un matiz de permanente anhelo nunca satisfecho. Esta mirada recoge la cara más humana del exilio: la del hombre expulsado del Paraíso, de la casa del Padre. También su anhelo más persistente: poder regresar a ella. II. 2. En el exilio Para no perderse, enajenarse en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma, en la mente, en los sentidos mismos, agudizando el oído en detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las voces.7
La mirada en el exilio es la de un alguien que, desde la soledad y la experiencia de caída, lo hace sin embargo suyo y le otorga un sentido plenificador, liberador; un sentido de desapego, ruptura y separación de las ataduras de lo particular y de lo local cuando éstas se convierten en cunas-cárcel. Este estar en, apropiarse 218
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del exilio, denota una particular querencia a hacer propio el destino, a modelar las circunstancias de nuestra propia vida. Es manifestación de ensimismamiento, un estar en sí y a la vez un estar en el mundo, de verlo y relacionarse con él, concreto y radical. Un proceso de interiorización, de inmersión, al que se llega producto de las causas y consecuencias del exilio, de sus circunstancias y situaciones: el desarraigo, el hastío, el dolor, el vacío, la expulsión, la adversidad, la marginación, el desengaño, la pérdida. También es un proceso de extrañamiento, de ruptura con el mundo de la vida cuando los horizontes sobre los que se asientan nos son impuestos; es un viaje de fuga, pero también de afianzamiento, de restauración y rehabilitación, de edificación y cumplimiento de anhelos. Un tiempo de espera y esperanza. El exilio como actitud, amparado en la búsqueda de una vida plena cuando sus contornos están absolutamente desertizados. III. Cierre ¿Qué tienen en común ambas miradas desde el exilio o en el exilio? ¿acaso es posible ponerlas en relación? ¿se puede equiparar el dolor y el desgarro presente en ambas? ¿coincide en algo la experiencia traumática de abandono, de expulsión forzada de la primera, con la segunda, que es, sobre todo, un acto de la libre voluntad? «Todas las olas del exilio parecen ser la misma ola»...8 ¿Lo son acaso éstas? No cabe duda de que hay experiencias, lugares comunes entre ellas. Aquélla le ofrece a ésta la oportunidad de ahondar en su sentido, de contrastarla con una literalidad abrupta pero real. Ésta le ofrece a aquella una morada, una cerca vital donde «centrarse», donde «arraigarse», donde hacer propio el dentro o el fuera, el más acá o el más allá; le ofrece, en definitiva, un continente plagado de sentidos donde hacer reposar una vida, una existencia humana libre. No son la misma ola, ciertamente. Tampoco eco la una de la otra. Las dos, en cambio, se sostienen por la misma esperanza. Los exiliados alimentan la esperanza. ERASMO... [...] la esperanza que nada espera, que se alimenta de su propia incertidumbre: la esperanza creadora; la que extrae del vacío, de la adversidad, de la oposición su propia fuerza sin DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Existencia
por eso oponerse a nada, sin embalarse en ninguna clase de guerra. Es la esperanza que crea suspendida sobre la realidad sin desconocerla, la que hace surgir la realidad aún no habida, la palabra no dicha: la esperanza reveladora; nace de la conjunción de todos los pasos señalados, afinados y concertados al extremo; nace del sacrificio que nada espera de inmediato más que sabe gozosamente de su cierto, sobrepasado, cumplimiento. Es la esperanza que crece en el desierto que se libra de esperarnos por no esperar nada a tiempo fijo, la esperanza librada de la infinitud sin término que abarca y atraviesa toda la longitud de las edades.9
Notas 1. La metáfora de la cerca es de G.E. Lessing, y la tomo prestada de Agustín Andreu. 2. T. Negri (1998), El exilio, Barcelona: El Viejo Topo, p. 23. 3. Los cuatro fragmentos han sido tomados de C. Guillén (1995), El sol de los desterrados: Literatura y Exilio, Barcelona: Quaderns Crema, en el orden que se citan, pp. 100, 21, 26-27, y 167. 4. M. Zambrano (1990), Los bienaventurados, Madrid: Siruela, p. 43. 5. Ibíd., p. 32. 6. Expatriaciones y expulsiones que afectan a poblaciones enteras, crueles por su inhumanidad e injusticia, han sido siempre continuas y presentes a lo largo de la historia. Aparecen como un feroz goteo que no cesa y sobre el que hacemos oídos sordos. Ellos, los condenados al sol (metáfora de un sentimiento cosmopolita) no tienen voz. Nosotros, que lo anhelamos, somos cómplices de los que la tienen. Callamos juntos y perpetuamos la condena. 7. M. Zambrano, op. cit., p. 41. 8. Saint-John Perse, Exil (1942). Tomado de C. Guillén, op. cit., p. 163. 9. M. Zambrano, op. cit., p. 112.
CRISTINA DE LA CRUZ AYUSO
Existencia ¿Por qué es precisamente el tiempo el ámbito originario para el ser? Desde el comienzo hasta el presente subsiste una misteriosa relación entre el ser y el tiempo. Por eso es por lo que ser y tiempo es la más interior y oculta pregunta del hombre occidental, su cometido, su misión y su trabajo. Cuando el tiempo ya no puede seguir siendo marco, sucesión, etc., también debe ser cambiada nuestra relación para con el ser. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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Este cambio sólo puede ser comparable a la grandeza del cambio con el que surgió absolutamente la historia del hombre occidental. En esta propia situación de la transición queda sólo una cosa por hacer: desmontar sin contemplaciones lo anterior y activar la impaciencia por lo que debe advenir. Todas las cuestionabilidades tienen su raíz en la cuestionabilidad del ser en general y en nuestra relación para con él en tanto que tiempo. Con ello, ciertamente queda dicho que el tiempo es algo que sólo y exclusivamente pertenece al hombre. De acuerdo a la actual determinación del tiempo en tanto que nuestro acontecer propio, los hechos de la naturaleza, así como la piedra, el animal y la planta, no son temporales como nosotros mismos lo somos. Ellos no se someten a ninguna misión, no asumen ningún cometido, no trabajan. No porque ellos no se preocupen de nada, sino porque ellos no pueden trabajar. El caballo es solamente enganchado en un trabajo del hombre. Tampoco la máquina trabaja. El que el trabajo sea entendido como un fenómeno físico es algo que pone de manifiesto todo el malentendido del siglo XIX. De ahí que el hombre pueda devenir una máquina y que su relación para con la historia y el tiempo aparezcan interpretados en la forma de una negación del ser histórico. Piedra, planta y animal tienen una existencia calculable en el tiempo, pero no son temporales. El tiempo es atribuible sólo al hombre, como el poder que lo lleva. El poder del tiempo da su contenido a la esencia de nuestro ser = la existencia del hombre. El ser de plantas y animales = vida. El ser de los números = subsistencia. El ser de las piedras = estar presentes. El ser del hombre = existencia. Debido a que la existencia del hombre es llevada y transportada por el tiempo, por eso mismo es histórica. En este sentido, el tiempo es caracterizante y por ello es que el acontecer como historia es algo solamente humano. Porque el hombre es histórico en lo fundamental de su esencia, por ello es por lo que sólo él puede ser a-histórico. La naturaleza carece de historia porque ella es a-temporal. Por eso es por lo que sus sucesiones son medibles por el tiempo, en cierto sentido ella está «en el tiempo». La naturaleza está en el tiempo. El hombre es temporal. 219
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Experiencia/existencia
El ser de la naturaleza lo denominamos internalidad en el tiempo. El ser del hombre lo llamamos temporalidad. MARTIN HEIDEGGER, Lógica, Anthropos, pp. 85-87
Experiencia/existencia (Preámbulo) Ofrecemos aquí un elenco de aforismos procedentes de la experiencia de la existencia. La aforística representa un lenguaje típicamente posmoderno en su fragmentación, si bien articulada por la (con)vivencia del hombre en el mundo y reflejada o refractada en un va-y-ven dialógico/dialéctico. De esta guisa, la labor aforística comparece como función existencial, ya que realiza el filtraje de la realidad y su trasfiguración humana a través de un lenguaje axiológico o valorativo. 0. Nietzsche sabe que no existe salvación del dolor de existir, por eso lo afirma desesperadamente. 1. Como quien busca un mar y encuentra una piscina. 2. El pensamiento es en Nietzsche el diálogo que equilibra el poder entre los afectos (Fragmentos póstumos). 3. El auténtico héroe no debe liquidar al monstruo sino licuarlo: hacerlo líquido, descosificarlo o desreificarlo, metabolizarlo o transformarlo. 4. En la afección late existencialmente una relación de apertura al mundo (M. Heidegger, Ser y Tiempo): por eso en la afección el ser se abre al hombre (véase R. Gabás, Enrahonar, 34, 2002). 5. Para Deleuze el sentido es un efecto: para mí el sentido es un afecto. 6. Ama, y haz lo que quieras (Dilige, et quod vis fac): esta famosa divisa cristiana se encuentra en la Exposición de san Agustín a la Primera Carta de san Juan (llamada también Epístola a los Partos), VII, 8. 7. La dilección o amor de caridad (dilectio) es coimplicativa en san Agustín: porque lo asume todo simultáneamente (totum simul videt charitas). 8. El que ama el amor, ama a Dios (quisquis diligit dilectionem, Deum diligit, ídem). 220
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9. En Epicuro el placer comienza en el cuerpo y culmina en el alma. 10. En la virtud nos va el defecto y lo mejor que tenemos es también lo peor: así los latinos nuestra ladinidad, así los germanos su rigor, así cada uno su temperamento. 11. De viejo cualquier tiempo pasado fue menos pesado. 12. El héroe clásico es el fanfarrón con todas sus fanfarrias: puede consultarse N. Bou y X. Pérez (El tiempo del héroe. Épica y masculinidad en el cine de Hollywood). 13. El otro es lo que nos falta y sobra: por eso lo tememos y, al mismo tiempo, lo deseamos. 14. San Pablo es un ascético: Jesús es un místico. 15. El héroe auténtico debe asumir la vida (extroversión) y la muerte (introversión): expansión e impansión. 16. Para demostrar que la razón es racional tenemos que echar mano de la propia razón (aporía): por eso usamos criterios pragmáticos de mostración basados en una razón paciente. 17. El amor como apertura fundamental al mundo en M. Scheler. 18. El otro como creatura: criatura. 19. (Venganza cristiana) Me vengo de ti portándome bien contigo: quedando como un señor (libre). 20. La aforística busca lo certero: no lo cierto sino el concierto. 21. El alma es de algún modo todas las cosas y, por lo tanto, ninguna: porque no es cosa. 22. El alma como todo y nada: el ser que no es (surrealidad). 23. El alma como aferencia y oferencia: atracción y distracción. 24. Se accede al sentido (místico) a través del sinsentido (ascético). 25. Entre el materialismo inmanente y el espiritualismo trascendente: situarse en el animismo hermenéutico (el alma como trascendencia inmanente). 26. Oh infinitud, acoge mi finitud en tu seno. 27. La filosofía es la racionalización de su cultura: el monumento de su momento cultural. 28. Amar es modelar y ser modelado. 29. El hombre sólo puede meditar solo. 30. La auténtica voluntad de poder como voluntad de poder-ser: libertad. 31. Ser un árbol que reviene: ser un hombre que deviene. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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32. El amor está más acá del principio del placer y más allá del principio de realidad: pues el amor es un placer difícil, una realidad ideal, una ilusión constitutivamente humana. 33. La música es la suspensión de los sonidos y la lucha por su concordancia. 34. Sin dolor no hay gozo y sin sufrimiento no hay felicidad, pues el dolor profundiza el gozo y el sufrimiento ahonda la felicidad: el gozo precisa el contrapunto del dolor y la felicidad necesita el contrapunto del sufrimiento para subrayarse patéticamente. 35. El padecimiento radical aboca al éxtasis final simbolizado por la pérdida de consciencia y finalmente por la quietud de la muerte. 36. Dialéctica clásica: Afirmación (Madre), Negación (Padre), Eminencia (Hijo). 37. La dialéctica funciona por sursunción: asunción radical (transunción). 38. Frente al universal abstracto, M. Casalla habla de universal situado. 39. En la tradición cristiana se habla del Dios siempre mayor (Deus semper maior): pero el Dios cristiano es un Dios siempre menor (Deus semper minor). 40. Este sumo aquende es mi allende (J. Guillén): pues cuán sumo me lo fiáis. 41. Interpretar es comprender: deconstruir es desprender. 42. Conocer es ver espacialmente: comprender es oir especialmente, o sea, escuchar temporalmente. 43. Sustine et abstine (Epicteto): sostenimiento (dogmático) y abstención (escéptica) en correlativización (correlativismo). 44. El sentido no es la replicación sino la coimplicación. 45. Sólo mi frente y el cielo, dice J.R. Jiménez: entonces estoy solo. 46. Encastillarse a la española o dejarse atravesar a la andaluza (Ortega y Gasset). 47. El nombre primero (Adán) es la madre de la primera mujer (Eva), dice M. Peñalver: porque Adán es el hombre telúrico (hombremujer o andrógino). 48. Según Clément, el filósofo J.J. Rousseau quiere ser hermafrodítico: por eso busca su corazón femenino. 49. Como decía Simmel, no hay relación social sin mentira: la mentira es la carne de la verdad descarnada y el abrigo de la verdad desnuda. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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50. Patria o muerte: entonces se trata de una patria mortífera. 51. A veces merece la pena penar. 52. Debemos estar del lado de las víctimas: pero no podemos ser sus rehenes cerrando puertas al diálogo. 53. El hombre realiza una triple simbolización o configuración de lo real: los símbolos mitoestéticos, los símbolos filosófico-lingüísticos y los símbolos lógico-científicos. 54. Decía Derrida que el tiempo está dislocado: el propio tiempo es dislocador, ya que difiere el lugar y los lugares, cambiando los sitios y hábitos. 55. Según Fraga el homosexual funciona al revés: al revés del derecho/derecha fragiano. 56. Lo donado es el sentido: lo dado es el sinsentido. 57. Las alternancias del corazón. 58. El puritano tipo F. Mauriac ama el monte y no el mar: porque aquél lo aquieta y éste lo inquieta. 59. Hay quien escribe con el alma (Jung), con el espíritu (Hegel), a mano (Ortega), con el gesto (Nietzsche), con el corazón (Mauriac). 60. Mi rebeldía no tiene que ver con la muerte de Dios sino con la de mi madre en la adolescencia: pero ambas muertes vienen a significar en el fondo lo mismo. 61. El retornar de los árabes a nuestros campos: el retozar de los árabes en nuestras campas. 62. El amor es la afirmación de la afirmación. 63. Sólo puede vivir hoy como un cura el que no ejerce de tal: yo mismo. 64. Escribir para rellenar el mundo: vacío. 65. Implicar lo que nos implica. 66. Ubi amor ibi osculus: Donde hay amor hay osculación. 67. El sentido dice dirección: apertura o salida de sí (éxodo). 68. No rendirse: rendir. 69. Me gustaría que fuera verano todo el año. 70. Vivimos de lo que nos quieren y quisieron. 71. A río revuelto ganancia de pecadores. 72. Sólo se puede tener felicidad en correlación con la infelicidad: sólo se puede obtener sentido en correlación con el sinsentido: sólo se puede vivir en correlación con la muerte: sólo se puede sobrevivir en correlación con el trasmundo. 73. El ron del Caribe: y el vinagre de cava. 221
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74. Hay que asumir el sinsentido para poder gozar del sentido: asumir el sinsentido es asimilarlo y metabolizarlo, encajarlo y sublimarlo, implicarlo y trasfigurarlo. 75. Me gusta pensar y sentir: soy un senti/ mental. 76. España: interser que nos une y desune. 77. Aunque sea pecado te quiero (Bolero cantado por Simone). 78. El alma es la junción afectiva del cuerpo y el espíritu: porque el cuerpo apetece ensoñar y al espíritu le gusta encarnarse. 79. Parafraseando a Rubén Darío, podríamos decir que Don Quijote está contra la mentira y contra la verdad: pero entonces estaría a favor del sentido. 80. Era una persona tan preclara que nunca llegó a aclararse. 81. Bajo cada pensamiento late un afecto (F. Nietzsche): el pathos tras el logos. 82. La iglesia asume la homosexualidad simbólica (la homoerótica): pero no la homosexualidad laical (gay). 83. Podríamos considerar a la persona griega (prósopon o máscara) como la proa o fachada exterior: inhabitada cristianamente por el alma como sentido interior (sensus interior). 84. El homosexual es un tarado: ha dicho un alcaide turulato. 85. Hay que amar con caución: y tener a mano la cauterización. 86. Y ahora, extranjera, a solas con mi Dios que se me ha vuelto desconocido, a nadie veo a mi alrededor (María Zambrano). 87. Más saber, más dolor: dice el Eclesiastés. 88. El espíritu —la mente— debe finalmente negarse a sí mismo y abrirse al mundo (Alain). 89. El sentido debe finalmente negarse a sí mismo y abrirse a los sentidos: como la razón a las razones y el amor a los amores. 90. Querer es querer ayudar. 91. La política es artificio: el artefacto de la voluntad democrática. 92. Cuidarse: a sí mismo y a los demás, así como de lo demás. 93. El nominalismo es pro-materialista: porque tras los nombres abstractos queda la realidad experiencial. 94. ¿Quién puede jactarse de ser un hombre? Sólo el hombre, animal jactancioso. 95. Dios trabaja en todas partes: sólo en la iglesia está de vacaciones. 222
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96. La negatividad del nacionalismo vasco: Rh negativo. 97. Toda criatura humana está crucificada (F. Mauriac): su arquetipo es el Crucificado. 98. El fin comienza en el principio: y el principio se libera en el final. 99. El ser trasciende a la nada: y la nada trasciende al ser. 100. En el mundo vamos de extremo a extremo: hemos pasado del sentido estricto y henchido (encantamiento) al sentido restricto y hundido (desencantamiento). 101. Vivir el significado de una palabra (Wittgenstein): el sentido. 102. Mirar las cosas como un milabro: la mirada filosófico-mística de Wittgenstein. 103. Nietzsche clamando por César Borgia: desaforadamente. 104. Los excesos se pagan con recesos. 105. Mi cofrade Patxi Lanceros afirma que buscamos el sentido sin toparnos nunca con él: sin embargo experienciamos rastros del sentido, sabores y olores, vestigios. 106. La proposición wittgensteiniana es una imagen verdadera o falsa de la realidad: una imagen o figuración. 107. Simbolismo contra idolatría: sentido relacional versus verdad absoluta. 108. La religión salva si salva: y redime si redime. 109. Amo et Amen: amo y amén, amo y que así sea, amo y punto. 110. El sentido del mundo es incomprensible: el sentido del mundo limita con el sinsentido. 111. La relación con el otro: relación sin absolutización (cosificación) ni relativización (instrumental), relación relacional (cómplice). 112. La noche del sentido: el sentido es nocturno (la verdad es diurna). 113. La relación es existencial. 114. El arte como símbolo de una inteligibilidad libre (abierta y no cerrada). 115. El ser es heleno, el acontecer es hebreo y el estar es iberoamericano. 116. El perdón como don: per-dón. 117. Si me acerco te cercas o separas, y si me cerco o separo te acercas o ajuntas: así que me separo para que te acerques. 118. Por fin mi recalcitrante enemigo se enemiga de sí mismo y se autoexcluye. 119. Ser es ser afectado: afección ontológica. DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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120. El inglés es inseguro, decía Chesterton, y por eso es pragmático: el español es seguro, digo yo, y por eso es dogmático. 121. No es cierto que todo sea incierto, decía Pascal: pero es incierto lo que damos por supuestamente cierto. 122. Todo es incierto, incluido el que todo sea incierto. 123. Toda demostración supone principios indemostrables y una razón irracionalizable: pues razonar es creerse razonable. 124. Saber es creer que se sabe (Hume, apud A. Comte, La sabiduría de los modernos). 125. El amor nos trasciende: inmanentemente. 126. Todos pasamos por el excusado: nadie se excusa de él. 127. Sublimación o sublevación: pero la sublimación es una sublevación pacífica (subelevación). 128. Ama a todos los hombres y húyelos (Arsenio el Anacoreta). 129. Amor de amistad: amoristad (L. Vieira). 130. Amistad de amor: amismor. 131. El hombre es un animal sin plumas (Platón): pues no por tenerlas el gay es menos hombre (el propio Platón ostentaba pluma). 132. Al ayudarte me ayudo a mí mismo. 133. El simbolismo nos ayuda a captar lo que hay tras el ser: el transer, trastero o trasero del ser. 134. Comer y beber sin defecar: esta es la fantasía purista de ciertos gnósticos o espiritualistas sobre el espíritu. 135. La filosofía es la búsqueda del sentido: por eso pontifica sobre la construcción de puentes a favor de lo humano vivible. 136. La verdad es infinita, dice A. Comte: indefinida. 137. Cuando hablamos de verdad noabsoluta se nos dice que eso puede conducir a Auschwitz: desconociendo que lo que condujo a Auschwitz fue la verdad presuntamente absoluta. 138. España ha mejorado tanto como la cerveza nacional San Miguel: de áspera ha llegado a ser agradable (aunque aún resulte algo fuerte). 139. Buscamos la felicidad del otro: hasta que nos damos cuenta que es tan infeliz como nosotros. 140. Tengo un paseo privado en el que pruebo a mis amigos: pero tras pasear contigo paso de ti (por necio). DICCIONARIO DE LA EXISTENCIA
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141. El problema de nuestros jóvenes es que tienen libertad pero carecen de necesidad: la consecuencia es la dispersión. 142. Dios es a veces lo único que tengo que no tengan los demás. 143. Los niños se fijan más en las flores del campo: porque las tienen más cerca. 144. Estoy aquí como en ninguna parte (M. Egiraun). 145. Mas está esta estación estacionada entre el verdor del mar. 146. No preocuparse: no despreocuparse. 147. Lloramos cuando no se nos corresponde en el amor: pero solemos acabar llorando aún más tras la correspondencia. 148. Pertransit benefaciendo( pasa haciendo el bien): refrán de un cura ante la degustación vinícola. 149. Nada esperar de nada: nada desesperar de nada (C.A.Molina). 150. Hay vida después del nacimiento: y antes de la muerte. 151. Juego al balón con un niño ecuatoriano en el parque, y al final me acompaña a beber agua en la fuente: misterios gozosos. 152. El gozo de acercarse a la gente: y el gozo de dejar a la gente. 153. El espíritu no puede comprender el sentido, dice Juan de la Cruz: porque el sentido es sensual y se sublima o supura en el alma como afecto, pero es superado por el espíritu puro, suprasensible y desafecto. 154. El acto aristotélico es llegar a ser (oclusión): habría que interpretarlo más ampliamente como allegarse (estar llegando, apertura). 155. El Alma humana es la esposa: el Almo, criador o vivificador es Dios (el esposo divino). 156. Soy un exiliado interior: refugiado en el asilo del alma. 157. El resto es silencio: no es decible pero sí cantable, según P. Celan. 158. La palabra llama porque es llama: llamante/llameante. 159. Te dejé porque te sobra padre (suprastructura) pero te falta madre: fondo y cocción. 160. Wittgenstein propugna desechar la escalera del lenguaje una vez escalado el sentido, y Molinos propugna desechar los medios de navegación una vez alcanzado el puerto o fin: y sin embargo hay que volver a bajar de la escalera y tras la escala regresar al bajel. 161. A estas alturas ya he visto el plumero a la vida y su mariconía: positiva y negativa. 223
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162. Sin euskera no hay salvación: y con euskera no hay solución. 163. Para no perder tu afecto no te haré nada: quietismo. 164. La pereza de la melancolía: el desperezamiento de la alegría. 165. Quizás el amor consista en hacerse mimos mutuamente: aniñamiento adulto. 166. Soy el mejor aforista del siglo, o sea, del quinquenio (2005). 167. El gozo del alma que abandona al hombre: por el esposo divino. 168. Los dragones orientales representan la buenaventura: los dragones occidentales representan la malaventura. 169. El Evangelio como lenguaje del alma: lenguaje en parábolas: lenguaje simbólico. 170. La mediación hoy día comparece como mera mediatización: mediación mediática. 171. Hablamos de la otra vida: pero quizás pensamos en otras vidas diferentes a la nuestra. 172. No hay hechos puros sino impuros: hechos interpretados. 173. La comprensión es comprensión encarnada (C. Taylor). 174. Mi mamá me mima: el mimado suele ser mimoso. 175. Por la democratización de los contrarios. 176. Lo absoluto como sentido es devenir (J. Hyppolite). 177. El derecho es en Epicuro la regla de interés común: la cual consiste en no perjudicarse mutuamente. 178. El alma sería la inteligencia patética o pasible. 179. Teóricamente la vida tiene un sentido: aunque prácticamente la palmamos. 180. Creeríamos en Dios si nos portáramos mejor: nosotros y Dios. 181. Los trascendentales clásicos del ser de la realidad se han convertido en trascendentales inmanentes: trascendencias humanas (amor y odio, bien y mal, verdad y mentira, belleza y fealdad). 182. El amor condiciona lo amable pero no lo crea de la nada: hay un fundamento existencial. 183. La auténtica unión aparta la separación pero resguarda la diferencia (Máximo Confesor). 184. La apatía estoica (apázeia) es resignación: el contentamiento epicúreo (ataraxía) es asunción. 224
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185. Toda asunción, para no ser resignación, debe ser crítica. 186. El filme coreano Hierro-3 de Ki-Duk: el silencio inunda el ruido y el alma atraviesa la realidad, cohabitada por un Ángel oriental, Duende travieso o Espíritu encarnado que la trasfigura, convirtiendo la ilusión en real y lo real en iluso. 187. El alma es un invento del hombre para nombrar lo más íntimo: las vivencias psicoafectivas que constituyen al hombre en tal. 188. Nadie te ha ofrendado tanto amor. 189. Simone: la voz espesa de la matriarca brasileña. 190. El amor griego es un demonio que se hace divino: el amor cristiano es un Dios que se hace humano. 191. La ética dice obligación: ligación moral respecto al otro a respetar. 192. La educación en Aristóteles es el progreso hacia sí mismo. 193. En Anaximandro el origen es la matriz: y el nacimiento salirse de madre. 194. Felices hay muchos: feliz no hay nadie. 195. J.L.Nancy afirma el sentido como finito: la finitud del sentido consignificaría su apertura (que yo diría infinita). 196. Como dice Bob Dylan, el mundo no está organizado por Dios: ni siquiera por el diablo. 197. El alma es el interior del cuerpo: no su fantasma. 198. En la realeza se realiza nuestra realidad: realzada. 199. Si te dan en una mejilla, pon la otra mejilla: la mejilla del otro. 200. Por fin Juan Pablo II descansa: y nosotros también. 201. El protagonista del filme Hierro-3 como un Demon o Eros alado que trasfigura una realidad desalmada: en el nombre del alma. 202. El perdón del pecado es sublime: sublimación de lo subliminal. 203. Los llamados modelos son hoy simplemente modelados. 204. El frontón vasco como articulación del tiempo en el espacio (Olatz G. Abrisketa): y del individuo en la comunidad. 205. El cardenal Ratzinger critica el relativismo: como si su