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LA HACIENDA POR SUS MINISTROS La etapa liberal de 1845 a 1899
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LA HACIENDA POR SUS MINISTROS La etapa liberal de 1845 a 1899
Francisco Comín Pablo Martín Aceña Rafael Vallejo (editores)
FICHA CATALOGRÁFICA La HACIENDA por sus ministros : la etapa liberal de 1845 a 1899 / Francisco Comín, Pablo Martín Aceña, Rafael Vallejo (editores). — Zaragoza : Prensas Universitarias de Zaragoza, 2006 585 p. ; 22 cm. — (Ciencias Sociales ; 55) ISBN: 84-7733-779-9 1. España. Ministerio de Hacienda-Historia. 2. Ministros-España-18451899-Biografías. 3. España-Política económica-1845-1899. I. Comín, Francisco. II. Martín Aceña, Pablo III. Vallejo, Rafael. IV. Prensas Universitarias de Zaragoza. V. Serie: Ciencias sociales (Prensas Universitarias de Zaragoza) ; 55 354.21(460)(091) 338.2(460)«1845/1899)» 929(460)«1845/1899»:342.518 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, ni su préstamo, alquiler o cualquier forma de cesión de uso del ejemplar, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright.
© Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo © De la edición española, Prensas Universitarias de Zaragoza 1.ª edición, 2006 Ilustración de la cubierta: José Luis Cano Colección Ciencias Sociales, n.º 55 Director de la colección: José Manuel Latorre Ciria Editado por Prensas Universitarias de Zaragoza Edificio de Ciencias Geológicas C/ Pedro Cerbuna, 12 50009 Zaragoza, España Prensas Universitarias de Zaragoza es la editorial de la Universidad de Zaragoza, que edita e imprime libros desde su fundación en 1542. Impreso en España Imprime: INO Reproducciones, S. A. D.L.: Z-171-2006
LOS MINISTROS DE LA HACIENDA LIBERAL, 1845-1899 Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
Este libro es el tercero de una colección, promovida por el programa de Historia Económica de la Fundación Empresa Pública y Prensas Universitarias de Zaragoza, destinada a explicar la historia de la Hacienda pública española a través de la actuación de sus principales agentes, los ministros del ramo. El estudio se circunscribe, en esta ocasión, a un período de extraordinaria relevancia, pues arranca con la reforma fiscal de 1845 y se cierra en 1899. Los autores de esta monografía se han esforzado, al igual que los de las dos entregas anteriores, en presentar una visión integral de los ministros de Hacienda. Atienden, así, al ámbito más estrictamente personal de sus biografías y a su trayectoria vital y política, sin perder de vista su ingente labor intelectual. Su actuación económica es presentada, asimismo, abordando las diferentes facetas de la política económica realizada. La limitación de espacio que se les impuso a los colaboradores, lejos de desalentarla, parece que más bien ha motivado esa vocación globalizadora. Las páginas del libro ofrecen, como consecuencia, no sólo historia de la Hacienda sino también buena historia general de la época, algo que sin duda el lector no especializado en materias fiscales agradecerá. I El período abarcado es, como se dijo, de una importancia que apenas merece ser subrayada por conocida: 1845 es el año de la primera reforma tributaria liberal, origen de la Hacienda contemporánea; 1899, la fecha en
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
que el sistema tributario entonces implantado se completa con nuevos impuestos de producto sobre el capital y el trabajo, e impuestos indirectos sobre consumos específicos. Asistimos, pues, al origen y consolidación del Estado fiscal en España. La capacidad para percibir impuestos será desde 1845 facultad exclusiva del Estado. Por más que existan inercias y continuidades en las prácticas recaudatorias e, incluso, en la estructura cuantitativa de los ingresos, esta soberanía tributaria, sin vuelta atrás, marca el inicio de un tiempo sustancialmente nuevo en la historia política, social y económica española. El antiguo régimen tributario pasaba a ser una cuestión del pasado; se entraba en la fase de la Hacienda liberal.1 Tiempo decisivo, pues, pero también difícil. La evolución política del país estuvo plagada de perturbaciones, como sabemos. Cinco períodos marcan esta trayectoria: la Década moderada, entre 1844 y 1854; el Bienio progresista, en 1854-1856; la primera «restauración» política, entre 1856 y 1868, amoldada al moderantismo ideológico y político-administrativo dominante desde 1844; el Sexenio revolucionario, de 1868 a 1874, con la desaparición de los Borbones de la escena política, una nueva monarquía, dos formas distintas de república y dos modelos constitucionales (el de 1869 y el nonato de 1873); por último, la Restauración, a partir de 1874, que abrió un período de estabilidad desconocido hasta entonces. Sesenta y dos gobiernos fueron los que se sucedieron en estos once quinquenios; su duración media, por tanto, fue inferior a un año. Pero si la inestabilidad política presidió la dirección política del país, mayor fue la que afectó a su dirección económica; la cartera de Hacienda conoció, en igual período, ochenta y cinco titulares.2 Esa inestabilidad en los asuntos políticos y económicos afectó negativamente al desarrollo del país: dañó la capacidad recaudatoria de los impuestos vigentes, colaborando en la persistencia de los déficit —como ha explicado Francisco Comín—; impidió mantener los objetivos y las políticas previstas o iniciadas; retardó el diagnóstico y tratamiento de los problemas reconocidos; creó vaivenes institucionales en el organigrama de la Administración y cambió los funcionarios con las cesantías parejas a 1 Las etapas de la Hacienda contemporánea, en Comín (1988) y (1996b). 2 Se cuentan desde Mon hasta Fernández Villaverde, incluido. Se suma el mismo nombre todas las veces que aparece, excluyendo la continuación en el cargo bajo un Gobierno distinto.
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cada cambio de Gobierno, de modo que limitó las posibilidades de actuación del principal instrumento de los gobiernos que es la Administración; obstaculizó seriamente los intentos de evaluación —y, en su caso, reconsideración— de las políticas decididas y aplicadas La aprobación de la reforma tributaria en 1845, tardía en relación con la de los países europeos que nos servían de modelo, es un ejemplo de dichos retardos; otras muestras de dichas deficiencias derivadas del comportamiento político del país las encontramos en la elaboración de las leyes de reforma administrativa para la gestión presupuestaria, de las estadísticas fiscales y, en general, en la creación de los organismos y cuerpos para profesionalizar la lucha contra el fraude fiscal, tardía y sometida a decisiones de reforma y contrarreforma hasta iniciada la década de 1890. Cualquiera de las biografías contenidas en esta monografía nos ofrece datos sobre el particular. Esta profusión de ministros fue en su momento un problema para la administración económica del país; a la postre, se convirtió en una dificultad —comparativamente menor, claro— para los editores de este libro. La limitación presupuestaria y de espacio imponía una selección. Como no todos aquellos hombres tuvieron la misma importancia, tanto por su duración en el cargo como por sus aportaciones, el primer criterio de selección usado fue la relevancia y la permanencia al frente del Ministerio. Los otros dos criterios fueron la diversidad ideológica y la representación de todas las etapas políticas de forma suficiente (cuadro 1). De este modo, se prescindió de algunos ministros que desempeñaron la cartera de Hacienda durante bastante tiempo; los casos más llamativos son los del conservador Manuel Orovio (982 días en el puesto) y del liberal Venancio González (406 días). También excluimos a Juan Navarro Reverter, que desempeñó el ministerio de Hacienda más largo del período (926 días), y a Raimundo Fernández Villaverde (490 días), por haber sido ya estudiados en el anterior volumen de esta colección. II La citada inestabilidad y las dificultades en el Ministerio de Hacienda no fueron las mismas en las diferentes etapas políticas que articulan el período aquí estudiado. Como vemos en el cuadro 2, medidas por el número de meses que ocupó el titular el cargo, las rotaciones resultaron mayores en las fases revolucionarias y democráticas del siglo XIX: 3,7 meses de media en el Bienio progresista; 3,9 en el Sexenio.
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo CUADRO 1 MINISTROS DE HACIENDA SELECCIONADOS PARA ESTA MONOGRAFÍA
Ministros
Provincia
Profesión
Filiación política
Alejandro Mon (1801-1882)
Oviedo
Abogado
Ramón Santillán (1791-1863)
Burgos
Militar y funcionario P. Moderado
P. Moderado
Juan Bravo Murillo (1803-1873)
Badajoz
Abogado
P. Moderado
Pascual Madoz (1805-1870)
Pamplona
Abogado y empresario
P. Progresista
Juan Bruil (1810-1878)
Zaragoza
Banquero
P. Progresista
Pedro Salaverría (1821-1896)
Santander
Funcionario
Unión Liberal
Manuel García Barzanallana (1817-1892) Madrida
Abogado y funcionario
P. Moderado
Laureano Figuerola (1816-1903)
Barcelona
Abogado y catedrático
P. Progresista
José Echegaray (1832-1916)
Madrid
Ingeniero y catedrático
P. Radical
Juan Francisco Camacho (1813-1896)
Cádiz
Banquero
P. Liberal
Fernando Cos-Gayón (1825-1898)
Leridab
Abogado y funcionario
P. Conservador
Joaquín López Puigcerver (1841-1906)
Valencia
Abogado y funcionario
P. Liberal
Germán Gamazo (1840-1901)
Valladolid
Abogado
P. Liberal
Amós Salvador (1845-1922)
Logroño
Ingeniero y funcionarioc
P. Liberal
Notas: a Barzanallana nació en Madrid, pero siempre estuvo muy ligado a la región de sus antepasados; de hecho, se consideraba asturiano. b Al poco de nacer, la familia se trasladó a Madrid, donde estudió. c Salvador fue ingeniero de la Diputación Provincial de Logroño. Los otros ministros funcionarios de esta relación lo fueron de la Administración central. FUENTE: Mateo del Peral (1974a) y elaboración propia.
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
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CUADRO 2 DURACIÓN Y ESTABILIDAD DE LOS MINISTROS DE HACIENDA, 1844-1899 N.º ministros Hacienda
Meses/ministro Hacienda
Ministros Hacienda/Gobiernosa
Década moderada (1844-1854)
23
5,3
1,5
Bienio progresista (1854-1856)
7
3,7
1,8
Época isabelina (1856-1868)
17
8,4
1,4
Sexenio revolucionario (1868-1874)
18
3,9
1,0
Restauración (1874-1899)b
21
14,7
0,9
Notas: a Los Gobiernos se contabilizan todos, aunque permanezca el mismo presidente; en cambio, cuando el ministro de Hacienda continúa con el cambio de Gobierno, se contabiliza una sola vez. b Incluye el Gobierno Silvela de 1899. FUENTE: Comín (1997a) y elaboración propia.
Llama la atención, asimismo, la poca estabilidad de los ministros de Hacienda durante la Década moderada. Por término medio, éstos duraron 5,3 meses en el cargo, y su ritmo de rotación fue mayor que la de los gobiernos (cuadro 2). No es tan evidente, como se desprende muchas veces de una historiografía que ha mitificado este período —en ocasiones hasta lo hagiográfico—, que estemos ante una fase de pax y concordia política, pese a la hegemonía, excluyente, del Partido Moderado. La sucesión de quince gobiernos durante el mismo es un indicador suficientemente gráfico de los desencuentros. El problema estaba en las facciones personalistas en que se dividía aquel Partido Conservador, de aluvión y amplio espectro, que buscaban patrimonializar la gobernación del país, con la ayuda de la reina madre y la camarilla regia. Así lo pudo comprobar alguien de tanta significación política como Alejandro Mon, que vio encaramarse en el poder a Bravo Murillo, su oponente, gracias a aquellos apoyos, como explicaron Comín y Vallejo. Los logros políticos y hacendísticos de la Década moderada, base de la Administración centralista y liberal, se explican por la concurrencia de tres gobiernos de larga duración: dos presididos por el general Narváez (1844-
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
1846; 1847-1849);3 un tercero presidido por Juan Bravo Murillo en 18511852.4 Alejandro Mon fue el proverbial ministro de Hacienda pública en los gobiernos de Narváez; éste, no obstante, no acudió por segunda vez a Mon hasta agosto de 1848. Lo hizo cuando se demostró la incapacidad de los anteriormente nombrados por él (Orlando, Bertrán de Lis y Orlando) para hacer frente tanto a los gastos extraordinarios exigidos por la situación de agitación política y la guerra carlista en Cataluña como al recrudecimiento de la crisis monetaria y bancaria en la plaza de Madrid. Ésta amenazaba con llevarse por delante al Banco Nuevo de San Fernando, provocar una crash financiero inmanejable y, por añadidura, lesionar a la Hacienda pública, a la que el Banco prestaba entonces servicios de financiación y tesorería. Fue precisamente en 1848-1849 cuando Mon pudo completar su plan de reformas económicas, iniciado en 1844 con el saneamiento de la Hacienda y continuado en 1845 con la reforma tributaria. De 1844 a 1849, Alejandro Mon estuvo 1.314 días al frente de la Hacienda española, duración extraordinaria en la primera mitad del siglo XIX, sólo superada antes por Luis López Ballesteros (cuadro 3). En ese tiempo pudo poner en marchar su programa de actuación, que había ido perfilando a mediados de 1844, en torno a cuatro ejes, dos coyunturales y dos de largo alcance. El primero, las medidas de urgencia financiera destinadas a evitar la bancarrota de la Hacienda y a dotarla de liquidez. Una de éstas fue el convenio con el Banco de San Fernando, para «acudir a las necesidades del Tesoro», esto es, financiar a corto plazo a la Hacienda. Otra fue la consolidación de diversas modalidades de Deuda flotante, entre ellas los contratos de anticipos de fondos, «situados» sobre los principales impuestos del Estado; desembarazar los ingresos de esas cargas era condición necesaria para sanear la Hacienda. El segundo de los ejes citados fue la paralización de las ventas de los bienes del clero secular, sin dar marcha atrás en el proceso desamortizador; se trataba de satisfacer las reclamaciones de los sectores más conservadores del Partido Moderado y de la Iglesia, que exigía reparaciones para reconocer el trono de Isabel II. El tercer eje, el plan de financiación del culto y clero,
3 El de 3-V-1844 a 11-II-1846, apoyado en el trípode Martínez de la Rosa-MonPidal, y el de 4-X-1847 a 19-X-1849, inicialmente sin Mon ni Pidal. 4 De 14-I-1851 a 14-XII-1852.
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tenía como fin desligar, en lo económico, la Iglesia del Estado o, en todo caso, subordinar la financiación de aquélla a éste; fue aprobado inmediatamente antes de la reforma tributaria. El cuarto componente del programa de Mon era el más trascendente: incluía la reforma de los presupuestos de gastos e ingresos, el arreglo de la Deuda y la reforma arancelaria. La reforma tributaria y la de la Deuda buscaban el equilibrio de las cuentas públicas y, con él, la satisfacción de todas las obligaciones del Estado —incluidos los pagos a los acreedores—. Esto permitiría la recuperación del crédito del Estado español en el mercado de capitales, necesario para una mejor financiación de los sectores público y privado de la economía española. A Alejandro Mon —como a otros contemporáneos— no se le escapaba que la suficiencia presupuestaria era condición necesaria para el desarrollo económico, porque conllevaría un descenso de la presión de la demanda pública sobre el ahorro nacional, la moderación de los tipos de interés y el aumento de la cotización de los títulos de la Deuda. La reforma fiscal se aprobó en 1845; la de la Deuda no, y pasó a la agenda reformadora de los ministros que le siguieron. En 1848-1849 vinieron el saneamiento del Banco de San Fernando y la Ley de reorganización del mismo. También trajo Mon la reforma arancelaria, que había intentado en 1846; era la opción del ministro por un modelo de desarrollo basado en la apertura al exterior —sólo parcialmente logrado—; en todo caso, el Arancel de 1849 constituyó un hito. Tras él, la formación de la política comercial entró en una nueva fase. El debate se situó en un plano cualitativamente distinto; ya no se trató de prohibicionismo frente a proteccionismo con mayor o menor apertura, sino de proteccionismo o mayor o menor librecambismo: «hasta cambió el lenguaje de las Corporaciones y centros industriales que desde entonces tomaron ese nombre de proteccionistas, y dejaron de pedir la prohibición absoluta que hasta la promulgación de aquella ley habían reclamado».5 A Mon le siguió, en 1849, Juan Bravo Murillo, quien permaneció en el cargo cinco meses menos que el ministro asturiano (cuadro 3), y cuya labor reformadora —orientada a las reformas administrativas— fue de tanta trascendencia como perdurabilidad.
5 En expresión de Figuerola (1991), p. 163. Comín y Vallejo (2001) y (2002).
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo CUADRO 3 MINISTROS DE HACIENDA DE LA DÉCADA MODERADA
Ministros Mon Bravo Murillo Doménech Salamanca Bertrán de Lis De Paula Orlando Llorente Pastor Bermúdez de Castro Santillán Seijas Lozano Peña y Aguayo Aristizábal Cantero Sierra y Moya Armesto
Días 1.314 1.166 302 190 174 165 94 90 68 59 46 29 27 12 3 1
Veces 3 3 1 2 1 3 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1
Nota: En éste y en los restantes cuadros, los ministros se ordenan por la duración en el cargo. FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol. VI, Comín (1997a) y elaboración propia.
Bravo Murillo no necesitó un hombre proverbial para el manejo de la Hacienda, porque él mismo compatibilizó esa cartera y la presidencia del Gobierno en 1851-1852. Por ese motivo, constituye una excepcionalidad en la historia política y financiera española. Esa circunstancia, unida a la duración de su gobierno, le permitió interpretar el que él entendía su momento de «gloria» en la Hacienda pública. Lo hizo incluyendo en su agenda reformadora los objetivos planteados por Santillán y Alejandro Mon, que este último no pudo concluir en 1845 y en 1849: a saber, el arreglo de la Deuda, la Ley de Contabilidad y el perfeccionamiento de la Administración tributaria (Juan Pro). Contaba también a su favor con que había reemplazado a Mon en Hacienda el 19 de agosto de 1849 y que permaneció en el cargo hasta 29 de noviembre de 1850, cargo que retomó sólo mes y medio después, a partir del 14 de enero de 1851. En total, pues, gestionó la Hacienda durante 1.166 días, algo menos que Mon, aunque de
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forma continuada y compartiendo, por dos años, la jefatura de un Gobierno que tuvo abiertas las sesiones de Cortes nada más que dos meses.6 En esa labor reformadora, Bravo Murillo contó, como antes Mon, con el asesoramiento y colaboración de Ramón Santillán. A sus recomendaciones y proyectos se deben la Comisión técnica para evaluación del sistema fiscal en 1849, el arreglo de la Deuda, cuya comisión presidió, la Ley de Contabilidad y la del Tribunal de Cuentas...; en fin, todos los proyectos relevantes que impulsó Bravo Murillo en Hacienda fueron inspirados por Santillán (Pro). Ramón Santillán es como «una especie de guadiana que recorre la historia de Hacienda pública española» entre —al menos— 1837 y 1863, que sólo se hace visible políticamente durante sus breves permanencias al frente del Ministerio de Hacienda, en 1840 y 1847 (Vallejo). Actuó en las distintas fases de la política fiscal: en la de reconocimiento de problemas y elaboración de propuestas de reforma; en la fase política de discusión parlamentaria; en el momento de aplicación, como alto cargo de Hacienda; más tarde, en la fase —pretendidamente técnica— de evaluación de dichas reformas —tributaria y administrativa—, en 1847, en 1849-1850 y en agosto de 1854, llamado por José Manuel Collado para presidir una comisión evaluadora del sistema fiscal vigente al iniciarse el Bienio progresista. Su puesto de gobernador del Banco de España, entre 1849 y 1863, le otorgó además una posición privilegiada para interpretar la situación y las necesidades de la Hacienda pública, por el estrecho vínculo que ésta mantenía con el Banco. Le permitió asimismo desempeñar un papel de primer orden para influir en la orientación de la política monetaria y bancaria —cuestiones que conocía, pues en febrero de 1847 había decretado, como titular de Hacienda, la fusión de los Bancos de Isabel II y de San Fernando, en respuesta a la «crisis metálica» que comprometía la solvencia de ambas entidades. Una vez gobernador del Banco de España, al Santillán asesor se sobrepuso el banquero con intereses privados, y no faltaron los enfrentamientos con los titulares de Hacienda, como comprobaron Bravo Murillo, Bruil y Salaverría, por citar sólo a los aquí biogra-
6 Hasta el 7 de abril de 1851 había gobernado sometido a las Cortes de la anterior legislatura, que clausuró ante la resistencia que le ofrecían las facciones moderadas apartadas del poder, en particular la mon-pidalista; Comín y Vallejo (2002), pp. 77-98.
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fiados. Tenía razón, por tanto, José Larraz en 1944 al llamar la atención sobre la labor de Santillán, hombre «muy desconocido que merece una reivindicación en la historia financiera de España».7 Con lo que hoy sabemos, es imposible negar la enorme relevancia de Santillán en la Historia de la Hacienda pública española. Los testimonios de los contemporáneos, los preámbulos de los proyectos de ley de presupuestos y, desde 1850, las cifras consolidadas de la contabilidad pública, revelan un incremento del déficit público a partir de 1847, el logro del equilibrio en 1850 y la apertura de una etapa de nuevo e incrementado déficit a partir de 1851. El déficit tuvo varias causas: una, las «rebajas» de algunos impuestos —contribución industrial y Consumos— y de la supresión de los Inquilinatos, en 1846, por obra de Peña y Aguayo y de Orlando, en la que constituye la principal de las medidas contrarreformadoras a que fue sometido el sistema fiscal de 1845; otra, el comportamiento del gasto, que simplemente creció, pese a las promesas de economías de Juan Bravo Murillo; en tercer lugar, tenemos la situación económica: los efectos de la desaceleración de la economía de 1847-1848 y las dificultades experimentadas por la agricultura, afectada por malas cosechas asociadas a perturbaciones climáticas (la sequía en 1849-1850; las fuertes lluvias en 1853-1854), con efectos negativos muy visibles en algunas provincias. Tras Bravo Murillo, la situación de la Hacienda fue a peor, en medio de una mayor inestabilidad política. En 1853, Luis María Pastor trabajó en un proyecto para sustituir la cuestionada imposición sobre el consumo por una contribución general sobre las utilidades; la pretensión no pasó de tal. La rigidez de los ingresos y el crecimiento de los gastos trajeron a un primer plano de la Hacienda española los mecanismos extraordinarios de financiación. Los hubo de todo tipo: continuó la desamortización (particularmente la de las encomiendas, activada desde 1848), volvió la emisión
7 Larraz, «En el centanario de la reforma tributaria de Alejandro Mon», discurso pronunciado en la sesión del 24 de octubre de 1944 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas», reproducido en Papeles y Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, con estudio previo de Martorell y Vallejo (2000). Sobre Santillán y sus aportaciones a la Hacienda española, Estapé (1971), Fontana (1977) y (1997), Fuentes Quintana (1990), Artola (1986), (1996) y (1998), Comín (1988), Comín y Vallejo (1996), Tedde (1999) y Vallejo (2000a), además de R. Santillán (1996) y (1997).
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de Deuda flotante y se recurrió al señoreaje: en 1853-54, Jacinto Félix Doménech, antiguo progresista, estableció un anticipo forzoso, recibido con hostilidad por los mayores contribuyentes, tanto que constituyó uno de los «agravios» que condujo al estallido revolucionario de 1854. Los ministros de Hacienda también pretendieron nuevos préstamos a corto plazo del Banco Español de San Fernando, como había sucedido desde 1845. Pastor lo intentó en 1853 y Doménech en 1854. Pero Santillán se mantuvo inflexible; primó los intereses del Banco y manifestó, así, su desafecto político a los gobiernos antiparlamentarios del período. Ya lo había hecho en 1852 con Bravo Murillo, quien no tuvo más remedio que idear un sustitutivo: la Caja General de Depósitos, que usó los fondos de los depositantes para cubrir las faltas de liquidez del Tesoro. Los ministros de Hacienda tras Bravo Murillo fueron figuras menores en la historia de las finanzas públicas españolas. Para encontrar una figura que brillase a la altura de Mon, Bravo Murillo y Santillán hubo que esperar a 1858. Nos referimos a Pedro Salaverría, a quien corresponde el honor de encabezar —durante 1.706 días— el Ministerio de Hacienda más longevo del siglo XIX, entre 1858 y 1863, en el denominado precisamente Gobierno largo de O’Donnell (cuadro 4). CUADRO 4 MINISTROS DE HACIENDA DE LA ÉPOCA ISABELINA, 1856-1868 Ministros
Días
Salaverría
1.905
2
García Barzanallana
1.133
3
Alonso Martínez
341
1
Sánchez Ocaña
240
2
Orovio
168
1
Sierra
155
1
Fernández Lascoiti
96
1
De Castro
93
1
Mon
91
1
Moreno López
70
1
Trúpita
44
1
Cánovas del Castillo
43
1
FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol. VI, Comín (1997a) y elaboración propia.
Veces
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
Salaverría es a la etapa isabelina de 1856-1868 lo que Mon a la Década moderada, Figuerola al Sexenio, y lo que probablemente más que nadie representa —excluido Villaverde— Camacho para la Restauración de 1874 a 1899. Interpretó los retos de la Hacienda y la economía española en uno de los momentos más interesantes del siglo XIX. Se trató de una fase de ilusión colectiva, de una concordia desconocida entre las élites gobernantes, que alumbraron aquella especie de experimento centrista que fue la Unión Liberal, a la que él perteneció; fue también un período de expansión económica, de convergencia respecto a la Europa avanzada e, incluso, de cierta ilusión neocolonial. España, coincidían los contemporáneos —y los observadores extranjeros—,8 estaba en vías de engancharse al «curso del progreso europeo», progreso que en el caso español pronto se volvió ilusorio. Pues bien, todas esas novedades tuvieron también su reflejo en materia presupuestaria, con tres hechos reseñables: primero, la ejecución de los presupuestos más expansivos de la historia contemporánea hasta entonces; segundo, las innovaciones por el lado de los gastos —mientras se mantenía el statu quo tributario de 1845—, con el sustancial crecimiento de las partidas de fomento y guerra; y tercero, la aparición, asimismo novedosa, de un presupuesto extraordinario para estimular el crecimiento económico y financiar la campaña militar de pretendido prestigio internacional (Serrano Sanz). Pese a contar con una extensa biografía, debida a Fabié (1898), y ser el ministro de Hacienda que más tiempo ocupó esta cartera en la segunda mitad del XIX —hasta 2.444 días—, Salaverría ha tenido menor fortuna historiográfica que otros ministros de Hacienda. La razón fundamental es que su período de mayor gloria, de 1858 a 1863, ha recibido una menor atención general de los historiadores; además, no dejó más obra escrita sobre su actuación en Hacienda que una replica a Bravo Murillo, de 1864: Las deudas amortizables y los certificados de cupones. Don Juan Bravo Murillo y la Administración de los cinco años; en tercer lugar, no reformó los ingresos: destacó más por sus innovaciones monetarias —de corta vida, como el escudo— y por transformar las pautas del gasto, aspectos ambos menos frecuentados por la Historia de la Hacienda; por último, sus presupuestos expansivos se saldaron con déficit (cuadro 5) y la desaceleración
8 Como Maurice Block; véase Block (1863).
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
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económica, visible ya en 1864, impidió que los gastos de inversión fructificasen en crecimiento económico y recursos para el Tesoro. El déficit no había preocupado excesivamente durante el ciclo expansivo, pero sí durante la recesión; es más, los opositores del ministro no dudaron en atribuir, en exclusiva, la crisis a sus políticas; de este modo, la gestión de Salaverría, notable en diversos aspectos, quedó estigmatizada. CUADRO 5 INGRESOS Y GASTOS DEL ESTADO, 1850-1899 (Millones de pesetas. Medias anuales) Ingresos totales 1
Gasto total 2
Saldo presupuestario 3
1850-54
342
353
–14
–4
52
14,8
1854-56
401
402
–48
–12
91
22,7
1857-64
583
603
–90
–15
126
20,8
1865-68
691
695
–127
–18
241
34,7
1869-74
645
749
–216
–29
299
39,9
1875-80
901
797
–47
–6
248
31,1
1881-85
899
854
–25
–3
265
31,1
1886-90
803
852
–65
–8
287
33,7
1891-95
791
794
–4
0
304
38,2
1896-99
932
900
32
4
391
43,5
Saldo/ gasto 4 = %3/2
Obligaciones Obligaciones de la Deuda Deuda/gasto 5 6 = %5/2
Nota: Saldo = Ingresos totales – Ingresos por deuda – Gastos totales. FUENTE: Comín (1985a).
El paso de Salaverría por Hacienda, en correspondencia con el Gobierno largo de O’Donnell, hace que la etapa 1856-1868 sea la segunda más estable de la historia de los ministros de Hacienda. Eleva la permanencia media en el cargo a 8,4 meses y sitúa la ratio ministros de Hacienda/gobiernos en un valor —intermedio para los años 1844 a 1899— de 1,4 (cuadro 2). La mayor rotación se dio en el descontextualizado Gobierno del marqués de Miraflores, de 1863, que conoció en sólo nueve meses tres ministros de Hacienda, todos ellos de escasa relevancia política. Dos ministros tuvieron el Gobierno Narváez de 1864 (Manuel García Barzanallana y Alejandro de Castro), el de O’Donnell de 1865-1866 (Alonso
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
Martínez y Cánovas del Castillo) y el más largo de Narváez en 1866-1868 (Manuel García Barzanallana y José Sanchez Ocaña). Otro de los rasgos del período es que en la dirección económica del país alternaron hombres que se habían destacado en la década moderada, nombrados por gobiernos del Partido Moderado, con hombres nuevos, que irrumpieron durante el Bienio progresista, designados por gobiernos de la Unión Liberal presididos por O’Donnell. En este caso se encuentran Pedro Salaverría, Manuel Alonso Martínez y Antonio Cánovas. Entre los ministros moderados destacaron Manuel García Barzanallana y José Sánchez Ocaña. El primero fue asesor de Mon en 1848-1849; ahora era un hombre de Narváez, con quien fue recurrente ministro de Hacienda en 1856, 1864-1865 y 1866-1868, durante un total de 1.133 días. Bajo los gobiernos de aquel general debió de interpretar algunas de las respuestas fiscales a la insuficiencia provocada por la crisis económica iniciada en 1864. Lo hizo con una estrategia de nivelación a corto plazo: reforzando ingresos, recortando gastos y recurriendo a diversos recursos extraordinarios. En sus presupuestos para 1867 recargó las contribuciones directas —en especial la Territorial—, revalidó el gravamen sobre sueldos y haberes pagados por el Estado, repuesto por Cánovas del Castillo en 1856 —pues tenía precedente inmediato en el Bienio—, y sujetó a gravamen de un 5 por 100 determinadas rentas del capital: los intereses de la Deuda pública, dividendos de acciones y obligaciones de bancos y toda clase de sociedades creadas con autorización del Gobierno; además innovó en la imposición indirecta, con un impuesto sobre los caballos y carruajes de lujo. Entre los ingresos extraordinarios aprobó en 1866 un anticipo forzoso sobre las contribuciones directas, y obtuvo un préstamo de la casa Fould de París, en cuya negociación intervino Mon, entonces embajador en la capital francesa. Los apuros del Tesoro le llevaron, además, a una consolidación de la Deuda flotante, en julio de 1867; dada la crisis interna era imprescindible recurrir al mercado exterior de capitales; como condición previa, fue necesario enmendar el arreglo de la Deuda de Bravo Murillo (Carmen García). Esto significaba atender las exigencias de los especuladores agraviados por Bravo Murillo; para ello Barzanallana convirtió la Deuda diferida —que no cobraría intereses durante varios años—, la amortizable y los cupones vencidos —reducidos a la mitad por Bravo— en Deuda consolidada al 3 por 100; admitidas sus reclamaciones, aquellos prestamistas estuvieron dispuestos a aceptar una disminución del nominal
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poseído y a renunciar a la amortización de sus títulos, con tal de asegurar el cobro de un rédito periódico, como explicó Francisco Comín. José Sánchez Ocaña, por su parte, había sido miembro de la comisión de reforma tributaria de 1843-1844, cuyos trabajos sirvieron de base a la reforma de 1845, y director general de Contribuciones desde 1846 hasta la época de Bravo Murillo. En 1855 publicó una Reseña Histórica sobre el estado de la Hacienda y del Tesoro Público en España durante las administraciones progresista y moderada y sobre el origen e importe de la actual Deuda flotante del mismo Tesoro, en cuyas páginas reconocía, precisamente, el papel central que había tenido Ramón Santillán en la reforma tributaria de 1845 y en la posterior historia de la Hacienda. Ocaña fue ministro en 1858 con Istúriz y en 1868 con Narváez, durante 240 días. El recurso a estos hombres tiene que ver con su experiencia previa en la gestión económica y con su conocimiento por dentro del Ministerio de Hacienda, pero también con algo que Narváez se encargó de subrayar en su vuelta al Gobierno en octubre de 1856: en materia fiscal —como en materia constitucional— se producía la «restauración» plena del sistema de 1845, simbolizada en la total restitución del impuesto de consumos. Esto no impidió que, desatada la crisis económica, a partir de 1864, y ahondado el déficit de la Hacienda, decidiesen ampliar las bases fiscales del sistema, acudiendo a dos fuentes de renta despreciadas en 1857: el trabajo y el capital. Un caso excepcional en esta etapa isabelina es el de Mon, que también identificaría la citada restauración tributaria. Esa singularidad del ministro asturiano vendrá definida por tres hechos: su distanciamiento de Narváez —con el que no volverá a coincidir desde su ruptura en 1849—; su paso fugaz por el Ministerio de Hacienda, en el efímero Gobierno Armero de 1857; y porque, pasado su momento reformador, pudo ver alcanzada su vieja aspiración de la presidencia del Gobierno en un corto Gobierno de 1864, integrado por hombres de la Década moderada (Pacheco, Mayans, Diego López Ballesteros) y significados unionliberalistas, caso de Salaverría y Cánovas del Castillo. Otro nombre que merece ser subrayado es el de Juan Bautista Trúpita, no porque durase mucho en el cargo, sino por haber destacado por sus preocupaciones estadísticas; Trúpita dejó su nombre asociado a la conocida Estadística Administrativa de la Dirección General de Contribuciones de 1855, de la que fue responsable último.
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
En el lado liberal, Alonso Martínez fue el segundo ministro de Hacienda más longevo en el cargo, tras Salaverría. Ocupó el cargo durante 341 días en 1865-1866. Por tanto, tuvo que enfrentarse a la agudización de la crisis económica y al crecimiento del déficit. Optó por una política económica distinta de la de los conservadores, que anticipaba los dos modelos en conflicto durante el Sexenio, según Antón Costas. El tándem O’Donnell-Alonso Martínez apostó por una política fiscal de fomento del crecimiento, reduciendo obstáculos a las transacciones —exteriores e interiores— y estimulando la inversión con las exenciones; recurría al crédito y posponía el equilibrio al medio plazo, sustentado en el previsible desarrollo económico facilitado por la liberalización. Fue la vía que ensayó poco después Laureano Figuerola en 1869-1870. La apuesta de los gobiernos moderados fue el equilibrio a corto plazo, reforzando los impuestos tradicionales con recargos, sobre todo los directos, manteniendo el modelo fiscal, que se abriría en todo caso modestamente a nuevas fuentes de renta, sin alterar las pautas de la política comercial. El presupuesto de 1867 fue un exponente de dicha orientación. Esto no impidió, no obstante, la persistencia del déficit. Los ingresos previstos estaban por encima de la capacidad contributiva del país; el desequilibrio se agravó por el peso de las obligaciones de la Deuda, que en 1867 y 1868 superaron la tercera parte del gasto total, algo inédito desde 1845; el crédito internacional de la Hacienda española, al igual que el de los gobiernos represivos de aquella monarquía en fase terminal, cayó a niveles ínfimos. III La inestabilidad de las carteras de Hacienda en el Bienio progresista y en el Sexenio revolucionario superó, como dijimos, a la del decenio moderado y a la etapa isabelina de 1856 a 1868. La «lógica inflexible de los números y los hechos» fue determinante9 para esa mayor rotación; esto es, los ministros de Hacienda sucumbieron a las urgencias presupuestarias. No obstante, existe una diferencia apreciable entre el Bienio y el Sexenio; en este último, la sucesión de ministros estuvo más estrechamente relacionada con los vaivenes políticos, como se desprende de la ratio ministros de Hacienda/gobiernos del cuadro 2: hubo igual número de titulares de 9 Que decía Eustaquio Toledano en 1859, refiriéndose al Bienio progresista; Toledano (1963), p. 906.
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Hacienda que de gobiernos, a diferencia del Bienio, en el que la estabilidad en la dirección política del país fue relativamente mayor que en su dirección económica. Esa inestabilidad de 1854-1856 impidió que figuras de tanta valía como Pascual Madoz (136 días en el cargo) y Juan Bruil (246 días) pudieran completar sus proyectos (cuadro 6); no obstante, no fue obstáculo para que adoptasen decisiones de trascendencia por sus efectos a corto y largo plazo, como la desamortización general o las leyes bancarias de 1856 (Juan Pan-Montojo y Eloy Fernández Clemente). A través de la Ley de Bancos de Emisión y la Ley de Sociedades de Crédito, de 28 de enero de 1856, Juan Bruil redefinió la organización del sistema de emisión del país y reactivó los cauces financieros para el ahorro y la inversión. La primera, combatida por el Banco de España y reclamada por los comerciantes, industriales y banqueros de las principales capitales de provincia, estableció la pluralidad —que no libertad— de emisión, decisiva para la expansión de los medios de pago. La segunda lo fue para la canalización del ahorro interior, la afluencia masiva de ahorro exterior y la formación de capital, sin precedentes, del período 1856-1864; su principal pasivo estuvo en la excesiva concentración de la inversión en el sector ferroviario, que provocó la crisis del sector financiero mediada la década de 1860. Esta legislación bancaria del Bienio ensanchó, en suma, la economía de mercado, en un momento decisivo del incipiente capitalismo español; sin ella, el inicio de la construcción del ferrocarril en España se hubiese retrasado todavía más, lo mismo que la vertebración del mercado interior. Por su parte, la desamortización general de Madoz, prolongada más allá del período, aumentó la propiedad en manos privadas, incluyendo al campesinado en las regiones de pequeña y mediana propiedad, y expandió la superficie agrícola cultivada; colaboró coyunturalmente a reducir el déficit de la Hacienda central y a financiar las subvenciones prometidas a las compañías ferroviarias. Uno de sus pasivos fue la reducción de las tierras concejiles disponibles por las capas más modestas de campesinos; para trabajarlas tuvieron que pagar más por ellas, con lo que los braceros y jornaleros vieron empeorar su situación; en general, afectó negativamente a los niveles de vida de la población rural (Pan-Montojo). La «cuestión social» en el campo, presente en el Bienio y en los momentos de cambio político o de crisis económica, a partir del Sexenio, se alimentó en parte de los efectos de esta desamortización. También mermó los ingresos de las Haciendas loca-
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les, de modo que los recursos asistenciales de los municipios y las instituciones dedicadas a la beneficencia y a la enseñanza se redujeron.10 Las causas de la excesiva rotación en Hacienda durante el Bienio hay que buscarlas en la diferente interpretación que los ministros efectuaron sobre la total restitución del sistema fiscal de 1845, en lo que no hubo consenso. También influyeron las distintas recetas para manejar el déficit, cuando no la incapacidad para encontrar, dentro o fuera del país, préstamos con los que evitar el colapso de un Tesoro afectado por el crecimiento de la Deuda flotante. Igualmente decisivas fueron las controversias sobre la estrategia y las medidas de política económica para reactivar la economía y fomentar el crecimiento. Madoz sucumbió en 1855 debido al escaso apoyo de los prestamistas españoles y extranjeros, y las resistencias a su Proyecto de ley de emisión de Deuda consolidada al 3 por 100, hasta 500 millones de reales, para amortizar la Deuda flotante a medida que fuera necesario (Pan-Montojo). Bruil, a su vez, dimitió en 1856 por la enorme contestación que suscitó su liberalizador proyecto de reforma arancelaria y la oposición a su proyecto de presupuestos para 1856 y primeros seis meses de 1857, que restablecía los impuestos de puertas y de consumos (Fernández Clemente). CUADRO 6 MINISTROS DE HACIENDA DEL BIENIO PROGRESISTA Ministros
Días
Veces
Bruil
246
1
Santa Cruz
158
1
Collado
151
1
Madoz
136
1
Cantero
68
1
Sevillano
24
1
Salaverría
22
1
FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol.
VI,
Comín (1997a) y elaboración propia.
10 La legislación bancaria y los ferrocarriles, en Tedde (1978) y Comín, Martín Aceña, Muñoz y Vidal (1998), vol. I, p. 55 y ss. Los efectos de la desamortización en los servicios sociales, en Comín (1996b), pp. 260-261.
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
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En 1854 Collado había dejado el cargo porque su restablecimiento de Consumos y Puertas fue rechazado por las Cortes con la Ley de 2-XII1854, que sólo los autorizaba como recurso local; Sevillano, que le siguió, apenas estuvo un mes en el cargo. A su vez, el marqués de Santa Cruz, sustituto de Bruil, se vio obligado a admitir, con ciertos retoques, el proyecto de presupuestos de su antecesor. El refuerzo de los ingresos ordinarios lo basó en el recargo de la contribución territorial en 50 millones de reales —frente a los 34 previstos— y en una restitución encubierta de los Consumos con el nombre de derrama general, cuyo monto sería la mitad de lo ingresado por los Consumos en 1851-1853. Posteriormente, Cantero y Salaverría, en el Gobierno de transición de O’Donnell, de junio a octubre de 1856, bien poco pudieron hacer. El primero —ministro desde el 14 de julio— abordó, el 11 y 20 de agosto, la persistencia de la carestía de los cereales y otros alimentos prorrogando hasta junio de 1857 la libertad de importación de esos artículos; el 20 de septiembre de 1856 presentó su dimisión, al no secundar las presiones de la reina para poner fin a la desamortización. Salaverría suspendió la venta de los bienes del clero secular por Decreto de 23 de septiembre, y prometió —en una exposición de 11 de octubre— una «gestión ordenada» y transparente de los fondos públicos; a su juicio, «la prosperidad de la hacienda depende tanto del valor de las rentas e impuestos que la constituyen cuanto de la estricta observancia de métodos de intervención y publicidad». El Sexenio revolucionario fue un período más abigarrado que el Bienio, difícil de reducir a unas cuantas líneas, en el que los asuntos fiscales y presupuestarios pasaron a un primer plano de la vida social y política, por varias razones. En primer lugar, la Hacienda recibía en 1868 un negativo legado fiscal: en 1865-1868 los déficit subieron hasta el 18 por 100 del gasto, los más altos desde 1845, la Deuda en circulación se disparó y las obligaciones de ésta en el gasto superaron el 30 por 100, algo inédito tras la refoma de Mon, en tanto que la presión fiscal aumentaba; el Tesoro estaba desacreditado internacionalmente. Ante esta situación, los objetivos inmediatos de la Revolución fueron acabar con la quiebra fiscal a que conducían los últimos gobiernos isabelinos, resolver la crisis económica heredada y disminuir la presión tributaria; pero esta rebaja se hizo en septiembre de 1868 vía hechos consumados, suprimiendo los Consumos y eliminando o rebajando los rentas estancadas, que luego la presión popular, junto con la ideología de la renovada clase política, impidió restablecer en su totalidad.
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En segundo lugar, el déficit y el nivel de endeudamiento crecieron a partir de 1868, y ese crecimiento impidió una política racional del gasto. En tercer lugar, durante el Sexenio abundaron las reformas de impuestos, para suplir los vacíos recaudatorios creados por la Revolución o para servir de instrumento fiscal a las importantes políticas de impulso al crecimiento económico; no obstante, la fuerza de los hechos —desequilibrio financiero incluido— impidió entrar en un proceso de reforma tributaria capaz de crear un «sistema de Hacienda» consecuente con los principios dominantes, y de aportar recursos suficientes para consolidar el nuevo sistema político. Lo expresó así de claro Camacho en 1872: la reforma tributaria sólo sería posible «si hay patriotismo en las fracciones políticas todas para dar treguas y permitir que se estudie y se plantee un buen sistema de Hacienda por personas competentes».11 En sentido estricto, la reforma tributaria más relevante del Sexenio fue la de las Haciendas locales, que por vez primera en la historia de la Hacienda pública española separaba la Hacienda central y las de los municipios y provincias. En cuarto lugar, hay que subrayar que esa falta de «sistema» prolongó durante todo el período la tensión distributiva que generan las decisiones sobre los impuestos. Este problema distributivo de naturaleza fiscal fue uno de los principales factores de inestabilidad política y de rechazo a los gobiernos revolucionarios. En uno u otro momento, aquel rechazo provino tanto de las clases populares, rurales o urbanas, que expresaron el descontento a través del amotinamiento y de la negativa al pago de tributos, como de las clases medias, quienes formularon su resistencia fiscal de forma organizada: el liguismo contributivo fue un fenómeno que nació durante el Sexenio, como demostró Vallejo. En última instancia, en esta etapa histórica la penuria financiera condicionó la actuación económica y política de los gobiernos, contribuyó a deslegitimar la revolución y decidió su suerte.12
11 Los deseos de un «buen sistema de Hacienda» y las dificultades para poner en marcha el proceso político de reforma fiscal, en Pellón Rodríguez, DSC-CD, 99, 11-VII-1871, p. 2560, y Camacho, DSC-CD, 15, 11-V-1872, apéndice 2, p. 11; citados en Vallejo (2001a), p. 274. 12 Sobre la Hacienda del Sexenio, véase Martín Niño (1972), Comín (1988), p. 261 y ss., (1997b) y (2000a), Costas (1984), (1988) y (1996), Fontana (1980), Vallejo (2001a), pp. 261-290, y Comín y Martorell (2003).
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
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Entre los protagonistas de la dirección de la Hacienda destaca, por su vocación reformadora y su duración en el cargo, Laureano Figuerola (cuadro 7). El ministro catalán fue intérprete de un modelo de desarrollo industrialista, basado en la apertura al exterior (Comín y Martorell). A ello colaboraron, por un lado, su reforma monetaria de 1868, destinada a alinear la nueva moneda —la peseta—13 con el franco y el patrón metálico de los países que habían constituido en 1865 la Unión Monetaria Latina; y, por otro, su reforma arancelaria de 1869, que profundizaba, en sentido librecambista, la de Mon de 1849. Sus parciales reformas impositivas no se preocuparon por el equilibrio presupuestario a corto plazo, un objetivo más bien ilusorio dada la agitación política desde 1868 y la resistencia social a admitir la imposición indirecta —algunos estancos incluidos— heredada de 1845. Figuerola dio prioridad a la reducción de costes a las empresas industriales, a la formación de capital y, en fin, al crecimiento económico: la reforma de la renta de aduanas y las exenciones previstas para industrias de nueva creación en la contribución industrial, son ejemplos claros de esta orientación. Promovió también la reforma de la Hacienda municipal, otorgándole una autonomía —luego corregida en la práctica, hasta su anulación en 1876—, e hizo un indudable esfuerzo para organizar y controlar el gasto y mejorar la contabilidad pública. Como a las importantes deudas heredadas se sumaron las nuevas del período revolucionario, en la actuación de Figuerola tuvieron un lugar destacado las operaciones de Deuda (que incluyeron elevadas contraprestaciones a los prestamistas extranjeros, al igual que sucedió en otros períodos del siglo XIX) y la reestructuración de la misma. La opción por el equilibrio presupuestario a medio plazo y el fomento del crecimiento a corto no fue unánime en los ministros de Hacienda del Sexenio. Ardanaz la rechazó en 1869, pues tenía una visión fiscalista de la crisis. Opuso una estrategia con prioridad en la estabilidad presupuestaria a corto plazo, y sostuvo la necesidad del equilibrio inmediato del presupuesto, «cueste lo que costare». Esto se traducía en reforzar todos los impuestos y exigir sacrificios a todas las clases sociales e «imponérselos también a los acreedores del Estado»:14 13 Su historia, en Martín Aceña (1998), García Delgado y Serrano Sanz (dirs.) (2000) y Martorell (2001). 14 Constantino Ardanaz, Proyecto de ley presentado por el Sr. Ministro de Hacienda sobre los presupuestos del Estado para el año económico de 1870 a 1871, en DSCC, 150, 29-X-1869, apéndice primero, pp. 2 y 8.
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en definitiva, ampliar con carácter transitorio las bases tributarias del sistema, recargar las contribuciones directas y mantener las indirectas y los estancos, algo que fue imposible de sostener políticamente, y que no aceptó la estrategia de Figuerola, que había vuelto a Hacienda en noviembre de 1869. No obstante, a fines de 1870 se generalizó en el Gobierno, en las Cortes y en la opinión pública la idea de que había que equilibrar el presupuesto.15 Esta opción se impuso en el proyecto de presupuestos presentado por Moret en mayo de 1871, en las decisiones de su sucesor Servando Ruiz Gómez, y en el proyecto de presupuestos de Juan Francisco Camacho para 1872-1873, de mayo de 1872. Camacho presentó este proyecto como transitorio, con soluciones igualmente provisionales. Su esquema de ingresos era semejante al de Moret: contribuciones directas, indirectas, monopolios y contribuciones transitorias, con dos novedades destacadas: restauración de los Consumos con el nombre de «impuesto indirecto» y restablecimiento de los recargos de los municipios sobre las contribuciones directas, después de que los Ministerios de Hacienda y de Gobernación, forzando la Ley de arbitrios municipales y provinciales de 23 de febrero de 1870, limitasen la autonomía local en la aplicación de uno de sus principales impuestos, el repartimiento general. La presión fiscal sobre la agricultura y la propiedad fue la más afectada por ese recargo. El gravamen legal en la contribución territorial, del 14,1 por 100 en 1864-1868, pasó al 14,5 por 100 en 1869, 19 por 100 en 1870-1871, 21 por 100 en 1872 y, nuevamente, al 19 por 100 en 1873-1874. Los gobiernos del Sexenio acudieron en los impuestos a innovaciones, pero también al baluarte seguro de la contribución sobre la tierra; se trata de una constante en el comportamiento de los responsables de Hacienda durante las coyunturas presupuestarias críticas, como había sucedido en el Trienio liberal. Por eso, el director general de Contribuciones, Juan García de Torres, escribía en 1872 que aquel impuesto era el «nervio de nuestro sistema tributario», y Servando Ruiz Gómez denunciaba en la Cortes, en 1871, lo recargado que estaba, y que esto era así «porque quienes pagan esa contribución son los pobres habitantes de los campos, no los de las ciudades; que si esos habitantes moraran en las ciudades, ya estaría echada por el suelo la contribución territorial».16 15 Véase la proposición que suspendía la aprobación de «todo proyecto que afecte al presupuesto, interín no se acuerde saldar el déficit del mismo», en DSCC, 314, 31-X-1870, p. 9112. 16 García de Torres (1872), p. 49, y Servando Ruiz Gómez, DSC-CD, 83, 2-VII1871, p. 2171.
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
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CUADRO 7 MINISTROS DE HACIENDA DEL SEXENIO REVOLUCIONARIO Ministros
Días
Veces
Figuerola
613
3
Camacho
328
3
Moret
281
2
Ruiz Gómez
262
2
Echegaray
196
4
Angulo
138
2
Pedregal
117
1
Ardanaz
111
1
Tutau
107
1
Carvajal
72
2
Elduayen
18
1
Ladico
17
1
Sagasta
15
2
FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol.
VI,
Comín (1997a) y elaboración propia.
Esa situación llevó a Ruiz Gómez, como antes a Moret y a Camacho, a ampliar algo las bases de tributación del sistema, aun así insuficientes porque los presupuestos por ellos presentados se saldaban con un déficit no deliberado. En concreto, Ruiz Gómez, en 1872, restituyó el impuesto sobre el azúcar (vigente en 1862 y propuesto antes por Moret), gravó con el Timbre determinadas rentas del capital mobiliario, y aplicó el impuesto de derechos reales a las transmisiones, incluyendo la sucesiones directas, las hipotecas, las aportaciones de capital en dinero y el capital mobiliario. Esos nuevos gravámenes, justificados como transitorios, eran vías para ampliar la recaudación y eludir las resistencias políticas a restituir el sistema fiscal vigente antes de la Revolución. Los Gobiernos de la República continuaron esa senda. Los partidos republicanos estaban instalados en una retórica con varios lugares comunes: la supresión de estancos e impuestos indirectos, el impuesto único aplicado «sobre el capital y la propiedad» y, sobre todo, las economías: la descentralización administrativa y la autonomía política abaratarían, según ellos, los gastos corrientes del Estado. Eran las referencias de la mito-
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Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
logía republicana respecto a la Hacienda. Una vez en el Gobierno, durante la etapa de la República federal, los hechos se impusieron; el ministro de Hacienda, José Carvajal (72 días en el cargo), no tuvo reparo en admitir que aquel modelo político, con gobiernos territoriales autónomos, sería más caro que la monarquía.17 Cuando en 1873 las dificultades políticas y financieras amenazaban el orden social y el Estado de derecho democrático, los republicanos conservadores no dudaron en subrayar que no existían reformas que salvasen de repente la Hacienda, ni era posible «renunciar en los primeros tiempos a las rentas que hoy existen, por defectuosas que algunas de ellas sean; habrá por el contrario, que reforzarlas vigorosamente como han hecho todos los pueblos sensatos y enérgicos: lo primero es pagar, y pagando salvar la honra y el crédito y hacer posible la vida».18 Por ello, durante el interregno republicano persistieron tanto el objetivo de la nivelación presupuestaria como la estructura de los recursos (directos, indirectos y eventuales) de los gobiernos precedentes; los posibilidades de actuación de los gobiernos, rechazada la vuelta a los Consumos y decidida la contención de la presión fiscal sobre la propiedad, se ceñían prácticamente al perfeccionamiento de las estadísticas fiscales, en lo que se aplicó el ministro Tutau en 1873 (107 días en el cargo), y a los impuestos transitorios. Castelar y su ministro de Hacienda, Pedregal (117 días en el Ministerio), aprobaron varios de ellos el 2 de octubre de 1873: sobre la exportación, sobre el timbre, sobre los carruajes y sobre las puertas, ventanas y balcones. José Echegaray los eliminó poco después y, tal como había hecho en 1872, volvió la vista al crédito. Ante el fracaso del recurso a un empréstito nacional (un anticipo similar al utilizado por el Gobierno conservador en 1854), repudiado por los contribuyentes, no le quedó más remedio que renunciar al principio de libertad de emisión, concediendo, a cambio del auxilio del Banco de España, el monopolio de emisión en 1874 (Pedro Tedde). Con posterioridad, tras el golpe de Pavía y la instalación en la República interina, Camacho anticipó presupuestariamente la Restauración, volviendo al cuadro de impuestos vigente antes de la Revolución en 1868.
17 Esta afirmación de Carvajal y los mitos republicanos, en Vallejo (2001a), pp. 275277. En dichos mitos republicanos en torno a la fiscalidad profundiza Pan-Montojo (en prensa). 18 Manifiesto del partido republicano-democrático, de 28 de octubre de 1873.
Los ministros de la Hacienda liberal, 1845-1899
31
En el Decreto de 26 de junio de 1874 que aprobaba los presupuestos para 1874-1875, Camacho argumentó que la situación del Tesoro no podía continuar un día más en aquel lamentable estado y que el país reclamaba «sin cesar paz y hacienda». El Tesoro exhausto había llevado a Moret en 1871 y al citado Camacho en 1872 a ir preparando, en materia fiscal, la vuelta al sistema de 1845: en 1874, el endeudamiento, el país en guerra —interna y externa— y el régimen político cuestionado inclinaron a Juan Francisco Camacho a restablecer definitivamente el sistema mixto de impuestos de 1845 (Consumos incluidos): aquella «tributación normal que el país necesita» para lograr la generalidad y «venir en ayuda de la propiedad, del comercio y de la industria».19 IV Con la Restauración se entraba en la fase de mayor estabilidad política y fiscal del siglo XIX. Ateniéndonos al criterio usado en el cuadro 2, durante esta etapa se sucedieron 21 ministros de Hacienda. Su duración en el cargo fue la mayor de la segunda mitad del siglo XIX: 14,7 meses de media. La ratio ministros de Hacienda/gobiernos resultante fue inferior a la unidad (0,99); esto es, la rotación de los titulares de ese Ministerio fue menor que la de los gabinetes de gobierno. Alguno de esos responsables de Hacienda repitieron en el cargo; en total, fueron 17 los hombres que dirigieron la política fiscal del país entre 1875 y 1899 (cuadro 8). El conservador Cos-Gayón fue el ministro que más tiempo permaneció en el puesto (1.511 días); a continuación le siguieron el liberal López Puigcerver (1.409 días), Orovio, Navarro Reverter y Camacho (cada uno más de 900 días), Salaverría (539 días), Fernández Villaverde (490 días), Gamazo (456 días), Venancio González (406 días) y Concha Castañeda (384 días); menos de un año estuvieron José García Barzanallana, Amós Salvador, Pelayo Cuesta, Eguilior, Gollostra, Canalejas y Cánovas del Castillo. El Ministerio de Hacienda más duradero fue, como se dijo, el del entonces conservador Juan Navarro Reverter, que desempeñó el cargo una sola vez durante 926 días.
19 Decreto-Ley de Presupuestos, Colección Legislativa de España, 1874, pp. 1003 y 1006-1007.
32
Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo CUADRO 8 MINISTROS DE HACIENDA DE LA RESTAURACIÓN Ministros Cos-Gayón López Puigcerver Orovio Navarro Reverter Camacho Salaverría Fernández Villaverde Gamazo González Concha Castañeda García Barzanallana Salvador Pelayo Cuesta Eguilior Gollostra Canalejas Cánovas FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol.
Días 1.511 1.409 982 926 917 539 490 456 406 384 351 280 277 165 97 96 33 VI,
Veces 3 2 3 1 2 3 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1 1
Comín (1997a) y elaboración propia.
Al igual que sucedió en la dirección política del país, en la económica se alternaron conservadores y liberales, con un relativo predominio de los primeros (59 por 100 del período). Esos ministros de Hacienda de la Restauración interpretaron la política fiscal a través de una serie de etapas: 1875-1881, 1881-1885, 1886-1890, 1890-1895 y 1895-1899. La Restauración nació presupuestariamente condicionada por los resultados del Sexenio: desequilibrio, fuerte endeudamiento, descrédito y prevención ante las reformas tributarias. Del Sexenio heredó también dos guerras, la civil y la colonial. Por ello, devolver la paz, configurar una legalidad que facilitase la convivencia entre los españoles y «restaurar nuestra malparada Hacienda»20 fueron objetivos prioritarios para los primeros Gobiernos de la Restauración. El primer paso para esa restauración lo había
20 Manifiesto de los Notables, 9-I-1876.
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dado, no obstante, Juan Francisco Camacho al final del Sexenio (Comín y Martorell): sus recargos, las figuras tributarias de nueva creación y la recuperación de la imposición sobre el gasto suprimida por la revolución21 habían reforzado los ingresos y disminuido el nivel de los déficit en 1874. Aun así, el desequilibrio estructural persistió, agravado por el gasto bélico hasta 1878 y la recesión económica de 1877-1879. A resolverlo se emplearon los ministros de Hacienda de la etapa conservadora: Pedro Salaverría, Cánovas fugazmente, José García Barzanallana, Manuel de Orovio y CosGayón. Durante esta fase conservadora (1875-1881) se aprobaron cuatro presupuestos (1876, 1877, 1878 y 1880). El de 1875 fue prórroga del de 1874, y en 1879 se prorrogó, a su vez, el de 1878. Salaverría entendió, hasta 1875, que la financiación de la guerra era el objetivo prioritario; desde 1876, finalizada la carlista, lo fundamental fue satisfacer las obligaciones de la Deuda, cuyos intereses se habían dejado de abonar durante los dos años anteriores. Había que pagar íntegramente a los acreedores, tanto por responsabilidad fiscal como por el crédito del Estado, y los costes de su financiación extraordinaria. Con ese fin, en 1876 Pedro Salaverría llegó a compromisos con los tenedores y procedió al arreglo de la Deuda, del Tesoro y del Estado, por las leyes de 3 de junio y 21 de julio de 1876. Otra respuesta tranquilizadora fue la que dio al suspender la aplicación de la base quinta del Arancel de 1869, una concesión a los demandantes de protección arancelaria en Cataluña, entonces foco de la insurrección carlista (Serrano Sanz). Aunque preocupado por el equilibrio, Salaverría tuvo una visión menos estrecha del Estado que sus inmediatos sucesores, ya que no descuidaba los gastos en infraestructuras y obras públicas.22 Por el contrario, para José García Barzanallana y el marqués de Orovio, el pago de la Deuda se convirtió en «obligación preferente y privilegiada»; de ahí su obsesión por la nivelación del presupuesto, aun a costa del descuido de los gastos reproductivos. Para cumplir esos objetivos se reforzaron los impuestos vigentes (la contribución territorial y los Consumos),23 se crearon cinco impuestos
21 193 millones de pesetas presuestadas, reducidas a 110 efectivamente recaudadas. 22 Como explicaron Serrano Sanz (1987a) y Comín (1988). 23 Vía recargos y ampliación de las especies sometidas a las tarifas de Consumos.
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nuevos: impuesto sobre el producto bruto de la riqueza minera (21-VII1876), impuesto sobre las ganancias de lotería (21-VII-1876), impuesto sobre venta de sal por los ayuntamientos (11-VII-1877), impuesto sobre la producción de sal (11-VII-1877) e impuesto de portazgos, pontazgos y barcajes (11-VII-1877), y se potenció el monopolio de tabacos. Otra innovación, de 27 de julio de 1876, fue la total extensión del sistema fiscal a Navarra y a las provincias vascongadas; no obstante, la resistencia de la diputaciones forales vascas y el pragmatismo del Gobierno Cánovas limitó el acuerdo de 1878 a la revisión del cupo, como se había hecho en 1877 con Navarra; la gestión de los tributos correría a cargo, como hasta entonces, de las diputaciones. Realizar la recaudación prevista fue otra de las tareas privilegiadas por los ministros de Hacienda del período, que recurrieron a todo tipo de expedientes, incluido el uso del ejército. Los resultados fueron la rebaja sustancial del déficit, hasta el 8 por 100 del gasto (cuadro 5), a cambio de aumentar la presión fiscal —tanto en la Hacienda central como en la local— y provocar, con la crisis de 18771879, además de la propensión al fraude, la eclosión del liguismo antifiscal. Las exposiciones a las Cortes de la Liga de Contribuyentes de Cádiz (29-VI-1879) y de la Junta General de presidentes y delegados de las Ligas de Contribuyentes (31-X-1879), pueden servir de ejemplo; en ellas se demandaba nivelación del presupuesto, economías, rebaja de la «asfixiante» presión fiscal y moralizar la Administración; en estas y otras exposiciones ya se revelaba el discurso sobre los males de la patria —con los fiscales en lugar destacado— y el deseo de regeneracionismo, término ya acuñado en la segunda mitad de los setenta. Medida como porcentaje de los impuestos en el PIB, la presión fiscal aumentó durante el último cuarto del siglo XIX: en 1858-1867 había sido del 4 por 100, en 1868-1874, del 4,2 por 100 y en 1875-1900 del 6,5 por 100; otro tanto constatamos si se utiliza el criterio de los impuestos per cápita. El incremento más importante se produjo en el primer quinquenio de la Restauración.24 El cumplimiento con los acreedores hizo que a partir de 1876 las obligaciones de la Deuda representasen un tercio del gasto total; como el déficit persistía, pese a su reducción, y el volumen de la Deuda era muy elevado, pareció aconsejable una nueva conversión. A Cos-Gayón, el último 24 Las ligas y la presión fiscal, en Vallejo (1998a), p. 517, y (2001a), p. 327.
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ministro con Cánovas, se debe la preparación del proyecto del arreglo; no obstante, fue Juan Francisco Camacho quien, con algunos retoques, lo llevó a cabo en 1881 (Comín y Martorell). Entre 1881 y 1885 se dieron dos situaciones políticas —liberal hasta 1883, conservadora hasta 1885—, y se sucedieron tres gobiernos (Sagasta, Posada, Cánovas) y cuatro ministros de Hacienda: Camacho (700 días en el cargo), Pelayo Cuesta, Gollostra y Cos-Gayón. Hubo, asimismo, dos situaciones económicas y fiscales, de bonanza hasta 1883, de crisis y reaparición del déficit desde entonces. La atribución de la cartera de Hacienda a Camacho en febrero de 1881 marcó la política presupuestaria del quinquenio. En su análisis, el determinante del déficit era, precisamente, el peso de las obligaciones de la Deuda. Reducirla a través de un arreglo fue su objetivo prioritario; a él subordinó sus restantes reformas: la de los impuestos vigentes —incluyendo la liberación de las transacciones interiores de alguna de las trabas fiscales— y la mejora de los servicios administrativos y de la recaudación. La gestión presupuestaria de Camacho fue un éxito: redujo los gastos y aumentó los ingresos; a diferencia del comportamiento tradicional, las liquidaciones de los primeros fueron inferiores a lo presupuestado; la de los segundos, superiores. En 1882 logró el superávit. La reducción de la carga de la Deuda, las mejoras organizativas y la potenciación de la recaudación, apoyada en el ciclo económico expansivo, fueron decisivas, pese a que determinados cambios fiscales fueron precipitados en algún caso (como en la contribución territorial) o resistidos por los contribuyentes, en otros (como en la industrial y de comercio o en el impuesto sobre la sal). La restauración del sistema fiscal de 1845, primero, y ese éxito, después, han situado a Camacho en un lugar destacado en la historia de la Hacienda pública del siglo XIX, emparéntandolo con Mon, Santillán, Bravo Murillo y Raimundo Fernández Villaverde. Su ambiciosa reforma tributaria de 1881-1882 no fue ningún intento de reformar sustancialmente el cuadro vigente desde 1845, con el que estaba plenamente identificado. No parece casual, en este sentido, la amistad que le unió a Mon, quien en 1857 le llevó a la Dirección General del Tesoro y en 1864 le ofreció una cartera ministerial en su Gobierno (Comín y Martorell). En efecto, en relación con el sistema de 1845, Camacho protagonizó tres movimientos fundamentales: uno en el proyecto de presupuestos para
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1872-1873, primer intento de recuperar aquel sistema; el segundo en 1874, con su restitución plena; el tercero, al fin, en 1881-1882, con el objetivo de obtener del mismo el máximo producto y realizar, en la práctica, su proporcionalidad teórica; esto significaba combatir su principal lacra (la ocultación y el fraude) con el instrumental de una mejor administración. Por contexto, las iniciativas de Camacho al frente de la Hacienda fueron quizás relativamente más modestas y, sobre todo, cualitativamente distintas de las de Raimundo Fernández Villaverde. En 1881, las tensiones y el cuestionamiento del sistema fiscal no eran equiparables a las observadas en las proximidades de 1898; tampoco se daban los negativos efectos monetarios derivados del desequilibrio exterior y financiero, y de sus fuentes de financiación, que exigiesen un plan coordinado de estabilización como el de 1899. Además, el escenario internacional no era tan complejo y competitivo como a fines del XIX, ni el mercado interior ni los productores mostraban a principios de los ochenta una desconfianza en sus posibilidades similar a la existente en la década de los noventa. Fernández Villaverde dirigió la Hacienda en unas circunstancias económicas y fiscales que exigieron superar alguno de los principios de reparto de los costes públicos vigentes desde 1845, y completar la estructura de los impuestos heredada de Mon-Santillán. En ese sentido, Villaverde fue tributario de los cambios que, aunque por su gradualidad han sido infravalorados, se fueron colando como «lluvia fina»25 en el sistema fiscal desde la segunda mitad de los ochenta, siguiendo con algún rezago la estela de cambios aprobados en los países de nuestro entorno, espoleados por la crisis finisecular y la necesidad de desplazar la carga fiscal hacia los sectores no agrarios de la economía.26 Camacho, en suma, puede ser considerado como el último gran valedor del sistema de impuestos de 1845, en tanto que Fernández Villaverde fue quien formalizó de modo más acabado el inicio de su —lenta— superación. En materia fiscal, Camacho estaba intelectualmente más próximo a 1845 que a 1899. No deja de ser significativo, en este aspecto, su proximidad a Mon y a Salaverría —coincidentes en la época de la Unión Libe-
25 La expresión es de Comín (2001a), p. X. 26 Comín (1985b), (1988) y (1997b), y Vallejo (1998a), (1999a) y (2001a), pp. 332-333.
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ral y del Gobierno Mon de 1864—, y que Camacho no volviera a la Hacienda tras 1886, cuando la crisis agraria dibujó un nuevo escenario de demandas y respuestas necesarias. Camacho no concebía una política fiscal sin apertura al exterior; así, en 1891 al ser llamado de nuevo al Ministerio de Hacienda, esta vez por Cánovas, declinó la invitación; entonces se había impuesto la política comercial proteccionista, con la que no comulgaba. Parece, pues, que en esas circunstancias su tiempo para interpretar las nuevas urgencias de la Hacienda había pasado. A ello colaborarían, asimismo, la pugnas entre las familias del Partido Liberal y el factor biológico de la edad. A partir de 1883 reapareció el déficit, y se profundizó durante el bienio conservador 1884-1885. En 1885 se alcanzó el desnivel más importante desde 1879 (9 por 100 del gasto). Los gastos crecieron y los ingresos disminuyeron, reflejando la recesión económica iniciada en 1884, que varios factores naturales adversos contribuyeron a agudizar. Cos-Gayón tuvo que enfrentarse a esta difícil coyuntura, con poca fortuna. Deshizo las reformas fiscales y administrativas de Camacho, a quien se opuso tenazmente, al disentir en su reorganización de los servicios centrales del Ministerio y de los de las provincias —en especial, con la creación de las delegaciones de Hacienda— (Martorell). Hasta que la incidencia de la crisis agraria no convenció a los partidos liberal y conservador de la necesidad de respuestas económicas y fiscales consensuadas y eficaces, a través de una Administración más profesionalizada y estable, no cesó el vaivén organizativo de la Hacienda; esa mayor estabilidad sólo se observa tras el paso de Concha Castañeda y Gamazo por el Ministerio, en 1891-1893, como explicó Vallejo. Cos-Gayón introdujo en 1884-1885 novedades en la gestión de los principales impuestos: contribución territorial, contribución industrial y Consumos; en las dos primeras, las innovaciones fueron rechazadas; en los Consumos, recuperó su recaudación por la Hacienda en las capitales de provincia y puertos habilitados, para que revirtiese al Tesoro al menos parte de los beneficios que quedaban en manos de ayuntamientos y arrendadores del impuesto, medida que Camacho volvió a desbaratar en 1886. La segunda mitad de los ochenta fue de signo liberal. El Gobierno Sagasta dio prioridad, en lo político, a la construcción del Estado según el molde liberal, aproximándolo institucionalmente al Sexenio (libertades individuales, derecho de asociación, ampliación del sufragio, codificación
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civil, etc.). En lo económico, dominó la crisis: crisis múltiple con fuerte incidencia en la agricultura; en lo fiscal, el déficit; éste aumentó hasta el 8 por 100 del gasto, el nivel más alto de la Restauración. El empeoramiento de las dificultades —unido a las pugnas en las familias liberales— se reflejó en la rotación de ministros de Hacienda, cuatro en total: Camacho (217 días), López Puigcerver (893), Venancio González (406) y Eguilior (165). En un principio (1884-1886) se creyó que la crisis era pasajera y con raíces locales; tal fue el diagnóstico de Camacho;27 en un segundo momento (1887-1889) se constató la profundidad y la dimensión internacional de la depresión y que ésta exigía medidas estructurales en la política fiscal, en las políticas sectoriales y en el marco de las relaciones económicas con los restantes países. Éste fue el convencimiento de López Puigcerver, Venancio González y Eguilior.28 Las clases agrarias afectadas por la crisis de los mercados se destacaron en la demanda de respuestas. Solicitaron economías, rebaja de la presión fiscal y, más ampliamente, una reforma tributaria que trasladase la carga fiscal hacia los sectores no agrarios de la economía; políticas sectoriales de fomento —en forma de estadísticas, de servicios técnicos de orientación y formación, de descenso de las tarifas ferroviarias…—; y, al fin, un giro proteccionista en el Arancel. Cerealeros, a través de la Liga Agraria, ganaderos y, en menor medida, productores de vino y destilados alcohólicos, fueron los principales demandantes de esas medidas durante los ochenta. Se trataba de abaratar los costes de producción y distribución, a través de una mejora de la eficiencia con el auxilio de la Administración; también, de reservar el mercado interior con el proteccionismo, de forma complementaria o sustitutiva de las medidas anteriores. Llegados a este punto, hemos de subrayar que la crisis supuso el mayor cuestionamiento a que fue sometido hasta entonces el sistema fiscal de 1845, por su excesiva dependencia de la agricultura, debido al peso de la contribución territorial y del impuesto de consumos, y al notable crecimiento experimentado por la presión fiscal sobre la renta agraria desde mediados de los sesenta, incremento que revelan las contabilidades priva27 Camacho (1886) y Aguilera, DSC-CD, 129, 1-VI-1888. 28 Las memorias de los proyectos de ley de presupuestos para 1888-1889 y para 1889-1890, de López Puigcerver y Venancio González, respectivamente, son ilustrativas a este respecto; ver Gaceta de Madrid, 4-IV-1888 y 2-V-1889.
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das de los propietarios agrícolas. La historia de la Hacienda demuestra que los sistemas fiscales basados en impuestos de producto son rígidos y tienden a distanciar las bases fiscales —rezagadas— de las reales, esto es, a que la Hacienda quede desfasada respecto de la economía. Los manuales de Hacienda suelen explicar que este envejecimiento de los impuestos de producto, y la aparición de las tensiones que llevan a su sustitución, se da cuando crecen rápido la economía, la inflación o ambas a la vez. A esa explicación hay que añadir otra, ofrecida por el ejemplo histórico español durante la crisis agraria. Los impuestos de producto son cuestionados, y se demanda su reforma o superación, cuando la recesión económica provoca caídas de renta, creando una brecha entre las magnitudes reales (a la baja) y las magnitudes fiscales (sobrevaloradas, o injustamente imputadas debido a la ocultación). En dicho contexto, esos impuestos actúan a favor del ciclo, agravando la situación de los sectores castigados por la recesión. En tales circunstancias los contribuyentes, las clases agrarias en este caso, demandan reformas, se produce un intenso debate social e incluso se ofrecen programas reformadores. Dos casos se pueden destacar, aunque no sean los únicos. Uno es el programa de la Liga Agraria, que propuso a través del gamacismo la implantación del impuesto sobre la renta (Mercedes Cabrera). Otro, el plan reformador de Juan Navarro Reverter expuesto en las Cortes en 1887 y, en 1889, en sus Estudios sobre la Hacienda española. I. El impuesto sobre la renta. A Navarro se debe el análisis quizás más cualificado que hasta entonces se había hecho sobre el sistema Mon-Santillán, la administración tributaria y las dificultades para su reforma. En ese sentido, son dignas de mención sus estimaciones de la presión y del esfuerzo fiscal, y sus explicaciones sobre la influencia de los impuestos en la competitividad de la economía española. Sus cálculos no parecen acertados, pero se aproximan a lo que sucedía y, sobre todo, constituyen un esfuerzo por salir del «empirismo» en que se movía la política fiscal y por «racionalizarla», en el sentido de conocer sus efectos, fijar objetivos e instrumentar los medios (tributos y administración) para alcanzarlos.29 Ese mismo contexto decidió al hijo de Ramón Santillán, Emilio, a publicar en 1888 la excelente Memoria histórica de las reformas hechas en el
29 Sus aportaciones, en Navarro (1887) y (1889); al respecto, Vallejo (1998a), pp. 603-609, y (2001a), y Comín (1988), (1996b) y (2001b), pp. 216-226.
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sistema general de impuestos de España y de su administración: «Alarmada la opinión por la grave crisis económica iniciada en nuestro país, y que afecta tan perjudicial y profundamente a los principales ramos de nuestra riqueza agrícola, pecuaria e industrial, las numerosas clases que se ven lastimadas en sus intereses han levantado un clamor tan natural como legítimo». Según Emilio Santillán, aunque no existe coincidencia plena en su diagnóstico y tratamiento, «hay, sin embargo, conformidad en considerar necesario el examen del sistema tributario del país, tal como hoy está establecido, e introducir en él reformas o alteraciones más o menos trascendentales».30 Pues bien, la crisis económica se transmitía a los presupuestos a través de los ingresos, que no pararon de caer tras los buenos resultados de 1886 (hubo que esperar hasta 1898 para alcanzar la recaudación de 1886).31 Camacho puso el énfasis en el refuerzo de los ingresos y, en menor medida, en la contención de los gastos reproductivos. Desde 1887 se impuso hacer economías, condición necesaria para rebajar los tributos y —en expresión de los agraristas— aliviar los «males que el país sufre»; en la práctica fue imposible; los gastos eran rígidos y se resistían a caer. Respecto a los ingresos, a López Puigcerver, como después a González y a Eguilior, se le planteó el dilema de cómo incrementarlos y cómo desgravar, al tiempo, a la agricultura en crisis, rebajando los dos impuestos que más le afectaban: la Territorial y los Consumos (Inés Roldán). Las alternativas eran tres: una, la reforma tributaria en profundidad para alterar la distribución de los costes públicos; dos, las reformas impositivas parciales, combinando mejor administración, lucha contra el fraude, rebaja de tarifas para los sectores en crisis y ampliación de las bases fiscales, con nuevos impuestos o a través de los existentes; y tres, el recurso a fórmulas extraordinarias de financiación, en forma de créditos, venta de patrimonio o monopolios fiscales. La primera tenía a su favor el debate intelectual y la movilización de las clases agrarias, demandantes del impuesto sobre la renta («coyuntura feliz para realizar la obra de la reconstitución de nuestra Hacienda y de las
30 Santillán (1997), p. VIII. 31 Ayudó el efecto contable de consignar únicamente los ingresos netos de las loterías —cambio que afectó también al lado del gasto—; Comín (1988) y Serrano Sanz (1987a).
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grandes transformaciones de nuestro sistema tributario»);32 pero, según interpretaron los ministros de Hacienda, tenía un alto coste político debido a las restricciones derivadas de la falta de estadísticas solventes y del insuficiente consenso parlamentario. La segunda planteaba dificultades, pero era más practicable. López Puigcerver fue uno de sus intérpretes más significados: rebajó en 1887 las tarifas a la contribucción territorial rústica y pecuaria y las mantuvo en la urbana, e intentó la separación formal de cada una de sus partes (rústica, pecuaria y urbana). En 1888 propuso una reforma conjunta de la contribución territorial, cédulas personales e impuesto de consumos. La de la Territorial fue aprobada porque rebajaba el gravamen a la agricultura y la ganadería. La de las Cédulas pretendía convertirlas en un impuesto analítico sobre la renta, sólo estatal, duplicar el cupo y aumentar sus contribuyentes; no fue aprobada. La reforma de los Consumos pretendía, con la de las Cédulas, poner las bases para el deslinde de la Hacienda central y local: el Estado se quedaría con los recargos de los Consumos, y los municipios, de forma progresiva, con sus cupos (Inés Roldán): también fracasó, aunque tenía el mérito de anticipar los proyectos de reforma tributaria del primer tercio del siglo XX que, como el de Cobián de 1910, unían la reforma de una y otra Hacienda. Creó asimismo Puigcerver un impuesto sobre el consumo de aguardientes, alcoholes y licores, independiente del de Consumos, por tratarse de artículos de renta; su éxito fue limitado, por la resistencia y los intereses contrapuestos de los afectados: fue contrarreformado por Venancio González en 1889. A través del Timbre, Puigcerver quiso gravar en 1888 los rendimientos de la Deuda, con un tipo del 1%, que Gamazo pretendió convertir «en impuesto progresional sobre las utilidades», cualquiera que fuese su origen, sin fortuna porque el Banco de España logró paralizar la reforma. En 1889 también fracasó el intento de Venancio González de reformar en sentido semejante la contribución industrial y de comercio. El tercer medio usado por los ministros de Hacienda —los recursos extraordinarios— era el más cómodo para, en expresión de Anselmo Fuentes, «salir del día». Camacho propuso en 1886 la desamortización de las dehesas boyales, sin éxito, y aprobó la supresión de las Cajas especiales para
32 Éste y el anterior entrecomillado son de Muro, miembro de la Liga Agraria vinculado a Gamazo, en DSC-CD, 129, 1-VI-1888, pp. 3873 y 3876.
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centralizar sus fondos en la Tesorería general. Puigcerver decidió en 1887 la concesión del arrendamiento del tabaco a la Compañía Arrendataria (CAT),33 vinculada al Banco de España, a cambio de un canon anual, que tendió a ser superior al producto neto antes obtenido por la Hacienda, y de un préstamo a la Hacienda.34 También incidió, en 1887, en el cobro de las deudas pendientes de los ayuntamientos, en tanto que en 1889 Venancio González lo hizo con la ejecución de los embargos; ambas medidas crearon un profundo malestar y escasos resultados. Otro mecanismo, más importante, fue la monetización del déficit: una prueba de ello es que la Deuda pública en la cartera del Banco de España pasó de 706 millones de pesetas en 1885 a 858 millones en 1890, en tanto que la base monetaria aumentó de 2.079 millones a 2.334; el paralelismo sugiere que el déficit se traducía en un aumento de la Deuda, colocada en buena medida en el Banco, dando lugar a una expansión de la base monetaria, como explicó Martín Aceña.35 A partir de 1874 el Banco de España había aumentado su vinculación al Tesoro, al concedérsele el monopolio de emisión. Esa relación se afianzó tras 1883; ese año se acordó la no convertibilidad de los billetes en oro y el aumento del tope máximo de emisión hasta 750 millones de pesetas: monopolio y no convertibilidad transformaron el sistema monetario español en un patrón fiduciario, que quedaba desligado de una disciplina monetaria automática, dejando abierta la escapatoria a los ministros de Hacienda para la monetización directa del déficit. En 1887 el vínculo se estrechó aún más gracias al convenio firmado entre Hacienda y el Banco de España para el servicio de Tesorería; según éste, quedaban centralizados en el Banco todos los fondos del Estado, de modo que se fundían así la política fiduciaria y la de tesorería.36 La Ley de 14 de julio de 1891 fue, en la práctica, un paso más de tal dependencia. Ésta renovó el privilegio de emisión del Banco de España, que finalizaba en 1891, y le autorizó a emitir billetes hasta el tope de 1.500 millones de pesetas; a cambio, el Banco concedió un anticipo al Tesoro de 150 millones, sin interés y amortizable en 1921. Propuesta en abril de 1890 por el liberal Eguilior, la Ley fue tramitada por el conservador Cos-Gayón. Eguilior, en 1890, justificaba el
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Comín y Martín Aceña (1999). Lo de «salir del día», en Fuentes (1894). Comín (1991), pp. 159-160. Martín Aceña (1985a), pp. 273-274. Véase asimismo Anes y Tedde (1976). Comín (1994), p. 55, y Sardá (1987), p. 186.
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aumento del máximo legal de emisión por el desajuste entre demanda y oferta de dinero, la aceptación creciente de la moneda fiduciaria y también porque se estaba al borde del tope legal de emisión de 750 millones de pesetas establecido en 1874. Teóricamente, esta Ley desterraba la posibilidad de continuar con la financiación monetaria de la Deuda. Cambiaba el criterio de garantía del billete fijado en 1874; el límite ya no sería el capital del Banco de España, sino otro: la suma de billetes en circulación, depósitos y cuentas corrientes no excedería a las existencias de metálico, polizas de préstamos, créditos con garantía y efectos a noventa días. Como no admitía —salvo excepciones— títulos de la Deuda como garantía del billete,37 y el peso de aquéllos en la cartera del Banco de España era considerable, en teoría se imponía sanear dicha cartera. Hay que tener en cuenta que la Deuda del Tesoro, que crecía desde 1885, había adquirido dimensiones tan preocupantes que dificultaban su amortización. Por tanto, la Ley llevaba implícita una intención de saneamiento financiero. No obstante, las contraprestaciones del Banco posibilitaron afrontar coyunturalmente las urgencias de financiación del Tesoro. Por tanto, el Gobierno conservador continuó en 1890-1891 la política financiera de bajo riesgo político, que permitía posponer la reforma fiscal. Al llegar la guerra de Cuba, la Ley hizo posible olvidar el saneamiento y facilitó el recurso del Estado al Banco de España. Las ayudas reclamadas por las clases agrarias a fines de los ochenta para atacar, a corto plazo, la crisis agrícola incluían la aludida rebaja de impuestos —vía reforma global o parcial de los mismos— y, como medios complementarios e incluso sustitutorios, dos medidas regulatorias: la rebaja de las tarifas ferroviarias y el proteccionismo arancelario. Además se propusieron medidas de fomento, cuyos efectos serían visibles a medio plazo. Las medidas fiscales de apoyo a la agricultura acordadas entre 1887 y 1890 fueron insuficientes, como vimos. La rebaja —provisional— de tarifas ferroviarias se aprobó en 1888 para los trigos.38 Las medidas de estímulo de la competitividad propuestas y aprobadas fueron diversas. En 37 Según Sardá (1987), p. 181, en la Ley continúan figurando como contrapartida los títulos de la Deuda amortizable, acciones de la Compañía Arrendataria de Tabacos y pagarés y letras del Tesoro entonces en circulación. El saneamiento implícito en la Ley, en Sabaté y Serrano Sanz (1999), p. 96, y Sabaté (2000). 38 Nicolau, DSC, 108, 14-V-1889, p. 2928; Moret, DSC, 110, 18-V-1889, p. 3002.
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1886, Montero Ríos, ministro de Fomento, propuso sin éxito una Ley de Crédito agrícola, porque el «comercio universal» de productos agrarios exigía mejorar la eficiencia de nuestras explotaciones agrícolas. En 1887 se creó una Comisión para el estudio de la crisis agrícola. A continución se intentaron articular las políticas públicas de fomento: profesionalizar la Junta Central Agronómica, mejorar las estadísticas agrarias, potenciar la enseñanza técnica y los centros de investigación agraria, etc. El inicio del fomento agrario —sostenido en el tiempo— tuvo su origen en España a fines de los ochenta y a principios de los noventa, aunque con recursos presupuestarios insuficientes y efectos limitados.39 Se impuso, como consecuencia, la opción sustitutiva: la protección arancelaria, a través de los reales decretos de 24 de diciembre de 1890 y de 31 de diciembre de 1891. Éstas eran las medidas que, a la postre, el Estado de la Restauración podía aplicar sin acudir a unos fondos de que carecía, y sin promover las medidas de reforma fiscal global que la situación exigía. Los intérpretes de ese giro fueron el Partido Conservador y, en las filas del Liberal, los gamacistas entre 1887 y 1890, que se hacían eco de los intereses trigueros (Mercedes Cabrera). López Puigcerver (1886-1888) había descartado el giro proteccionista; otro tanto hizo Venancio González en 1888. Las razones eran financieras e ideológicas, pues Puigcerver y González eran librecambistas. Se ha exagerado, en ocasiones, al afirmar que los gobiernos liberales gobernaron de espaldas —o con autonomía— respecto a los intereses económicos, porque desoyeron las demandas proteccionistas de los cerealeros. Esto significa presuponer que los intereses se reducían a los de los trigueros, y desconocer los déficit presupuestario y exterior en la segunda mitad de los ochenta. No existía mucho margen para variar una política comercial basada en el Arancel más los tratados, esto es, en cierta reserva del mercado y fomento de las exportaciones. Favorecía la recaudación por aduanas —importante cuando caían los otros impuestos— y las exportaciones agrarias, sobre todo la de vinos. Éstos representaban, en los momentos álgidos de los ochenta, entre el 40 y 50 por 100 de las exporta39 Sobre la crisis agraria y los cambios institucionales en la política de fomento agrario, Pan-Montojo (1994) y (1995); sobre los escasos recursos dedicados a fomento, Comín (1988) y (1997b) y Berdún (2001). El proyecto de crédito rural de Montero Ríos, en Villares (1982), p. 312 y ss.; las medidas regulatorias —protección arancelaria incluida— como alternativas al gasto público, en Comín (1996b). La insuficiencia de las medidas fiscales y de fomento, y la reforma arancelaria como sustitutivo de la fiscal, en Vallejo (2001a).
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ciónes totales. «El vino —afirmaba Gamazo en enero de 1893— es la principal riqueza de nuestro comercio de exportación y juega principalísima función en las relaciones internacionales de España, ya para contrabalancear las importaciones, ya en la conservación y defensa del equilibrio de los cambios, amenazados constantemente por las salidas de dinero necesarias al pago de nuestras deudas». Por eso, «en la penúltima década del siglo pasado, el interés de la viticultura dictó la norma de nuestra política comercial».40 En 1890, no obstante, cambiaron las tornas. Se impusieron las reclamaciones de los productores de cereales y ganado y las de los industriales del hierro, del carbón y del textil, en un contexto de recesión económica.41 Los liberales viraron, con oportunismo, hacia la protección arancelaria. Eguilior, del Partido Liberal, luego Cos-Gayón, del Conservador, fueron los ministros de Hacienda que interpretaron esa nueva orientación proteccionista: el primero —gamacista—, introduciendo en el proyecto de presupuestos la autorización para reformar los aranceles; el segundo, aprobando el viraje proteccionista. Lo hicieron dentro de una estrategia de política general que combinaba, pues, la política monetaria y la comercial. Con la Ley del Banco de España de 1891 permitían la expansión de la circulación fiduciaria; con ella garantizaban el posible apoyo a las necesidades de financiación del sector privado de la economía y, especialmente, el auxilio financiero al Tesoro. La legislación arancelaria, por su parte, reservaba el mercado interior y rebajaba las presiones corporativas sobre el Gobierno. Esa estrategia posponía la reforma fiscal. Los Gobiernos dispusieron de recursos alternativos a los impuestos —heterodoxos, pero de bajo coste político—; las clases agrarias afectadas por la depresión tuvieron en el Arancel un sustituto de las políticas para reducir costes y mejorar la competitividad. Con ese horizonte se inició la última década del siglo XIX.42 40 Como explicó en 1935 Joaquín Chapaprieta, Gaceta de Madrid, 16-X-1935, p. 396. La cita de Gamazo corresponde el preámbulo del R. D. de 10-I-1893 que crea una comisión para estudiar la reforma del impuesto de consumos sobre el vino, Colección Legislativa de España, 1893, p. 32. En el mismo sentido, Venancio González, DSC-CD, 108, 14-V-1889, p. 2907. 41 Según las estimaciones de Leandro Prados (1995), el PIB caía desde 1883, y en 1889 y 1890 alcanzó valores mínimos, inferiores a los registrados en 1879 y 1880. El viraje proteccionista, en Serrano Sanz (1987b). 42 Las interpretaciones y las respuestas frente a la crisis, las hemos expuesto en Comín (1988) y (2001b) y Vallejo (1998a) y (2001a). Véase también Serrano Sanz (1987a) y (1987b) y Tedde (1981) y (1984).
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Esta década se caracteriza políticamente por la aceleración de los acontecimientos: el turno se agilizó; los Gobiernos liberales y conservadores se sucedieron con una periodicidad bienal: Cánovas, 1890-1892 y 18951897; Sagasta, 1892-1895 y 1897-1898; al fin, Silvela, 1899-1900. Los problemas económicos irrumpieron al primer plano de la vida política. Se constata una nueva sensibilidad de los políticos del turnismo para abordar unas dificultades que parecían tomar la delantera. En el primer quinquenio, el arreglo de los desequilibrios, exterior y presupuestario, ocupó un lugar central en la actuación de los ministros de Hacienda. En el segundo, se impuso el objetivo de financiación de la guerra hasta 1898 y, en 1899, el programa de saneamiento financiero. Éste incluía la reforma tributaria y dos preocupaciones fundamentales a corto plazo: equilibrar el presupuesto y detener la depreciación exterior de la peseta. En 1890 y 1891 el déficit del presupuesto había sido relativamente alto (en torno al 6 por 100 del gasto). El saldo exterior era asimismo negativo; el oro en manos privadas salía para pagar ese endeudamiento y comprar Deuda exterior; según Sardá, hacia 1891-1892 el oro había desaparecido casi totalmente de la circulación; no quedaba practicamente otro que el del encaje en el Banco de España. Además, los precios internacionales caían más que los españoles. Las consecuencias fueron la caída de la cotización de la Deuda pública y la depreciación de la peseta: los «valores bajos y los cambios altos», en expresión de Vincenti.43 Con déficit público, desequilibrio exterior y problema monetario, se imponían medidas correctoras. Por eso, desde 1892 los ministros de Hacienda multiplicaron los esfuerzos de nivelación presupuestaria y estabilización. Los intérpretes de esa política complementaria fueron, primero, el tándem Navarro ReverterConcha Castañeda, subsecretario y ministro de Hacienda (348 días en el cargo) y Germán Gamazo; a continuación, Salvador, Canalejas y el propio Navarro Reverter, hasta 1896, ya como ministro de Hacienda. Como caracterizados parlamentarios, Navarro Reverter (en 1887 y 1889) y Gamazo (en 1888 y 1889) habían propugnado ambiciosos programas de reforma fiscal, que incluían la imposición sobre la renta. Una
43 Vincenti, DSC-CD, 178, 18-IV-1892, p. 5005. También, Anes (1974a), p. 164. Para la situación financiera, Sardá (1987), p. 179 y ss., y Martín Aceña (1981), p. 275, y (1985b).
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vez en el Gobierno —y diluida la demanda de reforma fiscal, sustituida por el Arancel— ambos optaron por un reformismo gradualista. Consistía en hacer economías y reforzar los ingresos vigentes, apoyándose en reformas administrativas y en la lucha contra la ocultación. Éste fue el mismo camino que siguieron Amós Salvador en 1894 (Marcela Sabaté) y José Canalejas en 1894-1895. La reforma tributaria continuó como referente retórico para conservadores y liberales; el déficit, el desequilibrio financiero, la falta de estadística, de administración y de «concordia financiera» entre los partidos del turno, en todo caso, fueron las razones esgrimidas para su posposición.44 Ambos partidos acercaron posiciones en su diagnóstico de la situación presupuestaria y en sus soluciones; en 1893 reconocía Cos-Gayón: «hemos venido a tener en cierto modo un programa común». Esta mayor coincidencia se reflejó en las reformas administrativas; en este plano persistieron algunas diferencias, pero desaparecieron los vaivenes organizativos pendulares de los ochenta. El fortalecimiento de la administración era una condición necesaria para reforzar los ingresos sin acudir a su reforma en profundidad. La expresión de esos objetivos fueron los presupuestos de Concha Castañeda-Navarro Reverter (1892-1893) y de Gamazo (1893-1894, prorrogado en 1894), el proyecto de presupuestos de Salvador para 1894-1895 y, al fin, el presupuesto de Canalejas, asumido y aprobado por los conservadores el 30 de junio de 1895.45 En cuanto a los impuestos, se dieron dos orientaciones básicas entre 1892 y 1896. Una, abrir el sistema fiscal a través de pequeños tributos, tanto directos como indirectos; otra, impulsar la reforma de los principales impuestos para ensanchar las bases tributarias, combatiendo la ocultación o ampliando las actividades económicas sujetas a los mismos. En el primer caso se encuentran los impuestos sobre los pagos efectuados por la Administración (implantado en 1892) y el impuesto especial de consumos
44 Véase Navarro (1892), pp. 29 y 30; Gamazo, DSC, 30, 10-V-1893, apéndice 1, pp. 4-5; Salvador, Proyecto de ley de presupuestos para 1894-1895, en DSC-CD, 48, 7-VI1894, apéndice 2; y Canalejas, DSC, 53, 1-II-1895, apéndice 1, p. 1. Éste era el espíritu predominante de la época. Para la falta de estadísticas como obstáculo a la reforma tributaria, Salvador (1893a), p. 71. 45 La colaboración Concha-Navarro y el papel de Navarro en los prespuestos de 1892-93, en Pando (1990), p. 67, y en la introducción biográfica a Navarro Reverter (1896), p. X. Sobre Navarro Reverter, Moreno (2000). La expresión de Cos-Gayón, en DSC-CD, 84, 19-VII-1893, p. 2787.
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sobre artículos coloniales (1892); este último, como el de alcoholes, aguardientes y licores (1888) y el de azúcares (1872), se orientaba, según la tendencia en otras naciones europeas, a gravar bienes de consumo general pero no necesario (artículos de renta). Lo segundo se hizo en la contribución territorial (1893) y, especialmente, en el timbre (1892), los derechos reales (1892, 1893) y la contribución industrial y de comercio (1892, 1896). Estos cambios apuntaban hacia un desplazamiento de la fiscalidad hacia los sectores no agrarios de la economía, como reclamaban las clases agrarias y la realidad de una presión fiscal que descansaba en exceso sobre la agricultura y la propiedad inmobiliaria. De hecho, en los noventa no faltaron las reclamaciones fiscales de los productores agrarios; ahora bien, el protagonismo correspondió a los vitivinicultores y a los que elaboraban destilados alcohólicos, azuzados por el cierre del mercado francés y la sobreproducción de vinos, aguardientes y alcoholes; éstos convirtieron la imposición sobre su consumo en campo de confrontación. Los cerealeros se centraron en reclamar recargos de tarifas aduaneras, como sucedió en 1894 y 1895.46 Los ministros citados mejoraron la recaudación fiscal a través de la lucha contra la ocultación y el mayor rigor en la ejecución del presupuesto, de forma que las liquidaciones se acercaron a las previsiones. La lucha contra el fraude pasó a un primer plano de su agenda política. La creación de cuerpos técnicos en Hacienda —arquitectos, ingenieros agrónomos—, el reforzamiento de la inspección tributaria (1892, 1893, 1895); la tipificación de sanciones tributarias, incluso con carácter de delitos, en las normas fiscales (1892, 1893, 1895, 1896); la implantación, en fin, de los registros fiscales y el Avance catastral en la contribución territorial (1893), el Catastro de urbana ensayado en Madrid por Navarro Reverter (1895) o el Catastro por masas de cultivo, también promovido por Navarro (1895), son sólo algunos ejemplos de esa política.47 Gamazo intentó asimismo
46 Estas demandas, en Vallejo (1998a) y (2001a); la confrontación entre productores de alcoholes tradicionales e industriales, así como la legislación sobre su consumo, de 1888, 1889, 1892, 1893 y 1895, en Pan-Montojo (1999); los recargos para el trigo importado entre 1895 y 1898, en Sabaté (1996). 47 Estudiada en Comín (1985b), (1988), (1996b) y (2001b), y Vallejo (1998a), (1999a) y (2001a). Para los cambios fiscales aprobados, véase también Martorell (2000), pp. 53-65. Las reformas en la contribución territorial y la implantación del catastro, en Pro (1992) y Vallejo (2001b) y (2002).
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actualizar las aportaciones tributarias de las provincias vascas y Navarra, intento saldado con un fracaso por la resistencia con que se encontró —la Gamazada— (Mercedes Cabrera). Navarro Reverter y Gamazo fueron, pues, los dos grandes intérpretes de los problemas hacendísticos y financieros de la primera mitad de los noventa. Enfrentados en lo político, tuvieron, no obstante, coincidencias sustanciales. Una de ellas fue renunciar a la reforma tributaria y entender los innovaciones aprobadas como pasos que la preparaban, tal como hicieron después Salvador y Canalejas. Otra, su defensa del proteccionismo. En los gastos, ambos optaron por los recortes, aplicando una política presupuestaria restrictiva. Gamazo fue más allá, pues practicó un cierto ajuste, que pasaba por reducir el papel del Banco de España en la financiación del Estado, contraer la base monetaria y reducir el peso de la Deuda en el gasto. El mensaje de la Corona a las Cortes, de 6 de abril de 1893, prometió aquel ajuste: «Importa, además, establecer sobre nuevas bases las relaciones del Banco con el Tesoro, restituyendo al primero la libertad y los medios de prestar mayor y más eficaz auxilio al comercio, y evitando al propio tiempo que la circulación fiduciaria se turbe al compás de los apuros del Erario». En 1893 y 1894 la Deuda pública en la cartera del Banco se contrajo; también se redujo algo la base monetaria; en 1894 el porcentaje de la Deuda en los gastos cayó hasta el 33 por 100, el menor de la década de los noventa; por su parte, la cotización de la peseta se estabilizó en 1894 y mejoró en 1895; paralelamente, el crédito se recuperaba en los mercados extranjeros desde comienzos de 1894. Los saldos presupuestarios contribuían a ello: en 1892 el déficit había caído hasta 19 millones de pesetas (2,5 por 100 del gasto); en 1893 y 1894 se consiguió un superávit, en 1895 hubo déficit y en 1896 volvió el superávit. Fernández Villaverde sintetizó así los logros: «a partir de esos dos ejercicios [1892 y 1893], en los que se inició una política de nivelación, con economías verdad, enérgicamente realizadas, con reformas tributarias, aunque en pequeña escala, el déficit en seguida descendió».48 Ahora bien, el equilibrio y las políticas de estabilidad se acabaron con la guerra de Cuba. Hubo que esperar hasta 1899, una vez finalizada aqué48 El discurso de la Corona, en Fuentes (1894), p. 79. El entrecomillado de Raimundo Fernández Villaverde, en DSC-CD, 82, 20-VIII-1896, p. 2505. El ajuste de Gamazo, en Serrano Sanz (1987a), pp. 183-197.
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lla, para que Raimundo Fernández Villaverde, uno de los principales intérpretes de esa política de nivelación aplicada en los primeros noventa, la retomase. Entre 1895 y 1900 se sucedieron tres situaciones políticas: conservadora hasta 1897, liberal hasta 1898, de nuevo conservadora en 18981899, con tres ministros en Hacienda: Navarro Reverter, López Puigcerver y Fernández Villaverde. Tres fueron también los momentos de la Hacienda. En el primero, hasta 1896, se continuó la senda niveladora y moderadamente reformista iniciada en 1892; en el segundo, entre 1896 y 1898, la financiación de la contienda cubana, iniciada en febrero de 1895, fue el objetivo prioritario; en el tercero, se impuso liquidar las deudas de la guerra, reformar el sistema fiscal y estabilizar la economía. El estallido de la guerra desbarajustó la política presupuestaria de nivelación intentada desde 1892. Navarro Reverter trató en 1895-1896 de compatibilizar las exigencias financieras de la contienda con la reorganización de los servicios, la eficacia en la liquidación de las cuentas y la profundización en las reformas impositivas iniciadas en 1892 y 1893. En 1896 se había desprendido de la retórica de la reforma tributaria global, que ya no consideraba necesaria; en el primer semestre de ese año, con un optimismo excesivo —que se encargó de rebajar Fernández Villaverde en las Cortes—, confiaba en las mejoras administrativas para hacer frente a los gastos ordinarios y extraordinarios. Pensaba, como otros políticos de la época, que la guerra sería un episodio corto y que bastaría la Hacienda colonial, formalmente autónoma, para financiarla. La rectificación vino pronto, y ya en julio de 1896 el Tesoro peninsular tuvo que salir en auxilio del colonial, con la emisión de obligaciones del Tesoro garantizadas por los ingresos de la renta de aduanas, operación que se repitió en febrero de 1897 (Inés Roldán). En 1896 el presupuesto se saldó con superávit, en 1897 el déficit reapareció, aunque su cuantía fue modesta, debido, como ha apuntado Pedro Tedde, a que las liquidaciones presupuestarias de los años finales del XIX no incluyeron los gastos efectivos de la intervención peninsular en el conflicto.49 Entre los ingresos, la partida que más creció entre 1895 y 1898 fue la
49 Tedde (1981), p. 241, Martín Aceña (1985a), p. 266, y Roldán (1997) y (1999).
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de monopolios (12,5 por 100 anual), le siguieron los impuestos directos (2,2 por 100 anual), en tanto que los indirectos cayeron (a un 1,7 por 100 anual), como consecuencia del mal comportamiento de la renta de aduanas, Timbre y derechos reales; únicamente aumentaron los impuestos de consumos. Entre los directos, la imposición sobre sueldos y la contribución industrial fueron las más dinámicas, gracias a los recargos y a las reformas que en ésta se habían hecho en 1896. Entre los gastos destacaron las obligaciones de la Deuda y el crecimiento de los fondos para guerra. Tanto Navarro, primero, como Puigcerver, en los momentos más difíciles de 1897-1898, atendieron los gastos bélicos sin trasladar totalmente los costes a los contribuyentes coetáneos. Uno y otro acudieron a la emisión masiva de Deuda interior y del Tesoro, suscrita por muchos españoles y el Banco de España, y a la ampliación de la circulación fiduciaria: el crédito y la creación de dinero fueron los principales recursos empleados para financiar los cuantiosos gastos de la guerra. La guerra estrechó todavía más la dependencia del Banco respecto al Tesoro. Ese método de financiación contribuyó a generar una tensión inflacionista, con el impuesto que la acompaña, que aumentó la inequidad del sistema fiscal, provocó la caída de cotización de la Deuda, encareció el precio del dinero, provocó un efecto desplazamiento —de los capitales hacia la Deuda, denunciado por los contemporáneos—, y afectó al tipo de cambio de la peseta, que se depreció. A esto último también contribuyó el desequilibrio de la balanza de pagos, afectada en sus partidas de renta y de capitales, por la caída de las inversiones extranjeras —aunque se contabilizaron remesas y repatriación de capitales— y las salidas de oro para pago de exportaciones y nacionalización de la Deuda exterior.50 Navarro y López Puigcerver trataron de disimular la importancia de los déficit presupuestarios acudiendo a los créditos extraordinarios y los suplementos de crédito —práctica que no era nueva, ni infrecuente—, y a los presupuestos extraordinarios (Ley de 30 de agosto de 1896), que encubrían la financiación de obligaciones ordinarias del Estado. La Ley de recursos extraordinarios, aprobada el 17 de mayo de 1898 a raíz de la guerra con Estados Unidos, intensificó la financiación inflacionista, cuando
50 González Besada (1902), pp. 783-785, Fuentes Quintana (1990), p. 39 y ss., Sardá (1987), Martín Aceña (1981), (1985a) y (1985b), Comín (1994) y Vallejo (2001a).
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los desequilibrios financieros y la perturbación de los pagos con el exterior eran notables. En materia de impuestos, Navarro hizo —además de las citadas— otras innovaciones, como el efímero impuesto de naipes y el gravamen de 1,25 por 100 a los intereses de la Deuda interior y los valores mercantiles. Renovó asimismo el canon de la Compañía Arrendataria de Tabacos, que pasó a 95 millones de pesetas, y recargó en un 10 por 100 (las décimas) los impuestos indirectos y directos, excluida la Territorial. López Puigcerver, a su vez, creó el monopolio sobre la fabricación y venta de explosivos, que arrendó en 1897 a la Unión Española de Explosivos, e implantó en 1898 dos impuestos sobre consumos específicos, avanzando en una vía que Fernández Villaverde profundizará luego: uno sobre el gas, la electricidad y el carburo de calcio, y otro sobre el petróleo refinado (Inés Roldán). Lo más importante, con todo, fue mantener o ampliar los recargos transitorios hasta un máximo del 20 por 100 sobre donativos y contribuciones directas e indirectas, incluyendo ahora la Territorial. Por R. D. de 8 de agosto de 1898, autorizado por Ley de 17 de mayo, elevó el límite de emisión de billetes hasta los 2.500 millones, y el R. D. de 24 de noviembre amplió hasta 2.000 millones nominales la emisión de títulos de la Deuda del 4 por 100. López Puigcerver, como su antecesor en el cargo, optó por minimizar los costes políticos de la financiación de las guerras, pero no pudo evitar que los efectos de esa financiación se notasen, y que aflorasen los agravios de los productores —industriales o agrarios— frente a los tenedores de títulos de la Deuda, cuyos rendimientos medios aumentaron. En 1898, la opinión informada coincidía en denunciar el encarecimiento del dinero y en solicitar, por un lado, el arreglo de la Deuda, para normalizar el mercado de capitales, estabilizar el cambio de la moneda y hacer copartícipes de los costes de la guerra a los propietarios de títulos; por otro, la reforma tributaria, para equilibrar el presupuesto, extender el gravamen a todas las manifestaciones de renta y desvincular al Banco de España de la financiación de la Hacienda, dependencia que iba en detrimento de los sectores productivos de la economía. Santiago Alba o Anselmo R. de Rivas efectuaron esta demanda en 1898; según el último, el arreglo de la Deuda ya había sido descontado por los mercados financieros antes de finalizado el conflicto de ultramar. De la existencia de esa expectativa dio testimonio Fernández Villaverde, el 25 de julio de 1899 en el Congreso de los Diputados: «La prensa, la opinión, estaban antes de la lectura de los proyectos
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de presupuestos preocupados casi exclusivamente con esta cuestión de la Deuda; era como el nudo de la liquidación». Esa doble demanda —arreglo de la Deuda y saneamiento financiero con reforma tributaria—, la efectuaron, con extraordinaria proyección pública, los reunidos en la Asamblea de las Cámaras de Comercio celebrada en Zaragoza en noviembre de 1898.51 V El programa de Villaverde de 1899 se sustentaba, por tanto, en la situación de necesidad, pero también en una demanda social de reformas, con dos objetivos: el equilibrio presupuestario, con la reforma tributaria, por un lado; el saneamiento financiero, con la liquidación de las deudas, por otro. En definitiva, la estabilización y el plan reformador de Villaverde se produjeron por una combinación de factores. Existieron condiciones económicas objetivas (déficit, inflación, depreciación de la peseta, autoalimentación de la Deuda y divorcio de la fiscalidad respecto a la economía) que obligaban a equilibrar el presupuesto, recortando los gastos y reformando los ingresos. Se dio el revulsivo político con la pérdida de las colonias. Hubo propuestas de modificación tributaria, algunas maduradas en comisiones técnicas y parlamentarias, que acopiaron datos y perfeccionaron el conocimiento de las relaciones fiscalidad-economía; también decisiones que habían llevado parcialmente a la práctica con anterioridad. Por último, existió además la motivación que procedía de la demanda de reformas. La obra de Fernández Villaverde no se explica sólo por la coyuntura de 1898-1899; hay que contextualizarla en las políticas de respuesta, monetaria y fiscal, a la crisis finisecular. Villaverde no hizo más que continuar la senda niveladora iniciada por Navarro Reverter y Gamazo en 1892-1893, que interrumpió la guerra de Cuba; tuvo, en todo caso, que manejar la herencia de desequilibrios aumentados por el conflicto bélico. En materia
51 Los entrecomillados, en Fernández Villaverde (1900), p. 61; la demanda de arreglo y reforma tributaria, en Vallejo (1998a), pp. 542-545, (1999a) y (2001a), y Comín (2001b). Para las reformas de Villaverde, en su doble vertiente fiscal y monetaria, Solé (1967), Fuentes Quintana (1990), Comín (1985b), (1988), (1996b) y (2000b), Martorell (1999) y (2000), Sabaté y Serrano Sanz (1999), Sabaté (2000) y las colaboraciones en Martorell y Comín (eds.) (1999).
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de impuestos sucedió otro tanto. Villaverde fue tributario de las reformas fiscales que «en pequeña escala» —según expresión propia— se habían aprobado en la década de los noventa; ahora, en 1899, los problemas coyunturales arrumbaban el gradualismo y exigían la reforma a «gran escala». La desgravación de la agricultura, la potenciación de los impuestos sobre consumos específicos en detrimento de los consumos generales sobre bienes de primera necesidad, la generalización del esfuerzo fiscal completando el edificio de impuestos de producto levantado en 1845..., todas esas orientaciones de la fiscalidad asomaron a través del reformismo gradual de los años noventa. El talante y la voluntad política de Raimundo Fernández Villaverde, su prestigio y capacidad intelectual, le permitieron dar el salto cualitativo, para sistematizar y profundizar la herencia recibida. Porque Villaverde poseía una notable vocación reformadora y un programa ambicioso, que incluía, en última instancia, incorporar a España al patrón oro, un proyecto monetario que exigía una Hacienda previamente saneada. Por eso las reformas de Villaverde marcan un hito en la historia financiera española y le sitúan a la altura de Alejandro Mon, con quien se inició la Hacienda contemporánea. Con Villaverde se cierra el ciclo de la Hacienda en su etapa liberal. Esa etapa histórica es la que hemos querido sintetizar en estas páginas, recorriendo de modo sucinto la labor de sus primeros intérpretes, los ministros de Hacienda.
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APÉNDICE LOS MINISTROS DE LA HACIENDA LIBERAL, 1844-1899 Gobiernos
Ministros
Nombramiento Días en el cargo
Ramón M.ª Narváez Marqués de Miraflores
Alejandro Mon Manuel María Sierra y Moya José Peña Aguayo Francisco de Paula Orlando Alejandro Mon Ramón Santillán José Salamanca José Salamanca Francisco de Paula Orlando Manuel Bertrán de Lis Francisco de Paula Orlando Alejandro Mon Juan Bravo Murillo Vicente Armesto Juan Bravo Murillo Manuel Seijas Lozano Juan Bravo Murillo Gabriel Aristizábal Reutt Alejandro Llorente Manuel Bermúdez de Castro Luis María Pastor Jacinto Félix Doménech Manuel Cantero José Manuel Collado Juan Sevillano Pascual Madoz Juan Bruil Francisco Santa Cruz Manuel Cantero Pedro Salaverría Manuel García Barzanallana Alejandro Mon José Sánchez Ocaña Pedro Salaverría José Sierra Manuel Moreno López Victorio Fernández Lascoiti Juan Bautistra Trúpita Pedro Salaverría Manuel García Barzanallana Alejandro de Castro Manuel Alonso Martínez Antonio Cánovas (interino) Manuel García Barzanallana José Sánchez Ocaña Manuel Orovio Laureano Figuerola Laureano Figuerola
03-05-1844 12-02-1846 15-02-1846 16-03-1846 12-04-1846 28-01-1847 28-03-1847 12-09-1847 04-10-1847 24-12-1847 15-06-1848 11-08-1848 19-08-1849 19-10-1849 20-10-1849 29-11-1850 14-01-1851 14-12-1852 10-01-1853 14-04-1853 21-06-1853 19-09-1853 18-07-1854 30-07-1854 28-12-1854 21-01-1855 06-06-1855 07-02-1856 14-07-1856 20-09-1856 12-10-1856 15-10-1857 14-01-1858 30-06-1858 02-03-1863 04-08-1863 13-10-1863 17-01-1864 01-03-1864 16-09-1864 20-03-1865 21-06-1865 28-05-1866 10-07-1866 10-02-1868 23-04-1868 08-10-1868 18-06-1869
Ramón M.ª Narváez Francisco Javier Istúriz Duque de Sotomayor Joaquín Francisco Pacheco Florencio García Goyena Ramón M.ª Narváez
Conde de Cleonard Ramón M.ª Narváez Juan Bravo Murillo Federico Roncali Francisco Lersundi Luis José Sartorius Duque de Rivas Baldomero Espartero
Leopoldo O’Donnell Ramón M.ª Narváez Francisco Armero Francisco Javier Istúriz Leopoldo O’Donnell Marqués de Miraflores Lorenzo Arrazola Alejandro Mon Ramón M.ª Narváez Leopoldo O’Donnell Ramón M.ª Narváez Luis González Bravo Francisco Serrano Juan Prim
650 3 29 27 291 59 168 22 81 174 57 373 61 1 405 46 700 27 94 68 90 302 12 151 24 136 246 158 68 22 368 91 167 1706 155 70 96 44 199 185 93 341 43 580 73 168 253 25
56
Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo
Gobiernos
Francisco Serrano Manuel Ruiz Zorrilla José Malcampo y Monge Práxedes Mateo Sagasta Francisco Serrano Manuel Ruiz Zorrilla Estanislao Figueras Francisco Pi y Margall Nicolás Salmerón y Alonso Emilio Castelar Francisco Serrano Juan de Zavala Juan de Zavala Práxedes Mateo Sagasta Antonio Cánovas del Castillo Joaquín Jovellar Antonio Cánovas del Castillo
Arsenio Martínez Campos Antonio Cánovas del Castillo Práxedes Mateo Sagasta José Posada Herrera Antonio Cánovas del Castillo Práxedes Mateo Sagasta
Antonio Cánovas del Castillo Práxedes Mateo Sagasta Antonio Cánovas del Castilloa Práxedes Mateo Sagasta Francisco Silvela a
Ministros
Nombramiento Días en el cargo
Constantino Ardanaz Laureano Figuerola Segismundo Moret Segismundo Moret Práxedes Mateo Sagasta (interino) Servando Ruiz Gómez Santiago de Angulo Santiago de Angulo Juan Francisco Camacho José Elduayen Servando Ruiz Gómez José Echegaray José Echegaray Juan Tutau Teodoro Ladico José Carvajal José Carvajal Manuel Pedregal Práxedes Mateo Sagasta (interino) José Echegaray José Echegaray Juan Francisco Camacho Juan Francisco Camacho Pedro Salaverría Pedro Salaverría Pedro Salaverría Antonio Cánovas (interino) José García Barzanallana Manuel de Orovio Manuel de Orovio Manuel de Orovio Fernando Cos-Gayón Juan Francisco Camacho José Pelayo Cuesta José Gollostra y Frau Fernando Cos-Gayón Juan Francisco Camacho Joaquín López Puigcerver Venancio González y Fernández Manuel de Eguilior y Llaguno Fernando Cos-Gayón Juan de la Concha Castañeda Germán Gamazo y Calvo Amós Salvador Rodrigáñez José Canalejas y Méndez Juan Navarro Reverter Joaquín López Puigcerver Raimundo Fernández Villaverde
13-07-1869 01-11-1869 02-10-1870 04-01-1871 10-07-1871 24-07-1871 05-10-1871 21-12-1871 20-02-1872 26-05-1872 13-06-1872 19-12-1872 11-02-1873 24-02-1873 11-06-1873 28-06-1873 19-07-1873 08-09-1873 03-01-1874 04-01-1874 26-02-1874 13-05-1874 29-06-1874 31-12-1874 12-09-1875 02-12-1875 22-06-1876 25-07-1876 11-07-1877 07-03-1879 09-12-1879 19-03-1880 08-02-1881 09-01-1883 13-10-1883 18-01-1884 27-11-1885 02-07-1886 11-12-1888 21-01-1890 05-07-1890 23-11-1891 11-12-1892 12-03-1894 17-12-1894 23-03-1895 04-10-1897 04-03-1899
111 335 94 187 14 73 77 61 96 18 189 54 13 107 17 21 51 117 1 53 76 47 185 255 81 203 33 351 604 277 101 326 700 277 97 679 217 893 406 165 506 384 456 280 96 926 516 490
Tras el asesinato de Cánovas, el 8 de agosto de 1897 fue nombrado presidente del Gobierno Manuel Azcárraga, quien mantuvo en el cargo a todos los ministros. FUENTES: Artola (dir.) (1988-1993), vol. VI, Comín (1997a) y elaboración propia.
ALEJANDRO MON, UN REFORMADOR ECONÓMICO Rafael Vallejo Pousada (Universidad de Vigo)
Alejandro Mon y Menéndez ha sido identificado por la historiografía, general o de la Hacienda, con la reforma tributaria liberal de 1845. Esta identificación ha supuesto una simplificación reduccionista del perfil, diverso, de este eminente asturiano. Mon no sólo reformó el cuadro fiscal de la Hacienda preliberal. Fue, más ampliamente, un reformador de políticas económicas, entre las que se incluyen la fiscal (1845), la monetaria y bancaria (1849) y la comercial (1849). Explicar la dimensión reformadora es el objetivo principal de este trabajo. Para situar en su justa medida la importancia de Mon como ministro de asuntos económicos, se dedicará un apartado a cada una de sus reformas, que impulsó en el que hemos denominado su ciclo reformador, comprendido entre 1844 y 1849.1 Otra de las consecuencias de la simplificación a que fue sometida la biografía de Alejandro Mon ha sido la infravaloración de su relevancia política. Empero, la dimensión reformadora de Mon no se puede entender sin calibrar suficientemente dicha relevancia. Si Mon pudo sacar adelante sus reformas económicas fue gracias a su capacidad intelectual, a su voluntad refor-
1 Este capítulo es deudor de la monografía Alejandro Mon y Menéndez (1801-1882). Pensamiento y reforma de la Hacienda, elaborada en 2002 por Francisco Comín y Rafael Vallejo. Agradezco al profesor Comín que me haya permitido usar en exclusiva los resultados de dicho estudio.
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Rafael Vallejo Pousada
madora y, sin duda, a su peso político en el Partido Moderado y en la gobernación del país durante la Década moderada. De ahí que sea conveniente empezar con unos breves apuntes sobre su notabilidad política; a esto se dedica el apartado primero. En el segundo se describe su reforma tributaria; a continuación, en el tercero se explica la reforma monetaria y bancaria, y, en el cuarto, su reforma arancelaria; se acaba, en el quinto apartado, con unas cuantas notas sobre las ideas económicas de Mon, sus fuentes doctrinales y su trascendencia en la historia de la Hacienda contemporánea española.
1.
Mon, el político de relieve
Alejandro Mon y Menéndez nació en Oviedo, el 26 de febrero de 1801. Su padre, Miguel de Mon y Miranda, ejercía la abogacía en esta ciudad. El joven Alejandro también siguió la carrera de Derecho en la capital asturiana. Allí conoció a Pedro José Pidal (Villaviciosa, Asturias, 1800), del que no se separaría, personal y políticamente, hasta la muerte de éste en 1865. Además de las afinidades políticas, les emparentó el casamiento de Pidal con una hermana de nuestro biografiado, Manuela. Como personaje público, Alejandro Mon presenta tres facetas: la del «hombre político», la del «hacendista» y la del «diplomático».2 La vida del Mon político puede organizarse en torno a cinco grandes etapas. La primera va de 1837 a 1843; en ella, además de una destacada labor política y parlamentaria, ocupó la cartera de Hacienda en 1837-1838 (apéndice 1). La segunda, de 1843 a 1849, es la época de su esplendor; en ella interpretará su papel de decisivo reformador de la política fiscal, bancaria y comercial en la España liberal, desplegará su voluntad de trascender siguiendo el ejemplo del ministro francés Jacques Necker y, sobre todo, de sus contemporáneos británicos William Huskisson y Robert Peel, cuyas medidas conocía con detalle y seguía de cerca. En una tercera etapa, de 1850 a 1854, el Mon reformador deja paso al Mon político de oposición.
2 Esta adecuada caracterización la habían hecho los organizadores de la «velada literario-musical» realizada en el Centro de Asturianos, el 23 de noviembre de 1882, para honrar la memoria de Alejandro Mon; véase la Correspondencia de España de 2 y 22 de noviembre de 1882, y Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Expediente personal de D. Alejandro Mon.
Alejandro Mon, un reformador económico
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Enfrentado y distanciado de Narváez, repudiado por la reina y la camarilla regia, Mon, a quien los contemporáneos —y él mismo— veían como presidente del Gobierno, se concentró en la actividad parlamentaria y en la del Partido Moderado. En 1854, empero, se cerró la llamada Década moderada, y se produjo una significativa separación de Alejandro Mon del Parlamento, coincidiendo con el Bienio progresista, al igual que ocurrió durante el Sexenio democrático. En 1841-1843, con la regencia de Espartero, también se había producido el retraimiento político de Mon, que se avino mal con las experiencias progresistas del siglo XIX. Este retiro político derivaba de su liberalismo doctrinario, identificado, primero, con la Constitución de 1837 y, después, con la Constitución de 1845, que fue reforma de aquélla. Esa identificación constituyó la única ortodoxia de Mon a lo largo de su trayectoria política, caracterizada por el pragmatismo y la adaptación a las situaciones cambiantes del país. Ese adaptacionismo fue manifiesto en la que podemos considerar cuarta etapa vital de Alejandro Mon: la que va de 1856 a 1868, que podemos caracterizar como la del Mon diverso. Diverso porque vivió dentro y fuera del país. Diverso también porque diversas fueron sus ocupaciones, tanto privadas como públicas: hombre de negocios, embajador,3 diputado, presidente del Congreso y, al fin, presidente del Gobierno en 1864. Fueron éstos, asimismo, los años en que alcanzó la cumbre de su carrera política. Estamos ante los años del Mon políticamente más personal, lo que no hay que confundir con el más trascendente o relevante. Años de apartamiento político de Narváez y de aproximación a la Unión Liberal, aunque sin dejar el Partido Moderado y su fidelidad a los principios del régimen de 1845. Por eso, la Revolución de 1868 le apartó de nuevo de las responsabilidades políticas y le llevó a colaborar, desde París, en la reinstauración de la monarquía borbónica y de un modelo constitucional próximo al de 1845. Estamos ante la última etapa de su vida política. En 1876 volvió al Congreso de los Diputados; en 1878 se incorporó al Senado. Como senador murió, el 1 de noviembre de 1882, en su Oviedo natal.
3 Fue embajador en París desde el 17 de julio de 1866; DSC-CD, 18, 29-IV-1867, p. 161. Anteriormente había sido nombrado embajador en Viena, algo que conocemos a través del Real Decreto que le nombró ministro de Hacienda en 1848; ACD, Serie General, leg. 104-272. Para el Mon diplomático, véase De Diego (2002), pp. 57-68.
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Rafael Vallejo Pousada
En suma, Alejandro Mon fue un hombre destacado en la política y en los Gobiernos del Partido Moderado. Quien efectúe un recorrido algo detenido por su trayectoria vital se encontrará con una importancia del Mon político no recogida en las historias generales al uso. Al igual que otros dirigentes de la España liberal, nuestro biografiado inició su andadura con cargos políticos en las provincias, coincidiendo con la restauración del liberalismo en 1833, para acceder, en 1837, a la política nacional y, desde Madrid, escalar en prestigio y poder. Así sucedió, igualmente, con Pedro José Pidal, diputado en 1838, por citar un ejemplo próximo a Mon, que fue su amigo, su cuñado y, siempre, su estrecho colaborador, en el partido y en los Gobiernos de los que formaron parte a partir de 1844. Cuando Alejandro Mon accedió a las Cortes en 1837 no era un parlamentario más. Ocupaba, con Martínez de la Rosa y el conde de Toreno, sus valedores políticos y sus referentes doctrinales, un papel director en el Partido Moderado. También disfrutaba de una posición destacada en la sociedad política madrileña de la época. Su actuación en las Cortes, a partir de 1837, nos revela a un parlamentario brillante e incisivo, que hizo gala de un conocimiento riguroso de las materias que trataba, tanto las estrictamente políticas como, sobre todo, las económicas. La mejor prueba de sus aptitudes es que perteneció a las Comisiones de Hacienda y de Presupuestos en casi todas las legislaturas en las que fue diputado, a partir de la de 1836-1837. En fecha tan temprana como 1837, los demás parlamentarios, incluidos los del Partido Progresista (Mendizábal y Olózaga), ya reconocieron la valía intelectual y política de Mon.4 No es extraño, por ello, que cuando accedió al Ministerio de Hacienda, en diciembre de 1837, admitiese que ya se le había ofrecido dos veces el cargo, antes de aceptar a la tercera. Otra prueba de su prestigio es que, tan sólo un mes antes de ser ministro, había sido elegido vicepresidente primero del Congreso de los Diputados. Significación parlamentaria, relevancia política y voluntad de poder, que no tuvo ningún reparo en reconocer: ésos son los tres principales rasgos de Alejandro Mon en su primera etapa en la vida política nacional, entre 1837 y 1843, que podemos caracterizar, precisamente, como la fase
4 Olózaga le reconoció a Alejandro Mon «sus talentos, sus conocimientos y su apreciable carácter»; DSC-CD, 351, 26-X-1837, p. 6894.
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de la voluntad de poder. Con la guerra carlista sin concluir, los partidos políticos no disponían de posibilidades para acometer con sosiego la obra de construcción político-administrativa del país de acuerdo con los principios liberales; en ese contexto, no existían las circunstancias para que Mon pudiera interpretar su papel de reformador de políticas económicas, que será el que caracterizará su posterior etapa vital, comprendida entre 1843 y 1849. Esta segunda fase vital de 1843 a 1849 constituye el momento más brillante del tándem Mon-Pidal, inteligencia de los Gobiernos moderados de los que formaron parte. En dicho período funcionó su alianza con el general Narváez, que proporcionaba la «fuerza» y el orden. Éste era considerado entonces como la «columna» que sostenía el edificio político moderado. Alejandro Mon volvió al Ministerio de Hacienda en 1844, en el Gobierno Narváez, después de la calculada campaña de acceso al poder desplegada desde 1843 por el Partido Moderado. En ese puesto, Mon desempeñó un papel fundamental en la resolución de la crisis ministerial del verano de 1844 (la llamada crisis de Barcelona), inclinó al gabinete Narváez a gobernar con las Cortes y demostró su fortaleza política, como muestran las cartas enviadas por Antonio Ríos Rosas al ministro de Justicia, Luis Mayans.5 Pidal y Mon ocupaban las dos principales carteras civiles en aquel Ejecutivo, la de Gobernación y la de Hacienda. Ambos impulsaron algunas de las reformas, administrativas y económicas, destinadas a sentar las bases de la Administración moderna y centralista del país; entre ellas, la reorganización de los Ayuntamientos y las Diputaciones y la de la Hacienda. Las dos fueron importantes, pero lo fue más esta última porque sin ella, como no se cansaron de repetir los contemporáneos, no podía haber Nación. Por ese motivo, a esta etapa de 1843 a 1849 cabe caracterizarla como la del Mon con voluntad de trascender. En estos años, en efecto, Mon buscó con sus proyectos de reforma tributaria, arancelaria y de la Deuda su lugar en la «gloria» del Partido Moderado y de la historia española, tal y como la perseguiría, entre 1850 y 1852, Juan Bravo Murillo, su gran rival desde 1849. Éste reclamó, en un
5 Consultadas en Real Academia de la Historia, Archivo Natalio Rivas, leg. 11-8957.
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acalorado debate parlamentario con Alejandro Mon, en febrero de 1851, también su parcela de gloria. Para Bravo Murillo todavía «quedaba alguna gloria que alcanzar» —después de la lograda por Mon—, por aquel que aprobara la reforma administrativa de la Hacienda que completase el edificio fiscal levantado en 1845. Asistimos, en ese momento, al enfrentamiento de dos glorias.6 Alejandro Mon había sido apartado del Gobierno moderado en agosto de 1849, por sus discrepancias con Narváez sobre el modo de resolver la oposición de los fabricantes catalanes a su Ley de Bases de reforma arancelaria, de 17 de julio de 1849. A esta altura, Mon había acumulado un impresionante bagaje reformador: había saneado el Banco Español de San Fernando en 1848, y había sacado adelante su importante Ley de reorganización del Banco en 1849; también había reformado los Aranceles de Aduanas; tenía previsto asimismo —de presentarse las condiciones financieras suficientes— el arreglo de la Deuda pública y la aprobación de las leyes administrativas que permitiesen racionalizar la política presupuestaria y fiscal; entre ellas, la Ley de la Contabilidad del Estado. Ahora bien, su apartamiento de Narváez y su repudio por Palacio —desde el que se había conspirado en 1849 para provocar la crisis ministerial que acabó con la dimisión de nuestro biografiado—7 colocaron a Mon, una vez que Narváez también cayó en desgracia en 1851, en la oposición parlamentaria, donde continuó su estrecha colaboración con Pidal. Era una posición ciertamente incómoda para un hombre al que sus contemporáneos veían, en 1849, como el potencial candidato a la Presidencia del Gobierno —algo que, desde luego, acariciaba el propio Mon—, cuando se encontraba en la cima de su carrera política. Entramos en la etapa del Mon político de oposición. Con su cuñado Pedro José Pidal, Alejandro Mon controlaba, en 1850, la fracción más numerosa e influyente del Partido Moderado. En alianza 6 Bravo Murillo, DSC-CD, 51, 13-II-1851, p. 1005, y Mon, DSC-CD, 13-II-1851, pp. 998-999. 7 La conspiración se urdió en torno al ministro de la Gobernación, Sartorius; además de Narváez, estaban al tanto Mariano Roca de Togores y Juan Bravo Murillo; contaban con la adhesión de la madre de la reina, María Cristina, y su marido, el duque de Riánsares; véase carta de Sartorius a Narváez, de 31-VII-1849, Real Academia de la Historia, Archivo Narváez, I, caja 7.
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con otras —también personalistas— desplazadas del poder por el ascenso de Juan Bravo Murillo, reclamó su vuelta a la dirección del país. Mon y Pidal entendían que su amplio apoyo parlamentario debía tener una traducción política en su llamada, nuevamente, al Gobierno. Pero el proceso político entró, a partir de 1851, en una dirección contraria al sistema de las dos confianzas que informaba la Constitución vigente. La reina se inclinó por la formación de Gobiernos con la sola confianza de la Corona. La política del país sufrió un retroceso respecto al modelo y a las prácticas instauradas desde 1845. Esta involución afectó a las libertades, al proceso electoral, a algunas decisiones de los Gobiernos, tomadas sin el suficiente soporte legal, e incluso a los fundamentos mismos del sistema: se impusieron Gobiernos carentes de representatividad, que consideraron proyectos para eliminar la Constitución de 1845. El problema se agudizó cuando, a partir del gabinete Bravo Murillo, en 1852, los gabinetes respaldaron un programa autoritario de reforma constitucional, que acababa con el sistema de libertades y la organización de poderes alcanzados en 1845. Al deseo de la fracción mon-pidalista de volver al Gobierno se unió, entonces, una causa trascendente: la defensa del modelo constitucional erigido en 1845. A ella se sumaron la fracción puritana del Partido Moderado y el Partido Progresista, que convergieron en 1851-1852 en un Comité electoral, uno de cuyos móviles era impedir la revisión autoritaria de la Constitución. Se formó, así, una coalición electoral que creó las bases sociales para el estallido —al fin revolucionario— de 1854, y sentó los precedentes de la futura Unión Liberal, formada con aportes de ambos partidos históricos, el Moderado y el Progresista. En este período, que llega hasta 1854, Mon interpretó su papel de opositor. Criticó, por un lado, los proyectos reformadores de la Hacienda de Juan Bravo Murillo; en particular, su arreglo de la Deuda y su reorganización del Banco Español de San Fernando, que contrarreformaba la ley del propio Mon de 1849. Por otro lado, denunció la práctica de gobernar sin el concurso de las Cortes, el falseamiento electoral, la censura a la prensa y el proyecto de reforma constitucional. La faceta opositora de Alejandro Mon tuvo un marcado perfil político. Pidal y Mon desplegaron, en los breves períodos que estuvieron abiertas las Cortes, una férrea oposición parlamentaria. Su objetivo era volver al Gobierno; su bandera, la defensa del sistema representativo. En torno a
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ella, abordaron los problemas que constituían las principales preocupaciones de la época: la corrupción electoral, la falta de representatividad del sistema político español y la desviación de éste del ideal de la monarquía constitucional. En sus discursos, Mon sacó a relucir sus dotes de analista político, extrayendo las consecuencias sociológicas de aquel desastroso modo de gobernar. Así puso de manifiesto, por un lado, el problema de la legitimidad política, por la no identificación de los ciudadanos con derecho a voto con aquellos Gobiernos no representativos, y las dificultades que esto traía para el arraigo del sistema liberal; por otro, subrayó la pésima imagen de España que aquellos hechos transmitían a Europa. También hizo Mon una reafirmación de su profesión de fe en el modelo parlamentario de 1845, único con el cual «esta Nación podrá aspirar un día a ocupar en Europa el gran papel» que le correspondía.8 Hombre pragmático y ecléctico, la más profunda ortodoxia de su vida fue esa identificación con el sistema constitucional doctrinario. Prueba de ello es que cuando volvió a la política activa, tras el Bienio progresista, reivindicó la recuperación plena de la Constitución de 1845, sin la reforma que se le había hecho en 1857, que afectaba al Senado. Asimismo, en 1864, cuando alcanzó la Presidencia del Gobierno —del que formaron parte primeras figuras de la Unión Liberal, como Salaverría y Cánovas—, restableció dicha Constitución con el texto íntegro de 1845. Este constitucionalismo de Mon y de Pidal no significa que su práctica política fuese completamente impoluta. Antes al contrario, uno y otro participaron de la cultura política de la época: utilizaron y legitimaron usos que adulteraban el funcionamiento del proceso político, a través del influjo electoral del Gobierno, un influjo al que los contemporáneos aplicaban el, sin duda, eufemismo de legal. Los discursos parlamentarios de Pidal en 1853 son un ejemplo de esta justificación, que dejaba fuera las «violencias» extremas aplicadas por los Gobiernos desde 1851. El propio Mon, en 1840, con motivo del debate sobre las cesantías, también reveló un pragmatismo que defendía los mecanismos de acceso y mantenimiento del poder utilizados por los partidos gobernantes; entre ellos, el de conformación de mayorías parlamentarias desde el Gobierno valiéndose de los
8 Mon, DSC-CD, 25, 5-IV-1853, p. 510.
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resortes administrativos a su alcance, que incluían la utilización de los empleados públicos.9 Esta práctica política no ensombrece, empero, la vocación parlamentaria de Alejandro Mon. Si algo caracteriza su ingente obra reformadora fue haber sido sometida al trámite parlamentario, un activo que no puede atribuirse a todos los ministros de Hacienda de la Década moderada, que reformaron e incluso eliminaron impuestos y aprobaron presupuestos y leyes administrativas con el carácter de orgánicas sin el concurso de las Cortes, algo contrario a las sucesivas constituciones liberales.10 Se ha dicho «ingente obra» con toda intención, porque hasta la actualidad se había visto a Mon como el gran reformador del sistema tributario, pero nada más. Alejandro Mon ha de ser conceptuado como un reformador económico en su sentido amplio. La reforma de los tributos ya lo había situado en las «letras de oro de la Historia» —por usar una expresión del economista Manuel de Torres—. Pero si uno desciende al conjunto de su amplia actividad reformista, esa significación se acrecienta. Entre 1844 y 1849, Mon reformó el sistema tributario, la política comercial y el sistema bancario; quiso reformar el sistema monetario, aprobar las leyes administrativas que afectaban a la política presupuestaria y fiscal, y arreglar la Deuda pública. Este último objetivo sólo lo afrontó parcialmente en 18441845, con la conversión de determinadas modalidades de crédito a corto plazo, en tanto que situó en su agenda reformadora el arreglo de la Deuda del Estado, ya en 1845. Para Mon, este segundo arreglo era necesario para mejorar en el exterior el crédito de la nación y conseguir, fuera y dentro del país, mejores condiciones de financiación para los sectores público y privado de la economía española. Ahora bien, éste y los anteriores proyectos no pudo culminarlos Mon. Pasaron al programa reformador de otros ministros de Hacienda del período, fundamentalmente a Juan Bravo Murillo, que fue, con Mon, el titular de Hacienda que desempeñó esa cartera ministerial durante más tiempo entre 1844 y 1854.11
9 Mon, DSC-CD, 112, 29-VI-1840, pp. 2857-2859. 10 Comín y Vallejo (2001) y (2002), p. 80. 11 Comín (1997). La labor de Bravo Murillo en Hacienda puede verse en Vallejo (2001a), pp. 160-172; una detallada caracterización del mismo y de Alejandro Mon, con especificación de similitudes y diferencias en el talante político, en el estilo reformador y en sus políticas, en Comín y Vallejo (2004), pp. 83-85.
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La reforma tributaria de 1845
La faceta más conocida de Alejandro Mon es la que culmina la reforma tributaria de 1845. Ésta era la más necesaria de las reformas económicas acometidas por él, pues de ella dependía la viabilidad del Estado liberal. También fue la más madura, gracias a los ensayos reformistas previos que habían enseñado lo que era posible y lo que no lo era, y al consenso sobre el modelo fiscal a implantar, de carácter mixto. Fue la más posible igualmente porque existían trabajos técnicos que la habían preparado. José Larraz llamó la atención, en 1944 y en 1952, sobre el papel que pudo haber desempeñado Ramón Santillán en la reforma fiscal de 1845. Desde entonces se abrió un debate sobre la autoría de la misma. Fabián Estapé, que la estudió en su tesis doctoral leída en 1953, se inclinó por atribuir una responsabilidad conjunta al ministro de Hacienda y al técnico inspirador de la reforma, Ramón Santillán; la reforma se pasó a denominar de Mon-Santillán. Enrique Fuentes Quintana, Josep Fontana, Francisco Comín y Rafael Vallejo reconocieron el papel de ambos, Mon y Santillán, en la reforma de 1845. No opinaron de igual modo Gonzalo Fernández de la Mora y Miguel Artola, quienes entienden que la autoría debe atribuirse exclusivamente al ministro.12 Las recientes investigaciones de Comín y Vallejo sobre Alejandro Mon y la reforma tributaria liberal refuerzan la idea de una labor colectiva, en la que, desde luego, el papel central correspondió al ministro que logró pasarla por las Cortes. Esto no impide reconocer la importante actuación de Santillán; éste fue la mano derecha de Mon en la tramitación de la reforma y el inspirador principal del plan en que aquélla se basó. Sobre esta materia, de la que casi todo está dicho, sólo deseo añadir dos cuestiones. La primera es que en toda política fiscal se distinguen fines e instrumentos. En ocasiones, el político reformador se mueve en el terreno de los objetivos deseables, y deja para los técnicos al servicio del Ministerio el diseño de los medios concretos para alcanzar dichos fines. 12 Larraz (1944), (1952) y (2000), Estapé (1971) y (2001a), Fuentes Quintana (1990), Fontana (1977) y (2001), Comín (1988) y (1996), Vallejo (1999b), (2000a), (2001a), Comín y Vallejo (1996), Fernández de la Mora (1996) y (2001) y Artola (1986), (1996) y (1998).
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Pues bien, esta distinción se dio en la reforma tributaria de 1845; el propio Alejandro Mon la efectuó: reconoció la sustentación de su reforma en unos precedentes —citó de modo expresó el plan del progresista Calatrava— y reconoció sus deudas en los trabajos existentes que encontró en el Ministerio de Hacienda. Además, en el trámite parlamentario se apoyó en quienes habían formado parte de la Comisión creada en 1843 por García Carrasco: Javier de Burgos (presidente de la Comisión de Presupuestos en 1844-1845), Alejandro Oliván y, sobre todo, Ramón Santillán. De hecho, Santillán protagonizó, con el ministro de Hacienda, la defensa de la reforma en el pleno de las Cortes (cuadro 1). Ramón Santillán ocupaba la Dirección General de Rentas y estaba en perfecta sintonía con Alejandro Mon, al que había ayudado también en la preparación de las medidas urgentes de saneamiento financiero dictadas el verano de 1844, en su posterior debate y aprobación parlamentaria e, incluso, en la negociación con los contratistas del Tesoro para el arreglo de sus créditos contra el Estado. La segunda anotación que deseo hacer es que el estilo reformador de Alejandro Mon en otras áreas fue fiel al modelo seguido en 1845 con los impuestos. Mon se atribuía el impulso y la negociación política de las reformas y dejaba a expertos, como sucedió en la arancelaria, la preparación de la parte técnica, no porque desconociese cómo hacerlo, sino por eficacia reformadora.13 Uno de los principales activos de Mon fue su capacidad para rodearse de equipos de especialistas, que intervenían en la fase técnica de las reformas que él interpretó. Por tanto, no es improcedente referirse a la reforma de 1845 como la reforma Mon-Santillán. Esto no resta, en modo alguno, méritos a Mon, que fue el auténtico artífice de la misma. Ya en la obra de Fabián Estapé se explicitaba claramente la importancia del ministro de Hacienda. En la biografía de Alejandro Mon publicada por el Instituto de Estudios Fiscales en 2002, ese papel queda redimensionado, al presentar la actuación del ministro de Hacienda en sus distintas facetas reformadoras y el conjunto de restricciones que tuvo que salvar para alcanzar la aprobación de la reforma fiscal moderada en 1845.
13 Véase Alejandro Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, pp. 2680-2682 y 2687.
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Rafael Vallejo Pousada CUADRO 1
DIPUTADOS INTERVINIENTES EN EL DEBATE DE LA REFORMA TRIBUTARIA DE 1845 (Los diez más relevantes según el tiempo de intervención) Diputados
Tiempo (%)
Santillán, Ramón
11,5
Mon, Alejandro
9,6
Orense, José María
8,5
Peña y Aguayo, José
6,3
Roca de Togores, Mariano
5,9
Oliván, Alejandro
5,2
Villaba, Manuel
3,7
Fernández de la Hoz, José
3,3
Fernández Negrete, Santiago
3,3
Fernández Villaverde, Pedro María
3,3
Nota: El tiempo se infiere a partir del número de páginas en el Diario de Sesiones. FUENTE: Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 1845.
Mon supo aprovechar las condiciones que exigían y, en su caso, facilitaban la reforma. Entre ellas destacan: la finalización de la reforma agraria liberal; el consenso fiscal y la experiencia reformadora previa, que permitió disponer de madurados programas fiscales; la construcción administrativa del Estado liberal, una vez acabada la guerra carlista, y la progresiva instalación en la normalidad política, aprovechando la hegemonia del Partido Moderado, único representado en las Cortes de 1844-1845, así como la fuerza que daba al Gobierno la presidencia de Narváez. El propio peso político, la resolución personal y la habilidad negociadora de Mon fueron determinantes para la aprobación de la reforma tributaria de 1845. Le permitieron, antes de abrirse las Cortes en octubre de 1844, adoptar soluciones de emergencia para sacar a la Hacienda de su situación de práctica bancarrota, que sirvieron, además, para desbrozar el camino a la reforma fiscal. Una de esas medidas fue acabar con la financiación de la Hacienda a corto plazo a través del sistema de contratos de anticipo de fondos. Herencia de la guerra, esos contratos con prestamistas particulares tenían hipotecadas las rentas ordinarias del Estado. Para «acudir a las necesidades del Tesoro», Mon los sustituyó por un convenio con
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el Banco de San Fernando, en vigor el 1 de julio de 1844, luego renovado en agosto: el Banco anticipaba recursos y centralizaba los fondos y los pagos públicos, esto es, hacía funciones de tesorería, con un coste real del 2,5 por 100 mensual. Al tiempo, procedió por decreto, entre junio y octubre de 1844, a la consolidación de diversas modalidades de Deuda flotante, entre ellas los contratos de anticipos de fondos, «situados» sobre los principales impuestos. Desembarazar los ingresos de esas cargas fue indispensable para la subsistencia de la Hacienda, y condición necesaria para su saneamiento. Por eso las medidas fueron acordadas antes de abrirse las Cortes, que —no sin intenso debate— acabaron convalidándolas en diciembre de 1844.14 La fortaleza política de Mon también le permitió enfrentarse a la fracción autoritaria del Partido Moderado y vencerla, primero en el Gobierno, con la salida de Viluma (en julio de 1844), después en las Cortes, con el abandono por parte de más de una veintena de diputados de aquella orientación ultraconservadora (en diciembre de 1844). Esa salida se produjo, precisamente, durante el último escollo para la reforma: la definición de un modelo de financiación del culto y clero, dependiente de la Hacienda pública, con recursos que no interfiriesen la autonomía fiscal del Estado. Esta Ley de dotación del culto y clero ha sido presentada como una medida preparatoria de la reforma, pero fue mucho más que eso. Constituyó la llave sin la que no se podía cerrar, para siempre, la puerta al diezmo, defendido por los más conservadores de los moderados todavía en 1845. Con el diezmo era imposible instalarse, de modo definitivo, en el Estado fiscal liberal, como había explicado Ramón Santillán en las Cortes de 1840.15 Porque en la reforma de 1845 hay que ver la confluencia de dos procesos históricos complementarios: uno, el que pretendía, desde mediados del siglo XVIII, unificar el sistema fiscal en los distintos territorios de la monarquía española; otro, el que buscaba, paralelamente, recuperar para
14 Cuando llégó a Hacienda en mayo de 1844, el ministro se encontró con que disponía sólo de «tres millones para los gastos perentorios del día». El coste real del «servicio» del Banco lo proporcionó Mon; véase DSC-CD, 3 y 4-XI-1844. El convenio y las consolidaciones, en Estapé (1971), pp. 36-40, Fontana (1977), pp. 236-243, Tedde (1999), pp. 163-170, y Comín y Vallejo (2002), pp. 215-265. 15 Santillán, DSC-CD, 93, 8-VI-1840, p. 2351, Canales (1982), García Sanz (1985) y Muñoz (1994).
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Rafael Vallejo Pousada
el Estado las funciones, los derechos y las regalías que, privatizadas históricamente, seguían en manos de particulares; entre ellas, la percepción de tributos. Se trataba, en suma, de conseguir el monopolio fiscal para la Hacienda pública. En el regalismo de origen ilustrado, que llevaba en último extremo (en su versión liberal) a la soberanía fiscal del Estado, hay que ver una de las fuerzas que en 1845 convergieron en la actuación reformadora de Alejandro Mon. Por eso, su Ley de culto y clero fue condición necesaria para plantear, sin interferencias, la reforma fiscal. Ese influjo regalista permitiría conectar a Alejandro Mon con su paisano Pedro Rodríguez Campomanes (autor del Tratado de la regalía de amortización, 1765), que habría que situar, de este modo, como uno de los inspiradores doctrinales de nuestro biografiado. El programa fiscal de 1845 ofrecía un modelo distributivo de las cargas públicas. Las rentas de la propiedad pagarían por la contribución de inmuebles, las utilidades del comercio y de la industria por la contribución industrial. Las rentas no sujetas a esos tributos lo harían a través de un impuesto directo, la contribución de inquilinatos, pensada para los profesionales y las rentas de las clases urbanas no propietarias, y de un impuesto indirecto, el de consumos, concebido para gravar la capacidad contributiva de las clases populares urbanas y el consumo de los habitantes de los pueblos. Los incrementos de patrimonio y las transacciones con el exterior estarían sujetos, respectivamente, al derecho de hipotecas y a la renta de aduanas. La modificación de esta última no la planteó Mon en 1845 por razones de oportunidad política; hubo de esperar hasta 1849. El derecho de hipotecas tenía una finalidad más importante que la recaudadora: acumular datos sobre la riqueza inmueble y colaborar a determinar la riqueza imponible en la contribución territorial, a través del control del valor en venta de los inmuebles transferidos. El sistema fiscal aprobado tenía, pues, un carácter mixto, inspirado en la tradición tributaria de la monarquía española (los impuestos directos de Aragón y los indirectos de Castilla), y en el modelo continental europeo de origen francés. Tras el fracaso de la Única, a partir de 1813, esa opción de síntesis fue la que se impuso, fundada en dos factores: la conveniencia doctrinal (las contribuciones directas lo eran para lograr la proporcionalidad del mandato constitucional) y la necesidad (los impuestos directos no garantizaban la equidad y, lo más importante, no aseguraban la suficiencia). Esta alternativa fue la que se implantó en 1821-1822 y retomó, luego, la reforma de 1845.
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En cuanto al influjo tributario internacional, los reformadores de 1845 reconocieron haberse fijado en dos países, Inglaterra y Francia, que servían de «modelo a todos los demás de Europa», y haberse inclinado «más a la Francia que a la Inglaterra, porque nuestra situación guarda más analogía con aquélla que con ésta».16 Francia había experimentado en sus impuestos «revolucionarios» de la Asamblea Constituyente de 1790-1791 revisiones que moderaban sus objetivos iniciales de igualdad y generalidad, tras la fase del Directorio en los últimos años del siglo XVIII. Ese modelo fiscal revisado se adaptaba a las preferencias fiscales de la burguesía que había consolidado sus posiciones con la revolución y se había amoldado a un liberalismo, en las primeras décadas del siglo XIX, ya doctrinario, esto es, que había rebajado los «furores» revolucionarios primigenios; ese doctrinarismo político y fiscal era el que servía de ejemplo a los políticos conservadores españoles.17 En el mismo plano del influjo internacional puede resultar chocante que Alejandro Mon nunca propusiese introducir en España el income tax, impuesto sobre la renta implantado en 1842 por Peel, cuyas reformas eran para él un ejemplo a seguir. La cuestión tiene su explicación. Peel no consideraba este impuesto como algo permanente; de hecho, lo reintrodujo como una contribución transitoria para solucionar el déficit y calmar los ánimos sociales en una Inglaterra sacudida por las tensiones y los conflictos sociales. Por el contrario, Alejandro Mon pretendía asentar un sistema tributario permanente, que arraigase entre los contribuyentes y modernizase la fiscalidad española. Por eso se fijó en un sistema asentado como era el francés. El ministro de Hacienda no era partidario de las innovaciones arriesgadas, y menos en materia de impuestos. «El income-tax —explicó Mon— es [una] contribución que no podría sufrir el comercio español, pues exige escandalosamente los libros de sus productos, la correspondencia privada y todo cuanto tienen. La contribución directa [en Gran Bretaña] es el land-tax, y el income-tax es una contribución de guerra establecida por Pitt, contribución que fue abolida con grande aplauso de todos, y contribución que después se ha vuelto a poner en ejecución para cubrir el déficit que existía; porque es necesario tener presente, para no asustarse, que los déficit en Inglaterra han llegado a ser mayores que en España.»18 16 Santillán (1997), p. 323, y Comín y Vallejo (2002), pp. 309-311. 17 Caillaux (s. f. [1904]) y Fuentes Quintana (1990), pp. 370-386. 18 Mon, DSC-CD, 43, 21-I-1850, p. 1060.
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Alejandro Mon excluyó, pues, el income tax, pero no renunció a generalizar la carga fiscal. Por eso, en cuanto a la imposición personal se refiere, se decidió por introducir la contribución de inquilinatos, que estaba tomada de la Contribution mobilière francesa de 1791. Ésta tenía en el alquiler de la vivienda —al igual que la de Inquilinatos— uno de los signos externos para determinar la capacidad de pago de los contribuyentes, signos por los que se inclinaba Mon. En sus Elementos de la ciencia de la Hacienda con aplicación a España, de 1825, Canga Argüelles también contemplaba como impuesto directo uno aplicado, al igual que en Francia, sobre los alquileres de las casas; por tanto, no hay que descartar en éste —como en otros principios fiscales— el influjo del hacendista asturiano en nuestro biografiado. El modelo fiscal de 1845 estaba concebido para fomentar el desarrollo económico. Las rentas del cultivo no quedaban afectadas por la contribución directa, con lo que se facilitaría lo que los contemporáneos consideraban un lastre para el progreso agrario: la falta de capitales susceptibles de ser invertidos. La baja presión fiscal en la industria contribuiría a asentar el impuesto y favorecer el ahorro y la inversión. Con todo, el proyecto fiscal del Gobierno conservador no se plasmó tal cual en la reforma tributaria de 1845. Los principios básicos de distribución de las cargas se mantuvieron (impuestos directos de producto para gravar indiciariamente la renta y los beneficios, e impuestos indirectos para generalizar la imposición y gravar el consumo), pero se trasladó socialmente la presión fiscal. El proyecto del Gobierno experimentó una deriva conservadora a su paso por las Cortes: en la contribución territorial se modificó el hecho imponible; además de la renta de la propiedad pagarían las utilidades del cultivo y de la ganadería. Se configuró, por tanto, un impuesto diferente al propuesto por el Gobierno, por sus consecuencias distributivas y económicas. En la contribución industrial y de comercio, por su parte, se favorecieron las utilidades de la industria frente al comercio; también frente a la agricultura. En la contribución de inquilinatos, defectuosa técnicamente porque generaba «doble exacción» sobre uno de los hechos imponibles de la Industrial, se obligó al pago directo del impuesto al inquilino y no al propietario, como estaba previsto inicialmente, y se elevó el mínimo exento, reduciendo su generalidad. En los Consumos, por último, se redujeron las tarifas para el vino y los aguardientes; se acordó distribuirlos entre los vecinos, en los pueblos encabeza-
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dos que optasen por el repartimiento, y no sobre los productores de las especies sujetas, que lo pagarían en origen. Estos cambios tuvieron mucho que ver con la revelación de preferencias por parte de los contribuyentes durante el trámite legislativo de la reforma. El sistema fiscal aprobado también experimentó modificaciones una vez aplicado, entre 1846 y 1852. Se suprimió algún impuesto (el de Inquilinatos, en 1846), se alteraron las bases de reparto o recaudación de otros (contribución industrial y de comercio e impuesto de consumos), o se redujo la cuantía de los cupos fijados en 1845 (en la contribución territorial y en los Consumos). El calado de esos cambios permite hablar de una auténtica contrarreforma tributaria,19 algo, en todo caso, que no será exclusivo de la reforma de 1845. En ésta, los cambios tuvieron consecuencias distributivas y recaudatorias, rebajaron la cuantía de algunos impuestos (por eso en las Cortes se las denominó «rebajas»)20 o afectaron a su recaudación potencial (cuadro 2). Influyeron, en fin, en la insuficiencia del sistema fiscal renovado, manifiesta a partir de la coyuntura crítica de 18471848, a cambio, eso sí, de asegurar una base de legitimación social. El nuevo sistema fiscal reforzó los ingresos del Estado, situó los déficit en niveles mucho más manejables que en cualquiera de los cincuenta años precedentes, pero no logró el total equilibrio de las cuentas públicas. Por eso, a las deudas heredadas en 1845 se sumaron otras nuevas a partir de 1847, y el arreglo de la Deuda se convirtió en prioritario dentro de las agendas de los ministros de Hacienda desde 1849. Por otra parte, el sistema fiscal aprobado en 1845 simplificó formalmente el abigarrado cuadro tributario preexistente, si bien existió una cierta continuación en las prácticas recaudatorias, como ha observado Josep Fontana.21 La reforma administrativa que acompañó a la reforma fiscal en 1845 mejoró la capacidad recaudatoria de la Hacienda, pero apenas afectó a las fases de gestión tributaria más próximas a los contribuyentes, que quedaron en gran medida en manos de las corporaciones locales. Ese factor se convirtió en una de las debilidades, en la práctica, del sistema fiscal de 1845; a través del mismo se colaron el fraude fiscal y la arbitrariedad en 19 Vallejo (2001a) y (2001c) y Comín y Vallejo (2002). 20 A ellas aludió Mon en DSC-CD, 51, 13-II-1851, pp. 1000-1001. 21 Fontana (1977) y (2001), Comín (2002) y Zafra (2004).
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PRESUPUESTO DE INGRESOS ORDINARIOS, 1845, 1846 Y 1849 (En millones de reales)
Dirección General de Contribuciones Directas Contribución de inmuebles, cultivo y ganadería Inquilinatos Lanzas y medias annatas Regalía de aposento Renta de población Subsidio Industrial y de Comercio Veinte por ciento de propios Dirección General de Contribuciones Indirectas Arbitrios de amortización no suprimidos Contribución de consumos Derecho de Hipotecas Diez por ciento de administración de partícipes Montes-píos Dirección General de Rentas Estancadas Alcances de empleados Bolla de naipes Expedición y toma de razón de títulos Papel sellado, documentos de giro... Penas de cámara Pólvora Sal Tabacos Dirección General de Aduanas Aduanas Cuarta parte de comisos Seis por ciento de arbitrios y partícipes Derechos de navegación y puerto sobre las naves Guías, pases, registros, tránsitos... Atrasos por contribuciones extinguidas y vigentes TOTAL DE IMPUESTOS Y MONOPOLIOS FISCALES Otros ingresos ordinarios TOTAL
1845 (Mon)
1846 (Mon)
1846 (Peña)
1849 (Mon)
356,2 300,0 6,0 3,8 0,4 0,5 40,0 5,5 206,1 6,0 180,0 18,0 2,0 0,1 194,4 1,1 0,2 0,2 17,2 2,2 5,5 33,0 135,0 121,5 120,0 1,5
306,7 250,0 6,0 4,3 0,4 0,5 40,0 5,5 226,6 6,0 200,0 18,0 2,5 0,1 218,1 1,2 0,3 0,2 27,2 2,2 5,5 41,6 140,0 142,2 140,0 2,2 — — — 100,0 993,6 233,6 1.227,3
300,7 250,0 — 4,3 0,4 0,5 40,0 5,5 176,6 6,0 150,0 18,0 2,5 0,1 218,1 1,2 0,3 0,2 27,2 2,2 5,5 41,6 140,0 122,2 120,0 2,2 — — — 100,0 917,6 241,6 1.159,3
335,4 300,0 — 0,7 0,3 0,4 34,0 — 189,0 8,0 158,0 20,0 3,0 — 235,4 0,6 0,2 0,3 20,4 6,0 2,9 81,3 123,7 171,0 156,0 2,5 9,8 1,9 0,8 37,6 968,4 258,9 1.227,3
110,0 988,2 238,4 1.226,6
FUENTES: 1845: «Presupuesto de ingresos para 1845», DSC-CD, 129, 12-V-1845, p. 2669; 1846 (Mon): Proyecto de «Presupuesto general de ingresos para el año 1846», DSC-CD, 32, 7-II-1846, pp. 615-616; 1846 (Peña y Aguayo): Proyecto de «Presupuesto general de ingresos para el año 1846», DSC-CD, 36, 23-II-1846, pp. 673-674; 1849: «Presupuesto general de ingresos para el año 1849», DSC-CD, 117, 18-VI-1849, p. 2743.
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la distribución de los impuestos. Esas realidades mermaron el potencial recaudador del cuadro fiscal y lesionaron sus teóricas proporcionalidad y equidad. Pese a esas limitaciones, la experiencia demostró que no existirá un sistema viable alternativo al de Alejandro Mon en el siglo XIX; esto es, un sistema de impuestos inspirado en nuevos principios de reparto de la carga fiscal y capaz de lograr la suficiencia o, al menos, no empeorar las deficiencias del aprobado en 1845.
3.
La reforma monetaria y bancaria de Alejandro Mon
La segunda faceta reformadora a la que deseamos referirnos es la monetaria y bancaria. En cuanto a la reforma monetaria hay que mencionar, porque es poco conocido, que Alejandro Mon presentó en 1846 un proyecto de reforma que no fue aprobado por las Cortes.22 Sin embargo, constituyó un precedente de la reforma monetaria de Salamanca en 1847, que sería puesta en práctica definitivamente por Bertrán de Lis en 1848. El proyecto de Mon ya establecía el sistema monetario decimal, declaraba al real como la unidad monetaria y trataba de ajustar el valor de las monedas de plata a su precio de mercado con relación al oro. La que sí vio aprobada Alejandro Mon fue su gran reforma de saneamiento y reorganización del Banco Español de San Fernando, iniciada en 1848.23 Ramón Santillán (1865) ya había hecho una descripción de la misma en su Memoria histórica sobre los Bancos; no obstante, la relevancia de Mon como reformador monetario y bancario no sería destacada hasta muy recientemente. Fue Pedro Tedde quien puso de manifiesto las características de la reforma con la que, en 1849, abordó la reordenación del Banco de San Fernando.24 Los debates parlamentarios corroboran la aportación de Tedde, en el sentido de atribuir a dicha reforma la introducción de algunos rasgos que marcaron la evolución del instituto emisor a partir de entonces, y de considerar que la posterior reforma de 1851, impulsada por Bravo Murillo, fue muy tributaria de la Ley de Mon.
22 El proyecto, en DSC-CD, 33, 10-II-1846, apéndice 2, pp. 649-650. 23 Las razones se explican por Mon en DSC-CD, 17, 20-I-1849, apéndice 4, pp. 311-312. 24 Tedde (1999) y Santillán (1865).
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Las ideas monetarias y bancarias de Mon estaban fundamentadas en las teorías y las prácticas del país más avanzado en estas cuestiones, que era Inglaterra. A diferencia de lo que sucedió con sus otras reformas económicas, fue en ésta donde nuestro biografiado hizo un mayor alarde de sus conocimientos teóricos; esto es, Mon explanó en las Cortes la fundamentación teórica de su reforma bancaria. En ello quizás influyó el carácter más técnico de ésta; posiblemente también debió de influir el constituir una novedad, en la práctica parlamentaria española, abordar una reforma de esta naturaleza, pues hasta entonces las cuestiones bancarias no habían sido llevadas a las Cortes. Hay que reparar asimismo en la recepción, en los medios económicos españoles, del debate europeo sobre las reformas monetarias y bancarias, que fue estimulada por la incidencia en el país de la crisis financiera internacional de 1847-1848. Además, en la reforma de las otras políticas (la fiscal y la comercial) existía bien un mayor consenso o bien una delimitación más clara de las posturas teóricas y políticas en liza antes del debate parlamentario; como eran más conocidas, el ministro impulsó la aprobación política de las reformas tributaria y arancelaria sin detenerse a justificar sus fundamentos teóricos, que se daban por sabidos. Alejandro Mon trató de hacer en España la misma reforma bancaria que había realizado Robert Peel en Inglaterra en 1844. Mon tenía las ideas propias de la escuela monetarista inglesa, que mantenía que los billetes no eran más que «una promesa de dinero», lo que significaba que tenían que tener un respaldo total o, al menos, suficiente en el metal mantenido como encaje por el banco emisor.25 También era partidario del monopolio de emisión y de la apertura de sucursales del Banco de San Fernando en las capitales de provincia, en las que existía una gran escasez de billetes. Para Mon lo más importante era defender el interés general de los tenedores de billetes, del comercio y de la industria, frente a los intereses creados en torno a los bancos de emisión ya existentes. Es algo que casi logró en 1849; pero en la práctica fracasó por la oposición del Banco de San Fernando y, sobre todo, por la Ley contrarreformadora de Bravo Murillo en 1851, que dio rango legal a los intereses del Banco de San Fernando.
25 Véanse, Mon, DSC-CD, 62, 23-III-1849, p. 1377, Schumpeter (1994), pp. 770771, y Comín y Vallejo (2002), p. 340 y ss.
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Cuando en 1848 Alejandro Mon aceptó el cargo de ministro de Hacienda, para buscar una salida a la crisis bancaria y monetaria en la que se encontraba el país,26 los billetes se negociaban con descuento y el Banco de San Fernando estaba en el mayor de los descréditos. Mon llegó con un plan ya concebido para devolver la confianza a los billetes y el crédito al Banco. Esa reforma la llevó al Congreso de los Diputados, donde la defendió con argumentos convincentes, combatiendo a los representantes del Banco de San Fernando, que se opusieron sólo a un par de artículos. No sin cierto trabajo, no obstante, el ministro de Hacienda la consiguió sacar adelante y convertirla en la Ley de reorganización del Banco de San Fernando de 4 de mayo de 1849. Lo más destacable de esa Ley es que concedía al Banco el monopolio de emisión en toda la Península. Para ello se le invitaba a que se fusionase con los otros bancos de emisión existentes (los de Barcelona y de Cádiz) y a que abriese sucursales en las capitales de provincia. Asimismo, se le obligaba a ampliar el capital efectivo hasta los 200 millones de reales; se le recortaba la capacidad de emisión de billetes a la mitad de ese capital efectivo, y se le exigía mantener un encaje metálico igual a la tercera parte de los billetes en circulación. El Banco también tenía que acumular un fondo de reserva igual al 10 por 100 de su capital, a partir de los beneficios que sobrepasasen la cantidad necesaria para satisfacer el 6 por 100 de dividendos a los accionistas. Asimismo, la Ley de 1849 prohibió al Banco la concesión de préstamos con garantía de sus propias acciones y la especulación con títulos de la deuda. Otra innovación fundamental de la Ley fue la creación de la figura del gobernador del Banco, que sería nombrado por el Gobierno, lo mismo que los dos subgobernadores: uno del departamento de emisión y otro del de descuento. Esta segmentación del Banco en dos secciones, para garantizar los billetes en circulación, fue otra de las aportaciones de Mon. El Consejo de Gobierno sería nombrado por los accionistas, que también elegirían a tres vocales, los cuales habrían de autorizar todas las operaciones del Banco. Naturalmente, todas estas medidas de Mon iban encaminadas a evitar las arbitrariedades de la dirección del Banco de San Fernando —como las que habían conducido a la crisis de 1848— y a introducir un mayor control en 26 Mon, DSC-CD, 22-I-1850, p. 1075.
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la política de descuento y préstamos, así como a asegurar la convertibilidad de los billetes. Algunas de las innovaciones de la Ley de 1849 duraron mucho tiempo, como la figura del gobernador. Pero otras fueron modificadas a los dos años por Bravo Murillo, cuando desempeñaba la presidencia del Consejo de Ministros y el cargo de ministro de Hacienda. Éste reconoció, no obstante, que la reforma de Mon había conseguido sanear al Banco de San Fernando y devolver la confianza en sus billetes, que volvieron a ser admitidos por el público sin quebranto alguno. El Banco comenzó a llevar entonces, bajo la dirección de Santillán, una política más sensata de descuento, créditos y financiación al Gobierno. La contrarreforma de Bravo Murillo se debió, precisamente, a que esta dirección del Banco no quiso poner en práctica algunos aspectos de la reforma de Mon; así, no amplió el capital ni creó sucursales en provincias. Tampoco le gustaba al Consejo del Banco la existencia de un departamento de emisión, porque reducía su rentabilidad, ya que en él habían de quedar inmovilizadas parte de sus reservas metálicas; dicha sección, en la reforma de 1849, era responsable del encaje obligatorio que respaldaba los billetes emitidos. Esas razones fueron las que llevaron a Santillán a proponer, ya en 1850, un proyecto de reforma, que fue asumido por Bravo Murillo. Esa contrarreforma, de 1851, redujo al fin el capital del Banco, aumentó las posibilidades de emisión de billetes (reduciendo las garantías de los mismos) y suprimió el departamento de emisión. Esta reacción, y la negativa del Banco a abrir sucursales en las capitales de provincias, impidieron que los billetes se generalizaran en España a mediados del siglo XIX, y que el Banco se hiciera con el monopolio de emisión. Esto último no se consiguió hasta que, en 1874, Echegaray lo concedió al Banco de España a cambio de un crédito al Tesoro público. Desde entonces, el Banco sucumbió a las presiones políticas para financiar el déficit público, a cambio de ampliaciones en la capacidad de emisión. En aquella fecha, el Banco de España absorbió a los bancos de emisión existentes (gracias a la Ley de bancos de emisión de 1856) en la capitales de provincia, creando, al fin, una red de sucursales en todo el país. El resultado de esa nueva política fue que, desde 1883, los billetes dejaron de ser convertibles, algo que Mon había intentado combatir con la Ley de 1849, pues exigía la convertibilidad de los billetes, obligando al Banco a mantener encaje suficiente.
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Como en el caso de la reforma arancelaria, Mon fue en esta materia un adelantado a su tiempo: su Ley concedió el monopolio de emisión, pero impedía la subordinación de la política de emisión a los intereses del Tesoro. La contrarreforma de 1851 consiguió, a la larga, que el país se decantara finalmente, después de la experiencia del Bienio progresista de permitir un Banco de emisión en cada plaza, por el monopolio de emisión, aunque sin garantía en la emisión de billetes. No obstante, en 1851 los intereses del Banco se impusieron a los intereses generales defendidos por Alejandro Mon, que siempre fue contrario al curso forzoso y a la emisión de billetes más allá del encaje metálico. De haberse aplicado la Ley de Mon, pudiera haber ocurrido que la Ley de bancos de emisión de 1856 hubiera respetado el monopolio del Banco, y los billetes convertibles se hubieran asentado entre el público; quizá también se hubiese introducido una mayor disciplina en la financiación del déficit público.
4.
La reforma arancelaria de Alejandro Mon
La tercera faceta del reformismo económico de Alejandro Mon tuvo que ver con la política comercial. Mon reformó el Arancel en 1849 y se mostró como uno de los adelantados de las políticas de apertura al exterior de la economía española. Es cierto que seguía el movimiento que se había iniciado en España desde principios del siglo XIX, que tenía un primer referente en el Arancel de 1841. Sin embargo, en 1849 Mon dio un paso más, al acabar con el sistema prohibitivo de buena parte de las manufacturas del algodón. Esto fue uno de los activos de la reforma arancelaria aprobada por la Ley de 17 de julio de 1849. Y no era poco, dadas las restricciones existentes para la elaboración de la política de reforma del Arancel en España durante la primera mitad del siglo XIX.27 Entre dichas restricciones destacaron, en primer lugar, el peso de las políticas previas, de modo que los ministros de Hacienda, normalmente inclinados a la apertura, por razones ideológicas y sobre todo recaudadoras, heredaban aranceles de aduanas con un número elevado de prohibiciones y con altas tarifas, que había que desmontar. También se encontra27 Una primera aproximación a estas restricciones se hizo en Vallejo (2001d); con más desarrollo, en Comín y Vallejo (2002), p. 197 y ss.
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ron con la existencia de grupos de interés organizados, contrarios y favorables a la apertura (simplificando: por un lado, los algodoneros y, por otro, los exportadores de productos agrarios), en cuya actuación se reveló el problema de la acción colectiva. Éste estaba mejor resuelto en el grupo de los algodoneros, con mayor tradición corporativa en la reivindicación del modelo comercial «restrictivo»; además, el relativamente pequeño número de afectados hacía, en su caso, más fácil adoptar decisiones conjuntas y evaluar los costes y los beneficios de la acción del grupo; ni los consumidores ni los exportadores agrarios gozaban, en la España de la época, de esas ventajas. En tercer lugar, encontramos la existencia de una economía dual, con un sector fabril moderno relativamente intensivo en capital y con un apreciable crecimiento, por una parte, y otro tradicional compuesto por la agricultura extensiva del cereal, que ocupaba una numerosa mano de obra agraria, por otra. Ambos sectores, con todo, compartían un rasgo común: su incapacidad para competir en el mercado internacional. Por tanto, coyunturalmente dichos sectores reforzaban una alianza en torno a la necesidad de proteger el mercado nacional de la competencia externa. La situación internacional fue un cuarto factor determinante de la política comercial en la primera mitad del siglo XIX. Primero, en el campo de las ideas económicas: la difusión de la teoría de la ventaja comparativa, como sustento de la libertad de transacciones con otros países, estuvo facilitada por el contacto de los exiliados liberales con la economía clásica producida en Gran Bretaña. Los casos de José Canga Argüelles y Álvaro Flórez Estrada fueron paradigmáticos, aunque no únicos. En segundo lugar, el concierto internacional fue importante desde el punto de vista geopolítico: España, perdido su imperio colonial, se incardinó en Europa, en una posición mediatizada por la tutela de las grandes potencias liberales europeas, Francia y Gran Bretaña sobre todo, a las que tuvo que acudir en busca de ayuda externa para asentar el liberalismo desde la guerra carlista. Estas ayudas conllevaron la exigencia de contraprestaciones; en el caso británico, una intensa presión para el desarme arancelario. Gran Bretaña también actuó como efecto demostración a través de sus reformas arancelarias; en los años veinte, las de Huskisson; en los cuarenta, las de Peel. En la formación de la política comercial fue asimismo influyente un factor geoeconómico interno: el paso de España, durante la década de
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1820, de su condición de imperio a nación. En el momento de engancharse al tren industrializador, España perdía mercados; esto impedía la consecución de economías de escala, e inclinó a los productores a aferrarse al mercado interno, que incluía los exiguos reductos coloniales. Otros dos factores internos influyentes en la formación de la política comercial durante la primera mitad del siglo XIX fueron la inestabilidad política e institucional y el déficit presupuestario. La sucesión de Gobiernos frágiles y cortos, junto a las sucesivas situaciones políticas, contrapuestas hasta la exclusión del oponente, fueron circunstancias que obstaculizaron la continuidad en las políticas previstas y decididas; actuaron también como factores retardatarios para las reformas consideradas necesarias por los contemporáneos. Por el contrario, el déficit movió a los ministros de Hacienda a favorecer la rebaja arancelaria, aunque, en el lado contrario, estimuló a determinados productores a exigir el mantenimiento del régimen prohibitivo. Para éstos, una Hacienda endeudada no garantizaba el suministro de los bienes públicos, ni la financiación de las políticas interiores que facilitasen una mayor integración del mercado y una reducción, a corto plazo, de los costes de producción. Además, algunos de esos grupos económicos poseían una extraordinaria facilidad para la movilización social y para sustentar sus reivindicaciones en el apoyo de determinados generales (Prim, uno de ellos); por tanto, contaban con una indudable capacidad para provocar insurrecciones, inestabilidad y cambios de situaciones y de gobiernos.28 Pues bien, Alejandro Mon se encontró, en la década de los cuarenta, con este conjunto de restricciones, políticas y económicas. Apostó por la apertura al exterior, por un triple motivo: las ventajas para la Hacienda; las ganancias para los consumidores, en términos de excedente del consumidor; y las ganancias para el conjunto de la economía, a través de mejoras, a medio y largo plazo, de competitividad. Mon estaba convencido de que la transferencia de renta que generaba el prohibicionismo era negativa para el crecimiento económico.29 Por eso se inclinó a desempeñar en España el
28 Según Bravo Murillo, Mon no planteó la reforma arancelaria hasta 1849 «porque las circunstancias políticas, y especialmente las de Cataluña, impidieron que se presentase antes», DSC-CD, 83, 5-IV-1851, p. 1723. 29 Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, p. 2687, y DSC-S, 82, 8-VII-1849, p. 608. Para el modelo de desarrollo defendido por Mon, véase también el apartado 4 del siguiente capítulo, dedicado a Santillán.
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papel liberalizador que Huskisson había protagonizado en Gran Bretaña en la década de 1820. No pudo llegar a ser, en la reforma de esta política, el equivalente a Peel, quien le servía de modelo teórico. Mon era consciente de que la estructura económica del país y la productividad de sus principales sectores económicos no permitían aplicar en España la liberalización exterior de Peel. De ahí que optase por apadrinar un paso significativo, que diera a entender que cabía hacer políticas de progresiva apertura al exterior, y para eso había que mandar una señal clara a los agentes económicos: no era posible continuar con el sistema restrictivo de las prohibiciones. Mon era consciente de que los fabricantes catalanes del algodón, el principal grupo opositor a su reforma, estaban asistidos de algunas razones, como cuando aducían el diferencial de costes con Gran Bretaña, derivado de la peor dotación de recursos. Pero Mon no estuvo dispuesto a asumir los discursos más catastrofistas del prohibicionismo. Optó por una política posible, basada en proteger lo existente. Así, mantuvo algunas prohibiciones para ciertos productos elaborados del algodón y fijó tipos arancelarios altos para otros; corrigió algo al alza los valores (a los que había de aplicarse el Arancel) de los productos a proteger,30 y prometió futuras correcciones de las tarifas, en caso de que se demostraran perjuicios resultantes del Arancel reformado. A otros sectores (marina mercante, industria corchotaponera, sector lanero, etc.) también les hizo ciertas concesiones, con el fin de «conciliar» intereses y de conseguir el respaldo parlamentario suficiente para sacar adelante la Ley arancelaria.31 Tanto el Congreso de los Diputados como el Senado le dieron ese respaldo, por amplia mayoría. El debate de la Ley fue muy político; las argumentaciones económicas estaban influidas por la intención de los oponentes de evitar el trámite del proyecto y retrasarlo a la siguiente legislatura, una estrategia que ya contaba con cierta tradición en el parlamentarismo español. Naturalmente, Mon
30 De hecho, hubo dos dictámenes de la Comisión parlamentaria, que permiten cotejar esas correcciones; el dictamen con esas «aclaraciones», en DSC-CD, 112, 13-VI-1849, pp. 1571-1576; otros testimonios sobre concesiones, en Mon, DSC-CD, 112, 13-VI1849, p. 2547, y Amblard, DSC-CD, 113, 14-VI-1849, pp. 2580 y 2582. 31 Para la conciliación de intereses, Alejandro Mon, DSC-CD, 120, 21-VI-1849, p. 2838.
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quería sacarlo adelante en aquel mismo año de 1849. Por eso, también en el ministro de Hacienda primaron los criterios de oportunidad sobre los argumentos económicos. Es decir, Mon no pretendió presentar un pensamiento original y sistematizado sobre los efectos beneficiosos del desarme arancelario; trató, eso sí, de convencer a los parlamentarios mostrándoles las ventajas de un sistema racionalmente proteccionista (o, si se prefiere, liberal-proteccionista). Esto no significa que no se trajesen al debate las ideas económicas. La discusión parlamentaria de la Ley de Aranceles no se quedó sólo en los aspectos fiscales, sino que trascendió a los comerciales y, más ampliamente, a los efectos de la misma sobre el desarrollo económico. El fin fiscal era importante; pero había más que la búsqueda de un simple aumento de la recaudación en el planteamiento de esta Ley. Por otra parte, que no hubiera ideas económicas originales no significa que faltara el debate de ideas. Mon manifestó, en el transcurso del mismo, su confianza en el progreso, algo que arranca de la tradición ilustrada; su confianza, también, en los efectos benéficos de una Administración pública vigorizada (a través de la estabilidad institucional, el fomento de las obras públicas, la promoción de la educación básica);32 para ello se necesitaba una Hacienda en equilibrio, algo que no existía en 1849, pese al crecimiento de la recaudación con la reforma fiscal de 1845. Se precisaba, asimismo, el crédito exterior del Estado, relacionado con el pago puntual de las obligaciones de la Deuda e, indudablemente, con el equilibrio presupuestario, al que la reforma arancelaria debía colaborar. Mon no se olvidó de la necesidad de complementar la progresiva apertura internacional con una política industrial interior, destinada a mejorar los costes de producción (abaratar las materias primas industriales, la recepción de maquinaria, el coste de los transportes, etc.). Por eso prometió, forzado por la oposición a la reforma, que abordaría esa política industrial en la siguiente legislatura.33 Esa promesa, y la anterior de revisar los valores arancelarios de los productos, en caso necesario, no fueron suficientes para calmar a los prohibicionistas. La oposición continuó fuera del parlamento, una vez sancionada la Ley de Bases de reforma arancelaria el 17 de julio de 1849. Esta reacción contenía un peligro subyacente, que era la posible insurrección cívico-mili-
32 Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, p. 2689, y DSC-S, 84, 10-VII-1849, p. 637. 33 La promesa de Mon, en DSC-S, 86, 12-VII-1849, p. 657.
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tar en Cataluña. El tipo de respuesta que había que dar a la protesta frente al Arancel de 1849 enfrentó a Narváez con Mon y provocó una crisis ministerial, aprovechada por los enemigos políticos del asturiano —entre los que destacó Sartorius— para deshacerse de él. Al fin, el conflicto dio lugar a su dimisión y al cierre de su ciclo vital reformador.34 Es más, al redactarse finalmente el Arancel, en octubre de 1849, se hicieron algunas concesiones a los fabricantes de algodón, que contravenían la Ley de 17 de julio, donde los valores y las tarifas habían quedado ya fijadas para esta manufactura. En lo demás, en la inclusión de los textiles en el Arancel, la Ley se mantuvo. En cuanto a los resultados de ésta, cabe subrayar que fueron positivos, tanto desde el punto de vista recaudador (cuadro 3) como desde la estricta política comercial. Con la reforma arancelaria de Mon, la política sobre el comercio exterior entró conceptualmente en una nueva fase. Además de darle mayor eficacia recaudadora al Arancel, dicha reforma situó el debate arancelario en torno al grado de protección deseable para defender a sectores concretos y para facilitar un mejor desarrollo del país; la razón es evidente: se había descartado un sistema de comercio exterior nominalmente cerrado por las prohibiciones. Se inauguraba, pues, una nueva etapa de la política comercial española, cuyo momento culminante, por aperturista, fue el de la reforma de Laureano Figuerola, inscrita en la órbita dibujada por Mon en 1849, como el ministro de Hacienda catalán reconoció.35 Estamos ante otra prueba de que Alejandro Mon fue algo más que un reformador del sistema fiscal. CUADRO 3 RENTA DE ADUANAS, 1845-1869 (Ingresos medios anuales en millones de pts.)
1845-49 1850-54 1855-59 1860-64 1865-69
Renta de Aduanas
% impuestos
31 41 51 62 52
19,1 20,1 23,1 23,3 18,5
% ingresos ordinarios 9,7 12,1 12,3 11,9 9,7
% importaciones 19,0 21,9 15,5 13,1 12,5
FUENTE: Comín y Vallejo (2002), p. 468.
34 Véanse, en Comín y Vallejo (2002), capítulo 1, «La crisis de Mon en 1849» y capítulo 6, apartado 2.4, «Las diferencias entre la ley de bases...». 35 Figuerola (1991), p. 162 y ss. Véanse, asimismo, Costas (1988), Serrano Sanz (1991) y Comín (1993).
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Ideas económicas, fuentes doctrinales y relevancia de Alejandro Mon en la Hacienda pública española contemporánea
Alejandro Mon no presumió de tener un pensamiento fiscal original; manejaba unas ideas coherentes con el pensamiento clásico, tanto en lo referente a los gastos como a la Deuda y al sistema tributario. Mon era un consumado experto en Hacienda; confesó que conocía la economía política al uso en España y en Europa, aunque nunca pretendió teorizar. Más bien hacía gala de lo contrario; él manejaba la primera ciencia de la economía —que era la teoría—, pero aseguraba que tan importante como ella era su adecuación a las circunstancias del país; en esto consistía la segunda ciencia de la economía. El objetivo de Mon era argumentar para convencer de las virtudes de su programa reformador, no hacer un alarde de sus conocimientos teóricos, que sólo sacaba a relucir para contradecir a sus oponentes. Tenía un sentido muy pragmático de su función. Se familiarizó con los problemas de la Hacienda de su tiempo no sólo en la alta política, como diputado o ministro, sino por su contacto con los pueblos; de hecho, su carrera político-administrativa se había iniciado en 1834 como intendente de Granada. Ese conocimiento de la realidad reforzó su pragmatismo, cualidad compartida con la mayor parte de los ministros de Hacienda. Ese sentido práctico fue el mismo que guió, por otro lado, a buena parte de los políticos españoles de mediados del siglo XIX, que desarrollaron su labor en un medio intelectual dominado por el eclecticismo. No tenía, por ello, inconveniente en sostener que «las teorías, señores, desaparecen cuando la necesidad exige imperiosamente que se busquen recursos efectivos para cubrir los gastos indispensables del Estado».36 Mon no hizo nunca, pues, excesivos alardes teóricos. Se mostró, eso sí, como un experto en las materias económicas a las que se enfrentó, buen conocedor de las experiencias económicas internacionales. Un experto, en fin, con una voluntad clara, determinada, de afrontar una labor reformadora trascendente. Algo que sin duda logró.
36 Mon, DSC-CD, 110, 30-III-1838, p. 1515.
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Cuando se estudian las fuentes intelectuales de los economistas, se suele distinguir entre las fuentes visibles (las citadas explícitamente) y las invisibles (las no citadas pero identificables). Lo mismo podríamos hacer con el pensamiento fiscal de Alejandro Mon y sus reformas. Sabemos que se nutrían de la experiencia reformadora internacional (Necker, Pitt, Huskisson, Peel, etc.), a los que citó explícitamente. Se refería a sus textos y sobre todo a su actuación política. Para sustentar sus políticas, Mon leía los debates parlamentarios, en especial los habidos en el Parlamento británico. De ellos extraía lecciones sobre los fines de las reformas económicas, sus fundamentos y la estrategia para sacarlas adelante. También sabemos que había estado estudiando en Francia sus reformas fiscales; Mendizábal, y no Mon, es el que nos pone sobre la pista.37 Igualmente apreciamos que su pensamiento y su labor en Hacienda se nutría de la tradición y experiencia reformista española. Hay que tener en cuenta que la reforma tributaria de 1845 culminó un proceso de uniformización del sistema fiscal que se inició en 1749, cuando Ensenada pretendió, con la generalización del Catastro a la Corona de Castilla, implantar en toda la monarquía el sistema que, paradójicamente, se había establecido como una imposición, con la llegada de Felipe V, a la Corona de Aragón. Esto no pasó inadvertido a Mon. Por tanto, su reformismo entroncó con una larga tradición que arrancaba de la Ilustración y se aceleró en las primeras décadas del siglo XIX. La implantación del liberalismo tendió, en efecto, a generalizar el mismo sistema de impuestos para todos los españoles, aunque admitió la particularidad fiscal de las antiguas provincias exentas del País Vasco y Navarra, como consecuencia del particular modo —pactado— en que se entró en un sistema político liberal estable. Mon conocía el pensamiento de los más significados hacendistas españoles (ilustrados y liberales), al igual que los proyectos y las realizaciones reformadoras de la primera mitad del siglo XIX. Lo sabemos por comparación, por lo que afirmó en sus discursos, por lo que sugirió. En muy pocas, escasas, ocasiones se refirió a los hacendistas españoles con obra escrita; se le escapó ocasionalmente una mención a la importancia de su paisano Flórez Estrada, al que no citó por el nombre. Estamos, aquí, ante sus fuentes invisibles; por tanto, ante un terreno en cierto modo resbaladizo. En todo 37 Mendizábal, DSC-CD, 65, 22-III-1847, p. 1134.
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caso, los testimonios disponibles permiten sospechar con fundamento que el pensamiento hacendístico de Mon se explica en función del caldo de cultivo que era la escuela de hacendistas y economistas asturianos: Campomanes, Jovellanos, Flórez Estrada y Canga Argüelles. Aunque no aluda a ellos, tenemos la impresión de que fueron referentes doctrinales de Alejandro Mon. En las páginas de los Diarios de Sesiones de las Cortes no se encuentra ni una sola mención explícita de Mon a Canga; tampoco a Flórez. Nuestra hipótesis es que probablemente no la había por razones de oportunidad política: por marcar distancias con una época que disgustaba a los más conservadores de los moderados. Hay que tener presente que el propio Jovellanos no citó, en su Informe sobre la Ley Agraria, ni a Olavide ni a Cabarrús (caídos políticamente en desgracia en aquel momento), cuyo pensamiento conocía bien.38 Otro tanto debió de suceder con Mon respecto a Canga. El influjo de éste es visible en sus guiños hacia la historia económica (para fundamentar reflexiones en torno al atraso español), en su concepción de la Deuda pública, también en el papel otorgado al Estado y la importancia dada a la educación básica para el crecimiento económico. En su Memoria de 1820, Canga Argüelles pensaba —al igual que después Mon— que «pocos desembolsos se presentarán más justos que los que se inviertan en dar impulsos a los agentes de la pública prosperidad», fundamentalmente los gastos en educación y en obras públicas. También es perceptible el influjo del economista en el pragmatismo reformador de Mon, que Canga aconsejaba, y en el modelo fiscal mixto que ambos defendieron. Los ejemplos podrían extenderse. Pero éstos parecen suficientes para sugerir este entronque, no explicitado por Mon, en el mejor pensamiento económico y hacendístico español, entre el que habría que incluir el legado de Campomanes. A quien citó, por sus deudas intelectuales y políticas con ellos, fue a Juan Álvarez Mendizábal y a Ramón María Calatrava. De Mendizábal afirmó haber consultado, en más de una ocasión, su ambicioso programa reformador recogido en la Memoria de 1837, su expresión más acabada; esto no fue óbice para que, por más que parezca paradójico, se enfrentasen repetidamente, hasta en duelo personal «a primera sangre» (1840); 38 Llombart (1996), pp. 136-137.
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Mendizábal, empero, también le devolvió los respetos con motivo del debate de la reforma arancelaria, al reconocer su valor «para abordar grandes cuestiones y para no arredrarse delante de la impopularidad en que pueda incurrir cuando tiene la convicción de que puede hacer el bien de su país».39 A Calatrava le citó nuestro biografiado porque formuló un plan de arreglo de la Deuda y del sistema de impuestos, en 1842-1843, que Mon admitió como guía inmediata —aunque no de seguimiento mimético— para su programa reformador de 1844-1845.40 Mon, que silenció algunos de sus referentes doctrinales, no tuvo, pues, reparo ninguno en admitir sus deudas con lo mejor de los proyectos de algunos significados progresistas españoles. Pero si éstos fueron algunos de sus más dignos precedentes, a Alejandro Mon es preciso emparentarlo también con los grandes reformadores posteriores de la Hacienda española contemporánea. La razón es bien sencilla: el legado reformador de Mon brilla a la altura del de Raimundo Fernández Villaverde, de Francisco Fernández Ordóñez o de Enrique Fuentes Quintana. No olvidemos que la Hacienda pública española se nutrió, hasta la reciente reforma tributaria de la democracia, de la herencia reformadora de este ilustre asturiano que fue Alejandro Mon y Menéndez.
39 Mendizábal, DSC-CD, 121, 22-VI-1849, p. 2878. 40 Mon, DSC-CD, 65, 22-III-1847, pp. 1150-1151, y DSC-CD, 42, 19-I-1850, p. 1036.
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APÉNDICE ALEJANDRO MON Y MENÉNDEZ, 1801-1882. CARGOS PÚBLICOS Elecciones 02-10-1836a 22-09-1837 12-03-1838b 24-07-1839c 19-01-1840 15-09-1843 03-09-1844d 06-12-1846e 31-08-1850f 10-05-1851g 04-02-1853h 25-03-1857i 31-10-1858j 11-10-1863k 22-11-1864l 01-12-1865 10-03-1867m 20-01-1876n
DIPUTADO Alta/baja 08-07-1837/04-11-1837 24-11-1837/23-01-1838 26-03-1838/01-06-1839 08-03-1840/11-10-1840 04-11-1843/10-07-1844 17-10-1844/31-10-1846 11-01-1847/04-08-1850 07-11-1850/07-04-1851 04-06-1851/02-12-1852 07-03-1853/10-12-1853 15-01-1858/13-05-1858 10-12-1858/12-08-1863 04-03-1863/23-06-1863 30-12-1864/12-07-1864 30-01-1866/30-12-1866 — 23-02-1876/08-05-1877
Distrito Votantes/votos obtenidos Oviedo — Oviedo 4.120/2.076 Oviedo 3.262/3.158 Oviedo 9.761/5.487 Oviedo 11.715/9.576 Oviedo 14.693/13.338 Oviedo 18.979/17.520 Barquillo (Madrid) 577/290 Alameda (Cádiz capital) 125/125 Oviedo 77/77 Oviedo 125/125 Oviedo 67/67 Oviedo 181/114 Oviedo 194/194 Oviedo 147/147 Oviedo 2.265/1.319 Oviedo 1.949/1.726 Oviedo 5.268/5.263
Notas: a No existe acta electoral. b Elección parcial. c No llegó a aprobarse el acta electoral de esta provincia. d Fue elegido también por Cádiz y Pontevedra (de donde fue diputado desde 14-10-1844 hasta que se inclinó por Oviedo, siendo sustituido por José Ulloa Pimentel). e Legislaturas: 1846-47; 1847-48; 1848-49; 1849-50. En las elecciones de 6-12-1846 salió elegido también por los distritos de Oviedo capital, Vega de Ribadeo (Asturias) y Pola de Laviana (Asturias). f Fue elegido también por los distritos de Oviedo y Luarca (Asturias). g Legislaturas: 1851-52 y 1852. Fue elegido también por Cádiz. h Fue elegido también por Pravia (Asturias). i Legislatura 1857-1858. Fue elegido también por Pravia. j Legislaturas: 1858-60, 1860-61, 1861-62, 1862-63. Fue elegido también por Vega de Ribadeo. k Fue elegido también por Vega de Ribadeo. l Fue elegido también por Vega de Ribadeo. m Diputado electo por este distrito, no presentó acta. n En sesión de 8 de mayo de 1877 renunció por haber sido nombrado senador. FUENTE: ACD, Histórico de Diputados, 1810-1939. Elaboración propia.
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Gobierno Conde de Ofalia Ramón M.ª Narváez Ramón M.ª Narváez Javier Istúriz Ramón Mª. Narváez Francisco Armero Alejandro Mon
Rafael Vallejo Pousada MINISTRO Cartera Hacienda Hacienda Estado (interino) Hacienda Hacienda Hacienda Presidente del Consejo de Ministros Marina (interino) Estado (interino) Gracia y Justicia (interino) Gobernación (interino)
Nombramiento/cese 16-12-1837/06-09-1838 03-05-1844/12-02-1846 03-05-1844/06-06-1844 12-04-1846/28-01-1847 11-08-1848/19-08-1849 25-10-1857/14-01-1858 01-03-1864/16-09-1864 1864 1864 1864 1864
Días 265 651 34 292 373 82 200 — — — —
FUENTE: ACD, Histórico de Diputados, 1810-1939. Elaboración propia.
Gobierno Francisco Cea Bermúdez Francisco Martínez de la Rosa Francisco Javier Istúriz Eusebio Bardají Ramón M.ª Narváez Ramón M.ª Narváez Ramón M.ª Narváez Francisco Javier Istúriz Leopoldo O’Donnell Ramón M.ª Narváez Ramón M.ª Narváez
OTROS CARGOS POLÍTICOS Cargo Secretario de la Superintendencia de Policía de Madrid Intendente (en Granada)
Nombramiento/cese 1833 28-11-1834a
Intendente de Galicia 28-06-1836a Primer Vicepresidente del Congreso de los 19-11-1837/07-07-1838 Diputados Presidente del Congreso de los Diputados 17-11-1847/21-03-1848 Embajador (en Viena) 26-07-1848b Embajador (en el Vaticano) 14-12-1856/15-10-1857 Embajador (en París) 19-07-1858/8-07-1862c Presidente del Congreso de los Diputados 20-02-1862/02-07-1862 Embajador (en París) 25-10-1864/21-06-1865 Embajador (en París) 10-07-1866/23-04-1868d Senador 10-4-1877/1-11-1882e
Notas: a Fecha del nombramiento. b No tomó posesión. c La segunda es la fecha de su renuncia a la embajada de París. d En 14-10-1868 es relevado como embajador en París. e La primera fecha es la del Real Decreto que le nombra senador vitalicio. FUENTES: ACD, Histórico de Diputados, 1810-1939; Archivo del Senado, leg. His-0292-03; ACD, SG, leg. 104-272; Fernández de la Mora (1996), pp. 62-67, y De Diego (2002), pp. 75-78.
RAMÓN SANTILLÁN GONZÁLEZ, REFORMADOR DE LA HACIENDA LIBERAL* Rafael Vallejo Pousada (Universidad de Vigo)
Ramón Santillán González nació en Lerma (Burgos) el 31 de agosto de 1791 y murió en Madrid, el 19 de octubre de 1863. Sus padres se llamaban Francisco Santillán Cubo y Catalina González. Ésta había nacido en Cerezo de Arriba (Segovia); el padre era natural de Lerma. Varios autores indican que Francisco fue escribano de aquella localidad, que participó muy activamente en el levantamiento de Burgos contra los franceses y que fue, asimismo, personero del común y alcalde constitucional de Lerma. La familia, según el propio Santillán, poseía una escasa fortuna. Eso no impidió que le proporcionasen la mejor educación que en aquel pueblo podía recibirse: «después de las primeras letras, la gramática latina, que allí se enseñaba con bastante esmero». El padre tuvo un interés especial en la formación del pequeño Santillán; éste alude al cuidado que aquél ponía para fomentarle el «hábito de leer y escribir de continuo». El estudio de la Gramática lo hizo Ramón Santillán bajo la dirección de Ignacio López, prebendado de la Colegiata de Lerma; y el de la Lógica, en 1804, con el carmelita Fr. Juan de la Cruz Alegría, quien durante la guerra de la Independencia fue redactor de la Gaceta de Alicante; de éste
∗
Esta investigación se desarrolló en el marco del Proyecto de Investigación BHA2002-03834 del MCYT.
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—dice Santillán— recibió no sólo las lecciones correspondientes, sino «útiles inspiraciones» que le aficionaron al estudio. En noviembre de 1805 ingresó en la Universidad de Valladolid. El primer año cursó Filosofía; el segundo se inclinó por la carrera de Leyes, decisión recibida con satisfacción por sus padres. No obstante, su principal afición era, en aquellos años de Valladolid, la de las armas. Por eso acudía todas las tardes al Campo Grande, donde seguía con fruición los ejercicios de las tropas de infantería. De hecho, aprendió todos los movimientos que allí se enseñaban, aprendizaje que le serviría no pasando mucho tiempo.1 En efecto, en 1808 se consuma la invasión francesa y comienza la guerra de la Independencia. Los acontecimientos se precipitaron a medida que crecía la irritación popular contra los franceses. La vida normal se quebró; la de Santillán también. Éste abandonó sus estudios universitarios y se alistó en la guerrilla del cura Merino en 1809. Comenzaba su carrera militar, que tuvo dos fases. Una fue la del guerrillero, entre 1809 y 1813; la segunda se inició en 1814, cuando acabó la guerra con el grado de capitán de caballería. Esta fase duró hasta 1825; con el grado de teniente coronel decidió abandonar el Ejército, e ingresó en la administración de la Hacienda. Por tanto, Santillán vivió las tensiones entre absolutismo y liberalismo de la revolución liberal española en el seno del Ejército, y su trayectoria personal no escapó a las mismas, hasta llevarle al abandono de la milicia. En 1821 se había casado en Lerma con María Concepción Herrera Ayala, sobrina del hacendista José López Juana Pinilla. Gracias a las gestiones de éste, entró Santillán en Hacienda como oficial de la Contaduría General de Valores. Pinilla fue «una figura clave en la modernización de la Hacienda española en la primera mitad del siglo XIX, tanto por su labor como funcionario como por las ideas con que ayudó a preparar la reforma de 1845».2 Con él, Ramón Santillán aprendió el oficio y, lo más importante, adquirió buena parte de su particular estilo de interpretar y abordar, planteando soluciones, los grandes problemas de la Hacienda. Así como en la infancia y en la adolescencia, el influjo de su padre y de su profesor de Lógica, Juan de la Cruz Alegría, fue decisivo para su disciplina y su afición al estudio, a partir de 1825 la influencia de Pinilla fue determinante para forjar en Santillán una cultura reformadora de la Hacienda, atenta al 1 Los entrecomillados, en Santillán (1996), pp. 45-46. 2 Fontana (2000), p. 706; véanse asimismo Fontana (1973) y (1977).
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diagnóstico de sus principales debilidades presentes, al peso de las herencias recibidas y a las posibles alternativas o soluciones. Hay que tener presente que la relación entre ambos trascendía, por otra parte, lo estrictamente profesional; José Pinilla le tenía un cariño «extremado» a su sobrina y a él: los vínculos familiares eran tan estrechos que, a decir de Santillán, ambas familias formaban «casi» una sola.3 Esta faceta de Ramón Santillán como hacendista, diversa y prolífica, es la que nos interesa fundamentalmente en este trabajo. La vamos a explicar atendiendo, más que a un criterio cronológico, a sus diversos perfiles. Empezaremos con la caracterización del personaje; continuaremos con su labor de funcionario, asesor y político; en tercer lugar, presentaremos su faceta de reformador tributario y su papel en la reforma de 1845; después aludiremos a sus ideas en materia de política comercial; y, al fin, acabaremos con unas notas sobre su gestión como gobernador del Banco de España.
1.
El personaje
Ramón Santillán fue una figura destacada en la formulación de la política económica en España en las décadas centrales del siglo XIX, tanto en su vertiente fiscal y presupuestaria como en sus aspectos monetarios. De Santillán se ha destacado su dimensión tecnocrática, hasta asimilarlo a un burócrata al servicio de la Administración. Su competencia técnica está fuera de duda. Pero dejar reducidos su pensamiento y su labor a la de un simple burócrata (por muy cualificado que se le considere) resulta simplificador. Se corre, con ello, el peligro de distorsionar el verdadero perfil de un hombre con una textura ciertamente poliédrica y fecunda.4 Santillán fue personaje central en la historia económica española de los dos primeros tercios del siglo XIX. En él destacan, sobre ningún otro plano, sus «tareas» en la Administración pública, labores en las que hay que distinguir al menos cuatro niveles. El primero, el desempeño de cargos de gestión en la administración tributaria; el segundo, la labor técnica de fundamentación y asesoramiento en materia fiscal y presupuestaria, una de las
3 Santillán (1996), p. 159. 4 Para Santillán como «burócrata», Artola (1996).
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más importantes, persistentes y fructíferas de su vida pública; un tercero, la dirección de la política fiscal, como titular (breve) de Hacienda en 1840 y 1847 y director general de Contribuciones en 1844-1845; por último, su cometido más duradero de gobernador del Banco de España (18491863), la institución financiera más influyente en la ordenación de la política monetaria a mediados del siglo XIX; el Banco era, en realidad, una entidad privada, aunque con el reconocimiento de Banco oficial por los estrechos vínculos entre la institución y la financiación pública. En la personalidad de Santillán sobresale una actitud vital de estudio y superación, que desplegará desde todos aquellos puestos de relieve que desempeñó. Ramón Santillán se «instruyó» en los temas que pasaron por sus manos, para fundamentar y justificar tanto sus decisiones como las soluciones que proponía, o simplemente para divulgar el conocimiento sobre cuestiones escasamente conocidas entre algunos de los contemporáneos «a quienes debía suponerse más competentes en estas materias», con un fin utilitario de evitar errores «en lo sucesivo».5 Fruto de esta preocupación fue la redacción de dos excelentes Memorias, editadas por su hijo Emilio Santillán en 1865 y 1888. La primera, la Memoria Histórica sobre los Bancos, es una historia del Banco de España desde sus precedentes del Banco de San Carlos hasta la fecha en que Santillán deja el cargo, en 1863. Se trata de una minuciosa monografía acerca de los tres establecimientos de emisión y descuento más importantes de nuestro país hasta aquel momento, de ineludible consulta para todos aquellos que quieran conocer los primeros pasos del Banco de España, del que Santillán fue, además de primer gobernador, primer historiador.6 La segunda es la Memoria Histórica de las reformas hechas en el sistema general de impuestos de España y de su administración desde 1845 hasta 1854, uno de los mejores estudios sobre la Hacienda aparecidos en el siglo XIX, por la amplitud de su enfoque y por la calidad de sus análisis7 sobre la reforma tributaria de 1845 y la evolución del sistema fiscal liberal hasta 1863. Fue confeccionada a raíz de los trabajos de una Comisión de revisión del sistema fiscal, dirigida por el propio Santillán, creada el 25 de agosto de 1854
5 Santillán (1865), p. 3. 6 Tedde (1982), p. I. 7 Fontana (1997), p. 15.
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por el primer ministro de Hacienda del Bienio progresista, José Manuel Collado, con el fin de encontrar un punto de equilibrio entre los modestos principios fiscales del programa de Manzanares y las aspiraciones de la «opinión pública» a que se superasen algunas de las deficiencias (insuficiencia incluida) e injusticias del sistema implantado en 1845.8 Aquella Comisión, de carácter consultivo, duró hasta 1855. Tenía previsto redactar una extensa memoria sobre el estado de la Hacienda y el sistema de impuestos. La memoria no fue elaborada, entre otras razones porque los trabajos de la citada Comisión perdieron interés político para los ministros de Hacienda que sucedieron a Collado. Carentes de aplicación inmediata, los datos acopiados animaron, sin embargo, a Santillán a redactar la Memoria Histórica. Un hecho en el que no se ha reparado suficientemente ha sido el contexto en el que se publicó dicha Memoria, en 1888. No es otro que el de la crisis finisecular, cuando se puso en cuestión el sistema de impuestos vigente, fundamentalmente por las clases agrarias, que entendían, no sin razón, que la fiscalidad descansaba en exceso sobre el sector primario de la economía, y que era preciso superar el modelo de distribución de la carga fiscal implantado en 1845. Como explicó Emilio Santillán en el prólogo, en aquel momento no había una coincidencia plena en el diagnóstico y tratamiento de la crisis, pero existía, por el contrario, «conformidad en considerar necesario el examen del sistema tributario del país, tal como hoy está establecido, e introducir en él reformas o alteraciones más o menos trascendentales».9 Una tercera memoria, también inédita a su muerte, es la que condensa la biografía de Santillán, de interés para conocer tanto la trayectoria del autor como algunos aspectos de la historia política de la primera mitad de siglo XIX, al igual que la evolución de las finanzas públicas españolas entre 1825 y 1856. En 1888 afirmaba su hijo Emilio Santillán que la obra sería «publicada dentro de poco tiempo»; no obstante, la publicación se hizo esperar hasta 1960, en que la editó Ana María Berazaluce, y 1996, en que la reeditó Pedro Tedde, con el añadido de un capítulo inédito referente a la primera época de su carrera militar.10 8 La inspiración y los resultados de esta Comisión, en Ramón Santillán (1997), pp. 1-14, y Vallejo (1998a), capítulo 5, y (2001a), pp. 184-185. 9 E. Santillán (1997), p. VIII. Esto se desarrolla con más amplitud por Comín, Martín Aceña y Vallejo en la introducción del presente libro. 10 La edición de 1996 cuenta con una «Introducción» de Federico Suárez y un «Epílogo» de Miguel Artola.
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2.
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El funcionario, el asesor, el político
Como apuntamos más arriba, Santillán entró a trabajar en el Ministerio de Hacienda en 1825, de la mano de su tío político y notable hacendista, José López Juana Pinilla. Su primer puesto en Hacienda fue el de oficial de la Contaduría General de Valores (cuadro 1). Poco después vino una carrera de ascenso continuado. En 1833 fue contador de la provincia de Madrid y adquirió la categoría de intendente; en 1837 fue contador general de Valores con Mendizábal; en 1838 ocupó la jefatura de la Sección de Ultramar, en la Secretaría de Hacienda, después de que Alejandro Mon le hubiese ofrecido la Subsecretaría del Ministerio. Ese mismo año rehusó la cartera de Hacienda, que le había ofrecido Armendáriz, un departamento del que sería titular al fin en 1840, aunque sólo por tres meses en el Gobierno de Evaristo Pérez de Castro. Llevaba quince años desempeñando funciones administrativas en Hacienda, en las que había destacado como un hombre organizador, con un carácter «formado para el mando» y una inclinación al estudio y al asesoramiento. Como explica el profesor Josep Fontana,11 en 1829 había colaborado con Pinilla en la redacción de una memoria sobre el estado de las rentas con la propuesta de medios para incrementar los ingresos del Estado, de la que redactó las tres quintas partes. Santillán aspiraba a ser más que un simple oficinista: «El hábito que yo tenía del estudio y del bufete, me daba aliento para mayores empresas, y no desconfié un momento de ocupar en corto plazo el lugar digno que a mis antecedentes y a mi amor propio convenían». Fue desde 1828 cuando, según confiesa el propio Santillán, sus trabajos en la Contaduría General de Valores «empezaron a tomar importancia y extensión»; se le encargaba el despacho de «expedientes graves» y su tío José Pinilla, director general de Rentas desde 1826, le «confiaba no pocos» de su Dirección y «otros que particularmente se le remitían desde el Ministerio».12 A partir de entonces, Santillán, en uno u otro puesto administrativo, llevará a cabo esa tarea de asesoramiento y reorganización, con la que tan identificado se encontró a lo largo de su vida.
11 Fontana (2000), p. 710, y R. Santillán (1997), p. 163. 12 R. Santillán (1997), pp. 161-163.
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CUADRO 1 CARGOS Y RESPONSABILIDADES EN HACIENDA 1825 1829 1833
1837
1838
1839 1840 1843 1844
1845 1847 1848 1849
1850 1854
Oficial de la Contaduría General de Valores (15-7-1825) Redacta, con su tío político José López Juana Pinilla, una Memoria acerca del estado de las rentas y propuesta de nuevos arbitrios para aumentar los ingresos públicos Contador de la provincia de Madrid (28-1-1833) Redacta una Memoria sobre el estado de los Resguardos y una propuesta para su reorganización, a petición del ministro de Hacienda, Antonio Martínez Contador general de Valores, nombrado por Mendizábal para reorganizar la Contaduría Miembro, como contador general de Valores, de la Comisión para reorganización de la administración provincial de Hacienda Miembro, como contador general de Valores, de la Comisión encargada de proponer ingresos sustitutivos de la parte del diezmo correspondiente al Tesoro Jefe de la Sección de Ultramar (Secretaría de Hacienda) Presidente de la Comisión parlamentaria para hacer el repartimiento del subsidio extraordinario de guerra en las islas de Cuba y Puerto Rico votado en 1837 Miembro de la Comisión de diputados, senadores y técnicos para informar al Gobierno sobre el diezmo y proponer, en su caso, los medios para sustituirlo (R. D. 1-7-1838) Contador general de Distribución (R. O. 11-1-1839) Ministro de Hacienda (8-4-1840 a 20-7-1840). Gobierno de Evaristo Pérez de Castro Director general de Rentas Unidas Miembro de la Comisión de reforma del sistema tributario Director general de Contribuciones Directas Miembro de la Comisión parlamentaria para dictaminar sobre la consolidación de la Deuda flotante Miembro de la Comisión Parlamentaria para dictaminar sobre el Proyecto de presupuestos Ministro de Hacienda (28-1-1847 a 28-3-1847). Gobierno del duque de Sotomayor Presidente de la Junta de la Deuda Presidente de una Comisión para arreglar las Deudas legalizadas Presidente de una Comisión que prepara un proyecto de Ley sobre Administración y Contabilidad Presidente de una Comisión que estudia los derechos de los empleados fuera del servicio activo Miembro de la Junta de la Deuda que formula el Proyecto para arreglo de la Deuda pública Presidente de una Comisión evaluadora de los impuestos (R. O. 22-2-1850) Presidente de una Comisión evaluadora del sistema fiscal (R. O. 25-8-1854)
FUENTES: R. Santillán (1996) y (1997), pp. 1-15, Suárez (1996), pp. 26-28, Vallejo (2001a) y Comín y Vallejo (2002).
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Así, por ejemplo, en 1833 redactó una Memoria sobre el estado de los Resguardos y una propuesta para su remodelación, a petición del ministro de Hacienda, Antonio Martínez, en la que se oponía a la exclusiva organización militar del servicio de resguardos. En 1837 vino la reorganización de la Contaduría General de Valores, para la que le había nombrado Mendizábal. También en 1837 formó parte, como contador general, de la Comisión encargada de proponer ingresos para reemplazar la parte del diezmo correspondiente al Tesoro. En su dictamen particular, Santillán sostenía su posición contraria a los recargos de los impuestos vigentes, como el de frutos civiles o de paja y utensilios, por su insuficiente generalización, su escaso peso recaudador o porque, como sucedía en los derechos de puertas y en las rentas provinciales, ya estaban excesivamente sobrecargados y afectaban a un número considerable de bienes o productos. Dado que el diezmo era «la base principal de todo el sistema», si fuese suprimido se alteraría todo el cuadro fiscal; por ello, Santillán consideraba precisa una reforma en las contribuciones que afectaban a la propiedad inmueble. Propuso, así, una contribución general de repartimiento sobre dicha propiedad, en la que se refundirían los impuestos de frutos civiles y paja y utensilios. En 1840, a su paso por Hacienda, volvió a insistir en el papel central de la supresión del diezmo para constituir un nuevo sistema fiscal, que había de descansar, dada la estructura económica del país, en la propiedad agrícola. En 1838, ya diputado, Santillán fue nombrado por las Cortes presidente de la Comisión para hacer el repartimiento del subsidio extraordinario de guerra en las islas de Cuba y Puerto Rico. La Comisión señaló 50 millones a Cuba y 10 a Puerto Rico, y propuso que su reparto fuera atribuido a una Junta de autoridades y de personas relevantes; dicha Junta también se ocuparía de los procedimientos para enajenar la parte de bienes del clero regular necesaria para los 40 millones de reales que debían aportar las islas por desamortización. Al margen de su misión tan concreta, esa presidencia marca un hito en la trayectoria de Santillán porque era la primera vez que éste ponía a disposición del Parlamento sus conocimientos hacendísticos. Con todo, las empresas mayores al servicio de la Hacienda española, a las que aludía Santillán en sus memorias, vinieron a partir de 1843, cuando formó parte activa, y decisiva, de la Comisión de reforma tributaria nombrada por García Carrasco el 18 de diciembre. Desde entonces, y
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hasta la segunda mitad de los cincuenta, Santillán tendría «una parte muy principal […], por sus conocimientos y larga práctica en las materias de Hacienda, en casi todos los trabajos y proyectos de importancia, ya como alto funcionario, ya como Ministro, ya como individuo de muchas Comisiones, ya como Diputado y Senador».13 En 1848 fue presidente de la Junta de la Deuda y de la Comisión el para arreglo de la misma; en 1849 presidió otras dos comisiones, una que preparaba un proyecto de ley sobre Administración y Contabilidad, otra dedicada a estudiar los derechos de los empleados fuera del servicio activo. En 1850 volvió a formar parte de la Junta de la Deuda, que preparó el arreglo aplicado por Bravo Murillo, y también presidió la Comisión evaluadora del sistema fiscal creada por Bravo Murillo e inspirada en el Consejo Superior de Hacienda que el propio Santillán había defendido en 1845. A su vez, en 1854 presidió la Comisión de evaluación del sistema fiscal nombrada por Collado, antes citada. Desde 1849 hasta 1863, su puesto de gobernador del Banco de España le otorgó, por añadidura, una posición privilegiada para conocer las situaciones del Tesoro e interpretar las necesidades de la Hacienda y de la economía española. Por tanto, muchos ministros de Hacienda, entre 1828 y 1863, contaron con la eficaz colaboración de Ramón Santillán. Mon y, sobre todo, Juan Bravo Murillo fueron quizás los más beneficiados de la misma. Ahora bien, ese asesoramiento no fue incondicional, y Santillán no dudó, cuando lo entendió necesario, en manifestar sus discrepancias con dichos ministros. Las expresó con Mendizábal respecto a la supresión del diezmo, en 1837, y al cuadro de ingresos públicos contenidos en la Memoria de los presupuestos para 1837-1838.14 Con Mon discrepó en varias ocasiones: en junio de 1838, por la cuantía y las bases para el reparto de la contribución extraordinaria de guerra; en 1849, por la política comercial, y en 18501851 por su reforma bancaria de 1849. Con Bravo Murillo sucedió otro tanto respecto a los servicios de préstamo del Banco de España al Tesoro, que le negó, o con relación a sus proyectos involucionistas de reforma constitucional, etc. Los nombramientos con que aquellos ministros de
13 Sánchez Ocaña (1855), p. 75. Esa misma idea la expresa Emilio Santillán, al presentar la edición de la Memoria Histórica sobre los Bancos, y Ramón Santillán en sus otras dos memorias. También, Comín y Vallejo (1996) y (2002), y Vallejo (1999b) y (2001c). 14 La impugnación, en Santillán (1837) y (1996), p. 197.
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Hacienda habían colmado las aspiraciones de Santillán no fueron óbice para que éste manifestase disconformidad con sus medidas, cuando las estimaba improcedentes. Colaboración y conflicto formaron, pues, parte de la relación que Santillán mantuvo con las principales autoridades económicas de la época que le tocó vivir. En definitiva, podemos concluir que Ramón Santillán se convirtió en una especie de Guadiana que recorre la historia de la Hacienda pública española entre 1829 y 1863, que sólo se hace visible políticamente durante sus breves permanencias al frente del Ministerio de Hacienda, en 1840 y 1847, o a través de sus intervenciones parlamentarias, a las que no era excesivamente aficionado. Actuó en las distintas fases de la política fiscal: en la de reconocimiento de problemas y elaboración de propuestas de reforma; en la fase política de discusión parlamentaria; en el momento de aplicación, como alto cargo de Hacienda; más tarde, en la fase de evaluación de dichas reformas —tributaria y administrativa—, en 1847, en 1850 o en 1854. Fundamentalmente, casi siempre desde una posición técnica, de asesoramiento (el «estudio y trabajos sobre las materias de Hacienda»), que era en la que se sentía más cómodo. Esto no significa que no atendiese a las cuestiones y responsabilidades políticas. De hecho, fue diputado en seis ocasiones entre 1837 y 1845, senador vitalicio de 1845 a 1863 (cuadro 2), y dos veces ministro de Hacienda, como se dijo. Fueron más, no obstante, sus negativas a desempeñar una alta responsabilidad ministerial, pues renunció a varias propuestas para la cartera de Hacienda e incluso a la presidencia del Gobierno (cuadro 3). «Nunca tuve inclinación a esta carrera [de la política], para la cual tampoco me encontraba con el genio que para progresar en ella se necesita», afirmó Santillán en su memoria biográfica.15
15 Entrecomillados, en Santillán (1996), p. 194.
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CUADRO 2 SANTILLÁN, PARLAMENTARIO Diputado Alta/baja Distrito Votantes/votos obtenidos 27-11-1837/20-03-1838 Burgos 1.062/537 09-06-1838/01-06-1839 Burgos 1.536/806 08-03-1840/11-04-1840 Burgos 9.719/7.359 21-05-1840/11-10-1840 Burgos 9.719/4.675 28-04-1843/26-05-1843 Burgos 8.083/5.603 — Barcelona 4.892/2.992 14-10-1844/17-12-1845 Burgos 10.569/10.173 Senador Nombrado senador vitalicio, en 17-12-1845. Lo fue hasta su muerte, en 1863. Elecciones 22-09-1837 24-05-1838a 19-01-1840 21-05-1840b 27-02-1843 15-09-1843c 03-09-1844
Notas: a Elección parcial. b Nuevas elecciones aprobadas en 21-05-1840. c El acta de esta provincia no llegó a aprobarse. El 27 de diciembre de 1843, la Comisión de actas las consideró conforme a la ley. El Parlamento se disolvió sin haber sido admitido. FUENTES: ACD, Histórico de Diputados, 1810-1939; Archivo Histórico del Senado. Elaboración propia.
CUADRO 3 CARGOS Y RESPONSABILIDADES POLÍTICAS QUE RECHAZÓ SANTILLÁN 1833 1835 1837 1838 1849 1852 1853 1854
Intendencia de Palencia Intendencia de Málaga Oficial del Ministerio de Hacienda Ministerio de Hacienda (marqués de Someruelos)a Subsecretaría de Hacienda (Mon) Ministerio de Hacienda (Armendáriz) Ministerio de Hacienda (Narváez) Ministerio de Hacienda (Roncali. Invitación extraoficial) Ministerio de Hacienda (Roncali) Ministerio de Hacienda (Lersundi) Presidente del Gobierno (Fernández de Córdova)
a Los nombres entre paréntesis son los de los proponentes. FUENTES: Santillán (1996) y Suárez (1996), pp. 26-28.
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3.
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El reformador tributario
La práctica como contador de la provincia de Madrid, en 1833, le permitió a Santillán conocer los vicios del cuadro de impuestos vigentes, algunos de ellos con varios siglos de existencia. Fue entonces cuando había «empezado a tomar apuntes para su reforma». En 1837 continuó ese trabajo, aprovechando la cesantía en su cargo de la Contaduría General de Valores, decidida por Mendizábal. Santillán, que acababa de participar en la comisión para encontrar recursos sustitutivos al diezmo, estaba convencido, a estas alturas, de los múltiples defectos de los tributos disponibles, empezando por su incapacidad para «dar los rendimientos necesarios para cubrir las obligaciones más indispensables del Estado». También lo estaba de la centralidad del impuesto eclesial como obstáculo para plantear la reforma tributaria, y de que no cabían vías intermedias, como remozar los antiguos y deficientes impuestos: era precisa una «reforma general en todo el sistema». La decisión de Mendizábal, el 30 de mayo de 1837, de suprimir el diezmo, nacionalizar los bienes del clero y fundamentar su financiación en una contribución estatal, había desbrozado el camino. Fue ese contexto el que animó a Santillán a iniciar la redacción de los «proyectos de leyes y de instrucciones con que había de desenvolverse y llevarse a efecto un nuevo plan de contribuciones».16 Ahora bien, la inestabilidad institucional y, sobre todo, la prioridad política dada a la guerra, así como las exigencias financieras de ésta, retrasaron coyunturalmente la reforma fiscal. Sirva como indicador de las dificultades que entre el verano de 1837 y el otoño de 1840, en que gobernaron los moderados, ocuparon la cartera de Hacienda una docena de ministros.17 Finalizada la guerra, en 1840 los políticos de la época estimaron que había llegado el momento de culminar la construcción política y administrativa del Estado liberal, para entrar en la normalidad y salir del atraso económico. Esto exigía elaborar leyes orgánicas, entre las que se encontraba la de reforma de los impuestos. Esta reforma no se formuló, sin embargo, de modo nítido en 1840, por varias razones. Una de ellas era la necesidad de sanear, previamente, una Hacienda fuertemente desequilibrada 16 Entrecomillados, en Santillán (1996), pp. 193-194. 17 Las dificultades coyunturales para la reforma tributaria, sustituida por remedios de urgencia, en Vallejo y Comín (2002), pp. 146-153.
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por los gastos extraordinarios de la guerra carlista; otra, la pervivencia de la facultad tributaria de la Iglesia, que aún percibía parte del diezmo; faltaba, asimismo, encontrar un plan de financiación del culto y clero, sin vinculación con la prestación decimal, algo en lo que no existía el suficiente consenso, tanto entre el Partido Progresista y el Moderado como en las filas de este último.18 Los enfrentamientos políticos fueron una limitación política para aprobar la reforma fiscal antes de 1845. Con estos factores aludidos se encontró Santillán en 1840, cuando ocupó por primera vez la cartera de Hacienda en el efímero Gobierno de Evaristo Pérez de Castro. Las urgencias del Tesoro obligaron a Santillán a continuar con los medios extraordinarios de financiación, incluidos los contratos de anticipación de fondos y la contribución extraordinaria de guerra. Hubo también de abordar la financiación del clero y, con ella, la pervivencia del diezmo: el proyecto de Santillán para dotar al clero incluía su supresión, que justificaba en tres razones. Primera, la caída de los rendimientos del diezmo desde 1808; segunda, el cuestionamiento social de aquel tributo: el cobro del medio diezmo no funcionaba, pues «la defraudación y la resistencia eran cosa corriente en los pueblos grandes y en provincias enteras, donde las ideas liberales habían penetrado»; existía, por añadidura, una legislación, la Ley de 29 de julio de 1837, que había suprimido el diezmo, por más que razones de conveniencia financiera mantuvieran, desde entonces, su recaudación parcial.19 Ahora bien, en las filas del Partido Moderado no había consenso sobre este particular; además sus representantes en Cortes estaban extraordinariamente divididos, con diputados «flotantes e indisciplinados, con quienes —según Santillán— no se podía contar en la mayor parte de las cuestiones».20 Eran diputados que, como Mon, no dudaron en utilizar las cuestiones financieras para provocar la caída del Gobierno; aquél, más por motivos de oportunidad políti-
18 Valga un testimonio: «Nosotros —afirmó Mon en 1840— por un principio de prudencia hemos empezado conservando lo que existía, porque sin esto no podríamos tener Gobierno, pues nunca se improvisan las contribuciones, y en las reformas que quieren introducirse por algunos hay más de ilusión que de verdad»; DSC-CD, 33, 29-III1840, p. 789. 19 Santillán (1996), p. 231, y Santillán, DSC-CD, 93, 8-VI-1840, p. 2349. Véase asimismo Fontana (1977), p. 304 y ss. 20 Como hemos explicado en Comín y Vallejo (2002), pp. 296-303. Santillán (1996), pp. 230-236.
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ca que por convencimiento, se apuntó, en polémica con Santillán, a la defensa del medio diezmo. Esta oposición política obligó a Santillán a emplearse a fondo para defender su Proyecto de ley de culto y clero. Es más, aprovechó sus intervenciones en las Cortes para definir un programa reformador de la Hacienda; en ellas quedó de manifiesto su nítida defensa del Estado fiscal. Santillán desgranó en 1840, ante el Congreso de los Diputados, un análisis riguroso de la historia de la Hacienda española desde 1808, demostró un amplio conocimiento de la experiencia internacional y, sobre todo, formuló el diseño de un auténtico plan de reforma tributaria, que será el que luego se aplique en 1845. Así, dirigiéndose a Mon, sostendrá que: «Ha dicho hoy también el Sr. Mon que no tenemos contribución alguna que merezca este nombre. Yo convengo hasta cierto punto con S. S.; pero no puedo convenir de manera alguna en que nuestra administración civil descanse sobre las rentas eclesiásticas; lo que sí digo es que mientras exista el diezmo por entero será casi imposible establecer una contribución de alguna importancia sobre la propiedad inmueble […]. Dejo antes indicado que no podría establecerse una contribución sobre la propiedad inmueble sin descargarla antes del gravamen del diezmo, al menos en una gran parte; y justamente es por ahí por donde ha de empezar a reformarse nuestro sistema tributario, reforma indispensable, porque al mismo tiempo hay que hacer la de algunos impuestos indirectos, no para destruirlos, sino para hacerlos más productivos, aligerando las trabas que ahora ponen a la industria y al tráfico». La cuestión de la financiación del clero y del diezmo había que considerarla, según Santillán, tanto desde el punto de vista político como económico, porque no podría haber Estado eficaz sin medios suficientes, sin soberanía fiscal: «¿Cuál es la posición que ocupa este desgraciado país en Europa desde principios de siglo, acaso por haber descuidado las cuestiones económicas? ¿Qué resultados nos dio esa época de regularidad y de paz que hubo desde el año 28 hasta el 33? Se pagaron, es cierto, algunas obligaciones más notables con cierta puntualidad; pero al mismo tiempo se contrajo una deuda de 1.500 millones. ¿Qué se hizo en este tiempo por nuestra marina? ¿Qué obras públicas se emprendieron? Y un Gobierno que existe tan precariamente, ¿qué miras políticas puede sostener? Yo no veo fuerza en los Gobiernos más que cuando tienen medios, y esos medios es preciso crearlos. Lo demás podrá tener la predilección que se quiera;
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pero un Gobierno que no tiene medios para ello, habrá de resignarse a sufrir una suerte humillante y degradada».21 En definitiva, Santillán formulaba un discurso civilista en el que apostaba por salir del atraso económico favoreciendo el crecimiento del país, para lo que se requería, como una de las condiciones necesarias, la fortaleza fiscal del Estado; ésta no existía en 1840, debido en buena medida a la pervivencia del diezmo. Había que suprimir éste, pues, e idear mecanismos alternativos de financiación para la Iglesia y para el Estado, creando un poder civil fuerte, una Hacienda con plena soberanía tributaria. La defensa del Estado fiscal fue precisamente uno de los signos distintivos, en 1840, de Ramón Santillán frente a Alejandro Mon. Sin embargo, a Santillán le fue imposible avanzar hacia el mismo. La extrema debilidad de su Gobierno y la férrea oposición parlamentaria, unida a la existencia de movimientos de Espartero para provocar un cambio de situación política, le obligaron entonces a transigir en el mantenimiento del medio diezmo. Esa medida bloqueaba, coyunturalmente, el avance hacia la reforma tributaria, que precisaba para su aprobación determinadas circunstancias previas. Éstas se dieron al fin a partir de 1844, cuando a la supresión definitiva del diezmo —desde 1841— se unieron la suspensión de la desamortización, la demanda social de reforma tributaria y una estabilidad política que permitió encauzar la voluntad de construir, sobre bases doctrinarias, el Estado y la administración liberal, incluyendo el sistema de Hacienda que garantizase la viabilidad financiera del nuevo régimen. Por tanto, la eliminación del diezmo tuvo un papel crucial para el establecimiento del sistema tributario y del Estado fiscal en 1845, por razones tanto políticas (mantener o no las tradicionales bases materiales de la Iglesia en un Estado funcionalmente civil), como estrictamente financieras. Santillán explicó estas últimas al afirmar que «se hizo ésta [reforma fiscal] ya imperiosamente necesaria con la abolición del Diezmo, que sin duda era la base de nuestro antiguo sistema, o más bien informal armazón de impuestos». Alejandro Mon se expresó en términos similares cuando se discutía la reforma tributaria de 1845. «Lo que hacemos en este momento —señaló Mon—, cuando sometemos al examen de los Cuerpos Colegisladores la forma de las nuevas contribuciones, es una consecuencia for21 Los entrecomillados, en Santillán, DSC-CD, 93, 8-VI-1840, p. 2351.
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zosa del trastorno que hemos experimentado por la abolición de la contribución decimal, por la desamortización de una inmensa masa de la propiedad: todo es consecuencia de las revoluciones, que en medio de los males que causan, también producen algunos beneficios, uno de los cuales es ese movimiento que se da a la riqueza, con lo que es más fácil y más llevadera la imposición de nuevas cargas. El Gobierno no ha hecho más que obrar con arreglo a las circunstancias.»22 A crear dichas circunstancias había colaborado, indudablemente, Ramón Santillán. Además, su conocimiento práctico de la Hacienda y de las costumbres fiscales de los españoles, la familiaridad con la cultura reformadora en la administración tributaria y, en fin, sus conocimientos de economía política y de la experiencia reformadora internacional, le situaron como pieza decisiva en la fundamentación técnica de la reforma fiscal de 1845. Su lenguaje preciso, a veces escueto, y su inclinación a lo concreto, sin apenas referencias a autores o criterios de autoridad, que no desconocía, cuando no su elusión explícita del debate doctrinal (como sucedió respecto a la cuestión arancelaria), dejan en la penumbra la solidez de su formación teórica. Es difícil imaginar, sin embargo, que la visión integral y cualificada de Santillán respecto a los problemas fiscales y a las recetas financieras procediese sólo de su contacto directo con la gestión tributaria, por más que éste fuese importante. El destacado papel de Santillán en la reforma de 1845 ya hoy casi nadie lo pone en duda. José Sánchez Ocaña (1855), José Larraz (1944 y 1952), posteriormente Fabián Estapé (1971) en 1953, Enrique Fuentes (1990) en 1961, Josep Fontana (1977 y 1997), Francisco Comín (1988), Rafael Vallejo (1998) y Comín y Vallejo (2002) han certificado su autoría, sin excluir el reconocimiento de una labor colectiva, que Mon canalizó políticamente tras su acceso al Ministerio de Hacienda en 1844. La documentación que yo mismo he manejado en el Archivo del Congreso de los Diputados, parte de la original utilizada por los reformadores de 1845, prueba que Mon se encontró con la reforma ya diseñada. No es extraño, si tenemos en cuenta que desde 1808 existía una cultura y un estilo reformador, con soporte en juntas y comisiones (parlamentarias o extraparla-
22 Los entrecomillados, en Santillán (1996), p. 287, y Alejandro Mon, DSC-CD, 123, 6-V-1845, p. 2506.
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mentarias) que prepararon planes fiscales para los respectivos gobiernos. Las anteriores a la de 1843 fueron las que promovieron los progresistas Pedro Surrá y Ramón Calatrava, en 1842, poniendo de relieve la existencia de un a modo de institucionalización de la reforma fiscal basado en el asesoramiento técnico de los «trabajos de una comisión compuesta de individuos ilustrados en la ciencia económica, [y] de repetidas conferencias con personas de saber y práctica».23 Esas últimas propuestas admitían un modelo fiscal mixto, de impuestos directos e indirectos (monopolios incluidos), inspirado en el francés, en el nuestro del Trienio y en la tradición fiscal de los reinos españoles. Casi cuarenta años de experiencias y fermento reformista habían enseñado lo que era viable y lo que no lo era. De ahí que esa misma orientación fuese la que adoptaron, de forma más resuelta y con mayor elaboración técnica, la Comisión de reforma en 1843-1844 y Ramón Santillán entre 1843 y 1845. Esta última fecha es importante porque no hay que olvidar que Santillán era entonces director general de Contribuciones y participó en la reforma en su triple condición de técnico inspirador de la misma, de parlamentario y como miembro del Gobierno que orientó su trámite legislativo, como demuestra la lectura, incluso apurada, del debate y negociación de la reforma en sede parlamentaria. No vamos a extendernos en los detalles de la reforma, conocidos en sus aspectos básicos, y anotados en otros trabajos de esta monografía. Sólo señalaremos algunas cuestiones menos tratadas. Una de ellas es que Santillán poseía una visión integral de la reforma, que afectaba tanto a los impuestos como a la administración tributaria, a la legislación sancionadora del fraude fiscal e, incluso, a la institucionalización de la política fiscal, a través de la creación de un Consejo Superior de Hacienda al que se sometiesen las propuestas de reforma en los impuestos o en su administración.24 La reforma administrativa no quedó completa en 1845. De ahí que haya que examinar sus iniciativas de 1847 en el Ministerio de Hacienda para comprobar que trabajaba en ella, y que algunos de sus proyectos, como el
23 Pedro Surrá, DSC-CD, 104, 3-V-1842, p. 2897. Vallejo (1998a), (1999b) y (2001a), y Comín y Vallejo (2002). 24 Santillán (1996), p. 339. Esa especie de institucionalización de la reforma tuvo una concreción más modesta en la Comisión de evaluación del sistema fiscal creada por Bravo Murillo en 1850 y por Sánchez Ocaña en 1858; Vallejo (1998a) y (2001a).
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de la legislación reguladora del delito fiscal, aprobados por Bravo Murillo en 1850-1852, estuvieron inspirados por nuestro biografiado. De todos modos, la reforma administrativa que acompañó a la impositiva no debe mitificarse, como se ha hecho. Es cierto que mejoraron aspectos sustanciales de la gestión de las finanzas públicas, como sucedió con la organización de las oficinas centrales de Hacienda, la ordenación de la contabilidad o el progreso hacia la unidad de caja, pero en las fases de gestión más próximas a los contribuyentes apenas se avanzó, predominaron las continuidades, y la implicación de los ayuntamientos en la misma se convirtió en uno de los factores sustanciales de la distancia entre las normas y la realidad tributaria en la España liberal; de ahí que Piernas Hurtado o Fernández Villaverde reclamasen, como buena parte de la sociedad en 1900, más Estado y menos corporaciones locales en la administración fiscal.25 En segundo lugar hay que señalar que las propuestas fiscales de Santillán definían un modelo de distribución de los costes públicos más avanzado socialmente que el que salió de las Cortes de 1845 tras el debate parlamentario. Un ejemplo palmario es el de la contribución territorial, concebida inicialmente para gravar el producto neto de la propiedad, a cargo del propietario, con una triple inspiración en el modelo francés y en la teoría fiscal de la fisiocracia, en nuestra contribución rústica de 1822 (distinta en su objeto y en sus sujetos pasivos a la de 1823) y, por último, en una base doctrinal no explicitada abiertamente por los reformadores, que fue la teoría sobre la renta de la tierra y la imposición desarrollada por Álvaro Flórez Estrada (1835) en su Curso de Economía Política. En el Parlamento, se ampliaron el hecho imponible, incluyendo las rentas del cultivo y la ganadería, y los sujetos pasivos. Se produjo, como consecuencia, una deriva conservadora del programa fiscal de Santillán, que tenía indudables efectos sobre el modelo de desarrollo económico implícito en el mismo. Tanto es así que Santillán sostuvo que las Cortes moderadas consiguieron, en 1845, falsear «el principio de la contribución». Este cambio sustancial prueba que en ésta, como en otras reformas, fueron decisivas las preferencias reveladas por determinados grupos de contribuyentes con capacidad de influir en el producto tributario legal.
25 Para continuidades y discontinuidades en la gestión tributaria a partir de 1845, y para la regulación del delito fiscal, son útiles las colaboraciones en Comín y Vallejo (eds.) (1996), en especial Zafra (1996); también, Fontana (1977), Comín (1988) y Comín y Vallejo (2002).
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En efecto, la evolución del sistema fiscal a partir de 1845 demuestra, asimismo, que la reforma no se agotó en los momentos técnico y parlamentario. Sometida a la prueba de la incidencia real y de la viabilidad efectiva de su administración, los grupos sociales afectados (hacendados, comerciantes y, sobre todo, industriales) y los responsables de la recaudación (pequeños municipios) reclamaron modificaciones que desnaturalizaron el sistema aprobado en 1845. Así, simples disposiciones de gobierno acabaron, entre 1846 y 1852, recortando las posibilidades generalizadoras del esfuerzo fiscal de los nuevos impuestos (supresión del impuesto de inquilinatos, en 1846), y cercenaron su aproximación a la verdadera capacidad de pago (supresión de la cuota proporcional y establecimiento del sistema de agremiación en la contribución industrial, en 1847). Anularon, además, algunos de los principios inherentes al modelo fiscal aprobado, como la mayor libertad de comercio y circulación de bienes en el mercado interior (reposición de la recaudación por «venta en exclusiva» para la imposición sobre el consumo, en muchos municipios rurales) o, en fin, eliminaron la capacidad para controlar los rendimientos de los bienes sujetos a la contribución territorial. Esto último sucedió con del derecho de hipotecas, concebido por Santillán más que como impuesto, como instrumento de control de la contribución sobre la propiedad. De ahí que en 1847, de nuevo al frente de la Hacienda, procurase, con objeto de facilitar ese control, hacer efectivo el uso del valor en renta y venta en las traslaciones de dominio a causa de muerte o por contrato entre vivos. Bravo Murillo, por el contrario, eliminó en 1852 los arriendos del derecho de hipotecas y, con ello, la posibilidad de usar sus datos para perfeccionar la deficiente estadística territorial de la contribución de inmuebles. Entre 1846 y 1852 se produjo, en definitiva, una contrarreforma tributaria, de modo que pervivieron los principios básicos del sistema ideado en 1845 (impuestos directos e indirectos para generalizar la carga fiscal y garantizar la suficiencia) y se aseguró su viabilidad social, a cambio de desnaturalizar algunas de sus ideas constitutivas. Hubo que «transigir con hábitos, con preocupaciones y, sobre todo, con intereses creados», sostenía Ramón Santillán algunos años después, al tiempo que no dudaba en criticar las «medidas poco meditadas con que, no una vez sola, habíanse puesto ya en peligro las bases mismas del plan de 1845».26 Hay que tener en 26 R. Santillán (1997), p. 535.
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cuenta que Santillán concebía la reforma tributaria estrechamente vinculada a un modelo de desarrollo capitalista, con tres ejes básicos: uno, la suficiencia de los impuestos, para evitar los efectos distorsionadores de la financiación extraordinaria del déficit; dos, la exención —o el mínimo gravamen— al productor agrario, como modo de incentivar el cultivo eficiente y favorecer fiscalmente el proceso de capitalización de las explotaciones agrícolas, deficitarias en todo tipo de adelantos técnicos; tres, la aplicación de tarifas muy reducidas a la producción industrial, con la misma finalidad de no obstaculizar, desde la Hacienda, el proceso de formación de capital en un país con una industria naciente. Esta última idea era compartida con su tío José López Juana Pinilla, con quien había defendido en la Memoria de 1829 la formulación de una política económica y fiscal favorable al «vuelo de la industria». Una prueba de ello es que Santillán aceptó mal recargar, en 1845, las tarifas de la contribución industrial y de comercio, para soportar parcialmente los 50 millones que las Cortes recortaban a la Territorial. Otra es que fue condescendiente, en 1847, con las insistentes demandas de los industriales catalanes para modificar el método de recaudación de dicho impuesto, adoptando el procedimiento de la agremiación, que ya en 1815 Juan José Caamaño Pardo había explicado que reportaba réditos a corto plazo, pero que acababa volviéndose contra la Hacienda algo que sin duda no desconocía Santillán. Otra prueba de su industrialismo es su posición proteccionista respecto a la política comercial, revelada a su paso por Hacienda, en 1840 y 1847, y con motivo de la discusión de la reforma arancelaria de 1849 y del proyecto liberalizador de las tarifas aduaneras con que Pedro Salaverría acompañaba al proyecto de presupuestos para 1863-1864.
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Protonacionalismo económico
Santillán defendió un arancel decididamente protector, frente a las posiciones racional y progresivamente liberalizadoras de Alejandro Mon o Andrés Borrego. Éstos propugnaban un arancel fiscal, concreción de un proteccionismo matizado, circunstancial, que acababa con las prohibiciones y se orientaba a proteger la industria naciente (el textil catalán) hasta ponerla en condiciones de competir, con un plazo legalmente delimitado, para que se entendiese que la protección era «una ayuda y no un privile-
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gio».27 En contraposición, Ramón Santillán, sin ardor doctrinal, con un lenguaje medido aunque crítico frente «a los clamores de escritores de teorías que no han podido depurar con la observación experimental y de una clase comercial que vive de sus relaciones con la industria extranjera», sustentó sus propuestas proteccionistas en su particular análisis de la realidad económica española, con mínimo recurso a los criterios de autoridad. En su Memoria Histórica sobre el sistema fiscal una cita de Say le bastó. Al afrontar la política comercial, Santillán se nos presenta como un protonacionalista económico, si consideramos como nacionalismo económico el movimiento alentado por significativos grupos de interés, favorable a la «nacionalización» de la producción, iniciado en la última década del siglo XIX, que tuvo una especie de eslogan en el «España para los españoles» lanzado por la Liga Nacional de Productores en 1894. Este banderín de enganche sintetizaba la demanda de reserva del mercado interior sostenida por los cerealeros a fines de los ochenta, y por los siderúrgicos, hulleros y fabricantes de textiles a principios de los noventa, cuando nos inundaba, en expresión de Pablo de Alzola, «la ola proteccionista».28 Santillán dejó plasmada en su Memoria Histórica su temor a «que la nueva teoría [librecambista] vaya haciendo entre nosotros los progresos que amenazan acabar, en nuestra legislación aduanera, con todo espíritu protector de la producción y trabajo nacional».29 Santillán manifestó su proteccionismo en distintos momentos de su trayectoria política e intelectual. Lo hizo en 1840 y 1847 como ministro de Hacienda, en 1849 como senador opuesto a la reforma arancelaria de Mon, y, finalmente, en su Memoria Histórica sobre el sistema fiscal, al calor del debate arancelario de la década de los cincuenta y del proyecto de apertura al exterior que Salaverría presentaba con sus presupuestos para 1863-1864. Entre 1834 y 1843 se asistió a una fase de la política de reforma del Arancel caracterizada por el influjo británico, la inclinación hacia el librecambio en las propuestas reformadoras y la extraordinaria movilización de
27 En expresión de Borrego (1844, p. 261), a quien se debe una sugerente propuesta de política industrial, con soporte en una protección circunstancial y en unas activas políticas de oferta. 28 Alzola (1896), pp. 93-97. 29 R. Santillán (1997), p. 277.
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los grupos de interés, a favor o en contra del desarme arancelario, en un contexto de guerra civil hasta 1840 y elevada inestabilidad institucional. Ésta tuvo su correlato, en cuanto a la política comercial, en la sucesión de proyectos y contraproyectos de reforma arancelaria.30 La desaparición de Fernando VII había abierto una nueva situación política, de vuelta al liberalismo. Esa vuelta no fue inmediata, al interponerse una guerra dinástica. Por eso, el sistema liberal exigió para su consolidación el apoyo de las potencias extranjeras no legitimistas, Francia y Gran Bretaña, plasmado en el acuerdo de la Cuádruple Alianza, que incluía a Portugal (1834). Esa circunstancia situó a la Península Ibérica bajo el influjo y la tutela de aquellos dos países. Esto favoreció sus expectativas respecto a una orientación de la política comercial que facilitase la entrada de sus manufacturas. Gran Bretaña fue la más tenaz en perseguir este objetivo. De hecho, condicionó las ayudas para doblegar al carlismo (en realidad modestas y, al fin, pagadas por el Estado español) a la promesa de desarme arancelario, que había de plasmarse en dos medidas: la reforma de los Aranceles y la firma de un tratado comercial. El contexto internacional, y más exactamente la órbita geopolítica en la que la España liberal empezaba a girar a partir de 1834, actuaron como acicates para la modificación de los aranceles. Ésta, en principio, habría de reducir o acabar con las prohibiciones y establecer derechos más o menos protectores, tal y como venía haciendo Gran Bretaña desde la década de 1820, bajo la inspiración del titular del departamento de Comercio William Huskisson. La situación deficitaria del Tesoro, y la actitud consecuente de la mayor parte de los ministros de Hacienda, también empujarían en este mismo sentido. Cuestión bien diferente es lo que pensaban los intereses afectados por un potencial desarme arancelario; las posibilidades de cambio no hicieron más que alentar las actitudes de rechazo y resistencia, en torno a la máxima de la prohibición. Hay que tener en cuenta que la pérdida del mercado continental americano con la independencia colonial trasladó las expectativas de muchos productores en exclusiva al mercado interior peninsular (reductos coloniales incluidos), dada su incapacidad para exportar. Se abría la polémica proteccionismo-librecambio, que recorrería nuestro siglo XIX hasta el giro protector de la política comercial a partir de 1891. 30 Estudiados en Comín y Vallejo (2002).
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Toreno, en 1834, Mendizábal y Pío Pita Pizarro, en 1837, promovieron y defendieron proyectos de reforma arancelaria de orientación librecambista. No obstante, al disolverse la legislatura constituyente de 18361837, en noviembre de 1837, la modificación de los aranceles, ya dictaminada, quedó en suspenso. Desde 1837 a 1841, las cosas mudaron sustancialmente al vaivén de los cambios políticos y la notable inestabilidad institucional, de forma que los proyectos presentados por el Gobierno a las Cortes en mayo de 1841 eran «casi nuevos en su totalidad».31 Entre tanto, se habían elaborado informes y contrainformes sustentados en los trabajos de juntas revisoras o consultivas, que variaron su composición y la orientación de sus recomendaciones al compás de las preferencias de los ministros de Hacienda y de los Gobiernos que —hasta un total de nueve— se sucedieron entre agosto de 1837 y mayo de 1841. Se trata de un período enmarcado por el recrudecimiento del debate, intelectual y político, en torno a la política comercial, y la confrontación de los intereses económicos afectados, principalmente los de los fabricantes de tejidos de algodón y de los exportadores de vinos generosos. En ese contexto fue en el que accedió Santillán a Hacienda por vez primera. Un Real Decreto de 4 de enero de 1839 había creado una Junta revisora del Arancel, con el Gobierno de Evaristo Pérez de Castro, siendo ministro de Hacienda Pío Pita Pizarro, defensor del librecambismo. Estaba formada por 44 vocales, distribuidos en secciones, entre los que había «Senadores, Diputados y otros individuos de las clases agricultora, fabril y comercial», a los que se añadían los miembros de la Junta consultiva, que incluía técnicos al servicio del Ministerio de Hacienda. Su cometido era el «examen y revisión de los nuevos [aranceles], y de todos los demás proyectos relativos a la reforma del sistema de aduanas».32 Su presidente fue José Canga Argüelles, partidario de la liberalización interior y exterior de la actividad comercial. El 6 de marzo de 1840 presentó «el proyecto del nuevo arancel y de la Ley de aduanas, acompañado de una luminosa e 31 Dictamen de la mayoría de la comisión y voto particular del Sr. Sánchez Silva, en DSC-CD, 63, 6-VI-1841, apéndice 1, p. 1206. 32 Joaquín María Ferrer (6-V-1841), Proyecto de ley, presentado por el Sr. Ministro de Hacienda, pidiendo autorización para poner en planta en la Península e islas adyacentes los nuevos aranceles de aduanas, en DSC-CD, 49, 22-V-1841, apéndice 2, p. 920. Según Cesáreo María Sáenz, en esa Junta revisora «se reunieron todas las notabilidades de Hacienda, todas las personas más versadas en la doctrina de aranceles», DSC-CD, 13-V-1841, p. 884.
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interesante Memoria analítica de los fundamentos sobre que descansa[ba]. De uno y otro el Gobierno pasó ejemplares a los Señores Senadores y Diputados para su conocimiento».33 En dichos proyectos, la Junta incluía el tratamiento de los algodones, la materia sin duda más espinosa a la que los reformadores se enfrentaron en la primera mitad del siglo XIX. Aquélla no incorporó, sin embargo, los cereales: «se reservó extender más adelante el proyecto de ley» sobre éstos,34 lo que no pudo hacer porque fue sustituida por una «Comisión especial reservada», el 17 de abril de 1840. Esta sustitución fue decidida por Santillán, ministro de Hacienda en el Gobierno Pérez de Castro. Santillán defendía postulados proteccionistas. En consonancia con esa postura, nombró para la Comisión especial a tres miembros, José Sánchez Chaves, Manuel María Gutiérrez y Eusebio del Valle. Gutiérrez y Valle eran dos reconocidos economistas de la época que defendían un proteccionismo que alcanzaba el prohibicionismo y entendían, como lo hará Santillán en su Memoria Histórica sobre el sistema de impuestos, que el comercio interior era más productivo que el exterior y la demanda interna más segura que la externa. Gutiérrez, además, se había destacado por defender en Madrid las posiciones prohibicionistas de la Comisión de Fábricas de Barcelona, servicio por el que cobraba. La referida Comisión especial emitió su dictamen el 7 de junio de 1840 y, como era de esperar, corregía en sentido protector y prohibicionista las conclusiones, razonablemente proteccionistas, de la Junta revisora de 1839. Fiel a un estilo reformador de transparencia parlamentaria, que luego se verá durante la reforma tributaria de 1845, Santillán presentó a las Cortes el «Proyecto y Memoria sobre los nuevos aranceles de Aduanas» el 4 de julio de 1840. Al tiempo, se cursaron copias a las sociedades económicas del país, consulados, juntas de comercio e intendentes, a fin de recabar su opinión. Era una práctica, por otra parte, con cierta tradición en la elaboración de la política comercial, sobre todo cuando no se tenía mucha prisa en su tramitación y se intuía la orientación de las respuestas. Por una circular de 12 de junio de 1840, también nombró Ramón Santillán comi-
33 Ferrer, DSC-CD, 49, 22-V-1841, apéndice 2, p. 920. 34 Dictamen de la mayoría de la comisión y voto particular del Sr. Sánchez Silva, en DSC-CD, 63, 6-VI-1841, apéndice 1, p. 1207.
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sionados, que se dirigirían a Málaga y Barcelona, para estudiar «ciertos ramos» industriales, a partir de un detallado interrogatorio elaborado al efecto. Era una forma de ganar tiempo y de posponer la reforma. Porque Santillán, al igual que los cerealeros y los empresarios del algodón, fue contrario a que el Gobierno, tal y como se pretendió desde 1837, pusiera en marcha unos nuevos aranceles de importación que eliminasen la prohibición sobre tejidos e hilados de algodón, por muy experimentalmente que se aplicase. Era «demasiado aventurado en una obra que afecta a tantos y tan importantes intereses», algo que coincidía con lo que, en 1839, manifestaba Pascual Madoz, la principal voz de los fabricantes del algodón en las Cortes: «Sabemos muy bien los Diputados de Cataluña que en materia de aranceles una medida que se pretenda plantear por vía de ensayo puede destruir la industria naciente, hasta el punto de condenar al país a la vergonzosa dependencia». El propio Santillán dejó escrito en sus memorias que, al acceder al Ministerio de Hacienda, tanto en 1840 como en 1847, «había encontrado formados aranceles que modificaban más o menos aquel sistema [prohibicionista], y que […] no [los] había aceptado por considerarlos perjudiciales a los intereses generales del país».35 La reforma arancelaria fue, al fin, aprobada en 1841, en tiempos de Espartero, promovida por Joaquín María Ferrer con su proyecto de 6 de mayo de 1841. El arancel de importación fue reformado en sentido aperturista —aunque no librecambista—, pues recortó sustancialmente las prohibiciones, aunque mantuvo tarifas elevadas. Los algodones y los cereales habían sido excluidos de este arancel, de modo que la reforma quedaba incompleta. A completarla —resolviendo sobre todo la denominada «cuestión de los algodones»— se orientaron varios proyectos en 1842, 1843, y a partir de 1844 al plantearse la reforma del sistema fiscal. Tras los infructuosos intentos de reforma de 1842, en 1843 el Gobierno del general Rodil, que tuvo en Hacienda al progresista Ramón María Calatrava, partidario de la apertura al exterior, retomó la cuestión arancelaria. El 24 de enero de 1843 se constituyó una Junta Consultiva de Aranceles, formada por un presidente y ocho vocales, cuatro de ellos jefes de
35 Los entrecomillados de Santillán, en DSC-CD, 118, 5-VII-1840, p. 3406, y Santillán (1996), p. 329; los de Madoz, en DSC-CD, 77, 8-II-1839, p. 1617. La Comisión especial reservada, una vez terminado su trabajo, fue suprimida por orden de 29 de junio de 1840.
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Hacienda, el resto productores, además del director de Aduanas, entonces Juan García Barzanallana. El Gobierno Rodil cesó el 9 de mayo de 1843, Calatrava dejó el ministerio y los proyectos citados quedaron arrinconados como consecuencia de los sucesos políticos que acabaron con la regencia de Espartero, pese a que el 25 de mayo de ese año, bajo el Gobierno de José María López, se había constituido otra comisión para la cuestión algodonera.36 Al fin, el 15 de abril de 1844, siendo ministro de Hacienda José García Carrasco, la Junta creada en 1843 presentó un Proyecto de ley de Aduanas, otro de Aranceles y una memoria con los principios de la reforma; a título individual, García Barzanallana presentó, a su vez, un proyecto alternativo, más liberalizador. Una de las prioridades de este proyecto de Arancel reformado era resolver las reclamaciones llegadas al Gobierno tras la aplicación del Arancel de 1841. De hecho, «la cuestión algodonera quedó enteramente intacta en los dos proyectos de reforma» de abril de 1844, según Julián Aquilino Pérez, miembro de aquella Junta.37 Así se encontró la cuestión arancelaria Alejandro Mon en 1844, a su llegada al Ministerio de Hacienda: pendiente de resolución. Mon pretendió inicialmente acompañar la reforma de los impuestos con la reforma arancelaria; entendía que «una parte integral del sistema de Hacienda […] es la reforma de los aranceles»; pero pospuso ésta, en 1845, por motivos fundamentalmente políticos. Bravo Murillo certificó que la reforma arancelaria no la planteó Mon hasta 1849 «porque las circunstancias políticas, y especialmente las de Cataluña, impidieron que se presentase antes».38 El mismo Mon lo explicó con claridad en el transcurso del debate de la reforma tributaria, cuando ya se daba por finalizada la legislatura de 1844-1845. «Yo estoy persuadido de que los aranceles y el sistema de aduanas necesitan modificaciones; pero también digo que a unas Cortes como éstas, que han hecho tanto por el país, que han tratado tantas leyes, tantas cuestiones, que han reformado la Constitución, que han autorizado varias cosas al Gobierno, he tenido miedo de hacerlas entrar en 36 Según explicó Alejandro Mon, DSC-S, 84, 10-VII-1849, p. 635. 37 Los datos sobre estos proyectos de 1844 proceden de Ramón Santillán, DSC-S, 83, 9-VII-1849, p. 615, Julián Aquilino Pérez, DSC-S, 84, 10-VII-1849, pp. 626-628, y Aniceto Álvaro, DSC-CD, 117, 18-VI-1849, p. 2713, quien da la fecha de 13 de abril en vez del 15, que aporta Pérez. 38 Los entrecomillados de Mon, en DSC-CD, 23-IX-1846, p. 942; los de Bravo Murillo, en DSC-CD, 83, 5-IV-1851, p. 1723.
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la gran cuestión de aranceles. El Gobierno había pedido ya tres autorizaciones, y no me determiné a pedir otra, puesto que los aranceles se han votado hace dos años y en este tiempo no han podido tener todo el examen suficiente. Si yo viese que necesitaban algunos artículos pronta reforma, no dudaría mañana en pedirla; pero esta cuestión me pareció oportuno no tratarla en estas Cortes.» Esta posposición de la cuestión arancelaria en 1844-1845 no significó su arrinconamiento. El debate arancelario continuó en la sociedad, y en el Parlamento no faltaron diputados, como Javier de Burgos o Alejandro Llorente, que demandaron la reforma. En ese contexto, Alejandro Mon se propuso llevar un «sistema [arancelario] completo, fundado en los ensayos hechos», a las siguientes Cortes, que calculaba se abrirían en el mes de noviembre o diciembre.39 Prueba de ello es que, en la misma legislatura de la reforma fiscal, Mon trabajó en la revisión arancelaria. En los presupuestos de 23 de mayo de 1845 fue suprimida la Junta de Aranceles; sus competencias pasaron a la Dirección General de Aduanas. Al frente de ésta se encontraba José María López, y contaba con tres subdirectores, Lavalle, Mutiozabal y Barzanallana; después fue incorporado Manuel María Gutiérrez. En el plazo anunciado por Mon el 8 de mayo de 1845, la reforma arancelaria estaba preparada. En efecto, el 27 de noviembre de 1845 la Dirección General de Aduanas presentó un Proyecto de ley sobre cereales; el 5 de enero de 1846, un Proyecto de ley de Aduanas, otro de Aranceles, la instrucción de Aduanas, una memoria sobre ellos y un Proyecto de ley de algodones. En febrero se produjo una crisis política; el Gobierno Narváez fue sustituido por el del marqués de Miraflores, y Mon por José Peña y Aguayo en Hacienda. La reforma arancelaria quedó paralizada y sometida, de nuevo, al vaivén de los cambios de Gobierno y de ministros de Hacienda. Entre mayo de 1844 y octubre de 1849, fecha en que ya con Bravo Murillo en Hacienda fueron redactados los aranceles, de acuerdo con la Ley de Bases aprobada el 17 de julio de 1849, se sucedieron ocho Gobiernos de signo conservador; tres presididos por Ramón María Narváez, y los restantes por el citado marqués de Miraflores, Javier Istúriz, el duque de Sotomayor, Joaquín Francisco Pacheco y Florencio García Goyena. La 39 Los entrecomillados de Alejandro Mon, en DSC-CD, 125, 8-V-1845, p. 2571. Burgos demandó la reforma arancelaria en el debate sobre la contestación al discurso de la Corona; Llorente, al discutirse los presupuestos del Ministerio de Hacienda.
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sucesión de ministros de Hacienda fue mayor; se contabilizan hasta trece, de los que tres repitieron cargo: Alejandro Mon tres veces, Francisco de Paula Orlando otras tres y Manuel María Sierra dos, aunque sólo ocupó el cargo 10 días como ministro habilitado provisionalmente. En resumen, ocho Gobiernos, trece titulares de Hacienda y dos orientaciones en la política comercial: una favorable a la liberalización de las transacciones con el exterior; otra defensora del prohibicionismo o, al menos, de los derechos altamente protectores. El más destacado abanderado de la primera fue Alejandro Mon;40 la segunda fue sostenida por Orlando, José Peña y Aguayo y, sobre todo, por Ramón Santillán. Cuando volvió al Ministerio de Hacienda, en enero de 1847, Santillán paralizó la reforma arancelaria preparada por Mon en 1845-1846; después la reorientó, porque los proyectos con que se encontró «estaban redactados en un espíritu muy distinto al que yo profesaba en esta materia».41 El 5 de febrero de 1847 nombró una nueva Junta de Aranceles, compuesta de los miembros de la Dirección General de Aduanas (director y subdirectores) y de otros vocales procedentes de la política, los negocios y la universidad, de perfil proteccionista. Esos vocales fueron Félix Ruiz Fortuny, Jerónimo Merelo, Joaquín de Aldamar, Eusebio María del Valle, Rafael Cabanillas, Joaquín Alfonso, José María Villar, Manuel Nieto, Esteban Sayró, Tomás Coma y Tomás de Illa. Por decreto de 4 de marzo se creó una «Junta de Información Industrial»,42 que se organizó por secciones; la algodonera fue presidida por Pascual Madoz. Esta última elevó al Gobierno su dictamen el 5 de mayo de 1847. En él se combinaban las prohibiciones con elevados derechos proteccionistas para aquellos productos que no elaboraba la industria española, como las panas y otros. En 1849, Mon y sus colaboradores sostuvieron que entonces Madoz había proporcionado un trato más suave a alguno de esos productos que el que defendía en la actualidad, al discutirse en las Cortes la reforma arancelaria: encastillado en el prohibicionismo, se negaba a las concesiones en sentido proteccionista.43 40 José Salamanca también fue partidario del desarme arancelario. 41 Santillán, DSC-S, 83, 9-VII-1849, p. 615, y «Aranceles», Guía del Comercio, Industria y Agricultura, 23-V-1849, p. 162. 42 ACD, SG, leg. 62-68. 43 Por ejemplo, en el caso de las panas, a las que en 1847 la «Junta informante» presidida por Madoz «permitía la entrada», según Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, p. 2686. En igual sentido, Amblard, 113, 14-VI-1849, p. 2579.
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Santillán tampoco pudo culminar en 1847 la reforma del Arancel. Ésta quedó en la agenda reformadora de los ministros de Hacienda, hasta que Mon la sacó adelante en 1849. En esta época, de predominio político conservador, había un problema de fondo: dos modelos de política comercial enfrentados en el seno del Partido Moderado. Dos intérpretes significados de ese enfrentamiento, aunque no únicos, fueron Mon y Santillán. En efecto, la conformidad y colaboración de Santillán con Mon durante la reforma fiscal no impidió su discrepancia en materia arancelaria. «Conforme, como hemos estado siempre, en la cuestión capital de la reforma de Hacienda, hemos hablado muchas veces de esta malhadada cuestión [arancelaria], y S. S. [Mon] sabe que le he dicho que temía llegase el caso de tener que presentarme en ella en disentimiento con sus ideas, a pesar de no ser las de libre cambio; pero son menos decididas que las mías por una protección fuerte y eficaz», afirmó Santillán en 1849, al oponerse a la reforma arancelaria de Mon.44 Es más, una vez que Mon presentó su dimisión en agosto de 1849 por causa de dicha reforma, Ramón Santillán declinó el ofrecimiento de Narváez para ocupar la cartera de Hacienda. Adujo que se vería obligado a firmar y aplicar una orientación de la política comercial que rechazaba, como demostró en su célebre discurso de 9 de julio de 1849 en el Senado. Ramón Santillán era un protonacionalista que se aferró a un modelo económico introvertido en un contexto internacional de apertura exterior. Esa apertura estaba impulsada por Gran Bretaña desde las décadas de 1820 y 1840, con las reformas de Huskisson y Peel, y animada por la integración aduanera alemana y el tratado comercial franco-británico de 1860. Sorprende la incapacidad de Santillán para ver, a principios de los sesenta, las posibilidades de la agricultura exportadora, ya bien visibles cuando nuestro biografiado hacía sus últimas advertencias frente al librecambio. Pero no puede negarse que sus argumentos proteccionistas tenían bastante sentido común, si nos manejamos en una perspectiva del corto plazo, y no poca fundamentación económica; otra cosa es que aquéllos fuesen totalmente atinados. Uno de dichos argumentos era que el escaso ahorro en nuestra economía impedía mejorar, a corto y medio plazo, nuestra productividad. La acumulación de capital, señalaba, procedía del producto líquido de la propiedad, de los capitales o del trabajo; según Santillán, nuestra agricul44 Santillán, DSC-S, 83, 9-VII-1849, p. 621.
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tura no colaboraba a la formación de capital, pues sus rendimientos eran exiguos, y en la industria no estaban asegurados, debido a que «la menor interrupción en el despacho de sus géneros la pone en los más graves conflictos». España, concluía, tenía escasa capacidad para formar capitales: «éstos abundan en los países en que prospera el comercio al favor de un gran desarrollo industrial, y escasean lastimosamente en los pueblos puramente agrícolas. No esperemos, pues, salir de nuestro abatimiento por otro camino que el que aquéllos han seguido hasta ponerse en estado de no temer ninguna clase de competencia» extranjera. Este argumento recordaba mucho al manejado por Eudaldo Jaumeandreu en sus Rudimentos de economía política, de 1816, en los que manifestaba que las «naciones agrícolas no pueden adelantar en su riqueza y prosperidad; ésta depende de la abundancia progresiva de los capitales» que se forman «con los ahorros procedentes de las ganancias que deja el mayor despacho de las manufacturas». Como vemos, Santillán defenderá, al igual que Jaumeandreu, una estrategia de desarrollo económico conducido por una industrialización autónoma apoyada en el prohibicionismo y el impulso de un mercado nacional articulado. A este último fin había de arbitrarse, en el esquema de Santillán, una fiscalidad sobre el consumo que pusiese las menores trabas posibles al tráfico interior de mercancías, algo que en la práctica no pudo producirse. Esto se debió a la inevitabilidad del impuesto de consumos para garantizar la suficiencia y a la perduración de inveterados métodos de recaudación: en los pueblos pequeños se establecían situaciones de monopolio, al efectuar su cobro a través de tiendas con el derecho de ventas en exclusiva, en tanto que en los núcleos de población se ponían fielatos, que constituían una especie de aduanas interiores difundidas por todo el territorio.45 Iniciada la década de 1860, Santillán reconocía que se habían producido mejoras indudables en la integración del mercado interior con el trazado de las primeras líneas del ferrocarril y que se habían multiplicado los establecimientos de crédito, pero añadía que los tipos de interés eran «escandalosos» (por altos) y que no se había hecho lo suficiente para aumentar la pro45 Los entrecomillados y la síntesis del modelo de desarrollo de Jaumeandreu, en Almenar (2000), p. X; los de Santillán sobre el modelo comercial y sus principios sobre la fiscalidad indirecta proceden, respectivamente, de R. Santillán (1997), pp. 298-306 y 160195, y Vallejo (2000a); los perjuicios de aquélla al comercio interior y a los productores, en Comín (1988) y Pan-Montojo (1996).
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ducción de riqueza. Además, señaló con atinada precisión, la economía española descansaba sobre bases frágiles, dado el déficit presupuestario y el déficit de la balanza por cuenta corriente, que hacían «necesaria una considerable exportación de moneda».46 Sin capitales y sin competitividad, no dudó en recetar, iniciados los años sesenta, la reserva y potenciación de la demanda interior y la sustitución de importaciones, empezando por la construcción del ferrocarril y el equipamiento del Ejército y la Armada. No confiaba excesivamente, como vemos, en el estímulo del capital exterior47 ni en las fuentes de acumulación derivadas de la exportación de materias primas naturales —hasta entonces aún modesta— o de la agricultura exportadora, cuya explosión se produjo pocos años después, aunque sus efectos ya eran constatables en la década de 1850 y a principios de la de 1860. Santillán manejó, desde el Ministerio de Hacienda, un modelo industrialista introvertido, con cinco pilares básicos. Por un lado, una presión fiscal baja para la industria, como se demostró en el debate parlamentario de la reforma fiscal en 1845 y en su concesión a los fabricantes, en 1847, de un método de agremiación para pagar la contribución industrial y de comercio. Por otro, una liberalización de los factores productivos, como el provocado por la desamortización, que defendió por ser un medio de progreso de la renta nacional y de la capacidad de consumo de los españoles; esta liberalización en sí era insuficiente para mejorar las condiciones productivas de la agricultura, entonces sector básico de la economía española, por lo que Santillán entendía que era preciso un sistema de crédito agrario, dada la escasa capacidad del sector para acumular capitales y «la usura a que según opinión general está sometid[o]».48 En tercer lugar, propugnó una mejor articulación del mercado interior para favorecer las relaciones entre los diferentes sectores económicos del país. En cuarto lugar, Santillán defendió un arancel altamente protector, cuando no simplemente prohibi-
46 R. Santillán (1997), pp. 298 y 303. 47 A diferencia de Mon, quien sostendrá: «Y no son estos los tiempos en que debiera recordarse tanto el extranjerismo. Cuando por todas partes se derriban las murallas; cuando se abren las comunicaciones; cuando los caminos de hierro ponen en contacto las más distantes capitales; cuando por todas partes se procura la unión del comercio y se abren vías nuevas a las mercancías; ¡en estos tiempos se viene a establecer el extranjerismo y el españolismo!»; DSC-CD, 42, 19-I-1850, pp. 1032-1033. 48 Que planteó en sus «Apuntes sobre el crédito territorial o hipotecario»; en Santillán (1996), pp. 449-463.
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cionista. Por último, una acción activa del Gobierno para la efectiva reserva del mercado interior, a través del combate del contrabando tanto en la vía administrativa como en la judicial; la estrategia reformadora de Santillán en materia arancelaria pasaba por que primero «se remediaran los males y vicios de la administración» y, una vez hecho esto, proceder a la reforma del Arancel; así al menos lo defendió en 1849 —dentro de una estrategia, por otra parte, dilatoria frente al proyecto de Mon—, y así pareció actuar en 1847, cuando estuvo al frente del Ministerio de Hacienda.49 En efecto, en 1847 Ramón Santillán fue uno de los promotores de la modernización de nuestra legislación penal de represión del contrabando y la defraudación, que venía de la importante Ley de 3 de mayo de 1830. Esta última había sido suspendida en 1835 y no se aplicaba por ser contraria, en algunos de sus extremos como el de las penas aplicables y el proceso, a los principios de la Constitución liberal. Santillán será el primer ministro de Hacienda de la España isabelina que presente un proyecto regulador de la sanción al fraude fiscal, especialmente orientado al contrabando y la defraudación en las rentas estancadas y en los géneros prohibidos en las aduanas, que llevó a las Cortes el 17 de marzo de 1847. Defendió su necesidad por razones de adecuación a la legalidad constitucional y procesales; esto era cierto, pero más importante fue el deseo de dotarse de un medio coercitivo para garantizar la reserva del consumo interior a los industriales y agricultores. Constituía el corolario lógico a una política comercial contraria al desarme arancelario, que ofrecía, por su carácter marcadamente proteccionista, incentivos económicos a la defraudación. Alejandro Mon reconoció la necesidad de esta legislación, que no era prioritaria en su esquema de progresiva apertura al exterior, por lo que fue Bravo Murillo quien presentó en el Senado un proyecto similar al de Santillán en 1849, que acabó aprobando, sin la concurrencia del Parlamento, en 1852 por medio de un Real Decreto. La denominada Ley de 20 de junio de 1852 sobre jurisdicción de Hacienda y represión de los delitos de contrabando y defraudación era una norma que, pese a su dudosa legalidad de origen, perduró más de medio siglo por su calidad técnica.50 49 El entrecomillado, en Antonio Guillermo Moreno, de la Comisión del Senado para la reforma arancelaria, en DSC-S, 83, 9-VII-1849, p. 624. 50 El proyecto de Ramón Santillán, en DSC-CD, 62, 18-III-1847, pp. 1045-1055; el de Juan Bravo Murillo, en DSC-S, 6, 26-XI-1849, pp. 55-68. Una historia de la legislación para la represión del delito fiscal en el siglo XIX puede verse en Vallejo (1997).
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Alejandro Mon, defendía, a diferencia de Santillán, un modelo comercial e industrial extrovertido, que había de ser facilitado por una política arancelaria que racionalizase la protección, para caminar progresivamente hacia un arancel fiscal. La suya era una apuesta por la competitividad en el marco de una economía relativamente abierta. Mon no desconocía la deficiente y desigual dotación de recursos del país; es más, reconocía que, como consecuencia de ella, los costes de producción en la industria, particularmente en la textil, eran comparativamente más elevados. Pero de esto no concluía la necesidad del cierre al exterior, para protegerse frente al gigante británico. Mostraba confianza en los sectores exportadores y en los efectos benéficos del capital exterior, en un país que carecía del mismo. Y sobre todo entendía que, por el camino de las prohibiciones y del proteccionismo exacerbado no se iba a otro sitio más que a la pérdida de competitividad de la economía española, como consecuencia de la espiral protecciónincremento de los costes. El excedente de los productores protegidos no compensaría, en el análisis de Alejandro Mon, la pérdida de bienestar de los consumidores y la pérdida de eficiencia de la economía española: «sé —afirmaba en 1849— el grave mal que traen consigo constantemente las prohibiciones, que siempre tienen por objeto proteger fuertemente una industria a expensas y con perjuicio de los habitantes de un país».51 Además, las prohibiciones afectaban a la asignación de recursos, pues orientaban los capitales hacia el sector protegido, al asegurarles una determinada rentabilidad, una orientación que, desde la perspectiva del conjunto de la economía, no era necesariamente la más indicada, sobre todo si los protegidos requerían, de modo persistente, del manto del sistema prohibicionista. Mon confiaba en una acción protectora de las actividades productivas, no por la vía del arancel sino de las políticas de fomento y, en general, de las políticas de oferta tendentes a reducir los costes de producción. Para aplicarlas era ineludible el equilibrio presupuestario. La reforma fiscal de 1845 no lo logró de inmediato. Este desequilibrio lesionaba al país porque le restaba crédito en el exterior, y para una nación endeudada como España, necesitada desde 1845 de un arreglo de la Deuda, éste era un evidente perjuicio. El déficit no permitía, en efecto, ejecutar políticas activas desde el Estado, algo que los Gobiernos plantearon abiertamente desde el
51 Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, p. 2687.
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fin de la guerra carlista y que empezaba a dar sus primeros frutos mediada la década de los cuarenta, como revela la creación en 1847 del Ministerio de Comercio, Industria y Obras Públicas. En los años de 1840, la sociedad española estaba empeñada en una empresa de reconstrucción y Mon confiaba en potenciarla desde una Administración vigorizada, aunque reconocía la relativa pobreza y las dificultades presupuestarias para el fomento, «en un país donde todo está por hacer, donde está todo por crear, donde faltan las tres cosas principales que han engrandecido a otras Naciones, y singularmente a los Estados Unidos: comunicaciones, crédito y escuela profesional». Los obstáculos no ensombrecían, empero, el optimismo de Mon, sin duda influido por la atmósfera optimista del período. «Yo tengo una convicción muy antigua —sostenía en 1849—, y es la de que el género humano camina adelante.»52 En el análisis de Alejandro Mon, la persistencia del prohibicionismo y del proteccionismo extremo constituía una especie de nudo gordiano. Restaba ingresos al Estado y estimulaba el contrabando, en perjuicio del comercio lícito, del Tesoro y del resto de los contribuyentes, que, como los sujetos a la contribución territorial, tenían que pagar más impuestos de los deseables. También mermaba la renta real de los ciudadanos porque se traducía en mayores precios al consumo, precios que, en el caso de los algodones, Mon estimaba un 70 por 100 más elevados que los extranjeros, lo que provocaba una transferencia de renta de los consumidores a los productores.53 El sistema prohibicionista impedía, en fin, la suficiencia y, con ella, el más elemental de los equilibrios macroeconómicos: la nivelación presupuestaria. La ruptura del círculo vicioso sólo era posible con la reforma del Arancel en sentido librecambista, orientación con la que no coincidía Santillán, como hemos visto.
52 Los entrecomillados, en Mon, DSC-CD, 116, 17-VI-1849, p. 2689, y DSC-S, 84, 10-VII-1849, p. 637. La idea de perfectibilidad formaba parte del clima intelectual del período, asociada a la industrialización y a la extensión internacional del comercio. La difusión, en la década de los cuarenta, del «optimismo económico liberal», a través de Frédéric Bastiat y Benjamin Franklin, debió de haber influido; véase Lluch y Almenar (2000), p. 133. 53 Respecto al dilema renta de aduanas-imposición sobre la propiedad, Mon afirmó: «no contemplaré nunca completo el sistema tributario mientras que la contribución territorial pase de un 10 por 100 en todas las provincias de la Península», DSC-CD, 53, 23-IX-1846, p. 942. Para el sobreprecio y la transferencia de renta, Mon, DSC-S, 82, 8-VII-1849, p. 608.
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El gobernador del Banco de España
Más que en su modelo fiscal, el conservadurismo de Santillán se nos muestra en su modelo comercial. También será cauto en sus propuestas monetarias, reacio como fue a aumentar la liquidez del sistema a través de la libertad de institutos emisores. En este caso, la prudencia era acompañada de los intereses de su posición de gobernador del Nuevo Banco de San Fernando, que desde 1849 poseía el monopolio de emisión. Santillán llegó a la dirección del Banco de San Fernando (denominado de España desde 1856) el 7 de diciembre de 1849.54 El nombramiento se debía a Juan Bravo Murillo. Fue, por tanto, el primer gobernador de la entidad, pues el cargo había sido creado por Mon en la Ley de reorganización del Banco, de 4 de mayo de 1849. Ni los asuntos bancarios, ni la entidad que pasó a dirigir, le eran entonces desconocidos. Él había decidido, desde el Ministerio de Hacienda, la incorporación del Banco de Isabel II al de San Fernando, el 25 de febrero de 1847, para hacer frente a la crisis bancaria de aquel momento. Esa crisis económica y bancaria, de ámbito europeo, ocasionó problemas monetarios —revelados por la escasez de metálico— en la balanza de pagos y en el mercado de valores. El Banco de Isabel II, creado en 1844, había llevado una arriesgada política de créditos, muy concentrados en sus accionistas y directivos, que consiguieron que las acciones de sus empresas fueran admitidas como garantía de préstamos; por ejemplo, Remisa le colocó las del Canal de Castilla, y Salamanca las del Ferrocarril de Aranjuez. Para evitar que la crisis financiera se lo llevase por delante, Santillán, ministro de Hacienda en el Gobierno del duque de Sotomayor, decidió fusionarlo por la vía de urgencia con el de San Fernando, a fin de que este último lo sanease, dada su situación patrimonial, mucho menos frágil.55 Sin excesivo tiempo para discutirla, parece que lo que convenció al San Fernando para aceptar la fusión —en la que tuvo que subrogarse los activos de difícil realización del Isabel II— fue la promesa del ministro de Hacienda de que se le pagarían todos los descubiertos del Gobierno, cosa que sólo en parte se cumplió. En el Real Decreto de fusión de febrero de 1847, el capital del nuevo Banco
54 Santillán (1865), p. 2. 55 Véase Tedde (1999), pp. 197-211.
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se fijaba en 400 millones de reales; cada entidad aportaría 100 millones y los otros 200 se irían pidiendo a los accionistas según lo demandasen las necesidades. Los billetes emitidos por el Banco podían llegar a ser de la misma cuantía que su capital; para superar esa cifra haría falta la aprobación del Gobierno. Se le concedió al Banco la exclusiva de emisión en Madrid. Podría abrir cajas subalternas en otras ciudades con aprobación regia, siempre que no existiese otro banco autorizado para la emisión de billetes. Santillán, en 1847, no era, pues, partidario del monopolio de emisión a escala nacional. La duración del Banco sería de 25 años, aunque podía prorrogarse. El Gobierno ejercería a través del comisario regio la inspección ordinaria. Un 6 por 100 de los beneficios líquidos se repartirían como dividendo; el resto se distribuiría por mitades entre un fondo de reserva (hasta que éste alcanzase un 8 por 100 del capital efectivo del Banco) y los accionistas. Los estatutos del Nuevo Banco Español de San Fernando fueron aprobados el 22 de marzo de 1848. La fusión, ejecutada por Salamanca, sucesor de Santillán en Hacienda, se hizo sin tener en cuenta la diferente situación patrimonial de cada entidad. Así, se aceptaron en su valor nominal los activos de ambos bancos, pese a que muchos del Isabel II eran de difícil realización; esto significaba que los accionistas del San Fernando habían de compartir con los de la nueva entidad las pérdidas por insolvencia de los deudores y por desvalorización de las garantías; por tanto, la entidad fusionada nacía con «vicios» congénitos.56 Creado con esas fragilidades, el nuevo Banco tendrá dificultades a lo largo de 1847 para convertir los billetes que se le presentaban, al tiempo que caían, a principios de 1848, las cuentas corrientes en el mismo. La crisis monetaria de marzo y abril de 1848 acentuó las dificultades. El pánico se apoderó de los poseedores de billetes, que acudieron en masa a retirarlos de la entidad, en tanto se devaluaban. El problema de fondo era la falta de liquidez y los activos irrealizables del Banco de San Fernando, heredados del Isabel II. Un arqueo realizado el 29 de abril de 1848 mostraba que el metálico en la caja del San Fernando sólo ascendía a 9,3 millones de reales, frente a unos billetes en circulación por valor de 174,8 millones; el encaje de los mismos no llegaba, por tanto, al 5 por 100. La situación del Banco era, pues, crítica en 1848. Mon fue llamado
56 Santillán (1865), p. 269, y Tortella (1970), pp. 273-274.
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al Ministerio de Hacienda, y aceptó el cargo, para salvar al Banco y devolver el crédito de sus billetes.57 Lo hizo con dos medidas: una, urgente, de saneamiento, a través de la Real Orden de 8 de septiembre de 1848; otra de reorganización, en la Ley de 4 de mayo de 1849. La de 1848 era restrictiva e intervencionista. Creaba un departamento de emisión, pago y amortización de los billetes en el Banco de San Fernando, separado del que se ocupaba de los créditos y descuentos, con una caja específica, cuyo objetivo sería cambiar a metálico los billetes a su presentación. El departamento de emisión estaría regido por una Junta presidida, sin voto, por el comisario regio. Los billetes puestos en circulación por el Banco se rebajaban, pues no podrían exceder de 100 millones de reales, y se admitían en el pago de contribuciones, derechos y rentas públicas. El departamento de emisión habría de publicar semanalmente las operaciones realizadas, las existencias en metálico y valores, y los billetes en circulación. Para garantizar totalmente los billetes en circulación, el Tesoro ingresó en ese departamento 100 millones de reales en valores; la Real Orden dispuso que dichos valores serían repuestos en cuanto se convirtieran a billetes. Por consiguiente, la sección de emisión quedó totalmente intervenida, en tanto que la de descuentos continuó rigiéndose por los estatutos del Banco. Los efectos de dichas medidas fueron positivos e inmediatos. La confianza del público se restableció; los billetes se revalorizaron y los depósitos en el Banco aumentaron tras la intervención de Mon. Para hacer este saneamiento sólido y duradero, Mon promovió la Ley de reorganización del Banco de San Fernando, aprobada, como vimos, el 4 de mayo de 1849. En ella se establecía que el capital del Banco sería de 200 millones de reales; la emisión de billetes se limitaba a la mitad del capital efectivo, y el encaje metálico había de ser la tercera parte de los billetes en circulación, cuyo nominal había de superar los 500 reales. También se le ofrecía al Banco la facultad de establecer sucursales en las capitales y se le proponía que se pusiera de acuerdo con los bancos de Cádiz y Barcelona para llegar a la fusión. Se fijaba el fondo de reserva en el 10 por 100 del capital efectivo, que habría de formarse a partir de sus beneficios líquidos, tras deducir un 6 por 100 para repartir el dividendo fijo; una vez
57 Como hemos visto en el capítulo dedicado a Mon en este libro. Véase Comín y Vallejo (2002), capítulo 5.
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se hubiesen constituido las reservas, el beneficio sobrante se repartiría a los accionistas. Esta ley de Mon prohibía terminantemente al Banco conceder préstamos con la garantía de las propias acciones, así como negociar con efectos públicos. Otra innovación interesante, inspirada en el Banco de Francia, era que la ley concedía al Gobierno la potestad de nombrar el gobernador del Banco y dos subgobernadores, cada uno al frente de las dos secciones, una de emisión y otra de descuentos, secciones que se tomaban de la organización del Banco de Inglaterra, referente en la reforma de Mon. Mantenía, pues, el ministro, el departamento de emisión creado previamente por decreto, sólo que ahora bajo la responsabilidad del Banco. El Consejo de Gobierno del Banco de San Fernando sería nombrado por la Junta de Accionistas, y tres miembros de aquél tendrían las atribuciones necesarias para garantizar los intereses de los accionistas, pues ninguna operación podría hacerse sin su acuerdo. Las innovaciones de esta ley de Mon son evidentes, y algunas de ellas permanecerían mucho tiempo, como el nombramiento del gobernador por el Gobierno. Mon dejó el Ministerio de Hacienda en agosto de 1849 sin haber encontrado a una persona adecuada para dirigir el Banco de San Fernando. Fue su sucesor, Bravo Murillo, quien nombró, en diciembre de 1849, a Santillán para el cargo, y a Antonio María del Valle y Esteban Pareja como subgobernadores.58 La creación de la figura del gobernador, y su nombramiento por el Gobierno, había sido muy polémica en la discusión de la Ley. Los diputados vinculados al Banco y a sus accionistas (Cantero, Mier, etc.) la habían combatido. Temían que aquél careciera de autonomía y contrariase los intereses de los accionistas en favor de los del Tesoro y el Gobierno. La realidad fue bien otra, como había previsto Mon teniendo en cuenta la experiencia del Banco de Francia, donde el gobernador «constantemente ha resistido y está resistiendo los embates del Gobierno, y se ha manifestado contra las exigencias que no creía justas».59 Nada más tomar el cargo, Santillán se empeñó en continuar el plan de saneamiento de la entidad, en ajustar su organización y funcionamiento a la obtención de mejores resul-
58 Tedde (1999), pp. 234-236. Mon había insistido infructuosamente a Antonio García Moreno, senador y hombre de negocios, para que aceptase el cargo. 59 Mon, DSC-CD, 63, 24-III-1849, pp. 1397-1398.
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tados y en la defensa de los intereses de los accionistas del Banco, por encima de cualquier otra consideración. Esto significó cuestionar la regulación que hacía la Ley de 1849 respecto al capital del Banco y a sus facultades de emisión. En efecto, el Banco de San Fernando no cumplió el aumento del capital hasta 200 millones de pesetas. Santillán convenció a Bravo Murillo, de quien era asesor en materias hacendísticas, de la necesidad de rebajar esa cantidad fijada en la Ley, pues los accionistas no estaban dispuestos a poner el capital necesario para cubrir las pérdidas que había tenido la entidad. Además, como las normas de emisión de billetes puestas por Mon en 1849 obligaban a retener un encaje mayor del que quería la dirección y los accionistas del Banco, al que no se le podía sacar rentabilidad, Santillán también propuso que se suprimiese el departamento de emisión; esto suponía un riesgo para la convertibilidad de los billetes, pero aumentaba las posibilidades de conceder más créditos y, por tanto, aumentar los beneficios. Como consecuencia, Santillán se convirtió en impulsor de la contrarreforma de la Ley de reorganización del Banco. Así, en octubre de 1850 presentó al Consejo de Gobierno del Banco de San Fernando un dictamen sobre las reformas que había que solicitar al Gobierno para hacer su regulación «menos restrictiva». Proponía rebajar el capital a 120 millones de reales y que la cantidad máxima de billetes emitidos fuese igual a ese capital. Santillán consideraba, pues, que con un 40 por 100 menos de capital el Banco habría de poder emitir un 20 por 100 más de billetes, en relación con lo señalado en la Ley de 1849. También pedía que el encaje metálico mantenido por el Banco fuese la tercera parte de los billetes emitidos y que se volviera a permitir realizar a la entidad operaciones con Deuda pública, prohibidas por la Ley de Mon, hasta un tercio del capital; eso sí, con la aprobación del Gobierno y siempre que tuviese el Banco fondos disponibles para ello. Santillán propuso asimismo suprimir la separación del Banco en los dos departamentos de emisión y de descuento, eliminando el primero. Estas propuestas fueron las que sirvieron de base al proyecto de nueva reorganización del Banco de San Fernando, presentado en 1851 a las Cortes por Bravo Murillo. El proyecto modificaba los tres puntos más importantes de su regulación: la cuantía de su capital (rebajada a 120 millones, «por ahora»); la cantidad representada por sus billetes y su relación con el capital y el encaje metálico; y las garantías de esos mismos billetes, concre-
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Rafael Vallejo Pousada
tadas en el departamento de emisión. En esencia, la Ley tendría dos beneficiarios: los accionistas de la entidad, por un lado, porque aumentaba sus posibilidades de negocio; el Gobierno, por otro, en detrimento del Parlamento, puesto que con la nueva regulación las Cortes concedían al Ejecutivo no sólo la facultad de aumentar el capital del Banco a 200 millones, sino también, automáticamente y en mayor proporción, la de incrementar discrecionalmente la emisión de billetes; además se permitiría al Banco negociar con títulos de la Deuda, igualmente con la autorización previa del Gobierno. La nueva Ley sobre el Banco de San Fernando fue aprobada en 1851, sin apenas diferencias respecto al proyecto inicial. La tenaz contestación en el Congreso articulada por Mon y Pidal no la evitó. Santillán fue muy crítico con Mon sobre este particular, como no podía ser de otro modo, dada su defensa de los intereses privados de la entidad: «La oposición, y muy señaladamente los Sres. Pidal, Mon y Bermúdez de Castro, combatieron la reforma propuesta; pero lo hicieron con tan débiles razones y se mostraron tan poco enterados de la verdadera situación en que el Banco quedó a consecuencia de la crisis de 1848, que hubieran ganado más con el silencio que con los discursos pronunciados, particularmente el Sr. Mon que, como ministro de Hacienda en el último tercio de 1848 y hasta mitad de agosto de 1849, se había ocupado muy seria y constantemente del Banco prestándole notables auxilios […]. Sus esfuerzos, no obstante, fueron en esta ocasión inútiles: el nuevo proyecto de reorganización del Banco se aprobó por gran mayoría; y este establecimiento, libre de las trabas que le impuso la ley de 1849, pudo, con la sancionada en 15 de diciembre de 1851, entrar en un camino expedito de restauración».60 En efecto, la nueva Ley se inscribía en la estrategia de Santillán de sanear a fondo los activos de la entidad, que pasaba por deshacerse de los incobrables y reducir el capital del Banco de 200 a 120 millones de reales; esto es, se enmarcaba en su plan de —en expresión de Pedro Tedde— «adelgazar el tamaño de la institución». Otro de los rasgos de la actuación de Santillán al frente del Banco de España (denominación ésta que se le otorgó en 1856 al de San Fernando) fue dar publicidad a sus balances, continuando con una política de transparencia, impulsada por Mon en 60 Santillán (1996), p. 358.
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1848, que acababa con la opacidad precedente. Destacó asimismo la cautela de Santillán en la política de los descuentos y préstamos a particulares, que se reanudaron sólo tímidamente después de 1849, y respecto a los dividendos, que no superarían el 6 por 100 hasta 1856. Mantuvo, en cuarto lugar, una actitud de rigor y de relativa independencia frente a los Gobiernos, consistente en concederles su colaboración financiera cuando presentasen garantías suficientes; esto le valió el enfrentamiento con Bravo Murillo en 1852, que en respuesta creó la Caja General de Depósitos, y su cese por Domenech, en abril de 1854,61 un cese que duró poco pues el primer Gobierno del Bienio progresista lo repuso en el cargo cuatro meses después. El conservadurismo de Santillán al frente del Banco de San Fernando se expresó igualmente en su pretensión de mantener los privilegios del monopolio de emisión, tratando de evitar la creación de otros bancos en las ciudades que lo demandaban, al tiempo que se negaba a abrir sucursales. En efecto, Santillán, defendiendo el privilegio de emisión que la Ley de 4 de mayo de 1849 había otorgado al Banco, se opuso a los sucesivos proyectos, de junio y septiembre de 1855, para establecer la libertad de bancos de emisión que desembocaron en la Ley de 28 de enero de 1856. Ésta permitió, al fin, la pluralidad (que no la libertad) de bancos de emisión y las sociedades de crédito, respondiendo a la expansión de la economía y a la demanda de sus sectores más dinámicos de incrementar la liquidez para aprovechar las posibilidades de inversión que inauguraban negocios nuevos como el ferrocarril o los servicios urbanos. Santillán era consciente de que había que incrementar los medios de pago, pero entendía que esto había de hacerlo el Banco de España a través de una política precavida de ampliación de sus operaciones. En esta ocasión, como en otras anteriores relacionadas con los resultados de la entidad, podía más el interés directamente afectado que la normal ponderación que presidió sus valoraciones y sus decisiones. Porque si algo admite poca discusión es, desde nuestro punto de vista, el rigor y la coherencia de un hombre que se condujo, en los distintos cargos que ocupó en la Administración y el Gobierno, con una manifiesta vocación de servicio público. 61 Santillán (1865), vol. 2, p. 52, y Comín y Vallejo (2002), pp. 402-405.
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BRAVO MURILLO: EL ABOGADO EN HACIENDA Juan Pro Ruiz (Universidad Autónoma de Madrid)
Medio siglo ha transcurrido desde que José Larraz valoró la gestión de Bravo Murillo como ministro de Hacienda, con motivo del centenario de su paso por la Presidencia del Consejo de Ministros.1 El balance que Larraz trazó en aquella ocasión refleja la brillantez intelectual del autor, quien además había sido un apreciable ministro de Hacienda; pero estaba sesgado por el contexto político en el que se emitió, que era el del franquismo de los años cincuenta. En efecto, Larraz hacía de Bravo Murillo un dechado de virtudes personales y políticas, como correspondía a un ministro muy del gusto del régimen, por su peculiar combinación del rigor y la eficacia en la administración, con el autoritarismo y el desprecio por la política parlamentaria. Hoy en día, con una actitud más crítica y con mayor conocimiento del contexto histórico en el que Bravo Murillo se movió, el balance ha de incluir otros matices, pero para concluir igualmente, con Larraz, que fue uno de los ministros más notables que tuvo la Hacienda española.
1 Larraz (1952).
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1.
Juan Pro Ruiz
Los orígenes de un político profesional
Juan Bravo Murillo nació en Fregenal de la Sierra (hoy provincia de Badajoz, pero entonces perteneciente al reino de Sevilla) el 9 de junio de 1803. Era hijo de un modesto maestro de latinidad, lo cual nos pone de entrada ante una de las características que lo singularizan entre los políticos de su época: no procedía de familia noble, ni tan siquiera de una familia acomodada. Si a esto añadimos que tampoco era militar, sino abogado, su ascensión hasta la cúspide del poder viene a ser una verdadera injerencia, una anomalía. Algunos de sus contemporáneos percibieron lo inusual de sus orígenes y lo estigmatizaron por ello con el sobrenombre de el abogado. Este político singular no tuvo una influencia local sobre la que auparse a las altas esferas de la política nacional: no tuvo una red clientelar propia ni un patrimonio inmobiliario. Tampoco realizó enlaces familiares que le ayudaran a desenvolverse en aquel mundo de «relaciones», pues permaneció soltero toda su vida y no tuvo descendencia. Fue simplemente un político profesional en una época en la que esta figura apenas estaba empezando a formarse.2 Sus primeros estudios fueron humanísticos y eclesiásticos. Desde 1815 cursó una carrera universitaria en Sevilla, Salamanca y nuevamente Sevilla, donde se licenció en Derecho en 1823. En 1825 obtuvo una cátedra de Instituciones filosóficas en la Universidad de Sevilla, que ejercería hasta 1834. Aquella cátedra le proporcionó el prestigio necesario para atraer clientes a su bufete de abogado, comenzando entonces su éxito profesional. En los últimos años del reinado de Fernando VII, Bravo Murillo empezó a significarse como simpatizante de la causa liberal, aunque en una versión moderada que resultaba atractiva para las gentes «de orden» que constituían el grueso de su clientela. Basándose en ese prestigio, entró en la vida pública tras la muerte del último monarca absolutista, aceptando el cargo de fiscal de la Audiencia de Cáceres que le ofreció el Gobierno de Martínez de la Rosa en 1834. Y renunció al cargo cuando, en 1835, pasó el Gobierno a manos de los progresistas, regresando a la actividad profesional privada, esta vez ya en Madrid, cerca de la Corte y del poder.
2 Pro (2001).
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Tras desembarcar en Madrid, Bravo Murillo abrió un bufete y empezó a hacerse un nombre como jurista. En su salto a la política fue decisiva la amistad que le unía con Juan Donoso Cortés y Juan Francisco Pacheco. Los tres juristas de Sevilla constituyeron un grupo unido y activo en la política de oposición a los Gobiernos progresistas de 1836-37; los tres emprendieron la publicación del periódico El Porvenir, que les otorgó relevancia como portavoces del moderantismo. Pero de los dos vínculos, el más decisivo y duradero fue el que unió a Bravo Murillo con Donoso Cortés, extremeño como él y compañero tanto en Sevilla como en Salamanca. Bravo Murillo entró en la Administración con un empleo de oficial en el Ministerio de Gracia y Justicia que le proporcionó su antiguo profesor, Manuel Barrio Ayuso, cuando fue ministro en 1836. Aquel modesto empleo le ayudaría a entablar relaciones con los ambientes jurídicos del Partido Moderado. Los notables del partido tomaron nota de su valía y lo incluyeron en una candidatura electoral para la siguiente consulta, de 13 de julio; llegó a ser elegido procurador, pero no tomó posesión, ya que antes —el 12 de agosto— se produjo el motín de los sargentos de La Granja, que restableció la Constitución de Cádiz e invalidó las Cortes del Estatuto Real. Durante unos años, Bravo Murillo alternó su actividad política con el ejercicio privado de la abogacía: se dedicaría a su bufete madrileño cada vez que gobernaran los progresistas, para regresar a la política cuando mandaran los moderados. Las épocas en que se consagró íntegramente a su labor de abogado le proporcionaban la fortuna y las relaciones sociales que no tenía por su origen familiar: hacia 1843 Bravo Murillo había acumulado un discreto patrimonio y contaba entre sus clientes con miembros de la aristocracia, de la familia real, del mundo de las finanzas y de las letras…3 Fue uno de sus clientes, el duque de Osuna, quien, al renunciar al escaño de diputado por Sevilla que había ganado en las elecciones de septiembre de 1837, propició la entrada de Bravo Murillo —que iba como suplente— en el Congreso. Fue, pues, diputado suplente por Sevilla en las legislaturas de 1837-38 y 1838-39. Luego representó a Ávila en la legislatura de 1840. Y en la segunda legislatura de 1843 ostentó, por fin, la representación de su provincia natal, Badajoz, a la cual representó durante el 3 Bullón (1950), pp. 18-85.
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resto de su carrera parlamentaria, ya bajo administraciones moderadas: primero con circunscripciones provinciales, en las elecciones de 1844; y luego con distritos uninominales, representando siempre a Fregenal, en las elecciones de 1846, 1850, 1851, 1853 y 1857. En las Cortes de 1837-38 Bravo Murillo empezó a codearse con la plana mayor del moderantismo y fue ganando soltura en la tribuna. Hasta que llegó el día en que le ofrecieron entrar en el Gobierno: fue el conde de Ofalia, en agosto o septiembre de 1838, quien le ofreció la cartera de Gracia y Justicia, alegando que lo hacía por indicación de la regente María Cristina, en el marco de una remodelación para resistir a la presión de Espartero. Bravo Murillo rehusó entonces, y el gabinete cayó. El que lo sustituyó, presidido por el duque de Frías, también quiso contar en Gracia y Justicia con el abogado, pero éste rechazó de nuevo la oferta, que le habría hecho miembro de un gabinete con poco futuro y escaso margen de maniobra.4 Hacia 1840 Bravo Murillo era ya un candidato firme del Partido Moderado, tanto para ocupar escaños de diputado como una cartera ministerial. Su inclinación política conservadora le había convertido en uno de los jefes de la corriente de extrema derecha del moderantismo, a raíz de intervenciones parlamentarias como la defensa que hizo del conde de Clonard en el Congreso en enero de 1839. Un último servicio a la causa moderada, antes de pasar a la primera fila de la política, fue la intervención en el Congreso en 1843 para apoyar la acusación contra Olózaga por haber forzado supuestamente la voluntad de la reina con la intención de obtener la disolución de las Cortes. En las siguientes elecciones de 1844, que dieron a Narváez unas Cortes prácticamente uniformes de su propio partido, Bravo Murillo ya formó parte del selecto círculo de veinte notables que redactaron el manifiesto electoral moderado y de la Comisión Central formada en Madrid para organizar la acción del partido.5 Dado que en las Cortes de 1844-45 no había prácticamente oposición progresista, el juego político se redujo al debate entre las distrintas fracciones del partido monárquico-constitucional, del que apenas se distinguía el pequeño grupo de diputados que habían sido elegidos bajo la etiqueta de «monárquicos» (y que venían a ser filocarlistas, medio dentro y medio fuera 4 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 5-6. 5 El Castellano y El Heraldo, 18-VII-1844.
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del moderantismo). Esto dio protagonismo inusitado a Bravo Murillo como portavoz de una de las corrientes internas del partido cuasiúnico. Los principales debates los sostuvo, de hecho, contra sus dos mejores amigos, Donoso Cortés y Pacheco, que representaban a otras sensibilidades moderadas. Tras fracasar como candidato a presidir el Congreso, Bravo Murillo fue nombrado ministro de Gracia y Justicia el 28 de enero de 1847. E incluso se convirtió en una especie de «hombre fuerte» del Gobierno que presidía el marqués de Casa-Irujo y duque de Sotomayor, al encargarse de definir la línea política del gabinete encaminada a la reunificación de un Partido Moderado amenazado por la división.6 En cuanto a la gestión del ministerio propiamente dicha, poco pudo hacer Bravo Murillo en los dos meses justos que permaneció al frente de Gracia y Justicia, departamento al que le orientaban su formación y su vocación de jurista, pero al que de hecho no volvería nunca. Su segundo paso por el Gobierno fue mucho más brillante: Narváez lo llamó para ocuparse del Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas el 10 de noviembre de 1847, y en él se mantuvo hasta que Narváez lo necesitó para el de Hacienda, el 31 de agosto de 1849. En cierto modo, puede considerarse a Bravo Murillo el fundador de aquel ministerio: había sido uno de los firmantes de la moción que se había presentado a la reina pidiendo la creación de este nuevo ministerio para intensificar la labor del Estado en el fomento de la riqueza nacional; luego, el ministerio había sido creado bajo aquel gabinete Sotomayor en el que Bravo Murillo tomaba las grandes decisiones; y, en todo caso, cuando llegó personalmente a ocupar esta cartera, los ministros anteriores lo habían sido por tan poco tiempo que ninguno había podido organizar el ministerio ni desarrollar labor alguna. La labor de Bravo Murillo en la organización del nuevo ministerio incluyó operaciones tan fundamentales como la búsqueda de una sede adecuada o la creación de un Boletín del ministerio. El ramo predilecto de Bravo Murillo en su ministerio fue el de Obras Públicas, en el que estuvo auxiliado como director general por uno de sus hombres de confianza, Cristóbal Bordiú.7 Hay que subrayar la atención que ambos prestaron a las carreteras y al ferrocarril. Entre todas las obras 6 Bullón (1950), pp. 116-119. 7 Bordiú (1858) y Bullón (1950), pp. 140-148.
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del siglo, tuvo predilección por el ferrocarril, que por entonces era aplaudido unánimemente como vector de progreso. La aportación de Bravo Murillo en esta materia fue la concepción de la red ferroviaria naciente como una obra de Estado, sometiendo a las compañías a un régimen sistemático de intervención y control. Bajo su mandato se inauguró la primera línea de ferrocarril española de la Península: la de Barcelona a Mataró, el 28 de octubre de 1848. Hizo aprobar la Ley de compañías mercantiles por acciones de 1848, en la que se establecía un marco legal de controles estatales para las compañías que tuvieran por objeto bancos de emisión, construcción de carreteras, canales de navegación o ferrocarriles.8 Y, sobre todo, presentó a las Cortes un Proyecto de ley sobre concesión de caminos de hierro, que diseñaba el esquema de una red ferroviaria centralizada, concebida con criterios esencialmente políticos para garantizar la cohesión del territorio nacional y la eficacia de la acción gubernamental, con cuatro grandes líneas radiales que unieran Madrid con la frontera portuguesa, la frontera francesa, la costa mediterránea y el puerto de Cádiz; daba prioridad al transporte de tropas y de material militar o naval en los ferrocarriles; abría la posibilidad de que el Estado explotara por sí mismo algunas líneas ferroviarias; y garantizara un interés de hasta el 6 por 100 a los capitales privados invertidos en la construcción de otras.9 En cuanto al ramo de Comercio, que incluía en realidad la política de fomento de todos los sectores económicos, Bravo Murillo adoptó algunas disposiciones relevantes, como la creación de las Comisiones Regias de Agricultura, la fundación del Cuerpo de Ingenieros de Minas o la Comisión del Mapa Geológico de España.10 Pero destacó sobre todo por su énfasis en la política hidráulica, una obsesión premonitoria que caracterizaría a los regeneracionistas de finales del siglo XIX y a los dictadores del XX. Sin duda, uno de los logros más relevantes del mandato de Bravo Murillo en el Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas —y quizá de toda su carrera política— estuvo relacionado con esta obsesión hidráulica: fue la creación del Canal de Isabel II y el inicio de las obras para abastecer de agua a Madrid, resolviendo un problema que se venía acentuando a medida que crecía la ciudad.11 Tras estudiar diversos proyectos, 8 9 10 11
Ley de 28-I-1848. Proyecto de ley de 24-II-1848. R. O. de 5-X-1848, y R. O. de 11-VI-1849. Gascón (1952) y Cabezas (1974).
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Bravo Murillo se inclinó por la canalización del agua del río Lozoya desde la sierra madrileña hasta la ciudad. Encargó realizar los estudios técnicos previos, pero el conflicto de competencias con el Ministerio de la Gobernación paralizó el asunto, dejando el inicio de las obras para cuando, dos años después, Bravo Murillo alcanzara la Presidencia del Gobierno.12
2.
Ministro de Hacienda
Bravo Murillo llegó al Ministerio de Hacienda de manera imprevista, y en el mismo Gobierno de Narváez del que había sido titular de Comercio, Instrucción y Obras Públicas. El creador del sistema tributario vigente, Alejandro Mon, había dimitido por conflictos en torno a la aplicación de la reforma arancelaria.13 Y Narváez no encontraba el hombre adecuado para sustituir a quien había sido un verdadero refundador de la Hacienda española; se fueron descartando sucesivamente soluciones como que se ocupara de esta cartera el propio presidente, o convencer a Mon para que regresara; rechazaron reemplazarle personalidades como Santillán y Sotomayor; y de manera inopinada, Narváez propuso encargar interinamente a Bravo Murillo, con fama ya de trabajador concienzudo y responsable, mientras se hallaba una solución mejor.14 Bravo Murillo no tenía inclinación personal alguna hacia los temas de Hacienda, ni conocimientos específicos, ni experiencia en el ramo. Al ser nombrado ministro interino —posición en la que estuvo 13 días— se limitó a intentar enterarse de cuál era la situación de la Hacienda, partiendo prácticamente de cero: En los días inmediatos procuré enterarme en general, y en grande, del estado de la Hacienda, del presupuesto, de los recursos existentes y los que se podían esperar, de las obligaciones que debían ser atendidas y el orden o preferencia con que debían serlo, dando conocimiento de todo ello al Consejo de Ministros y proponiendo el plan que, a mi juicio, convendría seguir.15
Como resultado de aquel estudio, elaboró una memoria sobre el estado de la Hacienda pública. Y parece que el presidente y el resto del gabi12 13 14 15
RR. ÓO. de 10-III-1848 y 7-V-1849. Comín y Vallejo (2002), pp. 65-77. Bravo Murillo (1863-1874), t. III, pp. 7-15. Ibídem, p. 15.
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nete apreciaron tanto el contenido del informe que Bravo Murillo fue confirmado en el puesto en propiedad el 31 de agosto de 1849.16 Así pues, Bravo Murillo fue ministro de Hacienda con Narváez del 19 de agosto de 1849 al 29 de noviembre de 1850 (los 13 primeros días como interino, y luego ya en propiedad); entre medias, hubo un día en que teóricamente no fue ministro, pues todo el Gobierno fue cesado el 19 de octubre del 49, para dar paso al llamado «gabinete relámpago» del conde de Clonard; pero ese Gobierno fue cesado al día siguiente, volviendo a ser nombrado Bravo Murillo ministro de Hacienda. La dimisión de Bravo Murillo en noviembre de 1850 se produjo al considerar el ministro que el presidente del Consejo no le apoyaba lo suficiente en su lucha contra el resto de los ministros para reducir gastos.17 A la vista de los hechos posteriores, cabe pensar que la retirada de Bravo Murillo fue oportuna y que acrecentó su prestigio ante la Corte, facilitándole el acceso a la Presidencia del Consejo en sustitución de Narváez un mes y medio después. Precisamente ese nombramiento de Bravo Murillo como jefe de Gobierno le permitió ocuparse de nuevo de la cartera de Hacienda en su propio gabinete (del 14 de enero de 1851 al 14 de diciembre de 1852) y completar así la obra que había iniciado. La labor de Bravo Murillo como ministro de Hacienda debe enmarcarse en el momento álgido de definición del Estado español. Terminada la guerra carlista y conseguida por fin la estabilidad política merced a la hegemonía que alcanzaron los moderados, se abrió un período de realizaciones materiales, creación de instituciones, despliegue administrativo y elaboración de leyes generales, en el que se fue perfilando todo un modelo de Estado llamado a perdurar largo tiempo, a despecho de los cambios de régimen. Pensemos que cuando llegó al Ministerio de Hacienda éste acababa de instalarse en el edificio de la Aduana (que se le asignó oficialmente en 1845), comenzando el despliegue de sus oficinas. Bajo la dirección de Bravo Murillo fue cuando el Ministerio de Hacienda se dotó de un Boletín Oficial, repitiendo la operación que había hecho en 1848 en el Ministerio de Comercio, Instrucción y Obras Públicas.18 16 Memoria del 29-VIII-1849, reprod. en Bravo Murillo (1865). 17 Según Bullón (1950), p. 191. 18 El Boletín Oficial del Ministerio de Hacienda (que empezó a publicarse el 1 de enero de 1850 y se ha mantenido hasta la actualidad).
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El informe de Bravo Murillo del 29 de agosto de 1849 constituye una interpretación explícita de la situación y los problemas de la Hacienda española después de la era de Mon, así como un programa de acción para el porvenir. Bravo Murillo concentraba su atención en el problema del déficit del presupuesto, que cifraba en 300 millones de reales (aunque creía poder reducirlos a 200 millones con la reforma de los aranceles y de los gastos de ultramar). El déficit era la expresión de las limitaciones de la reforma de Mon, a la que, sin embargo, Bravo Murillo se cuidó siempre de no criticar; y aunque su cuantía no nos parezca hoy excesiva —cerca de un 20 por 100 en un presupuesto de 1.227,3 millones de reales—,19 resultaba intolerable para la clase política isabelina, que compartía una fe ciega en el dogma del equilibrio presupuestario. El plan de acción que pergeñaba Bravo Murillo estaba estructurado en tres fases: la primera sería una reducción inmediata del gasto público cercana a los 200 millones de reales (ya en el presupuesto de 1850). Bravo Murillo creía alcanzable este objetivo sin más que hacer recortes parciales en los gastos de cada ministerio, introducir algunas reformas administrativas y un clima general de orden y eficacia. Equilibrado el presupuesto, la segunda fase sería una reforma de la Hacienda que evitara la reaparición del déficit; reforma que debía avanzar en tres direcciones: centralización de los fondos del Estado, reforma de la contabilidad y simplificación de la administración provincial de Hacienda. Y, una vez realizadas estas reformas, sería posible abordar el arreglo de la Deuda pública, tercera y decisiva fase del plan de Bravo Murillo. Por último, el informe de 1849 hablaba de una serie de «disposiciones auxiliares» que el ministro proponía para implantar el «nuevo sistema», y que venían a ser medidas de racionalización nacidas de la indudable capacidad de observación y de gestión del ministro. Por ejemplo, proponía agregar a la Dotación de Culto y Clero las memorias, aniversarios y obras pías que proporcionaban unos ingresos de privilegio para algunos clérigos o se aplicaban para fines distintos a los previstos por sus fundadores; la contabilización de esos ingresos como parte de la Dotación de Culto y Clero permitiría reducir en la misma proporción el peso de esta partida presupuestaria sobre la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería. También 19 Presupuesto de ingresos para el año de 1849, en DSC-CD, 18-VI-1849.
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proponía reducir los gastos en clases pasivas revisando las clasificaciones y reduciendo las pensiones de cesantes, jubilados y retirados; reformar las disposiciones para la represión del contrabando; y obtener más provecho de los propios y baldíos en beneficio del Estado y de los pueblos. En cuanto fue confirmado en propiedad en el puesto ministerial, Bravo Murillo empezó a adoptar medidas encaminadas a la reducción del gasto: simplificó servicios, suprimió empleos, revisó las clasificaciones de clases pasivas, aplicó la reforma arancelaria…20 Y mientras tanto elaboró un presupuesto, que se leyó en las Cortes tan pronto como éstas se abrieron y se aprobó como ley el 20 de febrero de 1850. La elaboración de un presupuesto nuevo antes de terminar el año y su aprobación como ley por las Cortes deben ser valoradas como acciones políticas especialmente meritorias, por lo inusuales que eran en la historia presupuestaria del XIX español. Cuando Bravo Murillo regresó al Ministerio de Hacienda en enero de 1851, después de un mes y medio de ausencia en que lo había ocupado Seijas Lozano, se encontró sin presupuesto para el año en curso, y hubo de aprobar uno a toda prisa. Sin embargo, ya no tuvo escrúpulos en aprobarlo por decreto, a pesar de que las Cortes estaban reunidas y de que la Constitución de 1845 preveía expresamente la necesidad de que los presupuestos generales del Estado fueran aprobados cada año como ley por las Cortes.21 Iniciaba así una costumbre que mantendría en todos los presupuestos siguientes, para los años 1852 y 1853, los cuales fueron aprobados por decreto real sin pasar por las Cortes.22 El resultado del primer presupuesto de Bravo Murillo fue espectacular: los ingresos del Estado alcanzaron 1.320 millones de reales, frente a unos gastos de 1.304, lo que puso las cuentas públicas en situación de superávit (16 millones de reales: un 1,2 por 100). Dos circunstancias ajenas a la gestión de Bravo Murillo ayudaron a lograr este cambio de signo en el saldo de las cuentas públicas: por un lado, el fin de la guerra de los matiners, que permitió recortar gastos militares; y, por otro, el crecimiento de la renta de aduanas por la entrada en vigor de la reforma arancelaria que había provocado la caída de Mon.23 En todo caso, aquel éxito no se 20 21 22 23
Piernas Hurtado (s. f.). RR. DD. de 24-I-1851 y 4-V-1851. RR. DD. de 18-XII-1851 y 2-XII-1852. Artola (1986), pp. 282-284. Larraz (1952), p. 86.
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volvió a repetir, pues el déficit reapareció con toda su fuerza en los años siguientes y, ya en el ejercicio de 1851, alcanzó un 8,3 por 100, muy por encima de las previsiones presupuestarias. Bravo Murillo había cifrado el déficit para 1851 en 30 millones de reales, cuando realmente llegó a más del triple, 108 millones. Esto se debió, en gran parte, al inicio de las operaciones de arreglo de la Deuda; pero también fue resultado de un presupuesto técnicamente malo, en el que el Ministerio había incluido como ingresos partidas que no le sería posible cobrar hasta años posteriores, como los sobrantes de las Cajas de Ultramar o los 12.500 quintales de azogue que le correspondían por contrato con la Casa Rothschild.24 Alarmado por la situación, Bravo Murillo respondió improvisando una elevación urgente de los ingresos tributarios: reformó la imposición del timbre y creó el impuesto sobre los sueldos y asignaciones de los funcionarios públicos.25 Con esos retoques no consiguió reequilibrar las cuentas, pero sí reducir el importe del déficit en cerca de dos tercios. La liquidación del presupuesto de 1852 arrojó finalmente un déficit del 2,9 por 100, cifra mucho más asumible que el 20 por 100 anterior a la llegada de Bravo Murillo al Ministerio.26 Se consiguió, pues, moderar el déficit, pero sin hacerlo desaparecer del todo en los años que siguió Bravo Murillo al frente de la Hacienda, pasando del 2,9 al 2,5 por 100 en 1853. Así pues, la gestión presupuestaria de Bravo Murillo, brillante en un primer momento, acabó en un cierto fracaso: a pesar del arreglo de la Deuda, los descubiertos volvieron a aparecer enseguida; y como el Estado no podía acudir a los mercados exteriores en busca de financiación, fue la Deuda del Tesoro la que volvió a crecer desde 1851: de los 168 millones de reales de Deuda del Tesoro en circulación en 1850 se pasó a 320 millones en 1851, 356 en 1852, y 412 en 1853.27 Las cifras de la Deuda del Tesoro serían mayores de no ser por la creación de la Caja General de Depósitos en 1852, que permitió al Gobierno financiar el presupuesto manteniendo allí saldos deudores que no se reflejaban en un endeudamiento oficial.28 24 25 26 27 28
Santillán (1996), p. 345. RR. DD. de 8-VIII-1851 y 18-XII-1851. Larraz (1952), pp. 86-87. Artola (1986), p. 301, y Comín (1985a), p. 130. Gonzalo (1981).
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No es, por tanto, en esos terrenos en los que hay que medir la trascendencia de la labor hacendística de Bravo Murillo, sino en toda una serie de logros —esencialmente administrativos— llamados a tener larga duración: muchos de ellos inspirados por la Comisión técnica que presidía Santillán desde 1850. Pensemos, por ejemplo, en que fue Bravo Murillo el que reguló los amillaramientos como estadística de la riqueza que fijaría las bases para el reparto de la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería: después de fracasar el catastro y la estadística de la riqueza previstos por Mon en 1846, la contribución creada en 1845 seguía sin disponer de un sistema de fijación de las bases, y Bravo Murillo se lo dio.29 A pesar de tratarse de una norma de rango inferior, una simple circular de la Dirección General de Contribuciones Directas reguló esta materia de manera decisiva, pues los amillaramientos, con muy pocas modificaciones, fueron el único documento para el reparto de la contribución territorial durante toda la segunda mitad del siglo XIX, y el más extendido durante la primera mitad del XX.30 Igualmente preparó Bravo Murillo el Decreto de 1849, firmado por Narváez, por el que se refundían las jefaturas políticas y las intendencias, creando los Gobiernos de Provincia. El Decreto fue acompañado por otro de la misma fecha, del ministro de Hacienda, en el cual se definían las competencias fiscales de los nuevos gobernadores.31 Para evitar que la acumulación de funciones dejara abandonado el cuidado de la administración económica provincial, al gobernador —que era sobre todo un delegado del Ministerio de la Gobernación para el control del orden público— le tocaría sólo la supervisión de las materias hacendísticas, de cuya administración pasarían a encargarse de hecho, bajo su autoridad, los administradores de rentas.32 Pero, sobre todo, Bravo Murillo debe ser recordado por tres aspectos de su labor hacendística a los que dedicaremos los apartados siguientes: la reforma de la Administración y Contabilidad de la Hacienda, el arreglo de la Deuda pública y la reforma del Banco de San Fernando.
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Circular de 7-V-1850. Pro (1992), p. 82 y ss. R. D. de 28-XII-1849, y Bullón (1950), p. 179. Como el mismo Bravo Murillo explicó en DSC-CD, 3-I-1850.
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3.
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La reforma de la Administración y la Contabilidad
La gestión de Bravo Murillo al frente del Ministerio de Hacienda sirvió para evaluar el funcionamiento del sistema tributario creado por la reforma de 1845 e introducir en él los primeros ajustes. Esta idea vino inspirada por el principal asesor de Bravo Murillo en materia de finanzas, que fue Ramón Santillán, el cual ya había previsto crear un Consejo Superior de Hacienda para estudiar todos los proyectos de reforma en los tributos y las cuestiones generales del Ministerio, pero no había podido hacerlo por la resistencia de los altos funcionarios, temerosos de perder competencias.33 Bravo Murillo retomó aquella idea, creando una Comisión técnica de evaluación que, entre otras cosas, se encargaría de preparar los presupuestos, evaluar los resultados y la administración de los impuestos y sugerir reformas en los mismos.34 Se trataba de un verdadero intento de institucionalizar la reforma de Mon, que, sin embargo, no tuvo continuidad por la inestabilidad política que sucedió a la caída de Bravo Murillo. La Comisión, presidida por el propio Santillán, tan sólo funcionó mientras Bravo Murillo fue ministro de Hacienda, aportándole recomendaciones que orientaron sus disposiciones en la materia.35 Lo que le faltaba al sistema hacendístico creado en 1845 era, en opinión de Bravo Murillo, «un sistema completo de administración de Hacienda», y a elaborarlo encaminó buena parte de su labor como ministro.36 Para conseguirlo preparó cuatro grandes leyes administrativas: una Ley de Administración y Contabilidad de la Hacienda; una Ley orgánica del Tribunal de Cuentas; una Ley de Jurisdicción de la Hacienda y penal de Contrabando; y una Ley de contratas para los servicios públicos. Las dos primeras se aprobaron, pero no las dos últimas; la tercera llegó a presentarse como Proyecto de ley, pero finalmente se sustituyó por un decreto de represión de los delitos de contrabando que regularía esta materia durante décadas.37
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Santillán (1996), p. 339. R. D. de 22-II-1850. Comín y Vallejo (2002), pp. 335-336. DSC-CD, 16-I-1850. R. D. de 20-VI-1852.
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El Proyecto de Ley de Administración de la Hacienda pública y de Contabilidad general del Estado fue presentado por Bravo Murillo en el Congreso el 17 de noviembre de 1849, y sancionado como Ley el 20 de febrero de 1850. La reforma había sido ya preparada por un Decreto de 1849 sobre el mismo asunto.38 Y se complementó con una Instrucción de 20 de junio de 1850 y con la Ley de 1851 sobre el Tribunal de Cuentas.39 La reforma partía de un proyecto anterior que había presentado a las Cortes en 1847 Ramón Santillán, cuando era ministro de Hacienda del Gobierno Sotomayor. Dicha reforma permitió crear un flujo de información detallada, fiable y permanente sobre la situación de la Hacienda pública, como demuestra el hecho de que arranquen de su reforma las series continuas de ingresos y gastos del Estado de las que disponemos hoy en día: tanto la Cuenta general del Estado como la Estadística de los presupuestos generales del Estado y de los resultados que ha ofrecido su liquidación, realizada por González Peña. Sus disposiciones se mantuvieron en vigor hasta 1870. Hasta la reforma de Bravo Murillo, las anotaciones de ingresos y gastos correspondientes a un año podían diferirse hasta tal punto que nunca se cerraba el ejercicio ni se conocían propiamente los resultados de un año presupuestario; y el Tribunal de Cuentas, creado en tiempos de Fernando VII, no disponía de cuentas para controlar, teniendo que limitarse a la persecución del fraude en la administración de los fondos públicos.40 El Decreto de 1849 y la Instrucción de 1850 que lo complementaba prepararon la reforma, centralizando todos los ingresos del Estado en el Tesoro público e introduciendo la «contabilidad por ejercicio», esto es, la fijación de un plazo (que sería de 18 meses, hasta junio del año siguiente) para realizar los ingresos y los gastos imputables a un año presupuestario, haciendo posible la liquidación del ejercicio presupuestario y la elaboración de una Cuenta general presentada para su control al Tribunal de Cuentas. En lo sucesivo, cada ramo de la Administración tendría que llevar dos cuentas paralelas, una para las anotaciones del ejercicio en curso y otra para anotaciones imputables al ejercicio anterior. En junio se cerraría 38 R. D. de 24-X-1849 e Instrucción de I-1850. 39 Ley de 20-VIII-1851. 40 Artola (1986), pp. 263-264.
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la cuenta del presupuesto anterior, pasando los saldos a las partidas correspondientes del presupuesto en vigor. La Contaduría General del Reino elaboraría una Cuenta general del Estado, compuesta por cinco cuentas parciales: la de rentas, la de gastos públicos, la del Tesoro, la del presupuesto y la de fincas del Estado. La primera Cuenta general del Estado realizada en cumplimiento de la reforma de Bravo Murillo fue la de 1850. La Ley de 20 de febrero de 1850 y su instrucción regularon los mecanismos con los que se podrían alterar las previsiones financieras del presupuesto general del Estado cuando lo exigieran las circunstancias, recurriendo a suplementos de crédito (aumento de una partida determinada) y a créditos extraordinarios (creación de una nueva partida). Tan sólo se precisaban dos requisitos para aprobar unos y otros: acreditar la urgencia de la necesidad y sancionar el expediente a posteriori mediante una ley aprobada por las Cortes, por cuanto suponía alteración en la ley presupuestaria. Los Gobiernos posteriores tenderían a abusar de estos expedientes extraordinarios, haciendo caso omiso de los presupuestos sin más que pedir a las Cortes la legalización de los gastos que iban realizando; pero la creación de estas posibilidades fue necesaria para no endurecer el rigor presupuestario hasta un punto que hubiera dejado al Gobierno sin capacidad de reacción frente a necesidades imprevistas.
4.
El arreglo de la Deuda
El problema de la Deuda venía agravándose en España desde tiempos de Carlos IV, sin que los períodos posteriores de guerras y de inestabilidad política hubieran permitido poner orden y limitarla a un volumen que pudiera ser atendido con los recursos ordinarios del Estado; en consecuencia, la Deuda había ido creciendo y el crédito del Estado español había caído por falta de garantías. La primera guerra carlista provocó la suspensión del pago de la Deuda pública en 1836; después, lo único que se pudo hacer fue capitalizar los intereses vencidos hasta 1841 en forma de títulos de Deuda interior consolidada al 3 por 100, único tipo de Deuda del que se pagaban regularmente los intereses a finales de la década de los cuarenta. El arreglo se fue haciendo inexorable porque, aunque la suspensión del pago de los intereses hacía que el Estado no pudiera contraer más créditos, la Deuda seguía creciendo sin control debido al déficit presu-
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puestario, que dejaba sin pagar sueldos de personal y pagos diversos; esto generaba una Deuda flotante que crecía cada año, pues no se limitaba a retrasos en el pago dentro del año presupuestario, sino que quedaban pendientes para ejercicios posteriores como verdadera Deuda del Tesoro.41 El impago de los intereses y la incertidumbre sobre la recuperación del principal de sus deudas llevó a los acreedores extranjeros a organizarse como grupo de presión, formando comités nacionales para defender sus intereses. Los acreedores extranjeros empezaron a presionar desde que, en 1845, consideraron que la estabilización política del país bajo el régimen moderado hacía inexcusable el pago de la Deuda. Reclamaron repetidas veces por escrito y mediante entrevistas personales de sus representantes con el ministro.42 Mon pidió entonces a las Cortes una autorización para arreglar la Deuda del Estado (incluyéndola en el presupuesto de 1845), autorización que las Cortes le concedieron, pero que no llegó a utilizar, quedando el arreglo por hacer.43 Los ministros siguientes, Salamanca y Bertrán de Lis, crearon sendas comisiones para que prepararan el arreglo general de la Deuda pública.44 La segunda de aquellas comisiones, presidida por Ramón Santillán, entregó sus conclusiones al Gobierno el 30 de abril de 1849, mostrándose de acuerdo en la necesidad de realizar el arreglo y de que éste redujese el volumen de la Deuda hasta ajustarlo a las posibilidades del presupuesto, pero mostrando su división en lo demás entre dos opiniones.45 La inmediata caída de Manuel Bertrán de Lis del ministerio le impidió dirimir la cuestión entre estos dos dictámenes; pero el trabajo de la comisión pasó a consideración de los ministros siguientes. Los comités de acreedores también se apresuraron a tomar postura en defensa de sus intereses, enviando al Gobierno una memoria en la que planteaban sus condiciones para abrir un proceso de negociación sobre la Deuda.46 Éste fue el panorama que se encontró al desembarcar en el Ministerio de Hacienda Juan Bravo Murillo, que sabía poco de Hacienda en general, pero prácticamente nada de
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Pérez de Anaya (1857), pp. 7-14, Bravo Murillo (1865), p. 44, y Artola (1986), p. 266. Artola (1986), pp. 266-267. Pérez de Anaya (1857), pp. 15-16. RR. DD. de 15-IV-1847 y 11-V-1848. Pérez de Anaya (1857), pp. 16-18. Memoria del 30-VI-1849, reprod. en Bravo Murillo (1850).
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Deuda pública, que era uno de los asuntos más complejos técnica y políticamente. No es de extrañar que no se ocupara del tema inmediatamente, explicando en su informe que el arreglo de la Deuda sería la tercera y última de las fases de un programa general de reforma, que dejaba para más adelante.47 El estímulo para emprender el arreglo le vino a Bravo Murillo de una reunión de los tenedores de bonos españoles en Gran Bretaña, que se celebró el 8 de octubre de 1849; de la reunión salió una petición al Gobierno español para que les pagara lo que les debía, que fue enviada por la Association of British Holders of Spanish Bonds al presidente Narváez. Éste respondió el 17 de noviembre, asegurando que el Gobierno estaba haciendo «incesantes esfuerzos» por mejorar la posición de sus acreedores y que en breve se daría al asunto «una solución satisfactoria». El diputado de la oposición Sánchez Silva acusó al Gobierno de no ocuparse de solucionar el tema de la Deuda con suficiente interés y diligencia; y, como había formado parte de una de las comisiones encargadas de estudiar este tema, no quería que su nombre se viera involucrado en esta actitud hipócrita de un Gobierno que prometía en el extranjero cosas que no estaba dispuesto a cumplir. Estas acusaciones obligaron a Bravo Murillo a hacerse solidario de la palabra dada por el presidente del Consejo, asegurando que estaba al tanto del tema y que se comprometía a aportar en breve esa «solución satisfactoria» en forma de un proyecto de ley de arreglo de la Deuda que presentaría ante las Cortes. Inmediatamente, tuvo que ponerse a trabajar en el tema de la Deuda pública, examinando la documentación disponible y los diversos informes, memorias y proyectos de arreglo que había en el ministerio.48 Bravo Murillo redactó un primer Proyecto de ley en los meses iniciales de 1850, con ayuda del oficial jefe del Negociado de la Deuda pública, Cayetano Cortés. El Consejo de Ministros llegó a aprobar el proyecto, pero no pudo presentarlo a las Cortes, suspendidas desde el 17 de febrero. Para cumplir de alguna manera con la palabra dada a los acreedores extran-
47 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 16-17. 48 Morning Herald y The Times, 27-XI-1849, El Heraldo, 4-XII-1849, DSC-CD, 11 y 12-XII-1849, Pérez de Anaya (1857), pp. 20-22, y Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 17-20.
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jeros y al Congreso, el Gobierno remitió el proyecto a estudio de la Junta Directiva de la Deuda, a la que asoció a varias personas entendidas en la materia.49 Los tipos de la conversión aplicada a cada clase de renta fueron mantenidos en total secreto para evitar movimientos especulativos, dejando Bravo Murillo en blanco el lugar correspondiente en todas las versiones del Proyecto de ley, hasta el momento mismo en que el proyecto fue aprobado por el Consejo de Ministros (18 de abril de 1850) y publicado en la Gaceta de Madrid para conocimiento del público.50 El proyecto de Bravo Murillo seguía en su mayor parte a uno de los dos dictámenes emitidos por la comisión el 30 de abril de 1849, concretamente el del grupo encabezado por Santillán.51 El arreglo que proponía consistía en refundir todos los títulos de la Deuda pública española a Deuda interior consolidada al 3 por 100. Para la conversión de todas las clases de Deuda, no sólo se reducían sus intereses, sino también el capital, en proporciones que iban del 66 al 80 por 100. Para reducir los cupones vencidos y otras clases de deuda se partiría de su valor medio de mercado en el año 1849. Todos los pagos de la nueva deuda al 3 por 100 se domiciliarían en la plaza de Madrid (es decir, que se convertía toda la Deuda en interior). El embajador en París, duque de Sotomayor, fue encargado de dar publicidad al proyecto de arreglo a través de la prensa francesa y británica. Los mercados acogieron con indiferencia el proyecto, ya que las cotizaciones de la Deuda española no experimentaron variaciones relevantes en los días inmediatos a su publicación.52 Pero, en cambio, se sucedieron las reclamaciones de los acreedores británicos, franceses, holandeses y prusianos, cuyos representantes hubieron de ser escuchados por la Junta. El punto central de las protestas de los acreedores estaba en la reducción del nominal de la Deuda consolidada, que estimaban inaceptable por principio.53
49 R. D. de 30-III-1850, y Pérez de Anaya (1857), pp. 24-25. 50 Gaceta de Madrid, 19-IV-1850, reproducido y explicado en Pérez de Anaya (1857), pp. 24-49, y en Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 38-43 y 424-443. 51 Artola (1986), p. 270. 52 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 45-47, donde recoge las cotizaciones entre el 15 y el 24 de abril de 1850. 53 Artola (1986), p. 271.
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El dictamen de la Junta Directiva de la Deuda pública sobre el proyecto del ministro no fue unánime, sino que se dividió de nuevo, esta vez en tres pareceres, enviados al ministerio en noviembre de 1850. Dada esta discrepancia, Bravo Murillo no tuvo tiempo de dilucidar la cuestión antes de su salida del gabinete el 27 de noviembre.54 El dictamen mayoritario de la Junta modificaba el proyecto original en respuesta a las presiones recibidas de los acreedores, que consideraban la propuesta del ministro demasiado lesiva para sus intereses, y que habrían podido frenar su aprobación en las Cortes. Finalmente, Bravo Murillo aceptó estas razones y se sometió al parecer de la Junta, de manera que la Ley de arreglo de la Deuda acabó por no responder exactamente a sus criterios personales en la materia. Efectivamente, la Junta aceptó la pretensión de los acreedores de que no se redujera el capital de la Deuda consolidada, sino sólo sus intereses, alegando «un principio de justicia» y otro de «conveniencia» para no expresar una desconfianza en el futuro que afectara al crédito del Estado. En el proyecto final no se consolidaba toda la Deuda, sino sólo una parte, dado que, si no había reducción en los capitales, la consolidación completa sería demasiado gravosa para el Erario (Bravo Murillo había propuesto consolidarla toda, como se hacía en el voto particular de Alejandro Oliván). Y se mantenían habilitadas para el cobro de intereses de la Deuda española las plazas de Londres y París, que lo habían estado hasta entonces, alegando que la concentración de todo el papel de la Deuda en la plaza de Madrid distorsionaría este mercado y reduciría en él la cotización de la Deuda.55 En definitiva, el proyecto originario de Bravo era una especie de golpe de Estado financiero, que manifestaba su inclinación política autoritaria: el Gobierno se arrogaba la autoridad para desconocer unilateralmente las deudas contraídas, reduciendo por su cuenta el nominal de las mismas a fin de que le resultara más fácil hacerse cargo de unos intereses igualmente recortados. La presión de los acreedores y la posibilidad de que ésta se trasladase hasta las Cortes fue admitida por los técnicos asesores en la materia; y el ministro, que era un recién llegado al mundo de la Hacienda, no se atrevió a seguir adelante con su plan expeditivo. Por tanto, el
54 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 48-62 y 443-452, y Bullón (1950), p. 199. 55 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 36-37 y 56-62.
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arreglo de la Deuda salió adelante, pero moderado por los técnicos y por la negociación, alejándose de la idea originaria de Bravo Murillo. Cuando, dos años después, planteara en términos similares la reforma del régimen constitucional, ya no se sentiría atado a dictamen técnico alguno para actuar con la misma vocación autoritaria. Durante las semanas en que estuvo Seijas Lozano al frente del Ministerio de Hacienda no hizo nada sobre la cuestión de la Deuda, de manera que Bravo Murillo se la encontró donde la había dejado, al regresar al puesto el 14 de enero de 1851. Probablemente fuera su deseo de completar el arreglo de la Deuda lo que llevó a Bravo Murillo a reservarse la cartera de Hacienda cuando se le encargó formar Gobierno. En realidad, al ocuparse simultáneamente de la Presidencia y del Ministerio de Hacienda fue cuando Bravo Murillo pudo comunicar a este proyecto todo el respaldo político necesario, convirtiéndolo en objetivo prioritario del Gobierno.56 El Proyecto de ley definitivo fue presentado al Congreso el 1 de febrero de 1851. Bravo Murillo corrigió su proyecto original de 1850, integrando las recomendaciones de la Junta de la Deuda, como ya se ha dicho. Pero corrigió también otros aspectos, que muestran el cambio de talante político que separaba al Gobierno Narváez de este Gobierno del ala derecha del moderantismo: para la extinción de la Deuda amortizable se había pensado en aplicar los bienes nacionales procedentes de la desamortización eclesiástica; pero en la coyuntura de 1851, Bravo Murillo prefirió buscar los recursos en otra parte, ya que los bienes no vendidos de la desamortización iban a ser devueltos a la Iglesia en virtud del Concordato que se firmaría en aquel mismo año. En el Congreso se formó una comisión que tardó dos meses en dictaminar sobre el proyecto. Durante el posterior debate en el pleno, el diputado Millán Alonso (miembro de la comisión) defendió su voto particular contrario a la Ley, afirmando que el Estado no disponía de recursos financieros para hacer viable el arreglo. Y el mismísimo Alejandro Mon se unió a esa postura, defendiendo el aplazamiento indefinido del arreglo. La irrupción de Mon en el debate dio a éste una significación adicional, más política que propiamente hacendística, escenificando en sede parlamenta-
56 Bullón (1950), pp. 199-200, y Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, p. 2.
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ria la fractura que se acababa de abrir en el Partido Moderado. Manuel Bermúdez de Castro y otros diputados se unieron al voto particular, amenazando con movilizar al grueso del moderantismo contra Bravo Murillo a propósito del arreglo de la Deuda.57 En esta situación, y con el temor de verse en minoría ante unas Cortes de su propio partido, «el no de Negrete» fue un mero pretexto de Bravo Murillo para disolver las Cortes y fabricarse otras con las que pudiera sacar adelante su programa de Gobierno. Porque, efectivamente, fue durante la discusión del Proyecto de ley de arreglo de la Deuda pública cuando se produjo «el no de Negrete», célebre episodio parlamentario en el que un miembro del Gobierno —el ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, el anciano Santiago Fernández Negrete— votó en votación nominal en contra de sus compañeros de gabinete (en una cuestión formal, pero relevante, como era la prórroga de una sesión para terminar de discutir el voto particular de Millán Alonso). El revuelo que aquello provocó hizo al presidente del Congreso levantar inmediatamente la sesión; y a Bravo Murillo remodelar su gabinete y disolver las Cortes convocando nuevas elecciones.58 Las elecciones del 10 de mayo de 1851 le suministraron a Bravo Murillo una holgada mayoría parlamentaria, con la que pudo sacar adelante su proyecto de arreglo de la Deuda pública. El trámite parlamentario volvió a iniciarse, siendo dictaminado el proyecto con rapidez por una comisión dirigida por un hombre de confianza de Bravo Murillo, como era José Sánchez Ocaña. El 13 de julio ya estaba aprobado el proyecto en el Congreso, el 26 en el Senado, y la reina pudo sancionar la Ley el 1 de agosto. En definitiva, la Ley de 1 de agosto de 1851 y el Reglamento de 17 de octubre, por los que se hizo el arreglo de la Deuda pública, hacían realidad la simplificación barajada en todos los proyectos anteriores en torno a la renta consolidada al 3 por 100 —única que no se tocaba en el arreglo—, pero sin llevarla hasta sus últimas consecuencias. La esencia del arreglo consistía en reducir la Deuda pública a unas dimensiones y características tales que permitieran de forma realista el pago futuro de la misma, teniendo en cuenta las 57 DSC-CD, 3-IV-1851, Artola (1986), p. 272, Bullón (1950), p. 205, y Santillán (1996), pp. 350-353. 58 DSC-CD, 5-IV-1851.
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posibilidades del Tesoro. Sin duda, los acreedores del Estado cobrarían menos de lo que en su momento se les había prometido, pero a cambio adquirían la seguridad de cobrar algo, frente a la incertidumbre —o la certidumbre de no cobrar nada— en que se les tenía hasta entonces. Y todas las conversiones para lograrlo se hacían con carácter voluntario. Los pasivos públicos quedaban clasificados en tres bloques: Deuda del Estado, del Tesoro y de Obras Públicas.59 La Deuda del Estado se dividía en perpetua y amortizable. La primera de ellas, la Deuda perpetua, estaría compuesta por la vieja Deuda consolidada al 3 por 100 y la ahora llamada Deuda diferida, cuya conversión plena en consolidada al 3 se aplazaba hasta 1870, en un proceso gradual durante el cual cobrarían intereses menores, empezando por el momento con un 1 por 100, que se incrementaría paulatinamente después. Esta Deuda diferida incluía los títulos de Deuda consolidada al 4 y al 5 por 100, así como los intereses vencidos y no pagados de todos los títulos de Deuda consolidada; en estos últimos se hacía una reducción de la mitad; y en la renta al 4 por 100 se reducía el nominal en un quinto. De este modo, en un plazo de veinte años toda la Deuda pública española quedaría convertida en un único tipo de títulos de Deuda consolidada con intereses al 3 por 100, lo que exigía un proceso gradual de amortización de las demás clases de Deuda. La Deuda amortizable procedía de varias clases de Deuda no consolidada. Se dividía en dos clases: la amortizable de 1.ª clase procedía de la Deuda corriente a papel, Deuda provisional y vales no consolidados; y la amortizable de 2.ª clase, de la Deuda sin interés, Deuda pasiva exterior y Deuda diferida exterior. Ninguna de las dos devengaba intereses, pero constituían un tipo de Deuda que había de ser reembolsada mediante subastas mensuales, con cargo a provisiones del presupuesto. Para la amortización de este tipo de Deuda se allegaban recursos procedentes de la venta de baldíos y fincas del Estado, la renta de foros, la renta del 20 por 100 de propios, más 12 millones de reales procedentes del presupuesto ordinario. La cantidad sobrante cada año del presupuesto destinado al pago de los inte-
59 Según el análisis de Comín y Vallejo (2002), p. 513. Para la descripción del arreglo, completo sus informaciones con mi propio análisis de la Ley y con el resumen del jefe del negociado de la Deuda Pública del Ministerio de Hacienda en aquel momento, Pérez de Anaya (1857), pp. 196-204 y 277-278.
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reses —por no haberse presentado al pago algunos títulos— se destinaría también a la amortización de la Deuda diferida. Lo que distinguía la Deuda amortizable de 1.ª y de 2.ª clase era que esta última era de mayor volumen y, por lo tanto, tenía menos probabilidades de ser amortizada, dado que los recursos presupuestarios para este fin se dividían al 50 por 100 entre las dos clases. La Deuda del Tesoro formalizaba los débitos pendientes desde 1828. Se dividía en deudas de personal (procedentes de pensiones y sueldos impagados) y deudas de material (procedentes de libranzas, cartas de pago y otros documentos de pago no debidos a asignaciones de personal, y que devengarían un interés del 3 por 100 si se reclamaba su abono en un plazo de cuatro meses). Este tipo de Deuda sería pagada con billetes del Tesoro al 3 por 100, hasta un máximo de 10 millones de reales, cantidad prevista al efecto en el presupuesto de aquel año. Los remanentes de la partida presupuestaria destinada a pagar los intereses de tales billetes se destinarían a su gradual amortización. También se ofrecía a los acreedores la posibilidad de cambiar los billetes por Deuda consolidada al 3 por 100. En lo sucesivo, las Cortes fijarían el máximo al que podría ascender la Deuda flotante cada año. A la Deuda de personal del Estado se le dedicó luego un decreto específico, en el cual se ordenaba proceder a la liquidación de tales deudas a lo largo del año 1852, destinando la cantidad anual de 20 millones de reales para la compra en pública subasta de los billetes negociables entregados a los acreedores.60 Por último, la Deuda de Obras Públicas era de volumen menor y de carácter finalista. Quedaba al margen de la conversión de 1851 la Deuda procedente de tratados internacionales. Bravo Murillo intentó acabar con este tipo de deudas del Estado español con Gobiernos extranjeros, aunque no pudo hacerlo en su totalidad: se solventaron las deudas con Gran Bretaña y Suecia; pero quedaron pendientes de solución las de Estados Unidos, Dinamarca y Francia. Como había recomendado la Junta para dar satisfacción a los acreedores extranjeros, se estableció que los intereses de la Deuda española se podrían percibir en Londres y París; pero se añadió «por ahora», salvando
60 R. D. de 18-XII-1851.
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así la intención de Bravo Murillo de concentrar en el futuro todos los pagos de la Deuda exterior en la plaza de Madrid. El primer resultado positivo del arreglo fue que se reanudó el pago de los intereses de la Deuda, interrumpido desde 1836. Las previsiones de la Ley fueron cumplidas en general, aplicándose el arreglo de la Deuda pública sin grandes problemas al menos hasta 1854. La mayoría de los tenedores de títulos se acogió voluntariamente a la conversión, lo que en cierto modo puede tomarse por una aceptación de las condiciones de la misma: al menos los poseedores de Deuda consolidada exterior acudieron en masa a la conversión; no así la consolidada interior, de la que quedó un residuo en títulos antiguos entre el 13 y el 15 por 100, según la clase. El volumen de Deuda de todo tipo que se amortizó en los años siguientes fue mucho mayor de lo esperado, por encontrar los acreedores ventajosas las condiciones que se les ofrecían para amortizar el principal de su Deuda; en especial, Bravo Murillo llegó a un acuerdo de amortización de Deuda consolidada con la casa Ardouin de París, que tenía una gran masa de valores españoles. El peso de la Deuda se redujo espectacularmente, de 16.635 millones de reales que importaba a finales de 1849 a 9.600 millones a finales de 1852 (un 57 por 100); los intereses, que bien es cierto que no se estaban pagando, rondaban teóricamente los 336 millones de reales a finales de 1849, mientras que después del arreglo, a finales de 1852, habían quedado reducidos a 142 millones (un 42 por 100). Fue una solución drástica, que redundó en alivio de la Hacienda española, al tiempo que simplificó el abigarrado panorama de la Deuda pública. Quedaba, sin embargo, como problema principal la escasez de los recursos previstos para amortizar Deuda: en torno a unos 20 millones de reales para una Deuda amortizable cercana a los 424 millones.61 La historiografía ha tendido a cargar las tintas en la crítica contra el arreglo de Bravo Murillo: se ha dicho que fue una declaración de insolvencia que sólo consiguió una mejoría provisional de la situación de la Hacienda, pero que a largo plazo no resolvió los problemas estructurales y, en cambio, dificultó y encareció el crédito para el Estado español y frenó la entrada de capitales extranjeros.62 Pero hay que tener en cuenta que aquel arreglo se 61 Pérez de Anaya (1857), p. 197, y Artola (1986), pp. 275-277. 62 Piernas Hurtado (1900-1901), Nadal (1975), Tortella (1981), Artola (1986), Comín y Vallejo (2002)…
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hizo bajo la presión de los acreedores, especialmente los británicos, y que sin duda ello influyó en los resultados, que no fueron todo lo positivos que Bravo Murillo habría deseado. Si el arreglo final no tuvo toda la coherencia que Bravo Murillo le había querido dar a su proyecto inicial, fue porque éste quedo desvirtuado a su paso por las sucesivas comisiones técnicas, en donde los acreedores hicieron sentir su fuerza. Aun así, los acreedores no se dieron por satisfechos, y eso fue lo peor del arreglo, porque cerró las puertas del mercado de capitales para el Estado español. La valoración que hicieron los mercados del arreglo de la Deuda fue desigual: el mercado español la valoró positivamente, a juzgar por las cotizaciones de la Bolsa de Madrid, que crecieron de manera importante. Los mercados exteriores, en cambio, la valoraron peor. La Association of British Holders of Spanish Bonds, que fue la más combativa, levantó un acta notarial declarando que aceptaba el arreglo, ya que no se le dejaba alternativa, pero que hacía constar su protesta solemne por la quita en los intereses ya vencidos y no pagados. Las Bolsas de Londres y París «castigaron» al Tesoro por el arreglo, excluyendo a la Deuda pública española de la cotización.63 La cuestión se mantuvo así hasta que en 1867 García Barzanallana convirtió en Deuda consolidada al 3 por 100 toda la Deuda diferida, la amortizable y los cupones vencidos, atendiendo las reclamaciones de los acreedores extranjeros, con lo que éstos acababan haciendo valer sus intereses.64 Una vez retirado de la política, Bravo expresó en 1865 su amargura porque su arreglo de la Deuda hubiese quedado desvirtuado por las disposiciones que adoptaron gabinetes posteriores, refiriéndose especialmente a los de la Unión Liberal: En cuanto a las consecuencias que, en mi sentir, debió producir la ley, a las disposiciones que en virtud de ella hubiera sido, a mi juicio, conveniente adoptar y en las cuales yo meditaba, se han adoptado las contrarias a mis cálculos, a mis propósitos […]: se comprenderá que no pueda pensar en la cosa pública sin grande amargura de mi corazón.65
En cualquier caso, el arreglo fue un paso histórico para estabilizar la Hacienda española, terminando con quince años de suspensión de pagos
63 Larraz (1952), pp. 89-91. 64 Comín y Vallejo (2002), p. 515. 65 Bravo Murillo (1863-1874), vol. III, pp. 2-3.
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y dando paso a una cierta normalización, en la cual se pudo consolidar la reforma tributaria de Mon, se pudo continuar con el proceso de despliegue administrativo del Estado de los moderados y se pudieron desarrollar las políticas expansivas de la Unión Liberal. Y todo esto se hizo, además, mediante un arreglo negociado con los acreedores, y no mediante una conversión unilateral forzosa.
5.
La reforma del Banco de San Fernando
Otro capítulo, tan relevante como polémico, de la labor de Bravo Murillo en el Ministerio de Hacienda fue su reforma del Banco de San Fernando.66 Durante su estancia en el Ministerio de Hacienda en 1848-49, Alejandro Mon había realizado una reforma del Banco de San Fernando destinada a resolver la aguda crisis monetaria planteada en aquel año. La crisis, provocada por la depreciación del papel moneda, se solucionó aportando liquidez al Banco para que pudiera hacer frente a la demanda masiva de conversión de billetes, y con varias medidas más que restablecieran la confianza; pero Mon aprovechó la ocasión para reformar el banco del Estado siguiendo el modelo introducido en Inglaterra por Peel cinco años antes.67 Había transcurrido poco más de un año desde la reforma bancaria de Mon cuando Bravo Murillo, que le sucedió en el Ministerio de Hacienda, realizó una nueva reforma del Banco de San Fernando en 1851.68 La iniciativa de la reforma partió del propio Banco, que se dirigió al ministro un mes y medio después de ser nombrado, recordándole que la Ley de 1849 aún no había sido aplicada.69 En respuesta, Bravo Murillo dictó tres decretos que aplicaban parte del contenido de la Ley de Mon de 1849: mandaba amortizar los billetes que excedieran del máximo de 100 millones de
66 Asunto tratado por Santillán (1865), vol. 2, pp. 5-37, y ampliamente discutido en las Cortes (DSC-CD, 8, 10 y 11-XI-1851). Seguimos en este punto a esas dos fuentes, y los análisis de Tedde (1999), pp. 239-251, y Comín y Vallejo (2002), pp. 376-403. 67 Ley de Reorganización del Banco de San Fernando de 4-V-1849. 68 Ley de 15-XII-1851, que Comín y Vallejo (2002) han calificado de contrarreforma bancaria (pp. 339 y 376). 69 Carta de la Junta de Gobierno del Banco de San Fernando a Bravo Murillo de 29-IX-1849, cit. por Tedde (1999), p. 235.
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reales en circulación previstos por la Ley; constituía los nuevos órganos de Gobierno; y nombraba gobernador a Ramón Santillán.70 Bravo Murillo hizo gobernador del Banco a Santillán para tener a una persona de su confianza en este puesto clave: necesitaba contar con la colaboración del Banco para sus planes inmediatos de lucha contra el déficit y de arreglo de la Deuda pública, en los que una actitud hostil o reticente del Banco podía introducir graves dificultades. Poco después de acceder Santillán al cargo de gobernador, planteó al Gobierno la necesidad de reformar la Ley del año anterior y propuso las líneas maestras de la reforma que después convertiría en Ley Bravo Murillo.71 En realidad, todos los proyectos relevantes que impulsó Bravo Murillo mientras fue ministro de Hacienda fueron inspirados por Santillán; la peculiaridad de la reforma del Banco de San Fernando reside en que en este caso Santillán no le asesoró desde ninguna comisión técnica reunida al efecto —como en la reforma de la Administración y Contabilidad, o en el arreglo de la Deuda—, sino desde el cargo de gobernador del propio Banco. Esto plantea la delicada cuestión de la colusión entre los intereses del Banco —que era una compañía privada— y los del Estado —que Bravo Murillo estaba llamado a defender desde el Gobierno. Efectivamente, la nueva Ley que se sancionó el 15 de diciembre de 1851 alteraba sustancialmente las previsiones de la anterior, siguiendo de cerca las recomendaciones de Santillán y del propio Banco afectado. En primer lugar, reducía el capital del Banco de San Fernando a 120 millones de reales, una vez comprobado que no se cumplía la ampliación a 200 millones prevista en la Ley de 1849; no obstante, se dejaba abierta la puerta para que el Gobierno decretara en el futuro la ampliación hasta esos 200 millones, cuando lo aconsejaran las «necesidades del comercio». La ampliación ordenada en 1849 habría obligado a los accionistas a desembolsar una inversión adicional, en forma de dividendos negativos por las pérdidas de años anteriores; como jurista, Bravo Murillo comprendía que tal disposición iba en contra del principio de responsabilidad limitada, y Santillán le hizo llegar la actitud de los accionistas, que no estaban dispuestos al sacri-
70 RR. DD. de 7-XII-1849. 71 Dictamen presentado al Consejo de Gobierno del Banco de San Fernando en 14-X-50, cit. por Tedde (1999), pp. 243-244.
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ficio que se les pedía. Dado que legalmente no se les podía obligar al desembolso, las alternativas disponibles para el Gobierno eran, o bien la desaparición del Banco, o bien esta adecuación de su capital nominal a los recursos de los que efectivamente disponía (una vez descontada la autocartera en la que se habían materializado las pérdidas por operaciones con insuficiente garantía de años anteriores). En segundo lugar, la Ley de 1851 ampliaba el tope de las emisiones de billetes a 120 millones de reales, una vez pasada la situación de emergencia que aconsejó a Mon limitarlas a 100 millones en 1849. Para el futuro, la Ley atribuía al Ministerio de Hacienda —y no a las Cortes— la competencia de fijar tanto el tope de las emisiones de billetes como el volumen del capital del Banco. Por último, la Ley de Bravo Murillo eliminó la división del Banco en dos departamentos independientes, uno de emisión y otro de descuento. Mon había impuesto esta separación para dar mayor fiabilidad a los billetes emitidos, al quedar respaldados por un encaje obligatorio del departamento de emisión, que el banco no podría tocar para otras operaciones, y que hacía a los billetes convertibles en metálico. Esto, sin embargo, reducía la rentabilidad del Banco, al dejar inmovilizadas en el departamento de emisión buena parte de sus reservas. Bravo Murillo reunificó el Banco y sus reservas, eliminando el departamento de emisión. La aceptación de estas propuestas desde el Gobierno por Bravo Murillo precisa de una explicación, dado que la materia había sido regulada por una Ley aprobada en Cortes muy poco tiempo antes, y además a propuesta de un Gobierno del que formaba parte el propio Bravo Murillo como ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas. De hecho, Bravo seguía perteneciendo —cuando Santillán le propuso la reforma— al mismo gabinete presidido por Narváez, del cual tan sólo había cambiado el titular de Hacienda. Esto explica que no pudiera impulsar la nueva reforma del Banco hasta que accedió a la Presidencia del Consejo de Ministros en enero de 1851.72 ¿Por qué empeñarse en aquella reforma? En primer lugar, porque en realidad fue Bravo Murillo quien, al suceder a Mon en el Ministerio de Hacienda, tuvo que poner en práctica la Ley
72 Comín y Vallejo (2002), p. 379.
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impulsada por su predecesor, ya que Mon, aunque permaneció en el cargo hasta el 19 de agosto de 1849, no hizo nada por aplicar la Ley desde que se aprobara el 4 de mayo. Fue, por lo tanto, Bravo quien asumió que, más allá del acierto teórico de algunas de las ideas copiadas por Mon del Banco de Inglaterra, sus disposiciones no eran fáciles de cumplir y requerían una consideración más realista del contexto español y de las circunstancias del momento. Los aspectos de la Ley que se podían cumplir fueron inmediatamente puestos en práctica por Bravo Murillo mediante los decretos del 7 de diciembre; pero algunos otros aspectos, entre ellos los más importantes, no estaba en manos del Gobierno el cumplirlos o no. La «contrarreforma» de 1851 —si se la quiere llamar así— venía inspirada por un criterio de realismo, al corregir disposiciones que el Banco no podía o no quería cumplir, en un intento de Bravo Murillo de congraciarse con el banco del Estado, cuyos servicios necesitaba en forma de préstamos y adelantos. De hecho, al banco no le gustaba la Ley de Mon, y haber insistido en su cumplimiento estricto hubiera abierto un período de enfrentamiento. Con su reforma Bravo Murillo pretendía, además, poner en manos del ministro de Hacienda los instrumentos necesarios para hacer una política monetaria, dentro de una concepción del Estado que pasaba por concentrar la capacidad de decisión en manos del Gobierno. La pretensión de Mon, en cambio, había sido reducir la discrecionalidad del Ministerio, pasando a las Cortes algunas competencias fundamentales, como la de fijar el volumen de las emisiones de billetes o la cuantía del capital del Banco. Todo ello, además de chocar con la concepción antiparlamentaria del Estado que tenía Bravo, habría reducido el margen del Gobierno para hacer una política monetaria en función de la coyuntura. Por otra parte, la Ley de 1849 había sido concebida para resolver la crisis monetaria desencadenada el año anterior. Algunas de sus disposiciones no respondían a las necesidades de la economía y del Estado a largo plazo, sino a la urgencia de superar una situación crítica, y sirvieron razonablemente bien para ese fin; pero, una vez que ayudaron a superar la crisis, tales medidas dejaban de tener sentido, y había que aprobar una Ley con más visión de futuro. En esto se centraba la discrepancia entre los dos hacendistas del Partido Moderado, pues Bravo Murillo consideraba la Ley de 1849 como un expediente de emergencia ante la crisis monetaria de 1848, y estimaba que, superada la crisis, ya se podían levantar algunas medidas restrictivas que se habían impuesto a la actividad del Banco; en
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cambio, Mon concebía «su» Ley de 1849 como una obra perdurable y una pieza definitiva del sistema monetario y financiero español. Hay que recordar también que el modelo administrativo de referencia para los moderados venía siendo el de Francia desde que accedieron al poder en 1844. La introducción en el mismo de una pieza tan relevante como era el banco del Estado, tomándola del modelo inglés, constituía una anomalía que rechazaban los principales inspiradores de la construcción del Estado en aquellos momentos, como eran Santillán o el propio Bravo Murillo. Por último, para entender la polémica en torno a las reformas cruzadas del Banco de San Fernando que hicieron Mon y Bravo Murillo, hay que tener en cuenta que detrás latía una cuestión esencialmente política, como era la disputa de ambos por suceder a Narváez en el liderazgo del Partido Moderado. La airada reacción de Mon y de Pidal en las Cortes contra el Proyecto de ley de Bravo Murillo demuestra que, aparte de las convicciones de cada uno sobre cuál fuera la ordenación bancaria más conveniente, se dirimía también esta cuestión del liderazgo, en la que Pidal y Mon representaban al grupo centrista del Partido Moderado, mayoritario en el Congreso, mientras que Bravo contaba con el respaldo de la Corona y aspiraba a alcanzar la hegemonía política en el partido desde su ala derecha. Los partidarios de Bravo Murillo acusaban a Mon de actuar movido por la vanidad al ver desmantelada su Ley del 49, y por los celos de ver ascender políticamente a Bravo; mientras que los partidarios de Mon acusaban a Bravo Murillo de actuar movido por intereses espurios, al dar forma de Ley a las pretensiones de una sociedad privada.73 Curiosamente, uno de los que acusaron a Bravo Murillo de actuar al servicio de los intereses del Banco de San Fernando y de sus accionistas, ya durante el debate parlamentario de la Ley, fue Pedro José Pidal, que —él sí— era accionista del Banco y había votado en su asamblea las medidas que lo hicieron entrar en crisis en 1848.74 Bravo Murillo, en cambio, no obtuvo nada del Banco a cambio de plasmar sus demandas en la Ley: ni siquiera la actitud de colaboración con el Gobierno que esperaba. Las relaciones con el Banco de San Fernando fueron un continuo quebradero de 73 DSC-CD, 8-XI-1851, y Comín y Vallejo (2002), p. 377. 74 Dicurso de Mier en DSC-CD, 22-XI-1851.
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cabeza para Bravo Murillo mientras fue ministro de Hacienda. Aprobada la Ley en diciembre de 1851, se encontró con que Santillán y los accionistas del Banco adoptaban una postura reticente en defensa de sus intereses. En junio de 1852, el Banco exigió que se le pagaran los mismos intereses que a los bancos privados por su intervención en los giros del Tesoro sobre plazas extranjeras, algo que Bravo Murillo no estaba dispuesto a aceptar, entendiendo que el Gobierno ya compensaba al Banco con otros privilegios que le tenía concedidos, como el servicio de la Deuda o las letras sobre provincias.75 Aquel conflicto llevó a Bravo Murillo a retirar al Banco de San Fernando el servicio de la Deuda pública y a crear la Caja General de Depósitos en 1852, demostrando que estaba dispuesto a defender los intereses del Estado a toda costa. Aunque el «castigo» al Banco de San Fernando sólo se mantuvo durante el segundo semestre del año 52, la creación de la Caja General de Depósitos fue una medida más duradera.76 Se trataba —una vez más— de una institución importada de Francia: una caja única de propiedad gubernamental, en la que centralizar todos los depósitos administrativos y judiciales hasta entonces dispersos, y en la que también se admitían depósitos de particulares. De ella esperaba obtener Bravo Murillo préstamos para el Gobierno a un interés moderado, librándolo de los banqueros particulares. La Caja funcionó como su fundador había previsto, recibiendo abundantes recursos privados en un primer momento, y sirviendo fielmente a los intereses del Ministerio de Hacienda, del que dependía. Y subsistió hasta la Revolución de 1868, tras pasar por un período de crisis en los años, también revolucionarios, de 1854-56.77
6.
Un hombre de ideas: del pensamiento a la catástrofe
Como ya hemos dicho, Bravo Murillo no tenía una especialización previa en cuestiones hacendísticas: la adquirió en el desempeño de sus cargos y como corolario de su formación jurídica. Sus primeros discursos sobre temas hacendísticos no iban más allá de mostrar su oposición a la 75 Comín y Vallejo (2002), p. 402. 76 R. D. de 29-IX-1852. 77 Gonzalo (1981).
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desamortización eclesiástica78 y repetir lugares comunes de la cultura política de la época, como la insistencia en las economías y en el equilibrio presupuestario. En el informe que redactó para el Consejo de Ministros al poco de ser nombrado ministro de Hacienda resumió su doctrina ortodoxa pura, propia de un recién llegado al ramo: El principio fundamental, el que debe presidir a todo arreglo de la Hacienda pública, consiste en que los gastos se nivelen con los ingresos, o lo que es lo mismo, que los presupuestos del Estado sean una verdad. De este modo se pueden calcular de antemano los servicios que han de cubrirse; la nación se halla mejor servida y a mejor precio; cesa la ansiedad de los que perciben haberes del Tesoro, porque su suerte es menos precaria; el gobierno puede exigir de los funcionarios el exacto cumplimiento de sus deberes, y el crédito público adquiere un incremento inmenso, porque se sabe entonces que hay recursos bastantes para cumplir las obligaciones nacionales. Por otra parte es preciso mantener constantemente este nivel, y para que así sea, si ocurriere un gasto extraordinario, ha de cubrirse por un medio también extraordinario, sin tocar jamás el presupuesto ordinario.79
Luego explicaba que sus prioridades al llegar a ese Ministerio eran las economías y la reorganización administrativa del ramo. Dado que no tenía formación ni experiencia previas en materia financiera, Bravo Murillo actuó en gran parte de forma intuitiva y pragmática, remitiéndose a sus principios políticos generales y al sentido común, más que a doctrinas hacendísticas o económicas que le eran ajenas. En materia de Deuda pública, que fue donde más destacó su acción como ministro, rechazó expresamente cualquier doctrina teórica sobre lo justo o lo injusto, dando prioridad a las posibilidades prácticas de pago por parte del Estado. Rechazó la opinión de quienes consideraban sagradas las obligaciones contraídas por el Estado en el pasado, hasta el punto de no encontrar otra forma de satisfacerlas que cumplir en su integridad las deudas nominales tal como fueron contraídas en su momento.80 Entendió que la justicia del arreglo no podía medirse por el quebranto producido en la conversión del nominal de los títulos, ya que ese quebranto se había producido ya en gran parte por la pérdida de valor de los títulos en el mercado a
78 DSC-DC, 11-VI-1840; «La desamortización», en Bravo Murillo (1863-1874), vol. I. 79 Informe de 29-VIII-1849, reprod. en Bravo Murillo (1865), pp. 51-52. 80 Exposición de motivos del primer anteproyecto de arreglo, aprobado por el Consejo de Ministros el 18-IV-1850 y publicado en la Gaceta en 19-IV-1850.
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lo largo del tiempo; y que, de hecho, los títulos habían ido pasando de mano en mano y sus poseedores actuales quizá los habían adquirido a un precio muy inferior al valor nominal. La necesidad de garantizar a los acreedores el cobro de sus deudas había de conciliarse con la necesidad de mantener permanentemente equilibrado el presupuesto del Estado, dos aspectos de la cuestión vinculados a principios igualmente elevados, por lo que el único arreglo aceptable sería el que ajustase exactamente los compromisos de pagos futuros a las previsiones realistas de recursos disponibles para hacerlo sin incurrir en déficit.81 La falta de formación previa en materia de Hacienda explica también que se echara en brazos de un asesor universal, como fue para él Ramón Santillán. Santillán fue uno de esos empleados del Estado de la época moderada, mitad técnicos y mitad políticos, que tenían una clara visión del Estado que querían construir, y que orientaron el proceso de despliegue administrativo y financiero del Estado español de manera continua, mediante su presencia en múltiples comisiones, juntas y consejos asesores, aparte de sus responsabilidades directas en cargos de decisión. Santillán tenía toda la experiencia y los conocimientos que le faltaban a Bravo Murillo en materia de finanzas, y eso es lo que explica que entablaran una colaboración tan fructífera: había sido ministro de Hacienda dos veces (en 1840 y 1847), había sido el principal colaborador de Mon en el primer arreglo de la Deuda pública (el de 1844) y en la preparación de la reforma tributaria de 1845, y era un personaje fijo de todas las comisiones técnicas sobre temas de Hacienda en la década de 1840. Bravo Murillo lo utilizó en las comisiones de administración y contabilidad y de Deuda pública. Y en 1849 lo hizo gobernador del Banco de San Fernando, cargo que ocupó hasta su muerte en 1863, un período crucial en el cual, entre otras cosas, el Banco fue saneado y se transformó en Banco de España. Si de las ideas hacendísticas pasamos a las ideas políticas propiamente dichas, encontramos a un Bravo Murillo mucho más seguro y menos necesitado de asesores. Con su amigo Donoso Cortés —a quien podríamos considerar lo más parecido a un asesor en el plano ideológico—, Bravo Murillo se situó desde finales de los años treinta en el ala derecha del Par-
81 Discurso de Bravo Murillo, en DSC-CD, 12-XII-1849, y Pérez de Anaya (1857), pp. 22-23.
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tido Moderado. Aquel pequeño grupo se caracterizaba por ser partidario de un poder estatal fuerte y concentrado, por ser firmemente monárquico y partidario de una Corona con poder real (no mero árbitro o símbolo), y por su tendencia al autoritarismo gubernamental en detrimento del Parlamento y de las libertades. Pero ni Bravo Murillo ni sus compañeros de viaje franquearon la línea que les separaba de los absolutistas: siempre se consideró un liberal; aunque un liberal que daba la revolución por terminada con la aprobación de la Constitución de 1845 y que se instalaba en posiciones conservadoras, al postular que los objetivos perseguidos ya sólo eran los relacionados con la mejora de la administración y el fomento de la riqueza (punto de vista que, por cierto, compartían muchos moderados). Bravo Murillo participó de un cierto sentido del progreso, muy propio del positivismo de mediados del XIX, que no era incompatible con este conservadurismo político y social. Ese sentido del progreso confiaba sobre todo en la ciencia, la técnica y el crecimiento económico como motores de modernización; los ingenieros y los ferrocarriles eran dos piezas centrales de esa construcción teórica, tan cercana a los discípulos de Auguste Comte y a los admiradores de Luis Napoleón Bonaparte. Bravo era ministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas durante los acontecimientos revolucionarios que sacudieron a Francia y a toda Europa en 1848; frente a la agitación de las «pasiones» políticas e ideológicas de aquel momento, él ofrecía desde su estratégico departamento administrativo una receta de orden y progreso basada en las realizaciones materiales. El ferrocarril se le presentaba como el símbolo de la modernidad, capaz por sí mismo de extender el progreso bien entendido a toda la nación, al tiempo que facilitar el control del territorio y del orden público por las autoridades. En definitiva, el ideario político de Bravo Murillo se podría resumir en el binomio administración y ferrocarriles, que compartía con muchos otros políticos de mediados del siglo XIX impregnados del espíritu del positivismo y del ideario liberal-conservador. Este ideario, trasunto concreto del abstracto orden y progreso de Comte, se extendió por todo el sur de Europa y América Latina en torno a 1848, presentándose como la alternativa constructiva a la revolución y sus utopías. Precisamente fue después de ver a Europa sacudida por las revoluciones del 48 cuando Bravo Murillo empezó a defender posiciones políticas que iban más allá de la mera conservación del orden establecido, y que apuntaban a una involución de carácter autoritario. En los años cincuen-
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ta hizo explícito su ideario político, diciendo que quería una monarquía con Cortes, pero con un trono fuerte y respetado. También sostuvo el carácter sagrado e inviolable de la propiedad —creada por Dios como cimiento de la sociedad— y alertó sobre la grave amenaza revolucionaria del socialismo, dispuesto a destruir, junto con la propiedad, a la sociedad misma. Por ello, proponía una política de resistencia contra todo atisbo de socialismo (como el que creía ver en los atentados terroristas de cualquier origen que se producían en Europa) y la formación de una coalición de Gobiernos de orden para hacer frente a dicha amenaza (una especie de reedición de la Santa Alianza); la misión de ese pacto, lejos de toda ambigüedad, sería «reprimirlos [a los «perturbadores del orden social»] con mano fuerte».82 Para llevar tales ideas a la práctica, Bravo Murillo necesitaba obtener todo el poder como presidente del Consejo de Ministros, y efectivamente lo obtuvo entre el 14 de enero de 1851 y el 14 de diciembre de 1852. Sólo así podría completar la labor de reformas que había iniciado siendo ministro, completando medidas que le importaban tanto como el arreglo de la Deuda pública o la reforma de Banco de San Fernando. Sin embargo, la forma en que llegó a la Presidencia le hipotecó para su acción de gobierno posterior, ya que la operación fue promovida por un movimiento del ala derecha del moderantismo, que consideró llegado el momento de romper con la postura «centrista» del grupo nucleado por Narváez. Actuó como portavoz de esta «rebelión» Juan Donoso Cortés, quien acusó al Gobierno de caer en la corrupción y de desentenderse de la regeneración moral y religiosa del país.83 La rebelión prosperó gracias al apoyo de la reina y de círculos ultracatólicos preocupados por el estancamiento de la negociación del Concordato con la Santa Sede en torno a la cuestión de los bienes desamortizados. En términos generales, el paso de Bravo Murillo por la jefatura del Gobierno dejó un balance muy positivo de realizaciones duraderas. Fue Bravo Murillo quien creó un ministerio específico para dirigir las obras públicas y el fomento de los intereses materiales. Para conseguirlo, pasó las
82 Discurso como presidente del Congreso, en DSC-CD, 30-I-1858, reprod. en Bravo Murillo (1858). 83 DSC-CD, 30-XII-1850.
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competencias de Instrucción Pública al Ministerio de Gracia y Justicia, convirtiendo la antigua Secretaría de Estado y del Despacho de Comercio, Instrucción y Obras Públicas en Ministerio de Fomento. Al mismo tiempo, cambió oficialmente la denominación de las llamadas hasta entonces secretarías de Estado y del Despacho por la de ministerios, que se mantiene hasta nuestros días.84 Una de las características que definieron el Gobierno de Bravo Murillo fue la continuación y culminación de líneas de actuación que él mismo había iniciado como ministro de Narváez en las dos carteras que había ocupado con anterioridad: la de Hacienda (completando el arreglo de la Deuda, como vimos) y la de Fomento (impulsando la traída de aguas a Madrid por el Canal de Isabel II y una política de ferrocarriles basada en el control estatal de este nuevo medio de transporte).85 Los logros fueron abundantes: el 10 de febrero de 1851 se inauguró el ferrocarril de Madrid a Aranjuez, embrión de la red radial concebida por Bravo; y el 11 de agosto se inauguraron las obras de captación de las aguas del Lozoya para ser canalizadas hasta Madrid. También hay que anotar en el haber de Bravo Murillo el Decreto de empleados públicos de 1852, que reguló esta materia por vez primera y que, a pesar de haber sido concebido con carácter provisional, se convirtió en una pieza clave de la Administración del Estado hasta 1918. Aquel decreto respondía a la idea de Bravo Murillo de formar una Administración pública apolítica y profesional, acabando con la costumbre de renovar todo el funcionariado con cada cambio de Gobierno.86 Sin embargo, la forma en que Bravo Murillo había llegado al poder, aupado por una conspiración palaciega de la camarilla ultracatólica, le obligó a responder a las reclamaciones religiosas y políticas de Donoso y los suyos, lo que al cabo daría al traste con la experiencia y con el poder del partido mismo, al inclinar a Bravo hacia la reforma del sistema político. Bravo Murillo fue utilizado como «punta de lanza» de un sector ultracatólico del moderantismo que le atribuyó la misión de firmar el Concordato en términos favorables para la Santa Sede y le animó a proponer una
84 RR. DD. de 20-IX-1851. 85 RR. DD. de 18-VI-1851, 21-VII-1851 y 23-III-1852; RR. ÓO. de 19-VII-1852 y 15-IX-1852; Proyecto de ley de ferrocarriles, en DSC-CD, 3-XII-1851. 86 R. D. de 18-VI-1852, y Jordana de Pozas (1952), pp. 75-77.
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reforma del sistema político en sentido monárquico y autoritario. El Concordato de 1851 fue un arreglo más favorable a los intereses del Papado que a los del Estado español, impuesto por la reina y un pequeño grupo de conspiradores, torciendo el proyecto de Estado de los moderados en un sentido más confesional.87 El Concordato sometió la enseñanza a la tutela de la Iglesia católica, devolvió a la Iglesia los bienes nacionalizados que aún no se habían vendido, y reconoció de nuevo a la Iglesia el derecho de adquirir y poseer propiedades. En cuanto a los proyectos de reforma constitucional, se trataba de nueve proyectos legales que reformaban el sistema político en un sentido autoritario, recortando las libertades y vaciando de contenido el régimen representativo.88 El empeño de Bravo Murillo por aprobar estos proyectos le enfrentó con su propio partido y con la opinión pública. A pesar de sus esfuerzos, no consiguió reformar el sistema político frente a la oposición coaligada de todos los partidos, respaldados por la prensa y por los jefes militares. La reina acabó cediendo a esta presión y aceptó la dimisión de Bravo Murillo el 14 de diciembre de 1852; pero la confrontación política así iniciada continuó hasta la revolución de 1854. Tras caer del poder, Bravo Murillo se dedicó a escribir sus memorias89 y a ejercer de nuevo como abogado; y se expatrió en Francia de manera intermitente, cada vez que movimientos revolucionarios o situaciones de poder progresista le hacían temer por su seguridad. Siguió militando en el ala derecha del partido, e incluso puede decirse que sus propuestas reaccionarias de 1851-52 inspiraron buena parte de la política de los Gobiernos moderados del período 1856-68.90 Pero nunca volvió a formar parte del Gobierno: tan sólo ejerció como presidente del Congreso de los Diputados (1858) y como senador vitalicio de designación regia (1864). Este último puesto significó su retiro definitivo de la vida política, decepcionado por la apertura que propició Isabel II al llamar a gobernar a la Unión Liberal. Ocasionalmente intervino en debates de índole hacendística: por ejemplo en 1864-65, cuando se enzarzó en una polémica con el ministro
87 88 89 90
Ley de 17-X-1851. Gaceta de Madrid, 3-XII-1852, y Pro (1987). Bravo Murillo (1863-1874). Bullón (1950), pp. 253-263.
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de Hacienda de la Unión Liberal, Pedro Salaverría, condenando su política expansiva del gasto público.91 Su último aliento, ya durante el Sexenio revolucionario, fue para hacer frente a las ideas «anticristianas y antisociales» fundando la revista La Defensa de la Sociedad; y para colaborar con quienes conspiraban para devolver el trono de España a Isabel II.92 Murió en Madrid el 11 de febrero de 1873, el día que se proclamaba la Primera República.
91 Bravo Murillo (1864), Bravo Murillo y Salaverría (1865) y Bravo Murillo (1865). 92 Bullón (1952), pp. 294-295.
PASCUAL MADOZ E IBÁÑEZ: PERFIL DE UN PROGRESISTA ISABELINO Juan Pan-Montojo (Universidad Autónoma de Madrid)
Pascual Madoz e Ibáñez fue una de las principales figuras decimonónicas del liberalismo progresista, que si era una cultura política en sentido lato, también fue un partido específico y una red de notables de diverso origen y posición socioprofesional, condenados a una casi permanente oposición entre 1843 y 1868. Uno de los aspectos sobre el que más luz arroja su biografía es la centralidad que para el progresismo tuvo la modernización económica del país, el «progreso», identificado con la construcción de un mercado nacional unificado y con el desarrollo de las instituciones y estructuras que lo hicieran posible. Una opción estratégica de largo plazo que exigía múltiples y polémicas apuestas tácticas. El prohibicionismo y luego el proteccionismo de Madoz fueron dos de ellas, no un resabio mercantilista o una contradictoria posición derivada del peso de los intereses personales. Éstos desde luego no estaban ausentes de las biografías de la nueva clase política isabelina ni de la del propio Madoz. Los discursos e identidades de la frágil y conflictiva elite surgida de la revolución liberal no se pueden, sin embargo, reducir a una pugna desigual entre la virtud ciudadana que predicaban y decían representar y unos intereses ocultos, entre otras razones porque en la mayor parte de los casos no los ocultaban y la transparencia en ese terreno no puede ser tomada como simple ingenuidad.
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Madoz, además de un progresista anti-librecambista, fue periodista y escritor, un negociante de éxito (por más que al final de su vida la ruina llamara a su puerta) y el hombre de Estado que en 1855 dio el paso, casi definitivo, en el proceso de reforma agraria liberal, por medio de la desamortización general que es conocida por su apellido. El análisis en profundidad de ese haz de personajes reunidos en nuestro protagonista exigiría mucho más que este texto, con el que sólo pretendo efectuar una breve presentación y sugerir algunas de las pistas que puede ofrecer para entender las opciones políticas y económicas del progresismo decimonónico y la debatida existencia de un proyecto hacendístico distinto al desarrollado desde 1845.
1.
La trayectoria política de Madoz
El futuro ministro de Hacienda nació en Pamplona el 17 de mayo de 1805.1 Su edad le impidió pertenecer a la generación de doceañistas y a la de aquellos que se iniciaron en la vida política durante el Trienio, experiencias que constituyeron toda una marca de prestigio a partir de la consolidación del Estado liberal. Sin embargo, nuestro protagonista —hijo de un empleado de rentas de ideas constitucionalistas y significado políticamente por su actividad en el Ayuntamiento de Barbastro entre 1820 y 1823— participó a los 18 años en la defensa del castillo de Monzón contra las tropas realistas, lo que le valió algunos meses de prisión. La condición de opositor trajo consigo la vigilancia constante de la policía en sus años de estudiante en Zaragoza durante la Ominosa Década y finalmente lo conduciría al exilio en 1831. De estos hechos, que lo convertían en veterano de la causa de la libertad y mártir del absolutismo, haría reiterada memoria pública Madoz. Pero más allá de participar en el capital simbólico a que le daba acceso su condición de pionero del liberalismo, de un valor siempre discutible y etéreo, la experiencia de la década de 1820 y en especial del exilio fueron la llave de su entrada en los círculos de los que nacería uno de los núcleos de la clase política liberal y un elemento importante para explicar la influencia de que gozó entre sus oponentes, muchos de los cuales habían compartido experiencias análogas.
1 Sobre éste y los demás detalles biográficos, es de obligada consulta la obra —exhaustivamente documentada— de Paredes (1991).
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En febrero de 1831, en posesión de su título de bachiller en leyes por la Universidad de Zaragoza que tras un año de prácticas permitía hacerse abogado, cruzó Madoz la frontera francesa. Su paso por Francia incluyó la residencia en tres ciudades (Tulle, París y Tours), la participación en la actividad conspirativa y el ejercicio de trabajos varios para superar las estrecheces a que se veían abocados los exiliados que carecían de medios propios. Es más que probable que en el exilio conociera, además de a las grandes figuras políticas del Trienio que habían escogido París como lugar de residencia, a muchos liberales catalanes que se habían concentrado en el Mediodía francés. Así parece indicarlo su decisión de instalarse en Barcelona a su regreso a España en 1832, tras la amnistía concedida el 15 de octubre de ese año por la regente María Cristina.2 En la capital catalana, y en los agitados tres primeros años de la regencia, Madoz se hizo un espacio político propio. Entre el 1.º de octubre de 1834 y mayo de 1835, el joven abogado retornado del exilio se convirtió en el principal redactor de El Catalán, periódico animado por un grupo de liberales que habían pasado «largo tiempo [...] en las márgenes del Támesis y del Sena»,3 entre ellos Ramon Xaudaró, que le sucedió como redactor y que tendría un destacado papel en los acontecimientos revolucionarios de julio y agosto del 35 en Barcelona.4 El joven liberal también pasó al primer plano político ese verano: una obra de principios del siglo XX le atribuía un importante papel en la quema de conventos del 25 de julio que abrió la rebelión barcelonesa. Aunque la acusación parece ser únicamente una atribución genérica a los progresistas sin base documental alguna,5 lo que sí que refleja es que Madoz se había convertido en poco menos de tres años en un elemento importante del liberalismo radical de la ciudad. La primera noticia que tenemos de su protagonismo político activo fue su designación como uno de los 33 electores, en su caso en representación del Batallón de Artillería de Voluntarios, elegidos para la designación de la Junta Auxiliar que se con-
2 No sabemos la fecha exacta de su regreso a Barcelona, pero en un artículo del Diario de Barcelona, del 16-X-1854, señalaba que «veinte y dos años ha que sobre el suelo catalán conté los primeros pasos dados en España de vuelta de una penosa emigración». 3 El Catalán, 11-X-1834. 4 García Rovira (1989), p. 380. 5 Barraquer (1915), cit. en García Rovira (1989), p. 284.
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virtió en el poder provincial revolucionario en agosto del 35.6 Este organismo lo nombró a su vez alcalde mayor de la ciudad el 11 de agosto de 1835, una posición que le otorgaba voz en la propia Junta:7 el 19 de septiembre se pronunció en una sesión de ésta a favor del restablecimiento de la Constitución del 12, como base para la formación de unas Cortes que llevaran a cabo la reforma del texto gaditano.8 Como ese doceañismo refleja, en septiembre de 1835 Madoz se situaba en posiciones relativamente radicales dentro del liberalismo: la aparición en ese mes de dos obras suyas, en una de las cuales condicionaba su isabelismo a la orientación política de la Corona9 y en la otra apostaba por la disolución de todas las órdenes regulares y la nacionalización de sus bienes,10 ubicaba al navarro en el extremo de las opiniones públicas barcelonesas. En noviembre de 1835, el nuevo capitán general de Cataluña Espoz y Mina —al que Madoz había conocido en el exilio—11 nombró al alcalde mayor, juez de primera instancia y «patriota Don Pascual Madoz» alcalde mayor con funciones de gobernador militar y político del valle de Arán, que según él mismo nos cuenta liberó el 26 de noviembre de las fuerzas carlistas que lo ocupaban.12 Más allá de sus discutidas hazañas militares, el año que permaneció en los Pirineos resultó para él de gran utilidad porque sus cargos le abrieron las puertas del Congreso. No sin cierto escándalo, puesto que Madoz transgredió la legislación electoral para convertirse en diputado, como denunciaron a las Cortes varias personas y un periódico leridano: el nuevo representante de la provincia de Lérida ni era natural de la misma ni tenía la condición de vecino en ella desde hacía siete años tal y como determinaba la Constitución de Cádiz, y era además empleado público, por más que hubiera dejado a un «paniaguado» sus puestos poco antes de las elecciones. El flamante diputado progresista no 6 García Rovira (1989), p. 386. 7 La noticia de uno y otro nombramiento, en Paredes (1991), pp. 98-99. 8 Santirso (1999), p. 186. 9 Tal y como señalaba el folleto escrito por V. P. M. e Y., L. D. F. L. y J. O. ’S. (1835), citado y atribuido, entre otros, a P(ascual) M(adoz) Y(báñez) por García Rovira (1989), p. 65. 10 Madoz (1835). 11 DSC-CD, 23-VI-1837, p. 4238. 12 Lo de juez de primera instancia en Barcelona lo dice él en la voz Arán en Madoz (1847), vol. II, p. 411; lo de la liberación del valle en ibídem, p. 415. El nombramiento de Madoz, y el acierto del mismo, en Espoz y Mina (1962), vol. II, p. 332.
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tuvo empacho en presentar un certificado de residencia en el valle de Arán desde 1824 hasta 1830 y otro de la titularidad de diversas propiedades en la vega del Garona, de los que sólo el segundo podía ser cierto ya que antes de 1835 Madoz no había pisado la montaña aranesa.13 El respaldo de la Cámara dejó en nada estas denuncias que además se completaron con la de que había sido nombrado juez de primera instancia a los 15 días de hallarse recibido de abogado (no sabemos en qué momento, cuestión que el propio Madoz en sus reiteradas alusiones a su condición de juez tampoco aclaró nunca) y con la de que vivía envuelto en un lujo sorprendente en quien carecía de propiedades. Este episodio y las denuncias que lo acompañaron ponen de manifiesto el papel clave desempeñado por los aparatos públicos en la construcción de la representación parlamentaria y la «flexibilidad» en el uso y aplicación de las normas: dos elementos que se volverían permanentes en la vida política decimonónica y que no separaban a los distintos grupos liberales. Entre 1836 y 1840 Madoz se convirtió en un activo diputado del ala izquierda del progresismo, lo que no lo acercaba a las posiciones democráticas (como puso de manifiesto su voto favorable a la Constitución de 1837) ni tampoco lo encuadraba en un grupo sometido a una disciplina estricta: en ese sentido cabe interpretar sus frecuentes alegaciones de que no era un hombre de partido.14 Las intervenciones parlamentarias del diputado por Lérida muestran a un parlamentario muy activo en los trabajos de las Cortes y a menudo presente en su tribuna, que hacía gala de gran autonomía en sus propuestas y en sus alineaciones: en muchas ocasiones Madoz colocaba la defensa de los intereses de sus representados y de las redes sociales catalanas y aragonesas,15 de las que formaba parte, por
13 Archivo del Congreso de los Diputados, Documentación electoral, leg. 13, n.º 36. Véase el debate en DSCC, 20 y 28-XI-1836. En el Boletín Oficial de la Provincia de Lérida, de 23-IX-1836 (cit. en Paredes, 1991, pp. 105-106), el nuevo diputado publicó una carta en la que señalaba sentirse honrado por haber obtenido la representación de una provincia en la que «no tengo relaciones». Madoz no aludió nunca en fechas posteriores a esa supuesta residencia en el valle de Arán, que por lo demás resultaba incompatible con sus estudios en Zaragoza. Al Congreso llegó un escrito de un zaragozano que confirmaba que Madoz había pasado los años 1824-30 en la capital aragonesa. 14 DSC-CD, 29-I-1839, p. 681; DSC-CD, 18-I-1839, p. 1219. 15 Madoz mantuvo claros vínculos con Aragón sobre todo en los años treinta y cuarenta, pese a su residencia en Barcelona, Madrid y Zarauz. En el artículo de Barbastro, Madoz (1846-1850), vol. III, pp. 388-398, pone de manifiesto las amplias conexiones con
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delante de su coherencia ideológica o de sus alineaciones partidistas. La Constitución, la guerra, la organización de la justicia y muy especialmente las cuestiones hacendísticas y arancelarias fueron los ejes de la labor parlamentaria del diputado navarro, que secundó o protagonizó la mayoría de las iniciativas de la izquierda contra el Gobierno progresista de CalatravaMendizábal en la primera mitad del 37 y luego sería un crítico constante de los Gobiernos moderados que se sucedieron tras las elecciones del 22 de septiembre de 1837 en las que fue elegido por Lérida. En esa legislatura, así como en las de 1839 y 1840,16 Madoz se fue alineando cada vez de forma más sistemática con el progresismo como un todo, alejándose de su anterior rechazo abierto de los círculos mendizabalistas y del entorno de Olózaga. Con unos y otros colaboró en el Parlamento —aunque también siguiera desmarcándose en ocasiones significativas—17 y, según los informes de la policía, lo hizo incluso en el seno de la Federación, una asociación secreta que reunía a un número amplio de progresistas.18 No debe extrañar, por tanto, su participación en la revuelta anti-moderada de septiembre de 1840,19 que condujo a la renuncia de la regente María Cristina y al ascenso de Espartero al poder. Desde esta fecha se abrió una nueva etapa en la vida política de Madoz. Pese a su nombramiento como asesor de la superintendencia de Hacienda entre el 11 de noviembre de 1840 y 2 de julio de 1842,20 se alineó con quienes se mostraron partidarios de la regencia trina en la votación del 8 de mayo de 1841 y en los arduos debates que la precedieron, en abierta oposición a Espartero, que sólo admitía ser el único regente, como finalmente aconteció. Según nos dice el Panorama español, los electores barce-
la sociedad local tejidas por su familia y por él mismo. El hecho de que su hermano Fernando —con quien tuvo una estrecha relación personal y política— fuera elegido en 1843 por Zaragoza y en 1854 por Huesca o la presencia de Madoz al frente de la Junta del Alto Aragón en 1843 son otros tantos indicios de la relevancia de esos vínculos. 16 En las que fue reelegido por la circunscripción de Lérida, Huesca y Lérida, respectivamente (ACD, Serie de documentación electoral, 15, n.º 2, 16, n.º 15, y 19, n.º 12). 17 Como cuando en septiembre de 1839 apoyó al Gobierno moderado en su propuesta de ratificar los Fueros frente a la petición de los «siete magníficos» (López, Calatrava, Olózaga, Cortina…) de crear antes una comisión que procediera a su revisión. 18 Archivo General de Palacio, Sección Histórica, cajas 294, 296 y 301. 19 Como reconoció explícitamente en las Cortes en 1842 (DSC-CD, leg. de 184142, p. 3741). 20 Archivo General de la Administración, expediente Madoz, fols. 171-173.
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loneses habían hecho contraer a sus diputados la obligación de votar a favor de la regencia trina,21 una opción que tenía mucho que ver con la desconfianza de las bases del progresismo catalán respecto al anglófilo general y su política comercial. El rechazo de ésta, que se plasmó en la tímida reforma arancelaria del 9 de julio de 1841, y de lo que se entendía que era una política escorada hacia la derecha de la regencia, fueron los principales factores de la revuelta antiesparterista de noviembre de 1842.22 A su vez, la dura represión desatada por el Gobierno frente a los rebeldes barceloneses trajo consigo la definitiva ruptura entre el progresismo catalán y Espartero. A partir de la suspensión de las Cortes y del bombardeo de Barcelona, y quemado el último cartucho que tenía el regente para restablecer la unidad del progresismo alrededor de sí con el cese del Gobierno de Joaquín María López —diez días después de haber tomado posesión—, la mayoría de los progresistas se lanzaron a una conspiración en unión con los moderados y finalmente a la revuelta que acabó con Espartero en julio, revuelta en la que Madoz desempeñó un papel importante, ya que presidió la Junta de Lérida y luego la del Alto Aragón.23 El derrocamiento de Espartero contribuyó a complicar un panorama político de por sí muy fluido. Madoz, como otros muchos progresistas, descubrió que con la salida del regente había sido su partido el auténticamente derrotado: nuestro personaje reiteraría en años sucesivos que el antiesparterismo había sido un inmenso error.24 Pero a esa conclusión llegó después de un período de rápidos y convulsos cambios políticos, en el que Madoz ocupó por unos días el cargo de alcalde segundo de Madrid —renunciando a ser magistrado del Tribunal Supremo— y por decisión del ministro de Hacienda, Aillón, la presidencia de la Comisión de estadística, el 21 de agosto de 1843. No había cesado todavía en ese cargo, cuando —convertido junto con Cortina en líder del progresismo, tras la derrota de los esparteristas, la caída de López y la marcha de Olózaga— fue detenido el 31 de enero de 1844.
21 Panorama español (1845), vol. IV, p. 411. 22 Risques (1980). 23 Paredes (1991), pp. 135-136. 24 Y por primera vez, que yo sepa, en su obra «Defensa en estrados por los señores D. Pascual Madoz, D. Joaquín Verdú y D. Mamés Benedicto, hecha por el primero de estos acusados», en Colección de causas políticas… (1844), p. 2.
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A su salida a la calle, y tras su corto exilio voluntario en París, Madoz se encontró con un partido muy débil y con un nuevo Gobierno moderado presidido por Narváez, decidido a romper con la obra de consenso del 37 y establecer unilateralmente el modelo político defendido por el moderantismo: los progresistas, que no participaron en las elecciones, contemplaron desde fuera del Parlamento la elaboración de una nueva Constitución y un nuevo sistema fiscal. En las elecciones celebradas en 1846, el distrito de Tremp devolvió el escaño a Madoz (por el que fue reelegido en 1850, 1851 y 1853), dentro de un minoritario grupo progresista, excluido de cualquier posibilidad de acceder al Gobierno. Esta situación, que se prolongó hasta 1854, no radicalizó al diputado navarro, quien por el contrario fue deslizándose hacia posiciones templadas dentro de la oposición, como hacía notar Lesseps en su informe sobre los políticos españoles en 1848.25 Ese año revolucionario europeo condujo a un realineamiento de las fuerzas políticas. Madoz formó parte de la comisión encargada de elaborar el programa del Partido Progresista y se situó con la mayoría (junto con Cortina, Cabello y González) en un texto de máximos muy cauto, frente a la postura democratizante minoritaria de Ordax Avecilla, de la que nacería el Partido Demócrata. Pero la definitiva separación entre Madoz y los demócratas —que haría del navarro, paradójicamente, el líder de la izquierda progresista—26 se plasmó en su apoyo, en julio de 1851, al manifiesto lanzado por Cortina al país, en el que se marcaba una nítida línea entre ambos grupos, al renunciar los progresistas a la Milicia Nacional y a la conquista revolucionaria del poder.27 No obstante la relevancia del documento de los progresistas dentro de la dinámica interna de la oposición, ni una ni otra renuncia tuvieron ninguna efectividad, por cuanto la movilización de la clase media entendida en un sentido muy amplio hasta incluir a la plebe urbana, y el recurso a la fuerza, a la intervención militar, acabaron siendo —al menos desde el punto de vista de los progresistas— las únicas bases posibles de su regreso al Gobierno. Por más que en consonancia con la línea adoptada en 1851 se prefiriera la mera intervención militar, cuando ésta no
25 Informe reeditado en Moliner (1993), pp. 85-96. 26 De modo que en enero de 1855 la nunciatura podía decir de él, sin forzar las cosas, que era «uomo adetto ai più esagerati principi del partito Progressista» (Núñez y Díaz, 1993, p. 353). 27 Respecto a lo primero, Artola (1991), p. 251; sobre lo segundo, Urquijo (1984), pp. 24-25.
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bastó para la conquista del poder —como aconteció en 1854 y volvería a ocurrir en 1868— los progresistas no vacilaron en recurrir al juntismo y a las barricadas. La Vicalvarada y los diferentes acontecimientos que transformaron el pronunciamiento moderado del 18 de junio de 1854 en un movimiento de todas las oposiciones a partir de la primera semana de julio, cogieron a Madoz —según él nos indica— en su casa de campo de Zarauz, desde donde se desplazó vía Bayona y Perpiñán a Barcelona ante las «apremiantes cartas […], instándome a que viniera sin tardanza».28 Madoz, que junto con los demás progresistas barceloneses había tejido una densa red de conexiones con las asociaciones obreras en los primeros cuarenta29 y que además había ejercido de representante parlamentario de la cúpula textil, se convirtió en el hombre providencial en un contexto de fuerte conflictividad social. El 11 de agosto de 1854, ante las tensiones producidas por la coincidencia de la crisis industrial con la extensión del cólera, Pascual Madoz fue nombrado gobernador civil de Barcelona. Durante sus dos meses de gestión del cargo, Madoz hizo gala de una gran habilidad política. De un modo muy pragmático, combinó la manipulación de su amplia red de relaciones en las dos partes en conflicto, intervenciones públicas y medidas paternalistas en relación con los obreros (sin concesiones de fondo ni en la cuestión del antimaquinismo ni en la de la negociación colectiva), la aceptación del principio del asociacionismo de los trabajadores y reducidas y selectivas dosis de represión.30 El resultado fue que antes de abandonar el cargo consiguió un acuerdo, aunque precario, entre obreros y patronos, que le valió una gran popularidad en la ciudad, si bien una popularidad no gratuita, ya que a partir de entonces las relaciones de Madoz con la patronal textil experimentaron un gradual enfriamiento. Una vez elegido diputado, Madoz recuperó su papel central en las sesiones del nuevo Congreso. El 28 de noviembre se convirtió en uno de los vicepresidentes de la mesa presidida por Espartero y desde ese puesto, y en ausencia de éste, encabezó la maniobra que dos días después resolvió 28 El Constitucional, 1-VIII-1854, cit. en Benet y Martí (1976), p. 419. 29 Barnosell (1999), tercera parte. 30 La documentadísima obra de Benet y Martí (1976) sigue constituyendo, a pesar del tiempo transcurrido, la referencia clave para entender la política y los conflictos sociales en la Barcelona del Bienio y el papel desempeñado por Madoz desde el Gobierno Civil.
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la permanencia de Isabel en el trono (con el voto en contra, por cierto, de su hermano Fernando). El éxito de esa votación y el respaldo de Madoz a la proposición de ratificar la supresión de los impuestos de puertas y consumos aprobada por la mayoría de las juntas revolucionarias, condujeron a una crisis dentro de la coalición ganadora, a la dimisión de Espartero como presidente del Congreso y al ascenso a esa posición de Madoz, el 5 de diciembre de 1854. Tras la dimisión de Collado y el fugaz paso de Sevillano por el Ministerio de Hacienda, el 21 de enero de 1855 le fue concedida la cartera a Madoz. Su gestión ministerial fue breve y fallida en diferentes sentidos, como luego analizaremos, pero una y otra cosa no están plenamente relacionadas. Aunque sin duda las críticas del progresismo al titular de Hacienda también influyeron, el ministro abandonó el cargo el 6 de junio de 1855 a raíz de una crisis política en el gabinete, ocasionada por las medidas respecto a la Milicia Nacional, pero que reflejaba disensiones de más hondo calado.31 Desplazado del Gobierno, Madoz se alejó de Madrid durante unos meses, tras los cuales volvió a desempeñar un importante papel en las Cortes y en especial en la fase agónica de las mismas en junio y julio de 1856, cuando el diputado progresista se convirtió en el líder parlamentario e incluso callejero de la resistencia parlamentaria al golpe de O’Donnell. La fidelidad de Madoz a Espartero en 1856 —que le condujo de nuevo al exilio y luego a su apartamiento voluntario en Zarauz— suponía, sin duda, una rectificación del «error» de 1843, a la vez que la primera muestra de una actitud de «pureza» progresista que se plasmaría pronto en el rechazo a la Unión Liberal propuesta por O’Donnell para las elecciones de octubre de 1858. En esa fecha accedió Madoz de nuevo al Congreso, donde seguiría hasta su renuncia al escaño recién obtenido en 1863 (gesto que repitió en 1867) de acuerdo con las directrices de retraimiento aprobadas por su partido; cinco años en los que Madoz y Olózaga se situaron a la cabeza de un progresismo diezmado en su cúpula por las adhesiones al proyecto unionista e internamente fragmentado respecto a la estrategia a seguir. Las fisuras se hicieron todavía mayores desde la aprobación del retraimiento y la opción en consecuencia por la vía revolucionaria para conquistar el poder: Madoz, no obstante su constante rechazo a esta deri-
31 Véase al respecto Urquijo (1997).
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va izquierdista, no quiso romper la unidad del partido y por más que no participó en las conspiraciones, sí apoyó a sus compañeros, lo que le valió el extrañamiento a Ceuta en 1867, del que regresaría al año siguiente. La Revolución de septiembre de 1868, en cuyos preparativos no participó personalmente Madoz,32 lo volvió a colocar en una posición central en la vida política española. Tras la derrota de las fuerzas gubernamentales en Alcolea, el día 29 de septiembre las autoridades de Madrid cedieron pacíficamente el poder: el político progresista fue designado gobernador civil, puesto desde el que tuvo un papel clave en la consolidación del nuevo orden hasta su dimisión a finales de octubre. Envuelto en serios problemas económicos por la quiebra de su principal empresa en los años sesenta, la Peninsular, promotor de una candidatura al trono —la de Espartero— que se vino abajo por las negativas del candidato, y aislado en su defensa del proteccionismo en las Cortes constituyentes por la fuerza del librecambismo, el político progresista vivió dos años difíciles antes de su muerte en Italia el día 11 de diciembre de 1870. Con su desaparición, y con la de Prim —fallecido a consecuencia de un atentado el día 30 de diciembre en Madrid—, sufrió un duro golpe la monarquía amadeísta y se cerró el ciclo del progresismo monárquico.
2.
La apuesta por la geografía y la estadística
Madoz es para muchos, sobre todo, el autor de un monumental diccionario geográfico, que fue su mayor empresa en este campo aunque no la única. Desde fechas muy tempranas, el político liberal halló tiempo para hacer compatibles y complementarias su profesión de abogado, su incesante actividad política, la dedicación al estudio de la realidad geográfica y económica española y la promoción de negocios varios, entre los que se encontró —y no en un lugar menor— el editorial. En 1832, al regreso del exilio, Madoz se convirtió en director del Diccionario geográfico universal, obra que venía publicando el editor barcelonés Bergnes desde 1829. El abogado
32 Como manifestó en las Cortes en DSCC, 70, 10-V-1869, p. 1788. Hay que recordar, sin embargo, que Madoz presidía en 1868 una de las dos juntas progresistas de Madrid y, por lo tanto, no era ajeno ni mucho menos a la estrategia rupturista de su partido; véase Fuente (2000), pp. 69-70.
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recién llegado a Barcelona traía en su bagaje un cierto conocimiento de los incipientes aparatos estadísticos europeos y sus posibilidades, así como muchas lecturas de las obras geográficas y estadísticas españolas del siglo XVIII y del primer XIX. En Francia, según él nos cuenta, había trabado amistad con Moreau de Jonnes, un marino y funcionario francés que a partir de 1828 tuvo diferentes responsabilidades en las oficinas estadísticas del vecino reino. Esa relación personal le permitió convertirse en traductor y anotador de la versión española de la Statistique de l’Espagne, publicada originalmente en 1834 y aparecida en nuestro país al año siguiente.33 De hecho, y como se ha señalado con indudable justicia, Madoz fue el coautor de la versión en castellano de la obra (ya que sus aportaciones llegaron al 45 por 100 de las páginas) e incluso el suministrador de la información más fiable y más útil que contenía este librito.34 No sólo información, desde luego: las copiosísimas notas del traductor configuraban en algunos campos todo un programa político que se articulaba sin solución de continuidad con las ampliaciones de datos y la cita de fuentes. Este modo de proceder respondía a los rasgos de la naciente estadística, que era a la vez una propuesta de descripción de la sociedad mediante el empleo de cifras, es decir, una propuesta que se autodefinía como científica, y un proyecto que vinculaba ese conocimiento y la dirección y transformación de la realidad, una ciencia aplicada a la política. Así lo explicaba Madoz, al definir la estadística como «balanza de poder de las naciones».35 Sus trabajos iniciales constituyeron el preámbulo de su gran labor: el Diccionario. Más adelante señalaremos los aspectos comerciales de una tarea que reportó grandes beneficios económicos a su promotor. Lo que ahora nos interesa es comentar sus rasgos como proyecto cultural y político. Según señalaba la introducción del primer volumen —aparecido en Madrid en 1846— la idea inicial de acometer un trabajo que diera cuenta a la vez de la geografía (el presente), la historia (el pasado) y la estadística (el futuro) de España nació en 1833-35, cuando Madoz colaboraba en el Diccionario geográfico universal y se hallaba embarcado en la traducción de la obra de Moreau.36 La ausencia de obras geográficas de conjunto y de
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Moreau (1835). Ezquerra (1975). Madoz (1846-50), vol. I, p. XII. Ibídem, pp. VII y VIII.
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registros estadísticos, el patente retraso español respecto a Francia, el Reino Unido o Bélgica, hacía especialmente atractivo un proyecto que Madoz consideraba imprescindible —como lo habían considerado los ilustrados— para el programa político de transformación de la sociedad: para que el «Gobierno y los jefes de los diferentes ramos de la administración pública pued[a]n comunicar fácil, pronta y seguramente las providencias para la seguridad del ciudadano tranquilo y laborioso» y para difundir los conocimientos sobre «los elementos de riqueza que encierra» cualquier punto «inhabitado» del país.37 Pero la falta de precedentes convertía el proyecto en inabordable para una sola persona y excesivamente caro para un equipo remunerado de investigadores, por lo que sólo resultaba viable mediante la colaboración desinteresada de informantes locales. Nos resultan desconocidos la mayoría de los nombres de los más de mil «ilustrados» que le proporcionaron, de acuerdo con el modelo suministrado por Madoz, la información necesaria, pero a lo largo de la primera mitad de la década de 1840 —y apoyado por los sucesivos Gobiernos— el político progresista estableció una red de trabajo, que se entrelazó con su propia red de «amigos» personales y políticos. Estos colaboradores permitieron la presentación sistemática de datos geográficos (toponimia, localización, principales accidentes geográficos, poblamiento, límites territoriales), económicos (descripción de las actividades productivas y de los cultivos principales, valoración de la riqueza imponible, las contribuciones y la renta líquida) e históricos (acontecimientos políticos y religiosos, así como presentación del clero y de su patrimonio inmobiliario), sobre cada localidad de ciertas dimensiones y sobre todos los municipios, partidos judiciales y provincias del país. Pese a la clara existencia de un plan global, las voces del Diccionario resultan claramente heterogéneas en contenidos para niveles administrativos similares, reflejando de este modo la desigualdad de las fuentes, formación e intereses de los participantes. No obstante, un recorrido somero por las 12.000 páginas de la obra pone de manifiesto la amplia difusión entre los informantes de una visión «ilustrada» de la sociedad. Precisamente por ello, el Diccionario ha sido valorado como la última, la mejor informada y la más amplia de una serie de obras aparecidas desde el siglo
37 Ibídem, p. IX.
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los diccionarios de la Ilustración, y en ese sentido la culminación de una etapa de acercamiento al territorio, la población y la riqueza, más que un punto de inflexión en la obtención y tratamiento de la información.38 Sin embargo, resulta claro que el empleo de informantes no cualificados, las formas centralizadas de filtrado y sistematización de la información y la inexistencia de controles externos le otorgaban un carácter artesanal y, aunque parezca paradójico dadas las pretensiones de su autor, preestadístico. Un carácter que subrayaba Figuerola en su introducción a la Estadística de Barcelona: el Diccionario constituía «una obra geográfica que llama[ba] en su ausilio los datos estadísticos», y no una obra estadística.39 Ahora bien, no cabe duda de que Madoz era muy consciente de que disponer de información estadística pasaba por un respaldo presupuestario, unos mecanismos institucionales y un personal cualificado que sólo el Estado podía ofrecer. En el proceso de desarrollo de unos aparatos estadísticos oficiales capaces de dar continuidad y sistema a la recogida y tratamiento de la información cuantitativa, la actuación de Madoz —que no era un técnico ni un funcionario sino un destacado político pero de un grupo excluido del poder— fue importante. Durante unos pocos meses en 1843, el diputado progresista estuvo al frente de lo que él consideraba el embrión de la futura estadística oficial: muy corto tiempo para lo que era, desde luego, un proyecto a largo plazo. El único resultado de su gestión fue el envío de Juan Bautista Trúpita y José Magaz y Jaime —«amigos íntimos» de Madoz—40 para informarse en Francia, Inglaterra y Bélgica sobre los servicios estadísticos. Ambos comisionados entraron en el curso de su viaje en contacto con Quetelet y reunieron cuantiosos materiales sobre la Comisión Central de Estadística de Bélgica, que había sido creada en 1841. Tanto Trúpita como Magaz ingresaron posteriormente en Hacienda, ocupando altos cargos, y el primero formó parte de la Comisión General de Estadística del Reino en 1856. El 20 de enero de 1854, Madoz —por entonces presidente de las Cortes constituyentes— fue nombrado presidente de la Comisión Especial de
38 Reguera (1998), pp. 87 y 88. 39 Figuerola (1993), p. XI. 40 Madoz (1846-50), vol. X, p. 616.
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Estadística. Su ascenso a la cartera de Hacienda diez días después impidió que llegara a desempeñar algún papel personal relevante en dicha comisión, que sería una de las instituciones de las que nacerían tras el Bienio los primeros aparatos estadísticos españoles. En noviembre de 1858 fue designado vocal de la Comisión de Estadística General del Reino, por decisión de O’Donnell. En calidad de tal defendió en las Cortes la Ley de Medición del Territorio, un paso fundamental para superar el retraso estadístico que no cesó de denunciar.41 Hasta 1870, no obstante su oposición a la «situación» unionista y luego a la moderada, Madoz fue desde este puesto uno de los impulsores de la labor de esta institución que abrió la era estadística en nuestro país.42 La constante dedicación del político progresista a la información geográfico-estadística, y su discontinua presencia en las instituciones públicas en este terreno, no puede ser separada de su programa político-económico. No se trataba de una afición secundaria e independiente sino de un proyecto que él entendía central para la construcción del nuevo Estado y la nueva sociedad. Central porque sin información adecuada no se podían explotar al máximo todas las posibilidades de desarrollo del territorio nacional (uno de los ejes de su visión endogenista del desarrollo) ni configurar una fiscalidad ajustada a los recursos del país y neutral en su asignación de la carga tributaria (los principios rectores de su concepción de la Hacienda). En realidad, la información geográfica y estadística, su obtención y su uso político, no sólo vino a respaldar sino también a sustituir un pensamiento político y económico, que en Madoz era a la vez poco elaborado y de escasa ambición teórica.
3.
Liberalismo industrialista: las ideas político-económicas de Madoz
No fue nuestro personaje, como casi ninguno de los miembros de la clase política isabelina, un político pródigo en declaraciones doctrinales ni en referencias teórico-económicas, por más que en ocasiones aludiera a los autores más leídos de su época. Sabemos que en la Facultad de Derecho de Zarago41 DSC-CD, 18-IV-1859, p. 2725. 42 Muro, Nadal y Urteaga (1996).
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za el libro de texto de economía política en 1821-22, cuando Madoz empezó su carrera, era el Tratado de Say.43 Estudiara o no «el Say» entonces, la formación del pensamiento económico de nuestro personaje se produjo en la década de 1830,44 en Barcelona y en un medio marcado fuertemente por la docencia de Eduald Jaumeandreu45 y, sobre todo, por el discurso políticoeconómico construido por los grupos industriales. No fueron, sin embargo, los «libros que escriben los autores extranjeros por sus conveniencias particulares», ni las doctrinas de «Adam Smith, de Ricardo, de Say, de MacCulloch y de Roberto Peel» que profesaría cuando «la España tenga importancia manufacturera»,46 la base de reflexiones sistemáticas por parte de Madoz. La falta de elaboración de su pensamiento está, sin embargo, compensada por la continuidad en el tiempo de su visión de la sociedad y la economía. En sus cientos de páginas de discursos parlamentarios, en los miles por él editadas o escritas, en las muchas cartas que han llegado hasta nosotros de su vasta correspondencia, aparecen varios elementos constantes: la defensa de un modelo de desarrollo económico introvertido; la apuesta por una Hacienda fundada en la imposición directa; y la fe en un liberalismo progresivo y progresista, incluyente y audaz. Lo primero, la defensa de un desarrollo económico introvertido, fue quizá el rasgo más sobresaliente de la actividad política de Madoz, que en ese campo no se hallaba nada lejano de Santillán.47 Nuestro protagonista fue, a lo largo de toda su vida pública, un constante defensor del proteccionismo. Ya en sus anotaciones a la obra de Moreau de Jonnes abogaba por la protección arancelaria por no estar la industria española preparada para sufrir la competencia extranjera y en especial la inglesa.48 El proteccionismo nacía de su afirmación de la superioridad de la industria como actividad económica, puesto que en su visión no podía escapar la agricultura española «de la postración» sin un crecimiento industrial y un des43 Paredes (1991), pp. 33-34 y 49. Sobre la importancia de la obra de Say en la penetración de la economía clásica en España, véase Lluch y Almenar (2000), p. 109 y ss. 44 En un artículo en el periódico catalán El Protector del Pueblo, de 23-III-1869 (cit. en Paredes, 1991, p. 380), decía Madoz que era proteccionista desde el año 32. 45 Lluch (1971), pp. 259-332. 46 Madoz (1847), vol. III, p. 479. 47 Sobre Santillán, que nombró a Madoz miembro de la Junta de Aranceles en 1847, véase Vallejo (2000a) y Comín y Vallejo (2002), p. 416. 48 Moreau (1835), pp. 213-214 y 234-237.
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pliegue de las redes comerciales interiores que aseguraran salidas a sus productos. Y el desarrollo industrial exigía protección porque la industria española se enfrentaba a dificultades diferenciales: el alto número de festividades religiosas que elevaba los costes laborales; el atraso técnico; la falta de instrucción de los obreros; el nivel elevado de los tipos de interés y la falta de capital y el coste superior del algodón en rama, el combustible y las restantes materias primas.49 Todo un haz de desventajas que pensaba que se podían superar con el tiempo, gracias a la competencia entre fabricantes y a los adelantos políticos y sociales en la instrucción pública, el sistema financiero y la distribución interior, pero que exigían mientras tanto la exclusión de mercancías extranjeras del mercado nacional, combinada con un mayor suministro de bienes públicos. A lo largo de las décadas de 1830 y 1840, el proteccionismo de Madoz se plasmó en una apuesta por la prohibición de entrada de muchos géneros. Por eso, para mayor precisión habría que decir que entonces era prohibicionista. En los debates de las reformas arancelarias de 1841, y sus coletazos en 1842 y 1843, y de 1849 fue, de hecho, una de las cabezas parlamentarias del prohibicionismo. Esta postura político-económica adquirió sus perfiles teóricos en el período revolucionario y pretendía —en sus versiones más radicales y de menor consistencia teórica— la prohibición de importar todas aquellas mercancías que la industria y la agricultura españolas produjeran o estuvieran en condiciones de producir. En la práctica y a menudo en sus propias presentaciones doctrinales más templadas, el prohibicionismo reclamaba básicamente el cierre pleno del mercado nacional —incluidas las colonias— a la importación de productos textiles y algunos bienes de consumo, con vistas a la consolidación de la industria existente (usando y abusando del argumento de la industria naciente), si bien apoyaba también la poco discutida exclusión de los granos extranjeros, decidida en el Trienio y ratificada en 1824. Tanto el prohibicionismo en sí como el destacado papel de Madoz en su defensa política plantean grandes problemas interpretativos. Al prohibicionismo le ha sido atribuida con frecuencia una genealogía teórica hacia atrás y hacia adelante que lo convierte en sucesor del mercantilismo industrialista del siglo XVIII y en antecesor directo del proteccionismo de la segun-
49 Madoz (1846-50), vol. III, p. 479. Unos argumentos similares en sus intervenciones en DSC-CD, 116, 17-VI-1849, pp. 2690-2691 y 2697.
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da mitad del siglo XIX y de su exacerbación en los primeros años del XX en el nacionalismo económico.50 Pese a los manifiestos parecidos doctrinales, y pese a algunas continuidades sociogeográficas, un análisis de las ideas prohibicionistas en su contexto histórico conduce a relativizar esa visión. Por una parte, la inmensa mayoría de los prohibicionistas de las décadas de 1830 y 1840 eran profundamente liberales en sus propuestas de política económica interior, frente a la mayor parte de los mercantilistas y, sobre todo, frente a los nacionalistas económicos del primer XX. Es más, entendían el mantenimiento de las prohibiciones como un requisito para la constitución plena de un mercado nacional integrado y desregulado y las vinculaban al proyecto político constitucionalista y a la idea de Estado mínimo.51 Por otra parte, esta variante radical del proteccionismo surgió en un contexto político muy específico: en primer lugar, porque el Estado liberal era una realidad institucional muy frágil y tenía una capacidad real de aplicar sus normas muy limitada; en segundo lugar, porque la monarquía liberal nacida tras el derrumbe del Imperio hispano se enfrentaba a una fortísima presión exterior para acomodar sus aranceles a los intereses exportadores de Gran Bretaña; en tercer lugar, porque el prohibicionismo tenía una carga política añadida, ya que entendía que la limitación de las transacciones exteriores en beneficio de las interiores era una vía de construcción nacional. Todos estos factores justifican a mi modo de ver la necesidad de reconducir a una discrepancia estratégica el conflicto entre prohibicionistas y proteccionistas moderados, es decir, entre quienes en la década de 1840 querían que la importación de tejidos se prohibiera y quienes por el contrario defendían su admisión con aranceles elevados, aunque variables según la capacidad productiva de la industria nacional en cada producto concreto (más bajos cuanto menor fuera ésta), y con horizontes temporales específicos. Antes del Bienio no hubo un librecambismo sistemático con presencia pública amplia, que pretendiera acabar con todas las prohibiciones incluida la de importar cereales:52 los argumentos librecambistas 50 Por ejemplo, en Comín y Vallejo (2002), p. 454. 51 Sánchez Suárez (1988), pp. 52-57. 52 Como puso de manifiesto en sus intervenciones en el Senado el marqués de Vallgornera con motivo de la reforma de 1849 (DSC-S, 82, 8-VII-1849, p. 604). Figuerola —que sí que formuló una política industrialista orientada a medio plazo al librecambismo— achacaba esta incoherencia del librecambismo a la necesidad de impedir una coalición de labradores y manufactureros que hiciera imposible la reforma; Figuerola (1991, p. 162).
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esgrimidos en la década de 1840 buscaban desmontar la protección a la industria en aras de un mejor trato británico a las exportaciones agrarias, como ocurría en el caso de algunos diputados andaluces y de los comerciantes, en especial los madrileños.53 Quienes sostienen el carácter modernizador del librecambismo de los años cuarenta, apoyado en la lectura de la economía clásica, tienden a pasar por alto no sólo la sintomática omisión de los cereales en sus demandas políticas, sino las reiteradas alusiones en algunos de sus escritos a los peligros sociales y políticos del desarrollo industrial. Una de las publicaciones más combativas a favor del librecambio, la Guía de Comercio,54 señalaba en 1842 en su artículo editorial: Ese germen revolucionario que se abriga en los talleres llegará algún día a ser de fatales consecuencias para los pueblos manufactureros. Por otra parte ¿quién puede poner en duda las ventajas que llevará la población agrícola sobre la fabril?… Es seguro que no podrá hacer un ejército inglés lo que haga otro igual español, porque un soldado sacado del taller podrá ser valiente, pero no un guerrero.55
Un anti-industrialismo que se vio reforzado por el estallido revolucionario europeo de 1848, «terrible enfermedad» que sólo en Barcelona podía aparecer, puesto que el resto de España era «una nación agrícola, comercial y marítima».56 Este tipo asociaciones otorgaban una fuerte carga política a las propuestas de los que defendían a la altura de 1849 una reforma liberalizadora, aunque no librecambista del arancel. En la pugna entre las posiciones proteccionistas expresadas, respectivamente, por la propuesta de Mon de rebajar los aranceles y eliminar las prohibiciones de buena parte de los textiles y por la defensa a ultranza del statu quo, los segundos, los prohibicionistas, pensaban que dada la escasa operatividad de las aduanas y de los cuerpos de vigilancia, únicamente la prohibición garantizaba una cierta reserva del mercado interior (por cuan-
53 En la Guía de Comercio hallamos el 8 de enero de 1845 una defensa del comercio de Santander, en sus reclamaciones de protección a la industria harinera, así como el apoyo a la exposición de los labradores de Utrera (Sevilla), en la que pedían medidas contra la entrada de cereales. 54 Agradezco a Pablo Sánchez León las indicaciones sobre esta publicación, que él ha trabajado ampliamente para su caracterización de los comerciantes madrileños en la década de 1840. 55 «Cuestión comercial», Guía de Comercio, 21-IX-1842. 56 Guía de Comercio, 3-V-1848.
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to cualquier género extranjero podía ser aprehendido en todo el país como contrabando), y que la sustitución de las exclusiones por aranceles protectores abría la vía a un deslizamiento hacia la aceptación de las presiones británicas. Por su parte, los proteccionistas contrargumentaban que el fin de las prohibiciones de importar reducía los incentivos al contrabando y, por tanto, permitía elevar los ingresos públicos y reforzar al Estado, además de tener un impacto muy limitado —y en cualquier caso favorable por medio de un moderado y gradual incremento de la competencia— sobre la industria existente. Entre ambas apuestas estratégicas existía un fondo común: una y otra consideraban que la plena integración del mercado nacional era el objetivo central. En palabras de Madoz: y no se diga, Señores, que es opinión más liberal la de los que sostienen la libertad de comercio; la opinión más liberal para mí es la que puede proporcionar mayores ventajas; la duda está en si las proporciona el comercio libre ó un sistema protector, conciliador. Pero, Señores, la cuestión que se agita aquí no es de principios, porque en eso me complazco en creer que todos estamos conformes; es cuestión de oportunidad, cuestión de tiempo. Pues qué, ¿hay alguno de cuantos sostienen esas opiniones que pueda ganarme a mí en amor á la libertad de comercio en cuanto es compatible con el bien de la Nación? Ninguno, es bien seguro.57
El que Pascual Madoz llevara la voz cantante de las posturas prohibicionistas es una cuestión que exige ciertas explicaciones. En primer lugar porque, como hemos señalado, a lo largo de toda su vida militó en las filas del progresismo y, aunque no siempre, incluso en su ala más radical. Y el librecambismo era una de las señas de identidad doctrinales del liberalismo progresista. En segundo lugar, Madoz era un navarro recriado en Aragón, diputado por Lérida y residente en Madrid, por lo que pese a sus vínculos con Barcelona, no pertenecía al círculo de familias industriales catalanas. Por más que tuviera, como más adelante analizaremos, algunos capitales invertidos en la industria textil, éstos no eran tan cuantiosos ni tan significativos dentro de su estrategia patrimonial como para explicar sus posiciones. Todos estos datos fueron, sin embargo, los que precisamente indujeron al grupo de presión organizado de los industriales catalanes, la Comisión de Fábricas, a incluirlo en la Asociación Catalana constituida en
57 DSC-CD, 84, 8-IV-1842, p. 2300.
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Madrid, en marzo de 1839, para «defender los intereses del comercio y la industria y abogar a favor del sistema prohibitivo de manufacturas estranjeras».58 Se trataba de dar una nueva dimensión a la defensa de sus intereses mediante su transformación en una opción político-económica más amplia, guiada por el interés público. Claro está que en esa transformación estaba implícita la autonomía de los representantes de esa nueva causa, como efectivamente ocurrió con Madoz, designado vocal de la Junta de Aranceles,59 y como seguiría pasando años más tarde en las sucesivas refriegas parlamentarias sobre la industria. Aunque Madoz nunca abandonó su industrialismo prohibicionista, con el paso del tiempo su posición se moderó. En 1855, reconocía implícitamente el éxito de la legislación de 1849 al señalar que «la industria española el año 1849 ha estado protegida por una ley; la industria española ha hecho ese aumento que yo me complazco en reconocer y que S. S. ha referido».60 De hecho, en esa misma intervención se desdecía de sus anteriores posiciones al señalar que «yo no he sido nunca prohibicionista en el buen sentido de la palabra, y por consiguiente, no hay contradicción entre mis doctrinas de antes y las de ahora». La nueva postura de Madoz tenía que ver con varios factores. De entrada, con el claro avance de la industria catalana en los primeros años 1850, que demostraba o bien la inocuidad de la ley de 1849 o bien sus efectos positivos. En segundo lugar, con el hecho de que ese crecimiento había estado acompañado de un aumento de los ingresos hacendísticos en la renta de aduanas. En tercer y último lugar, Madoz —ministro de Hacienda— no podía permitirse en 1855 un enfrentamiento abierto y directo con los amplios sectores librecambistas del progresismo. Y esa moderación de su discurso tuvo consecuencias a medio plazo, porque afectó a sus relaciones con los grupos industriales, lo que a su vez lo condujo a una posición más autónoma.61 Con todo, y no obstante la estrecha vinculación política de Figuerola con Madoz a lo largo de los años 1857-1868, en el Sexenio el antiguo prohi58 El entrecomillado procede del Archivo del Fomento del Trabajo Nacional, Actas 1835-1840, 12-III-1839, p. 212, cit. en Solà (1997), pp. 39-40. 59 Solà (1997), p. 41, alude a esa desilusión de los industriales catalanes por la falta de seguimiento de sus consignas concretas por parte de los prohibicionistas de la Junta de Aranceles. 60 DSCC, leg. de 1854-56, pp. 1823 y 1824. 61 Paredes (1991), pp. 318-330.
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bicionista volvió a ser el portavoz del rechazo catalán a la Ley de Bases para la Reforma Arancelaria, el primer intento sistemático de revisar la política comercial española.62 La trayectoria que llevó a nuestro protagonista del prohibicionismo al proteccionismo no estuvo acompañada de cambios en su visión profundamente liberal de las relaciones económicas, incluyendo la plena aceptación del trabajo como una mercancía más. Aunque otra cosa pudiera deducirse de su gestión al frente del Gobierno Civil barcelonés en 1854 —durante la cual no suprimió los salarios mínimos fijados en años anteriores y retrasó la publicación de la Real Orden que derogaba el bando de La Rocha que prohibía el uso de las selfactinas—, Madoz siendo ya ministro defendió en las Cortes la «libertad completa» en las relaciones salariales como «se hace en Inglaterra» y, por supuesto, la introducción de maquinaria. Únicamente debía intervenir el Estado para asegurar la salubridad de las fábricas y para garantizar la instrucción de los niños de acuerdo con la legislación industrial propuesta a las Cortes. Finalmente, y al igual que Figuerola, respaldó el asociacionismo pero combatió su posible uso para limitar el funcionamiento del mercado de trabajo, una deriva que debía evitarse no mediante la prohibición en general de la asociación obrera sino mediante una legislación que hiciera posible su vigilancia y control por parte de las autoridades políticas.63 Todas estas grandes líneas fueron incluidas en el Proyecto de ley sobre ejercicio, policía, sociedades, jurisdicción e inspección de la industria manufacturera, que fue presentado por Alonso Martínez en octubre de 1855 y de cuya comisión parlamentaria formaron parte Madoz y Figuerola, en calidad de presidente y secretario.64 El proyecto, frente al que se movilizaron tanto los industriales, que rechazaban las limitaciones que imponía al trabajo infantil, cuanto los obreros y los demócratas opuestos a las trabas administrativas y penales a que quedaba sometido al asociacionismo obrero, nunca llegó a ser dictaminado, y habría que esperar al Sexenio para que se aprobara la primera Ley de la Industria española. En el terreno fiscal, Madoz tenía una visión reduccionista, heredera del mito de la única contribución. En el artículo de Madrid de su Diccionario, el editor limitaba la «ciencia de la Hacienda» —«todavía poco cul62 Costas (1988). 63 DSCC, 93, 19-V-1855, pp. 4422-4435. 64 DSCC, 214, 8-X-1855, apéndice 1.º
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tivada»— a «adquirir un conocimiento exacto de los diferentes elementos que constituyen la riqueza á fin de hacer efectiva aquella cantidad que reclame el servicio público sin perjudicar a unas más que á otras actividades».65 La neutralidad y la suficiencia debían, por tanto, conseguirse mediante el desarrollo de la información sobre las bases tributarias, que permitiera a su vez una imposición directa flexible. En su visión, la eliminación de los impuestos de consumo y de los estancos, muy especialmente el de la sal, constituía, por tanto, un horizonte programático en el que coincidían las demandas de la población urbana y las necesidades económicas del país. El modelo fiscal implícito en las intervenciones de Madoz, y en su propia práctica cuando ocupó la cartera de Hacienda, presentaba, sin embargo, una clara contradicción: suprimir los impuestos que obstaculizaban el tráfico interior y gravaban regresivamente a la población (los consumos y los derechos de puertas) sólo era posible a corto plazo mediante el recargo de las figuras directas diseñadas en 1845, sin modificaciones o con ligeros retoques administrativos (ya que la obtención de nuevos instrumentos de conocimientos de las bases imponibles era necesariamente una tarea larga además de políticamente difícil y presupuestariamente costosa). Tal y como había propugnado Mendizábal en 1849,66 se podía acudir asimismo a la transformación de los impuestos indirectos interiores (trasladándolos a los puntos de producción), lo que tampoco se podía acometer en unos pocos meses, y sobre todo buscar la elevación de las rentas aduaneras, que a su vez obligaba a adoptar medidas para favorecer la integración de la economía española en el mercado internacional. En la medida en que esa integración resultaba problemática para un proteccionista como él, y que las economías en el gasto no eran realistas, en particular cuando se propugnaba una actuación pública expansiva en infraestructuras y educación, la única solución estribaba en la desamortización.
4.
El fallido «salvador» de la Hacienda
Las juntas revolucionarias procedieron en julio de 1854 a suprimir los fielatos y, con ellos, los derechos de puertas y la contribución de consu-
65 Madoz (1846-50), vol. X, p. 619. 66 DSC-CD, 119 y 121, 20 y 22-VI-1849.
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mos, en buena parte de las capitales de provincia y principales poblaciones del país. El 1 de agosto de 1854, el Gobierno aprobó un decreto que declaraba nulas todas las disposiciones de las juntas que suprimieran o modificaran cualquier contribución, renta o derecho de la Hacienda pública. El gobernador civil de Barcelona, Pascual Madoz, consiguió sin embargo la autorización para retrasar el restablecimiento de los impuestos suprimidos en la provincia, y, de hecho, cuando abandonó el cargo todavía no se había puesto en vigor. Esta decisión, que se apoyaba en las particulares circunstancias barcelonesas, tenía una trascendencia mayor, por cuanto Madoz logró con ella desvincularse personalmente de la restauración de una figura tributaria que había estado desde los años cuarenta en el centro de la crítica progresista a la organización fiscal española.67 Pocos meses después, el 2 de diciembre, las Cortes constituyentes, con el voto favorable de Madoz, aprobaron la definitiva supresión de los consumos y derechos de puertas, manteniéndolos sólo como recurso local. Con ese paso claramente popular, a la vez que coherente con el programa progresista, se configuró el gran problema de la Hacienda pública en el Bienio. La reforma fiscal del 45 había creado un sistema tributario insuficiente desde su nacimiento y además extremadamente rígido y por ello adquirieron pronto cierta magnitud los déficit públicos.68 Por su parte, el arreglo de la Deuda llevado a cabo por Bravo Murillo en 1851 había aliviado los gastos financieros del presupuesto, pero tuvo un negativo impacto sobre el crédito del Estado español, ya que dificultó el acceso a la financiación exterior.69 Estos rasgos de la Hacienda a la altura de 1854 volvieron tanto más peligrosa la supresión de los consumos, porque con ella se contraían drásticamente los ingresos del Estado, y a la vez los de los municipios, y se obstaculizaba no sólo el gasto público expansivo implícito en el programa progresista sino el propio mantenimiento del nivel de
67 Mendizábal sistematizó en un panfleto de 1843 (Álvarez Mendizábal, 1843) algunos de los argumentos que emplearían los progresistas a lo largo de todo el siglo en contra de los derechos de puertas, objeto de un elevado rechazo popular. En el programa progresista de 1847, Mendizábal solicitaba la supresión del estanco del tabaco y de la sal y la eliminación de los derechos de puertas (el programa está reproducido en Artola, 1991, pp. 26-31). 68 Comín (1996b), p. 78, Vallejo (2001a), p. 160 y ss., y Comín y Vallejo (2002), pp. 474-485. 69 Comín y Vallejo (2002), pp. 512-516.
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gasto heredado. A corto plazo resultaba casi imposible aumentar los ingresos ordinarios o reducir los gastos corrientes. El 28 de diciembre de 1854 dimitió Collado, que se sentía incapaz de resolver la situación creada por la supresión de los consumos. Su sucesor en el Ministerio, Sevillano, no llegó a estar ni un mes en el cargo. El día 21 de enero fue designado ministro de Hacienda Pascual Madoz, por entonces presidente de las Cortes constituyentes. Éste aceptó la cartera una vez que el gabinete hizo suya su propuesta de proceder a una desamortización general sin esperar a la autorización del Vaticano. Esa vía, la venta del patrimonio de los pueblos, del Estado, del clero y de las instituciones de beneficencia, constituía la fórmula con la que el por entonces presidente de las Cortes constituyentes creía poder hallar la cuadratura del círculo consistente en sanear una Hacienda atada de pies y manos por la supresión de los Consumos, ratificada el 29 de enero, y por la garantía política de que un paso tan trascendente no iba a generar la elevación de los impuestos directos. La gran operación desamortizadora debía respaldar la obtención de crédito con el que paliar el déficit. Ésa era la clave de la salvación de la Hacienda para un político que confesó haber aceptado con escaso entusiasmo un ministerio muy difícil, movido por las noticias de un alzamiento carlista. No parecen insinceras sus palabras, por cuanto el paso desde una posición de gran poder a la cabeza de las Cortes constituyentes a una cartera, en la que, dadas las circunstancias, las posibilidades de fracaso eran elevadas, resultaba un salto muy arriesgado. No obstante el abrumador apoyo —207 votos frente a 7— que cosechó la proposición de respaldo a su discurso de presentación como ministro en las Cortes70 (en el que explicó por qué había aceptado el nombramiento, aseguró el cumplimiento de todas las obligaciones contraídas por Gobiernos anteriores y anunció la inmediata puesta en práctica de la desamortización general sin negociaciones con Roma respecto a los bienes de la Iglesia), el camino emprendido por Madoz difícilmente podía llevar las finanzas estatales a buen puerto. Durante seis meses el nuevo ministro gestionó un proyecto de escasa viabilidad: hacer frente a los pagos de la deuda y cubrir el amplio déficit producido tanto por la caída coyuntural que la revolución había generado 70 DSCC, 24-I-1855, pp. 1604-1610.
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en la recaudación de todas las rentas como, sobre todo, por la decisión parlamentaria de ratificar el fin de los consumos, y hacerlo mediante el recurso a créditos avalados o incentivados de formas diversas por medio de una operación como la desamortización, que sólo podía ofrecer resultados en un plazo muy superior. Al tiempo que se presentaba en las Cortes el proyecto de ley de desamortización,71 Madoz se lanzó con escaso éxito a buscar recursos. En febrero de 1855, llamó al embajador británico para tantearle sobre un posible préstamo británico, aunque sin ningún tipo de concesiones comerciales.72 Ese mismo mes, las Cortes iniciaron la discusión de un Proyecto de ley que autorizaba la emisión de Deuda consolidada al 3% hasta 500 millones de reales para amortizar la Deuda flotante a medida que fuera necesario. En la rápida discusión del proyecto se puso de manifiesto el virtual colapso del Tesoro, agobiado por la Deuda flotante acumulada.73 Las críticas del diputado progresista Arriaga a la continuidad en la solución adoptada respecto al estilo de endeudamiento moderado, reducido «a efectuar negociaciones el Gobierno con quien le parece, es decir, con los que tiene a su rededor, con los capitalistas», y su propuesta de buscar el crédito «en el país, en la voluntad nacional»,74 recibió la contestación por parte del ministro de que «en Francia hay una clase que aquí no tenemos, que es la clase artista, que tiene sus economías; aquí nuestros artesanos no tienen absolutamente economías». Por ello el ministro se veía forzado a negociar con un conjunto limitado de acreedores, un grupo que en opinión de Madoz utilizaba la Deuda como un ariete contra su persona: «hoy se me hace la guerra: yo respeto esa especie de hostilidades, no las desprecio, las siento, las deploro».75 También pensaba que los propios empleados públicos arremetían contra la situación progresista: «¿Por qué no se cobran las contribuciones? ¿Quiere S. S. que se lo diga? Porque hay muchos empleados de las Administraciones pasadas, que ponen obstáculos a la recaudación».76 Más allá de estas confabulaciones, reales o no, el 71 En un tiempo brevísimo, pues el proyecto llegó a las Cortes en 5-II-1855 (DSCC, Legislatura de 1854-56, apéndice al núm. 76), apenas catorce días después de acceder Madoz a la cartera de Hacienda. 72 Kiernan (1966), p. 123. 73 La discusión, en DSCC, 15, 16 y 17-II-1855. La Ley fue sancionada en 23-II-1855 (véase DSCC, apéndice 4.º al n.º 95). 74 DSCC, 87, 17-II-1855, p. 2280. 75 DSCC, 85, 15-II-1855, p. 2199. 76 DSCC, 85, 15-II-1855, p. 2204.
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problema básico del Gobierno era la escasa confianza en su permanencia y en sus proyectos. Una debilidad que se puso de manifiesto en la necesidad de reformar esta ley, apenas transcurridos doce días de su sanción77 y que subrayaba Cantero en su intervención en las Cortes sobre este nuevo proyecto: «hay una desconfianza profunda, tanto respecto de la actualidad como del porvernir» causada por las dificultades para elaborar las bases de la nueva Constitución y por el déficit producido por la supresión de los consumos.78 Por ello, todas esas operaciones, y las limitadas economías en los gastos acordadas por Madoz y por su predecesor en el cargo, no podían cerrar la angustiosa brecha entre ingresos y gastos a corto plazo. Aumentar la presión fiscal directa a través del recargo de los impuestos de producto existentes tampoco resultaba muy viable políticamente, puesto que los progresistas —y en lugar destacado el ministro de Hacienda— habían hecho de la denuncia del carácter arbitrario e injusto del reparto de esos tributos el eje de su oposición al sistema de 1845. Desprovisto de fórmulas aceptables para elevar la recaudación a corto plazo, el desfase sólo podía cubrirse mediante un crédito que no encontró un Gobierno sometido a fuertes tensiones internas. De ahí que quepa calificar de certero el diágnóstico del encargado de negocios de la nunciatura a finales de mayo: La cuestión que ahora agita los espíritus de un modo extraordinario es la de la Hacienda Pública. Los bancos, comprendidos los de depósitos, permanecen cerrados por falta de dinero, y ni una de las inmensas obligaciones con las que están gravados es satisfecha. Las esperanzas que se habían concebido sobre la desamortización se han desvanecido casi totalmente, sea por el largo tiempo que se requiere antes de dar cumplimiento a la Ley, sea por las inmensas e insuperables dificultades y peligros que se presentan para la ejecución de la misma. Existe ahora un proyecto de imponer un préstamo forzoso de doscientos millones de reales, pero se cree que el Congreso lo rechazará por el peligro de una revolución popular. Todos los banqueros y capitalistas, españoles y extranjeros, se niegan a dar dinero y el Señor Madoz, encontrándose en un estado de verdadera desesperación, ya ha manifestado su resolución de dimitir del Ministerio.79
Madoz dimitió, efectivamente, el 6 de junio y, aunque el proyecto de anticipo al que aludía la nunciatura, fue aprobado bajo su sucesor, en la
77 DSCC, Legislatura de 1854-56, apéndice 5.º al n.º 103, p. 2833. 78 DSCC, 112, 22-III-1855, p. 3156. 79 Carta del encargado de negocios de la nunciatura apostólica en Madrid, Franchi, al Secretario de Estado del Vaticano, Madrid, 16-V-1855, ASV, SS (249), 1856, fasc. 3, fols. 179-181, documento n.º 79 de Núñez Muñoz y Díaz de Cerio (1993).
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Ley de 14 de julio que autorizó una nueva emisión de títulos,80 su salida marcó el inicio del regreso hacia el modelo de 1845, que culminaría con la restauración de los Consumos en marzo de 1856. Un horizonte que ya había previsto Madoz unos meses antes: «Lucho cuanto puedo, lucho con todas mis fuerzas, y cuando me rinda, vendré con toda mi franqueza a decirlo; entonces vendrá aquí quien pida esa contribución de 200 o 300 millones».81 La caída del político progresista no marcó, sin embargo, el fin del predominio de la «presión popular» en la gestión tributaria, sino el fracaso de un proyecto hacendístico atrapado entre las urgencias financieras a corto plazo, la inestabilidad política del Bienio y el horizonte programático del progresismo en este campo. Frente a la tesis de que los progresistas carecían de un programa fiscal propio,82 la obra y la política de Madoz al frente del Ministerio ponen de manifiesto que sí existía ese programa, pero no el tiempo necesario para acometerlo de manera gradual ni los recursos políticos y financieros que permitieran su implantación inmediata. Pese a que, a tenor de lo señalado, no cabe sino calificar de fracasada la gestión de Madoz al frente de la Hacienda, en su curso y en un tiempo brevísimo se aprobó el decisivo proyecto de desamortización general a la que el político progresista daría nombre. Si las urgencias fiscales determinaron la rápida tramitación y el propio contenido de la Ley Madoz, su aprobación puso de manifiesto el alcance y el potencial dinamizador del proyecto progresista, que era mucho más que un mero calco del moderado pero sometido a las presiones de la calle, como a menudo se trata de hacernos ver. A la altura de 1855, para Madoz la desamortización constituía, por una parte, un expediente para superar los problemas hacendísticos y lograr, por otra, un excedente que permitiera el aumento del gasto público en el fomento del desarrollo económico.83 Que ése fuera el objetivo inmediato de la desamortización general no quiere decir que la obra desa80 En esta ocasión de billetes del Tesoro aplicables a la compra de bienes nacionales y a la redención de censos y foros, con un valor nominal superior en un 10% al de emisión y un interés del 5% anual, que si no eran colocados en 30 días serían distribuidos entre los contribuyentes como anticipo. 81 DSCC, 112, 22-III-1855, p. 3159. 82 Una visión que sostiene Vallejo (2001a), quien, sin embargo, señala que «si hubiesen tenido más base social y hubiesen gobernado durante más tiempo, la práctica fiscal y el sistema resultante hubiera sido menos regresivo» (p. 181). 83 DSCC, 5-II-1855, apéndice al n.º 76, pp. 1909-1911.
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mortizadora se justificara exclusivamente por las dificultades hacendísticas ni que finalmente contribuyera a su superación.84 Desde su punto de vista, la desamortización era buena en sí misma porque suponía pasar de unos derechos sobre el suelo de carácter colectivo que obstaculizaban, si no impedían, su asignación eficaz a una propiedad individual y libre, mercantilizando una cantidad amplia de tierras. La desamortización debía traer consigo el crecimiento de la riqueza privada y, con él, el de los recursos futuros de la Hacienda, que a su vez permitiría un suministro más amplio de bienes públicos y un mayor desarrollo económico. La desamortización implicaba, en tercer lugar, la ampliación de las bases sociales del liberalismo progresista. La restricción en este último terreno —y el gran giro de Madoz con respecto a lo que habían sido sus posiciones en los años treinta— estaba en que la búsqueda inmediata de un número máximo de beneficiarios quedaba subordinada al desarrollo económico en sentido amplio (y a la superación de sus obstáculos fiscales). Mientras que en la década de 1830 el político navarro había suscrito las tesis ilustradas de la superioridad de las heredades individuales y cerradas y de las ventajas de un reparto homogéneo de la población rural en el espacio mediante la dispersión de las viviendas de los propietarios en los campos cultivados y de la eliminación de baldíos, y había defendido una desamortización eclesiástica en beneficio de las «clases menesterosas»,85 acercándose a las soluciones de Flórez Estrada y de Borrego —autor este último al que citaba explícitamente en su Reseña sobre el clero español—86 y subscribiendo la preferencia por un reparto amplio de la propiedad propia del prohibicionismo catalán,87 en 1855 su posición había cambiado. Desde el Ministerio sostuvo que, por más que hubiera que conservar ciertas garantías a favor de la «clase miserable», como la no enajenación de los terrenos de aprovechamiento común, y fomentar la transferencia de la 84 Coincido, en este sentido, con la interpretación de Tomás y Valiente (1971), p. 149. Fontana (1975, p. 174) tiene razón al decir que en 1855 las necesidades inmediatas de la Hacienda no eran comparables a las de 1835-36, en medio de la guerra carlista, pero a corto plazo la obtención de fondos era una condición necesaria para la supervivencia de la situación progresista, que además justificaba a medio plazo su proyecto en la consecución de un desarrollo económico que, dadas las restricciones hacendísticas —las heredadas y las creadas por la propia revolución—, sólo resultaba accesible mediante la desamortización. 85 Moreau (1835), pp. 39, 72-86 y 98-105. 86 Madoz (1835), p. 79. 87 Lluch (1971), p. 331.
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propiedad a los cultivadores mediante la división de las fincas amortizables, o incentivar la redención de cargas por parte de los pequeños labradores a través de condiciones favorables, la desamortización conseguiría el efecto social de extender la propiedad y el efecto político de multiplicar los apoyos al progresismo, gracias al aumento de la riqueza agraria, mediante un doble mecanismo: el crecimiento de la producción por la roturación de nuevas tierras y la intensificación del cultivo y la multiplicación de las salidas de esta producción por el rápido desarrollo de los medios de comunicación interiores financiado con la propia desamortización.88 El tránsito desde una concepción de la desamortización como proceso de reforma agraria a la desamortización como instrumento para un cambio mediato de la sociedad rural no respondía exclusivamente a la visión de Madoz. Prueba de ello es que la aplicación concreta de la legislación desamortizadora, que tuvo lugar bajo ministros de la Unión Liberal, estuvo guiada por esa lógica. La desamortización civil produjo entre 1855 y 1867 unos 5.400 millones de reales, de los que apenas 70 se destinaron a amortizar la Deuda, pasando los restantes a cubrir o paliar los déficit presupuestarios. En la medida en que los presupuestos en estos años dedicaron importantes cantidades a la subvención de la construcción del ferrocarril y, en menor medida, a la mejora de la red viaria, se puede concluir que la desamortización contribuyó a hacer posible en términos financieros la apuesta por el fomento en la década de 1860.89 Cosa distinta es que el ferrocarril fuera el instrumento capaz por sí solo de lograr la transformación agraria implícita en el proyecto progresista de 1855. Junto con la inyección de fondos en las cuentas públicas a medio plazo, la desamortización tuvo otros resultados. Produjo la definitiva derrota del frente antirroturador y permitió una rápida expansión del espacio cultivado en los años subsiguientes,90 aunque a costa de romper a 88 El papel de los aprovechamiento comunes en el sustento de la clase miserable en DSCC, 134, 20-IV-1855, p. 3893. El aumento de la producción en íd., 130, 16-IV-1855, p. 3831. 89 Fontana (1975), pp. 174-177. 90 De acuerdo con las estimaciones de García Pérez (1993), pp. 120-121, la desamortización de Madoz condujo al cambio de manos de unos 5 millones de hectáreas. En ese sentido, la desamortización vino a poner el broche a un proceso de roturación que hizo crecer alrededor del 50% el área cultivada entre 1800 y 1860, de acuerdo con las estimaciones de Garrabou y Sanz (1985), pp. 96-107.
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medio plazo equilibrios agroecológicos decisivos en un país mediterráneo como España.91 Desde el punto de vista social, la desamortización contribuyó en unas zonas a acentuar la desigualdad, empobreciendo a segmentos importantes de la población rural, mientras que en otras tuvo unas consecuencias mucho más positivas para los cultivadores que anteriores reformas agrarias liberales, al permitir no sólo el acceso a la propiedad sino un mecanismo mucho más realista de redención de cargas sobre la tierra,92 aunque el balance global al menos inmediato fuera más bien negativo sobre los niveles de vida de la población rural.93 Por último, y a pesar de Madoz, el tiempo dio la razón a quienes sostuvieron en las Cortes en 1855 que la desamortización abría paso a una permanente precariedad de las arcas municipales que tendría un fuerte impacto sobre la oferta de bienes públicos, en un país muy descentralizado desde esa perspectiva.94 Al político progresista no cabe atribuirle toda la responsabilidad por las consecuencias —positivas o negativas— de una ley que no pudo desarrollar ni aplicar él, ni tampoco su partido. Sí cabe, por el contrario, calificar de fallida su gestión en Hacienda, porque la desamortización no fue la solución a corto plazo de la crisis financiera del Bienio, y ni él ni su grupo político fueron capaces de aprovechar su paso por el Ministerio para aplicar el programa fiscal progresista: elevar la recaudación por contribuciones directas —mejorando el conocimiento de sus bases tributarias—, minimizar el impacto sobre el tráfico y los aspectos más regresivos de los tributos indirectos y suprimir los monopolios fiscales. En 1868, la coalición revolucionaria vino, por ello, a tropezar en la misma y relevante piedra.
5.
Negocios privados y recursos públicos: Madoz en el contexto de la clase política isabelina
A partir de 1840, tras el término de la primera guerra carlista, se abrió una fase de aceleración del crecimiento económico. La paz no sólo con91 González de Molina (2001) ofrece en este terreno un buen estado de la cuestión. 92 Sobre el acceso de los cultivadores a la propiedad y sobre la redención de censos, véanse los artículos de síntesis de Castrillejo (1993) y Díez Espinosa (1993), respectivamente. 93 Martínez Carrión (2002), pp. 46-66. 94 Comín (1996b), pp. 201-213.
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dujo a la reasignación y a la movilización de recursos, sino que abrió la posibilidad de aplicar efectivamente o desarrollar muchas de las reformas institucionales aprobadas en la década anterior y de beneficiarse más plenamente de la creciente demanda europea de una amplia gama de productos españoles. Las buenas expectativas económicas abrieron la puerta a los más diversos negocios y proyectos empresariales. Sin embargo, la inestabilidad política, el dinamismo institucional y la precariedad del sistema financiero configuraban un panorama dominado por la incertidumbre y en el que los riesgos eran, en consecuencia, elevados. Hacer negocios con éxito pasaba por disponer en mayor o menor medida de apoyos políticos y administrativos, que resultaban necesarios para vencer las resistencias locales, acceder a información que sólo las oficinas públicas podían ofrecer y protegerse también frente a la discrecionalidad de una Administración central escasamente profesionalizada e incapaz de imponer normas generales. Por ello, las figuras del político negociante, o del especulador estrechamente asociado a una facción política, resultaban muy comunes. Madoz fue a la vez un político, que como tal se dedicaba a la intermediación de los intereses y la representación de diferentes grupos, y un hombre de negocios que explotaba a fondo las posibilidades que le abrían los recursos públicos: una duplicidad que no se escapaba, aparentemente, de las reglas de comportamiento de la época. Aunque ya en los años treinta y en los primeros cuarenta participó en diversos negocios, fue a partir de 1846 cuando se integró en lo que Otazu llama el «núcleo» de los negocios madrileños,95 en el que convergieron numerosos personajes vinculados al progresismo —muchos de ellos pertenecientes a la red de amigos de Mendizábal en los años treinta— y otros más cercanos al moderantismo. No obstante esa convergencia —decisiva para el acceso a un poder monopolizado por los moderados—, y aunque muchos de los antiguos progresistas habían rebajado su anterior militancia política, las anteriores afinidades políticas y personales no quedaron por completo desdibujadas.96 La formación de la compañía literario-tipográfica de La Ilustración en 1847 reunió, por ejemplo, a la mayoría de los progresistas, con Madoz a la cabeza. Y aunque en el proyecto de La 95 Otazu (1987). En las páginas 312-327 presenta una lista amplia de los integrantes del núcleo y las compañías de las que eran accionistas. 96 No sabemos en qué medida la pertenencia de Madoz a la masonería (Morayta, 1915, p. 214 —agradezco la referencia a Florencia Peyrou—) le ofreció un instrumento específico para la preservación de esa red de «amigos» de tan dilatada continuidad temporal.
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Ceres, La Constructora o La España Industrial estuvieran presentes el marido de la reina madre, el duque de Riansares, y otros miembros del círculo cortesano, los progresistas o antiguos progresistas ostentaban la mayoría. La crisis del 48 hizo naufragar buena parte de estas iniciativas, pero no la red de hombres de negocios ni la iniciativa de Madoz en diversos ámbitos. En orden cronológico el primero fue el editorial. Aunque ya había participado en la empresa de Ignacio Estivell, creada en 1838, para la edición de la Colección de causas célebres del foro español, francés e inglés, el gran salto adelante del político progresista en este campo fue la edición del Diccionario geográfico, que era un proyecto vinculado al Estado tanto por el lado de la obtención de la información cuanto por el de la venta de libros. El apoyo en el primer sentido fue reconocido por Madoz en el prólogo del Diccionario a todos los ministros de la década de 1840 salvo uno. En el segundo, la fuente adecuada es la Colección legislativa, en la que se pueden encontrar las órdenes que en 1846 encargaban a los jefes políticos la subscripción a la obra de sus jefaturas y de los establecimientos de enseñanza, así como la admisión como «gasto legítimo» en las cuentas municipales de la adquisición del Diccionario.97 Una segunda línea de negocios desarrollada por Madoz fueron los seguros y más específicamente los seguros de quintas. Y de nuevo nos encontramos en este campo la mezcla de lo público y lo privado. Porque Madoz fue miembro desde 1859 del Consejo de Gobierno y Administración del Fondo de Redención y Enganches para el Servicio Militar, un órgano encargado de gestionar las redenciones en metálico y pagar con ellas los premios de reenganche y enganche voluntario que permitían sustituir en filas a los redimidos, además de proporcionar ingresos a las cajas del Estado, y desde 1860 directivo de una compañía dedicada, entre otras cosas, a los seguros de quintas.98 Nuestro personaje no ocultaba, sin embargo, esa doble condición, por cuanto desde las propias Cortes se erigió en defensor de las redenciones pero también de una gestión adecuada de los pagos, que permitiera reunir fondos para compensar a los soldados licenciados y convertirlos en propietarios.99 97 Colección Legislativa de España, tomo XXXVI, 1846, pp. 553-555. 98 No deja de ser chocante que Madoz fuera miembro de un Consejo que públicamente se quejaba de que las compañías privadas rebajaban las cuotas de redención, creando grandes dificultades al Ejército para encontrar sustitutos, y que realizaban prácticas desleales; Feijoo (1996), pp. 343-345. 99 DSC-CD, 13-III-1851.
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La compañía que organizaba los seguros de quintas, La Peninsular, tuvo, sin embargo, el eje de sus actividades en la promoción inmobiliaria en el Madrid de los años sesenta.100 Éste fue sin duda el negocio más ambicioso de Madoz, y el que durante algún tiempo mayores beneficios le produjo, pero acabaría siendo la causa de su ruina y de la de su familia. Aprovechando la buena coyuntura económica y las evidentes necesidades de expansión de la ciudad de Madrid, La Peninsular emprendió la adquisición de terrenos y la construcción de casas a partir de 1861, financiando ambas operaciones mediante las imposiciones del público. Las casas construidas eran subastadas y el precio de remate abonado en quince años, mediante la aceptación de obligaciones al 6% anual por parte de los compradores. Si entre 1861 y 1864 los edificios llegaron a venderse a precios que superaban en un 35-40% su coste, se pagaban con regularidad los intereses y se amortizaba el principal en los plazos pactados, generando así una elevadísima rentabilidad a los impositores, las cosas se empezaron a torcer en 1865 y, sobre todo, en 1866, a causa de la crisis financiera, que condujo a una sustancial caída de la demanda de inmuebles y al aplazamiento de los pagos. A ello se vinieron a sumar los malos resultados de las operaciones de préstamo hipotecario acometidas desde 1864. Tras tres años de contracción gradual de sus actividades e incesante búsqueda de fondos, La Peninsular se sumió en una profunda crisis de la que no saldría. Como puso de manifiesto la Memoria de 1872, aunque la falta de prudencia en las inversiones y la magnitud de la depresión a partir de 1866 fuera la razón fundamental del fracaso, tampoco estuvieron ausentes pequeñas «corruptelas» en la gestión, en especial en la concesión de préstamos hipotecarios, algunos de los cuales fueron a parar sin garantías suficientes a manos de amigos de Madoz y de los otros consejeros de la sociedad.101 Sin la mala coyuntura y el declive de la compañía, esas alegrías en la concesión de créditos —aprobados por un Consejo que de nuevo contaba con mayoría de progresistas— no hubieran revestido demasiada importancia. Aun así, su presencia pone de manifiesto la confusión de todas las esferas en un político, financiero y especulador que desempeñaba un papel nuclear en las élites madrileñas isabelinas.
100 Bahamonde (1992) ofrece una amplia información y un inteligente análisis de la suerte de esta compañía en un artículo del que son deudoras las líneas que siguen. 101 Varios de ellos procedentes del grupo de hombres de negocios progresistas de los años cuarenta.
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Por último, el representante durante largos años del prohibicionismo catalán en Madrid también invirtió en la industria textil —como declaró varias veces en público—, por más que en ese terreno su inversión no entrañara gestión personal. Al margen de la ya mencionada adquisición de acciones de La España Industrial,102 en 1852 desembolsó la nada despreciable cifra de 306.000 reales para convertirse en socio capitalista de la sociedad comanditaria Matías Vila, Subirá y Cía., de Reus, dedicada al hilado y al tejido, en la que también participaba Jaime Ceriola, banquero y comerciante leridano perteneciente a la «burguesía mendizabalista».103 Como hemos visto, en buena parte de sus actividades Madoz se benefició de forma más o menos directa de su pertenencia a la clase política. Pero esa posición no le salvó de la fuerte inestabilidad de los negocios en el segundo tercio del siglo XIX. De hecho, y al igual que Mendizábal o Salamanca, otros políticos que destacaron por su presencia en la primera fila de la vida pública y por su constante actividad empresarial, Madoz murió en la ruina. Más que este extremo, que se escapaba desde luego a la voluntad del político progresista y que no se puede atribuir a la subordinación de los negocios a otros fines, me interesa reiterar que esta mezcla de la política y la actividad privada no fue nunca ocultada, lo que resulta muy revelador de una cultura política específica.
6.
Las complejidades de una biografía progresista: una mirada retrospectiva Recuerdo haber leído en una historia de Inglaterra, que no hay virtud sin interés y para mí ésta es una máxima innegable; entendiendo por interés, no el amor al dinero, sino el deseo de gloria y el bienestar de la familia. Pascual Madoz (1837)104
La propia enumeración de apartados de este artículo, pese a no cubrir muchos campos importantes (como las variadas actividades «filantrópicas» 102 Madoz señaló su condición de accionista en las Cortes (DSC-CD, 15-VI-1849, pp. 2620 y 2623), extremo confirmado por las fuentes notariales; Otazu (1987), pp. 312-317. 103 Los datos sobre la participación de Madoz en «Matías Vila, Subirá y Cía.» los he obtenido de la Base de Datos Empreses i empresaris a la Catalunya del segle XIX del Departamento de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Barcelona. 104 DSC-CD, 265, 26-VII-1837, p. 4978.
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del personaje), pone de manifiesto la amplitud de puntos de vista desde los que cabe acercarse a Madoz. Su trayectoria vital reúne —con frecuencia de manera sincrónica— una suma de componentes que difícilmente podríamos encontrar juntos en un personaje del siglo XX. No voy a tratar de identificar un hilo conductor que unifique y dé sentido a todos esos papeles públicos. Quiero, sin embargo, referirme a cuatro rasgos de su biografía que la trascienden para convertirse en indicadores de fenómenos más amplios. Lo primero que hay que resaltar es precisamente el carácter polifacético de Madoz. La diversidad y ambición de sus empresas reflejan la relativa falta de especialización de la clase política isabelina, que a su vez remite al carácter incipiente del Estado y la Administración pública y a los fuertes nexos existentes entre el poder político, el económico y el cultural. Las élites políticas de la España isabelina aparecen como un subconjunto, pero formado por elementos cambiantes y de fronteras muy desdibujadas y dinámicas, dentro del conjunto de una élite social que concentraba recursos muy variados.105 Madoz era progresista, pertenecía, por tanto, a un grupo excluido del acceso por vías legales al Gobierno durante gran parte del reinado de Isabel II. Por ello, y en segundo lugar, su actividad política no sólo pasó por las actividades parlamentarias sino por la conspiración, incluso por las barricadas, y también por la cárcel, el extrañamiento y el exilio. Unos extremos que parecen difíciles de casar con la colaboración con sus rivales políticos en la iniciativa y el desarrollo de negocios, con la protección estratégica de Gobiernos «enemigos de la libertad» a sus actividades «privadas», con la designación del diputado por Lérida para comisiones oficiales o con su reconocimiento político como portavoz de grupos de interés. No deja de sorprender que las reglas del juego incluyeran decisiones y gestos cargados de violencia simbólica y física entre miembros de una clase política que, sin embargo, podían colaborar y de hecho colaboraban en diferentes terrenos. El tercer rasgo que sobresale en la biografía de Madoz, y que resulta difícil de separar de los anteriores, es el referente a la autorrepresentación 105 Comparto, por tanto, la visión expresada por Pro (2001) sobre la elevada connivencia entre el poder político y el poder económico en la clase política isabelina.
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de los miembros de la clase política. Nuestro personaje decía que la virtud no podía nacer más que del interés, pero entendiendo éste como deseo de gloria y de bienestar para la familia. Sin embargo la gloria —«reputación, fama y honor que resulta de las buenas acciones y grandes calidades», según el Diccionario de la Academia— no parece siempre fácil de conciliar con el bienestar, entendiendo por tal, y sobre todo, disponibilidad de recursos materiales, que a su vez no se opone al «amor al dinero» condenado por Madoz. Creo que el argumento que hace comprensible ese discurso es la consideración de la prosperidad económica como medio, privilegiado y aunque no exclusivo sí necesario, para alcanzar el fin de una vida, el reconocimiento social derivado de la contribución al bien general.106 En cuarto y último lugar, querría recordar que todo ello nos reconduce a un escenario en el que la esfera de lo público y lo privado, y, por tanto, la política y la economía, resultan ininteligibles por separado. Las grandes apuestas político-económicas de Madoz (el prohibicionismo y el proteccionismo que a su vez respaldaban un modelo de desarrollo introvertido), sus opciones en el terreno de la política hacendística, en especial su rechazo de la contribución de consumos y los derechos de puertas, y las grandes líneas de su desamortización no pueden ser entendidas fuera de su proyecto de construcción nacional y de desarrollo político y social. A su vez, el progresismo isabelino no puede ser leído únicamente como una opción política defendida por los excluidos del poder y defensora de un texto constitucional, el de 1837, y del conjunto de conceptos en él contenidos. Las políticas económicas que ampliaban las oportunidades de acceder a la riqueza, al hacer más transparente el funcionamiento del mercado, eran desde su punto de vista la consecuencia de la soberanía nacional (y de la consiguiente limitación del poder de la camarilla), a la vez que el instrumento para el triunfo de una nueva sociedad, de la que políticos como Madoz se consideraban los únicos artífices posibles.
106 Me parece trasladable a España, y en especial al progresismo, la idea defendida por Roussellier (2003, p. 110) de que en la cultura del liberalismo francés el ideal ciudadano se situaba a mitad de camino entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos: «no quieren ser absorbidos totalmente por su actividad industrial o comercial que consideran como un medio de acceder a las actividades socialmente más valoradas del dominio social (a través de la filantropía) o del patriciado político».
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JUAN FAUSTINO BRUIL, UN BANQUERO ESPARTERISTA* Eloy Fernández Clemente (Universidad de Zaragoza)
1.
Introducción
La mayoría de los tratadistas de la Hacienda española del siglo XIX afirman unánimes que la situación de ésta era muy precaria, al menos hasta la suave reforma de 1845,1 cuya clave estuvo en el establecimiento de la contribución territorial, que durante medio siglo habría de ser la principal fuente de recursos del Tesoro.2 Como ha señalado Fontana, ésta era una medida más de la revolución liberal.3 En años sucesivos y como medidas
* Este trabajo utiliza, en parte, y amplía muy notablemente mi capítulo «Juan Faustino Bruil y la Hacienda española durante el bienio progresista» publicado en Artola (dir.) (1984), pp. 175-191. Ciñéndose más que aquél a los aspectos biográficos y de gestión de Juan Francisco Bruil, quedan allí diversas consideraciones generales sobre la Hacienda durante ese período. 1 «Déficit persistente, “arreglos” frecuentes que son otros tantos repudios mal encubiertos, ventas del patrimonio estatal para financiar un gasto desmedido y económicamente poco justificable, son las consecuencias de un sistema de impuestos inflexible, rígido y regresivo. Consecuencia del caos presupuestario fue el enorme crecimiento de la Deuda pública y la abdicación del Estado de partes sustanciales de su soberanía económica […]», Tortella (1980), p. 186. 2 Estapé (1971), p. 171. 3 «En efecto, la radical substitución del diezmo por unos tributos en moneda vino a contribuir decisivamente a la desarticulación de esas economías campesinas familiares, de subsistencia, que formaban la mayor parte de la España rural del antiguo régimen», Fonta-
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complementarias tendrían lugar la reforma de la Deuda pública, de las aduanas y de la administración y contabilidad del Estado, todas ellas destinadas a superar la crisis endémica de la Hacienda desde la gran disminución de las remesas de América, y que las desamortizaciones no podían, por sí solas, resolver. Pero era preciso, además, cambiar la estructura y funcionamiento de la Hacienda y otros aspectos fundamentales de la economía española y aun del propio Estado. A ello van a contribuir una serie de figuras de la política y la economía, entre las que no es menor el papel de Juan Bruil, personaje polifacético y emblema en su biografía del progresismo español del medio siglo XIX.
2.
Comerciante y financiero progresista
Juan Bruil y Olliarburu, «posiblemente el representante más importante de la burguesía aragonesa del siglo XIX», en opinión de J. A. Biescas, había nacido en Zaragoza el 25 de febrero de 1810, de una familia de origen francés,4 dedicada al comercio.5 Era este sector el principal de la ciudad, si advertimos que aportaba algo más de la mitad de la recaudación tributaria, y «dentro del sector, el grupo más consistente y más vinculado a la alta burguesía comercial e industrial (harinera) es el dedicado a actividades financieras y a negocios especulativos (grano), prestamistas, administradores, agentes de negocios. Los sectores que más contribuyen son: cambio de moneda y préstamos, abogados, Banco de emisión (D. Juan Bruil) […]».6 Al parecer, el joven Juan Faustino hubo de recorrer las fases casi gremiales del comercio (aprendiz, mancebo, dependiente mayor) hasta estana (1977), p. 331 y ss. Sin embargo, Comín advierte de que, si bien esta sustitución de los tributos de la etapa absolutista «mejoró, en los papeles, la eficiencia, la neutralidad y la suficiencia tributarias, y el nuevo régimen fiscal era menos injusto que el absolutista, los logros en el campo de la práctica recaudatoria no fueron tan evidentes», Comín (1996b), p. 116. 4 Los padres, según la partida de bautismo, eran Juan y Engracia, naturales respectivamente de Averña, departamento de Cantal, y de Busenaris, obispado de Bayona. 5 María Rosa Jiménez señala la importancia que los comerciantes, 561, tienen en una ciudad de algo más de 63.000 habitantes; Jiménez (1990), p. 71. 6 Forcadell (1986), pp. 41-42.
Juan Faustino Bruil, un banquero esparterista
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blecerse por su cuenta y contraer matrimonio, a los veintidós años, con una joven de catorce, Ángela Mur y Mendoza, «de antigua familia zaragozana».7 Los negocios familiares de Bruil se vieron notablemente incrementados con la compra de bienes nacionales, a raíz de la desamortización de Mendizábal, lo que le convertiría rápidamente en uno de los más ricos de su ciudad.8 La torre o casa de campo —realizada a la manera de maison rustique napoleónica— donde vive hasta 1868 en las afueras de la ciudad, que sería famosa por su «inmenso invernadero», variedad de especies botánicas y curiosa disposición, y en la que solía ofrecer fiestas, había pertenecido a los agustinos.9 Bastante preparado en temas económicos, Bruil sobresale sobre sus contemporáneos con una visión de largo alcance. Gracias a él, Zaragoza es una de las primeras ciudades españolas con banco por acciones, pues funda y dirige en 1845 la Caja de Descuentos Zaragozana, que en 1856 pasará a ser, como veremos, el Banco de Zaragoza, ya banco de emisión ininterrumpidamente hasta 1874.10 Confirmada la Caja por la Ley de Sociedades Anónimas de 1848 y otras disposiciones, en sus primeros doce años, hasta su transformación posterior, «trabajó con muy buen éxito en sus operaciones, alcanzando un gran crédito por los satisfactorios dividendos distribuidos a sus accionistas y por su bien entendida dirección […] pues en todas las elecciones de nombramiento de cargos, fue [Juan Bruil] reelegido por unanimidad por las Juntas generales de accionistas». De modo que fue esa sociedad bancaria la que «asentó en esta ciudad la primera base del crédito y la que fomentó el espíritu de asociación entre nosotros, germen de todas las gran-
7 Baselga (1927), p. 6. 8 En los años sesenta, según documenta Carlos Forcadell, Bruil era el mayor contribuyente de Aragón, con 36.580,29 reales, tres veces más que el siguiente y cuatro que el tercero. De los veinte primeros, diez son calificados como «comerciante capitalista»; Forcadell (1986), p. 48. 9 Guía de Zaragoza, 1860. Hay, aunque escasos y reiterativos datos biográficos sobre Bruil, además de en el discurso de Baselga (1927) y el cuento de este mismo autor (1979), en Blasco (1960), Lasierra (1978), Forcadell (s. f.), y pp. 13-14, y Biescas (1976) y (1980). 10 «La Caja de Descuentos Zaragozana y la Sociedad Valenciana de Fomento, ambas fundadas en 1846, sobrevivieron hasta 1856, en que las dos se acogieron a la legislación liberal para convertirse, respectivamente, en el banco de Zaragoza y la Sociedad Valenciana de Crédito y Fomento». Tortella (1973). La idea de hacer la Caja surge de la Tertulia del Comercio (a la vez lonja de contratación y círculo de recreo, al decir de Baselga) y su capital nominal de cinco millones de reales pasa al año siguiente a once.
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des empresas y del desarrollo principal de la riqueza del país».11 La Caja de Descuentos Zaragozana sorteó la crisis de 184812 y continuó ofreciendo crédito a corto plazo en préstamos y descuentos. Por otra parte, y éste es un dato fundamental para lo que luego ocurrirá con la reforma bancaria, Bruil era a la vez comisionado (representante) del Banco de San Fernando en Zaragoza. Figura destacada de la vida económica, social y política zaragozana, Bruil pertenece a la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, y dirige un importante aunque infructífero proyecto, en 1850, de navegación por el Ebro. También figura entre los impulsores de la creación del ferrocarril a Canfranc y Francia.13 Era Zaragoza, desde 1840, una de las claves del esparterismo español: su burguesía ascendente y marcadamente progresista es entusiasta del regente en su trienio, una de las últimas fieles tras su caída en 1843, eligiendo incluso diputados progresistas durante la larga década «moderada», y la Milicia Nacional, aunque varias veces disuelta, persiste en motines y pronunciamientos diversos entre 1843 y 1854, en cuyo último alzamiento de febrero resultan varios encarcelados o exiliados.14
11 Sus funciones se extendían a «descuento de letras, pagarés y efectos negociables […], giros […], anticipos o préstamos sobre hipotecas […], depósitos voluntarios o judiciales en dinero, alhajas o barras de oro y plata, abrir cuenta con intereses al tipo del 6 por 100 anual a los señores accionistas […], Caja de ahorros abonando a los imponentes un 4 por 100 anual […]»; Guía de Zaragoza, 1860, pp. 72-75. 12 Madoz (1846-50), vol. XVI, pp. 634-635. 13 Cuando el 13 de noviembre de 1853 se reúnen las fuerzas vivas locales (diputaciones de Zaragoza y Huesca, Ayuntamiento de Zaragoza, Consejo Provincial, Junta de Comercio, Junta Provincial de Agricultura, Sociedad Económica), junto al alcalde y gran jurista Luis Franco y López; el director y subdirector de la Económica, marqués de Nibbiano y Mariano Nougués; Tomás Castellano por la Junta de Comercio, y otros, está Juan Bruil, que será uno de los seis comisionados a Madrid para exponer las «consideraciones sobre las ventajas del ferro-carril del Norte por Zaragoza y Canfranc»; Los Aragoneses… (1853). 14 De entre los muchos estudios sobre Espartero y el esparterismo, citemos (además de las historias generales, desde los Lafuente, Pirala y otros) las recientes revisiones de Artola (1974), la Historia de Menéndez Pidal/Jover, etc., los de Espadas Burgos (1984), Bermejo (1997) y Shubert (2000). El conocido artículo «Espartero», de Marx en el New York Daily Tribune, publicado como editorial el 19 de agosto de 1854, y recogido en Marx/Engels (1970, p. 36), advierte que los discutibles méritos militares y la cortedad política de Espartero le hacen ser un personaje anacrónico, con resabios tradicionales: «No hace falta más prueba de la ambigüedad y excepcionalidad de la grandeza de Espartero que el simple hecho de que nadie consiga explicarla racionalmente». En cuanto al esparterismo zaragozano, ver Forcadell (1978), Íñigo (1983) y Alegría (1989).
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Tras la Vicalvarada madrileña, en Zaragoza, que se ha pronunciado entre las primeras ciudades de España, se forma una Junta que preside el mismísimo Espartero y, con él, los Borao, Lasala, Bruil, etc., prototipos de esa nueva burguesía revolucionaria, entusiasta, ingenua y confiada. Juan Bruil va a dirigir muy activamente esta revolución burguesa, ya que como primer vocal y vicepresidente de la Junta, al marcharse a Madrid Espartero para presidir de nuevo el Gobierno, le sustituye como presidente. También fue, en consecuencia de su actitud política, diputado en las Cortes constituyentes en varias ocasiones y senador del Reino.15 No tuvo apenas tiempo de afrontar los movimientos populares que reclamaban las promesas progresistas, ya que muy pronto hubo, a su vez, de abandonar la Junta, al ser nombrado el 6 de junio de 1855 ministro de Hacienda y marcharse inmediatamente a Madrid. Ya no está en su ciudad cuando, el de 11 de noviembre de 1855, tienen lugar importantes motines por la abolición del impuesto de puertas y consumos16 proseguidos en otras ciudades (Madrid, el 7 de enero de 1856; Valencia, el 6 de abril de 1856; y Valladolid, el 22 de junio de 1856) por, según los casos, la abolición de las quintas, el abaratamiento de las subsistencias u otros asuntos.
3.
La política hacendística del Bienio progresista17
Como ha señalado Tuñón de Lara, durante el bienio 1854-1856 se promulgó «una legislación liberal que tuvo indudables consecuencias en el desarrollo material de España»:18 son bien conocidas las innovaciones 15 Para la coyuntura en Aragón, Pinilla (1982) y Almarza (1970), que traza un cuadro del estilo del conocido de Flores para España (1968). Y, especialmente, los testimonios de un testigo fundamental como Gerónimo Borao (1855), o la visión opuesta en Romero y Padules (1856). 16 Sevilla (1956) afirma que «una petición con dos mil firmas de Zaragoza señalaba el desencanto». 17 Para este tema, la referencia insustituble es la magna obra de Comín (1988), vol. I, que resume el estado de la cuestión sobre el período 1845-1874, en especial diversas obras de Fontana, Estapé, Fuentes Quintana, Martín Niño y otros. 18 Tuñón (1975), p. 183. En un primer impulso, plenamente efectista, a fines del 54 las Cortes habían reducido sensiblemente las contribuciones directas y las rentas de los monopolios; particularmente se odiaban, como ya hemos señalado, los tributos de puertas y consumos, viejas reminiscencias feudales que suponían fuertes ingresos al erario. Ver también el curioso libro de García de la Torre (1854).
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legislativas fundamentales, de enorme influencia en el sector financiero tanto público como privado (Ley de Desamortización General de 1 de mayo de 1855; Ley de Ferrocarriles de 3 de junio de 1855; Leyes de Bancos de emisión y de Sociedades de Crédito de 28 de enero de 1856). Todas esas reformas convergían en un mismo anhelo: la ordenación general del gasto público, cuya importancia en la financiación del desarrollo económico hará del Estado el más importante empresario del país. Siempre con la doble intención de agilizar y potenciar los diversos sectores económicos y mejorar la situación general de una Hacienda que, como ha señalado F. Comín, «buscaba esencialmente el crecimiento económico, dejando la asignación de recursos en manos de la iniciativa privada y del mercado».19 La política presupuestaria no era, dentro de sus aparentes confusiones y retrasos rutinaria y uniforme. Así lo sugiere el hecho de que con demasiada frecuencia el presupuesto escape al control parlamentario: «entre 1845 y 1878 únicamente siete presupuestos, los de 1860, 1863-64, 1864-65 y los cuatro de 1867 a 1871, cumplieron los trámites constitucionales, otros siete entraron en vigor por real decreto y los demás fueron sancionados con posterioridad a su aplicación».20 Por otra parte, recordemos que la Ley de Administración de la Hacienda y Contabilidad del Estado de febrero de 1850, complemento de la de Mon y Santillán, había establecido una serie de principios básicos de larga duración, que serían aplicados por Bravo Murillo y los siguientes ministros. De hecho, la recaudación crece en el decenio 1850-1860 y el total de ingresos pasa de 318 millones en 1850 a 371 en 1855 y a 577 en 1860.21 La revolución va a entender que uno de los primeros y fundamentales pasos es el de poner orden en el gasto público, y aun antes de ello, saber cómo están realmente las cosas. La preocupación del Gobierno progresista que preside Espartero por el presupuesto y su racionalización es clara. Ya el 25 de agosto de 1854 se ordena a todos los ministerios la prepara19 Comín (1996b), p. 116, y el texto coetáneo de Conte (1854). 20 Artola (1974), pp. 286-287, toma los datos de Piernas Hurtado. Beltrán (1977, p. 239 y ss.) afirma que «en los trece Presupuestos constitucionalmente aprobados en España hasta 1860 se dan variaciones de importancia en el destino de los dineros públicos de unos con respecto a los otros» y que esas variaciones corresponden claramente a una determinada pauta regular, ya que «se ajustan con bastante precisión a la circulación por el poder de los distintos grupos que lo ocuparon desde 1814 a 1860». 21 Instituto de Estudios Fiscales (1976).
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ción de sus datos; en ese otoño se centraliza en Hacienda el control de todos los «ramos productivos» públicos.22 La discusión minuciosa de los presupuestos supone una vuelta a la normalidad interrumpida durante muchos años anteriores, devolviendo a las Cortes la función política del control presupuestario y simplificando y centralizando la gestión con una amplia serie de medidas adoptadas durante el bienio. Si, como afirmara la famosa frase de Marx, en 1854, «la causa principal de la revolución española ha sido el estado de la Hacienda»,23 lo cierto es que la revolución, a pesar de sus notables aspectos, no iba a pasar de ser un acelerón en el lento desarrollo capitalista anterior, con una actitud general más progresista, mejores conocimientos económicos y el deseo de modernizar el país. Y es que, hasta 1854, y a pesar de su clara tendencia expansiva, «el incipiente sector financiero de la economía española se encontró constreñido a los límites fijados por el restrictivo ordenamiento jurídico-mercantil de los conservadores, aplicado con todo rigor sobre todo a raíz de la crisis de 1847-48».24 Es ahora cuando los progresistas se enfrentan a los problemas de la Hacienda con una óptica nueva basada en la idea de que había que estimular el crecimiento económico, usando para ello los recursos que proporcionaría la nueva fase desamortizadora.25
4.
Bruil, ministro (6 de junio de 1855 a 7 de febrero de 1856)
La movilidad de la cartera de Hacienda fue más que regular, sucediéndose en breves períodos durante los primeros meses del bienio Collado, Sevillano y Pascual Madoz, cuya labor desamortizadora es bien conocida. Se ha cuestionado la eficacia real de la enérgica desamortización general iniciada por Madoz el 1 de mayo de 1855 y que en el futuro cons-
22 Está claro que estos ministros no responden al concepto desdeñoso de Tallada (1946, p. 93) de que «la mayoría de los ministros de Hacienda no llegan más que a la categoría de recaudadores, viviendo sólo acuciados por las necesidades de hacer frente a los gastos públicos», pues son la mayor parte pertenecientes al aparato de poder que es la Administración central del Estado. Jover (1981), p. LXX y ss. 23 De las citadas crónicas desde Londres para el New York Daily Tribune, la del 21 de agosto de 1854 recogida en Marx y Engels (1970), p. 55. 24 Gonzalo (1981), p. 256. 25 Fontana (1980), pp. 50-51.
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tituirá «si no el único texto legal desamortizador, sí el fundamental», en opinión de F. Tomás y Valiente.26 Porque sus planes hacendísticos se vieron pronto desvirtuados, y no se redujo sensiblemente la deuda por el incumplimiento de lo establecido en el articulado de la Ley Madoz, al admitir títulos de la Deuda computados por su valor nominal (mucho mayor que el real) como pago de las fincas subastadas y comprometer al Estado a adquirir títulos de la Deuda con una parte importante de los ingresos por desamortización, y ello al valor de cotización en el mercado, es decir, bastante bajo. La operación, en mejores condiciones, hubiera permitido reducir sensible y rápidamente una parte significativa de la deuda. A Madoz, recién aprobadas la ley de ferrocarriles y la de desamortización general, le sucede el 6 de junio de 1855 Bruil, que en el breve período de ocho meses, hasta su cese el 7 de febrero de 1856, desarrolla una importante tarea. El nombramiento de Bruil se explica en parte como premio a su gran fidelidad y amistad con Espartero, en parte porque se desea contar en el Gobierno con este tipo de personas emprendedoras, progresistas y no sólo expertos en política sino empresarios prácticos. No pertenece, desde luego, a esa «Administración jerarquizada, unificada, agente eficaz de centralización»: al contrario, Juan Bruil, será con frecuencia descrito como «provinciano» por amigos y enemigos. Es uno de esos raros selfmademen que acude a una llamada del Estado con unas cuantas ideas de cambio, hace lo que puede, y cuando no puede más o considera que ha hecho lo que tenía que hacer, regresa a la ciudad periférica de donde vino, y sigue su vida anterior. Juan Bruil llega a la Corte lleno de ideas. En ocho meses justos de ministro de Hacienda llevará a cabo una serie de reformas fundamentales, que intentaron modernizar la economía española, equilibrar al máximo el presupuesto y dinamizar diversos sectores, especialmente el financiero. También, aunque es menos conocido, hizo un progresista proyecto de reforma del Arancel de Aduanas. 26 Tomás y Valiente (1971), pp. 151-155. Por su parte, Gonzalo González (1981) ha resumido que durante el bienio 1855-56 (sólo hasta septiembre de 1856, en que fue suspendida la venta de bienes) se obtuvieron 941,4 millones de reales y, en el período total 1855867, se recaudaron 5.380 millones de los cuales sólo se aplicaron a la amortización de Deuda del Estado 60 millones, es decir un 1,75 por ciento aproximadamente, en vez del 78 por ciento previsto, con lo que no puede extrañar que la Deuda siguiera creciendo y pasase de un total de 13.740 millones de reales en 1855 a 22.308 millones en 1866.
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El presupuesto, la Hacienda y la Deuda
A Bruil se deben, en el verano de 1855, diversas medidas modernizadoras de la Hacienda, tales como la creación el 27 de agosto de la Sección de Estadística en la Dirección General de Contribuciones, o el nombramiento, el 6 de septiembre, de una comisión para elaborar un Proyecto de ley y reglamento sobre el Tribunal de Cuentas del Reino.27 También la filosofía que subyace bajo la discusión de los presupuestos, inserta en el proyecto de Constitución que antes del cese de Bruil, a comienzos de 1856, está ya prácticamente terminado, y que, como destaca Miguel Beltrán, frente a la de 1845 supone un extraordinario avance técnica y políticamente. Sin embargo, los presupuestos del bienio se mueven entre dos aguas, pues molestan a los moderados y no satisfacen a los demócratas, que esperan una rápida y radical supresión y reducción de impuestos. Beltrán critica esta última postura: «tal reducción, dadas las circunstancias de la Hacienda, era punto menos que imposible», y acusa de inconsecuencia a los demócratas, recogiendo la censura de Kiernan: «Ni los servicios sociales ni la enseñanza se expandirían si el Estado carecía de dinero; ni tampoco la economía, pues era ilusorio pensar que, en un país tan inerte y retrasado, podría alcanzarse la industrialización o renovarse la agricultura sin la ayuda al capital privado».28 Respecto al peso de la Deuda, no sólo tampoco ahora se destinaron apenas a su reducción recursos provenientes de las desamortizaciones, sino que volvió a caerse en la trampa de favorecer a los compradores de aquellos bienes.29 Por otra parte, la Hacienda española ni con la nueva desamortización aprobada por Madoz estaba en condiciones de asumir la pérdida de los viejos impuestos,30 y en el presupuesto vencido para 1855 se llegó a un compromiso entre el deseo de Bruil de aumentarlos y reintro27 Beltrán (1977), p. 241; también, Tomás Villarroya (1981), p. 275 y ss. 28 Kiernan (1970), p. 133. 29 Efectivamente, Bruil preparó una ley por la que se emitieron, el 14 de julio de 1855, 230 millones de reales en títulos de la Deuda «aplicables única y exclusivamente al pago de bienes nacionales y redención de censos y foros», que fueron rápidamente adquiridos en casi su totalidad. Ver también Sánchez Ocaña (1855), Franco Alonso (1865) y Bravo Murillo (1865). 30 Forcadell (1982), pp. 33-85.
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ducir parcialmente al menos los Consumos,31 y una propuesta de nuevos empréstitos utilizables para el pago de fincas desamortizadas. Sin embargo, finalmente, Bruil regresa a su postura, realista aunque impopular. Así, el proyecto Bruil de presupuesto para 1856 y los primeros seis meses de 1857 restablecía los impuestos de puertas y consumos; pero fue tan grande la discusión, tan sin salida el callejón entre las necesidades y los deseos, que finalmente Bruil dimitió,32 dando paso al último ministro de Hacienda del bienio, Santa Cruz, que se doblega a la fuerte presión contra dichos tributos.33 Pero la cuestión de los tributos encerraba algo más profundo: la división interna entre los esparteristas «puros» del Centro Progresista y los futuros unionistas, más eclécticos y preocupados sobre todo por el principio de autoridad, garantía, según ellos, de la libertad y del orden social. Con esta postura, que acelerará la crisis del bienio, está acorde Bruil, asiduo a las amplias reuniones del «centro parlamentario», a las que asisten unos 65 diputados (Serrano, Prim, Alonso Martínez, Concha, Ríos Rosas, Vega Armijo, etc.) partidarios de «tener en la Cámara y ante el país una actitud resuelta que conjure así los peligros de la reacción como los de la anarquía, partiendo de la legalidad existente».34
31 «Bruil logró que las Cortes autorizasen el proyecto de presupuesto para 1855 presentado por Collado con algunas modificaciones, pero no se modificó la carga de la contribución de inmuebles. El presupuesto para el año 1856 fue aprobado por Santa Cruz, aunque el proyecto lo había elaborado Bruil, y en él se elevó la partida del impuesto territorial a 87 millones de pesetas, lo que suponía un aumento del 16 por ciento»; Comín (1988), p. 116; véanse también Vallejo (2001a) y Comín y Vallejo (2002). 32 A fines de 1855, «el ministro de Hacienda, Bruil, considerando que los ingresos del Estado eran insuficientes para atender las necesidades públicas, propuso a las Cortes el restablecimiento de aquella contribución y derechos. El propósito despertó la cerrada oposición de los elementos más avanzados de las constituyentes, que lo denunciaron como contrario al espíritu de la revolución […]. El propósito del Gobierno no llegó a prosperar; pero la contribución de consumos fue sustituida por nuevos impuestos que resultaban tanto o más gravosos que aquélla»; Tomás Villarroya (1981), p. 290. 33 Tortella (1973, p. 49) ha comentado así la gran contradicción del bienio: «Las esperanzas de los trabajadores (y las de los revolucionarios) pronto se vieron disipadas durante los dos años siguientes. Las Cortes progresistas y el Gobierno elegido tras la revolución muy poco hicieron para aliviar la situación de las masas, al menos a corto plazo, si exceptuamos la abolición de los impuestos de puertas y consumos, que eran uno de los temas favoritos de los agitadores progresistas. Los precios del trigo, sin embargo, siguieron en alza en tanto que los salarios monetarios continuaron estancados. Poco era lo que los progresistas, con su liberalismo económico, podían hacer para remediar esto». 34 Cánovas (1981), p. 461.
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La reforma bancaria
Pero es, sobre todo, por las leyes de creación de bancos de emisión y de sociedades de crédito, ambas debidas a Bruil, promulgadas el 26 de enero de 1856, por lo que este ministro merece un lugar destacado en nuestra historia financiera, ya que, según afirmación de Jordi Nadal, se trató del «más importante esfuerzo de movilización de caudales dispersos y anónimos operado en la España del siglo XIX».35 Tortella ha señalado cómo «la legislación y la política antiexpansionista que acompañaron a la depresión mantuvieron a la banca en un estado embrionario hasta 1855, aunque una cierta recuperación postcíclica y la intensa actividad mercantil provocada por la guerra de Crimea estimularon las presiones de los medios financieros a favor de una política más expansiva. Ésta vino con la legislación progresista de 1855-1856, que abrió la mano en materia de empresas industriales o mercantiles. Consecuencia de esta nueva política fue el crecimiento de empresas ferroviarias» y la aparición en los diez años siguientes de los bancos de emisión, que pasan de tres a veinte, así como la creación de treinta y cinco sociedades de crédito «a la manera francesa» (sin emisión)...36 La presión para ello de los grupos financieros y comerciales de fuera de Madrid era muy grande.37
7.
El enfrentamiento Bruil-Santillán
La situación del Banco de San Fernando como banco emisor había estado muy limitada por un bajo tope de emisión, siempre cubierto e insuficiente para atender una fuerte presión expansiva. Era preciso aumentar la circulación fiduciaria, y, para ello, el director del Banco, Santillán, y los sectores más moderados del Gobierno creyeron que bastaba con poner en marcha el mecanismo establecido en 1849, de creación de una red de sucursales. Pero 35 Nadal (1982), p. 193. 36 Tortella (1994), pp. 141-143. 37 La busca de aprobación para bancos privados, había comenzado con fuerza. Por ejemplo, la Junta de Comercio de Bilbao de 16 de noviembre de 1855 acuerda la fundación del Banco de Bilbao, si bien hasta abril de 1856 no se eleva la correspondiente escritura y, de hecho, el Banco no se autoriza hasta el 19 de mayo de 1857; Un siglo…, 1957, pp. 485 y 490-491. Ver también Sánchez-Albornoz (1968), pp. 39-68.
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ese paso, cuando la ley pasó a Cortes, resultó modificado sustancialmente, aprobándose en enero de 1856 una ley bien diferente. Juan F. Bruil se había pasado con armas y bagajes al grupo más progresista en este tema.38 Santillán se lamentaría de ello en sus Memorias, recordando que Bruil era «comisionado del Banco [de San Fernando] en aquella ciudad, y con esta relación me prometí que serían amistosas las que yo tuviera con él. Mis esperanzas no fueron fallidas al principio: empezó Bruil manifestándome una particular deferencia, consultándome algunos negocios, y exigiéndome que formara yo un proyecto de ley de arreglo del Tribunal de Cuentas sobre la base, adoptada ya, del nombramiento de sus Ministros por las Cortes […] hasta que me vi precisado a decir francamente a Bruil que, no estando yo conforme con los principios políticos, ni con los económicos de su partido, eran completamente inútiles todos los dictámenes que pudiera darle […]. No le agradó esta manifestación, y […] nuestras relaciones desde entonces fueron entibiándose».39 Ramón Santillán se enfrentaría con Bruil, y sus relaciones «estuvieron presididas no ya por la disparidad de criterios, sino por una hostilidad manifiesta, que llegó al altercado frecuente y a la violencia verbal». El juicio que deja de su oponente es extremadamente duro: tras quejarse de las exigencias y presiones recibidas, «que ningún otro Ministro había llevado tan adelante», describe la «condescendencia» del Banco, su reducción en existencias metálicas, la apelación a los tribunales por la ley citada, cuando han fracasado las presiones sobre Espartero y O’Donnell, el curso de las discusiones... Se llega finalmente a un compromiso, por el que el Banco de San Fernando no deberá cubrir en un año las nueve plazas principales de expansión, pero pierde su monopolio de emisión, que será otorgado también a otros varios bancos. Santillán concluye: «el país con la nueva ley publicada en 28 de enero de 1856 entró en un sistema de Bancos que, bien que tenga partidarios entre algunos economistas, en la práctica no pocas veces ha sido indudablemente causa de grandes desastres».40 El vaso se colma cuando, cuenta Santillán, «por primera vez desde su origen se encontró [el Banco de San Fernando, ya de España] en la precisión 38 Tortella (1970a), p. 278. 39 Santillán (1996), pp. 405-406. 40 Santillán (1865), pp. 61 y 67. Ver el interesante prólogo de Tedde, p. XIV.
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de acudir a un Tribunal contra una disposición con que el Sr. Bruil se despidió del Ministerio […]. Habíase promovido esta cuestión por la Dirección del Tesoro, fundándose en la omisión de una cláusula en el contrato que adjudicó al Banco las obligaciones de compradores de bienes nacionales de varios años, con cuyo descuento se había completado su capital». La omisión era del procedimiento de ese descuento, «al tirón», por lo que el Tesoro pretende se realice cada liquidación a su vencimiento. El Banco reclamó contra esa interpretación, que le perjudicaba mucho, y le fue rechazada la reclamación, si bien posteriormente, por vía contenciosa, logra su propósito, por un Real Decreto de 12 de agosto de 1857. Por todo ello, escribe Santillán, «dicho se está que con esta cuestión no podían ser muy amistosas nuestras relaciones con la Dirección General del Tesoro ni con el Ministerio de Hacienda».41 Santillán le acusa de «ignorancia en materia de bancos, igual a la que tenía en la de Hacienda», y llega a pedirle, ya que no quiere dimitir, su propio cese, lo que Bruil dispone a la vez que el suyo propio, en febrero de 1856, fundándose, dice Santillán, «en mi carácter inflexible y aun orgulloso».42 Sin embargo, el principal historiador del Banco de San Fernando, Pedro Tedde, se extraña de la frustrada actuación de Santillán, a pesar de cuyas críticas, «mucho más ácidas las vertería sobre otras circunstancias, políticas y personales del Ministro, lo cierto es que el proyecto diseñado por el Gobierno, en septiembre de 1855, parecía favorecer al San Fernando».43
41 Santillán (1865), pp. 61-62 y 108-109. 42 Ese cese sería diferido, al igual que el odio del banquero madrileño, que escribiría: «el Sr. Bruil salió del Ministerio con el descrédito más completo en su partido mismo, porque a su nulidad para el despacho de los negocios añadía su incapacidad para hablar, aun sobre los más triviales en el Parlamento». Le recrimina igualmente —y al director del Tesoro, Manuel María de Uhagon— de «insigne mala fe» en el citado grave enfrentamiento, que «pudiera causar, bien que inicuamente, un quebranto de dos o tres millones de reales en el banco», y que está pendiente de resolución contenciosa en el Consejo Real en abril de 1857, cuando escribe; Santillán (1996), pp. 405-407. 43 Y añade que «resulta sorprendente la actitud de Santillán ante el proyecto de Bruil, que, sin duda, de haber superado los obstáculos parlamentarios y convertido en Ley, hubiera otorgado al Banco de España mucha mayor capacidad de financiación y de creación de dinero que la que obtuvo con la Ley definitiva del 28 de enero de 1856. Las quejas ante la cortedad del tiempo disponible para hacerse con inmuebles en los que instalar las sucursales no parecen muy fundadas si se tiene en cuenta la disponibilidad y habilidad de los comisionados en provincias, y su potencial capacidad para actuar en nombre del Banco, así como la rapidez con la que comenzaron a funcionar los Bancos emisores provinciales a raíz de la Ley»; Tedde (1999), p. 272.
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Tortella, que ha estudiado la polémica parlamentaria a fondo, explica cómo frente al grupo de los banqueros madrileños (y entre ellos dos exministros de Hacienda y otro a punto de suceder a Bruil: Sevillano, Collado y Santa Cruz) partidarios de potenciar al máximo el Banco de San Fernando con privilegio de emisión a escala nacional estaba «una alianza heterogénea de hombres de negocios de provincias y del extranjero, unidos a políticos progresistas y demócratas […]. Muchos representaban intereses locales, que querían disfrutar de un monopolio provincial similar al que tenía el Banco de San Fernando en Madrid […]. En cuanto al Ministro de Hacienda, que era un banquero de provincias, vacilaba continuamente en busca de una posición intermedia»,44 o lo que, con mayor precisión, calificaría Tedde de «solución de compromiso».45 Tortella piensa que esa pluralidad —que no libertad— de bancos de emisión privados puede considerarse, como mínimo, una cuestión compleja pero en absoluto rechazable, ya que «hay razones para suponer que el principio de un banco único emisor en un sistema de patrón metálico puede presentar inconvenientes desde el punto de vista de la innovación y el crecimiento. De otro lado, el decenio que siguió a la ley de 1856 fue en España de notable prosperidad, que debe atribuirse en parte al estímulo inversor que significó la multiplicación de bancos emisores».46 Y citando a Sardá parece que la inestabilidad que la ley pudiera haber introducido no se debía a su excesivo liberalismo sino a su excesiva prudencia, que limitaba el desarrollo del mecanismo crediticio por ella creado. «La única crítica que hoy sigue siendo válida —concluye Tortella— de las que Santillán hizo a la ley de 1856 es la de ser contradictorios sus artículos 3.º y 4.º, como resultado que son de un precario compromiso entre el Ministro de Hacienda y una facción parlamentaria»: la ambigüedad que suponía limitar la concesión a un banco por plaza y dar libertad de emisión significaría a la larga una victoria de la iniciativa privada.47 Y de lo que no cabe duda es de que la circulación de billetes iba a aumentar extraordinariamente, duplicándose ampliamente en apenas ocho años.
44 45 46 47
Tortella (1973), pp. 52-63. Ver también Nido (1911). Tedde (1988), pp. 302-307. Tortella (1970a), p. 279. Ibídem, p. 280; ver Sardá (1987).
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Aquellos «banqueros de provincias», buscando su propio desarrollo capitalista, habían establecido un puente hacia el futuro desarrollo económico regional español y hacia un modelo de banca privada perfectamente homologable con el del resto de la Europa industrial. Bruil, como ya se ha dicho, dimitió poco después de promulgarse la ley del sistema plural bancario, pero no por su causa sino por la fuerte discusión sobre los impuestos sobre consumos. Él iba a ser uno de los privilegiados con una concesión de banco emisor, en su Zaragoza natal, mientras que su gran enemigo, Santillán, sobreviviría a los cambios, pues precisamente era propicio a los conservadores, consagrando en su Memoria su propio punto de vista, y quedando Bruil oscurecido por una historiografía poco favorable. En cuanto a la ley que autorizaba las sociedades de crédito, aprobada el 18 de enero de 1856, las definía como bancos de negocios, en principio dedicados a la inversión y no a la emisión de moneda (si bien les autorizaba a emitir obligaciones a corto plazo que acabarían circulando como dinero), y tenía como misión superar el corsé de la de sociedades anónimas de 1848 y otras dificultades puestas a la creación de bancos de capital mayoritariamente extranjero. Fue preparada ad hoc para reconocer, como se hizo en un anexo, sus estatutos a tres importantes entidades de origen francés encabezadas por los Péreire —Crédito Mobiliario Español—,48 los Rothschild —Sociedad Española Mercantil e Industrial—49 y Alfred Prost y sus socios los hermanos Guilhou —Compañía General de Crédito en España—50 (las cuales, por cierto, suscribieron poco después las cuatro quintas partes de un préstamo conjunto de 200 millones de reales al Gobierno…).51 48 Con un capital nominal enorme, de 114 millones de pesetas, más del doble del alcanzado, 50, en 1865 por el Banco de España, no logró crear sucursales por la fuerte oposición a ello, y se volcó en los préstamos al Gobierno, obras públicas, en especial la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte, creada en 1858, Gas de Madrid, promoción industrial, etc. 49 Autorizada a un capital de 76 millones, apenas pasó de los 15 hasta su disolución en 1868, presidida por Alejandro Mon, su negocio principal fue la Compañía de Ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante. 50 Autorizada a 99,75 millones de capital, no pasó de desembolsar un tercio, tras la quiebra de Prost en 1858 le suceden como directores los Guilhou, si bien su presidente español fue el marqués de Alcañices. Abrió sucursales españolas y en París y La Habana, participó en ferrocarriles (Sevilla-Cádiz, Lérida-Reus-Tarragona), una red de fábricas de gas, dos de seguros, la Compañía General de Minas y la Sociedad General Española de Descuentos. 51 Nadal (1975), p. 193.
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De nuevo Tortella, de quien tomamos esos datos empresariales, ha juzgado que la ley «refleja el estado de ánimo contradictorio de los legisladores españoles, indecisos entre su deseo de facilitar el desarrollo económico a través del cómodo (al menos inicialmente) método de la multiplicación del crédito y el miedo a convertirse en aprendices de brujo conjuradores de instrumentos financieros cuyo mecanismo no entendían suficientemente».52 Por su parte, Jordi Nadal juzgaría contundentemente el asunto: «La política inversora de las tres sociedades de crédito francesas no engaña. La más pequeña de las tres, el banco de los Rothschild, se desilusionó pronto de las empresas industriales, desprendiéndose del ferrocarril de Madrid a Zaragoza y Alicante en 1860, para dedicarse casi en exclusiva a su cartera de renta, formada en su mayor parte por títulos de la Deuda pública. La segunda en importancia, el banco de Prost-Guilhou, de vida efímera (1856 a 1866), empleó la mayor parte de sus activos en la promoción ferroviaria... y en una Compañía General de Minas, con un capital de 15,2 millones de pesetas, sin precedentes dentro del sector. La mayor, en todos los aspectos, el banco de los hermanos Péreire, cifró sus mayores esperanzas en los Ferrocarriles del Norte […]. La crisis de 1866, que tuvo su origen en la quiebra de los ferrocarriles, desarticuló el sistema financiero creado diez años antes, cambiando el rumbo de la banca española».53 Sin embargo, desde el punto de vista financiero es preciso recordar que la ley de 1856 había servido también para crear numerosos bancos de emisión privados, y no todos perecieron en la citada crisis.
8.
El Banco de Zaragoza
Uno de los primeros acontecimientos que, tras su cese y regreso a Zaragoza, presencia Bruil es el de la inauguración de las obras de los ferrocarriles del Norte y de la línea Madrid a Zaragoza. Está al final de su época de gran influencia en la vida política, económica y social española, y puede contemplar con satisfacción los efectos de su gestión.54 El ferrocarril de 52 Tortella (1973), p. 63. 53 Nadal (1975), pp. 49-50. 54 Por ejemplo, coincidiendo con su etapa madrileña se publica, y se le dirige, el texto de Pons y Úriz (1855).
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Madrid a Zaragoza era, como sabemos, una empresa que los Rothschild controlaban a través de la Sociedad Española Mercantil e Industrial; el ferrocarril del Norte estaba financiado por los Péreire a través del Crédito Mobiliario Español.55 Ambas se habían beneficiado de la Ley de Sociedades que firmara Bruil. Y ahí estaban, en marcha, los importantes resultados. Pero el «banquero de provincias» se vuelca definitivamente en su obra predilecta: la conversión de su Caja de Descuentos en Banco de Zaragoza, del que siguió siendo director, acogiéndose a la autorización de 28 de enero de 1856 que él mismo había preparado.56 Su capital quedó constituido el 1 de agosto de 1857 en 1,5 millones de pesetas,57 es decir, 6 millones de reales y «se ocupa en descontar, girar, prestar, llevar cuentas corrientes, ejecutar cobranzas, recibir depósitos, contratar con el Gobierno y sus dependencias competentemente autorizadas, y con Corporaciones provinciales y municipales, sin que quede nunca en descubierto, y recibir imposiciones a metálico con abono de interés convencional» (salvo en los casos en que se le entreguen depósitos a custodia, de oro y plata, bien sea acuñada, en barras o labrada, por lo que cobra medio real el millar; o efectos públicos, letras y obligaciones, por lo que cobra 20 reales al año por cada cien mil). Y, lo que aquí más nos interesa ahora, «se halla autorizado para la emisión de billetes al portador, por una cantidad triple a su capital social» en billetes de cien, doscientos, quinientos, mil, dos mil y cuatro mil reales, y «debiendo tener en la caja, reservada en efectivo, la tercera parte de la suma de los billetes emitidos». 55 «La Reina envió una carta efusiva y manuscrita al Primer Ministro concebida en los siguientes términos: “Espartero: Ve a Castilla y Aragón a solemnizar en mi real nombre la inauguración de las obras de los ferrocarriles del Norte y de Zaragoza, y haz saber a los castellanos y aragoneses mi vivo y constante anhelo por el engrandecimiento y futura prosperidad del pueblo leal a quien estima su Reina” [frase reproducida en la Gaceta de los Caminos de Hierro, 1, de 27 de abril de 1856, p. 4]. El Primer Ministro, cuya caída preparaba en aquellos momentos la Reina con otros miembros del Gabinete, era diputado por Zaragoza»; Tortella (1973), p. 68. 56 «El diputado progresista Gaminde citó la Caja Zaragozana como modelo de estabilidad durante el pánico de 1848 al discutirse en las Cortes el proyecto de ley de bancos», DSCC, 1854-1856, pp. 60-50, cit. por Tortella. 57 «Siguiendo la práctica ya establecida por la Caja, la principal partida de su activo eran los descuentos y la de su pasivo las “Imposiciones”, especies de depósitos con interés, reintegrables escalonadamente. Las cifras del balance del Banco de Zaragoza crecieron también durante los años que siguieron a su fundación, aunque no de manera comparable a la de los bancos andaluces, seguramente a causa de que, con otro nombre y organización, el banco venía ya funcionando desde antiguo»; Tortella (1973), p. 98.
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Bruil sigue al frente de la nave a fines de la década de los sesenta, superando la crisis financiera de 1866 y la política de 1868. En un aleccionador texto introductorio a la Memoria del Banco de Zaragoza para este último año (muy probablemente escrito por el propio Bruil), se señala que «al atravesar sin quebranto esta Administración época tan azarosa, ha hecho cuanto podía […] sin más elementos que la prudencia, sin más auxilio que la perseverancia», la reducción de gastos (entre ellos, la rebaja a 12.000 reales del sueldo del director)... y el fondo de reserva. La queja principal es para «el retraimiento de los capitales, la zozobra general, los temores tal vez infundados de trastornos». La gran suma de fondos públicos que existía en la cartera del Banco (billetes hipotecarios del Banco de España) ha sido su mejor recurso para atender al inmediato pago de las obligaciones del mismo. Por otra parte, «la Administración puede aseguraros que por ahora no se hace necesario dar por fallido crédito alguno de los existentes». Además, para mantener la tónica habitual, se había alzado un préstamo que permitiera repartir un dividendo del 5 por ciento, si bien tras una fuerte oposición de una minoría disidente, reunida en el Ateneo de la ciudad, se retrasa dicha medida y se propone una reestructuración profunda, que se someterá al nuevo Gobierno.58 El Banco realizó emisiones monetarias hasta que, en marzo de 1874, concedió el Gobierno el monopolio de emisión al Banco de España, y desapareció para renacer una vez más, en 1875, ahora como Banco de Crédito de Zaragoza.59 Habían sido, pues, dieciocho años de emisión,60 sin demasiados percances,61 y manteniéndose entre los diez mayores bancos de emisión.62 58 Memoria leída en la Junta General de accionistas del Banco de Zaragoza el 27 de febrero de 1869… 59 A su vez, el Banco de Crédito de Zaragoza pasó, el 16 de diciembre de 1947, a integrarse en el Banco Central; Biescas (1976), pp. 133-163, y Blanco (1981). 60 Según la Guía de Zaragoza, 1860. 61 Si en la crisis de 1866 estuvo a punto de sucumbir como sociedad anónima, «con la proverbial tenacidad aragonesa, sin embargo, el Banco absorbió sus pérdidas y se recuperó lentamente a principios de la década de 1870. Con anterioridad, su cartera cayó de 11,7 millones en 1865 a 2,6 en 1869 y sus cuentas de ahorro de 11,0 a 0,9 entre las mismas fechas. Ambas partidas se redujeron en más de la mitad en el año de 1866». Tortella (1973, pp. 289-290) cita los datos de Colección Legislativa de España, tomo CIV, pp. 429430, Decreto de 8 de agosto de 1870 que autoriza al Banco de Zaragoza a emitir nuevo capital; y los informes del comisario regio (11 de diciembre de 1866, 11 de febrero de 1867) sobre los progresos en la devolución de sus deudas. Sus billetes circulaban con un descuento del 0,5 por 100, AHN, Hacienda, leg. 439. 62 Tortella (1973, pp. 330-331) ofrece también datos de 1864 y 1873: en el primer año el Banco de Zaragoza, que está entre los diez mayores bancos de emisión (5.º por acti-
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Por otra parte, el veterano esparterista no habría de perder sus afectos. Cuando la puerta homenaje levantada a toda prisa y en ladrillo para recibir a Espartero, en 1854, se hundió estrepitosamente poco después, una vez derribados los restos, Bruil ofrece al Ayuntamiento, que acepta, costear una nueva en hierro. Desechada la idea de que fuera construida por la fundición Fosey, de Lasarte (Guipúzcoa), la encarga a la inglesa Henry Crisel, logrando franquicia de derechos aduaneros. Aun así, le costó diez mil duros (al parecer provenientes de sus menguados haberes en los ocho años como ministro), y tuvo como arquitecto de la cimentación a José de Yarza. La puerta del Duque de la Victoria, pintada en rojo oscuro, se abrió al público el 5 de octubre de 1861.63 Allí permaneció (controlando hasta 1911 el pago del impuesto de consumos) hasta 1919, en que fue desmontada para facilitar el paso al ya abundante tráfico de carruajes.64 También colaboró a la modernización y expansión urbana de su ciudad, con la posterior apertura de la calle dedicada a Espartero junto a su puerta, o la de la calle de Alfonso I y la del paseo de la Independencia. Por otra parte, Bruil, a instancias de la Real Sociedad Económica Aragonesa, forma parte en 1863 de la Comisión preparatoria de una Exposición de productos aragoneses, que se celebraría en 1868, y que quedaría malograda poco después de comenzar a causa de su coincidencia con la «Gloriosa» Revolución de septiembre de ese año. Bruil se había responsabilizado de la sección de Industria y de las relaciones exteriores. Su evolución política, ya apuntada a fines del bienio, le lleva a la Unión Liberal como a la mayor parte de la alta y media burguesía, participando activamente en su organización y manteniendo posiciones influyentes. Como ha sido perfectamente definida, «la Unión Liberal sería el partido de los sectores conservadores sensibles a las contradicciones internas del Régimen moderado y a su inadecuación a los cambios socioeconómicos operados, el partido, en suma, de los sectores reformistas de la oligarquía y la clase media partidarios de un liberalismo más moderno».65 vo, con 14,5 millones, si bien de los 297,4 de los diez juntos, 172,4 corresponden al Banco de España), tiene la mejor proporción activo/capital, 9,7, pues éste es de apenas 1,5 millones. En 1873 es el 6.º, su capital de 1,8 millones y su activo de 9... 63 El Municipio le otorgó en 1860 por unanimidad el título de «Bienhechor de Zaragoza», recuerda Baselga (1927), p. 14. 64 Blasco (1950), pp. 32-34. 65 Cánovas (1981), p. 471.
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Ello, como es natural, le distanciaría algo, pero no del todo, del grupo del republicanismo zaragozano, sus viejos amigos y compañeros revolucionarios los Braulio Foz, Gerónimo Borao, Burriel, Huici, Lasala, Moncasi…66 En 1870 se escribe sobre él: «Cuando este honrado y benemérito patricio baje a la tumba, puede dejar a sus sucesores la siguiente receta: “Para ser ministro de hacienda cuando mande Espartero, es necesario: primero, ser muy amigo de Espartero; segundo, tener algunos millones”. Esto explica que el Sr. Bruil fuera ministro de hacienda durante el bienio. Es un liberal de buena fe; ha hecho mucho por Zaragoza, su patria, y la ciudad agradecida le ha dedicado una calle. La calle de Bruil abre paso a la puerta del Duque. Hoy vive alejado de la política y su influencia es histórica, pero los aragoneses le consideran como uno de los que más beneficios han dispensado a Aragón».67 Bruil murió sin descendencia. En sus últimos años dedicó especial atención a crear una hermosa finca desecando unos chamarcales o terrenos pantanosos en El Burgo de Ebro, convertida en rica huerta. A ella destinó todos sus ahorros, y ésa es su única propiedad cuando muere, el 21 de marzo de 1878, legando sus escasas pertenencias a su esposa. Su último domicilio, del que saldría imponente entierro, fue un palacio de la calle Dormer que hoy es sede de la Real Maestranza de Zaragoza. La torre, donde ya hacía años no vivían, pasaría a la familia del célebre periodista Mariano de Cavia; el «Soto de Bruil», por documento de venta, a un sobrino de su viuda, el influyente político Alejandro Palomar y Mur.
66 La Guía de Zaragoza, 1860 menciona como personajes importantes al rector Gerónimo Borao, el catedrático y escritor Braulio Foz, el político y profesor Eduardo Ruiz Pons, el jurista Bienvenido Comín, Juan Bruil… 67 Los Ministros en España desde 1800…, 1870, p. 240.
PEDRO SALAVERRÍA. CARA Y CRUZ DE LA HACIENDA José M.ª Serrano Sanz (Universidad de Zaragoza)
Cuatro veces fue ministro de Hacienda Pedro Salaverría, aunque sin duda dos de ellas sobresalen cuando se examinan en términos históricos. Esas dos veces, además, fueron en muchos sentidos cara y cruz para Salaverría. Como ministro del Gobierno largo del general O’Donnell, entre 1858 y 1863, protagonizó los tiempos felices del isabelismo, con una economía en crecimiento, confianza sólida en el progreso y abundancia de recursos en Hacienda. En el primer Gobierno de la Restauración, en cambio, bajo la presidencia de Cánovas del Castillo, Salaverría hubo de enfrentarse a una Hacienda en penuria, con los pagos de la Deuda suspendidos y la necesidad de financiar dos guerras simultáneas. Logró sacar adelante un presupuesto y un arreglo provisional de la Deuda, pero cayó exhausto en una enfermedad de la que no se repondría, por más que viviera todavía veinte años. El juicio de los hacendistas, sin embargo, ha tratado mejor su actuación en los tiempos de crisis que en los de abundancia. Además del contraste de gestión entre ministerios, otros dos rasgos resaltan la figura de Salaverría. Fue un funcionario que comenzó su carrera en la Administración siendo apenas un muchacho y, como autodidacta, recorrió todo el escalafón del Ministerio hasta llegar a su cúspide. Por otra parte, estuvo, en conjunto, ochenta y dos meses al frente de la Hacienda, permanencia que lo coloca entre los diez ministros que más tiempo han gobernado el presupuesto de España en los últimos dos siglos.
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Como ministro fue bastante conservador en relación con el sistema tributario. Se encontraba a gusto con el esquema de 1845 y no tuvo interés en retocarlo en ninguna de sus etapas, salvo mínimos ajustes de ciertas tarifas impositivas en casos extremos. En contraste, defendió siempre la necesidad de atender al gasto público, incluso en momentos dramáticos como 1876 cuando no sucumbió a la moda de las economías. Resultado lógico de combinar ambas tendencias —y más en la Hacienda española de la segunda mitad del novecientos— fue que a menudo se encontró con problemas de financiación que hubo de solventar, y ha acabado pasando a la historia sobre todo por la expansión del gasto y sus planes financieros.
1.
Una vida en Hacienda
Había nacido don Pedro Salaverría en Santander el día 17 de octubre de 1821 y su destino se encontró ligado a la Administración desde muy temprano. Según su biógrafo Fabié, se había iniciado en el servicio público a los trece años, cuando fue nombrado escribiente de la Intendencia de Burgos; pasó después a escribiente de la Contaduría General de Valores, al tiempo que continuó estudiando Aritmética Mercantil y Teneduría de Libros.1 De Burgos se trasladó a Sevilla —siempre vinculado al ámbito económico de la Administración—, hasta que en un año simbólico y decisivo para la Hacienda española, 1845, llegó a la Dirección General del Tesoro, ya en Madrid. Como en alguna ocasión recordó él mismo, había servido en el Ministerio de Hacienda desde los puestos más modestos hasta el empleo de ministro. Si bien las primeras tareas en el viejo edificio de la calle de Alcalá resultaron modestas, estar allí en 1845 era estar en un momento clave. Fue el año de la reforma debida a Alejandro Mon y Ramón Santillán, más conocida como la reforma Mon-Santillán, que dio una estructura a la Hacienda española en la parte de los ingresos apenas modificada hasta fin de siglo, y sólo retocada entonces por los cambios de Raimundo Fernández Villaverde. A partir de ese año, continuó ascendiendo Salaverría en la escala de
1 Fabié (1898), vol. I.
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funcionario del Ministerio de Hacienda a lo largo del período conocido en la historiografía como Década moderada. Hacia el final de la misma entró en esa región en la cual lo administrativo y lo político se unen, siendo designado a finales de 1853 director general de Contabilidad. Tras la Vicalvarada aún avanzó más, aunque ya abiertamente en el ámbito de la política, siendo nombrado subsecretario de Hacienda el 15 de agosto de 1854; cuando cesó en noviembre, pasó a ocupar el cargo de director-presidente de la Junta de la Deuda Pública. No estaría mucho tiempo al frente de esta Junta, porque dimitió en mayo de 1855 con Pascual Madoz de ministro. Entraba así Salaverría por vez primera en la situación de cesante, un riesgo que había asumido al iniciarse en el camino de la política. Abandonó entonces el Ministerio de Hacienda, al que había estado vinculado más de veinte años, es decir, toda su vida profesional, y fue nombrado secretario general del Consejo de Administración del Banco Español de San Fernando. Tomó de esta forma contacto con el Banco que después sería de España y también con el terreno de lo monetario, su otra gran especialidad en el ámbito de la economía. Pero tampoco permaneció mucho tiempo en este cargo, pues en aquellos años de frecuentes mudanzas políticas, alcanzó finalmente el 20 de septiembre de 1856 la cartera ministerial. Esta primera experiencia como ministro de Hacienda no fue muy prolongada, a decir verdad, pues ni siquiera duró un mes; el día del Pilar de 1856 dimitió junto con todo el gabinete O’Donnell. Exactamente un año más tarde, en octubre de 1857, tendría Pedro Salaverría otro breve encargo como ministro, aunque en esta ocasión y por única vez en su vida, no lo fue de Hacienda sino de Fomento, cartera que continuó desempeñando hasta el 11 de enero de 1858, bajo la Presidencia del general Armero. En junio de 1858 se constituyó el gabinete que ha resultado ser más representativo de la Unión Liberal durante el reinado de Isabel II. Estaba presidido, como es lógico, por el propio general don Leopoldo O’Donnell, y en él participó en calidad de ministro de Hacienda don Pedro Salaverría. El Gobierno se mantuvo hasta marzo de 1863 y eso otorgó a nuestro hombre un tiempo precioso en el contexto del siglo XIX para desarrollar una política hacendística con personalidad propia. A la caída del duque de Tetuán siguieron unos meses de inestabilidad que parecieron cerrarse en marzo de 1864, cuando volvió a haber un Gobierno fuerte, presidido en esta ocasión por Alejandro Mon, y en el cual figuraba de nuevo Salaverría al
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frente de Hacienda. A pesar de las esperanzas que había despertado, el Gobierno no pudo mantenerse en aquellos tiempos turbulentos del último quinquenio de Isabel II, y cayó en septiembre, dando paso al moderantismo representado por el general Narváez. En esos pocos meses, Salaverría había realizado una reforma monetaria que consagraba el escudo como unidad de referencia en el sistema español. En suma, entre 1858 y 1864 permaneció Pedro Salaverría algo más de cinco años al frente de la Hacienda. De ellos daremos cuenta detallada en los siguientes apartados. La razón próxima de la caída del gabinete Mon-Cánovas —en expresión de la mayor parte de los historiadores que aluden, siguiendo a Fernández Almagro,2 a la preeminencia en el mismo de don Antonio— fue la autorización de la reina a su madre, doña Cristina de Nápoles, para volver a España. Pero la causa última fue, sin duda, el creciente desbarajuste alrededor del trono y el aislamiento de doña Isabel, con los progresistas «retraídos» de toda participación en el juego institucional y los ministros divididos. El fracaso sucesivo de Narváez y O’Donnell por retornar a una cierta normalidad hizo elegir al primero la vía represiva a partir de 1866, y los acontecimientos se precipitaron. En esa tesitura, Salaverría se mantuvo entre los unionistas más cercanos al trono y distantes de la revolución, pero el equilibrio se fue haciendo muy difícil.3 Firmó la exposición de los diputados del 28 de diciembre de 1866 contra la preterición de las Cortes —en unión de muchos moderados— y por ello fue desterrado a Mallorca.4 La muerte de O’Donnell en noviembre de 1867 y la de Narváez en abril siguiente hicieron que la suerte de Isabel estuviese echada a mediados de 1868, como demostró el fácil triunfo de la Gloriosa. Al llegar la revolución de septiembre Pedro Salaverría era ya un político con mayúsculas, pues había sido ministro en cuatro ocasiones —aparte de ocupar otros cargos— y estaba considerado uno de los notables de la Unión Liberal. Entró en el Parlamento después que en el Ministerio, pues fue diputado desde 1859, primero por el distrito de Peñafiel en Valladolid
2 Fernández Almagro (1972), p. 101. Curiosamente, Fabié, biógrafo de Salaverría, aunque canovista devoto, habla del gabinete Mon-Salaverría. Véase Fabié (1898), vol. I, p. 315. 3 «Ni con la revolución pues, ni con la corte estaba entonces; con ninguna de las dos naves», dijo Cánovas en las Cortes de 1870 para describir una posición compartida seguramente por Salaverría. Cánovas (1997), vol. 9, p. 80. 4 Fabié (1898), vol. II, p. 385.
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y después, en las legislaturas de 1863 y 1866, resultó elegido por la circunscripción de Santander.5 Durante el Sexenio su actividad se desarrolló en tres coordenadas: la participación en las instituciones de la nueva situación, los testimonios de su adhesión a la causa borbónica y la administración de los bienes particulares en España de la reina Isabel II. Se vio envuelto entonces en un episodio que, al no haber tenido consecuencias graves, pasa a la condición de acontecimiento pintoresco. En diciembre de 1869 Salaverría fue objeto de una agresión, concretamente de un apuñalamiento que le dejó heridas no demasiado graves, por parte de un antiguo subordinado suyo en el Ministerio de Hacienda, que había sido director de Consumos, Casas de Moneda y Minas a comienzos de los sesenta. Salaverría lo había cesado y acusado de prevaricación y el otro intentó vengarse unos años después. El agresor fue detenido, y, tras algunas semanas de reposo en casa, recuperó el exministro su actividad.6 Los revolucionarios de septiembre buscaron desde el principio la colaboración de los unionistas —incluso la de aquellos que no habían participado en la Gloriosa, como Salaverría— y éstos no dejaron de ser receptivos, en los primeros tiempos: a tal punto había llegado su distancia con la reina. El momento de máximo acercamiento se produjo en el gabinete que el general Juan Prim formó a mediados de 1869 dando entrada a Silvela, Topete y Constantino Ardanaz en Hacienda; con éste colaboró estrechamente Salaverría durante la segunda mitad de dicho año.7 Sin embargo, no cuajó esta línea de acción y tampoco el acercamiento representado, ya en el reinado de Amadeo de Saboya, por la entrada en el Gobierno, también en Hacienda, del canovista Elduayen. Entre tanto Isabel II se había ido acercando a los unionistas y se había distanciado de los moderados más intransigentes, hasta el punto de aceptar el consejo de abdicar en su hijo, el príncipe Alfonso, el 25 de junio de 1870, acto en principio sólo simbólico, dada la minoría de edad de éste. Mucho más decisivo fue —en orden a incorporar liberales a la causa, apartándolos del camino de septiembre—, el otorgamiento de plenos poderes a Cánovas del Castillo el 22 de agosto de 1873, pues desde entonces los trabajos a favor de la Restau-
5 Carasa (dir.) (1997a), pp. 504-505. 6 Fabié (1898), vol. II, p. 403 y ss. 7 «El señor Salaverría, dando una prueba más de su acendrado patriotismo, ayudó eficazmente al Sr. Ardanaz en el desempeño de su cargo»; Fabié (1898), vol. II, p. 399.
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ración progresaron de modo claro.8 Antes de ese momento Salaverría ya se había decantado claramente por la vuelta de la anterior dinastía. Incorporado al campo borbónico de forma decidida, figuró en el comité de 12 notables surgido del Pacto de Cannes, que confería el mando del alfonsismo en enero de 1872 a Montpensier, y firmó el subsiguiente manifiesto de los conservadores. Unos meses más tarde, dio público testimonio en las Cortes de su adhesión a la causa alfonsina, y en mayo de 1873, en plena República, encabezó un manifiesto de diputados adictos a la causa borbónica.9 Partidario del liderazgo de Cánovas, quien había impuesto serias condiciones para asumirlo, fue encargado por éste de poner orden en los asuntos económicos de la casa real. El 10 de noviembre de 1873, en efecto, fue nombrado por Isabel II «Mandatario para el gobierno de todos sus intereses particulares o relacionados con el Rey, su esposo, y con sus hijos el Príncipe y las infantas».10 En calidad de tal, litigó con las autoridades españolas que consideraban propiedad del Estado algunos de los bienes tenidos como personales por la reina, llegó a un acuerdo sobre la pensión del rey, contrajo empréstitos con garantías, repartió donativos de la casa real para víctimas de la guerra carlista, empleó fondos en la conspiración en favor de la causa y se enfrentó con el marqués de Salamanca, que debía una suma considerable a Isabel II.11 Las relaciones —las malas relaciones— entre Salaverría y el marqués de Salamanca venían de antiguo, al parecer, y son un tópico repetido por todos los biógrafos del marqués, quienes acusan incluso a Salaverría de ser excesivamente severo en la reclamación del préstamo. Sin embargo, el asunto está ahora detallado y los juicios sobre el banquero parecen con esa luz, aunque suenen duros, bastante tamizados.12 Desde media-
8 Véase Fernández Almagro (1972), p. 219 y ss. También, Espadas (1975), p. 380 y ss. 9 Fabié (1898), vol. II, p. 479 y ss. 10 Ibídem, p. 486. El conde de Romanones (1931, p. 186) dice de Salaverría: «persona de la máxima confianza de Cánovas, encargado por éste de poner en orden la administración de la reina y el patrimonio de sus hijos». Fernández Almagro (1972, p. 223) afirma: «No regresó Cánovas a España —donde entraría por Canfranc— sin dejar nombrado a don Pedro Salaverría para reorganizar la Casa Real, en muy comprometida situación económica». 11 Apenas hay alusiones en Fabié a la intervención de Salaverría en los asuntos financieros de la reina Isabel II. En cambio, los trata con detalle Espadas (1975), p. 249 y ss. 12 El conde de Romanones (1931, p. 261) alude a que Salaverría calificó a Salamanca de «gran bribón» (p. 187); él, en cambio, a modo de reverso, subtitula su biografía «gran
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dos de 1873 dedicó una parte considerable de su tiempo a estos asuntos, casi siempre incómodos y desagradables, hasta que resignó el encargo el 22 de julio de 1874, una vez cumplido lo primordial de su tarea.13 En los últimos tiempos del Sexenio era, pues, Salaverría un personaje de primera fila dentro del alfonsismo, e incluso su nombre apareció mencionado como posible integrante de un Consejo de regencia en julio de 1874, tras una hipotética proclamación que había de hacer el marqués del Duero.14 De modo que resultó lógica su inclusión en el primer ministerio formado por Cánovas del Castillo tras el episodio de Sagunto. De nuevo se encargó de la Hacienda, en esta ocasión durante un año y medio; tiempo escaso pero intensísimo, en los albores de un régimen, en medio de una guerra civil y otra colonial, y en suma, en una situación cercana a la bancarrota tras los desórdenes del Sexenio. Sacó adelante las finanzas públicas y fue uno de los hombres fuertes del momento, hasta el punto de que su nombre fue propuesto por el general Martínez Campos para presidir el Consejo en el período de interinidad abierto con la dimisión de Cánovas en septiembre de 1875.15 No aceptó Salaverría y fue el general Jovellar quien se hizo cargo del Gobierno por tres meses, hasta el retorno de Cánovas; en cualquier caso, el episodio sirve como indicio de la importancia alcanzada por el político santanderino. Pero el agotamiento provocado por el exceso de trabajo y preocupaciones en situación tan difícil, minó su frágil salud y le llevó a dimitir en junio de 1876, dejando presentados el nuevo presupuesto y las leyes complementarias.16 Para entonces había sido elegido diputado por última vez señor». Espadas (1975, p. 260) detalla el episodio y concluye que el marqués hizo algún pequeño pago tras la presión de Salaverría, pero los interrumpió, arruinado como estaba, y «posiblemente la deuda no se satisfizo». Extracta también algunas cartas de Salaverría a Isabel II en las que censura sobre todo las mentiras del marqués: «el no tener un documento que pruebe todo me dio a entender que es una mentira indecente propia del hombre funesto a V. M. en todos los tiempos y que por lo visto quiere ahora consumar la mayor de las maldades, cuando V. M. se halla en el límite de su desgracia». 13 Fabié (1898), vol. II, p. 535. 14 Espadas (1975), p. 333. 15 De acuerdo con las informaciones ofrecidas por Fabié (1898), vol. II, pp. 571-572. 16 «Los grandes cuidados, la enorme labor intelectual y los vivos disgustos que la gestión de la desbarajustada Hacienda española y de los estupendos gastos de aquel periodo le produjo ocasionáronle tal quebranto en su organismo, que le puso fuera de la existencia activa de la política y la administración y así ha vivido desde entonces», decía El Imparcial en su necrológica.
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en las Cortes que elaboraron la Constitución de 1876, representando a un distrito de Burgos. Cuando se repuso temporalmente fue nombrado gobernador del Banco de España, cargo que ocupó entre enero y octubre de 1877, y hubo también de abandonar aquejado de problemas de salud. Terminó entonces su vida pública y «pasó después largos años en el seno de su familia, triste y silencioso», a decir de Fabié.17 Murió, en efecto, mucho tiempo después, el 6 de agosto de 1896 en San Sebastián, sin haber vuelto a ocupar cargo alguno e incluso —relataba La Época en su nota necrológica—, sin volver «a leer un periódico ni a hablar con nadie de cuestiones que tuvieran relación con la política».
2.
La «Administración de los cinco años»18
Si hubiera de ser elegido un ministro de Hacienda como el más representativo de aquellos años, a mediados del XIX, cuando la Unión Liberal gobernó España, habría pocas dudas en señalar a Salaverría. Así como en el campo moderado podrían disputarse la primacía varios nombres igualmente notables, el primer Alejandro Mon, Juan Bravo Murillo o Manuel García Barzanallana, nadie hizo sombra a Salaverría en las posiciones centristas durante el reinado de Isabel II; el «financiero de O’Donnell» le llamó acertadamente Larraz.19 El día 30 de junio de 1858 comenzó el Gobierno largo de la Unión Liberal con el general Leopoldo O’Donnell como presidente del Consejo y Pedro Salaverría al frente de la Hacienda. Ambos se mantuvieron en los mismos puestos hasta el 2 de marzo de 1863, en que fueron sustituidos por el marqués de Miraflores y José de Sierra, respectivamente, con escasos cambios en las otras carteras. Fue el gabinete más prolongado en el reinado de Isabel II y uno de los más estables en todo el siglo XIX. Al año de cesar, el día 1 de marzo de 1864, volvería Salaverría a ser ministro de Hacienda, aunque en el gabinete presidido por Alejandro Mon y sólo durante seis
17 Fabié (1898), vol. II, p. 998. 18 Esa expresión figuraba en un folleto crítico que publicó en 1864 Bravo Murillo y también en el opúsculo de respuesta de Salaverría, su único texto escrito de carácter no ministerial. Véanse Bravo Murillo (1864) y Salaverría (1864). 19 Larraz (1952), p. 386.
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meses, pues en septiembre estaba de nuevo Narváez en el poder y García Barzanallana en Hacienda. El primer —y extenso— período ministerial estuvo marcado sobre todo por las cuestiones presupuestarias, mientras que la reforma monetaria fue el principal resultado del medio año en que estuvo bajo la presidencia de Mon. De ellos nos ocuparemos en el siguiente apartado, centrándonos ahora en la «Administración de los cinco años». El contexto político de dicha Administración vino a representarlo esa «metamorfosis del moderantismo» que fue la Unión Liberal;20 una metamorfosis para gestionar mejor la eclosión de nuevas fuerzas económicas y sociales, más dinámicas, presentes en toda Europa a mediados de la centuria, en aquella era del progreso que parecía inaugurarse entre el optimismo y la admiración generales. El entorno económico vino marcado por un conjunto de cambios legislativos en sentido liberalizador, introducidos en el Bienio progresista, que animaron la actividad bancaria, la construcción de ferrocarriles, la inversión extranjera y la salida al mercado de nuevas tierras de cultivo con la desamortización.21 El Gobierno de la Unión Liberal debía encauzar las energías así liberadas y dar contenido a algunas de las reformas, trasladándolas del papel oficial, donde todavía permanecían muchas, a la realidad, todo ello a favor de una etapa de estabilidad política. Desde el punto de vista hacendístico, también había ciertas tareas pendientes, aunque durante la Década moderada ya se habían producido los grandes cambios en el presupuesto: su institucionalización como uno de los pilares básicos del régimen liberal, la modernización de la estructura tributaria y una clara codificación de los gastos.22 Salaverría se aplicó a enfrentarse con las cuestiones pendientes y en diciembre de 1858, seis meses después de asumir la cartera, presentó el Proyecto de ley de presupuestos para 1859, otro Proyecto de ley para atender gastos extraordinarios y uno más para regularizar el pago de las subvenciones a las compañías ferroviarias. Todos ellos fueron aprobados, se convirtieron en leyes y marcaron la administración del Gobierno O’Donnell, hasta el punto de 20 En expresión de Jover (1981), p. XIV. 21 Sobre la política económica del Bienio y sus consecuencias, Tortella (1973). 22 Sobre la institucionalización del presupuesto en España, Beltrán (1977). La política de gasto público en relación con el crecimiento a mediados de siglo en Moral (1979). El contexto general de la Hacienda del período, en Comín (1989).
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que dicho presupuesto constituyó —se ha dicho— «el eje del plan de la Unión Liberal para una nueva España, respetada y próspera».23 En la medida en que los siguientes presupuestos de Salaverría en este período abundaron en la misma dirección, es posible un juicio conjunto sobre la Hacienda unionista. Por idéntico motivo es relativamente sencillo trazar una síntesis de la misma. La cuantía y estructura de los ingresos no estaba en discusión y no se alteró. La reforma Mon-Santillán era todavía reciente y no se apreciaban sus limitaciones; el único impuesto importante sujeto a debate eran los Consumos, pero repuestos tras la breve supresión del Bienio, volvían a estar casi a su antigua altura.24 Comenzó entonces, pero en pocos años el contraste entre «la petrificación de la recaudación impositiva y el creciCUADRO 1 LA HACIENDA DE LA UNIÓN LIBERAL Y SU CONTEXTO ECONÓMICO (1858-1865) (Millones de pesetas corrientes) Años
Ingresos
Gastos
Saldo
Deuda en circulación
Gasto/PIB
% variación del PIB real
1855 1856 1857 1858 1859 1860 1861 1862 1863 1864 1865
299 394 437 456 523 503 506 533 559 504 547
368 460 491 497 517 612 652 665 683 705 725
–69 –66 –54 –41 6 –109 –146 –132 –124 –201 –178
3.563 3.634 3.482 3.499 3.549 3.531 3.507 4.038 3.848 4.014 4.358
6,9 8,4 8,6 8,8 9,0 10,0 10,3 10,0 10,0 10,1 10,3
2,8 –2,8 4,7 6,1 –1,2 5,7 1,8 3,5 2,5 2,1 2,4
FUENTES: Datos de la Hacienda, en Comín (1989); del PIB, en Prados de la Escosura (1995).
23 Carr (1969), p. 258. 24 Aunque no fue el autor de su restablecimiento, en su breve ministerio de 1856 se había planteado Salaverría reponer los consumos, según contó él mismo más adelante: «entraba en nuestro pensamiento y se había preparado el correspondiente proyecto de Real Decreto, el restablecer el impuesto de consumos, tal como después se hizo»; Salaverría (1864), p. 65.
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miento de las necesidades estatales», por usar la afortunada expresión del profesor Fuentes Quintana,25 fue una evidencia para la Hacienda española y no cesó de agravarse. El crecimiento de la recaudación fue puramente vegetativo, producto de la mejor gestión en un período de tranquilidad, pero, en todo caso muy limitado, pues «los gobiernos de la Unión Liberal no elevaron los ingresos ordinarios».26 En ninguna de sus etapas en el Ministerio tendría Salaverría interés en actuar sobre los tributos y tampoco en ésta, a pesar de los años que permaneció. En cambio, sí tuvo empeño en aumentar los gastos y lo hizo tanto en valores absolutos como en términos relativos, pues crecieron por encima de la renta (cuadro 1). Es decir, la unionista fue una Hacienda en expansión desde la perspectiva del gasto; una expansión limitada, hasta alcanzar un 10% del PIB, pero simbólica, porque esa cifra no se superó sino muchos años más tarde. Los gastos a cuyo aumento concedió prioridad fueron, sobre todo, los relacionados con el crecimiento económico y el armamento. La construcción de carreteras, canales, puertos y, en general, las obras públicas para mejorar las comunicaciones eran imprescindibles para hacer realidad el mercado nacional, y éste a su vez, sumado a la adopción de nuevas tecnologías de producción y la fabricación en serie, requisito para el crecimiento. Acelerar la modernización productiva era el camino del progreso y no resultaba viable sin un mercado de dimensión nacional; las vías de comunicación eran el instrumento para romper el localismo en la economía y, por consiguiente, para hacer posible el crecimiento. En este ámbito había, además, un problema singular y de gran dimensión: la principal apuesta para revolucionar el transporte había sido el ferrocarril y para hacerlo posible la Ley de 1855 había previsto unas ayudas que no se habían materializado porque exigían magnos recursos. En cuanto a los gastos de armamento, hay que relacionarlos con el intento de dotar a España de capacidad de acción exterior y respetabilidad, para poner punto final a la continua pérdida de influencia en el mundo que registraba el país desde hacía siglos. A tal fin se quería dotar a la Marina de nuevos buques de guerra y al Ejército de fortificaciones y armamen-
25 Fuentes Quintana (1990), p. 26. 26 Resume Comín (1988), vol. I, p. 314.
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to. La política exterior, esa pretendida «política de prestigio»,27 fue una de las grandes novedades de la Unión Liberal: inaugurada con la expedición a Marruecos, continuó con el episodio de Santo Domingo, las expediciones a México y la Conchinchina y los incidentes con Venezuela, Perú y el nuevo reino de Italia. Ese activismo, con cosecha mayoritaria de fracasos, ha sido juzgado después un pasivo del Gobierno O’Donnell, también en términos hacendísticos. Pero en 1859 la perspectiva era muy diferente. Salaverría consideraba que unos y otros gastos no se podían financiar, por el momento, con recursos ordinarios. En consecuencia, debía abrirse una etapa transitoria para la Hacienda, en la cual se obtuviera una financiación extraordinaria y permitiera atenderlos de inmediato, en tanto la riqueza así fomentada hiciera aumentar los ingresos ordinarios. Entonces el Estado podría hacerse cargo de todas estas tareas en el presupuesto corriente. «La dificultad se halla en resolver, al tiempo que aquellas atenciones (las ordinarias) sean cubiertas, cómo se ha de acudir a las de la construcción de ferrocarriles, caminos ordinarios, puertos, fomento de la Marina y material de Guerra, y otros objetos cuya satisfacción supone por sí sola las rentas de algunos años. Quedaría en pie la dificultad si se pretendiese su solución, por ahora, con los recursos de los impuestos. Su aumento sería tal, que los capitales de la producción se aniquilarían con las exacciones del Fisco. La solución se obtendrá combinando las cosas de modo que el tránsito de la actualidad a la época en que la riqueza del país puede contribuir al Estado en mucha mayor escala que al presente, se haga por medios auxiliares».28 Así se expresaba Salaverría en la presentación de los presupuestos de 1859. Elaboró, en consecuencia, un presupuesto extraordinario para incluir en él los gastos en vías de comunicaciones y armamento y lo financió con unos «medios auxiliares» que eran los recursos, también extraordinarios, obtenidos de la desamortización de 1855. Fue denominado «el presupuesto de los 2.000 millones», pues se trataba de reales, y se repartían del siguiente modo: 1.000 a Fomento, 450 a Marina, 350 a Guerra y algunas cantidades menores a Gracia y Justicia, Gobernación y Hacienda. Estaba previsto que se gastasen tales cantidades en un plazo de ocho años; sin embargo, de acuerdo con las cuen-
27 En expresión de Jover (1981), p. XIV. 28 Gaceta de Madrid, 11-XII-1858.
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tas del propio Salaverría en el Proyecto de presupuestos de 1863-64, hasta 1862 se habrían gastado ya algo más de 1.500 millones de reales en los destinos previstos.29 En paralelo a la ley de los 2.000 millones planteó nuestro hombre otra para proceder al pago de las subvenciones prometidas a las compañías ferroviarias, mediante la emisión de unos títulos denominados «Obligaciones de ferrocarriles», cuyos intereses y amortizaciones se cubrirían también con fondos procedentes de la desamortización. Salaverría calculaba en 1.500 millones de reales, aproximadamente, el importe de las subvenciones, aunque la emisión de títulos se haría «a medida que deba abonárseles lo que les corresponda, según los términos de la concesión», de acuerdo con el artículo 4.º Las obligaciones de ferrocarriles pronto se convirtieron en la principal ayuda pública a las compañías ferroviarias, por encima de las subvenciones propiamente dichas: a la altura de 1864 se habían emitido obligaciones por valor de casi 1.000 millones de reales (250 millones de pesetas), continuando después a buen ritmo.30 La rapidez en la ejecución de estas medidas era necesaria para avanzar en la línea marcada, pero planteaba un problema de tesorería, pues los ingresos de la desamortización se cobraban en plazos largos, nueve años, mientras que los pagos comenzaron a hacerse de inmediato. Para salvar el escollo utilizó Salaverría los fondos que había en la Caja de Depósitos e hizo una emisión en 1860 de billetes del Tesoro, una nueva clase de Deuda flotante, en combinación con el Banco de España. La Caja General de Depósitos había sido creada en 1852 por Bravo Murillo para que en ella se centralizasen las fianzas y depósitos judiciales que debiese recibir el Estado, aunque pronto se abrió a depósitos que voluntariamente hiciesen particulares y corporaciones a cambio de un interés.31 Los fondos depositados podía utilizarlos el Tesoro para cubrir sus desfases temporales de ingresos y pagos a un precio que resultaba menor que el de la anterior Deuda flotante, de manera que la Caja se convirtió
29 Gaceta de Madrid, 3-I-1863. 30 Véase Comín, Martín Aceña, Muñoz y Vidal (1998), p. 95. También, Artola (dir.) (1978), especialmente partes I y III. 31 Existe un estudio muy completo sobre la Caja General de Depósitos en Gonzalo (1981).
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enseguida en un auxiliar irremplazable de la Hacienda. A partir precisamente de 1858, los depósitos voluntarios crecieron de tal forma que la Hacienda se encontró nadando en la abundancia en términos de tesorería: de 150 millones de reales en junio de dicho año, los saldos de la Caja pasaron a 1.600 en marzo de 1863, cuando los unionistas dejaron el poder; casi todo el crecimiento se debió a los depósitos voluntarios. En el mismo período la Deuda flotante ascendió de 400 millones a 1.600, porque el Tesoro pasó a financiarse de la Caja en exclusiva; «la Caja de Depósitos y el Tesoro eran un perfecto sistema de vasos comunicantes».32 Un sistema que pronto alarmó a Salaverría, quien ya en 1860, ante el crecimiento paralelo de las obligaciones del Tesoro y los depósitos a muy corto plazo en la Caja, impulsó la reforma de la institución con la doble finalidad de «contener una afluencia innecesaria de capitales a la Caja, al mismo tiempo que a conservar los que ya usufructuaba, despojándolos de las condiciones que tan peligrosa hacían su posesión».33 Por fin en abril de 1861 aprobó un Real Decreto para promover la reestructuración del pasivo de la Caja, haciendo crecer los depósitos a plazo frente a los que estaban a la vista, y reduciendo todos los tipos de interés para no ahogar financieramente a la Hacienda en la abundancia. La tormenta que la medida desató fue de considerables proporciones: «la mayor contrariedad que sufrió en su larga gestión el Sr. Salaverría», en expresión de Fabié.34 Hacia el otoño se habían reducido los depósitos en un 30%, aproximadamente, y como los fondos estaban empleados por el Tesoro, el ministro hubo de acudir al Banco de España para que fuera aportando las cantidades requeridas. El Banco mostró cierta resistencia, y de ello ha quedado testimonio en los escritos de su entonces gobernador Ramón Santillán, quien comienza el relato del modo siguiente: «Año de duras pruebas fue el de 1861 para el Banco y de no leve tortura para su administración».35 A finales de año, sin
32 Gonzalo (1981), p. 250. 33 Santillán (1865), p. 202, aludiendo precisamente a la enorme cantidad de fondos que podían ser retirados en el plazo de quince días. 34 Fabié (1898), vol. I, p. 299. 35 Santillán (1865), p. 199. «Comprometido por una parte a salvar el Banco de nuevos y graves peligros que yo veía inminentes, si se aceptaba la proposición del Ministro y no poco comprometido también como hombre de gobierno y por mis relaciones de amistad particular con el Sr. D. Pedro Salaverría, mis altercados con éste me hicieron sufrir disgustos aún mayores que los que había sufrido durante el conflicto monetario de los meses
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embargo, volvió la tranquilidad, los depósitos de la Caja reanudaron su senda de crecimiento, el Tesoro recuperó su holgura financiera y el gobernador del Banco de España pudo descansar. La reforma de la Caja se había hecho, «tal vez no con gran oportunidad, pero con acierto».36 La política financiera de Salaverría en estos años fue desde muy temprano objeto de críticas severas. El haber destinado los productos de la desamortización a los gastos previstos en los presupuestos extraordinarios, en lugar de haberlos dedicado a amortizar Deuda pública viva, fue la primera de tales críticas, realizada por los progresistas en la discusión en Cortes del Proyecto. Pascual Madoz, autor de la nueva desamortización, sostuvo que con el nuevo destino se tergiversaba el espíritu y aun la letra de la Ley de 1855, pero la amplia mayoría unionista no atendió el argumento. En años posteriores se reiterarían estas críticas desde diversos frentes, sobre todo a medida que el problema de la Deuda se fuera haciendo más acuciante, en vez de disolverse por el progreso general de la economía, como esperaba Salaverría. Hacia el final de su mandato arreciaron las críticas, centradas en el supuesto «despilfarro» a que había dado lugar la abundancia de recursos. «Opónganle sus censores los aumentos de la Deuda pública, el uso de los recursos de la desamortización; hablen del despilfarro de miles de millones que todos los días pregonan la pasión política o el error de la ignorancia», se quejaba en 1864 Salaverría.37 Lo cierto es que la impresión de abundancia ha quedado en la historiografía bien asentada: «Juntamente con la regularidad en la gestión de la Hacienda se produjo, por entonces, una abundancia extraordinaria de recursos en el Tesoro público, abundancia debida a lo ingresado por la desamortización civil y eclesiástica, por la indemnización de Marruecos y por la afluencia de caudales a la Caja de Depósitos».38 Precisamente por ese motivo las censuras a una ocasión peranteriores», concluye Santillán (1865), pp. 216-217. Fabié (1898, vol. I, pp. 288-289), no obstante, culpa al Banco de la gravedad de la crisis: «El Banco tenía sobre sí la responsabilidad de los males que se sufrían». 36 Fabié (1898), vol. I, p. 292. Los autores actuales coinciden con este diagnóstico: «La conveniencia de la reforma de la Caja de Depósitos planeada por Salaverría parece hallarse fuera de toda duda, lo mismo que el hecho de que su fracaso se debió a la absoluta falta de oportunidad en que fue llevada a cabo»; Gonzalo (1981), p. 291. 37 Salaverría (1864), p. 84. 38 Fabié (1898), vol. I, p. 227.
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dida fueron más acerbas y acaso nadie las expresara con más claridad que Piernas Hurtado unos años más tarde: «En cuanto a Salaverría, haciendo justicia a la rectitud de sus intenciones, a su laboriosidad y a su gran celo, creemos que cometió graves errores, desaprovechó cuantiosos medios y dejó pasar la ocasión más a propósito para haber normalizado nuestra constitución financiera».39 Salaverría defendió su gestión en un folleto publicado en 1864 como respuesta a Bravo Murillo. Había escrito éste un opúsculo sobre un tema anecdótico, «dos cuestiones concretas, insignificantes» (las deudas amortizables y los certificados de cupones), en palabras de Salaverría. Pero en el escrito había dejado consignado lo siguiente: «Vense muy de cerca, si es que no se tocan ya, los resultados de la administración de los cinco años, y se necesitan muy fuertes y muy eficaces remedios para contener la progresión del mal y evitar el cataclismo que nos amenaza».40 Estas palabras indignaron a Salaverría, que las tomó en serio por venir de quien venían, y se aplicó a defender «la Administración de los cinco años». En el fondo, se trataba de dos concepciones de la Hacienda y del papel del Estado en la economía que se enfrentaban; en palabras de Larraz, «una de las cosas que mejor definen a Bravo Murillo en su oposición con Salaverría».41 El primero ponía el equilibrio financiero por encima de cualquier otra consideración (por cierto, como se ha visto hacer a Madoz y a Piernas), mientras el segundo protagonizó «una experiencia de expansión».42 Sostenía don Pedro Salavería que al invertir el producto de la desamortización en obras públicas y armamento se había creado capital público y no había desaparecido. «La administración de los cinco años demostrará que todo está representado por valores existentes en el Estado, porque tales deben considerarse la marina construida, el material de guerra acopiado, las carreteras abiertas, los puertos mejorados, las fortificaciones levantadas, los otros establecimientos creados».43 En cuanto a los apuros financieros del momento, entiende que no son graves, porque quedan pendientes de cobro por los plazos diferidos de la desamortización recursos suficientes, y que es 39 40 41 42 43
Piernas Hurtado (1900-1901), vol. II, p. 141. Bravo Murillo (1864), p. 8. Larraz (1952), p. 386. Íbidem. Salaverría (1864), p. 84.
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la crisis económica, ajena a los designios de la Hacienda, la causa de que no haya llegado todavía la abundancia a la recaudación; nunca duda de que en el largo plazo el problema desaparecerá. Sin embargo, a la crisis económica sucedió la política, y el decenio 1864-1874 no fue propicio para una recuperación de la Hacienda. Curiosamente, al final del mismo, con unas deudas mucho más elevadas, tanto del Tesoro como del Estado, le tocaría al propio Pedro Salaverría intentar recomponer la situación. Pero antes de entrar en ello convendrá detenerse un momento en su siguiente período ministerial, breve pero intenso, en 1864.
3.
El creador del escudo
Sólo un año separó el ministerio largo de Salaverría y su siguiente experiencia en el gabinete de Alejandro Mon; pero la situación fue muy distinta. No sólo se había perdido la estabilidad política de que disfrutara O’Donnell, sino que la euforia económica y la abundancia de recursos para la Hacienda también eran cosa del pasado. La crisis económica y la precariedad política eran las notas de 1864 y sólo un anticipo de lo que estaba por venir. Si en la anterior etapa la confianza se había traducido en una Hacienda expansiva, que se veía capaz de acometer obras públicas y programas de gasto, ahora las cuestiones monetarias y financieras dominaban el escenario y Salaverría se centró en ellas. Sólo estuvo medio año en el Gobierno, pero en ese breve tiempo planteó la creación de un Banco Hipotecario, apuntó una nueva etapa de relaciones con el Banco de España y, sobre todo, realizó una reforma que convirtió al escudo en unidad monetaria de España. En 1864 comenzó a verse claramente que la economía se encaminaba hacía una recesión, que acabaría alcanzando su punto crítico dos años más tarde. La escasez de numerario se venía sintiendo desde 1861 en toda Europa, y los bancos centrales de Gran Bretaña y Francia habían elevado los tipos de interés para combatirla; por otra parte, los descubrimientos de oro en California trastocaron la relación histórica entre oro y plata depreciando el primero y provocando la retirada de la segunda. Además, la guerra en Estados Unidos llevó a la escasez y al aumento de precios del algodón, alcanzando los problemas también por esta vía al textil, primera industria moderna en la época. En España, el Banco central hubo de subir
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los tipos de interés en 1863 y lo mismo la Caja de Depósitos, que no pudo evitar, sin embargo, la disminución de su pasivo; en octubre de 1863 se llegó al máximo histórico y desde entonces los depósitos no hicieron sino reducirse, especialmente a lo largo del año siguiente.44 Con esto desaparecieron las esperanzas de Salaverría de financiar con facilidad y a bajo precio los descubiertos del Tesoro, pasando la cuestión financiera al centro de la escena. Agotada la Caja General de Depósitos como reserva permanente del Tesoro, Salaverría intentó solucionar el problema de la Deuda flotante con la creación de un Banco Hipotecario, en una operación que implicaba un acuerdo para refinanciar la Deuda a través de financieros franceses y británicos traídos a inteligencia por el marqués de Salamanca.45 Para ello presentó en mayo de 1864 un Proyecto de creación de un Banco Hipotecario, pero no llegó a convertirse en ley por la rápida caída del Gobierno.46 Intentó también obtener financiación por medio de un nuevo acercamiento al Banco de España, que no era difícil si se abría el camino hacia la exclusividad en la emisión de billetes. Salaverría era claro al respecto: «La unidad de emisión es la que ha de concluir con los inconvenientes de la pluralidad existente»,47 decía en 1864. Y en el otro lado no se deseaba oír otra cosa: «Ya empiezan a reconocerse las ventajas de un Banco único de emisión sobre el sistema de pluralidad que hoy rige», sentenciaba Santillán por las mismas fechas.48 Sin embargo, tampoco en este ámbito se consumó nada en tan breve administración, aunque el escaso tiempo no fue óbice para su intento de dar una solución a la cuestión monetaria. En junio de 1864 se llevó a cabo la reforma monetaria de Pedro Salaverría en el gabinete presidido por Alejandro Mon. Como resultado de la misma fue elevado el escudo al rango de unidad monetaria española en
44 Gonzalo (1981), apéndice II. 45 Lacomba y Ruiz (1990), pp. 28-29. 46 El Banco se creó finalmente en 1872 durante el Sexenio, aunque comenzó realmente sus actividades a partir de 1875, año en que un Real Decreto firmado por Salaverría lo declara «único» en su clase y le confiere el privilegio de emitir «cédulas hipotecarias» en exclusiva. Naturalmente, a cambio de una ayuda financiera para el Tesoro. Salaverría ya había preparado un proyecto de creación de un Banco Hipotecario siendo ministro de Fomento en 1857. Véase Lacomba y Ruiz (1990), p. 27. También, Fabié (1898), vol. II. 47 Salaverría (1864), p. 97. 48 Santillán (1865), p. 239.
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calidad de sustituto del real. Un sistema monetario moderno estable y homologable internacionalmente era otra de las piezas esenciales de la economía liberal, como el presupuesto o la libertad de empresa, y, en una época de creación de los mercados nacionales y de internacionalización comercial y financiera de las economías, resultaba decisiva. En España el primer intento de reforma se había llevado a cabo, una vez más, en la década moderada, concretamente en el gabinete Narváez en 1848. Pero no parecía a ojos de nadie una reforma duradera, y además había cambiado el contexto doctrinal e internacional a la altura de los años sesenta del XIX. Cuatro cuestiones centraban los debates monetarios por entonces: el patrón metálico preferible, en sus dos variantes, monometalismo o bimetalismo y nominalismo o metalismo, más el problema de los precios internacionales de metales preciosos, las propuestas de cooperación entre países y, por supuesto, la posición española frente a todo ello.49 El contexto de la reforma de 1864 queda excelentemente reflejado en una discusión habida ese mismo año en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en la cual participaron Manuel Colmeiro, Luis M.ª Pastor y Laureano Figuerola.50 Sostenía allí Colmeiro la existencia de una crisis definida por la «escasez de toda especie de moneda», a causa de un conjunto de circunstancias. Se refería a la retirada de la plata tras el descubrimiento de los nuevos yacimientos de oro y el consiguiente desnivel de precios relativos; una retirada no compensada por el aumento del oro y que vino a superponerse al incremento de las necesidades financieras de los Estados europeos por gastos bélicos y en obras públicas; más el superávit comercial de Asia con Europa, determinante de un drenaje de plata agravado por la guerra de Secesión en Estados Unidos, que redujo la oferta internacional de productos y presionó sobre los precios; el exceso de circulación fiduciaria, en suma, que da lugar a especulación primero y crisis después, acentuada por los abusos de los bancos. Luis M.ª Pastor veía en los aspectos monetarios el epicentro de la crisis, y sus causas últimas en la relación fija entre 49 Entre los trabajos publicados en aquellos años que vale la pena mencionar figuran «La cuestión del oro reducida a sus justos y naturales límites, y medios de sentar el sistema monetario sobre una sólida e inalterable base», de Vicente Vázquez Queipo, y el «Informe sobre la moneda» de Joaquín Aldamar, editados ambos en 1862 como «Memorias sobre reforma del sistema monetario»; el primero abogaba por un patrón plata para España y el segundo defendía el oro. Véase Resumen de los informes…, 1862. 50 Recogida en Serrano Sanz (ed.) (2002), pp. 77-92.
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el oro y la plata propia del bimetalismo, relación insostenible a largo plazo, en los déficit presupuestarios y el subsiguiente recurso permanente al crédito de los Gobiernos y en el monopolio bancario, con sus límites al establecimiento libre de bancos de emisión y el incumplimiento de la necesaria equivalencia entre depósitos y créditos. Laureano Figuerola relativizó las opiniones de Pastor y Colmeiro, añadiendo la necesidad de aumentar el numerario en proporción al crecimiento de la población, al menos en las primeras etapas de desarrollo, pues en los países más avanzados otros valores estaban en condiciones de suplir, haciendo la moneda menos necesaria. Para evitar los problemas del bimetalismo, en su opinión, «convendría que uno solo de ellos se emplease como moneda, si bien esto no sería posible, porque la explotación minera obedece a otras leyes que no son las económicas».51 La reforma de Salaverría fue, según la caracterización de Sardá, «una reforma nominalista»,52 en cuanto dispuso la acuñación de dos clases diferentes de monedas de plata, aparte de otras en oro. El escudo se debía acuñar en plata de 900 milésimas, así como los dos escudos o duro, en tanto las monedas divisionarias, el real (décima parte de un escudo), la media peseta (dos reales) y la peseta (cuatro reales) se disponía lo fuesen en plata de 810 milésimas, sin poder liberatorio pleno sino limitado a diez escudos. Las monedas fraccionarias del real eran de bronce: el medio real, el cuartillo, la décima y la media décima, de nombres suficientemente expresivos. Además se acuñarían en oro de 900 milésimas algunas monedas múltiplos del escudo con pleno poder liberatorio: los dos, cuatro y diez escudos (o doblón de Isabel II). Este sistema bimetálico sustituía al establecido en 1848 por el ministro Bertrán de Lis en un gabinete presidido por Narváez, que tenía en el centro al real de plata e idénticos múltiplos: los dos reales o media peseta, la peseta o cuatro reales, el escudo o medio duro equivalente a diez reales y el duro o veinte reales; estaba, además, el doblón de Isabel II o centén, cien reales en oro, y las monedas fraccionarias del real en bronce. Ahora bien, todas las monedas de plata tenían una única ley, como la de oro, 900
51 Citado en Serrano Sanz (ed.) (2002), pp. 99-100. 52 Sardá (1948), p. 131. Véanse también Anes y Fernández (1970) y García Delgado y Serrano Sanz (2000).
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milésimas; era, en consecuencia, un sistema abiertamente metalista, en contraste con la concesión al nominalismo de 1864. Las razones del cambio de estrategia estaban en la apreciación de la plata con respecto al oro resultante del descubrimiento de nuevos yacimientos de metal amarillo y la subsiguiente dificultad de mantener una relación fija entre uno y otro metal, imprescindible en un sistema bimetálico. Para evitar la total desaparición de la plata y los problemas de liquidez que ello pudiera acarrear, se pensó en acuñar metal blanco de baja ley, cuya retirada careciera de incentivos. Fue una solución que se anticipó a la propuesta por la Unión Monetaria Latina a finales del año siguiente, para remediar idéntico problema. En efecto, tanto la Convención Monetaria firmada en París el 23 de diciembre de 1865 por Francia, Bélgica, Suiza e Italia, como el Acta fundacional de la Unión, establecieron la acuñación de monedas de plata con dos leyes diferentes, de 835 milésimas para la circulación en el interior de los países signatarios y de 900 para circular indistintamente en cualquier país de la Unión. De aquí resulta que el nominalismo estaba más abiertamente aceptado en la propuesta de la Unión que en la reforma española de 1864. Cuando menos en un plano simbólico, pues las unidades monetarias oficiales de cada país se acuñaban en plata de baja ley, algo que no aceptaría España hasta la siguiente reforma monetaria, la de Figuerola en 1868. Entonces la peseta se adoptaría como unidad básica del sistema español, aprovechando que su igual peso y baja ley la hacían casi idéntica en valor al franco francés. A la postre, la reforma de Salaverría resultó efímera, atrapada en aquellos tiempos de cambio, cuando las tendencias venían marcadas por decisiones de países más poderosos, y su creación, el escudo, desapareció definitivamente del sistema monetario español.
4.
«La paz y un presupuesto», en la Restauración
En esos dos objetivos, paz y presupuesto, cifraba Cánovas los requisitos prioritarios para consolidar el régimen de la Restauración, al decir de Fabié.53 Y a Salaverría confió la consecución de un presupuesto que, empa-
53 Fabié (1898), vol. II, p. 996.
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rejado al logro de la paz, resultaba tan valorado por su importancia como por su dificultad. En este sentido, resultó muy diferente de las anteriores la última experiencia de Pedro Salaverría en Hacienda; la vivida entre el 31 de diciembre de 1874, cuando Cánovas lo nombró ministro en el primer Gobierno de la Restauración, el gabinete regencia, y el 22 de junio de 1876, cuando dimitió por razones de salud. La profundidad del cambio político producido en las postrimerías de 1874, en cuanto supuso la recuperación del protagonismo por algunos personajes políticos, y hasta el propio nombre que de inmediato recibió, Restauración, pueden llevar a pensar que se produjo entonces una vuelta atrás, al isabelismo. Sin embargo, esta idea, alejada de la realidad en términos generales, aún se aparta más de lo ocurrido en el ámbito de la política económica, porque la nueva situación representó sobre todo el comienzo de largos años de estabilidad y sosiego, y nunca un vuelco donde se hiciera tabla rasa de los cambios del Sexenio. Durante los primeros estadios de la Restauración, la economía funcionó de acuerdo con el marco legislativo básico establecido en el Sexenio, de carácter abiertamente liberal. La supresión definitiva de ciertas trabas que subsistían en el comercio interior había ido paralela a la liberalización del comercio exterior, simbolizada por el Arancel Figuerola, en un proceso que pretendía estimular toda clase de comercio, considerado un factor de progreso económico, frente a las cautelas de la época isabelina. La libertad de empresa aparecía también, a los ojos de los revolucionarios del 68, como un requisito de modernización y crecimiento; requisito que se había traducido en una liberalización del régimen de funcionamiento de las sociedades anónimas, la reducción de la presencia del Estado en la actividad empresarial, una simplificación de los regímenes de concesiones administrativas, la supresión de ciertos monopolios y una amplia libertad en la minería. Todos estos cambios legislativos, que habían consagrado la realización del programa de gobierno de la escuela economista, eran símbolos del Sexenio, y habían marcado una profunda diferencia con la etapa anterior a 1868. Pues bien, la Restauración mantuvo el marco legislativo inalterado en lo esencial, y la libertad de empresa o la de comercio no volvieron a ser objeto de debate, así como tampoco el papel muy limitado que se había asignado al Gobierno en relación con la actividad económica, porque el progreso se confiaba a la acción del sector privado en un marco de libertad económica.
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Quizá el punto más discutido por la literatura de este diagnóstico de continuidad, sea la cuestión arancelaria, pues es conocido que Salaverría suspendió el 17 de junio de 1875 la aplicación de la primera de las rebajas de la Base Quinta del Arancel Figuerola.54 Desde su nacimiento, la Base Quinta se convirtió en blanco de las iras de los proteccionistas, quienes exigieron repetidamente su derogación. De ahí la relevancia de que el Real Decreto se limitara a «suspender la aplicación de la Base Quinta del Apéndice Letra C de la Ley de Presupuestos de 1869».55 La suspensión se fundaba en la situación creada por la guerra civil y los desórdenes políticos y sociales de años anteriores, no se barajaban en absoluto posiciones doctrinales, ni hubo oposición alguna de este tipo a la Base Quinta o al propio Arancel. A esas alturas no había un componente proteccionista significativo en las ideas o acciones del canovismo, como bien muestra el siguiente párrafo del Preámbulo de la norma que sancionó la suspensión: «Teniendo presente los poderes públicos, al proponer y acordar la Base Quinta de la Ley arancelaria, que la industria del país necesitaba prepararse de manera conveniente para la gran reforma introducida en favor de la mayor libertad de comercio, concedieron un plazo prudencial dentro de las circunstancias de normalidad con que contaban. No hay por qué describirlo porque está en la conciencia pública. Las fábricas sufren en muchas provincias perjuicios que la guerra civil acarrea a todas las industrias, a todas las profesiones y a todas las propiedades. Los anteriores trastornos, por las contiendas políticas producidas, la falta de orden material y moral, los desastres de la guerra civil, que dificulta las comunicaciones, acrece los gastos y los impuestos, incendia y destruye las fábricas y priva de brazos a la industria y la arruina, motivos son más que suficientes para que no se juzgue factible lo que en tiempos normales y tranquilos pudiera ser de realización fácil y oportuna».56 En cuanto al desencadenante de la suspensión, en la época se atribuyó repetidamente la gestión a Martínez Campos, entonces capitán general de Cataluña, aunque tal extremo permanece sin confirmar.57 Resaltemos,
54 Sobre este episodio véase Serrano Sanz (1987a), p. 3 y ss. 55 Colección Legislativa de España, tomo CXIV, p. 979. 56 Ibídem. La cursiva es nuestra. 57 Gabriel Rodríguez (1917, p. 382) decía refiriéndose a Martínez Campos: «Es verdad que vino en 1875 a poner el peso de su espada en la balanza para que se suspendiera la
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no obstante, que la medida era políticamente oportuna por la oposición que había suscitado en Cataluña la Base Quinta, considerando que el Principado era un foco de insurrección carlista. Se ganaban así adhesiones políticas para el nuevo régimen con una acción también defendible desde la perspectiva económica y hacendística, dada la situación poco propicia de la guerra. Esto explicaría, no teniendo la suspensión motivos doctrinales, que en el propio Decreto se comprometiera el Gobierno a dar cuenta a las Cortes, cuando éstas existieran, para que «fijaran la fecha en que deba tener ejecución lo dispuesto en dicha base».58 Sin embargo, cuando acabó la guerra la situación había cambiado en un doble sentido: la renta de aduanas crecía a tan buen ritmo que ningún ministro se atrevía a tocarla y había llegado la época de las negociaciones arancelarias con el Arancel de doble columna, donde las rebajas unilaterales ya no tenían sentido. De manera que cuando se llevó a efecto la primera rebaja en 1882, se trataba ya de «otra» Base Quinta, pues sólo se ofrecía a los países convenidos.59 Si la legislación económica que encontró Salaverría el último día del año 1874 no le causó ninguna preocupación y se acomodó a trabajar con ese marco, la Hacienda estaba en circunstancias muy dramáticas y fue desde el principio el verdadero problema, a pesar de los esfuerzos realizados por el ministro que le precedió, Juan Francisco Camacho, siempre reconocidos por aquél.60 Un problema agravado por la situación especial reforma del señor Figuerola; pero no obró así entonces porque fuera proteccionista o librecambista. Estaba combatiendo a los carlistas en Cataluña; se le dijo allí que era una cuestión de orden público, que era preciso, para poder vencer al carlismo, que se aplazase la reforma y reclamó la suspensión como medida política y de guerra». También Figuerola (1879, p. 222) parece aludir al militar cuando habla de la vía del «Ministerio de la Guerra». 58 Según Camacho, en el proyecto acordado en Consejo de Ministros el 12 de mayo de 1875, se fijaba una fecha concreta, dos años después de terminar la guerra civil, para que caducase la suspensión. Este plazo no apareció en la medida, por lo que deduce Camacho que entre proyecto y disposición «debieron mediar algunos hechos que no constan en documento oficial pero que por lo visto fueron bastante poderosos»; Camacho (1883), p. 241. Se alude de nuevo a Martínez Campos. 59 Serrano Sanz (1987a). 60 «Es por tanto de justicia consignar ante las Cortes que la Administración que sin preocupaciones de escuela ni timidez de ninguna clase, resuelta y claramente decretó en 26 de junio de 1874 el estanco del tabaco en su antigua integridad, restableció el impuesto de consumos, inició algunos nuevos y adicionó otros con recargos que demostraban voluntad de nutrir el Presupuesto de una manera efectiva, por más que no viese realizados en todos sus propósitos, ejecutó para bien del Estado un hecho digno de alabanza y aprobación», diría Salaverría en la presentación del presupuesto de 1876-77. Gaceta de Madrid, 23-IV-1876.
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que se vivía en los ingresos y los gastos, pero que es preciso enmarcar, no se olvide, en un contexto más general, como recordó Enrique Fuentes Quintana: «durante toda la segunda mitad del siglo XIX la quiebra de los principios de reparto de la carga tributaria instaurada en 1845 será total y su consecuencia va a ser evidente: la insuficiencia del sistema fiscal».61 En aquel momento los ingresos presupuestarios mostraban una debilidad acorde con un tiempo en que se había sucedido una crisis económica a mediados de los sesenta, solapada a un conjunto de innovaciones tributarias fracasadas en general, y una etapa de cambios y desórdenes políticos que habían trastornado la Administración.62 Aunque el principal de los problemas en este ámbito, la caída de la recaudación por la supresión de los Consumos, ya había sido solventado por Camacho en 1874 con la reposición del impuesto, de otro lado, el gasto público se había disparado como consecuencia de las dos guerras que simultáneamente se libraban, la carlista y la cubana, amén de la insurrección cantonalista ya dominada. Consecuencia de todo ello había sido un crecimiento imparable de la Deuda pública en todos sus renglones, tanto la deuda del Tesoro como la del Estado. La del Tesoro había pasado de 597 millones de pesetas en 1868 a 1.232 en 1874, mientras que la del Estado, que ascendía a 5.541 millones a comienzos del Sexenio, se situaba a finales en 10.178. Estos aumentos, enfrentados a las limitaciones de los ingresos y la ineludible necesidad de atender ciertos gastos, habían ido haciendo cada vez más difícil continuar con los pagos comprometidos de intereses y amortizaciones. Primero se hizo frente a los mismos con nuevas emisiones de deuda, pero la desconfianza de los ahorradores fue creciente y obligó a nuevos expedientes, como la concesión del privilegio de emisión al Banco de España a cambio de un anticipo en marzo de 1874, obra de don José Echegaray.63 Tampoco eso fue suficiente, y a mediados del mismo año, en el presu61 Fuentes Quintana (1990), p. 31. 62 Para la Hacienda del Sexenio véanse Martín Niño (1972) y Costas (1988), así como Comín (1988). Para los primeros años de la Restauración, Serrano Sanz (1987b) y (2001). 63 Son bien conocidas las palabras con que Echegaray inició la exposición de motivos del Decreto, inspiradas literariamente y expresivas de aquella dramática situación de la Hacienda española: «Abatido el crédito por el abuso, agotados los impuestos por vicios administrativos, esterilizada la amortización por el momento, forzoso es acudir a otros medios para consolidar la deuda flotante y para sostener los enormes gastos de la guerra» (Colección Legislativa de España, tomo CXII).
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puesto de 1874-1875 elaborado por Camacho, se estableció el aplazamiento indefinido de los pagos hasta que se alcanzasen acuerdos con los tenedores, en los cuales aceptasen éstos rebajas significativas de las obligaciones de la Hacienda española. El primero de tales acuerdos, referido al pago de los cupones de la Deuda exterior de los dos semestres de 1873 y el primero de 1874, se alcanzó el día 29 de diciembre de 1874, quizá en las mismas horas en que Martínez Campos se pronunciaba en Sagunto, y sin haber, por tanto, dispuesto de tiempo material para aceptarlo el Gobierno. Salaverría se apresuró a reconocerlo en un Real Decreto de 15 de enero de 1875, en cuya exposición de motivos declaraba: «Cuando se trata de grandes intereses y colectividades, mucho más si son extranjeros, las conveniencias de la política y de la Hacienda imponen a los Gobiernos deberes de formalidad y fijeza de que no se separará el de V. M. Así, pues, no hay otro temperamento en el caso presente que el de ratificar las siete bases en que han convenido la última Administración y la reunión pública de tenedores de cupones de la Deuda exterior».64 Esta línea de continuidad entre la política económica del Sexenio y la Restauración no fue algo excepcional, sino la tónica más generalizada de aquel tiempo, como ya se indicó. Si se repasa la Gaceta de Madrid en todo el año 1875 no hay rastro de cambios dramáticos, sino de una Administración que continúa su marcha ordinaria. Hasta para referirse a la misma Restauración, emplea Salaverría una prosa carente por completo de emoción o enfatismo, como muestran las siguientes frases que dirige al rey en el mismo Real Decreto: «Tal era, Señor, el estado en que al ocurrir los últimos sucesos políticos y encargarse del Ministerio de Hacienda el que suscribe […]».65 El problema de la Hacienda lo centró Salaverría en la mala situación financiera, con reflejo privilegiado en la cuestión de la Deuda, pues no le preocupaba la estructura de los ingresos después de la rectificación de Camacho, y tampoco era posible cambiar el gasto hasta que la guerra hubiese concluido. La prioridad era allegar recursos para financiar la guerra, mantener la Administración en niveles correctos y mejorar el crédito de las autoridades españolas para que la financiación tuviese un coste razo-
64 Gaceta de Madrid, 16-I-1875. 65 Ibídem. La cursiva es nuestra.
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nable. Hay que considerar que la Deuda cotizaba al 11% en vísperas de la Restauración, y en esas condiciones, cualquier convenio con los tenedores tenía por fuerza que ser complejo y oneroso, pues entregar nueva deuda a cambio de los débitos pendientes planteaba el problema de la conversión o exigía unos tipos de interés que, puestos en relación con la cotización corriente, resultaban elevadísimos. Una vez admitido como propio el convenio de Camacho con los tenedores de deuda exterior —sin duda, el núcleo más delicado desde la perspectiva de la imagen, como reconocía el propio Salaverría—, el ministro manifestó una y otra vez su reconocimiento de todas las deudas y su deseo de atender a todos los compromisos tras los correspondientes acuerdos. Con esto y la inmediata sensación de solidez y estabilidad que dio el nuevo régimen, fue suficiente para que la mejoría en las cotizaciones fuera un hecho en los primeros meses de 1875. Entre tanto continuaban las guerras carlista y cubana y los gastos extraordinarios seguían pesando decisivamente en el presupuesto, de manera que a Salaverría le vino bien la cobertura que le daban los presupuestos de Camacho de 26 de junio de 1874 con su moratoria en el pago de la Deuda. El hecho es que el 22 de junio de 1875 los prorrogó por otro año con el argumento de que no había Cortes que pudiesen examinar unos nuevos; curioso argumento cuando los prorrogados tampoco habían emanado del Legislativo, sino de un decreto dictado por el Gobierno del general Serrano.66 Finalmente, la guerra carlista concluyó con el triunfo de las tropas alfonsinas en los primeros días de marzo de 1876, y el 22 de abril presentó Salaverría a las Cortes, abiertas el 15 de febrero anterior, su Proyecto de presupuestos para el año económico 1876-77. Con él iban otros tres proyectos que resultaban complementarios, formando parte de un todo que aspiraba a la normalización de la Hacienda, tras la liquidación de un período de excepcionalidad derivado de las circunstancias políticas y económicas. Por ese motivo el primero de los proyectos que acompañaba a los presupuestos era uno en cuyo artículo único «se declaran leyes del Reino todas las resoluciones que han sido expedidas por el Ministerio de Hacienda desde el 20 de septiembre de 1873, y que tengan carácter legislativo».67
66 Gaceta de Madrid, 23-VI-1875. 67 Gaceta de Madrid, 23-IV-1876.
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Ése había sido el día en que las Cortes de la I República suspendieron sus sesiones hasta el 2 de enero de 1874, cuando apenas reanudadas fueron disueltas por el general Pavía. De modo que Salaverría asumió indiscriminadamente las medidas tomadas por sus antecesores, el republicano Pedregal y los ministros de Serrano, que fueron Echegaray y Camacho. El Proyecto fue aprobado, como otros similares de varios ministerios, pues era criterio fijo del canovismo el sentido de continuidad de España por encima de gobiernos, regímenes y vicisitudes. Otros dos proyectos más componían el conjunto que Salaverría presentó a las Cortes el 22 de abril: uno de arreglo de la Deuda del Tesoro y otro de arreglo de la Deuda del Estado. Enmarcó los cuatro en una Memoria sobre el estado de la Hacienda, un precioso documento para conocer aquel dramático momento. De la sesión de Cortes en que fue todo presentado dice Fabié, subsecretario entonces: «El recuerdo de la impresión que causó la lectura en la sesión del 22 de abril de 1876 conmueve profundamente nuestro ánimo».68 La situación de la Hacienda la resumía así el propio Salaverría en la Memoria citada: — Deuda del Estado: • Capital: 10.359.833.644 ptas. • Obligaciones a cubrir en el año (intereses + amortizaciones): 379.669.658 ptas. — Deuda del Tesoro: • Total: 1.418.800.942 ptas. • Exigible a corto plazo: 500.669.994 ptas. Aparte de estas obligaciones a pagar en el año, había que atender a los gastos ordinarios, que venían situándose cerca de los 700 millones de pesetas. Y para hacer frente a todo ello, los ingresos habituales en ejercicios anteriores apenas superaban los 600 millones. Salaverría planteaba la Memoria con una lógica impecable, pero también con algunos principios que será útil desvelar. Comenzaba por aclarar los compromisos de pago a que obligaban las deudas, tanto la del Estado como la del Tesoro, aunque recordando que se hallaban suspendidos muchos de ellos a la espera de un acuerdo con los acreedores. A continuación presentaba el presu-
68 Fabié (1898), vol. II, p. 996.
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puesto de gastos «con separación de las [obligaciones] de la Deuda pública, para que, una vez conocida la importancia de aquéllos y comparada con la del presupuesto de ingresos, según las actuales cuotas, tipos y rendimientos de las contribuciones y rentas públicas, pueda verse qué remanente queda para atender a los intereses y amortizaciones de la Deuda, y hasta qué punto será necesario y posible aumentar los recursos del Tesoro con nuevas cargas y tributaciones y obtener de los acreedores del Estado aquellas concesiones razonables que de sus derechos hayan de hacer».69 Es decir, consideraba los gastos inamovibles y concentraba su esfuerzo en conseguir algunos retoques en los ingresos (veremos que limitados) y en obtener «concesiones» de los tenedores. La retórica elegida para hacer la presentación le llevaba a mostrar una mala situación de partida —con los gastos considerados fijos, insistimos— para preparar a contribuyentes y tenedores, que eran quienes iban a sufrir el ajuste. Salaverría no sucumbió a la moda de las «economías» en el gasto para alcanzar el equilibrio presupuestario: «Como no es posible por muchas razones de honor nacional, de justicia y de prudencia, dejar la Deuda del Estado y la del Tesoro en la situación presente; como todavía el afianzamiento del orden público demanda gastos militares que si por fortuna no son los extraordinarios del estado de guerra tampoco son los normales de la paz; y como por último el fomento de las obras públicas reclama cual nunca toda clase de esfuerzos si el país ha de salir de su frustración y alcanzar las mejoras consiguientes, claro es que la formación de un Presupuesto en tales condiciones no puede menos que ofrecer las más serias e inmensas dificultades».70 En cambio, en una situación mucho menos apurada, los dos ministros que le sucedieron en el primer quinquenio de la Restauración, José García Barzanallana y Manuel de Orovio, eligieron explícitamente la vía de las «economías» para equilibrar el presupuesto. En los correspondientes a 1877-78 y 1878-79, prorrogado después por otro año, se introdujo un artículo por el que se autorizaba al Gobierno a realizar «todas las economías que sean convenientes, aun en los servicios que se hallen organizados por medidas de carácter legislativo».71 Y García Barzanallana llegó al punto de suprimir prácticamente la
69 Gaceta de Madrid, 23-IV-1876. La cursiva es nuestra. 70 Ibídem. 71 Art. 66 del presupuesto de 1877-78 (Gaceta de Madrid, 12-VII-1877) y art. 42 del presupuesto 1878-89 (Gaceta de Madrid, 23-VII-1878).
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dotación para nuevas carreteras en su primer presupuesto.72 En ambos casos, Salaverría, por un lado, y García Barzanallana y Orovio, por el otro, cabe ver líneas de continuidad con la visión de la Hacienda que habían tenido tradicionalmente los políticos de la Unión Liberal (interés en la política de fomento y menos en el equilibrio) y los del Partido Moderado (más obsesión por el equilibrio). Curiosamente, los progresistas se hallaban más cerca de esta última posición en términos generales. Sin retocar los ingresos, estimaba Salaverría que podrían obtenerse 592 millones de pesetas, y los gastos, sin contar el servicio de las dos clases de Deuda, ascenderían a 482 millones. En consecuencia, le sobraban aproximadamente 110 millones, que proponía destinar a los pagos más perentorios y urgentes comprometidos por Deuda del Tesoro, aplazando sin más algunos y convirtiendo otros en Deuda del Estado. Quedaba entonces pendiente qué hacer con esta última y el ministro cargaba aquí las tintas del dramatismo. «Al llegar a esta parte de los negocios de la Hacienda pública es cuando se presenta el mayor y hasta cierto punto insuperable escollo de nuestra situación».73 Ciertamente, porque se había gastado todo el presupuesto antes de dedicar una sola peseta a pagar intereses o amortizaciones de la Deuda del Estado. La solución propuesta fue doble: aumentar los ingresos con algunos retoques en el sistema impositivo y pedir un sacrificio a los tenedores de Deuda. Pero si no era Salaverría partidario de introducir recortes en los gastos, tampoco deseaba innovaciones de calado en el sistema impositivo, una vez hecha la rectificación de Camacho en 1874. «No admite el cuadro de nuestras contribuciones, impuestos y rentas, fórmula seria de nuevas tributaciones», dijo entonces el ministro.74 En consecuencia, proponía elevar la cuota de la contribución de Inmuebles, cultivo y ganadería, subir los 72 «Preciso ha sido dejar casi indotado el no menos importante de la construcción de nuevas carreteras. No desconoce el Gobierno los inconvenientes y aún quebrantos que puede ofrecer la suspensión de obras en su mayor parte contratadas y de notoria utilidad para el desarrollo de la riqueza y el fomento de la producción del país; pero en la alternativa de una paralización temporal de las obras o de consignar gastos superiores a los recursos que pueden racionalmente esperarse para 1877-78 ha estimado preferible aquélla, a pesar de todos sus inconvenientes, a la existencia de un nuevo déficit»; Colección Legislativa de España, tomo CXVIII. Así se lamentaba García Barzanallana, cuyas ideas eran bien distintas de las defendidas por Salaverría. 73 Gaceta de Madrid, 23-IV-1876 74 Ibídem.
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encabezamientos de los Consumos con la correspondiente elevación de tarifas, ampliar la renta obtenida de los tabacos, aumentar las imposiciones sobre las rentas mobiliarias y descontar una proporción mayor en los pagos hechos por el Estado en los haberes de las clases activas y pasivas, las cargas de justicia y los repuestos haberes del clero. Tras estos retoques esperaba el ministro nutrir los ingresos con cerca de 70 millones, que eran los que cabía destinar a las obligaciones por Deuda del Estado. Ahora bien, sus propios cálculos estimaban en 354 millones de pesetas los intereses a pagar en el año, más 25 millones por amortizaciones, de manera que los nuevos recursos eran claramente insuficientes para esa «enorme anualidad». Frente a ello, sugirió que los acreedores aceptaran cobrar sólo una tercera parte de los intereses, aplazar un nuevo semestre el abono, hasta primeros de enero de 1877, y diferir las primeras amortizaciones hasta 1879. Con ello las cargas que recaerían sobre el presupuesto de 1876-77 se reducirían, aproximadamente, a 62 millones de pesetas, una cifra que encaja con los nuevos ingresos previstos. De esta vía, los tenedores de la Deuda del Estado podrían tener confianza en que la etapa de excepcionalidad había concluido, mientras que, de no aceptar, habrían de contar con el riesgo de una quiebra de la Hacienda. Como garantía de que en los presupuestos futuros se podrían atender las obligaciones ahora contraídas, Salaverría hablaba además de una reducción prevista en los gastos militares y de la facilidad de obtener aumentos en la recaudación, simplemente por la conquista de una normalidad recién lograda. Ni la discusión en Cortes de todos estos proyectos ni su aprobación final las vivió Salaverría como protagonista. Ausente desde mayo de la vida pública por enfermedad, dimitió por tal motivo en junio. A su muerte se aludió en la prensa a su difícil carácter como uno de los detonantes de todo el proceso. «Contrarió mucho al Sr. Salaverría la oposición que se hizo a sus proyectos y este disgusto contribuyó a quebrantar su salud que ya no volvió a recuperar. Rasgos también principales de su carácter fueron el de una susceptibilidad tan exagerada y el de una tan puntillosa dignidad que sólo eran comparables con su integridad moral y sus virtudes catonianas», decía el órgano del propio Partido Liberal Conservador La Época. Lo cierto es que fue sustituido en calidad de ministro de Hacienda interino por el propio presidente del Consejo, Antonio Cánovas del Castillo, quien hizo toda la defensa en las Cortes y finalmente estampó su firma cuando fueron convertidos en ley el 21 de julio de 1876.
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Como Salaverría ya no volvió, tampoco le correspondió la gestión del presupuesto, si bien conviene aclarar que, en líneas generales, sus objetivos y previsiones se vieron cumplidos.75 El suyo fue el único liquidado con superávit en el primer quinquenio de la Restauración; modesto, pues fueron sólo dos millones, pero superávit al cabo. Aunque los gastos se desviaron levemente al alza, también se recaudó más de lo previsto en casi todos los impuestos principales, como él había augurado que ocurriría en una administración ordenada. Y en efecto, la reducción de los gastos en el Ministerio de la Guerra, que pasaron de 337 millones en la liquidación del presupuesto de 1875-76 a 155 millones en 1876-77, fruto de la pacificación, permitió aumentar las atenciones a la Deuda pública. En este renglón, de 99 millones a 216 subieron las cantidades liquidadas de un año a otro. Tales recursos eran claramente insuficientes para restaurar el crédito de la Deuda española, sobre todo después del desorden inmediato y los reiterados incumplimientos, de manera que sólo podían dar lugar a un arreglo provisional, cuyo propósito fundamental era ganar tiempo hasta que la situación hubiese mejorado y pudiera procederse a una conversión «definitiva». Para hacer explícita esta provisionalidad se dejaba establecido que a los cinco años se elevarían los intereses devengados y se entablarían nuevas negociaciones con los tenedores. Tal fue el antecedente del proyecto de conversión formulado por Cos-Gayón en 1881, que, por cierto, «fue motivo o sirvió, por mejor decir, de pretexto para que cayera la situación política de que formaba parte».76 El primer relevo de la Restauración y la subsiguiente entrada de los liberales al poder tuvo como causa el arreglo de la Deuda. Volvió entonces Juan Francisco Camacho a Hacienda, con Sagasta en la Presidencia, y fue a él a quien correspondió hacer «al país el inmenso servicio que representa haber conseguido a un tiempo el arreglo, la unificación y la rebaja en grande escala de la deuda pública».77 En suma, 75 Sobre la Hacienda de aquellos años, Serrano Sanz (1987b). 76 Según Piernas Hurtado (1901), vol. II, p. 581. «Cánovas halló la oportunidad para abandonar la presidencia del Consejo en un proyecto de ley de conversión de la Deuda que en su preámbulo apuntaba la necesidad de que el mismo gobierno hiciese frente al desarrollo y ulteriores exigencias de la operación propuesta, durante cierto tiempo por lo que la regia prerrogativa quedaba hipotecada. Don Alfonso negó su firma. En perfecta lógica constitucional, Cánovas presentó la dimisión, que acto continuo le fue aceptada», según el relato de Fernández Almagro (1968), p. 367. 77 Piernas Hurtado (1901), vol. II, p. 585. El propio Camacho (1883, p. 12) resumía así sus acciones atribuyéndoselas al Gobierno: «Para la nivelación de los presupuestos, base
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la mayor virtud de la política proyectada por Salaverría en 1876 en relación con la Deuda habría sido hacer «posible las conversiones de 1882», en palabras de un autor de la época.78 Abrir caminos no lo es todo, pero acaso era más que suficiente en una coyuntura tan dramática como 1876, y merezca un reconocimiento. Queda fuera de toda duda que el ministro se dedicó en cuerpo y alma a la tarea, hasta el extremo de enfermar, como ya se ha dicho, y no poder siquiera culminar las discusiones en Cortes sobre el conjunto de medidas. El hijo de quien fuera entonces subsecretario y después biógrafo de Salaverría, Fabié, relató vívidamente el momento: «El problema de la Hacienda con su secuela del restablecimiento del crédito público lo tenía entregado [Cánovas] por completo a Salaverría, en cuya competencia, formalidad y disposiciones por el trabajo había depositado una ciega confianza […]. El Consejo de Ministros dio a Salaverría un amplísimo voto para reorganizar los servicios rentísticos, y con objeto de hacer honor a él, Ministro y Subsecretario trabajaron durante dieciocho meses empleando tal ahínco y denuedo que ambos cayeron enfermos. Salaverría, que contaba entonces cincuenta y seis años de edad, sufrió una crisis nerviosa gravísima y su inteligencia privilegiada nublose para siempre; mi padre, que no había cumplido aún cincuenta, padeció a causa de no dormir y apenas comer un desequilibrio que le obligó a pasar tres meses apartado de todo trabajo intelectual, en el pueblo de Alcalá de Guadaira. Trabajaba Salaverría por término medio dieciséis horas y hubo días en que solamente tomó como alimento un panecillo de Viena y agua con azucarillo».79 Ciertamente, a mediados de 1876 tenía Cánovas «la paz y un presupuesto» y la Restauración podía empezar a considerase consolidada, pero para Pedro Salaverría ese presupuesto fue un canto de cisne. Su tiempo en la política había concluido.
del crédito, propuso la conversión de las Deudas amortizables y la flotante del Tesoro; para la solvencia de España ante los mercados financieros de Europa, el arreglo de la Deuda perpetua; y para ambas operaciones un tipo común nuevo y de indudables ventajas para lo porvenir». 78 Gil y Pablos (1900), p. 333. 79 Fabié (1928), p. 109.
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MANUEL GARCÍA BARZANALLANA: UN CONSERVADOR EN LA ÉPOCA DEL CONSERVADURISMO Carmen García García (Universidad Autónoma de Madrid)
1.
Trayectoria personal y formación
Manuel García Barzanallana (1817-1892) pertenecía a una familia de hacendistas, pues tanto su padre, Juan (1779-1845), como su hermano, José (1819-1903), desarrollaron una dilatada carrera en la administración del erario. Fue su padre quien inauguró esta tradición hacendística y quien también, a partir de unos orígenes bastante modestos, logró los primeros ascensos sociales para los García Barzanallana. Juan nació en Naravall, pequeño pueblecito del asturiano concejo de Tineo, en el seno de una familia que explotaba la tierra a través de un contrato foral. Gracias al párroco de esa pequeña localidad, el futuro hacendista recibió una educación elemental: aprendió las «primeras letras» y algunos conocimientos de latín y humanidades. Por dos veces el joven Juan intentó instalarse en Madrid, pero sus escasos recursos económicos no le permitieron culminar sus deseos. El emprendedor asturiano no cejó en su empeño y en los inicios de la guerra de la Independencia lo encontramos afincado en la Villa y Corte como tendero, y es muy probable también que en estos años completase de alguna forma su rudimentaria educación, dados los puestos que pocos años después ocuparía en la Administración pública. Las oportunidades que ofrecía el proceso revolucionario no fueron desaprovechadas por
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el patriarca de los Barzanallana. Sus labores de espionaje a los franceses fueron compensadas por la Junta Suprema con el nombramiento en 1809 como oficial de la Dirección General de provisiones del Ejército.1 En 1812 entró ya en el ramo de Aduanas, especialización que no abandonaría hasta su muerte y sobre la que publicó algunas obras muy utilizadas en la época.2 Aunque con algunos retrocesos en los períodos absolutistas, el asturiano, que defendía las doctrinas liberales «de manera templada», desarrolló una brillante carrera funcionarial, ya que, tras ocupar diversas intendencias, llegó a ser director general de Aduanas, e incluso fue elegido senador en 1843.3 Juan se casó en 1815 con María García de Frías, viuda de un funcionario de segundo orden, y del matrimonio nacieron tres hijas y dos hijos. El mayor, Manuel, es el protagonista de estas páginas y completó el ascenso social iniciado por su padre: fue, con el Partido Moderado, ministro de Hacienda en tres ocasiones entre 1856 y 1868, recibió el título de marqués de Barzanallana en 1867 y, ya durante la Restauración, presidió el Senado y ocupó también la presidencia del Consejo de Estado cuando Cánovas formó Gobierno. El segundo de los varones, José, desarrolló una carrera política muy ligada a la de su hermano: fue igualmente ministro de Hacienda, en este caso en 1876, gobernador del Banco de España (1896) y un prolífico escritor especializado en temas fiscales. Efectivamente, Juan no dejó fortuna a sus hijos, pero sí la formación universitaria de la que él había carecido y los suficientes contactos y relaciones para desarrollar una buena carrera política y administrativa. El asturiano tuvo tiempo de ver a su primogénito convertido en un prometedor abogado que se desenvolvía
1 El 17 de mayo de 1809 denunció una conspiración para sublevar los territorios americanos contra el dominio español, aportando los nombres de los comisionados franceses que la llevarían a cabo y las claves por las que se comunicaban. Puesto que el servicio prestado le había supuesto la pérdida de «su casa y tienda», el asturiano solicitó en compensación permiso para introducir en Madrid «cierta cantidad de efectos de algodón libres de derechos». Su propuesta fue rechazada y finalmente se le gratificó con el puesto mencionado. AHN, Estado, leg. 47D; Hacienda, leg. 3295, exp. 442. 2 Probablemente, su publicación más conocida, elaborada cuando sólo era primer vista de la Real Aduana de Madrid, es: Arancel de derechos que pagan los géneros, frutos y efectos extranjeros a su entrada en el Reino; los que satisfacen éstos y los nacionales a su extracción a otras potencias y a nuestras Américas, Madrid, 1816. 3 La hoja de servicios de Juan García Barzanallana hasta 1840, en AHN, Hacienda, leg. 3294, exp. 200.
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con soltura en los círculos moderados y comenzaba a ocupar cargos de cierta relevancia en el Ministerio de Hacienda. Manuel había nacido en Madrid, pero siempre estuvo muy ligado a la región de sus antepasados y, de hecho, se consideraba asturiano. En realidad, durante toda su juventud, como consecuencia de los diferentes destinos que ocupó su padre, tuvo una vida bastante itinerante. Así, aunque sus primeros estudios los realizó en las Escuelas Pías de San Antonio Abad de Madrid, su currículum académico lo completó en las universidades de Valencia, Salamanca, Zaragoza, Madrid y Barcelona, obteniendo en esta última el título de licenciado en Leyes en julio de 1840. En noviembre de ese mismo año la Audiencia Territorial de Sevilla le dio licencia para ejercer la abogacía y pocos meses después se incorporaba al Colegio de Abogados de Madrid. Miembro desde 1838 de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, en agosto de 1841 ascendió en la misma al cargo de «Académico profesor», y en los tres años siguientes ejerció de bibliotecario de esa institución.4 Pero nuestro protagonista no tenía ninguna intención de dedicarse a la carrera jurídica, pues su auténtica vocación era la política. A Manuel García Barzanallana, como a otros tantos políticos del período, sus artículos en prensa, en este caso sobre Administración y Hacienda, le abrieron las puertas de los círculos políticos. Si previamente había colaborado con algunas publicaciones periódicas,5 su auténtica promoción pública la consiguió a partir de uno de los principales órganos del Partido Moderado, El Heraldo, de cuyo consejo de redacción formó parte. La serie de artículos que probablemente le dieron más fama se publicaron en el diario madrileño en agosto-septiembre de 1844. En ellos se describía la Exposición general de productos de la industria francesa que se estaba celebrando en París.6 Pocos meses antes, mediante una Real Orden de 12 de abril del mencionado año, Barzanallana había sido comisionado para
4 García Barzanallana (1898), pp. 207-208. 5 Colaboró en la Revista de España, de Indias y del Extranjero y en El Eco del Comercio, periódico de filiación progresista que ejerció una activa oposición a Espartero durante su regencia. Véase Seoane (1996), p. 169. Según su hermano, en la última publicación reseñada sólo se avino a tratar materias «administrativas y de economía social». García Barzanallana (1898), p. 209. 6 Los ocho artículos sobre la Exposición se pueden consultar en El Heraldo, 26-VIII1844 a 11-IX-1844.
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informar sobre dicha exposición y estudiar todo lo relativo al sistema de aduanas del país galo y Gran Bretaña. En función de esos estudios había de proponer los cambios que estimase oportunos en la legislación española sobre esas materias. Seguramente, el destino lo consiguió a través de su padre, director general de Aduanas en ese momento, pero de cualquier forma la labor que se le encomendaba es la primera demostración de la especialización que estaba adquiriendo nuestro protagonista. Su licenciatura en Derecho, con arreglo a los planes de estudio de la época, poco tenía que ver con la preparación técnica que se presuponía a un futuro hacendista.7 Lo mismo se puede decir de las tareas desarrolladas en la Academia de Jurisprudencia. Las memorias presentadas en dicha corporación, que recibieron mención honorífica, estaban muy alejadas de la Economía Política o incluso del Derecho Financiero, ya que se ocupaban de la inamovilidad de los jueces y fiscales y la conveniencia de la pena de muerte. En 1849 García Barzanallana planteaba en la Cámara de los Diputados que una de las causas del atraso español estribaba en la escasa atención que se prestaba en nuestro país a los estudios técnicos, y la primacía de la formación «literaria» en las carreras universitarias.8 Como otros tantos prohombres del período, don Manuel debió de ser autodidacta. Su formación hacendística, que pocos años después le reconocerían hasta sus adversarios políticos, la fue adquiriendo a través de lecturas, muy probablemente orientadas por su padre, cuando menos hasta la muerte de éste en 1845, y la práctica que le dio la carrera funcionarial que a partir de 1844 inició en el Ministerio de Hacienda. Fueron los buenos servicios desarrollados con motivo de la Exposición de París los que le facilitaron su acceso al Ministerio como oficial, con categoría de jefe de administración. Años más tarde, una vez cumplidos sus tres mandatos como ministro, nuestro protagonista defendía ante la tribuna parlamentaria las bondades de la formación adquirida a través de la experiencia, porque «la teoría es una cosa y la práctica otra», y planteaba que para comprender las cuestiones hacendísticas «sé bien que se necesita una larga práctica y el hilo de Ariadna para no extraviarse en ese laberinto».9 Ese largo aprendizaje no sólo lo adquirió en el
7 Sobre los planes de estudio de la época y la introducción de la Economía Política en España véanse Peset (1969), pp. 481-544, y Martín Rodríguez (1989), pp. XI-LXXV. 8 DSC-CD, 14-VI-1849, p. 2596. 9 DSC-S, 9-V-1871, p. 450.
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Ministerio; además, como vamos a ver enseguida, su temprana incorporación a la Cámara Baja (1846) le permitió ir profundizando en su especialización, pues como diputado formó parte durante la Década moderada de diversas comisiones parlamentarias especializadas en temas fiscales y arancelarios (arreglo del sistema monetario, contribución directa territorial, arreglo de la Deuda, presupuestos, reforma de aranceles…). Efectivamente, la gran oportunidad de saltar a la arena política se presentó en 1846, cuando en las elecciones de diciembre de ese año Pedro José Pidal resultó electo en varios distritos y optó por el escaño obtenido en Villaviciosa y renunció al de Cangas de Tineo. El mismo Manuel García Barzanallana comunicó al alcalde de dicho concejo que a partir de ese momento él había pasado a ser el candidato oficial del Gobierno para ocupar el escaño libre. El intercambio de correspondencia entre el elegible y las autoridades locales pone claramente de manifiesto que lo importante en unas elecciones era tener los apoyos adecuados, y todo lo demás era accesorio. Al margen de otras irregularidades, nuestro personaje no cumplía los requisitos económicos prescritos, pues sus limitadas propiedades en la zona no alcanzaban, ni lejanamente, a rentar el mínimo de 12.000 reales fijados en la Ley Electoral. Aun con las arbitrariedades y presiones denunciadas por algunos votantes, las elecciones fueron reñidas. Sobre un total de 161 electores se emitieron 115 sufragios, de los cuales 58 correspondieron al hacendista y los 57 restantes al candidato del Partido Progresista.10 Desde las mencionadas elecciones y de forma casi ininterrumpida hasta su muerte, el asturiano formó parte de las Cortes, con lo cual su trayectoria parlamentaria abarca un largo período cercano a los cincuenta años (1846-1892). Primero, tal y como hemos visto, como miembro de la Cámara Baja y desde 1866 del Senado. En su etapa de diputado fue elegido hasta 1851 por el mencionado distrito de Cangas de Tineo y tras un paréntisis de alejamiento del Congreso (1853-1856), obligado por los acontecimientos políticos, nuevamente se incorporó al mismo en 1857, siendo elegido a partir de esa fecha por los distritos de Guadalajara, donde su familia política poseía cuantiosas propiedades, y de Villajoyosa (Alicante). En los últimos años del reinado isabelino, siguiendo las pautas de la 10 Véase ACD, Documentación electoral, leg. 26, exp. 15.
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época, permaneció al margen del Congreso en los períodos de gobierno de la Unión Liberal. Como senador, don Manuel conoció las diversas fórmulas de acceso que las constituciones decimonónicas establecieron para la Cámara Alta, pues si bien fue designado senador vitalicio por Isabel II en 1866, durante el Sexenio resultó electo por la provincia de Oviedo en las tres elecciones generales que se celebraron para constituir dicha Cámara y el mismo procedimiento le permitió formar parte de la legislatura de 1876. Durante el resto de la Restauración fue miembro del Senado por derecho propio. Tras su incorporación al Congreso de los Diputados a comienzos de 1847, García Barzanallana simultaneó sus actividades parlamentarias con su labor en el Ministerio de Hacienda. Tanto en unas como en otras tareas contaba con el apoyo de una de las personalidades más destacadas del Partido Moderado, el también asturiano Alejandro Mon. Así, el primer puesto público que desempeñó Barzanallana en el Ministerio lo logró, como ya se ha comentado, en agosto de 1844,11 ocupando Mon la cartera de Hacienda, e igualmente su primera actuación parlamentaria significativa fue como defensor del proyecto de reforma arancelaria ideado por Mon en 1849. El vínculo entre ambos venía de antiguo (el mismo Mon decía conocerle «desde que salió de la escuela»), y si la colaboración se había iniciado durante los trabajos preparatorios de la reforma fiscal, se mantuvo con motivo de los proyectos de reforma arancelaria que desde 1845 fue ideando Mon y que finalmente se concretaron en el régimen arancelario de 1849. De aquí que el ministro asturiano nombrase en junio de 1845 a Manuel García Barzanallana subdirector tercero de la Dirección General de Aduanas, organismo que en esas fechas se ocupó de preparar la revisión arancelaria. De igual forma, cuando Mon volvió al Ministerio en 1849, introdujo a nuestro protagonista en la comisión técnica que se ocupó de elaborar el Proyecto de ley de la postergada reforma de aranceles.12 Sin duda fue también su vinculación con el grupo asturiano, capitaneado por Mon y su cuñado Pidal, lo que facilitó a Barzanallana su acceso a la Cáma-
11 La hoja de servicios de Manuel García Barzanallana, en ADGPP, sección 0-13-28579-02-00, exp. 38/149/68. 12 Todo lo relativo a los proyectos de Mon durante los años cuarenta, y al debate que hubo en las Cortes hasta su aprobación en junio de 1849, en Comín y Vallejo (2002), pp. 409-469.
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ra de Diputados en 1847. De hecho, el joven hacendista pasaba en estos años por ser uno de los «satélites del planetario Mon»,13 y su relación iba más allá del ámbito político, pues Alejandro Mon fue el único testigo del novio cuando Barzanallana se casó el 11 de febrero de 1850. El bienio 1849-50 parecía ser de bonanza para nuestro protagonista. Fue ascendido a subdirector primero de Aranceles y Aduanas y se le reeligió como diputado por el mismo distrito de Cangas de Tineo, esta vez ya sin reclamaciones. Además, si su entrada en el Congreso de los Diputados fue tan poco brillante como hemos visto, lo cierto es que sus dotes de orador, y muy especialmente su cualificación técnica, le habían convertido en un reputado parlamentario especializado en temas hacendísticos.14 También parecían sonreírle las cosas en lo personal, pues su boda con Emilia Páez Jaramillo le aportó el patrimonio inmueble del que carecía. La familia con la que emparentó Barzanallana no disponía de título de nobleza, pero sí disfrutaba la hidalguía desde la época medieval y, además, el padre de doña Emilia era uno de los más importantes propietarios rústicos de la provincia de Guadalajara. De aquí que tras la muerte de su suegro en 1857 el asturiano se convirtiese en un importante hacendado.15 Del matrimonio nacieron varios hijos, pero sólo llegaron a la edad adulta, y sobrevivieron al hacendista, dos hijas: Soledad y Carmen. En los últimos años de la Década moderada pareció desaparecer la buena estrella de don Manuel. La división en las filas moderadas, agudizada tras los proyectos involucionistas de Bravo Murillo, frenaron momentáneamente su carrera política. Aún fue elegido en 1851 por el mismo distrito que en las legislaturas anteriores y pudo ocupar algún cargo de relevancia, pues fue ascendido a director general de Aduanas en junio de 1853, pero su permanencia en el puesto, seis meses escasos, apenas si sobrepasó el mandato del efímero Gobierno que lo nombró. Durante el Bienio progresista permaneció totalmente apartado de los puestos públicos y se dedicó a las tareas periodísticas, dirigiendo El Parlamento, diario que se autocalificaba de «conservador», y que 13 Sánchez Silva (1850), pp. 19-20. 14 Según su hermano José, el mismo jefe de la oposición calificó el discurso de Manuel García Barzanallana en su defensa de la reforma arancelaria de «sorprendente, brillante y notabilísimo». García Barzanallana (1898), pp. 251-252. 15 Las cuantiosas propiedades heredadas en 1857 por Emilia Páez Jaramillo en la escritura pública de tasación y adjudicación de sus bienes realizada tras su muerte el 1 de mayo de 1889. AHPN, libro 36283, fols. 962r a 1058v.
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comenzó a publicarse en noviembre de 1854, intentando ocupar el espacio dejado por el desaparecido El Heraldo. Olvidada su antigua vinculación a Mon, en la etapa de Gobierno progresista inicia contactos con Narváez, que una vez más permanecía en el exilio.16 Su apuesta por el duque de Valencia, como el único dirigente capaz de recomponer el fraccionado moderantismo, fue finalmente compensada cuando el Espadón de Loja volvió a formar Gobierno en noviembre de 1856. Efectivamente, en la última fase del reinado isabelino Barzanallana va a ser el hombre de confianza de Narváez para ocuparse de la política fiscal, pues en las tres ocasiones en las que formó Gobierno le adjudicó la cartera de Hacienda. Rechazando el acercamiento de algunos de sus antiguos correligionarios, incluido Mon, a la Unión Liberal,17 Barzanallana se mantuvo en el moderantismo histórico dirigido por el duque de Valencia, que en estos años se inclinó hacia una línea cada vez más intransigente y reaccionaria.
2.
Un hombre pragmático y ecléctico: planteamientos políticos y hacendísticos
A la hora de comentar el mencionado cambio de patronazgo de nuestro protagonista, hay que señalar que muy probablemente en él se mezclaron ambiciones personales y convicciones políticas. Como es bien sabido, durante los primeros años de la Década moderada, Mon había sido el hombre de confianza de Narváez para ocuparse de las cuestiones hacendísticas, pero la ruptura entre los dos políticos moderados se produjo con motivo de la reforma arancelaria de 1849. Durante el largo proceso que condujo al nuevo arancel se pusieron de manifiesto las aspiraciones del ministro asturiano de sustituir al duque de Valencia en la presidencia del Ejecutivo, y el enfrentamiento entre ambos acabó con la sustitución de Mon por Bravo Murillo en la cartera de Hacienda.18 De aquí que sea 16 Véase la carta dirigida a Narváez el 5 de septiembre de 1855 por Barzanallana y el marqués del Saltillo, codirector junto con el anterior y propietario del periódico El Parlamento. Real Academia de la Historia, Archivo Narváez, caja 45. 17 Lafuente (1890), pp. 245-246. 18 Todo lo relativo al enfrentamiento entre Mon y Narváez y la forma en que se resolvió, en Comín y Vallejo (2002), pp. 65-77.
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muy factible que, una vez desplazado del poder su antiguo mentor, Barzanallana buscase en Narváez al hombre fuerte que le aupase al Ministerio para el que venía preparándose desde años atrás. Seguramente, también, se sintió identificado con la línea dura implantada por el Espadón de Loja en sus últimos años de gobierno, línea que no fue compartida por Alejandro Mon. De hecho, aunque Barzanallana rechazó los proyectos involucionistas de Bravo Murillo, no estuvo, como hemos visto, muy alejado de los Gobiernos autoritarios que le sucedieron en 1853. Además, desde la tribuna parlamentaria, defendió con convicción el notorio recorte que en las libertades públicas desplegó el último Gobierno que presidió el general Narváez, Gobierno en el que él ocupaba la cartera de Hacienda.19 De cualquier forma, es difícil determinar si las actuaciones del asturiano respondían a razones ideológicas o a un mero oportunismo político.Y es difícil precisarlo porque Barzanallana no fue, desde luego, un teórico, ni tan siquiera un escritor prolífico, sino más bien todo lo contrario, ya que, al margen de sus artículos en prensa, sus publicaciones no van más allá de tres someros folletos. Uno de ellos, elaborado en 1861, forma parte de la colección de Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, pues nuestro protagonista fue miembro de esta institución desde su fundación en 1857 y la presidió entre 1886 y 1892. En él se comentaba un artículo aparecido en una revista francesa sobre «La Hungría y la alimentación de Europa». La segunda de sus publicaciones se editó en 1879 y es un breve escrito acerca de las causas de la despoblación española. Por último, con el fin de que sirviese de guía a su sucesor en la presidencia del Senado, en 1882 redactó una memoria sobre las obras realizadas en la sede de la Cámara Alta y la forma en que pensaba continuar la reforma del antiguo edificio de la plaza de la Marina.20 Esta ausencia de obra escrita obliga a rastrear sus planteamientos en los diferentes ámbitos de la actividad pública por su vinculación a determinados periódicos, y muy especialmente a través de sus intervenciones parlamentarias. Aunque, según su hermano, intervino de forma muy activa en los debates de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, la forma escueta en la que éstos se recogieron durante muchos
19 DSC-S, 8-VII-1867, pp. 736-738. 20 También publicó Discurso en el Congreso, Madrid, 1865, en el que se reproduce la intervención que realizó en esa Cámara en 1864 con motivo de la reforma de la composición del Senado. De esa intervención nos ocuparemos unas líneas más abajo.
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años en las actas de dicha institución resulta decepcionante a la hora de tratar de vislumbrar sus opiniones. De ahí la necesidad de recurrir a los diarios de sesiones, tanto del Congreso como del Senado, pues, si bien sus correligionarios le reprochaban su escasa aficción a las intervenciones públicas y él mismo se autocalificaba como «avaro de mi palabra»,21 su larga trayectoria parlamentaria permite reconstruir cuál fue su pensamiento. En los últimos años de su vida le gustaba presumir de haber ocupado siempre el mismo espacio político,22 y desde luego es innegable que don Manuel siempre militó en las filas del conservadurismo y que defendió de forma firme, desde los bancos ministeriales y de la oposición, las medidas adoptadas por los Gobiernos de los que formó parte. Si durante el reinado de Isabel II fue miembro del Partido Moderado, y dirigió durante el Sexenio el grupo de senadores de esta formación, en la época de la Restauración se integró en el Partido Liberal Conservador. Mucho antes de que Cánovas utilizase esa denominación para el partido que lideró, el hacendista gustaba de calificarse con esos términos, como un liberal conservador: […] yo quiero que mi patria tenga elementos de libertad hasta donde es posible; yo quiero que se organicen los elementos conservadores y a la vez liberales, porque no comprendo que nadie sea verdaderamente liberal sin que sea a la vez profunda y enérgicamente conservador. La libertad que no parte de lo pasado y no se liga con ello, no es libertad; es tiranía que prescinde de esa serie de transacciones de que vive la humanidad.23
Era, una vez más, el afán por aunar lo nuevo y lo viejo, la tradición con la modernidad, tan típica del moderantismo y del conservadurismo canovista. Barzanallana lo expresaba en 1872 con gran claridad: «parto siempre en mi conducta política de que es necesario en todas las materias ligar el presente con el pasado».24 En esa misma línea ecléctica y transaccional cabe recordar el discurso pronunciado el 11 de abril de 1864 en la Cámara de los Diputados, discurso que es un buen reflejo de sus planteamientos políticos. La larga y erudita disertación pretendía anular el proyecto presentado a comienzos de ese año por el Gobierno presidido por Mon y con Cánovas del Castillo en el Ministerio de la Gobernación.
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DSC-S, 11-V-1871, p. 493. García Barzanallana (1898), p. 218. DSC-CD, 8-II-1865, pp. 451-452. DSC-S, 22-X-1872, p. 243.
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Dicho proyecto planteaba la derogación de la reforma constitucional aprobada por el gabinete Narváez el 17 de julio de 1857. En ella se había modificado la composición de la Cámara Alta definida en 1845, al conceder por derecho propio y con carácter hereditario las senadurías a los grandes de España que acreditasen una renta de 200.000 reales. La configuración de la Cámara Alta había sido una cuestión muy controvertida durante el debate constitucional de 1845 y su revisión se había planteado de forma recurrente a lo largo de toda la Década moderada.25 Para don Manuel la reforma constitucional elaborada por el Partido Moderado en 1857 «tenía por objeto: primero vigorizar la posición de la Cámara alta, constituirla en lo que debe ser, en lo que yo creo que no podrá llegar a ser de manera alguna si la abolición de la reforma se consuma; en un principio político capaz por su fuerza de resistir la presión lo mismo de arriba que de abajo».26 Sus razonamientos, salpicados de multitud de ejemplos históricos, iban más allá, pues llegó a calificar la propuesta del Gobierno de «antimonárquica, antiliberal y antinacional». Antimonárquica porque, si no se quería caer en el desorden y la revolución, la monarquía había de ser hereditaria y para subsistir necesitaba de instituciones afines, debilitándose en una sociedad en la que todo estaba sujeto al principio de elección. Antiliberal, puesto que la «clase media», base del régimen constitucional, para combatir la revolución y la democracia, «inmenso monumento en que se abriga el despotismo», necesitaba del apoyo de la aristocracia. Por último, el continuo afán de copiar todo lo francés, y éste era el caso de la Constitución del 45, redactada a imagen y semejanza de la carta francesa de 1830, estaba anulando la «nacionalidad española» y creando un sistema excesivamente centralizado en el que poco espacio quedaba a la libertad. Si Barzanallana deploraba las excesivas influencias foráneas, no dejaba de traslucir una mal disimulada admiración por la organización política, económica y social británica, para él la quintaesencia de lo liberal, y en última instancia era esa organización el ejemplo a seguir.27 Don Manuel perdió la batalla en 1864, pero ganó la 25 Para el Senado de este período y los diversos proyectos reformistas que sobre él se plantearon véase Marcuello (1995), pp. 131-145. 26 DSC-CD, 11-IV-1864, p.1790. 27 El largo discurso de Barzanallana y la contestación de Cánovas, en DSC-CD, 11IV-1864, pp. 1789-1808. Además, la disertación de Barzanallana se publicó con el título de Discurso en el Congreso, Madrid, 1865.
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guerra; a propuesta suya, y el mismo Cánovas del Castillo así lo reconoció en 1880, las senadurías por derecho propio para los grandes de España con un determinado nivel de rentas acabaron incorporándose a la Constitución de la Restauración.28 Si nuestro protagonista admiraba el sistema político británico, en ningún momento defendió una copia mimética del mismo, pues, como se acaba de señalar, ante todo había que preservar la tradición, la esencia de la «nacionalidad española». En su concepción, uno de los elementos constitutivos de esa nacionalidad era el catolicismo, pues a su juicio éste era «la expresión y el rasgo fisionómico de toda la civilización y de todo el desarrollo histórico español».29 A los razonamientos continuistas y transaccionales del hacendista había que añadir otro principio, igualmente característico del liberalismo doctrinario, de adaptar cualquier planteamiento o doctrina a las circunstancias concretas de tiempo y lugar. Con este principio se identificó plenamente don Manuel, de ahí su constante defensa del pragmatismo, de la necesidad de huir de «los principios absolutos» y atender a las «doctrinas prácticas», porque «yo no soy un hombre especulativo y dogmatizador, soy y debo ser un hombre eminentemente práctico como todos los hombres políticos que han llegado a ser Ministros».30 Ese afán por adaptarse a las circunstancias del momento podía conducirle a incoherencias, que para él no eran tales, sino «contradicciones aparentes que en el fondo no son mas que consecuencias honradas de hombres que tratan de la resolución de las cuestiones que están llamados a decidir».31 Las dos ideas señaladas, síntesis entre lo viejo y lo nuevo y pragmatismo, fueron las bases de las actuaciones políticas de don Manuel y aparecen constantemente en las justificaciones que desarrolló en sus diversas intervenciones parlamentarias. No se trataba de planteamientos muy originales, pero sí coincidían plenamente con el armazón ideológico de las formaciones políticas de las que formó parte. Hombre templado y correcto en sus intervenciones, pues, según él mismo señalaba, consideraba «her-
28 Sobre las diferencias entre Alonso Martínez y Cánovas del Castillo acerca de la paternidad de la organización del Senado en el proyecto constitucional de 1876 véase Sánchez Férriz (1984), p. 440. 29 DSC-S, 22-X-1872, p. 236. 30 DSC-S, 8-VII-1867, p. 740. 31 DSC-CD, 8-II-1865, p. 452.
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manos gemelos la cortesía y el talento»,32 no por ello dejaba de ser mordaz e irónico cuando la ocasión lo requería. En sus discursos, tanto por sus referencias literarias como históricas, se vislumbra una sólida formación humanística, muy acorde con la educación que había recibido; también se percibe un buen conocimiento de la publicística de su época y de lo que acontecía y había acontecido en los países de su entorno. De aquí que le gustase apoyar sus argumentos con ejemplos extranjeros y multitud de referencias históricas. Ante los planteamientos reseñados, no es de extrañar que en las concepciones hacendísticas de don Manuel se aprecie una evolución, que está en estrecha relación con las circunstancias concretas que fue viviendo el asturiano. Así, no defendió los mismos proyectos como diputado que como ministro, e incluso en los tres períodos en los que ocupó la cartera de Hacienda fue cambiando algunas de sus posiciones iniciales. Cuando ante esas variaciones sus oponentes políticos le tachaban de inconsecuente, siempre se defendía con argumentos similares: la situación no era la misma y, además, su experiencia no había sido en balde.33 De hecho, como veremos enseguida, en su etapa como diputado se mostró partidario de una activa labor del Estado como promotor del desarrollo económico, planteamiento que soslayó cuando tuvo responsibilidades de gobierno. Otro tanto se puede decir sobre el grado de liberalización tanto interna como externa que debía gozar la economía española. Mientras que durante la Década moderada defendió acabar con el estanco de la sal, desde que alcanzó el Ministerio de Hacienda en 1857 se mostró como un ardiente partidario de las rentas estancadas.34 En este caso, y como solía ser muy frecuente en don Manuel, su alejamiento de la doctrina se debió a razones prácticas, pues mantuvo las rentas estancadas por necesidades recaudatorias. Un cambio similar de postura se aprecia en la política comercial, ya que el desarme arancelario que propugnó en su etapa como diputado se convirtió en un
32 DSC-S, 11-V-1871, p. 494. 33 Así respondía en su tercer mandato como ministro ante ese tipo de acusaciones: «Que yo he variado en convicciones económicas. Sí señores: he variado bastante; y si esto es un gran pecado, me declaro pecador. Y por qué he variado? Porque la experiencia no ha venido en balde para mí y espero que en adelante tampoco venga». DSC-CD, 1-VII-1867, p. 928. 34 Véanse sus intervenciones en pro y en contra de los estancos en DSC-CD, 12-VII1851, p. 960, y 27-V-1857, p. 230.
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marcado proteccionismo en los últimos años del reinado isabelino. A pesar de esa evolución hay un sustrato común en las ideas hacendísticas de don Manuel, sustrato que coincide plenamente con los principios del pensamiento financiero clásico. Analicemos cuáles son esas constantes y cómo fueron variando sus concepciones a lo largo del tiempo. En lo que se refiere a los ideales que mantuvo a lo largo de toda su carrera política, Barzanallana, como buen liberal, aspiraba a lograr el equilibrio presupuestario, consideraba necesario acabar con el déficit crónico de la Hacienda española, pues la nivelación entre ingresos y gastos era «el más grande elemento de fuerza que un país puede tener».35 Una vez más no se trataba de un planteamiento muy original, pero sí estaba muy en consonancia con las concepciones del tiempo en el que el hacendista asturiano desarrolló su actividad política. Efectivamente, siguiendo las posiciones de la escuela clásica de economía, se hacía necesaria la nivelación, pues sólo cuando el Estado asumiese plenamente sus compromisos podría disponer sin agobios de recursos crediticios y abaratar el coste de los mismos. No sólo se beneficiaría el erario, sino el conjunto de la economía, ya que la reducción en el interés del dinero facilitaría la financiación de los diferentes sectores productivos. A finales de los años cuarenta, la aspiración de lograr presupuestos equilibrados era compatible, para don Manuel, con una política de aumento del gasto público que promoviese el crecimiento económico. Hemos de tener en cuenta que, aunque en esas fechas el sistema tributario de 1845 había mostrado ya su insuficiencia, los déficit estatales no eran particularmente elevados,36 de ahí que la búsqueda de un balance equilibrado se plantease como una aspiración a medio plazo, compatible con las inversiones públicas en infraestructura. A juicio de nuestro protagonista, a la altura de 1849, el objetivo fundamental era conseguir la modernización de la economía española, y esa modernización conllevaría el saneamiento de la Hacienda. El primer paso consistía en lograr un mercado integrado, para lo cual resultaba imprescindible desarrollar las comunicaciones, y más concretamente se hacía necesaria la construcción de una red ferroviaria, inexistente en nuestro país. Sólo un buen sistema de transportes fomenta-
35 DSC-CD, 29-V-1867, p. 408. 36 Comín (1988), vol. I, pp. 413-414.
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ría el crecimiento económico, y, a su vez, el desarrollo de los diferentes sectores productivos permitiría al Estado recaudar lo suficiente para atender todas sus obligaciones. Por consiguiente, no había que temer a este tipo de gastos reproductivos, que bien empleados acabarían mejorando la situación de la Hacienda pública.37 La construcción de «los caminos de hierro» exigía la ayuda estatal, de ahí que, si ya en febrero de 1849 apoyó las subvenciones públicas a determinadas empresas ferroviarias, como la que se ocupaba de la construcción de la línea de Langreo a Gijón, pocos meses después sus planteamientos iban más allá porque: Yo señores, tengo muy pocas esperanzas en la acción de los esfuerzos individuales; concentremos los capitales disponibles en manos del Gobierno, para que reuniendo todos los esfuerzos dispersos pueda mejorar el estado de nuestra Hacienda, obtener el crédito necesario y realizar un grande empréstito, con el cual emprenda las maravillas que creo deban esperarse de que de provincia a provincia, de puerto a puerto, de pueblo a pueblo haya comunicaciones rápidas y fáciles y venga a ser entonces una verdadera Monarquía compacta, una e indivisible.38
En ese «Gobierno tutor», que ayudaría al país a salir de su postración mediante una política promotora del desarrollo económico, el ministro de Hacienda desempeñaba un papel fundamental, pues: […] un gran ministro de Hacienda es el regulador de la prosperidad pública y no un mero perceptor de contribuciones. Partiendo de ese principio deseo que en adelante tenga la fuerza suficiente para adoptar las medidas que sean necesarias para el bien del país sin dañar, antes por el contrario, favoreciendo la concentración de todas las fuerzas, mejorándolas, multiplicándolas.39
Así pues, la acción del Gobierno se hacía compatible con la libertad económica, y la intervención del Estado se planteaba como algo inevitable en un país con escasez de capitales y falto de formación técnica. No confiaba Barzanallana en que esa escasez pudiera suplirse con capital extranjero, pues las sumas que se necesitaban eran tan elevadas que por muchas ventajas que se ofreciese a las inversiones foráneas, éstas no pasarían de ser una «gota en el mar». El progreso sólo podría conseguirse a través de los propios recursos nacionales. De ahí que, si en 1849 defendió la centrali-
37 DSC-CD, 6-II-1849, p. 549. 38 DSC-CD, 14-VI-1849, p. 2594. 39 DSC-CD, 14-VI-1849, p. 2595.
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zación de los capitales nacionales para la construcción del ferrocarril, dos años después aceptase para el mismo fin una idea que provenía del Partido Progresista, la venta de los bienes de propios.40 El mismo afán por conseguir un mercado extenso que facilitase el desarrollo económico le llevó a defender un proyecto que tuvo un cierto eco en los medios políticos e intelectuales hispano-portugueses de las décadas centrales del siglo XIX: la unión aduanera entre España y Portugal.41 Según él mismo señalaba, desde que se quitó «el polvo de los bancos de la Universidad», se convirtió en un convencido iberista, pues aspiraba a lograr en la Península un mercado similar al promovido por los prusianos, ya que, como tantos otros de sus contemporáneos, consideraba a la Zollverein una de las ideas más dignas de admiración de su época. El proyecto presentaba no pocas dificultades, que se podrían ir superando en un plazo más o menos largo. Había que acoplar un sistema fiscal al otro, desestancando determinados productos como la sal y aunando las políticas comerciales de ambos países. Para ello había que transformar el régimen arancelario español, liberalizándolo hasta conseguir una apertura hacia el exterior equivalente a la que disfrutaban los portugueses. Éste sería el primer paso en el camino hacia la unión aduanera de los dos países peninsulares. En este sentido hemos de tener en cuenta que en los primeros años de su carrera política, siguiendo la estela de su padre, Barzanallana se especializó en política comercial. Recordemos que los destinos oficiales que ocupó en los inicios de la Década moderada siempre estuvieron ligados al estudio de los sistemas aduaneros y que, desde que en 1845 se incorporó a la Dirección General de Aduanas, fue miembro de diversas comisiones dedicadas a preparar la futura reforma arancelaria. Ésta, finalmente se concretó en la Ley de bases de 17 de julio de 1849, y en su elaboración, bajo el patronazgo de Mon, Barzanallana tuvo un papel fundamental. De hecho, formó parte de la comisión técnica que elaboró el Proyecto de ley y posteriormente fue secretario de la comisión parlamentaria encargada de dictaminar sobre él. Como era de esperar, en el debate habido en el Con40 DSC-CD, 23-VI-1851, pp. 1199-1200 y 1202. 41 La unión aduanera peninsular, tal y como se planteaba a la altura de 1849, en Comín y Vallejo (2002), pp. 448-449. Un planteamiento general sobre el iberismo y su evolución en el siglo XIX, en Jover (1981), pp. XCV-CV, y López-Cordón (1981), pp. 889893. Véanse también Rueda (1998), pp. 181-214, y Álvarez Junco (2001), pp. 524-531.
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greso de los Diputados sobre la reforma, se destacó como uno de los más reputados defensores de la misma, significándose como un librecambista moderado. No obstante, parece que sus convicciones sobre el grado de apertura al exterior que había de alcanzar la economía española eran bastante más radicales que las que planteó en las sesiones parlamentarias de junio de 1849. Cuando menos, ésas fueron las acusaciones que le dirigió Madoz, fundamentándose en lo expuesto por nuestro biografiado en el Ateneo madrileño poco antes del debate. La respuesta de Barzanallana a los reproches del progresista parece confirmar que, efectivamente, aspiraba a una mayor liberalización, y que contemplaba la reforma del 49 como un primer paso en el camino hacia un régimen arancelario más librecambista.42 Fuese de una u otra forma, lo cierto es que, al igual que el inspirador y promotor de la reforma, Mon, y el resto del equipo que participó en su elaboración, Barzanallana defendió un sistema a mitad de camino entre el proteccionismo y el librecambismo, o como muy acertadamente han señalado Comín y Vallejo, un «sistema protector progresivamente liberal».43 Los puntos más conflictivos del proyecto de ley fueron las medidas que afectaban a la industria textil catalana, industria en la que existía, según Barzanallana, un monopolio de hecho, aunque no de derecho, con el consiguiente perjuicio para los consumidores. De cualquier forma, las razones para acabar con el fuerte proteccionismo imperante en el ordenamiento español eran tanto de índole fiscal como económica. Con respecto al primer punto, la reducción del arancel aumentaría la recaudación por aduanas, con lo cual se disminuiría el déficit y se evitaría una subida de las contribuciones ya existentes. Además, para nuestro protagonista, a la vista de lo sucedido en los países más avanzados del momento, una «prudente y racional» libertad de comercio era el mejor sistema para promover el desarrollo industrial y agrícola.44 De aquí que defendiese que en un futuro la reforma arancelaria incluyese también a los cereales. Las medidas de apertura al exterior fueron postergadas por Barzanallana cuando alcanzó la cartera de Hacienda. Aún en su primer mandato como ministro (octubre de 1856-octubre de 1857) seguía defendiendo la
42 La intervención de Madoz, en DSC-CD, 13-VI-1849, p. 2556; la respuesta de Barzanallana, en la sesión de 14-VI-1849, p. 2593. 43 Comín y Vallejo (2002), p. 459. 44 Un detallado examen sobre la reforma, en Comín y Vallejo (2002), pp. 420-469.
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conveniencia de la liberalización, pero la posponía, dada la crisis de subsistencias que sufría el país y la bajada en el consumo de los productos textiles catalanes. Ante esa situación consideraba «injusto, torpe y antipolítico» la reforma de aranceles.45 Sin duda, la fuerte resistencia de los industriales catalanes a la reforma de 1849, resistencia que en parte ocasionó la salida del Ministerio de su antiguo mentor, Alejandro Mon, tuvo un papel fundamental a la hora de adoptar determinadas decisiones. De hecho, algo similar adujo en enero de 1865, pues, aunque en un plano teórico se seguía considerando librecambista, sin embargo, «en España, y Ministro de Hacienda de España, soy poco librecambista». En este caso señalaba que había «razones políticas de grandísima importancia que se sobreponían a las razones económicas». En concreto, ante las dificultades que atravesaba la industria textil catalana, como consecuencia de la crisis económica que se había iniciado en 1864, no parecía oportuno tratar la reforma arancelaria de los tejidos de algodón.46 Además, en su segundo y tercer mandato como ministro (septiembre de 1864-febrero de 1865 y julio de 1866-febrero de 1868), a las razones políticas añadió otras de orden fiscal y económico. Así, no esperaba que la reforma en las aduanas condujese a un aumento significativo de la recaudación, pues, dado el grado de desarrollo español, las compras en el exterior siempre serían limitadas. Por otra parte, una mayor liberalización no facilitaría el crecimiento industrial. Había escasez de capitales y éstos se dirigían fundamentalmente a la compra de las tierras desamortizadas, con lo cual, aunque se bajasen las aduanas de todos los elementos necesarios para el desarrollo fabril, éste no se lograría.47 Cuando esas condiciones habían variado, tal y como él mismo reconocía, siguió planteando la inconveniencia de adoptar una política librecambista. Si ya en el Sexenio rechazó la liberalización llevada a cabo por los «economistas»,48 en 1882 defendió «un sistema enérgicamente protector». Según el antiguo ministro isabelino, en esas fechas la desamortización estaba ya prácticamente concluida y, al contrario que treinta años atrás, había abundancia de capitales. Aun así se decantaba por un sistema alta-
45 DSC-CD, 27-VI-1857, p. 231, y 2-VII-1857, p. 1064. 46 DSC-S, 13-I-1865, pp. 88-89. 47 DSC-S, 13-I-1865, pp. 88-89, y 8-VII-1867, p. 738. 48 DSC-S, véanse, por ejemplo, la sesión de 18-VII-1871, p. 1148, o la de 21-V1872, p. 254. Para la «escuela economista», Costas Comesaña (1988), pp. 34-48.
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mente protector para la industria y la agricultura. En el caso del primer sector porque, tal y como mostraba la experiencia, las únicas industrias que habían progresado eran las protegidas, como la textil del algodón. Por el contrario, a las que se había aplicado la reforma arancelaria de 1869, habían disminuido «en una proporción dolorosísima». Un buen ejemplo de las dificultades sufridas ante la falta de protección era la industria sedera. Con respecto a la agricultura, don Manuel confesaba que, dado el clima y las condiciones naturales de la mayor parte del suelo español, había que resignarse a una producción territorial cara, especialmente en el sector cerealícola. Por tanto, éste, para no ser «destrozado y aniquilado» por la competencia extranjera, necesitaba de una alta protección.49 Un cambio similar de postura mostró con el proyecto de unión ibérica del que tan acérrimo defensor fue en su etapa de diputado. En este caso el enérgico rechazo que mostró ante el Senado en 1871 a la idea que tan ardientemente había defendido veinticinco años atrás no fue acompañado de ninguna explicación.50 Podemos presuponer que la vinculación que a partir de 1856 tuvo el iberismo político al progresismo, y en general a todos los monárquicos que rechazaban la dinastía reinante en España, dada la actuación política de Isabel II,51 fue motivo más que sobrado para que un borbónico convencido como don Manuel postergase de forma definitiva la posible unión aduanera de los dos países peninsulares. Además, durante el Sexenio, el iberismo alcanzó una notoria aceptación entre los sectores republicanos que propugnaban una solución federal, solución que ni que decir tiene era considerada por Barzanallana como una auténtica aberración. No en balde fue uno de los 32 miembros de la Asamblea nacional que votó en contra de la proclamación de la República en 1873. En lo que se refiere al cuadro tributario, durante buena parte de su carrera ministerial el hacendista, con los retoques señalados, dio por bueno el definido en 1845. No obstante, en su última etapa como ministro, las penurias de las arcas públicas le llevaron a presentar en el presupuesto de
49 DSC-S, 6-V-1882, pp. 1889-1897. 50 Su escueto comentario al proyecto iberista fue el siguiente: «yo no soy de los que sueñan con uniones ibéricas, ni las considero bajo ningún punto de vista ventajosas para nosotros; aprovechando esta ocasión para decir estas palabras que no serán perdidas en cierta parte»; DSC-S, 9-V-1871, p. 453. 51 López-Cordón (1981), p. 892.
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1867 algunas de las más importantes novedades que en la segunda mitad de siglo se incorporaron al sistema Mon-Santillán. De ello nos ocuparemos con más detenimiento en el epígrafe siguiente, pero de momento cabe señalar que estas novedades eran los «nuevos» impuestos de producto, que recaían sobre aquellas rentas que habían escapado a la reforma tributaria de 1845, los rendimientos del trabajo y el capital. Esas fuentes de riqueza probablemente no se tuvieron en cuenta en el sistema Mon por su escaso desarrollo en una sociedad todavía fundamentalmente agrícola. Sobre las restantes contribuciones directas —la Territorial y la Industrial y de Comercio— Barzanallana no introdujo ningún tipo de innovaciones, salvo algunos recargos en sus cupos para superar la escasez de recursos. Era desde luego consciente de las limitaciones del régimen fiscal implantado en 1845, como sin duda también lo eran sus correligionarios, aunque sus intereses de grupo les impidiesen declararlo. De forma larvada confesaba que la que había de ser la principal fuente de ingresos en una España básicamente rural, la contribución territorial, era, por la forma en que se distribuía la carga tributaria, totalmente injusta, o cuando menos no se obtenía de ella el rendimiento que se podría alcanzar. Para superar los problemas que impedían un reparto equitativo y un aumento de la recaudación, había que elaborar el postergado catastro, y don Manuel justificaba la falta de voluntad política para llevarlo a cabo en la ausencia de medios. Si cualquier pequeño incremento de los impuestos levantaba encendidas críticas y una fuerte oposición, cuánta más resistencia provocaría si el destino de esas exigencias fuese un estudio exhaustivo de la distribución de la riqueza.52 Aunque las más significativas aportaciones del político asturiano al régimen tributario moderado afectaban a la imposición directa, desde que accedió al Ministerio de Hacienda Barzanallana se mostró como un ardiente defensor de la contribución de consumos. No en balde fue el ministro que los restauró en 1856 tras su supresión en el Bienio progresista. Al margen de su importancia recaudatoria, para él los Consumos tenían una serie de ventajas sobre las contribuciones directas, y más exactamente sobre la Territorial. En primer lugar, porque gravaban un «producto cierto», mientras que la Territorial se exigía «por lo general sobre un producto incierto que a veces no
52 Para estos argumentos véase, por ejemplo, DSC-CD, 3-VI-1867, p. 477. Sobre la elaboración del Catastro, Pro (1992), especialmente pp. 35-143.
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existe». Además, se percibía una vez cubiertos todos los costes de producción. Tampoco, como muchos pretendían, era un impuesto injusto, ni encarecía la vida. Ciertamente recaía sobre las «clases productoras», a las que no había únicamente que identificar con la clase obrera, pero éstas se resarcían con su salario de lo pagado por Consumos, pues, según argumentaba, una bajada del precio de los alimentos iría siempre acompañada de un descenso proporcional de los salarios. Éstos, con arreglo a «la teoría liberal y conservadora», sólo podrían subir cuando hubiese una amplia demanda de trabajadores.53 En los otros dos componentes fundamentales de la tributación indirecta, los monopolios y las aduanas, ya vimos que su posición fue variando con los años. Mientras que en su juventud, y siguiendo la ortodoxia financiera clásica, se mostró partidario de una mayor liberalización del mercado interno y externo, esa apertura fue olvidada en su etapa de madurez. Con respecto a los gastos, también su postura evolucionó a lo largo del tiempo. Sin duda fue el creciente déficit de la Hacienda central el factor determinante en su cambio de actitud. De hecho, frente a lo defendido en etapas anteriores, desde que tuvo responsabilidades de gobierno su preocupación fundamental fue contener el gasto público; por eso, arrinconó sus antiguos proyectos de ejecución de una política estatal promotora del desarrollo económico. De cualquier forma, don Manuel era consciente de que las sociedades modernas implicaban un continuo desarrollo de los desembolsos estatales, de aquí su convencimiento de que, fuese cual fuese el partido que estuviese al frente de la Administración, un año tras otro se incrementarían las cargas públicas.54 Seguramente era la forma de justificar los ligeros incrementos que se vio obligado a realizar en determinadas partidas cuando tuvo la responsabilidad de diseñar los presupuestos estatales.
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Su labor como ministro de Hacienda: la infructuosa búsqueda de un presupuesto equilibrado
Como ya se ha indicado, Barzanallana ocupó la cartera de Hacienda en tres ocasiones (12 de octubre de 1856-15 de octubre de 1857, 6 de septiembre de 1864-20 de febrero de 1865, 10 de julio de 1866-10 de febrero 53 DSC-S, 13-I-1865, pp. 87-88. 54 DSC-CD, 11-III-1858, p. 657.
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de 1868), con lo cual estuvo al frente del Ministerio un total de tres años y veintisiete días. Si al comienzo del período las dificultades hacendísticas eran ya notorias, los problemas se fueron agudizando con el paso de los años, de forma que en su último mandato la situación alcanzaba tintes dramáticos. Precisamente fue en esa etapa ministerial cuando nuestro protagonista desarrolló por primera vez un plan completo de arreglo de la Hacienda: incremento de los ingresos mediante la creación o reintroducción de impuestos, reducción de los gastos y conversión de la Deuda. Sin duda, son algunas de las medidas entonces adoptadas, especialmente las relativas al sistema impositivo y a la Deuda, por las que Barzanallana es más conocido. En sus dos primeros mandatos, su labor pareció obedecer más a la búsqueda de soluciones inmediatas, que permitiesen superar, cuando menos momentáneamente, los agobios más perentorios. De cualquier forma, hemos de tener en cuenta que esas etapas tuvieron menor duración, con lo cual su margen de actuación se redujo, y, de hecho, alguna de las reformas contempladas en el presupuesto de 1867 había pensado incluirlas en el de 1865 que no llegó a ultimar. Veamos por orden cronológico cada una de esas fases. Cuando llegó al Ministerio en octubre de 1856, la situación de la Hacienda no era precisamente halagüeña y la coyuntura económica no ofrecía perspectivas muy boyantes. Así, la crisis de subsistencias que atravesaba el país encarecía los costes de los servicios estatales y obligaba a destinar fondos a la compra de granos con el fin de paliar la carestía. Pero sobre todo el problema fundamental radicaba en que, año tras año, los ingresos eran inferiores a los gastos. A pesar de la mejora conseguida en la recaudación con la reforma de Mon, a lo largo de los años cincuenta se fueron acumulando déficit en forma de Deuda consolidada y sobre todo de Deuda flotante. Como muy bien explicaba Barzanallana a las Cortes, el sentido originario de esta última se había desvirtuado completamente, y lo que habitualmente se denominaba Deuda flotante o del Tesoro no eran sino los déficit que se arrastraban de ejercicios presupuestarios ya cerrados: La deuda flotante es la diferencia entre los gastos y los ingresos de un mes para otro, haciendo un anticipo que al fin queda reembolsado y no pasa de un año para otro. Y en España ¿ha sido hasta aquí la deuda flotante de esta naturaleza? No señores: nosotros venimos llevando de un año para otro la suma de 120, 150 y aún 200 millones de déficit.55
55 DSC-CD, 2-VII-1857, p. 1064.
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Tarde o temprano habría que amortizar esos débitos a corto plazo o bien convertirlos en Deuda consolidada. Todavía quedaban unos años para que nuestro protagonista adoptase la segunda de las soluciones señaladas. De momento, para paliar la falta de recursos con los que atender las obligaciones ordinarias, en diciembre de 1856 realizó un nuevo empréstito que se conoció como Mirés por el nombre de la casa parisina que lo concedió. Según justificó meses más tarde, dada la situación de los mercados financieros, era imposible recurrir a la Deuda flotante sin que subiese de forma notoria el interés de la misma. Como venía siendo habitual, la emisión se realizó con un importante descuento, o «quebranto», si utilizamos el término de la época. Por los 300 millones de reales en efectivo que recibieron las arcas públicas, se emitieron 754.573.815 reales en títulos de la Deuda consolidada.56 El nuevo empréstito se formalizó sin contar con las Cortes, y, para revestir de legalidad, la medida adoptada se apoyó en una ley aprobada durante el Bienio progresista. En este sentido, hay que tener en cuenta que a lo largo de casi siete meses don Manuel contó con manos libres para actuar, pues el Gobierno Narváez, que se había formado en octubre de 1856, no convocó elecciones hasta marzo de 1857 y la nueva Cámara inició sus sesiones en mayo. Contraviniendo los mandatos constitucionales, en dicho semestre largo Barzanallana adoptó las medidas más significativas que tomó en este Ministerio y las Cortes sólo tuvieron oportunidad de discutirlas una vez que se habían puesto en práctica. Tal y como comentaba un diputado, lo que el Gobierno solicitaba al presentar a la Cámara de representantes la aprobación de lo ya ejecutado era un «bill de indemnidad», expresión que el ministro de Hacienda no tuvo ningún empacho en asumir. Demostrando una vez más su pragmatismo, en las sesiones de mayo-julio de 1857 don Manuel planteó una idea que luego mantendría a lo largo de toda su carrera política. La discusión de los presupuestos, para que realmente fuese útil y no se alargase innecesariamente, debía reducirse a las alteraciones que se introducían cada año sobre lo aprobado en el ejercicio anterior, olvidando el examen minucioso que habitualmente se realizaba en el Congreso y el Senado.57 56 Los datos, en DSC-CD, 2-VII-1857, p. 1066. Sobre las razones que provocaron este tipo de acuerdos y su evolución véase Comín (1996b), pp. 155-156. 57 DSC-CD, 9-VII-1857, pp. 1298-1299.
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Para hacer frente a las dificultades señaladas, Barzanallana adoptó una serie de medidas que no tocaban los problemas de fondo, aunque, eso sí, anunció que en el siguiente presupuesto, el correspondiente a 1858, se dotaría al Tesoro de recursos permanentes que le permitiesen salir del estado de postración en el que se hallaba. La vuelta a la situación prerrevolucionaria afectaba también a la Hacienda, pues las innovaciones fiscales y administrativas introducidas en el Bienio progresista fueron anuladas. Así, para sustituir a la derrama aprobada por el último de los ministros de Hacienda progresistas, Santa Cruz, restableció la contribución de consumos y puertas, refundiendo ambos derechos en un solo impuesto que llamó de Consumos.58 Se trataba básicamente de una homogeneización, superando las diferencias que había entre las capitales de provincia, puertos habilitados y las restantes poblaciones. Por lo demás, no se introducían novedades, puesto que no cambiaba ni la naturaleza de los tributos ni las formas de recaudación. Únicamente se modificaban las tarifas y se suprimían algunos de los artículos gravados por los derechos de puertas.59 También volvió a la formación de los presupuestos por años naturales, en lugar de los de dieciocho meses de duración fijados por los progresistas. Por último, suprimió el descuento que recaía sobre los salarios de los funcionarios públicos civiles y militares.60 Unos años después, ante las penurias hacendísticas, Barzanallana se vio obligado a restablecer este gravamen, aunque prescindió de la progresividad introducida por el ala más radical de los liberales. En lo que se refiere a los gastos, tampoco hubo cambios dignos de mención. Se aumentaron ligeramente algunas dotaciones y como única novedad la modesta asignación que se destinaba a la recién creada Comisión de Estadística, primer organismo oficial dedicado enteramente a realizar trabajos de esa materia. Lo que sí hubiera supuesto una gran innovación es que realmente se hubiesen llevado a la práctica las promesas que realizó Barzanallana a la Cámara de los Diputados poco antes de su cierre. Según el ministro asturiano, en el año 1858 se conseguiría acabar con el
58 En la práctica la derrama suponía una vuelta encubierta a los Consumos, dada la forma en que se permitía recaudar el cupo fijado a cada municipio. Véase Artola (1986), p. 321. 59 Sobre los impuestos indirectos del régimen tributario de 1845 véase Pan-Montojo (1996), pp. 101-118. 60 Las medidas señaladas, en los Reales Decretos de 28 de noviembre y 15 de diciembre de 1856 y en el de 23 de febrero de 1857.
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déficit sin que los contribuyentes tuviesen que abonar más de lo que habían pagado en el de 1856, pues «la grandísima obligación que hemos contraído de nivelar los presupuestos dotando al Tesoro de recursos seguros y permanentes, quedará amplia y satisfactoriamente cumplida».61 Nunca sabremos si Barzanallana habría sido capaz de realizar tan buenos augurios, pues la caída del Gobierno Narváez en octubre de 1857 implicó que el prometido presupuesto equilibrado, aun en el supuesto de que se perfilase, no fue presentado a las Cortes. Lo que sí sabemos es que, cuando siete años después volvió al Ministerio, la situación de la Hacienda había empeorado notoriamente. Con los Gobiernos moderados, y especialmente durante el Gobierno largo de O’Donnell, la Deuda flotante no había dejado de crecer. Buena parte de los atrasos eran consecuencia de las inversiones realizadas en infraestructura y la ambiciosa política exterior desarrollada por el Gobierno unionista. Pero, además, se había entrado en un círculo vicioso: la Deuda generaba más Deuda, pues al aumentar los gastos financieros del presupuesto se incrementaban los déficit. De hecho, desde 1865 los desembolsos para atender los intereses de la Deuda sobrepasaron el 30 por 100 del total de gastos anuales.62 Fuesen o no provechosas para la economía española las inversiones realizadas por la Administración del duque de Tetuán, lo cierto es que en agosto de 1864 los pasivos a corto plazo del Tesoro suponían el 98 por 100 de los ingresos ordinarios. Buena parte de esos débitos, exactamente el 85 por 100, procedían de créditos de la Caja de Depósitos.63 Claramente se había abusado de ese medio de financiación, colocando a la Caja al límite de sus posibilidades. La quiebra de la entidad hubiera supuesto el hundimiento del Tesoro, de ahí que desde 1864 los diversos ministros de Hacienda buscasen cortar la dependencia de las arcas públicas con la institución creada por Bravo Murillo.64 El antecesor de nuestro protagonista en la cartera de
61 DSC-CD, 2-VII-1857, p. 1302. 62 Comín (1988), vol. I, p. 344. 63 La Caja General de Depósitos fue creada por Bravo Murillo con la finalidad de que proporcionase a las arcas públicas recursos a un interés más moderado que el que se podía conseguir en el mercado de capitales. Esa función la cumplió sobradamente en los años sesenta. Sus recursos estaban constituidos por depósitos obligatorios —administrativos y judiciales— e imposiciones de particulares a la vista y a plazo, por las que la Caja pagaba un interés como cualquier entidad de ahorro. Véase Gonzalo (1981). 64 Comín (1988), vol. I, pp. 410-411.
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Hacienda, Salaverría, había intentado solucionar tal despropósito mediante la aprobación en junio de 1864 de una ley que autorizaba al Gobierno unionista a emitir 1.300 millones de reales en billetes hipotecarios. Ese papel tenía como garantía los pagarés entregados por los compradores de los bienes desamortizados. Al mismo tiempo la mencionada norma también contemplaba una nueva emisión de títulos de la Deuda consolidada, «en cantidad bastante para producir 600 millones de reales en efectivo». Todos los recursos que se consiguiesen por ambos medios se destinarían a amortizar los débitos a corto plazo. Ni una ni otra operación se habían completado cuando fue nombrado el nuevo Gobierno Narváez en octubre de 1864.65 Tampoco nuestro protagonista pudo ejecutarlas, cuando menos en unas condiciones aceptables. La crisis económica que se había iniciado en ese mismo año de 1864, que en la época se conoció como crisis metálica o monetaria, agudizaba las dificultades del Tesoro español. Uno de sus síntomas era que en toda Europa crecía el interés del dinero y bajaban las cotizaciones de los valores.66 De ahí que no se pudiesen emitir títulos de la Deuda a un precio razonable, ni vender los billetes hipotecarios bajo las condiciones previstas, a la par y con un interés del 6 por 100. De hecho, el Banco de España había intentado ya colocar en el mercado los billetes hipotecarios sin ningún éxito. Ante la imposibilidad de recurrir a uno y otro medio, Barzanallana decidió imponer un anticipo forzoso que consistía en: […] la colocación forzosa, pero legal, desde el momento en que las Cortes lo acuerden, de los billetes hipotecarios entre los españoles que sean contribuyentes. No es por consecuencia una contribución de lo que se trata; no es un impuesto por el que no se devuelva nada; es un anticipo de capital del cual responden como hipoteca los pagarés de bienes nacionales y que entre tanto que se amortizan tendrán un interés anual del 6 por 100.67
El ministro asturiano pensaba que con el anticipo, que ascendía a 600 millones de reales, el Tesoro podía desahogarse durante un año o año y medio. En ese tiempo, sin la presión de las circunstancias, se podían bus-
65 Datos sobre cómo se intentaron colocar los billetes hipotecarios, en Artola (1986), pp. 308-309. 66 Un buen resumen de los síntomas de la crisis y la política presupuestaria de los últimos años del reinado isabelino, en Vallejo (1999c), pp. 183-198, y Vallejo (2001a), p. 211 y ss. 67 DSC-CD, 3-II-1865, p. 340.
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car los medios que permitiesen la elaboración de un presupuesto equilibrado. La propuesta no sólo no prosperó sino que, además, le costó el cargo a Barzanallana. Tras el aluvión de críticas recibidas y puesto que no estaba dispuesto a retirar el proyecto, el 20 de febrero de 1865, apenas seis meses después de su nombramiento, se vio obligado a dimitir. Arrinconadas quedaron también las ideas que pensaba aplicar en el presupuesto de 1865. Por un lado quería realizar todas las economías posibles, «sin trastorno de los servicios públicos», y en relación con las fuentes de ingresos pensaba «modificar hondamente» la contribución de consumos, pues en su opinión sus rendimientos estaban muy lejos de ser satisfactorios. Al mismo tiempo quería implantar un nuevo impuesto sobre ciertos artículos de lujo, no tanto por los recursos que pudiera aportar este tipo de gravamen, «sino para poner una traba, una dificultad al consumo de una porción de objetos, que no fabricándose en nuestro país, no dan ocupación a nuestros obreros». Por último, quería proponer una conversión de la Deuda flotante. Las reformas que realizó en su tercer mandato fueron bastante diferentes, cuando menos en gran parte, a las perfiladas en febrero de 1865.68 Sin duda, el curso de los acontecimientos económicos le llevó a cambiar de estrategia y a madurar, en el año y medio que permaneció alejado del Ministerio, unos proyectos distintos a los comentados. Las principales novedades correspondieron al ejercicio presupuestario de 1867-1868, pero ya en los primeros meses de su nueva gestión adoptó algunas medidas dignas de mención. Una vez más estas medidas se tomaron sin contar con las Cortes, puesto que las sesiones parlamentarias no se reanudaron hasta el 30 de marzo de 1867, lo que suponía que el nuevo Ejecutivo presidido por el general Narváez se aseguró nueve meses de gobierno autoritario. De cualquier forma la coyuntura no era ni mucho menos favorable. A la endémica crisis presupuestaria había que sumar las dificultades de una economía en recesión. Efectivamente, persistía la crisis que había empezado a manifestarse en 1864 y esa crisis, que afectaba a todos los sectores económicos, agudizaba los problemas de la Hacienda. A todo ello había que sumar la inestabilidad política de los últimos años del reinado de Isabel II.
68 DSC-CD, 22-II-1865, p. 786.
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En los primeros meses de su mandato, Barzanallana volvió una vez más a la búsqueda de soluciones coyunturales que le permitiesen sortear las necesidades más acuciantes. Para paliar la «crisis monetaria» había que restablecer la confianza en las entidades financieras interiores y con ello se mejoraría el crédito del Estado. Eso implicaba sanear la Caja de Depósitos y atender los descubiertos que desde tiempo atrás se tenían con el Banco de España. El primero de los establecimientos recibiría, de forma gradual, 1.100 millones de reales en pagarés de compradores de bienes nacionales. Ese papel servía de garantía a una suma igual de Deuda flotante.69 Para hacer frente a las otras obligaciones del Tesoro, volvió a la idea que le había hecho abandonar el Ministerio el año anterior. El anticipo que se solicitó a partir del Real Decreto de 21 de julio de 1866 era distinto del formulado dieciocho meses atrás, pues en este caso lo que se pidió fue un adelanto de los impuestos directos y los contribuyentes pagaron en cuatro meses lo que tenían que haber abonado por ese concepto en un año. Además, consiguió un préstamo de la casa Fould de París. Como era habitual en las operaciones de estos años, también en este caso se recurrió a los productos de la desamortización, pues, a cambio del anticipo, el mencionado establecimiento recibió pagarés de compradores de bienes nacionales. Con los escasos remanentes obtenidos se cubrieron parte de los atrasos de los ejercicios presupuestarios de años anteriores.70 Pero para acabar con la Deuda flotante, que según sus propias palabras «son grillos que impiden moverse a la Hacienda Pública»,71 había que adoptar medidas más ambiciosas y contundentes. Las que perfiló Barzanallana se aprobaron en los meses de junio y julio de 1867 y, como vamos a ver enseguida, únicamente paliaban la crítica situación de la Hacienda, pues, según reconocía el ministro, las operaciones de saneamiento durarían una serie de años. La estrategía pasaba por lograr la nivelación del presupuesto a corto plazo. Para ello se incrementarían los ingresos y reducirían los gastos. A continuación Barzanallana consideraba imprescindible llevar a cabo una conversión, cuando menos parcial, de la Deuda flotante en Deuda consolidada. Tal medida sólo podría conseguirse abriendo el
69 Un mayor detalle de la mencionada operación, en Gonzalo (1981), pp. 328-329. 70 Las condiciones pactadas, en DSC-CD, 1-VII-1867, p. 928. 71 DSC-CD, 3-VII-1867, p. 1020.
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mercado exterior de capitales, lo que implicaba revisar el arreglo de la Deuda realizado por Bravo Murillo en 1851. En el presupuesto de 1867-68 Barzanallana acabó con la subdivisión que de éste habían hecho las administraciones anteriores en ordinario y extraordinario. Fue presentado a las Cortes en mayo y para aumentar los ingresos se recurrió fundamentalmente a la tributación directa. Según confesaba, «hubiera sido lo más conveniente, bajo el punto de vista político, fiar a los aumentos en todas las contribuciones indirectas la mejora de la situación de la Hacienda Pública». Pero, dada la crisis económica, que hacía que España estuviese «en una situación parecida a la de guerra», no quedaba más remedio que realizar un empréstito o acudir a los impuestos directos, «áncora de salvación en épocas calamitosas». La posibilidad de recurrir al crédito no resultaba conveniente hasta que no se adoptasen otras disposiciones que más tarde se bosquejarían, de ahí que el primer paso fuese el recurso a la segunda de las propuestas.72 Ello implicaba que pasaban a tributar las rentas que no habían sido gravadas en la reforma de 1845, los rendimientos del trabajo y del capital. No obstante, los «nuevos» impuestos de producto73 contaban con una cierta tradición en la legislación española, sobre todo los que afectaban a los salarios de los funcionarios públicos, pues había antecedentes de este tipo de descuentos en el siglo XVIII.74 Tras la implantación del régimen tributario liberal fueron introducidos por Bravo Murillo y, curiosamente, como ya vimos, desde la cartera de Hacienda Barzanallana firmó su supresión en febrero de 1857. Restaurados por la Unión Liberal, arraigarán de forma definitiva a partir de la reforma de 1867. En ella se sustituía el descuento gradual previsto por Cánovas, durante su breve mandato como ministro de Hacienda, por un impuesto fijo del 5 por 100 sobre «todo sueldo o asignación que se cobre de los fondos del Estado, de las provincias o ayuntamientos». Únicamente quedaban al margen del gravamen las asignaciones a la tropa y los derechos que con arreglo al Concordato había de percibir el clero. Una sig-
72 DSC-CD, 9 y 29-V-1867, pp. 11 y 407-408. 73 Véase Fuentes Quintana (1990), pp. 51-52. Sobre los impuestos de producto creados en 1845 —contribución de inmuebles, cultivo y ganadería y la industrial y de comercio— véase Pro (1996), pp. 119-133. 74 Durante la guerra de Sucesión se gravaron las retribuciones de los funcionarios públicos. Véase Martín Niño (1972), p. 197.
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nificativa innovación es que estaban sujetos a tributación los honorarios percibidos por los registradores de la propiedad. El impuesto que afectaba al capital mobiliario se concretaba en un 5 por 100 sobre los intereses de la Deuda pública, dividendos de acciones y obligaciones de bancos y toda clase de sociedades creadas con autorización del Gobierno. También en este caso había algún antecedente, pues ya en el Bienio progresista se había aprobado un descuento del 8 por 100 sobre los intereses que devengaban todo tipo de títulos.75 Igualmente se introducía un recargo del 10 por 100 sobre el cupo de la contribución territorial, la industrial y de comercio, y se creaba un nuevo impuesto, denominado traslaciones de dominio, que sustituía al de hipotecas, y gravaba la transmisión de la propiedad. Otra novedad era el impuesto sobre los caballos y carruajes de lujo y sobre la expedición de títulos. En definitiva, a pesar de su declarada preferencia por la tributación indirecta, la recesión económica obligó a Barzanallana a recurrir fundamentalmente a la imposición directa para tratar de incrementar los recursos de las arcas públicas. Es posible que esas preferencias fuesen el motivo fundamental que le llevó a plantear el carácter extraordinario y temporal de algunos de los impuestos creados,76 o simplemente el deseo de que éstos no levantasen demasiadas resistencias. Aunque no se realizaba una reforma de conjunto, ni mucho menos rupturista, se completaba el edificio tributario de 1845, sujetando a gravamen las rentas del trabajo y el capital, y las nuevas figuras impositivas se mantendrían durante el Sexenio y se completarían con la reforma de Raimundo Fernández Villaverde. Los cálculos presentados por Barzanallana ponen de manifiesto la modestia de la reforma, pues el rendimiento que se esperaba de las nuevas contribuciones, incluyendo el recargo del 10 por 100 en la Territorial, Industrial y de Comercio, ascendía únicamente al 5,9 por 100 del total de ingresos a recaudar. No mucho más ambiciosa resultaba la reducción de los gastos, lo que parece más lógico en este caso, dados los escasos servicios públicos que prestaba el Estado de la época. De cualquier forma, siempre sobre el papel, se reducía el déficit con respecto a ejercicios presupuestarios anteriores.77 75 Artola (1986), p. 321. 76 Véase DSC-CD, 4-VI-1867, p. 483. 77 Las economías realizadas en los gastos ascendían a 120 millones de reales (4,5 por 100 del total de gastos) y afectaban a los diversos ministerios, pues en todos ellos se supri-
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Para atajar el problema de los abultados débitos acumulados por Deuda flotante se hacía necesaria la consolidación, lo que suponía poner en marcha la segunda de las líneas de actuación anunciadas para llevar a cabo la mejora de la Hacienda, la búsqueda de recursos en el exterior. La crisis financiera y la grave situación del Tesoro español hacían difíciles las negociaciones con las instituciones de crédito europeas. Además, la ley de 30 de junio de 1866, aprobada por la Unión Liberal, había abierto las puertas a las reclamaciones de los prestamistas que querían revisar el arreglo de la Deuda realizado por Bravo Murillo en 1851. Efectivamente, con el fin de recabar nuevos recursos para la Hacienda, en la norma elaborada por el Gobierno de O’Donnell se contemplaba revisar buena parte de los agravios denunciados por el arreglo de Bravo Murillo. En concreto, se anunciaba atender las reclamaciones de los prestamistas a los que en 1851 se les había convertido en nueva Deuda sólo la mitad de los intereses vencidos y no satisfechos hasta esa fecha. Lo que ofrecía la ley de 1866 era la posibilidad de pagar en Deuda del Estado una parte de la mitad no convertida, y, además, se preveía ampliar la suma que anualmente se destinaba a la amortización de las llamadas Deudas amortizables. Según Barzanallana, la norma firmada por Cánovas del Castillo había modificado totalmente la relación del Gobierno con los antiguos prestamistas: Antes de esa ley los extranjeros reclamaban con tesón; pero los Gobiernos rechazaban y podían rechazar sus reclamaciones con energía. Después de esa ley, los extranjeros reclaman y tienen derecho para reclamar, mientras que los Gobiernos han perdido su fuerza, han perdido su autoridad para resistir.78
Seguramente para conseguir los ansiados recursos del exterior, a Barzanallana, con ley de 30 de junio de 1866 o sin ella, no le hubiese quedado más remedio que transigir con las demandas de los acreedores, pero había que sortear las críticas de los diputados sobre los términos de la conversión propuesta en 1867. Las acusaciones de la Cámara apuntaban a que el Gobierno Narváez se había vendido al exterior, sometiéndose a las exigencias de los prestamistas extranjeros.79 Efectivamente, como ha señalamieron o redujeron determinadas partidas, lo que supuso la eliminación de legaciones diplomáticas, juzgados, etc. El déficit medio anual del trienio anterior a la reforma había sido de 416 millones de reales, y Barzanallana calculaba que en el ejercicio de 1867-68 oscilaría en torno los 300 millones. DSC-CD, 3-VII-1867, p. 474. 78 DSC-CD, 2-VII-1867, p. 964. 79 La contestación de Narváez a este tipo de acusaciones, en DSC-CD, 2-VII-1867, p. 978.
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do Francisco Comín, la nueva ordenación de la Deuda propuesta por Barzanallana «enmendaba la plana a la de Bravo Murillo», atendiendo las reclamaciones de los prestamistas agraviados dieciséis años atrás. La operación ampliaba las concesiones previstas por el Gobierno O’Donnell y fue finalmente aprobada el 11 de julio de 1867. En ella se convertían en Deuda consolidada al 3 por 100 los cupones por atrasos de réditos no cubiertos de los que hemos hablado más arriba, junto con la Deuda amortizable de 1851. Además, también se atendía otra de las reclamaciones de los prestamistas, pues de igual forma se convertía en nueva Deuda la llamada diferida, que, según lo estipulado en el arreglo de Bravo Murillo, no devengaba el 3 por 100 de interés previsto para la Deuda consolidada hasta 1870. Por tanto, se continuaba el proceso de simplificación iniciado en 1851, puesto que se convertían en Deuda consolidada al 3 por 100 los diferentes títulos incluidos en la llamada Deuda del Estado.80 Los otros dos tipos de deudas establecidas en la conversión de Bravo Murillo, la del Tesoro y la de Obras Públicas, no se tocaron en el arreglo de Barzanallana. Para que los tenedores de las antiguas deudas pudiesen realizar la conversión se les exigía la entrega de una cantidad en metálico y una rebaja del nominal de los títulos en su poder.81 Según los datos aportados al Congreso, se emitía Deuda consolidada al 3 por 100 por un nominal de 2.070 millones de reales, lo que permitía convertir 1.278 millones de deuda antigua y recibir 396 millones en efectivo.82 El 85 por 100 de esa cantidad se destinaría a amortizar la Deuda flotante y el 15 por 100 restante para ayudas a las empresas ferroviarias.
80 En el arreglo de Bravo Murillo la Deuda del Estado se subdividía en perpetua y amortizable. Sólo la perpetua devengaba intereses —el 3 por 100 anual—, mientras que la amortizable había de ser reembolsada por subastas mensuales, aunque los fondos que se destinaron a tal fin fueron limitados. En la perpetua se refundían la consolidada al 3 por 100, las consolidadas al 4 y 5 por 100 y los intereses vencidos y no satisfechos de esos títulos una vez reducida su cuantía al 50 por 100. Ahora bien, sólo la consolidada al 3 por 100 recibía realmente ese interés anual, pues las otras categorías señaladas pasaban a denominarse Deuda diferida y recibían un interés que se iba incrementando con el paso de los años hasta alcanzar en 1870 el 3 por 100 previsto. Un análisis más completo sobre la conversión realizada por Bravo Murillo y sus consecuencias, en Comín (1996b), pp. 161-162, Comín y Vallejo (2002), pp. 512-516, y en el trabajo de Juan Pro incluido en este libro. 81 El nominal de los intereses no pagados se redujo al 55 por 100 y para las restantes deudas el tipo medio de conversión fue del 78 por 100. Los datos proceden de Comín (1996b), p. 162. 82 DSC-CD, 2-VII-1867, p. 968.
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Con arreglo a lo señalado por Barzanallana en el Senado en marzo de 1868, la operación fue un éxito y en pocos meses la conversión permitió ingresar 370 millones de reales. Además, con el mismo fin de reducir la Deuda flotante, se realizó una nueva emisión de billetes hipotecarios, y en este caso se recaudaron «cuatro cientos treinta y tantos millones».83 En definitiva, a través de ambos medios se consiguió poco más de 800 millones de reales. A pesar de los buenos resultados que adjudicaba a su gestión, a comienzos de 1868 el asturiano se vio obligado a dejar la poltrona ministerial. Su nueva dimisión, al igual que la realizada tres años atrás, tuvo lugar en febrero y vino motivada por el conflicto que mantuvo con el Banco de España. En diciembre de 1867 la entidad financiera solicitó al Gobierno una reducción de 80 millones de reales de su capital social, proyecto que fue rechazado por el Ejecutivo. La contrapropuesta del Gobierno fue que invirtiese igual cantidad en la adquisición de fondos públicos, e incluía la concesión al Banco del monopolio de emisión de moneda. Habrá que esperar al Sexenio para que se formalice la creación del «Banco único», pues, tras diversas negociaciones entre el ministro y la institución bancaria, el pulso de fuerza se saldó a favor de ésta, provocando la comentada dimisión de Barzanallana.84 A su salida del Ministerio la situación de la Hacienda seguía siendo crítica y no dejó de empeorar en los meses siguientes. Las cifras que hicieron públicas los políticos del Sexenio pusieron de manifiesto la pesada herencia dejada por los Gobiernos isabelinos. Algo se había reducido la dependencia del Tesoro de la Caja de Depósitos, pero los débitos a corto plazo seguían siendo muy abultados y rebasaban con holgura las dos terceras partes del presupuesto previsto para 1868-69.85 De cualquier forma, en el haber del político moderado hay que incluir la reforma fiscal aprobada en junio de 1867, reforma que completaba el cuadro tributario definido por Mon-Santillán, gravando las rentas que entonces no se habían tenido en cuenta, dada su escasa importancia en una sociedad todavía fundamentalmente agrícola. Bien es verdad, como ya se dijo, que se introducían pocas novedades, y en concreto los impuestos sobre las rentas del tra-
83 DSC-S, 6-III-1868, pp. 308-309. 84 La evolución del conflicto entre el Banco y el ministro, en DSC-S, 6-III-1868, pp. 308-323. 85 Gonzalo (1981), pp. 373-374.
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bajo y el capital contaban ya con antecedentes. Aun así, cabe destacar que, a pesar de las lagunas que aún quedaban por cubrir,86 se ampliaban significativamente las fuentes de ingresos sujetas a tributación, con lo cual el régimen fiscal se hacía más equitativo. En lo que se refiere a su conversión de la Deuda, no cabe duda que con ella aumentó el volumen de la Deuda consolidada, pero cuando menos se consiguió seguir avanzando en la simplificación iniciada por Bravo Murillo y poner al día los débitos del Estado, acabando con las quejas de los prestamistas arrastradas a lo largo de más de tres lustros.
4.
Epílogo: senador y académico
Aunque a comienzos de 1868 acabó la carrera gubernamental de Manuel García Barzanallana, ello no implicó su alejamiento de la vida política. En los últimos meses del reinado isabelino siguió ocupando su escaño de senador y también, como ya se comentó, durante el Sexenio y la Restauración formó parte de la Cámara Alta. Además, su labor en la misma fue muy intensa, especialmente en las seis legislaturas en que se ocupó de su presidencia, que abarcaron el período comprendido entre los meses de febrero de 1876 y 1881. De igual forma, y como hemos tenido oportunidad de ver al analizar la evolución de sus planteamientos, intervino de forma muy activa en los debates que se desarrollaron en el Senado. Él mismo había definido en buena medida la configuración de la Cámara Alta de la nueva etapa borbónica. Según señalaba en 1880 Cánovas del Castillo: «la organización del Senado, toda entera, salvo algunas modificaciones que se hicieron en el proyecto, fue del que hoy es dignísimo Presidente de aquel Cuerpo, Sr. Marqués de Barzanallana».87 En este punto, el principal artífice de la Restauración difería de Alonso Martínez, que adjudicaba la paternidad de lo recogido en el título referente a la Cámara Alta al conjunto de legisladores que elaboró el borrador constitucional. Para el presidente de la Comisión constituyente, Barzanallana se había limitado a 86 En lo que se refiere a las rentas del trabajo, quedaban fuera de las nuevas figuras impositivas las percibidas por los asalariados de empresas particulares. En las que provenían del capital mueble sólo se contemplaba a las entidades públicas y a las empresas constituidas en forma societaria. Martín Niño (1972), p. 198. 87 DSC-CD, 16-VI-1880, p. 4879.
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proponer la representación de las universidades y otra serie de corporaciones.88 Fuese de una u otra forma, lo que es innegable es que nuestro protagonista participó de forma muy activa en el proceso constituyente de 1875-76, ya que fue uno de los nueve miembros de la Comisión de Notables que preparó el proyecto constitucional y presidió el Senado durante el debate del mismo. Además, la Cámara Alta de la Restauración era un buen reflejo de los principios con los que don Manuel se sentía tan identificado, puesto que en su configuración se aunaba tradición con modernidad, se buscaba su tan querido equilibrio entre lo viejo y lo nuevo. De hecho, tal y como él había defendido en las décadas centrales del siglo, en la composición del Senado se contemplaba, al margen del principio electivo y vitalicio, el hereditario, ya que de él formaban parte los grandes de España que sobrepasaban un determinado nivel de rentas. Si a todo ello añadimos el relevante papel que García Barzanallana adjudicaba a la Cámara Alta en el sistema político, no es de extrañar, por tanto, que se sintiese cómodo, e incluso disfrutase con sus obligaciones como senador, frente a los agobios y penurias sufridas, según él mismo confesó en varias ocasiones, en sus etapas como ministro de Hacienda. Un buen reflejo de las satisfacciones logradas a través de la presidencia del cuerpo colegislador es el escrito en el que describe las reformas que él mismo proyectó, en sus líneas maestras, para el Palacio del Senado. Esas reformas incluían diversos cambios arquitectónicos y una profunda remodelación de la decoración interior del antiguo Colegio de Doña María de Aragón. Para idearlas se inspiró en diversos edificios públicos europeos (Cámara de los Comunes británica, Museo de Berlín, Palacio Real de Dresde, Palacio Real de Múnich…), y a partir de ellas buscaba ennoblecer la sede del Senado. Según argumentaba, en toda Europa, ya se tratase de países basados en principios aristocráticos o democráticos, siempre se reservaba un lugar más amplio y lujoso a la Cámara Alta que a la Baja; de ahí que sus proyectos buscasen equiparar el Palacio del Senado con sus homólogos europeos, intentando convertirlo, cuando menos, en un lugar «cómodo y con buenas condiciones higiénicas».89 Barzanallana no sólo buscaba dignificar y embellecer el palacio de la plaza de la Marina, sino
88 DSC-CD, 16-VI-1880, pp. 4903-4904. 89 Véase García Barzanallana (1882).
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también que el edificio senatorial, a imagen y semejanza de la institución que acogía, se convirtiese en un fiel reflejo de la historia española, o mejor dicho, en un fiel reflejo de su peculiar visión sobre la historia española. Esa visión, apologética y nacionalista, se plasmaría en la escultura y muy especialmente en la pintura histórica que decoraría sus muros interiores.90 Buena parte de los proyectos se realizaron en su etapa como presidente y sus sucesores en el cargo continuaron, en líneas generales, su plan de ornamentación. Si Barzanallana disfrutó y se sentía orgulloso de su labor de embellecimiento de la sede de la institución con la que se sentía tan identificado, según su hermano José, el puesto que más le «halagó», entre los muchos que ocupó a lo largo de su vida, fue el de presidente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Miembro de designación regia desde la creación de la institución en 1857, su labor en ella aumentó en la etapa de la Restauración, especialmente desde que fue elegido presidente de la misma en 1886. Aún seguía ocupando ese cargo en el momento de su muerte en enero de 1892, al igual que el de presidente del Consejo de Estado, puesto que desempeñó durante todas las etapas en las que el Partido Liberal Conservador formó Gobierno. De hecho, hasta pocos meses antes de su fallecimiento, don Manuel siguió desarrollando una intensa actividad pública, especialmente como académico y senador. Ya enfermo de la dolencia que le llevaría al lecho de muerte, el 14 de abril de 1891 pronunciaba en la Cámara Alta el que fue su último discurso político. En él, como no podía ser de otra forma, defendió una vez más las ideas en las que venía insistiendo desde tiempo atrás: las bondades de la contribución de consumos y la necesidad de realizar economías para equiparar ingresos y gastos, pues sólo el equilibrio presupuestario permitiría superar la «debilidad nacional».91 El ejercicio de 1893 se saldó con superávit, pero García Barzanallana no tuvo tiempo de disfrutar lo que en la segunda mitad de siglo sólo había visto, de forma igualmente puntual, en otras tres anualidades, su deseada superación del déficit.
90 Un estudio sobre los proyectos de Barzanallana y las concepciones sobre la historia española dominantes en la época de la Restauración, en Pro (1995), pp. 358 y 364-366, y (2000), pp. 217-235. 91 El discurso, en DSC-S, 14-IV-1891, pp. 387-391.
LAUREANO FIGUEROLA: EL MINISTRO DE HACIENDA DE LA REVOLUCIÓN GLORIOSA1 Francisco Comín (Universidad de Alcalá) Miguel Martorell (UNED) El asunto va bien; ¡ruede la bola!; nuestra Hacienda se salva; por algo ha de tener la frente-calva el señor don Laureano Figuerola. Por algo ha de ser libre-cambista, por algo progresista, pues en este sistema bien se nota que progreso equivale a banca-rota. Cayeron los consumos, impuesto irresistible y oneroso, y la patria lo aplaude entusiasmada aunque ya no consume casi nada. Anónimo (1869)
1.
Introducción
El fragmento de la silva anónima que encabeza este artículo muestra cuáles fueron las medidas más criticadas en su día del ministro de Hacienda Laureano Figuerola, que también han sido las más analizadas por los historiadores y economistas: las reformas arancelarias y tributarias. Pero Figue-
1 Este texto ya ha sido publicado previamente en Comín y Martorell (2003).
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rola hizo muchas más cosas en los veintiún meses que estuvo al frente del Ministerio de Hacienda. Entre ellas, la creación de un nuevo sistema monetario cuya unidad era la peseta, una moneda relativamente joven que hasta la fecha sólo había sido acuñada esporádicamente en situaciones de emergencia o en tiempo de guerra. Con frecuencia, a Figuerola se le ha colgado el sambenito de fracasado, porque su reforma fiscal no arraigó y su política arancelaria fue revocada durante la Restauración canovista. Incluso se ha destacado el hecho de que, al naufragar la Unión Monetaria Latina —el sistema monetario en la órbita del franco francés al que pretendía embridar la nueva moneda—, también se había frustrado su política monetaria. Pero su decisión de encumbrar a la peseta hasta la categoría de divisa nacional ha sobrevivido hasta el año 2002. Sólo por esta acción, Figuerola ya merecería una mayor consideración como ministro de Hacienda de la que se le ha tendido a conceder.2 Precisamente, este artículo pretende resaltar esa aportación capital de Figuerola, pero enmarcándola en su experiencia vital y en su estrategia de desarrollo económico. El texto se divide en tres secciones. La primera esboza la trayectoria biográfica del «ministro de Hacienda de la revolución», como el propio Figuerola gustaba de calificarse. La segunda analiza la política económica desplegada en el Ministerio de Hacienda, en la que destaca que tuviera un proyecto de industrialización que afectaba a la política fiscal, monetaria y comercial. La tercera se centra en la creación del nuevo sistema monetario basado en la peseta, y en las dificultades que atravesó dicha moneda para alcanzar su hegemonía como unidad monetaria nacional. Finalmente, a modo de conclusión, presentamos una evaluación sobre la obra de Figuerola en la Hacienda revolucionaria.3
2.
Un liberal progresista
Laureano Figuerola nació en Calaf, el 4 de julio de 1816, pero buena parte de su infancia transcurrió en Barcelona, donde su familia se estable2 Hay otras decisiones en el campo de la política económica, adoptadas por el Gobierno del que formaba parte Figuerola en los primeros gobiernos del Sexenio, que perduraron y favorecieron el crecimiento, como la ley minera, la de sociedades anónimas y las aboliciones del estanco de la sal y de los portazgos, por citar las más importantes. 3 La cita de Figuerola, en DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9426.
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ció en 1823. Allí aprendió las primeras letras y comenzó la carrera de Derecho, como discípulo del economista Eudaldo Jaumeandreu. Viajó a Madrid para estudiar pedagogía en la Escuela Normal, con Pablo Montesinos, y acabó la licenciatura de Derecho en la Universidad Central, en 1840. Durante un tiempo pareció decidido a orientar su futuro hacia la pedagogía, pues de retorno a Barcelona fundó la Escuela Normal de dicha ciudad y publicó varios libros y revistas sobre pedagogía y gramática. Pero en 1842 ocupó temporalmente la cátedra de Derecho público y Economía política de la Universidad de Barcelona, y ya en 1847 ganó la cátedra de dicha asignatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la misma Universidad. En 1853 se instaló en Madrid, tras conseguir la cátedra de Derecho político comparado de la Universidad Central. Y al año siguiente dio sus primeros pasos en la política nacional, como diputado de las Cortes constituyentes de 1854, en las filas del Partido Progresista. Siempre por el mismo partido, regresó al Congreso de los Diputados en las legislaturas de 1858, 1861 y 1865. A la vez que afianzaba su carrera política, Figuerola consolidó su prestigio como economista. En 1856 representó al Gobierno español en el Congreso Internacional de Economistas de Bruselas. No era la primera vez que acudía a una gran convocatoria internacional, pues en 1851 ya había viajado a la Exposición Internacional de Industria de Londres, como delegado de los industriales catalanes. Asistiría, de nuevo, en nombre del Gobierno español al Congreso sobre Sistemas Tributarios de Lausana, en 1860. Sostiene Velarde que Figuerola no comprendió las nuevas tendencias de la economía que ya apuntaban en este congreso, donde comenzó a ganar prestigio Léon Walras, pues afirmó que allí no había surgido «ninguna idea nueva».4 A lo largo de estos años, desplegó Figuerola una intensa vida asociativa: en 1857 participó en la creación de la Sociedad Libre de Economía Política, junto con Manuel Colmeiro, José Echegaray, Gabriel Rodríguez y Luis María Pastor; en 1859 figuró entre los socios fundadores de la Asociación para la Reforma de los Aranceles de Aduanas, y en 1865 estuvo entre los constituyentes de la Asociación para el Progreso de las Ciencias
4 La labor de Figuerola en el campo de la pedagogía, según apunta Costas (2001), fue tan importante, o más, que su función como economista. Los datos biográficos proceden de Azcárate (1951), Costas (2000) y Cabrillo (2000). Las impresiones de Figuerola sobre el congreso de Lausana, en Figuerola (1860) y Velarde (2001).
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Sociales. También se sumó a la Sociedad de Geografía y Estadística de Berlín, fue socio honorario del Cobden Club de Londres y de la Sociedad de Economía Política de París, presidió entre 1867 y 1869 el Ateneo, y en 1857 estuvo en la primera hornada de académicos de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Todo este derroche de actividad no le apartó, empero, de la política. Participó en las conspiraciones que el general Juan Prim, jefe del Partido Progresista, encabezó contra Isabel II durante la segunda mitad de la década de los sesenta. Y al triunfar la revolución que derrocó a la reina, Figuerola ocupó la cartera de Hacienda en el Gobierno provisional presidido por el general Serrano, desde el 8 de octubre de 1868 hasta el 18 de junio de 1869, cuando accedió a la misma cartera en el Gobierno de Prim. En esta ocasión duró poco en el cargo, pues el 13 de julio de 1869 fue sustituido por Constantino Ardanaz, político de la Unión Liberal de Serrano. Relevaría Figuerola al propio Ardanaz, el 1 de noviembre de 1869, hasta que el 2 de diciembre de 1870 dejó su puesto a Segismundo Moret. En total, Figuerola ocupó el Ministerio de Hacienda casi dos años, todo un récord, pues en el Sexenio democrático los ministros de Hacienda duraron una media de cuatro meses en el cargo. Tras el asesinato de Prim, ya en el reinado de Amadeo I, el Partido Progresista se dividió en dos bandos: mientras algunos de sus correligionarios acompañaban a Práxedes Mateo Sagasta al Partido Constitucionalista, Figuerola siguió a Manuel Ruiz Zorrilla al Partido Radical. Zorrilla le recompensó en 1871 con la presidencia del Senado, cargo que desempeñó hasta la abdicación del rey Amadeo. Encabezó a los parlamentarios que el 11 de febrero de 1873 proclamaron la República, y militó en el republicanismo hasta el fin de sus días, aunque apenas participó en política durante la Restauración, excepción hecha de un breve paso por el Ayuntamiento de Madrid, como concejal republicano, en 1885.5 Aunque durante la Restauración abandonara la política activa, Figuerola dejó constancia, en todo momento, de su doble talante progresista y liberal. Como viejo progresista, reaccionó ante el marqués de Orovio, antiguo moderado y ministro de Fomento del Gobierno Cánovas, quien publicó, el 26 de febrero de 1875, un Real Decreto que prohibía enseñar 5 Figuerola fue el ministro de Hacienda que permaneció más tiempo, y más meses seguidos, en el cargo durante el Sexenio. Véase Comín (1997a). Figuerola en el Ateneo y la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en Velarde (2000a) y (2000b).
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en la Universidad «nada contrario al dogma católico ni a la sana moral» o que atacara «directa ni indirectamente a la monarquía constitucional ni al régimen político». Tal directriz hacía prácticamente inviable la docencia universitaria, pues en 1864 el papa Pío IX había condenado en la encíclica Quanta Cura y en el catálogo Syllabus el liberalismo, el racionalismo y el naturalismo, amén de afirmar la primacía de la fe sobre el conocimiento científico. Orovio separó de sus cátedras a quienes se resistieron a acatar el decreto, e incluso llegó a encarcelar y desterrar a Francisco Giner de los Ríos, Augusto González Linares y Laureano Calderón. El 13 de abril, Laureano Figuerola, en solidaridad con los represaliados, abandonó su cátedra de Derecho político comparado. «Yo no puedo prescindir de recordar que he contribuido directa y poderosamente a introducir en mi patria la libertad religiosa y la libertad de enseñanza», alegó en su carta de renuncia. No era la primera vez que se veía desposeído de su cátedra: casi diez años antes, en diciembre de 1866, había sido cesado y desterrado durante el conflicto que enfrentó a buena parte de la universidad española con los últimos Gobiernos de Isabel II.6 Bajo la presidencia de Figuerola, los catedráticos depurados en 1875 fundaron, al año siguiente, la Institución Libre de Enseñanza. Que Figuerola dirigiera una entidad de renombre krausista no debe llevar a engaño, ni siquiera a pesar de que durante sus primeros años de docencia en Barcelona empleara el Curso de derecho natural de Heinrich Ahrens, difusor del krausismo que tuvo notable prédica en España. Nada más lejos del individualismo militante de Figuerola que la visión organicista de la sociedad, o el papel asignado al Estado como corrector de las desigualdades, presente en la obra de Ahrens y, por extensión, en la de muchos krausistas españoles. Y las diferencias se acentúan en el plano tributario. Como ha señalado Malo, krausistas como Piernas Hurtado o Gumersindo de Azcárate fueron más proclives a defender «una progresividad limitada, frente a los representantes ortodoxos, como Salvá y Figuerola, defensores de la proporcionalidad», que «permanecieron enclavados en argumentaciones basadas en el principio de beneficio». Cabe también recordar aquí que la Institución Libre de Enseñanza no fue en sus orígenes un mero cónclave krausista, sino que nació como reacción liberal contra la gestión de un 6 La carta de Figuerola, en Jiménez (1971), p. 365. Figuerola en la cuestión universitaria de 1865-1868, en Rupérez (1975), p. 197.
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ministro ultramontano, empeñado en resucitar los momentos más intolerantes del reinado de Isabel II. De ahí que, en un principio, constaran entre sus directivos y colaboradores personajes tan dispares como los liberales templados Manuel Alonso Martínez y Germán Gamazo, el liberal radical Moret o el escritor Juan Valera, a ninguno de los cuales se puede catalogar como krausista. No procede, por tanto, buscar otra coartada a la presencia de Figuerola al frente de la Institución Libre de Enseñanza que la defensa de un proyecto que combatía las veleidades reaccionarias de un ministro y reivindicaba las libertades de conciencia y cátedra.7 El individualismo liberal de Figuerola se hallaba en las antípodas del krausismo, como se puede comprobar a través de sus intervenciones en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Figuerola perteneció a la promoción original de académicos, elegidos en 1857, antes de la primera sesión pública del 19 de diciembre de 1858, y cuando falleció, el 28 de febrero de 1903, ejercía la presidencia de la entidad desde diciembre de 1898. En el año 1894, durante un debate académico sobre el socialismo de Estado, Figuerola se definió como «individualista». Precisó, empero, que «los individualistas no pretendían vivir en el aislamiento como Robinson, sino vivir en sociedad, y auxiliarse mutuamente con el cambio de servicios por servicios». Como individualista, Figuerola cuestionó la acción colectiva de los sindicatos, «funestos contra los patronos porque les obligan a admitir, o a no despedir obreros, en contra de lo que les aconsejan su interés y conveniencia», alegó en 1893. Y su acendrado liberalismo le llevó a condenar toda intervención del Estado en la política económica y laboral. «El error nace —señaló en 1892, en una de sus muchas andanadas contra el proteccionismo arancelario— de no oír más que a los productores cuando se trata de la resolución de los problemas, pues el interés ofusca la razón». Pero tampoco debía el Estado intervenir a favor de los
7 Malo sostiene que Figuerola siguió a su profesor Eusebio María del Valle en la difusión de las ideas de Ahrens en Barcelona, lo que llevó al surgimiento de algún krausista allí, como Joaquín María Sanromá. Esas enseñanzas comunes hacen que krausistas y economistas coincidieran en algunos puntos. Dos discípulos de Valle (Figuerola y Sanz del Río) fueron, a partir de 1854, «los líderes intelectuales de varias generaciones de juristas y economistas salidos de la Universidad Central de Madrid. Sobre la base de sus respectivas enseñanzas se consolidaron la escuela economista o librecambista y la escuela filosófica krausista»; Malo (2001), p. 397. Para el nacimiento de la ILE, véase Jiménez (1971), p. 373. Figuerola y el krausismo, en Cabrillo (2000) pp. 492-494.
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obreros: «sobre las horas de trabajo nada pueden legislar los gobiernos», advirtió en 1890; «la fijación de las ocho horas», prosiguió, establece «una forma de socialismo, o sea, el socialismo de Estado» y va «derechamente al comunismo que proclamó Carlos Marx 1848». A finales de siglo, ya presidente de la Academia, el viejo progresista arremetió contra el regionalismo catalán: Cataluña se había visto beneficiada con la sustitución del Antiguo Régimen por el Estado liberal, argumentaba en 1899; pero regionalistas y carlistas buscaban el retorno al Antiguo Régimen, pues, al fin y al cabo, «qué otra cosa era pretender construir un código civil a partir de “los usatges”, código bárbaro del siglo XI».8
3.
La obra de Figuerola como ministro de Hacienda
Las reformas de Laureano Figuerola en Hacienda fueron mucho más allá de la abolición de la contribución de consumos y del establecimiento de un nuevo arancel de aduanas. El plan de Figuerola en el Ministerio de Hacienda fue muy amplio y, para su análisis, puede desglosarse en cuatro piezas: 1) la reforma tributaria; 2) el gasto, la contabilidad y la nivelación; 3) los empréstitos y la Deuda pública; y 4) su política arancelaria.
3.1. La reforma tributaria No puede decirse que Figuerola careciese de ideas sobre las reformas que debían de aplicarse en el Ministerio de Hacienda. Ya en julio de 1860, Figuerola coincidió con el rechazo general, expresado en el Congreso de Lausana, contra las aduanas interiores y los impuestos sobre el consumo. Allí reivindicó, asimismo, el impuesto personal, «más económico en su recaudación, general y propio de los pueblos libres»; y también abogó por el impuesto personal proporcional, en contra del progresivo. Durante su paso por el Ministerio de Hacienda aplicó estas ideas, si bien su puesta en
8 Sobre su actividad en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, véase Moreno Luzón (1999). Las intervenciones de Figuerola proceden, por este orden, de Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo VIII, Madrid, 1898, pp. 396 y 368; Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo VII, Madrid, 1893, pp. 527 y 480-483; Extractos de discusiones habidas en las sesiones ordinarias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo I, Madrid, 1901, p. 78.
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práctica estuvo muy condicionada por los acontecimientos revolucionarios. Nuestro ministro tenía «un sistema de Hacienda» basado en mantener baja la presión fiscal.9 En la preparación de su reforma tributaria, Figuerola confesaba que lo primero que hizo fue escuchar «el grito del país», que pedía la abolición de los Consumos, de los derechos de traslación de dominio y de los portazgos y pontazgos. Nuestro ministro creyó «que el país tenía razón en su queja», y no vaciló «en proponer la confirmación de lo que el país había decretado en forma revolucionaria». En efecto, el Gobierno provisional, constituido el 8 de octubre de 1868, del que Figuerola era ministro de Hacienda, refrendó legalmente la supresión revolucionaria del impuesto de consumos mediante el Decreto y la Instrucción de 12 y 27 de octubre de 1868.10 Nuestro ministro, en efecto, sí que abolió la contribución de consumos y decía que «de ello me envaneceré toda la vida».11 Otra reforma fundamental de Figuerola consistió en rebajar los derechos de aduanas y los precios de dos monopolios fiscales, como eran los de loterías y tabacos; consideraba que era «la única forma de hacer fecundas y provechosas estas rentas».12 Los ingresos de las dos primeras —aduanas y loterías— aumentaron la recaudación; los del tabaco, no, por los efectos del contrabando y la falta de materia prima. Los estancos constituían un capítulo aparte. La rebaja de los precios del tabaco era «la única manera» que vio Figuerola de luchar contra el con-
9 En contra de lo que pensaban los ministros de la Unión Liberal que le habían precedido, Figuerola no era de los que creían que «el medio de que el Tesoro sea más rico sea estrujar al contribuyente; yo he creído que la disminución de las cuotas individuales prepararía una Hacienda pública como hasta ahora no había existido en España». 10 Sobre la obra de las juntas revolucionarias, véase Fuente Monge (2000). Fontana resaltó hace tiempo las continuidades con la España isabelina; Fontana (1975). Una interesante historia política del Sexenio, en Vilches García (2001). 11 La posición ante esta contribución era un principio de «escuela», y para los economistas aquélla era «funestísima». Figuerola no se oponía a que se gravase el consumo, sino que era contrario a la forma de cobrar la contribución existente, «que era la más vejatoria que puede imaginarse y que secaba por completo las fuentes de la riqueza». De hecho, consideraba que las aduanas eran una contribución sobre el consumo, y comulgaba con Moret cuando propuso utilizar la contribución del timbre para gravar el consumo. 12 Esta cuestión de rebajar los derechos para aumentar la recaudación también era para Figuerola otra cuestión de escuela: decía que «esa teoría de rebajar las cargas para hacer más fecundas las contribuciones constituye todo un sistema».
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trabando; cuando ocupó la cartera de Hacienda, la introducción de tabaco ilegal desde Gibraltar y de Orán era altísima, «sin que hubiera un mal falucho guardacostas para impedir el tráfico». Figuerola había llevado a las Cortes un proyecto de ley de desestanco del tabaco, con la idea de englobar los productos del mismo en la contribución de aduanas. Quería que «el Estado dejara de ser comerciante, expendedor y fabricante».13 Por eso, aseguraba que, «si hubiese continuado yo en el banco ministerial y las Cortes hubieran sancionado las opiniones del ministro, el estanco hubiera desaparecido con toda seguridad».14 Pero Figuerola sí que tuvo «la fortuna» de desestancar la sal, «que era el desideratum de toda España». En efecto, por Ley de 16 de junio de 1869 Figuerola abolió el estanco de la sal y autorizó al Gobierno a la enajenación de las salinas. Aunque en el presupuesto figurasen 112 millones, los ingresos netos por esa renta no llegaban a 40 millones; el resto se los quedaban los administradores de las salinas, cuya gestión estaba llena de abusos, fraudes e ilegalidades. La contrapartida de tan pobres ingresos era «el aniquilamiento» de tres riquezas fundamentales: la ganadería, la industria química y la de salazones.15 Mediante la Ley de 1 de julio de 1869 de Presupuesto de ingresos del Estado, Figuerola suprimió el impuesto sobre caballerizas y carruajes, creado dos años antes; el que gravaba los portazgos, pontazgos y barcajes y un pequeño impuesto sobre los azúcares. Asimismo, eximió a los herederos directos del pago de derecho por traslación de dominio en el derecho de hipotecas.16 Si la abolición de los tributos sobre el tránsito de mercancías 13 No sólo tenía la convicción sino también la pasión del desestanco porque decía que «el estanco me horroriza […], no hay cosa más triste que ser ministro de Hacienda de un Estado fabricante y comerciante. El Estado no tiene aptitudes industriales». 14 De todos modos, Figuerola comprendía muy bien que «no se persistiera en la realización inmediata de esa idea» por su sucesor en Hacienda. DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9425-9426. 15 Aparte, claro está, de los conflictos de orden público ocasionados por el contrabando, contra el que había unas fuerzas de 3.000 hombres —en la vertiente del Mediterráneo— «en continua guerra civil con los habitantes de aquellas costas». DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9249. 16 Figuerola argumentaba sus decisiones de la siguiente manera: El derecho de sucesiones directas suponía «un dominio eminente del Estado en la propiedad particular». Como individualista que era, no podía aceptar este principio, que consideraba socialista. Figuerola no abolió la contribución de portazgos y pontazgos, sino que ese hecho tributario lo había llevado a la contribución industrial; lo que abolió fue el procedimiento de cobro, que se basaba en arrendatarios y administradores que se quedaban con las dos terceras par-
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era un avance para el comercio y el crecimiento económico, la supresión del gravamen sobre las sucesiones indicaba que Figuerola mantenía el principio de equidad proporcional, establecido en 1845.17 Hay que recordar que Figuerola también reformó la contribución industrial. Esto levantó «algunas reclamaciones» —no tan tumultuosas como las del año 1845—, pero los industriales inscritos en ella aumentaron. Asimismo, dejó un proyecto de reforma para la contribución territorial. Figuerola introdujo mejoras en la gestión de las minas de Almadén que permitieron aumentar la producción; y el contrato de los azogues con los Rothschild fue beneficioso para la Hacienda, porque el contratista de la venta del azogue logró un aumento del precio, del que las dos terceras partes eran para el Gobierno.18 Figuerola abolió el derecho diferencial de bandera, lo que aumentó el número de buques abanderados en España y permitió firmar tratados con otras naciones de Europa; aquí Figuerola no se atribuía ningún mérito, pues reconocía que el proyecto ya estaba preparado cuando llegó al Ministerio. Su propuesta más novedosa fue, desde luego, el impuesto personal. La primera versión fue implantada por el Decreto de 23 de diciembre de 1868. Era un tributo cuyo cupo habría de fijar el Gobierno, y cuyo reparto por provincias y municipios correría a cargo de la Administración. Se trataba de un impuesto indiciario, estimado a través de los pagos por alquileres y el tamaño de la familia, incluido el servicio doméstico. El recurso a los alquileres para cobrar un impuesto personal ya había sido intentado por Alejandro Mon en 1845, pero aquel impuesto de inquilinatos fue suprimido al año de implantarse. Otro tanto le pasó al impuesto personal de Figuerola; ante la evidencia de que era imposible conseguir datos sobre los alquileres de viviendas, al año de su creación se cambió ese indicio de la renta por una declaración de los ingre-
tes de la recaudación, y que implicaba una restricción a la circulación de productos. El Estado no perdió los 11 millones de reales que ingresaban en sus arcas por portazgos, pero Figuela ahorró al país, los 20 millones que se quedaban los recaudadores del tributo. 17 A finales del siglo XIX, Figuerola aún abogaba por el impuesto personal proporcional; véase Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (1884, tomo V, pp. 241-244, y 1898, tomo VIII). Véase Cabrillo (2000), pp. 491-492. Según Velarde (2001), Figuerola defendió, en los debates de la Academia de febrero de 1897, que el impuesto de sucesiones era progresivo, ante lo cual se oponía porque «era una coparticipación que el Estado se arroga sin prestar ningún servicio, y, por tanto, es una imposición violenta». Véase Comín (1996b). 18 DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9248.
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sos de la unidad familiar, que debía integrar el valor de los alquileres, la utilidad de los cultivos, las rentas del capital y los rendimientos del trabajo. La nueva definición de los indicadores de la base imponible cambiaba la naturaleza del impuesto, que, si realmente se hubiese podido cobrar, hubiera sido un verdadero tributo sobre la renta. Pero no establecía ningún tipo de inspección ni de control de dichas declaraciones, y dependía, por tanto, del cumplimiento voluntario de los contribuyentes, «una ingenuidad difícil de concebir fuera de un Gabinete», como ha sostenido Miguel Artola.19 Es de sobra conocido que esa contribución personal legislada por Figuerola en 1869, para sustituir a los consumos recientemente derogados, fracasó. Muy avanzada para su tiempo, era una figura imposible de aplicar. Además, el ministro Figuerola no tuvo en cuenta los requisitos exigidos para la implantación de un impuesto personal: la Administración no estaba preparada para gestionar aquel tributo; la economía española era muy atrasada para soportarlo; el conocimiento estadístico de las rentas personales era inexistente, y —esto era lo fundamental— los contribuyentes que habían de pagar el tributo no lo admitieron y rehusaron declarar sus ingresos. Por si fuera poco, la inestabilidad política del Sexenio democrático dificultó aún más su arraigo. De haberse consolidado esa contribución personal, España se hubiera situado en la vanguardia fiscal europea. Cabe apuntar, en suma, que Figuerola —como los liberales exaltados y progresistas del siglo XIX— adoleció de lo que Fuentes Quintana ha denominado «voluntarismo fiscal».20 Nuestro ministro hubo de renunciar a su impuesto personal y se volvió más pragmático; en 1870, Figuerola pretendía «consignar simplemente todo lo que tenga una base racional de tributación». Entretanto, confesaba resignado Figuerola, «y dada la estrechez de los tiempos y la premura de las circunstancias, hay que aprovechar los recursos con que se cuenta». De ahí que estuviera dispuesto a conservar algunas rentas públicas, contrarias a su pensamiento liberal.21 19 Véase Artola (1986), pp. 324-325. De hecho, en Inglaterra, por esta época, la declaración del contribuyente en el impuesto sobre la renta sólo se exigía a quienes querían aplicar ciertas deducciones; el cobro del impuesto se basaba todavía en los signos externos; Comín (1996a). 20 Véanse Martín Niño (1972), Costas (1988), Fuentes Quintana (1961), Comín (1988) y Artola (1986). 21 Las citas, en DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9430. Sobre su pragmatismo tributario, Artola (1986), p. 328, quien ha llegado a enjuiciar que «la evolución doctrinal de Figuerola resulta penosa».
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También en 1870, Figuerola promovió la reforma de las Haciendas locales, llamada a constituir un hito en la historia de la Hacienda pública contemporánea. Era la primera vez que la «Hacienda estatal y la local se separaban y que se reconocía el principio de autonomía financiera» a las corporaciones locales.22 Esa autonomía quedó recogida en la Ley de 20 de febrero de 1870 de Arbitrios municipales y provinciales. El proyecto había sido presentado en el Congreso de los Diputados el 17 de enero; el dictamen de la Comisión Parlamentaria, el 5 de febrero. El trámite fue, por tanto, rápido. Existían razones para esa urgencia: la «situación difícil» que la revolución había creado para ayuntamientos y diputaciones, y la incorporación de los recargos municipales sobre los impuestos estatales a los presupuestos del Estado, previamente propuesta por Ardanaz y decidida por Figuerola. Hubo asimismo una motivación política, derivada de la descentralización reconocida en la Constitución de 1869. Los ingresos con que Figuerola dotaba a las Haciendas locales eran rentas, intereses o productos de los bienes o derechos de la municipalidad, un repartimiento general (vecinal o personal, según los casos) y una serie de arbitrios generales y especiales; las poblaciones mayores de 30.000 habitantes, cuando aquellos recursos no fueran suficientes para cubrir los gastos ordinarios, podrían imponer arbitrios sobre artículos de comer, beber y arder, que recuperaban los antiguos consumos; contemplaba igualmente ingresos extraordinarios, entre los que incluía los empréstitos y la venta de patrimonio. Con todo, los ingresos incorporados a la Ley fueron los de la Comisión Parlamentaria, que ofrecían tres diferencias sustanciales con los propuestos por Figuerola: el repartimiento general poseía un carácter inequívocamente personal, ya que gravaba a vecinos y forasteros por «las utilidades» que tuvieran en el pueblo, «sea cual fuere su naturaleza»; los consumos se restablecían sin la limitación del tamaño de la localidad; y desaparecía, por último, la posibilidad de endeudamiento de las Haciendas locales.
22 Vallejo (1998a), capítulo 6: «Sexenio revolucionario y determinismo del déficit», sintetizado en Vallejo (2000c), pp. 173-182, y (2001a), pp. 259-290. García y Comín (1995), p. 96.
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3.2. La organización de los gastos y de la contabilidad y la estrategia lenta de nivelación presupuestaria La estrategia de Figuerola en Hacienda no se limitó a su reforma tributaria, sino también a la organización del gasto y de la contabilidad pública, y al equilibrio presupuestario. Dentro del plan de Hacienda, destacaba la idea de mejorar la contabilidad pública, que era muy defectuosa, particularmente en las provincias. Aquí Figuerola hizo una labor callada, pero importante. «Ya toda la contabilidad en España está al corriente», decía el ex ministro en diciembre de 1870. Y esto mejoró la recaudación, pues «con el simple hecho de tener una contabilidad más perfecta, ha producido el efecto de cobrar alcances y atrasos en sumas considerables». Si se hubiesen logrado cobrar todos los atrasos, entonces no hubiera habido déficit en la Hacienda decía Figuerola. El problema de la Revolución Gloriosa derivó de la herencia recibida, no sólo en forma de deuda acumulada, sino de la ausencia de «contabilidad, moralidad y perfección» en la gestión de la Hacienda, que la revolución había corregido.23 En el plan de Hacienda de Figuerola figuraba también la ordenación y el control del gasto público. «No basta alterar unas cuantas cifras —decía el ministro— vaciando siempre los Presupuestos en los antiguos moldes de forzada nivelación y ocultando la verdad de los números», proclamaba. Había que empezar, proseguía, «variando radicalmente aquellos sistemas en el presupuesto de gastos […], ateniéndose a aquellas grandes reformas administrativas que se vayan practicando, conforme a las tendencias de una época como la presente, que aspira a reducir a una esfera limitada las funciones del Estado».24 Lo mismo que en las rentas, en el gasto también se había perfeccionado la organización durante «el período revolucionario». Figuerola encontró la distribución y organización del gasto público «en el peor estado posible». Había «dos puntos de filtraciones terribles» de fondos públicos, que eran los ministerios de Guerra y Marina; aquí, con la ayuda de los ministros del ramo, se había logrado controlar la gestión del gasto de defensa. Otra reforma fundamental de Figuerola fue quitar de las manos de los gobernadores civiles la ordenación de los pagos presu-
23 DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9430. 24 Figuerola, DSC-CD, 326, 28-XII-1870, p. 9431.
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puestarios del Estado en las provincias; juntar las responsabilidades políticas y financieras creaba a los gobernadores «graves preocupaciones y dificultades», y hacía referencia Figuerola a las presiones del «caciquismo provincial» para desviar los gastos con preferencia hacia sus provincias. Figuerola puso la ordenación de pagos en manos del «jefe económico de la provincia», dependiente directamente del director del Tesoro, devolviendo el control a la Hacienda. Con esto pudo el Ministerio regularizar el pago de las obligaciones. El problema con que se encontró Figuerola es que, al estar el presupuesto desequilibrado, tenía que dar preferencia a unos pagos sobre otros. Confesaba el ministro que con un presupuesto nivelado «hubiera hecho milagros», perfeccionando la administración y aligerando «las cargas de los contribuyentes». Pero con déficit, el ministro «no podía pagar al corriente» todas las obligaciones; sólo le quedaron dos opciones: o pagar todas las obligaciones a «prorrata» o «pagar unas atenciones con preferencia a otras». Y esto último es lo que hizo Figuerola: puso al corriente de cobros al Ejército y a la Armada, y trató de distribuir los fondos con criterios de equidad y economía.25 Una pieza esencial del plan de Hacienda de Figuerola era la nivelación, objetivo que buscaban todos los ministros. La diferencia era de plazo: «la nivelación no podía obtenerse desde luego, sino en dos o tres años»; pero también de medios: «yo no creía indispensable seguir ciertos procedimientos para la nivelación de presupuestos». En esto del equilibrio, Figuerola pensaba que «se podía marchar con alguna más lentitud». Estas divergencias con sus compañeros de Gabinete, que querían acelerar el proceso de nivelación, fue lo que movió a Figuerola a presentar la dimisión. Dada la lamentable situación en que encontró la Hacienda, a nuestro personaje también le gustaba llamarse el ministro «liquidador»; no tenía prisa ni ganas de llevarse el mérito de la nivelación, aunque la desease como el que más. Su obra era a largo plazo, y no le importaba que otros la concluyeran. Nadie más alejado de la vanidad personal al
25 Acabó con situaciones tan injustas para él como que el clero estuviese al corriente de sus cobros, mientras que «los pobres jornaleros de la maestranza» del arsenal de Cartagena tuvieran tres meses de atraso; en Madrid, todo el mundo cobraba al corriente, pero en provincias había muchas arbitrariedades. DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9431-9432.
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preparar su programa; Figuerola era partidario de la continuidad de la política fiscal.26 Es decir, que Figuerola quiso nivelar el presupuesto, pero eligió el camino lento; a corto plazo no le importaba el déficit, que podía cubrirse con las emisiones de Deuda. Lo importante era el crecimiento económico. Con sus reformas económicas y tributarias, en efecto, pretendía liberalizar la economía e impulsar la iniciativa privada, y reforzar así los ingresos públicos a medio plazo; esto, junto con una reducción del gasto público, acabaría por equilibrar el presupuesto. No tuvo tiempo de ver llegar el superávit, y sus reformas, unidas a la crisis política y social de los primeros tiempos del Sexenio, empeoraron las cuentas públicas. En 1871, en efecto, los pasivos a corto del Estado significaban el 232 por 100 de los ingresos ordinarios de ese año fiscal. El propio Figuerola no deseaba ocultar las dificultades de la Hacienda española de los primeros ejercicios del Sexenio democrático, y enumeraba sus principales problemas: «un déficit considerable»; «una Deuda cuyos intereses anuales tienden a representar la mitad del presupuesto de gastos»; «grandes sacrificios impuestos por la fuerza de las cosas al contribuyente, al empleado, al rentista»; «forzadas economías en los servicios, de las cuales éstos tienen que resentirse»; «un sin fin de reformas que emprender», y «complicaciones políticas que luego vienen a caer de rechazo sobre la gestión rentística». Consideraba, sin embargo, que a la altura de 1870 la Hacienda española había desterrado la «horrible palabra bancarrota».27 La dimisión de Figuerola, en diciembre de 1870, cerró el período de la llamada Hacienda revolucionaria. Pese a los argumentos de Figuerola en su defensa, la situación de la Hacienda había empeorado. El hecho es que, entre 1867 y 1870, los gastos habían crecido en 111 millones de pesetas, mientras que los ingresos, merced a la reforma de Figuerola (la abolición de los consumos) y al desorden político y administrativo del
26 Decía al respecto que «nuestra Hacienda necesita ahora no uno, sino varios Ministros y buenos obreros que construyan tan grande edificio, a semejanza de las catedrales de la Edad Media, en que el arquitecto que las empezaba no era nunca el que las concluía». DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9427-9428. 27 Para esta política industrializadora de Figuerola véase Costas (1988). No se entiende, por tanto, por qué Artola (1986, p. 329) afirma que «Figuerola saneó el Tesoro». Véase Figuerola, DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9427.
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Sexenio, habían caído en 102 millones; el déficit, por tanto, ascendió a 332 millones en 1870, casi el triple que en 1867, y representaba el 40 por 100 del presupuesto, cifrado en 804 millones. El empeoramiento del déficit llevó a que, entre 1871 y 1874, los ministros de Hacienda que le sucedieron trataran de enderezar la política, revisando la obra de Figuerola y recabando nuevos recursos, necesarios, por otra parte, para financiar las operaciones militares dirigidas a reprimir el independentismo cubano, la insurrección militar carlista y la eclosión del cantonalismo. Para ver el contraste del ministro de la revolución con los que le siguieron, resumiremos las principales medidas revisionistas, que trataban de incrementar la recaudación y la presión fiscal, algo que Figuerola no hubiera permitido. El primer paso firme hacia la rectificación correspondió al ministro de Hacienda Servando Ruiz Gómez, quien en los presupuestos para 1872-1873 amplió la base de dos impuestos ya existentes para gravar diversas rentas del capital: por un lado, el impuesto sobre las traslaciones de dominio adoptó la denominación de impuesto de derechos reales y se generalizó a todo tipo de transmisiones de bienes, incluyendo las sucesiones directas —que habían sido eximidas por Figuerola—, las hipotecas, el capital mobiliario y las aportaciones de capital en dinero; por otro, el impuesto del timbre y papel sellado, además de su función original como tasa por los servicios públicos, pasó a gravar algunas rentas del capital mobiliario. Ruiz Gómez también restituyó el impuesto sobre los azúcares y estableció nuevos recargos en el impuesto sobre los billetes de ferrocarril y en el que gravaba las grandezas y títulos nobiliarios. Al tiempo, gracias a nuevos recargos, la contribución territorial llegó a representar el 30 por 100 de los ingresos ordinarios del Estado, el porcentaje más elevado desde 1845.28 La creciente insuficiencia de los ingresos ordinarios, junto a la imposibilidad de acudir ya a empréstitos exteriores, obligó a los últimos gobiernos del Sexenio a recurrir al endeudamiento y a solicitar el apoyo del Banco de España, que, a cambio, recibió en marzo de 1874 el monopolio de emisión de billetes. Dos años antes, por los mismos motivos, se había dado el monopolio de emisión de cédulas hipotecarias al Banco Hipotecario. Estas medidas hubieran sido impensables en los tiempos de Figuerola. Pero, vendidos ya la
28 Cifras y evolución del déficit, en Comín (1988), p. 299. Revisión de la política de Figuerola, en Martorell (2000).
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mayoría de los bienes nacionales procedentes de las desamortizaciones, al Estado sólo le quedaban por vender activos inmateriales, como los monopolios de emisión. La rectificación de la reforma tributaria de Figuerola fue realizada por Juan Francisco Camacho, ya bajo la dictadura republicana del general Serrano; el nuevo ministro de Hacienda reinstauró el impuesto de consumos, al que incorporó la sal, para compensar el desestanco de dicho producto en 1869, así como los cereales y los carbones, que, debido a su impacto en el consumo de las clases populares, acentuaron la injusticia del impuesto. También creó Camacho dos nuevos tributos: el sello sobre las ventas, que fue suprimido tres años después, y el impuesto de cédulas personales, una rara excepción dentro del sistema tributario, pues se trataba de un impuesto de capitación graduada surgido de la transformación de las cédulas de vecindad, documentos de identificación policial creados en 1854 para sustituir a los pasaportes.29
3.3. Los empréstitos y la Deuda pública Entre las acciones más destacadas de Figuerola se hallan sus operaciones de la Deuda, que no han recibido mucha atención. El ministro de Hacienda de la revolución hizo cuatro contratos: el de los bonos del Tesoro; el de Marruecos; el de la casa Rothschild de los 400 millones; y el contrato de los mil millones. Al principio de la revolución, hizo la operación de los bonos del Tesoro, como suscripción y no como contrato. A pesar de que intentó colocar la emisión en España, en el país no había fondos prestables para cubrir las grandes y urgentes necesidades de la Hacienda. Los banqueros españoles le confesaron al ministro que «estaban empapelados», es decir, sin fondos disponibles, lo que le obligó a acudir al extranjero.30 El dilema era elegir el tipo al que emitir los bonos. Por tratarse de una emisión por suscripción, el tipo de emisión fue un 7 por 100 superior al vigente en el mer-
29 Monopolios de emisión, en Anes (1974a), Martín Aceña (1985c) y Comín (1988) y (1999a). Sello sobre las ventas, en Serrano Sanz (1987a), p. 45. Restauración de los Consumos, en Artola (1986). 30 Y aquí confesaba el ex ministro que Francia e Inglaterra habían ayudado a la revolución española, «no sólo con sus simpatías, sino con recursos». Reconocía que, naturalmente, los banqueros extranjeros «habían pingües beneficios», pero que los contratos se habían hecho de una manera clara.
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cado. Como había 700 millones en cartera que cotizaban al 62 por 100, salieron los bonos al 69. Luego, la cotización subió al 72 por 100.31 Para juzgar las operaciones con la Deuda a corto, hay que considerar que, cuando Figuerola llegó al Ministerio, lo encontró «menos que vacío», porque «no había nada» y encontró además «deudas inmensas», con unos «vencimientos fatales» para diciembre. En efecto, el 30 de septiembre de 1868 había 2.133 millones de Deuda del Tesoro, de los cuales 1.211 millones de reales eran «efectivos», pues eran pasivos frente a la Caja de Depósitos, exigibles inmediatamente; además, había otros contratos con vencimiento en diciembre, entre ellos el contrato Baring (43 millones), el contrato realizado en 30 de junio de 1868 (100 millones), otro contrato con el Banco de España (de mayo), y además, durante el verano se habían pedido adelantos al Banco de España de «todos los valores de las contribuciones directas» del último trimestre de año. La situación era desesperada. A finales de 1870, cuando «la revolución había llegado a su término», las cosas habían cambiado. La Deuda del Tesoro había aumentado, y esto había sido presentado como una prueba de la mala gestión de Figuerola.32 El 30 de septiembre de 1870, la Deuda del Tesoro ya montaba 2.784 millones; pero, de ellos, 1.866 millones eran bonos del Tesoro, que no eran pagaderos en el año; es decir, que los exigibles dentro del año eran unos 900 millones, menos que en 1868. Los pasivos a corto plazo habían aumentado, pero había cambiado su naturaleza, pues se habían alargado los plazos. Ese cambio en la estructura de la Deuda del Tesoro derivaba de que se habían cancelado las cuentas de la Caja General de Depósitos. Separar dicha Caja de la Deuda del Tesoro fue, para Figuerola, una necesidad «para poder marchar, para poder hacer vivir la revolución, que sin esa operación 31 Naturalmente, los suscriptores ganaron dinero, particularmente el Banco de París, que fue el principal agente de la operación, y que «no había hecho la operación para perder»; pero los contratantes de la emisión también podían haber perdido, dadas las condiciones del contrato estipuladas. La pena, decía Figuerola, es que los bancos españoles no hubieran participado en esta operación ni en las siguientes. 32 El 24 de diciembre de 1870, un diputado de la Unión Liberal —Elduayen— hizo una crítica despiadada de la obra de Figuerola en Hacienda, en la que se venía a decir que el ministro de la revolución había agravado considerablemente los problemas de la Hacienda y nada de lo que había hecho tenía sentido; sólo había salvado «la rectitud y la honradez» de Figuerola en todas las operaciones. Elduayen había dicho que «el estado en que ha dejado a la Hacienda el Sr. Figuerola es más funesto» que el que se encontró la revolución. Véase DSC-CD, 24-XII-1870, pp. 9401-9403.
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necesaria ni quince días hubiera podido existir la revolución de septiembre, en su aspecto rentístico».33 La separación había, por tanto, cambiado «la naturaleza del débito […] en la periodicidad del pago», porque los bonos del Tesoro que se habían emitido (1.866 millones) para cancelar la operación «en vez de ser de vencimiento dentro del año, es un vencimiento escalonado en veinte años». En efecto, el Decreto de 28 de octubre de 1868 había autorizado la emisión de 2.500 millones en bonos del Tesoro, y dispuesto que las subscripciones de los mismos podrían pagarse con certificados de imposiciones de la Caja General de Depósitos. El Decreto de 15 de diciembre de 1868, firmado también por Figuerola, disponía la completa separación de la Caja respecto al Tesoro y su definitiva liquidación.34 El precio pagado para salir de la quiebra —alargando los plazos de la Deuda— tuvo que ser, naturalmente, un aumento del nominal. Para cerrar la Caja, Figuerola acudió a los bonos del Tesoro, y no a la Deuda consolidada al 3 por 100, porque necesitaba del Consolidado para realizar empréstitos para allegar recursos «porque no los había». Si Figuerola hubiera empleado los títulos al tres por ciento para liquidar la Caja, es claro que luego no hubiera podido hacer el empréstito de Rothschild, porque el ministro «no hubiera podido colocar aquel papel».35 El ministro había obrado como un «comerciante» con problemas de liquidez, diciendo a los acreedores que no podía pagar las imposiciones de la Caja dentro del año y que escalonaba los pagos, dando otros títulos. Por tanto, a finales de 1870, los bonos del Tesoro, siendo una cantidad mayor que los pasivos frente a la Caja, no eran «un peligro para el ministro actual» (Moret), ni suponían una «carga tan enorme» como pesaba la Caja de Depósitos. Figuerola pudo decir «con la fren33 En realidad, la liquidación de la Caja era una necesidad desde el año 1864: «porque como eran mayores las extracciones de capitales de la Caja, que imposiciones se hacían en la misma, era imposible marchar». De hecho, ya Salaverría había intentado la liquidación de la Caja, pero no lo hizo porque el Consolidado cotizaba muy bajo y quiso esperar a que mejorase su cotización. De los problemas que planteaba la Caja al Tesoro también se había quejado amargamente Alonso Martínez. En el otoño de 1868, la situación era tan grave, que fue necesario liquidar la Caja, porque, decía Figuerola, «mataba el Presupuesto […], vencido por la presión de la enorme extracción de capitales de la Caja». 34 Véase Gonzalo (1981), pp. 302-303 y 382-387. 35 Figuerola, además, no había hecho obligatorio «el tomar los bonos», y, como éstos se habían revalorizado, los que se habían quedado con los «resguardos» se estaban arrepintiendo de ello. Lo importante es que el ministro estaba tranquilo con la equidad de la operación porque, en diciembre de 1870, «los imponentes con cantidades pequeñas hasta las de 7.000 reales» estaban ya satisfechos.
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te muy alta, que la liquidación de la Caja de Depósitos será para mí, cuando pase el tiempo y se me haga justicia cumplida, un título de gloria».36 Por efecto de la guerra de África, el Imperio de Marruecos debía satisfacer una indemnización de 400 millones, de los que quedaban por cobrar 145 millones, en un plazo de unos 16 años. El contrato de Marruecos consistió en que Figuerola quiso adelantar el pago para cobrarlo «en el momento», dada la necesidad de fondos de la Hacienda revolucionaria. La actualización de aquellos pagos futuros fue estimada por el ministro en unos 67 a 70 millones, que quedaron, tras una complicada negociación, en 64 millones, satisfechos al contado por el emperador de Marruecos.37 Naturalmente, si se consideran todos los contratos, el volumen del endeudamiento aumentó más que la Deuda flotante bajo el mandato de Figuerola. Porque este ministro hizo dos grandes empréstitos. En efecto, los contratos de los Rothschild y de los 1.000 millones se hicieron porque no era posible emitir la Deuda por suscripción. Y, como decía Figuerola, es obvio que, en estos casos, los banqueros tratan de obtener «beneficios accesorios subordinados a la operación principal».38 El tipo de interés efectivo de los préstamos de Figuerola no fue tan grande como decían sus críticos. En el empréstito de los 1.000 millones efectivos se dieron 3.888 millones de títulos al 3 por 100; lo que implicaba el pago de un interés anual de 116 millones de reales; el tipo de interés efectivo fue, por tanto, de 11,6 por 100.39 El empréstito Rothschild salió al 9,7 por 100. Dadas las condiciones en que se 36 DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9422-9425. Efectivamente, Gonzalo (1981) y Comín (1988) valoran muy positivamente esa operación. 37 Ante la acusación de que Figuerola había regalado el dinero y de que el emperador había estado más digno que el ministro de Hacienda, el ministro contestó que la actualización la había realizado con una «fórmula algebraica» que Elduayen debía de conocer, y que las negociaciones con Marruecos estaban guardadas en el Ministerio de Estado, y en las mismas ni por parte del ministro de Hacienda ni del emperador de Marruecos se faltó a la dignidad de nadie. «En materia de dignidad, decía dolido Figuerola, yo espero que nadie tenga que darme lecciones.» 38 Para obtener las grandes cantidades que necesitaba la Hacienda, el ministro no podía buscar «un corredor cualquiera», sino que había que recurrir a «casas importantes», que corrían grandes riesgos y, por lo tanto, exigían altos rendimientos y algunas contrapartidas. 39 El tipo de emisión de estas operaciones, que eran por negociación, era algo inferior al existente en la bolsa para la Deuda consolidada que se emitía, que era bastante bajo entonces. El empréstito de 1869 con los Rothschild se hizo —según declaró el propio Figuerola— al curso del 32 por 100. Como comparación, piénsese que la Deuda exterior consolidada emitida por Decreto de 22 de agosto de 1871 se colocó al tipo del 31 por 100.
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habían suscrito esos empréstitos, Figuerola consideraba que el precio no había sido alto.40 El interés efectivo era lo que había que mirar de los empréstitos; las operaciones no recogidas en el contrato eran normales y explicables.41 En cualquier caso, los empréstitos en el exterior —que también estuvieron en la base de la política liberalizadora del Gobierno provisional— sirvieron como «compensación indirecta» a los créditos concedidos al Gobierno.42 Los ministros de Hacienda del Sexenio —singularmente Figuerola— financiaron los déficit del Estado mediante la deuda exterior, lo que contribuyó al aumento de la oferta monetaria a través de la importación de masa metálica. Dadas las desventajosas condiciones en que los progresistas concertaron los préstamos, el valor del metal que entró en caja era inferior al de la Deuda contraída, debido a los desproporcionados descuentos. Por eso, la importación de metales preciosos no fue equivalente al aumento de la Deuda exterior en circulación. Si se acepta que el tipo medio de emisión durante el Sexenio fue del 33 por 100, hay que suponer que, entre 1868 y 1873, sólo se ingresaron 929 millones de pesetas en metal del exterior, frente a los 2.814 millones emitidos de Deuda exterior. 40 Aseguraba que había presenciado operaciones parecidas en «épocas de completa tranquilidad, de plena paz y de dinastías antiguas y hereditarias» que habían salido más caras; y citaba una del tipo de 15,5 por 100. Y decía que la operación Fould —previa a la revolución— había salido al 14 por 100. 41 Decía Figuerola que «Esta es la manera de considerar las negociaciones de crédito: todas las demás negociaciones auxiliares o que se puedan derivar de la operación principal, y que pueden ser beneficiosas para la casa contratante […] son operaciones que hacen todos los banqueros que contratan con los gobiernos, y en las que no hay nada censurable». DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9432-9435. 42 En un periódico francés, cuyo suelto fue traducido por La Época, se aseguraba «de una manera explícita» que la casa de Rothschild, «al contratar con el señor Figuerola el empréstito de 400 millones, estipuló de antemano la suma a la cual debía ascender el auxilio que ha de recibir la Compañía del camino de hierro de Alicante, cantidad que, como todas las que deben repartirse, deducirá de sus entregas el célebre banquero, y sin cuya condición, que no podemos creer haya admitido el señor Figuerola, no se realizará el empréstito contratado». Véase Gaceta de los caminos de hierro, 1869, n.º 2 (10 de enero), p. 18. Agradecemos a Jordi Nadal esta referencia. Nadal (1975, p. 91) sostiene, por otro lado, que «la desamortización del subsuelo ha venido a prolongar la precedente desamortización del suelo. En ambos casos los apuros de la Hacienda han sido determinantes». Nadal (1975, pp. 66 y 91) no niega la presencia de otros factores causales de las desamortizaciones: el fomento de las obras públicas, por ejemplo, en la de 1855, o la voluntad de movilizar los recursos del país en 1868. Pero se trata de factores secundarios y difusos, frente a la urgencia y notoriedad de los apuros hacendísticos, que obligaban a contratar empréstitos con grandes financieros internacionales. Véase Sardá (1987).
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3.4. La política comercial de Figuerola: el arancel industrialista Sin ningún lugar a dudas, la medida más conocida de Laureano Figuerola fue su Arancel de Aduanas, que rompía con un pasado proteccionista, ya suavizado por el Arancel Mon de 1849. Asimismo, la polémica librecambio/proteccionismo es la que más esfuerzo concentró entre los contemporáneos y, posteriormente, entre los historiadores económicos. La política de comercio exterior fue, no ya proteccionista, sino, hasta mediados del siglo XIX, con el Arancel de 1820, prohibicionista. Tanto los Gobiernos absolutistas como las Cortes del Trienio promulgaron fuertes aranceles proteccionistas y un alto derecho diferencial de bandera, y sólo en 1841 las Cortes, de signo progresista, aprobaron un arancel que suavizaba las prohibiciones. En 1849, Alejandro Mon, el mismo ministro de Hacienda que firmó la reforma tributaria de 1845, promovió un Arancel que disminuía las prohibiciones a la importación y a la exportación: quedaron limitadas a catorce, entre ellas las referentes a los hilados y a los tejidos de algodón producidos en España. Además, conservó el derecho diferencial de bandera. Fue un avance hacia la liberalización, si bien los tipos arancelarios resultaron muy elevados en comparación con los vigentes en aquellos años en Gran Bretaña o Francia. El cese del prohibicionismo y un mayor control de las costas y fronteras limitaron algo el contrabando. No obstante, éste siguió resultando rentable al amparo de las altas tarifas arancelarias y de los estancos fiscales. La lucha contra el contrabando obligó a mantener algunas restricciones sobre la libertad del mercado interior y la circulación de mercancías, derivadas de los peajes, pontazgos y barcajes, y de la propia contribución de consumos, unidas a las guías exigidas para la circulación de los productos en ciertas zonas. Todas estas trabas fueron relajadas por Figuerola, cuya liberalización del mercado interior sobrevivió durante la Restauración.43 No tuvo la misma suerte el Arancel aprobado por el ministro de la escuela «economista», pues los Gobiernos de la Restauración, con Cánovas del Castillo a la cabeza, cortaron las alas a la aplicación de la tarifa quinta del Arancel Figuerola, que preveía una reducción progresiva de los tipos arancelarios. El arancel más librecambista del siglo XIX fue, sin duda alguna, el aprobado por Figuerola el 12 de julio de 1869; aunque, en rea43 Como señaló Costas (1988).
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lidad, no pasaba de ser moderadamente proteccionista. Se trataba, eso sí, del primer arancel industrialista del país, pues otorgaba una protección efectiva a determinadas industrias, y preveía una reducción progresiva de las tarifas arancelarias. Figuerola también suprimió el derecho diferencial de bandera. El Arancel de 12 de julio de 1869, en efecto, suprimía radicalmente todas las prohibiciones a la importación y exportación; limitaba los derechos protectores al 30 por 100; establecía los derechos fiscales en el 15 por 100, así como unos derechos de balanza, con una finalidad meramente estadística; la famosa base quinta del Arancel de 1869 establecía que los derechos protectores se irían reduciendo desde 1875 hasta 1881, de manera que en este año desaparecerían los aranceles protectores. La Restauración de los Borbones tuvo lugar seis meses antes de que dicha base quinta entrase en vigor, y el Gobierno de Cánovas del Castillo suspendió su aplicación, poco antes de la fecha límite. El Arancel de 1877 introducía unos recargos extraordinarios transitorios que, de hecho, significaban un aumento de las tarifas arancelarias. Fueron los primeros pasos de la vuelta al proteccionismo, que se consagraría con el Arancel de 1891.44 Es opinión general que el debate entre proteccionistas y librecambistas en España tuvo muy poco interés desde el punto de vista doctrinal, idea expresada por Estapé. Poco dijeron los librecambistas que no estuviera ya en Smith, Ricardo o Say; los proteccionistas invocaban los argumentos de List adaptados al caso español; en opinión de Tortella, «si los alegatos librecambistas eran poco originales, los de los proteccionistas eran insostenibles». Los más destacados defensores del proteccionismo fueron Eudaldo Jaumeandreu, Buenaventura Aribau, Juan Güell, Luis María Pastor y Pedro Bosch y Labrús, apoyados fundamentalmente por la Asociación Barcelonesa de Fabricantes de Algodón, que luego se llamaría Fomento del Trabajo Nacional; para atraer a los obreros y convencer a los Gobiernos esgrimían la amenaza del paro en caso de que se rebajasen los aranceles. El
44 Véanse Estapé (1980) y Tortella (1994). Estapé (2001b) afirma que Figuerola, «convencido de la imposibilidad de sostener la prohibición y procurar, a la vez, la exportación, no vaciló en abandonar el prohibicionismo para adoptar —con toda clase de cautelas— una posición que sólo puede definirse como proteccionista»; y añade, que «la idea misma de la base 5.ª encierra la concepción misma del “proteccionismo dinámico”». No llegó nunca a aplicarse íntegramente, porque su base quinta se derogó justo cuando iba a entrar en vigor, ya durante la Restauración. Véanse Costas (1984) y (1988), Martín Niño (1972) y Serrano Sanz (1987b).
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grupo librecambista, con apoyos entre los exportadores, los comerciantes y las compañías ferroviarias, tenía un componente ideológico más fuerte. La principal organización librecambista fue la Asociación para la Reforma de los Aranceles, en la que figuraban el propio Figuerola, José Echegaray, Segismundo Moret, Emilio Castelar, Gumersindo Azcárate, Gabriel Rodríguez y Manuel Colmeiro. A ese respecto hay que destacar la nueva interpretación de Costas, en el sentido de que la doctrina librecambista de Figuerola no surgió sólo de las ideas académicas ni de la defensa de los intereses extranjeros, sino de la conjunción de su pensamiento económico y de su conocimiento de la realidad industrial de Barcelona, con la que tenía vínculos personales. Para Figuerola lo interesante era la protección de las industrias con más capacidad de impulsar el crecimiento económico, como la construcción de maquinaria y bienes de equipo. Por ello, su arancel combinaba el librecambio para las materias primas e inputs intermedios con una protección selectiva y dinámica a la industria manufacturera; ello venía reforzado por su estrategia de desprotección selectiva y gradual, prevista en la base quinta. De ahí que Costas desmitifique la imagen de anticatalán y antiindustrialista que sus enemigos de entonces —y algunos historiadores actuales— habían encasquetado a Figuerola.45 El Arancel de Figuerola de 1869 no se aprobó en un buen momento para el Tesoro; los problemas de la Hacienda arreciaron desde los tiempos de la Unión Liberal, y empeoraron con la crisis de 1864 y con las medidas fiscales de las juntas revolucionarias que proclamaron la Gloriosa. Figuerola fue hacia el librecambio gradual por sus convicciones liberales —que entonces equivalía a decir «economistas»— y por su programa de política industrializadora, propio de un economista clásico. Su «impuesto sobre la renta» no iba encaminado a sustituir los ingresos que potencialmente se pudieran perder por sus rebajas arancelarias, sino a compensar la desaparición de la contribución sobre los consumos, impuesta por las juntas revolucionarias; lo que Figuerola buscaba con su Arancel era industrializar al país, aunque desde luego sabía que una moderación de los aranceles mejoraría la recaudación de aduanas, como así sucedió.46
45 Costas (2000), pp. 459-476. 46 Véase Costas (1988).
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4.
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Figuerola y el nacimiento de la peseta como unidad monetaria
Para situar en su contexto histórico la reforma monetaria de Figuerola, es conveniente recordar la evolución de los sistemas monetarios españoles durante el siglo XIX. Los Gobiernos liberales ya intentaron una primera reforma monetaria en 1821, entre cuyos objetivos figuró la reacuñación general, la reducción del derecho de señoreaje para que los particulares llevasen sus metales a las cecas, y la prohibición de la circulación de las monedas francesas, cuya irrupción en España durante la guerra de la Independencia ratificaron las Cortes de Cádiz en 1813. La vuelta del absolutismo en 1823 acabó con el experimento monetario del Trienio. La reforma monetaria liberal, que llegó en 1848 de la mano del ministro de Hacienda Manuel Bertrán de Lis, convirtió al real en unidad monetaria, adoptó el sistema decimal y conservó el patrón bimetálico, con una relación de la plata frente al oro del 15,77, rebajada enseguida a 15,6. Aunque la reacuñación figuraba entre los objetivos de los ministros de Hacienda, no se acometió, de modo que continuaron circulando las viejas monedas del siglo XVIII y el numerario francés, junto con las piezas españolas más recientes. Ante la abundancia de oro en los años 1850, las autoridades españolas suspendieron las acuñaciones del mismo, reemprendidas en 1854 con una nueva relación bimetálica de 15,4. La legislación progresista de 1856 sobre bancos de emisión contribuyó a que aumentase la circulación de billetes, pero el grueso de la oferta monetaria seguía siendo moneda metálica. Pedro Salaverría, ministro de Hacienda de la Unión Liberal, impulsó en 1864 otra reforma monetaria, que mantenía la misma relación oro/plata: la nueva unidad establecida era el escudo, equivalente a diez reales o a medio peso duro. Tampoco en esta ocasión hubo reacuñación general.47 Apenas habían transcurrido veinte días desde la constitución del Gobierno provisional del general Serrano cuando un decreto del ministro de Hacienda Figuerola, del 19 de octubre de 1868, anunció que «la pese-
47 Para las políticas monetarias del siglo XIX y los primeros pasos de la peseta como moneda oficial siguen siendo imprescindibles los textos clásicos de Sardá (1987), Anes (1974a), Anes y Fernández (1970) y Tallada (1956).
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ta, moneda efectiva equivalente a cien céntimos», remplazaba como unidad monetaria al escudo, que no había sobrevivido ni un lustro como divisa oficial. El decreto de Figuerola estipulaba que el nuevo numerario de oro estaría constituido por cinco piezas de 100, 50, 20, 10 y 5 pesetas, con una ley de 900 milésimas; asimismo, como ya había ocurrido en 1864 con el escudo, distinguía dos tipos de moneda de plata: por un lado, el duro de 5 pesetas —como la pieza francesa de 5 francos— tenía una ley de 900 milésimas; por otro lado, las monedas de 2 y 1 peseta y las de 50 y 20 céntimos tendrían una ley de 835 milésimas. El sistema monetario de Figuerola quedó cerrado con la calderilla, en piezas de bronce de 10, 5, 2 y 1 céntimo. El decreto de 1868 también establecía que el Estado adquiriría a los particulares el oro y la plata de los duros, y que su amonedación no acarrearía ya el pago de derechos de señoreaje ni braceaje, como venía sucediendo desde 1864. Todas las monedas debían llevar inscritos su valor, peso, ley y año de emisión, así como las iniciales de los funcionarios que habrían de vigilar la exactitud del peso y de la ley. No estaba prevista la fabricación en serie de la moneda de 5 pesetas de oro, pues se trataba de un testigo para marcar los precios oficiales del oro y la plata: el duro de oro había de pesar 1,61 gramos y el de plata 25, de lo cual se desprendía que 1,61 gramos de oro equivalían legalmente a 25 gramos de plata; es decir, que la paridad oficial establecía que 1 gramo de oro valía 15,5 gramos de plata. La paternidad del proyecto de reforma monetaria no correspondió a Laureano Figuerola, algo que, por otra parte, el ministro de Hacienda no negó nunca. La idea partía de un informe elaborado por la Junta Consultiva de Moneda en 1867, respaldado por el Consejo de Estado en febrero de 1868. En 1867, una delegación gubernamental había asistido a la Conferencia Monetaria Internacional celebrada en París, y a su regreso los comisionados recomendaron el ingreso de España en la Unión Monetaria Latina, un tratado de integración monetaria en la esfera del franco francés, firmado el 23 de diciembre de 1865 por Francia, Suiza, Bélgica e Italia, al que se adhirieron poco después los Estados Pontificios, Grecia y Rumanía. Dichos comisionados argumentaron que, como las monedas de oro y plata de la Unión Monetaria Latina tenían menor cantidad de metal que los escudos españoles, la vinculación al franco supondría de hecho una devaluación, que frenaría la exportación de moneda española e incentivaría las inversiones extranjeras. La Junta Consultiva de Moneda, organismo asesor
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del Estado, aceptó la propuesta —si bien con algún voto en contra, como el del senador Vicente Vázquez Queipo— y elaboró un plan de reforma monetaria. Decidió la Junta Consultiva que la peseta remplazara al escudo, pues de entre las monedas acuñadas en el siglo XIX era la más semejante al franco francés: el franco pesaba 5 gramos, y las pesetas emitidas en Barcelona, entre 1836 y 1837, rondaban los 5,7. El ministro Figuerola hizo suyas las recomendaciones del estudio y consiguió aprobar el proyecto: «yo no tuve que poner de mi parte más que la voluntad y la decisión», reconocería ante las Cortes, en 1870.48
4.1. El ministro revolucionario y la peseta como primera moneda nacional Figuerola suscribió los argumentos del estudio de la Junta Consultiva de Moneda sobre la peseta, pero lo relevante, más que la paternidad del plan, fue la determinación y la rapidez con la que el ministro realizó la reforma monetaria. En efecto, a las tres semanas de la Revolución Gloriosa, la peseta ya era la moneda oficial; en noviembre ya estaba definido su programa iconográfico, y en el primer trimestre de 1869 salieron los primeros ejemplares de la ceca. Figuerola atribuyó un importante valor simbólico y político a la proclamación de la peseta como unidad monetaria nacional, que antepuso a sus convicciones monetarias. No era el ministro un bimetalista convencido. Cuatro años antes de acceder al Ministerio, durante un debate celebrado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1864, defendió el empleo de un solo metal «como moneda», tras ponderar los desequilibrios que entrañaba la excesiva producción de oro o de plata en los sistemas bimetálicos. Y mucho después de abandonar el Ministerio seguía siendo monometalista; en efecto, tras la depreciación de la plata a partir de los años setenta, abogó definitivamente por el patrón oro: en 1884 argumentó, de nuevo en la Academia, «a favor de un solo tipo monetario». Y en 1892, derrumbado ya el valor de la plata, apostó por suspender su acuñación. Pero, aunque no era un bimetalista, en 1868 no dudó en respaldar un proyecto que, como progresista en lo político y librecambista en lo económico, le permitía lograr dos objetivos:
48 Entre las publicaciones más recientes, véanse Martín Aceña (1998), Jiménez (2001), García Delgado y Serrano Sanz (dirs.) (2000) y Martorell (2001). La cita de Figuerola, en DSC-CD, 235, 10-III-1870, p. 6402.
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en primer lugar, marcar las distancias con un pasado que Figuerola reputaba deplorable, al tiempo que glosaba el comienzo de una nueva etapa en la política española; en segundo lugar, afianzar los lazos con Europa mediante una unión monetaria que facilitaría la libertad comercial.49 Cabe insistir en esto último: la militancia progresista de Figuerola tuvo mucho que ver con la conversión de la peseta en la unidad monetaria nacional. «Había que explicar al país que se entraba en una nueva era —apuntaría Figuerola en las Cortes, en marzo de 1870—, y así como todas las naciones consignan y perpetúan en sus monedas los hechos históricos que revelan los grandes cambios que se hacen en política, era necesario consignar en nuestra moneda que la España borbónica había desaparecido para siempre». De esta manera, quedaba superado el Antiguo Régimen, indisolublemente atado a los Borbones; y si los nuevos tiempos exigían nuevos símbolos, se preguntaba Figuerola: ¿por qué no comenzar por la moneda?, ¿qué mejor manera de difundir por cada rincón del país el triunfo de la revolución? Era preciso retirar de la circulación los viejos escudos con el busto de la reina y reemplazar los emblemas de la dinastía por los atributos de la Nación. Laureano Figuerola no escatimó argumentos para explicar las razones políticas que avalaban el cambio de moneda: «El triunfo de la revolución hacía indispensable […] la reacuñación de la moneda», decía en el preámbulo del decreto de la reforma monetaria. «No habiendo en España hoy más poder que la Nación, ni otro origen de Autoridad que la voluntad nacional —proseguía—, la moneda sólo debe ofrecer a la vista la figura de la patria, y el escudo de armas de España […] borrando para siempre de ese escudo las lises borbónicas y cualquier otro signo o emblema de carácter patrimonial o de persona determinada». Cerrada la puerta a un pasado ignominioso, insistía, había que retirar «del comercio y del trato general de las gentes aquellos objetos» que lo traían «a la memoria». Los historiadores económicos han tendido a relegar esta función política de la nueva peseta.50
49 Las intervenciones de Figuerola, en DSC-CD, 25-XII-1870, 326, p. 9426; Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo V, Madrid, 1884, pp. 99 y 680; y Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo VII, Madrid, 1893, p. 527. 50 La cita de Figuerola en las Cortes, en DSC-CD, 235, 10-III-1870, p. 6402. Sobre la peseta como instrumento de propaganda política, véase Martorell (2001). Sardá (1987), por ejemplo, apenas menciona las razones políticas de la proclamación de la peseta como unidad monetaria nacional, y para Anes y Fernández (1970) no pasan de ser una mera coartada para la reforma.
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El decreto de Figuerola ordenaba que las monedas «ostentaran una figura» que representara «a España, con las armas y los atributos propios de la Soberanía Nacional». El problema era determinar qué símbolos podían representar a la Nación. Con este fin, Figuerola solicitó a la Real Academia de la Historia un informe «acerca del escudo de armas y atributos de carácter nacional» que debían «figurar en los nuevos cuños». La Academia designó una comisión, presidida por Salustiano de Olózaga, viejo militante como Figuerola del Partido Progresista. Diligente, la Academia elevó su informe al Gobierno el 6 de noviembre de 1868. Con el fin de elegir la imagen que debía sustituir al perfil de la reina Isabel, la comisión estudió otras monedas europeas, y concluyó que la nación había de ser encarnada por una matrona, como la Britannia de los soberanos ingleses o «la elegante figura de Helvetia» de los francos suizos. Para concretar el tipo de matrona, los académicos de la Historia buscaron el modelo en las monedas de la Hispania romana, y eligieron «la preciosa alegoría» grabada en las monedas de oro del emperador Adriano, en las cuales Hispania aparecía representada por una «matrona recostada en los Pirineos, rodeada del Océano, con los pies en el estrecho, la rama de oliva en la mano y la diadema en la cabeza». Ésa era la imagen que había de simbolizar «la soberanía de la Nación».51 Los académicos de la Historia también diseñaron el escudo nacional que debía remplazar a las armas dinásticas en el reverso de las pesetas. Dicho emblema, al que se incorporaron las tres flores de lis de los Borbones en 1876, ha regido como escudo nacional hasta 1938, y fue recuperado por las Cortes con dicho fin en 1981. La matrona Hispania y el nuevo escudo nacional ilustrarían todas las monedas de plata acuñadas bajo el Gobierno provisional.52 51 No era una elección baladí; en un momento en el que la Academia de la Historia dedicaba sus empeños a la construcción de una mitología histórica nacional, la cuestión estaba clara: Adriano había nacido en Itálica y aquella moneda era un «emblema de los días de esplendor procurados a su Patria por los Césares españoles». El informe, en Real Academia de la Historia (1921). Sobre la construcción de la mitología histórica nacional, véase Álvarez Junco (2001), p. 195 y ss. 52 La comisión de la Real Academia de la Historia (1921) justificó su opción así: «Las armas de España han sido hasta ahora las de la persona reinante», que sólo representaban a los antiguos reinos incorporados al patrimonio familiar dinástico mediante la política nupcial y las herencias; por esa razón no había referencias en el escudo Borbón al reino de Navarra, ganado por las armas. A juicio de los académicos, «el blasón de la Nación espa-
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La filiación progresista de la peseta estuvo a punto de dar al traste con la nueva unidad monetaria nacional, pues los políticos que antaño militaron en el Partido Moderado y quienes seguían a Cánovas en el Partido Alfonsino emprendieron un duro combate contra la moneda de la revolución. El hacendista conservador Fernando Cos-Gayón recalcó en 1872 la «notoria resistencia que encuentra en España el establecimiento de la nueva unidad monetaria»; «las oficinas la usan en sus cálculos —añadía— porque así les ha sido mandado; pero el comercio, el Banco de España y los particulares siguen contando por reales o por escudos». También arremetió contra la peseta el canovista Elduayen en las Cortes, y un escritor anónimo lamentó en 1877 que la declaración política del decreto de 1868 impidiera que la nueva moneda fuera «una legalidad común a todos los partidos». El miedo a un cambio de moneda, tras la liquidación de la aventura del Sexenio, quedó despejado cuando el Banco de España, tras la concesión del monopolio para la emisión de billetes en marzo 1874, aceptó la nueva unidad monetaria en julio de dicho año, y cuando, dos años después, el Gobierno Cánovas acuñó las primeras monedas de oro del nuevo sistema.53
4.2. El pleito del oro: ¿monedas de cuatro o de cinco duros? El decreto Figuerola razonaba las bondades de la aproximación de España a la Unión Monetaria Latina. Librecambista decidido, Figuerola
ñola como unidad política» debía reflejar «la historia de este Estado, tal y como se halla constituido». León, Castilla, Aragón, Navarra y Granada, junto «con los dominios de ultramar», componían ese «gran todo». La Academia propuso dividir el escudo en cuatro partes iguales, o cuarteles. «El primer cuartel —detallaba el informe— contendrá el castillo de oro en campo rojo de CASTILLA; el segundo el León rojo en campo de plata, con corona, lengua y uñas de oro de LEÓN; el tercero, debajo del castillo, las cuatro barras encarnadas en campo de oro de ARAGÓN; el cuarto, debajo del León, las cadenas en campo rojo de NAVARRA». Respecto al reino de Granada, la comisión aceptó la imagen tradicional, «expresada desde el siglo XV por una granada al natural, en el triángulo inferior». América, por último, estaba representada por las columnas de Hércules, una a cada lado del escudo, y el plus ultra de Carlos V, «ornamento especial y propio de las armas de España, glorioso emblema del descubrimiento y ocupación de las tierras ultramarinas». 53 Cos-Gayón elogiaba el «tránsito del real al escudo», que tildó de «sencillo y fácil», mientras veía en el paso del escudo a la peseta «dificultades grandes» y «repugnancias invencibles». Además, estimó que la aproximación a la Unión Monetaria Latina era «un mero acto de imitación, comparable a los de los carneros de Panurgo, que saltaban donde habían visto saltar a su vecino»; Cos-Gayón (1872). Estudio sobre la cuestión…, 1877.
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veía en las uniones aduaneras y monetarias un camino abierto al progreso. Así, en 1860, alabó las virtudes del Zollverein, que «tomó por sistema prescindir de la idea de nacionalidad para la colocación de las fronteras aduaneras», y los países integrantes habían «llegado por medio de la asociación a un sistema común de monedas, pesos y medidas». Al igual que el informe del Consejo de Estado, Figuerola asumió la conveniencia de «un nuevo sistema monetario que estuviese en relación con el de las cuatro naciones más vecinas a España».54 No obstante, aunque el decreto establecía un sistema monetario equiparable al de la Unión Monetaria Latina, Figuerola renunció a pedir la integración de España en la Unión. En efecto, ante la declarada provisionalidad del Gobierno del general Serrano, decidió preservar la «libertad de acción» del Ministerio que saliera respaldado por la prevista Asamblea constituyente.55 Hay que recordar que Figuerola decidió aproximarse a la Unión Monetaria Latina en una coyuntura internacional comprometida, que complicó y retardó la implantación de su sistema monetario. Por un lado, la Conferencia Monetaria Internacional de 1867, celebrada en París, debatió la creación de una moneda común a todas las economías desarrolladas, para impulsar el comercio exterior. Con este fin, la Conferencia propuso que todos los países ajustaran sus piezas de oro para compartir una moneda de 8 gramos de peso y 900 milésimas de ley, primera pieza de un futuro sistema monetario internacional. Los británicos debían devaluar la libra de oro, cuya ley era de 917 milésimas. Por el contrario, la moneda norteamericana de cinco dólares —la media águila—, de ley inferior, debía revalorizarse ligeramente. En España también circulaba una moneda equiparable: los 10 escudos de oro de 1864 —el centén de Isabel—, de 900 milésimas y 8,3 gramos. Sin embargo, la Unión Monetaria Latina carecía de una pieza de 8 gramos de oro: de la moneda de 20 francos, de 6 gra-
54 «Hoy que rompemos con nuestro pasado —proclamaba el ministro en el preámbulo del decreto—, […] España abre los brazos a sus hermanas de Europa, y da una nueva y clara muestra de la resolución inquebrantable con que quiere unirse a ellas, para entrar en el congreso de las naciones libres». Y añadía que «Las importantes relaciones que tenemos con estos pueblos […] han de aumentar considerablemente a medida que vayan haciéndose en nuestro sistema rentístico las profundas y radicales alteraciones reclamadas por la ciencia y la justicia». 55 Las citas de Figuerola, en Memorias de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, tomo V, Madrid, 1884, p. 74, y DSC-CD, 235, 10-III-1870, p. 6402.
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mos, se pasaba a la de 50 francos, de 16 gramos. Para impulsar la moneda universal, Francia —y con ella la Unión Monetaria Latina— debía crear una moneda de 25 francos de oro, 8 gramos de peso y 900 milésimas de ley. El Gobierno francés designó una comisión, que emitió en 1869 un dictamen favorable. Pero la reticencia inglesa a devaluar la libra y el inicio de la guerra franco-prusiana en 1870 bloquearon la iniciativa. Figuerola se hallaba, pues, ante una complicada disyuntiva. Podía batir las monedas oro de 20 pesetas, contempladas en el Decreto del 19 de octubre de 1868. Pero también podía esperar a que la Unión Monetaria Latina se decantara por la pieza de 25 francos, y acuñar una moneda equivalente de 25 pesetas, semejante a los centenes en circulación, que facilitaría su canje. Por otro lado, el descubrimiento de nuevas minas en Estados Unidos y el perfeccionamiento del proceso de electrólisis para refinar minerales inundaron de plata las economías occidentales, y el precio de este metal se desplomó en el mercado. En este contexto actuó la Ley de Gresham: el oro se apreció y desapareció de la circulación, mientras que la plata inundaba las plazas comerciales. La sangría de oro obligó a tirar nuevas series en dicho metal y, a la espera de cuál fuera la actitud definitiva de la Unión Monetaria Latina ante la moneda de 25 francos, el Gobierno provisional siguió labrando centenes de 4 y 10 escudos con los viejos cuños de Isabel II. El sucesor de Figuerola en Hacienda, Segismundo Moret, ya en el Gobierno del general Serrano, bajo el reinado de Amadeo I, fue quien decidió, el 15 de marzo de 1871, crear una moneda de 25 pesetas de oro, que sustituiría a la de 20 pesetas en el aún balbuciente sistema monetario. Sin embargo, el Gobierno Serrano cayó antes de que Moret acuñara la moneda. Fue Servando Ruiz Gómez, heredero de la cartera de Hacienda en el subsiguiente gabinete Ruiz Zorrilla, quien autorizó, el 22 de agosto de 1871, la emisión de la moneda de 25 pesetas de oro. Según el mandato de la Conferencia Monetaria Internacional de 1867, pesaba 8 gramos, con una ley de 900 milésimas. El Gobierno quiso homologar las 25 pesetas de oro con los centenes de 10 escudos de Isabel II, con idéntica ley pero 8,3 gramos de peso, pues ambas monedas, en términos del viejo sistema monetario isabelino, valían 100 reales. Pero rectificó ante la oposición del Banco de España, que se negó a cambiar los centenes de 8,3 gramos de oro depositados en sus reservas por las monedas de 25 pesetas de 8 gramos, pues perdía con el canje 0,3 gramos de oro por pieza. El Gobierno alegó que el desgaste por uso de la moneda isabelina compensaba la diferencia
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en el peso. Pero este débil argumento no prosperó, pues los centenes de 10 escudos habían nacido en 1864 y apenas habían sido utilizados. Sin el apoyo del Banco de España, el Gobierno no se atrevió a acuñar la nueva moneda. El 15 de septiembre de 1871, en consecuencia, una Orden del Ministerio de Hacienda dispuso que la Casa de la Moneda continuara la emisión de los centenes, conforme a la normativa de 1864. Esto tuvo graves consecuencias, porque, revalorizado el oro por la caída del precio de la plata, los escudos isabelinos, con más cantidad de metal que otras monedas europeas, siguieron emigrando nada más salir de la ceca. Ante esta situación, en 1873 las autoridades republicanas suspendieron la amonedación del oro. En total, desde 1868 hasta 1873, la Casa de la Moneda fabricó 19,5 millones de piezas de 10 escudos con la efigie de la reina derrocada; lo que no dejó de ser una mala pasada para el sistema monetario de Figuerola. Y desde 1873 rigió en España, de facto, un patrón-plata.56 Paradójicamente, fue ya en la Restauración cuando se resolvió el dilema. En el año 1876, a instancias de la Junta Consultiva de Moneda, el Gobierno Cánovas acuñó las primeras piezas de oro de 25 pesetas, según la reforma de 1871. Una década después, la Ley de Presupuestos de 18871888 remplazó las piezas de 25 pesetas de oro por las de 20, que habían sido concebidas originariamente en el Decreto Figuerola. Esta medida buscaba la intensificación de las relaciones económicas con Francia, y fue respaldada tres años después por una Real Orden que autorizó la admisión en las cajas públicas españolas de las monedas de oro de 20 y 10 francos, equivalentes a las de 10 y 20 pesetas.
4.3. Un aluvión de bronce Las piezas de oro y plata se venían acuñando, desde 1868, en la Casa de la Moneda de Madrid. Pero las piezas de bronce eran fabricadas por la empresa francesa Oeschger, Mesdach & Cie, que tenía su sede central en París y la fábrica en Biache Saint Vaast, un pueblecito del norte de Francia. Sus encargos dependían administrativamente de la Casa de la Moneda de Barcelona, uno de cuyos inspectores residía en Biache. El representante de Oeschger en España era José Canalejas y Casas, político e
56 Véase Fernández Villaverde (1890).
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ingeniero, padre del futuro presidente del Gobierno José Canalejas. La contrata se remontaba a 1865; con el político de la Unión Liberal de O’Donnell García Barzanallana en el Ministerio de Hacienda, fue ratificada por Decreto del 7 de marzo de 1870, y se prolongó hasta bien entrado el reinado de Alfonso XII. No faltó quien criticara a Figuerola por el modo en que se ratificó el contrato con la casa Oeschger, pues el ministro de Hacienda prefirió premiar a «quien con exactitud había cumplido el contrato anterior», según alegó en el Congreso, y no a quien «había hecho la proposición más beneficiosa», como le reprochó el alfonsino Elduayen. El acuerdo entre el Estado español y la empresa francesa en 1870 preveía la acuñación de 32 millones de pesetas en calderilla, con el fin de anegar el mercado de las piezas fraccionarias, principal instrumento de cambio en las pequeñas transacciones diarias. De este modo, las autoridades económicas pretendían expulsar de la circulación a la calderilla de los sistemas anteriores al de 1868, y asentar el nuevo sistema monetario. «Hágase inmediatamente el vacío en el mercado respecto al cobre y bronce antiguos», proclamó a este respecto, a modo de consigna, el político y publicista Joaquín Sanromá. Por otra parte, el Estado obtenía un beneficio del 75 por 100 en la amonedación del bronce, una cifra importante para una Hacienda en creciente déficit.57 La amonedación masiva de bronce, sin embargo, desató la protesta de los comerciantes, pues el aluvión de nueva moneda fraccionaria, sumada a la ya existente, provocó una inflación de calderilla. Habitualmente, los comerciantes realizaban sus transacciones en piezas de bronce o cobre; en cambio, estaban obligados a efectuar los pagos al Estado y las operaciones de crédito en moneda de plata. Ahora bien, las piezas de plata, a diferencia de las de bronce, además de su valor monetario tenían un alto valor intrínseco, de modo que quienes cambiaban bronce por plata debían pagar una pequeña prima. Todavía en 1913, como contó el novelista Antonio Martínez Viergol en La Historia de una peseta contada por ella misma, una peseta de plata podía cambiarse por 110 céntimos de bronce.
57 Figuerola, en DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9428, y Elduayen, en DSC-CD, 325, 24-12-1870, p. 9403. Sanromá (1872). El republicano Juan Tutau insinuó que Figuerola perseguía un ingreso extra para la Hacienda con la amonedación de bronce, práctica habitual con la moneda de plata tras la devaluación del metal, en los años ochenta del siglo; Tutau, DSC-CD, 235, 10-III-1870, p. 6399.
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Y el exceso de moneda de bronce tendía a devaluar su precio a la par que aumentaban la prima pagada por el cambio y el miedo a que la moneda fraccionaria desplazara a la de plata del mercado. Por todas estas razones, la Junta de Agricultura, Comercio e Industria de León, aconsejaba la refundición de la calderilla de sistemas monetarios anteriores al tiempo que se acuñaban las nuevas monedas. La reacuñación, empero, tardaría varios años en llegar.58
4.4. La lenta consolidación de la peseta Con todo, la normalización de la peseta fue lenta y tuvo que vencer distintos obstáculos. El primero, y fundamental, eran los hábitos del país en contar en reales, y no en pesetas ni, por cierto, en escudos. Es muy significativo que las discusiones en las Cortes se siguieran realizando en esa unidad de cuenta; el propio Figuerola en el discurso de 1870, que hemos analizado anteriormente, evaluaba sus actuaciones en el Ministerio en reales, como hacían los diputados. El segundo problema surgía de las acuñaciones. A la altura de 1872 aún no estaba claro su futuro; hasta el punto de que una Real Orden del 27 de octubre de 1871 cuestionó si la reforma monetaria de 1868 había de «continuar, aplazarse o abandonarse», y nombró una comisión para que decidiera al respecto. En el preámbulo de dicha Real Orden se vertían varias consideraciones «nada favorables al sistema de 1868», apuntó el político y economista Joaquín María Sanromá, quien, en dicha comisión, defendió la supervivencia de la peseta, hija de la revolución septembrina, al tiempo que protestó por el «tristísimo expediente de lanzar al mercado en 1871, bajo la dinastía de Saboya, monedas isabelinas con el milésimo o fecha de 1868». Otros miembros de la comisión, como Vicente Vázquez Queipo o Manuel Alonso Martínez, no apostaron por la
58 «Ya hoy la moneda de cobre abunda en desproporción con las de oro y plata hasta el punto de que el comercio sufre quebranto, porque abrumado con la abundancia de la calderilla tiene que someterse a descuentos que llegan con frecuencia al tres por ciento», lamentaba la Junta de Agricultura y Comercio de Málaga, en un informe elevado a las Cortes el 30 de junio de 1870. En cumplimiento de la Ley de Gresham, proseguía, «la moneda de cobre, tan abundante, aparta de la circulación las de oro y plata». En favor de la refundición, la Junta de Agricultura, Comercio e Industria de León aducía que «la moneda antigua que difiere de la moderna en peso y volumen […], ocasiona confusión […] exige el doble de tiempo para su recuento y no suministra la exactitud que piden los negocios». Las protestas de las Juntas, en ACD, Serie General, leg. 142/14. Martínez Viergol (1913).
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peseta y emitieron, recordaría Villaverde, «votos favorables al restablecimiento del anterior sistema del escudo». Estas críticas coincidieron con la oposición del Banco de España al nuevo sistema monetario y con las censuras de los canovistas alfonsinos a la moneda progresista. Pero, al fin, la comisión respaldó a la peseta, cuya consolidación definitiva se debió a dos hechos fundamentales. El primero fue que, en julio de 1874, el Banco de España, precisamente tres meses después de que Echegaray le concediera el monopolio de emisión de billetes, adoptó la nueva unidad monetaria y ordenó la primera emisión de papel moneda en pesetas. El segundo fue que el Gobierno Cánovas no sólo no quiso prescindir de la moneda revolucionaria, sino que le dio el espaldarazo definitivo, al cerrar, como hemos visto, el sistema de Figuerola, emitiendo las primeras pesetas en oro, en 1876.59 Mas en la práctica, la peseta aún tardó mucho tiempo en afianzar su hegemonía como unidad monetaria nacional. Hasta noviembre de 1887, el peso fuerte de 20 reales de vellón siguió siendo la unidad de cuenta oficial para fijar los cambios con el extranjero. Y la peseta nunca llegó a circular en ultramar: aunque el decreto de 1868 la convirtiera en la moneda de «todos los dominios españoles», el peso, divisa tradicional americana, siguió vigente en Cuba, Puerto Rico y Filipinas hasta la pérdida de las colonias. El decreto de 1868 dispuso que el uso de la peseta fuera obligatorio en las tesorerías públicas y entre particulares a partir del 31 de diciembre de 1870, pero un nuevo decreto estableció una moratoria en las transacciones privadas hasta enero de 1872. No obstante, esta disposición tampoco llegó a cumplirse, y las nuevas monedas convivieron más de treinta años con la pléyade de piezas de los anteriores sistemas monetarios. El propio Figuerola había señalado en el Congreso, en marzo de 1870, que «la reacuñación de la moneda en España» seguía «siendo necesaria, imprescindible». Y tenía toda la razón, porque había 97 tipos monetarios diferentes en circulación, muchos de los cuáles se remontaban hasta el siglo XVIII. El problema de la operación era, una vez más, presupuestario, por el alto coste de la refundición, que no podía asumir el Gobierno debido al «déficit en que nos encontramos», lamentaba Figuerola. Las reacuñaciones de moneda fueron a distinto ritmo, según el metal. Así, la del cobre y el
59 Sanromá (1872) y Fernández Villaverde (1890).
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bronce comenzó ya en el Sexenio, y a la altura de 1886 ya se habían refundido 48,4 millones de pesetas, como señaló el ex ministro de Hacienda Servando Ruiz Gómez. Pero la recogida de las monedas de oro anteriores a 1868 no se inició hasta 1877 y se prolongó hasta 1882, aunque siguieron menudeando las entregas hasta 1887. Algo más se demoró, finalmente, la reacuñación de la plata: fue iniciada en 1883 y se extendió a los primeros años del siglo XX, pues, todavía en 1900 y 1901, la Casa de la Moneda recibió 10,2 y 4,6 millones de pesetas en vieja moneda, respectivamente. El numerario de plata anterior a 1868, empero, no perdió definitivamente su curso legal hasta un decreto de noviembre de 1902. Sólo entonces, desaparecido ya el peso de ultramar, la peseta fue la única moneda vigente en España.60
5.
Una evaluación de Figuerola como ministro de Hacienda
La obra de Figuerola en Hacienda ha tendido a ser juzgada muy rigurosamente, sin tener presentes las difíciles condiciones en las que tuvo que trabajar. Las críticas ya son de entonces, y el propio Figuerola se defendió de las acusaciones en las Cortes.61 En su defensa hay que decir que nuestro ministro de Hacienda era un pensador de profundas convicciones; había elaborado muy bien su estrategia, y, por ello, no tenía motivos de arrepentimiento. Decía: «Creo que es tan bueno el Plan de Hacienda que yo he seguido que […] debo decir que me muestro impenitente, y que creo había entrado en el buen camino».62 Los problemas de las reformas del ministro de Hacienda de la revolución surgieron de las difíciles circunstancias, muy hostiles para las ideas reformadoras de los «economistas». Para calibrar la actuación de Figuerola en Hacienda, por tanto, hay que situarse en el contexto histórico: una revolución con destronamiento 60 Ruiz Gómez (1886). Sobre las refundiciones, véanse también Ortí y Brull (1893) y Rodríguez (1902). 61 Por ejemplo, se le acusó de haber actuado en Hacienda «a cencerros tapados», y se defendió afirmando que había redactado tres memorias sobre el estado de la Hacienda en menos de tres años (dos presentadas a las Cortes y otra al Gobierno), y que eso no era la práctica habitual en los ministros de Hacienda. Por otro lado, la publicidad de los contratos de fondos había sido grande, pues Figuerola los había llevado a las Cortes y se habían publicado en los períodicos. 62 DSC-CD, 326, 25-XII-1870, p. 9425.
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de la reina; sublevaciones aquí y allá; demora en la búsqueda de un monarca, acompañado todo ello de conflictos internacionales (guerra francoprusiana) y de una gran inestabilidad política y social en el interior, y de grupos sociales refractarios a las reformas tributarias. Así era muy difícil negociar los empréstitos y reformar la Hacienda. El propio ministro confesó que no ansiaba el cargo. Fue llevado al Ministerio por sus «dignos compañeros de revolución», y, después de «ver hombres de grande inteligencia y de gran valor arredrados para ocupar el puesto», Figuerola creyó «un deber aceptar esa gravísima responsabilidad». Tal era la situación, que dijo «a todo el mundo» que no se le considerase «como ministro de Hacienda, sino el liquidador de épocas anteriores: que iba al Ministerio de Hacienda como el soldado va a la brecha a morir al pie de ella, para que otros sobre su cadáver suban a las almenas y planten su bandera». En el Parlamento, Figuerola describió con tintes dramáticos las graves dificultades que pasó en los primeros tiempos de la revolución para conseguir fondos y renovar créditos. Él, que no había conocido deudas en su vida privada, se «encontró con el amargo trance de ver pesar sobre [sus] espaldas las deudas del Estado».63 Las tribulaciones de Figuerola no acabaron en 1868, sino que ese suplicio se repitió posteriormente, con ocasión, al menos, de la emisión de los bonos del Tesoro. Todas esas circunstancias tampoco favorecían sus reformas fiscales. Después de describir las mayores dificultades, Figuerola decía: «Pues todo esto vino a caer sobre el ministro de Hacienda, que al cabo ha tenido la satisfacción de servir a la revolución hasta su término, hasta la venida del Monarca, y dejar su puesto para que un nuevo Ministro de Hacienda pueda hacer lo que a él no le fue dado proyectar, nuevas contribuciones y procurar el desarrollo de las fuentes productoras, para que el país se robustezca y pueda llegar de manera fácil y segura a la nivelación del presupuesto».64 Éste era el programa que él hubiera querido realizar, pero las difíciles circunstancias se lo impidieron. 63 Tal era la angustia que sintió que llegó a concebir el suicidio. Afortunadamente, contó con el apoyo de Gabriel Rodríguez, que le quitó rápidamente aquel «mal pensamiento». Entre lágrimas, confesaba Figuerola que el «suplicio» que pasó en vísperas de la Navidad del 68 no lo había revelado «ni aun a [su] pobre mujer». Este momento en las Cortes debió de ser terrible para Figuerola, aunque aún tuvo agallas para decir que «no me avergüenzo de la impresión que estoy sufriendo en este instante». 64 DSC-CD, 326, 25-XII-1870, pp. 9435-9436.
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Como decíamos al principio de este capítulo, las reformas arancelarias y fiscales de Figuerola generaron una intensa polémica en su época y, hasta la fecha, casi han monopolizado el interés de los historiadores por la obra de este ministro de Hacienda. Ambas hicieron de Figuerola un político muy discutido, pero apenas sobrevivieron a su paso por el Ministerio. El mismo ministro, y sus sucesores, hubieron de rectificar su reforma tributaria: Juan Francisco Camacho, titular de Hacienda en el gabinete del general Zavala, dio la puntilla a la política fiscal del «ministro de Hacienda de la revolución» al restaurar la contribución de consumos como impuesto estatal, el 26 de junio de 1874, poco después del golpe de Pavía y de la concesión del monopolio de emisión de billetes al Banco de España. De este modo, la plena restauración del sistema tributario de 1845 acaeció antes de que finalizara el Sexenio democrático y regresaran los Borbones. Por otro lado, recién iniciado el reinado de Alfonso XII, el día después de la capitulación de los carlistas en Seo de Urgel, la reforma arancelaria de Figuerola fue puesta en cuarentena, pues el 27 de julio de 1875 el Gobierno Cánovas aprobó la suspensión del desarme arancelario. El propio Cánovas suspendió el 17 de agosto de 1876 la aplicación de la base quinta del Arancel de 1869, que hacía del mismo un arancel no librecambista, pero sí «proteccionista dinámico», y el 6 de julio de 1882 se abolió definitivamente dicha base quinta, cuando Camacho —el mismo ministro que había liquidado la reforma tributaria de Figuerola— ocupaba la cartera de Hacienda en el Gobierno Sagasta. Así pues, la reforma más duradera de Laureano Figuerola fue la instauración de la peseta como unidad monetaria nacional. Y este hecho es paradójico, porque el sistema bimetálico no respondía a las ideas monetarias de Figuerola, como hemos visto. Podríamos concluir, pues, que lo que perduró de su obra fue aquello que impulsó, no por sus convicciones económicas, sino por sus creencias políticas. Precisamente, por su fracaso en Hacienda, Figuerola ha de ser considerado como uno de los ministros de Hacienda más interesantes del siglo XIX. Es difícil encontrar otro que fuese más fiel a su doctrina económica; al contrario que casi todos los demás, no sacrificó sus principios a los fines recaudatorios. Fracasó, precisamente, por su atrevimiento para poner en práctica sus ideas en el campo de la tributación y por su intransigencia para no traicionar sus creencias hacendísticas y comerciales. Además, hay que señalar que se sentía respaldado por los aires revolucionarios que
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soplaron en el país en 1868. Pero en cuanto pasó el influjo revolucionario, en 1870, comenzó a apagarse la estrella de Figuerola. Su cruzada contra los estancos, que le hubiera llevado a suprimir también el del tabaco, y su empecinamiento en mantener su estrategia de promover el crecimiento, sacrificando la consecución a corto plazo del equilibrio presupuestario, fueron sin duda los determinantes de su dimisión de Hacienda, cuando la revolución había concluido. Su salida del Ministerio significó el fin de la Hacienda revolucionaria, y las prácticas presupuestarias y tributarias comenzaron a volver a su cauce: la vuelta al pragmatismo fiscal y la búsqueda de recursos a cualquier precio, aun a costa de renunciar a los principios básicos de la economía clásica. Como la conservación de los monopolios, y la creación de otros; la restauración de los consumos y la aniquilación de su arancel industrialista. En favor del genio de Figuerola hay que decir que su obra fue aplastada por las turbulentas circunstancias políticas del Sexenio y, después, por el triunfo del conservadurismo y de los intereses económicos, durante la Restauración, cuando las ideas de los «economistas» comenzaron a perder terreno.
JOSÉ ECHEGARAY, ECONOMISTA Pedro Tedde de Lorca (Banco de España)
1. José Echegaray, ingeniero y librecambista José Echegaray y Eizaguirre nació en Madrid en 1832, hijo de padre aragonés —profesor de instituto de enseñanza media— y madre navarra. En 1848 comenzó en Madrid a estudiar la carrera de ingeniero de Caminos. La temprana afición de Echegaray a las matemáticas —compatible con su confesado interés hacia la lectura de novelas y dramas— influyó seguramente en la elección de aquella actividad profesional. La Escuela de Caminos, Canales y Puertos, al igual que las restantes escuelas españolas de Ingeniería, había recibido, en diversos órdenes —también en lo referente a los estudios de matemáticas— la influencia de las grandes instituciones de enseñanzas superiores de Francia, en especial de la École Polytechnique, creada en 1794. La madrileña Escuela de Caminos, Canales y Puertos había sido fundada en 1803, y tras una interrupción en su funcionamiento, quedó reabierta en 1834, gracias al impulso ministerial de Francisco Javier de Burgos. Echegaray permaneció en dicha Escuela hasta 1853, año en el que obtuvo el título de ingeniero de Caminos con el primer número de su promoción, habiendo alcanzado las máximas calificaciones en todas las asignaturas de la carrera.1 Acabada su etapa de estudiante en la Escuela, Echegaray fue destinado en 1854 al distrito de Granada. Ése fue su primer trabajo profesional, 1 Sánchez Ron (ed.) (1990), pp. 17-36.
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que el joven ingeniero alternó con su arraigada afición al estudio de las matemáticas, mantenida a lo largo de toda su vida, y que siempre supo hacer compatible con el ejercicio de su profesión y con el resto de las actividades —literatura, periodismo, política— que emprendió. El golpe militar de la Vicalvarada, en junio del mismo año de 1854, dio paso a un Gobierno del Partido Progresista, en el cual colaboraron activamente algunos profesores de la Escuela de Caminos. Tras producirse las correspondientes vacantes en la Escuela, Echegaray fue llamado para ocuparse de diferentes asignaturas, entre otras Cálculo diferencial e integral, disciplina a cuya docencia más tiempo dedicó. Echegaray utilizó como texto, en sus clases, la Teoría de las funciones y del cálculo infinitesimal de Cournot. De este autor tradujo Echegaray Cálculo de variaciones, en 1858.2 Echegaray fue implicándose, de manera progresiva, en las polémicas sobre economía política que se debatían en el Madrid de mediados del siglo XIX. Junto con Gabriel Rodríguez, también profesor de Caminos y su mentor en cuestiones económicas, fundó El Economista, con el objeto de difundir las ideas librecambistas. Asimismo comenzó Echegaray una tarea que nunca abandonaría y para la que estaba particularmente dotado: la divulgación científica. En 1857, pronunció una conferencia en el Ateneo de Madrid, titulada Astronomía popular. Seguramente fue en sus exposiciones de divulgación científica, y en sus discursos políticos —en los que, con frecuencia, utilizaba metáforas tomadas de la geología o de la física—, en los que Echegaray mostró sus mejores facultades como escritor.3 En 1857, Echegaray figura entre los primeros afiliados a la Sociedad Libre de Economía Política de Madrid, y en 1859 fundó, con otros librecambistas, la Asociación para la Reforma de Aranceles de Aduanas; en ambas, ocupó puestos directivos.4 Estas dos asociaciones, junto con El Economista, con una pretensión más académica, fueron los medios preferentes utilizados por Echegaray para propagar sus ideas económicas.5 2 Sánchez Ron (ed.) (1990), pp. 37-42. 3 Hasta edad muy avanzada, Echegaray publicó en la prensa diaria —en concreto en ABC, en los comienzos del siglo XX— artículos divulgativos sobre modernos descubrimientos científicos. 4 Fornieles (1989), p. 70. 5 Tortella (1973), p. 67.
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La Sociedad Libre de Economía Política surgió de la iniciativa de Figuerola, Colmeiro y Rodríguez, tras acudir, como representantes españoles al Congreso internacional sobre Reforma de Aranceles, celebrado en Bruselas en 1856. La nueva Sociedad nació según el modelo de la Sociedad Libre de Economía de París, y pronto se unieron a ella Nicolás María Rivero, Joaquín María Sanromá, Salustiano Olózaga y Práxedes Mateo Sagasta. No todos los liberales afectos al progresismo, o a otras opciones políticas afines, eran librecambistas; más bien ocurría lo contrario. Por ello, los partidarios de las ventajas económicas de la apertura exterior de los mercados hubieron de coaligarse, fuese cual fuese su adscripción política concreta, a fin de convencer de sus conceptos a una mayoría de defensores de la protección aduanera, considerada por éstos instrumento imprescindible para el progreso económico e industrial de España. La Asociación para la Reforma de Aranceles de Aduanas tuvo como modelo la correspondiente Liga Inglesa —cuyo objetivo principal había sido la derogación de las Leyes de cereales, conseguida en 1846—, y asimismo estaba abierta a todos los partidos políticos. Echegaray participó en los mítines de la Asociación para la Reforma de Aranceles desde el mismo 1859, año de la formación de aquel grupo. Las habilidades propagandísticas de Frédéric Bastiat en su popular libro Harmonies économiques, traducido al castellano en 1858 y reeditado muchas veces, eran utilizadas con provecho por un Echegaray con proclividad innata a la retórica y, capaz de entretener al público con recursos frecuentes, a la ironía.6 La obra de Bastiat —según J. A. Schumpeter— hubiera podido ser considerada por la posteridad como la del «periodista económico más brillante de la historia», pero en ningún caso la de un economista teórico. Lo impediría su escasa capacidad de razonamiento y de recursos analíticos. No merecen un juicio científico más benévolo al economista austríaco los trabajos de otros autores franceses, partidarios del laissez-faire y colaboradores habituales del Journal des Économistes, revista muy leída por los librecambistas españoles a mediados del siglo XIX.7 Echegaray se declara, en sus Recuerdos, admirador entusiasta de Bastiat, a quien leyó, por primera vez, a 6 Fornieles (1989), pp. 109-126. Otras obras de Bastiat traducidas al castellano fueron Sofismas económicos (1846, 1847 y 1859) y Cobden y la Liga (1847 y 1865). Armonías económicas fue editada cuatro veces en España. Véase Lluch y Almenar (2000), pp. 132-133. 7 Schumpeter (1971), pp. 560-561 y 920-921.
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los veintidós años. No sólo alaba, transcurrido más de medio siglo, el estilo literario de aquellas tempranas lecturas sino también el rigor de los argumentos y demostraciones teóricas, traducibles, según el autor español, al lenguaje matemático.8 Sin embargo, Echegaray reconoce y elogia los escritos de otros economistas como Jevons y Walras, iniciadores con Menger de la escuela marginalista y cuya aplicación de las matemáticas —sobre todo, del cálculo diferencial— había de resultar grata a Echegaray. Pero las aportaciones fundamentales de los economistas matemáticos, salvo la de Cournot, se publicaron en la madurez de Echegaray. José María Zumalacárregui destaca que Echegaray conocía a los economistas arriba mencionados, aunque en sus Recuerdos no menciona a Pareto, a Wicksell, a Edgeworth, ni a Marshall. Cuando estos autores realizaron sus aportaciones fundamentales a la teoría económica, Echegaray había seguramente relegado su interés por estos problemas a un plano secundario, siendo ya sus ocupaciones primordiales la literatura y la física matemática.9 La de Bastiat, en cambio, fue lectura de juventud y de apasionamientos, compartida e inducida por Gabriel Rodríguez. El hecho de que aquellos interesados en los problemas económicos, y conocedores del análisis matemático de la época, optaran por la vía propagandística y doctrinal, contribuyó probablemente al alejamiento de los españoles de la economía deductiva a lo largo de, al menos, cincuenta años.10 Hacia 1860, Echegaray, al igual que otros economistas partidarios del librecambio, se muestra próximo a la filosofía de los krausistas, así como a la línea política de los demócratas individualistas. Dicha proximidad encuentra su expresión idónea en La Razón, revista de fugaz existencia pero de contenido, sin duda, interesante para conocer las opiniones de los racionalistas españoles de mediados del siglo XIX, y su intento de aplicar a las cuestiones sociales las leyes reveladas por los supremos criterios de la lógica y de la conciencia, purificadas del peso histórico de las instituciones y de las influencias dogmáticas.11 Echegaray reconoce en sus Recuerdos las estrechas relaciones con los krausistas españoles, con quienes compartía, además del credo democrático, la libertad de pensamiento y de conciencia y la libre asociación sin privilegios ni restricciones.12 8 9 10 11 12
Echegaray (1917), vol. II, pp. 369-373. Zumalacárregui (1946), pp. XXI-XXVI. Pascual (2000), pp. 535-542. Fornieles (1989), pp. 139-166. Cabrillo (2000), pp. 493-494.
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La segunda mitad de la década de 1860 es de crisis económica y de progresiva tensión política, con fuertes medidas represivas como la destitución de Emilio Castelar de su cátedra de Historia de la Filosofía, en la Universidad Central, o la censura de la prensa de la oposición al Gobierno. En estos años, Echegaray reduce su actividad política pero no renuncia a la expresión de sus ideas. En 1865 fue elegido miembro de la Academia de las Ciencias; un año después efectuó su ingreso, leyendo un discurso titulado La historia de las Matemáticas puras en nuestra España. Con su habitual vehemencia, el nuevo académico se lamenta de que las únicas contribuciones españolas a las matemáticas, en el siglo XVII, fueran «libros de cuentas y geometrías de sastres». Si, prescindiendo de aquellos siglos en que la civilización arábiga hizo de España el primer país del mundo en cuanto a la ciencia se refiere, sólo nos fijamos en la época moderna, y comenzamos a contar desde el siglo XV, bien comprenderéis que no es esta, ni puede ser esta en verdad, la historia de la ciencia en España, porque mal puede tener una historia científica un pueblo que no ha tenido ciencia.13
En el siglo XIX se notaba una cierta recuperación, «un gran adelanto en los estudios matemáticos», al menos en la captación de las innovaciones principales que se producían en esta materia. Ello había sido posible gracias a «los relevantes servicios prestados a la ciencia por esta ilustre Academia», y también «a los cuerpos facultativos, así militares como civiles, y a sus Escuelas especiales», es decir a los ingenieros, como el propio Echegaray. El discurso de recepción de Echegaray en la Academia de Ciencias desató un prolongado debate, que se conectaría más tarde con la «polémica sobre la ciencia española», y sobre su contenido se pronunciarían, a favor o en contra, Marcelino Menéndez Pelayo, Gumersindo de Azcárate, Alejandro Pidal y Mon y Julio Rey Pastor, entre otras personalidades. Al margen del argumento central del debate, en que se implicaban cuestiones ideológicas y religiosas, el discurso pareció a muchos inoportuno por haberse pronunciado en la institución que acogía al nuevo académico y pretencioso por atribuir a las Escuelas especiales la mayor parte de los méritos del progreso científico, en detrimento de los centros universita-
13 Sánchez Ron (ed.) (1990), pp. 157-185 (reproducción del discurso de José Echegaray en su recepción pública en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales).
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rios. Rey Pastor, por su parte, se mostraba, en 1913, conforme con el discurso de Echegaray en su fondo, pero reprochaba —no sólo a Echegaray, sino a toda la generación de éste— un tono encendido de lucha dialéctica, inadecuado «a la serena calma del trabajo científico». Pasado medio siglo, en sus Recuerdos, Echegaray reconoce que había elegido, para su ingreso en la Academia, un tema «que había de levantar tempestades» en la propia corporación, entre los científicos en general y en la prensa, que «había de resultar antipático y hasta antipatriótico». Cuando repasa las causas a las que atribuye la falta de grandes matemáticos en España, se refiere «al fanatismo religioso, a la Inquisición y sus hogueras, que habían ahogado los instintos científicos de los españoles ahumando sus cerebros con los gases desprendidos de los braseros inquisitoriales en los autos de fe». Admite, tras su remembranza, que esta explicación no era completa ni suficiente, pero reflejaba con sinceridad la opinión que se había formado entonces. Por demás, reconociendo su inoportunidad e indiscreción, Echegaray mantenía, en 1917, la tesis de su discurso y atribuía la mayor parte de las críticas recibidas, a raíz de esta intervención, a personas incompetentes en cuestiones matemáticas, pues ni aun los más enterados y cultos habrían sabido «resolver una ecuación de segundo grado».14
2.
Echegaray, diputado de las Cortes constituyentes de 1869
Echegaray, liberal individualista, de los entonces conocidos como «de la escuela economista», simpatizante del Partido Demócrata, no era, antes de la revolución de septiembre de 1868, un político práctico. Pero, tras aquel cambio radical, Echegaray fue llamado por el ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla a ocuparse de la Dirección General de Obras Públicas, Agricultura, Industria y Comercio, dotada de competencias tan extensas que, en sí misma, equivalía a un Ministerio.15 El éxito alcanzado en esta función sirvió de antecedente para su candidatura como diputado por Asturias en las Cortes constituyentes de 1869. 14 Sánchez Ron (ed.) (1990), pp. 43-49. 15 Así lo expuso el propio Echegaray en el Congreso de los Diputados, cuando ya era ministro de Fomento, hablando de su propia experiencia de director general: «Sólo la firma material, no ya el despacho de los expedientes, no el estudio de los asuntos, sino el materialismo de las firmas, me ocupaba y ocupa a todo director de este ramo de hora y media a dos horas diarias». Véase DSCC, 4-III-1870, p. 6223.
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Una vez elegido, Echegaray intervino, el 27 de junio, en el Congreso para defender la Ley de Presupuestos de Laureano Figuerola, que había de dar paso a una paulatina reducción de aranceles. La argumentación de Echegaray, como era de esperar, se manifestaba contraria al punto de vista proteccionista, según el cual la apertura de las aduanas había de arruinar a los agricultores cerealistas y a los ganaderos españoles. Echegaray afirmaba que, con la legislación librecambista, no se produciría la inundación de trigos extranjeros que se temía, y que, por el contrario, con la reforma aperturista del mercado se conseguiría regular los precios. En segundo lugar, Echegaray advertía del peligro de primar el contrabando que entrañaban unos aranceles relativamente altos.16 Al día siguiente, volvió a extenderse Echegaray en su opinión, respondiendo esta vez a Pi y Margall, quien afirmaba la imposibilidad de que en doce años —período previsto por el Proyecto de ley para la progresiva reducción de derechos protectores— los industriales nacionales estuvieran en condiciones de competir con el extranjero. Pi y Margall pedía una mayor cautela en su aplicación, haciéndola compatible con la celebración de tratados de comercio con otras naciones.17 La respuesta de Echegaray a Pi y Margall encerraba varias consideraciones. En primer lugar, ironizó sobre el aplazamiento propuesto por el político republicano federal. Echegaray opinaba que el período de aplicación de la reforma hubiera debido ser aún más breve que el contemplado en el Proyecto de ley, «porque en punto a aplazamientos y respecto del sistema protector, de plazo en plazo vamos yendo hacia las calendas griegas, o mejor dicho, hacia las calendas catalanas». Antes, a la observación de Pi y Margall de que no se estaba legislando sobre naciones vírgenes, Echegaray había replicado: «Cierto, en rigor yo podría decir que vamos a legislar sobre una nación mártir, pero mártir de la protección». Echegaray comparaba la sociedad con una locomotora cuya dirección se pretendía cambiar, sin provocar el descarrilamiento: «¿Cómo pasa la
16 DSCC, 27-VI-1869, pp. 3231-3234. 17 El Proyecto de ley arancelaria de Figuerola, en su base quinta, establecía un statu quo de seis años, para proceder después, a lo largo de otro sexenio, a una rebaja progresiva de los derechos protectores hasta dejarlos fijados en tipos que pudiesen considerarse exclusivamente fiscales.
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locomotora de una a otra dirección? Por una curva de unión […]. Nosotros —es decir, la mayoría gubernamental— queremos dirigirla [la sociedad] hacia otro punto del horizonte, hacia el librecambio […]. ¿Y cómo hacemos ese tránsito? Por una curva, por una serie de reformas, por un procedimiento que nos haga pasar suavemente de lo primero a lo segundo». Y concluía Echegaray: «el Sr. Pi y Margall acepta también este principio, sólo que nos traza una curva de radio infinito, con la cual nunca pasaríamos al sistema librecambista». En una segunda línea de discusión, Pi y Margall había preguntado intencionadamente al Gobierno provisional revolucionario y al grupo parlamentario que lo respaldaba por qué, si en el orden político se evitaba ir de forma directa a la República, en aras de la tradición y de la costumbre del pueblo español, en cambio, se quería pasar casi de repente del sistema proteccionista al librecambista. Echegaray respondió que, en su opinión, «la idea republicana no estaba madura, porque toda idea debe estar precedida de una propaganda». Al explicar su concepto de la revolución y su actitud de demócrata partidario del reformismo, Echegaray recurrió a una de las metáforas físicas a que era aficionado: La humanidad marcha durante un cierto período en un cierto orden establecido; pero bajo este orden aparente está trabajando la idea; esa es la propaganda o dentro o fuera de la legalidad […]. Llega un momento en que la fuerza explosiva es bastante poderosa, en que la propaganda llega a su apogeo, en que la idea estalla, y entonces la humanidad sube, sube violentamente […] por lo que pudiéramos llamar un escalón, por un movimiento revolucionario, y se detiene en un nivel más elevado […] en que se hace una nueva propaganda.
Concluía Echegaray el párrafo afirmando: «De esta manera suben los continentes por una escala colosal, y la humanidad también sube a través de la historia en sublime pero terrible peregrinación, más alto cada vez, aproximándose cada vez más al cielo brillante y soberano de la libertad». La imagen político-física de Echegaray levantó voces de aprobación entre sus compañeros parlamentarios, tras las cuales aquél mostró su conclusión reformista: «Esta era la marcha de la historia en el mundo antiguo. ¿Qué modificaciones hay en el período moderno? Una sola: la de sustituir estos saltos bruscos, estas sacudidas violentas, convirtiéndolos en una marcha regular; sube la humanidad ahora por una rampa en vez de subir por titánicos escalones». En el caso del librecambio, la propaganda a favor de esta política estaba suficientemente divulgada. La idea de República, en Espa-
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ña, requería tiempo para consolidarse, para marchar por uno de aquellos planos horizontales de los que Echegaray hablaba. Por esa razón, él y otros demócratas habían votado a la monarquía. El tercer nivel de debate con Pi y Margall era el más interesante desde el punto de vista económico. Echegaray basó su replica en cuatro cuestiones. En primer lugar, rebatió el concepto de valor constituido —según Pi y Margall—, no por la utilidad, sino por el trabajo empleado en la producción de un bien, de modo que el valor del cambio se definiría por aquel que iguala las cantidades de trabajo incorporadas a los diferentes productos intercambiados. A esta interpretación ricardiana, Echegaray opuso la del valor relativo del mercado, definido en cada momento por la oferta y la demanda (esta expresión era la utilizada por Pi y Margall, mientras que Echegaray hablaba de «la oferta y el pedido»).18 Echegaray se oponía a «una especie de valor metafísico», basado exclusivamente en el trabajo; para él, esta idea entrañaba una acusación de injusticia al orden social establecido, «porque si cada cosa tiene un valor en su esencia, y por la ley económica y por el orden establecido resulta otro valor distinto, hay un gran fondo de injusticia en la sociedad, y son legítimas, justas y naturales todas las utopías, todos los delirios de la escuela socialista».19 El comercio libre era para Echegaray intercambio de productos de una u otra clase. Si, como consecuencia del déficit de la balanza de comercio, resultaba una salida de dinero de un país, el valor de este último aumentaba en el interior de la economía, con lo cual se dificultaba su posterior exportación, mediante la modificación de los precios de los restantes bienes. A esta interpretación de la teoría clásica del desequilibrio automático de la balanza de comercio, basada en David Hume, Pi y Margall oponía
18 Pi y Margall había asimilado la interpretación ricardiana del valor, cuando exponía: «A pesar de que nosotros cuando examinamos un objeto elaborado encontramos que hay allí el trabajo del hombre que la ha construido, más una primera materia independiente de este mismo trabajo, es lo cierto que esta primera materia es también el resultado de un trabajo anterior; y por lo tanto, que cuando buscamos el valor de las cosas nos encontramos con que no es más que la suma de las cantidades de trabajo de que es resultado»; DSCC, 28-VI-1869, p. 3253. Sobre la disparidad de conceptos económicos entre Echegaray y Pi y Margall, véase Martín Niño (1972), pp. 269-272. Sobre las ideas de Echegaray acerca del carácter evolutivo de las reformas políticas, ibídem, p. 24. 19 DSCC, 28-VI-1869, p. 3249.
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su consideración del dinero como capital; la pérdida de metálico obligaría a pagar intereses más altos por el oro y la plata, y a conceder hipotecas, por lo que el país deudor se convertía en «tributario y siervo del pueblo prestamista».20 Por otra parte, Echegaray recordaba los efectos negativos del proteccionismo sobre el ahorro de los sujetos, al tener que destinar éstos al consumo una proporción de renta mayor que en una situación de mercado abierto. Sobre todo, Echegaray se oponía —como todos los librecambistas— a la protección aduanera en defensa de los tres principios básicos de la revolución de 1868: el derecho individual es superior a la ley; nadie puede imponer a la sociedad su destino; por lo tanto, el Estado no tiene que interpretar la conveniencia de la sociedad en cada momento.21 También tuvo oportunidad el diputado Echegaray de mostrarse contrario a los privilegios privados. Fue con ocasión de la Ley de libertad de creación de sociedades anónimas y de crédito de 19 de octubre de 1869. Venía dicha norma a consolidar —al igual que el nuevo Arancel— un ordenamiento económico en España decididamente liberal, superador, en este sentido, del promulgado durante el Bienio progresista 1854-1856. Así, disponía la nueva ley que las sociedades constituidas en el futuro no habrían de estar sujetas a la inspección del Gobierno. El 19 de mayo fue hecho público el dictamen de la comisión sobre este Proyecto de ley, encabezada por Echegaray. La comisión fue más lejos que los redactores del Proyecto de ley al proponer el siguiente cambio: «no es justo prohibir el establecimiento de nuevos Bancos allí donde exista alguno con privilegio exclusivo, porque no habiéndose adquirido semejante privilegio a título oneroso, no hay razón alguna de justicia, ni aun de equidad, para privar del beneficio del presente proyecto de ley a los pueblos que precisamente tienen mayor importancia y donde habían de experimentarse en mayor escala los grandes resultados de la libertad». Por esta razón se eliminaba el artículo en que 20 DSCC, 28-VI-1869, pp. 3245 y 3250. 21 DSCC, 28-VI-1869, p. 3251. En otra ocasión Echegaray confirmó su opinión sobre el individuo y el Estado: «He dicho que todo lo que el Estado hace tiene algo de fatal, de impuesto, algo de doma, algo que vence, algo que humilla la libertad y la espontaneidad del individuo, y que el ideal de la democracia, el de las nuevas doctrinas y de los nuevos principios es dejar siempre a salvo la libertad del individuo, su espontaneidad y su derecho, dejándole que libremente acepte o no la realización de esta o de la otra empresa»; DSCC, 7-III-1870, p. 6291.
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aquella prohibición se establecía y se declaraba completamente libre la creación de bancos y asociaciones mercantiles de todas clases.22 Es preciso tener presente que la legislación de 1856 se había decantado, no por la libertad, en sentido estricto, sino por la pluralidad de bancos de emisión, de manera que en cada localidad hubiese nada más que un banco con dicho privilegio, o bien una sucursal del Banco de España, continuador a partir de aquella fecha del madrileño Banco Español de San Fernando. Como era de esperar, los accionistas del Banco de España y los de los principales bancos provinciales mostraron su alarma ante la posibilidad inminente de que el statu quo quedara modificado, y solicitaron de las Cortes que no se aceptase la parte del dictamen que les afectaba.23 La situación económica, por otro lado, era delicada para algunos de los bancos creados a raíz de la legislación de 1856. El propio Banco de España, en los primeros meses de 1869, había desistido de querellarse contra la Gaceta de los Caminos de Hierro, debido a un artículo en el cual se afirmaba que, al haber establecido el Banco restricciones al canje de sus billetes por metálico, con la consiguiente inquietud de los tenedores y la depreciación consiguiente del papel moneda, la institución se encontraba virtualmente en quiebra.24 Nueve días después de publicarse el dictamen firmado por Echegaray, entre otros, varios diputados presentaron una enmienda con el siguiente contenido: «En las poblaciones en que, en la actualidad, existen Bancos con privilegio exclusivo, no podrán establecerse otros nuevos de la misma clase hasta que cesen los actuales, bien por haber transcurrido el plazo prefijado para su duración o por cualquier otro motivo. Llegado este caso, será completamente libre el establecimiento de uno o más Bancos en una misma población». Firmaba la enmienda, en primer lugar, Manuel Cantero, quien, además de diputado progresista, era gobernador del Banco de España desde octubre de 1868, designado para este cargo por el Gobierno 22 DSCC, 20-III-1869, apéndice al n.º 78. 23 Las exposiciones de los bancos emisores a las Cortes se sucedieron, en junio y julio de 1869, empezando por el Banco de España y el Banco de Barcelona. Véase DSCC, 2-VI1869, pp. 2501-2506; 3-VI-1869, pp. 2668-2690; 14-VI-1869, pp. 2747-2750; 22-VI1869, pp. 2948-2950; 2-VII-1869, pp. 3450-3452; y 15-VII-1869, pp. 3739-3740. 24 AHBE, Secretaría, caja 978.
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provisional revolucionario. Cantero, uno de los principales accionistas del Banco de San Fernando, había apoyado el intento de conceder el privilegio de emisión nacional y única a este instituto, al ser transformado en Banco de España en 1856.25 Firmaban la enmienda, además, Salustiano Olózaga y Francisco Santa Cruz, que fue antecesor de Cantero como gobernador del Banco de España.26 El 11 de octubre de 1869, con la rúbrica del anterior ministro de Fomento Ruiz Zorrilla —en realidad, lo era ya Echegaray— se presentaba a las Cortes constituyentes el Proyecto de ley definitivo, con un texto introductorio en que se reconocía la compatibilidad de los derechos individuales «con el gran principio de asociación», que era «uno de los altos fines a que los pueblos y las razas se encaminan bajo la influencia de poderosas fuerzas sociales que son respecto al ser humano lo que la atracción planetaria por las masas astronómicas, lo que las fuerzas moleculares para el mundo invisible de los átomos». El estilo del texto es propio de las metáforas físico-políticas a que era aficionado Echegaray. Pero el contenido del dictamen que la comisión había presentado cinco meses antes quedaba completamente eliminado. El proyecto definitivo incluía un nuevo artículo —el decimocuarto— que reproducía al pie de la letra la enmienda interpuesta por Cantero, Santa Cruz y sus compañeros. Echegaray aceptó tácitamente su derrota cuando estampó su firma como ministro a la Ley promulgada el 19 de octubre.
3. Echegaray, ministro de Fomento Echegaray fue nombrado ministro de Fomento en dos Gobiernos sucesivos, ambos presididos por el general Prim, desde el 13 de julio de 1869 al 4 de enero de 1871: tras el asesinato de Prim ocupó la presidencia del Consejo de Ministros el almirante Topete. El 13 de junio de 1872, bajo la presidencia de Ruiz Zorrilla, Echegaray volvió a encargarse de la cartera de Fomento por tercera vez, hasta el 19 de diciembre de ese mismo año.
25 Cantero había sido ministro de Hacienda con Salustiano Olózaga en 1843 y con el general O'Donnell en 1856. Mateo del Peral (1974b), pp. 81-82. 26 DSCC, 28-V-1869, apéndice tercero al n.º 84.
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La ley posiblemente más representativa del mandato de Echegaray en Fomento, además de la citada sobre libertad de bancos y sociedades anónimas, fue la de nuevas concesiones para la construcción de ferrocarriles.27 Echegaray conocía muy bien, desde el punto de vista técnico, la cuestión ferroviaria, y hubo de compaginar la profunda crisis en que las compañías concesionarias se encontraban, desde mediados de la década de 1860, con las necesidades de transportes que experimentaban muchas regiones españolas; todo ello, contemplado desde su punto de vista liberal. Pero, además, Echegaray se enfrentó a otros problemas no menos acuciantes, como la enseñanza pública, a todos los niveles. La instrucción pública primaria en España estaba confiada a los ayuntamientos. Éstos, a su vez, por efecto de la desamortización de los bienes de propios, dependían, para afrontar una parte considerable de sus gastos, de los recargos establecidos sobre las contribuciones territorial e industrial. El Ministerio de Fomento había apremiado a los gobernadores civiles en diferentes ocasiones para que utilizaran todos los medios a su alcance para conseguir que los ayuntamientos pagaran a los maestros los atrasos que se les adeudaban. Ante la interpelación de algunos diputados sobre esta cuestión, Echegaray reconoció la situación lamentable en que se encontraban los maestros y el grave estado de las finanzas de muchas corporaciones municipales, más difícil, incluso, que el de la Hacienda del Estado. Aun así, afirmaba el ministro que en ciertos pueblos «hay recursos para una función pública, para una fiesta de pólvora, para una novillada, y faltan recursos para los pobres maestros: yo sé de provincias en que, literalmente, como se lo digo al Congreso […] en que algunos maestros, más de uno, se han muerto de hambre […], y de otros en que no se han muerto de hambre porque han tenido que acudir a la caridad pública». Echegaray encontraba plenamente justificado que el Gobierno revolucionario prescribiera a los gobernadores el empleo de todos los medios legales para exigir a los ayuntamientos el pago de los maestros, los cuales pasaban un mes, un semestre y hasta un año sin las mezquinas cantidades que les estaban asignadas, pero, al tiempo, admitía que el Gobierno sólo estaba capacitado para estrechar a las corporaciones locales por medio de circulares.28 27 Leyes de 18 de octubre de 1869 y de 2 de julio de 1870. Sobre el carácter relativamente intervencionista —dentro de la orientación liberal del Sexenio— de algunos proyectos económicos, véase Martín Niño (1972), p. 61. 28 DSCC, 7-V-1870, p. 7765; también, pp. 5483-5485.
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En lo relativo a la enseñanza pública en los niveles secundario y universitario, el ministro de Fomento se declaraba sujeto, como todo el Gobierno, a la Ley Moyano de 1857, con la esperanza de que próximamente se votara una nueva ley de enseñanza. Mientras tanto, su propósito era el mantenimiento de la educación pública. Admitía la opinión de que el Estado no contribuyera al mantenimiento de institutos y universidades, pero aseguraba que ello no era posible en la España de su tiempo, pues equivaldría a «sumirnos en la ignorancia, sería una ignominia para la revolución de Setiembre». A partir de esta premisa, el Estado debería fijar el sueldo de los catedráticos de los diferentes niveles de enseñanzas, sin distinción de remuneración dentro de cada una de ellas.29 Echegaray —con la oposición manifiesta de los republicanos federales seguidores de Proudhon— declaró ante las Cortes que el Estado ideal era aquel que se limitaba a la realización del derecho en todas las esferas, de modo que las restantes actividades gubernamentales pasaran a realizarse por los individuos y por las asociaciones libres.30 Entre tales actividades debían incluirse los ferrocarriles, los puertos y los faros. Sin embargo, ese Estado ideal estaba aún lejano: Yo bien sé que sería absurdo que en un día el Estado se desprendiese de sus carreteras, de sus obras públicas, apagase los faros, cerrase las Universidades y se redujese únicamente a tener unos cuantos tribunales de justicia y un ejército para el mantenimiento del orden: yo sé que esto sería absurdo, pero no es absurdo tender hacia ello, procurar ir por ese camino hacia la realización de ese ideal.31
29 DSCC, 25-V-1870, pp. 8327-8334. 30 Éste fue el caso de Juan Tutau y Bergés, diputado por Barcelona y Gerona, que sería ministro de Hacienda en 1873. Tutau mostró su alarma ante la posibilidad de la privatización de los montes, lo cual facilitaría que se talaran los bosques, en razón del alto precio de los carbones, con la consiguiente modificación de las condiciones atmosféricas. Por otra parte, reprochó a Echegaray que se mostrara, a la vez, partidario de los derechos políticos individuales y de la centralización. Tutau se refirió, en concreto, a que el presupuesto de gastos de Fomento dedicara sumas que juzgaba excesivas al abastecimiento de aguas de Madrid, así como a la financiación de un nuevo museo y una nueva biblioteca (la Biblioteca Nacional y el Museo Arqueológico), que se estaban levantando en Madrid. Echegaray expresó su conformidad con Tutau en que el Estado no debió responsabilizarse nunca de las obras del Canal de Lozoya, pero, ya que se encontraba en un estado avanzado de construcción, era de sentido común completarlas. Por lo demás, el ministro señaló que el Canal de Isabel II era una finca del Estado, y lo mismo pertenecía a las provincias que a Madrid. DSCC, 7-III-1870, pp. 6285-6300. 31 DSCC, 7-III-1870, p. 6290.
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Echegaray dio pruebas continuadas de su estrategia posibilista y reformadora, sin traducir siempre en norma su concepción del laissez-faire. En una ocasión, un diputado solicitó de Echegaray que manifestase si era cierto que iba a decretar la prohibición de la enseñanza en las escuelas de toda religión positiva. Echegaray expuso su opinión radical, en esta cuestión, sobre la deseable ausencia de enseñanzas religiosas en los centros públicos. Pero, a continuación, negó que existiera decreto o resolución en ese sentido. Álvarez Bugallal apremió al ministro de Fomento para que reconociera su profesión de fe religiosa o su ateísmo, al tiempo que recordaba que la Constitución establecía la obligatoriedad de que el Estado sostuviera el culto y los ministros de la religión católica. Echegaray replicó airado, afirmando que su rechazo de la religión positiva no implicaba negar al existencia ni la personalidad del Ser Supremo, pero, sobre todo, defendió su derecho a la libertad de conciencia y a que nadie interpretara sus pensamientos.32 La política ferroviaria seguida por Echegaray desde el Ministerio fue, en esencia, la de llevar a la práctica el plan general de ferrocarriles de 1867, la contribución más importante que se había hecho para prolongar y perfeccionar ese sistema de transporte desde la Ley general de 1855. Cinco eran las directrices del nuevo plan: conectar en la red ferroviaria el interior con las fronteras y los puertos principales; enlazar con la red existente las capitales de provincia carentes de ferrocarril; unir los centros de producción y consumo no ligados entre sí por trazados anteriores; construir líneas transversales para interconectar las direcciones radiales, y derivar ramales de las líneas anteriores a fin de intensificar las relaciones existentes.33 El 3 de febrero de 1870 fue presentado a las Cortes constituyentes el proyecto redactado por el ministro de Fomento, en que se disponía la ampliación del sistema ferroviario, con la intención de incorporar a la red las comarcas más desfavorecidas. Sin embargo, dado que las circunstancias económicas tanto del país como del Estado, no permitían la construcción simultánea de todas las nuevas direcciones, se estableció un orden de prioridades. Se dividió el proyecto en tres grupos. El primero incluía las vías férreas con término en las capitales de provincia que permanecían aún en estado de aislamiento; eran siete líneas, con una longitud total de 761 kiló-
32 DSCC, 2-IV-1870, pp. 7049-7057. 33 Mateo del Peral (1978), pp. 116-118.
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metros y un coste previsto para el Tesoro de 45 millones de pesetas, a desembolsar, al menos en ocho años. El segundo grupo, con un tendido de 523 kilómetros, comprendía líneas concedidas pero no construidas, en provincias aún no comunicadas, a fin de permitir su unión con «los centros productores», y abrir pasos hacia la frontera con Francia. El tercer grupo, complementario de los anteriores, procuraba —en palabras de Echegaray— la nivelación o compensación de las provincias, mediante un programa de construcciones transversales, que integrara a todas de modo definitivo en la red; su plazo de realización se fijaba entre veinte y treinta años, con un tendido completo de casi 800 kilómetros y un coste previsto de 180 millones de pesetas. Este proyecto, recibido como «la segunda red española», estaba guiado por el propósito de Echegaray de superar la desigualdad en que se encontraban muchas provincias, como eran los casos de Almería, Granada y Huelva. Creía Echegaray que antes de entregar las obras de infraestructura a la iniciativa privada, aboliendo toda intervención del Estado, la equidad revolucionaria exigía que todas las provincias estuvieran situadas al mismo nivel en cuanto a disponibilidad de líneas férreas, puesto que todas habían contribuido al desarrollo de las líneas y a la formación de las subvenciones.34 El Proyecto de ley recibió en las Cortes decenas de enmiendas; como era previsible, a lo largo de varios meses, los representantes de las diferentes provincias y comarcas trataron de reformarlo en defensa de intereses muy diversos. La comisión nombrada para dictaminar el Proyecto de ley introdujo algunas modificaciones trascendentales en el texto presentado, como el incremento del coste presupuestado hasta 619 millones de pesetas, aunque, según el ministro, no se desvirtuó la naturaleza del plan original.35 Finalmente, la Ley de nuevas concesiones ferroviarias fue promulgada el 5 de julio de 1870, cumpliéndose el propósito inicial de integrar a todas las provincias en la red de ferrocarriles.36
34 Mateo del Peral (1978), pp. 122-127. 35 La posición de Echegaray en esta cuestión, en DSCC, 9-VI-1870, pp. 8716-8717. 36 Mateo del Peral (1978), p. 127, n. 2, subraya la opinión pesimista de algunos diputados en lo relativo al diseño de nuevas líneas por zonas que careciesen «de frutos que transportar y viajeros que conducir», de modo que fueran necesarias subvenciones para la construcción y el sostenimiento de aquéllas.
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Entre 1870 y 1872 se concedieron, por todos los conceptos, subvenciones ferroviarias a una media anual de 29 millones de pesetas, cifra inferior a las correspondientes al período 1861-1866 pero superior a las ayudas proporcionadas con este fin durante la época de la Restauración.37 Echegaray, en noviembre de 1872, se defendió de la acusación velada de inconsecuencia que la oposición le lanzó, reprochándole que «habiendo sido economista, individualista y radical, partidario absoluto de que se suprimiesen la mayor parte de las funciones del Estado», hubiese cambiado de opinión. Fue con motivo de votarse en las Cortes constituyentes la Ley por la que el Gobierno creaba el Banco Hipotecario de España, cuya finalidad última era la concesión de préstamos con garantía de bienes inmuebles. La formación de este Banco entrañaba además, una operación de arreglo de la Deuda que, a corto plazo, gravitaba sobre el Tesoro, mediante un crédito que facilitaría el Banco de París al Estado. El Hipotecario gestionaría el servicio de este crédito gracias a los pagarés de compradores de bienes desamortizados.38 El Banco Hipotecario, aunque de propiedad accionarial privada, tendría a su frente un gobernador nombrado por el Estado y usaría «como sello y escudo las armas de España».39 En el curso de esta discusión, un diputado preguntó a Echegaray: «Después de haber dado una ley de libertad de Bancos, ¿no encuentra S. S. una inconsecuencia en traer un proyecto de ley para el establecimiento de un Banco?». Otro diputado resumió su crítica con la frase: «al Echegaray de hoy, que le conteste el Echegaray de ayer». Y Salaverría, antiguo ministro de Hacienda de la Unión Liberal, habló de «una inmensa e innegable contradicción».40 A todas estas intervenciones respondió Echegaray con una habilidad dialéctica que reconocieron todos sus oponentes. Tras negar, de forma tajante, que la operación auspiciara la concesión de un privilegio, justificó la existencia del Banco Hipotecario como intermediario financiero dirigido a resolver la cuestión de la Deuda flotante y la general 37 El Gobierno revolucionario proporcionó subvenciones destinadas al sostenimiento del valor de títulos de renta fija, mediante la amortización en el mercado de valores. Por otra parte, se autorizó la concesión de anticipos reintegrables en Deuda pública al precio de cotización o al 50 por 100 del nominal si aquélla era inferior a este valor. Artola (1978), pp. 350-366. 38 Tedde (1974) y Lacomba y Ruiz (1990), pp. 30-48. 39 DSCC, 19-XI-1872, apéndice primero al n.º 56. 40 DSCC, 16-XI-1872, pp. 1456-1470. Los diputados mencionados eran Antonio Ramos Calderón y el marqués de Sardoal.
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de los presupuestos. Echegaray explicó con ingenio el concepto de Deuda flotante, comparando al Estado con un individuo «que tuviera muchas deudas, y que esas deudas se le presentaran en cada instante, y en cada momento, y en cada día, y por la mañana y al anochecer, y en todas horas, y no les dejaran pensar, hacer, trabajar». Pero ese hombre conseguía que sus acreedores lo acosaran sólo dos veces al año. «Esto era consolidar la deuda flotante; deuda que no flota, sino que constantemente pesa, al paso que la deuda consolidada deja tiempo y da un respiro». El problema consistía en encontrar cómo convencer, y con qué medios, a los acreedores para que se prestasen a este convenio. El Banco Hipotecario era el medio que el Estado arbitraba para infundir confianza y regular la nueva operación de crédito. Una vez finalizada dicha operación, el Estado debería retirar a sus representantes del Hipotecario y dejar al instituto bancario a su albedrío, guiado sólo por la ley común.41 Aunque éstas eran las previsiones del Gobierno para el futuro, lo cierto es que el Banco Hipotecario de España contaría con una larga existencia, de más de un siglo, como banco oficial —incluso de banco de propiedad estatal desde 1962— prestando siempre una atención especial hacia el crédito público, aunque con creciente dedicación a su objeto primordial, que eran los préstamos con garantía de bienes inmuebles.
4. Echegaray, ministro de Hacienda Durante su tercera etapa como ministro de Fomento, en el Gobierno de Ruiz Zorrilla, de 13 de junio a 19 de diciembre de 1872, Echegaray tuvo ocasión de intervenir en diferentes discusiones relativas a la Hacienda pública. Una de ellas fue el extenso debate abierto sobre la creación del Banco Hipotecario. Pero también se ocupó de otras cuestiones como la suscripción de títulos de la Deuda consolidada exterior, con el fin de recaudar 1.000 millones de reales efectivos, autorizada por el Real Decreto de 3 de diciembre de 1872, y del presupuesto de ingresos para el año
41 «Cuando concluyan las relaciones que el Banco tiene con el Gobierno, entonces tendrá las mismas condiciones que los demás Bancos creados por la ley que establece la libertad, y cesarán el gobernador y el subgobernador; esto no es privilegio, esto se acepta por la escuela liberal». Intervención de Echegaray en las Cortes, DSCC, 16-XI-1872, p. 1472.
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económico 1872-1873.42 La claridad de las explicaciones proporcionadas por Echegaray en estas intervenciones y el fundamento de sus conceptos de política fiscal debieron de influir en su nombramiento para el Ministerio de Hacienda el 19 de diciembre de 1872, siendo presidente del Consejo Ruiz Zorrilla, con quien había desempeñado la función de ministro de Fomento.43 Sucedía en Hacienda a Servando Ruiz Gómez, quien sólo seis días antes había preguntado enfáticamente a los diputados: «¿habrá todavía quien dude, que el banco azul es real y verdaderamente un lecho de espinas donde está sentado el ministro de Hacienda?».44 Echegaray se hizo cargo del Ministerio de Hacienda cuando aún estaba pendiente de discusión el presupuesto de gastos del ejercicio 18721873. La Deuda del Estado, de 1867 a 1872, había pasado de 5.577 millones de pesetas a 7.929, con un incremento del 42 por 100; la mayor parte de dicho aumento correspondió a la Deuda exterior, que había crecido un 188 por 100 en cuatro años, alcanzando, en 1872, la suma de 2.974 millones de pesetas. La Deuda del Tesoro, de 107 millones en 1867 —entre 1860 y 1863 había desaparecido prácticamente— creció hasta 720 millones de pesetas en 1872, casi sextuplicándose. El gasto público total, que en 1867 fue de 693 millones de pesetas, pasó a 728 millones en 1872. El déficit, en el presupuesto de este último año, fue de 224 millones de pesetas, un 44 por 100 sobre el total de ingresos ordinarios liquidados; el déficit de 1867 había representado un 20 por 100 de la misma clase de ingresos.45 Echegaray aceptó la cartera de Hacienda en un momento verdaderamente difícil, consciente de la realidad de la que se lamentó su antecesor Ruiz Gómez. Los intereses de la Deuda del Tesoro habían llegado, en diciembre de 1872, al 18 por 100, y los cupones de la Deuda interior del Estado se descontaban en Bolsa entre el 20 y el 30 por 100. Se había liqui42 Las intervenciones de Echegaray, en DSCC, 6-XII-1872, pp. 2096-2107. 43 El propio Echegaray se congratularía de que, a falta de otros méritos, «los largos años que he estado dedicado a la enseñanza me hacen creer que una de las cualidades que yo tengo es la claridad para presentar mis ideas, y me lisonjeo, por lo tanto, de que presentaré la situación del Tesoro de tal modo, que todos los señores Diputados comprendan tan perfectamente esta situación del Tesoro como pueda comprenderla el Ministro de Hacienda»; DSC, 23-I-1873, p. 2668. 44 DSCC, 13-XI-1872, p. 1326. 45 Comín (1985).
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dado la Caja General de Depósitos, obligando a los depositantes a recibir, en vez de su dinero, unos resguardos que se negociaban en Madrid con una pérdida del 30 o 40 por 100 del capital. Se impuso a todas las clases que cobraban del Tesoro un descuento que unas veces era gradual y otras fijo, y que llegó a elevarse hasta el 20 por 100 de los haberes; dicho descuento se hizo extensivo a los empleados municipales y provinciales, con la excepción de los maestros de escuela. Finalmente, se gravó con una contribución del 5 por 100 la renta de los tenedores de la Deuda interior del 3 por 100;46 los tenedores de Deuda exterior estaban exentos del pago de esta contribución. Como observaría un parlamentario opositor, esta medida estimulaba la compra de Deuda exterior por ciudadanos españoles, atraídos, además, por el cambio de la peseta, favorable, en ese momento, a los compradores en francos o libras.47 En el presupuesto que le correspondió defender a Echegaray, además, se estableció la sustitución del pago de la tercera parte de los intereses de la Deuda en papel de Estado, en vez de hacerlo en metálico. Echegaray trató de justificar la operación en términos de arreglo pactado, al amparo de lo dispuesto con ocasión de crearse el Banco Hipotecario. El nuevo responsable de Hacienda manifestó que consideraba la mencionada rebaja de un tercio del pago de los intereses en metálico como una renuncia voluntaria por parte de los acreedores del Estado, a cambio del afianzamiento con hipoteca del resto de los intereses: «el Gobierno les da la seguridad del cobro de sus intereses, depositando en el Banco Hipotecario ciertos valores en billetes hipotecarios o pagarés, y ellos voluntariamente han aceptado, en la forma en que esas cosas pueden hacerse, esa combinación, por lo cual queda rebajado, por cinco años, una parte de sus intereses».48 Los parlamentarios de la oposición —ése fue el caso de Pi y Margall y de José Carvajal, empresario y futuro ministro de Hacienda de la República— adujeron que un convenio exigía la previa conformidad de los afectados. El
46 DSC, 28-I-1873, p. 2762. La idea de aplazar durante un período de siete años el reintegro del nominal de los títulos que se amortizasen, y reducir la parte de metálico en el pago de los intereses a sólo dos tercios, dando a cambio títulos de 3 por 100 interior, fue original de Juan Francisco Camacho, ministro de Hacienda entre enero y mayo de 1872, pero fue su sucesor Servando Ruiz Gómez quien la convirtió en proyecto de ley, reduciendo el plazo transitorio a cinco años; véase Artola (1986), pp. 339-340. 47 Se trataba de Francisco Carvajal y Hué. Véase DSC, 1-II-1873, p. 2927. 48 DSC, 25-I-1873, p. 2683.
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ministro respondió que «en los poseedores de la renta interior ha habido la aceptación tácita sin protesta de ningún género».49 Echegaray procuraba, a comienzos de 1873, sacar adelante el presupuesto de gastos —una vez votado por las Cortes el de ingresos de su predecesor— sin pretensión alguna de componer un programa económico y fiscal homogéneo. Carvajal había calificado ese presupuesto de «monumento egipcio» («esculpidas sus paredes de inscripciones democráticas, hieráticas y jeroglíficas»), ante lo cual, el ministro reconoció: «No obedece ciertamente a un plan y a un principio único; no hay en él nada de sistemático; es la acumulación de procedimientos de arbitristas, es una especie de museo de antigüedades, no lo niego; yo lo reconozco […]. Si fuéramos analizando la mayor parte de los ingresos que constituyen el presupuesto, habríamos de rechazar en nombre de la filosofía, en nombre de la ciencia y en nombre de la justicia, algunas de las bases de estos impuestos». Concluyó Echegaray tan decepcionante declaración lamentando haber recibido, al igual que todos sus predecesores en la Revolución, la herencia de una Hacienda ancestral y ruinosa, un edificio viejo donde, junto a una muralla árabe podía encontrarse una torre gótica o un contrafuerte medieval, y sobre el que era «necesario empezar a edificar antes de haber derribado». Era preciso dar tiempo a las reformas, no exigir a los nuevos impuestos «todo el producto que hubieran podido dar». Parecía, de este modo, querer justificar la fracasada reforma fiscal de Figuerola, cuatro años antes, a la vez que insinuaba su propio proyecto fiscal. Echegaray se comprometía a presentar un nuevo programa: «tan luego como estos presupuestos terminen, traeré yo íntegra la cuestión de Hacienda». Pi y Margall le replicó —no sin malicia— que las Asambleas legislativas no eran Academias, y debían discutir problemas concretos, en vez de debatir la cuestión general de la Hacienda.50 En su réplica, Carvajal reprochó a Echegaray sus quejas sobre las finanzas públicas de las que era responsable —«¿Qué mayor agravio puede inferirse al presupuesto de Hacienda que estas palabras del Ministro del ramo?»— y abundó en el argumento de Pi y Margall, acerca del carácter político de los presupuestos. No se debía
49 Los acreedores británicos del Estado español se habían reunido en Londres para discutir la propuesta del ministro Ruiz Gómez sobre recorte de intereses en metálico. 50 DSC, 1873, p. 2924.
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diseñar un proyecto científico con ellos, sino atender a los requerimientos concretos de los diferentes ministerios. No constituían, sin embargo, las manifestaciones de Echegaray una mera declaración de intenciones. De hecho, tenía en mente la única reforma a fondo que entonces era posible en el sistema tributario de 1845: la superación del ocultamiento de las bases impositivas de la contribución territorial mediante la elaboración de un catastro municipal por masas de cultivo. Ya habían comenzado en varias provincias, y acabado en algunas, estas operaciones, confirmándose ocultaciones del 30, 50 y 100 por 100, casi siempre en los cultivos más ricos. Según Echegaray, esta labor resultaba un paso previo a la formación de un catastro parcelario.51 Pocos días después de esta discusión abdicaba el rey Amadeo I, y los congresistas y senadores, reunidos en Asamblea extraordinaria, votaron mayoritariamente la República, el 11 de febrero, ocupando Estanislao Figueras la presidencia del Poder Ejecutivo. Los miembros del Gobierno —entre ellos Echegaray en Hacienda— fueron asimismo votados por los representantes de la Nación. Echegaray tomó la palabra después de hacerlo Figueras y declaró, en nombre de quienes habían sido ministros de Amadeo de Saboya, y entonces lo eran de España, aceptar su nuevo cargo «por brevísimo tiempo, mientras el peligro, mientras las circunstancias difíciles que atravesamos puedan durar». Reconoció Echegaray su incomodidad personal en aquellas circunstancias, tras lo cual, un representante expresó su deseo de «que de los labios del Sr. Ministro de Hacienda se cayera de vez en cuando en la Cámara la palabra República». Echegaray salió del paso diciendo que «si somos Ministros de la nación española, somos Ministros de la República española». El 24 de febrero el Gobierno en pleno presentó ante la Asamblea Nacional su dimisión.52 Echegaray quiso, algunos días después, cuando se discutía el proyecto de Cortes constituyentes, hacer pública su posición sobre la República federal. En octubre de 1872, en réplica al republicano Fernando Garrido —quien había afirmado que la única forma de garantizar la libertad era la
51 DSC, 31-III-1873, p. 2893-2894. Fueron varios los ministros de Hacienda del Sexenio que manifestaron en las Cortes la magnitud del ocultamiento de las bases impositivas y del fraude fiscal. Véase Martín Niño (1972), pp. 176-178. 52 DSC, 24-II-1873, pp. 249-250.
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República y el único modo de afirmar su independencia, la entrega de armas al pueblo—, Echegaray había dejado clara su posición liberal, dispuesto a admitir desde La Internacional hasta el carlismo o la vieja legitimidad borbónica, pero leal al rey elegido por las Cortes constituyentes, al que consideraba único legítimo.53 Una vez proclamada la República, Echegaray reafirmó su posición de demócrata leal a la nueva forma de Estado, pero mostró también su desconfianza hacia el concepto que de ese Estado tenían los republicanos federales. En los republicanos de pensamiento, porque el suyo era un concepto indefinido; en las masas de intransigentes, porque la República federal no iba más allá de «la realización de sus deseos, el consuelo de sus dolores, la satisfacción de sus apetitos y, a veces, de sus odios». A juicio de Echegaray, los demócratas como él mismo, ya que no habían podido o querido salvar la monarquía surgida de la Revolución, tenían la obligación, al menos, de no abandonar la sociedad española a la ruina y al caos. Era necesario que los radicales asumieran la defensa de «las grandes unidades»: la de España, «que se ha fabricado en siete siglos con los pedazos de la invasión agarena», cuya preservación era deber primordial de los liberales; la unidad del Ejército, «elemento de fuerza y cohesión, sobre todo en los pueblos de raza latina», y que estaba a punto de ser disuelto en algunas regiones; la unidad de la Hacienda, tanto en lo que se refería a los contratos anteriores —así, la Deuda pública— como en lo concerniente a los principios financieros generales; la unidad de la justicia, que debía proteger a todos los ciudadanos españoles en su persona, sus derechos y sus propiedades, y finalmente, la unidad legislativa, que podía resumirse como «fuerza suprema para realizar todo progreso contra la pasión, la ignorancia y el atraso». Echegaray manifestó que era consciente de la sospecha que suscitaban los radicales entre las masas intransigentes, llegando a pensar, incluso, que algunos parlamentarios los consideraban cómplices de la reacción. Al instante, se levantaron, entre los republicanos, voces confirmativas de esa sospecha.54 En aquella situación, Echegaray prefirió alejarse una temporada de España. En París, durante los seis meses que allí permaneció, escribió la
53 DSC, 8-X-1872, pp. 374-379. 54 DSC, 8-III-1873, pp. 433-437.
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primera comedia que sería estrenada en Madrid, a su vuelta, en 1874. Tras el golpe del general Pavía, el 4 de enero de ese año, Echegaray fue nombrado, una vez más, ministro de Hacienda, en el Gobierno presidido por el general Serrano, en la que había de ser última etapa de la Revolución y la República.55 Echegaray permanecería, en esta ocasión, en el Gobierno hasta el 13 de mayo. En ese tiempo, firmó diversas órdenes ministeriales, pero, sin duda, la decisión política adoptada por Echegaray en estos meses con mayor trascendencia fue el Decreto de 19 de marzo de 1874, por el cual se establecía, a través de un Banco Nacional, la circulación fiduciaria única, en sustitución de la existente entonces, realizada por varios bancos emisores en las provincias, además del Banco de España. En otras palabras, se otorgaba a este último, cuyo ámbito de actuación, hasta ese momento, era sólo Madrid —además de las plazas de Valencia y Alicante, donde tenía abiertas sucursales—, el monopolio de emisión de billetes para toda la nación.56 El Decreto de 19 de marzo, en que resultan reconocibles el estilo literario y los conocimientos económicos de Echegaray, comenzaba con una frase característica de la retórica parlamentaria del Sexenio: Abatido el crédito por el abuso, agotados los impuestos por vicios administrativos, estirilizada la desamortización por el momento, forzoso es acudir a otros medios para consolidar la Deuda flotante y para sostener los enormes gastos de la guerra que ha dos años aflige a la mayor parte de nuestras provincias.
La conocida cláusula absoluta, principio de un largo preámbulo a la norma, respondía fielmente a la realidad. Según se ha visto más arriba, defectos fundamentales de procedimiento y de medios técnicos impedían un incremento sustancial de la contribución territorial. La tercera guerra carlista, empezada en 1872, se prolongaba sin que se vislumbrara un final claro, llegándose a enfrentar, en marzo de 1874, dos ejércitos de decenas de miles de soldados en Vizcaya. La Deuda del Tesoro, tan temida por Echegaray, superó, en 1874, la cuantía de 1.200 millones de pesetas. El tipo de interés de la Deuda flotante había sobrepasado con frecuencia el 15 y el 16 por 100, y amenazaba con lle55 Sobre Echegaray y la última etapa del Sexenio, véase Fornieles (1989), pp. 245-259. 56 Órdenes de 25 de febrero de 1874, sobre venta de inmuebles del Estado y sobre admisión de billetes del Tesoro en el pago de contribuciones.
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gar al 20 y el 30 por 100, según las negociaciones con los banqueros.57 El proceso desamortizador era inviable en la situación de enfrentamiento civil y desorden administrativo en que se encontraba el país. Los Gobiernos republicanos no pudieron hacer frente al pago de los cupones de la Deuda de julio de 1873 y de 1874; tan sólo se satisfacían entonces los intereses de la Deuda flotante.58 El Banco de España asumiría la función emisora en todo el territorio nacional, concediendo al Gobierno un crédito de 125 millones de pesetas como compensación por las facultades otorgadas por aumento de capital y de emisión. El capital del Banco de España, tras la reorganización, pasaría a ser de 100 millones de pesetas, susceptible de ser elevado, más adelante, a 150 millones. Los bancos emisores provinciales, en el término de treinta días, quedarían integrados en el Banco único, en calidad de sucursales, mediante el canje a la par de sus acciones por acciones del Banco de España. De otro modo, podrían subsistir de forma independiente como entidades de crédito, ya sin facultades de emisión.59 El preámbulo matizaba el articulado del Decreto en determinados puntos con el fin de tranquilizar a la opinión pública. En esta línea, se hablaba del talante «prudente hasta el último extremo y cauteloso hasta la exageración» que había de mantener el Gobierno en su solicitud de crédito al Banco de España, siempre con garantías fácilmente realizables y a corto plazo, inferior a los noventa días. En segundo lugar, se rechazaba de modo tajante la sospecha de curso forzoso de los billetes, «que fuera el último de los desastres y la mayor de las calamidades económicas». Los medios liberales aceptaron esta declaración de Echegaray en razón de sus condiciones personales, pero mostraron su alarma cuando Camacho le sucedió en Hacienda, el 13 de mayo.60 En tercer lugar, la fusión de bancos se lle-
57 Galvarriato (1932), p. 91, n. 1. Galvarriato recoge el testimonio de Joaquín López Puigcerver, quien sería ministro de Hacienda durante la guerra de 1898. Véase la intervención de Echegaray en el Congreso de los Diputados en DSC, 31-I-1873, p. 2892. 58 Martín Niño (1972), p. 99. Los Decretos de 26 de junio de 1874, firmados por Juan Francisco Camacho, formalizaron el intento del Gobierno de pagar los atrasos de cupones e intereses vencidos de la Deuda de julio de 1873, y de enero y julio de 1874, de la Deuda interior y exterior; en este último caso, mediante un convenio con los acreedores. 59 Se mantendrían abiertos, tras promulgarse el Decreto de 1874, los Bancos de Barcelona, Bilbao, Santander, Tarragona y Reus. 60 Anes (1974a), pp. 125-130, y Tortella (1973), pp. 314-317.
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varía a cabo por medio de «compensaciones y términos prudentes», sin la realización forzosa de la cartera de las entidades provinciales, y con mantenimiento de «una amplia aunque prudente autonomía para las sucursales en cada plaza mercantil». Por último, Echegaray se comprometía, en un futuro, no lejano a reanudar la desamortización, restablecer las antiguas rentas y acudir a todas las fuentes contributivas «con prudencia pero sin contemplación ni escrúpulos, formando un presupuesto sólido y verdadero». Resulta significativa la reiteración del término prudencia en la exposición de motivos del Decreto. Aunque el monopolio de emisión depararía en el futuro beneficios muy importantes para el Banco de España y sus accionistas, no se apresuraron éstos a recoger el ofrecimiento de Echegaray. Al cabo de varios días de discusión, fue aceptada la concesión del privilegio de emisión por ochenta y nueve votos frente a veintinueve.61 Probablemente, en el ánimo de algunos accionistas pesaba el temor de una excesiva intromisión del Gobierno en la actividad de la institución. Sin embargo, en la cúpula del Banco las opiniones debían de ser favorables al privilegio, sobre todo en el gobernador Cantero, quien había compartido, veinte años atrás, el intento de su antecesor Ramón Santillán por convertir el Banco de San Fernando en Banco de España, en toda la extensión del término.62 Se ha subrayado la contradicción de que un liberal como Echegaray firmara el Decreto de concesión del monopolio al Banco de España. Pero también ha sido puesta de relieve la situación de extrema gravedad que atravesaba el Tesoro en 1874.63 No era la primera ni sería la última vez que una larga y cruenta guerra civil exigiese soluciones financieras extraordinarias a los Gobiernos españoles. En 1836, la desamortización del patrimonio del clero secular; en 1874, la venta del patrimonio minero del Estado y el monopolio de 61 Las bases para la creación de un banco nacional fueron presentadas a los órganos rectores del Banco el 23 de enero, pocos días después de hacerse cargo de nuevo Echegaray del Ministerio de Hacienda. Los accionistas del Banco de España fueron convocados a Asamblea el 19 de febrero para acordar la transformación del establecimiento en Banco único de emisión. Hasta el 25 no acabaron las deliberaciones con una votación favorable a la propuesta del Gobierno. 62 Mateo del Peral (1974b), pp. 81-86. 63 Tortella (1973), pp. 315-316, y (1970), pp. 285-288. En este último trabajo se reproduce el manuscrito original de la parte dispositiva del Decreto de 19 de marzo de 1874.
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emisión; en 1936, la enajenación de las reservas de oro del Banco de España. No era tampoco la primera vez que la realidad política imponía correcciones al impulso ideológico liberal de Echegaray. En 1869 había transigido con el statu quo de la banca de emisión provincial, en vez de defender hasta el final la libertad de creación de bancos de todas clases. Seguramente su mentor político Ruiz Zorrilla lo convenciera de los beneficios de la gradualidad en las reformas institucionales —por ejemplo, la base quinta del Arancel Figuerola— y de la necesidad de establecer, por iniciativa del Estado, infraestructuras básicas en educación y comunicaciones en una sociedad con extensas regiones del interior atrasadas y carentes de conexión con el resto del mundo. Ésta puede ser la explicación de la política que Echegaray llevó a cabo en el Ministerio de Fomento, hasta hacer posible, en un tiempo relativamente corto, el mapa de «la segunda red ferroviaria». La ampliación del mercado y el acceso del mayor número posible de ciudadanos a la educación eran objetivos por los cuales un liberal como Echegaray podía posponer, en aras del realismo, su ideal de sociedad regida por los individuos, solos o voluntariamente asociados, que, movidos por la lógica del mercado y por su afán de progreso, construyeran carreteras, explotaran faros y puertos y fundaran universidades libres.64 El destino reservaría, sin embargo, a Echegaray una última oportunidad histórica para llevar a la práctica su pensamiento liberal. En el Gobierno de Eugenio Montero Ríos, Echegaray fue designado, el 18 de julio de 1905, nuevo ministro de Hacienda. Había emprendido el ingeniero y economista una actividad como dramaturgo, llena de triunfos. No abandonó por ello el mundo de la enseñanza ni tampoco su inquietud política. En 1876 fue uno de los fundadores de la Institución Libre de Enseñanza. En 1880 firmó, junto con Cristino Martos y Nicolás Salmerón, el manifiesto del Partido Republicano Progresista. Fue elegido diputado varias veces y nombrado senador vitalicio. En 1904 recibió el Premio Nobel de Literatura, compartido con el francés Frédéric Mistral. En 1905 fue designado catedrático de Física Matemática de la Universidad Central. El afán divulgativo y propagandista de la ciencia —además de su actividad docente— nunca se extinguió en Echegaray, quien hasta su muerte, con ochenta y 64 En las Cortes constituyentes de 1869 se llegó a exponer la posibilidad de cerrar la mitad de las universidades existentes, todas del Estado. Echegaray renunció explícitamente a esta eventualidad; DSCC, 1869, p. 4649.
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cuatro años, dictó cursos de Física Matemática. En estos cursos —según la opinión de José Manuel Sánchez Ron— demostró estar al tanto de algunos de los progresos más decisivos de dicha especialidad, cuando estaban sometidos a una completa revisión, desde hacía treinta años, los principios y teorías clásicos, «las maravillosas orientaciones de los siglos XVIII y XIX», en palabras del propio Echegaray.65 Puede interpretarse la presentación del presupuesto de 1906 en el Congreso de los Diputados como el testamento financiero de Echegaray. Las circunstancias entonces eran incomparablemente más bonancibles que las sufridas por los ministros de Hacienda del Sexenio. Desde la reforma de Raimundo Fernández-Villaverde, de 1900, y por primera vez en toda su historia, los presupuestos se saldaban con superávit, logro este en que los ministros liberales —como puntualizó Echegaray— no habían ido a la zaga de los conservadores. En el suyo, Echegaray presentó unos gastos proyectados de 965 millones de pesetas y unos ingresos ordinarios de 1.010 millones. En una de sus últimas metáforas físico-económicas, comparó al presupuesto con «una laguna que tiene pocos manantiales propios y que recoge manantiales de otras tierras, de otras alturas, de otras laderas». Estaba esta imagen serena, idílica, verdaderamente lejos del «monumento egipcio» (o peor aún, compuesto de restos árabes y góticos, en monstruosa mezcla) del que habían hablado Echegaray y Carvajal treinta y dos años antes en el mismo Congreso. No obstante, advertiría más adelante: «los departamentos ministeriales son seres en cierto modo organizados y tienen tendencia al crecimiento». Reconoció Echegaray que su presupuesto era muy similar al de 1905, trasunto, a su vez del de 1904.66 Sin embargo, Echegaray marcó distancias, nada triviales, entre su estrategia financiera y la de sus inmediatos antecesores:
65 Sánchez Ron (ed.) (1990), pp. 95-127. 66 Echegaray levantó risas del hemiciclo al afirmar que resultaba atrevido que un ministro liberal presentara los presupuestos de un ministro conservador. Lo justificaba humorísticamente así: «Es que la pasión política, en el poco tiempo que llevo aquí, en esta última etapa de mi vida política, todavía no ha hecho presa por completo en mí; pero de este defecto ya me iré curando con el tiempo»; DSC, 1905, pp. 692-698. Sobre la evolución de la política presupuestaria en estos años, véase Martorell (2000).
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Disminuye el tamaño del superávit. Le hemos perdido el miedo al déficit y esto es un gran peligro. Para el creyente, la salvación está en el santo temor de Dios. Para todo Ministro de Hacienda, para los Gobiernos, […] está en el santo temor del déficit. Y si no lo queréis hacer santo, decid en el patriótico temor al déficit.
Las cifras que presentó Echegaray eran el resultado de cálculos a partir de los antecedentes estadísticos de que disponía. Su método consistió en evaluar la suma de ingresos ordinarios potenciales y regular el margen de superávit deseable —aquel capaz de cubrir súbitos aumentos del gasto—, antes de fijar la suma de obligaciones del Estado presupuestadas. De este modo no se incurría en el vicio de mermar progresivamente la cuantía del superávit, algo de lo que debería precaverse, porque los gastos tendían a crecer de forma más rápida que los ingresos, como «la ley fatal de Malthus aplicada a la Hacienda». Para Echegaray, otro peligro grave que acechaba a cualquier ministro de Hacienda era la compasión suscitada por la masa de contribuyentes, pensionistas y ciudadanos de todas clases que lo apremiaban con sus peticiones. Se corría en este caso el riesgo de incurrir en el déficit sin procurar solución real a las necesidades de la sociedad y de los individuos. En caso de que fuera necesario efectuar una inversión en un sector determinado — por ejemplo, educación— , si eran precisos, por caso, 400 millones, que representaran una carga anual de 16 millones de pesetas, bienvenidas habían de ser las operaciones de crédito, pero sin elevar el gasto corriente «en 20 o 30 millones repartidos miserablemente como migajas, como limosna». Era conocedor Echegaray de una cuestión que trascendía a la opinión pública, la reconstrucción de la escuadra, pendiente desde hacía siete años. Echegaray trató de justificar su resistencia: «Negué crédito por cumplir con mi deber y, con gran dolor, porque no soy de los que a la desgracia inmerecida agregan desdenes crueles». No llegaría dicha reforma hasta dos años después, cuando otro Gobierno, el de Antonio Maura, diseñaría el Programa Naval, en el marco de una política intervencionista muy diferente a la que Echegaray representaba.
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JUAN FRANCISCO CAMACHO: UN LIBERAL TEMPLADO Francisco Comín (Universidad de Alcalá de Henares) Miguel Martorell (UNED)
«Persona respetable. Hacendista de buenas aficiones. Encanecido en política, pero poco político. Hombre del justo-medio de las facultades individuales, de los que no se lucen ni se deslucen. Tiene rostro agradable y figura simpática». Así describía a Juan Francisco Camacho uno de sus biógrafos, aunque otras voces, tal vez más imparciales, advertían que «le faltaba, desde luego, la simpatía personal». De todo lo anterior, quizá lo más significativo sea el apunte sobre el justo-medio. A pesar de su carácter fuerte, que provocó en dos ocasiones su salida de los gabinetes de Sagasta, Camacho fue un político templado: hombre de consenso entre moderados, progresistas y unionistas bajo el reinado de Isabel II; conservador entre los revolucionarios de 1868 y, ya en las postrimerías del Sexenio, restaurador de la Hacienda pública, antes de que llegara la Restauración dinástica. Puede que esta tendencia hacia la moderación se debiera a su condición de hombre de negocios, con la que compartió su dedicación a la política: Camacho figuró entre los impulsores de iniciativas empresariales tan importantes como la Sociedad Española Mercantil e Industrial —la corporación de los Rothschild en España— o la Compañía Arrendataria de Tabacos. Y puede que sus conflictos con la opinión pública o las dificultades para congeniar con sus correligionarios durante las cuatro ocasiones en que ejerció como ministro —en 1872, 1874, 1881-1883 y 1885-1886— se hallaran en su voluntad de gestionar la Hacienda pública como si de una empresa privada se tratara, bus-
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cando a cualquier precio el beneficio en la cuenta de resultados —léase aquí el equilibrio presupuestario—, sin reparar en que la política también es el arte de la negociación y del compromiso.1
1. Un liberal templado Sabemos con certeza que Juan Francisco Camacho Alcorta nació en Cádiz. Su padre, Juan Bautista Camacho, era un dependiente de comercio gaditano; su madre, Ana Josefa Alcorta, natural de la villa de Azpeitia, residía en Cádiz desde los cuatro años. Tenían veintitrés y veinticuatro, respectivamente, cuando contrajeron matrimonio en la parroquia de San Antonio, del Cádiz resistente a los franceses, el 28 de enero de 1811. Habitaban, junto a otros veinticinco vecinos, en el número 97-98 de la calle de Capuchinos, eje del barrio de idéntico nombre, pequeño y de ambiente humilde. Juan Bautista contribuía a la resistencia de la ciudad desde uno de los batallones de Voluntarios Distinguidos, grupos de defensa urbana integrados por casados, viudos con hijos y solteros de edad avanzada, exentos de servir en el Ejército. Mas lo importante para esta historia es que los Camacho osaran incrementar la población de una ciudad acosada por la fiebre amarilla y por aquellos franceses fanfarrones, con cuyas bombas las gaditanas se hacían tirabuzones. Eran tiempos de crisis, con bajísimas tasas de fecundidad y natalidad, y una excesiva mortalidad infantil que también hubo de sufrir la familia Camacho. De hecho, Josefa Alcorta dio a luz el 24 de octubre de 1812 a un niño que fue bautizado como Juan Francisco María del Corazón de Jesús Rafael Diego, y el 26 de septiembre de 1813 a otro llamado Juan Francisco María del Carmen de Jesús Cipriano Antonio. Ambas partidas de bautizo figuran a nombre de Juan Francisco Camacho Alcorta, y todo parece indicar que el primer niño murió apenas alumbrado, y que nuestro ministro de Hacienda, quien siempre reconoció haber nacido en septiembre de 1813, heredó los primeros nombres de su hermano mayor.2
1 Prugent (1883). Fernández Almagro (1968), vol. II, p. 33. Agradecemos a Juan Torrejón y a Juan Pan-Montojo su inestimable ayuda para la realización de este artículo. 2 Toda esta información procede de las siguientes fuentes: Archivo de la Parroquia de San Antonio, Libro de Matrimonios, n.º 2, fol. 137; Archivo de la Parroquia de San
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Dos cosas recibió Juan Francisco Camacho de su padre: el interés por el comercio y los negocios, y una temprana vocación miliciana. Cursó estudios económicos en la Escuela Comercial de Cádiz, y se instaló en Madrid en los primeros años de su juventud. En 1837, con veinticuatro años, capitaneaba en la capital un batallón de la Milicia Nacional, fuerza de choque urbana de los progresistas, en la que coincidió por esas fechas con José Elduayen, quien le sucedería en el Ministerio de Hacienda en 1872. No obstante, cuando comenzó su carrera política Camacho ya había moderado sus arrestos radicales. Ocupó por primera vez un escaño en el Congreso a los cuarenta años, en 1853, representando al distrito de Alcoy; ya había sido elegido en la legislatura anterior, pero Bravo Murillo disolvió las Cortes antes de que tomara posesión de su escaño. Al igual que su futuro enemigo de la Restauración, Fernando Cos-Gayón, Camacho militaba por entonces en las filas del Partido Moderado, dentro de la facción central o moderada, equidistante de la izquierda puritana de Francisco Pacheco y de la derecha autoritaria de Bravo Murillo. Próximo al hacendista Alejandro Mon, Camacho participó en la coalición de moderados y progresistas auspiciada por aquél para combatir los proyectos de reforma autoritaria de la Constitución de 1845 defendidos por Bravo Murillo, y como hombre de consenso de los dos partidos formó parte de la mesa del Congreso de los Diputados. Durante las Cortes del bienio revolucionario representó en el Congreso al distrito de Alicante; a esas alturas, la búsqueda de una vía centrada en la política isabelina le había llevado a las filas de la Unión Liberal del general Leopoldo O’Donnell. Durante el resto del reinado de Isabel II, Camacho oscilaría entre la lealtad al moderado Mon y la colaboración con los unionistas.3 Al tiempo que afianzaba su carrera política, Camacho también prosperó en el mundo de los negocios. A partir de 1856, y hasta 1868, asumió la dirección general de la Sociedad Española Mercantil e Industrial, sociedad de crédito creada por los Rothschild para canalizar sus inversiones en Lorenzo, Libro de Bautismo, n.º 13, fols. 206v y 219v; Archivo Histórico Municipal de Cádiz, Padrón General del año 1813; Parroquia de San Lorenzo, Barrio de Capuchinos; Senado, Archivo Histórico, Expediente personal de Juan Francisco Camacho Alcorta, sign. HIS-0083-02. Sobre la demografía gaditana, Pérez Serrano (1987). 3 Sobre la Milicia Nacional, véase Pérez Garzón (1978). Elduayen, en p. 409. Mon y la coalición electoral con los progresistas, en Comín y Vallejo (2002), p. 91 y ss., y Prugent (1883), p. 259 y ss.
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España y, sobre todo, para promover y financiar la construcción y explotación de la compañía ferroviaria Madrid-Zaragoza-Alicante (MZA). No era otro que Alejandro Mon quien presidía el consejo de administración de dicha sociedad, si bien el político gaditano también era íntimo amigo de Ignacio Bauer, el hombre fuerte de la casa Rothschild en España. En 1857 Mon le llevó a la dirección general del Tesoro en el Gobierno presidido por Francisco Armero, pero la súbita caída del gabinete anuló el nombramiento; siete años después, ya en 1864, de nuevo Mon le ofreció una cartera en el Gobierno que trabó con Cánovas del Castillo, cartera que Camacho rechazó. Y en 1866, Camacho fue nombrado subsecretario de Hacienda, con Cánovas en el Ministerio, en el último Gobierno de O’Donnell, pero de nuevo cayó el gabinete antes de que llegara a tomar posesión. Mientras tanto, siguió representando en el Congreso a los distritos de Alcoy (1857-1860), Gandía (1858-1865) y Játiva (1866). Político templado, Camacho rechazó la deriva autoritaria y excluyente de los Gobiernos de Narváez y González Bravo, últimos del reinado de Isabel II. De hecho, abandonó temporalmente la política, no figuró en las Cortes de 1867 y vio con complacencia la decisión del general Serrano, nuevo jefe de la Unión Liberal a la muerte de O’Donnell, de pactar con unionistas, progresistas y demócratas el derrocamiento de la reina Isabel II. Así pues, figuró entre los revolucionarios de septiembre de 1868, aunque siguió apartado de la política durante los primeros turbulentos años del nuevo régimen.4
2. Hacia la rectificación de la Hacienda revolucionaria Camacho regresó a la política activa en el año 1871, primero del reinado de Amadeo de Saboya. En la legislatura que comenzó aquel año representó en el Congreso de los Diputados al distrito de Gandía, y en la siguiente, elegido senador por las provincias de Orense y Murcia, conser-
4 Sobre Camacho y los Rothschild en España, véase M. Á. López Morell, Capital extranjero y crecimiento económico. Inversiones y actividades financieras de la Casa Rothschild en España, 1835-1941, Universidad de Sevilla, tesis doctoral inédita. Agradecemos a su autor el permiso para utilizar esta excelente investigación antes de su publicación. Sobre la Sociedad Española Mercantil e Industrial, véase también Tortella (1970b), p. 49 y ss. Lo de la cartera en el Gobierno Mon, en Prugent (1883).
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vó este último escaño. No descuidó tampoco los negocios, siempre vinculado a la casa Rothschild: también en 1871 fue nombrado consejero de la empresa creada por la Sociedad Española Mercantil e Industrial para construir la vía férrea de Santander a Alar del Rey, que conectaba Santander con el ferrocarril del Norte. Y en ese mismo año su nombre sonó como ministro de Hacienda de un Gobierno que encabezaría el general Serrano, pero, como ya hiciera con Mon en 1864, Camacho dudó si aceptar la cartera, y el gabinete Serrano no prosperó. No obstante, a estas alturas ya era un hombre de referencia en la política española, y sólo hubo de esperar unos meses para acceder por vez primera al Gobierno. Su hora llegó en febrero de 1872, cuando el ala conservadora del Partido Progresista y los herederos de la vieja Unión Liberal se unieron a las órdenes de Sagasta en el Partido Constitucional. Ajeno al radicalismo revolucionario, Camacho contribuyó «como la mayoría de los hombres de sus opiniones» a la formación de dicho partido, «el conservador de la revolución de 1868», y aceptó la cartera de Hacienda en el gabinete que presidió Sagasta, el 20 de febrero de 1872.5 La situación que halló Camacho al llegar al Ministerio de Hacienda era muy grave: «un déficit enorme, una deuda flotante abrumadora y la ausencia de un presupuesto de ingresos». En efecto, transcurridos ocho meses del ejercicio de 1871-1872, el presupuesto de 1870-1871 había sido prorrogado: un presupuesto insuficiente en cuanto a los ingresos y falseado en los gastos por las rebajas realizadas sobre el papel por su antecesor Servando Ruiz Gómez. El estado de la contabilidad pública era caótico: Camacho hubo de emplear dos de los tres meses que estuvo en el Gobierno en averiguar la situación del Tesoro y evaluar el déficit. Y el arqueo final resultó desesperante. Los créditos exigibles al erario ascendían a 488 millones de pesetas, mientras que las existencias en Caja sólo llegaban a 57 millones. Desde 1868 el descubierto acumulado del Tesoro había ascendido a 972 millones de pesetas, debido, sobre todo, a la necesidad de recurrir a «los pagos fuera de presupuesto»; a «las anticipaciones, las entregas a justificar y los pagos en suspenso». Y para cubrir estos gastos fue preciso emitir un gran
5 M. Á. López Morell, Capital extranjero..., y Tortella (1970b), p. 50. Sobre el Gobierno Serrano, Vilches (2001), p. 166. Dos estudios de distinto sesgo sobre la política del Sexenio, en este último texto y en Piqueras (1992). Sobre Camacho, véase también Tebar y Olmedo (1880), p. 257, y Prugent (1883).
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volumen de Deuda flotante, emisión autorizada por un Real Decreto del 11 de mayo de 1872. También en esa fecha Camacho leyó en el Congreso de los Diputados dos proyectos de ley con los presupuestos de ingresos y gastos del Estado para dos ejercicios distintos: el de 1871-1872 y el referente a 1872-1873. Con el primer proyecto pretendía ordenar el caos de la Hacienda y con el segundo, como ya habían intentado con escaso éxito en mayo y septiembre de 1871 sus predecesores Segismundo Moret y Servando Ruiz Gómez, allegar recursos extraordinarios para cubrir el déficit creciente. En el presupuesto para el ejercicio de 1871-1872, Camacho calculaba que los gastos del Estado ascenderían a 656 millones de pesetas y el déficit a 187 millones. Ahora bien, si el déficit se sumaba al descubierto pendiente, al acabar junio de 1872 alcanzaría los 538 millones.6 Si el proyecto de presupuestos para 1871-1872 pretendía regularizar la situación económica del Estado, el presupuesto diseñado para 1872-1873 era más ambicioso, pues aspiraba a «modificar, con el concurso de las Cortes, la gravísima situación de la Hacienda, reduciendo los gastos, aumentando los ingresos y adoptando las soluciones excepcionales que las circunstancias demandan con imperio». Respecto a los gastos, aunque era consciente de que no podían rebajarse más de lo «estrictamente necesario», Camacho deseaba llevarlos al «ínfimo límite», sin desatender por ello las obligaciones del Estado. Las mayores rebajas correspondían a Fomento y a Gracia y Justicia, debido a los recortes en obras públicas y en las obligaciones eclesiásticas. Asimismo, el aumento del descuento sobre los sueldos, haberes y asignaciones del Estado suponía, en realidad, una disminución de los gastos públicos que reportaba un ingreso de 22 millones. Y respecto a los ingresos, las reformas tributarias de Camacho se inspiraban en las defendidas el año anterior por Moret y Ruiz Gómez, y básicamente consistían en un aumento en las tarifas de la contribución industrial; la reforma del sello y timbre; la reforma del impuesto de cédulas de empadronamiento; un nuevo impuesto del 10 por 100 sobre las obligaciones particulares de las compañías de ferrocarriles; otro sobre el transporte de mercancías por mar y un impuesto del 10 por 100 sobre las tarifas de viajeros por ferrocarril. De Ruiz Gómez tomaba, también, la reforma del impuesto de traslaciones 6 Las citas literales de Camacho de este párrafo y los siguientes proceden todas de DSC-CD, 11-V-1872, apéndices 1.º y 2.º Sobre la Hacienda del Sexenio, véanse Martín Niño (1972), Artola (1986), Costas (1988) y (1996) y Comín (1988).
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de dominio, que se extendía a las sucesiones directas, la constitución de hipotecas y su renta, y sometía al pago de derechos todo documento susceptible de inscripción en el Registro de la propiedad. No obstante, la aportación más interesante de Camacho fue la propuesta de un nuevo tributo llamado Impuesto indirecto fundado en bases equitativas, llamado a reemplazar a la contribución de consumos, idea por la que ya había apostado Moret. Argumentaba Camacho que la abolición de los Consumos al comenzar la revolución había costado a la Hacienda 47,5 millones de pesetas, que, unidos a las pérdidas por el desestanco de la sal de otros 31 millones, sumaban 78,5 millones, cifras a las que no podía renunciar una Hacienda al borde de la quiebra. Además, quedaban sin gravar unas bases tributarias que no debían permanecer exentas, y resultaba «imposible constituir un presupuesto de Ingresos tan amplio como lo reclaman las necesidades y las exigencias de la civilización moderna, sobre la base estrecha y única de la contribución directa». Por otra parte, Italia, Alemania, Inglaterra y Francia mantenían en sus sistemas tributarios impuestos sobre el consumo para «asegurar los ingresos del Tesoro». En última instancia, argumentaba Camacho, su propuesta se limitaba «a seguir el camino» trazado «por las corporaciones populares», que tras la supresión revolucionaria del impuesto, al quedar en libertad para establecer sus propios arbitrios, habían preferido casi unánimemente restablecer el odiado tributo. Para minimizar las protestas, el proyecto reducía la recaudación a la mitad de lo que había producido el impuesto de consumos en sus mejores tiempos, limitaba los artículos sometidos a gravamen, simplificaba las tarifas y reorganizaba su administración.7 Camacho también quiso aliviar al presupuesto de la carga financiera insoportable que representaban los más de 300 millones de pesetas de Deuda. Como buen pragmático, y dada su vinculación al mundo de los negocios, intentó armonizar los intereses del Tesoro y los derechos de los acreedores, que estimaba coincidentes con los del Estado. Pretendía evitar la inminente suspensión del pago de los intereses mediante una fórmula intermedia, que suponía la «declaración de insolvencia limitada», y que pensaba desarrollar en tres etapas: aplazar durante siete años la amortización de
7 La restitución del impuesto de consumos en los ayuntamientos, en Fuente Monge (1996).
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los títulos; satisfacer en metálico sólo dos tercios de los intereses, pagando el otro tercio en títulos de la Deuda, y amortizar la Deuda flotante mediante una segunda emisión de bonos. Pero no pudo realizar esta conversión, ni defender ante las Cortes sus proyectos presupuestarios. El 26 de mayo, apenas dos semanas después de que leyera sus proyectos en el Congreso, cayó el Gobierno Sagasta, cuando el Partido Radical de Manuel Ruiz Zorrilla —nacido del pacto del ala izquierda del viejo Partido Progresista con los demócratas monárquicos— denunció el trasvase de dos millones de pesetas desde la Caja de Ultramar hacia el Ministerio de la Gobernación, con fines electorales.8 Poco pudo hacer Camacho en su primer paso por el Ministerio, amén de recurrir a su influencia con los Rothschild para la concesión de adelantos al Tesoro en 1872: su amigo Ignacio Bauer «recomendó encarecidamente a sus patrones que apoyaran a Camacho para evitar peligros» a sus intereses en España. Le sucedió en Hacienda José Elduayen, quien aceptó el programa económico de Camacho, pero apenas duró un mes en la cartera. Más suerte tuvo Servando Ruiz Gómez, de nuevo ministro en junio de 1872, quien logró que las Cortes aprobaran un presupuesto que incluía algunas de las reformas defendidas por Camacho, como las relativas a los impuestos sobre el timbre o el impuesto de traslaciones de dominio, que pasó a denominarse de derechos reales. No bastaba para compensar la fuerte caída de los ingresos: habría de ser el propio Camacho, al fin, quien dos años después restituyera la Hacienda a una situación similar —que no idéntica— a la anterior a 1868.9
3. Los liberales restauran la Hacienda y los conservadores la dinastía El 11 de febrero de 1873, abdicó Amadeo I, incapaz de mediar entre los partidos que respaldaban al régimen, enfrentado a dos guerras —la carlista y la de Cuba—, al rechazo de la aristocracia cortesana afín a los Borbones, y al creciente malestar del Ejército. Ese mismo día, ante el vacío de poder, unas Cortes de mayoría monárquica proclamaron la República, que se reveló más inestable aún que la monarquía amadeísta: en diez meses cua8 Sobre la Deuda, Artola (1986), p. 340. 9 Bauer, en López Morell, Capital extranjero…
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tro presidentes se sucedieron en la jefatura del Estado. Cuando mediado el año la insurrección de los cantones se sumó a las guerras colonial y carlista, los Gobiernos republicanos demostraron su incapacidad para garantizar el normal funcionamiento del aparato estatal. El 4 de enero de 1874 el general Pavía irrumpió en las Cortes y acabó con la República federal. Entre enero y diciembre, los políticos más moderados de la monarquía de Amadeo —el grueso de las filas del Partido Constitucional— gobernaron bajo un régimen republicano autoritario. Amén de la jefatura de Estado, el general Serrano se reservó en un primer momento la presidencia del Gobierno, pero, empleado a fondo en la guerra del norte, en mayo de 1874 cedió este último puesto al general Zavala, quien nombró a Camacho ministro de Hacienda el 13 de mayo de 1874. Camacho siguió ocupando la cartera cuando Sagasta sucedió a Zavala en el mes de septiembre. Disueltas las Cortes, el presupuesto del Estado que elaboró Camacho para el ejercicio de 1874-1875 fue aprobado por el Decreto de 20 de junio de 1874, cuyo preámbulo describía la «grave y difícil» situación de la Hacienda: «la prolongación del estado económico presente parecería un propósito suicida», advertía dramático el ministro, quien aseguraba que el déficit del ejercicio anterior era «el mayor que jamás se ha visto en unos presupuestos». Dos causas habían conducido a esta situación: de un lado, «las alteraciones profundas en las rentas públicas» introducidas por la revolución de 1868; del otro, «la desastrosa guerra civil». Pero, por encima del déficit y del altísimo endeudamiento del Estado, a Camacho, como a todo ministro de Hacienda de un Estado en guerra, le agobiaba la necesidad de allegar recursos para financiar la lucha contra los carlistas. En estas circunstancias, sólo cabía «elaborar un presupuesto transitorio», concebido para una situación excepcional; un presupuesto de ingresos «anormal y extraordinario en cuanto a ello obligan las obligaciones de guerra», algunas de cuyas disposiciones habrían de ser abolidas cuando aquélla acabara, mientras que otras servirían de «transición y preparación para los futuros presupuestos de la paz». Bastaba con eso, por el momento, pues en las circunstancias que imponía el presente era «imposible dar solución completa a la crisis» de la Hacienda.10
10 Las citas de Camacho en los párrafos de este epígrafe, proceden del «Decreto de 25 de junio de 1874 aprobando los presupuestos generales del Estado durante el ejercicio de 1874-1875», publicado el 28 de junio de 1874; Colección Legislativa de España, primer semestre de 1874, pp. 1019-1023.
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Una de las cuestiones que Camacho endosaba a los gestores de un futuro presupuesto de la paz era el recorte del gasto público: no había tiempo, en este presupuesto urgente y de transición, para estudiar el asunto con detalle. Además, dos partidas debían experimentar un notable crecimiento. La primera, la más obvia, era la del Ministerio de la Guerra, dotado con un presupuesto extraordinario de 148 millones. El otro aumento, no menos importante a juicio del ministro, correspondía al pago de los intereses de la Deuda, «una obligación sagrada» a la que daba «toda la importancia que la honra nacional reclama y la buena fe exigen», y que el Estado había desatendido por las «vicisitudes y desgracias que venían afligiendo al país»: de hecho, los cupones de la Deuda exterior y de parte de la interior correspondientes a 1873 se hallaban pendientes de abono. Camacho arbitró medios extraordinarios para satisfacer el pago de la Deuda flotante, de los intereses demorados y de los que vencían el 1 de julio de 1874. No obstante, también se aplicó a negociar con los acreedores un arreglo, pues el monto total de Deuda del Tesoro y del Estado era mareante: la Deuda del Tesoro ascendía a 595 millones de pesetas, la flotante suponía 254 millones y la Deuda del Estado superaba los 10.000 millones de pesetas. Con vistas al arreglo, Camacho anunció en el decreto la voluntad de negociar los atrasos; la paralización de las emisiones de la Deuda consolidada al 3 por 100; la consignación de 25 millones de pesetas en el presupuesto para atender el pago de los intereses futuros y una emisión de bonos del Tesoro de hasta 250 millones, destinada a extinguir la Deuda flotante, las amortizaciones y los cupones, y garantizada con una parte de la masa de bienes nacionales desamortizados pendiente de venta. Camacho, empero, no tuvo tiempo de ultimar las negociaciones, que fueron cerradas por Salaverría, primer ministro de Hacienda de la Restauración.11 En el ámbito de la política tributaria, Camacho se fijó como objetivo primordial el restablecimiento de «la noción del deber en las relaciones del individuo con la Hacienda», pues el caos administrativo había fomentado «la ocultación de la riqueza imponible, los atrasos en el cobro de débitos a favor del Erario, y la defraudación». Desde su llegada al Ministerio, los funcionarios de Hacienda comenzaron a realizar «oscuros pero fructuosos trabajos» para «impedir que el defraudador tuviera “una ventaja sobre el
11 Sobre la conversión de Deuda, véase Artola (1986), pp. 348-349.
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contribuyente de buena fe”». Y éste fue uno de sus principales logros: «resistir con ánimo valeroso la voluntad de los contribuyentes que se habían acostumbrado a no pagar los impuestos», diría de él uno de sus biógrafos. Mas, como a corto plazo no bastara con eso, Camacho también buscó «nuevos recursos, logrados con la mayor igualdad y el menor descontento posibles», recurriendo para ello a establecer recargos extraordinarios y transitorios de guerra sobre impuestos ya existentes, a restaurar algunos de los tributos abolidos durante la revolución, pues siempre era mejor «acudir a impuestos ya conocidos», y a crear nuevos tributos con carácter transitorio. Los recargos extraordinarios de guerra recayeron sobre las contribuciones territorial e industrial, sobre los impuestos de sueldos y pensiones, riqueza minera, transporte de viajeros, timbre, papel sellado, sobre los derechos transitorios que gravaban los géneros ultramarinos y los azúcares nacionales y sobre los precios de venta de las labores de tabaco. Además, como recurso extraordinario, Camacho consignó los ingresos procedentes de la acuñación de 25 millones de monedas de cobre, según contrato celebrado por su predecesor Echegaray con la casa Oeschger, Mesdach & Cie.12 La más importante de las restauraciones tributarias fue, sin duda, la del impuesto de consumos, prevista ya por Camacho en 1872. «Esta es la historia eterna del impuesto de consumos en todas las naciones»: ser «suprimido varias veces y restablecido después», señalaba en este decreto. Los ayuntamientos, proseguía, exigieron en 1868 la supresión, pero ante la falta de recursos se habían «apresurado a establecerlo por su cuenta». Por ello, el ministro recuperaba para «la Hacienda del Estado la parte» de dicho tributo que «antes percibía». Eso sí, Camacho quería aprovechar las lecciones de la experiencia para «purgar al impuesto de los defectos que en su administración se habían notado». En adelante el tributo «se encabezaría y los pueblos elegirían los medios para cubrir el encabezamiento. Además, se simplificaba a una sola tarifa elaborada a partir de los datos de población. Por otra parte, decrecía el número de especies gravadas y la recaudación prevista por el Estado se rebajaba a la mitad de lo que el tributo generaba antes de su supresión. Camacho renunció a recuperar el estanco de la sal —también abolido por Figuerola—, pero estableció un 12 Sobre el contrato entre la Oeschger y Echegaray, véanse AHN, FFCC, Hacienda, Sección general, 7489/1, Martorell (2001), p. 93 y ss., y Tebar y Olmedo (1880), p. 256.
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impuesto sobre su consumo, tratado como una partida más del impuesto de consumos, y cuyo rendimiento previsto no llegaba a la mitad de lo que el viejo estanco reportaba. En el impuesto de derechos reales y transmisión de bienes también restableció Camacho el impuesto del 1 por 100 sobre las sucesiones directas, y para compensar la reducción de los ingresos por aduanas, debida a la guerra, restauró el impuesto sobre la navegación de carga y viajeros. Por último, tres fueron los nuevos tributos creados por Camacho. El primero, el impuesto de cédulas personales, consistía en la transformación de un documento policial en un impuesto. Su origen se halla en las cédulas de vecindad, creadas por Real Decreto del 15 de febrero de 1854 para sustituir a los pasaportes. Servían como documento de identificación, y se exigían solamente a los cabezas de familia. En 1870, se crearon las cédulas de empadronamiento, cuya adquisición era obligatoria para todos los mayores de catorce años, excepto los pobres de solemnidad, y que costaban de 1 a 3 pesetas, según la población. El impuesto de cédulas personales fue una rara excepción dentro del sistema tributario, pues se trataba de un tributo de capitación graduada, de escaso peso en la recaudación, pero de importancia excepcional en el futuro, ya que serviría como base para la mayoría de los proyectos de instauración de un impuesto sobre la renta. El segundo de los nuevos impuestos, de carácter extraordinario, era el impuesto transitorio y extraordinario de guerra sobre el consumo de granos, legumbres y harinas, que también se asimiló al impuesto de consumos. El ministro «deseaba que la conclusión de la guerra y la tranquilidad del país» hicieran «muy pronto posible la cesación de este impuesto, sólo admisible como medio de salir del conflicto en que la Hacienda se encuentra». Asimismo, creó Camacho un impuesto general sobre las ventas, también transitorio y extraordinario, una medida importada de los Estados Unidos, que ampliaba la tributación hacia los artículos de consumo no necesario.13 En definitiva, en 1874 Camacho pudo llevar a la práctica la mayoría de las propuestas que había defendido en 1872, y que entonces sucumbieron tras la crisis del Gobierno Sagasta. Su gestión de 1874 recibió el aplauso de sus correligionarios del Partido Constitucional y de los hom-
13 La restauración fiscal de Camacho y el estado del sistema tributario al comenzar la Restauración, en Martorell (2000).
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bres del Partido Alfonsino, embriones de los futuros partidos liberal y conservador de la Restauración. A este respecto, Pedro Salaverría, el primer ministro de Hacienda de la Restauración, no tuvo reparo en reconocer la deuda contraída con Camacho, quien había restablecido «resuelta y claramente» el impuesto de consumos y gravado otros impuestos «con recargos que demostraban voluntad de nutrir el Presupuesto de una manera efectiva». De este modo, el liberal Camacho dio el carpetazo definitivo a los experimentos fiscales de la Revolución de 1868 y restauró el sistema tributario de 1845, seis meses antes de que los conservadores Martínez Campos y Cánovas consumaran la Restauración dinástica. Restauración tributaria, empero, matizada por un incremento de la presión fiscal, como ha observado Rafael Vallejo: debido a los aumentos en los tipos impositivos dispuestos por Camacho —que, a pesar de su provisionalidad, a medio plazo acabaron consolidándose en la mayoría de los tributos—, la presión fiscal en 1874-1880 fue un 45 por 100 más elevada que en 1868-1874.14
4. La reforma global de 1881: impuestos, administración tributaria, arancel y Deuda A la altura de diciembre de 1874, resultaba evidente que la dictadura republicana del general Serrano constituía una «situación sin futuro». Mientras no se resolvieran los conflictos bélicos no podía, dada la experiencia precedente, derivar en una República parlamentaria. Pero Serrano y Sagasta, cabezas del Estado y del Gobierno, tampoco estaban por la labor de restaurar a la dinastía borbónica en cuya expulsión habían participado. Con escasa oposición, el 29 de diciembre de 1874 el general Martínez Campos se alzó contra la República en Sagunto y proclamó la Restauración de los Borbones en la figura de Alfonso XII. Camacho, «como hombre de convicciones monárquicas, reconoció la nueva situación, retirándose a su casa». Retirada relativa, empero, pues en las elecciones de 1876 volvió de nuevo al Congreso, en representación del distrito de Alcoy, aunque en 1878 renunció al acta y fue nombrado senador vitalicio.15
14 Salaverría, en Serrano Sanz (1987a), p. 39, y Vallejo (2001a), p. 335 y ss. 15 Artola (1985), p. 11, y Tebar y Olmedo (1880), p. 257.
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También en 1878 Camacho regresó a la primera línea de la política. Gobernaba el Partido Conservador desde 1874 y el Partido Liberal, pacificado ya el país y aprobada dos años atrás la nueva Constitución, consideraba agotada la etapa conservadora y exigía con virulencia su acceso al poder, con el cual se verificaría el primer turno pacífico. Por ello, desde el Senado y la prensa, Camacho orquestó —según reconoció él mismo— una campaña de «oposición radical» a la política económica del Gobierno, pues «consideraba sus procedimientos equivocados, porque no ponía mano en la organización de la Hacienda ni en la nivelación de los presupuestos». Desde la Cámara Alta, Camacho coordinaba los argumentos hacendísticos de la oposición liberal, que luego en el Congreso eran lanzados contra el Gobierno por otros políticos, como Venancio Rodríguez. Al fin y al cabo, argüían dos de sus biógrafos en 1880, Camacho era el hacendista del Partido Liberal y estaba llamado «a desempeñar el Ministerio de Hacienda» el día «que su partido [fuer]a llamado al poder». La ocasión llegó, al fin, en febrero de 1881, cuando Cánovas cedió el Gobierno a Sagasta por primera vez. Antes de asumir la cartera de Hacienda, Camacho renunció a su asiento en el consejo de administración de MZA, que ocupaba desde 1879. Como ya ocurriera en 1872 y 1874, el flamante ministro recibió los parabienes de su amigo Bauer, el hombre de los Rothschild en España, quien escribió una felicitación a sus jefes celebrando que algunos de «nuestros más íntimos amigos», entre ellos Camacho, ocuparan carteras en el nuevo gabinete.16 El 24 de octubre de 1881, Camacho leyó en el Congreso veinticuatro proyectos de ley que abordaban todos los ámbitos de las finanzas estatales: el sistema tributario, la administración de la Hacienda, la contabilidad pública, las relaciones del Estado con los contribuyentes, la política arancelaria y la Deuda. Además, la tanda de proyectos incluía los presupuestos generales del Estado para el primer semestre de 1882 y para el ejercicio económico de 1882-1883, así como el aval parlamentario a los créditos 16 Tebar y Olmedo (1880), p. 258. El 30 de mayo de 1879 el Consejo de Administración de MZA dio cordial bienvenida a Camacho, quien luego tomó posesión del cargo de administrador, después de que la Junta General de Accionistas le hubiese nombrado el 25 de ese mismo mes; Libro de Actas del Consejo de Administración de la Compañía de Madrid a Zaragoza y a Alicante, sesión n.º 11 de 30 de mayo de 1879, sign.: L381, pp. 327-332. Juan Francisco Camacho, en DSC-CD, 74, 19-XII-1881, p. 1949. Bauer, en López Morell, Capital extranjero…
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extraordinarios concedidos por disposiciones gubernativas a los presupuestos de 1880-1881 y 1881-1882. Estimaba Camacho en 100 millones de pesetas el aumento del déficit desde el fin de la guerra carlista y el primer presupuesto de la paz, de julio de 1876, y consideraba imposible perpetuar tal estado de cosas, pues el desequilibrio presupuestario conducía «a una consolidación periódica de la deuda», algo inconveniente «para el crédito y el porvenir de la nación». Dos caminos había para «nivelar el presupuesto»: reforzar los ingresos y reducir los gastos. Camacho esperaba que las reformas tributarias y administrativas permitieran «un aumento importante», si bien consideraba imposible que bastara para nivelar el déficit. Y en relación con los gastos, estimaba que el presupuesto de los departamentos ministeriales no podía reducirse, sino que, al contrario, habría de aumentar. «El desarrollo de la riqueza, el porvenir de las artes, de la industria y del comercio, y el estado político de Europa —alegaba—, demandan de imperioso modo el fomento de las obras públicas y de la instrucción, la reorganización de tribunales, la reforma y adquisición de material de guerra y de marina, y el desarrollo de otros importantísimos servicios, que necesariamente deben producir crecido aumento, no reducción en los gastos públicos.» Donde sí cabía hacer alguna economía era en las obligaciones de la Deuda pública; de ahí la importancia de la conversión de la Deuda. En suma, Camacho no esperaba que sus reformas trajeran la nivelación automática del déficit, pero sí que cimentaran las bases para que ésta llegara en breve; obró como un director de empresa consciente de que el requisito esencial para obtener beneficios es contar con una organización eficaz.17
4.1. Las reformas tributarias y las protestas de los contribuyentes Las reformas tributarias de Camacho fueron aprobadas por las Cortes el 31 de diciembre de 1881, con escasas modificaciones. No obstante, sus propuestas movilizaron a los contribuyentes, irritaron a los funcionarios y a los municipios que debían colaborar en su puesta a punto, y casi todas fueron revisadas en 1883 por el ministro de Hacienda conservador Fernando Cos-Gayón. Algunos proyectos se limitaban a revisar tarifas o a 17 Las citas de Camacho proceden de DSC-CD, 24-X-1881, apéndice 16, y DSCCD, 24-X-1881, pp. 647-649. Una visión global de la Hacienda del reinado de Alfonso XII, en Martorell (2003).
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reorganizar tributos para aumentar su rendimiento. En el impuesto de cédulas personales, Camacho pretendía lograr que los ayuntamientos confeccionaran nuevos padrones, y con este fin les autorizó a establecer recargos sobre el impuesto de hasta el 50 por 100, aunque, a pesar de ello, se mostraron remisos a colaborar. La reforma de las bases del impuesto de derechos reales pretendía determinar los actos sujetos al impuesto, unificar tarifas, abolir exenciones y mejorar su administración. Con las reformas en la renta de tabacos, Camacho aspiraba a rebajar costes y aumentar el volumen de producción, «ensanchando las fábricas, creando otras, utilizando los adelantos hechos en la maquinaria, y rebajando los precios de venta cuanto la prudencia permita». Quiso también que las tarifas del impuesto sobre el canon de superficie minera crecieran en un 50 por 100, y las Cortes doblaron el alza al 100 por 100. Por el contrario, el ministro rebajó las cuotas del impuesto sobre sueldos, rentas y asignaciones, que estimaba como una carga insoportable, pues los funcionarios del Estado estaban escasamente retribuidos, hasta el punto de que la escala de salarios no se había modificado desde 1827. Camacho hubiera suprimido este impuesto, pero, dado el desequilibrio presupuestario, se limitó a reducir los tipos. Sí eliminó, en cambio, el impuesto de portazgos, pontazgos y barcajes, suprimido en 1869 y restablecido en 1877. Se trataba, a su juicio, de un tributo de «escasa o nula» importancia en la recaudación, de «administración costosa», «falto de justicia» y opuesto al «tráfico con notable perjuicio para el consumidor».18 La transformación del impuesto de consumos pretendía que la evaluación de los cupos de la contribución no fuera un mero «acto discrecional de la administración». Por ello, Camacho proponía que en adelante se estimaran sobre dos criterios: la población y el consumo medio individual de cada especie. Para fijar los cupos de cada provincia y pueblo, el Ministerio debía considerar «la índole de sus producciones, la mayor o menor facilidad de obtener las especies, la generalidad del consumo y otras circunstancias». El ministro dio un sesgo progresista a su propuesta, al pretender que una cuarta parte de la población, la de menor renta, quedara excluida del tributo. El problema de la reforma, no obstante, radicaba en que, por su complejidad, requería un mayor desarrollo de la administra18 Las citas de Camacho relativas a las reformas tributarias, en este y en los siguientes párrafos, proceden de DSC-CD, 24-X-1881, apéndices 1-16.
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ción tributaria: el Ministerio de Hacienda debía determinar el número de habitantes sujetos al impuesto, «el consumo medio anual de cada especie de habitante», así como las circunstancias productivas de cada provincia y pueblo para fijar los tipos medios de consumo de cada especie. Más asperezas suscitó la solución adoptada por Camacho respecto a la imposición sobre la sal. En 1877 el conservador García Barzanallana, dispuesto a incrementar los ingresos, dividió el impuesto de consumos sobre la sal en un doble tributo sobre su producción, abonado por los fabricantes, y otro sobre su venta, pagado por los ayuntamientos. Camacho suprimió en 1881 ambos impuestos, al comprobar que no rendían tanto como el estanco de la sal eliminado en 1869, y los remplazó por un triple gravamen sobre las contribuciones territorial e industrial y los contratos de inquilinato en fincas no dedicadas a la industria. Quedaron exentos del impuesto los usos industriales y ganaderos de la sal, así como «las clases menesterosas», pues sólo lo cotizarían propietarios, industriales y los poseedores de altos alquileres. El ministro liberal llamó al nuevo tributo «derecho por consumo de sal», pero la Comisión de presupuestos, dada la distancia entre esta denominación y la materia sometida a exacción, exigió que se cambiara por «impuesto equivalente a los suprimidos de la sal». Camacho reconoció que fue la reforma «más enérgicamente combatida», aunque atribuyó las impugnaciones «a sugestiones de la pasión política». CosGayón lo abolió en 1883.19 Otras dos reformas tributarias de cierta entidad afectaban a las contribuciones territorial e industrial. El conservador Pedro Salaverría había elevado en 1876 los tipos de la primera desde el 18 al 21 por 100, y su sucesor García Barzanallana, en 1878, había optado por combatir la ocultación impulsando la actualización de los amillaramientos. En esta última línea, Camacho ofreció a los municipios que renovaran los amillaramientos una rebaja en la cotización, que pasaría al 16 por 100, en lugar del 21 por 100 aplicable al resto. El éxito fue relativo: dos años después no se había acogido a la medida ni la cuarta parte de las poblaciones, pues el fraude era lo suficientemente grande como para que las oligarquías municipales prefirieran seguir cotizando por tipos impositivos altos, que no se correspondían con la realidad dado el elevado grado de ocultación, antes que decla-
19 Amén de la referencia de la nota anterior, véase Camacho (1883), pp. 197-211.
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rar la riqueza oculta a cambio de una rebaja. En la contribución industrial y de comercio, Camacho proponía aumentar las facultades del Estado en la gestión del impuesto, en detrimento de los gremios. Con este fin proyectó crear un cuerpo de inspectores de la contribución industrial, integrado por funcionarios del Estado que cobrarían incentivos ligados al incremento de la recaudación, y que realizarían la estadística del impuesto, así como la investigación y la comprobación de la industria. Además, aunque mantenía el sistema de agremiación para el señalamiento de las cuotas individuales, quiso que la administración se reservara el derecho a intervenir en el repartimiento, para evitar irregularidades o que las cuotas máximas se repartiesen a insolventes o industriales imaginarios. También pretendía suprimir exenciones y aumentar tarifas: en 1877 García Barzanallana estableció dos recargos transitorios, cada uno del 15 por 100, uno para financiar la guerra civil y otro para compensar la supresión del impuesto sobre el sello de ventas, un pequeño impuesto creado por Camacho en 1874; en 1881 Camacho consolidó en las tarifas definitivas el 30 por 100 que importaban ambos recargos provisionales. Una vez sancionada la Ley de reforma de la contribución industrial, el 31 de diciembre de 1881, el Gobierno aprobó poco después el reglamento provisional. Y el Círculo de la Unión Mercantil de Madrid encabezó un vendaval de protestas, secundado poco después por miles de pequeños comerciantes e industriales de toda España, que pronto se embarcaron en una campaña de desobediencia civil, impago de contribuciones y alteraciones de orden público. Camacho amenazó con dimitir si no se respondía con firmeza a los rebeldes, pues la transacción hubiera significado quitar «todo prestigio al parlamento y el poder al gobierno». Y el Gobierno encarceló a los principales cabecillas de la revuelta e impuso fianzas de 35.000 pesetas. La dureza de estas medidas soliviantó a los conservadores que, con Cos-Gayón a la cabeza, hicieron causa común con los rebeldes. Al final, cuando «la calma sustituyó a la pasión» y las nuevas cuotas se fueron pagando «con más o menos regularidad», el Gobierno se avino a «conciliar los intereses del contribuyente y del Tesoro». En febrero de 1882, Camacho abrió una información para que en el plazo de un mes todos los gremios, clases y contribuyentes que se considerasen lastimados presentasen sus reclamaciones y nombró una Comisión mixta de contribuyentes y funcionarios que formulara un proyecto de reglamento. Entre las concesiones a los contribuyentes figuró una rebaja de los recargos, que pasaron
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del 30 al 20 por 100, y además Camacho aceptó retrasar la creación del cuerpo de investigación de la contribución industrial, previsto por la ley.20
4.2. Reformas en la administración de la Hacienda En los primeros años de la Restauración, la necesidad de perfeccionar la administración tributaria fue reconocida por conservadores y liberales. Ya Fernando Cos-Gayón, a punto de finalizar la etapa de Gobiernos conservadores, aumentó en 1880 el número de inspectores dependientes de cada una de las direcciones generales del Ministerio de Hacienda. No obstante, fue el liberal Juan Francisco Camacho quien, entre 1881 y 1882, impulsó la reforma administrativa más ambiciosa de la década. Hasta la fecha, los ayuntamientos recaudaban buena parte de los impuestos; y las competencias sobre la Hacienda pública en el ámbito provincial recaían en manos del Ministerio de la Gobernación, que delegaba en los gobernadores civiles. Así pues, la gestión de los tributos adquiría un claro sesgo político en la esfera local y, además, la dispersión de competencias fiscales entre distintos ministerios mermaba la eficacia recaudatoria. El escaso tamaño de la Administración impedía que el Estado asumiera directamente la recaudación, pero para fiscalizar la gestión local de los impuestos, Camacho creó las delegaciones provinciales de Hacienda, mediante las cuales recuperó para el Ministerio las competencias relativas a la Hacienda pública a escala provincial. Las delegaciones dependían directamente del ministro, quien nombraba a los delegados, y estaban llamadas a convertirse en el eje de la gestión de la Hacienda pública. La creación de la Inspección General de la Hacienda pública, que debía centralizar todas las funciones inspectoras del Ministerio, fue una medida complementaria. El Cuerpo de Inspectores de Hacienda había sido fundado el 21 de enero de 1871, y Camacho ya había estudiado en 1874 la posibilidad de elevar su rango y competencias. Entre las atribuciones de la Inspección figuraba la supervisión de las oficinas provinciales, «vigilándolas constantemente en sus varias y complejas ramificaciones para regularizar cuanto en cualquier sentido interesase a la Hacienda pública» y para «corregir errores, impulsar trabajos, descubrir derechos del Estado y avivar la recaudación». Ade20 Los apuntes de Camacho sobre las protestas contra la reforma, en Camacho (1883), pp. 125-138. Sobre la movilización de los pequeños patronos, véase Cabrera y Rey (2002), p. 123.
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más, Camacho creó el Cuerpo de Abogados del Estado y el Cuerpo de Inspectores de la Contribución industrial y de comercio, reformó el procedimiento contencioso-administrativo y reorganizó el Tribunal de Cuentas.21
4.3. Política arancelaria: retorno y modificación de la base quinta La base quinta del Arancel Figuerola de 1869 estipulaba que todos los derechos sobre la importación descenderían entre 1877 y 1881 hasta el 15 por 100, cifra estimada necesaria como recurso para nutrir la Hacienda pública. En plena guerra civil, Pedro Salaverría, temeroso de que los empresarios pudieran apoyar a los carlistas, suspendió en 1875 la entrada en vigor de la base quinta ante las presiones procedentes de «los centros y provincias donde la industria tiene mayor importancia» —rezaba el preámbulo del Real Decreto—, si bien, a despecho de las exigencias de los proteccionistas más radicales, no la derogó. De hecho, a estas alturas, como ha recordado José María Serrano Sanz, los conservadores aún defendían públicamente el Arancel de 1869, pues las importaciones de algunas materias primas se habían duplicado entre el inicio y el fin de la década de los setenta, claro exponente del desarrollo industrial que parecía avalar las tesis de Figuerola. De ahí que ni siquiera entre los industriales fuera unánime el rechazo al Arancel. En los presupuestos para 1877-1878, el conservador García Barzanallana estableció durante un año pequeños recargos transitorios sobre algunos productos importados, con fines exclusivamente fiscales. Pero más importante fue otra medida adoptada por dicho ministro: la introducción de la doble columna en el Arancel, que marcó la orientación de la política comercial durante el resto de la Restauración. El Arancel de 1869 tenía una sola columna con derechos iguales a todos los países; la doble columna rebajaba los derechos a quienes hubieran suscrito convenios o tratados comerciales con España. Y esto significaba un recorte generalizado de las tarifas a la importación, pues a la altura de 1880 el 60 por 100 de los artículos importados procedía de países que habían firmado tratados comerciales.22 Camacho acabó con la suspensión de la base quinta, si bien dicha medida distó mucho del espíritu que imbuía la política arancelaria de
21 Camacho (1883), p. 316 y ss. La cita es de la página 317. 22 Sobre todo esto, véase con más detalle Serrano Sanz (1987b), p. 3 y ss. La cita del preámbulo del Real Decreto de Salaverría es de la página 10.
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Figuerola, pues si el Arancel de 1869 implicaba un desarme arancelario unilateral, común a todos los países, asentado sobre una tarifa única, Camacho aplicó los descuentos incluidos en la base quinta sólo a los países que suscribieran acuerdos comerciales. Con esta política pretendía impulsar la recaudación por aduanas —las tarifas bajas aumentaban las importaciones— y promover la actividad económica más boyante de la época: la exportación vitivinícola. De ahí el tratado comercial que suscribió con Francia, cuya larga negociación se extendió desde agosto de 1881 hasta febrero de 1882, debido a la «inflexible decisión del Gobierno español» de obtener un claro beneficio para la exportación de vinos y alcoholes al país vecino, sumido en plena crisis de la filoxera. La firma del tratado provocó graves protestas en medios industriales catalanes, que tildaron a Camacho de «verdugo del trabajo nacional», y generó la oposición del Partido Conservador en las Cortes, encabezada por el propio Cánovas del Castillo. No obstante, más allá de la política de gestos, los conservadores continuaron con la línea adoptada por Camacho, y en 1885 CosGayón firmó el tratado comercial con Inglaterra, que beneficiaba a los vitivinicultores de vinos finos andaluces y que desató las iras de industriales catalanes y cerealistas castellanos. Completaron la política comercial de Camacho varias disposiciones dirigidas a equiparar el tráfico de productos coloniales con el comercio en el seno de la metrópoli, de modo que, a partir del 1 de enero de 1882, el comercio y la navegación entre los puertos de la Península y los de las provincias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas quedaran sujetos a las mismas reglas y formalidades que las ordenanzas de aduanas establecen para el comercio y navegación entre los puertos de las provincias peninsulares, a excepción del aguardiente, el azúcar, el cacao, el chocolate y el café, que pagarían unos derechos muy reducidos, y del tabaco, en régimen de monopolio en el territorio metropolitano.23
4.4. El arreglo de la Deuda Los ministros de Hacienda de la Restauración heredaron de sus predecesores del Sexenio un Estado endeudado, debido, en buena medida, al
23 Sobre la movilización de los trigueros castellanos sigue siendo interesante el artículo de Varela Ortega (1978). «Verdugo», en Pugés (1931), p. 239. Sobre el comercio colonial, véase DSC-CD, 24-X-1881, apéndice 22.º La extensión de las negociaciones, en Camacho (1883), pp. 223-239.
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aumento del gasto bélico durante las guerras carlista y colonial y a la insuficiencia crónica del sistema tributario. Según expuso Pedro Salaverría ante las Cortes, al presentar el presupuesto para el ejercicio de 1876-1877, la Deuda pública ascendía entonces a 11.778 millones de pesetas. De hecho, durante los primeros cinco años de la monarquía osciló en torno a una media anual de 13.000 millones, alrededor de quince veces el presupuesto estatal y unas dos veces y media la renta nacional. Incapaz de asumir el pago de los intereses de la Deuda y el alto gasto militar, Salaverría suspendió parcialmente el primero hasta el final de la guerra carlista. El Estado comenzó de nuevo a cumplir su deber con los acreedores a partir de 1876, y el pago de los intereses de la Deuda representó durante el resto del reinado de Alfonso XII en torno al 30 por 100 del gasto público, con algunos repuntes al alza como en los ejercicios de 1879-1880 y 1880-1881, en los que llegaría al 38 por 100. De ahí que la reducción del volumen de Deuda figurara entre los principales objetivos de los ministros de Hacienda, liberales o conservadores. En febrero de 1881 Cos-Gayón presentó a las Cortes un proyecto para disminuir la Deuda pública en circulación, pero el Gobierno Cánovas cayó antes de que comenzara a discutirse en el hemiciclo.24 Camacho hizo suyo el proyecto, con leves modificaciones, y el Parlamento aprobó dos leyes, en diciembre de 1881 y mayo de 1882, que autorizaron al Gobierno a realizar una conversión de la Deuda en circulación. El Estado emitió títulos de Deuda al 4 por 100 y amortizable en 40 años, por valor de 1.800 millones de pesetas, con el fin de canjearlos por la Deuda existente hasta la fecha en el mercado, y la operación se cerró con un notable éxito. La mayoría de los acreedores aceptó el cambio, si bien, para convencer a los propietarios de títulos en el extranjero fue preciso comprometer el pago de los intereses en oro, decisión que tendría una importante repercusión en la evolución del sistema monetario, pues impulsó su exportación más allá de la frontera y coadyuvó a la crisis de convertibilidad del billete de banco, que constató la incapacidad de las autoridades económicas españolas para instaurar un sistema monetario basado en el patrón oro. La conversión concentró la Deuda anterior a 1881, muy dispersa, en dos grandes tipos: la Deuda amortizable interior 24 Salaverría, en Serrano Sanz (1987a), p. 37. Datos sobre Deuda, en Comín (1999b), p. 106 y ss., y Martorell (2003).
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al 4 por 100 y la Deuda perpetua, interior y exterior, al 4 por 100. El volumen de Deuda en circulación descendió más de la mitad: si en 1881 sumaba 13.500 millones, en 1884 se había reducido a 6.500, y se estabilizaría en torno a los 7.000 millones hasta el inicio de la guerra de Cuba. Camacho no consiguió, en cambio, reducir el porcentaje que el pago de los intereses de la Deuda pública detraía del presupuesto de gastos, que siguió en torno al 30 por 100.25
4.5. El aumento del gasto, la desamortización de los montes públicos y la caída de Camacho Estimaba Camacho que el gasto público debía crecer, para que el Estado alcanzara «el grado de cultura, bienestar e importancia que ya disfrutan otras naciones». Había que impulsar «la riqueza agrícola, comercial y fabril», mediante la construcción de nuevas infraestructuras, y potenciar la defensa nacional, así como «todos los servicios que se explotan y monopolizan por el Estado». Todo ello exigía «dedicar fuertes sumas a la instrucción, a los templos, a las cárceles, a las fábricas […]». Pero los impuestos ya habían alcanzado «un límite que no era prudente traspasar» y no cabía recurrir a nuevas emisiones de deuda tras el arreglo, pues hubiera supuesto engañar a los tenedores que habían acudido a la conversión. De ahí que diseñara un presupuesto extraordinario financiado con la venta los montes públicos, una idea que ya había esbozado en 1874. Camacho estimaba su extensión en 7,1 millones de hectáreas, y pensaba obtener unos 1.881 millones de pesetas de la venta del 20 por 100 de los montes que pertenecían al Estado y del 50 por 100 de los montes que pertenecían a los municipios. Esa cifra, unida a otros recursos del presupuesto especial de bienes desamortizados, permitiría financiar un presupuesto extraordinario durante ocho años, cuyas principales partidas se asignarían a los ministerios de Fomento, Guerra y Marina, y del cual se reservarían 881 millones para cubrir los gastos de la amortización de la Deuda pública. Camacho argumentó su propuesta asegurando que los montes públicos eran deficitarios, pues producían para el Estado unas 800.000 pesetas anuales pero su mantenimiento costaba 2,2 millones, y que su aprovechamiento en manos privadas daría mayor riqueza al país, pues —liberal de raza, al fin al cabo— 25 Comín (1999b), p. 106 y ss.
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pensaba que era un «axioma económico por nadie combatido que la propiedad en manos del Estado muere, en manos del particular vive».26 Lamentablemente para Camacho, el ministro de Fomento, José Luis Albareda, junto con otros compañeros de gabinete, se opuso a la privatización de los montes públicos. Por otra parte, Camacho comenzaba a sufrir el desgaste de la férrea oposición de los conservadores a su política: tanto en la calle como en el Parlamento, el ministro de Hacienda mantenía un duro pugilato con el hacendista conservador, Fernando Cos-Gayón, que lo mismo acosaba al ministro en el Congreso que instigaba la rebelión de los pequeños empresarios contra las reformas tributarias. Ya en diciembre de 1881 Camacho lamentaba que se le hubiera declarado una «cruenta y sañuda guerra, en la que no se perdonó medio para hacer oposición a todos mis antecedentes, no ya censurándolos, sino ridiculizándolos». Bien fuera por el acoso conservador, bien por las diferencias entre los ministros, lo cierto es que en enero de 1883 Sagasta aprovechó la ocasión para reequilibrar las cuotas de poder entre las distintas familias liberales, dando cabida en el gabinete a la izquierda del partido, y Camacho fue sacrificado. Contrariado, acató por esta vez el cese y siguió en la disciplina liberal. En octubre de 1883, cuando estalló de nuevo la crisis entre los liberales y Sagasta fue remplazado a la cabeza del Gobierno por Posada Herrera, Camacho aceptó su nombramiento como gobernador del Banco de España.27
5. Paréntesis en el Banco de España Sin duda, el nombramiento de Camacho guardó una estrecha relación con el acceso de José Gallostra Frau a la cartera de Hacienda en el gabinete Posada Herrera. Al fin y al cabo, Gallostra había sido asesor de Camacho en el Ministerio, y en la toma de posesión del nuevo gobernador se reconoció en deuda con «su antiguo jefe». Por otra parte, la vinculación de Camacho con el mundo de las altas finanzas hizo que fuera grata a los accionistas su presencia al frente de la institución. Además, Camacho
26 Camacho (1883), pp. 469-506. 27 La crisis liberal, en Milán (2001), p. 333. Sobre la política interna del Partido Liberal en esta época, véase Dardé (2003). La cita de Camacho, en DSC-CD, 74, 19-XII-1881, p. 1949. Véase el capítulo sobre Cos-Gayón en este mismo libro.
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desempeñó una notable función en la configuración del Banco de España como banco central, pues, si Echegaray fue el ministro que concedió el monopolio de emisión de billetes en 1874, debido a su breve paso por la cartera de Hacienda apenas influyó en los primeros pasos del banco en su nueva etapa, mientras que su sucesor, Camacho, tuvo la «honra de contribuir eficazmente a la creación y organización del Banco Nacional» como ministro de Hacienda, resolviendo «las cuestiones que entonces se suscitaron», tal y como recordó al llegar a su nuevo despacho.28 Ya en la primera sesión de Camacho como gobernador, el consejo de administración del Banco aprobó varias medidas para mejorar la oferta del Banco a sus clientes, entre las que cabe destacar la solicitud al Ministerio de Hacienda para que se admitieran los billetes del Banco como pago de contribuciones y derechos de aduanas —ya contemplada la ley del banco de 1874, aunque no se había llevado a la práctica—; la reorganización del servicio de giros «a cambios fijos y módicos, conocidos del público», así como algunas mejoras dirigidas a facilitar a los tenedores de cuentas corrientes el traslado de fondos entre sucursales del Banco. También aprobó el consejo la instalación de nuevas sucursales. Éste era uno de los graves problemas que debía afrontar el centro emisor: hasta la concesión del monopolio de emisión de billetes, por la ley del 19 de marzo de 1874, el Banco de España limitaba su radio de acción a la capital del reino y a dos sucursales en Valencia y Alicante, pero carecía de delegaciones en las demás capitales de provincia y en otras grandes ciudades industriales y comerciales. La absorción de los bancos emisores locales constituyó un primer paso en la configuración de una red nacional, y a finales de 1874 el Banco de España ya tenía agencias en Barcelona, Bilbao, Cádiz, La Coruña, Málaga, Oviedo, Palma de Mallorca, Pamplona, San Sebastián, Valladolid, Vitoria y Zaragoza. La organización siguió creciendo durante los primeros años de la Restauración, y bajo el mandato de Camacho el Banco instaló las agencias de Burgos, Huelva, Huesca y Jaén, y solicitó autorización al Gobierno para establecer las de Murcia, Toledo, Almería, Gerona, Palencia, Ciudad Real, Cáceres, Salamanca, Zamora, Logroño, Vigo, Gijón y Alcoy. A finales de 1884, el Banco de España contaba ya con cuarenta y siete sucursales.29 28 AHBE, Actas del Consejo de Gobierno, sesión 29 de octubre de 1883. 29 AHBE, Actas del Consejo de Gobierno, sesiones del 29 de octubre de 1883 y del 24 de enero de 1884.
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Camacho renunció al gobierno del Banco de España en la sesión extraordinaria del consejo convocada el 24 de enero de 1884, una semana después de que cayera el Gobierno Posada Herrera y los conservadores volvieran al poder. Amén de las medidas adoptadas en la primera sesión de su etapa al frente del Banco, Camacho había modificado la plantilla, redistribuyendo al personal para que se ajustara más a las necesidades del servicio y aumentando de 179 a 185 el número de empleados. Además, en su última reunión con el consejo impulsó la fabricación de billetes en los talleres del Banco de España. Era éste un asunto delicado, pues la imprenta del Banco carecía de medios técnicos suficientes para impedir las falsificaciones, y por ello el consejo de administración había contratado su fabricación a la sociedad norteamericana American Bank Note, cuya última emisión se encargó el 25 de octubre de 1883. No obstante, en el diseño de estos billetes aparecieron motivos ornamentales empleados en otros hispanoamericanos, hubo graves errores en la numeración y falsificaciones en todas las series, de modo que el consejo, a instancias de Camacho, optó por renovar la maquinaria y proseguir con la fabricación de los billetes en España. El empeño, no obstante, se reveló imposible a medio plazo: la baja calidad técnica de los billetes españoles promovió las falsificaciones, y en la primera década del siglo XX el banco tuvo que contratar la impresión en Gran Bretaña. También en su última sesión como gobernador Camacho rindió cuentas de la autorización concedida por el consejo para aumentar las reservas metálicas. No era cuestión baladí, pues en ese mismo año el Banco de España, de acuerdo con el Gobierno, había suspendido la convertibilidad del billete en oro, dada la escasez de dicho metal en sus reservas. El consejo respaldó las compras efectuadas por Camacho y expresó «la satisfacción con que había visto el uso hecho de aquella autorización». La nota reflejaba la buena sintonía entre los consejeros del Banco y el gobernador liberal. En la sesión del 24 de enero de 1884, el consejo quiso que constara en el acta «el profundo sentimiento con que veía separarse de la gobernación del Banco al Sr. Camacho, cuya buena administración había sido tan fecunda como honrosa, señalando una época de desenvolvimiento y ampliación de las operaciones». No era una declaración vacua. Pocos años después, el consejo de administración del Banco de España demostraría su afinidad con Camacho dando un impulso a su trayectoria como hombre de negocios.30 30 AHBE, Actas del Consejo de Gobierno, sesiones del 19 de noviembre y 31 de diciembre de 1883, y 24 de enero de 1884. Sobre la fabricación de los billetes, véanse Banco de España (1979) y Martorell (2001). Respecto a la crisis de convertibilidad, véase Sardá (1987).
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6. El ministro misántropo Volvieron al poder los liberales en noviembre de 1885. Acababa de morir el rey Alfonso XII, y Cánovas, de acuerdo con Sagasta, abandonó el poder convencido de que el cambio de reinado debía ir parejo de un relevo en el Gobierno. Recordaba Silvela años más tarde que el turno parecía inevitable, pues así lo exigían las autoridades políticas, militares «y aun financieras, que acudieron presurosas a El Pardo a instar por la mudanza, persuadidas de que, mediante ella, se aseguraba el orden público, se aquietaban los espíritus y se producía, con la entrada del Sr. Camacho, una reacción favorable e inmediata en la Bolsa». Fama, la de Camacho, extendida entre los hombres de negocios, pero también entre la opinión pública, pues «su nombre tenía esa extraña popularidad del hacendista, que se parece a las demás en que todos hablan de ella, y se distingue en que casi nadie entiende de lo que habla», opinaba González Besada. Así, volvió Camacho al Ministerio de Hacienda, aclamado por la opinión y ante el «recelo de sus correligionarios», temerosos de su «falta de condescendencia y sus desplantes de hombre incorruptible». Y volvió para reconstruir y proseguir la obra iniciada en el Gobierno anterior: reconstruir, porque en el ínterin conservador Fernando Cos-Gayón había desmantelado su reforma de la administración de la Hacienda pública; proseguir, porque aún bullía en su cabeza la idea de elaborar un presupuesto extraordinario financiado con la desamortización de los montes públicos.31 Mas lo primero fue rehabilitar su reforma de la administración de la Hacienda, arrasada entre 1884 y 1885 por Cos-Gayón, quien desmanteló las delegaciones provinciales y la Inspección General de la Hacienda Pública. La Ley del 12 de enero de 1886 autorizó a Camacho a reorganizar los servicios provinciales; dos días después de la autorización parlamentaria, un decreto restableció las delegaciones de Hacienda, con las mismas especificaciones contempladas en la Ley del 9 de diciembre de 1881, y al tiempo dictó un reglamento orgánico que facilitó notablemente la marcha de los servicios. Asimismo, otro Real Decreto del 28 de enero de 1886 reorganizó la Inspección General de la Hacienda Pública, cuyo diseño mejoró respecto al de 1881, y otros dos decretos de abril y mayo anularon las con31 Silvela (1902), pp. 726-727. Recelos, en González Besada (1902), p. 770. Incorruptible, en Fernández Almagro (1968), p. 33.
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trarreformas de Cos-Gayón en el cuerpo de abogados del Estado y en el servicio contencioso-administrativo. Esta vez, pese la inquina de CosGayón, la obra de Camacho sobrevivió a su autor, y los propios conservadores reconocieron en 1902, por boca de González Besada, que había «sido de indiscutible beneficio para los intereses de la Hacienda». Y si hubo divergencias entre conservadores y liberales sobre la organización de la Hacienda pública, las coincidencias en el ámbito de la política arancelaria fueron evidentes. Pese al tono crecientemente proteccionista de los conservadores, Cos-Gayón había obtenido del Parlamento la autorización para negociar el tratado comercial con Inglaterra, que las Cortes liberales, a instancias de Camacho, aprobaron en agosto de 1886. Camacho, además, para disgusto de los proteccionistas, prorrogó todos los tratados comerciales en vigor hasta el año 1892, fecha en que caducaba el tratado comercial con Francia.32 El 12 de junio de 1886, Camacho presentó en el Congreso de los Diputados el proyecto de presupuestos para el ejercicio de 1886-1887, junto con otros proyectos menores. Como cualquiera de sus antecesores y sucesores, pretendía «romper la continuidad del déficit». De hecho, calculaba en su proyecto un superávit de 16,5 millones. Para ello proclamó la consigna de «economías a todo trance», exigió un recorte de los gastos no reproductivos, y obtuvo de ahí 12,2 millones de pesetas. A cambio, se ganó la inquina de sus compañeros de gabinete, «interesados, por natural celo, en que no se les regateasen los recursos que necesitaban para atender a los servicios de su departamento» y reacios contra el ministro que pretendía «sellar la fuente de las mercedes y de los particulares provechos». Además, Camacho quiso suprimir las cajas especiales que funcionaban en varios ministerios, y refundirlas en la contabilidad estatal, y de ahí pensaba sumar 58,7 millones al presupuesto. También aprovechó el relevo en la casa real para rebajar levemente la dotación del rey y de la real familia. Por el contrario, el proyecto preveía un aumento del gasto para dotar las obligaciones de primera y segunda enseñanza, que el Gobierno deseaba transferir desde los municipios hacia el Estado, y para desgajar del Ministerio de Fomento un Ministerio de Instrucción Pública, planes ambos que
32 González Besada (1902), pp. 770-771. El descontento de los proteccionistas, en Pugés (1931), p. 266 y ss., y Serrano Sanz (1987b).
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habrían de esperar para convertirse en realidad hasta los primeros años del siglo XX. Respecto a los ingresos, Camacho no consideraba oportuno crear nuevos tributos, ni elevar el tipo de los existentes, ni emitir más Deuda. Se limitó, simplemente, a tramitar pequeños cambios en la gestión del impuesto de consumos y en la contribución industrial, con los que esperaba mejorar la recaudación.33 Lo cierto es que Camacho seguía convencido de que apenas se podía maniobrar con el presupuesto ordinario, y de que lo importante era diseñar un presupuesto extraordinario de gastos que permitiera «atender a las necesidades» de la nación; «un presupuesto extraordinario que se financiaría también con recursos extraordinarios, con el fin de promover el transporte, el comercio interior y exterior y la defensa nacional». Y para sostener dicho presupuesto, aún apostaba por «la desamortización de los montes públicos». De hecho, llevó al Consejo de Ministros las bases de un proyecto que estipulaba su venta y que suscitó en el seno del gabinete «controversias apasionadas», reconocía el propio ministro. Llegó el conflicto hasta el punto de que Camacho retiró el proyecto, pues de mantenerlo hubiera dado lugar a «larguísimas discusiones», que «como hombre de gobierno» no quería suscitar. No obstante, advirtió en el Congreso que no renunciaba a sus convicciones, pues seguía creyendo que, «al remitirse a la circulación general bienes» que producían «escasísimos rendimientos», aumentaría «la fortuna pública» y se podrían «satisfacer legítimas aspiraciones nacionales». Pero a la cuestión de los montes se sumó otro conflicto, también relacionado con las desamortizaciones, que coleaba desde abril de 1886. Las leyes desamortizadoras de Madoz habían excluido la venta de los bienes municipales de aprovechamiento común y de las dehesas boyales, y con el paso de los años se fueron acumulando en el Ministerio de Hacienda miles de peticiones que solicitaban la inclusión de terrenos municipales en esa excepción. Dispuesto a agilizar los trámites burocráticos del Ministerio y a liquidar el trabajo pendiente, Camacho creó una sección en la Dirección General de Propiedades, por Decreto del 13 de abril de 1886, cuyo cometido era estudiar los más de 6.000 expedientes abiertos. Y el Ministerio falló contra unos 300 municipios, la mayoría de Castilla, que instaron a 33 Camacho (1886), Fernández Almagro (1968), vol. II, p. 33, y Martorell (2003).
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sus diputados y senadores para que frenaran a Camacho. Germán Gamazo, titular de Ultramar, defendió a los perjudicados, «creándose entre este ministro y el de Hacienda una tirantez que no pudo menos de complicar la situación». «Cada consejo de ministros degeneraba en agria discusión», explicaba años después González Besada, y el ministro de Hacienda «llegó en ocasiones a negar el saludo a sus compañeros de Gobierno». Llovía sobre mojado, pues Camacho no era hombre de complacencias ni de trato fácil. «Le faltaba, desde luego, la simpatía, defecto que suele ser el que menos se perdona en la vida social», señalaba Fernández Almagro. Ministro misántropo, «Camacho se excusaba de asistir a los consejos de ministros y a las Cámaras, siempre que podía, dada su tendencia al aislamiento». A la altura del verano la tensión acumulada se hizo insoportable, y aunque el Congreso respaldó en una votación la política del ministro, Camacho, «verdaderamente decepcionado y fatigado», presentó su dimisión a Sagasta el 30 de julio de 1886. Las Cortes liberales no habían llegado a sancionar su proyecto de presupuestos para 1886-1887. «La Bolsa —apuntó Fernández Almagro— acusó la depresión causada en el país por la salida de Camacho».34
7. Al frente de la Tabacalera Juan Francisco Camacho fue el primer presidente del consejo de administración de la Compañía Arrendataria de Tabacos (CAT), así como su primer director gerente, pues por única vez en la historia de la compañía una misma persona simultaneó ambos puestos. El monopolio de Tabacos se arrendó en el año 1887. Ocupaba el Ministerio de Hacienda Joaquín López Puigcerver, quien sucedió a Camacho en la cartera cuando abandonó el Gobierno a la gresca con sus correligionarios. Sin duda, influyó en el nombramiento la presión del Banco de España, principal accionista de la CAT, así como la habitual estrategia de Sagasta de compensar a los liberales descontentos para suturar las heridas del partido. Tomó posesión Camacho el 30 de junio de 1887, y ya entonces advirtió que su principal objetivo era obtener la máxima rentabilidad del monopolio. Para ello,
34 Camacho (1886), González Besada (1902), p. 770, Fernández Almagro (1968), vol. II, p. 34, y Varela Ortega (2001), p. 318.
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apostó por reforzar la autoridad del presidente de la Arrendataria, muy restringida por el contrato de 1887, e impulsar la autonomía de la compañía frente al Gobierno, lo cual no auguraba nada bueno sobre su futuro en el cargo. Lo cierto es que la subordinación al Estado obstaculizaba una gestión empresarial eficaz, pues eran muchas las decisiones de exclusiva competencia del Gobierno en el ámbito de las compras, el presupuesto, la organización o el personal. Camacho quería transformar el viejo estanco en una empresa competitiva y romper con las inercias heredadas de la época de gestión directa del Estado, que entorpecían todo intento de maximizar los ingresos. De hecho, la situación previa era tan deficiente, que en sus primeros años de existencia, aunque aumentó la recaudación, la CAT registró pérdidas, ocasionadas por el lastre del pasado y por la indolencia de la Hacienda, que obstaculizó las reformas y descuidó la represión del contrabando.35 Los planes reformistas de Camacho abordaban todos los ámbitos de la fabricación del tabaco, desde la compra de la materia prima hasta la elaboración de los productos, pasando por el personal de la casa, la distribución o la represión del contrabando. La mayoría de sus propuestas respondían a tres principios: la reducción de los costes, el aumento y la mejora de la producción y la reorganización de los servicios de la Compañía para convertir la vieja dependencia estatal en una sociedad mercantil competitiva. Su política en la compra de hoja de tabaco muestra algunos de los problemas que afrontó durante su gestión. Camacho sabía que las mejoras en la adquisición de hoja, y en su tratamiento preparatorio, podían reportar considerables beneficios a la Arrendataria a corto plazo. De ahí que decidiera reformar el sistema de compras y mejorar el procesamiento de las hojas en las fábricas. Ahora bien, la indiferencia —cuando no la complacencia— del Ministerio de Hacienda durante los tiempos de la administración directa había provocado que el sistema de adquisiciones estuviera muy viciado por las irregularidades de los contratistas. Camacho tuvo que emplear las existencias ya recibidas y además el Ministerio le obligó a respetar los contratos vigentes en 1887. Por otra parte, la Ley del arriendo de dicho año no daba carta blanca a la Compañía para comprar tabaco, pues imponía ciertas restricciones en cuanto a las cantidades y a su
35 Comín y Martín Aceña (1999), p. 133 y ss.
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procedencia. Todo ello dificultaba el abastecimiento, ya de por sí complicado: las fábricas peninsulares consumían anualmente alrededor de veintiún millones de kilogramos de tabaco en rama. Y esta cifra creció porque Camacho apostó en firme por incrementar la producción. Además, durante su gestión asentó la política de adquisiciones que seguiría la CAT en el futuro: concursos para otorgar las contratas de grandes suministros en los mercados norteamericanos; representación en los grandes mercados de un comisionado permanente de la CAT que se encargaba de las adquisiciones; y compras directas sacadas a subasta para ajustar anualmente el repuesto de hoja a las necesidades de producción, suplir las faltas de los contratistas y aprovechar las buenas coyunturas en los mercados.36 También abordó el proceso de elaboración del tabaco: reorganizó las fábricas, cuidó el trato dado a las materias primas para evitar despilfarros, mejoró las técnicas de elaboración, diversificó la producción, ajustó las cantidades y labores producidas al volumen de ventas y perfeccionó los artículos ofrecidos por la Compañía. La inversión en maquinaria era otra de sus obsesiones: con el beneplácito del consejo, impulsó la instalación de talleres mecánicos de cigarrillos y picadura de hebra en la fábrica de Valencia, y solicitó la autorización de la Hacienda para adquirir las máquinas, que no llegaron durante su mandato. En el ámbito de la distribución, optó por reducir el número de estancos, pues consideraba que los 17.222 existentes en todo el país a la altura de 1887 eran excesivos, ya que buena parte de los mismos habían sido creados «para satisfacer exigencias políticas». A este respecto, el contrato de arrendamiento estipulaba que el nombramiento y separación de estanqueros era competencia de la Arrendataria, y no del Gobierno. También combatió decididamente el contrabando y el fraude. La reforma de los sistemas de inspección dentro de la propia empresa, a costa de tiempo, dinero y pleitos, redujo la incidencia de las faltas, alcances, robos, desfalcos y otro tipo de irregularidades, toleradas en tiempos de la gestión directa del Estado. Camacho también hubo de organizar la lucha contra el contrabando, pues el Estado desmanteló los sistemas de represión y vigilancia previos a 1887, y la Compañía organizó su propio resguardo para combatirlo.37
36 Ibídem. 37 Ibídem.
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El talón de Aquiles de Camacho fueron las cigarreras, bien dispuestas hacia el motín y el altercado cada vez que la dirección trataba de modificar sus condiciones de trabajo. Estimaba Camacho que el número de operarias era excesivo, pues los contratos respondían más a la satisfacción de recomendaciones clientelares que a las necesidades de fabricación, y quiso limitar la plantilla, si bien, gradualmente, para evitar conflictos. El 11 de julio de 1887 trabajaban en las fábricas 31.834 cigarreras, y Camacho consideraba que la producción sólo exigía 26.512, de modo que sobraban 4.939. Aunque el contrato de arrendamiento autorizaba a reducir el personal obrero a un 75 por 100, razones de orden público aconsejaban soslayar este derecho. No obstante, Camacho exigió a los jefes de fábrica que amortizaran las bajas por defunción, abandono de servicio u otra causa justificada, un procedimiento lento pero menos conflictivo. Al tiempo, ordenó incrementar la producción y diversificó el número de labores, medidas que, en tiempos de contención de la plantilla, incrementaron el trabajo de las cigarreras; además, estableció nuevos servicios de vigilancia e inspección del trabajo y reforzó la disciplina. Todo ello, unido a la drástica reducción del número de aprendizas, contribuyó a caldear los ánimos. Camacho decidió iniciar la nueva política laboral de la CAT en la fábrica de Madrid, pues sabía que, si las reformas superaban el examen de la capital, no habría grandes dificultades para imponerlas en el resto del país. Y allí estalló el conflicto, cuando las cigarreras se amotinaron para impedir la introducción de nuevas labores de cigarrillos «superiores», «finos» y «entrefinos».38 Ante el motín, Camacho ordenó el cierre de la fábrica de Madrid, pues las operarias estaban destruyendo las instalaciones. Pero la algarada derivó pronto en un serio problema de orden público y el ministro de Hacienda, López Puigcerver, decidió intervenir. Con este fin, convocó en su despacho a los consejeros de la Arrendataria, sin invitar a Camacho a la cita. En el cónclave, los consejeros, presionados por el ministro, acordaron reabrir la fábrica, y la decisión fue respaldada oficialmente en una inmediata reunión del consejo, en la cual Camacho se abstuvo. Erosionada su autoridad, Camacho decidió morir matando y despidió al jefe de la fábrica de Madrid por desobedecer sus instrucciones, con la intención de forzar su propia
38 El conflicto de las cigarreras, en Rey Reguillo (2000), p. 1073.
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salida de la CAT, pues el ministro podía vetar, y vetó, el cese. Perdida la confianza del Gobierno, Camacho presentó su dimisión al consejo de administración. Que los consejeros respaldaban su gestión, pese a ceder ante la injerencia del Gobierno, resultó evidente, pues Camacho tuvo que presentar la renuncia en tres sesiones extraordinarias del consejo para que, al fin, fuera admitida el 12 de octubre de 1887.
8. Retorno conservador y muerte Las dos salidas intempestivas del Gobierno en 1883 y en 1886, el enfrentamiento con López Puigcerver, quien le remplazó como ariete financiero de los liberales…; eran ya demasiados los desencuentros con sus correligionarios desde los tiempos de la Gloriosa, y al acabar la década de los ochenta Camacho se aproximó a los conservadores. Nada tenía, por otra parte, de extraño; había sido liberal-conservador en el reinado de Isabel II, cuando oscilaba entre Alejandro Mon y la Unión Liberal, y estuvo más tarde entre los conservadores del Sexenio, de modo que casi parecía un accidente que este liberal templado figurara a la izquierda de la monarquía. Próximo a los ochenta años, su prestigio continuaba incólume pese a su largo historial de reyertas políticas, y en noviembre de 1891 fue tentado de nuevo para volver al Gobierno, a las órdenes de Cánovas del Castillo. No fue el propio Cánovas sino la regente quien, tras la crisis parcial conservadora que acabó con el paso de Cos-Gayón del Ministerio de Hacienda al de Gracia y Justicia, insistió a Camacho para que ocupara el Palacio de la calle de Alcalá. Llegó María Cristina a plantear su ruego, en nota fechada el 22 de noviembre, en términos de favor personal. Pero Camacho rechazó la oferta, pues el proteccionismo conservador, alegó, era la antítesis de la política comercial que había defendido desde el Gobierno: ¡qué tremenda ironía hubiera sido que remplazara al frente de la Hacienda conservadora a su eterno enemigo Fernando Cos-Gayón! Mas en su correspondencia con la regente, Camacho expresó su preocupación por el Banco de España, al que estimaba fuera de la ley tras la reforma de Cos-Gayón, y quizá esta confidencia no fuera ajena a su retorno al gobierno del Banco Nacional. Así pues, Camacho volvió al Banco el 25 de noviembre de 1891. Al tomar posesión del cargo, el nuevo gobernador recordó su etapa anterior, cuando en «breve tiempo» tuvo ocasión de «plantear reformas beneficiosas, que habían sido juzgadas favorablemente
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por la opinión pública». Pero poco pudo hacer en esta ocasión; su «mal estado de salud» le obligó a dimitir el 6 de abril de 1892; llevaba ya un tiempo sin asistir regularmente a las sesiones del Senado.39 Desde entonces, prácticamente permaneció retirado de la vida política. Asistió de tanto en tanto a la Cámara Alta, pero no ocupó ningún otro cargo público. Según consta en su certificado de defunción, murió de miocarditis crónica el 23 de enero de 1896, a las ocho menos cuarto de la mañana, en su domicilio de la calle de Alcalá, número 57, 4.º principal: le faltaba un mes para cumplir los ochenta y tres años. No dejó hijos de su matrimonio con María de los Ángeles Angulo y Gallego, de quien había enviudado años atrás, y fue sepultado en el cementerio de San Isidro. Pese a su larga carrera política y empresarial, no poseía excesivos bienes de fortuna: tenía una cédula personal de segunda clase y pocas cosas más. Al testar, el 16 de enero de 1896, muy poco antes de morir, ya no podía leer «a causa de la enfermedad»: dejó a su ama de llaves 80.000 pesetas, ropas, muebles de su cuarto, vajilla, cristalería y batería de cocina; al sobrino del ama 25.000 pesetas, e instituyó heredero en «el remanente de todos sus bienes a su vecino Ricardo Pérez García». Una cláusula adicional al testamento legaba todos sus cuadros e imágenes de carácter religioso a la parroquia de San Jerónimo.40
39 La correspondencia entre Camacho y la regente, en Lario (1999), pp. 279-280. AHBE, Expediente personal de Juan Francisco Camacho, secretaría, C.724, y Actas del Consejo de Gobierno, sesiones de 28 de noviembre de 1891 y 7 de abril de 1892. Senado, Archivo Histórico, Expediente personal de Juan Francisco Camacho Alcorta, sign. HIS-0083-02. 40 Registro Civil de Madrid, Defunciones, Partida de defunción de don Juan Francisco Camacho y Alcorta. AHPN, tomo 39495, fols. 121-124. Había otorgado otros dos testamentos el 4-II-1887 y el 14-VII-1891, todos ellos ante el notario de Madrid José García Lastra.
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FERNANDO COS-GAYÓN: EL HACENDISTA CONSERVADOR Miguel Martorell Linares (UNED)
Mi vida se compone de una sola pieza en lo político, en lo administrativo, en lo financiero, en todos los órdenes. Yo pienso hoy en todo, como he pensado toda mi vida. Fernando Cos-Gayón, DSC-CD, 20-V-1891, n.º 60, p. 1562
Quizá muchos de los presentes en el salón principal de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas aquella tarde del 15 de junio de 1879 no conocieran al personaje que subió al estrado para leer un discurso titulado Problemas relativos a las prisiones. Importancia de la reforma penitenciaria: sus progresos y estado actual en otros países y en nuestra patria: sus objetos y las dificultades con que tropieza. Era un individuo de poca estatura, recio de músculos, enjuto de carnes, que al hablar gesticulaba con movimientos vivos y animados, pero que en los silencios se mostraba ensimismado y serio. Cejijunto y de rostro cetrino, casi siempre exhibía un porte severo: su mirada era inquisitorial, penetrante, feroz, y siendo civil tenía porte marcial, pues lucía un enorme bigote sin guías y una perilla, como décadas atrás obligaba la moda militar. Rebasado el medio siglo, no había destacado en la política, pero conocía todos los escalafones de la Administración, desde el modesto puesto de escribiente hasta la Subsecretaría del Ministerio de Hacienda. Precisamente eso premiaba la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas: toda una vida profesional dedicada al servi-
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cio del Estado. Destacado publicista, además de funcionario, entre los méritos de Fernando Cos-Gayón y Pons figuraba también el de haber escrito la primera historia de la Administración pública española. Por último, y no por ello menos importante, había sido fiel a la Corona: de hecho, decidió volcarse en la política durante el Sexenio democrático para defender la causa de Isabel II, a quien sirvió como intendente de la casa real, y fue también abogado consultor de Palacio con Alfonso XII.1 Esta última razón explica la asistencia del rey a la toma de posesión del académico. Y junto al rey, las principales magistraturas del Estado: los presidentes del Senado y del Congreso, el Gobierno en pleno, los presidentes del Consejo de Estado, del Tribunal Supremo, el capitán general de Madrid, el gobernador civil de la capital y el alcalde, directores generales... Todo ello, sin contar a los jefes de Palacio, a las autoridades eclesiásticas y a los periodistas que debían dar cuenta del acontecimiento. El viejo caserón de la Academia, en la plaza de la Villa, acabó desbordado, pues no bastaba con reservar espacio para los notables; también había que añadir a sus señoras, a sus familiares, y a los altos cargos de la Administración ansiosos por ver y ser vistos ante tal concentración de autoridades... «Las señoras pudieran colocarse a la derecha del salón […], al lado de los balcones», preveían los organizadores. Así «ocuparían un espacio de unas cinco a seis filas de asientos […], suficiente para colocar, aunque estrechos, sesenta y siete asientos». Por otra parte, «los ciento cincuenta y seis asientos del público podrían quedar en dos o tres filas o más que sobrarán del salón principal, en los huecos de entrada al salón, en el salón de Biblioteca, dejando en todo el paso necesario para S. M., y en el saloncito lateral de la izquierda». No obstante, la entrada al saloncito «debería hacerse por la escalera privada de la Real Academia de Ciencias Exactas», y en él cabrían cincuenta personas, que oirían «pero no verían sino muy poco». Hubo, además, que remozar el edificio para que no desmereciera en la visita regia, lo cual requirió obras de carpintería y pintura, el alfombrado de la escalera y la adquisición de macetones de flores. Y organizar el refresco a los invitados, que se contrató en la repostería Viena de la calle Capellanes. Por último, los académicos encuadernaron una veintena ejemplares de lujo del
1 La descripción de Cos-Gayón, en Linares (1899). El discurso, en Cos-Gayón (1879).
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discurso de Cos-Gayón destinados a sus majestades, a los presidentes del Congreso y el Senado y a los ministros. Para disgusto del tesorero de la Academia, todo ello representó el desorbitante gasto de 1.206 pesetas.2
1. Funcionario y publicista moderado Fernando Cos-Gayón y Pons nació en la ciudad de Lérida el 27 de mayo de 1825. Allí estaba por entonces destinado Joaquín Cos-Gayón, un brigadier que combatió a los franceses en la guerra de la Independencia y que descollaría años más tarde en la lucha contra los carlistas. No heredó Cos de su padre «más que nombre honrado», amén de «un aspecto bizarro» que estaba lejos «de su condición civil y de sus hábitos sosegados, tranquilos y caseros». La familia se trasladó a Madrid al poco de nacer Fernando, quien cursó segunda enseñanza en las Escuelas Pías de la capital. De allí pasó a la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central, donde se licenció en el año 1847. En el caserón de la calle de San Bernardo fue condiscípulo de Cánovas del Castillo, «su amigo más íntimo de toda la vida», y de Manuel Alonso Martínez. «Juntos frecuentamos las aulas en nuestra ya lejana juventud», recordaría este último, al recibir a Cos-Gayón en su toma de posesión como académico de Morales y Políticas.3 Periodista precoz, recién comenzada la carrera dio sus primeros pasos en la prensa, que también evidencian su temprana convicción conservadora: en 1842 consta en la redacción de El Heraldo, diario del Partido Moderado fundado por Luis Sartorius, conde de San Luis, ministro de la Gobernación con Narváez, de 1847 a 1851. Cos-Gayón escribió crónicas políticas y estudios sobre la Administración en El Heraldo, y allí compartió tribuna con Ríos Rosas, Pastor Díaz y Escobar, entre otros. «Tan templado en sus costumbres como conservador en sus ideas», Cos militó en el ala moderada del Partido Moderado, núcleo central del partido, cercano a Narváez, a Pedro Pidal y a Luis Sartorius, y contrario al sector puritano de
2 Todos los apuntes sobre la organización de la sesión académica figuran en el expediente personal de Fernando Cos-Gayón, Archivo de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. 3 Los entrecomillados proceden de Linares (1899); El Español, 20-XII-1898; La Correspondencia de España, 21-XII-1898; Alonso Martínez (1879), p. 54.
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Francisco Pacheco, más a la izquierda, así como a las facciones autoritarias del marqués de Viluma y de Bravo Murillo. También colaboró entre 1844 y 1850 en El Amigo del País, publicación de la Real Sociedad Española de Amigos del País, donde coincidió con Pedro Felipe Monlau y Plácido Jove y Hevia. Por esas fechas escribió, asimismo, en La Primavera —de este último autor—, en El Semanario Pintoresco Español, de Ramón Mesonero Romanos y en La Ilustración, de Fernández de los Ríos. Al tiempo, cimentaba poco a poco su fama de publicista. En 1848, un año después de su licenciatura como abogado, ocupaba una de las cátedras del Ateneo, donde impartió el curso Historia del derecho político interior y exterior de España. Estas lecciones, junto con las correspondientes al curso siguiente sobre historia de la Hacienda pública española, aparecieron en El Heraldo en el año 1850 y fueron refundidas en 1851 en el volumen Historia de la Administración Pública de España, la primera historia del derecho administrativo español. Ya en 1850 había publicado un Cuadro sinóptico de todos los secretarios de Estado y del Despacho y Ministros de los Reyes de España desde Fernando e Isabel hasta 1850.4 Tal derroche de actividad era fruto de una naturaleza poco predispuesta al ocio: «recio para el trabajo, trabajando se veía que estaba en su elemento» diría de él Linares Rivas. Pero también obligaba la necesidad; nacido en una familia de pocos recursos, «el pavoroso problema de la lucha por la existencia lo tuvo planteado Cos-Gayón enérgica y ejecutivamente desde el primero hasta el último día de su vida». Así que la prensa y el Ateneo complementaron sus exiguos ingresos de funcionario. Comenzó a servir al Estado como escribiente y en el año 1853 ascendió a promotor fiscal de Madrid, su primer cargo de cierta importancia. Llegó el ascenso en mal momento, pues como fuera «hechura del Partido Moderado», la Vicalvarada de 1854 le declaró cesante. Quiso su amigo Cánovas del Castillo que se uniera a quienes intentaban suavizar el sesgo progresista del bienio revolucionario, mas Cos-Gayón permaneció «fiel a los que habían sido sus favorecedores» y persistió en las filas moderadas. Apartado de la Administración, hubo de recluirse en sus trabajos periodísticos. Y como las instalaciones de El Heraldo fueron arrasadas en los tumultos de 1854, se sumó a la redacción de El Occidente, diario moderado que dirigía Gonzá4 Linares (1899) y Ovilio y Otero (1859). Sobre El Heraldo y el Partido Moderado, véase Cánovas (1982), p. 164 y ss. Asimismo, Comín y Vallejo (2002) y Cos-Gayón (1850) y (1851).
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lez Bravo. Regresó a la función pública tras el cuartelazo de Narváez, en 1856, y promocionó raudo: en 1857 ya era oficial del Ministerio de la Gobernación; poco después ejerció como censor general de los teatros del Reino y en breve ascendió a los puestos de director de La Gaceta de Madrid y administrador de la Imprenta Nacional, cargos que abandonó tras su nombramiento como oficial primero del Ministerio de Fomento, en 1858. No descuidó mientras su trabajo como administrativista: en 1860 publicó, junto con Emilio Cánovas del Castillo, el Diccionario manual de derecho administrativo.5
2. Un historiador nacionalista, monárquico y católico La mayoría de los historiadores del Derecho administrativo coinciden en considerar 1843 como el año de nacimiento de la disciplina en España. En aquella fecha, la asignatura Elementos de Derecho Administrativo se incorporó al plan de estudios de las facultades de Leyes y Alejandro Oliván publicó el libro De la Administración Pública con relación a España, primer tratado académico del ramo. Oliván pertenecía a la generación primigenia de administrativistas españoles, integrada por ilustrados nacidos en las postrimerías del siglo XVIII, devenidos en moderados durante la revolución liberal, entre los que cabría incluir a Javier de Burgos o a Francisco Pacheco. En 1851, ocho años después de la aparición del libro de Oliván, Fernando Cos-Gayón publicó su Historia de la Administración Pública de España. A estas alturas, explicaba Cos, el Derecho administrativo contaba ya en España con «algunos muy buenos espositores y preceptistas», pero «no había tenido ningún historiador». Cos-Gayón era consciente de que los moderados se habían embarcado en la construcción de un nuevo Estado y ello requería un exacto dominio del pasado: es «muy importante conocer la historia oficial del país, y más en una época como la nuestra, que tiene pretensiones de reformadora». La obra de Cos rastrea los orígenes de la Administración pública en España, desde la dominación romana hasta los primeros años del siglo XIX, si bien más de la mitad del texto está dedicado a Roma y a la Edad Media. La evolución de la Hacien-
5 Linares (1899), Pérez de Guzmán (1898), Ovilio y Otero (1859), Prugent (1882), Tebar y Olmedo (1879) y Cos-Gayón y Cánovas del Castillo (1860).
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da pública ocupa buena parte del libro: hay un capítulo sobre la Hacienda medieval; dos sobre la Hacienda moderna y otro sobre la Hacienda de la primera mitad del siglo XIX, amén de un excelente apéndice bibliográfico que contiene un compendio de los principales estudios sobre Hacienda española publicados hasta la época.6 Hoy día, los administrativistas tienden a ver el libro de Cos-Gayón como un ejercicio de «simple erudición, en el que aún no puede recogerse la experiencia del administrativista maduro». No obstante, buena parte del interés de la Historia de la Administración Pública de España radica en su visión de la historia española, compartida por numerosos publicistas del Partido Moderado, contraria en sus hitos y en sus mitos a la construida en las mismas fechas por políticos, historiadores y literatos de filiación progresista. A diferencia de estos últimos, por ejemplo, Cos-Gayón elogia la monarquía absoluta y la dinastía de los Habsburgo. Lejos de exaltar el mito de los comuneros, cuya causa pudo haber sido «noble y tal vez justa», Cos afirmaba que su triunfo «no hubiera sido un bien para la España», pues «la unidad nacional no estaba asegurada» y «el pueblo no era aún capaz de usar bien la libertad». «Si las riendas del Gobierno de las distintas partes de la península no se hubieran reunido en una mano de hierro —continuaba—; si no se hubieran callado todas las voces ante la voz del absolutismo […] hubiéramos sido vencidos y despedazados» por las grandes naciones. De este modo, «la muerte de las libertades aseguró la independencia». También estimaba Cos que «la monarquía absoluta era un edificio verdaderamente admirable, que descansaba a la vez sobre el elemento teocrático, el aristocrático y el democrático»: aristocrático, porque los grandes puestos de la administración eran para los aristócratas; democrático, porque el monarca «igualaba a todos en la obediencia» y «todos podían llegar al poder»; teocrático, porque, erigido el monarca absoluto «en campeón del catolicismo, todo lo subordinaba a esta idea».7 No significaba esto que Cos-Gayón renegara del liberalismo. Pero entendía que el nuevo orden liberal debía asentarse sobre una transacción 6 Véase Vicente y Guerrero (1997), así como varios de los artículos de Gil Cremades y otros (1997), Esteve Pardo (1997), p. 124, Cos-Gayón (1851), p. 15 y ss., y Nieto (1976). 7 Nieto (1976). Sobre la construcción de los mitos nacionales durante el siglo XIX, véanse Álvarez Junco (2001) y Cos-Gayón (1851), pp. 170-172.
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con el pasado monárquico y católico, y no sobre una ruptura revolucionaria. Asumía que la libertad política en España había nacido con la guerra de la Independencia, cuando el pueblo español de 1808 se erigió en «personificación de la soberanía popular», y aceptaba con sentido crítico la obra de las Cortes de Cádiz, «democrática en su esencia, pero bastante defectuosa en su forma». Había que adaptarse a la nueva situación, pues las reformas políticas eran exigidas por «el tiempo y la filosofía». Sin embargo, la filosofía «se había mostrado tan impía y tan atea, que los pueblos, sobre todo los religiosos como el nuestro, la miraban con desconfianza, así como recordaban con horror a la revolución francesa». En su afán reformista radical, las Cortes de Cádiz lastimaron muchos intereses, de modo que generaron una fuerte oposición y Fernando VII no halló obstáculos para suspender la Constitución y restablecer el poder real absoluto. Mas ya era imposible el retorno al absolutismo: «la batalla de la libertad concluye siempre, más tarde o más temprano, por su victoria», aunque dicha victoria no probara «la justicia de su causa». En su reivindicación de la transacción con el pasado y la crítica de la revolución, Cos condenaba el Trienio liberal —«escaso de gloria y rico de incidentes tristes y de miserias políticas»— y elogiaba el «despotismo ilustrado» de Cea Bermúdez, el Estatuto Real de Martínez de la Rosa y la reforma constitucional de 1845.8 La imagen del pasado español que Cos-Gayón despliega en su Historia de la Administración Pública de España es complementaria de la noción de monarquía católica —y de sus raíces históricas— presente en un texto publicado en 1863, cuando era intendente de la casa real: la Crónica del viaje de sus majestades y altezas reales a Andalucía y Murcia, en septiembre y octubre de 1862. Allí la reina Isabel II es descrita como «nieta de Recaredo» —el rey visigodo que se convirtió al catolicismo—, «nieta de San Fernando y de Isabel la Católica» y «descendiente de Alfonso VIII», el vencedor de las Navas de Tolosa. Las escalas de la comitiva regia en las Navas y en Bailén sirven al autor para vincular la Reconquista, cruzada contra los musulmanes, con la expulsión de los franceses, cruzada contra el ideario de la revolución. Estas reiteradas alusiones al pasado no significaban que Cos desdeñara los cambios del presente, sino que estimaba que el mejor baluarte para afrontar el desafío de la modernidad era la monarquía cató-
8 Cos-Gayón (1851), pp. 230-239.
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lica. A este respecto, es significativa la contraposición de algunas imágenes: la misa «en la Capilla de los Reyes Católicos» contrasta con el modo en que la reina Isabel atraviesa «triunfalmente sobre un ferrocarril los campos de Guadalete», moderna revancha frente a la derrota de don Rodrigo. En suma, Cos apostaba por aceptar la modernidad desde el parapeto de la tradición. Y resumía sus reflexiones sobre la historia de España proclamando «la incontrastable robustez de los tres elementos sociales de nuestra historia desde los ya remotos orígenes de la civilización moderna: la nacionalidad española, la Monarquía y el Catolicismo».9
3. De Palacio a las trincheras El talante conservador de Cos-Gayón y su creciente fama como gestor público influyeron a la par para que en 1862 el conde de Puñonrostro y el marqués de Goicorrotea requirieran sus servicios en Palacio, y le encomendaran la Secretaría de la Administración general de la Real Casa y Patrimonio. En adelante, y hasta la Revolución de 1868, permaneció en Palacio, primero como intendente de la casa real, después como secretario de la Mayordomía Mayor y por último, con Isabel II y más tarde con Alfonso XII, como abogado consultor de la Real Casa. Trabajador infatigable, Cos también sacó provecho a sus años en Palacio. En 1862 acompañó a los reyes en un recorrido por Andalucía y Murcia, y la reina Isabel le encomendó el relato oficial del viaje regio, que publicó al año siguiente. Más importante aún fue su contribución en la liquidación de la última pervivencia del Antiguo Régimen en el ámbito de la propiedad de la tierra. Mediados los años sesenta del siglo XIX, la revolución liberal había desvinculado los mayorazgos, abolido los señoríos y desamortizado las propiedades de la Iglesia y de los municipios. Pero aún faltaban por deslindar los bienes de la Corona de los bienes estatales, pues en el Antiguo Régimen no existía diferencia entre las propiedades de los reyes y las del Estado: en suma, permanecía sin desamortizar el patrimonio real. Las Cortes de Cádiz y del Trienio liberal habían legislado acerca de la separación patrimonial, pero Fernando VII abolió todas las resoluciones adoptadas, y la ausencia de una ley general durante las regencias y el reinado de Isabel II 9 Cos-Gayón (1863), pp. 19-27.
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contrastaba con «multitud» de pequeñas «reformas legislativas» —apuntaría años más tarde Cos-Gayón— que habían conducido, a la altura de 1864, a una «situación ya insostenible».10 Así pues, a su llegada a la intendencia de Palacio, Cos elaboró un inventario del patrimonio de la Corona, y en 1864 reunió en una memoria «todas las noticias que había podido recoger acerca del origen, vicisitudes y condiciones legales de la fortuna patrimonial». La memoria constituyó la base de un Proyecto de ley que elaboró el propio Cos-Gayón, y que Narváez llevó a las Cortes en febrero de 1865. El texto reservaba para la Corona once grandes fincas y palacios —el Palacio Real, el Retiro, la Casa de Campo, la Moncloa, Aranjuez, el Pardo, San Ildefonso, San Lorenzo, el Alcázar de Sevilla, la Alhambra y el Palacio de Valladolid— y entregaba a la nación el resto de su patrimonio. Progresistas y demócratas adoptaron una actitud ambivalente ante la reforma. Emilio Castelar estimó que «era una victoria exclusiva de la democracia», que había defendido «esta desamortización durante mucho tiempo». No obstante, discrepó del modo en que se había llevado a cabo, pues exigió que todas las propiedades de la Corona pasaran a la nación y que la familia real, sin patrimonio, viviera de la lista civil incluida en la Constitución. Las críticas de Castelar, sus ataques a la reina en el periódico La Democracia, y su posterior destitución como catedrático, dieron lugar a los incidentes de la Noche de San Daniel. No obstante, las Cortes aprobaron la ley, que entró en vigor el 12 de mayo de 1865, y que con ciertas modificaciones sentó las bases para la separación de los patrimonios regio y estatal hasta la Segunda República.11 Cos-Gayón siguió en Palacio hasta la Revolución de septiembre de 1868. Derrocada la reina, «la gratitud, a la vez que la convicción», le llamaron «de nuevo al palenque de la lucha». Esta vez sí aceptó la oferta de Cánovas del Castillo para combatir a su lado en pro del retorno de la dinastía expulsada. Y aunque los moderados tenían su propio periódico —El Tiempo—, Cos militó en La Época, órgano alfonsino, desde donde criticó
10 Pérez de Guzmán (1898) y Cos-Gayón (1863). La cita de Cos-Gayón, en CosGayón (1881), p. 5 y ss. 11 La memoria, en Cos-Gayón (1881), p. 5 y ss. Antes de aparecer como libro, fue publicada en varios números consecutivos de la Revista de España entre octubre de 1869 y enero de 1870. Sobre Castelar, véanse los artículos «¿De quién es el Patrimonio Real?» y «El Rasgo», en La Democracia, 21 y 25-II-1865. Ambos aparecen citados en Rupérez (1975).
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la política económica de los Gobiernos del Sexenio. Dirigía el diario desde la revolución José Ignacio Escobar, marqués de Valdeiglesias, con quien había coincidido Cos veinte años atrás: «la revolución europea de 1848 los había reunido en El Heraldo y la revolución española de 1868 los puso nuevamente en contacto en La Época», recordaría años más tarde el hijo del marqués. En esta «campaña de los siete años» por la restauración dinástica, demostró Cos-Gayón su habilidad como polemista: su estilo era «nervioso y agudo», desabrido, incluso, hasta caer en la «huraña esquivez hacia el prójimo». Y era precisamente esa cierta fiereza la que hacía sus escritos atractivos para sus correligionarios. No sólo hizo Cos-Gayón su campaña en las filas de La Época: durante el Sexenio acudió «vigilante a las contiendas de aquella derecha del Ateneo» y defendió allí «la evolución de la legitimidad y del derecho frente a todas las fanáticas escuelas de la democracia radical y racionalista». Algo más templadas fueron sus colaboraciones en la Revista de España, de José Luis Albareda, viejo unionista partidario de la monarquía de Amadeo: Cos llevó durante el Sexenio la sección de política exterior de la revista, mientras que Albareda se reservó la crónica nacional. Además, publicó allí estudios sobre temas diversos, como «La administración de España bajo la monarquía absoluta», «El jurado», «La guerra» o «La Mesta». También editó a lo largo del Sexenio diversos opúsculos defendiendo su actitud en Palacio y criticando las medidas adoptadas por el Gobierno provisional respecto al patrimonio de la casa real.12
4. La herencia monetaria del Sexenio Cuando Cánovas del Castillo, restaurada la monarquía, «llamó a los soldados de La Época a los puestos conquistados por sus merecimientos», Cos-Gayón retornó a la Administración del Estado, si bien ya en altos cargos directivos que hacían presagiar una futura promoción política. A principios de 1875 fue nombrado inspector general de las Casas de la Moneda del Reino, y, mediado ese mismo año, director general de
12 Gratitud y convicción, en Pérez de Guzmán (1898). También allí, «campaña de los siete años» y apunte sobre el Ateneo. Valdeiglesias (1949), p. 19. El estilo de Cos, en El Español, 20-XII-1898, y Linares (1899), p. 14. Cos-Gayón (1873).
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Contribuciones. Al tiempo, inició su carrera como diputado en las Cortes constitucionales de 1876, y ya obtuvo acta en todas las elecciones hasta el fin de sus días; representó en el Congreso a los distritos de Cartagena y Lugo, y en este último defendió en Madrid los intereses del conde de Pallares, el notable local, entre 1881 y 1898. También en 1876 promocionó a la Subsecretaría del Ministerio de Hacienda, puesto que ocupó con Salaverría, bajo la breve interinidad de Cánovas, con García Barzanallana y con Orovio. A lo largo de cuatro años, el subsecretario fue también vocal de la Junta Consultiva de Moneda, vocal de la Junta de Aranceles y Valoraciones, vocal de la Comisión Liquidadora del Real Patrimonio, vocal de la Junta creada para formación del Presupuesto general del Estado de 1877-78, presidente de la Junta creada en 1879 para proponer reformas en la Administración de la renta del tabaco y presidente de la Comisión de Presupuestos del Congreso. Además, entre 1878 y 1880 fue vicepresidente del Congreso de los Diputados.13 Durante el tiempo que figuró en la trastienda del Ministerio, CosGayón coordinó la política de la moneda, cuestión a la cual dedicó «gran parte de [su]s estudios» a lo largo de su vida. En la campaña contra la política económica del Sexenio, Cos había cuestionado la elección de la peseta como divisa nacional —era la moneda de la revolución, al fin y al cabo— y había condenado la aproximación española a la Unión Monetaria Latina, convenio suscrito por Francia, Bélgica, Suiza e Italia que igualaba los sistemas monetarios de los cuatro países, y al cual España no se sumó, aunque la peseta adoptó las características de las monedas integrantes. Así, en 1872, tras considerar que el tránsito «del escudo a la peseta» tropezaba «con repugnancias invencibles», Cos exigió el abandono de «una unidad monetaria» que traía «inconvenientes sin tener ventaja alguna». Por otra parte, tachó el giro hacia la unión latina de tardío e inoportuno, pues ni siquiera había sido bien recibido en Francia: «los ministros españoles han estudiado poco la cuestión monetaria y no saben bien a lo que se adhieren», apuntaba; la actitud española respondía sólo a un mero acto «de imitación, comparable a los de los carneros de Panurgo, que saltaban a donde habían visto saltar a su vecino». La agresividad de Cos, portavoz económico alfonsino en el Sexenio, hizo temer por la supervivencia de la peseta en la Restauración. Sin embargo, los Gobiernos conservado13 «Soldados», en Pérez de Guzmán (1898). Pallares, en Cabrera y Rey (2002), p. 84, y Veiga (1999).
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res, amén de respetar a la nueva moneda, consolidaron el sistema monetario de 1868, de existencia aún precaria a la altura de 1875.14 Según prescribía el Decreto del 28 de septiembre de 1868, monedas de bronce, de plata y de oro debían integrar el sistema de la peseta; pero los Gobiernos del Sexenio no acuñaron pesetas de oro. Con el fin de facilitar las transacciones internacionales, la Conferencia Monetaria Internacional celebrada en París, en el año 1867, había propuesto que los grandes países adoptaran una moneda de oro común, de 8 gramos de peso y 900 milésimas. Para esto Francia, y con ella los Estados de la Unión Monetaria Latina, debían crear una pieza de 25 francos de oro, pues el valor más cercano era el de 20 francos, que sólo pesaba 6,45 gramos. Éste era también el caso de España, cuyo nuevo sistema, idéntico al francés, incluía una moneda de 20 pesetas. Sí existía en España, empero, una moneda del sistema monetario anterior a la peseta de peso similar al propuesto por la Conferencia de París: los 10 escudos, o centén de Isabel II, de 8,3 gramos en oro. Tras un período de incertidumbre, Segismundo Moret, ministro de Hacienda de Amadeo I, decidió en 1871 reformar el sistema monetario y acuñar monedas de 25 pesetas, de 8 gramos, que el Gobierno quiso homologar a los centenes de Isabel. Pero el Banco de España advirtió que se negaría a cambiar sus reservas de centenes de 8,3 gramos por las monedas de 25 pesetas, alegando que perdería 0,3 gramos de oro por canje. Ante la amenaza, el Gobierno renunció a fabricar la moneda, y, mientras, la ceca siguió acuñando piezas de 10 escudos de oro. Pero desde mediados de los años sesenta, el descubrimiento de nuevas minas en Estados Unidos y el desarrollo del proceso de electrólisis para refinar minerales inundaron de plata las economías occidentales, y el valor de dicho metal se desplomó en el mercado. Como en los sistemas monetarios bimetálicos el precio del oro se mide en el de la plata, y viceversa, la nueva coyuntura revalorizó el oro. Y en aplicación de la ley de Gresham, la plata nutrió la circulación interior y las monedas de oro desaparecieron del mercado, atesoradas o exportadas. Ante la sangría, en 1873 la Casa de la Moneda dejó de batir oro.15 14 Para las opiniones de Cos sobre política monetaria, véanse los debates de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, Serrano Sanz (ed.) (2002), Cos-Gayón, DSCCD, 117, 22-I-1892, p. 3390, Cos-Gayón (1872), p. 408. Sobre la peseta como símbolo de la Revolución de 1868, Martorell (2001). 15 Las dificultades para acuñar moneda de oro, en Fernández Villaverde (1893) y Sardá (1987). Véase también Comín y Martorell (2003).
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Como primer paso hacia la normalidad, Cos-Gayón restringió la amonedación de la plata, con el fin de reducir el volumen de monedas en el mercado. El Decreto del 28 de septiembre de 1868 estipulaba que cualquiera podía entregar metal de plata a la Casa de la Moneda y recibirlo acuñado. La Ley de presupuestos de 1876, firmada por Cánovas del Castillo como ministro interino de Hacienda y redactada por Cos, resolvió provisionalmente que el Estado asumiera el suministro de la plata a la ceca, y la amonedara cuando lo estimara conveniente; al año siguiente, con García Barzanallana en el Ministerio, se hizo permanente esta medida. También el 20 agosto de 1876, apenas transcurrido un mes desde su posesión, García Barzanallana llevó a la firma del rey un Decreto por el cual comenzó la acuñación de monedas de 25 pesetas, de 8 gramos de oro, primeras en dicho metal del sistema monetario de la peseta. La exposición de motivos del Decreto reproducía los argumentos de un informe de la Junta Consultiva de Moneda, redactado por Cos-Gayón y el propio Barzanallana, entre otros. Para incentivar el canje de los centenes de 10 escudos de Isabel II por las piezas de cinco duros, el Gobierno —exponía Cos-Gayón a las Cortes en 1880— abonó como prima los tres gramos de oro de «diferencia entre el valor intrínseco de la moneda antigua y de la nueva», y gracias a ello, entre 1876 y 1881, el Estado acuñó 800 millones de pesetas en oro, procedentes de la refundición de centenes. Con la reducción del volumen de plata y la amonedación del oro, Cos-Gayón quería aproximar el sistema monetario español al patrón oro, pero no bastó el voluntarismo gubernamental. Apenas salido de la ceca, el oro partía hacia el extranjero. «Pasadas las fronteras, no hay más moneda que conserve su valor intrínseco que el oro», explicaría Cos años más tarde, y España era un país deudor, que importaba más de lo que exportaba y con un considerable volumen de Deuda exterior: «un país que no es productor de oro ni es importador de oro por los saldos de sus cuentas, no tendrá más remedio que sufrir grandes quebrantos».16 La excesiva cantidad de moneda de bronce en circulación era otro de los problemas heredados del Sexenio. En 1870 el Estado contrató con la empre-
16 Villaverde reconoció el liderazgo de Cos en la política monetaria conservadora (1893), p. 20 y ss. El propio Cos explicó su protagonismo; véanse el debate celebrado en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas en 1891 (Serrano Sanz, ed., 2002, pp. 172-173) y su discurso parlamentario, en DSC-CD, 179, 2-VI-1880, p. 4259 y ss. Buena
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sa francesa Oeschger, Mesdach & Cie la fabricación de 32 millones de pesetas en piezas de 1, 2, 5 y 10 céntimos, y las monedas salieron al mercado sin que los Gobiernos recogieran el bronce de sistemas monetarios anteriores, que la Junta Consultiva de Moneda cifraba en 112 millones de pesetas. Esta inflación de calderilla trastornaba los intercambios. Los comerciantes realizaban sus transacciones en moneda de bronce, pero efectuaban los pagos al Estado y otras obligaciones en plata, y el cambio de ambas monedas, dado el menor valor intrínseco de la primera, llevaba aparejado el pago de una prima. Pero la demasía de calderilla, al devaluar aún más el bronce, acrecentaba la prima, y el comercio, se lamentaba en 1870 la Junta de Agricultura y Comercio de Málaga, tenía «que someterse a descuentos que llegan con frecuencia al tres por ciento». Por si fuera poco, explicaba Cos-Gayón a las Cortes en 1880, el Gobierno Cánovas tuvo que asumir un nuevo contrato con la Oeschger «para la acuñación de la moneda de bronce», firmado por Echegaray el 16 de marzo de 1874, «en cuya resolución se había declarado paladinamente que se proponía con ello el gobierno buscar un fuerte recurso para los ingresos». El contrato preveía la acuñación de otros 100 millones de pesetas en bronce. Echegaray, además, pretendía respaldar con esta moneda una emisión de billetes de banco de 20, 10 y 5 pesetas, y que el Banco de España aceptara la convertibilidad de los billetes en calderilla. Los billetes no vieron la luz, y la Restauración llegó antes de que se acuñaran las monedas. Los conservadores intentaron rescindir el compromiso, pero tras dos años y medio de pleitos pactaron con la Oeschger, que acuñó una menor cantidad de moneda y utilizó como materia prima las piezas de sistemas anteriores al de 1868. Además, para acelerar la retirada del bronce antiguo y contentar a los comerciantes, Cos-Gayón autorizó su uso en los pagos al Estado, declarando «liberatoria a la moneda de calderilla», retenida al llegar a las oficinas estatales. Entre 1877 y 1879, la Oeschger fabricó ciento cincuenta y siete millones de piezas de 5 céntimos y otros ciento cincuenta y cuatro millones de 10 céntimos, y hacia 1880 había refundido la mitad de la vieja calderilla.17 La llegada de Cos-Gayón a la Subsecretaría de Hacienda marcó una inflexión en su carrera: a partir de 1876, observa Linares Rivas, apareció parte del contenido de este párrafo procede de la última referencia, así como de DSC-CD, 59, 19-V-1891, p. 1526; 60, 20-V-1891, p. 1540, y 117, 22-I-1892, p. 3391. 17 Protestas de la Junta de Málaga, en ACD, leg. 142/14. Las citas de Cos-Gayón, en DSC-CD, 179, 2-VI-1880, pp. 4259-4260. Sobre el contrato entre la Oeschger y Echegaray, véanse AHN, FFCC, Hacienda, Sección General, 7489/1, y Martorell (2001), p. 93 y ss.
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«el hombre político que hasta entonces apenas o nada se había revelado». A nadie extrañó, por tanto, que cuando el marqués de Orovio, enfermo, abandonó la cartera, Cánovas llamara a Cos-Gayón, que había inspirado desde la Subsecretaría buena parte de las políticas de su predecesor. A nadie extrañó, salvo al propio Cos, que todavía siguió trabajando durante un tiempo en su despacho de subsecretario.18
5. El hacendista conservador Cos-Gayón tomó posesión del Ministerio de Hacienda el 19 de marzo de 1880. En esa fecha, su antecesor, Manuel Orovio, ya había presentado a las Cortes el proyecto de presupuestos para el ejercicio de 1880-1881. Como el Gobierno Cánovas cayó el 8 de febrero de 1881, Cos no tuvo ocasión de firmar un presupuesto propio en su debut ministerial, coda final de la larga etapa de gobierno conservadora. Tampoco defendió ningún proyecto relevante, ni abogó por cambios sustanciales en la Hacienda pública. De hecho, ésa sería una de sus pautas como ministro: «la Hacienda española, como tantas otras cosas», diría en 1891, «adolece de un afán excesivo de reformas». Sí se pueden rastrear, no obstante, a través de sus intervenciones parlamentarias en este año, las líneas maestras de su pensamiento hacendístico y su visión de los problemas de la Hacienda. Sin duda, suscribía el ministro la afirmación vertida por su predecesor Orovio en el preámbulo de los presupuestos para 1880-1881: «nos hallamos felizmente a gran distancia de los peligros y las dificultades bajo cuyo peso empezó el primer gobierno de la Restauración». «La historia jamás podrá comprender cuál es el estado en que el señor D. Pedro Salaverría se encontró la Hacienda de España», afirmaría Cos-Gayón. Fiel a su pasado moderado y contrarrevolucionario, Cos achacaba todos los males de la Hacienda a la turbulenta historia del siglo XIX español y, sobre todo, a los Gobiernos del Sexenio. Durante «el período revolucionario», manifestó en el Congreso, se había «relajado de tal manera el principio de autoridad que la recaudación de contribuciones se hacía materia totalmente imposible»; «la revolución y la guerra» esparcieron «grandes gérmenes de desorden moral», y esos «mismos trastornos materiales» provocaron «la bancarrota» 18 Linares (1899), p. 11.
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de la «Hacienda Pública»: durante seis años, insistiría una década después, «no hubo más que una anarquía y un gobierno provisional».19 El déficit presupuestario heredado por la Restauración, argüía CosGayón, era responsabilidad de quienes «tuvieron la debilidad de consentir que las juntas revolucionarias de 1868» suprimieran «el Impuesto de consumos», así como «la imprevisión de desprenderse de otros ingresos del Estado en el Presupuesto de 1870», como el estanco de la sal. Por ello, Cos aplaudía la rectificación del Gobierno republicano de Sagasta, y de su ministro de Hacienda Francisco Camacho, en junio de 1874: los predecesores del Partido Liberal de la Restauración, «rompiendo briosamente con dificultades de toda clase», habían levantado «la bandera del presupuesto de ingresos, restablecido vigorosísimamente de un modo que nosotros aquí jamás hemos tenido inconveniente en elogiar». El Partido Conservador, pensaba Cos, consolidó la rectificación, pero, sobre todo, aportó el principal elemento para el futuro desarrollo de la Hacienda: la paz política y social. La pacificación permitió actuar sobre el saldo presupuestario, reduciendo el déficit respecto a los años últimos años del reinado de Isabel II y al Sexenio: de hecho, entre el final de la guerra carlista y el fallecimiento de Alfonso XII, el déficit no sobrepasó en ningún ejercicio el 10 por 100 de los gastos, cuando entre 1860 y 1868 no había bajado nunca del 15 por 100, y en todos los ejercicios del Sexenio osciló en torno al 30 por 100. «Nuestras rentas han aumentado», enumeraba Cos, «la situación de nuestro Tesoro es tan desahogada como muy pocas veces se vio […], ha mejorado igualmente el estado de nuestro crédito» y «ha disminuido el capital de nuestra deuda». Además, los conservadores habían llevado el orden a las finanzas públicas: no hay «en toda la historia constitucional de España otro caso de haberse en cinco años discutido a tiempo por las Cortes cuatro presupuestos y de haberse presentado con toda regularidad cinco presupuestos generales».20 19 Excesivo afán de reformas, en DSC-CD, 58, 18-V-1891, p. 1488. Orovio, en DSC-CD, 17-II-1880, apéndice 2.º al n.º 103, p. 1. Referencias a Salaverría, en DSC-CD, 10, 15-I-1881, p. 171. «Período revolucionario», en DSC-CD, 141, 13-IV-1880, p. 2859; «desorden moral», en DSC-CD, 9, 14-I-1881, p. 145; «Gobierno provisional», en DSCCD, 62, 22-V-1891, p. 1613. Una valoración general de la Hacienda durante el reinado de Alfonso XII, en Martorell (en prensa). Véanse también Serrano Sanz (1987a), Comín (1988), Vallejo (1999a) y Martorell (2000). 20 «Debilidad» y «nuestras rentas», en DSC-CD, 9, 14-I-1881, pp. 145 y 141; «Bandera del presupuesto», en DSC-CD, 179, 2-VI-1880, p. 426; cinco años de presupuestos, en DSCCD, 152, 28-IV-1880, p. 3294. Los datos sobre el déficit, en Comín (1988) y Martorell (2003).
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El avance, aunque notable, no bastaba para ocultar la persistencia del déficit, el gran «enemigo en materia de Hacienda». Pero tampoco era CosGayón un fetichista del saldo presupuestario, porque, pese al déficit, estaban «satisfechas al corriente todas las obligaciones del Estado». Y respecto al déficit, el problema no radicaba en el inmoderado gasto público, sino en la pobre recaudación. «Las cifras actuales de nuestro presupuesto de gastos no son cifras pavorosas», apuntaba. Lo más «triste en nuestra situación económica», proseguía, era el lento crecimiento de los gastos, que había supuesto un mayor atraso relativo respecto a Europa: «comparado con los presupuestos de las Naciones civilizadas», el presupuesto español del año 1825 estaba «en una proporción que no tiene hoy el nuestro». Hablaba Cos, por supuesto, de gastos reproductivos, pues sí lamentaba el peso presupuestario de los intereses de la Deuda, del alto coste de los funcionarios o del desaforado crecimiento de las clases pasivas. Consideraba, sin embargo, que era más grave la «desproporción lamentable […] entre el presupuesto de ingresos y las necesidades del país». «Con relación a la población, con relación al territorio, con relación a todos los datos y a todos los elementos que sirven de comparación para esta clase de cálculos a todos los hacendistas», señalaba, «nuestro presupuesto de ingresos […] está bajo, muy bajo, en relación al presupuesto de ingresos de todas las naciones civilizadas». Y la raíz de ese divorcio se hallaba en el pasado reciente: el país contribuía a las arcas del Estado «con relación a su historia, y su historia ha sido tal que no ha permitido el desarrollo de sus elementos de riqueza en armonía y proporción con el desarrollo que han obtenido en todos los demás países». Por esta misma razón, argumentaba Cos-Gayón, aunque los ingresos fueran pobres, tampoco se podía aumentar la presión fiscal: «las tristes consecuencias de la guerra, de las revoluciones y de los disturbios en medio de los cuales hemos vivido tanto tiempo» imposibilitaban «reforzar convenientemente» el presupuesto de ingresos.21 En suma, Cos-Gayón retornaba de nuevo al punto de partida: la turbulenta historia española del siglo XIX explicaba el atraso económico y presupuestario. «Sesenta o setenta años de guerras y revoluciones» habían cre21 «Enemigo», en DSC-CD, 152, 28-IV-1880, p. 3295; «Satisfechas» e «historia», en DSC-CD, 9, 14-I-1881, pp. 141-142; «Pavoroso» y atraso, en DSC-CD, 179, 2-VI-1880, pp. 4254-4255.
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ado una situación imposible de «remediar en un solo día». Solamente la paz y la estabilidad podían cambiar las cosas: «si nosotros lleváramos ochenta años de paz en lo que va de siglo, en vez de llevar la historia que llevamos, nuestros ingresos estarían efectivamente sextuplicados respecto de lo que son hoy». Así, Cos cifraba todas las esperanzas de progreso en la paz, el pilar sobre el que cabía edificar la reconstitución de la Hacienda. Y de esa fe derivaba su máxima política como hacendista: amén de resolver los problemas urgentes, los ministros de Hacienda sólo debían esperar a que la paz y la estabilidad política y social logradas por la Restauración impulsaran la riqueza del país que, casi automáticamente, habría de revertir en la mejora de los ingresos y en el saneamiento del presupuesto. «Yo creo que la modestia es la primera virtud del ministro de Hacienda», replicaba Cos-Gayón en el Congreso al ministro de Hacienda liberal Juan Francisco Camacho, en 1883; «creo que el señor ministro de Hacienda se debe ir muy contento a su casa todas las noches si durante el día no ha hecho nada, no le ha sucedido nada, no ha tenido ningún conflicto, no ha reformado nada […], a diferencia de otros ministros de Hacienda que no se van contentos a casa por la noche si durante el día no revuelven toda la administración y no trastornan todos los impuestos». Cos-Gayón predicaba la calma, la inacción, la confianza en los efectos taumatúrgicos de la paz, que habría de traer al país la riqueza y el equilibrio presupuestario; Camacho, por el contrario, izó las banderas del cambio y la reforma. Parecía que ambos políticos estaban predestinados a chocar... y la arremetida del conservador quietista contra el liberal inquieto fue tremenda.22
6. Ministro quietista contra ministro inquieto Fernando Cos-Gayón tenía un carácter terrible. Cuentan quienes le conocieron que en la intimidad era chistoso, festivo, burlón, bonachón y jovial. Mas casi todos reconocen que en público se mostraba huraño, esquivo y brusco en sus ademanes. Sin ser un gran orador, era «temible como polemista, tanto por su ingenio como por su erudición»; un «gallar-
22 «Sesenta años de guerras», en DSC-CD, 138, 5-V-1885, p. 3891. «Ochenta años de paz», en DSC-CD, 180, 3-VI-1880, p. 4299; réplica a Camacho, en DSC-CD, 124, 6-VI-1883, p. 2837.
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do, incansable e infatigable batallador», al parecer de Sagasta. Más incisivo, Linares Rivas describía así sus embates desde la tribuna: «tirábase a fondo sobre su contendiente para desarmarle, y después le molía los huesos hasta que se cansaba de tan enorme paliza. Era implacable, el olor de la sangre le enardecía, y con él había siempre sangre, desde la primera escaramuza». Implacable fue, sin duda, la embestida de Cos contra Camacho desde que éste le remplazara en Hacienda al llegar los liberales al poder, el 8 de febrero de 1881. Cierto es que la pugna provenía de antes. El propio Camacho admitía la incompatibilidad entre ambos: «es imposible que el señor Cos-Gayón y yo no nos entendamos jamás […] tenemos diferentes puntos de vista, tenemos diferentes caracteres». Además, Camacho reconocía haber ejercido «una oposición radical al gobierno anterior desde el año 1878». Pero en 1881 pensaba que las cosas habían llegado demasiado lejos, y lamentaba que los ataques de Cos hubieran devenido en una «cruenta y sañuda guerra en la que no se perdonó medio para hacer la oposición a todos mis antecedentes».23 La verdad es que Cos-Gayón no escatimó ocasión para atacar y ridiculizar a su rival. Camacho, proclamaba, había llevado «la confusión, el desorden y la perturbación a todas las rentas del Estado»; su gestión era caótica, pues estaba en su naturaleza el «carecer de sistema fijo para todo», y en caso de que pudiera hallarse alguna coherencia, algún sistema en su obra, se trataba de un «sistema profundamente perturbador y funesto para el país». Ministro cenizo, Camacho conseguía «convertir en fracaso hasta los éxitos» que le brindaban «las calamidades públicas». No fueron menos acerbas la pullas contra la mayoría liberal, cuya salud mental Cos puso en cuestión: «yo declaro —proclamó en el Congreso, dimitido ya Camacho— que de aquí en adelante todo el que haga un tratado de psicología» tiene obligación de explicar de qué manera ha habido una mayoría de las Cortes que durante dos años ha estado creyendo a un ministro de Hacienda que decía que suprimía un déficit enorme aumentando los gastos y rebajando los ingresos». La simple enumeración de los términos empleados por Cos para describir las secuelas del paso de Camacho por el Gobierno ilustra la
23 Las referencias al carácter de Cos-Gayón proceden de Pérez de Guzmán (1898), El Español, 20-XII-1898, y Linares (1899). «Temible polemista», en González Besada (1902), p. 773. La cita de este último es de la página 23. Sagasta, en DSC-CD, 78, 11-VI-1891, p. 2141. Camacho, en DSC-CD, 74, 19-XII-1881, p. 1949.
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incompatibilidad entre ambos modos de entender la gestión ministerial: trastorno, desorden, barullo, confusión, perturbación, algarabía... En Hacienda, estimaba Cos, «conviene resolver las cuestiones una a una» y «no acometer la segunda hasta que la primera esté resuelta»; Camacho, por el contrario, había querido «acometer tantas cosas a un tiempo», que «a pesar de su atrevimiento», vaticinaba Cos, acabaría por convencerse «de que no es posible lo que se propone». Y si no se convencía por sí mismo, ya se encargaría Cos de hacerlo. De ahí que arremetiera contra Camacho mientras fue ministro liberal, siguiera haciéndolo cuando Sagasta remodeló el Gobierno en enero de 1883 y Camacho abandonó la cartera, y no parara hasta que, al retornar los conservadores al poder en enero de 1884, desmanteló desde el Ministerio buena parte de las reformas de Camacho.24 Dos aspectos de la obra de Camacho obsesionaban a Cos-Gayón: su reorganización de la administración de Hacienda y su política tributaria. Respecto a la primera, ambos coincidían en la necesidad de mejorar la administración fiscal, pero defendían modelos antitéticos. Cos, en 1880, reforzó las direcciones generales del Ministerio de Hacienda, aumentando el número de inspectores en cada dirección. Pero Camacho restó competencias a las direcciones generales, en favor de dos nuevos cuerpos: las delegaciones provinciales de Hacienda y la Inspección General de la Hacienda Pública. Mediante las delegaciones provinciales, pretendía, entre otras cosas, ganar para el Ministerio de Hacienda las competencias relativas a la Hacienda pública a escala provincial, gestionadas por el Ministerio de la Gobernación. Las nuevas delegaciones dependían directamente del ministro de Hacienda, quien nombraba a los delegados, y estaban llamadas a ser el eje de la de gestión de la Hacienda pública. La creación de la Inspección General de la Hacienda Pública, que debía asumir todas las funciones inspectoras del Ministerio, fue una medida complementaria. Entre sus atribuciones figuraba la supervisión de las oficinas provinciales, «vigilándolas constantemente en sus varias y complejas ramificaciones para regularizar cuanto en cualquier sentido interese a la Hacienda Pública» y para «corregir errores, impulsar trabajos, descubrir derechos del Estado y avivar la recaudación».25
24 Las citas de Cos proceden de DSC-CD, 19, 11-I-1883, pp. 405-407, y DSC-CD, 74, 19-XII-1881, p. 1955. 25 El capítulo de este libro sobre la gestión de Juan Francisco Camacho en Hacienda, me exime de detallar el contenido de las reformas de Camacho. Camacho (1883), p. 317.
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Administrativista de la vieja escuela, Cos consideraba subversiva la reorganización de Camacho, pues rompía la tradicional estructura jerárquica del Ministerio de Hacienda al menoscabar las funciones de los directores generales. La nueva Inspección General —«esa inspección monstruosa»— restaba «libertad a los trabajos de las direcciones» y ponía a «los administradores por debajo de la intervención». Pero había una segunda razón —y ésta de más peso— para que Cos rechazara la reforma. El sistema era discrecional en exceso, y la administración de la Hacienda perdía peso en beneficio de la voluntad del ministro, de «su inspiración», pues de él dependía directamente la inspección general, así como el nombramiento de los delegados provinciales. En un sistema político clientelar como el de la Restauración, en lugar de una apuesta firme por la profesionalización de la Administración, ello significaba «entregar al favor, inevitablemente, las plazas que deben estar más apartadas del favor», pues, si para todos los destinos de la Administración se necesitaban «severas condiciones de antigüedad en los servicios y dos años de duración en categoría inmediata para ascender», y había «una clase que no necesita[ba] esos requisitos, por mucho celo que t[uviera]n los ministros de Hacienda, esas plazas est[arí]an por ley entregadas al favor». De regreso al Ministerio, Cos-Gayón no dudó un momento: el 18 de enero de 1884 tomó posesión como ministro y el 5 de febrero dos reales decretos suprimían la Inspección General de la Hacienda Pública y rebajaban la categoría administrativa y el sueldo a los delegados provinciales, que desaparecieron en la reorganización de la Hacienda provincial contemplada en la Ley del 24 de junio de 1885. Poco duró la revancha: Camacho volvió al Ministerio en noviembre de 1885, y dos reales decretos, del 14 y el 28 de enero, restituyeron la Inspección General y las delegaciones provinciales.26 También arremetió Cos-Gayón contra la política tributaria de Camacho, sobre todo contra su reforma de las contribuciones territorial e industrial y del impuesto sobre la sal. Aquí hallaba de nuevo caos, desorden, barullo... En 1877 el conservador García Barzanallana, con Cos como subsecretario, desgajó la sal del impuesto de consumos para crear un tributo sobre su producción, abonado por los fabricantes, y otro sobre su 26 Las citas de Cos-Gayón, en DSC-CD, 123, 5-VI-1883, p. 2805, y 124, 6-VI1883, pp. 2839-2840. Sobre la polémica organizativa entre liberales y conservadores, véase Serrano Sanz (1987).
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venta, pagado por los ayuntamientos. Camacho suprimió en 1881 ambos impuestos, al comprobar que no rendían tanto como el estanco de la sal eliminado en 1869, y los remplazó por un triple gravamen sobre la contribución territorial, la contribución industrial y los contratos de inquilinato en fincas no dedicadas a la industria. El ministro liberal siguió llamando al nuevo tributo «impuesto sobre la sal», pero la Comisión de presupuestos exigió que se denominara «impuesto equivalente a los suprimidos de la sal». Más cáustico, Cos-Gayón propuso que, como el impuesto era «un título de honra para su autor», recibiera «el nombre de su autor». Pensaba Cos que si era preciso aumentar la presión fiscal, debía hacerse en el ámbito de la imposición indirecta, separando productos del viejo impuesto de consumos y creando nuevos tributos sobre consumos específicos, idea que inspiraba los cambios en el impuesto sobre la sal de García Barzanallana. Por eso Cos despotricaba contra una reforma que había conseguido el efecto contrario: transformar un impuesto indirecto en un recargo sobre tributos directos; que, además, había roto «toda relación lógica y toda relación real con la materia misma de la tributación» y cuyo «solapamiento sobre los impuestos existentes» era un engorro administrativo. De ahí que, al llegar de nuevo al Gobierno, refundiera los recargos sobre las contribuciones industrial y territorial en los tipos de dichos impuestos. Al tiempo, prescindió del tributo sobre los inquilinatos, alegando que apenas estaba desarrollado y que recaudaba poco, y para compensar la rebaja reintegró la sal al impuesto de consumos, gravándola en 0,25 pesetas por habitante. Respecto al impuesto de consumos, con el fin de introducir cierto orden en su gestión, Cos dispuso que, en las capitales de provincia, el Estado asumiera directamente su recaudación, antes en manos de los municipios. La prescripción «más elemental que pueda haber en materia de impuestos», argumentaba, es «que cuando el impuesto esté establecido por el Estado […], el Estado le administre».27 Cos-Gayón apenas revisó las reformas de Camacho en las contribuciones industrial y territorial, aunque no perdió ocasión para criticar al hacendista liberal. Respecto a la Industrial, alentó la rebelión de los gremios contra la creación de un Cuerpo de Inspectores de la Contribución 27 «Honra», en DSC-CD, 73, 17-XII-1881, p. 1926; «roto por completo» y «solapamiento», en DSC-CD, 134, 25-IV-1885, pp. 3655-3656; apuntes sobre consumos, en DSC-CD, 132, 23-IV-1885, p. 3562.
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Industrial y contra la refundición permanente en las tarifas de la contribución de dos recargos transitorios, cada uno del 15 por 100, vigentes desde 1877. En la rebelión, los síndicos de los gremios incitaron al impago de los impuestos y acabaron en la cárcel, con fianzas de 35.000 pesetas. Cos se opuso a que «el apremio para la cobranza de la contribución llegara hasta el encarcelamiento de los síndicos» y protestó por la vulneración de «los preceptos constitucionales relativos a los derechos individuales». Al final, Camacho hubo de reducir los recargos al 20 por 100 y congeló la entrada en vigor del Cuerpo de Inspectores. Cos tampoco apreciaba la reforma de la contribución territorial. Camacho había ofrecido una rebaja en la contribución a los municipios que aceptaran revisar sus amillaramientos: en adelante, cotizarían por el 16 por 100, en lugar del 21 por 100, tipo vigente hasta la fecha, aplicable al resto. Amante del orden, la mera existencia de la doble tributación por un mismo concepto irritaba a CosGayón. Pero, además, pensaba que la rebaja constituía un mal ejemplo, pues recaía sobre quienes habían reconocido «ocultaciones de su riqueza, mientras que la agravación del impuesto» pesaba sobre aquellos «que ni han hecho tales confesiones, ni están convictos de que las deban hacer». Por si fuera poco, solamente 2.000 de los 8.000 pueblos sometidos al impuesto pasaron a tributar por el tipo más bajo; el resto continuó en el 21 por 100. En el fondo, apuntaba Cos, Camacho sólo había pretendido demostrar que «el tipo real que se pagaba de contribución no era tan grande como el oficial»; de hecho, había negociado con los municipios que debían pasar a un tipo menor para que la riqueza descubierta en cada localidad fuera tal, que el Estado recaudara con la rebaja la misma cantidad que antes de la reforma. Pese a la discrepancia, Cos consideraba imposible «poner remedio por de pronto» a la disparidad de tipos, que, una vez refundido el recargo sobre la sal, quedaron en el 17,5 y el 23.28 Parco en sus elogios, Cos-Gayón sí aplaudió el arreglo de la Deuda de Camacho, en el que se atribuyó buena parte de los méritos, pues recordó que el proyecto de Camacho se inspiraba en otro que él mismo había presentado en las Cortes el año anterior. Estaba dispuesto, incluso, a reconocer a su
28 DSC-CD, 138, 30-IV-1885, p. 3810; DSC-CD, 142, 6-V-1885, pp. 3943-3944; «Proyecto de ley estableciendo nuevas reglas para la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería, y suprimiendo el impuesto «equivalente a los suprimidos sobre la sal», en DSCCD, 103, 5-III-1884, apéndice 7, p. 1.
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contrincante que ésta era «la operación más beneficiosa que ha hecho jamás la Hacienda española». Y, amén de la revisión de la obra de Camacho, poco más se puede decir sobre el paso de Cos-Gayón por el Ministerio de Hacienda entre enero de 1884 y noviembre de 1885, salvo que en este último año llevó al Congreso un Proyecto ley para derogar definitivamente la base quinta del Arancel de 1869, tema que aborda el próximo apartado.29
7. En torno a la base quinta Cos-Gayón volvió al Ministerio de Hacienda, por última vez, el 5 de julio de 1890. Batallador impenitente, sus primeras medidas fueron dirigidas a reabrir el pleito con los liberales sobre la reorganización de la Hacienda. No se animó a desmantelar las delegaciones provinciales de Camacho, ni su Inspección General de la Hacienda Pública, cuya idoneidad, a estas alturas, era generalmente reconocida. Sí liquidó, empero, las administraciones subalternas de Hacienda, instituidas en las cabezas de partido y poblaciones mayores de 20.000 habitantes por el liberal López Puigcerver en la anterior legislatura: suprimió 173 en 1890 y otras 192 al siguiente año, y celebró, muy ufano, que la contrarreforma causara 1.400 cesantías, bien recibidas en tiempos de restricciones presupuestarias. No obstante, las dos aportaciones más relevantes de Cos en su tercera etapa ministerial —el nuevo Arancel y la ampliación del número de billetes de banco en circulación— fueron consensuadas en sus trazas generales con el Partido Liberal, que, si manifestó en algún momento su rechazo, fue por razones estratégicas, y no por verdadero disentimiento.30 La primera de estas dos medidas fue la derogación del Arancel Figuerola, de 1869. Dicho Arancel establecía tarifas protectoras que oscilaban entre el 15 y el 30 por 100, pero su base quinta estipulaba que, entre 1875 y 1881, todas debían quedar reducidas al 15 por 100, mínimo imprescindible para cubrir las necesidades fiscales de la Hacienda. Salaverría suspendió en 1875 la entrada en vigor de la base quinta, si bien, a despecho de los proteccionistas más radicales, no la derogó. A estas alturas, como ha recordado José María Serrano Sanz, los conservadores aún defendían el 29 DSC-CD, 62, 22-V-1891, p. 1611, y Comín (1999), p. 106 y ss. 30 Las cesantías, en DSC-CD, 123, 30-I-1892, p. 3551.
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Arancel de 1869, pues la importación de algunas materias primas se había duplicado en poco tiempo, claro exponente de desarrollo industrial que avalaba sus virtudes. De hecho, el propio Cos-Gayón aceptó en las Cortes que «la reforma arancelaria de 1869» había tenido «gran parte del fomento de la renta de aduanas». En los presupuestos para 1877-1878, García Barzanallana dispuso pequeños recargos transitorios sobre algunos productos importados, con fines fiscales. Pero el «ensayo fue inconveniente», aseguró Cos, y se anularon al año siguiente. Barzanallana también adoptó en 1877 una reforma más importante: la introducción de la doble columna en el Arancel, que marcó la orientación de la política comercial en la Restauración. El Arancel de 1869 tenía una sola columna, igual para todos los países: la doble columna, empero, rebajaba los derechos a quienes suscribieran convenios comerciales con España; y ello significaba, para disgusto de los proteccionistas a ultranza, un impulso a la importación, pues en 1880 el 60 por 100 de las importaciones procedía de países que habían firmado tratados. El 6 de julio de 1882, el liberal Juan Francisco Camacho derogó la suspensión de la base quinta del Arancel de 1869. Pero no se trataba de un estricto retorno al Arancel de Figuerola, que propugnaba un único derecho para todos los países, pues Camacho sólo aplicó la base quinta a los Estados que hubieran suscrito tratados comerciales. Con esta premisa, negoció el tratado comercial con Francia, regido por Ley del 11 de mayo de 1882, que beneficiaba a los vitivinicultores, y que fue repudiado por los proteccionistas. El tratado, cuya vigencia era de diez años, incorporaba la cláusula de nación más favorecida, lo que equivalía a comprometer las tarifas arancelarias durante una década.31 A estas alturas, los conservadores defendían con más firmeza el proteccionismo, frente a los liberales, tradicionales librecambistas. Pero, en buena medida, se trataba de una estrategia política para marcar las distancias con sus adversarios políticos. La gestión de Cos-Gayón en 1885 muestra la ambigüedad conservadora. De una parte, bajo su mandato las Cortes aprobaron el modus vivendi con Inglaterra, acuerdo que preludiaba el tratado comercial que firmarían al año siguiente los liberales, y que desató la ira de los proteccionistas radicales. De otra, Cos llevó ese mismo año al Congreso un Proyecto de ley que proponía la supresión de la base quin31 Serrano Sanz (1987b). Cos-Gayón, en DSC-CD, 179, 2-VI-1880, p. 4260, y 151, 24-IV-1880, p. 2236. Martorell (2003).
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ta del Arancel, pero que no se tramitó en el hemiciclo. Así pues, más allá del contenido de los discursos, liberales y conservadores coincidieron en las líneas maestras de su política arancelaria durante el reinado de Alfonso XII… y así continuaron durante la regencia. La crisis agrícola y el aumento de las demandas de protección para los productos agrarios, la voluntad francesa de revisar los acuerdos con España en un sentido más proteccionista, superada la crisis de la filoxera, y las divisiones en el seno de los partidos liberal y conservador propiciaron el viraje proteccionista a partir de la segunda mitad de los años ochenta. En el Partido Conservador, Romero Robledo, disidente desde 1886, adoptó la bandera proteccionista, y ello radicalizó el discurso de Cánovas, dispuesto a competir con su antiguo aliado; en el campo liberal, Germán Gamazo, en defensa de los trigueros castellanos, hostigó a los Gobiernos de Sagasta hasta que éste aceptó revisar su política librecambista.32 En octubre de 1889, los liberales abrieron una comisión informativa sobre las tarifas aduaneras, y el 29 de junio de 1890 el artículo 38 de la Ley de presupuestos para 1890-1891 autorizó al Gobierno a modificar los aranceles de aduanas, conforme a los acuerdos adoptados por la comisión. A punto de finalizar la legislatura liberal, resultaba evidente que los conservadores dispondrían de la autorización. Y era «cosa bien notoria», diría Cos-Gayón, que sería utilizada «en el sentido de subir los aranceles». En efecto, siguiendo las recomendaciones de la comisión arancelaria, un decreto llevado por Cos a la firma del rey, el 24 de noviembre de 1890, derogó la base quinta del Arancel de 1869, elevó los derechos sobre varios productos y creó una comisión para formar un nuevo Arancel de aduanas, así como para negociar la denuncia de los tratados de comercio vigentes y la celebración de otros nuevos. Presidió la comisión Plácido Jove y Hevia, vizconde de Campo Grande, compañero de Cos-Gayón en las empresas periodísticas isabelinas, y subsecretario suyo en Hacienda en 1884 y 1885. Cos-Gayón trabajó estrechamente con Jove, y la Ley del 31 de diciembre de 1891 aprobó el nuevo Arancel, que entró en vigor el 1 de febrero de 1892, cuando ya había dejado el Ministerio de Hacienda. No pensaba Cos que el Arancel significara una ruptura con el pasado, sino un mero retor32 El descontento de los proteccionistas con los conservadores, en Pugés (1931), p. 266 y ss. Serrano Sanz (1987b). Cos-Gayón, en DSC-CD, 117, 22-I-1892, p. 3383. Sobre la disensiones políticas en los grandes partidos y el Arancel, véase Varela Ortega (2001).
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no a la situación de 1877, cuando él era subsecretario de Hacienda y el ministro Barzanallana modificó el Arancel de 1869. De nuevo, era Camacho quien había complicado las cosas en 1882. «Nuestro arancel», argüía en 1892 en el Congreso, «es el de 1877», pues «nosotros habíamos combatido contra la aplicación de la base quinta arancelaria en 1882».33
8. El Banco de España y la circulación fiduciaria El sistema monetario español nunca estuvo tan cercano al patrón oro como en los años transcurridos entre 1876 y 1882. Sin embargo, el saldo negativo de la balanza de pagos y el excesivo volumen de Deuda pública en circulación provocaron una fuga permanente de oro hacia el exterior. A principios de los años ochenta, el Estado español estaba tan endeudado, que los inversores extranjeros desconfiaban de su solvencia y apenas compraban Deuda española. Como incentivo, en 1882 Juan Francisco Camacho decidió pagar en oro los intereses de la Deuda exterior, medida que aceleró la exportación de dicho metal. Por otra parte, al acentuarse la caída del precio de la plata, los Gobiernos acuñaron más moneda de este metal, como recurso para combatir el déficit, pues la diferencia entre el valor de cada moneda y el valor real de la plata reportaba un pingüe beneficio al Estado. Al comenzar los años ochenta, el Banco de España también acusó la fuga de moneda de oro hacia el extranjero. Sus billetes eran vales al portador, que se podían cambiar por moneda metálica en cualquier sucursal del Banco. Tradicionalmente, se canjeaban por oro, y, como garantía, el Banco guardaba una reserva de monedas de dicho metal. A medida que el oro abandonaba el país, las reservas del Banco de España también fueron decreciendo: en 1881 disponía de 187 millones de pesetas en oro; a finales de 1882 se habían reducido a 61 millones y en 1883 ya sólo le quedaban 36. Este último año, el valor de los billetes en circulación ascendía a 351 millones de pesetas, cifra diez veces superior. Era tal el desfase, que el Banco no pudo garantizar su intercambio por oro, y en 1883, con respaldo del Gobierno, acordó que los billetes, en adelante, serían convertibles en plata, decisión que testimoniaba la incapacidad para adoptar un sistema monetario basado en el patrón oro.34 33 Cos-Gayón, en DSC-CD, 116, 21-I-1892, p. 3367. 34 La política monetaria de la época, en Tortella (dir.) (1974), Martín Aceña (1981) y (1985) y Martorell (2001).
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La decisión del Banco de España constató que el sistema monetario español, imperceptiblemente, se iba transformando en un sistema fiduciario: el oro, cada vez más escaso, estaba siendo remplazado en la circulación por plata depreciada y billetes. Si en 1874 circulaban 1.131 millones de pesetas en monedas de oro, en 1896 apenas había 67 millones, y a finales de siglo, el oro había desaparecido. Por el contrario, en 1874 sólo había 465 millones de pesetas en piezas de plata, y en 1901 sumaban 1.571 millones. Al tiempo, crecía el número de billetes: en 1878 apenas circulaban 174 millones de pesetas en papel; pero en 1881 esta cantidad se había duplicado, y, a la altura de 1890, el límite de 750 millones de pesetas en billetes que la Ley del 19 de marzo de 1874 imponía al Banco de España se había quedado corto. De hecho, en este último año hubo semanas en que el número de billetes en circulación estuvo a menos de 80.000 pesetas de distancia del límite infranqueable, explicaba Cos-Gayón en el Congreso. El banco ya no podía suministrar billetes «para las necesidades de los cambios ordinarios», ni a la industria, ni al comercio, ni al público en general. Ni siquiera los bancos privados disponían de billetes, y más de un caso se dio en que alguno hubo de satisfacer determinados pagos utilizando enormes sacas de monedas de plata, algo que, no sólo era un evidente anacronismo, sino que, además, dificultaba considerablemente las operaciones financieras y comerciales. Ante la evidencia, liberales y conservadores coincidían en la necesidad de ampliar el volumen de billetes en circulación. De hecho, el liberal Manuel de Eguilior había llevado a las Cortes, en 1890, un proyecto que autorizaba al Banco de España a emitir hasta 1.000 millones de pesetas en billetes. El Parlamento no respaldó el proyecto y su sucesor en la cartera de Hacienda, Cos-Gayón, presentó en el Congreso de los Diputados, el 24 de abril de 1891, el «proyecto de ley ampliando la facultad de emitir billetes del Banco de España, y prorrogando la duración de su privilegio».35 El Proyecto de ley de Cos-Gayón, con sólo cuatro artículos, autorizaba al Banco de España a emitir billetes sin límite, siempre que el Banco conservara una reserva metálica igual a un tercio de la cantidad de billetes en circulación, y que la mitad de dicho tercio fuera en oro. Si el número de billetes excedía de 1.500 millones, el Banco debía aumentar sus reser-
35 «Sacas de monedas», en Abad Bruil (1977), p. 136; Cos-Gayón, en DSC-CD, 58, 18-V-1891, p. 1498.
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vas en metálico hasta una suma igual a la mitad del exceso de esa cifra, y la mitad debía ser en oro. Asimismo, el proyecto prorrogaba el privilegio de emisión de billetes, que según la ley de 1874 finalizaba en 1904, hasta el 31 de diciembre de 1921. En compensación por la prórroga, el Banco de España debía anticipar al Tesoro 150 millones de pesetas sin intereses, que serían reintegrados al finalizar el privilegio, en 1921. En las discusiones celebradas en el seno de la comisión que elaboró el dictamen parlamentario del proyecto, Cos cedió a varias demandas de la oposición y modificó el texto. En el dictamen que se debatió en el hemiciclo, la emisión de billetes se limitaba, tajantemente, a 1.500 millones de pesetas. Con el fin de aumentar las garantías que respaldaban los billetes en circulación, el importe de éstos, unido a la suma representada por los depósitos en efectivo y las cuentas corrientes, no podría exceder del valor de las existencias en metálico en el Banco —en barras de oro o plata— y las pólizas de préstamos y créditos con garantía depositados en la entidad emisora, entre las que cabía incluir los títulos de la Deuda pública, las acciones de la compañía de Tabacos y las letras del Tesoro. Asimismo, el Banco se comprometía a no emitir billetes por debajo del valor de 25 pesetas. Por otra parte, el dictamen exigía al Banco el compromiso de extender su red de sucursales a todos los puntos en que lo requirieran el comercio y la industria, y además le autorizaba a realizar préstamos sobre cédulas hipotecarias, obligaciones de ferrocarriles y otros valores industriales o comerciales. Aunque cedió en todo esto, Cos siempre siguió convencido de «que el proyecto del Gobierno era mucho mejor» que el dictamen acordado «por espíritu de transacción».36 El debate en el Congreso comenzó el 18 de mayo y finalizó el 16 de junio. Fue un mes agotador en el que arremetieron contra el proyecto los liberales Sagasta, López Puigcerver, Eguilior, Calbetón, Rodrigáñez, Salvador y Moret, y los republicanos Pi y Margall, Azcárate, Pedregal, Muro y Carvajal. Lo cierto es que las críticas liberales respondían más a una estrategia de desgaste al Gobierno que a discrepancias de fondo, pues había consenso en los principales puntos del dictamen. De hecho, las diferencias se reducían al volumen de billetes en circulación —los liberales proponían 36 El proyecto, en DSC-CD, 41, 24-IV-1891, apéndice 2.º, p. 1; y la ley sancionada por el rey, en DSC-CD, 104, 8-VI-1891, apéndice 25. Cos, en DSC-CD, 66, 27-V-1891, p. 1743.
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entre 1.000 y 1.200 millones— y a las garantías con que debía respaldarlos el Banco de España, así como a la oportunidad de prorrogar el privilegio de emisión de billetes hasta 1921, cuando éste no vencía hasta 1904, y al precio que el Banco debía pagar por la prórroga, pues el préstamo sin intereses de 150 millones de pesetas parecía escaso. Más radical era la oposición republicana, ya que Pi y Margall, Pedregal y Azcárate defendieron la retirada del privilegio al Banco de España y el retorno a la libertad de emisión de billetes para todos los bancos. Además, los republicanos, reforzados tras un excelente resultado electoral en 1890, habían unido sus dispersas fuerzas parlamentarias y exhibieron su fuerza librando un pulso con Cos-Gayón. A principios de junio, el ministro de Hacienda ya insinuaba que era víctima de una campaña obstruccionista, y el día 11 apeló a Sagasta para que cesara la oposición liberal. «Mañana se cumple la cuarta semana dedicada exclusivamente a este debate en sesiones prolongadas», adujo, y cabe «dar el asunto por suficientemente discutido». Tras un par de escaramuzas, los liberales se plegaron a la petición, y el Congreso aprobó el proyecto el 16 de junio de 1891. Tras el trámite del Senado, el rey firmó la Ley el 14 de julio de 1891.37
9. El canovista fiel Cuando los conservadores sucedieron a los liberales en 1890, Cánovas llevó a Francisco Silvela al Ministerio de la Gobernación. Ferviente reformista, Silvela redujo al mínimo la intervención gubernamental en las elecciones de 1891, primeras tras el sufragio universal. Y aunque triunfaron, los conservadores ganaron menos escaños que en ocasiones anteriores, y los republicanos lograron treinta diputados, éxito sin precedentes que soliviantó a las élites dinásticas y desató las iras de Cánovas, quien decidió tender puentes a su anterior muñidor electoral, Francisco Romero Robledo, disidente del Partido Conservador desde 1885. Cánovas llevó al Gobierno a Romero, y Silvela, incompatible con éste, dimitió. Al remodelar su gabinete, Cánovas rogó a Cos-Gayón que aceptara la cartera de Gracia y Justicia. Amén del interés por reajustar el equilibrio entre las distintas faccio-
37 Cos, en DSC-CD, 78, 11-VI-1891, p. 2139.
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nes del Partido Conservador, puede que influyera en la decisión de Cánovas la voluntad expresada por Cos-Gayón en el Congreso de reforzar los ingresos mediante una reforma tributaria, con el fin de equilibrar el presupuesto, política que Cánovas no consideraba oportuna, dada la fragilidad de la mayoría. Fiel a su viejo amigo, Cos abandonó el Ministerio de Hacienda, que ya no volvería a pisar. Al fin y al cabo, no era el de Gracia y Justicia un ramo ajeno a su experiencia: había comenzado su carrera en la Administración como fiscal de Madrid, y su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas versó sobre política penitenciaria. Por otra parte, dado su talante extremadamente conservador, «se entendía muy bien con los obispos y magistrados».38 Rotas las relaciones con Silvela, receloso de la lealtad de Romero Robledo, cuando los conservadores regresaron al poder, el 23 de marzo de 1895, Cánovas pagó la fidelidad de Cos llevándole al Ministerio de la Gobernación, máximo puesto del Gobierno después del presidente. La «sorpresa fue grande, verdaderamente extraordinaria». Dado su carácter huraño, no parecía el hombre apropiado «para el eterno visiteo del Ministerio de la Gobernación». Cuenta Linares Rivas que Cos «creía perder lastimosamente el tiempo prestando atención a las minucias que en rigor constituyen una parte principal e inexcusable de la política interior». Representaba, en suma, «la antítesis de lo que debía ser un ministro de la Gobernación: aborrecía los manejos electorales, los expedientes de los ayuntamientos y diputaciones, y no transigía con la banal conversación». Y, sin embargo, pese a su escaso don para las relaciones públicas, su agresividad y su experiencia como polemista parlamentario volcaron la balanza a su favor. «Era de ver a Cos-Gayón puesto en el banco azul, dando golpes y mandobles a sus adversarios, defendiéndolo todo con entusiasmo, con un ardor verdaderamente juvenil, y no permitiendo que se tocara un solo cabello de aquellos diputados que en los pasillos y en su despacho no siempre salían bien librados». En definitiva, «la mayoría se sentía segura en la lucha parlamentaria y se crecía muchos palmos al oír la voz aguda y belicosa del ministro de quien fuera renegaba». Además, Cos se reveló como una excelente correa de transmisión para la voluntad de Cánovas: tal y como señalaba La Correspondencia de España, «un cambio de impresiones 38 Linares (1899), p. 19. Sobre la política en esta etapa de la Restauración, véase Varela Ortega (2001), Dardé (2003) y Lario (1999), p. 273.
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con el señor Cánovas del Castillo le bastaban a Cos-Gayón para hacer una campaña».39 Fernando Cos-Gayón falleció, víctima de un cáncer, el 19 de diciembre de 1898. Ya estaba enfermo en mayo de ese mismo año, cuando leyó el discurso necrológico de Antonio Cánovas del Castillo en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. No murió en la indigencia, pero tampoco legó fortuna a su viuda y a sus hijos. Valga como epitafio la frase arrancada de una de sus necrológicas: «alcanzó la vejez y trabajó tanto, que acaso en la muerte encontró el primer reposo».40
39 Linares (1899), pp. 19-23. La Correspondencia de España, 21-XII-1898. 40 El Español, 20-XII-1898.
JOAQUÍN LÓPEZ PUIGCERVER: UN HACENDISTA LIBERAL EN ÉPOCAS DE CRISIS (1841-1906)* Inés Roldán de Montaud (CSIC / Universidad de Alcalá)
De profundas convicciones democráticas, afiliado al partido de Sagasta y amigo personal del líder liberal, Joaquín María López Puigcerver fue una figura prominente de la Restauración. Personaje activo y polifacético, quince veces diputado, nueve consejero de la Corona, además de destacado político fue un jurisconsulto de talla, llamado a ocupar la presidencia de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y un puesto entre los consejeros de Estado. Ante todo sobresalió como hacendista y defensor de las tesis librecambistas. Titular de Hacienda en cuatro ocasiones, fue el ministro que más tiempo dirigió las finanzas públicas durante los dieciséis años que duró la regencia de María Cristina de Habsburgo: desempeñó el cargo ininterrumpidamente desde el 2 de agosto de 1886 hasta el 11 de diciembre de 1888 y de nuevo desde el 4 de octubre de 1897 hasta el 4 de marzo de 1899.1 En total, tres años y nueve meses. En ambas ocasiones tuvo que enfrentarse a situaciones y proble-
* Esta investigación se ha desarrollado en el marco del Programa Ramón y Cajal y del Proyecto de Investigación del MCYT BHA2002-03834. 1 Puigcerver fue designado ministro de Hacienda en cuatro ocasiones: 2-VIII-1886; 14-VI-1888, 4-X-1897 y 18-V-1898; véanse, más adelante, las pp. 460 y 469. Los diversos nombramientos, en Urquijo (2001), p. 249.
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mas excepcionalmente complejos: la crisis agraria y sus efectos sobre las finanzas en su primera etapa; los trastornos ocasionados por las guerras coloniales y el conflicto con los Estados Unidos durante la segunda. Pese a todas estas circunstancias, continúa siendo hoy un hombre público relativamente desconocido, del que apenas tenemos algunos bocetos sucintos que abundan en inexactitudes.2 Quienes conocieron a don Joaquín lo describen como un personaje afable, de fina inteligencia y un trabajador infatigable. Joaquín Chapaprieta, el futuro ministro republicano de Hacienda, nos dice que fue «incomparable en su trato; de afabilidad que no he encontrado luego igualada en mi ya larga vida, ni aun en hombres de mucha menor jerarquía; de inteligencia finísima y muy cultivado en materias económicas y jurídicas; de indiscutida autoridad profesional y política». El conservador Augusto González Besada veía en él a un «hombre inteligente y laborioso, de carácter conciliador y afable». Álvarez Buylla destacó entre sus cualidades el talento, la rectitud y la laboriosidad. Pío Gullón habría de recordar «su reputación de flexibilidad de carácter, de estudios rentísticos, de utilidad para el trabajo».3
1. De Valencia a la diputación en Cortes: la juventud de un demócrata monárquico Joaquín María López Puigcerver nació en Valencia el 18 de noviembre de 1841 en el seno de una familia de distinguidos miembros de la magistratura y el foro. Su padre, Joaquín María López e Ibáñez, era natural de Carlet (Valencia), donde su abuelo sirvió como abogado de los Reales Consejos. De joven se trasladó a Valencia, se licenció en Derecho y contrajo matrimonio con Inés Puigcerver y Blat. En 1840 fue nombrado auditor de guerra, y apartado en 1843 por la Junta de Salvación de Valencia por su filiación progresista. Hacia 1856 o 1857 se trasladó con su familia
2 Sánchez y Berástegui (1886), Soldevilla (1907), Enciclopedia Ilustrada Europeo-Americana, Madrid, Espasa-Calpe, 1916, tomo XXXI, Esperabé (1956), Lasso (1984) y Rull (1991). 3 Chapaprieta (1971), p. 118, González Besada (1902), p. 771, Álvarez (1889), p. 214, y Pío Gullón, en DSC-CD, 116, 25-X-1906, p. 3474.
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a Madrid, donde desempeñó una serie de cargos públicos y llegó a ser magistrado de la Audiencia y del Tribunal Supremo.4 Joaquín López Puigcerver llegó a la capital de la monarquía en plena adolescencia e inició sus estudios en la Universidad Central en 1858. En junio de 1864 se licenció en Derecho civil y canónico.5 En la Universidad conoció a quien sería su amigo y mentor durante la mayor parte de su dilatada trayectoria política: Segismundo Moret, entonces profesor de Hacienda Pública. Alberto Aguilera, Manuel Eguilior y Fernando León y Castillo fueron sus amigos y compañeros.6 Un año después de licenciarse obtuvo por oposición una plaza de aspirante al Consejo de Estado, donde prestó servicios hasta 1870.7 En 1864 se había incorporado como socio de número a la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Más tarde serviría como letrado del consistorio de Madrid.8 Desde joven sintió atracción por la política y vio con entusiasmo el advenimiento de la revolución que puso término al reinado de Isabel II. De la mano de los demócratas, dio sus primeros pasos en la política en los años iniciales del Sexenio. En enero de 1870 Nicolás María Rivero ocupó la cartera de Gobernación y se llevó a Moret a la Subsecretaría con el encargo —cuenta Antón del Olmet— de que atrajera hacia la democracia a «esa inteligente juventud que brilla en torno del talento de usted».9 Entonces León y Castillo, Aguilera, Eguilior y Puigcerver se afiliaron al partido. Protegidos por Moret, todos ellos iniciaron su andadura política. Puigcerver fue nombrado oficial segundo, jefe de tercera clase de adminis4 Los escasos datos biográficos y familiares disponibles proceden del ADGPP, exp. 0-30-40412-02-00/04, y del AHN, Magistrados, leg. 4536, exp. 4432. 5 ADGE, leg. 31/16071. 6 Antón y García (1913a), p. 44. 7 ACE, Secretarios y oficiales, leg. 43, n.º 2, y DSAN, 3-II-1873, pp. 2982-2983. 8 AV, Secretaría, exp. 5-465-35, 5-463-119 y 6-204. No es posible seguir en estas páginas su faceta de jurisconsulto. Baste señalar que desde 1883 fue vocal de la Comisión General de Codificación, presidiendo desde 1901 una de sus cuatro secciones. Participó, por tanto, activamente en la intensa tarea legislativa emprendida por el Partido Liberal en la década de los ochenta. Fue, además, presidente de la de la Real Academia de Legislación y Jurisprudencia en 1891 y consejero de Estado en 1906. Para estos aspectos consúltense el ACGC, leg. 6, doc. 29, Reales Decretos de 13-II-1883 y 17-VI-1901, ARAMJ, Lista general de Señores Académicos formada en el mes de noviembre de 1865, p. 270, y Actas de la Junta general extraordinaria de 30-V-1891, fol. 1324. También, ACE, Secretarios y oficiales, leg. 43, exp. n.º 2, R. D. de 6-XII-1905. 9 Antón y García (1913a), p. 77.
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tración del Ministerio de Gobernación y abandonó el Consejo de Estado.10 Cuando en enero de 1871 Moret ocupó el Ministerio de Hacienda se llevó consigo a su amigo y pupilo en calidad de inspector.11 Al producirse la ruptura del Partido Progresista a finales de 1871, los grupos demócratas que aceptaban la monarquía de Amadeo formaron con su ala izquierda el Partido Radical, acaudillado por Ruiz Zorrilla. Puigcerver se incorporó a sus filas y en 1872 fue designado contador de Villa.12 Su actividad al frente de las finanzas municipales le proporcionó experiencia presupuestaria y contribuyó a la forja de quien sería uno de los expertos del Partido Liberal en temas económicos y financieros. Cuando en el verano de 1872 el rey Amadeo entregó el poder al líder radical, llegó por fin la anhelada oportunidad de Puigcerver: obtuvo su primer escaño de diputado por el distrito de Santa Fe (Granada), donde era influyente su amigo y correligionario el marqués de Sardoal.13 Cumplidos ya los treinta años daba comienzo su larga carrera parlamentaria. En el seno del Partido Radical, Puigcerver se inclinó hacia «La Tertulia», un grupo disidente dirigido por el viejo progresista Francisco Salmerón e integrado por personalidades como Rivero, Echegaray y Sardoal, hombres que juzgaban excesivamente conservadora la política de Ruiz Zorrilla.14 Desde su radicalismo extremo, el 14 de noviembre se levantó Puigcerver a discutir los planes del ministro de Hacienda Servando Ruiz Gómez. Mostraba ya desde esas primeras intervenciones parlamentarias su afición por las cuestiones hacendísticas y su fe en la doctrina librecambista. Ni una sola de las soluciones que Ruiz Gómez proponía para arreglar la Hacienda —advertía con pena el novel diputado— se inspiraba en los principios del Partido Radical: introducía un derecho de carga (en realidad, uno de exportación embozado) y aumentaba los derechos que pesaban sobre los géneros coloniales, contrariando así la libertad de comercio.15 10 ACE, Secretarios y oficiales, leg. 43, n.º 2. 11 Guía de Forasteros de Madrid. Año de 1871-72, Madrid, Imprenta Nacional, 1872, p. 609. 12 Guía de Forasteros para el año 1872-1873, Madrid, Imprenta Nacional, 1873, p. 680, y AV, Secretaría, 5/464/48 y 5/464/56. A su paso por la contaduría dejó una memoria, López Puigcerver (1872). 13 Varela y Dardé (2000b), p. 108, y ACD, Documentación electoral, leg. 71, n.º 19. 14 Vilches (2001), p. 322. 15 DSC-CD, 52, 14-XII-1872, pp. 1383-1385, y DSC-CD, 53, 15-XII-1872, pp. 1398-1400.
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La presión de disidentes y republicanos condujo a la crisis gubernamental de diciembre de 1872. Entonces se incorporaron al gabinete varios demócratas. Echegaray ocupó la cartera de Hacienda y nombró a Puigcerver director general de Contribuciones.16 Tras la abdicación de Amadeo de Saboya, Puigcerver votó a favor del advenimiento de la forma republicana de gobierno, mientras que Ruiz Zorrilla hacía profesión de fe monárquica.17 Sin embargo, se opuso al federalismo y un par de meses más tarde rechazó el Proyecto de ley que ponía fin a la Asamblea Nacional y disponía la celebración de elecciones constituyentes.18 Semejante actitud le excluyó de las constituyentes de 1873. Cuando en enero de 1874 se formó el gabinete presidido por Serrano, y Echegaray retornó a Hacienda, Puigcerver ocupó nuevamente la Dirección General de Contribuciones.19
2. Del ejercicio de la abogacía a las responsabilidades de gobierno La incipiente carrera de López Puigcerver pareció frustrarse con el pronunciamiento del general Martínez Campos y la proclamación de Alfonso XII. Apartado de la política activa como el grupo de demócratas y radicales al que estaba vinculado, es poco lo que sabemos de él durante los primeros años de la Restauración. Seguramente dedicó sus energías a la vida familiar y al ejercicio de la abogacía. A las cuatro de la tarde del 17 de julio de 1873 contrajo matrimonio con María Nieto y Pérez, la hermana de su amigo y correligionario Emilio. Eran hijos de Matías Nieto y Serrano, desde 1886 senador por la Real Academia de Medicina y primer marqués de Guadalerzas en 1893.20 En cuanto a su actividad forense, sabemos que se había incorporado al Colegio de Abogados de Madrid en junio de 1864 y que tuvo bufete abierto al menos desde 1872. Ejerció la abogacía
16 Sánchez y Berástegui (1886), p. 329. 17 DSC-CD, 1, 10-II-1873, p. 27. 18 DSAN, 19, 8-III-1873, p. 452. Sabemos que formó en el Partido Republicano Democrático de Martos. Sobre este grupo, Artola (1991), vol. 1, p. 354. 19 Guía Oficial de España. Anuario histórico-estadístico administrativo para 1873-74, Madrid, Imprenta Nacional, 1874, p. 314. 20 Registro Civil del Juzgado Municipal del Distrito Centro de Madrid, libro IV de Matrimonios, fol. 2, en ADGPP, exp. 0-30-40412-02-00/04.
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con éxito y disfrutó de excelente reputación entre los abogados de primera fila de su época.21 En febrero de 1881 Alfonso XII llamó al poder al líder del grupo fusionista. Se produjo entonces una ruptura en el seno del republicanismo y se formó el Partido Monárquico Democrático. Dirigido por Moret, tenía como propósito recuperar para la monarquía parte de las fuerzas de la Revolución. Puigcerver se incorporó a sus filas y en las elecciones generales de 1881 obtuvo su primer acta de diputado por Getafe (Madrid), donde lograría labrarse un distrito propio.22 El apoyo de los demócratas durante la primera legislatura permitió a los fusionistas sacar adelante muchos de sus proyectos hacendísticos. A finales de 1881 Puigcerver defendió con empeño el proyecto de conversión de la Deuda que permitió a Camacho restaurar el crédito de la Hacienda española.23 No faltaron cuestiones en las que los demócratas disintieron de los proyectos ministeriales. Como miembro de la Comisión que dictaminó sobre el proyecto que restablecía la base quinta arancelaria, Puigcerver exigió junto con Moret un restablecimiento sin condiciones. A pesar de sus esfuerzos, estos demócratas librecambistas no lograron que en la Ley de 6 de julio de 1882 se admitiera el desarme general arancelario: la nueva base quinta sólo concedía rebajas sobre la base de la reciprocidad.24 El descontento de Moret y su grupo iría en aumento al ver que el Gobierno aplazaba la reforma política. El resultado fue su aproximación al duque de la Torre y a los grupos de demócratas liderados por Becerra, Martos y Montero Ríos para formar la Izquierda Dinástica. El fugaz paso de la Izquierda por el poder a finales de 1883 permitió a Puigcerver acceder por primera vez a un puesto de responsabilidad dentro del Ejecutivo,
21 Lista de los abogados del Ilustre Colegio de Madrid que ejercen en el año económico de 1872-73, Madrid, 1873, p. 39. Su bufete se ocupó de la defensa del marqués de López Bayo contra la Casa Manzanedo, de la del Banco Hipotecario en un asunto con el duque de San Fernando y de la representación y apoderamiento de la casa ducal de Osuna con motivo de su liquidación; Villapadierna (1911), p. 339. 22 ACD, Documentación electoral, leg. 91, n.º 1, y DSC-CD, 17, 10-X-1881, pp. 354-367. 23 DSC-CD, 49, 17-XI-1881, pp. 1064-1069, y 50, 18-XI-1881, pp. 1089-1092. 24 DSC-CD, 132, 2-V-1882, apéndice 2, el dictamen de la Comisión; y discursos de Puigcerver, en DSC-CD, 140, 31-V-1882, y 141, 1-VI-1882. Véase también Lebón y Sánchez (2000), p. 520.
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la Subsecretaría del Ministerio de Hacienda, en un gabinete en el que sus amigos Moret y Sardoal ocupaban las carteras de Gobernación y Fomento.25 Como subsecretario participó en la política hacendística del momento, cuya medida de mayor relevancia fue la adopción del patrón fiduciario con la suspensión de la convertibilidad de los billetes bancarios en oro.26 La caída de la Izquierda no alejó a Puigcerver de la política. Con apoyo de los demócratas luchó por el puesto reservado a las minorías y obtuvo un acta por la circunscripción de Almería.27 Tras la muerte de Alfonso XII, el 25 de noviembre de 1885 se constituyó un gabinete liberal en el que Moret y Montero Ríos —incorporados al fusionismo en junio de aquel año— obtuvieron carteras ministeriales. Puigcerver siguió los pasos de sus amigos y en las elecciones de abril de 1886 obtuvo un escaño por la circunscripción de Murcia, donde disfrutaría de gran influencia hasta principios de siglo.28 Camacho ocupó nuevamente la cartera de Hacienda. En un esfuerzo por superar el déficit presupuestario que había reaparecido en 1883, optó por suprimir las Cajas Especiales existentes en varios ministerios. Como presidente de la Comisión que dictaminaba sobre el proyecto, Puigcerver defendió la necesidad de que existiera una Tesorería única.29 Molesto ante la oposición suscitada por sus proyectos, Camacho abandonó el Gobierno. Entonces, en el Consejo de Ministros celebrado en La Granja el 2 de agosto se designó para sustituirle a López Puigcerver, a la sazón presidente de la Comisión de Presupuestos. Se telegrafió a Madrid, y aquella misma noche don Joaquín juraba como consejero de la Corona. Contaba con amplia experiencia en dicho Ministerio, en el que había desempeñado varios puestos, entre otros la Subsecretaría. Además, desde 1881 había sido ininterrumpidamente vocal de la Comisión de Presupuestos y había destacado por combatir la gestión económica y hacendística del conservador Cos-Gayón.30 También era sobradamente conocido
25 26 27 415. 28 29 30
Boletín Oficial del Ministerio de Hacienda, 1883, vol. 39, R. D. de 19-X-1883, p. 738. García Delgado y Serrano Sanz (2000), p. 463. ACD, Documentación electoral, leg. 94, n.º 4, y DSC-CD, 15, 6-VI-1884, pp. 400ACD, Documentación electoral, leg. 102, n.º 6. DSC-CD, 117, 21-III-1885, p. 3097. DSC-CD, 116, 20-III-1885, pp. 3067-3074.
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por su defensa de las tesis librecambistas que disfrutaban entonces de la simpatía de Sagasta. Desde sus años de estudiante se había sentido atraído por la doctrina que profesaban muchos de sus maestros y que él defendería con pasión desde la Asociación para la Reforma de los Aranceles y otros foros durante toda su vida. Dirigida por Gabriel Rodríguez, y tras diez años de suspensión, la Asociación se había restablecido en 1879 para promover una nueva campaña contra el proteccionismo que resurgía combativo. Puigcerver figuró entre sus vocales junto a Figuerola, Echegaray, Moret y otros célebres librecambistas. Su nombramiento fue recibido favorablemente en algunos sectores. El Economista, por ejemplo, no le escatimó alabanzas: «Jamás ministro alguno ha llegado a ese puesto con más sólida preparación. Las tres cuartas partes de su vida las ha dedicado a estudiar la administración económica y sus misterios». Era, además, un «lector asiduo de los mejores tratadistas», que conocía «punto por punto el movimiento contemporáneo de las ciencias económicas, lo propio de Italia que de Alemania, igual de Francia que de Inglaterra». No faltaron, sin embargo, periódicos —como El Imparcial— que pusieron reparos alegando su excesiva juventud: «Los intereses y el crédito necesitan toda la solidez de una confianza, un nombre que de por sí solo sea una firme garantía». Y es que a sus 45 años, Puigcerver era el ministro de Hacienda más joven que había tenido la Restauración.31 Poco después, en el Consejo de Ministros que se celebró la noche del 4 de octubre, tras el levantamiento del brigadier Villacampa, Moret, Montero Ríos y Puigcerver se opusieron a la ejecución de los alzados. Este último estaba convencido de que el indulto era lo más conveniente para el afianzamiento de las instituciones y la libertad.32 Arrastrado por los sucesos, el Gobierno tuvo que ceder. El conflicto se saldó el día 7 con un ajuste ministerial que reforzó la presencia de los demócratas. Puigcerver fue confirmado en su cargo, al tiempo que Gamazo, partidario de la ejecución, lo abandonaba. La solución de la crisis mostraba elocuentemente la inclinación de Sagasta hacia posiciones librecambistas. 31 El Economista, año I, 1886, p. 859, La América, vol. XXX, 15-VIII-1886, pp. 8182, Álvarez (1889), pp. 213-214, El Imparcial, 3-VIII-1886, Mateo del Peral (1974b), p. 49, y Ferrara (2002), p. 110. 32 Martín Alonso (1914), p. 43, DSC-CD, 80, 7-XII-1886, pp. 1915-1916, y DSC-S, 59, 23-XI-1886, pp. 1170-1166.
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3. Un librecambista ante la crisis agraria finisecular: la reforma de la contribución territorial Puigcerver ocupó el Ministerio en un momento en que se evidenciaban las dificultades de la agricultura española para hacer frente a la caída de los precios ocasionada por el aumento de la producción mundial de cereales. La pérdida de renta agraria empeoraba las condiciones de vida de una población fundamentalmente rural, incidía sobre los recursos del Estado y ponía al descubierto la incapacidad del sistema tributario para hacer frente a las necesidades públicas.33 Abandonadas las reformas del Sexenio, el sistema en vigor era básicamente el establecido por Mon en 1845. La contribución de inmuebles, cultivo y ganadería (un impuesto directo de producto que gravaba los rendimientos generados por los inmuebles rústicos y urbanos y por las actividades agrícolas y ganaderas) seguía siendo pieza básica del sistema. En torno a 1884 aportaba un 22,4% de los ingresos ordinarios del Estado. Entre los impuestos indirectos, el de consumos proporcionaba un 12,4%, la renta de aduanas un 15,7%. La contribución industrial y de comercio, únicamente producía el 4,7%.34 Rafael Vallejo ha mostrado cómo durante estos años la coyuntura depresiva contribuyó a generar una movilización de los contribuyentes y un creciente cuestionamiento del sistema tributario: se denunciaba el injusto reparto de la carga tributaria y se exigían una serie de cambios, fundamentalmente la reducción del impuesto territorial, la disminución de los consumos, así como la generalización del esfuerzo fiscal que respondiera a la diversificación económica y sujetara a gravamen las manifestaciones de la riqueza todavía exentas de tributación.35 Entre todos estos programas reformistas destacó el de la Liga Agraria. Germán Gamazo, su paladín, y Puigcerver competirían durante más de una década por imponer en el seno del liberalismo español sus distintas concepciones en materia económica y hacendística. Dentro del abanico de políticas a las que podía recurrirse para aliviar la situación de la agricultura, el proteccionismo arancelario colmaba las
33 Para el estudio del sistema tributario, véase Comín (1988), vol. I, pp. 192-193. 34 Vallejo (1996), p. 330, y Martorell (2000), pp. 40-65. 35 Vallejo (2001a), p. 338 y ss.
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aspiraciones de conservadores y gamacistas por igual. En nombre de aquéllos, en enero de 1888, Cánovas defendió una proposición reclamando la elevación de los derechos de importación sobre los cereales extranjeros. En el debate suscitado, Puigcerver dejó sentada su posición: para apoyar la agricultura no era preciso recurrir a medidas arancelarias, sino remover los obstáculos que se oponían al desarrollo del sector, transformando los impuestos que recaían injustamente sobre algunos productores, procurando que fueran igual para todos, agilizando la comercialización de los productos mediante la construcción de obras públicas y transportes, facilitando, en fin, el acceso al crédito agrícola.36 Se trataba de adoptar una serie de medidas que mejoraran la productividad y abarataran los precios para hacerlos más competitivos. En definitiva, frente al crecimiento de los derechos arancelarios que encarecería la vida y dificultaría la producción y la exportación, Puigcerver optaba por una estrategia de reducción de costes: «Si la solución de la crisis ha de venir sobre la base de los precios dados por el desarrollo del progreso, si esto es inevitable, la lógica aconseja buscar el medio de competir con esos precios, no de resistirlos, porque si se imponen, y se impondrán, la resistencia será la ruina». Durante los años de su gestión —como ha mostrado Serrano Sanz— no se escatimaron medidas para mejorar técnicamente la agricultura, aunque todas ellas quedaron relegadas al plano de las intenciones por falta de recursos financieros.37 Puigcerver quiso también reducir costes adoptando una política de desgravación fiscal y se propuso moderar el tipo impositivo del gravamen sobre la riqueza rústica. Fijada en un 12% sobre la renta en 1845, la contribución territorial había sido objeto de continuos recargos. En 1885 se había fijado en un 17,50% y un 23%, según las localidades hubieran practicado o no el amillaramiento. Junto a los recargos municipales, la contribución representaba al menos un 25% de la renta, un porcentaje mucho más elevado que el existente en los países del entorno.38 En su presupuesto para el ejercicio 1887-1888, leído en las Cortes el 14 de marzo, Puigcerver redujo al 17% y 22,20% los tipos de la contribución rústica, pero los mantuvo para la riqueza pecuaria y urbana. Con esta ligera rebaja, el
36 DSC-CD, 25, 14-I-1888, p. 595 y ss., Lebón y Sánchez (2000), p. 527, y Comín (2001b), p. 217. 37 Serrano Sanz (1987a), p. 100. 38 Piernas (1900-1901), vol. II, p. 418.
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cupo de la contribución territorial pasó de 180 a 177 millones de pesetas.39 En el presupuesto del ejercicio siguiente, rebajó los tipos al 15,50% y 20,25 % para la riqueza rústica y pecuaria y los mantuvo para la urbana. El cupo se situó en 166,7 millones. En total, los pueblos experimentaron un alivio cercano a los 14 millones de pesetas.40 Esta política fue duramente censurada por los representantes del grupo conservador, porque a su juicio producía graves efectos sobre la Hacienda y escasa incidencia en la suerte del contribuyente.41 El ministro no se limitó a rebajar el tipo; quiso también modernizar la contribución y transformarla en un impuesto de cuota menos rígido y más equitativo.42 Como primera medida, Puigcerver se propuso desagregar los tres hechos imponibles, rústica, pecuaria y urbana, para gravarlos independientemente. Convertía el impuesto que pesaba sobre la riqueza pecuaria y urbana en uno de cuota basado en las declaraciones del contribuyente fáciles de comprobar; el que afectaba a la rústica, de momento y mientras la administración careciera de medios de comprobación, seguiría siendo de cupo. La medida permitiría mejorar la administración, facilitar la lucha contra las ocultaciones y dotar de mayor flexibilidad a una parte de la contribución más importante del sistema tributario.43 Pero el proyecto tropezó con dificultades insuperables y la Comisión no llegó siquiera a dictaminar. En todo caso, sensible a los problemas de la agricultura, a las exigencias de los contribuyentes y a las presiones del grupo gamacista, el 11 de agosto de 1887 Puigcerver mandó formar en todos los pueblos nuevas cartillas evaluatorias. Como se habían producido caídas importantes en el valor de los productos, no era posible que tipos fijados en condiciones más favora-
39 DSC-CD, 45, 14-III-1887, apéndice 1, p. 14, Martorell (2000), p. 58, y Serrano Sanz (1987b), pp. 162-163. 40 DSC-CD, 152, 28-VI-1888, Proyecto de ley definitivamente aprobado en el Congreso. 41 Cos-Gayón, Almodóvar del Río y Cánovas del Castillo, en DSC-CD, 98, 25-V1887, p. 2859, 119, 20-VI-1887, p. 3719, y 20, 9-I-1888, p. 442. 42 Los cuatros cambios «significativos» en la contribución territorial durante las décadas de 1880 y 1890 para aligerar la presión fiscal sobre la agricultura, en Vallejo (1998a), capítulo 9, y (2001a), p. 356. En el sistema de reparto y cupo vigente, a la Hacienda sólo le interesaba la cifra total a recaudar, que se repartía entre provincias, municipios y contribuyentes individuales; en el de cuota se tenía en cuenta la riqueza imponible del contribuyente. 43 DSC-CD, 45, 14-III-1887, apéndice 4.
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bles siguieran siendo base de la contribución. La rectificación permitiría hacer más equitativo el repartimiento entre los pueblos y los contribuyentes, descubrir el fraude y mejorar la situación de quienes tenían declarada su verdadera riqueza imponible. Como tantos otros intentos similares, la medida estaba abocada al fracaso. No se había realizado todavía cuando Villaverde ocupó la cartera de la Hacienda a finales de siglo.44
4. Contra el déficit presupuestario, el arrendamiento de la renta de tabacos Como para tantos otros hacendistas de la Restauración imbuidos de los principios de la economía clásica, el equilibrio presupuestario era una idea obsesiva, pero imposible de alcanzar, a juicio de Puigcerver, únicamente castigando los gastos: «La cuestión de los gastos es para mí una cuestión que no puede resolverse, lo digo con franqueza, haciendo sesenta millones de economías». «Por el camino de la economía solamente no se puede resolver el problema de la Hacienda de España.»45 Siendo escasas las reducciones que podían realizarse, Puigcerver se contentaba con evitar que durante algunos años se elevaran las cifras de los gastos. Su negativa a actuar sobre el gasto público con mayor vigor fue uno de los motivos que le enfrentaron con el ala gamacista del fusionismo. Por otra parte, sostuvo siempre que antes de introducir cambios radicales en el sistema impositivo era preferible ampliar las bases del vigente: «Entiendo que nuestros ingresos necesitan alguna reforma; que es necesario darles mayor elasticidad; que es preciso modificar sus bases […] que haya justicia en su distribución».46 Las medidas que adoptó tendieron a mejorar la gestión, a aumentar el rendimiento y a dotar al sistema de mayor equidad. Pero en espera de que el desarrollo natural de las rentas y las disposiciones que estaba dispuesto a adoptar para mejorar las existentes o crear otras de nuevo origen dieran sus frutos, había que cubrir la dife-
44 El Economista, año II, 31, 22-VIII-1887, pp. 304-305. Para las nuevas cartillas, Instituto de Estudios Fiscales (1975), pp. 443-444, y Piernas (1900-1901), vol. II, pp. 422-423. 45 Para su programa, DSC-CD, 77, 3-XII-1886, apéndice 3, y DSC-CD, 132, 5-VII1888, pp. 3976-3978. 46 DSC-CD, 45, 14-III-1887, apéndice 1.
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rencia entre ingresos y gastos. Siguiendo los pasos de Camacho, recurrió a lo que la prensa bautizó como la «almoneda del activo del Tesoro»,47 es decir, los recursos eventuales. El proyecto de arrendamiento del monopolio de fabricación y venta de tabacos, que había presentado en las Cortes en noviembre de 1886, en buena medida tenía por objeto facilitar la nivelación presupuestaria.48 Tomando como modelo el arrendamiento de la renta en Italia entre 1868 y 1883, Puigcerver ponía término a siglo y medio de gestión directa del monopolio de tabacos por la Hacienda. Estaba convencido de que, entregado a la iniciativa privada, se transformaría, adquiriría un carácter mercantil y produciría al Estado ingresos superiores y más regulares. Además, el arrendamiento le proporcionaría un ingreso extraordinario e inmediato: el importe que los nuevos gestores abonarían por el tabaco en rama y elaborado, los envases y demás útiles de fabricación existentes en las dependencias de la renta. Eran estos cuarenta y tantos millones de ingresos eventuales los que le permitían presentar un presupuesto nivelado para el ejercicio 1887-88 (los gastos ascendían a 853 millones de pesetas, los ingresos a 849), razón por la cual Puigcerver hizo de la aprobación del proyecto de arrendamiento cuestión de gabinete. Desde que el ministro anunció sus propósitos, la prensa de oposición los combatió sin descanso; la ministerial no mostró entusiasmo alguno. Puigcerver lamentaría muchos años después los tragos amargos pasados por causa de aquel proyecto, y El Economista se hizo eco de las intrigas y calumnias de que fue objeto su persona.49 El proyecto fue impugnado por varios senadores, entre otros por Juan García de Torres, antiguo director de Rentas Estancadas, y por Manuel Girona, temerosos de que aquel camino condujera al desestanco. También lo combatió con dureza Camacho, que no veía en el credo del Partido Liberal ningún criterio que lo justificara. La Comisión había dejado casi indefenso a Puigcerver y en algún momento los asistentes a los debates le dieron por muerto. Pero, en su discurso del 15 de marzo, «aquella personalidad que parecía apesadumbrada
47 El Economista, año III, 98, 25-II-1888, p. 87: «Reformas de Hacienda». 48 Comín y Martín Aceña (1999), pp. 100-110. 49 DSC-CD, 137, 23-II-1900, p. 4779, y El Economista, año II, n.º 32, 31-VIII1887, p. 375.
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por los argumentos del adversario, se tornó poderosa y arrogante, devolviendo golpe por golpe y destruyendo las dudas y las vacilaciones». Y el arrendamiento se convirtió en uno de los aspectos más encomiados de la obra del ministro. Tratándose de una renta que proporcionaba el 12% de los ingresos del Estado, Puigcerver deseaba que su gestión recayera en una entidad capaz de ofrecer garantías. El proyecto se convirtió en ley el 22 de abril de 1887 y poco después, el 4 de junio, era adjudicado al Banco de España por un plazo de doce años y un canon de 90 millones de pesetas anuales.50 Aun siendo el canon bastante elevado, como el Banco tenía interés en ampliar sus vínculos con la Hacienda, se había comprometido de antemano a asumir el arriendo y a promover la creación de una compañía para gestionarlo: la Compañía Arrendataria de Tabacos, que quedó constituida el 25 de junio de 1887. En calidad de accionista mayoritario, el instituto emisor ejercía amplio control en su administración y centralizaba en sus cajas la tesorería del monopolio.51 Los primeros años de la gestión de la Arrendataria produjeron excelentes resultados para el Tesoro. Durante los tres primeros ejercicios, el rendimiento del monopolio no llegó al canon mínimo fijado y se situó en torno a los 77 millones. La Hacienda obtuvo los 90 millones pactados, y la Arrendataria incurrió en importantes pérdidas. A partir de 1891-92 el producto neto de la renta llegó a 101,1 millones, crecimiento que superó las previsiones más optimistas. Sufrió un ligero retroceso en torno a 189798, para ascender en 1898-99 a más de 108 millones.52 Como buen exponente de la escuela economista, Puigcerver defendía la libertad bancaria. Ante la imposibilidad de prescindir del emisor privilegiado, estaba convencido de que el Estado, al menos, debía beneficiarse de su existencia. De modo que para proporcionar ciertas ventajas a la Hacienda entró en negociaciones con del Banco. A principios de junio de 1887 presentó a la consideración del Congreso un convenio por el cual el 50 El canon era de 90 millones durante los tres primeros años del contrato. Durante los tres siguientes se abonaría el promedio obtenido durante el segundo y tercer año. En los tres últimos años se pagaría una cantidad equivalente al promedio obtenido en el segundo trienio. 51 Torres (2000), pp. 149-150, y Tortella (1970a), p. 298. 52 Comín y Martín Aceña (1999), pp. 342-343.
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Banco se encargaría del servicio de la Deuda flotante y de la Tesorería del Estado. Se comprometía a tener a disposición del Gobierno 165 millones de pesetas al 3% de interés, un tipo inferior al habitual en sus operaciones en el mercado. Por encima de dicha cantidad y hasta el límite que el presupuesto fijase para la Deuda flotante, la Hacienda podría emitir billetes del Tesoro. Con el aval del Banco, los títulos de la Deuda flotante se difundirían entre el público. El emisor (que hasta entonces se había limitado a descontar los valores del Tesoro que pasaban a su cartera) se convertía en un intermediario entre el Tesoro y el mercado. De ese modo, Puigcerver daba a la Deuda flotante una forma nueva que permitiría aumentar su volumen a un tipo de interés reducido sin que el crédito se resintiera. En contrapartida, todos los caudales de la Hacienda ingresarían en las cajas del Banco, que obtenía así medios para atender los cambios y regular y facilitar la circulación de sus billetes. Esta Ley de Tesorería (que, según estimación del ministro, permitía, además, realizar una economía de 5,5 millones de pesetas) fue probablemente uno de los mayores aciertos de Puigcerver. Transcurridos sus cinco años de vigencia, fue renovándose sucesivamente.53
5. Ampliando las bases del sistema: la contribución industrial y el impuesto del timbre Para compensar la rebaja introducida en la contribución rústica, Puigcerver pensaba desplazar paulatinamente la carga fiscal hacia fuentes de ingresos menos gravadas, procurando al sistema tributario mayor equidad y elasticidad. A medida que fuesen aumentando los ingresos de otra procedencia, cabría reducir más la presión sobre la agricultura. Comenzó por la escuálida contribución industrial que aportaba (junto a la de comercio)
53 Además, adquiriría barras de oro por importe de 300 millones de pesetas, compartiendo con el Tesoro los gastos de compra, conducción y acuñación que antes corrían a cargo del Estado. Así procuraba Puigcerver llevar el metal a las cajas del Banco para que sirviera de garantía a la circulación; DSC-CD, 121, 22-VI-1887, apéndice 1. También de Puigcerver y de Cos-Gayón, en DSC-CD, 59, 19-V-1891, pp. 1519-1532, y El Economista, año III, 97, 18-II-1888, pp. 75-76: «Las tesorerías del Estado y el Banco de España»; El Economista, año II, 16, 30-IV-1887, pp. 185-186: «El aumento de contribución a los empleados de bancos y sociedades», y Serrano Sanz (1987b), p. 165.
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únicamente el 4% de los recursos ordinarios del Estado. En un Proyecto de ley que leyó en el Congreso el 14 de marzo de 1887 modificó la tarifa segunda del reglamento de julio de 1882 (referente a empleados, bancos y sociedades de crédito), recargándola en un 50%. Obtendría así un aumento de cinco millones en la recaudación del impuesto. El proyecto suscitó viva oposición entre los empleados y directiva del Banco de España, así como entre las compañías ferroviarias. Atendiendo a las protestas, las Cortes autorizaron únicamente la mitad del aumento solicitado.54 Una de las iniciativas más interesantes de Puigcerver para ampliar las bases del sistema fiscal vino de la propuesta de reforma de la Ley del Timbre del Estado de 31 de diciembre de 1881. La novedad de mayor alcance consistía en sujetar la renta de la Deuda interior a un impuesto del 1%.55 A través del timbre intentaba incorporar a gravamen la renta del capital invertido en Deuda pública. Era, desde luego, un pequeño paso hacia la tributación de la riqueza mobiliaria. La cuestión suscitó una discusión apasionada entre quienes lo creían contrario al compromiso del Estado de no gravar los valores públicos (Ley de 21 julio de 1876) y quienes entendían que era una exigencia derivada del precepto constitucional que sentaba la obligatoriedad de contribuir al sostenimiento de las cargas del Estado. El Banco de España dirigió a Puigcerver una exposición amenazadora, pero no faltaron defensores que, como Nicolás Azcárate, lamentaron, por el contrario, la timidez del ministro y sintieron que no hubiera convertido al gravamen en el elemento fundamental para resolver el problema financiero. Hubo quien exigió que se elevara al 10 o 15%. En cualquier caso, debido a la oposición del Banco, este planteamiento no superó la fase de proyecto a pesar de que fue reproducido en diversas legislaturas para satisfacer a los gamacistas, para quienes la creación de un impuesto sobre la renta era un elemento esencial de su programa hacendístico.56 54 Los empleados, según su clase, abonarían el 7,5 y 3,75%; los bancos, el 12,5% de sus utilidades líquidas, ya operasen sobre bienes inmuebles o sobre valores mobiliarios; las sociedades por acciones, exceptuando las mineras y de seguros, el 7,5%; y las de ferrocarriles y navegación, el 6,5%: DSC-CD, 45, 14-III-1887, apéndice 1, p. 15, El Economista, año II, 16, 30-IV-1887, pp. 185-186: «El aumento de contribución a los empleados de bancos y sociedades», Serrano Sanz (1987b), p. 165. 55 DSC-CD, 45, 14-III-1887, apéndice 5, Vallejo (2001a), p. 340. 56 Calzado y Azcárate, en DSC-CD, 99, 26-V-1887, pp. 2915 y 2909. Para la actitud del Banco, El Economista, año II, 16, 30-IV-1887, p. 189: «El impuesto sobre la renta y el Banco de España».
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Puigcerver intentó también mejorar la gestión económica del Estado y creó las administraciones subalternas de Hacienda. Quiso con ello intensificar la acción investigadora del fisco para convertir en materia tributaria la riqueza que el fraude y el cohecho mantenían oculta. Pero la medida se encaminaba, sobre todo, como advertía Maura poco después, a evitar las perturbaciones que la vinculación con el organismo fiscal del Estado producía en la vida municipal. De ahí que el político mallorquín lamentara la corta vida de esta iniciativa, totalmente desmantelada un par de años más tarde.57 Pese a la oposición que habían suscitado algunas de las medidas propuestas en su primer año de gestión, a Puigcerver no le faltaron aplausos entusiastas. Un año después de su nombramiento, El Economista aseguraba que la campaña laboriosa y acertada emprendida por el ministro había confirmado todas sus esperanzas. Pareciera que incluso la Bolsa —al decir del periódico— había recibido con optimismo el programa del ministro elevando las cotizaciones.58
6. Un nuevo fracaso: la reforma de los Consumos y las cédulas personales Durante el ejercicio 1888-89 los planteamientos financieros de Puigcerver siguieron los mismos derroteros que durante el período anterior: reducir lentamente el peso del impuesto sobre la riqueza agrícola y ampliar poco a poco las bases del sistema tributario. El 16 de febrero de 1888, un par de meses después de que se iniciara la nueva legislatura, presentó en el Congreso un apretado haz de proyectos de ley. Uno de ellos creaba un impuesto especial sobre el consumo de aguardientes, alcoholes y licores. Otro modificaba el arancel de aduanas, elevando los derechos de importación sobre alquitranes y petróleos. El tercero autorizaba la admisión tem-
57 DSC-CD, 77, 3-XII-1886. El proyecto fue aprobado en la legislatura siguiente, pero en el presupuesto de 1890-1891 su número fue reducido, desapareciendo totalmente en el de 1892-93; Pirala (1904-1907), vol. I, p. 176. Para la posición de Maura, Antón y García (1913b), p. 139. 58 El Economista, año II, 32, 31-VIII-1887, pp. 374-376: «Campaña financiera del Sr. Puigcerver».
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poral de ciertas materias primas para que las transformara la industria nacional. El cuarto retornaba a la administración la recaudación de la contribución territorial y de comercio, al finalizar el convenio con el Banco de España, que las percibía desde 1869.59 Pero el más complejo de todos, el que tropezó con mayores dificultades, era el que modificaba la contribución territorial y los impuestos de cédulas y consumos. Reducía el tipo de la contribución territorial y pecuaria a un 15,50% y 20,25%, manteniendo el de la urbana (según se vio más arriba). En cambio, recargaba en un 100% el impuesto de cédulas personales, prohibía los recargos municipales y extendía su obligatoriedad a todos los miembros mayores de edad y no sólo al cabeza de familia.60 En lugar de los ocho millones de pesetas habitualmente presupuestados, con las mencionadas modificaciones proporcionaría dieciséis. El impuesto de consumos, suprimido durante la Revolución y restablecido por Camacho en 1874, fue uno de los que concitaban mayores ataques. Por una parte, debido a la forma de exacción (generalmente, el encabezamiento con los municipios a los que se les cedía a cambio de un cupo que se repartía entre los vecinos), este impuesto indirecto se convertía de hecho en un recargo sobre la contribución territorial. La Liga Agraria reclamaba con insistencia su desaparición, impensable en el marco tributario vigente no sólo porque proporcionaba 90 millones de pesetas anuales al Tesoro, sino porque nutría las haciendas locales mediante los recargos municipales. Por otra parte, como el reparto del encabezamiento se hacía según las preferencias de las autoridades locales, el impuesto se había convertido en uno de los instrumentos fundamentales del mercado político oligárquico y caciquil.61 Para poner coto a estos abusos, Puigcerver pretendía limitar el alcance del encabezamiento y del reparto. El encabezamiento dejaría de ser obligatorio en las capitales de provincia y pueblos de 30.000 habitantes, que, en cualquier caso, no podrían recaudarlo mediante reparto vecinal. Las poblaciones menores seguirían encabezándose forzosamente, pero acudirían a otros sistemas de recaudación: la venta a la exclusiva, la venta libre o el arriendo. En su proyecto establecía
59 Los proyectos, en DSC-CD, 48, 16-II-1888. Todos ellos fueron aprobados con relativa facilidad. 60 DSC-CD, 48, 16-II-1888, apéndice 1. 61 Vallejo (1996), pp. 342-349.
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también una nueva escala, algo más reducida, para fijar los cupos. Como el impuesto de consumos incidía en buena medida sobre la agricultura, al reducirlo contribuía a rebajar la abrumadora presión fiscal que pesaba sobre ella. Pero como en el caso del impuesto territorial, Puigcerver obraba con suma cautela y creía que sólo era posible iniciar la reforma y señalar la dirección. Cuando se conociera el resultado del impuesto de consumo sobre alcoholes (que presentaba a consideración de la Cámara aquel mismo día), sería posible realizar «nuevas transformaciones y rebajas». Puigcerver encaraba también en este proyecto el problema de las relaciones entre la Hacienda estatal y las locales.62 La delegación de funciones recaudatorias en los municipios no sólo restaba eficacia a la administración pública, sino que constituía, como se ha dicho, un cauce abierto a la corrupción y arbitrariedad. Convencido de que el Estado debía administrar por sí mismo los impuestos, intentó ir hacia una restitución de sus funciones fiscales. Pero, en el caso del impuesto de consumos, la recaudación directa por la Hacienda era prácticamente imposible por el gasto que suponía. De ahí que Puigcerver pensara en transferirlo paulatinamente a los ayuntamientos, que lo recaudarían para nutrir las haciendas municipales. Como medida preliminar dispuso que los recargos municipales y las cuotas del Tesoro, tanto en la contribución territorial como en el impuesto de cédulas, se refundieran. La Hacienda sería la perceptora. En compensación, los pueblos tendrían una participación mayor en los cupos del impuesto de consumos, que iría paulatinamente quedando en sus manos. Iniciaba así tímidamente el camino hacia el deslinde de las haciendas, cuya vinculación era un escollo que dificultaba la reforma de la del Estado. Dada la complejidad del proyecto que se ocupaba de la contribución territorial y de los impuestos de cédulas y consumos, la Comisión encargada de dictaminar decidió abrir una información parlamentaria, a partir del 1 de marzo.63 En general, los informes recibidos coincidían en que debían hacerse economías por importe de 30 o 40 millones de pesetas —de 70, según la Liga Agraria—, e introducirse una rebaja equivalente en la contribución territorial y los consumos. En opinión de la Liga, los consumos sobre los artículos de primera necesidad debían desaparecer; los que afecta-
62 Sobre las dificultades de las haciendas locales, Vallejo (1999a), p. 61. 63 Vicenti (1888) reproduce los informes presentados ante dicha información.
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ban a los procedentes del extranjero llevarse a las aduanas. Los representantes de los pueblos se quejaban también de que, al «apoderarse» el Estado de los recargos sobre la contribución territorial y las cédulas, los ayuntamientos quedarían sin recursos. Mientras tanto, para protestar contra los proyectos del ministro, el 25 de marzo se celebró en el Teatro Calderón de Valladolid un mitin convocado por la Junta Protectora de Agricultura. En la exposición que se acordó remitir a las Cortes, se instaba a los diputados a que negaran su aprobación a los proyectos de Puigcerver si éste no se rendía a las exigencias de la Liga.64 A la regente se le pedía que vetase esos proyectos del ministro de Hacienda y los del ministro de Guerra, el general Cassola, entonces empeñado en su reforma del Ejército. La Comisión aceptó la rebaja en la contribución territorial (artículo 11 de la Ley de Presupuestos para el ejercicio 1888-89), pero abandonó el incipiente deslinde de las haciendas. Admitió el resto de las disposiciones de Puigcerver relativas a los Consumos, aunque elevó ligeramente los cupos que había fijado para los pueblos de encabezamiento forzoso. De este modo, el alcance de la rebaja prevista por el ministro quedó limitado (artículo 10 de la Ley de Presupuestos).65 En cuanto al impuesto de cédulas, la Comisión rechazó el recargo del 100% y autorizó a los ayuntamientos a imponer uno de un 50%. Atenta a los deseos de algunos informantes, introdujo cambios radicales en el proyecto: presentó nuevas escalas con arreglo al sistema progresional y formuló algunas bases para que el impuesto alcanzase a todas las fortunas y manifestaciones de la riqueza. La asignación de la clase de cédula que correspondía a cada individuo (incluidas las personas jurídicas) dependería de sus utilidades, del tipo que fueran, sin que el gavamen rebasase nunca el 1%. Este interesante planteamiento no logró abrirse camino. Cuando el presupuesto de Puigcerver para el ejercicio 1888-89 se convirtió en ley, poco quedaba de las proyectadas reformas del ministro, exceptuando la reducción de la contribución territorial y una tímida rebaja de los tipos de encabezamiento y tarifas de los Consumos.
64 Pirala (1904-1907), vol. II, pp. 30-31. 65 Dictamen de la Comisión, en DSC-CD, 120, 21-V-1888, apéndice 4, y Proyecto de ley aprobado definitivamente sobre el articulado de la Ley de Presupuestos para el año económico de 1888-891, en DSC-CD, 52, 28-VI-1888.
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7. El impuesto sobre el consumo de alcoholes y el presupuesto para el ejercicio 1888-1889 Uno de los aspectos más llamativos de la obra de Puigcerver fue la creación de un impuesto especial sobre el consumo de aguardientes, alcoholes y licores, sólidamente arraigado en otros países del entorno. Puigcerver aprovechó la presión proteccionista que existía entre los cosecheros y productores de vinos del interior, representados por la Asociación de Agricultores de España y sostenidos por la Liga Agraria, para sacarlo adelante.66 El Proyecto de ley leído en las Cortes el 12 de febrero de 1888 dispuso que todos los aguardientes, alcoholes y licores que se importasen del extranjero y ultramar, así como los que se elaborasen en la Península quedaran sujetos a un impuesto especial de consumos, regulado por una escala de tres tramos: hasta 60 grados centesimales, de 60 a 80, y por encima de 80, que pagarían 80, 100 y 120 pesetas por hectolitro de alcohol, respectivamente. El proyecto contemplaba el reintegro del impuesto a los alcoholes exportados como tales o mezclados con vino, hasta un máximo de dos pesetas por hectolitro de vino. Establecía así un tope indirecto al encabezamiento del vino. Con argumentos de orden higiénico y moral tendía a limitar la importación de alcoholes industriales que, procedentes sobre todo de Alemania, había aumentado vertiginosamente al amparo de una débil protección arancelaria. Su utilización en el encabezamiento de los vinos dificultaba el empleo de los alcoholes nacionales de peor calidad en las industrias de destilería, y favorecía al mismo tiempo la falsificación de los vinos, generando quejas de los importadores franceses.67 El proyecto desencadenó una fuerte protesta de los viticultores tanto del interior como de los catalanes y valencianos, a la que se sumaron los fabricantes y vendedores de alcoholes, también perjudicados, y generó un prolongado debate parlamentario. La Comisión encargada de dictaminar se vio obligada a incorporar algunas de las propuestas planteadas en el curso de la información que decidió celebrar para escuchar los distintos argumentos.68 La Asociación de Agri66 Pan-Montojo (1994), pp. 223-224. 67 Sobre los distintos intereses en juego, Maura (1919), vol. II, p. 134, Carnero (1980), pp. 187-200, y Pan-Montojo (1994), pp. 215-223. 68 Vicenti (1889).
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cultores de España y la Liga Agraria exigían que el nuevo impuesto se aplicase exclusivamente a los alcoholes industriales y la reducción de los derechos de consumo impuestos sobre los vinos, y discutían la baja de las tarifas aduaneras sobre el alcohol con la supresión de los derechos transitorios. Rechazaban, en fin, la forma dada a los reintegros, así como su cuantía.69 La publicación de la Ley de 26 de junio de 1888 que creaba el nuevo impuesto levantó un ruidoso clamoreo, que llegó a hacer necesaria en algunos lugares, como Valencia, la declaración del estado de sitio.70 Ante semejante oposición Venancio González, sucesor de López Puigcerver, tuvo que introducir una reforma. La Ley de 21 de junio de 1889 redujo el impuesto sobre los alcoholes industriales a 25 céntimos por grado y hectolitro, con independencia de su graduación, y eximió del pago al alcohol español obtenido de la destilación del vino, como exigían los cosecheros. Al mismo tiempo, restableció el impuesto de consumos sobre alcoholes, aguardientes y licores de consumo personal, tal como existía antes de 1888, pero excluía de su pago a los alcoholes y aguardientes destinados al encabezamiento. En conclusión, se volvía a la situación anterior, manteniendo únicamente un nuevo y muy ligero gravamen sobre el alcohol industrial, un éxito de los exportadores levantinos y catalanes, cuyos intereses coincidían con los de los industriales alemanes.71 Puigcerver había leído su Proyecto de ley de presupuestos para el ejercicio 1888-89 el día 3 de abril.72 Con relación al anterior, introducía una pequeña economía de siete millones de pesetas, fijando los gastos en algo más de 849 millones. Sin más recursos eventuales de los que echar mano, había convertido los 47 millones que pensaba obtener del consumo de alcoholes en pieza clave de la nivelación. El fracaso fue rotundo porque únicamente consiguió recaudar once millones, lo que contribuyó al desastroso resultado de su segundo presupuesto. Para lograr la nivelación de las cuentas presentaba, además, un presupuesto extraordinario por importe de 171 millones, que se necesitaban para la construcción de buques, fomento de arsenales y obras de defensa submari-
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Pan-Montojo (1994), p. 224. Álvarez (1889), p. 307. Serrano Sanz (1987b), p. 158, y Pan-Montojo (1994), p. 228. DSC-CD, 83, 3-IV-1888, apéndice 8.
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na, aprobadas en 1887. Puigcerver segregaba del presupuesto estos gastos, que, según él, no tenían carácter permanente y los repartía entre varios ejercicios para no gravar el déficit del inicial.73 El importe de las dos primeras anualidades se cubriría con un ingreso también extraordinario: el anticipo de 90 millones de pesetas que el Gobierno exigiría a la Compañía Arrendataria, conforme a una de las cláusulas del contrato de arrendamiento. Se trataba de una forma de disimular el desnivel de los presupuestos, por lo demás, de uso frecuente entre los hacendistas de la época, que sirvió, según denunciaban sus opositores, para «embrollar el verdadero balance de la Hacienda española».74 En general, el presupuesto para 1888-1889 se consideró excesivamente elevado. Gamazo lo impugnó en su totalidad y exigió un sistema impositivo más equitativo basado en un impuesto general sobre la renta. Puigcerver consideraba justo semejante impuesto, pero inoportuno porque en aquellos momentos sería un gravamen sobre el crédito que encarecería el interés del dinero y repercutiría sobre el sector agrícola, muy necesitado de capital.75 También se reclamó una elevación de los aranceles para realizar por ese medio una distribución más racional de los impuestos: la sobrecarga de la propiedad territorial —argumentaba Fernández Villaverde— exigía que a los cereales extranjeros se les impusiera un derecho compensador que descargara sobre ellos parte del gravamen.76 Gamazo (que hasta entonces se había mantenido en actitud expectante) perdió la paciencia. Advirtió que, si las medidas de protección no arancelaria propuestas por el Gobierno no resolvían la crisis agraria, levantaría la bandera de la protección y pediría una autorización para revisar el Arancel.77 El Economista — que ahora se hacía eco de todas las reclamaciones— se volvía contra el ministro y le exigía valentía para someter a impuesto las manifestaciones de la riqueza que escapaban a la acción del fisco.78 Entre tanto, ante la imposibilidad de lograr que sus reformas del Ejército salieran adelante, el 14 de junio de 1888 el general Cassola presentó la dimisión. Incómodo por la oposición que sus proyectos estaban suscitan-
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Serrano Sanz (1987b), p. 151. Maura (1919), vol. II, p. 135. DSC-CD, 148, 25-VI-1888, p. 4611. DSC-CD, 150, 27-VI-1888, p. 4710. DSC-CD, 132, 5-VI-1888, pp. 3980-3984. El Economista, año III, 98, 25-II-1888, p. 88: «Reformas de Hacienda».
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do, Puigcerver deseaba también abandonar el Gobierno, pero Sagasta quería que permaneciera en su puesto para legalizar la situación económica y no estaba dispuesto a apoyar a Gamazo en la impugnación de los presupuestos. De modo que Puigcerver fue designado nuevamente titular de Hacienda en el gabinete formado aquel mismo día.79 Concluido el debate abierto sobre las circunstancias de la crisis, se reanudó la discusión del presupuesto, que se convirtió en ley el 7 de julio de 1888. Como los hechos no tardaron en mostrar, en la crisis de junio la salida de Puigcerver había quedado simplemente aplazada. El 30 de noviembre se reanudaban las sesiones suspendidas desde el 4 de julio, surgiendo el conflicto al elegirse la Comisión de Presupuestos. Los gamacistas, cuya disidencia se había ido acentuando durante aquellos meses, se unieron a los conservadores y presentaron un candidato que derrotó al ministerial en una de las secciones. El 12 de diciembre Puigcerver puso a disposición de Sagasta su cartera. Moret, que acababa de presentar el Proyecto de ley de sufragio universal, abandonaba el gabinete con su amigo. Para evitar la ruptura del partido, cuya integridad era necesaria para sacar adelante la reforma electoral, Sagasta optó por los agrarios de tendencia proteccionista frente al doctrinarismo librecambista del ala izquierda del grupo liberal, sin que esto significara que el líder liberal se plegara en absoluto a las exigencias de Gamazo.80 Concluían así los veintiocho meses largos que duró aquel primer paso de Puigcerver por el Ministerio de Hacienda. Se tiende a señalar que la gestión liberal de la segunda mitad de la década de los ochenta estuvo llena de problemas no resueltos y que fue una etapa poco brillante desde la perspectiva económica, en la que se sucedieron diversos ministros sin que ninguno dejara gran obra.81 No han faltado quienes, por el contrario, han señalado cómo en esos años aparecieron una serie de iniciativas de regeneración económica que obligan a cuestionar —según advierte Vallejo Pousada— el tradicional quietismo fiscal atribuido a la Restauración.82 Es cier-
79 Sagasta rechazaba todavía la opción representada por Gamazo, pero deseaba evitar su alejamiento. Por ello ofreció a Antonio Maura una cartera, que éste rechazó cuando el líder liberal le confirmó que mantendría sus compromisos con los librecambistas; Sevilla (1956), p. 153, Antón (1913b), p. 131, y Farrera (2002), pp. 129-130. 80 El Imparcial, 18-XII-1888, Pirala (1904-1907), vol. II, pp. 105-106, Llanos (1942), pp. 135-137, y Varela (2001), pp. 336-337 y 340. 81 García Delgado y Serrano Sanz (2000), p. 464. 82 Vallejo (1999a) y (2001a), p. 324 y ss.
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to que los medios escogidos por aquellos ministros liberales para hacer frente a la crisis agrícola y al déficit no dieron resultado, imponiéndose finalmente la opción proteccionista. Vistas en perspectiva, las reformas de Puigcerver no corrigieron, evidentemente, la tendencia que la Hacienda comenzó a mostrar desde 1883-84 con la reaparición del déficit. Los ingresos, lejos de aumentar, disminuyeron al reducirse la recaudación por efecto de la crisis agraria. El presupuesto de 1887-88, contradiciendo las previsiones de Puigcerver, se saldó con un déficit de 72,7 millones de pesetas. Sólo se realizaron 771 millones de los 850,5 previstos.83 El del ejercicio 1888-89 fue el de peores resultados del período de la Restauración: arrojó un déficit de 121,8 millones de pesetas. Únicamente se recaudaron 720 millones de pesetas. El proyecto presentado por Venancio González para el ejercicio 1889-90 no llegó a aprobarse, y el Decreto de 29 de junio de 1889 prorrogó el anterior, que se saldó con un déficit de 67,6 millones. El resultado fue que durante el período, la deuda del Tesoro pasó de 229 millones de pesetas a principios del año presupuestario 1887 a 368 en 1889. Pese a todo ello, a la hora de enjuiciar la política del ministro valenciano y para hacerle justicia, no puede olvidarse que buena parte de sus planteamientos hacendísticos no pudieron siquiera superar la fase de proyecto legislativo por la enorme oposición que suscitaron, ni tampoco que algunas de las medidas que apuntó fueron ensayadas por Gamazo cuando tomó las riendas de la Hacienda a principios de los noventa. La división de la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería —que el ministro castellano logró impulsar en 1893— permitió descubrir riqueza oculta y gravar con más rigor la urbana. Ése había sido precisamente el camino marcado cinco años atrás por Puigcerver. La modificación de las tarifas de la contribución industrial permitió a Gamazo aumentar la recaudación. También la había intentado sin éxito Puigcerver. Debe recordarse que actuó igualmente sobre la renta de la Deuda y los beneficios de las sociedades. En sus planteamientos había cierta orientación en la dirección que seguiría a fin de siglo Villaverde: reducir la importancia de los impuestos antiguos de producto y de los consumos para aumentar la imposición sobre la riqueza mobiliaria y sobre los productos específicos de consumo como el alcohol. Lo mismo que Villaverde, Puigcerver intentó caminar
83 Martín Aceña y Prados (eds.) (1985), p. 147.
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hacia la igualación del trato tributario de la agricultura con la industria rebajando la presión fiscal sobre aquélla. Fue el primer ministro que se atrevió a ello aunque fuera tímidamente.84 Por otra parte, habría que esperar todavía veintidós años para que el impuesto de consumos se transfiriera a las haciendas locales, según había apuntado Puigcerver en 1888. A la vuelta del siglo el hacendista conservador González Besada no podía sino reconocer en la gestión de López Puigcerver «una labor legislativa interesante y beneficiosa para la Hacienda».85
8. Titular de Gracia y Justicia, Gobernación y Fomento El fracaso en Hacienda no alejó a Puigcerver de la política. Por el contrario, el ex ministro tuvo un papel relevante en las distintas combinaciones ministeriales ideadas por Sagasta para lograr un equilibrio entre las huestes de la familia liberal. Fue titular de Gracia y Justicia desde el 21 de enero al 5 de julio de 1890; de Gobernación desde el 14 de octubre de 1893 al 12 de marzo de 1894; de Fomento desde el 4 de noviembre de 1894 al 23 de marzo de 1895. Cuando sobrevino la crisis ministerial de enero de 1890, Sagasta intentó constituir un Gobierno de conciliación, pero el acuerdo entre Gamazo y Puigcerver fue imposible. Eran varias las exigencias del primero para que su grupo aceptara formar parte del gabinete: por una parte, la realización de economías por importe de 53 millones de pesetas para fijar los gastos en 750 millones; por otra, la creación de un impuesto sobre la renta y la modificación del de consumos; finalmente, que se introdujera una autorización en el presupuesto facultando al Ejecutivo para modificar los aranceles, tal como había anunciado en junio de 1888. Puigcerver, dispuesto a transigir en todo lo demás, se negó rotundamente a aceptar una autorización que dejaba la vida económica del Estado a merced del Gobierno sin justificación alguna. Aseguró a Sagasta que no plantearía dificultades al gabinete que se formase, pero que como ministro no tomaría acuerdos que contrariasen sus doctrinas y compromisos.86 84 Comín (2000b) p. 43. 85 González Besada (1902), pp. 771-772. 86 Puigcerver y Sagasta, en DSC-CD, 87, 6-II-1890, pp. 2423-2425, y 81, 29-I1890, p. 2277.
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Ante la imposibilidad de conciliar, el 21 de enero Sagasta constituyó un Gobierno homogéneo, el más izquierdista de cuantos formó, en el que no entró ningún ministro marcadamente gamacista y del que quedaron apartados también los cassolistas y los seguidores de Martos.87 Becerra y el duque de Veragua ocuparon las carteras de Ultramar y Fomento. La de Hacienda fue a parar a manos del santanderino Eguilior, un viejo amigo de Puigcerver que había presidido la Comisión de Presupuestos en 1888. El político valenciano fue designado titular de Gracia y Justicia.88 Poco después, Romero Robledo analizaba la presencia de Puigcerver en el gabinete: «Está ahí precisamente por haber vencido a sus contrarios». Puigcerver había «puesto el pie en el pedestal de las doctrinas del Sr. Gamazo y del Sr. Maura».89 Constituido sobre bases tan estrechas, aquel gabinete apenas sobrevivió seis meses. El 21 de junio Gamazo defendió una enmienda al articulado del Proyecto de ley de presupuestos presentado por Eguilior: concluida la información arancelaria que se estaba realizando —rezaba el texto—, el Gobierno quedaría autorizado para revisar el Arancel de aduanas en el sentido que conviniera a los intereses nacionales. Sagasta la aceptaba y ponía así término a la disidencia gamacista abierta desde el verano de 1888.90 Dos semanas más tarde una nueva crisis puso fin al turno liberal. El 5 de julio la regente llamó a Cánovas. Recién llegados al poder, los conservadores enfrentaron la crisis agrícola de acuerdo con el criterio proteccionista que se había impuesto en la información arancelaria reunida por los liberales. Hicieron uso de la autorización obtenida por Gamazo y aprobaron un Arancel proteccionista que elevó los derechos para todos los productos, pero que los cuadruplicó para las harinas y trigos. Presididos por Figuerola, los miembros de la Asociación para la Reforma de los Aranceles celebraron un mitin en el Salón Romero para condenar el Arancel. Allí la voz de Puigcerver resonó junto a las de Almodóvar, Azcárate y Gabriel Rodríguez.91 Los librecambistas se desaho-
87 Llanos (1942), p. 141. 88 Varela y Dardé (2000d), p. 349. Para su gestión en Justicia, Lasso (1984), p. 150, y Archivo del Ministerio de Gracia y Justicia, leg. 588, n.º 1068. 89 Romero Robledo, DSC-CD, 81, 29-I-1890, p. 2273. 90 Pirala (1904-1907), vol. II, p. 236, y Llanos (1942), p. 144. Sobre el sentido de la enmienda, Puigcerver, DSC-CD, 199, 30-VI-1890, p. 6670. 91 Pirala (1904-1907), vol. III, p. 163.
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gaban mostrando su fidelidad a las viejas ideas que parecían eclipsarse en un entorno en el que triunfaba el proteccionismo. El relativo fracaso de Puigcerver en la respuesta a la crisis agrícola de los ochenta fue —como recuerda Serrano Sanz— causa de un creciente descrédito de las soluciones de la escuela librecambista.92 La irreconciliable oposición entre proteccionismo y librecambismo no fue ajena al apasionamiento que revistió la lucha entre Gamazo y Puigcerver por el decanato del Colegio de Abogados en enero de 1891, a la muerte de Alonso Martínez. Llanos y Torriglia recuerda que se «promovió un revuelo como no se recuerda otro en el Colegio».93 Los dos días que duraron vieron desfilar por el Colegio nada menos que 1.252 abogados, cifra nunca registrada en los anales de la casa. La balanza se inclinó finalmente a favor de Gamazo, cuyo triunfo resonó también en los pasillos del Congreso, donde se comentaba que en las discusiones financieras actuaba ya como futuro ministro de Hacienda liberal. En efecto, cuando a finales de 1892 los liberales volvieron al poder decididos a abordar la cuestión económica una vez resuelto el asunto del sufragio universal, el proteccionismo se había abierto camino definitivamente en sus filas y Gamazo ocupó la cartera de Hacienda. Mediante una política de austeridad e imponiendo sacrificios en todos los ramos de la Administración, especialmente en la militar, logró que el presupuesto del ejercicio 1893-1894 se saldara con superávit. Actuó sobre la contribución territorial de inmuebles y ganadería, desagregándola en rústica y urbana, recargando esta última, y aumentó los tipos de la contribución industrial y de comercio. En breve, el estallido de la guerra en Cuba iba a alterar el precario equilibrio financiero obtenido. La reducción del presupuesto militar y la obstinación de Gamazo por introducir un nuevo impuesto sobre la producción vinícola suscitaron la oposición de algunos elementos del partido y condujeron a un reajuste ministerial. El 4 de octubre de 1893 Puigcerver tomó posesión de la cartera de Gobernación, reforzando así la presencia del ala demócrata librecambista del partido.94 Cinco meses después, en marzo de 1894, Gamazo forzó la crisis al exigir que se pusiera de inmediato a discusión la reforma descentralizadora de
92 Serrano Sanz (2001), p. 187. 93 Llanos (1942), pp. 148-150. 94 Varela (2001), pp. 359-361.
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Antonio Maura para las Antillas, aun cuando era rechazada por buena parte del partido. En realidad, estaba contrariado por las dificultades que sus recortes presupuestarios ocasionaban, y quería evitar la firma de tratados comerciales y el subsidio a las compañías ferroviarias que intentaban sacar adelante los demócratas. Gamazo y Maura salieron del Gobierno, pero Sagasta prescindió también de Puigcerver en aras de un equilibrio siempre precario. El 4 de noviembre de 1894, Moret y Aguilera abandonaron el gabinete y se incorporaron Puigcerver y Maura en Fomento y Gracia y Justicia.95 Un mes más tarde se producían nuevas dificultades en el seno de la fraccionada mayoría. Con apoyo del grupo de Gamazo, el 17 de diciembre las Cortes tomaron en consideración la proposición proteccionista del conservador Fernández Daza. Sintiéndose desautorizado, el ministro de Hacienda, Amós Salvador, abandonó el gabinete. Su sustitución por Canalejas se interpretó entonces como un triunfo de Moret y una derrota de Gamazo, cuando, en realidad, Canalejas había sido llamado, como señaló con agudeza Romero Robledo, «por la mitad que tiene de demócrata para el Señor Moret y por la mitad de proteccionista para el Señor Gamazo».96 Puigcerver contemplaría impotente desde su nuevo sitial cómo se imponía la tendencia proteccionista. El 20 de enero, el Consejo de Ministros acordó establecer, y las Cortes lo aprobaron de inmediato, un recargo transitorio sobre harinas y trigos extranjeros para frenar las importaciones que se habían cuadruplicado a pesar del Arancel de 1891. El precio del quintal no superaba las 22 pesetas y había dejado de ser remunerador. Puigcerver exigió en vano que se adoptase en compensación alguna medida para evitar el encarecimiento de la vida, por ejemplo la desaparición del impuesto de consumos sobre los cereales y las harinas mientras se mantuviera el recargo.97 El «patriotismo» de Puigcerver —que cedió para evitar la crisis y no crear dificultades cuando estaba pendiente la reforma antillana— sólo había servido para prolongar la vida de aquel Gobierno un par
95 Para la gestión en Fomento, Díaz (1988), pp. 105-113. 96 La discusión sobre la crisis y la intervención de Romero Robledo, en DSC-CD, 30, 18-XII-1894, pp. 742-743, 31, 19-XII-1894, pp. 772-778, y 32, 20-XII-1894, pp. 808-809. 97 Moret, DSC-CD, 55, 5-II-1895, p. 1467. Puigcerver se refirió a aquella transacción en DSC-CD, 24, 30-VI-1902, p. 603. Véanse también Soldevilla (1896), pp. 23 y 29, y Sabaté (1996), p. 44.
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de meses: el estallido de la insurrección en Cuba y los sucesos acaecidos en Madrid, donde un grupo de militares atacaron la sede de El Resumen, permitían a Sagasta abandonar el poder en manos de los conservadores.
9. Los problemas de una Hacienda en guerra: la Ley de autorizaciones de 17 de mayo de 1898 En octubre de 1897 la regente encargó a Sagasta que formase Gobierno. Moret y Puigcerver ocuparon las carteras de Ultramar y Hacienda. El mayor desafío que en aquellos delicados momentos debía atender un ministro de finanzas era el de proporcionar dinero para la guerra en Cuba y Filipinas, y para sostener la que a partir de abril de 1898 enfrentaría a España con los Estados Unidos. En circunstancias tan excepcionales cualquier proyecto que tendiera a reformar el sistema tributario o a regularizar la situación financiera quedaba relegado ante las urgencias del momento. La política de nuestro demócrata librecambista no distó de la de Navarro Reverter, el conservador que le precedió. Aunque ambos tuvieron dificultades para allegar recursos para la guerra, fueron mayores las que halló Puigcerver: España llevaba ya dos años y medio costeando la guerra colonial, y muchas de las fuentes de financiación a las que Navarro Reverter tuvo acceso estaban agotadas. El ministro conservador había apelado a los recursos del Tesoro de la isla y había puesto en circulación títulos de la Deuda cubana, las famosas cubas, que desde la fallida conversión en 1891 habían quedado en la cartera del Ministerio de Ultramar por importe de 600 millones de pesetas nominales. Agotadas las cubas, acudió al mercado nacional y colocó un empréstito de 400 millones en obligaciones con garantía de la renta de aduanas de la Península. A finales de 1896, las rentas de Cuba estaban totalmente hipotecadas y no podían ya garantizar ninguna operación financiera.98 Puigcerver comenzó su gestión emitiendo otros 200 millones de obligaciones sobre las aduanas. No se atrevió a colocarlas en el mercado por temor a los efectos que podría producir un eventual fracaso en un mercado saturado de valores. Optó por recurrir al Banco de España para que 98 Buena parte de los aspectos tratados aquí fueron abordados en Roldán (1997).
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descontase los pagarés presentados por el ministro de Ultramar. Las obligaciones de aduanas se entregaron en garantía de los sucesivos anticipos y pasaron a formar parte de la cartera del instituto emisor. Cuando se consumieron, el 24 de marzo el Consejo de Ministros autorizó la creación de delegaciones de tesorería sobre la renta de tabacos, el timbre y los Consumos por importe de 250 millones de pesetas. Estos valores sirvieron también para garantizar nuevos anticipos al tiempo que aumentaba la cantidad de billetes en circulación. Para facilitar las relaciones con el Banco, Puigcerver había puesto buen cuidado en que la elección del nuevo gobernador recayera sobre su viejo amigo y colaborador Manuel Eguilior.99 El ministro de Hacienda no escatimó esfuerzos para realizar un empréstito en el extranjero. En noviembre de 1897 entabló con los Rothschild negociaciones que no dieron resultado. En febrero de 1898 fracasó también una operación de crédito con estos banqueros y el Banco Hispano-Colonial sobre la base de la venta del mercurio de Almadén en Londres.100 De modo que la mejor disposición de los medios financieros hacia el Gobierno liberal no se tradujo en una mayor disponibilidad de recursos procedentes del exterior: el mercado francés quedó cerrado por la falta de subvención a las compañías de ferrocarril; el inglés, por razones estrictamente financieras, a las que se añadieron otras de índole política como las simpatías de Gran Bretaña hacia los Estados Unidos. En todo caso, la creencia de que en cualquier momento España podría dejar de atender el pago de la Deuda impedía ultimar una operación en el extranjero. La situación de la Hacienda se complicó mucho más cuando se desató el conflicto con los Estados Unidos. Al conocerse la declaración de guerra el 21 de abril, se hundió la cotización de todos los valores y se produjo un alza de los cambios. A principios de mayo los acontecimientos se precipitaron. Con la derrota naval de Cavite, la caída de todos los valores en la Bolsa se entrelazó con una intensa presión sobre el Banco de España para que canjease los billetes que le eran presentados por temor a que el
99 Sobre el apoyo de Eguilior, DSC-CD, 16, 21-IV-190, p. 348. 100 RAL, XI/59/2A, 4-XI-1897, y XI/59/2B, 8-IV-1898, comunicaciones de Bauer a Nathan Mayer Rothschild & Sons (NMR). Sobre las negociaciones y los problemas de la Hacienda durante la guerra, Roldán (1997) y Maluquer (1999). Años más tarde, Puigcerver recordará cómo halló cerrados los mercados extranjeros, DSC-CD, 16, 2-IV-1902, p. 348.
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Gobierno se viera obligado a decretar el curso forzoso.101 Entre el 16 de abril y el 28 de mayo, el encaje metálico del Banco pasó de 256,9 millones de pesetas a 108,3. La plata comenzó a acapararse y a huir del país, adquiriendo una prima que llegó al 12% el 30 de mayo. Alarmado por la gravedad de la situación, reunió a los banqueros de Madrid y les pidió su concurso para poner fin al pánico.102 El 1 de junio se vio obligado a prohibir la exportación de plata en barras o amonedada. El ministro valenciano fue siempre partidario del regreso al patrón oro. En ese sentido había adoptado tímidas medidas para facilitarlo como la de obligar al Banco, en la Ley de Tesorerías, a llevar oro a sus cajas. Fiel a sus principios doctrinales, al llegar al Ministerio suspendió la adquisición de 150.000 kilos de plata que había dispuesto Navarro Reverter. Pero dejando a un lado convicciones, el 26 de mayo dio marcha atrás y mandó comprar 250.000 kilos de plata. Adquirió maquinaria para la Casa de la Moneda, y trabajando día y noche —nos dice el propio Puigcerver— consiguió acuñar un millón diario, en total 250 millones de pesetas.103 Puigcerver tuvo que optar entre ir al curso forzoso —que consideraba el mayor desastre para el país— o intentar devolver su valor al billete, que era el único instrumento financiero del que disponía para costear la guerra: «Hice lo único que era posible para que no se desacreditara el billete de Banco y no dejara de pagarse a nuestros soldados». Convencido el mercado de que había plata para canjear billetes, se restableció la normalidad en la circulación. Aquella primavera tuvo que adoptar también diversas medidas para combatir la carestía de los cereales y facilitar su importación. El 3 de marzo suspendió transitoriamente los recargos arancelarios sobre los derechos de importación de trigos, harinas de trigo y salvados, creados por la Ley de 9 de febrero de 1895. La rebaja regiría mientras el precio medio mensual del trigo en los mercados reguladores de Castilla no bajase de 27 pesetas. Los precios cedieron; sin embargo, al estallar la guerra con Estados Unidos subieron los cambios y se anularon los efectos favorables. Tras la apertura de las Cortes, el 20 de abril Puigcerver presentó un bill de indemnidad por 101 Jiménez (1905), p. 184. 102 RAL, XI/59/2B, 23-IV-1898, Bauer a NMR. 103 López Puigcerver, en DSC-CD, 27, 24-V-1898, p. 729, 33, 31-V-1898, pp. 960-963, y 16, 21-IV-1902, pp. 345 y 349; Boletín Oficial del Ministerio de Hacienda, 1898, p. 276, R. O. de 26-V-1898; Navarro Reverter (1901), p. 21, y González Besada (1902), p. 785.
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haber derogado una disposición legislativa.104 Mientras tanto, en algunas ciudades españolas se produjeron oleadas de manifestaciones, disturbios y motines ocasionados por la escasez y carestía del pan.105 Pendiente aún del dictamen de la Comisión, Puigcerver pidió que el bill incluyera también la exención temporal de derechos de importación sobre el trigo, la cebada y el centeno y la prohibición de exportar una serie de productos alimenticios, que se había visto estimulada por la fuerte depreciación de la peseta.106 Dada la urgencia, a propuesta de Canalejas se decidió que el Gobierno comenzara a aplicar la medida sin esperar la tramitación de la ley. Sobre este trasfondo de crisis monetaria y social, el 26 de abril López Puigcerver acudió a las Cortes para solicitar una serie de autorizaciones a fin de procurarse recursos con que financiar los gastos que originase el conflicto. Dichos recursos, como todos los anteriores, se entregarían al Ministerio de Ultramar en concepto de anticipo reintegrable en el futuro. Al conocerse el desastre de Cavite, el 8 de mayo se desató una crisis ministerial que pudo postergarse mientras los días 9 y 10 se discutían presurosamente las autorizaciones, que se convirtieron en la Ley de 17 de mayo. Planteada finalmente la crisis el día 18, la regente confirmó su confianza a Sagasta. Moret había sido partidario de evitar la guerra con Estados Unidos a toda costa y aprovechó la ocasión para abandonar el gabinete, mientras que Puigcerver continuaba en Hacienda para desarrollar las autorizaciones y sacar adelante el presupuesto. La Ley de 17 de mayo incluía un vasto conjunto de facultades: permitía al Ejecutivo emitir Deuda del Estado, del Tesoro, flotante, perpetua o amortizable; crear delegaciones sobre rentas públicas y dar en garantía las rentas y contribuciones del Estado si fuere preciso; establecer impuestos, y negociar con las compañías arrendatarias de Tabaco, Fósforos, Explosivos y Salinas de Torrevieja y Arrayanes el anticipo reintegrable de una anualidad. El Gobierno podía también exigir un recargo del 20% sobre los donativos y contribuciones directas e indirectas, exceptuando la renta de aduanas y los derechos de consumo. Además, quedaba autoriza-
104 Boletín Oficial del Ministerio de Hacienda, 1898, p. 267, R. D. de 3-III-1898, y DSC-CD, 7, 26-IV-1898, apéndice 6. 105 Serrano (1981), pp. 441-442. 106 Puigcerver, en DSC-CD, 14, 5-V-1898, y 17, 9-V-1898, y Sabaté (1996), p. 47.
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do para elevar el tope de emisión del Banco de España y para convertir la Deuda exterior en interior.107
10. El papel del Banco de España y el problema de los cambios Entre todas las autorizaciones merece especial atención la que facultaba al Ejecutivo para elevar el límite de la circulación fiduciaria hasta 2.500 millones de pesetas. En la primavera de 1897 las emisiones del Banco de España alcanzaron los 1.300 millones, bordeando el tope máximo de 1.500 autorizado por la Ley de 9 de julio de 1891. Puigcerver necesitaba dejar expedito aquel camino porque carecía de otro recurso, e ignoraba cuánto duraría y qué sacrificios exigiría la guerra. Además, no podía abandonar al Banco en los linderos de la facultad de emisión cuando había en el mercado 600 millones de pesetas en obligaciones del Tesoro que podían ser presentadas al establecimiento en cualquier momento conforme a la Ley de Tesorerías. En su Decreto 9 de agosto de 1898 puso en vigor el nuevo límite de 2.500 millones de pesetas. Consciente de los peligros que implicaba la medida, puso gran empeño en dejar claro que se trataba de una concesión hecha en circunstancias especiales y con carácter transitorio, y no de un pacto. Cesaría, por consiguiente, en el momento en que el Gobierno lo dispusiera. Aunque la Ley de 17 de mayo regulaba la reserva metálica del Banco en función de la cuantía de la emisión (pasaría del tercio previsto en 1891 a la mitad o las dos terceras partes, según se limitara a 2.000 millones de pesetas o superara dicha cantidad), facultaba al Ejecutivo para reducirla si lo estimaba oportuno. Era, sin duda, una medida cuyo solo anuncio pudo contribuir a la grave crisis monetaria y de los cambios del mes de mayo mencionada más arriba. En su interpelación de 23 de mayo sobre el uso que el Gobierno pensaba dar a las autorizaciones, Fernández Villaverde vaticinaba un desbordamiento de las emisiones, que traería consigo una desastrosa depreciación de la moneda y un desnivel sin freno del cambio exterior, que en su opinión tenía un origen puramente monetario.108 El Círculo de la Unión Mercan107 Prieto y Caules y Puigcerver, en DSC-CD, 17, 9-V-1898, pp. 396-399 y 403, respectivamente. 108 DSC-CD, 26, 23-V-1898, pp. 683-686, 27, 24-V-1898, pp. 725-727, y 28, 25-V1898, pp. 765-768. Villaverde insistía en que era preferible emitir obligaciones del Tesoro porque así se llevarían a la cartera del Banco valores sanos y de movimiento seguro.
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til advertía también de que el aumento de la circulación fiduciaria sería la ruina y, en consecuencia, pedía que se rechazase.109 La medida llamó igualmente la atención de la prensa europea, que señaló alarmada que la emisión autorizada cuadruplicaba la del Banco de Inglaterra, y recordaba que el billete del Banco de España circulaba por la mitad de su valor. De seguir por ese camino, anunciaba The Statist, la depreciación aumentaría y podría repetirse lo ocurrido con el assignat en la Francia revolucionaria.110 Para que el Banco siguiera descontando pagarés era preciso disponer de valores que sirvieran de garantía. De modo que, en junio, Puigcerver decidió emitir Deuda perpetua interior del Estado al 4% por valor de 1.000 millones de pesetas. Finalizada la guerra y firmado el Protocolo de París, en noviembre emitió otros 1.000 millones para poder cubrir los gastos de repatriación y otras obligaciones pendientes.111 Así, la Deuda interior del Estado pasó de 4.462 millones de pesetas a 6.488. Entre octubre de 1897 y enero de 1899, el Banco de España descontó pagarés por importe de 823 millones de pesetas. Según el primer balance que publicó tras la llegada de Puigcerver al Ministerio, circulaban billetes por importe de 1.175 millones de pesetas; en diciembre de 1898 de 1.471 millones, es decir, 297 más que cuando tomó posesión. De modo que la Deuda del Tesoro creada por Puigcerver para financiar la guerra sólo se monetizó de forma limitada.112 El ministro hizo cuanto pudo por evitar el crecimiento del pasivo monetario del Banco. Por ejemplo, pidió a Eguilior que descargara la cartera del establecimiento de obligaciones, que fueron ofertadas al público. Además, a partir de enero de 1898 recurrió preferentemente a entidades bancarias privadas: el Banco Hispano-Colonial, el de Barcelona, el Hipotecario, la Sociedad de Crédito Mercantil y la casa Urquijo descontaron pagarés de ultramar con garantía de los títulos de la Deuda interior.113 109 La exposición del Círculo, en DSC-CD, 17, 9-V-1898, p. 391. 110 The Statist, 16 -VII-1898, p. 89. 111 El Economista, año XIII, 628, 9-VI-1898, p. 356: «1.000.000.000 de deuda», creía, como Villaverde, que era preferible emitir obligaciones del Tesoro y colocarlas directamente en el mercado. Así, además de evitar el desarrollo de la circulación fiduciaria, se obtendrían con la misma cantidad de papel comprometido mayores recursos. Compartía esta opinión el banquero Ignacio Bauer, RAL, XI/59/2B, 1-VI-1898. 112 Anes y Tedde (1976), p. 37, y Roldán (1997), p. 615. 113 Cuentas de la Campaña de Cuba, en Roldán (1997), apéndice II, pp. 668-669.
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Desde 1889 España había entrado en una etapa caracterizada por la elevación de los cambios exteriores. Tras una mejora a principios de 1895, la tendencia al alza se acentuó durante los años de guerra, experimentando una brusca sacudida en los meses de abril y mayo de 1898. Impresionado por la evolución de los cambios, Puigcerver había pedido autorización para convertir los títulos de la Deuda exterior en interior (con un beneficio que no superara las 10 pesetas por cada 100 pesetas de capital nominal). La conversión era voluntaria, pero el Ejecutivo podría adoptar las medidas necesarias para pagar, desde el 1 de octubre, en oro únicamente los cupones que real y efectivamente fueran propiedad de extranjeros. Partía del planteamiento, reconocido más tarde por economistas como Sardá, pero generalmente rechazado por sus contemporáneos, de que la crisis de los cambios no respondía a factores monetarios, tal como sostenía Fernández Villaverde. Puigcerver aseguraba una y otra vez: «los cambios no han padecido con la mala moneda, no; los cambios han padecido por la necesidad de saldar con los países extraños nuestras mutuas remesas de capital y mercancías».114 El 20 de junio el ministro dispuso que las delegaciones de Hacienda en el exterior estampillasen los títulos de la Deuda exterior en poder de extranjeros, que serían los únicos pagados en oro. Era el famoso affidavit, una de las disposiciones más controvertidas de cuantas adoptó.115 Puigcerver perseguía dos objetivos: por una parte, descargar el coste de la Deuda, evitando el perjuicio que ocasionaba el pago de los cupones en moneda con premio sobre la nacional; por otra, influir sobre los cambios moderando la adquisición de Deuda exterior por españoles. Pretendía actuar sobre el desequilibrio de la balanza económica. La medida produjo un revuelo en la prensa nacional y extranjera. No faltaron quienes la condenaron, por lesionar los derechos de los tenedores y ser contraria a los compromisos del Estado, como hizo el propio Villaverde, quien unos meses más tarde no dudó, sin embargo, en establecer un impuesto del 20% sobre la renta de la Deuda. Otros —como El Economista— juzgaban
114 Navarro Reverter (1901), p. 26 y ss., Jiménez (1905), p. 180, y Tortella (1970a), p. 292. La posición de Puigcerver, en DSC-CD, 47, 29-X-1901, y 16, 21-IV-1902. 115 La R. O. de 20-VI-1898, en El Economista, año XIII, 627, 28-V-1898, pp. 340-341: «El affidavit», y El Economista, año XIII, 632, 2-VII-1898, pp. 420-421: «El exterior y el affidavit». También el discurso de Puigcerver, en DSC-CD, 16, 21-IV-1902, pp. 345-346.
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inaceptable la exclusión que se había hecho de los billetes hipotecarios de Cuba con la excusa de que existía allí un Gobierno autónomo con el que había que contar para adoptar la medida. Sin embargo, no cuestionaba la legalidad de la disposición.116 Aunque se discrepa sobre la eficacia de aquella medida, lo cierto es que tres meses después de adoptarse se pagaba en el extranjero únicamente la mitad de la Deuda exterior, unos 1.000 millones de pesetas, lo que tuvo efectos positivos sobre la balanza de pagos, al reducir las salidas de oro.117 El cambio medio mensual del franco en la Bolsa de Madrid bajó de 86,71 en mayo a 59,43 en agosto y a 35,37 en diciembre, una evolución en la que incidieron, claro está, toda una serie de factores como el final de la guerra, que puso término al envío de remesas para hacer frente al pago de pertrechos y avituallamiento del Ejército, la repatriación de capitales y el traslado a la Península de la indemnización por la pérdida de Filipinas.118
11. El presupuesto de 1898 y los nuevos impuestos El 26 de abril de 1898, al tiempo que solicitaba las autorizaciones para obtener recursos para la guerra, Puigcerver leía en el Congreso el presupuesto para el ejercicio 1898-99, convertido en Ley de 28 de junio. Con unos gastos que se elevaban a 866 millones de pesetas (un aumento de 104 con relación al de 1896-97, último aprobado y prorrogado para el ejercicio siguiente), aquel presupuesto se presentaba nivelado como los de su predecesor. Apenas se dejaba entrever entre sus partidas la impronta de las guerras y el inmenso esfuerzo financiero que España estaba sosteniendo. Esto era así porque desde que la guerra comenzó los gastos corrieron a cargo de los presupuestos coloniales (en los que se abrió un crédito extraordinario e ilimitado de campaña), y se canalizaron a través de las Cuentas de la Campaña de Cuba y de Filipinas que se mantenían en el Ministerio de Ultramar.119 Con todo, el conflicto dejó algunos rastros en el presu116 Villaverde y López Puigcerver, en DSC-CD, 27, 24-V-1898, pp. 725-726 y 733, El Economista, año XIII, 627, 28-V-1898, p. 340: «El affidavit». 117 Navarro Reverter (1901), p. 26 y ss. 118 Véase Jiménez (1905), pp. 180 y 186 y ss. López Puigcerver, en DSC-CD, 63, 21II-1899, p. 1850. Las valoraciones recientes han sido favorables, Tortella (1970a), p. 292. 119 Tedde (1985), p. 279. Para un estudio de la compleja contabilidad de la guerra, Roldán (1997). El Proyecto de ley de presupuestos, en DSC-CD, 7, 26-IV-1898, apéndice 2.
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puesto del Estado. El más notorio fue el aumento del gasto por Deuda: se necesitaban 61 millones de pesetas para hacer frente al servicio de las obligaciones de aduanas emitidas con garantía de una renta del Estado. No faltaron presiones para que el ministro suspendiera la amortización y la relegase al futuro, pero Puigcerver hizo lo imposible por mantener el servicio de las deudas en toda su integridad.120 El presupuesto de ingresos no contenía otra novedad que el aumento del recargo transitorio establecido por Navarro Reverter en junio de 1897. Hasta entonces no se había pulsado la tecla de la presión tributaria. Puigcerver mantuvo el recargo del 10% o décima sobre las contribuciones directas e indirectas, y suprimió las exenciones que su predecesor había dispuesto para la contribución de inmuebles, cultivos, ganadería, donativos e impuesto sobre los intereses y amortización de la Deuda. Pagarían también un recargo del 10% los impuestos de asignaciones, sueldos y Consumos. El resto de las contribuciones e impuestos quedaban sujetos a un recargo del 20%, salvo las cédulas personales y el consumo de azúcar nacional, que sufrían un recargo del 50% (artículo 6). Los 58 millones de pesetas que produciría el recargo transitorio cubrirían la anualidad de las obligaciones de aduanas junto con otros recursos procedentes de Cuba.121 Puigcerver entendía que no había razón para que la agricultura y la industria quedaran eximidas de la décima. La elevación de los cambios proporcionaba a agricultores e industriales un importante margen protector que les permitía beneficiarse de los elevados precios alcanzados por algunos de sus productos.122 En el caso de los Consumos mantenía el recargo transitorio del 10% establecido un año antes, pero no quiso elevarlo para evitar sus efectos sobre la carestía. Ciertamente, la elevación de los precios hizo que el impuesto de consumos adeudado por los productos de primera necesidad generase incrementos de recaudación superiores al resto de los impuestos.123 120 Esta sugerencia de Fernando Gasset, en DSC-CD, 20, 12-V-1898, pp. 516-517. El proyecto de presupuestos, en DSC-CD, 7, 26-IV-1898, apéndice 2; el discurso de Gasset, en DSC-CD, 20, 12-V-98, p. 517. 121 Además, establecía un recargo transitorio sobre los derechos de consumo de petróleos y creaba un impuesto nuevo sobre el consumo de gas y electricidad, en total siete millones de pesetas (artículo 7). 122 Anuario de la Bolsa, del Comercio y de la Banca para 1899, año VIII, p. 224. Sobre el significado de estos recargos, Solé (1967), p. 26, y Puigcerver, en DSC-CD, 43, 13-VI1898, p. 1343. 123 Maluquer (1999), p. 176.
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En el artículo adicional del proyecto de presupuestos se establecía un recargo especial de guerra de un 20% sobre los donativos y contribuciones directas e indirectas, sobre la riqueza rústica y pecuaria, los derechos arancelarios de importación y los Consumos, cuyo producto sería entregado al Ministerio de Ultramar en calidad de anticipo. Convertido en paladín de la agricultura, Romero Robledo presentó una enmienda al artículo adicional proponiendo la sustitución del recargo que correspondía a la riqueza rústica y pecuaria por un impuesto del 2,5% ad valórem sobre la exportación. Una iniciativa que favorecía a la agricultura a costa de la industria, que entonces veía alarmada la pérdida de sus mercados coloniales.124 No faltaron las censuras contra el ministro por haber cedido ante la presión de Romero Robledo, que no era, ciertamente, una autoridad en materia económica.125 Pero Puigcerver accedió porque deseaba, ante todo, aprobar con rapidez el presupuesto donde figuraban recursos extraordinarios y urgentes. En el mes de octubre siguiente rectificó y suprimió aquel derecho para mejorar las condiciones de la exportación.126 Puigcerver presentaba también un presupuesto extraordinario, prolongación del creado por Navarro Reverter en agosto de 1896 para adquirir armamentos y material, construir nuevas unidades de la armada y pagar las subvenciones de las compañías de ferrocarril. Era una forma de aligerar el peso del ordinario, descargándolo de algunas obligaciones. Se nutría con una serie de operaciones financieras: un préstamo de la Compañía Arrendataria de Tabacos (que realizó el año anterior Navarro Reverter); un empréstito con garantía del mercurio de Almadén y un impuesto de navegación. Ni el impuesto de navegación produjo las cantidades previstas, ni ninguno de los dos ministros consiguió que las negociaciones sobre Almadén llegaran a buen puerto. De este modo, el presupuesto extraordinario —que rondaba los 230 millones de pesetas y tenía seis años de duración— se saldó con un déficit importante, de 108 millones, porque durante su vigencia (fue suprimido en 1901) sólo se realizaron 67 millones. Tampo-
124 La discusión de la enmienda de Romero Robledo, en DSC-CD, 47, 17-VI-1898. 125 El Economista, año XIII, 637, 6-VIII-1898, pp. 499-500: «El impuesto de exportación». Señalaba, malévolamente, que Puigcerver sólo se había preocupado de salvar del nuevo impuesto los corchos, atendiendo exigencias de sus amigos políticos de Gerona. 126 El Economista, año XIII, 646, 8-X-1898, p. 644: « El impuesto de exportación y los recargos».
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co pudieron recaudarse los recursos previstos para nutrir el presupuesto ordinario, que saldó con un déficit de 103 millones de pesetas. El anterior había resultado con uno de 110. Se producía, así, una inflexión en la evolución del déficit, que desde 1893 se había reducido notablemente. Una vez firmado el Tratado de París en diciembre, todavía permaneció Sagasta unos cuantos meses al frente de un Gobierno carente de prestigio. Mientras, se extendían voces que clamaban por la regeneración, tras el descrédito en que había caído la política tradicional. En los meses que siguieron a la derrota, el gran desafío para Puigcerver era encauzar el problema de la Deuda pública, tanto de la creada desde 1896 para financiar las guerras como de la Deuda de Cuba anterior a esa fecha. Los negociadores españoles en París no consiguieron que los Estados Unidos asumieran la Deuda de Cuba (cercana a los 1.000 millones de pesetas) y la de Filipinas (198 millones). Interpelado por Canalejas, Puigcerver reconoció que, si bien España no estaba obligada a asumirlas desde el punto de vista estricto del Derecho, no podía desconocerse que la adopción de una decisión ajustada a derecho produciría efectos graves sobre el crédito público. En todo caso, anunciaba que España no podría hacer suyas las deudas en su integridad, y que tendrían que ser subrogadas con las rebajas y modificaciones que las circunstancias impusieran.127 A esas deudas coloniales propiamente dichas, había que añadir las contraídas por el Tesoro de Ultramar con garantía del de España desde finales de 1896 (obligaciones de aduanas, préstamos del Banco de España, etc.), en total unos 1.500 millones. El servicio de unas y otras requería una anualidad de 520 millones de pesetas, una carga que el presupuesto no podía soportar. El 20 de febrero de 1899 se abrieron las Cortes para que el Ejecutivo presentase el bill de indemnidad por la cesión de las Filipinas. A falta de apoyo parlamentario, la crisis se hizo inevitable y el 4 de marzo Francisco Silvela obtuvo el encargo de formar Gobierno. Fernández Villaverde, que había desatacado por su sistemática censura de la gestión de Puigcerver, ocupó la cartera de Hacienda. Poco después presentaba un proyecto, convertido en Ley de 2 de agosto de 1899, por el que España se subrogaba en las deudas coloniales, no sin sacrificio para los tenedores, que vieron cómo se reducía en un 20% el importe de los cupones (un 10% en el caso de 127 DSC-CD, 63, 21-II-1899, p. 1482.
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Filipinas), cómo se suspendían las amortizaciones y cómo se creaba un impuesto del 20% sobre los intereses de todas ellas, tanto las coloniales como las del Estado (exceptuando la exterior estampillada). Este impuesto sobre la Deuda fue —como indica Comín— una de las innovaciones tributarias de Villaverde,128 que contaba con el precedente inmediato de la décima con la que Puigcerver había gravado dicha renta en su presupuesto de 1898-99. El arreglo de la Deuda permitió reducir el gasto público y fue un elemento esencial del equilibrio presupuestario alcanzado con el ministro conservador. La segunda gestión de Puigcerver como titular de Hacienda fue severamente enjuiciada. Se le reprochó que financiara la guerra recurriendo casi en exclusiva a la Deuda pública, sin trasladar adecuadamente sobre los contribuyentes los costes de la contienda, con una mayor carga fiscal. García Alix calificó el endeudamiento de «grave error» y la actuación del ministro de «desdichada gestión». Pero era imposible que, en el transcurso de año y medio, sólo los impuestos pudieran proporcionar una parte significativa de los 900 millones de pesetas que el Banco anticipó, además de los 1.200 que exigía el presupuesto ordinario de esos dieciocho meses. Puigcerver se había propuesto —indicaba años más tarde— «que no faltara nada para la guerra de lo que se necesitara de Hacienda y evitar que la nerviosidad del país aumentara y que se lesionasen grandes intereses que pudieran producir un malestar interior […]. Yo no quería que durante la guerra hubiera motivos de disturbios y complicaciones en el interior cuando bastante teníamos con los de fuera». «Yo pedí al impuesto lo que era prudente.» El resto tuvo que obtenerlo del Banco, que le proporcionó los medios de pago necesarios, algo, por lo demás, habitual en épocas excepcionales. Probablemente fue su correligionario Ángel Urzáiz quien lanzó las críticas más duras contra Puigcerver, a quien acusaba de ser el autor del, a su juicio, «mayor error económico en materia monetaria de España». Sus acuñaciones de plata le hacían responsable del deterioro del cambio exterior.129 «Esa fue su mayor gloria […] esa fue la salvación de España», gritaron en el Congreso los diputados García Alonso y Ríu, saliendo en
128 Comín (2000b), p. 55. 129 DSC-CD, 14, 18-IV-1902, p. 286.
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defensa de Puigcerver, a quien tocó afrontar desde el poder las responsabilidades del Desastre.
12. A la vuelta del siglo: en el Ministerio de Gracia y Justicia Después de dos años de turno conservador, el 6 de marzo de 1901 Sagasta volvía al poder. Aunque Puigcerver no formó parte de ningún Ministerio hasta finales de 1902, elegido diputado, una vez más, por su distrito de Getafe,130 siguió desplegando una intensa actividad política. En la legislatura de 1901 presidió la Comisión de Presupuestos y la de Circulación fiduciaria e intervino directamente en uno de los debates más importantes de aquellos años. Como hizo Emilio Ríu desde las páginas de la Revista de Economía y Hacienda, Puigcerver cuestionó el proyecto de Urzáiz para la reforma del Banco y el arreglo de la circulación. Partiendo de la Ley Peel de 1844, Urzáiz tendía a restringir la capacidad de emisión del Banco y a disminuir la circulación con la finalidad de reforzar el valor de la moneda. Ajeno al monetarismo del ministro de Hacienda, Puigcerver creía que el aumento de circulación favorecía el crecimiento económico, del que había signos inequívocos en aquel momento. En su opinión, eran las necesidades de este mercado expansivo las que debían regular la circulación. Poner un límite arbitrario a las operaciones del Banco —insistía— pugnaba con las necesidades reales del país.131 Para la llegada al trono de Alfonso XIII, Sagasta intentó constituir un gabinete estable y procuró incorporar a la izquierda democrática, llevando a José Canalejas al Ministerio de Agricultura. Éste exigió la aceptación de un enérgico plan de reformas hacendísticas y sociales. Sus planteamientos condujeron a un enfrentamiento con Moret y Puigcerver, que hay que entender en clave política e ideológica. Puigcerver era defensor de un liberalismo tradicional individualista, reacio a la apertura a los problemas sociales y a resolver las necesidades de los sectores obreros mediante la intervención estatal. Conforme en sus concepciones jurídicas con las doctrinas de Schulze, Molinari, Say y Leroy-Beaulieu, se oponía decididamente a la injerencia del poder público; en su opinión, éste destruía las 130 ACD, Documentación electoral, leg. 113, n.º 29. 131 DSC-CD, 14, 18-III-1902, p. 292, y Sardá (1987), p. 200.
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fuerzas sociales y retrasaba el progreso al inhibir su principal impulso: la iniciativa individual.132 En un par de discursos —probablemente su mejor pieza oratoria—, Puigcerver hizo suya la tarea de condenar los proyectos de reforma económica y social de Canalejas, por estar teñidos de socialismo; para quienes, como él, creían que el derecho de propiedad era absolutamente intangible, aquéllos eran inasumibles.133 El ministro de Agricultura exigió también la aprobación de una ley de asociaciones religiosas que sujetara a las órdenes a la ley común, sin necesidad de negociar con Roma. Duramente atacado por sus propuestas, al conocer las negociaciones emprendidas por Moret con la Santa Sede, Canalejas esperó a la jura del rey y se alejó de Sagasta, porque incumplía los compromisos programáticos del partido.134 El resultado de aquella crisis fue la entrada de Puigcerver en el gabinete como titular de Gracia y Justicia, reforzando la presencia del grupo moretista. Aquel Gobierno apenas sobrevivió unas semanas al inmediato embate del canalejismo: la derrota parlamentaria del 3 de diciembre puso término al turno liberal cuando Alfonso XIII llamó a Francisco Silvela.135 Puigcerver tomó parte activa en la pugna desatada por la jefatura del Partido Liberal a la muerte de Sagasta. Abandonando a su viejo amigo Moret, se inclinó por Montero Ríos, que entonces representaba a la derecha del liberalismo. Su conducta —severamente censurada por los moretistas— sin duda tuvo que ver con la evolución de Moret, más proclive ahora hacia el intervencionismo estatal. En junio de 1902, como ministro de Gobernación, Moret acababa de introducir normas de ordenación de los contratos de trabajo entre los obreros y los concesionarios de obras públicas, y había conseguido que el Tribunal Supremo declarara lícita la huelga para obtener ventajas y mejoras salariales.136
132 Sobre estos planteamientos, véase el discurso que pronunció el 31 de octubre como presidente de la Real Academia, López Puigcerver (1891), pp. 43-44, y DSC-CD, 33, 20-XII-1894, p. 802. 133 DSC-CD, 24, 30-IV-1902, 25, I-V-1902, y 26, 3-V-1902; Moreno Luzón (1998), pp. 211-213, y Forner (1993), p. 54 y ss. 134 Forner (1993), p. 117, Milán (2001), p. 417, y Varela (2001), p. 398. 135 Forner (1993), p. 116, y Moreno (1998), p. 213. 136 Soldevilla (1904), pp. 65 y 373, Moreno (1998), pp. 214-223, Seco (1995), p. 29, y Ferrara (2002), p. 207.
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Cuando en junio de 1905 el rey encargó a Montero Ríos que formara Gobierno,137 Puigcerver no quiso asumir responsabilidades. Unos meses más tarde, en octubre, Montero Ríos remodeló su gabinete para hacerlo más acorde con los resultados de las elecciones generales, y Puigcerver aceptó por tercera vez la cartera de Gracia y Justicia.138 Tres semanas después, aquel gabinete se precipitaba como resultado de los acontecimientos de Barcelona, donde oficiales de la guarnición habían atacado las instalaciones de los periódicos catalanistas, el ¡Cu-Cut! y la Veu de Catalunya. Como ministro de Justicia le tocó a Puigcerver defender el proyecto de ley de suspensión de las garantías constitucionales en Barcelona.139 Montero Ríos se negó a someter los delitos contra la patria y el ejército a la jurisdicción militar. Vino entonces la crisis y el rey encargó a Moret que formara Gobierno. Todavía intervino Puigcerver en un memorable debate parlamentario con motivo de la discusión del Proyecto de ley de bases para la reforma arancelaria, sobre el que se elaboraría, poco después, el Arancel de 1906. Era la culminación del deslizamiento del liberalismo español hacia posiciones proteccionistas. Como ha destacado Sabaté Sort, tocó a Moret, en calidad de presidente del Ejecutivo, y a Puigcerver y su viejo amigo Echegaray, como miembros de la Comisión que dictaminaba, presidir el triunfo del proteccionismo. A lo largo de la discusión, Puigcerver no dejó de proclamar, no obstante, su adhesión a los viejos planteamientos librecambistas y de justificar su conducta.140 Pocos meses más tarde, el 28 de junio, fallecía en su domicilio en la calle Españoleto, 14, aquel hombre de «esclarecida inteligencia, abierta siempre a las nuevas ideas sustentadoras de los grandes principios progresivos, aquel obrero infatigable en la labor fecunda y provechosa del partido liberal».141 Así se expresaba José Canalejas desde la presidencia del Congreso cuando a finales de octubre ponía en conocimiento de la Cámara la desaparición del político liberal.
137 Romanones (1999), p. 202. 138 Seco (1995), p. 66, Sevilla (1956), p. 267, y Romanones (1999), p. 205. 139 DSC-CD, 37, 29-XI-1905, pp. 881 y 889. 140 DSC-CD, 66, 18-I-1906, p. 1965. 141 Su defunción, en Registro Civil del Juzgado Municipal del Distrito de Chamberí, libro X de Defunciones, n.º 735, fol. 376, El Liberal, 29-VI-1906 (nota necrológica), y DSC-CD, 116, 25-X-1906, fol. 3474.
GERMÁN GAMAZO (1840-1901) Mercedes Cabrera (Universidad Complutense de Madrid)
Germán Gamazo fue ministro de Hacienda durante un corto lapso de tiempo, entre diciembre de 1892 y marzo de 1894. Lo había sido antes, también por poco tiempo, de Gracia y Justicia y de Fomento en 1883, y de Ultramar en 1885; volvería a Fomento, sólo unos meses, en 1898. Su carrera política había empezado, sin embargo, años atrás, en 1871, en pleno Sexenio revolucionario, cuando fue elegido diputado por primera vez en Peñafiel y al año siguiente en Medina del Campo, distrito en el que se quedó treinta años. Recibió con entusiasmo la restauración de la monarquía en 1875 y formó parte de la Comisión redactora de la Constitución de 1876. Para cuando llegó al Ministerio de Hacienda en 1892 tenía, por tanto, una importante trayectoria política a sus espaldas. Pertenecía a aquella generación que hizo sus primeras armas en el frustrado intento de democratización del Sexenio revolucionario (1868-1874) y, con ese bagaje político, apostó por la estabilidad al volver los Borbones al trono. Participó en las complejas negociaciones que desembocaron en el turno de conservadores y liberales, casi siempre ocupando posiciones intermedias, y también vivió el inicio de la crisis de la política de los notables. Tuvo una marcada personalidad, lo que quizás no fuera tan frecuente entre otros miembros de aquella clase política. «Yo no podré ser gran ministro —había dicho en el Congreso de los Diputados en 1883— porque, desgraciadamente, soy intelectualmente pequeño; pero esté Su Señoría seguro de que todas mis fuerzas, todos mis deseos y mi voluntad entera se con-
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sagrarán a que el orden reine en la Administración y la moralidad en todas partes, y a que los intereses públicos se fomenten por aquella manera que nuestras leyes autoricen y nuestras costumbres no reprueban.» De la crisis que le privó de aquella primera cartera, escribió su principal biógrafo, salió con una lección aprendida: que las derechas le combatirían por su independencia frente a los «egoísmos capitalistas», y las izquierdas por su sentido del orden y su sinceridad religiosa.1 Se habló de gamacismo no sólo para agrupar a sus seguidores, sino también para señalar una determinada actitud cuya herencia pudo detectarse después, en la siguiente generación, en personajes de trayectoria tan dispar como su cuñado, Antonio Maura, futuro jefe del conservadurismo, o el hijo de su amigo César Alba, Santiago, uno de los líderes en disputa en la última etapa del liberalismo dinástico. Germán Gamazo no llegó a dirigir el Partido Liberal que presidía Práxedes Mateo Sagasta, y al que llegó después de diversas vicisitudes para abandonarlo al final de su vida política y reintegrarse, o casi, a las filas conservadoras. No fue líder de ninguno de los dos grandes partidos monárquicos que se turnaban en el poder, pero fue el hombre imprescindible en más de una ocasión. Rompió con la ortodoxia librecambista de su partido, al que quiso conducir por nuevos derroteros en política económica. Se anticipó, quizás, al participar en las primeras movilizaciones relevantes de la monarquía, las que protagonizaron las «honradas clases agrarias» desde mediados de los años ochenta, aunque lo hiciera para ponerlas al servicio de su ambición política, y encarnó en su discurso el espíritu que expresarían los regeneracionistas. Era ya, cuando llegó la Restauración, uno de los abogados más reconocidos de Madrid, y por su bufete en la corte, al que dedicó enormes empeños y cuidó con tesón, pasaron los más destacados miembros de las clases pudientes. La Academia de Jurisprudencia fue escenario de sus intervenciones y polémicas, en las que hizo gala de su sólida formación jurídica sin olvidar nunca sus ideas y compromisos políticos. Aquel «sobrio castellano», «personaje pueblerino» de estatura mediana, contextura maciza, ancha espalda y cabeza redonda, enérgico y tenaz, católico casi beato y hombre de arraigadísimas convicciones, orador castizo y «el más puro hablista del Congreso español», a quien Emilio Castelar comparó con 1 Llanos (1942), p. 110.
Germán Gamazo (1840-1901)
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Gladstone por su capacidad para aplicar a las cuestiones rentísticas la lengua de los clásicos, también supo convertirse en «esfinge» cuando consideró que tenía que permanecer en silencio, mientras dedicaba a sus tareas de abogado la memoria y la enorme capacidad de trabajo que le valieron el mote de «pequeño monstruo».2
1. Cursus honorem Germán Gamazo y Calvo nació en el año 1840 en Boecillo, un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid de 236 habitantes aunque con Ayuntamiento, escuela e iglesia. Era un pueblo dedicado a la agricultura del cereal y de la vid, y a la destilación de vinos. Su padre, Timoteo Gamazo Sanz, y su madre, Estefanía Calvo del Caño, habían nacido allí también. Timoteo, legó a su hijo la afición tanto al campo como a las leyes. Era propietario de tierras, provenientes de la desamortización, e invirtió también en acciones de ferrocarril, aunque la familia Gamazo se dedicó más a actividades secundarias (aguardientes; hornos de ladrillo y teja) y terciarias (transporte y hospedería), que a las estrictamente agrícolas. La familia controlaba asimismo el Ayuntamiento: en 1841 era alcalde Luciano Gamazo, tío y padrino de Germán, y le sucedió Bruno Calvo, probablemente hermano de la madre. El padre, Timoteo, fue escribano y también alcalde de Boecillo, antes de trasladarse a la capital de la provincia, donde abrió notaría y acabó encargándose de la administración del Real Patrimonio. Transitó, por tanto, desde el pueblo a la capital de provincia; desde la explotación de las propiedades agrícolas a la vida pública, los negocios y la consolidación de un entramado de relaciones familiares que su hijo Germán engrandecería hasta extremos imprevistos. En 1849, con nueve años, tras asistir a la escuela de Boecillo, Germán obtuvo una media beca para estudiar interno en el Seminario conciliar de Valladolid, aunque pocos años más tarde, en 1853, se trasladó al Instituto abierto en la capital en 1850. Allí obtuvo, en 1855, el título de bachiller superior. A las puertas de la Universidad, el joven se sentía más atraído por
2 «Sobrio castellano» lo llama Llanos (1942), que recoge la cita de Castelar. Lo de «personaje pueblerino», beato y «pequeño monstruo», lo dice Varela (1977), p. 371. La estatura mediana y contextura maciza, en Hidalgo (1995), pp. 107-118.
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la filosofía y la literatura, pero su padre le convenció para que estudiara Derecho. Lo hizo con desgana y notas mediocres en sus dos primeros años, dice su biógrafo,3 pero en 1860 obtuvo con un sobresaliente su título de Derecho Civil y Canónico. Al año siguiente se presentó a premio extraordinario y lo ganó, siéndole entregado solemnemente el título de licenciado el 1 de octubre de 1861. De aquellos años en Valladolid y del grupo de estudiantes con los que trabó amistad, tanto en la capital de la provincia como en sus meses de verano en Boecillo y en el pueblo cercano, Wamba, surgieron algunos de sus acompañantes a lo largo de su vida. Su primera vocación de profesor universitario de Literatura fue pronto olvidada, y sus pasos se encaminaron decididamente hacia la abogacía. Había hecho su primer aprendizaje en un bufete vallisoletano, pero ahora, siguiendo un camino previsible en los vástagos de las familias de notables locales y provinciales, le llegó la hora de trasladarse a Madrid. Estaba dispuesto a convertirse en un buen abogado, aunque —de nuevo según su biógrafo— el propietario del primer bufete al que le envió su padre quiso devolverlo inmediatamente, recomendándole que no se dedicara al foro. Germán insistió: se apuntó como numerario al Colegio de Abogados y a la Academia de Jurisprudencia, uno de los escenarios de debate más importantes de la capital. Allí comenzó a codearse con políticos y juristas de prestigio, y tuvo alguna de sus primeras intervenciones señaladas. Fue pasante en distintos bufetes de relieve en el momento, como el de Martín Herrera o el de Manuel Silvela, quienes, como era habitual en la época, combinaban el foro con la política. Quiso, sin embargo, hacer ese trabajo compatible con la apertura de su propio bufete, que instaló de momento en una de las habitaciones de la pensión en la que se alojaba, en la calle del Carbón, una pensión regentada por la señoruca, una recia santanderina que le cuidó y le salvó del cólera, convirtiéndose luego en su ama de llaves. En plena agitación del Sexenio revolucionario, Gamazo preparó oposiciones a auditor de la Audiencia. Aunque fue muy felicitado, no las sacó; se las llevó el candidato interino. Volvió a la Academia y al bufete. Su creciente fama como civilista hizo que Manuel Silvela lo convirtiera en su primer pasante, confiando absolutamente en él muchas de sus tareas. 3 Para todo esto, Llanos (1942).
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Con Silvela y en la Unión Liberal entró Gamazo en política. La Unión Liberal había sido el resultado del acercamiento a mediados de siglo entre los elementos más centristas del liberalismo moderado, los puritanos, y los más templados del progresismo, bajo el liderazgo de O’Donnell. Su ideario conciliador y no excluyente le permitió romper la pugna entre moderados y progresistas y hacerse con el Gobierno durante los primeros años de lo que algún historiador llamó «sociedad opulenta», en la segunda mitad del reinado de Isabel II.4 El retorno por parte de la reina a la práctica exclusivista en favor de los moderados a partir de 1866 acabó, sin embargo, empujando a los unionistas a sumarse a progresistas y demócratas en el pacto de Ostende, que terminó echando a Isabel II del trono en la Revolución de septiembre de 1868. La Unión Liberal representaba a unas clases medias más bien conservadoras que creían en la monarquía como símbolo de la continuidad política y social, y confiaban en el mantenimiento del orden público como garantía de la propiedad, así como en las buenas relaciones con la Iglesia. Esos objetivos se mostraron difíciles de mantener tras la Revolución del 68.5 La coalición que la protagonizó acabó rompiéndose, los partidos también se dividieron y los políticos se mostraron incapaces de poner en pie un nuevo sistema de partidos en el que apoyar el ejercicio del sufragio universal, recién estrenado, y alternarse en el poder. El nuevo rey, Amadeo de Saboya, abdicó al no poder reinar conforme a los dictados de la Constitución, y vino la República.6 Que Gamazo arrancara de la Unión Liberal, aunque fuera ya en sus últimas boqueadas, puede explicar ciertos rasgos de sus actitudes políticas. El partido que presidió O’Donnell había pretendido recuperar la armonía entre las dos grandes tendencias del liberalismo, practicando un eclecticismo pragmático capaz de atraer a sus filas elementos provenientes de uno y otro lado. Con el lema de «más administración y menos política» buscó transacciones y vías de conciliación.7 Gamazo mantuvo siempre viva la herencia de aquella posición intermedia entre moderados y progresistas, que en el futuro aplicaría al espacio político entre conservadores y liberales.
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Lo de «sociedad opulenta» lo dice Carr (1982), p. 254 y ss. Vilches (2001), pp. 100-101. Para el Sexenio, Vilches (2001); también, Milán (2001). Esta caracterización, en Milán (2001), p. 86.
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Durante la revolución septembrina, Germán hubo de ocuparse del cuidado de sus hermanos menores, Trifino y Honorio, que su padre le había encomendado. Fueron ellos quienes, una mañana, le trajeron a casa a un compañero de aula universitaria, un mallorquín de quien otros estudiantes se habían burlado por su penoso castellano: era Antonio Maura, quien hacía así su entrada en la familia Gamazo. Aparte de los cuidados familiares, durante aquellos años Gamazo continuó asistiendo a la Academia de Jurisprudencia, presidida entonces por Ríos Rosas, y de la que era censor. Su voz se dejó oír también en más de una ocasión en el hemiciclo del Parlamento. Católico convencido, habló en momentos en que el problema religioso se convirtió en objeto de polémica y conflicto después de que la Constitución de 1869 proclamara la libertad religiosa. Gamazo se empeñó en afirmar sus convicciones religiosas y negar tajantemente, frente a los más radicales, que catolicismo tuviera que ser lo mismo que carlismo. En las Cortes elegidas en 1872, se levantó para decir, «sin humillarme ni enorgullecerme», que venía a examinar las cuestiones desde el punto de vista católico, «como católico que soy, como liberal y católico al mismo tiempo». No era fácil entonces predicar compatibles una y otra cosa. La proclamación de la República en aquella asamblea que reunió a diputados y senadores tras la abdicación de Amadeo contó con su radical oposición. Suyo fue el segundo de los tan sólo treinta y dos votos que hubo en contra del cambio de régimen. No perdió ocasión de combatir al Gobierno republicano, y perdió su escaño en las elecciones de 1873. Germán Gamazo se había casado un año antes, en Santander, con Irene de la Mora y Varona, hermana de Julio, un viejo amigo de la época de estudiante en Valladolid. Pero su alegría duró poco. Murió su padre y meses después, de manera prematura e imprevista, su propia mujer, Irene. Germán se quedó a cargo de toda la familia en la nueva casa de la calle Barquillo, conocida como la «posada de Valladolid». Allí vivirían sus hermanos Trifino y Honorio, este último murió en 1877, y también su hermana pequeña, Constancia, que se casaría con aquel joven mallorquín, Antonio Maura, pronto incorporado al bufete de su cuñado. Los hermanos Gamazo y Maura frecuentaban la Academia de Jurisprudencia, de la que Germán fue nombrado vicepresidente. El renombre de su bufete se consolidó, y, a la llegada de la Restauración, Germán Gamazo era considerado, en palabras del joven rey Alfonso XII, como «uno de los abogados
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de más provenir de Madrid», que así se lo recomendaba a su tía, la infanta doña Cristina de Borbón.8 Gamazo acogió con entusiasmo la vuelta de la monarquía. Había que poner en pie un nuevo orden constitucional, y, aunque Antonio Cánovas del Castillo, al frente de los alfonsinos, se reveló como la figura política clave de aquel difícil proceso, fueron muchos los que, de una u otra manera, contribuyeron a la tarea. Para quienes habían vivido la política durante el reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario, el objetivo prioritario era lograr una estabilidad que no se rompiera por nuevos pronunciamientos y revoluciones. No se trataba simplemente de una «restauración» de la monarquía, sino de evitar precisamente las causas que habían expulsado del trono a Isabel II y que, después, habían empujado a Amadeo de Saboya a abdicar. Eso exigía buscar y asegurar compromisos leales hacia la nueva monarquía. El diseño de un nuevo sistema de partidos dispuestos a mantener esa lealtad y a alternarse pacíficamente en el poder se revelaba tan crucial como la elaboración de una nueva Constitución. Había que buscar la zona templada que alejara la amenaza revolucionaria, pero que evitara también el exclusivismo de los antiguos moderados. Para ello, Cánovas necesitaba apoyarse en los antiguos progresistas que se resistían a abandonar su fidelidad a los principios de la Constitución de 1869.9 A la izquierda del alfonsismo estaba el Partido Constitucional, que lideraba Práxedes Mateo Sagasta desde que el Progresista se rompió. El Partido Constitucional se había debilitado durante el último año de la República del general Serrano, y se encontraba además en una difícil posición, pues, de hecho, habían sido desalojados del poder por el pronunciamiento del general Martínez Campos que restauró la monarquía. El partido había ido perdiendo elementos importantes que se incorporaron al alfonsismo y, aun entre los que quedaban, se manifestaban diversas actitudes. El ala más conservadora, integrada por muchos antiguos unionistas encabezados por Alonso Martínez, había defendido la causa de Alfonso XII y se apresuró a reconocer la nueva situación tratando de arrastrar con ella al resto del partido. Los ministros del último gabinete, comenzando por el propio Sagasta, quien gracias a su desempeño de la cartera de Gobernación
8 Esto último lo dice Varela (1977), p. 371. 9 La más detallada explicación de lo complejo del proceso, en Varela (1977).
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se había hecho con el control del partido, recibieron la Restauración con un distanciamiento «digno», retirados a un segundo plano y a la espera de ver confirmadas las promesas de tolerancia y conciliación. Sagasta optó por mantener todas las puertas abiertas y negociar con los canovistas, pero sin romper con sus adversarios. El ala más conservadora del Partido Constitucional no se conformó con ello. Estaban dispuestos incluso a renunciar a la Constitución de 1869, que para Sagasta constituía la garantía de su independencia, el elemento fuerte para negociar con Cánovas y obtener una presencia importante en las Cortes, cuya convocatoria ya se anunciaba. La actitud poco clara de Sagasta, y las maniobras favorables de Cánovas, llevaron a los «disidentes», liderados por Alonso Martínez y entre los que se contaba Germán Gamazo, a romper con los constitucionales e integrarse en el nuevo Partido Liberal-Conservador que dirigía Cánovas del Castillo. Esa ruptura, junto a la política represiva del Gobierno hacia la prensa y la oposición, llevó a quienes permanecieron en el Partido Constitucional a cerrar filas en torno a Sagasta, consolidando así su jefatura.10 En las Cortes, que serían de hecho constituyentes aunque no se hubieran convocado como tales, los constitucionalistas de Sagasta fueron reconocidos como oposición al Gobierno de Cánovas. A diferencia de las elecciones celebradas durante el Sexenio, e inaugurando una práctica que no haría sino consolidarse a partir de aquel momento, las de 1876 estuvieron presididas por la negociación y el pacto entre las diversas opciones políticas dispuestas a colaborar en el diseño del nuevo orden. Los constitucionalistas no habían hecho aún un acatamiento explícito de la monarquía de Alfonso XII, pero acabaron aceptando que no se discutieran los artículos referentes a la Corona, y reconocieron el nuevo texto constitucional como una legalidad común, si bien Sagasta y sus seguidores reivindicaron en los debates su pasado revolucionario y los principios que habían presidido la Constitución de 1869: «era necesario —dijo Sagasta— asentar el trono de Alfonso XII sobre la anchurosa base de la soberanía nacional, y en vez de anatematizar las ideas liberales, proclamarlas muy alto; en vez de destruir la Constitución de 1869, someterse a sus principios; y en vez de abolir las leyes que de ella emanan, aplicarlas decididamente». Anunciaba así lo que sería tarea de los futuros Gobiernos liberales: dar contenido legislativo a la declaración de derechos
10 Milán (2001), p. 261 y ss.
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que, proveniente de la Constitución de 1869, se incorporó a la de 1876, culminando con la reintroducción del sufragio universal en 1890.11 Germán Gamazo fue diputado en aquellas primeras Cortes formando parte del llamado «grupo del reloj» por el lugar que ocupaban en el hemiciclo, a cuyo frente estaba Alonso Martínez. Era uno de los «disidentes» del liberalismo sagastino. Había tenido ya un protagonismo señalado. En la primavera de 1875, Cánovas había convocado a las tres agrupaciones más afectas al Gobierno para debatir el futuro texto constitucional. Una comisión, conocida como la Comisión de los notables e integrada por nueve prohombres —entre ellos Alonso Martínez—, trazó las líneas generales. El 20 de mayo, en una reunión convocada en el Senado a la que asistieron 341 ex diputados y ex senadores, se decidió nombrar una comisión auxiliar que redactara el texto que habría de someterse a las Cortes. Uno de sus veintinueve miembros fue Germán Gamazo, que se convirtió así en uno de los «padres» de la Constitución de 1876. Aprobada ésta, sin embargo, las buenas relaciones entre el grupo al que Gamazo se adscribía y el partido de Cánovas no duraron mucho. En la sesión parlamentaria del 14 de noviembre de 1876, cuando se propuso la validación de los actos del Ministerio, entre ellos los discutidos decretos y la circular del ministro de Fomento, el neocatólico Manuel Orovio, que dieron pie a la llamada «segunda cuestión universitaria», Gamazo intervino distanciándose del Gobierno. Era difícil que, pese a su catolicismo, su talante liberal admitiera la concepción de la libertad de cátedra que el ministro sostenía. Al exigirle explicaciones Orovio, reprochándole que no hubiera dicho nada en su momento, Gamazo se vio en la difícil situación de mantener su postura sin protagonizar con ello una ruptura con el Partido Conservador, puesto que no le correspondía a él semejante decisión: «Yo vine a la política cuando la revolución triunfante había establecido un Trono; yo me encontré entonces con varios de los dignos individuos de ese gabinete dirigiendo la política, de procedencia unionista, a la cual me incorporé. ¿Dónde está la mayoría de esta agrupación en la cuestión de enseñanza? ¿Está con Su señoría, o está con el criterio que yo he defendido?». Añoraba Gamazo la sintonía entre catolicismo y liberalismo, y echaba en falta la coherencia en algunos antiguos unionistas.12 11 La cita de Sagasta, en Milán (2001), p. 282. 12 Citado por Llanos (1942), p. 83.
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Unos días más tarde, el 25 de noviembre, fue Alonso Martínez quien dio el paso: «hemos recobrado nuestra libertad, nadie puede acusarnos de disidentes, ni de revoltosos, ni de perturbadores. Nos retiramos a nuestras tiendas, por haber cumplido nuestros compromisos, después de haber hecho juntos una campaña de que me envanezco». El grupo abandonó el Partido Conservador de Cánovas descontento por su excesivo conservadurismo, pero también porque consideraban que no habían sido suficientemente recompensados en la formación del nuevo Gobierno. Nació así, quizás como remedo de la antigua Unión Liberal, el llamado Centro Parlamentario, al que se adscribió Germán Gamazo. No nacía como oposición franca al Gobierno, pero la nueva agrupación política declaró su firme voluntad de unirse a las demás fuerzas políticas liberales para formar un único partido, alternativo al de Cánovas. Esa confluencia, que daría lugar al nacimiento del Partido Liberal «fusionista», no llegaría hasta mayo de 1880. Fue un partido, por tanto, nacido de la agregación de grupos preexistentes y, en consecuencia, proclive siempre a la división y la disidencia. Sagasta, el «viejo pastor», fue un elemento clave en el mantenimiento de la cohesión, pero, eso sí, casi siempre a costa de juegos, cambalaches y difíciles equilibrios con los que trataba de mantener unidos a los distintos cabezas de grupo. Éstos asentaban su poder, más que en la defensa de programas concretos —aunque los tuvieran—, en la amenaza permanente de romper la unidad, por un lado, y, por otro, en el control caciquil y clientelar de sus respectivos distritos que les permitían asegurarse un puesto en el Congreso de los Diputados y una importante red de influencias.13 Uno de esos prohombres, con un protagonismo creciente dentro del liberalismo, fue Germán Gamazo.
2. Gamazo, ministro en los Gobiernos liberales La fusión de «constitucionalistas» y «centralistas» permitió la formación del primer Gobierno liberal de la monarquía en febrero de 1881. Si con los «centralistas» Sagasta había conseguido incorporar al ala más conservadora, tuvo ahora que poner todo su empeño en hacer lo propio con la llamada Izquierda dinástica, disconforme con la moderación del «viejo
13 Para esta interpretación, Varela (1977). Para los difíciles equilibrios que llevaron a la fusión y las características del Partido Liberal, Milán (2001).
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pastor» y con su lentitud en cumplir la promesa de integrar en el régimen los principios del Sexenio revolucionario. Ese desafío dio al traste con el primer Gobierno liberal, pero cuando volvieron al poder los canovistas se inició una desintegración progresiva de la Izquierda liberal y muchos de sus miembros se incorporaron al partido de Sagasta. La prematura muerte del rey Alfonso XII en 1885 provocó un momento de incertidumbre, que se cerró con el Pacto del Pardo entre lo que ya eran los dos partidos dinásticos, y la formación de un nuevo Gobierno liberal que supuso la definitiva fusión de todos los grupos. El «Gobierno largo» presidido por el «viejo pastor» procedió a cumplir sus compromisos y desarrollar legislativamente los derechos y libertades de la Constitución, culminando con la aprobación del sufragio universal en 1890. No fue, sin embargo, un Gobierno estable sino un continuo ajuste entre las distintas fracciones del partido, procurada por Sagasta mediante la distribución de ministerios y cargos principales entre los prohombres del partido.14 No fueron sólo los problemas estrictamente políticos los que contribuyeron a exacerbar los enfrentamientos en el seno del liberalismo, sino la necesidad de hacer frente al progresivo déficit presupuestario y a la crisis agraria que provocó la primera movilización importante de intereses en la sociedad de la Restauración. La necesidad de optar entre el librecambismo, que había formado parte del programa originario del Partido Liberal, y la creciente presión a favor de una política proteccionista presidió muchos de los enfrentamientos entre distintos prohombres del partido. En el Gobierno liberal de 1881, los ministros de Hacienda, Fomento y Ultramar pertenecían a la Asociación para la Reforma de los Aranceles, centro de la agitación librecambista, y, aunque los partidarios del proteccionismo consiguieron obstaculizar el tratado comercial con Inglaterra, las Cortes aprobaron el Proyecto de ley que restablecía la famosa base quinta del Arancel de Laureano Figuerola, pese a la oposición de los industriales catalanes y de los agricultores castellanos. También se aprobó el proyecto de introducción de materias primas que afectaba de lleno a los intereses de los agricultores cerealeros. A partir de 1884, el clamor en tierras castellanas comenzó a organizarse: el Congreso de Agricultores celebrado ese año y la 14 Lario (1999), p. 219.
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movilización de las diputaciones castellanas contra el tratado con Estados Unidos un año más tarde fueron claras demostraciones de ello. Valladolid se convirtió en epicentro de una movilización que arremetió contra unos políticos caciquiles acusados de olvidar los verdaderos intereses de sus electores, pero que acabó estrellándose frente a unos Gobiernos que eran relativamente inmunes a la opinión, y contra unos políticos que acabaron controlando las asociaciones y las iniciativas promovidas.15 En ese contexto, Germán Gamazo fue afirmando sus posiciones como uno de los prohombres decisivos del liberalismo hasta el extremo de aspirar al final del proceso, hacia 1890, a sustituir a Sagasta en la jefatura del liberalismo dinástico, aspiración que finalmente no tuvo éxito y acabaría arrastrándole a formalizar primero su grupo de gamacistas y, después, a romper abiertamente con el partido. La base sobre la que apoyó su estrategia inicial fue, por un lado, la consolidación de sus posiciones de poder en la provincia de Valladolid y su conversión en el gran notable de Castilla la Vieja, consolidación que no fue en absoluto ajena al éxito de su actividad como abogado, y, por otro, la definición de un programa que hizo de las reformas económicas y de la voluntad de saneamiento e integridad política sus banderas. Ese programa, sin embargo, estuvo puesto siempre al servicio de sus aspiraciones políticas y, por ello, le llevó en unas ocasiones a practicar la transacción y en otras a predicar la intransigencia; a empujar la movilización de los intereses castellanos, pero también a contenerlos e instrumentalizarlos. Fue así Germán Gamazo, un regeneracionista anterior al regeneracionismo finisecular. Sostuvo que la cuestión económica estaba muy relacionada con la regeneración del parlamentarismo español y que era el eslabón de unas reformas administrativas que desembocarían en la democracia, pero lo cierto es que su poder dependía de la estructura local caciquil. Era partidario del liberalismo y la democracia, pero se resistía a pagar su precio: la efectiva movilización política.16 Gamazo entró en la década de los ochenta en una nueva condición personal, familiar y profesional. En 1880 contrajo nuevamente matrimonio. Si su primera mujer había sido la hermana de su amigo Julio de la
15 Para la movilización castellana, Calvo (1999) y (2003), y el capítulo «Las honradas clases agrarias» en Varela (1977). 16 Para esto último, Varela (1977), p. 438.
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Mora, la segunda sería la viuda de éste, María Regina de Abarca y Flejo. Dos años antes su hermana pequeña, Constancia, se había casado con Antonio Maura. El bufete de la calle Barquillo iba viento en popa y Gamazo le dedicaba todos sus esfuerzos, con la ayuda de Maura, quien hacía compatible su trabajo en el bufete de su cuñado con el suyo propio. Convertido en uno de los más importantes bufetes de la capital, su fama como abogado y las relaciones que ello le facilitaba fueron convirtiéndose en importante sostén de sus relaciones políticas clientelares. Entre 1876 y 1881 pasó de cacique de distrito a jefe del Partido Liberal en Valladolid. Mediada la década, el gamacismo era el grupo más importante de la región: entre 1886 y 1899, Gamazo controló todos los distritos de la provincia, mientras que los tres puestos de la capital permitían un cierto resquicio a la alternancia, con la presencia, junto al candidato gamacista, del conservador Alonso Pesquera y del republicano José Muro, amigo de la infancia este último de Germán Gamazo. El gamacismo fue, sin embargo, bastante más que el Partido Liberal en Valladolid. Fue una verdadera amalgama capaz de reunir personajes de ideologías diversas en defensa de intereses comunes, y de copar las instituciones locales y provinciales estableciendo sólidas relaciones con los intereses económicos de una burguesía que compatibilizó la dedicación a la agricultura con negocios, sociedades y empresas diversas, así como con los políticos asentados en Madrid.17 La presencia de Gamazo se extendía más allá de la provincia de Valladolid, más allá de los distritos controlados directamente, porque se apoyaba principalmente en la manipulación de la administración de justicia. Ejercía el patronazgo desde su bufete, y llegó a tener como amigos, deudos o ex alumnos a muchos magistrados del país, especialmente en la Audiencia de Valladolid, de la que dependían las provincias cercanas. Nada se movía sin la voluntad del «autócrata de Boecillo»: nombraba alcaldes, jueces municipales, estanqueros, empleados... Tenía en sus manos todos los recursos que brindaba un régimen político como aquél. Ése era el verdadero origen de su fuerza, de su independencia; lo que iba a permitirle, en la medida en que ese poder se consolidaba, jugar sus bazas políticas dentro del Partido Liberal.18
17 Una caracterización de esta élite provincial y del gamacismo, en Carasa (dir.) (1997b), pp. 393-426. 18 El patronazgo a través de la manipulación de la justicia, en Varela (1977), p. 375, que es quien habla del «autócrata de Boecillo».
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A su creciente influencia contribuyó también su propia personalidad política. No era aún tan poderoso en 1877 cuando, en la discusión de los presupuestos, se atrevió desde su escaño a encararse con el propio Cánovas, o cuando cinco años más tarde, en 1883, nombrado ministro por primera vez de Fomento, osó enfrentarse a las poderosas compañías ferroviarias al llevar al Parlamento la supresión del recargo del diez por ciento que cobraban sobre las tarifas. Fue criticado por ello por el propio Sagasta en consejo de ministros, pero Gamazo se declaró dispuesto a dimitir si no salía adelante el proyecto. Provocó así un considerable escándalo que saltó a la prensa, dividió a la opinión pública y movilizó muchos intereses. Su proyecto terminó aprobándose, pero la cartera no le duró mucho, ya que aquel Gobierno se había formado con el compromiso de corta vida.19 Mayor trascendencia tuvo su participación en el «Gobierno de notables» de noviembre de 1885, el formado tras la muerte de Alfonso XII, en el que Germán Gamazo ocupó el Ministerio de Ultramar, considerado en la jerga de entonces como un «ministerio de entrada», frente a los de mayor entidad, como el de Gobernación o Gracia y Justicia. Los asuntos de ultramar tenían enorme trascendencia, puesto que los acuerdos de Zanjón que habían cerrado la guerra en Cuba en 1878, y que habían prometido la representación política de la que hasta entonces había carecido la isla, así como una próxima abolición de la esclavitud —caballo de batalla desde tiempo atrás—, estaban agotados. Lo prometido en Zanjón no había tenido un desarrollo consecuente, sino que más bien se había producido una política centralizadora y una marcada resistencia a la realización de cambios significativos. Esa actitud había hecho crecer el descontento de los autonomistas en Cuba, al tiempo que se reivindicaba de la metrópoli una política que facilitara la cada vez mayor integración de la economía de la isla en el mercado norteamericano.20 Los liberales habían hecho de la cuestión cubana un elemento de oposición fuerte a la política de los conservadores. En 1880, Fernando León y Castillo, que sería ministro de Ultramar en el primer Gobierno liberal de 1881, había levantado la bandera de las reformas, y el propio Sagasta las
19 Lo de la réplica a Cánovas y el revuelo causado por el proyecto de tarifas ferroviarias, en Llanos (1942), pp. 102-112. 20 Para el compromiso de Zanjón y sus contenidos, así como para la política hacia Cuba a partir de entonces, véase Roldán (2001).
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reconoció urgentes para poner fin así a una situación de arbitrariedad. Los centralistas de Alonso Martínez habían abogado también por una política liberal reformista en ultramar. En el discurso de la Corona de septiembre de 1881, el Gobierno anunció sus propósitos de emprender grandes reformas, de las que había sido anuncio el Real Decreto de abril de 1881 que hacía extensiva la Constitución a las Antillas, si bien es verdad que como ley «subsidiaria» sujeta a la observancia de las leyes especiales que allí regían. También se aplicó la nueva Ley de Imprenta y se habían iniciado los trabajos para llevar allí la Ley Provincial cuando sobrevino un cambio ministerial; León y Castillo abandonó la cartera y su sucesor, Núñez de Arce, interrumpió la tendencia. El clima de convivencia política en la isla se deterioraba y la crisis económica provocaba difíciles situaciones, acentuadas por una política fiscal y económica del Gobierno metropolitano que en nada favorecía la competitividad del azúcar cubano. En 1885, Sagasta había formulado de nuevo en las Cortes un programa de política ultramarina, anunciando la urgencia de reformas políticas (ley electoral, ayuntamientos y diputaciones provinciales) que debían acompañar a las económicas (respaldo a la Deuda cubana, unificación de la Hacienda y el Tesoro cubano y peninsular, reformas arancelarias y preparación de un puerto franco…). Sin embargo, no fue Segismundo Moret, representante del sector demócrata del liberalismo y el más comprometido con estas reformas, quien ocupó la cartera de Ultramar en el nuevo Gobierno liberal. Fue Gamazo el encargado de lidiar con el problema y renovar la política de atracción surgida en Zanjón, ya claramente agotada. Para sacar adelante sus proyectos, Gamazo confiaba en el ala reformista del partido cubano Unión Constitucional, pero no consiguió una reacción demasiado favorable a su propuesta de rebaja en la edad electoral y a ciertas reformas fiscales, hasta el punto de que decidió retirarlas para un mejor estudio. El 5 de enero se suspendieron las Cortes y en marzo se disolvieron, convocándose nuevas elecciones. Gamazo no consiguió autorización para plantear sus reformas por decreto durante aquel interregno parlamentario. En la apertura de las nuevas Cortes, Sagasta fue explícito en su compromiso respecto a la política de asimilación: reformas de las leyes provincial, municipal y electoral para favorecer una mayor equidad en los derechos políticos. Esta vez el programa asimilacionista parecía ir en serio, pero los partidarios de la autonomía se apresuraron a señalar las contradicciones de una política de descentralización adminis-
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trativa que los liberales oponían a la petición de autonomía. Eso fue lo que defendió Gamazo ante el Parlamento, anunciando con ello lo que unos años más tarde, y en condiciones aún más difíciles por no decir ya imposibles, trataría de llevar a cabo desde el mismo Ministerio su cuñado, Antonio Maura. No tuvo mucho tiempo Gamazo al frente de su Ministerio, pero algunas decisiones tomó. En mayo contrató un empréstito para Cuba con la garantía del Tesoro de la Península, operación que permitiría convertir las deudas existentes, extinguir la flotante y saldar el déficit y los atrasos que venía arrastrando el Tesoro. El Banco Hispano Americano sería el encargado de la administración, y lo garantizarían todas las rentas de la isla contando, además, con la garantía general de la nación. La operación fue acogida favorablemente en la isla, aunque no faltaron las críticas de quienes veían alejarse la posibilidad de convertir sus títulos de Deuda cubana en títulos de deuda nacional. La conversión permitió reducir gastos y presentar poco después un presupuesto nivelado que, sin embargo, fue criticado por apoyarse en cálculos dudosos. También tuvo interpretaciones encontradas el restablecimiento del pago en oro del 40 por 100 de los derechos de exportación, compensado con una rebaja del 5 por 100 en los derechos de importación y un 25 por 100 en los de exportación. Llevó la firma de Gamazo, asimismo, el Decreto de 7 de octubre que, tras una filigrana parlamentaria en el debate de los presupuestos, ponía fin definitivamente a la esclavitud al declarar libres a los esclavos que, conforme a la ley abolicionista de 1880, estaban todavía sujetos al patronato.21 Ese mismo mes, Gamazo abandonó el Gobierno. El indulto del general Villacampa, sublevado en una intentona republicana, dividió al Ministerio, y Gamazo dimitió junto con los ministros militares, por ser contrario al perdón que Sagasta había aconsejado a la regente. En el debate en el Parlamento, Gamazo echó en cara a los republicanos que, pese a disfrutar de todas las libertades públicas que la monarquía les ofrecía, continuaran apelando a los militares. Dimitió, dijo, no por diferencias doctrinales con sus compañeros de gabinete, sino porque consideraba que había que cumplir la ley por encima de todo y no dejarse llevar por opiniones que eran pasajeras. Dejó en herencia a su sucesor algún asunto que habría de traer 21 Para esto, Roldán (2001), pp. 322-325.
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cola, como la prórroga del contrato del Estado con la Compañía Trasatlántica. Había habido en la prensa comentarios muy críticos, por no decir insultantes, respecto al proyecto preparado por Gamazo, al que se acusaba de haber ofrecido a la Compañía un trato de favor que probablemente, habría tenido su compensación. Cuando se llegó al debate parlamentario hubo insinuaciones tan duras que el propio Sagasta salió al quite, haciéndolo cuestión de gabinete. Pero Gamazo no iba a permitir que otro le defendiera y, aunque agradeció el gesto del jefe del Partido Liberal, al llegarle el turno de intervenir, dijo: «Si hay responsabilidad, vengo a afrontarla sin miedo. No lo he tenido jamás a las murmuraciones ni a las conversaciones en voz baja y en los rincones, ni a nadie de los que, pública o secretamente, juzgan mis móviles». En su defensa desplegó una copiosa información sobre barcos, derroteros, requisitos legales…, tratando de desmentir los rumores, pero sus argumentos no impidieron que su nueva casa en la calle Génova, a la que se trasladó aquel año y en la que instaló definitivamente su prestigioso bufete, fuera conocida como «la casa de la Trasatlántica». También recibió apodo su quinta de verano en Santander, que él llamó Altamira y otros bautizaron «la casa de Ultramar», cuando de hecho la había mandado construir su mujer, Regina Abarca, siendo viuda.22 Lo del indulto de Villacampa fue más bien la disculpa para una salida del Gobierno que venía motivada, como solía ser habitual, por los enfrentamientos entre las diversas corrientes liberales. En aquel gabinete, Gamazo y Alonso Martínez representaban el ala más a la derecha del liberalismo, mientras que Segismundo Moret y Eugenio Montero Ríos estaban más a la izquierda. Los intentos de Sagasta de incorporar, en el extremo, incluso a la Izquierda de López Domínguez habían provocado ya una primera amenaza de dimisión de Gamazo, y en los siguientes meses se habían recrudecido las tensiones entre unos y otros. Gamazo no quiso entrar entonces en la batalla porque temía que una ruptura por su parte no condujera sino a potenciar aún más la representación de la izquierda. Pero cuando fue evidente la crisis, al hilo de la intentona de Villacampa, y Moret supo maniobrar con habilidad desuniendo al ala derecha, Gamazo decidió abandonar el Gobierno como último recurso. Sagasta consiguió
22 Lo de las casas, en Llanos (1942), pp. 117 y 121-122.
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mantener a Alonso Martínez en uno de aquellos juegos de difícil equilibrio, mientras accedía al Ministerio de Hacienda, objeto de las disputas, un moretista, López Puigcerver.23
3. El gamacismo: del regeneracionismo al Ministerio de Hacienda Según avanzaba la década de los ochenta, las cuestiones económicas fueron ocupando un espacio cada vez mayor en las preocupaciones políticas. La crisis agraria contribuyó a poner de manifiesto la precaria situación de una Hacienda pública que acumulaba déficit año tras año, aunque no fuera en cada uno de ellos muy elevado, y para cuya financiación se recurría a un endeudamiento cuyas obligaciones gravaban a su vez los presupuestos. La «monetización» de la Deuda provocaba tensiones monetarias, al mismo tiempo que dejaba al descubierto la rigidez de un sistema fiscal que gravitaba en exceso y de manera creciente sobre la agricultura, a diferencia de lo que ocurría en otros países como Francia o Italia. Cuando las clases agrarias —rentistas, colonos, pequeños propietarios, sobre todo castellanos— comenzaron a padecer los efectos de la crisis y sus rentas cayeron, se elevó el clamor reivindicativo hacia los Gobiernos. Se produjo un movimiento al calor de la denuncia del sistema fiscal, de los perjuicios que provocaba a la agricultura, de la injusticia y los agravios de su desigual reparto, del fraude y la ocultación, de la ineficacia en la gestión. No era lo único que se gritaba en las primeras reuniones, asambleas y mítines agrarios, pero la llamada de atención sobre los males de la agricultura —identificada con los intereses de toda la nación por quienes se movilizaban— llevaba siempre aparejada, junto a otras propuestas, la exigencia de una reforma fiscal como parte de una demanda general de saneamiento y mayor control de los dineros públicos, que las «honradas clases agrarias» temían que sólo se utilizaban en beneficio de aquellos políticos corruptos. Quienes ocuparon el Ministerio de Hacienda a partir de 1885 respondieron revisando moderadamente a la baja los tipos impositivos de los tributos que incidían prioritariamente sobre la agricultura, con lo cual se
23 Ésta es la interpretación de Varela (1977), p. 283.
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produjo una caída en la recaudación y un repunte del déficit que puso a la orden del día la obsesión por «hacer economías» y la necesidad de desplazar en parte la carga fiscal hacia otras fuentes de ingresos. Se crearon nuevos impuestos sobre el alcohol, los productos coloniales, las pólvoras y explosivos, subió el impuesto sobre el azúcar, se reformaron ciertos monopolios, y creció también la imposición sobre el capital y el trabajo a través de los impuestos del timbre, derechos reales y contribución industrial. Aunque no faltaron los proyectos más ambiciosos, que apuntaban a una transformación de la misma base del sistema tributario, lo que hubo fueron reformas de este tipo, que no lo alteraban radicalmente. Entrada la década de los noventa, la batalla en torno a los aranceles y la adopción de una política proteccionista pareció sustituir al conflicto en torno al sistema fiscal como paliativo a los males de la agricultura y de otros sectores afectados por la crisis.24 Los Gobiernos no sólo se vieron obligados a atender prioritariamente a estas cuestiones, sino que tuvieron que hacerlo en medio de importantes movilizaciones de los intereses afectados, que, con distinta intensidad en los diferentes momentos, demandaron reformas en los impuestos, en la política comercial y en la de fomento; en resumen, una mayor y más eficaz intervención del Estado en la economía. En esa línea pretendía incorporarse Germán Gamazo, pero para ello tenía que romper con algunos de los principios que habían formado parte del ideario liberal. Su programa de reformas económicas fue la seña de identidad que encontró para la derecha liberal que él representaba, afirmándola así frente a las otras fracciones del liberalismo. Las primeras movilizaciones agrarias, y alguna de las instituciones y asociaciones a que dieron lugar, sirvieron de plataforma a los candidatos gamacistas ya en las elecciones de 1885. Pero Gamazo aún andaba con cuidado. En el proyecto de admisiones temporales de 1887, sus seguidores votaron con el Gobierno o se abstuvieron, y en noviembre de aquel año, Gamazo excusó su asistencia a una Asamblea convocada en Valladolid por el Consejo Provincial de Agricultura. Ese mismo año, el terrateniente y banquero conservador Adolfo Bayo fundó la Liga Agraria, la que «hizo más ruido» de entre las entidades crea-
24 Para los problemas de la Hacienda en este período y las reformas ficales, Vallejo (1999a) y (2001a), p. 324 y ss., y Martorell (2000), capítulo 2.
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das, y que resultó ser decisiva en la carrera política de Gamazo y en la promoción del gamacismo.25 Según sus estatutos, la Liga no tenía carácter político, pero en ella acabaron infiltrándose políticos de diferente tendencia, desde conservadores como Bayo a republicanos como Muro, pasando por liberales como Gamazo. En la asamblea en la que este último fue elegido vicepresidente, se redactó una Exposición a las Cortes. La crisis agraria que se padecía, y que era definida como la «revolución más gigantesca que registra la historia», exigía el abordar los posibles remedios sin dogmatismos ni vinculación a ninguna escuela o partido. Se pedía el «abaratamiento inmediato» del gravamen sobre la producción agrícola, y entre las proposiciones concretas que la Liga apuntaba estaban las «economías en los departamentos ministeriales» y una serie de reformas impositivas, así como el recargo en los derechos fiscales arancelarios.26 Cuando a comienzos de 1888 hubo de votarse a favor del aumento del arancel para los cereales, en ese juego de ambigüedades que los gamacistas mantenían, se abstuvieron o votaron en contra. En febrero, sin embargo, hicieron oposición en las secciones a los proyectos de Hacienda, aunque no pretendían romper con el Gobierno sino negociar desde una posición de fuerza. Los gamacistas se unieron a los conservadores en la Comisión de presupuestos del Congreso, derrotando al candidato ministerial. Hubo crisis parcial, salió Puigcerver del Ministerio de Hacienda y, finalmente, la crisis fue total. Sagasta intentó rehacer la unidad liberal, pero en el siguiente Gobierno quedaron fuera Gamazo y Alonso Martínez, por la derecha, y Montero Ríos y Moret por la izquierda. Gamazo había exigido para entrar la aceptación de su programa completo, lo que implicaba la exclusión de los librecambistas. Sagasta no podía aceptarlo. En el debate parlamentario sobre la crisis, Gamazo puntualizó: él no significaba más que una tendencia económica, perfectamente compatible con la política liberal de restricción de gastos, administración diáfana y «soberanía arancelaria» del país. «Yo deseo hacer en política papel de hombre recto, no de hombre hábil».27 En marzo, el Gobierno aprobó la Ley de admisiones temporales de trigo que los gamacistas se jactaban de haber tenido bloqueada hasta
25 Lo del ruido, en Varela (1977), p. 274. 26 Un resumen de la Exposición, recogido en Alba (1916), pp. 23-43. 27 Citado por Llanos (1942), pp. 136-137.
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entonces, lo que produjo una indignada movilización de agricultores y regeneracionistas castellanos que convocaron una manifestación ante el Gobierno Civil de Valladolid. La convocatoria amenazaba el predominio gamacista sobre la zona, y la prensa afín se vio obligada a insistir en el necesario respeto a la autoridad. Hubo, pese a ello, manifestación y una multitudinaria asamblea en el Teatro Calderón. Se había rumoreado que Gamazo no asistiría y, efectivamente, se leyó una carta suya excusándose, mientras se oían gritos de «¡que venga!». En el verano, los gamacistas llegaron a la conclusión de que contaban con el apoyo de otros grupos y su estrategia cambió: creyeron poder lanzar una ofensiva contra el Gobierno, y promocionaron las asambleas y manifestaciones agrarias en las que se condenó el «liberalismo caciquista» en nombre del «proteccionismo democrático».28 En enero de 1889 se celebró la segunda Asamblea de la Liga Agraria, menos «rural» que la anterior pues la concurrencia fue más diversa y acudieron políticos importantes: Romero Robledo, tras su ruptura con Cánovas, y también Gamazo, que habló el último. No quiso comprometerse. Presentía que una excesiva contundencia en sus palabras le llevaría a romper con el Partido Liberal y acercarse al Conservador, desde donde eran varios quienes le hacían guiños. Dijo que no convenía que la política se interfiriera en el movimiento de la Liga, pero sí consideraba indispensable en las siguientes elecciones el voto a los candidatos afectos a su programa y a los intereses de la agricultura. Era el primer paso para la transformación de aquel movimiento en otra cosa.29 Poco más tarde, en el Congreso de los Diputados se rechazó una proposición de Raimundo Fernández Villaverde, que pretendía promover desde la oposición el establecimiento de un recargo sobre los derechos arancelarios de cereales y harinas, y cabía temer que se sumaran a los conservadores elementos como Gamazo. Se hablaba incluso de una «conjura»: todas las disidencias liberales (gamacistas, martistas, cassolistas, monteristas y «tercios navarros») parecían dispuestas a aliarse con conservadores, republicanos y carlistas contra el Gobierno. Pero lo cierto es que no querían la ruptura completa de la unidad liberal, porque eso podría traer a los
28 Varela (1977), p. 277. 29 Alba (1916), p. 48.
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conservadores al poder, y Sagasta maniobró, como siempre con habilidad: antes de la votación ya se había ganado a algunos. Finalmente, el Gobierno venció, aunque los votos perdidos por el camino pesaban mucho, y la última etapa de aquel largo Gobierno liberal estuvo salpicada de tensiones y muestras de desavenencias.30 La responsabilidad de Gamazo en todo aquello fue mucha. Después de defender principios como el de un impuesto sobre la renta y la elevación de los aranceles, anunció que se abstendría en la votación. Probablemente defraudó a quienes esperaban de él una ruptura manifiesta con el Partido Liberal. Las maniobras de Sagasta le permitieron, sin embargo, definir el gamacismo como una aspiración inorgánica, pero ferviente, de que los liberales cambiasen de prácticas. La Liga Agraria ya no le resultaba necesaria porque su programa había quedado «como absorbido» en derredor de su persona. Cuando se discutieron los estatutos y se decidió que podían entrar en la junta directiva todos los senadores y diputados que hicieran declaraciones favorables a la Liga, se estaba entregando la dirección de ésta, libre de todo obstáculo, a Gamazo. Su fundador, Adolfo Bayo, protestó y se fue prediciendo que el triunfo de Gamazo era el final de la Liga Agraria. Efectivamente, como escribió algo más tarde uno de los jóvenes participantes en la movilización, Santiago Alba, la última Asamblea, la de 1890, fue la «ultima llamarada de aquel fuego». «Acaso las condiciones especiales de su política y de su partido —concluía Alba con penetrante visión, refiriéndose a Gamazo— le estorbaron la realización del magno, trascendental empeño. ¡Quién sabe si, como dicen algunos significados hombres de los que le acompañaron en los primeros días de la Liga, él mismo se sorprendió ante la impresión producida y la fuerza allegada por sus campañas, y en riesgo de verse arrastrado por un movimiento social, más que económico simplemente, buscó una tregua provechosa y renunció a la victoria, no por probable y decisiva, menos dolorosa y violenta!»31 El movimiento agrario terminaba en el momento en que sus presupuestos ya habían calado en los políticos y se traspasaban al Parlamento muchas de sus propuestas. El proteccionismo acabó por imponerse. Torpedeando parte de la legislación librecambista del ala izquierda del Parti-
30 Los avatares de todo ello, en Varela (1977), p. 279 y ss. 31 Alba (1916), pp. 54-55.
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do Liberal, los gamacistas abrieron la brecha por la que acabaron colándose los conservadores y el «proteccionismo integral». Mientras eso ocurriría, Gamazo se sirvió de su programa económico para afirmarse dentro del Partido Liberal y para aspirar, en definitiva, a la jefatura. El acercamiento a Sagasta en el otoño de 1889 le valió las protestas del regeneracionismo castellano, pero no fue suficiente para entrar en el nuevo Gobierno liberal. Eso sí, le permitió exigir la inclusión en la Ley de presupuestos de 1890 de algunos artículos adicionales, entre ellos uno que autorizaba al Gobierno a modificar el arancel según lo aconsejaran los intereses nacionales. Los librecambistas doctrinarios, como Gabriel Rodríguez, se desesperaban ante el que consideraban claro «oportunismo arancelario» de Sagasta. En la medida en que resultaban ineficaces las medidas contra la crisis agraria que trataban de evitar el recurso al Arancel, crecía en importancia dentro del Partido Liberal la tendencia proteccionista de Gamazo.32 La cláusula que éste consiguió introducir en los presupuestos de 1890 serviría al Gobierno conservador para aprobar por decreto un Arancel proteccionista. Pareció que, con los conservadores en el poder, las relaciones entre Sagasta y Gamazo mejoraban. En el verano de 1890 menudearon las visitas y reuniones en Santander, e incluso Sagasta acudió a un mitin del político vallisoletano y de su cuñado, Antonio Maura, cada vez más influyente. Cuando se abrieron las sesiones parlamentarias, Gamazo actuó en el Congreso como futuro ministro de Hacienda. El Gobierno conservador cayó por disensiones internas y por una intervención de la regente que los seguidores de Cánovas consideraron improcedente por su manera de retirarle la confianza. El 11 de diciembre de 1892 Sagasta formó un «gobierno de notables» de altura, con inclusión de casi todos los grupos liberales. Germán Gamazo, ministro de Hacienda, era el «hombre fuerte».33 Su cuñado, Maura, ocupó la cartera de Ultramar. Muchos interpretaron la llegada de Gamazo a Hacienda como una clara demostración de la fuerza alcanzada por los defensores del proteccionismo, aunque pareciera dispuesto a que se negociaran ciertos tratados comerciales.34 A cambio exigió apoyo incondicional a su plan de nivelación presupuestaria, un verdadero plan de austeridad proyectado para combatir el 32 Serrano Sanz (1987b), pp. 109-111 33 Varela (1977), pp. 306. 34 Serrano Sanz (1987b), p. 137.
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déficit con una reducción en el gasto de más de 30 millones de pesetas, lo que, de entrada, le otorgaba un poder extraordinario de fiscalización sobre sus colegas de gabinete a través de la imposición de «economías» en sus respectivas áreas. El ministro de Marina, que llegaba con un ambicioso proyecto de reconstrucción naval, no tardó en dimitir. Tampoco tardaron en publicarse todo tipo de viñetas y caricaturas —con azadón, de pelotari, de cirujano…— alusivas a los propósitos de saneamiento y «economías» con las que llegaba al Ministerio. La supresión de la Dirección de Propiedades, cuyas funciones pasaron a la Subsecretaría de Hacienda, por ejemplo, condujo a los empleados despedidos a arrojar papeles y legajos por las ventanas del Ministerio a la calle. En la racionalización administrativa que las economías exigían se incluyó la creación de un Cuerpo de Contabilidad, la organización del Tribunal de Cuentas, de la Tesorería Central y los servicios de inspección en un intento de perseguir ineficacias, ocultaciones y fraude. En esa misma línea, Gamazo planeó dividir la contribución territorial en varios impuestos separados y mejorar gradualmente los sistemas de información, adaptándolos al objeto de cada uno de ellos. Sólo se satisfizo en parte dicho proyecto, al ordenarse por decreto dos repartimientos separados para la riqueza urbana y para la rústica-pecuaria, medida consolidada en la Ley de presupuestos de 189394.35 Gamazo, como otros ministros de Hacienda del momento, no dejó de manifestar la necesidad de una reforma tributaria de alcance, pero, al igual que ellos, se limitó a la reforma de ciertos impuestos, centrándose Gamazo especialmente en el de consumos y el de alcoholes. Éste había sido introducido por primera vez en 1888, y, sin haber sido aplicado, fue reformado en 1889 y reconsiderado en 1892, al finalizar la mayoría de los tratados comerciales y tener que renovarse, por ejemplo, el de Francia, en plena crisis del sector después de unos años espléndidos. Acabó convertido en un mecanismo de protección de la vitivinicultura, definitivamente institucionalizado por Gamazo. No se atrevió el ministro ni tan siquiera a plantear la introducción del impuesto sobre la renta, cuya creación a partir de la modificación del de cédulas personales había defendido en la 35 Solución poco satisfactoria —dice Juan Pro (1999), p. 166— por la modestia de los medios para obtener información y repartir el impuesto, sobre todo si se tiene en cuenta que se le ofrecieron otras alternativas como el levantamiento de un catastro topográfico.
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Comisión parlamentaria creada en 1888, y del que había hecho bandera en las asambleas de la Liga Agraria.36 A comienzos de abril de 1893 habían abierto sus sesiones las Cortes elegidas el 5 de marzo de 1893. Pese a lo avanzado de la estación y las dificultades que la premura de tiempo habría de suscitar, el 10 de mayo el ministro de Hacienda había presentado un proyecto de presupuestos para el año 1893-1894. La fidelidad de los compromisos contraídos y el «decidido empeño de llegar rápidamente a la ansiada nivelación», rezaba el preámbulo, obligaba a ello aunque, desde el punto de vista constitucional, podía haberse retrasado. Pero urgía demostrar «aun a los más incrédulos» que, pese a la universal crisis económica, sobraban a la nación española medios de cumplir con sus obligaciones al tiempo que se prometía el tan ansiado equilibrio. Se preveía una reducción de gastos de 32 millones de pesetas, que ya se había iniciado con medidas gubernativas con vistas a una reorganización de servicios que afectaba a todos los ministerios. Gamazo no podía perder la ocasión de llevar a la Gaceta un presupuesto que recogiera lo tantas veces anunciado. Sin embargo, en su defensa tampoco pudo evitar poner de manifiesto las constricciones a que se encontraba sometido: había llegado al Ministerio «por sus deberes de partido y de disciplina, no a hacer los que a él le pareciese mejor, sino a realizar lo que a su partido le pareciera menos inconveniente, o más útil en determinadas circunstancias». No pudo evitar, sin embargo, que se le reprochara el abandonar lo que exigió cuando hablaba en nombre de la Liga Agraria. Pero tanto él como quienes con él compartieron el liderazgo de aquel movimiento habían aprendido que sin los partidos políticos actuantes en el régimen parlamentario no podía ni tan siquiera intentarse nada. Otros antes que él llegaron al Ministerio de Hacienda, comprendieron las dificultades, hicieron lo que pudieron y se resignaron a esperar que llegara el resto. Desde que accedió al cargo nadie le había oído volver sobre sus vehemencias anteriores. No era sorprendente, pues, que llegara a defender su proyecto de presupuestos «con cierta fatiga moral» y que éstos aparecieran teñidos de moderación y pragmatismo. Las reducciones se
36 El programa de la Liga y su demanda de políticas sectoriales, fiscales y comerciales, sólo parcialmente satisfechas por Gamazo y otros ministros de Hacienda de la época, en Vallejo (2001a), pp. 338-341 y 372-373.
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harían «donde quiera que la transformación de los servicios o la prueba inequívoca de que los gastos habían sido siempre excesivos, las aconsejaban sin temor y sin peligro para lo futuro». Las reformas y recargos en los impuestos se planteaban tras un detenido cálculo de la recaudación de los ingresos en los dos años anteriores y una cuidadosa búsqueda de aquellas fuentes «si por acaso alguna queda […], en disposición de prestar el concurso de sus pequeños manantiales a los ingresos del Tesoro». ¿Qué fuentes podían ser ésas? No podían serlo las abrumadas ya por un sistema tributario como el español, «construido a retazos, ideado con un plan y con un sistema cien veces modificado y transformado desde el año 45 acá», que hacía pretencioso «intentar en un día hacer una obra completa y artística». Por ello había ido a reforzar los ingresos «por los espectáculos, por la suerte, por aquellas situaciones verdaderamente cómodas y agradables», con una sola excepción: el recargo del impuesto sobre los sueldos.37 No era de extrañar, por tanto, que se le acusara tanto de haber abandonado su antiguo ímpetu reformador como de ir demasiado lejos. Porque en la «apremiante necesidad de nivelar los presupuestos» el Gobierno se había encontrado ante dos posibles soluciones: la nivelación lenta y gradual con un horizonte de no menos de diez o doce años, o la nivelación inmediata, aunque transitoria, para ir a la nivelación definitiva sin las preocupaciones de la Deuda flotante y los arrastres de presupuestos anteriores. Y el Gobierno había optado por la segunda, por la nivelación inmediata, pese a todas sus dificultades. Para ello, se había demandado auxilio en muchas direcciones, entre otras a «provincias respetables y tradiciones venerandas, para asociarlas a las aflicciones de la Patria». Esa apelación a ciertas provincias, a las provincias vascas pero más aún a Navarra, levantó la protesta más articulada contra el proyecto de presupuestos, protesta que sería bautizada como la «gamazada». Efectivamente, en el artículo 17.1 del proyecto se decía que el Gobierno usaría inmediatamente la autorización que le otorgaba el artículo 8 de la Ley de 11 de junio de 1877 para aplicar a la provincia de Navarra las contribuciones, rentas e impuestos que regían y los que por dicha ley se crearan en las demás provincias del Reino. Aquella pretensión levantó la queja inmediata en la provincia porque, como dijo inmediatamente La
37 El proyecto de ley y el preámbulo, en DSC-CD, 10-V-1893, apéndice 1. Las citas de su defensa, en DSC-CD, de 20-VI-1893.
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Lealtad Navarra, semejante pretensión suponía un enorme contrafuero que vulneraba la Ley Pactada de 1841, haciendo tabla rasa de la autonomía fiscal, único residuo del régimen foral. El 16 de mayo se celebró una sesión extraordinaria en la Diputación Foral navarra, en la que se decidió enviar a las Cortes una exposición en la que se rechazaba el artículo polémico. Fue el pistoletazo de salida de una movilización que se generalizó a toda Navarra, encontrando eco en otras regiones, especialmente en Cataluña y las provincias vascas, en las que el movimiento fuerista tenía importante arraigo. La protesta navarra tuvo acogida incluso entre quienes, dentro de los partidos dinásticos, abogaban por una descentralización que se contraponía al centralismo y los vicios caciquiles y clientelares del sistema. La igualación fiscal paulatina en relación con Navarra se había iniciado de hecho en la Ley de presupuestos de 1877, que autorizó una introducción progresiva en Navarra del régimen fiscal común, especialmente de los impuestos indirectos. Unos meses antes, tras la derrota carlista y la abolición de los fueros de las provincias vascas, Navarra había conseguido mantener su «ley paccionada» de 1841 y con ella la obligación de que la Diputación Provincial fuera escuchada antes de incorporar ninguna nueva contribución al cupo. Esa situación provocó algunos conflictos fiscales, como el del impuesto de la sal y el de alcoholes, abiertos todavía cuando se inició la «gamazada».38 Aunque hubo un amago de golpe encabezado por un sargento y un civil que se echaron al monte al grito de «¡Vivan los Fueros!», quienes promovieron y participaron en la masiva concentración celebrada en Pamplona a comienzos de junio y en la redacción de una exposición a la regente que, tres días más tarde, con veinte mil firmas, fue llevada a Madrid, pusieron gran empeño en mantener el orden y en que no se les confundiera con carlistas levantiscos. A algunos miembros del Gobierno, sin embargo, no dejaban de preocuparles las consecuencias de aquella movilización, dada su proximidad a las provincias vascas, y en la batalla parlamentaria se dulcificaron los términos con una nueva redacción del artículo impugnado: «El Gobierno podrá también concertar con la Diputación de Navarra sobre los extremos a que se refiere este artículo, cuidando de conciliar las circunstancias especiales de esta provincia con los intereses de la nación». La nueva redacción no contentó a quienes lo consideraban 38 Martínez (1995), pp. 63-82.
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un atentado contra el carácter «paccionado» de la ley de 1841, pero las Cortes aprobaron el artículo por 98 votos contra 8 (de los diputados navarros y un carlista). El Parlamento se cerró a comienzos de agosto, sin la aprobación general de los presupuestos y con la promesa de Sagasta a los navarros de que no se atentaría contra su autonomía. Aquel verano, mientras los navarros recibían apoyos de catalanistas y galleguistas, en las provincias vascas se recrudecía el movimiento fuerista en protesta por el traslado de la capitanía general de Vitoria a Burgos, otra medida forzada por Gamazo en su propósito de realizar economías en los distintos ministerios. En su viaje estival a San Sebastián, Sagasta tuvo que soportar que un grupo de perturbadores apedrearan su hotel, sin que estuviera muy claro el motivo, aunque posiblemente fuera por una mezcla de reivindicaciones fueristas, de protesta por la supresión de la capitanía y por el proyecto de concierto navarro. A comienzos de 1894, una vez que el Gobierno finalizó las negociaciones del concierto económico vasco, reclamó la presencia de la Diputación Foral de Navarra con el fin de hacer lo propio con su propuesta de elevación del cupo. Pero la Diputación dijo que carecía de poder para romper su juramento de fidelidad a la ley de 1841 y, por tanto, no podía ni siquiera negociar. Los diputados forales se trasladaron a Madrid, siendo despedidos multitudinariamente en cada una de las estaciones navarras por las que pasaron. Se entrevistaron con Gamazo, por pura cortesía, ya que uno y otros se mantuvieron en sus trece, y también hablaron con Sagasta y con la regente, que les prometió buscar una salida. El viaje de vuelta constituyó una nueva peregrinación multitudinaria, mientras en Madrid la actitud de los navarros encontraba apoyos también entre todos aquellos que compartían el discurso moralizador —y descentralizador— del regeneracionismo, desde el conservador Francisco Silvela al republicano Pi y Margall. El 4 de marzo se realizó la última de las manifestaciones, en Estella, siempre bajo la preocupación extrema del mantenimiento del orden. Después se decidió esperar la decisión del Gobierno, dividido entre quienes, con Gamazo, eran partidarios de la inmediata aplicación del aumento, y quienes consideraban que debía informarse a las Cortes sobre el fracaso de las negociaciones. Se aplazó la decisión y, en el entretanto, Gamazo abandonó el Ministerio de Hacienda.39 39 Sobre la Gamazada, Larraza (1995).
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La crisis del Gobierno que le hizo abandonar la cartera fue una nueva edición del enfrentamiento entre moretistas y gamacistas, que no se cerraría hasta un año más tarde. Las dilaciones que Gamazo venía imponiendo a la firma de tratados comerciales se convirtieron ahora en exigencia de renunciar a ellos, cosa que Moret se negó a aceptar. En la reunión del consejo de ministros del 8 de marzo todos parecían dispuestos a ceder, incluso el propio Maura cuyos proyectos para ultramar habían levantado la enemiga de otros miembros del gabinete. Sin embargo, en un momento en que Maura se ausentó de la reunión, Gamazo dijo que debían aceptarse inmediatamente las reformas ultramarinas. Era un ultimátum imposible de aceptar por Sagasta, y la crisis se hizo inevitable. En realidad, lo que ocurría era que la posición de Gamazo se había debilitado porque sus planes económicos no habían tenido el éxito previsto y pretendía demostrar que su presencia era «inevitable», para poder volver con más fuerza en la siguiente combinación ministerial. Gamazo pretendió que dos de los suyos les sucedieran a Maura y a él mismo, pero Sagasta optó por los demócratas, y Amós Salvador le sustituyó en Hacienda, en un Gobierno sagastino con apoyo moretista. Gamazo no podía consentirlo, y el Gobierno salió derrotado cuando en las secciones del Senado se discutieron los tratados de comercio. Durante la segunda mitad del año, Sagasta trató de ampliar sus apoyos y Gamazo, un tanto asustado, negoció un nuevo compromiso. Los demócratas renunciaron a los tratados de comercio y los gamacistas a sus proyectos proteccionistas, a las reformas ultramarinas y al concierto navarro, pero el ex ministro de Hacienda sólo consiguió un triunfo parcial, ya que, si bien Moret salió de Estado y Maura entró —con el consentimiento de Gamazo— en Gracia y Justicia, Puigcerver retuvo la cartera de Fomento y Amós Salvador la de Hacienda. En diciembre se rompió el acuerdo: el Partido Conservador presentó una proposición proteccionista contra la cual el ministro de Hacienda pidió que se votara. Los gamacistas votaron a favor, junto con republicanos, carlistas y conservadores, la proposición se tomó en consideración y Amós Salvador dimitió. Le sustituyó Canalejas, por entonces de acuerdo con Gamazo en el impulso de la legislación proteccionista, pero la mayoría liberal estaba rota. Cuando en febrero de 1895 el Gobierno creía haber logrado un respiro con la modificación de las tarifas arancelarias que pedía Gamazo, y la aprobación de unas reformas ultramarinas recortadas pero bien recibidas en las Antillas, el levanta-
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miento de las partidas separatistas en Cuba le dio la puntilla. La prensa puso en cuestión la actitud de ciertos oficiales que recogían el descontento producido por el recorte en las partidas destinadas a Guerra y Marina, justo cuando reclamaban mayores recursos para emprender la modernización urgente del Ejército y la flota, y, como contestación, se produjo el asalto a la sede de dos periódicos madrileños por supuestas ofensas al Ejército. En aquellas condiciones no se podía gobernar, opinaron algunos ministros del gabinete —Puigcerver, Maura, Canalejas— y Sagasta dimitió. Cánovas volvió a la presidencia del Gobierno.40
4. El principio del fin El inicio de una nueva guerra en Cuba, en 1895, fue el comienzo de una situación internacional e interna crecientemente difícil que acabó desembocando en el desastre de 1898. Gamazo, que continuó defendiendo su labor al frente del Ministerio de Hacienda una vez que lo hubo abandonado, mantuvo sus posiciones bajo el Gobierno conservador. En mayo de 1894, en respuesta a un discurso de Cos-Gayón, había afirmado que las cuestiones económicas, de las que había hecho su bandera, debían dejar de ser cuestiones doctrinales para convertirse en preocupaciones comunes, al tiempo que insistía en la urgencia de nivelar el presupuesto mediante políticas de saneamiento reductoras del gasto y negaba a los conservadores su protagonismo en exclusiva del verdadero proteccionismo. En sus confrontaciones con el ministro de Hacienda conservador, Navarro Reverter, insistió en su llamamiento a dejar de hacer de todo aquello cuestión de partido, ofreciendo su colaboración como miembro del «partido de la nación española».41 Aunque dedicado prioritariamente a su bufete, no dejó pasar ocasión de criticar los presupuestos y proyectos financieros de Navarro Reverter, que consideraba que iban en dirección contraria a la defendida por él: «éste es el presupuesto del desenfado, éste es el presupuesto del desahogo, éste es un presupuesto que inicia el retroceso en el
40 Para todo esto, Varela (1977), pp. 309-313, y Milán (2001), pp. 392-397. 41 «Discurso pronunciado por el Excmo. Sr. D. Germán Gamazo en el Congreso de los Diputados el día 7 de mayo de 1894, con motivo de a interpelación del Sr. Cos Gayón sobre la gestión económica del partido liberal», Documento parlamentario, Madrid, 1894.
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camino de las economías y de la nivelación», dijo en el Congreso en medio de gran expectación por aquel «duelo» entre ministro y ex ministro.42 Tras aquellos debates, Gamazo cayó en el mutismo y comenzó a llamársele la «esfinge». El asesinato de Cánovas el 8 de agosto de 1897 desembocó en la formación de un Gobierno liberal, el 2 de octubre, al grito de «la autonomía [para Cuba] es la paz». No quiso participar Gamazo, ni directamente ni por mediación, pero el Gobierno hizo crisis, salieron los moretistas y la única alternativa era Gamazo. Para convencerle, Sagasta tuvo que recurrir a un encuentro «fortuito» entre el político vallisoletano y la regente, que le mostró su deseo de contar con él en el gabinete. La presencia del joven rey en la conversación hizo el resto, y Gamazo aceptó la que iba a ser su última cartera, la de Fomento, el 18 de mayo de 1898. El día 1 se había producido la batalla de Cavite y el 19 entraba la escuadra española en la bahía de Santiago de Cuba. Nada tuvo que ver la actitud y dedicación de Gamazo al Ministerio de Fomento con la que había tenido en Hacienda. Su jornada de trabajo no fue la inagotable de años atrás. Su salud se resentía y hacía mucho calor en Madrid, pero, además, estaba convencido de que se estaba dando un «espectáculo lamentable» y no tenía, ni de lejos, el entusiasmo de otros tiempos. La paz tras la guerra con Estados Unidos llegó a un precio elevado. No fue posible hasta que los militares no la aceptaron y los políticos —muchos de los cuales la deseaban desde tiempo atrás, entre ellos Gamazo— dejaron de temer una insurrección popular o un golpe militar. En el mes de octubre de 1898, un escándalo relacionado con un subalterno del gobernador de Cádiz, pariente de Gamazo, aireado por la prensa y paseado por el Parlamento, sirvió de pretexto al político vallisoletano para salir del Gobierno. Lo hizo «estrepitosamente»,43 arrastrando tras de sí noventa parlamentarios y declarándose radicalmente incompatible con la política de Sagasta. Lo cierto es que ni Gamazo ni Maura habían podido encajar su salida del Gobierno en 1894 y, desde entonces, sus críticas a los modos de hacer política de Sagasta se recrudecieron. Desde tiempo atrás, tanto Antonio Maura como otro joven seguidor de Gamazo, José Sánchez Guerra, venían predicando una necesaria ruptura con los métodos de gobierno y de 42 Llanos (1942), pp. 167 y 182-183, y Moreno (2000), p. 99 y ss. 43 Varela (1977), p. 333.
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hacer política del «viejo pastor», a los que contraponían la defensa de un programa y el adecentamiento de las costumbres electorales y políticas. Montero Ríos pidió a Gamazo que no provocara la ruptura del partido en aquellas circunstancias tan difíciles, pero el 15 de diciembre sus seguidores lanzaron un periódico, El Español, dirigido por a Sánchez Guerra y dispuesto a defender a ultranza su actitud. Aquello no era una disidencia al estilo habitual. Era una escisión de difícil vuelta atrás desde el momento en el que Gamazo, en el Congreso de los Diputados, tras defender de nuevo su propia trayectoria, dijo: «No sois un Gobierno; sois un albaceazgo». Era el 22 de febrero de 1899. Dos días después cayó el Gobierno que presidía Sagasta.44 Gamazo apoyó al Gobierno conservador Silvela-Polavieja. Ya en 1890 había intentado Silvela unir la «parte sana» del Partido Conservador con la derecha liberal, es decir, con Gamazo, cuyo programa económico suscribía plenamente. Pero entonces Gamazo se negó: probablemente aspiraba a la jefatura del Partido Liberal. Ahora, nueve años después, tanto él como Maura fueron los primeros en renunciar a sus cesantías como ministros, en demostración de su acuerdo con la política de economías del nuevo Gobierno. Votaron en las Cortes a favor de los conservadores y en las elecciones de 1899 se aliaron con ellos o, al menos, los conservadores les toleraron. El resultado fue que el gamacismo se convirtió en el grupo liberal más numeroso de la Cámara. Sufrió por entonces Gamazo su primer ataque serio de hemiplejia. Logró recuperarse tras pasar varios meses apartado de la vida pública y recibiendo la visita de cientos de seguidores. Hasta el 5 de enero no juró su acta de diputado. No tardó más de unas semanas en hacer su primera intervención sobre los derechos reales, repitiendo, incansable, su letanía sobre la necesidad de reorganizar los servicios e ir a la limpieza del presupuesto de gastos. Le contestó Raimundo Fernández Villaverde y él se apresuró a decir que su actitud no era de oposición, sino de colaboración en el perfeccionamiento del presupuesto. Desmintió, sin embargo, poco más tarde, los rumores sobre su posible cartera de Hacienda en un futuro Gobierno conservador.45 En marzo de 1901, los liberales sucedieron a los conservadores. En las consultas, Gamazo había defendido la continuidad de éstos en el poder,
44 La correspondencia con Montero Ríos, en Llanos (1942), pp. 206-207. 45 Lo de Silvela, en Lario (1999), p. 231.
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porque probablemente sabía lo que le esperaba. No había que disolver las Cortes ni cambiar de política hasta que las pasiones no se aplacaran, dijo a la regente. Él estaba dispuesto a prestar colaboración parlamentaria a cualquier Gobierno que no fuera clerical (por entonces se vivía en el país una oleada de anticlericalismo, consecuencia del papel desempeñado por la Iglesia durante la guerra y también por la polémica desatada por la boda de la princesa de Asturias con su primo Carlos de Borbón, heredero de la causa carlista), aunque no formaría parte más que de uno liberal, que, eso sí, no podría ser presidido por persona que hubiera merecido su desconfianza, es decir, por Sagasta. Fue éste, sin embargo, en los últimos momentos de su vida política, quien formó Gobierno y, como estaba previsto, no tardó en comenzar la «caza de los gamacistas», en el Ayuntamiento de Valladolid, en la Diputación, mientras Gamazo recaía en su enfermedad. Se convocaron elecciones, las más sucias del régimen, pero también en las que hubo más lucha. Los gamacistas no desaparecieron del hemiciclo porque el Gobierno respetó sus feudos, pero quedaron reducidos a una quincena. No hubo, por ejemplo, candidatura oficial en Valladolid, aunque sí apoyo al republicano Muro y a Santiago Alba. Gamazo tenía asegurado su distrito en Medina del Campo, pero se presentó también por Valladolid y quedó el tercero. El debate de las actas de Valladolid el 1 de julio de 1901 dio mucho que hablar en las Cortes. Gamazo sufrió una nueva recaída en su enfermedad, esta vez imparable, aunque todavía a finales de octubre pretendió asistir a una intervención de Antonio Maura en el Congreso. En las Cortes, los gamacistas fueron implacables con el Gobierno; votaron contra él con más ardor que los conservadores. Desde julio, Maura pedía en mítines e intervenciones un Gobierno conservador. El 22 de noviembre murió Germán Gamazo. Una inmensa manifestación de duelo acompañó al féretro, en carroza de seis caballos, desde la calle Génova hasta el cementerio de San Isidro. Hubo que suspender la circulación de los tranvías. La guardia municipal montada acompañaba la comitiva en la que se veían los hachones de los maceros del Ayuntamiento de Valladolid y de los porteros del Congreso de los Diputados, de la Academia de Jurisprudencia y del Colegio de Abogados. Presidía el duelo su cuñado, Antonio Maura. Junto a él, un representante de la reina, el director espiritual del finado, su hermano Trifino Gamazo, el presidente del Congreso, y los ministros de Gracia y Justicia y de Hacienda. Tras ellos,
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«todo cuanto en Madrid figura y significa»: abogados, políticos, académicos, altos funcionarios, escritores, periodistas, diplomáticos, marqueses, hombres de negocios. Aquel «carácter enérgico y tenaz, hombre de arraigadísimas convicciones» como se decía en el periódico conservador La Época, había consagrado «catorce años de su vida, los mejores, a defender lo que hasta entonces parecía incompatible; la alianza de los principios liberales con las ideas de protección al trabajo y a las fuerzas productoras nacionales». El Partido Liberal modificó el sentido económico de su programa y en esa lucha comprometió Gamazo su posición dentro del partido. Pero también se sumó al duelo El Liberal: con una sinceridad y con un valor admirables, podía leerse en sus páginas, Gamazo intentó en 1893-1894 la nivelación de los presupuestos, y a punto estuvo de conseguirlo. Quisieron entonces cerrarle el paso los «intereses egoístas», pero él se mantuvo firme y sereno. No logró todo lo que se proponía, pero hizo lo bastante para dejar trazado un camino. «En aquel plan suyo que abarcaba por igual la Hacienda y la Administración, se contienen todavía muchas de las reformas porque los contribuyentes y los patriotas de hoy suspiran en vano», sancionaba el diario liberal.46 En enero de 1902, Antonio Maura, que había oficiado de verdadero heredero político en el entierro de su cuñado, dijo en un mitin gamacista que estaba dispuesto a prestar su concurso para realizar desde el Gobierno la obra de regeneración que el país demandaba, pero que nunca habían pretendido realizarla ellos solos. En el otoño, ofreció a Francisco Silvela su concurso y el de su grupo, lo que se interpretó como un ingreso solemne en el Partido Conservador. Los gamacistas habían vuelto al lugar de donde habían salido en 1876.47
46 «El entierro del señor Gamazo», La Opinión de Valladolid, 26 de noviembre de 1901; los comentarios, en La Época y El Liberal, 23 de noviembre de 1901. 47 La vuelta de los gamacistas, en Varela (1977), p. 338.
AMÓS SALVADOR, UN MINISTRO EN EQUILIBRIO Marcela Sabaté Sort (Universidad de Zaragoza)
Amós Salvador y Rodrigáñez nació en Logroño el 31 de marzo de 1845 y murió en la misma ciudad el 5 de noviembre de 1922. A lo largo de toda su vida ejerció como riojano de pro, aunque fuera desde Madrid, convertido en escenario de su vida parlamentaria y ministerial a partir de 1886. Este año obtuvo su primer escaño en el Congreso (como cunero por Albarracín, Teruel), condición que ya no dejaría (elegido por el distrito riojano de Santo Domingo de la Calzada en las elecciones de 1891, 1893, 1896, 1898 y 1899) hasta que en 1901 es nombrado senador vitalicio. Una dilatada trayectoria parlamentaria jalonada por dos Ministerios de Hacienda, en 1894 y 1905; el Ministerio de Agricultura, luego de Fomento, en 1902 y 1915, y un Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes en 1911, responsabilidad que solapó con la Presidencia interina del Consejo. Trayectoria que además estuvo vinculada siempre al Partido Liberal, y en sus inicios, por lo tanto, a la figura de Sagasta, del que además de ministro (en 1894 y 1902) fue «sobrino predilecto y discípulo amado».1 El propio Amós Salvador reconoció repetidamente la influencia de Sagasta en su formación política.2 Y no sólo en política: siguiendo la este-
1 Duque de Maura y Fernández Almagro (1948), p. 82. 2 Bermejo y Levenfeld (1990), p. 9.
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la de su tío, don Amós estudió en la Escuela de Ingenieros de Caminos, contribuyendo con ello a una igualmente establecida tradición familiar.3 En efecto, tras cursar en Logroño el Bachiller en Artes (1857-1862), se matriculó en la Escuela de Caminos de Madrid. Terminados los estudios superiores volvió a Logroño y como ingeniero de la Diputación (auxiliar primero, titular después), participó en los proyectos y construcción de diversas obras públicas en la provincia. Y es precisamente esta condición de ingeniero la que le permitió con posterioridad, ya en la esfera política, dirigirse a Echegaray utilizando el término «maestro», quien de su parte le recibiría a su ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales tratándole de «mi brillante discípulo de otro tiempo».4 Porque debe decirse que al margen de la actividad profesional y práctica política, nuestro hombre desarrolló una intensísima actividad académica. La mera selección de foros a los que perteneció sobra para impresionar: en 1893 ingresa en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales; en 1898 en la de Bellas Artes; y finalmente, en 1903 en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Aunque mucho más impresionante que la pertenencia formal a estas instituciones, será la actividad que dentro de ellas despliega. Basta considerar la urgencia con que prepara los propios discursos de ingreso y la fecunda y rápida redacción de contestaciones que da a los discursos de ingreso (nada menos que veintitrés), de otros tantos académicos. Urgencia que él mismo recuerda, con motivo del ingreso de su hijo Miguel en la Academia de Bellas Artes, en los siguientes términos: «Así es que presenté mi discurso de recepción en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales a los quince días de ser elegido; el de ésta, a los 7, y el de la de Ciencias Morales y Políticas, a los 5, en lo cual no creo que nadie me haya superado. Y asimismo, todos mis discursos de contestación, que ya he dicho cuántos han sido, los he presentado en la misma semana que los he recibido (aunque algunos se han hecho en Málaga y Logroño, perdiendo en el correo de ida y vuelta el tiempo que es de suponer), habiendo semanas en las que he presentado 2; y cuando el
3 Sagasta perteneció al Cuerpo de Ingenieros de Caminos e iguales estudios cursaron su primo, don Primitivo Mateo-Sagasta (y su hijo y su nieto), y su otro sobrino nieto, Amós Salvador; Milán (2001). 4 Contestación de D. José Echegaray y Caballero al Discurso de recepción de D. Amós Salvador y Rodrigáñez, el día 31 de diciembre de 1893. Véase Salvador (1893b), p. 55.
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Académico electo me ha encargado la presentación a la Academia de su discurso, indicando su deseo de que yo le contestara, siempre he presentado con el suyo el de mi contestación».5 Con sólo esto, uno ya se hace idea de la vitalidad de don Amós, un hombre capaz de preparar discursos, igualmente animoso puesto a debatir y publicar, y capaz de hacerlo, además, sobre los temas más diversos. El marqués de la Vega de Armijo, con ocasión de su ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, afirmó que era «nuestro nuevo compañero uno de los hombres que con franqueza puede decirse que ha escrito sobre materias más diversas», llevándole más de dos páginas dar la relación de temas sobre los que Salvador había disertado o escrito.6 A saber, las conferencias sobre perspectiva lineal y en relieve, que se convirtieron en libro de texto para escultores y pintores de la Escuela Superior; discursos sobre política hidráulica, química, geología, sinceridad artística y música de salón; publicaciones sobre instrucción pública, estrategia militar, e incluso un libro acerca del juego de pelota.7 Y esta apreciación de hombre prolífico y versátil la hace el Marqués en 1903, al ingresar Amós Salvador en la Academia de Morales y Políticas, cuando aún faltan por contabilizar veinte años de trabajo intelectual y, en consecuencia, le queda por desarrollar su pensamiento en cuestiones político-sociales, por las cuales demuestra especial sensibilidad conforme el siglo XX avanza. 5 Contestación de D. Amós Salvador y Rodrigáñez al Discurso de recepción de D. Miguel Salvador y Carrera, el día 15 de enero de 1922; Salvador (1922), p. 71. En esta contestación, relata con su habitual gracejo una anécdota relacionada con su prolífica actividad como hacedor de discursos, según la cual, un compañero académico le insinuó que hacía «buñuelos en vez de discursos». Y cuenta también cómo respondía a un amigo, cuando en ciertas ocasiones le criticó algún discurso: «Decíale yo que si trabajos que hacía en unas pocas horas salieran, además, bien, sería Jauja pura; pero en suma, la única disculpa que sabía darle era la de tener que someterme inexcusablemente a la tiranía de mi impaciencia»; Salvador (1922), pp. 72-73. 6 Discurso de contestación del Excmo. Sr. De la Vega de Armijo al Discurso de recepción del Excmo. Sr. D. Amós Salvador, leídos en Junta pública de 6 de diciembre de 1903, con la tesis La gramática en el examen de ingreso de segunda enseñanza. Véase Salvador (1903a), p. 465. 7 Refiriéndose a este último trabajo —Teoría del juego de la pelota (1893)—, dice el marqués de la Vega de Armijo en su contestación: «Y no quiero hablar de uno muy curioso que no tenía el propósito de publicar, y que lo hicieron sus amigos con el seudónimo de X, habiéndole valido, cuando fue nombrado Ministro de Hacienda, que dijeran de él, de pelotari a Ministro, como si no hubiera demostrado su valer sobre tan diversos trabajos». Véase Salvador (1903a), p. 466.
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Así se refleja en las contestaciones a los discursos de ingreso de Piernas Hurtado, Dato y Calbetón en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, que al versar respectivamente acerca del concepto de solidaridad, justicia social y doctrinas sociales e intervencionismo aplicado a España, le dan ocasión para reflexionar sobre la cuestión social (problema «hoy candente», «el más político de cuantos pudieran imaginarse») y el intervencionismo como solución.8 Haciendo un esfuerzo de síntesis, podría decirse que en su opinión «muchas desigualdades ante la ley y ante la justicia social pueden y deben desaparecer».9 Las actuaciones que para ello propone —«así como los diez mandamientos de la ley de Dios se encierran en dos»—, los resume en «sanidad y educación».10 El tema de la educación sigue, pues, en su obra,11 y desde principios de siglo discurre en paralelo al interés que demuestra por los cimientos del régimen constitucional. Un interés que tiene su mejor exponente en La prerrogativa regia y la reforma constitucional, memoria presentada a la Real Academia de Ciencias Morales con el ánimo de iniciar la discusión correspondiente.12 En todo caso, aunque los escritos de índole socio-política centran su atención en un entorno impregnado de regeneracionismo, no agotan la relación de temas sobre los que Amós Salvador escribe. Y así continúa contestando a múltiples discursos en las Academias de Bellas Artes y de Exactas; prologa varios libros; publica acerca de estrategia militar y polí-
8 Los discursos fueron pronunciados el 12 de marzo de 1905, 15 de mayo de 1910 y 24 de noviembre de 1918; véanse al respecto Salvador (1905), (1910) y (1918a). Aunque alguna de las ideas desarrolladas en las contestaciones ya se anticipaban en Sobre la solidaridad y el solidarismo (Salvador, 1904a). Los términos candente y mayor actualidad proceden, respectivamente, de Salvador (1905), p. 69, y (1910), p. 174. 9 Salvador (1918a), p. 312. 10 Ibídem, p. 309. Opina que lo «primero es hacer hombres» por desenvolvimiento de la Sanidad; «luego se harán los ciudadanos», tarea que recae en la Educación. 11 Además de los Apuntes sobre la instrucción pública en España (Salvador, 1901), el tema de la enseñanza centra su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas (Salvador, 1903a). En ambos textos denuesta el poco sentido práctico de la enseñanza en España, especialmente el régimen de exámenes, afirmando que «el régimen mejor es el que enseña más y examina menos». Idea igualmente presente en su contestación al discurso sobre Problemas urgentes de la primera Enseñanza en España, buena muestra de su constante preocupación por los primeros estadios de la enseñanza, a la que él mismo se refiere como «preocupación constante mía»; Salvador (1913), p. 627. Un interés por la educación y enseñanza que seguirá cultivando, en Salvador (1918b), (1919a) y (1919b). 12 Salvador (1919d), a instancias de Salvador (1919c).
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tica hidráulica, incluso le queda tiempo para disertar sobre el arte del toreo y, lo que es más llamativo, para revelarse como talentoso fotógrafo.13 Todo ello compatibilizado con el ejercicio de sus responsabilidades políticas. No es de extrañar que a su muerte se afirme que, si bien «lo más relevante de su personalidad se destacó en la vida política, su vivo y singular ingenio sobresalió en las más heterogéneas actividades del entendimiento».14 Y mostrar la heterogeneidad de su entendimiento ha sido la única pretensión de este prólogo.15 De su faceta como político y, más en concreto, de su labor al frente del Ministerio de Hacienda se ocupan los dos siguientes apartados. El primero, dedicado a la gestión presupuestaria y cuestiones relacionadas; el segundo, a su papel como ejecutor de la primera reforma arancelaria del siglo XX.
1. Hacienda y moneda Ya hemos dicho que Amós Salvador ocupó en dos ocasiones la cartera de Hacienda: primero de marzo a diciembre de 1894, y más tarde, desde diciembre de 1905 a julio de 1906. En ambos casos, además, fue un ministro sin déficit, una tesitura poco habitual en la España de la Restauración. Especialmente en los años de la Restauración decimonónica, cuando el presupuesto español se saldó en permanente déficit —excluyendo los ejercicios de 1876-1877 y 1882-1883—, desde 1875 hasta 1893. La rigidez tributaria del lado de los ingresos y la excepcionalidad de ciertos gastos (guerras carlista y cubana) explican el déficit de los setenta. La importancia de la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería 13 Escribe sobre tauromaquia a lo largo de 1908, obra que es publicada por vez primera en 1962 y reeditada el año 2000; véase Salvador (1908a). Las referencias militar e hidráulica, en Salvador (1904b) y (1918c). En cuando a su labor fotográfica, merece la pena consultar Cultural Rioja (1990). 14 Trabajo inédito de 11 folios mecanografiados (Biblioteca de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas). 15 Que bajo ningún concepto ha de verse como una relación exhaustiva de los discursos, debates o publicaciones de don Amós; un catálogo bien organizado, por lo demás, en Bermejo y Levenfeld (1990). El prólogo tampoco da cuenta de su actividad culturalrecreativa (fue presidente y vicepresidente, respectivamente, del Círculo de Bellas Artes y del Ateneo de Madrid; fundador del Ateneo de Logroño…), ni se ocupa de su gestión en cargos tan significados como la presidencia de la Compañía Arrendataria de Tabacos o el gobierno del Banco de España.
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en la recaudación total y la dureza de la crisis agrícola hacen lo propio con los abultados déficit de la segunda mitad de los ochenta.16 La magnitud y persistencia de estos desequilibrios quedó fielmente retratada en el balance del Banco de España, cuyos activos públicos aumentaron de 181 a 832 millones de pesetas entre 1874 y 1890, llegando a representar más del 50 por 100 sobre el total de activos. En el mismo plazo, la circulación de billetes creció de 128 a 734 millones, llegando, por lo tanto, a rozar el máximo legal (Decreto de 19 de marzo de 1874), fijado en 750 millones. De ahí que, al renovar el privilegio de emisión al Banco de España, que vencía en 1891, se aprovechara para subir el límite hasta 1.500 millones.17 Tradicionalmente, esta ampliación del máximo de emisión se ha asociado a la falta de voluntad de los políticos por enderezar la Hacienda. Apreciación tan injusta como inexacta cuado se examina la nueva garantía metálica del billete establecida por la Ley de 14 de julio de 1891 —que renueva al Banco de España el monopolio de emisión—, y sobre todo cuando se analizan los resultados presupuestarios del ejercicio 1892-1893 y siguientes. Para empezar, esta Ley establecía la regla de que la suma de billetes en circulación, depósitos y cuentas corrientes, no excediera a la de metálico, pólizas de préstamos, créditos con garantía y efectos a noventa días. Con ello, al no admitir efectos públicos como garantía del billete, se terminaba con la posibilidad de financiar monetariamente la Deuda. Es más, al no admitir títulos de Deuda como garantía, dado el peso de éstos en el activo del Banco, imponía el saneamiento de su cartera. Hay, por lo tanto, una declarada renuncia a la financiación monetaria del déficit, que encaja a la perfección con los esfuerzos de potenciación de ingreso, y especialmente de contención de gastos, iniciados en el presupuesto conservador de 1892-1893, el primero aprobado tras el retorno de Cánovas al poder en 1890, que rebajó el déficit de 53 a 19 millones de pesetas (cuadro 1). 18
16 Sobre los rasgos de la Hacienda española decimonónica, véanse Fuentes (1961), Comín (1988), y para el período 1875-1900, Tedde (1984) y Serrano Sanz (1987a). 17 Una detallada descripción de los avatares del Banco de España entre 1874 y 1914 (legislación y evolución de activos y pasivos monetarios), en Tortella (dir.) (1974). 18 Una prolija descripción de los esfuerzos estabilizadores de los primeros noventa, en Serrano Sanz (1987a).
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CUADRO 1 CIFRAS PRESUPUESTARIAS Y MONETARIAS (En millones de pesetas) Saldo Activos públicos Base Disponibilidades Pesetas/libra presupuestarioª del Banco de España monetaria líquidas (1) (2) (3) (4) (5) 1891 1892 1893 1894 1895 1896 1897 1898 1899 1900 1901 1902 1903 1904 1905 1906
–53 –19 75 6 –26 10 –146 –80 38 36 38 71 23 53 72 103
730 742 809 644 789 885 1.128 1.811 1.593 1.435 1.414 1.082 1.061 976 730 591
2.334 2.227 2.189 1.987 2.143 2.259 2.384 3.271 3.299 3.274 3.229 3.119 3.163 3.120 2.965 2.879
2.498 2.406 2.363 2.190 2.346 2.419 2.626 3.538 3.500 3.491 3.513 3.371 3.490 3.441 3.343 3.305
26,92 29,02 29,96 30,11 28,89 30,39 32,61 39,24 31,42 32,56 34,78 34,14 33,99 34,66 32,91 28,41
Precios relativos (6) 100,00 98,49 102,68 99,23 100,78 103,53 106,98 111,88 106,07 103,55 104,67 104,35 110,14 111,59 110,40 106,09
a Hasta 1899 (segundo semestre), el ejercicio presupuestario fue de julio a junio del año siguiente. FUENTES: (1) Cuentas del Estado Español, en Martín Aceña (1985); (2) y (3) Anes (1974a) y (1974b); (4) Tortella (dir.) (1974); (5) Martín Aceña (1989); (6) Precios españoles de Prados (1995) y británicos en Edison y Klovland (1987).
En dicho esfuerzo perseveraron los siguientes presupuestos, ya liberales, que siguieron combinando un reforzamiento de ingresos con la economía en gastos, y lograron liquidar con abultado superávit, hasta 75 millones, el ejercicio 1893-1894. En la vertiente de ingresos, el grueso del aumento provino de las modificaciones introducidas en la contribución de inmuebles, cultivo y ganadería. Esto es, el reforzamiento de ingresos no nace de una alteración del sistema tributario sino de los aumentos de recaudación que registraron figuras impositivas tradicionales, como, por ejemplo, el derivado de la separación de la citada contribución en riqueza urbana y riqueza rústica y pecuaria, que permitió reducir la ocultación y gravar más rigurosamente la primera. Los ingresos también aumentaron en 1893, debido a la subida de tarifas de la contribución industrial y los
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cambios introducidos en el impuesto de sueldos y asignaciones. Por último, habría que destacar cómo desde 1892, pero especialmente en los presupuestos para 1893-1894 y 1894-1895 (prórroga del anterior), las liquidaciones efectivas superaron las previsiones presupuestarias, hecho claramente indicativo de un mayor rigor administrativo. Punto este, el rigor administrativo, del que se declara Amós Salvador ferviente partidario en la presentación de los presupuestos para 18941895. En su opinión, de continuar la contención en gastos, si los ingresos evolucionaran según lo venían haciendo, y además se lograra «una acción administrativa perseverante y celosa», los presupuestos españoles terminarían normalizándose. E insiste en los méritos de la última vía cuando se declara a favor de incrementar la recaudación de impuestos «por reformas en la administración de los mismos que permitan investigar con más celo y recaudar con mayor eficacia», antes que «por la alteración de sus bases esenciales, siempre peligrosa».19 En coherencia con este declarado deseo de potenciar la eficacia de la Administración pública, ha de entenderse el Real Decreto de 6 de diciembre de 1894. El Decreto en cuestión vino a desarrollar el reglamento orgánico del Cuerpo pericial de Contabilidad del Estado, que, creado provisionalmente en marzo de 1893, quedaba con ello definitivamente constituido. A los efectos que aquí interesan, la novedad de la medida presentada por Salvador sobre la aprobada el año anterior estuvo en responsabilizar al Cuerpo no sólo de la labor de contabilidad, sino también de la interventora y fiscal. La idea era que tanto las funciones de contabilidad como las interventoras o fiscales las ejerciera el mismo Centro y un único funcionario, para así reforzar la eficacia en procedimientos de liquidación y recaudatorios. En los mismos términos se justificaba la segunda novedad del Decreto, consistente en integrar al personal contable de Aduanas en el Cuerpo pericial. El servicio de contabilidad de Aduanas dependía de la propia Dirección del ramo, a diferencia del personal en el resto de dependencias estatales, que lo hacía de la Intervención General de la Administración del Estado. Al adscribir el servicio de contabilidad de Aduanas al Cuerpo recién creado, se terminaba con la irregularidad, en palabras del
19 Proyecto de ley de presupuestos para 1894-1895, en DSC-CD, 48, 7-VI-1894, apéndice 2.º
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propio ministro, de que los contables «dependan de los Centros cuya gestión administrativa han de intervenir».20 En cuanto a la resistencia a alterar las bases esenciales de la recaudación, queda bien patente en su postura ante los Consumos, figura atacada con renovada dureza a principios de los noventa por los productores de vino, a quienes el cierre de los mercados exteriores había colocado en crisis de sobreproducción.21 Una de las demandas del sector para corregir este exceso, sin duda la más repetida, fue la desaparición del impuesto que gravaba el consumo de vino. Se trataba de suplir al perdido bebedor externo alentando al interno con una supresión del impuesto sobre el caldo y el correspondiente abaratamiento del producto. A partir de 1891 las peticiones de los representantes de las regiones vinícolas en esa línea fueron constantes, hasta obtener una primera respuesta, en forma de Comisión, al recuperar los liberales el turno a finales de 1892. Esta Comisión, presidida por un importante propietario vinícola de Haro, el propio don Amós Salvador, recibió el encargo de estudiar alternativas a los Consumos. De todas las contempladas, descartó la de suprimir los Consumos sobre el vino sustituyéndolos por recargos sobre otras contribuciones directas —opción que juzgaba inaceptable por injusta, dado el nivel de fraude existente—, o mediante recargo sobre otros Consumos, que forzosamente deberían ser, para compensar la pérdida de ingresos por caldos, sobre artículos de primera necesidad. Como única alternativa viable, el Dictamen emitido por Salvador en 1893 admitía la sustitución del impuesto de consumos sobre el vino por un derecho cobrable en el momento de extracción de bodega (de 5 céntimos máximo por litro), instrumentado a través de un régimen de conciertos.22 Ésta fue la opción que eligió Gamazo —el entonces ministro de Hacienda, y antecesor de don Amós en el cargo—, quien, por el artículo 47 20 Real Decreto de 6 de diciembre de 1894 (Gaceta de Madrid de 7 de diciembre). 21 La pérdida del mercado francés al vencimiento del Tratado de 11 de mayo de 1882 y la consiguiente entrada en vigor del Arancel Méline de 1891 están en el origen de la crisis vinícola. Para una detallada descripción de los cambios acontecidos en materia comercial a principios de los noventa y la trascendencia del cierre del país vecino —consumidor de más del 80% de los caldos españoles exportados entre 1885 y 1890—, véase Serrano (1987b). 22 Sobre las demandas vinícolas y «El eterno impuesto de consumos», véase PanMontojo (1994), p. 290 y ss.
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de los presupuestos para 1893-1894, autorizó al Gobierno a celebrar conciertos con los fabricantes siempre que la recaudación compensara la de los desaparecidos Consumos. Pero tal como el correspondiente Reglamento (de 29 de marzo de 1894) desarrolla el régimen de conciertos, su celebración exige la afloración de riqueza oculta de parte de los grandes propietarios, dejando al previsto régimen huérfano de atractivo alguno. Por dicho motivo continúan llegando peticiones hasta la cartera de Amós Salvador tras la promulgación de la Ley y redacción del Reglamento, para que resuelva el problema de los Consumos. Apelan los intereses afectados al nuevo ministro en calidad de riojano ilustre, reclamando la derogación del artículo 47, del que dicen que lo dio el Gobierno a «ciencia cierta de que era irrealizable, que el reglamento lo ha hecho aún más impracticable, y que lo que debía hacer ese Gobierno era declarar la caducidad de ese impuesto».23 Es obvio que el ministro de Hacienda, por su conocimiento del tema, sabía que los requisitos de constitución de gremios y criterios de fiscalización hacían del nuevo impuesto una opción inoperante; una mera estratagema para desactivar las demandas de supresión de Consumos. El hecho de que en estas condiciones se resista, no ya a la supresión de Consumos que sigue demandándose, sino a la simple derogación del artículo y régimen mencionados, es bien ilustrativo del temor a salirse de la senda estabilizadora iniciada en los presupuestos conservadores de 1892-1893, extremada luego en los presupuestos liberales de 1893-1894. Una estabilización que era además irrenunciable, dadas las intenciones liberales —compartidas entonces plenamente por los conservadores— de cortar los lazos financieros entre el Estado y el Banco de España para combatir el envilecimiento interno de la moneda (inflación) y el deterioro externo (depreciación) que experimenta la peseta en los primeros noventa.24 23 DSC-CD, 153, 13-VI-1894, p. 4845. 24 Desde 1883, año en que se suspende su convertibilidad oro, la peseta venía funcionando como moneda fiduciaria y con tipo de cambio fluctuante, aunque su cotización se mantuvo más o menos estable el resto de la década, a pesar de la inflación diferencial acumulada por España, gracias a la exportación de oro privado atesorado en el país. Hasta la crisis financiera de 1891, cuando la liquidación de la argentina Casa Baring contagia a todos los valores vinculados a Haciendas débiles, entre ellas la española. Cedió temporalmente la demanda extranjera de títulos en la Bolsa de Madrid y aumentó además la demanda nacional de títulos de Deuda exterior española, con intereses pagaderos en oro, de que se deshacían los tenedores foráneos. El resultado fue una sensible elevación del cambio, que de las 25,6 pesetas/libra de 1883 (26,9 pesetas en 1891) llega a 29 pesetas/libra en 1892. Véase al respecto Sardá (1948).
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Contra esta depreciación reaccionaron los hombres de la Restauración extremando los propósitos de desvincular Tesoro y Banco, para evitar la desconexión entre la marcha de los precios domésticos e internacionales y el consecuente deterioro de la cotización exterior de la peseta. Fue una cuestión recurrentemente tratada en la palestra parlamentaria, y sobre la que Amós Salvador, como ministro de Hacienda, tuvo que pronunciarse. Lo hizo por primera vez en junio de 1894, al solicitar autorización para celebrar con el Banco de España un nuevo convenio sobre Deuda flotante y Tesorería. Más allá de las condiciones en que estaba previsto renovar el servicio de Tesorería, las críticas de la oposición se centraron en la desaparición del artículo segundo del Proyecto de ley original, que disponía la emisión de un empréstito de más de 300 millones de pesetas para amortizar el importe de Deuda flotante en manos del instituto emisor. Ante la posibilidad de que este volumen de Deuda acabara monetizándose, conservadores y republicanos leyeron la supresión del artículo como una amenaza para la normalización de la circulación fiduciaria y, en cualquier caso, como una relajación del programa liberal en su propósito de ir desvinculando Banco y Hacienda. No les convenció el ministro de Hacienda argumentando que el inmediato vencimiento del convenio en vigor (30 de junio) no dejaba margen para la formalización del empréstito; ni el que en las bases del proyecto se previera la amortización de los títulos de Deuda flotante dentro del ejercicio 1894-1895. No les convencieron siquiera las terminantes declaraciones de Salvador, quien ya antes de la discusión propiciada por el convenio, en una interpelación sobre la gestión económica del Partido Liberal, había declarado «estar perfectamente de acuerdo en la necesidad de desligarse el Banco y el Tesoro», afirmando «que si alguna persona tiene exageradas ideas en este punto, soy yo»; y «que no solamente han sido esas las ideas de toda mi vida, sino que lo son ahora más que nunca»; «que esos son mis propósitos, y que no hay tendencia para mí más plausible que la de desligar por completo y en absoluto al Tesoro del Banco de España».25 Una cuestión sobre la que volverá días más tarde, durante el debate del convenio, haciendo suyas las ideas monetarias expuestas por Azcárate en el Congreso, a saber, que en tanto no se corte la financiación monetaria del défi-
25 DSC-CD, 152, 12-VI-1894, p. 4819.
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cit y se esté en condiciones de terminar con una circulación de carácter fiduciario, no se resolverá el problema del cambio.26 Pero su permanencia en el cargo hasta diciembre de 1894 no va a ser suficiente para que refrende con hechos la declarada voluntad de rescindir la dependencia mediante la emisión de un empréstito. Lo que sí mantuvo fue un superávit en el saldo de gestión —equilibrio en el saldo de caja— para los presupuestos de 1894-1895, y poco antes de dimitir como ministro a fines de 1894 destacaba no haber tenido que recurrir a la nueva línea de crédito (ampliada a 75 millones), abierta por el Banco en junio de ese mismo año. De hecho, cuando él deja el Ministerio los activos de Banco frente al sector público habían bajado apreciablemente, una reducción en la que base y oferta monetarias discurrieron paralelas (cuadro 1), y que si quiebra al año siguiente, será ya por efecto de las excepcionales necesidades financieras planteadas por la insurrección cubana en 1895.27 En efecto, entre 1895 y 1898 la base monetaria experimentó un aumento cercano al 65% (un 60%, las disponibilidades líquidas) y, en este contexto, la peseta registró un espectacular deterioro, llegando a cotizar en mayo de 1898, recién comenzadas las hostilidades con Estados Unidos, a 49,2 pesetas/libra. La financiación inflacionista de la guerra, pero también el creciente endeudamiento de la Hacienda española, capaz de minar la confianza de los tenedores extranjeros en los activos financieros españoles, explican el fuerte deterioro del cambio en los primeros meses de 1898. Un deterioro del que no se repondrá la peseta hasta que, finalizado el conflicto, con el arreglo de la Deuda de Fernández Villaverde en 1899, se logre el equilibrio presupuestario y deje el déficit de alterar la circulación monetaria —iniciándose incluso el rescate de títulos de Deuda en cartera del Banco de España—, y pueda restaurarse la confianza externa en el erario hispano. 26 «Al oir yo al Sr. Azcárate —dice Amós Salvador—, […] me parecía que estaba oyéndome a mí mismo: porque la mayor parte de las cosas que el Sr. Azcárate ha dicho, y casi casi con las mismas palabras, las he dicho yo»; DSC-CD, 161, 22-VI-1894, p. 5130. 27 En el curso de la guerra, la presión de los gastos provocó un importante deterioro de la posición deudora del Estado. Véase Tedde (1985). En lo que aquí interesa, importa el que parte considerable de esa Deuda fuese colocada en la cartera del Banco de España y que dicha colocación, sumada a los anticipos al Tesoro, impulsara la proliferación de pasivos monetarios. Los billetes en circulación pasaron de representar 910 millones de pesetas en 1894 a 1.444 en 1898. Entonces, pronto a alcanzarse el tope de emisión de 1.500 millones fijado por la Ley de 14 de julio de 1891, se aprobó un Real Decreto de 9 de agosto de 1898, que lo elevaba a 2.500.
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Una labor en que los presupuestos para 1899 (segundo semestre) ponen la primera piedra, pero que va a ser proseguida, incluso intensificada, por sucesivos gabinetes, conservadores y liberales, todos ellos empeñados en cerrar con superávit, seguir con el programa de cancelación de deudas y contener, por tanto, la expansión de la oferta monetaria española. En este objetivo se avanza especialmente a partir de 1902, cuando una Ley de 13 de mayo, al endurecer la garantía metálica del billete, contuvo el crecimiento de los activos del Banco de España (créditos) frente al sector privado. El resultado fue una ralentización en el aumento de precios relativos, incluso caída en los años 1905 y 1906, que es cuando Amós Salvador vuelve a Hacienda (diciembre de 1905). Se encargará entonces de tramitar los presupuestos para 1906 y de sacar adelante una nueva Ley, en apoyo de la recuperación de la peseta, sobre el pago en oro de los derechos de aduana. Empezando por la cuestión presupuestaria. Como ya ocurriera en su anterior experiencia hacendística, sobre Salvador recae la defensa de unos presupuestos elaborados por su antecesor en el cargo. Y si en 1894 prorrogaba los aprobados por Gamazo para el ejercicio económico 18931894, ahora le corresponde defender los presentados por Echegaray en el Congreso en noviembre de 1905. Son aquellos famosos presupuestos en que Echegaray denuncia cómo «le hemos perdido el miedo al déficit y eso es un gran peligro».28 Por este motivo rechazó la reactivación de gastos prevista en el presupuesto de reconstrucción elevado por Fernández Villaverde en mayo de 1905 al Congreso, prefiriendo presentar unos presupuestos más comprometidos con la nivelación y así mantener los superávit registrados por la Hacienda española desde 1899. En cualquier caso, la defensa que Salvador hace de los presupuestos liberales elaborados por Echegaray para 1906 y, sobre todo, la resistencia a adoptar unos presupuestos de reconstrucción —propuesta elevada en forma de voto particular por García Alix, ministro de Hacienda y autor material de dichos presupuestos en el anterior gabinete villaverdista— sirve para que nuestro hombre vuelva a mostrarse como creyente en el 28 En su presentación, insiste en que «para los gobiernos, para las Cámaras, para el país, que en último resultado comunica aliento e impulso a las Cámaras, a los Gobiernos y a los Ministros de Hacienda, la salvación está en el santo temor del déficit»; DSC-CD, 29, 20-XI-1905, p. 693.
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equilibrio y ministro temeroso del déficit. En el curso del debate parlamentario, sigue abominando teóricamente de los Consumos, pero aceptándolos en la práctica por la imposibilidad de sustituir esos ingresos de forma inmediata sin incurrir en déficit. Continúa asimismo obviando la reforma del cuadro tributario y confiando en las posibilidades de un mayor rigor administrativo. Dice al respecto: «Yo no tengo otra teoría en el Ministerio de Hacienda que esa; que soy un Ministro que renuncia para todo a la Gaceta; soy un Ministro que no se cuida más que de administrar».29 En la vertiente del gasto, sigue igualmente repudiando cuantas iniciativas pongan en peligro el equilibrio. Y no es que se oponga a los proyectos de reconstrucción de la Armada defendidos desde distintos frentes y ópticas por los conservadores. Experto en estrategia militar —hasta el punto de que en el debate presupuestario califica las cuestiones relacionadas con el Ejército y la Armada como «una debilidad mía»—, rechaza, sin embargo, las compras que puedan generar déficit.30 Según Amós Salvador, la reconstrucción de la escuadra debía supeditarse al mantenimiento del equilibrio presupuestario, evitando además que llegara a deteriorar la posición deudora del Estado con el exterior. En este punto se muestra terminante al exigir el abastecimiento nacional: «En el ejército y en la armada —son sus palabras— todo ha de ser nacional, desde el botón de la guerrera del soldado hasta el acorazado más importante, porque si no no se puede hacer ejército. Es necesario que tengamos aquí el caballo de batalla; es necesario que los cañones de tiro rápido se construyan en España; es necesario en una palabra que todo se haga en España, y para eso estaré siempre dispuesto, como Ministro de Hacienda, a facilitar todo lo que consientan los recursos del presupuesto; pero fuera de ahí, no».31 Razones de seguridad nacional y de fomento de la producción 29 DSC-CD, 42, 6-XII-1905, p. 1030. 30 Ésta es la postura que ya había defendido en una conferencia en el Centro del Ejército y de la Armada en marzo de 1903, significativamente titulada Las economías y la defensa nacional, donde, tras confesar su afición por las ciencias militares, no tuvo reparos en condenar el déficit y a cuantos proyectos pudieran causarlo. Y aunque opina que no queda margen para obtener economías en defensa —que califica como «el servicio de mayor importancia del Estado»—, recomienda posponer la reconstrucción de la escuadra, «comenzando por darle barcos que se acomoden más a la guerra chica», también de menor coste; Salvador (1903b), p. 23. Muestras adicionales de su conocimiento en historia militar las tenemos, en Salvador (1904b) y (1908b). 31 DSC-CD, 42, 6-XII-1905, p. 1031.
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autóctona inspiraban esta idea, pero también su interés en no perturbar la recuperación del tipo de cambio, pretendiendo, como pretendía, la reinstauración de la convertibilidad oro de la peseta a la paridad histórica de 100 pesetas por 29 gramos de oro fino.32 Pero para ello se necesitaba antes recuperar el cambio de 25 pesetas/libra,33 y por dicha razón deseaba Amós Salvador mantener la nivelación presupuestaria y contener la circulación fiduciaria; evitar compras excepcionales de armamento, por su potencial efecto depreciador; y, por la misma causa, se mantuvo alerta ante posibles ataques especulativos contra la peseta, disponiendo a tal fin que se ampliase la obligatoriedad del pago en oro de los derechos de aduanas (por Ley de 20 de marzo de 1906) a la totalidad de partidas arancelarias. Esta última medida no es nueva, pues ya una Ley de 22 de enero de 1902 había dispuesto que ciertos derechos de importación se satisficieran en oro, para con el metal así recaudado pagar los intereses que devengaba el endeudamiento de la Hacienda española con el exterior. El pago de estos intereses, que era a vencimiento fijo y debía satisfacerse en oro —conocida la escasez de reservas oficiales y la necesidad de recurrir el Tesoro, forzosamente, al mercado de divisas—, estimulaba la compra privada de oro y moneda extranjera contra pesetas.34 Para acabar con este tipo de especulación, se imponía un reforzamiento de las reservas del Banco que hiciera innecesario, a plazo fijo, el recurso del Tesoro al mercado de divisas. Ésta fue la inspiración de la Ley de pago en oro sancionada en 1902 (truncar un brote de depreciación), y parecidas intenciones alberga Amós Salvador 32 Así se deduce de sus declaraciones parlamentarias, y también de sus intervenciones en la Academia de Morales y Políticas, donde ya había declarado el deseo de ir hacia el patrón oro durante las sesiones dedicadas a discutir sobre México y los cambios; Salvador (1904c). Años más tarde, en el mismo foro, cuando destaca los límites que la competencia externa impone al aumento de precios internos, está implícitamente descartando el recurso al tipo de cambio para acomodar diferenciales de inflación; Salvador (1912), pp. 192193. Sigue in mente la voluntad de restituir la convertibilidad oro de la peseta. 33 Cruzando las equivalencias española y británica de 29 gramos de oro fino (100 pesetas contra 4,98 libras), el cambio resultante (par) serían las aproximadamente 25 pesetas/libra a que necesitaba cotizar la moneda nacional en el mercado de divisas para poder restaurar la convertibilidad a la vieja par, sin que se produjera un asalto a las reservas del Banco de España. 34 La seguridad de que el Tesoro iba a demandar divisas cada tres meses, por ser ésta la periodicidad en que con mayor frecuencia vencían sus deudas con el extranjero, garantizaba a los acaparadores llegado el momento, la venta a cambios más elevados que los de compra. Véase al respecto Sabaté (1993).
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(apoyar la apreciación de la peseta) cuando defiende en el Senado la ampliación de la medida a la totalidad del Arancel. Nuestro hombre se declara entonces «partidario de una manera resuelta, de que los derechos de Aduanas se paguen en oro, creo que tiene esto una importancia fundamental sobre los cambios, y yo pongo todo interés en ellos». Está plenamente convencido de sus efectos apreciadores sobre el tipo de cambio, e incluso teme que la medida provoque una recuperación tal «que haya pérdidas innecesarias».35 Y es que en 1906, al descenso en precios relativos y al anunciado aumento del encaje en oro del Banco de España se suma una portentosa recuperación de las entradas de capital foráneo, atraído hacia España por las nuevas oportunidades de negocio que brindan los sectores eléctrico, de transportes y de abastecimiento de aguas. Lo cierto es que, cuando el ministro deja la cartera, en julio de 1906, el cambio exterior cotiza a 27,9 pesetas/libra, siendo así que sólo unos meses antes, en noviembre de 1905, estaba a 32,1 pesetas. En el transcurso de su breve Ministerio la peseta se ha revalorizado un 15%, logro que le satisface hasta el punto —si damos crédito a lo que relata Azcárraga en una epístola dirigida a Maura— de creer que su labor en materia de cambios le inviste presidenciable.36 En cualquier caso, al margen de opiniones sobre el mérito personal que le cupo en la recuperación de la peseta, y al margen también de las críticas que luego se vierten sobre la rápida apreciación de la valuta por sus efectos en la economía española,37 lo importante es que la satisfacción con 35 DSC-S, 90, 16-II-1906, p. 1332. 36 Carta fechada a 4 de agosto de 1906, en duque de Maura y Fernández Almagro (1948), p. 422. Ya Maura en el Congreso, al discutir el Dictamen sobre el pago en oro de los derechos de Aduanas, había acusado a Salvador de querer apropiarse de una mejoría en los cambios que escapaba a sus actuaciones. De quien llega a decir «que ahora echa a andar delante de la baja de los cambios como aquellos galanes a quienes daba Quevedo el consejo»; DSC-CD, 98, 1-III-1906, p. 2929. 37 Olariaga (1933), pp. 110-111, recuerda lo entonces ocurrido en los siguientes términos: «En el segundo semestre de 1905 comenzó a mejorar con persistencia la cotización de la peseta debido a varias favorables circunstancias […]. Y el Ministro de Hacienda de entonces, D. Amós Salvador, aprovechó la situación para emprender una activa política de regulación de los cambios, para lo cual logró que fuese votada una ley extendiendo el pago en oro a todos los derechos de Aduana, y dedicó los ingresos en oro que por este concepto recibía el Tesoro a una intervención del mercado por mediación del Banco de España, intervención que se sostuvo bastante tiempo con éxito, porque las circunstancias fueron propicias a ello». Una valoración crítica de la intensa apreciación de la peseta, en Flores de Lemus (1929).
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que don Amós la valora sirve para cerrar su perfil de político ortodoxo. Una ortodoxia que en el contexto económico del momento postulaba todo lo que nuestro hombre con palabras, pero también con hechos, defiende desde el Ministerio de Hacienda. A saber, nivelación presupuestaria, separación entre el Tesoro y el Banco emisor, necesidad de regularizar la circulación fiduciaria, combatir el agio y lograr una mejora de la cotización exterior de la peseta que permita restaurar su convertibilidad y, en última instancia, adoptar el patrón oro a la paridad histórica.
2. La antipática cuestión arancelaria En 1906, con ocasión del debate sobre la Ley de Bases para la reforma arancelaria, Amós Salvador declaraba sin rubor la antipatía que profesaba al tema.38 La cuestión arancelaria le parecía muy delicada por la complejidad de intereses que enfrentaba, de ahí la antipatía, sentimiento sin duda reforzado por su anterior experiencia ministerial, cuando un «chispazo» proteccionista —cuenta Fernández Villaverde— «lanzó de su puesto al Sr. Salvador».39 Se refiere a su dimisión, anunciada en el Congreso el 14 de diciembre de 1894 y presentada el mismo día al Gobierno en términos irrevocables, a causa de una Proposición de ley para armonizar los aranceles de las lanas, que en esa fecha un miembro del propio Partido Liberal presentó al Congreso, y que en la práctica suponía un aumento del aforo de la lana manufacturada en frontera. Amós Salvador en nombre del Gobierno pidió a la Cámara que la proposición no se tomara en consideración. Una petición que no se fundó en aversión a la medida, sino en defensa de la estabilidad arancelaria, sugiriendo que se remitiera a la Comisión de Presupuestos para que fuera objeto de un estudio más detallado. Sin embargo, sometida a votación, la petición del ministro para que dicha proposición no se tomara en consideración cae derrotada como resultado —y esto es lo realmente ilustrativo del episodio— de los votos favorables y abstenciones de la misma mayoría liberal.40 38 En su opinión, era el «arancel para mí la cosa más difícil y más grave que tiene que hacer un país; y para mí, personalmente, la más antipática de todas las tareas que tiene que hacer un Ministro»; DSC-CD, 63, 15-I-1906, p. 1879. 39 DSC-CD, 33, 22-XII-1894, p. 886. 40 Todo el proceso puede seguirse en los Diarios de Sesiones del Congreso, del 14 al 19 de diciembre de 1906.
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Y es ilustrativo porque no deja dudas sobre el avance de las posiciones proteccionistas en el Parlamento, con independencia de la adscripción partidista de sus miembros. De hecho, ya el Partido Liberal cuando accedió al poder, en diciembre de 1892, había aceptado el viraje proteccionista de la política comercial española ejecutado por los conservadores y encarnado en el Arancel Cánovas de 1891. En este sentido, hay quien resalta cómo en los años 1890-1892 el problema arancelario ha perdido ya su entidad como problema de partido.41 Buena prueba de ello es que cuando los liberales se reincorporan a las tareas de gobierno en 1892, asumen los tratados de comercio que los conservadores habían firmado con Holanda, Suiza y Noruega, pendientes de ratificación. Ellos se encargan de defenderlos en Cortes —donde obviamente son aprobados por abrumadora mayoría—, y extienden más tarde, por Real Decreto de 31 de diciembre de 1893, el nuevo régimen resultante (segunda columna del Arancel de 1891 y rebajas pactadas en los citados convenios) al resto de naciones que otorgan a los productos españoles el trato de máximo favor. En el terreno de la gestión, ya de la mano de Amós Salvador, la labor continuadora de los liberales se plasma en la aprobación de unas nuevas ordenanzas de aduanas tendentes a extremar precauciones (extienden el uso de sellos y marchamos), ante el reforzamiento del proteccionismo y la consiguiente excitación al contrabando. De ahí que en la exposición de motivos del Real Decreto de 15 de octubre de 1894 que aprueba las Ordenanzas, destaque el ministro como novedad la reclasificación de las aduanas, reducidas las de primera clase (las aduanas con capacidad para realizar todo tipo de transacciones), en favor de las de segunda clase (a las que se excluye de poder importar alcoholes, bacalao, cereales y sus harinas, ganados, frutos coloniales, petróleos, hilados, tejidos, pasamanería y artículos sujetos al signo de marchamo). «Es de entidad la modificación introducida en lo relativo a las Aduanas de segunda clase —aclara don Amós—, porque muchas de ellas gozaban indebidamente de la facultad de importar mercancías de elevados derechos, careciendo de elementos para verificar los despachos con las garantías necesarias.» El régimen arancelario nacido de la reforma de 1891 es más restrictivo, y de su aceptación nace la exigencia, «por natural reflejo y lógica consecuencia», de extremar las precauciones de la legislación de aduanas.42 41 Serrano Sanz (1987b). 42 Real Decreto de 15 de octubre de 1894 (Gaceta de Madrid de 27 y 28 de octubre).
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El Partido Liberal, en suma, continuó en los primeros noventa por la senda proteccionista abierta por los conservadores, y avisos como el fiasco en la votación que provoca la dimisión de Salvador en 1894 debieron de contribuir a mantenerlos en ella. Prueba de que siguieron por esta senda es su actuación en 1906, cuando aprueban un nuevo Arancel, sustituto del de 1891, de clara inspiración proteccionista.43 Un Arancel que va a llevar la firma de Salvador —titular de Hacienda desde diciembre de 1905—, encargado entonces de conseguir la aprobación de unas bases con que proceder a la reforma del Arancel vigente (el Arancel Cánovas), para luego elaborar el documento arancelario propiamente dicho. Tarea antipática a la que, no obstante, se aprestaría con diligencia, pues que, recién recogida la cartera, quince días después, eleva al Congreso un Proyecto de ley de Bases (el 15 de diciembre de 1905), que es herencia —cual él mismo reconoce—, de las iniciativas que le han precedido y que, si no han fructificado, es por la inestabilidad política de los últimos meses.44 En efecto, los trabajos preliminares habían empezado casi dos años antes, cuando la Junta de Aranceles y Valoraciones recibió el encargo, el 24 de marzo de 1904, de informar a Hacienda acerca de las bases sobre las que se creyera conveniente desarrollar la proyectada reforma, para que el Gobierno pudiera, a su vez, elevar el correspondiente Proyecto a las Cortes. Pero el requisito no se cumplió hasta junio de 1905, a pesar de que la Junta había remitido su informe a fines del año anterior. Explican la dilación cuestiones de orden político: entre diciembre de 1904 y octubre de 1905, no hubo sesiones más que diez días, del 14 al 23 de junio. En la primera de ellas, el ministro de Hacienda, el conservador García Alix, presentó al Congreso un Proyecto de ley de Bases arancelarias para reforma de los Aranceles vigentes que transcribía, básicamente, las formuladas por la Junta. Como bien puede suponerse por la exigua duración de las sesiones, el Proyecto no se discutió, quedando en suspenso hasta que el 15 de diciembre de 1905, Amós Salvador eleva un nuevo Proyecto de ley de Bases para la 43 Para un minucioso examen y valoración del Arancel de 1906, véanse Sabaté (1995) y (1996). 44 Así lo manifiesta en la sesión en que el Dictamen sobre Bases arancelarias se eleva al Congreso: «No tenía tiempo de estudiar aranceles, ni bases arancelarias, ni cosa con ellos relacionada y al mismo tiempo creía que era un verdadero delito el dilatar siquiera veinticuatro horas la presentación de bases arancelarias; y entonces acudí al criterio que os acabo de definir, o sea a tomar lo que encontré hecho»; DSC-CD, 63, 15-I-1906, p. 1879.
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reforma arancelaria. El Proyecto respetaba las líneas maestras de la propuesta de la Junta de Aranceles, si bien admitía alguna de las modificaciones del Proyecto de García Alix y también alguna de las introducidas por el liberal que precedió a Salvador en el cargo, el Sr. Echegaray.45 En cualquier caso, independientemente de sus orígenes, interesa destacar cómo el Proyecto de Salvador —que con poquísimas variaciones iba a convertirse en Ley— fue considerado desde un principio un proyecto de inspiración proteccionista, a causa fundamentalmente de la redacción de la base cuarta. Dicha base, encargada de establecer las reglas (mínimos y máximos) a que debía sujetarse el Gobierno en la fijación de los derechos ad valórem del Arancel, concentró desde el comienzo las críticas de quienes veían en ella una clara predisposición política a favor de la reserva del mercado interno. De hecho, los cambios que había introducido el Proyecto de García Alix sobre el de la Junta —reducción del máximo ad valórem para los abonos e inclusión de la maquinaria agrícola (con la consiguiente reducción), en el apartado de productos naturales— fueron el resultado de una campaña orquestada por los intereses exportadores contra unos márgenes porcentuales que admitían, sobre todo para el caso de productos industriales, la sanción de elevados gravámenes a la importación. Temían que el máximo de los márgenes terminara apurándose, en cuyo caso el proteccionismo industrial iba a cargar tanto sobre la agricultura interior —de forma más inmediata a través de los abonos y maquinaria importados— como sobre el agro exportador, al que con toda seguridad, en represalia por el endurecimiento de las barreras arancelarias españolas, negarían los países extranjeros cualquier trato de favor. Sin embargo, pese a sus movilizaciones, no van a conseguir esos intereses su auténtica aspiración: rebajar el máximo de protección ad valórem asignado genéricamente a la manufactura de producción nacional, ese 50 por 100 que fija el Proyecto de García Alix, y luego —prácticamente sin cambios— eleva Salvador al Congreso en diciembre de 1905 (cuadro 2). Ni siquiera cuando el dictamen de la correspondiente comisión parlamentaria lo rebaja del 50 al 40 por 100, se acallan las quejas de los exportadores agrícolas, siempre temerosos de que los máximos lle-
45 «Todo lo utilicé —declara Salvador—, y todo lo presenté para que sirviera de base a la discusión»; DSC-CD, 63, 15-I-1906, p. 1879.
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guen a agotarse. Temor además justificado, supuesto que dieran crédito a las palabras con que el ministro Salvador, el 15 de enero de 1906, respondía (coincidiendo con la presentación del dictamen sobre el Proyecto de Bases en el Congreso) a una pregunta del diputado Sr. Osma, portavoz de la minoría conservadora, referente a las intenciones del Gobierno y la autorización que solicitaba para redactar el Arancel. Dijo entonces el ministro: «Y aquí no tengo más que decir a S. S., sino que el problema para nosotros es hacer un arancel proteccionista del trabajo nacional, por ser trabajo, por ser nacional, por ser trabajo nacional y por ser nacional trabajo». Ante declaraciones de esta índole, pocas son las dudas sobre la melodía proteccionista —«que esa batuta la tiene bien cogida el Gobierno», recalca el ministro— a que va a sonar la reforma.46 Máxime cuando tales declaraciones coinciden con el abandono del Dictamen dado en el Congreso el 15 de enero de 1906, que había rebajado ciertos máximos, y se vuelve al Proyecto presentado un mes antes por Amós Salvador.47 El Proyecto Salvador es el que finalmente se remite al Senado, donde se aprueba —igual que en el Congreso— sin otros obstáculos que la oposición académica de los republicanos librecambistas y la crítica más práctica de los intereses exportadores, temerosos de que una elevación de derechos arancelarios como la que los márgenes propuestos permitían, como se ha dicho, les cerrara el acceso a los mercados externos. Pero la oposición careció de nuevo de fuerza para alterar el Proyecto de Bases remitido desde el Congreso, que sólo debió sortear un último escollo para convertirse en Ley. Nos referimos a las duras acusaciones que en sesión de 21 de febrero de 1906 dirigen los representantes del agro exportador al Gobierno, a causa de las modificaciones introducidas por el
46 DSC-CD, 15-I-1906, p. 1880. 47 Como modificaciones más significativas sobre el Proyecto, el dictamen había recalificado la maquinaria agrícola incluyéndola en el apartado de productos naturales materia prima de la industria nacional sin producción en el país, con una rebaja del límite, por consiguiente, del 15 al 10 por 100, y había además recortado el margen protector de productos industriales, pues para aquellos con fabricación similar en España, se desdobla el anterior margen, del 15 al 50 por 100, en otros más restrictivos, del 10 hasta el 35 y del 15 hasta el 40, según se trate o no de materias primas para otras industrias. También suprimía el dictamen la excepcionalidad de que algún tipo de manufacturas pudiera gravarse con derechos ad valórem superiores al 50 por 100.
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Marcela Sabaté Sort CUADRO 2. PROPUESTAS BASE CUARTA CONGRESO Proyecto remitido al Senado (19-I-1906) Máx. 1 Máx. 1 materias na- materias naturales para turales para su formación su formación
Proyecto Proyecto Proyecto Dictamen de la Junta García Alix Salvador Comisión (18-XI-1904) (14-VI-1905) (15-XII-1905) (15-I-1906) Abonos naturales y artificiales comprendidos
Productos naturales materia prima de la industria nacional No obtenidos en el país comprendidos Similares a los obtenidos en el país comprendidos
Máx. 5
Máx. 2
Máx. 2
1-10
Máx. 10
Máx. 10
5-15 Ganados, drogas y productos químicos materia prima de otras industrias
Productos naturales no no similares materia prima de la indus15-35 tria nacional y sustancias alimenticias noconsideradas similares de renta 20-50 Productos industriales No fabricados en el país 15-35 Primeras materias de otras industrias 15-35 Similares a los fabricados en el país 20-50 Primeras materias de otras industrias 20-50 Productos industriales de difícil elaboración más del 50 Artículos de renta más del 50 FUENTE: Sabaté (1996).
Ley de Bases (20-III1906) Máx. 1 materias primas para su formación
Máx. 10 Maquinaria agrícola
Máx. 10
Máx. 10
Máx. 15 Ganados, drogas, productos químicos materia prima de otras industrias y maquinaria agrícola
Máx. 15 Ganados, drogas, productos químicos materia prima de otras industrias
Máx. 15 Ganados, drogas y maquinaria agrícola
Máx. 15 Ganados, drogas y maquinaria agrícola
Máx. 20
Máx. 20
Máx. 20
Máx. 20
Máx. 20
15-35
10-35
10-35
10-35
10-35
Máx. 25
—
10-35
—
—
20-50
15-50
15-40
15-50
15-50
Máx. 25
—
10-35
—
—
50 50
50 50
entre 40 y 50 50
50 50
50 50
Máx. 15 Ganados, drogas, productos químicos materia prima de otras industrias y maquinaria agrícola
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dictamen de la Comisión mixta.48 Un episodio que más que en sí mismo, reviste el interés de ir precedido de la dimisión de Salvador, quien «creyó —según Moret, entonces presidente del Consejo de Ministros— que algún disentimiento ocurrido respecto a la manera de redactar los dictámenes de Comisión mixta exigía que se retirase del Gobierno para facilitar la solución que hubiera de adoptarse».49 Pero en esta ocasión, la segunda en que por cuestiones relacionadas con aranceles presenta Salvador la dimisión, no le es aceptada. De forma que será él quien gestione la vuelta a la redacción del Proyecto remitido por el Congreso, el encargado de lograr la aprobación de las Bases por Ley de 20 de marzo de 1906, y en definitiva quien redacte el nuevo Arancel. A este efecto, el pistoletazo de salida suena el 20 de marzo de 1906 cuando, conforme acaba de decirse, se promulga la Ley de Bases, en cuyo texto figura, aparte de las propias bases, una autorización formal al Gobierno para que, de acuerdo con ellas, elabore nuevos aranceles de aduanas. En uso de dicha autorización, un Real Decreto de 23 de marzo los aprueba. Se publicaron en las Gacetas de 31 de marzo y 1 de abril de 1906, declarándose abierto de inmediato el plazo —un mes— para la presentación de reclamaciones. Transcurrido ese mes, el ejecutivo estaba aún autorizado a emplear otros dos en resolver las quejas que se hubieran presentado contra clasificaciones y derechos, y publicar el Arancel definitivo. De todo ello se encargaría Amós Salvador como responsable de la cartera de Hacienda, empezando por dar respuesta al aluvión de protestas formuladas contra el nuevo Arancel, que terminó con el cambio de los derechos de 128 partidas. Sólo hubo doce variaciones al alza —para el carbón, metales preciosos, colofonias y breas vegetales, varios tipos de manufacturas de madera, máquinas de calceta y coronas de flores y plantas—, centrándose el resto de las concesiones, a la baja, en las manufacturas de hierro y demás metales, colores, tintas y otros productos químicos, hilados y tejidos de algodón, tejidos de lino, cáñamo y seda, pieles, material eléctrico, maquinaria y embarcaciones.50 Aunque no hay que llamarse a engaño. 48 El dictamen emitido por la Comisión mixta el 17 de febrero de 1906 modificaba la clasificación de los productos químicos que pudieran destinarse a abono, a los que incluía en la categoría de los naturales gravables hasta un máximo del 15 por 100. 49 DSC-CD, 94, 22-II-1906, p. 2768. 50 Una comparación exhaustiva, en Sabaté (1992), pp. 871-875.
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Si bien la rebaja domina el espectro de la revisión, cuando el 23 de junio un Real Decreto que adjunta el pliego de rectificaciones aprueba los aranceles definitivos,51 la significación proteccionista del nuevo documento queda fuera de dudas. Los cálculos de protección arancelaria nominal más recientes así lo confirman. Entre 1900-1903 y 1907-1910, esto es, antes y después del cambio de coordenadas que impone la reforma Salvador de 1906, el encarecimiento medio que sufren los productos extranjeros en frontera aumenta.52 Algo que se percibe incluso con mayor intensidad atendiendo a los gravámenes, más elevados, que pesan sobre bienes industriales (intermedios y finales), tras la reforma (cuadro 3). Porque debemos precisar que la discusión sobre si convenía o no reforzar la protección a comienzos del siglo XX se ciñó a los derechos sobre manufacturas, pues desde un principio se declaró la intención de mantener para la agricultura tradicional (léase cereal), la barrera del 30-35% ad valórem que ya tenían reconocida y contentaba, según propias declaraciones, a los intereses afectados. CUADRO 3. PROTECCIÓN ARANCELARIA NOMINAL Recaudacióna Importacióna Artículos de Renta Animales vivos y alimentos Materias primas Productos intermedios Bienes finales Total Arancel a
1900-1903 1907-1910 1900-1903 1907-1910 1900-1903 1907-1910 1900-1903 1907-1910 1900-1903 1907-1910 1900-1903 1907-1910
43.765 52.881 19.679 19.107 14.944 18.438 21.453 22.057 37.446 36.156 137.287 148.639
79.789 84.455 111.219 118.667 366.014 357.547 201.675 153.523 247.241 177.514 1.005.938 891.706
% Importación % Protección sobre total ponderada 7,9 9,5 11,1 13,3 36,4 40,1 20 17,2 24,6 19,9 100 100
54,9 62,6 17,7 16,1 4,1 5,2 10,6 14,4 15,1 20,4 13,6 16,7
En miles de pesetas corrientes. FUENTE: Sabaté (1996).
51 Real Decreto de 23 de junio de 1906 (Gaceta de Madrid de 28 de junio). 52 Se elige el cuatrienio 1900-1903 por ser el período en que el sistema arancelario de los noventa —Arancel de 1891 y pactos de 1892— recibe la crítica de quienes demandan mayor protección. El período 1907-1910 permite considerar las innovaciones introducidas por el Arancel Salvador, toda vez que los tratados con Holanda y Noruega (con las leves modificaciones introducidas en 1903) permanecen, y además el único tratado que se firma con Suiza tras la aprobación del Arancel, en septiembre de 1906, lo deja prácticamente inalterado.
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Los cambios del Arancel de 1906, por lo tanto, hay que buscarlos en su faceta industrialista; esto es, en el aumento de los niveles de protección nominal ponderada sobre manufacturas que la reforma sanciona. Un aumento que además, considerando la simultánea pérdida de importancia relativa que experimentan las entradas de esos productos sobre el total de importaciones, apoyaría el supuesto de reforzamiento efectivo de la protección industrial, y en definitiva el carácter que en ese sentido los coetáneos atribuyeron a la reforma.53 Hay que ser conscientes asimismo, para entender el entusiasmo con que los intereses manufactureros aplauden la reforma (a pesar de los todavía aparentemente moderados gravámenes sobre bienes intermedios y finales en 1907-1910), de que los cálculos presentados adolecen del sesgo de subvaloración propio de los promedios ponderados.54 Pero sobre todo, hay que considerar que los promedios no recogen el efecto protector de la desagregación arancelaria que sanciona la reforma Salvador de 1906. Entre 1891 y 1906, al tiempo que las importaciones se diversificaban, la industria española experimentó un notable desarrollo. De manera que los productos sin registro en 1891 —fuera porque entonces no se producían en el país y no preocupaba la importación, fuera simplemente porque esa importación no existía— aforaban a principios del siglo XX por conceptos más bastos o genéricos, casi siempre de menor valor, siendo que el derecho arancelario correspondiente, que era específico (pesetas por unidad de adeudo) y se había establecido en proporción a ese menor valor, dejaba comparativamente desprotegida la producción más fina o innovadora. Desde un primer momento la reforma Salvador se propuso corregir esta obsolescencia del Arancel Cánovas, y lo hizo centrándose en los aforos de productos químicos, aparatos eléctricos y maquinaria —industrias punteras del nuevo siglo—, y en aquellas otras manufacturas de viejo asentamiento en el país, como la siderurgia y la textil algodonera, que durante la última década del XIX habían alcanzado o aspiraban a estadios de elaboración más avanzados.55 Para estos conceptos se abrieron nuevas 53 Sobre este carácter, véase Sabaté y Pardos (2001). 54 En la práctica, los productos más gravados son los menos importados y, en consecuencia, los menos ponderados en la media. 55 El Arancel de 1906, con 697 partidas, adjuntó 328 más que el Arancel de 1891. De estas nuevas partidas, 189 correspondieron a manufacturas metálicas, sustancias utilizadas en agricultura, farmacia, perfumería e industrias químicas, hilados y tejidos de algodón, e instrumentos, maquinaria y aparatos empleados en la agricultura, la industria y los transportes.
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partidas, y lo que es más importante, esta proliferación vino acompañada de una revisión, en sentido alcista, de los valores y derechos específicos asignados a esas mejores calidades o nuevos productos. A efectos de cálculo promedio, esta desagregación (mayores derechos nominales sobre también mayores valores) no trasciende, pero sí en la práctica, donde contribuye a explicar la pérdida de relevancia de las importaciones de productos elaborados, y, en consecuencia, la euforia que la reforma despierta entre los intereses proteccionistas más significados.56 En lo que aquí nos ocupa, serviría además para explicar por qué Amós Salvador, tras haber declarado repetidamente su antipatía hacia las labores de reforma arancelaria, e incluso pedido que se le apartara «ese cáliz», termina pasando a los anales de la historia económica como el ministro de Hacienda que «consagra […] la victoria proteccionista» en España.57 Cuando Amós Salvador muere el 5 de noviembre de 1922, muere un liberal que ha sido cinco veces ministro de España; en dos ocasiones, ministro de Hacienda. Como tal, se encargó de la gestión de dos presupuestos, que en sus resultados, al saldar ambos con superávit, satisficieron su creencia en el principio de la nivelación. Para él, conseguir superávit era la única vía para evitar el recurso del Tesoro al Banco de España, rescatar la Deuda flotante, y el único modo, en suma, para regularizar la circulación monetaria, corregir el deterioro de la cotización externa de la peseta y poder ingresar en el patrón oro a la paridad histórica. Su presentación de la Ley que obliga al pago en oro de todos los derechos de aduana, justificada como instrumento de apoyo para la recuperación de la valuta, pone en evidencia el deseo de avanzar en esa dirección. Por ello se congratula de la notable apreciación registrada por la peseta en 1906. Más esfuerzo le costó —si damos crédito a sus propias palabras— la labor de reforma arancelaria que acomete ese mismo año. A cambio del esfuerzo, el Arancel Salvador de 1906 va a regir los intercambios de Espa-
56 Conforme se recoge en la conocida obra de Pugés (1931), significativamente titulada Cómo triunfó el proteccionismo en España. Véase también Gual Villalbí (1936). 57 Amós Salvador había declarado en el Congreso: «yo no quiero hacer un arancel, y lo que sea apartar de mí ese cáliz me parece admirable y lo oigo con encanto»; DSC-CD, 69, 22-I-1906, p. 2064. La calificación de victoria proteccionista, en Pabón (1952), p. 265.
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ña con el exterior hasta marzo de 1922. La obra arancelaria de don Amós, en consecuencia, le acompaña viva hasta prácticamente su muerte, ocurrida en noviembre de 1922, y que por unos meses le evitaría presenciar el derrumbe del régimen constitucional. Sobrino de Sagasta y admirador declarado de Cánovas,58 él nunca creyó que la dinámica del turno estuviera agotada. De hecho, consumió sus últimos años en propugnar la necesidad de reconstituir la unidad de los viejos partidos y su orgánica. Defensor del salario mínimo, seguro de enfermedad y jubilación, enseñanza pública y derecho a la huelga, estaba convencido de que los retos que el entonces nuevo siglo planteaba, todos ellos, podían gestionarse dentro del régimen constitucional. Por esto es seguro que la muerte, en cuanto le salva de ver desaparecer la esencia parlamentaria de la vida política española, le evita padecimientos. Por más que a nosotros nos deje sin saber cómo hubiese descrito, con su prosa siempre precisa e ingeniosa, tan mordaz, el rechazo por la nueva situación. Ese rechazo del que tanto dicen, por lo demás, las trayectorias políticas de sus hijos, Amós y Miguel, a partir de 1923.
58 A la muerte de Cánovas, Salvador le sucede en la Real Academia de Bellas Artes. En su discurso de ingreso enaltece la figura de Cánovas como «excepcional». «Tampoco pueden bastar las dimensiones o la capacidad de lo ordinario —son sus palabras— para lo que, sin duda alguna, es excepcional; porque nadie pensará ciertamente que los Cánovas del Castillo se atropellan en el mundo formando muchedumbres»; Salvador (1898), p. 3.
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SIGLAS ACD ACE ACGC ADGE ADGPP AHBE AHN AHPN ARAMLJ AV DSAN DSCC DSCRE DSC-CD DSC-S RAL
Archivo del Congreso de los Diputados Archivo del Consejo de Estado Archivo de la Comisión General de Códigos Archivo de la Dirección General de Educación Archivo de la Dirección General de Costes de Personal y Pensiones Públicas, Madrid Archivo Histórico del Banco de España Archivo Histórico Nacional Archivo Histórico de Protocolos Notariales Archivo de la Real Academia Matritense de Legislación y Jurisprudencia Archivo de la Villa, Madrid Diario de Sesiones de la Asamblea Nacional Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes Diario de Sesiones de las Cortes de la República Diario de Sesiones de las Cortes. Congreso de los Diputados Diario de Sesiones de las Cortes. Senado Rothschild Archive London
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ÍNDICE ONOMÁSTICO* Abarca y Flejo, Constancia de, 493 Abarca y Flejo, María Regina de, 493, 497 Adriano (emperador), 327 Aguilera, Alberto, 439, 465 Ahrens, Heinrich, 303 Aillón, Mateo Miguel, 177 Alba, César, 482 Alba, Santiago, 52, 482, 502, 513 Alcorta, Ana Josefa, 370 Aldamar, Joaquín de, 118 Alfonso, Joaquín, 118 Alfonso XII, 233, 332, 337, 381, 390, 395, 406, 412, 441, 442, 443, 486, 487, 488, 491, 494 Alfonso XIII, 478, 479 Almodóvar del Río, Duque de, 463 Alonso Martínez, Manuel, 17, 20, 22, 192, 218, 296, 304, 333, 407, 464, 487, 488, 489, 490, 495, 497, 498, 500 Alvareda, José Luis, 392, 414 Álvarez Bugallal, Saturnino, 353 Álvarez Buylla, José, 438 Álvarez Mendizábal, Juan, 60, 86, 87, 88, 96, 98, 99, 102, 113, 176, 193, 202, 205, 211 Alzola, Pablo de, 111
Amadeo I de Saboya, 233, 302, 360, 372, 376, 414, 416, 440, 485, 486 Angulo, Santiago de, 29 Angulo y Gallego, María de los Ángeles, 403 Aquilino Pérez, Juan, 116 Ardanaz, Constantino, 29, 233, 302, 310 Ardouin (casa), 156 Aribau, Buenaventura, 321 Aristizábal, Gabriel, 14 Armendáriz, Agustín, 96 Armero, Francisco, 21, 231, 372 Armesto, Vicente, 14 Arriaga (diputado), 196 Artola, Miguel, 66, 309 Azcárate, Gumersindo de, 303, 322, 343, 433, 434, 463, 525 Azcárate, Nicolás, 452 Baring (Banca), 316 Barrio Ayuso, Manuel, 135 Bastiat, Frédéric, 341, 342 Bauer, Ignacio, 372, 376, 382 Bayo, Adolfo, 500, 502 Becerra, Manuel, 463 Beltrán, Miguel, 217 Berazaluce, Ana María, 95
* Este índice ha sido elaborado por Luis M.ª Barrio Murga (Universidad de Vigo), a quien agradecemos su colaboración.
574 Bergnes de las Casas, Antonio, 181 Bermúdez de Castro, Manuel, 14, 130, 153 Bertrán de Lis, Manuel, 12, 14, 75, 148, 323 Biescas, José Antonio, 210 Borao, Gerónimo, 213, 228 Borbones, 8 Bordiú, Cristóbal, 137 Borrego, Andrés, 110, 199 Bosch y Labrús, Pedro, 321 Bravo Murillo, Juan, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 20, 21, 35, 61, 62, 63, 65, 75, 76, 78, 99, 108, 109, 116, 117, 122, 125, 128, 129, 131, 133170, 194, 214, 236, 241, 244, 269, 270, 271, 287, 291, 293, 294, 296, 371, 408 Bruil, Juan, 10, 16, 23, 24, 25, 209-228 Burgos, Francisco Javier de, 67, 117, 339, 409 Burriel, Miguel Alejos, 228 Caamaño Pardo, Juan José, 110 Cabanillas, Rafael, 118 Cabarrús, Francisco, 87 Cabello, Francisco, 178 Cabrera, Mercedes, 39, 44, 49 Calatrava, Ramón María, 67, 87, 88, 107, 115, 176 Calbetón, Fermín, 433, 518 Calderón, Laureano, 303 Calvo, Bruno, 483 Calvo del Caño, Estefanía, 483 Camacho, Juan Bautista, 370 Camacho, Juan Francisco, 10, 18, 26, 28, 29, 30, 31, 32, 33, 35, 36, 37, 38, 40, 41, 252, 253, 254, 255, 256, 258, 260, 315, 337, 369-403, 420, 422, 423, 424, 425, 426, 427, 428, 429, 431, 442, 443, 449, 454 Campomanes, Pedro Rodríguez, véase Rodríguez Campomanes, Pedro
Índice onomástico Canalejas Méndez, José, 31, 32, 46, 47, 49, 331, 332, 465, 469, 476, 478, 479, 480, 510 Canga Argüelles, José, 72, 80, 87, 113 Cánovas del Castillo, Antonio, 17, 20, 21, 31, 32, 33, 34, 35, 37, 46, 64, 229, 232, 233, 234, 235, 249, 250, 261, 272, 274, 291, 293, 296, 302, 321, 328, 331, 334, 337, 372, 381, 382, 389, 390, 395, 402, 407, 408, 409, 413, 414, 415, 417, 418, 419, 430, 434, 435, 436, 446, 463, 487, 488, 489, 490, 494, 503, 510, 511, 532, 539, 541 Cantero, Manuel, 14, 24, 25, 128, 197, 349, 350, 364 Carlos IV, 147 Carlos de Borbón, 513 Carvajal, José, 29, 30, 358, 359, 366, 433 Cassola, Manuel, 456, 459 Castelar, Emilio, 30, 322, 343, 413, 482 Castro, Alejandro de, 17, 19 Cavia, Mariano de, 228 Cea Bermúdez, Francisco, 411 Ceriola, Jaime, 205 Clonard, Conde de, 136, 140 Cobián y Roffignac, Eduardo, 41 Collado, José Manuel, 15, 24, 25, 95, 99, 180, 195, 215, 222 Colmeiro, Manuel, 247, 248, 301, 322, 341 Coma, Tomás, 118 Comín, Francisco, 8, 11, 21, 33, 35, 66, 106, 214, 279, 294, 477 Comte, Auguste, 166 Concha (general), 218 Concha Castañeda, Juan de la, 31, 32, 37, 46, 47 Cortés, Cayetano, 149 Cortina, Manuel, 177, 178 Cos-Gayón, Fernando, 10, 31, 32, 33, 34, 35, 37, 42, 45, 47, 260, 328, 371, 383, 385, 386, 387, 389, 390,
Índice onomástico 392, 395, 396, 402, 405-436, 443, 510 Costas, Antón, 22, 322 Cournot, Antoine Augustin, 340, 342 Crisel, Henri, 227 Cristina de Borbón, Infanta doña, 487 Cristina de Nápoles, véase María Cristina de Borbón Cruz Alegría, Juan de la, 91 Merino (cura), 92 Dato, Eduardo, 518 Doménech, Jacinto Félix, 14, 17, 131 Donoso Cortés, Juan, 135, 137, 165, 167 Duero, Marqués del, 235 Echegaray, José, 10, 29, 30, 78, 253, 256, 301, 322, 334, 339-368, 379, 393, 440, 441, 444, 527, 534 Edgeworth, Francis Ysidro, 342 Eguilior, Manuel de, 31, 32, 38, 40, 42, 45, 432, 433, 439, 463, 467 Elduayen, José, 29, 233, 371, 376 Ensenada, Marqués de la, 86 Escobar, José Ignacio, 407, 414 Espartero, Baldomero, 105, 115, 116, 176, 177, 179, 180, 181, 213, 214, 216, 220, 227 Espoz y Mina, Francisco, 174 Estapé, Fabián, 66, 67, 106 Estivell, Ignacio, 203 Fabié, Antonio María, 230, 236, 242, 256, 261 Fernández Almagro, 232, 398 Fernández Clemente, Eloy, 23, 24 Fernández Daza (diputado), 465 Fernández de la Hoz, José, 68 Fernández de la Mora, Gonzalo, 66 Fernández Lascoiti, Victorio, 17 Fernández Negrete, Santiago, 68, 153 Fernández Ordóñez, Francisco, 88 Fernández Villaverde, Pedro María, 68
575 Fernández Villaverde, Raimundo, 9, 18, 31, 35, 36, 49, 50, 52, 53, 54, 88, 108, 230, 292, 334, 366, 448, 461, 470, 472, 476, 477, 501, 512, 526, 531 Fernando VII, 112, 134, 146, 411, 412 Ferrer, Joaquín María, 115 Figueras, Estanislao, 360 Figuerola, Laureano, 10, 18, 22, 27, 28, 29, 84, 184, 191, 192, 247, 248, 249, 250, 251, 299-338, 341, 345, 365, 379, 388, 389, 444, 463, 491 Flórez Estrada, Álvaro, 80, 86, 87, 108, 199 Fontana, Josep, 66, 73, 96, 106, 209 Fould (casa), 290 Foz, Braulio, 228 Fuentes Quintana, Enrique, 66, 88, 106, 239, 253, 309 Fuentes, Anselmo, 41 Gamazo, Constancia, 486 Gamazo, Germán, 10, 31, 32, 37, 41, 45, 46, 47, 48, 49, 53, 304, 398, 430, 444, 445, 459, 460, 461, 463, 464, 465, 481-514, 523, 527 Gamazo, Honorio, 486 Gamazo, Luciano, 483 Gamazo, Trifino, 486, 513 Gamazo Sanz, Timoteo, 483 García Alix, Antonio, 477, 527, 534 García Alonso (diputado), 477 García Barzanallana, José, 31, 32, 33, 117, 257, 258, 263, 264, 298, 385, 386, 388, 415, 417, 425, 426, 429, 431 García Barzanallana, Juan, 116, 263, 264 García Barzanallana, Manuel, 10, 17, 19, 20, 157, 236, 237, 263-298, 332 García Carrasco, José, 67, 98, 116 García de Frías, María, 264 García de Torres, Juan, 28, 449 García García, Carmen, 20 García Goyena, Francisco, 117
576 Garrido, Fernando, 360 Giner de los Ríos, Francisco, 303 Girona, Manuel, 449 Gladstone, William Ewart, 483 Goicorrotea, Marqués de, 412 Gollostra, José, 31, 32, 35, González, Antonio 178 González, Catalina, 91 González Besada, Augusto, 395, 396, 398, 438, 462 González Bravo, Luis, 372, 408 González Fernández, Venancio, 9, 31, 32, 38, 40, 41, 42, 44, 458, 461 González Linares, Augusto, 303 Gresham, Sir Thomas, 416 Güell, Juan, 321 Guilhou (hermanos), 223, 224 Gullón, Pío, 438 Gutiérrez, Manuel María, 114, 117 Herrera, Martín, 484 Herrera Ayala, María Concepción, 92 Huici, José María, 228 Hume, David, 347 Huskisson, William, 58, 80, 82, 86, 112, 119 Illa, Tomás de, 118 Isabel II, 12, 169, 170, 180, 231, 232, 233, 234, 236, 272, 289, 302, 303, 304, 330, 372, 406, 411, 412, 416, 417, 439, 485, 487 Istúriz, Francisco Javier, 21, 117 Jaumeandreu, Eudaldo, 120, 186, 301, 321 Jevons, William Stanley, 342 Jove y Hevia, Plácido, 408, 430 Jovellanos, Gaspar Melchor de, 87 Jovellar (general), 235 Kiernan, V. G., 217 La Rocha y Duji, Ramón de, véase Rocha y Duji, Ramón de la
Índice onomástico Ladico, Teodoro, 29 Larraz, José, 16, 66, 106, 133, 236 Lasala y Ximénez de Bailo, Manuel, 213, 228 Lavalle (subdirector de la Dirección General de Aduanas), 117 León y Castillo, Fernando, 439, 494 Leroy-Beaulieu, Paul, 478 Lesseps, Ferdinand de, 178 Linares Rivas, Aureliano, 408, 418, 423, 435 Llanos y Torriglia, Félix de, 464 Llorente, Alejandro, 14, 117 López, Ignacio, 91 López, Joaquín María, 177, 177, 437, 438 López, José María, 116, 117 López Ballesteros, Diego, 21 López Ballesteros, Luis, 12, López Domínguez, José, 497 López Juana Pinilla, José, 92, 93, 96, 110 López Puigcerver, Joaquín, 10, 31, 32, 38, 40, 41, 42, 44, 50, 51, 52, 398, 401, 402, 428, 433, 437-480, 498, 510 McCulloch, John Ramsay, 186 Madoz, Pascual, 10, 23, 24, 115, 118, 171-208, 215, 216, 217, 231, 243, 244, 279, 397 Magaz, José, 184 Malo, José Luis, 303 María Cristina de Borbón, 136, 173, 232 María Cristina de Habsburgo, 402, 437 Marshall, Alfred, 342 Martín Aceña, Pablo, 42 Martínez, Antonio (ministro de Hacienda), 98 Martínez Biergol, Antonio, 332 Martínez Campos, Antón, 235, 251, 254, 381, 441, 487 Martínez de la Rosa, Francisco, 60, 134 Martorell, Miguel, 33, 35, 37
Índice onomástico Martos, Cristino, 365, 442, 463 Marx, Carlos, 214, 305 Mateo Sagasta, Práxedes, 29, 35, 37, 46, 260, 302, 337, 341, 369, 373, 376, 377, 380, 381, 382, 392, 395, 398, 423, 433, 434, 437, 443, 444, 460, 462, 463, 466, 469, 478, 479, 482, 487, 488, 492, 494, 495, 496, 497, 500, 502, 503, 508, 509, 510, 511, 512, 513, 515, 541 Maura, Antonio, 367, 453, 463, 465, 482, 486, 493, 496, 503, 509, 510, 511, 512, 513, 514, 530 Mayans, Luis, 21, 61 Mendizábal, Juan Álvarez, véase Álvarez Mendizábal, Juan Menéndez Pelayo, Marcelino, 343 Menger, Carl, 342 Merelo, Jerónimo, 118 Mier (diputado), 128 Millán Alonso (diputado), 152, 153 Miraflores, Marqués de, 19, 117, 236 Mistral, Frédéric, 365 Molinari, Gustave de, 478 Mon, Alejandro, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 17, 18, 20, 21, 27, 35, 36, 37, 39, 54, 57-90, 99, 103, 104, 105, 106, 110, 116, 117, 118, 119, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 139, 141, 142, 144, 145, 148, 152, 158, 160, 161, 162, 165, 189, 214, 230, 231, 232, 236, 237, 238, 245, 246, 268, 269, 270, 271, 272, 278, 279, 280, 282, 295, 308, 320, 371, 372, 373, 402, 445 Mon, Manuela, 58 Mon y Miranda, Miguel de, 58 Moncasi, Francisco, 228 Monlau, Pedro Felipe, 408 Montero Ríos, Eugenio, 44, 365, 442, 443, 444, 479, 480, 497, 500, 512 Montesinos, Pablo, 301 Montpensier, Duque de, 234 Mora y Varona, Irene de la, 486
577 Mora y Varona, Julio de la, 486, 492 Moreau de Jonnes, M. Alexandre, 182, 186 Moreno López, Manuel, 17 Moret, Segismundo, 29, 31, 302, 304, 317, 322, 330, 374, 375, 416, 433, 439, 440, 442, 443, 444, 460, 465, 466, 469, 478, 479, 480, 497, 500, 509, 537 Moyano, Claudio, 352 Mur, Ángela, 211 Muro, José, 433, 493, 500, 513 Mutiozábal (subdirector de la Dirección General de Aduanas), 117 Nadal, Jordi, 219 Napoleón Bonaparte, Luis, 166 Narváez Campos, Ramón María, 11, 12, 19, 20, 21, 59, 61, 62, 68, 84, 117, 119, 136, 137, 139, 140, 144, 149, 152, 160, 167, 168, 178, 232, 237, 247, 248, 270, 271, 273, 285, 287, 288, 293, 372, 413 Navarro Reverter, Juan, 9, 31, 32, 39, 46, 47, 48, 49, 50, 51, 52, 53, 466, 468, 474, 475, 510 Necker, Jacques, 58, 86 Nieto, Manuel, 118 Nieto y Pérez, Emilio, 441 Nieto y Pérez, María, 441 Nieto y Serrano, Matías, 441 O’Donnell Joris, Leopoldo, 17, 19, 20, 22, 25, 180, 185, 220, 229, 231, 232, 236-237, 240, 245, 287, 293, 294, 332, 371, 372, 485 Oeschger (casa), 331, 332, 379, 418 Ofalia, Conde de, 136 Olavide, Pablo de, 87 Oliván, Alejandro, 67, 68, 151, 409 Olmet, Antón del, 439 Olózaga, Salustiano, 60, 136, 176, 177, 180, 327, 341, 350 Ordax Avecilla, José, 178
578 Orense, José María, 68 Orlando, Francisco de Paula,12, 14, 16, 118 Orovio, Manuel, 9, 17, 31, 32, 33, 257, 258, 302, 303, 415, 419, 489 Osuna, Duque de, 135 Otazu, Alfonso de, 202 Pacheco, Joaquín Francisco, 21, 117, 135, 137, 408, 409 Páez Jaramillo, Emilia, 269 Pallares, Conde de, 415 Palomar y Mur, Alejandro, 228 Pan-Montojo, Juan, 23, 24 Pareja, Esteban, 128 Pareto, Vilfredo, 342 Pastor, Luis María, 14, 16, 17, 247, 248, 301, 321, 407 Pavía (general), 30, 256 Pedregal, Manuel, 29, 30, 433, 434 Peel, Robert, 58, 71, 76, 80, 82, 86, 119, 158, 186, 478 Pelayo Cuesta, Justo, 31, 32, 35 Peña y Aguayo, José, 14, 16, 68, 74, 117, 118 Péreire (familia), 223, 224, 225 Pérez de Castro, Evaristo, 96, 103, 113, 114 Pérez García, Ricardo, 403 Pesquera, Alonso, 493 Pi y Margall, Francisco, 345, 346, 347, 358, 359, 433, 434, 508 Pidal, Pedro José, 58, 61, 62, 63, 64, 130, 162, 267, 268, 407 Pidal y Mon, Alejandro, 343 Piernas Hurtado, José, 108, 244, 303, 518 Pío IX, 303 Pita Pizarro, Pío, 113 Pitt el Joven, William, 71, 86 Posada Herrera, José, 35, 392, 394 Prim, Juan, 81, 181, 218, 233, 302, 350 Pro, Juan, 14, 15 Prost, Alfred, 223, 224
Índice onomástico Puigcerver y Blat, Inés, 438 Puñonrostro, Conde de, 412 Quetelet, Adolphe, 184 Remisa, Gaspar, 125 Rey Pastor, Julio, 343, 344 Riansares, Duque de, 203 Ricardo, David, 186, 321 Ríos Rosas, Antonio de los, 61, 218, 407 Ríu, Emilio, 477, 478 Rivas, Anselmo R. de, 52 Rivero, Nocolás María, 341, 439, 440 Roca de Togores, Mariano, 68 Rocha y Duji, Ramón de la, 192 Rodil (general), 115, 116 Rodrigáñez, Tirso, 433 Rodríguez, Gabriel, 301, 322, 340, 341, 342, 444, 463, 503 Rodríguez, Venancio, 382 Rodríguez Campomanes, Pedro, 70, 87 Roldán, Inés, 40, 41, 50, 52 Romero Robledo, Francisco, 430, 434, 463, 465, 475, 501 Rothschild (Banca), 143, 223, 224, 225, 308, 315, 317, 318, 371, 372, 373, 376 Ruiz Fortuny, Félix, 118 Ruiz Gómez, Servando, 28, 29, 314, 330, 335, 357, 373, 374, 376, 440 Ruiz Zorrilla, Manuel, 302, 330, 344, 350, 356, 357, 365, 376, 440, 441 Sabaté, Marcela, 47, 480 Sagasta, Práxedes Mateo, véase Mateo Sagasta, Práxedes Salamanca, Marqués de, 125, 126, 148, 205, 234, 246 Salaverría, Pedro, 10, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22, 24, 25, 31, 32, 36, 64, 110, 170, 229-262, 323, 355, 378, 381, 388, 390, 415, 419, 428 Salmerón, Nicolás, 365 Salvá, Melchor, 303
Índice onomástico Salvador, Amós, 10, 31, 32, 46, 47, 49, 433, 465, 509, 515-541 Salvador, Amós (hijo), 541 Salvador, Miguel, 541 Sánchez Chaves, José, 114 Sánchez Guerra, José, 511, 512 Sánchez Ocaña, José, 17, 20, 21, 106, 153 Sánchez Ron, José Manuel, 366 Sanromá, Joaquín María, 332, 333, 341 Santa Cruz, Francisco, 24, 25, 218, 222, 286, 350 Santillán, Emilio, 39, 40, 94 Santillán, Francisco, 91 Santillán, Ramón, 10, 14, 15, 16, 17, 21, 35, 36, 39, 66, 67, 68, 69, 75, 79, 91131, 139, 144, 145, 146, 148, 150, 159, 160, 162, 163, 165, 186, 214, 219, 220, 221, 223, 230, 238, 242, 246, 282, 295, 364 Sardá, Juan, 46, 222, 248, 472 Sardoal, Marqués de, 440 Sartorius, Luis José, 84, 407 Say, Jean-Baptiste, 186, 321, 478 Sayró, Esteban, 118 Schulze (economista), 478 Schumpeter, Joseph Alois, 341 Seijas Lozano, Manuel, 14, 152 Serrano, Francisco, 218, 255, 256, 302, 373, 377, 381, 441, 442, 487 Serrano Sanz, José María, 18, 33, 388, 428, 446 Sevillano, Juan, 24, 25, 180, 215, 222 Sierra, José de, 17, 236 Sierra y Moya, Manuel María, 14, 118 Silvela, Francisco, 46, 233, 395, 434, 435, 479, 484, 485, 508, 512 Smith, Adam, 186, 321 Sotomayor, Duque de, 117, 137, 139, 146, 150
579 Surrá, Pedro, 106, 107 Tedde, Pedro, 30, 50, 75, 95, 221 Tomás y Valiente, Francisco, 216 Topete (general), 233, 350 Toreno, Conde de, 60, 113 Torres, Manuel de, 65 Tortella, Gabriel, 219, 222, 224, 321 Trúpita, Juan Bautista, 17, 21, 184 Tuñón de Lara, Manuel, 213 Tutau, Juan, 29, 30 Urzáiz, Ángel, 477, 478 Valera, Juan, 304 Valle, Antonio María del, 128 Valle, Eusebio María del, 114, 118 Vallejo, Rafael, 11, 15, 26, 37, 66, 106, 279, 381, 445, 460 Vázquez Queipo, Vicente, 325, 333 Vega Armijo, Marqués de la 218, 517 Velarde, Juan, 301 Veragua, Duque de, 463 Villaba, Manuel, 68 Villacampa, 444, 496, 497 Villar, José María, 118 Viluma, Marqués de, 69, 408 Vincenti, Eduardo, 46 Walras, Léon, 301, 342 Wicksell, Knut, 342 Xaudaró, Ramón, 173 Yarza, José de, 227 Zavala (general), 337, 377 Zumalacárregui, José María, 342
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ÍNDICE LOS MINISTROS DE LA HACIENDA LIBERAL, 1845-1899 (Francisco Comín, Pablo Martín Aceña y Rafael Vallejo) ..............
7
ALEJANDRO MON, UN REFORMADOR ECONÓMICO (Rafael Vallejo Pousada) ................................................................ 1. Mon, el político de relieve ...................................................... 2. La reforma tributaria de 1845 ................................................ 3. La reforma monetaria y bancaria de Alejandro Mon .............. 4. La reforma arancelaria de Alejandro Mon .............................. 5. Ideas económicas, fuentes doctrinales y relevancia de Alejandro Mon en la Hacienda pública española contemporánea ............
85
RAMÓN SANTILLÁN GONZÁLEZ, REFORMADOR DE LA HACIENDA LIBERAL (Rafael Vallejo Pousada) .......................... 1. El personaje ........................................................................... 2. El funcionario, el asesor, el político ........................................ 3. El reformador tributario ......................................................... 4. Protonacionalismo económico ............................................... 5. El gobernador del Banco de España .......................................
91 93 96 102 110 125
BRAVO MURILLO: EL ABOGADO EN HACIENDA (Juan Pro Ruiz) ............................................................................. 1. Los orígenes de un político profesional .................................. 2. Ministro de Hacienda ............................................................ 3. La reforma de la Administración y la Contabilidad ................ 4. El arreglo de la Deuda ........................................................... 5. La reforma del Banco de San Fernando .................................. 6. Un hombre de ideas: del pensamiento a la catástrofe .............
133 134 139 145 147 158 163
57 58 66 75 79
582 PASCUAL MADOZ E IBÁÑEZ: PERFIL DE UN PROGRESISTA ISABELINO (Juan Pan-Montojo) .................................................. 1. La trayectoria política de Madoz ............................................ 2. La apuesta por la geografía y la estadística .............................. 3. Liberalismo industrialista: las ideas político-económicas de Madoz .................................................................................... 4. El fallido «salvador» de la Hacienda ....................................... 5. Negocios privados y recursos públicos: Madoz en el contexto de la clase política isabelina .................................................... 6. Las complejidades de una biografía progresista: una mirada retrospectiva ...........................................................................
Índice
171 172 181 185 193 201 205
JUAN FAUSTINO BRUIL, UN BANQUERO ESPARTERISTA (Eloy Fernández Clemente) ........................................................... 1. Introducción .......................................................................... 2. Comerciante y financiero progresista ..................................... 3. La política hacendística del Bienio progresista ........................ 4. Bruil, ministro (6 de junio de 1855 a 7 de febrero de 1856) .. 5. El presupuesto, la Hacienda y la Deuda ................................. 6. La reforma bancaria ............................................................... 7. El enfrentamiento Bruil-Santillán .......................................... 8. El Banco de Zaragoza ............................................................
209 209 210 213 215 217 219 219 224
PEDRO SALAVERRÍA. CARA Y CRUZ DE LA HACIENDA (José M.ª Serrano Sanz) ................................................................. 1. Una vida en Hacienda ............................................................ 2. La «Administración de los cinco años» ................................... 3. El creador del escudo ............................................................. 4. «La paz y un presupuesto», en la Restauración .......................
229 230 236 245 249
MANUEL GARCÍA BARZANALLANA: UN CONSERVADOR EN LA ÉPOCA DEL CONSERVADURISMO (Carmen García García) ................................................................ 1. Trayectoria personal y formación ........................................... 2. Un hombre pragmático y ecléctico: planteamientos políticos y hacendísticos .......................................................................... 3. Su labor como ministro de Hacienda: la infructuosa búsqueda de un presupuesto equilibrado ............................................... 4. Epílogo: senador y académico ................................................
263 263 270 283 296
Índice
583
LAUREANO FIGUEROLA: EL MINISTRO DE HACIENDA DE LA REVOLUCIÓN GLORIOSA (Francisco Comín y Miguel Martorell) .......................................... 1. Introducción .......................................................................... 2. Un liberal progresista ............................................................. 3. La obra de Figuerola como ministro de Hacienda .................. 3.1. La reforma tributaria ..................................................... 3.2. La organización de los gastos y de la contabilidad y la estrategia lenta de nivelación presupuestaria ................... 3.3. Los empréstitos y la Deuda pública ............................... 3.4. La política comercial de Figuerola: el arancel industrialista. 4. Figuerola y el nacimiento de la peseta como unidad monetaria 4.1. El ministro revolucionario y la peseta como primera moneda nacional ............................................................ 4.2. El pleito de oro: ¿monedas de cuatro o de cinco duros? . 4.3. Un aluvión de bronce .................................................... 4.4. La lenta consolidación de la peseta ................................ 5. Una evaluación de Figuerola como ministro de Hacienda ......
325 328 331 333 335
JOSÉ ECHEGARAY, ECONOMISTA (Pedro Tedde de Lorca) ... 1. José Echegaray, ingeniero y librecambista ............................... 2. Echegaray, diputado de las Cortes constituyentes de 1869 ...... 3. Echegaray, ministro de Fomento ............................................ 4. Echegaray, ministro de Hacienda ...........................................
339 339 344 350 356
JUAN FRANCISCO CAMACHO: UN LIBERAL TEMPLADO (Francisco Comín y Miguel Martorell) .......................................... 1. Un liberal templado ............................................................... 2. Hacia la rectificación de la Hacienda revolucionaria .............. 3. Los liberales restauran la Hacienda y los conservadores la dinastía .................................................................................. 4. La reforma global de 1881: impuestos, administración tributaria, arancel y Deuda ............................................................ 4.1. Las reformas tributarias y las protestas de los contribuyentes 4.2. Reformas en la administración de la Hacienda .............. 4.3. Política arancelaria: retorno y modificación de la base quinta 4.4. El arreglo de la Deuda ................................................... 4.5. El aumento del gasto, la desamortización de los montes públicos y la caída de Camacho ....................................
299 299 300 305 305 311 315 320 323
369 370 372 376 381 383 387 388 389 391
584 5. 6. 7. 8.
Índice Paréntesis en el Banco de España ........................................... El ministro misántropo .......................................................... Al frente de la Tabacalera ....................................................... Retorno conservador y muerte ...............................................
392 395 398 402
FERNANDO COS-GAYÓN: EL HACENDISTA CONSERVADOR (Miguel Martorell Linares) .................................................. 1. Funcionario y publicista moderado ........................................ 2. Un historiador nacionalista, monárquico y católico ............... 3. De Palacio a las trincheras ...................................................... 4. La herencia monetaria del Sexenio ......................................... 5. El hacendista conservador ...................................................... 6. Ministro quietista contra ministro inquieto ........................... 7. En torno a la base quinta ....................................................... 8. El Banco de España y la circulación fiduciaria ....................... 9. El canovista fiel ......................................................................
405 407 409 412 414 419 422 428 431 434
JOAQUÍN LÓPEZ PUIGCERVER: UN HACENDISTA LIBERAL EN ÉPOCAS DE CRISIS (1841-1906) (Inés Roldán de Montaud) ............................................................ 1. De Valencia a la diputación en Cortes: la juventud de un demócrata monárquico .......................................................... 2. Del ejercicio de la abogacía a las responsabilidades de gobierno . 3. Un librecambista ante la crisis agraria finisecular: la reforma de la contribución territorial .................................................. 4. Contra el déficil presupuestario, el arrendamiento de la renta de tabacos .............................................................................. 5. Ampliando las bases del sistema: la contribución industrial y el impuesto del timbre ........................................................... 6. Un nuevo fracaso: la reforma de los Consumos y las cédulas personales ............................................................................... 7. El impuesto sobre el consumo de alcoholes y el presupuesto para el ejercicio 1888-1889 .................................................... 8. Titular de Gracia y Justicia, Gobernación y Fomento ............ 9. Los problemas de una Hacienda en guerra: la Ley de autorizaciones de 17 de mayo de 1898 ............................................... 10. El papel del Banco de España y el problema de los cambios .. 11. El presupuesto de 1898 y los nuevos impuestos ..................... 12. A la vuelta del siglo: en el Ministerio de Gracia y Justicia ......
437 438 441 445 448 451 453 457 462 466 470 473 478
Índice
585
GERMÁN GAMAZO (1840-1901) (Mercedes Cabrera) .............. 1. Cursus honorem ...................................................................... 2. Gamazo, ministro en los Gobiernos liberales ......................... 3. El gamacismo: del regeneracionismo al Ministerio de Hacienda 4. El principio del fin .................................................................
481 483 490 498 510
AMÓS SALVADOR, UN MINISTRO EN EQUILIBRIO (Marcela Sabaté Sort) .................................................................... 1. Hacienda y moneda ............................................................... 2. La antipática cuestión arancelaria ...........................................
515 519 531
BIBLIOGRAFÍA ..........................................................................
543
SIGLAS ........................................................................................
571
ÍNDICE ONOMÁSTICO ...........................................................
573
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Este libro se terminó de imprimir en los talleres gráficos de INO Reproducciones, S. A., de Zaragoza, el 30 de enero de 2006