La Etica A Traves De Su Historia

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Cuaderno 49

A TRAVÉS DE SU LA ÉTICA

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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO M ÉX IC O , 1 9 8 8

DR © 1988 Universidad N acional Autónom a de México C ircuito M ario de la Cueva Ciudad de la Investigación en Humanidades Ciudad Universitaria, 0 4 5 1 0 , M éxico, D .F. IN S T IT U T O DE IN VESTIG A CIO N ES FILO SÓ FIC A S Impreso y hecho en México ISBN — 9 6 8 -3 6 -0 5 3 0 -3

IN T R O D U C C IÓ N El asunto, dijo Sócrates, no es ninguna bagatela: la cuestión es cómo deberíamos vivir.1 Es evidente que las ideas sobre este asunto han discrepado con frecuencia, pues surgen en diferen­ tes contextos sociales e individuales, y persisten en estado de influencia mutua con esos contextos. El entendimiento de una de esas ideas no puede aislarse de la ubicación de la idea en los contextos correspondientes. (Ello no significa negar que hay grandes problemas acerca de qué tipo de ubicación, en aué ti­ p o de contexto nos dará qué tipo de entendimiento.) Hasta el filósofo menos “relativista”, Kant, insistió que sus alumnos de­ ben estudiar cuidadosamente semejantes discrepancias. Daré solamente tres ejemplos de este fenómeno innegable de discrepancia, (i) Unas semanas después de los terremotos de 1985 en México, me encontré viajando en un taxi en Guadalajara. Después de haberme preguntado acerca de la situación en la Ciudad de México, el taxista me informó que los terremotos eran un castigo de Dios por la vida viciosa que llevan los habi­ tantes del Distrito Federal. No pregunté por los detalles de su explicación: pero me hizo recordar la declaración del empera­ dor Justiniano de que la causa de los terremotos es la homose­ xualidad .2 Sin embargo, bajo las semejanzas superficiales hay diferen­ cias profundas entre las ideas de Justiniano y las del taxista tapatío. Aun para alguien que tenga el concepto de morali­

1 Platón, R epúb lica , 352d. 2 Novelas, 77 ss., 1 y 141.

dad, la pregunta “¿qué debería hacer?” no tiene que ser equivalente a la pregunta “¿qué debería hacer moralmente?”: incluso puede saber la respuesta a la segunda pregunta y persis­ tir en hacer la primera pregunta. (Tal vez esto mostraría su in­ m oralidad,5 pero no mostraría ninguna incoherencia.) Y si al­ guien no tiene el concepto de moralidad, como no lo tenía el emperador Justiniano, semejante equivalencia entre la pregun­ ta práctica general y la pregunta moral no podría ser correcta. Ei juicio de Justiniano no era, ni podría haber sido, un juicio m oral. Identificar cualquier pregunta práctica general con la correspondiente pregunta moral es oscurecer la naturaleza dis­ tintiva de la moralidad. La estimación homérica primordial para la astucia de un general en términos de su capacidad de engañar a su adversario, el código de honor que se manifestaba en la práctica de batirse en duelo, los dictados del machismo mexicano (o inglés): ninguno de estos es, ni pretende ser, un fe­ nómeno moral. (Desde luego, esto no implica que los partida­ rios de alguna moralidad no puedan hacer juicios morales acerca de tales fenómenos.) Además, hay muchos casos de gen­ te que emplea algunos valores de otros tipos en la crítica de los valores morales, ¿sto parece ser el caso de Nietzsche, en su de­ manda de una revaloración de nuestros valores, y también de una especie de macho (“La moralidad es para las mujeres y los maricones”). Pero decir todo esto, por supuesto, no es decir na­ da acerca de cóm o puede distinguirse “la institución singular” de la moralidad .4 (ii) Según la antropóloga Mary Douglas, en cualquier cultu­ ra se encuentran algunos recursos para el manejo de los sucesos ambiguos o anómalos. Nos dice: “Por ejemplo, cuando ocurre el nacimiento de un monstruo, las líneas defmitorias entre los humanos y los animales pueden verse amenazadas. Si el naci­ miento de un monstruo puede etiquetarse como un aconte­ cim iento de un tipo peculiar, pueden restaurarse las categorías. Así, los nuer tratan a los monstruos recién nacidos 3 Pero no lo creo: véase Platts, “L a m oralidad, la personalidad, y el sentido de la vi­ da”, Diálogos, 1984, pp. 55-62. 4 La frase es de B em ard W illiam s, Ethics a n d the Limits o f Philosophy, Londres, Fontan a, 1985. Véanse también G. j . W am ock , C ontem porary M oral Philosophy, Londres, M acmillan, 1967, y Philippa Foot, Virtues a n d Vices, O xford, Basil B lackwell. 1978.

como si fueran bebés hipopótamos, nacidos de humanos por accidente, y con esta designación se aclara la acción apro­ piada. Los depositan suavemente en el río, donde pertenecen .”5 Este ejemplo fascinante nos presenta algunos nuevos proble­ mas importantes. No me ocuparé ahora de las dificultades se­ rias que surgen en relación con el tipo de explicación que nos ofrece Douglas de la conducta de los nuer, ni de las dificultades acerca del consiguiente tipo de entendimiento que nos propor­ ciona sobre esa conducta. Más bien, sólo quisiera mencionar dos características posibles del caso .6 Primero, podría ser el ca ­ so que nos enfrentáramos aquí con un tipo distintivo de choque entre dos “formas de vida”, entre dos “sistemas de pensamiento acerca del mundo”. La estructura general de semejante cho­ que sería la siguiente: (a) hay una diferencia acerca de las prácticas admisibles entre las dos formas de vida; pero tam ­ bién, (b), no hay ninguna descripción general de las prácticas controvertidas tal que (i) esa descripción sea asequible a los participantes en am bas formas de vida, y (ii) esa descripción, por lo menos para los participantes en una de las formas de vi­ da, sea pertinente a la cuestión de la admisibilidad de las prácU t d S t U flL lU V C lu U a a .

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cas de los nuer y nuestras prácticas podría ejemplificar esta estructura general. Hay una diferencia clara en las prácticas admisibles frente a un nacimiento monstruoso; pero frente a las preguntas “¿qué deberíamos hacer con un bebé hipopóta­ mo?” y “¿que deberíamos hacer con un bebé humano?” no hay ninguna diferencia. Por lo tanto, parece que no podemos explicar el choque entre estas partes de las dos formas de vida en términos de una incom patibilidad lógica-, más bien, parece ser algún tipo especial de incom patibilidad práctica. Estamos acercándonos a la segunda característica posible de 5 Purity a n d D a n ger: a n Analysis o f the Concepts o f Pollution and T a b o o , Londres, Routledge y Kegan Paul, 1966, p. 39; véase tam bién John Block Friedm an, T h e Monstrous Races in M edieval Art a n d T h o u gh t, Londres, H arvard University Press, 1981. 6 Meramente posibles: se necesitaría una investigación m uy detallada del caso para lograr una confianza razonable acerca de mis diagnósticos. El fenómeno de la descrip­ ción insuficiente de los casos es penetrante en las excursiones de filósofos en los territo­ rios antropológicos e históricos. 7 C fr. W illiams, op : cit., c . 9. Nótese que es una pregunta em pírica si hay o no una descripción que satisfaga la condición (i); pero nótese tam bién que ese hecho no impli­ c a que no se necesite m ucha im aginación para responder la pregunta.

este caso, Si el caso de los nuer y nosotros realmente ejemplifica la estructura general que acabo de describir, ¿cómo podría uno elegir entre las dos formas de vida? ¿No sería un asunto de un acto de fe caprichoso? O, si semejante conversión no es una auténtica posibilidad práctica, ¿no sería un asunto de la mera contingencia de las circunstancias de nuestros nacimientos? Lo dudo. Aun cuando, en términos de las descripciones generales, no haya ninguna incompatibilidad lógica entre el sistema de pensamiento de los nuer y nuestro sistema, hay una incompati­ bilidad lógica a otro nivel: las descripciones de los “productos” de los nacimientos monstruosos serán incompatibles. Para los nuer, los “productos” son hipopótamos, para nosotros son seres humanos. Y esa diferencia parece ser una cuestión de hecho que, en principio, podría decidirse racionalmente. (Aceptar que uno de los grupos está equivocado no es condenar a los que cometen el error.) Para que no sea así, sería necesario que no hubiera ninguna cuestión de hecho asequible a los participan­ tes en ambas formas de vida y pertinente a las diferencias entre sus prácticas. Eso requeriría la posibilidad de dos “sistemas conceptuales” totalmente inconmensurables. Algunos escrito­ res han afirmado semejante posibilidad, incluso algunos han afirmado la realidad de ciertos casos de este tipo. Pero no co ­ nozco ningún ejemplo mínimamente convincente en sus escri­ tos ,8 y comparto algunas dudas conocidas acerca de la mera posibilidad de tales casos.9 Sea cual fuere la verdad acerca de esos exotismos, los nuer nos presentan un caso más mundano. Ahora bien, su segunda característica posible es la siguiente: a pesar de las diferencias claras en términos de las prácticas admisibles entre los nuer y nosotros, podemos llegar a reconocer un acuerdo profundo en relación con el valor de la vida —sea la vida de un hipopótamo o la de un ser humano. Y esta posibilidad no debería asombrarnos. Los valores, y los principios generales que los

8 En muchos casos los propios escritores nos explican perfecta m en te bien los conte­ nidos de los sistemas conceptuales supuestam ente inconmensurables; en algunos otros casos m e parece que lo que m anifiestan los escritores es una falta de im aginación sufi­ ciente en la búsqueda de las descripciones asequibles. 9 Véase, por ejemplo, Donald Davidson, “O n the Very Idea of a Conceptual Schem e”, en su In q u in es into T ru th and In te rp reta ro n , O xford, C larendon Press, 1984, pp , 183-198.

contienen, son sumamente abstractos: su papel en la determi­ nación de las prácticas concretas se media, entre otras cosas, por las creencias de los participantes en esas prácticas acerca de muchas cuestiones de hecho. El paso desde los principios ge­ nerales a las acciones concretas es complejo: si perdemos de vis­ ta este hecho, llegaremos a adherirnos a un “relativismo” tan superficial como equivocado.10 (iii) Las ideas modernas acerca de la justicia social, en térmi­ nos de los derechos equitativos, no parecen tener ningún equivalente entre las ideas de las sociedades jerárquicas del pa­ sado .11 Este no es el lugar adecuado para evaluar esta tesis en de­ talle; meramente quisiera aclarar algunas de las distinciones que serían pertinentes en semejante evaluación. Primero, al es­ tudiar cualquier caso de un supuesto desacuerdo entre las ideas de la gente, es menester distinguir dos posibilidades: una es que haya una diferencia de conceptos, la otra es que haya una diferencia de creencias dentro de un contexto de conceptos compartidos. Dado un debate entre dos aparentes adversarios, una cosa es pensar que cada combatiente está expresando, medianíe su uso de la uicra ‘justicia’, «¿ri concepto distin to; y otra cosa es pensar que los dos están expresando, dentro del contexto del concepto compartido de justicia, sus diferentes creencias en relación con una cuestión de justicia. En el segun­ do caso hay una incompatibilidad lógica y por lo general inme­ diatamente evidente entre las “ideas” de los adversarios; pero en el primer caso, no hay tal incompatibilidad inmediata —los dos partícipes hablan de cosas diferentes. Sin embargo, en un caso del último tipo, la diferencia entre los conceptos de los partícipes, o antes, entre los significados de sus palabras, podría manifestar una incompatibilidad lógica entre algunas de sus creencias a otro nivel más profundo. Pero además hay diferencias importantes entre diferencias

palabra,

10 Dentro del pasaje citado de M ary Douglas, podría encontrarse una sugerencia tácita acerca de un a m anera de explicar las creencias equivocadas pertinentes acerca de las cuestiones de hecho. L a idea sería que la necesidad, ex hypothesi com ún a todas las culturas, de m anejar los sucesos ambiguos o anómalos trab a con algunos aspectos específicos de sus circunstancias locales para producir la creencia errónea. Pero aquí surgen fuertem ente las dificultades acerca del tipo de explicación (y de entendimiento) que nos ofrece la m aestra Douglas (según esta interpretación). 11 C fr. W illiam s, op. cit., pp. 165-7.

de creencias. Imaginemos, dentro de un contexto del concepto compartido de justicia, dos debates diferentes. En uno, los ad­ versarios discuten acerca de la tesis de que la injusticia es más común en África del Sur que en la Unión Soviética. En el otro, discuten acerca de la tesis de que, dentro del contexto actual en Inglaterra, la justicia requiere el cierre de todas las escuelas particulares. Es probable, sin ser necesario, que el segundo de­ bate muestre que los adversarios tienen concepciones diferen­ tes de la justicia: que tienen creencias diferentes acerca de lo que es la justicia, acerca de la naturaleza de justicia, acerca de lo que esencialm ente requiera la justicia. Mientras que es más probable, sin ser necesario, que el primer debate se base en una diferencia de creencias empíricas acerca de algunas cuestiones de hecho, una diferencia de creencias relacionadas sólo “exter namente” con la naturaleza de la justicia. Una tarea para la filosofía del lenguaje consiste en aclarar, por medio de una descripción general de las teorías de in­ terpretación, la base teórica y el contenido empírico de las dis­ tinciones que acabo de esbozar.12 Y es importante reconocer que todas las diferencias mencionadas —de conceptos, de con­ cepciones, y de otras creencias— son diferencias de grado. Pe­ ro en términos intuitivos, una vez más no hay nada aquí que debiera asombrarnos. Conceptos como los de justicia —o de­ mocracia, o corrupción, o lealtad— son altamente abstractos. L a aplicación de semejantes conceptos a niveles más concretos se media por muchos elementos adicionales: las creencias del individuo acerca de muchas cuestiones empíricas, sus otros va­ lores, sus concepciones de los valores pertinentes, sus creencias dentro de un contexto dado acerca de las relaciones entre esos valores. Es en parte por esa razón por lo que sólo podemos en­ tender los juicios concretos y las prácticas que manifiestan un sistema de valores abstractos dentro de un contexto específico, dentro de una “forma de vida”. Tenemos ahora también una explicación de un hecho no­ table: por lo menos para aquellos que vienen de un pueblo que conoce la duda, los dos adversarios de muchos de estos debates

12 V éase, por ejemplo, Platts, Ways o f M ea nin g, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1979, ss. 2, 3 y 10; y cfr. W . B. Gallie, “Essentially Contested Concepts”, en Proceedm gs o f the Aristotetían Society L V I (1 9 5 6 -7 ), pp. 166-198.

pueden encontrarse dentro de una y la misma persona. Reco­ nocer y entender este hecho podría servir para controlar la pro­ pensión común a identificar cualquier adversario externo con el factótum del diablo.15 Muchas personas han afirmado una tesis supuestamente em ­ pírica acerca de las grandes variaciones de las ideas morales de la gente, y han intentado deducir de esa base otra tesis que lla­ man “el relativismo moral”.14 Tengo que confesar que casi to­ das las tesis así llamadas me parecen incoherentes cuando no son triviales. Pero mi propósito aquí no ha sido el de evaluar tales tesis, sino el de enfatizar la necesidad de una descripción verídica del fenómeno que es la supuesta base de los argumen­ tos “relativistas” . Sin duda alguna, hay muchas versiones dife­ rentes sobre la cuestión socrática. Pero no todas esas diferen­ cias son diferencias morales; y aun cuando lo sean, una p a­ labra como ‘idea’ no es suficiente para una descripción filosófi­ camente útil del punto en cuestión. T ratar de entender las diferencias teóricas acerca de la mo­ ralidad que se encuentran en los trabajos de los grandes filóso­ fos de la historia, es harina de otro costal. Los ensayos que se reúnen en este volumen ejemplifican muy bien ia uiveisidad teórica que ha existido, y que todavía existe, en relación con es­ te asunto. Estos ensayos tuvieron su origen en un ciclo de con­ ferencias que se impartió en el Instituto de Investigaciones Fi­ losóficas de la UNAM durante los meses de abril y mayo de 1986. (Algunos de los colaboradores han modificado sustan­ cialmente sus ensayos después de su exposición inicial.) Es un gran placer para mí expresar mi agradecimiento a todos los contribuyentes por su colaboración. Muchos de ellos se dedican, no sólo a exponer las doctrinas de un filósofo dado, sino tam ­ bién a defender esas doctrinas. (En realidad, no hay ninguna línea divisoria rígida entre estas dos actividades.) Y dado que ninguno de los filósofos de los que se ocupa este volumen era un idiota, así es como debe ser. Sin embargo, me atrevo a dar un consejo al lector —un consejo que refleja una concepción específica de los propósitos del estudio de la filosofía. El conse­ 15 Pero sin llegar a abrazar la tontería Tout co m p ren d re, c ’est tout p a rd o n n e r. Hay otras diferencias entre diferencias. 14 Véase, por ejemplo, J . L . Mackie, Ethics: Invenling R ight and W rong, Harmondsworth, Penguin, 1977.

jo es que el lector adopte una actitud crítica, casi escéptica, frente a todas las diversas doctrinas aquí expuestas —pero es­ pecialmente que adopte dicha actitud fren te a su propia teoría preferida (si es que la encuentra aquí). Es demasiado fácil con­ vencemos de la exactitud de nuestras propias creencias (sobre todo si están de moda en nuestro grupito de amigos de confian­ za); es mucho más difícil modificar permanentemente nuestros criterios de argumentación para comprender mejor, y (¿por qué no?) para vivir mejor, el lado de la sensatez en la lucha, constantemente necesaria, en contra de los simpatizantes de la insensatez.

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En los diálogos de Platón encontramos una señalada preocupa­ ción por los problemas de la moralidad. Ellos están presididos por la pregunta acerca de cómo debe ser vivida la vida humana digna de este nombre, cómo hay que elegir entre las varias op­ ciones de vida que se le presentan al humano. Frecuentemente Platón afirma que ésta es la pregunta más importante de cuan­ tas hay (Gorgias 458b, 472c-d, 487e; R epú blica 578c). Y añade que una vida bien vivida es una vida feliz. L a formulación de ciertos problemas morales y las diversas soluciones que los diálogos exploran —ya sea en forma de ar­ gumentos en favor o en contra de ciertas tesis, ya sea por otros recursos: mitos escatológicos, prédica política, afán educativo o legislativo— constituyen la doctrina moral de Platón. Es no­ table que un filósofo que tantas cosas tiene que decir sobre tan diversos temas en filosofía (y no olvidemos, por otro lado, que es Platón justamente el que inaugura muchos de ellos) le asigne tal centralidad a los problemas éticos. Debido a la naturaleza del texto platónico y al desarrollo en las concepciones que pueden discernirse a lo largo de los diálogos, encontramos, no obstante la uniformidad en esta doctrina, que no hay un único lugar en la obra en que ella sea expuesta, sino que hay más bien formulaciones incrustadas aquí y allá, en contextos diver­ sos y en ocasiones haciendo eco a preocupaciones diversas (reli­ giosas, epistemológicas, educativas, metafísicas, políticas), lo

cual es característico del rico y variado tapiz que es el texto pla­ tónico. En verdad uno podría siempre empezar una exposición del pensamiento de Platón, o de una parte de su pensamiento, diciendo que la imagen que mejor describe su discurso es la que él mismo utiliza en el diálogo El sofista y en otras partes: combinar, entrelazar, tejer. En efecto, cuando leemos los diálogos no podemos menos que sorprendemos ante la pericia y el arte de Platón para presentar con suma naturalidad diver­ sas preocupaciones, hilvanándolas a la manera de conversa­ ciones dialogadas. Nuestro problema es pues extraer de este discurso los temas centrales de la ética platónica, sin olvidar que de este modo mutilamos el texto y, tal vez, el sentido del mensaje platónico, pues sin duda parte de la intención de con­ vencimiento que es inherente a todo texto filosófico va inscrita, en el caso de Platón, en la forma misma en que lo presenta, a saber, con los elementos que conforman cada diálogo en par­ ticular. Por otro lado, hay cuestiones internas que marcan, en la se­ rie de los diálogos, diversos agrupamientos de ellos. Tienen ellas que ver con el enfoque dado a la problemática que tratan y a la formulación de la doctrina positiva que exponen. Ellas afectan en general a los contenidos de la filosofía de Platón. En lo que respecta a la ética, encontramos que hay a lo largo de la serie de diálogos (digamos de la A pología de Sócrates a Las le­ yes) un alto índice de uniformidad en las preocupaciones y uni­ dad en el enfoque general. No obstante, también es cierto que hay cambios —y no sólo de detalle— en la doctrina, por lo que se podrían señalar dos soluciones éticas generales: una, la del grupo de diálogos llamados socráticos o tempranos, y otra, la del período tardío, fuertemente influida por las doctrinas metafísicas típicas del platonismo: el dualismo mente/cuerpo, la doctrina de las formas y de los grados de realidad, la creen­ cia en la inmortalidad del alma, por una parte, y por una vo­ luntad educativa y política, ausente en los diálogos tempranos, por la otra. Sin embargo, tal vez no sería erróneo decir que esas doctrinas metafísicas fueron elaboradas por Platón a raíz de los problemas suscitados por la doctrina ética de los diálogos tempranos, esto es, por la filosofía de Sócrates, si es que acep­ tamos que ellos exponen lo que fue su pensamiento. Son cuatro, a mi parecer, los rubros en que se presenta la proble­

mática ética: ( 1 ) ia idea de fundamentar !a moralidad en un valor último y objetivo, y entenderlo como un fin; (2 ) la identi­ ficación de la virtud con el conocimiento, es decir, el intelectuaiismo ético; (3) 1a doctrina de la acción moral y la motiva­ ción; (4) la ecuación de la virtud con la felicidad. En la exposi­ ción que sigue procuraremos mantener esta separación entre diálogos socráticos y tardíos, pues cada una de las soluciones exhibe características y méritos propios. De principio a fin, pues, la filosofía moral de Platón preten­ de dar soluciones al problema acerca de cuáles son las condi­ ciones para elegir correctamente 1a vida que vale la pena ser vi­ vida. Esta idea está ya presente en el dictum de Sócrates, reco­ gido por Platón (Apología 28e ss.), en el sentido de que una vi­ da distinta a la que llevaba, la del examen continuo a él y a sus conciudadanos atenienses, no valía la pena ser vivida, no era una vida valiosa. Si esto es así, entonces un buen punto de par­ tida para conocer el pensamiento mora! de Platón será saber qué entiende él por "vida valiosa”, puesto que es con respecto a una cierta idea del valor y de la valoración que se construyen las distintas exposiciones morales en los diálogos. Tai vez no sea demasiado aventurado decir que Platón en­ contró en la sociedad de su tiempo un campo de creencias mo­ rales y valoraciones que si bien es cierto que fueron transforma­ das en su elaboración filosófica, también lo es que constituye­ ron su punto de partida y alimento. Seguramente, y así lo re­ gistra Platón (Protágoras 319c; Hipias mayor 294d; R epública 505d), este campo no era ni homogéneo —sin duda alguna debían existir concepciones diversas e incluso opuestas del ideal de vida y conflicto entre ellas— ni transparente, es decir, ela­ borado en algún código y accesible a todos. Los diálogos mis­ mos (en particular los tempranos) son testigos de algunos de los elementos de este campo ideológico; para mencionar algunos: las características de la existencia humana que han ensalzado los poetas, la idea de cultura y excelencia que pregonan los so­ fistas, las creencias acerca de la valía de las personas entre los ciudadanos comunes y corrientes, las nuevas creencias místicoreligiosas acerca del alma y su destino, etc. Y también ahí en­ contró como elemento fundamental las enseñanzas de Sócra­ tes: que el alma constituye el yo de las personas, que el objetivo fundamental de la vida es su cuidado y que el bien —el único y

auténtico bien— es el conocimiento. Sobre este campo Platón va a desplegar su análisis, una de cuyas partes estará consti­ tuida por el análisis conceptual y la construcción de estructuras argumentativas; otras partes serán las diversas estrategias (lite­ rarias, retóricas) que Platón emplea en su texto con el fin de persuadir ( cfr. ios comentarios sobre los usos legítimos de la re­ tórica en el Fedro 269d ss.). Este análisis va a enfocar como componente central en la noción de vida valiosa el concepto de excelencia humana o virtud ( areté ). Entre ios griegos, esta no­ ción apuntaba ya a ¡a máxima perfección que el individuo co­ mo tal puede lograr; virtuosa era aquella persona en quien en­ cam aba el máximo valor (cfr. C.M . Bowra, The Greek Experience, Londres, Sphere Books, 1973, cap. V, pp. 102 ss.). En el análisis de Platón, la virtud está en Intima conexión con la concepción del bien; la virtud de una cosa cualquiera es aquello que está presente cuando tal cosa se encuentra en su mejor estado, cuando sus potencialidades se actualizan ópti­ mamente —cuando en ella está presente el bien, dice Platón. Pero esta manera de conectar la virtud con el bien (con lo ópti­ mo) sólo le es posible a Platón gracias a que encuentra que esa noción está permeada de valoración, y ello se expresa en los juicios acerca de cuáles son las actitudes y acciones buenas, va­ liosas, virtuosas. Platón recrea este fenómeno en los juicios que tienen los interlocutores de Sócrates en los diálogos. Pero estos juicios son índice de que las creencias morales son incoherentes puesto que no aparecen como elementos de un sistema racional de creencias. Y es normal que eso sea así. Seguramente las creen­ cias de una época no tienen una formulación exenta de ambi­ güedad ni forman una estructura consistente; e incluso se podría sospechar que las que Platón consigna en sus escritos co­ mo punto de partida para su critica y su exposición positiva ya han sufrido, en sus manos, un proceso de abstracción que les permite ser objetos de consideración reflexiva. El punto de par­ tida, pues, es la noción de virtud, entendida como la cualidad que hace admirable a la persona y por cuya posesión la vida de ésta se convierte en algo valioso. Las cuatro virtudes cardinales de los griegos —valentía, templanza, justicia y sabiduría — ejemplifican los rasgos de carácter reconocidos como virtuosos, y Platón parte de su análisis para buscar un esclarecimiento de la noción de virtud. El conjunto de estas cuatro virtudes revela

dos corrientes, tal vez antagónicas, en el proceso de valoración que las configuró como tales: si la virtud es la excelencia del in­ dividuo, ¿es esta excelencia algo que atañe solamente al indivi­ duo, que sólo a él beneficia? O, por el contrario, ¿atañe tam ­ bién a la sociedad en que se desenvuelve? La valentía (la cuali­ dad básica del hombre, del guerrero), la de más ancestral arraigo debido tai vez a la influencia homérica, aparece como una virtud completamente individualista; la excelencia del guerrero valiente es idéntica al honor que ella le confiere, a su gloria, y en ella se agota (c/r. M, I. Finley, El m undo de Odi­ sea, México, F .C .E ., 1978, cap, V). La templanza tiene múl­ tiples connotaciones que van desde la de un contenido cognitivo —corrección en el juicio— hasta la de un estado emocional —la tranquilidad— (véanse las distintas definiciones propues­ tas en el Cármides ); a pesar del espectro de significación, es también una cualidad del individuo y para el individuo —en una concepción de individuo distinta de la homérica y tal vez opuesta a ella. La justicia es una virtud definitivamente social, encomia los rasgos individuales que mejor contribuyen a la preservación de la vida comunitaria (preocupación y respeto por ios demás, altruismo, etc.). La sabiduría, por su parte, se encuentra asociada a la tradición de los siete sabios que sobre­ salieron como individuos y obtuvieron como tales beneficios in­ dividuales (la fama, el respeto, etc.), pero que también benefi­ ciaron a la sociedad en la que vivieron. Veremos que Platón va a privilegiar la idea de la virtud como logro individual y que piensa que sus repercusiones sociales son algo secundario. El elenco o refutación socrática es el método en ética favore­ cido en las diálogos tempranos. Platón nos dice que Sócrates encontró que nadie sabía en qué consistía la humana virtud, ni si era susceptible de enseñarse. El método expone la confusión que rodea a la noción de virtud (confusión que se expresa en la ausencia de una racionalización acerca de ella, aunada a un deseo de valoración de algún tipo de vida y su comparación competitiva con otros tipos); de ahí parte la justificación que Sócrates daba para practicarlo y su exigencia de proporcionar una base racional a las creencias acerca de la moralidad. Y en­ contramos así lo que tendemos a pensar como más caracterís­ tico de Sócrates: el investigador racional en el campo de la m o­ ral, el crítico implacable de las pretensiones de sabiduría, aquel

que no se rinde sino ante ia fuerza del argumento (Gritón 46bc ; Gorgias 458a). Entre ias características más visibles del mé­ todo socrático podemos señalar las siguientes: los argumentos son todos refutatorios, buscan examinar una cierta opinión o tesis y mostrar su implausibilidad; están construidos como una conversación dialogada a base de preguntas y respuestas, en la que uno de los dialogantes pregunta y el otro responde; su for­ m a más general es la de reducción al absurdo: la implausibilidad que el argumento quiere mostrar se logra encontrando in­ consistencias, contradicciones; el papel del que responde con­ siste en dar o negar asentimiento a las proposiciones que por medio de preguntas se le proponen, en cada paso del argumen­ to, dando como respuestas ‘sí’ o ‘no’, según el caso; una refuta­ ción se considera exitosa cuando, logrado el asentimiento a las proposiciones adecuadas, se deduce una contradicción de la te­ sis que se busca examinar y refutar. Cuando una refutación tiene lugar, lo que se muestra es que hay un conjunto de creen­ cias de una persona que favorecen alguna otra creencia, entra­ ñándola, a la vez que es inconsistente con su contraria, la creen­ cia que es objeto de la refutación. Se ve entonces la importancia que tiene elegir adecuadamente las premisas de ía refuta­ ción si es que ésta ha de obtener los resultados que Sócrates quiere que tenga: su probabilidad de asentimiento debe ser al­ ta y deben ser, en algún sentido, objetos de creencias básicas y, por consiguiente, difícilmente rechazables. Es precisamente en la elección de estas premisas que se introducen las valoraciones platónicas. En los diálogos tempranos, las refutaciones se apli­ can a dos tipos de tesis: (a) a intentos de definición de virtudes específicas (templanza, valentía, etc.), esto es, a concepciones generales de esas cualidades —ellas son respuestas a la pregun­ ta socrática “¿Qué es X ?” — ; y (b) a tesis morales más directa­ mente relacionadas con la acción, por ejemplo, si los principios que rigen la acción moral aceptan excepciones ( Critón), si es preferible la justicia a la injusticia, si debe evadirse el castigo a una injusticia cometida (Gorgias). Pues bien, para ambos tipos de cuestiones, las refutaciones proceden utilizando criterios axiológicos; las premisas ofrecen caracterizaciones de las no­ ciones valorativas máximas: lo admirable (to kalon) y el bien (to agathon) en términos de beneficio, utilidad o placer, y en­ cuentran que las tesis (creencias) examinadas no se adecúan a

esos criterios de valoración (c/r. el Cármides 159e-160b y el L a ­ ques 192c-d, donde se toman como creencias básicas y com par­ tidas las consideraciones socráticas acerca de lo admirable, lo bueno y lo benéfico en el examen de candidatos propuestos pa­ ra definiciones de la templanza y la valentía, respectivamente). Que tales concepciones aparezcan como premisas en argumen­ tos cuya finalidad es negativa (refutar), aunado al hecho que un diálogo temprano (el H ipias m ayor ) se dedica a investigar concepciones de lo admirable, nos indica que en este período Platón considera su doctrina axiológica como algo tentativo y sujeto a investigación. Pero ello no le impide desarrollar una doctrina moral basada en una concepción plausible (o que así lo parece) del valor; dicho con la terminología de los diálogos tempranos: la doctrina que mejor resiste a la refutación — a ser autocontradictoria ( Gorgias 508e-509a). Lo que Platón no po­ ne en absoluto en duda es que las cuestiones de la moralidad deban resolverse apelando a una justificación valorativa extramoral, a un fin último, al bien en su concepción. El tema del valor último es abordado en las diálogos medios y tardíos de Platón en el contexto de la doctrina ontológica de las formas. Esta doctrina, que aquí solamente puede ser men­ cionada, le proporciona la clave para unificar su visión del mundo, para presentar un sistema coherente y explicativo en el sentido de la tradición griega. Pensador teleológico, Platón piensa que hay en las cosas y eventos del universo un orden ra ­ cional, que exhiben orden y armonía y que manifiestan una tendencia a la perfección. En el libro VI de la R epública (509a ss.; cfr. 517b-c), se encuentra la identificación del valor último y causa final con la forma del Bien, de la cual se dice que es causa de la existencia y la esencia de las otras formas y, por ende, de la realidad toda entera. El pasaje está precedido por la advertencia de que es imposible entender esto, a no ser por un muy largo rodeo, y con ello la justificación última de la mo­ ralidad, y en verdad de todo fenómeno, queda confinada a una región fronteriza entre lo místico y lo racional. (Una exposición de la doctrina de las formas se encuentra en I.M . Crombie, Análisis de las doctrinas de Platón, vol. II, Madrid, Alianza Editorial, 1979, cap. 3.) Una idea que está presente a lo largo de toda la obra plató­ nica es la de la identificación de la virtud con el conocimiento.

L a tesis recibe distintas formulaciones y matices y se sujeta a re interpretaciones según se va desarrollando la noción de cono­ cimiento. Tal vez Platón concibió esta idea como resultado de la conjunción de dos líneas de pensamiento. Por un lado, la creencia en la valía del individuo se convierte en la creencia en la valía de lo que él consideraba que era la parte fundamental de la persona, lo que constituía su identidad: el alma humana. Y aunado a ello, la creencia de que era la mente y sus capaci­ dades racionales lo característico del alma, y por cuya posesión el ser humano se emparentaba con lo divino. Producto de la ilustración del siglo V, es la confianza en los poderes ilimitados de la razón lo que va a llevar a Platón a privilegiar de esa m a­ nera el alma y a concebirla como el centro de todo lo que es va­ lioso en la existencia humana, puesto que posee la capacidad de entender el orden del mundo, de planear y dirigir. Por otro lado, a Platón nunca le cupo duda de que hay criterios efecti­ vos para distinguir entre los hombres que son mejores de los que no lo son. Insiste frecuentemente que la auténtica virtud es privilegio de pocos y que esos pocos son objetivamente mejores. En los diálogos tempranos recurre a un modelo de racionali­ dad, que se basa en una interpretación de las artes (tejnai), pa­ ra argumentar en favor de la idea de que la virtud en los indivi­ duos debe tener los mismos resultados objetivos que los que tienen los que practican un arte. En primer lugar, es índice de los que saben que satisfacen un requisito de competencia —en el campo específico al que se aplica un arte determinado, es el entendido el que sabe y puede decidir acerca de las cosas de ese campo (Protágoras 318b; cfr. Leyes 961e-962c). En segundo lugar, el que ejerce un arte, lo hace por un principio de ra­ cionalidad, su competencia —y la obtención del resultado requerido— revela su posesión de un conocimiento estable, y no de un mero azar o experiencia. En tercer lugar, el que posee conocimientos de este tipo tiene la capacidad de trasmitirlos, pues las artes pueden ser enseñadas (Menón 87c). Platón aplica uno de sus criterios axiológicos para argumentar que si la vir­ tud es algo bueno, debe ser benéfica e infaliblemente benéfica para el que la posee. Y encuentra que sólo el conocimiento puede satisfacer este requisito, puesto que sólo él está exento de error en la obtención del beneficio. De esta manera justifica también la idea socrática de la unidad de las virtudes: en todo

aquello que llamamos virtud, el único elemento que sistemáti­ camente aparece , y que debe ser considerado como la causa de que lo que se considera virtuoso efectivamente lo sea, es el ele­ mento intelectual ( Protágoras 352b-c). Un momento crucial en el desarrollo de la ética platónica ocurre cuando se hace la distinción entre conocimiento y opi­ nión. Platón afirma que en lo que respecta a resultados prácti­ cos, la creencia verdadera es tan buena guía como el conoci­ miento, y que ahí en nada difieren (M enón 97b-c). Si esto es así, la tesis de que la virtud es (sólo) conocimiento tiene que ser reconsiderada. El cambio ocurre en el libro IV de la R ep ú b li­ ca, donde expresamente Platón hace una distinción entre la virtud auténtica (basada en el conocimiento) y la virtud induci­ da por la educación (basada en la creencia verdadera). Ello ocurre porque el modelo de conocimiento como tejne, que suponía una simetría entre estado cognitivo y resultados prácti­ cos, se ha visto debilitado por la introducción de una doctrina de la división del alma en elementos racionales (cognitivos) e irracionales (apetitivos), con la eventual disfunción que esto trae consigo, lo que se convierte en una amenaza para el enfo­ que mteiectuahsta de ia moralidad. Platón va a explorar este conflicto de manera diversa: la exaltada defensa de la vida filo­ sófica entendida como una radical separación de lo racional con respecto a lo cam al — representante de los apetitos (Fedón , passim ; Teeteto 172c-177c)— ; los dos programas educativopolíticos tendientes a formar dos tipos de virtud en los indivi­ duos con las consecuencias divisionistas en la sociedad que son de esperarse (R epública, Las leyes)-, los intentos de mostrar la supremacía del elemento racional sobre los apetitos y emo­ ciones por medio de un control racional (Protágoras, Filebo), etc. La ética de Platón es una ética de estados (en especial de estados cognitivos), la cuestión de las acciones es para él algo secundario; confiaba en que el estado moral correcto automá­ ticamente produciría la acción moral correcta. Gran parte de la doctrina moral de Platón está encaminada a hacer de esta tesis algo plausible.

A R IS T Ó T E L E S Y LAS V IR T U D E S

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