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Spanish; Castilian Pages 532 [524] Year 2020
Jéromine François
La Celestina, un mito literario contemporáneo
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Ediciones de Iberoamericana 114 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Jorge J. Locane Universitetet i Oslo Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
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La Celestina, un mito literario contemporáneo Jéromine François
Iberoamericana - Vervuert - 2020
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Este volumen ha sido publicado gracias a la ayuda financiera del Fonds National de la Recherche Scientifique – FNRS, de la Fondation Universitaire de Belgique, del departamento de Lenguas y Literaturas Francesas y Románicas de la Université de Namur y del Instituto de Investigación Traverses (ULiège).
Derechos reservados © Iberoamericana, 2020 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2020 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-145-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-016-2 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-017-9 (e-Book) Depósito Legal: M-12696-2020 Diseño de la cubierta: a. f. diseño y comunicación Ilustración de cubierta; Teo Puebla, La Celestina, © SABAM Belgium 2020 Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.
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Este trabajo es el fruto de una reflexión nutrida por varios ángeles de la guarda. Quede aquí expreso mi más sincero agradecimiento por la generosidad, a nivel intelectual y humano, de colegas y amigos preciados: Lieve Behiels, Patricia Willson, Jacques Joset, Álvaro Ceballos Viro y Joseph T. Snow.
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ÍNDICE
Introducción ..................................................................................................
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Parte I LA CELESTINA de 1499 a nuestros días, panorama de una recepción Capítulo I. Antes del siglo xix: La Celestina, heredera y antecesora ............... I. Antecedentes de La Celestina ....................................................................... II. La celestinesca stricto sensu del siglo xvi y la utilización de la Tragicomedia en el siglo xvii: las premisas de una estirpe literaria ...... III. El siglo xviii: una supervivencia complicada ............................................. IV. Antes del siglo xix: el mantillo del mito contemporáneo ...........................
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Capítulo II. Desde el siglo xix: los loci critici de La Celestina ........................ I. Los tópicos de la crítica celestinesca contemporánea .................................... II. Cronología de la crítica celestinesca: del siglo xix a nuestros días ............... III. La Celestina como mito ............................................................................
43 45 49 62
24 39 41
Parte II Del mito y sus reescrituras: consideraciones teórico-metodológicas Capítulo III. Las teorías del mito y sus desafíos............................................. I. El mito como objeto de estudio: panorama histórico................................... II. El mito y su aplicación a los estudios literarios ...........................................
67 69 91
Capítulo IV. Las versiones de La Celestina: un corpus de reescrituras hispánicas contemporáneas ............................................................................. I. Constitución del corpus .............................................................................. II. Presentación del corpus estudiado .............................................................. III. Los mitemas celestinescos .........................................................................
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Parte III Los mitemas de LA CELESTINA Capítulo V. Mediación mágica...................................................................... I. La Celestina primigenia, “alcahueta y un poquito hechicera” ....................... II. La magia en La Celestina, “instrumento de lid o contienda” académica ...... III. La magia, tema de la celestinesca antigua .................................................. IV. El mitema de la celestinesca contemporánea ............................................. V. Un mitema fluctuante ................................................................................
161 162 165 175 176 246
Capítulo VI. Mediación carnal ..................................................................... I. El amor sexual en La Celestina original ........................................................ II. El mitema en el corpus contemporáneo ..................................................... III. Los fines de la mediación carnal: variaciones del mitema ..........................
251 253 277 345
Capítulo VII. Tensión social ......................................................................... I. La Celestina, obra de la transición social tardomedieval ............................... II. De la contienda a la ruptura social ............................................................. III. El judío, figura del oprimido .................................................................... IV. De la contienda social a la leyenda negra ...................................................
347 349 359 387 421
Capítulo VIII. De los mitemas al mito ......................................................... 431 I. Funcionamiento global de los mitemas ....................................................... 432 II. Relato mitémico: La Celestina, mito de la mediación subversiva ................. 446 Conclusiones .................................................................................................. 459 Anexo: Tabla de personajes de las reescrituras celestinescas contemporáneas ............................................................................................. 471 Bibliografía..................................................................................................... 487 Índice onomástico .......................................................................................... 527
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INTRODUCCIÓN
En 1925, Ramiro de Maeztu declara que, a su ver, “la flor suprema de la imaginación ha de encontrarse en los mitos literarios, y que los más altos mitos literarios de los tiempos modernos son Don Quijote, Don Juan y Celestina, españoles los tres” (El Sol, 20 de octubre de 1925). A lo largo del siglo xx y a principios de este siglo xxi, ha seguido siendo tópica la designación de estos tres personajes literarios como mitos españoles. Las figuras de don Juan y de don Quijote han generado un sinfín de monografías y artículos dedicados a examinar el nacimiento de estos mitos cuyo desarrollo se explica a la luz de los cambios históricos y cuyos componentes básicos —a veces llamados mitemas— se rastrean tanto en las letras como en las artes, la filosofía o el cine.1 En el caso de La Celestina, (Tragi)comedia de Calisto y Melibea, atribuida a Fernando de Rojas y a un misterioso “antiguo autor”,2 las cosas no parecen
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Como muestra significativa, aunque lejos de ser exhaustiva, se pueden mencionar los trabajos de Bautista Naranjo (2014), Perrot (2003) y Canavaggio (2005) —para don Quijote— y los de Rousset (1978), Feal (1984) o Gournay (2015) —para don Juan—. 2 La autoría de La Celestina es una cuestión altamente debatida entre los celestinistas. Según la tesis más generalmente admitida, dos autores habrían intervenido en la creación de la Comedia: un “antiguo autor”, responsable del primer acto, y el bachiller en Leyes Fernando de Rojas, responsable de los demás. Luego, el mismo Rojas habría prolongado de nuevo la obra para transformarla en Tragicomedia. Esta es la perspectiva adoptada por la edición de La Celestina (Rojas 2011) que he manejado en mi investigación. En la portada de la publicación de la Real Academia Española aparece, en efecto, la indicación “Fernando de Rojas (y ‘antiguo autor’)”. Ahora bien, algunas voces de autoridad han propuesto otras hipótesis al respecto: Menéndez Pelayo (1943a [1910]) abogó, por ejemplo, a favor de la autoría única de Rojas, mientras que, más recientemente, Joseph Snow (1999-2000 y 2005-2006) y José Luis Canet (2011) han puesto en duda la intervención de Rojas en la creación de La Celestina. No es el propósito del presente trabajo posicionarse en tal debate. Por tanto, para mayor comodidad,
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tan claras. A diferencia de lo sucedido para los personajes de Cervantes y Tirso, no se ha publicado hasta la fecha ni un solo estudio dedicado a esclarecer el “mito” de La Celestina y de su alcahueta epónima. Si Reyes (1959), Cantalapiedra (1988), Álvarez Barrientos (2001: 93), Díez (2004), García del Busto (2007) o el mismo Maeztu han afirmado el carácter mítico de este texto y del personaje celestinesco, no definen en qué consiste tal mito. La índole mítica de La Celestina parece surgir sin más de la vigencia transhistórica de la obra rojana: sería mítica en la medida en que no conoce fronteras ni lingüísticas ni geográficas ni mediáticas. Ni siquiera el volumen colectivo dirigido por Torres Nebrera y publicado bajo el sugerente título de Celestina: recepción y herencia de un mito literario (2001) procura analizar este mito, sino que ofrece un panorama —muy rico— del tratamiento crítico y de la descendencia literaria, teatral y cinematográfica que ha generado el texto rojano desde el siglo xvi hasta finales del xx. Ahora bien, más allá de su éxito diacrónico como objeto de estudio y como estímulo artístico, ¿en qué medida la creación rojana ha sido recibida como mito y en qué consiste tal mito? Con el objetivo de dar respuesta a estas cuestiones todavía sin resolver, el presente trabajo ofrece el primer estudio estructural y contextual sistemático del mito literario de La Celestina. Como tendremos ocasión de ver, la mitificación de una obra literaria es un fenómeno complejo cuyo examen no carece de retos teóricos y metodológicos: implica, en efecto, una definición previa —y precisa— de lo que se entiende por mito, noción proteiforme nacida en la antropología y en la historia de las religiones antes de ser retomada por los estudios literarios, con distintas acepciones, y de impulsar la creación de teorías propias como la mitocrítica o el mitoanálisis. En vista de esta variedad de definiciones y usos, la misma aplicación del término al ámbito literario tiene que ser cuestionada. La recepción mítica de La Celestina constituye un proceso largo que se ha desarrollado y sigue desarrollándose, ya observaremos cómo, al hilo de la época contemporánea. De ahí el amplio marco temporal del presente estudio
en las próximas páginas consideraré de forma tradicional La Celestina como texto rojano. Asimismo, cuando me refiera a un componente de la obra común a las dos versiones del texto, como Comedia de dieciséis actos y como Tragicomedia de veintiuno, hablaré de la (Tragi) comedia. Para designar una versión en concreto, diferenciaré la Comedia y la Tragicomedia.
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Introducción
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(1822-2014). Para evidenciar y explicar esta dimensión específica de la recepción del texto rojano, nos centraremos en un corpus celestinesco aún no estudiado de forma sistemática y en parte inédito: las reescrituras literarias de La Celestina que se han publicado o han sido puestas en escena en el ámbito hispánico. El concepto de reescritura abarca en este contexto el conjunto de los hipertextos (Genette 1982) y de las transficciones (Saint-Gelais 2011) de la (Tragi)comedia producidos en España, con algunos ejemplos hispanoamericanos. Amén de representar valiosas lecturas históricas de La Celestina cuyo estudio ha sido a menudo desdeñado por la crítica,3 como ha lamentado repetidas veces Joseph Snow (1993, 1997b, 2001c), estas reescrituras constituyen un objeto de estudio idóneo para indagar en la recepción mítica de La Celestina. Como se mostrará en adelante, el mito nace y vive, en efecto, a través de la reapropiación de una estructura narrativa básica. Al implicar una desviación de la trama celestinesca —sea mediante una prolongación de su intriga, una parodia de sus personajes o una transposición de su marco espaciotemporal, entre otros procedimientos—, la reescritura es una práctica cuyo análisis es particularmente útil para identificar a la vez la perennidad y las transformaciones de una estructura mítica. La primera parte de este trabajo corresponde a un protocolario estado de la cuestión relativo al estudio de La Celestina. Se trazará de este modo un panorama de la recepción de la obra rojana tanto en su dimensión crítica —se registrarán las grandes perspectivas teórico-metodológicas desde las cuales se ha estudiado el texto rojano— como en su dimensión creativa —examinaremos los tipos de obras literarias inspiradas por La Celestina que se han agrupado bajo la etiqueta de celestinesca—. Se distinguirá además la recepción celestinesca anterior al siglo xix (capítulo I) de la posterior a este mismo siglo (capítulo II). Esta breve historia permitirá así mostrar la peculiaridad de la recepción contemporánea de La Celestina, en la que nace la perspectiva mítica. Semejante estado de la cuestión también evidenciará la originalidad
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Tampoco Torres Nebrera (2001b) identifica este corpus como tal. Aunque menciona en su estudio algunos de los textos que enseguida analizaremos, pasa por alto muchas reescrituras de La Celestina y no diferencia siempre claramente estas adaptaciones libres de las adaptaciones stricto sensu de la obra rojana. Regresaré a esta distinción en el capítulo IV, cuando presente el corpus celestinesco que constituye el objeto de este trabajo.
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del presente objeto de estudio —un corpus celestinesco muy poco estudiado— y su orientación teórico-metodológica, nunca aplicada, hasta la fecha, a la Tragicomedia de Calisto y Melibea. El establecimiento del marco teórico-metodológico de este estudio ocupará los dos capítulos de la segunda parte. En el capítulo III, titulado “Las teorías del mito y sus desafíos”, se ofrecerá otro estado de la cuestión, relativo esta vez a las diferentes teorías que se han desarrollado alrededor de la noción de mito —mitocrítica, mitoanálisis, mitopoética y comparatismo diferencial—. Este repaso teórico dará lugar a una exploración de los conceptos y métodos de análisis que se han movilizado para estudiar los mitos. Tal examen nos llevará a reevaluar estas herramientas críticas para construir la metodología más operativa a la hora de estudiar un mito como el de La Celestina. En este marco, se dedicará una atención especial a la noción de mito literario y al concepto de mitema, fundamental, como veremos, para identificar la estructura de un mito dado. En el capítulo IV, “Las versiones de La Celestina: un corpus de reescrituras hispánicas contemporáneas”, se presentarán el corpus primario, su proceso de selección y su método de análisis. Tras justificar la pertinencia de la reescritura como herramienta conceptual a la hora de analizar la constitución de un mito literario, se determinará el tipo de textos celestinescos que corresponde a esta categoría de reapropiaciones literarias, de la comedia de magia de Juan Eugenio Hartzenbusch a la obra dramática de Álvaro Tato, pasando por los textos de Alfonso Sastre, José Martín Recuerda, Carlos Fuentes, Luis García Jambrina y muchos otros. El capítulo se cerrará con una descripción de los tres mitemas celestinescos que se desprenden de este corpus y del método a partir del cual serán analizados en los capítulos siguientes. La tercera parte se centrará en el estudio propiamente dicho de cada uno de estos mitemas. Mediante el método de análisis estructural y contextual definido en el capítulo II, se analizarán los tres mitemas esenciales del mito celestinesco: el de la mediación mágica (capítulo V), el de la mediación carnal (capítulo VI), y el de la tensión social (capítulo VII). Por su parte, en el capítulo VIII se sacarán conclusiones sobre el funcionamiento global de los mitemas celestinescos. A raíz de estas observaciones, se propondrá una descripción del relato mitémico que las reescrituras contemporáneas han venido asociando a La Celestina.
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Esperemos que tal recorrido por las reescrituras contemporáneas de La Celestina pueda decirnos algo más acerca de la profunda influencia que ha tenido este clásico español sobre las letras hispánicas. También es de desear que la articulación entre estudio estructural y examen histórico arroje un poco de luz sobre el proceso general de la reescritura, como fenómeno de recepción, y sobre el funcionamiento de ese oscuro objeto del deseo que solemos llamar mito. Solo a partir de ahí podremos entender mejor la forma en la que Celestina, aquella promotora de la lujuria, “alcahueta y un poquito hechicera” (Rojas 2011: 54), ha llegado a expresar pasiones y fobias universales del ser humano.
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Capítulo I ANTES DEL SIGLO XIX: LA CELESTINA, HEREDERA Y ANTECESORA
Antes de adentrarnos en el estudio de la prole más reciente que engendró —y sigue engendrando— el texto de Rojas y “antiguo autor”, conviene incidir, por un lado, en el abolengo del que surgió en su tiempo La Celestina y, por otro, en la influencia que durante sus primeros siglos de existencia ya había ejercido esta (Tragi)comedia en las letras españolas. En lo que atañe a la primera parte de este examen, no se ha de olvidar que, como cualquier texto literario y a pesar de su reconocida singularidad como obra maestra,1 La Celestina no surgió de la nada: se produjo en un contexto particular, el de una época de transición en la que la herencia medieval coincidía con un gusto renovado por el patrimonio cultural grecolatino y con los nuevos rumbos literarios que se bosquejaban durante esos incipientes tiempos modernos. Ya lo advertía Menéndez Pelayo: Aunque [La Celestina] sea directamente naturalista y deba tenerse por un original dechado de pasmosa verdad y observación encarnizada y fría, no puede desconocerse que la armazón o el esqueleto de la fábula, y aun la mayor parte de los personajes, y por de contado las sentencias y máximas que pronuncian, tienen abolengo próximo o remoto en la literatura clásica, y en sus imitadores de la Edad Media y del Renacimiento, y en algunas obras también de nuestra propia literatura. (Menéndez Pelayo 1943a [1910]: 281)
La Celestina constituye en efecto, como enseguida se detallará, una peculiar y lograda síntesis de legados medievales y antiguos con novedades renacentistas. Además de representar, de este modo, un hipertexto peculiar (Genette 1
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Una singularidad de la que dio pruebas Lida de Malkiel (1970 [1962]).
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1982), la obra rojana también se convirtió muy rápidamente en un hipotexto movilizado por numerosos textos de índole variada. El examen de esta rica prole permite trazar un panorama general de la recepción de La Celestina anterior a la época —los siglos contemporáneos— que constituye el objeto de este trabajo. A partir de ahí, se podrá evaluar la evolución de esta recepción a lo largo de los siglos y evidenciar las tendencias propias de la celestinesca contemporánea. Si bien es cierto que La Celestina forma parte de una cadena histórico-literaria ineludible, más que obra eslabón, se trató en su época, como se verá más adelante, de una obra bisagra; por lo cual su recuperación, cada vez más activa en la época contemporánea, cobra un nuevo relieve. I. Antecedentes de LA CELESTINA No es mi propósito rastrear aquí de forma exhaustiva las fuentes de la obra de Rojas y de su eventual “antiguo” colaborador. Tan solo pretendo esbozar un breve árbol genealógico del material que intervino en la construcción de la trama celestinesca y de sus complejos personajes. Aunque hoy en día estos se consideran a menudo como arquetipos, en realidad sintetizan, fijan e intensifican algunos rasgos relacionados con tipos literarios anteriores. En su clásica monografía La originalidad artística de La Celestina (1962), María Rosa Lida de Malkiel estudia la tradición literaria clásica y medieval de la que proviene cada personaje rojano para valorar mejor el peculiar tratamiento al que los somete la (Tragi)comedia. Se puede atisbar un sinfín de fuentes o antecedentes más o menos directos que allí se transforman. Huelga decir que, para este texto plagado de citas clásicas, la literatura latina de la Antigüedad constituye un referente mayor. Como señaló Menéndez Pelayo, “[La Celestina] no se parece [...] a ninguna [obra de la Antigüedad]; pero tiene rasgos sueltos de muchas” (1943a [1910]: 282). Estos rasgos sueltos son difíciles de localizar, ya que atañen a aspectos tan variados como la construcción de personajes, algunas técnicas dramáticas o situaciones concretas, como ciertas escenas amorosas o conflictos entre criados: The examination of The Celestina shows that Roman, and especially Terentian comedy was the model, direct and indirect, for a good number of technical devices; it has fixed the categories of most characters (the lovers, the parents, the
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Capítulo I
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servants, the courtesans); it has imposed the love theme, and has left a tangible trace in some situations and in innumerable maxims and verbal echoes. (Lida de Malkiel 1961: 52)
A juicio de Landa, también la trama rojana en general se inspira en obras antiguas. La Celestina seguiría así el patrón de una tragedia griega de corte clásico: “se cumple la tragedia en la medida en que más se ignora el destino y se cree actuar conforme a los designios del albedrío” (Landa 2004: 181). El teatro de Plauto y Terencio influyó sin duda en La Celestina a través de la comedia humanística (Rodríguez Cacho 2009: 149). Ambos tipos de comedia presentan, pues, el mismo esquema que el texto de Rojas, ya que desarrollan una trama amorosa en la que suele intervenir una alcahueta que comparte bastantes características con el personaje de Celestina. En efecto, si bien es cierto que el personaje de Rojas —junto con la Trotaconventos de Juan Ruiz— quedó grabado en la historia de la literatura —e incluso en la lengua común—2 como mayor exponente de la tercera, esta figura de la alcahueta también es fruto de una tradición literaria anterior. Celestina reúne muchos rasgos del personaje de la alcahueta conformado por la literatura que la precede.3 Amén de mostrarse muy leída en las historias antiguas, combina en sus propios ademanes las singularidades de las vetulae y lenae antiguas. Así, Menéndez Pelayo considera a la Dipsas de Ovidio —que aparece en los Amores— como “el primer esbozo del carácter de la tercera de ilícitos amoríos” (1943a [1910]: 284), que comparte con Celestina una afición a la bebida, así como habilidades de hechicera. Pero no son esas las características principales de la alcahueta rojana: “en lo que emula y supera a la Dipsas ovidiana es en el oficio que ambas ejercen de concertadoras de ilícitos tratos, y en la pérfida astucia de sus blandas palabras y viles consejos” (286). Todavía
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Con la entrada en el diccionario de Covarrubias (1611) y luego en el DRAE (desde 1899) del sustantivo celestina (con la definición actual de “alcahueta; mujer que concierta una relación amorosa”). Desde 1788, también aparece en el DRAE el coloquial polvos de la madre Celestina como “frase popular, para burlarse de los polvos que los charlatanes suelen traer, atribuyéndoles maravillosas virtudes que no tienen”. Su definición actual es el “modo secreto y maravilloso con que se hace algo”. 3 Un artículo ineludible —aunque centenario— a este propósito es el de Bonilla y San Martín (1906).
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según el estudioso santanderino, la Tragicomedia recupera también del teatro de Plauto y Terencio “la continua intervención de los siervos en las intrigas amorosas de sus amos” (292), el protagonismo de rufianes fanfarrones y el tipo de la lena, tal y como se configura, por ejemplo, en la Cistellaria de Plauto y que “se muestr[a] como [Celestina] razonador[a] y sentencios[a] y d[a] verdaderas lecciones de perversidad a sus educandas” (294).4 Es innegable que el personaje epónimo de Rojas recupera así, de forma sincrética, rasgos de las medianeras latinas que, según González Rolán, eran todavía “personajes en proceso de formación” (1977: 289). Al respecto, el mismo investigador reivindica “para la literatura latina, desde Plauto hasta el Pamphilus de amore la creación acumulativa de los caracteres de la vieja tercera en amores, que irrumpe en las literaturas románicas y alcanza su más alto grado de perfección en La Celestina”. Cabe también señalar que, en el ámbito de la alcahuetería, Celestina encontró otro modelo insoslayable en el Libro de buen amor de Juan Ruiz, cuya Trotaconventos presenta rasgos que se retoman y amplifican en la (Tragi)comedia.5 El mundo oriental también influiría en La Celestina, como ha analizado Márquez Villanueva en Orígenes y sociología del tema celestinesco (1993). El estudioso muestra que los textos literarios árabes y mudéjares han conformado personajes de alcahuetas y casamenteras que anticipan muchas características de Trotaconventos y Celestina. Sabec (2003: 28) explica asimismo que la tradición de la alcahueta literaria se remonta a los cuentos orientales, como los recopilados en Calila y Dimna, y a los tratados como El collar de la paloma de Ibn Hazm. En cuanto a la caracterización hechiceril de Celestina, Cortijo Ocaña (2008) considera que Rojas sigue aquí, entre otras fuentes, el modelo de la bruja que profetiza el futuro de Álvaro Luna en el Laberinto de fortuna de Juan de Mena. Para concluir con la tradición literaria de la que emergió la protagonista de Rojas, es interesante la hipótesis de Cándano Fierro, según la cual Celestina tendría que ver, aparte de con esta clara estirpe de alcahuetas literarias, con “los posibles resabios de la simbiosis de la sabia consejera, hechicera y
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Dicho sea de paso, el mismo término tragicomedia es otro préstamo latino que viene del Anfitrión de Plauto, obra en la cual aparece el primer uso conocido de este mot-valise. 5 A este propósito consúltense, por ejemplo, los artículos de Nieto (1977) o de Miaja de la Peña (2004).
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alcahueta de la literatura ejemplar que la precede” (2004: 111). Según la estudiosa, el personaje rojano destruiría el arquetipo del sapiente privado, ya que usurparía el papel del consejero del exemplum invirtiéndolo. En efecto, al presentarse como una figura del saber que utiliza tópicos argumentativos e ilustraciones para ejemplificar sus antivalores y su retórica del deleite, Celestina parece, sobre todo, asumir un papel de anticonsejera. Sin embargo, el personaje de Celestina no solo tiene antecedentes literarios sino que también se asemeja a referentes reales. En su análisis diacrónico y diatópico de la brujería en Europa, Caro Baroja establece una distinción entre la bruja —que desarrolla su actividad en medios rurales— y la hechicera —que practica la magia en zonas urbanas—. Señala que la protagonista de Rojas da forma literaria a las mujeres que practicaban la magia (negra) en los centros urbanos de Castilla y Andalucía durante el paso de la Edad Media al Renacimiento. De ahí que el antropólogo califique a esas mujeres como “hechiceras de tipo celestinesco”: Aunque Fernando de Rojas dibujó su espléndido personaje tomando elementos de la literatura latina de Ovidio, de Horacio, etc., resultó que su dibujo correspondía tan perfectamente con tipos reales que podían encontrarse en las ciudades españolas (Toledo, Salamanca, Sevilla...) en los siglos xv y xvi, que dio un patrón excelente a los cultivadores de la literatura realista (Caro Baroja 1966: 142).
Estas hechiceras son mujeres “mal afamada[s]” (142) que se dedican al comercio del amor, pero que también ejercen otros varios oficios (vendedora, perfumista...) y cuya hechicería es sobre todo “erótica” (143). Al recordar la descripción del variopinto laboratorio de Celestina —descripción hecha por Pármeno en el primer acto de la Tragicomedia—, Caro Baroja explica que los ingredientes que lo componen “por una parte, coinciden con los conocidos en el mundo clásico, por otra coinciden con los que aparecen enumerados en los procesos levantados a las hechiceras castellanas por los tribunales inquisitoriales” (143). Es de notar que este laboratorio celestinesco, que Modesto Laza Palacios (1958) ha estudiado en detalle, ha sido recreado en numerosas reescrituras contemporáneas de La Celestina, como se verá más adelante. Por lo demás, Caro Baroja concluye su examen del “arquetipo” celestinesco señalando que “la justicia civil, tanto o más que la eclesiástica, castigó de
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continuo a esta clase de mujeres mixtas de hechiceras y alcahuetas” (144). A tales castigos se alude en la Tragicomedia: en el acto VII, cuando Celestina habla de Claudina, colega suya y madre de Pármeno, explica que la justicia la acusó de brujería (“le levantaron que era bruja”, Rojas 2011: VII, 170) y la castigó en consecuencia. Volviendo a las raíces literarias de la (Tragi)comedia en su globalidad, conviene ahora examinar en qué medida el argumento de esta también da testimonio de una herencia medieval. Por una parte, tanto la estructura como los protagonistas de La Celestina aluden a la comedia elegíaca, y más concretamente al Pamphilus de amore. Este texto anónimo del siglo xii, escrito en latín y que tuvo mucho éxito a lo largo de la Edad Media —como demuestra, por ejemplo, su recuperación por Juan Ruiz en el episodio de don Melón y doña Endrina del Libro de buen amor—, se atribuía a Ovidio y cuenta de forma dialogada una historia de amor en la que interviene el personaje de vetula, vieja alcahueta astuta. Se ha visto un parentesco entre La Celestina y este ars amandi medieval tanto desde el punto de vista de los personajes como en lo que atañe al tratamiento del tiempo, ensanchado con miras a la evolución psicológica de ciertos personajes (Lida de Malkiel 1970 [1962]; Dardón de Tadlock 1977). Por otra parte, La Celestina también dialoga con las letras tardomedievales al invertir las pautas de la novela sentimental, género en boga cuando se escribe la (Tragi)comedia. Dorothy Severin (1984) es quizá quien más aboga a favor de este análisis de La Celestina como parodia de la novela sentimental. Más específicamente, la investigadora ha detectado un juego con Cárcel de amor (1492) de Diego de San Pedro. Efectivamente, es patente la construcción de los diálogos de La Celestina como inflación burlesca de los códigos del amor cortés, tal y como se teorizan en el De amore de Andreas Capellanus6 y se ejemplifican en la novela sentimental. Así se vuelve aún más hiperbólico el tópico de la religio amoris, y llega a coincidir con pasajes claramente descorteses por su expresión descarnada del apetito sexual de Calisto.7 Además,
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Deyermond (1961) expuso los vínculos entre el tratado de Capellanus y la escena con la que se abre La Celestina. 7 Regresaremos sobre este aspecto, clave en las reescrituras celestinescas contemporáneas, en el capítulo VI.
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a la retórica cortés del galán se contraponen en varias ocasiones unas nítidas reminiscencias de la literatura misógina asumidas por el criado Sempronio y que no dejan de recordar otro producto medieval: el Arcipreste de Talavera o “Corbacho”, tratado de Alfonso Martínez de Toledo. Según Severin, tal juego de desviaciones de géneros medievales es sintomático de la modernidad que subyace en La Celestina y que se puede comparar con la del Quijote: “tanto Rojas como Cervantes destruyen el mundo de la ficción medieval al demostrar que es imposible vivir como un caballero andante, o como un amante cortesano, en un mundo realista” (en Rojas 2008: 26). Al final de su estudio dedicado a los antecesores clásico-medievales de los personajes rojanos, Lida de Malkiel arguye, por su parte, que la originalidad de La Celestina respecto a sus modelos se debe a dos innovaciones concretas. Por una parte, la profunda individualización psicológica de todos los personajes, que no se reducen a los tipos caricaturescos del teatro latino o de la ficción medieval: La Celestina destaca en la literatura de su tiempo por prestar “the same measure of attention and of artistic sympathy to each of the characters, whatever his moral or social status may be” (1961: 55). El dar caracterización psicológica individualizada a cada personaje, incluso a los de baja extracción social, también es lo que constituye la mayor singularidad de La Celestina, según afirma Francisco Rico en su presentación televisual de la obra de 1974.8 Son iguales las conclusiones de Rodríguez Cacho al respecto: “Los personajes presentan una gran complejidad anímica (frente a la constancia de aquellos héroes [de la novela sentimental], hay continuas dudas existenciales, reflejadas en largos monólogos), y evolucionan psicológicamente a lo largo de la obra” (2009: 151). Por otra parte, Lida de Malkiel también aduce otra innovación —señalada por Severin, como vimos—, que estriba en la desviación de las características de sus modelos antiguos o medievales. Es el caso, por ejemplo, de las actitudes antiheroicas y anticorteses del noble enamorado Calisto, o de la exaltación amorosa caballeresca del criado: Compared with the fixed characters of Roman and elegiac comedy, with the predetermined figures of the religious medieval theater and with the strongly typified characters in the theaters of modern Italy, Spain, and France, the salient trait of
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the characters of The Celestina is their individuality. They are unique creatures, not types, and to enhance this artistic aim, the Tragicomedy spares no references to the archetype which serves both as a model and as a foil to the individual variation. Thus, Rojas has been careful to project Celestina against her fellow workers (V, 194) Calisto against love-sick youths (III, 128; IX, 30), Melibea against maidens in love for the first time (III, 137), Lucrecia, faithful and discreet, against thievish and gossipy servants (I, 70; IX, 42). (Lida de Malkiel 1961: 84)
Las observaciones de Heugas (1973: 101-108) acerca de la peculiaridad de la obra rojana no están lejos de las conclusiones de Lida de Malkiel. A juicio del hispanista francés, aquella originalidad radica en la síntesis que opera la Celestina entre un viejo tema, el de la alcahuetería amorosa, tal y como se expone en el Pamphilus, y su enriquecimiento mediante la pintura de la prostitución libre, así como a través de una atención prestada al inframundo y a los cimientos psicológicos y sociológicos de los personajes que lo pueblan. Para terminar con este breve desbroce de las raíces de la obra cuyo mito se analizará en los próximos capítulos, quisiera recordar las palabras con las que Menéndez Pelayo cerró su estudio de La Celestina en sus Orígenes de la novela: “La Celestina no es un libro peculiarmente español: es un libro europeo, cuya honda eficacia se siente aún, porque transformó la pintura de costumbres y trajo una nueva concepción de la vida y del amor” (1943a [1910]: 353). Esta misma internacionalidad celestinesca siguió afianzándose con las imitaciones y continuaciones que la obra rojana engendró a partir de principios del siglo xvi. II. La celestinesca STRICTO SENSU del siglo xvi y la utilización de la TRAGICOMEDIA en el siglo xvii: las premisas de una estirpe literaria La Tragicomedia de Calisto y Melibea fue sin duda el libro más difundido a principios de los Siglos de Oro.9 Pruebas de esa difusión son su éxito editorial a lo largo del siglo xvi y durante los primeros decenios del xvii —más 9
Serés (en Rojas 2011: 382-401) estudia este fenómeno de best-seller en el capítulo que dedica a la “fortuna editorial” de La Celestina.
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de noventa ediciones en castellano—, así como los comentarios a los que dio lugar bajo la forma de estudios tempranos —como la Celestina comentada— o a través de prestigiosos dictámenes como, por ejemplo, los de Juan de Valdés10, Cervantes11 o Lope de Vega.12 También Juan Luis Vives o fray Antonio de Guevara comentaron la intención moral y el valor estético de la obra rojana (Blanco 2001: 33). Varias de las ediciones de la obra embarcaron asimismo, desde el mismo siglo xvi, para el continente americano (Rueda Ramírez 2004). Otra señal contundente de este éxito es que La Celestina generó además una importante aemulatio entre los creadores, ya que dio lugar a una destacada estela de continuaciones e imitaciones que conformaron un nuevo subgénero literario: la celestinesca, vigente a lo largo del siglo xvi. Baranda demostró que a esta sazón ya había múltiples testimonios que “confirma[ba]n la conciencia de los receptores de que existía una literatura ‘celestinesca’, un grupo de textos que algunos engloban bajo el rótulo de ‘Celestinas’” (1992: 4).13 A continuación, me propongo ofrecer un examen 10
En su Diálogo de la lengua (1535), comenta lo siguiente: “Valdés– De Celestina me contenta el ingenio del autor que la començó, y no tanto el del que la acabó; el juizio de todos dos me satisfaze mucho porque sprimieron a mi ver muy bien y con mucha destreza las naturales condiciones de las personas que introduxeron en su tragicomedia, guardando el decoro dellas desde el principio hasta la fin. / Marcio– ¿Quáles personas os parecen que stán mejor esprimidas? / Valdés– La de Celestina stá a mi ver perfetíssima en todo quanto pertenece a una fina alcahueta, y las de Sempronio y Pármeno; la de Calisto no stá mal, y la de Melibea pudiera estar mejor. [...] soy de opinión que ningún libro ay escrito en castellano donde la lengua sté más natural, más propia ni más elegante” (Valdés 1969: 175-176). 11 Son de sobra conocidos los versos con los que el autor del Quijote califica La Celestina de “Libro, en mi opinión, divino / Si encubriera más lo humano”. Aparece este comentario literario entre los versos preliminares de Don Quijote que el “Donoso” dedica a Sancho. 12 En la novela corta Las fortunas de Diana: “Aquí me acuerdo, señora Leonarda, de aquellas primeras palabras de la tragedia famosa de Celestina, cuando Calisto le dijo: ‘En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios’. Y ella responde: ‘¿En qué, Calisto?’. Porque decía un gran cortesano que si Meliba no respondiera entonces ¿en qué Calisto? Que ni había libro de Celestina, ni los amores de los dos pasaran adelante” (Vega Carpio 1978: 30). Entre los ilustres admiradores de Rojas podemos tal vez agregar el nombre de Calderón, cuya Celestina desgraciadamente no se ha conservado. 13 Entre otros ejemplos de esa recepción, Baranda relata que “en 1555, el bachiller Alonso Martínez reprochaba que ‘no se tiene por contento el que no tiene en su casa cuatro o cinco Celestinas’” (1992: 4).
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panorámico de las cuestiones planteadas por la prole literaria de La Celestina antes del siglo xix. Se irá así indagando en las distintas corrientes de esta influencia, los deslindes del género celestinesco y su percepción por la crítica. En el momento de examinar el corpus de las reescrituras contemporáneas, este panorama nos servirá de punto de comparación y permitirá evidenciar o matizar las innovaciones de la celestinesca desde el siglo xix. II.1. La celestinesca del siglo XVI A propósito de la celestinesca, los editores de La Celestina para la “Biblioteca clásica” de la Real Academia Española advierten que “es muy difícil fijar sus límites formales o temáticos” (Serés, en Rojas 2011: 399). De ahí la índole algo fluctuante de las definiciones que se aplicaron, a lo largo de la historia literaria, a este grupo de obras influidas por La Celestina. La existencia de tal prole fue postulada por primera vez por Menéndez Pelayo (1943a y 1943b [1910]). Lida de Malkiel hace de “la larga acción dialogada en prosa” (1950: 483) un criterio distintivo de lo que considera un género nacido de La Celestina, mientras que, según Herrera Jiménez, la celestinesca no se ha de valorar en términos genéricos, dado que la noción de género implicaría “valores formales coincidentes que no existen en la celestinesca” (1997: 3). A su entender, tampoco es cabal hablar de ciclo celestinesco, porque entonces nos limitaríamos a “aquellos textos que compartan historia y personajes y que además muestren a las claras la voluntad de proseguir el impulso rojano”. Por tanto, el hispanista prefiere hablar de materia celestinesca, lo que lo lleva a considerar la celestinesca como “un material literario, capaz de ser utilizado como tal en obras de diferente intención y tendencia formal, que se congrega alrededor del personaje de la alcahueta y su mundo” (4). Esta materia “se establece a partir de un protagonismo esencial de los roles femeninos —centrados en la figura de la mediadora— y, al mismo tiempo, en la importancia de la diversificación de las tramas, la realización polifónica de las obras”. En esta primera aproximación al debate acerca de la celestinesca subyace ya el polimorfismo de la irradiación literaria de la (Tragi)comedia, más o menos explícita, más o menos temática o formal, a lo largo del siglo xvi. Baranda y Vian Herrero (2007) ofrecen un estado de la cuestión sobre los distintos
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usos del término celestinesca por los críticos y sugieren nuevas perspectivas de trabajo. Según ellas, [...] será obligatorio, en lo sucesivo, diferenciar metodológicamente continuaciones o ciclo literario, imitaciones en prosa (que han podido tener, junto con otras fuentes, un papel relevante en la constitución del ciclo), adaptaciones e imitaciones en verso y, por último, distintas formas de influencia de la obra modelo, que van desde las adaptaciones en verso al préstamo aislado de rasgos de estilo, motivos, situaciones, personajes, etc.: un sinfín de elementos que dan testimonio de un fenómeno completamente distinto: la merecida conversión de La Celestina en clásico universal. (Baranda y Vian Herrero 2007: 481)
Entre las obras áureas que la crítica ha agrupado bajo el marbete de celestinesca, las refundiciones poéticas son las que, cronológicamente, abren el paso a la reapropiación literaria de La Celestina. Resultan así contemporáneos el anónimo Romance nuevamente hecho de Calisto y Melibea y la versión rimada de parte del acto I que proporciona Manuel Jiménez de Urrea con su Égloga de Calisto y Melibea, de 1513. Esa égloga en coplas octosilábicas manifiesta ser representable y, por tanto, prueba a la vez “la inmensa popularidad de que ya gozaba la obra original de Fernando de Rojas y el carácter dramático que todos le atribuían” (Menéndez Pelayo 1943b [1910]: 5-6). Pedraza Jiménez (2001: 98) incluso considera este texto como el pionero de las posteriores escenificaciones de La Celestina. Tal trabajo de versificación de La Celestina no se ciñe a estos principios de siglo, sino que continuará en las décadas siguientes, por ejemplo, con la Tragicomedia de Calisto y Melibea nuevamente trobada y sacada de prosa en metro castellano (1540) de Juan Sedeño. House Webber explica que, aparte de estas versiones rimadas de la Tragicomedia que “apenas se desvían del texto original” (1977: 365), existen dos tipos de imitaciones celestinescas durante las dos primeras décadas del siglo xvi. Por una parte, las imitaciones que solo recuperan de La Celestina original su tema de arte amatorio, o sea la trama que atañe a los amantes, prescindiendo por tanto de la intervención de la alcahueta. Por otra, los textos que retoman únicamente el tema lupanario y que dan un papel predominante a personajes representantes del mundo hampesco. Penitencia de amor (1514) de Pedro Manuel de Urrea ilustra la primera tendencia de esas imitaciones tempranas al ofrecer “nuevas versiones de los amores y nuevas actitudes de
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los amantes” (House Webber 1977: 365), ya que faltan en la obra Areúsa, Elicia... ¡y Celestina! Esta obra, que será traducida al francés,14 fusiona además La Celestina con rasgos de la novela sentimental (Menéndez Pelayo 1943b [1910]: 9). A la segunda tendencia pertenecerían las comedias anónimas Comedia Thebaida, Comedia Hipólita y Comedia Serafina. Las tres se publicaron en 1521 en Valencia y su impronta celestinesca, más bien implícita, radica, según Rodríguez Cacho, en la representación, bajo forma dialogada, de “escenas de la vida popular del siglo xvi: peleas callejeras, situaciones de burdel y, sobre todo, relaciones sexuales totalmente alejadas del erotismo sublimado que aparecía en las novelas [de caballerías, bizantinas, pastoriles y moriscas]” (2009: 256). Según Menéndez Pelayo, que expone las tramas de aquellas comedias en sus Orígenes de la novela (1943b [1910]: 31-41), tales textos no hacen sino plagiar servilmente la fábula de la Tragicomedia. Pierre Heugas (1973) considera que la “descendencia directa” de La Celestina, lo que en adelante llamaré la celestinesca stricto sensu, abarca exclusivamente las obras españolas,15 publicadas entre 1534 y 1554, que aluden en su título a la denominación de su modelo y que presentan varios componentes que las asimilan con el texto de Rojas: “aparecen personajes de La Celestina o sus descendientes, el argumento y los motivos centrales son los mismos, observan la modalidad del diálogo en prosa y están salpicadas de giros lingüísticos semejantes” (Serés, en Rojas 2011: 399), como el uso de los refranes.16 Según Heugas, es fundamental distinguir entre lo que él llama lo celestinesco, o sea “la influencia parcial y prolongada en el tiempo” (1973: 9; trad. mía) de La Celestina, y la celestinesca, o sea “la imitación cuidada de autores que, al trabajar a menudo con el texto de la obra maestra [que Heugas a continuación llamará prototipo] bajo los ojos, intentaban recrearla en circunstancias históricas limitadas y diferentes de las que la vieron nacer” (trad. mía). El hispanista francés explica enseguida que, a partir del siglo xix, “cuando la crítica e incluso, a veces, la hipercrítica irán acumulando sobre la obra fuente una serie
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Se trata de la Pénitence d’Amour (1537) de Renato Bertaud. “Il n’y eut jamais, hors d’Espagne, d’imitations de cette œuvre” (Heugas 1973: 9). 16 Acerca de estos giros lingüísticos, Whinnom (1988) señala que es una de las características de la celestinesca la representación del idioma contemporáneo en sus más diversas variedades, lo que llama la “nueva experimentación lingüística” de la(s) Celestina(s). 15
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de problemas, la noción de celestinesca tomará un carácter tan general que se diluirá en una red de referencias al prototipo” (10; trad. mía), más allá del subgénero restringido en el espacio y en el tiempo al que tendría que ceñirse —al menos en opinión de Heugas—. Baranda aboga por la misma distinción, aunque ella diferencia las continuaciones —en lugar de celestinesca— y las imitaciones temáticas o formales —en lugar de celestinesco—, puesto que, sostiene, ambos procesos no solo discrepan en cuanto a su manera de recrear su fuente sino que tampoco implican las mismas expectativas por parte de los receptores. En su artículo de 1992, analiza los rasgos comunes entre los elementos del corpus de continuaciones —que también llama “ciclo” celestinesco—, señala los mecanismos de cohesión que los derivados establecen en relación con su fuente y muestra que las modificaciones del corpus con respecto a su fuente indican cambios significativos en las convenciones literarias. En la primera parte de su tesis, Heugas propone además un interesante panorama sobre la forma en la que se percibió la celestinesca stricto sensu al hilo de los siglos. Pasa revista —y aquí selecciono los casos que me parecen más conspicuos— a la condena de este género —¡pero no de su fuente!— que hace Jerónimo de Zurita en su “Dictamen acerca de la prohibición de obras literarias por el Santo Oficio”, a la primera clasificación de las imitaciones de Aribau (1846) o a las búsquedas bibliográficas de Ferdinand Wolf. El punto común entre estos primeros siglos de estudio de la celestinesca es, seguramente, la tendencia a acrecentar la distancia entre una obra original considerada como insuperable y unas imitaciones tachadas de mediocres, cuando no de peligrosas. Lo que olvidan los historiadores de la celestinesca del siglo xix, y aquí me alineo con el juicio de Heugas, es que “hay que buscar las razones profundas que han motivado a autores de segunda zona para que imiten una obra que, estéticamente, los superaba. No se trataba solamente de la búsqueda del reconocimiento o del éxito de librería” (1973: 29; trad. mía). La primera síntesis importante sobre esta peculiar estela de la (Tragi)comedia nos la proporciona el capítulo XI de los Orígenes de la novela, que Menéndez Pelayo (1943b [1910]) dedicó a las “imitaciones de La Celestina”. Si bien es cierto que los análisis del santanderino a menudo rebosan de juicios
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de valor negativos acerca de esta Celestina en segundo grado,17 también es clara su aportación en cuanto a la caracterización de un género que, como su prototipo, se funda en la problemática dualidad entre un explícito objetivo moralizante y la indecencia patente de ciertas escenas. Forman parte de esta descendencia directa la Segunda Comedia de Celestina o Resurrección de Celestina (1534) de Feliciano de Silva, la Tercera parte de la Tragicomedia de Celestina (1536) de Gaspar Gómez de Toledo, la Tragicomedia de Lisandro y Roselia o Cuarta obra y tercera Celestina (1542) de Sancho de Muñón, la Tragedia Policiana (1547) de Sebastián Fernández, la Comedia Florinea (1554) de Juan Rodríguez Florián, y la Comedia Selvagia (1554) de Alonso Villegas Selvago. A pesar de su común (y explícito) vínculo con La Celestina de Rojas, esta celestinesca stricto sensu destaca por su variedad interna. Como indican sus títulos, las primeras obras de esta lista son meras continuaciones que prolongan la historia de Rojas. Heugas observa que Acoger a los personajes de La Celestina, darles una descendencia, era para los imitadores fundar un linaje celestiniano comparable, salvando las distancias, al linaje de los Amadís. Pero este proceso de recreación está marcado negativamente en la medida en que se trata de antihéroes. Alcahuetas y muchachas engendran rameras que, un día u otro, retomarán el oficio y las artes celestinianas. (Heugas 1973: 69; trad. mía)
Por su parte, la Policiana constituye un preámbulo que cuenta la historia de Claudina, de la que Celestina sería luego discípula. Esta solución original para prolongar el texto rojano será adoptada de nuevo, como se verá, por algunas reescrituras del siglo xx. También en el título se indica ya el rumbo dramático seguido por las imitaciones: si unas respetan el desenlace trágico de su modelo (aunque son otras circunstancias las que atraen a los personajes hacia su muerte), otras eligen el camino de la comedia y acaban con un matrimonio festivo u optan por una solución de compromiso con unas bodas clandestinas.18 Son 17
La mayoría de las obras derivadas de La Celestina se califican así de “procaces”, “bárbaras”, “pedantes” o “de detestable gusto”. Aunque los más feroces ataques se reservan para La Lozana andaluza, obra de la que será cuestión más adelante. 18 Arias Solís (1999) se interesa por este cambio de desenlace en la Segunda Celestina de Feliciano de Silva.
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esas algunas de las muchas formas en las que las Celestinas del siglo xvi, pese a su general fidelidad, modifican su fuente. Se puede también mencionar su diferente tratamiento de las fuentes clásicas de la (Tragi)comedia, o la peculiar manera en que representan los desarreglos morales y cortesanos de aquella,19 cambios sustanciales a los que aludiré en su debido momento, cuando trate de los cambios de la misma índole en la celestinesca contemporánea. Al contrario de las comedias de 1521 que, “con la única finalidad de divertir” (Rodríguez Cacho 2009: 256), carecían de todo propósito moral, la descendencia directa de La Celestina reivindica un mensaje didáctico similar al que Bataillon (1961) percibió en el original rojano. La tesis de Heugas demuestra, en efecto, mediante el análisis de todas las modificaciones que las imitaciones de La Celestina aplican a su modelo (en cuanto al tratamiento de los personajes, los prólogos, las citas, los refranes, etc.), que las nuevas Celestinas hacen explícito y amplifican lo que solo se sugería en la (Tragi) comedia para interpretar su fuente como una obra moralizante de reprobatio amoris: “estos imitadores precisan [...] la lección de la vieja obra maestra y las perspectivas moralizantes que trazó en sus piezas liminares, aun cuando modifican estas perspectivas con nuevos puntos de vista y desenlaces de compromiso” (Heugas 1973: 7; trad. mía). Por ejemplo, las imitaciones juzgan en un plano moral las acciones de sus personajes, mientras que en La Celestina original no hay juicios enunciados en el transcurso del diálogo. Heugas inscribe su trabajo, de esta forma, en la línea de los de Marcel Bataillon (1961), según el cual el estudio de la celestinesca demuestra que los contemporáneos de Rojas leían su obra como un texto con fines morales. Al lado de esta descendencia, considerada directa, los Siglos de Oro españoles ofrecieron otros avatares de La Celestina que recuperan parte de su tema o recursos formales, pero que la crítica considera como una celestinesca periférica o celestinesca lato sensu. Estas obras forman parte, según Heugas, del “campo más vasto de lo celestinesco, sea porque las obras imitan parcialmente La Celestina, pero sin su aspecto doctrinal; sea porque transponen escenas de la obra modelo [...]; sea porque la presencia de una vieja le da cierto color,
19
Consúltese Valenzuela (2011), sobre las desviaciones del amor cortés, y Herrera Jiménez (1998 y 1999) acerca, por ejemplo, de la temática de la ganancia y de la honra en la materia celestinesca.
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sea porque acogen a los tipos del museo del lupanar. Lo celestinesco rebasa las clasificaciones” (Heugas 1973: 38; trad. mía). A modo de ejemplos que ilustran aquí también la muy variada prosapia del texto rojano, se pueden mencionar las Coplas de las comadres de Rodrigo de Reinosa —que incluyen solo unas reminiscencias de La Celestina—, o, de aún más clara raigambre celestinesca, La Lozana andaluza (hacia 1528) que, después de su tardío hallazgo en 1845, sufrió durante mucho tiempo el juicio más que despectivo de Menéndez Pelayo (1943b [1910]: 45-65). Como analiza Joset (1997), esta obra anuncia su rivalidad con la de Rojas desde la misma portada. Durante las tres últimas décadas del siglo xvi, la materia celestinesca, que anteriormente parecía compartir “el estilo expansivo y frívolo del Imperio de Carlos V” (Fothergill-Payne 1984: 39), pasa a adecuarse más al ambiente moralista y problemático del reinado de Felipe II y de la época de la Contrarreforma. En este marco, las refundiciones celestinescas se adaptan a “las nuevas exigencias de la política del monarca y de la ideología pos-tridentina” (Fothergill-Payne 1984: 29). Aquel periodo cuenta, pues, con unas obras lupanarias alegorizantes que reflejan de forma más o menos explícita las preocupaciones morales, religiosas y políticas del tiempo. La exitosa Dolería del sueño del mundo (1572) de Pedro Hurtado de la Vega —o “de la Vera”, según Menéndez Pelayo (1943b [1910]: 168), quien editó ese texto en sus Orígenes— constituye así una alegoría moral, especie de comedia en prosa en la que interviene una hechicera astuta que recuerda a Celestina. Esta comedia en prosa —que, sin embargo, no parece destinada a la representación— se presenta como una amonestación contra la ignorancia y la malicia de este mundo. López de Úbeda, por su parte, publica en 1579 un General Auto de la Esposa a modo de alegoría religiosa cuyo fin es la propagación de la fe católica.20 En este texto, el instrumento de tentación de la esposa Alma es una alcahueta engañosa llamada Hipocresía. De los mismos años es también la Comedia décima del Infamador de Juan de la Cueva, alegoría política en la que aparece una alcahueta, Teodora, claramente inspirada en Celestina. Esta obra ataca veladamente la injusta expansión imperialista del rey Felipe II en Portugal. De la última década del siglo, y en la misma vena que el auto de 20
Fothergill-Payne señala que la recopilación de este auto en el Códice de Autos viejos “atestigua la popularidad tanto del género celestinesco como del de las ‘contrafacta’” (1984: 35).
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López de Úbeda, data la pieza religiosa de la Quinta comedia y auto sacramental de los Amores del Alma con el Príncipe de la luz, “una paráfrasis a lo divino de la Comedia de Fernando de Rojas” (Fothergill-Payne 1984: 37), en la que Celestina se metamorfosea en “intermediaria a lo divino” (39). Por último, esta celestinesca finisecular abarca asimismo, con la Comedia salvaje (1582) de Joaquín Romero de Cepeda, una pieza que no incluye rasgos alegóricos, sino que se presenta más bien como un “ensayo en ‘hacer’ comedia en verso” (30). Según Menéndez Pelayo (1943b [1910]: 165), su tercera parte representa casi una versificación de La Celestina. Con Juan de la Cueva y la Comedia salvaje nos hemos adentrado en el influjo que la Celestina ejerció en el teatro del siglo xvi. Como recalcaron múltiples críticos, la obra de Rojas representó un fuerte estímulo para aquel teatro castellano en busca de una fórmula dramática. Pérez Priego examina tal influjo teatral en el siglo xvi y explica que “el dato celestinesco se experimenta como motivo renovador de la égloga” (1991: 311). Tanto Urrea (ver más arriba) como Juan del Encina incluyen en sus obras personajes de alcahuetas-hechiceras, calcos esquemáticos de la Celestina rojana, para aportar una “amplificación cómica y colorista” (296) que refresca “el monótono mundo pastoril de la égloga” (296). En el caso de Encina, se puede pensar, por ejemplo, en el personaje de Eritea que aparece en la Égloga de Plácida y Vitoriano (1512). López Morales (1977) compara a este personaje con la figura de Celestina y, de forma más general, Canavaggio señala que la égloga de Encina representa la “primera explotación con fines dramatúrgicos y escénicos de esta presencia oblicua de la Tragicomedia” (2008: 70; trad. mía). Algunos críticos, como Westerveld (2013), consideran incluso a Encina como uno de los autores probables de La Celestina. Otra vez según Pérez Priego, la materia de la Tragicomedia también se utilizó a modo de “acicate y estímulo para la comedia” (311) del siglo xvi. En su Himenea (¿1516?), Bartolomé de Torres Naharro incorpora, por ejemplo, motivos y escenas de La Celestina —más específicamente de los actos XII a XV de la Tragicomedia—, pero su concepción misma de la comedia toma como referente la Tragicomedia “vert[ida] en el molde de la comedia renacentista” (Pérez Priego 1991: 301). En la misma veta, también son de raíz celestinesca las tramas y los personajes de las comedias de Jaime de Huete tituladas la Tesorina y la Vidriana (1525), o los de la Tidea (1550) de Francisco
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de las Natas. Pérez Priego hace finalmente hincapié en el Auto de Clarindo (1535), cuyas “numerosas situaciones y [cuyos] personajes [...] cobran únicamente sentido a partir del paradigma celestinesco” (308). El estudioso señala la tematización, en todas esas obras, de un amor más jovial, realizable y “conforme con las convenciones sociales” (309) que el presentado por Rojas: este tratamiento desenfadado del amor en las comedias de la primera mitad del siglo xvi “está siempre en relación con la ejecución literaria del propio género de comedia” (309) cuya clave radica en un necesario y obligado final feliz y que, por tanto, desplaza el “puro amor cortés irrealizable” (306) e implica también, a veces, la exclusión de la alcahueta. Conforme avanza el siglo, la aemulatio de La Celestina pierde algo de su vigor: “Cuando en el último tercio de siglo vuelven definitivamente las comedias en verso, la influencia de la obra de Rojas es esporádica, aunque deliberada, como en la alcahueta Teodora de la comedia El infamador, de Juan de la Cueva” (Serés, en Rojas 2011: 401). Además, cuando se percibe un influjo celestinesco, la referencia da a menudo lugar a una interpretación moralizante y aleccionadora, como indican Pérez Priego (1991: 311) y Fothergill Payne (1984: 37). II.2. La Celestina en el siglo XVII De forma general, la influencia literaria de la (Tragi)comedia a lo largo del siglo xvii es bastante puntual en comparación con el éxito rotundo de la obra en las primeras décadas del xvi. En efecto, la obra rojana ya no da lugar a una prole de continuaciones e imitaciones tan deliberadas y complejas. Por ejemplo, la Lena o el Celoso (1602) de Alfonso Velázquez de Velasco es al mismo tiempo “una de las más perfectas imitaciones de la prosa dramática de La Celestina” y “una de las más originales e independientes en su trama, argumento, caracteres y estilo” (Menéndez Pelayo 1943b [1910]: 184): Tal es esta comedia magistral, aunque frívola y liviana, que si no fue la última de las Celestinas, por haberse publicado todavía durante el siglo xvii algunas muy notables, señala el término de la primera serie y anuncia la transformación del género, libertándose de la servidumbre de los lugares comunes en que había
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caído, restituyéndole el nervio dramático y trayendo nuevos elementos a la pintura de costumbres. (Menéndez Pelayo 1943b [1910]: 195)
En 1612 se publica una obra cuyo título parece asimilarla a una descendiente directa de La Celestina: La hija de Celestina de Salas Barbadillo. Sin embargo, Serés indica que en este texto “los ambientes del hampa y afines acaban desplazando el resto de ingredientes” (en Rojas 2011: 401) de la celestinesca stricto sensu. El mismo estudioso añade que el texto de Salas Barbadillo, además, da muestra de una “fusión de la celestinesca y la picaresca”, explicable por “el realismo inherente que les supone, por la marginalidad de una parte de sus personajes”. Esta selección de unos rasgos preferentemente rufianescos configura el perfil de la influencia rojana durante el siglo xvii, cuando “más que La Celestina, influyen las refundiciones celestinescas y las lecturas e interpretaciones de la obra parciales o descontextualizadas” (Serés, en Rojas 2011: 401). Ese parece ser el caso de El viaje entretenido (1603) de Agustín de Rojas. Partiendo de un estudio de esta obra cuyas huellas celestinescas permiten “entender cómo se percibía la Tragicomedia de Calisto y Melibea un siglo después de su aparición” (Joset 1977: 347), Joset demuestra que el texto de principios del xvii se valió de La Celestina “esencialmente para constituirse un repertorio brujeresco” (356). Además, el hispanista belga también pone de relieve el hecho de que “para el representante, la obra de su antecesor pudiera interpretarse como una especie de tratado moral del cual era posible sacar sentencias provechosas o, por lo menos, argumentos en pro de la tesis sostenida en la loa misógina” (353). Agustín de Rojas, en otras palabras, instrumentaliza La Celestina y la utiliza a la vez como un repertorio de ingredientes sugerentes para evocar un ambiente brujeril y como un florilegio de sentencias morales y de argumentos misóginos útiles para el propósito de El viaje entretenido. En el ámbito teatral, es bastante superficial, aunque frecuente, la impronta de La Celestina en la comedia nueva: “cuando los grandes autores evocan, e incluso homenajean, la obra de Rojas, lo hacen por lo general creando personajes que recuerdan sólo el perfil de Celestina” (Serés, en Rojas 2011: 401). Sin embargo, los primeros historiadores del teatro, como Moratín, consideraban que los principios de la comedia nueva estaban en germen en la obra de Rojas, una tesis que invalida Canavaggio (2008: 69). En el teatro del siglo
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xvii es visible el uso de motivos, situaciones o personajes celestinescos relegados a “una acción secundaria de especialización cómica” (Arellano 2001: 249). Ignacio Arellano explica que tales usos reducidos, que él llama “evocaciones pseudocelestinescas”, se deben al gusto de aquel siglo por la comedia en verso y por el decoro de los géneros serios, en los que los personajes de rango subalterno no pueden desempeñar un papel protagónico trágico. En su artículo, Arellano se centra en el empleo marginal de La Celestina en Tirso de Molina, Moreto o Solís, antes de estudiar, en El caballero de Olmedo de Lope de Vega y en La vieja Muñatones de Quevedo, la desactivación de unos motivos que en La Celestina conectaban con la trama central. El estudioso concluye que “no se percibe una adaptación profunda de la obra de Rojas” (265), puesto que nunca se utilizan elementos de la Tragicomedia como motores de la acción. Afianza esas conclusiones en su monografía de 2012, donde reafirma que “conforme avanza el siglo xvii, se produce una progresiva desestructuración de los motivos celestinescos en el teatro” (56). La norma general en la comedia áurea sería, por consiguiente, la desviación caricaturesca de unos elementos celestinescos como “los retratos de la vieja alcahueta, caracterizaciones lingüísticas como las series de refranes o de consejos, los ambientes prostibularios y motivos anejos como el de los virgos fingidos, el elemento hechiceril, [...] la cobardía de los criados, el elogio del vino...” (48). Fothergill-Payne (1986) estudia asimismo el proceso de transformación del personaje de Celestina en una figura tipificada para adecuarse al teatro áureo. Si Canavaggio (2008) coincide de forma general con esas observaciones de Arellano cuando interpreta la galería de viejas alcahuetas en las obras de Lope de Vega como guiños decorativos y pintorescos,21 el hispanista francés afirma no obstante que la impronta celestinesca es mucho más profunda en El caballero de Olmedo. Canavaggio demuestra, en efecto, que, por un lado, el personaje de Fabia es una de las émulas más logradas de Celestina, y que, por otro, toda la pieza es una “deconstrucción sutil del relato celestinesco” (2008: 78). En fin, al reflexionar sobre el estímulo que hubo de representar la (Tragi)comedia en aquel ámbito teatral en pleno desarrollo a lo largo del siglo xvii, Canavaggio aclara que “aunque [los autores de la comedia nueva] percibieron claramente la teatralidad de La Celestina, quisieron valerse de 21
Menciona así, entre otros ejemplos, La bella malmariada o El galán Castrucho.
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nuevos procedimientos para corresponder a las expectativas de su público, en vista de las condiciones específicas en que se formó y desarrolló la comedia aurisecular” (2008: 84; trad. mía). Este nuevo tipo de reapropiaciones de La Celestina, más esporádicas y con fines más bien cómicos, seguramente se debe a los nuevos rumbos literarios del siglo. Pero también puede resultar de las tardías medidas inquisitoriales en contra del texto de Rojas. En efecto, aunque el Santo Oficio portugués ya había puesto en el Índice todas las Celestinas —la de Rojas y sus derivados— desde 1581, en España la Inquisición no se interesó por La Celestina hasta 1632. En aquella fecha se publicó una versión expurgada de la obra, y durante lo que resta del siglo no se volvió a imprimir otra edición española. Sin embargo, a finales del xvii se publicó una nueva continuación celestinesca: El encanto es la hermosura, y el hechizo sin hechizo o Segunda Celestina, que escribió Agustín de Salazar y Torres hasta su muerte en 1675 y a la que dieron dos conclusiones distintas Juan de Vera Tassis y un autor anónimo, a veces identificado con sor Juana Inés de la Cruz (Schmidhuber 1990). Dado que esta nueva Celestina no es hechicera, sino que finge serlo, O’Connor (1977) considera que la obra representa a una alcahueta que se mitifica a sí misma, poniéndose el disfraz de la protagonista rojana. Según el crítico, la desmitificación con la que Vera Tassis acabó la obra, mediante la crítica de la superstición y del honor, da a El encanto es la hermosura un tono de obra moralizante. He aquí otra tendencia de las huellas celestinescas del siglo xvii: tanto Lope de Vega como Salas Barbadillo, Ulloa y Pereira o Agustín de Rojas también insistieron en el propósito didáctico-moral de La Celestina. II.3. La Celestina fuera de España en los Siglos de Oro La Tragicomedia fue pronto traducida a distintas lenguas, lo cual favoreció su temprana difusión en el ámbito internacional. A modo de ejemplo, el texto rojano viajó a la Italia renacentista mediante la traducción al toscano de un familiar del papa Julio II, Alfonso Ordóñez (1506); se difundió en Alemania con la traducción de Máximo Wirsung (1520), y también peregrinó
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por Francia gracias a la traducción de Jacques de Lavardin.22 Como expone Menéndez Pelayo, La Celestina gozó asimismo de una “enorme popularidad, no ya literaria, sino social” (1943b [1910]: 106) en el Portugal de principios del siglo xvi. Hace hincapié en ese éxito su influencia en algunas obras de Gil Vicente, de Sá de Miranda o en la Comedia Eufrósina (1550-1554) de Jorge Ferreira de Vasconcellos, recreación parcial de La Celestina que conoció varias ediciones —a pesar de la prohibición inquisitorial del texto rojano en el Índice portugués— y que luego se tradujo al castellano.23 La Tragicomedia también fue el primer libro español traducido al inglés, en 1530. De 1598 es la traducción, “magistral” según Menéndez Pelayo (1943a [1910]: 419), de James Mabbe titulada The Spanish Bawd y que, en su prólogo, defiende La Celestina como una necesaria representación del mal con fines de prevención moral. Sobre la impronta que dejó la Tragicomedia en Inglaterra, cabe notar que ya se había escrito, hacia 1525, un Interlude of Calisto and Melibea (Pedraza Jiménez 2001: 98) y que no faltaron quienes advirtieron una influencia del texto de Rojas en una de las obras maestras de Shakespeare, Romeo and Juliet, “a play with which the Tragicomedy shows notable similarities and fundamental differences” (Lida de Malkiel 1961: 51).24 En fin, resulta también de interés señalar la traducción al latín que en 1624 hizo de la Tragicomedia el humanista brandenburgués Kaspar von Barth, bajo el título de Pornoboscodidascalus.25
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Snow (1997a) señala que La Celestina será luego mencionada por conocidos autores franceses, como Clément Marot o Bonaventure Des Périers. 23 Sobre las huellas de La Celestina en Portugal entre los siglos xvi y xix, léase McPheeters (1977). 24 Sobre la lectura shakespeariana de La Celestina, véanse también Artiles (1977) y Bastianes (2015: 147-148). 25 Para un análisis de la Dissertatio que acompaña esta obra y para un panorama general sobre la presencia de La Celestina en Alemania desde el siglo xvii hasta el xix, véase Becker-Cantarino (1977).
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III. El siglo xviii: una supervivencia complicada Menéndez Pelayo nos advierte de antemano: en la historia de la (Tragi) comedia, el siglo xviii es seguramente la centuria menos celestinesca. Aunque ciertos eruditos de aquel periodo, como Luzán, Nasarre, Mayans, Velázquez o Jovellanos todavía expresaban cierto aprecio por la obra de Rojas, [...] prescindiendo de estas simpatías literarias, no hay duda que La Celestina había dejado de ser un libro popular. Los ejemplares de las antiguas ediciones, con haber sido tan numerosas, escaseaban mucho, y sabemos por algún testimonio contemporáneo que no faltaban beatos imbéciles que se dedicasen a destruirlos. (1943a [1910]: 409)
Las indagaciones de Snow (2000b) confirman la apreciación de Menéndez Pelayo y trazan un cuadro aún más lúgubre: La Celestina carece de ediciones y traducciones durante este siglo. No se conoce “ni una sola edición impresa de la obra ni en España, ni en Italia, ni en Flandes, los tres países en los que Celestina había sido editada numerosas veces en castellano” (39). En cuanto a las traducciones, la más citada en aquella época era la latina de Barth, que databa de principios del siglo xvii. La única “traducción” que se realizó en el xviii fue la peculiar versión inglesa de John Stevens. En su libro, The Spanish Libertines (1707), Stevens incluye una Celestina, the bawd of Madrid que, bajo la forma de un relato novelesco, recrea de manera libre una España medieval folclórica.26 Habrá que esperar al siglo xix para que aparezcan nuevas traducciones, al francés (por Germont de Lavigne, en 1841) y al alemán (por Eduard von Bülow, en 1843). El expurgatorio de 1747 ya había exacerbado el rigor de las anteriores medidas inquisitoriales, y de tal modo se llegó paulatinamente a la absoluta prohibición de leer La Celestina y sus derivados, prohibición promulgada por el edicto de 1793 y reproducida en el Índice de 1805.27 Sin embargo, Snow demuestra la presencia de un “río celestinesco” (2000b: 46), de una
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Véanse a este respecto los estudios de Toro-Garland (1977) y de Kish (1993). Para un estado de la cuestión sobre las medidas inquisitoriales en contra de La Celestina, véase Gagliardi (2007). 27
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permanencia de la celestinesca a lo largo del siglo xviii. Efectivamente, se pueden vislumbrar huellas de la Tragicomedia en la crítica, la literatura y la pintura dieciochescas y esas huellas favorecen, según el investigador, la presencia de La Celestina más allá de dicho siglo. Como explica Álvarez Barrientos, en el xviii se llevó a cabo [...] una importante labor de descubrimiento, recuperación y construcción, según los casos, de la Historia nacional en todos los campos de la actividad cultural y profesional, y también, por tanto, en la literaria. Se recopilaron antologías teatrales, poéticas, de prosa; se escribieron historias del teatro, de la poesía, de la literatura en general y de la cultura española, además de repertorios bibliográficos y otra serie de trabajos. [...] Para España, son esenciales las aportaciones de Mayans, Velázquez, Juan Andrés —estos tres con repercusión en Europa—, Leandro Fernández de Moratín, Masdeu, Lampillas y otros. (Álvarez Barrientos 2001: 73)
La Celestina se benefició de esta corriente. En el ámbito crítico, es la fama duradera de la obra lo que la mantiene “en primera fila de entre las obras clásicas más comentadas por autores del dieciocho” (40). Como permiten intuir las largas listas de dictámenes proporcionadas por Menéndez Pelayo (1943a [1910]: 408) y Álvarez Barrientos (2001: 74 y sgs.), La Celestina no dejaba de suscitar debates y comentarios elogiosos de Gregorio Mayans, Montiano y Nassarre, Luis José Velázquez o Xavier Lampillas. Todos ellos empezaron incluso a señalar algunos de los futuros loci critici de la (Tragi)comedia: Los eruditos que escriben sobre ella plantean los problemas que hoy nos son conocidos y que la crítica se ha esforzado en resolver: el de su doble autoría, el de sus ediciones, cuestiones de orden moral, fuentes, influencias y, sobre todo, tienen interés por discernir cuál es el género al que pertenece. Aunque pongan reparos morales a la hora de valorarla, sus opiniones serán prácticamente siempre positivas, con alabanzas cercanas a las que a menudo dedicaron al Quijote. (Álvarez Barrientos 2001: 74)
Además, enmarcan este siglo dos representaciones de la Segunda Celestina de Salazar y Torres, una en 1696 y otra en 1771 (41). Tampoco en las letras creativas de poetas y narradores deja de inspirar la obra de Rojas:
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el muestrario aludido por Snow (2000b: 44) incluye alusiones al personaje epónimo como parangón de hechicera, zurcidora y alcahueta en textos de Francisco Botelho de Moraes,28 Diego de Torres Villarroel o en versos de Jovellanos (Kish 1993; Álvarez Barrientos 2001). Por último, “buena prueba del conocimiento más general de Celestina la encontramos en las obras de dos pintores de gran relieve a finales del siglo” (45): Luis Paret y Alcázar, cuya acuarela La celestina y los enamorados data de 1784, y Francisco de Goya y Lucientes, nada menos (Alcalá Flecha 1984). Este ilustre pintor representó varias celestinas en sus Caprichos (1797-1798) antes de dedicar al personaje de Rojas diferentes lienzos, ya entrado el siglo xix. Tal río celestinesco demuestra que la Celestina “se había incorporado a la conciencia colectiva del país y, viendo que hay comentarios también de franceses, ingleses, portugueses e italianos, la de Europa también” (46). Snow explica de este modo que, gracias a esta permanencia, el siglo xix pudo representar una fase más fructífera para la Tragicomedia, ya que los edictos de la Inquisición iban a ser cada vez menos acatados. Como veremos en el próximo capítulo, tal fase se iniciará, por ejemplo, con la edición de Amarita de 1822 y la bienvenida crítica de José María Blanco White. El siglo xviii, que muchos críticos consideran el eslabón faltante en la cadena celestinesca, se ha de ver, más bien, como una época de transición entre los dos grandes momentos de florecimiento de La Celestina. Unos momentos de especial vigencia de la obra cuyas orientaciones serán, como se verá a continuación, radicalmente distintas. IV. Antes del siglo xix: el mantillo del mito contemporáneo De este examen panorámico de la influencia tentacular que desplegó La Celestina a través de los siglos xvi, xvii e incluso xviii, sobresalen distintas modalidades en la recuperación literaria del texto, desde la mera alusión, ya prototípica, al personaje de la madre como la alcahueta-hechicera por antonomasia configurada por Rojas, hasta la más respetuosa imitación de parte o totalidad de la trama rojana, pasando por la continuación o el preámbulo. Se
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En su Historia de las cuevas de Salamanca (1734).
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verá en los próximos capítulos que esta diversidad de procedimientos irá enriqueciéndose en la época contemporánea, sobre todo con el éxito de las prácticas paródicas y transficcionales (precuelas, secuelas, crossover, capturas).29 Esta celestinesca diacrónica y diatópica se caracteriza también por su extensión a distintos productos literarios —prosa, verso, piezas representables o hechas para la lectura—, cuyos códigos contribuye a veces a renovar. La Celestina muestra así su capacidad de reflejar su época al adaptarse no solo a nuevos gustos poéticos —con el desarrollo simultáneo de los géneros dramáticos y de la novela—, sino también a nuevos contextos sociales y políticos. Tal plasticidad, tal capacidad de palingenesia de la que da testimonio la recepción de La Celestina en sus primeros siglos de existencia, no hará sino acrecentarse en la época contemporánea. Aunque es indudable la permanencia de una lectura y de una recuperación creativa de La Celestina a lo largo de estos siglos, es obvio que la primera mitad del xvi representa un auge de la recreación de la Tragicomedia, que según los casos se hace más o menos cómica o trágica, más o menos dramática o novelesca. Ahora bien, esta primera fase de recepción de La Celestina es bastante diferente de la recepción contemporánea que empieza a esbozarse a partir del siglo xix. A pesar de que tanto la recepción celestinesca antigua como la contemporánea comparten ciertas temáticas —como la magia, cuyo tratamiento en la celestinesca antigua ha sido examinado por Alberola (2010)— y ciertos recursos formales, sus diversos contextos históricos y culturales implican también una percepción distinta de la obra rojana. Así, el desarrollo de los estudios celestinescos influye de forma fundamental en las obras literarias contemporáneas que se inspiran en La Celestina. Veamos ahora cómo, tras su (casi) silenciamiento en el siglo xviii, nuestra obra vuelve a cobrar vigor durante el xix, antes de conocer un nuevo auge en el xx, época en la cual se desarrolla y afianza su mito.
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Estos conceptos se detallarán en el capítulo IV, cuando se presente el corpus de reescrituras celestinescas.
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Joseph Snow considera que son tres las etapas que marcan la historia de la recepción de La Celestina. En el capítulo anterior se ha ofrecido un estado de la cuestión relativo a la primera fase de esta recepción, desde la publicación del texto de 14991 hasta finales del siglo xviii. Snow explica que La Celestina se convirtió en una obra muy popular durante aquel largo periodo. El siglo xix, por su parte, representaría una segunda etapa fundamental en la historia de la recepción celestinesca, ya que la (Tragi)comedia se elevaría entonces “con una nueva y marcada vida editorial, al panteón de las primeras obras españolas de todos los tiempos” (Snow 2001c: 123). Este siglo coronaría así a La Celestina como clásico. Una tercera etapa comenzaría con el siglo xx, marcado por investigaciones que exploran cada faceta de la obra, desde su lenguaje hasta su historia editorial, pasando por su moralidad o su arte intertextual. El xx también ha sometido a La Celestina a “la lupa del existencialismo, del deconstruccionismo, de la Rezeptionstheorie” (124) y ha generado muchas adaptaciones, más o menos originales, del texto de Rojas. La particularidad de esta etapa de recepción consistiría, así, en transformar La Celestina en “un verdadero mito, ocupando su sitio al lado del seductor, don Juan, y el caballero andante y soñador, don Quijote” (126). En el presente capítulo quisiera acercarme a estas dos últimas etapas de la historia de la recepción celestinesca que constituyen el telón de fondo de este trabajo. No pretendo ofrecer un estado de la cuestión exhaustivo sobre cada línea de investigación seguida por los celestinistas contemporáneos —tarea
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O de 1500, hipótesis expuesta por Serés (en Rojas 2011: 386).
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colosal que roza lo imposible—, sino que me propongo trazar un panorama de los estudios celestinescos desde el siglo xix hasta la actualidad. Será así posible ubicar la perspectiva que adopto para abordar La Celestina y resaltar las aportaciones de este enfoque entre las distintas corrientes críticas que han comentado este texto. Además, como se verá en los próximos capítulos, las reescrituras celestinescas suelen dialogar con las grandes tendencias interpretativas y las polémicas que se desarrollaron alrededor de La Celestina desde el siglo xix. Las páginas siguientes se centrarán, de este modo, en la faceta erudita de la recepción de La Celestina y, por tanto, se les podría reprochar cierto olvido de su recepción más popular a través de reseñas o artículos publicados en revistas de divulgación o en la prensa periodística, o a través de la mediación cultural asegurada por instituciones de enseñanza. Ahora bien, la frontera entre ambos tipos de recepción no es tan evidente, ya que los debates especializados de los celestinistas han tenido una proyección importante a lo largo de la época contemporánea, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo xx. Los mismos celestinistas participan activamente en la mediación de La Celestina para el gran público. Piénsese, por ejemplo, en el manual de orientación divulgativa publicado por Lacarra (1990) o en las intervenciones de Francisco Rico en el programa de Televisión Española dedicado a la obra rojana en 1974,2 o en el guion que él mismo ha elaborado para la adaptación cinematográfica de Gerardo Vera en 1996. Asimismo, como ha evidenciado María Bastianes (2015) en su tesis doctoral, las reseñas periodísticas de espectáculos teatrales inspirados por La Celestina suelen dialogar con la tradición crítica celestinesca: tanto el tratamiento del personaje de Melibea como el lenguaje de las versiones, sus innovaciones estéticas o su utilización del motivo mágico se interpretan y valoran muchas veces a la luz de las lecturas del texto rojano difundidas por los celestinistas del momento. Además, los mismos especialistas de La Celestina son también, a veces, autores de adaptaciones teatrales o de reescrituras libres que buscan, ante todo, acercar el texto tardomedieval al gran público. Es el caso de Manuel Criado de Val, quien compone una Melibea (1962) para la segunda edición del Festival de Hita, 2
Este programa fue dirigido por Fernández Santos y está disponible en (19/04/2017).
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especializado en teatro medieval. El crítico volverá a ofrecer una adaptación completa de la trama rojana con ¿Os acordáis de Celestina... la vieja alcahueta?, que se representó en el mismo festival, en 1974. La evolución de los estudios dedicados a Rojas y a su obra es, así, doblemente relevante en el caso de las reescrituras celestinescas. Por una parte, como se verá más adelante, algunos de los autores del corpus considerado son medievalistas o incluso celestinistas conocidos cuyos trabajos de investigación se sitúan, por tanto, dentro del panorama crítico que me propongo trazar en este capítulo y cuya interpretación crítica de La Celestina suele reflejarse o incluso resaltarse en sus obras literarias. Por otra parte, aun cuando no son especialistas de la literatura, estos autores dialogan a menudo en sus obras con la tradición académica que gira alrededor de La Celestina y con los debates críticos que coinciden con la época de redacción de su reescritura.3 Para esbozar esta historia de la recepción contemporánea de la (Tragi) comedia de Calisto y Melibea, conviene, por tanto, examinar de forma cronológica los hitos de la investigación celestinesca, subrayando los estudios y eventos más significativos que han abierto nuevos caminos en la exploración de este texto y que, muchas veces, han creado escuela o han provocado debates nutridos. Pero, antes de destacar las peculiaridades de cada periodo, no es inútil exponer los aspectos de La Celestina que han sido constantemente estudiados, aunque desde planteamientos distintos, a lo largo de la época contemporánea. I. Los tópicos de la crítica celestinesca contemporánea Algunos aspectos, tanto externos como internos, de La Celestina han generado debates intensos entre sus lectores a lo largo de la época contemporánea y siguen muchas veces polarizando la crítica celestinesca actual. Entre estas fuentes de polémica está el problema espinoso de la autoría y de la historia textual de la (Tragi)comedia. La autoría ha sido una cuestión debatida a partir del siglo xix y el primero en plantearla fue José María Blanco
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Este diálogo se entabla a menudo a través del peritexto de las mismas reescrituras. Para un análisis de estas estrategias peritextuales, véase François (2018b).
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White (1824), quien opina que La Celestina es fruto de un único autor.4 A los defensores de la autoría única —Menéndez Pelayo (1943a [1910]) y Miguel Martínez (1996), entre otros— se oponen quienes —como Michelena (1999)— afirman la doble autoría, pregonada por el mismo prólogo de La Celestina. Algunos especialistas han debatido y siguen debatiendo acerca de la identidad de este/estos autor(es). En el siglo xxi, Carlos Heusch (2008) ha propuesto una nueva hipótesis sobre el antiguo autor, mientras que Canet y Snow han argumentado en contra de la autoría de Rojas (Snow 1999-2000, Canet 2011). En su argumentación, todos estos críticos se valen de estudios lingüísticos, estilísticos o morfológicos para destacar la diversidad o la unidad del usus scribendi de La Celestina. Otros privilegian investigaciones históricas y biográficas sobre la vida de Rojas y su contexto, una tendencia que se remonta a los trabajos de Serrano y Sanz (1902). Veremos en otro capítulo, de forma pormenorizada, que esta corriente crítica dio lugar a una polémica sobre el origen judío de Rojas —y sus posibles repercusiones literarias— en la que participaron, entre otros, Maeztu (1926), Lida de Malkiel (1970 [1962]), Castro (1965), Gilman (1978) o Salvador Miguel (1989). También se examinará en qué medida esta cuestión va acompañada de un debate relativo a la intención de La Celestina, obra moralizante y cristiana según algunos —tesis defendida por Bataillon (1961) y retomada por su discípulo, Heugas (1973)— y creación heterodoxa de un converso amargo para otros.5 Esta oposición entre una tesis didáctica y otra que calificaría de subversiva es capital para entender las reescrituras contemporáneas de La Celestina: como se verá a lo largo de este estudio, estas participan en este debate y lo nutren con otras polémicas culturales e históricas de su momento de redacción. En cuanto a la compleja historia textual de La Celestina, que habría conocido al menos tres versiones (el primer acto, la comedia y la tragicomedia) y que se ha difundido abundantemente a través de múltiples ediciones internacionales, Guillermo Serés ha propuesto un estado de la cuestión atinado (en
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Blanco White considera que el autor de La Celestina disimuló su nombre y utilizó la estratagema del doble autor porque creyó que su éxito como autor de “libros puramente divertidos” (1824: 224) podría quebrantar su condición de bachiller letrado. 5 Es la posición compartida por Maeztu (1926), Serrano Poncela (1959), Castro (1965), Gilman (1978), Calvo Peña (2003), Costa Fontes (2005), Heusch (2008) y Maestro (2008a).
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Rojas 2011: 382-390) en el cual repasa los distintos estudios dedicados a la trayectoria editorial del texto (entre los cuales destaca el de Infantes 2010),6 los trabajos que se centran en su ámbito de creación (Cátedra 2001; Castilla 2001), el paso de la comedia a la tragicomedia (Heusch 2008) o el cambio de título de la obra (Kirby 1989). Impresiona la multiplicidad de trabajos que, desde el siglo xix, se dedican a la historia textual de La Celestina. Pero en este panorama no todos los estudios tienen el mismo rigor filológico o histórico y, como explica LópezRíos, “las conjeturas sin fundamento sobre la autoría y la génesis de la obra [...] han sido uno de los males de la crítica celestinesca del siglo xx” (2001b: 162). No obstante, esta copiosidad de interpretaciones, a veces algo descabelladas, sobre el nacimiento de La Celestina no deja de ser relevante por constituir una fuente de inspiración fundamental para los reescritores. En efecto, no pocos de los autores que estudiaremos a continuación ilustran algunas hipótesis de la crítica sobre la autoría de la Comedia: algunos ficcionalizan a Fernando de Rojas, otros juegan con el misterio que rodea al antiguo autor y muchos explican, mediante la ficción, el complicado aparato paratextual que rodea la Tragicomedia. Otro gran caballo de batalla de la crítica celestinesca contemporánea es, sin duda, el género de La Celestina, novela para algunos, obra dramática para otros. La clasificación de este texto se hizo incómoda a partir del siglo xviii, cuando se construyó la preceptiva neoclásica. Aparecieron entonces fórmulas como “novela dialogada”, para reflejar el carácter genérico híbrido de La Celestina. En el siglo xix se desarrolla este debate acerca del género del texto rojano que algunos, como Bouterwek o Moratín, empiezan a calificar de “novela dramática” —marbete consagrado por el mismo Moratín en sus Orígenes del teatro español (1830)—. Como explica Álvarez Barrientos, es a partir de este periodo cuando “la adscripción genérica de La Celestina será un problema que se solucionará en las historias de la literatura calificándola de novela dramática, añadiendo siempre su condición teatral irrepresentable, dada su extensión” (2001: 87).
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Curiosamente, Serés no menciona el trabajo que Jules Horrent (1963) dedicó a las primeras ediciones de La Celestina.
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Los partidarios del género novelesco, como Deyermond (1971), siguen considerando que la extensión de La Celestina la hace irrepresentable en un escenario y añaden que su tratamiento espaciotemporal, así como la caracterización psicológica de sus personajes, constituyen ingredientes sumamente novelescos. Partiendo de una concepción del género como cualidad del proceso creador y no de la obra creada, Gilman (1982 [1956]: 183 y sgs.) acaba por afirmar el carácter agenérico de La Celestina, texto con rasgos novelescos pero cuya acción es enteramente estructurada por el diálogo. Por su parte, Severin (en Rojas 2008: 25 y sgs.) afirma que La Celestina pertenece al género de la novela, a cuya evolución moderna contribuye, porque se inspira mucho en la novela sentimental para hacer coincidir discursos variados, cómicos y paródicos —una característica esencial de la novela, según Bajtín—. Los defensores de la índole dramática de La Celestina son, sin embargo, mayoritarios en la crítica celestinesca actual.7 Todos se basan en los argumentos aducidos por Menéndez Pelayo (1943a [1910]: 221) o Lida de Malkiel (1970 [1962]): consideran que la representación (pretendida o conseguida) no define la naturaleza dramática de un texto y que la obra rojana está repleta de técnicas dramáticas, como el diálogo, la división en actos, los apartes o cierto tipo de acotaciones. La Celestina bien podría ser, al final, una comedia humanística, es decir: [...] un tipo de pieza que desarrollaba tramas complicadas de amores y seducción, en las que solían intervenir maliciosas terceras y personajes bajos [...], y que estaba destinada a ser leída en voz alta, mediante una lectura dramatizada ante un público culto. [...] Solían representar con cierta frecuencia mujeres rebeldes contra la convención como las que se dan en La Celestina. (Rodríguez Cacho 2009: 149)
Las investigaciones acerca del género de La Celestina también se han apoyado en los estudios dedicados a las fuentes del texto rojano. Estas, que ya empezaron a ser identificadas desde la Celestina comentada, han sido rastreadas, por ejemplo, por Menéndez Pelayo (1943a [1910]), Bataillon (1961), 7
Véanse, por ejemplo, Camacho Morfín (2004), Miguel Martínez (1993 y 2009), González (2004), Pedraza Jiménez (2001), Revueltas (2004), Snow (2005) o Maestro y Ruana de la Haza (2008).
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Lida de Malkiel (1970 [1962]) o Márquez Villanueva (1993). Ya hemos examinado, en el capítulo anterior, algunas de las fuentes fundamentales de La Celestina que se han evidenciado y examinado a lo largo de la época contemporánea, desde la comedia clásica latina de Plauto y Terencio a las colecciones de aforismos aristotélicos, pasando por el De amore de Andreas Capellanus, el Pamphilus del siglo xii, De remediis utriusque fortunae de Petrarca, el Laberinto de Fortuna de Juan de Mena, el Libro de buen amor, El Corbacho, la poesía de cancionero o Cárcel de amor. Insistir en la importancia de una u otra fuente ha sido una estrategia frecuente con la que algunos celestinistas abogaron a favor de cierta clasificación genérica, teatral o novelesca, de La Celestina. Esta polaridad de la crítica acerca del género de La Celestina no solo se refiere a un debate entre especialistas. Encuentra también un eco en las reescrituras del texto rojano que, como veremos, evidencian a menudo el carácter teatral de su modelo, incluso a través de técnicas metateatrales, o recrean el mundo de Calisto y Melibea gracias a los códigos de la novela, histórica o sentimental. Otras reescrituras parecen escapar del debate: eligen la poesía como forma de reescritura y seleccionan, en este caso, los pasajes más líricos de su modelo. II. Cronología de la crítica celestinesca: del siglo xix a nuestros días Aparte de las problemáticas de la autoría, la génesis, el género, las fuentes o la intención, que constituyen tópicos que cruzan toda la tradición crítica contemporánea dedicada a La Celestina, otras líneas de investigación han venido emergiendo y desarrollándose paulatinamente en momentos concretos de los últimos siglos. Es esta cronología propia de la investigación celestinesca desde el siglo xix la que quisiera explicitar ahora. II.1. El siglo XIX Después de su (casi) silenciamiento dieciochesco, La Celestina vuelve a hacer correr mucha tinta, y de forma internacional, en el siglo xix. A modo
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de muestrario representativo, y no exhaustivo, se pueden mencionar las seis ediciones decimonónicas de la obra. La Celestina no había vuelto a editarse desde 1643 hasta que, en 1822, lo hizo León Amarita. A esta primera edición contemporánea le acompaña un prólogo del editor Francisco Javier de Burgos, donde se desgrana una lectura de carácter nacionalista y político, ya que “tomando como base de su argumentación [la] calidad lingüística [del texto rojano], [se] pone de relieve el alto nivel de civilización y desarrollo que había conocido (y conocía) España, que iba ‘delante de las demás naciones en la carrera de la civilización’ (1822, p. III)” (Álvarez Barrientos 2001: 89). Como explica Álvarez Barrientos: Burgos traspone a la época de redacción de la obra problemas, conceptos y léxico decimonónicos, como harán poco después los “pintores de historia” con los hechos nacionales sucedidos en la Edad Media y en los Siglos de Oro. La Celestina le sirve para hablar de la época fernandina. [...] Valiéndose de La Celestina, hace observaciones políticas y sociales sobre la Historia española y sobre los males contemporáneos. [...] [Le] sirve para deplorar el régimen político, el estado de opresión en que se encuentran las letras españolas y la decadencia de la sociedad. (90)
La última edición decimonónica de La Celestina fue la de dos tomos que realizó en 1899, para conmemorar el cuarto centenario de la edición de Burgos de 1499, el librero Eugenio Krapf, y que incluía un estudio preliminar de Marcelino Menéndez Pelayo. Juan Valera reseñaría al año siguiente esa edición en un artículo en el que se sirvió del trabajo de Krapf como pretexto para alabar la obra de Rojas, equipararla con el Quijote y concluir que “hasta la aparición de Shakespeare no hubo en la tierra más profundo observador ni más hábil pintor del alma humana que el bachiller Fernando de Rojas” (Valera 1961 [1900]: 1028). En el ámbito de la crítica, son llamativos los constantes elogios que recibe la obra. A juicio de Blanco White (1824: 230), La Celestina destaca ante todo por la verosimilitud de los retratos de costumbres que ofrece, aunque le reprocha una erudición que considera exagerada. El mismo crítico relaciona la (Tragi)comedia con el Quijote y la define como una de las obras españolas más famosas.
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Leandro Fernández de Moratín también alaba la verosimilitud de La Celestina. A juicio de Álvarez Barrientos, al elogiar la obra rojana, lo que está realmente apreciando Moratín es: [...] cuanto ésta tiene de comedia clasicista y moderna (aunque la llame novela), en el sentido de que atiende a las costumbres, entretiene, sus personajes son creíbles y se vale para mostrar todo esto de la prosa. Prosa que el [sic] valoraba extraordinariamente, hasta el punto de ponerla como ejemplo, junto a la de Cervantes y el Lazarillo, cuando reflexionando sobre el uso de ésta en el teatro [...] se alaba la dificultad de valerse de ese medio en lugar de utilizar el verso. (Álvarez Barrientos 2001: 86-87)
Moratín se interroga, en suma, sobre el lugar que ocupa La Celestina en la historia de las letras y acaba por considerarla “una de las obras clásicas que ha producido la literatura española” (1944 [1830]: 173). Buenaventura Carlos Aribau también contribuye a esta percepción de La Celestina como obra clásica al publicarla, en 1846, “entre los clásicos de la Biblioteca de Autores Españoles, en el tomo III dedicado a los Novelistas anteriores a Cervantes” (Álvarez Barrientos 2001: 87). Va por el mismo camino Ticknor (1944 [1849]), en cuya historia de la literatura española aparece La Celestina como novela dramática que asentó las bases del teatro español. A caballo entre el siglo xix y el siguiente, en 1900, Foulché-Delbosc reimprime, por su parte, la edición de la Comedia de Sevilla (1501) y publica sus “Observations sur La Célestine”, donde afirma el valor estético sin par de la obra tardomedieval. El mismo año se edita en Nîmes la tesis —en latín— de Ernest Martinenche dedicada a La Celestina y titulada Quatenus tragicomœdia de “Calisto y Melibea” vulgo a “Celestina” dicta ad informandum hispaniense theatrum valuerit. II.2. El siglo XX El siglo xx representa un momento fructífero para La Celestina en más de un sentido. Primero, porque empieza la vida escénica y cinematográfica del texto rojano. También se trata de un periodo en el que, como se verá, se multiplican sus reescrituras más originales. Pero el siglo xx constituye ante todo
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un momento de investigación celestinesca intensa, que se aprovecha tanto de la evolución de las teorías literarias y filosóficas contemporáneas —con las aportaciones de los estructuralistas, de Bajtín, con el desarrollo del existencialismo, etc.— como del hallazgo de nuevos documentos históricos, como la “Celestina de Palacio”, manuscrito descubierto en 1990 (Serés, en Rojas 2011: 387). En este panorama tan profuso como variopinto, el año 1977 representa, con la fundación de la revista Celestinesca, un jalón fundamental en la historia de la recepción de La Celestina, ya que aseguró el afianzamiento de perspectivas críticas anteriores a la vez que estimuló nuevos rumbos de investigación. II.2.1. Antes de 1977 El principio del siglo xx está marcado, desde luego, por los dos amplios capítulos que Menéndez Pelayo (1943a y 1943b [1910]) dedica a La Celestina en sus famosos Orígenes de la novela. Allí, el santanderino propone un examen pormenorizado de los grandes loci critici del texto rojano —historia textual, autoría, género, lenguaje y fuentes— antes de interesarse por la psicología de los personajes cuyas motivaciones intenta explicar. Considera, por ejemplo, que Celestina es ante todo un “genio del mal” (1943a [1910]: 357) cuyo poder diabólico es fundamental en el enamoramiento de Melibea. Tal interpretación del papel del conjuro a Plutón, pronunciado por la alcahueta en el acto III, hundía sus raíces en la crítica celestinesca del siglo xix y generó una larga polémica entre los celestinistas que, desde entonces, han considerado la magia de Celestina como motor fundamental de la trama de la (Tragi) comedia y aquellos que la han visto como un mero artificio ornamental, sin influencia en la evolución de los demás personajes. Este debate encuentra eco en las reescrituras celestinescas que, como veremos, usan los argumentos de una u otra posición en su forma de recrear el personaje de la alcahueta. Menéndez Pelayo fue también uno de los primeros críticos en estudiar la recepción de La Celestina a través de sus ediciones y traducciones desde el siglo xvi hasta el xix. También resaltó su influencia en las letras españolas, incluso en algunas obras de Lope de Vega. Además, como ya se ha evidenciado en el capítulo anterior, el santanderino fue quien postuló la existencia de un
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subgénero deudor de la obra de Rojas que recibiría luego el nombre de celestinesca. En el capítulo siguiente de Orígenes de la novela, Menéndez Pelayo se centra en estas “imitaciones” de La Celestina, desde las “primeras imitaciones” —que abarcan, por ejemplo, las de Pedro Manuel de Urrea, Rodrigo de Reinosa, la Comedia Thebayda o La Lozana andaluza— hasta las “imitaciones deliberadas” —las segundas y terceras Celestinas del siglo xvi—, así como alguna imitación fuera de España. A continuación, edita cinco obras del género celestinesco: la Tragedia Policiana, la Comedia Florinea, la Eufrosina, la Doleria del Sueño del Mundo y la Lena. La labor de Menéndez Pelayo ha sido esencial en varios sentidos. No solo ha esclarecido muchas cuestiones celestinescas que se habían venido conformando en el siglo anterior, sino que también ha abierto la importante senda de una historia de la recepción de La Celestina en la que el presente trabajo se inscribe plenamente, aunque, como se verá, aquí nos interesaremos por un corpus peculiar de imitaciones celestinescas —las reescrituras contemporáneas— que Menéndez Pelayo no pudo haber identificado. En la década de los veinte, House (1924) ofrece a La Celestina un importante estudio lingüístico en relación con la difícil cuestión de la autoría. Dos años más tarde, Ramiro de Maeztu publica su Don Quijote, Don Juan y La Celestina. Ensayos en simpatía (1926), donde utiliza la literatura clásica en lengua castellana para cuestionar la mentalidad española de su tiempo. Explica que estos tres personajes son los símbolos de una España decadente al mismo tiempo que encarnan valores humanos universales —don Quijote, el amor; don Juan, el poder, y Celestina, el saber—. He aquí una muestra de una lectura ideológica del personaje de Celestina, interpretado en consonancia con la historia y la sociedad españolas de la época de Maeztu. Esta instrumentalización de los personajes rojanos es, precisamente, una constante de las reescrituras celestinescas que el resto de este trabajo recalcará en más de una ocasión. A finales de los cuarenta, Otis Green (1947 y 1948) proporciona nuevos datos acerca de la historia textual de La Celestina y, más concretamente, de su control y expurgación por la Inquisición. Los años cincuenta y sesenta coinciden con la publicación de trabajos que van a cambiar considerablemente la cara de la investigación celestinesca. Con La realidad histórica de España (1954) y luego con La Celestina como contienda literaria (castas y casticismos)
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(1965), Américo Castro interpreta la obra rojana como reflejo de una ruptura en la interacción entre las tres castas —cristiana, judía y árabe— que caracterizaba la España medieval. La Celestina sería así la expresión literaria de una tensión social contemporánea de la expulsión de las comunidades judía y árabe. Castro considera que la (Tragi)comedia es obra de un converso angustiado por este contexto sociohistórico y que por eso rompe con la tradición literaria de su tiempo, a la vez que trastorna las jerarquías sociales vigentes y elimina cualquier referente moral o religioso. Esta lectura de La Celestina como obra de converso y reflejo de una importante transición sociocultural entra en consonancia con los trabajos de Gilman —quien publica, en 1956, The Art of La Celestina y, en 1972, The Spain of Fernando de Rojas8— y, sobre todo, con los de Antonio Maravall. En El mundo social de La Celestina (1986 [1964]), el historiador abre la vía a estudios centrados en las problemáticas sociales y urbanas retratadas en La Celestina, afirmando también el carácter de texto de transición de esta obra rojana que, a su modo de ver, expresa la crisis de los valores feudales y morales, los cambios económicos, el desarrollo del individualismo, la mundanización y la secularización, todos fenómenos contemporáneos de su época de redacción.9 Las teorías de Castro y Maravall han tenido mucha repercusión en el mundo celestinesco, tanto en la crítica como en la creación literaria: los celestinistas posteriores no dejan de dialogar con ellas para reafirmarlas, completarlas, matizarlas o criticarlas, y las reescrituras de la (Tragi)comedia, como luego se examinará, se apoyan en estas teorías para hacer de la historia de Calisto, Melibea y Celestina una historia de los conflictos sociales y religiosos contemporáneos. Esto es particularmente visible en el caso de las reescrituras hispanoamericanas, en cuyos peritextos se mencionan explícitamente los trabajos de Maravall o Castro. Las aportaciones de ambos estudiosos también llevan agua al molino de los que defienden la intención subversiva de La Celestina. Es interesante 8
En la primera monografía, también un clásico de los estudios celestinescos, Gilman estudia los mismos loci critici que Menéndez Pelayo, además de dedicar una atención especial al espacio, al tiempo y al tema de la fortuna en La Celestina. En The Spain of Fernando de Rojas, el estudioso coloca a Rojas en sus circunstancias históricas y biográficas para apreciar mejor su creación literaria. Aboga claramente a favor del origen converso de Rojas. 9 Esta perspectiva será retomada y completada por Criado de Val (1977), Ladero Quesada (1990), Botta (1994), Deyermond (2008a) y Asenjo González (2008).
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señalar que la otra posición acerca de la intención de la obra, la que afirma su valor didáctico y moralizante, también se ha afianzado en la década de los sesenta con la monografía de Marcel Bataillon titulada La Célestine selon Fernando de Rojas (1961). A caballo entre las dos tendencias, se puede mencionar el trabajo de Ayllón (1965) relativo al pesimismo de La Celestina, imputable a la vez a la cosmovisión cristiana y a los cambios socioeconómicos, culturales y políticos de la época. Este examen del pesimismo rojano será prolongado, entre otros, por Hathaway (1994). Ahora bien, otra monografía ineludible de los sesenta, lectura obligada de cualquier celestinista, es sin duda La originalidad artística de La Celestina (1962) de María Rosa Lida de Malkiel. Allí, la argentina muestra en qué medida la Tragicomedia recrea de forma original los arquetipos de la literatura antigua y medieval. También propone consideraciones atinadas sobre el género de la obra y sus múltiples técnicas teatrales. Otro aspecto valioso de este trabajo es que aparece en cada sección un apartado reservado a la comparación entre La Celestina y 1) sus imitaciones y continuaciones desde el siglo xvi y 2) algunas de sus adaptaciones escénicas del siglo xx. Aunque esta comparación siempre realza la insuperable originalidad de La Celestina y acaba subrayando la inferioridad de sus imitaciones y adaptaciones, Lida de Malkiel tiene el enorme mérito de continuar y detallar la historia de la recepción iniciada por Menéndez Pelayo. Sin embargo, muchas de las reescrituras de La Celestina están de nuevo ausentes de este examen. Para terminar con las numerosas contribuciones de los sesenta a la investigación celestinesca, es necesario recordar el papel que desempeñó el artículo de Russell (1963) en la polémica acerca de la magia de Celestina: también defiende el carácter protagónico del conjuro del acto III, pero matiza la posición de Menéndez Pelayo. Este trabajo se convertirá, en las décadas siguientes, en un referente inevitable para cualquier celestinista interesado por esta cuestión, ya sea para afirmar o para negar la función de la magia en la obra rojana. En los mismos años, otro estudio importante en este marco es el capítulo que Caro Baroja dedica a La Celestina en Las brujas y su mundo (1966). Tanto las tesis de Russell como las de Caro Baroja se siguen discutiendo en la actualidad (Alberola 2010, García Soormally 2011). Tendré la oportunidad de detallar en otro capítulo las evoluciones de esta polémica acerca de la
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magia de Celestina, porque es primordial para entender las transformaciones de la celestinesca contemporánea. La década de los setenta también es fértil en estudios celestinescos de gran relieve, relativos, sobre todo, a la historia de la recepción de la obra rojana en los siglos xvi y xvii. En 1973, el francés Pierre Heugas, discípulo de Marcel Bataillon y también defensor de la tesis didáctica, publica la tesis titulada La Célestine et sa descendance directe. Se trata de la primera monografía dedicada a la celestinesca cuya existencia había sido puesta de manifiesto más de sesenta años antes por Menéndez Pelayo. Como se ha visto anteriormente,10 a través del análisis de los personajes, prólogos, citas intertextuales y proverbios de las imitaciones de La Celestina del siglo xvi, Heugas demuestra que estas hacen explícita e incluso acentúan la intención moralizante ya presente en el texto rojano. En “La Celestina según sus lectores” (1976), Maxime Chevalier examina, por su parte, otra dimensión de la recepción de este texto en los siglos xvi y xvii. Se pregunta, por ejemplo, cuáles son los aspectos de La Celestina que más llamaron la atención de sus lectores en aquellos siglos y demuestra que tanto el personaje de Celestina como el problema de la intención de la obra, percibida a la vez como moral y peligrosa (155), ya suscitaban comentarios. Notemos también que, durante estos mismos años setenta, se acentúa la internacionalización de la crítica celestinesca con dos acontecimientos relevantes: por una parte, en 1973, la organización de la primera sesión reservada a La Celestina en el congreso anual de la MLA; por otra, en 1974, el I Congreso Internacional sobre La Celestina, cuyas actas editará Manuel Criado de Val en 1977 bajo el título La Celestina y su contorno social. El congreso y sus actas ofrecieron una visibilidad importante a “La Celestina en las literaturas universales, fuentes e influencias” (589). Muchas contribuciones se acercaron, de este modo, a la repercusión que tuvo la obra fuera de España, por ejemplo en Portugal, Rumania o Alemania.
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Véase el capítulo I.
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II.2.2. A partir de 1977 El año 1977 representa un verdadero annus mirabilis para La Celestina y su estudio. No solo corresponde a la publicación de las actas del primer congreso internacional dedicado a la obra (Criado de Val 1977) y a una primera lectura existencialista de la (Tragi)comedia (Gurza 1977), sino que marca el nacimiento de la revista Celestinesca. La fundó Joseph T. Snow, que fue su director hasta 2006, cuando tomó el relevo José Luis Canet. El consejo editorial de la revista incluye grandes nombres del hispanismo como, entre otros, los celestinistas o medievalistas Patrizia Botta, Alan D. Deyermond, Jacques Joset o Dorothy Severin. Con dos números por año, que luego pasaron a uno, Celestinesca reúne a muchos colaboradores internacionales y publica contribuciones acerca de cualquier aspecto (sea temático, genérico, estructural, histórico, onomástico...) de La Celestina y su descendencia. Cada número integra, además, una muestra de la iconografía generada por la (Tragi)comedia a través de los siglos, así como unas muy valiosas secciones, “Pregonero” y “Bibliografía”, que incluyen datos sobre cualquier adaptación de La Celestina (escénica, cinematográfica, como tebeo, poema, etc.) que los celestinistas del momento hayan podido detectar. También se publican referencias bibliográficas y reseñas de los nuevos trabajos dedicados a La Celestina. En estos apartados específicos de la revista se ofrecen algunas de las primeras informaciones acerca de las reescrituras originales, y no solo adaptaciones, de la obra rojana. El índice de Celestinesca y estas secciones finales que acompañan cada número constituyen, por tanto, una fuente inestimable para seguir los rumbos de la investigación y de la creación artística estimuladas por el texto de Rojas. Otra herramienta muy preciada en esta perspectiva es el trabajo monumental publicado por Snow (1985) en Madison y titulado Celestina by Fernando de Rojas: An Annotated Bibliography of World Interest 1930-1985. A partir de 1977, Celestinesca se suma a los demás medios de difusión de la investigación celestinesca —congresos internacionales, monografías, revistas de literatura hispánica, de medievalismo, etc.— como plataforma de desarrollo de nuevas líneas de estudio. Entre estas se pueden mencionar, por ejemplo, el peculiar análisis semiótico de La Celestina propuesto por Cantalapiedra (1986) o el interés por la representación del universo celestinesco
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en pintura, sobre todo en las obras de Goya (Alcalá Flecha 1984), de Pablo Picasso (Rico 1990, Salus 1994) o de Luis Paret (Morales 1998). Esta última tendencia seguirá desarrollándose en el siglo xxi: Salus publica en 2015 una monografía dedicada al tema celestinesco en toda la carrera de Picasso, al mismo tiempo que Schmidt (2015) abre el campo a otros pintores, como Leonardo Alenza y Nieto o Eugenio Lucas Velázquez. Continúan los estudios temáticos y los dedicados a las fuentes de La Celestina, pero muchas veces se orientan hacia un análisis de la ironía, del humor y de la parodia favorecidos por el texto rojano.11 Asimismo, las afirmaciones del periodo anterior sobre el tratamiento realista de los temas en La Celestina se discuten (Rico 1989, Cáceres Aguilar 2015). En ese último tercio del siglo xx, la frecuencia de los estudios sobre el espacio en La Celestina salta a la vista a partir de la bibliografía de Snow (1985) o de los índices y suplementos bibliográficos de Celestinesca. Las aportaciones de Ellis (1981), Gerli (1997) o Moner (1996) son algunas muestras de esta tendencia que siempre dialoga con los trabajos anteriores de temática similiar, sobre todo los de Malkiel (1961 y 1970 [1962]) y los de Gilman (1982 [1956]). Otro de los tópicos de la crítica celestinesca del momento que seguirá desarrollándose en el siglo xxi es la temática carnal de La Celestina, es decir, su representación de la prostitución y de la sexualidad femenina, cuyo examen empieza a engendrar gender studies celestinescos.12 En tales estudios, las figuras de Melibea y de Areúsa se vuelven centrales. No es anodino, en este contexto, que las reescrituras de la época —que además en España también corresponde al periodo del destape— rebosen de escenas eróticas y acentúen, como veremos, la sensualidad de sus personajes femeninos, así como cierta moral del placer defendida por la alcahueta. Pero la investigación celestinesca de las últimas décadas del siglo xx también es significativa por prolongar y afianzar de forma decidida la historia de la recepción de La Celestina iniciada anteriormente. No solo siguen
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Es el caso de Ayllón (1984), cuyas consideraciones sobre la ironía serán prolongadas y enriquecidas por Snow (2013a), o de Severin (1979 y 1984), cuyo acercamiento a La Celestina como parodia de la novela sentimental estimulará el trabajo de Iglesias (2009). 12 Véanse, por ejemplo, los trabajos de Fernández (1991), Lacarra (1992), Bados-Ciria (1996) o Gabriele (2000).
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publicándose estudios centrados en la lectura y en la influencia de La Celestina en los siglos xvi y xvii,13 sino que, por primera vez, aparecen exámenes de la recepción posterior de la (Tragi)comedia en los siglos xviii,14 xix y xx.15 Incluso emergen trabajos que se centran en la influencia de La Celestina fuera de sus meras adaptaciones. Rodiek (1989) se interesa, por ejemplo, por el tema de la Inquisición y su vinculación con La Celestina en Tragedia fantástica de la gitana Celestina de Alfonso Sastre, mientras Galán Font (1990) se interroga acerca de la presencia de Celestina en La casa de Bernarda Alba. Joseph T. Snow desempeña un papel primordial en esta nueva línea de investigación centrada en las influencias más recientes del texto rojano. En un artículo que trazaba el “Estado actual de los estudios celestinescos” en 1988, el celestinista norteamericano había llamado la atención sobre estas adaptaciones y reescrituras rojanas del siglo xx que la crítica tiende a desdeñar, a pesar de que constituyen lecturas históricas del clásico español. A juicio de Snow, cada adaptación o reescritura de La Celestina “es una forma de entender y enriquecer e interpretar su significado [el del texto rojano] en siempre nuevos y originales contextos; es otra forma de ser lector del texto y de entrar en un diálogo personal con él” (Snow 1988: 17). Así, es necesario “ir considerando más en serio los testimonios del siglo xx que atestiguan ya en gran profusión la poderosa importancia de lo celestinesco, su vitalidad y vigencia, su enorme capacidad de seguir generando nuevas formas literarias con el mismo núcleo temático” (18). Snow (1997b) repite esta recomendación en la década siguiente y continúa reivindicando el estudio de aquellas Celestinas en segundo grado, pariente pobre de la crítica celestinesca. II.3. Hacia el siglo XXI: el quinto centenario y los nuevos rumbos críticos Se termina el siglo xx y se abre el xxi con una consagración más de La Celestina: la celebración del quinto centenario de la publicación en 1499, en Burgos, de la Comedia de Calisto y Melibea. Para conmemorar este 13
Baranda (1992), Baranda y Vian Herrero (2007), Herrera Jiménez (1997), Kish (1992), Pérez Priego (1991), Arellano (2001 y 2012), Blanco (2001). 14 Kish (1993), Snow (2000b). 15 Snow (1993, 1997b, 2007a y 2007b).
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aniversario, en 1999 y a principios de los dos mil se organizaron múltiples congresos y se editaron varios volúmenes colectivos encargados de celebrar el éxito multisecular de la obra rojana. Se publicó, asimismo, en 1999, una edición crítica de la Tragicomedia a cargo de un equipo de filólogos dirigido por Francisco Rico. Este centenario, claro está, también ha dado la oportunidad de una mirada retrospectiva sobre los avances, logros y fallos de la tradición crítica celestinesca anterior. Es lo que propone Snow (2001c) en su estado de la cuestión, titulado “Los estudios celestinescos 1999-2099”, donde imagina además, de forma especulativa, las orientaciones que podrían seguir los celestinistas hasta el próximo centenario. Una revisión global de la crítica celestinesca y algunas nuevas aportaciones acerca de sus grandes temas ya las habían proporcionado, algunos años antes, Corfis y Snow (1993) en su Fernando de Rojas and ‘Celestina’: Approaching the Fifth Centenary. En fechas del centenario o algo posteriores se pueden mencionar, además: los volúmenes colectivos dirigidos por Pedraza Jiménez, González Cañal y González Rubio (2001) —“La Celestina”. V Centenario (1499-1999), editado en Cuenca— y Fernández y Armijo (2004) —A quinientos años de La Celestina (1499-1999), publicado en México—; los Estudios sobre La Celestina, que dirige LópezRíos (2001); El mundo social y cultural de La Celestina. Actas del Congreso Internacional de la Universidad de Navarra, que editan Ignacio Arellano y Jesús Usunáriz (2003), o el libro que dirige Gregorio Torres Nebrera (2001) con el sugerente título Celestina: recepción y herencia de un mito literario. Por su parte, John O’Neill también participa activamente en esta efervescencia del centenario a través de su repertorio, Celestina 1499-1999: a Checklist of Editions, Translations and Adaptations in the Library of the Hispanic Society of America, y mediante el volumen que dirige con Di Camillo (2005), La Celestina 1499-1999. Aparte de estos volúmenes colectivos, algunas monografías individuales han abierto o explorado sendas poco conocidas del universo celestinesco, cuando no han esclarecido temas tradicionales de la crítica desde nuevos enfoques. Esta segunda tendencia es la que ejemplifica La literatura del pobre de Juan Carlos Rodríguez (2001), donde se estudia, a partir de La Celestina y de los conflictos sociales que retrata —pero también a través del Lazarillo y de la obra cervantina—, la enunciación literaria de la pobreza que empieza
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a desarrollarse en el Renacimiento. En El personaje nihilista. La Celestina y el teatro europeo, Jesús Maestro (2001) también compara La Celestina con otras obras literarias y replantea la cuestión de la intención del texto rojano a la luz del concepto de nihilismo. En el incipiente siglo xxi, se ha considerado además la influencia que La Celestina ha ejercido en otro ámbito distinto del literario o el pictórico: las adaptaciones cinematográficas de la obra han sido examinadas, por ejemplo, por Vázquez Medel (2001) o Anchelergues (2001). Más recientemente, Iglesias (2013) y López-Ríos (2014) han producido nuevos estudios sobre el lugar de La Celestina en el cine. Otra perspectiva novedosa iniciada en época del centenario es la de Roberto González Echevarría (1999). En su libro La prole de Celestina: continuidades del barroco en las literaturas española e hispanoamericana, el investigador cubano señala la profunda influencia de la obra rojana en autores tan significativos como Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes o Severo Sarduy. Una de sus conclusiones es que La Celestina es un modelo fundamental para la estética de la nueva narrativa hispanoamericana. Si avanzamos un poco más en el siglo xxi, constatamos que La Celestina sigue ganando nuevas líneas de investigación, así como visibilidad institucional. La (Tragi)comedia incluso obtiene su propio museo, el museo La Celestina, fundado en La Puebla de Montalbán en 2003,16 y en 2011 se publica una nueva edición crítica de la Tragicomedia, que constituye el volumen 18 de la prestigiosa Biblioteca Clásica de la Real Academia Española. El estudio de La Celestina en medios no literarios gana aún más terreno con el trabajo de García del Busto (2007), dedicado a la música inspirada por el texto rojano. Siguen publicándose trabajos que ahondan en la tematización del tiempo en la (Tragi)comedia (Fernández Rivera 2010, Galarreta-Aima 2011) y siguen desarrollándose los gender studies celestinescos.17 Otros celestinistas cuestionan de nuevo la problemática intención de La Celestina, y hasta explican su ambigüedad por el carácter (¡post!) moderno avant la lettre del texto rojano (Puerto Moro 2008, Gerli 2010, Lasserre Dempure 2012). Retoman en cierto modo la lectura hecha por Maravall décadas antes, pero la adaptan, de
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(abril 2019). Véanse Cloud (2009), Dangler (2001), Deyermond (2008b y 2008d), Iglesias (2011), Díaz Tena (2012), Montero (2015) y Ramírez Santacruz (2004). 17
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forma algo anacrónica, a los —a veces controvertidos— marcos de reflexión teórica de su época. Como veremos, las reescrituras celestinescas de los años dos mil también interrogan la intención de La Celestina y la interpretan a veces a la luz de estos debates sobre modernismo, posmodernismo o poscolonialismo. En el mismo periodo, Snow (2013b: 151) proyecta concretamente escribir una historia global de la recepción de La Celestina y sigue aconsejando que los celestinistas tomen en cuenta de forma más sistemática todos los productos culturales inspirados por La Celestina. Así lo ha escuchado María Bastianes (2015), investigadora que, en su tesis doctoral, ofreció la primera historia completa de las adaptaciones escénicas de La Celestina en España.18 Por su parte, las influencias celestinescas menos sistemáticas en obras hispánicas canónicas siguen generando trabajos puntuales, como los de Franz (2013), sobre la intertextualidad celestinesca en Pepita Jiménez, o los de Monet-Viera (2000), sobre el diálogo entre La Celestina y Cien años de soledad. III. LA CELESTINA como mito En todo este panorama crítico, el término mito ha sido aplicado con regularidad a La Celestina, muchas veces en las introducciones o en el mismo título de ciertas publicaciones. Por ejemplo, Reyes considera el texto de Rojas como “el tercer mito hispano”, una historia sumamente conocida en la que la alcahueta simbolizaría un “puente o eslabón de los deseos carnales que pugnan por hallarse” (Reyes 1959: 40). Guillermo Díaz-Plaja afirma, por su parte, que “[d]entro de la mitología universal, la Celestina constituye, con Don Quijote y Don Juan, la aportación indiscutible del espíritu español a la primera fila de tipos literarios de todos los tiempos” (1967: 123). Con el artículo en el que traza la semiótica del personaje de Celestina, Cantalapiedra (1988) afirma también querer esbozar el “retrato de un mito”. José Luis Díez (2004), por su parte, titula Tres mitos españoles el volumen que dirige sobre La Celestina, Don Quijote y Don Juan. El libro colectivo que edita Gregorio
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Bastianes prepara actualmente la publicación de su trabajo en la editorial Peter Lang (Bastianes 2020).
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Torres Nebrera (2001) pregona asimismo Celestina: recepción y herencia de un mito literario. En su introducción, explica el porqué de este título: La Celestina “ha tenido una gran herencia en todos los órdenes: continuaciones, glosas, influencias concretas, traducciones, adaptaciones teatrales y cinematográficas, reescrituras y reinvenciones, que han llevado al mito y su entorno a los más altos y lejanos ecos que una obra literaria podía soñar” (Torres Nebrera 2001a: 8); se trata, en definitiva, de “un texto que estaba llamado a compartir con los mitos de ‘don Juan’ y del ‘Quijote’, la gran tríada de aportaciones de nuestra cultura al arte y la literatura universales” (9). Por su parte, García Pascual (2003-2004) considera Las conversiones de José Martín Recuerda —reescritura celestinesca que analizaré más adelante— como una “revisión del mito de Celestina”. Según Joaquín Álvarez Barrientos, ha sido en el siglo xx cuando la obra de Rojas ha producido sus mayores y más visibles efectos sobre los creadores, tanto literarios como artísticos y musicales, que reelaboraron la trama celestinesca a la luz de los cambios sociohistóricos y de las nuevas estéticas. A su juicio es, por tanto: [...] en ese siglo xx cuando se puede hablar de mito de la Celestina. Hasta entonces es más bien un personaje, un tipo del que se valen los historiadores para señalar la condición realista de nuestra literatura, y es también una muestra de la misoginia característica de la cultura nacional. En este sentido, Celestina y Carmen tendrían ciertos puntos de contacto, más allá del puntual valerse una de embelecos de hechicera y otra del resorte anunciador de las cartas, pues se las puede entender como mitos femeninos españoles de mujeres autónomas, dominadoras de las voluntades de los hombres y, por tanto, perversas. Serían, también, dos mitos negativos, pues no son figuras que la cultura nacional admita fácilmente. (Álvarez Barrientos 2001: 93)
Todos estos ejemplos frustran en cierto modo las expectativas convocadas por la presencia titular del término mito: no se define el concepto, que aquí solo parece implicado por el criterio de la fama, no se cuestiona su aplicación a una obra literaria moderna como La Celestina —al final, ¿en qué radicaría su estatuto mítico?— y tampoco se investiga la formación y composición del mito de La Celestina, si es que existe. La etiqueta “mito” parece aplicarse de forma automática al texto de Rojas, como si fuera un presupuesto admitido
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por todos. El objetivo de la presente investigación consiste en explorar 1) este aspecto mítico sugerido, pero nunca analizado, 2) a través de un corpus celestinesco apenas estudiado —el de las reescrituras—. Ya es tiempo de exponer el marco teórico-metodológico en el que se inscribe este estudio del mito antes de definir y presentar el corpus de reescrituras de La Celestina. Veremos también en qué medida este tipo de herencia celestinesca es el más idóneo para rastrear la mitificación de un texto literario compuesto hace más de quinientos años.
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Capítulo III LAS TEORÍAS DEL MITO Y SUS DESAFÍOS
En los estudios del mito en literatura, la cuestión metodológica resulta particularmente resbaladiza dado el carácter proteiforme del campo de investigación. En efecto, desde su aparición en las lenguas europeas modernas entre los siglos xviii y xix,1 el término mito se ha utilizado desde múltiples perspectivas y disciplinas que han dado pie a distintas concepciones de la noción. Pierre Brunel (1981: 30) afirma que la etiqueta “mito” constituye muchas veces un significante flotante, mientras que Raymond Trousson (1981a: 171) indica, por su parte, la necesidad de una terminología más rigurosa a la hora de hablar del mito. El polimorfismo del mito no es fácil de resolver: sustento de una cosmovisión según el punto de vista de los antropólogos e historiadores de la religión,2 alegoría didáctica para algunos filósofos,3 también ha sido definido, en la lengua común, como sinónimo de engaño o mentira, la cuarta acepción del término que muestra el DRAE es la de “persona o cosa a las que se atribuyen cualidades o excelencias que no tienen, o bien una realidad de la que carecen”.4 1
Según el Nuevo Tesoro Lexicográfico de la Lengua Española, mito aparece por primera vez, como lema de un diccionario español, en 1853. En francés, la primera atestación del término es de 1803, mientras que el adjetivo mythique ya se empleaba desde 1570, como indica el Trésor de la Langue Française informatisé (Tlfi). 2 Véanse el capítulo “La estructura de los mitos” en la Antropología estructural (1958) de Lévi-Strauss o Aspectos del mito (1963) de Mircea Eliade. 3 Sobre el uso del mito en filosofía, consúltese la Introducción a la filosofía de la mitología (1825) de Schelling. 4 Entre las varias definiciones que proponen para este mismo lema, los diccionarios de francés parecen subrayar aún más la potencial índole embustera del mito: “Construction de l’esprit, fruit de l’imagination, n’ayant aucun lien avec la réalité” (Tlfi), “illusion” (Petit Robert).
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Polisémico, pluridisciplinar y a menudo fantaseado, el mito no es un objeto de estudio fácil de manejar. Tampoco es evidente su aplicación en el campo de los estudios literarios, a pesar de que numerosos especialistas actuales siguen haciendo de mitos concretos la base de sus trabajos de literatura comparada. Ilustran esta tendencia, por ejemplo, publicaciones bastante recientes como Le mythe de Troie dans le théâtre français (2012), de Tiphaine Karsenti, o El mito de Don Quijote en la novela posmoderna y su reescritura paradigmática en City of Glass (1985) de Paul Auster (2014), de Esther Bautista Naranjo. Ahora bien, ¿pueden una novela, un texto teatral o un poema vehicular mitos? ¿En qué medida? ¿Podría, incluso, equipararse un mito con una obra literaria, como parece hacerlo Bautista Naranjo con el Quijote? Entonces, y dado el carácter problemático de la definición del término mito, ¿cómo se podría definir un mito literario? ¿Cuáles serían las implicaciones hermenéuticas de esta transferencia a los estudios literarios de una herramienta conceptual que se asocia actualmente con tantas otras disciplinas en ciencias humanas y, ante todo, con la antropología? Para esclarecer estas cuestiones y delimitar lo que entenderé por el mito de La Celestina, se seguirán dos grandes etapas. En la primera parte de este capítulo, trazaré una breve historia de las reflexiones que se han desarrollado alrededor de este concepto desde la Antigüedad hasta nuestros días, desde los debates platónicos al comparatismo literario pasando por las investigaciones psicoanalíticas o semióticas. Se prestará una atención especial a la mitocrítica y al mitoanálisis, dos teorías dedicadas a investigar la presencia del mito en el texto literario. Este recorrido nos permitirá evidenciar la perspectiva particular a partir de la cual los estudios literarios enfocan la noción de mito. Luego, en la segunda parte del capítulo, me preguntaré en qué medida el mito puede constituir una herramienta útil para analizar textos literarios. Después de examinar la relación —estructural, genealógica, funcional o temática— que, según la crítica, une los mitos y la literatura, construiré una definición del mito y del mito literario que servirá de base a este estudio de la recepción celestinesca contemporánea. Por último, se mostrará que el concepto
Albouy comenta esos usos despectivos del mito y señala que “nada nos obliga a tomar en cuenta este uso de la palabra, propio de un lenguaje bastante laxo” (2012 [1969]: 31; trad. mía).
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de mitema, proveniente de la antropología y utilizado por la mitocrítica, representa una herramienta operativa para analizar la vida de un mito literario como La Celestina. I. El mito como objeto de estudio: panorama histórico Si nos remontamos a los orígenes antiguos de la palabra, que proviene del muthos del antiguo griego, cabe recordar la oposición que existía en la Antigüedad griega entre dos tipos de discurso que corresponden a dos tipos de pensamiento: el logos racional y el muthos irracional (Monneyron y Thomas 2006: 17). Sin embargo, antes del siglo v a. C., el campo semántico de la palabra era mucho más amplio, ya que muthos significaba “palabra”, “discurso”, “relato”, sin restricciones. El empleo del término empezó luego a especificarse y el muthos pasó a designar un relato no fundado en la razón, cuyos orígenes son inseguros, y que está marcado por una dimensión sagrada. Según esta acepción, el muthos da acceso, de forma indirecta y mediante imágenes, a saberes referidos a los dioses, la sociedad o los fenómenos naturales. A pesar de esa progresiva diferenciación entre muthos y logos, los mismos griegos operaron una síntesis entre ambas modalidades del discurso al presentar el mito como un relato que utiliza la ficción a modo de rodeo para expresar mejor ciertas verdades (Monneyron y Thomas 2006: 17). El caso por antonomasia de este tipo de síntesis es seguramente el mito de la caverna concebido por Platón. Esta concepción del mito que emerge en la Antigüedad es atinadamente examinada en Les Grecs ont-ils cru à leurs mythes? (1983), ensayo en el cual Paul Veyne demuestra la función social del mito y su vínculo intrínseco con el imaginario del periodo en el que se desarrolla. A pesar de los argumentos de sus detractores —Sócrates o Xenófano, por mencionar tan solo casos conocidísimos—, el mito parecía responder a una triple necesidad: poética, pedagógica y religiosa.5 Como se ve, la noción ya suscitaba debate durante la Antigüedad.
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Para entrar en aquel debate, son particularmente esclarecedores los trabajos del helenista Marcel Detienne.
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En Mythes et mythologie dans la littérature française (1969), Pierre Albouy ofrece un panorama sobre las formas en las que el mito ha sido considerado a partir del siglo xvi. Elige esa época como terminus a quo de su estudio porque, como explica, en aquel entonces los dioses paganos recuperaron sus formas y relatos antiguos gracias al trabajo de los humanistas y artistas. En efecto, si la Edad Media había conservado el recuerdo de aquellas figuras y de sus nombres, había olvidado, o al menos desatendido, su historia y sus aventuras (Albouy 2012 [1969]: 36). El siglo xvi recuperó estas tramas míticas, aunque también heredó del medievo su modo de interpretar el mito. Según esta concepción, que corresponde con la expuesta en el De natura deorum ciceroniano, los mitos se consideran como transposiciones de hechos históricos, como representaciones de luchas y combinaciones de elementos naturales o como relatos que simbolizan ideas morales y filosóficas. En esta perspectiva, “los dioses son alegorías” (36; trad. mía). El estudioso francés explica luego que, a partir del siglo xvi, al menos, “el problema de la utilización de los mitos forma parte, para el escritor, del problema de lo maravilloso en la epopeya y la lírica culta” (24; trad. mía). En su Défense et illustration de la langue française (1549), Joachim du Bellay consideraba la mitología clásica como un componente fundamental del lenguaje poético. Además, los poetas de la Pléiade también se preocuparon por el significado de los mitos grecorromanos: “pero si Ronsard, preocupado por armonizar la Antiguëdad pagana con el cristianismo,6 se empeña en realzar el sentido moral de los mitos, ni él ni sus amigos intentaron darles una significación nueva” (Albouy 2012 [1969]: 43; trad. mía). Con los avances de la Reforma, “un movimiento inverso aparece para condenar la fábula y preferirle una mitología verdadera, la que ofrece la Biblia” (49; trad. mía). Les Tragiques (1616), del protestante Agrippa d’Aubigné, proporciona así un claro ejemplo de lo maravilloso cristiano. Con el siglo xvii, la mitología sigue vigente, aunque pierde su brío anterior, ya que se reduce a menudo a puros ornamentos convencionales. A ese uso superficial de los mitos antiguos contribuye también una “teoría del plagio” que entonces se estaba imponiendo y según la cual “los griegos extrajeron sus dioses y mitos del Antiguo Testamento, mal entendido y falsificado” 6
El poeta hace, por ejemplo, del personaje de Hércules una figura de Cristo.
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(54; trad. mía). Huelga decir que, en aquella época marcada también por la polémica de antiguos y modernos, el mito grecorromano constituyó uno de los caballos de batalla aludido tanto por el bando de Boileau —según el cual el poeta, para agradar a sus lectores, debía adornar sus textos de “ficciones”, los mitos antiguos— como por el bando de Perrault, que abogaba por la defensa de lo maravilloso cristiano frente a aquellas fábulas impías. La Fontaine, por su parte, afirmó su posición a favor del primer bando, aunque reivindicó cierta libertad en la imitación de los clásicos. En el siglo xviii se dio un paso más en el acercamiento al mito antiguo: “Fontenelle descubre que las fábulas se justifican por la época en la que nacieron; representan, al menos en parte, un esfuerzo de la razón por explicar los hechos, a partir del tipo de causas que podían concebir pueblos primitivos” (69; trad. mía). Con miras a la búsqueda de aquellos orígenes de las fábulas míticas, los estudios mitológicos empezaron a hacerse cada vez más comparatistas. En la segunda mitad del siglo se redescubrieron así nuevas mitologías (nórdicas y célticas) que influyeron en la poesía de la época mezclándose con el influjo de lo maravilloso medieval.7 Amén de esas investigaciones, las excavaciones de Pompeya y Herculano conllevaron también un interés renovado hacia los mitos antiguos. Tal interés se acrecentó en la época romántica. De ahí que Albouy (31) considere que la creación mítica propiamente dicha —es decir, el proceso mediante el cual se atribuyen nuevos significados a antiguos mitos— solo empieza con el Romanticismo. Por lo demás, historiadores como Jules Michelet mostraron hasta qué punto el mito puede originarse en la misma historia y volverse un potente instrumento del patriotismo. Es posible entender, desde esta perspectiva, el análisis de la figura de Juana de Arco que integra el propio Michelet, en 1841, a su Histoire de France donde interpreta a la Doncella de Orleans, esta “leyenda viva” (Michelet 1934 [1841]: 196; trad. mía), como una encarnación del pueblo francés y de sus combates modernos (Foucart 2004). En la segunda mitad del siglo xix, en el ámbito de las ciencias humanas, florecieron en Europa las cátedras de historia de las religiones, de ciencias del mito y de mitología comparada: el estudio del mito se había 7
Piénsese, por ejemplo, en el caso de Ossian, y en su epopeya mítica inventada con la que Macpherson inicia toda una tendencia. Al respecto, véase Thiesse (1999: 23-29).
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vuelto disciplina universitaria. En este movimiento participan también, en la misma época, los sensacionales trabajos arqueológicos que realizó Heinrich Schliemann en las ruinas de Troya y de Micenas, así como la creación de la escuela de mitología comparada, alrededor de Max Müller, de la escuela antropológica, fundada por Tylor, y de la escuela sociológica de Marcel Mauss. Sin embargo, tampoco cabe olvidar el “movimiento de iconoclasia y de desmitologización del pensamiento occidental” (Durand 1996b: 20; trad. mía) que supuso en aquel mismo siglo el positivismo, cuyo principio fundamental era la oposición tajante entre saber serio e imaginación. A principios del siglo xx se amplifican las reflexiones acerca de los mitos provenientes de la historia y de la literatura. Estos se utilizan a menudo como soporte de consideraciones sobre la identidad nacional. En sus ensayos, Maeztu (1926) traza las señas de identidad de los que le parecen los tres grandes mitos españoles: don Quijote, don Juan y Celestina, capaces de revelar más verdades sobre España que el estudio de la historia. En el caso específico del héroe cervantino, Canavaggio constata que las lecturas nacionales del mito quijotesco se desarrollan particularmente en los principios del siglo xx, época marcada por la todavía reciente crisis de 1898 y por los grandes conflictos mundiales (Canavaggio 2005: 178). Ahora bien, hay que destacar que, a finales del siglo xix, el reformador español Joaquín Costa ya se refería a las grandes figuras de la mitología nacional —entre las cuales mencionaba de nuevo a don Quijote— para asentar la reflexión política e histórica de su programa regeneracionista (Canavaggio 2005: 169). Ese uso político de personajes literarios famosos —con don Quijote a la cabeza— y de ciertas grandes figuras históricas —como El Cid o los Reyes Católicos— que empezaban poco a poco a recibir la etiqueta de mitos, seguiría afianzándose con el franquismo (García Martín 2014). En el primer tercio del mismo siglo xx, los mitos provenientes de la tradición grecorromana o asociados con obras literarias también son reivindicados como material poético por los surrealistas que, como señala el Manifiesto de Breton (1924), otorgan plenos poderes a la imaginación. Amén de generar este tipo de reflexiones políticas y estéticas, el mito también consolida su posición como objeto de investigación. En efecto, el siglo xx impulsó considerablemente el estudio de los mitos: especialistas de distintos campos de investigación multiplicaron en aquel entonces los trabajos
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dedicados a este tipo de relato, que llegó a ser considerado fundamental para entender los pueblos, su funcionamiento social y psicológico, así como sus creencias. Este proceso se explica por el acceso, entre finales del siglo xix y principios del xx, del imaginario en general a un estatuto de objeto de estudio científico, estatuto que anteriormente se le negaba a la “loca de la casa”. El psicoanálisis mostró entonces un interés hacia la imagen para explicar la psique, mientras que la sociología estaba desarrollando la idea según la cual cada sociedad era “ante todo, simbólica: es decir, se manif[estaba] y se desvela[ba] mediante sistemas de valores, ideales, discursos y mitos” (Gutiérrez 2012: 24). En filosofía, Ernst Cassirer consideraba, por su parte, que el rasgo distintivo del homo sapiens era, precisamente, su índole de animal simbólico. Esa capacidad de pensamiento simbólico, “reflexivo, indirecto, mediatizado y no sólo inmediato” (Gutiérrez 2012: 25) sería, precisamente, lo que caracterizaría la naturaleza humana. A juicio de Durand (1996b), esta revalorización del imaginario y el subsecuente resurgimiento contemporáneo del mito se explican en buena parte por el trabajo de grandes recreadores de mitos como Wagner, Zola o Thomas Mann.8 Ahora bien, es innegable que los avances más significativos para el estudio científico del mito radican en las investigaciones de los antropólogos y etnólogos. Como explica Sellier: Como ciencia, la mitología se ha constituido paulatinamente al hilo del siglo xix y de las primeras décadas del xx. A pesar de discusiones persistentes (sobre mito y cuento, mito e historia etiológica...), etnólogos y mitólogos han logrado proponer más o menos el mismo “objeto”. (Sellier 1984: 112; trad. mía)
En los años cincuenta y sesenta, el antropólogo Claude Lévi-Strauss da un nuevo impulso al estudio del mito, que aborda, por ejemplo, en La pensée sauvage (1962) y las Mythologiques (1964-1971). En L’anthropologie structurale (1958) reflexiona sobre la noción de “estructura” y sus vínculos con la de “relación”:
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A juicio de Durand, aquellas figuras demostraron “la utilización del mito como estructura profunda, como cimiento comprensivo, de todo relato dramático o novelesco” (1996b: 28, trad. mía).
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El principio fundamental es que la noción de estructura social no se relaciona con la realidad empírica, sino con los modelos construidos a partir de esta. [...] Las relaciones sociales son la materia prima utilizada para la construcción de los modelos que evidencian la misma estructura social. (Lévi-Strauss 1974 [1958]: 331-332; trad. mía)
Los mitos, como todas las producciones del imaginario —textos literarios, obras de arte, etc.— constituyen tales modelos. Por eso, Lévi-Strauss considera que el sentido de los mitos “no se reduce a los elementos aislados que lo componen, sino que también tiene que ver con la forma en la que estos elementos se combinan” (240; trad. mía). En esta perspectiva, y para facilitar el análisis de los mitos, Lévi-Strauss creó la noción de “mitema” para designar cada “unidad constitutiva importante” (241; trad. mía) del mito, a modo de equivalente en la mitología del fonema, morfema o sema de la lingüística estructural. En efecto, el antropólogo considera que el sistema mitológico presenta un funcionamiento similar al del sistema lingüístico, ya que ambos se basan en unidades mínimas que, al combinarse, generan el sentido: “como cualquier ser lingüístico, el mito está formado por unidades constitutivas” (241; trad. mía). El concepto de mitema tal y como lo teoriza Lévi-Strauss merece una presentación algo detenida, dado que, como se verá más adelante, el análisis por mitemas será fundamental para filósofos y críticos literarios posteriores, que lo adaptarán a sus marcos de estudio. Lévi-Strauss define esta unidad mítica mínima como una etapa insoslayable del relato mítico, una secuencia corta que es una unidad autónoma vinculada con el resto del sistema mítico. El autor considera así los mitemas como “paquetes de relaciones”: Postulamos, en efecto, que las verdaderas unidades constitutivas del mito no son relaciones aisladas, sino paquetes de relaciones, y que solo es bajo esta forma de combinaciones de tales paquetes que las unidades constitutivas adquieren una función significativa. (242; trad. mía)
Para detectar los mitemas, conviene analizar de forma estructural el mayor número posible de versiones de un mismo mito. En efecto, según Lévi-Strauss, “un mito está constituido por el conjunto de sus variantes” (249; trad. mía): “no existe ninguna versión ‘verdadera’ de la que todas las de-
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más serían copias o ecos deformados. Todas las versiones pertenecen al mito” (251; trad. mía). Esta premisa permite deshacerse de una de las dificultades principales de los estudios mitológicos que precedían a los de Lévi-Strauss: la búsqueda de la versión auténtica o primitiva del mito. El método de análisis propuesto por el antropólogo consiste en traducir, para cada versión del mito, “la sucesión de los acontecimientos” mediante “frases muy cortas” (243). Luego, se agrupan los acontecimientos que presentan un mismo tipo de relación. En el análisis mitémico del mito de Edipo, Lévi-Strauss reúne así, en una misma tabla, tres acontecimientos narrados en las distintas versiones: “Cadmo busca a su hermana Europa, raptada por Zeus; Edipo se casa con Yocasta, su madre; Antígona entierra a Polinices, su hermano, violando la prohibición” (245; trad. mía). Estas etapas del relato de Edipo “se centran en parientes de sangre cuyas relaciones de proximidad son, por así decirlo, exageradas: estos parientes son objeto de un tratamiento más íntimo que lo que las reglas sociales autorizan” (246; trad. mía). El rasgo común de estos sucesos consiste, de este modo, en que se trata de relaciones de parentesco sobreestimadas (“rapports de parenté surestimés”). Lévi-Strauss propone yuxtaponer las diferentes variantes que conoce este mitema en las diversas versiones del mito: [...] para cada una de estas variantes, se establecerá una tabla en la que cada elemento será colocado con el fin de favorecer la comparación con el elemento correspondiente de las demás tablas: [...] el abandono de Dioniso y el de Edipo; [...] la búsqueda de Europa y la de Antiopa; [...] Zeus raptando a Europa, o a Antiopa, y el episodio similar en el que Semele sirve de víctima. (249-250; trad. mía)
Con esta lista de cada mitema y de sus variantes se pueden evidenciar la estructura permanente del mito y sus matices circunstanciales, las variantes del mitema que, por ejemplo, pueden encarnarse en episodios más o menos numerosos del relato o desplazarse de un personaje a otro. Tales matices suelen corresponder a modificaciones semánticas gracias a las cuales el mito se adapta a nuevos contextos socioculturales. Las indagaciones de los etnólogos y antropólogos no solo han planteado preguntas fundamentales acerca de la funcionalidad del mito, sino
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que también han conducido a la toma de conciencia de las “raíces míticas de las representaciones y sus actuales consecuencias políticas, sociales y culturales” (Gutiérrez 2012: 25). No obstante, el mito incumbe a muchos más ámbitos que el etnoantropológico. Como constata Brunel, los mitos “atañen al [...] conjunto de las ciencias humanas” (1981: 30; trad. mía), a través del siglo xx. En sus Mythologies, Roland Barthes ha abordado el concepto desde la semiótica (1957), al definir el mito como un sistema semiológico secundario: “se edifica a partir de una cadena semiológica que existe antes que él [...]. Lo que es signo (es decir, el total asociativo de un concepto y de una imagen) en el primer sistema, se vuelve un mero significante en el segundo” (Barthes 1957: 187; trad. mía). Según esta definición, muy amplia, todo puede ser mito, desde una obra literaria hasta una foto pasando, de forma más sorprendente, por un espectáculo de lucha libre, el bistec con papas fritas o el nuevo Citroën, cuyo funcionamiento semiótico analiza el autor: “el discurso escrito, pero también la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad, todo esto puede servir de soporte a la palabra mítica. El mito no puede ser definido ni por su objeto ni por su materia, porque cualquier materia puede ser dotada arbitrariamente de significación” (182, trad. mía). Se pueden señalar otros usos disciplinares del mito, contemporáneos de los trabajos de Lévi-Strauss, en el ámbito psicoanalítico, en sociología y en filosofía. En Introducción a la esencia de la mitología (1968), C. G. Jung y Karl Kerényi recurren a la noción de mito para estudiar la psicología del arquetipo del niño. Algunos años antes, en El hombre y sus símbolos (1961), Jung ya se había interesado por las mitologías etnorreligiosas: al constatar las grandes semejanzas que existían entre relatos míticos de civilizaciones muy alejadas en el espacio y el tiempo, el psicoanalista concibió el concepto de arquetipos como manifestaciones de un inconsciente colectivo. Estos arquetipos se repetirían en los mitos, como en los sueños o en algunas patologías de la psique. Todavía en el campo psicoanalítico, pero esta vez aplicado a la crítica literaria, Charles Mauron, en De las metáforas obsesivas al mito personal (1963), desdeña el carácter colectivo que atribuyen al mito todas las demás disciplinas y elabora la noción de “mito personal” para designar la expresión, en una obra, del inconsciente de su autor. Este suele traslucir bajo la forma de metáforas textuales obsesivas. A caballo entre la filosofía y la sociología,
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los trabajos de Reynal Sorel y de Lucien Lévy-Bruhl, por su parte, restan a la noción de mito su valor etiológico al presentarla como un casi sinónimo de la noción de ideología. El mito consistiría, ante todo, en la expresión de las convicciones de una colectividad (Lévy-Bruhl 1935, Sorel 2000). Decididamente pluridisciplinar, el Centre de Recherche sur l’Imaginaire (CRI), fundado por Gilbert Durand, Paul Deschamps y Léon Cellier en 1966, en Grenoble, constituye otra prueba de la moda de los estudios dedicados al imaginario en general y al mito en particular.9 El objetivo principal de este grupo consiste en prolongar de forma interdisciplinar la reflexión sobre el imaginario y la imaginación simbólica iniciada por Gaston Bachelard y Mircea Eliade. Las líneas de investigación del CRI se estructuran en cuatro ejes principales: “1) Imaginarios topológicos: lugares, paisajes, espacios; 2) Imaginarios de las ciencias y de las tecnologías; 3) Imaginarios del cuerpo; 4) Mitocrítica y mitonanálisis”.10 El cuarto eje ha conducido los investigadores del CRI a evidenciar y analizar la presencia de mitos antiguos —como el de Sísifo o el de Edipo— y de mitos modernos —como Fausto o la femme fatale— en las producciones culturales, entre otras, literarias. Gracias a sus actividades, los miembros del CRI han estimulado el estudio del mito en literatura. Como recuerda Sellier: Respecto al mito de los etnólogos, el “mito literario” ha entrado en escena de forma más tardía y secreta. Aunque algunos trabajos se publicaron en una época anterior, el estudio de los temas y de los “mitos” en literatura solo se desarrolla a partir de la década de 1930, bajo la influencia del psicoanálisis y, más tarde, bajo la de mitólogos como Eliade. (Sellier 1984: 112; trad. mía)
Ahora bien, es sobre todo la teorización de la mitocrítica y del mitoanálisis por parte de Gilbert Durand —uno de los investigadores del CRI y actual presidente de la Association Internationale de Recherche de L’imaginaire— lo que ha marcado la transformación del mito en instrumento de análisis literario. La mitocrítica y el mitoanálisis constituyen dos métodos 9
Notemos que el CRI sigue vigente hoy en Grenoble y ha originado distintos émulos, por ejemplo en la Universidad Católica de Lovaina. 10 Traducción mía a partir de la descripción disponible en (21/07/19).
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complementarios para investigar la presencia del mito en la cultura, que Durand (1996b) agrupa bajo el término mythodologie. La mitocrítica —cuya denominación calca la psicocrítica de Charles Mauron— ha sido planteada y definida por Durand en Figures mythiques et visages de l’œuvre (1979), donde explica que el método mitocrítico forma parte de una corriente de pensamiento pluridisciplinar, inaugurada por el mismo Durand, bautizada como estructuralismo figurativo. Esta corriente se había teorizado una década antes en otra monografía de Durand titulada Les structures anthropologiques de l’imaginaire (1969), en la que el autor reprochaba a los métodos estructuralistas su carácter reductor. Durand consideraba, en efecto, que los estudios estructuralistas de la literatura se quedaban en la superficie del aparato formal sin entrar lo bastante profundamente en el sentido de la obra analizada. En un contexto cultural de revalorización del imaginario, la teoría de Durand propone un sistema de clasificación de las imágenes alrededor de las cuales se organiza el imaginario humano y, por tanto, la materia de sus creaciones, incluidas las literarias. En su libro de 1979, Figures mythiques et visages de l’œuvre, Durand opone otra vez el estructuralismo figurativo y el estructuralismo tradicional. En el tercer capítulo, el autor parte de una comparación entre el análisis del poema “Les chats” de Baudelaire propuesto por Jakobson y Lévi-Strauss y su propio examen del mismo texto, con el fin de mostrar “cómo una lectura simbólica, es decir, una lectura que realza las estructuras figurativas y después, en segundo plano, las sintaxis y las formas prosódicas, resulta más esclarecedora para el análisis poético que el estructuralismo formal” (Durand 1979: 92; trad. mía). Con el estructuralismo figurativo, el autor pretende, además, sobrepasar tanto la crítica historicista como la psicocrítica de Mauron o al estructuralismo: “la obra literaria —y la obra de arte en general— no se reduce ni a las estructuras psicológicas de su autor, ni a los datos sociales e históricos, ni a un sistema mecánico de formas” (Durand 1979: 119; trad. mía). También es necesario tomar en cuenta los mitos, símbolos e imágenes en los que se sustenta la obra: La mitocrítica [...] toma como postulado de base que una “imagen obsesiva”, un símbolo medio, para integrarse en una obra y volverse integrante, motor de
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integración y de organización del conjunto de la obra de un autor, debe anclarse en un fondo antropológico más profundo que la aventura personal registrada en los estratos del inconsciente biográfico. Este fondo primordial es, para el individuo, a la vez la herencia cultural, la herencia de palabras, de ideas y de imágenes. (Durand 1979: 168; trad. mía)
Dentro del estructuralismo figurativo, Durand distingue dos ramas: la mitocrítica y el mitoanálisis. La mitocrítica es presentada como un método que consiste en analizar una obra (literaria, pictórica, etc.) a partir de las estructuras míticas, explícitas o implícitas, inherentes a esta obra y que conviene detectar. El teórico detalla las fases de este proceso en su “Pas à pas mythocritique” (1996a).11 Para identificar estas estructuras míticas, Durand recurre al concepto de mitema elaborado por Lévi-Strauss, cuya definición amplía: [...] la más pequeña unidad de discurso míticamente significativa [...], este “átomo” mítico es de índole estructural [...] y su contenido puede ser indistintamente un “motivo”, un “tema”, un “decorado mítico”, un “emblema”, una “situación dramática”. (Durand 1979: 310; trad. mía)
Durand modifica la definición de Lévi-Strauss porque, al contrario del antropólogo, se niega a asemejar el mito al lenguaje y sus componentes a fonemas: “Durand afirma que la discursividad significante del mito radica en su realidad simbólica intrínseca y no en lo arbitrario del signo lingüístico que lo constituye” (Walter 2011: 41; trad. mía). Prefiere considerar los mitemas como las unidades semánticas más pequeñas del mito. Es mediante la redundancia de estos elementos de contenido “que el mito se constituye identitariamente y que puede ser reconocido en su permanencia y sus evoluciones” (42). Si tomamos el ejemplo del mito de don Juan, los mitemas serían, de este modo, los de la seducción femenina, el desafío (a la autoridad humana y divina) o el dúo amo-criado (42). La primera etapa del estudio mitocrítico consiste, por tanto, en identificar en la obra los temas, motivos, personajes o decorados redundantes 11
Para un balance de las distintas aportaciones de Durand a su propia metodología, consúltese el artículo de Monneyron (2014).
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susceptibles de entrar en la composición del mito como mitemas estructurales, patentes o latentes. Debo señalar que, con el término tema, me refiero a una recurrencia semántica en el propio texto —en el sentido que Umberto Eco (1979) da al topic— y no a una elección de lectura. Luego, es a través del examen de estos mitemas seleccionados, de su modificación y combinación en la obra, como se analizan las obras consideradas. En el caso de textos literarios, Gutiérrez (2012: 128), discípula de Durand, completa el método mitocrítico con un análisis de los procedimientos formales del texto: antes de abordar la estructura simbólica y mitémica de una obra literaria conviene, según ella, poner de manifiesto los mecanismos narrativos, la estructuración actancial y las coordenadas espaciotemporales que conforman el texto. El método mitocrítico se presenta así como un modo de analizar obras concretas tratándolas como soportes de mitos. Sin embargo, Durand explica que es necesario ampliar el alcance de dichos análisis puntuales para seguir la evolución de los mitos en el tiempo. Por eso reivindica la combinación del trabajo mitocrítico con otro método, que él llama “mitoanálisis” y que también define en Figures mythiques et visages de l’œuvre (1979), así como en Introduction à la mythodologie (1996). La meta del mitoanálisis definido por Durand consiste en “descubrir cuáles son los mitos que sustentan un determinado momento cultural” (Gutiérrez 2012: 128). Son tres las etapas del mitoanálisis. Primero, se pone en marcha el estudio mitocrítico de varias obras que se sustentan en una misma estructura mítica —es decir, que comparten los mismos mitemas—. Segundo, conviene examinar, en ese conjunto de obras, la evolución del mito a través de la evolución de sus mitemas. Estos pueden conocer, por ejemplo, procesos de perennidad, de derivación, de herejía o de desgaste. Durand define la perennidad como la permanencia del mitema que casi no se modifica de una actualización a otra. La derivación designa, por su parte, la modificación que puede sufrir un mitema, por ejemplo, si se lo combina con otro o si se le atribuyen nuevos sentidos (Durand 1996b: 211). También puede ocurrir que algún mitema de un mito en concreto se desarrolle más que los demás mitemas de ese mismo mito. El autor se refiere a este fenómeno con el término de herejía (Durand 1996b: 170). Por último, el desgaste (“usure”, en el texto original) tiene que ver con la degradación que conlleva la excesiva amplificación o, al contrario,
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reducción, de un mito que, por tanto, apenas queda reconocible (Durand 1979: 312-313). Según Durand, la parodia es una señal de dicho desgaste. Monneyron y Thomas precisan: “¿Cuál es la índole de esta degradación o de esta diseminación? No se trata de una pérdida de sentido propiamente dicha, sino más bien de una sustitución, en el sentido de una banalización, o de un paso de lo sagrado a lo profano” (2006: 77; trad. mía). A juicio de Durand, el desgaste no es sinónimo de muerte del mito, sino que más bien implica su adormecimiento, ya que la palingenesia es propia del mito. Con estos datos, el mitoanálisis permite luego trazar la curva evolutiva del mito. Durand compensa aquí el sincronismo de Lévi-Strauss, a menudo objeto de crítica. Resina formula en estos términos los reproches que ha sufrido el análisis mitémico del antropólogo: [...] la indiferencia con que Lévi-Strauss descarta la selección de variantes, integrándolas todas en un análisis sincrónico, expone su teoría a la acusación de ceguera frente a la evolución histórica de la función de los mitos. Negando la pertinencia, para el análisis de la estructura mítica, de las características del nicho etnológico o social en que es reproducida, esta teoría descarta una relación significativa entre la acción social y el mito. (1992: 13-14)
En esta última etapa del mitoanálisis, se trata de explicar las vigencias, los olvidos y las inflexiones del mito en función del contexto histórico, social y cultural. Durand considera como fundamental el vínculo entre mito e historia, consubstanciales a su modo de ver. Llama trayecto antropológico (1996b: 159) a este vaivén entre el mito y su contexto histórico. El autor formalizó esta curva del proceso de elaboración y desarrollo míticos en el tiempo a través de la noción de cuenca semántica (“bassin sémantique”). Siguiendo la metáfora de la formación y del desarrollo de un río, identifica seis etapas en la vida de un mito, desde su eclosión a su eclipse, pasando por sus momentos de auge: las arroyadas, la división de las aguas, las confluencias, el nombre del río, la disposición de las riberas y el agotamiento de los deltas. Mediante la noción de cuenca semántica, muestra que en cada época coinciden tres conjuntos de mitos: mitos moribundos, mitos dominantes y mitos emergentes (81 y sgs.).
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La tarea mitoanalítica consiste, por consiguiente, en establecer la síntesis de todas las variantes (leçons, en el léxico durandiano) de un mito puestas en evidencia por la mitocrítica gracias al examen de los mitemas. De esta síntesis se desprende un “mito ideal” cuyas variaciones estudiará el mitoanálisis para incidir en la existencia de mitos de época, puesto que es posible encontrar “núcleos míticos o simplemente simbólicos que son significativos en una sociedad en algún momento dado de su evolución” (208; trad. mía).12 Durand define así como mitos dominantes: el de Prometeo, para el siglo xix, y el de Hermes, para el xx. Sin embargo, considera que también existen mitos directores diferentes para momentos culturales más reducidos. Gutiérrez (2012: 137 y sgs.) analiza, por ejemplo, el de Herodes y Salomé como mito fundamental de la corriente decadentista. El mitoanálisis permite así, gracias a la comparación diacrónica, ensanchar las conclusiones extraídas en el marco de un estudio mitocrítico para “pasar de los textos a los contextos” (Monneyron y Thomas 2006: 83; trad. mía). A este respecto, Gutiérrez hace hincapié en una importante advertencia durandiana: incluso en el marco de análisis literarios, “el mitoanálisis no debería reducirse al estudio único de las obras literarias, sino que habría de ser ampliado por el análisis de las distintas obras de creación surgidas de las diferentes artes que se desarrollan en el mismo lugar y el mismo momento histórico” (2012: 133). Efectivamente, no son poco frecuentes las influencias entre representaciones literarias, pictóricas, cinematográficas u otras de un mismo mito.13 Como se ve, si el trabajo de Durand ha contribuido enormemente a abrir el estudio del mito al ámbito literario, la literatura no es, ni mucho menos, el único terreno explorado por su mitocrítica y su mitoanálisis. De hecho, como advierte Walter, “el mitoanálisis no se interesa [...] por la literariedad en sí sino por la sustancia primera (‘mítica’) que se ha encarnado o ‘regenerado’ en una forma literaria” (2011: 41; trad. mía). Una década después de los primeros estudios durandianos, Brunel (1981: 30) aboga por la circunscripción, en el ámbito de la mitocrítica, de un campo de aplicación propiamente
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Es obvio el carácter romántico de tal objetivo del mitonanálisis, que presupone un Zeitgeist. 13 Regresaré sobre estas influencias interartísticas cuando examine la evolución del mito celestinesco.
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literario. Sin embargo, aun entre los críticos que se dedican al estudio del mito en literatura no se ha elaborado una metodología concreta y unificada, sino que predominan más bien los acercamientos puntuales y diversificados. En la estricta crítica literaria, la capacidad del mito para atravesar las fronteras geográficas y las áreas culturales contribuye a hacer de su estudio un campo privilegiado de la literatura comparada. Grassin (1981) habla incluso de mitocomparatismo. Cabe señalar que si la literatura comparada se ha interesado de forma bastante temprana por lo que hoy se suelen llamar mitos —de Sísifo, del Edén, del vampiro, etc.—, en realidad hasta la década de 1960 designaba estos relatos como temas o tipos. Trousson ejemplifica dicha tendencia cuando explica, en su manual Thèmes et mythes, questions de méthode (1981), que prefiere “renunciar a la utilización del término mito, definitivamente propicio a todas las confusiones, para conservar las nociones de tema y de motivo” (Trousson 1981b: 20; trad. mía). Volveré en adelante sobre estas cuestiones terminológicas que siguen haciendo correr mucha tinta entre los teóricos de la literatura. El mismo Trousson señala luego el descrédito sufrido, en buena parte del siglo xx, por las ramas de la literatura comparada que se acercan al estudio de lo que algunos llaman temas, otros mitos o personajes legendarios, y que se corresponde con la Stoffgeschichte de los estudios germánicos, tipo de investigación al que se reprochaba el fundarse en comparaciones gratuitas. No obstante, “tras haber beneficiado de una concepción más conciliadora del comparatismo, en la que la noción de comparación y de confluencia se ha implantado al lado de la de influencia y de relación de hecho” (Trousson 1981a: 171; trad. mía), ese tipo de estudios ha suscitado desde los años setenta numerosos trabajos y múltiples discusiones acerca de sus principios teóricos. Los trabajos de Jean Rousset sobre don Juan son un buen ejemplo de un estudio comparado de la literatura basada en el examen de un mito concreto. En Le mythe de Don Juan (1978), el francés estudia, en efecto, el nacimiento y el desarrollo progresivo de un mito a partir de la obra literaria de Tirso. Siguiendo un método de análisis que recuerda la mitodología de Durand, Rousset examina tres invariantes del relato donjuanesco comunes a un amplio corpus de obras literarias que recrean las aventuras del burlador: el muerto, el grupo femenino y el héroe. El estudioso explica las evoluciones de estos
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tres componentes, al hilo de los siglos, a la luz del contexto sociohistórico y de las tendencias estéticas que caracterizan el periodo de creación de las obras analizadas. Según Raymond Trousson, es allí donde radica el gran logro del estudio de Rousset: Porque nuestra disciplina solo conduciría a repertorios a escala internacional, si no generara a partir de sus desgloses reflexiones capitales: ¿por qué tal tema conoce un éxito particular en tal época? [...] ¿Por qué este tema con reencarnaciones múltiples se apaga más allá de ciertas fronteras? Si el tema ocupa, como insistía el Sr. Sellier, un lugar estratégico en la encrucijada de las ciencias humanas, es porque, en efecto, constituye un objeto literario privilegiado. Infinitamente permeable a las variaciones de la historia, estrechamente supeditado a una consciencia cultural en perpetuo movimiento, idealmente apto para revestir todos los símbolos y para servir todas las ideologías, es un testigo permanente, el reactivo por excelencia. Por eso me parece que solo cobra sentido en el marco de la historia y de una tradición continua; solo la perspectiva diacrónica nos preserva de las deformaciones, de las interpretaciones erróneas, de las conclusiones apresuradas. (Trousson 1981b: 177; trad. mía)
Por su parte, los estudios literarios que se reivindican de la mitocrítica —los cuales se desarrollan, sobre todo, en el ámbito francés— utilizan la mayoría de las veces el modelo durandiano, basado, como se ha visto, en los análisis estructurales del mito propuestos por Lévi-Strauss. Monneyron y Thomas (2006: 46) consideran como paradójica la transferencia al ámbito literario de algunos métodos que Lévi-Straus reservaba exclusivamente para el campo etnológico. Estos autores reprochan la mera transposición de la definición del mito como suma de sus distintas versiones, así como el corte por mitemas que operan los mitocríticos. Veamos en qué consisten aquellos métodos literarios para valorar mejor la pertinencia de dichos trasvases. Todavía dentro de las investigaciones comparativas, de las que los estudios del mito constituyen una rama particularmente activa, según Chevrel (1989: 64), los trabajos de Pierre Brunel se centran en la tematización literaria de mitos antiguos, sobre todo grecorromanos. En este contexto, Brunel retoma los presupuestos teóricos de Durand para construir una mitocrítica específicamente adaptada al ámbito literario. Los grandes principios de esta metodología se exponen en la monografía de Brunel Mythocritique. Théorie
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et parcours (1992) y en el volumen colectivo Questions de mythocritique. Dictionnaire (2005) dirigido por Danièle Chauvin et al. A diferencia de la durandiana, que se centra exclusivamente en la estructura del mito albergado por la obra literaria, la mitocrítica bruneliana se interesa, sobre todo, por la analogía que puede existir entre la estructura del mito y la estructura del texto. Propone evidenciar, en la estructura del texto literario, la émergence, flexibilité e irradiation del mito. El surgimiento (“émergence”) del mito consiste en el conjunto “d’occurrences mythiques dans le texte” (Brunel 1992: 72) que conviene localizar de forma precisa. Brunel restringe aquí el enfoque de Durand: al contrario de este, que considera la literatura, y específicamente la novela, como “un département du mythe” (Durand 1961: 12), Brunel afirma que la mitocrítica solo se debe emplear “en el caso en que un texto literario contiene, explícitas o implícitas, algunas ocurrencias míticas” (Brunel 1992: 39; trad. mía). La flexibilidad se refiere a “la flexibilidad de adaptación y, al mismo tiempo, a la resistencia del elemento mítico en el texto literario, las modulaciones de las que este texto está hecho” (77; trad. mía). Por último, Brunel señala dos fuentes de la irradiación del mito: Una es el conjunto de la obra de un escritor dado: una imagen mítica, presente en un texto de este escritor, puede irradiar en otro texto en el que no es explícita. La otra es el mismo mito y su inevitable irradiación en la memoria y en la imaginación de un escritor que ni siquiera necesita hacerlo explícito. (84; trad. mía)
Pierre Brunel et André Dabezies, como Gilbert Durand, hacen suyo el principio de Lévi-Strauss según el cual el mito es la suma de sus versiones: “Todas las versiones, incluso las más planas, son útiles para entender el desarrollo de un mito literario” (Brunel y Dabezies 1983: 55; trad. mía). Al igual que proponía el método durandiano, la mitocrítica bruneliana consiste, por tanto, en analizar el conjunto de las lecciones que recibió el mito a lo largo de sus recurrencias. En este marco, Monneyron y Thomas aconsejan utilizar la noción de constelación mítica, en vez de la mera etiqueta mito, para entender mejor “el trabajo de palimpsesto que opera en la elaboración del mito, a través de sus diferentes versiones literarizadas” (2006: 98). No obstante, Brunel y Dabezies se alejan de la mitocrítica durandiana en la medida en que preconizan formular los resortes simbólicos y dramáticos
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escondidos en la obra “no en términos de mitemas de tipo lingüístico [...] sino en antinomias y en conflictos de fuerza [...], conflictos de los que el mito describe (o sugiere) cada vez una solución vivida” (Brunel y Dabezies 1983: 60; trad. mía). Sin embargo, estos críticos admiten que la identificación previa de los mitemas es necesaria para reconocer las líneas de fuerza del relato mítico y la forma en la que se articulan con el relato literario. Como en el caso de la mitocrítica durandiana, tras describir la constelación de un mito concreto se aconseja también explicar las tendencias evolutivas de este mito a la luz de su contexto. En este marco, y para entender lo que favorece la actualización de un mito en un contexto peculiar, la mitocrítica bruneliana propone colaborar con otras orientaciones de la crítica literaria, como los estudios de intertextualidad14 o de recepción:15 Convendrá identificar lo que podemos llamar su cuenca de recepción, es decir, los elementos y acontecimientos históricos, culturales, científicos, etc., que constituyen las condiciones favorables para que un mito pueda realizarse y conocer un auge [...]. Por ello, se reconstituirá su horizonte de expectativas tal y como este concepto ha sido definido por Hans Robert Jauss en su Estética de la recepción, a la vez de manera general (¿cómo este mito está anunciado por la epistemología de una sociedad?) y en términos más específicamente literarios (¿qué experiencia literaria previa del tema abordado tienen el autor y el lector?). (Monneyron y Thomas 2006: 97; trad. mía)
Es interesante el diálogo conceptual que la mitocrítica literaria entabla de nuevo con la durandiana: la cuenca semántica de Durand es reemplazada aquí por una cuenca de recepción. Esta reorientación del análisis durandiano corresponde a lo que Montandon define, en su estudio de los mitos de la decadencia, como la sociopoética de los mitos. Esta estudia, en efecto, “la manera con la que el mito es recuperado, reescrito [...] en diferentes épocas, en diferentes sociedades” (Montandon 2001: 7; trad. mía). Cada período cultural provoca así una “redistribución de los mitemas [...], una reorganización en función 14
Sobre el vínculo entre mitocrítica e intertextualidad, consúltense Thibault Schaefer (1994), Chauvin (2005) y Rialland (2005b). 15 En cuanto a la confluencia de los estudios de recepción y de mitocrítica, véanse Mortier (2001) y Chevrel (2005).
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de un imaginario precisamente datado” que la sociopoética de los mitos se propone explicar: “se puede ver, por tanto, cómo ciertos elementos del mito, secundarios en cierta época, llegan entonces al primer plano, y cómo, a la inversa, otros que parecían esenciales se borran provisionalmente”.16 Brunel comenta la posibilidad de completar los enfoques mitocrítico y mitoanalítico con otra corriente metodológica: la mitopoética. La introducción de ese término en la lengua francesa se debe al mismo Brunel, quien lo define en su obra Mythopoétique des genres (2003); según su tesis, el mito actuó a lo largo de la historia como el “point de surgissement” del género literario.17 Elabora así una teoría de los géneros literarios —divididos entre lirismo, epopeya y drama— “esclarecida por el mito y la mitocrítica” (Brunel 2003: 14; trad. mía). A Brunel, la noción de mitopoética le había llegado por la mediación del comparatista canadiense Northrop Frye, quien empleaba el adjetivo mitopoético en su Anatomía de la crítica para designar una estructura común a los discursos humanos, sean literarios, políticos, religiosos o históricos.18 Gély (2006) redefine luego de forma más clara la mitopoética en literatura como un tipo de enfoque que consiste, por un lado, en ver y mostrar cómo los mitos fabrican los géneros literarios y, por otro lado, en examinar cómo las obras crean los mitos. Esta perspectiva parece romper con la idea mitocrítica de unos mitos necesariamente anteriores y exteriores a la literatura y a los que las obras literarias ofrecerían nuevas vidas. La mitopoética pretende así estudiar “cómo las obras ‘hacen’ los mitos y cómo los mitos ‘hacen’ la obra: no sólo de qué ‘trabajo’ los mitos son los actores, los agentes [...] pero
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Isabelle Périer también pasa de la mitocrítica al estudio contextual: prolonga su examen de los mitos de la ciencia-ficción con un mitoanálisis de los textos científicos, filosóficos y espirituales que se han publicado sobre la tecnociencia en el periodo de creación de las obras literarias que estudia. Explica así que “si el discurso realista de la ciencia-ficción representa mundos futuristas verosímiles en relación con nuestro presente, el mito es una manera de darles perspectiva y de confrontar diferentes concepciones de la tecnociencia y de su impacto sobre nuestro futuro” (Périer 2011: 64; trad. mía). 17 Esta idea ya había sido formulada, algunos años antes, por Gély (1999). 18 “La literatura solo es una parte, aunque se trata de una parte central, de la estructura mitopoética de compromiso que proyecta en la religión, la filosofía, la teoría política y numerosos aspectos de la historia, la visión que una sociedad puede tener de su condición, su destino, sus ideales y de la realidad expresada según estos factores humanos” (1969: 502; trad. mía).
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también de qué ‘trabajo’ son el resultado, el producto” (Biet, en Albouy 2012 [1969]: 14; trad. mía). En esta segunda vertiente, la tarea de la mitopoética examina “cómo ciertas ficciones se convierten en mitos, gracias a un proceso de recepción y de reescritura, de memorización y de deformación” (Gély 2006: s. p.; trad. mía). Esta es precisamente la perspectiva que adoptará el presente estudio, ya que La Celestina es un buen ejemplo de cómo la literatura puede ser productora de mitos. Al lado de la mitocrítica, del mitoanálisis y de la mitopoética, Ute Heidmann (2003 y 2015) ha desarrollado lo que llama el comparatismo diferencial (“comparatisme différentiel”) como método de análisis del mito en literatura. A su juicio, estudiar la poética de los mitos consiste en describir y comparar la “mise en discours” (2003: 8) de estos mitos en los textos literarios que los recrean. De la filiación temática a la desviación paródica, cada puesta en discurso de un mito, sea antiguo o moderno, “construye significaciones propias y elabora una poética diferente” (8; trad. mía). Asimismo, los mitos “sólo existen a través de las prácticas y de las formas de discurso particulares” (12) que los vehiculan. El método propuesto por Heidmann se basa así en los principios del análisis del discurso. En este marco, son cuatro los ejes de análisis que propone para indagar en la integración del mito al texto literario: 1) las modalidades de la enunciación, 2) las modalidades de la inscripción genérica, 3) el dialogismo intertextual e interdiscursivo, así como 4) las modalidades de “textualisation” (Heidmann 2015: 16 y sgs.), que incluyen, entre otras cosas, la composición del texto, la cotextualidad o el peritexto. Igualmente en el mundo francófono, Franca Bruera ha dirigido un número de Interférences littéraires / Literaire Interferenties (2015) dedicado a una “nouvelle épistémologie des réécritures des mythes”. La estudiosa propone aquí un estado de la cuestión sobre las metodologías que se han aplicado al estudio de los mitos recreados por la literatura. Según Bruera, es necesario replantear esta cuestión: más allá del grado de fidelidad de la reescritura literaria con respecto a su modelo, “¿qué nos dice el tratamiento literario de los mitos de lo que la literatura tiende a ser en tanto que discurso, pero también, desde una perspectiva más amplia, en tanto que práctica social y antropológica históricamente determinada?” (Bruera 2015a: 7; trad. mía). La mitocrítica aplicada a la literatura también se ha desarrollado, aunque más tarde que en el caso francés, en el ámbito hispánico. Son significativos, a
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este respecto, los trabajos de Herrero Cecilia (2006 y 2008), Alvar (2002) y García Gual (1995, 1997, 2008) —que ha publicado varios diccionarios de mitos— y de Gutiérrez, quien deplora que “no toda la obra de Durand esté traducida al español, lo que, desgraciadamente, hace que no se haya podido aún aplicar de manera extensa a la creación literaria española e hispanoamericana” (2012: 17). Sin embargo, el panorama mitocrítico español ha venido enriqueciéndose en los últimos años, tras la fundación en la Universidad Complutense de Madrid, en 2009, del grupo de investigación de mitocrítica Acis. Este grupo ha sido muy activo desde su creación: organiza regularmente congresos, seminarios y gestiona el portal de mitocrítica Amaltea.19 El objetivo de Acis es triple: 1) El estudio teórico y práctico de la recepción de los mitos antiguos, medievales y contemporáneos en la literatura contemporánea, en las artes plásticas y del espectáculo; 2) El análisis pormenorizado de los procesos de mitificación experimentados por personas, acontecimientos y producciones intelectuales en la sociedad contemporánea; 3) La formación de jóvenes investigadores.20
En los noventa, Gilbert Durand ya pronosticaba esa vigencia del mito como objeto de estudio en el nuevo milenio. Preveía que, hasta 2100, viviríamos en una “zone de haute pression imaginaire” (1996b: 17), gracias, por ejemplo, a las nuevas tecnologías —que facilitan cierta invasión de la imagen— y a la divulgación del psicoanálisis freudiano —que ha revalorizado de forma duradera las nociones de imagen y símbolo—. Parece darle la razón el mismo fundador de Acis, Losada Goya (2013), cuando explica que también el movimiento de globalización, lejos de implicar una recesión del mito, le da nuevos impulsos. El panorama histórico que se acaba de esbozar muestra la heterogeneidad de las concepciones del mito y de las perspectivas teórico-metodológicas —todas transhistóricas y transdisciplinares— desde las cuales se ha enfocado el estudio del mito, dentro o fuera de la literatura. No cabe duda
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de que el mito es un objeto epistemológico delicado21 y que su relación con la literatura no es menos espinosa. Por tanto, antes de lanzarnos al análisis de la mitificación de un objeto literario concreto, La Celestina, hace falta esclarecer varios aspectos fundamentales de la cuestión mítica aplicada a la literatura. En primer lugar, ¿qué es un mito? Según Pierre Albouy, el peligro de la etiqueta es doble: o bien corremos el riesgo de simplificar su referente de forma excesiva, fijándolo en definiciones que impiden “aquellas metamorfosis que hacen del mito literario un verdadero Proteo” (2012 [1969]: 23; trad. mía), o bien caemos en la tendencia inversa que, al abrir la noción a una multitud de significados, “la agota y, al permitirle que se aplique a cualquier cosa, la transforma en una nada” (23-24; trad. mía). En el mismo ámbito de los estudios literarios, resulta obvia la confusión terminológica que atañe a la noción de mito y a la sarta de conceptos anejos —lo maravilloso, el tema, el motivo, etc.— que suelen asociarse con ella. Sin embargo, estoy convencida de que no se pueden medir por el mismo rasero, en términos de procesos de creación y de funcionamiento, mitos tan distintos como el de Edipo, el del Edén, el del Quijote o el de Napoleón.22 Partiendo del mito del origen, que goza de una larga tradición crítica y en cuanto a cuya definición concuerdan la gran mayoría de los críticos anteriormente presentados, propondré un examen de las relaciones entre mito y literatura que nos conducirá a ofrecer una definición operativa del mito literario. Luego, se examinará en este contexto la pertinencia del concepto de mitema que, como se ha visto, es aducido de forma recurrente por la crítica literaria. A partir de allí, y sacando partido de los distintos acercamientos metodológicos que acabo de presentar, se establecerá un método de análisis apto para dar cuenta de la recepción mitificadora de La Celestina en la época contemporánea.
21
Vincent (2005) considera incluso que todavía es necesario interrogar el estatuto del mito como objeto epistemológico. 22 En esta advertencia, coincido con Siganos (2005: 98-99).
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II. El mito y su aplicación a los estudios literarios II.1. Del mito etnorreligioso al mito literario Todos los críticos que se han mencionado hasta aquí, sean antropólogos, comparatistas literarios, psicoanalistas o mitocríticos (durandianos o brunelianos) concuerdan en que la definición básica del mito es la que proviene del ámbito etnorreligioso. Lo afirma, por ejemplo, Pierre Brunel: “la definición más segura del mito es la que lo presenta como un relato de los orígenes [...], la de André Jolles, de Mircea Eliade” (2003: 182-183; trad. mía). De dicha definición derivan, en efecto, la mayor parte de las demás acepciones que ha conocido el concepto a lo largo de su historia. Podría citar un sinfín de definiciones que antropólogos, etnólogos, historiadores o filósofos atribuyeron a este tipo de mito primigenio. Sin embargo, la mayoría de los autores que se centran en la aplicación de la noción en el ámbito literario parten de una cita de Mircea Eliade, que erigen como presentación por antonomasia de una concepción tradicional del mito: El mito cuenta una historia sagrada; relata un acontecimiento que tuvo lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los comienzos. Dicho de otro modo, el mito cuenta cómo, gracias a las proezas de seres sobrenaturales, una realidad llegó a existir, sea la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución. Por tanto, siempre se trata del relato de una creación: se cuenta cómo algo ha sido producido, ha empezado a ser. (1998 [1963]: 16-17; trad. mía)
Eliade también resalta la función del mito como medio de conocimiento de las interacciones sociales: “la función maestra del mito es la de revelar los modelos ejemplares de todos los ritos y de todas las actividades humanas significativas, tanto la alimentación o el matrimonio, como el trabajo, la educación, el arte o la sabiduría” (19; trad. mía). De esta definición se desprenden los siguientes rasgos elementales del mito, tal y como se constituyó inicialmente en la historia de la humanidad: se trata de 1) un relato, 2) de carácter colectivo (en la mayoría de los casos su primera difusión es oral), 3) cuyos orígenes son difícilmente identificables,
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4) con una función etiológica o religiosa (de ahí su eventual dimensión sagrada y su posible asociación con el rito).23 Tenemos aquí las características definitorias del mito etnorreligioso. Me parece que es esta identificación continua del fenómeno mítico en general con este tipo de actualización del mito (cronológicamente anterior, eso sí) la que implica gran parte de la confusión terminológica que sufren los investigadores cuando estudian las realizaciones literarias del mito. Sigo a Deremetz en su afirmación de que “el mito [...] constituye una categoría compleja, que engloba fenómenos distintos y reclama por tanto una batería compleja de formas de análisis” (1994: 28; trad. mía). ¿Cómo abarcar bajo una única etiqueta todas las formas que adoptó este fenómeno diacrónico, diatópico y multimodal (de ahí la pluridisciplinaridad de sus enfoques)? Solo a partir de definiciones operativas será posible contestar a las repetidas denigraciones que sufre el objeto de estudio que aquí abordamos: motejado de inexistente o de poco legítimo frente a los mitos consagrados —es decir, los etnorreligiosos y más particularmente, en nuestra cultura occidental, los mitos grecolatinos—, el mito literario constituye una etiqueta tan resbaladiza como la del mito en general. Veamos de qué manera ha sido abordada la relación entre mito y literatura para luego elaborar una definición del mito capaz de situar sus discutidas manifestaciones literarias respecto a los incuestionados mitos etnorreligiosos. II.2. Relación entre mito y literatura Uno de los primeros críticos que problematizó el vínculo entre mito y literatura fue André Jolles en sus Formas simples (1972 [1930]), en donde estudia aquellas realizaciones del lenguaje humano que ya no son propiamente lingüísticas sin alcanzar a ser totalmente literarias. Considera el mito como una de estas formas simples junto con la leyenda, el cuento o el refrán. Cada una de estas formas simples, que tienen todas cierto carácter universal, corresponde a una disposición mental particular, es decir, a cierta manera de
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Brunel (1989: 9) considera que son tres las funciones del mito: narrar, explicar y re-
velar.
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aprehender el universo y de expresarlo mediante el lenguaje. El mito nacería así de una disposición mental peculiar: la interrogación del hombre frente al mundo que lo rodea. Al contrario, la literatura no es una forma simple y carece de función etiológica: “No debe extrañarnos, por consiguiente, que el estudio de los mitos haya estado generalmente ausente de las preocupaciones de la crítica literaria hasta una época reciente” (Monneyron y Thomas 2006: 36; trad. mía). Después de Jolles, los vínculos entre mito y literatura se han abordado según diferentes perspectivas. La mayoría de los mitólogos del siglo xx opinan que mito y literatura se excluyen mutuamente, ya que consideran la tematización de un mito antiguo en una obra literaria como una profanación y degradación del mito primigenio y de su dimensión sagrada. Lo ilustran los juicios de Georges Dumézil, Claude Lévi-Strauss, Raymond Trousson o Jean-Pierre Vernant, según los cuales el mito pierde su dimensión etiológica al integrar una obra literaria, puesto que, aunque la estructura mítica puede sobrevivir debajo de la literaria, la literatura persigue otros fines: “la narración se ha vuelto un fin en sí” (Dumézil 1983: 7; trad. mía); “el héroe de la novela es la misma novela” (Lévi-Strauss 1968: 106; trad. mía). Por su parte, Georg Lukács (1963: 19-20) explica la diferencia entre mito y novela al indicar que este género literario rompe el vínculo, fundamental en el mito tradicional, entre la comunidad y su héroe, puesto que el protagonista novelesco busca ante todo el significado de su propia vida en un mundo desprovisto de sentido. Además, la polifonía, los juegos de focalizaciones y el aparato intertextual de los que hace alarde la novela constituirían otras interferencias entre las cuales se diluiría el mito. Más recientemente, se ha desarrollado otra manera de abordar la relación entre mito y literatura. Ya no se consideran como campos incompatibles del imaginario: Astier (1989) y Martínez Falero (2013) hacen hincapié en las coincidencias que existen entre la narración mítica y la narración literaria. Asimismo, Milan Kundera (1986) afirma que la literatura se emparenta con el mito antiguo porque se atribuye a sí misma la tarea de revelar la complejidad de la naturaleza humana, más allá de las situaciones particulares. En este marco, la literatura reanudaría de cierta forma “el proyecto de los antiguos griegos que querían explicar las mirabilia, lo que no tenía explicación científica” (Monneyron y Thomas 2006: 50; trad. mía). Por su parte, los
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mitocríticos literarios franceses insisten en que el análisis del mito a través de sus encarnaciones literarias permite enriquecer nuestro conocimiento tanto de la literariedad como del relato mítico.24 En este contexto de afirmación de una relación positiva y significativa entre mito y literatura, se estudia cada vez más el contexto que conduce ya no del mito a la literatura, sino de la literatura al mito, puesto que un mito bien podría emerger a partir de un texto literario. Al lado de quienes consideran el mito como fuente literaria, empiezan a oírse voces que hacen de la literatura una fuente del mito. Senís Fernández (2008) analizó de forma interesante este “camino de ida y vuelta” en el estudio de la relación entre mito y literatura. Efectivamente, tanto para Brunel (1981, 1992 y 1994) como para Léonard-Roques (2008), la literatura es capaz de crear mitos. Los partidarios de la mitopoética, con Gély a la cabeza, no afirman otra cosa: “Una mitopoética no supondría [...] ni anterioridad ni exterioridad de los mitos con respecto a la literatura. Se dedicaría, en cambio, a examinar [...] de qué ‘trabajo’ [los mitos] son el resultado” (Gély 2006: s. p., trad. mía). La tarea de una mitopoética consiste de esta forma, entre otros aspectos, en examinar el proceso de transformación de ciertas ficciones en mitos. Como representaciones simbólicas, las obras literarias pueden, en efecto, llegar a integrar el imaginario colectivo gracias a una recepción excepcional. Se han establecido, por tanto, dos tipos de relación, siempre genealógica, entre el mito y la literatura, tal y como se representa en la figura III.1. A raíz de la revalorización de la literatura como fuente de producción de mitos (en la figura III.1, el esquema B), han nacido unos intentos de clasificación de las especies míticas. Esas tipologías, que revelan una voluntad de tratar de forma igualitaria, sin jerarquía, las distintas actualizaciones culturales del mito, varían según el criterio de clasificación que seleccionan. Los sistemas de organización del fenómeno mítico pueden, por ejemplo, centrarse en el modo de transmisión (oral, oral transcrito posteriormente, escrito, intermediático; colectivo, individual),25 en la trama narrada (relato
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Véanse, por ejemplo, Brunel (1992), Chauvin (2005), Léonardy (1994) o Siganos (2005). 25 Es el tipo de clasificación aplicado por Giraud (2005).
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cosmogónico, relato de creación, relato de iniciación, relato apocalíptico, etc.)26 o en su ámbito de producción (mito etnorreligioso, filosófico, sociohistórico, etc.).27 Otras tipologías preconizan más bien la combinación de varios criterios. Es el caso de Gutiérrez (2012: 62-65), cuando se basa a la vez en la trama y el origen (o ámbito de producción) de los relatos míticos para distinguir entre mitos cosmogónicos, mitos heroicos —que incluyen los mitos escatológicos e iniciáticos— y mitos literarios. A. Degradación (o neutralización) del mito en fuente literaria
B. Consagración de la obra literaria en mito
Mitos antiguos (o etnorreligiosos)
Literatura
Literatura que tematiza mitos antiguos
Mitos nuevos (o literarios)
Figura III.1. Relación entre el mito y la literatura
Quisiera proponer otra perspectiva que permitiría salir del tipo de relación binaria ilustrada por los esquemas A y B de la figura III.1 y hacer del mito nacido en literatura una modalidad entre otras de las producciones míticas. Este sistema tipológico se inspira en parte en la clasificación de mitos propuesta por Siganos, que diferencia cuatro tipos: el etnorreligioso —“issu de la pensée primitive ou sauvage” (2005: 89)—, el filosófico —que incluye los mitos platónicos—, el mito sociohistórico —el del Progreso o el del Pueblo—, “detectados por una sociología y una filosofía de la Historia que busquen, en una sociedad dada, en un momento dado, qué idea la gobierna
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Se trata de otra solución clasificatoria que ejemplifican Giraud (2005) o Martínez Falero (2013). 27 Siganos (2005).
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principalmente”, y, por último, el mito como “engrama narrativo”, es decir “el conjunto de elementos casi siempre idénticos de un relato que pueden suscitar ciertas imágenes primordiales (el río, la montaña, el árbol, el mar, la nieve, etc.), pero también ciertos lugares (Venecia, el Amazonas)” (2005: 89, trad. mía). Esta tipología es interesante porque el criterio de clasificación que utiliza radica en el ámbito de producción del mito: el etnorreligioso emerge de las creencias de una sociedad antigua, el filosófico proviene del discurso de filósofos, el sociohistórico del análisis de sociólogos o filósofos de la historia y el mito como “engrama narrativo” nace a partir de realidades empíricas. Ahora bien, me parece que esta tipología tal cual no es totalmente operativa. Primero, porque el último tipo de mito señalado corresponde a una concepción mucho más lata del mito que los tres otros: Siganos casi se acerca, con su definición del mito como “engrama narrativo”, al panmitismo de Roland Barthes. Segundo, Siganos pasa aquí por alto un ámbito de producción fundamental del mito que es no solo el literario, sino el artístico en general: el cine o el cómic son, potencialmente, tan capaces como la literatura a la hora de generar relatos simbólicos susceptibles de integrar el imaginario colectivo. Piénsese, por ejemplo, en la recepción excepcional de una criatura cinematográfica como King Kong. Propongo, por tanto, reformular la tipología de Siganos. Al igual que él, elijo como criterio de clasificación el ámbito de producción en el que se origina el mito. Son tres los ámbitos de producción que consideraré, ya que en ellos se originan los mitos hoy en día más estudiados. Los sistemas de creencias generan los que designaré como mitos del origen. Esta categoría abarca aquellos que suelen llamarse mitos etnorreligiosos (o “primitivos”), los mitos grecorromanos y los bíblicos. Se trata del conjunto de mitos “por antonomasia”, que corresponden a la famosa definición elaborada por Mircea Eliade. Por ser explicativos y vinculados con cierta cosmogonía, los filosóficos definidos por Siganos también forman parte de esta categoría. Algunos mitos también pueden originarse en acontecimientos y figuras reales pasados a la historia. Se trata de los mitos históricos, ilustrados por el caso de Cristóbal Colón, de Napoleón o de Juana de Arco. El último ámbito que produce mitos es el artístico. En este caso, el punto de partida lo constituye una obra artística concreta, sea una novela como el Quijote (1605-1615) de Cervantes o una película como King Kong (1933), dirigida por Cooper y Schoedsack.
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La dificultad inherente a nuestro criterio de clasificación es evidente: no siempre es identificable con claridad el origen preciso de un mito (¿cómo rastrear el potencial recorrido oral anterior de un mito que conocemos hoy mediante versiones escritas?), ni es posible ceñir un mito a un único campo de producción. Por ejemplo, el mito cidiano se cristalizó sin duda a raíz del conocido cantar de gesta Poema de mio Cid. Sin embargo, también es de sobra conocido que el personaje de Rodrigo Díaz de Vivar y sus hazañas se basan en la vida de una figura histórica. Con Don Juan ocurre otro caso similar de influencia de unos datos históricos en la conformación del texto fundador de un mito literario. Existen, así, una serie de mitos cuyo origen se encuentra a caballo entre varios ámbitos. Por eso el esquema que ofrezco (figura III.2) presenta intersecciones entre las distintas áreas potencialmente generadoras de mitos. Además, siempre pueden aparecer otros campos de creación mitológica más o menos inesperados. Por ejemplo, ¿por qué no considerar otros ámbitos culturales (el videojuego, la gastronomía, la moda) como nuevas categorías míticas potenciales?28 El campo del mito no solo es amplio, sino que además sigue abierto. En la figura III.2, el círculo que integra los puntos suspensivos representa esta apertura siempre posible.
Figura III.2. Tipología del mito
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A menos de que se consideren, simplemente, como otras disciplinas artísticas capaces de generar relatos míticos.
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Al contrario de la figura III.1 (esquema A), la figura III.2 no establece una relación jerarquizante entre mito etnorreligioso y mito encarnado en la literatura. Además, nuestra perspectiva va más allá que el esquema B (figura III.1) porque permite, por una parte, ubicar los mitos nacidos en la literatura entre los producidos por otros medios artísticos y, por otra parte, situar a estos mismos mitos artísticos en relación con los producidos en ámbitos no artísticos. Esta tipología del mito también resulta más operativa que las clasificaciones establecidas anteriormente por Giraud (2005), Siganos (2005), Gutiérrez (2012) o Martínez Falero (2013), porque sigue abierta a nuevas categorías y porque permite evidenciar la peculiaridad de los mitos artísticos con respecto a las otras variedades: la categoría artística es la única permeable a la influencia de las demás. En efecto, como indican las flechas laterales, existen recreaciones artísticas de mitos históricos (el Cid o Miguel de Mañara, por ejemplo) o etnorreligiosos (como Prometeo), pero un texto literario no puede convertirse en mito histórico y tampoco suele engendrar mitos etnorreligiosos. Las flechas indican, pues, el sentido unidireccional de los préstamos entre los diferentes ámbitos de producción mítica. Aun entre los críticos que admiten que el mito puede desarrollarse a partir de varios tipos de referente —entre los cuales se sitúa la obra literaria—, la definición de las variedades propiamente literarias del mito no deja de plantear problemas. Así, en su conclusión del simposio “Mythes: domaines et méthodes”, presentada en el XIV Congreso de la Société Française de Littérature Générale et Comparée, Raymond Trousson constataba que los ponentes del congreso no utilizaban el término mito para hablar de lo mismo: Aquí, se investiga cómo las estructuras permanentes del imaginario aparecen en la obra, cómo imágenes arquetípicas informan y empapan la literatura; allí, se propone el estudio de la recepción de un personaje y de una situación a lo largo de un itinerario cultural e histórico. En todos los casos, sin embargo, hemos hablado, uniformemente, de mitos. (1981a: 173; trad. mía)
Como advierte también Sellier, la misma etiqueta de mito literario —al igual que la de mito— se ha utilizado para designar realidades distintas (Sellier 1984), desde la transposición literaria del mito de Sísifo a la alusión a un episodio de la Odisea que se utiliza como ornamento del texto literario,
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pasando por la recreación en un personaje literario concreto de características que recuerdan a una figura mítica, como la de don Juan. Cuando los críticos se interesan por problematizar esta cuestión, la definición del mito en literatura se hace a menudo por vía negativa: el mito no es una leyenda, ni un cuento,29 ni una alegoría,30 ni un tema,31 ni un arquetipo,32 ni un símbolo,33 ni se puede equiparar con el género fantástico,34 aunque presenta vínculos más o menos estrechos con cada una de aquellas nociones. En lugar de contrastar las formas literarias del mito con esos conceptos que se refieren a realidades de distintas índoles (géneros literarios, nociones semióticas, relatos, redes semánticas...), me parece preferible partir de los rasgos de lo que se considera como mito stricto sensu, o sea, el mito del origen, con el fin de dibujar una definición del mito literario que refleje su conexión con el funcionamiento mítico en general. Como ya se ha dicho, son muchos los críticos que aluden de forma más o menos explícita al mito etnorreligioso en sus definiciones del mito literario. En este marco, es fundamental la distinción establecida por André Siganos entre mito literario (“mythe littéraire”) y mito literarizado (“mythe littérarisé”): El mito literario, como el mito literarizado, es un relato firmemente estructurado, simbólicamente sobredeterminado, de inspiración metafísica (incluso sagrada) que retoma el sintagma de base de uno o varios textos fundadores. Se tratará de un mito literarizado si el mismo texto fundador, no literario, retoma una creación colectiva oral arcaica sedimentada por el tiempo (tipo Minotauro). Se tratará de un mito literario si el texto fundador [...] [es una] creación literaria muy antigua que determina todas las recuperaciones futuras, al seleccionar en un conjunto mítico demasiado amplio (tipo Edipo con Oedipe-Roi o Dioniso con Las bacantes). En fin, se tratará también de un mito literario, el más innegable, cuando el texto fundador resulta ser una creación literaria individual reciente (tipo Don Juan). (Siganos 1993: 32; trad. mía) 29
Walter (2005) y Léonard-Roques (2008: 38-41) contrastan el mito con el cuento y la leyenda. 30 Albouy (1969) y Dubois (2005). 31 Brunel (1981, 1989, 1992 y 1995). 32 Jasionowicz (2005) y Mattiussi (2005). 33 Dubois (2005). 34 Bozzetto (2005).
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El mito literarizado se refiere así a la recuperación literaria de relatos míticos de origen no literario y consagrados en el panteón cultural occidental (Sellier 1984: 115), mientras que el literario designa un mito “recién nacido” (116) en la propia literatura. Conviene, no obstante, matizar la cita de Siganos: como ya se ha dicho, el personaje de don Juan no se reduce a una creación “individual” y “reciente”, ya que tiene —como Fausto— conocidos orígenes folclóricos. Pero es cierto que las distintas versiones de don Juan difundidas desde el siglo xvii se refieren todas a la tradición literaria iniciada por el texto de Tirso de Molina. El mito literarizado consiste, por tanto, en la transposición literaria de mitos antiguos, etnorreligiosos. En cambio, el literario pertenece a la categoría de los mitos artísticos. Así entendido, el mito literario no se define por unas propiedades formales o semánticas intrínsecas sino por la conjunción de un origen literario y el “paradigma de las inversiones semánticas que ha recibido a lo largo de la historia” (Deremetz 1994: 31-32; trad. mía). Esas son características que se desprenden también de las definiciones propuestas por una multitud de críticos. A modo de florilegio, podemos citar a Biet cuando designa por mito literario “una suerte de relato en metamorfosis, es decir un relato modificado por secuencias y significados nuevos a partir de una o varias tradición(es)” (en Albouy 2012 [1969]: 7; trad. mía), o a Albouy, quien insiste: “el mito literario no existe sin alguna palingenesia que lo resucite en una época cuyos problemas propios [este mito] puede expresar de forma adecuada” (2012 [1969]: 28; trad. mía). En otro libro suyo, Albouy explica que entiende por palingenesia no solo la continuidad del mito en el tiempo sino también la capacidad que tiene para adquirir nuevos significados y presentar siempre “una pluralidad de significaciones, lo cual prohíbe que ninguna de estas pueda subsistir sin la otra” (1976: 270; trad. mía). Va por el mismo rumbo Rialland cuando afirma que “las obras individuales son todas mitos potenciales, pero es su adopción por la colectividad lo que actualiza, llegado el caso, su ‘mitismo’” (2005b: s. p.; trad. mía). Del mismo modo, Biet considera que un texto literario “solo se convierte en mito gracias a la acogida amplia y siempre renovada que le da la posteridad” (en Albouy 2012 [1969]: 11; trad. mía). Gély también hace hincapié en lo que llama “el criterio de la memoria”, necesario para el desarrollo del mito: “una ficción se convierte en mito, en el sentido más general y corriente de la palabra, cuando se repite,
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se memoriza, cuando se integra al patrimonio cultural de un grupo dado” (Gély 2006: s. p.; trad. mía). La estudiosa precisa que esta memorización es la consecuencia de otro criterio definitorio del mito, que designa como su capacidad de generar escándalo: “absurdas u obscenas, ciertas ficciones se volverán más fácilmente míticas si algo en ellas estorba la interpretación, hiere la moral, cautiva el pensamiento, llama a la exégesis” (Gély 2006: s. p.; trad. mía). Comparto la concepción sociohistórica del mito común a todos estos críticos. No obstante, considero la recepción reapropiadora como una condición necesaria pero no suficiente del mito. En esto me alineo con la advertencia de Sellier: “No basta con que haya recuperación de una obra por varias otras para que exista el ‘mito literario’; es necesario que esta recuperación se deba a la existencia de un scenario concentrado, de una organización excepcionalmente firme” (1984: 117; trad. mía). Pero ¿en qué consisten este scenario concentrado y esta organización propios del mito literario? Aparte de las definiciones que se construyen a partir de los criterios del origen literario y de la recepción reapropiadora, se han propuesto definiciones basadas prioritariamente en un criterio de contenido. Según Gutiérrez, el mito literario surgiría de: [...] una obra literaria que, por características simbólicas de su discurso y, especialmente, por el perfil arquetípico de sus personajes, se erige en texto fundador; es decir, se constituye como referente, como generador de un conjunto de obras artísticas que gravitan alrededor del mismo tema. (2012: 63)
Dabezies, por su parte, define el mito literario como “un relato (o un personaje implicado en un relato) simbólico, que cobra algún valor fascinante (ideal o repulsivo) y más o menos totalizante para una comunidad humana más o menos amplia a la cual propone de hecho la explicación de una situación o una llamada a la acción” (1989: 1131; trad. mía). Otra definición cuya vaguedad se debe a esta voluntad de asir el contenido del mito en general es la de Denis de Rougemont en L’Amour et l’Occident: “Un mito es una historia, una fábula simbólica, sencilla y llamativa, que resume un número infinito de situaciones más o menos análogas. El mito permite asir de un solo vistazo ciertos tipos de relaciones constantes, y destacarlas del desorden de las apariencias cotidianas” (1954 [1939]: 5; trad. mía).
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Estos autores no definen lo que entienden por las “características simbólicas”, el “perfil arquetípico”, el “valor fascinante” o el carácter “sencillo y llamativo” de una obra literaria, por lo cual estas definiciones no resultan satisfactorias. Además, la fascinación es un efecto de lectura, y constituye, por tanto, un fenómeno subjetivo y no un criterio definitorio objetivo. Pero el mayor problema de este tipo de definición es que infiere que lo mítico se refiere a una esencia. Como ya he dicho, abogo por mi parte a favor de una concepción sociohistórica del mito. El relato se hace mítico mediante sus distintas recuperaciones a lo largo del tiempo: el mito no nace mito, se hace. Coincido en esto con Gély: “el mito no es ni una esencia ni una idea: existe como fenómeno. No hay ninguna posibilidad de ontología del mito, sino una necesaria ‘fenomenología’ de la recepción del mito” (Gély 2006: s. p.; trad. mía). En cambio, sí me parece aceptable considerar el tratamiento de una problemática humana particularmente relevante como un rasgo, entre otros, del mito. Pero ¿tan numerosas son las obras literarias que prescinden de dicha problemática? Al integrar este rasgo entre los criterios de la producción (un texto determinado) y de la recepción (una transferencia a la conciencia colectiva que se traduce por la proyección en nuevas obras), Herrero Cecilia ofrece una definición más convincente del mito literario: [...] tiene su origen en un texto concreto creado por un autor individual. El esquema narrativo de ese texto da forma literaria a un conflicto entre principios o tendencias contrapuestas o a una problemática humana de tipo afectivo, ético o espiritual ofreciendo una respuesta determinada en el comportamiento del personaje principal. Ese comportamiento adquiere un poder simbólico especial que será considerado por la conciencia colectiva como un modelo iluminador o paradigmático que va a ejercer una proyección sobre otras obras literarias o artísticas dando lugar a nuevas versiones inspiradas en el mismo esquema narrativo. (2006: 66)
“Récit”, “fable”, “esquema narrativo”, “scenario”, el mito aparece en todas estas definiciones como un relato, es decir, la narración de una serie de acontecimientos encadenados, protagonizados por diferentes actantes. Esta estructura fundamental del mito es similar a lo que Valles Calatrava identifica con la historia o contenido narrativo básico: “una articulación de una serie de
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acontecimientos experimentados por los actores durante unos ciertos lapsos de tiempo y en ciertos lugares” (2008: 27).35 A Raymond Trousson le parece, sin embargo, abusiva la definición del mito como un tipo de relato, ya que existen figuras mitológicas que se reutilizan muchas veces prescindiendo de narración. La poesía barroca emplea este tipo de figuras independientes. No obstante, el crítico concede que, en el caso de lo que él llama mito de situación (el mito del Edén, por ejemplo), este estriba en una cadena de datos narrativos, en una sintaxis similar a la del relato (Trousson 1981a: 174). Pero, a juicio de Trousson, estos mitos de situación no deben eclipsar la existencia de unos mitos de héroe en los que “el personaje, portador de sentidos diversos, aún tiende a volverse independiente de cualquier relato explícito” (trad. mía). Ahora bien, el mismo comparatista belga también explica que, con el paso del tiempo, los mitos de situación pueden abstraerse de su contexto. Sería el caso de un Fausto recreado sin su pacto o de un Edipo tematizado sin su problemática familiar (Trousson 1981b: 44). Mientras que los mitos de situación requieren, para conservar su significación entera, “ver recreada su situación característica, lo cual solo se puede hacer en una obra de cierta extensión” (45; trad. mía), el de héroe es mucho más independiente, porque puede expresarse “en una obra, desde luego, pero también —e incluso lo más frecuentemente— en una mera frase, una alusión, o en algunas palabras, porque es una suerte de símbolo ‘condensado’”. Según Sellier, el mito de héroe definido por Trousson no tiene la complejidad estructural suficiente para ser mito, y se asemeja más bien al emblema (Sellier 1984: 123). En la perspectiva de Trousson, los mitos de héroe derivarían de los de situación, de los cuales serían tan solo expresiones simplificadas. Es evidente que un personaje puede emplearse en textos que lo aíslan de los acontecimientos en los que se desenvolvía en su relato primigenio. Sin embargo, incluso en este caso conviene distinguir entre el personaje puramente anecdótico, cuya significación se reduce a la de un tipo —Narciso el egocéntrico, don Juan el seductor, Celestina la alcahueta—, y aquel cuya mención funciona como indicio, en el sentido semiótico de la palabra, que remite a su relato mítico. En la primera categoría, la mención del personaje es ornamental y 35
Valles Calatrava parece aquí remontarse a la noción de historia que Ricœur define en Temps et récit (1983) como la disposición de objetos e incidentes en un todo coherente.
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contribuye a banalizar el mito. Al contrario de lo que hacen muchos críticos, con Durand a la cabeza, prefiero hablar de banalización y no de degradación, ya que, a mi modo de ver, la mención tipificada del nombre de un personaje, como su entrada en el diccionario, no implica disminuir el alcance general del mito sino que más bien da prueba de su uso común y, por tanto, de su difusión. En cambio, es posible resemantizar el mito a través de sus personajes indicios. Solo en este caso, estamos frente a una actualización del mito que corresponde a lo que Véronique Léonard-Roques llama la figura mítica (“figure mythique”). Una figura mítica es un personaje, identificado con un nombre preciso, íntimamente asociado con “una trama o al menos [...] una imagen irradiante (no alegórica y siempre susceptible de ser desarrollada en una o varias secuencias narrativas)” (Léonard-Roques 2008: 42; trad. mía). La identificación onomástica de esta figura mítica es fundamental: [...] lejos de ser un signo arbitrario, [el nombre] es motivado. Tiene un contenido descriptivo (que puede proyectarse artificialmente, e incluso ser reconstruido retrospectivamente). Presenta aun la particularidad de poder “suscitar una red de imágenes, e incluso un relato implícito”,36 de funcionar como un “microrrelato”. En efecto, el nombre es a menudo catalizador de narración, portador de tramas y de programas narrativos paradójicos íntimamente asociados con el personaje. (46; trad. mía)
Es la razón por la cual los nombres de los protagonistas de relatos míticos constituyen la mayor parte de los lemas en los diccionarios de mitos, literarios o no —como el de Brunel (1989) o el de García Gual (1993 y 2003)— que describen siempre las tramas asociadas con cada personaje. Los nombres de los personajes míticos significan su relato. Como evidencia Léonard-Roques, estas características permiten diferenciar la figura mítica de otras categorías de personajes transtextuales como el tipo, el héroe de cuento o la leyenda (36 y sgs.). Al contrario de la figura mítica, el tipo presentaría:
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Auraix-Jonchière (2000: 12).
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[...] rasgos convencionales fijos e inmutables [...] que lo acercan a la alegoría. Al encarnar una idea precisa (el padre Goriot como tipo del sacrificio paterno), un rasgo de carácter bueno o malo (Harpagon o el padre Grandet como tipos del avaro; Arlequín como tipo del glotón), una categoría o una clase social (Joseph Prudhomme como tipo del burgués materialista), no conoce evolución. (37; trad. mía)
Por su parte, el personaje de cuento se diferenciaría de la figura mítica por su anonimato y su ausencia de dimensión metafísica (39-40). Por último, el héroe de leyenda se distinguiría del héroe de los mitos por llevar una existencia históricamente atestada y por su dimensión ejemplar. Creo que se podrían matizar algunos de los argumentos aducidos por Léonard-Roques para diferenciar la figura mítica de estas otras especies de personajes. Si el tipo literario encarna efectivamente un rasgo psicológico o social y no un relato, me parece discutible que no conozca evoluciones con el paso de los siglos. Luego, el anonimato de los personajes de cuento también se puede cuestionar: muchas de las versiones contemporáneas de cuentos tradicionales tienden a bautizar a sus héroes. Las películas de Disney son una buena muestra de este proceso. En fin, tanto el personaje legendario como el mítico pueden tener raíces históricas: es evidente para mitos históricos como el de Juana de Arco, pero también puede ser el caso de mitos literarios, puesto que el Cid y don Juan tienen referentes empíricos. Ceballos y François (2018) proponen, por su parte, una tipología de los personajes transficcionales37 basada en la combinación de tres criterios (la identidad nominal, la función recurrente y el correlato empírico). Muestran así que, entre los tipos, los actores anónimos, los personajes anónimos, el personaje singular y el personaje histórico, el personaje mítico es la única especie de personaje transficcional que combina una identidad nominal y una función recurrente, es decir, un papel determinado en una secuencia diegética concreta. La figura mítica sería, pues, un héroe en situación. Ahora que se ha compendiado el status quaestionis del mito literario en sí, importa regresar a nuestro punto de partida (el mito etnorreligioso) para, 37
La transficcionalidad ha sido teorizada por Richard Saint-Gelais (2011) para designar el proceso general de migración de datos diegéticos de un texto a otro. Volveré sobre esta noción fundamental en el capítulo siguiente.
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como se ha anunciado, cotejar ambos tipos de mito y de ahí delimitar el fenómeno mítico y su aplicación a la literatura. Son varios los puntos de contacto entre el mito del origen y el mito que nace a partir de textos literarios. Philippe Sellier apunta tres características comunes de ambas categorías míticas. La primera es lo que llama la saturación simbólica (“saturation symbolique”). Para Sellier, tanto el mito etnorreligioso como el literario funcionan a partir de organizaciones simbólicas “que tocan la fibra sensible de todos los seres humanos, o muchos de ellos” (1984: 118; trad. mía). Al cotejar las distintas interpretaciones que ha recibido el relato donjuanesco, Sellier explica que lo que caracteriza ambos tipos de mito es que se trata de relatos cuyos eslabones son sobredeterminados, es decir, susceptibles de transmitir significados variados: La carrera que lleva a don Juan de una mujer a otra, ¿se interpretará como paroxismo de la seducción, arte de un comediante sin par, desafío al Dios cristiano, sed metafísica que nada sacia, homosexualidad latente, o ensueño nietzscheano de una existencia bailarina? Es la riqueza excepcional de la sobredeterminación lo que explica la diversidad de interpretaciones al hilo de las épocas y la fascinación persistente de la trama. (121; trad. mía)
Sellier añade que, aunque la polivalencia se presenta a menudo como una característica de las obras literarias más logradas, alcanza un nivel rarísimo en el caso de mitos literarios, como muestra el caso de don Juan. Sin embargo, este rasgo no es suficiente en sí para definir un mito literario, ya que otras producciones literarias, como las poéticas, son también altamente sobredeterminadas a nivel simbólico. El segundo rasgo evidenciado por Sellier es le “tour d’écrou” (122), o sea, la vuelta de tuerca. Con esta denominación, el estudioso se refiere a las dimensiones —en el sentido de extensión— del relato mítico, cuyo grado de complejidad corresponde, a su ver, a la trama de una tragedia clásica: La sucesión exposición / nudo / peripecias (no demasiado numerosas) / desenlace, tal y como se encuentra, por ejemplo, en la tragedia griega o en la tragedia clásica, ofrece el grado de complejidad ideal para tramar el mito literario: entre el microrrelato subyacente de ciertos poemas y los largos relatos de tipo épico o novelesco. (123; trad. mía)
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Como relato, el mito literario implica no solo un héroe sino también una “situación compleja, de tipo dramático, en la que el héroe está atrapado. Si la situación es demasiado sencilla, reducida a un episodio, se trata más bien de un emblema; si es demasiado cargada, se degrada en serialidad” (124; trad. mía). La tercera y última característica que comparten el mito etnorreligioso y el literario es definida por Sellier como el “éclairage métaphysique” (124), es decir, el enfoque metafísico que empapa todo el relato. En el mito, nunca están lejos el cara a cara con Dios, con la muerte, o la reflexión sobre las causas y los objetivos de la existencia. En esto radicaría, por ejemplo, la diferencia entre don Juan y Casanova. También en este tercer rasgo se distinguen el mito y el cuento de hadas: Como demostró Bettelheim en su Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976), el cuento puede acercarse al mito en lo que concierne a la saturación simbólica; a veces también se le acerca, sin duda, por la firmeza de su organización; pero se diferencia del mito, sin lugar a dudas, por su inmersión complaciente en la cotidianidad (sutilmente unida con lo maravilloso) y por su final feliz, sentimental. [...] ¡Váyanse a explicar a algún Caín o a algún don Juan que el término de su ardor y de su tormento es casarse y tener muchos hijos! (124-125; trad. mía)
Si cotejamos el conjunto de definiciones del mito literario hasta ahora aludidas y las contrastamos con los rasgos del mito del origen que hemos identificado, sobresalen una serie de características comunes que, en buena parte, coinciden con los atributos señalados por Sellier. Tanto los mitos etnorreligiosos como los literarios se refieren a 1) relatos, 2) fuertemente asociados con personajes individualizados, 3) con una marcada dimensión transhistórica, 4) que adquieren el estatuto de mito mediante un reconocimiento por la colectividad, 5) un fuerte potencial polisémico, y 6) una dimensión metafísica. A lo largo de su necesaria constitución diacrónica, ambos tipos de mitos se caracterizan por una sutil combinación de tradición —se repite una misma trama— e innovación —en función de su contexto de recepción, esta trama se cuenta de distintas formas, recibe interpretaciones variadas—: “el mito literario, es decir, el discurso mítico en su contexto literario, aparece como el lugar inestable y mágico de un encuentro entre la memoria de un
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discurso construido en la larga duración y la respiración de un discurso en sintonía con su tiempo” (Monneyron y Thomas 2006: 119; trad. mía). Gracias a esta síntesis de los rasgos que comparten dos actualizaciones del fenómeno mítico, se puede considerar el mito en general como un relato (una configuración narrativa que articula acontecimientos y acciones) vinculado a uno o varios héroe(s), representativo de la sociedad humana y de sus interrogaciones permanentes, que se repite modificándose, adquiriendo nuevos significados, hasta formar parte del patrimonio de una colectividad humana. En este marco, el personaje mítico se refiere a un tipo de personaje siempre identificado con el mismo nombre y siempre incluido en una configuración narrativa similar. En tal perspectiva, los mitos literarios serán sencillamente los mitos generados a partir de una obra literaria, ya que, siguiendo la figura III.2, “el mito literario solo es uno de los aspectos de una constelación mítica más general” (Monneyron y Thomas 2006: 9; trad. mía). Basándonos en esta definición, resulta obvio que La Celestina ha producido este tipo de relato, de la misma forma que Don Quijote, Don Juan, Fausto, Frankenstein, Drácula y las demás obras literarias que constituyen los textos fundadores de estos relatos de personaje que, al resemantizarse mediante continuas recreaciones, llegan a integrar el imaginario colectivo. La familia de los mitos literarios nos ahorra el problema del origen inherente a otra rama de la constelación mítica: la del mito etnorreligioso. Este se pierde, en efecto, en la noche de los tiempos (Brunel 1981: 30), y la búsqueda de su primera versión conduce a menudo a un callejón sin salida, al contrario del mito literario, que se remonta a una fuente textual bien identificable aunque, como ya he repetido, el mismo texto literario puede basarse en tradiciones folclóricas anteriores. En el caso de La Celestina, la obra de 1499-1502 es el texto del que derivan todos los avatares celestinescos posteriores, aunque, como se ha visto, esta creación literaria se asienta sobre tradiciones anteriores. Además, señalamos en nuestro recorrido por la crítica celestinesca contemporánea el sinfín de interpretaciones que ha recibido La Celestina a partir del siglo xix. La polisemia de la obra es, por tanto, evidente. También evidenciamos en qué medida la intención del texto —a menudo identificada, desde el siglo xx, con un rechazo total de cualquier trascendencia— se ha vuelto un tópico de esta crítica. El examen de los estudios de los celestinistas demuestra asimismo que La Celestina suele interpretarse a partir de su personaje de alcahueta. De
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hecho, el vínculo estrecho entre el relato imaginado por Rojas y la figura de Celestina ya se percibe a través del cambio de título de la obra que pasó, a principios del siglo xvi, de Tragicomedia de Calisto y Melibea a La Celestina, elevando así a la vieja madre al rango de personaje epónimo. II.3. El concepto de mitema y el análisis mitémico: ¿unas herramientas pertinentes? Ahora bien, ¿cuál es el relato propio del mito de La Celestina? ¿A qué tipo de esquema narrativo se ha asociado la alcahueta rojana en la época contemporánea? ¿Cuál es, en suma, la estructura permanente del mito? Por lo demás, dada la necesaria metamorfosis del mito, ¿en qué medida este mito varía en función de nuevos contextos sociohistóricos, estéticos y culturales? Para identificar la estructura de un mito y seguir su evolución, vimos que la mitocrítica utiliza el concepto de mitema creado por Lévi-Strauss. Sin embargo, Durand, Brunel y sus seguidores no definen el mitema de la misma forma que el antropólogo. Como el mito, el mitema constituye una etiqueta problemática que a veces roza el cajón de sastre: si todos los mitocríticos lo presentan como una microunidad esencial de un mito, no siempre explicitan el contenido de dicha microunidad. Conviene, por tanto, explicar precisamente lo que es el mitema antes de evaluar su pertinencia en el marco del estudio de mitos literarios. Aunque representa su componente más relevante, el personaje no es el único ingrediente del mito. Como cualquier relato, también lo conforman acciones, situaciones, relaciones entre personajes, cronotopos e incluso rasgos estilísticos. Autor de las primeras definiciones del concepto, como hemos visto, Lévi-Strauss (1974 [1958]) se refirió con el mitema a un “paquete de relaciones” que atraviesa el relato mítico. Desde aquel entonces, otros elementos han sido definidos como mitemas. Para Durand, los mitemas son las unidades mínimas de significación en un relato mítico que, de una manera patente o latente, organizan la estructura de un texto: “El mito aparece como un relato (discurso mítico) que pone en escena personajes, decorados, objetos simbólicamente valorados, segmentable en secuencias o unidades semánticas mínimas (mitemas)” (Durand 1979: 34; trad. mía). En este marco, como explica
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Herrero Cecilia, “un mitema puede ser un tema determinado, un motivo significativo, un ‘decorado mítico’, una situación dramática, etc.” (2006: 71). En el ámbito de la crítica literaria, parece admitirse sin demasiada problematización esta polisemia del mitema, a la vez tema, personaje, decorado o motivo. Aquí es de interés contrastar la noción de mitema con otras como el motivo y el tema. Segre (1988), Pimentel (1993) y Romero Tobar (2006) definen el motivo como una situación básica del relato.38 Tanto la rebeldía como la oposición entre hermanos o una seducción mediante la intervención de una alcahueta constituyen, pues, motivos. Altamente proteiformes, los mismos motivos pueden recibir tratamientos muy distintos según el relato que los actualice. Desde luego, cada mito, sea literario o no, es constituido por motivos variados. El mito se configura también a través de unos temas. Pimentel (1993) distingue el tema-valor —especie de abstracción del motivo, gran categoría semántica como “la libertad”— y el tema-personaje (al que ya aludía Trousson 1981a y 1981b). Si el tema-valor es demasiado general como para definir con precisión una estructura mítica, el tema-personaje es interesante por acercarse a lo que se ha definido como figura mítica: [el tema-personaje] sintetiza un conjunto de temas-valores en el nombre mismo del personaje. [...] Estos temas-personajes se construyen a partir de un texto original, un mito o una leyenda que luego se toma como materia prima para un nuevo texto. La tradición literaria, al cristalizarlos, los convierte en una especie de esquemas de orden pre-textual. (Pimentel 1993: 218)
Pimentel indica también que estos temas-personajes son una verdadera caja de resonancia intertextual: [...] si bien es cierto que los don Juanes románticos, por ejemplo, son más afines a los Faustos y Prometeos románticos que al don Juan de Tirso de Molina, también es cierto que toda versión de don Juan declara su filiación a una tradición, a un esquema narrativo fijado por la tradición, y, por lo tanto, que toda nueva versión de un tema-personaje entabla un diálogo significante con todas las que la preceden. (218) 38
Es de señalar que Segre (1988: 17) evidencia la existencia, al lado del motivo como microacción, de un motivo de tipo formal.
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Temas-personajes y temas-valores/motivos son unidades significativas de un mito. Como relato, cualquier mito se construye mediante cierta combinación de tales ingredientes. Pero ¿es suficiente identificar estos elementos para evidenciar la estructura del mito? Siganos parece considerar que no, ya que, a su juicio, es necesario tomar en cuenta, en el estudio diacrónico del mito, no solo la evolución de los mitemas, sino también la de lo que él llama el sintagma mínimo del mito. Define este sintagma mínimo como “la o las frase(s) mínima(s) que articula(n) los mitemas fundamentales” (1993: 27; trad. mía). Siganos da un ejemplo de tal sintagma en su análisis del mito del minotauro a través del tiempo. En este caso, el sintagma se divide en tres secuencias: 1) La transgresión del orden natural: el Minotauro nace: Sujeto: Pasifae Verbo: se aparea Complementos: con el toro blanco escondida en una vaca artificial con la ayuda de Dédalo 2) El orden establecido: el Minotauro actúa, es sujeto: Sujeto: el Minotauro Verbo: devora Complementos: en el laberinto construido por Dédalo 14 jóvenes atenienses periódicamente 3) El cuestionamiento heroico: el Minotauro padece, es complemento: Sujeto: Teseo Verbo: mata Complementos: el Minotauro en el laberinto con la ayuda del hilo de Ariadna, dado por Dédalo (Siganos 1993: 53; trad. mía)
Según Siganos, cualquiera que sea el número de motivos y personajes del mito recreados en un texto literario, “podemos considerar [...] que, sin la
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emergencia del sintagma mínimo aquí definido, no nos encontraríamos, en un texto, con el mito del minotauro, sino con fragmentos de este mito o con elementos míticos” (54; trad. mía). Esta noción de sintagma mínimo del mito, finalmente, nos hace remontarnos a la aplicación que hacía Lévi-Strauss del concepto de mitema. Más que un motivo o que la acción de un personaje, el mitema tiene que ver con las relaciones que unen u oponen a los actores del relato mítico. Como en el caso del minotauro, la estructura del mito se edifica en juegos de relaciones. Por consiguiente, propongo una vuelta a la definición primigenia de los mitemas, tal y como los concibió Lévi-Strauss, como paquetes de relaciones, unidades constituyentes “que son, en realidad, haces de relaciones de cuya combinatoria surge el significado mítico. En el análisis estructural de un mito se procede a descubrir los haces de relaciones en todas las versiones del mito” (Resina 1992: 13). Para localizar los paquetes de relaciones, hace falta identificar los elementos redundantes del relato (Lévi-Strauss 1974 [1958]: 241). En esto, Durand concuerda con el antropólogo: “la única regla que rige la elección de un “mitema” es su redundancia en el texto” (1996b: 196; trad. mía). Insiste asimismo Gutiérrez: “lo que se cite una sola vez y no esté unido ni semántica ni estructuralmente a otra cosa, no puede ser definido como mitema” (2012: 60). Dado que el mito se considera, también desde Lévi-Strauss, como la suma de sus variantes, la redundancia del mitema ha de examinarse no solo en el texto fundador —en caso de tenerlo, como ocurre con los mitos literarios—, sino también en el conjunto de las obras que recuperan aquel texto primigenio y así participan en la construcción del mito. Efectivamente, el mitema y su combinatoria constituyen la base del proceso de mitificación de un relato: “no solo el relato mítico reitera significativamente ciertas fórmulas, ciertas secuencias, ciertas conexiones, sino que también es capaz de producir otros relatos que emergen a partir de la repetición de sus elementos constitutivos (lo que Lévi-Strauss llama los «mitemas»)” (Greimas, en Brunel 1992: 31; trad. mía). Con el fin de evidenciar la estructura de un mito literario como el de La Celestina, y luego poder analizar su evolución a través del tiempo, habrá que comparar los tipos de relación que unen a los personajes del texto de Rojas con los tipos de relación que unen a estos mismos personajes en las versiones
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posteriores de La Celestina. De este cotejo se desprenderán ciertos grupos redundantes de relaciones que constituyen los mitemas. Con este proceso, me alejo aquí de ciertos estudiosos de mitos literarios, como Rousset (1981) y Geisler-Szmulewicz (1999: 16), que fijan de antemano los mitemas a partir de lo que consideran las versiones fundamentales del mito, y luego buscan las demás obras que abarcan estos mismos mitemas. Explica así Rousset que la lista de los mitemas de don Juan: [...] ha sido construida, primero, a partir de algunas versiones indiscutibles, de Tirso a Mozart; luego se ha utilizado como instrumento de prospección para completar e unificar el corpus, mediante un trabajo de filtrado que seleccionaba las versiones conformes y rechazaba las versiones degradadas o incompletas. (Rousset 1981: 37; trad. mía)
A mi juicio, este método es algo problemático porque jerarquiza las versiones del mito al transformar ciertos mitemas, los seleccionados en algunas versiones, en criterios de selección para las demás versiones. Me parece más oportuno un método sin jerarquía ni fijación previa de los mitemas para dejar hablar a los textos: por eso reuniré, en el próximo capítulo, un conjunto coherente de versiones, lo más amplio posible, antes de buscar los mitemas en este material. Luego, siguiendo el método preconizado por los mitocríticos, examinaré en qué medida estos mitemas se actualizan en las versiones celestinescas, con respecto a su tratamiento en La Celestina primigenia: cómo se tematizan, cómo se ponen en discurso, en qué medida influyen en la estructura y la forma del texto, con qué tipos de personajes, motivos y episodios se suelen asociar. Combino aquí los ejes de análisis de los mitocríticos (Brunel, Herrero Cecilia y Dabezies, entre otros) con el comparatismo diferencial de Ute Heidmann, con el fin de adaptar el análisis mitémico al estudio específico de un mito literario. Heidmann parece cuestionar el análisis por mitemas cuando critica el hecho de que muchos mitólogos definen el mito “como una trama reducida a ciertas secuencias de acción que posean una significación predeterminada” (2003: 54; trad. mía). Para Heidmann, esta definición es problemática porque “solo toma en cuenta, en los textos analizados, el único plano de la historia contada”. Sin embargo, la concepción del mitema que
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defiendo aquí puede compensar estas deficiencias. En tanto que grupos de relaciones, los mitemas permiten abarcar las variaciones potenciales de la acción del relato. Además, el estudio de estos mitemas tal y como lo concibo implica, a la vez, examinar de qué tipo de relaciones se trata —plano del contenido, o de la historia contada— y de qué forma estas relaciones se traducen a nivel discursivo. Por lo demás, esta teórica opina que, más que seguir únicamente la recuperación de mitemas como prueba de la perennidad del mito, convendría examinar la evolución y los desplazamientos del mito en contextos nuevos, porque los mitos: [...] encuentran su potencial semántico en la diversalidad [diversalité] de sus usos inventivos por los autores (antiguos y modernos) más que en algún sentido universal que les sería intrínseco [...]. Con el planteamiento aquí propuesto, se trata [...] de analizar y de comparar las formas de reescribir los mitos, con la hipótesis (que habrá que sostener) que son estas las que confieren a las viejas historias no su sentido supuestamente universal, sino más bien varios efectos de sentido nuevamente pertinentes. (Heidmann 2015: 16; trad. mía)
Esta búsqueda de la “diversalité” de los mitos tampoco es incompatible con el análisis mitémico, el cual resulta especialmente eficaz en el caso de un corpus de grandes dimensiones. En efecto, al contrario de los trabajos de Heidmann, el objetivo del presente estudio consiste en establecer un marco interpretativo global del mito contemporáneo de La Celestina, más allá del análisis de algunas de sus reescrituras concretas. En esta etapa de análisis de los mitemas, se privilegiará un enfoque sincrónico de los textos con el fin de captar más fácilmente las variaciones de los mitemas celestinescos. En efecto, si constituye un núcleo clave y permanente del mito, cada mitema es susceptible de cambiar y de enriquecerse con nuevos sentidos en función de su grado de desarrollo en la versión considerada —algunos o muchos episodios del relato pueden participar del mismo mitema—, de los personajes a los cuales se asocia —una relación de traición no tiene las mismas implicaciones si vincula a unos amantes o a unos hermanos—, o en función de su combinación con interdiscursos que marcan el contexto de producción de la versión —unas relaciones de deseo carnal no se retratarán de la misma forma en un contexto puritano o en el momento del destape—.
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La tercera y última fase del análisis del mito se inspira a la vez en el mitoanálisis y en la sociopoética de los mitos, dos enfoques metodológicos que, como vimos, comparten un mismo objetivo: interpretar las variaciones de los mitemas en función del contexto sociohistórico, cultural y estético en el que surgen las nuevas versiones del mito. En esta etapa, el estudio gana una perspectiva diacrónica a partir de la cual es posible trazar la historia de la fluctuación del mito. Como explica Gilbert Durand, si cada mitema es susceptible de tomar varias formas y vehicular varios significados, “cada época, cada momento cultural solo selecciona el grupo de significaciones que le conviene” (Durand 1996a: 239; trad. mía). Rousset también había apuntado este fenómeno: “según las versiones y las épocas, según la interpretación y la puesta en escena, y según las expectativas del público, existe toda una gama de soluciones diferentes, o incluso opuestas. Es un factor importante de variaciones que hacen del héroe un modelo a veces negativo, otras veces positivo” (Rousset 1981: 36; trad. mía). Para entender lo que favorece la vigencia del mito en una época dada, será necesario identificar lo que Gilbert Durand ha llamado la cuenca semántica del mito en cuestión, es decir, como ya vimos, el conjunto de los datos históricos (sucesos culturales, sociales, técnicos, etc.) que constituyen las condiciones favorables para que un mito pueda desarrollarse (Monneyron 2014: 49). Al asociar el estudio mitémico con el análisis del discurso del “comparatismo diferencial” a lo Heidmann y la perspectiva sociohistórica del mitoanálisis, que consiste en examinar ante todo la plasticidad y la variedad del mito, se puede matizar la reticencia expresada por Raymond Trousson acerca de los estudios de mitemas. A su juicio, lo que importa antes que nada es: [...] investigar por qué razones el énfasis se ha desplazado a lo largo del tiempo. Don Juan, convertido en depredador o símbolo sexual, conserva el derecho de vivir, incluso sin Dios. [...] El análisis estructural, fructífero cuando se trata del mito original o de su primera cristalización literaria, resulta así, a nuestros ojos, menos pertinente que el estudio de tema, es decir, cuando la diacronía recupera lo suyo. (Trousson 1981b: 67; trad. mía)
Detectar y describir los mitemas que conforman el relato inherente al mito celestinesco no llevará a fijar el mito en un modelo, sino que favorecerá
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más bien un diálogo entre reescrituras y texto modelo, así como un examen diacrónico de las desviaciones de dichos mitemas. Aunque el estudio del corpus a través de los mitemas representa ante todo un examen estructural, que consistirá muchas veces en microanálisis pormenorizados de escenas o fragmentos de las reescrituras, no dejaré de remitir cada una de estas unidades a la totalidad del sistema celestinesco, en un movimiento de ida y vuelta entre la sincronía aparente del estudio estructural y la diacronía inherente al mito. Me alineo a este respecto con el método preconizado por Jean Rousset en su atinado análisis del mito de Don Juan: [...] ¿cómo establecer la historia de lo que no se ha, primero, descrito y descompuesto en sus unidades simples y estables? Para citar a Jakobson, “solo la existencia de elementos invariables permite reconocer las variaciones”.39 En cambio, sin las variaciones, la trama se reduciría, en sus recurrencias sucesivas, a la repetición de un esquema rígido o inerte; la exploración diacrónica hará vivir y respirar el sistema previamente reconocido y definido en su estabilidad. Por tanto, las grandes fases de la evolución histórica no serán ni ignoradas ni tratadas por sí mismas, sino que aparecerán, conforme sea pertinente, en los capítulos dedicados a los invariables. (Rousset 1978: 11; trad. mía)
El mitema es, por tanto, una herramienta clave que vertebra todo el análisis que se desarrollará en los capítulos siguientes. Se trata de un instrumento operativo, dada la peculiaridad de nuestro objeto de estudio, un mito literario que equivale al “conjunto de sus versiones” y cuyo estudio implica, por tanto, examinar un corpus amplio de versiones. No sería muy convincente, pues, demostrar la existencia de un relato mitémico a partir del estudio de dos versiones suyas. El mitema aparece, en este contexto, como una herramienta transversal, capaz de estudiar sincrónicamente las formas con las cuales un buen número de textos actualizan una misma estructura. Además, siendo el mito una combinación sutil de permanencia y de metamorfosis, el mitema ofrece un punto de comparación estable que permite evidenciar de forma más eficaz las variantes de cada versión. Por último, la descripción de un mitema permite indagar en aspectos variados de los textos considerados,
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Jakobson (1963: 39).
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ya que puede traducirse a nivel estructural, pero también en la misma caracterización de los personajes o en componentes de interés narrotológico. El marco metodológico de este estudio sigue, por tanto, las pautas de la mitocrítica y del mitoanálisis literarios —cuyas tres etapas de análisis constituyen una transposición de la mitodología durandiana a los estudios literarios—, en las que se redefine el concepto de mitema para hacerlo más eficaz. Esta orientación metodológica global también será enriquecida puntualmente con las aportaciones de la mitopoética definida por Gély (2006) —mi objetivo consiste no solo en describir los mitemas, sino también en explicar en qué medida La Celestina ha producido un mito— y por el comparatismo diferencial de Heidmann (2003, 2015) —como se verá, la puesta en discurso de La Celestina en sus versiones esclarece particularmente la evolución de sus mitemas—. Esta metodología algo sincrética pretende sacar fruto de los distintos tipos de estudio del mito que se han desarrollado en el ámbito literario, con el fin de elaborar un método de análisis adaptado para investigar una faceta específica del fenómeno mítico: la producción de un mito literario. Una etapa previa indispensable a este trabajo de localización, descripción y análisis de los mitemas consiste en identificar el corpus de versiones del mito celestinesco a partir del cual se podrán detectar los mismos. En el capítulo siguiente se examinará, por tanto, lo que se entiende por “versión” del mito celestinesco antes de presentar las obras celestinescas que corresponden a esta definición y de determinar, finalmente, los mitemas mediante los cuales tales obras convocan la estructura del mito.
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Capítulo IV LAS VERSIONES DE LA CELESTINA: UN CORPUS DE REESCRITURAS HISPÁNICAS CONTEMPORÁNEAS
De acuerdo con la definición del mito común a Lévi-Strauss y a los mitocríticos, el corpus primario adaptado para analizar el mito de La Celestina abarcaría tanto el mismo texto de Rojas como el conjunto de sus “versiones” posteriores. Conviene ahora definir a qué tipo de objeto corresponderán tales versiones en este trabajo, antes de exponer su método de selección y análisis. Antes que nada, es de notar que la lectura de la crítica dedicada a La Celestina y su descendencia —crítica que se ha descrito en la parte I— ha constituido una etapa previa al establecimiento de los criterios de selección del corpus que se describirán aquí. Esta lectura ha permitido, en efecto, trazar el panorama de los estudios celestinescos e identificar en consecuencia sus vacíos críticos, así como sus tendencias teórico-metodológicas. Me he basado en estas observaciones para proponer, como se verá, el estudio de un corpus celestinesco, el de las reescrituras contemporáneas, poco atendido, mediante un acercamiento metodológico, de orientación mitocrítica, aún inédito entre los trabajos dedicados a La Celestina y a su prole. Entre los criterios de selección del corpus primario se pueden distinguir algunos criterios de selección externos —que atañen a los límites lingüísticos y cronológicos que se han fijado en este estudio—, así como un criterio de selección interno, referido al tipo de reutilización de La Celestina que se considerará. Se trata de sacar a la luz, entre la descendencia variopinta de la (Tragi)comedia, el corpus celestinesco más capacitado para deslindar los contornos del mito generado por el texto tardomedieval. El segundo apartado de este capítulo presentará los textos así seleccionados a través de un examen de su cronología, de su tipología y de su autoría. El capítulo se cerrará con una
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tercera y última fase dedicada a la presentación de los mitemas detectados en este corpus primario y a partir de los cuales se analizará, en los próximos capítulos, la construcción del mito de La Celestina. I. Constitución del corpus Uno de los problemas principales que plantea nuestro marco de estudio y que conecta con las dificultades inherentes al mito expuestas en el capítulo anterior es, evidentemente, el de la definición del corpus primario en el que se basará el trabajo. Como explica Ballestra-Puech, un estudio mitocrítico suele implicar “la larga duración y los grandes espacios” (1999: 23; trad. mía): tanto el mito en general como el mito literario en particular se refieren a fenómenos diacrónicos y, muchas veces, diatópicos. Tal amplitud del campo de investigación se refleja forzosamente en el corpus de obras literarias que conforman el conjunto de las versiones del mito. Como atesta la sección “Pregonero” de la revista Celestinesca, existe un sinfín de obras literarias, teatrales, cinematográficas, iconográficas, etc. influidas por La Celestina, desde la adaptación hasta las imitaciones y continuaciones pasando por la mera inspiración. La presencia de la (Tragi)comedia en las tablas españolas ha sido ampliamente estudiada por Bastianes (2015, 2020), desde la adaptación de Francisco Fernández Villegas de 1909 a la de Ricardo Iniesta de 2012, y entre ellas la de Adolfo Marsillach de 1988 o, en pleno franquismo, la de Luis Escobar, de 1957. Por su parte, la historia cinematográfica de La Celestina cuenta, por ejemplo, tanto con la producción dirigida por Gerardo Vera y estrenada en 1996 —con adaptación de Rafael Azcona y con Penélope Cruz en el papel de Melibea— como con la curiosa recreación mexicana subtitulada Los placeres del sexo (1976), dirigida por Miguel Sabido. La televisión tampoco carece de Celestinas, desde las impulsadas por Televisión Española (en 1967, 1974 y 1983), hasta la telenovela venezolana Nacer contigo, producida por Televen en 2012.1 En literatura, la influencia de La Celestina es visible en textos que se reivindican explícitamente del 1
La página web ofrece una lista que presenta cada una de estas representaciones audiovisuales de La Celestina, tanto para el cine como para la televisión, la danza o la ópera.
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texto de Rojas —como Tragedia fantástica de la gitana Celestina de Alfonso Sastre—, pero también en obras que solo se inspiran puntualmente en la famosa alcahueta. Son los casos, por ejemplo, de La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca,2 Pepita Jiménez de Juan Valera3 o Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.4 En fin, también en pintura, Goya, Picasso o Fernando Botero —por mencionar tan solo algunos nombres altamente conocidos— han ofrecido sus propias visiones de La Celestina. Ante esta multitud de obras en las que aparece la (Tragi)comedia de Rojas, ¿cómo localizar los textos que contribuyen a la creación y perpetuación del mito? Y una vez que se ha identificado este corpus mítico, todavía muy extenso, ¿cómo elegir entre exhaustividad y representatividad? Es evidente que la acumulación de referencias es deseable porque permite establecer la “curva de popularidad del mito” (Chevrel 1989: 70; trad. mía). Sin embargo, a la hora de analizar las permanencias y variaciones del mito celestinesco se corre el riesgo de privilegiar unos exámenes superficiales en detrimento de la comprensión global del fenómeno. Dabezies (1981) propone una solución a este dilema: en el estudio de un mito literario concreto, el crítico aconseja que, en una primera fase, se considere de la forma más exhaustiva posible el conjunto de las versiones del mismo. En el caso de un mito tan prolífico como el de La Celestina, es necesario, en una segunda etapa, seleccionar una muestra apta para representar las tendencias y evoluciones del mito dentro de la fragosidad de esas versiones. Examinemos en detalle el proceso de selección que se ha adoptado en este trabajo. I.1. Criterios de selección externos I.1.1. Un criterio lingüístico: el ámbito hispánico El primer límite que nos hemos impuesto a la hora de seleccionar un corpus de trabajo es un límite lingüístico: nos ceñiremos a productos de la 2
En cuyo personaje epónimo se ha percibido un modelo celestinesco (Galán Font 1990). En donde aparecen una tercera y algunas menciones de La Celestina (Franz 2013). 4 La Pilar Ternera del premio nobel ha sido equiparada con Celestina por Joset (en García Márquez 2012 [1967]: 213, n. 26). 3
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lengua española. Ahora bien, el idioma escogido no deja de plantear problemas. Como lengua plurinacional que corresponde, como mínimo, con dos variedades estándares orales —el español castellano y el español atlántico (Gimeno Menéndez 2002-2003: 1284)—, el idioma español se refiere a una comunidad de habla muy amplia, que abarca un abanico de culturas distintas repartidas en zonas geográficas de grandes dimensiones y alejadas entre sí. Por tanto, con el fin de ofrecer cierta coherencia al estudio, nos centraremos en la recepción mítica de La Celestina que se constituye en España, país de origen de Rojas y de su texto. Sin embargo, también se ofrecerá al lector una muestra del desarrollo del mito celestinesco en Hispanoamérica. Desde la perspectiva de la tematología, Raymond Trousson aboga a favor de una apertura de los estudios temáticos a un espacio europeo y a sus derivados culturales —entre los cuales menciona, por ejemplo, las Américas— porque “conviene ceñirse a bloques de cultura común” (Trousson 1981b: 93). Es evidente que resulta de gran interés el examen de la transferencia de La Celestina, obra española, en el resto del mundo hispánico. Obviamente, dados los límites materiales de este libro, tal corpus hispanoamericano será muy reducido con respecto al corpus español. La pequeña muestra de la celestinesca hispanoamericana permitirá, sin embargo, matizar el estudio del corpus español y ofrecer a la vez cierta perspectiva sobre el fenómeno de la celestinesca hispánica en general: ¿en qué medida coincide o fluctúa la influencia de La Celestina en ambas orillas del Atlántico? ¿Influye en la mitificación de La Celestina su transferencia a otras áreas geográficas? Además de su conocida capacidad para representar una identidad nacional, el mito puede dar cuenta de significativos intercambios internacionales.5 Asimismo, la modificación del contexto sociocultural que implica, muchas veces, el desplazamiento geográfico, suele abrir las fronteras semánticas del mito.
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Véase, por ejemplo, el estudio que Canavaggio (2005) dedica al mito quijotesco a través del mundo.
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I.1.2. Un criterio cronológico: la época contemporánea (1822-2014) El segundo límite que ha guiado este trabajo de selección es de orden cronológico. Si el estudio de un mito supone, desde luego, una perspectiva diacrónica (Ballestra-Puech 1999: 30), restringiremos esta a los siglos xix, xx y principios del xxi, periodo al que en adelante me referiré con la etiqueta tradicional de “edad contemporánea”.6 Como se ha evidenciado en la primera parte de este trabajo, la época anterior a este periodo ha sido ya muy bien delineada por la crítica académica,7 mientras que los siglos contemporáneos representan una etapa peculiar para La Celestina y los estudios celestinescos: tanto en el ámbito de la crítica como en el de la creación artística-literaria, alternan silencios y vigencias de la obra de Rojas y se desarrollan lecturas subversivas de las aventuras celestinescas desde perspectivas sociológicas, religiosas o feministas. Asimismo, en ese momento los escritores y los estudiosos empiezan a considerar La Celestina como uno de los grandes mitos literarios nacidos en las letras españolas.8 El campo celestinesco cambia, por tanto, de forma sustancial en la época contemporánea, sin que estas metamorfosis hayan generado hasta la fecha, salvo pocas excepciones, estudios detenidos. Sin embargo, se contrastarán regularmente las tendencias de la descendencia celestinesca contemporánea con las tendencias de sus antecesores para evitar, como advierte Raymond Trousson en su manual de tematología, “considerar como original y nuevo el resultado y la expresión tardía de una larga tradición” (1981b: 89; trad. mía). Delimitaremos además este todavía amplio marco cronológico con algunas balizas: el terminus post quem del fenómeno celestinesco contemporáneo que estudiaremos no será otro que 1822, año de publicación de la primera edición contemporánea de La Celestina, preparada por León Amarita, con un prólogo de Francisco Javier de Burgos. Como explica Snow (2000b), esta edición representa un verdadero hito en la recuperación decimonónica de
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Sin embargo, es de notar que algunos historiadores, como Pierre Vilar (2010 [1947]: 43), consideran que, en el caso de España, esta época contemporánea empieza más temprano con los esfuerzos dieciochescos de restablecimiento económico y demográfico. 7 Véase el capítulo I, “Antes del siglo xix: La Celestina, heredera y antecesora”. 8 Refiérase al capítulo II, “Desde el siglo xix: los loci critici de La Celestina”.
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La Celestina, tras su silenciamiento en el siglo xviii. A partir de la edición de Amarita, la obra rojana volverá a circular de forma más libre y a ganar, de nuevo, un vasto público lector. La elección del año 2014 como terminus ante quem de nuestro estudio se debe, por su parte, a la puesta en escena y a la gira por España, aquel año, de Ojos de agua. Esta obra dramática de Álvaro Tato representa en efecto, al día de hoy, la última versión de la obra de Rojas que constituye una verdadera reescritura celestinesca, un concepto que nos toca ahora presentar con más detenimiento. I.2. Criterio de selección interno: el concepto de reescritura El objeto de este trabajo dedicado al mito de La Celestina se ha precisado un tanto: se tratará de estudiar las huellas de la (Tragi)comedia en el mundo hispánico y sobre todo en España, entre 1822 y 2014. Ahora bien, no se examinará cualquier tipo de huella. La selección de cierta descendencia celestinesca ha sido dirigida por una doble preocupación. Por una parte, la de focalizar un corpus primario aún desdeñado por los celestinistas. Como vimos, no es el caso de las adaptaciones fílmicas de La Celestina, bien estudiadas por Utrera (2001), Anchelergues (2001) o Vázquez Medel (2001), entre otros. Ya no es el caso, tampoco, de sus adaptaciones teatrales, de las cuales María Bastianes (2015) ha proporcionado recientemente un examen tan pormenorizado como atinado. Ni siquiera es el caso de la descendencia iconográfica de La Celestina, analizada en profundidad en una monografía de 2015 dedicada por Carol Salus a la obra de Picasso. Por otra parte, hace falta privilegiar un corpus particularmente eficaz a la hora de revelar la constitución y las fluctuaciones de la estructura mítica de La Celestina, mito literario cuya existencia afirman los creadores y especialistas contemporáneos, pero cuyos contornos y funcionamiento siguen, hasta ahora, sin estudiar. Esta doble preocupación, la de un corpus a la vez inédito y operativo para definir un mito propiamente literario, confluyó en un mismo tipo de objeto: las obras literarias ficticias, apenas estudiadas, que no adaptan La Celestina, sino que la reescriben.9 9
Las razones que conducen a privilegiar un corpus exclusivamente literario tienen que ver, por una parte, como ya explicamos, con la bibliografía celestinesca ya existente y, por otra, con la coherencia metodológica del estudio: aunque sería de interés observar el desarrollo de
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En la época contemporánea, las manifestaciones literarias de La Celestina representan un fenómeno muy amplio, por transgenérico e internacional. Al lado de la distinción celestinesca stricto sensu / celestinesca lato sensu, que funciona muy bien en el caso de la celestinesca antigua, como ya vimos,10 bien podríamos distinguir otras “familias” en el caso de esta compleja celestinesca literaria contemporánea. Si nos basamos en un cotejo de los trabajos científicos que fijan su atención en las obras literarias que, desde el siglo xix, dialogan con La Celestina, son tres los tipos de objetos literarios que se presentan: primero, las adaptaciones, que transmiten el texto de Rojas al público contemporáneo, modernizándolo o simplificándolo, mediante modificaciones sobre todo formales; segundo, los textos cuya inspiración celestinesca solo se percibe a través de ecos algo implícitos que no influyen en la trama (sería el caso, por ejemplo, de Cien años de soledad o de Pepita Jiménez), y tercero, los textos (casi nunca etiquetados, a veces llamados versiones o adaptaciones libres) que se sitúan a medio camino entre los dos grupos precedentes, ya que reescriben una parte o la totalidad de La Celestina, pero modificando importantes aspectos de contenido (como la caracterización de sus personajes o el La Celestina y de su mito fuera del campo de las letras, no se habrían de medir por el mismo rasero los productos literarios, cinematográficos, iconográficos, musicales, etc. La inclusión de aquellos objetos artísticos haría necesarias herramientas teórico-metodológicas propias que dificultarían y alargarían este trabajo. Además, nuestro objetivo principal consiste en evidenciar el modo de recepción mitificador de La Celestina que se establece en la época contemporánea. Por tanto, no carece de lógica examinar el desarrollo de un mito propiamente literario preferentemente en su ámbito de nacimiento. No obstante, ocurre que algunas representaciones literarias del personaje de Celestina están influenciadas por recuperaciones no literarias del mismo personaje. Así, como veremos, la iconografía de la alcahueta rojana que ha ofrecido Pablo Picasso ha determinado en buena parte la caracterización física de Celestina que privilegian los dramaturgos, poetas o novelistas del siglo xx. En los próximos capítulos aludiré por consiguiente, de vez en cuando, a otras lecturas artísticas de la obra de Rojas en la medida en que estas condicionan sus lecturas literarias. 10 En el capítulo I vimos que el término celestinesca se ha aducido de dos formas distintas: por un lado, la celestinesca stricto sensu designa el conjunto de obras del siglo xvi que conforman un verdadero subgénero novelesco al recuperar personajes, argumentos, motivos e incluso aspectos formales (como el diálogo en prosa) de La Celestina primigenia, cuya trama imitan o continúan. Por otro lado, existe también una celestinesca lato sensu, que se contenta con recuperar parte de los temas o formas de La Celestina o con transponer algunas escenas o personajes de su modelo de forma más anecdótica.
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desenlace). Es este último grupo que en adelante llamaré reescrituras celestinescas y cuyas características convendrá definir.11 11
La reescritura es un concepto problemático que encubre una gran variedad de acepciones en diferentes ámbitos de los estudios literarios. Según Ana Cayuela (2000: 37), la reescritura sería el proceso general de transformación de un texto A en un texto B, sea copia, cita, alusión, plagio, parodia, pastiche, transposición, traducción, resumen, comentario o explicación. Incluso considera, al igual que Bordas (en Aron et al. 2002: 520) ciertas prácticas autógrafas como parte de este mismo fenómeno. Otros teóricos también utilizan el término para referirse al proceso que conduce un texto literario a su adaptación teatral o cinematográfica (Sotomayor Sáez 2005; Pérez Bowie 2010; Petitjean y Hesse Weber 2011), o incluso para designar el proceso de traducción de una lengua a otra (Lefevere 1997). Según Tomiche (2008: 26), aunque la reescritura literaria siempre ha existido, su éxito como práctica y como objeto de estudio se remonta a los años sesenta, cuando se desarrollan las teorías relativas a la literatura en segundo grado y a la intertextualidad (alrededor de Kristeva, Rifaterre y Antoine Compagnon, entre otros). La reescritura será vista, en las décadas siguientes, como un objeto de estudio valioso, ya que se sitúa en la encrucijada entre producción y recepción (Wagner 2002). En este contexto de desarrollo de los estudios dedicados a la cuestión de la literatura de “repetición” o “en segundo grado”, el fenómeno de la reescritura se explicó desde la perspectiva de los estudios intertextuales (Genette 1982; Samoyault 2010; Gignoux 2006). Ahora bien, las acepciones del concepto a menudo resbalan del marco establecido por Genette para solaparse con otras etiquetas más restringidas. Por ejemplo, las teorías que se interesan por la mimécriture, es decir, la práctica de la imitación (sobre todo formal), tienden a asimilar la reescritura y el pastiche (Bilous 2004; Bilous y Hellégouarc’h 2009), mientras que otros críticos hacen de la parodia una forma privilegiada de reescritura (Tran-Gervat 2006 y Sangsue 2009). Al igual que los demás ámbitos de los estudios literarios, la mitocrítica también peca de imprecisión terminológica cuando utiliza el concepto de reescritura. El libro colectivo Reescritura de los mitos en literatura (2008) define, por ejemplo, como reescrituras míticas aquellos textos en los que se “reelabora, transpone o adapta a un nuevo contexto sociocultural el significado ejemplar que encierra un relato mítico como modelo de una problemática eterna de la condición humana” (Herrero Cecilia y Montserrat Morales 2008: 13). La reescritura se define aquí como una reelaboración, una transposición o una mera adaptación, sin que se precise la significación de estos fenómenos. El mismo Herrero Cecilia apenas era más específico al principio del artículo que, dos años antes, había dedicado al concepto de reescritura mítica: “La reescritura del mito en un texto nuevo mantiene normalmente los rasgos fundamentales de la historia legada por la tradición literaria, pero el autor del relato modula libremente esos rasgos y puede infundir al significado de la historia narrada una nueva orientación que viene a enriquecer el valor iluminador del mito” (Herrero Cecilia 2006: 60). La reescritura correspondería, pues, a un proceso de “actualización” del sentido del mito. Hay que esperar el último apartado de este mismo artículo para que Herrero Cecilia asocie explícitamente la reescritura
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Estos tres tipos de ficciones inspiradas en La Celestina conforman así las tres familias de la celestinesca literaria actual: la familia de las adaptaciones, la de las reescrituras y la de los ecos. Tales familias se diferencian por 1) su tipo de nexo con el modelo rojano, de la relación más estrecha al lazo más difuminado, y por 2) la reivindicación de dicho nexo, de lo más explícito a lo más implícito. Es evidente que los tres tipos destacados no se aíslan tajantemente los unos de los otros, sino que existe un continuum entre ellos, desde el vínculo más explícito con La Celestina hasta el más remoto. Además, cada uno de estos tipos agrupa varias realidades textuales. Son adaptaciones tanto la respetuosa modernización lingüística de la Tragicomedia propuesta por Camilo José Cela (1988) como el espectáculo de Ángel Facio (1984), y el hipertexto genettiano. La tarea de la mitocrítica consistiría, por tanto, en “iluminar las relaciones de ‘hipertextualidad’ que un texto concreto [llamado reescritura] establece con el mito o con los mitos que ese texto está reformulando y reorientando” (73). Por lo general, los estudiosos de mitocrítica, mitopoética o mitoanálisis suelen llamar reescritura un tipo de producción textual que corresponde, en parte o totalmente, con los conceptos de transtextualidad o de hipertextualidad genettiana. Es el caso de Chauvin (2005), Domino (1987), Wunenburger (1994) y Mortier (2001: 108), quienes además consideran el hipertexto genettiano como una técnica de continuación y de reanimación del mito. Martínez Falero estudia, por su parte, la reescritura mítica como un fenómeno “intertextual” (2013: 488) en el que un relato mítico se reformula mediante adiciones, combinaciones o subversiones de mitemas (492-493). Como se ve, ni en el ámbito general de los estudios literarios ni en el caso más específico de las teorías del mito literario nos satisface este estado de la cuestión relativo a la noción de reescritura. Las definiciones que se han propuesto son demasiado vagas o demasiado polisémicas, cuando no constituyen meras paráfrasis de nociones genettianas ya existentes. Es curioso que ninguno de los investigadores en mitocrítica cuestione este concepto que, sin embargo, emplean todos. Ni siquiera Franca Bruera (2015) se interesa por este aspecto en el reciente número especial de Interférences littéraires / Literaire Interferenties que ha dirigido y cuya meta no era otra que delinear los desafíos teórico-metodológicos de los estudios del mito en literatura. Tampoco se encuentra otra noción más clara que permita dar cuenta del tipo de texto específicamente transformador que nos interesa. Uno se topa con etiquetas o demasiado amplias (la literatura en segundo grado, el intertexto) o demasiado restringidas (la parodia, el pastiche, etc.). Ni siquiera podemos aprovechar el concepto más utilizado de hipertextualidad, porque implicaría desdeñar una parte significativa de las obras que retoman La Celestina modificándola y que, como veremos, no corresponde a los casos registrados por Genette. Por consiguiente, este trabajo planteará, como se verá, su propia definición de la reescritura con el fin de transformar este concepto en una herramienta operativa a la hora de analizar la composición de un mito literario.
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que combina los diferentes actos de Rojas en varios núcleos de acción y los presenta mediante una dramaturgia muy atrevida.12 Asimismo, representan ecos distintos de la alcahueta rojana la Antoñona de Pepita Jiménez (1874) o la vieja matriarca imaginada por García Márquez en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972). Ambos personajes comparten con Celestina su función de mediadora amorosa, pero no recuperan los mismos ingredientes de su caracterización rojana: el ama de llaves de Valera es parlanchina, se presenta como curandera del mal de amor (Valera 2013 [1874]: 279) y a veces como “endiablada” (244), mientras que la abuela despiadada del premio nobel colombiano comparte con Celestina su codicia y avaricia —aquí algo hiperbólicas13—, así como su experiencia del mundo prostibulario (García Márquez 1998 [1972]: 97). Por último, las reescrituras abarcan tanto las conocidas continuaciones (precuelas o secuelas) o imitaciones de La Celestina que ya se publicaban en el siglo xvi como variantes paródicas o transposiciones espaciotemporales de la (Tragi)comedia, modalidades que empiezan a surgir en la celestinesca contemporánea. En la tesis que dedica a las adaptaciones de La Celestina en la escena teatral española entre 1909 y 2012, María Bastianes sugiere una división similar entre “aquellas versiones en las que el guion tiene en cuenta el texto literario [de Rojas] y aquellas que por el contrario trabajan con el mito” (Bastianes 2015: 56). Opone de este modo la adaptación, muy cercana al texto original de Rojas, y las reutilizaciones más libres de La Celestina. Bastianes identifica de forma clara su objeto de estudio cuando define la adaptación teatral como: [...] el proceso de modificación al que se somete un texto para poder ser llevado a la escena en unas determinadas coordenadas sociales, culturales y espaciales, [y el] producto de este proceso, que es otro texto dramático muy similar al original y previo a la puesta en escena. (56)
El texto de la adaptación es, pues, muy similar... pero no idéntico al original. La autora explica que, en la mayoría de los casos, los cambios que
12
Véase Bastianes (2015: 397-457). En efecto, la abuela utiliza a su nieta como criada y no duda en prostituirla para que le reembolse su casa, incendiada tras un descuido de la joven. 13
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afectan al texto modelo en el proceso de adaptación son considerados menores. Incluso: [...] se tiende a pensar que la adaptación es una variante que conserva en sí la esencia de la pieza original, como una suerte de “alófono” de un “fonema”. Así, a diferencia de lo que postulaba Pavis (1990: 34) para la puesta en escena, la adaptación es un proceso más similar al de la traducción en tanto que consiste en crear una versión adaptada al lenguaje del nuevo lector. (57)
Bastianes utiliza el criterio de Pavis para distinguir las adaptaciones de las obras que se inspiran en el texto de Rojas, o en alguno(s) de sus personajes, para desarrollar una trama distinta y con parlamentos diferentes. Según Pavis (1990), son adaptaciones las obras que mantienen con su modelo una (casi) identidad en cuanto a la intriga, los nombres de los personajes y la repartición de sus parlamentos. Además, el propósito principal de la adaptación teatral consiste en hacer accesible el texto clásico al espectador de la época de la adaptación. La relación alófono/fonema con respecto al texto modelo, así como el acondicionamiento a un público contemporáneo, también son característicos de la adaptación cinematográfica o novelesca. Al contrario, en lo que en adelante llamaremos reescrituras, el texto modelo sirve de base para llevar a cabo: [...] un proceso puramente creativo que revela la subjetividad y preocupaciones artísticas no ya de un adaptador, sino más bien de un autor de una nueva obra, inspirada en el texto clásico pero independiente del mismo. En estos casos, el texto original es solo una excusa para una nueva creación literaria. (57)
La reescritura es así, respecto a la adaptación, la otra cara de una misma moneda. Si excluimos los ecos celestinescos, muy puntuales y hasta anecdóticos, las obras ficticias que se basan en La Celestina se dividen entre adaptaciones y reescrituras. Cuando no mantienen una importante similitud en cuanto a intriga, personajes y repartición de los parlamentos, no se trata de adaptaciones sino de reescrituras. Ahora bien, como subraya Bastianes, el grado de similitud es, a veces, difícil de evaluar, y nos quedamos con el mismo continuum que presenté más arriba:
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[...] no existe un consenso real que permita delimitar entre ambos tipos de relación con el texto original y decidir cuándo los cambios introducidos por el adaptador son tantos que se configura más como autor de una obra nueva que como adaptador del clásico. [...] En esta nebulosa entre adaptación de un clásico y texto nuevo muchos adaptadores prefieren acogerse al concepto de “versión libre de” sin mucho criterio; el cambio de título es también uno de los recursos más utilizados para diferenciar un tipo y otro de trabajo con el clásico. (58)
A pesar de esta nebulosidad, es en la familia celestinesca, todavía no delineada, de las reescrituras en la que se centrará este trabajo. Proponemos como planteamiento básico que las reescrituras celestinescas abarcan el conjunto de las ficciones españolas (y algunos casos de ficciones hispanoamericanas) contemporáneas (1822-2014) que desvían explícitamente la trama o los personajes de La Celestina. La reescritura se entiende así como un texto que se basa en una obra literaria anterior —aquí La Celestina— para desviar voluntariamente uno o varios de sus componentes semánticos.14 Desde luego, la desviación puede tomar muchos aspectos distintos en función del tipo de componente semántico del original al que afecta y de la forma en la que lo afecta. Estas transformaciones enfocan prioritariamente el contenido de la obra modelo, aunque los mismos cambios de contenido a menudo conllevan también modificaciones, a veces importantes, en cuanto a los aspectos formales de la obra modelo. Entre los diferentes componentes de la obra primigenia susceptibles de ser desviados se pueden mencionar, de forma no exhaustiva, la caracterización (física, psicológica, social...) de sus personajes, el número de estos (supresión o adición de personajes), la composición de la trama (supresión o adición de episodios, modificación del desenlace o de la dinámica causa-efecto), el marco espaciotemporal, etc.15 A nivel teórico,
14
Según el DRAE, desviar significa “apartar o alejar a alguien del camino que seguía”. En el contexto de una reescritura, la desviación puede así apartar un personaje del tratamiento que recibía en la obra original. La Melibea de Juan Carlos Arce (1991), por ejemplo, coincide con el personaje de Rojas en cuanto a su nombre, descripción física y participación en algunas escenas eróticas, pero se aleja de la Melibea original en lo que se refiere a su caracterización psicológica: esta Melibea rechaza a su amante para mantener su autonomía. 15 Tales desviaciones, insisto, son voluntarias y no casuales. El propio texto incluso evidencia las modificaciones que aplica al original. Piénsese, por ejemplo, en el íncipit de “Las
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estos objetos literarios que aquí denominamos reescrituras corresponden a la vez a los hipertextos definidos por Gérard Genette y a lo que Richard Saint-Gelais ha teorizado como transficciones. Como bien es sabido, la hipertextualidad se refiere a un tipo específico de relación transtextual. La transtextualidad es definida por Genette como “todo lo que relaciona el texto, de forma explícita o secreta, con otros textos” (Genette 1982: 7; trad. mía). Como relación hipertextual, la reescritura sería una relación que une un texto B (que Genette llama hipertexto) a un texto anterior A (denominado hipotexto) del que no sería un mero comentario o una copia sino más bien una apropiación o una desviación. Genette propone en Palimpsestes (1982) una tipología de las modalidades de esta relación. Distingue así entre la relación hipertextual de imitación —que abarca las prácticas del pastiche, de la charge y de la forgerie— y la relación hipertextual de transformación —que incluye la parodie, el travestissement y la transposition—. Ahora bien, el fenómeno de desviación literaria de una ficción por otra —o sea el fenómeno de la reescritura tal y como lo entendemos— no corresponde únicamente a estas prácticas hipertextuales. Una de las técnicas de transformación utilizada con cierta frecuencia entre las obras inspiradas en La Celestina consiste así en transferir un personaje celestinesco a otro
nubes”, reescritura celestinesca propuesta por Azorín: “Calixto y Melibea se casaron —como sabrá el lector si ha leído La Celestina— a pocos días de ser descubiertas las rebozadas entrevistas que tenían en el jardín” (Azorín 1912a: 94). El lector que precisamente ha leído La Celestina sabe muy bien, como el propio Azorín, que, en la obra original, Calisto y Melibea nunca se han casado y ni siquiera se han planteado esta posibilidad. Al llamar explícitamente la atención de este lector conocedor y al presentarle un dato contrario a lo que aparece en la obra de Rojas, Azorín resalta la dinámica desviadora de su texto e invita a este lector al juego de las siete diferencias. Asimismo, la voluntad de transformar la obra original es a menudo explicitada en el peritexto que enmarca las reescrituras celestinescas: tanto los (sub)títulos como los epígrafes o los prefacios subrayan a la vez la relación de estos textos con la (Tragi)comedia (mediante la mención del nombre de un personaje celestinesco, la alusión al género tragicómico o alguna cita del texto rojano) y el tipo de modificación que le aplican (transposición espaciotemporal, como en Alda, Melibea en tierras cálidas de Agustín Yáñez; el desplazamiento genérico, como en Tragedia fantástica de la gitana Celestina de Alfonso Sastre; o la transfocalización que, como veremos, Milagros Pierna aplica a su Una blanda muerte o Melibea). Al contrario de la adaptación, la reescritura no pretende transmitir su modelo sino apropiarse de este para releerlo, es decir, no leerlo otra vez, sino de otra forma.
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esquema actancial, sustancialmente distinto al de la ficción rojana (Celestina se transforma, por ejemplo, en una joven enamorada en lucha contra el poder real), o incluso a otro universo ficticio (las actividades sensuales de Areúsa se desarrollan en el México del siglo xxi). Aquí entra en juego el concepto de transficcionalidad definido por Richard Saint-Gelais (2001, 2007 y 2011) para referirse al fenómeno por el cual al menos dos textos colaboran en la creación de una misma ficción, ya sea gracias a la reutilización de personajes, mediante la prolongación de una trama previa, o porque comparten un mismo universo ficcional (2011: 7). Pero tampoco podemos quedarnos únicamente con el concepto de transficcionalidad, ya que este no abarca fenómenos típicamente hipertextuales, como la transposición espaciotemporal o la parodia, formas de desviación paradigmáticas utilizadas en el caso de La Celestina en segundo grado de la época contemporánea. En efecto, aunque puedan parecer muy similares, la hipertextualidad y la transficcionalidad se centran en propiedades, fenómenos y problemas distintos. La hipertextualidad es una relación de imitación y de transformación entre textos, mientras que la transficcionalidad constituye una relación de migración —con las modificaciones que casi siempre resultan de este proceso— de datos diegéticos. La hipertextualidad, como la intertextualidad, es una relación de texto a texto; por el contrario, la transficcionalidad supone la puesta en relación de dos o varios textos en la base de una comunidad ficcional: por ejemplo, los textos en los que Holmes figura y actúa como personaje constituyen un conjunto transficcional (Saint-Gelais 2001: 2). Por tanto, a pesar de que transficcionalidad e hipertextualidad se acercan muchas veces a los mismos objetos —como las precuelas (preámbulos) o las secuelas (continuaciones) que estudian tanto Genette como Saint-Gelais—, sus ámbitos de investigación no son exactamente los mismos. Existen hipertextos no transficcionales, como la parodia, que “al jugar con la similitud y de la deformación, siempre mantiene cierta distancia entre los objetos ficticios considerados” (Saint-Gelais 2001: 13; trad. mía), cuando la transficcionalidad, por su parte, “se basa en un principio de identidad entre las instancias ficticias a través de las obras autónomas —lo cual no le impide [...] problematizar a veces esta misma identidad”. También existen transficciones no hipertextuales:
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No tendría sentido considerar Le Père Goriot como algún hipertexto de Gobseck por la presencia del coronel Franchessini en cada uno de estos relatos de Balzac. La aparición, entre muchos otros personajes históricos o imaginarios, de don Quijote en Terra Nostra no convierte esta novela de Fuentes en una imitación o una transformación de la de Cervantes. Una serie es claramente transficcional sin que se pueda decir del primer episodio que es el hipotexto del cual se derivarían los demás [...]. Se puede decir lo mismo de los “universos compartidos”, esas ficciones desarrolladas conjuntamente por varios escritores que sitúan en un mismo marco (a menudo futurista) relatos solo vinculados a nivel enciclopédico,16 a veces sin que sus tramas coincidan o algunos personajes reaparezcan de una a otra. (Saint-Gelais 2011: 10; trad. mía)
Con el concepto de reescritura propongo, por tanto, agrupar los hipertextos y las transficciones bajo una misma etiqueta, capaz de abarcar las diferentes formas posibles de transformación de una ficción por otra. En efecto, el examen de las distintas teorías que enfocan las relaciones entre ficciones lleva a la conclusión de que solo una combinación de la hipertextualidad genettiana y de la transficcionnalidad podría proporcionar el panorama más detallado del fenómeno de desviación entre ficciones. En su libro Fictions transfuges. La transfictionnalité et ses enjeux (2011), Saint-Gelais propone, como hacía Genette respecto a la hipertextualidad, una tipología de las prácticas transficcionales. Distingue así cuatro procedimientos generales que luego subdivide en distintas modalidades. El primer procedimiento transficcional que estudia es la expansión. Se trata de la relación transficcional más sencilla, y también más frecuente, que “consiste en proponer una expansión de una ficción previa a través de una transficción que la prolonga en el plano temporal o diegético” (71; trad. mía). La expansión abarca así, entre otras, las modalidades de la secuela (llamada por Genette continuación proléptica, que consiste en continuar una ficción), de la precuela (continuación analéptica, según el léxico genettiano, que consiste en contar episodios anteriores a la ficción conocida), de la interpolación (que intercala nuevos episodios en la ficción conocida, llenando así sus silencios o huecos) o de la serie. 16
En Lector in Fabula (1979: 95), Umberto Eco define la enciclopedia como la red general de conocimientos respecto a un mundo real o imaginario.
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La versión es otro procedimiento transficcional que se produce cuando un texto reescribe una historia desde otro ángulo, adoptando, por ejemplo, la perspectiva de otro personaje u ofreciendo otro desenlace para proponer una interpretación divergente de la que se desprendía de la historia original (140). El cruce (“croisement”) constituye el tercer procedimiento transficcional examinado por Saint-Gelais. Consiste en fusionar dos o más universos ficticios. Como ejemplo sacado de la literatura española, podemos mencionar LaZarillo. Matar zombis nunca fue pan comido (2010), que su autor publicó de forma jocosa bajo el nombre de Lázaro Pérez González de Tormes. Como se habrá entendido, esta novela se presenta como la reescritura, por parte del mismo Lazarillo de Tormes, de su vida y de su “caso” en el contexto de una invasión zombi. Se trata aquí de un caso ejemplar del fenómeno de crossover en el que una serie de autores contemporáneos recrean los clásicos literarios, cruzándolos con otros universos ficticios. La última forma de transficcionalidad que se expone en Fictions transfuges es llamada captura. En este caso, la reescritura juega con la ficcionalidad de la ficción que recrea. Puede, por ejemplo, integrar al autor de esta ficción como un personaje más que se codea con sus criaturas. Como veremos, será el caso de algunas de las novelas de Luis García Jambrina, en las que Rojas conversa con Celestina. Este procedimiento también abarca las reescrituras en las que los personajes reutilizados leen ficciones en las que aparecen, en un proceso similar al de la segunda parte del Quijote. Este tipo de transficcionalidad implica, por tanto, una reflexión metaficticia importante. Desde luego, las categorías transficcionales establecidas por Saint-Gelais son categorías ideales que bien pueden coincidir en una misma obra.17 Lo interesante de la noción de transficcionalidad es que se aplica a objetos culturales, muchas veces personajes, pero también secuencias narrativas o universos (como el de Star Wars o el de El señor de los anillos) que se originaron en obras concretas antes de integrar el imaginario colectivo. En este sentido, la transficcionalidad se acerca al funcionamiento del mito literario tal y como lo hemos definido. El mismo Saint-Gelais señala:
17
Las novelas de Andrés Trapiello Al morir don Quijote (2004) y El final de Sancho Panza y otras suertes (2014), por ejemplo, son a la vez expansiones, versiones y capturas del Quijote cervantino.
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[...] el mundo del mito quizá no está tan alejado de la situación que la cultura mediática está recreando alrededor de nosotros: atenuación, cuando no supresión, de la figura del autor, proliferación indefinida de las variantes, hipóstasis de algunas grandes figuras que se considerarán, precisamente, como míticas, de Ulises a Sherlock Holmes, de Electra a Cat Woman, pasando por don Juan y Carmen. (Saint-Gelais 2007: 21; trad. mía)18
La elección de este corpus literario exclusivamente constituido por las reescrituras celestinescas, sean transficciones o hipertextos de La Celestina, tiene varias justificaciones. Primero, como hemos visto, este corpus no ha provocado hasta la fecha mucha curiosidad por parte de los investigadores, al contrario de las adaptaciones y de los ecos.19 Los únicos estudios que se acercan a la recepción de la (Tragi)comedia a través de sus desviaciones por la ficción literaria se centran en obras de los siglos xvi y xvii. Ahora bien, las prácticas de reescritura y el tipo de interpretación aplicados a La Celestina cambian radicalmente en la época contemporánea. Tan solo algunos estudiosos, como Snow (1988 y 1997b) o Mario Santana (1988), han subrayado el interés de este tipo de textos celestinescos, pero nadie les ha dedicado un estudio de conjunto. Asimismo, si hacen caso a las reescrituras, los trabajos de los críticos y académicos 1) nunca identifican este corpus como tal, es decir, que se acercan a algunos de estos textos de forma puntual e individualizada, sin ver en ellos un conjunto peculiar dentro de la celestinesca actual, y 2) siempre abordan este corpus a través de los mismos textos que, en sustancia, se reducen a las reescrituras dramáticas de Alfonso Sastre y José Martín Recuerda. El interés epistemológico de este corpus, que no se ha examinado a fondo y que ni siquiera se ha delineado, es, por consiguiente, bastante claro. Otro interés del corpus de reescrituras de La Celestina tiene que ver con el marco teórico de nuestro estudio. Las diferentes teorías del mito concuerdan en definir este como un sistema de reelaboración permanente del mismo relato (Bruera 2015b: 42). Si este relato mítico no evoluciona, pierde su plasticidad: no es capaz de acoger nuevos sentidos, se fosiliza y, en fin, ya no es mito. Pero, al contrario, si el mito evoluciona demasiado, ya no es 18
Audet también considera que la relación entre transficcionalidad y mito es una cuestión fundamental, que merecería estudiarse más (2007: 341). 19 Véase, al respecto, el capítulo II.
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reconocible y se transforma en otro relato; tampoco conserva su dimensión mítica. Cada mito, ya sea del origen, artístico o histórico —entre las variedades de mito que examinamos—, representa una combinación sutil de permanencia y variación. Según la fórmula tradicional de Lévi-Strauss, el mito es constituido por la suma de sus versiones, y entre cada una de estas versiones se modifica, se hace “mytho-phorique” (Wunenburger 1994).20 Como vimos, varios mitocríticos se han basado en este principio para relacionar el proceso mítico con el proceso de reescritura. Ute Heidmann (2015), por su parte, considera que cada reescritura de un mito es una verdadera reenunciación capaz de desvelar el potencial semántico de dicho mito. La teórica aboga así por una legitimación de las reescrituras míticas como objeto de estudio. En efecto, estas son a menudo desdeñadas por cierta franja de los mitocríticos, que las abordan desde una perspectiva jerarquizante según la cual las reescrituras entran en una comparación estética con la obra primigenia —en el caso del mito literario— de la que salen penalizadas: las versiones posteriores no serían más que avatares mediocres y valdrían ante todo como prueba de la grandeza de la obra primera. Sin embargo, la reescritura es la condición sine qua non de la mitificación de una obra literaria. El mito literario nace, en efecto, del proceso de reescritura que asegura a la vez la transmisión y la apertura de su relato. Este consiste en una combinación de mitemas constantemente resemantizados por las reescrituras. Al exponer su modelo a la vez que modifica algunos de sus componentes clave, la reescritura representa sin duda un instrumento privilegiado de la poética del mito, cuya permanencia y reelaboración permite evidenciar al mismo tiempo. Además, en vista de que modifica de forma explícita y voluntaria su fuente celestinesca, la reescritura se presenta como una relectura asumida de su modelo. Por consiguiente, amén de proporcionar informaciones sobre los elementos constitutivos del mito, el texto desviador es también susceptible de revelarnos las razones o modalidades de la resurgencia y de las nuevas interpretaciones de este mismo mito.
20
Según Wunenburger, el mito representa una palabra abierta —en el modelo de la obra abierta de Umberto Eco— destinada al desplazamiento.
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II. Presentación del corpus estudiado A partir de los criterios de selección considerados, se puede identificar un corpus de treinta reescrituras hispánicas contemporáneas de La Celestina. Este conjunto de textos abarca, al lado de obras bien conocidas y estudiadas por la crítica —como Tragedia fantástica de la gitana Celestina de Alfonso Sastre o Las conversiones de José Martín Recuerda—, algunas minificciones celestinescas inesperadas —Maeztu y Azorín proponen cada uno una breve continuación del texto rojano en medio de sus ensayos—, así como algunas obras inéditas, como Una noche en la picota, obra teatral todavía sin publicar o el interesantísimo Ojos de agua, obra dramática puesta en escena pero también sin edición en el día de hoy.21 Por integrar diferentes tipos de transformaciones de La Celestina, el corpus de reescrituras que ha brotado de este largo proceso de selección se caracteriza por cierta hibridez. Abarca, por una parte, textos enteramente basados en una relación hipertextual o transficcional con su modelo —es el caso de las continuaciones, parodias o transposiciones espaciotemporales que implican un diálogo continuo con el texto de Rojas, su trama y sus personajes— y, por otra parte, textos en los cuales la intervención de la fuente rojana es más puntual. Representan tales casos los textos con una trama totalmente ajena a la (Tragi)comedia, pero en los cuales se recrea alguna escena famosa, como el encuentro de los amantes en el huerto del primer acto o el banquete del acto IX, o en los cuales interviene un personaje llamado Celestina (o Melibea, Calisto, Areúsa...) cuyas señas de identidad y papel actancial coinciden totalmente o en parte con la caracterización propuesta por Rojas. Ambos fenómenos resultan interesantes por dar pruebas de la vigencia y de la pluralidad del mito celestinesco. El segundo grupo permitirá, además, examinar en qué medida el mito celestinesco irradia (Brunel 1993: 84) en el texto que lo acoge y transforma: ¿se perciben mitemas en estas recreaciones puntuales? Si es así, ¿el desarrollo de estos mitemas se limita a los ingredientes celestinescos de la reescritura o se proyecta también en sus componentes no celestinescos? Esas son algunas de las cuestiones que se abordarán a partir del capítulo siguiente. 21
Agradezco a sus respectivos autores, Luis García Jambrina y Álvaro Tato, el haberme proporcionado muy amablemente el texto de estas obras.
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SIGLO XXI
Si repartimos este conjunto de reescrituras celestinescas según sus primeras fechas de publicación, se establece la cronología representada en la figura IV.1.
2014: Ojos de agua 2012: Una noche en la picota 2008: El manuscrito de piedra 2006: La judía más hermosa 2002: Areúsa en los conciertos (México) 2000: Escuchando a Filomena
SIGLO XX
1999: Calisto, historia de un personaje 1998: Una blanda muerte o Melibea 1995: Manifiesto de Celestina (Argentina) 1991: Melibea no quiere ser mujer 1983: Antinomia 1981: Las conversiones 1978: Tragedia fantástica de la gitana Celestina 1975: Terra Nostra (México) – Ya quiere amanecer 1973: “El refajo de Celestina” – Razón y pasión de enamorados (Chile) 1970: Reivindicación del conde don Julián 1951: Huerto de Melibea 1946: Melibea o la revelación (México) 1943: Capricho 1926: “Celestina o el saber”
SIGLO XIX
1913: “Dejemos al diablo” 1912: “Las nubes” – “Una ciudad y un balcón” – Episodios nacionales. Quinta serie 1880: María Magdalena. Estudio social 1879: La bruja Celestina o el Turris Burris 1862: Los polvos de la madre Celestina, Rafael del Castillo 1844: “La Celestina” 1840: Los polvos de la madre Celestina, Juan Eugenio Hartzenbusch
Figura IV.1. Cronología de las reescrituras celestinescas
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Como se ve, las reescrituras presentan una cronología peculiar, con hiatus y momentos de gran vigencia. Los silencios y éxitos de esta familia celestinesca no carecen de significado, sino que reflejan tanto las evoluciones de los estudios sobre La Celestina como los sobresaltos de la historia sociocultural española.22 En el siglo xix, las reescrituras celestinescas aparecen de forma regular, casi siempre cada veinte años. La celestinesca se extiende así a lo largo del siglo y es representada por los géneros literarios más exitosos de la época: desde la comedia de magia (Hartzenbusch 1840) a la novela naturalista (Luna 1880), pasando por la novela histórica (Rafael del Castillo 1862) y el cuadro de costumbres (Estébanez Calderón 1844). A principios del siglo xx, se multiplican las reescrituras celestinescas. Solo en el año 1912 se publican tres. Podríamos interpretar este auge repentino a la luz de las conclusiones que Ben Ezzedine Zitouna (2011) extrajo de su estudio de La Celestina en la ensayística de la generación del 98. Según este investigador, tanto Ramiro de Maeztu como Miguel de Unamuno o Azorín consideran como clave la reinterpretación de las tres figuras literarias míticas de España, Celestina, don Quijote y don Juan, para problematizar la identidad nacional en crisis, tras la derrota de 1898, y permitir un regeneracionismo cultural: Los autores de la Generación del 98 se sirven [...] de la plasticidad de estas figuras simbólicas para esclarecer la existencia humana y tratar de resolver numerosos problemas. Además, don Quijote, don Juan y la Celestina pueden considerarse como “mitos fundadores” que, curiosamente cuentan un fracaso [...]. En el caso de don Quijote, su locura genera las aventuras más descabelladas, las cuales desembocan en muchas derrotas y, finalmente, en la muerte del héroe; respecto a la Celestina, se puede recordar el amor imposible entre Calisto y Melibea, así como el final trágico de los protagonistas; es lo mismo para don Juan. Estos fracasos son los puntos de partida que utilizan Azorín, Unamuno y Maeztu con el fin de entender mejor las dificultades a las que se enfrentan y, sobre todo, con el fin de despertar las conciencias de una manera implícita o explícita. (Ben Ezzedine Zitouna 2011: 65-66; trad. mía)
22
Se detallará esta correspondencia entre textos y contextos a medida que avancemos en el análisis de las reescrituras a lo largo de los próximos capítulos.
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Más adelante, el investigador explica en qué medida este fracaso de los héroes literarios es utilizado por los ensayistas para desarrollar una reflexión sobre el fracaso nacional de 1898: Estos ensayistas llevan a cabo verdaderos análisis sociopolíticos. Denuncian la actuación de los héroes de la literatura española y la vinculan con los acontecimientos de su época, con el carácter español. En efecto, Maeztu, por ejemplo, trata de explicar que una de las principales causas de la pérdida de las colonias de ultramar es que los españoles no habían sabido comunicar los sentimientos de amor y de admiración por su Patria a los habitantes de las colonias. (75; trad. mía)
Tanto Azorín como Maeztu han propuesto reescrituras celestinescas. Además, los autores de la generación del 98 han dedicado una importante reflexión ensayística a la obra de Rojas. Discursos sobre La Celestina circulaban, por consiguiente, a principios del siglo xx y contribuyeron sin duda a revivificar el gusto por esta obra. Durante el franquismo, a pesar de que, como hemos visto, La Celestina sigue siendo un objeto de estudio para los académicos, sus reescrituras escasean: no se publica ninguna ni en la década de los treinta y ni en los sesenta. Apenas aparecen dos en los cuarenta: una en España, a través de Capricho, texto azoriniano —como se verá, sumamente metaliterario—, y otra en México, en la que Agustín Yáñez propone una visión idealizada de los amantes rojanos. En la década siguiente, tan solo encontramos alguna reescritura de Jorge Guillén que, a principios de los años cincuenta, idealiza la pasión de Calisto y Melibea a través de un poemario de tema exclusivamente amatorio que desdeña el mundo bajo de La Celestina. Es evidente que este fenómeno se explica en buena parte por el peso de la censura franquista sobre la obra rojana: todavía en los sesenta circulaban en España Celestinas expurgadas. Como explica López-Ríos, la obra resultaba problemática en el contexto del nacionalcatolicismo por “el abierto tratamiento del sexo, la prostitución, el proxenetismo, por la despiadada sátira del clero corrupto, por las bromas soeces y la complacencia en el lenguaje obsceno” (2014: 142). Durante el franquismo, se observa, sin embargo, una actitud ambigua con respecto a La Celestina, una disyuntiva “entre la inmoralidad de la obra de Rojas y su
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reconocimiento como clásico” (Bastianes 2015: 127). Tal tensión suscitará frecuentes polémicas en cuanto a la puesta en escena (Bastianes 2015) y a la adaptación televisual o cinematográfica (López-Ríos 2014) de la obra. El régimen franquista admitió así, de vez en cuando, la presencia de La Celestina en las tablas españolas: de hecho, es con una adaptación de la obra de Rojas elaborada por Felipe Lluch como se inaugura, en 1940, la primera temporada del Teatro Español en manos del Sindicato. Conviene señalar, sin embargo, que esta adaptación de Lluch borraba los pasajes más escabrosos y buscaba ante todo enfatizar la lectura moral de la obra (Bastianes 2015: 170 y sgs.). La misma tendencia se refleja en las reescrituras de la época franquista, en las cuales tanto Guillén como Yáñez o Azorín se centran en el desgraciado fin de los amantes y se alejan del lado procaz de su modelo, blanco de la censura. Hay que esperar el final del franquismo y, sobre todo, a la Transición política (1975-1982) para asistir a un verdadero boom de reescrituras celestinescas que admiten de nuevo, y hasta hipertrofian, el componente sexual y escabroso de su modelo. Bastianes explica que las puestas en escena del texto rojano ya se habían multiplicado y diversificado a finales del franquismo y que “especialmente con el fin de la censura y durante los años del ‘destape’ La Celestina interesa[ba] por lo que antes había escandalizado” (2015: 368).23 Desde principios de los setenta y hasta el día de hoy, se han publicado reescrituras celestinescas de forma constante, tanto en el teatro como en la narrativa o en la poesía. Al hilo de esta cronología un tanto agitada, la reescritura celestinesca ha conocido, desde luego, distintas formas y tendencias. Su modo de releer La Celestina se ha adaptado a los contextos sociopolíticos, pero también a las evoluciones estéticas de los géneros literarios en los que se inscribía. A lo largo de sus dos siglos de existencia, la celestinesca contemporánea ha desarrollado distintas técnicas para reescribir el original rojano. Para identificar el (o los) tipo(s) de desviación celestinesca que caracteriza(n) cada reescritura, se pueden comparar las tramas, estructuras, marcos espaciotemporales, caracterizaciones y repartos actanciales de los personajes en La Celestina primigenia y en cada una de sus reescrituras. Este examen permite
23
Veremos al hilo de los próximos capítulos que este nuevo auge celestinesco no es ajeno al desarrollo de las críticas hacia el régimen franquista y a la búsqueda, por parte de los dramaturgos, de un nuevo tipo de teatro.
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clasificar el corpus primario en función del tipo de desviación privilegiado y así evidenciar la variedad de transformaciones que las reescrituras aplican al texto rojano. En esta clasificación, el tipo de desviación en el que se basa cada reescritura corresponde a veces a una categoría transficcional (Saint-Gelais 2011), otras a una hipertextual (Genette 1982), cuando no coincide con ambos fenómenos. En la tabla IV.1 se separan, además, las reescrituras españolas de las hispanoamericanas y, dentro de cada categoría, se ordenan los textos cronológicamente. Origen geográfico España Tipo de desviación 1. Continuación • Juan Eugenio Hartzenbusch, Los (Genette / Saint-Gelais) polvos de la madre Celestina (1840) • Serafín Estébanez Calderón, “La Celestina” (1844) • Azorín, “Las Nubes” (1912) • Azorín, “Dejemos al diablo...” (1913) • Ramiro de Maeztu, “Celestina o el saber” (1926) • Jorge Guillén, Huerto de Melibea (1951) • Manuel Mantero, Ya quiere amanecer (1975) • José Martín Recuerda, Las conversiones (1981) • Julio Salvatierra, Calisto. Historia de un personaje (1999) • Luis García Jambrina, Una noche en la picota (2012) • Álvaro Tato, Ojos de agua (2014) 2. Parodia • Eduardo Blanco-Amor, “El refajo (Genette) de Celestina” (1973) • Alfonso Sastre, Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978)
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3. Transposición (Genette)
4. Captura (Saint-Gelais)
5. Personaje transficcional
• Joaquín Benito de Lucas, Antinomia (1983) • Milagros Pierna, Melibea o una blanda muerte (1998)
143 • Agustín Yáñez, “Melibea o la revelación” (1946) (México) • Fernando de Toro-Garland, Razón y pasión de enamorados (1973) (Chile)
• Juan Carlos Arce, Melibea no quiere ser mujer (1991) • Moisés de las Heras, Escuchando a • Marta Mosquera Eastman, Manifiesto de Celestina (1995) Filomena (2000) (Autora argentina; texto publicado • Fernando García Calderón, La en Venezuela) judía más hermosa (2006) • Luis García Jambrina, El manuscrito de piedra (2008) • Rafael del Castillo, Los polvos de la madre Celestina (1862) • Carlos Calvacho, La bruja Celestina o el Turris Burris (1879) • Carlos Fuentes, Terra Nostra • Matilde Cherner (alias Rafael (1975) (México) Luna), María Magdalena. Estudio • Angelina Muñiz-Huberman, social (1880) Areúsa en los conciertos (2002) • Benito Pérez Galdós, Episodios (México) nacionales. Quinta serie (19081912) • Azorín, Capricho (1943) • Juan Goytisolo, Reivindicación del conde don Julián (1970)
Tabla IV.1 Clasificación de las reescrituras de La Celestina
Cada categoría agrupa fenómenos diegéticos distintos. En el primer tipo de transformación evidenciado, la continuación, los autores prolongan la diégesis rojana de varias maneras. Las obras teatrales de Hartzenbusch, de García Jambrina, de Salvatierra y de Álvaro Tato, “Las nubes” de Azorín, así como la pequeña reescritura celestinesca introducida por Maeztu en el capítulo “Celestina o el saber” de su Don Quijote, Don Juan y Celestina. Ensayos en simpatía, continúan todas en el futuro la historia contada en La Celestina, añadiéndole acontecimientos posteriores. Estos textos constituyen, por tanto, lo que Genette llama continuaciones prolépticas24 y Saint-Gelais, unas
24
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“continuation[s] par l’avant” (1982: 242).
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secuelas (2011: 78). Es interesante constatar que, para contar lo que pasa después del final del texto rojano, modifican un elemento sustancial del final: Azorín y Maeztu imaginan que Calisto y Melibea no han muerto, sino que se han casado, mientras que en los textos de Hartzenbusch, García Jambrina y Tato, Celestina ha sobrevivido a su agresión por los criados. En el caso de Salvatierra, solo es Calisto el que no ha muerto. Esta modalidad de la reescritura es teorizada por Saint-Gelais bajo la etiqueta de versión correctora (“version correctrice”): una transficción corrige la ficción en la que se basa cuando refuta uno de sus datos (Saint-Gelais 2011: 172). Al lado de estas secuelas, existen también continuaciones analépticas (Genette 1982: 242) o precuelas (Saint-Gelais 2011: 78) que prolongan la historia de su texto modelo en el pasado. Solo la reescritura de José Martín Recuerda, titulada Las conversiones, corresponde a esta subcategoría de continuación, ya que imagina la juventud de Celestina. El último tipo de continuación practicado por las reescrituras celestinescas es la interpolación (Saint-Gelais 2011: 84) o continuación elíptica, “encargada de subsanar una laguna o una elipsis en el medio de la historia” (Genette 1982: 242; trad. mía). En sus poemarios, Guillén y Mantero imaginan así nuevas réplicas amorosas de Calisto y Melibea que intercalan, respectivamente, durante el mes de relaciones que se menciona sin detallar en La Celestina, y durante la espera de Calisto frente al muro del huerto, antes de uno de sus encuentros con su amada. Por su parte, Estébanez Calderón parece imaginar el trabajo cotidiano de Celestina cuando no se ocupa de Calisto y Melibea. También constituye una interesante interpolación “Dejemos al diablo...”, donde Azorín (1913) propone una nueva escena, que se puede situar entre finales del acto III y principios del acto IV de la Tragicomedia, en la que, tras pronunciar su conjuro, Celestina recibe la visita de Satanás. El segundo tipo de reescritura, mucho menos representado, es una transformación hipertextual —y no un fenómeno transficcional— que corresponde a lo que Genette define como parodia. Estas reescrituras conservan la acción de su modelo, pero modifican de modo lúdico otros componentes suyos, como la caracterización de sus personajes o el estilo de los parlamentos, cuyo contenido puede expresarse de una manera noble si era grosero en el original y viceversa. Tanto en el texto de Sastre como en el de Blanco-Amor, se mantiene, por ejemplo, buena parte de la acción de la (Tragi)
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comedia —Celestina es una alcahueta que concierta la relación amorosa de Calisto y Melibea, pero que busca ante todo su beneficio propio—, aunque las características de los personajes se invierten, como luego se verá. La siguiente categoría de reescritura es también teorizada por Genette y no por Saint-Gelais. Se trata de la transposición. Genette distingue la transposición diegética de la transposición pragmática. Los textos de Yáñez y de Toro-Garland son ejemplos de transposición diegética porque reescriben la historia de La Celestina en otro marco espaciotemporal, el México de la primera mitad del siglo xx en el caso de Yáñez, el Chile de los años setenta en Toro-Garland. Cuando se trata de una transposición pragmática, la reescritura modifica acontecimientos y conductas constitutivas de la acción del modelo (1982: 418).25 En Antinomia, el amor entre Calisto y Melibea se convierte en desamor. En el texto de Pierna, la transposición pragmática se hace por medio de una transmotivación. Con este término, Genette se refiere a una “substitution de motif” (1982: 457) mediante la cual la reescritura modifica la causa de una acción. En Una blanda muerte o Melibea, Celestina no organiza los amores de Calisto y Melibea porque quiera obtener beneficios materiales de sus clientes, sino porque desea vengarse de Pleberio, padre de Melibea. Es, por tanto, este deseo de venganza de la alcahueta, y no su codicia, lo que provoca la tragedia final de la muerte de los amantes. La cuarta categoría agrupa textos que corresponden al procedimiento transficcional de la captura. Se pueden diferenciar los textos que integran una captura desficcionalizante del texto de Rojas y aquellos que privilegian una captura ficcionnalizante del mismo. Todas estas reescrituras capturan el texto de Rojas, que aparece como un texto escrito leído por los demás personajes, y lo presentan como historia factual o como ficción. Saint-Gelais explica a este respecto que “la modalidad más sencilla de la captura consiste en presentar el relato inicial como un relato factual que atañe a personas, situaciones y sucesos reales” (2011: 253; trad. mía). Pertenecen a este grupo de capturas desficcionalizantes las novelas de García Jambrina, Arce, Moisés de las Heras y Fernando García Calderón, en las que Fernando de Rojas es transformado en héroe literario que se codea con personajes sacados de La 25
Esta modalidad de la reescritura es muy cercana, por tanto, a la corrección definida por Saint-Gelais.
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Celestina. Manifiesto de Celestina, por su parte, es un ejemplo de captura ficcionalizante, ya que cuenta cómo un personaje halla un manuscrito, escrito celestinesco, y se hunde en esta ficción. En estas cuatro primeras categorías, la reescritura sumerge a los héroes o episodios sacados de La Celestina en un contexto y una trama similares a los del texto modelo: se trata siempre del mundo de la alcahuetería o de la hechicería o de los amores pasionales entre Calisto y Melibea. Las modificaciones atañen sobre todo a la acción (su marco espaciotemporal, su causa, su desarrollo o desenlace), a los personajes (su caracterización física, psicológica o social) o al estatuto del mismo texto de Rojas (visto como ficción o como historia factual). La quinta categoría de reescrituras celestinescas plantea otro tipo de desviación que parece emparentarse con la transficcionalidad de Saint-Gelais, pero al que el teórico canadiense no ha aplicado ninguna etiqueta concreta. Se trata de la reubicación de un personaje sacado de La Celestina en un nuevo contexto. El personaje celestinesco se convierte aquí en un dato diegético que migra de forma aislada. Este fenómeno, al que podemos denominar el personaje transficcional, representa un modo de reescritura en gran parte inexplorado.26 El 6 de junio de 2015, los novelistas José María Guelbenzu y Cristina Morales discutían en el suplemento Babelia de El País sobre la legitimidad de la reutilización, por parte de autores contemporáneos, de personajes literarios creados por otros. Según José María Guelbenzu, son dos los posibles usos literarios de un personaje ajeno: por una parte, el que “persigue reeditar al personaje en su ambiente” y, por otra, el que consiste en sacar al personaje de su medio para someterlo “a toda clase de vejaciones [...] o manipulaciones” (Guelbenzu y Morales 2015: 5). Corresponden a la primera tendencia las clásicas prácticas hipertextuales de la continuación, precuela, ciclo, serie —en parte representadas en las primeras secciones de nuestra tipología—, mientras que el segundo uso supone la inmersión de un personaje creado por mano ajena en un esquema actancial distinto de aquel en el que vio la luz. Este segundo tipo de migración del personaje literario, considerado como el menos lícito por parte del autor madrileño, consiste, en otras palabras, en la 26
Para un primer acercamiento a esta cuestión en las letras hispánicas, véase Ceballos y François (2018).
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transferencia de un personaje de origen literario a una nueva ficción. En esta ficción, conserva rasgos que lo hacen identificable como personaje concreto —no reducido a tipo o a alegoría—, pero se inserta en un esquema actancial sustancialmente distinto al de la ficción primigenia. En las obras agrupadas en esta quinta categoría de reescrituras se recrea así, sobre todo, el personaje de Celestina, reubicada como alcahueta de un historiador en la España de la Primera República (en Pérez Galdós), como ayudante del ejército árabe de la conquista (en Goytisolo) o como hechicera de la que es víctima Carlos II (en Rafael del Castillo). Al lado de estas recreaciones de la alcahueta, solo se transficcionalizan una vez, de forma individual, el personaje de Melibea (en Capricho) y el de Areúsa (en el texto de Muñiz-Huberman). En los próximos capítulos, el examen de los mitemas celestinescos nos permitirá detallar y esclarecer estos procedimientos de la reescritura que de momento solo se esbozan. Sin embargo, la presente tipología no es ornamental, sino que la repartición del corpus de reescrituras entre estas etiquetas está motivada por la voluntad de trazar el paisaje de los modos de desviación aplicados a La Celestina por otras ficciones. Esta clasificación permite distinguir algunas tendencias: los autores españoles favorecen masivamente el personaje transficcional y la continuación, última práctica desdeñada por las obras hispanoamericanas consideradas. El proceso de clasificación también ha evidenciado el quinto tipo de desviación, el personaje transficcional, tan peculiar a nivel teórico como a nivel de su relectura de La Celestina. Como se verá en los capítulos siguientes, los textos que integran personajes celestinescos transficcionales hacen un uso totalmente inédito de su modelo rojano y de sus mitemas. Antes de entrar en el análisis propiamente dicho, no es inútil acabar esta presentación del corpus con un examen externo que permita determinar el perfil de los autores considerados. A este respecto, es posible subrayar dos aspectos comunes a la mayor parte de los autores de nuestro corpus primario. Por una parte, muchos combinan su actividad de escritor con un puesto académico o con la investigación literaria, a veces especializada en La Celestina. Son profesores universitarios de Literatura Española el chileno Fernando de Toro-Garland (docente en varias instituciones de Chile y Estados Unidos, que además publicó diferentes trabajos de investigación dedicados a La
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Celestina),27 Jorge Guillén (que amén de su actividad como poeta y traductor de Paul Valéry o Jules Supervielle, ocupó cátedras de Literatura Española en España y en Estados Unidos), José Martín Recuerda (que ejerció la docencia en España, Francia y Estados Unidos), Luis García Jambrina (profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad de Salamanca y también crítico literario del suplemento ABC Cultural), Joaquín Benito de Lucas (docente en Alemania y España y autor de estudios dedicados a la literatura española medieval, incluyendo trabajos sobre La Celestina)28 o Angelina Muñiz-Huberman (profesora e investigadora de Literatura Medieval y Comparada en la Universidad Nacional Autónoma de México). Entre los autores del siglo xix, el propio Juan Eugenio Hartzenbusch, además de filólogo, crítico y traductor de ficción francesa, destaca por su labor como director de la Biblioteca Nacional de España y su ingreso en la Real Academia Española en 1847 (Alonso 2010). Benito Pérez Galdós también fue académico de la Real Academia desde 1897. En las primeras décadas del siglo xx, Azorín y Ramiro de Maeztu, como buenos representantes de la generación del 98, dedican buena parte de su actividad ensayística a la crítica literaria. Juan Goytisolo, por su parte, enseñó literatura española en diversas universidades de Estados Unidos y publicó trabajos de crítica literaria dedicados a La Celestina (Goytisolo 1977) y a la literatura celestinesca, como demuestran, por ejemplo, sus prólogos a las traducciones francesas de La Celestina (Rojas 2006) y de La Lozana andaluza (Delicado 1993). Entre los dramaturgos de nuestro corpus, Alfonso Sastre combina su actividad de creador teatral con una reflexión teórica sobre la renovación del teatro de su tiempo (Sastre 1995). Otro rasgo común entre los escritores considerados es que se trata a menudo de autores aficionados a la literatura en segundo grado. Un sencillo cotejo de los títulos de otras obras de estos autores revela así una serie de textos fuertemente inspirados por ficciones clásicas, sobre todo españolas, pero
27
Entre otros, “La Celestina en las mil y una noches”, publicado en Revista de Literatura en 1966, o “La versión inglesa de La Celestina del capitán John Stevens”, publicado en Criado de Val (1977). 28 Véase, por ejemplo, Benito de Lucas (2000).
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también extranjeras. Es ciertamente el caso de los autores decimonónicos seleccionados: después de Los polvos de la madre Celestina, Rafael del Castillo sintetizará, a través de su zarzuela El convidado de piedra (1875), los donjuanes teatrales de Antonio de Zamora y de José Zorrilla (Mansour 1965). Hartzenbusch, por su parte, recrea el personaje del Cid en La jura de Santa Gadea (1845) y dedica varias de sus fábulas a la recreación de obras áureas (Alonso 2010). La intertextualidad de un Pérez Galdós también ha sido bien estudiada (Benítez 1992). Ya entrado el siglo xx, Azorín escribe asimismo un Don Juan (1915) en el que el burlador se ha vuelto maduro y mejor cristiano. De forma global, son sumamente intertextuales las obras de Juan Goytisolo o de Alfonso Sastre (Gracia y Ródenas 2010). Este último dramaturgo dedicó varios textos a la recreación del universo cervantino. Es el caso de sus Crónicas romanas (1968), inspiradas en Numancia, y de El viaje infinito de Sancho Panza (1984), que imagina el ingreso en un manicomio del acólito de don Quijote tras la muerte de su amo. Otro creador teatral del corpus considerado, José Martín Recuerda, propuso varias reescrituras de obras clásicas del panteón literario español, por ejemplo, en ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de Hita? (1965) o en su Amadís de Gaula (1986). Más recientemente, Luis García Jambrina ha reescrito el personaje de Lazarillo en la novela histórica El manuscrito de aire (2019), cuarta entrega de las pesquisas de su Fernando de Rojas ficcionalizado, y también dialoga con las obras maestras de Cervantes en La sombra de otro (2014), en donde recrea la vida del autor del Quijote. Por su parte, el dramaturgo Álvaro Tato ha propuesto hace poco una versión de El Alcade de Zalamea (2015) y participó en la dramaturgia de varias producciones de Ron Lalá y la Compañía Nacional de Teatro Clásico basadas en la obra de Cervantes, como En un lugar del Quijote (2013) o Cervantina (2015). Dirigió asimismo “J. (variaciones sobre Don Juan)” (2014), taller de la Academia del Verso de Alcalá de Henares. Este afán intertextual se encuentra también entre los autores hispanoamericanos seleccionados. En Dulcinea encantada (2000), Angelina Muñiz-Huberman recrea el personaje de la dama del Toboso a través de una niña exiliada en México como consecuencia de la Guerra Civil española, mientras que en su novela Morada interior (1972) reconstruye el diario de la figura mística de Santa Teresa y juega a la vez con el Quijote o el Guzmán
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de Alfarache. Como explica Payne, estos no son casos aislados en la narrativa de Muñiz-Huberman, ya que le gusta tomar historias clásicas y volverlas al revés (Payne 1997: 437). La crítica analiza esta intertextualidad como una técnica de camuflaje que Muñiz-Huberman comparte con otros autores de la “generación hispanomexicana” exiliados en México desde muy jóvenes a raíz de la Guerra Civil: “el escritor exiliado no siempre se siente en libertad de exponer su verdad íntima y recurre a alusiones, circunloquios o señas de reconocimiento para un posible lector, también exiliado” (434). Aquellos exiliados “aprendieron a amar a España, pero una España ‘mitificada’ y no real, la España ‘artificial’, la España de sus padres, la España de los libros, la cual se convirtió en uno de sus temas predilectos, al igual que la nostalgia y el desarraigo” (Pérez Aparicio 2013: 12; cursivas mías). En su recopilación de cuentos, Archipiélago de mujeres (1943), Agustín Yáñez también da muestra de un gusto intertexual importante. Junto a “Melibea o la revelación”, este libro abarca relatos breves centrados en la Isolda de Béroul, la doña Endrina de Juan Ruiz o la doña Inés de Zorrilla, entre otras grandes figuras literarias femeninas. El trasfondo intertextual también está presente en sus otras colecciones de cuentos, Flor de juegos antiguos, Los sentidos del aire o La ladera dorada, donde narra la boda de don Quijote (Young 2007). Por su parte, Carlos Fuentes es otro autor mexicano sumamente intertextual que reescribe tanto personajes históricos como literarios en sus cuentos y novelas.29 Entre muchos ejemplos, se pueden mencionar La campaña (1990), donde dialoga con El general y su laberinto (1989) de García Márquez, o Vlad, que propone una recreación del conde de Stoker en un marco mexicano. Como explica Menton (1993: 266), la intertextualidad, sobre todo en sus variantes paródicas, es muy practicada por los autores de la nueva novela histórica hispanoamericana. El propio Fuentes afirma el vínculo estrecho entre lectura y escritura, así como la dimensión autotélica que implica la práctica intertextual: [...] cada uno de nosotros, como Pierre Menard, es el autor de Don Quijote porque cada lector crea la novela, traduciendo el acto finito pero potencial de la escritura en el acto infinito, pero radicalmente actual, de la lectura. Más que
29
Véanse Bennani (1982) y García Núñez (1989).
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una respuesta, la novela es una pregunta crítica acerca del mundo, pero también acerca de ella misma. La novela es, a la vez, arte del cuestionamiento y cuestionamiento del arte. (Fuentes 1993: 39)
Estos puntos comunes entre los distintos escritores responsables del corpus seleccionado dibujan un perfil parecido: el de un autor especialista de la literatura en segundo grado, a través tanto de los estudios que dedica a obras patrimoniales de la literatura universal, y sobre todo española, como de sus reescrituras de dichas obras patrimoniales. También se trata de autores que reflexionan sobre la literatura, su teoría y su historia, y son conscientes de las tradiciones y desafíos nuevos de esta literatura. Como veremos en los siguientes capítulos, sus reescrituras celestinescas se inscriben en esta dinámica reflexiva. III. Los mitemas celestinescos A partir de este conjunto de treinta reescrituras hispánicas se examinará, en los capítulos siguientes, la construcción del mito celestinesco. Mediante un estudio interno y estructural de estos textos, que a menudo dialogará con un estudio de su dimensión contextual, analizaré estas obras contemporáneas en su calidad de huellas literarias de una recepción mitificadora de La Celestina. Lo que nos interesará en los próximos capítulos será, así, la relectura del texto rojano propuesta por las reescrituras en relación con ciertas concepciones de la literatura y cierto contexto sociocultural. No se abordará, por tanto, la recepción de las mismas reescrituras. El método adoptado para el análisis de este corpus se basa en una redefinición del mitema como haz de relaciones y en la combinación de diferentes teorías que se han interesado por el mito en literatura. Se trata de la mitocrítica, del mitoanálisis, de la mitopoética de Gély (2006) y del comparatismo diferencial de Heidmann (2003, 2015), cuyos contornos, conceptos y principios se han expuesto en el capítulo anterior. El resultado de esta combinación es una metodología sincrética adaptada al estudio de un objeto tan peculiar como es la constitución de un mito literario. Como vimos, este método consiste en aplicar al corpus de reescrituras un análisis en tres etapas: 1) la identificación de los mitemas; 2) la descripción de la composición de estos
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mitemas y de su funcionamiento dentro de las reescrituras, y 3), el análisis de los mismos en función del contexto (sociohistórico, cultural y estético) de producción de las reescrituras. III.1. Fase 1: identificación de los mitemas Para localizar los haces de relaciones que constituyen los mitemas, hace falta identificar los elementos redundantes del relato. En una fase de trabajo previa, la lectura y el cotejo del conjunto de las reescrituras celestinescas y de su modelo rojano han permitido evidenciar las relaciones recurrentes en las estructuras narrativas asociadas con la materia celestinesca. De forma concreta, la identificación de estos mitemas se ha llevado a cabo mediante una comparación de los tipos de relaciones entre personajes que se desarrollan en las reescrituras. Para cada una de las obras consideradas, se ha establecido una tabla que formaliza la índole (oposición, unión, mediación; jerárquica, igualadora) y los motivos (amorosos, amistosos, comerciales, económicos, sociales) de las relaciones entre los personajes que son significativas para el desarrollo de la trama.30 A partir de la comparación de estos datos, se han
30 No quisiera agobiar al lector con las treinta y una tablas que se han construido en este contexto. Como muestra de este trabajo, tan solo presentaré aquí la relativa a la Tragicomedia de Calisto y Melibea:
Acto I
II
Hitos de la trama
Tipo de relación entre los personajes
1) Encuentro amoroso que provoca el rechazo de Calisto. 2) El criado (Sempronio) da a su amo la solución a su problema (recurrir a Celestina) y espera beneficiarse del asunto. 3) Se contrata a Celestina. 4) Contrato entre Celestina y Sempronio.
Tensión amorosa-sexual.
1) Advertencia de Pármeno. 2) Contrato entre Celestina y Pármeno.
Tensión social (lealtad del criado vs. ceguera del amo). Alianza, solidaridad social.
Tensión social a la vez que intento de complicidad (interés económico). Mediación (social y sexual). Alianza, solidaridad social.
III
1) Conjuro diabólico y philocaptio.
Complicidad con las fuerzas sobrenaturales.
IV
1) Engaño de Melibea por Celestina mediante la venta del hilado y su retórica. 2) Advertencias de Lucrecia.
Relación comercial / Manipulación verbal y erótica.
Vy VI
Celestina da el cordón a Calisto / Calisto da un manto a Celestina.
Alianzas comerciales, motivos amorosos.
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Tensión social (lealtad del criado vs. ceguera del amo).
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podido determinar las familias de relación redundantes que vinculan a los personajes tanto en el texto de Rojas como en sus reescrituras. Se trataba, por tanto, de evidenciar los haces de relaciones a partir de una redundancia interna, en cada texto. Luego, la comparación entre las relaciones que estructuran La Celestina original y las que se organizan en sus reescrituras ha permitido identificar los grupos de relaciones que también se caracterizan por una redundancia externa, es decir, que se repiten de un texto a otro. De este cotejo se han desprendido los grupos redundantes de relaciones que constituyen los mitemas. La comparación de estas distintas tablas demuestra que, tanto en La Celestina original como en sus reescrituras, los personajes celestinescos se vinculan entre sí bien a través de relaciones de interés, sea este económico o amoroso, que tienden a hacerlos solidarios (aunque solo sea de forma momentánea), bien a través de relaciones conflictivas, basadas en tensiones económicas, amorosas o sociales. Además, en las ficciones consideradas los mismos personajes suelen asimismo relacionarse con entes fantásticos o potencias sobrenaturales (la muerte, el diablo, la magia...) con quienes mantienen también vínculos duales, ya que estas potencias pueden favorecer o estorbar los VII
Pármeno se acuesta con Areúsa y así confirma su pacto con Celestina.
Alianza comercial, motivos amorosos.
VIII y Banquete en casa de Celestina / Monólogo sobre la IX libertad de Areúsa.
Tensión social.
X
Con la ayuda de Celestina, Melibea se revela a sí misma su amor por Calisto.
Mediación amorosa.
XI
Calisto da a Celestina una cadena de oro.
Alianza comercial, motivos amorosos.
XII
1) 1.ª cita de Calisto con Melibea. 2) Celestina se niega a compartir con los criados, entonces la asesinan. 3) Los criados son degollados por la justicia.
Unión carnal. Desunión comercial y social. Tensión con el sistema normativo de la sociedad.
XIII y 1) Nuevos criados aliados (Sosia y Tristán). XIV 2) 2.ª cita con Melibea.
Relación jerárquica y económica criado/amo. Unión carnal.
XV
Pacto entre Elicia y Areúsa.
Alianza social.
XVI
Pleberio y Alisa piensan casar a su hija.
Jerarquía familiar, motivos sociales.
XVII
Engaño de Sosia por Areúsa y Elicia.
Manipulación erótica.
XVIII Empleo de Centurio, el cual emplea a Traso.
Mediaciones de la venganza.
XIX
1) Última cita de Calisto con Melibea. 2) Muerte de Calisto.
Unión carnal. Aniquilación de las relaciones carnales.
XX
Confesión y suicidio de Melibea.
Aniquilación de las relaciones familiares.
XXI
Soledad de Pleberio.
Fin de cualquier relación entre los personajes.
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objetivos de los héroes. Este trabajo comparativo permite detectar tres haces de relaciones invariantes, comunes al texto modelo y a sus reescrituras, y que se corresponden con los tres tipos de mediación orquestada por la Celestina de Rojas: 1) la mediación mágica (o diabólica) entre mundo humano y mundo sobrenatural; 2) la mediación amorosa entre hombres y mujeres, y 3) la mediación social (entre superiores y subalternos). Efectivamente, los personajes de La Celestina y de sus reescrituras se relacionan entre sí mediante: 1) las fuerzas sobrenaturales que los manipulan como si fueran títeres y que suelen exacerbar sus conflictos o afinidades; 2) su deseo amoroso, ante todo carnal, que los atrae y los reúne, y 3) sus vínculos sociales y, más concretamente, una relación a la vez económica y jerárquica que implica derechos y deberes y suele generar insolidaridad y tensiones. Estas tres dimensiones —sobrenatural, pasional y social— constituyen tres ingredientes que intervienen en el trabajo de mediación de Celestina. La alcahueta rojana aparece de este modo como la jefa de orquesta de las relaciones humanas que estructuran su constelación mítica. Con respecto a este papel central de Celestina, es significativo que los tres haces de relaciones identificados corresponden, precisamente, a tres características de la alcahueta. Desde el primer acto, Celestina es, en efecto, a la vez una hechicera (como demuestra su presentación por Pármeno), una maestra en el arte del carpe diem que incita a la lujuria (lo cual se desprende desde el primer parlamento que dirige a Pármeno) y una denunciadora de las injusticias sociales que, con sus discursos, puede generar tanto solidaridad (entre Sempronio y Pármeno, por ejemplo) como insolidaridad social (entre Calisto y Pármeno, a quien precave, en este mismo diálogo, contra “la diferencia de los estados y condiciones” (Rojas 2011: I, 74)). Los actos siguientes de la Tragicomedia no harán otra cosa sino desarrollar esta triple caracterización. Al tejer vínculos entre los demás personajes, Celestina proyecta su propia caracterización en el entramado de los textos que visita.31 Por tanto, al igual que lo que Rousset 31
Con la metáfora del tejer, recupero aquí la imagen de la araña que la crítica suele asociar al personaje de Celestina. En realidad, la única mención de la araña en la Tragicomedia no se refiere a Celestina, sino que esta la dirige a Melibea (Rojas 2011: IV, 130), pero, como anotan Blay y Severin, “this would seem to be displacement by Celestina, a better candidate for this image” (1999: 16); véase también Weinberg (1971: 151-153). Hay otras referencias a la “red”, pero se relacionan más directamente con la caza y la pesca (Deyermond 1977: 6).
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(1981) hace con don Juan, no consideraré a Celestina como un individuo literario representante de un tipo humano, sino como un nudo de relaciones o —añadido mío con respecto a Rousset— un catalizador de las acciones en una estructura narrativa dada. Es de notar que, además de relacionarse con características de la alcahueta, los tres haces de relaciones identificados también intervienen en núcleos de la acción de La Celestina. La mediación sobrenatural se presenta explícitamente como una causa posible de la rendición sexual de Melibea,32 la mediación carnal es el motivo esencial de los encuentros entre Calisto y Melibea —ella incluso justifica su suicidio por la pérdida de sus placeres eróticos—, y la problemática mediación social se presenta a través de la tensión entre mundo bajo y mundo noble que se afianza en cada acto de la obra. Cada uno de estos tres mitemas se presentará de forma detallada en el capítulo que le corresponde. Nos ocuparemos primero del mitema de las relaciones que, para más comodidad, agruparemos bajo la etiqueta de mediación mágica, antes de pasar al examen de la mediación carnal —que, como se verá, constituye el núcleo de las relaciones amorosas que se desarrollan en las reescrituras—, para finalmente estudiar el mitema de la tensión social. Esta organización de los análisis no es anodina, sino que corresponde a la lógica propia de los mitemas celestinescos. Aunque los tres mitemas están presentes en todas las reescrituras analizadas, su grado de recreación no es igual en cada obra sino que sigue cierta cronología: las reescrituras celestinescas más antiguas, las del siglo xix, otorgan mayor protagonismo al mitema mágico, mientras que el carnal cobra más peso a lo largo del siglo xx. El mitema social, por su parte, pasa de ser anecdótico, en las obras anteriores al último tercio del siglo xx, a central, a partir del final del franquismo. La estructura de la parte siguiente de este trabajo busca, por tanto, reflejar la evolución de los mitemas.
Nótese además que la vieja alcahueta entra en casa de Melibea bajo el pretexto de vender hilado. 32 Ahora bien, muchos celestinistas consideran que Melibea ya estaba enamorada de Calisto antes de la philocaptio mágica llevada a cabo por Celestina. Discutiremos este aspecto en el capítulo dedicado a este mitema.
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III.2. Fases 2 y 3: descripción y análisis de los mitemas La segunda etapa del análisis del corpus consistirá en un examen de la composición y del funcionamiento de los mitemas en las reescrituras consideradas en relación con su tratamiento en La Celestina original: ¿cómo se tematizan?, ¿cómo se ponen en discurso?, ¿en qué medida influyen en la estructura y forma del texto?, ¿cómo se modifican de una reescritura a otra?, ¿con qué motivos, episodios y personajes se asocian preferentemente? Esta fase nos conducirá a consideraciones tanto temáticas como estructurales, narratológicas, estilísticas o genéricas. Como preconizan los teóricos mitocríticos, esta etapa privilegiará un enfoque sincrónico de los textos que permitirá captar más fácilmente las variaciones de los mitemas celestinescos. Se adoptará luego, en una tercera fase, una perspectiva mitoanalítica, a partir de la cual se interpretará este tratamiento de los mitemas y sus variaciones en función del contexto sociohistórico y cultural que condiciona la producción de las reescrituras celestinescas. Esta faceta del análisis posibilitará, por ende, una perspectiva diacrónica a partir de la cual veremos aflorar una historia de la fluctuación del mito celestinesco. La segunda y la tercera fase del análisis del corpus se llevan a cabo de forma simultánea en los tres próximos capítulos. En efecto, es el vaivén entre la sincronía de la fase 2 y la diacronía de la fase 3 lo que permite explicar el funcionamiento global de cada mitema. Al contrario de lo que ocurre con el mito etnorreligioso, en el caso peculiar del mito literario disponemos del texto modelo, fuente a partir de la cual se originan directamente todas las reescrituras consideradas. El análisis privilegiará, por consiguiente, un diálogo constante entre La Celestina primigenia y su descendencia contemporánea con el fin de medir mejor la resemantización operada por las reescrituras. Por lo demás, si siempre empieza por una contextualización de los orígenes rojanos del mitema considerado, la estructura de cada uno de estos capítulos varía luego en función de la coherencia propia del mitema considerado. En efecto, no tenía sentido establecer una tabla de análisis rígida y aplicarla sin discriminación a cada mitema, pues ello habría camuflado la complejidad inherente a cada uno de estos haces de relaciones. Dejaremos más bien que los mitemas nos revelen su lógica interna antes de examinar su funcionamiento global en el capítulo VIII: ¿dichos mitemas
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presentan los mismos modos de transformación en todo el corpus o las mismas (re)configuraciones? ¿Desempeñan las mismas funciones en la economía narrativa de las reescrituras? ¿Cómo se movilizan en el eje sintagmático? Es decir, ¿cómo se distribuyen y se combinan? Ocurre, por ejemplo, que el mitema mágico se traslada a otro personaje distinto de Celestina, o que varios mitemas se imbrican. Veremos también que muchas reescrituras achacan el gusto por lo carnal de Celestina a su relación con el diablo. La meta de este último capítulo consistirá, por tanto, en sacar a la luz el relato mítico que se desprende a partir de los mitemas.
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Capítulo V MEDIACIÓN MÁGICA
La magia constituye sin duda el primer acto de mediación llevado a cabo por Celestina en el texto de Rojas. Antes de mediar entre espacios, sexos y clases sociales, la alcahueta asegura un vínculo entre mundo demoníaco y mundo humano a través de su conjuro. Su invocación al diablo del tercer acto da pie a su primera transgresión de tales fronteras. Como ya vimos,1 en la construcción de este aspecto hechiceril del personaje participan tanto modelos literarios —clásicos, árabes y castellanos— como referentes históricos sacados de la realidad social de la Castilla del siglo xv, en la que abundaban hechiceras urbanas (Caro Baroja 1966: 142). Además, como indica García Soormally, en la Edad Media la función del mago era ante todo la de un mediador: el brujo representa un “conjurador de espíritus aunque, en ningún caso, estos se apoderan de él sino que lo utilizan como nexo entre el nivel terrenal y los aspectos irracionales que cada individuo lleva dentro” (García Soormally 2011: 38). Las reescrituras también desarrollan, a través de su tematización de la magia, relaciones entre individuos humanos y criaturas o fuerzas sobrenaturales, sean diabólicas o no. La mediación mágica constituye de este modo un mitema fundamental del relato celestinesco cuyos ingredientes, como se verá más adelante, provienen directamente de La Celestina original. El estudio de las reescrituras rojanas revela además que, para recrear este mitema, las reescrituras se inspiran en buena medida en las distintas perspectivas desde las cuales la crítica enfocó el tema mágico en la Tragicomedia de Calisto y Melibea a lo largo del tiempo. Por tanto, tras recordar los orígenes de la mediación
1
Véase el capítulo I.
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mágica en La Celestina primigenia, el presente capítulo ofrecerá una visión panorámica de la dicotomía interpretativa que suscitó, entre los celestinistas, la integración de la magia en el texto rojano. Luego, sintetizaré brevemente el funcionamiento de la mediación mágica en la celestinesca anterior al siglo xix para después examinar la peculiaridad de las formas y funciones del mitema contemporáneo. I. La Celestina primigenia, “alcahueta y un poquito hechicera” A lo largo de la Comedia y de la Tragicomedia, la práctica de la magia se asocia con el personaje de Celestina, desde su primera caracterización en boca de Sempronio como “vieja barbuda [...], hechicera” (Rojas 2011: I, 47),2 hasta la amenaza final de este: “doña hechicera, que yo te haré ir al infierno con cartas” (XII, 260). Pero el criado no es el único personaje que contribuye a tal retrato de la tercera. Lucrecia también hace hincapié en sus peligrosas actividades sobrenaturales, anticipando al mismo tiempo el infeliz final de su ama: “hace la vieja falsa sus hechizos y vase; después hácese de nuevas” (IX, 218), sin que se dé cuenta su víctima, pues “cativado la ha esta hechicera” (X, 224). La propia hija de Pleberio, al rechazar a Celestina durante su primera entrevista, ya tronaba: “quemada seas, alcahueta falsa, hechicera, enemiga de honestidad, causadora de secretos yerros” (IV, 126). Celestina no tardaría en quejarse de tales insultos ante Calisto: “en nombrando tu nombre, atajó mis palabras [...] llamándome hechicera, alcahueta, vieja falsa, barbuda, malhechora y otros muchos inominiosos nombres con cuyos títulos asombran a los niños de cuna” (VI, 150). Entre tales denuncias de las dotes hechiceriles de la protagonista, constituye sin duda uno de los ejemplos más relevantes el currículum celestinesco, expuesto por Pármeno en el primer acto: “Ella tenía seis oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera” (I, 54). En efecto, Celestina se define primero por sus varias faenas, como atestiguan las descripciones mediante
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Sobre las connotaciones brujeriles y diabólicas del epíteto “barbuda”, léase el artículo de Sanz Hermida (1994).
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las cuales Sempronio y Pármeno la retratan ante Calisto. El inventario del laboratorio celestinesco, llevado a cabo por Pármeno, interviene asimismo en dicha caracterización, ya que abarca ingredientes propios de cada uno de sus oficios. Este inventario revela también cierta cohesión entre las distintas prácticas del personaje: en el glosario que dedica a este laboratorio, Laza Palacios (1958) explica que no era tan nítida como hoy la distinción, en esta lista de productos, entre los remedios terapéuticos, los ungüentos cosméticos y los elementos con supuestas propiedades mágicas. Los oficios celestinescos se superponían con frecuencia en el siglo xv, puesto que magia, medicina, alcahuetería y cosmética se relacionaban entre sí no solo porque podían intervenir todas en la resolución de sufrimientos amorosos (Morros Mestres 2009), sino porque también compartían una lista de ingredientes similares. Entre aquellos oficios, la principal actividad de Celestina, la que justifica su contratación por Calisto, es obviamente la alcahuetería. Si Pármeno evidencia también sus competencias como hechicera, lo hace sobre todo para advertir a su amo contra los peligros que representa esa “puta vieja” (Rojas 2011: I, 53). Sin embargo, la hechicería se presenta desde el tercer acto como un apoyo fundamental para la alcahuetería que ejerce Celestina, puesto que las artes mágicas constituyen la primera estrategia, anterior a la argumentación, que utiliza la vieja en su trabajo de tercería. En efecto, antes de acudir a casa de Melibea para realizar su labor de persuasión, Celestina invoca al demonio mediante un conjuro pronunciado en un cerco mágico: Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles [...]. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza destas bermejas letras, por la sangre de aquella noturna ave con que están escritas, por la gravedad de aquestos nombres y signos que en este papel se contienen, por la áspera ponzoña de las víboras de que este aceite fue hecho, con el cual unto este hilado, vengas sin tardanza a obedecer mi voluntad y en ello te envuelvas, y con ello estés sin un momento te partir, hasta que Melibea con aparejada oportunidad que haya lo compre, y con ello de tal manera quede enredada, que cuanto más lo mirare, tanto más su corazón se ablande a conceder mi petición. Y se le abras y lastimes del crudo y fuerte amor de Calisto, tanto, que, despedida toda honestidad, se descubra a mí y me galardone mis pasos y mensaje; y esto hecho pide y demanda de mí a tu voluntad. Si no lo haces con presto movimiento, ternásme por capital
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enemiga; heriré con luz tus cárceres tristes y escuras; acusaré cruelmente tus continuas mentiras; apremiaré con mis ásperas palabras tu horrible nombre, y otra y otra vez te conjuro, y así confiando en mi mucho poder, me parto para allá con mi hilado, donde creo te llevo ya envuelto. (III, 108-110)
Con este conjuro, lo que pretende la alcahueta es una philocaptio, es decir, una apropiación de la voluntad de una persona (aquí Melibea) por procedimientos mágicos (en este caso, el hilado endemoniado) y con fines amorosos (el propósito perseguido es que la joven se enamore de Calisto). Es evidente que en este proceso hechicería y alcahuetería van de la mano. Esta asociación era frecuente en la literatura pero también en los sermones de la época: “tanto la tradición literaria como la crítica social establecían una relación íntima entre la alcahuetería y la hechicería” (Russell 1963: 342). Por tanto, en el modelo de las reescrituras celestinescas, la magia ya desempeña un papel mediador en dos niveles: por una parte, su función es la de relacionar a los amantes, y por otra permite vincular al demonio con su víctima mediante el canal del hilado. El mago y la hechicera desempeñan, por consiguiente, el papel de intermediarios entre el mundo de las fuerzas sobrenaturales y el de los hombres. Además del conjuro y de la philocaptio, Celestina da muestra en sus réplicas de ciertas dotes para la magia lapidaria o la magia adivinatoria.3 Asimismo, es de interés la narración, por parte de la misma tercera, de su aprendizaje como discípula de Claudina, madre de Pármeno y “bruja” (Rojas 2011: VII, 170) que “tan sin pena ni temor se andaba a medianoche de cimiterio en cimiterio buscando aparejos para nuestro oficio como de día” (VII, 168). Aquí se pone de manifiesto otro tipo de mediación realizada por las prácticas mágicas: a través de ellas, Claudina transmitió sus saberes a Celestina y esta perpetuó luego su memoria a través del oficio de la hechicería-alcahuetería. Ahora bien, esta transmisión de quehaceres entre maestro y discípulo parece conllevar también cierto desplazamiento de las prácticas de Celestina con respecto a las de su antecesora: como se puede ver en los fragmentos antes aludidos, Celestina es calificada siempre en el texto de Rojas de “hechicera”,
3
Lo atestigua, en el cuarto acto, su análisis de los distintos agüeros callejeros que percibe durante su caminata hacia la casa de Melibea.
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mientras que Claudina se define como “bruja”. Examinamos en el primer capítulo de este estudio la distinción que establece Caro Baroja (1966) entre ambos términos, que se refieren, según él, a fenómenos rurales, en el caso de la brujería, o urbanos, en lo que atañe a la hechicería. En esta perspectiva, el antropólogo español considera a Celestina como un tipo de hechicera y no de bruja.4 Por mi parte, concuerdo más bien con Botta (1994), Cacho Blecua y Lacarra (2012), quienes consideran que la protagonista rojana representa ante todo una síntesis de la bruja medieval y de la hechicera antigua-renacentista. En efecto, si el conjuro demoníaco y las visitas al cementerio se adecuan al tipo de la bruja, la complejidad del laboratorio acerca también a Celestina a la labor hechiceril, puesto que se trata de una actividad que implica “conoce[r] un sistema mágico complejo, gracias a un aprendizaje consciente, basado en fórmulas, libros, leyes, etc., practicad[a] por lo común como un oficio” (Cacho Blecua y Lacarra 2012: 601). Al combinar dichas prácticas mágicas, Celestina refleja la época de su creación, cuando, junto con los centros urbanos, emerge el tipo de la hechicera. El mayor talento de Rojas consiste así en “tomar un arquetipo bien conocido en la literatura grecorromana, en la árabe y en la medieval, y entroncarlo en su tiempo” (Cacho-Blecua y Lacarra 2012: 604). II. La magia en LA CELESTINA, “instrumento de lid o contienda” académica Como vimos en capítulos anteriores, cualquiera que sea el ángulo elegido para acercarse al texto rojano, la polémica constituye un verdadero topos de los estudios celestinescos. Ni la realidad extratextual (autoría, historia de ediciones) ni las señas del propio texto (género, intención) se salvan de dichas polémicas. La temática de la magia no es una excepción a esta regla, ya que constituye una cuestión debatida con acaloramiento desde principios del siglo xx.
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Maravall (1986 [1964]: 151) se alinea con esta conclusión.
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Resulta curioso que anteriores lectores de la obra hayan defendido posiciones un tanto extremas con respecto al papel de la magia en la obra de Rojas. Algunos niegan este papel, como parece ser el caso de Juan de Valdés, quien en su comentario de la obra pasa por alto la escena del conjuro celestinesco que tanto iba a impresionar a los escritores del siglo xx. En efecto, en su Diálogo de la lengua (1535) afirma que todos los personajes de La Celestina le parecen perfectamente configurados, excepto Melibea, que “se deja muy presto vencer, no solamente a amar, pero a gozar del deshonesto fruto del amor” (Valdés 1969: 175). Este comentario presupone que el libre albedrío de la joven es total en La Celestina y que no es el sortilegio de la hechicera lo que la induce a caer en brazos de Calisto. En el siglo siguiente, Gaspar von Barth, en el comentario que precede a su traducción latina del texto de Rojas,5 considera el papel de la magia como un tema superfluo, y arguye que las habilidades oratorias de la tercera explican de por sí la caída moral de Melibea. Al contrario, la crítica decimonónica alemana exalta la función de la magia en la obra, al forjar la imagen romántica de una Celestina fundamentalmente malvada y de índole diabólica.6 Retoman más tarde esta percepción Bonilla y San Martín (1906), así como Menéndez Pelayo (1943a [1910]). Cabe señalar que este último no duda en enfatizar algo la postura y diaboliza literalmente a la protagonista rojana: según el crítico santanderino, Celestina “sería capaz de dar lecciones al diablo mismo” (Ménendez Pelayo 1943a [1910]: 267), ya que “toda la dialéctica del genio del mal se esconde en las blandas razones y filosofales sentencias de aquella perversa mujer”. Sin embargo, el mismo Menéndez Pelayo subraya que el carácter diabólico de Celestina no se debe a las artes negras, sino que “la verdadera magia que pone en ejercicio es la sugestión moral del fuerte sobre el débil, el conocimiento de los más tortuosos senderos del alma, la depravada experiencia de la vida luchando con la ignorancia virginal” (267). Bergamín, en un trabajo que titula significativamente Rojas, mensajero del Infierno (1952), concuerda con Menéndez Pelayo en su interpretación de Celestina como un personaje profundamente satánico. No obstante, se aleja
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Véase el capítulo I. Lida de Malkiel (1970 [1962]) proporciona informaciones al respecto en la bibliografía n.° 27. 6
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de las conclusiones del santanderino al considerar que, en la Tragicomedia, es más relevante como resorte dramático el hechizo llevado a cabo por la alcahueta que su capacidad suasoria. Más avanzado el siglo xx, la cuestión empieza a plantearse aún con más fuerza en el ámbito de la investigación literaria, donde ha seguido generando interpretaciones opuestas. Se ha discutido sobre varias dimensiones del tema: sobre si los personajes, e incluso su creador, creen realmente en el poder de la magia; sobre la incidencia que pueda tener el conjuro en el enamoramiento de Melibea o en la poca clarividencia de su madre, etc. En la actualidad, disponemos de diversos estados de la cuestión sobre este aspecto. Entre otras propuestas sintetizadoras, los artículos de Patrizia Botta (1994b), Rafael Mérida Jiménez (1994) y Ana Vian Herrero (1990) aclaran los contornos del debate. Al completarlos con aportaciones de la crítica más reciente, que se centra en distintos aspectos de la temática mágica en La Celestina,7 se puede trazar un panorama que resulta dicotómico. Por un lado, un grupo de estudiosos, con Russell a la cabeza, considera que la magia desempeña un papel fundamental en la trama de La Celestina. Por otra parte, varios críticos abogan a favor del carácter ornamental, y por tanto secundario, de lo que les parece ser un motivo y no un motor de la acción. Ahora bien, algunos celestinistas también han desarrollado una posición dialéctica con respecto al funcionamiento del tema de la magia en el texto rojano. Examinemos ahora con detenimiento cada una de estas tres perspectivas críticas, fundamentales, como se verá luego, por influenciar las reescrituras celestinescas y su tratamiento del mitema. II.1. Un tema fundamental En 1963, Peter Russell publicó un artículo que iba a convertirse en una referencia ineludible sobre el tema. En “La magia, tema integral de La Celestina”, el estudioso sostiene que, lejos de reducirse a una sencilla temática decorativa y libresca, la magia cumple una función esencial en el desarrollo 7
En su artículo sobre la bibliografía que, desde 1995, atañe a este tema en la crítica celestinesca, Severin organiza los trabajos en cinco apartados: “the magic spell, Claudina, free will and ambiguity; Celestina as healer; and last but not least, as it includes the largest number of articles, witchcraft, the celestinesque genre, and other related texts” (2007: 237).
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y en el desenlace de la (Tragi)comedia. En efecto, la principal función de Celestina en ambas versiones es la de llevar a cabo la philocaptio de Melibea, responsable de su posterior enamoramiento. Desdeñar el tratamiento de la magia como elemento funcional de la trama “daña la significación moral y estética de la obra tal como Rojas la concibió” (Russell 1963: 352). Esta toma de posición creó escuela y ganó la adhesión de no pocos reputados críticos, entre los cuales se cuentan, por ejemplo, Manuel Criado de Val, Francisco Rico, Pedro Cátedra, Dorothy Severin, Alan Deyermond, Patrizia Botta o Ana Vian Herrero. Estos estudiosos se apoyan en una combinación de exámenes textuales y de documentación histórica para defender la tesis del tema “integral”. Como explica Rico, el adjetivo “integral” se refiere en este contexto a “una coherencia interna, una adecuación entre todos los ingredientes del drama” (1975: 102) de las que participa el tema de la magia en La Celestina. Entre la multitud de argumentos aducidos, la mayoría se basa en la demostración de la enorme cantidad de citas y alusiones a la magia que se hacen en La Celestina. Botta señala además a este propósito que tal red temática, ya importante en la Comedia, se amplía aún más en la Tragicomedia, prueba de que Rojas la introdujo de forma consciente en su texto. Además, Criado de Val recuerda que el autor sitúa el conjuro y las invocaciones de Celestina en “momentos claves de la acción, con el indudable propósito de establecer una relación de causa a efecto” (Criado de Val 1965: 70). En un artículo de 1977 que, según Botta, “ha dado nuevo realce al rumbo iniciado por Peter Russell” (1994b: 55), Deyermond analiza la función del hilado, del cordón y de la cadena, tres objetos filiformes diabólicos que se intercambian los protagonistas y que los inducirían a actuar de forma irracional. Según el estudioso, el hilado en el que Celestina, tras el conjuro, lleva al demonio “envuelto”, sería responsable de la conducta ingenua de Alisa cuando deja a su hija a solas con la conocida alcahueta. Luego, el mismo hilado, en manos de Melibea, le impediría echar a la tercera de su casa. El diablo pasa luego al cordón de Melibea, el cual, cuando es entregado a Calisto, provoca la desenfrenada veneración que siente el joven hacia este “galardón”. Por fin, el demonio se transfiere a la cadena de oro que Calisto ofrece a Celestina y que esta se niega a compartir, hasta la muerte. En opinión de Severin (1993a), la hechicería representa también un aspecto esencial del texto porque en ella se fundamenta la transgresión social
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descrita en la obra: a su juicio, es la magia lo que hace de Celestina una mujer poderosa, capaz de introducirse en cada sector de la sociedad y de invertir con sus maniobras la jerarquía patriarcal. Hechicería y alcahuetería se combinarían, en efecto, para quebrantar el poder masculino e instaurar un mundo al revés en el que, frente a unos hombres débiles, imperan unas mujeres independientes.8 Lasserre Dempure (2012) también considera que la magia potencia la subversión en el texto, aunque la crítica enfoca más bien la dimensión religiosa, y ya no sexual, de dicha subversión. Comenta así que la magia demoníaca toma en La Celestina el sitio libre dejado por las menciones de Dios, puesto que estas brillan por su ausencia. Estas conclusiones convergen de cierto modo con las de Botta, quien nota que el componente mágico no se expurgó con la Inquisición, aunque esa magia, herética, “ha acabado tomando el lugar de la religión” (1994b: 63) en la obra. Buena parte de los partidarios del carácter fundamental de la magia en la Tragicomedia, desde Russell (1963) a Pérez de León (2011), pasando por Maravall (1986 [1964]), Cátedra (1989) o Vian Herrero (1990), proponen, como prueba suplementaria de las elecciones deliberadas del autor, unos estudios contextuales que dejan bien clara la relevancia del tema de la magia en la época de Rojas.9 En efecto, el siglo xv representa un momento de auge para las artes mágicas. Teorizadas en manuales, denunciadas por teólogos, tematizadas en obras de ficción, la creencia y la práctica de la magia se desarrollan en Europa y en todas las clases sociales en aquella época. La doctrina ortodoxa medieval afirma la realidad de la magia, aunque niega que los magos posean poderes sobrenaturales; más bien se los considera como meros instrumentos del Maligno. En España, circulan el tratado Malleus Maleficarum, o Martillo de las brujas (ca. 1486),10 obra de los dominicos Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Así como los más conocidos tratados de magia: Clavicula Salomonis, Liber de Reziel, De arte notoria, etc. 8
Es de notar que, en algunas de sus formulaciones, el mundus inversus está regido por el demonio. A este respecto, véanse Grant (1979: 19 y 27) y Cocchiara (2007: 211). 9 Nótese que tales estudios parten a menudo del examen presentado por Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles (1948 [1880-1882]). 10 Se trata de una “teoría de la hechicería sobre la que se fundaba, durante casi dos siglos, la persecución de las hechiceras por la justicia civil y eclesiástica, tanto protestante como católica, en Europa” (Russell 1963: 341).
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También algunos lugares concretos se consideraban sedes de las artes mágicas y de su estudio: a fines del siglo xv, Salamanca y Toledo eran famosos en toda Europa como centros de estudios mágicos (Russell 1963: 343). Para prevenir contra los peligros de la hechicería, los autores de obras didácticas medían el grado de herejía de cada práctica mágica. En este marco, Cátedra (1989: 105) indica que la práctica más pecaminosa —a juicio de los textos represivos, como el Malleus u obras del Tostado— se refería a la philocaptio triangular, en la que intervienen un amante, un intermediario —a menudo una vieja alcahueta, que profiere la invocación demoníaca— y la víctima de esta. Se trataba, en efecto, de la práctica en la que la participación del diablo era la más importante. Rojas, pues, selecciona la situación “más condenable por los manuales de pecados y por los predicadores” (Cátedra 1989: 112), lo cual prueba, a juicio de Cátedra, que el tema hechiceril no se tematizó de forma anodina en La Celestina. Maravall señala, por lo demás, que durante el Renacimiento nace una nueva concepción de la magia como capacidad para reconocer la dinámica de las fuerzas naturales y aprovecharse de ella: “la creencia en la hechicería es consecuencia de una concepción de la naturaleza vista como un mundo de fuerzas invisibles, pero definidas, que tiene su articulación propia, en el interior de la cual la hechicera puede operar, sabiendo, como ella sabe, lo que hay que hacer para cambiar su movimiento” (Maravall 1986 [1964]: 147). Esta nueva concepción de la magia, que parece corresponder al “anhelo del hombre renacentista por encontrar el camino que lo lleve a un conocimiento empírico de la naturaleza para dominarla” (148), queda expuesta, según Maravall, en las Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae (1486) y en la Apologia (1489) de Pico della Mirandola. Reelaborará más tarde esta percepción Giordano Bruno, en su De magia (1590).11 Por la difusión y la teorización cada vez mayor de sus prácticas a partir del siglo xv, la magia empieza así a constituir un fenómeno social nuevo, señalado entre otros por el autor del Corbacho (1438). A modo de síntesis, son cuatro los grandes argumentos de los celestinistas que defienden el carácter fundamental de la tematización de la magia en La 11
Pérez de León (2011) explica de qué manera La Celestina ejemplifica la magia de los vínculos que luego teorizaría Giordano Bruno.
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Celestina: 1) el argumento cuantitativo (hay demasiadas referencias a la hechicería y a la brujería en la obra para que sean secundarias); 2) el argumento de la trama (el texto rojano presenta explícitamente el conjuro diabólico de Celestina como motivo del enamoramiento de Melibea); 3) el argumento de la caracterización (la dimensión hechiceril de Celestina representa un componente esencial de su retrato), y 4) el argumento sociohistórico (la época de redacción de La Celestina es un contexto de reflexión sobre la magia, por lo cual la obra se puede leer como un reflejo de las concepciones de su tiempo acerca de este tema). Los celestinistas que, por su parte, defienden una concepción ornamental —es decir, secundaria— de la magia han desarrollado un amplio abanico de argumentos para contrarrestar la perspectiva de Russell y de sus seguidores. II.2. Un tema secundario La postura crítica “de herencia positivista”, expresión con la cual Botta (1994: 38) agrupa a los estudiosos que negaron el papel protagónico de la magia en La Celestina, cuenta también con partidarios de renombre: Ramiro de Maeztu, Marcelino Menéndez Pelayo, Américo Castro, Modesto Laza Palacios, María Rosa Lida de Malkiel o Joseph Snow, entre otros, prefieren explicar la evolución de la trama a la luz de la caracterización psicológica de los personajes. En un artículo suyo, Snow (2001a) rastrea así los indicios textuales que permiten caracterizar al personaje de Alisa, para luego demostrar que es más provechoso y eficaz explicar a partir de este retrato su extraño comportamiento del acto IV, en vez de recurrir a unos efectos mágicos no aludidos en esta parte de la obra. En este caso la demostración resulta convincente, ya que se apoya en el mismo texto. Ahora bien, otros críticos recurren a explicaciones algo rebuscadas para negar rotundamente el papel de la magia en la obra rojana. En este caso, parece exagerado rechazar la explicación mágica cuando se trata de una motivación evidenciada por el propio texto. Así, Lida de Malkiel (1970 [1962]) prefiere, por ejemplo, explicar el cambio de actitud de Melibea por el solo “tiempo implícito” y pasa por alto toda la estrategia hechiceril realizada por Celestina. El amor de la joven habría nacido durante las elipsis sugeridas por el texto, momentos no representados que habrían dado a Melibea el tiempo
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de evolucionar psicológicamente. Rico criticó esta interpretación parcial y poco operativa: ya que el componente mágico es integrado por Rojas para justificar a las claras el núcleo de la intriga, ¿por qué suprimir tal justificación y buscar otra en “un elemento apenas mencionado” (Rico 1975: 99)? Los defensores de la tesis ornamental también suelen desmontar la red de referencias a la magia que se despliega en el texto a la luz de un comentario de Pármeno, que concluye su inventario del laboratorio hechiceril de Celestina con un “Y todo era burla y mentira” (Rojas 2011: I, 62). Esta apostilla fue interpretada por varios de los críticos mencionados como una muestra de escepticismo del autor con respecto a las prácticas mágicas de su protagonista, cuando en verdad dicha marca pertenece al personaje de Pármeno. Por lo demás, uno de los argumentos más aludidos por esta franja de celestinistas consiste en subrayar el antagonismo fundamental entre el tema de la magia y el realismo imperante en toda la obra. Esta posición, defendida, por ejemplo, por Ramiro de Maeztu y Lida de Malkiel, invitaría por tanto a reducir las alusiones al mundo hechiceril a meras anécdotas pintorescas. Ante estas conclusiones, Vian Herrero invita a matizar: “no es lícito seguir negando la magia en función de un concepto anacrónico de realismo. Las artes negras explican en parte la tragedia y no excluyen los elementos cómicos: son metáfora de los deseos de cambio de los personajes, componente esencial de la estructura” (1990: 90). En efecto, por una parte, las prácticas mágicas, como se ha visto, formaban parte de la realidad social de la época y, por otra, dar cabida al elemento mágico no implica que se olviden el desarrollo psicológico de los personajes ni su verosimilitud. Forman también parte de esta tendencia escéptica los trabajos de Yolanda Iglesias (2010). Junto con Canet (2000), esta investigadora sostiene que la magia no es significativa en la trama de La Celestina porque el rumbo de la acción dramática y el desenlace trágico no se deben al conjuro, sino que se explican a través de las diferentes decisiones que los personajes toman deliberadamente. A la hechicería y a la visión determinista de los aconteceres que parece conllevar, Iglesias opone, pues, el libre albedrío de los personajes y una concepción “voluntarista” (Iglesias 2010: 71) del ser humano. Va por el mismo camino Gerli (2010) al considerar que la radical modernidad de la Tragicomedia estriba en la libertad que asumen los personajes mediante la expresión de sus deseos individuales.
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Aun cuando no niega rotundamente el papel de la magia en La Celestina, esta segunda vertiente de la crítica admite que la hechicería cumple distintas funciones “secundarias” en la obra. Visto el interés por el tema en la época de publicación de la obra, bien podría servir, por ejemplo, de guiño para complacer al lector coetáneo de Rojas. Asimismo, todos los estudiosos coinciden en que la magia permite dibujar la figura de Celestina y “dar más verosimilitud al personaje de la alcahueta hechicera” (Iglesias 2010: 69), tal y como fue caracterizado por la literatura clásica. Rico-Avelló (1977: 158) comenta a este propósito que, aunque Celestina se muestra más psicóloga que hechicera, su práctica mágica representa una faceta complementaria a la alcahuetería, como una técnica entre otras para remediar amores. Desde otra perspectiva, tampoco han faltado los críticos que llamaron la atención sobre la “classical connection” (Botta 1994b: 47) del conjuro celestinesco. Lleno de cultismos y de alusiones mitológicas y literarias, el conjuro se reduciría a un alarde de erudición. Lejos de influir concretamente en la conducta de los personajes, la hechicería de Celestina resultaría así “un tanto artificial, a veces teatral” (Morales 2004: 160) y funcionaría más bien para apoyar su arte de persuadir a los demás y a sí misma. Iglesias (2009) participa también en esta interpretación del tema hechiceril como juego literario, aunque se diferencia de sus antecesores por abordar las referencias mágicas como unas de las herramientas utilizadas en La Celestina para parodiar la novela sentimental. Lida de Malkiel (1970 [1962]: 221) también considera que el carácter retórico del conjuro celestinesco, por las referencias literarias y mitológicas de las que hace alarde, aleja el texto de Rojas de su propósito de copiar la realidad coetánea. Rico (1975: 102) considera este planteamiento como equivocado, ya que los conjuros de hechiceras reales, tal y como los registran los procesos inquisitoriales, también incluían reminiscencias literarias y alusiones a figuras mitológicas. II.3. Un tema ambiguo Ante esta dualidad de opiniones acerca del tema de la magia y de su papel —fundamental u ornamental— en la mediación de Celestina, me parece deseable una posición dialéctica, siempre y cuando se ajuste al texto de base.
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Rojas, en efecto, no nos permite decidir si la actitud de sus personajes se debe al conjuro o a sus propias tribulaciones psicológicas. Por tanto, dar un papel demasiado protagonista a la magia nos llevaría a menospreciar tanto las habilidades argumentativas de Celestina como los complejos retratos psicológicos de los demás personajes, sembrados a lo largo de los diálogos. Antes bien, reducir el tema hechiceril —repartido al menos en los doce primeros actos y, como hemos visto, ampliado en la última versión del texto— a un puro ornamento equivaldría a negar un elemento que se nos presenta explícitamente como una importante faceta de la tragedia final. Rojas no solo dedica páginas enteras al laboratorio y al conjuro de Celestina, sino que también declara, en las piezas liminares, que la intención de reprobatio, además de aplicarse a los locos enamorados, vale como amonestación contra las “falsas mujeres hechiceras” (Rojas 2011: 6). Por consiguiente, me parece más adecuada la posición intermedia que propone Gerli en un artículo de 2011. Allí expone la necesidad que tenemos de plantear la cuestión de la magia de otra manera. En lugar de argumentar a favor o en contra del carácter central del tema en la obra, mejor convendría preguntarse por qué los autores de La Celestina siembran en el texto pruebas tanto del protagonismo de la magia como de lo contrario. A juicio de Gerli, el tratamiento de la magia constituye una ambigüedad intencional de la Tragicomedia que, al igual que el Hamlet shakespeariano, “constructs a confrontation between the rational and the irrational, between the possibility of the existence of the supernatural evil and a world that can discover evil only in the human heart” (Gerli 2011: 169). Esta perspectiva recuerda la expuesta por Francisco Rico en los años setenta. Según este, Rojas proporciona en su texto tanto “elementos para una interpretación ‘naturalista’ de la intriga [como] elementos mágicos que podían dar pie a una comprensión ‘sobrenaturalista’ del drama” (Rico 1975: 100). El texto no ofrece una solución concreta a su lector, sino que se mantiene en una ambigüedad consciente que Rico considera un valor propiamente literario, por ser esa ambigüedad “polisemia, riqueza de significado, apertura estética. [...] por ahí, la magia entra a formar parte de los datos artísticos del drama”. Sigue el mismo rumbo Vian Herrero al señalar que, después de todo, “la magia es uno de tantos elementos del texto marcados por la ambigüedad y perspectivismo que tanto se han ensalzado en la obra” (1990: 78). Antes de examinar las nuevas sendas
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interpretativas abiertas por las reescrituras contemporáneas con respecto a este tema, no es inútil revisar el funcionamiento de la magia en la celestinesca antigua. Este breve repaso nos permitirá luego identificar mejor las innovaciones del corpus contemporáneo. III. La magia, tema de la celestinesca antigua Cuando sí se ponen de acuerdo los críticos es a la hora de distinguir un doble tratamiento del tema de la magia en la celestinesca de los siglos xvi y xvii. De forma general, Heugas señala que los imitadores de Rojas “siguen en un viejo sistema de pensamiento que se prolonga hasta muy tarde, en el cual la sexualidad se asocia de forma constante con la hechicería” (Heugas 1973: 538). Según Finch (1981: 177-205) y Vian Herrero (1997), las continuaciones e imitaciones trágicas utilizan la magia como un elemento de didactismo funcional en la trama, mientras que en las imitaciones cómicas ese tema se reduce a un rasgo ornamental o se vuelve motivo de ironía. La magia sirve allí para introducir situaciones jocosas y comicidad. Muchos personajes, en esos textos, ya no creen en la magia, sino que la usan para engañar a los demás con el fin de aprovecharse de su superstición.12 Por su parte, Alberola destaca también una discrepancia entre los usos del tema según el género practicado, pero opina que la diferencia de tratamiento radica más bien en el grado de credulidad de los personajes hacia la hechicería: en la totalidad de entremeses, piezas cómicas o con final feliz que recrean La Celestina en los Siglos de Oro, queda clara la eficacia de los actos mágicos, mientras que “en las tragicomedias, de final desastroso, prevalece la ambigüedad en cuanto a la eficacia y funcionalidad de la magia” (Alberola 2010: 145). Otro rasgo importante en el tratamiento literario de la magia en esta primera celestinesca en segundo grado radica en la necesaria filiación femenina en la tercería-hechicería. En efecto, la hechicería solo se tematiza en esta literatura cuando se ponen en escena a una antecesora o heredera de 12
Un caso ejemplar de esta evolución es el ilustrado por La Lozana andaluza de Francisco Delicado: en el mamotreto XLII, Lozana explica al personaje del autor que finge practicar la quiromancia y la videncia con el fin de sacar beneficios económicos de la supersitición de sus clientes.
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Celestina o a una alumna de Elicia, discípula de Celestina. Desde Claudina, el doble oficio de alcahueta y hechicera se transmite a Celestina, de quien lo hereda Elicia, que a su vez lo enseña a la Corrija, etc. En las continuaciones e imitaciones, “se va dibujando una línea de continuidad de la tercería y la hechicería que sin duda se aprende, pero, por otra parte, se hereda” (Alberola 2010: 115). No sorprende, por tanto, que las continuaciones que prescinden del personaje de la alcahueta para centrarse en la pareja de amantes también omitan la temática mágica. IV. El mitema de la celestinesca contemporánea La asociación de Celestina con el pacto diabólico y la utilización de la magia en la mediación amorosa han seguido marcando la literatura celestinesca hasta el día de hoy. Incluso en una obra inédita de Valle-Inclán, El beato Estrellín, aparece un coloquio entre el diablo y Celestina (Juan Bolufer 2014). Tampoco escapan a esta tendencia las adaptaciones teatrales de la Tragicomedia. Bastianes explica que, ya en 1909, el montaje de Fernández Villegas presenta a una Celestina repugnante que responde “tanto a la negativa valoración moral del personaje como a su condición diabólica” (Bastianes 2014a: 40). Sin embargo, a medida que avanza el siglo xx se irá abandonando la visión diabólica de Celestina a favor de una lectura más humanizada de la alcahueta: “Frente a la magia, el verdadero poder de Celestina pasará a ser la manipulación y la facilidad para persuadir a los otros, lectura que dota de mayor profundidad y complejidad psicológica al personaje” (44). Las reescrituras celestinescas, por su parte, suelen buscar una vía intermedia, ya que el desarrollo de la dimensión mágica de su modelo celestinesco les permite ahondar, como enseguida veremos, en la psicología de su personaje, así como en las motivaciones de la trama. De forma general, se pueden distinguir dos grandes grupos de reescrituras en función de su tratamiento del mitema de la mediación mágica. Cada grupo corresponde a una de las dos principales vertientes críticas que he expuesto anteriormente. Unas reescrituras tienden a minimizar el papel de la hechicería, que tratan más bien como mero motivo y cuyas dimensiones se reducen a las de un personaje o un episodio anecdóticos. En este caso, el
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mitema de la mediación mágica, como haz de relaciones entre personajes humanos y fuerzas o actores sobrenaturales, ocupa una posición periférica en la trama de la reescritura. En cambio, se destaca otra corriente de reescrituras celestinescas que da mayor relieve a lo sobrenatural, hipertrofiándolo o convirtiéndolo en el punto de partida de la intriga. El mitema pasa entonces a una posición central en las reescrituras celestinescas: las relaciones que agrupa unen a los actantes principales y determinan la evolución de la trama.13 IV.1. Un componente secundario IV.1.1. Negación de la mediación mágica Dentro de la corriente celestinesca contemporánea que resta importancia, a nivel cuantitativo y cualitativo, al motivo hechiceril y a su implicación en la mediación celestinesca, existe un grupo minoritario de reescrituras que hasta suprimen cualquier alusión al mundo mágico tematizado en su hipotexto. Aunque son varias las razones que pueden explicar tal rechazo, la explicación a la que aluden más frecuentemente los autores es que, además de representar un mero ornamento en la trama original, la magia se puede también considerar un fruto de la época en la que vivía Rojas. Por tanto, el motivo revestiría un color anticuado que justifica su supresión en versiones celestinescas que se proponen modernizar y “actualizar” su fuente tardomedieval para acercarla a las preocupaciones contemporáneas. 13
Esta dinámica en la que las recreaciones ficticias siguen de algún modo las tendencias establecidas por las interpretaciones de la crítica se puede explicar de distintas maneras. Primero, algunos de los reescritores de La Celestina combinan su quehacer de novelistas o dramaturgos con una actividad de investigadores literarios o de profesores de literatura, como vimos con anterioridad. Estas actividades permiten, obviamente, que los reescritores estén al tanto de los avances de los estudios celestinescos. Luego, a la hora de percibir el sentido y la relevancia de la mediación mágica en el ámbito celestinesco, es también posible que la adecuación entre los rumbos de la crítica y los de la reescritura radique en la propia práctica de la reescritura: texto en segundo grado, el hipertexto ya implica cierta dimensión metatextual que bien puede entroncar con las polémicas suscitadas por su hipotexto en trabajos académicos. Lo señala Genette cuando advierte la porosidad de sus categorías transtextuales: “el hipertexto también funciona a menudo como un comentario” (1982: 17).
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En su poemario Huerto de Melibea (1951), Jorge Guillén se centra en la perspectiva de los amantes Calisto y Melibea después de haber concertado la cita. Desarrollada en tres etapas —la espera, la entrega mutua de los enamorados y el resto de la noche—, esta colección de poemas apenas esboza la figura de la mediadora —puesto que el enamoramiento ya ha tenido lugar— y no transmite su caracterización hechiceril a otro personaje. En la recopilación de cuentos Archipiélago de mujeres (1943), cuyo título Agustín Yáñez cambiaría más tarde por Melibea, Isolda y Alda en tierras calientes (1946), la intriga se centra también en la psicología de los enamorados. Reducida al personaje del aya de Melibea, la figura de la vieja casi no actúa a modo de tercera y no da cuenta de ninguna dote hechiceril. Antinomia (1983) es otro poemario, realizado por Joaquín Benito de Lucas, en el que la figura de Celestina ya ha concertado los amores de Melibea y Calisto. La sucesión de poemas cuenta el final de la pasión de la pareja y representa con respecto a su modelo rojano lo que Richard Saint-Gelais (2011: 173) llama una corrección: la tragedia que viven ahora los amantes no es la muerte física de Calisto y luego de Melibea, sino que radica en la muerte del propio sentimiento amoroso. El personaje de Celestina se contenta aquí con comentar este desamor. Cuando la alcahueta señala que había previsto de antemano este desgraciado final, su clarividencia no se debe a sus dones de adivina, sino que se explica por la experiencia de la vida que le trae la vejez. La ausencia de la magia permite así centrarse en la frustración amorosa de los amantes y en su componente psicológico. Azorín propone otra corrección del final de La Celestina en el relato breve titulado “Las nubes” (1912): los amores de Calisto y Melibea no desembocaron en la muerte de la pareja, sino en su boda y en el nacimiento de su hija, Alisa. El texto nos muestra a un Calisto pensativo que mira pasar las nubes por encima del huerto. Desprovista del macabro final de la (Tragi)comedia, esta reescritura celestinesca busca lo trágico en ingredientes distintos del elemento fantástico y las muertes en serie. De la aparente desocupación de Calisto y del eterno retorno del esquema amoroso —el relato termina con la entrada, en el huerto, de un joven que empieza a galantear frente a Alisa— se desprende un sentimiento trágico de lo cotidiano que nos aleja completamente de los resortes sobrenaturales.
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En un capítulo de Capricho (1943) dedicado a la recreación del monólogo de Melibea que antecede a su suicidio, Azorín desdeña de nuevo la magia como motor de la acción. Esta Melibea que está a punto de arrojarse al vacío lamenta la muerte de Calisto y su propia desdicha. No hay ninguna alusión a la philocaptio celestinesca, sino que los sentimientos de Melibea parecen haber nacido en su fuero interior. No obstante, la joven sí es víctima de una fuerza superior que ha guiado su destino, desde el encuentro con Calisto hasta su próximo suicidio: “Los que estamos marcados por un sino luctuoso llevamos con nosotros algo que nos delata. Y este algo es como un nimbo de dolor y de fatalidad que nos envuelve” (Azorín 1943: 491). Esta reescritura del acto XX de Rojas borra así la magia celestinesca y hace de la fatalidad la única fuerza oculta que manipula a los personajes. Azorín afianza aquí un tema ya presente en La Celestina original, donde está clara la influencia del De remediis utriusque fortunae de Petrarca (Gilman 1982 [1956]: 243) y donde esta misma “fortuna variable, ministra y mayordoma de los temporales bienes” (Rojas 2011: XXI, 339) es acusada por Pleberio tras la muerte de su hija. Como se ve, las reescrituras que prescinden de la mediación mágica son textos centrados en los amantes de la (Tragi)comedia en los que (casi) no aparece el personaje de la alcahueta. En estos casos, son otras las fuerzas superiores con las que tienen que contemporizar los protagonistas. El mitema parece así íntimamente relacionado con la presencia de Celestina. A modo de último ejemplo de esta escasa celestinesca que niega a la mediación mágica un papel protagónico, es particularmente interesante un capítulo de Los valores literarios (1913) titulado “Dejemos al diablo...”. Aquí, Azorín rechaza paradójicamente la pertinencia de la mediación mágica en La Celestina original al desarrollar el mismo mitema. Con esta microficción, el autor propone oponerse a los trabajos de Julio Cejador, editor de La Celestina y partidario del papel fundamental de la magia en la obra.14 Con el fin de demostrar que
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En otro capítulo, ya no ficticio sino ensayístico, de Los valores literarios, titulado “La Celestina”, Azorín discute, en efecto, las observaciones que hace el mismo Cejador en su edición de la Tragicomedia rojana y explica que considera como “pura fantasía, por pintorescas pataratas” (Azorín 1913: 107) los hechizos y conjuraciones de La Celestina en los que cree Cejador.
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la magia no interviene como causa del enamoramiento de Calisto y Melibea, Azorín imagina en “Dejemos al diablo...” una interpolación entre los actos III y IV del texto rojano. El texto empieza con una descripción del laboratorio de Celestina que ya desacredita la labor hechiceril de la alcahueta: “Aquí hay soga de ahorcado, piedra del nido del águila, espina de erizo, pie de tejón. Todas estas cosas, aunque en ocasiones Celestina las vende muy caras y misteriosamente a gentes que han perdido un poco el seso, lo cierto es que no sirven para nada” (Azorín 1913: 112). Luego, se nos presenta a una Celestina en plena preparación del conjuro, el cual se describe como “[e]l más formidable aparato mágico” (112), “[e]l conjuro más poderoso, más fuerte, más inapelable” (112), que “entra en la categoría de las más solemnes invocaciones” (113). Además de esta caracterización hiperbólica, el conjuro se define también por su teatralidad: Celestina lo pronuncia “tratando de ahuecar la voz y haciendo terribles aspavientos” (113). La exageración y el carácter artificial de la actitud de Celestina denigran un conjuro que se presenta de antemano como grandilocuente y puesto en escena. La alcahueta enuncia luego otro cuya letra corresponde al conjuro del acto III (“Conjúrote, triste Plutón”, etc.). Cuando termina, Celestina descubre a su lado a un “mancebo de tez morena y luminosa mirada” (114) que enseguida se identifica con el mismo diablo. Este explica a la hechicera que su conjuro ha sido “tan aparatoso y tan vehemente” que ha venido en persona a ver lo que se le ofrecía, ya que, por la naturaleza adornada del mismo conjuro, “la cosa debe de ser de mucha importancia”. La Celestina de “Dejemos al diablo...” se queda pasmada ante la presencia de Satanás y tarda en reaccionar, por lo cual este empieza a conjeturar acerca del motivo del conjuro. Imagina casos de “amor imposible, desatinado” (115) entre seres separados por su condición social o por la moral: Acaso un viejo achacoso, decrépito, miserable, nacido en el más bajo fondo social, se ha enamorado de una elevadísima, angelical (permíteme la palabra) y elegantísima princesa... [...] ¿No? ¡Ah, ya caigo! Es el caso contrario... Una labradorcita, una mozuela del campo, ingenua y linda, se ha enamorado de su señor, el altivo magnate que ha entrevisto ella un momento [...] ¿Tampoco? [...] Entonces... entonces, ¿es cosa de algún rey... de la esposa de algún rey, que contra toda ley, contra toda fidelidad...? [...] Pues no caigo; explícate; habla. (115)
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La alcahueta le cuenta entonces el caso de Calisto y Melibea, tal y como se presenta en el texto de Rojas. El diablo se muestra bastante decepcionado. Dado que ambos jóvenes son “rico[s], de buena familia” (115), que “no hay enemistad ninguna entre las dos casas” y que, además, Melibea está enamorada del galán —aunque todavía no se lo ha confesado a sí misma—, las competencias del diablo son totalmente superfluas: Pues no lo entiendo, amiga Celestina; no lo entiendo, a menos de que piense que tú, esta mañana, en vez de beberte tu jarrillo habitual, te has bebido uno o dos más. Se me puede llamar a mí con el aparato y la vehemencia que tú lo has hecho, para remediar un amor fantástico y quimérico, o para que conceda toda la ciencia del universo a un estudiante o a un doctor (que a cambio de ella me venden su alma), o para que, con las mismas condiciones, dé a un perdulario todos los goces del mundo... Pero llamarme para que intervenga en las relaciones de mozo y moza en cuyo noviazgo no hay inconveniente ninguno, ni lo hay tampoco en su casamiento... francamente, llamarme para eso es una verdadera simpleza. (116)
Este relato breve equivale así a una demostración del carácter accesorio —“ornamental”— de la philocaptio que la Celestina rojana pone en marcha con su conjuro del acto III. Al neutralizar el mitema mágico a través de la boca del mismo diablo, Azorín realza otro motivo de La Celestina, verdadero tópico de sus tres reescrituras rojanas: el no matrimonio de Calisto y Melibea.15 En este último fragmento, es interesante la alusión al mito de Fausto como ejemplo en el que, a diferencia de la trama celestinesca, sí sería legítimo solicitar la intervención diabólica. Azorín considera como dos casos opuestos la tematización de la magia diabólica de Fausto y la de La Celestina. La intervención del demonio sería justificada y central en la primera obra, y solo secundaria y hasta indeseable en la segunda. Es de notar que la asociación o contraposición de la hechicera rojana con Fausto es una constante en la historia de la recepción de La Celestina. Como ha mostrado Bastianes, la comparación entre ambas obras, posible “resabio romántico” (Bastianes 2015: 185), aparece regularmente en las críticas de los montajes de La Celestina. El 15
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Regresaremos sobre esta problemática en el próximo capítulo.
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dramaturgo Ángel Facio, autor de una adaptación teatral de la obra, también ha retomado esta comparación: “Celestina no es Mefistófeles, no es el diablo. Es Fausto, no hay más que echarle un ojo al laboratorio para comprender que es una fuerza científica y no maléfica” (en Bastianes 2015: 681). El escritor chileno Jorge Edwards tituló asimismo “Celestina: un Fausto con faldas” una crónica de El whisky de los poetas que dedicó al personaje rojano: La Celestina es un Fausto con faldas. [...] pacta con el demonio para desatar las fuerzas encadenadas del erotismo, para dar libre curso al arte de amar, y para obtener ella, en pago de estos esfuerzos, salud, diversión, dinero. Ella, antes que Goethe, habría podido sostener que del mal que se proponía realizar en esta tierra, en su condición de representante del diablo, siempre resultaría algún bien para los seres humanos. (Edwards 1997 [1994]: 221)
Al contrario de Azorín, Edwards sí considera a Celestina como una antecesora de Fausto. Este diálogo entre la criatura rojana y la recreada por Goethe continúa, como se verá más adelante, en la obra de Alfonso Sastre. IV.1.2. El mitema estereotipado En lugar de suprimir rotundamente el mitema o de desacreditarlo, otros autores se aprovechan de él de forma puntual. Estos reescritores no recrean la totalidad de la trama de La Celestina original, sino que tienden a inyectar, en una ficción nueva, algunos de los ingredientes más reconocibles de su modelo. En este marco, consta que los episodios hechiceriles y la caracterización demoníaca de Celestina constituyen unos de los fragmentos más conservados por las reescrituras. Al parecer, estos autores perciben la mediación mágica como un aspecto sumamente emblemático de la (Tragi)comedia original, un ingrediente celestinesco por antonomasia que gana el estatuto de mitema a fuerza de repetición. En este proceso, el mitema suele reducirse a un ornamento pintoresco, cómico o gótico que no interviene directamente en el desarrollo de la trama principal. A esta función secundaria corresponde, por ejemplo, la alcahueta de Eduardo Blanco-Amor, quien en su farsa para títeres “El refajo de Celestina” (1973) acentúa la caracterización fantástica de su personaje con una
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connotación brujeril estereotipada: tras haber pronunciado su conjuro, esta Celestina desaparece, pues, “volando, y se le ven los cambrones de una escoba bajo las haldas” (Blanco-Amor 1973: 194). No obstante, a estas dotes fantásticas de la alcahueta solo se alude de forma anecdótica. Para engañar a los demás y robar el dinero con el que se ofrecerá, al final del texto, su refajo tan deseado, Celestina no utiliza su magia, sino que se contenta con disfrazarse de fantasma para espantar a los otros personajes. La alcahueta se felicita enseguida por su astucia exclamando: “más sabe la bruja por vieja que por bruja” (230). La brujería representa en este caso un aspecto anexo de la trama y se reduce más bien a un rasgo pintoresco de la caracterización de Celestina. En el poemario Ya quiere amanecer (1975) de Manuel Mantero, el motivo sobrenatural aparece una sola vez, en el “Monólogo de Calisto ante la puerta de Melibea” que cierra esta recopilación de poemas amorosos: “¡Música! Celestina también baila, / el demonio la tienta y muerde” (Mantero 1975: 74). No es baladí que la presencia de este motivo coincida también con la única mención del personaje de Celestina en el poema. El personaje de la alcahueta se presenta así a través de su sola dimensión diabólica. Tal Celestina endemoniada contrasta de este modo con los amantes idealizados de un poemario que se centra sobre todo en la pasión absoluta de Calisto y Melibea. En las novelas de Pérez Galdós que recrean la figura de Celestina, esta también viene asociada con la brujería, aunque de forma más compleja. En la quinta serie de Episodios nacionales (1908-1912), un personaje llamado Celestina Tirado —cuyas réplicas suelen rebosar de citas rojanas— interviene a partir de Amadeo I como alcahueta del narrador, el historiador Tito Liviano. En este texto y en los siguientes de la quinta serie, las apariciones de Celestina y sus proposiciones de recreo carnal ritman el cotidiano de Tito y la estructura de estas novelas históricas. En La primera República, cuarta novela de la serie, el narrador califica a Celestina de “hembra satánica” (Pérez Galdós 1912: 485). En De Cartago a Sagunto, novela siguiente de la serie, esta Celestina empieza a combinar su negocio de amores con un empleo en el consultorio mágico de cierta Graziella, examante del mismo Tito. Este se topa con su alcahueta en pleno trabajo: [...] cuál no sería mi sorpresa al encararme con Celestina Tirado que, actuando de portera en la consulta de quiromancia, trataba de poner orden en el numeroso
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público, y alinearlo para formar cola. No se hizo de nuevas al verme, y con su habitual socarronería me dijo: —Si el caballero Tito viene también a que le adivinen, póngase en la cola... Hay señoras principales en la consulta. [...] Cautelosa y discreta me llevó la Tirado a las habitaciones interiores, dejándome donde podía curiosear a mi sabor. Por una pequeña abertura de la puerta del consultorio mágico vi a Delfina Gay y a Chilivistra, que aguardaban el oráculo del cuervo y el búho, y el manejo de cartomancias que la pícara Graziella se traía. (612)
A diferencia de otras reescrituras, en los textos de Pérez Galdós la práctica de la magia no es privativa de Celestina, sino que es colectiva. Además, como portera, Celestina tiene un papel secundario en el grupo de mujeres encabezadas por Graziella. En esta etapa de los Episodios nacionales, la alcahueta se contenta con gestionar el público de sus colegas. Aquí la magia tampoco se pone al servicio de la mediación amorosa ni hay philocaptio, sino que se trata de cartomancia mundana, destinada sobre todo a las “señoras principales”. Explica la misma Graziella, mentora de Celestina: —Más que de brujería debemos hablar de ocultismo, que es ciencia flamante, muy bonita, y yo sé de ella más que saben de teología y derecho romano los doctores de Salamanca. Por dominar esa ciencia heme dado buenos atracones de lengua caldea, pues habéis de saber que de los caldeos y egipcios ha venido esta divina monserga. Yo le digo a Celestina que no necesitamos untarnos para salir por esos aires montadas en escobas y llegarnos pian pianino al cerro Zugarramurdi, donde nos espera el Gran Cabrón con toda su corte de rabo y pezuña. Ésos son cuentos viejos que ya están mandados recoger. [...] Yo me desatiendo del Cabrío, que ya está jubilado por viejo, y me pongo debajo del patrocinio de Astarté, diosa de aquellos infiernos que sostienen buenas relaciones con la humanidad. —Pues aquí me tienes —dijo Celestina—, deseando meterme hasta las cachas en la devoción de esa diosa Trastera, y hoy empiezo a rezarle padrenuestros y avemarías para que me tome en su gracia. (615-616; cursivas mías)
Esta cita es reveladora de la actitud de la Celestina galdosiana con respecto a la magia. Por una parte, la alcahueta tiene una concepción estereotipada de unas brujas espectaculares, montadas en escobas y relacionadas con el diablo. Graziella necesita borrar estos “cuentos viejos” de la cabeza de su discípula para enseñarle la “ciencia” del “ocultismo”. Por otra parte, Celestina
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revela su propia ingenuidad al mezclar religión oficial, creencias paganas y brujería. Pérez Galdós retrata aquí a una Celestina aprendiz de bruja bien alejada de la hechicera rojana y de su gran orgullo profesional —orgullo que aquí, al parecer, se traslada al personaje de Graziella—. La integración de Celestina en este grupo de quirománticas se explica como una estrategia de sobrevivencia, entre otras. Para la Tirado, brujería y alcahuetería permiten, ante todo, salir de apuros económicos: “Desesperada y sin arrimo se acogió a la sabia Graziella, con quien se apañaba muy bien para hacer juntas el oficio de brujas, granjería de mucho provecho en los reinos de España, según ella había probado y visto por sus ojos más de una vez” (615). La labor quiromántica de Celestina va perfeccionándose de un episodio galdosiano a otro e incluso acaba completándose con otras prácticas mágicas, como los bebedizos. En Cánovas, Tito Liviano comenta: [...] aseguró un día Simona haber descubierto que la hermana del tabernero Ginés [Celestina Tirado] tenía trato con los demonios; vivía en sociedad con una tal Grosella [Graziella], italiana o cosa así, y ganaban la mar de dinero adivinando lo que no se ve y curando con bebedizos a los desamorados. A lo mejor se iban por los aires en busca del Gran Cabrío para celebrar las misas demoniacas. Desde que Celestina andaba en estos trotes se le había puesto la cara más huesuda y le habían salido en la barbilla, en la nariz y en las orejas unos pelos largos y feos. (696)
Poco a poco, la Celestina de los Episodios nacionales se acerca a su homónima rojana en cuanto a su caracterización física: envejece y también se hace “barbuda” (Rojas 2011: I, 47). Como explica Sanz Hermida (1994), el adjetivo barbuda tiene connotaciones brujeriles y demoníacas en época de La Celestina. Es, por tanto, significativa esta transformación física de Celestina en la que vuelve a insistir Tito más adelante: “noté a la mujer dantesca más vieja, huesuda y barbuda que en los días de mi última visita al laboratorio de la italiana” (754). En esta última cita, aparece una equiparación de Celestina con el autor de La Divina Comedia que se repite varias veces en la quinta serie de Episodios nacionales y que también participa en la asociación de la alcahueta con el mundo infernal, esta vez a partir de una referencia literaria.16 16
Es el propio Tito el que insiste en este parecido entre Celestina y Dante: “Por la manera de liarse el pañuelo a la cabeza, su parecido con el Dante resultaba perfecto” (689). Designa
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El fenómeno de alusión a la mediación sobrenatural y a los motivos asociados es más complejo en la reescritura celestinesca del chileno Fernando de Toro-Garland, Razón y pasión de enamorados (1973). En esta obra teatral en tres actos, la mayor parte de la intriga de La Celestina se transpone al Chile de los años setenta. El autor presenta esta obra como una experiencia destinada a probar que el texto de Rojas sigue siendo actual, como una “obra gigante de humanidad profunda” (Toro-Garland 1973: 5). En esta reescritura ambientada en una sociedad moderna, Carlos, nuevo Calisto, es un joven soltero que proviene de una familia acomodada y que pasa el tiempo suspirando por el amor de Meli hasta que lo ayuda cierta Doña Cele, “mujer ya madura, un poco jamona; con el pelo teñido de color subido y aires mundanos que evidencian su profesión” (7). A semejanza de lo que hace la obra original, esta reescritura presenta a Doña Cele como “bruja” que tiene un laboratorio. La tercera pronuncia también un brevísimo y paródico conjuro diabólico que desemboca en la preparación de un ungüento para el cutis con el que pretende embrujar a la joven Meli. Sin embargo, este conjuro no tiene implicación en el desarrollo de la trama, ya que el texto deja bien claro el cariño previo que Meli siente por Carlos. Este carácter puramente ornamental del motivo hechiceril no tiene por qué sorprendernos: Toro-Garland dedicó a La Celestina original un artículo titulado “Celestina, hechicera clásica y tradicional” (1964) en el que aboga a favor de la escasa eficacia de los hechizos y del mundo sobrenatural en el desenlace de la Tragicomedia. En su faceta de dramaturgo, el chileno respeta esta posición crítica, ya que reduce la mediación mágica a un toque pintoresco que da relieve al personaje de Doña Cele. Funciona más bien como un guiño hipertextual suplementario que la misma alcahueta no toma muy en serio, sino que lo considera como una etapa obligada en la mediación amorosa, a modo de decorum:
asimismo a Celestina como “el Dante” o “la figura dantesca” (689). Más adelante, cuando Tito ve salir a Celestina, explica “[...] creía que salía para dar su acostumbrado paseo por el infierno y purgatorio de la Divina Comedia” (690). Cuando Tito vive con Casiana, explica además: “Solía presentársenos de improvisto el Dante, para darnos buenos consejos y señalarme con profética autoridad la conveniencia de recobrar mi alta posición” (691).
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Doña Cele:
[a su ayudante Carmina]– Ahora alcánzame aquel frasco de hierbas que hay allá arriba. (Carmina tienta varios y saca uno.) Ese mismo. Ya veo que vas aprendiendo. En un tiempo más podrás encargarte de esto y yo dedicarme sólo a ver el futuro.
Carmina:
¡Pst! ¡Si yo no creo ni pizca en estas brujerías!
Doña Cele:
¿Y qué importa que tú no creas? Lo importante es que los otros crean. Mira este idiota de Carlos. Él, con lo guapo que es, y que tiene su dinerillo también, estoy segura que podría conquistar a la palomita esa pero o no se atreve, o no tiene confianza en sí mismo. Y recurre a mí. Ésta es la importante función social nuestra. ¿Qué pasaría al mundo de los hombres enamorados y tímidos sin nosotras?... [...] Las luces bajan de tono y sólo está iluminado el rincón de Cele y la mesita del teléfono, donde Carmina comienza a discar, luego a hablar bajo. Mientras tanto se ve a Cele hacer unos exorcismos. Carmina luego se dirige a su cuarto. Al aproximarse a la puerta, una tenue luz rosa lo ilumina y se ve en él que hay un hombre desnudo en la cama. Carmina entra, y a medida que se mete en la cama la luz se apaga, quedando en la escena sólo la luz del rincón donde está Doña Cele. Está saliendo vapor de la cazuela.
Doña Cele:
¡Oh! ¡Espíritu del Gran Cabrón, ayuda a tu sierva y dale poder para unir a los que se aman! ¡Abra-ca-dabra! ¡Abra-ca-dabra! (El vapor iluminado aumenta en intensidad y luego bruscamente se extingue. Cele toma un frasco, de donde vierte, con mucho cuidado, parte del líquido de la cazuela. Lo mira satisfecha y luego sale a la sala cerrando la cortina). (28)
En este fragmento es evidente el tono paródico del conjuro, puesto en escena de forma espectacular (con exorcismos, cazuela y vapor), lleno de abracadabras dirigidos a un Satanás que ya no se equipara con el rebuscado “triste Plutón, señor de la profundidad infernal” (Rojas 2011: III, 108), sino con el más popular “Gran Cabrón”. Un fenómeno similar ocurre en la obra teatral de Luis García Jambrina, todavía inédita, titulada Una noche en la picota (2012). La propia Celestina de esta reescritura no deja de resaltar su faceta sobrenatural al afirmar su
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inmortalidad,17 o su relación con el diablo,18 evidenciada por la cicatriz que cruza su cara, al igual que la de la Celestina rojana, aunque gracias a la “cirugía plástica” (17) esta marca se ha hecho menos visible para la alcahueta de García Jambrina.19 En esta obra teatral, Celestina está atada a una picota por haber participado en casos de corrupción. En el primer acto, un alguacil instala en la misma picota a otro delincuente llamado Lázaro que, como descubre pronto el lector, no es otro que Lazarillo de Tormes. El examen de las interacciones entre estos tres personajes revela que Celestina también es vista por los demás como una bruja peligrosa. El alguacil tiene miedo a tocarla (García Jambrina 2012: 5) y Lázaro cree que la vieja está en la picota precisamente por ser bruja (12). No obstante, la alcahueta confiesa no tener ningún poder sobrenatural ni creer en la magia. En el acto III, mientras Celestina está pensando en su soledad y en su deseo de remediarla, una voz que parece salir de la picota la llama. Dice ser el alma en pena de un ajusticiado. Esta misma voz alude enseguida al pasado de bruja de Celestina. Contesta la alcahueta: Celestina–
Eso no es cierto; si acaso hechicera, o al menos eso es lo que les hacía creer a los incautos que requerían mis servicios.
Voz de la picota– ¿Y por qué no haces un conjuro para liberarte de ese grillete que te mantiene encadenada? Celestina–
Porque yo no tengo poderes sobrenaturales. Tampoco los santos ni los magos los tienen. Somos simples ilusionistas que nos aprovechamos de la credulidad de la gente. Los conjuros son mera palabrería. (82)
17
“No llevo ya más de quinientos años en este mundo para que un juez de tres al cuarto venga a jugármela ahora” (García Jambrina 2012: 16). 18 “[...] por mi trabajo, estoy muy bien relacionada y tengo buenos amigos en todas partes, incluso en el infierno, ya que tarde o temprano todos vamos a acabar allí” (23). 19 En el caso de la Celestina original, los celestinistas han interpretado a menudo esta cicatriz como de origen diabólico. En efecto, según las creencias populares tardomedievales, el Demonio solía designar a sus siervas las hechiceras con una marca similar (García Soormally 2011).
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La característica hechiceril de Celestina se reduce de esta forma a una simple estrategia de la alcahueta, un engaño más que le permite jugar con los deseos y temores de sus clientes. García Jambrina recupera aquí por su cuenta la interpretación de la magia como tema ornamental. La mediación mágica no interviene de forma efectiva en la trama, sino que se menciona a modo de detalle pintoresco con el que Celestina busca ante todo impresionar a los demás. La voz de la picota insiste, sin embargo, para que la alcahueta pronuncie su famoso conjuro a Plutón. El alma está convencida de que esto la podría liberar de la picota en la que está encerrada. A cambio, promete a Celestina que la ayudará a escaparse de la picota. Sin grandes esperanzas de que funcione, la vieja saca un papel en el cual lee el conjuro. Este es igual al del tercer acto de La Celestina primigenia con un añadido (que señalo con cursiva) referido a la situación de esta alcahueta concreta, atada a la picota: Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras ánimas, regidor de las tres furias, administrador de todas las cosas negras del reino de Éstige y Dite, con todas sus lagunas y sombras infernales y litigioso caos, mantenedor de las volantes harpías, con toda la otra compañía de espantables y pavorosas hidras. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras, por la sangre de aquella nocturna ave con que están escritas, por la gravedad de estos nombres y signos que en este papel se contienen, que vengas sin tardanza a sacarme de esta picota y a liberar el alma en pena del ajusticiado que dentro de ella se encuentra. (83)
Al contrario de lo que opinaba Celestina, el conjuro parece funcionar: una cabeza sale de la picota. Este resultado inesperado provoca la sorpresa y el terror de la alcahueta, que descubre poco después que lo que acaba de suceder es en realidad una puesta en escena del alguacil, quien quería vengarse de los insultos y de las bromas que le había gastado Celestina en el acto anterior. A pesar de lo que el espectador —y junto con él, Celestina— hubiera podido creer durante unos instantes, la magia de la alcahueta resulta inoperante. El conjuro es ineficaz y tan solo ha dado lugar a un engaño más, esta vez orquestado por el alguacil en detrimento de Celestina: la burladora ha sido burlada a través de su propia estrategia hechiceril.
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En un episodio concreto de Melibea no quiere ser mujer (1991), Juan Carlos Arce también hace hincapié en la magia, aunque la transforma en mero motivo, a través del protagonismo mínimo que otorga al papel de Celestina, encarnada por una alcahueta llamada Lorenza. En esta novela que hace de Rojas un personaje de su mundo ficticio, el inquisidor Fray Pedro manda registrar el prostíbulo de Lorenza para rastrear las huellas de Fernando, sospechoso en un asunto criminal. Al ver llegar a los familiares del Santo Oficio, Lorenza esconde sus pertenencias relativas a la magia, ya que “consideró que sólo sus tratos con la magia podrían hacerle ser víctima de una justicia que no paraba a distinguir las brujas satánicas de las brujas comunes como ella” (Arce 1991: 114). Es el propio personaje de Fernando de Rojas el que incide en la semejanza entre Lorenza y la vieja retratada en el primer acto de una obra inacabada, manuscrito que el joven acaba de encontrar entre las pertenencias de un amigo asesinado: “Fernando vio de inmediato el rasguño en la nariz y el pelo teñido de aquella Lorenza setentona, delgada, fuerte, cauta y lisonjera para su provecho” (54); “Lorenza, la que él sospechaba que era Celestina” (57), aunque le parece que “Celestina es más pícara, más lista, más bruja y más puta que Lorenza” (129). Sin embargo, a pesar de ser descrita como una Celestina algo edulcorada, Lorenza se asemeja a su colega por su polivalencia profesional: “el alguacil había recogido datos sobre la dueña, que había sido, según le dijo, costurera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y hechicera. El primer oficio era cobertura de todos los otros” (135). Ahora bien, si esta última actividad no influye en el curso de la intriga, Lorenza también despierta los temores de sus vecinos por su fama de hechicera maléfica: Unos aseguraban que su verdadero oficio era recomponer los virgos de las jóvenes que los estudiantes de la universidad habían catado mil veces; otros decían que la vieja vivía de lo que el diablo robaba para ella, y todos aseguraban que los males de las cosechas y la tartamudez de los niños eran obras suyas. (188)
De nuevo, no se lleva a cabo ninguna mediación mágica que relacione los personajes con fuerzas sobrenaturales y que impulse el desarrollo de la acción. La caracterización diabólica de Lorenza sirve aquí tan solo como
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rasgo más en la correspondencia entre la mujer conocida por el personaje de Rojas y la figura literaria que descubre el mismo Rojas en un manuscrito anónimo. El motivo hechiceril es uno de los elementos en los que se basa Fernando para establecer la referencialidad de los diálogos del manuscrito y así intentar identificar a su autor. Reducido a este motivo, el mitema funciona aquí a modo de indicio que posibilita para el personaje una vinculación entre realidad y ficción. Con la novela El manuscrito de piedra, publicada en 2008, Luis García Jambrina juega de forma más compleja con el mitema de la magia y con su función en el acto de mediación. Este buen conocedor del original tardomedieval, actualmente profesor de literatura española en la Universidad de Salamanca, transforma La Celestina en un thriller histórico cuyo héroe —como en la novela de Arce— no es sino Fernando de Rojas, autor de la tragicomedia primigenia, que se integra en una ficción en la que adopta el papel de detective. García Jambrina no duda en desarticular su hipotexto, del cual en definitiva solo conserva algunos fragmentos emblemáticos, como el encuentro entre los amantes,20 y episodios vinculados al motivo hechiceril. Como se constatará enseguida, este proceso genera las más de las veces cierta edulcoración y cierta caricaturización de los ingredientes celestinescos.21 El personaje de la Celestina hechicera y su mediación mágica constituyen sin duda el elemento más representativo del universo celestinesco que se recupera en esta reescritura. La extracción de parte del hipotexto y su acondicionamiento en un nuevo espacio ficticio provoca cierta caricatura del mitema, que es reducido a sus componentes esenciales para facilitar su traslado a la novela. Celestina se adecua aquí efectivamente a la imagen de una Celestina diabólica que han difundido algunos críticos —Menéndez Pelayo, por ejemplo— y que tipificaron sus famosas representaciones iconográficas por 20
Véanse, por ejemplo, los pasajes en los que el personaje de Rojas imaginado por García Jambrina recupera trozos de las alabanzas que Calisto dirige a Melibea en el primer acto de La Celestina primigenia: “En ese hombro y en ese cuello, veía él toda la grandeza de Dios. Su verdadero cielo en la tierra” (García Jambrina 2008: 195). “En esto veo, Sabela, la grandeza de Dios. / ¿En qué, Fernando? / En haberte dotado a ti de tan perfecta hermosura” (301). 21 Nótese que en El manuscrito de nieve (2010), segunda novela en la que García Jambrina ficcionaliza a Rojas como detective, la reescritura del Lazarillo de Tormes conlleva los mismos efectos.
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Goya y Picasso.22 Estas pinturas tienen en común el retrato de un personaje femenino anciano, con la cara acuchillada, cuyo semblante y cuyas prendas evocan la representación tradicional de la bruja maléfica. Como se ha visto anteriormente, estos rasgos ya son propios del personaje rojano. No obstante, a diferencia de su tratamiento tipificado en los textos de García Jambrina, Arce o Blanco-Amor, la magia de Celestina se matiza mucho más en el texto original: en la Tragicomedia, la hechicería triunfante de la que hace alarde Celestina en su casa es contrarrestada por los temores y el peso de la vejez de los que cae presa una vez en la calle (Rojas 2011: IV, 111). Así, la confianza aparente del personaje se opone a su inseguridad interior en muchos pasajes del texto original. No obstante, al principio de su actuación la Celestina de García Jambrina se limita a un único aspecto de la personalidad de su modelo: su caracterización como vieja hechicera, cómplice del demonio. En esta reducción, común —como se ha visto— a varias reescrituras celestinescas, la selección del rasgo hechiceril parece deberse a que se percibe como el motivo más llamativo de la protagonista. La vieja tercera de El manuscrito de piedra vive recluida en una cueva salmantina, rodeada por murciélagos, y prepara bededizos en un caldero grande que remueve sin cesar a la vez que maquina crímenes. Para mejor urdir homicidios, Celestina, además, se hace pasar por una discípula de Satanás ante su cómplice, a quien enseña las ciencias ocultas. El personaje rojano se somete aquí a una tipificación que conduce a la representación de una bruja por antonomasia. Ahora bien, la Celestina de El manuscrito de piedra tampoco se reduce totalmente a una figura decorativa, puesto que esta reescritura recupera el acto de mediación que la Tragicomedia asocia a los poderes mágicos de la alcahueta. Sabido es que la magia interviene para facilitar la mediación amorosa en el texto de Rojas. No obstante, aquí García Jambrina recrea tal esquema de la mediación, pero asociándolo con la estructura de asesinatos en serie del whodunit: gracias a sus dones brujeriles, Celestina se convierte en mediadora de crímenes. Su hechicería es, en efecto, lo que atrae a su discípulo Hilario, deseoso de aprender las artes negras con el fin de vengarse de los que lo 22
Para unos análisis sobre estas representaciones iconográficas, véanse Alcalá Flecha (1984), Salus (1994 y 2015) y Rico (1990).
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humillaron. La magia negra desempeña en este caso una función ambigua: Celestina cree que su hechicería le permite manipular a su discípulo para utilizarlo como arma contra los que hicieron cerrar su prostíbulo. Desde la perspectiva de la exalcahueta, la magia constituye un medio para forjar, a través de su discípulo Hilario, el instrumento de su venganza. Sin embargo, durante la resolución final del caso criminal, típica del whodunit, Hilario revela haber utilizado la magia de Celestina para sus propios fines vengativos. Manipulada por su discípulo, la hechicera constata al final de la novela que solo había sido el instrumento de aquel a quien pensaba instrumentalizar: antes de asesinarla, su antiguo acólito le revela que, al contrario de lo que pensaba Celestina, esta nunca había sido la instigadora real de los crímenes cometidos, sino solo una mera mediadora en el afán vengativo del mismo Hilario. La mediación mágica se desplaza, por tanto, en la reescritura de García Jambrina. La magia ya no se asocia con la relación amorosa, sino que actúa como intermediaria entre el criminal y sus víctimas. Luis García Jambrina retoma así un mitema ya repetido por la celestinesca anterior, pero desconectándolo de su trama original con el fin de servir los códigos del thriller histórico y más particularmente del whodunit, relato de enigmas que ejemplifica la vertiente más clásica de la ficción policial.23 Estas reescrituras que tienden a “ornamentalizar” el mitema de la mediación mágica al mismo tiempo que lo reducen, muchas veces, a un motivo y ya no a un haz de relaciones, aplican al modelo celestinesco un proceso frecuente de evolución del mito que Gilbert Durand califica de edulcoración: La redundancia patente de los contenidos mitémicos se acerca al estereotipo identificador [...]. La transformación [...] se hace entonces vía la edulcoración de la intención moral o dramática. [...] El mito se simplifica en una mera referencia estereotipada insertada como epíteto en la descripción del relato: se trata de fenómenos de banalización [...] con los que los mitólogos están familiarizados. (Durand 1979: 311-312; cursivas mías, trad. mía)
23
Lejos de los investigadores ambiguos y de la moraleja vacilante del hard boiled, la veta policial más tradicional del whodunit se caracteriza por un detective derecho y digno de admiración, cuya inteligencia y cuyo valor aseguran el restablecimiento final del orden moral, lo cual es el caso en la novela de García Jambrina: la intervención de Rojas conduce al castigo de Hilario y al final de las muertes en serie. Véase Dubois (1992).
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Sin embargo, conviene subrayar el papel que tiene dicho proceso de banalización del mitema en la vigencia del mito. Al contrario de lo que afirman muchos mitocríticos, entre los cuales se encuentra Durand, la circulación de tales versiones estereotipadas del mitema no implica forzosamente el deterioro del mito y de este componente suyo, sino que también puede contribuir a su resemantización. En el caso que nos interesa aquí, las reescrituras analizadas demuestran que, a pesar de su “edulcoración”, la mediación mágica gana nuevos sentidos y genera nuevas interacciones entre Celestina y los demás personajes. IV.2. Un componente fundamental Además de estas actualizaciones puntuales, la hechicería de Celestina también condiciona de forma mucho más destacada varias reescrituras celestinescas que la desarrollan y la vinculan estrechamente con la trama o con la estética perseguida. La mediación mágica incluso puede justificar el contenido de la reescritura. Es el caso en Calisto, historia de un personaje (1999), obra teatral de Julio Salvatierra protagonizada por un solo actor que encarna, a la vez, el personaje de Calisto —criatura ficticia— y el hombre de carne y hueso que le da vida en el escenario. El monólogo teatral se convierte así en un diálogo esquizofrénico en el que dos personalidades, la del personaje y la de su actor, se disputan un mismo cuerpo y una misma voz. Calisto es capaz de controlar, en cierta medida, las réplicas que salen de la boca de su intérprete. Esta prolongación del personaje a través de su actor, que implica traspasar la frontera entre criatura ficticia y comediante real, la explica el mismo Calisto de Salvatierra con un “Celestina me enseñó algo de su brujería” (Salvatierra 1999: s. p.). Gracias a su magia y a la enseñanza de esta, la alcahueta habría hecho posible aquí no una mediación amorosa sino una mediación ontológica que permite al personaje ficticio prolongarse en un ser factual e incluso dialogar con este. La magia de Celestina tiene muchas más funciones en el resto de las reescrituras que le otorgan un lugar central en la trama: cumple diferentes papeles actanciales en la celestinesca decimonónica, donde funciona además como resorte gótico; se hace hiperbólica en la obra de Moisés de las Heras y
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en la de Alfonso Sastre, último texto donde contribuye a generar la dimensión paródica de la tragedia compleja; cataliza las oposiciones entre personajes en las obras de Milagros Pierna, José Martín Recuerda y Carlos Fuentes; por último, asegura una mediación entre el mismo texto y su lector, tanto en la novela de Marta Mosquera como en el texto teatral de Álvaro Tato. Examinemos con detenimiento cada uno de estos casos de resemantización del mitema. IV.2.1. La amplificatio de los autores decimonónicos De forma general, las reescrituras del siglo xix tienden a amplificar la dimensión mágica, muchas veces diabólica, del personaje de Celestina. Con Los polvos de la madre Celestina (1840), Juan Eugenio Hartzenbusch hipertrofia el mitema al multiplicar considerablemente los episodios sobrenaturales y al desarrollar las dotes de Celestina para las artes negras. En esta exitosa comedia —conoció cerca de cincuenta funciones en la década de los cuarenta y en 1880 ya llevaba trescientas—, que se inscribe en la tradición de la comedia de magia, el elemento mágico se tematiza de forma cómica mediante amplificaciones. Como indica el subtítulo, Comedia de magia en tres actos acomodada del teatro francés al nuestro, el texto de Hartzenbusch se presenta como una adaptación de una comedia francesa (Gies 1996: 113). Los polvos de la madre Celestina se inspiran efectivamente en Les pilules du diable de Ferdinand Laloue (1830), en el que introducen una serie de retoques para adaptarlo a la escenografía española de la época. Ahora bien, el cambio más importante que utilizó Hartzenbusch para adaptar la obra francesa al público español consiste precisamente en transformar el personaje de Laloue llamado “Sara la sorcière”, verdadero tipo de bruja, en Celestina, figura de bruja ahora identificada con el personaje de Rojas. La españolización del texto francés pasa así por la inserción de Celestina como bruja nacional. Además, Celestina se hace central en la obra de Hartzenbusch: interviene más que la Sara des Pilules du diable y aparece en el mismo título de la obra. Además, el gran protagonismo que desempeña el motivo hechiceril en esta obra se refleja en las distintas funciones actanciales que desempeña. Motor principal de la intriga, junto con el amor que comparten los jóvenes
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García y Teresa, la magia se asocia desde el principio del primer acto con el personaje de Celestina: cuando recibe la visita de la vieja en su botica, Nicodemus alude al poder de adivinación de Celestina y a los rumores que la tachan de bruja por tener en su sótano “untos y redomas” (Hartzenbusch 1840: 4). A raíz de esta fama, Nicodemus había pedido a Celestina que se casase con él, ya que “puestos en confraguación nuestros corazones, hubieran producido el operato más prodigioso de la nupcial farmacopea” (4). Sin embargo, la hechicera lo rechaza porque prefiere unirse con algún joven. Gracias a una carta de amor que confiesa haber robado, Celestina le anuncia al farmacéutico que su cuñada Teresita Loreto tiene a García Verdolaga, “un poeta de buhardilla” (5), como novio, a pesar de que Nicodemus haya planificado su boda con el rico Junípero Mastranzos. La astucia de la vieja constituye aquí el punto de partida de la trama puesto que, a partir de esa revelación, el boticario intenta separar a los amantes. Sin embargo, Celestina, cuyo objetivo es conseguir el amor del guapo García, confía luego al joven unos polvos mágicos “omnipotentes” (14) que lo ayudan a escapar de las represalias de Nicodemus: Celestina–
Para que vivas, te doy Cuanto produce el Perú.
García–
¿Quién eres para eso tú?
Celestina–
Quien puede cumplirlo soy.
García–
Dudoso hasta verlo estoy.
Celestina–
Lo hará ver un talismán.
García–
¿Cuál?
Celestina–
Unos polvos serán.
García–
Y con ellos ¿qué he de hacer?
Celestina–
Desear, hablar y oler, Y tu gusto cumplirán. (12)
Celestina facilita por tanto, primero, los amores de los jóvenes gracias a su magia. El joven poeta es reticente ante el regalo del talismán: acusa a la vieja de ser bruja y, por tanto, embustera. Celestina replica que “de magia
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y poesía yo no sé quién miente más” (13) y poco a poco logra convencer a García. Entre otras maravillas permitidas por estos polvos mágicos, García podrá, por ejemplo, transformar a su rival Junípero en pavo, teletransportarse al convento donde está encerrada Teresa, o convertir una mesa en un carro “tirado por genios” (20) para escaparse del acoso de Nicodemus. A partir de este primer acto, cada presentación de Celestina a un nuevo personaje se hace a través de su caracterización brujeril. García habla a Teresa de la “célebre maga Celestina” (21) y el retrato se prolonga con la descripción del “antro” (25) diabólico de la nigromante, quien vive con sátiros. La asociación demoníaca se prolonga a lo largo del texto, por ejemplo, con la llegada de Celestina “sobre un grupo de serpientes” (64). De ayudante, la magia de Celestina se convierte pronto en oponente: cuando García le pregunta a la “madre” cómo puede agradecerle su regalo, la bruja le explica que su don de inmortalidad la condena a vivir en vejez perpetua, a menos que un caballero mozo y galán le dé un abrazo después de haberse casado con ella. Esta petición velada, que no deja de recordar el esquema del cuento de hadas, es inmediatamente rechazada por García. Ante semejante negativa, Celestina amenaza al joven recordándole el funesto destino de los últimos jóvenes que se atrevieron a contrariar sus planes: Celestina–
Mira esas estatuas: aquella es Melibea, aquel es Calisto.
García–
¿Eres tú la Celestina de su época?
Celestina–
Yo soy, García.
García–
¿No te quitaron la vida los criados de Calisto?
Celestina–
No. Un cadáver desfigurado fue a la sepultura con mi nombre: yo en tanto saboreaba una venganza más ilustre que la que me dio la justicia castigando a mis asesinos: el desastrado fin de los dos amantes.
García–
¡Cómo! Cuando Calisto cayó desde el muro del jardín, al separarse de Melibea...
Celestina–
Mi mano invisible precipitó a Calisto; mi aliento inspiró a Melibea la desesperada resolución de arrojarse de la azotea a vista de su padre.
García–
¿Qué ofensa te habían hecho aquellos dos infelices?
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Celestina–
La que tú me haces ahora: servirse de mi ciencia y despreciarme luego. (27)
La Celestina de Hartzenbusch interpreta aquí el conjunto del desenlace de la Tragicomedia como si se debiera a su intervención mágica. La hechicería se presenta, por tanto, como el instrumento que permitió a los amantes conocer tanto el amor como la muerte. La maga de la comedia de magia sigue este mismo modelo: tras ayudar a Teresa y a García, intenta herirlos con la ayuda de sus sátiros. A partir de esta confrontación, el instrumento de la hechicera —los polvos mágicos— se transforma en el objeto del esquema actancial: codiciados por todos los personajes como fuente de poder, arma de venganza o herramienta protectora, los polvos de Celestina generan una serie de persecuciones y de golpes de efecto cómicos. Esta utilización del motivo mágico sin duda ha de interpretarse en el marco del género practicado por el dramaturgo. Caldera señala que, si bien la comedia de magia había decaído en los siglos xvii y xviii, el género había revivificado en el siglo xix a raíz de la representación de La pata de cabra de Juan de Grimaldi. La innovación de esta pieza, con respecto a las anteriores comedias de magia, consistía en su “espíritu escéptico y refinado que no podía mirar a la magia sino con una sonrisa irónica” (Caldera 1982: 248), mientras que, en el teatro de magia de los siglos anteriores, “es casi siempre evidente la admiración hacia el ‘mágico’, quien aparece como hombre dédito a la ciencia, por cuyo medio está en condición no sólo de vencer a sus enemigos, sino también de dominar el universo”. El tratamiento que Los polvos de la madre Celestina reserva al mitema celestinesco de la hechicería se explica a través de esta evolución del género, puesto que “tras el apogeo romántico, la comedia de magia, que por su propia carencia de lógica no tenía que respetar regla alguna, sólo pretendía conservar el tenebrismo y la decoración fantástica con objeto de divertir mediante sobresaltos con escaso contenido” (Alonso 2010: 423). En este marco, las nuevas comedias de magia truecan en parodia esos ingredientes tradicionales, lo que se percibe claramente en Los polvos de la madre Celestina: la bruja está a menudo ridiculizada y sale aún peor parada al final de la obra. El texto termina en efecto con la unión de García y Teresa, propiciada por la intervención deus ex machina de Locura:
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El talismán, objetivación de la potencia del amor, le brinda de vez en vez su protección a la pareja, que en tal modo se burla de sus enemigos y logra por fin el triunfo (los dos jóvenes aparecen, al final, sentados cerca de Cupido en un trono de rosas y en el palacio aéreo del dios) que, en la perspectiva romántico-burguesa de la obra, les correspondía por derecho cabal a los enamorados jóvenes y sencillos, a pesar de las pretensiones de un tutor “antiguo régimen” y de un pretendiente noble y ridículo. (Caldera 1982: 250)
Después de interponerse entre los enamorados, la magia celestinesca se convierte de este modo en la aliada de los amantes, en el instrumento que les permitirá llegar a la felicidad final. No cabe duda de que este proceso invierte el esquema anteriormente expuesto por la propia bruja de una Celestina que logra castigar a Calisto y Melibea con sus dotes sobrenaturales. Aquí, la maga acaba volviéndose víctima de su propio poder y los amantes salen triunfantes de esta confrontación. En la última escena de Los polvos de la madre Celestina, la figura alegórica de la Locura también juzga a Celestina antes de perdonarle la vida y de casarla con don Junípero, antiguo prometido de Teresa. Como castigo por sus crímenes, Celestina pierde sin embargo sus poderes mágicos y solo será capaz de hechizar a su marido (93). Junípero concluye entonces: “con oro siempre a mano, / bien que sin polvos quedemos, / nosotros hechizaremos / a todo el género humano” (83). Esta alusión final al poder de la riqueza, si bien remite a una temática desarrollada en La Celestina original, también relega a unas dimensiones bastante prosaicas la mediación mágica en la que se basaban todos los episodios anteriores. Tal conclusión de la obra se adecua a los rasgos de la comedia de magia decimonónica: La primera obra que salió a luz, La redoma encantada de Hartzenbusch (se representó en 1839), sanciona de manera explícita y definitiva el principio que la magia no puede supervivir en el teatro español más que en clave burlesca. [...] La única verdadera magia, por decirlo así, es otra vez la del amor, que encuentra en esta comedia los tonos del más acendrado romanticismo. (Caldera 1982: 250)
Y claro está que, en este marco, tampoco falta en la reescritura de Hartzenbusch “el sentido romántico del amor puro y libre, destinado a salir
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triunfante de las artimañas de los malvados y de las marañas de la suerte” (252), mediante el robo de parte de la magia de Celestina. Como indica Cecilio Alonso, la moda de la comedia de magia, que fue reimpulsada por Hartzenbusch a partir de La redoma encantada (1839) y Los polvos de la madre Celestina (1840), generó una serie de obras cómicas destinadas a captar a “un público popular dispuesto a dejarse sorprender por trucos y efectos imprevistos a propósito de mitos muy arraigados en el folclore español” (Alonso 2010: 423). En la elección del modelo rojano subyace así esta preocupación por recuperar una historia de sobra conocida por el público español. En Los polvos de la madre Celestina, las referencias a la antecesora tardomedieval de Celestina son además bastante frecuentes. Después de enterarse de la edad de su prometida, don Junípero exclama: Junípero–
¡Dos siglos! ¡Justo Dios!
Celestina–
Y ochenta y cuatro años.
Junípero–
¡Friolera es el pico!¡Doscientas ochenta y cuatro navidades! ¿Luego sois la mismísima Celestina de Juan de Mena?24 Es una curiosidad una mujer semejante. Y sería una moza como unas peladillas cuando nació don Enrique IV. (39)
Junípero seguirá luego incidiendo en la relación entre su novia y la famosa hechicera: “Cuanto más pienso en que voy a casarme con un cronicón de la Edad Media...” (78). En esta perspectiva, quizá podrían interpretarse las varias alusiones que el texto de Hartzenbusch hace a la inmortalidad de Celestina no solo como una característica sobrenatural más de la hechicera, sino también como un eco a la inmortalidad de esta creación literaria en la memoria colectiva.
24
Es de notar que Junípero atribuye la creación de La Celestina a Juan de Mena y no a Rojas. Como ya vimos, en el prólogo de la (Tragi)comedia de Calisto y Melibea, se propone al autor de Laberinto de Fortuna como posible responsable del primer acto. La falsa atribución de Junípero puede interpretarse como un guiño al contexto de producción de esta pieza de Hartzenbusch: en efecto, la cuestión de la autoría de La Celestina se vuelve una fuente de debate en la crítica académica del siglo xix, especialmente a partir de la década de 1820, cuando José María Blanco White publica trabajos a este propósito.
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Algunos años después de la comedia de Hartzenbusch, Serafín Estébanez Calderón sigue insistiendo en la dimensión hechiceril y diabólica de Celestina. En un cuadro de costumbres titulado sencillamente “La Celestina” (1844),25 “El Solitario” propone un retrato híbrido de esta figura entre el tipo social de la alcahueta y el personaje literario individualizado. A mi ver, tal hibridez resulta en buena parte de la inserción, en este “estudio y anatomía” (184) de Celestina, de algunos diálogos ficticios que emulan las réplicas de la Celestina de Rojas e incluso inventan nuevos episodios de su historia, razón por la cual Snow ha calificado este texto de “a tour-de-force of literary pastiche” (Snow 1993: 270). Los episodios ya presentes en la Tragicomedia que se reescriben a través de nuevos monólogos de Celestina son los de la seducción de la joven. Para lograr dicha seducción, la alcahueta desarrolla sus artes retóricas ante los criados y la matrona noble, madre de la chica, antes de atacarse a la virtud de la propia joven. Celestina consigue vencer a esta mediante una mezcla de alabanzas, proverbios y falaces razonamientos lógicos basados en la manipulación psicológica. Las escenas que “El Solitario” agrega a la trama primigenia son las de la contratación de Celestina, aquí directamente solicitada por el galán, y una visita de la joven que, después de relacionarse con su amante, lamenta la pérdida de su virginidad ante Celestina. La alcahueta argumenta con tal astucia que no solo logra apaciguar a la chica, sino que incluso consigue animarla para que conceda sus favores a otro cliente de Celestina. A raíz de estos diálogos ficticios de su cosecha, Estébanez Calderón propone un análisis psicológico del personaje de Rojas del que enfatiza sobre todo la verbosidad y la faceta de hechicera diabólica que ya fascinaba a Hartzenbusch. Como indica Snow: “the verbal manipulations of this Celestina do generally follow the linguistic patterns familiar to readers of Rojas’ original text, but the new emphasis falls exclusively on the diabolic and malevolent underside of them” (Snow 1993: 275). En el texto de Estébanez Calderón, Celestina es descrita varias veces por su cliente como discípula del diablo, “brujidiabla” (185). Según el autor, Celestina destaca asimismo por
25
Estébanez Calderón publica este texto por primera vez en Los españoles pintados por sí mismos (1844), antes de incluirlo en sus Escenas andaluzas (publicadas por entregas entre 1846 y 1847).
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su “perversidad” (182) y por su “empleo diabólico” (182), que hace de ella una “infernal meguera” (186), una “embajadora de la maldad” (187), “una infernal arpía” (187), “una maligna sierpe” (189) que “se lanza como saeta envenenada a dar en el blanco de su perverso intento” (186-187). El conjuro y la adivinanza son sus instrumentos de trabajo (183). Su casa es “la boca del infierno” (184). Estos son solo algunos de los múltiples ejemplos de la caracterización infernal de Celestina proporcionados por el texto. Las habilidades demoníacas de la alcahueta dan pie a mediaciones amorosas perversas de las que se regocija. Al contrario de la Celestina de Rojas, matizada por cierta inseguridad y cierto miedo a caer en la miseria, la de Estébanez Calderón resulta odiosa: “her triumph over the young virgin comes accompanied by no private glee at having undone a powerful upper-class adversary, Pleberio, but is, clearly, perversity for its own sake” (Snow 1993: 277). En 1862, Rafael del Castillo propone asimismo una insistente caracterización hechiceril de Celestina en una novela histórica que titula, para homenajear a Hartzenbusch, Los polvos de la madre Celestina. En esta larga novela folletinesca, aparece de forma puntual un personaje de vieja llamada Celestina. Esta vive en un antro subterráneo, situado debajo de la vivienda de doña Inés, joven noble que anhela vengarse del rey de España, Carlos II, por haber provocado la deshonra de su padre. La descripción del lugar de vida de Celestina no deja lugar a dudas acerca de su actividad mágica y demoníaca: [...] la habitación donde las dos mujeres se encontraban olía desde cien leguas a hechicería. Un hornillo en uno de los extremos de ella, una caldera, un mortero de piedra, un crisol, algunos botes y varios pájaros y culebras groseramente disecados, completaban con una silla de tijera y otras dos de vieja y raída tapicería el mueblaje de aquella habitación. Y en cuanto a la dueña de ella, guardaba también armonía con su cuchitril. (Castillo 1862: 67)
El relato enlaza directamente con el retrato de Celestina: Sumamente demacrada, muy anciana, y con esa palidez de la edad y de los trabajos, parecía que toda su existencia se había concentrado en su mirada. Y mirando con detención a aquella mujer, se advertía desde luego que no tenía una inteligencia nada común. [...]
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Dados estos ligeros detalles respecto a la Celestina y dejando para más tarde el conocerla mejor, nos circunscribiremos a decir que la vieja tenía una reputación tanto en Madrid como en sus alrededores. Nadie como ella sabía adivinar lo futuro. Ningún perfumista componía como ella las pomadas y los aceites, y más de una alta señora de la corte usaba los cosméticos y pastas confeccionados por la Celestina. Además, los conocimientos de la vieja se extendían también hasta la farmacia. Y más de una madre había salvado a su hijo con las medicinas preparadas por la vieja, y sus drogas eran muy buscadas, por los beneficios que causaban a los dolientes. Pero todo este bien que hacía, no pudo librarla de que la Inquisición, predispuesta en su contra por las delaciones de algunos farmacéuticos y facultativos, diese con ella en las prisiones del Santo Oficio. (67-68)
Ya en las primeras páginas de la novela, unos estudiantes, al advertir la presencia de la vieja, se exclaman: –[...] mirad, una bruja. Y todos dirigieron de nuevo sus miradas a una mujerzuela corcobada, que adelantaba trabajosamente por entre la multitud, apoyándose en una carcomida caña de Indias. –¡Pues si es la Celestina!... (12)
Al vivir en una cueva en medio de su laboratorio, al fabricar “pomadas, drogas y untos” (69) y al “componer bebedizos, [...] levantar figuras [...] [y] hacer esa porción de cosas con que se embaucaba a las crédulas e ignorantes personas de los pasados siglos”, esta Celestina se retrata como una hechicera hecha y derecha cuya fama es además extremadamente extendida: “desde el estudiante hasta la más opulenta dama de Madrid, la Celestina era conocida” (69). Como se ve en la penúltima cita, la magia practicada por la mujer anciana es ante todo una magia benéfica: cosméticas o farmacéuticas, sus preparaciones no son dañinas sino de utilidad pública. Cuando le pide unos polvos mágicos a Celestina con el fin de hechizar al rey y ganarse el cariño de su amado Carlos, Inés, benefactora de la vieja a
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quien había liberado de la Inquisición y ofrecido posada, se topa primero con el rechazo de la hechicera: [...] todas las drogas del mundo no producen el efecto que el vulgo ha creído; puede suceder, sí, que cierta clase de composiciones preparadas con alguna inteligencia, obrando directamente sobre el cerebro, consigan perturbar la razón, así como también hay otras pociones que administradas bien en líquido bien en polvo, obran directamente sobre los órganos vitales y pueden producir el aniquilamiento físico. (69-70)
Esta réplica contrasta con la descripción de Celestina que precede: a pesar de su caracterización como bruja, la vieja resulta ante todo pragmática y racionalista. Además, es interesante la doble utilidad que Inés asocia con la magia de Celestina: no solo interviene en cuestiones de salud y belleza, sino que también sirve el propósito de venganza de la joven. Como en La Celestina primigenia, la magia de la “madre” es solicitada para apoyar intereses individuales de pasión y conflicto. Más adelante en el relato, el personaje reanuda su representación diabólica. Camino de Madrid, una doncella y su padre ven a Celestina mientras esta contempla su vivienda ardiendo.26 Comentan a este respecto unos arrieros: “sin duda los diablos andarán revoloteando entre las llamas” (820). Impresionada, la chica exclama: –¡Oh!... ¡padre mío!... estamos perdidos, mirad a la Celestina. Y la aterrada joven señaló a su padre hacia lo alto del montecillo donde se veía una mujer anciana envuelta en un manto negro. –¿Y quién es esa Celestina? Preguntó don Diego. –Es una hechicera, una bruja de quien es aquella casa que se está quemando, según acaban de decir los arrieros que pasaron junto a nosotros. (820)
Esta caracterización viene, además, reforzada a nivel iconográfico por el grabado que acompaña el texto en este pasaje: Celestina está representada
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Inés le había pedido a Celestina que quemara la casa con el fin de borrar hasta el último recuerdo de su amor perdido.
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con el mantón que ya la acompañaba en el texto de Rojas y su calma contrasta con el fondo desolado (figura V.1).
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Esta representación de Celestina se aleja bastante de los retratos anteriores del personaje hechos por el narrador. Los demás personajes no perciben en la mujer anciana a la curandera pragmática que es, sino que proyectan en ella la imagen de una bruja temible. La función de la hechicería celestinesca es, de este modo, doble en la novela de Rafael del Castillo: por un lado, sirve de ayudante u oponente de los demás personajes y, por otro, de elemento gótico al que está predispuesta la novela histórica folletinesca.27 Por su parte, Carlos Calvacho desarrolla la caracterización hechiceril de Celestina de forma más burlesca en el juguete cómico que titula
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Sobre este rasgo de la novela folletinesca, véase Rubio Cremades (1982).
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significativamente La bruja Celestina o el Turris Burris (1879). En esta obra teatral en octosílabos, la magia de Celestina desempeña en efecto un papel tan preponderante —Celestina se define exclusivamente como bruja, ya no como alcahueta— como cómico. Los tres protagonistas masculinos de esta pieza, un sacristán, un barbero y un escribano, reivindican el amor de Lucía. La joven les propone un juego para decidir quién merece su mano: su esposo será el que sea capaz, con los ojos tapados, de cortar la cabeza de un gallo colgado de un árbol. Ninguno de los tres lo consigue. Aparece entonces una bruja que se presenta en el texto como “la tía Celestina”. Da una primera demostración de sus poderes en la escena IV, en la que dibuja un gallo en una hoja de papel antes de pronunciar un conjuro algo jocoso y caricaturesco con el fin de cortar la cabeza del gallo sin tocarlo: Celestina–
Dadme esa cuchilla, y al gallo miren, porque en dando yo con ella un sablazo en la pintura de ese gallo, la cabeza, sin que nadie se le acerque, al punto caerá por tierra [...] ahora el conjuro empieza. Cuerniquiquí – Capricornio. Corni – Cabra
Lorenzo–
¡Qué tremendas para los casados son esas palabras que reza!
Celestina–
Corni – Copia, corni – largo, Caiga la cabeza en tierra. (Da una cuchillada en el gallo pintado y cae la cabeza del que está colgado del árbol.) (Calvacho 1879: 14)
Desde luego, este sortilegio es totalmente inútil, ya que Celestina no quiere la mano de Lucía. Tan solo le sirve a la bruja para impresionar a los demás y para ponerse en escena a sí misma con orgullo. El sacristán se va enseguida a denunciar la brujería de Celestina al cura.
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Esta Celestina también utiliza sus poderes para reírse a costa ajena. En este caso, ofrece al barbero Lorenzo una receta mágica para enamorar a Lucía. Tan desconfiado como el García de Hartzenbusch, el joven interroga a la vieja acerca de su magia. Le contesta Celestina: “Llamamos la magia blanca / y la ejerzo con licencia / del señor corregidor” (16), lo cual sorprende a Lorenzo: “Conque sois bruja completa / con títulos y permiso... y / una preguntilla suelta. / ¿Paga usted contribución por ser bruja?” (16). Cuando el sacristán regresa a la escena, insiste para leer en voz alta el papel dado por Celestina a Lorenzo. El papel solo contiene una fórmula extraña —“Triquis – Traquis. / Turris, burris, qué perfecta hermosura estoy mirando” (17)— y al pronunciarla, el sacristán se enamora al instante de Lorenzo. Les ocurrirá lo mismo a todos los demás personajes masculinos de la obra, que llegarán a leer de forma accidental la receta antes que Lucía y que, por tanto, se enamorarán del barbero, a pesar suyo. La magia de Celestina provoca de este modo un lío tremendo que la misma bruja arregla al final de la obra al romper el documento, y con él el hechizo. La vieja explica que ha montado esta burla “por divertir” (22) a todos. Tenemos aquí una situación un poco similar a la del texto de Hartzenbusch: Celestina pretende ayudar al amante gracias a su magia antes de ponerlo en una situación difícil a raíz de esta misma intervención mágica. La magia desempeña de nuevo un papel ambiguo, a la vez ayudante y oponente de los protagonistas, que se vuelven, finalmente, marionetas suyas. Sin embargo, en el caso de Calvacho, la maniobra mágica es meramente jocosa y burlona. El objetivo de Celestina es su propia diversión, así como, quizá, un afán de venganza con respecto a Lorenzo, quien la había insultado al principio de la obra al llamarla repetidas veces “embustera” (13). Además, la bruja no es castigada por su trampa al final de este texto, al contrario de lo que ocurría en Los polvos de la madre Celestina de Hartzenbusch. Al año que sigue a la aparición de este juguete cómico, todavía en Madrid, la autora Matilde Cherner publica bajo el seudónimo de Rafael Luna una novela de corte naturalista que también recrea de forma puntual el personaje de Celestina: María Magdalena. Estudio social (1880). De nuevo, esta recreación conlleva aquí un afianzamiento de la faceta brujeril del personaje. Ahora bien, en este caso dicho afianzamiento no posibilita escenas espectaculares de demostración de la magia celestinesca —lo que sí ocurría con Hartzenbusch
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o Calvacho— ni sirve la representación pintoresca de una hechicera artesana en su laboratorio —como la de Castillo—, sino que más bien engendra, al igual que en el texto de Estébanez Calderón, una diabolización de Celestina a nivel moral. La Celestina de Luna se retrata, en efecto, como un ser malvado cuyas artes maléficas radican más en su capacidad suasoria para atraer a mujeres decentes en el mundo prostibulario que en su relación con el demonio. Al llegar a Salamanca, el narrador de esta novela se entera de que se está desarrollando el juicio de Celestina, dueña del prostíbulo más importante de la ciudad: —¿Qué, no te acuerdas de Celestina? ¡Parece imposible que hayas sido estudiante en esta Universidad! [...] —Pero, hombre, yo no conozco más Celestina que la de Rojas, y creo que esa no se habrá dado el gusto de resucitar para que la encausen ahora, después de haber sido azotada y emplumada en vida y morir de mala muerte. —No, no es esa Celestina, sino la nuestra, la de nuestros tiempos, la que en este siglo ejercía sus maléficas artes, la de bruja inclusive, y a la que por eso se puso en la ciudad el nombre clásico de las zurcidoras de voluntades. (Luna 1880: 10)
Es interesante aquí la contraposición de las dos Celestinas, la del modelo rojano a cuyo desastroso final se alude y la contemporánea, cuyo final funesto es ya anunciado por el juicio en curso. La Celestina de María Magdalena comparte con su antecesora varias actividades o “maléficas artes”: es alcahueta, “zurcidor[a] de voluntades” e incluso “bruja”. Estos puntos en común justifican su apodo de “Celestina”, “nombre clásico” para designar aquella clase de mujeres. Ahora bien, como demostró Rodríguez Sánchez (2001), el diálogo entre este personaje y la protagonista de Rojas es constante, más allá de esta coincidencia onomástica. El texto recuerda así varias veces que “[l] os estudiantes de Salamanca habían dado el nombre de Celestina a aquella horrible mujer, en recuerdo de otra bruja que siglos atrás dicen que ejerció en esta ciudad el mismo infame oficio que ella ejercía, y a la que se asemejaba en malicia y perversidad” (67). La Celestina salmantina del siglo xix también recuerda la del xv por su afición al vino. Asimismo, su retrato físico parece adecuarse —con la excepción de la cicatriz en la cara, marca del diablo, que en el texto de Luna no se menciona— a los datos proporcionados por la Tragicomedia. La alcahueta descrita por el narrador es así:
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[...] una vieja de tez cobriza, con la que formaban horrible contraste los blancos mechones de cabellos que salían por entre los pliegues de su mantilla de bayeta; de boca hendida, que acusaba la completa carencia de dientes y muelas; de nariz chata y remangada, que imprimía en su semblante, que ella procuraba hacer aparecer compungido, una expresión inequívoca de descaro y desvergüenza; expresión que concluían de hacer grotesca y repugnante sus ojos verdes, redondos, inquietos, que giraban en todas direcciones, y en cuyo fondo brillaban la astucia, el recelo y la malicia. Dos cejas blancas, espesas y erizadas añadían algo de feroz y cruel a aquellos ojos, cuyos párpados, desprovistos de pestañas y ribeteados de rojo, denunciaban el abuso del aguardiente. (13-14)
Esta descripción física afianza desde luego el retrato moral y comportamental de la alcahueta, cuya perversidad es reforzada en cada ocasión. Tanto “su alma sumida en el pecado y la ignorancia” (14) como “su infame industria” hacen de “la bruja Celestina” (11) la responsable —al parecer voluntaria y por tanto sádica— de la desdicha, caída moral y muerte de la guapa e inocente Aspasia, joven forzada por Celestina a trabajar de ramera. La descripción brujeril de la alcahueta sirve de este modo para que el juicio que se describe en la novela represente, ante todo, el proceso de Celestina como encarnación de la maldad. IV.2.2. La amplificatio posterior: Alfonso Sastre y Moisés de las Heras28 En Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978), el dramaturgo español Alfonso Sastre otorga también un protagonismo fundamental a la dimensión demoníaca de la mediación cumplida por la alcahueta. Es de notar que la importancia del componente mágico ya se subraya en el mismo subtítulo de la obra: Historia de amooor y de magia con algunas citas de la famosa tragicomedia de Calisto y Melibea. En esta pieza de ocho cuadros, la caracterización fantástica de Celestina se hace hiperbólica mediante una serie de procedimientos literarios como las acotaciones, los cruces intertextuales o
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Algunos de los resultados de este apartado ya se han presentado en François (2016), trabajo en el que se detalla la dimensión metaliteraria de la reescritura celestinesca de Alfonso Sastre.
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la metateatralidad. Antes de indagar en dichas prácticas de incremento de lo sobrenatural, resulta provechoso situarlas dentro del proyecto de reescritura del autor. Alfonso Sastre se propone, en efecto, homenajear La Celestina recreándola de una forma bastante libre: Mi respeto a la obra de Rojas se expresa de la mejor forma posible: no haciendo lo que se suele llamar una “versión respetuosa” de la obra, sino no tocándola a no ser para citarla inequívocamente en algún pasaje y para usar o, mejor, abusar un poco de los nombres de sus personajes. (Sastre 1978: 178; cursivas mías)
Este proyecto de modificación global se relaciona con la propuesta estética llevada a cabo por Sastre en varias obras suyas. Con su Tragedia fantástica, el dramaturgo pretende dar una muestra de una nueva modalidad teatral que él mismo había teorizado en La revolución y la crítica de la cultura (1970): la tragedia compleja. Según el autor, la meta de este tipo de obra consiste en generar una toma de conciencia de la degradación social. Amén de la influencia de Brecht, Sastre presenta cierta influencia valle-inclaniana con este concepto de tragedia compleja. Es precisamente en su artículo “Tragedia y Esperpento” (1965) donde Sastre relaciona su quehacer dramático con el teatro de Valle-Inclán. El autor de Tragedia fantástica considera el esperpento como la modalidad específicamente española de la tragedia. En este contexto, no es baladí señalar que, según Sastre, “los primeros ejemplos esperpentizadores de la realidad española a través de la literatura se concretan en el Renacimiento con Fernando de Rojas y su Tragicomedia de Calisto y Melibea” (Manchado Lozano 1985: 202-203). El propósito de la tragedia compleja consiste en elaborar representaciones de una sociedad degradada y ridiculizada. Por ello, esta modalidad teatral pone en escena héroes irrisorios y muestra una comicidad cuya meta no es la de relajar la tensión dramática sino, por el contrario, la de acentuar la índole trágica de las situaciones expuestas al mostrar las insuficiencias de la naturaleza humana. Este procedimiento se ilustra sobremanera en el tratamiento del mitema de la magia celestinesca que se expone en Tragedia fantástica. Aunque Sastre conserva de forma evidente no solo la trama de la obra rojana —o sea, las diferentes etapas claves en la progresión de la historia—, sino también sus distintos personajes, transforma al mismo tiempo dichas criaturas de papel
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en figuras sumamente burlescas. En efecto, si bien sus nombres y funciones actanciales en el relato son idénticos, en lo que atañe a su caracterización física y psicológica los personajes de Sastre resultan ser unas versiones degeneradas, y hasta invertidas, de los personajes de La Celestina original: Calisto ya no es un galán guapo, rico y lascivo, tachado de hereje por considerar a Melibea como su nuevo Dios (lo que correspondía a un tópico de la literatura cortés), sino que se ha vuelto un exmonje pobre, feo, virgen29 y hereje, ahora en el sentido propio de la palabra.30 Melibea, por su parte, ya no es la joven y virtuosa virgen que acabará sucumbiendo a los piropos de Calisto, a quien ofrecerá su cuerpo, sino que se ha transformado en una mujer madura, prostituta arrepentida cuyo amor hacia Calisto solo se concretará con un beso en la mejilla. Finalmente, Celestina, aunque se mantiene su retrato como alcahueta y hechicera de avanzada edad —tendría más de cien años—, ha podido conservar juventud y belleza gracias a su magia. Cuando no implica inversión, la dimensión irrisoria se logra mediante una exageración de los rasgos que venían asociados a ciertos personajes en La Celestina original. La dimensión fantástica de la alcahueta constituye así el aspecto de su modelo que más hipertrofia Tragedia fantástica. Además de hechicera, Celestina se convierte aquí en un vampiro digno de la creación de Bram Stoker. Los resortes de la novela gótica, y más particularmente los de la novela del escritor irlandés, sirven efectivamente para la caracterización del personaje de Celestina: como Drácula, se nutre con sangre, no se refleja en los espejos, se pasa el día descansando en un ataúd lleno de tierra regeneradora y solo actúa de noche. Incluso la fascinación sexual atribuida a los vampiros en la literatura fantástica se resalta cómicamente cuando una acotación anuncia que Celestina, al salir del ataúd, “se viste como en una danza antistreptease [sic]” (222), es decir, con los movimientos provocantes del striptease, pero que se invierten en vista de que visten, en lugar de
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En el cuadro III, Calisto afirma que fue castrado psicológicamente por su educación religiosa y su vida monástica. 30 Afirma el personaje: “[...] no soy un fanático, pero soy, eso sí, un hereje triste y militante” (189). El Calisto de Sastre es, en realidad, discípulo de Miguel Servet. Personaje histórico, Servet fue un pensador, defensor de la libertad individual, considerado como hereje y a quien Calvino mandó quemar en la hoguera en 1553.
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desnudar.31 Por lo demás, la naturaleza vampírica de Celestina da al texto de Sastre la ocasión de poner de manifiesto la inmortalidad del personaje. Así exclama, por ejemplo, Sempronio cuando se enfrenta a una Celestina decidida a chuparle la sangre: “¡Es inmortal! ¡Tengo que cortarle la cabeza, y aún [sic] así no sé...!” (269). Celestina ha vivido durante siglos y su existencia trasciende por tanto la de los demás personajes de la obra. Puede que su inmortalidad, tan recalcada en este texto como en el de Hartzenbusch o el de García Jambrina (2012), constituya otra alusión a la vigencia diacrónica del personaje en la cultura española. Este cruce intertextual entre dos mitos literarios participa del fenómeno de coalescencia que a veces influencia la evolución de los mitos. Este concepto se origina en la teoría de Gilbert Durand, el padre de la mitocrítica, quien define la “coalescence” como un “proceso de interpolación de algunos elementos propios de determinado mito en otro mito” (1979: 317; trad. mía). Volverá a teorizar esta noción Anne Geisler-Szmulewicz (1999: 16) al designar con el término de coalescencia el encuentro entre dos mitos diferentes que produce la renovación del significado de cada uno de ellos. Es de notar que, cuando une a dos personajes míticos provenientes de ficciones literarias o cinematográficas, la coalescencia corresponde a lo que Saint-Gelais (2011: 187) llama cruce (“croisement”), popularmente conocido como crossover. Son crossovers las transficciones que se refieren a dos o más ficciones inicialmente independientes que, así, llegan a cohabitar e incluso a combinarse en la nueva ficción. Puesto que la maleabilidad del mitema fluctúa en función de las combinaciones en las que es capaz de entrar, este fenómeno de contaminación entre distintas figuras míticas es prueba, a la vez, de la vigencia de estas figuras y de su capacidad de adquirir nuevos significados. En este proceso: El acercamiento se efectúa en función de afinidades recíprocas (en términos de estructuras o de motivos) y de “archimitema[s]” entendidos como “puntos de intersección entre diferentes mitemas”, “núcleos simbólicos comunes”. [...] Tal
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Es de señalar que este modo de recrear irónica y simbólicamente tales mitos de terror representa una constante en varias obras de Sastre, como Jenofa Juncal, la roja gitana del monte Jaizkibel (1983), o el poemario El Evangelio de Drácula (1976).
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combinación de figuras implica por tanto una renovación de los significados respectivos de cada una de ellas. (Léonard-Roques 2008: 16; trad. mía)
Desde el Romanticismo, brujas y vampiros han sido siempre asociados en la imaginación colectiva como criaturas demoníacas, nefastas pero fascinantes (Glantz 2006). Aquí radicaría entonces el archimitema que explicaría la conexión establecida en la tragedia de Sastre. Dicha conexión, además de acercar el texto a un relato de aventuras fantásticas de tipo paraliterario, resalta también el carácter diabólico de la figura celestinesca. Asimismo participa en esta diabolización de Celestina, según Gimber (1995), otro hipotexto de Tragedia fantástica: el Fausto de Goethe. El crítico muestra en efecto que el texto de Sastre incluye reminiscencias de esta obra. Como Fausto, el Calisto de Sastre es un erudito en crisis (lo persigue la Inquisición) que intenta suicidarse antes de tratar de superar esta crisis gracias al amor (entendido, en ambos casos, como plenitud sensual). En este camino de realización de su ser, tanto Fausto como Calisto cometen un asesinato (Calisto mata a Pármeno). En esta perspectiva, Celestina desempeñaría el papel del mismo Mefistófeles. La diabolización de Celestina es además subrayada por el juego de acotaciones y efectos sonoros que Sastre asocia a las referencias y apariciones de Celestina. A modo de ejemplo, es muy significativa la primera alusión a la alcahueta que se hace en el texto. Cuando le habla de la obra de Rojas, cuyos personajes presentan extrañas homonimias con sus propios nombres, Melibea explica a Calisto que “la protagonista de esa admirable obra es... el Infierno, quiero decir la vieja puta Celestina. (Un lejano relámpago. Un trueno. Se estremecen. Como con súbito miedo.)” (193). A partir de ahí, cada mención o aparición de la Celestina sastriana viene acompañada por este efecto sonoro concreto: Sempronio–
Entonces... (Pausa de efecto.) Entonces hablaré con la gitana Celestina. (Un trueno.)
Calixto–
¿Qué es eso? ¿Un trueno? El cielo se ha cubierto de pronto. Estaba raso.
Sempronio–
(Se ríe.) ¡Cosas de Celestina, seguro! Esa gran bruja se habrá dado cuenta de que hablo de ella y se quiere dar importancia. (Con simpatía:) ¡Qué canalla es! Le gusta el mal teatro a la muy
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zorra. [...] (Suena otro trueno, ahora de lo más teatral. Sempronio protesta elevando la voz hacia la ventana.) ¡Ya está bien, Celestina! (A Calixto.) ¿No es un efecto demasiado recargado? (217-218)
O, en otra ocasión: Celestina–
[...] tú Calixto, no has nacido todavía [al amor] y Melibea ha muerto [para el amor]. (Suena un trueno lejano.)
Calixto–
¿Es cosa tuya ese trueno? (Asustado.)
Celestina–
Sí; es para subrayar...
Calixto–
Ya, ya. Comprendo, pero me ha cogido descuidado... Es una forma de subrayar que... (Suena otro trueno.) Este ya está mejor; como se lo espera uno. (227)
Es evidente el dramatismo de este efecto sonoro, que suele usarse en las películas fantásticas o de terror para marcar la llegada del monstruo, del asesino o del peligro en general. No obstante, el efecto gana también mucha comicidad por su repetición incesante y por su intervención a contrapelo en conversaciones nada dramáticas. A la vez que permite “recargar” la caracterización fantástica de Celestina, este juego de acotaciones y los comentarios de los personajes que conlleva permiten también que la obra teatral exhiba sus efectos especiales y apunte explícitamente hacia la función de tales efectos, de la que los personajes son altamente conscientes. También es interesante destacar, en estas citas, el juego con la polisemia de la palabra teatral, en el sentido de “propio del género dramático” y de “grandilocuente”, o aun de “exagerado para llamar la atención”. La caracterización fantástica exagerada de Celestina participa en cierta medida de una descodificación paródica del teatro, e instaura así cierta complicidad con el espectador. Se hace, de algún modo, mediadora entre este y el bastidor. Conviene interrogar la función de esta exagerada caracterización sobrenatural de Celestina que se lleva a cabo en Tragedia fantástica. Resulta obvio el uso de este componente del personaje a modo de fuente de comicidad casi grotesca, especialmente apta para reflejar las preocupaciones estéticas de la tragedia compleja. Al igual que en el modelo rojano, también se explica la utilidad de los poderes mágicos de Celestina en la mediación amorosa. Ya
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que, en opinión de Sempronio, Calisto y Melibea son sumamente incompatibles, la única posibilidad para unirlos es recurrir a medios diabólicos: Calixto–
¿Cómo va a tener tu Celestina esos poderes?
Sempronio–
Es cierto lo que te digo. Celestina, a quien vamos a exponer tu lamentable caso, dado que por medios humanos es imposible de resolver, practica las artes de la brujería que heredó de su madre, la cual fue quemada con otras de Ledesma aquí en la plaza mayor hace unos cincuenta años aproximadamente.
Calixto–
¿Pues cuántos años tiene esa gitana?
Sempronio–
Ya ha debido cumplir los cien según mis cálculos.
Calixto–
(Evidentemente le parece bastante vieja.) ¿Y a esa edad conserva facultades? Estará ciega y sorda como una tapia.
Sempronio–
Ten en cuenta que son facultades diabólicas. Está de muy buen ver, ya la verás.
Calixto–
(Con angustia.) No veo lo que esa Celestina pueda hacer por mí.
Sempronio–
Ten en cuenta que, aparte de la cosa diabólica, Celestina, que es una reina del placer, tuvo a Melibea —con perdón— como pupila suya en una casa de lenocinio que poseía allá y que además ella tiene acceso al convento por los remedios que procura a las hermanitas enfermas: hierbas, elixires, y otras leches rejuvenecedoras.
Calixto–
¿Dejan entrar a una bruja en un convento? Y además gitana.
Sempronio–
[...] Esta gitana Celestina es muy fuerte en nuestros bajos fondos y en ellos ha conocido a muy altos personajes: bajos fondos, altos personajes. Ello le abre puertas aún más difíciles que las de este conventuelo... Así, pues, querido Calixto, veremos a Celestina y ella ha de facilitarte, a no dudarlo, por mucho que Melibea no quiera verte ni por el forro, una entrevista con ella. (218)
Otra función cumplida por la hiperbólica caracterización fantástica de Celestina radica, a mi juicio, en el ensanchamiento de su marginalización. La
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marginalización extrema del personaje a nivel sobrenatural —dado que además de bruja es vampiro— permite tematizar otros tipos de marginalizaciones. Cuando la detienen los Inquisidores, Celestina es torturada a la vez por bruja y por... gitana. La concentración de indicios de marginalidad en este mismo personaje da entonces pie a una denuncia de la marginalización social sufrida por los gitanos en época de Sastre: el personaje de Celestina es “‘una calé indoegipciaca’ con más de cien años y una eterna juventud, que dice haber sido quemada en la hoguera, [...] genuina representante de la transgresión y la marginalidad, es una vampira, [...] adora a Satanás, desprecia lo divino y es, sin embargo, vulnerable por el dolor” (Paco, en Sastre 1990: 53). Es por tanto múltiple la marginalización del personaje y, como señala Mariano de Paco, va de la mano con un afán generalizado de transgresión. Gracias a sus poderes mágicos y a su inmortalidad, Celestina derrumba la frontera entre vida y muerte. Como servidora del diablo, afirma además su posición de increyente. Practica la hechicería como una blasfemia, para transgredir el marco de referencia católico: La brujeril juventud que ostenta la gitana Celestina no [es] sino la metáfora de su intenso vitalismo y de su odio a la desvitalización de la moral católica, y su tercería result[a] la lucha contra el falso consuelo ascético y místico de la soledad y aislamiento de los cuerpos para beneficio de las almas. (Torres Nebrera 2001b: 202)
Vampiro cuya imagen no se refleja en los espejos, Celestina manda a Areúsa quebrar esos objetos, en señal de “blasfemia cotidiana contra el narcisismo de Dios” (222): Eso de que los espejos no reflejen mi imagen —así, como si yo no existiera—, es una verdadera lata. Seguro que esto de los espejos es un invento —¿cómo llamáis a eso? Ah, sí— de Dios. (Pronuncia la palabra Dios con repugnancia.) Se creerá el Tío que de esa manera no existe la vida: no se refleja, luego no existe... (Ríe encantadoramente: diabólicamente.) (221)
La amplificación del componente sobrenatural de La Celestina original sigue otros rumbos en Escuchando a Filomena (2000) de Moisés de las Heras. En esta novela histórica, la mediación que orquesta Celestina para relacionar
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a los hombres con las fuerzas diabólicas se lleva a cabo mediante la creación de nuevos episodios en los que la alcahueta, antes de mudarse a Salamanca, donde frecuentará a Calisto y Melibea, se codea con la corte real española en Talavera de la Reina. Al principio del texto, a la vieja no se la conoce todavía por el nombre de Celestina, sino que se hace llamar Olalla, la Fandanga. Su primer retrato la presenta como una bruja y curandera tan vituperada como requerida: [...] la censuran porque dicen que este oficio suyo es propio de despiadadas gitanas meneafuegos, pero también se reconoce que los dientes que trae en esa bolsa son provechosos para un caldo que ella hace, muy apropiado para ciertos usos. Se lo piden los judíos, para que les sean devueltos los préstamos de batalla que arriendan a los reyes, se lo piden las mozas, para que con él les sea devuelta la reacomodada honra, para encontrar joyas perdidas, para los chiquitos que nacen escuálidos y poco fuertes. Pero ¡es un pescuezo de gallina esta vieja! (Heras 2000: 23)
Además de estas habilidades que comparte en buena parte con la Celestina rojana, la Fandanga diversifica su práctica de la magia, ya que se interesa en la magia lapidaria (121) y está obsesionada por la alquimia: Allí remueve unas salsas, allí su imagen y sus martingales, allí toda una aturdida destreza de tribu antigua y unos extraños sortilegios y unos inventos que ella se hace con el cuerpo ella sola fingiendo no sé qué gracias. Luego echa huevos, echa desperdicios y mondas de naranjas y esqueletos de gatos y algún gato vivo que ella misma mata, y saca sus vientres, y los reparte científicamente y estratégicamente. Son artes que no dice, conocimientos que no quiere revelar. Allí esperamos todos boquiabiertos a que tras estos gestos salga oro. (61)
Gutier, consejero real y futuro autor de una comedia dedicada a la Fandanga —La Celestina—, incluso roba libros de alquimia para pagar a la vieja remedios contra el dolor de muelas. Es interesante esta obsesión de la Fandanga por la alquimia, puesto que Moisés de las Heras fusiona aquí en un único motivo dos características que hacen sospechosa a la Celestina original: su hechicería y su codicia con respecto al oro. Tachada de “señora bruja” (25), “doña demoña” (59), y acusada de “invoca[r] demonios” (27), la Fandanga desempeña, sin embargo, el papel de
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maga al servicio de la reina María de Portugal. Esta solicita varias veces a la vieja con el fin de curar la esterilidad que le impide dar un heredero al rey Alfonso XI. Como la Celestina de Sastre, esta Fandanga da muestras, en público, de cierto gusto por lo espectacular. Por ejemplo, ante los hombres de la reina, “comenzó a agitar sus manos simulando ser poseída por el Arconte, y todos se embriagaron de ver su magia” (26). Esta puesta en escena de sí misma tiene que ver con el orgullo profesional que la Fandanga comparte con la Celestina rojana. La bruja de Moisés de las Heras actúa para un público —de nobles, además— a quien intenta convencer de su valor: [...] ¡esta Fandanga que tenéis delante, sabedlo bien, sostiene vuestro estado y dará al rey, a Castilla y al mundo un día, como decís, y a vuestra condición, un hijo en breve en que aposentar vuestro culo y vuestro cargo!, ¡un príncipe para doña María aunque no le venga sangre de mes, si yo soy bruja! (28)
Son sus dotes mágicas las que permiten a la Fandanga relacionarse con los poderosos y recibir un papel preponderante en la marcha del reino. Esta nueva Celestina ha sido elegida por la misma reina, quien había rechazado a un famoso brujo francés a favor de la vieja, por practicar esta una magia blanca: “No necesito brujo más alto. Mi bruja [Fandanga] no es diablesa y Dios está primero” (49), afirma la reina. Como en el caso de “Dejemos al diablo...”, de Azorín (1913), la grandilocuencia de la magia celestinesca se resalta sobre todo a través de su famoso conjuro. En Escuchando a Filomena, el conjuro no es una philocaptio, sino que pretende provocar el embarazo de la reina. Se invierte así, en cierta medida, la dinámica de La Celestina original: el conjuro mágico de la Fandanga persigue la reproducción en el seno de un matrimonio mientras que el conjuro de su antecesora rojana promovía el loco amor fuera del matrimonio. La Fandanga tranquiliza a la reina acerca del conjuro y de sus efectos: la misma bruja lo utilizó para dar a luz, “ya siendo muy vieja, a Claudina, engendro de aquelarre” (122).32 Como en el caso de la Celestina galdosiana, el ritual de la
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De nuevo se modifica un dato de La Celestina rojana, donde Claudina, como se ha visto, no es hija de la alcahueta sino una bruja de la que Celestina había sido discípula.
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invocación que sigue da muestra de un curioso sincretismo entre simbólica cristiana y mitología pagana: La vieja [...] manejaba inciensos y tomillos, de vez en cuando le echaba agua como bautizándola. Mientras los astros se habían conjurado y engarzado en mejor disposición. [...] [Dice la bruja:] El ensalmo es que tomaréis estas ramas de belladona y antes de ver al rey rascaréis el palo de alguna escoba que tengáis hasta que salga juguillo y todo el líquido, y la sangre verde que estruje la planta. Impregnad apretando bien y después poned una pierna y otra a ambos lados de tal forma que ahora seáis vos quien os frotéis con el buen rabo, untando el lugar feísimo donde el hombre penetra a la mujer y donde el rey querrá haceros el acto de Venus. Vendrán los diablos de la apoplejía, los espíritus de los lagos y las dificultades, y os harán gozar con un sueño, como si volarais sobre la barredora [...] Todo es medicina y el hijo que salga de vuestro cuerpo no será hijo de puta, ni de íncubo ni de engendruelo. Oh, venid bajo mi invocación, diosa Ops, diosa Maya, Hécate y Proserpina. (122-123)
El conjuro se presenta aquí como una práctica de medicina destinada a sanar el mal del que sufre la reina. La Fandanga y la reina montan entonces sobre escobas que las llevan a la habitación del rey. La vieja atrae así a la soberana al mundo de la brujería y a la lujuria asociada con estas prácticas: Doña María de Portugal se volvió, como la ensalmadora sentenciaba, bruja entre las brujas, maga de las magas; y como bruja, mala de maldad, maligna de malignidad, capaz de matar, como más tarde hiciera, a cualquier fuerza que se opusiese a su designio de ser madre de un rey. [...] Dicen que anduvo la noche entera doña María acompañada de la comadre, montada a rabo de escoba, dándose gusto de fornicación en rajas y rajuelas de que el cuerpo dispone, patas arriba y patas abajo, volando ambas como sombras de brujas que eran, Olalla y María, nigrománticas, sablistas, agoreras, por los aires infestados de la villa, riendo, dando pirigallos por la luna y bajando a fornicar, después de escobas, con el rey, según la imaginación cuenta, [...] en aquelarre aéreo, cargados de pasión entre rayos y fuego maléfico. (124-125)
La magia blanca de la Fandanga se hace ambigua a través de esta escena de aquelarre orgiástico. Tal ambigüedad se afianza más adelante en la novela,
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cuando el príncipe Fernando, fruto del conjuro celestinesco, muere a manos de la bruja. Esta necesitaba, en efecto, su sangre para llevar a cabo une receta alquímica (129). La Fandanga es entonces condenada a muerte por los reyes: como en La Celestina original, es el amor ciego al oro lo que causa la pérdida de la hechicera. Al igual que en los textos de Hartzenbusch y de Castillo, las habilidades mágicas de la Fandanga cumplen en esta novela, paradójicamente, una doble función como ayudante y oponente de los demás personajes. IV.2.3. Remotivación del mitema: la magia como arma femenina Después de este examen de los procesos de amplificación del mitema de la mediación mágica y de sus efectos en la literatura decimonónica, así como en las obras de Alfonso Sastre y Moisés de las Heras, conviene ahora evidenciar otro tratamiento fundamental del mismo mitema que se repite en varias reescrituras. Las obras celestinescas de Milagros Pierna, de José Martín Recuerda y de Carlos Fuentes transforman en arma las relaciones que unen sus personajes a las fuerzas sobrenaturales. La magia de Celestina se vuelve así una herramienta de venganza tanto en el marco de una traición amorosa (en el texto de Milagros Pierna) como en una lucha contra un tirano (en las obras de Martín Recuerda y Fuentes). a) Vengarse de la traición amorosa: Una blanda muerte o Melibea de Milagros Pierna En 1998, en la obra teatral Una blanda muerte o Melibea, Milagros Pierna reafirma la dimensión brujeril de la alcahueta de Rojas desde una perspectiva totalmente distinta. La autora recrea con esta obra en dos actos una serie de diálogos que siguen las principales etapas de la intriga de la Tragicomedia rojana, aunque la magia demoníaca de Celestina gana un papel fundamental en la trama. La reescritura insiste de entrada en la caracterización de Celestina como bruja: cuando se refiere a la alcahueta ante su ama, Lucrecia dice “la bruja” (Pierna 1998: 18), y Alisa, madre de Melibea, también la llama así (41). Las mismas acotaciones resaltan esta faceta del personaje. Durante una escena de aparente bienestar doméstico, mientras Pleberio escribe en sus
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libros de registro, Lucrecia cose y Alisa borda, Melibea parece concentrarse sobre un libro, aunque una acotación indica que en realidad “no lee: los hechizos de Celestina le están haciendo efecto” (31). Es de notar que dichos hechizos no se han representado en el escenario. En una escena posterior, Elicia, discípula de Celestina, le pregunta a su maestra si hechizará el cordón de Melibea como ha hecho con el hilado (34). Se hace aquí eco a la teoría de Deyermond (1977) que, como vimos, afirma que el diablo bien puede transferirse, en La Celestina primigenia, del hilado al cordón y luego a la cadena de oro, tres objetos que comparten un aspecto filiforme y cuyo ofrecimiento provoca actitudes extrañas por parte de los personajes. Estos elementos permiten, desde luego, realzar el ingrediente brujeril ya presente en la (Tragi)comedia, aunque hasta aquí no cambia sustancialmente el rumbo de la intriga original. Ahora bien, el texto de Pierna modifica de forma sorprendente la motivación del desenlace de La Celestina. En la obra de Rojas, Celestina y los criados Pármeno y Sempronio desaparecen completamente después de sus muertes respectivas, ocurridas en el acto XII. Además, la muerte de Calisto aparece como un mero accidente —cae de la escala— indirectamente producido, en el caso de la Tragicomedia, por el afán de venganza de Areúsa y Elicia.33 Por su parte, la muerte de Melibea se presenta, en la Comedia y en la Tragicomedia, como un suicidio ejecutado en toda conciencia por una joven que no concibe la vida sin su amante. En el caso de la reescritura de Pierna, las muertes de Celestina y de los criados —ocurridas a finales del primer acto y de las que solo nos avisa Alisa— no impiden las posteriores intervenciones de dichos personajes. Efectivamente, en la segunda escena del segundo acto, los fantasmas de Celestina, Pármeno y Sempronio aparecen en el huerto de Melibea como si fueran seres de carne y hueso, aunque permanecen invisibles para los vivientes. Celestina explica a sus compañeros que, gracias a su amistad con Satanás, han podido ausentarse un momento del Infierno para acabar el plan de venganza de la
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Las dos rameras contratan a Centurio para que las vengue de los amantes, responsables, a su ver, de la muerte de Celestina y los criados. A su vez, Centurio pasa el relevo de esta misión a Traso el Cojo y a sus compañeros que, al pasar cerca del huerto de Melibea a la hora de su cita con Calisto, se enfrentan con los criados de este, lo cual provoca un trajín que apresura a que Calisto baje de la escala sin precaución.
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alcahueta que la codicia de los criados había estorbado al provocar su muerte anticipada. El lector/espectador se entera entonces de que el objetivo principal de toda la actuación precedente de Celestina consistía en vengarse de Pleberio. El padre de Melibea había sido, en efecto, el amante de la joven Celestina: le había prometido matrimonio antes de abandonarla, ya deshonrada, para casarse con Alisa. A raíz de esta traición, Celestina explica: “Yo me hice cada vez más puta y cada vez más bruja. Y envejecí” (75). La dimensión brujeril del personaje se origina, pues, en aquella decepción amorosa. Además, su magia demoníaca sirve de arma vengativa a Celestina, quien, con sus hechizos, provoca tanto el embarazo de Alisa, que en realidad es estéril,34 como el deseo de Calisto por Melibea.35 Durante la escena amorosa del huerto a la que asisten los fantasmas, Celestina manda a que los criados influencien a Areúsa y Elicia en sus sueños, inspirándoles la idea de recurrir a Centurio para castigar a los amantes. La muerte de Calisto ocurre así de una forma similar a la de la Tragicomedia. Después del fallecimiento del galán, Pármeno y Sempronio regresan al infierno siguiendo la orden de la alcahueta, que quiere acabar sola su venganza. Para lograr su meta, que consiste en que Pleberio sufra “hasta el último instante de su vida” (60), Celestina aprovecha el choque de Melibea tras la muerte de Calisto y la incita a suicidarse. Su fantasma se apodera poco a poco de la voluntad de la joven, en una nueva philocaptio esta vez post mortem, al murmurarle repetidas veces “[e]s una blanda muerte” (70 y sgs). Estas palabras son las que utilizaba la alcahueta de Rojas (2011: X, 226) para definir el sentimiento amoroso ante una Melibea que ya empezaba a dejarse convencer por la retórica de la vieja. En el texto de Pierna, esta sentencia hipnotiza a la joven y despierta en ella la esperanza de reunirse con su amor en la muerte. Mientras su hija está resolviéndose al suicidio, Pleberio entra en escena. Como en La Celestina rojana, el padre aparece solo porque su esposa se ha desmayado tras enterarse del mal de su hija. Otra vez el texto de Pierna remotiva este acontecimiento: lejos de deberse a la desesperación de Alisa, el desmayo es también orquestado por la magia de
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“Me costó mucha magia conseguir que la estéril de Alisa concibiera esta joya. La necesitaba para vengarme de ti” (73). 35 Celestina le dice a Pármeno: “¿Quién crees que hizo que Calisto, entre tantas mujeres, se fuera a fijar, precisamente, en Melibea?” (59).
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Celestina.36 Las réplicas acerbas que la alcahueta espectral dirige a Pleberio, sin que este se dé cuenta, presagian enseguida el final trágico de la obra, que como en el caso de la (Tragi)comedia, concluirá con el suicidio de Melibea: Tú me hiciste sufrir a mí, Pleberio, como nunca ha sufrido Celestina por nadie, ni antes ni después, y sufrí sola. He esperado este momento durante casi veinticinco años. Lo he preparado con tanta paciencia y tanto afán que ni el mismo Satanás ha querido quitármelo. Te haré tragar todo el veneno, toda la muerte en vida que yo tragué por ti. (71-72)
La magia, a través de los poderes sobrenaturales de Celestina y de su relación con el diablo se vuelve aquí el motor de la trama entera. Pierna explica el origen de la magia celestinesca por la traición y crueldad de un hombre. La transmotivación (Genette 1982) es total: todo el desarrollo de la trama, como el desenlace, se debe al espíritu vengativo de Celestina hacia Pleberio. Esta lectura que interpreta La Celestina a la luz de un conflicto entre Celestina y Pleberio concuerda con la teoría que Joseph Snow desarrolla en su artículo de 2002 titulado “Quinientos años de animadversión entre Celestina y Pleberio: postulados y perspectivas”.37 Es evidente que la reescritura de Pierna ofrece al personaje de Celestina un protagonismo mucho mayor que el que tenía en la obra de Rojas. Lo interesante es que el desarrollo de dicho protagonismo se lleve a cabo, precisamente, a través de la caracterización hechiceril de la alcahueta. Esta dimensión es lo que le permite estar presente en la obra, incluso después de su muerte, y así organizar desde el más allá su venganza. Además, este desarrollo de la magia y la transmotivación que posibilita otorgan un nuevo relieve al 36
“¿Y no adivinarás quién le ha mandado a Alisa su desfallecimiento? Quiero que sufras solo, sin esposa ni nadie que te acompañe en el dolor” (71), dice el fantasma de Celestina a un Pleberio que no la puede oír. 37 Es curioso que dicha relación conflictiva entre la alcahueta y el padre de Melibea constituya también la base de una telenovela venezolana inspirada en La Celestina. Producida por la cadena Televen en 2012, Nacer contigo cuenta, en efecto, el afán de venganza de Celeste Rojas, perdidamente enamorada de Pleberio Fuentes antes de que este la abandone para unirse con Alina Cordero. La actuación de Celeste para concertar —y luego destrozar, en este caso— los amores de Melibea, hija de Pleberio y Alina, con el joven Calisto Sánchez se explica aquí también a la luz del odio que siente Celestina respecto a su antiguo amante.
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planto final de Pleberio, que cierra la obra tanto en el caso de Pierna como en el de Rojas. El Pleberio de Milagros Pierna resulta ser la víctima principal de las maniobras mágicas de Celestina, mientras que los amantes, por su parte, han sido meros instrumentos, escalones que han permitido a la bruja desencadenar sus artes maléficas, sobrenaturales, pero motivadas por causas muy naturales y humanas: la pasión amorosa, de la que Celestina hubiera sido víctima antes que maestra. b) Vengarse del opresor: la precuela de José Martín Recuerda y la novela total de Carlos Fuentes Para justificar la dimensión mágica del mundo celestinesco, otras reescrituras recurren a estrategias distintas de la de Milagros Pierna. Estos textos también transforman la hechicería en un arma vengativa, pero, en este caso, ya no le sirve al personaje de Celestina para vengarse de una traición amorosa individual, sino que le permite escarmentar una figura o incluso un sistema opresor. La magia celestinesca se hace particularmente justiciera en el caso de Las conversiones, del dramaturgo español José Martín Recuerda, y de Terra Nostra, novela total (Anderson 2003) del autor mexicano Carlos Fuentes. Con el afán de profundizar en la ambigua psicología del personaje epónimo de la obra rojana, José Martín Recuerda ha propuesto una precuela de la Tragicomedia. En Las conversiones (1981), inventa en efecto la juventud de Celestina a partir de los pocos datos que proporciona Rojas a este propósito. Muchacha judía conversa de entre 15 y 17 años, esta Celestina vive sola con Claudina, hechicera que intenta protegerla. Gracias a su uso de drogas, Claudina tiene alucinaciones audiovisuales que le permiten prever ciertos peligros. Mientras tanto, el rey Enrique IV de Castilla anda en busca de la mujer que le robó el amor de su amante, Álvar Gómez. Resulta que este se había enamorado de Celestina, lo cual provoca la furia del rey, quien, tras comanditar el asesinato de Álvar, desfigura a la joven38 y la condena a prostituirse “en la otra orilla del río” (Martín Recuerda 1981: 167). La crueldad
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De ahí el origen de su famosa cicatriz que, como vimos, la crítica ha interpretado a menudo como de origen diabólico.
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del personaje histórico provoca entonces la conversión de Celestina en el personaje de Rojas. Al principio del drama, la protagonista es descrita como una muchacha inocente, perfecto exponente de una pureza angelical. De hecho, son frecuentes las comparaciones que asemejan a la joven a un ángel. Cuando Enrique de Trastamara revela a su criado su proyecto de vengarse de Celestina, este le advierte: “Tiene fama de ángel y hasta las brujas y los diablos le temen. No pueden quebrantar su candor y su virginidad. Porque nadie puede quebrantar el candor y la virginidad de los ángeles. Ni los mismos reyes” (99-100). En una acotación se describe asimismo que Celestina va iluminada, descalza, hermosa como una rama en flor. Jironada su túnica. El pelo largo y cayendo volandero tras la espalda. Sus ojos, de mirar inocente, no se dan cuenta de lo que ocurre; va posesa, al parecer, cogida por un espíritu que bien pudiera ser un ángel del cielo. Un ángel que la cuida y la guarda. [...] Derrama inocencia. Sus pasos desprenden misterio y amor. Es como un ángel que en estos momentos bajara del cielo. (109)
En la primera parte de la obra, el nombre de Celestina sí corresponde a su caracterización “celeste”, a diferencia de lo que ocurre en la obra de Rojas, donde la denominación de la alcahueta parece más bien funcionar por antífrasis (Abrams 1972-1973). Sin embargo, esta pureza es pronto pervertida por la crueldad de los demás personajes. Celestina se convierte en mártir de la venganza del rey e incluso evoca una figura cristológica, en concordancia con el primer título que Martín Recuerda había elegido para esta obra: Crucifixión, muerte y resurrección de Celestina (Morales 1981: 17). Así se lamenta el coro: “¿No piensas ni ves, Dios de los cielos, que a Celestina han clavado los clavos que a Ti en tu cruz? [...] Qué dolor, mi Dios has traído a la vida de la manceba que tanto te adoraba” (168-169). Ante la indiferencia del cielo, Claudina aconseja a Celestina que se apodere de su propia libertad: Tal como estás, apodérate del mundo, Celestina, porque si no morirás sin haberte vengado de aquellos que tanto daño te hicieron. Es muy sencillo tener el poder del mundo en las manos [...]. Ninguna ley sirve en esta Castilla, ni en el mundo entero. [...] y a eso tienes que aprender: a no cumplir leyes humanas ni
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divinas y a enfrentarte cara a cara con el mundo. Lo que no hagas por ti, no lo hará nadie. (172-174)
Para conseguir esta autonomía mediante el rechazo de las pautas que guiaban su vida, Celestina transgrede la nueva fe a la que se había convertido: “Si esto es una prueba del Dios por el que me bauticé, aborreceré a este Dios para siempre” (208). Incluso regresa a su fe anterior para llamar al Dios vengativo del Antiguo Testamento en una plegaria que no deja de aludir a un padrenuestro, de sentido invertido, ya que aquí la venganza reemplaza el perdón: ¡El dios de Israel vuelve a mí! ¡Su justicia es infinita porque acusa y juzga a los pueblos! Qué consuelo tan grande. Yo te seguiré, dios de Israel, y acusaré y juzgaré a los que viven a mi alrededor. Haz que no pueda perdonar a toda esa gente que vi entrar a mi casa derramando sus lágrimas. Haz que no pueda perdonar las confesiones que mis oídos oyeron. Haz que no pueda perdonar que me prendieron por ramera y que un rey apuñaló mi cara. Haz que no pueda perdonar a los que mandaron llevarme a la otra orilla del río. Allí me desnudaron. Mordieron mi carne. Me tiraron contra la tierra. (210-211)
Luego, Celestina se resuelve a convertirse totalmente en la ramera en la que el rey la ha transformado. Se lo echa en cara a su verdugo: En esta tierra [Castilla], sea como sea, está mi destino. El destino que elegí y por el que lucharé. El que te voy a decir: (Se le enfrenta aún más) no habrá hembra más poderosa que ésta que ves, desde ahora sabré luchar con más fuerza que una alimaña. Desde ahora todo el mundo conocerá la casa de... “La Celestina”. [...] Todo se me fue pero a todos tendré. Mi amor. Mi hogar. Mi guía. Mi luz. Todo se me fue. [...] Tierra de ilusos. De falsas ambiciones. Tierra de soberbios. Tierra sin solución, pero Celestina la sabrá dar: esta casa la convertiré en lo que habéis querido todos: en el mejor prostíbulo. [...] Viviré para lo que nunca quise; para el placer del cuerpo, para ganar con el cuerpo, para enriquecerme con el cuerpo. Y así, como ya me ves, antes de emprender, tu hermana Isabel y los suyos sabrán lo que es una mujer poderosa, temible en el reino. (200-201)
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En la última escena, el bebedizo que Claudina da a su joven compañera así como el conjuro —similar al del acto III de Rojas— pronunciado en voz en off aseguran la transición entre esta Celestina alcahueta y la Celestina completa de Rojas, a la vez tercera y hechicera. Al principio, la muchacha se resiste a caer en esta última etapa de su marginalización, de su ruptura con la sociedad, antes de ceder a la llamada de las fuerzas oscuras. La magia desempeña un papel mediador en esa conversión final y total de una pre-Celestina a la Celestina de la obra maestra. Celestina–
[...] Estas hierbas me traen una voz. Suena una voz que inunda todo el teatro.
Voz–
Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán soberbio de los condenados ángeles...
Celestina–
[...] Corre por todo el espacio escénico, gritando de miedo espantosamente, como la que quiere huir de sí misma. [...] No quiero ser la que conjura a Plutón. ¡No quiero, no quiero, no quiero! Para la venganza no hace falta pactar con el diablo. Sigue la voz aterrorizando a Celestina.
Voz–
Yo, Celestina, tu más conocida clienta, te conjuro por la virtud y fuerza de estas bermejas letras...
Celestina–
(da un grito y se tapa los oídos) Ay. No quiero oír la voz.
Voz–
Por la áspera ponzoña de las víboras, de que este aceite fue hecho...
Celestina–
(Cayendo de rodillas [...] y bajándole las lágrimas por la cara) Nunca quise ser la de esa voz que oigo. Dios: ¡no me hagas ser la de la voz!
Voz–
Ven sin tardanza a mi voluntad y en este hilado te envuelvas.
Celestina–
(Desesperada) ¡Tendré que ser! ¡Tendré que ser! ¡Tendré que ser!
Voz–
(Envolviendo el grito y la desesperación de Celestina) Señor de los sulfúreos fuegos que los hirvientes étnicos montes manan, gobernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadoras almas... (211-213)
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La magia permite a la mujer marginada a la fuerza marginarse aún más y así conquistar su verdadera autonomía. Junto con la prostitución, la magia constituye además el medio a través del cual Celestina decide vengarse del género masculino, manipulando sus deseos y adquiriendo poder: “¡Me temerán! [...] negociaré con débiles y fuertes, que en la pasión todos son iguales. Todos débiles” (210-211). Primero la prostitución y luego la hechicería se presentan como medios de rebelión y de liberación para la mujer. Es de señalar que este tipo de personajes rebeldes es, además, un rasgo constitutivo de la poética de Martín Recuerda (Martín Fuentes 1985), ya que tales figuras le permiten llevar a cabo una dramaturgia de la violación: en sus obras el dramaturgo español pone en escena conflictos violentos entre un poder opresivo y unos personajes que se oponen a este poder. La crueldad y la crudeza de la representación de tales conflictos se deben a que Martín Recuerda “concebía el espacio escénico como ceremonia de una purgación colectiva” (García Pascual 2003-2004: 288); una concepción que no deja de evocar el théâtre de la cruauté de Antonin Artaud. Adscrito cronológicamente a la primera promoción del Nuevo Teatro Español, el teatro de Martín Recuerda también es considerado por la crítica como un exponente de la llamada “generación perdida” o “generación realista”, junto con el de dramaturgos como Lauro Olmo o Carlos Muñiz. Sin embargo, Martín Fuentes precisa que el realismo de Martín Recuerda “responde más a una ética crítica que a una estética uniforme” (1985: 121). Según el propio dramaturgo, la denominación más adecuada para designar a este grupo realista es la de iberismo, porque su teatro, brutal y desgarrado, pretende ante todo sacar “la piel del toro al rojo vivo” (Martín Recuerda, Primer acto, n.° 107). Esta postura puede explicar la elección de un uso desviador de La Celestina, texto español patrimonial de por sí violento y satírico. En este marco, la precuela de Martín Recuerda se propone indagar en los orígenes de esta brutalidad de la obra rojana. De ahí que el final de Las conversiones transforme el conjuro de la Tragicomedia original en pacto diabólico inicial. Con sus obras, Martín Recuerda busca analizar y ahondar en “los atavismos y taras heredadas de una sociedad sometida por opresiones, marcada por silencios, enmascarada tras una moral hipócrita y discriminatoria” (Martín Fuentes 1985: 122). Por su desarrollo al final de la obra, donde aparece como última y mayor consecuencia de las crueldades sufridas por Celestina,
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la hechicería se representa como una de estas taras provocadas y transmitidas por la sociedad opresiva. Al profundizar en los orígenes de un motivo sacado de la Tragicomedia primigenia, el dramaturgo español logra dar perspectiva al mitema. Además de definirse, en La Celestina, como instrumentos para conseguir una unión amorosa, la hechicería y más concretamente el pacto demoníaco se convierten, en la reescritura de Recuerda, en herramientas de transgresión, armas de rebelión contra un entorno hostil. Como en Una blanda muerte o Melibea, la magia negra de Celestina es generada por la crueldad de los hombres y se hace instrumento de una venganza violenta. En el mito celestinesco, la magia se transforma así, de forma paradójica, en instrumento de oposición y, a la vez, de mediación entre el individuo y el marco colectivo en el que tiene que desenvolverse. Ya presente en la Tragicomedia original, la problemática relación entre el sujeto y la sociedad que lo rodea se refleja, complicándose, en este uso del mitema. La famosa novela de Carlos Fuentes titulada Terra Nostra (1975) atribuye también a la magia de Celestina este papel como vector de tensión entre individuo y marco opresivo. Esta novela pertenece a la segunda etapa de la narrativa fuentesiana que, según Ordiz (2005: 33), pasó de la obsesión mexicana —con sus novelas sobre la revolución de los años cincuenta o con La región más transparente (1958)— a una experimentación formal sintomática del boom latinoamericano. Galardonada por el premio Rómulo Gallegos en 1977, Terra Nostra entra también en sintonía con los debates de la época referidos a la identidad hispanoamericana en general y mexicana en particular: Algunos escritores, como Alfonso Reyes, decretan el final del tan mencionado “complejo de inferioridad” del americano y reclaman [...] que se estudie y se valore lo propio sin entrar en comparaciones ajenas. En esta línea, los historiadores, filósofos y literatos vuelven sus ojos hacia el interior de sus respectivos países con la intención de analizar los rasgos propios de una identidad que, si por una parte concede una personalidad definida a la zona geográfico-cultural analizada o descrita, por otra se contempla como algo inmerso en unos paradigmas universales de pensamiento. [...] En estas relaciones entre lo local y lo universal se mueven con algunas variantes los estudios de historiadores y sociólogos como Samuel Ramos, autor de El perfil del hombre y la cultura en México (1934), y de manera especial Octavio Paz que, con su estudio El laberinto de la soledad, publicado
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en 1950, alcanza la más alta cima intelectual de lo que se ha venido en llamar “filosofía de lo mexicano”. (Ordiz 2005: 15)
Como veremos a lo largo del presente trabajo, Terra Nostra favorece este diálogo entre lo local y lo universal: cuenta la historia hispánica —desde sus orígenes grecorromanos hasta su futuro hipotético— mezclando mitos precolombinos, crónicas de la Conquista y clásicos de la literatura española, entre los cuales cobra especial relevancia La Celestina.39 Este largo y complejo texto de Fuentes consta de tres partes. Después de un breve capítulo ubicado en un París apocalíptico de finales del siglo xx, la primera sección, titulada “El Viejo Mundo”, consiste en la descripción de una España decadente, presa del absolutismo del rey Felipe II, quien anhela la extinción de su linaje. En este marco, la aparición de tres hombres jóvenes marcados con una cruz de carne roja en la espalda y que parecen anunciar una nueva era trastorna la corte real. En la segunda parte, titulada “El Nuevo Mundo”, uno de estos tres hombres, llamado Peregrino, cuenta su descubrimiento de México. La tercera y última parte, con el título “El otro Mundo”, describe la caída del reino de Felipe II y de la civilización azteca antes de regresar al París de 1999, donde el relato se cierra con la realización del apocalipsis anunciado desde el íncipit de la novela. Esta compleja trama encuentra cierta estructura a través de las distintas citas que tienen los protagonistas con la figura de Celestina. A modo de preludio de la novela, Carlos Fuentes proporciona una lista de sus personajes que clasifica en diferentes grupos. Celestina aparece en dos: por una parte, entre los personajes “parisinos”, donde se la describe como “pintora callejera” (Fuentes 1975: 13), y por otra, entre los “soñadores”, donde está definida como “campesina, bruja y trotera” (12). Celestina conoce, pues, varias encarnaciones en este relato. Ahora bien, las múltiples prolepsis y analepsis de Terra Nostra favorecen la confusión entre estas diferentes protagonistas que forman, gracias a la magia diabólica de la primera Celestina,40 39
Para un estudio general de la transficcionalización de Celestina llevada a cabo por Fuentes en Terra Nostra y de sus relaciones con los mitos aztecas y con Don Quijote y Don Juan, véase François (2018a). 40 Como se verá, se trata de la primera Celestina según el orden temporal de la historia, y no del relato (Genette 1983).
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como enseguida veremos, una cadena ininterrumpida a través de los siglos abarcados por la novela. El primer personaje llamado Celestina aparece desde el capítulo inicial. Durante un paseo por una capital francesa víctima de varias catástrofes sobrenaturales y de las exacciones de sectas milenaristas, un joven llamado Polo Febo conoce a una chica de labios tatuados que dibuja con tiza en el Pont des Arts (37). Esta muchacha, que dice llamarse Celestina, se presenta enseguida como pregonera del cambio: una revolución está en marcha y traerá un “nuevo milenio [que] debe expulsar las nociones de sacrificio, trabajo y propiedad, para instaurar un solo principio, el del placer” (39-40). Esta Celestina portadora de un discurso revolucionario sorprende a Polo por su anacronismo. Las numerosas preguntas que le hace la joven sugieren que viene de una época lejana: “Ahora tú debes explicarme todo lo que no entiendo. ¿Por qué ha cambiado tanto la ciudad? ¿Qué significan las luces sin fuego? ¿Las carretas sin bueyes?” (40). La Celestina parisina parece haber saltado de forma sobrenatural de una época a otra. La perplejidad de Polo Febo aumenta aún más cuando Celestina afirma conocerle desde hace mucho. En su confusión, el joven pierde el equilibrio y cae en el río Sena, donde se hunde. La chica se dirige a él desde el puente y le dice: “Éste es mi cuento. Deseo que oigas mi cuento. Oigas. Oigas. Sagio. Sagio. Otneuc im sagio euq oesed. Otneuc im se etse” (41). Con estas palabras, Celestina se vuelve la narradora de los capítulos que siguen, o sea la casi totalidad de Terra Nostra, hasta la vuelta a París del último capítulo. El segundo capítulo de la novela, que sigue inmediatamente la toma de palabra de Celestina, empieza así por “Cuéntase:” (43). Celestina aparece de este modo como la narradora intradiegética principal de Terra Nostra, ya que se dirige a otro personaje del relato y, a través de él, al lector, para llevarles del París del siglo xx a la España de finales de la Edad Media. Este primer relato intercalado dará lugar a muchos otros, porque la narración de Celestina incluirá más narraciones, como la del cronista, que a su turno incluirá la de Julián, etc. El cuento de Celestina constituye, por tanto, el punto de partida de una narración compleja, tal una muñeca rusa. La segunda Celestina del relato, que en realidad es la primera Celestina según el orden temporal de la historia, es una joven campesina violada por el padre de Felipe II el día de su boda. Traumatizada, esta Celestina se aísla
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fuera de la sociedad para vivir en los bosques, donde se vuelve bruja y pacta con el diablo con el fin de vengarse del soberano a través de su descendencia. Quema sus manos para afirmar tal comunión demoníaca. Se trata aquí de la recuperación de un motivo de La Celestina, donde la cara de la protagonista está cruzada por una cicatriz que, como vimos, evoca la marca del diablo. Al contrario de la Tragicomedia, en Terra Nostra el demonio contesta la invocación de Celestina con la que concluye un pacto: Escúchame, mujer: te diré cómo vencer a la muerte; te diré cómo vencer a este atroz orden masculino; te daré a conocer los secretos, ve qué haces con ellos, pronto, tu tiempo es breve, mucho te exijo, quedarás exhausta, sólo podrás iniciar lo que yo te pido [...]. Transmite lo que sabes a otra mujer, a tiempo, antes de que los hombres vuelvan a arrebatarte las fuerzas que hoy te otorgo. (641-642)
Esta segunda Celestina, varios siglos anterior a la Celestina parisina, recibe así del diablo una función de transmisora de saberes, incluso de saberes subversivos, ya que están destinados a minar el orden de los dominantes. La relación de la joven con el diablo y con su misión subversiva conlleva, además, cierto erotismo: Celestina es amante de Satanás y reivindica “un mundo sin pecado” (628), ya que, según ella, “El mundo será libre cuando los cuerpos sean libres” (627). Para responder a la orden del diablo, esta segunda Celestina del relato pasa el testigo de su misión subversiva a una tercera Celestina, cuyos labios tatúa gracias a un beso que le transmite, al mismo tiempo, su memoria, su identidad y su marca demoníaca: Crece, haz por parecerte a mí, te dejo los labios heridos, en ellos mi memoria, en ellos mis palabras, sabrás y dirás cuanto yo supe y dije, sabré y diré, [...] tú te llamas Celestina, tú recuerdas toda mi vida, tú vives ahora por mí, tú estarás dentro de veinte años, la tarde de un catorce de julio, en la playa del Cabo de los Desastres. (664)
La meta de esta cita consiste en recoger a Peregrino, náufrago procedente del Nuevo Mundo, para que cuente sus aventuras en la corte de España y así trastorne las concepciones del Viejo Mundo. Veinte años más tarde, la Celestina de los labios tatuados despierta efectivamente a Peregrino gracias a
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un beso. Amnésico, el joven se interroga sobre la identidad de la chica, quien le dice: “Yo me llamo Celestina. Deseo que oigas un cuento” (128), haciendo así eco a la función narrativa asumida por la Celestina parisina de principios de Terra Nostra. Las cosas se complican: Celestina está narrando en el seno de otra historia narrada por otra Celestina. Las Celestinas y las narraciones se ponen en abismo de forma mutua. Además, esta Celestina de los labios tatuados se vuelve también, como la Celestina precedente, portadora de un mensaje disidente que revela a Peregrino durante su narración: “quiero que rompas el orden de este lugar como se rompe una perfecta copa de delgadísimo cristal: tus ojos y tu voz serán dos poderosas manos llegadas de un mar inconquistable; todo lo pueden repetir mis labios tatuados; me llamo Celestina” (313). De nuevo el personaje de Celestina se hace el portavoz de una filosofía subversiva cuyo origen radica en el pacto diabólico concluido por su antecesora homónima. Este pacto ha permitido, a la vez, la inmortalidad de Celestina, cuya memoria viaja de un cuerpo femenino a otro, y la permanencia del mensaje disidente que encarna. En el último capítulo de la novela, situado en el París de 1999, Polo Febo aparece así como la reencarnación de Peregrino, recluido en su piso mientras espera el fin del mundo que se acerca cada vez más con la llegada del nuevo milenio. Abre entonces la puerta a una joven de labios tatuados que lo besa. Una narración, ahora extradiegética y en segunda persona del singular, toma el relevo de la narración de la Celestina del primer capítulo: “estás lleno de memoria, Celestina te ha pasado la memoria que a ella le pasó el diablo disfrazado de Dios, Dios disfrazado del diablo” (946). A través de esta memoria recuperada, Polo Febo revive fragmentos de recuerdos de siglos anteriores: “La historia fue la misma: [...] se repitieron los mismos crímenes, los mismos errores, las mismas locuras, las mismas omisiones que en otra cualquiera de las fechas verídicas de esa cronología linear, implacable, agotable: 1492, 1521, 1598...” (946). Ante esta constatación y mientras la humanidad se está extinguiendo a su alrededor, Celestina inicia con Polo Febo una relación carnal de la cual renacerá la humanidad. La filosofía diabólica —portadora, como se ha visto, de la necesidad de un cambio total de paradigma— profesada por las Celestinas de Terra Nostra se concreta finalmente a través de esta regeneración. Antes de acabar con las distintas encarnaciones de Celestina en Terra Nostra, es interesante constatar que la Celestina de las manos quemadas, la que
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origina la cadena de memorias que se construye hasta la parisina del siglo xx, cambia radicalmente de caracterización después de transmitir su memoria a la Celestina de los labios tatuados. En efecto, esta Celestina envejecida se ha transformado en una figura muy cercana a la creada por Fernando de Rojas, es decir, en una vieja alcahueta que remedia los virgos y extorsiona dinero a sus clientes. Este personaje ayudará, por ejemplo, a que Felipe II gane los favores sexuales de una novicia. Además de estos rasgos comunes con la protagonista de Rojas, esta madre Celestina solo se expresa a través de un patchwork de réplicas sacadas de La Celestina original. En el texto de Fuentes, como en los de Pierna y Martín Recuerda, la dimensión mágica asociada al personaje de Celestina se desarrolla y se hace fundamental en la evolución de la trama. Primero, porque la magia conferida a Celestina por el diablo inicia la cadena de Celestinas que llenan el relato. Segundo, porque estas mismas inmortalidad y ubicuidad de Celestina le permiten volverse la principal intermediaria entre los espacios geográficos y diegéticos de Terra Nostra. A su vez, como intermediarias, las Celestinas de Terra Nostra posibilitan y potencian el papel perturbador del personaje de Peregrino / Polo Febo. La magia celestinesca se convierte, por tanto, en un arma poderosa contra el poder arbitrario y opresivo.41 IV.2. 4. El desplazamiento del mitema: de Celestina al manuscrito celestinesco Al lado de la amplificación del mitema y de su transformación en arma de rebelión, algunas reescrituras celestinescas aplican a este mismo mitema un proceso de migración: en las ficciones en las que los personajes encuentran un texto que no es sino la obra de Rojas, la caracterización mágica suele desplazarse del personaje de Celestina a este texto. Tal transferencia de la dimensión hechiceril del personaje-Celestina al texto-Celestina es particularmente relevante en dos de las reescrituras estudiadas. Por una parte, en la novela Manifiesto de Celestina (1995), publicada en Venezuela por la escritora
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Tendremos la oportunidad de ahondar en esta faceta subversiva del personaje celestinesco en el capítulo VII.
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argentina Marta Mosquera, la utilización del topos del manuscrito encontrado permite tematizar el hechizo generado por un texto celestinesco que llega a apoderarse del personaje-narrador. Por otra parte, en la obra teatral Ojos de agua (2014) de Álvaro Tato, Celestina no utiliza su famoso conjuro del tercer acto rojano para llevar a cabo la philocaptio de Melibea, sino para realizar una philocaptio dirigida a los lectores. Veamos en detalle cómo estos textos orquestan tales efectos metaliterarios a partir del mitema mágico asociado con el personaje de la alcahueta. Escritora argentina que se dedicó a ficciones fantásticas y ensayos sobre literatura, Marta Mosquera Eastman recibió en 1960 el Premio Fondo Nacional de las Artes, cuyo jurado estaba integrado, entre otros, por Jorge Luis Borges, amigo de la autora a quien dedicó el cuento de El Aleph titulado “La casa de Asterión”. Marta Mosquera Eastman desarrolló también su labor profesional en el ámbito académico y en el periodístico, ya que combinó una carrera como profesora universitaria —en Argentina, Estados Unidos y Venezuela— con una larga actividad como corresponsal de prensa en París. Manifiesto de Celestina parte de esta experiencia periodística: la narradora anónima de esta novela está investigando por las calles de Caracas con el fin de redactar, para el diario Clarín de Buenos Aires, un artículo sobre un saqueo que acaba de sufrir la ciudad. Durante su pesquisa, la narradora entra en una casa abandonada cuya dueña fallecida se llamaba Celestina. Allí, halla de forma inesperada páginas sueltas de un manuscrito que decide llamar “Manifiesto de Celestina”. Este tema del manuscrito encontrado no solo hace de la novela de Mosquera una “ficción de ficción” (Heusch 2008), sino que también puede constituir un guiño a La Celestina original, ya que en uno de sus prólogos Rojas afirma haber encontrado por casualidad el primer acto de su Comedia, creación genial de un autor no identificado. Este tipo de comentario se remonta a su vez a un tópico de los prólogos medievales, en los que el copista o autor solía así desresponsabilizarse de su texto. El tópico ha sido utilizado a lo largo de los siglos siguientes con diferentes funciones, tanto para dar crédito a la ficción que permite introducir como para jugar irónicamente con esta convención de la literatura antigua.42 42
Para un estudio de las versiones contemporáneas de este topos, véanse Angelet (1990) y Bélanger / Bérard (2014).
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En el caso de Mosquera, el tópico no aparece en el prólogo, sino que constituye el punto inicial de la ficción. A partir del hallazgo del manuscrito celestinesco, nace en la mente de la narradora una fascinación cada vez más imperante por el texto desordenado que decide compaginar con el fin de encontrar su coherencia. Esta tarea pronto se revela sumamente ardua y decide, por tanto, apoyarse en la obra de Fernando de Rojas para ordenar el manuscrito, puesto que ambos textos parecen compartir muchos diálogos. Ya se vislumbra en este argumento un juego especular bastante sofisticado en el que La Celestina primigenia, la de Rojas, aparece reescrita en un misterioso manuscrito titulado “Manifiesto de Celestina”, el cual constituye el punto de partida de otro relato, el Manifiesto de Celestina que el lector tiene en las manos. Cabe señalar que, de entrada, las primeras alusiones al hipotexto celestinesco, lejos de ser anecdóticas, condicionan toda la estructura de la obra: la irrupción de La Celestina en el curso del relato cambia el rumbo lineal, acontecimiento tras acontecimiento, de la narración. De ahí en adelante, esta se construirá en efecto como una espiral que pasará continuamente del nivel del “Manifiesto de Celestina”, o sea la descripción del manuscrito encontrado por la narradora, al nivel del Manifiesto de Celestina, o sea el relato de la narradora propiamente dicho. Ahora bien, el paso de un nivel a otro será cada vez más difícil de discernir a medida que avance la obra. En efecto, su lectura del manuscrito, así como su empeño en ordenarlo, acaban por provocar el delirio de la narradora, quien se olvida totalmente de su ritmo de vida (trabajar, dormir, comer) para entregarse en cuerpo y alma a una compaginación definida desde el principio como una faena imposible: “infructuosamente organizo el manuscrito de Celestina y marco los textos que sospecho son el ‘Manifiesto’, pero al ordenarlos los desordeno y los vuelvo a escribir” (Mosquera 1995: 38). El encadenamiento lógico de acciones es así reemplazado poco a poco por la transcripción estancada de este delirio. La trama acaba por reducirse a la expresión de una obsesión provocada por la lectura y que solo conduce al fracaso. Reducida a su quintaesencia, la narración de Mosquera no puede sino recordarnos las andanzas quijotescas. La introducción de citas de La Celestina en la novela corta provoca una serie de rupturas narrativas que, a su vez, potencian el efecto de ruptura
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entre realidad e irrealidad, nuclear en el género fantástico.43 El texto modelo genera efectivamente en su reescritura una pérdida de referencias, tanto espaciotemporales como ontológicas. Antes de entrar en el análisis propiamente dicho, conviene aclarar que las citas celestinescas omnipresentes en este relato son, por lo general, o bien citas directas del texto de Rojas, lingüísticamente modernizadas y no siempre señaladas por las comillas, o bien combinaciones, especies de collage, de distintas citas de la Tragicomedia que Mosquera agrupa, añadiéndoles amplificaciones de su cosecha que respetan tanto la temática (el elogio del placer carnal, la denuncia de las tensiones entre ricos y pobres, el lamento de la vejez, etc.) como la estilística (el gusto por los refranes, mezclados con insultos y alusiones clásicas) de su modelo tardomedieval. El marco espaciotemporal del relato también se diluye a raíz de la lectura de este “manifiesto”. Al principio de la novela, la narradora se sitúa en el Caracas de finales del siglo xx. La topografía caraqueña se puede reconocer, por ejemplo, a través de las calles mencionadas (9). El tiempo empieza a volverse problemático justo después del hallazgo del manuscrito, cuando confiesa la narradora: No sé realmente el tiempo que pasé en la arepera. Recuerdo que tuve la impresión de que había pasado mucho tiempo. Traté de pensar de qué manera había transcurrido. No logré calcularlo. Busqué un reloj pero en cada reloj la hora era distinta. No supe si habían transcurrido horas, días, años. (11)
En este fragmento, hace hincapié en su percepción subjetiva de la duración. Esta percepción, dificultada primero por una memoria inestable, se proyecta enseguida en el entorno objetivo: ni siquiera los relojes la pueden orientar en el tiempo. El concepto de cronotopo, tal y como lo define Bajtín (1989) para referirse a tipos de marcos espaciotemporales, implica una interrelación muy importante entre tiempo y espacio. Según el crítico ruso, en una novela el marco cronológico deja efectivamente su impronta en el marco espacial y viceversa. Así, no tiene por qué sorprendernos el hecho de que, en Manifiesto
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Para más detalles sobre este proceso, véase François (2015).
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de Celestina, la distorsión sufrida por el marco temporal contamine rápidamente el entorno espacial: Hay días que se suceden con tardanza y otros aceleradamente. Constato que algo similar ocurre en relación al espacio que me circunda. Es como si la distancia entre yo y las paredes que me rodean perdieran, insólitamente, su fijeza. Esta impresión se hace más evidente en la casa de Celestina, donde tengo la sensación de estar en un laberinto, de donde no puedo escapar. (18)
Frente a esta distorsión espacial, la narradora intenta apoderarse del marco urbano al repetir el mismo recorrido por las calles. No obstante, estas caminatas no hacen sino reforzar el “espacio irreal” (34) en el que se hunde. Es que las calles por ella conocidas y hasta el hotel donde se aloja parecen recombinarse para conformar un laberinto del que queda prisionera: Estoy en el centro del hall. Soy el centro de mi universo, rodeada de las habitaciones cuadradas que se miran unas a otras a través de la galería y se comunican entre ellas como si entraran y salieran hacia un corredor infinito que se aleja y se extiende en todas direcciones, mientras yo corro por él. (43)
Además de volverse más complejo y huidizo, el espacio en el que se mueve la narradora también favorece la progresiva desaparición de las fronteras entre el universo, supuestamente real, en el que vive, y el universo ficticio del manuscrito. En efecto, el manuscrito de Celestina llega a contaminar el entorno espacial de la narradora cuando esta empieza a oír por la ciudad voces que citan fragmentos del mismo: “la voz de Celestina atraviesa la plaza y retumba contra el caballo de piedra del Libertador” (42). La contaminación entre niveles narrativos ocurre también al revés, cuando el espacio caraqueño se infiltra en el universo celestinesco mediante la inserción de topónimos venezolanos en el relato de las andanzas de un personaje celestinesco: “Entredientes44 había llegado donde Celestina sin saber de dónde venía, vagando por Barinas, Tucupita, Maracay, Maracaibo” (56). Más adelante, Celestina y
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Es este el nombre dado, en Manifiesto de Celestina, al personaje que Rojas llama Pármeno, quizá en referencia a los repetidos apartes de este criado en La Celestina original.
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su comadre la Claudina45 beberán vino en el “Zamuro come bailando”, un bar en el que la narradora había tomado un café al principio de su narración. Las antedichas rupturas, que atañen tanto a la trama como a su ubicación espaciotemporal, conllevan por tanto una serie de interrogaciones referidas, por una parte, a la índole del relato, donde una ficción contamina a otra, y, por otra, a la identidad de una narradora cuya voz se disgrega a medida que narra. He explicado que, al entrar en contacto con el manuscrito de Celestina, la narradora se desprende de la realidad cotidiana que la rodea. Este proceso se inicia con la pérdida de memoria que sufre la voz en principio identificable de una periodista: después de encontrar el manuscrito, se olvida de sus actividades del día anterior. Poco después, la fragmentación y el desorden del manuscrito celestinesco parecen reflejarse en la misma memoria de la periodista, una memoria que se vuelve errática e incompleta, hundiéndola en una sensación de “inestabilidad” (15) y “perplejidad” (17). Tal desintegración de la memoria va a reflejarse a su vez en la propia narración que se repite, retrocede y se pierde en las citas del manuscrito, que se hacen cada vez más presentes. La mayor confusión se refiere a la frontera entre realidad y ficción: la narradora confunde fragmentos del “Manifiesto de Celestina” con voces en la calle y vislumbra trozos del manuscrito en el espacio urbano: “en ese decorado todo parece, misteriosamente habitado por frases y refranes, diálogos y monólogos” (18). Esta asimilación de su entorno al universo celestinesco desemboca luego en las interrogaciones existencialistas de la narradora que, al cuestionar el sentido del manuscrito, acaba por cuestionar su propio ser: “¿Estas páginas acaso son versiones de mi existencia, o acaso el manuscrito me condiciona o yo lo condiciono? [...] ¿Quién soy? ¿Dónde vivo? ¿Qué hago?” (39). La narradora parece diluirse en su lectura del manuscrito hasta confundirse a sí misma con uno de los personajes del mismo: “¿Celestina o yo?, sueña con Melibea” (50), “[...] hasta siento el temor de que mi voz sea la voz de Celestina” (67). La narradora, finalmente, se considera parte de la trama, ya sea como personaje del manuscrito o como motivo o tema de la celestinesca: “[...] soy Celestina, Calixto, Melibea, Sempronio, Meandro, soy el amor y los amores entre virgos, mentiras, robos, crímenes, blasfemias, congojas, 45
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Llamada “la Begoña” en el texto de Mosquera.
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rumores y refranes” (22). Tal traspaso de la frontera entre el nivel diegético de la narradora y el nivel diegético del manuscrito corresponde a lo que Gérard Genette (2004) llama la metalepsis. En el relato de Mosquera, la metalepsis es doble, ya que Celestina, personaje del manuscrito encontrado por la narradora, cobra vida y adquiere una voz propia en la realidad caraqueña de esta, a la vez que ella pierde sus características individuales para convertirse en parte del manuscrito que estaba analizando. La metalepsis llega a su cumbre cuando la narradora empieza a confundir su vida con el manuscrito, cuando empieza a identificarse con una versión literaria de La Celestina: “¿Soy yo, una caricatura jugando a todos los juegos, soy simplemente un manuscrito oculto en un palinsesto [sic]?” (45). La voz narrativa se disgrega, por tanto, mediante el paso paulatino de una narradora identificable a una narración llevada a cabo por el propio modelo de la reescritura. Al final del relato, la metalepsis se resuelve de una forma tan repentina que al lector le puede resultar brutal: el relato de las evocaciones temáticas y filosóficas provocadas por la lectura del manuscrito se acaba con una nueva prueba de esta incertidumbre entre ficción y realidad de la que padece la narradora: “no sé si el texto anterior está en el ‘Manifiesto de Celestina’ o si es producto de mi imaginación” (115). La periodista reanuda enseguida su vida cotidiana: deja su hotel y sale a la autopista de regreso a su hogar. Tras haber ingresado en el mundo ficticio de La Celestina, vuelve a su realidad. Me parece posible, por tanto, considerar esta metalepsis como una estrategia narrativa que representa, para la narradora-personaje, un trayecto iniciático en el que la periodista, cuya actividad profesional consiste en encontrar verdades factuales, pudo acercarse al tipo de verdades proporcionadas por la ficción. En efecto, uno de los principales efectos de la metalepsis —este proceso de ruptura narrativa tan conocido gracias al cuento “Continuidad de los Parques”, escrito por el coterráneo de Mosquera, Julio Cortázar— es la autorreflexividad: con la contaminación de los niveles narrativos y la puesta en escena de la ficción posibilitada por la metalepsis, el autor proyecta en su obra su concepción de la literatura y de la escritura. De hecho, la fusión entre la narradora-lectora y su lectura46 transforma el conjunto de esta novela 46
“El lector es una fábula sin escribir” (22).
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corta fantástica en una alabanza de la literatura y en una metáfora de la interpretación literaria según las concepciones de la autora Marta Mosquera. La elección del género fantástico y su técnica metaléptica ya forman parte de esta estrategia de elogio de lo literario. Al hacer vacilar inexplicablemente el orden del mundo, el género fantástico permite, desde luego, tematizar los poderes imaginarios de la literatura, su capacidad de engendrar mundos paralelos, posibles o improbables. Pero en el caso peculiar del Manifiesto de Mosquera, se ha mostrado que tanto la oposición fantástica entre realidad e irrealidad como la metalepsis se generan a partir de un modelo, La Celestina de Fernando de Rojas, obra clásica del panteón literario hispánico. Esta construcción refleja, sin duda, la práctica de la escritura como relectura reivindicada por Marta Mosquera: “creo mucho en la relectura” (Martínez Ubieda 2010). Tal concepción de la literatura como co-creación representa un verdadero leitmotiv del Manifiesto de Celestina: Pienso que en todo texto existen otros textos que no han sido escritos pero no están adormecidos para que alguien los descubra y los escriba, cuando presiente su existencia. Hay zonas de sombra en todo texto y esa oscuridad forma parte de un texto total que es el desencadenamiento de la literatura en sus mil versiones, de la posible tradición de su magia. (64)
Las zonas de sombra a las que alude la narradora bien pueden referirse al sentido inagotable, y por tanto inabarcable en su totalidad, de la obra literaria. Cualquiera que sea nuestro esfuerzo para descodificar un texto, siempre permanecerá un fragmento de sentido huidizo que hará necesarias otras relecturas y reescrituras en una cadena de creación infinita. Por eso la narradora no consigue ordenar el manuscrito. Manifiesto de Celestina utiliza el texto modelo de Rojas para generar rupturas narrativas que a su vez posibilitan el enfrentamiento entre un orden racional del mundo y la irrupción de un acontecimiento que lo pone en tela de juicio. En otras palabras, la índole genérica fantástica de esta novela corta es el resultado de la introducción de La Celestina en un relato marco. De este modo, Marta Mosquera consigue, a la vez, utilizar un texto español canónico, La Celestina, para atacar las estructuras básicas de la narración y hacer
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del manuscrito celestinesco encontrado el agente de una philocaptio total del personaje-narrador. En Manifiesto de Celestina, tanto el género fantástico como la renovación del topos del manuscrito encontrado permiten vivificar el mitema de la mediación mágica y abrirlo a dimensiones metaliterarias. Con su obra dramática Ojos de agua (2014), Álvaro Tato también asocia este mitema al libro celestinesco para producir una reflexión metaliteraria sobre la perennidad de los clásicos y el efecto que la lectura puede tener en el lector. Ojos de agua es una continuación proléptica —o secuela— de la obra de Rojas que imagina que Celestina no ha muerto a manos de los criados, sino que ha conseguido escaparse, después de ser herida, y refugiarse en un convento. En este texto, el poder sobrenatural de Celestina no deja lugar a dudas: es capaz de convocar el fantasma de Pármeno que vive en su memoria (Tato 2014: 20) y su caracterización como bruja es constante. El fantasma se pregunta así, en la introducción a la obra, “¿Será quizá esa hechicera / y alcahueta salmantina que llamaban Celestina?” (2), antes de designar a la tercera como “la reina de brujería” (3). La propia Celestina confiesa su actividad brujeril como un delito que asume —“¡La cadena de oro es mía! Calisto me la dio a mí por conseguirle a Melibea! Me quemarán por bruja, pero no por ladrona” (6)— y describe con orgullo su laboratorio (11). Cuando se lamenta de la virginidad de las monjas con las que convive en el convento, Celestina incluso alude a sus polvos mágicos, hechos proverbiales, como vimos, por la celestinesca posterior a la obra de Rojas [...] sor Fulana, virgen; sor Mengana, virgen; sor Zutana, virgen... ¡Qué desperdicio, hermanas...! Os hace falta un polvo mágico como los que echaba en mis tiempos... (Pinta a espectadores con polvos.) Con polvo de azafrán tendrás amante galán. Con polvo de bermellón jamás te romperán el corazón. Con polvo de laurel tu marido no sabrá que eres infiel. Con polvo de arcilla negra se irá de casa tu suegra. Con polvo de muérdago
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tendrás un multiorgásmago. Con polvo de anfetamina verás a un gran dragón en tu cocina. (12)
La Celestina de Tato reivindica su brujería como “madre de [su] ciencia” (29) y como prueba de libre pensamiento: “Solo las brujas hacemos nuestras leyes y nos pertenecemos a nosotras mismas. Nos persiguen, nos fuerzan, nos queman, pero nuestra magia siempre es más fuerte. Nuestra magia es pensar. Y no pertenecer a nadie” (20). De nuevo, después de José Martín Recuerda y de Carlos Fuentes, la magia celestinesca es asociada con la autonomía del personaje y su rechazo del control ajeno. Al contrario de lo que ocurría en La Celestina primigenia, el conjuro a Plutón, pronunciado por la Celestina rojana en el tercer acto y que, como vimos, constituye un ingrediente imprescindible del mitema de la mediación mágica, aparece al final en la reescritura de Tato. A lo largo de Ojos de agua, el personaje de Celestina cuenta su historia pasada a un público de monjas no representado en el escenario. Es de notar que los espectadores reales de la obra teatral tienden a identificarse con este destinatario invisible al que se dirige la alcahueta. Para llevar a cabo su narración, Celestina utiliza de forma regular su viejo diario, del que lee algunos fragmentos en voz alta. Este diario resulta ser el propio texto de La Celestina, así puesto en abismo por su reescritura: Os voy a leer lo que pasó hace tres años. Lo tengo todo escrito aquí. Es mi diario. ¿Oís cómo cruje el papel? ¡Aún huele a mi antigua casa! En estas páginas fui anotando cuanto sucedió y cuanto se dijo en aquellos días terribles pero alegres. Por eso titulé a mi diario: Tragicomedia de Calisto y Melibea, libro también llamado La Celestina. Escuchad los mejores pasajes. (13)
En el último acto de Ojos de agua, Celestina utiliza su famoso conjuro a Plutón para hechizar este libro suyo: Te conjuro, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, capitán soberbio de los condenados ángeles, gobernador de los tormentos y atormentador de las pecadoras ánimas. Yo, Celestina, tu más conocida cliéntula, te conjuro por fuerza de estas bermejas letras, a que te envuelvas en este libro llamado La Celestina,
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hasta que los lectores queden enredados de tal manera que cuanto más lo lean, más se ablande su corazón lastimado de crudo y fuerte amor por Celestina. (Al público.) Ya queda mi libro a resguardo del tiempo y la censura, terminado y listo para la imprenta. (25)
En esta reescritura del conjuro rojano del tercer acto, el hilado embrujado es reemplazado por el propio texto de La Celestina. A su vez, este se vuelve un mediador mágico entre Celestina y las generaciones futuras a quienes hechizará el libro. Celestina transfiere sus poderes mágicos a su libro para que venza los obstáculos del tiempo y de la censura. Tenemos aquí una explicación en clave fantástica de la ausencia de ataque inquisitorial durante el primer siglo de existencia de La Celestina. La alcahueta pronostica también la fama e inmortalidad de su texto, que acecha a la philocaptio de los lectores llevada a cabo por el mismo libro: Unos dirán que es novela, otros dirán que es teatro, pero nadie sabrá que en verdad es un hechizo que ata la voluntad de los lectores a la madeja de mi memoria. Cambiaré mil veces de idioma, mil actrices me darán su rostro, mil bocas repetirán estas letras rojas, letras bermejas, gota a gota cayendo mi tinta de sangre en el conjuro final. (25)
Antes de morirse, Celestina encomienda su libro, su legado, a las monjas: Solo podré escapar si estas hojas llegan a la imprenta. Llevadlas a la Universidad. Decid que su autor es Rojas, Fernando de Rojas, como rojas son estas letras, gota a gota cayendo mi tinta de sangre en el conjuro final. ¡Venid contra mí, siglos, que aquí os hago frente! [...] Cuando me echéis de menos, leedme. Leed La Celestina. Allí os espero, entre mis páginas; allí siempre nos volveremos a encontrar. (28-29)
La hechicera vence de forma anticipada su misma muerte gracias a esta publicación que no solo la salvará del olvido, sino que le permitirá hacerse objeto de fascinación. A través de su texto embrujado, el personaje de Celestina construye a su destinatario y su modo de recepción. Ilustra así, de cierta forma, las conclusiones que Vincent Jouve saca de su análisis del effet-personnage: el personaje es un ingrediente ficcional privilegiado a partir del cual la
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lectura se hace, para el lector “una experiencia enriquecedora a nivel intelectual, afectivo y fantasmático” (1998: 230; trad. mía). En el caso de Ojos de agua, el personaje de Celestina llega incluso a confundirse con el libro del mismo nombre. El carácter protagonista de este libro, diario de Celestina, aparece en el mismo cartel utilizado para anunciar la puesta en escena de este texto: tanto la alcahueta como su diario son cabezas de cartel (figura V.2).
Figura V.2. Cartel anunciador de la puesta en escena de Ojos de agua © Foto: David Ruiz
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V. Un mitema fluctuante El mitema de la mediación mágica no tiene el mismo grado de desarrollo en las diferentes reescrituras celestinescas. Por eso he diferenciado entre el grupo de textos que hacen de la magia un componente secundario de su trama o estructura y el conjunto de las reescrituras en las que el mitema cobra un papel protagónico. En el primer grupo se han distinguido los textos que atenúan el papel de la mediación mágica en la historia de Calisto y Melibea (Guillén, Yáñez, Benito de Lucas, Azorín 1912, 1913 y 1943) de los que sí aceptan la posibilidad de tal mediación, aunque la reducen a una serie de motivos estereotipados (Blanco-Amor, Pérez Galdós, Mantero, Toro-Garland, García Jambrina y Arce). En estas últimas reescrituras, la magia se vuelve casi independiente de la mediación amorosa y permite establecer otros tipos de conexión entre personajes, desde la alianza profesional (en Galdós) a la alianza criminal (en García Jambrina). Por su parte, las reescrituras que dan un lugar central a la mediación mágica lo hacen mediante: 1) una amplificación; 2) una remotivación, o 3) un desplazamiento del mitema. La magia se profundiza tanto en el grupo de novelas decimonónicas analizadas como en las obras de Alfonso Sastre y Moisés de las Heras. El examen de estos textos nos ha permitido evidenciar los procesos de esta amplificatio (añadido de episodios, exageración de la caracterización fantástica de Celestina, juego de acotaciones, etc.) y sus efectos. En Hartzenbusch, Castillo, Calvacho y Heras, además de su funcionamiento como resorte cómico o gótico, los vínculos entre personajes y fuerzas mágicas generan tanto alianzas como oposiciones entre los individuos. En Luna y Estébanez Calderón, el componente diabólico se asemeja más bien a un dominio perverso de unos individuos sobre otros, lo cual provoca la caída moral del entorno de Celestina; en la tragedia de Sastre, un proceso de coalescencia permite duplicar la dimensión fantástica de Celestina (a la vez hechicera y vampiro) para afianzar desde la marginalidad su papel de mediadora entre las pasiones humanas y las potencias diabólicas. Las habilidades mágicas de la alcahueta se utilizan entonces para llevar a cabo una mediación amorosa, amén de favorecer la comicidad irrisoria de la tragedia compleja de Sastre. Las reescrituras que remotivan el mitema se alejan del tratamiento que recibe la mediación mágica en La Celestina original para explicar de otra
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manera la presencia de la magia en su trama. La magia diabólica es transformada por las nuevas Celestinas en arma vengativa cuyo uso se justifica en casos de traición o de opresión. En este contexto, la magia ya no representa una herramienta de mediación sino de tensión entre Celestina y la familia de Pleberio (Pierna) o la familia real (Martín Recuerda y Fuentes). En el texto de Milagros Pierna, el uso de las artes maléficas permite que Celestina manipule a los demás personajes con el fin de vengarse de su examante, Pleberio. En Las conversiones de José Martín Recuerda, la magia asegura la transición entre dos personalidades de Celestina: la joven angelical del pasado y la hechicera rojana del futuro, decidida a vengarse de Enrique de Trastamara. Al convertirse, al final del texto, en la hechicera rojana, Celestina gana algunas habilidades diabólicas que representan, para ella, un instrumento de poder sobre los demás. En fin, el pacto diabólico que se transmiten las Celestinas de Carlos Fuentes equivale a una llamada a la rebeldía que ritma Terra Nostra. Por último, vimos que son dos las reescrituras que desplazan el mitema del personaje de Celestina al texto de La Celestina. La dimensión mágica asociada al libro asegura en estos casos una mediación entre texto literario y lector, generando una reflexión sobre la perennidad de La Celestina y sobre la frontera entre lectura y escritura. La hechicería, instrumento de distintas mediaciones y transgresiones, constituye un aspecto esencial del funcionamiento del personaje de Celestina y del texto asociado con ella, sea su “manifiesto” (Mosquera) o su “diario” (Tato). Aunque las formas y funciones del mitema son múltiples, el panorama trazado en este capítulo permite evidenciar sus señas más destacadas. El conjuro, por ejemplo, una de las escenas de La Celestina más comentadas por la crítica, representa un paso obligado para muchas reescrituras. Además, la diversidad de su recreación permite desarrollar todos aquellos modos en germen en el texto de Rojas, desde lo más crudo y trágico a lo más cómico, pasando por lo grotesco. A pesar de la gran variedad con la que los autores contemporáneos reescriben la hechicería celestinesca y su forma de organizar las relaciones entre los demás personajes, cabe constatar que se trata ante todo de un mitema vinculado con la figura de la alcahueta. Como en el caso de la celestinesca anterior al siglo xix, las reescrituras contemporáneas que omiten al personaje de la alcahueta, o le restan protagonismo para centrarse en la pareja de amantes, suelen también desentenderse de la magia y de su
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papel mediador en la trama. Ahora bien, son pocas las obras celestinescas que prescinden de la alcahueta: para los reescritores contemporáneos, reescribir La Celestina consiste, sobre todo, en reescribir a Celestina. Además, vimos que la magia de la alcahueta también podía transferirse del personaje Celestina al texto Celestina. Esta fusión entre protagonista epónima y texto no carece de interés, ya que al reorientar el mitema otorga a las reescrituras una dimensión metaliteraria. En cualquier caso, en las reescrituras que la tematizan, la nigromancia se relaciona siempre con la transgresión femenina encarnada por la figura de la alcahueta. Al regular las relaciones amorosas, los avatares contemporáneos de Celestina acostumbran a instaurar, por medio de su tercería y hechicería, un orden que amenaza el marco de referencia masculino. En la novela de la hispanomexicana Angelina Muñiz-Huberman, Areúsa en los conciertos (2002), el personaje epónimo comenta a este respecto, con el libro de Rojas en mano: El mundo del amor y del encantamiento son el mismo: por eso el misterio de la unión entre lo prohibido y lo peligroso. Abigarrado mundo de hadas y brujas sin fronteras uno y otro. Confusión de la mujer-madre, la mujer-amor, la mujer-muerte. [...] Nota al margen de los procesos inquisitoriales contra las pobres mujeres llamadas brujas: éstas, sorprendidas, sólo por el tormento dieron el sí a los inventos y patrañas de los sesudos inquisidores y teólogos que fueron los que sacaron de su poderosa inventiva aquelarres, vuelos nocturnos, pócimas y bálsamos, afrodisiacos, maleficios, engendros y patas de macho cabrío. (MuñizHuberman 2002: 34-35)
Para “confirmar lo anterior” (35), el personaje de Areúsa enseguida transcribe en un cuaderno la descripción del laboratorio de Celestina hecha por Pármeno en el primer acto del texto rojano. En esta reescritura de la autora mexicana, Areúsa parte de la búsqueda de su homónima literaria en la Tragicomedia para luego problematizar la relación perpetua, en la literatura celestinesca, entre magia, mujer y subversión: “El problema está en el terror que tiene el hombre a toda fuerza proveniente de la mujer. Si es de mujer es diabólico: para esto están las historias de las brujas. [...] (Claro, piensa Areúsa: las brujas y las prostitutas, inventos masculinos)” (27). La plasticidad del mitema de la mediación mágica da así muestra de funciones variopintas. Por un lado, plantea interrogaciones sobre las relaciones
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entre reescritura y modelo, juega con los códigos teatrales y narrativos y actúa como mecanismo de suspense o genera golpes de efecto. Pero también, por otro lado, da pie al desarrollo de una reflexión global acerca del fenómeno de la marginalización y de la recepción literaria. El mitema asegura de este modo una mediación entre el texto y su contexto de producción.
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El loco amor —amor humano, mundano y carnal que se opone al buen amor o amor espiritual, amor de Dios (Joset 1991)— de Calisto y Melibea representa sin duda la temática central del texto de Rojas. No solo los ardores amorosos de Calisto constituyen el punto de partida de la (Tragi)comedia, sino que el número de escenas sensuales aumenta en la versión tragicómica de 1502, como apunta el nuevo título de “Tragicomedia de Calisto y Melibea nuevamente añadido lo que hasta aquí faltaba de poner en el proceso de sus amores” (Rojas 2011: 3). El mismo Rojas explica estos añadidos como debidos a una solicitud de sus lectores: “[...] hallé que querían que se alargase en el proceso de su deleite destos amantes [...] de manera que acordé, aunque contra mi voluntad, meter segunda vez la pluma en tan estraña labor y tan ajena de mi facultad” (21). Además, la denuncia de este loco amor le sirve repetidas veces a Rojas como justificación principal de su obra. En “El autor a un su amigo”, el escritor señala de entrada: La necesidad que nuestra común patria tiene de la presente obra, por la muchedumbre de galanes y enamorados mancebos que posee, pero aun en particular vuestra misma persona, cuya juventud de amor ser presa se me representa haber visto y dél cruelmente lastimada, a causa de le faltar defensivas armas para resistir sus fuegos. (5)
En la siguiente pieza liminar, el autor, “escusándose de su yerro” (9), vuelve a insistir en la calidad moral de su “dulce cuento” (10), que narra “vicios de amor” (12) con el fin de incitar a que los amantes salgan de su cautiverio:
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Como el doliente que píldora amarga O la recela o no puede tragar, Métela dentro de dulce manjar, Engáñase el gusto, la salud se alarga, Desta manera mi pluma se embarga, Imponiendo dichos lascivos, rientes, Atrae los oídos de penadas gentes, De grado escarmientan y arrojan su carga. (11)
Estos versos acrósticos terminan con un ruego dirigido a “damas, matronas, mancebos, casados” (14): “No os lance Cupido sus tiros dorados” (14). Tal insistencia en la acusación del amor mundano continúa en el argumento general que antecede el primer acto: “Síguese la comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su dios” (23). Por último, las piezas finales también recalcan, a modo de conclusión, este propósito didáctico de las escenas sexuales: No dudes ni hayas vergüenza, lector, narrar lo lascivo que aquí se te muestra, que, siendo discreto, verás que es la muestra por donde se vende la honesta labor; de nuestra vil masa con tal lamedor consiente coxquillas de alto consejo, con motes y trufas del tiempo más viejo escritas a vueltas le ponen sabor. (349-350)
Amén de representar la piedra de toque del propósito didáctico del “cuento” rojano, esta tematización del loco amor también justifica la intervención de la alcahueta, que acabará por dar su nombre a la obra. La mediación amorosa hecha necesaria por el apremiante deseo sexual de Calisto constituye, en efecto, no solo el centro de la trama rojana sino también la razón de ser del personaje de Celestina, tercera de renombre que “a las duras peñas promoverá y provocará a lujuria” (47). A lo largo de la (Tragi)comedia, la alcahueta se presenta como una maestra en el arte del carpe diem que incita a la lujuria tanto a Melibea como a Pármeno, Areúsa, Sempronio, Elicia o Lucrecia. La
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mediación amorosa, sobre todo sexual, asegurada por Celestina reúne a los hombres y a las mujeres del texto rojano. Al igual que en La Celestina, en las reescrituras los personajes se relacionan entre sí mediante su deseo amoroso y carnal, que los atrae y los reúne. Sin embargo, la celestinesca de los siglos xix, xx y principios de xxi actualiza de distintas maneras esta mediación amorosa llevada a cabo por Celestina. Tal actualización depende en buena parte del contexto de producción de los textos: la visión del mitema es influida tanto por los debates contemporáneos relativos a la prostitución como por la evolución de los derechos de la mujer o las obsesiones temáticas de la narrativa del momento. En este capítulo, tras un breve repaso de las diferentes lecturas que la crítica ha hecho de la problemática sexual en La Celestina original, se examinará la omnipresencia del amor carnal, como temática y haz de relaciones, en el texto de Rojas. A partir de ahí, se analizarán los modos y funciones que las reescrituras atribuyen al mitema de la mediación carnal, siempre en diálogo con su modelo tardomedieval, en función de nuevos contextos históricos y culturales. I. El amor sexual en LA CELESTINA original I.1. Perspectivas críticas La historia crítica de la temática sexual de la (Tragi)comedia empieza ya en el siglo xvi, cuando unos lectores, moralistas, religiosos y preceptistas, se inquietan por la perversidad de la obra rojana. El blanco de su crítica, aparte de los ataques anticlericales obvios en La Celestina, no es otro que el erotismo del texto que se expresa, entre otras cosas, mediante una serie de parodias sacroprofanas, y que hace que un Vives dictamine la “incapacidad del lector para aprovechar [la obra] correctamente” (Gagliardi 2007: 62), es decir, en un sentido moral. La lista de pasajes expurgados por la Inquisición a lo largo de los siglos siguientes abarca asimismo buena parte de las escenas sensuales y chistes obscenos del texto (67). Como es habitual en cualquier aspecto de la obra de Rojas, en la época contemporánea la temática sexual de La Celestina ha sido abordada desde múltiples enfoques: a partir del análisis de la parodia del amor cortés que
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subyace en la obra,1 de las teorías médicas del amor hereos que ilustra,2 del estudio de sus personajes3 o de motivos y metáforas recurrentes, como el cuerpo fragmentado4 o el amor-fuego.5 También cabe recalcar el importante número de estudios históricos que se acercan a la (Tragi)comedia como fiel testimonio del funcionamiento de la prostitución tardomedieval.6 Esta temática sexual se beneficia además del trabajo de historiadores, con Maravall (1986 [1964]) a la cabeza. Este ha mostrado que la transformación de los nexos sociales que tiene lugar en la Castilla de finales del siglo xv se refleja en La Celestina a través, entre otros aspectos, de la peculiar relación respecto del amor y la sensualidad que hermana a amos y criados. Dentro de estas perspectivas variadas, no son pocas las investigaciones que hacen de la temática sexual el caballo de batalla de su búsqueda de la intención autorial. Estos trabajos se dividen entre los dos bandos acostumbrados: el de la tesis didáctica, según la cual las alusiones sensuales de La Celestina se tienen que interpretar en el marco de la reprobatio amoris anunciada por Rojas en el peritexto, y el de la tesis subversiva. La segunda vertiente abarca algunos estudios feministas (Hathaway 1994, Tapia 1991) iniciados por los trabajos de Jacqueline Ferreras-Savoye (1977), Catherine Swietlicki (1985) y Patricia E. Grieve (1990) y reimpulsados, entre otros, por Alan Deyermond (2008b y 2008d), quien ha propuesto una serie de ejes analíticos —por ejemplo, el de las “relaciones sexuales” (2008b: 84)— a partir de los cuales convendría que los feministas abordasen la (Tragi)comedia. Los autores de estos trabajos vislumbran, a través del mundo prostibulario retratado en La Celestina, una defensa e ilustración de la mujer. A su ver, el personaje femenino se libera en efecto de la tutela masculina e incluso llega a dominar a los hombres mediante su manejo de los bajos instintos. Deyermond (2008d) hace así hincapié en la casa de Celestina y el jardín de Melibea como dos microsociedades femeninas que potencian el desarrollo de la sensualidad de la mujer. 1 2 3 4 5 6
Iglesias (2009), Vidal Doval (2009). Fraker (1993), Morros Mestres (2009). Lida de Malkiel (1970 [1962]), Gilman (1982 [1956]), Ontañón (2004). Sears (1998). Sánchez Jiménez (2005). Amasuno Sárraga (2000), Lacarra (1993), Iglesias (2011).
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La prostitución celestinesca incluso acabaría por posibilitar un “empowerment” (Severin 1993a) de la mujer, así como una inversión de la jerarquía de género y una ruptura del orden patriarcal (Montero 2015). Calvo Peña arguye, por ejemplo, que La Celestina rompe con los estereotipos tradicionalmente asociados a la mujer y que la caracterización de Celestina como “puta vieja” la hace un sujeto libre por excelencia (2003: 47). Por su parte, Cloud (2009) va más lejos al explicar que Rojas crea en su obra una imagen de mujer descontrolada sexualmente para protestar contra la marginalización en la que vivían los conversos a finales del medioevo español. En este marco, Celestina es a menudo definida como la figura feminista por antonomasia de la obra: se trata del personaje más móvil, por lo cual tiene acceso a todos los espacios sociales, y manipula, por lo general sin dificultades, a los hombres que la rodean.7 Sin embargo, Tapia (1991) subraya el carácter ambiguo de dicho feminismo, ya que Celestina utiliza no solo a los hombres sino también a las mujeres, a quienes explota la mayoría de las veces. Además, Dangler (2001) señaló la masculinización de Celestina: llamada “vieja barbuda”, la alcahueta desempeña a menudo un papel de seductora de mujeres. Para acabar con este breve repaso de la importancia que los lectores contemporáneos han otorgado a las relaciones sexuales en el texto rojano, no es dato baladí que ciertos investigadores y afamados autores literarios hayan realzado el carácter precursor de La Celestina dentro de la literatura erótica o, incluso, pornográfica.8 El texto rojano corresponde, sin duda en gran medida, a las definiciones que se han dado a la literatura erótica, ya que tiene como argumento unas relaciones amatorias desde una perspectiva mayoritariamente sensual, que a veces alcanza terrenos escabrosos (Alexandrian 1995, Pauvert 2000, Díez y Martín 2006). En uno de los ensayos de Disidencias, Juan Goytisolo aborda de este modo el tema del cuerpo como transgresión en la Tragicomedia. En este contexto, incluso compara a Rojas con el marqués 7
Nótese que la movilidad del personaje, capaz de penetrar en los espacios privados de los demás, se remonta directamente a una fuente literaria de Celestina, la Trotaconventos de Juan Ruiz. 8 Véanse Uzquiza González (1978) o Lasserre Dempure (2012), que califica La Celestina de texto “pré-pornographique”. Las adaptaciones cinematográficas de La Celestina suelen jugar con esta frontera entre erotismo y pornografía (Anchelergues 2001). Sobre los desafíos actuales de los porn-studies, véase Saint-Amand (2014).
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de Sade: “Rojas, como tres siglos más tarde Sade, reivindica la primacía de la impulsión erótica y su también ciega, inexorable furia” (Goytisolo 1977: 28). En su artículo “Sin erotismo no hay gran literatura”, Mario Vargas Llosa (2001) también ha recalcado el erotismo de La Celestina. Dos años más tarde, el premio nobel volverá sobre el tema al subrayar el extraño poder de repulsión y fascinación que ejerce la materia sexual en esta obra canónica: Entre los clásicos de la lengua española, no hay, después del Quijote, libro por el cual yo tenga más cariño y fascinación que por la Celestina, una novela en forma de drama atiborrada de prostitutas, brujas, alcahuetas y cabrones y de la que transpira una idea del sexo y del amor que, a mí al menos, me produce náuseas. Pero la genialidad con que está dicha esta historia de tremenda violencia moral y de semen sucio, dota al libro de un irresistible poder de persuasión que arrebata al lector, y venciendo todas sus resistencias, a la vez que lo sume en la mugre lo hace feliz... Porque no es la literatura la que emponzoña la vida, sino al revés: los libros que fabulan los escritores están llenos de los fantasmas que nos habitan y que necesitamos sacarnos de encima y mostrar a plena luz, para no asfixiarnos con ellos adentro y para que nuestra vida nos parezca más vivible. Somos nosotros, no los libros, los que, en el secreto de nuestra intimidad, prohijamos aquellos deseos locos y sueños excesivos, a veces ignominiosos, que llenan de fiebre y espanto ciertas historias literarias. (Vargas Llosa 2003: 10)
En el presente capítulo, me aprovecharé de las distintivas perspectivas críticas que acabo de rastrear, primero para proponer un status quaestionis de la temática sexual en La Celestina, y, segundo, para señalar en qué medida las reescrituras celestinescas se alinean —como en el caso del mitema de la mediación mágica— o, al contrario, se alejan de las conclusiones y líneas directrices del tratamiento crítico de esta temática. I.2. Los tres ejes de la sexualidad en La Celestina El examen de la Tragicomedia, así como el cotejo de los diferentes trabajos críticos arriba mencionados, permite destacar tres ejes a partir de los cuales la problemática sexual se desarrolla en La Celestina. El primero está constituido por la desviación paródica de los tópicos y códigos del amor cortés
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que aparecen de forma recurrente en la obra. Luego, el oficio de alcahueta que ejerce Celestina permite poner en escena el mundo prostibulario que también da lugar a una frecuente tematización de la sexualidad. En fin, la inconformidad social o moral de algunos personajes se despliega a través de sus aspiraciones carnales. I.2.1. Del amor cortés al amor carnal El deseo sexual representa el motor de las acciones de varios personajes de La Celestina. Es evidentemente el caso de Calisto, cuyo amor nada platónico —como enseguida veremos— hacia Melibea justifica su enajenación melancólica y luego el contrato que propone a Celestina. Por su parte, Pármeno acepta ser cómplice de Celestina tan solo a cambio del cuerpo de Areúsa. Por último, la pérdida del placer sensual provoca, en el caso de Melibea, la pérdida de la vida. Cuando no funciona como resorte dramático fundamental, el deseo sexual no deja de acechar tanto a los amantes nobles como a los criados, a las prostitutas o a la misma Celestina, quienes expresan a menudo su afán de conseguir los “deleites” y “gozos” carnales. Solo los padres de Melibea, Alisa y Pleberio, parecen escapar de esta dinámica. Ahora bien, desde el primer acto, este apetito sensual se expresa a través de una desviación, cuando no parodia rotunda, de tópicos y códigos del amor cortés, tal y como los conforman la lírica cortesana y la novela sentimental. Tales códigos y tópicos llegan así a alejarse del idealismo amoroso para traslucir un crudo deseo carnal. El primero de los tópicos corteses que aparece en La Celestina es el de la religio amoris: Calisto–
En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios.
Melibea–
¿En qué Calisto?
Calisto–
En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotase, y hacer a mí, inmérito, tanta merced que verte alcanzase, y en tan conveniente lugar, que mi secreto dolor manifestarte pudiese. Sin duda, incomparablemente es mayor tal galardón que el servicio, sacrificio, devoción y obras pías que, por este lugar alcanzar, yo tengo a Dios ofrecido. ¿Quién vido en esta vida
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cuerpo glorificado de ningún hombre como agora el mío? Por cierto, los gloriosos santos que se deleitan en la visión divina no gozan más que yo agora en el acatamiento tuyo. Mas, ¡oh triste!, que en esto deferimos, que ellos puramente se glorifican sin temor de caer de tal bienaventuranza, y yo, misto, me alegro con recelo del esquivo tormento que tu ausencia me ha de causar. (Rojas 2011: I, 27)
Desde estas primeras palabras de Calisto hasta su confesión “Melibeo só” (I, 34), cuya herejía denuncia Sempronio, la divinización de la mujer amada va in crescendo. Además, con sus repetidas alusiones a su cuerpo glorificado y al gozo que representa la visión beatífica de los santos, Calisto utiliza conceptos teológicos para construir su alabanza. Hace alarde, de este modo, de una religio amoris que Crosas define como la expresión del amor humano, entre un hombre y una mujer, “según el paradigma del amor a Dios, a la Virgen, a los bienaventurados, [y para la cual] se recurre tanto a la utilización de topoi habituales de la lírica religiosa como a paráfrasis e imágenes procedentes de la liturgia, de la Biblia y de las prácticas de piedad” (2003: 103). María Rosa Lida de Malkiel (1970 [1962]) acuñó el término de hipérbole sagrada para designar este empleo de la imaginería y terminología religiosa en todo tipo de contextos laicos con fines poéticos. Entre los múltiples ejemplos de esta práctica, recurrente en la literatura cortesana, que aparecen en La Celestina, muchos reflejan sin ambigüedad el carácter sexual de los sentimientos de Calisto. A modo de ejemplo significativo, recordemos aquel debate del primer acto que opone el discurso misógino de Sempronio y las réplicas encendidas de Calisto: Calisto–
¿Qué me repruebes?
Sempronio–
Que sometes la dignidad del hombre a la imperfección de la flaca mujer.
Calisto–
¿Mujer? ¡Oh grosero! ¡Dios, Dios!
Sempronio–
¿Y así lo crees o burlas?
Calisto–
¿Que burlo? Por Dios la creo, por Dios la confieso, y no creo que hay otro soberano en el cielo aunque entre nosotros mora.
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Sempronio–
¡Ja, ja, ja! (¿Oíste qué blasfemia? ¿Vistes qué ceguedad?)
Calisto–
¿De qué te ríes?
Sempronio–
Ríome que no pensaba que había peor invención de pecado que en Sodoma.
Calisto–
¿Cómo?
Sempronio–
Porque aquéllos procuraron abominable uso con los ángeles no conocidos, y tú con el que confiesas ser Dios.
Calisto–
Maldito seas, que hecho me has reír, lo que no pensé hogaño. (Rojas 2011: I, 37)
Como se ve, Sempronio entiende muy bien que el propósito de su amo no es nada platónico, sino que aspira a tener relaciones sexuales con Melibea. El criado alude en efecto a las relaciones carnales al traer a colación un episodio bíblico sacado del Génesis (XIX, 1-4): la violación, por parte de los varones de Sodoma, de los ángeles acogidos por Lot. Ya que se ríe después del guiño intertextual de su criado, Calisto no se opone a esta interpretación de su deseo, sino que más bien parece validarla. Este ejemplo es revelador del funcionamiento de buena parte de la religio amoris de La Celestina, que se particulariza, como concluyó López-Ríos, no por “el empleo de un lenguaje religioso para expresar el amor profano (esta ‘blasfemia’ era moneda corriente en la época, como lo demostró Lida de Malkiel), sino para expresar el apetito sexual de una forma tan descarnada” (2010: 212-213). Otro tópico del amor cortés recuperado por La Celestina consiste en presentar el sentimiento amoroso como una enfermedad, con sus síntomas y remedios. El mal de amor, o amor hereos, era considerado en la Edad Media como un desequilibrio, una enfermedad mental, cuya patología se asociaba a veces con la melancolía.9 A los melancólicos como a los enfermos de amor, se les aconsejaba el mismo tipo de terapia: la diversión, la compañía de amigos, la música y... la relación sexual, preconizada desde Avicena. Francisco López Villalobos, que frecuentó la Universidad de Salamanca al mismo tiempo que Rojas, tradujo por ejemplo al castellano el Philonium, donde se propone
9
Cátedra (1989: 87) y Morros Mestres (2009) esclarecen el pensamiento de índole médica que se desarrolló alrededor del amor hereos.
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curar el amor hereos “con prostitutas que pueden conseguir[se] a través de proxenetas” (Morros Mestres 2009: 145). El médico portugués Valesco, más de un siglo antes, ya había aconsejado utilizar la habilidad de las viejas para “provocar la lujuria en quien se resistía a dejarla aflorar o estaba lejos de sentirla” (147). Rojas debió de conocer estas teorías sobre el amor hereos y su tematización de la sexualidad bien podría interpretarse en este marco. Piénsese, por ejemplo, en la escena en la que Celestina juega maliciosamente con el nombre de Calisto (Rojas 2011: X, 225-226) para presentarlo como única cura posible del “amor dulce” del que sufre Melibea. En realidad, lo que la alcahueta propone a la joven, de forma algo velada, es una mera terapia sexual. La ambigüedad del lenguaje de Celestina, que rebosa de dobles sentidos sexuales, forma parte del peculiar arte persuasivo de la tercera, como se verá en el apartado siguiente. El enfermo de amor está obsesionado por el origen de su mal: Calisto no puede dejar de hablar de Melibea, a pesar de los reproches de sus criados. Entre elogios y suspiros, ofrece así a Sempronio un retrato de su amada que, en muchos aspectos, corresponde al tópico escolar de la descripción de la mujer ideal que se remonta, en última instancia, a la descripción de Helena: Comienzo por los cabellos. ¿Vees tú las madejas del oro delgado que hilan en Arabia? Más lindos son y no resplandecen menos; [...] Los ojos verdes, rasgados, las pestañas luengas, las cejas delgadas y alzadas, la nariz mediana, la boca pequeña, los dientes menudos y blancos, los labrios colorados y grozuelos, el torno del rostro poco más luengo que redondo, el pecho alto. La redondeza y forma de las pequeñas tetas, ¿quién te la podría figurar? Que se despereza el hombre cuando las mira. La tez lisa, lustrosa, el cuero suyo escurece la nieve, la color mezclada, cual ella la escogió para sí. (I, 44-45; cursivas mías)
Si los elementos y la estructura de este retrato se asemejan en buena medida a lo que se encuentra, por ejemplo, en los retratos femeninos de Chrétien de Troyes (Le conte du Graal, versos 1768-1783) o de Juan Ruiz (Libro de buen amor, estrofas 431-434), fuerza es constatar que, otra vez, el tópico está desviado hacia lo sexual. En efecto, tras hablar de las tetas de Melibea, Calisto introduce en el retrato un comentario discordante —en cursivas— en el que expone a las claras el efecto físico que le produce la visión de los senos de la joven.
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En la literatura cortesana, la dama amada suele conceder a su amigo un galardón, una prenda, en reconocimiento de la devoción del amante. Este episodio clave se recrea de forma algo jocosa en La Celestina: gracias a una larga argumentación, la alcahueta obtiene el cordón de Melibea, “que ha tocado todas las reliquias que hay en Roma y Jerusalem” (IV, 129), bajo el pretexto de curar el dolor de muelas de Calisto. Celestina entrega enseguida el cordón a su cliente, como prueba de los avances de su trabajo de mediación. Empieza entonces una escena cómica en la que Calisto muestra un fetichismo extremo: trata el cordón como si encarnara a la misma Melibea y lo manosea sin contención. Esta confusión metonímica hasta provoca críticas desairadas por parte de Sempronio y Celestina: Calisto–
¡Oh nuevo huésped! ¡Oh bienaventurado cordón, que tanto poder y merecimiento toviste de ceñir aquel cuerpo que yo no soy digno de servir! ¡Oh nudos de mi pasión, vosotros enlazastes mis deseos! Decime si os hallastes presentes en la desconsolada respuesta de aquella a quien vosotros servís y yo adoro, y por más que trabajo noches y días, no me vale ni aprovecha. [...] ¡Oh mi gloria y ceñidero de aquella angélica cintura, yo te veo y no lo creo! ¡Oh cordón, cordón! [...]
Celestina–
Cesa ya, señor, ese devanear, que a mí tienes cansada de escucharte y al cordón, roto de tratarlo. [...]
Calisto–
Calla, señora, que él y yo nos entendemos. ¡Oh mis ojos, acordaos como fuistes causa y puerta por donde fue mi corazón llagado, y que aquél es visto hacer el daño que da la causa! Acordaos que sois deudores de la salud; remirá la melecina que os viene hasta casa.
Sempronio–
Señor, por holgar con el cordón no querrás gozar de Melibea. [...]
Celestina–
[...] debes, señor, cesar tu razón, dar fin a tus luengas querellas, tratar al cordón como cordón por que sepas hacer diferencia de habla cuando con Melibea te veas; no haga tu lengua iguales la persona y el vestido. (VI, 155-158)
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De nuevo, el tópico sirve de pretexto para hacer hincapié en el deseo sensual desenfrenado de Calisto que, lejos de contentarse con los primeros signos positivos de receptividad de su amada, ya anticipa sus futuros juegos eróticos con una prenda de amor que no trata con la actitud respetuosa y humilde que suele tener el amigo cortés. A modo de último tópico del amor cortés retomado en La Celestina, se puede mencionar el locus amœnus, lugar de encuentro secreto y preservado para los enamorados, cuya representación tradicional como hortus conclusus se remonta al Edén del Génesis. El huerto de Melibea, en el que los amantes se citan varias veces, desempeña sin duda este papel. Sin embargo, el locus amœnus se corrompe rápidamente porque en La Celestina, al contrario de lo que es habitual en la literatura cortesana, el huerto no propicia únicamente parlamentos de amor idealizado y platónico y no constituye un sitio de poder para la dama. Al contrario, este jardín es el lugar del dominio de Calisto que se apodera del cuerpo de Melibea a pesar de las reticencias de la joven. Este lugar codificado se transforma así en un lugar de desorden sexual, como parece señalar Lucrecia en su canción del acto xix: “Nunca fue más deseado amador de su amiga, ni huerto más visitado” (319).10 Los modales groseros y descorteses de Calisto, que estropea la ropa de Melibea, así como la actitud sumisa de la joven noble que renuncia a su posición dominante a favor del disfrute sexual, desplazan los valores del locus amœnus desde el amor idealizado hasta el mero impulso carnal: Melibea–
[...] ¿Qué provecho te trae dañar mis vestiduras?
Calisto–
Señora, el que quiere comer el ave, quita primero las plumas. [...]
Melibea–
Señor mío, ¿quieres que mande a Lucrecia traer alguna colación?
Calisto–
No hay otra colación para mí sino tener tu cuerpo y belleza en mi poder. [...] ¿cómo mandas que se me pase ningún momento que no goce? [...]
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Nótese, en este caso, la polisemia de “huerto” que se refiere tanto, en sentido literal, al jardín de Pleberio como, en sentido metafórico, al mismo sexo femenino.
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Señor, soy yo la que gozo, yo la que gano; tú, señor, el que me haces con tu visitación incomparable merced. (XIX, 321-322)
En suma, sea con fines meramente cómicos o críticos, La Celestina se empeña en renovar los tópicos y códigos del amor cortés al atribuirles una fuerte connotación sexual. Lacarra hasta habla de un proceso de “envilecimiento” de los amantes, “personajes cuyas pretensiones de emular a los héroes literarios del momento produce hilaridad y desprecio. El amor que se profesan no les ennoblece, como quería la literatura cortés, sino que les degrada” (2001: 97). Para Severin, esta práctica rojana anuncia en buena medida la parodia de la novela de caballerías del Quijote. Y si, según la obra de Rojas, “es imposible vivir [...] como un amante cortesano” (Severin, en Rojas 2008: 26), es porque en este “mundo realista” que se retrata, el amor cortés se ha vuelto, pues, de lo más trivial. I.2.2 La mediación de la alcahueta Varias de las relaciones sexuales que se describen en La Celestina se sitúan en el contexto del comercio carnal. La tematización de la prostitución es importante en la (Tragi)comedia y se desarrolla a partir de la introducción del personaje de Celestina, alcahueta y regente de un prostíbulo clandestino. Yolanda Iglesias demostró la “fidelidad con la que su autor, jurista y conocedor de las regulaciones legales del momento, presenta la realidad histórica de su tiempo en relación con los problemas generados por la prostitución” (2011: 193). En efecto, la normalización legal de la prostitución que empieza a afianzarse en época de Rojas se refleja en el texto en el que la alcahueta sufre las consecuencias de una nueva “tendencia a controlar y limitar aquella actividad bajo las ordenanzas e inspección de la autoridad municipal” (Ladero Quesada 1990: 117). Con su pasada actividad de prostituta11 y su actual oficio de alcahueta, Celestina considera el sexo y el deseo carnal como sus instrumentos de trabajo y una fuente de ingreso. En efecto, sus principales actividades consisten
11
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Recuérdese la réplica de la “puta vieja” de Pármeno (Rojas 2011: I, 53-54).
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en remediar amores y coser virgos de muchachas que se dejaron atrapar por su deseo. Su habilidad en estas materias es harto conocida, como indican los criados en el primer acto, y la misma alcahueta da repetidas pruebas de su conciencia y orgullo profesionales: Pocas vírgenes, a Dios gracias, has visto tú en esta ciudad que hayan abierto tienda a vender, de quien yo no haya sido corredora de su primer hilado. En naciendo la mochacha, la hago escribir en mi registro, y esto para que yo sepa cuántas se me salen de la red. ¿Qué pensabas, Sempronio? ¿Habíame de mantener el viento? ¿Heredé otra herencia? ¿Tengo otra casa o viña? ¿Conócesme otra hacienda más deste oficio de que como y bebo, de que visto y calzo? En esta ciudad nacida, en ella criada, manteniendo honra, como todo el mundo sabe, ¿conocida, pues, no soy? Quien no supiere mi nombre y mi casa, tenle por estranjero. (III, 98-99)
Más allá de esta estrategia de supervivencia, Celestina eleva la mediación amorosa al rango de arte mediante una serie de estrategias profesionales que elabora para conseguir ganancias, entre las cuales la tematización de la sexualidad desempeña un papel importante. En efecto, entre los trucos que utiliza la vieja proxeneta para despertar la sensualidad de Pármeno, y así conseguir poco a poco su complicidad, están los chistes sexuales y los dichos obscenos: Celestina–
[...] Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan; mal sosegadilla debes tener la punta de la barriga.
Pármeno–
¡Como cola de alacrán!
Celestina–
Y aun peor, que la otra muerde sin hinchar, y la tuya hincha por nueve meses. (I, 69)
Lo que pretende la alcahueta con estos comentarios verdes sobre la virilidad de un Pármeno adolescente es, ante todo, excitar y cosquillear el amor propio del joven y así prepararlo para recibir en las mejores condiciones el trato que le quiere proponer, o sea su complicidad a cambio de los favores sexuales de Areúsa: “¡Oh, si quisiérades, Pármeno, qué vida gozaríamos! Sempronio ama a Elicia, prima de Areúsa. [...] Sí, Areúsa, [...] aquí está quién te la dará” (I, 75-76). Como ha demostrado Lida de Malkiel, la obscenidad nunca es gratuita en La Celestina, sino que funciona como resorte dramático
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que permite “ahondar el trazado de los caracteres y la presentación directa, en acción, de varias escenas decisivas” (1970 [1962]: 327). Ahora bien, la mayoría de las veces Celestina tan solo utiliza esos chistes verdes para despertar el interés de su interlocutor. Luego, suele desplegar, a través de largos parlamentos, una argumentación mucho más compleja en la que desarrolla lo que propongo llamar una verdadera filosofía carnal, con el fin de agudizar el deseo sensual de los demás personajes y así manipularlos. Una primera etapa recurrente de sus discursos consiste en una invitación a disfrutar de la juventud, la belleza, los bienes terrenales y especialmente los placeres carnales como regalos divinos que no conviene desdeñar. La alcahueta dice, por ejemplo, a Pármeno: “Goza tu mocedad, el buen día, la buena noche, el buen comer y beber. Cuando pudieres haberlo, no lo dejes; piérdase lo que se perdiere” (VII, 166). El carpe diem es, en efecto, una clave de la retórica celestinesca, que contamina a los demás personajes. Elicia, discípula de Celestina que heredará su quehacer después de su muerte, se hace portavoz de la misma filosofía: “No habemos de vivir para siempre. Gocemos y holguemos, que la vejez pocos la veen, y de los que la veen ninguno murió de hambre” (VII, 185). Algunos investigadores (entre otros Castro 1965, Embeita 1977, Galarreta-Aima 2011) han interpretado este motivo recurrente como un rasgo renacentista esencial de la obra de Rojas. Tema literario universal, el carpe diem recibe en efecto, durante la época del Renacimiento, un interés especial por parte de la literatura europea. Así, la obra de autores como Catulo, Ovidio y, evidentemente, Horacio “empez[ó] a revalorizarse y a tomarse como fuente de inspiración a través de traducciones” (Fourquet-Reed 2004: 13). Entre las reflexiones renacentistas sobre el cuerpo, nace la idea de la libertad sexual, asociada con la invitación a gozar vehiculada por el carpe diem, “como algo inherente a la Antigüedad clásica” (Fourquet-Reed 2004: 15). En su estudio de El mundo social de La Celestina, Maravall (1986 [1964]) sitúa esta utilización del carpe diem en el marco del desarrollo, en la Castilla de finales del siglo xv, de una concepción sensual e individualista del amor. Además, esta característica de las réplicas de Celestina se puede achacar a la propia sensualidad del personaje, que hizo del deleite una regla de vida. Dicha sensualidad se deja percibir a través del voyerismo de la vieja tercera que, en la escena del banquete, anima a los criados y a las rameras a que se
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abracen, no solo para que sellen así su complicidad sino también para que le ofrezcan el espectáculo de sus retozos sexuales: Gozad vuestras frescas mocedades, que quien tiempo tiene y mejor le espera, tiempo viene que se arrepiente, como yo hago agora, por algunas horas que dejé perder cuando moza, cuando me preciaba, cuando me querían. Que ya, ¡mal pecado!, caducado he, nadie no me quiere, que sabe Dios mi buen deseo. Besaos y abrazaos, que a mí no me queda otra cosa sino gozarme de vello. Mientras a la mesa estáis, de la cinta arriba todo se perdona; cuando seáis aparte, no quiero poner tasa, pues que el rey no la pone, que yo sé por las mochachas que nunca de importunos os acusen. Y la vieja Celestina maxcará de dentera, con sus botas encías, las migajas de los manteles. ¡Bendígaos Dios, cómo lo reís y holgáis, putillos, loquillos, traviesos! ¿En esto había de parar el nublado de las cuestioncillas que habés tenido? ¡Mirá no derribés la mesa! (IX, 211-212)
Tal voyerismo ya se inicia unos actos antes cuando, en casa de Areúsa, Celestina exige asistir a la relación carnal que había favorecido entre la muchacha y Pármeno. La insistencia de la alcahueta, además de deberse a una alta conciencia profesional —la madre quiere asegurarse de que Areúsa se ofrece al joven y de que su trato con Pármeno resulta, así, válido—, también se explica por la libido de la protagonista: Celestina:
[a Pármeno] Llégate acá, negligente, vergonzoso, que quiero ver para cuánto eres ante que me vaya. Retózala en esta cama.
Areúsa:
No será él tan descortés que entre en lo vedado sin licencia.
Celestina:
¿En cortesías y licencias estás? No espero más aquí, yo fiadora que tú amanezcas sin dolor y él sin color. Mas como es un putillo, gallillo, barbiponiente, entiendo que en tres noches no se le demude la cresta; destos me mandaban a mí comer en mi tiempo los médicos de mi tierra cuando tenía mejores dientes.
Areúsa:
Ay, señor mío, no me trates de tal manera; ten mesura, por cortesía; mira las canas de aquella vieja honrada que están presentes, quítate allá, que no soy de aquellas que piensas, no soy de las que públicamente están a vender sus cuerpos por dinero. Así goce de mí, de casa me salga si hasta que Celestina mi tía sea ida a mi ropa tocas.
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Celestina:
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¿Qué es esto, Areúsa? ¿Qué son estas estrañezas y esquividad, estas novedades y retraimiento? Parece, hija, que no sé yo qué cosa es esto, que nunca vi estar un hombre con una mujer juntos, y que jamás pasé por ello ni gocé de lo que gozas, y que no sé lo que pasan y lo que dicen y hacen. ¡Guay de quien tal oye como yo! Pues avísote de tanto que fui errada como tú y tuve amigos, pero nunca el viejo ni la vieja echaba a mi lado, ni su consejo en público ni en mis secretos. [...] me hacés dentera con vuestro besar y retozar, que aún el sabor en las encías me quedó; no le perdí con las muelas. (VII, 181-183)
Las pasiones ajenas le dan a Celestina ocasión de recordar su gloria pasada, que ella parece asociar a su actividad sexual. El erotismo que se transparenta en el discurso pronunciado por la alcahueta al admirar el cuerpo de Areúsa ha sido interpretado a veces como huella del lesbianismo de Celestina. Esta interpretación viene reforzada, al parecer, por la descripción que la propia alcahueta hace de su extrema complicidad con su comadre y maestra Claudina: “Juntas comiemos, juntas durmiemos, juntas habiemos nuestros solaces, nuestros consejos y conciertos” (III, 100).12 Además del carpe diem, la filosofía carnal de Celestina abarca toda una teoría del deleite que se construye a medida que la tercera va identificando las reticencias y los puntos débiles de sus interlocutores. El hedonismo de la alcahueta, además de utilitarista, es también orientado y representa, al parecer, un work in progress revelador de su gran capacidad de improvisación. Enfrente del joven Pármeno, Celestina emplea un tono profesoral y su discurso se hace doctrinal: Has de saber, Pármeno, que Calisto anda de amor quejoso; y no lo juzgues por eso por flaco, que el amor impervio todas las cosas vence. Y sabe, si no sabes, que dos conclusiones son verdaderas. La primera, que es forzoso el hombre amar a la mujer y la mujer al hombre. La segunda, que el que verdaderamente ama es necesario que se turbe con la dulzura del soberano deleite, que por el Hacedor de las cosas fue puesto, por que el linaje de los hombres se perpetuase, sin lo cual
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Sobre el voyerismo y el erotismo de Celestina, véase Lida de Malkiel (1970 [1962]: 509). A propósito del lesbianismo de Celestina, véase Deyermond (2008b: 79).
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perecería. Y no sólo en la humana especie, mas en los peces, en las bestias, en las aves, en las reptilias; y en lo vegetativo, algunas plantas han este respecto. (I, 68)
La alcahueta racionaliza el loco amor de Calisto y hace olvidar su componente obsceno al abstraerlo, ya que lo presenta como un mero principio biológico del funcionamiento general del universo: el instinto de reproducción. La argumentación es aquí idéntica a la del Libro de buen amor, cuya estrofa 71, entre otras, ha sido leída por Rico (1985) como prueba de aristotelismo heterodoxo. Con réplicas semejantes, es evidente que Celestina da a Pármeno una posición de discípulo y se otorga a sí misma un estatuto de profesor, maestra en las artes de Cupido. Mediante esta postura, la tercera se construye para sí misma cierta auctoritas. Ella sabe lo que Pármeno no sabe: “Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleites” (I, 68). A este propósito, son de interés las conclusiones de Gascón Vera, que evidenció la influencia de la Consolación de Filosofía en estos parlamentos didácticos de Celestina. La estudiosa argumenta que Celestina calca, en efecto, ciertas actitudes y técnicas retóricas de la dama Filosofía que se representa en el texto de Boecio. No obstante, Gascón Vera apunta como diferencia fundamental entre las dos maestras que “a la búsqueda que la sesuda Filosofía hace de su eternidad, Celestina, más moderna, le opone la realidad absoluta del aquí y el ahora” (1983: 8). El procedimiento que la alcahueta utiliza con la joven Melibea es algo similar, pues destacan el mismo tono perentorio y la orientación teórica del discurso celestinesco cuando le dice, por ejemplo: “[...] cada día hay hombres penados por mujeres y mujeres por hombres, y esto obra la natura, y la natura ordenola Dios, y Dios no hizo cosa mala” (IV, 136).13 Handy analiza así de forma pormenorizada la progresiva desfloración psicológica de Melibea que Celestina lleva a cabo en el acto X: “this psychological deflowering has been accomplished by means of artistic discourse —most of the popular medieval rhetorical devices appear in the act, especially exempla, sententiae, anaphora, metonymy, parallelism, antanaclasis and the like” (1983: 25).
13
Es de notar que, en los ejemplos traídos a colación hasta ahora, es recurrente la tematización del deleite carnal como creación divina. Volveremos sobre esta representación, que ha sido ampliamente aprovechada por los autores de reescrituras celestinescas en los siglos xx y xxi.
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Más lejos en su conversación con Pármeno, Celestina cambia de táctica y parte de un nuevo principio de su filosofía carnal —el placer tiene que ser compartido— para luego acercarse a la realidad de su joven interlocutor: [...] de ninguna cosa es alegre posesión sin compañía; no te retrayas ni amargues, que la natura huye lo triste y apetece lo delectable. El deleite es con los amigos en las cosas sensuales, y especial en recontar las cosas de amores y comunicarlas: “Esto hice, esto otro me dijo; tal donaire pasamos, de tal manera la tomé, así la besé, así me mordió, así la abracé, así se allegó. ¡Oh qué habla, oh qué gracia, oh qué juegos, oh qué besos! Vamos allá, volvamos acá, ande la música, pintemos los motes, cantemos canciones, invenciones justemos. ¿Qué cimera sacaremos o qué letra? Ya va a la misa, mañana saldrá, rondemos su calle, mira su casa, vamos de noche, tenme el escala, aguarda a la puerta. ¿Cómo te fue? Cata el cornudo, sola la deja. Dale otra vuelta, tornemos allá”. Y para esto, Pármeno, ¿hay deleite sin compañía? ¡Alahé, alahé, la que las sabe las tañe! Éste es el deleite, que lo ál mejor lo hacen los asnos en el prado. (I, 77-78)
Tras impresionarlo con su tono profesoral, Celestina se adapta a su interlocutor, hace su enseñanza más asequible y concreta gracias a ejemplos de discursos sacados de la vida cotidiana. Cabe señalar que las técnicas didácticas de este jaez están visibles en obras pedagógicas y tratados morales de la época, como el Corbacho o Arcipreste de Talavera (1438), que también utiliza fragmentos de discursos directos caracterizados por su viveza realista. Con Areúsa, a quien quiere convencer de que se acueste con Pármeno, la estrategia de Celestina es algo diferente. En la primera fase de sus intervenciones, la tercera da rienda suelta a su sensualidad al alabar la hermosura de la ramera: Celestina–
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Pues no estés asentada, acuéstate y métete debajo de la ropa, que pareces serena. ¡Ay cómo huele toda la ropa en bulléndote! ¡Aosadas que está todo a punto! Siempre me pagué de tus cosas y hechos, de tu limpieza y atavío. ¡Fresca que estás! ¡Bendígate Dios, qué sábanas y colcha, qué almohadas y qué blancura! Tal sea mi vejez cual todo me parece. Perla de oro, verás si te quiere bien quien te visita a tales horas; déjame mirarte toda a mi voluntad, que me huelgo.
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Areúsa–
Paso, madre, no llegues a mí, que me haces coxquillas y provócasme a reír, y la risa acreciéntame el dolor. (VII, 174)
En esta escena, Celestina juega con la vanidad de Areúsa a la vez que expresa libremente su propio placer erótico, hasta tocar a Areúsa (de ahí las cosquillas), por lo cual es difícil discernir aquí entre la alabanza interesada y las aspiraciones sensuales de la tercera. En el resto de su discurso, la vieja persigue sus elogios, pero también reanuda su filosofía carnal. Esta vez, bate en brecha las reticencias de Areúsa al invertir la valoración de la dicotomía pecado–deleite corporal / virtud–contención. El único pecado que puede cometer la joven consiste en no compartir las gracias que recibió del Creador: Celestina–
¡Bendígate Dios y señor San Miguel ángel! ¡Y qué gorda y fresca que estás! ¡Qué pechos y qué gentileza! Por hermosa te tenía hasta agora, viendo lo que todos podían ver. Pero agora te digo que no hay en la ciudad tres cuerpos tales como el tuyo, en cuanto yo conozco; no parece que hayas quince años. ¡Oh quién fuera hombre y tanta parte alcanzara de ti para gozar tal vista! Por Dios, pecado ganas en no dar parte destas gracias a todos los que bien te quieren. Que no te las dio Dios para que pasasen en balde por la frescor de tu juventud debajo de seis dobles de paño y lienzo. Cata que no seas avarienta de lo que poco te costó; no atesores tu gentileza, pues es de su natura tan comunicable como el dinero. No seas el perro del hortolano. Y pues tú no puedes de ti propria gozar, goce quien puede, que no creas que en balde fuiste criada. Que cuando nace ella nace él, y cuando él, ella. Ninguna cosa hay criada al mundo superflua ni que con acordada razón no proveyese della natura. Mira que es pecado fatigar y dar pena a los hombres podiéndolos remediar. (VII, 175-176)
Ante la insistencia de Celestina, Areúsa menciona a su amigo, que se fue a la guerra (VII, 176) y al que no quiere engañar. Este giro en la contraargumentación de la joven incita a que la mediadora también cambie de enfoque:
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Celestina–
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[...] ¡Ay, ay, hija, si vieses el saber de tu prima [Elicia] y qué tanto le ha aprovechado mi crianza y consejos, y qué gran maestra está! Y aun que no se halla ella mal con mis castigos, que uno en la cama y otro en la puerta, y otro que sospira por ella en su casa se precia de tener. [...]. Nunca uno me agradó; nunca en uno puse toda mi afición. Más pueden dos, y más cuatro, y más dan y más tienen, y más hay en que escoger. No hay cosa más perdida, hija, que el mur que no sabe sino un horado. Si aquél le tapan, no habrá dónde se esconda del gato. Quien no tiene sino un ojo, mira a cuánto peligro anda. Una alma sola ni canta ni llora. [...] Una golondrina no hace verano. Un testigo solo no es entera fe. Quien sola una ropa tiene presto la envejece. ¿Qué quieres, hija, deste número de uno? Más inconvenientes te diré dél que años tengo a cuestas. Ten siquiera dos, que es compañía loable, como tienes dos orejas, dos pies, dos manos, dos sábanas en la cama, como dos camisas para remudar. Y si quisieres, mejor te irá, que mientras más moros, más ganancia, que honra sin provecho no es sino como anillo en el dedo. Y pues entramos no caben en un saco, acoge la ganancia. (VII, 178-180)
Aquí, Celestina aviva primero el sentido de competencia entre Areúsa y su prima Elicia antes de hacer alarde de un nuevo principio de su filosofía carnal: es mejor tener a varios amantes que a uno solo. Como es habitual, la alcahueta ilustra este principio teórico con ejemplos sacados de la naturaleza, del derecho y de los refranes, antes de enlazarlos con argumentos más pragmáticos de ganancia y provecho personal que acabarán por convencer a Areúsa. Paradójicamente, la propia Areúsa, unos actos más adelante, pasa de víctima a maestra en este arte celestinesco de la persuasión, ya que manipula a Sosia gracias a argumentos sexuales para conseguir informaciones y vengarse de Calisto y Melibea, responsables, a su parecer, de la muerte de los criados. Como su antecesora, la joven ramera se jacta de su competencia: “otra arte es ésta que la de Celestina, aunque ella me tenía por boba porque me quería yo serlo” (306). Sobresale, en la casi totalidad de los parlamentos argumentativos de Celestina, una utilización consciente y compleja de una filosofía vital que
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aconseja entregarse al amor carnal. Cantalapiedra opone este “vitalismo desenfadado” (2003: 69) de los doce primeros actos, en los que interviene Celestina, y el profundo pesimismo de los nueve actos finales. Para la alcahueta, el sexo representa, tanto como el dinero, el nervio de la guerra. Fuerza es constatar que esta estimación suya funciona a lo largo de la (Tragi)comedia, con la notable excepción del acto XII. Antes de que la acuchillen los criados, Celestina, ya presa del miedo, intenta una última negociación, esta vez para salvar su vida y conservar su ganancia, pero sin adornar su oferta de placeres sexuales con los principios de su filosofía carnal: Bien sé dónde nace esto, bien sé y barrunto de qué pie coxqueáis: no cierto de la necesidad que tenéis de los que pedís ni aun por la mucha codicia que lo tenéis, sino pensando que os he de tener toda vuestra vida atados y cativos con Elicia y Areúsa, sin quereros buscar otra, moveisme estas amenazas de dinero, poneisme estos temores de la partición. Pues callad, que quien éstas os supo acarrear os dará otras diez, agora que hay más conocimiento y más razón y más merecido de vuestra parte. (XII, 258)
A través de su filosofía hedonista, Celestina iguala a los amos, criados y prostitutas, ya que todos se afanan por conseguir los placeres terrenales: la lujuria preconizada por la alcahueta se ha hecho “contagiosa” (Deyermond 2008a: 43) y tanto los criados como las prostitutas “quieren disfrutar de los bienes, de las posesiones de los ricos —incluso de sus posesiones sexuales” (44). Al legitimar el loco amor para todos, la alcahueta parece haber afianzado los deseos reprimidos de los criados, codicia incluida. Como ha enseñado Snow (2013a), Celestina se ha vuelto agente de su propia perdición. I.2.3. Relaciones carnales e inconformidad social En los personajes, la conciencia de su sexualidad da lugar, en boca de tres mujeres de La Celestina, a tres discursos que la crítica tiende a considerar heterodoxos, ya que revelan cierta inconformidad con las normas sociales o morales de la época. El hecho de que estos discursos inconformes, que se basan en la expresión de una sexualidad individualista, sean asumidos por personajes femeninos bien podría deberse a la lujuria desenfrenada y peligrosa
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que los tratados medievales de moral, medicina, teología e incluso los refranes asocian a la mujer (Klapisch-Zuber 2002: 84 y sgs.).14 En su discurso misógino del primer acto, Sempronio alude a esta lujuria femenina cuando advierte a Calisto: “desesperas de alcanzar una mujer, muchas de las cuales, en grandes estados constituidas, se sometieron a los pechos y resollos de viles acemileros, y otras a brutos animales” (I, 38), ya que, entre los pecados que encarna la mujer, los más dignos de desprecio son “su lujuria y suciedad” (I, 40), rasgos denunciados con pelos y señales por el Corbacho, fuente, como vimos, de la (Tragi)comedia. La expresión de su deseo sexual frustrado lleva así a Lucrecia, fiel criada de Melibea, a menospreciar en cierta medida a su ama. La criada manifiesta un interés real por Calisto, cuya voz es capaz de reconocer (XII, 243) y a quien manosea cuando lo ayuda a despojarse de su armadura, actitud inadecuada que no pasa desapercibida a Melibea: “Lucrecia, ¿qué sientes, amiga? ¿Tórnaste loca de placer? Déjamele, no me lo despedaces, no le trabajes sus miembros con tus pesados abrazos. Déjame gozar lo que es mío; no me ocupes mi placer” (XIX, 321). Este reproche revela cierta insolidaridad que el deseo sexual genera entre amos y criados. Además de su índole social, la rivalidad se debe también a cuestiones de celos femeninos que Calisto agudiza. Cuando Melibea se niega a ofrecerse a su amigo, este le contesta: Calisto–
¿Para qué, señora? ¿Para que no esté queda mi pasión? ¿Para penar de nuevo? ¿Para tornar el juego de comienzo? Perdona, señora, a mis desvergonzadas manos, que jamás pensaron de tocar tu ropa, con su indignidad y poco merecer; agora gozan de llegar a tu gentil cuerpo y lindas y delicadas carnes.
Melibea–
Apártate allá, Lucrecia.
Calisto–
¿Por qué, mi señora? Bien me huelgo que estén semejantes testigos de mi gloria. (XIV, 273)
Testigo del gozo sexual ajeno, Lucrecia se encuentra, a su pesar, en una posición voyerista que no asume. Cuando Melibea le pregunta, tras su primer 14
Herrera Jiménez (1997) propone en esta perspectiva un análisis de la índole fundamentalmente femenina de la materia celestinesca anterior a la época contemporánea.
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encuentro carnal: “¿Hasnos oído?” (XIV, 276), la criada contesta: “No señora, que durmiendo he estado”, aunque sus posteriores comentarios sobre el rendimiento de Calisto confirman lo contrario. Los criados de La Celestina quieren acceder a las mismas fuentes de placer que los amos. Piénsese, por ejemplo, en el lenguaje cortés similar al de Calisto que emplean tanto Sempronio con Elicia (I, 49; IX, 210) como Sosia con Areúsa (XVII, 302-303) para conseguir sus favores sexuales. Atizada por la actitud de los dos amantes, Lucrecia también reivindica a las claras su derecho al gozo sensual. Su deseo frustrado da lugar a apartes en los cuales comenta de forma despectiva la actitud, a su parecer hipócrita y remilgada, de su ama: (¡Mala landre me mate si más los escucho! ¿Vida es ésta? ¡Que me esté yo deshaciendo de dentera y ella esquivándose por que la rueguen! Ya, ya, apaciguado es el ruido: no hobieron menester despartidores. Pero también me lo haría yo, si estos necios de sus criados me hablasen entre día; ¡pero esperan que los tengo de ir a buscar!) (XIX, 321-322)
Más adelante: “(Ya me duele a mí la cabeza de escuchar, y no a ellos de hablar ni los brazos de retozar ni las bocas de besar. ¡Andar, ya callan! A tres me parece que va la vencida)” (XIX, 322). Otro ejemplo de rivalidad a la vez sexual y social nos lo proporciona Areúsa,15 que, en sus invectivas del acto IX, no trata con la menor delicadeza al ama de Lucrecia. A raíz de un comentario de Sempronio, que elogia a “aquella graciosa y gentil Melibea” (IX, 206), los criados, las rameras y Celestina, reunidos para un banquete en casa de la alcahueta, asisten a la explosión de celos de Elicia. La muchacha afirma que la belleza de Melibea resaltada por el criado no es superior a la suya. Areúsa aprovecha enseguida el discurso airado de Elicia para enlazarlo con su propia diatriba hacia la amiga de Calisto:
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Para un estudio global de este personaje, véanse Beltrán (2014), Lida de Malkiel (1970 [1962]: 660 y sgs.), Morros Mestres (2010) o Snow (2005).
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¡Pues no la has tú visto como yo, hermana mía!, ¡Dios me lo demande si en ayunas la topases, si aquel día pudieses comer de asco! Todo el año se está encerrada con mudas de mil suciedades. Por una vez que haya de salir donde pueda ser vista, enviste su cara con hiel y miel, con uvas tostadas y higos pasados, y con otras cosas que por reverencia de la mesa dejo de decir. Las riquezas las hacen a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo. Que, así goce de mí, unas tetas tiene para ser doncella como si tres veces hobiese parido: no parecen sino dos grandes calabazas. El vientre no se le he visto, pero juzgando por lo otro, creo que lo tiene tan flojo como vieja de cincuenta años. No sé qué se ha visto Calisto por que deja de amar otras que más ligeramente podría haber y con quien más él holgase, sino que el gusto dañado muchas veces juzga por dulce lo amargo. (IX, 206-207)
En su discurso, Areúsa pretende haber conocido la intimidad de Melibea,16 y critica sin moderación las partes de su cuerpo —tetas y vientre— que despiertan el interés sensual masculino. Uno de los argumentos que utiliza la chica para rebajar la belleza de la noble es su uso abusivo de los cosméticos (Guardiola-Griffiths 2011). Es de especial interés, para la interpretación de este pasaje, el comentario final sobre los dudosos gustos de un Calisto que, por Melibea, “deja de amar otras que más ligeramente podría haber y con quien más él holgase”. Es posible que estas otras mujeres abarquen a rameras como Areúsa que, a través de su crítica, revelaría así su competencia con Melibea. La rivalidad estética y sexual establecida por Areúsa enlaza además con cierta rivalidad social, ya que la prostituta achaca a su estatuto social la belleza atribuida a Melibea: “Las riquezas las hacen a éstas hermosas y ser alabadas, que no las gracias de su cuerpo”. Amén de esta diatriba, el discurso femenino de La Celestina que más asombra por su inconformidad asumida es sin duda el que pronuncia Melibea en el acto XVI, cuando espía una conversación entre sus padres. Estos reflexionan acerca de la posibilidad de casar a su hija: darle un marido representa un modo de asegurarle protección y mantenimiento cuando
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Según los editores de La Celestina, “Areúsa podría haber visto a Melibea desnuda de cintura para arriba en unos baños públicos” (Rojas 2011: 207, n. 64). Morros Mestres (2010) considera, por su parte, la posibilidad de que Areúsa haya sido, antes de independizarse como ramera, criada de Melibea.
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mueran. El proyecto provoca un monólogo emocionado de Melibea, a solas con Lucrecia: [...] ¿quién es el que me ha de quitar mi gloria, quién apartarme mis placeres? [...] En pensar en él [Calisto] me alegro, en verle me gozo, en oírle me glorifico. [...] Déjenme mis padres gozar dél si ellos quieren gozar de mí. [...] Déjenme gozar mi mocedad alegre si quieren gozar su vejez cansada. [...] No tengo otra lástima sino por el tiempo que perdí de no gozarle, de no conocerle, después que a mí me sé conocer. No quiero marido, no quiero ensuciar los nudos del matrimonio, no las maritales pisadas de ajeno hombre repisar, como muchas hallo en los antiguos libros que leí. [...] ¡ni quiero marido ni quiero padres ni parientes! Faltándome Calisto, me falte la vida, la cual, por que él de mí goce, me aplace. (XVI, 296-298; cursivas mías)
En esta etapa de la (Tragi)comedia, Melibea ya no se debate entre deber social y deseo individual (Gabriele 2000, Mier 2008), sino que renuncia al primero en favor del segundo. La joven noble renuncia al deber social y religioso que representa el matrimonio para privilegiar su deleite sensual, este “gozo” al que alude constantemente en su discurso.17 Según Gabriele, esta actitud rebelde de Melibea, que rechaza el matrimonio, refleja su progresión “from the position of controlled object to controlling subject” (2000: 166). En efecto, sabido es que la Iglesia puso en marcha y desarrolló la institución del matrimonio como un instrumento de control de la sexualidad de la mujer (Thébaud 2002). Mier interpreta de forma similar a los trabajos de Gabriele el discurso de la protagonista: “los planes de matrimonio de Alisa y Pleberio provocan una defensa a ultranza del amor por Melibea en el acto XVI; desde su conciencia de libertad, Melibea escoge el amor como proyecto vital. [...] La conciencia de Melibea queda finalmente sellada en su determinación de quitarse la vida” (Mier 2008: 239). Sin embargo, considero por mi parte que, al rechazar este control que representa el matrimonio, Melibea se pone conscientemente bajo el yugo de su pasión amorosa, o sea, bajo otro tipo de control que la hace “cautiva”. 17
Nótese que, más que la muerte de Calisto, es la pérdida de este gozo lo que parece lamentar Melibea en el acto XIX: “¿Cómo no gocé más del gozo? ¿Cómo tove en tan poco la gloria que entre mis manos tove? ¡Oh ingratos mortales, jamás conocés vuestros bienes sino cuando dellos carecéis!” (XIX, 325; cursivas mías).
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La crítica no ha dejado de interrogarse sobre este rechazo del matrimonio por parte de Melibea, y sobre el hecho de que Calisto ni siquiera plantee la posibilidad de pedir la mano de su amada a Pleberio.18 Algunos aludieron a una discrepancia social, religiosa o racial entre los amantes para justificar esta ausencia del sacramento. No obstante, tales argumentos no son válidos ya que, o no tienen fundamento textual —en el caso de la diferencia religiosa o racial—, o se oponen a la realidad histórica —se conocen muchos casos, en la época, de bodas entre nobles con estamentos económicos distintos—. Para Lida de Malkiel (1970 [1962]: 215), la única explicación válida de este rechazo del matrimonio se encuentra en las fuentes literarias de Rojas: en la literatura que tematiza el amor cortés, la pasión no se puede realizar plenamente en una pareja casada. La concepción del amor cortés pesa en los personajes La Celestina: “Calisto procede como si entre él y Melibea mediase una distancia social infranqueable [...] y ambos proceden como si la posibilidad de matrimonio les fuese negada en principio” (Lida de Malkiel 1970 [1962]: 216). II. El mitema en el corpus contemporáneo Este recorrido por las relaciones carnales que cruzan La Celestina original ha permitido evidenciar la implicación de tales relaciones en dimensiones fundamentales del texto de Rojas, como la caracterización de sus personajes femeninos, la desviación de sus fuentes literarias y su resemantización de ciertos tópicos, como el carpe diem o la religio amoris. Tal examen es necesario para una mejor comprensión del funcionamiento del mitema de la mediación carnal en las reescrituras contemporáneas. En efecto, tanto en el texto modelo como en sus recreaciones contemporáneas, los personajes se relacionan entre sí a través de un deseo sexual a menudo impulsado por la figura de la alcahueta. Además, esta mediación carnal se construye con los mismos ingredientes que en el texto rojano: la alcahueta instaura una relación pedagógica con respecto a sus clientes cuya libido estimula gracias a
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Véanse Baltanás (2005), Galán (1989), Herrera Jiménez (1999) y Serrano Poncela (1959).
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discursos impregnados de tópicos corteses. Asimismo, al retratar las relaciones carnales de sus personajes, varias reescrituras interrogan problemáticas sociales especialmente vigentes en su época de creación, como el matrimonio, la prostitución o el estatuto de la mujer —tres aspectos ya tematizados en La Celestina, como examinamos—. La alcahuetería amorosa también conlleva cierta problematización del orden moral y de sus códigos en textos que hacen suya la renegociación celestinesca de la oposición pecado/virtud. En diferentes reescrituras, el desarrollo del mitema da lugar a un desarrollo de las figuras de Melibea y de Areúsa, a las que se suelen atribuir componentes sensuales como el voyerismo, la homosexualidad o la filosofía carnal, que corresponden a dimensiones patentes o latentes, como se ha visto, de la Celestina rojana. Las reescrituras celestinescas actualizan así el mitema en un diálogo perpetuo y sutil con su modelo tardomedieval y con los nuevos contextos de creación literaria. Para analizar este proceso complejo, conviene distinguir las diferentes funciones que los textos contemporáneos atribuyen a la mediación carnal. El haz de relaciones al que corresponde este mitema puede subdividirse en cinco grupos: las relaciones carnales pueden funcionar como 1) relaciones comerciales (la prostitución), 2) relaciones institucionales (en el seno del matrimonio), 3) fuentes de inconformidad femenina, moral y social, 4) estímulo artístico o, por último, como 5) relaciones espirituales. Como se ha visto, las tres primeras funciones ya se asignan a las relaciones carnales en La Celestina original, donde se tematizan la prostitución y el matrimonio, y donde los desórdenes sexuales provocan discursos femeninos heterodoxos y desórdenes sociales. Estas tres funciones pueden, por tanto, considerarse formas tradicionales del mitema de la mediación carnal, ya presentes en el texto modelo, que las reescrituras actualizan y recontextualizan. En cambio, las dos últimas representan innovaciones propias de las reescrituras. Estas reelaboran así el mitema, aunque siempre conservan, como luego veremos, varios de los ingredientes celestinescos (tópicos corteses, caracterización de los personajes, etc.) que se han analizado con anterioridad.
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II.1. Mediación carnal tradicional En la mayor parte de las reescrituras celestinescas, las relaciones carnales suelen desarrollarse o bien en el contexto comercial del mundo prostibulario o bien en el marco de un matrimonio. Una excepción es la mediación amorosa orquestada por la Celestina de Rafael del Castillo en Los polvos de la madre Celestina (1862). A instancia de su protectora Inés, la Celestina de esta novela histórica actúa de mediadora entre la misma Inés y Carlos, joven encarcelado a raíz de una maquinación cortesana. Como la Brígida de Zorrilla,19 la vieja asegura esta mediación mediante una carta que manda al chico: Carlos: adjunta es una copia del decreto en que el Rey te concede la libertad, así como a tu hermano. Si quieres conocer la persona a quien debes semejante favor, esta noche, antes del toque de ánimas, espera junto a la ermita del Santo Cristo de la Oliva, y sigue sin desconfianza alguna a la persona que te pronuncie mi nombre. LA MADRE CELESTINA. (Castillo 1862: 261)
Cuando el joven acude a la ermita, lo viene a buscar “una figura cubierta con un manto” (266) que no es otra que la misma Celestina. Esta lleva a Carlos a “la mansión de la madre Celestina” (266), en la que Inés encierra a su amante para quedárselo ella sola. En este caso, Celestina ha sido intermediaria entre Carlos y su cárcel de amor. Como el personaje de Rojas, la bruja de Castillo engaña al joven, objeto del deseo de su empleador —Inés quiere conseguir a Carlos tanto como Calisto desea a Melibea—, mediante un soporte material —aquí la carta reemplaza al hilado—. En ambos casos, la mediación de Celestina afecta a su víctima: Melibea cae presa del amor de Calisto mientras que Carlos cae preso —esta vez en sentido literal— de Inés. Ahora bien, las demás relaciones amorosas y sexuales que se desarrollan en las reescrituras no son motivadas por un encargo individual como en el caso de Castillo, sino que se explican por motivos comerciales (en el contexto de un prostíbulo) o institucionales (en el contexto conyugal). Como se verá, el mitema cobra significados bien diferentes según se lo identifica con un
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El parentesco de esta Brígida con la Celestina rojana ha sido estudiado por Snow (2007b).
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tipo de relaciones comerciales o con un tipo de relaciones institucionales. A veces, el mitema se abstrae de estos contextos concretos y la relación carnal llega a funcionar como fuente de heterodoxia femenina y moral. Examinemos cada una de estas tres funciones “tradicionales” de la mediación carnal. II.1.1. Relación comercial: la prostitución En la celestinesca contemporánea, como en el texto de Rojas, el deseo sexual imperante de los personajes cumple una clara función dramática, ya que se trata del motor de las tramas amorosas a la vez que justifica la intervención de la alcahueta. La contextualización de esta intervención mediadora en el marco de la prostitución cobra una relevancia especial en los textos abordados. La Celestina de muchas reescrituras es dueña de un prostíbulo o una alcahueta profesional que trabaja de forma independiente. Al unir sexualmente a los demás personajes, Celestina orquesta una mediación cuyo objetivo principal es su propio beneficio económico. Los textos decimonónicos que tematizan la prostitución y su gestión por la alcahueta suelen valorar moralmente este tipo de relaciones sexuales y hacen de aquella una criatura nefasta, diabolizada —como vimos en el capítulo anterior—, responsable de este mal social que es la prostitución. Tales reescrituras reanudan así, en cierto modo, el fin didáctico y moralizante que se reivindica en el peritexto de La Celestina original. No obstante, al contrario del prólogo rojano, las obras de Estébanez Calderón y Rafael Luna no reprueban tanto el loco amor en sí como la maldad de la alcahueta. Como ya tuvimos ocasión de examinar, el breve cuadro de costumbres propuesto por Serafín Estébanez Calderón bajo el título “La Celestina” consiste en una demostración de la perversión de Celestina y de su dominio absoluto sobre una joven doncella a la que se victimiza. En este contexto, la relación sexual se transforma en pura herramienta de un comercio sin piedad. Mediante una mezcla de alabanzas, proverbios y falaces razonamientos lógicos basados en la manipulación psicológica, esta Celestina ataca a la virtud de la joven con estrategias similares a las empleadas por su modelo rojano. En este sentido, tal pastiche de los parlamentos celestinescos desmenuza lo que he llamado “la filosofía carnal de la alcahueta”, un peculiar arte de la seducción basado
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en recursos retóricos. Celestina empieza así elogiando la belleza de la chica,20 convocando las comparaciones de la religio amoris,21 antes de pasar a la loa del amante.22 El mismo narrador aclara la eficacia de tales estrategias discursivas, dada la psicología juvenil de la víctima: “[...] si tales o semejantes razones no hayan de despertar ideas inusitadas en el pecho de mujer que se encuentra en la aurora de su vida y que percibe vagamente el placer de amar y ser amada, y la satisfacción dulce de oírse celebrada y encarecida, son cosas que pueden dejarse a la consideración de la menos entendida” (190-191). Cuando la joven, entonces deshonrada, viene a quejarse, a Celestina “[...] le bulle y salta el gozo infernal que le procura ver la triste condición a que ha reducido sus víctimas” (192). Para contrarrestar las lamentaciones de la chica, la alcahueta recupera el tono profesoral y la filosofía carnal de su modelo rojano: Oyendo mis buenos preceptos y enseñanza, atiende a tu enamorado que no tardará en parecer, que gato caminero presta halla el mur en el agujero; [...] refresca el rostro con agua de la fuente, y toma un continente señoril y reposado para sobresaltar la atención y saltear la voluntad de aquel a quien aguardas. [...] aprende, la mi hija, que doctrina y ejemplos te lloveré sobre tu cabeza como si fuera arena. (192-193)
La Celestina de Estébanez Calderón va aquí más allá que su antecesora rojana: trata a la joven noble a la que ha seducido como si fuera una discípula suya, aprendiz de ramera, a quien enseña el arte de la manipulación del hombre. La mediación carnal beneficia así doblemente a Celestina, ya que no solo gana la recompensa de su joven cliente, sino que también obtiene una nueva empleada para su comercio. Esta reescritura de Estébanez Calderón acaba distinguiendo la suerte de la figura literaria de la Celestina y el porvenir de las alcahuetas reales, que, a su ver, ya no tienen impacto social. Explica, en efecto, que 20
“¡Oh ángel en la hermosura! [...] ¡oh cielo estrellado en todas horas!, ¡oh sol siempre suave y sereno!, ¡oh beldad sobrehumana!” (Estébanez Calderón 1844: 190). 21 “[...] no quiero relatar con mi lengua lo que esos nexos de mórbida encarnación me revelan de inefable belleza y de angelical estructura, hasta enlazar miembros tan perfectos con el sagrario divino” (190). 22 “[...] es el caballero justeante que tanta gloria y prez ganó en el último torneo” (191).
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[...] felizmente, en los tiempos que alcanzamos, las costumbres han adelantado lo bastante para que la Celestina se considere como un peón que sobra y como pieza que no tiene aplicación. Las negociaciones de amor suelen hacerse ahora directamente y sin necesidad de mandato o procuraduría. Denos Dios larga vida para ver hasta dónde en este ramo podemos llegar progresando. (196)
El abandono de la mediación carnal comercial se considera un progreso social valorado positivamente. En efecto, a lo largo del siglo xviii, la prostitución había constituido un mal social debatido a todos los niveles. Se cerraron los prostíbulos por razones tanto religiosas como sanitarias y morales, ya que los antros de las alcahuetas se consideraban fuentes de una creciente corrupción de costumbres contra la que tronaban moralistas y políticos. Sin embargo, la clausura provocó el desarrollo de la aún más peligrosa prostitución clandestina. Los gobiernos ilustrados, especialmente en tiempos de Carlos III, tomaron nuevas medidas para reprimir esta ilícita actividad. En las grandes ciudades, por ejemplo, remozaron “[...] las antiguas galeras o cárceles de mujeres, destinadas a la corrección de las meretrices, al mismo tiempo que se habilitaban hospicios para recluir a aquellos vagos y malhechores que, comúnmente, ejercían el oficio de proxenetas” (Alcalá Flecha 1984: 70). Se rehabilitaron asimismo “[...] centros hospitalarios, especialmente dedicados al tratamiento de las enfermedades venéreas”. A la problemática de la prostitución también se aludía en la literatura de la época. Desde décimas anónimas hasta las Visiones y visitas (1728) de Torres Villarroel, denunciaban “[...] el nutrido ejército de mercenarias del amor que agobiaba la capital de España” (70). Nicolás Fernández de Moratín discute por su parte las consecuencias nefastas de la clausura de los prostíbulos. En El arte de las putas (1769), afirma que, lejos de favorecer la honestidad pública, esta medida política solo había estimulado el ya floreciente negocio de la prostitución clandestina. A su juicio, todo Madrid se convirtió en un inmenso prostíbulo “[...] a causa de la obstinación de las autoridades en mantener cerrados los lupanares” (73). A finales del mismo siglo xviii, el reformador español Francisco Cabarrús, consejero de Carlos III, hace la misma constatación y prefiere sumarse “[...] a las nuevas corrientes europeas que, de acuerdo con el afán utilitario de la época, contemplaban la sexualidad —según ha mostrado el penetrante análisis de Foucault [La volonté de savoir]— como
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una manifestación que no había necesariamente que prohibir, sino más bien encauzar y dirigir” (74). El arte pictórico también se hizo eco de estos debates candentes. Muchos de los Caprichos de Goya ofrecen retratos del mundo prostibulario en los que la figura de Celestina funciona como símbolo de la maldad intrínseca y de la degradación moral de las alcahuetas (Alcalá Flecha 1984). Con respecto a estos dibujos, es interesante señalar que la presencia de Celestina es precisamente lo que connota el contexto de prostitución, ya que no hay escenas de pago de servicios amorosos ni escenas sexuales. La famosa alcahueta identificada en el título de cada obra funciona como indicio del mundo prostibulario perverso que se retrata. Como se ve, además de sus connotaciones morales y religiosas, el tema de la prostitución adquiere un carácter de auténtico problema social en el siglo xviii. El siglo xix prolonga estos debates: los límites de la prostitución siguen reglamentándose y sus consecuencias en los ámbitos sanitario e higiénico continúan generando discusiones entre médicos y autoridades municipales (Núñez Roldán 1995). Clúa Ginés (2017) ha mostrado que la prostitución constituye una realidad socioeconómica muy recurrente en el imaginario literario del siglo xix. La sexualidad femenina y su explotación en el contexto prostibulario son temas tratados por muchos escritores de la generación del 68, realistas y naturalistas.23 A modo de ejemplos, se pueden mencionar las novelas profeministas de Jacinto Octavio Picón, La Regenta de Clarín o las novelas contra la prostitución de Eduardo López Bago tituladas La Prostituta (1884), La Pálida (1885), La Buscona (1885) y La Querida (1885). Tampoco carecen de relevancia, en este contexto, las novelas La mujer de todo el mundo (1885) o Crimen legal (1886), en las que Alejandro Sawa da muestra de un feminismo combativo. Tanto el contexto de publicación de La Celestina original como el de sus reescrituras decimonónicas está marcado, por tanto, por una problematización de la prostitución como fenómeno social indeseable. La reescritura celestinesca de Rafael Luna, seudónimo de la autora Matilde Cherner, María Magdalena (1880), se inscribe en la misma problematización de la prostitución como enfermedad social. Subtitulada “estudio social”, esta novela naturalista se presenta como las memorias de la bonita Aspasia, exprostituta al servicio de Celestina, que está agonizando en un hospital 23
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Al respecto, véase Ferreras 1988.
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salmantino, en pleno siglo xix. Al leer estas memorias que le deja la enferma, su médico queda altamente conmovido y decide utilizar su testimonio para promover “[...] la acusación contra la infame vieja Celestina” (Luna 1880: 12), alcahueta que había provocado la decadencia moral de la joven. En la novela, Celestina aparece de esta manera como representante de las perversas alcahuetas que corrompen a las jóvenes virtuosas de España aprovechándose de su miseria económica. En efecto, Celestina obliga a Aspasia a prostituirse en su burdel cuando encuentra a la chica sola y en un estado de indigencia total: “supo, con un sentimiento de infernal alegría, que yo [Aspasia] no tenía a nadie en el mundo” (64). En el prólogo, titulado “Dos palabras al lector”, Luna recalca la “trascendencia social” (5) de “la llaga social” que constituye la prostitución. Esta reescritura de Celestina, figura literaria de la alcahueta por antonomasia, se presenta de entrada como una radiografía de esta problemática tan candente en la sociedad del siglo xix. El propósito didáctico es aquí evidente: la lectura de María Magdalena. Estudio social pretende hacer reflexionar al lector tal y como la lectura de las memorias de Aspasia provoca una toma de conciencia, por parte del médico, acerca de la prostitución como mal social. El médico explica: [...] por primera vez en mi vida me puse a considerar por su lado de vergüenza y oprobio para la sociedad que la tolera, la prostitución legal de la mujer, autorizada por las leyes de todos los pueblos civilizados, y tolerada por la religión cristiana. Yo no tengo poder ni valimiento para prohibir, para cauterizar con el hierro y con el fuego esa asquerosa llaga, esa hedionda gangrena que corroe el cuerpo social; pero os prometo que en nombre de la sociedad y de la ciencia, he de perseguirla tan cruelmente que, si mi ejemplo es imitado, el mundo entero se horrorizará de sí mismo al ver denunciados diariamente por nosotros los hechos tan repugnantes, tan monstruosos, tan horribles, tan sacrílegos, que a la sombra de la prostitución legal de la mujer se amparan. (22, cursivas mías)
Tal es la reflexión a partir de la cual el médico decide denunciar ante la justicia a Celestina, dueña de un burdel, que se erige en símbolo de esta gangrena de la prostitución. No es anodino que sea precisamente un médico el que inicie esta acusación. En efecto, como ya se ha explicado, la prostitución fue denunciada por muchos médicos e higienistas desde el siglo xviii.
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En este contexto, era frecuente la equiparación del comercio carnal con una enfermedad del cuerpo social que convenía curar. La denuncia de la prostitución es constante a lo largo de la novela de Luna. Uno de los procedimientos mediante los cuales se acentúa el carácter nefasto del comercio carnal consiste en oponer a Aspasia, chica cuyo cuerpo ha sido corrompido a su pesar, pero cuya pureza moral está intacta, y Celestina, vieja corrupta a todos los niveles: “[...] yo [Aspasia], pobre huérfana abandonada, [...] me hallé sumida en aquella horrible casa, abismo de corrupción y desenfreno. ¿Y podré yo no maldecir a la infame mujer que me arrancó de la muerte para precipitarme en aquella odiosa caverna [...]?” (63). Aunque vivía “sujeta a aquella horrible mujer” (70), “toda aquella corrupción, todas aquellas monstruosidades de que era víctima mi pobre cuerpo, jamás me llegaron a contaminar mi alma, siempre pura en medio de aquellas abominaciones” (69). Esta representación de la pobre prostituta, presa de la crueldad de la alcahueta, refleja un debate contemporáneo sobre la responsabilidad de las rameras. Cabarrús señalaba, por ejemplo, la desgracia y la miseria de las prostitutas callejeras “como atenuantes de su culpabilidad” (Alcalá Flecha 1984: 129). En la sátira primera A Arnesto (1786), Jovellanos reprocha que la justicia “vendida y sobornada” (130) se encarnice “con las míseras mujeres de la calle, acosadas por el hambre y la desnudez, mientras asiste impasible al libertinaje de las clases dirigentes” (130). Como las novelas realistas y naturalistas anteriormente mencionadas, María Magdalena denuncia la prostitución como un sistema de explotación económica institucionalizada, cuya víctima principal no es sino el género femenino: “[...] la mujer, esa dulce mitad del género humano, ca[e] en tal extremo de degradación, que de un ser puro, santo, respetable, que de una criatura humana, hija de Dios y favorecida con sus dones, se truec[a] en una vil mercancía” (66). Más allá de la figura concreta de la alcahueta, encarnada por Celestina, el blanco de la crítica más virulenta formulada por Aspasia no es sino el poder político: “¿Y esto se tolera? ¿Y esto se convierte de crimen en necesidad? ¿De vicio en ley? ¿Y los hombres lo proclaman? ¿Y las sociedades lo fomentan? ¿Y los gobiernos lo autorizan? [...] Los gobiernos se ven obligados a tolerar la prostitución, como una salvaguardia de la virtud de las demás mujeres” (74). El requisitorio contra la prostitución se completa enseguida con argumentos teológicos (76) y con una reprobación de la vileza
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masculina: “¡Qué lecciones tan tristes y dolorosas se reciben de los hombres! ¡Qué odiosos y repugnantes son cuando se entregan sin freno al imperio de sus brutales pasiones!” (77). La reescritura del personaje de Celestina, alcahueta malvada reactualizada en la Salamanca de la segunda mitad del siglo xix, da así pie a una síntesis de los argumentos de los moralistas, médicos, políticos y novelistas que denuncian la prostitución en época de Matilde Cherner. Como ya hacía Goya en sus Caprichos, la escritora da “[...] una visión social sobre el infamante oficio, según la cual la imagen de la prostituta se configura como la víctima propiciatoria de unas leyes arbitrarias y de una sociedad farisaica” (Alcalá Flecha 1984: 119). Lejos de constituir un fenómeno aislado, esta perspectiva se enmarca dentro de una corriente de opinión liderada por Cabarrús, en sintonía con la sensiblería rousseauniana de la época, empeñada en resaltar aquella bondad primigenia del hombre corrompida por el tráfago inhumano de la moderna civilización: “El audaz ilustrado vio en el denigrado personaje de la prostituta la víctima por antonomasia de una sociedad injusta, que condena y desprecia al mismo individuo que previamente ha pervertido”. En la novela de Cherner, el burdel de Celestina se retrata asimismo como un “abismo de degradación” (63), una “senda de ignominia” (63), un “precipicio” (64), “el más vergonzoso abismo de degradación en que puede caer la mujer más criminal y miserable” (64), una “mansión de horrores” (65), un “antro de horrores” (69) o una “casa maldita” (118). Aspasia consigue, sin embargo, ganar cierto espacio de autonomía en este contexto tan hostil al organizar tertulias de clientes y prostitutas en casa de Celestina: [...] en mi tertulia, que yo sola presido, se discuten, pues es la discusión libre y sostenida por ardientes oradores, toda clase de intereses, tanto sociales, políticos, religiosos, filosóficos, administrativos, como puramente individuales, y aun divagando, si es caso, por los ilimitados campos de la hipótesis. Aquí cada uno expone sus teorías, se aplican las máximas que mejor le cuadran, cree o niega aquello que le conviene, y dando rienda suelta a la imaginación y a las palabras, se proclaman las ideas más elevadas con la misma insistencia que las más absurdas, sosteniéndose los principios más inmorales y corruptores, con el mismo calor que se sostienen los más nobles y generosos. (86)
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Espacio por antonomasia de la prostitución, pero también espacio de sociabilidad de la alcahueta y de la ramera (Clúa Ginés 2017), el burdel celestinesco se hace aquí lugar de librepensamiento. Esta función del burdel no es privativa de la reescritura de Luna, ya que, como se ha visto, también el prostíbulo de la Celestina rojana era un espacio de palabra libre y atrevida. El banquete del acto IX presidido por Celestina es un buen ejemplo de ello. Aspasia preside las tertulias del burdel y se convierte así en “una especie de oráculo, [...] consejera, [...] consultora, [...] árbitro” (79) para los estudiantes de Salamanca que frecuentan la casa de Celestina y que forman, alrededor de la joven, “una especie de corte” (80). Aspasia ha llegado a ocupar el lugar central que era el de Celestina en la (Tragi)comedia. Esta inversión quizá anuncia el triunfo final de Aspasia sobre la alcahueta nefasta: los lectores de las memorias reconocen la superioridad moral de la joven y finalmente se vence la vileza de Celestina con su condena por la justicia. Es mucho menos tajante la concepción de la prostitución vehiculada en la quinta serie de los Episodios nacionales. Como ya hemos visto, el personaje de Celestina, apellidada Tirado, aparece varias veces en estas novelas galdosianas donde desempeña el papel de mediadora amorosa para el narrador e historiador Tito Liviano. En Amadeo I, este asiste a una función de Los polvos de la madre Celestina, “obra de risa” (Pérez Galdós 1912: 314) de Juan Eugenio Hartzenbusch que consiste, como sabemos, en una reescritura de La Celestina. El tema de la obra y la visión de una hermosa chica llamada Obdulia traen a Tito “a los lodos de [su] amorosa demencia” (314): Fue casualidad picante o simbólica que la compañera de Obdulia se llamara Celestina, y confirmaron el nombre sus astutos requerimientos. A la salida de Los polvos las acompañé, y en el tránsito desde el teatro a la calle del Sacramento, repetimos nuestros gorjeos amorosos, añadiéndoles ya planes y horarios para nuestras futuras entrevistas. Celestina Tirado nos dio facilidades de tiempo y lugar que me colmaron de gratitud. (314, cursivas mías)
Celestina hace así su primera entrada en los Episodios nacionales con una función de mediadora amorosa. Tito la llama su “corredora de amoríos” (473), “sutil zurcidora” o “proxenetes” (474), y confía totalmente en su arte de alcahueta. A partir de aquí, sus intervenciones consistirán, sobre todo,
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en poner a Tito en el lecho de damas apetitosas. Celestina impulsa por tanto las conquistas amorosas de la quinta serie. Como explica Behiels (2001: 55), la conquista amorosa constituye un verdadero leitmotiv de los Episodios nacionales que participa en la organización de un contrapunto entre historia íntima e Historia grande. Lejos de considerarse prácticas inmundas —como era el caso en las reescrituras de Estébanez Calderón y de Luna—, los pactos amorosos negociados por Celestina son vistos positivamente por Tito. En su opinión, la “profesión” (474) de Celestina no es “vergonzosa”, sino “muy necesaria en la República, como dijo Cervantes”. La misma Celestina expresa repetidas veces un orgullo profesional que comparte con su modelo rojano,24 aunque es consciente de la mala reputación de su oficio, “mal mirado de la gente y como quien dice vergonzoso” (473). En La primera República, Celestina intenta alejarse de la alcahuetería y entra al servicio del sacerdote don Hilario. A pesar de esta reorientación drástica, el narrador Tito no renuncia a la mediación celestinesca, ya que necesita nuevos brazos femeninos. Cuando solicita a la vieja, esta se ofusca: “¡Fuera de mí toda la tercería infame! Quiero ser buena. ¡Señor, déjame ser buena!...” (482). Estas novelas galdosianas reflejan así los dos polos de los debates sobre la prostitución, aunque en opinión de Tito la alcahuetería celestinesca tiene ante todo una función social importante. Es significativo que Celestina combine rápidamente sus competencias de alcahueta con habilidades de consejera política y empiece a administrar tanto la vida privada como la vida pública de Tito. Sus consejos en materia femenina se deslizan así progresivamente en el discurso que dirige al narrador después de su ruptura con Obdulia: Confórmese con lo sucedido, y no crea que se acaba el mundo porque se le va una novia. Mujeres hay muchas, y yo, si quiere, le proporcionaré una mejor que esa sosaina de Obdulita. Si sus negocios andan mal, y la pluma no le da para vivir, arrímese a lo católico, pues lo que es dinero no encontrará fuera del catolicismo. Si no tiene valor para meterse de hoz y de coz en el alfonsismo, no hable mal del hijo de su madre, ni le ponga motes feos, como el que le aplican ahora los que no le quieren, ni le saque a relucir al padre ni a la madre... Siga el consejo 24
“Soy muy ducha, muy corrida en lo tocante al ayuntar las voluntades de hombre y mujer” (474).
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mío, que es consejo de persona que conoce como nadie el tecleo de este Madrid y de su gente. Tenga juicio y pupila; váyase desapartando de los federales, familia tronada que no da más que palabrería sin jugo... No se meta con el Altísimo ni con el Papa, escriba para el Gobierno, y saque un buen destino, que si usted pega de firme a los que mandan, de ellos saldrá el amansarle con un cacho de turrón. (320-321)
Es de notar que esta combinación de consejos amorosos con consejos sociales y políticos también puede originarse en La Celestina. En sus discursos a Pármeno, la vieja alcahueta no duda, en efecto, en enseñar al joven la forma de comportarse con Areúsa, pero también con su colega Sempronio o con su superior Calisto. En el texto rojano y en el galdosiano, el eje director de los consejos celestinescos es el mismo: conviene buscar su beneficio propio en cada tipo de relación, sea una relación íntima o de trabajo. A finales del siglo xx y principios del xxi, aparecen nuevas reescrituras celestinescas que vuelven a centrarse en las relaciones carnales comerciales.25 García Jambrina dedica varios pasajes de su novela El manuscrito de piedra (2008) a una documentada reconstitución histórica del mundo prostibulario de la Salamanca de finales del siglo xv, es decir, la época de publicación de La Celestina. Los personajes de la novela aluden al nuevo contexto de reglamentación de la prostitución: los burdeles que se hallaban en el centro de la ciudad se cierran y una nueva mancebía se construye “en el arrabal, allende el puente, en un lugar llamado Los Barreros, donde se celebraban las ferias, y no muy lejos del cementerio de los judíos, lo que constituía una grave ofensa para todos aquellos que se habían convertido recientemente” (García Jambrina 2008: 80). Estas informaciones coinciden con las proporcionadas por una serie de estudios históricos dedicados al fenómeno de la prostitución en tiempos de Fernando de Rojas (Iglesias 2011, Lacarra 1992). Más adelante en El manuscrito de piedra, la ramera Sabela le cuenta al personaje de Rojas (aquí ficcionalizado por García Jambrina):
25
La travesía del desierto que conoce esta temática en las décadas precedentes del siglo xx se explica, sin duda, por la política de censura del franquismo y su rechazo de la representación de lo procaz y de lo sensual. Para más detalles sobre esta cuestión y sus consecuencias en cuanto a la difusión de La Celestina, véase Bastianes (2018).
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—En tiempos, fui una de las pupilas de la vieja Celestina, tal vez la conozcáis. —Creo que he oído hablar de ella. ¿Es la misma que ejerce de alcahueta y reparadora de virgos? —Entre otras muchas cosas. Desde que le cerraron el burdel que tenía en el centro de la ciudad, ha tenido que dedicarse a todo tipo de oficios, ninguno santo, por cierto —añadió con ironía—, pero muy demandados por los buenos cristianos. Hace tiempo que no sé de ella. (131-132)
Como en el caso de las reescrituras decimonónicas, los detalles relativos al contexto prostibulario se vinculan con la figura de Celestina. La pintura que se propone aquí de los nuevos desafíos, a los cuales se tiene que enfrentar la prostitución a raíz de la legislación municipal, permite, ante todo, retratar a la alcahueta como personaje marginal, en lucha contra la sociedad. Los personajes de Celestina de las reescrituras suelen oponerse a esta marginalización mediante alegatos que abogan por la legitimidad y utilidad de su trabajo. Estas alcahuetas retoman muchas veces los argumentos aducidos por la Celestina rojana cuando se enorgullece de sus dotes profesionales. Al reflexionar sobre su quehacer, la Doña Cele de Razón y pasión de enamorados (1973) explica, por ejemplo, que la alcahuetería y la prostitución merecen ser revalorizadas: “A veces creo que nosotras, las que vivimos de esta profesión, deberíamos tener un título especial y una ley debiera protegernos y premiarnos por nuestra sincera contribución a la felicidad humana” (Toro-Garland 1973: 35). La utilidad social del oficio de Celestina, que canaliza y gestiona las pulsiones sensuales a la vez que las promueve, es asimismo recordada por el personaje de Rojas ficcionalizado por Arce: [...] mujeres como ella cumplían a su juicio una importante función social, cual era la de abastecer de lujuria satisfecha y de pecado irremediable a cuantos vivían acomodados en las normas de convivencia de la ciudad, facilitando además la fácil imputación o el traslado limpio de la culpa a las meretrices, que por serlo descargaban al cliente de su propia culpa. (Arce 1991: 114)
Ahora bien, las relaciones sexuales no solo constituyen una herramienta de utilidad pública. Como en La Celestina primigenia, el elogio de la lujuria y la mediación carnal sirven, además, a los intereses propios de la alcahueta cuando intenta conseguir complicidades o ganarse la fidelidad de nuevas
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prostitutas. En Manifiesto de Celestina (1995), la voz de Celestina se escapa de un manuscrito, el “manifiesto de Celestina”, para exhortar a la narradora extradiegética a que participe en su comercio: El hombre es un buen negocio. Si no lo aprendes, morirás entre sangre y piojos. Trafica tu juventud y no te mientas. La cama habla y chilla. ¿Te angustia el ruido del amor? Y a mí me angustia tu desnudez solitaria. Tienes hambre y no sabes comer. Un alma sola ni canta ni llora. Un cuerpo solo no existe. Una golondrina no hace verano. Un solo testigo no da fe. No te ates a un solo amor, porque hay que cambiar... Y no olvides que a más clientes más ganancia. [...] Elige... Peca... Vive... [...] Despójate del escudo de tu desnudez. (Mosquera 1995: 85)
En este fragmento se pueden reconocer ecos de algunos pasajes concretos de La Celestina que abordamos al principio de este capítulo, como el rechazo del número uno o el elogio del pecado. En estos parlamentos, Celestina combina también, como su modelo tardomedieval, los principios teóricos con consejos prácticos y asume una postura de profesora: “Aprenda de mí. La vieja barbuda dice la verdad. Cinco mil virgos han hecho y deshecho estas manos. Conozco los secretos de la lujuria” (23). La Celestina de Mosquera se comporta igual con Entredientes, avatar del Pármeno tardomedieval. Con él recupera de La Celestina cierto aristotelismo heterodoxo que mezcla con chistes verdes para, a la vez, afianzar su posición de maestra del saber y despertar el interés del joven cuya connivencia quiere ganar: El hombre ama a la mujer y la mujer al hombre. Y el que ama se abandona al deleite. Dios inventó el amor para perturbar a sus criaturas. [...] Tú no sabes nada de amor. Ven para acá. Acércate putico. El calor del verano empuja los pelitos de tu barba. Ya tienes voz de hombre. Ay ¿cómo tendrás la punta de la barriga? ¿Verdad? No me mientas. Dices que la tienes como cola de alacrán. Pon cuidado. Mira que esa cola hincha nueve meses. No hables y calla. Abre tu pantalón. Cierra la boca y saca tu alacrán. Ya verás cómo se juega con él. Te enseñaré la vida... Jugarás con la vida hasta que me calles. Tienes razón. Soy una vieja sucia que no sabe despertar. Pero eso sí... ¡Sé mucho de alacranes...! (Mosquera 1995: 17-18)
Otra vez el lector se topa aquí con un patchwork de citas sacadas del texto de Rojas y cuyo collage sintético proporciona un compendio de la filosofía
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carnal desarrollada en la (Tragi)comedia original a través de varias conversaciones con Pármeno. También sobresale la sensualidad de la propia Celestina, que parece estar a punto de manosear al joven. Con el mismo objetivo de provocar la lujuria y, así, potenciar su beneficio personal, las Celestinas de varias reescrituras recurren también al tópico del carpe diem tan apreciado por su antecesora rojana. En Terra Nostra (1975), uno de los personajes de Celestina, el de la vieja alcahueta que remienda virgos, exclama ante la muchacha de los labios tatuados, otro personaje llamado Celestina, que la acaba de citar en El Escorial: [...] seguiré tu olorcillo de virgen, que ojalá lo pierdas pronto, y buscarte he en ese lugar que dices; chitón, muchacha, que aunque lo sepamos para nuestro provecho, no lo publiquemos para nuestro daño, ¡gocemos y holguemos, que la vejez pocos la ven, y de los que la ven ninguno murió de hambre! (Fuentes 1975: 731)
A través del “¡gocemos y holguemos!” —que en la obra original es pronunciado por Elicia—, el motivo del carpe diem aquí le sirve a la vieja tanto para incitar a que la joven pierda su “olorcillo de virgen” como para alegrarse de su próxima llegada a El Escorial, donde Felipe II acaba de construir el palacio homónimo, que alberga la cripta real con los cuerpos de treinta de sus antepasados que la tercera ya planea despojar a su gusto. El tópico resulta aún más pragmático en la recreación teatral de Milagros Pierna Una blanda muerte o Melibea (1998). Aquí, Celestina quiere, en efecto, que Elicia aprenda el oficio de alcahueta para que se pueda mantener de forma autónoma cuando desaparezcan sus bellezas. En este contexto, lo efímero de los bienes temporales sirve de argumento amenazante cuyo propósito consiste en sacudir la pereza de su discípula: “[...] ya va siendo hora de que aprendas el oficio. ¿O te crees que tendrás tus carnes frescas eternamente, para gozarlas tú? Cuando se te marchiten, y se marchitarán si no te mueres antes, tendrás que mantenerte de los goces ajenos” (Pierna 1998: 32). En este mismo texto, cuando Melibea se sorprende, de una forma poco delicada, de la vejez de la mediadora, la alusión al carpe diem permite que Celestina mate dos pájaros de un tiro: “también a ti te llegarán mis años: tonta serás si no disfrutas antes de tu mocedad” (Pierna 1998: 32). No solo le cierra el pico a
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la joven y se venga de su ofensa, sino que también inicia su argumentación a favor de las pretensiones amorosas de Calisto. Las relaciones carnales que se describen como relaciones comerciales en varias de las reescrituras celestinescas tienen diferentes funciones. Algunas veces sirven para traer al mundo literario los debates contemporáneos sobre la prostitución (Estébanez Calderón, Luna, Pérez Galdós) o para valorar el papel social de este comercio carnal (Toro-Garland, Arce). Otras, permiten caracterizar a la misma Celestina como personaje marginalizado que instaura con los demás relaciones interesadas (García Jambrina, Arce, Fuentes, Mosquera, Pierna). Gracias a su filosofía carnal, construida a base de tópicos, refranes, chistes, aristotelismo y consejos prácticos, la alcahueta favorece las relaciones sexuales para mejor instrumentalizar a los amantes y a los criados. Lidera por tanto a los demás gracias a sus pulsiones primitivas. Ahora bien, una serie de reescrituras celestinescas desdeñan el papel de Celestina como agente del mundo prostibulario para centrarse en el personaje de Melibea, entonces transformada en prostituta obligada a comercializar sus relaciones sexuales. Cuatro de los textos considerados —los de Blanco-Amor, Sastre, Arce y García Calderón— tienden en efecto a invertir las características del personaje de Melibea (joven pura e ingenua) para acercarla a los rasgos que definen a las colaboradoras de Celestina (Elicia y Areúsa). La reescritura perturba de este modo los papeles asignados a cada personaje en la (Tragi)comedia y redistribuye las cartas. A este propósito, resulta de gran interés el estudio en el que Ramírez Santacruz (2004) demuestra cómo, en La Celestina original, los personajes de Melibea y de la prostituta Areúsa, que al principio de la (Tragi)comedia representan dos polos opuestos, se van asemejando a medida que se desarrollan los actos: su retrato físico como mujeres que suscitan el deseo sexual, su persuasión por Celestina, sus escenas sexuales presenciadas por testigos y la clandestinidad de sus actividades carnales constituyen puntos comunes gracias a los cuales las dos mujeres “van simbólicamente perdiendo sus diferencias hasta que encuentren en la libertad que cada una exige para sí misma un punto de convergencia” (2004: 64). Por tanto, la transformación de Melibea en prostituta que operan los cuatro autores contemporáneos mencionados bien podría hundir sus raíces en el propio texto de Rojas.
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En “El refajo de Celestina” (1973), Blanco-Amor retrata a Melibea como una chica de la alta nobleza “venida a menos” (Blanco-Amor 1973: 182) que trabaja como ramera y cuya proxeneta no es otra que Celestina. La ganancia que Melibea saca de estos negocios le permite, sobre todo, pagar las deudas de Calisto (200), falso amante cortés que se hace pasar por un hidalgo, aunque en realidad es un rufián mantenido por Melibea. Mediante esta nueva caracterización de la heroína rojana, la relación de dominación de Calisto sobre Melibea, que se establece progresivamente en La Celestina original, es aquí efectiva desde el principio. Obligada a vender su cuerpo para intentar salir adelante, la hija de Pleberio se vuelve la víctima de todos: tanto sus clientes como Celestina o Calisto se aprovechan de ella. Al contrario, la Lisona que desempeña el papel de Melibea en la novela de Arce Melibea no quiere ser mujer (1991) utiliza su estatuto de prostituta como una fuente de ingresos, pero también de autonomía. Después de la muerte de su padre, judío ahorcado, la acoge Lorenza (Celestina) y le enseña este oficio para que pueda sobrevivir sin tutela masculina. Cuando el personaje de Fernando de Rojas se enamora de ella y le dice que ya no tiene por qué vender su cuerpo, la Lisona le contesta: Sí, Fernando, que ése es mi oficio y eso quiero seguir haciendo hoy, mañana y en todos los años de mi vida. No quiero ser tu mujer, que jamás me precié de llamarme de otro, sino mía. Si estuve en casa de Lorenza fue por no estar casada, por no ser mujer de nadie, sino libre, por hacer a mi gusto mi dinero, sin ser cautiva. ¿Qué es una mujer hoy sino esclava? (Arce 1991: 198-199)
La prostitución constituye para el personaje una elección feminista, un deseo de ser antes puta que sumisa, voluntad que puede esclarecer el título de la novela: si Melibea no quiere ser mujer, es porque rechaza la vida tradicional de la mujer, precisamente para escapar de este estatuto de esclava que se reserva a las hijas de Eva. Este problemático estatuto de la mujer es objeto de una de las conversaciones que entablan Lisona y Rojas y que da pie a cierto compromiso feminista por parte de la ramera:
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Lisona–
[...] Cualquier mujer es perseguida hoy sólo por serlo. Hoy la virtud es el silencio, la obediencia y la incultura. El resto queda para los hombres.
Rojas–
Siempre ha sido así y está justificado.
Lisona–
Es posible. Pero no entiendo por qué la mujer no ha de tener cualidades, sino virtudes (125).
Es similar la actitud del personaje de Susana de Susón, protagonista de La judía más hermosa (2006) de Fernando García Calderón. En esta novela histórica, la joven Susana cae en la miseria moral, después de su desflorecimiento por un galán deshonesto, y en la miseria económica, después de la detención —y de la consecuente ejecución— de su padre por la Inquisición. Para salir adelante, se transforma en cortesana y luego en alcahueta. Años después, conoce a un joven escritor, cierto Fernando de Rojas, a quien cuenta su historia, desde su enfermedad de amor hasta su introducción en el mundo prostibulario. Las penas de amor y el desflorecimiento le inspiran a este una Comedia de Calisto y Melibea en la que Melibea aparece como versión ficticia de Susana. Al igual que la Lisona de Arce, la Susana de García Calderón utiliza la prostitución —y luego la alcahuetería— como estrategia para ganar su independencia económica, su libertad y también una fama extrema: “Susana se ganó la aureola de mito en unos meses” (167). Poco a poco, la joven madura y comparte cada vez más rasgos con la Celestina rojana, excepto la fealdad: desarrolla cierto gusto por el alcohol (241), frecuenta puntualmente el mundo de la hechicería (219) y dirige su casa de lenocinio con mano de hierro (222). La Melibea de Alfonso Sastre, “una todavía bella mujer de ojos tristes y quizás treinta o treinta y cinco años” (Sastre 1978: 185), también había sido ramera —es ella la que recibe la descripción de “puta vieja” (191) por parte de Pármeno— y ayudante de Celestina. Esta recuerda con nostalgia su antigua colaboración: Ah, Calixto... ¿Quieres que te hable de Melibea? Melibea era la vida cuando yo la conocí, era... la alegría del barrio... y mi mejor ayudante, todo hay que decirlo, cuando de remedar un virgo o de hacer una cocción mágica de hierbas se trataba. ¡Era... una preciosa bruja! (226)
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Sin embargo, esta Melibea se arrepintió, entró en religión y se convirtió en la abadesa de un convento de excriminales (190). Ocupa esta función cuando empieza Tragedia fantástica de la gitana Celestina (1978), aunque la sífilis que sufre todavía le recuerda su pasado. Este pasado tumultuoso hace de la Melibea de Sastre una figura amarga, consciente, además, de ser un personaje degenerado en comparación con su fuente rojana, como revela el sarcástico comentario que ofrece a Calisto: Yo podría hablar a su merced, si ello no le fastidia mucho, de la enfermedad gálica que hizo de mis partes pudendas, con perdón, un foco de podredumbre entre mis amigos, amén de poner en riesgo mi propia vida. ¿Dónde está la estampita de la dulce y pura Melibea? Rota en mil pedazos y manchada de mil porquerías, usada y vieja. (194)
Pese a su pesimismo y su rechazo total de los hombres y de los placeres terrenales —deleite carnal incluido, por supuesto—, esta Melibea provoca, contra su voluntad, el amor encendido del virgen Calisto. Los demás personajes advierten al monje de la profunda incompatibilidad entre él y la abadesa. Celestina le explica que, en las cosas amatorias, “tú, oh Calixto, no has nacido todavía y Melibea ha muerto” (227). El argumento de Sempronio va por el mismo rumbo: [...] lo más seguro, digo yo, es que Melibea y tú no hayáis nacido el uno para el otro, [...] que vosotros dos habit[éis] en dos planetas muy distintos, y que tú, Calixto, te has puesto en marcha, ¡a buenas horas!, hacia un lugar del que Melibea ha vuelto [...]: ese lugar del que te hablo es el del encuentro carnal, la cama jodiendae, con perdón. (212)
Melibea, pues, ya quiere dedicar su existencia a cualquier cosa que no sea el sexo. Se trata de una forma original de explicar el desajuste entre los amantes que en La Celestina primigenia se debe a convenciones literarias, como ya hemos visto. El abismo en materia de experiencia carnal explica el rechazo de Calisto por Melibea y, en segunda instancia, la intervención de la alcahueta. El trabajo de Celestina, como en el caso del texto rojano, se verá obstaculizado por la testarudez de Melibea, cuyo odio hacia los hombres y hacia el acto carnal es patente: “¡Ay Celestina! Ya no soy la que era. Aquella fantasía
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de mis años mozos, cuando estaba entregada al vicio, me ha desaparecido con el bello hastío de la virtud” (248). Cuando Celestina le dice a Melibea que no entiende por qué “le [ha] tomado esa manía tan horrible” (248) al género masculino, se desata la furia Melibea:26 Melibea–
¡Que no lo sabes! ¡Que no lo sabes! Porque son unos cerdos, nada más... ¿No lo sabes tú, vieja? A mí me trataron los tíos como a una puta cosa, ¿y no lo sabes tú? ¿Qué hacía yo en tu casa? ¿Era una vida humana aquello?
Celestina–
Depende, depende.
Melibea–
¿Qué otra cosa era yo que una sirvientilla de placeres, dime? ¡Gente sucia, los hombres! ¡Me usaban y me tiraban a la basura! ¡Ahí te pudras niña! ¿Por qué los odio? ¡Por eso y también por otras cosas más que no me sale de dentro relatarte ahora! ¿Te imaginas ahora por qué? ¡Que no lo sabe, dice la grandísima puta! (248)
La amargura y la conversión de Melibea se explican en este caso como consecuencias de la falta de respeto de los hombres que trataron a la joven como mera mercancía. La actitud que resuelve tener con Calisto, ejemplar particular de la nefasta raza masculina, es, por tanto, extrema: Voy a hablar con ese Calixto de los demonios por una sola vez y voy a decirte, bruja, para qué lo recibo. (Es ahora el papel duro de Melibea.) No para tus cositas... no para lo que tú, demonia, puedas imaginar. No para convertirlo. No tampoco [sic] para consolarlo. No tampoco para hacerlo sufrir y divertirme con sus miserias masculinas... No tampoco, ni mucho menos, para salvarlo de la muerte... Allá él: ése es su problema, no el mío... No, no, no. Voy a recibirlo para matarlo de la mejor forma posible... ¿Entiendes? ¿Que se quiere morir? Pues que se muera, pero entre los resplandores de la fe. (Se encoge de hombros.) O algo así... (249)
26
Esta expresión, utilizada tradicionalmente por la crítica desde Otis H. Green (1953), se refiere a los episodios de ira violenta de los que da muestra la joven noble en los actos I y IV de la obra rojana.
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El personaje da muestra de una religiosidad bastante sincera, a pesar de su violencia. Durante su confrontación con Calisto, Melibea se suaviza y parte de la religio amoris que le profesa el monje para exigirle que renuncie “a [s]us errores teológicos y que, en prueba de reconciliación con nuestra Santa Madre Iglesia, [se] present[e] voluntariamente en el Palacio del Santo Oficio” (258). Es de notar que tal religiosidad sincera del personaje ya caracterizaba a la Melibea original, como bien demostró Lida de Malkiel (1970 [1962]: 408 y sgs.). Esta religiosidad parece, sin embargo, reducirse a veces a una estrategia con la que el personaje intenta dar congruencia y sentido a su vida y a su ser. Lo que angustia a Melibea es su falta de coherencia. No corresponde a su modelo rojano, ya no corresponde a su pasado como ramera, y no puede corresponder a Calisto: Todavía no te has dado cuenta de que yo no soy nadie, de que no existo... de que yo no soy de una manera ni de otra... (Se ríe.) ¡Soy de mentira! En los viejos tiempos ya dejé de ser yo... pero, qué risa, yo... ¿Qué quiere decir esto? El caso es que he sido siempre muy adaptable, ¿sabes? (Ríe.) Me adaptaba divinamente al cliente, al otro, y unas veces era triste y profunda, según, según, y otras alegre y superficial: según... y luego... luego me hice mala. Pero siempre de lo más incoherente... ¡Una risa! (260)
Para la Melibea de Sastre hecha prostituta, la relación carnal ya no es fuente de gozo, sino de angustia existencial. Sinónimo de explotación (Blanco-Amor), de crisis existencial (Sastre) o de autonomía (Arce y García Calderón), la mediación sexual comercial se valora así de forma polarizada en las reescrituras que transforman a Melibea en ramera de Celestina. II.1.2. Relación institucional: el matrimonio Varias reescrituras se centran en otra concepción de la relación carnal: esta ya no funciona en un sistema de explotación económica, sino que representa una etapa clave en la relación de pareja institucionalizada, o sea, el matrimonio. En el capítulo “Celestina o el saber”, que aparece en Don Quijote, Don Juan y La Celestina. Ensayos en simpatía (1926), Ramiro de Maeztu imagina
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una breve ficción en la que el final infeliz de los amantes de la (Tragi)comedia ha sido reemplazado por el matrimonio de Calisto y Melibea. El resultado de esta unión oficial de los amantes es una convivencia prolongada tan nefasta como la hecatombe original. En esta relación, el amor sensual de Melibea vampiriza a su amante ante los ojos horrorizados de Juan Valera, “casamentero” de los jóvenes y tío de Calisto. Durante la noche, este despierta y llora: [...] la vida se me está yendo en el placer [...]. ¿Qué estoy haciendo de mis sueños sino palabras que acarician los oídos de Melibea? Y no sé siquiera si me quiere por mí mismo o por ella. ¿Me quiere a mí, por mí, o me quiere nada más que porque la quiero? ¿Me quiere a mí o se quiere a sí misma? (Maeztu 1926: 122)
El joven esposo reza entonces a la Virgen, a quien pide ayuda. Otra noche, al despertar, Calisto exclama el “Nec tecum, nec sine te” (122) cantado por Ovidio y Catulo. Tras una elipsis, encontramos dos años después a un Calisto que [...] está más pálido que nunca, mientras que Melibea no cesa de hermosearse. Y no puedo decir cómo acaba todo ello [...]. Unos dicen que Calisto se volvió loco, otros aseguran que se escapó de su casa una noche para alistarse en la expedición que conquistó a Melilla en 1496. (122)
Esta unión matrimonial tiene, por consiguiente, consecuencias desastrosas para Calisto, mientras que le da a Melibea la oportunidad de tomar el control y de afirmar el poder de su feminidad. Cuando el personaje de Juan Valera visita a la pareja, se sorprende del aplomo de la joven esposa, de la que se desprenden a la vez fuerza y determinación: En el umbral se yergue Melibea, alta y ancha y lozana, despejada la frente, negros los ojos,27 rojos los labios, leche y rosa la piel, con un cuello en que se pelean y se casan la esbeltez y la fuerza, el pecho firme y separado, sonriente y tranquila la expresión: “¿Cómo va, señor tío? —pregunta con voz suave. ¿Viene usted a
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Señalemos aquí una discrepancia con el texto rojano, en el que Calisto se muere por los ojos verdes de Melibea... ¿Habrá querido Maeztu enfatizar en este nuevo retrato el lado oscuro de la protagonista?
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sacarme a Calisto de mi lado? ¿Se figura que no hay aquí quien aprecie sus dotes y talentos, que ya quiere llevárselos, cuando ayer todavía nos casamos? ¡Qué más quisiera yo que ver acometer a mi marido las empresas para las que su condición le llama! Tiempos son éstos de caballerías y de hazañas, que no en balde nos gobierna una mujer ¿Y no piensa usted, señor don Juan, que debieran repetirse las historias de los antiguos libros, que nos hablan de las batallas que ganaba Pentesilea, reina de las Amazonas, capaz de hacer frente al propio Aquiles? ¿Y no cree usted también que la reina Dido...?” (121)
En este fragmento se pone de manifiesto el control que Melibea ejerce sobre Calisto, así como su elogio de la fuerza femenina a la que la joven alude acudiendo al mismo tipo de fuentes de mitología clásica que usa en sus parlamentos de La Celestina original, donde estas referencias mitológicas sirven para justificar su conducta amorosa antes del suicidio. En esta minificción de Maeztu, resulta curiosa la inversión del esquema creado por Rojas: el amor que provoca la pérdida del personaje no se debe aquí al desordenado loco amor que se desarrolla fuera del matrimonio, sino que se explica por el mismo matrimonio y por la relación de dependencia vampiresca que genera. La función de reprobatio amoris —primer papel atribuido a las relaciones amorosas descritas en el texto de Rojas— se retoma así desplazándose. Fuera o dentro del matrimonio, el amor que une a Calisto y Melibea siempre es “peligros[o] y nociv[o]” (Maeztu 1926: 110) y conserva su poder aniquilador. La problematización de un potencial matrimonio de Calisto y Melibea reaparece algunos años después en las tres reescrituras de Azorín, aunque desde una perspectiva totalmente distinta. Vimos en el capítulo anterior que, al igual que el texto de Maeztu, el relato de Castilla titulado “Las nubes” (1912) corrige —en el sentido de Saint-Gelais (2011)— el final de La Celestina: los amantes no han muerto, sino que se han casado. Ahora bien, Azorín asocia este matrimonio a la muerte de la pasión y al sentimiento trágico de lo cotidiano. “Las nubes” retrata, en efecto, a una pareja algo aburrida y desalentada que contrasta con los adeptos del amor carnal desenfrenado de La Celestina original. Calisto pasa el tiempo observando con melancolía el paso de las nubes, lo cual simboliza para él el paso del tiempo: “las nubes nos dan una sensación de inestabilidad y de eternidad. Las nubes son —como el
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mar— siempre varias y siempre las mismas” (97). Más adelante, este Calisto maduro sigue reflexionando: “Las nubes son la imagen del tiempo. ¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?” (98). Esta adaptación azoriniana de la historia original de Calisto y Melibea es reveladora de cierta visión del mundo. Como señala Ben Ezzedine Zitouna, “La historia de Calisto y Melibea propuesta por Azorín es mucho más que una mera historia de amor trágico, es una verdadera reflexión angustiante sobre el fracaso existencial disimulado detrás del éxito de la relación de ambos protagonistas” (2011: 227; trad. mía). En efecto, Calisto se siente agobiado por la melancolía, aunque no muere, sino que conoce una vida familiar tranquila y próspera al lado de su esposa Melibea y de su hija Alisa. La verdadera tragedia no reside en las muertes espectaculares de los personajes, sino en la vida misma. Como vimos, en “Dejemos al diablo...” (1913), Satanás se niega a ayudar a Celestina para intervenir “en las relaciones de mozo y moza en cuyo noviazgo no hay inconveniente ninguno, ni lo hay tampoco en su casamiento...” (Azorín 1913: 116). Ya se ha señalado el contexto de debate crítico en el que se sitúa esta reescritura. Esta funciona como argumento con el que Azorín se opone a la lectura que Julio Cejador hace de La Celestina: a diferencia de este, el autor de Castilla rechaza cualquier implicación de la magia en la relación de Calisto y Melibea, precisamente porque son jóvenes cuya unión parece legítima. En Capricho (1943), Azorín vuelve sobre la problemática del matrimonio de Calisto y Melibea. En el capítulo titulado “Habla Melibea”, la hija de Pleberio se lamenta de su sino trágico y prepara su suicidio. Más allá de la muerte de Calisto, que acaba de caer de la escala, la preocupación lancinante de este monólogo es, precisamente, el hecho de que los amantes no se han casado a pesar de tener todas las razones para hacerlo: Hay en mi vida una mancha que antes no había. Con rubor te lo confieso. Y la hay desde la noche que, en mala hora, bajé al jardín. Todo se ha encadenado fatalmente en mi vida. ¿Por qué mi vida y la de mi amante no se unieron santamente? Calixto era bueno, inteligente; por su casa era rico. No le faltaba ninguna prenda para que mis padres lo aceptaran. Sin embargo, todo en mi vida de todos los días, de todas las horas, de todos los minutos, se deslizaba clandestinamente.
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¡Y si supieras lo que yo padecía con tal clandestinidad! Pudiendo amar a pleno sol, ¿por qué amar escondidamente, como malhechores? (Azorín 1943: 490)
No había ningún impedimento al matrimonio de los amantes y no obstante estos se contentaron con la clandestinidad. La Melibea de Azorín no deja de arrepentirse de una elección que ella misma no entiende y que, finalmente, aparece como responsable de su desdicha. Justo antes de arrojarse de la torre, la joven oye campanas, símbolo, a la vez, de muerte y de matrimonio: “Doblan las campanas. ¿Por quién doblan? ¡Y pensar que esas mismas campanas pudieron anunciar la dicha mía y la de mi amador, nuestra dicha!” (491). La preocupación de estos autores de la generación del 98 por el tema del matrimonio y su relación con La Celestina no surge ex nihilo. Como vimos al analizar las relaciones carnales que se desarrollan en La Celestina original, la ausencia del matrimonio entre Calisto y Melibea constituye un objeto de discusión entre los celestinistas. No hay elementos textuales explícitos que impidan su unión y, por tanto, el hecho de que la relación sensual de los amantes se sitúe fuera del marco matrimonial ha sido interpretado como un principio del amor cortés (Lida de Malkiel 1970 [1962]). El mismo Azorín participó en esta discusión de la crítica. En el capítulo de Los valores literarios titulado “La Celestina”, se pregunta: “¿Por qué no se han de casar Calisto y Melibea? A familias igualmente distinguidas pertenecen uno y otro; no hay desdoro para ninguna de las dos familias en este desenlace. Seguramente que si Calisto no hubiera tenido la desgracia de caerse desde lo alto de una pared y de matarse, Melibea y Calisto se hubieran casado” (Azorín 1913: 102). Tanto Maeztu como Azorín integran el matrimonio en la historia de Calisto y Melibea, sea como realidad vivida por los personajes, sea como acto fallido, para transformarlo en otra fuente de tragedia posible. Ambos autores parecen así afirmar la índole intrínsecamente trágica del amor de Calisto y Melibea, a la vez que cuestionan el matrimonio mismo. El matrimonio es, en efecto, objeto de discusión en la sociedad española en la que publican Maeztu y Azorín. Como institución destinada a mantener el orden social, el casamiento ya se discutía desde el siglo xviii, cuando empiezan a criticarse las rígidas normas que hasta entonces lo habían regulado. Se trata, según Alcalá Flecha (1984), de uno de los síntomas más claros de la crisis del Antiguo Régimen. El matrimonio dentro del mismo estamento
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social era, efectivamente, una importante herramienta para garantizar la cohesión y solidez de la sociedad estamental. En esta perspectiva, el casamiento desigual entre gentes de distinta condición social “ponía en peligro dicho orden debilitando la homogeneidad de los grupos sociales configurados” (Alcalá Flecha 1984: 11). La Ilustración empieza a minar los fundamentos de estos principios: [...] surgen [...] críticas a los enlaces de conveniencia, regidos exclusivamente por criterios económicos o de prestigio de clases; por primera vez aparece como monstruosa la antes admitida unión entre el anciano decrépito, poseedor de dinero y blasones, y la joven sacrificada al interés de su familia. Igualmente se censura, a tenor con el incipiente protagonismo que la mujer comienza a representar, la ilimitada autoridad paterna, capaz de imponer por sí misma a una apocada adolescente la obligación de un enlace que le repugna. El sentimentalismo propio de la época empezará a valorar el papel que en el matrimonio habían de jugar los sentimientos. El amor, ignorado hasta entonces, reclama desde ese momento el decisivo lugar que la nueva sensibilidad le asignaba. (12)
Tanto Cadalso, en sus Cartas marruecas, como Jovellanos o Leandro Fernández de Moratín, transforman estas fuentes de debate en temas literarios. Los matrimonios interesados, además de representar un tópico propio de la literatura satírica tradicional, se hicieron entonces “[...] un problema social de candente actualidad que preocupaba igualmente a moralistas, legisladores y, en general, a todos aquellos sectores de la población empeñados en promover una renovación social que hiciera posible un orden humano más racional y justo” (22). Esta reflexión sigue vigente en las décadas siguientes y se afianza en el último tercio del siglo xix y a principios del xx. Según Ferreras (1988), muchos autores de la generación literaria que emerge a partir de la revolución burguesa de 1868 se interesan por el matrimonio, su papel en el orden social y la contención de la libertad femenina que supone. Un autor como Juan Valera —al que, como vimos, Maeztu relaciona precisamente con el mundo de La Celestina—, en la influyente novela epistolar Pepita Jiménez (1874), demuestra cuán complicado es el celibato de los jóvenes. Con El buey suelto... (1884), el escritor católico José María de Pereda también ofrece un alegato contra el celibato de los hombres. Esta obra de tesis defiende el matrimonio
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y se opone a ciertas ideas liberales de Balzac sobre la cuestión (Ferreras 1988: 33). Algunos años más tarde, Francisco Martínez Arrúe cuestiona los motivos del casamiento en Un matrimonio por amor (1893). Por su parte, Emilia Pardo Bazán se interroga sobre la libertad de la mujer casada, o mal casada, en Un viaje de novios (1881). Autor liberal y progresista que defiende una ideología anticlerical, Jacinto Octavio Picón plantea también el problema de la libertad femenina en Sacramento (1910). Armando Palacio Valdés seguirá esta reflexión en su Santa Rogelia (1916). Más próximos cronológicamente a los textos de Maeztu y Azorín, novelas como Luna de miel, luna de hiel (1921) de Ramón Pérez de Ayala o Los terribles amores de Agliberto y Celidonia (1931) de Mauricio Bacarisse, también reflexionan sobre la institución del matrimonio. Como en el caso de la prostitución, ciertas reescrituras celestinescas se aprovechan así de una problemática más o menos patente de su modelo, el no-matrimonio de Calisto y Melibea, que ha sido cuestionado por los celestinistas, para entroncarla con los debates sociales y literarios de su tiempo. Después de estos textos de Maeztu y Azorín, habrá que esperar los albores del siglo xxi para que una reescritura celestinesca vincule de nuevo la relación carnal con el matrimonio, aunque sea de forma más anecdótica que en los casos precedentes. En Escuchando a Filomena (2000), Moisés de las Heras destaca esta cuestión de la pareja Calisto/Melibea. En efecto, los esposos en los que se centra su novela son la pareja real formada por el rey Alfonso XI y la reina María de Portugal. Como ya vimos, la misma Celestina interviene para curar la esterilidad de la reina. La vieja utiliza sus habilidades de bruja y, tras un conjuro, permite que la reina vuele en una escoba hasta la habitación del rey donde se acoplan en un “aquelarre aéreo” (125): Dicen que anduvo la noche entera doña María acompañada de la comadre, montada a rabo de escoba, dándose gusto de fornicación en rajas y rajuelas de que el cuerpo dispone, patas arriba y patas abajo, [...] riendo, dando pirigallos por la luna y bajando a fornicar, después de escobas, con el rey, [...] en aquelarre aéreo, cargados de pasión entre rayos y fuego maléfico. (124-125)
Celestina provoca aquí con su magia el desenfreno sexual de la reina con su marido legítimo. El goce sexual, que cobra un cariz fantástico, ya no se
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asocia al pecado de una relación extraconyugal, sino que se justifica en el mismo matrimonio como componente esencial de la función reproductora. Al hacer de las relaciones carnales favorecidas por Celestina una fuente de placer compatible con la situación matrimonial, la reescritura registra aquí la evolución de un sacramento que, desde la segunda mitad del siglo xx, integra cada vez más el criterio del amor y del desarrollo sensual (Coontz 2006). II.1.3. Fuente de inconformidad Cuando no son vistos como meras relaciones comerciales o como componentes de una relación matrimonial, los amores carnales se representan en ciertas reescrituras, al igual que en La Celestina original, como fuentes de inconformidad femenina, moral y social. En este contexto, la satisfacción del deseo sexual no constituye un fin en sí, sino más bien una vía, ya no para acceder a una ganancia económica o a la perpetuación de la especie, sino para afirmar la libertad del ser femenino, contrarrestada por los códigos morales y los tabúes sociales. A todos los personajes de La Celestina, aparte de los padres de Melibea, les toca sufrir los “fuegos” del deseo sexual. Pero como hemos visto, los únicos personajes que reflexionan explícitamente sobre su deseo sensual y sus relaciones sexuales son las mujeres. Celestina, Melibea, Areúsa y Lucrecia son también los personajes de la (Tragi)comedia a través de los cuales las reescrituras otorgan una dimensión reflexiva a la mediación carnal. Para explicar este proceso, cabe examinar una por una las recreaciones de estas figuras femeninas rojanas y de sus formas de vivir y pensar su sexualidad. En la mayoría de los textos considerados, al personaje de Celestina se le amplifican los tres rasgos mediante los cuales se realzan sus ansias carnales en la (Tragi)comedia: su sensualidad, su posible homosexualidad y su voyerismo. Cuando cuenta su juventud al público de monjas, la tercera de Álvaro Tato se compara así con Afrodita y se pierde en el recuerdo de sus placeres amorosos: “Y entonces florecí. Y gocé y folgué. Yo he folgado, hermanas, ¡he folgado...! Nada me era bastante, ¡más que La Celestina parecía el Kamasutra!” (Tato 2014: 9). Las lamentaciones de la tercera, que en la (Tragi)comedia se centran en una toma de conciencia de su vejez y de su miseria económica actual
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frente a su riqueza pasada, se concentran aquí en la pérdida de su belleza: “¡era toda yo una porcelana! Ahora parezco un gotelé...” (19). En su autoalabanza, Celestina reivindica también su ingenio, rasgo inaceptable en una mujer hermosa y cuya belleza la sociedad quiere encasillar: [...] ni los hombres, por picarles el aguijón del bajo vientre, ni las mujeres, por envidia y vileza, pudieron soportar que, siendo yo bella, riera, me alegrara, cultivara mi espíritu y mi juicio. En la ciudad la belleza solo tiene dos destinos: el altar o el lupanar. (8)
La Celestina de Sastre, por su parte, se retrata como un vampiro de apariencia hermosa y joven —gracias a unos artificios mágicos, como vimos en el capítulo anterior— que no duda en manosear a Calisto, según indican varias acotaciones: “Celestina se sienta junto a él. Lo abraza amorosamente y le besa en los labios con dulzura” (Sastre 1978: 223), y más adelante “le muerde suavemente en el cuello” (228). En Manifiesto de Celestina, la alcahueta también aspira a unos abrazos que ya le son negados por su edad. Esta es la razón por la cual Celestina se empeña en vivir por delegación, a través de los amores de Calisto y Melibea: “¡Ah...! ¡Mi pobre boca sin besos! Sabia boca desesperada, borracha de palabras y sabiduría inútil... Pero ahora gocemos. Tú Calixto necesitas menos que yo para ser feliz” (Mosquera 1995: 48). El deseo sensual de Celestina se convierte en lujuria desenfrenada en Una noche en la picota (2012) de Luis García Jambrina. En el primer acto de este texto teatral, Celestina intenta acostarse con Lazarillo, pero este la rechaza de inmediato, disgustado por la vejez de la alcahueta: Celestina–
Qué a gusto se está aquí, ¿verdad? Ven, déjame que te toque. Estás ya hecho un hombre, ¿lo sabías?
Lázaro–
Compórtate, abuela, por favor. ¿Qué va a pensar el alguacil?
Celestina–
Ese no piensa, sólo rumia ideas ajenas; además, está dormido.
Lázaro–
Que te estés quieta, te digo. ¿No ves que hay mucha gente mirando?
Celestina–
Para eso mandé traer la manta, para cubrirnos bien, y no para entrar en calor, que yo caliente ya estoy.
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Lázaro–
Eso ya lo he notado.
Celestina–
Ahora eres tú el que parece que se ha quedado frío. Por más que te palpo la entrepierna, no te la encuentro, como si se te hubiera encogido.
Lázaro–
¿Y qué esperabas, que se me pusiera dura como un témpano?
Celestina–
Anda, déjame que te dé unas friegas; ya verás cómo se despierta. (Celestina se coloca encima de Lázaro.)
Lázaro–
¿Qué se supone que quieres hacer?
Celestina–
Lo que tú harías conmigo si yo fuese más joven de lo que soy.
Lázaro–
Pero no es el caso.
Celestina–
Pues entonces cierra los ojos e imagínate que soy una buena amiga tuya. Piensa que por la noche todos los gatos son pardos.
Lázaro–
También algunos osos son pardos, y no por eso son gatos.
Celestina–
Anda, no seas tiquismiquis. (Tras un breve forcejeo, Lázaro consigue desembarazarse de la vieja y ponerse en pie, harto del acoso.)
Lázaro–
¡Abuela, basta ya, por el amor de Dios! ¿Es que no te das cuenta de que eso que tratas de hacer conmigo va contra natura y ofende la ley de Dios?
Celestina–
Si es por eso, considéralo una obra de misericordia corporal. Recuerda lo que dice el catecismo: “Da de comer al hambriento; de beber, al sediento; posada, al peregrino; y gusto, al necesitado”. ¿O es que ya lo olvidaste? [...] Tal vez no tenga la tersura y la turgencia de una muchacha de tu edad. Pero está claro que poseo mucha más experiencia; con la seguridad, además, de que yo no voy a quedarme embarazada, si es que es eso lo que de verdad te preocupa. (36-38)
Mientras manosea al joven, Celestina argumenta con elementos propios de su filosofía carnal: utiliza refranes, argumentos pragmáticos, e intenta así manipular a su interlocutor. A diferencia del texto rojano, la alcahueta ya no elabora discursos para favorecer las relaciones sexuales de otros sino las suyas.
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Después de representarse como obsesión casi neurótica, en el acto III la lujuria de esta Celestina es matizada por una serie de monólogos en los que la vieja expresa el peso de su soledad y el cariño, en fin, más bien materno, que siente hacia Lazarillo Se ve que con el tiempo me he hecho muy desconfiada; tal vez sea por vivir siempre entre lobos, zorros y comadrejas. (Deteniéndose para contemplar a Lázaro.) Míralo cómo duerme el angelito. Parece un niño en el cuerpo de un hombre. En momentos así, lamento no haber tenido una familia como Dios manda. Y no es que me hayan faltado candidatos para ello. Pero lo cierto es que, con la vida que he llevado, no he podido tener hijos. Son gajes del oficio. (79)
Una noche en la picota humaniza de este modo el personaje de Celestina a través de sus deseos y remordimientos. Por su parte, Manifiesto de Celestina de Marta Mosquera exacerba mucho más la lujuria de la alcahueta. La Celestina cuya voz oye la narradora es una verdadera sacerdotisa del placer carnal que no solo enseña los secretos del goce a los demás personajes, sino que también conoce repetidas relaciones sexuales. En este contexto, el posible lesbianismo de Celestina, apenas sugerido en el texto de Rojas, como vimos, se desarrolla bastante en la reescritura de Mosquera. En efecto, la novela describe a las claras el aspecto carnal de la relación privilegiada que une a la alcahueta y a su maestra Begoña, también llamada “la comadre” y que encarna en este texto a la Claudina de Rojas: [...] fueron despeinándose en el filo de la noche con lentejuelas y mantones, besándose y buscando la calle del cementerio, con sus disfraces amanecidos entre peinetas y pañuelos, hasta que las sorprendería la sombra colgada a un lado del camino, de un ahorcado en la rama de un árbol. Y Begoña con un par de pinzas le quitó tres muelas y dos dientes de oro al muerto del árbol. [...] Las dos sombras se hicieron una sombra. Los brazos se hicieron un abrazo. La noche soñaba la noche y el amor aprendía la muerte. Y así fue como Celestina bebió algo de la piadosa afición a los juegos prohibidos en la costumbre del amor, en caminatas por el camino angosto del cementerio y los gritos borrachos de la Begoña. [...] Se acariciaron y bebieron, se miraron y se olvidaron, jugaron al amor y jugaron a la muerte. (60)
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En esta iniciación al amor homosexual prohibido destaca una proximidad recurrente, ya señalada en el tratamiento del tópico del carpe diem, entre sensualidad y muerte. Desde su despertar sexual hasta su desarrollo profesional como maestra en las artes de Cupido, la Celestina de Mosquera no puede reflexionar sobre el amor carnal como principio vital por excelencia sin reflexionar, también, sobre el fin que la acecha. Más adelante en la novela, la narradora tiene la visión de otro encuentro amoroso fugaz entre Celestina y la comadre que ocurre en el cementerio y al que asiste, antes de participar, el sepulturero: Descalzas y desnudas Begoña y Celestina eran la canción del sepulturero. “Su lengua es pájaro de jaula perfumada Sus brazos son la aurora Sus manos son rosas. Y las rosas de sus senos palidecen el día” Luego se enrredaron [sic] desnudas sobre la hierba como culebras encendidas en la aurora. Begoña rugía. Celestina gemía. Los cisnes despertaron. El sepulturero dejó de cantar y se les tiró encima, desbraguetado y les cerró la boca con su lengua y su vela inflamada se apagó en el virgo de Celestina. (67)
El deseo lesbiano de la alcahueta también se asocia con su voyerismo. Cuando recrea el encuentro entre Celestina y Areúsa del acto VII, Manifiesto de Celestina reduce el intercambio de réplicas a una serie de frases breves únicamente pronunciadas por la alcahueta: “Deja que te mire desnuda. Pareces una perla de oro. Ya te verá el que te busca en la noche. Yo te haré cosquillas. Sólo unos cariñitos. No te rías. Te hará bien” (80). Esta reducción de sus réplicas y la supresión de las intervenciones de Areúsa crean cierta urgencia en el deseo de la vieja alcahueta. Como expliqué anteriormente, el personaje de Lucrecia se caracteriza, por su parte, en La Celestina primigenia, por un frustrado deseo sexual que llega a situarla en posición de rivalidad con su ama Melibea. Esta situación, esbozada en el texto de Rojas, se hace mucho más explícita en dos obras contemporáneas que recrean el universo celestinesco de forma teatral: el texto de Fernando de Toro-Garland y el de Milagros Pierna. En Razón y pasión de
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enamorados (1973), el autor chileno recrea a la criada de Melibea a través del personaje de Nati. Cuando Carlos (Calisto) acude a casa de Meli (Melibea) para su cita nocturna, la actitud de la criada, que deja entrar al joven, no deja lugar a dudas: Nati– [...]
¡Tan guapo, y tan caballeresco! ¿Por qué usted no se aprovechará de que estamos solos y a oscuras para darme un pase, no?
Carlos–
Bueno... yo...
Nati–
¡Oh! No se preocupe, aunque lo haga yo no diré nada. (Acercándose todo lo que puede.) Si yo no le temo a usted.
Carlos–
¡Nati! ¡Chica!
Nati–
¿Pues?
Carlos–
Pues... que me confundes. (La va a abrazar) (Toro-Garland 1973: 50)
Nati quiere una relación con Carlos y lo expresa a las claras, a pesar de que, a diferencia de lo que ocurre en La Celestina, en este caso su sensualidad resulta espontánea: ya no la agudiza el exhibicionismo de Calisto, suprimido en la recreación de Toro-Garland. En Una blanda muerte o Melibea (1998), Milagros Pierna propone una solución diferente para desarrollar las ansias amorosas de Lucrecia. Esta, en efecto, no corteja a Calisto, a quien menosprecia, sino que confiesa ante Melibea haberse enamorado de un hombre que “[...] se entretuvo conmigo y cuando me gozó bastante se olvidó de mí” (Pierna 1998: 62). Este abandono provoca la lástima de su ama, a la que Lucrecia contesta con amargura: “Los sentimientos de las criadas no se toman en cuenta. Ni nuestra honra tampoco” (63). Más lejos, se revela que el amor de Lucrecia no es otro que Pleberio, padre de Melibea que también había seducido a Celestina y de quien la alcahueta se venga a través del funesto fin de los amantes. Por su diferencia genérica y social, Pleberio y Lucrecia no tienen la misma concepción de la relación carnal. El primero la considera un mero medio de recreo corporal, mientras que la otra la valora como la entrega de sus sentimientos y de su honra. La utilización de una criada por un noble señor refleja aquí el dominio masculino sobre la sexualidad femenina.
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Aunque se trata de un personaje importante de la Tragicomedia (Morros Mestres 2010) —ya que su afán de venganza, después de la muerte de los criados, provoca el accidente de Calisto y, a raíz de este, el suicidio de Melibea—, la figura de Areúsa no se recrea con frecuencia en las reescrituras celestinescas. Constituye una notable excepción el texto de Angelina MuñizHuberman, que desde el mismo título ofrece protagonismo a aquella prostituta clandestina que también destaca en La Celestina por su parlamento del acto IX, en el que reivindica su autonomía. Publicado en 2002, Areúsa en los conciertos es una de las múltiples novelas de Angelina Muñiz-Huberman. Como señalan Walde Moheno y Reinoso Ingliso (2014: 4), esta escritora de origen español y nacionalidad mexicana, profesora de la Universidad Nacional Autónoma de México, ocupa un lugar importante en las letras hispanoamericanas de finales del siglo xx y principios del xxi. Verdadera polígrafa, Muñiz-Huberman se distinguió tanto en su carrera de docente e investigadora como a través de la publicación de novelas, cuentos y poemas. Su obra ha sido galardonada por el Premio Xavier Villaurrutia y por el Premio Internacional de Novela Sor Juana Inés de la Cruz. Entre sus textos literarios se pueden mencionar, entre otros, Morada interior (1972), reescritura de Las Moradas o el Castillo Interior de Santa Teresa de Jesús, o Dulcinea encantada (2000), que reubica a la dama del Quijote en el siglo xx. Como muchos otros autores de textos celestinescos, Muñiz-Huberman ha hecho de la intertextualidad una constante en su obra. A través de sus diversas alusiones a La Celestina de Rojas, Areúsa en los conciertos también manifiesta el diálogo que la autora suele entablar con obras españolas de los Siglos de Oro. La figura celestinesca de esta novela se dibuja precisamente a partir de su obsesión por la sexualidad. Es de notar que el personaje homónimo de La Celestina ha sido a veces analizado como “encarnación de la lujuria, la seducción, el erotismo” (Díaz Tena 2012: 87) o “figura del placer” (Fernández 1991: 52). Iniciada en las cosas eróticas por su madre, la Areúsa mexicana elabora una teoría del amor carnal en un cuaderno que titula Florilegio de amantes y en el que construye una tipología del amor que diferencia el amor ovidiano del freudiano, el sadiano, jungiano, aeróbico, etc. (Muñiz-Huberman 2002: 97-98). Aunque el personaje hereda claramente este interés por lo erótico de su modelo rojano, tal gusto conoce en la reescritura un
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tratamiento hiperbólico hasta convertirse en verdadera obsesión: “llegar al móvil del erotismo” (13) constituye el objetivo principal de la Areúsa de Muñiz-Huberman. La chica considera, en efecto, que “ha sido creada por amor y para amor” (44) y dedica su vida a “la colección de actos de amor” (24). En su cuaderno, Areúsa desarrolla una reflexión constante sobre las representaciones sociales y artísticas del sexo, sobre todo femenino: Areúsa se pregunta: ¿Qué les pasa a los desenfrenados? ¿Por qué en el centro de la pregunta está la prostitución? ¿Qué significa la pornografía? ¿Por qué temen tanto los hombres a las mujeres? ¿Por qué no puede ser natural la sexualidad? ¿Por qué los velos? (15)
Con este tipo de preguntas, Areúsa inicia un comentario sobre las relaciones problemáticas entre hombres y mujeres, así como una denuncia de las desigualdades de género y de las violencias sexuales, todavía vigentes en el siglo xx que le toca vivir. Tanto la prostitución como la pornografía o el hecho de velar a las mujeres en la cultura árabe se problematizan como prácticas de un dominio masculino sobre lo femenino que Areúsa interpreta como debido al miedo de los hombres hacia las mujeres. Después de leer la noticia de la muerte de una niña, “desangrada tras una circuncisión de clítoris” (179), Areúsa observa amargamente, “al fin: carne prescindible de mujer” (180). Especie de donjuán femenino, el personaje de Areúsa creado por la autora hispanomexicana “busca cuerpos” (124) porque “no halla satisfacción” (124). Considera el deleite sensual como una vía para acceder a otras realidades: “¿qué es el placer?, sino la extensión de una medida más allá de sí y hasta su ruptura” (124). Comparte esta visión casi mística de la sexualidad con el personaje de Salomé, doble de la Areúsa de Muñiz-Huberman (Pérez Aparicio 2012), que se considera encarnación de su famosa homónima bíblica. Después de la asociación entre Celestina y Drácula establecida por Sastre, tenemos aquí otro fenómeno de coalescencia (Durand 1996b; Geisler-Szmulewicz 1999), es decir, de coincidencia entre dos figuras míticas. La intersección entre ambas radica precisamente en su común asociación con la sensualidad y con el carácter peligroso de esta: la Areúsa de Rojas es una prostituta clandestina que teme ser descubierta (Morros Mestres 2010), mientras que la Salomé del Antiguo Testamento se ha vuelto una de las grandes figuras
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de femme fatale de la época contemporánea. Como la Areúsa con quien se codea, la Salomé de Muñiz-Huberman está obsesionada por la experiencia carnal: cuando cuenta su mito, interpreta su baile ante Herodes como un acto amoroso sensual (42), ve una cabeza cortada cada vez que hace el amor y considera, por tanto, que en la elaboración de su mito “el arte de la sensualidad es indudable que fue primordial.” (87). Salomé incluso comparte con Areúsa su vena literaria, ya que planea escribir una novela erótica (183). Como se puede deducir de todo lo anterior, tanto los personajes de la alcahueta como los de Lucrecia y Areúsa reafirman y desarrollan su derecho al erotismo y a la sensualidad en las ficciones celestinescas contemporáneas. El caso de la recreación de Melibea, en relación con el cautiverio de amor sensual con el que se la define en La Celestina original, resulta mucho más ambiguo. Como ya hemos visto, aparte de las ficciones que otorgan a Melibea su papel tradicional de desdichada amante de Calisto (Toro-Garland, Pierna, Tato), es bastante dual la actitud de los autores contemporáneos con respecto a este personaje. Algunas reescrituras la casan con Calisto y así la hacen mucho más conforme con las normas sociales y sexuales de su época de creación, aunque el matrimonio nunca supone la felicidad de los amantes. Otra solución consiste en transformar a Melibea en una ramera más del mundo prostibulario que gira alrededor de Celestina. Si la Melibea de Arce se aprovecha de este oficio para instaurarse un espacio de libertad, no es el caso de la Melibea de Blanco-Amor, explotada por todos, ni de la de Sastre, cuyo comercio sexual genera un cuestionamiento identitario: ya no es la dulce Melibea imaginada por Rojas y tampoco puede construirse otra identidad clara, puesto que su papel consiste en volverse cada vez la mujer deseada por el cliente. La violencia sexual de la que es víctima como ramera le impide construirse como individuo. Otras reescrituras utilizan la relación sexual que une a sus personajes como punto de partida de la problematización y de la construcción de la identidad de las figuras celestinescas. En los textos de Rafael Luna, José Martín Recuerda, Carlos Fuentes y Angelina Muñiz-Huberman, la violencia sexual sufrida por los personajes se hace, como en el caso de Sastre, clave de su identidad posterior. Esta tendencia se desarrolla a partir del motivo concreto del rape and revenge, denominación que se refiere originalmente a un subgénero cinematográfico, muchas veces vinculado al cine de terror o de thriller,
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cuyo guion se basa en una violación seguida por la venganza de la víctima.28 Si bien ha conocido un desarrollo especial en el cine reciente, este esquema argumental es evidentemente transferible a otros medios, como el cómic, el videojuego o, desde luego, la literatura. La primera reescritura que evoca en cierta medida tal motivo es María Magdalena. Estudio social de Rafael Luna (alias Matilde Cherner). Esta novela naturalista cuenta, como ya sabemos, la corrupción de la inocente Aspasia por la malvada Celestina, que fuerza a la joven a convertirse en prostituta a su servicio. La iniciación de Aspasia a este nuevo oficio es tan brusca como vil, ya que Celestina se contenta con encerrarla en una habitación donde un cliente la viola (Luna 1880: 61). Después de un periodo de abatimiento total, Aspasia resuelve abandonar su pasivo papel de víctima, impuesto por la alcahueta: “Por un momento hasta tuve la horrible idea, puesto que me hallaba joven, hermosa y degradada, de devolver al mundo el daño que me había hecho. [...] De vengarme en los hombres, a los que su corrupción y desenfreno hacían mis esclavos” (70-71). Sin embargo, Aspasia no cumple este programa y se contenta con invertir su relación de fuerzas con su verdugo Celestina. Aspasia se aprovecha del éxito que tiene entre los clientes para exigir un mejor trato por parte de la alcahueta: “La Celestina, [...] que sabía demasiado bien lo mucho que valía yo a los ojos de los hombres que a ella concurrían, convino en cuanto yo quise, y me dejó arreglar mi existencia según mi voluntad” (71). En Terra Nostra (1975), la mismísima Celestina es víctima de violación. La primera Celestina cronológica de esta novela de Carlos Fuentes es, en efecto, una joven campesina a quien el Señor, rey de España, viola el día de su boda, con motivo de su derecho de pernada. Como vimos, el trauma es tal que Celestina rechaza a su marido, se quema las manos y concluye un pacto con el demonio, con quien afirma luego tener relaciones carnales seguidas. El diablo se vuelve entonces el aliado de su venganza contra los hombres y el viejo orden feudal, simbolizado por el Señor de España. No es necesario detenerse demasiado en este caso, ya analizado en detalle en el capítulo dedicado al mitema mágico. No obstante, se puede recalcar aquí el papel decisivo 28
Nótese que se trata de uno de los géneros cinematográficos más controvertidos, acusado de voyerismo por sus detractores (El Nossery y Hubbell 2013).
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que desempeña el acto de violencia sexual en el posterior desarrollo de la clásica caracterización de Celestina como bruja. Con Las conversiones (1981), Martín Recuerda procede de una forma similar. El rey Enrique IV de Castilla quiere vengarse de Celestina porque esta le robó a su amante Álvar Gómez. El castigo elegido consiste en maldecir a la joven, desfigurarla y condenarla a la prostitución: “¡Celestina quedará marcada para siempre! ¡Su cara no la querrán mirar ni los leprosos! (A Celestina.) ¡Sólo tu cuerpo podrás entregar al que quiera poseerlo una noche, pero tu amor, nunca! ¡Nunca te querrá nadie!” (Martín Recuerda 1981: 165). El coro, transformado en un grupo de “prostibularias” (166), se lleva entonces a Celestina a “la otra orilla del río” (167), donde es iniciada a su nuevo oficio mediante una violación colectiva. Cuando regresa, Celestina aparece como un personaje degradado, pero con una voluntad firme de apoderarse del mundo (172) para vengarse de sus verdugos. La joven conversa se enfrenta directamente con Enrique y hace un pacto consigo misma: “Viviré para lo que nunca quise; para el placer del cuerpo, para ganar con el cuerpo, para enriquecerme con el cuerpo. [...] tu hermana Isabel y los suyos sabrán lo que es una mujer poderosa, temible en el reino” (201). Celestina decide invertir el castigo impuesto por el rey al transformar el oficio de prostituta al que se la condena en fuente de autonomía y principal característica de su nueva identidad de mujer fuerte y manipuladora. Le afirma al rey: [...] no habrá hembra más poderosa que ésta que ves, desde ahora sabré luchar con más fuerza que una alimaña. Desde ahora todo el mundo conocerá la casa de... “La Celestina”. [...] Todo se me fue pero a todos tendré. Mi amor. Mi hogar. Mi guía. Mi luz. Todo se me fue. [...] Tierra de ilusos. De falsas ambiciones. Tierra de soberbios. Tierra sin solución, pero Celestina la sabrá dar: esta casa la convertiré en lo que habéis querido todos: en el mejor prostíbulo. [...] Una vida nueva empieza en mí (A la Claudina.) Y tú no robarás nunca más, porque yo sabré usar el mejor poder que una mujer tiene. (200)
La inversión del castigo significa de este modo la inversión del dominio, que pasa de ser masculino a ser femenino. La relación sexual, fuente de opresión en la violación, es transformada por su víctima en fuente de dominación.
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La joven Celestina asume que su venganza le traerá una nueva identidad que acoge con serenidad: “Qué hermosura saber que otra seré” (211). En el texto de Muñiz-Huberman Areúsa en los conciertos (2002), la violación de la madre de Areúsa, judía internada en un campo de concentración nazi, participa en un singular efecto dominó. Es a raíz de esta violación que Simone abandona a su hija después de darle el nombre de Areúsa. Tras el abandono, sin orígenes conocidos a los que referirse, la joven utiliza este nombre para buscar en el personaje de Rojas los ingredientes de su personalidad. Luego, cuando se entera de la suerte de su madre y de que es fruto de una violación, Areúsa decide erigir el acto carnal en eje de su identidad para, en cierta medida, burlarse del trauma de su madre y a la vez sobrepasarlo. Areúsa y Salomé integran luego la violación en sus disquisiciones teóricas —y pesimistas— sobre el género humano y su forma de concebir la relación carnal: ¿Qué hombre no ha violado? Parece que es su papel. Y su definición por antonomasia. Empiezo a creer que el hombre está completamente atado a su instinto y que sólo tiene uno. Da vueltas y vueltas en su círculo vicioso sin que pueda salirse. Violar, matar, destruir, despedazar, torturar. Comerse los unos a los otros. He ahí el lema. (Muñiz-Huberman 2002: 176)
Como demostró Bastianes, hay que considerar como contexto idóneo al desarrollo de la sexualidad celestinesca el destape que sigue el final del franquismo. Esta fase influye en las puestas en escena de adaptaciones teatrales de La Celestina, en las que se explota cada vez más el erotismo del texto rojano (Bastianes 2015: 629). Muchos desnudos aparecen en escena y el dramaturgo Ángel Facio explica que con ellos intenta “reflejar la ‘carnalidad’ propia de la obra, un aspecto de La Celestina que no había sido mostrado en anteriores montajes, y no incitar meramente el ansia de voyerismo del espectador, como había insinuado la prensa más conservadora” (455). Ahora bien, las reescrituras que, desde los años setenta, desarrollan el motivo del rape and revenge y así invierten la relación de fuerzas entre verdugo violador y víctima violada también se pueden interpretar en el contexto de cuestionamiento feminista de las violencias sexuales. Si el movimiento a favor de los derechos de la mujer se origina en el racionalismo y el liberalismo
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del siglo xix empapado con los principios de la Ilustración (Thébaud 2002: 69), el feminismo que se desarrolla en el siglo xx centra buena parte de su atención sobre el estatuto del cuerpo y de la sexualidad femenina en el seno de una sociedad patriarcal. En este sentido, la república que se instala en España en 1931 supone avances fundamentales para el movimiento feminista: el joven Parlamento reconoce el matrimonio civil e instaura el divorcio. Por su parte, los anarquistas luchan a favor de un reconocimiento del amor libre y del desarrollo de la contracepción. Desde luego, la instauración del nacionalcatolicismo en 1939 para en seco esta dinámica. En efecto, el franquismo solo admite mujeres “sometidas a la divinidad [o] a la maternidad” (282; trad. mía). Se abrogan las leyes relativas al matrimonio civil y al divorcio. Los años cuarenta están marcados por una verdadera moralización jurídica de la vida femenina: el aborto, el adulterio o el concubinato se inscriben en el Código Penal. A pesar de estas condiciones adversas, el feminismo español conoce una nueva vigencia en la segunda mitad del siglo xx: Después del silencio, la clandestinidad, la “abjuración” por algunos de sus “errores” pasados, la influencia de la enseñanza que ha creado una generación de chicas sumisas, varios factores van a conjugarse para devolver a muchos la conciencia de su opresión social y política: la oposición constante y multiforme al franquismo, las huelgas de finales de los años cincuenta, la crisis económica que obliga a que las mujeres vuelvan a trabajar o emigren (1960-1964), el turismo extranjero que vehicula otros modos de pensamiento y de vida (a partir de 1960). (285; trad. mía)
A partir de la Transición política, el feminismo español se desarrolla mucho más, en sintonía con otras zonas del mundo. Desde los años setenta, a medida que se multiplican reformas legislativas relativas a los derechos de la mujer, se desarrollan y teorizan en efecto los grandes principios de este movimiento que “[...] constata que la estructura de las relaciones entre hombres y mujeres es una estructura de poder que asegura la dominación de los primeros sobre las segundas” (394; trad. mía). El feminismo toma así prestado, muchas veces, el lenguaje de la lucha de clases marxista. En esta perspectiva, las mujeres constituyen una clase oprimida y la violación es muchas veces vista como la ilustración más concreta de esta opresión. Desde este feminismo de los setenta hasta el llamado nuevo feminismo de los años dos mil
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(Despentes 2006), la política de los cuerpos femeninos ha constituido una problemática fundamental para los defensores de la mujer. Estos proclaman “[...] una conexión íntima entre el cuerpo y la constitución de la subjectividad. Estar privado de su cuerpo era, cabalmente, estar privado de sí mismo” (686; trad. mía). La sexualidad apareció entonces como un terreno crucial para la reapropiación de sí misma. Es de notar que, en el caso particular de Terra Nostra y del contexto mexicano, el desarrollo del tema de la violación como marca de opresión masculina de la que se tiene que liberar la mujer no solo entra en sintonía con estos debates feministas, sino que también se adecua al discurso elaborado por Octavio Paz, autor bien conocido por Fuentes, en El laberinto de la soledad (1950). En este ensayo, la reflexión de Paz lo lleva a cuestionar el papel de la mujer en la sociedad mexicana de su tiempo. Constata que la mujer se queda en la posición de instrumento: [...] ya de los deseos de los hombres, ya de los fines que le asignan la ley, la sociedad o la moral. [...] Prostituta, diosa, gran señora, amante, la mujer trasmite o conserva, pero no crea, los valores y energías que le confían la naturaleza o la sociedad. En un mundo hecho a la imagen de los hombres, la mujer es sólo reflejo de la voluntad y querer masculino. (2016 [1950]: 179)
Como veremos más adelante, Terra Nostra se aleja de esta perspectiva y hace de la mujer, Celestina, un verdadero agente, responsable de un cambio cosmogónico. En cuanto al tema de la violación, también está omnipresente en el ensayo de Paz. El autor mexicano define efectivamente a sus coterráneos como “los hijos de la chingada” (220), nacidos de la violación por Cortés de una india, la Malinche. La elección del verbo chingar no es anodina: a pesar de su polisemia en México, tal verbo denota cada vez “violencia, salir de sí mismo y penetrar por la fuerza en el otro” (222). En este marco, el chingado sería lo pasivo, lo femenino, mientras que el que chinga sería el activo, el dominante, lo masculino. Se percibe a las claras, en estas reflexiones de Paz, el símbolo de opresión ancestral que se esconde en el tema de la violación y que intentan invertir los personajes celestinescos al vengarse de su violador gracias al mismo instrumento con el que han sido sometidos: el sexo.
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Las reescrituras celestinescas que hemos examinado también se esclarecen a la luz de este contexto, ya que hacen de la experiencia erótica traumática un componente esencial de la identidad de los tres grandes personajes femeninos, Melibea, Areúsa y Celestina. Ahora bien, más allá de estas identidades de mujeres vengativas, la experiencia erótica también sirve de base para que los mismos personajes celestinescos, en otras reescrituras, desarrollen un proyecto de liberación personal. Esta orientación del mitema también corresponde a los debates feministas que, desde el último tercio del siglo xx hasta la actualidad, suelen resaltar el derecho de la mujer a gozar de su propia sexualidad. La sexualidad femenina libre (que incluye la elección de la pareja, el derecho a la contracepción y al aborto) se vuelve el símbolo de la libertad femenina general y la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Una primera fase de esta emancipación consiste en conquistar la libertad que el ser humano, con la mujer a la cabeza, se dejó arrebatar por sus semejantes. La Celestina de Álvaro Tato presenta así su oficio como clave de su independencia: Decidí seguir mi propio sendero, haldear, abrir mi negocio, haldear por la ciudad, coser virgos, haldear, vender filtros de amor, haldear, comprar putas, haldear, vender putas [...]. Dicen que viví en deshonra porque hice lo que todos desean: reír, beber y folgar. Pero yo me tengo, hermanas, por muy honesta y dueña de mi vida. (Tato 2014: 10)
Más adelante, afianza su orgullo de haber encontrado su libertad a partir del comercio carnal: Fui como las pocas que se atreven, hice de mi labor mi vida, como las abejas, las arañas, las monjas y las putas. En poco nos diferenciamos, hermanas, fugitivas también vosotras del yugo de los hombres y de nuestros tiempos. Una misma libertad buscamos. Vosotras entre altos muros, yo por bajas calles; vosotras hábitos blancos, yo picos pardos; vosotras rezos en el altar, yo mozos en el pajar; vosotras juicio final, yo fornicio infernal; vosotras puras y castas, yo puta y me basta. (Tato 2014: 12)
La libertad sexual le conlleva a esta Celestina una libertad de movimientos total que no encaja en la sociedad de su tiempo y que, por tanto, no deja de inquietar a las figuras e instituciones de autoridad cuyo poder se basa,
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precisamente, en el control de los individuos. La libertad que a Celestina le proporciona su dominio de la sexualidad (la suya y la ajena) la hace, a la vez que independiente, algo subversiva, como anuncia el prólogo en verso declamado por el fantasma de Pármeno al principio de la obra: La temió su Majestad, la aristocracia y el clero, y todo el Imperio entero tembló ante su libertad. Puta, bruja o alcahueta, cada cual tiene un vocablo, pero en este gran retablo ella no fue marioneta ni de Dios ni del Diablo, porque aunque nadie la nombra todos temen su poder de ser libre y ser mujer agazapada en la sombra. (Tato 2014: 2-3)
El motivo principal que impulsó a Tato a reescribir La Celestina en el contexto actual tiene que ver, precisamente, con la cuestión de la libertad femenina, todavía muy vigente desde el renacimiento feminista de los años setenta: Porque Celestina tiene una prodigiosa contemporaneidad: la de la mujer hecha a sí misma, la de la profesional del hampa y los bajos fondos, y la “manejadora de hilos” que en la sombra articula toda una red de poder en torno a personas de diversos ámbitos, sexos y clases sociales. Creo que es urgente releer desde el momento actual ese mito, con sus luces y sombras, y ubicarlo en uno de los ejes del debate actual sobre la libertad de la mujer.29
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Álvaro Tato ofreció este comentario en el cuestionario electrónico que le dirigí en marzo de 2017.
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La libertad sexual de la que dan muestra los personajes les sirve de modelo para reivindicar una libertad general. A medida que desarrolla su teoría del amor, la Areúsa mexicana, por ejemplo, adopta como lema “nunca es nada de nadie” (Muñiz-Huberman 2002: 97) y empieza a defender una filosofía de la autonomía absoluta. Por su parte, la Doña Cele de Toro-Garland aboga por una sexualidad libre e igualitaria: [...] si todas las mujeres fueran lo bastante honradas para acostarse con el hombre que quieren y los hombres lo suficientemente honestos consigo mismos para aceptar las mujeres sinceramente, como nosotras estamos dispuestas a aceptarlos a ellos, os aseguro que no habrían [sic] putas. La gente sería más honrada y se acabaría la hipocresía. (Toro-Garland 1973: 37)
En Terra Nostra (1975), cuando unos personajes se preparan para irse de viaje en el misterioso océano, comparten sus esperanzas sobre el futuro que les espera en el hipotético Nuevo Mundo allende el mar. Entre las utopías que se cuentan —un mundo sin servidumbre, un mundo sin enfermedad, un mundo sin dios—, una de las Celestinas de Fuentes aboga por un mundo sin pecado, única vía para conseguir una verdadera libertad general: “tú, Celestina, el mundo del amor, sin prohibiciones para el cuerpo, centro solar del mundo, cada cuerpo” (Fuentes 1975: 626). Los personajes de Fuentes llamados Celestina promueven así “the free and guiltless practice of love” (Siemens 2000: 57) y representan “el sano amor carnal (a lo Pilar Ternera en Cien años de soledad, de García Márquez)” (Tittler 1988: 195). Mientras comparte su lecho con Celestina y con Ludovico, Felipe, heredero de la corona española, reflexiona: No sabían cómo agotar su placer. Inventaron palabras, actos, combinaciones, deseos, recuerdos que les acercaran a la última verdad de los cuerpos, y no hallándola, imaginaron que la juventud y el amor serían eternos. Celestina tenía razón. El mundo será libre cuando los cuerpos sean libres. (627)
Tal afán de libertad conduce a que algunos personajes se opongan conscientemente a los discursos y a las representaciones negativas de la sexualidad que vehicula la sociedad. Como explica Mario Muñoz, “[...] si la sexualidad es una construcción social, quiere decir, entonces, que no es autónoma,
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pues depende de las representaciones y limitaciones del imaginario colectivo” (2011: 4). Reflexionar sobre la sexualidad lleva a estos personajes celestinescos a cuestionar las prohibiciones, los tabúes y las opresiones latentes que encierran dichas representaciones del sexo. Doña Cele no duda, por ejemplo, en denunciar el pretendido criterio moral, que no hace sino promover la hipocresía: “[...] que ahora con esto de que es inmoral que haya putas, o los hombres se hacen maricones o tienen que llegarse a nuestras casas a escondidas” (Toro-Garland 2014: 10). Más allá del sencillo cuestionamiento, lo que propone la Areúsa de Muñiz-Huberman es el rechazo total de estos marcos de referencia moral: “[...] resuena en el interior de Areúsa como el principio del dislocamiento de la moral. ¿Qué importa el matrimonio? ¿Qué importa un hijo? Lo que importa es el amar en sí: el acto y no las reglas” (MuñizHuberman 2002: 14). La voluntad subversiva de la protagonista es obvia. Otra solución propuesta por los personajes celestinescos reescritos frente a la opresión de los códigos morales radica en el cuestionamiento de la oposición placer carnal-pecado versus contención-virtud. De nuevo, la actitud de la Areúsa mexicana es aquí extrema: “[...] pecado es una palabra que no existe en el vocabulario de Areúsa” (Muñiz-Huberman 2002: 14). En otros textos celestinescos contemporáneos, se pueden encontrar opciones más sutiles que tal negación para poner en tela de juicio esa oposición moral. La posibilidad más desarrollada consiste en invertir los términos de la misma repartición axiológica. El pecado consistiría, precisamente, en no aprovecharse del placer que se nos ofrece y en acallar su sensualidad: Tu pecado es tu soledad desnuda. Aprende el amor. Aprende el juego del arco y la flecha ardiente, en el bosque húmedo y desolado de la noche, pero no te ocultes. Eres el pecado de la belleza. Deja que la goce quién la descubre. Dios no inventa milagros para ciego. (Mosquera 1995: 80-81; cursivas mías)
Cuando Fabio —reescritura de Sempronio— le hace preguntas sobre la legitimidad y moralidad de su oficio de alcahueta, la Doña Cele de Razón y pasión de enamorados (1973) invierte también la jerarquía, al hacer del amor humano una virtud:
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Hijo, yo no pretendo ni puedo cambiar el mundo, sólo de a poco va evolucionando. Mientras tanto de algo hay que vivir, y yo vivo de esto, que es menos malo que explotar campesinos o predicar salvaciones en las cuales no se cree, especialmente cuando nadie está interesado en que se le salve. El amor, hijos, es siempre noble, aunque a veces parezca arrastrase por el lodo. Si es amor sincero, siempre triunfará. Esa es la única verdadera virtud humana, amar. Y el único pecado —si es que existe la remota posibilidad de la existencia de tal cosa— el no creer en el amor. (Toro-Garland 1973: 37)
En Una noche en la picota (2012) es también el personaje de Celestina el que se niega a equiparar la relación carnal con un pecado. Aunque ha comercializado con sexo toda su vida, se considera “moralmente virgen” (43), ya que, a su ver, “el pecado no existe” (43). La misma inversión de los valores es reivindicada por el autor de La Celestina ficcionalizado en Escuchando a Filomena a través del personaje de Gutier. Obsesionado “[...] hasta el límite mismo de la locura por encontrar la felicidad en la tierra” (Heras 2000: 99), este autor, también consejero de la reina María de Portugal, se siente incómodo con la moral impuesta por el cristianismo, una moral basada en la noción de virtud que corresponde a “la domesticación de los instintos, y el naufragio de lo deseado en un mar de imposiciones” (101). El arcipreste Juan Ruiz, a quien Gutier comunica estas reflexiones, le aconseja gozar de lo terrenal para encontrar la felicidad que Dios reserva a sus criaturas: “Reíd y probad los vasos llenos de exquisiteces y elixires que Dios ha puesto en la vida para quien los busca, y veréis lo que Dios os quiere” (104). Gutier sigue el consejo del arcipreste y conoce los placeres carnales en la ciudad de Salamanca, donde también compone su Comedia de Calisto y Melibea. Esta experiencia lo lleva a afirmar que “la Virtud no es de ningún modo una verdad que sirva para este mundo. Más daño hace una sola virtud forzada, aunque bien llevada, que mil mal pecados juntos, bien gozados” (200). Tal relativismo de los valores morales que nace de su observación de los burdeles salmantinos hasta conduce a Gutier a desear un mundo moral al revés: “[...] porque si vicio es virtud y la virtud es vicio, ¡dadle la vuelta al mundo para el mejoramiento de Naturaleza!” (236). Esta revalorización del pecado de carne por las reescrituras celestinescas contribuye en representar las relaciones sexuales como fuente de
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inconformidad moral. Varias obras de la celestinesca de los siglos xx y xxi ponen también en tela de juicio las representaciones negativas y moralizantes de la sexualidad mediante una representación repetida y ampliada de heterodoxias sexuales —son heterodoxas frente a la doxa moral— muchas veces ya presentes, o al menos sugeridas, en La Celestina. Estas prácticas desviadas se presentan como formas de una sexualidad alternativa que se oponen a cualquier aparato de control, ya sea moral, religioso o institucional. Así, tanto la homosexualidad como el amor libre, la zoofilia, la necrofilia, la pedofilia o distintas formas de orgía aparecen a menudo en la celestinesca contemporánea, la mayoría de las veces con participación de las nuevas encarnaciones de Celestina. La obra que reúne el mayor número de heterodoxias sexuales —y también la que les da el tratamiento textual más pormenorizado— es sin duda Terra Nostra (1975). Esta novela, a juicio de García Gutiérrez, “explora el erotismo y las perversiones que ocasiona la represión de la Iglesia católica, con su idea del pecado, sus exigencias de castigar la carne, de negar lo corporal” (2001: 326). Durante sus cruzadas contra la herejía, el Señor de Terra Nostra se enfrenta con una nueva filosofía del amor que trastornará sus concepciones. El portavoz de esta herejía, en realidad adamita (Fuentes 1976),30 sostiene que [...] ni la cárcel ni el suplicio, ni la guerra ni la hoguera pueden impedir que dos cuerpos se unan. [...] Nada podrás contra los deleites del paraíso terrenal que confunde el goce de la carne con la actividad del ascenso místico. Nada podrás contra el éxtasis que nos procura practicar el acto carnal como lo hicieron nuestros padres Adán y Eva. El sexo anterior al pecado: tal es nuestro secreto; cumplimos plenamente el destino humano para liberarnos eternamente de sus cargas y ser almas en el cielo que olviden a la tierra, y así cumplir también nuestro destino celestial. (Fuentes 1975: 70; cursivas mías)
La filosofía de los adamitas es compartida por las Celestinas del relato, quienes contribuyen a difundirla entre los distintos personajes de la obra hasta crear un ejército de heresiarcas que llega a El Escorial conducido por Peregrino, un muchacho formado por una Celestina bajo la orden de Satanás con 30
García Núñez (1989) ofrece un interesante estudio de las herejías que aparecen en Terra Nostra.
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el fin de “romp[er] el orden” (314). Las primeras palabras que la Celestina de los labios tatuados dirige al joven constituyen, en efecto, una llamada al amor sin tabúes afín al acto carnal preconizado por los adamitas de Terra Nostra: [...] me llamo Celestina; todo lo pueden repetir mis labios tatuados [...], mis labios marcados con las palabras de la secreta sabiduría, el conocimiento que nos aparta por igual de príncipes, de filósofos y de peones, pues ni el poder ni los libros ni el trabajo revelan, sino el amor; pero no un amor cualquiera, compañero mío, sino un amor por lo cual se pierde para siempre, sin esperanza de redención, el alma, y se gana, sin esperanza de resurrección, el placer. (314)
Celestina inicia así a Peregrino a la concepción heterodoxa del amor vehiculada por los adamitas. Camino a El Escorial, el ejército heresiarca proclama la libertad total del hombre y de su cuerpo, e ilustra esta nueva filosofía destruyendo iglesias y favoreciendo escenas eróticas en el recinto de los mismos edificios religiosos (715). Además de la sexualidad desenfrenada, posibilitada a la vez por los adamitas y las Celestinas, otra heterodoxia sexual —con respecto a la moral cristiana imperante en la España tardomedieval retratada por Terra Nostra— que se representa en el texto de Fuentes es la homosexualidad asociada a Celestina, quizás sugerida por la misma obra de Rojas y desarrollada, como se ha visto, en la novela de Marta Mosquera (1995). En Terra Nostra, Celestina no es homosexual, sino que favorece la homosexualidad de los personajes que frecuenta. Así, el futuro rey Felipe II y Ludovico comparten un único lecho para disfrutar al mismo tiempo del cuerpo de la joven. Sin embargo, poco a poco y a su pesar, Celestina se hace mediadora sexual entre los dos hombres. Felipe le dice a la chica: Ahora nos acercamos a ti cada noche para acercarnos el uno al otro; yo me excito pensando en él y entonces hago el amor contigo; él no necesita decirme que le sucede lo mismo. Las noches lentas pasan a la deriva; cada vez más, tú eres el pasaje de nuestro deseo, la cosa que debemos poseer a fin de poseernos. Y una noche, por fin, tú estás sola y nosotros estamos juntos. Los cuerpos musculosos y quemados han cumplido su deseo, pero han frustrado el tuyo. (156)
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El personaje de Celestina también desencadena heterodoxias sexuales en un texto muy próximo al de Carlos Fuentes: Reivindicación del conde don Julián (1970).31 En esta novela de Juan Goytisolo se recrea, en la época contemporánea, la invasión árabe de 711 de la península ibérica. La figura principal del texto es, por tanto, la del conde don Julián, el traidor histórico. Goytisolo utiliza para invertirlo el viejo tópico legendario de la caída de la España visigótica a causa del pecado sexual del rey don Rodrigo y de la consiguiente traición de don Julián. El rey habría violado a la hija del conde, Florinda la Cava, por lo cual este decide vengarse de la afrenta a su honor familiar y abre a los musulmanes, liderados por Tarik, las puertas de la península ibérica. En la novela de Goytisolo, esta invasión se retrata como una destrucción entusiasta de los reinos cristianos en la que participa la misma Celestina, requerida como ayudante por el narrador y por el ejército árabe para facilitar la violación de las mujeres cristianas. El narrador reutiliza entonces las palabras engañosas con las que la “puta vieja” convenció a Melibea para que se entregara a Calisto: [...] violad el bastión y el alcázar, la ciudadela y el antro, el sagrario y la gruta adentraos sin cuartel en el coto en el Coño, en el Coño, en el Coño y tú, laboriosa y prudente celadora de virgos, Celestina madre y maestra mía ayúdame a tener la red donde se enmalle y pierda tan diferida presa un fuego encendido un sabroso veneno una dulce amargura una deleitable dolencia un alegre tormento una dulce fiera herida una blanca muerte para cuantas Melibeas engendre, produzca, consuma y exporte el celestinesco y celestial país. (Goytisolo 1970: 203-204)
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Toscano Liria (1988) examina los rasgos comunes entre esta novela de Goytisolo y Terra Nostra de Carlos Fuentes.
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Las violaciones orquestadas por Celestina a petición del narrador ocupan un lugar central entre las múltiples escenas de masturbación, sodomía, pedofilia y escatología que atraviesan toda la novela de Goytisolo. Animado por una voluntad transgresora hiperbólica, el narrador de Don Julián quiere liberar los anhelos secretos de sus instintos sexuales y destructores (Eros y Thanatos). Esta liberación, sumamente violenta, culmina en la escena final con la sodomía, flagelación, tortura psicológica y matanza del niño que representa, en el texto, el heredero de lo que Goytisolo llama la “España Sagrada”. Con estas escenas violentas cuya dimensión sexual es evidente, Goytisolo pretende atacar los fundamentos de esta España Sagrada (68). Don Julián es el segundo tomo de una trilogía titulada, significativamente, La destrucción de la España Sagrada, que empieza con Señas de identidad, en 1966, y acaba con Juan sin Tierra, en 1975. La España Sagrada designa una construcción ideológica acerca del pasado de España que favoreció el régimen franquista. En efecto, al derribar el régimen legítimo de la Segunda República y a su gobierno electo, el bando franquista necesitaba cierta legitimación. Por eso los intelectuales e historiadores del régimen procuraron justificar una continuidad espiritual entre Franco y los visigodos, los héroes de la Reconquista y de la conquista del Nuevo Mundo, los Reyes Católicos, así como ciertos artistas del Siglo de Oro que llegaron a representar glorias nacionales. El mito nacionalista elaborado por el franquismo se caracteriza, según Juan Goytisolo (1977: 292 y sgs.), por el rechazo del árabe y del erotismo: don Julián y Celestina encarnan estos componentes negados por la historia oficial, el primero como introductor del elemento árabe en la península, la otra como facilitadora de relaciones carnales. Además, al transformarse en mediadora de la violación, Celestina posibilita relaciones sexuales que corrompen la pureza —aquí cristiana y castiza— y permiten reintegrar a la fuerza el “otro” en la cultura hispánica. La mediación carnal, violenta, de esta Celestina permite entonces reintroducir cierta hibridez, contrarrestar la ideología de la esencia española.32
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Como se verá en el próximo capítulo, la temática de lo árabe como componente de la identidad hispánica forma parte de la defensa de la España de las tres culturas que tanto Goytisolo como Fuentes construyen basándose en el personaje de Celestina.
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A partir del desarrollo de la mediación carnal orquestada por Celestina o vivida por personajes celestinescos —exclusivamente femeninos, con la única excepción del autor Gutier—, las reescrituras tienden a recrear de forma original y variada las figuras de Celestina, Melibea, Areúsa y Lucrecia. Estas se configuran mediante singulares combinaciones, inversiones y amplificaciones de ingredientes ya presentes en La Celestina original, para transformarse en personajes femeninos complejos que problematizan su relación con los hombres y con su propio cuerpo a través de una reflexión sobre la sexualidad. Es esta caracterización lo que confiere unidad de intención —de intentio operis, como diría Eco— a los personajes femeninos celestinescos en la mayoría de las reescrituras. Al añadir al mitema el motivo del rape and revenge, varias reescrituras se centran en las relaciones sexuales violentas, a las que transforman en clave de la identidad femenina. La relación carnal equivale de este modo a un arma contra el dominio masculino: el cuerpo femenino se convierte, paradójicamente, en un espacio de libertad donde se puede escapar del yugo varonil. El compromiso a favor de una mayor emancipación de la mujer del que hacen alarde estos personajes femeninos en algunas de las reescrituras mencionadas parece, además, actualizar o incluso, en ciertos casos, anticipar las lecturas feministas suscitadas por el texto de Rojas desde finales del siglo xx. La función de la relación carnal celestinesca también puede consistir en denunciar la opresión de los códigos morales. En esta perspectiva, el pecado carnal se vuelve virtud en muchas reescrituras. Al hacer de prácticas sexuales heterodoxas como la violación el objeto de la mediación de Celestina, las reescrituras cuestionan asimismo tabúes sociales y construcciones ideológicas. II.2. Mediación carnal novedosa Como vimos, los tres papeles del mitema examinados hasta ahora ya se desprenden de la lectura de La Celestina original, donde la relación carnal funciona a la vez —con más o menos desarrollo— como relación comercial, relación institucional y fuente de inconformidad. Al lado de estos roles, que se pueden considerar como “tradicionales” desde la (Tragi)comedia rojana, las reescrituras también han atribuido al mitema dos funciones novedosas. En
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varios de los textos considerados, la mediación carnal llega a funcionar como estímulo artístico y como relación espiritual. II.2.1. Estímulo artístico En algunas reescrituras, la práctica sexual posibilita el desarrollo del potencial artístico de los personajes celestinescos. Las relaciones carnales preconizadas por Celestina o sus prostitutas, con Areúsa a la cabeza, favorecen las creaciones artísticas de sus actores y permiten conectarlos con el mundo estético, tanto literario como musical. En dos reescrituras de finales del siglo xx y principios del xxi, el placer sexual se presenta como una fuente de inspiración fundamental para la escritura de la misma Comedia de Calisto y Melibea. En Melibea no quiere ser mujer (1991), Rojas y el “antiguo autor”, que no es otro que la prostituta Lisona (cuyo seudónimo es Melibea), escriben la continuación de la Comedia, futura Tragicomedia, entre relaciones sensuales y comidas. De este modo, experimentan directamente los placeres de la carne que retratan en su obra, la cual definen precisamente como “una comedia compuesta por mitad en la cama y por mitad en la mesa” (Arce 1991: 211). Al Gutier de Escuchando a Filomena (2000) también le estimulan, para escribir La Celestina, los placeres carnales que descubre en el burdel de Salamanca (Heras 2000: 188-189). Además de asociarse a la escritura, el gusto carnal también se conecta al mundo de la representación teatral en una reescritura concreta. En Calisto, historia de un personaje (1999), Julio Salvatierra imagina a un Calisto pícaro que cuenta al actor que lo encarna las vicisitudes de su vida de ser ficticio, condenado a errar de una voz de comediante a otra. Calisto narra su historia a través de la historia de sus representaciones teatrales que, según él, empezaron en el siglo xvi. Cabe señalar que este dato es totalmente ficticio ya que, como bien ha demostrado María Bastianes (2015), la presencia de La Celestina en las tablas solo empieza con el siglo xx. El Calisto de Salvatierra, como su modelo rojano, está obsesionado por los placeres de la carne. Este gusto incluso llega a traslucir en el escenario: el personaje consigue a menudo posesionarse de la voz de su actor para salpicar con réplicas soeces las alabanzas que dirige a Melibea en el primer acto. Durante una representación de
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La Celestina que hubiera tenido lugar en Roma ante el papa Alejandro VI, Calisto contamina asimismo el espacio teatral con su fervor amoroso. En la escena del acto XIV, el actor sube la tapia para hacer simbólicamente el amor con Melibea. No obstante, el Calisto-personaje controla a su actor para que desnude realmente a la actriz que encarna a la joven amante. A pesar de las intervenciones chocadas de un dominico, el papa aplaude esta atrevida puesta en escena como una ejemplificación didáctica perfecta del pecado de lujuria. La obsesión de Calisto por lo sexual tiene de este modo efectos concretos en el escenario y estimulará luego puestas en escena atrevidas por parte del director de la compañía. En la novela de Muñiz-Huberman Areúsa en los conciertos (2002), la preocupación constante de Areúsa por lo erótico se vincula de entrada con el mundo musical. Cuando asiste a una función de Wozzeck de Alban Berg, el placer estético de Areúsa es tal que se confunde con una excitación erótica que la hace precipitarse hasta el camarín del director de orquesta con el fin de acostarse con él durante la pausa. Para Areúsa, el oído es en efecto “el órgano receptor por excelencia. El órgano de la sensualidad” (Muñiz-Huberman 2002: 15). La conexión entre música y sexualidad se basa en parte en la polisemia de la palabra acto, que puede referirse, a la vez, al encuentro carnal y a la estructura de una pieza musical. La misma Areúsa parece propiciar tal yuxtaposición de sentidos: “comprenderé cada trozo musical. Cada acto sexual” (17). La asociación entre experiencia erótica y experiencia artística continúa luego, aunque desplazándose al ámbito pictórico, en el museo Kimbell, donde Areúsa y Salomé quedan pasmadas ante un cuadro que “ha podido reunir los ofrecimientos de la imaginación sexual” (27). La pintura representa, en efecto, una escena de alcahuetería. El museo es así alabado por las dos mujeres como lugar de encuentro por excelencia, “donde el desnudo es permitido y ha sido liberado de la sexualidad” (25). Sin embargo, la asociación artístico-erótica privilegiada por el personaje de Areúsa se focaliza en el ámbito de la música. En este “mundo de artefactos, de ilusiones” (63), “la única existencia es la de lo inatrapable: la melodía musical” (63). Los personajes de esta novela tienden así a buscar esta realidad de lo inmaterial precisamente a partir de la materialidad del cuerpo humano. Como explica Romano-Hurtado, “al vincularse la música con lo erótico, la abstracción se transforma en un cuerpo concreto” (2015: 21). El clímax
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musical lleva al clímax amoroso y viceversa. El director de orquesta incluso se pregunta: “[...] ¿cómo llegar al clímax musical sin el clímax del amor? ¿Cuántas veces no sintió su sexo enardecido en medio de un concierto sin poder aplacarlo? Ahora había aparecido Areúsa y era la forma que necesitaba para encontrar el exacto punto en que se producía el sonido deseado” (31). Digna heredera de Celestina, Areúsa asegura de este modo una mediación sexual entre la música y su intérprete y permite a la experiencia artística confundirse con la experiencia erótica. En las últimas páginas del relato, la perfección musical del concierto, otra vez un programa de Alban Berg, es tal que provoca un incendio en la sala. El fuego evoluciona, entre metáfora de la pasión e incendio real, y el ritmo de la música conduce a que Areúsa se suba al escenario y se entregue, cuerpo y alma, al arte. El aumento progresivo de la violencia del incendio termina con una apoteosis, casi orgásmica, al final de la cual concluye la novela: “La sala de conciertos es un meteorito. La Gran Pasión ha sido ejecutada” (209). Tanto la música como el encuentro sexual son actos creadores “emitidos y recibidos por cuerpos sintientes y pensantes” (Espinosa Moneti 2013: 67) y capaces de “provoca[r] las pasiones” (68). II.2.2. Relación espiritual En varias reescrituras celestinescas, aparece una curiosa inversión del texto de Rojas en el que, como vimos, la reflexión filosófica representaba un vector para suscitar el deseo sexual. El aristotelismo heterodoxo de Celestina es sin duda la ilustración más clara de este movimiento, desde la reflexión filosófica, por jocosa que sea, hasta la relación carnal. También son relevantes, en esta misma perspectiva, las parodias sacroprofanas pronunciadas por Calisto en el primer acto: ya examinamos en qué medida el amante desviaba referencias espirituales para cargarlas con tintes eróticos. Por el contrario, en las reescrituras la misma materialidad del sexo se vuelve soporte de una reflexión filosófica. Para los personajes celestinescos reescritos, el sexo constituye ante todo una vía de acceso a una reflexión de orden espiritual. En este contexto, la relación carnal llega a funcionar como verdadera relación espiritual e incluso gana cierta dimensión metafísica.
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Una manera con la que varios textos acercan el amor sensual entre personajes celestinescos a una relación de orden espiritual consiste en privilegiar una visión romántica de este amor. Las lecturas románticas son una constante en la recepción contemporánea de La Celestina: Marcel Bataillon (1961: 13 y sgs.) ha trazado la historia del desarrollo de tales interpretaciones que, muchas veces, conllevan una idealización de los amantes rojanos, vistos como especies de Romeo y Julieta avant la lettre (Bastianes 2015: 147-148). Los autores decimonónicos Juan Eugenio Hartzenbusch y Carlos Calvacho dan buenos ejemplos de esta tendencia. En Los polvos de la madre Celestina, la sensualidad de la alcahueta se reduce a su deseo de ser abrazada por un caballero mozo y galán después de haberse casado con él. Como en los cuentos de hadas, este abrazo provoca un milagro y la vieja Celestina se transforma en una hermosa joven (Hartzenbusch 1840: 89). Con su Turris Burris (1879), Calvacho propone por su parte un “juguete cómico” en el que la joven Lucía lanza un desafío a sus pretendientes con el fin de decidir quién se casará con ella. La hechicera Celestina se burla de los sinceros suspiros de los jóvenes y se empeña en ponerles trabas. Entre los autores del siglo xx, son los poetas quienes privilegian esta visión romántica. Jorge Guillén, en su Huerto de Melibea (1951), tematiza un amor sincero y absoluto de los amantes, ya que el uno no puede existir sin el otro: ¿Puedo llegar a ser si tú no eres, si no estás de verdad ante mis ojos, si mis manos te buscan y en la luz no te encuentran? (Guillén 1951: 13)
Los personajes incluso cobran su identidad a través del amor del otro: “Melibea sólo se siente ser en la voz y la presencia de Calisto, que la crea al nombrarla, al decirla en palabra enamorada” (Torres Nebrera 2001b: 175). En Antinomia (1983), Joaquín Benito de Lucas imagina el desamor de Melibea, al que Calisto reacciona de forma dolorosa. Su Melibea recuerda su pasión pasada, en la que no era dueña “ni de [su] tiempo ni de [su] persona” (Benito de Lucas 1983: 73).
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Al lado de estos pocos casos que privilegian un enfoque exclusivamente sentimental y platónico, vimos que el resto de reescrituras otorga más espacio a la vertiente sexual del amor que une a los amantes y que suele promover Celestina. Una dicotomía entre amor carnal y amor espiritual parece, por tanto, dividir el corpus. Tal diferencia da cuenta de dos lecturas distintas de la temática amorosa presente en La Celestina. En comparación con la obra original, estas lecturas pueden resultar algo reductoras, si seguimos la opinión de Lida de Malkiel. Según la celestinista argentina, en la (Tragi)comedia: El amor es ciertamente sensual, pero nunca meramente sensual. Si fuese puro apetito sexual, no podría rebasar el ámbito del chascarrillo o del entremés. Su potencialidad dramática estriba en que, por el contrario, concierne al cuerpo y al alma o, como dijo don Juan Valera, en que es “tan apretada e íntima combinación de ambos amores, que no hay análisis que separe sus elementos”. [...] Forma parte de la extraordinaria novedad de La Celestina en el tratamiento de los personajes bajos el que tampoco en ellos el amor sea enteramente físico. Sempronio se muestra siempre tierno y hasta caballeresco con Elicia. [...] Celestina proclama la naturaleza imprescindiblemente espiritual del amor cuando predica a Pármeno que lo mejor de la aventura erótica es su comentario. (Lida de Malkiel 1970 [1962]: 326-327)
Es interesante la cita de Juan Valera que Lida de Malkiel introduce en su argumentación. En efecto, este mismo escritor realista elogió particularmente, en su introducción a la importante edición de La Celestina hecha por Eugenio Krapf, la concepción rojana del amor como alianza de almas y sentidos (Valera 1961 [1900]). Lida de Malkiel concluye su análisis de la temática amorosa de La Celestina con una crítica algo despectiva del tratamiento que las imitaciones del siglo xvi y las adaptaciones del xx otorgan a dicha temática. En efecto: [...] las imitaciones, traducciones y adaptaciones suelen pecar por carta de más o por carta de menos. En general, las imitaciones han sembrado a manos llenas los lances y relatos salaces, mientras las traducciones y adaptaciones, desde el siglo xvi hasta el nuestro, se han empeñado en depurar el original. [...] aun en los derivados donde persiste, la obscenidad pierde su valor de resorte dramático para reasumir el valor, mucho más corriente y tradicional, de materia cómica,
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que puede insertarse en cualquier pasaje de la obra para provocar la carcajada de un auditorio poco exigente. (329-330)
Como se acaba de señalar, algunas reescrituras celestinescas también presentan tales extremos, desde la multiplicación de guiños eróticos hasta la depuración romántica. Sin embargo, el mitema elaborado por muchos de los textos considerados también desarrolla una concepción del amor sensual en el que el componente físico estimula el componente reflexivo y espiritual. En los textos de Azorín, el cuestionamiento existencial de los personajes se origina así en el amor de Calisto y Melibea. Es el caso de “Las nubes” (1912), donde los amantes se han casado y viven una vida doméstica tranquila, y de Capricho (1943), donde Melibea está a punto de suicidarse tras la muerte de Calisto. El Calisto melancólico de “Las nubes” está reflexionando sobre el paso del tiempo y sobre la eterna repetición de las cosas cuando observa a un joven que salta la tapia del huerto para hablar con su hija Alisa. Como las nubes, el juego del amor se repite con pocas variaciones: Alisa se halla en el jardín sentada, con un libro en la mano. [...] Los ojos de Alisa son verdes, como los de su madre. [...] De pronto un halcón aparece, revolando rápida y violentamente por entre los árboles. Tras él, persiguiéndole todo agitado y descompuesto, surge un mancebo. Al llegar frente a Alisa se detiene absorto, sonríe y comienza a hablarle. Calisto le ve desde el carasol y adivina sus palabras. Unas nubes redondas, blancas, pasan lentamente sobre el cielo azul en la lejanía. (99)
El encuentro de su hija con aquel mancebo es igual al encuentro, dieciocho años antes (94), de Calisto y Melibea. Presente, pasado y futuro se confunden, provocando la angustia del personaje: “¿Habrá sensación más trágica que aquella de quien sienta el tiempo, la de quien vea ya en el presente el pasado y en el pasado el porvenir?” (98). En Capricho, recreación del último monólogo de Melibea, no es la repetición sino la pérdida del gozo amoroso lo que provoca la desesperanza del personaje. El dolor de Melibea contamina cada partícula de su ser: “En realidad, estoy ya rota: roto mi corazón, rota mi alma” (491). En Manifiesto de Celestina, es el tópico celestinesco del carpe diem lo que adquiere unas connotaciones desesperadas, ya que el apetito vital es
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provocado por la conciencia de la brevedad de la existencia. Puesto que la muerte acecha a todos, hay que vivir, es decir, gozar, como explica Celestina a Entredientes (reescritura de Pármeno): Vive tu juventud. Entredientes. Goza la vida. Goza el día y la noche, el vino y la buena mesa. Vive, viviendo. Un día verás que tengo razón y te dirás: “Esa vieja bigotuda... La Celestina tiene razón...” No te dejes tragar por el río. Habla del amor y no de la justicia. Juega con Dios y con el Diablo... Goza tu piel... (Mosquera 1995: 109)
En otras reescrituras, cuando no es fuente de angustia existencial, la sexualidad también se puede representar como una vía de autorrealización plena del ser. Es el caso evidente del Calisto elaborado por Yáñez en su cuento “Melibea o la revelación” (1946). Como se puede intuir por el título, en este relato el personaje llegará a conocerse a sí mismo gracias a la sensualidad que suscita la visión de Melibea. El autor mexicano retrata aquí el despertar de la sensualidad adolescente, masculina, como un modo de alcanzar un conocimiento pleno de su ser y de su sitio en el mundo. De regreso a su pueblo jaliscense después de tres años de ausencia, Calisto se topa con Melibea y se queda pasmado ante “esta criatura sorprendente, más que niña, menos que mujer, casi una mujer” (Yáñez 1946: 19). Al contrario de lo que ocurre en el original, en la versión de Yáñez Melibea habla primero: “¿No me conoces ya, Calixto?” (19). Ambos personajes se dan cuenta de que han crecido y ya no son niños, lo cual asusta a Melibea, quien huye. Calisto siente que “un abismo —dulce, amargo, atractivo, temeroso— quedaba abierto entre los dos. Presentimiento —confuso, claro, irracional, cordial—, más que sentimiento” (19). Empiezan entonces los trastornos habituales del amor hereos ya sufrido por el modelo rojano: Calisto pierde el apetito y se hunde en un estado de abulia melancólica. Su madre lo cree enfermo y el médico Don Refugio incluso le diagnostica anemia (20). “El mal contin[úa]” (21) y entra en resonancia con el clima de la época de lluvias cuyo calor y cuya humedad hacen sofocar los cuerpos. Sigue la obsesión de Calisto: “Melibea era más que la sola palabra en el abrigo de la boca, el nombre dicho a voluntad; era una mujer, una ausencia, un imposible” (27). Cuando se confiesan su amor mutuo, los jóvenes ponen de manifiesto
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el cambio interno ocasionado por sus sentimientos. Calisto le dice a Melibea: “el mundo ya no es el mismo para mí” (48); a lo cual la chica contesta: “yo también veo el mundo de otro modo, desde aquella mañana” (48). La aceptación de este amor fulgurante, sincero y sensual, desprovisto de los elementos paródicos del encuentro en el huerto de La Celestina original, conduce a Calisto a una revelación de sí mismo y del sentido del mundo: Las estrellas, la noche, las nubes, el crepúsculo, el sol, el alba, los insomnios, el campo, las campanas, mi conciencia y el Universo —mi Universo— saben que ninguna malicia guió mis pasos, ni mis manos ejecutaban propósitos deliberados. Era un súbito descubrimiento, el hallazgo por milagro —inesperadamente— del manantial que surte la ternura del mundo, la clara solución de todos los enigmas, el reposo de la inquietud, la raíz de la vida. Sentí miedo por haber hallado el Árbol de la Sabiduría, perdido en los siglos de los siglos; por tener en mis manos la llave maestra de la Creación, el secreto de lo que fue y será, las riendas del Destino. Era una locura: sentirme Adán, reconquistar el Paraíso, dar nombre a lo creado, disponer caprichosamente del mundo. Vértigo. Desfallecimiento. No había duda: estaba loco. Y lo más terrible —alcancé a tener conciencia no sólo para sentirlo sino para comprenderlo—: Melibea también había acabado por enloquecer, sin que los llantos de la sirvienta pudieran volverle la razón perdida, y con la razón, el miedo, que tampoco estaba ya conmigo, ahuyentado por una larga lucha contra el fantasma de Melibea, luego —no sé cuándo—, en huida, para dar sitio a la esencial Melibea, libre de accidentes, fuera del tiempo y del espacio, la Melibea desconocida, tan otra, que se confundía con la locura. Debió ser una larga lucha la del fantasma. (52-53)
Estas últimas líneas del cuento inician de este modo una vuelta final a la religio amoris que abría La Celestina original. La sensualidad cobra una dimensión metafísica: conecta al individuo con realidades supraterrenales. La trascendencia del ser opera a través del deseo amoroso correspondido y este da lugar a un diálogo con el Génesis bíblico que acerca la “revelación” amorosa de Calisto a una revelación espiritual. Son interesantes, a este propósito, las conclusiones de Gregorio Torres Nebrera cuando señala que el cuento: [...] acaba —en coherente respeto con el subtítulo de su relato, “la revelación”— con la mutua entrega de la pareja al encanto de un mito renacido: el creerse
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la reencarnación de la primera pareja de un redescubierto paraíso tras las altas tapias que separaban a Melibea del mundo sedicente y perturbador de femeninas inocencias. (Torres Nebrera 2001b: 182)
Este papel iniciático de la sensualidad se desarrolla en otras reescrituras celestinescas en las que la relación carnal llega también a presentarse como vía de conocimiento. Lo afirman los personajes de Areúsa en los conciertos: “el deseo no es sino la más exacerbada forma de conocimiento” (Muñiz-Huberman 2002: 112). Ahora bien, esta asociación entre sexo y conocimiento se desarrolla sobre todo a través del personaje de Celestina, cuya caracterización de maestra en saberes hedonistas tienden a enfatizar, como vimos, las recreaciones de los siglos xx y xxi. No es nada casual que Maeztu titule su ensayo dedicado a la (Tragi)comedia “Celestina o el saber”:33 Lo que hace Celestina al no ver en las gentes más que las debilidades explotables es lo que se dice del saber científico: que todo su aparato de símbolos e hipótesis no se propone sino buscar el modo de explotar el universo. (Maeztu 1926: 129)
Maeztu define el saber de Celestina, ante todo, como un saber pragmático y utilitario. Sin embargo, este saber encarnado por la alcahueta tiende a hacerse más bien místico y espiritual en las reescrituras del texto rojano. En Terra Nostra (1975), Celestina llega al conocimiento mediante el amor carnal: es acostándose con el demonio como se entera de los instrumentos de su venganza y de su papel de mediadora entre el viejo continente, el Nuevo Mundo y la nueva era de la humanidad. Además, las distintas Celestinas de la novela de Fuentes transmiten su memoria y sus aprendizajes mediante besos y caricias, cuando no se entregan totalmente en unas apasionadas relaciones carnales. Peregrino, por ejemplo, se da cuenta de que llega al conocimiento a través de la sensualidad de la Celestina de los labios tatuados: “[...] sólo puedo hablar mientras me acaricia, el amor es mi memoria, la única, ahora lo sé, y apenas nos separéis, Señor, a ella y a mí, regresaré al olvido del cual rescataron los pintados labios de esta mujer: ella es mi voz, ella es mi guía, en ambos mundos” (575).
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Asocia a don Juan con el “poder” y a don Quijote con el “amor”.
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Cabe recordar que esta interpretación de la sexualidad como vía de conocimiento se tematizaba ya en parte en La Celestina original, en la que el administrar relaciones carnales le permite a Celestina construir una teoría de la psicología humana así como una práctica argumentativa impresionante. La Doña Cele de Toro-Garland comenta a este propósito que “la cama nos ha enseñado acerca de la naturaleza humana, más que todos los libros juntos” (Toro-Garland 1973: 36). La asociación entre sexualidad y revelación o conocimiento entronca con la tradición oriental, tradición a la que ya recurrió Rojas para conformar su peculiar figura de alcahueta, según ha mostrado Márquez Villanueva (1993) en la línea de los trabajos de Américo Castro. Según Márquez Villanueva, Celestina comparte varios rasgos con figuras literarias orientales y con el tipo social oriental de la casamentera. Asimismo, su concepción del amor sensual recuerda a muchos tratados de erotología producidos en al-Ándalus. La forma de actuar de Celestina también concuerda con el comportamiento de las terceras descritas en el Rawdal-‘atir o Jardín perfumado del tunecino Sayj Nafzawi, el único de estos tratados de alcahuetería ampliamente conocido en Occidente: tanto Celestina como las alcahuetas allí retratadas se caracterizan por una habilidad común para infiltrarse en cualquier lugar, por su gran capacidad de observación, su maestría en la manipulación psicológica y por ser “insaciables a la hora de hacerse pagar sus servicios” (Márquez Villanueva 1993: 42). Ambas figuras son, además, duchas en magia, maestras de cosméticos y aficionadas al vino. La concepción de la sensualidad que se desarrolla en la literatura y en la sociedad orientales también se corresponde en parte con la equiparación entre sexo y conocimiento que se desarrolla en ciertas reescrituras celestinescas. En el primer tomo de su Histoire de la sexualité (1976), subtitulado significativamente La volonté de savoir, Michel Foucault examina la tradición oriental de la ars erotica en la que el sexo es visto como fuente de saberes y posible forma de iniciación a secretos místicos. Foucault explica que en las sociedades que practican la ars erotica —las japonesas, chinas, indias y arabomusulmanas—, “la verdad se extrae a partir del mismo placer” (77; trad. mía). El goce sexual produce un saber “que debe permanecer secreto, no por alguna sospecha de infamia [...], sino por la necesidad de mantenerlo escondido, ya que, según la tradición, perdería, al ser divulgado, su eficacia y su virtud” (trad. mía).
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Existe así un tipo de maestro que, como las Celestinas contemporáneas, con las de Fuentes a la cabeza, puede transmitir estos saberes secretos: [...] de modo esotérico y después de una iniciación en la que guía, con una sabiduría y una severidad infalible, el recorrido del discípulo. Los efectos de este arte magistral [...] tienen que transfigurar al que privilegia: dominio absoluto del cuerpo, goce único, olvido del tiempo y de sus límites, elixir de larga vida, exilio de la muerte y de sus amenazas. (trad. mía)
En varias reescrituras, esta dimensión mística también se asocia con la práctica sexual a través de una recreación de la religio amoris presente en el texto de Rojas. Ahora bien, ya no es la dama amada a quien se diviniza, sino el sexo. Para las Celestinas de Carlos Fuentes, las relaciones carnales no tienen por qué sufrir el rechazo de la moral, ya que se trata de una creación divina como cualquier otra. Cuando evoca el mundo en el que le gustaría vivir, la Celestina de las manos quemadas imagina que [...] nada sería prohibido y que todos los hombres y todas las mujeres podrían escoger a la persona y al amor que más desearan, pues todo el amor es natural y bendito; Dios aprueba todos los deseos de sus criaturas, si son deseos de amor y de vida y no deseos de odio y de muerte. ¿No plantó el propio Creador la semilla del deseo amoroso en los pechos de sus criaturas? (Fuentes 1975: 150)
La Celestina de Álvaro Tato participa en esta rehabilitación de los placeres carnales al presentarlos como una vía de acceso a lo divino. Juega, por ejemplo, con la expresión coloquial “como Dios” ante un grupo de monjas: “no me arrepiento porque, hijitas, folgar es vivir, vivir es largo río, el río lleva agua, el agua sube al cielo, el cielo es de Dios; por eso cuando estoy folgando, me siento como Dios” (Tato 2014: 19). La Areúsa de Muñiz-Huberman va por el mismo camino cuando eleva el sexo al rango divino como “equivalente de la creación de Dios: en un acto de amor y en un acto de contracción pudo nacer el universo” (Muñiz-Huberman 2002: 80). La religio sexus se persigue en los “versos de amor” celestinescos recopilados por Manuel Mantero bajo el título de Ya quiere amanecer (1975), en cuya introducción se invita a gozar del placer carnal antes de leer las páginas que siguen: “[...] entregad el presente en lo desnudo. / Hombre o mujer, buscad / a los amantes que suplican
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/ ser dioses ante un cuerpo / (el vuestro) / de brillo generoso / Y luego, en paz, venid, / leed” (7-8; cursivas mías). Al final del poemario, el amor voluptuoso se apodera de todas las parejas de La Celestina: Amor. Dios salve a las parejas: Sempronio / Elicia Pármeno / Areúsa Pleberio / Alisa, sirvientes que echan un aliento agrio, prostitutas portátiles, nobles de bigotuda heráldica, bailemos. El mundo gira sobre un 2. ¡Música! Celestina también baila, el demonio la tienta y muerde, yacen y se extenúan vagos entre aplausos. (74)
Como explica Lee, “[...] el amor evocado a través del poemario está presentado en sus más variadas facetas, pero si hay constantes en él son el amor como plenitud de un momento, fuente de inmortalidad, trascendencia hacia lo divino” (Lee 1977: 32). Según los personajes celestinescos de las reescrituras, la relación carnal constituye también una fuente de salvación y de redención para la humanidad. La subversión del antiguo orden, el cual se encarna simbólicamente en el encarcelamiento del deseo sensual, puede dar paso a una nueva realidad, a un nuevo mundo. Esta nueva edad de oro se retrata como una etapa anterior a Babel; una etapa en la que el desafío de la humanidad no es la falta de comunicación lingüística, sino la incomunicación entre los sexos, fenómeno del que se queja la Celestina vampiresa de Tragedia fantástica: [...] esto es Celestina... Ese puente diabólico entre los dos seres que no saben cómo encontrarse, cómo... cómo desnudarse... esa comunicación imposible entre los sexos... esa victoria contra la soledad... La soledad es un invento divino, ¿no lo sabías?, metido a traición por el de Arriba (Con odio.) en el corazón de los hombres, y yo sé cómo se estrangula ese pesado monstruo. (Sastre 1978: 228)
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Celestina encarnaría así la posibilidad de traspasar las barreras sociales y religiosas que separan a hombres y mujeres. Emancipadora, la relación carnal promovida por la alcahueta incluso posibilita un cambio de paradigma, el advenimiento de una era en la que lo carnal se valoraría como una faceta esencial del hombre y de su felicidad. Proclama la alcahueta de Marta Mosquera: “Soy una puta vieja que quiere cambiar al mundo. Melibea tendrás un trono y yo, una parcela para reinar a mi modo” (Mosquera 1995: 47). Por su parte, las Celestinas de Carlos Fuentes, además de anunciar la llegada de este nuevo mundo, se vuelven actrices imprescindibles del cambio. La Celestina de los labios tatuados pide por ejemplo a Peregrino, náufrago del Nuevo Mundo, que cuente ante la corte real su viaje a la tierra de los aztecas. La meta que persigue Celestina con estas revelaciones consiste en alterar el monolitismo del viejo orden feudal y así promover nuevas concepciones más dinámicas del universo. Al delegar este discurso a Peregrino, es de notar que la reencarnación de la alcahueta tardomedieval se hace más mediadora que verdadera agente de la subversión. Celestina lo explica a Peregrino: [...] quiero que rompas el orden de este lugar como se rompe una perfecta copa de delgadísimo cristal: tus ojos y tu voz serán dos poderosas manos llegadas de un mar inconquistable; todo lo pueden repetir mis labios tatuados; me llamo Celestina; todo lo pueden repetir mis labios tatuados, mis labios para siempre impresos con el beso llagado de mi amante, mis labios marcados con las palabras de la secreta sabiduría, el conocimiento que nos aparta por igual de príncipes, de filósofos y de peones, pues ni el poder ni los libros ni el trabajo revelan, sino el amor. (Fuentes 1975: 314)
Otra Celestina fuentesiana, la parisina de 1999 del final de Terra Nostra, se vuelve un verdadero agente del cambio anunciado y preparado en parte por su homónima de los labios tatuados. Esta Celestina se reúne en el último capítulo de la novela con Polo Febo, reencarnación de Peregrino. Los dos jóvenes asisten juntos a la destrucción de París, presa de las llamas y de la histeria colectiva. Se está realizando el apocalipsis de fin del milenio anunciado por las sectas que combatía el rey Felipe unos cinco siglos antes. Ante la proximidad del fin del mundo, Celestina insiste en besar a Polo, cuya memoria quiere reactivar. El beso desemboca en una apasionada relación carnal entre Celestina y el joven (948-949). Al coincidir con el paso al nuevo milenio,
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el abrazo de la pareja conduce de forma fantástica a la fusión de los dos seres, que llegan a formar un ser andrógino del que renacerá la humanidad: Te amas, me amo, te fecundas, me fecundo a mí mismo, misma, tendremos un hijo, después una hija, se amarán, se fecundarán, tendrán hijos, y esos hijos los suyos, y los nietos bisnietos, hueso de mis huesos, carne de mi carne, y vendrán a ser los dos una sola carne, parirás con dolor a los hijos, por ti será bendita la tierra, te dará espigas y frutos, con la sonrisa en el rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado, ya que polvo eres, y al polvo volverás, sin pecado, con placer. No sonaron doce campanadas en las iglesias de París; pero dejó de nevar, y al día siguiente brilló un frío sol. (950)
En estas últimas líneas de Terra Nostra, las alusiones bíblicas al Génesis y la referencia obvia al mito platónico del andrógino contribuyen al importante toque mítico de esta escena final en la que un mito bíblico, un mito clásico y el mito literario de Celestina, como mediadora del cambio y sacerdotisa del placer libertador, concuerdan para ofrecer a la humanidad “otro mundo” (593). Es de interés señalar que esta idea de la vuelta al ser andrógino y al hermafroditismo mítico primigenio se recalca en otra novela mexicana del corpus considerado. En efecto, se trata también de la solución propuesta, aunque solo teóricamente, por la Areúsa de Muñiz-Huberman para resolver la incomprensión entre los géneros: Estoy hartamente cansada del género humano. [...] Ah, quisiera aspirar a algo único como la totalidad abarcadora de razón y pasión. Mejor dicho que no existiera tal división y que desconociéramos esas dos palabras como si pudiéramos fundir los dos sexos en uno y se nos acabara el problema. Colorín colorado. Porque con dos sexos en uno y sin razón-pasión sería el fin de la injusticia y del dolor. Todo se nos volcaría en egoamor y dejaría de existir el misterioso otro. Nada más seríamos unos y unos y unos. Es decir, daría lo mismo que lo mismo daría. Qué divertido fin de la dialéctica. (Muñiz-Huberman 2002: 176)
La relación sexual llega así a simbolizar la unión por antonomasia. Se le atribuye una dimensión metafísica como fuente de redención y de salvación del ser humano. Cabe notar que solo algunas reescrituras hispanoamericanas dan este giro al mitema: las de Yáñez, Fuentes, Mosquera y Muñiz-
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Huberman. Como se ha visto, Carlos Fuentes es quien más desarrolla esta tendencia, la cual hasta estructura Terra Nostra de principio a fin. Tanto Menton como Shaw han mostrado que el erotismo representa un tema obsesionante para el boom hispanoamericano del cual Fuentes es una figura fundamental. Menton señala, con respecto a Noticias del imperio de Fernando del Paso, que “Los amoríos de Maximiliano y las masturbaciones gráficas de Carlota no son los únicos ejemplos del discurso erótico, que ha llegado a ser casi una parte indispensable de la novela hispanoamericana desde la publicación de las obras maestras del boom” (1999: 139). Por su parte, Shaw precisa que el erotismo del boom suele alejarse de la sexualidad normativa para centrarse preferentemente en “formas de comportamiento sexual que convencionalmente se han considerado como aberrantes” (Shaw 1999: 247).34 El estudioso señala algunas de las tendencias de esta tematización del sexo que, como en el caso de Terra Nostra y de otras reescrituras celestinescas, suele vehicular un cuestionamiento de los códigos sociales y de los tabúes morales: [...] en varios autores se revela claramente la intención de echar mano de lo erótico para atacar ciertos aspectos de la sociedad burguesa. [...] La masturbación, el bestialismo y la violencia tienen la precisa función de simbolizar la degradación de una sociedad que privilegia el machismo brutal y la agresión sexual. Tampoco en las novelas de Puig se trata de alcanzar la liberación del individuo por medio del sexo. [...] lo que a Puig le interesa es efectuar un cambio en las ideas convencionales de los lectores acerca de lo sexual, e incluso, en El beso de la mujer araña, identificar la liberación de los tabúes con la liberación de otras formas de opresión social. (249)
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Se pueden mencionar, por ejemplo, el tema del incesto tematizado en Pedro Páramo, Sobre héroes y tumbas o Cien años de soledad, el tratamiento de la homosexualidad y el lesbianismo en Conversación en La Catedral, Modelo para armar, El lugar sin límites, Paradiso y El beso de la mujer araña, “el erotismo anal de Maitreya y del sadismo sexual en Farabeuf y, finalmente, las referencias a la masturbación en Los premios, La ciudad y los perros y Los ríos profundos, y al coito anal entre hombre y mujer en Libro de Manuel, Los pies de barro, Cambio de piel y Palinuro de México” (248). Tampoco hay que olvidar que el mismo espacio del burdel se hace símbolo de la vida hispanoamericana tanto en Megafón como en El lugar sin límites o La Casa Verde, entre otras novelas.
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Ernesto Sábato (1967: 84) señala, además, que el sexo también puede adquirir una dimensión metafísica en la narrativa de su época. El erotismo está visto en el contexto de la orfandad espiritual del hombre y conecta, por tanto, con el tema de la soledad analizado a principios de los cincuenta por Octavio Paz a través de su “filosofía de lo mexicano”. En El laberinto de la soledad (1950), es central la noción de comunión a la que Paz asocia el amor carnal. Agobiado por un sentimiento de soledad, el mexicano —y el humano en general, acaba proponiendo Paz— considera el amor, a la vez comunión física y metafísica, como una solución existencial: “Si la historia de México es la de un pueblo que busca una forma que lo exprese, la del mexicano es la de un hombre que aspira a la comunión” (Paz 2016 [1950]: 286). Ahora bien, otra vez según Paz, tanto la interdicción social como la idea cristiana del pecado impiden al amor erótico desarrollarse plenamente. Para realizarse, este necesita, por tanto, “[...] quebrantar la ley del mundo. En nuestro tiempo el amor es escándalo y desorden, transgresión” (353). Como vimos, esta concepción del amor subversivo a la vez que liberador no es otra que la difundida por las Celestinas de Terra Nostra. La concepción espiritual y sagrada del amor sensual encarnado por Celestina en Terra Nostra también representa una constante en la narrativa de Carlos Fuentes. En sus textos, como explica Ordiz, el amor con su faceta sexual resulta ser “el sentimiento más auténtico del ser humano, que puede ‘redimir’ toda una vida” (151). En las obras fuentesianas, el vector de esta redención que conecta al hombre con la sensualidad es a menudo una mujer, que funciona como: [...] el vehículo de acceso a una realidad superior (Aura), el principio que permite la regeneración del mundo (Terra Nostra) o el hogar originario adonde desea regresar el ser humano víctima de las agresiones del mundo contemporáneo (Zona Sagrada). Ella es, sobre todo, la bruja [...], mujer poseedora del conocimiento oculto y trasunto deformado de las antiguas deidades femeninas desplazadas tras el advenimiento de un orden patriarcal. (151-152)
La fusión con una mujer como Celestina, maestra del placer carnal, se convierte así en una ceremonia sagrada que hace regresar al hombre a su pureza inicial o le permite acceder a los grandes misterios de la naturaleza humana.
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III. Los fines de la mediación carnal: variaciones del mitema A través de este triple paseo, con el mitema de la mediación carnal como hilo de Ariadna, por La Celestina de Rojas, sus lecturas académicas contemporáneas y sus reescrituras, se ha propuesto en este capítulo un marco interpretativo global de un núcleo de la trama celestinesca que se ha retomado y reactualizado constantemente en la época contemporánea. Las reescrituras han prolongado y desarrollado las tres grandes funciones asociadas a las relaciones sexuales desde la trama de La Celestina primigenia. Cuando funciona como relación comercial, el encuentro carnal se representa, en vínculo con el contexto sociohistórico de las reescrituras, o bien como un mal social vituperado o como un regulador social legitimado. En este contexto, la figura de la alcahueta configurada por Rojas se desarrolla mediante la amplificación de su papel como filósofa de la sensualidad. El espacio del burdel gana asimismo más protagonismo. Desde luego, la sexualidad y su función se interpretan de forma distinta en reescrituras que se centran en la relación matrimonial. Esta representa una nueva fuente de tragedia para Calisto y Melibea. Hemos visto que la mediación carnal orquestada por Celestina también puede actuar como fuente de inconformidad moral y social entre los personajes femeninos celestinescos que intentan liberarse del yugo masculino y de los tabúes morales. A este abanico de papeles atribuidos al mitema conviene añadir dos funciones elaboradas por las reescrituras de forma bastante independiente con respecto a la trama rojana. Por una parte, a través de su dimensión pasional y creativa, la relación carnal entra en sintonía con el arte, tanto literario como musical. El mitema funciona entonces como estímulo artístico. Por otra, la relación carnal es elevada al rango de una relación espiritual a través de lecturas románticas del texto rojano, de una resemantización de la religio amoris —que se hace religio sexus en las reescrituras— y de la transformación del sexo en vía de conocimiento de sí mismo y del género humano. La dimensión metafísica de la sexualidad celestinesca se hace aún más visible en las reescrituras hispanoamericanas que dan al amor carnal un papel redentor y salvador. Un importante punto común del tratamiento del mitema en las distintas reescrituras radica en la recontextualización del mismo mitema y en el cuestionamiento, sobre esta base, de debates sociales y códigos morales. Por
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un lado, estas ficciones buscan los orígenes y las continuaciones de la sensualidad de los personajes en función de los nuevos contextos históricos en los que está reescrita. Por otro, las reescrituras también se sirven del mitema celestinesco para poner en tela de juicio las representaciones sociales y los valores morales que se asocian a las relaciones sexuales, sobre todo en una perspectiva femenina. Muchas recreaciones hacen así hincapié en la violencia de género y en los dogmas morales vehiculados por dichas representaciones. En este marco, algunas ficciones tienden a enfrentarse con estas representaciones y transforman el erotismo de Celestina en herramienta de denuncia o en arma contra la opresión. Otros textos privilegian una mayor abstracción filosófica y elaboran una verdadera mística de la sexualidad celestinesca. En cualquier caso, la sexualidad nunca es un fin en sí, sino que constituye un medio para llegar a otro fin, sea este una reflexión filosófica, una creación artística, un compromiso social o un cambio de paradigma. Al hacerse portavoz principal del mitema que se desprendió de su (Tragi)comedia, Celestina se metamorfosea, en la época contemporánea, en maga del amor carnal, mediadora entre la trivialidad y la espiritualidad que se estrechan en la sensualidad del ser humano.
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Paradójicamente, el personaje de Celestina tal y como aparece en la obra de Rojas provoca desórdenes sociales a la vez que desempeña un papel de mediador social. Celestina es, en efecto, capaz de vincular las distintas capas sociales entre sí, competencia que justifica su contratación por parte de Calisto. Este le explica a Pármeno: [...] cuando hay mucha distancia del que ruega al rogado, o por gravedad de obediencia, o por señorío de estado, o esquividad de género, como entre esta mi señora y mí, es necesario intercesor o medianero que suba de mano en mano mi mensaje hasta los oídos de aquella a quien yo segunda vez hablar tengo por imposible. (Rojas 2011: II, 88-89)
El alto estatuto social de Melibea, que sobrepasa a Calisto por “la nobleza y antigüedad de su linaje” (I, 43) y “el grandísimo patrimonio”, haría necesaria la mediación de la alcahueta. Sin embargo, la actuación de Celestina favorece también la insolidaridad social entre los diferentes grupos sociales. A menudo provoca y atiza los desacuerdos entre amos y criados, con el fin de ganarse cómplices y agilizar sus negocios. La mediación puede, en sí, violentar las estructuras sociales preexistentes. Según la crítica, con Maravall (1986 [1964]) a la cabeza, La Celestina primigenia refleja las importantes mutaciones históricas de su tiempo al retratar las tensiones sociales y ofrecer un tratamiento hondo del mundo de los criados y de las rameras. La (Tragi)comedia es efectivamente la primera obra, en la historia de la literatura occidental, que no reduce a un papel cómico a los personajes de baja extracción social, sino que les da una voz individualizada, una capacidad de evolución psicológica y una riqueza de perspectivas como
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“nunca, jamás, en fechas anteriores, se había aplicado, desde Grecia hasta el momento, a estos personajes de baja condición. Ésta es la originalidad, la radical originalidad artística de La Celestina” (Rico 1974: s. p.). Este aspecto fundamental del texto de Rojas reaparece en las reescrituras celestinescas contemporáneas. Ahora bien, si La Celestina original daba voz a personajes de condición humilde y tematizaba su contienda social con los grupos sociales acomodados, las reescrituras de los siglos xix, xx y principios del xxi, por su parte, exacerban y desplazan esta tensión social. Por un lado, intensifican el retrato de grupos sociales ya no solo subordinados, sino también marginales. Inciden asimismo aún más en la representación de conflictos que sacuden el cuerpo social. Por otro lado, la celestinesca contemporánea orienta la crítica social latente en La Celestina hacia una crítica feroz de los sistemas de opresión social. En este marco, el modelo rojano se hace voz de los oprimidos y se convierte muchas veces en pretexto para recrear el absolutismo del siglo xvi y su instrumento inquisitorial, que a su vez llegan a remitir a los totalitarismos del siglo xx. El mitema se genera aquí, por tanto, a partir de una intensificación y de cierto desplazamiento de relaciones de tensión social ya presentes en la (Tragi)comedia primigenia. En este capítulo veremos de qué forma se actualiza la contienda social en el texto de Rojas. A partir de allí, se examinará el proceso mediante el cual las recreaciones contemporáneas retoman algunos ingredientes del conflicto social elaborado por Rojas y los desarrollan de manera sui generis para conformar el mitema de la tensión social. Como se verá a continuación, las transformaciones aplicadas al texto rojano se nutren, cuando no se originan, a la vez, en las investigaciones de la crítica celestinesca y en el contexto sociohistórico en el que emergen las reescrituras. El primer factor que provocó el desarrollo de la problemática social de la celestinesca lo constituye sin duda la interpretación de La Celestina como obra de la transición social de la España de finales del siglo xv, época en la cual se empiezan a cuestionar los fundamentos del orden feudal. En el primer apartado de este capítulo se recalcarán los orígenes y las tendencias de esta lectura impulsada por Maravall en 1964 y que viene confirmada por el mismo texto rojano. El apartado siguiente mostrará cómo dicha crítica social se afianza y desplaza en la celestinesca contemporánea: a partir del conflicto primigenio entre amos y criados, las recreaciones desarrollan el antifeudalismo de su modelo y
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lo convierten en una censura inapelable del absolutismo en general. También me interesaré por los casos de obras celestinescas que, sin evidenciar de forma tan explícita la temática de la tensión entre opresores y oprimidos, no dejan de incidir en el funcionamiento conflictivo de la sociedad humana. En el tercer apartado nos centraremos en una figura del oprimido cuya representación es particularmente relevante en el corpus considerado, tanto por la constancia de sus apariciones como por su asociación continua con los protagonistas celestinescos: la figura del judío. En efecto, a pesar de su poca presencia en La Celestina primigenia, el elemento judaico ha sido asociado al texto rojano a partir de las teorías desarrolladas en el siglo xx por cierta franja de la crítica académica. Estas teorías, que se agrupan bajo el marbete de la “tesis judaizante”, impulsaron, como se verá, la omnipresencia de la temática judaica en la celestinesca contemporánea. En este marco, el personaje celestinesco judeoconverso se convierte en el marginado y oprimido por antonomasia, enfrentado con la Inquisición como sistema de opresión paradigmático. Entre las varias alusiones al mundo judeoconverso que colman la celestinesca actual, trataré en especial este motivo del Santo Oficio, tan recurrente en los textos estudiados que lo podemos considerar un verdadero submitema. Al final del capítulo, se interrogarán los factores históricos, sociales y culturales que pueden explicar esta singular constitución y evolución del mitema celestinesco de la tensión social en España y partes de Hispanoamérica. I. LA CELESTINA, obra de la transición social tardomedieval I.1. La lectura de Maravall En la segunda mitad del siglo xx, se hizo popular en el ámbito académico la interpretación de La Celestina como una historia de conflictos sociales. Esta corriente explicativa se difundió sobre todo a partir de la monografía fundamental que José Antonio Maravall publicó en 1964 bajo el título El mundo social de La Celestina. En este estudio, el historiador español demuestra que “La Celestina nos presenta el drama de la crisis y transmutación de los valores sociales y morales que se desarrolla en la fase de crecimiento de la economía, de la
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cultura y de la vida entera, en la sociedad del siglo xv” (Maravall 1986 [1964]: 22). El texto de Rojas se tendría que leer a la luz de tal contexto sociohistórico, ya que, según Maravall, la reconfiguración de la sociedad española que se opera en la Edad Media tardía se refleja en la (Tragi)comedia a través de la caracterización de los personajes y de sus relaciones, pero también a través de su marco urbano y su constante tematización de la economía dineraria. En efecto, La Celestina resulta ser un testimonio privilegiado de la concentración urbana de la población (Botta 1994) y de la transformación de la nobleza —que llega a integrar paulatinamente a la alta burguesía enriquecida—, ambos fenómenos coetáneos de su época de redacción. Este periodo también está marcado por un “primer capitalismo”: al ganar la economía monetaria un lugar preponderante, “el dinero pasa a ser el único criterio en torno al cual se estructura y se estratifica la sociedad” (Valenzuela 2011: 12).1 En este contexto, el estatuto social de la nobleza deja de ser asociado al código de la moral caballeresca y se asimila más bien con la posesión de bienes. Tal desplazamiento de los estatutos sociales y de los valores morales vinculados a dichos estatutos no deja de impactar la relación entre los diferentes grupos sociales. En la Castilla del siglo xv, empiezan a circular argumentos destinados a minar los fundamentos aristocráticos del orden social y se hace patente “el rechazo íntimo a aceptar que la herencia determinara el poder del individuo y sus posibilidades, por una parte, y la convicción de que la nobleza [...] no era tanto el fruto de elevadas acciones como el resultado de la fortuna o de la vulgar [...] riqueza” (Ladero Quesada 1990: 111). El nexo feudal empieza a deshacerse: la antigua relación paternalista de servicio y fidelidad entre amos y criados es reemplazada por una relación de puro interés económico. Como explican Cacho Blecua y Lacarra: Originariamente [los criados] eran miembros de la casa ligados a ella por lazos casi familiares, si bien en la época se estaba produciendo una notable transformación: el miembro subalterno que debía al amo lealtad dejaba paso al servidor ligado por relaciones económicas. Se generaliza el pago con dinero y se afianza el concepto de salario. (2012: 605) 1
Es de notar que, como examina Joset (1973), la importancia del dinero ya era clara en el Libro de buen amor. El fenómeno de la burguesía se percibía en efecto en la primera mitad del siglo xiv, aunque no se puede hablar de capitalismo en este caso.
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Tales cambios radicales son evidentes en La Celestina, en cuyas páginas los sirvientes no quieren estar sometidos a voluntad ajena y se aprovechan de los desvaríos amorosos de sus amos para intentar ascender económicamente, y por tanto socialmente, mediante el engaño y la estafa. Después de Maravall, numerosos celestinistas de renombre, como Criado de Val (1977) o Deyermond (2008a y 2008d), enfocaron sus trabajos en la temática social del texto rojano. Tanto Cacho Blecua y Lacarra (2012: 604 y sgs.), en su manual de historia literaria, como Galán (1989), Ladero Quesada (1990), Lihani (1987) o Pérez de León (2011) insisten en la disolución de los valores sociales y en el retrato de la injusticia social que se presentan en La Celestina. Así, se ha demostrado que las tensiones sociales se desprenden de la misma configuración espacial de la ciudad en la que haldea Celestina: los itinerarios urbanos de los distintos personajes reflejarían sus aspiraciones socioeconómicas (Botta 1994a, Asenjo González 2008), y la repartición de las casas y de sus cuartos tampoco carecería de simbolismo social (Czarnocka 1985, Moner 1996, Montero 2015). Otros estudiosos se centran más bien en el retrato de la miseria padecida por ciertos personajes, con Celestina a la cabeza, para explicar la contienda social entre necesitados y acomodados (Fernández 1991). Esta temática se aborda asimismo en el contexto de los debates ideológicos sobre la miseria y la dignidad del hombre que marcaron el Renacimiento (Scott 2014). Juan Carlos Rodríguez considera así La Celestina como el primer caso de la “literatura del pobre”. Con este concepto, el investigador designa “todos aquellos textos cuyo enunciado/enunciador es la «vida propia» contada por un yo dependiente de la estructura ideológica de la ‘libertad’ y la ‘pobreza’” (Rodríguez 2001: 24). Esta literatura es propia de aquellos contextos en los que [...] la aparición de unas relaciones sociales nuevas, regidas por el primer mercado capitalista, donde la infraestructura básica es siempre la relación entre amos y criados, trae como consecuencia la ideología de la libertad, el sujeto libre y autónomo, el amor entre almas iguales y libres; en suma el proceso de desacralización y la serie discursiva donde por primera vez se ve al “pobre” no como “pobre de Dios” sino como hecho social y, por tanto, como algo que puede inscribirse en un discurso. (23)
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En concreto, el estudioso considera que La Celestina es la primera obra literaria que, en Occidente, transforma la pobreza en institución o, mejor dicho, en “doblete invertido de las instituciones sociales dominantes” (37), ya que el texto rojano constituye “el primer intento de construcción ‘literal’ de la actitud de ‘respuesta’ de las clases inferiores ante la nueva situación que las reestructura” (64). La raigambre trágica de la (Tragi)comedia se debería de este modo, sobre todo, a la relación litigiosa entre “el nivel de los amos y el de los criados” (67). La crítica más reciente interpreta, por su parte, la crisis social retratada en La Celestina a la luz del contexto de transición histórica entre Edad Media y Renacimiento (Galindo 2004, Lasserre Dempure 2012, Scott 2014). Esta interpretación de la (Tragi)comedia como obra que da pie a enfrentamientos entre diversos grupos sociales se difundió después de la publicación del ensayo de Maravall. María Bastianes (2014b y 2015) lo demostró a propósito de las adaptaciones teatrales de La Celestina que se montaron en la España del último tercio del siglo xx. Es interesante, a este respecto, su análisis de la versión y puesta en escena propuestas por Ángel Facio (Bastianes 2014a: 48; Bastianes 2015: 397 y sgs.), dramaturgo que hasta dedicó al historiador español la edición de su texto, publicado en 1984. La estudiosa señala, además, una evolución en la forma de recrear las relaciones de tensión entre los personajes celestinescos: Si la pintura de Celestina y del mundo bajo fue siempre uno de los principales focos de interés de la obra, en los últimos años se verifica una inversión de valores con respecto a las primeras concretizaciones escénicas: todo lo que en ellas era condenable (la excesiva presencia del amor carnal, las triquiñuelas de criados y prostitutas) se convierte ahora en focos de atención que adquieren una valoración menos negativa. En efecto, algunas lecturas reformulan la oposición criados y señores en términos de conflicto social y de la fuerza corruptora del dinero. (Bastianes 2015: 46)
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I.2. Insolidaridad y crítica social en la Tragicomedia Los diferentes argumentos aducidos por la crítica desde los años sesenta para definir La Celestina como obra de la transición sociohistórica de finales del siglo xv vienen confirmados por el mismo texto de Rojas, en el que la tensión social se percibe desde el peritexto: casi todas las piezas liminares y finales recalcan los engaños de las bajas capas sociales que, con las “falsas alcahuetas” y el “loco amor”, constituyen el blanco de la intención didáctica pregonada por el autor. El mismo título anuncia que la obra pretende avisar a los mancebos en contra de “los engaños que están encerrados en sirvientes y alcahuetas” (Rojas 2011: 3). En “El autor a un su amigo”, la obra se asemeja a un compendio de “consejos contra lisonjeros y malos sirvientes” (6). En “El autor, escusándose de su yerro...”, se afirma que las trágicas figuras de Calisto y Melibea inducirán temor “a fiar de alcahueta ni falso sirviente” (12). La última pieza liminar, argumento general de la obra, insiste en que el texto está “hecho en aviso de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes” (23). Asimismo, el resumen de la trama explica en buena parte el “amargo y desastrado fin” de la Tragicomedia por la actuación de “dos sirvientes del vencido Calisto engañados y por ésta [Celestina] tornados desleales, presa su fidelidad con anzuelo de codicia y de deleite” (24). Por último, en su pieza final, Alonso de Proaza tampoco deja de realzar lo acertado del retrato que propone esta obra de “los engaños de falsos sirvientes” (352). Es evidente que tal insistencia no hace sino presentar el tema de los enredos del bajo mundo como motivo principal de la obra. En el texto rojano, si bien se confirman la infidelidad y la codicia de los criados y del inframundo prostibulario, estos engaños se explican dentro de una dinámica general de desconfianza y rencor de las clases bajas hacia los personajes acomodados. Tanto los criados como las prostitutas y, desde luego, la misma Celestina, critican la distinción social entre dominantes y dominados y contribuyen a acrecentar la insolidaridad. Los criados que pueblan La Celestina se muestran efectivamente infieles con respecto a su amo Calisto.2 Sempronio es irrespetuoso y desleal desde el
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El único sirviente fiel de la obra es Lucrecia, criada de Melibea, que, como explicó Lida de Malkiel, “[...] tiene humanamente sus intereses y sus pasioncillas, pero no se vende por unos ni por otras” (1970 [1962]: 645).
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principio de la obra. Lo revelan sus múltiples apartes del primer acto: “(No me engaño yo, que loco está este mi amo)” (I, 33), “(Algo es lo que digo; a más ha de ir este hecho. No basta loco, sino hereje)” (I, 34), “(¡Ja, ja, ja! ¿Éste es el fuego de Calisto, éstas son sus congojas? Como si solamente el amor contra él asestara sus tiros [...])” (I, 35), “(¡Oh pusilánimo, oh fi de puta! ¡Qué Nembrot, qué Magno Alexandre, los cuales no sólo del señorío del mundo, mas del cielo se juzgaron ser dignos!)” (I, 38), “(¡Qué mentiras y qué locuras dirá agora este cativo de mi amo!)” (I, 43), “(¿Tú, cuerdo?)” (I, 44), “(En sus trece está este necio.)” (I, 45). En esta selección de ejemplos, sobresale la falta de respeto del criado hacia su amo: le hace reproches, lo juzga, lo insulta e incluso se burla de él con ironía. El aparte constituye así una técnica dramática apta para revelar al lector/oyente los desacuerdos entre las distintas capas sociales.3 Lejos de seguir su deber de servicio y fidelidad —que el criado debía a su amo, según mentalidades todavía teñidas por los valores del vasallaje—, Sempronio está guiado por el principio del egoísmo utilitario y no duda en traicionar a su amo al pactar con Celestina a costa de Calisto, ya que, según el criado, “más vale que pene el amo que no que peligre el mozo” (III, 98). Además, el papel cómico clásico del criado se desvía a menudo, en La Celestina, hacia la crítica amarga. En el acto XIV, las intervenciones de Sosia y Tristán constituyen un contrapunto prosaico que evidencia aún más lo ridículo del encuentro pseudocortés de Calisto y Melibea. Además, los criados juzgan moralmente el comportamiento de sus amos. Dice, por ejemplo, Tristán: “Veslos a ellos [Calisto y Melibea] alegres y abrazados, y sus servidores con harta mengua degollados” (XIV, 274). El caso de Pármeno es más problemático. El joven criado de Calisto muestra primero una gran fidelidad hacia su amo, a quien advierte contra 3
Lida de Malkiel señala de hecho una curiosa peculiaridad del aparte en La Celestina: “[...] con una sola excepción del débil Calisto, intimidado por sus propios sirvientes (I, 67), el aparte está exclusivamente en boca de la gente baja. También aquí es evidente el propósito de hacer verosímil este recurso convencional, pues es lógico que los señores se expresen con libertad en el diálogo y el soliloquio, mientras los criados, que entretejen en torno suyo una como ronda de astucias y codicias, deben reprimir en su presencia la expresión de sus intereses, que a lo sumo pueden confiarse a los oídos de un paniaguado, no a los del amo” (1970 [1962]: 138).
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los engaños de Celestina (I, 53 y sgs.). Cuando se niega a ser cómplice de la alcahueta, Pármeno explica: “amo a Calisto porque le debo fidelidad, por crianza, por beneficios, por ser dél honrado y bien tratado, que es la mayor cadena que el amor del servidor al servicio del señor prende, cuanto lo contrario aparta” (I, 69). Como demostró Joset (1984), Pármeno se encuentra entre dos sistemas distintos de relaciones amos-criados: primero, el sistema de criados antiguos, basado en un vínculo ético; y segundo, el sistema de nuevos criados, basado en un vínculo económico. Pármeno representa así una época de transición social. La evolución del personaje del primer sistema al segundo, y desde la fidelidad hasta la traición, es paulatina y se debe a varios factores. En primer lugar, la actitud de Calisto, que no solo no presta atención a los consejos de su criado, sino que incluso lo reprende. Este comportamiento injusto suscita la reacción de Pármeno: “Quéjome, señor, de la duda de mi fidelidad y servicio, por los prometimientos y amonestaciones tuyas. ¿Cuándo me viste, señor, envidiar, o por ningún interese ni resabio tu provecho estorcer?” (I, 63). Después de su primera discusión con Celestina, y a pesar de los muchos argumentos y promesas de recompensa que le ofrece la tercera, Pármeno resuelve mantenerse fiel a Calisto. Sin embargo, otro diálogo con su amo, que permanece sordo a sus advertencias y lo trata como un mero mozo de espuelas, lo enoja: ¡Allá irás con el diablo! A estos locos decildes lo que les cumple, no os podrán ver. Por mi ánima, que si agora le diesen una lanzada en el calcañal, que saliesen más sesos que de la cabeza. ¡Pues anda, que a mi cargo que Celestina y Sempronio te espulguen! ¡Oh desdichado de mí! Por ser leal padezco mal. Otros se ganan por malos, yo me pierdo por bueno. El mundo es tal; quiero irme al hilo de la gente, pues a los traidores llaman discretos; a los fieles, necios. (II, 92)
Luego, una nueva maniobra de Celestina, que regala al joven el cuerpo de Areúsa, acaba definitivamente con la lealtad tan mal pagada de Pármeno. No obstante, es obvio que si Celestina afianza la insolidaridad social, es ante todo la conducta social inapropiada de Calisto la que genera la ruptura del nexo criado-amo. El inframundo prostibulario tampoco deja de criticar duramente las capas sociales más altas. La portavoz más feroz de este tipo de discursos es sin
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duda Areúsa. En el acto IX, después de que Sempronio haya recalcado el alto linaje de Calisto y Melibea, la prostituta rechaza el carácter genealógico de la aristocracia y aboga por una nobleza de actos: “[...] las obras hacen linaje, que al fin todos somos hijos de Adam y Eva. Procure de ser cada uno bueno por sí, y no vaya a buscar en la nobleza de sus pasados la virtud” (IX, 208). Repite esta idea en el acto XVIII, cuando dice a Centurio “no curemos de linaje ni hazañas viejas” (XVIII, 311). Más adelante en el acto IX, la llegada de Lucrecia engendra por parte de Areúsa una larga diatriba en contra de la vida de las criadas, discurso en el que sobresalen la desigualdad social, el maltrato de las sirvientas, la crueldad de las amas y el afán emancipador de la prostituta: Así goce de mí, que es verdad que estas que sirven a señoras ni gozan deleite ni conocen los dulces premios de amor. Nunca tratan con parientas, con iguales a quien puedan hablar tú por tú, con quien digan: “¿Qué cenaste?”, “¿Estás preñada?”, “¿Cuántas gallinas crías?”, “Llévame a merendar a tu casa”, “Muéstrame tu enamorado”, “¿Cuánto ha que no te vido?”, “¿Cómo te va con él?”, “¿Quién son tus vecinas?” y otras cosas de igualdad semejantes. ¡Oh tía, y qué duro nombre y qué grave y soberbio es “Señora” contino en la boca! Por esto me vivo sobre mí desde que me sé conocer. Que jamás me precié de llamarme de otrie sino mía, mayormente destas señoras que agora se usan. Gástase con ellas lo mejor del tiempo, y con una saya rota de las que ellas desechan pagan servicio de diez años. Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante ellas no osan. Y cuando ven cerca el tiempo de la obligación de casallas, levántanles un caramillo: que se echan con el mozo o con el hijo, o pídenles celos del marido, o que meten hombres en casa, o que hurtó la taza o perdió el anillo. Danles un ciento de azotes y échanlas la puerta fuera, las haldas en la cabeza, diciendo: “¡Allá irás, ladrona, puta; no destruirás mi casa y honra!”. Así que esperan galardón, sacan baldón; esperan salir casadas, salen amenguadas; esperan vestidos y joyas de boda, salen desnudas y denostadas. Éstos son sus premios, éstos son sus beneficios y pagos. Oblíganse a darles marido, quítanles el vestido. La mejor honra que en sus casas tienen es andar hechas callejeras, de dueña en dueña, con sus mensajes a cuestas. Nunca oyen su nombre propio de la boca dellas, sino “Puta” acá, “Puta” acullá. “¿Adó vas, tiñosa?”, “¿Qué heciste, bellaca?”, “¿Por qué comiste esto, golosa?”, “¿Cómo fregaste la sartén, puerca?”, “¿Por qué no limpiaste el manto, sucia?”, “¿Cómo dijiste esto, necia?”, “¿Quién perdió el plato, desaliñada?”, “¿Cómo faltó el paño de manos, ladrona? A tu rufián le habrás dado”. “Ven acá, mala mujer,
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¿la gallina habada no parece?, pues ¡búscala presto!; si no, en la primera blanca de tu soldada la contaré”. Y tras esto, mil chapinazos y pellizcos, palos y azotes. No hay quien las sepa contentar, no quien pueda sofrirlas. Su placer es dar voces, su gloria es reñir. De lo mejor hecho menos contentamiento muestran. Por esto, madre, he querido más vivir en mi pequeña casa, esenta y señora, que no en sus ricos palacios, sojuzgada y cativa. (IX, 212-213; cursivas mías)
Después de resaltar la arbitraria opresión a la que las señoras someten a las criadas de servicio doméstico, la ramera se resigna con la mediocritas que representa su “pequeña casa”.4 Como explica Díaz Tena, “la emancipación en cuestiones económicas es la que le reporta a Areúsa su independencia, verse libre de la autoridad” (2012: 92). El rencor de Areúsa se exacerba después de la muerte de los criados y de Celestina. En el acto XV, planifica con Elicia vengarse de los amantes nobles a los que ambas rameras juzgan responsables de estos fallecimientos. Elicia incluso maldice a los amos: ¡Oh Calisto y Melibea, causadores de tantas muertes, mal fin hayan vuestros amores! En mal sabor se conviertan vuestros dulces placeres, tórnese lloro vuestra gloria, trabajo vuestro descanso; las yerbas deleitosas donde tomáis los hurtados solaces se conviertan en culebras; los cantares se os tornen lloro; los sombrosos árboles del huerto se sequen con vuestra vista; sus flores olorosas se tornen de negra color. (XV, 290)
Es evidente el carácter premonitorio de tal maldición, ya que el huerto se convierte pronto en el escenario de las muertes de los amantes. A pesar de ser empleada como mediadora social, Celestina, como ya se ha dicho, también favorece la insolidaridad entre las distintas capas sociales. Ella misma es consciente de las diferencias sociales fundadas en la disparidad económica, y menosprecia repetidas veces a los acomodados: Yo soy querida por mi persona; el rico por su hacienda. Nunca oye verdad; todos le hablan lisonjas a sabor de su paladar; todos le han envidia. Apenas hallará un rico que no confiese que le sería mejor estar en mediano estado o en honesta
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Para un análisis de este parlamento de Areúsa, véase Beltrán (2014).
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pobreza. Las riquezas no hacen rico, mas ocupado; no hacen señor, mas mayordomo. Más son los poseídos de las riquezas que no los que las poseen. A muchos trajeron la muerte, a todos quitaron el placer y a las buenas costumbres ninguna cosa es más contraria. (IV, 120)
Para Asenjo González, esta alabanza de las clases medias que propone Celestina, cuando “refiere a Melibea las ventajas del ‘mediano estado’ o de honesta pobreza poniéndolo en contraste con las responsabilidades y quebraderos que comportan las riquezas” (2008: 29), recuerda los argumentos aducidos por el humanista Fernando de Roa, partidario de un aristotelismo político. Pero si Celestina se hace agente del desorden social es, ante todo, por su papel de tentadora de Pármeno. La alcahueta percibe, en efecto, el peligro que representa, para sus negocios, la fidelidad de este criado hacia su amo. Por tanto, en los actos I y VII, despliega toda una serie de estrategias retóricas con el fin de ganarse su adhesión, como advierte a Sempronio desde el primer acto: [...] déjame tú a Pármeno, que yo te le haré uno de nos, y de lo que hobiéremos démosle parte, que los bienes, si no son comunicados, no son bienes. Ganemos todos, partamos todos, holguemos todos. Yo te le traeré manso y benigno a picar el pan en el puño, y seremos dos a dos y, como dicen, tres al mohíno. (I, 65)
Entre los argumentos que utiliza la vieja, no falta una amonestación general contra los amos. En efecto, Celestina percibe atinadamente la poca atención que Calisto presta a los avisos de su criado y remacha el clavo para convencer a Pármeno de que estime a Sempronio en vez de a su amo: [...] deja los vanos prometimientos de los señores, los cuales desechan la sustancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. Como la sanguijuela saca la sangre, desagradecen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón. ¡Guay de quien en palacio envejece! [...] Estos señores deste tiempo más aman a sí que a los suyos, y no yerran. Los suyos igualmente lo deben hacer. Perdidas son las mercedes, las manificencias, los actos nobles. Cada uno destos cativan y mezquinamente procuran su interese con los suyos. Pues aquéllos no deben menos hacer, como sean en facultades menores, sino vivir a su ley. Dígolo, hijo Pármeno, porque este tu amo, como dicen, me parece rompenecios. De todos se quiere
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servir sin merced. Mira bien, créeme. En su casa cobra amigos, que es el mayor precio mundano; que con él no pienses tener amistad, como por la diferencia de los estados o condiciones pocas veces contezca. (I, 73-74)
La tensión social es, pues, patente a lo largo de La Celestina a través de la denuncia que hacen las capas sociales bajas del comportamiento de las clases altas. El mundo social de la (Tragi)comedia responde así al principio de la contienda generalizada que desarrolla el autor en su prólogo. Cuando parte de la cita de Heráclito, “Todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla” (15),5 después de los ejemplos meteorológicos y zoológicos, el autor del prólogo aplica esta regla del conflicto general al funcionamiento del mundo humano: [...] ¿qué diremos entre los hombres a quien todo lo sobredicho es sujeto? ¿Quién explanará sus guerras, sus enemistades, sus envidias, sus aceleramientos y movimientos y descontentamientos? ¿Aquel mudar de trajes, aquel derribar y renovar edificios y otros muchos afectos diversos y variedades que desta nuestra flaca humanidad nos provienen? [...] la mesma vida de los hombres, si bien lo miramos, desde la primera edad hasta que blanquean las canas, es batalla. (19)
II. De la contienda a la ruptura social II.1. El conflicto entre amos y criados: infidelidad y antifeudalismo La tensión entre amos y criados se recrea en la mayor parte de las reescrituras celestinescas contemporáneas, aunque no siempre por los mismos motivos que los que aparecen en La Celestina primigenia. En Los polvos de la madre Celestina (1840), por ejemplo, Esparaván, el criado del farmacéutico Nicodemus imaginado por Hartzenbusch, también busca ante todo su
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En su monografía La Celestina y el mundo como conflicto (2004), Consolación Baranda parte de esta misma cita de Heráclito y estudia sus orígenes en la filosofía clásica antes de examinar la noción de conflicto vista por el Derecho de la época de Rojas. Demuestra así que la concepción del mundo humano como desorden conflictivo es solidaria de la formación académica de Rojas.
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interés propio y se vuelve desobediente, aunque en este caso tal actitud se explica más bien por los rasgos de cobardía del personaje y no tanto por la insolidaridad social. Asimismo, el criado de la comedia de magia tiende a reducirse a un mero papel de bufón, bien alejado de la compleja psicología de un Pármeno: lo pegan los demás personajes, se esconde, y sus apartes son ante todo cómicos. Esparaván es consciente de deber obediencia a Nicodemus, a pesar del mal tratamiento que le ofrece este, comportamiento comentado amargamente por el criado: “[...] la obligación de un mancebo es consagrar a su principal todo su individuo [...]. Para eso nos alimentan de sobras, nos visten de deshechos y se guardan el dinero que les ganamos” (Hartzenbusch 1840: 9). La oposición entre el criado y el farmacéutico se desarrolla luego hasta el punto de que Esparaván se convierte en criado de Celestina (76). Así lo puede proteger ella y, si se la condena a la hoguera, el criado siempre se podrá salvar a sí mismo denunciándola, como resuelve en la escena 7 del acto III. En la escena siguiente, Esparaván intenta darle una cuchillada a Nicodemus y se anima: “voy a descabezar a mi ex-maestro donde le halle” (77). Por su parte, Milagros Pierna no crea nuevos personajes de criados, sino que centra su atención en Lucrecia. Como se ha visto, en La Celestina original, la sirvienta de Melibea no forma parte del juego de tensiones sociales integrado por los criados de Calisto y las rameras. En Una blanda muerte o Melibea (1998), sin embargo, Lucrecia se presenta como una criada insolente, a la vez que muy cómplice con su ama, capaz de burlarse de la pasión de Melibea y de advertirla contra los peligros del amor. Retoma de este modo el papel del criado consejero y moralizador de Sempronio. En el texto de Pierna, es Lucrecia, por ejemplo, y no Sempronio, quien apunta lo subversivo de las parodias sacroprofanas de Calisto: “Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer que servirle de alcahuete a ese saltaparedes” (Pierna 1998: 14). Más adelante, Lucrecia habla con Melibea del problema de la honra que supone su relación con el joven (21). Sin embargo, al igual que ocurría entre Calisto y Pármeno, aquí Melibea tampoco presta atención a los consejos de Lucrecia. Mientras esperan la llegada del futuro amante al huerto, Melibea y su criada se oponen mediante un intercambio de argumentos que recuerda las discusiones entre Calisto y sus criados del segundo acto de La Celestina original. No obstante, los desacuerdos entre criados y amos no llegan aquí a las mismas consecuencias de infidelidad que en la (Tragi)comedia.
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La tensión entre las bajas y las altas capas sociales viene más bien representada por el conflicto y rencor latentes que oponen a Celestina y Lucrecia a Pleberio, padre de Melibea. Tal tensión no se debe a una denuncia de la desigualdad o del maltrato, sino que se explica por sufrimientos amorosos: tanto Celestina como Lucrecia se habían enamorado de Pleberio y habían sido abandonadas por el noble. En el caso de la alcahueta, Pleberio le había prometido el matrimonio antes de dejarla por deshonrada y casarse con Alisa (75). Esta transmotivación del conflicto social significa también una transmotivación del desenlace de la obra.6 En la obra teatral de Pierna, las muertes encadenadas de los amantes forman parte del plan de venganza de Celestina en contra de su antiguo amor: Tú me hiciste sufrir a mí, Pleberio, como nunca ha sufrido Celestina por nadie, ni antes ni después, y sufrí sola. He esperado este momento durante casi veinticinco años. Lo he preparado con tanta paciencia y tanto afán que ni el mismo Satanás ha querido quitármelo. Te haré tragar todo el veneno, toda la muerte en vida que yo tragué por ti. (71-72)
Después del suicidio de Melibea, la misma Lucrecia se muestra despiadada hacia el padre de su ama: “[...] yo sufrí sola cuando me olvidaste, Pleberio. Sufre ahora tú” (72). En Terra Nostra, es mucho más completo el retrato de la época de transición socioeconómica que ya ilustraba La Celestina primigenia. En efecto, la obra mexicana recrea, bajo el reino de Felipe II, un periodo marcado tanto por un cambio de economía como por la difícil relación entre poderosos y sirvientes. El desarrollo de una economía monetaria parece escapar del control del monarca y contrarrestar su autoridad. Durante una conversación entre el Señor (el rey Felipe), examante de Celestina, y Guzmán, su secretario
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Como vimos en el capítulo IV, la transmotivación es un concepto elaborado por Genette en Palimpsestes (1982). Se refiere a la “substitution de motif ” (457), o sea al cambio de la causa de una acción. En el texto de Pierna, la muerte de Melibea ya no se debe, al contrario de lo que ocurría en la Tragicomedia, a la muerte de Calisto, explicada a su vez por la cadena de muertes de criados y venganzas de rameras anteriores, sino que tiene que ver con la voluntad de venganza de Celestina y, en última instancia, con la pena de amor que Pleberio había infligido a la alcahueta en épocas anteriores.
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y sotamontero, aquel sigue pensando en la lucha contra la herejía y este le contesta: —[...] Nada sé de teologías. Sólo sé que en vez de fabricar por encargo y para el uso de vuestro dominio, ahora los hombres producen las cosas sin que nadie se las encargue, las venden... —¿A quién? —A quiénes, más bien. Pues a los compradores; al azar; reciben dinero; utilizan mediadores; se especializan; hay nuevos poderes levantados, no sobre la sangre, sino sobre el comercio de la sal, el cuero, el vino, el trigo, la carne... —Mi poder es de origen divino. —Hay una divinidad mayor, con su perdón, Señor, y se llama el dinero. Y la ley de ese dios es que las deudas, al cumplirse, se pagan. Señor: vuestras arcas están vacías. (Fuentes 1975: 386)
Como analizó Abeyta, Terra Nostra retrata efectivamente la transición “from a gift economy to exchange economy” (2004: 290), describiendo así la era precapitalista que empieza en época de La Celestina. El comendador, que propone pagar las deudas del señor gracias a un préstamo con intereses, prolonga luego la reflexión de Guzmán con una apología de la economía dineraria y del cambio que llega a tomar un cariz disidente: Cada puta hile y coma y el rufián que aspe y devane, los productos deben ser de quienes les dan alas, los transforman, les hacen multiplicar su valor, ¿no lo creía así Señor?, los tiempos habían cambiado, los códigos de antaño dejaban de tener su viejo uso y valor, antes la enfermedad y el hambre hacían acariciar esperanzas ultraterrenas, pero basta con trabajar, Señor, dedicar la vida a la dura labor y cosechar sus frutos aquí mismo, en la tierra y, a pesar del bajo origen, los favores del mérito, si no los de la sangre: el dinero hace al hombre entero y los duelos con pan son menos; yo vivo, alto Señor, de lo que gano y de lo que cambio; ello no me impide serviros y apoyar con mis fatigas un poder basado en lo que ya se tiene porque se heredó. Que no se me juzgue duramente: a nuevos tiempos, nuevos usos; los interdictos de nuestra fe, que tan severa ha sido con los de mi oficio, correspondían a un mundo deshecho, enfermo, hambriento, Señor, a un mundo estancado. (389)
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Además de dichos cambios en el ámbito económico, Terra Nostra también tematiza la transición española de finales del siglo xv en el ámbito social. La figura del secretario real Guzmán, en este sentido, anuncia la ruptura del feudalismo: su actitud amenazante hacia el rey dormido (183) o su rencor y menosprecio con respecto a las actitudes débiles de este (185) constituyen tan solo unos pocos ejemplos de la tensión que opone el sirviente a su monarca. No obstante, y como ocurría en La Celestina original, el amo no es consciente de esta tensión de la que será, sin embargo, víctima. El vasallo quiere romper un nexo feudal que se ha vuelto caduco por incumplimiento del Señor. Guzmán le dice así al rey dormido: Mis padres y mis abuelos, Señor, cumplieron ante los tuyos la ceremonia del homenaje y así concluyeron un pacto: nuestro servicio a cambio de vuestra protección. De esta manera, manteníamos todos el principio fundamental de nuestra sociedad: ningún señor sin tierra y ninguna tierra sin señor. Y manteníamos el equilibrio entre la fuerza y la necesidad: el poder del Señor a cambio de la protección y supervivencia del débil. Y dentro de este pacto mayor, otro menor aunque no menos considerable, concentrado y para mí, Señor, vital: nuestro servicio de nobles vasallos otorgado a cambio de tu protección aseguraría que los nobles siempre seríamos nobles y los villanos siempre villanos, pues las sangres de unos y otros no son iguales, ni pueden serlo sus destinos. Veme hoy, Señor, nacido hidalgo y convertido en criado; y la culpa es tuya. No cumpliste el trato. Continuó nuestro servicio pero no tu protección. Permitiste que se debilitara nuestro poder, basado en la tierra, frente a los poderes del comercio, basado en el dinero. (185)
Guzmán planea entonces arruinar al señor, vengarse de su actitud humillante y con paciencia arrebatarle su poder para gobernar en su nombre, “como gobernaron los mayordomos de los reyes holgazanes de Francia” (187). El noble convertido en criado, insatisfecho con la reconfiguración socioeconómica de su tiempo, decide invertir aún más las categorías sociales al tomar el sitio del rey. En Escuchando a Filomena (2000) de Moisés de las Heras, el personaje de Gutier, consejero del rey Alfonso XI y autor de La Celestina, como vimos, también se interroga sobre el sistema feudal de su tiempo (mediados del siglo xiv) y la repartición social que implica. Su inconformidad es analizada
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por uno de sus interlocutores, don Juan Manuel, futuro autor de El conde Lucanor: [...] cierto que cada cual ocupa su escalafón en la sociedad, pero cada uno debe desempeñar su servicio desde el lugar de su suerte. Y pienso que si usted reniega, don Gutier, es porque no acepta el asiento donde le ha instalado Dios para el servicio a los demás, impugnando así lo que Dios dispuso en la naturaleza. (Heras 2000: 77)
Don Juan Manuel reprocha a Gutier poner en tela de juicio un funcionamiento social considerado como natural y por ello inmutable, en tanto que previsto por Dios. En este marco, cada uno ocupa una posición determinada en relación con la posición de los demás. He aquí los rasgos esenciales del feudalismo y de su organicismo. Lo que denuncia Gutier en el sistema social son, ante todo, las “injusticias” que los nobles cometen “para beneficio del buen gobierno y de la mayoría”. Considera que este comportamiento bien podría, finalmente, obstaculizar el acceso de las altas capas sociales al reino de Dios: [...] ¿y si nos condenamos al fuego eterno? ¿No es lícito, pues, obsesionarse por el tiempo de que disponemos en la tierra que será el único, ya que nos condenaremos? Y ya que estamos condenados, ¿nos servirá de algo seguir fieles a nuestras obligaciones? ¿No sería mejor pecar del todo, ya que nada podemos solucionar, y al menos disfrutar en la tierra, incumpliendo nuestras gabelas? (79)
Al poner en tela de juicio el funcionamiento feudal —a cada posición corresponde una serie de obligaciones, “gabelas” que conviene cumplir— a partir de un principio cristiano —el merecimiento del paraíso—, la crítica social del autor de La Celestina se desliza hacia un cuestionamiento de la moral cristiana: interrogar el orden social dispuesto por Dios conlleva a interrogar la misma finalidad de este mismo orden. Tal invitación al disfrute terrenal corresponde, además, a la revalorización del pecado carnal reivindicada por Gutier, como vimos en el capítulo anterior.
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II.2. El antiabsolutismo Las recreaciones contemporáneas sitúan casi siempre las tensiones entre poderosos y subalternos en un marco tardomedieval o renacentista coetáneo del periodo de redacción y difusión de la obra de Rojas. En este contexto, los conflictos sociales tematizados dan lugar a reflexiones sobre la arbitrariedad del poder monárquico e imperial que gobernó la España de la época y sus nuevas tierras de ultramar. En El manuscrito de piedra (2008), tales reflexiones, situadas en el contexto del dominio de los Reyes Católicos, se bosquejan a la luz del humanismo cívico que se desarrolla en tiempos de La Celestina. Por tanto, no es dato baladí que García Jambrina ficcionalice la figura de Fernando de Roa, pensador de la escuela aristotélica de Salamanca del siglo xv que, en la línea de su maestro Pedro de Osma —a su vez discípulo de Alonso de Madrigal “El Tostado”—, se basa en la Política de Aristóteles para cuestionar el poder de la monarquía y su carácter hereditario (Flórez Miguel 2007). García Jambrina imagina el encuentro entre el humanista y Fernando de Rojas en las cuevas de una Salamanca que el propio Roa define como “la Atenas castellana” (García Jambrina 2008: 84) por ser la “nueva cuna del saber” de su tiempo. El Roa de García Jambrina funda en estas cuevas una Academia humanista, paralela a la universidad de arriba (265), donde se forman sus discípulos. Este Roa ficcionalizado se hace el portavoz de una nueva era, cuyos principios parecen configurar un manifiesto humanista: Somos partidarios de una monarquía electiva donde puedan convivir las diferentes religiones y creencias y donde exista un reparto más justo de los deberes y los privilegios. Asimismo, queremos reformar la Iglesia, revisar sus dogmas, sus métodos y su jerarquía. Por último, somos totalmente contrarios a la escolástica7 y a la preeminencia de los estudios teológicos; por eso propugnamos una vuelta a la antigüedad romana y griega y un programa en el que el hombre sea el verdadero centro de nuestras enseñanzas. (265-266)
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Es de notar que es contradictoria esta crítica de la escolástica, dada la cepa aristotélica de esta. Roa dice afiliarse, en efecto, al pensamiento de Aristóteles.
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El personaje de Rojas elaborado por García Jambrina, que se analizará más adelante, concuerda con este programa de Roa. En Las conversiones (1981), José Martín Recuerda también tematiza el poder de los reyes españoles, en cuya crueldad y arbitrariedad centra su texto teatral. Sitúa la intriga celestinesca bajo el reinado de Enrique IV de Castilla. La descripción de este rey sigue las características generales del personaje histórico conocidas a través de documentos históricos. Apodado “el Impotente”, Enrique IV destaca en las crónicas por “su cultura e instrucción”, su “debilidad de carácter”, “sus huidas en la soledad, su afición al retiro”, su “exhibicionismo, suciedad y confusión sexual” (Morales, en Martín Recuerda 1981: 26-27). La representación de Martín Recuerda también hace hincapié en la homosexualidad del personaje, un rasgo apenas destacado por los historiadores. El rey de Las conversiones encarna un absolutismo desprovisto de sentido y de energía. A través de este personaje, se retrata un mundo medieval crepuscular y exánime. Lo refleja, por ejemplo, la interpretación que el mismo Enrique hace de su homosexualidad. Según él, se debe a la voluntad de su padre, quien incitó a su hijo al amor de los hombres (Martín Recuerda 1981: 146) con el fin de finalizar con su estirpe. El Enrique de Martín Recuerda se queja de su suerte como rey y expresa repetidas veces su afán de libertad. Recorre los caminos de Castilla en busca de esta libertad y de una razón para vivir. Sin embargo, su resolución desaparece cuando conoce a Celestina, su rival amorosa ya que le robó el cariño de su amante, Álvar. La búsqueda existencial cede entonces el paso al espíritu de venganza y a la crueldad del rey, que utiliza su derecho de vida y muerte sobre sus súbditos para hacer sufrir a la joven. Claudina, compañera de Celestina, maldice entonces al rey y denuncia la miseria social generada por las pasiones sin freno de los poderosos: Maldito seas, Enrique de Trastamara. Maldito mil veces, porque has legado a tu pueblo la sonrisa que hay que aprender para pedir limosna y poder vivir. Y cuando Isabel reine la sonrisa de limosneros seguirá en los labios de todos. País de hambre y de miseria, porque todos los reyes serán como tú y como los que nacieron del mismo vientre que naciste. (203)
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Este poder real, cruel a la vez que moribundo, es también tematizado en Terra Nostra. La primera parte de la novela, titulada “El Viejo Mundo”, consiste en efecto en la descripción de una España decadente, presa del absolutismo de un rey, Felipe II, que anhela la extinción de su linaje. Es de notar que el Felipe II elaborado por Fuentes, y que en la novela se denomina las más de las veces “el Señor”, no corresponde únicamente al rey español del mismo nombre, sino que representa más bien una síntesis de varios monarcas españoles.8 Este Señor encarna, como subrayaba su sotamontero Guzmán, un mundo obsoleto. Sin embargo, el rey se aferra a su ideal de un orden feudal monolítico y monodiscursivo, basado en un monarca único que se hace el abanderado de una sola fe. Esta ideología subyace en la obsesión de Felipe por el texto único: [...] ¿en qué se funda un gobierno si no en la unidad del poder?, y semejante poder unitario, ¿en qué se funda si no en el privilegio de poseer el texto único, escrito, norma incambiable que supera y se impone a la confusa proliferación de la costumbre? (Fuentes 1975: 241)
Al final de su reflexión, el monarca llega a la conclusión de que “Mejor esto, mejor yo, mejor un solo dogma, cualquiera, que un millón de dudas, debates, cualesquiera” (260). Como apunta Durán, el motivo de la versión única, de la verdad inalterable e inconmovible, que reclaman para sí los detentadores del poder, se asocia con la maldad en varias obras del autor mexicano: “In La cabeza de la Hidra, as in Terra Nostra and Cambio de piel, governments and ideologies with pretensions to exclusive possession of truth are seen by Fuentes in essentially Hegelian terms as perpetrators of the evil of tragic oppositions” (Durán 1986: 352). Se trata aquí, pues, de un absolutismo interpretativo, del monopolio de la exégesis, más que del poder absoluto político. Tal vez dicha tematización, recurrente en la narrativa del mexicano, del absolutismo y de sus portavoces, se pueda referir a alguno de los desafíos de la nueva novela hispanoamericana. Como apunta el mismo Fuentes (1969: 11) en el ensayo que dedica a esta corriente literaria, es en
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Para un análisis pormenorizado de la figura de Felipe en la novela de Fuentes, véase Bennani (1982: 223-228).
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efecto necesario cuestionar la figura del dictador como arquetipo esencial de la literatura de América Latina. El absolutismo representado por el Señor hace eco a otras tiranías, como el de Tiberio o el del Imperio azteca, que también se retratan en Terra Nostra. Incluso el resultado de la conquista de América se traduce en la instauración de un poder arbitrario, basado en una rígida jerarquía social. De regreso del Nuevo Mundo, Ludovico, compañero de Celestina, le comenta a Felipe II que El mismo orden que tú quisiste para España fue trasladado a la Nueva España; las mismas jerarquías rígidas, verticales; el mismo estilo de gobierno: para los poderosos, todos los derechos y ninguna obligación; para los débiles, ningún derecho y todas las obligaciones; el nuevo mundo se ha poblado de españoles enervados por el inesperado lujo, el clima, el mestizaje, las tentaciones de una injusticia impune... (904)
En este sentido, los personajes de Celestina que aparecen en Terra Nostra constituyen el reverso de tal ideología. Al contrario del rey, Celestina encarna efectivamente la multiplicidad de las lecturas. El hecho de que la protagonista de Rojas se difracte en varios personajes distintos revela ya en sí la posibilidad de incrementar el número de interpretaciones de un mismo texto. Además, frente al absolutismo y a la doxa que simboliza Felipe, el conjunto de Celestinas del relato encarna, por su parte, la disidencia y la heterodoxia. Como vimos,9 la primera Celestina de Terra Nostra es la pintora del capítulo inicial. Durante un paseo por un París preso de varias catástrofes sobrenaturales y de las exacciones de sectas milenaristas, un joven llamado Polo Febo se encuentra con esta chica de labios tatuados (37). La muchacha se presenta enseguida como pregonera del cambio: una revolución está en marcha y traerá un “nuevo milenio [que] debe expulsar las nociones de sacrificio, trabajo y propiedad, para instaurar un solo principio, el del placer” (39-40). Esta Celestina se hace así portadora del discurso revolucionario de los milenaristas que invaden la capital francesa. Es forzoso constatar que, como ya examinamos, tal discurso entra en sintonía con los discursos de aquellos
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Véase el capítulo dedicado al mitema de la mediación mágica.
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herejes adamitas que Felipe II combatirá algunos capítulos más adelante. Esta asociación de Celestina con la herejía contribuye también a alejar al personaje de origen rojano del paradigma encarnado por Felipe. En efecto, “frente a lo único del dogma, la herejía establece un orden dialógico en el discurso” (López 1982: 119) y así se opone a la univocidad preconizada por el poder absolutista. Anderson (2003: 66) considera asimismo que la heteroglosia de los personajes subversivos de Terra Nostra, con Celestina a la cabeza, se construye en contra de la ideología del texto único de Felipe. Otra de las Celestinas del relato es una joven campesina violada por el padre de Felipe II el día de su boda. Traumatizada, la chica pacta con el diablo con el fin de vengarse de la familia real y quema sus manos para afirmar tal comunión demoníaca. Al contrario de la Tragicomedia, en Terra Nostra el demonio contesta la invocación de Celestina con la que concluye un pacto: “Escúchame, mujer: te diré cómo vencer a la muerte; te diré como vencer a este atroz orden masculino” (642). Así, recibe del diablo una función de transmisora de saberes subversivos. Esta Celestina pasa el testigo de su misión subversiva a una tercera Celestina, cuyos labios tatúa mediante un beso con el que le trasfiere su memoria y su identidad: “Crece, haz por parecerte a mí, te dejo los labios heridos, en ellos mi memoria, en ellos mis palabras [...], tú te llamas Celestina” (664). Cita luego a esta nueva Celestina, veinte años después, en la playa del Cabo de los Desastres. El objetivo de la cita es recoger a Peregrino, náufrago procedente del Nuevo Mundo, para que narre sus aventuras en la corte de España y así trastorne las concepciones del Viejo Mundo. Cuando despierta a Peregrino, la Celestina de los labios tatuados le transmite un mensaje disidente que corresponde a la misión diabólica de la Celestina de las manos quemadas: “quiero que rompas el orden de este lugar como se rompe una perfecta copa de delgadísimo cristal” (313-314). Como la Celestina de las manos quemadas, esta nueva Celestina de los labios tatuados se vuelve la portavoz de una filosofía subversiva, destinada a minar el orden establecido. El beso de Celestina comienza así un rito de iniciación para el héroe que recupera de este modo su memoria y acepta su papel contestatario. Después de revelar la existencia del Nuevo Mundo para turbar el Viejo Mundo, Peregrino y Celestina toman el mando de los comuneros en la Guerra de las Comunidades de Castilla contra el absolutismo real. Carlos
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Fuentes otorga una gran importancia a este acontecimiento, que considera uno de los primeros intentos democráticos de la historia hispánica, ya que la rebelión desafió el absolutismo de los Habsburgo a la vez que luchó por el desarrollo de los derechos civiles. En su ensayo Cervantes o la crítica de la lectura, donde ofrece claves para leer Terra Nostra, Fuentes explica que los instigadores de dicha rebelión reivindicaban, en efecto: [...] la supresión de puestos políticos y administrativos otorgados en perpetuidad, la renovación periódica de los funcionarios públicos, y el control público del ejercicio de sus funciones; poner fin a las persecuciones contra los judíos conversos; el rechazo del pago de tributos extraordinarios y la implantación del principio de tasación mediante representación. (Fuentes 1976: 60)
Es de notar que el episodio de los comuneros ha sido ampliamente comentado a lo largo de la época contemporánea. Al lado del examen documentado que le dedica Ramón Menéndez Pidal en su monumental Historia de España —donde subraya, entre otros aspectos, la participación importante de los nobles, caballeros y eclesiásticos en el movimiento comunero—, se han producido lecturas que instrumentalizan este hecho histórico hasta convertirlo en uno de los mitos fundacionales de la lucha política y social por las libertades. Los liberales del siglo xix, por ejemplo, hacen de la rebeldía comunera un referente y antecedente histórico de su proyecto político, mientras que los regionalismos han convertido este hecho histórico en estandarte de la región castellana. Por su parte, el regeneracionismo ha transformado el mismo acontecimiento histórico en un símbolo del entierro del mundo medieval que todavía puede inspirar a los intelectuales para regenerar España (Berzal de la Rosa 2008). La interpretación que Fuentes hace de la Guerra de las Comunidades de Castilla en su Cervantes o la crítica de la lectura (1976) se inscribe en esta dinámica que mitifica a los comuneros como libertadores. En este episodio de Terra Nostra, no es que la misma Celestina luche contra la autoridad, sino que impulsa la rebeldía de los comuneros. Asimismo, la Celestina de las manos quemadas no vence por sí misma el orden masculino, sino que se hace transmisora del mensaje diabólico. En este comportamiento subyace el papel de intermediaria, más que de actriz, de los distintos personajes de Celestina. Estas protagonistas se convierten además en portavoces
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y abanderadas de las clases bajas, cuya desposesión y cuyo afán emancipador pregonan en una narración que se estructura precisamente alrededor de dos rebeliones, la de los comuneros y la de los milenaristas (Oloff 2011: 10). En la ficción como en la realidad, el episodio de las Comunidades de Castilla es violentamente reprimido en 1521. A juicio de Fuentes, esta derrota de la rebelión es muy significativa y permite interpretar la historia hispanoamericana a la luz de la historia española. Subraya así [...] la extraordinaria importancia, a mi parecer poco estudiada, de la derrota comunera en los destinos de la América Española. Al derrotar al movimiento democrático en 1521, España venció anticipadamente a sus colonias como entidades políticas viables. De allí la terrible dificultad de Hispanoamérica a partir de la Independencia: nuestras luchas por la descolonización han debido combatir, por así decirlo, un coloniaje al cuadrado: fuimos, al cabo, colonias de una colonia. Pues la Metrópolis que nos regía pronto se convirtió en las Indias de Europa. (Fuentes 1976: 63)
Durante la desbandada, Celestina cita a Peregrino cuatro siglos más tarde, en París,10 para esta vez dar pie a la nueva era cuyo advenimiento acaba de fracasar. En el último capítulo de la novela, situado en 1999, Polo Febo aparece pues como la reencarnación de Peregrino, recluido en su piso mientras espera el fin del mundo. Abre entonces la puerta a una joven de labios tatuados que lo besa y así le permite recuperar la memoria de sus vidas pasadas. Como vimos en el capítulo anterior, Celestina inicia luego una relación carnal con Polo Febo en la que el erotismo posibilita no solo una liberación total del ser, sino también una posibilidad de regeneración para la raza humana: los dos jóvenes se funden en un solo ser andrógino del cual renacerá la humanidad. La filosofía carnal y la necesidad de un cambio total de paradigma profesadas por las Celestinas de Terra Nostra se concretan finalmente a través de un nuevo Génesis con ecos platónicos: la unidad amorosa del andrógino hace caduca la misma idea de polaridad y de jerarquía que preconizaban ferozmente las figuras absolutistas (Felipe, Tiberio, Moctezuma) del relato de Fuentes.
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Sobre el simbolismo de París en esta novela, véase Schärer (1992).
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Además de multiplicarla en distintos personajes, Carlos Fuentes también fusiona la figura de Celestina con mitos provenientes de otras culturas. El personaje transficcional se ve, por ejemplo, integrado en una peculiar combinación con mitos prehispánicos. En efecto, durante sus aventuras en tierras mexicanas, Peregrino es guiado y formado en los misterios del Nuevo Mundo por una mujer, a veces joven, a veces mayor, a quien llama la Señora de las mariposas. Esta denominación, así como los aderezos que atavían a dicha personaje, identifican a esta Señora con la divinidad azteca Tlazoltéotl, diosa de las relaciones carnales, de los partos y de la purificación. Como demostró Folke Gernert (2012), este personaje se vincula directamente, en Terra Nostra, con las Celestinas del Viejo Mundo por sus mismos labios tatuados, pero también por su común función de mediadora y de guía iniciática cuya sensualidad fascina al novicio. Se trata de un nuevo caso de coalescencia en el que Celestina ya no se asocia con un personaje literario (Drácula, en Tragedia fantástica de Sastre) ni con un personaje bíblico (Salomé, en Areúsa en los conciertos, de Muñiz-Huberman), sino con una figura proveniente de mitos etnorreligiosos precolombinos. La intersección que favorece la asociación entre Celestina y la diosa azteca radica, por una parte, en su común papel de mediadora elaborado en Terra Nostra y, por otra, en los rasgos similares de su caracterización. Diosa de la lujuria, de los amores ilícitos y de los partos, capaz de provocar y curar enfermedades venéreas, Tlazoltéotl es caracterizada por actividades también vinculadas con la Celestina imaginada por Rojas, a la vez alcahueta, partera y curandera. El mismo Peregrino asocia la Señora de las mariposas con la Celestina de los labios tatuados, de la que dice: “ella es mi guía, en ambos mundos, sin ella lo olvido todo” (575). Según Gernert, este comentario subraya: [...] el carácter psicopompo de la mujer tatuada que —como las mariposas en el imaginario indígena— conduce las almas de un mundo a otro poniendo en contacto entidades diferentes. En este sentido se explica la etiqueta onomástica Celestina que desde el principio de la novela funciona como medianera entre diferentes planos narrativos e ideológicos gracias a la sabiduría y al don de la palabra, es decir a las artes retóricas que la alcahueta de Rojas dominaba magníficamente. (Gernert 2012: 482)
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Al igual que Celestina, Tlazoltéotl conecta además a Peregrino con su destino: le enseña que, en este Nuevo Mundo, él es en realidad Quetzalcóatl, la divina serpiente emplumada, de regreso en la tierra para acabar con los sacrificios humanos y para instaurar una civilización de paz. Se trata, en efecto, del papel que varias mitologías precolombinas atribuyen a la figura de Quetzalcóatl (Juan-Navarro 1996 y Lee 2015). En suma, Terra Nostra retoma y resemantiza la función principal de mediador que cumple el personaje tardomedieval de Rojas. Si Celestina desempeña de nuevo el papel de intermediaria entre hombres y mujeres, entre mundo diabólico y mundo humano, mediaciones ya presentes en La Celestina original, también interviene como intermediaria entre viejos y nuevos espacios geográficos: la Celestina-Tlazoltéotl guía a Peregrino-Quetzalcóatl en las tierras mexicanas, mientras que la Celestina de los labios tatuados lo reintroduce luego en el viejo continente, cuando lo despierta en el Cabo de los Desastres. De esta forma, Celestina permite que los demás personajes encuentren su destino. En este proceso, la alcahueta funciona a la vez como guía iniciática y catalizadora del cambio. Celestina participa activamente, por tanto, en el movimiento general de Terra Nostra que cuenta, a través de diferentes tramas, historias de rebeldía contra poderes arbitrarios: la Guerra de los Comuneros en contra de Felipe II (en la novela de Fuentes; Carlos I de España en la realidad histórica), la oposición de Quetzalcóatl frente a las prácticas sacrificiales o la Revolución mexicana en contra del imperialismo estadounidense. En este marco general, Celestina representa cada vez el elemento perturbador del relato, en el que introduce disidencia frente a los discursos monolíticos: es instigadora de la rebeldía de los comuneros, defiende el erotismo y el placer por encima de cualquier dogma religioso y, sobre todo, revela al héroe, Peregrino o Quetzalcóatl, su función de agitador. Celestina es, para Fuentes, una mediadora que siembra la transgresión para contrarrestar mentalidades retrógradas y dar paso a una era nueva. Esta utilización de la alcahueta clásica se adecua a la lectura que hace Fuentes de la Tragicomedia de Rojas. En Cervantes o la crítica de la lectura (1976), el escritor mexicano explica que, a su juicio, el texto rojano representa de forma modélica la transición histórica entre Edad Media y tiempos modernos. Y en este proceso, es precisamente la vieja madre quien actúa como
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la intermediaria por excelencia: “[...] la figura de la propia madre Celestina [es] uno de los personajes definitivos de la realidad literaria, la mujer que transita entre dos mundos, el de la realidad más puntual y el de la magia más inasible” (Fuentes 1976: 51). La Celestina rojana también es definida por Fuentes como catalizadora del cambio por antonomasia: “vieja trotera de la realidad urbana, la Celestina anuncia sin cesar la fatalidad del cambio” (52). Por esta función esencial que Carlos Fuentes perpetúa a través de sus propios personajes de Celestina, la protagonista de Rojas se acerca a una figura mítica que encarna a la vez cierto esoterismo y el mismo proceso de mediación: [...] la Celestina se reserva, siempre, un papel intocable por el orden social o por el accidente histórico: nadie puede despojarla de su función sagrada de maga, sibila secreta, protectora celosa de las verdades que los hombres persiguen y prohiben porque temen lo que el espejo de la hechicera refleja: la imagen del origen, la visión mítica, fundadora, del alba de la historia. Esoterismo significa, precisamente, eiso theiros, yo hago entrar. La Celestina, a todos los niveles, es la introductora: de la carne en la carne, del pensamiento en el pensamiento, de la fantasía en la razón, de lo ajeno en lo propio, de lo prohibido en lo consagrado, de lo olvidado en lo providencial, del sueño en la vigilia, del pasado en el presente. (52; cursivas mías)
Como explica Jorge Volpi, el autor mexicano pretendió dibujar, a través de Terra Nostra, un “mural que condensa las grandes preocupaciones de la modernidad” (2008: 75). De ahí que se centre en la transición entre la mentalidad feudal y el espíritu renacentista. Con este afán, “Fuentes no mira con desprecio al mundo medieval, [...] pero se centra en La Celestina, que comienza a minar todos sus fundamentos” (77). Efectivamente, en Geografía de la novela, Fuentes explica que considera la obra de Rojas como un clásico inscrito en la tradición de la rebeldía: “[E]scribir a contracorriente se volvió un hábito, angustioso, aunque lúdico, para Fernando de Rojas, el autor de La Celestina [...]. La tragicomedia de Rojas inaugura la novela urbana, itinerante, desilusionada e interiorizada, de la modernidad” (1993: 80). García Núñez interpreta por su parte Terra Nostra como una representación de la búsqueda de libertad en el mundo hispánico a través de la historia. Esta búsqueda, que primero pasa por una serie de polarizaciones entre opresión y
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rebeldía,11 acaba resolviéndose en el acto amoroso preconizado, justamente, por la protagonista de Rojas: “Polo y Celestina a través de la fusión andrógina, borran los conflictos que hicieron posible la opresión de la libertad” (1989: 65). Ahora bien, una de las Celestinas elaboradas por el autor mexicano escapa de esta función disidente. Curiosamente, se trata precisamente de la Celestina que más se acerca, por sus réplicas y por su retrato físico, a la vieja alcahueta de Rojas. Vimos en capítulos anteriores que la Celestina de las manos quemadas, la que está en el origen de la cadena de memorias que se construye hasta la parisina del siglo xx, cambia radicalmente de caracterización después de transmitir su memoria a la Celestina de los labios tatuados. Esta Celestina, envejecida, se ha transformado, en efecto, en la Celestina de Fernando de Rojas, es decir, en una vieja alcahueta que remienda los virgos y extorsiona dinero a sus clientes. En el caso de Terra Nostra, la vieja ayuda a que Felipe II utilice los favores sexuales de una novicia para deshacerse de los gemelos de Peregrino que amenazan el orden de su reino. Aquella Celestina está, por tanto, del lado del poder absoluto. Sin embargo, tal toma de posición del personaje no se debe a una adhesión firme y sincera a la realeza, sino que se explica más bien, pragmáticamente, por su voluntad de mejorar su situación económica. Como en La Celestina primigenia, es ante todo la búsqueda del interés propio lo que mueve a la vieja: “[S]iendo honrada, pobre soy, murmuró la madre Celestina, y cuando se cierran las bocas, ruego que se abran las bolsas...” (736). II.3. Otras fuentes de tensión: ruptura social, miseria y corrupción En los textos analizados hasta ahora, la tensión social entre amos y criados, ya presente en La Celestina primigenia, da lugar a una tematización importante del antifeudalismo, de la transición histórica del siglo xv y del absolutismo del xvi. En este proceso, los personajes del mundo celestinesco —desde luego Celestina, pero también su autor, ficcionalizado— se asocian
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Simson (1989: 60) también considera que el punto común entre las distintas tramas de Terra Nostra es la relación entre poder y rebelión.
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con los tiempos modernos, ya sea mediante discursos afines al humanismo o a través de su función de portavoces de las clases bajas, de antagonistas de los poderosos y de catalizadores del cambio. Ahora bien, la tensión social no se actualiza de esta forma en todas las reescrituras. Las piezas más breves del corpus —que incluyen los poemarios de Jorge Guillén y de Joaquín Benito de Lucas, así como los textos de Azorín y la minificción de Ramiro de Maeztu— escapan de la temática social, aunque no del motivo de la opresión.12 En estos casos, el poder absoluto no es social sino amoroso. En estos textos, lo que une y separa a la vez a Calisto y Melibea es un amor vampírico, total y autoritario que se apodera de las fuerzas y la voluntad de sus siervos. La Melibea de Joaquín Benito de Lucas deplora así su falta de libertad: [...] no soy dueña ni de mi tiempo ni de mi persona. Vendí mi libertad por un puñado de palabras, mi cuerpo a una promesa que no he cumplido, mis fidelidades a un corazón que ya no reconozco. (Benito de Lucas 1983: 73)
No es anodino que la Melibea del poeta español emplee un campo léxico próximo al feudal para expresar el despotismo amoroso: Calisto es el dueño de su libertad a quien debe fidelidad. Reutiliza de este modo un tópico cortés omnipresente en La Celestina primigenia. Por su parte, Manifiesto de Celestina (1995) contribuye de forma sutil al mitema de la tensión social al aniquilar cualquier vínculo social entre los
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Cabe constatar que, de forma general, las reescrituras más breves apenas esbozan los tres mitemas celestinescos. Este fenómeno tal vez se debe a que la misma brevedad de estos textos no permitiría el desarrollo de la estructura mítica. Ya vimos que, como explica Sellier (1984: 123), el mito necesita, para expresarse, un soporte textual de cierta extensión, correspondiente más a menos a la de la tragedia clásica. No obstante, estas reescrituras mínimas también son significativas por aludir, precisamente, a motivos vinculados con los mitemas evidenciados en el resto de la celestinesca contemporánea.
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personajes. Como anteriormente se ha visto,13 el hallazgo del manuscrito celestinesco provoca la enajenación total de la protagonista-narradora anónima, que incluso llega a rozar la locura. En este proceso, la lectura del “Manifiesto de Celestina” incita a que la periodista se aísle de la sociedad. Desde su automarginación, la protagonista observa su alrededor y percibe los seres que pueblan la ciudad como si fueran alimañas: “Las alimañas se visten con camisetas que tienen calcomanías con leyendas malditas escritas en inglés” (Mosquera 1995: 62). Esta percepción alucinada instaura una distancia insuperable entre el individuo y su entorno. Tal distancia no se explica por la hostilidad de dicho entorno —como sí es el caso de la celestinesca que se centra en el motivo del absolutismo y como también será el caso de los textos que integran el motivo inquisitorial, como luego se verá—, sino que este marco social se ha vuelto totalmente incomprensible: “No sé exactamente si convivo con las alimañas, si me parezco a ellas o si soy una de ellas. No me reconocen. No las reconozco. Las observo. Me acechan y las invento. Me inventan y las espío” (62). La lectura de los fragmentos de La Celestina contenidos en el “Manifiesto”, al generar, como ya se analizó, una pérdida de los puntos de referencia espaciotemporales y ontológicos de la protagonista, también hacen imposible la comunicación del ser con su sociedad: [...] yo no puedo identificarme ni identificarlas. Son iguales, y distintas; son otras. Abren las puertas y cierran las puertas. Se reúnen y se dispersan. Trato de acercarme a ellas, pero están ciegas y no me ven. Trato de hablarles y no responden porque están sordas y además no saben hablar. (91)
Al figurar esta ruptura social extrema a partir de la lectura de La Celestina primigenia, la reescritura argentina lleva a sus últimas consecuencias la tensión social contenida en el modelo rojano. Ahora bien, esta ruptura con su entorno genera, para la protagonista de Mosquera, una profunda angustia y un sentimiento de ahogo que sí tiene algo que ver con el estado de ánimo provocado por la opresión social en los textos analizados con anterioridad. Por tanto, con el caso de Manifiesto de Celestina, bien podríamos asistir no a una mera desaparición del mitema de la tensión social, sino a su transfiguración.
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Véase el capítulo dedicado al mitema de la mediación mágica.
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En otras reescrituras, lejos de traducirse en términos de ruptura social, de crítica del feudalismo o de cuestionamiento del absolutismo, la tensión social aparece a través de una tematización de las estrategias de sobrevivencia del inframundo o mediante la evocación de la miseria. Blanco-Amor, por ejemplo, representa la estrechez económica y la decadencia social a través del personaje de Melibea, que se asocia, en “El refajo de Celestina” (1973) con el inframundo prostibulario. Chica de alta estirpe “venida a menos” (Blanco-Amor 1973: 182), la amante de Calisto trabaja en efecto como ramera al servicio de Celestina. En la primera jornada de la obra, las réplicas corteses que intercambian Calisto, hidalgo aficionado al juego, y Melibea, noble convertida en chica ventanera,14 apuntan lo engañoso de las apariencias sociales que se intentan preservar de forma ridícula. Los comentarios muy crudos y vulgares que hace Calisto en aparte a propósito de Melibea15 revelan, en efecto, la hipocresía de su lenguaje florido anterior. Además de ser falso amante cortés, el protagonista incluso llega a comportarse como rufián, mantenido por Melibea. Por lo demás, la miseria económica también se asocia, en sintonía con el modelo rojano, al personaje de Celestina. La obsesión de esta por conseguir un refajo (209) —con el que incluso sueña (222) y que da su título a la obra de Blanco-Amor— simboliza la escasez de su condición. En La Celestina primigenia, esta miseria económica es asimismo representada por el deseo de saya y manto que expresa la alcahueta en varias ocasiones (Palma Villaverde 2013). Por su parte, en Razón y pasión de enamorados (1973), Toro-Garland también evoca la figura de una Celestina pobre y cuyo reconocimiento social ha venido a menos. Este retrato se elabora, por ejemplo, a través de la alabanza tópica de los buenos viejos tiempos. Como la alcahueta rojana, la Doña Cele chilena del siglo xx añora su pasado glorioso, ya que ¡Antes eran otros tiempos! (Poniéndose nostálgica.) Una tenía su gran casa, con buena sala con espejos y divanes tapizados en felpa. Cinco o seis pupilas de lo mejorcito y algún marica para tocar el piano. La clientela llovía, sobre todo a las horas de oficina. Altos jefes administrativos en reuniones ministeriales, generales y coroneles en consejos de guerra, enviados plenipotenciarios en misiones de 14
Melibea llama a sus clientes desde su ventana (198). Esta actitud connota su profesión, ya que varios refranes hacen hincapié en la ligereza de las chicas ventaneras. 15 “[...] ¡que te zurzan con aguja albardera!” (200).
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paz, y hasta algún negro de esos pagados por el Gobierno inglés para estudiar en Oxford, que venían de paso a Tánger para hacer contrabando. ¡Era una maravilla! Ahora, nada, lo más que conseguimos es algún diplomatiquillo de república bananera, con ganas de presumir de los pocos dólares que les manda algún macado de dictador. Los buenos, los buenos clientes, están en los coches y en sus grandes suites del Hilton. (Toro-Garland 1973: 12-13)
Este discurso conserva ingredientes del que pronuncia la Celestina primigenia en el acto IX: la añoranza y el recuerdo de una gloria pasada, marcada por un buen número de colaboradores y por una clientela profusa que ocupa altas posiciones sociales, aunque aquí los políticos, administrativos y militares han reemplazado a los obispos y caballeros. El contenido de la queja de Celestina se adapta a su nuevo contexto espaciotemporal con guiños jocosos a la actividad política y militar del momento, a casos de corrupción y a una cadena de hoteles lujosos. La tematización de los pocos recursos económicos de Celestina hace muchas veces de la alcahueta la representante del inframundo, de su miseria y de sus estrategias de sobrevivencia. Esta lectura no es privativa de la época contemporánea. Basta con observar el grabado de Juan Bautista Morales titulado La nave de la vida picaresca (1605), en el que se representa a Celestina como madre de los pícaros, rodeada por una corte que incluye tanto a Lázaro como a la pícara Justina (figura VII.1). Vimos que la falta de recursos económicos explicaba en buena medida la codicia expresada por la Celestina rojana. También examinamos, a partir del famoso estudio de Maravall (1986 [1964]), en qué medida esta tematización del dinero en la (Tragi)comedia tenía que ver con el contexto histórico de transición en el que escribe Rojas: los cambios económicos —el llamado “primer capitalismo”— que marcan los finales del siglo xv tienen consecuencias importantes sobre las relaciones sociales tal y como se concebían en el sistema feudal. El dinero también se convierte en actor del mundo social en distintas reescrituras celestinescas. En Escuchando a Filomena (2000), la Fandanga —futura Celestina— practica la alquimia y muestra así estar aún más obsesionada por la riqueza que su modelo rojano. A juicio de la alcahueta y bruja, el dinero representa una de las obsesiones de la sociedad. Celestina expresa esta ley, a su ver natural, en una réplica en la que —en comparación
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con los parlamentos aristotélicos heterodoxos de la Celestina rojana— el dinero viene a reemplazar al amor como motor universal: [...] ¡qué difícil es para cualquier humano que vive en esta sociedad alejarse de la exhausta, desesperante, espuria, martirizante, pavorosa obsesión, la única oración, frase o estigma que pronuncian en la ciudad! Desde cada esquina, cualquier lámpara, cualquier perro, cualquier cerdo o gallina que transite por su corral, todas las aves en sus jaulas, las cebollas en los campos, las sandías del verano, los siglos de nuestros abuelos, el agua de los ríos, el mercurio que ahora borbota en el crisol de la vieja, las epidemias con su muerte, las moscas que revuelan en los labios, los senos de las muchachas, las obstinadas legañas de los viejos, la blusa de los obreros, las llagas de las manos, el sudor de la frente, todo te empuja al tenebroso misterio satánico y salvaje del dinero. (Heras 2000: 62-63)
Después de una argumentación similar a la del arcipreste del Libro de buen amor, la alcahueta concluye: “¿quién puede escapar de su tiranía?” (63). El dinero implica que la vida del hombre sea una vida dirigida por “la lucha y el esfuerzo” (65). Celestina dice sobre el poder opresor del dinero: “Viva el dinero, ya que de él no podemos librarnos” (65). El interés económico ya constituía el motor de la Celestina Tirado de la quinta serie de los Episodios nacionales (1912) galdosianos. Todas las relaciones que esta figura establece con otros personajes son relaciones interesadas. Celestina Tirado utiliza a los demás para ascender económicamente y, en consecuencia, socialmente. Si deja en cierto momento su papel de alcahueta para actuar como beata al servicio del sacerdote don Hilario es, precisamente, porque este la mantiene y la ayudó a casar a su hija, como explica al narrador Tito Liviano: [...] por lo que voy viendo, Celestina, le ha resultado a usted fallido el cambiar el corretaje de amores por la vida beata. —Lo hice no más que por casar a la niña, bien lo sabe Dios. Don Hilario fue el que me metió en cristiandad. Me escarabajeaba la conciencia, fui a confesarme a él, y me catequizó. La verdad, no me pesa haber dado a mi alma un limpión general con el zorro y plumero de tanto rezo y tanta penitencia. Pero ya no más. Casé a la niña. (Pérez Galdós 1912: 484)
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Figura VII.1. La nave de la vida picaresca (1605), grabado de Juan Bautista Morales en el que se representa a Celestina como madre de los pícaros.
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Asimismo, si Celestina decide dejar esta vida cristiana es porque la muerte de don Hilario no le ha traído los beneficios económicos esperados. Ante Tito, el personaje hace hincapié en el desajuste entre el servicio que ha ofrecido al sacerdote y el poco pago que ha recibido: Mi congoja y amargura por esta ingratitud y esta desconsideración son tales, don Tito, que me paso los días llorando y rabiando [...]. Por todos mis trabajos y sacrificios, por todas las porquerías que le limpiaba... y hay que ver, don Tito, lo que es un viejo con los muelles flojos... por la honradez mía en el gobierno de la casa y demás, me ha dejado, ¡pásmese usted!, la cochinada de cuatro mil reales. Cuando lo supe me volé; eché de mi cuerpo el luto; no he vuelto a pisar la casa, ni la parroquia, ni el convento de las monjitas... que son unas bribonas, para que usted lo sepa... [...] ¡Oh mundo falaz, mundo hipócrita y contraproducente! (484)
Celestina también se relaciona con Tito por motivos socioeconómicos: él le paga sus servicios de alcahuetería dándole a su yerno “[...] una plaza en la administración de los Reales Sitios, La Granja con preferencia, pues allí, de la poda y del aprovechamiento de yerbas sacan los empleados su buen cocido con gallina y jamón para todo el año” (468). La alcahueta también anima a que Tito ascienda socialmente: “Solía presentársenos de improvisto el Dante, para darnos buenos consejos y señalarme con profética autoridad la conveniencia de recobrar mi alta posición” (691). Celestina se mueve entre las distintas capas de la sociedad para sacar beneficio de cada quien. Su solidaridad, siempre momentánea, con la parroquia y con Tito solo depende de criterios muy pragmáticos: el número de reales heredados o una palanca. Relación social y relación económica se vuelven sinónimos en el trabajo de mediación de la Tirado. En Una noche en la picota (2012) de Luis García Jambrina, el trabajo de mediación de Celestina se convierte en una faena exclusivamente económica. Como se ha visto, esta pieza teatral organiza el encuentro entre Celestina y Lázaro. Se trata de la segunda ficción en la que García Jambrina asocia el universo ficcional de Celestina con el de Lázaro. En el thriller histórico El manuscrito de nieve (2010), continuación de El manuscrito de piedra (2008), Lázaro es, en efecto, el informador y luego el colaborador del pesquisidor Fernando de Rojas, autor de La Celestina. Gracias a sus orígenes pobres, que le permiten acceder sin problemas al hampa salmantina, y a su talento para
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salir adelante en las peores situaciones, Lázaro ofrece una ayuda inestimable a Fernando. A finales de la novela, y con el apoyo del propio Rojas, el joven se licencia en Leyes, carrera que comparte entonces con el Rojas histórico (278), antes de instalarse como abogado. Entre sus clientes, conoce a un pregonero infeliz cuya vida le inspira un relato sobre las vicisitudes socioeconómicas de la vida. El lector entiende enseguida que este relato no es sino el texto que se conoce como La vida de Lazarillo de Tormes. En Una noche en la picota es muy diferente la combinación del personaje de Lázaro y del universo celestinesco. Aquí la alcahueta es acusada de haber organizado casos de corrupción y está atada a una picota, donde espera al juicio. Desde la primera escena, un joven delincuente llamado Lázaro aparece encadenado a la misma picota. La mayor parte de las escenas que siguen representan las conversaciones que Celestina entabla con el joven. Ambos personajes se vinculan, por tanto, a través de una misma trama y de un mismo destino: se les acusa de un crimen y ellos esperan su juicio. El texto resalta desde sus primeras conversaciones los rasgos comunes entre Lazarillo y Celestina con el fin de crear la intersección necesaria para suavizar el cruzamiento de fronteras ficcionales supuesto por el crossover, forma, como hemos visto, de la coalescencia cuando esta une figuras míticas originadas en textos literarios. La alcahueta y el pícaro vienen de Salamanca, provienen de bajas capas sociales, han experimentado —y siguen experimentando— la precariedad y utilizan —de forma más o menos adiestrada— su astucia y su conocimiento de la psicología humana como estrategias de supervivencia. Sabido es que estas características comunes no son inventadas por el texto de García Jambrina, sino que constituyen algunos de los rasgos fundamentales que definen a ambos personajes en sus textos de origen. Además, esta coincidencia de caracterización entre Celestina y Lazarillo también aparece en su común representación como pícaros, que ya se subrayaba en los Siglos de Oro, como muestra el grabado de Juan Bautista Morales titulado “La nave de la vida picaresca”. Ahora bien, Una noche en la picota lleva a cabo otro mecanismo para reunir los universos ficcionales de ambos personajes. Este texto atribuye en efecto a Lázaro la función que era la de Pármeno en La Celestina original. Como sabemos, el Pármeno rojano es el joven criado de Calisto que, al principio de la obra, muestra hostilidad hacia Celestina. La alcahueta utiliza entonces
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una serie de estrategias para ganarse la complicidad de Pármeno. Primero, además de largos discursos didácticos, le dice que era amiga y colega —en alcahuetería y brujería— de su madre Claudina. Luego, Celestina propone a Pármeno que disfrute de los encantos de Areúsa. Por su parte, la Celestina de García Jambrina se acuerda asimismo con nostalgia de la madre de Lázaro, cuya amistad echa de menos: “[...] debo recordarte que a mí tu madre siempre me recibió con los brazos abiertos. [...] De todas formas, echo de menos aquellos tiempos en que traté a tu madre” (García Jambrina 2012: 17). A raíz de esta amistad pasada, tanto la Celestina de Rojas como la de García Jambrina afirman sentir cariño por el joven —Pármeno para la primera, Lázaro para la segunda—, de quien piensan tener cierta responsabilidad moral, o mejor dicho inmoral: la Celestina tardomedieval y la del siglo xxi pretenden sacar al muchacho de su inocencia (tanto en el sentido de ingenuidad como en el de virginidad) con el fin de transformarlo a la vez en su cómplice y su discípulo en el arte del individualismo. Como vimos, cuando la vieja de la obra rojana intenta alejar a Pármeno de su amo y de la lealtad, le dice: “Perdidas son las mercedes, las manificencias, los actos nobles. Cada uno destos [los señores] cativan y mezquinamente procuran su interese con los suyos. Pues aquéllos no deben menos hacer [...] sino vivir a su ley” (Rojas 2011: I, 73). En el texto de García Jambrina, la alcahueta explica a Lázaro: A ti lo que te pasa es que eres corto de miras. Al parecer, tú única meta en esta vida ha sido sobrevivir, y así te va. Por eso, te recomiendo que seas más ambicioso. En cuanto a astucia, creo que todavía te queda mucho por aprender. [...] hoy la mayor astucia consiste precisamente en disimularla o aparentar no tenerla, para así poder pillar al otro por sorpresa, como suelen hacer los buenos tahúres. (68-69)
La Celestina de Una noche en la picota toma el papel de maestra de Lázaro, a quien propone enseñar el arte del engaño y, luego, de la corrupción. Para llevar a cabo esta enseñanza, la alcahueta debe, como en el caso de Pármeno, vencer las resistencias del joven, es decir, los valores morales de Lázaro, que, aunque ya ha mentido y robado, se niega a participar en una estafa a gran escala como la practicada por Celestina. Tenemos aquí una diferencia esencial
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entre ambos personajes que se conocen vía el crossover: la moral de Lázaro distingue el bien y el mal, mientras que Celestina se basa en criterios mucho más pragmáticos para diferenciar lo que es admisible de lo que no lo es: Celestina–
[...] para mí la corrupción no es un verdadero delito, sino una práctica muy extendida, y, desde luego, muy necesaria para el desarrollo de un país.
Lázaro–
¿Y eso qué significa?
Celestina–
Pues que la corrupción es el verdadero motor de la economía. (15)
Se percibe una modificación importante respecto al funcionamiento del personaje de la alcahueta rojana. Si el objetivo de Celestina sigue siendo el mismo (enriquecerse), el medio ha cambiado. Ya no son las relaciones sexuales lo que orquesta en secreto sino compras de silencios y de subvenciones, o sobornos entre partidos políticos: “[...] acabé trabajando como intermediaria, pero ya no en cuestiones amorosas y sexuales, sino en todo tipo de asuntos, incluidos claro está los relacionados con obras y urbanismo, que hasta hace poco eran los más lucrativos” (18). Celestina detalla luego la variedad de prácticas que ella agrupa bajo la denominación de “corrupción”: [...] hago, en nombre de otros, todo tipo de sobornos y donaciones calculadas, pago cohechos, entrego sobres, asigno dádivas, unto a funcionarios, sugiero componendas, trafico con influencias, busco recomendaciones, reclamo favores, hago de testaferro, blanqueo capitales, evado impuestos, desvío fondos y hasta financio, de forma irregular, partidos políticos. [...] Yo me encargo, asimismo, de acallar conciencias, comprar votos, promover apoyos, aunar voluntades, cancelar multas, proponer exacciones, amañar concursos y sentencias, falsear dictámenes, torcer resoluciones, inclinar balanzas, acelerar trámites, bloquear decisiones, anular expedientes, hacer regalos, dar propinas... (24)
A juicio de la alcahueta, el dinero constituye el organizador social por excelencia, ya que se trata del “mal sobre el que está edificada nuestra sociedad” (69). En esta perspectiva, la corrupción resulta una práctica normal que responde a una ley natural del funcionamiento social. La vieja le explica
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así a Lázaro: “La corrupción es el estado natural del hombre; nutre nuestra economía, anima nuestra sociedad e impregna nuestra cultura, de arriba abajo. Y, al contrario de lo que habitualmente se piensa, la corrupción no es un cáncer, sino un síntoma de vitalidad” (29). En efecto, Celestina valora positivamente la corrupción como “lo más democrático que hay; no solo estimula la economía y genera riqueza y beneficios para todos, [...] sino que también favorece el progreso y fomenta la igualdad de oportunidades y la movilidad social” (19). Al igual que las Celestinas que, siguiendo a su modelo rojano, renegocian la oposición entre pecado y virtud, haciendo de la sexualidad desenfrenada una práctica ética, la alcahueta de García Jambrina enseña a Lázaro el trastorno de los valores en el ámbito ya no sexual, sino socioeconómico. El elogio y la legitimación de la corrupción por la vieja tercera corresponden así al funcionamiento general de las Celestinas en segundo grado, como mediadoras cuya enseñanza es subversiva. El principal argumento de la alcahueta para desdiabolizar la corrupción consiste en resaltar su carácter generalizado. Trae a colación famosos casos de corrupción que relaciona con la historia antigua (49), el comportamiento de la familia real española (29) y el funcionamiento de la Iglesia (50). Después de desarrollar su defensa de la corrupción, Celestina reivindica su democratización: “Lo que la gente quiere, en realidad, no es que desaparezcan las prácticas corruptas, sino igualdad de oportunidades para corromperse, esto es, corrupción libre para todos y que el acceso a la misma no sea cosa de unos pocos privilegiados. El cohecho universal, democrático y gratuito. Así de fácil” (60). El comercio celestinesco se refiere todavía a tabúes, pero el pecado del modelo rojano, el loco amor, da paso a otra índole de pecado: las malversaciones financieras. García Jambrina transpone de este modo al contexto socioeconómico la argumentación de la filosofía carnal aducida por la Celestina rojana (discursos reflexivos construidos con exempla, grandes principios universales y argumentos pragmáticos). Tal transposición se puede interpretar en el contexto de los numerosos escándalos por corrupción que han sacudido España en los primeros años de la crisis económica, es decir, después de la caída de Lehman Brothers en 2008. La asociación de Celestina y Lázaro, ambos condenados a la deshonestidad y al individualismo para intentar escapar de su miseria económica, ofrece así un contrapunto, si no
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perdonable, al menos comprensible, a los chanchullos de los poderosos. A través del crossover, García Jambrina resemantiza la codicia de Celestina y su papel en sus problemáticas relaciones con los demás, a la vez que participa en la profusión de novelas, obras teatrales y ensayos que, desde 2008, invaden el mercado editorial español y que la crítica ha agrupado bajo la etiqueta de “literatura de la crisis” (Sanz Villanueva 2016). Al desarrollar el afán de lucro de la alcahueta ya presente en la obra modelo y al transformarlo en principio clave del funcionamiento social, el autor denuncia la corrupción, tema de candente actualidad cuando escribe su texto, y reactualiza la asociación entre Celestina y picardía. III. El judío, figura del oprimido La omnipresencia de la temática judía en las ficciones celestinescas de los siglos xx y xxi se puede interpretar como un componente significativo del mitema de la tensión social. En efecto, en la celestinesca contemporánea, el personaje del judío llega a simbolizar la figura del oprimido por antonomasia, víctima a nivel social de su diferenciación etnorreligiosa y enfrentado con una Inquisición que se convierte, a su vez, en el ejemplo paradigmático de los sistemas de opresión. Esta representación del judío como marginal exponente del ostracismo social, además de ser tópica en la literatura occidental (Vogt y Vázquez 2013; Mayer 1977), refleja la situación social de la España en la que se redactó La Celestina. En su estudio fundamental Los judíos en la España moderna y contemporánea (1962), Julio Caro Baroja propone una historia social centrada en la oposición del judaísmo y del cristianismo como religiones representativas de dos sociedades en aquella época de la historia peninsular. Una de estas sociedades, la cristiana, dispone del monopolio del poder político y pone en marcha, a través del Santo Oficio, una máquina represiva implacable. El historiador y antropólogo examina las distintas formas a través de las cuales se tradujo la represión y persecución de lo judaico en varias etapas de la historia de España. A pesar de que la problemática judaica y el motivo inquisitorial apenas se esbozan en la (Tragi)comedia rojana, esta asociación del mundo celestinesco con la temática judía no es nueva. Concretamente, la vinculación entre
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judaísmo y conflicto social celestinesco no se entiende sino ante el trasfondo de parte de la recepción crítica internacional de La Celestina que, en el siglo xx, ha venido desarrollando lo que podemos llamar una tesis judaizante como clave de lectura del texto de Rojas. III.1. La Celestina y la tesis judaizante Desde principios del siglo xx hasta hoy en día, cierto sector de la crítica tiende a considerar que si La Celestina traduce un periodo de cambios históricos radicales —la llamada “transición” entre Edad Media y Renacimiento— es, ante todo, porque esta obra refleja las tensiones sociorreligiosas de su tiempo. En 1902, Serrano y Sanz publica un artículo en el que revela nuevos datos biográficos acerca del personaje de Fernando de Rojas: el investigador resalta los orígenes conversos de Rojas a través de su estudio del proceso inquisitorial sufrido por el suegro del autor entre 1525 y 1526. A partir de este dato, varios estudiosos de envergadura, desde Ramiro de Maeztu a Stephen Gilman, pasando por Américo Castro, han interpretado La Celestina en función del estatuto de judío converso (para algunos) o de descendiente de judíos conversos (para otros) de Rojas. La (Tragi)comedia empezó a leerse entonces en tanto que protesta velada contra la opresión de la que habían sido víctimas los conversos como Rojas y su familia.16 Es forzoso constatar que tal interpretación no tiene mucho fundamento textual. Como ha demostrado de forma inapelable Nicasio Salvador Miguel en un relevante artículo de 1989, ninguna alusión a la problemática conversa aparece en La Celestina, donde tan solo se menciona brevemente un proceso inquisitorial, el del personaje de Claudina, comadre de Celestina condenada por brujería y no por judaísmo: La explicación del argumento de La Celestina como reflejo de un problema racial no se apoya en el más mínimo fundamento; tampoco existe base alguna para pensar que la Tragicomedia plantee una protesta social contra la situación de los conversos; la actitud del autor no deja al descubierto ningún flanco de supuesto 16
Sobre el criptojudaísmo en España y sus consecuencias literarias, véanse Caro Baroja (1962) y Márquez Villanueva (1980).
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ataque a la ortodoxia ni a la Inquisición; ningún aspecto de la obra se aclara desde la perspectiva del Rojas converso. (Salvador Miguel 1989: 172)
En su artículo, Salvador Miguel propone, antes de desmontarlos uno por uno, un listado de los argumentos utilizados por los partidarios de la tesis judaizante. Han sido aducidos, por ejemplo, el hecho de que Rojas vele su nombre en la primera edición de Burgos (1499), el pronto cese de su actividad literaria, las blasfemias de Calisto o el suicidio de Melibea, contrario a la doctrina cristiana. Asimismo, el hecho de que ni siquiera se plantee la posibilidad del matrimonio entre los amantes ha sido interpretado por estos críticos como debido a una diferencia racial entre Calisto y Melibea.17 Según Maeztu, La Celestina es una “obra amarga y profunda, con toda su liviandad y gracia”, porque está escrita por “un judío que ha abandonado el culto de la ley [y] nos cuenta en ella su desengaño” (Maeztu 1926: 144). Incluso equipara a Celestina con un rabino “por el conocimiento y la sutileza didáctica” (150), antes de concluir: “¿de qué otra prueba necesitaremos para convencernos de que La Celestina, obra de un judío converso, es la expresión de un alma en la que se ha invertido la tabla de valores de Israel?” (151). Sin llegar a tales extremos, Stephen Gilman (1978), con el propósito de colocar a Rojas en el trasfondo social de la Castilla de su tiempo, lo afilia a lo que Américo Castro (2004 [1948]) denominó la “casta de los conversos”. Esta situación de converso condicionaría la distancia irónica con la que la (Tragi) comedia observa la sociedad que le es coetánea. Por su parte, Manuel da Costa Fontes (2005) centra su estudio en el carácter críptico de la crítica corrosiva a la religión cristiana que vehicularía el texto de Rojas. La Celestina subvertiría así una serie de dogmas y referencias de la sociedad cristiana, como la figura de la Virgen (Costa Fontes 1990), de quien la alcahueta sería una contrafigura, o el concepto de limpieza de sangre. Esta lectura judaizante ha perdurado hasta el día de hoy y a menudo emerge ante la dificultad que siente la crítica a la hora de definir claramente la intención de La Celestina. Aunque el prólogo de la (Tragi)comedia pregona su meta didáctica y moralizante, esta declaración de intención puede, en efecto, resultar algo ambigua, ya que el mismo texto parece complacerse en 17
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Es, por ejemplo, la perspectiva adoptada por Serrano Poncela (1959: 14).
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detalladas escenas eróticas. Asimismo, el bando de la tesis judaizante (Moreno Báez 1958, Gilman 1978, Costa Fontes 2005, Harst 2012, entre otros) alude al carácter blasfematorio de una obra en la que las (pocas) menciones religiosas no dejan de aparecer en contextos obscenos y con fines puramente utilitarios. A juicio de esta corriente de la investigación celestinesca, la tesis judaizante permite resolver tal ambigüedad intencional al considerar La Celestina como un texto voluntaria y fundamentalmente ambiguo, ya que estaría destinado a minar las bases y los valores de la sociedad cristiana o, al menos, a reflejar la angustia social de los conversos en la España posterior a la expulsión de 1492. La siguiente afirmación de García Soormally es un buen ejemplo del tipo de conclusiones difundidas por los partidarios de la tesis judaizante: [...] en su resistencia al pueblo que lo hizo rechazar a su credo, Rojas construye un mundo al revés que se convierte en sutil ataque al pueblo que lo hizo renunciar a su fe. Es, pues, un mundo gobernado por alcahuetas, brujas y prostitutas, una sociedad condenada al fracaso por su propio deseo de mejorar. (García Soormally 2011: 388)
La (Tragi)comedia se interpreta, en este marco, como muestra de un mundo desordenado, caótico y sin esperanza de mejora, perspectiva conllevada por la misma condición conversa del autor. III.2. La temática judaica como leitmotiv Este trasfondo, que ha marcado profundamente a los celestinistas del siglo xx y de estos principios del siglo xxi, da un relieve peculiar a la tematización constante del mundo judaico en la celestinesca contemporánea. En las reescrituras consideradas, esta temática se actualiza a través de alusiones diversas a la cultura judía, pero también a través de ciertos personajes celestinescos en concreto. Es interesante constatar que la temática judaica constituye un motivo esencial de otros textos de algunos de los autores de la celestinesca contemporánea. Alfonso Sastre, por ejemplo, recrea también la problemática de la Inquisición en su tragedia La sangre y la ceniza (1967), o en la biografía que dedica al “hereje” Miguel Servet a través de Flores rojas
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para Miguel Servet (1967), mientras que Angelina Muñiz-Huberman hace del judaísmo un componente esencial de su obra entera.18 Entre las alusiones a la cultura judaica que pueblan la celestinesca contemporánea, conviene mencionar las repetidas alusiones a los textos fundadores del judaísmo —o de sus versiones esotéricas— que aparecen en la obra teatral de José Martín Recuerda, o en las novelas de Angelina Muñiz-Huberman y Carlos Fuentes. En Las conversiones, el coro, descrito como el conjunto de “los de abajo” (Martín Recuerda 1981: 203) canta, por ejemplo, el Talmud, mientras que en Areúsa en los conciertos no faltan algunas referencias cabalísticas. En Terra Nostra, para huir de la crueldad del rey, Celestina y su compañero Ludovico se refugian en la judería de Toledo. Allí, los doctores de la sinagoga le encomiendan trabajos de lectura y traducción a Ludovico, quien descubre entonces “La Cábala” (título del octavo capítulo de la tercera parte), “El Zohar” (título del décimo capítulo de la misma parte) o la filosofía de “Los sefirot” (capítulo doce). El amigo y amante de Celestina es asimismo iniciado en la simbología judía de los números (capítulos catorce y dieciséis). Esta formación por el mundo judío lleva a que la pareja entre en contacto con la filosofía disidente de la que, como vimos, se harían luego portavoces: “Las lecturas y traducciones con que se ganaba la vida en la sinagoga iban a contrapelo de las razones más secretas de su inteligencia rebelde: la gracia es directamente accesible al hombre, sin intermediarios” (Fuentes 1975: 638). Son varios los personajes judíos que aparecen en la celestinesca contemporánea. Van desde el mero escarceo —el vecino judío de Melibea en Blanco-Amor (1973)— al mayor protagonismo. Algunos personajes provenientes de La Celestina primigenia se convierten, por ejemplo, en judíos o en conversos. Es el caso de la joven Celestina y de la Claudina recreadas por José Martín Recuerda en Las conversiones, pero también de la Areúsa imaginada por Muñiz-Huberman. Cabe mencionar además el curioso caso de La judía más hermosa (2006) de Fernando García Calderón. Esta novela histórica narra la vida de Susana de Susón, mujer independiente que dedica su existencia a vengarse de la Inquisición y a luchar contra las discriminaciones sufridas por 18
A modo de ejemplos, se pueden mencionar sus novelas Morada interior (1972), Tierra adentro (1977) o El sefardí romántico (2005).
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las comunidades judía y conversa. Durante sus andanzas por Sevilla y Roma, Susana se gana la amistad de cierto Fernando de Rojas a quien cuenta su vida. Años más tarde, el bachiller le manda una Comedia de Calisto y Melibea que pretende novelizar parte de la vida sentimental de Susana. La figura de Melibea estaría, por tanto, inspirada por la vida de una judía: La alegría de verdad, sincera, se la proporcionó [a Susana] un paquete traído desde la lejana ciudad de Burgos. Se lo remitía el impresor don Fadrique de Basilea y contenía un libro. Comedia de Calisto y Melibea, llevaba por título. Entre sus páginas halló una nota, anónima, que rezaba: “Para la mejor Melibea que nunca imaginé, con mi gratitud”. No hacía falta firma. Sabía que procedía del inigualable Fernando de Rojas. Leyó con entusiasmo aquel volumen y lo cerró encantada. El bachiller había engrandecido la historia que ella le contase camino de Toledo, superándola en belleza y dramatismo. Susana no dudó en responder al envío con una carta, a entregar a “su legítimo dueño”, en la que se deshacía en alabanzas y aportaba sugerencias y comentarios. Aquella correspondencia, siempre indirecta, daría como fruto una edición sevillana de la obra, Libro de Calixto y Melibea y de la puta vieja Celestina, que vio la luz meses después. (522-523)
Otra Melibea judía es la imaginada por Moisés de las Heras en Escuchando a Filomena (2000). Cuando el consejero real y escritor Gutier pregunta en Salamanca acerca del porvenir de la vieja alcahueta y bruja que había conocido en Talavera de la Reina, se le cuentan unas aventuras que luego le inspiran la trama de La Celestina: la Fandanga “[...] había huido de Salamanca en tal fecha y hora de la muerte de tal mancebo [...] y me contaron la historia completa del mancebo muerto, y de cómo un criado que ayudaba a la vieja [...] anduvo mal convencido por la mujer, para su desgracia, de enamorar a una rica judía” (Heras 2000: 187). En algunos casos, la temática judía conlleva una evocación, por las reescrituras celestinescas, del motivo del judío errante. Es también el caso en Escuchando a Filomena, donde, poco antes de escribir La Celestina, Gutier, es engañado por un ladrón que se hace pasar por Juan de Espera en Dios para extorsionarle dinero: [...] debe de ser el Juan Zapatero, una leyenda famosa que refiere aventuras de un hombre en tiempos de Cristo, que cuando pasó Cristo con la cruz hacia el
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Calvario gritó contra Dios: ¡mal camino llevas, anda, anda, Salvador, que te lo mereces, por tanta pena que causasteis, tú y tu padre y la paloma, que me tenéis los tres trabajando y sin fortuna, y mis hijos sufren dolores y enfermedades. [...] ¡Anda allá, Dios trino, que el mundo te ajusticie y mate!, y entonces Dios hecho Cristo se volvió con sus barbas y le replicó: andarás, andarás tú, judío errante hasta el día del Juicio. (168)
Aparte de este caso concreto, las reescrituras no desarrollan esta leyenda tradicional del judío errante —figura del imaginario colectivo occidental que se origina en la Edad Media (Bataillon 1941, Martínez-López 1990)—, sino que más bien prolongan su percepción actual como metáfora de la diáspora judía. En efecto, si se trata originalmente de “un mito que saca su tema de las metáforas del antijudaísmo cristiano” (Delaporte Béra 2011: 108; trad. mía), la leyenda del judío errante ha sido reutilizada en el siglo xx por “artistas judíos que la declaraban capaz de representar el exilio precario de comunidades regularmente expulsadas” (109-110). La Claudina imaginada por José Martín Recuerda se hace así portavoz del pueblo judío, condenado a errar hasta conseguir una tierra de acogida, que bien podría ser el mundo entero: Se irán recorriendo la tierra sin saber lo que será de su suerte [...]. Ay, morirán con el sol ardiente de la meseta mientras buscan los caminos que salen al mar. Pasarán hambres. Pero ocurra lo que ocurra, sabrán luchar con el sol ardiente, con el hambre y con la muerte. Allá donde vayan sabrán levantar un hogar. Llegarán a ser los más poderosos del mundo, que en eso está la grandeza que el Dios de Israel nos da. (203-204)
Por su parte, la Areúsa de Muñiz-Huberman inicia su búsqueda existencial a partir de los dos únicos indicios de su personalidad que le legó su madre: por un lado, un nombre de origen celestinesco; por otro, una ascendencia judía. Tal ascendencia es doble, ya que se debe tanto a Simone —la madre biológica que dio a luz a Areúsa después de ser violada y luego la abandonó— como a los padres adoptivos de la joven, judíos que murieron en un accidente automovilístico. Los orígenes semíticos de la protagonista se asocian así de entrada con la tragedia. Areúsa, también judía, vive, pues, un constante desarraigo. Según Salomé, amiga de la chica, la vida de Areúsa “ha sido un constante ir y venir. Es un producto de nuestro siglo y un producto
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de los constantes exilios. [...] su exilio empezó con la historia de Simone, su madre, perseguida e internada en un campo de concentración nazi” (Muñiz-Huberman 2002: 128). En esta novela mexicana, la temática del eterno exilio del judío entra en sintonía con los grandes acontecimientos del siglo xx que supusieron importantes éxodos. Por una parte, Areúsa evoca la Segunda Guerra Mundial, que encarna quizá uno de los traumas históricos más profundos de la comunidad judía. Por otra, en sus proyecciones ilusorias en el pasado imagina haber vivido la Guerra Civil española: Las puertas de la muerte son algo que conoce de cerca y ya no le asustan. Ya no le parecen puertas que cierren o que abran: simplemente no son puertas. El tránsito no existe. La línea divisoria se ha borrado. Después de todo, ser sobreviviente de la guerra civil española no es despreciable. Aunque hayan pasado tantos años, las visiones siguen allí. O ella quiere que sigan allí. (56-57)
La autora explicó en una entrevista que en varias obras suyas intenta establecer una conexión entre el exilio sefardí de 1492 y el exilio republicano de 1936-1939. Para ella, judaísmo y exilio van efectivamente de la mano (Payne 1997). La recurrencia del motivo del exilio en la novela de Muñiz-Huberman es, de hecho, una característica de esta escritora de la generación hispanomexicana. Dicha generación integra a escritores españoles (como Roberto Ruiz, José de la Colina, Francisca Perujo o Tomás Segovia) que, muy jóvenes, o incluso bebés (como es el caso de Muñiz-Huberman), se exiliaron con su familia en México a raíz de la Guerra Civil española. Los autores de esta generación no vivieron realmente el exilio, sino que lo heredaron, de cierta forma. De ahí que muchos de ellos cuestionen en sus obras su sentimiento de desarraigo y su derecho a sentirse exiliados. Su poética del exilio19 es la de textos fragmentados, tanto a nivel formal como en lo que concierne su temporalidad narrativa, que ponen en escena a personajes en búsqueda de sí mismos, de sus raíces geográficas e históricas y de su arraigo
19
La propia Angelina Muñiz-Huberman afirma que la práctica literaria de su generación se construye en base a una “poética del exilio” (Muñiz-Huberman 1998 y 1999).
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en el presente. 20 Como explica Sanz Villanueva (1983: 142), el problema de la identidad del exiliado es fundamental para los escritores de la generación hispanomexicana. Ahora bien, muchos de estos autores van más allá de este cuestionamiento de índole individual y establecen correspondencias entre exilios particulares y exilios colectivos. Se puede interpretar en este marco la presencia del exilio en Areúsa de los conciertos: al asociar el motivo del judío errante con la temática del exilio en tiempos de guerra civil o de guerra mundial, la escritora hispanomexicana universaliza la noción de exilio y se otorga el derecho a tematizarla.21 El motivo del judío errante también permite a la autora conectar el tema del exilio, leitmotiv de su generación literaria, con su obsesión personal por su origen sefardí que descubrió en la adolescencia y que no deja de investigar a través de su narrativa (Bernárdez 1993). Amén de convertirse al judaísmo, Muñiz-Huberman dedicó su carrera como académica de la Universidad Nacional Autónoma de México al estudio de la cultura y literatura sefardíes. En Areúsa en los conciertos, la universalización del motivo del judío errante culmina cuando Areúsa, durante un paseo por la Rambla barcelonesa, al final de la novela, se reconcilia con su historia trágica e incluso elogia el exilio que le es inherente: “[...] ésta sería mi patria, piensa Areúsa, de poder elegir. Una patria encerrada en mí, por mí dibujada, por mí extendida. Porque patria-patria, no he tenido. De país en país, he amado el exilio” (MuñizHuberman 2004: 167). Es de señalar que esta declaración de amor por el exilio presenta curiosas semejanzas con lo que expone la autora en su ensayo El canto del peregrino. Hacia una poética del exilio (Muñiz-Huberman 1999).
20
Para más informaciones acerca de esta poética del exilio asociada con la generación hispanomexicana, véanse Pérez Aparicio (2013), Sanz Villanueva (1983), así como Walde Moheno y Reinoso Ingliso (2014). 21 Es de notar que, además de inscribirse en las problemáticas tratadas por la generación hispanomexicana, la integración del tema judaico también corresponde a una tendencia de la nueva novela histórica hispanoamericana estudiada por Seymour Menton (1993). En un capítulo que dedica a lo que él llama la “novela histórica judía de la América Latina”, el estudioso ha mostrado la existencia de un grupo de nuevas novelas históricas que usan el motivo del judío errante, desde Aventuras de Edmund Ziller en tierras del Nuevo Mundo de Pedro Orgambide, a A estranha naçao de Rafael Mendes, pasando por 1492: vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla de Homero Aridjis y Tierra adentro de Angelina Muñiz (Menton 1993: 209).
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En el epílogo “La puerta del exilio”, define precisamente el exilio como su verdadero hogar.22 El desarrollo de una poética del exilio a través de la fragmentación identitaria (examinada en el capítulo anterior) y del cuestionamiento de los exilios históricos llevados a cabo por Areúsa permite, además, que la escritora reelabore al personaje creado por Rojas. Como vimos, la Areúsa de La Celestina no reivindica una vida itinerante; al contrario, está apegada a su “casa”, símbolo de su independencia económica. Muñiz-Huberman modifica en buena medida su modelo al atribuir a la prostituta de Rojas una dimensión nómada. III.3. La Inquisición, un submitema Entre las múltiples alusiones al mundo judaico que aparecen en la celestinesca contemporánea, cobra especial relevancia una tematización de la marginalización y persecución padecidas por los judeoconversos en la sociedad castellana tardomedieval y áurea. En este contexto, las tramas celestinescas a menudo dan lugar a situaciones de enfrentamiento entre personajes judaizantes y representantes del Santo Oficio. Como bien señala Christoph Rodiek, “desde los años 40 de nuestro siglo se está plasmando, a nivel internacional, un mito de la Celestina, dentro del cual el motivo del Santo Oficio ocupa un lugar constitutivo” (Rodiek 1989: 39). El crítico menciona las versiones de Sastre y Martín Recuerda, así como las adaptaciones de Achard, Ortner y Karl Mickel como ilustraciones de esta tendencia. Rodiek esclarece además la función política que se otorga muchas veces a este motivo inquisitorial: en el texto de Achard (41), permite, por ejemplo, aludir a las tropas de ocupación nazi. En el corpus de reescrituras que hemos evidenciado, más amplio que la muestra seleccionada por Rodiek, también se verifican estas conclusiones: no solo la Inquisición constituye un motivo sumamente recurrente, sino que también suele desempeñar un papel importante en la crítica sociopolítica reivindicada por los autores a través de sus textos. Es más: el 22
También son de notar las varias contribuciones al estudio del exilio literario de 1939 que ha publicado Muñiz-Huberman al hilo de su carrera como investigadora. Consúltense, por ejemplo, Muñiz-Huberman 1998, 2006 y 2015.
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mitema de la tensión social que hemos evidenciado incluso suele construirse a partir de una combinación de este motivo inquisitorial con algunos personajes celestinescos o con una parte de la trama de Rojas. De ahí que se pueda considerar la Inquisición como un verdadero submitema del mito de La Celestina: el conjunto de relaciones de opresión que unen el aparato institucional de la Inquisición con sus víctimas, blancos del ostracismo social. Ahora bien, como explicamos más arriba, la Inquisición apenas se menciona en la (Tragi)comedia, en cuya trama no participa de ningún modo significativo. Por tanto, conviene considerar el submitema inquisitorial como un componente sui generis del mito celestinesco: la opresión inquisitorial no se origina en La Celestina, fuente primigenia del mito literario considerado, sino que ha sido desarrollada por las reescrituras que han asociado la Inquisición con la trama y los personajes rojanos. De este modo, las reescrituras han convertido la Inquisición en un ingrediente más de la celestinesca. A juicio de Rodiek, si los autores contemporáneos se apoderan del motivo es porque, [...] al analizar la estructura de la tradicional historia de Calisto y Melibea descubrieron un cabo suelto en el desarrollo lógico del argumento y [...], para remediarlo, se avinieron al motivo de la Inquisición. Parece obvio que esta ampliación de la estructura argumental, que suele ir acompañada de otros muchos cambios, tiende a facilitar el entendimiento de la trama por parte de un público (post)moderno. De ningún modo debería hablarse de una deformación del original. (44)
Rodiek no explica en qué medida el motivo inquisitorial puede interpretarse en un contexto (pos)moderno. Ahora bien, veremos que hay otros aspectos contextuales que permiten esclarecer el desarrollo y las funciones del submitema. Cobra así especial importancia el marco de la Transición política que conoció España después de cuarenta años de dictadura. III.3.1. Un instrumento de opresión La Inquisición, jurisdicción eclesiástica cuya instauración en la España de 1478 fue impulsada por los Reyes Católicos, representa un instrumento al servicio del Estado. Se trataba en efecto de una herramienta de control
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ideológico y social que pretendía afianzar el poder real al asegurar la cohesión del país alrededor de una fe única. En este contexto, el Santo Oficio constituye un aparato burocrático moderno, con estructura compleja, ramificada. Durante la Edad Media, no había Inquisición en España: se trata de un mecanismo que surge con la edad moderna. Asimismo, la limpieza de sangre no es un valor medieval, sino que empieza a ser considerada durante el Renacimiento. No obstante, los autores celestinescos que tematizan el control social ejercido por el Santo Oficio recalcan la crueldad de una Inquisición española que asocian con el oscurantismo medieval. Las reescrituras celestinescas contemporáneas representan preferentemente el Santo Oficio español a través de escenas de juicios inquisitoriales en los cuales se interrogan —y a menudo se torturan— herejes. La misma definición de la herejía se desarrolla en las ficciones consideradas. Es ejemplar el caso del Calisto imaginado por Alfonso Sastre: en Tragedia fantástica (1978), el enamorado de Melibea es un exmonje perseguido por un visitador del Santo Oficio por defender las ideas heterodoxas de Miguel Servet. Este personaje histórico era un médico de la primera mitad del siglo xvi que pretendió reformar la religión católica: “[...] criticó con dureza el misterio de la Trinidad, defendió cierto panteísmo y se opuso a principios fundamentales de la Reforma protestante. [...] Próximo a la doctrina anabaptista, fue perseguido por la Inquisición y por Calvino” (Paco, en Sastre 1990: 188, n. 9).23 Calisto explica varias veces ser discípulo de Servet, con quien comparte su rechazo de algunos dogmas católicos. Afirma, por ejemplo: “tengo que proclamar como barbaridad insigne la idea trinitaria” (Sastre 1978: 188). En el cuadro II, cuando el visitador inquisitorial habla con Melibea, abadesa del convento donde se esconde Calisto, le explica Anda por Salamanca un propagandista atroz de las doctrinas infames del pestilente hereje Miguel Servet, no ha mucho incendiado en Ginebra por el también canallesco Calvino, al cual eso único hemos de agradecer. Es un exfraile nacido en Valladolid y de nombre Calixto Contreras, el cual trata de encender la chispa de la herejía en Salamanca. (200)
23
El Miguel Servet real fue mandado a la hoguera por el mismo Calvino.
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Más adelante, el visitador vuelve a insistir sobre la perversidad de las ideas servetianas defendidas por el exmonje: Visitador–
[...] el Santo Tribunal lo espera con impaciencia a fin de librar a Salamanca y a España entera de la pestífera contaminación de sus ideas abominables.
Melibea–
¿Las cuales cómo son? Porque una, aquí, no lee más que su devocionario.
Visitador–
Para empezar, mantiene, igual que su repugnante maestro Miguel Servet, que la Santísima Trinidad es un perro de tres cabezas. (201)
La herejía se define ante todo como aquella ideología que sale del camino definido por la ideología dominante, o sea, la religión católica. Se considera una amenaza ya que, como discurso alternativo, niega el dogma —aquí, el de la Santa Trinidad—. No es anodino, en este sentido, el apellido del personaje de Sastre: este Calisto Contreras contradice la doxa, le lleva la contraria. En Terra Nostra (1975) es algo más compleja la definición del hereje. La figura del heterodoxo es encarnada por varios personajes de la novela, entre los cuales cobran especial relieve los milenaristas con los que se vincula Celestina. Esta se hace, en efecto, transmisora del mensaje herético de aquellas sectas que defienden la idea según la cual Cristo volverá para reinar en la Tierra durante un milenio (Cohn 1957). Además, como vimos, Celestina comparte la filosofía de aquellos movimientos adamitas que consideran el amor carnal como un medio para comunicarse con Dios. La evolución del personaje de Felipe II imaginado por Fuentes es interesante en este marco. Al principio de la novela, se presenta a sí mismo como el abanderado de la doxa cristiana y recuerda sus combates en contra de la herejía al contar sus masacres de valdenses, cátaros y adamitas (62). Con estas luchas, el Señor pretende proteger una fe cristiana que se basa en una concepción del hombre agobiado por el pecado original. Por su parte, los herejes a los que combate se definen por su rehabilitación del ser humano y evocan de cierta forma el pensamiento humanista que emerge en la época de redacción de La Celestina, ya que defienden la posibilidad de “identificar poco a poco el pensamiento humano con el divino pensamiento” (375). El
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mismo astrólogo del rey, Toribio, se hace portavoz de esta concepción: “el hombre fue concebido mortal, nació para morir, y no hay en él corrupción inherente, sino perfectibilidad corporal y espiritual [...] ¡te digo que la tierra está en el cielo!” (379). El hereje se asocia de este modo a la búsqueda de la libertad en un marco de represión. Durante una masacre que orquesta, el Señor entabla una conversación con un predicador anónimo que da cuenta de estas creencias a la vez heterodoxas y emancipadoras: —¿A dónde te diriges? —A la libertad absoluta. —¿Qué es esto? —Un hombre que vive de acuerdo con todos sus impulsos sin distinguir entre Dios y su propia persona. Un hombre que no mira hacia atrás o hacia delante, pues para un espíritu libre no hay antes o después. (71)
No son solamente sus batallas las que acercan al rey a estas creencias alternativas. Ya lo habían sensibilizado su historia de amor con Celestina y su amistad con Pedro y Ludovico, que abogan respectivamente por un mundo sin pecado, sin rey y sin Dios. Esta confrontación con estos pensamientos al margen de los dogmas hace vacilar al propio rey. En sus conversaciones alucinadas con un cuadro instalado en la capilla de El Escorial, el rey expresa sus dudas existenciales y religiosas. Sus angustias acerca del porvenir de España y de la humanidad le llevan a insultar el personaje de Cristo representado en el lienzo: “¡manifiéstate, cabrón Jesús, danos una sola prueba de que nos oyes y en nosotros piensas, una sola prueba!” (203). La figura del cuadro contesta enseguida: “Necio yo, sí, pues los verdaderos Dioses presiden el origen irrepetible del tiempo, no su accidentado curso hacia un futuro que para los Dioses carece de sentido. Resuelve este dilema. Y además, cabrón tú” (204). Más adelante, el rey reflexiona por escrito sobre el nacimiento de Cristo e imagina versiones alternativas algo blasfematorias —la Virgen habría sido una prostituta, o habría engañado a José—. Cuando su secretario Guzmán le aconseja que queme estos papeles heréticos, Felipe contesta: Quieto, Guzmán, déjame gozar en esta hora de mi poder conduciéndolo hasta la herejía, impune o punible; punible porque destruye un cierto orden de la Fe, el que por casualidades de la política paulina y sordas sumas del compromiso y
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la intransigencia, ha triunfado; impune, en verdad, porque la herejía recoge y recuerda todos los ricos y variados impulsos espirituales de nuestra Fe, a la que jamás niega, sino que por lo contrario multiplica sus magníficas oportunidades de ser y convencer. (247)
El mismo rey empieza así a aprehender la herejía como un componente más de la fe ortodoxa. Ahora bien, tales reflexiones del monarca permanecen en el estado de ejercicio retórico-filosófico, ya que la política absolutista de Felipe se basa, a pesar de todas sus dudas, en el rechazo, mediante el aparato inquisitorial, de lo que no corresponde con la doxa cristiana. El Señor está, por ejemplo, indignado por esta España “infestada de judíos” (392). Los obreros, futuros partidarios de la rebelión de los comuneros, reflexionan a este respecto: [...] seréis expulsados, judíos, perseguidos, moros, no habrá lugar para vosotros en el reino de la pureza de la sangre, cristianos viejos, limpios de sangre, ¿quiénes son?, ¿cuántos son?, hubo tiempo en que los cristianos mozárabes vivieron en tierra musulmana y los musulmanes mudéjares en tierra cristiana, y tolerábanse entre sí, y convivían con judíos, y decíanse los tres pueblos del libro y San Fernando rey de Castilla proclamábase rey de las tres religiones y moros y judíos aportaban a la barbarie goda, arquitectura y música, industria y filosofía, medicina y poesía, y la Inquisición era mantenida a raya para no sobrepasar el poder de los monarcas, y así prosperaron las ciudades, se gestaron las instituciones de la libertad local, mas ahora, ¿quién quedará a salvo de los nuevos poderes de la Inquisición? (780)
La evocación de una edad de oro en la que España fundaba su grandeza en la cohabitación armoniosa de las tres religiones —idea de la que Américo Castro se hizo el principal portavoz— se opone luego a una época de tiniebla marcada por las exacciones, torturas y expolios orquestados por el Santo Oficio. Entre los distintos juicios inquisitoriales a los que se alude en Terra Nostra, se evocan el de Ludovico, denunciado por defender la comunicación directa entre el hombre y Dios (141), y el de una de las Celestinas:
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Denuncias a Celestina ante el tribunal eclesiástico y, pocos días después, te diriges a la plaza pública y allí, entre la muchedumbre silenciosa, miras a los alabarderos conducir a Celestina a la hoguera. La mujer es amarrada al poste y luego los verdugos prenden fuego a los maderos secos y crepitantes a los pies de la recalcitrante bruja. (162)
Según Csikós (2010: 78), la tematización del Santo Oficio en Terra Nostra participa en el retrato global del absolutismo y en la equiparación entre los distintos absolutismos representados. Las ejecuciones mandadas por la Inquisición harían así eco a los sacrificios humanos practicados por los aztecas. No hay que esperar a los años setenta y Terra Nostra para que se asocie el contexto inquisitorial con el personaje de Celestina. Esta combinación aparece ya desde el siglo xix con Los polvos de la madre Celestina (1862) de Rafael del Castillo. En esta novela histórica de estilo folletinesco, la presentación de Celestina integra una descripción de sus apuros con el aparato inquisitorial. Por sus actividades de curandera algo hechicera, “la Inquisición, predispuesta en su contra por las delaciones de algunos farmacéuticos y facultativos, diese con ella en las prisiones del Santo Oficio” (Castillo 1862: 67). La condesa Inés, al servicio de la cual Celestina ejercerá luego sus talentos de mediadora y hechicera, consigue liberarla y obtenerle un seguro mientras Celestina “no se dedicase a componer bebedizos, ni a levantar figuras, ni a hacer esa porción de cosas con que se embaucaba a las crédulas e ignorantes personas de los pasados siglos” (69). Sin embargo, la Inquisición vuelve a aparecer repetidas veces en la novela, donde cumple la función de una amenaza latente omnipresente. La diabolización del Santo Oficio es evidente en el texto: aquel “extraño y terrible tribunal” (162) se basa en un sistema de delaciones y en juicios hartamente subjetivos. En una de las contextualizaciones históricas con las que recrea la época de Carlos II en la que se desarrolla la novela, el narrador ya orienta esta concepción de la Inquisición: [...] si las delaciones pesaban sobre faltas de religión o conatos de hechicería, entonces los fanáticos jueces creían todo cuanto se les dijese, y según hemos visto en obras que se ocupan de este asunto, multitud de inocentes fueron quemados o penitenciados con el aterrador Sambenito, por crímenes que no habían cometido, y que fueron delatados por un mal amigo, o llevados a la cárcel por una levísima sospecha. (162-163)
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El personaje del inquisidor general elaborado por la novela permite afianzar esta imagen sumamente negativa del Santo Oficio. Ahora bien, las actuaciones de Rocaberti no se explican tanto por algún fanatismo como por su interés político. Los polvos de la madre Celestina narran un periodo de la historia de España en el que la falta de sucesor de Carlos II genera tensiones internas en la corte. Frente a esta situación, tres partidos reivindican el trono: Luis XIV, el elector de Baviera y el archiduque de Austria (97). Partidario de los Borbones porque el rey francés ha comprado su lealtad (163), el inquisidor maniobra para que el Tribunal ataque a los que apoyan a los rivales de Luis XIV. Los inquisidores de la novela aparecen de este modo como agentes secretos que espían a “todos los personajes que pudieran ser contrarios a los planes de los adictos a la dinastía de los Borbones” (651), incluido Carlos, joven cuyos amores con Inés son concertados por Celestina. A través de la Inquisición dirigida por Rocaberti, el motivo religioso sirve por tanto de pretexto a maquinaciones políticas de las que caen prisioneros los amantes. Arce (1991) y García Jambrina (2008) también hacen hincapié en la crueldad del Santo Oficio a través de escenas de juicio inquisitorial. Ahora bien, el autor que más pormenoriza dichas escenas es, sin duda, el dramaturgo Alfonso Sastre. Además de la escena, ya comentada, en la que un inquisidor interroga a Melibea, conviene destacar el cuadro V, en el que los agentes de la Inquisición detienen e interrogan a Celestina para que les revele dónde está Calisto. Es tan cómico como mordaz el contraste entre la impiedad y ferocidad de la tortura y el tono afable del inquisidor. Después de instalar a Celestina en un instrumento de tortura, comenta, por ejemplo: Visitador–
[...] Verás de qué manera funciona este curioso aparatito. (Hace un gesto. Los agentes aprietan y Celestina se pone a gritar en seguida [sic] como una condenada. A los Agentes les extraña tanto griterío porque apenas han empezado.)
Celestina–
¡Ay, ay, ay!
Visitador–
Pero, hombre, no seas tan bruto, Conesus, que te lo tengo dicho. ¿Qué has hecho a la pobrecilla? (El Agente rebuzna como diciendo: nada.) Ya sé, ya sé. Es que no calculas. (A Celestina.) No tiene malicia; es un buen hombre. Pero no calcula. Perdónale, por Dios [...], sus feos modales que le hacen parecer un
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bestiajo cuando en realidad no es sino un honrado padre de familia. (Sastre 1978: 237)
De la misma forma amable, el inquisidor hace hincapié en las actividades ilegales de Celestina y la presiona indirectamente para que hable con el fin de no verse ella en apuros: “Cuenta, cuéntame pues, mujer amable, gitanilla gentil, brujita loca e inocente, amigable recomponedora de virgos, experta en filtros de amor y pócimas mágicas, amparo diabólico de los afligidos, refugium peccatorum” (238). Luego, el texto ofrece una parodia de la cuestión inquisitorial y de su falta de lógica que roza aquí lo cabalmente absurdo, ya que el verdugo se niega a revelar el tipo de información que quiere conseguir para así dejar que el interrogado hable más de la cuenta: Celestina–
¿Que [sic] quiere que le cuente yo?
Visitador–
Pues eso, pues eso que tú sabes.
Celestina–
¿Y qué es eso que yo sé según esa pregunta?
Visitador–
Tú sabrás lo que sabes o, mejor, tú sabes lo que sabes. (238)
Como también ocurre en el texto de García Jambrina (2008), el inquisidor deja en libertad al acusado con la promesa de colaborar: Celestina se hace “confidente del Santo Oficio” (Sastre 1978: 241). La víctima acaba así por integrar el mismo instrumento de su opresión. Es de notar que los inquisidores encargados de las torturas se animalizan en la obra de Sastre. El que tortura a Celestina tiene una “cabeza de burro” (237), mientras que los futuros asesinos de Calisto y Melibea se anuncian con “[...] voces terribles y como gruñidos animales. Es una irrupción zoológica de gentes armadas con ballestas y portadores encendidos. [...] a la luz de las antorchas, vemos ahora sus rostros: son jetas de cerdo y cabezas de burros” (264). Desde luego, tal animalización contribuye a satirizar a los inquisidores, presentados de este modo como brutas sin reflexión, tan solo animados por su instinto y deseo de sangre. Ya no son seres humanos capaces de sentir empatía, sino que se trata de bestias. Este peculiar retrato de los torturadores también hace anónimos a los verdugos y los universaliza de cierta forma.
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Por su parte, Calisto, historia de un personaje (1999) de Julio Salvatierra no menciona las consecuencias físicas (las torturas) de las intervenciones de los inquisidores, pero sí resalta sus consecuencias intelectuales. El personaje rojano que, al final de los noventa, cuenta al actor que lo encarna las vicisitudes de su vida teatral en las tablas europeas de los siglos precedentes, critica en efecto la censura inquisitorial. En estos “tiempos de hambre y de temores a la Iglesia” (s. p.), que identifica con los mismos siglos áureos, el censor inquisitorial no deja de asistir a las representaciones. Cuando Calisto reinterpreta la escena del primer acto de la (Tragi)comedia en la que afirma “Melibeo soy”, imita con voz gangosa las intervenciones chocadas del censor, que exige recortes importantes del texto. Como vemos, en todos estos casos se atribuye a la Inquisición el papel de oponente opresivo que frena o, al menos, amenaza la libertad de los personajes celestinescos. Este papel se acentúa aún más en las reescrituras publicadas durante la Transición política española. III.3.2. Un símbolo del totalitarismo: la lectura del teatro de la Transición Según Ángel Berenguer y Manuel Pérez, el teatro de la Transición política española del posfranquismo (1975-1982) se divide en tres tendencias que corresponden a tres mentalidades distintas con respecto al proceso de cambio sociopolítico de la época. Se trata de la tendencia restauradora, nostálgica del régimen franquista; la tendencia innovadora, con afán comercial, que plantea una ideología conservadora aunque renueve las fórmulas teatrales a nivel formal; y la tendencia renovadora, que aboga por un cambio político radical, realizado al margen de cualquier elemento relacionado con el régimen anterior. Las obras de José Martín Recuerda y de Alfonso Sastre pertenecen sin duda a la tendencia renovadora, y más precisamente a la subtendencia radical de esta corriente. Los autores de esta subtendencia se oponen tajantemente a la ideología de la dictadura y la critican ferozmente en sus obras, a veces mediante alusiones indirectas a la realidad, a través, por ejemplo, de la representación de un pasado histórico lejano. La pintura de la España negra, presa del absolutismo real, se vuelve así tópica para reflejar el totalitarismo franquista.
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El submitema de la Inquisición encuentra en este contexto un terreno propicio de desarrollo. Como instrumento de control social asociado históricamente con el poder absolutista, no extraña que la Inquisición llegue a simbolizar el totalitarismo franquista en la obra de algunos de estos dramaturgos. A través de la recreación de esta jurisdicción, se enjuician los aspectos más arbitrarios e injustos del ejercicio del poder y se representa de forma concreta el enfrentamiento del individuo con un entorno enajenador, opresivo y violento. La obra de Fernando Arrabal titulada Inquisición (1980) es uno de los muchos ejemplos del tratamiento de este motivo en la dramaturgia de tendencia renovadora. En Las conversiones, José Martín Recuerda alude a la Inquisición a través de Claudina. En efecto, la mentora de Celestina no deja de apuntar la persecución que padecen sus correligionarios al mismo tiempo que reivindica sus derechos: Arzobispo–
Sal de aquí antes de que te condene y ardas en los infiernos como está ardiendo la Castilla judía.
La Claudina–
[...] Los judíos que en esta tierra nacieron, son tan hijos de ella como los cristianos que se devoran vivos. Y nadie, entérate, nadie tiene por qué atemorizar a los que aquí nacieron. Soy judía. Nací aquí y esta tierra es tan mía como tuya. Y seas quien seas, te diré que no me bauticé ni me bautizaré nunca. Ni le temo a ningún Trastamara ni a la Iglesia. (129-130)
En esta sociedad española dividida por luchas internas, tanto entre cristianos y judíos como en el mismo seno de la familia real,24 la insolidaridad general y el poder absolutista que he descrito con anterioridad conllevan una pérdida del vínculo social. El personaje de Celestina reacciona frente a esta situación con una profesión de fe judía que se asemeja con un acto de rebeldía contra el poder absoluto:
24
Es esencialmente conflictiva la relación entre los diferentes personajes históricos ficcionalizados en Las conversiones (el rey Enrique IV, su hija Juana la Beltraneja y la reina Juana, hermana del rey de Portugal).
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¡Me temerán! ¡El dios de Israel vuelve a mí! ¡Su justicia es infinita porque acusa y juzga a los pueblos! Qué consuelo tan grande. Yo te seguiré, dios de Israel, y acusaré y juzgaré a los que viven a mi alrededor. [...] Haz que no pueda perdonar que me prendieron por ramera y que un rey apuñaló mi cara. (210-211)
La imposibilidad de cohesión en esta sociedad castellana hace inútil su condición de conversa. Además, como hemos visto,25 esta (re)conversión de Celestina a la fe judía forma parte de una redefinición global del personaje que, frente a la crueldad del monarca y a la pérdida de su amante Álvar, se automarginaliza como prostituta y hechicera. La afirmación de su judaísmo contribuye a esta marginalización voluntaria mediante la cual Celestina se aparta de la sociedad. Según García Pascual (2003-2004), esta elección del personaje evoca la dramaturgia contestataria por la cual aboga Martín Recuerda: conviene rechazar las normas impuestas por el marco represivo —aquí estas normas vendrían representadas por la religión cristiana— y privilegiar posicionamientos alternativos —en este caso, el judaísmo y el esoterismo— para posibilitar una regeneración social. Después de un largo decenio sin representar en Madrid, “la Transición política española es el contexto que acoge el regreso de Alfonso Sastre” (Berenguer y Pérez 1998: 89). En 1978, el dramaturgo publica su Tragedia fantástica de la gitana Celestina, en la que ofrece una importante tematización de la Inquisición cuyo significado corresponde con lo que hace en otras obras suyas. En efecto, en varios textos sastrianos de esta época transparenta: [...] un propósito de alusión a la realidad española del pasado inmediato, transponiendo a una situación de falta de libertades (en claro proceso de superación en las fechas de su estreno) problemáticas simbolizadoras tales como la persecución y el exilio de los intelectuales (La sangre y la ceniza) o la detención indiscriminada de inocentes, con claras reminiscencias personales (Ahola no es de leil). (Berenguer y Pérez 1998: 90)
La Inquisición también está presente a lo largo de Tragedia fantástica como símbolo de los sistemas de represión y del clima de amenaza latente y arbitraria que estos generan. El texto termina con la victoria de la Inquisición, 25
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Véase el capítulo dedicado al mitema de la mediación mágica.
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ya que la muerte que separa a Calisto y Melibea no se debe aquí al azar o a las maniobras de las rameras —como ocurría en La Celestina primigenia—, sino que se explica por el mucho celo que ponen los inquisidores en el exterminio de la herejía. Mediante este motivo inquisitorial, el dramaturgo opera una transmotivación o transpragmatización.26 En esta perspectiva, Celestina ayudaría doblemente a Calisto, primero para conseguir a Melibea, luego para escapar de la Inquisición, como explica Sempronio: Así, pues, querido Calixto, veremos a Celestina y ella ha de facilitarte, a no dudarlo, por mucho que Melibea no quiera verte ni por el forro, una entrevista con ella; y en cuanto a burlar a tus perseguidores de la Inquisición, los cuales merodean por todas las calles de Salamanca, como sabes, a la búsqueda del hereje, Celestina verá la forma de protegerte. (Sastre 1978: 218)
No obstante, Celestina no solo no podrá proteger a Calisto de la Inquisición, sino que, como hemos visto, ella misma caerá en las manos del Santo Oficio. Este final pesimista corresponde a la perspectiva del antifranquista: la victoria de la Inquisición simboliza la anterior victoria franquista. Cuando Sastre escribe la Tragedia fantástica, la ideología del nacionalcatolicismo sigue siendo vigente en varias franjas de la sociedad española, a pesar de la democratización incipiente. Por lo demás, el dominio que la Inquisición toma sobre la Celestina de Sastre —como vimos, la alcahueta tiene que convertirse en informadora del Santo Oficio para salvar su vida— también puede remitir a la censura que el texto rojano padeció en tiempos de Franco. Si la presencia del aparato inquisitorial es, por tanto, innegable en esta obra de Sastre, no se vincula, sin embargo, con la problemática judía. Las víctimas de la represión social se identifican aquí más bien con los gitanos.27 La misma Celestina se define, desde el título de la obra, como “gitana”, y esta
26
Como ya se ha visto, estos conceptos de Genette se refieren a un tipo de modificación hipertextual según el cual el hipertexto cambia la causa de una acción contada en el hipotexto. 27 Como el judío, el gitano se identifica con poblaciones nómadas de orígenes no europeos. De ahí, quizá, el desplazamiento operado por Sastre. Sobre la leyenda negra de los gitanos y su conversión en el chivo expiatorio de todos los males de ciertos grupos sociales, véase el número especial de Documentación social. Revista de Estudios sociales y de sociología aplicada, titulado “Los gitanos en la sociedad española” (1971).
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caracterización —que aparte del texto de Sastre solo encontramos en el caso de la Celestina parisina de Terra Nostra— no hace sino afianzar en el ámbito social la marginalidad general del personaje como vampiro y bruja atea. Según Sempronio, el hecho de que Celestina sea gitana es la prueba de que no se trata de la de Rojas; contrarresta así el paralelismo que Calisto establece con la Tragicomedia: esta Celestina no puede ser la alcahueta engañosa del clásico literario, “[...] porque mi Celestina es una calé indoegipciaca, no te digo más. ¡Una gitana de lo más salado y desenvuelto!” (217). La propia Celestina insiste repetidas veces en su condición de gitana. Durante el interrogatorio inquisitorial, incluso utiliza esta característica suya en un intento de captatio benevolentiae: [Quería] venir a la presencia de Uve I,28 decía, de motu propio. ¡Dios mío! ¿He dicho de motu propio? ¿Yo pobre de mí, con latinajos? ¿Yo bachillera? ¿Yo doctora? De ninguna manera, Monseñor, pero es verdad que de mi pobre cultura, quizás por mi roce con personas de mucha calidad, aumenta de día en día y ello no deja de ser una malísima señal. ¡Señal de hambre y otras penalidades! ¡Ay, sí! ¡Bendita ignorancia! ¡De ella vivimos los gitanos! (236)
Más adelante, en el diálogo con el visitador, continúa: “[...] es bueno, para nosotros los pobres, y más si somos gitanos, medir todas las palabras. Sepa que todo lo que dice un gitano es peligroso para él y que cuanto más decentes somos más sospechosos parecemos” (236). Como gitana, la alcahueta se expresa a veces en caló y pronuncia un encendido alegato en el que se hace portavoz de los gitanos para denunciar el ostracismo étnico y social que sufren. Cuando Calisto se queja de que nadie en el mundo conoce mayor sufrimiento que el que él padece a raíz del rechazo de Melibea, a Celestina se le altera la sangre: Tranquilízate, putico, y habla a la madre Celestina, reina de los gitanos en todas las Españas. ¿Tú enamorado, tú perseguido? ¿Qué sabes tú de esas dolencias? ¿Qué podrían decir mis gitanitos? ¿Los ves por esos pueblos? Sus ojillos son tristes porque nadie les ama y tienen hambre, y ya los ves cantar y bailar, con qué alegría. ¿Qué dices de sufrir? ¿Perteneces tú a una raza maldita como la nuestra 28
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Quizá se trate del vocativo “Vuestra Ilustrísima” algo retorcido.
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para saber el verdadero sufrimiento? ¿Estás comido de piojos? ¿Te duermes bajo un puente? ¿Te atan a los árboles en los caminos? ¿Te cortan las orejas? ¿Te atraviesa el corazón la Santa Hermandad tan sólo porque existes? ¿Escupen a tu paso? ¿Se tapan las narices, se agarran el bolsillo? ¿Hacen gestos de asco al verte, señorito? (223-224)
El propio Sastre comentó este pasaje: De esa manera trataba de expresar mi personaje cómo es una tragedia cotidiana la vida del gitano —una tragedia jocunda, por otra parte— que es posible confrontar con las más ilustres desdichas de la literatura, y que aún las supera en su sórdida y desconocida grandeza: es ni más ni menos que la tragedia de la marginación en una forma, sin duda, muy particular. (Paco, en Sastre 1990: 224, n. 9)
Además de esta voluntad de dar una forma literaria a la marginación social, el hecho de solidarizar a Celestina con los gitanos puede quizá explicarse por la asociación tradicional de este etnotipo con las prácticas brujeriles. Se ha señalado en otro capítulo que la faceta mágica del personaje rojano ha sido ampliamente desarrollada en la celestinesca contemporánea. La definición de Celestina como gitana podría participar de esta dinámica. Sin embargo, Alfonso Sastre bien puede haber encontrado en la misma Tragicomedia la fuente de esta nueva caracterización. En el acto XI, después de que Celestina haya afirmado ante Calisto las buenas disposiciones de Melibea, Pármeno compara a Celestina con los gitanos, por ser todos engañosos y ladrones: “mucha sospecha me pone el presto conceder de aquella señora y venir tan aína en todo su querer de Celestina, engañando nuestra voluntad con sus palabras dulces y prestas, por hurtar por otra parte, como hacen los de Egipto cuando el signo nos catan en la mano” (Rojas 2011: XI, 235). El tratamiento que Sastre hace del motivo de la Inquisición y de la problemática de los marginados no solo le permite criticar la situación sociopolítica de la España de su tiempo, sino que también se adecua a los propósitos estéticos de un nuevo subgénero teatral: la tragedia compleja. Como ya hemos explicado, la meta de la tragedia compleja consiste en concientizar al público acerca de la degradación social coetánea y renovar de esta manera el teatro
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español de su tiempo.29 En esta misma ansia se basa la participación de Sastre en varios grupos teatrales que a veces contribuyó a crear. El dramaturgo fue activo, por ejemplo, en el grupo Arte Nuevo (1945-1948) y en el Teatro de Agitación Social (1950), que abogan por utilizar el teatro como plataforma susceptible de despertar la conciencia social del público con el fin de iniciar una crítica y una renovación del sistema social. En esta óptica de un teatro concebido como un arte social comprometido, Sastre se acerca al teatro épico de Bertolt Brecht. Máxime porque ambos dramaturgos emplean un método similar para batir en brecha un teatro mimético que consideran como conformista y hasta lenitivo: sus obras socavan la ilusión de realidad al enseñar al espectador que lo que tiene delante es un artefacto, una construcción del género teatral cuyos engranajes se exhiben.30 El propósito de la tragedia compleja consiste, por consiguiente, en elaborar representaciones de una sociedad degradada y ridiculizada (Decoster 1960, Gracia y Ródenas 2010, Henríquez-Sanguineti 1993). Por ello, este subgénero pone en escena héroes irrisorios. La marginalidad social de los personajes elaborados por Sastre forma parte de esta estética: Calisto se degrada en hereje, Melibea en ramera y Celestina en gitana, todos atacados por un mismo sistema opresor, avatar del yugo franquista: la Inquisición.31 III.3.3. El personaje de Rojas en contra del Santo Oficio Entre las reescrituras celestinescas más recientes, las novelas de Juan Carlos Arce (1991) y de Luis García Jambrina (2008) abogan por un tratamiento menos pesimista del submitema inquisitorial. Aunque también les sirve
29
Sobre este aspecto de la actividad de Sastre, véanse Manchado Lozano (1985), Oliva (1992) y Paco (1996). 30 Huelga decir que, a pesar de este parentesco con el dramaturgo y teórico alemán, Sastre toma cierta distancia con respecto al teatro épico, cuyo peligro radicaría en “el exceso distanciador provocado en el espectador frente a los conflictos desarrollados en escena, lo que desembocaría en la ausencia de necesidad transformadora en el individuo, en el nulo efecto social del teatro” (Manchado Lozano, 1985: 203). 31 Sobre el proceso de degradación de personajes en las obras de Sastre, véanse Pérez-Stansfield (1989) y Villegas (1986).
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para crear una atmósfera de amenaza latente, en estas obras la Inquisición ya no simboliza la sombra del pasado franquista, sino que da pie a tramas policíacas en las que el Santo Oficio llega a ser burlado por el mismo autor de La Celestina. Sin que García Jambrina haya leído a Arce, estos thrillers históricos proponen una recreación bastante similar de la génesis del texto de Rojas. Ambos insisten de entrada en la importancia del marco espaciotemporal de su relato: se trata de la Salamanca de finales de los años 1490, época y lugar probables de gestación, redacción y publicación de la (Tragi) comedia. Ambas novelas también narran las pesquisas de un joven estudiante de Leyes llamado Fernando de Rojas, y en los dos casos, la novela termina con la publicación de La Celestina. Este énfasis por un marco contextual cercano al de la época de creación de La Celestina primigenia salta a la vista desde el mismo peritexto de las novelas. Véanse, por ejemplo, las líneas que exponen la intriga de Arce (1991): A fines del siglo xv, en circunstancias extrañas y azarosas, el estudiante Fernando de Rojas lee un manuscrito anónimo que contiene el primer acto de una comedia sublime. El deseo de encontrar al autor lleva a Fernando de Rojas al mundo de la magia y del amor, y se ve obligado a defender su propia vida de la más vigorosa persecución inquisitorial de la época. En esta novela se reconstruye el ambiente en que se escribió La Celestina: asesinato, inquisición, hechicería, amor y, en el centro, la literatura misma. Melibea, Calisto, Celestina, tan reales como el propio Fernando de Rojas debió de conocerlos, se asoman a estas páginas en las que una Melibea muy distinta de la conocida resulta ser la protagonista de la historia.
Asimismo, en la contracubierta de la novela de García Jambrina (2008), aparece lo siguiente: A finales del siglo xv, Fernando de Rojas, estudiante de Leyes en la Universidad de Salamanca y futuro autor de La Celestina, deberá investigar el asesinato de un catedrático de Teología. Así comienza una compleja trama en la que se entremezclan la situación de los judíos y conversos, las pasiones desatadas, las doctrinas heterodoxas, el emergente humanismo, la Salamanca oculta y subterránea y la Historia y la leyenda de una ciudad fascinante en una época de gran agitación y cambio.
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Es obvio que, además de realzar el parentesco temático entre la reescritura y su fuente tardomedieval, ambos resúmenes insisten en la contextualización histórica de su relato, al presentar estos finales del siglo xv como una época de transición ante todo caracterizada por una problemática cohabitación entre distintas religiones, por la injusticia inquisitorial y por las prácticas mágicas y otras herejías. Los dos textos también se desarrollan a través de una dicotomía bastante marcada que opone, por un lado, el mundo medieval, cuyos dogmas y valores son defendidos por el Santo Oficio, retratado otra vez como herramienta de represión y bastión del oscurantismo, y, por otro, un nuevo mundo en germen, marcado por los descubrimientos de Colón y por el desarrollo de un humanismo teológico y cívico encarnado por la figura, ya abordada, de Fernando de Roa. Los representantes del mundo antiguo no son otros que los inquisidores: fray Tomás de Santo Domingo en la novela de García Jambrina y fray Pedro de Mahora en el texto de Arce, ambos obsesionados por la caza de la herejía y del judaizante. Ya subrayamos el carácter inexacto de esta representación de la Inquisición que construyen las reescrituras celestinescas. Aunque tenía indudablemente una dimensión oscurantista, la Inquisición española no era nada anticuada en la época de Rojas, sino que, al contrario, representaba un aparato burocrático moderno. Esta representación del Santo Oficio como el órgano ideológico de una mentalidad atrasada es, por tanto, una construcción de los textos considerados que se puede explicar, como veremos luego, por el desarrollo de la leyenda negra española. En el marco de esta dicotomía entre mundo medieval oscurantista y luces de un Renacimiento incipiente que estructura las dos novelas, los personajes de Rojas aparecen como figuras de transición que unen ambos mundos. Si Rojas constituye tal eslabón entre mundo inquisitorial y mundo humanista, es sobre todo porque su ficcionalización por Arce y por García Jambrina conlleva una doble caracterización de este personaje de autor a la vez como figura humanista y como converso víctima del Santo Oficio. García Jambrina comentó en distintas ocasiones esta doble cara que atribuye a la figura de Rojas: He querido darle vida de ficción y mostrarlo como un humanista y hombre del Renacimiento en una universidad y en una ciudad que todavía tenían un pie en la Edad Media; como una persona tolerante, honesta, y piadosa, en un mundo
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intolerante, falso y despiadado. En él se aúnan, además, las armas y las letras, el saber de los libros y la experiencia de la vida, la sensibilidad y la inteligencia... (Huertas Morales 2012: 168)
La fuente de tal ficcionalización de Rojas no es otra que el peritexto de La Celestina. Efectivamente, el estudio comparativo de los prólogos de la Tragicomedia y de la caracterización de estos Rojas contemporáneos muestra que tanto Arce como García Jambrina recrean al autor a partir de las pocas informaciones que conocemos sobre él y que son justamente las que se exponen en el peritexto de la obra original: el autor nació en la Puebla de Montalbán, frecuentó la Universidad de Salamanca, donde alcanzó el grado de bachiller y donde halló una obra inacabada que completó durante unas vacaciones de Pascua. La construcción del personaje rojano parte, pues, de una actualización de los datos proporcionados por las piezas liminares de La Celestina. Además de conservar estos rasgos del personaje histórico revelados por el peritexto y por las investigaciones de la crítica —así sabemos, por ejemplo, que Rojas era descendiente de conversos—, los Fernando de papel y tinta coinciden en su caracterización como humanistas. Movidos por la curiosidad y el gusto por la verdad, estos personajes se retratan como bibliófilos que combinan sus faenas filológicas y sus pesquisas detectivescas. Los autores de La Celestina ficcionalizados en Melibea no quiere ser mujer y El manuscrito de piedra dan también muestra de saberes enciclopédicos y de un marcado espíritu de tolerancia. Los Rojas de Arce y García Jambrina se asemejan además por estar ambos obsesionados por su origen judío y por su delicada condición de conversos. A este respecto, es llamativa la primera presentación de Fernando en las novelas. En el íncipit de Melibea no quiere ser mujer, Rojas recuerda la hoguera en la que murió su padre, condenado por la Inquisición: “Muchas veces veía arder a su padre. A menudo la memoria, sin aviso, le traía la mañana en que le vio ardiendo y se detenía en ese recuerdo duradero y nítido del que siempre quiso en vano evadirse” (Arce 1991: 7). De estas primeras líneas del relato se desprenderá rápidamente el anhelo de venganza del estudiante de Leyes hacia el Santo Oficio. Desde la primera descripción que le dedica El manuscrito de piedra, el Rojas de García Jambrina también se vincula con la Inquisición y se acuerda del juicio de su padre, “acusado de judaizar” (García
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Jambrina 2008: 19). La novela cuenta enseguida la forma en la que Rojas intervino en el pleito y negoció la vida de su padre: a cambio de la indulgencia del Santo Oficio, Fernando quedaría a disposición de la Inquisición hasta el final de sus días. Asimismo, para que resuelva más fácilmente el caso de la muerte de un teólogo, a Rojas se le nombra familiar de la Inquisición. Ante la reticencia del futuro bachiller, la amenaza de Diego de Deza, obispo de Salamanca, es clara: Este cargo [...] presupone un reconocimiento definitivo de limpieza de sangre, para vos y para toda vuestra familia, además de otros privilegios anejos al mismo, como el poder ir armado. Sin embargo, si lo rechazáis —advirtió—, pondréis en entredicho vuestra condición de cristiano y la de vuestros padres. (García Jambrina 2008: 31)
El estatuto de converso implica, por tanto, para el protagonista de cada novela, una experiencia pasada dolorosa cuyas consecuencias se siguen sufriendo. Tal caracterización del personaje de Rojas conlleva de este modo una relación problemática pero estrecha del futuro bachiller con el aparato inquisitorial, verdugo que se ensaña con su víctima. Su común oficio de pesquisidor les otorga también a los Rojas de Arce y García Jambrina una movilidad social que no deja de recordar la de Celestina: son capaces de frecuentar cualquier espacio y ámbito, desde el palacio del obispo hasta los bajos fondos prostibularios. Este rasgo permite, desde luego, reconstruir de forma pormenorizada la realidad urbana de la Castilla de la época y reflejar la diversidad social singular de La Celestina. García Jambrina justifica esta caracterización de su Rojas en el marco del género policial: [...] la condición de detective o pesquisidor, que es la palabra usada en la época para una función semejante, me permitía que el personaje pudiera moverse por todos los ambientes y lugares de una ciudad tan compleja y conflictiva como la Salamanca de la época. (Huertas Morales 2012: 170)
La caracterización del personaje de Rojas como figura humanista víctima de la autoridad inquisitorial asienta la base, en ambas novelas, de una interpretación peculiar de la intención de La Celestina original. En su reconstitución imaginaria del proceso de creación de los prólogos y epílogos de la
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La Celestina, un mito literario contemporáneo
tragicomedia primigenia, los relatos de Arce y de García Jambrina presentan este peritexto como si fuera un discurso creado con el fin de manipular a los censores para proteger a Rojas de las críticas o de los apuros judiciales. Esta lectura de La Celestina como obra subversiva, además de corresponder con la tesis judaizante defendida por cierta franja de la crítica celestinesca, se construye precisamente a partir del submitema de la Inquisición. En ambos casos, las ambigüedades del peritexto constituyen estrategias destinadas a codificar La Celestina cuya verdadera intención sería la de minar las bases del Santo Oficio. Retratado como una institución corrupta y nefasta, guiada por la arbitrariedad y los juegos de poder más que por cuestiones de fe, el Santo Oficio se caracteriza de la misma forma en estas dos novelas que en las demás reescrituras celestinescas. En El manuscrito de piedra, el personaje de Rojas no es dueño de su vida, sino que sus actividades dependen de las misiones que le confía el Santo Oficio. Por tanto, su oposición a este sistema de represión no es directa: Rojas tiene más bien que actuar en la sombra, a modo de agente doble. Si Rojas halla el manuscrito del primer acto de La Celestina en la biblioteca de Hilario —personaje que resultará luego ser el asesino en serie que buscaba— es precisamente porque intentaba salvar sus libros de un probable auto de fe inquisitorial. Luego, la lectura de los papeles encontrados, escritos por Hilario, le complace tanto que decide escribir el resto de la comedia. La novela describe enseguida, y de forma pormenorizada, el peculiar trayecto editorial de la obra rojana, así como la constitución de su peritexto: La Comedia se publicó, por primera vez, de forma anónima, sin ningún prólogo ni epílogo, en la ciudad de Amberes, en el verano de 1498, gracias a las gestiones de Alonso Juanes, y fue tal el interés que suscitó que, al año siguiente, apareció una nueva edición, también anónima, en Burgos. A partir de ahí, Rojas, con la ayuda de su amigo, que aparece en el libro como corrector del texto, bajo el nombre de Alonso de Proaza (así se llamaba un maestro de Gramática que ambos habían tenido en las Escuelas Menores), se dedicará a hacer sucesivos cambios y añadidos a la obra, así como ambiguas revelaciones acerca de su autoría. De tal modo que, ya en la edición de Toledo de 1500, todavía anónima, se incluye una carta del “autor a un su amigo” donde confiesa que el primer auto no es suyo, sino de un “primer autor” de nombre desconocido, pero de gran valía, que ya estaba muerto en el momento de encontrar él los “papeles”; después, da algún
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Capítulo VII
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indicio de su propia persona, como el hecho de ser jurista, y, por último, esconde su nombre y lugar de nacimiento en unas octavas acrósticas con las que remata la carta, tal y como revela, a su vez, el corrector en unas estrofas que aparecen al final de la obra. No conforme con eso, en 1502, aparece en Salamanca, en la imprenta de Juan de Porras, [...] una edición titulada Tragicomedia de Calisto y Melibea, ampliada en cinco nuevos actos y completada con un prólogo y tres estrofas más, puestas al final, donde se piden disculpas por lo escabroso de la obra y se hace hincapié en su intención moralizante; en la carta, se apunta, por otro lado, que el “antiguo autor” podría ser Juan de Mena o Rodrigo Cota, pero sin pronunciarse por ninguno de ellos. (García Jambrina 2008: 310-311)
Tras recrear la complejidad del proceso creativo de La Celestina, El manuscrito de piedra reconstruye también su enredoso recorrido editorial. Aunque propone algunas