La antropología como pasió y como práctica: ensayos in honorem Julian Pitt-Rivers

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LA ANTROPOLOGÍA COMO PASIÓN Y COMO PRÁCTICA ENSAYOS IN HONOREM JULIAN PITT-RIVERS

BIBLIOTECA DE DIALECTOLOGÍA Y TRADICIONES POPULARES

XLI

HONORIO M. VELASCO (Coordinador) Con la colaboración de DOMINIQUE FOURNIER Y LUIS DÍAZ G. VIANA

LA ANTROPOLOGÍA COMO PASIÓN Y COMO PRÁCTICA ENSAYOS IN HONOREM JULIAN PITT-RIVERS RELACIÓN DE AUTORES Julio Caro Baroja Mary Douglas George M. Foster Carmelo Lisón Dominique Fournier Susan Tax Freeman Antoinette Molinié Honorio M. Velasco Stanley Brandes Maria Pia di Bella Marc Abélès Jack Goody Salvatore D’Onofrio

Maria-Àngels Roque M.ª Jesús Buxó i Rey Nara Bernardi Joan Frigolé María Dolores Vargas Llovera William A. Douglass William Kavanagh María Cátedra Luis Díaz G. Viana Patricia Martínez de Vicente Pedro Romero de Solís François Zumbiehl

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA DE ESPAÑA Y AMÉRICA MADRID, 2004

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y su distribución.

© CSIC-UNED © NIPO: 653-04-093-1 ISBN: 84-00-08299-0 Depósito Legal: Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Impreso en Closas Orcoyen Impreso en España. Printed in Spain

ÍNDICE

HONORIO M. VELASCO Introducción ..........................................................................................

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JULIAN PITT-RIVERS Curriculum vitae....................................................................................

17

I PASIONES COMPARTIDAS JULIO CARO BAROJA Fantasía oxoniense ................................................................................

35

MARY DOUGLAS Remembering Julian Pitt-Rivers. A Personal Note...............................

43

GEORGE M. FOSTER Recollections of Julio Caro Baroja and Julian Pitt-Rivers ...................

49

II DE RITUALES Y PASIONES CARMELO LISÓN Referencia y Auto-referencia ritual.......................................................

69

8

ÍNDICE

DOMINIQUE FOURNIER De la nécessité de passer de l’amour de la nourriture à l’amour de Dieu.................................................................................................

81

SUSAN TAX FREEMAN Cocina española: Platos españoles vestidos de viaje............................

95

ANTOINETTE MOLINIÉ La Virgen del Rocío no tiene vergüenza: Aproximación antropológica a la mariolatría andaluza .................................................................

105

HONORIO M. VELASCO Fiestas del pasado, Fiestas para el futuro .............................................

121

STANLEY BRANDES Acerca de anfitriones y huéspedes: La oración judía en España.......... 151 MARIA PIA DI BELLA Fieldwork in the Archives. Tracing Rituals of Capital Punishment in Past and Present Italy......................................................................

161

III DE PASIONES Y DE PRÁCTICAS MARC ABÉLÈS Le politique au cœur de l’oeuvre ..........................................................

181

JACK GOODY Hats, hierarchy and democracy.............................................................

185

SALVATORE D’ONOFRIO Onore e disonore in Sicilia....................................................................

201

MARIA-ÀNGELS ROQUE Exogamia y poder en el Mediterráneo Occidental. De Nausicaa a las serranas castellanas .........................................................................

229

Mª JESÚS BUXÓ I REY Extravagancia y delicadeza de las pasiones: Paisajes de la emoción en las fronteras culturales de Nuevo México ......................................

247

ÍNDICE

9

NARA BERNARDI Soprannomi in Sicilia............................................................................

273

JOAN FRIGOLÉ Consideraciones en torno a la venganza de sangre y el genocidio.......

283

MARÍA DOLORES VARGAS LLOVERA Conexiones sociales en los procesos migratorios................................. 299 WILLIAM A. DOUGLASS Julian Pitt-Rivers and the Anthropology of Tourism ............................ 309 WILLIAM KAVANAGH El uso de la historia oral en la construcción de unas identidades actualmente cambiantes en la frontera hispano-portuguesa............... 319 MARÍA CÁTEDRA «No sólo la ciudad tiene murallas». La muralla de Ávila, desde dentro ....................................................................................................

333

IV TAUROFILIA LUÍS DÍAZ G. VIANA ... Y el mito se hizo toro. Referencias paganas y bíblicas en la interpretación que hizo Pitt-Rivers de los rituales taurinos ................... 365 PATRICIA MARTÍNEZ DE VICENTE Lo profano y lo sagrado en la Tauromaquia .........................................

381

PEDRO ROMERO DE SOLÍS Pitt-Rivers, una concepción sacrificial de la Tauromaquia...................

401

FRANÇOIS ZUMBIEHL La torería o la dialéctica de lo esencial y de lo accesorio .................... 413

INTRODUCCIÓN Honorio M. Velasco

La Antropología une pasiones y prácticas. Las propias y las ajenas. Ésa debió de ser una de las enseñanzas de Evans-Pritchard que recogieron Julian Pitt-Rivers y Julio Caro Baroja, a juzgar por el «milagro» que le envió éste a aquél (y que va contenido en este volumen), pero a juzgar también por el breve «curriculum vitae» que redactó el propio Julian de sí mismo (y que asimismo se incluye en este volumen). Una pasión como la que aflora constantemente en The People of the Sierra y que está ya en la primera motivación que le llevó a Grazalema en busca de los anarquistas. Pero que sobre todo hace comprensible esa especial captación de la realidad social que trasluce toda la obra y que es capaz de contagiar al lector. Son muchos los que han reconocido que la lectura de esta monografía les proporcionó un conocimiento no meramente intelectual, sino transido a la vez de goce y de inquietud. Por mi parte ahora sé que esos sentimientos encontrados se debían a cómo Julian nos hacía partícipes de una pasión. En numerosas ocasiones le oí decir que la traducción debida de People debía ser «pueblo», una palabra evocadora con la cual quería referirse a la vez a las personas concretas con las que convivió y al conjunto de ellas al que pretendió incorporarse. El pueblo como pasión importaba para Julian todo ese amplio espectro de asuntos que luego se convirtieron en obsesiones: la hospitalidad, el honor y la vergüenza, el compadrazgo, la amistad, la gracia, ... es decir todo eso que él mismo ha desglosado en su propio curriculum. Pero sobre todo el pueblo era ese todo social en el que fue buscando una estructura (social) y acabó encontrando vida (social).

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HONORIO M. VELASCO

La bibliografía de Julian Pitt-Rivers es un recuento de sus pasiones. Es el resultado de sus trabajos de campo entre gentes distintas en Andalucía, Francia, Chiapas y los Andes, pero también es resultado de acontecimientos biográficos, de los encuentros y de las vinculaciones con personas, el rey Faisal, Evans-Pritchard, Steiner, Carande, Caro Baroja, Redfield, Foster, Dumont, Peristiany, Lévi-Strauss, las gentes que le acogieron en la Ribera de Gaidóvar, los de Fons, sus amigos toreros,... Es fácil apreciar que The People of the Sierra está lleno de encuentros. Él era en Grazalema un forastero que, aunque «tratado con gran cortesía y hospitalidad» e «invitado a un vaso de vino en el casino» (p. 61, Un pueblo de la sierra), se vio pronto rodeado de desconfianza y que captó enseguida «la gran importancia de tener amigos» (p. 62, Un pueblo de la sierra). A veces su etnografía se presenta como si se tratara de experiencias biográficas cuya confesión parece que debiera sorprender por su falta de pudor. (Del mismo modo que en la conversación con él habitualmente parecía que pretendiera causar sorpresa con sus continuos intentos de expresar emociones contenidas). Se trasluce claramente en pasajes de La ley de la hospitalidad, donde escribe: «Mis propias experiencias en relación con la hospitalidad en el pueblo que he llamado Alcalá no dejaron de ser significativas» (p. 161, Antropología del honor). Lo eran, sin duda, aunque también es lo que refleja su particular sensibilidad hacia las posiciones ambiguas —forasteros-huéspedes-mendigos-personas sagradas— hasta el punto de que en un tiempo se llegó a proponer abordarlas específicamente, relacionándolas con las contradicciones advertidas en el ritual (p. 255, Un pueblo de la sierra). A pocos se oculta que la primera parte del ensayo Honor y categoría social no tiene etnografía de respaldo, salvo la que Julian aporta de su entorno familiar y social. No parece que fuera nunca cuestionado por ello. La sutileza de las expresiones es reveladora: «El honor, por lo tanto, proporciona un nexo entre los ideales de una sociedad y la reproducción de esos mismos ideales en el individuo, por la aspiración de éste a personificarlos. Implica no sólo una preferencia habitual por un determinado modo de conducta, sino la adquisición del derecho a cierto tratamiento como recompensa. El derecho al orgullo es el derecho a la categoría, y la categoría se establece por el reconocimiento de cierta identidad social» (p. 22, El concepto del honor...). El honor pudo ser para Julian una pasión redimida. El modo como enfrentó honor=precedencia y honor=virtud lo muestra. Siempre supo que la amistad contenía una paradoja, que formuló como una entrega incondicional que, sin embargo, estaba basada en la reciprocidad y en la simpatía mutua. En The People of the Sierra aparecía entrelazada con la autoridad, y esto debe leerse dentro de la trama general del libro cuya finura de tratamiento no siempre ha sido apreciada en su justa medida. La amistad está igualmente entrelazada con el parentesco ficticio —que no

INTRODUCCIÓN

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tiene nada de ficticio como advirtió reiteradamente— y comporta la obligación de confianza absoluta a la vez que un respeto a la dignidad del otro. El compadrazgo —indica distanciándose de Foster y de Mintz— se sitúa en una esfera en la que la confianza es de vital importancia, pero insegura, de forma que la garantiza. La trasmutación de la amistad en deber sagrado que se realiza en el compadrazgo fue para él un punto nuclear de reflexión y un estímulo intelectual desde el cual replantear un análisis global de las relaciones sociales, lo que de hecho comportaba un hábil rodeo al «parentesco» que tanto obsesionaba a muchos de sus colegas ingleses. Pero la etnografía de Julian Pitt-Rivers es un recuento de las pasiones ajenas. Las que seguramente a él le conmovieron. Y todos esos «asuntos» antes citados y otros tantos le llevaron continuamente a transgredir un principio antropológico —entonces mantenido a rajatabla— de no centrar el estudio en personas concretas (p. 29, Un pueblo de la sierra). Por supuesto que esto pudo estar disfrazado de un interés por el estudio de los valores, pero no tan disfrazado que no acabe desvelándose y casi siempre desde la experiencia de otras concretas personas. En la Ribera de Gaidóvar los conflictos del agua eran continuos. La hombría era puesta a prueba en cualquier momento. La escena aquella en la que un hortelano desafió a otro cuando no había dejado pasar el agua a la hora convenida diciéndole: «Estaré en el cau’ a la hora de cortar y si tienes cojones ven» (p. 121, Un pueblo de la sierra), está cargada no tanto de la trascendencia del valor, sino de esa pasión viva con la que se defiende, y cuya muestra de que Julian la había captado era su forma de contarnos la escena cuando la recordaba, reproduciendo posturas, ademanes y tonos. Las razones para haberse fijado con interés en la cencerrada, o más bien el vito, están fundamentalmente justificadas desde el argumento central de confrontación entre «ley» y «moralidad»; aunque propiamente no asistió a ninguno, las informaciones recibidas debieron convencerle de que se trataba de una situación de efervescencia de las pasiones. Un «estallido», dice repetidamente. Sin dejar de advertir que trabaja al servicio de la monogamia y en contra del romanticismo en las relaciones entre sexos (p. 193, Un pueblo de la Sierra). En La ley de la hospitalidad hay un largo pasaje dedicado a los mendigos, en particular a los mendigos andaluces que piden ayuda en nombre de Dios, los «pordioseros». Lo que Julian subraya en ellos es la vergüenza de pedir, especialmente la de aquéllos, los «pobres», que se ven obligados a vivir de la caridad en su deambular en búsqueda de trabajo, los que suelen adoptar un «estilo ceñudo y viril» (p. 159, Antropología del honor). El pobre con honor, el que sufre de humillación, es el que está reflejado en ese episodio de las memorias de Juan Belmonte, cuando recibió como contestación de un cortijero de Utrera un expresivo «Dios le ampare, hermano». Y muestra

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HONORIO M. VELASCO

cómo se le cayó la cara de vergüenza, le entró un gran desconsuelo y una terrible indignación. Caben numerosas ilustraciones, hasta incluso haber leído en esa clave el Génesis, como muestra El destino de Siquem, el príncipe que violó a la única hija mencionada de Jacob. Habiendo leído esa historia de pequeño le dejó perplejo —confiesa (p. 221, Antropología del honor)— al ver cómo dejaba a los patriarcas en una posición deshonrosa, como reconocía Jacob. Por mucho que nos esforzáramos en ir presentando las múltiples facetas de la empatía con la que Julian conectaba con las pasiones ajenas no podría ensombrecer el cuidadoso trabajo con el que conseguía un amplio dominio de las prácticas sociales. Releyendo su obra se encuentra por todas partes el resultado de un aprendizaje metódico y un seguimiento atento de las secuencias de los procesos de trabajo, de las interacciones sociales, de las intervenciones institucionales, etc. Ya he subrayado en un estudio anterior hasta qué punto Julian nos ayudó a modificar el umbral de lo obvio al resituar bajo el foco de lo relevante prácticas sociales de esas que forman lo más anodino de la vida cotidiana. En el fondo puede haber sido un buen antídoto contra el afán enfermizo de exotismo que caracteriza a la antropología clásica. Pudo haber causado sorpresa en su momento la inclusión del viaje aéreo en un volumen sobre el ritual en las sociedades contemporáneas, pero nada tiene de extraño que Julian lo hiciera. Al menos podría decirse que con ello reflejó algo del impacto que el uso de este medio de transporte ha tenido en las poblaciones europeas durante buena parte del siglo XX. Pero fundamentalmente las prácticas sociales han sido para él la red activa por la que discurren, como si de la corriente eléctrica se tratara, los valores. El honor, la hospitalidad, el parentesco espiritual, la gracia, la hombría y la vergüenza, el lucimiento, el don, etc., tienen en las prácticas sociales su consistencia. Los valores no se exponen sin otra realidad social que la que les proporcionan las prácticas. Muchos de los que convivimos con él en el campo (en los distintos campos) hemos coincidido hablando de Julian que le veíamos allí «como en su salsa». Es una forma de decir que se le notaba apasionado y con un especial dominio de las prácticas etnográficas. No escribió sobre ello, salvo las notas que aparecen en el epílogo a la edición española de Un pueblo de la sierra de 1989. En realidad, se limita a enumerar sus instrumentos de registro de datos. De la agudeza de su observación, de la intensidad de su participación y de sus habilidades como conversador no dice apenas nada, aunque es lo que se adivina en toda su obra. Supongo que los que hemos trabajado en comunidades rurales estamos en disposición de valorarlo por semejanza y por contraste con la labor propia. Si bien estoy convencido de que no le hubiera importado nada —antes al contrario— atribuir a sus informantes las virtudes de su etnografía. En muchos sentidos, como reconoció, para él España y An-

INTRODUCCIÓN

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dalucía fue su reino de Jauja (p. 256, Un pueblo de la sierra), ése en el que, no sin ambigüedades y contradicciones, se produce «el intento de hacer que la realidad se corresponda con las metas que ambicionamos en nuestra vida». Este volumen está realizado en honor suyo. Y él sabría qué (más que cuánto) importa aquí el honor invocado. Mi agradecimiento más sincero para cuantos han colaborado en llenarlo de contenido, componerlo y publicarlo. A Françoise, que generosamente ha cedido manuscritos, cartas, borradores, notas, de Julian y que así facilitará el acceso de todos a su obra y también por cultivar su recuerdo y por dolerse de la soledad en la que la dejó su muerte; de modo especial a Dominique Fournier y a Luis Díaz por su ayuda eficaz, y a todos y cada uno de los autores que con sus textos no sólo han recorrido sendas intelectuales por las que Julian también transitó, sino que reproducen esos pasos que ahora para todos nosotros son ya las huellas de quien se fue, pero que al contemplarlas pensamos que aún está.

CURRICULUM VITAE* Julian Pitt-Rivers

Nacido en Londres en 1919 Estudios de secundaria Eton College, Windsor Estudios universitarios 1936-1937 1937-1939 1939-1940

Université de Grenoble; cursos de francés y de literatura francesa. École Libre des Sciences Politiques, rue Saint Guillaume, París. Worcester College, Oxford.

* Este curriculum vitae fue elaborado por Julian Pitt-Rivers. El diseño y presentación de su biografía y de la bibliografía responden estrictamente a como él lo formuló. Sólo se han introducido leves precisiones en fechas y referencias. Fue escrito en francés. La traducción es del editor. (Nota del Editor).

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JULIAN PITT-RIVERS

Estudios universitarios reemprendidos después de la guerra 1948-53 1949 1950 1953

Institute of Social Anthropology, Oxford. License. Diploma en Antropología con calificación de «distinción». Doctorado (D. Phil. Oxon.).

Carrera militar 1941-1945

En el regimiento de los Royal Dragoons (blindados) del 8.º ejército, terminando con el grado de capitán. Participación en las campañas de Egipto, Libia, Túnez, Italia, Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, Dinamarca.

Trabajo de campo 1949-1952 1953 1959-1962

1963-1964 1965-1970

España (Andalucía), con el tema de estudio de una comunidad serrana, conocida antes de la guerra por sus simpatías anarquistas. Francia (Quercy), con el tema de estudio de una comunidad rural con continuidad hasta la actualidad, intercalándolo con las investigaciones en España. México (Chiapas), con el tema «Cambio social, cultural y lingüístico en las tierras altas de los Chiapas Tzeltal and Tzotzil (Indios Maya)». Proyecto de la Universidad de Chicago dirigido por los Profs. Norman Mac Quown y Julian Pitt-Rivers. Andes, con el tema «Investigaciones sobre la identidad étnica en América central y en los países andinos». Proyecto del Institute of Race Relations de Londres. España, con distintos temas: — El Carnaval en Cádiz, Isla Cristina, los Puertos; — La fiesta popular en Andalucía, en Castilla, en Cataluña, en el País Vasco; — El honor; — El compadrazgo; — La corrida y las fiestas taurinas.

CURRICULUM VITAE

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Carrera Desmovilizado en el otoño de 1945, fui nombrado preceptor del rey Faisal II de Iraq, puesto que ocupé durante dos años, con residencia en Bagdag en el palacio, o viajando con el Regente por las diferentes partes del reino. Mi misión era en principio preparar al rey para su ingreso en una «British public school» (Eton, por ejemplo), proyecto que encontré desastroso y que me esforcé en frustrar. Esta experiencia del mundo árabe despertó en mí la reflexión sobre el Mediterráneo que, por el hecho de hacer presentes culturas diferentes marcadas por constantes préstamos recíprocos, debía ser tratado como un todo en su variedad cultural. Eso fue lo que me incitó a reemprender mis estudios en Oxford y a especializarme en Antropología Social. En 1953 presenté la tesis de doctorado realizada bajo la dirección de Meyer Fortes, Evans-Pritchard y Peristiany, tres africanistas. En esa época, Evans-Pritchard estimaba oportuno y útil extender las investigaciones de Antropología Social a las sociedades mediterráneas. Para entonces él mismo ya había publicado su estudios sobre los Sanoussis de Libia. Y me condujo a realizar investigación en Andalucía, tierra que estuvo durante quinientos años bajo la dominación árabe. (Permanecí allí haciendo trabajo de campo casi cuatro años, de los cuales un trimestre lo pasé en Oxford). Como resultado de esta investigación redacté mi tesis y fue luego publicada bajo el título «The People of the Sierra». Aunque poco apreciado por mis colegas británicos, este libro recibió una excelente acogida en los EE.UU., lo que me valió una invitación en 1957 por parte del departamento de Antropología de la Universidad de California en Berkeley, que deseaba reunir a hispanistas, historiadores y geógrafos junto con antropólogos. El año siguiente recibí una invitación de Robert Redfield para integrarme como «visiting professor» en la Universidad de Chicago y permanecí allí doce años (1958-1969) en régimen de dedicación parcial, lo que me permitió continuar con mis investigaciones: 1) En Chiapas (México); interesado sobre el cambio cultural y social entre los Indios Maya. Fue un proyecto dirigido por Norman Mac Quown y por mí mismo. Yo tenía un equipo de estudiantes de Antropología Social y él era un gran experto en lenguas amerindias y también tenía un equipo de estudiantes de Lingüística. Mi interés estaba centrado en los indios que habían sido convertidos en el siglo XVI, sometidos por la «Conquista espiritual de Nueva España» (Ricard), y por eso mismo me interesaban los problemas de las relaciones inter-étnicas en general. Redacté el primer tomo con los resulta-

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JULIAN PITT-RIVERS

dos de estas investigaciones que fue publicado por la Universidad de Chicago en inglés (aunque no para circulación comercial). En un volumen, obra colectiva, publicado por el Instituto Nacional Indigenista de México bajo la dirección de Norman Mac Quown y mía, se ha reunido el fruto de estos trabajos, que puede leerse en español. En mi contribución, «Palabras y hechos: los ladinos», explico las ambigüedades del estatus étnico de los indígenas y de los mestizos. Es un tema en el que he profundizado después en numerosos artículos. (Ver en la Bibliografía: artículos, apartado 4). Inevitablemente en México, mi interés se centró en la religión y en la brujería tanto entre los indios como entre los mestizos (y en el pasado, también entre los españoles). Véase mis artículos «The Naguales of Chiapas» y «Thomas Gage entre los Naguales» (en Bibliografía, artículos, apartado 5 d). 2) En los Andes trabajé para el Institute of Race Relations de Londres sobre el vocabulario de las relaciones inter-étnicas. Las conclusiones de estas investigaciones han sido publicadas en un capítulo titulado «Raza, color y clase en América Central y los Andes» en la obra Colour and Race. También he publicado otros artículos sobre el tema (ver Bibliografía, Artículos, apartado 4). Simultáneamente mantuve mis vinculaciones con Francia, sobre todo en el Sudoeste (Quercy), donde encontré una sociedad bien distinta de la que había conocido en Andalucía, una sociedad integrada por campesinos de propiedades pequeñas que vivían de sus tierras a diferencia de los vastos dominios de Andalucía. Sobre ello puede leerse el artículo: «Clivages sociaux dans un village du Sud-Ouest» (Artículos, 3 a). En 1964 me invitaron, a iniciativa de Lévi-Strauss, a formar parte de la École Pratique des Hautes Études en un plan de formación titulado «Introducción a la Antropología Social», donde reemplacé a Alfred Metraux que había fallecido en 1962. De 1964 a 1969 he dividido mi tiempo de enseñanza entre la University of Chicago donde tenía ocupado un trimestre y la École, y además en el I.A.S. donde me hice cargo de una cátedra a tiempo completo, si bien me incorporé a comienzos de año con un poco de retraso. Sustituí a Jacques Soustelle en su cátedra de Antropología de América Latina antes de ocupar una cátedra de denominación personalizada. Y después, por motivos de conveniencia, puse fin a mi trabajo como docente en Chicago. Hasta entonces no había ocupado cargos docentes en mi país natal, pero en 1971 acepté la cátedra que habían tenido Malinowski y Firth en la London School of Economics y dirigí en colaboración con el profesor I.M. Lewis el Departamento de Antropología.

CURRICULUM VITAE

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Estando en Londres es cuando he redactado los artículos sobre el Mediterráneo, la Biblia, la Odisea, etc. publicados en fechas distintas y reunidos en un libro titulado The Fate of Sechem or the Politics of Sex, traducido luego al francés y al español (Antropología del honor). En 1977, por motivos personales, abandoné las tareas universitarias en Londres para asumir un puesto de trabajo en Aix-en-Provence, lo que me permitió cooperar durante un año en las investigaciones que realizaban mis colegas franceses sobre el Mediterráneo y consultar los archivos del Magreb depositados allí. En 1978, fui invitado a enseñar en el Departamento de Antropología de Paris X Nanterre y formé parte del Laboratorio donde creé un equipo con el fin de estudiar relaciones inter-étnicas. En 1980, fui elegido miembro de la École Pratique des Hautes Études, sección de «Ciencias de la Religión», ocupando una cátedra de «Etnología religiosa de Europa». Dediqué seis años a la enseñanza, consagrados a estudiar los rituales tanto religiosos como profanos (ver Artículos 1 a). Los temas de estudio fueron: — La circuncisión en las religiones judaica e islámica; la circuncisión británica pretendidamente «higiénica», — el parentesco espiritual en los ritos de la Iglesia católica y ortodoxa (ver Artículos 2 b), — la amistad y sus paradojas (Artículos 3 d ), — el honor (Artículos 3 c ), — la gracia (Artículos 5 a ), — el sacrificio (Artículos 5 c ), — los rituales funerarios (Artículos 2 ), — el Carnaval, — los rituales del toro en las fiestas populares en España y, en suma, el culto del toro en todas sus manifestaciones (Artículos 6 ). Al llegar a la edad de la jubilación en 1986, he seguido con las investigaciones en España como miembro del Laboratorio de Etnología de Nanterre y participado en numerosos coloquios y seminarios, o en reuniones de trabajo, en particular en el Instituto Ortega y Gasset de Madrid, en las tertulias del British Spanish en Toledo en 1990 y en Santiago de Compostela en 1992. Mi interés por la tauromaquia y por el culto del toro se ha ido incrementando con el curso del tiempo, a la vez que mi interés por la Antropología visual, y estoy implicado en un proyecto, patrocinado por la Comisión para la Tauromaquia del Parlamento de Estrasburgo, con el fin de realizar un documental sobre el toro tomando la Península Ibérica como escenario. He

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JULIAN PITT-RIVERS

publicado en Londres en la revista Anthropology today una versión del informe entregado a la Comisión. El conjunto de mi dedicación a la docencia y mi trabajo de investigación prueba que gran parte de mi carrera se ha centrado en el estudio del Mediterráneo. Debo un reconocimiento especial a las aportaciones específicas de los grandes historiadores y geógrafos franceses Braudel, Birot y Dresch, a las cuales he intentado añadir una nueva dimensión, la de la Antropología Social.

Distinciones — Comendador «sin número» de la Orden de Isabel la Católica, 1992. — Invitación a pronunciar la Marett Lecture en el Exeter College, en Oxford, abril de 1988: «From the love of food to the love of God». — Homenaje andaluz, ofrecido y celebrado por la Fundación Machado en Sevilla los días 19, 20 y 21 de abril de 1989 con la asistencia de numerosos colegas antropólogos y otros en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Sevilla, con una conferencia a cargo del profesor Honorio Velasco, que presentó su nueva traducción al castellano de The People of the Sierra, a la que siguió el 22 de abril un homenaje ofrecido por el Ayuntamiento de Grazalema representado en el acto por su alcalde, con la lectura de un poema que escribió en mi honor Francisco Salas Organvídez, director de la escuela de Grazalema. — Invitación de la British Academia a pronunciar la Radcliffe-Brown Lecture en noviembre de 1995.

Publicaciones principales 1954

The People of the Sierra. (Prefacio de E.E. Evans-Pritchard). Londres, George Weidenfeld and Nicholson. Segunda edición en 1971 (con nueva introducción del autor). Chicago, University of Chicago Press. Traducciones españolas: 1. Los Hombres de la Sierra. 1971. Barcelona, Grijalbo. Publicada sin la aprobación del autor. 2. Un pueblo de la Sierra de Cádiz: Grazalema. 1989. Madrid, Alianza. Traducción e Introducción de Honorio Velasco. Con un nuevo Epílogo del autor.

CURRICULUM VITAE

1976

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Otras traducciones: al italiano, al portugués y al japonés. Il popolo della sierra. Torino, Rosembergellier.

1963

Mediterranean countrymen: essays in the Social Anthropology of the Mediterranean. Le Haye, Paris, Mouton. Obra colectiva dirigida por y con una Introducción de J. Pitt-Rivers.

1966

Honor and Shame, the values of Mediterranean society. Chicago, University of Chicago Press. Obra colectiva dirigida y con una Introducción a cargo de J. G. Peristiany y de Julian Pitt-Rivers. Contiene un capítulo realizado por Julian Pitt-Rivers, «Honor and Social Status». Este capítulo ha aparecido luego en francés en: J. Pitt-Rivers, Anthropologie de l’Honneur. La mésaventure de Sichem. Paris, 1997, Hachette/Pluriel, como «Honneur et statut social en Andalousie». Y en castellano: «Honor, y categoría social», en Peristiany, J.G. (ed.), El concepto del honor en la sociedad mediterránea. Barcelona, 1968, Labor.

1968

Colour and Race. Boston, Houghton Mifflin. Obra colectiva dirigida por John Hope Franklin. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers, «Race, Color, and Class in Central America and the Andes», que fue publicado en origen en la revista Daedalus (Ver Artículos, 4).

1970

Ensayos de Antropología en la zona central de Chiapas. México, Instituto Nacional Indigenista. Obra colectiva dirigida y con prefacio de Norman McQuown y Julian Pitt-Rivers. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers, «Palabras y hechos: Los ladinos» (ver Artículos 3. a).

1970

Witchcraft: Confessions and Accusations. Obra colectiva dirigida por Mary Douglas. London, Tavistock. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers, «Spiritual Power in Central America: the Naguales of Chiapas» (pp. 182-206).

1973

Tres Ensayos de Antropología Estructural. Barcelona, Ed. Anagrama. Traducida del inglés y en edición preparada por José R. Llobera. Contiene: Prefacio del Autor (Château du Roc, 1972). «El análisis del contexto y el locus del modelo» (Un esbozo de este artículo se presentó en el VI Congreso Mundial de Sociología en Évian 1966). «La ley de la hospitalidad». Versión en castellano de «The Stranger, the Guest and the Hostile Host», publicado en Peristiany, J. G. (ed.), Contributions to Mediterranean Sociology. Actas del Seminario de Sociología Mediterránea. Atenas, julio, 1963. Paris, Mouton, 1968, «Derecho de asilo y hospitalidad sexual en el Mediterráneo». Ver-

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JULIAN PITT-RIVERS

sión en castellano de «Women and Sanctuary in the Mediterranean», en Pouillon, J. y Maranda, P. (eds.), Echanges et Communications. Mélanges offerts à C. Lévi-Strauss. Paris, Mouton, 1970. 1974

Mana: an inaugural lecture. London, London School of Economics and Political Science.

1975

The Character of Kinship. Cambridge, Cambridge University Press. Obra colectiva dirigida por Jack Goody. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers, «The Kith and the Kin».

1977

The Fate of Shechem or the Politics of Sex. Cambridge, Cambridge University Press. Traducción española: Antropología del honor o política de los sexos. Barcelona, Ed. Grijalbo, 1979. Traducción de Carlos Manzano. Traducción francesa: Anthropologie de l’honneur. Traducción de Jacqueline Mer. Paris, Le Sycomore, 1983. Segunda edición en: Paris, Hachette, 1996. Contiene ésta última los siguientes capítulos: «L’Honneur». Versión reelaborada del trabajo antes publicado en Canto-Sperber, M. (ed.), Dictionnaire d’ethique et de philosophie morale. Paris, PUF, 1996. Préface à l’édition française. Anthropologie de l’honneur. Honneur et statut social en Andalousie. Parenté spirituelle en Andalousie. Fondements morales de la famille. La loi de l’hospitalité. Femmes et sanctuaire, de Nausicaa à nos jours. La mésaventure de Sichem ou la valeur politique du sexe.

1980

La sagesse et le désordre. Paris, Gallimard. Obra colectiva dirigida por Henri Mendras. Con un capítulo de Julian Pitt-Rivers: «Quand nos ainés n’y seront plus».

1983

«Le Sacrifice du Taureau», en Le Temps de la Reflexión, 4: 281-297. Paris, Gallimard. Traducción al castellano: en Revista de Occidente, 36: 27-47, 1984.

1991

L’Honneur: image ou don de soi, un idéal équivoque. Obra colectiva dirigida por Marie Gautheron, número especial de Autrement, con un artículo de Julian Pitt-Rivers, «La Maladie de l’Honneur».

1992

Honor and Grace. Cambridge, Cambridge University Press. Obra colectiva dirigida y con prefacio de J. Peristiany y J. Pitt-Rivers. Epílogo de Julian Pitt-Rivers: «The place of grace in anthropology».

CURRICULUM VITAE

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Traducción española: Honor y Gracia. Madrid, CIS y Alianza. Traducción de Paloma Gómez Crespo. Artículos (se incluyen también publicaciones ya reseñadas en el apartado anterior) 1. Ritual *

«La revanche du rituel dans l’Europe contemporaine». Paris, Les Temps Modernes, n° 488, mars 1987 (publicado también en l’Annuaire de l’E.P.H.E. Véme Section).

*

«Un rite de passage de la société moderne: le voyage aérien». En Les Rites de passage aujourd’hui, Actes du colloque de Neuchâtel 1981. Lausanne, L’Age d’homme, 1986.

*

«Le rôle de la douleur dans les rites de passage» en Il Dolore, pratiche e segni. Actas del VII Congreso internacional de estudios antropológicos de Palermo (celebrado en diciembre 1986). Palermo, 1989, Quaderni del circolo semiologico siciliano.

*

«Ritual kinship in the Mediterranean: Spain and the Balkans». En Peristiany, J. (ed.), Mediterranean Family Structures. Contributions to the Mediterranean Sociological Congress. Cambridge, Cambridge University Press, 1976, pp. 317-334.

*

«Comprendre le rituel». En P. Córdoba y J. P. Etienne (eds.), La fiesta, la ceremonia, el rito. Coloquio internacional, Granada, 1987. Madrid, Casa de Velázquez, 1990.

2. Parentesco *

«Women and Sanctuary in the Mediterranean». En Echanges et communications. Mélanges offerts a Claude Lévi-Strauss. Edición a cargo de J. Pouillon y P. Maranda, vol. II, 1970. Le Haye, Paris, Mouton, (publicado también en The Fate of Shechem or the politics of sex).

*

«The Kith and the Kin». En J. Goody (ed.), The Character of Kinship. (Essays in honour of Meyer Fortes). Cambridge, Cambridge University Press, 1975.

*

«La Veuve andalouse». En Ravis-Giordani (ed.), Femmes, patrimoine. Actes du Colloque de l’Université d’Aix-Marseille, 1986.

*

«Desde el Cadáver hasta el Ancestro». En María Jesús Buxó Rey, Encuentro de Elai-Alai sobre la Muerte (celebrado en Portugalete,

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JULIAN PITT-RIVERS

1986). Versión francesa: «Du Corps du défunt á l’ancétre» en Actes du colloque du Centenaire de l’École Pratique des Hautes Études, Paris 1987. *

«Marriage by capture». En J. Peristiany (ed.), Marriage Strategies in the Mediterranean. Actes de la Conférence de Marseille. Traducido al español como: Dote y Matrimonio en los Países Mediterráneos. Madrid. Centro de Investigaciones Sociológicas y Siglo XXI, 1987.

*

«Une Femme sans prix». En Eros e Cultura. Actas de las jornadas de Palermo. Palermo, 1984.

3. Relaciones sociales a)

clases sociales

*

«The closed community and its friends». Kroeber Anthropological Society Papers, 16: 5-15. Berkeley, 1957.

*

«Interpersonal Relations in peasant society». Un debate con George Foster y Oscar Lewis. En Human Organisation, vol. 19, n° 4, 180183. University of California, Berkeley, 1960.

*

«The egalitarian society». En Actes du VIème Congrés International des Sciences Anthropologiques et Ethnologiques, Paris, 1960, t. I, vol. II, 229-233.

*

«La loi de l’hospitalité», Les Temps Modernes, n° 253, Paris, 1967, pp. 2153-2178. «Words and deeds: the ladinos of Chiapas», Man. N.S. 2, 1, London, 1967, pp. 71-86.

* *

«The Stranger, the guest and the hostile host. Introduction to the Study of the Laws of Hospitality». Acts of the Mediterranean Sociological Conference, Atenas, Jul. 1963. La Haye, 1968, Mouton.

*

«Clivages sociaux dans un village du Sud-Ouest», Toulouse, octobre 1980, Revue Géographique des Pyrénées et du Sud-Ouest. T. 51, N. 4.

*

«Centre et Périphérie: la plaine et la montagne». Actas del Coloquio Franco-Español sobre el espacio de montaña. Madrid, 1980, Ministerio de Agricultura.

b)

clases de edad

*

«Quand nos ainés n’y seront plus». En Mendras (ed.), La Sagesse et le Désordre. Paris, 1980, Gallimard.

CURRICULUM VITAE

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c)

honor

*

«Honour and social status». En Honour and Shame, (pp. 19 a 77). Chicago, Chicago University Press, 1966.

*

«Honor», International Encyclopedia of the Social Sciences, Chicago, Macmillan, 1968. Versión española, Enciclopedia internacional de las Ciencias Sociales. Madrid, Aguilar, 1979.

*

«La Maladie de l’honneur». En Marie Gautheron (ed.). Paris, 1991, Autrement.

d)

amistad

*

«Le paradoxe de l’amitié». En A. Buttita (ed.), L’amicizia e le amicizie. Actas del coloquio de la Universidad de Palermo. 1983. Publicado también en español en Revista de Occidente.

*

«Friendship, honor and agon; jus soli and jus sanguinis». En Les Amis et les autres, homenaje a John Peristiany, por Marie Elizabeth Handman y S. Damaniako (eds.). Paris, Atenas, 1994, MSH-Ekke.

4. Relaciones inter-étnicas *

«Who are the Indians?», London, 1965, Encounter.

*

«Race and Color and Class in Central America and the Andes», Daedalus, vol. 96 n° 2, Boston, 1967.

*

«Mestizo or Ladino?», London, 1969. Race, vol. X (pp. 463-477).

*

«Race relations as a science», reseña de Michael Banton, «Race Relations», London, 1970. Race, vol. XI.

*

«Minorías Étnicas» en R. Valdés (dir.), Las Razas Humanas, vol. 2, Barcelona, 1981, CIESA.

*

«The Dynamics of Ethnic Status». L’Uomo, Universitá di Roma «La Sapienza», ed. por Italo Signorini, Pisa, 1989.

*

«Race in Latin America: the concept of raza», European journal of sociology, London, 1973.

*

«On the word “Caste”», en Beidelman (ed.), The Translation of culture. Essays presented to E.E. Evans-Pritchard, London, 1971. Tavistock. Traducción española, «Sobre la palabra “casta”», en América Indígena, 36, n° 3.

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JULIAN PITT-RIVERS

5. Religión a)

gracia

*

«The place of grace in anthropology». Postcript to Honour and Grace (pp. 215 to 245). Cambridge, 1992, Cambridge University Press. En castellano: Honor y gracia. Madrid, CIS, 1995.

*

«Los actores y el público en la Semana Santa», en el coloquio sobre Semana Santa de Cuenca dirigido por L. Díaz G. Viana, Universidad de Castilla-La Mancha.

b)

compadrazgo

*

«Ritual kinship in Spain», Transactions of the New York Academy of Sciences, ser. II, vol. 20, n° 5, 424-431, New York, 1958.

*

«Kinship. Pseudo-kinship». International Encyclopedia of the Social Sciences. Chicago, 1968, Macmillan Co. Versión castellana, Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales. Madrid, Aguilar, 1979.

*

«Le choix du parrain et le choix du nom: introduction á l’étude du cas», en Actas del coloquio de Siena «Incontri mediterranei di etnologia», publicado por Bromberger et Solinas (eds.) con el título Sistemi di Denominacione nelle Societa europea, Rome 1983, L’Uomo, vol. VII, n°1/2.

*

«La decadencia del compadrazgo», Santiago de Compostela, Actas del Coloquio del Museo del Pobo Galego, junio 1989.

*

«El Padrino de Montesquieu», en F. Baez Jorge e I. Signorini (eds.), Actas del coloquio de la Universidad de Vera Cruz en Xalapa, México, 1984, América Indígena, vol. XLIV.

*

«Le Parrain de Montesquieu», Seminario dirigido por Françoise Héritier Augé, del Collége de France, Paris, 1995.

c)

sacrificio

*

«From the Love of food to the Love of God. An essay on the sacrifice» (Marett Lecture, 1989), desarrollado bajo el mismo título y subtítulo en Essays on the anthropology of religion, University of Chicago Press.

d)

brujería

*

«Witchcraft and spiritual power in Central America: the Naguales of

CURRICULUM VITAE

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Chiapas», en Mary Douglas (ed.), Witchcraft confessions and accusations. London, 1970, Tavistock (pp. 182-206). *

«Thomas Gage parmi les Naguales, conceptions européennes et mayas de la sorcellerie», en l’Homme, vol. 11. Paris, 1971, Mouton.

e)

fiestas

*

«La Identidad local a través de la Fiesta», Revista de Occidente (Extraordinario) n° 38-39 (junio y julio), pp. 17-35. Reimpresión y traducción del francés, ya publicado en Culturas populares, Actas del Coloquio de la Casa de Velázquez, 1985.

*

«De lumière et de lunes: Analyse de deux vétements andalous de connotation festive». L’Ethnographie, pp. 245-254. Paris, 1984.

6. Toros *

«Le sacrifice du taureau», Le Temps de la réflexion n° 4. Paris, 1983, Gallimard.

*

«El Sacrificio del héroe» (sobre la muerte de Paquirri), Madrid, El País, 4 octubre, 1984.

*

«Las raíces de la afición taurina de Hemingway», en González Troyano (ed.), Coloquio de la Universidad Menéndez-Pelayo en homenaje a Ernest Hemingway, Santander 1986.

*

«El Toro nupcial», en Javier Marcos Arévalo y Salvador Rodríguez Becerra (eds.), Antropología cultural de Extremadura. Mérida, 1989, Asamblea de Extremadura/Editora Regional.

*

«The Spanish bull-fight and kindred activities», Anthropology today. London, 1993, vol. 9, N. 4, pp. 11-15. Basado en mi informe a la Commisión de Tauromaquia del Parlamento Europeo de Estrasburgo.

*

«Sainte Véronique, patronne des arénes», Gradhiva, noviembre 1994, Paris.

7. Personal *

«Peter Brook and the Ik», London, Times Literary Supplement, Jan. 3lst, 1975.

*

«A Personal Memoir», en Homenaje a Julio Caro Baroja. Madrid, 1978, Centro de Investigaciones Sociológicas, pp. 887-893.

Julian Pitt-Rivers en el callejón. (Gentileza de Patricia Martínez).

CURRICULUM VITAE

*

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«The Researcher’s personality», en Actas del coloquio de la Universidad de Roma, Rome, 1980, L’Uomo IV, n° 2.

8. Teoría y trabajo de campo *

Mana, an inaugural lecture. London, London School of Economics, 1974.

*

«History and Anthropology». Comparative Studies in Society and History, 5. Cambridge, 1962.

*

«Ethnology and History». RAIN. N. 3, Jul-Aug. 1974, pp. 1-3. (Con Robert Jaulin).

*

«Contextual Analysis and the Locus of the Model», European Journal of Sociology, vol. VIII, London, 1967, reproducido en castellano en Tres Ensayos de Antropología Estructural.

*

«Gerald Brenan como Etnólogo», en La Imagen de Andalucía en los viajeros románticos (Málaga, 1987): Homenaje a Gerald Brenan, coloquio de la U.I. Menéndez Pelayo, sept. 1984.

*

«Review of David Bidney» (ed.). The Concept of Freedom in Anthropology». Bijdragen, tot de taal, land an volkenkunde? La Haye, 1966.

*

«The value of evidence». Man, 13(2): 319-322/141-161. London, 1978.

*

Réplica a Françoise Zonabend «Anthropologie du soi et anthropologie de l’autre», en Condominas et Dreyfus-Gamelon (eds.), Situation actuelle de l’anthropologie en France. Paris, 1979, Editions du CNRS.

*

«The Personal Factors in fieldwork», en J. K. Campbell y J. de PinaCabral (eds.), Actas del Congreso de Antropología de Braga, London, 1989.

*

«Estereotipos de nacionalidad e identidad nacional», en Maria-Àngels Roque Alonso (ed.), Actas del Encuentro de Antropología y Diversidad Hispánica. Barcelona, 1986, Generalitat de Catalunya.

*

«L’Ethnologie de la France de demain», en Martine Segalen (ed.), Actes du Colloque du Cinquantenaire du Musée des Arts et Traditions Populaires, Anthropologie Sociale et Ethnologie de la France. Paris, 1989.

*

«Antropología visual», Granada, 1992. Mesa redonda, en Actas del coloquio de Granada.

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*

JULIAN PITT-RIVERS

«Los Estereotipos y la realidad acerca de los Españoles», Actas del coloquio de Santander, en María Cátedra (ed.), Los Españoles vistos por los antropólogos. Madrid, 1991, Júcar Universidad.

9. Cultura *

«Le Stockfish», en Kuper, Jessica (ed.), The Anthropologist’s Cookbook. Londres, 1977, Routledge. Traducción francesa: La Cuisine des ethnologues. Paris, 1981, Berger-Levrault. Traducción al castellano: La cocina de los antropólogos. Barcelona, Tusquets, 1984.

*

«Réflexions sur le concept de musée. A propos d’interdisciplinarité», Paris, 1980, Muséum XXXII (pp. 6), (publicado también en inglés y en español).

*

«Le désordre vestimentaire», Actas del coloquio Vétements et Sociétés. Paris, 1981, Editions du Musée de l’Homme.

*

«Anthropologie méditerranéenne I et II». Introducción a Les Sociétés rurales de la Méditerranée, Bernard Kayser (ed.). Aix-en-Provence, 1986, Editions du Sud.

*

«Youth culture and the disaffection of the young». Barcelona, 1991, ICEM. Actas del seminario Les mutations du systéme de valeurs.

10. Memorias de docencia En el Anuario de l’École Pratique des Hautes Études (Véme section). Años 1980 a 1987.

I PASIONES COMPARTIDAS

«FANTASÍA OXONIENSE, CATÓLICA Y MEDIEVAL, EN MESTER DE CLERECÍA»* Cómo un escolar, llamado don Illán1 fue apartado de las malas artes por Sancta María. (Milagro que no está entre los del maestro Gonzalo de Berceo) Julio Caro Baroja

1

Hay en la Gran Bretaña, esa tierra cabdal un condado famoso, de gente principal, Dorset tiene por nombre, no lo tomeis a mal, que vocablos britanos, siempre suenan a tal.

5

Vivía en el condado un hombre poderoso, tenía gran castiello, bosque con mucho oso, campos con mucho trigo, ganado abundoso, de toda su facienda era muy generoso.

* Esta Fantasía no aparece firmada. La escribió Julio Caro Baroja y se la envío a Julian PittRivers hacia 1958 ( pero no tiene fecha). Apareció en la correspondencia de Julian y ha sido gentilmente cedida para su publicación aquí por Françoise Pitt-Rivers. (Nota del Editor). 1 Algunos creen que este Don Illán era Julian Pitt-Rivers. Yo no me atrevo a asegurarlo.

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JULIO CARO BAROJA

Don Illán se llamaba el ricohome honrado, era galán fermoso, poeta e letrado, asaz buen latino, cazador consumado, de dueñas e doncellas siempre muy amado. Pasaba las jornadas en dulce compañía, bebiendo a las vegadas, yantando a porfía, más curaba de mozas que de Sancta María, holgando con aquellas terminaba su día. Mas todos los domingos tras la misa mayor don Illán se asentaba en un mirador, muchas coplas decía, era buen cantador; siempre decía alguna de Sancta María en loor. De fembras placenteras e tanto fornicar, de festines e danças, llegóse a cansar, las ciencias e las letras començó a cultivar, el ser maestro en artes vino a desear.

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Fue don Illán a Oxonia, a la universidat a estudiar con Prichardo, varón de gran piedat; le enseñaba aquel sabio a buscar la verdat, e al adquirir sapiencia conservar la humildat. Explicaba Prichardo la cosmografía, mejor que Aristotil la Libia conoscía, do mora el preste Juan asaz bien sabía, e do caen el Egito, Numidia e Berbería. Muchos escolares iban a su lición, siempre la empezaba con una oración, los sanctos e sanctas había en devoción (no tanta, sin embargo, como a Radcliffe Brown). Había entre los otros un bachiller parlero, don Julio se llamaba ese gran traicionero, con los diablos pacto fizo en el mes de enero, de clérigos e monjas era enemigo artero2 .

Tal vez Julio Caro Baroja, astrólogo medieval.

FANTASÍA OXONIENSE

Sabía nigromancia, también astrología, con círculos e punctos horóscopos facía, todas las malas artes el tal desprendía; historia, numismática, e vieja etnología. 45

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Don Illán e don Julio en la lición toparon, se ficieron amigos, «gaudeamus» cantaron, al trivio e al cuadrivio a la par se aplicaron, palabras de Prichardo juntos comentaron. Mas de vuelta a su casa el bachiller indino a Satán consultaba, taimado e malino, e al diablo cojuelo, que es muy ladino; éstos le sugerían mucho desatino. También con Belzebut a veces se ayuntaba, que en verano moscas nunca le enviaba, e por tal servicio trueque demandaba e con mueca fea de esta guisa hablaba: «Bachiller don Julio, el mi acreedor, quiero que me traigas nuevo servidor, mucho sabio viejo tengo en derredor, poca gente joven e de buen color. Si a mi Belzebut quieres complacer a tu amigo Illán me habrás de atraer, con buenas palabras le has de convencer (que una cosa es dar e otra prometer)».

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Al su amigo luego, con falso sonriso, iba el bachiller a dar el su aviso; antes le invitaba a yantar un guiso, dabal’ de beber el vino preciso. «Don Illán tu pierdes la mejor edat estudiando cosas sin utilidat, adquirir sapiencia es gran necedat, si no se utiliza con habilidat. Non estudies más la antropología, non canses tu mente con sociología;

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JULIO CARO BAROJA

más que todo eso a ti convendría, aprender la magia con gran maestría. Sabiendo la magia, todo se domina política, industria, arte e medicina, ante el que la sabe cualquiera se inclina; aplicación tiene hasta en la cocina. Si el arte de magia quieres aprender, sólo el Ramo de Oro habrás de leer, libro de gran sciencia e de gran saber, más que los de Fortes fácil de entender.

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Tienen los espíritus que el mago gobierna figuras de donna con cintura tierna, cumplidas de cadera e muy buena pierna, gran brillo en los ojos, como de linterna. Son risueñas, rubias, e un poco chatas, mucho zalameras, cual si fueran gatas, gran placer habrás, si con éstas tratas, que no hay entre tales bizcas ni beatas. E por esta causa holgarán contigo, que a galán mancebo prefieren de amigo; el home que es viejo les importa un higo: no se saca harina de donde no hay trigo. Sabe Illán amigo que acabado el día yo con los espíritus tengo cofradía, ellos me protegen, ellos son mi guía, adquirí con ellos gran sabiduría. E puedo llevarte a una velada que se hace esta noche en la encrucijada; podrás conocer toda la mesnada de duendes e trasgos, gente muy granada.

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Una diablesa te he de presentar que es joven, fermosa, e sabe guisar, ella por los aires te fará volar, buenos bebedizos te ha de preparar».

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Don Illán tentado por esta promesa prometió seguirle en aquella empresa; mucho era contento con su buena presa, el feo hechicero de intención aviesa. Tras de gran beber, la noche mediada, los dos escolares dejan la posada, se fueron de Banbury a la encrucijada e allí conmenzaron la cosa malvada. Sacó el bachiller de un capacejo, libro chiquitillo, como añalejo, era su grimorio, muy sobado y viejo, con signos malignos de color bermejo. A Morgan y a Tylor primero invocaba, luego al padre Schmidt que lejos estaba, del diablo cojuelo también se acordaba e de Gordon Childe (¡era el que faltaba!).

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Gran humo se fizo en aquel camino, era maloliente e asaz dañino; se oyeron gruñidos, como de gorrino e rebuznos fuertes, cual los del pollino. Salió de aquel humo una muy fea cosa, a modo de fantasma, de cara espantosa, tenía cuatro cuernos, cola de raposa, colmillo de olifante, garra temerosa. Los ojos bermellos, grandes e lucientes, echaba por la boca llamas muy calientes; al verla a Julio chocáronle los dientes, (más querría el cuitado estar con sus parientes). Era esta fantasma doña evolución (aquella de que fabla el fraile en el sermón) que a todo buen creyente produce desazón, amada del ateo e del francmasón. Ella en los infiernos su sitio tenía e don Belzebú la favorescía;

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mas nuevos amantes agora quería; a don Julio al punto raptar pretendía. 145

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Tiró éste su grimorio, e comenzó a correr nadie en este mundo podrial’ detener, daba grandes gridos, para ensordecer, la fantasma astrosa ya le iba a coger. Illán que asustado aquesto veía, quitóse el bonete, de hinojos caía, con voz temblorosa que apenas se oía, invocó tres veces a Sancta María. No bien el mancebo a María invocó el gallo mañanero alegre cantó; la mala fantasma se desvaneció, don Julio de un seto colgado quedó. E ya a Illán el susto le había pasado, al bachiller del seto había descolgado, por la mala aventura estaba muy airado; non quería fablar al brujo acongojado. Dejóle en el mesón al ras de la aurora, cuando casi ya era de despertar la hora, quería rezar presto a nuestra señora, fuese para San Gil, corriendo sin demora.

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Bastante sonrojado a un altar se allegó, ante la Virgen Sancta luego se arrodilló, e con mucha humildat perdón le pidió, nuestra mediadora al punto se lo dio. Con semblante risueño a Illán se aparecía, rodeada de ángeles, cantando letanía, otros con sus violas facían armonía; ella con su bondad, aquesto le decía: «Illán yo te perdono de tu antiguo fornicio, que, en cumplido galán, chico es este vicio, mas has de abandonar antes del solsticio a aquel que fue culpable de tu mágico inicio.

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Sabe que los vascones todos son agoreros, brujos, nigromantes, magos y estrelleros, a mis peregrinos dejan en los cueros, e en cada calzada ponen portazgueros. Non quiero que fagas grande penitencia, pero has de servirme con gran obediencia; sigue con Prichardo aprendiendo ciencia, e una vez al año te daré mi audiencia.

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E prepararás para tal sazón en honor de mí una nueva canción, con letra distinta e distinto son, e la cantarás con gran devoción». Don Illán cada año su canto componía faciendo muchas rimas con gran maestría, tañendo con vihuela luego lo decía, también con el laud e la chinfonía. En cambio don Julio a Vasconia volvió con hechicera vieja allí se amancebó, ésta al poco tiempo en asno le tornó, sirviendo a un molinero sus años vivió.

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REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS. A PERSONAL NOTE Mary Douglas

I remember Julian Pitt-Rivers when he came back to Oxford after the war. He stood out from the other anthropology students in many ways. It was partly because of his striking good looks, partly his elegance, which would have distinguished him anywhere, and partly because of his princely good manners. Debonair — I think everyone who remembers him would agree that debonair was the word. Whereas the style of fellow graduate students was aggressive, attacking and counter-attacking to expand their intellectual territory, he was always gentle. In those days and in that company I wonder whether his personal charm might have worked against his pretensions to be a serious anthropologist. It might possibly have aggravated the difficulties he encountered when he announced his determination to do fieldwork in Spain. Was his research project a thin cover for explorations of Spanish food, wine, and music? Would he be trying to evade the rigours of normal fieldwork? Would he stick to it? In the late 1940’s and early fifties Oxford anthropologists were reading a novel, ‘Point of No Return’, by O.P. Marquand. It was about a New England community of bankers and business men, well-mannered people, dressed in well-cut pinstripe suits. In strong contrast a peripheral figure lurked in the margins of their comfortable lives, an anthropologist. He was said to have been a caricature of the great American anthropologist, Lloyd Warner, who not only studied Australian aborigines but also the ceremonials of modern America. The fictional anthropologist was as uncouth and informal as the business community was punctiliously correct. He used to intervene in their

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MARY DOUGLAS

staid conversations with vivid accounts of exotic initiation ceremonies or grisly funerals in far off places. The business men took no notice of him, though I think he was supposed to be studying them. I may have got the details wrong, it is so many decades since I read it, but it is worth mentioning just because Julian was so far off that stereotype of an anthropologist. Whether Lloyd Warner himself was wont to flout the rituals of his own culture, the general image of the anthropologist was probably unfair, specially in America. I recall a 1930’s group photograph of some highly esteemed Californian anthropologists in the height of summer; formally dressed in dark suits, neck-ties and black boots. Seated among them was Daryll Forde, their London visitor, insouciantly wearing his brightly patterned open-necked shirt and sandals. He, and not they, would have fitted the Lloyd Warner model. Julian Pitt-Rivers’ teachers did refuse to support his wish to do fieldwork in Spain. The reason they gave seemed inadequate: they said for his own sake it would be a mistake to go to the Mediterranean because there was no theory about that region, meaning that very little research had been done there. All the more reason, one might have riposted, to start some work in that anthropologically unexplored place. I am interested in this set-back for the young Julian’s project because I myself had originally wanted to study in Italy and, on receiving the same answer, I gave way and went to Africa. Looking back, I now see that the professors’ reasoning was valid. They were saying that the theoretical field was underdeveloped compared with Africa. It was quite true. The famous teachers in Oxford were Africanists: Evans-Pritchard, Meyer Fortes, supported by Godfrey Lienhardt, and other students including the Bohannans, John Middleton, Jack Goody, and many others who had all taken the standard advice. Theories about the mother’s brother’s place in kinship systems were very old and had been developed by Radcliffe-Brown for the Southern Bantu. For a short time Max Gluckman and the staff of the Rhodes-Livingstone Institute further filled the ranks of Africanists in the Department. They all had a common regional interest in each other’s work; it was vital to hear what was being discussed in seminars. John Peristiany, the one anthropologist on the staff who actually came from the Mediterranean, from Greece, was an East Africanist, so he was able to join all this talk about sacrifice and divine kings, lineage segmentation, twins, totems and other African issues. For a student working in Greece or Spain it would have been an utterly frustrating discourse. The argument against a student venturing into an uncharted region was about something equivalent to critical mass. Academically speaking, Africa was on our doorstep but Spain was remote. A student working in those unstudied regions would be alone. And at home it would be difficult to whip up interest among peers or seniors for a

REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS A PERSONAL NOTE

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seminar topic about honour and shame or manifestations of power in Spain or Morocco. And still more difficult to organize funding. In the end, when Julian Pitt-Rivers showed his strength of character by persisting, he had to solve the financial problem the time-honoured way. His family financed his research, thus harking back to the classic period when most of the famous anthropologists drew on private means to do their work. I once asked him whether he missed the kind of supportive research community that Africanist students enjoyed, and got the reply that he had been far too busy to worry about it. In The People of the Sierra it is obvious that he loved ‘his people’, and repaid their kindnesses with a book to be proud of. Being an Africanist myself, I ask you not to be surprised if I show much ignorance of Mediterranean studies. For example, I find the passionate controversies about honour and shame to be quite esoteric. The idea that a man should kill his sister’s seducer is strange. This region entertains a completely different concept of defilement. Whereas in the Bible words meaning defilement apply to sins against God or infraction of rules protecting the tabernacle, in Mediterranean countries, whether Christian or Moslem, defilement refers to personal honour, to family honour, and to sexual behaviour — a woman’s chastity. For this reason Pitt-Rivers’ book, The Fate of Shechem, is important because it interprets extraordinary events on this theme recounted in Genesis chapter 34. Dinah, the only daughter of Jacob, was raped by the heir-apparent prince of a neighbouring kingdom, Shechem. A tremendous row ensues: her father Jacob, for political reasons agrees that his people will forgive and live in brotherly peace with the people of Shechem, on one condition: they must be circumcised. They agree and conform forthwith. All seems set for a peaceful resolution. But Simeon and Levy, two of her brothers, go out, and without regard for their father’s given word, they slay the people of Shechem and lay waste the kingdom. Julian’s book unravels the ensuing moral and cultural tangle. At the supposed time of editing the book, the story would have raised two conflicting moral issues for Israel, each equally involving shame and honour. Julian put the Bible incident into the full context of a double-pronged honour system. One prong was personal honour, the reputation for keeping to one’s word or promise. The other was sexual, the defilement of a daughter of the house and the duty of revenge. The first was the taint on Jacob’s honour: he had promised that if they fulfilled the condition he asked, the people of Shechem would be safe from attack. So much more is lost when personal honour is gone, a man is no more a figure to be reckoned with in politics, nothing he says can be trusted, a man of no honour is no man. In direct consequence of the broken word, his people have fallen into dire jeopardy. Old Jacob bemoans:

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‘You have brought trouble on me by making me odious to the inhabitants of the land; … my numbers are few and if they gather themselves against me and attack me, I shall be destroyed, I and my household’ (Gen. 34.30). The avenging brothers are unmoved; for them it was an imperative, they had no choice but to avenge the honour of their sister: ‘But they said: ‘Should he treat our sister as a harlot?’ (verse 31). The story is wrapped in deep controversy among Bible students. On one view the young men had sternly complied with duty, they were in the right. If they had hesitated, how would they ever get wives for themselves? If they were not capable of protecting their honour who would ever give them their daughters in marriage? In John Campbell’s ethnography of the Greek Saraktsani shepherds, a family might be ruined if their honour was impugned (Campbell). In the Greek mountains their chances of getting good pasture land were also placed at risk, as well as their lives, so penury and destitution threatened their future if their family fell into disgrace (Family, Honour and Patronage). But on another view, Jacob was right. In Genesis the brothers do not have the last word. On his death-bed Jacob curses Simeon and Levy (Genesis 49.5-7) for their lawlessness, ruthless and cruel, acting in anger instead of with good council. His curse can be interpreted as the reason for the disinheritance of the Levites in Numbers (3.5 ff.) where they are introduced as a tribe of temple servants, with no territorial or political claims. They are a gift the Lord has made to Aaron so that they shall serve the priests. Someone from the tribe of Simeon gets into trouble again in Numbers (Numbers 25.14). These instances suggest that the editors of the Pentateuch did not agree that the path of vengeance was unequivocally right. Here Julian Pitt Rivers weighs in with Mediterranean ethnography as background of biblical honour and shame. He proposes a compromise solution to the tensions and ambiguities of the text. The two-sided dilemma has to be expanded to include the editors of the book, their judgement makes a three-sided conflict. The editors of Genesis know that times have changed; a new religion is announced in Leviticus. Genesis is explicitly about an earlier time. Julian Pitt Rivers recognizes a deliberate editorial time-warp where the editors are looking back to the times of the patriarchs and reckoning the distance covered since their time. They are now living at a time when the laws of vengeance have been superseded. No man now has a duty to kill his sister’s seducer; Jacob was right to berate his sons. Leviticus has changed the concept of defilement, to be focused hereafter on transgression against the tabernacle. When there is a dispute, Deuteronomy ordains that it shall be taken to court (Deuteronomy 17.8). The brief episode indicates stages in social evolution. I am sure that Julian Pitt-Rivers’s very original approach will have full rec-

REMEMBERING JULIAN PITT-RIVERS A PERSONAL NOTE

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ognition, but not just now. The trend to insert biblical texts into the context in which they were written is just beginning. The present focus on that particular passage is on the political hostilities between Israel and the surrounding peoples, without much regard for the cultural climate of those regions at the time of editing the Pentateuch. His incursion into biblical studies deserves special commendation. It is a very important book, and will be a leader for Genesis studies. His youthful insistence on going to Spain is fully justified by the work he produced out of that experience. Finally, for me the most brilliant piece of all is his analysis of the bullfight. It has always been the centre of fine literary interpretation, and this essay is worthy to be compared with any. What I particularly admire are the layers upon layers of meaning which he deftly uncovers, and the poetic reflections he shows in the pageantry and the gallantry of the protagonist. How flat-footed he makes us seem, those of us who have tried anthropological analysis of gender and personhood. Sometimes the toreador is masculine, then in a flash, he is feminine, then gender is irrelevant. Another transformation flicks round the identities of animal and man, victim and slayer. Breathtakingly, the small becomes immense, the ring becomes the whole universe, the entertainment is a religious sacrifice, anthropology verges on theology. His teachers’ warned him against being an isolated researcher in an uncharted field. He stood up to them and insisted on making Spain the site of his life’s work. He could dare to resist them because he knew he had it in himself to encompass this powerful synthesis.

RECOLLECTIONS OF JULIO CARO BAROJA AND JULIAN PITT-RIVERS George M. Foster

In mid-l948 my wife Mary and I and our two children - Jeremy and Melissa - were living in Washington, D.C. Two years earlier we had returned from a l944-l946 residence in Mexico where, in addition to teaching at the Escuela Nacional de Antropología in Mexico City, I had carried out research that resulted in Empire’s Children: the People of Tzintzuntzan (1948). Now I was Director of the Smithsonian Institution’s Institute of Social Anthropology (ISA). I had first visited Mexico as a tourist over the Christmas holidays of l936, and in the first months of l940 and l941 Mary and I had spent time with the Popoluca Indians of Veracruz, I engaged in my doctoral research. The Directorship of the ISA had made it possible for me to visit Colombia, Ecuador and Peru in the winter of l947, and, accompanied by Mary, these countries plus Bolivia, Brasil and Venezuela in the winter of l948. These varied experiences greatly impressed me with the extent to which the Spanish Conquest had left a common mark on all Hispanic American countries. I wondered what kind of research might shed light on the historical processes that had produced the current picture. In the development of anthropological theory this was the period when acculturation studies were all the rage. With the acculturation model in mind, I concluded that a year of research in a Spanish village in Andalucía or Extremadura (the regions from which it was popularly believed the bulk of conquistadores and settlers had come) would be the most productive next step in Hispanic anthropological studies. And, after two years in largely administrative work, I was anxious again to get to the field. But how to undertake field investigations in Spain?

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At this time the country was still an international pariah, because of Generalísimo Francisco Franco’s comportment in the l936-39 civil war, and his pro-Hitler stance during World War II. I knew that in a police state an anthropologist does not simply arrive, pick a community, settle down and go to work. I decided that the appropriate action would be to go to the Spanish Embassy, introduce myself, ask for the opportunity to explain my interest in Spain, and request permission to carry out my research. So, on Tuesday, September 28, l948, I found myself in the Embassy, talking with Pablo Merry-del-Val, “Cultural Relations Counselor to the Spanish Embassy,” explaining my desire to do social anthropological research in Spain. I found Merry-del-Val to be very receptive to my ideas, and supportive in every way. He was physically a big man, a couple of years older than I, handsome, obviously well-connected in Spain. How important I did not immediately realize. It was only later that I learned he had grown up in London, where his father had been for many years the Spanish Ambassador to the Court of St. James. Later, some years after we returned to Berkeley, he became the Spanish Ambassador to the United States, where he played a major and largely successful role in restoring Spain’s image in this country. Merry-del-Val asked me for a copy of my vita, as well as a brief statement describing what I would like to do, which I did in a letter dated September 29, 1948. He also asked if it might be possible for me to make a quick trip to Spain to be formally introduced to the people whose support I would need, and whose approval would be essential. When I replied “yes,” I could arrange to go almost on a moment’s notice, he said he would get in touch with Madrid to make arrangements. Thus, under date of October 21, 1948 he wrote that he had had positive and supportive news from Dr. José María Albareda, Secretary of the Consejo Superior de Investigaciones Científicas, expressing interest in my project, and a desire to meet and talk with me. By November 1 plans for my “quick trip” to Spain had jelled, and I had a TWA ticket to Madrid and back. In 1948 civilian air travel to Europe was in its infancy, and my flight to Madrid proved to be a striking contrast to the 7-hour non-stop flight one makes today. On Friday afternoon, November 12, I left Washington National Airport (still quite new, and long before Dulles had been built), on an American Airlines DC-3 flight to New York. Upon arrival at La Guardia Airport in New York City, I transferred to the international terminal, a small building in a corner of the airport, and boarded a TWA 4-engined Constellation (at that time the finest commercial airliner in the skies) with half a dozen other passengers, for a 6:00 P.M departure. We made a scheduled stop in Boston at 7:00, but our 8:30 P.M. departure was delayed, when one of the four engines refused to start. About 11:00 P.M. we were told we would spend the night in Boston, and the airline took us to the

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Parker House Hotel. We finally left Boston at noon the next day, 16 hours late and, since we had such a light load of passengers and baggage, we bypassed our scheduled stop at Gander and flew 9 hours non-stop to Santa Maria in the Azores, arriving in the middle of the night. At that time Santa Maria was a very busy airport, a stopping point for a great many transatlantic flights. Shops were wide open all night, selling beautiful lace and embroidered table cloths, blouses, handkerchiefs and the like. We reached Lisbon at 7:00 A.M. on Sunday, November l4, and finally landed at Madrid at 11:l5. Earlier in the fall I had discussed my Spanish proposal with my good friend, Louis Hanke, Director of the Hispanic Foundation in the Library of Congress, a man well known and well connected in Spain. He was most helpful, putting me in touch with a number of professors in Sevilla but, most important, with Mrs. Marie Cannon. Marie was Cultural Relations Officer in the U.S. Embassy in Madrid, and godmother to a high proportion of American scholars who came to Spain. We immediately took to each other, and during Mary’s and my subsequent time in Spain she was one of our closest friends, a friendship that continued in Washington when she returned to that city a short time after we did. I was in Madrid November 14-22 visiting various people including José María Albareda, a very formal and “correct” person. Among other people with whom Marie put me in touch was José Tudela, Sub-Director of the Museo de América, who became a good friend, visiting us subsequently in Berkeley. But the most important person from the standpoint of my forthcoming research to whom Marie introduced me was Julio Caro Baroja. Exactly how I came to know about Julio, I am ashamed to say, I can’t remember, but it was either through Maria Cannon or Louis Hanke. In any event on Wednesday morning, November 17, I accompanied Marie to the Peninsular Studies section of the Consejo Superior de Investigaciones Científicas, where Julio was working that morning, to meet him. Julio rose from his chair when we entered, greeting us in a hesitant, rather diffident manner. Once seated we made small talk, but I realized this was neither the time nor place for a serious discussion of Spanish ethnography. However he agreed to see me two days later in the Museo del Pueblo Español (of which he was Director). I didn’t quite know what to make of our meeting. Was he really interested, or was he just being polite? He seemed quite enigmatic to me. When, on the appointed day I arrived at the Museo, I found him in his office, wearing a heavy overcoat, para defenderme contra el frío, he said by way of explanation. (The Museo had no visible heating system, and in subsequent months when I spent long hours in the building I was happy to follow his example). I was vastly relieved to find him relatively at ease. After the usual exchange of pleasantries, we spent a good two hours talking about our backgrounds and training, and our research experiences and writing. I

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felt —and I sensed that Julio also did— that we approached the study of traditional societies in much the same way: through solid data obtained by observing and questioning people, and by familiarizing ourselves with credible written observations of others. I described my research project as well as I could, explaining that I hoped to arrive in September of next year (i.e., 1949) with my wife and two small children, and spend a year in a small village in Extremadura or Andalucía typical of the villages from which the conquistadores and early settlers had come to the New World. Julio listened gravely, nodded his head and offered his help in a formal fashion. But neither of us had any idea at the time that we would develop the close association that in fact guided my entire l949-l950 year of research. In many ways the most remarkable experience of my Madrid visit was the cocktail party put on in my honor by Pablo Merry-del-Val’s mother, at the Ritz Hotel, where she lived. Sra. Merry del-Val was an impressive woman of 65 or 70 years, gray haired, with a commanding presence, obviously at the top of the social hierarchy in Spain, one with long experience in bringing people together in easy settings with a discrete agenda underlying the interaction. Pablo’s wife, José María Albareda and a number of other scholars and government officials also were present, about a dozen in all. I realized that this was not a casual courtesy, but rather a part of Pablo’s carefully orchestrated plan for me. Symbolically, the cocktail party put the official stamp of approval on me and my proposed research; it reassured those who might be concerned about an unknown person settling in a small rural village that Foster was a “safe” scholar, someone whose research interests were exactly what he said they were, someone who would not rock the boat of Spanish-U.S. still-precarious relationships. As a representative of the Smithsonian Institution I was also seen as something more than what I felt I was (simply an individual scholar) — i.e., as someone who might be useful in a cultural-political context. I was astonished at this party to find that Pablo’s mother, his wife and then, taking their cue from these two, almost everyone present addressed me as tu, and expected me to reciprocate. After the high degree of formality in address that I knew in Mexico — the constant use of honorifics such as licenciado, doctor, arquitecto, ingeniero and the like —, the easy informality of the Spanish upper classes interacting with a total stranger, was an eyeopener. I interpreted this as a symbolic statement to the guests that I was to be accepted at a professional level comparable to their own. My Spanish visit allowed time for a five-day visit to Sevilla, to which I flew on November 22. There, I met Dr. Adele Kibre, about whom I knew thanks to Louis Hanke. Adele was working in the Archivo de Indias microfilming documents for the Bancroft Library of the University of California. She was very helpful in guiding me in Sevilla, since she knew the scholars

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in the University, and especially in the Escuela de Estudios Hispano-Americanos, with whom I expected to have close relationships. Louis Hanke had also written to his friend, Vicente Rodríguez Casado, telling of my arrival and asking for his help for me. Among the people at the Escuela I met through the good offices of Louis and Adele were José Antonio Calderón Quijano, Librarian of the Escuela, Manuel Hidalgo Nieto, Antonio Muro Orejón, Enrique Marco Dorta, Manuel Giménez Fernández, and Vicente Rodríguez Casado. I kept in touch with these people for some time, but as matters turned out, I had much less professional contact with them, and with Sevilla, than I expected at this time, when I was still thinking of a Tzintzuntzan-type community study, probably in Andalucía. I also made the acquaintance of Cristóbal Bermúdez Plata, Director, and José de la Peña, SubDirector of the Archivo de Indias where, at the time, I had assumed —erroneously, as it turned out— that I might be doing a good deal of research. By now I was feeling overwhelmed by the magnitude of what I had bitten off. How was I going to find the appropriate village in Andalucía or Extremadura, in which to settle for a full year shortly after arriving in Spain early in the following autumn? Increasingly I felt that it was essential for Mary and me to spend several weeks scouting the area so that we would know the community we assumed would be our home for a year. But how to accomplish this plan? This problem was uppermost in my mind as I flew back to Madrid on November 27. During the three remaining days before my return flight I called on various people, including José María Torroja y Miret, “Secretario Perpetuo” of the Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, who told me of the Centenary Celebration of the Academy to be held the following April, and asked me if the Smithsonian Institution might send a delegate. To me this news looked like manna from heaven. If the Smithsonian would send a delegate to the Centenary Celebration —and who could better represent the Institution than I?— extra time prior to the meeting could be taken to find a suitable village. I departed Madrid on Wednesday evening, December l, on a TWA non-pressurized DC-4. It was a long haul: 2 hours to Lisbon, then 6 hours more to Santa Maria, followed by an additional l0 hours for the l700 miles to Gander, and a final 6 l/2 hours to La Guardia —27 l/2 hours in all— to be met by Mary and my parents. My legs, I remember, were like ice, heavy as lead. Bed that night at the hotel in New York never felt so good. To make a long story a bit shorter, back in Washington I found that Alexander Wetmore, Secretary of the Smithsonian, was happy to name me delegate to the Centenary Celebration of the Real Academia. Pablo also was highly supportive of the plan to make a survey prior to beginning the yearlong project. So Mary and I booked passage for ourselves and our car (a

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Chevrolet sedan) on the Italian Line’s Vulcania, sailing from New York on March 4, 1949. In the immediate post war period, when production of European cars was still far short of meeting demand, and when almost all transatlantic crossings were by ship, it was common for Americans who planned to drive a good deal in Europe, to take their car with them; as I recall the cost was $100 each way, a relatively small price even in those far-off times. The Vulcania sailed from New York at noon on March 4, l949 and arrived at Gibraltar at 10:00 P.M. on March 11, and the next day we drove across La Linea into Spain. Thus began one of the most interesting periods in our lives: the exploration of parts of southern and western Spain, searching for a “typical” community in Andalucía or Extremadura, that preserved sufficient sixteenth century Spanish cultural forms to provide a “base-line” for comparison with Spanish American culture. It was during this trip that we first met Julian Pitt-Rivers who, with his wife Pauline, had just begun research in Grazalema, the town 15 miles northwest of Ronda that he calls “Alcalá” in his classic The People of the Sierra (1954). For the life of me I can’t remember how we learned about each other. In any event, he telephoned us at our hotel on March 26 saying he and Pauline would be in Sevilla on the 28th and would like to meet us. So, before taking off for Badajoz at noon that day we called on them at their hotel, fittingly enough the Inglaterra. The Pitt-Rivers were a striking couple: he tall, handsome, with an open face and an easy manner in meeting people; she an exceptionally attractive young woman, with that lovely British “peaches and cream” complexion that seemed almost unreal in its perfection. Only later did we learn of her theatrical heritage: she was the daughter of Hermione Badgley, who played the unforgettable “Mrs. Bridges,” the cook in the telenovela, Upstairs, Downstairs. The four of us liked each other immediately, and we made plans to visit each other when we returned in the fall, they already in Grazalema and we in an as yet unselected community. After spending the following three weeks in Huelva, Badajoz and Cáceres provinces Mary and I arrived in Madrid on Easter Sunday, April 17 where we remained until May 1, when we left for Gibraltar and the return voyage to New York. During these two weeks, in addition to the Centenary celebration of the Real Academia, Julio and I worked out plans for joint research beginning in September when the four Fosters would appear in Madrid. These plans proved to involve far closer cooperation than either of us had expected during our earlier meetings. By this time Mary and I had concluded that, in view of health and educational problems it would not be wise to settle with the children in a remote village lacking in most creature comforts. Also, by this time I realized that an in-depth study of a single community, however interesting, would not be representative of all Spanish culture

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that had impinged upon the New World, and that with my acculturation model in mind, I must cast my net more widely. My analyses of the data in the Catálago de Pasajeros a Indias and other sources from the Archivo General de Indias in Sevilla (Foster 1952) had convinced me that the popular belief that the emigrants were largely Andalusians and Extremadurans was erroneous, and that, consequently, significant cultural influences in the New World could be expected as well from many other parts of Spain. Hence, I gave up the idea of an ethnographic study of a single village in favor of a library –cum— field survey approach. The plan of joint studies that little by little evolved specified that Mary and I and the children would return to Madrid in September, renting a house for a year. I would spend much of my time in the city, taking advantage of libraries and bookstores, to familiarize myself with the literature on Spanish ethnography, to which Julio would serve as guide. Then, as often as we thought worthwhile, he and I would make excursions by car to different parts of the country, and particularly to Andalucía and Extremadura (the parts of Spain Julio knew least well first hand), gathering such data as could be picked up “on the fly.” The plan seemed advantageous both to Julio and me. I, of course, could count on the guidance of the most knowledgeable of all Spanish anthropologists, both in the field and in Madrid. For Julio it meant the opportunity to visit parts of his country with relative ease that, without a car, would be extremely difficult. And, in the following year our joint research worked out very much as planned, to our mutual satisfaction. Caro Baroja describes the plan thusly: “Venía él [Foster] con la idea de llevar adelante un estudio comparado de la cultura popular en España y América española, empresa difícil y larga. Me propuso hacer los trabajos preliminares en colaboración, para que cada cual luego utilizara los datos a su modo. Aparte de las tareas, que tendrían como centro el Museo, haríamos viajes por toda España. En América se encargó él de buscar fondos y los halló para él y para mí.... A fines de1949 comenzamos las excursiones, de las que tengo un diario bastante cargado de informes curiosos, pero estrictamente técnicos. Conservo también de ellas muchísimos dibujos. A Foster le interesaba, ante todo, el Sur de España, tierra que era la que yo conocía menos...” (Caro Baroja 1972:440-41). I remember very little about the Real Academia Centenary meetings that began on Sunday, April 24. They consisted largely of lectures in the late afternoons and evenings, leaving most of the days free for book shopping and other activities. On Wednesday, April 27, the Ayuntamiento of Madrid held a reception for the delegates and, the same evening, there was a concert by the Orquesta de Cámara de Madrid, beginning at 11:00 P.M. and concluding two hours later! On Friday a grand banquet was held at the Ritz Hotel. This gave the delegates opportunity to display their awards. Most wore sashes

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like those of Latin American presidents, and various stars and other medals were draped around their necks. I, in a simple dinner jacket, felt I must be making a very poor impression of the level of American science! The final session, the clausura, was held on Saturday, April 30, with General Francisco Franco presiding. Following the final acts, the delegates line up to shake the General’s hand. What struck me most forcibly about this formality was that Franco did not look directly at the person whose hand he was shaking, but rather always watched the delegate he was about to greet. Mary and I left Madrid on May 1 and, after stopping in Granada and Torremolinos, reach Gibraltar on May 5, sailing on the Vulcania on the 6th, and arriving in New York a week later. Accompanied by our children, Jeremy, 10, and Melissa, 7, we returned to Spain the following September, by way of Marseille, sailing on the 6th on the American Export Lines’ Excambion, a 9,000 ton combination passenger-freight steamer. At a leisurely 17 knots and 400 miles a day we reached the French port in 10 days. We drove to Madrid via Barcelona in our new Pontiac station wagon (a model known in Spain as a rubia) arriving on September 21. After a relatively short search we found a comfortable house in the El Viso district at Calle Tajo, 6 into which we moved on October 3 The following day I began my study in the Museo del Pueblo Español, reading and taking notes on the Vascongadas, preparatory to our first excursion. Julio and I left Madrid Tuesday morning, October 11, a lovely crisp fall day and, passing through Burgos, San Sebastian and Irun, arrived at Vera de Bidasoa at 6:30, a run of 500 kms. Here we stayed in the Casa Itzea, purchased by Julio’s uncle, the novelist Pío Baroja in 1912, and currently the home of Julio’s Tío Ricardo Baroja, the painter, and his American-born wife, Carmen, who spoke excellent English. During the following four days I had ample opportunity to try out my research plan. An elderly Basque farmer, a friend of Ricardo, generously offered to serve as informant, and from him I learned about Basque farming and bee keeping. One morning Julio and I drove the short distance to Echalar, a pass in the Pyrenees on the Franco-Spanish frontier where doves were netted as they flew south to warmer climes. Another day we drove to Aranáz, and hiked for an hour to reach a small caserío locally noted for the production of Basque wooden dishes and bowls. On Sunday morning, October 16, we left Bidasoa in la rubia and, passing through Pamplona, Soria and Medinaceli had covered the 500 kms to Madrid by 6:00 in the evening. Our next excursion was determined by my desire to compare Spanish and Spanish-American Todos los Santos observances. When I told Julio of this interest he immediately said that a small village called Hoyos de Espinosa, in the Sierra de Gredos, was the ideal place to be. We left Madrid on the morn-

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ing of October 3l, stopped in Talavera to ask about great strings of maize we saw hanging on barn walls, and turned north into the Sierra de Gredos, reaching the barn-like stone Parador Nacional de Gredos about 4:00 in the afternoon. After registering in the Parador we drove the short distance to Hoyos de Espinosa, where we visited the church and asked about what to expect, and when. “Come back tomorrow”, was the answer to our question. So the following morning, we returned for la misa, and remained until well after dark. Following the mass the priest blessed the tombs inside the church. After his noon meal he spent several hours blessing the tombs outside the church. Nothing unique about these activities. Then, about four o’clock in the afternoon we heard the bells, tolling in a small tower behind the church. First came the unmarried girls, from perhaps ten years of age, each giving the bell rope two or three heavy heaves. Then, it was the turn of the boys and unmarried young men, and finally, pair by pair, married people of all ages. Fires appeared on the hillside, and in the village as well. Early in the evening children gathered around the fires roasting chestnuts, while later the older boys and unmarried men spent much of the night cooking food brought to them by townspeople on their way to the bell-tolling. This is much like the night in Tzintzuntzan, where boys and young men spend the night of Nov. 1 tolling the church bells and tending the bonfires on which they cook meat and other foods given them by older people.

Grazalema, 1949.

Julian y Pauline, 1949. (Gentileza de George M. Foster).

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Julio met Julian and Pauline Pitt-Rivers for the first time on our first foray into Andalucía in November, 1949. Leaving Madrid on Nov. 9 we drove to Córdoba where we spent two days, followed by five days in Bujalance, then Pozo Blanco and to Sevilla, and finally to Grazalema Nov.2325. Our visit with the Pitt-Rivers stands out clearly in my memory. We arrived about one o’clock in the afternoon, after a wild and stormy drive from Sevilla. As I wrote to my parents several days later, “They have taken a house a couple of miles from the town, in a small, thickly-settled valley, and fixed it up with almost all of the comforts of home, and expect to remain a year or longer. I am quite envious of their living arrangements. Grazalema is in one of the loveliest parts of Spain, the Sierra de Ronda, 3,000 feet high, with higher mountains in the background. It is cold this time of year, but very pleasant the rest of the time. We stayed until Friday morning [Nov. 25], sleeping in the simple country inn in the village, and taking our meals with Julian and Pauline. We had lots of good conversation with them.” I particularly remember Julian recounting his wartime experiences in military service in the North African campaign. He was assigned to a unit that, every night following the day’s fighting, would go out with trucks equipped to carry small tanks worth salvaging, and to tow larger ones back, to workshops behind the lines. Julian told of his adventures as if it were the greatest sporting event imaginable. Only then did I fully appreciate the British “gamesmanship” metaphor for life, the “life is a game” model that structures premises and behavior of the upper classes. Julio was smitten by Pauline’s charms. At the time he was engaged to a young woman “media extremeña, media asturiana” with whom he broke relations a few months later, after his mother died, in June, 1950. I met her twice, quite by accident the first time. I had stopped to pick up Julio at the Baroja flat on Calle Alarcón, and she was standing in the hall when I entered. Julio introduced me to her in a perfunctory manner. She struck me as a pretty young woman, rather small, with lovely light brown hair. But after three years of noviazgo, Julio’s ardor had cooled, and he was feeling trapped. So, after a few awkward moments, he hurried us out of the flat and on our way. But Pauline was different, and he admired and worshipped her from afar. Julio was accustomed to speak of pretty young women in a somewhat disparaging tone as chicas, or muchachas, but I never heard him speak of Pauline in this way. She was always una señora, usually qualified as encantadora, bella, muy bella or other similar adjectives. The day of our arrival Julio and I returned to the inn about ten o’clock, and after a cold night were happy to find sunshine in the morning. After breakfast of churros and café con leche in the local cafe, before returning to the Pitt-Rivers house we spent time strolling the town, I taking pictures of

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scenes that interested me, and Julio striking up conversation with both men and women, something that he was able to do with apparent ease. The town reminded me of Machu Pichu, in Peru, set against a high, bare peak, with ruined stone walls of deserted houses all around. I was fascinated to find three men spinning rope with taravitas (also Caro Baroja 1993:90, Fig. 53) very much like the taravías I had encountered in Tzintzuntzan, Mexico. Other New World parallels we discovered included beliefs about the phases of the moon in relation to processing growing things: e.g., pig slaughtering, felling trees, and digging up potatoes should be undertaken only during la luna creciente. If these activities were carried out during la luna menguante we were assured, the hams and bacon hung to cure would shrink badly, the wood decay, and the potatoes quickly rot. Grazalema, we were told, had an abiding hatred of Ubrique, which had grown more than Grazalema in recent years. Everything about this town, and especially its inhabitants, were thought to be bad. This characteristic of each town having a special dislike of another comparable community appeared to be quite common in Spain, and it is characteristic of Mexico, too. We spent the afternoon and evening of the day exploring with Julian and Pauline, the neighborhood around their house. It proved to be a living museum of the economic life of a century or more earlier. The first object that caught our attention was a simple water driven turbine flour mill of a type I have seen in a number of Latin American countries. Next we visited an ancient beam wine press (Caro Baroja 1993:92 Fig. 50), a screw-beam type essentially the same as ancient olive presses. And, when we learned that one of the olive oil mills was called Los Batanes we listened in fascination as Julio described how water-powered batanes (hammers) pounded the heavy woolen cloth woven in earlier times to a felt-like consistency. I knew the process from Mexico, where the traditional skirt of Purepecha Indian women was known as batanada. Julio’s skill in capturing the details of anything he drew was apparent to Julian and me, and we both envied the easy way he sketched everything from communities (1993:84, Fig. 47, Grazalema) to individual and groups of houses (Ibid:87, Fig. 50), to house facades and rejas (Ibid: 88-89, Figs. 51 & 52). We were guests of the Pitt-Rivers for both the noon and evening meal that day, as well as for breakfast the following morning, after which Julio and I said goodbye to them, and continued on our way to Cádiz and Huelva, before returning to Madrid on December 7. Mary, the children and I drove to Superbagneres, a ski resort in the French Pyrenees, for Christmas and New Year’s, returning on Jan. 3, 1950, spending the rest of the month in Madrid. The Pitt-Rivers also were away during the Christmas holiday, and when they returned they stayed in Madrid for a number of weeks, which gave all of us, including Julio, an opportunity to become

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better acquainted. Thus, on January 22 Julian and I went book shopping, while on the 27th of the month both Pitt-Rivers, as well as Julio, José Tudela and Marie Cannon came to Tajo 6 for dinner. On February1 Julian dropped in for a drink, and on the spur of the moment I invited him to accompany Julio, Mary and me the following day for the Candelaria observances in Horche (Guadalajara), after which we had lunch in the Baroja granja in Tendilla (Caro Baroja 1972:430-431) before returning to Madrid the same evening. This excursion was followed by two others in quick succession. The next day —February 3, the day of San Blas— Julian, Pauline, Mary and I drove the 75 miles to Almonacid del Marquesado (Cuenca), for a notable fiesta with devil dancers in the church, threatening and shouting insults at the image of the virgin. (Julio describes this fiesta in l968:87-114, and also in Revista de Dialectología y Tradiciones Populares 21, 1965). And on Feb. 5, the Day of Santa Águeda Julio, Mary, the Pitt-Rivers and I drove to Zamarramala (Segovia), for the Fiesta de las Alcaldesas. Julio had assured us that this was one of the most interesting simple fiestas in Spain, and he promised us we would not be disappointed. Nor were we. This fiesta follows an inversion model: Es el día cuando mandan las mujeres, we were told, and the wives of the alcaldes —las alcaldesas— were dressed appropriately. We were all together again on Friday, February 10, at a tertulia at Julio’s home. His uncle Pío, the novelist, was in fine form, fulminating against Spanish musicians and their (in his opinion) lack of creativity. A composition —Madrid— by a Cuban composer was, at the time, the canción most frequently heard on the radio “We are reduced,” he growled, “to depending on former colonies for our popular music of today”. Julio and I made our second trip to Andalucía from February 16 to March 9. Our first stop was Valencia, where we spent three days before continuing to Denia, via La Albufera, and then to Alicante via Cabo de San Antón. We reached Murcia on February 22, passing through Santa Pola, Elche and Orihuela en route. While in Murcia we visited Cartagena and the Mar Menor, as well as a huge noria of Near Eastern type in the Río Segura. We then spent a couple of days in Almería on our way to La Alpujarra where, quite by accident, we spent three days in a tiny village called Yegen. We drove into the plaza in the early afternoon, and were warmly received by several men, who answered our questions about life in the village in an open and friendly manner. We thanked them and drove on several kilometers toward Málaga, where we planned to spend the night. Suddenly I stopped the car and asked Julio, “What do you think of the idea of spending several days in Yegen?” He liked the idea, but couldn’t make up his mind, vacillating for five minutes or more, weighing the attrac-

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tions of this unusual village against those of Málaga, which he had been looking forward to with great anticipation. Yegen won out and we returned for three days. Only then did we realize that the town had been the home of Gerald Brenan, whose South from Granada was already an English language classic on Spain. I was asked by one of our guides if Don Gerardo was my friend. “Don Gerardo, I thought to myself. “¿Quién será?” Suddenly the light dawned: “He’s speaking of Gerald Brenan,” I realized. I confessed that I did not know Don Gerardo personally but that I was a great admirer of his writing. “Would you like to see his house?” asked my new friend. An affirmative answer brought us the tour of Brenan’s house, kept as a kind of museum. Against the wall of the small living room was a simple wooden bookcase of three shelves, perhaps four feet wide. “It was filled with books,” we were told. That a man would have so many books was almost incomprehensible to the local people. Brenan had lived with a local young woman by whom he had a child. When he moved to Málaga, we were told, he took the two with him. He had since left Málaga, but continued to provide for the woman and his child. For this he was greatly admired (See Caro Baroja 1993:179-199 para datos sobre La Alpujarra y Yegen). This trip terminated March 9 in Madrid, after brief visits to Málaga, Úbeda, Jaén and La Carolina, the last-named one of the grid-planned towns founded in the Sierra Morena by Carlos III in the 1760s and 1770s. (Caro Baroja 1952). We were in Madrid until the beginning of Easter Week, April 3-8, when Julio and I drove to Córdoba, where we remained until Wednesday. On that day we continued the short distance to Puente Genil, to observe the processions of biblical characters for which the town was famous. This was the most amazing experience of my entire year in Spain. Since Julio has described in detail the events we witnessed (Caro Baroja l957a, RDTP 13: 24-49; and 1993: 419-460) I will not attempt to summarize them. Julio and I, after saying goodbye to our friends, left Puente Genil at noon on Sábado de gloria and arrived in Madrid at 11:00 PM, after a hard drive of 480 kms. For the next week I represented the Smithsonian Institution at the Tenth Anniversary Celebration of the Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). The plan of the program was very similar to the Centenary celebration that I had attended just a year earlier, including the clausura presided over by General Franco and the shaking of hands ritual at which, as on the earlier occasion, he looked not at the person with whom he was shaking hands, but rather at the one next in the line. During this period I hardly saw Julio who was very preoccupied by his mother’s failing health. My parents arrived on a TWA flight on April 11, and a week later they, Mary and I, and our two children set out in la rubia for

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Córdoba, continuing to other stopping points in Andalucía including Granada, Ronda, Algeciras, Cádiz & Jerez to Sevilla. There, on the 27th Julio arrived by train and my parents, Mary and the children left for Madrid by rail the following day. On the same day Julio and I left Sevilla for Huelva Province to observe three remarkable small town fiestas: 1). April 29-May 2, Puebla de Guzmán, La Fiesta de la Virgen de la Peña; 2). May 3-5, Alosno, La Fiesta de la Cruz. 3). May 6-9 Cerro de Andévalo, La Romería de San Benito. Again, because Julio has described these events so thoroughly, I make no attempt to describe our participation in them. (Caro Baroja 1957b, and 1993:451-508). I saw very little of Julio in May; the end was nearing for his mother. On May 17 he came to the house for tea with his novia, and with Julian PittRivers who, with Pauline, was in Madrid for a short time. Julio and Julian, accompanied this time by Pauline, came by the following morning, the PittRivers to say goodbye since it seemed unlikely we would cross paths before we left for home. Julio’s mother died near the first of June, and we attended her funeral on the fifth of the month. His description in Los Baroja of the depression that afflicted him following her death is no exaggeration. He struggled valiantly to carry on and Mary and I thought he was going to succeed. On the twelfth of June he went with us to the Feria del Campo, but at the last moment he withdrew from a planned one-day outing to Madrigal de las Altas Torres, a small city about which he had often spoken: the plan of the community was an almost perfect circle, marked by a still-intact medieval wall. Mickie and I therefore made the trip without him. Then, five days later Julio came to our house on Calle Tajo for a stimulating afternoon discussion of bibliographical matters, and two days later he joined Mary, Jeremy, José Tudela and me in an exhausting two day trip June 23-24 to San Pedro Manrique (Soria) to see the San Juan ritual of fire walking. At midnight on June 23 men, in response to a vow, take the half dozen steps needed to walk barefoot the length of a bed of white hot coals, carrying someone on their shoulders. It looked so simple and straightforward that, when one of the walkers invited Jeremy to pisar las ascuas with him by riding on his shoulders, we unhesitatingly gave our permission. (See Caro Baroja l950, and Foster 1955 for accounts of this fiesta). This was the final excursion that I made with Julio; the depression occasioned by the death of his mother won the battle for the time being. I continued to work in the Museum, and with my family made two memorable trips, the first to Portugal and Galicia, and along the Bay of Biscay coast as far as Santander, and the second to Mallorca, where I made a side expedition to Ibiza. On July 30 Jeremy and I took the Sud Express to San Sebastián where the next day we met Julio and his brother, Pío. I was relieved to

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find that he appeared to be happier and in better health than at any time since his mother’s death. Vera, and the Casa Itzea, were working their magic. We hired a small car and spent a very pleasant day driving through fishing villages to Zarauz and return. This was the last time I saw Julio until his visit to Washington, D. C. 15 months later. By September we were ready to return home. On September 4 Julian was again in Madrid, and came out for dinner and the evening, for what turned out to be our last encounter until August of 1956, when he came to Berkeley to teach during the fall term at the University of California. The next morning we closed the house, loaded la rubia, and headed south to Gibraltar where, after stops in Granada and Marbella, we boarded the Saturnia at 4:00 AM on September 11, arriving in New York on September 19, 1950. Thus ended one of the best years in my life, made particularly memorable by the friendship of Julio Caro Baroja and Julian Pitt-Rivers. I saw Julian only once after he and his second wife, Margo, had spent the fall term 1956 in Berkeley. In late August 1961, Mary, Melissa and I were driving in southern France, visiting Paleolithic cave sites and bastides. We knew that Julian had acquired a chateau at Fons, in Lot, and had been invited to visit him there when we were in France. So on the afternoon of August 24 we arrived at a regal edifice where we were warmly welcomed by Julian and Margo and shown to our rooms. The other guests were English, so we had little opportunity to reminisce. I remember we were a bit embarrassed because we did not have formal dinner attire, as did all of the other guests. Two days later we were with Julio under more relaxed conditions. This was the first time we had been together since his visit to Washington, D.C. in the autumn and early winter of 1951. After leaving Julian and Margo we spent a night in Bayonne, and on the following day —August 26— crossed the border at Irún and continued up the Bidasoa River to Vera where Julio was spending the summer, where we were his guests at the Casa Itzea for two nights. Although he had lost his two uncles since we had last seen him, and was now the senior representative of his small family, he appeared to be in excellent spirits. We took a long hike with him through the countryside, stopping in a pleasant glade where he played his chistu which so amused Melissa —a flute player— that he bought one for her the following day when we drove to San Sebastián. I was with Julio only once after this visit, on October 20 and 21, 1987. I was on my way to a medical anthropology conference in Sitges, and stopped in Madrid to see him. The first day we spent in the city, strolling along the Gran Via and through the Retiro, to Julio’s flat where he lived with his brother, Pío and his wife, Josefina, and their two children, Carmen and Pío, the third male in the family to carry that illustrious name. The next day we

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rented a small car and drove to Segovia via the old highway winding through Navacerrada – which we both remembered from many trips nearly 40 years earlier. In Segovia we parked near the aqueduct and walked to the cathedral and the Alcázar, ending up in the plaza at the restaurant La Taurina, where we had a huge meal of huevos flamencos, merluza and flan. Then, after coffee, we took the new highway back to Madrid, in a fraction of the time the old road required. We talked about many things: people we had met during our earlier expeditions (such as Julian and Pauline), and experiences we remembered from those far off days (the Puente Genil processions of Holy Week came to mind). In one way it was a bitter-sweet occasion, for we both sensed we would not see each other again. Yet in a broader perspective we both felt fulfilled by our two brief days together, that they were a fitting closure to a 39-year-long friendship. Julio, as the photograph shows, was still in good health, pleased with the recognition election to the Academia Nacional had brought him, and more at peace with himself and the world than I had ever previously seen him. And that is the satisfying memory I carry with me, of a remarkable scholar and a dear friend.

George M. Foster y Julio Caro Baroja en El Alcázar, 1987.

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Bibliography Caro Baroja, Julio. 1950. Una fiesta de San Juan en Castilla. Clavileño 1(5):57-64. Caro Baroja, Julio. 1951. Las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena y Andalucía. Clavileño 18; also in 1993:233-258. Caro Baroja, Julio. 1957a. Semana Santa de Puente Genil (l950). RDTP 13:24-49. Also in 1968:55-82; and in l993:419-460. Caro Baroja, Julio. 1957b. Dos Romerías de la Provincia de Huelva. Fiesta de Nuestra Señora de la Peña, Puebla de Guzmán (Huelva) (29 y 30 de abril, 1 y 2 de mayo de 1950). RDTP 13:411-450. Also in 1968:17-40; and, in 1993, Fiesta de San Benito, El Cerro de Andévalo (Huelva). RDTP 13: 451-4. Also in 1968:4154; and in1993: 491-503. Caro Baroja, Julio. 1968. Estudios Sobre la Vida Tradicional Española. Madrid: Ediciones Península. Seminarios y Ediciones. Caro Baroja, Julio. 1972. Los Baroja (Memorias Familiares). Madrid: Taurus Ediciones. Caro Baroja, Julio. 1993. De Etnología Andaluza. Málaga: Diputación Provincial de Málaga, Colección “Monografías”, n.º 5. Foster, George M. 1948. Empire’s Children: The People of Tzintzuntzan. México, D.F.: Smithsonian Institution, Institute of Social Anthropology, Publ. n.º 6. Foster, George M. 1952. The Significance to Anthropological Studies of the Places of Origin of Spanish Emigrants to the New World. In Acculturation in the Americas, Selected Papers of the 29th International Congress of Americanists (Sol Tax, ed.). Chicago: University of Chicago Press. Foster, George M. 1955. The Fire Walkers of San Pedro Manrique, Soria, Spain. Journal of American Folklore 68:325-332. Pitt-Rivers, Julian A. 1954. The People of the Sierra. London: Weidenfeld and Nicolson.

II DE RITUALES Y PASIONES

REFERENCIA Y AUTO-REFERENCIA RITUAL Carmelo Lisón Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

El 19 de Noviembre de 1986 tuve el honor de presentar al Profesor J. PittRivers en el Salón de Grados de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología. Además de inaugurar la Cátedra de Antropología Social José M. Cortell, el acto académico, con la presencia de autoridades y del Primer Secretario de la Embajada Británica, tenía por objeto imponer la medalla de la Universidad Complutense al Profesor Pitt-Rivers en reconocimiento de su trabajo de campo pionero en España y de sus aportaciones teóricas a nuestra disciplina. El homenajeado se revistió de la palabra para hacer gala de sus conocimientos antropológicos y probar una vez más la pertinencia del testimonio admirativo del auditorio que llenaba la sala. Años más tarde, el 15 de mayo de 1997, esta vez en Aix-en-Provence, compartí mesa presidencial y discurso con Julian durante la celebración de un coloquio —su último, creo— en el que su persona volvía a ser el centro de apreciación y deferencia por sus méritos antropológicos. Alguien del auditorio nos llamó abuelos de la Antropología mediterránea lo que indicaba que el ceremonial de reconocimiento hacia Julian iba con el merecimiento personal y con la edad. La estructura ideal de esta liturgia fue la misma en ambas ocasiones pero la realización concreta considerablemente diferente. El rito es una actividad humana esencial y primitiva, una forma original de lenguaje. Pero el situs, el contexto, los actores y la finalidad añaden no sólo variación sino complejidad a la celebración: inspira y crea una forma concreta de significado. La presentación de la personalidad y los otros discursos, siempre laudatorios, van todos dirigidos a resaltar y honrar al último actor-es-

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trella que responde en inflexión personal pero con modestia protocolaria y otros ficta al honor que se le tributa. Al terminar se le impone la condecoración. El acto privilegia el momento y la persona mucho más que la academicidad del discurso que acaba de pronunciar el homenajeado; este ritual transciende los contenidos científicos del último orador. La cualidad gnoseológica ritual va por otro camino: el agasajado se presenta y representa en pública exhibición, habla en autognosis, en conocimiento y reflexión sobre sí mismo, en una autoconcienciación —a la que le induce el rito— mucho mayor y más intensa que la ordinaria o, en otras palabras, la autopresentación formal y autoestima vienen en parte provocadas y manifestadas por y en la ritualización. El ritual refiere y auto-refiere, y esto en varios sentidos. A sugerir brevemente retazos cortos de estas dimensiones va dirigido este ensayo barroco. Desde hace tiempo me ha fascinado la España de los Siglos de Oro por su riqueza de posibilidades antropológicas. A la estructura ritual de la monarquía de los Austrias dediqué un breve estudio (Lisón 1991), pero mundo éste de pequeños mundos, permite nuevas exploraciones de su múltiple ceremonialidad desde un ángulo de visión antropológica. Esto es lo que me propongo hacer en las líneas que siguen, reactivando una escena que tuvo lugar hace 365 años y en la que los principales actores fueron Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares y el pueblo madrileño. Felipe IV era simultáneamente rey, conde, duque, señor, etc. en un embrollo de poderes, con diferentes títulos, sobre un conjunto de países, regiones y ciudades que no sólo se gobernaban por variedad y complejidad de sistemas jurídicos y articulaciones políticas sino que además hablaban diferentes lenguas y practicaban religiones exclusivas. Como sucesor de «setenta y tantos reyes» S.M. era rey de muy distinto modo y manera, pero como «rey de reyes» (Galazo 1996) ocupaba el vértice de la monarquía que aglutinaba el Imperio presidido por la corte regia que, con su monumentalismo festivo-teatral y con su hierático y pomposo ritualismo, apuntalaba la monarquía. Las celebraciones y ceremonias cortesanas marcaban los peldaños en la pirámide de prestigio; la jerarquía personal, el servicio y la estima regias se hacían materialmente visibles en el espectáculo que ofrecían las capas, vestidos, emblemas, condecoraciones, perlas, bandas, trajes, sombreros, bengalas y recompensas que a su vez iban con y marcaban espacios y, en conjunto, conformaban una superestructura simbólica colosal que se escenificaba también en las plazas y por las calles de la capital en salidas regias (con maceros, trompetas, atabales, pajes, libreas, lacayos, reyes de armas) y procesiones, y con juegos de cañas, máscaras, toros, fuegos artificiales y otras maneras cortesanas de diversión. El segundo personaje, pero principal en este ensayo, es Olivares, el valido de Su Majestad, «la sombra del rey» según autores anónimos contemporáneos, que actúa pro rege, cabalga al lado del rey y hasta viste la misma li-

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brea. Bajo su mandato van en auge los protocolos cortesanos y las recepciones y salidas regias; Don Gaspar inunda a Madrid en fiestas, regocijos y diversiones. Insaciable en la acumulación de poder suma a su privanza la flor de cargos palatinos: lugarteniente general del rey con mando de los ejércitos, capitán general de caballería de España y caballerizo mayor, consejero de Estado, tesorero de la Corona de Aragón, canciller mayor y registrador de las Indias, sumiller de corps o camarero mayor, grande de España, etc. Como esta posición la consigue por ser el favorito del rey la oligarquía nobiliaria resiente el nombramiento y se lo hace notar con «disonancia de cortesía». En cuanto caballerizo y sumiller organiza la vida del rey dentro y fuera de palacio; en cuanto primer ministro trata de conseguir mayor centralización y unificación de poder bajo la corona, posición y empresa minadas por la oposición nobiliaria y política que logró su caída. Indispensable para el ritual que voy a describir es el pueblo madrileño, público activo, sensible observador y discriminador de sucesos cortesanos, nacionales e internacionales y que participa, además de con su presencia, con voces y gestos en las salidas regias; puebla la calle y domina el espacio público. Y contrariamente a lo que podría hoy esperarse logra acceso personal al rey en la calle y penetra sin previo aviso en el interior de palacio. Cuando a principios de septiembre de 1638 el ejército de Condé sitia Fuenterrabía, «el sentimiento y desconsuelo general de toda esta corte (Memorial XV:21) no se puede referir pues hasta la gente más inferior lo manifestaba en los semblantes. Todo era visitar santuarios, hacer plegarias en todas las parroquias y Conventos». Pero al anochecer del viernes 10 llegó un correo que fue inmediatamente advertido por los nocherniegos callejeros cuando bajaba por la Red de San Luis; «le fue siguiendo tanta gente» que «cuando llegó a casa del correo mayor, le cercaron más de 300 personas, diciendo que no había de pasar de allí, si no les decía las nuevas que traía. Él entonces dijo a voces: “El Almirante está en Fuenterrabía, y ha rompido el ejército francés”. Con esto le tomaron en hombros y fueron corriendo la calle abajo con grandes gritos y algazara, diciendo: “¡Viva el Rey de España y el Almirante!” y de esta manera le llevaron hasta subirle dentro del cuarto del Rey. S.M. abrió las cartas y en leyéndolas... se salió al salón grande de Palacio, porque la gente que cargó de todo género fue tanta, que los alabarderos no podían detenerla, porque los comenzaron a apedrear, y el Rey mandó que les dejaran el paso franco». «En la plazuela de Palacio se juntaron más de 2000 mujeres en cuerpo, capitaneándose unas a otras, con grandes voces y demostración de regocijo. El tropel de hombres que allí se juntó, acudió á la cueva donde está el vino de S.M.; hicieron que se les abriese..., y bebieron cuanto vino hallaron en ella, sin dejar una bota, que dicen fue grande cantidad». Pero es en la calle donde el pueblo entra en diálogo con el rey; éste es el espacio en el que la presencia real, el rey-ciudadano, se muestra a la masa

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exhibiendo todas sus posibilidades de nobleza, dignidad, elegancia y poder. Acompañado de la alta nobleza y clero, de embajadores y diplomáticos y vestido de sus regalia (trajes, bandas, cruces, medallas) no sólo crea tensión dramática y suspense sino que fascina a la multitud haciéndola gozar, pensar y envidiar. Todos estos iconos y emblemas actúan como signos que indican una dirección hacia, envían un mensaje en su espacio de operación regia en el que el rey, sin palabras, ritualmente, informa y se informa y en el que se expresa la aquiescencia de la masa con el poder. Veamos ahora a los tres protagonistas en acción ritual en una calle madrileña. II 1625 fue considerado como annus mirabilis para las armas españolas; Olivares llega a decir, arrebatado y efusivo, que Dios es español. Diez años más tarde, desprestigiado y escarnecido, va repitiendo por los pasillos de palacio que le faltan cabezas inteligentes para hacer frente a los ingentes problemas de la monarquía; encuentra la carga excesivamente pesada para sus hombros. No obstante 1638 parece cambiar de signo: el Cardenal Infante aguanta bien en los Países Bajos, Amberes resiste y Kallo se rinde, los franceses abandonan el sitio de St. Omer, Leganés captura Breme y Vercelli en Italia y el Cardenal Infante le envía buenas noticias desde Bruselas sobre una posible paz (Elliot 1986: 537ss). El Conde-Duque respira expectante y esperanzado, pero de pronto Richelieu ordena a Condé poner sitio a Fuenterrabía por tierra y por mar; la conmoción en España fue tan enorme e indescriptible que provocó una doble reacción patriótica y popular. Olivares pone inmediatamente toda su energía en acción y realiza un formidable esfuerzo para hacer frente a la situación, pero durante los meses de julio y agosto el cerco se estrecha de tal manera que se esperan noticias de la entrada del francés en cualquier momento. El capitán general y jefe de los ejércitos quiere dirigir personalmente la defensa pero el rey no se lo permite; a primeros de septiembre, cuando la situación del frente empeora, le vuelve a rogar que le deje ir tres semanas, o al menos dos, pero Su Majestad no consiente. En esta extrema situación llega la inesperada noticia del triunfo de las tropas españolas; el Conde-Duque, que estaba postrado sin esperanza de recuperarse, se ve convertido de pronto en el héroe del día. Veamos cómo se entera leyendo la descripción que transcribo: «Esta nueva llegó aquí viernes en la noche a las nueve. Traíala D. Bernardino de Ayala, y corrió tanto, que enfermó y despachó un alférez. Llegó éste tan perdido y sin aliento, que al dar las cartas al Conde-Duque cayó en tierra y no dijo más que “Señor, victoria”. Leyó el Conde las cartas y en un cuarto de hora se hundía Madrid de repique de campanas; hubo luminarias toda la noche y carrera de los señores en el Parque. El día siguiente se dijo el Te-Deum laudamus en Pala-

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cio... El gozo del pueblo ha sido increible; cerráronse las tiendas como en fiesta; hubo vacas por las calles, luminarias y máscara. El domingo fue S.M. en público acompañado de toda la nobleza, a dar gracias a Nuestra Señora de Atocha. Cuando volvió estaba toda la corte con tantas luminarias y luces que parecía de día» (Memorial t. XV: 55). «El sábado siguiente una compañía de representantes [de teatro] que estaba sola en esta corte, puso carteles que todos los que quisieran ir de valde a la comedia acudieran al corral del Príncipe, que también los hospitales les franqueaban la entrada, y así fué mucha la gente que acudió»; los cordoneros por su parte tañían atabales y trompetas desde balcones «victoreando a nuestro rey» (Memorial t. XV: 24). Pero «lo mas festivo que hubo de ver fué ayer domingo que S.M. salió a las cinco de la tarde a caballo a Nuestra Señora de Atocha, vestido de noguerado, plata y oro, lo mas gallardo y costoso que jamás le hemos visto. Acompañáronle todos los grandes, títulos y caballeros que se hallaron en la corte, cada uno con la mayor gala y lucimiento que pudo. Despues de S.M. iban los eminentísimos cardenales que están en esta corte, en caballos aderezados a su modo... Tras de ellos iba el embajador del Emperador, y a su lado derecho el señor Conde-Duque; al izquierdo el nuncio de su Santidad, y a su lado el embajador de Venecia. Seguíanse después cuatro caballos de S.M. con grandes cubiertas bordadas, desde el cuello hasta las ancas; luego venían cinco coches de a seis caballos y una carroza, los tres de ellos los más costosos y bien aderezados que se han visto en esta corte; la carroza era de ámbar, bordada de oro, de inestimable valor, con seis caballos picazos [blancos con manchas negras] extranjeros, como si se hubieran hecho con un pincel. Volvió S.M. de Atocha entre siete y ocho de la tarde, estando todas las calles llenas de luminarias y hachas, particularmente aquellas por donde había de pasar. Yo estaba [dice el autor de la carta] con los señores inquisidores..., en un balcón de la esquina de la plaza que sale a las Platerías, y como la calle por los lados estaba llena de gente de a pié, comenzaron a decir a voces cuando pasó S.M. “¡viva el rey de España, víctor al rey de España!”. Y el señor Conde-Duque iba al lado derecho apegado con la gente, quitado el sombrero, derribando el cuerpo y extendiendo el brazo, haciendo demostración por toda la calle, hasta que le perdimos de vista, de querer abrazar a todos los que victoreaban» (Memorial t. XV: 25-26). «Es tan gustoso este suceso que el tratar de él ensancha los espíritus y alegra el corazón, y así con particular contento he dado cuenta de todo»; «verdad es que el suceso lo merece, por lo grande y por lo inesperado» (Memorial t. XV: 25-26 y 40). Todos los correos enviados desde Fuenterrabía resaltan y ensalzan la bravura de las tropas del Conde-Duque en la batalla. Apostadas en las avanzadillas atacaron la mismísima punta de la vanguardia enemiga; las notas siguientes convergen todas: gana una colina «el regimiento del señor Conde-Duque con mucho valor»; el marqués de Morata enviste en primera

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línea «con el regimiento del señor Conde-Duque», regimiento que es el que desaloja a los franceses de sus trincheras y el primero en entrar en Fuenterrabía. «Dicen tuvo la mayor parte en la victoria», asegura otra crónica, y fue ese regimiento el que ganó más de treinta banderas (Memorial t. XV: 18, 27, 34, 36, 37, 38, 39). Su Majestad le nombró, en recompensa, gobernador perpetuo del castillo de Fuenterrabía con 12000 ducados de renta anuales y, entre otras mercedes, le honró con la presidencia de la Comisión de millones. Y para conmemorar la victoria sobre Richelieu el rey ordenó que cada siete de septiembre, a perpetuidad, D. Gaspar y los herederos del título se sentaran a la mesa regia y recibieran un brindis, en copa de oro, de esta manera: «A vos, duque, librador de la patria». III La vivencia de una prolongada y alarmante crisis provocó, en su inesperado desenlace, una explosión de júbilo que materializó en fiesta, en carnaval, en violencia y en ceremonia religiosa, en rito, en una palabra, pues todas éstas son dimensiones, explícitas o latentes, de su compleja estructura y naturaleza. Las descripciones contemporáneas no toleran dudas: nada más conocida la victoria la ciudad se ilumina, hombres y mujeres recorren las calles con atabales y trompetas vitoreando al rey; mercaderes y nobles exhibiendo su elegancia y lujo, como la ocasión lo requiere, recorren las calles a caballo, teatro y vino son gratis, «una compañía de pícaros muy desarrapados» se une a la celebración «con su bandera y capitán» y se cierran las tiendas. El pueblo está en la calle, Madrid es una fiesta. Y un carnaval: «esta noche fue muy de ver uno que salió vestido de cardenal en una mula muy lucida, con los mismos aderezos que ponen a las de los cardenales; y él iba muy pensativo, la mano en la mejilla, con 12 gentiles-hombres mascarados que alumbraban con 12 hachas blancas: daban a entender que aquel era el cardenal Richilieu» (Memorial t. XV: 25). El ritual carnavalesco inutiliza momentáneamente límites físicos y franquea morales fronteras liberando al desorden y desatando el caos que fugazmente imperan en la sociedad. La entrada masiva en palacio, apurar el vino de la bodega, entrar sin pagar al teatro, apedrear las ventanas del nuncio, «inquietar las casas de los franceses», etc. son formas tradicionales carnavalescas propias de un rito estacional. Pero en este contexto cobran un valor político especial: un grupo de festeros abordó «en la calle a un francés conocido..., y comenzáronle a decir: “¡víctor al rey de España y cola al de Francia!”. Y respondió: “¡víctor mil veces, que doce años há que me da de comer el rey de España, que es el que conozco, y no el de Francia!” y entonces lo metieron entre ellos» vitoreándolo. El francés captó el valor críti-

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co del momento y salvó la vida. «Otro francés más alentado y rico lo pagó por todos, porque contando el correo la misma noche que llegó en un corrillo que se juntó en la calle de Lavapies, donde él vivía, las nuevas que habia traido de nuestro vencimiento, dijo: “diera yo de muy buena gana 400 escudos porque hubiera sido al contrario”, entonces uno de 1os que allí estaban dijo: “enemigo de Dios, ¿eso te atreves a decir entre nosotros?” y diciendo y haciendo sacó una daga y se la metió por la garganta» (Memorial t. XV: 24). La rotunda afirmación de la identidad política y el restablecimiento del status quo ante en el modo ritual carnavalesco recaban sus energías de la violencia. Pero el redactor de la descripción estima, con buen criterio, que la celebración más solemne e importante fue el ritual-peregrinaje del rey a Nuestra Señora de Atocha a dar gracias por la victoria. Este santuario, regentado por frailes predicadores, estaba situado en los límites del Madrid urbano; en él se acostumbraban a celebrar los éxitos de las armas hispanas y la llegada de la flota americana por lo que la imagen y el convento estaban estrechamente vinculados a la monarquía. Felipe IV visitó el santuario multitud de veces durante su reinado; por encontrarse a mayor distancia que ningún otro de palacio las salidas reales a Atocha proporcionaban mayor ocasión para ver y admirar la presencia corporal de Su Majestad y, a la vez, el largo recorrido ampliaba el pretendido impacto moral de la presencia regia. La solemne, pausada y prolongada actualización del ver y ser visto en magnificencia (en el sentido de Mairal 1996) facilitaba y multiplicaba el despliegue de la propaganda política y a la vez la apreciación y evaluación del termómetro de entusiasmo popular. Personajes y clérigos émulos había que adjudicaban la victoria a Nuestra Señora de la Almudena mucho más próxima —y con menor espacio persuasivo— pero Olivares favoreció siempre por razones obvias, el recorrido a Atocha y a los frailes dominicos. Su Majestad preside la procesión seguido de cardenales o príncipes de la Iglesia; van tras ellos el embajador del Emperador llevando a su izquierda al nuncio y a la derecha el Conde-Duque; vienen detrás títulos, caballeros y carrozas. El mapa espacial que puntillosamente dibujan sobre el suelo es una exacta réplica simbólico-ritual de la estructura del poder; delante/detrás, izquierda y derecha son categorías proxémicas de un estricto vocabulario jerárquico que proclama estatus y define función. Las respectivas posiciones espaciales son inteligibles intuitivamente y al ser fijas vienen rigurosamente circunscritas en su significado: la púrpura después del rey pero antes que la embajada; marcan diferencias e identifican por su forma solemne de hablar teatralizada en la calle. Su lenguaje expresivo comunica antes de ser plenamente entendido y aunque nunca lo sea porque presenta un tableau en acción, una mise-en-scéne de signos-imágenes (a lo Fernández 1974) que penetran directamente en los espectadores a los que sugieren además, veladamente, qué deben pensar.

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Para que no haya resquicio a la duda, este mensaje proxémico viene hipercodificado por el modo de presentación de los personajes. El rey cabalga «vestido... de plata y oro, lo más gallardo y costoso que jamás le hemos visto», los títulos y caballeros venían «cada uno con la mayor gala y lucidez que pudo», los caballos que tiraban de los coches eran «de los más costosos y bien aderezados que se han visto en esta corte» y la carroza final «era de ámbar, bordada de oro, de inestimable valor» (Memorial t. XV: 25-26). Riqueza y fastuosidad únicas que ofrecían una exhibición de suntuosidad y boato sin paralelo. El cuerpo del rey, el estar ahí en propia persona convertía lo real en fantasía y su majestas, dignitas y superioritas la fantasía en realidad. La «presentidad» regia tiene valor en sí misma porque su cuerpo es una hipóstasis de significante y significado, su persona mensaje y objeto a la vez, y con su regalía icono de sí mismo. Su presencia diluvia atributos regios en su valor intrínseco y necesidad, enriquecidos además en retórica estética y ritmo. El modo fisiognómico, la semiótica del vestido y el lenguaje de los ornamentos materializan lo inmaterial, revelan la motivación política encubierta, la política estetizada. Y algo más: la solemne procesión a Nuestra Señora de Atocha viste a la ciudad de virtud y de sacralidad. La «presentidad» del rey es ya una teoría. El cuerpo del rey separa y marca distancias, la zona regia en que se mueve es única y exclusiva, sólo él la habita porque es sólo de él y para él. Pero poco después y a su derecha cabalga su primer ministro, el Conde-Duque en esplendor, el general victorioso, proximidad que escribe el discurso político que el espectador debe leer. Aunque nobles y diplomáticos forman también el cortejo, el mensaje político viene en realidad digitalizado: son el rey y Olivares los que verdaderamente cuentan pero de diferente manera. El primero se muestra en su modo canónico regio, permanente y estable, en su forma de decir intrínseca, tradicional y general que transciende el presente y el motivo concreto. Olivares, por el contrario, personifica el poder transitorio y representa lo inmediato, particular y vital, un suceso: la victoria sobre el enemigo. El primero ejerce su fascinación principalmente en modo simbólico, el segundo por formulación indéxica; aquél ejerce la autoridad inherente a su condición y está rigurosamente codificada; la ontología del poder de éste viene marcada por la imprecisión, por su carácter incierto y admite variación y espontaneidad. A la extrema ambigüedad política del valido se suma la extrema ambivalencia de la masa hacia Olivares, bien documentada por anécdotas y textos contemporáneos1 lo que quiere decir que la procesión requería de Don Gaspar un esfuerzo comunicativo excepcional con el auditorio 1

El año anterior un gentilhombre de boca —algo desequilibrado— se acercó a la cortina que cubría al rey en la capilla y le dijo que el Conde-Duque quería matarlo y el día del Corpus un labrador gritó al rey en la procesión que desde Bamba hasta ahora no había habido peor gobierno. Memorial histórico..., t. XV: 137-138.

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para modificar actitudes adversas; la celebración religiosa de la victoria en la lejana Atocha con su largo recorrido le brindaba excelente ocasión. Y como hábil político la aprovechó. Se sirve para ello de los poderes más elementales poniendo en operación la forma primaria de presentación del discurso: el lenguaje del cuerpo, y lo habló con tal perfección y efectividad que llamó la atención del redactor que, maravillado, lo legó a la historia. Separándose del rey pero acercándose con elegancia a la gente —estamentos océanos aparte— se quita el sombrero, algo que no hacía ni siquiera ante el rey, y derribando su voluminoso cuerpo en magnificencia semiótica y extendiendo los brazos, fue por todo el largo recorrido —«hasta que lo perdimos de vista»— haciendo como que quería abrazar al gentío que vitoreaba y aclamaba. El Conde-Duque activa el clima emotivo, intensifica la efervescencia del momento con su lenguaje indéxico de brazos y cuerpo, con postura y movimientos que comunican mejor que las palabras. La iconografía del gesto, la demostración afectuosa en ese contexto y situación, descendiendo de su altura, acercándose, dirigiéndose a, descubierta la cabeza, densifican la concreta relación del signo y el objeto en el más puro sentido peirceano. Olivares toma la iniciativa y de un solo golpe imaginativo substituye la gravitas, decorum y hieratismo regios por espontaneidad, inmediatez y jovialidad y se lleva el día. Sus gestos substantivos, ampulosos, potentes e informales conectan con la masa que responde con aclamaciones y aplausos. Olivares necesita la masa voluble, su reconocimiento, busca el baño de multitudes que precisa provocándolo con estrategia icónica, prosémica y simbólica, y la masa responde celebrando sin duda la victoria, la integridad territorial, pero al vitorear y aplaudir acepta a la vez, confirma y legitima al valido porque lo aclama en apoteosis. Sabe llevar el timón, sabe vencer parecen vocear. Pero no basta con ver el conjunto ritual desde una perspectiva alegóricopolítica; los actores además de vehicular sentidos plurales al auditorio y éste a aquéllos, se vehiculan a sí mismos, definen su yo, se presentan en autorreferencia. La «presentidad» a que antes he aludido significa no sólo estar presente en un momento ritual, darse y regalarse comunicando mensajes sino hacerse a sí mismo, elaborarse y construirse conceptual e imaginativamente en autoescrutinio para proyectarse y presentarse no tanto o sólo a los demás cuanto a sí mismo en autoexpresión ritual. Obviamente esta autocreación y autorepresentación va con estados particulares, con momentos diferentes y sucesos cambiantes; en la procesión a Atocha Olivares hace de victorioso capitán de los ejércitos españoles, al descubrirse se deshace parcialmente de su título y condición de Grande de España, afirma su posición de primer ministro por el espacio en que cabalga, con sus gestos humildes y amistosos se integra con la masa que legitima su posición, etc., pero en todas y cada una de estas demostraciones forja dimensiones de su yo y se define a sí mismo y de

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esta manera se exhibe y quiere ser visto en momentos marcados por la fuerza y eficacia ritual. El Conde-Duque se celebra ritualmente a sí mismo, escenifica algunos de sus atributos y modos plurales de ser en el momento pertinente; y esta hipóstasis de referente y relatum no implica necesariamente falsa conciencia a lo Sartre sino que es la intencional expresión ritual de la ideal conciencia de sí mismo en su más radical radicalidad, en la justificación de su existencia. En la dramatización ritual el Conde-Duque se describe formalmente, se reencuentra conceptualmente y acepta el documento psicológico que ha creado; se rememora a sí mismo quién es y qué debe hacer. La autoexpresión ritual es un fin en sí mismo. Quizás sea la pintura el medio más expresivo para mostrar el carácter de autorreferencialidad ritual que estoy sugiriendo. Poco después de esta victoria Velázquez pinta al Conde-Duque a caballo en un cuadro plenamente ostensivo, realista por la robusta presencia del corpulento Olivares. Del hombro derecho cae la banda de general y, para hipercodificar el mensaje, la mano derecha empuña la bengala de su generalato; ciñe espada y se dirige a liderar el ataque de la caballería. Pero Velázquez materializa algo más: el Conde-Duque monta un caballo en corbeta, algo que parecía estar reservado a la suprema dignidad: a Felipe III, a su protector Felipe IV y al príncipe Baltasar Carlos; lo que quiere decir que nuestro héroe aparece en este cuadro a escala regia y en esta altanera posición es no sólo definido sino fijado para que lo admiren en la apoteosis de su poder2. La pregunta inmediatamente pertinente es ésta: para que lo admire ¿quién?, ¿cuántos? Colgado en su mansión ¿quiénes y cuántos podían ver el cuadro? Muy pocos; la pintura era virtualmente sólo para consumo propio, autorreferencial, una forma de definirse en permanencia y admirarse. Si ahora incluimos en el argumento otros miembros de la clase procederemos en la inferencia que va de lo trasparente a lo diáfano. Olivares actuó como comisario del Salón de Reinos, de cuyas paredes colgaban cuadros que celebraban las distintas partes y pueblos de la monarquía, narraban victorias, exhibían una galería de retratos reales y exaltaban la dinastía y la virtud del príncipe. Toda una alegoría glorificadora de la monarquía ciertamente, pero otra vez, ¿quiénes y cuántos eran los privilegiados que la podían admirar?, ¿a quién iba dirigido el mensaje? A los pocos miembros de la realeza, los que precisamente no necesitaban de propaganda, y a la oligarquía aristocrática que tampoco la precisaba. Sólo unos pocos privilegiados tenían acceso a los arcana imperii, a gozarse reflejados en la mística de lo propio y oculto. En el Salón de Reinos los monarcas se celebran a sí mismos, se autoevidencian y consumen en la forma ideal en la que se autorreproducen. La pintura —la 2 Su antecesor, el duque de Lerma fue retratado por Rubens a caballo, pero el animal sólo tiene una pata alzada.

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fotografía hoy— y el ritual muestran en acción su carácter sacramental autorreferencial; el ritual no sólo presenta sino que autopresenta, y no sólo autopresenta sino que en su síntesis final los actores se autoevocan en solemnidad aunque de forma más o menos prominente según episodios y momentos, pero ese rasgo autoformante está siempre presente en el ceremonial cortesano barroco3. Bibliografía Elliot, J. H. 1986. The Count-Duque of Olivares. Yale. Evans-Pritchard, E. E. 1956. Nuer Religion. Oxford: Oxford University Press. Fernández, J. 1974. The mission of metaphor in expressive culture. Current Anthropology, 15: 119-146. Galazo, G. 1996. Struttura e articolazione generale della Monarchia espagnola, en Ruiz Martín, F. (dir.) La proyección europea de la monarquía hispánica. Madrid, págs. 9-23. Leach, E. R.1954.Political Systems of Highland Burma: A Study of Kachin Scial Structure. Boston: Beacon Press. Lisón, C. 1991. La imagen del rey. Madrid: Austral. Mairal, G. 1996. Barbastro. Zaragoza: Inst. Aragonés de Antropología. — Memorial histórico español, T. XV, Cartas de algunos PP. de la Compañía de Jesús, T. III. Madrid 1862. Rappaport, R. A. 1999. Ritual and Religion in the Making of Humanity. Cambridge: Cambridge University Press. Sanmartín, R. 1992. Don Juan y Las Meninas o la obediencia en el poder; negaciones afirmativas para la creación simbólica. Anales de la Fundación Joaquín Costa, nº 9: 33-48.

3 La literatura simbólico-ritual es sencillamente amplia. Encuentro remunerante: EvansPritchard, 1956; Leach, 1954; Rappaport, 1999; Sanmartín, 1992.

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C’est sans doute parce que Julian Pitt-Rivers aimait à conserver son mystère tout en s’abandonnant à une curiosité inlassable que l’exaltation et les semaines passées à travailler sur les archives foisonnantes qu’il nous a laissées nous entraînent souvent dans des découvertes toujours plus émouvantes, toujours plus surprenantes. Je m’étais ainsi persuadé que l’étude des faits alimentaires avait été l’un des rares domaines scientifiques que nous n’ayons pas eu l’occasion de partager. Le mystère bibliographique ne pouvait que me surprendre, et je comprenais difficilement que ce gastronome aussi sûr que vigoureux, cet excellent buveur, ne nous ait finalement laissé que le texte amusant sur le stockfish publié dans la Cuisine des ethnologues et quelques passages épars dans d’autres œuvres, telle l’Anthropologie de l’Honneur. Je demeurais donc au nombre de ceux qui tendaient à déplorer son manque de curiosité pour ce très noble thème jusqu’au jour où son épouse Françoise me communiqua une copie de la conférence Marett donnée à Oxford en avril 1988, associée à des fiches remontant au début des années soixantedix, et à un dossier destiné à la préparation d’un livre proposé à University of Chicago Press en 1993. Comme la conférence, le livre était intitulé From the love of food to the love of God et sous-titré «Essays in the anthropology of ritual and religion». C’est assez dire que l’alimentation n’était pas considérée ici en tant que telle, dans sa fonction purement matérielle, mais qu’elle supposait une dimension métaphysique, celle qui lui confère

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toute l’importance que de nombreux chercheurs ont souvent refusé de lui accorder. Il aurait été étonnant que Julian Pitt-Rivers ne s’intéressât pas à un moment ou un autre de sa vie professionnelle à l’alimentation, lui qui confiait précisément à l’une de ses fiches l’importance pour l’anthropologue de bien connaître sa propre culture avant de se permettre d’aborder celle des autres, puis de retourner bien sûr à la sienne. Lui qui aurait éprouvé les plus grandes difficultés à travailler sur des sujets ne correspondant pas à ses choix de vie, ou sur des phénomènes qu’il n’aurait pu soumettre au jugement amusé de son œil ironique. A la fin des années soixante, il est vrai que l’alimentation en général et, plus encore, son insertion dans le domaine de la religion, avait tout pour retenir l’attention de Julian Pitt-Rivers dans la mesure où les scientifiques sérieux n’avaient jusqu’alors pratiquement jamais jugé digne de soumettre le thème au crible de leurs doctes réflexions. Tout juste lui reconnaissaient-ils parfois quelque intérêt ethnographique qu’ils préféraient cependant confiner dans les chapitres initiaux de leurs monographies de communautés. Et s’il arrivait que des anthropologues anglo-saxons tels que Frazer ou Robertson-Smith acceptassent d’y distinguer des implications religieuses, celles-ci se retrouvaient insérées dans quelque théorie étrange qu’ils développaient sur le sacrifice1. Et si Margaret Mead se lançait dans l’anthropologie appliquée à travers l’étude des pratiques alimentaires des populations nord-américaines, c’est parce qu’elle répondait à des commandes passées par son Gouvernement pendant et après la Seconde guerre mondiale. On doit néanmoins reconnaître que cet ultime travail allait entraîner certains spécialistes de sciences humaines dans des recherches spécifiques sur les représentations culturelles «arbitraires» ou sur les «contextes culturels des structures alimentaires». Il fallut attendre Claude Lévi-Strauss pour que des thèmes aussi prosaïques que les pratiques culinaires participent de l’élaboration de théories scientifiques majeures; on put ainsi disposer du «triangle culinaire» publié en 1965 dans la revue l’Arc, puis de deux tomes des Mythologiques: Le Cru et le cuit (1965) et Les Origines des manières de table (1968). Une telle ouverture offrait des perspectives nouvelles à des ethnologues comme Yvonne Verdier qui sut approfondir la question dans le domaine français, ou comme Julian Pitt-Rivers qui prit quelque plaisir à se lancer dans une réflexion encore peu prisée par ailleurs. A une époque où il était de bon ton pour les sciences humaines de se montrer iconoclastes, ses notes montrent à quel point il s’enthousiasmait à l’idée de mettre en relation un acte aussi primaire —le fait de manger— avec la plus haute des exaltations —l’amour de 1 Il fallut attendre Audrey Richards en 1932 pour voir l’alimentation traitée comme phénomène culturel, sans pour autant que ce travail ne suscite beaucoup de vocations.

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Dieu— à travers l’étude du rite. Et avant même que P. Bourdieu n’y consacre des pages devenues célèbres, il songea à énoncer le rapport qu’entretient la nourriture avec la structuration de l’ordre social, avec le principe de distinction. Il évoquait alors le fait que, dans les maisons bourgeoises françaises, on ne verse jamais le vin et on ne sert pas le pain avant la fin du service du potage. Comme c’est le plus souvent l’usage, la légitimation de comportements aussi stricts et parfaitement opposés aux coutumes rurales passe par des références systématiques à des principes diététiques soi-disant savants, et les maîtresses de maison convenables n’hésitent pas à exciper de recommandations médicales modernes pour affirmer par exemple que l’émail des dents de leurs convives serait irrémédiablement gâté si ceux-ci étaient amenés à boire frais tout en mangeant leur soupe. Mais alors que l’approche fonctionnaliste n’aurait pas hésité à s’arrêter là, Pitt-Rivers choisit de définir ces comportements comme autant de conduites d’appartenance à une strate sociale portée à occulter ses origines et surtout préoccupée à mettre en place des signes lui permettant de se distinguer au sein de la globalité. Tout indique en effet que, à un moment ou un autre, les classes montantes ont ressenti le besoin de s’inventer des règles et des traditions, comme s’il s’agissait pour elles de prendre l’exact contre-pied des solides habitudes alimentaires paysannes recommandant de «faire chabrot», de terminer une soupe enrichie de pain en versant un peu de vin dans son assiette. On pourrait d’ailleurs dire la même chose du comportement contrasté des élites et des classes populaires françaises vis à vis du bouillon depuis le XVIIIe siècle, et surtout au cours du XIXe siècle2. Dans l’un et l’autre cas, les cuisinières s’efforçaient d’adjoindre suffisamment de produits au bouillon pour que celui-ci ait du goût ; mais alors que les gens simples se régalaient de la viande qui s’y trouvait parfois, et se plaisaient à proposer un bouillon visiblement gras, les gens «raffinés» se préoccupaient surtout d’alléger, de filtrer leur bouillon ... préalablement enrichi. La viande allait alors aux domestiques, ou servait de pitance aux chiens, et le maître de maison se faisait un devoir de servir un bouillon clair qui était plus à boire qu’à manger, un bouillon précieux ne contenant plus que des saveurs, un bouillon riche d’éléments subtils, un liquide nettement distinct de l’aliment réclamé par l’ensemble de ceux qui ne semblaient motivés que par le simple souci de se nourrir. En rendant ou non grâce à Dieu, rite parmi les rites. En fait, Julian Pitt-Rivers reconnaissait volontiers que l’idée du rapprochement entre amour de Dieu et amour de la nourriture lui avait été inspirée par la lecture de Marett lui-même. A n’en pas douter, c’était surtout la référence au rituel qui l’attirait dans cette forme de dialectique, le moyen effica2

Georges Carantino (communication personnelle).

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ce de progresser dans l’analyse du rite et, surtout, du sacrifice. De nombreux chercheurs auraient eu tendance à fonder leur propos sur la nourriture; PittRivers choisit lui d’étudier l’amour de la divinité, et surtout du Dieu judéochrétien3, avant d’aborder les aspects apparemment plus prosaïques. Il bénéficiait pourtant de circonstances et de capacités physiques ou intellectuelles qui lui étaient largement favorables: non seulement il surpassait les amoureux de la nourriture en matière d’approche anthropologique, mais en plus il lui arrivait souvent de les épuiser à l’heure de passer aux travaux pratiques. Car il possédait au plus haut point un art du boire et du manger lui permettant de réincarner élégamment l’un de ces hommes illustres que la Rome antique tenait pour très honorables parce que capables de contrôler à la perfection les indispensables excès de leurs corps. Au regard de l’idéologie romaine, seule l’intériorisation parfaite des règles établies, suivie d’une conformation absolue aux normes, était susceptible de rendre l’individu vertueux, et donc maître de ses sens: à Rome, comme d’ailleurs dans la Mexico-Tenochtitlan des Aztèques, le citoyen ne se grandissait pas dans l’ascétisme exagéré ou dans le refus borné du plaisir, il n’était jugé digne d’honneur que dans la mesure où il savait se montrer habile à distinguer la limite et à ressentir l’approche du trop dans un contexte d’optimalisation de ses capacités. Il va de soi que de tels principes nous ramènent à l’ordonnancement du rite et à la référence primordiale à la divinité, même si l’on doit craindre que les bienfaits de la tempérance, pour légère qu’elle soit, ne constituent parfois une barrière absurde sur le chemin de la transcendance, imposant des bornes étroites à l’expérience individuelle... Sénèque en était convaincu, et bien d’autres encore après lui, tel Joseph Delteil qui confesse en évoquant un festin de raisins à Pamplona: «Ma langue se coagule dans le vin de l’éther... lentement il s’établit une communication sans écluses entre l’âme de la planète et les globules de mon sang. Je suis parcelle au festin de l’immensité, je me fonds dans la matière unique, je m’incorpore à la constitution de l’univers.» (Delteil 1961:164). N’est-il pas vrai que l’on a parfois besoin d’un petit viatique lorsqu’on se décide à prendre la route du divin? Avant de rapprocher en un même schème conceptuel les deux amours dont il est question ici, Julian Pitt-Rivers avait tenu à reposer le problème du rite, à élaborer une définition anthropologique de l’amour et, bien entendu, à évoquer la figure divine. Une tâche vraiment considérable! Pour la mener 3 C’était ainsi une manière de répondre à ses convictions profondes et au conformisme de ses collègues de Cambridge ou d’Oxford pour qui il aurait été impie à l’époque de pouvoir s’intéresser à une autre religion que celles des Autres, la nôtre étant obstinément tenue pour un opium du peuple très commode.

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à bien, il n’hésita pas à se frotter aux convenances les mieux établies dans la profession et à évoquer Dieu avec un grand D, celui que les savants du Trinity College de Cambridge n’acceptaient d’envisager que de loin, comme un rappel des temps anciens, l’empreinte presque indélébile d’un folklore désuet. Pendant longtemps, il ne serait venu à l’idée d’aucun ethnologue de dépasser la notion de mana, si opérationnelle, si rassurante à l’heure d’étudier le comportement et le système de pensée des «sauvages» et autres personnages exotiques, pour établir des correspondances avec la «grâce» mystérieuse qui relève de la religion de nos pères et marque encore fortement les attitudes sociales au cœur d’un grand nombre de communautés, les méditerranéennes en particulier. Pitt-Rivers se sentit ainsi porté à observer, à interroger les procédés auxquels ont recours les milieux se concevant comme «civilisés» lorsqu’ils entreprennent de dissimuler leurs inquiétudes vis à vis de concepts «datés». Ces procédés sont en fait autant de rites établis pour des «raisons sociales». Or la distance séparant le rite religieux du rite social ne peut être qu’infime puisque tous deux s’insèrent dans une même structure où ils font sens. Dans cet ordre d’idées, et pour peu que l’on daigne le soumettre à une analyse systématique, le fait alimentaire devient alors un révélateur privilégié de cette coïncidence sémantique entre les rites. Julian Pitt-Rivers aimait à se référer aux rites scrupuleusement suivis par la société si particulière dans laquelle il avait été élevé —l’aristocratie britannique—, mais il va de soi que c’est en explorant le fait tauromachique qu’il découvrit un rite doté d’une charge polysémique des plus intenses. Mieux que tout autre phénomène culturel, la ritualisation du rapport agonistique entre l’homme et le taureau lui permettait d’abord d’étudier le sacrifice (même si la corrida ne se résume pas à une simple oblation), ensuite d’introduire ses conceptions sur la religion (même si la spiritualité y semble parfois absente), puis de disserter sur la structuration sociale (même si toute ébauche de binarité peine à s’y imposer comme unique évidence), enfin d’aborder le domaine de la nourriture (même si les aspects alimentaires primaires tendent parfois à s’y diluer dans une forme d’abstraction sacrificielle). A l’évidence, la corrida permettait à Pitt-Rivers de donner corps à la formule qu’il avait proposée: «admettre que Jésus, Dionysos et Osiris appartiennent à la même classe de religions où les fidèles cherchent à s’assurer la fertilité en mangeant le dieu». La seule différence majeure qu’il avait repérée entre la religion chrétienne et la plupart des autres religions, c’est que, dans ces celles-ci, les adeptes offrent à manger à la divinité, et que ce type de sacrifice prescrit l’ingestion de l’image du dieu ou d’une part de l’offrande qui lui est faite, alors que dans la religion du Christ, c’est ce dernier qui propose réellement aux fidèles sa chair et son sang comme offrande destinée à être consommée dans l’Eucharistie. Qui douterait que la corrida (ne se résume-t-elle pas a choisir une victime, l’admirer, la torturer, la tuer, en répartir la chair, la

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consommer) ne corresponde, de près ou de loin, à un épisode spectaculaire du culte aux divinités de la fertilité? Même si elle fut également, et reste aujourd’hui une mise en scène, un spectacle exprimant bien d’autres choses, et reste il est clair que la tauromachie espagnole se situe confusément dans le système des représentations traditionnelles, comme l’une des expressions majeures de la religiosité populaire. Dans un article déjà ancien (Fournier 1990), j’avais tenté de démontrer que la corrida en tant que rite pouvait être confondue avec le langage d’un mythe dont le torero serait à la fois le héros-sacrificateur lui conférant sa réalité tragique, et le conteur révélant à l’auditoire le secret des valeurs essentielles. Car en fait, qu’elle soit patente ou non, la dimension sacrificielle reste obstinément latente dans la corrida, à ce point que l’Eglise officielle hésita à divers moments et en divers lieux de son histoire à tolérer l’existence de ce dispositif rituel qui risquait de devenir concurrentielle. Comme à l’habitude, la position fluctuante du clergé relevait souvent de circonstances particulières: songeons par exemple à la corrida équestre officielle tellement en vogue aux XVI et XVIIe siècles. Largement annoncée dans les rues, elle était accompagnée d’un tel appareil de fastes et de signes adressés au peuple qu’on ne peut douter qu’elle fut avant tout utilisée par le pouvoir en place pour donner une image publique de la hiérarchisation et la puissance de ses élites. D’une certaine façon, la tauromachie équestre ne se souciait guère de laisser affleurer le moindre contenu religieux et elle s’opposait sur de nombreux points aux jeux taurins chaotiques pratiqués par des communautés paysannes avides de s’exposer à pied aux charges désordonnées d’un bétail incertain, convaincues d‘un devoir impérieux de pérenniser des pratiques et des sentiments ancestraux indispensables à la cohésion et la reproduction du groupe. Pourtant, lorsqu’elles comprirent que le gouvernement des indiens du Mexique et du Pérou nouvellement soumis devait s’accompagner d’une authentique politique de conquête spirituelle, Eglise et vice-royauté s’appliquèrent à organiser au plus tôt des corridas dont le contenu sacrificiel apparaîtrait évident aux yeux d’une population soumise par les armes et la persuasion, mais dont la culture originelle portait l’empreinte profonde du sacrifice humain. Les missionnaires tentèrent donc d’enseigner la vision d’un sacrifice humain se limitant à la seule métaphysique et n’exigeant pas de victime humaine véritable: fondé sur la notion de grâce, l’amour de Dieu pour les hommes ne prescrivait pas d’autre oblation que la mort du fils de Dieu lui-même, il ne nécessitait pas de relation contractuelle forcée avec la divinité. Même immergée profondément dans un véritable univers de symboles, l’approche nahua de la religion aurait peiné à appréhender telle quelle cette immatérialité novatrice si les colonisateurs n’avaient pas eu à offrir une manière de sacrifice animal concret. Il y avait là en quelque sorte un retour au type d’holocauste en vigueur avant que les Aztèques n’imposent aux populations du

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plateau central leur puissance, leur idéologie guerrière et leur sacrifice par arrachement de cœur. En effet, les sociétés préaztèques adeptes de religions agraires se contentaient le plus souvent d’immoler des petits animaux au dieu Quetzalcoatl, oiseaux ou papillons, et elles ne décapitaient rituellement des humains qu’en certaines occasions bien comptées. La course de taureaux pratiquée dans une enceinte publique, voire sacrée, par des conquistadors à cheval ne s’imposait pas seulement comme l’expression analogique de la victoire des Espagnols sur un autre peuple de conquérants, elle suggérait (juste retour des choses) l’idée du triomphe d’une religion et d’une économie agraires venues d’un autre monde, elle proposait une dimension spirituelle à la consommation d’espèces animales inconnues, à la fois domestiquées4 et, dans le cas du taureau, ensauvagées. La matérialité du rite importé correspondait mieux aux mentalités nahua; mais il faut reconnaître que Julian Pitt-Rivers lui-même sut en tirer des arguments decisifs à l’heure d’apporter la contradiction à E. Leach en affirmant que: «Rites do not say things, they do things.» Dans ce contexte plus qu’ailleurs, la corrida dépasserait le stade du discours mythique pour s’imposer en tant qu’opération effective capable d’avoir un impact efficace sur la nature et la société. Et la polysémie symbolique mise en œuvre ne pouvait d’ailleurs manquer d’impressionner les indigènes invités —ou forcés— à partager tout a la fois des valeurs supposés inconnues et une approche renouvelée de la vie quotidienne au moyen par exemple d’una diversification des resources alimentaires. Des lors que le principe d’une information basique est admis, «rites certify a state of affairs that cannot be contested, precisely because it is not expressed in words, and when rites employ words as they constantly do, they employ them not for the purpose of communicating information» (Conférence Marett, avril 1988). Beaucoup plus que la messe ou la prière elles-mêmes, c’est donc le fait d’écouter la messe, ou de dire sa prière, qui importe. On ne s’étonnera pas que le pouvoir colonial ait rapidement cherché à contraindre les indiens d’assister à la messe comme à la corrida, cette dernière impliquant une présence obligatoire de la culture autochtone à travers la musique, le décorum, et la participation de subalternes dûment emplumés: le spectacle, qui se déroulait aux abords d’une église ou sur la place principale de d’une localité («représentation de l’âme collective de la communauté»), était susceptible de faciliter l’intégration à un niveau inférieur des indigènes dans un autre système culturel original prétendant lui 4 Est-il utile de rappeler ici que le Mexique précolombien ne connaissait pas d’autres espèces semi-domestiquées que le dindon et le petit chien à viande? Pour de nombreux habitants de Mexico-Tenochtitlan, la majeure partie de l’approvisionnement en protéines animales provenait de la pêche d’animaux de toutes sortes et de la chasse aux oiseaux aquatiques qui abondaient dans cet environnement lagunaire.

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aussi faire du rite un moyen d’action immédiate sur la nature5 . Un tel procédé répondait à une forme d’attente intellectuelle des Aztèques et de leurs alliés tributaires dans la mesure où il semblait remplacer un schéma qui avait élevé les guerriers étaient élevés au rang de «super-agriculteurs», faiseurs de prisonniers et donc fournisseurs principaux de la matière première destinée au rite essentiel à la reproduction de la société: le sacrifice humain. A bien le considérer, le type de sacrifice chrétien proposé semblait présenter également certains avantages matériels pour le peuple indigène qui accédait ainsi avoir accès à la chair des victimes, la viande des bovins combattus étant généralement réservée aux indigents, aux hôpitaux ou bien mise en vente à bas prix en tabla baja. Aux temps précortésiens, et quoi qu’aient pu prétendre certains savants adeptes d’une forme d’orthodoxie matérialiste6, l’anthropophagie rituelle ne bénéficiait véritablement qu’aux élites, les individus les mieux nourris, ceux qui étaient institutionnellement admis dans la catégorie des sacrifiants. Soucieux de développer de nouveaux rapports économiques, le pouvoir espagnol paraissait profiter de l’occurrence sacrificielle pour entreprendre une opération que certains amateurs d’anachronismes oseraient qualifier de «marketing» auprès d’une population au régime alimentaire pauvre en protéines animales, au moins sous la forme habituelle de viande de bétail ou de volaille. Peu accoutumés à consommer la viande animale, les Mexicains concevaient néanmoins fort bien que l’on puisse cuisiner la dépouille de l’objet sacrificiel. Au bout du compte, et pour de multiples raisons, l’opération connut un succès certain, et l’on vit bientôt une partie de la population nahua s’enthousiasmer pour ce rituel agonistique qui favorisait si bien l’association de l’amour d’aliments nouveaux à l’amour du Dieu nouveau. Rompues par les régles de la culture nahua à pratiquer un syncrétisme systématique en de nombreux domaines, certaines communautés autochtones tentèrent même de coloniser les jeux tauromachiques en les faisant verser dans une forme spectaculaire d’autosacrifice. Loin des lieux de la fête équestre officielle, des gens du peuple affrontaient des bovins à pied ou les chevauchaient au cours de jaripeos chaotiques d’origine clairement indigène, ils inversaient les canons du rite, n’hésitaient pas à se mettre en danger devant les cornes jusqu’à en perdre la vie. Pas plus au Mexique qu’au Pérou, il ne manqua de gens d’Eglise pour réclamer l’interdiction de 5 Il est évident pour Julian que la corrida est un «“contra-rito” cuyo fín es restablecer las fuerzas de la Naturaleza en una población que corre el riesgo de haberlas reprimido demasiado al servicio de una religión que las desprecia en favor de valores espirituales» (Pitt-Rivers 1983). 6 C’étaient de ces chercheurs que Julian lui-même ne détestait pas brocarder parce qu’ils avaient tendance à réduire toute forme de rituel à leurs dimensions matérielles, affectant par exemple de voir dans le sacrifice des Nuer —qui déguisent leur amour de la nourriture en amour de dieu— le résultat d’un simple déficit en protéines.

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telles pratiques; les bons Pères s’étaient vite rendu compte que celles-ci constituaient en fait un véritable dévoiement du sacrifice taurin qu’ils avaient contribué à importer et ils avaient compris que leurs ouailles s’efforçaient d’insérer leur système conceptuel traditionnel au cœur de la construction idéologique espagnole, confisquant par là-même de larges pans de l’identité allogène pour les redistribuer dans le maillage de leur propre univers spirituel. Convaincus d’une certaine analogie sémantique avec les pratiques précortésiennes, indiens et métis aimaient à croire que leur participation active à cet ordonnancement sacrificiel inédit leur permettrait d’atteindre le statut de sacrifiant (fusse en tant qu’autosacrifiants) tout leur assurant une situation avantageuse dans l’organisation socioculturelle et le système de métissage culturel qui se mettaient en place. De nombreuses cultures considèrent que le moindre des objets qu’elles tiennent pour bons à sacrifier appartient par nature à la divinité: l’anéantir dans la seule perspective d’une destruction pure et simple reviendrait à offenser gravement ce dieu que le fidèle prétend honorer. C’est donc en confortant la dimension alimentaire de l’holocauste que les disciples tenteraient de résoudre le problème de la contradiction fondamentale qui leur est opposée. Je me garderais toutefois de réduire le rite à cet aspect qu’il est difficile de qualifier d’utilitaire et, en reprenant l’exemple de la proto-tauromachie mexicaine, je suggérerai que, par delà leur stratégie individuelle, les indiens et les métis qui prétendaient affronter publiquement des bovins se donnaient l’illusion d’agir pour le compte de la fertilité environnante et de contribuer à la création de nourriture nécessaire à l’ensemble de la communauté7 . En dépit de cela, l’analyse montre que le but du jeu ne consistait pas seulement pour eux à s’opposer dans un contexte ludique, ou à manger, mais surtout à permettre l’émergence de formes nouvelles de communication sociale. Forts de cette évidence, des chercheurs tels que Pitt-Rivers ne pouvaient alors pas manquer de se poser cette question: existe-t-il un rite aussi prolixe que la corrida, cet événement unique qui survit dans la mémoire des gens, non pas uniquement par l’impression rétinienne qu’ils en éprouvent, mais à travers l’échange de paroles qu’il suscite forcément, comme par exemple aujourd’hui dans les bars à la sortie des arènes. Ainsi que l’avait affirmé Ortega y Gasset (1962: 147), «es gran caridad dar a los hombres de qué comer, pero sabe poco de cosas humanas quien no advierte todo lo que hay de generosa caridad en dar a los hombres de qué hablar». Or ce qui vaut pour la course de taureaux fait aussi parfois la richesse du fait alimentaire, car chacun admettra que l’être qui donne à manger engage par cet acte un véritable dialogue. Donner à manger, c’est aimer l’autre ; donner à manger l’objet du sacrifice, c’est aimer sa propre société à travers l’amour de Dieu, intimement lié à l’amour de l’autre. 7 C’est ce que j’ai essayé de montrer en analysant certaines données tirées de procès de l’Inquisition au Mexique (Fournier, 1995).

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Nous voici enfin parvenus, par le biais de raisonnements variés, à l’amour de l’aliment en tant que tel, celui qui a motivé peu ou prou à l’origine de ce travail d’évocation. Dans une certaine mesure, il n’est pas inconcevable d’ avancer que la plupart des sociétés humaines tendent à inclure leurs nourritures fondamentales (blé, maïs, riz, taro, ...) dans la catégorie des objets rituels, comme s’il s’agissait pour le consommateur de justifier la monotonie de son alimentation profane en lui attribuant une origine divine et en l’exaltant spirituellement. C’est pourquoi que ma grand-mère provençale ne faisait évidemment que reprendre les recommandations du curé de notre village lorsqu’elle répétait à l’envi qu’il n’y avait pas de plus gros péché que de jeter du pain. Ailleurs, les chefs de famille se devaient d’employer la pointe de leur couteau pour marquer du signe de la croix la miche de pain qu’ils allaient trancher et distribuer à la tablée. Incapable de douter un seul instant de la supériorité de ses convictions, ma chère grand-mère aurait cependant été fort surprise d’apprendre que les sages aztèques tançaient pareillement les enfants ou les adultes qui auraient négligé de ramasser des grains de maïs ou des morceaux de galette tombés au sol au motif qu’un tel comportement faisait injure au maïs qui était alors fondé à se plaindre au dieu en déclamant: «Seigneur, châtie celui-ci qui me vit à terre et ne m’a point ramassé, ou bien affame-le puisqu’il m’a méprisé» (Sahagún 1975: 280). En fait, partout à travers le monde, la plupart des aliments servant de subsistence de base aux populations liées à un biotope particulier occupent une place privilégiée dans les conceptions idéologiques de celles-ci, et en particulier dans le domaine du sacré. Il arrive même que certains de ces produits se retrouvent investis d’une telle charge religieuse qu’ils finissent par subir la loi de conquérants soucieux d’imposer leur «vraie» religion en même temps que leur domination territoriale. C’est le cas par exemple du huautli mexicain (Amaranthus leucocarpus), une graminée essentielle pour le régime alimentaire précortésien qui a pratiquement disparu de l’horizon mexicain depuis le XVIe siècle. Il est facile d’expliquer comment s’est produit ce balancement extrême lorsqu’on décrypte quelques-unes des conséquences de la Conquête spirituelle et politique du pays par les différents groupes de pression européens. Les ordres religieux ne mirent en effet pas longtemps à découvrir que, à l’occasion de certaine fête et dans de nombreux foyers, les pères de famille indigènes avaient accoutumé de façonner avec de la pâte d’amarante des statuettes à l’effigie des divinités dédiées au culte des montagnes. Ces images étaient ensuite «sacrifiées» dans un cadre local, voire domestique, par un officiant qui se contentait de remplacer le couteau en obsidienne habituellement utilisé pour ouvrir les poitrines humaines par une simple navette à tisser. On répartissait alors les morceaux de figurines parmi les assistants. Les moines catholiques s’émurent de cette analogie un peu trop explicite avec le

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rituel de communion qu’ils tentaient d’imposer et où le fidèle devait ingérer son Dieu sous la forme d’un pain censé assouvir son désir d’union avec lui. Pressés d’extirper ces pratiques idolâtres, ils optèrent pour l’éradication totale d’une plante dont le tort n’était pas seulement de s’enraciner au plus profond de la culture indienne, mais de correspondre assez mal aux modes culturaux et au type de commercialisation importés par les colons. Il fallut alors que l’amarante se résolve à s’aller réfugier dans quelque lieu discret des jardins domestiques et à ne plus offrir ses graines que sous la forme de petites douceurs (alegrías) distribuées aux enfants ... à l’occasion de festivités religieuses8. Soumis à l’implacable logique européenne, le destin d’un cultigéne religieusement et techniquement incorrecte semble avoir été scellé sans trop de difficulté ; il ne pouvait évidemment pas en aller de même pour l’indispensable et omniprésent maïs. Pourtant, et bien que l’une des conséquences majeures de la Conquête de l’Amérique ait été la diffusion rapide de la céréale américaine à travers le monde, on ne peut s’empêcher de penser que l’attitude des Espagnols vis à vis du maïs fut sans doute plus cruelle encore que celle dont ils firent preuve à l’encontre de l’amarante. Sans vouloir entreprendre une profonde analyse historique de la dimension idéologique qui caractérisa les rapports entre le blé et le maïs de chaque côté de l’Atlantique, Julian Pitt-Rivers se servit de ses expériences de terrain en Andalousie et dans le Chiapas mexicain pour montrer en quelle manière une confrontation de cultures pouvait entraîner des hommes à se lancer dans une démonstration et une revendication d’identité singulière en s’appuyant sur des référents tirés de leur environnement conceptuel le plus immédiat, c’est-à-dire leur système alimentaire. Pitt-Rivers nous conte ainsi comment, en bon résident anglo-saxon, il s’étonna du jugement de ses voisins de Grazalema sur le maïs qu’ils ne voyaient que comme un simple aliment naturellement destiné aux cochons ou à la volaille. Il ne fut donc plus surpris quelques années plus tard lorsqu’il constata que les paysans chiapanèques relevaient de la même structure mentale qui les poussait à s’affirmer à travers une démarche exactement inverse: à leur sens, la culture du pois-chiche, le délicieux garbanzo du cocido espagnol, la base de l’alimentation andalouse des siècles durant, la précieuse légumineuse importée par les conquistadors, le rond Cicer cicer des Romains, ne devait servir qu’à remplir l’auge des porcs (eux-mêmes importés). Pourquoi ces populations apparemment opposées se retrouvent-elles sur cette référence systématique au cochon? Est-ce pour elles une manière de mettre en exergue le jugement dédaigneux qu’elles portent sur l’Autre, identifié 8 La plante fait actuellement l’objet de divers projets de réhabilitation émanant d’ONG régionales, dans l’Etat de Puebla en particulier.

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de la sorte à l’animal omnivore mangeur d’ordures et pourtant particulièrement apprécié dans la cuisine identitaire? Ou tout simplement un rappel des conceptions mentales et médicales qui, depuis le moyen-âge européen au moins, tendent à autoriser un rapprochement entre l’homme et le porc? Dans l’une de ses fiches, Julian Pitt-Rivers note en tout cas l’adage espagnol qui prétend que: «Si quieres ver tu cuerpo, mata un puerco», et je rappellerai que, au XVIe siècle, le commentateur du feuillet du Codex Maggliabecchiano relatif à l’anthropophagie rituelle des anciens Mexicains n’hésitait pas à affirmer dans ses propos que le goût de la chair humaine se rapprochait de celle de la viande porcine. Quel que soit le crédit que l’on entende accorder à cette assertion, on retiendra que les gens les plus humbles se servaient une fois encore de leur aliment principal, maïs d’un côté, pois-chiche de l’autre, pour les permettre de se situer sur l’échelle des valeurs revendiquées. Que ce soit dans le camp du vainqueur, comme dans celui du vaincu. Mais le doute et son corollaire, la volonté de se démarquer, s’accroissent des que le membre d’une communaute prend conscience que l’aliment de l’Autre se confond, aussi, avec la chair de son dieu. Ce dernier étant considéré comme principe actif de toute forme de vie, l’aliment qui assure notre subsistance ne peut, ni ne doit, être expulsé du cadre de la divinité, et c’est pourquoi ni le maïs des Américains ni le blé des Méditerranéens ne seront jetés, et que chacun prendra soin de consommer avec un respect infini, au moins au cœur de sa sphère culturelle spécifique. Il va de soi cependant que des problèmes identitaires ne manquent pas de se poser avec une particulière virulence lorsque le contexte alimentaire conduit à l’individu à se trouver confronté à un dieu qu’il n’a pas été préparé à reconnaître. Non seulement il s’efforcera alors de nier toute valeur substantielle au produit porteur de l’étrangeté, mais il s’appliquera à révéler et à renforcer la suprématie de son aliment référentiel à travers un rite qui, à son tour, marquera une forme de légitimation et, comme il a été précisé plus haut, une manière singulière de se définir en tant que partie prenante du groupe. C’est-à-dire, au bout du compte, de l’univers. De telles considérations permettent de comprendre que, dans l’absolu, l’amour de la nourriture ne se distingue pas toujours de façon nette de l’amour de Dieu ou, au moins, qu’il se situe sur le chemin vers Dieu. Il est rare en effet qu’une société parvienne à éviter de se poser des questions essentielles sur l’amour, et sur ses conséquences dans l’ordre du sensible. Mais puisque le rapprochement entre la nourriture et le sexe est trop constant pour qu’il soit besoin d’y revenir ici, contentons-nous d’admettre que l’élévation du fait alimentaire à une dimension sacrée se révèle nécessaire dès lors que la société prend conscience qu’il constitue avec la sexualité les deux activités matérielles les plus indispensables à sa propre reproduction. Et c’est en les faisant accéder tous deux à une dimension metaphysique par une asso-

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ciation avec l’amour de Dieu que l’homme exprime sa volonté de vivre en société. Car celui qui se contenterait d’aimer ce qu’il mange pour le seul plaisir de la bouche, celui-là serait un pécheur incapable de reconnaître que l’amour n’est rien d’autre qu’un cadeau, le don de soi-même fait à l’Autre. Il est vrai que Pitt-Rivers était fasciné par le paradoxe engendré par le mot «amour» qui réunit tout simplement les deux extrêmes de la pureté (Dieu est amour) et de «l’impureté» (faire l’amour). Ses notes précisent d’ailleurs que l’homme se doit de chercher la solution à ce risque de crise dans un effort conscient d’échapper à soi-même, et en s’offrant à quelqu’un d’autre ou à Dieu. En conséquence, l’amour narcissique sera qualifié de simple négation de l’amour. Et le péché ne se limiterait donc plus, comme dans l’Eglise des temps pas si anciens, au fait d’apprécier la bonne chère (la gula), mais il s’inscrirait dans le refus de partager tout plaisir de la bouche, aussi frustre fût-il. Car comment le nier? Il est souvent inconcevable d’éprouver un plaisir sincère à manger seul, et c’est un drame que de boire avec soi-même pour unique compagnie. Songeons par exemple au repas quotidien des campagnes mexicaines: il se caractérise en général par une relative pénurie et par une monotonie que les maîtresses de maison prennent soin d’atténuer en ajoutant habilement au plat des produits de cueillette sauvage. J’ai pourtant tenté de démontrer (Fournier 1999) que cet humble épisode s’impose en fait comme un intermède aussi précieux qu’indispensable dans le rythme de la vie de tous les jours parce qu’il constitue un moment de fusion dans un cercle familial que l’on voudrait le plus constant possible, et qu’il pousse les commensaux à éprouver une sensation d’harmonie avec la Nature offerte par Dieu. Je prétendais même que la structure et le déroulement de ce simple repas s’opposaient presque en tous points à la démesure du banquet festif familial ou communautaire, largement arrosé, car ce dernier ne conduisait après tout qu’à exprimer des valeurs sociales discriminatoires et finissait par pousser chaque homme dans la solitude de l’ivresse obligatoire. * * * Lorsque Julian et moi devisions autour d’un verre de manzanilla en plein cœur du barrio de Santa Cruz à Séville, ou que nous nous régalions d’un bon dîner avec l’ami Perico Romero de Solís autour d’un vin de Toro du côté de Tordesillas, nous ressentions confusément la certitude de partager quelque chose. Un élément subtil qui se rapproche sans doute d’une manière d’exalter la vie. De la nécessité de passer de l’amour de la nourriture à l’amour de Dieu e —dans l’amour de Dieu peut-être, qui sait?—, un échange métaphysique qui, de toute façon, entend nier à la mort son caractère implacable, une certitude qui permet une fois pour toutes à Julian de rester parmi nous.

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Bibliographie Delteil, J. 1961. Cholera. Paris: Grasset. Fournier, D. 1990. Toros: vídeo y tabernas. Taurología, 3. Fournier, D. 1995. Du taureau considéré comme outil d’acculturation au Mexique. L’Homme, 136. Fournier, D. 1999. Deux ou trois choses que nous offre le soleil..., in Flandrin, J. L. et J. Cobbi (eds.), Tables d’hier, tables d’ailleurs. Paris: Odile Jacob, pp. 455-478. Lévi-Strauss, C. 1965. Mythologiques: Le Cru et le cuit. Paris: Plon. Lévi-Strauss, C. 1968. Les Origines des manières de table. Paris: Plon. Ortega y Gasset, J. 1962. La caza y los toros. Madrid: Espasa-Calpe. Pitt-Rivers, J. 1983. Le sacrifice du taureau. Le Temps de la réflexion. Sahagún, F. B. de. 1975. Historia general de las cosas de la Nueva España. México: Porrúa. Richards, A. 1932. Hunger and work in a savage tribe; a functional study of nutrition among the Southern Bantu. Cleveland.

COCINA ESPAÑOLA: PLATOS ESPAÑOLES VESTIDOS DE VIAJE Susan Tax Freeman Universidad de Illinois

A lo largo de su carrera, Julian Pitt-Rivers dedicó su atención al estudio de la cocina y del vestido, además de los temas que destacan en la mayor parte de su obra —estructuras matrimoniales y políticas, la naturaleza de la comunidad, la identidad territorial (local, regional, nacional), y la vida tradicional y cambiante en los lugares de sus principales trabajos de campo— sobre España, especialmente sobre Andalucía, y sobre Hispano-América, principalmente sobre México indígena y su historia de contacto con la cultura española. En este ensayo escrito en memoria de Pitt-Rivers, exploraré brevemente algunos temas relacionados con la cocina y sus «vestidos» hablando en términos culinarios, y trataré de ciertos aspectos del impacto que causaron determinadas plantas americanas en España, y de la conexión que tienen con expresiones de identidad e imagen nacional. No pretende ser el estudio profundo que requeriría cada una de estas materias tan diversas; ofrezco solamente sugerencias sobre algunas de sus interrelaciones, con el fin de demostrar la potencia de las artes culinarias en el campo de la expresión cultural. Un sistema culinario —«una cocina»— incluye al menos el inventario de productos locales e importados seleccionados como comestibles; los métodos de ahorrar, conservar, preparar y condimentar; los combustibles; los aparatos, batería de cocina y utensilios de barro, madera, etc.; las creencias y tradiciones que gobiernan la combinación y la separación de los comesti-

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bles, el consumo, la comensalidad, y la definición y el calendario de comidas y ayunos de diferentes tipos; y la estética que controla la composición y apariencia de los platos, que son productos de las recetas (ya estén escritas o sean elementos de la tradición oral u observada). Un plato es una creación sumamente cultural; es menester que el estudio de una cocina tenga como objetivo comprender su significado. Para los que comparten una misma tradición culinaria, un plato tiene una calidad esperada, un rango de ingredientes permitidos, y, a menudo, un recipiente en el cual está hecho y/o servido. Debe atender a ciertas expectativas y normas estéticas (de sabor, textura, proporciones, arreglo, color) aplicadas por los consumidores habituales. El éxito en la confección de un plato bien recibido por sus consumidores es el éxito de un cocinero(a) dentro de su comunidad. Es probable que, si bien están constantemente sometidos a juicio, todos los cocineros alcancen el éxito en su arte, pues se han formado cuidadosamente, y la mayoría de las veces en el seno de la comunidad a la que sirven. En toda comunidad en donde la cocina es el centro de la vida doméstica, es el lugar en donde gran parte de la cultura en general —no solamente la cultura culinaria— se discute y se transmite de persona a persona y de generación a generación. A pesar de su sujeción a métodos y juicios tradicionales, ninguna cocina es inmutable e igualmente —a pesar del dictum de algunos investigadores de que una cocina es lenta de cambiar— una cocina puede experimentar revoluciones debidas a muchas causas; entre ellas no habría que olvidar la creatividad. Farb y Armelagos escribieron en 1980: «Una cocina es básicamente tan conservadora como son la religión, el idioma, o cualquier otro aspecto de la cultura» (1980: 185) [traducción mía]. Un antropólogo contemporáneo tendría que examinar tal posición cuidadosamente para poder apreciar —en cocina, religión, o idioma, etc.— la estabilidad (que por cierto existe) dentro del enorme número de cambios que estudiamos. Escribiendo acerca de la creatividad artística popular —en este caso del traje popular— y del modo en la cual la tradición adopta colectivamente las novedades y los préstamos, José Ortega y Gasset nos recuerda que: «Ningún traje popular es autóctono ni eterno, y, sin embargo, todos lo parecen» (1933: 4). En el caso de la cocina, España nos aporta un ejemplo impactante de cambio dentro de las estructuras estables de la cultura cristiana. Tendremos que sopesar con mucho cuidado la cuestión de si la cocina española es y ha sido conservadora, y en qué aspectos. Hasta 1492, cristianos, judíos y musulmanes en España comieron de más o menos el mismo inventario de comestibles, salvo, en el caso de los dos grupos semíticos, tanto los animales que están prohibidos, como las combinaciones prohibidas (para los judíos —los más estrictos en este último sentido—, la prohibición de combinar carnes con productos lácteos). Sin em-

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bargo, los estilos culinarios de cristianos y semitas difirieron unos de otros; es decir, con unos mismos ingredientes confeccionaron platos distintos siguiendo diferentes tradiciones de preparación, combinación y condimentación. Para este ensayo es importante notar la predilección semítica en la España medieval hacia la carne picada y condimentada en contraste con la predilección cristiana hacia animales enteros o cortados en grandes trozos, lo cual daba al trinchador y su «arte cisoria» un puesto central en las mesas de las casas cristianas elegantes. Arte cisoria, del Marqués de Villena, escrito en 1423 en el castellano vernáculo, es, que se sepa, el primer ejemplo de una especie de tratado que llegó a tener gran importancia en Europa. La función del trinchador era cristiana mientras que el nombre de la albóndiga y su frecuencia en los platos eran semíticos. Después del sometimiento del Reino de Granada en invierno, en la primavera y verano del año 1492, los judíos españoles no convertidos al Cristianismo abandonaron el país. Estos acontecimientos redujeron dramáticamente la práctica oficial de religiones no-cristianas en el territorio de la antigua convivencia, ya bajo la soberanía de los Reyes Católicos. Sometidos los restos de la población musulmana practicante a la soberanía cristiana, la práctica del Islam en el reino entró ya en su última fase. Podemos imaginar, como han hecho generaciones de escritores, el celo patriótico y religioso que debía de regir en esta época en la nueva nación cristiana. Liss (1992) describe una atmósfera de auto-complacencia y júbilo, acompañada por la «cristianización» del paisaje —la creación de monasterios e iglesias al lado de los monumentos musulmanes en la región de las últimas campañas de la reconquista—. Como antropólogos, debemos intentar imaginar la emoción popular además de los aspectos políticos, económicos, y arquitectónicos de esta nueva soberanía. En agosto de 1492, Colón embarcó en su primer viaje en busca de la India. Cuando volvió en la primavera de 1493 de haber conocido a «las Indias», aportando a España muestras de su interés y riqueza, empezó la expansión de la soberanía peninsular en un imperio trasatlántico de un poder mundial. Debemos intentar imaginar la intensificación de la emoción popular y la curiosidad despertada en cuanto a las nuevas cosas del Nuevo Mundo, noticias de las cuales se empezaron a filtrar de la corte a la población en general. En poco tiempo, España llegó a tener un conocimiento adquirido por experiencia de comestibles nuevos —plantas y animales— además de gozar de un monopolio sobre su acceso. Esta nueva España, en control de la Nueva España, se encontró en la vanguardia de la experiencia y el uso de comestibles desconocidos en el resto de Europa. El conocimiento adquirido por experiencia es clave: los españoles que viajaron con Colón, los conquistadores, y los que les siguieron a las Indias en las primeras décadas del siglo XVI

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eran los únicos europeos en tener contacto directo con los pueblos indígenas que habían usado habitualmente vegetales como el pimiento o la guindilla (los capsicum), el tomate, la piña, la batata, el chocolate, el maíz, los frijoles (las judías americanas), etc., y pudieron observar que no eran venenosos y conocer cuáles eran sus modos de preparación. Ciertas plantas —la piña, la batata, el cacao, por ejemplo— necesitan ambientes cálidos y quedaron restringidas para el acceso general, convirtiéndose así en lujosos o importados o difundidos en lugares casi únicos. La batata, muy atractiva para los primeros españoles en conocerla, llegó a estar asociada específicamente con Málaga y a llamarse «batata de Málaga». La piña, igualmente deliciosa en opinión de los que la comieron en las Indias, fue empleada con ostentación en banquetes reales; Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de Felipe III, nombra la «fruta de piñas» en dos menús de banquetes en su Arte de cocina de 1611. Tan recientemente como en el año 1880, hay memoria de un regalo de piñas de América a la Reina (Simón Palmer 1997). La fruta aún más exótica que siempre tuvo y aún sigue teniendo que ser importada, el cacao, estuvo y sigue estando de moda importantísima en Europa. Con su monopolio inicial, España estableció la moda europea en la preparación y servicio del chocolate. En la casa real, el cacao se guardaba con las joyas y se bebía en ocasiones especiales. En contraste con estos ejemplos, plantas como los capsicum —los pimientos dulces y picantes— y el tomate llegaron a cultivarse al poco tiempo en huertas y huertos por toda la península. Cultivos como el maíz, los frijoles, y eventualmente la patata, podemos llamarlos «cultivos populares», porque pronto dejaron de ser curiosidades importadas y mostradas con ostentación en círculos limitados de la sociedad española y llegaron a ser cultivadas y adaptadas a los usos culinarios por «todo el mundo». Los capsicum dulces y picantes se adoptaron rápidamente (véanse resúmenes de este proceso en Long Solís 1998, Terrón 1992, o Freeman 1999a y 1999b). El tomate, cuyas variedades no eran idénticas a las que se cultivan hoy en día (como tampoco lo eran los capsicum de entonces), también se adoptó relativamente pronto en España, aunque es algo que parece ser menos comentado que los pimientos —claro, Colón y sus sucesores vieron en la guindilla un sustituto de la pimienta negra que hasta entonces se había buscado en la India—. Parece ser que se veía al tomate como un acidulante parecido a los que se ya usaban bajo el nombre de agraz (no siempre uvas inmaduras sino también otras sustancias ácidas —acedera, vinagre, zumo de limón, granada, o naranja, etc.—). Altimiras (1745) los usaba así y también de otras maneras. En fecha temprana, en 1597, John Gerard, escribiendo en inglés, notó el uso de salsa de tomate en España, aunque el primer recetario español en incluirla parece ser el de Juan de la Mata en 1747 (pues Altimiras no ofrece recetas en las cuales el tomate figure como el ingrediente prin-

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cipal). Habría que señalar también que Gerard siguió informes de autores todavía anteriores (véanse López Piñero y López Terrada 1997 o la introducción a la edición del libro de Gerard a cargo de Dover en 1975). Dicho brevemente, es posible que la salsa de tomate española haya sido mencionada antes de 1597. Rudolf Grewe (1987) examina las fuentes para el estudio del tomate en España e Italia en los primeros siglos post-colombinos y advierte que, aún en Italia, las recetas más antiguas que incluyen tomates se llamaron alla spagnuola o «al estilo español». La identificación de plantas como el tomate o el cacao con España por parte de otros europeos, aunque no debe sorprender, da énfasis a la posición española en una vanguardia que se tiende a olvidar hoy en día, pues hoy vemos a Francia como el centro eterno del mundo culinario europeo. Los nombres de cultivos americanos o de los platos que los contienen revelan la potencia culinaria española en los primeros siglos de la modernidad. La batata, por ejemplo, no se llamó únicamente «de Málaga» sino más allá de su región de cultivo, en Inglaterra, la llamaron Spanish potato o «patata [batata] española» (Root 1980). En Francia, varios elementos de la cocina ahora llamada clásica, si contienen algún elemento de tomate, se llaman «de España»: sauce espagnole (una de las salsas fundamentales de la cocina, aunque el tomate no la domina); consommé madrilène; la familia de salsas y guarniciones llamadas andalouse. Muchas recetas en el inventario francés (para huevos, pollos, y otras cosas) se llaman à l’espagnole y llevan tomate. Las salsas andalouse y albuféra también reciben pequeñas cantidades de pimiento dulce. La guarnición andalouse es principalmente de pimiento. Dejando el tomate para fijarnos en los capsicum en otros platos que las salsas indicadas, vamos ahora a considerar uno de los productos españoles más importantes dominado por el pimiento o el pimentón. El chorizo entra en las cocinas de Francia y demás partes del mundo sin traducción ni receta. El chorizo, que los diccionarios definen como un producto español cargado de pimentón, es una especialidad en la que a un cocinero no español se le exige que lo consiga ya hecho con el fin de ejecutar las recetas que lo requieren. Y en el sur de Italia, como último ejemplo, Carlo Levi informa (desde su exilio interno en Lucania en 1935-36) de salchichas caseras hechas con «pimientos españoles» (Levi 1982). Estas salchichas difieren radicalmente de las que hoy se llaman «italianas» y llevan el sabor dominante de hinojo. * * * Algunos platos que ahora podemos considerar nacionales no existían antes del contacto con el Nuevo Mundo. Ejemplos son: la tortilla española, cuya existencia como plato depende totalmente de la patata; el chilindrón, cuya existencia como plato depende totalmente del tomate y del pimiento; o

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las magras con tomate, cuya existencia como plato depende totalmente del tomate. Algunos platos apenas se cambiaron. El cocido madrileño, basado en el garbanzo, a pesar de haber adoptado la patata (en lugar del nabo) y de servirse a veces con salsa de tomate, se puede hacer según la receta antigua sin que sufra cambios en su carácter, pues éste reside principalmente en las carnes y los garbanzos, no siendo ninguno de ellos del Nuevo Mundo. Otros platos se transformaron. El gazpacho es un plato bien antiguo en España —y bien humilde en sus formas más antiguas—. (Aquí no trato del grupo de platos llamado «los gazpachos», de torta y carne y/o verduras que se guisan en zonas levantinas o extremeñas, descritos, por ejemplo, en Seijo Alonso 1973). El gazpacho es un producto del mortero o dornillo que consiste en una pasta fina hecha en la mayoría de los casos de aceite, miga de pan, agua, probablemente ajos, y un líquido ácido, habitualmente vinagre. La pasta se amplia en diferentes zonas y en diferentes temporadas con verduras tales como el pepino, quizás la cebolla, machacada o en trozos, o en algunas formas con almendras y uvas (como en el gazpacho blanco o «ajoblanco» asociado con Córdoba). [Para un buen número de recetas véanse el recetario andaluz de Salcedo Hierro (1979), los recetarios provinciales como los de Huelva (Rey y Romero 1990) y Jaén (Urbano Pérez Ortega 1993), o el tratado de Briz (1989, 1993)]. Es un plato elemental, de productos decididamente locales, de consumo diario y familiar. Es muestra de pobreza y no del lujo; sus formas más básicas combinan aceite espesado por medio de pan, ampliado por medio de agua y quizás dotado del sabor del ajo o el vinagre o simplemente de la sal. Emilia Pardo Bazán, en La cocina española antigua, escribió en 1913: «El gazpacho es un plato nacional, que sirve de alimento de infinidad de braceros en las provincias del sur de España, donde también aparece en todas las mesas de familia. En otro tiempo se consideraba tan popular, que en una mesa algo refinada no cabía presentarlo. Hoy el gazpacho se ha puesto de moda y, helado, se sirve como sopa de verano en la mesa del Rey y en las casas más aristocráticas» (Pardo Bazán 1981: 18). El viaje del gazpacho ha sido aún más largo que de las mesas de braceros a las de las clases altas en España: ha pasado fronteras nacionales además de regionales y de mesas de familias y mesones españoles a las de restaurantes ilustres en capitales lejanas. No podemos saber cuándo empezaron los cocineros andaluces a integrar vegetales americanos en sus gazpachos, pues gran parte de la historia del gazpacho, como anota Pardo Bazán, no está escrita. Pero con la entrada de pimientos y tomates en huertas y huertos en amplias zonas de España, no sorprende que también entraran en el dornillo de hacer gazpacho, amplian-

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do el surtido de ingredientes del plato. Los cocineros andaluces vistieron su gazpacho con el rojo del tomate ya emblemático de la nueva España, y así vestido se marchó de viaje. Briz (1989: 96 y ss.) señala que el gazpacho rojo está más asociado con la Sevilla de la Casa de Contratación, y así con la España imperial, mientras que el gazpacho blanco de Córdoba, hecho de almendras, uvas y ajos, desde tiempos antiguos, evoca más a la Córdoba de la Mezquita, y así a la época árabe y al Califato. El gazpacho blanco no se vistió de nuevo y no se marchó de viaje. Aunque en España se sabe que los hay de otros tipos, el gazpacho ofrecido en restaurantes en Madrid u otras capitales españolas y en el extranjero, y que entra en recetarios de divulgación internacional (y en latas) como el gazpacho, plato español, es el gazpacho vestido al estilo español —¡de tomate! Las diferentes asociaciones del gazpacho rojo y del blanco, entre Sevilla y Córdoba, sugieren dimensiones étnico-religiosas en las expresiones culturales que podemos leer en ciertos platos. Éstas llaman especialmente la atención en el caso de la albóndiga que, como he comentado en otro lugar, tenía asociaciones semíticas (Freeman 1999b). Todavía en culturas culinarias del Próximo Oriente, semíticas o no, platos que contienen carne picada aparecen en mayor proporción que en la España de hoy en día. Esta tradición se extiende a los pueblos sefardíes en los lugares de su asentamiento y sugiere que el estilo culinario de musulmanes y judíos en la España de la convivencia ya compartía tradiciones con pueblos del Próximo Oriente y el norte de África, bien distintas de las de los cristianos en Iberia. La carne picada en estas cocinas servía y sirve de relleno de muchos vegetales —berenjenas, cebollas, alcachofas, hojas de vid, e incluso aceitunas (de las aceitunas rellenas de carne servidas en una comida en Túnez en 1999 me informó Nancy Harmon Jenkins)— y ahora de los vegetales americanos: tomates, pimientos, calabacines. La cocina española moderna no rellena esa variedad de vegetales: el único plato de relleno que se destaca es el pimiento relleno y tiene el reconocimiento de plato nacional con versiones en todas partes. Los cocineros españoles han vestido la albóndiga con el pimiento americano, un vestido vistoso rojo, como el que el gazpacho tiene con el tomate. Pero pasó algo más. La albóndiga, dentro de su pimiento, se cristianizó. La carne prohibida a judíos y musulmanes, el cerdo, entró en la masa de la albóndiga en forma de tocino, la mayoría de las veces, o bien de cerdo fresco picado (exceptuando las preparaciones en tiempo de cuaresma, cuando el relleno es de pescado o arroz). Así bautizado de cerdo, y algunas veces con un baño de salsa de tomate también, el pimiento relleno español celebra a la vez la cristianización de la península y la conquista de las Indias. Es una representación que se puede ingerir por toda España.

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El pimiento dulce fue bien recibido en muchas cocinas. Ríos y March (1992) indican que fue el primer vegetal en presentarse ya hueco en cocinas con tradiciones de confeccionar platos de rellenos. También se adoptó como verdura y guarnición —salteado, asado, etc.— y como condimento, junto al pimiento picante, molido en pimentón o páprika. La cocina de los pimientos es muy amplia (véase, por ejemplo, Everest/Teubner 1993). En su forma española, el pimiento relleno se ve menos en el extranjero que el gazpacho, pues le hacen competencia gran número de preparaciones de otros tipos, aunque, sin embargo, el pimiento en sí sigue asociándose con España y el sur de Europa. Turquía y Hungría son otros centros de difusión (más tardías que España) y Hungría, claro, por su páprika en polvo (Freeman 1999a). Así el pimiento relleno que encapsula la historia étnica-religiosa de España ha hecho su viaje más importante dentro de Iberia y ha vuelto a México en su versión picante como el chile relleno. En el chile relleno de carne (normalmente de vaca y de cerdo) vemos una inversión del simbolismo que encontramos en España: las carnes del conquistador están envueltas en el chile picante autóctono. No se sabe en qué casa se rellenó un pimiento por primera vez, o qué cocinero salteó por primera vez una loncha de jamón con salsa de tomate o bañó patatas salteadas en huevo batido para hacer un tipo nuevo de tortilla. No sabemos de qué huerto ha procedido el primer tomate en entrar en un gazpacho o quién salteó por primera vez carne o ave con pimientos y tomate para hacer lo que se llamaría un chilindrón. Lo que sí es cierto es que éstos eran actos de creatividad de un arte popular, el culinario, que merece mejor escrutinio, y que sus resultados —platos nuevos— fueron recibidos, repetidos y difundidos hasta llegar a quedar establecidos y recibir cada uno de ellos un nombre. Los cocineros inventivos jugaron no únicamente con sustancias comestibles sino con sus significados. Los resultados de ese juego tuvieron éxito en la comunidad de consumidores. El número de ingredientes nuevos que entraron en juego y el número de platos nuevos o transformados que fueron probados, recibidos y difundidos a lo largo de décadas y siglos a partir de 1493 refleja la receptividad, curiosidad, adaptabilidad y creatividad del pueblo español. En cada mesa, comensales españoles, en comunión, incorporaron la sustancia y significado de los platos que comieron, y esos platos mismos, en viaje, representaron a la nueva España en Europa*.

* Agradezco a Peggy K. Liss, L. G. Freeman, Honorio Velasco y Linda Martz sus ayudas prestadas para este ensayo.

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LA VIRGEN DEL ROCÍO NO TIENE VERGÜENZA: APROXIMACIÓN ANTROPOLÓGICA A LA MARIOLATRÍA ANDALUZA Antoinette Molinié CNRS. Universidad de París X

La primera vez que estuve en las fiestas del Rocío iba acompañada por Julian Pitt-Rivers, su esposa Françoise y nuestro amigo común Pedro Romero de Solís. En aquella época hablábamos más de toros que de la Virgen, sabiendo a medias palabras que los dos cultos formaban parte de un mismo pensamiento. Desde entonces he participado en la romería del Rocío varias veces, deslumbrada por tanta belleza, por la manzanilla, las sevillanas en el pinar y la idolatría en tierra de Iglesia. Varias temporadas pasadas en Villamanrique y Almonte me han permitido relacionar el ritual con la cultura que lo produce. Julian hablaba a menudo de la mariolatría de los andaluces. En el culto a la Virgen María y en la celebración del toro, él veía la noción común de fertilidad que se pide en el secreto de las ceremonias dedicadas a una y otra divinidad. Contaba la historia de aquella mujer de Sevilla desesperada de ser estéril que de noche rezaba a la Virgen a la vez que apretaba en su mano una figurita de toro (Pitt-Rivers 2000: 338). Pero los trabajos de Julian Pitt-Rivers nos invitan a buscar la relación entre virilidad y devoción mariana más allá del campo semántico de la fertilidad, pues la pasión masculina por la Virgen y el carácter sexuado que se le presta en los rituales no pueden ser completamente ajenos a los valores que fundamentan en esta cultura las relaciones entre hombre y mujer, y nuestro colega nos ha dejado sobre este

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tema importantes estudios (Pitt-Rivers 1954, 1977). Voy a intentar aclarar algo de la mariolatría andaluza a través de su trabajo sobre las nociones de honor y de vergüenza. Para ello me apoyaré en la etnografía del culto a la Virgen del Rocío1. La Virgen María es sin duda la gran diosa de los andaluces. Esta Magna Mater que además es la madre de Dios hecho hombre, tiene la peculiaridad de ser a la vez una y múltiple. Su iconografía, que ofrece testimonios de los diferentes episodios de su vida, genera variantes de su divinidad relativamente independientes unas de otras2: Inmaculada Concepción representada por una jovencita, Anunciación frente a ángel Gabriel, Madre alimentando a su divino hijo, Dolorosa con siete puñales clavados en el pecho, Asunción gloriosa junto a la Trinidad..., éstos son algunos de los avatares de la Virgen María. Pero los andaluces han preferido explotar la variedad de sus representaciones locales. Para ellos la Virgen no significa gran cosa si no se especifica el nombre de la divinidad a la que uno se refiere, al menos que uno se encuentre en el territorio de una de ellas, la cual en este caso sería identificada por la evidencia. La multiplicidad de sus representaciones relaciona la Virgen con los santos y es especialmente espectacular en las procesiones de Semana Santa, cuando desfilan, una tras otra, decenas de Vírgenes específicas que tienen más fama que los Cristos que van acompañando: en Sevilla, por ejemplo, las dos Esperanzas, la de Triana que cruza el Guadalquivir entre las dos torres árabes y la gran Macarena que llora sonriendo, la Virgen de la Estrella con su lucero de oro en la mano, María del Dulce Nombre que sigue al Cristo de la Bofetá, la Virgen de la Amargura acompañada de San Juan... La Virgen del Rocío reina sobre las misteriosas marismas de la desembocadura del Guadalquivir que son parte hoy en día de un parque natural. Su santuario se alza en medio de los pájaros que descansan junto a ella antes de emprender su migración hacia el norte, y está rodeado de caballos que fueron propiedad de la Virgen antes de la Ley de desamortización. Cada año, el domingo y el lunes de Pentecostés, su romería atrae más de un millón de peregrinos y la fiesta se exhibe en la televisión en programas que dan la vuelta al mundo. Los políticos rinden homenaje a la Virgen pues se ha convertido en bandera de Andalucía. Este fenómeno nacional y me1 Evidentemente no presento aquí un análisis completo de este culto, sino solamente un aspecto que trato de aclarar con el trabajo de J. Pitt-Rivers. Se encuentran algunos trabajos etnológicos en Murphy y González Faraco (2002). Ver también Comelles (1984), y Carrasco, Márquez, Perales, Pichardo y Zurita (1981). 2 Albert-Llorca, (2002), analiza mayormente a través de casos españoles, cómo la sociedad construye la sacralidad de las imágenes de la Virgen a través de sus manipulaciones rituales.

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diático no debe disimular un culto profundamente arraigado en la cultura andaluza. La romería está organizada por hermandades oriundas de ciudades y pueblos de Andalucía y más allá. Éstas son partes de un sistema jerárquico. En la cúspide, la «hermandad matriz» de Almonte reivindica la Virgen. Las demás siguen por orden de antigüedad, pudiendo cada una de ellas «amadrinar» a las candidatas. Es así que se podía contar unas diez hermandades en 1920, veinticuatro en 1936, cuarenta y seis en 1970, unas sesenta en 1984 y más o menos un centenar hoy en día. Estas cifras muestran el desarrollo espectacular de este culto cuyas huellas más antiguas pueden hallarse en el siglo XIII, fecha probable de la aparición de la preciosa imagen3. El recorrido de cada hermandad dura, según de donde salga, el tiempo necesario para llegar al santuario antes del domingo de Pentecostés. El «camino» es muy lento: los romeros van a pié, a caballo o en tractor, y se detienen a menudo para beber, cantar y bailar. El ritmo depende del de los inmensos tronos de plata (los simpecados) que van en carretas arrastradas por bueyes. Cada uno de ellos lleva el estandarte de la hermandad que se puede considerar como un duplicado e incluso un sustituto de la Virgen: a él se le reza y se le baila y se suele restregar el pañuelo sobre la plata de su trono para pedir ánimo y protección. «Hacer el camino» es un arte: durante varios días los peregrinos hacen una vida de nómadas, alojándose en unas carretas cubiertas de lona blanca al estilo de la «conquista del oeste». Se duerme poco y el cante a la Virgen alterna con bacanales de tipo carnavalesco. Algunas mujeres caminan con las manos agarradas al simpecado, cumpliendo así una promesa. Por la noche las carretas de los peregrinos se forman en círculo alrededor del simpecado y éste, en medio de las fogatas y los bailes, aparece entonces como una divinidad tribal. Las hermandades llegan al Rocío el viernes antes del domingo de Pentecostés. Una tras otra, según su orden jerárquico, desfilan detrás de sus simpecados arrastrados por los bueyes y van a saludar con solemnidad a la hermandad matriz de Almonte cuyos miembros las esperan en la puerta del santuario, suntuosamente vestidos de flamencos. Varios rituales (que no podemos describir aquí por falta de espacio) se celebran el sábado y el domingo siguientes. Pero el momento culminante del culto es la misa del domingo por la noche. La Virgen se encuentra frente al pueblo, detrás de la reja que cierra el coro. El santuario está atestado de fieles entre los cuales se siente una tensión explosiva. De vez en cuando, el equipo de la Cruz Roja se lleva un hombre 3 No voy a tratar aquí de la historia del culto sobre la cual se ha publicado bastante. Parece que el primer santuario fue erigido en Las Rocinas (el primer nombre que tuvo la Virgen) por Alfonso X el Sabio en 1275-85 (Infante Galán 1971). Otros piensan que la imagen es del siglo XV (Álvarez Gastón 1975; 1977).

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desmayado. En la noche rociera, un grito interrumpe las oraciones: «¡Almonteños a por Ella!». Los muchachos de Almonte trepan por la reja del coro, empujan al personal, se apoderan de la Virgen y se precipitan con el trono de plata hacia la salida en un gigantesco atropello. El bullicio es indescriptible y empieza entonces una lucha mortal por hacerse con la Virgen y llevársela a hombros. El desenfreno es tan violento que se han derribado las válvulas del control del orden: los muchachos están colgados a la reja, empujan a los notables, las sillas ruedan por el suelo mientras que estallan aplausos y gritos. Toda la noche alrededor del santuario los hombres pelean para llevar la Virgen a hombros y sobre todo para impedir que cualquier «forastero» se apodere de ella. Esta procesión caótica es extremadamente violenta: cuando un cargador sale, los hombros de los demás se tienden y la diosa pasa así sobre los cuerpos tensos y mojados de los chicos como una nave a la deriva que nunca encalla en la arena. Alrededor de la Virgen los hombres están asediados por una sola idea: «meterse debajo de la Virgen». Y cuando surgen de debajo del trono y cuentan su experiencia, su voz se ahoga. La «feminización» de la Virgen «Meterse debajo de la Virgen» es ante todo una operación que requiere un alta tecnicidad, pues es extremadamente difícil abrirse un camino en la multitud que rodea el trono de plata, y es imposible acceder a él sin la ayuda o por lo menos la complicidad de un almonteño. Lo que parece ser un caos de una extrema violencia, es en realidad un conjunto estratégico de una gran precisión: el desorden está construido como una barrera de protección alrededor de la Virgen, pues se trata de conservar la exclusividad de su acceso4. Pero «meterse debajo de la Virgen» tiene sin duda otro significado. Cuando los muchachos muestran sus heridas, uno no puede dejar de pensar en los ritos de iniciación amazónicos que dejan sobre los cuerpos marcas comparables. Aquella noche una viuda lloraba: acababa de ver a su único hijo salir de debajo de la Virgen gritando de placer y con el cuerpo desgarrado, y en ese momento, creyó haber visto a su marido muerto hace años (Romero de Solís 1993). A menudo son el padre o el tío quienes acompañan al joven iniciado en su búsqueda de la Virgen, un poco como hace unos años lo acompañaban en busca de sus primeras mujeres. Las jactancias de los muchachos que comparan los tiempos respectivos que han pasado debajo de su diosa se pasan de comentarios por lo mucho que evocan una iniciación sexual. 4

Comunicación personal de Juan Carlos González Faraco.

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Los gitanos celebran la desfloración de la recién casada con un rito específico: en el momento en que se exhibe la sábana nupcial manchada, los comensales cantan una alboreá. Este cante es especial pues se ejecuta con voz aguda mientras que generalmente los gitanos prefieren la voz ronca. Ahora bien los gitanos cantan alboreás también al final de las romerías de la Virgen (Pasqualino 2000; 1998). Los almonteños que luchan por pasar un momento debajo de la Virgen pelean también contra un rival: el forastero y especialmente el que viene del pueblo vecino de Villamanrique de La Condesa. La rivalidad que opone las dos localidades va inscrita en el mito de origen de la Virgen del Rocío. Éste sigue un esquema clásico. Un cazador (o un pastor según las versiones) encuentra una imagen de madera de la Virgen escondida en un acebuche. Avisa a los almonteños y se llevan la Virgen al pueblo. Pero la imagen regresa sola a su acebuche. Se le construye entonces una capilla en Almonte, pero sigue volviendo a su lugar de origen. Por fin se decide levantar un santuario en el lugar donde apareció, es decir, en el Rocío donde llegan hoy en día los romeros. Ahora bien, el milagro ocurrió en el territorio de Almonte, pero el cazador/pastor era de Villamanrique de la Condesa. Desde entonces los dos pueblos reivindican la propiedad de la Virgen, unos en base al jus soli y los otros en base al jus sanguinis. Esta oposición es tanto más crítica tanto que la hermandad de Villamanrique es la más antigua de todas, y por lo tanto la primera en la jerarquía del conjunto de las hermandades. Además la hermandad de Almonte se ha enriquecido bastante con el próspero negocio que la romería genera alrededor del santuario y que la «hermandad matriz» controla. La rivalidad de los muchachos de los dos pueblos tiene desde luego un aspecto de batalla ritual entre dos mitades con significado de rito de iniciación. Al oír los comentarios que hacen sus fieles sobre su vestido, sobre su sonrisa, al sorprender sus suspiros cuando salen de debajo del trono, se entiende que la diosa codiciada por los hombres es celebrada en toda su feminidad. Cuando intenté entender quién daba la señal del rapto de la Virgen, me dijeron que ella misma lo decidía: los hombres de Almonte la conocen y la ven ruborizarse cuando ella quiere que se la lleven. Y cuando pregunté inocentemente si la televisión que proyecta sobre ella sus focos no perturbaba el ritual, me contestaron que por lo contrario a la Virgen le gustaba exhibirse en las pantallas: cuando los proyectores se dirigen hacia ella, su sonrisa es, por lo visto, muy especial. A lo largo de su recorrido los hombres le echan piropos: Guapa, guapa, guapa y guapa. Y bonita y bonita y bonita y bonita.

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Tocan las palmas con un ritmo de bulería que es el de la exhibición de la bailaora en la juerga flamenca. A través de todos los procedimientos que acabamos de sacar a luz, y más especialmente a través de la sexualización de las relaciones que tienen los fieles con la Virgen, queda claro que los hombres la están feminizando. Esta sexualización de una divinidad se puede observar desde luego en otras ceremonias, incluso en otras religiones como, por ejemplo, en el hinduismo. Pero la feminización de la Virgen del Rocío es bastante original porque va asociada a otro procedimiento que puede parecer contradictorio. La «virginización» de la Virgen Durante la procesión, la muchedumbre alterna los gritos de «guapa, guapa y guapa» con las alabanzas de: Viva la Virgen del Rocío Viva la Blanca Paloma Viva la Reina de las Marismas.

Vemos que la Reina de las Marismas es a la vez Virgen del Rocío y Blanca Paloma, dos nombres que sin duda están relacionados con ideas de pureza. Al principio la Virgen se llamaba Nuestra Señora de las Rocinas, el nombre del lugar donde apareció5, y se celebraba en el día de la Natividad. En 1653 toma el nombre de «Nuestra Señora del Rocío del Espíritu Santo» y desde entonces se celebra el día de Pentecostés. Esta fiesta de la liturgia católica conmemora la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y la Virgen María, quienes en ese momento se pusieron a hablar todos los idiomas. Sabemos que la Blanca Paloma es la forma en que se representa al Espíritu Santo, o sea, la tercera persona de la Trinidad. Conocemos también las escenas de la Anunciación donde el ángel Gabriel informa a María de la encarnación de Dios en ella, con los rayos de la blanca paloma fecundando su seno. Así que la Virgen del Rocío, llamada también Blanca Paloma, lleva el nombre de su fecundador y es celebrada el mismo día que él. No me detendré en los debates teológicos sobre la virginidad de la madre de Jesús que apasionaron a generaciones de exégetas, y que separan a los católicos de los protestantes. Lo que me interesa es más bien la ambigüedad sexual del Espíritu Santo. 5 Para un estudio histórico de los nombres de la Virgen del Rocío ver Murphy y González Faraco (2001).

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Su carácter fecundante le da sin duda un carácter viril: ¡no es ni más ni menos que el genitor del hijo de Dios! En la misa de Pentecostés, en el momento de la postcomunión, los fieles ruegan así al Señor: «Que el Espíritu Santo derramado en nuestros corazones los purifique y los fecunde como un rocío penetrante» (Missel 1955: 645). Así, mientras Jesucristo alimenta a los comulgantes, el Espíritu Santo fecunda sus corazones con su fluido. ¿Es el rocío de la Virgen una imagen de su pureza o una representación de la semilla de su fecundador? En hebreo la palabra «Ruah», que traduce a «Espíritu», es voz femenina. Por otra parte el Espíritu Santo tiene, en la teología católica, una dimensión femenina (Congar 1995). En la Biblia, al principio del Génesis, el Espíritu infunde vida cuando planea sobre las aguas. Orígenes cita un evangelio apócrifo: «Jesús declara a propósito de la transfiguración sobre el Tabor: recientemente mi madre, el Espíritu Santo (subrayo yo), me ha recogido y me ha llevado al gran cerro del Tabor». El carácter femenino del Espíritu Santo toma una dimensión extrema en la herejía contemporánea del Padre Leonardo Boff: «Cuando decimos que María es asumida por el Espíritu, que el Espíritu toma en ella una forma histórica, ¿podemos por lo tanto concluir que el Espíritu es la madre divina del Hombre Jesús? Creemos que esto se impone lógicamente» (Boff 1986: 76). La Trinidad integrada por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, toma así la estructura del famoso triángulo edípico en el cual la madre toma la forma del Espíritu Santo. Se podría reflexionar oportunamente sobre la crucifixión del Hijo como castigo paterno dentro del complejo de Edipo. Sin dejar paso por ahora ni a la teología ni al psicoanálisis, recordemos sin embargo que la doctrina ofrece una oportunidad de feminizar al Espíritu Santo hasta darle una dimensión materna. El simbolismo de la Blanca Paloma es especialmente adecuado para expresar la ambigüedad sexual del Espíritu Santo. Capaz de volar como el Paráclito planea sobre las aguas en el primer capítulo del Génesis, desprovisto de órganos genitales externos, el pájaro tiene una connotación sexual bastante generalizada en las sociedades mediterráneas. Ésta se expresa en amuletos en forma de falos con alas y en las representaciones populares del pene que el ave inspira especialmente en Andalucía. La Blanca Paloma con su dulzura femenina y su apariencia fálica, es muy propia para expresar la ambigüedad sexual del Espíritu Santo. Se la representa en cada uno de los tronos de plata que llevan el estandarte de cada una de las hermandades. Arrastrado por los bueyes, el trono del simpecado tiene la forma de un tálamo de plata, con sus cuatro columnas y su baldaquín en el que aparece una paloma, un poco como en las imágenes de la Anunciación. Puesto que el simpecado es un sustituto de la Virgen, se puede uno preguntar si la paloma de plata que vuela encima de él representa la Blanca Paloma virgen o el Espíritu Santo fecundador.

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La palabra «simpecado» es una abreviación de «sin pecado concebida». Se trata en la teología católica de una referencia a la Inmaculada Concepción de la Virgen: contrariamente a los seres humanos, María habría sido concebida sin pecado original. Sabemos que los andaluces adoptaron con fervor esta creencia antes de que fuera institucionalizada por el Vaticano en el siglo XIX. Pero muchos piensan que la expresión «sin pecado» se refiere a la concepción de Jesús, es decir, a la virginidad de su madre. Finalmente la voz «simpecado» expresa la concepción de María a la vez como concebida y como conceptora. Lo mismo que «Blanca Paloma» se refiere tanto a la Virgen como al Espíritu que la fecunda, «sin pecado» puede referirse a la Inmaculada Concepción de María o a su virginidad. El procedimiento es el mismo y tiene el mismo resultado: los fieles de la Virgen captan una ambigüedad para redoblar la pureza de su divinidad. Es así que las relaciones entre la Virgen y el Espíritu Santo están marcadas por una ambigüedad sexual de la que los almonteños se han aprovechado para practicar una suerte de asimilación de las dos divinidades. Como en un sueño, han hecho un desplazamiento de una paloma a la otra, una condensación entre los dos rocíos, uno virginal y el otro seminal, creando así una divinidad doblemente virgen que está relacionada tanto con la virginidad de María como con la bisexualidad del Espíritu Santo. Esta hipérbole de la virginidad es creada por la confusión construida entre fecundador y virgen fecundada. La Virgen del Rocío queda intacta por dos conceptos, el suyo y el de su ambiguo inseminador. Observamos así dos procedimientos de fabricación de la divinidad: su sexualización en mujer por una parte, la acentuación de su virginidad dogmática por otra parte. Vemos estos dos modelos puestos en práctica durante el ritual del traslado. A diferencia de la peregrinación que se celebra cada año, el traslado de la Virgen de su santuario a Almonte ocurre cada siete años. Los hombres llevan su diosa a hombros toda la noche por los caminos que atraviesan el pinar. Antiguamente iban prendiendo fogatas delante de su procesión. Hoy en día son ya proyectores de televisión los que acompañan a la Virgen. Miles de rocieros la acompañan a pié, a caballo o en tractor. Cerca del santuario han asistido alborozados a su vestir por las camareras. Éstas la han ataviado de pastora6, la han colocado un delicado velo sobre el rostro y la han envuelto en un capote que la 6 La Virgen del Rocío tiene dos trajes que corresponden a dos figuras de su devoción. «De reina», viste como una gran dama del siglo XVII, una amplia basquiña con armazón de arcos, una gorguera de encajes y un manto. Lleva una inmensa corona y una ráfaga. «De pastora», lleva una larga saya y, sobre sus tirabuzones, un sombrero adornado con flores silvestres. Los hombres tienen su preferencia por uno o otro traje que representan dos aspectos de la feminidad: la reina poderosa a la que se someten y la joven seductora que quisieran seducir.

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cubre por completo7. Así transfigurada, cuando avanza entre los pinos al ritmo de las caderas de sus cargadores, en una nube de polvo y de claro de luna, parece una visión, una divinidad salvaje o una momia de ancestro. A su llegada a Almonte, la Virgen es acogida por salvas de tiros de escopetas: los hombres las repiten al infinito con una verdadera jubilación. Pero lo que más llama la atención es la violencia masculina que la acompaña, la misma que se observa cuando la raptan el día de Pentecostés: los muchachos de Almonte están dispuestos a todo por estar cerca de su diosa. Cuando el alba desvela las tejas y la cal de las paredes, las escopetas enardecen. Las camareras se acercan a la divina pastora y lentamente deshacen su capote mientras que los chicos se desenfrenan. No cabe duda: las santas mujeres van haciendo tiempo para deshacer los alfileres, para doblar poco a poco el capote. Los hombres se suben de tono, y un forastero que no conozca el rito podría preocuparse por las camareras. Cuando los rayos de sol acarician el rostro de la Virgen, éstas le quitan el velo y los alaridos de placer suben en la mañanita de Almonte con los tiros que crepitan. Ahora los muchachos luchan por llevar la diosa al templo con la misma violencia que la del salto a la reja. Este ardor sigue en el interior de la iglesia de Almonte donde se pelean por alcanzar a la Virgen. Después de estos excesos, todo el mundo va a tomar chocolate con churros y aguardiente: precisamente, los estimulantes que se toman después de una noche de amor, y su relación con la Virgen es sugerida por el nombre de “palomita” que lleva la bebida correspondiente. Este ritual del traslado celebra así con especial claridad los dos aspectos de la divinidad: como mujer ella se presta a una exhibición, o mejor dicho a un divino striptease ritmado por sugerentes tiros de escopetas, como virgen sale de su capote con un encaje en la cara que los hombres le arrancan por intermedio de la camarera. Estos dos caracteres de la Virgen, que son evidentemente dispositivos rituales, parecen contradictorios. ¿Cómo pueden los rocieros compaginar la sexualidad de su diosa con su virginidad? Honor y vergüenza: los rocieros y sus mujeres Durante el rapto de la Virgen del Rocío, las mujeres de Almonte esperan generalmente a sus hombres en los alrededores del santuario8. Sin embargo, 7 En 1998 el antiguo capote fue reemplazado por un modelo creado por un gran modisto de Sevilla. Hubo quien condenó un uso publicitario de la Virgen, pero otros consideraron el evento como un homenaje a la belleza de su ídolo que era así honrada con la función de top model. 8 Se trata por supuesto del comportamiento tradicional. Hoy en día se ven mujeres en la iglesia cuando los chicos de Almonte dan el salto a la reja, y varias muchachas siguen el trono en el barullo nocturno. Como ocurre en la mayoría de los rituales, el rigor del reparto de los roles es proporcional a la conservación del sentido tradicional de la ceremonia.

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las únicas personas que pueden acercarse a ella fuera de la época de la romería, especialmente para vestirla, son mujeres (o algún hombre afeminado). Hace unos años el grupo de las camareras de la Virgen estaba compuesto por una solterona, una viuda y la hija de ésta. Pero el equipo ideal parece ser el que forman una soltera y su sobrina, y el modelo de la transmisión iría de tía a sobrina9. Existe también cerca de la Virgen un círculo de hombres cuya homosexualidad parece ser aceptada por fieles para quienes es normalmente un escándalo. Se puede pensar que en la vida cotidiana, y especialmente para su intendencia, la Virgen tiene alrededor de ella seres de sexo mal definido. En el santuario, su imagen está rodeada de dos figuras masculinas que no brillan por su virilidad: a un lado San José, su casto esposo, y al otro San Juan Bautista que prefirió que le cortaran la cabeza antes que ceder a los encantos de Salomé10. Las camareras son depositarias de un secreto que atormenta al imaginario masculino: ¿qué es lo que hay debajo del vestido de la Virgen del Rocío11? Cuando se les pregunta si lleva zapatos, cambian de tema. Este secreto da a estas mujeres un poder especial que se parece al de las viejas «sabias» un poco brujas que Julian Pitt-Rivers conocía en Grazalema (1989: 209-210). Ciertamente aparta de la divinidad a las verdaderas mujeres. Una leyenda sugiere el tipo de relaciones que existe entre la Virgen y las mujeres andaluzas. Durante el viaje de la Santa Familia a Belén, una serpiente espantó la mula que llevaba María. El animal dio un brinco e hizo caer a la Virgen que estaba embarazada, de tal manera que la caída hubiera podido matar al niño Jesús en gestación. En aquella época, la serpiente tenía patas. Desde entonces, para castigar al reptil del percance, Dios le obliga a reptar, y a la mula la condenó a ser estéril. Ahora bien, la serpiente y la mula representan las imágenes masculinas del comportamiento femenino: a la inversa de la Virgen, la mujer es peligrosa como la primera e imprevisible como la segunda (Brandes 1981; 1991). Los andaluces controlan celosamente al círculo social de sus mujeres, sean éstas esposas, hijas o hermanas. Hace unos años, en los pueblos tradicionales, las mujeres no podían estar en los lugares privilegiados de socialización que son las bodegas. La Virgen del Rocío que permanece detrás de la reja antes de ser raptada por los muchachos de Almonte, recuerda a la mujer que celebra el conocido tiento:

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El cargo de camarera puede ser asumido de otras maneras, pero depende siempre de una selección dentro del conjunto de las mujeres y a menudo esta selección tiene que ver con la condición de estar fuera de la sexualidad. Ver Albert-Llorca (1995: 215). 10 No es necesario desarrollar aquí las relaciones entre decapitación y castración. 11 Marlène Albert-Llorca (1995: 210) reflexiona con sutileza sobre este secreto.

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Que tenga rejas de bronce que rejas de bronce tenga, te voy a poner en un convento que tenga rejas de bronce pa que la gente no te vea ni la carita te roce.

Después de haber sido controlada por su padre y por sus hermanos, la mujer pasa a ser vigilada por su marido y, de manera más general, por todo su entorno. Las relaciones entre el padre de una muchacha y su enamorado son muy tensas durante el periodo de cortejo, pero se vuelven excelentes en el momento en que el noviazgo es oficial. La rivalidad se transforma entonces en una solidaridad viril. Pese a todas estas desventajas, las mujeres no adoptan actitudes de víctimas. Por el contrario, en sus relaciones con los hombres dan la impresión de estar en posición de fuerza. Ellos hablan de ellas como de seres potentes, y un poco como si se sintiesen amenazados. El cante flamenco expresa desgarradamente la perfección de la madre y la amenaza que representa la mujer carnal mencionada a menudo como «perdición de los hombres». ¿Porqué son las mujeres tan peligrosas? Primero, porque su sexualidad es imaginada como voraz y desenfrenada. Pueden captar la energía de los hombres que reside, según ellos, en el esperma. La «leche», como suelen llamar al semen, tiene en común con el de la mujer, su carácter vital12. Pero contrariamente a la leche femenina, la leche masculina es percibida como un producto perecedero y no renovable. De manera que puede agotarse y con él la virilidad y hasta la vida misma: Si quieres llegar a viejo guarda la leche en el pellejo

dice la sabiduría masculina. En Grazalema, la fama que tienen las viudas es una prueba del peligro que las mujeres representan para los hombres: se sabe que, después de haber agotado a sus maridos con su voracidad sexual, su apetito de hombres jóvenes es insaciable (Pitt-Rivers 1983a: 133). Este peligro es tanto más amenazador cuanto que los hombres suelen dar a sus órganos genitales un rol primordial y son incluso la sede de su «personalidad social» (Pitt-Rivers 1989: 118-119). El valor que es una virtud esencialmente masculina, reside en los testículos, y un hombre que carece de audacia adquiere la fama de ser «manso», es decir, doméstico y castrado, tal 12

Evidentemente queda por profundizar en las relaciones entre estos dos tipos de «leches», con la ayuda del psicoanálisis.

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como se le llama al toro sin cualidades contra el cual vitupera el público. Todos conocemos la expresión que se usa para explicar una acción inesperada o subversiva: «porque me sale de los cojones». Un hombre respetado toma una decisión «por cojones», y el individuo que ha logrado lo que quería es «cojonudo». Parece que el poder tiene su sede en sus testículos. Gran parte de la vida psíquica masculina parece oscilar entre los testículos que dan el poder y el pene que lo pierde en las mujeres. Como éstas tienen una sexualidad devoradora, pueden disminuir la virilidad de los hombres agotando su semen. Pero sobre todo pueden cometer adulterios y quitarles así su bien más preciado, es decir, su honor. El orgullo de un marido es, ante todo, la capacidad de defender el honor de su mujer, honor del cual el suyo es dependiente (Pitt-Rivers 1983a: 51). El honor masculino depende de la pureza sexual de su esposa, pero también de la de sus hijas y la de sus hermanas. La vergüenza femenina es la cara complementaria del honor masculino: así se reparten los papeles dentro de la familia nuclear. Esta «división moral del trabajo» (Pitt-Rivers 1983a: 124), como la llama acertadamente Julian Pitt-Rivers, afecta evidentemente el conjunto de la familia que posee un honor-vergüenza que los hijos heredan, tal que un patrimonio. Recíprocamente éstos pueden ofender el honor de sus padres. La pureza sexual de una hija recae sobre la de su madre y por lo tanto sobre el honor de su padre. «Los hombres son responsables del honor de sus mujeres, que se asocia con la pureza sexual, y su honor deriva en gran medida del modo como cumplen con esa responsabilidad» (Pitt. Rivers 1983a: 127). Una alboreá que celebra entre los gitanos la desfloración de la novia (alboreá que como lo hemos visto, se canta en las romerías a la Virgen) reza así: Mozuela, guárdala bien que son tres rosas lo que hay que ver. Estos gritos bendicen a tan bonita novia que a toa su familia le da la honra. Mozuela qué bien has estado que a tu familia l’as coronao.

La necesidad absoluta de preservar su honor, se explica por el hecho que, al igual que el esperma, es un género no renovable. Una vez que, por causa de una mancha sobre la vergüenza de una de sus mujeres, un hombre ha perdido el honor (y por lo tanto lo ha perdido toda su familia), éste ya no se puede recuperar: se dice que el honor es como un vaso roto. Y se entiende por lo tanto la angustia que provoca el más mínimo descarrío femenino.

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El hombre se considera responsable del modo de ser de sus mujeres, y los insultos más graves que puede recibir no se refieren a él sino a las mujeres de su familia. Por lo tanto exige de ellas una virtudes morales que de ninguna manera se aplica a él mismo. Una mujer que escapa al control masculino representa un peligro real; por eso hay que evitarle a toda costa las ocasiones de perder su vergüenza. Su territorio propio es el espacio doméstico del que no debe salir: «la mujer honrada, la pierna quebrada y en casa». La sociabilidad de una mujer es un peligro permanente para el hombre, y sólo después que haya pasado su vida sexual, especialmente después de su viudez, puede pretender un estatuto social. Queda claro que las mujeres tienen sobre los hombres un poder exorbitante: por una parte, amenazan su virilidad por su apetito sexual, y por otra parte, son poseedoras de un capital de vergüenza sobre el cual se apoya el bien más preciado: el honor masculino, que no es no solamente el del hombre, sino el de todo un linaje. Por eso el universo femenino del hogar familiar va asociado al del santuario que en su esencia se refiere a un lugar donde las reglas «normales» de agresión y de revancha están suspendidas. El santuario doméstico es aquel espacio de virginidad «fuera de juego» donde las reglas del honor y de la vergüenza no tienen razón de ser (Pitt-Rivers 1983a: 184-185). Nos recuerda naturalmente aquel otro santuario de la virginidad que representa la capilla de la Virgen del Rocío13. La Virgen del Rocío y la «división moral del trabajo» No obstante la Blanca Paloma se deja raptar de su santuario en medio de la noche, pasa de un hombre a otro, se deja violentar por ellos, y acepta sonriendo sus gritos y sus sudores. Regresa solo por la mañana, y la palidez que observan algunos es el testimonio de la orgía que acaba de celebrarse. Además, al final de su traslado, se presta a un verdadero striptease por medio de las camareras. ¿Acaso ese es el modelo femenino de los hombres que temen por su honor? ¿Donde está la vergüenza de la madre de Dios? Es que la Virgen tiene un don al cual ninguna mujer puede pretender: su virginidad es inmutable. Su vergüenza es así inexpugnable, y por lo tanto no amenaza a los hombres ni en su virilidad ni en su honor: ésta es la razón de la pasión rociera. La Blanca Paloma va exhibiendo su hijo cuando avanza en 13 Raymond Jamous (1981) cuenta cómo, en Marruecos, un extranjero que pide refugio y es acogido por un hombre después de haber ofrecido un sacrificio en el umbral de la casa, va a recogerse bajo las faldas de la esposa del anfitrión. ¿Existe una relación entre esa costumbre y la idea rociera de «meterse debajo de la Virgen»?

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medio de los hombres, pues ni siquiera su maternidad ha afectado a su himen. Al procrear sin sexualidad, la Virgen del Rocío es sin duda, para los andaluces, una mujer ideal. Por lo tanto se la puede amar sin riesgo, a gritos y sin miedo de perder su honor. Se puede uno poner bajo su poder sin temor, y hasta «meterse debajo de ella». La Virgen del Rocío permite a los hombres considerar, como en un sueño, la posibilidad de reproducirse sin pasar por la sexualidad femenina de la que hemos visto el carácter amenazador. Esta visibilidad triunfante de la Virgen es complementaria de la invisibilidad de las mujeres. María es una madre de alquiler: su hijo preexistente no ha sido engendrado ni por su esposo ni por la blanca paloma del Espíritu Santo, sino por el Padre. Ella hace soñar a los hombres no sólo con una mujersantuario que nunca les amenaza, sino además con el poder de reproducirse sin las mujeres, por una genealogía exclusivamente masculina (Jaulin s.f.). Vemos que lo que simbólicamente está en juego en el culto de la Virgen del Rocío es considerable: ella representa el contrapunto indispensable de un edificio social y moral del cual los hombres se escapan a través del rito que, como ocurre a menudo, se desarrolla aquí como un sueño. Su fabricación usa los dos procedimientos esenciales que he presentado antes. La diosa es proclamada mujer con una sexualidad construida por el ritual. Pero paralelamente su virginidad, que desde luego es propuesta por el dogma, es subrayada en hipérbole, por sus nombres, por sus relaciones con el Espíritu Santo, por su entorno y por algunos gestos de su culto como, por ejemplo, el quitarle el velo con los primeros rayos de sol. La sexualidad masculina está en el corazón de este culto como está en el centro de la corrida de toros, tal y como lo ha mostrado Julian Pitt-Rivers (1983b). Al dispositivo de un cristianismo específicamente andaluz que nuestro colega definió por la asociación entre la figura viril del toro y la mansedumbre del Cordero Divino, propongo añadir la mariolatría que aparece como complementaria. Bibliografía Albert-Llorca, M. 1995. La Vierge mise à nu par ses chambrières. CLIO, Femmes et Sociétés, 2. Albert-Llorca, M. 2002. Les Vierges miraculeuses. Légendes et rituels. Paris: Gallimard. Álvarez Gastón, R. 1975, El Rocío al examen. Almonte: Editorial Católica Española. Álvarez Gastón, R. 1977. Pastora y peregrina. Sevilla. Boff, L. 1986. Je vous salue Marie: l’Esprit et le féminin. París: Cerf. Brandes, S. 1981. Like wounded stags: male sexual ideology in an andalusian town. En Sherry Ortner & Harriet Whitehead (eds), Sexual Meanings: The Cultural Construction of Gender and Sexuality. Cambridge: Cambridge University Press: 216-239.

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Brandes, S. 1991. Metáforas de la masculinidad. Sexo y estatus en el folklore andaluz. Madrid: Taurus. (Traducción de Metaphors of Masculinity, Sex and Status in Andalusian Folklore. Philadelphia: University of Pennsylvania Press). Carrasco Manuel, Juan Márquez, Manuel Perales, Miguel Pichardo y Manuel Zurita, 1981. El Rocío. Fe y alegría de un pueblo. Granada: Editorial Andalucía, 3 T. Comelles, Josep María, 1984. Los caminos del Rocío, en Rodríguez Becerra, S. (ed.), Antropología cultural de Andalucía. Sevilla: Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía: 425-445. Congar, I. 1995. Je crois en l’Esprit-Saint, Paris, T. III, primera parte, capítulo 3 «Sur la maternité en Dieu et la féminité du Saint-Esprit». Paris: Cerf: 206-218. Infante Galán, Juan, 1971. Rocío. La devoción mariana de Andalucía. Sevilla. Jamous, R. 1981. Honneur & Baraka. Les structures sociales traditionnelles dans le Rif. Paris: Maison des Sciences de l’Homme/Cambridge University Press. Jaulin, A. La Vierge et le Politique. En Générations de vierges, Groupe de Recherches Interdisciplinaire d’Etude des Femmes, Travaux de l’Université de Toulouse Le Mirail Série A T. 40, Presses Universitaires du Mirail. Missel vespéral romain, 1955 présenté, traduit et commenté par Dom Gaspar Lefebvre et les moines bénédictins de l’abbaye de Saint-André. Bruges: Abbaye de St André. Murphy Michael D. y J. Carlos González Faraco, 2001. Los nombres de la Virgen del Rocío: imagen, territorio y comunidad en la evolución de una nomenclatura mariana. Actas del Segundo Encuentro Iberoamericano de Religiosidad y Costumbres Populares celebrado en Almonte. El Rocío: Centro de Estudios RocierosUniversidad de Huelva. Murphy Michael D. y Juan Carlos González Faraco, 2002. El Rocío. Análisis culturales e históricos. Huelva, Diputación de Huelva. Pasqualino, C. 1998. Dire le chant. Paris: CNRS-Editions de la Maison des Sciences de l’Homme. Pasqualino, C. 2000. L’étranglement de la voix. Signification d’une technique vocale chez les Gitanss d’Andalousie. Actes du colloque Vocalité dans les pays d’Europe méridionale et dans le Bassin méditerranéen. Chateau de la Napoule, Cannes. Pitt-Rivers, J. 1954. The People of the Sierra, Chicago: The University of Chicago Press. (Versión española: Un Pueblo de la sierra: Grazalema. Madrid: Alianza Editorial, 1989). Pitt-Rivers, J. 1977. The Fate of Shechem or the politiques of Sex. Essays in the anthropology of the Mediterranean. Cambridge: Cambridge University Press. (Versión española: Antropología del honor o política de los sexos. Barcelona: Editorial Crítica, 1979. Mis referencias están tomadas de la versión francesa: Anthropologie de l’honneur. La mésaventure de Sichem. Paris: Le sycomore, 1983a). Pitt-Rivers, J. 1983b. Le sacrifice du taureau, Le temps de la réflexion, IV. Ver la versión española en Revista de Estudios Taurinos, n°14/15, Sevilla: 77-118.

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Pitt-Rivers, J. 1992. Postcript: the place of grace in anthropology. En Honor and grace in Anthropology, J. G. Peristiany & J. Pitt-Rivers (eds.). Cambridge: Cambridge University Press, Pitt-Rivers, J. 2000. El toro de la Virgen. Grazalema (Cádiz), Revista de Estudios Taurinos, n° 14-15: 338. Antropología de la Tauromaquia: Obra Taurina Completa de Julian Pitt-Rivers. Sevilla. Romero de Solís, P. 1993. El Religiosidad popular, subversión teológica e identidad andaluza, en Francisco Velázquez-Gaztelu y Pedro Romero de Solís (eds.), El Rocío. Memoria gráfica y recuerdos literarios de un siglo. Sevilla: Tabapress SA.

FIESTAS DEL PASADO, FIESTAS PARA EL FUTURO Honorio M. Velasco UNED. Madrid

El orden del tiempo y el concepto de ciclo La tipología de las fiestas celebradas en las comunidades españolas se nos resiste a ser sistemática. Los intentos se han sucedido especialmente confiados en que lo que hemos dado en llamar el «orden del tiempo» nos ayudará a proporcionar una imagen de racionalidad a lo que sin duda es un tanto azaroso. Las fiestas aparecen así situadas en el calendario guardando alguna regularidad, apreciable en los siguientes ejemplos: TABLA 1.—Distribución en el tiempo de algunas fiestas religiosas. 24 de Junio: San Juan 8 de Diciembre: Inmaculada 25 de Marzo: Anunciación

— 25 de Diciembre: Navidad. —8 de Septiembre: Natividad de la Virgen. —25 de Diciembre: Navidad (antes, el 23 de Enero: Desposorios de la Virgen con San José). 2 de Febrero: Purificación — 2 de Julio: Visitación. 3 de Mayo: Invención de la Cruz — 14 de Septiembre: Exaltación de la Cruz. Miércoles de Ceniza — Pascua de Resurrección — Pascua de Pentecostés — Corpus

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Pero las regularidades advertidas siguen lógicas múltiples1 que se complican aún más cuando se entrelazan los códigos. Seguimos pensando que el modelo de ciclo es el gran instrumento organizador del tiempo cotidiano, del tiempo festivo, y del tiempo cotidiano enlazado con el tiempo festivo. Aunque se pretenda darle el carácter de modelo «natural» (por ejemplo, la sucesión de los días y las noches o de las estaciones), es más un modelo cultural, o un constructo presumiblemente hecho con materiales diversos artificiosa o forzadamente conjuntados. Tampoco en ese tiempo imaginario que llamamos «tradición», la configuración dominante de ese modelo, el ciclo anual, seguía tan obedientemente a la naturaleza, sino que en todo caso se revestía de la apariencia de seguirla. Y no pocas veces parecía que con él la naturaleza habría de seguir su curso tan regularmente como las sociedades esperaban de ella2. Por muchas razones, se diría que ese ciclo anual era la proyección de una gran metáfora biográfica que presenta el Año Nuevo yendo hacia Año Viejo, con las estaciones imaginadas como etapas de la vida (humana) y las fiestas como puertas de tránsito de una a otra (ritos de paso). Se completaba con otra gran metáfora, la de la regeneración, doblemente asentada en la cultura agrícola y en el sistema de parentesco, en el que los años se suceden como se suceden las cosechas y las generaciones. Ambas metáforas se encontraban ligadas en el código festivo de la Cristiandad que utiliza para la codificación los episodios de la biografía de Cristo, María y los santos y justifican la presencia de una larga serie de fiestas, no sólo estratégicamente sino también lógicamente distribuidas a lo largo del año. (A veces ambos factores, la localización estratégica y el sentido lógico, introducen algunas incongruencias en el sistema festivo. Por ejemplo, las debidas a la superposición de fiestas movibles y fiestas fijas: La Pascua superpuesta a la Anunciación, el Domingo de Santísima Trinidad superpuesto a San Antonio, el Corpus superpuesto a San Juan, el Primer Domingo de Adviento superpuesto a la Inmaculada, etc.). Por supuesto, esta codificación es el resultado de una larga elaboración histórica que se supone arranca de muy lejos en el tiempo, aunque no es fácil decidir desde cuándo ni tampoco es 1 Claramente algunas fiestas coinciden con los solsticios o los equinoccios, además guardan la distancia temporal debida unas con otras. Hace tiempo que se señaló la regularidad según una pauta cuarentenal de las fiestas movibles que tienen como eje la Pascua (Gaignebet 1971 y Leach 1972). 2 Este argumento parece muy aceptado, aunque no ha sido desarrollado en toda su extensión e implicaciones. La Candelaria, por ejemplo, es una de esas fechas que parece situarse como marca de una transición y del mismo modo las Cruces de Mayo o la noche de San Juan. Los rituales que se realizan en ellas tienen algun sentido respecto a la propia transición.

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tan fácil mostrar cómo o porqué se han ido produciendo en ella modificaciones y reelaboraciones3. Sin embargo, el concepto de ciclo es ambiguo y polisémico. Está usado y se ha hecho clásico referirse con él, como si se tratara de un tipo de fiestas, a aquellas cuya celebración se produce en tiempos diferenciados, que no son estrictamente las estaciones, pero que vienen a ser asimilados en parte a ellas. Especialmente lo usó Caro Baroja y de hecho su obra sobre fiestas está así concebida en ciclos, dedicando a cada uno un volumen. Primero El Carnaval, después, La estación del amor y luego, El estío festivo4. Pero su concepción de ciclo festivo, que entiende efectivamente como una tipología, la expuso en un trabajo poco conocido que publicó en uno de los dos volúmenes confeccionados con motivo de la exposición Europalia 85, que tuvo lugar en Bruselas, y se publicaron bajo el título genérico de Splendeurs d’Espagne et les villes belges 1500-1700. El trabajo de Caro se titula «Les fêtes espagnoles et leur rhytme» (1982). Los ciclos reseñados son: Navidad, Carnaval, Semana Santa (comenzando en Cuaresma), de Mayo a San Juan, estío y finalmente otoño, formado con las fiestas patronales. Añade, luego, las que llama «fiestas extraordinarias», esas que tienen lugar con ocasión de coronaciones, viajes reales, aniversarios de otros acontecimientos —dice— «en relación con la vida pública, la vida civil y la monarquía, y finalmente las canonizaciones de los santos y otros hechos importantes de la vida religiosa» (Caro Baroja 1982: 179). Exceptuando estas últimas llamadas «fiestas extraordinarias» —a las que luego volveremos— se observará que el concepto de ciclo es algo más complejo que una referencia temporal puntual. Si se toma como una categoría, un tipo, se entiende que agrupa a fiestas con determinadas características de sus formas rituales —y que de hecho Caro intentó establecer—, como ofrendas, máscaras, enramadas, corridas y encierros de toros, etc. El intento de caracterización de las formas festivas siempre acaba forzando un tanto las cosas, puesto que es fácil descubrir que hay formas características supuestamente de un ciclo determinado que también se encuentran en otro, pero habría que atribuirle algun interés, que se convierte en intrigante, si se postula que esas formas festivas tienen la trascendencia de símbolos a los que se atribuye determinada eficacia o al menos una función significativa en relación con —y eso es lo comprometido— la comunidad y sus vicisitudes (incluyendo entre ellas el medio ambiente y el territorio que ocupan), que se 3 No es tan fácil mostrarlo, por ejemplo, acerca de la Navidad, aunque sí de fiestas como El Corpus. (Para una bibliografía sobre ésta, C. Franco y A. Rodríguez 2002: 519-544 y F. G. Varey 1962). 4 En el cap. IX del primero de ellos se encuentra bien desarrollado uno de los sentidos de la idea de «ciclo».

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asumen como diferenciadas (pautadamente diferenciadas) a lo largo del año. La pregunta entonces es (sería): ¿ejercen las máscaras o las enramadas o cualquier otro ritual alguna eficacia simbólica sobre la comunidad precisamente en un tiempo determinado y no en otro? Si se concede que la pregunta es pertinente, cabría reconocer en ella cierta intriga. La idea parte, efectivamente, de que las fiestas llamadas «tradicionales» son diferenciadas unas de otras por sus formas, es decir, por los rituales que en ellas se desarrollan, y que esa diferenciación al menos es análoga a la concepción diferenciada de los tiempos. Es por eso que esta tipología asume la diferenciación del año en estaciones y en cierto modo se superpone a ella. El atractivo de esta sugerencia no está sólo en que se considere que los tiempos proporcionan motivos diferenciados para ser convertidos en formas festivas, en elementos rituales, sino también, que se considera que estos motivos (más prudentemente dicho, algunos de ellos) están tan adecuados al tiempo y circunstancias de celebración que fuera de ahí estarían «descolocados». Es decir, que —es un ejemplo— los encierros de toros en Nochebuena, no se hacen sólo porque el tiempo no acompaña, sino porque estarían fuera de lugar, no tendrían sentido, que es lo mismo que decir que perderían eficacia simbólica. («Motivo» está usado aquí intencionadamente, es un término de uso antiguo en el Folklore europeo. [Thompson 19551958]). Pero el concepto de ciclo no es del todo equivalente a un tipo, pues recoge una secuencia de fiestas. El ciclo de Navidad, por ejemplo, comenzaría después de la Inmaculada (algunos señalan que con Santa Lucía) y acabaría en Reyes. Tiene su tiempo álgido en la Nochebuena y la Navidad, con el solsticio de invierno, pero engloba toda una serie de fiestas como San Esteban, los Inocentes, San Silvestre, Nochevieja, Año Nuevo, ... En otro sentido es un ciclo, en que, como muestran ciertas prácticas, —los aguinaldos, por ejemplo, pero también la instalación de belenes, los villancicos, los dulces del tiempo, etc.— los rituales festivos se extienden de antes a después ocupando en parte el tiempo estrictamente no festivo e irradiándose en él como si efectivamente no fuera un tiempo delimitado, una fecha, sino un tiempo fluyendo, un período de varios días, no necesariamente seguidos sino trascurriendo en proceso. Cualquiera de los otros ciclos festivos lo es en este doble sentido. Pero, en un análisis más minucioso, se podría llegar a descubrir que ambos sentidos pueden ser tomados como dos tipos, no dos tipos de fiestas, sino dos tipos de ciclos. Uno de ellos, el primero, toma una serie de fiestas próximas en el tiempo como estructural y formalmente similares y, de hecho, para apreciarlo se procede por método comparativo agrupando fiestas celebradas en distintas comunidades y que tienen relativamente similar relevancia en cada una de

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ellas, de forma que pareciera que son indistintamente celebradas, no siendo, como se advierte, coincidentes en la fecha, sino integradas en un mismo amplio periodo de tiempo. Se percibe con claridad en el otoño festivo, considerado como un ciclo, que se constituye por agrupación de fiestas patronales de las distintas comunidades, celebradas en distintos días y, como se sabe, para conjuntos de poblaciones próximas, cuidadosa y celosamente distribuidas según el principio de no coincidencia. Pero este mismo sentido de ciclo es el que está en la agrupación de fiestas como las antes señaladas e indica que, pese a que muchas poblaciones coinciden en la celebración de la Nochebuena y la Navidad no en todas se les da la misma relevancia, e incluso en algunas se celebran con tanta o más intensidad otras fiestas como las antes citadas de Santa Lucía, San Esteban, Inocentes, San Silvestre, Nochevieja,.... Y lo mismo puede decirse de otros ciclos, los de Pascua, Mayo, etc. Este sentido de ciclo traduce por supuesto la idea de que el orden del tiempo no es estrictamente el mismo en todas las comunidades y que, pese a los calendarios oficiales, de hecho cada una de ellas celebra su propio sistema de fiestas. (Al menos en las sociedades tradicionalmente cristianas europeo-mediterráneas). Es decir, lo que se llama el calendario festivo vivido aun amparándose en el calendario oficial parece en buena medida otro y está integrado por una serie de fechas señaladas cuya intensidad de celebración es variable de unas poblaciones a otras. El segundo sentido de ciclo toma una secuencia de fiestas como antecedentes o consiguientes de una, se dijera, fiesta principal, mayor, o en suma, culmen del ciclo. Como si estuvieran integradas en una unidad mayor, una serie de fiestas a veces cronológicamente situadas según cierta regularidad son celebradas por una comunidad o población determinada. Los modelos clásicos son el Carnaval que en su versión corta va de Jueves Lardero, Viernes o Sábado a Miércoles de Ceniza, pasando por Domingo Gordo, Lunes y Martes de Carnestolendas. Y su contrapartida, el de Pascua, comenzando por Miércoles de Ceniza, luego los Domingos de Cuaresma, la Semana de Pasión con el Viernes de Dolores y la Semana Santa que culmina con el Sábado de Gloria y el Domingo de Resurrección y aún continúa con Lunes y Martes de Pascua. También las fiestas patronales que generalmente duran varios días y, a veces, bien marcados con sus respectivas denominaciones como en Soria en San Juan: Miércoles, el pregón, Jueves, la saca, Viernes, de toros, Sábado agés, Domingo de calderas, Lunes de bailas, Martes a escuela. Y aún en poblaciones menores (Pozuelo del Rey, Madrid), la Función es un ciclo de tres días, el de la pólvora, el de la Patrona y el de toros (Velasco 1984). Y lo que es más, en ocasiones y en poblaciones concretas o para sectores de ellas, bien parece que en todo el año haya una sola fiesta y que las demás sean tan sólo etapas hacia ella o recuerdos de ella. (Miembros de

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las hermandades del Rocío, integrantes de las comparsas del Carnaval en Cádiz, falleros de las fallas de San José en Valencia, cofrades de las cofradías de Semana Santa de Sevilla, devotos de las Vírgenes patronales, etc. coinciden todos ellos en marcar el año festivo por una serie de celebraciones menores que se entienden todas preparativos o consecuencias de la gran fiesta.) Este otro sentido de ciclo traduce la idea de que el orden del tiempo se forma dando al tiempo cotidiano la función de tiempo de espera, un periodo que acaba en fiesta. Y que las fiestas menores a su vez son momentos de aliento en esa espera que por fin acaba en la fiesta mayor, para volver a empezar otra vez después de celebrada. Se concibe así el tiempo como trascurriendo de salto en salto, de fiesta en fiesta. Como puede apreciarse, el primer sentido configura el ciclo desde fuera, desde una visión exterior y comparativa entre las poblaciones que halla en ellas variaciones sobre los mismos temas. El segundo sentido configura el ciclo desde dentro, desde una vivencia interna de las comunidades, pero como si una sola fiesta no fuera suficiente o como si una gran fiesta requiriera para su celebración adecuada alargarse pautadamente en el tiempo. El modelo de ciclo y sus diversas realizaciones ha sido y está siendo reelaborado, no tanto como decir que continuamente reelaborado, aunque sí ha sido y es objeto de reelaboraciones en tiempos históricos anteriores y en la actualidad. Todo un conjunto de fenómenos producidos en las últimas décadas del siglo XX pueden ser contemplados como reelaboraciones de los ciclos festivos: fiestas que dejaron de celebrarse, fiestas que se trasladaron de fecha, fiestas que se recuperaron y fiestas que se inventaron,... Son reelaboraciones del modelo en muchas comunidades que en buena medida parecen haber terminado por configurar los ciclos festivos anuales según pautas variadas. En algunas poblaciones van quedando diseñados dos ciclos, el de invierno y el de verano. El primero reproduce y aglutina los ciclos «tradicionales» de invierno a San Juan manteniendo algunas de sus características formas rituales, el segundo alberga la fiesta patronal, a veces trasladada desde cualquier otro tiempo, con las dimensiones de un ciclo corto, pero intenso, que se alarga con actividades ininterrumpidas durante una o dos semanas. En otras poblaciones, casi todas las fiestas se han reestructurado en función de la relevancia adquirida por una de ellas. Intensificación festiva que no pocas veces se debe a factores exógenos tales como la expectación creciente por parte de un turismo ávido de emociones «culturales». Se siguen en parte los diversos ciclos en correspondencia con las estaciones o con la oscilación y la variación de las actividades sociales y económicas de las comunidades, pero también se perciben en ellos desfiguraciones, mientras que la fiesta principal reclama preparativos cada año más adelantados o se alarga su celebración en más cantidad de días. Hay poblaciones en las cua-

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les los distintos sectores y grupos se involucran en celebraciones según pautas diversas, incluso puede llegar a proponerse la participación en fiestas que tienen lugar en otros puntos distintos y distantes de sus lugares de residencia habitual. Caben sin duda otras posibilidades. Cabría constatar que, como ya se ha dicho, en contra de las predicciones realizadas en los años sesenta y setenta, con la modernidad, en España y en otros países del Mediterráneo, no sólo se han incrementado en número y en intensidad de celebración las fiestas (Boissevain 1992), sino que los ciclos festivos no se han deshilachado y desestructurado hasta devenir en tristes reflejos de lo que eran; en todo caso se han reconfigurado y en ocasiones se han fortalecido haciéndose más consistentes, o han adquirido una trama lógica, que utilizando viejos elementos encaja ahora también pero de otra manera. El modelo de ciclo, como se ha advertido, permite enlaces y encadenamientos de configuraciones menores en otras mayores y más abarcantes hasta completar el año, plenitud que en realidad sirve de enlace con el siguiente. Ésta es una de las utilidades principales del modelo, a la que también se hacía alusión antes. Consiste en proporcionar la imagen de que el tiempo pasa, pero que se repite, a la vez una imagen de completitud (con apertura y cierre) y de continuidad (Leach 1972). Además hay fiestas (no muchas) que se sitúan en ciclos plurianuales, cuya lógica es menos fácil de establecer. Una breve lista puede ser la siguiente: TABLA 2.—Algunas fiestas de ciclo plurianual Población Aspe El Paso El Hierro Chiva de Morella Tuéjar Potes Almonte Aras de Alpuente

Motivo de celebración Bajada de la Virgen de las Nieves Bajada de la Virgen del Pino Bajada de la Virgen de los Reyes Traslado de la Mare de Deu del Roser Entramoro Sagrado Corazón en el Pico San Carlos Venida de la Virgen del Rocío Entramoro

Pauta temporal Cada dos años Cada tres años Cada cuatro años Cada cinco años Cada cinco años Cada cinco años Cada siete años Cada siete años

(En Chiva de Morella, y al menos a partir 1925, se hacía la fiesta del Roser cada diez años. Fue en 1960 cuando se estableció celebrar la bajada cada cinco. En Almonte, la pauta de siete años para la Venida de la Virgen del Rocío data de 1949. En El Hierro, de 1745 a 1977 la celebración de la bajada de la Virgen se hacía en el mes de Mayo y durante un gran periodo de tiempo venía a coincidir con la llegada de los indianos afincados en Cuba, el traslado a fines de Junio parece ser debido al deseo de coincidencia con el retorno de los jóvenes que estudian fuera de la isla. Los datos proceden de varias Guías de fiestas).

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Durante buena parte del siglo XVII, la Virgen de las Nieves bajaba a Santa Cruz de La Palma por distintos motivos, pero especialmente por sequías prolongadas. En 1676, el obispo Bartolomé García Jiménez «viendo la notable falta que avía (sic) de lluvias» dispuso el traslado a la parroquia de la ciudad cada cinco años a partir de 1680. Se hacía entonces coincidiendo con la Candelaria. Y así se celebró hasta 1845 año en el que se trasladó la bajada al segundo domingo de Pascua. En 1925, se produjo otro traslado a la primera quincena de Junio. Y más recientemente al sábado más cercano al 15 de Julio para ser devuelta al santuario el día de las Nieves (5 de Agosto). Un documento de 1765, la «Descripción verdadera de los solemnes cultos y célebres funciones que la mui noble y leal ciudad de Sta. Cruz en la ysla del señor San Miguel de La Palma consagró a María Santísima de las Nieves en su vaxada a dicha ciudad en el quinquenio de este año», explica en el folio 1: «... con ellos nace la debocion, en la tradición de sus mayores y enxemplo de sus padres, y con ellos cresce, pues apenas en las comunes y expesiales congojas necesitan alibio, alli le hallan; con ellos vive, pues pocos son los que todos los años... y pocos, uno a lo menos desea ir a visitar a la Señora en su iglesia; por cuya causa el Ilmo. y virtuosísimo señor Ximenes, a diferencia de las otras imágenes de Canarias, dispuso viniese esta Señora de las Nieves cada lustro a esta Ciudad, con cuya esperansa entretienen sus havitadores la vida, en que sin ver este passo, mueren midiendo en la expectasión de su vajada lo brebe de un lustro por la dilación de un siglo» (p. 19)5. No pocos ciclos lustrales se encabalgan sobre los años terminados en cinco y en cero, cuya racionalidad habrá que atribuir no a la magia de los números sino tal vez a la facilidad mnemotécnica. (Aunque cabría sospechar en algunas zonas de Canarias algun intento de seguimiento de los ciclos de sequía.) Los ciclos son pues recursos culturales que elaboran el tiempo. Tales recursos proporcionan la forma de convertir fiestas del pasado en fiestas del presente. Las fiestas del ciclo anual son necesariamente fiestas del pasado, pero pasan continuamente por ser fiestas del presente. Las fiestas de ciclos superiores a un año son aún más necesariamente fiestas del pasado, pero a la vez postulan hacia futuro la posibilidad de integración del pasado en el presente o del presente en el pasado. Aunque tal vez lleven adherida la creencia en un límite percibido en la eficacia de ese recurso como integración (¿cada siete años?).

5 El documento ha sido publicado en una cuidadosa edición de A. Abdo, P. Rey y J. Pérez (1989).

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Fiestas excepcionales (otros ciclos) El modelo de ciclo no recoge sin embargo todas las fiestas (aunque de hecho engloba de una u otra manera a casi todas ellas). No todas, porque, como había observado Caro Baroja, excepcionalmente las poblaciones celebran acontecimientos únicos previstos o imprevistos (no sólo, pero entre ellos los más destacados en tiempos pasados fueron las visitas a las poblaciones de monarcas, y también en tiempos más recientes las de determinados jefes de estado, a las que se podría añadir las victorias políticas, y ¿cómo no? las deportivas, etc.). Celebraciones que en la mayoría de las veces son promovidas por las instituciones y los poderes públicos. Las fiestas que se celebraban para recibir a los monarcas es uno de esos tipos al que los historiadores de la Literatura y del Arte le han prestado gran atención, pero muy poco estudiado desde la Antropología. Las Relaciones de fiestas fueron casi un género en los siglos XVII y XVIII en España y en Europa y en ellas se describían con gran detalle, empleando casi siempre una ampulosa retórica que las convierte en ilustraciones paradigmáticas del halago y de los mecanismos publicitarios del poder político6. Este tipo de fiestas remite aparentemente a la génesis imaginada de la fiesta, que aun siendo un recurso cultural pautado se le supone un fenómeno social tan espontáneo como efímero. Lo que no deja de ser una paradoja pues en tanto que recurso pautado se desvirtuaría ese componente de intensidad, de vivencia y de inmersión en carisma que se atribuye a la espontaneidad festiva. Cultivan la excepcionalidad del acontecimiento, pero es fácil descubrir que, desde la perspectiva del poder político, el hecho de hacer notar su presencia entre los sectores de población de sus súbditos era una estrategia que utilizaba la proximidad (excepcional) para dar mayor trascendencia a la desigualdad y distancia que su papel encarna y que hacía del recorrido una marcación sistemática del territorio bajo dominio. En las versiones actuales, estas fiestas ad hoc, más que fiestas espontáneas son, por el contrario, elementos integrantes de un modelo en el que el tiempo parece concebirse como un trayecto de vicisitudes oscilante en el que se reservan determinados momentos para que la euforia compense los otros depresivos. Es otro modelo de ciclo. Ese recurso cultural que consiste en disponer fiestas para los momentos excepcionales (en la biografías personales y en la vida colectiva) es complementario del otro modelo de ciclo hasta el punto de servir de pretexto 6 La bibliografía en torno a la fiesta barroca, incluyendo la reproducción de muchas de estas Relaciones y Descripciones de fiestas, es ya demasiado copiosa para exponer aquí. En el catálogo de la exposición «Verso e Imagen» (1993) hay un buen acopio. También en F. J. Campos (2002).

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para incrementar el número de fiestas, ... pero a la vez remite a una concepción cultural sobre el tratamiento de lo excepcional que exige la interrupción de la cotidianidad entendida como normalidad en dos formas básicas: como duelo o como fiesta7. Fiestas del pasado Hay no obstante un buen número de fiestas que se incrustaron en el calendario con fecha fija rememorando algún acontecimiento pasado. Las transformaciones histórico-políticas en la vida de los pueblos han quedado reflejadas en fechas determinadas a las que institucionalmente se les ha conferido el status de «fiesta» proyectando así en el orden del tiempo el establecimiento de un orden sociopolítico nuevo. Así entre las fiestas comunes para los ciudadanos de los Estados modernos están las que conmemoran los acontecimientos que se reconocen les dieron origen. También siguen lógicas múltiples. A veces se celebra una revolución, que sin duda es un proceso de dimensión temporal continuada, pero que se refleja en una fecha que corresponde a la de alguna de las primeras revueltas o batallas y que adopta el carácter de representativa —desde entonces devenida en «histórica»—. Otras veces, la fecha con la que se conmemora es la de la proclamación institucional, el final de un proceso constituyente. Incluso en ocasiones, la fecha de la conmemoración ha sido establecida convencionalmente sobre el supuesto de que pudo haber ocurrido aproximadamente en ese tiempo concreto. En no pocos casos, la implicación es que la instauración de una nueva fiesta ha conllevado la supresión de otra anterior, que a su vez al ser instaurada conllevó la supresión de otra. (En el siglo XX, en España, a la celebración de las fiestas de la monarquía —nacimientos, bodas reales, etc.— sucedió la de la instauración de la República y luego la del régimen de Franco y finalmente la proclamación de la Constitución Española, a la que se añaden las fiestas de las Comunidades Autónomas, cuyas fechas de celebración también siguen lógicas múltiples8). El que las comunidades locales conmemoren acontecimientos «históricos» considerados propios o especialmente relevantes para ellas no es un fe7 Se trata de una concepción folk a veces enunciada en las poblaciones rurales castellanas por quienes conciben la vida y la vida social con «momentos buenos» y «momentos malos» y que sitúa en una posición ambigua a las celebraciones funerarias, de las que nunca se sabe si son «fiestas» o no. 8 El número 8 de la revista Antropología (octubre 1994) dedicó un dossier al «Tiempo, memoria y ritual», en el que se exponen y discuten algunas de estas pautas de elaboración cultural del tiempo.

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nómeno reciente, pero tal vez lo sea más el hecho de que algunas, en los últimos tiempos, hayan utilizado el recurso de la historia como «motivo» de fiesta. Un listado meramente ilustrativo de ellas: TABLA 3.—Algunas fiestas «históricas» Población Granada Ciudadela Móstoles Jaca Játiva Ciudadela Bailén Nájera Guetaria Catoira Candelaria Ribadavia Barlovento Ferrol Oña Las Palmas Calvia Aranjuez Tuineje Guía de Isora Monzón

Motivo de la fiesta La Toma Procesión els tres tocs Levantamiento Victoria frente a los moros en 761 Acto (Resistencia a Felipe V) Fiesta patriótica Batalla de Bailén Crónicas Najerenses Desembarco de Elcano Romería Vikinga Ceremonia de los guanches Festa da Historia Batalla de Lepanto Batalla de Brión Cronicón de Oña Fiesta de La Naval Festes del Rei en Jaume Motín Batalla de Tamsite Fiesta del Volcán Bautizo del alcalde

Fecha de celebración 2 de Enero 17 de Enero 2 de Mayo Primer Viernes de Mayo* 17 de Junio 9 de Julio 19 de Julio Julio* 6 de Agosto 10 de Agosto* 14 de Agosto* 31 de Agosto* Mediados de Agosto Finales de Agosto (Domingo)* Mediados de Agosto* Octubre* 8 de Septiembre Primeros de Septiembre 13 de Septiembre Tercer Dom. de Noviembre 4 de Diciembre

(El * indica una fecha de celebración que no se considera fija porque coincida con la fecha de ocurrencia del acontecimiento celebrado). (Los datos proceden de varias Guías de Fiestas y estudios monográficos sobre las fiestas).

Una de las denominaciones que aparecen en el listado anterior es la de la «Festa da Historia» que se revela sintomática, pero que enseguida lleva a apreciar la polisemia del significado del término «historia» cuando se la toma como «motivo» de la fiesta. En primer lugar habría que advertir que es común aducir acontecimientos «históricos» para muchas de las celebraciones religiosas estrictamente insertadas en ciclos. No pocas fiestas de santuarios están fijadas en el calendario por conmemoración, por ejemplo, del hallazgo de la imagen o por la ayuda celestial recibida por la colectividad en el pasado en un momento de riesgo de catástrofe, etc. Incluso superpuestos a fiestas de los ciclos litúrgicos se conmemoran acontecimientos pasados

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(como la Pinochada en Vinuesa, etc.) o en realidad habría que decir que no pocas veces relatos «históricos» refuerzan el carácter tradicional de los rituales festivos (los hombres de musgo en el Corpus de Béjar, etc.) Y llevada la tradición al rango de trascendencia con el que se suele llevar, se podría decir que muchas de las fiestas tradicionales son prácticamente «Festas da Historia», puesto que incorporan en sus formas festivas algún elemento que remite a acontecimientos o ambientes del pasado (los lugares, los trayectos, el vestuario, las danzas, los cantares, los gestos, la gastronomía, etc.). Pero en el listado anterior la «historia» aparece explícitamente como «motivo», es decir, no sólo como razón y supuesto origen de la fiesta, sino como tema que proporciona la forma ritual (que deviene así la representación del o de los acontecimientos del pasado). La representación comienza con la propia fecha. Uno de los rasgos primeros de las fiestas que toman como motivo la historia y que suele presentarse como fidelidad al pasado es su fijeza —en unos casos más estricta que en otros— en el calendario a una fecha determinada de ocurrencia (y que por tanto se entiende fuera de los ciclos). Aunque tal fecha de ocurrencia fuera en origen un diseño para una ritualización. La fiesta de La Toma en Granada conmemora la conquista de la ciudad y la entrega de La Alhambra un dos de enero, pero se sabe que la conquista real de Granada se produjo antes y que tras una capitulación pactada, fue programada y escenificada La Toma el dos de enero de 1492 (viernes, por cierto). Es decir, ese día no fue el de una batalla ganada, fue más bien el de un acto ritual como consecuencia de un largo asedio, lleno de episodios de combate y de negociaciones. Y habría que añadir que en realidad la primera fiesta de celebración fue la de la entrada de los Reyes Católicos en la ciudad que tuvo lugar el 6 de Enero, festividad de los Reyes, acompañados de una gran comitiva, que abría una escolta de caballeros cubiertos de arneses y montados a caballo, a los que seguía el príncipe Don Juan y a su lado el Gran Cardenal y el que sería después Arzobispo de la ciudad, Hernando de Talavera, justo antes de la reina con sus damas y el rey en caballo arrogante y finalmente el ejército marchando al compás de pífanos y cajas, con banderas desplegadas. Entraron por la puerta de Elvira y luego por Calderería hasta la Mezquita que fue purificada y continuaron hasta la Plaza Nueva y luego hasta la Alhambra donde los Reyes recibieron pleitesía de los caballeros de Castilla y de los magnates moros9. Trascurrieron varios lustros antes de que se instituyera la fiesta anual de conmemoración, mientras tanto La Toma tan solo se recordaba por los tañi9 Todo el análisis de la fiesta de La Toma se basa principalmente en M. Garrido Atienza (1891). En concreto estos primeros datos los toma Garrido de la Historia de Granada de Lafuente Alcántara, publicada en 1846.

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dos de la campana mayor a las tres de la tarde (hora en la que se produjo) y una misa semanal los miércoles dicha por los canónigos al tiempo de la hora tercia. (Estos datos proceden sin embargo de relatos escritos en el siglo XVIII). La fiesta fue instituida en 1516 y la fecha elegida fue el día dos de Enero y lo hizo el Rey Fernando en su testamento suscrito unos días antes de morir en Madridejos. No fue pues una institución realizada desde y por la ciudad, sino desde y por la monarquía, asumida, eso sí, por la iglesia de Granada según documento de 1517: «... que el día de la dedicación e toma de esta cibdad de granada, a dos días de enero del año que paso de 1492, se hiciese en cada un año, para siempre jamás una procesión general por dichos señores dean e cabildo e de todas las iglesias desta cibdad que buenamente podiese. En la qual dicha procesion, ayan de estar el pendon y estoque que su alteza dexo y la dicha señora Reyna Jermana e albaceas enviaron para ello. Que se aga e guarde en el principio, medio... e fin de la dicha procesyon, la manera e la forma que se yeba en la santa yglesia de sevilla el dia de sant clemente de cada un año....» (Garrido Atienza 1891: 16-17). Así quedó establecido, pero pese a la fijeza de la fecha, hay ya durante el XVI dos procesos típicos de modificación. Uno muy temprano, pues empezó a darse en los años siguientes al de la institución. La procesión se celebraba no ese día, sino el domingo siguiente a la Circuncisión. Luego volvió al día dos. El otro casi a finales de ese siglo: no se reducía la fiesta a un solo día sino que se amplía el tiempo festivo, con actividades que ya no se ciñen a la procesión sino que comienzan el día anterior con luminarias y música y se rematan la tarde del dos con lidia de toros y juegos de cañas. Por supuesto, la fiesta de La Toma de Granada no es única. Hubo muchas fiestas de la Toma y han continuado celebrándose algunas (Zahara, Ciudadela y Palma, etc.) en sus fechas instituidas (González Alcantud y Barrios Aguilera 2000). Aunque no habría que dejar de destacar la coincidencia con el comienzo de año en La Toma de Granada y en la Festa del Estandart en la ciudad de Mallorca (Quintana 1998). Como la coincidencia que celebraron los revolucionarios franceses entre el equinoccio de Otoño, denominado Primero de Vendimiario y la constitución republicana. Y con ello su aparente inclusión dentro de un ciclo. Pero parece que se trata de coincidencias. En la medida en que la propia fecha del acontecimiento no es estrictamente una ocurrencia (más o menos azarosa) sino que ha sido instituida, es la determinación de un acto ritual lo que se considera el inicio de un tiempo (y el final de otro, por supuesto). El pasado conmemorado no es nunca pasado indefinido. El tiempo «histórico», que es un tiempo percibido desde el presente, tiene un inicio, unos inicios. Se trata del pasado re-presentado. El mensaje trasmitido es que la fiestas históricas no son sólo conmemoraciones de acontecimientos sino celebraciones de actos primeros e instituidos, celebraciones de la continuidad.

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Pero el aspecto sustantivo de la representación en estas fiestas es que las formas rituales que dan cuerpo a la celebración reproducen los acontecimientos que las fundamentan. Lo que implica, entre otras cosas, que parecería inadecuado que las formas remitieran a otros «tiempos históricos» diferentes. TABLA 4.—Algunas fiestas de Moros y Cristianos en el Levante español Población

Denominación de la fiesta

Alcoy Bañeres Biar Callosa de Ensarriá Campo de Mira Castalla Cocentaina Crevillente Elche Elda Ibi Jijona Monforte del Cid Muchamiel Muro de Alcoy Novel Onil Orihuela Petrel Sax Villajoyosa Villena Agullent Albaida Bocairente Onteniente Caudete

San Jorge San Jorge Nuestra Sra. de Gracia Virgen de las Injurias San Bartolomé Virgen de la Soledad San Hipólito San Francisco de Asís Ofrenda a La Asunción San Antonio Virgen de los Desamparados San Bartolomé y San Sebastián Inmaculada Virgen de Loreto Virgen de los Desamparados Sta. Magdalena Virgen de la Salud Stas. Justa y Rufina S. Bonifacio San Blas Sta. Marta Virgen de las Virtudes S. Vicente Ferrer Virgen de Remio San Blas Cristo de la Agonía Virgen de Gracia

Fecha 23 de Abril 23 de Abril 9 de Mayo 2 Domingo de Octubre 24 de Agosto 1-4 de Septiembre 2º domingo de Agosto 4 de Octubre 1 Domingo de Agosto 13 de Junio 2º domingo de Septiembre Domingo sig. a 24 de Agosto 8 de Diciembre 9 de Septiembre 2º domingo de Mayo 20 de Julio 28 de Abril 17 de Julio 14 de Mayo 3 de Febrero 29 de Julio 8 de Septiembre Dom. después de Pascua 7 de Septiembre 3 de Febrero Ult. Domingo de Agosto 8 de Septiembre

En muchas poblaciones españolas hay una representación «histórica» que pudiera ser tomada como paradigmática, las fiestas de Moros y Cristianos. Pero significativamente estas representaciones están vinculadas a las fiestas patronales de los distintos pueblos y por el contrario las varias Fiestas de La Toma no son fiestas patronales, se refieren todas ellas explícitamente a las celebraciones de victorias de los cristianos sobre los moros. Parece como si

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las fiestas de Moros y Cristianos se hubieran integrado en los modelos de ciclo de las comunidades de modo que al hacerlo ya no fueran históricas, mientras que las fiestas que conmemoran la victoria de los cristianos sobre los moros sí lo fueran (y de hecho, aunque estén encajadas en los ciclos, su referencia primaria es la fecha de ocurrencia del acontecimiento que se conmemora.) No es una lista exhaustiva, pero la pauta es más que clara10. No pocas poblaciones justifican legendariamente la celebración por conmemoración de la defensa que el santo protector hizo de ella cuando ya cristiana fue intentada de nuevo conquistar por los moros. La documentación sobre celebraciones de moros y cristianos antes del XVII es escasa, pero es bien sabido que las comedias de moros y cristianos se difundieron de modo general durante el XVIII y se integraron en las celebraciones festivas de algunas poblaciones durante el XIX y aun de otras en el XX y bastante recientemente. Uno de los textos más antiguos es el que aun se representa en Caudete (de fines del XVI). Con los «Episodios caudetanos» (denominación laica) se celebra a la patrona, la V. de Gracia, un 8 de Septiembre, fiesta de la Natividad de la Virgen, conmemorando la reconquista que hizo de la población el rey Jaime I en ese día y el hallazgo de la imagen de la Virgen que realizó al día siguiente un pastor. Una fusión demasiado sintomática (Domene Verdú 1999; 2000). Las representaciones de Moros y Cristianos hacen tan explícitos los «motivos» históricos que los convierten en parodia; en realidad, son formas festivas que parecen haberse despegado de la funcionalidad de trasmisión del mensaje histórico y remiten más bien a la vida social, con sus fidelidades y sus rupturas, sus armonías y sus conflictos, y a los temores y placeres de las comunidades que las representan. Destacan en ellas algunos puntos: • La incorporación de la población como actores de la representación, con lo que se produce una integración de la comedia en la fiesta y de la fiesta en la comedia y produce el efecto de una indistinción entre la actuación y la vivencia de la fiesta (que por otra parte recuerda a lo que dicen que producía la tragedia griega). Pero ésta se adivina una cuestión más relevante que no sólo atañe a esta fiesta y que implica al concepto de representación seguramente demasiado lastrado de connotaciones teatrales. La representación festiva pudiera tener un tanto de la eficacia simbólica que la representación teatral tiene más diluida —no es que carezca de ella—. En parte es cuestión del sujeto social implicado que se halla comprometido en ella. 10

Los datos proceden de J. L. Bernabeu (1981).

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• Una secuencia pautada de episodios escenificados que de hecho han sido miméticamente reproducidos de unas poblaciones en otras (como si se tratara de un guión de éxito), con personajes similares que dicen textos similares a propósito de conflictos y de resoluciones similares. Los textos son cultos y la construcción normativa, la secuencia de episodios, conlleva un destino prefijado. De hecho, todo pudiera ser tomado como ejercicios de pedagogía institucional. La confrontación de civilizaciones (La Cristiandad y el Islam) es un viejo mensaje que utiliza a la vez una alteridad abstracta (pero mantenida de manera concreta) para legitimar el orden institucional y de paso el orden social. • Pero están vinculadas al culto a los patronos de las localidades y se representan en ambientes naturales, utilizando puntos focales del territorio como calles y plazas principales para los desfiles, desembarcos en las playas, accesos a los castillos, etc. Los textos guardan una escrupulosa adaptación local y los actores guardan tradiciones locales en la forma y modo de recitarlos y las guardan también en los gestos, los movimientos, la disposición de la escena, en la utilización de artilugios, en la pólvora, etc. Entre otras cosas, eso implica que la fiesta sea más que lo que explícitamente se representa y por tanto que todos los papeles, los de vencedores y los de vencidos, los de cristianos y los de moros sean deseados,... Y de forma que casi todo parece obra y expresión de la cultura popular. • Y la combinación de ambos órdenes o niveles hace que la representación tenga a la vez un sentido trágico y cómico, de sacramento y de transgresión, de ficción y de realidad. Es una simplificación excesiva el contrapunto entre estas fiestas de Moros y Cristianos y las otras, las históricas como Las Tomas, presentado como entre lo rural y lo urbano11. La distinción rural-urbano no es clara ni se sabe bien qué se quiere decir con ello. Y aunque parezca sencillo mostrar que Las Tomas no son fiestas desarrolladas y mantenidas en entornos rurales, no es tan sencillo asumir que las fiestas de Moros y Cristianos no sean urbanas, y de hecho lo fueron durante la Edad Moderna fundamentalmente y en la zona levantina precisamente lo fueron las fiestas de Alicante, a cuyo modelo probablemente se deben las de entonces pueblos pequeños como Alcoy, Elche y Orihuela y luego, ya siendo Alcoy población grande, sus fiestas sirvieron de modelo a otras como las de Onil y Muro (Domene Verdú 1999). Pero sobre todo no es aceptable esa distribución, porque no vaya a ser que nos creamos que la cultura popular es cosa exclusiva de la ruralía. 11

Como hace González Alcantud, en la Introducción a la obra de Garrido Atienza citada.

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La representación y sus componentes Todo es más complejo. Y el contraste entre unas y otras es más cuestión de la representación, en la medida en que se conmemora un hecho «histórico». Un primer aspecto es que La Toma siendo una representación tiene otorgado mayor sentido de realidad. No es como las fiestas de Moros y Cristianos, es sólo y precisamente fiesta de los Cristianos. (Tal vez sea esta percepción lo que ha llevado recientemente a la gestación de un conflicto en Granada por seguir celebrándose en una sociedad que es ya multicultural). Este mayor sentido de realidad es lo que se contiene en la categoría de «histórica». (Es un tipo de representación que dice Caro Baroja (1989) que se refiere a la composición de una acción con elementos tomados de la vida misma y con pretensión de fidelidad absoluta.) Pero lo que eso importa puede ser apreciado a través del celo que a lo largo del tiempo tiene como foco los que se llamarían los componentes de la representación12. Es cierto que ese celo a lo largo del tiempo ha ido cambiando de intensidad y rigor. En los periodos álgidos fue objeto de reglamentaciones precisas, lo que ya es suficientemente indicativo, pues presume presiones y confrontaciones en el sujeto ritual y social implicado, pero aun en los períodos de menor relevancia se mantuvo siempre —aunque sólo fuera por mor de guardar la tradición— en alguna tensión. El acto central de la fiesta, desde que se instituyó, lo constituye una procesión de carácter cívico-religioso (dos caracterizaciones que por cierto entraron numerosas veces en confrontación de primacía y que no es más que una de las expresiones de celo ). Seguía un itinerario (y si la fecha es el primer componente, éste lo es el segundo), ya entonces marcado, «yendo por las nabes acostumbradas, y salga por la puerta principal de la dicha iglesia, que sale hacia la casa y palacio arzobispal y alli al largo de dichas casas arzobispales y buelva por la calle que va de las gradas de la dicha santa Yglesia hazia la plaza de bibaRanbla y de la dicha plaza buelva a la calle del Çacatin por los calceteros, plateros, cambios y tyntureros fasta dar en la calle nueba, que va a dar al dicho çacatin, en la abdiencia del alcalde mayor, hazia el algibe grand de la dicha santa yglesia y de alli baxe por la calle que ba al lado de la dicha yglesia y de los especieros, fasta los escribanos publicos y gradas de la dicha yglesia, fasta entrar por la dicha puerta de la yglesia por donde salio» (Garrido Atienza 1891: 22-23). Éste no es el itinerario seguido por los Adelantados enviados por los Reyes Católicos para el acto de la Toma, ni tampoco el trayecto de la entrada de los Reyes en la ciudad, al que 12 Tomamos como ilustración la Fiesta de la Toma en Granada seguida por medio de la relación que en su tiempo hizo Garrido Atienza (1891), con apoyo en D. Brisset (1995), que ha recogido una interesante documentación.

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se aproxima en parte. Es más bien el itinerario que une y define el centro de una ciudad nuevamente constituida. (Lo que ya importaba una representación. Y en parte el itinerario está forzado por la localización de los símbolos que se procesionan. No entran desde fuera sino que se guardan en los centros de poder que, igualmente porque se guardan allí, lo son). Y que fue mantenido hasta que la procesión dejó de ser de carácter religioso-cívico, para pasar a ser cívico-religiosa, o decididamente cívica. Es decir, desde que dejó de ser organizada por la Iglesia, para ser organizada por las autoridades civiles y dejó de salir y volver a la catedral, pero se procesionaba sin embargo hasta la capilla real donde están los sepulcros de los reyes y en el XIX y en el XX, durante los períodos de gobierno liberal, llegó a evitarse incluso las partes del recorrido que llevaban la procesión a los recintos religiosos. Aunque el itinerario original, como muy bien saben los granadinos, conducía a la Alhambra y a la Torre de la Vela (Garrido Atienza 1891: 6), porque las conquistas no acaban hasta llegar a los centros espaciales —que son a la vez los centros simbólicos— del poder. Y esta parte del itinerario ha sido rescatada después en varias ocasiones —tras las respectivas modificaciones— a lo largo del tiempo, como si llegar hasta la Alhambra supusiera la carga de valor que necesita un acontecimiento para llegar a ser realmente trascendente para la ciudad (González 2000). El celo tensionado sobre el itinerario es característico de otras fiestas semejantes como la del Estandart en Mallorca o la del 12 de Julio en Irlanda del Norte, en la que el desfile más largo que se hace en la actualidad transita por el mismo trayecto que recorrió el príncipe de Orange y su ejército en 1690 (Tonkin, Bryan 1996), etc. Parece como si se hubiera dotado al lugar y al itinerario de un sentido adherido de continuidad en el que es posible fundamentar esa fidelidad que se busca respecto a la «historia». Otro componente de la representación son los participantes. La fiesta comenzó siendo religioso-cívica. Quien recibió el encargo de los reyes en el documento de institución de la fiesta fue el sector eclesiástico de la ciudad («dean, cabildo e clerecía de esta iglesia y de todas las iglesias de la ciudad»). Se les encargó a ellos recibir los símbolos enviados por los reyes y organizar la procesión con la que conmemorar «para siempre jamás» la victoria lograda. Los primeros documentos no son explícitos sobre la participación de los poderes civiles y tampoco sobre la participación del pueblo. Ya entonces hubo tensiones entre los diversos integrantes del sector religioso (en particular entre el cabildo y los clérigos de la capilla real) por los puestos de privilegio en la procesión (los portadores de los símbolos), bien reveladoras del celo con el que se acometía el cumplimiento del encargo. A fines del siglo XVI, la fiesta había adquirido ya la suficiente importancia como para que fuera prácticamente la ciudad entera la que procesionara ordenada de la misma manera que en la procesión del Corpus: primero los gremios,

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con sus priostes, mayordomos y oficiales guiados por sus respectivos pendones, armeros y cuchilleros, sederos, sastres, perailes, carpinteros, albañiles, tejedores, zapateros, etc.; después las parroquias tras sus cruces emblemáticas, Sta. María de la O, Angustias, San José, San Miguel, San Juan de Reyes, etc., acabando con la más antigua, la del Salvador y tras ellos la Iglesia Mayor, los canónigos de la Colegiata, la Capilla Real y el Cabildo de la Catedral; y a continuación los porteros, los procuradores y escribanos del Cabildo, los jurados y el corregidor y junto a él el Alférez Mayor que portaba el pendón. En este tiempo el celo puesto en la participación de la ciudad llevó a proclamar bandos que prohibían en ese día a los mercaderes el mercado, a los oficiales abrir las tiendas y talleres, y a los arrieros hacer transportes. Durante buena parte de la segunda mitad del siglo XVII y primera del XVII, las tensiones entre los diversos sectores eclesiásticos y entre el cabildo secular y el eclesiástico se proyectan en reclamaciones sobre las papeles y posiciones debidos en los actos de la fiesta, apareciendo en los documentos tan reveladoramente como para que pueda contemplarse en ellos una variedad notable de motivos susceptibles de ser objeto de celo (Garrido Atienza 1891: 24-26; Brisset 1995). Garrido Atienza atribuye a estas discordias la decadencia de la fiesta durante el XVII y el XVIII, con el abandono de los gremios y la nobleza de la procesión, mantenida, se supone, en régimen de rutina por los cabildos eclesiástico y civil. Sin embargo, algun cambio notable se perfila en los protocolos de mediados del XVIII: la procesión era ya fundamentalmente cívica y discurría de las Casas del Cabildo municipal a la Capilla Real. En un documento de 1750, el sujeto social que procesiona se menciona con la palabra «ciudad» («asiste la ciudad a la Función de la Toma»), pero en realidad se refiere al poder municipal y se especifican los cargos que tienen en ella los papeles relevantes: los caballeros comisarios, el caballero decano, los cabos, sargentos y tambores que acompañan al Estandarte real que es portado por el alférez mayor. El papel de los eclesiásticos está relegado al ámbito de las ceremonias religiosas que tienen lugar en la capilla (Garrido Atienza 1891: 40). Presumiblemente el protagonismo ritual de los poderes, eclesiástico primero y civil después, en la fiesta se ha ido quebrando a lo largo del tiempo. Desde mediados del XIX es visible que La Toma se convierte en expresión de las tensiones políticas entre los partidos. Los ediles republicanos durante la primera República deciden asistir a los actos civiles de la fiesta, pero no a los religiosos (González 2000: 645), y volvieron a participar los gremios con sus insignias en algunas ocasiones incorporándose el gentío con cantos populares revolucionarios. También en la segunda República los ediles manifiestan sus afiliaciones partidistas con cambios significativos en el protocolo.

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Al menos desde finales del XIX (tal vez en torno a la celebración de cuarto centenario) se produce otra transformación importante en los componentes de la procesión: la formación de un «cortejo histórico», compuesto por alguaciles, clarineros, timbaleros, heraldo, palafreneros, pajes, reyes de armas y maceros que acompañan a la Corporación y autoridades civiles y militares (Brisset 1995:148-149). Se trata de un desdoblamiento en la representación. Por un lado, la «ciudad» presente y en concreto los poderes públicos, por otro, la «ciudad histórica» es decir, un conjunto de funcionarios municipales con vestimenta e insignias de los tiempos antiguos (tal y como aun se hace), anacrónicamente reunidos (trajes renacentistas, trajes dieciochescos y trajes decimonónicos). Este desdoblamiento —similar al que aparece en las ceremonias de muchas instituciones públicas— es, como se suele decir, un signo de la solemnidad con que se quiere caracterizar los actos, pero es precisamente un ejercicio de redundancia que pretende dar marco a la representación. No parece que se pretenda reproducir el ambiente de los tiempos originales, la época de los Reyes Católicos, simplemente parece bastar el mensaje de la continuidad en el tiempo. Tal vez un ejercicio de celo frente a los avatares de los cambios en la Modernidad. Se observará que los documentos no hacen apenas visible al pueblo, pero se le supone perenne espectador. Y sin embargo en los tiempos recientes cualquier registro etnográfico de la fiesta no deja de subrayar de qué modo ha accedido al ritual activamente cuando con cierta guasa responde a la proclama que lanza la autoridad desde el Ayuntamiento antes de la procesión cívica. «Granada» dice, «Granada» repite y «Granada» vuelve a repetir, antes de enunciar la fórmula ritual de la Toma y el pueblo cada vez que nombra a Granada, como si fuera una llamada para él, le responde: «¿Qué?, ¿Qué?, ¿Qué?». Esta irrupción de humor en un ritual de buscada solemnidad parece querer decir que el pueblo llano no se lo toma tan en serio. Pero con el humor va la expresión de su identidad. El pueblo ha encontrado de esta manera un modo de dar una respuesta, de sentirse llamado, de estar presente y mostrar su celo por una fiesta en la que siempre ha sido espectador distante pero necesario. Los símbolos no son obligatoriamente los componentes más importantes de la representación, aunque los participantes se comportan con ellos como si lo fueran. Determinados objetos, gestos y textos tienen un papel central en la fiesta y a veces condensan ese sentido de «historia» que destila la representación. En el caso de La Toma de Granada ese papel central lo ocuparon el pendón y la espada que enviaron los Reyes cuando la fiesta fue instituida. El celo que despiertan ya se hizo manifiesto en los primeros momentos. Habían sido recibidos por el clero de la Capilla Real y cuando el Cabildo, que era quien había recibido el encargo, fue a recogerlos para la celebración, se los negaron. Finalmente para que se los entregaran tuvieron

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que acudir a la corte de Valladolid y allí recibieron del rey don Carlos la espada, «con una guarnición y empuñadura, diz ques oro, con su bayna de terciopelo negro, con que el católico Rey don Fernando de gloriosa memoria, que en santa gloria aya, gano este Reyno de granada». Y recibieron también una corona de la reina Isabel, «que gano estos Reynos del poder de los moros enemigos de la santa fee catolica» y un pendón para hacer con ellos la procesión, «con la solenidad, orden e abtos contenidos en la ynstitución» (Garrido Atienza 1891:17). Quedaron depositados en la Capilla Real y con ello se forzaba el itinerario de la procesión que comenzaba yendo allí para ser recibidas y finalizaba yendo allí para ser reintegradas. Pese a todo y pese a la intención de presencia vicaria de los Reyes que conllevaba la entrega de sus insignias, debió de tomarse ésta tan literalmente que el celo de los guardianes de la Capilla Real, a mediados del XVIII, les llevó a considerar que sólo «habiendo Persona Real que guste de llevar la Espada en la procesión, podrá sacarla con previo omenaje de restituirla» (Garrido Atienza 1891:17). Guardadas definitivamente las insignias fue luego el estandarte, el símbolo sobre el cual gravitó la fiesta. (Algunas fiestas de conmemoración de conquista como la de Mallorca reciben precisamente la denominación de fiesta del Estandarte). No sólo se lleva, se tremola repetidamente, antaño en la Torre de la Vela, hoy en la balconada del Ayuntamiento y siempre ante los sepulcros de los Reyes Católicos. Pero no es ya el primitivo pendón, aunque se crea que lo es, sino uno elaborado probablemente en el XVII y que le sustituyó en algun momento. Y ya no es el pendón de los Reyes sino el estandarte de la ciudad. Pero eso sí, es la enseña que se ha enarbolado, como dice Garrido, «en los alzamientos y revolucionarias conmociones del pueblo granadino» (Garrido Atienza 1891:43). Es el estandarte, aunque no sea el primitivo, el que centra la atención y con el que la representación alcanza su plenitud, pues con él es con lo que a lo largo del tiempo se ha reproducido el gesto original de la Toma; aquél que hicieron los enviados de los Reyes para la toma de la ciudad el 2 de enero de 1492, después de implantar la cruz en lo alto de la torre, para lanzar a los vientos el mensaje de victoria tremolando el pendón de Santiago que llevaba en la mano tres veces. Y a continuación un heraldo voceó la fórmula de la Toma. Esa que comienza «Santiago, Santiago, Santiago, Castilla, Castilla, Castilla, Granada, Granada, Granada...» y que en los tiempos recientes voceada por el edil de turno corea y responde el pueblo con humor. La fórmula continúa invocando el nombre de los Reyes Católicos por los que se hacía la Toma. Pero no pocas veces a lo largo del tiempo fue cambiada. Las menciones primeras quedaron reducidas al «Granada, Granada, Granada» y las invocaciones se transformaron en los tiempos liberales del XIX aludiendo unos años a la Libertad y la Justicia, otros al rey Amadeo, otros a la República, otros a Alfonso XII,...

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y añadiendo vítores finales a Granada, a España, al Ejército (González 2000: 646, 652), etc. Al fin de este sucinto análisis sobre una paradigmática fiesta del pasado es posible que se haya generado algún desconcierto respecto a qué es lo que se quiere decir cuando hablamos de «representaciones». La reflexión a propósito de las fiestas llamadas «históricas» nos sitúa en el mejor ejemplo. A diferencia de las fiestas meramente «tradicionales» de las cuales apenas se dispone de modelos de cierta profundidad temporal y si existe un modelo de origen es probablemente legendario, estas otras cuentan con documentos incluso sobre su institución. Sobre ellas pende muchas veces un celo que aunque sólo sea por las competiciones y conflictos que genera permite apreciar cual es la medida y valor que se le da a la fidelidad. Y si las fiestas meramente «tradicionales» no son tan fieles como se supone, aun con todo, estas representaciones tampoco son tan fieles como se pretende que sean. La representación consiste más bien en hacer significativo el pasado en el presente y se corresponde con lo que parece que siempre se buscó de la «tradición», hacer el presente significativo aproximándolo al pasado. El coste de lo primero es la modificación de las pautas recibidas del pasado, el coste de lo segundo es la invención del pasado. La fidelidad es necesariamente relativa. Ante todo es continuidad. Un largo periodo de tiempo durante el cual la celebración no dejó de hacerse, aun cuando de hecho no se hiciera todos los años. Son numerosas las fiestas que se han celebrado a lo largo de siglos, aunque generalmente sea difícil documentarlo. La Toma, sin embargo, que excepcionalmente puede hacerse, cuenta ya casi con quinientos años de celebración continuada. Se diría que ha tenido un soporte institucional, que se trata de una fiesta instituida y que el compromiso de celebración se ha ido cumpliendo con y por la sucesión, siempre reglada, de los Cabildos y Consistorios. Pero no tendría eso porqué ser una garantía de continuidad. Se podría preguntar qué hubiera ocurrido de no haber mediado tanto celo, tanta confrontación y tanto conflicto. El actual no es sino uno más entre los muchos habidos a lo largo del tiempo. La continuidad es el primer mensaje de la representación. Una comunidad que se extiende a lo largo del tiempo, una trama social hilada cada generación, rehilada cada año, pero es tanto o más una trama imaginaria que pese al tiempo trascurrido, pese a las generaciones que se han sucedido, cree mantener una conexión con los tiempos primeros y potencialmente con cualquiera de los tiempos intermedios. La continuidad es, como se ha visto, el mensaje redundante de la representación. Y la continuidad es también el mensaje último de la representación. Estas fiestas, que vinculan el presente con el pasado, han dado cumplimiento a la voluntad de institución, que lo hizo como fiestas para el futuro.

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Por otra parte en la actualidad se celebran algunas fiestas de recreación selectiva de un pasado idealizado en Nájera, Oña, Ribadavia, etc. La primera paradoja que en algunos casos se hace muy evidente, y no necesariamente porque se remitan a un pasado más o menos remoto, es que las fiestas hayan sido inventadas recientemente. La paradoja revela un sentido peculiar de la continuidad. La fiesta establece una especie de «cordón umbilical simbólico» (Quintana 1998: 45)13 con el pasado que como tal tiene la capacidad de establecer una continuidad, aunque de hecho no se haya mantenido (tal vez amparándose en parte en un aspecto de la eficacia simbólica de la fiesta instituida a la que se le supone continuidad indefinida). Pero aceptar este principio es también aceptar que se trata de elaboraciones intencionadas de la identidad colectiva y, por tanto, forman parte de un programa político en el que las fiestas son sólo una de las pantallas de la representación del «nosotros». También un aspecto importante de estas fiestas es que las formas rituales que sustancian la celebración recogen la representación de los acontecimientos que los fundamentan. Pero el anacronismo es el código bajo el que se diseñan las formas festivas porque está amparado bajo la significación del pasado genérico. Fiestas para el futuro En los calendarios actuales, por contraste, se incluyen numerosas fiestas precisamente no «históricas», sino intencionadamente «modernas», para el futuro. El listado de estas fiestas es probablemente tanto o más amplio. Y heterogéneo en las denominaciones: Fiestas, Días, Festivales, Ferias, Encuentros, Muestras, Ferias, Certámenes, Concursos (además de las denominaciones de actividad más relevante como Batallas, Carreras, Descensos, Ofrendas,...). Lo primero se puede interpretar como una extensión inadecuada que desvirtuara el valor y significado de la fiesta, pero podría por lo mismo ser revelador de la plasticidad de un concepto que bien puede servir para caracterizar a un ambiente. Porque sin duda se trata de un recurso cultural cuya desvirtuación es el coste que se paga por recargar de virtud a tanta variedad de actos y situaciones sociales a los que se aplica. Y con la extensión, se ha ido haciendo definitivamente recurso de la sociedad laica, casi completamente fuera ya del control religioso. Y casi en la misma medida se ha hecho más opcional y especializado con el riesgo de 13

La metáfora no es buena porque tiene implicaciones biologicistas, pero es ilustrativa.

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que la convocatoria a la comunidad quede frustrada. A la vez que va siendo un recurso en manos de las instituciones públicas de indudable rentabilidad política (Boholm 1996). Estas fiestas modernas, a diferencia de las fiestas «históricas» de fecha fija, son por el contrario de fecha de conveniencia. Con dos rasgos básicos. Son fiestas de temporada y la mayoría de ellas de la temporada de verano (Julio y Agosto). Y además, casi invariablemente son fiestas de fin de semana. No sólo porque obedezca a una pauta de racionalidad económica (se dice) sino porque es una fórmula efectiva para resignificar días de fiesta ordinaria14. Una reacción a la multiplicidad de opciones que establece una fuerte competencia por el mercado del ocio. A diferencia de las fiestas tradicionales, pero de forma similar a las históricas, son fiestas de fecha de inicio conocida y la ironía de la comparación está en que ese inicio es conocido porque es reciente. Y sobre todo son fiestas inventadas o reinventadas. Tal vez esa especial concepción que hayamos formado de la fiesta comunitaria sea responsable de la sorpresa que causa el conocimiento de los promotores de una fiesta pública. Especialmente si han sido ciudadanos particulares. Pues en todo caso si la fiesta cuajó, se consolidó, se hizo popular, necesariamente se les fue de las manos. Como invento, la fiesta es un producto incontrolable y en el fondo ingrato. Pero, según se dice, es el precio y el premio que tiene lo «popular». La invención debida a individuos o a grupos pequeños está siempre sometida al refrendo popular, con el riesgo de que no deje de ser un esfuerzo efímero. La invención debida a las instituciones no lo está menos, con el riesgo de que no pase de ser una fiesta inducida, cuyos fastos y lucidez dependen demasiado del presupuesto. El concepto evaluador de «fiestas oficiales» lo dice todo. (Un ambiente «oficial» no necesariamente es «ambiente»). La modernidad ha descubierto las fiestas especializadas. Fiestas principalmente centradas en una actividad, en un producto o en un rol, una figura social, cuya dedicación intensiva y concentrada en el tiempo parece proporcionar suficientes satisfacciones como para que se alimente el deseo de volver a repetirlo el año que viene. Se trata de fiestas opcionales, aunque para sectores determinados lo sean sólo relativamente. La obligación de acudir para algunos se contrarresta por un lado con la necesidad de escapar de otros (miembros de la misma comunidad) y se compensa (doble sentido de compensar), por otro lado, con la atracción que ejerce sobre el sector del público venido de fuera. 14 Es decir, si entre las fiestas de ciclo anual, en la temporada de verano, no existe en una población determinada una fiesta mayor, se programan estas fiestas alguno de los fines de semana, o superpuesta a alguna de las fiestas comunes, cobrando por consiguiente éstas mucho más realce.

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La especialización tiene varios sentidos. Si se supone que los ingredientes básicos de una fiesta tradicional laica son las ceremonias formales, y la gastronomía y los bailes (es decir, los rituales menos formales), un primer sentido de la especialización es aquel que ha sobredimensionado a alguno de esos ingredientes y lo convierte en el núcleo de la fiesta. Es decir, fiestas gastronómicas o bien fiestas basadas en algún espectáculo organizado que ofrece al público un doble papel, o el de espectadores más o menos entusiastas o el de participantes no menos entusiastas. Pero la especialización debe ser tomada como una estrategia, no como una característica, porque por lo mismo, también se podría decir de no pocas fiestas tradicionales que son especializadas. Otro sentido de la especialización sería el del otorgamiento del protagonismo a alguno de los roles sociales. (Y también se puede decir de no pocas fiestas tradicionales que son especializadas de esta otra manera.) Y aun otro sentido de la especialización es el del encumbramiento de algún elemento del patrimonio cultural. Sólo como ilustración, que se haría extremadamente prolija si se buscara una nueva tipología consistentemente fundamentada, valga el siguiente listado: TABLA 5.—Algunas fiestas «gastronómicas» en la provincia de Orense celebradas en 199715 San Antón de Avedes Carballiño Vilariño de Conso Ribadavia Bande Cea Castro Caldelas Carballiño Alariz Xinzo Riocaldo O Barco Vilar de Barrio Montederramo

Festa do Chourizo Festa da Cachucha Festa do Cabrito Festa do Viño Festa do Peixe Festa do Pan Festa da Bica Festa do Polbo Festa da Empanada Festa da Rá Festa do Bacalao Festa do Viño de Valdeorras Festa da Pataca Festa da Terneira galega

17 de Enero Febrero Febrero Abril/Mayo 3.º dom. de Junio 1.º dom. de Julio Julio 2.º dom. Agosto Agosto Agosto Agosto Septiembre Septiembre Octubre

En Canarias, también sólo a título de ilustración: Fiesta del Maíz en Los Llanos; Fiesta del Agua en Guadayeque, en Casillas del Ángel, en Valle Ortega, en Tetir, ...; Fiesta del Almendro en Puntagorda y Fiesta del Macho, en Valsequi15

Los datos proceden de J. A. Fidalgo (1999).

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llo; Fiesta del Gofio, en Ingenio,... (Galván 1987: 184). La muestra de las fiestas modernas celebradas, por ejemplo, en Agosto reafirma lo ya indicado16. Pronto se descubre en las fiestas especializadas que no se remiten a una comunidad. En realidad forman parte de la amplia oferta de festejos (similares) ofrecidos desde las comunidades locales a un público amplio deseablemente integrado por visitantes foráneos provenientes de lugares dispares hasta confundirse con la globalización. Y presumiblemente cultivan también a un público especializado, se diría «profesional», que programa su ocio y sus asistencias a fiestas seleccionadas. Paradójicamente este efecto se ha extendido a las fiestas tradicionales (a determinadas fiestas tradicionales) que a su vez se han convertido en especializadas en particular por el reclamo de alguno o algunos elementos convertidos en paradigmáticos de la tradición que de la misma manera atraen como público a gentes que provienen de lugares dispares y de la misma manera incluidos los «profesionales» que gustan de este tipo de fiestas. Pero pese a la especialización, las fiestas modernas guardan el sentido de fenómeno social total (a lo Goffman, no menos que a lo Mauss). Seguramente el concepto de «ambiente» es adecuado aquí porque envuelve a quienes se introducen en él. Además los gestores modernos conocen bien cuáles son los ingredientes necesarios de una fiesta. Con ellos y con un ambiente envolvente se pretende y no pocas veces se logra la inmersión de actores y espectadores transformándoles en participantes. La fiesta moderna no sólo sigue un programa publicitado, sino también un programa oculto (idea con resonancias del curriculum oculto), es decir, no explícito, entre el desglose de actividades y espectáculos, porque entre otras cosas no está en manos de los gestores proporcionarlo, aunque tal vez tenga que ver con 16 Fiestas del Pan y el Queso en Quel (Lo), Cantada de habaneras en Llanfranca (Gi), Trobada de geants en Torelló (B), Ferias y fiestas del tabaco y el pimentón en Jaraíz de la Vera, Mostra de la habanera catalana en Palamós (Gi) (1982), Feira do Xamón en A Cañiza (Po) (1967), Descenso internacional del Pisuerga en Alar del Rey (Pa) (1964), Festival internacional de la Sierra de bailes y canciones tradicionales en Fregenal (Ba), Fiesta de l’Aigua en Alaquás (V) (1987), Fiesta del porquiño a la brasa en Amil-Moraña (Po) (1990) y O Arriero (1974), Día de la exaltación del traje ansotano en Ansó (1971), Fiesta de la Regalina en Cadaveo (Ast) (1931), La machá en Bocígano (Gu), Festa do Cabalo en Fene (C), Trobada de geants en L’Escala (Gi), Festa do Viño do Condado, en Salvatierra do Miño (Po) (1959), Festival de Paloteo y Danza en Ampudia (Pa) (1982), Descenso del Sella en Arriondas (1930), La tomatina, en Bunyol (1945), Fiesta de la Vendimia en Fuencaliente (La Palma), Festival folklórico de los Pirineos en Jaca (1963), Festival nacional del cante de las Minas en La Unión (1961), Batalla de flores en Laredo (1908), Semana Internacional de la Huerta en Los Alcázares (1972), Fiesta de la Vendimia en Requena (1948), Certamen Internacional de habaneras en Torrevieja (1955), Fiesta de los pastores en Nuria (Gi), Fiesta del Arroz en Sueca (1961), ... Los datos proceden de varias fuentes y entre ellas de M.A. Sánchez (1998). (Entre paréntesis el año aproximado de inicio).

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la posibilidad de acceder o a la catarsis, o al protagonismo o a la communitas17. Estas fiestas forman un sujeto social por concurrencia primero y por agregación después. Y el sujeto social tiene —si es que la tiene— una consistencia efímera, lo que dura la fiesta, si acaso, y luego se disgrega. Pero en esos momentos opera con entidad en dimensiones múltiples. Es un contingente numérico de individuos, un público de tamaño variable que en ocasiones y casi inadvertidamente puede pasar a ser una masa ingente. El número de asistentes es la medida de la capacidad de atracción de la fiesta (Velasco, Cruces, Díaz 1996). Y a la vez puede llegar a ser la condición imponente que impide disfrutar de ella. Pero tan decisivo como el número es su actitud. «Ir (o estar) de fiesta» es una predisposición primero para todo y luego una justificación igualmente para todo. Exactamente es la condición ideal (como apreció Durkheim) para hacer que la sociedad sea deseable. La fiesta moderna ha mostrado que esa condición es manipulable y cree haber resuelto la contradicción entre la anomia y la comunidad a costa de diluir ambas. La emergencia e intensificación de los grupos asociativos en ella parece haber sido un fórmula de éxito. Pero por una parte los grupos se comportan como si la fiesta se pudiera fragmentar en múltiples espacios interiores y, por otra, nunca quedan integrados todos los que acuden, que acaban siendo respecto a los anteriores una especie de fondo de contraste (Velasco 2000). Los nuevos «motivos» de fiesta son variados. Algunos aparentemente los proporciona el tiempo (la temporada) pero no menos los proporciona la estructura económica y sus estrategias de acceso al mercado; otros aparentemente la tradición, pero en realidad les ha dado perfil la demanda de identidad empleando elementos seleccionados de la tradición; otros aún, la estructura social en transformación que registra la movilidad de las poblaciones y su enlace en red con otras. No los proporciona la historia en el sentido de episodios históricos determinados, los proporciona el tiempo presente incluida la vieja emulación de otras fiestas en otras poblaciones. Otra vez los «motivos» hacen aparecer las formas y los modos de la «representación». En un recuento superficial de «motivos» se destaca la invención de las fiestas de producto, que tienen la doble condición de productos de la tierra y productos de temporada: el vino, la manzanilla, el queso, el cordero, la cereza, la trucha, el pulpo, el arroz, la naranja, la aceituna, el olivo, la castaña, el marisco, el porquiño a la brasa, el jamón, ... 18 17 Se trata de explicaciones que ya se han hecho tópicas acerca de los «motivos» (con el significado psicológico del término) de la participación. 18 Son estos elementos los que dan la denominación a la fiesta, como ya se ha visto antes. Lo que supone un cambio moderno en la polarización de los componentes de la «representación».

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Y que se adivinan fiestas gastronómicas (amparándose en los códigos de la especialización). Pero no son menos pantallas publicitarias para la apertura de mercados nuevos o para el reforzamiento de fidelidad de los consumidores. Estas fiestas parecen buscar la transformación de las mercancías en símbolos (de identidad si se quiere) —glosados, aclamados, exhibidos y en buena medida convertidos en objetos de culto— como estrategia de recarga de valor de las mercancías. E igualmente alimentan la pretensión de activar la interacción social hasta producir imagen de sociedad —como se suele decir—, emprendedora, «en marcha». Un segundo e importante «motivo» es el ensalzamiento de alguna actividad, labor o profesión que en el pasado fue relevante para las comunidades y que ahora es residual. Significativamente es ahora cuando se hace de él elemento de representación: los navateros, pastores trashumantes, esquiladores, laneros, e incluso agricultores,... y por lo mismo actividades como la siega, la trilla, el pisado de la uva, etc. 19 La conversión de estos papeles sociales en «motivos» de fiestas tiene una finalidad explícita, transformarlos en símbolos, como si sólo en este plano (que también, si se quiere, es el de la identidad) pudieran perdurar. Esta intención es lo que permite considerar a estas fiestas no como «fiestas del pasado» sino como fiestas para el futuro. Otros motivos los proporcionan determinados elementos del patrimonio cultural: instrumentos musicales, bailes y danzas, cantares y cantes, gigantes y cabezudos, pólvora y fuegos artificiales, etc. Y aun otros, las actividades deportivas o los grandes espectáculos, como los formados por concentración de grupos musicales, o de teatro, etc. Puede parecer sorprendente, pero no pocas de estas fiestas modernas aspiran a ser tradicionales y los promotores lo reclaman casi enseguida como expresión del deseo de que se han consolidado. Es entonces cuando se descubre el inapreciable valor de la continuidad. La invención de la tradiciones no parece haber sido un mecanismo tan desmitificador como supuso Hobsbawm (1983). Es tan destacable la insistencia en el intento que Hobsbawn pudiera haber cometido un error en la perspectiva temporal. No se trata de proyecciones imaginarias al pasado, sino más bien de proyecciones imaginarias a futuro. Fiestas del pasado y fiestas para el futuro están no obstante de alguna manera integradas en los ciclos anuales (o de mayor amplitud temporal), 19 Del mismo modo dan la denominación a la fiesta. En la medida en que estos oficios o estas actividades fueron en tiempos pasados dedicaciones de la vida cotidiana y en no pocas ocasiones realizadas con mucho esfuerzo, su conversión moderna en «motivos» para «representación» parece una paradójica inversión de sentido, si no fuera por la complicidad con que son abordados en la reafirmación de identidades y por el turismo rural.

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reformulados para las sociedades modernas. Aunque en el fondo no debieran ser tomados como dos tipos diferentes de fiestas, sino muestras de una misma función de los rituales, la de enlazar los tiempos (Fernández 1986). Bibliografía Bernabeu, J. L. 1981. Significados sociales de las fiestas de Moros y Cristianos. Elche: Publicaciones de la UNED. Boissevain, J. (ed.), 1992. Revitalizing European Rituals. Londres: Routledge. Brisset, D. 1995. Otros procesos conmemorativos centenarios: la toma de Granada. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, L, 2: 131-154. Campos, F. J. 2002. Bibliografía, en G. Fernández y F. Martínez (coords.), La fiesta del Corpus Christi. Toledo: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. Caro Baroja, J. 1965. El Carnaval. Madrid: Taurus. Caro Baroja, J. 1979. La estación del amor. Madrid: Taurus. Caro Baroja, J. 1982. Les fêtes espagnoles et leur rhytme, en VV.AA. Splendeurs d’Espagne et les villes belges 1500-1700. Bruselas: Credit Comunal: 171-180. Caro Baroja, J. 1984. El estío festivo. Madrid: Taurus. Caro Baroja, J. 1989. Palabra, sombra equívoca. Barcelona: Tusquets. Descripción verdadera de los solemnes cultos y célebres funciones que la mui noble y leal ciudad de Sta. Cruz... Edición de A. Abdo, P. Rey y J. Pérez. Sta. Cruz: el Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma (1989). Domene Verdú, J. M. 1999. Historia e identidad en el origen de las Fiestas de Moros y Cristianos, en M. Oliver (coord.), Jornadas de Antropología de las fiestas. Expo-Fiesta, Elche-Alicant: 165-180. Domene Verdú, J. M. 2000. El origen de las comparsas y filaes más antiguas de las Fiestas de Moros y Cristianos, en M. Oliver (coord..), II Jornadas de Antropología de las fiestas. Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert: 239-252. Fernandez, J. W. 1986. Persuasions and Performances. The Play of Tropes in Culture. Bloomington: Indiana University Press. Fidalgo, J. A. 1999. Ourense festivo: celebracións grastronómicas e populares ourensás, en M. Oliver (coord.), Jornadas de Antropología de las fiestas. ExpoFiesta, Elche-Alicante: 88-90. Franco C. y A. Rodríguez, 2002, Bibliografía sobre el Corpus Christi, en G. Fernández y F. Martínez (coords.), La fiesta del Corpus Christi. Toledo: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha: 519-544. Gaignebet, C 1971. Le Carnaval. París: Payot, París. Galván, A. 1987. Las fiestas populares canarias. Santa Cruz de Tenerife: Ediciones Canarias. Garrido Atienza, M. 1891. Las fiestas de La Toma. Granada: Imprenta de Francisco

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HONORIO M. VELASCO

de los Reyes. (Reproducción facsímil con introducción de J.A. González Alcantud, Universidad de Granada, Granada MCMXCVIII). González Alcantud, J.A. y M. Barrios Aguilera (eds.). 2000. Las Tomas: Antropología Histórica de la ocupación territorial del Reino de Granada. Granada: Diputación de Granada. González, J. 2000. La fiesta de La Toma en tiempos liberales, en J. A. González Alcantud y M. Barrios (eds.), Las Tomas: Antropología Histórica de la ocupación territorial del Reino de Granada. Granada: Diputación de Granada: 643-660. Hobsbawm, E. y T. Ranger (eds.). 1983. The Invention of the Tradition. Cambridge: Cambridge University Press. Leach, E. 1972. Replanteamiento de la Antropología. Barcelona: Seix Barral. Quintana, A. 1998. La Festa de l’Estendard. Catarroja: Editorial Afers. Sánchez, M. A. 1998. Fiestas Populares. Madrid: Maeva. Thompson, S. 1955-158. Introduction to Motif-Index of Folk Literature. Bloomington: Indiana University Press, 2.ª edición. Tonkin, E., Bryan, D. 1996. Political ritual: Temporality and Tradition, en A. Boholm (ed.). Political Ritual. Gothemburg: IASSA: 14-36. Varey, F. G. 1962. The Spanish Corpus Christi Procession: A Literary and Folkloric Study. Valence. Velasco, H. M. 1984. Las fiestas como procesos de identidad. Un estudio en comunidades rurales madrileñas. Universidad y Sociedad 8/9: 333-344. Velasco, H. M. 2000. De cofradías a peñas. Modernidad y grupos festivos en poblaciones rurales castellanas, en M. Oliver (coord.), II Jornadas de Antropología de las fiestas. Alicante: Instituto de Cultura Juan Gil-Albert: 27-56. Velasco, H.M., Cruces, F y A. Díaz. 1996. Fiestas de todos, fiestas para todos. Antropología, 11: 147-163. Verso e Imagen. 1993. Catálogo de la exposición. Madrid: Calcografía Nacional.

ACERCA DE ANFITRIONES Y DE HUÉSPEDES: LA ORACIÓN JUDÍA EN ESPAÑA Stanley Brandes Universidad de California. Berkeley

En 1968, Julian Pitt-Rivers publicó un ensayo ya clásico titulado, «El forastero, el huésped y el anfitrión hostil». En él, fruto en parte de su estancia en Grazalema, hablaba de un proceso que él consideraba que pertenece al mundo mediterráneo en general y que por cierto tiene una relevancia particular para España. Es un proceso, además, que todos los antropólogos extranjeros hemos experimentado. Llegas a una comunidad sin conocer a nadie. Te abraza la comunidad. Te ofrece conocimiento, comida, bebida, y amistad. En suma, te convierte en huésped. Al mismo tiempo, para ser aceptado, tienes que demostrar que eres un buen huésped; es decir, has de adaptarte a las normas de la comunidad. En palabras de Pitt-Rivers, la comunidad se plantea la pregunta: «¿Puede [el huésped] suscribir las reglas de esta cultura? Como forastero, nunca sabrá al principio cómo portarse ante individuos distintos…, pero para cumplir con el papel de huésped por lo menos debe comprender las normas que tienen que ver con la hospitalidad y que definen el comportamiento que se le pide» (1968: 16). Este proceso, en realidad, equivale a una especie de socialización. Es una socialización, por cierto, que ocurre en la madurez, no durante la niñez, como es el caso más frecuente. El forastero —potencialmente peligroso por su estatus desconocido— se transforma en miembro de la comunidad, en persona de confianza. Se podría decir, empleando el habla popular, que el forastero se convierte en «cristiano» —es decir, en ser humano comprensible, que sigue las reglas de la sociedad que le rodea—. Como forastero recién lle-

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gado a un lugar, el antropólogo es víctima, como todos, de un control social, a veces feroz. Debe aprender, debe seguir la pista correcta para poder relacionarse con la gente, sobrevivir emocionalmente, y realizar su objetivo etnográfico. Si no se transformara en lugareño, según Pitt-Rivers, el forastero quedaría rechazado por la comunidad y hasta corrido por ella, «igual que los espíritus malos o los vampiros» (Ibid.: 20). El proceso de socialización que experimenta el antropólogo normalmente ocurre de forma automática, sin pensarlo, como producto de su propio temperamento profesional. En mi caso como antropólogo norteamericano en España, tuve que adaptarme rápidamente a una variedad de normas y condiciones sociales que hasta entonces eran desconocidas para mí (Brandes 1991). En el año 1969, cuando empecé a realizar trabajo de campo en España, todavía regía el régimen franquista. Me instalé en Becedas, una comunidad abulense que entonces contaba con unos ochocientos habitantes, la mayoría de ellos labradores. Había un solo televisor, que se encontraba en un bar. Y, a pesar de un nivel de alfabetización bastante digno y una ola notable de migración a Madrid (Brandes 1975), este pueblo —al abrigo de las faldas de la Sierra de Béjar— estaba relativamente aislado del exterior. Como muestra de esto, muchas personas me preguntaron cuánto se tardaba en ir de Madrid a Nueva York. Más tarde, en 1975, elegí a Cazorla (Jaén) como objeto de estudio (Brandes 1991). Un pueblo andaluz no es un pueblo castellano. Por supuesto, mi situación en Cazorla, una comunidad compleja de más de cinco mil habitantes, era bien distinta de lo que ya conocía en Becedas. Sobre todo, los niveles de riqueza, enseñanza y conocimiento del mundo que tenía la gente eran muchísimo más variados que los que existían en Becedas (Brandes 1991). Vivíamos todavía bajo la dictadura. Cuando Franco murió en noviembre de 1975, las condiciones socio-políticas estaban lejos de ser estables y, por un tiempo, la línea de actuación estatal llegó a ponerse hasta más rígida que la que había antes (Brandes 1977). El mundo peninsular era muy diferente en los años 1960 y 1970 de lo que es ahora. Entre otras cosas, la Iglesia Católica ejercía una sensible influencia sobre asuntos políticos y educativos imposible de imaginar hoy en día. En aquella época, para bien o para mal, yo sentí la necesidad de ocultar mi identidad étnica. Era bien consciente del antisemitismo histórico de los pueblos peninsulares (¡y no peninsulares!). Y sabía de sobra que el antisemitismo perduraba bastante más allá del siglo dieciséis. En Becedas y Cazorla en los años sesenta y setenta, la palabra «judío» tenía connotaciones definitivamente negativas. Los judíos, según el estereotipo, eran interesados, traidores, asesinos del Señor Jesucristo, y desde entonces responsables de varias calamidades que han afligido al mundo entero. ¿Cómo luchar contra estos estereotipos? Yo ni lo intentaba. Al contrario, para ser un buen huésped, hice lo que querían mis amistades en Becedas y

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Cazorla. Me adaptaba en la medida de lo posible a su modo de vivir y pensar. Mantenía como secreto mi relación con el judaísmo e hice lo posible — sobre todo asistir misa (de todas maneras, una fuente importante de material etnográfico)— por ocultar este aspecto de mi identidad. Para justificar este engaño y vivir en paz conmigo mismo, pensaba con frecuencia en el Kol Nidré. El Kol Nidré figura entre las oraciones más antiguas y famosas del ciclo ritual judío. Se celebra justamente antes de la puesta del sol en el comienzo del Día del Perdón (Yom Kippur). Dura unos quince minutos. El Kol Nidré en realidad no es una oración, propiamente dicha. Es más bien un decreto legal o testamento de tipo político, que gana su tremendo impacto emocional del contexto sagrado dentro del cual se canta, es decir, en la sinagoga al empezar el día más sagrado del año. La tradición (en la actualidad bastante transformada entre algunas comunidades judías) exige que dos varones, cada uno llevando en brazos una Tora (santo texto de la Biblia, escrito a mano en hebreo, y presentado en forma de un rollo grande), estén ante el altar. Se sitúan a cada lado del cantor. Los tres, todos ellos solemnes, de cara a los fieles. El cantor empieza a cantar una especie de preámbulo: «Por la autoridad de la corte de arriba y por la autoridad de la corte de abajo, nosotros por la presente declaramos que se permite rezar en la compañía de los que han pecado». A continuación, acompañado por una música que muchos aficionados consideran la melodía más bella del judaísmo, el cantor canta: «Nos arrepentimos de todas las promesas, obligaciones contraídas, juramentos, y maldiciones… que tengamos que hacer, jurar, proferir y por las cuales quedemos atados, desde este Día de Perdón hasta el próximo (cuya feliz llegada estamos esperando). Que nos sean perdonados, olvidados, cancelados, anulados, y sin ninguna consecuencia; que no nos aten ni tengan poder alguno sobre nosotros. Que las promesas no sean consideradas como promesas; ni las obligaciones sean obligatorias, ni los juramentos sean juramentos». La melodía del Kol Nidré es tan bella (los lectores quizá conozcan la versión para violonchelo compuesta por Max Bruch) que no es de extrañar que la mayoría de los fieles se olvide de la letra. Con toda seguridad los jóvenes no prestan atención a ella, sobre todo porque está escrita en arameo y no en hebreo. Cuando era niño, yo escuchaba el Kol Nidré todos los años en la humilde sinagoga que quedaba al lado de mi bloque de pisos en el condado del Bronx, ciudad de Nueva York. Mis recuerdos de este rito coinciden con los del gran psicoanalista Theodor Reik (1976: 168), quien escribió sobre su niñez en 1931 en Hungría: «Recuerdo el Kol Nidré por el misterioso temblor que poseía a los fieles en el momento en que el cantor la iniciaba. Recuerdo las señales visibles de contrición mostradas por todos estos hombres serios, y su emotiva manera de decir la letra y la manera en la que yo, a pesar de ser

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niño, me sentía embargado por esa ola irresistible de emoción. Y al mismo tiempo, por cierto, ... me sentía incapaz de comprender el significado del texto». Hasta para la gente mayor, la letra de el Kol Nidré produce un efecto enigmático y perturbador. Para empezar, ha sido citada numerosas veces en campañas políticas antisemitas. Recuerda Reik (1976:168-169) que en la Viena de los años 1920, los periódicos austriacos colgaban sobre las paredes de las calles traducciones del Kol Nidré en alemán, para recordarles a los ciudadanos que no se debían fiar de un judío. En cambio, desde el punto de vista judío, el Kol Nidré ofrece una disculpa sagrada por haber cometido —aunque sea sin darse cuenta u obligadamente según las circunstancias— alguna blasfemia. Si el fiel comete o dice alguna cosa en contra de la voluntad de Dios, el Kol Nidré teóricamente le absuelve de la culpa. Algunos comentaristas consideran que el Kol Nidré es una supervivencia anacrónica de la época de las conversiones obligatorias en Europa. Era una posible solución sobre todo para los conversos de la Península Ibérica, que durante varias generaciones practicaban los ritos cristianos a pesar de mantener su identidad secreta como judíos. Hoy día el Kol Nidré sigue manteniendo su función de resolver problemas producidos por identidades religiosas en conflicto. Tomo mi propio caso como ejemplo. Durante tres décadas, como especialista en la religión popular, he llevado a cabo un tipo de trabajo de campo en Castilla y Andalucía que me ha obligado asistir a misa. He dependido del Kol Nidré para justificar cualquier blasfemia que mi asistencia implicara. Cuando me arrodillaba o me persignaba pensaba primero en el preámbulo, que declara que es legal rezar en la compañía de pecadores. Sin embargo, esta estrategia no ha producido una solución a mi problema existencial, dado que nunca he podido decidir quiénes son los pecadores, si yo o los fieles católicos que estaban a mi lado. También he buscado consuelo más allá del preámbulo. Concretamente, en esa parte del Kol Nidré que declara como no válidos mis promesas y juramentos. En el momento en el que el cura recitaba «El Señor esté con vosotros» y yo respondía, junto con todos los fieles «Y con tu espíritu», el Kol Nidré apoyaba mis sentimientos interiores: «De verdad, no lo creo». Además, mediante el Kol Nidré, buscaba algún perdón para recitar durante la misa —siempre en voz baja— y en concreto la oración más sagrada de todo el judaísmo, la llamada «Sh’ma Yisroel» [Oye, ¡Oh Israel!]. No sé si esta costumbre (que por lo menos otro antropólogo judío practica también, según me ha confesado) irá en contra del código religioso judío. Sin embargo, estoy convencido de que no me puedo escapar de la responsabilidad moral, dado que mi asistencia a misa es completamente voluntaria, no forzada, como fue el caso durante la época de los Reyes Católicos. No se sabe si el

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Kol Nidré en realidad se compuso en el siglo quince, pero perdura en España a través de mi vida interior, y quizá de la de otros. De una cosa estoy seguro: no creo en el poder mágico de la oración. El Sh’ma Yisroel, el Kol Nidré y otros rezos hebreos que se me ocurren durante misa son más que nada reacciones pavlovianas al contexto religioso en el que me encuentro. El rito religioso en general me hace pensar en los pocos fragmentos de la vida ceremonial de mi infancia de los cuales todavía me acuerdo. Algo similar ocurre a una persona que de niño aprende a tocar el piano, deja de tocar durante muchos años, y después recupera de memoria una mínima parte de lo que sabía. Cuando esta persona, de mayor, regresa de vez en cuando al piano toca el mismo trozo de la partitura, sin poder avanzar más allá. De igual manera, el Kol Nidré para mí es como un trozo de música memorizado. Me acuerdo de ella dentro de cualquier contexto religioso. Durante mis estancias en Becedas y Cazorla, el Kol Nidré ha funcionado para recordarme mi identidad étnica-religiosa. Me ha servido para guardar la frontera existencial entre el yo, por un lado, y los amigos e informantes del lugar, por el otro. Ser judío dentro del contexto del trabajo de campo no varía demasiado de ser judío en cualquier otra circunstancia. La identidad étnica-religiosa se establece por un proceso dual de segregación voluntaria y forzada. En España, yo siempre he mantenido abiertamente que no soy católico. Quizá y en consecuencia eso ha conllevado una distancia respecto a los amigos e informantes en un grado mayor de lo hubiera sido el caso si hubiera mencionado solamente la lengua materna y la nacionalidad. En abril de 1969, el mes en que me instalé en Becedas junto con mi mujer (de origen protestante) y un bebé de cuatro meses de edad, muchos vecinos nos preguntaron, «Son católicos, ¿verdad?». Siempre contestábamos, «No practicamos ninguna religión» —una declaración verdadera. Todo esto sucedió durante la dictadura. La alianza entre Franco y la Iglesia que existía en aquella época fomentaba, sobre todo mediante la enseñanza (Sopeña Monsalve 1994), una preocupación por la uniformidad religiosa. Sin embargo, los vecinos de Becedas no mostraban inquietud alguna al recibir nuestras respuestas. Al contrario, la mayoría de ellos manifestaban un deseo de no ofender y parecían querer disculparse por habernos planteado cualquier pregunta sobre nuestras creencias. Me hizo gracia un vecino en particular. Al escuchar el «No practicamos ninguna religión», dijo, «Entonces, ¿no tienen que comulgar? ¡Qué suerte!». Nos enteramos posteriormente que este vecino era de izquierdas. Su reacción nos hizo pensar que, quizá, nuestro estatus de no católicos podía servir para vincularnos por lo menos a algunos vecinos. Durante la Guerra Civil, el pueblo de Becedas pertenecía al bando nacional. El anticlericalismo era entonces, y seguía siendo, mínimo. Sin embargo, como americanos no católicos, nuestra presencia levantó

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alguna curiosidad entre todos. Al final, este aspecto de nuestra fama sirvió para integrarnos rápidamente dentro de la comunidad. A la vez, y a pesar de mis declaraciones francas, mi estatus religioso quedaba ambiguo. Para empezar, yo asistía a misa todos los domingos, igual que cualquier creyente. A través de la misa, aprendí mucho sobre la religión popular, ideología y comportamiento ritual. Todo esto era importante, dado que nos encontrábamos en una época —los años de pleno Segundo Concilio Vaticano— de cambio notable en el campo de la religión. Mi asistencia a misa sirvió también para ganar la confianza de los pocos vecinos que se oponían a la presencia de los no católicos dentro de su pueblo tan pequeño y homogéneo. Pasado un tiempo, parecía imposible convencer a la gente de que no era católico, puesto que raras veces faltaba yo en misa. A la vez, casi todos los vecinos de Becedas se preocupaban por el destino de nuestra hija. Querían asegurarse de que había sido bautizada. Sobre este asunto, decidimos actuar en contra de la franqueza: les aseguramos que sí lo estaba. En aquellos tiempos, dejar sin bautizar a cualquier bebé inocente era equivalente a condenarlo a sufrir. Era considerado un acto casi sádico. Según nuestra manera de pensar, era preferible mentir a provocar un posible escándalo, sobre todo si podría traer alguna consecuencia negativa en el comportamiento de los vecinos para con la niña. Declararme no católico era una cosa, manifestar ser judío, otra. Durante los años que duró el trabajo de campo entre 1969 y 1975, nunca divulgué entre los vecinos de Becedas mis raíces etno-religosas. Posteriormente, en Cazorla, donde realicé investigaciones antropológicas entre 1975 y 1980, algunas circunstancias me llegaron a convencer de que era prudente revelar mi identidad como judío. Desgraciadamente, me equivoqué al tomar esta decisión. En Cazorla, un pueblo de unos cinco mil habitantes y de enorme producción aceitunera, yo había formado una amistad estrecha con un comerciante. Llamémoslo Marcos. En un momento determinado, al final de una estancia larga en Cazorla, mi mujer y yo habíamos pensado en llevar a los Estados Unidos a una de las hijas de Marcos, para que ella pasara un año de estudios en Berkeley. Interpretamos este gesto como una posible compensación por la ayuda abundante que Marcos y su familia nos habían brindado. A la vez, llevar a la hija serviría para mantener y reforzar el vínculo entre las dos familias. Sobre todo, las dos familias éramos conscientes de lo que nos esperaba: una separación difícil y emocionante, algo que produciría sufrimiento emocional, por lo menos por un tiempo. Llevar a la hija con nosotros podría reducir las consecuencias negativas de la separación. Antes de comprometernos, tuvimos que considerar la probabilidad de que esta hija descubriera mi identidad como judío, una vez llegada a los Estados Unidos. Sería mejor confesárselo antes. Esto se hizo en su presencia y en la de sus padres. Todos recibieron esta noticia sin asomo de preocupación, lo

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cual me llevó a pensar que, desde el principio, me había equivocado al fingir. Sin embargo, por razones narradas a continuación, el destino mostró que fingir era la decisión más adecuada en ese momento. Antes de instalarnos en Cazorla, yo había comprado en Málaga un Seat del tipo que llamaban un «seiscientos». A pesar de pagar en efectivo, los documentos de este vehículo no me llegaron nunca, de manera que, desde el punto de vista legal, nunca fue mío. El coche me causó una infinidad de problemas. Funcionaba con tan poca frecuencia que estaba más tiempo en reparación que en uso. Cuando llegó el momento de la marcha a los Estados Unidos, la idea era venderlo por un precio bajo pero adecuado. Esperaba recuperar algo del dinero que había perdido en el trato. Mi amigo Marcos, ya amo de una furgoneta vieja pero útil, insistía en que yo le vendiera el coche. Puesto que él sabía perfectamente bien lo poco servible que era, yo sospechaba que su motivo era otro que ampliar las opciones de transporte. Sobre todo mantener un contacto afectivo y simbólico conmigo a través de este pedazo de metal. El Seat le quedaría como recuerdo tangible de mi presencia, después de marcharme del lugar. Hice todo lo posible por desanimar a Marcos; luché ferozmente en contra de esta compra estúpida. Yo esperaba recibir alguna ganancia de la venta, siempre que la víctima no fuera un amigo. Procuraba disuadir a Marcos de su idée fixe. Para convencerle, citaba un aforismo que él mismo me había enseñado: «En Andalucía no existen caballos malos». ¿Y porqué? No existen caballos malos, explicaba, porque ningún comerciante revela voluntariamente los defectos de su caballo, por el miedo a no poder venderlo. El comerciante siempre oculta los defectos de su animal para tratar de venderlo lo más rápido y caro posible. De igual manera, dije a Marcos que quería vender el Seat a un forastero, a uno de fuera de Cazorla, a uno que no supiera de los problemas que el coche me había dado durante más de un año. Lamentaba no poder decir que en Cazorla no existen coches malos. Era tarde para esto, dado que todo el pueblo se había enterado de lo mío. Esperaba convencer a Marcos, mediante esta estrategia retórica, de que no tomara posesión del maldito seiscientos. No tuve éxito. Como forma de proteger a Marcos de sí mismo, me negué a aceptar su oferta. De repente, Marcos se puso de mal humor. «Se entiende», dijo. «Lo llevas en la sangre. Tú eres igual que toda tu gente. Sois unos interesados y no lo podéis controlar. Es tu sangre que no me permite comprar el coche. Prefieres venderlo caro a otra persona y no a un amigo por un precio razonable». Es decir, Marcos me acusó de mantener una línea mercantilista debido a que era miembro de un determinado grupo racial. Citó el antiguo estereotipo del judío interesado. Dentro del contexto de la venta del coche, me tomó como el mayor ejemplo del carácter nefasto de mi raza. Me era imposible responderle. El nivel de prejuicio representado por su comentario era tan profundo, provenía de una historia tan

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larga y una base cultural tan arraigada, que no tuve más remedio que quedarme en silencio. En ese momento, sentí odio hacia Marcos. Me hizo acordarme del destino de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Me sentí simbólicamente violado, vulnerable, enfadado. Me arrepentí de la decisión de hacer trabajo de campo en Andalucía, de haber formado una amistad con Marcos, de llevar a mis hijas a un lugar como éste en donde quizá aprenderían a pensar de una manera semejante a la de los vecinos. Las había matriculado en los colegios estatales y de monjas. Y en estos colegios aprendían a recitar el catecismo, memorizaban el Ave María y el Padre Nuestro. Además, asistían a misa en compañía de varias viudas, todas ellas animadas por la posibilidad de convertirlas a su religión. Los sentimientos antisemitas de Marcos, ¿eran un premio por la confianza que le había brindado a él y a los vecinos de Cazorla en general? Para desmentirlo, tuve que seguir lo que me dictaba mi sangre: le vendería el miserable Seat, y exactamente por el precio que él había propuesto. Este encuentro, igual que muchos otros que he experimentado en España, me hizo recordar el hecho de que los estereotipos antisemitas a veces surgen sin el más mínimo aviso. A pesar de escuchar con frecuencia la expresión perro judío, nunca me acostumbro a ella. La odio. Igual pasa con el término despectivo una judiada, con su significado de acto de traición. Estos modismos que forman parte del habla popular en España me recuerdan las diferencias profundas que existen entre los peninsulares y yo. En el momento de escucharlos, pienso que el anfitrión hospitalario se convierte en anfitrión hostil. Los términos despectivos sirven para pensar. Son una forma universal de control social. Hacen a la gente recordar los rasgos de carácter que se deberían evitar. Pero cuando los escucha un extranjero judío como yo, el extranjero deja de ser huésped y se transforma simbólicamente en expulsado. Al mismo tiempo y, paradójicamente, queda dentro del dominio de la religión que superó los sentimientos que me separan del pueblo español. Es mediante la vida ritual que se borran las paredes entre los amigos/informantes y yo. Es verdad que asistir a misa o ir en la procesión o asistir a un acto sacramental me hace sentir un poco traidor a mi propio pueblo. Es durante estos momentos que suelo pensar en el Kol Nidré. Sin embargo, lo que me emociona de todos estos ritos es su dimensión estética. Es sobre todo la belleza de la ceremonia católica popular lo que aprecio y lo que me permite superar cualquier sentimiento negativo que podría invadir mis pensamientos. En este sentido, mi aprecio desde la niñez por el Kol Nidré me ha servido mucho. Al final de todo, cuando observo un rito católico, lo que experimento, en forma transformada, es la belleza de todo rito religioso. Inconscientemente, asocio la misa, una procesión, o el acto que sea, con el canto de los judíos ortodoxos del Bronx. La experiencia estética se ha repetido en

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varios lugares: en España, por supuesto, pero también en México, Indonesia, la India, Brasil, y otros países. Son los Kol Nidrés de la niñez los que me han hecho sensible a la religión, a pesar de no ser creyente. Son los Kol Nidrés, más que el miedo a ganar mala fama, lo que me ha permitido —hasta me han animado a— participar en la vida religiosa de los pueblos españoles. Son ellos los que me han hecho brincar, en varios momentos, del estatus de forastero al de huésped agradecido. Bibliografía Brandes, Stanley. 1975. Migration, kinship, and community: tradition and transition in a Spanish village. Nueva York: Academic Press. Brandes, Stanley. 1977. Peaceful Protest: Spanish Political humor in a time of crisis. Western Folklore 36: 331-346. Brandes, Stanley. 1990. Metáforas de la masculinidad: sexo y estatus en el folklore andaluz. Madrid: Taurus. Brandes, Stanley. 1991. España como «objeto» de estudio: reflexiones sobre el destino del antropólogo norteamericano en España, en María Cátedra, ed., Los españoles vistos por los antropólogos. Madrid: Júcar, pp. 231-250. Pitt-Rivers, Julian. 1968. The stranger, the guest and the hostile host: introduction to the study of the laws of hospitality, en Contributions to Mediterranean sociology: Mediterranean rural communities and social change. J. G. Peristiany, ed. Paris: Mouton, pp. 13-30. Reik, Theodor. 1976. Ritual: psycho-analytic approaches (Douglas Brian, tr.). Nueva York: International Universities Press. Sopeña Monsalve, Andrés. 1994. El florido pensil: memoria de la escuela nacionalcatólica. Barcelona: Crítica.

FIELDWORK IN THE ARCHIVES. TRACING RITUALS OF CAPITAL PUNISHMENT IN PAST AND PRESENT ITALY* Maria Pia Di Bella CNRS-CRAL/EHESS. Paris

There is an old church in the eastern part of Palermo (Sicily), originally called Madonna del Fiume (Madonna of the River), that come to be known in 1795 as the «Church of the Beheaded Bodies’ Souls» (La Chiesa delle anime dei corpi decollati). The reason for this change was due to the fact that, from that date on, the corpses of executed criminals were systematically buried in two collective graves of the nearby cemetery and that the church became a popular pilgrimage destination where many Palermitans came to pray, ask for a grace or wait for the responses of the executed souls. About twenty years ago, the church was restored and named Madonna del Carmelo (Madonna of the Carmel). However, people still call it only by its old name (La Chiesa delle anime dei corpi decollati) and this name still exists in the street direction signs, while the name of the street in which the church is located is Via Decollati, —«the street of the beheaded persons».

* Unfortunately, I did not have the chance to discuss with Julian Pitt-Rivers the research results here presented. His imagination and his love of paradox would certainly have been of great help. Though, to the best of my knowledge, he never worked in the archives, he has shown the importance of written material (in his case, the Bible) for the understanding of Modern European or Mediterranean societes (see Pitt-Rivers 1977: 126-171).

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Inside the church, one of the left-hand altars is dedicated to the Madonna del Carmelo but the faithful still call it Madonna delle Grazie, as in the old days, and ignore the change. Facing this altar, we find another one adorned with a painting of Saint John the Baptist, with his head on a chopping-block. Below it, we have a big, rectangular glass box; inside, huge red flames made of papier-mâché, representing purgatory, with eleven statuettes (six men, a couple, a woman, a mother with a child), among the flames, looking up to a crucified Jesus, surrounded by two angels, one on his right hand, one on his left, with a large silver ex-voto representing a heart below his feet. About twenty-one other silver ex-votos hang in the box: eight hearts, two legs, three arms, one foot, a pair of eyes, a profile of a woman’s face, three profiles of men’s faces. With the help of a few coins, the faithful can either light up the whole purgatory scene or the small electrical candles on the altar. Twice we noticed a believer touch the glass with the coins in his hand, kiss them, then put them in the box opening to turn on the light. On the altar itself, above this purgatory scene, there is an inscription saying: Dono votivo alle anime dei decollati da Pisani Donato. Anno 1993 (Gift following a vow to the beheaded bodies’ souls by Pisani Donato. Year 1993). The present, in the Madonna del Carmelo church, seems to point constantly to the past, to the formely named «Church of the Beheaded Bodies’ Souls»; the bridge nearby, the Ponte delle teste (the of the Heads’ Bridge), the street where it is located, via Decollati («the Street of the Beheaded Persons»), are powerful reminders of the old function of the quarter, when the dead bodies of the executed criminals were brought in for burial in one of the two collective graves. But what is striking is that the present does not seem to be able to erase the past. Although capital punishment was first abolished in Italy in 1889 (see below for details on the contradictory history of this abolition) and although the dead corpses of the executed criminals were transferred to another cemetery since 1870, inmediately after the Italian reunification, the dead souls of the executed criminals are still invoked when the faithful make a vow or ask for grace (Di Bella 1993). Of course not all citizens of the city of Palermo go to this church on Sunday to attend mass, there are people who would bluntly refuse to go; already at the end of the 19th century this church was cataloged as «gloomy» by Sicilian Literati. But the fact that the quarter and its church persist in keeping, to those who want to see it, the factual evidence of this long-lived tradition, is meaningful. And it is this meaningfulness, this present filled with the shadows of gone generations, and is this past already pregnant with our present, that we would like to examine through the presentation of rituals performed for and during capital punishment.

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The Salvation of the Criminals’ Souls To glimpse of the historical frame in which these elements are integrated, we have to go back to 1347, when a group of pious Florentine young people (giovanetti), zealously concerned about the lack of interest on the part of public officials in the spiritual needs of the prisoners condemned to death, established the first lay confraternity responsible for comforting criminals on the way to their execution (Uccelli 1861: 8-9). The foundation of such confraternities formed «part of a powerful movement among lay persons during the late Middle Ages who wanted to earn spiritual reward for performing Christian “good works”» (Edgerton 1985: 178), known as «the seven Acts of Mercy», which especially recommended the care of sick persons, prisoners and the deads. This movement gave rise to subsequent comforting confraternities in the major Italian cities, such as Bologna, Rome, Venice, Milan, Naples, etc. Thus, from the fourteenth to the early nineteenth century, Italians gave religious meaning to capital punishment in a carefully elaborated ritual which they staged in the streets of their towns and which they prepared in the chapels of their prisons. This ritual focused on the bodies of the condemned and was meant to save their souls. All over Italy, lay confraternities specialized in the salvation of the souls before the execution of the condemned bodies. Their aim was to help them to die well (ben morire) so as to prevent their fall (perdizione). Their teaching was meant to bring about the social and religious reintegration of the criminals into the community of Christians. Punishment was viewed as a condition for divine forgiveness, on one hand, and reconciliation with the urban communities, on the other. In 1541, a lay confraternity was also founded in Palermo. Called the «Company of the Holy Crucifix» (Santissimo Crocifisso), it was better known as the Bianchi (the White Ones). This Company was composed of fifty-six members, mainly aristocrats; some of them not only belonged to the noblest Sicilian families but also held the highest offices of state. The task the Bianchi had was to assist, morally and spiritually, all those condemned to death in Palermo for criminal offences, three days and three nights before their execution. Their main function, clearly, was to instruct them on «how to die a good Christian death». In fact, those three liminal days in the Chapel were spent in preparing the condemned people to fully accept their fate, to convince them to die bravely, for the earthly sufferings that their bodies would endure after confessing were the sine qua non condition for salvation in an after-life that would otherwise escape them. The psychological preparation of the condemned that the Bianchi accomplished, to induce them to accept the «separation of his soul from his body», with a religious de-

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tachment, seemed to work well: few were recalcitrants and these few persons were usually quickly driven into a «state of virtue». The choice of the Sicilian Bianchi company among the many comforting companies mentioned was due to the fact that we wanted, on one hand, to understand the way Sicilians viewed justice and the influence justice had on their everyday lives and, on the other, because it is only in Sicily that this type of comforting brotherhood had its major impact, not only on the persons to be executed but also on the public. In fact, only the Sicilian Bianchi took take care of the criminal for such a long period —three days and three nights before his execution— instead of the usual one night, rehearsing with him on the few words he had to utter during the procession that took him from the prison to the gallows and also rehearsing with him all the Christic or the martyr-like attitudes he had to assume to enhance the religiosity of the public. Here, we cannot detail the whole reconciliation cycle that makes this brotherhood so special and we will specifically only focus on the consolation the Bianchi gave to the condemned persons during those famous three days and three nights. The Ritual of Conversion When the date of execution for a capital sentence was settled, two of the Brothers (a «chapel chief» and a «secular novice») in charge of the criminals’ religious instruction had to confess and to receive communion before going to the public prosecutor of the Royal Court (procuratore fiscale della Regia Gran Corte) in order to obtain an account of the crimes committed by the person to be executed. Before going out, they had to put on their robes, made of thin white cloth, bound at the waist by a white rope to which a wooden rosary was attached for recitation. They wore white hoods capable of covering their faces and, in winter, they added capes of white woollen cloth to their costumes. An image of Christ in colour was painted on the left side of their hoods. Together with a priest (padre confessore) and a novice (novizio sacerdote), also members of their Company, they went in procession to fetch the keys of the Chapel and the crucifix to be handed to the condemned (afflitto). When the latter was brought into the oratory of the Chapel, usually in the afternoon, the four hooded Bianchi received him. One of them, the Chief (Capo di cappella), informed him of the place, the day and the hour of his execution. After a few words of consolation uttered by the priest, they declared him member of the Company, while the priest covered his shoulders with a hood. Then, the four Bianchi lifted their hoods and put them away to signify his full integration into their community. They led him in front of the

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Ecce Homo statue and the painting of «Our Lady of Sorrows» (Addolorata) whose hands he had to kiss. There followed an inquiry into his person, the circumstances of his imprisonment and his feelings about it follomed. If the condemned person proved to be recalcitrant or, worse, impenitent, he was exhorted to accept his fate and vigorously driven into a «state of virtue». After escorting him to his cell (dammuso), at the moment of leaving him for the night, the four fratelli confortanti embraced him and kissed his feet, in sign of humility, after freeing them from the rope that was around his iron chains. For any material or spiritual aid during the night, the prisoner could, by pulling on a rope, call the Bianchi who were sleeping in a room near by. During the next two days, the condemned was taken by the Brothers, first, to the oratory of the Chapel to pray, with a lighted candle in his hands, in front of the Ecce Homo, before and after the several Masses to which he had to attend; next, to the priest for confessions and two communions and, finally, to the Chapel’s Chief, to rehearse with him l’esercizio della scala, that is the gestures and the words to be performed during the procession that would to take him from the prison to the scaffold. If he requested it, they also took him to the confessor to dictate a «discharge of conscience» (discarico di coscienza), which enabled him to die «without any sin of false accusation on his conscience». In fact, the Bianchi paid special attention to those forms of repentance which opened the way for the reconciliation of the condemned with all those persons whom he had accused wrongly during the trial or under torture. During the night before the execution, they therefore allowed the repentant to dictate a discharge of conscience in front of them which cleared him of the lies he had uttered, and those wrongfully accused from all injust suspicions. This highly dramatic step was not requested by all the condemned. Out of the 2,127 persons assisted by the Bianchi, approximately 405 asked to dictate a discharge. To date, we have been able to find 76 discharges, about 19% of the total. Since the crime for which they were condemned is mentioned in their discharges, we know that 40 out of the 76 were condemned for homicide; 20 for theft; 8 for banditry; 2 for nefandum; 2 as counterfeiters (falsari); one for lèse-majesty and one, the only woman present among these 76 dischargers, for infanticide. If we look at the content of these discharges, we notice that 40 related the judicial torture undergone and 33 admitted they had «named names» (chiamato) while tortured, which means they had given the names of innocents or strangers as accomplices. Six more admitted they had «named names» but did not mention torture. Eight confessed a crime attributed by them, during trial, to others. The last day, the day of the execution, the Chapel’s Chief rehearsed, one last time, with the condemned person, l’esercizio della scala, before the arrival of the members of the Company, all wearing white capes and with lit

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candles in their hands, to fetch the condemned person and to escort him to his execution. The latter, before vacating the Chapel, had to take leave from the two novices who assisted him during those three days, and to kiss the of the hangman feet who had in the meantime arrived with the blacksmith to remove his iron chains. In the late afternoon, he left the Chapel blindfolded, to proceed to the Marina square, the traditional place of execution, attended by the Chapel’s chief and the confessor, followed by the members of the Bianchi Company, who recited litanies or chanted Miserere or De profundis. When the procession arrived at the place of the execution, it halted. Only the condemned, the hangman, his assistant and the Bianchi had the right to enter the scaffold enclosure. Here, the condemned person knelt in front of the Bianchi’s priest to receive absolution. To the question of whether he wished to die like a Christian, he answered affirmatively. The priest then began to recite the Apostle’s Creed and at the words passus et sepultus est, the hangman put the rope around the neck of the condemned. When the prayer was over, the condemned kissed the hangman’s feet and also one of the steps that he had to climb in order to reach the scaffold. To encourage him, a small chain representing «Our Lady of the Dying» (Madonna degli Agonizzanti) was handed to him. At the end of the ceremony, the hangman launched him into the air. The «Spectacle of Justice» From 1541 to 1820, the Bianchi assisted 2,127 persons, of whom forty were women (Cutrera 1917). The period from 1541 to 1646 was the most cruel for the condemned, especially the commoners. Thieves, highwaymen, bandits, killers were usually carried to the gallows on a tumbrel to allow an executioner to either rack them with hot pincers, cut off their right hand or burn their feet; they could also be tied to a horse tail in order to be pulled or quartered either alive or semi-alive. After execution, their bodies were usually separated from the heads and cut into four; each of these four parts was sent for display where the persons concerned were known for their deeds and the head was exposed at the Sperone, on the eastern side of Palermo, in order to alert voyagers at their arrival to the dangers that might await them if they transgressed the law. The last amputation of the right hand on a living human being was carried out in 1642. After that date, hands were cut only from corpses and only corpses were quartered. The condemned persons’ way to death was not only an individual ritual of transition but also a political, religious, and social event of importance to the whole urban community. It gave rise to its participation in what finally became a «spectacle of justice». In the staging of this spectacle, everyone

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played a role with impressive confidence in the rightness of the actions they were performing. «Everyone» includes, first of all, the authorities who indicated, in their «notes of justice», the streets through which the condemned person had to be carried or led in procession, the type of torments they had to endure, and the exact places in which they had to undergo them, the type of execution that awaited them and the fate their corpses would meet. But «everyone» also included the Bianchi, the condemned person, and, of course, the spectators. Thus, a ritual of public consent was staged in the streets of Palermo in which all the actors seemed to acquiesce, and the «health of the souls» of those to be executed became a general concern to spectators of all classes. As we know, the epilogue to the condemned reintegration into the Christian community took place in the Church of the Beheaded Bodies’ Souls where the two collective graves, as well as the church, became a popular pilgrimage destination. The consensual, conciliatory ritual had all the social actors perform their roles by transcending the limits normally assigned to them: in this last example, the faithful attached to the beheaded bodies’ souls a status that was typical of canonized saints; Sicilian priests accepted that parishioners addressed themselves to the beheaded bodies’ souls as if the latter were beatified or canonized. When, in 1820, a royal decree put an end to the Bianchi’s institution, the popular religious cult went on. And, as we already pointed out, it goes on to this day. Archives v/s Fieldwork It is time to leave the topic in order to concentrate on the material support on which we rely in order to bring about our interpretation of other times or other cultures, that is the archival material. Unfortunately, the archives are not always as rich as we imagine they should be. Often, they are destroyed during wars, fires, floods, transportation, or by their bad state of preservation, or by humans themselves for political, religious, private or professional reasons. Apart from physical destruction, we can never be sure that archives provide us with a full account of the story we are interested in. We know what is in it, but often totally ignore what has been lost or, what has never been there. The Bianchi archives are no exception to the rule: in fact, the different record books that the Bianchi kept in their Oratorio, that were still there at the beginning of the 20th century, vanished. Recently (1994), the archives of the Congregazione degli Agonizzanti have been found in Palermo and are now available to scholars; therefore, we should not, for the Bianchi archives, give up hope completely. But until that day, if one wishes to work on the Bianchi, one has to rely on Francesco Maria Emmanuele e

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Gaetani, marchese di Villabianca, an aristocrat who hand-copied the years 1641-1798 from the Bianchi archives and also on Antonino Cutrera, a historian, who is the last person to have worked on the subject with the material at hand, publishing parts of it in his book (1917). The Bianchi Company established, after general discussions, their code of regulations, which they wrote down for all to observe. This code was usually published in a volume entitled Capitoli. Periodically, new chapters were added to these Capitoli and old ones deleted. For this reason, numerous Capitoli should be found in Sicilian libraries. To date, we have been able to find six Capitoli (1542, 1572, 1579, 1598, 1620, 1766), while Antonino Cutrera quotes seven of them (1542, 1572, 1574, 1601, 1618, 1652, 1766). The code of regulations to be followed in the Chapel was also written down by the Bianchi (though not systematically published), either in the shape of Capitoli (ms 1652, ms 1766), or as a Direttorio (Parisi 1787), or as a Conforto. Two other sources are important and deserve to form part of these archives: they are the Antonino Mongitore’s Storia sacra delle Chiese di Palermo, a study written in the 18th century on all churches built in Palermo and the cults that arose in them, and the twenty-eight volumes published by Gioacchino Di Marzo, from 1872 on wards, in which he integrated all the discovered Palermitan diaries that had been written between the 16th to the 19th centuries. To this material, we have to add our own transcription of a manuscript found in a Palermitan library: a hand-written copy-book belonging originally to Antonino Cutrera, in which he wrote down seventy-six discharges of conscience dictated by the condemned persons to the Bianchi from 1567 to 1805, that he copied from their archives. This transcription was published in a book (Di Bella 1999a), with all the supplementary information that could be found on those seventy-six persons that dictated the discharges: How they behaved in the Chapel, during the procession, on the gallows, and also what happened to their corpses. At the end of the book, we added some of the general regulations and some of the chapel regulations published in the different Capitoli already quoted, especially those concerning the particular occasion on which discharges were dictated. Thus, when one works in the archives, one is confronted with a fascinating situation in which one feels, sometimes, closer to a detective than to a historian, let alone an anthropologist. Or, if we may add, nearer to a gossip: «So and so said to his or her relative something that was overheard by a neighbour, who refered it to a third person», etc., etc. The main task is therefore to recompose a picture, with the bits and pieces at our disposal, thanks to information that seems to be trickling instead of flowing. This is the unsatisfactory situation that we, as readers, also know well when, halfway through a text, we find ourselves with an unfinished story. In Giovanni Levi’s Inheriting Power: the Story of an Exorcist (1988), the sources stop be-

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fore we get to know how ends. But new archives may one day appear and the research start again. All this is not far from what ethnographers are confronted with while doing fieldwork. They acquire only a partial view of the society they study because their stay in the field is restricted to a specific period of time, a particular historical moment. Had the ethnographer gone to the field ten years earlier or ten years later, the situation would obviously have been different. Our discipline once found an ingenious way of dealing with this problem —the historical changes of societies— a problem which threatens to undermine the validity it obtains through the efforts of fieldwork. It decided that the societies we study are ahistorical, cold, traditional, therefore always identical (see Pitt-Rivers 1977: 134-135, for a subtle critique of anthropologists’ view of history). Many more factors contribute to the partiality of a fieldwork study, such as nationality, gender, or the ethnographer’s ideology. All these factors bring about blind spots in the ethnographer’s view of the society under study. These blind spots render the results of the fieldwork research as problematic as the state of the archives does. Thus, the study of archival material and fieldwork may yield equally unsatisfactory results. The ethnographer has to come to terms with the blind spots in his or her views of the society studied, as much as the missing informations in the archives oblige the researcher to come to terms with this. It is the archival material or the reality of fieldwork that dictates his or her research to a scholar, not vice-versa. Archival Fieldwork But fieldwork has something that archival material does not and this is considered by all to be important: it is the plain fact that the ethnographer has a first-hand experience of the group or the society he or she studies. This firsthand experience focuses on observation, usually called «participant observation», which gave the ethnographic gaze an important role (see Pitt-Rivers’ preface to the second edition of his People of the Sierra, 1971, for an illuminating discussion on the topic) that still persists, though other senses are now highlighted as necessary to fieldwork research and to their written results. So far as the archival material that one finds on a topic altogether precludes the possibility of a first-hand gaze on what is going on, could we say that we cannot treat it as if it were a fieldwork? That we cannot write our results in what would be considered an ethnography? Maybe these kind of questions are important only to the anthropologist who has momentarily left the fieldwork for the archives, and who would like to link the best of both worlds. Maybe historians would not bother with this type of question, though we know that Emmanuel Le Roy Ladurie wrote a major book, Mon-

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taillou (1975), in which he uses the terms «ethnographic history» or «historical ethnography», and builds his whole material as an ethnographical monography of a southern French village in the 14th century. In fact, we would like to ask: is archival fieldwork possible? Can we rely on the gaze of somebody else as if it were our own? Renato Rosaldo, in an interesting article, compares Le Roy Ladurie’s Montaillou with Evans-Pritchard’s The Nuer, to criticize the endeavour of Le Roy Ladurie, by claiming that the archival material on which he wrote his book was an Inquisition register and that this very fact excludes all chances of objectivity (1986: 78-81). But Rosaldo never says if there is a possibility of equating fieldwork to the archives and if we can, when writing an ethnography, use sources as we use our own fieldwork accounts. We stress this point because we struggled with it: we prepared an account of the three days and three nights that the condemned persons endured in the prison’s chapel under the Bianchi’s supervision. We have, in the sources already quoted, many extremely detailed descriptions of how the Bianchi members have to conduct each session of comfort. In fact, the Bianchi divided the three days in which the criminal is in their hands into seven missions, and with the data found, we can follow the whole process thoroughly. To make our way in a more coherent manner, we subdivided the actions to be performed during these missions, gesture by gesture, and wrote them down, so as to help us visualize what went on during this liminal ritual. Thanks to these data we can, therefore, follow the normative aspect of the ritual. But in our material, we also have detailed descriptions o what actually happened in the prison’s chapel during those seven missions, that the Bianchi wrote down in their record books. This material does not cover all the 2,127 persons the Bianchi briefed, only part of them, for we have to remember that Villabianca started to handcopy the Bianchi’s record books only from the year 1641 on wards, while the Bianchi founded their company in 1541. As for the actor’s point of view or, at least, for a faint sound of his voice, we can rely on the seventy-six discharges of conscience dictated by the criminals the night before their execution that we published (Di Bella 1999a). All these different sources can help to avoid giving the readers the impression of a monophonic authority, by using, in our account, their polyvocality. But we cannot forget that all this polyvocal material was always written down by a Bianchi member. Methodological Suggestions Now that what we are aiming for seems pretty clear, we will ask again: is archival fieldwork possible? Is it possible in such a virtual encounter, where one lacks face-to-face experience and, most of all, complicity? Is this

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equation between fieldwork and archives ever possible? And, if the answer happens to be positive, is fieldwork in the archives always possible? In our view, this equation is possible if some methodological suggestions (see below) are followed. To any anthropologist who wishes to work in the archives, we would suggest starling, first, with a face-to-face ethnography, in order to understand what fieldwork is all about. After this experience, archival research will have a different flavour and also give different results. It will be an archival research with a «know-how» that can be grasped only through fieldwork, different from the archival research done by historians. In fact, to go back to our personal experience, our first fieldwork took place during the mid-seventies, in the southern rural areas of Italy, mainly Apulia and Campania, where we worked on conversions to Pentecostalism. And precisely, one of the things we did during our stay, was to go, regularly, to the four services that the Pentecostals organized each week. We followed numerous cults in the tiny temple where they assembled, and we still have all the detailed descriptions of these different cults in our fieldwork accounts. In our first article (Di Bella 1982), we described a particular ritual, which took place one evening in a very visual way, as if we had a camera in our hands and as if we wanted to reproduce exactly the way the service took place. To highlight the visual effect, we did not add any interpretation to the description of the service. The article starts with the opening of the temple’s door and ends when the door of the temple closes, almost three hours later. And it has, in it, a description of the people who were there that very day, and of course a description of what happened. In a separate article, published later (Di Bella 1988), we discussed glossolalia, the speaking in tongues, that some of the faithful happen to utter during the service, considered by them as a gift given by the Holy Spirit. Thus, we wish to put forward three methodological suggestions: first, that fieldwork in the archives is possible if one has already gone through a fieldwork experience, for it will allow him or her to read the sources differently from the way historians do; second, if one’s archival material is near enough to the experience encountered during fieldwork, it will be much easier to describe it and to interpret it; third, and we would not like our forthcoming suggestion to be dismissed as positivistic, it is important to separate the different layers, that is description from interpretation, or if one is dealing with archival material, to separate one’s sources from one’s reading of them. The narrative can be there, for anthropologists also love to write and some do write well, but it is important to distinguish the two levels so that others could eventually read the material we have gathered, with such great difficulty, in a different light. We should remember that we are not just translating cultures but also interpreting them, and thus we should be more keen on presenting the core descriptions of our fieldwork, or in separating the

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sources from the interpretation we give of them. We think that only by separating the two levels, description from interpretation, and sources from interpretation, do we become free to write the way we wish, bringing in all our hermeneutical capacities, but preserving, at the same time, the standards of our profession or of any social science or cultural science discipline. Italian v/s American Capital Punishment Often, after going through archival fieldwork, one is tempted to come back to contemporary problems and observe them with the knowledge acquired from the reading of the sources. Images that fill our daily life seem to echo those imagined while reading the archival sources. Thus we were puzzled initially to see that, as in Sicily, a death-row inmate in the United States also goes through a ritual at the end of his life, three or four days before his execution, when he is transferred to the death house (Prejean 1994). He were puzzled to see that, during this liminal phase, a series of legally ritualized actions are undertaken by his lawyers, family and friends to invoke the governor’s mercy. But we also noticed that, contrary to our Sicilian example, the American ritual is focused on the salvation of the body. One of the central symbols of this ritual —the three famous phones near the execution chamber which may, in fact, ring until the last minute, to announce that the state governor has finally granted pardon— clearly represent this hope of physical survival. But much as in the Sicilian ritual, the United States ritual of seeking grace for the body does not normally prevent the prisoner’s execution. The difference between the American and the Italian ritual resides in the fact that the Early Modern Italian attitude was centered on the idea that the execution of the criminal was a necessary condition for his spiritual salvation. Therefore, we began to think that a comparison between the Italian attitude towards capital punishment with that prevalent in the United States would not only be interesting but also would allow us to better understand both the past and the present. The long Italian tradition of giving religious meaning to the execution of condemned people, by staging a highly theatrical public ritual of reconciliation, left its traces on the particular stance towards capital punishment which Italy took from the eighteenth century onwards. In fact, it is in 1764 that a young Milanese aristocrat, named Cesare Beccaria, published a book entitled Of Crimes and Punishments in which he calls for the abolition of capital punishment and its replacement with life imprisonment. In direct response to Beccaria’s challenge, the Hapsburg Grand Duke of Tuscany, Pietro Leopoldo, in November 1786 abolished capital punishment in his region, and ordered all the torture instruments burned (Edgerton 1985: 220). In 1889, following the unification of Italy, a new penal

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code, the Codice penale Zanardelli, abolished capital punishment in Italy altogether. With the advent of Fascism and its leader, Benito Mussolini, as head of State, capital punishment was reintroduced in 1925 for crimes of lèse-majesty, but was gradually expanded to other crimes, either against the State (31 executions) or civil crimes (65 executions) (Neppi Modona and Pelissero 1997: 830). It was once more abolished after the Second World War (1948). Nowadays, two opposed debates on penalties are taking place in the United States and in Italy. The United States is engaged in an on-going debate for or against capital punishment in which large parts of the population and many institutions are involved. The importance of the issue can also be grasped by the fact that even Hollywood has recently produced numerous movies and series on the topic, the majority against capital punishment. In Italy, on the other hand, the public debate now focuses on the question of abolishing life imprisonment altogether, to replace it with a certain fixed period of imprisonment. It is with reference to this suggestion and to the number of years to be given to those who committed a major crime (from 30 to 35 years) that the different Italian propositions are made. But, what is more interesting for our argument, is that for some years Italians started organizing themselves in associations, some stemmimg from a Catholic background, others nearer to political parties, that all have in common the need to ask the United States of America (as well as the other countries concerned) to stop their executions. We all know that in 1972 the Supreme Court of the United States suspended capital punishment when it found —in the Furman v. Georgia case— that capital punishment is «arbitrary and capricious» in its application, and hence unconstitutional, being in violation of the Eighth and the Fourteenth Amendments, which forbid «cruel and unusual punishments». After minor changes in the states’ laws, capital punishment was reinstated, in 1976, for, in the meantime, the Supreme Court had declared, following its interpretation of the Constitution, that capital punishment was not forbidden by the Eighth Amendment. Since 1976, 576 persons have been executed and, today, 3,565 prisoners are on death row waiting for execution. Among these prisoners, 50 are women and 74 were under 18 years of age when they committed their crimes. When a U.S. execution is announced by the Italian media —days before it actually takes place— the associations we are talking about, among which we find the Catholic San Egidio and the Radical Party’s Hands off Cain (Nessuno tocchi Caino), organize lage assemblies in Rome. When the execution hour approaches, they conduct a candlelight vigil, usually in or near the Coliseum, imitating the American opponents of capital punishment who remain outside the prison to protest; they stay up all night or part of the night, waiting for the governor’s mercy to arrive, and, if it does not, they

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pray for the salvation of the departed soul. These assemblies are so popular that some of them are broadcasted by television, in the most important Italian channel, Rai uno. For Derek Rocco Barnabei, executed in September 1999, in the Greensville Correctional Center (Virginia), even Pope John Paul II requested a reprieve, on three occasions, thus joining the campaign to save his life. In 1997, the Palermitan mayor, Leoluca Orlando, decided to give honoray citizenship to a death-row inmate, Joseph O’Dell, to underline his belief in his innocence; when O’Del was executed, also in the Greensville Correctional Center (Virginia), his dead body was sent to Sicily to be buried in a local cemetery. Both cases have been in the front page news in Italy, and for both of these inmates, Italians sent faxes, e-mails and letters to plea for further DNA testing and/or to protest against the execution. For the O’Dell case, Virginia officials received nearly 10,000 calls and faxes, about 90 percent of which were from Italy (U.S. News, July 23, 1997); while for the Barnabei’s case, the governor’s office received 13,271 letters and messages, most of them from Italy (Timesdispatch.com, Sept. 15, 2000). Many Americans take these manifestations as a sign of anti-Americanism; they have the impression that «Italians hate them» (U.S. News, July 23, 1997). Others understand that «Italy is against the death-penalty» (Timesdispatch.com, Sept. 15, 2000). But we know, thanks to our fieldwork in the archives, how deep-rooted is the attitude of Italians when confronted with death-penalty. * * * As a conclusion, we would like to ask: can the classical distinction between anthropology and history be upheld when one does anthropological research on societies whose present concept of society and history is structured by the experience of their change in history? On societies that consider the preservation of the material sources of the past, and the reflection upon their meaning, a main feature of their present culture? Can we understand the factors leading to the form of the Italian manifestations against capital punishment without knowing the history of the drama in which the soul of the condemned criminal could be saved only through his execution and his acceptance of this punishment? A drama which focuses on the role of the criminal as a victim, necessary for his and the community’s salvation? Do we not have to know the long process in which the consciousness of the criminal’s victimization is secularized, and turned into an effective tool of protest against the death penalty, in order to understand how religious, cultural and social elements interact, in this process of the associations’ protests? If we accept that these are necessary conditions for our understanding of these protests, then the suggestion that our fieldwork has to integrate archival work, and fieldwork in the archives may not be such a paradox as it may appear to be at present.

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MARIA PIA DI BELLA

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III DE PASIONES Y PRÁCTICAS

LA POLITIQUE AU COEUR DE L’OEUVRE Marc Abélès LAIOS-CNRS

Julian Pitt-Rivers s’est fait connaître pour avoir effectué une mémorable enquête de terrain à Alcala de la Sierra, un pueblo d’Andalousie à une époque où les anthropologues s’intéressaient surtout à des civilisations éloignées. Il est l’un des tout premiers à avoir montré la complexité culturelle d’un univers «villageois» et à mettre en évidence, en-deçà de l’observation de la vie quotidienne, les strates de significations que mettent en jeu les relations de parenté, les rapports politiques, etc. Cette complexité culturelle est demeurée par la suite le fil conducteur de l’œuvre de Pitt-Rivers. Je me souviens d’une conversation à propos de l’anarchisme en Espagne, question en apparence plus proche des préoccupations des politistes, mais dont il montrait à quel point elle nous obligeait à réfléchir dans la durée sur les croyances et les conceptions du monde propres à la ruralité. Pour qui s’intéresse, comme c’est mon cas, à l’anthropologie du politique, cette manière d’articuler le présent ou le passé immédiat sur la longue durée et de mettre en perspective des éléments entre lesquels on n’aurait pas eu spontanément l’idée de chercher une cohérence est extrêmement éclairante. Mais au-delà, je découvrais à cette occasion le grand intérêt que Pitt-Rivers portait au politique, entendu dans son acception la plus large. On s’étonnera peut-être qu’en évoquant l’apport de l’anthropologue du monde méditerranéen, je mette au premier plan cette dimension politique. Au premier abord, on peut avoir le sentiment qu’il s’est surtout illustré dans l’étude des représentations et des rituels. Qu’on se souvienne de ses contributions remarquables sur la tauromachie et de son analyse, qui reste un

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modèle du genre, d’un voyage aérien traité comme rituel de passage. Ici PittRivers vise à montrer la pertinence du concept de rituel pour penser la modernité. Mais regardons de plus près son étude du voyage en avion. Comparant le protocole qui entoure nos déplacements aériens avec un vol qu’il eut l’occasion de faire à l’intérieur du Mexique et qui ne bénéficiait d’aucun confort, mais surtout où les hôtesses de l’air brillaient par leur absence, l’anthropologue se pose une question aussi simple que pertinente. Pourquoi toute cette mise en scène ? Même si l’encadrement des voyageurs répond à une exigence pratique, en tout état de cause, on pourrait fort bien se passer de ce qui apparaît comme du superflu. Après tout, un voyage en car ou en train n’implique pas le même déploiement de personnel et tout l’enchaînement d’actes qui finalement ne se traduit par rien d’autre qu’un déplacement dans l’espace. C’est précisément dans ce rien que se loge le symbolique. Pitt-Rivers montre avec brio comment se met en place un véritable rite de passage où les différentes étapes qui mènent de la séparation à la liminalité, puis au retour dans la société sont soigneusement aménagées. Van Gennep aurait été tout étonné de la manière dont sa conceptualité est appliquée à un terrain plutôt inattendu. Au-delà de l’étonnement qui peut naître («tiens, mais ce qu’on prenait pour un simple voyage en avion, c’est vraiment un rituel!»), le plus intéressant dans la démonstration de Pitt-Rivers est de montrer que le rite de passage s’inscrit dans une cohérence politique. Car, comme il l’indique, ce qui est réellement en jeu, c’est le marquage, la délimitation d’un espace revendiqué comme national. Le rituel, l’aéroport et ses drapeaux sont porteurs d’une affirmation forte, celle de la souveraineté de l’Etat-nation. L’intérêt de l’approche anthropologique est de mettre en évidence les implications, en termes d’espace et d’identité politiques, de ces déplacements aériens qui font partie de notre ordinaire. Que Pitt-Rivers mette la question politique au coeur de sa réflexion, cela apparaîtra avec plus de relief encore à la lecture de cet autre texte qui est sans doute son ouvrage majeur et qui a été traduit en français sous le titre «Anthropologie de l’honneur». On remarquera avant toute chose que l’intitulé original «The Fate of Schechem or the Politics of Sex» comprend une référence explicite à la politique. Car ce dont il est question dans ce livre, au travers d’une enquête sur la notion d’honneur si présente dans les sociétés méditerranéennes, c’est autant du rapport entre les sexes, que de l’articulation du public et du privé. L’énoncé même de ces thèmes montre à quel point Pitt-Rivers attachait de l’importance à la manière dont les conceptions de la famille et du mariage, qui mettent en œuvre la notion d’honneur, ressortissent elles-mêmes d’une politique plus générale déterminant tout à la fois la forme et le contenu des rapports entre les hommes et les femmes.

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Pitt-Rivers emploie d’ailleurs l’expression «complex of honour»: elle désigne la codification symbolique de cette politique du sexe. Il s’agit d’une notion pivot, d’un opérateur qui articule le plus intime – le sexe, et le sociopolitique. Elle désigne aussi la manière dont les sociétés méditerranéennes pensent la séparation entre le dedans et le dehors, le féminin et le masculin, le domestique et le social. En fait, c’est la labilité de la notion d’honneur qui est particulièrement intéressante ici. Selon les contextes sociaux, elle réfère à la sexualité, ou s’attache avant tout à marquer un statut. Avec un certain humour, Pitt-Rivers écrivait qu’il fallait être un «brave man» pour entreprendre une «structural study of love». L’un des enseignements de son œuvre, c’est que la sexualité est toujours déjà matière à politique, non simplement parce qu’elle est le champ clos de rapports de force et d’affrontement entre les «genders», mais aussi parce qu’elle suscite la mise en place d’un cadrage normatif qui assigne une véritable topologie. Il y a bien un «lieu du politique», un espace public (dont les femmes sont tenues à l’écart). Mais on aurait tort de penser que l’anthropologie du politique se réduit à la description de ce lieu, des représentations qu’il suscite et des actions qui s’y déroulent. En amont, il s’agit de réfléchir sur la production de ce lieu. On ne saurait mieux s’y employer qu’en prenant au sérieux l’idée de «politics of sex» comme condition de production de lieux et d’enjeux politiques. La démarche de Pitt-Rivers trouve un écho particulièrement bienvenu alors que se pose aujourd’hui une question qui convoque tout à la fois la relation du public et du privé, les rapports entre les genres, et l’articulation du politique et du religieux: le port du voile dans un Etat laïc. La controverse sur le voile est remarquable par l’acharnement qu’elle provoque. Dans un débat télévisé récent (Mots à mots, France 2, 27/04/03), on a vu s’affronter la philosophe Elizabeth Badinter et une étudiante en sociologie qui défendait le port du voile. Le plus frappant dans cette discussion, c’était la pluralité des registres d’argumentation mis en œuvre. Simultanément se trouvaient abordées la question du statut de la femme, celle du rapport entre tradition et modernité, ou bien encore celle de la religion dans le monde d’aujourd’hui. Du point de vue de l’anthropologue politique, on mesure une extraordinaire évolution depuis l’époque encore récente où les affrontements mettaient en cause des discours renvoyant à un référentiel commun. Les oppositions entre gauche et droite, progressisme et conservatisme, socialisme et libéralisme avaient pour toile de fond une vision du monde globalement partagée, où l’économie et le social constituaient des blocs solides sur lesquels on pouvait peser dans un sens ou dans l’autre. Aujourd’hui ce qui polarise le débat, c’est l’affrontement entre des conceptions résolument étrangères les unes aux autres. Si le thème de la modernisation a longtemps occupé le devant de la scène, c’est que les antagonistes parvenaient à

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s’entendre sur un point: la nécessaire transformation de la société. Alors commençaient les divergences sur la meilleure manière d’y parvenir, et les sacrifices que cette démarche était susceptible d’impliquer. Mais une chose était claire: les antagonistes acceptaient implicitement de se mouvoir dans un certain cadre, désigné comme étant le domaine de l’intérêt collectif, de la chose publique. Depuis lors, quelque chose a bougé. La politique a débordé les lieux (institutionnels, discursifs) où elle avait coutume de s’inscrire. Le fait qu’un objet, connoté comme domestique, le voile, devienne l’un des centres du débat politique en France me semble significatif de ce que je qualifierai de «déplacement du politique». Ce déplacement se caractérise notamment par un brouillage des frontières jusqu’alors reconnues entre la chose publique et ce qui était censé ressortir du privé. On ne s’étonnera donc pas que le débat se polarise alors sur ce que Pitt-Rivers a justement dénommé «politics of sex», dans la mesure où se trouvent interrogés les fondements culturels de l’action politique et la détermination même de la «chose publique». Dans cette conjoncture nouvelle où l’anthropologie est plus que jamais requise, dans la mesure où elle est capable de permettre de penser le déplacement hors des cadres routiniers de la politologie, on comprend à quel point la démarche de Pitt-Rivers n’offre pas seulement un modèle, mais aussi de précieuses pistes de recherche. Bibliographie Pitt-Rivers, J. 1954. The People of the Sierra. London: Weidenfeld and Nicolson. Pitt-Rivers, J. 1983. Le sacrifice du taureau. Le Temps de la Réflexion, IV. Pitt-Rivers, J. 1987. La revanche du rituel dans l’Europe contemporaine. Les Temps Modernes, 88.

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I met Julian at Oxford when we both returned from the war. He went to Spain, I went to Africa. We met again at his château in the Lot where I camped in his plum orchard with a clutch of children. He was very understanding and when I later wanted to rent a place to stay in the Lot to get away from the tourists on the coast in August, he arranged for me to rent part of a farmhouse. I have visited that area ever since and one of the pleasures was to see him again every summer. What I remember is that every year he had a new project on the farm. He was endlessly inventive and so integrated in the local community that he could almost never write about it. I think that he would have appreciated this essay. He maintained a delicate balance between hierarchy and egalitarianism which was very appealing, and he taught me much about both.

Looking back at earlier photographs of the inhabitants of Europe one of the most striking features is the universality of head covering both for men and for women. This is not a matter of class. While upper groups wear headgear outside the house (and some in bed, as in the nineteenth century bedcap described by Flaubert in Madame Bovary), so too did the labouring

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classes. Photographs of the dolte queues in Cambridge during the 1930s show everybody wearing a cloth cap. That was true in the north as well as in the south. The Wilson collection of photographs in the University of Aberdeen shows a group of line fishermen in the 1880s at Elie, Fyfe, preparing the lines for fishing haddock and cod, each with some form of hat or cap. Today, people wear hats only for special occasions. What does this change represent in terms of social relationships? Let me first try to put hats in the context of other forms of headcovering. Alongside hats we find caps, skullcaps, bonnets, berets and headscarves. In a different genre we find crowns of flowers, of foliage, of metal, including precious metals for royalty and the nobility. Then there are feathers, often worn with head bands, as in aboriginal North American and with other forms of headgear as in Europe. More basically, nature has provided us with its own head covering in the form of hair which, like hats, may be removed or added to in the forms of wigs or pigtails. All these constitute forms of clothing and are opposed to nudity (la tête nue). While hats are of course closely linked to other forms of headgear, such as ‘crowns’ or chaplets, there is also an opposition. It is obvious that you do not wear a hat if you wear a crown (or a wig); the two are incompatible. That is true whether the crown is made of permanent or of temporary materials, of metal or of flowers, leaves or feathers. Indeed, in France in the thirteenth century the royal charters that marked the development of market activity and of professional gardeners saw the incorporation into the guild hierarchy of those who were involved in the provision of chaplets. There were four guilds of chapeliers, that is, of hatters, ‘for while the clothes people wore may have been very similar, they often showed their individual preferences in their headgear. This was made by guilds of chapeliers de feutre (felt), de coton and de paon (peacock’s feathers), whose produce was sold in the shops of the mercers of rue Saint-Martin as well as in the vicinity of the court. At this period men wore bonnets underneath their helmets, and these were made by the chapeliers of cotton; this rare commodity was mixed with wool for bonnets, gloves and mittens. When these rules were laid down, the chapeliers of peacocks no longer used feathers but only headpieces made of gold and stones. Finally, there were the chaplets of fresh flowers, especially roses, made by the corporation of herbiers or chapeliers de fleurs. Like many of the occupations organised by the guilds, that of florist was part of the luxury trade. Indeed, such headgear as they provided may have been reserved for ‘les gentils hommes’, for nobility and not the bourgeois. The corporation of chapeliers de fleurs did not last beyond the fourteenth century, although that of florist-gardener did, and its members presumably continued to make some chaplets. For while people still wore ‘crowns’, they were no longer made of fresh flowers but of ribands and bands of gold or sil-

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ver cloth. ‘The luxury of nature’, writes Depping, ‘was set aside in favour of the luxury of art’1. With this great demand for roses, it is clear that the seasonality of the flower posed a problem. The religious ceremonies in which they played a part were those of summer. But all weddings could not be confined to June, let alone countless other occasions for their use. Efforts were made to preserve buds. But resort had to be made to dried, artificial and metal flowers well as of course, to foliage, le chapelet vert. And of course to other forms of headgear, hats. But hats, crowns (of metal or flowers), and feathers are closely inter-related, linking not only with American Indian headdresses but with Roman crowns (revived at the Renaissance), with the floral decorations of the first of May, not to speak of the link with clothing and costume as a whole, with dressing up rather than stripping down. Functions Let me turn to the functions of hats. Most obviously hats are protective against the elements. They are worn in the north to retain bodily heat (as with the Russian fur cap or the Eskimo hood) and in the south to keep the heat of the sun (as women on European beaches, or Hakka women working in the fields of South China, or older men in Africa who wear similar triangular ^, cone-like, hats of plaited straw or reed). More importantly, hats are worn to indicate rank and also taken off and put on to give respect, in Europe to those of superior position, to women and the deity, though here it differed for men and women, the former (except for priests) took them off, the latter covered their head, perhaps the most significant and sensitive part of the body, also the top; the hat protects and makes men taller. Finally, they are used not only for rank, as in the first usage, but to distinguish social or religious groups, status in the wider sense, as with the Jewish skull-cap, the Muslim hat in West Africa, even ethnicity with the Tyrolean or Australian felt hat, or the myriad of differentiating hats worn by the military to distinguish not only rank but regiment. One aspect of such differentiation lay in the confessional differences in nineteenth century Tunis between Muslims, who wore a red fez and Jews who wore a black one. When a group of Jewish émigrés arrived from Livorno (Leghorn), they continued to wear the hats they had used in Europe. 1 Depping 1837: LXXV. There were also guilds of fourreurs de chapeaux (makers of linings) and of feserresses de hapiaux d’orfois (the women makers of trimmings), see also Lespinasse and Bonnardot 1896: LXXVI.

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The Sultan was offended and forbade them to do so, leading the émigrés to appeal to their British protectors. As a compromise, the Sultan decreed they should wear a white fez to distinguish the group from local Jews. On other occasions such diacritical distinctions are adopted rather than imposed, in order to differentiate communities. Thus early Christians adopted black as their colour of mourning dress because Jews wore white. It may be that because Jews covered their heads before God, Christians deliberately did not. The covering of the head above all by women is sometimes a matter of display. But another function of hat and scarves, namely to hide what is seen as a shameful area of the body, the hair (and in some cases the face, as with the veil of Islam, in Judaism and in the west where ladies of a certain age used a form of veil until the 1950s). The hair is often considered to have sexual implications, sometimes of virility in the case of man, as with the Biblical Samson, and of potency in the case of women, especially in the Near East, in Islam, where married women may even shave their heads (and sometimes wear a wig), like (asexual) monks in Christendom. The hair of the head is perhaps identified with pubic hair, bodily hair in general indicating sexual potency, the potency of the animal (Leach 1958). The removal of hair may be a cleansing in some cases, a denial in others. Distribution Hats were to be found in hierarchical societies. In Europe the crown is the very essence of royalty; possess the crown, as Prince Hal did when he took it from the father he thought dead and you have acquired the monarchy. Lesser nobles also wore distinctive headdresses. What about other cultures? In centralised Turkey, one’s rank is known by one’s headgear and the appropriate hats even appear on funeral monuments to ensure that rank is perceived even in death. In India there seems to have been less emphasis on distinctive headwear either for men or women, except in North India where Muslim influence spread to the dress of both women and men. There is an interesting difference between South and North. In the South women do not wear hats nor cover their heads but they are more likely to wear a spray of jasmine in their hair. In the North they do and it seems certain that this usage has been affected by the presence of Islam, with their practices of veiling and covering the heads of women in town that are facets of the same need for protection. Covering the head, veiling the face, these are aspects of seclusion, of purdah. Hindu women do not cover the head all the time but they do so when going to the temple ‘as mark of respect to the God’, as one friend remarked to me. That is very similar to the Middle Eastern practice of covering one’s

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head as mark of respect (as distinct from uncovering it). In Islam one is only uncovered within the family- women are only seen in this way by near km and close affines(?). One is veiled in from the father-in-law and other male members of the husband’s family. On the other hand hats are an obsession with Chinese males.2 Only monks and the lower classes (and not all of these) went hatless. Hats took a great variety of forms, usually indicating social status, official rank, sometimes local variety, sometimes intellectual persuasion, sometimes one’s private philosophical interests.The Chinese have written general histories of hats as part of a ‘history of costume’. Once again the hat seems to offer more scope for individuality than the rest of the costume. The notion that wearing cloth indicates respect and is proper, that notion is very widespread in societies that produce textiles. In Ghana it is the difference between the state societies, influenced by Islam, and the acephalous ones. Not that in the latter people are ever totally nude; they had their penis sheaths and perineal bands, but to the others they were known as ‘the naked Lobi’. When Christianity came, it was concerned especially to get men to wear shorts and women to cover their breasts, that is, especially their sexual parts. It was a sign of civilisation in contrast to savagery. In Africa, hats largely followed the pattern for other clothing. Non-centralised, acephalous, ‘democratic’ peoples paid little attention, except older men wore conical hats to keep off the rays of the sun. Women wore nothing. In states, those influenced by Islam had hats (caps) for men and headscarves (sometime veils) for women. In pagan kingdoms like the Asante or the Yoruba, men of rank often wore coloured cloth bonnets but women went bareheaded. There was a distinct correlation with authoritarian regimes and with gender. Changes over Time If hats are marks of status, like other clothing, it is clear they must change with a changing politico-economic structure. Revolutions have tended to invent their own clothing, and especially hats. In the French Revolution earlier clothes were abandoned and for headwear the so-called Phrygian hat was adopted. So too in India, it was seen as important by Gandhi, in order to avoid not only the westernisation of dress, but also to adopt a neutral garb in terms of caste. That was particularly important for hats since, as in Turkey, they indicated status. Sikhs wore a special type of turban, others had 2

I owe this information to Dr J. McDermott.

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their specific hat bands or pugrees. So the Gandhian cottoncap became adopted by many in different castes, for example, Pandit Nehru; that headgear became the very mark of a revolutionary. It also led to the dismay of turban makers and the decay of their craft. But culture changes dramatically in this respect over time for other reasons, for example, fashion (partly because hats are such an obvious marker). In England, it was the Restoration of the monarchy in 1660 that seems to have provided the notion of fashion and therefore the frequent changes of headgear, dress etc (as well, of course, as influencing the theatre, food, etc). As I have indicated, the notion of changing hair styles and the pattern of cloth have certainly been present in other cultures, in dance in Gonja for example. Sometimes changes of fashion have come in for mockery and criticism as with Sir Andrew Aguecheek in Twelfth Night where he is led into wearing his hose in the latest Italian fashion in order to please a lady. Certainly the Puritans, and to some extent the Protestants as a whole, tried to counter this tendency by sticking to a severe black and white costume; including hats for men and bonnets for women, which at the Restoration were temporarily displaced by wigs among the upper groups. But not for long. After the mid-century we have women’s hairdressers (only recently have they become ‘mixed’) from France and shopkeepers who were visiting Paris to find out the latest fashion (mode) in hats, which are hardly compatible with wigs. Mode in this sense has to have a leader and in England to be á la mode in women’s dress you followed Paris — in men’s clothing it was the other way around, especially after the Revolution when French men copied the democratic tendencies across the channel. But women in England and in much of Europe continued to follow the French fashion in anything to do with women’s dress and toiletries, fields in which the names themselves are often French to this day. They remain the leaders in these aspects of the culture of women. When the wearing of hats became part of the mode, it also became a way of attracting attention. That was very much true of the eighteenth century as distinct from the seventeenth century Puritans, where they were used to hide rather than to reveal. Later on women of a sexually active age used them in a sense to flirt with men by displaying themselves, clothed of course rather than unclothed. Widows used them differently, as with clothing generally. This display function is very evident on grand occasions such as Ascot today, when women turn up in the most extraordinary hats —it is a kind of game, a carnival, a show, and a public cat-walk. While hats in this context do not have much sexual significance, they are part of a game of display, of rivalry, of attracting attention, of a certain measure of provocation. This is even clearer in some paintings like Donatello’s of David where a nude figure (of a male) wears a hat.

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Fashion, then, exists even in simple cultures but it gets much developed in urban ones, especially consumer ones, with the presence of street traders and shops. In consumer cultures, by which I mean mass rather than luxury cultures, there is a much more rapid turn-over in fashion, demanded by the system of production as well as by individual taste. Fashion affects not only the hat but also the head in various ways. It is the focus for the use of cosmetics, for jewellery and for earrings and for additions of various kinds, the metal inserted through the nose or lips, and even the distortions of various kinds, long earlobes, protruding lips (of the Lobi, for example), which became signs of ‘beauty’. But the hair itself, which societies deliberately concealed by the hat, is often the main focus of elaboration. Hair like hats can be taken on and off. In the west, the shaving of the head may be undergone to give a macho image. On the other hand the balding figure is often seen as a-sexual and hurries to cover up his deficiency with a wig. More usually, it is a matter of humiliation, of abasement or of renunciation, with sexuality often implied. That is the significance of the monk’s tonsure in Christianity, probably of the removal of the hair of Jewish women, and after the Second World War of the shaving the heads of French girls who had consorted with German soldiers. Hair, of course, has often been a focus of attention. In China, the Manchu pigtail was seen as a kind of ethnic joke in the west, as frequently with the hats of others. But the West had even more peculiar practices, in particular, among the upper classes after the Renaissance, the wearing of wigs by men and women after the Restoration in England though they disappeared in the mid-eighteenth century. France followed at the time of the Revolution which, for a period, drastically simplified the dress of both sexes and democratic men gave up the wig. The development of hats in Europe followed that period; hats and wigs (like crowns) were counterpoised since it is impossible to wear both. Wigs of course are still used by people who have lost their hair or who want to improve upon their natural endowment, as often West African women in Europe who want longer, straighter hair. The length they can obtain by plaiting “artificial” hair which is part of the often very elaborate treatment by women in that part of the world, especially in Senegal where hair styles take on an aspect of fashion. West African men on the other hand, do little to their hair, apart from having it tidied up from time to time by a barber (a surgeon) wielding a razor. In Africa too the head is often shaved when passing through rituals that involve a change of status, especially death; it is an act that represents a cleansing and renewal, perhaps a reversion to the hairless state of birth, a rebirth, a farewell to an earlier state of affairs, an installation in a new one. In India, where hair is more abundant, one may offer one’s hair as a gift to the gods involving self-abasement and denial. That practice was particularly

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common at the great temple of Tirrupati in Tamilnadu where the sacrifice was gratefully accepted by the temple and then handed over to the company of wig-makers that lived nearby. In this way, the removal of hair neatly fitted with its replacement. Selling hair was a practice in Europe too, as we see from a story by Guy de Maupassant. For, as we have seen, wigs were worn in Europe by both ‘upper’men and women, and continued to be used for medical and aesthetic purposes long after the general practice had been abandoned by all except lawyers, whose status seems bound up with the retention of eighteenth century practices. The size of the wig was an indicator of status, hence the English expression ‘big wig’ to indicate an important, possibly self-important, person in the community. Recent Changes in Europe I want to give this discussion a more contemporary note by referring to the great change that has occurred in the culture of hats (la culture des chapeaux) in Europe since the Second World War, partly as a comment on changing cultures and cultural change. Looking at photographs in the inter-war period in Britain (and the same is true of the rest of Europe), one is struck by the fact that everyone seems to be wearing hats. That is the case regardless of sex, class and age. Men and women both have their head covered when outside the house (or other building); in the queues of unemployed working class for the dole they are all wearing flat caps; in the middle classes it is trilby-type hats (perhaps [felt] ones on smart occasions and straw or panama hats on holiday in summer); among the upper classes the hat varied with the occasion but it was usually more formal except for some rural sports when a smart version of the flat cap was sported; in other circumstances it was the bowler hat (chapeau de melon) for work in the city of London (and perhaps in other offices), a top hat for weddings and for some state occasions (with formal wear, with morning coat). As for age, little children were given woollen hats, pink for girls, blue for boys. And that practice continued with peaked caps for schoolboys and cloche hats for girls. When I went to grammar school the wearing of school caps was compulsory; not to wear one was a punishable offence, meaning that one had to appear before the prefects and possibly undergo a beating with a cane. So keeping track of one’s cap was an important part of one’s life, as was snatching the cap of others whom one wanted to annoy or to attack. A similar history of hats affected adults. Freud wrote a paper on hats. Taking off your hat was equivalent to castration, the non-castrated (but circumcised?) kept their hats on. He had a traumatic memory of his father en-

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countering a gentile in the streets of Vienna who seized his hat because he did not ‘doff’ it. The gentile threw the offending object into the gutter where Freud’s father promptly went to pick it up, dust it down and replace it. Freud felt this was unworthy and that he should have stood up to the man. Was the ‘requirement’ here to doff one’s hat a matter of class or religion? In either case it was the enforced recognition of superiority. At University things were a little different. One abandoned the wearing of caps (that had been a privilege of members of the sixth form even at school). One still had to wear or at least carry a mortar board when wearing a gown on official occasions, when eating in Hall, at examinations and when walking into the town after dark —otherwise one might be caught by the Proctor and their Bulldogs (the University police) and fined 6s and 8d, or alternatively 13s, 4d, that is ‘one mare’. The wearing of gowns and hats in Hall and for examination (like the wearing of surplices in Chapel) was to indicate the formality of the occasion as well as to display status (undergraduate gowns differed from graduate ones, the head gear for Ph.D.s was different from that for M.A.s). But wearing of gowns in town after dark served a more general purpose: like the wearing of school caps, it differentiated students from the town population and made social control easier. The wearing of hats continued in Europe after the war for both men and women. When I was demobilised from the British Army in 1946, I was provided with a pinstriped suit and a black homburg hat. That was the dress I was expected to wear when going to an interview for a job. At the time both my mother and my father would have had a selection of hats in their wardrobe, hats that they would wear when they went out to town. The consequences for the domestic environment were considerable. Hat stands were part of the usual equipment of a middle-class house; wardrobes included shelves for hats; for travel, women had hatboxes in their luggage (since hats were notoriously easy to damage). It is easy to confuse the roles of hats and head covering. I was once asked to give a talk on a Friday evening at the Orthodox Synagogue in Cambridge. Before the joint meal and the talk there was a religious service where skull caps were handed out. Thinking it was only Jews who should wear them, I clasped mine in my hand (as I would have done with a hat in church). Then one of the officials came up to me angrily and told me to wear my hat — as a mark of respect to God. Covering up can be respectful, as with women’s head covering in a Catholic Church (no longer the norm although decreed by St Paul), or the bishop’s mitre, or the military hat. But in other circumstances, the hat is taken off to salute a superior (or a woman in Europe). Indeed it almost seems as though you wore a hat in order to be able to take it off at such times, to doff ones ‘hat’ as farm workers did to the farmer or anyone else in authority.

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It was an act of rebellion or insubordination to keep one’s hat on, as with the failure to kow-tow before the Chinese emperor. Yet the wearing of hats was clearly not only an imposition of superiors on inferiors; the peasants themselves felt they had to wear hats. It was not always that the subordinate needed to “doff his cap”, he could simply touch it, or touch his hair — “touching the forelock” in a kind of salute. When you come to think of it the military salute approximates to touching the hat. In the British army, you never saluted unless you were wearing a hat, so the two were always limited. And you saluted to a superior, or to the flag, the symbol of the country. The superior took or received the salute of the subordinate. In Holland, as in France and Spain, photographs from the 1950s and earlier show everyone, men and women, wearing hats, except the waiters standing outside the cafés, for these were really inside people. By and large they do not wear hats, except cooks (tall white ones as signs of office) and waitresses sometimes (but rarely nowadays) carried a form of headgear. That was very widely done throughout European domain. A photograph of the inhabitants of the distant Hebridean island of St Kilda, now uninhabited, shows them resting from the dangerous pursuit of climbing up the cliff face to collect the eggs of gulls (cormorants?). Every man has a cap (not usually the Scottish tam-o-shanter); every woman has a bonnet. The same is true of the early twentieth century painting by Chaim Hazam, much influenced by the French impressionist, of men and women in New England gathering cranberries; all wore hats and bonnets in the fields, even in the land of the free. A current poster for the oyster museum in Bouzigues (Hérault) shows a fisherman with a broad brimmed hat and his wife with a bonnet. The painting on the cover of a book on wines of Languedoc shows both men and women covering their heads.3 Special hats were worn not only for Sundays (chapeau de dimanche) for special occasions, like top hats for men at weddings along with morning dress, or the Easter bonnet for women. In Languedoc it is said of someone who wears a hat on a special occasion that is followed by a banquet: Aves mettut lo capel manja car (vous avez mis le citapeau mange-viande). The phrase acquired the alimentary connotation of ‘mangeur de la viande’. Such hats were often signs of wealth as well as of status. Of the town of Gaillac it was said: Las femmas de Gaillac quand pleu

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Marcillaud et Rivière, 1998.

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se descaton lo triul per s’acator lo cap. The women of Gallac when it rains uncover their sex to cover their heads.4

They use their long skirts to protect their valuable straw hats, with their velvet bands. Incidentally the Occitan points to the close relationship between chapeau (Fr. hat), capel (Oc. hat), capelli (It. hair) and cap (Oc. head). The hat and the hair are obviously both coverings for the head. That situation regarding hats was widely true in Europe at the time of World War I. Between the two world wars, there was some relaxation, in towns. But the wearing of hats remained widespread. In England my Scottish mother rarely went out on to the street without one. My father wore one to work but rarely for holidays or sports. In the 1950s things changed dramatically and the wearing of hats gradually disappeared, except at first for women at weddings and formal occasions like Ascot or meeting royalty (where morning dress may still be worn complete with top hat, usually hired from a clothing firm). Among the rural gentry in England, older women still wore hats at weddings; an old friend of mine attending a wedding in East Anglia recently was the only one of her age not to wear one, whereas in London recently a friend in the mid-fifties was the only to wear one. There is an increasing gap between popular clothing and clothes worn on formal occasions, which as with wigs or breeches are often highly conservative of earlier modes. That is part of their attraction; one does something different (old) for a different occasion. Not only are hats worn by wedding guests but also the bride is often veiled in white, as if virginity were about to be unveiled in marriage. Elaborate head-dresses involving the veil are found in Christian (or indeed ‘modern’) marriages not only in Europe but in Africa and in the East where the formal dress of European weddings has become a sign not of conservatism but of modernisation. Women’ s hats began to disappear during World War II, perhaps related to clothing restrictions. A leading role was played by royalty when the Queen (as princess) appeared with a headscarf such as had been hitherto worn by northern mill-girls. The gesture was also taken as a way of identifying with the masses, of crossing class barriers. In the military, however, hats are regularly worn. The military use of hats (like the police and to a lesser extent firemen) continues and is interesting. In the regiment in which I served the hats of officers differed from those of men; the former were flat (like sta4

I am debted to Dr Paul Bras of Bozigues for these references.

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tion-masters), the latter were smaller ‘fore and oft’ caps, commonly referred to as ‘cunt caps’. Whatever hat you were wearing, the hair should not appear. In my first six weeks of officer training at the Royal Military College, Sandhurst, I kept on being told ‘to get my hair cut’. At the time it was curly rather than long and in the end I had to have it in the form Americans call ‘the crew cut’ so that nothing showed. Indeed ‘short back and sides’ was the name of the game; long hair was unruly. Those who continue to wear hats in western society are precisely those persons, those roles, to whom authority, formal authority, is crucial, namely, the police, the armed forces, station masters, lawyers and judges. Of course there are others to whom authority is owed, professors and managers but those are roles where the authority is crucial but potentially fragile. Dress somebody up in a uniform (‘the one dress’); crown him with a hat, and he automatically fills an authoritative role. Gradually in civilian life that ceased to matter. The disappearance of hats coincided with the greater emphasis on hair, the dressing of hair, on hair dressing. Instead of hiding hair, you displayed it. That shift had significant economic consequences. The widespread use of hats created a whole industry, of bonnet and hat makers. As in France whole towns such as Luton in Bedfordshire specialised in hat-making, in this case, straw hats which were widely worn in summer (like Panama hats). Hat shops for men and women abounded. Now they are few and far between. What has grown up instead is the hairdresser, a more personalised profession. No village in France for example is complete without its hairdressers, now catering both to males and females, even when the grocers’ shop has disappeared in competition with the supermarket. Previously the ‘modiste’ (hat shop) in the village had been of central importance, especially, like the couturiére, in the education of young girls. Now it is the coiffeur who is part of an enormous industry that involves the marketing on TV and in magazines, of shampoo, lacquer, conditioners, by names known around the world. We are told not simply which hairdresser is associated with the commercialised shampoo (such as Vidal Sassoon) but the name of the person cutting the hair of Bill and Hilary Clinton. The Democratisation of Society? Was that change in headgear related to other changes in the authoritarian or democratic structure of society? For example with the political system? In England the war and the victory of the Labour Party in 1946 certainly weakened (and represented a weakening of) existing patterns of authority. But the same changes seem to have occurred in France where broadly right-wing

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regimes were in power and in America where the Republicans boxed and coxed with the Democratics. The changes were not limited to one particular (western) country but they do seem to reflect a general weakening of notions of hierarchy, associated more closely perhaps with the growth of education and the development of a meritocracy rather than narrowly political changes. Interestingly the part of Europe where the wearing of hats continued more recently was in the Soviet Union and its associates. It was a common observation that sartorial formalities were kept up in the USSR long after they had disappeared elsewhere. Think of all the photographs of the behatted political leaders on the rostrum reviewing troops long after people like the Duke of Edinburgh or Prince Charles had abandoned the practice. Attlee did, Wilson did not. When I visited Prague in 1979 after the Russians had invaded it, I attended a concert in Prague; I was almost the only one present without a suit and the ladies were festooned in furs. It was a very l920ish scene. In the west the disappearance of hats is certainly an aspect if not of the disappearance of hierarchies, at least to the softening of relations within the system. A parallel example of the softening of hierarchy occurs within the family. Parents attempted not the impossible task of eliminating authority but of modifying its impact by trying to get their children to abandon kinship terms and to adopt first names (‘call me Fred’). The fact that authority still exists is witnessed by the fact that such informality is often resisted by the children (‘yes, dad’). No longer are people, certainly not on holiday, distinguished by dress to anything like the same degree. Fashion is not just for the rich, but for all (with certain differences, especially in women’s clothes between that worn on the catwalk and that appearing in the more popular magazines, but one tends to follow the other within the possibilities of price). That is especially true of men’s wear, and the products of Carnaby Street, which represents both a dressing up and a dressing down. The latter is more frequent, especially in the shape of the ubiquitous blue-jeans. Or the baseball cap, which is an exception to the disappearance of the hat (as in some cases in the wide brimmed Texan hat, the hat of the cowboy and dude); here the upper has adopted the dress of the lower and it becomes so much more difficult lo distinguish classes by their dress. There is no doubt that Western societies, possibly the whole global village, have become more ‘democratic’, in that hierarchy, certainly in its formal aspects, is less readily accepted. Part of this comes from democratisation in the political sense, one man, one vote; part comes from the institutionalisation of universal education and the creation of the ‘meritocracy’, a mobility at least in certain spheres, but above all it is an aspect of the shift from luxury to consumer cultures, related to the second and third Industrial Re-

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volutions. That has meant the development of the mass media, with mostly everyone in a society experiencing the same range of programmes on television, the same range of music. And since this is a commercial development, its range does not stop at frontiers; American television, films and music have a worldwide audience, which is not the result of some mysterious process of globalisation, but of the commercial success of media catering for, or promoting, transversal tastes. However here I am concerned not with so called globalisation but with homogenisation on an intra-societal scale. In the west the levels of income have become more comparable, consumer goods for the kitchen, cars, food, have become increasingly comparable across the classes; personal transport in the shape of cars (and even boats) is available to the majority as are world-wide holiday destinations. Styles of life, in Weber’s phrase, have become increasingly alike; every man is as good, or almost as good, as the next. Under these conditions, especially in towns but also in the countryside, one no longer doffs one’s cap, indeed one does not wear one to doff. As at the time of the Revolution, the upper group attempt to copy the clothing of the lower ones (jeans and bleu) partly in order to avoid social discord, partly to express solidarity, as Churchill did with his battledress. What is clear is that hierarchies have not been abolished, in the way that May 68 hoped. Schools still have headmasters, universities their professors, factories their managers, cabinets their prime-ministers. Marriage is still mainly isogamous, with males taken to be heads of household. Yet the culture changed especially on the continent of Europe, as the result of the devastation of war. In Germany there were no longer separate canteen facilities for the managers; in Cambridge King’s College abolished the formal distinction between high and low table, the first for teachers, the second for students. Hierarchies continued but the formalities were softened and were no longer expressed to the same extent in different styles of life. Social stratification became qualitatively different; in the Lot the chateaux continued to exist as did chateaux society, but it now includes popstars and businessmen, who had bought in, as well as royalty and the gentry who had inherited their property. While they have other roles, hats then are hierarchical, being found both in stratified societies and among upper groups. However their virtual disappearance in Europe over the last forty years represents not the elimination of hierarchy, but a change in content of such relationships and a softening of the boundaries between classes and statuses.

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ONORE E DISONORE IN SICILIA Salvatore D’Onofrio Laboratoire d’Anthropologie Sociale. Paris

Julian Pitt-Rivers ha dedicato al tema dell’onore un’attenzione costante. In omaggio al grande studioso e amico scomparso propongo questa riflessione sui simboli del tradimento in alcune società del Mediterraneo e in particolare in Sicilia. Ne avevo parlato con Julian durante un convegno a Palermo e in occasione di un mio seminariio al corso da lui tenuto all’École Pratique des Hautes Études. Ci eravamo ritrovati d’accordo sull’interesse ma anche sui non pochi problemi posti da un articolo di Anton Block su quest’argomento. Mi sembra utile riprodurre in appendice a questo mio lavoro un doppio commento di Pitt-Rivers all’articolo che Block gli aveva mandato in lettura prima della pubblicazione. Dobbiamo queste due lettere, che testimoniano della precisione e della passione che tutti conoscevamo in Julian Pitt-Rivers, alla cortesia della moglie, signora Françoise. La nozione di onore rischia di alimentare illusioni analoghe a quelle denunciate da Lévi-Strauss nel suo celebre saggio sul totemismo. Così come quest’ultimo è, innanzitutto, «la proiezione al di fuori del nostro universo e come per esorcismo, di atteggiamenti mentali incompatibili con l’esigenza di una discontinuità tra uomo e natura, che il pensiero cristiano considerava fondamentale» (1964b: 8), l’antropologia dell’onore trasferisce in contesti culturali tradizionali, atteggiamenti e modelli di comportamento ritenuti incompatibili con le moderne ideologie dello sviluppo. Utilizzando gli stessi modi logici di classificazione che, nel caso del totemismo, finivano per «isolare il selvaggio dall’uomo civile», non soltanto si vorrebbe che l’onore mar-

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casse in maniera esclusiva determinati universi sociali —per esempio quelli di area mediterranea— ma fosse sufficiente a spiegarne tutte le articolazioni, al punto di proporre la categoria di «società dell’onore e della vergogna» (Van Sommers 1993: 127 ss.) per unificare manifestazioni di «arretratezza» quali il ricorso alla vendetta, la mafia o la custodia della verginità. Dalla parte delle società sviluppate, Peter Berger (1970), nel suo articolo On the obsolescence of the concept of honour, ha sostenuto che negli Stati Uniti chi fa uso della nozione di onore è considerato inevitabilmente «hopelessly European». A questo proposito, Julian Pitt-Rivers (1974: 7) ricordando molto opportunamente che la Dichiarazione di Indipendenza degli Stati Uniti si chiude con le parole «and our sacred honour» e che il Presidente Nixon pronunciò una dozzina di volte la parola honour nell’annuncio della guerra contro il Vietnam, conclude che «it is the vocabulary rather than the concept that is obsolete and obsolete only in the conversation, from which it is excluded in order to be reserved for invoking the sacred values of the nation on formal occasions». In definitiva, la riflessione ha oscillato tra le preoccupazioni di ordine relativistico di chi non riconosce all’onore alcuna possibilità di categorizzazione —attribuendo magari agli antropologi l’invenzione di questa nozione— e il comparativismo generico di chi —in ragione magari dell’idea di progresso— considera i codici onorifici come l’espressione di resistenze locali alle tendenze universalistiche delle religioni e degli Stati. Di fatto, si è rinunciato a ricercare gli elementi invarianti delle diversità culturali (ritenute spesso più diverse di quanto effettivamente non fossero), preferendo costruire con esse rappresentazioni gerarchizzate delle società umane. Poiché nutriamo serie perplessità sull’esistenza di società senza onore, ipotizziamo innanzitutto che esso sia indispensabile alla costituzione, al funzionamento e alla conservazione di qualsivoglia raggruppamento umano, solo che si proceda da una definizione «povera nei contenuti», come quella proposta nell’Encyclopédie di Diderot-D’Alembert: «Il est l’estime de nous mêmes, et le sentiment du droit que nous avons à l’estime des autres [...]. De là deux sortes d’honneur; celui qui est en nous, fondé sur ce que nous sommes; celui qui est dans les autres, fondé sur ce qu’ils pensent de nous [...]. L’homme qui peut nous être utile est l’homme que nous honorons; et chez tous les peuples l’homme sans honneur est censé ne pouvoir servir la société». Riducendo l’onore alla stima che si ha di se stessi e a quella che ci riconoscono gli altri, gli illuministi lo privano di gran parte della sua consistenza materiale, perimetrando una forma della nozione quasi più vuota di quella che gli etnologi hanno utilizzato per tradurre e comparare fenomeni analoghi di società diverse. Si pensi al ruolo, messo in luce da Mauss nel suo Saggio sul dono, che la nozione di onore aveva nelle transazioni degli Indiani del Nord-ovest americano come in quelle dei popoli melanesiani o po-

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linesiani: «Il potlàc tlingit, haida consiste nel considerare come onore i servizi reciproci. Anche presso le tribù realmente primitive, come le australiane, il punto d’onore presenta la suscettibilità che si riscontra presso di noi, e si riceve soddisfazione con prestazioni, offerte di cibo, precedenze e riti, non meno che con regali» (1965: 215-216). Criticando gli studiosi che nell’onore non riuscivano a vedere altro che un surrogato della nozione di efficacia magica, Mauss riconosce ad esso autonomia e importanza tali da fargli ritenere che lo stesso mana polinesiano simbolizzasse «non solo la forza magica di ogni essere ma anche il su onore» (ibid.: 215). Queste considerazioni aprono un varco alla possibilità di estendere all’onore le conclusioni cui giunge Lévi-Strauss (1965a) affrontando le difficoltà che presentava il mana: soprattutto i caratteri di forza misteriosa e segreta che Durkheim e Mauss, ingannati dall’assunzione acritica della teoria indigena, avevano attribuito alla nozione, ricercandone l’origine «in un ordine di realtà diverso da quello delle relazioni che essa aiuta a costruire» «in un ordine di realtà diverso da quello delle relazioni che essa aiuta a costruire», ordine di sentimenti, fatalità e arbitrio che non fa compiere alcun passo avanti alla conoscenza scientifica. Lévi-Strauss legittima l’operazione consistente nell’accostare e nel costituire in categoria nozioni quali quelle di mana, wakan, orenda. Esse rappresentano, a dispetto delle differenze locali, spiegazioni del medesimo genere. Egli ritiene altresì che «le concezioni del tipo mana sono così numerose e così diffuse che conviene chiedersi se, per caso, non ci troviamo di fronte ad una forma di pensiero universale e permanente che, lungi dal caratterizzare certe civiltà, o pretesi «stadi» arcaici o semiarcaici dell’evoluzione dello spirito umano, sarebbe funzione di una certa situazione dello spirito di fronte alle cose, e apparirebbe, perciò, necessariamente, tutte le volte in cui questa situazione fosse data» (ibid.: XLVI). Riflettendo su queste stesse pagine di Mauss, anche Julian Pitt-Rivers 1974: 6) arriva alla conclusione che «mana is a concept of the same type of honour», apparendogli chiara come linea di ricerca che «we should search for its significance, not in attempting to find words in English equivalent to it, but in the associations it makes between different realms of meaning». Come il mana o altre nozioni dello stesso tipo, anche l’onore non appartiene all’ordine del reale ma a quello del pensiero, lo si può apparentare con quella classe di concetti la cui natura essenziale consiste nell’indeterminatezza e nell’assenza di referente simbolico, in un «valore simbolico zero», suscettibile perciò di caricarsi di qualsivoglia contenuto simbolico1. Di qui la grande varietà di fatti, situazioni, comportamenti che la nozione 1 Lévi-Strauss (1965a) mutua l’espressione, riferita al mana, dal concetto di «grado zero» «grado zero» delle opposizioni privative, concetto sorto nell’ambito della fonologia. Barthes (1968: 69) rileva opportunamente come il mana non sia, propriamente parlando, un nulla,

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di onore è capace di esprimere, realizzandosi in sistemi di segni il cui valore, in quanto si definisce sempre all’interno di precisi contesti, appare spesso contraddittorio. Questa varietà e contraddittorietà dei segni dell’onore è quindi da riferirsi sia alle caratteristiche della nozione, che di per sé non ha una sua particolare significazione se non quella di opporsi all’assenza di significazione, sia al diverso atteggiarsi degli individui e delle classi sociali rispetto ai fenomeni concernenti la persona nella sua relazione con l’altro. Per studiare il dispositivo che connette un termine non marcato come l’onore ai contenuti che possono manifestarlo, abbiamo analizzato gli esiti siciliani del gesto delle corna, particolarmente noto come simbolo dell’infedeltà coniugale. Il modello da noi costruito si articola in due momenti: preliminarmente si è cercato di integrare allo studio sincronico di quest’apparato simbolico i cambiamenti che esso ha fatto registrare lungo l’asse delle successioni temporali, quindi si è cercato di coglierne la struttura profonda con riferimento a schemi universali di pensiero ancorati nel funzionamento del corpo e nella circolazione dei fluidi. Il marchio e lo sfregio Cominciamo dal «modello fatto in casa». In linea generale, si ha o ci si fa onore confermando con la propria condotta i valori cristallizzati nelle funzioni in cui si articola la vita sociale. L’uomo dovrà farsi valere in quanto tale e in rapporto alle donne, a queste si chiede di non compromettere la reputazione propria e dei maschi del proprio gruppo, da chi dà la propria parola d’onore ci si attendono azioni coerenti con i propositi dichiarati, l’uomo d’onore deve dare prove continue di essere tale aderendo senza riserve al codice comportamentale prescritto per tutti gli affiliati. L’onore si configura come un capitale simbolico che l’intera società o parti di essa chiedono all’individuo di non disperdere con atti ritenuti contrari al sistema di valori dominante. Relativamente al problema di cui qui ci occupiamo, una persona è onorevole in quanto è capace di difendere e incrementare, in uno spazio circoscritto, l’integrità delle proprie sostanze; queste vengono concepite quasi sempre come un prolungamento della dimensione corporea, nella quale non a caso il linguaggio dell’onore spesso si inscrive. È sufficiente pensare al bensì una «assenza che significa» «assenza che significa», come è anche nell’analisi di LéviStrauss. Questa indeterminatezza e l’assenza di referente simbolico hanno consentito di apparentare al mana altre nozioni quali il numen latino o il macingu siciliano, qualificate nell’analisi di Buttitta (1971) come potenze impersonali.

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campo semantico delimitato dal termine siciliano sfreggiu, che indica ad un tempo ogni azione di danneggiamento finalizzata a compromettere l’altrui reputazione e un taglio deturpante sulla guancia. Se, per esempio, a un animale vengono tagliati i garretti, il proprietario percepirà il fatto come una minaccia diretta alla propria incolumità, perché questi atti costituiscono quasi sempre degli avvertimenti ai quali possono fare seguito degli assassinii. Non è il danneggiamento in sé che conta, ma l’aver dimostrato di poter penetrare impunemente nell’altrui territorio. Si comprende perché soltanto la vendetta possa ricostituire l’integrità morale di un individuo offeso nell’onore e, allo stesso tempo, perché denunciare colui che si sospetta di aver provocato il fatto costituisca un’attitudine più disonorevole che il non cercare di vendicarsi personalmente. Un altro esempio di corrispondenza tra le sostanze e il corpo è dato dal mercu (marchio). Il termine designa l’impronta fatta sul corpo di un animale col ferro incandescente o con particolari tagli alle orecchie per distinguerne la proprietà; u mercu è però anche l’insieme di certi attributi fisici di un individuo, più particolarmente quelli che attengono alla sua fisionomia. Alla questione rituale di sapere a chi somigli un neonato si risponde sempre di guardarne il mercu (in alcuni luoghi la mpigna), una vera e propria marca d’identità che accompagnerà l’individuo lungo tutto l’arco della sua esistenza. L’integrità del marchio costituisce un supporto strutturale importante dell’onore delle famiglie. Alcuni esempi. Allorché si vuole insinuare una paternità adulterina è sufficiente dire che non si riconosce in un bambino il marchio del suo patrilignaggio. Ugualmente disonorevole è una modificazione del marchio di proprietà non giustificata dalla creazione di un nuovo nucleo familiare all’interno di un gruppo di germani. Ammettiamo che a tre allevatori, fratelli non ancora sposati, sia appena morto il padre. Normalmente i loro animali continuano a «portare» il marchio di famiglia fino al momento in cui ciascuno dei fratelli non prenda moglie. Qualora insorgano litigi per questioni di interesse si finisce per modificarlo: se si tratta di marchi in ferro facendo aggiungere o togliere qualche elemento dal fabbro, operando un taglio diverso se si tratta del marchio all’orecchia. Di queste persone, come dei bambini di cui è dubbia la paternità, si dice che stramircaru, letteralmente che sono usciti fuori dal loro marchio. Al contrario, viene considerato onorevole per dei fratelli mantenere il marchio del padre anche dopo sposati e in assenza di situazioni societarie. In qualche paese abbiamo trovato traccia di questa concezione di integrità legata al marchio, negli scambi ai quali dà luogo un’alleanza matrimoniale. A Mistretta, fino al più recente passato, una parte della dote di una ragazza poteva essere costituita da un certo numero di capi di bestiame; lo sposo avrebbe apposto il suo marchio soltanto dopo che il matrimonio fosse stato

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consolidato dalla nascita di prole. Anche i vitelli che fossero nati prima di questo evento sarebbero stati considerati come facenti parte delle mucche del suocero (i vacchi ru sòggiru) e ne avrebbero portato il marchio. Le corna del disonore Abbiamo accennato allo sfregio e al marchio, per segnalare l’importanza che ha la testa tra le parti del corpo valorizzate dal codice dell’onore. Ed è sulla testa che, metaforicamente, spuntano o vengono messe le corna a quegli uomini che siano stati traditi dalle proprie donne. Si tratta generalmente delle mogli, ma l’attributo di ‘cornuto’ può rinviare anche al disonore prodotto dalla condotta delle sorelle, delle madri e, più raramente, delle figlie2. Nel caso delle madri l’epiteto ingiurioso curnutu i tò patri ‘cornuto da parte di tuo padre’ fa rientrare in gioco il genitore maschio, incapace di difendere l’onore della famiglia. Dell’onore di una ragazza non sposata è responsabile invece il fratello. La donna alla quale il marito « fa le corna» , difficilmente viene considerata come individuo che ne è portatore, perché il tradimento del marito non compromette allo stesso modo la sua onorabilità. La struttura ideologica di questa apparente discrasia è spiegata dal fatto che in Sicilia, come emerge dai testi dei cantastorie siciliani raccolti e analizzati da Antonino Buttitta, «l’onore si identifica soprattutto con la purezza e la fedeltà sessuale per le donne e per gli uomini con la purezza e la fedeltà sessuale delle proprie donne» (1979a: 135)3. A scanso di equivoci va chiarita subito l’area di diffusione dei derivati di ‘corno’. I lessici e le espressioni ancora utilizzate dai parlanti dialettali, rivelano, come ha esaustivamente documentato Mario Alinei (1980), che il termine ‘cornuto’ ha una diffusione paneuropea più che mediterranea, anche se a questa regione del mondo riconduce la radice semitica qrn che troviamo nelle lingue romanze. Fatta eccezione per la Francia del Nord-Est e per l’Inghilterra, dove prevalgono rispettivamente cocu e cuckold, continuatori entrambi in maniera diversa del latino cuculus4, abbiamo la lista seguente: 2 Alcuni modi di dire propongono addirittura una gerarchia scherzosa in ordine alle persone coinvolte nel tradimento. Ad Alia, in provincia di Palermo, si dice: corna di mamma sù ccorna di canna, corna di soru sù ccorna d’oru, corna i muggheri sù ccorna veri! ‘corna di mamma sono corna di canna, corna di sorella sono corna d’oro, le corna fatte dalle mogli sono vere corna!’. 3 Concezioni analoghe in Andalusia (Pitt-Rivers 1976), regione nella quale sono stati studiati anche i rituali e le metafore della mascolinità (Brandes 1983, 1984; Driessen 1983). 4 Sul cuculo, simbolo del parassitismo sociale, per il fatto che la femmina depone le uova da covare nei nidi di altre specie di uccelli, la letteratura ornitologica e folklorica è assai vasta. Ci limitiamo a segnalare: per le fonti più antiche Pollard (1977) e De Gubernatis (1874);

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Italiano: Spagnolo: Portoghese: Catalano: Retoromanzo: Romeno: Greco moderno: Turco: Ungherese: Serbo-croato: Bulgaro: Ceco: Polacco: Russo: Olandese:

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becco e cornuto cabrón e cornudo cabrão e cornudo cornut e banyut (da banya ‘corno’) cornü, cornieu, scornà, scornau, bech cun cornas incornorat keratãs, da keras ‘corno’ boynuzlu, da boynuz ‘corno’, kerata (prestito greco) felszarvazott, da szarv ‘corno’ rogonja, da rog ‘corno’ rogonosec, da rog ‘corno’ rohonosec, rohonosˇ, da roh ‘corno’ rogaty, rogacz, da rog ‘corno’ rogonosec, da rog ‘corno’ hoorndrager, da hoorn ‘corno’ iemand hoorens opzetten «mettere le corna a qualcuno»

Molte di queste lingue, come attestano ancora i lessici di cui ha fatto lo spoglio Alinei, hanno anche espressioni che indicano il fatto di «mettere le corna». In alcune regioni francesi si usano inoltre metaforicamente termini come cornard, cornardise, cornichon, cornette, encorner, cornifier, s’encorner, s’encornailler, aller en Cornuaille, monsieur Cornelius; ugualmente, in parecchi dialetti regionali troviamo tutta una serie di modi derivati da un termine di origine celtica bana, che vuol dire corno: banard, banarù, banet, banyet, banichon. Troviamo banyut anche in Catalogna. Per l’Inghilterra, il rinvio ai numerosi esempi contenuti nelle opere letterarie dei secoli passati è superfluo. In definitiva, appare improprio parlare di codice mediterraneo dell’onore. Siamo in presenza di un codice perlomeno europeo che, peraltro, non è legato esclusivamente a un modo di vita pastorale, ma agropastorale, come mostra il ricorso ad altre metafore improntate al mondo animale, quale, oltre il già ricordato cocu, lo Hahnrei tedesco, cioè il gallo castrato. È invece significativo che il cappone e il cuculo vengano entrambi provvisti nel linguaggio simbolico di corna, appendici che giustificano anche l’uso alleper il folklore europeo Sébillot (1968). Per i dizionari etimologici si rinvia alla bibliografia di Alinei (1980). Una rassegna scherzosa delle spiegazioni (più o meno scientifiche) sul cocuage e del suo uso letterario in Marchand (1896), che riferisce delle numerose confraternite, corporazioni, feste e processioni dei cornards della Francia medievale; altrettanto scherzoso un articolo di Segal (1976) sul cuculus nelle commedie plautine.

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gorico di altri animali quali il cervo (da cui l’espressione: ihm mit Hirschgeweih) e la lumaca. Nel caso dei galletti castrati per farne dei capponi, addirittura era in uso tagliare loro gli speroni e trapiantarglieli nella pelle fresca del capo, di modo ché, cicatrizzandosi, questa li trattenesse a mò di corna. Qualora queste si perdevano, in Ungheria si usava provvedere il cappone di corna di cera dorate ed è così che l’animale veniva servito a tavola (Schrader 1912). In definitiva, ciò che è veramente importante nella storia culturale di questa parte del mondo, è l’utilizzazione che si è fatta degli attributi di certi animali, attribuendo loro un ruolo nel sistema di significazione umana. È in relazione a questo registro che fonderemo la nostra analisi. Montoni e becchi Anton Blok, in un articolo dal titolo emblematico ‘Montoni e becchi: un’opposizione-chiave per il codice mediterraneo dell’onore’5, constata che «alla domanda perché i mariti traditi in alcune società europee siano chiamati derisoriamente cornuti, uomini che ‘hanno le corna’, non è mai stato risposto adeguatamente» (1980: 347). Secondo Blok, non sono i dati etnografici che mancano. L’errore consisterebbe nel «separare un codice dal suo contesto» «separare un codice dal suo contesto». Blok vede una sinonimia assoluta tra il termine ‘cornuto’ e quello di ‘becco’, il maschio della capra, che sarebbe per eccellenza portatore di corna. I mariti traditi accetterebbero, come i becchi, che le loro donne giacciano con altri uomini. Inoltre, ed è l’ipotesi centrale di Blok, il becco differirebbe radicalmente da un altro animale cornuto tipico del Mediterraneo, il montone, che, a suo dire, non patirebbe rivali6. Di qui l’idea che montone e becco formino una coppia la cui opposizione rifletterebbe quella tra onore e vergogna, e in particolare tra mariti gelosi e mariti cornuti. Utilizzando il materiale etnografico di un lavoro di J. K. Campbell (1964, che riprende le ricerche di Hoëg 1925) sui Sarakatsani del nord della Grecia, Blok (1980: 351-352) ne deduce tutta una se5 La versione originale inglese, Rams and Billy-goats: a Key to the Mediterranean Code of Honnour, pubblicata nella rivista «Man N.S.» (16, 1981: 427-440) era stata commentata da M. Alinei e P. Maher («Man N.S.», 17, 1981: 772-776). Recentemente l’ipotesi di Blok è stata ripresa da Burke (1988: 120). 6 Blok si riferisce al numero maggiore di femmine che un montone è capace di coprire rispetto al becco. In Sicilia il rapporto è in media di 1/15-25 tra gli ovini, di 1/10-15 tra i caprini. Questo dato è però relativo, se consideriamo che un toro è sufficiente anche per 60-80 mucche. Inoltre, tra gli ovini la proporzione può oscillare in relazione alla razza dei maschi riproduttori, razza che influenza anche la qualità della progenie (a nurrimi). Quella dei montoni senza corna (scruozzi) viene ritenuta migliore della progenie ottenuta dagli arieti.

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rie di opposizioni complementari che, inquadrate in due diversi sistemi classificatori, dovrebbero darci le «strutture simboliche nel codice mediterraneo dell’onore»: montoni pecore onore uomini uomo virile virilità forte buono silenzio puro

becchi capre vergogna donne cornuto (becco, cabròn, cabrào) femminilità debole cattivo rumore impuro

Limiteremo l’analisi di questo sistema agli animali cornuti. I lessici regionali e i lavori dei folkloristi siciliani informano sufficientemente sull’utilizzazione metaforica dei termini beccu e crastu, quest’ultimo designante ad un tempo il montone —raramente chiamato anche muntuni— e il montone castrato7. Giuseppe Pitrè, nei capitoli dedicati ai gesti (II: 363) e alla zoologia (III: 414) dei suoi Usi e costumi, credenze e pregiudizi del popolo siciliano (1889), addirittura traduce crastu con becco, certamente consapevole che questo animale e non il montone esprime nell’italiano standard la condizione di marito tradito: «di grandi becchi si suole dire: Chissu l’havi torti comu lu crastu (costui ha le corna torte come il becco)», oppure «Montone e pecora. Crastu […]. Nome e simbolo di colui a cui la moglie abbia mancato di fede: becco, cornuto; e però: Fari crastu ad unu, vale a fargli le corna»8. In breve, non si può parlare di opposizione, per il semplice fatto che dire beccu o dire crastu è dire la stessa cosa: entrambi i termini esprimono la condizione di marito tradito dalla propria donna. Se le cose non fossero, come vedremo, più complicate, non ci sarebbe neanche bisogno di approfondire l’analisi, poiché persino i bambini sanno, in ogni angolo dell’Isola, che beccu e crastu sono entrambi sinonimi di curnutu. Inoltre, si ha l’abitudine di insultare il prossimo associando all’epi7 Che un unico termine indichi l’animale da monta e quello castrato appare perlomeno paradossale. Raramente si ricorre ad un termine diverso (il becco castrato può chiamarsi ammagghiatu) o si aggiungono qualificazioni che indicano l’avvenuta castrazione (per esempio crastu turciutu). La spiegazione di ciò va ricercata, come si vedrà avanti, nell’ambivalenza dei significati associati alle corna degli animali in questione e nella corrispondenza istituita tra l’apparato genitale e la testa. 8 Meriterebbe un approfondimento l’equivoco (crastu = becco) che si rinnova nella tradizione lessicografica fino all’ultimo dei dizionari dialettali (Vocabolario siciliano, I, s.v.).

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teto ingiurioso l’una o l’altra qualificazione animale: curnutu e bbeccu oppure curnutu e ccrastu. Ugualmente infondate appaiono le corrispondenze che Blok istituisce tra parti del corpo umano ad alto valore simbolico e i montoni, nel tentativo di supportare l’opposizione di questi ultimi con in becchi: «Nella lingua quotidiana, i Siciliani si riferiscono di rado al montone come simbolo di forza, virilità e onore. Solo una volta ho sentito dire a un pastore il vero maschio, mentre mi mostrava la testa di un montone dalle magnifiche corna ricurve. Un riferimento implicito ai montoni sta nell’espressione standard un uomo coi coglioni grossi, usata dai Siciliani per indicare un personaggio autorevole e potente. [Blok aggiunge in nota che ‘un uomo estremamente potente viene talvolta descritto come un uomo con i coglioni fino a terra’. Nel villaggio dove io vivevo —continúa Blok—, una donna era stata costretta dalle circostanze a curarsi degli affari che di solito incombono agli uomini, ed assolveva a questi compiti così bene da ottenere la generale approvazione. Uno dei miei informatori maschili la descriveva, favorevolmente, come una donna a cui mancano i coglioni, e illustrava questa frase con un gesto caratteristico: portando ambedue i pugni chiusi in giù, in una curva, e tenendoli dimostrativamente davanti alla parte bassa del corpo —in un movimento ed atteggiamento che evocava l’immagine del montone alla carica» (1980: 349-350). In realtà, i Siciliani non si riferiscono mai al montone come simbolo di forza, virilità e onore. Quest’insieme di attributi è riservato piuttosto al toro, che una lunga tradizione mitologica, artistica e ludica ha sempre associato, dall’isola di Creta alla Spagna, ai culti di potenza e di fertilità (Conrad 1959; cfr. anche Seppilli 1990). Di questi attributi tuttavia altri animali cornuti non sono totalmente sprovvisti, e forza e debolezza non denotano rispettivamente montoni e becchi: in essi queste qualità si trovano mescolate. Peraltro non c’è opposizione tra i due animali, neanche dove il montone assurge palesemente a simbolo di forza e di fecondità: si pensi all’Amon dell’antico Egitto (dove non mancano divinizzazioni del becco) oppure al «grande Nommo del cielo», l’ariete sudanese di cui racconta a Griaule (1966: 116-121) il Dogon Ogotemmêli. Soltanto se non consideriamo ciascun termine separatamente o all’interno di opposizioni fittizie, sarà possibile coglierne, seguendo Lévi-Strauss (1964a), il «significato di posizione»; nel caso nostro, ciascun animale cornuto può catalizzare qualità che sono comuni a tutti i termini della stessa serie. È invece vero che i testicoli sono segno di potenza maschile, e ciò fino al punto di qualificare positivamente la donna che si carichi di ruoli e compiti dell’altro sesso. Ma niente, nel gesto o nella percezione che ne hanno i Siciliani, autorizza ad associare al montone «i coglioni che pendono fino al suolo». Riferendo ad una donna molto abile l’espressione di «donna con i coglioni» o di «donna a cui mancano solo i coglioni», non si vuole valorizzare

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null’altro che il luogo ove si elaborano i principi vitali dell’uomo. I testicoli possono simbolizzare forza, virilità e potenza in riferimento non alle qualità di un animale particolare, ma in riferimento al contesto di fruizione e al messaggio nel quale essi figurano. La caccia e la lotta Per approfondire l’analisi considereremo alcuni aspetti del comportamento riproduttivo di becchi, montoni e tori, proprio per non commettere l’errore, avvertito da Blok, di «isolare un codice dal suo contesto». Abbiamo condotto la ricerca prevalentemente tra i pastori degli altipiani dei monti Nebrodi occidentali, nella Sicilia centro-settentrionale, preoccupandoci di registrarne il «punto di vista» in ordine ai fatti osservati e al codice che ne deriva. Innanzitutto, il termine che indica l’accoppiamento. Che si tratti di capre, di pecore o di mucche, viene denominata a caccia (la caccia) sia la presa delle femmine da parte dei maschi, sia il relativo periodo (per le Madonie cfr. Giacomarra 1983). Per le capre ci sono due cacce: la primmintìa ‘prematura’ nel mese di giugno e la caccia tardìa ‘tardiva’ nel mese di agosto per quelle non ingravidate la prima volta (ca nun s’avìanu cacciatu). Lo stesso avviene per le pecore nei mesi tra aprile-giugno e ottobre. Queste date si accordano all’esigenza di avere agnelli e capretti giovani da macellare nelle due scadenze principali del calendario cristiano: il Natale e la Pasqua9. Per le mucche registriamo una sola caccia nel mese di aprile. Il ricorso ad un termine che indica un’attività umana fortemente specializzata è già di per sé significativo. Si proietta sull’attività riproduttiva degli animali allevati la relazione che, attraverso la caccia, congiunge l’uomo al mondo non addomesticato. A caccia è inoltre l’insieme della selvaggina, termine che anche in lingua italiana è fortemente marcato, diversamente per es. dal francese gibier. Le attività preparatorie della caccia, il suo svolgimento e le qualificazioni dei termini messi in relazione permettono di affermare che gli animali maschi procedono, attraverso la riproduzione, a una sorta di domesticazione delle femmine «cacciate». Analogicamente, se ne potrebbero inferire interessanti considerazioni sulla «domesticazione delle donne», che costituisce uno dei tratti culturali più rilevanti in tutte le società uma9 Una breve ricognizione sull’allevamento tradizionale in Tunisia ci ha consentito di cogliere differenze significative nell’organizzazione della produzione e nei codici che ne derivano, in rapporto alla diversa articolazione del calendario festivo musulmano. Queste osservazioni costituiranno l’oggetto di un prossimo lavoro.

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ne. L’animale che in Sicilia interpreta meglio di ogni altro la natura selvaggia delle femmine è la capra. Le capre non stanno mai ferme, anche quando le si leghi alla corda fanno di tutto per sciogliersi. Sono capricciose e mangiatrici insaziabili. Secondo i contadini, ma anche secondo non pochi pastori, le capre hanno la lingua velenosa; qualunque cosa esse mordano smette di crescere. Non è difficile indovinare che, in Sicilia, viene definita capra una ragazza che non resta mai al suo posto: passeggia troppo, attraversa il centro della piazza del paese normalmente riservato agli uomini, parla in continuazione con i ragazzi. Per farla breve, non controlla la propria natura che la spinge ad esibire piuttosto liberamente la sua sensualità. Spesso le madri chiamano capra la figlia che non obbedisce, che vuole fare sempre di testa sua, che non si lascia ammansari (addomesticare, rendere mansueta). Campbell riferisce che i Sarakatsani del Nord della Grecia oppongono capre e pecore. In particolare, le pecore sono «gli animali di Dio, e i loro pastori, fatti a Sua immagine sono essenzialmente esseri nobili»; sono inoltre «docili, pazienti, pure, e intelligenti» (1964: 26), mentre «le capre erano in origine gli animali del Diavolo che Cristo catturò e domò per il bene dell’uomo» (ibid.: 26-31). A parte il fatto che in Sicilia, soltanto il tema della pecora docile è connesso ai paradigmi del Cristianesimo (segnaliamo peraltro la diffusa idea di stupidità e in alcuni casi di pazzia associata a quest’animale: a piécura pazza), non si vede come l’opposizione capra-pecora possa essere trasposta a livello dei maschi riproduttori. Il «processo di domesticazione» delle vacche coincide invece con l’imposizione del nome, che non viene attribuito al momento della nascita ma subito dopo il parto. Infatti, le vacche s’arriénninu, letteralmente «si sottomettono», nel momento in cui stanno per allattare il loro primo vitello: le si tira cioè violentemente per la coscia posteriore sinistra (il lato dal quale si munge), facendo toccar loro terra e ripetendo loro parecchie volte nell’orecchia il nome assegnato. Se, per esempio, l’animale si chiamerà Parma, il pastore ripeterà: Parmapà, Parmapà, Parmapà, Parma; se Bellicorna: Bellicò, Bellicò, Bellicò, Bellicorna. Per avere un nome il toro deve attendere le prime monte, mentre al piccolo bestiame non viene messo generalmente alcun nome, tranne le capre, ma soltanto se si tratta di un animale singolo o di greggi con pochissimi capi. Normalmente le capre si riconoscono e si classificano attraverso le associazioni di colore del manto, i pilaturi10. 10

I caprai dei Nebrodi classificano le proprie bestie secondo i diversi colori del manto. Ad ogni termine corrisponde non un colore soltanto ma una particolare distribuzione di più colori sul corpo dell’animale (D’Onofrio i.c.s.).

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Per il piccolo bestiame il «processo di domesticazione» si rinnova ad ogni stagione di monta, a partire dalla lotta dei maschi per regolare il proprio accesso alle femmine del branco. Nella caccia prematura non è raro che le femmine, soprattutto le capre, tardino ad abbàttirisi, ad entrare in calore. In questo caso, esse vengono stimolate dalle sfide dei becchi che si succedono ancora dentro l’ovile, dove il pastore li immette allorché sono arrizzati, eccitati. Questa lotta per la supremazia rivela fatti fondamentali per comprendere il simbolo delle corna. Per adduttàrisi, termine siciliano che indica la lotta, i becchi spesso si dispongono in circolo e cominciano a incornarsi due alla volta. Gli altri assistono ai bordi. Quello che perde si mette di fianco e lascia il posto ad un altro che lotterà con il vincitore. Chi batte tutti gli altri farà da padre (o da caporale): patrìa, come dicono i pastori siciliani. Analogamente tra i montoni, diversi soltanto nelle modalità dello slancio per dare la testata: retrocedendo invece che sollevandosi in aria come fanno i becchi. Tra i montoni è maggiore la determinazione nel combattimento, che può spingersi fino alla coalizione assassina di tutti contro uno. L’esito è incerto qualora nelle mandrie miste i due animali entrino in competizione. Certo, è vero che la condizione di marito tradito è espressa più frequentemente attraverso il termine ‘becco’, così come è possibile che in alcune regioni europee o mediterranee e in determinate epoche storiche, il concetto di onore connesso alla forza fisica abbia finito per rappresentarsi attraverso l’ariete, la cui capacità di combattimento è significata se non altro dalla macchina da guerra che ne porta il nome — Klapisch-Zuber ci ha riferito un caso interessante di sostituzione dell’emblema in una famiglia della Firenze del Rinascimento: da becco a montone. Ciò non prova però che i due animali siano in opposizione, almeno non sullo stesso registro. Né regge alla prova dei modelli pastorali la definizione di ‘becco’, data da alcuni dizionari dialettali, secondo cui quest’animale acconsentirebbe al «tradimento» della propria femmina11. In realtà, i becchi, come i montoni, non accettano che altri maschi si accoppino con le femmine alle quali la gerarchia stabilita attraverso la lotta dà loro accesso. Caprai e pecorai riferiscono che ciò può avvenire solo furtivamente, approfittando del momento in cui colui che patrìa, o altri becchi, siano già «impegnati» in un punto lontano della mandria. Proprio i becchi emettono un particolare lamento simile ad un pernacchio (cci fanu u pìritu) per scoraggiare l’eventuale pretendente, ricordandogli la forza con la quale egli ha già avuto occasione di misurarsi. È invece significativo che questi animali siano segnati entrambi da un destino di morte: per impotenza, causata dalla castrazione che ne permette il 11 Si veda per esempio il Vocabolario Bolognese Italiano di Coronedi Berti (1869-1874) alla voce Bêch: . Cfr. anche Bonifacio 1616: 60.

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consumo, o per eccesso di attività sessuale. A differenza del maschio della vacca, la cui castrazione fornisce all’uomo un animale da lavoro (il bue), l’agnello e il capretto, se non sono consumati giovani, vengono castrati, per impedire che il desiderio sessuale ne bruci ogni energia e costringerli invece ad ingrassare. Ugualmente castrato deve essere il becco che non si voglia più utilizzare per le monte. Il suo consumo è possibile solo dopo qualche tempo, essendo il becco un animale caratterizzato da una lubricità eccessiva e puzzolente (alla quale sono certamente da riferire, più di ogni altro attributo, le qualificazioni negative). Nell’area dei Nebrodi il becco castrato prende, come si è detto, il nome di ammagghiatu (Caracausi 1973). Il crastu, invece, dopo che lo si sia reso inetto alla generazione, continua a mantenere lo stesso nome; al massimo lo si chiama crastu turciutu, dall’intervento di rottura operato sui canali spermatici con il turcituri. La castrazione trasforma quindi i maschi riproduttori in animali buoni da mangiare, quindi «buoni da pensare». Becchi e montoni possono morire però anche stracacciati, soprattutto i becchi, all’età di 4-5 anni, per eccesso di attività sessuale. Ai montoni anziani capita invece più spesso di essere uccisi dagli altri animali del branco, durante le lotte con cui si ridisegna la gerarchia. Un modo di dire siciliano esprime proverbialmente il destino di questi animali, facendone ancora una volta un simbolo tutt’altro che positivo: fari la fini di lu crastu, ca nasci curnutu e mmori scannatu ‘fare la fine del montone, che nasce cornuto e muore scannato’. Tra i tori, le cose funzionano diversamente. Un tempo, quando i pascoli non erano ancora recintati, i guardiani non permettevano sconfinamenti delle mandrie; abituavano i loro stessi animali a rimanere nel proprio territorio, con grida, colpi di bastone, lanci di pietre. Soltanto il toro non conosceva frontiere: poteva andare dove voleva e sfidare i tori di altre mandrie. Vincendo, egli poteva restare in un territorio che non gli apparteneva e non permetteva più al perdente di avvicinarsi alle mucche. Il perdente, dal canto suo, spariva per alcuni mesi (si jttava ‘a costa), e ritornava in cerca di rivincita dopo essersi fortificato. Ai maschi riproduttori è data precedenza di pascolo nei nuovi terreni. Li si porta là dove l’erba è più alta, nte iavitati. Soltanto il toro però è francu ri fira, non paga per l’affitto dei terreni, costo che nelle società pastorali (Giacomarra 1980) è sostenuto proporzionalmente in base al numero di capi posseduto da ciascuno. La maggiore valorizzazione del toro si evince anche dai criteri di selezione dei giovani maschi destinati alla riproduzione. Per i capretti e gli agnelli da allevare, si prestava molta attenzione alle caratteristiche delle madri, i vitelli si sceglievano anzitutto tra quelli che avevano un viso taurino, espressione che viene utilizzata spesso come sinonimo di mascolino. Se è vero quindi che la forza fisica e l’idea di potenza associata alla fecondità giocano un grande ruolo nella definizione del concetto di onore, va da sé che soltanto un

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animale potente e senza frontiere come il toro può essere associato al «vero maschio». Lo confermano numerose espressioni siciliane quali «ha la forza di un toro», «è un toro». L’onore delle corna Sarebbe semplicistico concludere che la mascolinità, il potere fecondante e la forza umana trovano espressione simbolica negli organi genitali di alcuni animali cornuti, mentre la mancanza di queste qualità si manifesterebbe nella testa di altri, in particolare attraverso le corna. Commetteremmo l’errore di tenere separate e in opposizione tra loro «parti alte» e «parti basse» del corpo, tra le quali, dal punto di vista simbolico, c’è, come vedremo avanti, una relazione omologica. Inoltre, le cose sono complicate dal fatto che ciascuno dei termini messi in relazione possiede due facce, com’è nella natura stessa del simbolo. È sufficiente ricordare, dopo l’apologia che ne è stata fatta, che in Sicilia come in altre regioni europee, non vi è alcuna connotazione positiva nell’espressione «è un coglione». La stessa ambivalenza è presente nel motivo delle corna, il che spiega perché altrove, in altre epoche storiche e nelle aree culturalmente cristianizzate, esse potessero assumere un diverso valore simbolico12. Tutta una serie di espressioni indirizzate ai bambini, ma utilizzate scherzosamente anche tra adulti, qualifica positivamente il fatto di avere delle corna sulla testa. I genitori si compiacciono di raccontare agli amici le «prove» di abilità e le dimostrazioni di carattere dei propri bambini, dicendo per esempio che sono crasticeddi ‘piccoli montoni’, biccarruneddi ‘piccoli becchi’, che hanno i curnicchia ruri ‘piccole corna dure’, pizzutati ‘appuntite’, etc. È la connotazione positiva dell’associazione cristiana col diavolo, come ha visto bene Pitt-Rivers (1983a) e come conferma l’appellativo di diavulicchiu ‘diavoletto’ accostato spesso a curnuteddu o crasticeddu13. Ma è anche il segno del prestigio connesso al possesso di corna, appendici simboliche che non a caso 12 Per Durand il corno significa potenza aggressiva del bene come del male: «Agni possède des cornes impérissables, aiguisées par Brahma lui même, et toute corne finit par signifier puissance aggressive du bien comme du mal [...] Dans cette conjonction des cornes animales et du chef politique ou religieu (chefs iroquois, Alexandre, chamans sibériens, etc.) nous découvrons un procédé d’annexion de la puissance par appropriation magique des objets symboliques [...]. La corne, le trophée, [...] est exaltation et appropriation de la force. Le soldat romain ajoute un corniculum à son casque» (1963: 146-147). Cfr. anche la bibliografia in Bonaparte 1971. 13 L’uso del termine «becco» in sostituzione di «diavolo» è attestato in altre aree culturali. A Genova (Delfino - Schmuckher 1973: 39) di un bambino capriccioso o bizzoso si dice che «o l’à i vermi» o «l’a i diai», mentre il vocabolo «becco» si usa in senso benevolo per «cattivello».

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gli avversari minacciano spesso di rompere (l’espressione siciliana è «ti rrumpu i corna»). In questo contesto, appare significativa la frequente rappresentazione del diavolo con attributi caprini, secondo il modello del giudizio universale (Mt 25, 31-46) nel quale il Signore separa i buoni dai cattivi disponendoli rispettivamente alla sua destra e alla sua sinistra come fa il pastore con le pecore e i capri. Le corna del diavolo rientrano nel processo di differenziazione operato dal Cristianesimo rispetto all’antico testamento, dove malamente si vede come montoni e capri possano formare una coppia oppositiva. Nella liturgia ebraica (Lv, La legge dei sacrifici, 1-7), olocausti e sacrifici di comunione prevedevano oltre ai bovini l’offerta di «bestiame minuto», pecore e capre e i loro maschi «senza difetto». Vi si distinguono inoltre quattro modelli di sacrificio espiatorio secondo il diverso soggetto peccatore: se si tratta del sacerdote consacrato o dell’intera comunità è prescritta l’offerta di un giovenco; se a peccare è un principe è prescritto di immolare un capro; qualora si tratti di un singolo cittadino si offriranno una capra o una pecora. Questi due animali possono essere offerti anche per i «casi particolari», quali il rifiuto della testimonianza giudiziaria o l’impurità per contatto con cadaveri. I peccati o i delitti meno rilevanti potevano essere riparati con l’offerta di un capro o di un montone (Lv, La legge dei sacerdoti, 8-10 e 22, La legge della santità, 17-20). Per quanto riguarda il «capro espiatorio» (Lv, 16, 8), la sua simbolizzazione non può essere compresa senza l’altro capro (che presenta non a caso le stesse caratteristiche) immolato dal gran sacerdote: il primo rappresentante l’allontanamento del peccato nel deserto, il secondo la sua espiazione. Questa duplice articolazione del simbolo spiega l’associazione che molti pensatori cristiani hanno stabilito con il Cristo: egli avrebbe ricoperto il ruolo di capro espiatorio fino alla Croce, realizzando sulla Croce la figura del capro immolato 14. In una delle visioni raccontate da Daniele (Dn, 7-8) sia l’ariete che il capro simboleggiano infine figure regali: le corna del primo raffigurano i re della Media e della Persia, il capro raffigura il re della Grecia (ed ha peraltro la meglio sull’ariete nel combattimento che introduce la visione). Queste ed altre evidenze avrebbero richiesto maggiore cautela nella formulazione dell’ipotesi, formulata da Block, di un’opposizione dei due animali nel linguaggio mitologico e nei sacrifici, ipotesi che appare largamente influenzata dalle concezioni neotestamentarie. Le corna, come le creste, le piume, i pennacchi o certe acconciature, simbolizzano presso diversi popoli distinzione e onore fino al punto di consen14 Vedi per esempio S. Paolo, Lettera agli Ebrei IX o, più esplicitamente, Cirillo d’Alessandria, Cont. Julian, VI, 302, t. LXXVI, col. 964.

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tirne l’uso soltanto a certe categorie di persone. Elworthy (1900) ricorda gli elmetti conservati nei musei europei sui quali, nei tempi passati, i guerrieri etruschi, celti o sassoni, inalberavano uno o due corna in segno di vittoria o di sfida, in funzione protettiva e apotropaica o per terrorizzare il nemico in battaglia. Eroi greci e cavalieri romani, ma anche personaggi mitologici come Hera, Mercurio o Dioniso oppure personaggi biblici come Mosé15, mostrano la simbolizzazione divina attribuita alle corna, simbolizzazione che ritroviamo nella prima arte cristiana (Elworthy 1895: 70 ss.), prima che esse diventassero il simbolo del diavolo (Lowe Thompson 1929, Cocchiara 1945: 38-41, Russel 1989), e nelle personificazioni di potenza di molti popoli preistorici e «primitivi». Soltanto qualche esempio. Esistono sorprendenti analogie tra le rappresentazioni zoomorfe dell’arte preistorica e quelle di divinità zoo e antropomorfe di molti popoli di interesse etnologico e dell’antichità. Non si tratta di pensare, secondo un’ottica diffusionista, ad una «trasmigrazione di simboli», che in qualche caso è stata pure accertata; si tratta di riconoscere che uno stesso schema può produrre, in risposta a comuni esigenze, analoghe rappresentazioni. È sufficiente considerare quella costellazione di simboli che associa la corna di animali addomesticati, bovini ed ovini soprattutto, con forme varie di disco: il crescente lunare, il sole radiante, la sfera ovoidale o allungata. Nelle culture del Fezzan libico e di altri siti preistorici il simbolo astrale è posto sovente tra le corna dell’animale, talvolta risulta dalla deformazione circolare di queste ultime (cfr. Frobenius 1933, 1937, Graziosi 1962, Paradisi 1963). Le idee di fertilità e forza riproduttiva suggerite dalla congiunzione di questi elementi sono espresse in maniera estremamente raffinata dal «grande Nommo del cielo», l’«ariete d’oro» in cui i Dogon riassumono «l’essenziale della vita universale»: «Il porte entre les deux cornes une calebasse —racconta Ogotemmêli a Griaule— simbole de la femme et du soleil femelle [...]. Le bélier la met sur sa tête pour la tenir entre ses cornes qui sont des testicules et pour la pénétrer du phallus qui se dresse sur son front. Dès qu’il se transforme ainsi, le Nommo urine, par son membre inférieur, les pluies et les brouillards. Et par son membre frontal il émet la semence fécondante dans la féminité du soleil, dans la femme et aussi dans les graines enfouies dans la terre» (1966: 118-120). Oltre che in grandi divinità dinastiche come Amon tro15 Alcuni commentatori del noto passo biblico «quod cornuta esset facies sua» (Es 34, 2935), vedono sulla testa di Mosé che scende dal monte Sinai non raggi di luce ma corna. In effetti, gli ebrei usavano un unico termine per «corno» e per «raggio» (Elworthy 1895: 185), ma ciò non fa che estendere il valore semantico delle corna che, non a caso, Michelangelo scolpisce sulla testa del Mosé. Connessioni tra corno e luce esistono anche nella lingua araba (Winorath-Scott - Fabbri 1966-1967: 236).

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viamo la sfera tra le corna di tori nell’Egitto predinastico, nell’iconografia canonica di Hathor e in quella di Iside che allatta Orus, sul capo di numerose divinità. La «corona hathorica» è riproposta in un bassorilievo sulla testa di Cleopatra e in una statuetta siriana di personaggio divino in bronzo e argento dell’VIII secolo a.C. conservata al Louvre16. Del V secolo abbiamo sempre in Oriente la nota stele di Yehaumilk da Biblo, con la dea seduta in trono che riceve una coppa in dono da un re. Ritroviamo la stessa iconografia della divinità in due frammenti del V secolo provenienti da Tir Dibba (Moscati 1988 e bibl.). Questi ultimi monumenti e le relazioni che i fenici intrattennero in vario modo con l’Egitto, inducono ad ipotizzare il concorrere di questa costellazione di simboli nella genesi del cosiddetto «segno di Tanit». Nelle stele e negli altri oggetti che lo riproducono esso non compare mai nel mondo fenicio d’Occidente prima del V secolo (Fantar 1993, II: 251-261). Il cosiddetto «segno di Tanit» nella sua estrema schematizzazione consiste, com’è noto, in un triangolo isoscele o in un trapezio sormontato da una sbarra orizzontale alla quale si sovrappone nella parte centrale una sfera. Quest’insieme designerebbe, secondo l’opinione di alcuni studiosi, una silhouette umana a braccia levate (la sbarra orizzontale presenta assai spesso alle estremità degli apici verticali e talora ricurvi). In realtà, pur ammettendo che a questo segno si sia pervenuti da una fase iconica, largamente documentata per esempio nelle stele di Mozia e di molti altri centri fenicio-punici (MoscatiUberti 1981), non è da escludere che la schematizzazione del periodo più tardo possa aver recuperato i concetti di fecondità come vengono espressi da alcune divinità nord-africane o egiziane, concetti già presenti del resto nelle stele a figura femminile attraverso i simboli astrali che l’accompagnano nel sopraspecchio, quasi sempre il disco solare e/o la falce lunare —ancor meglio, si è pensato all’esistenza di un «assai antico sostrato comune favorevole allo sviluppo di un determinato tipo divino» (Scandone 1976: 389). È possibile cioè che nel cosiddetto «segno di Tanit» si proponga schematizzato il motivo delle corna includenti un simbolo astrale, il disco, che in qualche caso troviamo staccato —come abbiamo avuto modo di constatare noi stessi nella collezione di stele conservata presso il museo punico di Sabratha in Libia (cfr. Taborelli 1992)— o addirittura nella forma del sole raggiante (per esempio a Maktar in Tunisia)17. Rimarrebbe irrisolto il problema del triangolo, che però è stato ipotizzato poter conservare nel cosiddetto

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Altre evidenze e bibliografia in Falsone 1988. Sulla simbologia astrale delle stele e sul cosiddetto «segno di Tanit» rinviamo, tra i lavori più recenti, a Bertrandi 1993, Del Vais 1993, Fantar 1997, Tore 1997. Per queste segnalazioni si ringrazia la dott.ssa Rossana De Simone. 17

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«segno di Tanit» l’idea di fecondità legata alla fenicia Astarte (Garbini 1980: 177-185, 1994). Infine, sarebbe interessante studiare il passaggio da figure femminili o androgine a figure prevalentemente maschili18. Parti basse e capo adornato La spiegazione che danno i Greci del formarsi delle corna negli animali, può orientare verso una comprensione strutturale del loro uso in funzione simbolica. Alcuni autori pensavano che le corna degli animali si formassero per affioramento e solidificazione del cervello, incarnando in tal modo il potere generativo del seme e la vita dell’anima contenuti nella testa19. Eliano20 riferisce che nel cervo, secondo Democrito, la forza del nutrimento è spinta attraverso le vene sino alla testa: «Da qui dunque nascono le corna, irrorate dall’abbondante umore. Il quale, essendo ininterrotto e scorrendo sempre in su, riesce a spingere innanzi la sostanza cornea precedente. Così questo umore sovrabbondante, una volta fuori dal corpo, si solidifica, poiché l’aria lo rende compatto e gli conferisce la durezza cornea, mentre resta molle quello che gli è ancora rinchiuso nell’interno». La credenza di una speciale identità tra cervello (umore interno molle) e corno (umore esterno duro), rende simili, secondo Onians, anche i nomi utilizzati per corno e cervello: «If horns were thus believed to be outcrops of the brain, the procreative element, we can understand why the name for horn and for brain should be akin» ed aggiunge in nota: «That the head contains the seed appears to have been implied in another substance, spermaceti, i.e. “seed of a whale”, wax found mostly in the head of what therefore is called a “sperm whale”. Norsemen called amber (or ambergris) hvals auki “whale’s seed”. Auki, akin to augeo, meant “increase” or “seed”; “wax”=grow, “wax forth”=be born, created, are akin. This surely is the origin of (‘bees’) “wax”» (1954: 238)21. Da concezioni siffatte, basate sostanzialmente sull’identità di sostanza tra cervello e corna e sull’ «afflusso degli umori» alla testa, discende il trattamento rituale riservato

18 Sul carattere androgino di Tanit e sul collegamento con il triangolo apicale, cfr. Barreca 1986. 19 Cfr. l’ampia rassegna di Onians (1954: 187-199, 229-246). Altre evidenze sulla sacralità della testa presso altri popoli in MacCulloch (in Hastings 1908-1921, s.v. Head)), e in Frazer (1965). Sul nesso liquido vitale-malocchio e sulla componente fallica presente in quest’ultimo, cfr. Dundes (1981: 257-312). 20 Democritus, A 153 (Diels) = Aelian., Nat. anim. XII 18 (trad. it. in I presocratici. Testimonianze e frammenti 1969: 732). 21 Cfr. anche Boisacq 1916.

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alle corna degli animali sacrificati22. Già nel periodo minoico (Ibid.: 105106, 236) esse venivano conservate nei santuari. Alle «corna di consacrazione» minoico-micenee23 vengono riferiti anche la pratica omerica di rivestire d’oro le corna degli animali prima che venissero sacrificati24 (secondo una simbologia già presente nella cultura mesopotamica: di lapislazzuli spessi due dita erano ricoperte le corna immense del «Toro del cielo» ucciso da Gilgames e appese al muro del suo palazzo a Uruk) e la sopravvivenza a Delo di un altare di corna di capra : «Teste di capra Artemide dal cinto/ portava di continuo dalla caccia;/ fece un altare Apollo; con le corna/ eresse un piedistallo, con le corna/ l’altare fabbricò e gettava intorno/ mura di corno; Febo così apprese/ la prima volta a far le fondamenta»25. Altari a corna sono attestati com’è noto anche nella preistoria26 e tra gli ebrei: le protuberanze situate ai quattro angoli godevano del diritto d’asilo (I Re, I, 50 ss., 2, 28), su di esse il sacerdote versava un po’ del sangue degli animali sacrificati27. La simbolizzazione divina trova un’altra significativa conferma nel «corno dell’abbondanza», che la tradizione greco-romana vuole essere quello della capra nutrice di Zeus, Amaltea, o quello che Eracle avrebbe rotto in combattimento al dio-fiume Acheloo28. Alla cornucopia sono associati in ogni caso l’acqua o la pioggia fertilizzatrici29. In epoca tarda troviamo anche in Grecia attestazioni delle corna come simbolo dell’infedeltà coniugale30, simbolo che sarebbe diventato prevalente con l’avvento del cristianesimo e con la «fabbricazione del diavolo», su cui Pitt-Rivers ha giustamente insistito. Ciò che rimane costante è la tradizione che tende a collegare, in forme diverse e a diversi livelli, corno e fallo: da Democrito, che connette la diversa lunghezza e forma delle corna dei buoi alla castrazione: «I buoi castrati le 22 Ciò spiega il tabù nella Grecia arcaica di consumare il cervello degli animali (Onians 1954: 105), ma anche il particolare apprezzamento che tale consumo incontra presso altre culture. 23 Cfr. Evans (1901: 107, 135 ss.), Nilsson (1927: 154), Conrad (1959: 113-126). 24 Il. X, 294; Od. III, 437. 25 Callimach. Hymn in Apoll. (vers. it. in Gigante Lanzara 1984: 17). Cfr. anche Aristotele, Fragm. 489 (ed. Rose); Ovid., Heroid. XXI, 81-106, Martial., Spect. I,4. 26 Un’evidenza della tarda età del bronzo in Sicilia in Mosso 1908: 610. 27 Numerose le evidenze in Lv 1-10. Sulle corna degli altari ebraici e le corrispondenze con quelli delle torri templari mesopotamiche (le sicurath), cfr. Seppilli 1990: 44-45. Nella Bibbia, oltre a quello riguardante il «Mosé cornuto», molti altri passi confermano il valore attribuito dal popolo ebraico alle corna e al seme vitale contenuto nella testa: cfr. Onians 1954: 240. 28 Per le differenti leggende sul «corno dell’abbondanza» e sulle divinità di cui esso è l’emblema, cfr. Pottier 1877. 29 Secondo Onians (1954: 240). L’autore non cita tuttavia alcuna fonte. 30 Artem., Oneir. II, 12; Anth. Pal., XI, 278.

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corna crescono loro ricurve, sottili e lunghe, mentre nei buoi provvisti degli organi genitali le corna sono grosse alla radice, diritte e meno pronunciate in lunghezza»31, a Darwin, secondo il quale zanne e corna «sono apparse probabilmente da principio come armi sessuali»32. Questa corrispondenza tra parti alte e parti basse del corpo, messe in relazione dagli umori che vi circolano all’interno, si coglie, oltre che negli slangs di molti paesi europei, a livello cinesico e negli amuleti33. Giuseppe Cocchiara (1977), riprendendo l’idea dell’Elworthy «che anche il gesto della mano cornuta rientra tra i gesti fallici, in quanto le corna proiettano, nell’aria, un simbolo genitale», osserva inoltre che «l’ornamento che ne deriva, prima di essere un ornamento onorifico, è un simbolo atto a proteggere l’individuo e a cacciare gli spiriti». Questa funzione di neutralizzazione, in Sicilia come altrove, si esprime in diversi modi: dall’uso di mettere cornetti portafortuna «sul cassettone tra le tazze indorate e gli specchi di falso argento»34, al gesto del «fare le corna» «fare le corna» e allo scongiuro tesi ad allontanare il malocchio: Cornu, gran cornu, russa la pezza, tortu lu cornu, ti fazzu scornu, vaiu e tornu: cornu, cornu, cornu, ppu, ppu, ppu35. L’individuazione di quest’apparato simbolico, che mette in corrispondenza parti alte e parti basse del corpo, consente di affrontare l’interrogativo di fondo: perché il marito tradito è gratificato dall’ironia popolare di un attributo che, in natura come nel simbolismo umano, esprime quasi sempre l’idea di potenza? Maria Bonaparte (1971: 104) vi vede un’applicazione del noto meccanismo di rappresentazione mediante il contrario, suggerendo che «la condizione basilare perché il simbolismo del marito tradito divenga comico, è che gli uomini siano giunti ad uno stadio della civiltà in cui, nello stadio dello adulterio, il sangue non venga più versato». Perché possa esserci ironia è cioè necessario che «il dramma si consumi solamente sul piano verbale» (ibid.). Nella rappresentazione farsesca liberata dalla rinuncia alla vendetta violenta, gli spettatori assimilerebbero il marito tradito al padre dei 31 Democritus, A 154 (Diels) = Aelian., Nat. anim. XII 19 (trad. it. in I presocratici, cit.: 732-733). Un’opinione analoga sarebbe stata espressa da Darwin 1994: 897. 32 Ibid. 33 Per l’Inghilterra cfr. Farmer-Henley (1890-1904, III: 351), Britten-Holland (1886: 149); per l’Italia cfr. De Jorio (1832) e sui suoi precursori Croce (1931). 34 Cocchiara 1977: 74-75; sui cornetti portafortuna cfr. De Jorio 1832: 92 ss. Sulle corna quali amuleti, cfr. più in generale Scheftelowitz 1912: 474. Sul valore apotropaico delle corna di cervo e della cosiddetta «lingua lunga», talvolta associati in un’unica immagine, cfr. Salmony 1968. 35 Cfr. Bonomo (1978), Pitrè (1889, IV: 242). L’ambivalenza del gesto del fare le corna è colta da Morris (1977), del quale si veda anche l’ampia bibliografia. Sarebbe interessante approfondire il nesso tra funzione e direzione del gesto.

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tempi dell’infanzia, identificando se stessi con l’amante e la moglie infedele con la propria madre. Lo spettacolo del marito ingannato risveglierebbe così «primordiali moti profondi dell’anima infantile, mai completamente estinti nell’inconscio di alcun uomo» (ibid.: 103), mettendo in scena figure archiviate in questo stesso inconscio dai differenti stadi dello sviluppo filogenetico degli uomini. Maria Bonaparte privilegia in particolare lo stadio della civiltà dei cacciatori, che giustificherebbe l’uso allegorico del grande cervo dei boschi, e quello della civiltà dei pastori che rinvia ai bovini e all’addomesticamento degli animali maschi. L’allieva di Freud, a parte qualche utile suggestione concernente le dinamiche psicologiche attivate dallo spettacolo del marito tradito, non riesce però a cogliere la struttura profonda del legame esistente tra castrazione simbolica e esibizione figurata del simbolo virile. Il suo apparato interpretativo, aggiustato sulla teoria freudiana dell’assassinio primordiale del padre e della sua successiva sostituzione con l’animale totemico, la porta non soltanto a identificare i termini del triangolo marito-moglie-amante con quelli della famiglia coniugale, padre-madrefiglio, ma a ipotizzare un’improbabile trasformazione del tema tragico e arcaico della vendetta sanguinosa in quello comico della miopia, dell’inerzia, dell’impotenza a «agire» del marito civilizzato. L’errore consiste nell’adattare uno schema evolutivo ad atteggiamenti spesso compresenti e che caratterizzano in modo diversificato la reazione delle varie classi sociali e persino dei singoli individui in ordine al fenomeno dell’adulterio. Più conducente appare la constatazione secondo la quale il marito che reagisce «arcaicamente» uccidendo non ha più nulla di comico e non è più trattato come ‘cornuto’. Per capire che cosa faccia scattare l’abreazione sociale mediante il riso fintantoché il marito tradito non «lavi col sangue» il disonore inflittogli dal tradimento della moglie, occorrerà ritornare al rapporto tra parti alte e parti basse del corpo. L’idea di una corrispondenza tra l’apparato genitale maschile e il capo «adornato», consente di reintegrare i dati etnografici in un quadro più coerente e, paradossalmente, di cogliere la struttura profonda del motivo delle corna indipendentemente dagli animali che ne sono portatori e indipendentemente dalla stessa consapevolezza che ne hanno gli individui appartenenti alle culture presso le quali tale motivo è diffuso. Le corna trasferiscono sulla testa la potenza che si esprime attraverso l’organo di riproduzione maschile, tant’è che «farsele rompere» o rimanere «scornato», viene percepito come disonorevole. Si tratta in questo caso di corna da combattimento, di cui ciascun individuo, secondo le concezioni popolari, sarebbe più o meno naturalmente dotato e che solo alcuni, addirittura, avrebbero il privilegio di esibire: le «corna dell’onore» per dirla ancora con Elworthy. Le «corna del disonore» vengono invece «messe» o «spuntano» sulla testa di quei mariti che non sanno «addomesticare» le proprie mo-

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gli, difenderle dalle incursioni degli altri uomini, soddisfarne pienamente il desiderio sessuale. A livello profondo, tutto avviene come se una regressione del pene (e delle «corna naturali» che lo esprimono metaforicamente) trovasse espressione simbolica in «corna artificiali» che una donna «fa», «fa spuntare» o «mette» sulla testa di un uomo. Le corna di cui si parla sono quelle di cui tutti, tranne il cornuto, sono a conoscenza; quelle che «fanno male» se le si porta in giro, in piazza; quelle che si trasformano in «ricchezza della casa» se il marito le porta contento (da cui il curnutu cuntentu). Ma, come si è già visto per l’antichità, è dentro le corna che bisogna guardare. La logica degli umori Françoise Héritier (1984-1985, 1985b) ha messo in evidenza l’esistenza di un sistema universale di pensiero che localizza il seme maschile nelle ossa, in particolare nella colonna vertebrale che, presso molte società umane, istituisce un legame funzionale con il pene. Attraverso numerosi esempi, africani e dell’antichità, e una vasta bibliografia che va dagli autori classici (soprattutto Aristotele) agli studi di Yoyotte (1962) sull’Egitto, Héritier mostra come la connessione del pene con la spina dorsale sia parte integrante della teoria del seme nelle ossa. Anche la Sicilia offre numerose tracce di questa concezione: nella minaccia di «spezzare» o «rompere le ossa» analoga al «rompere le corna», nel particolare apprezzamento che incontra il consumo del midollo contenuto nelle ossa degli animali commestibili, ma soprattutto nell’associazione tra eccessi sessuali e senso di svuotamento e indolenzimento della spina dorsale: svacantàrisi a carina (di qualcuno che notoriamente non è molto «attivo» o che non ha generato figli, si dice anche che ha i reni allentati, i rrini lienti). Una conferma autorevole di questa concezione viene dalla seguente annotazione del Pitrè: «Li sigreti o li parti segreti sono dette con appellativo generico le pudenda esterne mascoline (ciuretti = fioretti, buttuna) e vurza lo scroto con il suo contenuto. Questo non si sospetta neppure che racchiuda appunto l’organo secernente il liquore seminale. Il quale, per indiscutibile ed unanime tradizione, vien giù dal vuridduni di schina, cioè dal midollo allungato col quale ha, secondo la volgare opinione, analogia di caratteri fisici» (1896, 128). Le corna, come Françoise Héritier ha voluto gentilmente suggerirci, costituirebbero, coerentemente con questa logica, il riflusso visibile sulla testa del marito tradito dell’elemento osseo che si ritiene conservi il seme maschile. In altre parole, le corna «spuntano» in conseguenza di una «regressione» della potenza generativa. Si potrebbe addirittura ipotizzare un escamotage della cultura, restia ad accettare l’idea di una circolazione di fluidi vitali diversi nel corpo di una stessa donna. Il trasferimento della «se-

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menza» sulla testa del marito tradito eviterebbe mescolanze alle quali si attribuisce spesso, inconsapevolmente, la generazione di mostri. In questo senso l’orrore dell’incesto spiegherebbe perché la collettività finisse per giustificare, fino al più recente passato, il delitto d’onore e perché la legislazione prevedesse una attenuazione della pena. Questo rifiuto della mescolanza di fluidi vitali diversi nel corpo della donna, risponde ad una logica più generale che non necessariamente implica situazioni adulterine o incestuose. Tutte le società umane rifiutano, nel quadro dell’alleanza matrimoniale, il troppo vicino come il troppo lontano (cfr. Zonabend 1981; Héritier 1985a). L’assolutamente altro è anch’esso all’origine di confusioni non desiderate, come mostra un episodio leggendario della conquista normanna della Sicilia. Narrano le cronache (Rossi-Taibbi 1954) che il conte Ruggero e i suoi uomini conquistarono la città di Messina nel 1090 arrivando dal mare e uccidendo quanti vi trovarono, tranne coloro che erano riusciti ad imbarcarsi sulle navi per Palermo. Tra i fuggitivi un giovane nobile siciliano con la sorella, la quale però viene meno per la stanchezza, essendo «delicata et debili per natura». Il fratello «dulcimenti la prigava chi si faticassi a fugri et chi non incappassi in manu di li inimichi». Visto però vano ogni sforzo, le si rivolge dicendo: «Soru mia dulchissima, ananti voglu chi tu mora di li manu mei, chi tu ncappi in li manu di li Normandi et siyi vituperata di loru». Riferisce il cronista essere questa l’unica sorella del giovane nobile siciliano, il quale preferì piangerla morta come assassino «chi plangirila viva in manu di altri genti chi la sua genti, in confusioni di lu soy sangui» (c.vo nostro). Si conferma il ruolo decisivo che hanno le frontiere del corpo e i fluidi vitali nella definizione del concetto di onore. Bibliografia Alinei M. 1980. Mariti Traditi Come “Becchi” E Come “Cuculi”. In Margine Ad Anton Blok, “Montoni E Becchi”. In Quaderni Di Semantica, I, 2: 363-372. Barreca F. 1986. La Civiltà Fenicio-Punica In Sardegna. Sassari: Delfino. Berger P. 1970. On The Obsolescence Of The Concept Of The Honour. European Journal Of Sociology, XI, 2. Bertrandi S. 1993. Les Representations Du “Signe De Tanit” Sur Les Stèles Votives De Costantine, II-I Siècles Avant J. C. Rivista Di Studi Fenici XXI, 1: 3-28. Blok A. 1968, Notes On The Concept Of Virginity In Mediterranean Societies. In E. Schulte Van Kessel, A C. Di, Women And Men In Spiritual Culture, S-Gravenhage, pp. 27-33. Blok A. 1980. Montoni E Becchi: Un’opposizione Chiave Per Il Codice Mediterraneo Dell’onore. Quaderni Di Semantica, I, 2: 362- 372.

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EXOGAMIA Y PODER EN EL MEDITERRÁNEO OCCIDENTAL. DE NAUSICAA A LAS SERRANAS CASTELLANAS Maria-Àngels Roque Instituto Europeo del Mediterráneo. Barcelona

Sin duda el Mediterráneo es un laboratorio de larga duración, los mitos greco-latinos y las historias bíblicas han sido fuente de estudio y conocimiento para los pioneros de la antropología en los siglos XIX y XX. A partir de la década de los cincuenta irrumpe con fuerza la antropología anglosajona y dentro de ésta se deben destacar los esfuerzos de Julian Pitt-Rivers y J. G. Peristiany en conseguir estudios comparativos por medio de diferentes coloquios internacionales. Los debates sobre esta zona geográfica constituyen quizás uno de los hitos más fecundos a lo largo de más de dos décadas. En la actualidad, serenadas las tendencias y las escuelas, nuevos conocimientos nos permiten reinterpretar los mitos clásicos y la diversidad mediterránea a la luz de nuevos estudios etnográficos y también de otras disciplinas complementarias. En uno de sus últimos artículos, Julian Pitt-Rivers (2000) afirma con razón que con tanta variedad de posibilidades de movimiento —históricas y territoriales—, tenemos una mezcla de culturas tal que sería imposible hablar de culture area y que «sería un milagro si lográramos hablar de cultura del Mediterráneo». No obstante conviene Pitt-Rivers que «al contrario que los pueblos primitivos, el Mediterráneo nunca ha conocido un sistema de lo que Lévi-Strauss ha denominado las estructuras elementales del parentesco. Todas son complejas y con una única excepción —los serbios—, todas son sistemas de preferencia endogámica.

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«Existen muchas diferencias, sobre todo entre los países cristianos e islámicos. Sin embargo, todos dependen de una concepción de base que los diferencia de los pueblos de estructura elemental, donde la alianza matrimonial es un sistema de intercambio de mujeres con otra entidad social, ya sea tribu, clan, linaje o parentela cognitiva según el grado de parentesco prohibido por la regla de la exogamia» (Pitt-Rivers 2000: 27). En este sentido, no sólo estoy de acuerdo, sino que creo que existen en el Mediterráneo zonas donde, por lo general, las mujeres no son intercambiables sino que, al contrario del modelo patriarcal, son los hombres los que se vienen a casar y a morar en el territorio y la casa de la mujer. Este modelo no ha sido suficientemente estudiado y ha quedado como algo mítico perteneciente a los supuestos matriarcados, pero tiene una lógica tanto por la división del trabajo como del espacio. Esta característica confiere no solamente un poder simbólico, sino también un poder real a las mujeres, que son las que se quedan en el territorio. Por esta razón, y como presentación, utilizaremos un trabajo de Pitt-Rivers (l983) basado en la Odisea, en el cual introduce la exogamia a través de la historia de la princesa Nausicaa; este aspecto matrimonial se convierte, en parte, en un «imbroglio» por tener ésta intención de casarse con un extranjero en un contexto que Pitt-Rivers considera anómalo, ya que, para él, se trata de una representativa zona mediterránea con un sistema patriarcal endógamo. Pitt-Rivers nos relata cómo acontece el encuentro con la familia real después de que la diosa Athenea lo lance a la isla de los feacios en su periplo hacia Ítaca. «No acaba de salir del mar que la hija del rey, Nausicaa, le ayuda, dándole vestidos y algunos buenos consejos sobre la manera de obtener la protección real. La sigue hasta el palacio y escondido en una nube por el cuidado de la vigilante Athenea —para protegerle de la posible animadversión de los feacios—, penetra en la pieza central donde se encuentra la reina Areté a los pies de la cual se precipita —como se lo había dicho Nausicaa— enlazándole las rodillas en la postura ritual del suplicante» ¿Por qué no a las del rey? —se pregunta el antropólogo— ¿Acaso la autoridad de la dama era más efectiva que la del esposo? (1983: 178). En una corta nota a pie de página indica que hay algunas especulaciones sobre el matriarcado primitivo, pero esto no le hace perder el tiempo a Pitt-Rivers: «La posición de las mujeres era, en general, la de la sumisión a la autoridad masculina, como es el caso de los países mediterráneos hasta nuestros días, y especialmente en materia de las relaciones exteriores a la casa» (1983: 179). Para Pitt-Rivers el caso de la endogamia en este territorio es clara. Máxime cuando la propia reina Areté es la hija del hermano de su marido, el que fue el rey Rhexenor. En esta explicación reconoce que «ese tipo de matrimonio es el modelo de base endogámica patrilineal y todavía se desarrolla

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entre los árabes. ¿Podría en tiempos antiguos estar más extendido que ahora?» se vuelve a preguntar el antropólogo. Parece que Areté era una epikleros (heredera sin hermano de una línea de filiación). «El parentesco de Areté con su marido aparece como un detalle estructuralmente significativo; si no estuviese casada, estrictamente hablando, en tanto que epikleros, ella se encuentra en relación con su marido en una situación similar, puesto que su padre Rhexenor ha muerto sin otra descendencia que ella. En cuanto a Nausicaa, el matrimonio al que se la destina está lejos de ser endógamo, ya que es un extranjero total: Ulises, con la sola condición de que este resida en la isla. Este ofrecimiento se hace la misma noche de la llegada de Ulises y antes de que éste revele su identidad» (1983: 188). Pitt-Rivers se pregunta: «¿Es que Nausicaa no disponía de algún hijo del hermano de su padre para pretenderle la mano? En la Grecia antigua, los padres de las futuras epikleros adoptaban a veces hijos para evitar que el patrimonio fuese reivindicado por algún miembro lejano del patrilinaje» (1983: 189). En este sentido, Pitt-Rivers, de forma brillante, explica cómo puede darse el caso de casar a la hija del rey con un extranjero (un externo) tal como lo pretendían los padres y la misma Nausicaa en relación con Ulises: «El extranjero ha dejado la esfera de las relaciones sociales agonísticas para convertirse en un cliente o en una persona a cargo, y por lo tanto alguien hacia quien hubiera podido haber aversión en relación con el matrimonio de una hija deja de tener motivo y se convierte incluso en una virtud, en un candidato privilegiado para el papel de yerno en una sociedad de vocación endógama» (1983: 193). Pero Nausicaa no es una epikleros, todo lo contrario; en la Odisea se manifiesta claramente que tiene varios hermanos varones. Hay pues continuidad agnática para heredar el trono según el sistema clásico de patriarcado. Pero también podríamos preguntarnos si quizás no sea ese el sistema, y que en la isla de los feacios la realidad fuese más bien que Areté y ahora Nausicaa son las que pasan la realeza a sus maridos de forma uterina, ya sean parientes o externos. En este caso, al contrario de lo que cree Pitt-Rivers, Areté tenía un gran peso, ya que no se trataba simplemente de dar hospitalidad a un extranjero sino de decidir sobre un posible yerno e incluso un futuro rey. Es cierto que tanto en la Iliada como en la Odisea aparecen ambigüedades no resueltas sobre las diversas situaciones sociológicas y de poder que se narran1. Ciertos elementos tradicionales de los poemas pueden remontar1 Diversos pueblos con características matrilineales son descritos en el Periplo de Henon y en el pseudo Scilax (navegantes cartagineses los cuales recorrieron las costas habitadas de Europa, Asia y Libia). También en Heródoto y Estrabón. Entre los pueblos con características ginecocráticas están todos los vecinos de la isla de Corcira (licios, carios, lidios, pueblos

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se como se sabe al periodo micénico, antes de la caída de Troya, en la prehistoria griega entre el 1400-1200 a.C., mientras que Homero corresponde al siglo VIII a. C. En la Grecia que canta Homero las mujeres tienen un estatuto social elevado y gran capacidad de acción, en este sentido difieren de la Atenas clásica patrilineal y fuertemente agnática en la que basó sus estudios Fustel de Coulanges para hacer su teoría sobre «La ciudad antigua». En este sentido, los ejemplos greco-latinos han sido fuente de inspiración para los clasicistas, y todavía lo son para los antropólogos.2 El clasicista Carles Miralles (1984), en su introducción a la Odisea, también se fija como Julian Pitt-Rivers en las relaciones matrimoniales y en el poder. En este sentido, observa que la isla de Ítaca es una sociedad donde funciona una asamblea popular, y con relación al rey, Ulises, manifiesta: «parece ser un primero entre iguales, por así decir, un noble, un príncipe en quien ha recaído, no sabemos por qué mecanismos, la realeza; como un príncipe más, Ulises tiene una hacienda, con sus siervos y dependientes, sus animales y su riqueza. A pesar de que a veces en el poema se distingue entre lo uno y lo otro, es de suponer que, en la práctica, podría ser difícil llevar a cabo tal distinción tajante. Ulises ha dejado en Ítaca un hijo, Telémaco, que es su heredero —y nadie lo discute— en cuanto a su hacienda a sus bienes propios, como también parece serlo —al menos cuando comienza la acción del poema, en el que ya es un joven maduro que toma la iniciativa— en la realeza (Odisea, I, 386-387). Sin embargo, viva aún Penélope, su madre, y en edad de volver a casarse, tampoco debe de estar muy claro que quien logre casarse con ella no adquiera algún derecho en el sentido de acceder a la realeza» (p. XXXVIII). Miralles, tras hacerse toda una serie de preguntas sobre aspectos que no quedan muy claros en la Odisea, manifiesta: «Pero en los cuentos, cuando el héroe gana la mano de la princesa, se convierte en rey, y esto mismo ocurre en una serie de mitos griegos (Pélope e Hipodamia, por ejemplo) y si no se trata de la hija, se trata entonces de la viuda del rey, como en el caso de egeos con cultura similar a la Cretense). Corcira es la isla de Alcinoo, ya en la antigüedad se identificó con la fabulosa Esqueria, patria de los feacios. Allí establecieron los corintos una importante colonia en el s.VIII a de C. (cf. Howatson 1993). 2 Antropólogos como P. H. Stahl (1987: 39-61), quien ha trabajado sobre los países balcánicos en tanto que sociedades profundamente patriarcales y agnáticas, encuentran grandes similitudes entre estas sociedades tribales y las descritas por Fustel de Coulanges sobre las sociedades antiguas. Añade como conclusión: «Estas pocas citas no agotan las semejanzas, y no quiero probar en absoluto que las poblaciones analizadas —rumanos, serbios, montenegrinos, griegos y albaneses del norte— han heredado de Roma y de la antigua Hélade sus caracteres; su fin es únicamente el de poner en evidencia unos parecidos indiscutibles, que se mantienen mejor allí donde el carácter arcaico de un grupo se ha conservado durante más tiempo».

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Edipo. En esos mitos y leyendas, ganar a la mujer implica ganar a la realeza. ¿Hemos de suponer que tras esas narraciones hay un fondo histórico, que los pretendientes de Penélope pensaban en ella como Pélope en Hipodamia, como Edipo en Yocasta? Probablemente los pretendientes tenían derecho a pensar así» (XXXIX). En esta tesitura, Miralles, conocedor de los textos clásicos, manifiesta: «Podemos decir que en los poemas homéricos se conservan restos de una concepción de la mujer como depositaria de una legitimidad estable, vinculada a la tierra y a la casa: la mujer ostenta lo que el hombre debe ganar. Sin el concepto de fidelidad tal como puede considerarse encarnado por Penélope, el hombre sólo tiene poder —en aquella concepción más antigua— mientras mantenga el contacto con la mujer; desde este punto de vista, que desde luego no se comprendió o no se quiso comprender en época histórica, una conducta como la de Clitemnestra, que escogió a otro hombre cuando el suyo se fue, no parece ni ilógica ni era considerada ilegal (p. XL). La que ha decidido la situación ha sido Penélope, y a su regreso, Ulises no ha de hacer sino estar a la altura de esta situación que ella ha logrado mantener intacta para él» (p. LXI). La reflexión de Miralles es interesante, ya que cuadra con buena parte de aspectos etnográficos contemporáneos a los que me referiré más adelante. Normalmente los textos griegos post-homéricos han servido de explicación etnográfica tanto sobre su propia cultura como para explicar la de otros pueblos con los que entraba en contacto, algunos de ellos con modelos sociales no tan patriarcales como el correspondiente a la Grecia clásica. Estos modelos han significado en su tratamiento posterior un sistema arcaico de difícil comprensión —también algunos mitos prehelénicos—. Por ello, en inicio existe un lastre semántico que ha influido en los juicios emitidos por parte de los primeros estudios tanto de los clasicistas como de los antropólogos. Con todo la antropología aplicada a los textos clásicos, especialmente desde la escuela de París (Vernant, Vidal-Naquet, Veyne) representa una feliz unión para conseguir nuevas lecturas y significados. En dos artículos (Roque 1988, 1996) avancé algunas teorías sobre el carácter uxorilocal del parentesco castellano, dado que los hombres venían a casar y morar al territorio de sus mujeres. Me basaba principalmente en los datos que había recogido en los registros concejiles y parroquiales en la zona serrana castellano-riojana pero también en los datos proporcionados por la bibliografía arqueológica y medieval. Nuevas fuentes reafirman mi hipótesis con relación al continuum del ethos entre la zona celtibérica y la Castilla medieval. Si nos referimos a los textos greco-latinos que describen los pueblos montañeses de la Península Ibérica, Estrabón (siglo I a. C.) los define como un régimen ginecocrático, dado el estilo de vida diferente de la sociedad pa-

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triarcal griega: «Entre los cántabros, es el hombre quien dota a la mujer, y son las mujeres las que heredan y las que se preocupan de casar a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado» (III, 4, 19). Aspectos a los que se une el hecho de que la mujer se ocupe de la agricultura y que se practique la covada. También manifiesta el geógrafo griego que gran parte de los rasgos culturales descritos se aplican asimismo a los celtas, tracios y escitas (III, 4, 17), dándonos un espectro mucho más amplio que la pura observación local. A Julio Caro Baroja debemos el primer estudio sistemático de la cultura matriarcal de los pueblos septentrionales de la Península Ibérica. En su obra Los Pueblos del Norte se manifiesta partidario de usar el término «derecho materno» (1977: 527) en vez del solemne «matriarcado» de Bachofen3. Los datos aportados sobre el derecho materno cántabro por Estrabón únicamente son comparables, en cuanto a precisión (entre los que proporcionaron los autores clásicos), a los de Heródoto relativos a los licios. Pero manifiesta Caro Baroja que ni Heródoto, ni otros autores que hablan de la ginecocracia licia, llegan a indicar características de orden económico tan fundamentales como las proporcionadas por Estrabón sobre los pueblos del Norte de la Península. Es interesante señalar que en la investigación llevada a cabo por Caro Baroja en los diversos textos clásicos no haya encontrado rastro de «avunculado», o sea, que el poder real corresponda al hermano de la madre4. En realidad el tema de la covada, a la que también se refiere Estrabón, nos remite a un aspecto simbólico y jurídico de reconocimiento de la paternidad en el territorio uterino (cf. Roque, 1998). El padre asume un importante papel, no sólo como generador, sino también como padre social, susceptible, pues, de dar su patronímico y de tener una representación importante dentro de la comunidad. De aquí la importancia del matrimonio como sistema contractual. Según Caro Baroja, los elementos matriarcales-agrícolas que se han encontrado asociados a España son de raigambre europea, occidental, acaso Neolítica o como mínimo de la Edad de Bronce. «Los celtas y los grupos que llegaron a nuestra península a partir del s. X a. C., no poseen los rasgos de los indogermanos primitivos, sino que cultural y físicamente habían heredado muchos rasgos de los pueblos agrícolas occidentales, aunque su lengua fuese aria». 3

Contrariamente a lo que creyó demostrar J. J. Bachofen hacia 1860, las investigaciones antropológicas han hecho ver lo que a menudo se ha considerado sociedades matriarcales, cuando en realidad se trataba de unas costumbres matrilocales o matrilineales, perfectamente compatibles con la dominación masculina. 4 Si bien en las inscripciones cántabras se han hallado cinco dedicaciones hechas al avunculus, ello no demuestra que existiera este tipo de institución, como dan a entender A. Barbero y M. Vigil (1971: 220).

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Caro Baroja y el prehistoriador Pere Bosch i Gimpera tuvieron una gran intuición al relativizar las características indoeuropeas atribuidas como cultura global para los pueblos europeos. Con posterioridad, principalmente en los trabajos de Marija Gimbutas, entre otros, vemos que una parte importante de las cosmovisiones de estos pueblos tienen un fondo más antiguo que persiste y que se asienta mal con la visión exclusiva indo-iraní. Los trabajos de Marija Gimbutas sobre las creencias de lo que ella denomina «la vieja Europa» pueden resolver algunos de los misterios y sobre todo relativizar un cierto antagonismo entre lo mediterráneo, lo celta y lo germánico. En los datos de Gimbutas que corresponden al área oriental europea aporta rasgos que tampoco son patriarcales. En sus investigaciones toma el Danubio, sube hasta el Dniester, bordea el Mar Negro, Austria, Polonia, Chequia, Rumania, Bulgaria, Ex-Yugoslavia, Ukrania, Balcanes, Grecia, Creta y la Jonia. Sus estudios arqueológicos van del 6500 hasta el 3500 a. C. A diferencia de los indoeuropeos, para los que la Tierra era la Gran Madre, los habitantes de la Vieja Europa crearon imágenes maternas de divinidades del agua y del aire, la Diosa Serpiente y Pájaro. Según Gimbutas, en la Vieja Europa el mundo no estaba polarizado en masculino o femenino, como ocurría entre los indoeuropeos. Ninguna parte se subordina a la otra; al complementarse mutuamente, su poder es doble (Gimbutas 1991). Pero volvamos a Estrabón: ¿Qué quiere decir que heredan? ¿se refiere a que las mujeres conservan las casas y las tierras? Dice que el hombre las dota y también que ellas se ocupan de casar a sus hermanos. Vamos a utilizar la etnografía serrana para descifrar algunos de estos elementos de parentesco. La etnografía de las sierras castellano-riojanas (Sierra de la Demanda, Cebollera y Urbión) nos puede ayudar a reconocer algunos rasgos culturales de los pueblos septentrionales de la Península Ibérica descritos por Estrabón, no porque los cántabros o los pelendones se parezcan a los serranos, sino porque estos últimos, salvando las diferencias históricas, manifiestan algunos de estos rasgos por su ecología y por su estilo de vida en los que han persistido la división del trabajo y del espacio hasta la época contemporánea. Los datos etnográficos nos pueden ayudar a repensar algunos aspectos que en la antropología clásica son vistos como evolucionistas y que son principalmente funcionalistas, aunque también simbólicos en su concepción y transmisión. La vida indígena, con sus peculiaridades tribales, se conservó más o menos transformada durante la época romana. Para Barbero (1992: 61-62), esto no implica que el difusionismo de la cultura romana no influyera considerablemente en la Península Ibérica, de hecho las inscripciones con las que contamos en la zona septentrional aparecen a partir de la romanización. Es difícil observar en ellas una pauta indígena acerca de los patronímicos o matronímicos, si bien son superiores en número los patronímicos. La necró-

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polis de Lara es el más importante centro arqueológico de la zona de Salas de los Infantes (Burgos) y en las estelas mortuorias se hallan inscripciones semirromanizadas: hijos con nombre romano y padre indígena, mujeres que conservan el nombre indígena frente al del padre o marido romanizados, etc. Con todo, alrededor de un cincuenta por ciento de las estelas corresponden a mujeres: madres, esposas. Predominan los nombres como Ambatus o Ambata, de clara estirpe celta. En algunas inscripciones el gentilicio se conserva claramente: Semproniae Ambatae Celtiberi. La forma de denominar a las personas en la España tribal antigua, según la conocemos por las inscripciones de la época romana, y la forma de denominar a las personas en la España altomedieval son bastante parecidas. El sistema gentilicio indígena constaba de tres elementos: a) nombre propio, b) genitivo de filiación y c) gentilicio. Se da prioridad al parentesco territorial frente al familiar. Sobre el concepto casar, aplicado al matrimonio, J. Corominas manifiesta que su área sólo rebasa ligeramente los límites de la Península Ibérica. Aspecto bien curioso, sabiendo que casar viene de casa (del latín casa = choza, chabola), y que desde antiguo quiere decir «poner casa aparte, no tanto en el sentido de construir una casa nueva, sino de dotar a un hijo para poner casa»5. En cuanto a la dote por parte del marido queda atestiguado en el Fuero Viejo de Castilla 6: «Esto es Fuero Viejo de Castilla: Que todo fijodalgo pueda dar a su muger donatio a la hora del casamiento, ante que sean jurados, auiendo fijos de otra mujer, o no auiendo…». Los caballeros pastores Los feacios eran reputados marineros, sin duda sus mujeres quedaban al cuidado de la casa y del territorio como les ha pasado secularmente a las serranas, dado que sus maridos se dedicaban a la trashumancia o a la carretería. La dedicación ganadera parece que fue la actividad económica más importante y la primera que, con carácter general, se dio en los comienzos de la ocupación medieval de las sierras castellano-riojanas. La proporción de documentos que hacen referencia directa o indirectamente sobre el número total de los manejados por los historiadores para los siglos IX y X es lo suficientemente elevada como para permitir pensar que era la actividad eco5

Diccionario Etimológico de la Lengua castellana, vol. I, p. 904. La mujer recibía en la época medieval una dotación por parte del marido, la cual no se podía enajenar mientras ésta estaba viva. Esto ha quedado representado simbólicamente en la ceremonia del matrimonio castellano por las arras. 6

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nómica fundamental. Para García de Cortázar (1973) éste es el proceso de delimitación progresiva de las respectivas vinculaciones —espiritual, jurisdiccional, política— entre explotación del territorio y vinculación ganadera.7 Las características geográficas particularmente de los valles más septentrionales —humedad, bosques y pastos, la existencia de amplios espacios vacíos—, unida a una población débil numéricamente, y también el carácter fronterizo de esta zona en disputa entre Castilla y Navarra durante la política de colonización del siglo IX-X. Disputas que aparecen entre Fernán González y el rey García Sánchez, lo que favorece a los monasterios de la zona. El conde Fernán González utiliza la fundación o vinculación de monasterios, hasta un total de veinte, para conseguir el reconocimiento de la jefatura política. Del conde decían: «Más que rey parece caudillo de una banda de hombres mitad guerreros mitad ganaderos» (1973: 333). Julio Caro Baroja, en una de sus últimas lecciones en el CSIC (1991: 225), hablando de los pueblos de la Meseta Norte, decía sobre la ganadería castellana que es algo fundamental para comprender la estructura social y económica, y también la cultura de gran parte de Castilla: «Nos habla de instituciones importantísimas que se han tenido que crear y que modelar precisamente en función de una reconquista de un territorio que no ha estado limitado, porque la ganadería castellana se caracteriza no por la transterminancia —en el sentido que tenían los pueblos del norte de una manera más o menos a larga distancia— sino por la trashumancia en grandes distancias, con cañadas al norte y al sur, y por la institucionalización de la ganadería en formas tales como la de la Mesta, que ha tenido vigencia hasta la Edad Contemporánea aunque hoy no esté tan en boga. Pero en fin, no hemos de olvidar que todavía por Madrid hasta el año veintitantos había una cañada ganadera que pasaba por la misma Castellana». No obstante parece que la dedicación ganadera en la zona celtibérica viene de antiguo. Para el arqueólogo Salinas de Frías (1999: 282), la posible relación entre hospitalidad indígena (teseras) y la ganadería trashumante cada día toma un mayor interés entre los especialistas. En su estudio ofrece varios mapas con relación a las expediciones militares de los pueblos de la Meseta, a las rutas de trashumancia y a la distribución de los documentos de hospitalidad. Salinas manifiesta que desde los trabajos de García Bellido se viene argumentando la escasez de tierras y el desigual reparto de su propiedad como explicación del «bandolerismo lusitano». Mientras que por otro lado se ma7 De 63 documentos, 23 hablan claramente de la importancia concedida a la actividad ganadera en la región. Entre estos 9 aluden tan sólo al aprovechamiento de los montes, pastos y prados; y 14 mencionan explícitamente la existencia de rebaños de las distintas especies ganaderas (García de Cortázar 1973).

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nifiesta que la causa de las expediciones era la de procurarse botín mueble, sobre todo cabezas de ganado. Ahora bien, si los lusitanos y vettones efectuaban dichas razzias, que se supone que eran de los desposeídos, era porque tenían tierras y lugares donde llevarlos a pastar. Esto liga —el estar desposeídos de tierra pero al mismo tiempo tener lugares donde llevarlos a pastar con el tipo de herencia que explicaba Estrabón—, o sea que la cuatrería y el abigeato, actividades que a veces pueden ser concomitantes con la trashumancia, no tienen que ver con la explotación agrícola del territorio y sus formas de propiedad (Salinas de Frías 1999: 282). Los pastos de Salamanca y de Cáceres son complementarios para una ganadería trashumante que todavía hoy se practica. Los lugares donde aparece un mayor número de documentos de hospitalidad corresponden, por una parte, con el piedemonte de las cordilleras cantábrica e ibérica, tradicional zona de pastos de verano y extremo de las principales cañadas ganaderas, y por otra parte los pastos de invierno de la baja Andalucía (1999: 289). Pero no será hasta Alfonso X el Sabio cuando se cree la Mesta8 en 1223 como una institución encargada de proteger y desarrollar la ganadería trashumante en los años inmediatos a la reconquista del valle del Guadalquivir; este organismo perduró hasta bien entrado el siglo XIX. La trashumancia en este amplio periodo de tiempo orientó la producción de lana merina para la exportación y las industrias pañeras. Si nos centramos concretamente en los pueblos del Valle de Valdelaguna (Burgos) podemos observar por lo menos desde el siglo IX-X como la familia nuclear con propiedad privada coexiste con el comunalismo clánico, constituyendo, al mismo tiempo, una comunidad aldeana con sorteo periódico de tierras que se usufructúan privadamente, pero que son de la comunidad, y trabajando campos comunales conjuntamente, cuyo producto revierte en el bien de la res pública. Los montes y bosques de las comunidades serranas han representado y representan la parte clánica e indivisa a la que tienen acceso todos los vecinos y que todavía funciona hoy. El vecino es, generalmente, una figura masculina que representa a la familiar nuclear ante la comunidad. Pero para ser vecino ha sido necesario hasta hace pocos años el matrimonio, o sea el pacto realizado en el territorio 8 Tenemos evidencia de que estas asambleas locales para el reparto de los animales desmandados se remontaban a los siglos V y VI de la España visigoda (Fuero Juzgo lib. VIII, tit. 4 ley 14). Sin embargo, no existe el indicio de que el nombre de «mixta» o mesta se asociara con esta costumbre hasta el s. XII. Las reuniones de pastores y propietarios de ganado perduraron, no sólo en Castilla, sino en el resto de la península, durante toda la Edad Media. En Navarra se llamaban «meztas» y en Aragón «ligallos o ligajos « (Klein 1985: 25).

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uterino (Roque 1996). Podríamos decir que los hombres acceden por medio del pacto mientras que las mujeres actúan por derecho propio. La tierra, en una economía pastoril, no tiene por qué representar la parte más importante del patrimonio cuando se puede disfrutar comunalmente, tanto en el pueblo de la esposa como en el propio. El vocablo ganado lo emparienta Menéndez Pidal, en los primeros textos medievales, con bienes muebles, ganancias, dinero. En los pueblos serranos de la zona burgalesa y riojana se llama hacienda al ganado, englobando el ganado lanar, el vacuno y caballar. O sea, incluye todos los animales domésticos, y por ello cerdos y gallinas. La carga semántica es bien clara, pues nunca se refieren a las tierras de labor cuando emplean este concepto. Cuando hablan de estos últimos bienes privados les llaman tierras o fincas9. Pues si contrariamente son tierras del comunero las llaman suertes. Se denomina hacienda a los animales porque pueden ser llevados, comprados y vendidos a voluntad, no pasa lo mismo con las fincas. Si el hombre iba a casar a otro pueblo, lógicamente accedía a la vecindad en el pueblo de su mujer, o sea, en el territorio uxorilocal. Las tierras, huertas y casas que poseyera serían de la familia de la esposa, o compradas en el territorio donde morase como vecino con el dinero o ganado que aportase en dote. Podemos hallar aquí también un reflejo de la aportación que hacían las mujeres cántabras para casar a sus hermanos o del botín conseguido en las guerras y el pillaje por los jóvenes lusitanos. Por otro lado, Barbero (1992: 200) ofrece el ejemplo de los visigodos en el siglo IV, entre los cuales la diferencia estaba basada en la riqueza privada, sobre todo en los bienes muebles, tales como el ganado o el botín de guerra10. Es conocida la forma de sucesión matrilineal indirecta en la historia primitiva de varios pueblos, como por ejemplo la primitiva monarquía astur. «La sucesión de suegro a yerno es una forma reconocida de herencia matrilineal. El oficio es detentado por varones pero se trasmite a través de las mujeres, tal como explica Miralles que ocurre en los cuentos y en los mitos griegos. Y también en la península ibérica a los inicios de la corona catalano-aragonesa y castellana el marido gobierna y tiene las funciones de rey por

9 Fincar (hincar) de figere, la n quizás se explique por el provincialismo norteño finsar: «poner un mojón», finso: «hito», de fincar en el sentido medieval de «permanecer, quedar»; como arcaísmo jurídico viene finca: en el sentido moderno de «propiedad inmueble» (cf. la entrada «finca» en el diccionario de Joan Corominas). 10 Durante la Reconquista o en la América hispánica, como en otros pueblos actuales, las cabezas de ganado eran, en un período que la moneda no estaba muy extendida, un valor importante de cambio. Un valor que se podía transportar y que era susceptible de codiciar. Sobre este último aspecto, existe abundante documentación de la cuatrería y al abigejato (Joaquín Costa y Sánchez Albornoz, entre otros).

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haberse casado con la princesa11. En Castilla, las mujeres han tenido una mayor fuerza para poder gobernar conjuntamente ya que su exclusión es incompatible con el Fuero Antiguo, que reconoce explícitamente este derecho. Podríamos decir que éste es el sistema en el ámbito de la representación vecinal que se ha dado en las comunidades serranas: el hombre puede acceder a la calidad de vecino en el pueblo de su mujer por medio del matrimonio. A continuación proporcionaré ejemplos concretos de ello y demostraré cómo los hombres consiguen, al ser vecinos de los pueblos de sus mujeres, todo tipo de cargos de representación. Ello incide en la animadversión de los serranos hacia los forasteros que buscaban novia y los rituales de inclusión y de exclusión. Exogamia y uxorilocalidad Los pueblos del Valle de Valdelaguna (Burgos), y también los pueblos serranos sorianos y logroñeses, son comunidades que, especialmente desde finales del siglo XVIII hasta los años 60 del siglo XX, se han caracterizado por una fuerte endogamia. Se casaban dentro del mismo pueblo, de forma que en los años cuarenta casi todos los matrimonios debían pedir dispensa eclesiástica. Este comportamiento ha venido dado por la necesidad de unir las tierras fragmentadas a cada partición que, de manera igualitaria, se ha practicado entre los hijos y las hijas. Pero en el Valle de Valdelaguna —y otros pueblos ganaderos como Canales, Monterrubio de la Demanda, las Viniegras— en los siglos XVI, XVII y XVIII, cuando se dedicaban masivamente a la trashumancia de ganados merinos a Extremadura, se observa una mayor exogamia dentro de los pueblos por lo que he podido constatar por diferentes documentos. De todas formas, por mínima que haya sido la exogamia, la normativa observada es que los hombres que no se casaban en su propio pueblo fuesen a morar al pueblo de su mujer, salvo alguna excepción, que recomendaba lo contrario. A diferencia de la afirmación de Lévi-Strauss, no había intercambio de mujeres sino de hombres en las comunidades serranas. Las mujeres permanecían en sus respectivos lugares de nacimiento. 11 Artola (1999), hablando de este tema manifiesta: «La primera monarquía es la de Aragón en 1137 tras el matrimonio del conde de Barcelona con la heredera del reino de Aragón. El matrimonio es una forma de acceso al poder, pero no es compartido, no es el marido quien alcanza el poder de la mujer, sino que la suplanta por completo. Es lo que pasa con Ramon Berenguer IV y Petronila. El título de rey lo reserva Petronila para su hijo, pero el poder está en manos de Ramon Berenguer, sin ningún conflicto, porque la condición de varón prevalece sobre los derechos que la mujer tiene como hija del rey. Su naturaleza le impide gobernar».

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Las familias de ganaderos más fuertes se casaban entre ellas, pero tampoco les importaba saltar de un pueblo a otro, llevándose las ovejas que les tocaba en dote o en herencia al pueblo de su mujer, con la consabida diferencia de recaudación dentro del Valle, porque se pagaba por el número de animales. Esto lo vemos claramente manifestado en diferentes documentos. Estudiando los registros eclesiásticos, vemos cómo una parte de los varones nace en el pueblo de su madre (matrilocalidad) y se casa y habita en el pueblo de su esposa (uxorilocalidad). Los libros concejiles y de cofradías nos muestran como fiador del nuevo casado llegado de fuera al padre de la esposa y, frecuentemente, en el siglo XVII y XVIII, el primer domicilio dado es el del suegro. A parte de los registros eclesiásticos una buena fuente de información para saber el nacimiento, residencia y estatus del vecino son los documentos judiciales porque en ellos desfilan una serie de testigos que son obligados a manifestar su situación personal. Para reafirmar mi tesis aportaré algunos de dichos documentos que abarcan desde el siglo XVI hasta el XX, su procedencia es varia, la mayoría pertenecen al Archivo Municipal de Valdelaguna (Huerta de Abajo) y a los archivos concejiles de diferentes pueblos. En un pleito del Valle perteneciente al año 1608, uno de los testigos manifiesta que tiene 52 años y explica que «es nacido natural y casado en dicho lugar de Huerta de Susso en el cual se crió y fue casado y velado y tuvo vecindad hasta que tuvo la edad de cuarenta años al cabo de los cuales por fin y muerte de su primera mujer se casó y veló por segunda vez en el lugar de Tolbaños de Susso, ambos lugares inclusos emitidos en la Jurisdicción y Consejo de dicho Valle de Valdelaguna en donde después acá ha sido y es vecino asistente y residente de continua habitación y morada sin haber hecho ausencia para ir a vivir y morar a otra parte ninguna que haya sido de consideración12, y ha sido Regidor del lugar de Tolbaños de Susso, dos años y fiel de Pesas y medidas como lo es al presente dicho Valle nombrado y electo por el diez o doce años poco más o menos, y usado y referido los dichos oficios y hallándose muchas y diversas veces en la Juntas y ayuntamientos que se hacen en el Valle en la ermita del Señor San Pedro». Otro testigo «de treinta y tres años, poco más o menos, es natural nacido y criado en Huerta de Susso y en el que asistió y residió hasta que tuvo edad de veintisiete años, y siendo de dicha edad se fue a casar y velar y ha sido y es vecino, de la villa de Riocabado distancia de camino de quarto de legua, poco más o menos, de Barbadillo Herreros que es Jurisdicción con el Valle de Valdelaguna y es muy cercano de los demás lugares, con los vecinos y otras personas de ellos ha tenido mucho trato y comunicación». 12 El período de la trashumancia en Extremadura, a pesar de ser más largo, no contaba a efectos de residencia.

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Un tercer testigo «es nacido y criado en Vallejimeno de donde siendo mozo de edad de veintiséis años se fue a casar y velar a Quintanilla de Urrilla ha sido y es vecino asistente y residente de continua habitación. Ha sido regidor de dicho Valle y teniente por otros interpoladamente veinte años poco más o menos y ha sido electo y nombrado dos años por uno de los Alcalde mayores y Justicia de la Jurisdicción. Tiene 64 años». Podemos ver lo mismo en los libros de entrada a Cofradías. Por ejemplo con relación a la vecindad de Julián de Sedano Martín de Barbadillo Herreros que no obstante era nacido del mismo pueblo vemos que tiene las mismas cargas que los demás, pero que su «fiador es su suegro Manuel Pablo. Vecindad en la casa de dicho Manuel Pablo 1778». En otro documento de 1795 pidió vecindad Joseph García Sainz, la que fue concedida por todo el concejo con las mismas cargas y condiciones que los demás, asignó casa en la de Ángel Sedano su suegro sita en el Barrio de la Plaza. Usaremos ahora una fuente distinta: un testamento efectuado en el siglo XVIII, que contiene una serie de elementos que pueden aclarar algunas de las informaciones titubeantes que nos ofrecían durante el trabajo de campo los vecinos más mayores cuando les preguntamos sobre la dote matrimonial que peor o mejor siempre se ha dado en estas tierras. Mis informantes orales se refieren, como es obvio, a los últimos años. El testamento que exponemos a continuación corresponde, no obstante, al siglo XVIII y nos aclara el sistema propio de las familias con ganados trashumantes. Doña Josepha Pérez de la Cuesta natural de Huerta de Arriba, vecina de la villa de Neyla es viuda y en el documento dice que ha estado casada dos veces. La primera vez casó en su pueblo con un hombre natural de otro lugar que vino a morar uxorilocalmente. Pero del primer matrimonio con el que tuvo un hijo varón no pormenoriza detalles, mientras que sí lo hace con relación a la hija que tuvo del segundo matrimonio. Manifiesta: «Otorgué con D. Andrés García de la Cuesta mi segundo marido otorgar a la hija de ambos cuando se casara 2000 ducados para soportar los gastos de matrimonio, incluyendo en ellas 500 cabezas de ganado con su lana en aparcería en las posesiones de nuestra cabaña y lo demás hasta el cumplimiento de los 2000 ducados en tierras, ropa y ajuares y con que se entendiera en cuenta y pago de la legítima. Además de las otras cincuenta ovejas que entregué a la muerte de mi marido y las que él (el marido de la hija) trajo al matrimonio andan en aparcería con mi ganado propio en las posesiones que tengo en Extremadura van con de su cargo y administración por habérselas confiado desde que casó con dicha mi hija». Queda claro que es el yerno quien se queda a morar en el territorio uxorilocal, y cómo junta sus pertenencias con las de su suegra y se hace cargo de la hacienda de madre e hija.

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La cuestión parece ser que la dehesa que tiene en Extremadura es propiedad de Doña Josepha —posible herencia de su familia troncal—, y que como hemos visto en aquel momento tenía en aparcería las ovejas con su yerno —o, mejor dicho, su yerno las tenía con ella—. Mientras que su hijo las tenía en otro lugar (posiblemente con su suegro / suegra). Señala que cuando ella muera «se ha de partir todo por la mitad sin favorecer más a uno que otro (habla de su hijo e hija)» y que «esto no tiene nada que ver con lo que les tocó a cada uno de sus respectivos padres». El documento notarial es para que no haya problemas de herencia con la dehesa de Extremadura, que debe repartirse según el canon igualitario entre ambos hijos. Hemos visto hasta ahora cómo los yernos que vienen de fuera juntan sus propiedades con las de sus mujeres, pero para los que casaban dentro del mismo pueblo, también estaba generalizada la siguiente norma, válida hasta los años cincuenta de nuestro siglo: durante el primer año de matrimonio, poco más o menos, los cónyuges continuaban viviendo y trabajando en sus respectivas casas familiares y, por la noche, el marido iba a dormir a casa de la mujer, convirtiéndose esta forma en una especie de «matrimonio de visita»13, costumbre que podemos extender a toda la comarca de Salas de los Infantes. En este período, lo normal es que naciese uno de los hijos en casa de los abuelos maternos. Pero incluso tomando residencia neolocal, tal como se hace en los últimos años, es preceptivo que la mujer aporte la cama y el colchón. Por lo tanto, de una manera simbólica y real, el matrimonio se consumará y los hijos nacerán en el lecho aportado por la familia materna14. Si el hombre iba a casar a otro pueblo, lógicamente accedía a la vecindad en el pueblo de su mujer, o sea, en el territorio uterino. Las tierras, huertas y casas que poseyera serían de la familia de la esposa, o compradas en el territorio donde morase como vecino con el dinero o ganado que aportase en dote. El joven que llegaba de fuera venía dotado con un tipo de bienes muebles o con dinero para que juntamente con los bienes de su esposa pudiesen establecerse. Algunas veces se han hecho permutas de fincas. Entre los datos etnográficos cercanos que yo he encontrado con relación a la tierra y a los bienes muebles tenemos un ejemplo. En los años treinta coincidieron dos matrimonios exógamos: un hombre de Quintanilla de Urrilla casó en Hoyuelos de la Sierra, y otro de Hoyuelos casó en Quintanilla. Entonces, los hombres intercambiaron las tierras que les tocaban por fraccionamiento de 13 Situación a la que el padre Schmidt, perteneciente a la escuela difusionista de Viena, calificaba como «matrimonio de visita», típica de las sociedades matrilineales. También se daba en León (cf. López Morán, citado en Costa 1902). 14 Vide respuestas dadas en las Baleares: la mujer hereda la cama y el colchón «perquè se l’ha guanyat» (porque se lo ha ganado); una percepción francamente diferente.

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la herencia familiar que tenían en sus respectivos pueblos. Se llevaron las ovejas y hacienda que sus padres tuvieron a bien otorgarles y el dinero que pudiesen tener. El que se casaba fuera del pueblo no perdía su derecho a la herencia de fincas e inmuebles. En todo caso lo que hacía era vendérselo a sus hermanos o a cualquier otro, y con el importe surtirse de nuevos bienes para elevar el estatus económico en el pueblo donde era vecino. Cuando la trashumancia desaparece y se fomenta la ganadería estante y la necesidad de juntar tierras, la endogamia es la forma más viable. El hecho de que tradicionalmente el hombre va a residir al pueblo de la mujer, incita a casarse con mujeres del mismo pueblo. Precisamente las estructuras de colectivismo agrario en su máximo rendimiento que caracterizaríamos como ayuda mutua, turnos, parcelas roturadas de «parte pueblo», etc. se refuerzan con la decadencia de la trashumancia que como hemos dicho se da a inicios del XIX. En este sentido, el sistema colectivista se va perfeccionando hasta recordar a Costa el sistema comunitario de los vaceos. En lo concerniente al derecho a los aprovechamientos colectivos que son imprescindibles en este tipo de economía, los vecinos formaban un corpus cerrado frente a cualquier foráneo15 que pretendiese aprovecharse de su territorio, tal como antropólogos como Michael Kenny y Susan Tax manifestaron ya en sus estudios en los años setenta. Lo mismo podemos decir del sistema endogámico que promueve casarse con los del mismo pueblo y barrar el paso a los hombres que venían de otro pueblo. Primero de forma simbólica y pactista —pagar la cantara de vino— y no tan simbólica —echarlo al pilón de la fuente— y como en Quinar de la Sierra en los años sesenta cambiando las Ordenanzas y haciéndolas más restrictivas. Es una necesidad orgánica que se manifiesta con la explosión demográfica a finales del siglo XIX y el intento de administrar unos bienes reducidos. Las mujeres continúan desarrollando las mismas actividades en la comunidad, pero la mayor presencia de los hombres en el territorio reduce su participación en las asambleas concejiles, excepto las viudas. Conclusión Nausicaa sabía que Ulises podría haber accedido al poder en la isla de los feacios por el hecho de casarse con ella; no supo hasta la partida de Ulises que éste ya era casado y rey en otra isla. El territorio y su representación del 15 Si este individuo iba a la zona comunal y usaba los viejos trucos de su pueblo natal, si le cogía el guarda de dicho pueblo no le perdonaba porque no formaba parte del clan vecinal, sino de otro diferente que en un momento determinado representaba intereses contrarios.

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poder en Ítaca los conservaba su esposa Penélope, al igual que hacían las serranas cuando sus maridos partían hacia Extremadura. Considerando que los hijos salían del territorio matrilocal e iban a morar al territorio uxorilocal de sus esposas y que, por término general, hasta finales del XIX o inicios de XX, la mortalidad infantil hacía estragos, lo más habitual es que el padre o la madre viudos viviesen con una hija o en caso de ser varón con el hijo menor. Vemos como se nos iluminan aspectos sociológicos de viejas historias que las culturas agnáticas han caracterizado de trazos matriarcales. Los ejemplos etnográficos que hemos ofrecido sobre la sierra castellanoriojana, especialmente en la época de la trashumancia, nos desentrañan aspectos del porqué las mujeres podían casarse con forasteros, y cómo éstos, por medio del matrimonio, accedían a la vecindad que les otorgaba la representación y el poder en el territorio uxorilocal. Bibliografía Artola, J. 1999. La monarquía de España. Madrid: Alianza. Barbero, A. 1992. La sociedad visigoda y su entorno histórico. Madrid: Siglo XXI. Caro Baroja, Julio. 1977. Los pueblos del Norte. San Sebastián: Txertoa. Caro Baroja, Julio. 1991. Los pueblos de la Península Ibérica. San Sebastián: Txertoa. Costa, Joaquín. 1902. Derecho consuetudinario y economía popular en España, Vol. II. Barcelona: Manuel Soler. García Bellido, Antonio. 1980. España y los españoles hace dos mil años según la Geografía de Estrabón. Madrid. García de Cortázar, J. A. 1973. IX Semana de Estudios Medievales de Estella. Pamplona, Gobierno de Navarra-Institución Príncipe de Viana. Gimbutas, Marija. 1991. Diosas y dioses de la Vieja Europa. Madrid: Istmo. Howatson, M.C. (Ed). 1993. Dictionnaire de l’Antiquité, Mythologie, Littérature, Civilisation. París: Robert Laffont. Klein, Julius. 1985. La Mesta. Madrid: Alianza Universidad. Miralles, Carles. 1984. Introducción. En Homero, Odisea (traducción de Lluís Segalà). Barcelona: Bruguera. Pitt-Rivers, Julian. 1983. Anthropologie de l’Honneur. La mésaventure de Sichem. París: Le Sycomore. Pitt-Rivers, Julian. 2000. Las culturas del Mediterráneo. En Roque, M. A. (Ed) Nueva antropología de las sociedades mediterráneas. Barcelona: Icaria. Roque, Maria-Àngels. 1988. Hermanos y tíos o el carácter uxorilocal del parentesco castellano. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, XLIII. Roque, Maria-Àngels. 1996. Familia nuclear y uxorilocal: representatividad vecinal masculina y actuación femenina en la sierra de la Demanda (Burgos). En Comas

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EXTRAVAGANCIA Y DELICADEZA DE LAS PASIONES: PAISAJES DE LA EMOCIÓN EN LAS FRONTERAS CULTURALES DE NUEVO MÉXICO M.ª Jesús Buxó i Rey Universidad de Barcelona

At the ultimate level of analysis honour is the clearinghouse for the conflicts in the social structure, the conciliatory nexus between the sacred and the secular, between the individual and society and between systems of ideology and systems of action. JULIAN PITT-RIVERS Honour and Social Status, 1974

Sin duda ha sido Julian Pitt-Rivers quien nos ha introducido a través del análisis del honor en los vericuetos de la pasión. Pensar antropológicamente frases como, «muera yo, viva mi fama», incorpora todos los ingredientes excéntricos y también toda la finura del orgullo, la arrogancia y el sufrimiento de vivir social y moralmente el honor y la fama. A pesar de la relevancia cultural del honor y la preocupación obsesiva y permanente del pensamiento occidental por la pasión en la formación del carácter, la vigencia paradigmática de la razón ha hecho desaparecer el sentido trágico de la vida, ha diluido el honor en presentación social del yo y las pasiones en meros deseos. Es posible que la maquinaria intelectual haya conseguido dicotomizar razón y pasión, y con ello con-

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M.ª JESÚS BUXÓ I REY

trolar, supeditar, debilitar, o virtualizar tecnológicamente los pocos impulsos que nos quedan, sin embargo, las pasiones siguen ahí, transitan en todas las acciones y las expresiones culturales enlazando las emociones y las sensaciones con los saberes tácitos y los valores morales y estéticos (Buxó 1999). Aunque actúa como una sustancia con fuerza propia, que se adueña del cuerpo y las ideas, la pasión no es un episodio interno separable culturalmente de la sensorialidad y la cognición. Se trata, por una parte, de emociones contradictorias y sucesivas, amor, celos, ambición, envidia, odio, entre otras, que producen simultáneamente felicidad y miseria, dolor y placer, vida y muerte y con ello ruptura de límites. De ahí que todo lo que envuelve la pasión adquiera un aire romántico-aventurero o un toque místico-trascendental, pero también propicie la ruptura de dicotomías como mente y cuerpo, alma y materia, real e irreal, pensamiento y acción abriéndose a territorios de la experiencia donde la razón por definición no se aventura. Y así el individuo se presenta en la espléndida duplicidad de sus identidades y combina rasgos prosaicos e idealizados, la vitalidad y la debilidad, el honor y la villanía que no se oponen ni se excluyen como si el uno sin el otro no tuviesen fuerza suficiente para entrar en acción. Y, por otra, se conjuga la intensidad de las sensaciones —sufrimiento y placer— con la representación de ideas, conceptos e intenciones —honor, éxito, prestigio, poder, riqueza, bienestar— para producir significados y motivaciones múltiples, razonables, ambivalentes y confusos siguiendo o contraviniendo los efectos o modelos socialmente requeridos, así como expresando afectos y desafectos personales en la vida social. Y todo ello se plasma en forma de ideales culturales, estéticos, religiosos, e incluso económicos que proyectan en el cuerpo y en el paisaje la representación de las pasiones. No es reciente la concepción del paisaje y el cuerpo como los escenarios idealizados para significar, revelar, ocultar y agenciar emociones y sensaciones. Así, en cada momento histórico, el Renacimiento, el Romanticismo y otros, el escenario donde enmarcar la pasión y crear narrativas alusivas —sea para expresar las fuerzas sobrenaturales, la iniciación, los vicios y las virtudes, los combates amorosos, sea para revelar un orden universal y/o principios morales— se sitúa en los paisajes y los jardines así como en proyecciones alegóricas y rituales de la corporalidad en representaciones procesionales y teatrales. La potencia metafórica e ideológica del paisaje procede del enlace entre naturaleza, cultura y el carácter de las gentes que allí viven o vienen a vivir y por lo tanto el paisaje no sólo es una versión de la naturaleza sino una forma de experimentar la vida como lugar, tiempo y persona. En cuanto al cuerpo, las formas de personalizar el paisaje se ajustan también a preferencias culturales en el uso y la combinación de los sentidos anímicos y corporales sea el olfato, el gusto, el oído, la visión, o las modalidades táctiles (Howes

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1991). No todas las expresiones paisajistas y acciones corporales poseen igual intensidad emocional y densidad sensorial en la construcción del yo y el refinamiento de la identidad, lo cual se corresponde con la complejidad ideativa y la forma de resolver problemas en cada tradición cultural. En este sentido, me interesa contrastar dos formas culturales, la hispano y la anglosajona que partiendo de ideaciones de la pasión bien distintas y distantes hacen del paisaje de Nuevo México agencia de sus emociones y sensaciones para aprender a vivir situaciones límite, en un caso, para elaborar la identidad personal y étnica y, en el otro, para entender o aclarar los sentimientos propios y sus contradicciones frente a una frontera idealizada como wilderness. En su conjunto se trata de emociones hechas de ira, odio, amor y ambición, así como sensaciones hechas dentro de la amplia gama del dolor y el placer, que se personifican en un mismo paisaje pero que se trenzan culturalmente de forma distinta. En un caso en forma de pasión exacerbada y, en el otro, mediante la negación de las propias pasiones. En Nuevo México, la situación de frontera de la realidad hispana, desde la colonia y posteriormente la invasión angloamericana, genera un ambiente social duro y difícil, cargado de injusticias, pérdida de tierras y propiedades, que atentan contra la dignidad personal y la integridad comunitaria y territorial. El conflicto interpersonal e intrapsíquico resultante conlleva emociones fuertes de rabia, odio, ambición y orgullo así como sensaciones de tristeza, pena y aflicción que se canalizan y expresan culturalmente mediante la búsqueda ritual del dolor como vía de acceso a la reestructuración de la identidad y el afianzamiento del orden comunitario. Sea desde las profundidades de la sensorialidad, sea desde las alturas de la imaginación ritual, el cuerpo y el paisaje constituyen la materia prima donde encarnar la identidad personal y territorial. En cuanto a los anglosajones1, la vida de frontera genera situaciones no esperadas, no deseadas y desvalorizadas al chocar sus expectativas con la dureza del paisaje, un territorio inhóspito y sin ley, con ataques inesperados de indios y bandoleros. Estas condiciones no encajan con la idealización de la vida salvaje ni con el control de la naturaleza. De ello resultan emociones y sentimientos contradictorias en los que la ira, el odio y el amor se conjugan con sensaciones de nostalgia, tristeza y placer que se expresan culturalmente mediante la personificación del paisaje como fuerza pasional. En diarios y relatos, el paisaje se enfrenta o se apropia sensualmente de la persona y la libera de su luchas o resistencias interiores excitando el afecto o encon1 Hay que tener en cuenta los matices de este etiqueta étnica, ya que la variabilidad de origen es grande: suecos, irlandeses, ingleses, franceses, y otros grupos europeos, no obstante, estos grupos vienen aculturados por la homogeneización de los estilos de vida en el propio proceso migratorio.

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trando finalmente el gusto por todo aquello que antes generaba sentimientos adversos. Por lo tanto, desde formulaciones culturales distintas, y desde intereses económicos y sociales diferentes, y sin un idioma cultural común excepto el que pueda difundirse por el sentir romántico de la época, ambos colectivos buscan resolver sus problemas personales e intrapsíquicos a través de la fuerza representativa del paisaje como escenario en diálogo con la sensorialidad corporal para conseguir el contrapunto equilibrador hacia la serenidad interior y la transformación de la realidad exterior. Dolor de Pasión «La pena de la tarde estremece a mi pena Se ha llenado el jardín de ternura monótona. ¿Todo mi sufrimiento se ha de perder, Dios mío, Como se pierde el dulce sonido de las frondas?» F. García Lorca en Meditaciones bajo la lluvia, 1921.

Hablar de pasión en la cultura hispana de Nuevo México obliga a bucear en las turbulentas aguas del dolor. Y no de aquel dolor que adviene por enfermedad, desgracia, o voluntad divina y tiene que soportarse de forma estoica o aliviarse cristianamente, ni tampoco del instinto sádico cuya compulsividad excede el control personal acomodándose en el registro ambiguo de la legitimidad y el terror. Más bien hay que hacer referencia al dolor físico entendido como una emoción íntima y buscado como un acto místico y ritual. En el mismo, la activación sensorial del cuerpo en todas sus modalidades sensoriales vincula pasionalmente la identidad con la cosmovisión religiosa y mágica, el paisaje lleno de quebradas, cañones angostos, mesas cortantes y desiertos, y toda suerte de emociones de ira y sentimientos antagónicos y ambiguos resultantes de la imposición de una realidad política y legal cuya magnitud se desconoce. En esta experiencia ritual del dolor, el cuerpo como espacio interno y la etnicidad como paisaje externo se tejen entre sí metafóricamente y activan sensaciones diversas para expresar el conflicto y resolver la ambigüedad y ruptura de la propia identidad personal y territorial. En el marco de la Etnología comparada, el énfasis en la representación y la activación del dolor se contextualiza en el ámbito del ritual. Sea trance, danza, martirio público, iniciación juvenil, duelo mortuorio o representación teatral, el dolor ayuda a transitar emocionalmente en situaciones de crisis, ambigüedad, miedo o simplemente de desestabilización política. En este sentido, el ritual no es sólo una representación del sistema ideativo y su ex-

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presión sensorial correspondiente, sino un locus performativo donde se experimenta el pensamiento mediante la manipulación de objetos y la intensificación de los sentidos y se piensan las sensaciones con finalidades diversas. De ahí su eficacia reguladora, transformativa, creativa y catártica tanto en la creación de mecanismos de transformación de la propia existencia ordinaria (las cosas pueden no cambiar pero sí la forma de verlas), en la trasgresión e inversión de coordenadas y límites, como en la innovación del orden moral, en la producción de emociones fuertes de bienestar y vínculos de unidad, reconciliación y solidaridad sociales. Cohn (1970) nos recuerda que en la época medieval, la situación de desestabilización económica y política y la resultante ambigüedad cultural, provocaron movimientos de flagelantes y desde el siglo XIV la práctica de la autoflagelación fue adoptada por ermitaños de las comunidades monásticas lo cual se hacía para conmover a Dios, para que depusiera su ira, perdonara sus pecados y ahorrara los grandes castigos que de otro modo les afligirían en esta y en la otra vida. En Nuevo México ha pervivido hasta la actualidad la Cofradía de Nuestro Señor Jesús Nazareno, una hermandad de flagelantes compuesta por Hermanos de Sangre y de Luz que surge a mediados del siglo XIX. Independientemente de la rareza de estas prácticas, y de la falta de registros para el siglo XX, no obstante la flagelación, como ideación sensorial, se encuentra profundamente enraizada en las frondas de la historia, en la memoria, en las creencias de la tradición hispana, así como en sus expresiones folklóricas y literarias. Incluso hoy, los alabados penitenciales, con letra en castellano, son parte del patrimonio reivindicativo de los jóvenes hispanos que ya sólo hablan en inglés 2. Ahora bien, ¿de dónde procede y cómo transita la tradición del dolor como pasión en la cultura hispana? En breve repaso histórico, en la época misional de esta frontera del Norte, la mortificación y el martirio se idealizaron exageradamente e incluso fueron alentados desde España por una de sus más firmes defensoras, la santa Sor María de Jesús de Ágreda (1602-1665) que llegó a ser consejera espiritual del Rey Felipe IV. Esta monja concepcionista-franciscana, que poseía el don de la bilocación al cual ella gustaba llamar «su secreto de los favores sobrenaturales», estimuló el gusto por el sufrimiento y el martirio a los misioneros franciscanos en todas sus luchas contra el mundo, el demonio y la carne. En sus arrobamientos o éxtasis, ella consiguió viajar en vuelo místico tres ó cuatro veces a Nuevo México y Texas llevando como alas a San Francisco y a San Miguel para ir a predicar a los Indios Pueblo. Y de 2 No hay que olvidar que si bien estas prácticas nos parecen lejanas en el tiempo y en el espacio, todavía hoy en Soria, se práctica ritualmente la flagelación en las calles de San Vicente de la Sonsierra, y en otras regiones se rumorea o hay listas de espera para jóvenes que quieren ingresar en las cofradías penitenciales de Semana Santa.

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este hecho todavía hoy queda recuerdo en una asociación de Ágreda en Beaumont (Texas) en cuya iglesia cuelga un cuadro de la Santa catequizando a los indios. Y en la concreción de la vida cotidiana, Fray Salvador Guerra (1660) relata a sus superiores que, al ver que los indios practicaban la danza de la kachina, y golpeaban a un niño, se enfureció tanto que se flageló y lo hizo con tal fuerza y coronó su cabeza tan reciamente con espinas, que los indios boquiabiertos dejaron de danzar. Se dan, asimismo, casos de martirio no sólo en la entrada, sino también coincidiendo con la expulsión de los españoles por parte de los Indios Pueblo en 1680, y también hay alusiones iconográficas de autotortura genital como consta en las imágenes de los cristos de cuya parte baja del faldellín caen gotas de sangre. Los franciscanos imparten un mensaje religioso basado en que las palabras y los hechos de la vida de Cristo son acontecimiento reales y por ello sufrir es la divisa o la insignia de aquellos que quieren triunfar como parte de la revelación del diseño de Dios, pero a la vez, en estas remotas tierras este mensaje se reafirma como el retorno ideal a la iglesia primitiva de Cristo. Y esto se traduce en un espiritualidad primigenia, práctica y personal, en ocasiones con matices próximos a la creencia popular, el tono apocalíptico y las actitudes antisacerdotales, y también se apoya en representaciones teatrales y penitenciales. Sin embargo, la dureza y la pobreza de la vida de frontera hace que la praxis misionera y los estilos de vida tengan que orientarse hacia la resolución de los problemas básicos de la supervivencia cotidiana de manera que las expresiones emocionales del sufrimiento y el dolor quedan pronto situadas en los altares en forma de alegorías personificadas del Cristo doliente y el carro de la Muerte o la doña Sebastiana —morir flechado—, así como en representaciones teatrales llenas de humilde simplicidad donde escenificar la vida de un Dios Hombre que nace, padece, agoniza, muere y resucita de entre los muertos3. No es hasta principios del siglo XIX que la acción penitencial directa vuelve con fuerzas renovadas mediante la instauración de la cofradía de los Hermanos de Sangre y de Luz. El contexto etnohistórico nos indica que, al aislamiento habitual de las comunidades españolas de la frontera del norte, se suma en 1830 la independencia de México de España, lo cual produce una ruptura en la continuidad de la influencia franciscana, sea por expulsión o por que ya quedaban pocos frailes, y, a esto se añade además el aislamiento territorial, que procede de la transición política y el descontrol del propio gobierno de México cuyos problemas internos no le permiten alcanzar la ad3 En el teatro secular en el que los elementos del paisaje y la valentía son expresiones constantes: En los Comanches por ejemplo, Don José de la Peña dice: Yo quebrantaré la furia, que son la más alta peña, soy peñasco en valentía, en bríos y en fortaleza, esas locas valentías, son criadas de la soberbia que tanto infunde el valor.

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ministración de las provincias del Norte. En los archivos de Nuevo México con cierta anterioridad al período de la independencia de México de España en 1820-21, se registran datos procedentes de las visitas de los obispos de la Iglesia Católica que se alarman ante el estado deplorable de la administración espiritual de las comunidades de los españoles y las misiones de indios4. Aunque las noticias más alarmantes hacen referencia al descubrimiento de asociaciones penitenciales sin precedentes y de las que nada se sabía. En 1831, en la inspección episcopal que lleva a término el Obispo de Durango, Zubiría y Escalante, se notifica que los hermanos penitentes de la Villa de Santa Cruz actuaban, según se decía, desde 1820 y se advierte de su peligro potencial para la Iglesia. En 1836, bajo una nueva constitución, Nuevo México se convierte en Departamento pero sigue siendo zona frontera y esta vez debido a la entrada progresiva de nuevos colonos extranjeros, vaqueros y rancheros, procedentes de Texas y otras zonas del Este. En 1848 se produce la separación de México y la anexión a los Estados Unidos que queda sellada con el Tratado de Guadalupe Hidalgo. A partir del momento en que los nuevos conquistadores anglo-americanos amenazan y actúan impunemente apropiándose de los bienes y las propiedades hispanas, las cofradías penitenciales extienden sus funciones sociales de ayuda mutua por orfandad, enfermedad, y muerte, hacia la creación de redes de fraternidad defensiva de su identidad cultural y territorial. Así, la instauración de estas cofradías no sólo sirve para organizar la convivencia y resolver problemas cotidianos, sino también para reafirmar sus creencias y canalizar sus emociones y sensaciones de incerteza en busca de fuerza interior y solidaridad comunitaria. Con el nuevo gobierno angloamericano, la misma Iglesia Católica, preocupada por la religiosidad popular de los hispanos, modifica la composición étnica de los curas y autoridades eclesiásticas locales, enviando sacerdotes y obispos franceses, como el obispo Lamy y el obispo Salpointe. No sólo se quiere imponer a estas comunidades hispanas 4 Estas noticias sorprenden porque rompen el paisaje idealizado que mantuvieron las misiones franciscanas para convencer a la Corona y a otras instituciones de la relevancia del proyecto de sacar a los indios de la oscuridad de la idolatría a través de la purgación, la iluminación y la unión, y a la vez de la necesidad constante de obtener fondos y sínodos para mantener las misiones. En la Visita de Don Juan Bautista Ladrón de Guevara (1817-20) se indica que sólo quedan veintitrés frailes y en julio de 1826, el libro de actas del segundo visitador general Don Agustín Fernández de San Vicente señala una lista de nueve frailes y cinco curas. Se describe que la gente muere sin confesión y extremaunción, apenas se administra la eucaristía, los cuerpos permanecen sin enterrar varios días y los niños son bautizados a costa de mil sacrificios. Hay desgraciados que se pasan la mayor parte de los domingos del año sin oír misa, las iglesias están casi destruidas y la mayoría de ellas no pueden ser llamadas templos de dios. Las misiones y las curacías no tienen pastores y se encargan misioneros temporales, franciscanos, de manera que los parroquianos sólo les ven unos pocos días al año.

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un catolicismo ortodoxo lejano a las expresiones propias de su religiosidad, sino que se producen duros enfrentamientos entre estos obispos y los sacerdotes locales de origen hispano, como el Padre Martínez, creador del primer libro de ortografía en español para que aprendan a escribir y así puedan defenderse mejor en sus litigios. Con la llegada del tren en los años 1880 se incrementa la inmigración, la especulación y la apropiación de tierras, las imposiciones y las inconsistencias legales, y toda suerte de fricciones e incluso persecuciones ideológico-religiosa, especialmente de imagen social, procedentes de los rancheros y clérigos protestantes5 así como la prensa sensacionalista interesada por el surrealismo de la flagelación y su vinculación con el terrorismo de los bandoleros locales (Buxó 1994). Ante este medio hostil y la situación de acoso, incluso desde dentro de la misma iglesia católica, las cofradías penitenciales incrementan su secretismo, lo cual hace que queden asociadas a las gavillas de bandoleros, y a movimientos como el de las Gorras Blancas que, todavía en 1889, se dedicaban a romper y a quemar las vallas y las construcciones en terrenos que habían sido parte de sus propiedades comunales y que habían pasado a ser propiedades de anglos e hispanos enriquecidos y considerados localmente agringados en sus modos y costumbres. En esta ofensiva también hay alguna que otra excepción. Y este es el caso de Lummis, un estudiante de Harvard que viaja con el arqueólogo Bandelier por el Suroeste en 1893 y que presencia y luego describe escenas rituales de los Penitentes haciendo énfasis en el paisaje de Nuevo México. Así en su libro The land of Poco Tiempo (1975, 61), dice: As the midnight wind sweeps that weird strain down the lonely cañon, it seems that wail of a lost spirit. I have known men of tried bravery to flee from that sound when they heard it for the first time. A simple air on a fife made of the cariso seems a mild matter to read of, but its wild shriek, which can be heard for miles, carries and indescribable terror with it... «The oldest timer» crosses himself and looks asking when that sound floats out to him from the mountain gorges.

Ahora bien, cabe preguntarse ¿no es suficiente el sufrimiento de estas duras condiciones de frontera para qué tengan que recurrir además a la disciplina penitencial, especialmente en una época, bien entrado el siglo XIX , en el que el dolor sacrificial ha quedado hace largo tiempo relegado al plano mental y teológico? ¿Por qué las emociones y las sensaciones son potenciadas en la exacerbación o exageración pasional? 5 En la Reforma protestante, el dolor es un mal que hay que combatir lo cual contrasta con la relación que establece el creyente con el dolor en el Catolicismo.

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A mi entender, si bien esta cofradía penitencial usa el cuadro piadoso de la Pasión de Cristo, el dolor de pasión no se inscribe en la redención de pecados, esto es, arrepentirse, limpiarse y liberarse del sentimiento de culpabilidad que propicia el discurso de la Iglesia, y por extensión abarca toda una comunidad moral. Con esto quiero decir que, aun siendo esta expresión cultural de la pasión, parte de la tradición del dolor cristiano entendido como elección, devoción, purificación, expiación, hasta llegar al goce del dolor como parte del misterio del sufrimiento, no obstante la finalidad se modifica y adopta un sentido y unas características distintas. En estas condiciones de frontera y, al vincularse al paisaje y a la identidad secular, la práctica del dolor adquiere un carácter transgresor semejante al que propone Hertz (1999, 33) al referirse a la idea de pecado: la noción de pecado como transgresión del orden moral referido a la sociedad religiosa no tiene un carácter permanente ni esencial. No hace falta remontarse a la prehistoria, ya que en el Antiguo Testamento la palabra pecado se aplicaba frecuentemente a actos que a nuestro juicio tienen una relación con la moral más bien lejana. Se utiliza para denotar contactos imprudentes o terriblemente peligrosos con objetos cargados de una energía divina, con lo cual más que vincularse a una ética espiritualista queda cerca de las infracciones o profanación del mundo físico.

¿Cómo expresar y canalizar toda la ira y el odio que las condiciones de violencia cotidiana ejercen en estas comunidades que ya viven expuestas a toda suerte de emociones fuertes: robos, raptos, borracheras, tiroteos, y, a la vez, encontrar vías afectivas y sensoriales en las propias expresiones culturales donde adquirir el coraje y la valentía y con ello reestructurar la identidad personal y comunitaria? En este contexto, no hay apelación posible al honor ni a representaciones teatrales que resulten en sí mismas suficientemente performativas y resolutivas para expresar y canalizar la ira, el odio, el amor, el coraje y la valentía y que, a la vez, constituyan una expresión antiestructural de una communitas que se enfrenta a iglesias y poderes propios y ajenos 6. Se construye así una praxis emocional y sensorial potenciada en el sentido de la pasión mediante la disciplina penitencial del cuerpo y un antidiscurso moral donde canalizar las tensiones y así forjar el carácter frente a las propias debilidades y el enemigo. Esto es, conseguir mediante el dolor corporal el sentimiento de

6 Al igual que en la Edad Mediad, el honor se carga de tal carácter mítico que lo acerca al pecado, ciertas ofensas son tan mortales como el propio pecado hasta el extremo de desear la muerte como liberación.

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identidad como valentía, coraje y recursos morales para resistir la adversidad y, a través de la participación vicaria de la comunidad en un mismo espacio y tiempo rituales, reforzar la identidad territorial y étnica. Contexto actancial: Tiempo y espacio rituales Al hacerse cargo del culto religioso, esta cofradía penitencial sitúa el espacio ritual fuera de la Iglesia, en la morada o casa de devoción penitencial que se construye en las afueras del pueblo7, y mantiene el tiempo cuaresmal del miércoles, jueves y viernes de Semana Santa para dramatizar la pasión de Cristo. Así se describe en documentos privados y de archivo, y en la tradición oral, que durante el período cuaresmal, cada viernes noche hasta Semana Santa se oía el sonido prolongado de un pito que un pitero hacía sonar para abrir paso a dos hermanos de Luz con linternas que acompañaban a un penitente. A la madrugada, el flagelante, encapuchado en negro, los pies desnudos pisando las heladas piedras y el cuerpo descubierto hasta el torso y vestido de cintura para abajo con dos lienzos o un pantalón blanco, empezaba a darse latigazos rítmicamente contra la espalda, una vez a un lado y otra vez al otro, cada dos o tres pasos, con un látigo de yuca trenzado. Lentamente, dolorosamente, la espalda goteando sangre hasta los pies y el cuerpo pesado y frío, el flagelante y sus acompañantes se adentraban en el bosque y seguían por las gargantas angostas y solitarias. También durante la Porciúncula, a primero de agosto, se celebraba un velorio y una procesión de penitentes donde el pitero hacía sonar su silbato mientras los Hermanos de Sangre se flagelaban seguidos de los Hermanos de Luz y la comunidad que iluminando el camino con linternas, iba cantando alabados e himnos. El miércoles de Semana Santa se congregaban en la morada o lugar ritual alejado de la Iglesia y del núcleo de población, y ahí se elegía el mayordomo que tenía que suministrar cada día la ración de comida para los hermanos que hacían abstinencia y ayuno. El oficio más relevante de ese día se denominaba Las Tinieblas. Al final del mismo se cerraban las luces para representar la oscuridad que ocurría en el momento de morir Cristo Señor. Catorce velas se colocaban en un soporte triangular de madera y se iban apagando sucesivamente empezando por la de más abajo al ritmo de los salmos 7 Es un habitáculo que constituye un espacio ceremonial distinto al de la iglesia, hecho para las prácticas religiosas de la Hermandad, y que nada tiene que ver con la arquitectura religiosa hispana y rara vez se construye en el pueblo, situándose en lugares alejados y recónditos y ahí es donde posteriormente se desenvuelve el secretismo religioso-político de la organización de los Hermanos Penitentes.

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penitenciales que hacían referencia a los once apóstoles, y tres velas dedicadas a las tres Marías hasta llegar a la luz central que representaba la muerte del Cristo. Esta vela era llevada por un resador a la parte posterior del altar y allí seguía el canto hasta volver al altar y entonces se encendía de nuevo para representar el rayo y la resurrección mientras se decía: «salgan vivos y difuntos que aquí estamos todos juntos.» En esta morada se congregaban mujeres y hombres, y los penitentes iban con la cara cubierta y el cuerpo descubierto hasta la cintura, se arrodillaban en el suelo y hacían sonar las matracas, las cadenas y el pito entre gemidos y oraciones. Al terminar la ceremonia, todos, excepto uno de los penitentes se iba a la habitación secreta y el que permanecía en la estancia se estiraba en el suelo junto a la puerta, y el Hermano de Luz que le acompañaba pedía a los congregantes que en nombre de Dios pisaran o pasaran por encima del penitente. El Jueves de Pasión, a las dos de la tarde se hacía el emprendimiento. Los hombres llevaban la estatua de Nuestro Padre Jesús Nazareno, coronado con espinas y vestido con una túnica larga roja, y este paso guiaba la procesión hacia la iglesia. Un resador, leyendo el prendimiento y el juicio de Cristo, caminaba tras la estatua seguido de una hilera de mujeres. Desde la morada, al lado opuesto del pueblo, dos filas de Hermanos de Luz representaban a los judíos. Estos llevaban pañuelos rojos atados a sus cabezas, con un nudo en la punta imitando un yelmo, así como cadenas de hierro y matracas. Precedidos por el centurión, iban al encuentro de la otra procesión. Al cruzarse, se detenían delante de la figura y preguntaban: ¿quién eres? Los hombres que llevaban la estatua contestaban: Jesús Nazareno. Entonces los judíos ataban las manos de la figura con una cuerda blanca, mientras el jefe del grupo leía la sentencia de arresto. A continuación hacían sonar las matracas, hacían ruido con las cadenas y luego regresaban a la morada llevándose el paso. El Viernes Santo, estos dos grupos seguían tomando parte de la ceremonia. Esta vez el grupo que dejaba la iglesia llevaba la estatua de Nuestra Señora de la Soledad, vestida en negro, con un manto negro en la cabeza sobre el cual se insertaba un halo de plata brillante. La procesión que procedía de la morada llevaba la estatua del Cristo y al encontrarse a medio camino con la otra, se escenificaba el encuentro de Jesucristo con su madre. Una de las mujeres con un paño blanco se acercaba de rodillas a limpiar los sudores de la cara de la figura, mientras el resto de las mujeres lloraban apenadas. Y al regresar la procesión, el resador leía pasajes sagrados relativos al encuentro. Más tarde, aún de día, empezaba la procesión de Sangre en dirección al calvario en lo alto de la colina. Los flagelantes en solitario o en grupo, con las cabezas tapadas en negras capuchas y los pies descalzos, se imponían penitencias, siempre acompañados por otros Hermanos, en un paisaje de caminos pedregosos donde al rítmico golpear del látigo se unía el lamento de la flauta, el canto de los alabados y los gemidos de los asistentes. En el trayec-

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to añadían nuevas dosis de dolor y sufrimiento, a veces atándose una pesada cadena de hierro a los pies, otras echándose a la espalda un fajo de espinas de cactus llamadas entrañas que, a cada paso, se iban hincando en la carne, y en ocasiones cargando a la espalda, cubierta con una áspera manta, largas y pesadas cruces de madera. En la procesión iban dos filas de penitentes encapuchados arrastrando una carreta con la estatua de la Muerte, la comadre Sebastiana, y, de vez en cuando, un acompañador de esta penitencia añadía una piedra grande para que fuera más penoso tirar de la carreta. En el centro de la procesión, unos llevaban la estatua de Nuestro Padre Jesús y otros una cruz mientras un resador iba leyendo las estaciones. La comunidad asistente se arrodillaba y al levantarse cantaban alabados entre los cuales cabe destacar el de Las columnas: En una columna atado, Estaba El Rey del Cielo. Herido y ensangrentado Y arrastrado por los suelos. Si lo quieres aliviar, llega, alma a desgrabiar a la paloma divina ay Jesús, ay mi dulce dueño desagrabiar te queremos recibe, poder amoroso las flores de este misterio.

Y esa columna, representada en conjuntos iconográficos con el Cristo flagelado, implicaba otro dolor de penetración. Al modo de un coito místico, el penitente se abrazaba a una columna llena de espinas o entrañas durante unos cincuenta minutos hasta caer desmayado o transfigurado, como si se llegara a las puertas de la muerte, lo cual provocaba el llanto emocionado de las mujeres. En la representación de las Tres Caídas, se elegía un hermano para representar a Cristo. Se le cargaba a la espalda una pesada cruz y en la cabeza se le coloca una corona de espinas de cactus. Lentamente, el penitente arrastraba la cruz por el camino rocoso mientras los hermanos de luz caminaban a ambos lados, uno leyendo las Tres Caídas y el otro, actuando de Simón Cirineo, le ayudaba a levantar la pesada cruz cuando caía vencido por el peso. Junto al Calvario, un grupo de Hermanos de Luz había excavado un agujero y apilado un montón de piedras y, al llegar el hermano Cristo, le tendían sobre la cruz, le ataban con cuerdas y a continuación levantaban la cruz fijándola con piedras. Alrededor de la cruz se arrodillan los hermanos con las cabezas inclinadas, rezaban y recitaban las siete últimas palabras. El cruci-

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ficado las iba repitiendo hasta que su voz fallaba, se debilitaba extenuado y sus miembros colgaban. Entonces era bajado y, envuelto en una sábana, llevado de regreso a la morada. Sin duda se trata de un complejo ritual místico basado en la imitación dramática de la pasión de Cristo, cuya eficacia se adscribe a la activación corporal en todas las modalidades sensoriales, color, ritmo, sonido y mortificación cutánea hasta conseguir la sensación de dolor y si acaso el éxtasis. Y, sin embargo, la finalidad no es exclusivamente de unión mística, sino conseguir reforzar la valentía personal, y quizás revelar recursos íntimos ignorados frente al caos de un mundo, extranjero e invasor. Y, en la participación colectiva, estas escenas de gran intensidad emocional y de efectos desgarradores trasladan el dolor individual a la comunidad que vive de forma vicaria la esencia del misterio divino alcanzando su salvación en forma de integridad espiritual y comunitaria. Y, en el contexto de invasión en el que viven, esto contribuye a redimir catárticamente sus propios angustias y miedos, a renovar la pertenencia y solidaridad del grupo y a reforzar la identidad comunitaria. En la descripción de este proceso ritual, cabe subrayar la repetición, la ritmicidad, la exageración, el contraste de colores y la secreción de substancias diversas, sangre, lágrimas y sudores, así como la condensación, el desplazamiento y la contraposición de los símbolos icónicos correspondientes. Así, al recorrer los penitentes los caminos flagelándose, la sangre derramada sacraliza la tierra y el territorio y, en muerte ritual, vuelven para renacer a la morada, o lugar iniciático de los cofrades y de acogida de la comunidad. Son ingredientes sensoriales básicos el sonido del pito, el ritmo de los pasos y el flagelo, los gemidos y el llanto, el silencio circundante, la visión parcial y oscura por estar encapuchados, la hiperventilación estimulada por el largo recorrido de un trayecto tortuoso y empinado, el contraste del sudar por el esfuerzo de la subida con el frío del andar descalzos e ir medio desnudos, el sufrimiento del azote constante sobre la espalda y el aceptar la humillación de recibir más y más castigos. Se llega así progresivamente a la condición de máximo dolor, en la flagelación, crucifixión y columna, fusión de cuerpo y alma que conduce al estado teopático descrito por los místicos como una experiencia mezcla de dulzura celestial y dolor penetrante donde todos los sentidos se suspenden y el trance penetra a modo de dulce muerte. Todos los elementos constitutivos del simbolismo ritual, que activan culturalmente la sensorialidad, enmarcan eficazmente la estimulación corporal y anímica de tal suerte que la producción del dolor no resulta dañina psíquica y físicamente sino todo lo contrario, más bien terapéutica y renovadora. La neurofisiología aporta pistas para entender el mecanismo de integración del dolor y el stress físico mediante la estimulación de factores neurofisiológicos y cognitivos —tacto, audición, visualidad y cinesia— que alteran la bioquí-

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mica de las conexiones neuronales mediante la activación funcional del sistema opiáceo neuroendocrino. En el proceso ritual, la activación reiterada del dolor conduce a la secreción de agentes opiáceos endógenos —la encefalina, la betaendorfina y otros posibles péptidos— lo cual produce posteriormente efectos de analgesia, euforia y antidepresión. Esto explica la capacidad de soportar el dolor, e incluso la progresión reiterada del mismo durante el rito, pero, en especial, la recuperación posterior tanto física como psíquica y social. En este punto, cabe preguntarse qué ocurre a continuación y el día después. Con tanta tensión, derroche de energía y transubstanciación parecería que el aire y la tierra se tendrían que detener, pero lo cierto es que después de la dureza de la disciplina los ayudantes simplemente curan las heridas con agua de romero y al día siguiente, excepto en algunos casos como el de un joven que llegó a flagelarse unas 250 veces, se les veía trabajando tranquilamente en el campo junto a la acequia. Algunos relatos cuentan (Jaramillo1972, 18): a medianoche del viernes santo, se van de la morada a su casa, y a veces esto implica recorrer cuarenta millas. Aunque quizás, lo más sorprendente es que por esta tortura cabría pensar que son hombres muy devotos, pero no es así y con frecuencia ésta es toda la dedicación religiosa que realizan hasta la próxima cuaresma. Incluso se dice y se sabe que de entre ellos hay buenas personas, pero también asesinos y ladrones que creen expiar sus pecados con estas penitencias. Así, en una ocasión, un flagelante pidió que le dejaran entrar en su capilla privada y se disciplinó dejando las paredes, que hacia poco habían sido pintadas, manchadas de sangre. Y justamente ese hombre fue reconocido por los miembros de la familia Jaramillo como el ladrón que les había robado uno de los corderos más gordos del corral. Y se reían de lo acertado del dicho popular: «Penitente pecador, ¿por qué te andas azotando? Porqué me comí un carnero gordo y ahora lo ando desquitando.

El Sábado de Gloria empezaba el regocijo, pero en algunos casos más que alegría había diversión: se celebraban así bailes por la noche y se tomaban refrescos de vino, bizcochos y dulces, costumbre que era motivo de crítica por parte de los párrocos en sus sermones, y escritos de prensa. Aunque hay que recordar que, en los alejados pueblos del norte, el cura les visitaba muy de vez en cuando, y las gentes y sus hermandades seguían sus propias costumbres y maneras de celebrar. Sobre este particular, cabe preguntarse sobre la espontaneidad y la reinvención de tradiciones de este sacrificio ritual y práctica del dolor en una zona de frontera profundamente mestizada por los matrimonios mixtos y la interculturalidad de la vida cotidiana.

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Sin entrar en la discusión de la vinculación de estas prácticas con otras búsquedas del dolor entre grupos indígenas de la propia zona y más al norte, no se puede obviar la transmisión de saberes tácitos vía matrimonial, el rapto de mujeres, las incursiones de caza y los intercambios comerciales y el estraperlo que durante siglos mantuvieron, incluso con grupos de las praderas. Fray Alonso de Benavides (1620) ofrece datos sobre rituales de guerra de los Pueblo en los que el jefe de guerra era cruelmente flagelado y recibía las burlas y otras mofas que tenía que saber recibir, y de su fortaleza y serenidad se extraía la confirmación de su valentía y calidad guerrera. Cabe destacar también otro elemento simbólico sincrético, la asociación madretierra-morada-kiva. No siendo la morada una kiva, centro ceremonial indígena pueblo, puesto que no esta enterrada, ni es formalmente lo mismo, sin embargo constituye una analogía funcional. En su calidad de lugar oculto y secreto traslada la experiencia sensorial de la oscuridad y la luz al amplio campo semántico del mores, la cueva, la madre la tierra y las costumbres que, a su vez, contrasta con la relevancia cultural de la luz, y el uso de las luminarias que son símbolos enclíticos en todas las celebraciones (Buxó 1997). Desde la etnología y el dibujo Catlin (1842) nos ofrece información de gran impacto sobre el ejercicio social del dolor en grupos de las praderas, los Mandan, que en 1832 y en años sucesivos, practicaron rituales de dolor, entre ellos la Danza del Sol. Se trata de un ritual que dura habitualmente tres días y tres noches en el cual el autosacrificio constituye la vía para alcanzar la visión y el trance, y con ello fuerza anímica. La purificación previa se hace en casas de sudar y se pasa y fuma la pipa (calumet), se hacen carreras a través de la nieve y se siguen ayunos y restricciones alimentarias antes y durante la danza. Destacan también símbolos icónicos aparentemente coincidentes como el silbato hecho de hueso de águila que suena para proteger y dar fuerza, los cantos, los gemidos y los lamentos de la audiencia, la perforación de la piel supramamilar del pecho para pasar el espetón que le sujeta al cordón de cuero del cual va a tirar en su carrera para desgarrarse y este cuero va unido al palo totémico a cuyo alrededor danza durante horas hasta conseguir la visión o el tránsito. Al igual que la cruz en el alto del Calvario, el palo totémico es la caracterización arquetípica de la fuente y la canalización del poder cósmico. Según cuenta Serrán Pagan, antropólogo que ha observado y ha dialogado con participantes que se desgarran en la Danza del Sol, una vez el danzante ha recibido su visión, el cuerpo permanece quieto, frío como la piedra mientras se entiende que el alma le abandona para realizar su viaje shamánico. Bajo la supervisión del jefe de la Danza del Sol, una vez caído, sus compañeros sitúan su cabeza en dirección al palo totémico para que reciba todo el poder cósmico, y también en esta situación son curados con agua de romero. Y, ¿después qué? Al igual que los hispanos, al fi-

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nalizar el ritual, los participantes, incluso los que se desgarran, antes cogían sus caballos, ahora coches, y vuelven a casa sin más. Así, al modo de las viejas alegorías medievales, la imitación o la vivencia del dolor de pasión en un drama ritual representa la crisis espiritual y la trascendencia. En pleno siglo XIX, pasa a constituir una resolución emocional y sensorial de problemas derivada de una situación de incerteza y stress cultural por la magnitud de una invasión que atenta contra la integridad personal y comunitaria. En definitiva, la actuación penitencial aporta la eficacia que permite resolver contradicciones entre las creencias y las forma de vida propias (ser creyente y bandolero) e iluminar y dar valor a ser valiente ante el peligro y la ambigüedad de nuevas condiciones socioculturales. Y esto repercute intersubjetiva y vicariamente en la renovación y catarsis del grupo y en la creación de sentimientos de comunión y comunidad, autoafirmación y solidaridad, para así resistir y defender mejor su identidad local y legitimidad territorial. No todos los hispanos, sin embargo, viven esta realidad de frontera de la misma manera, aunque sí comparten el gusto por las emociones fuertes. En el libro autobiográfico de Miguel Antonio Otero, My life on the Frontier, 1864-1882, siendo de familia hispana rica y notable, educado en la universidad de San Louis, afirma en pocas palabras su disgusto por los actos penitenciales que considera son propios de nativos desesperados y bajos que practican rituales horribles y enloquecidos. Dice en pocas palabras (1987, xviii): some of the most desperate and lowest and meanest of the natives, and the rituals they practiced were ghastly and foolish.

En cambio se entretiene en describir minuciosamente la agitación permanente de la vida de frontera: los tiros, las peleas, los indios robando las mulas, las persecuciones, el cazar perros salvajes, y los viajes de nobles europeos que buscaban nuevas emociones como la hija de la reina Victoria, la princesa Luisa y su marido el Marqués de Lorne, el Duque de Rutland y su esposa that wished to live in true western style, camping out in a large wall tent, y, en especial el gran deporte de riesgo, las cacerías. De ahí que explique con gran viveza de detalles y exalte la valentía del gran duque Alexis de Rusia quien en 1871 pasó varios días dedicado a la caza del búfalo acompañado por una gran comitiva de reporteros, fotógrafos oficiales, subalternos de la armada, cocineros, camareros y criados, y con la asistencia del General Sheridan, el general Custer, Buffalo Bill, Texas Jack, y, entre otros distinguidos invitados, sumaron más de 150 personas. Cuenta así (idem, 53): the buffalo were grazing just behind the rise in a beautiful little valley. At sight of the party, they started to run, but the swift horses soon over-

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took them, and the Grand Duke killed a fine bull and two cows... The buffalo never deviated in their course, advancing directly toward the Grand Duke and his companions... It really began to look serious for the distinguished guest... but guiding he his horse in a complete circle, he came back to the vicinity of the maddened bull and waiting until the animal had turned in his direction, he dropped the big fellow dead with one rifle shot.

Paisajes sentimentales: de la construcción ideativa del wilderness a la experiencia emocional de la frontera «...the whole of nature is a metaphor of human mind» Ralph Waldo Emerson, Nature, 1883

Al principio apuntaba que me interesaba destacar el contraste entre dos ideaciones de la emoción y las sensaciones bien distintas y distantes, la hispana y la anglosajona porque ambas hacen del paisaje de Nuevo México agencia de sus pasiones para representar y personificar la situación de incerteza e inseguridad con la que se enfrentan ante la dureza de las condiciones de vida en la frontera. Si la resolución emocional de problemas busca en el caso hispano la exacerbación de la pasión, en el otro, se elaboran las emociones fuera de toda pasión para expresarse culturalmente mediante la delicadeza de los sentimientos y los sentidos. Esto genera contradicciones y ambivalencias en la consideración del wilderness y la frontera y, mientras algunas experiencias pioneras se ajustan a la rigidez de los sistemas de creencias y las etiquetas, otras son seducidas y apropiadas sensualmente por la fuerza del paisaje liberando las luchas y las resistencias internas de viajeros y colonos hasta el extremo de llegar a hacer profesión de la naturaleza salvaje y recóndita. A diferencia de la espontaneidad, la impulsividad y la exageración de las prácticas hispanas, que en la consideración angloamericana corresponden al temperamento natural, el puritanismo, siguiendo la reflexión de Pitt Rivers (1992) que señala la redefinición del honor y la desaprobación de cualquier forma de extravagancia, reorienta la disposición de las emociones y las sensaciones y las orienta hacia la formación del carácter, lo cual también incide en las elaboraciones estéticas del siglo XVIII y XIX. En breve repaso histórico y como nos enseña Weber en la Ética Protestante y el espíritu del capitalismo (1973), el ascetismo protestante busca superar el status naturalis, librar al hombre de los impulsos irracionales y su dependencia del mundo de la naturaleza y con ello sujetarle a la supremacía de la voluntad con propósito. En la colonia americana se reelaboran estas

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ideas y surgen nuevos matices como el metodismo de John Wesley. El mismo Weber indica que, a diferencia del calvinismo que estimaba engañoso todo lo sentimental, algunos movimientos en Estados Unidos reorientan la conversión como un acto sentimental de manera que la formación del carácter no sólo es un progreso espiritual, sino que contribuye a la realización de los propios sueños, la mejora de las maneras personales y la mejora de la sociedad. Así, las maneras, la razón y el deber se unen como una cruzada moral para crear una nueva realidad, especialmente en la elaboración imaginaria del wildwest. El mundo salvaje, o por explorar, es un lugar de moral wilderness, un símbolo poderoso del corazón oscuro y por domesticar del hombre, y por ello un lugar de pecado a redimir, un jardín a cultivar y una tierra donde erigir iglesias. Esta ideación cultural coincide con una larga tradición filosófica en el tratamiento de las pasiones que desde Descartes y Spinoza, entre otros, intenta reorientar la pasión en la dirección del deber ser y el carácter. En líneas generales, el territorio de las pasiones corresponde a la manifestación de las emociones y las sensaciones de forma ardorosa, febricitante, entusiasta, o extravagante y, en tanto que conducta personal, se entiende que constituyen un peligro para la virtud. En la vida social anglosajona del siglo XVIII se adiciona a la virtud el canalizar las emociones hacia el refinamiento personal, esto es, pasar de la extravagancia de la pasión a la delicadeza del gusto y las maneras. En este sentido, en el Tratado de la Naturaleza Humana Hume (1977), especialmente en el apartado sobre la delicadeza del gusto y la vivacidad de las pasiones, explica que no hay porqué sentirlo todo, como si el cuerpo fuera un territorio ocupado, sino que las pasiones pueden esconderse al ojo humano bajo la capa de la delicadeza. En este sentido, es mejor situar las emociones en aspectos estéticos, que en la vida cotidiana o en los accidentes de la vida, lo cual ayuda a separar a los individuos de su pasiones vulgares, modela sus manera y mejora la sociedad. Esto quiere decir que las alegrías y las penas deben ser llevadas a la prudencia y así las emociones se convierten en sentimientos que se limitan a la cortesía y a la conversación amable. No hay que olvidar, sin embargo, que este mundo de las maneras convive a lo largo del siglo XIX con el romanticismo. Esto plantea un choque constante y atractivo con la idea romántica de que la pasión es la garantía de la individualidad que, además, se manifiesta mediante la expresión abierta de sentimientos íntimos, peculiares y extravagantes como el amor tormentoso, el orgullo implacable, el enojo sin contención y las lágrimas torrenciales. En uno y otro caso, el marco donde experimentar la delicadeza y la extravagancia se sitúa en los paisajes, en un caso amparándose en el paisajismo de parques, jardines y huertos, y, en el otro en una apreciación por lo desconocido, lo exótico y lo salvaje.

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Así, a una naturaleza regulada y transformada en paisajes suaves y sublimes, el romanticismo añade ideas extravagantes de eternidad o emociones de admiración, terror e imponencia, revalorizándose los paisajes exóticos, las montañas rocosas y agrestes, los seres extraños y la vida en solitario. En Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757, 1985) Burke expresa que la idea de terror y horror en relación con la naturaleza procede de la exaltación, la imponencia y la delicia más que del miedo y la repugnancia. Incluso Kant más tarde en Observations on the Feeling of the Beautiful and the Sublime (1764, 1932) distingue entre dos sensaciones en las cuales es posible que los rasgos salvajes del mundo natural: las montañas, los desiertos y las tormentas, no sólo forman parte del deleite de los sentidos, sino que pueden considerarse estéticamente agradables. Y así se llega progresivamente a un punto intermedio entre la delicadeza y la extravagancia que es lo pintoresco basado en una apreciación de las cualidades agradables de la naturaleza irregular y agreste que son representativas de lo primigenio y la nobleza innata. Lo solitario y lo misterioso se transforman en admirable hasta el extremo que la categoría de lo sublime termina siendo el impulso de las excursiones y el turismo doméstico. De ahí surgen toda suerte de asociaciones simbólicas que amplifican la emocionalidad del paisaje a la idea de Dios y la conquista de la tierra salvaje como un recurso moral, la idealización de lo primitivo entendido como vida en la naturaleza y la vinculación del paisaje con la idea de nación y la vida salvaje como inspiración del nacionalismo. Es interesante recordar los viajes que hace Alexis de Tocqueville en 1831 para ver la realidad salvaje de América, y que resalta en su libro Democracia en América (1945) al comentar que en Europa la gente habla mucho de la vida salvaje, pero que los americanos son insensibles a las maravillas de la naturaleza inanimada. Y también los viajes de Washington Irving cuya estimación por la sublimidad de la naturaleza hace que volviendo de Europa en 1832 realice un viaje al wild west por tierras de indios kanas y oklohomas. Y de ahí su libro A tour of the Prairies (1835, 1956). Por no citar las novelas de Fenimore Cooper, entre ellas The Pioneers (1823) y The Prairie (1827) y toda la escuela pictórica denominada Hudson River School. En la complejidad de estos mensajes religiosos, sociales y estéticos se concentra toda una psicología ambiental de las emociones en la creación del salvaje oeste. La concepción del wilderness es interpretable y produce sensaciones y emociones ambivalentes: es el mundo animal, confuso, extraño, ajeno, de seres exóticos, pero también es tierra a explorar y una realidad moral para hacer fructificar en nombre del progreso y la religión. En esta frontera de valores y emociones que oscilan entre la repulsión y el aprecio, los pioneros y los colonos tienen que aprender a adaptarse así como construir y situar la propia identidad.

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En Nuevo México, la ideación del far west y el wild west constituye el paisaje de choque entre la convencionalidad de la utopía social y el imaginario pastoril y granjero, y la fuerza salvaje del ambiente de frontera y la lucha personal por la supervivencia. En los escritos de viajeros y autobiografías, esta confrontación se describe de muchas maneras. En algunos casos este paisaje físico y humano confunde y solivianta el ánimo ya que la conciencia puritana y la delicadeza de las maneras han sido formadas para protegerse de los estímulos y las emociones salvajes. Es de interés el diario de Susan Shelby Magoffin, Down the Santa Fe Trail and into Mexico, 184647, en el que expresa emociones contrapuestas, el rapture ante la belleza del paisaje calificado de pintoresco y sus propios rubores, incluso la repugnancia por algunas tradiciones hispanas, excepto cuando éstas adquieren la forma de buenas maneras (1962, 130, 205). It is surrounded by most magnificent scenery. On all sides are stupendous mountains, forming an entire breast-work to our little camp situated in the valley below... De nuevo on the open, the prairie again, but with rather more variety than before. We are surrounded, in the distance, by picturesque mountains, a relief to the eye when one is accustomed to behold nothing save the wide plain stretched far on all sides meeting the edges of the bright blue sky and appearing more like water than land... We left camp this morning at 7 o’clock crossed «Red River,» a picturesque little stream winding its way from the mountains, to the great Arkansas... The women slap about with their arms and necks bare... but little more than cover their calves up above their knees and paddle through the water like ducks... I am constrained to keep my veil closely over my face all the time to protect my blushes... And now I have reason and certainly a good one for changing my opinion; they are certainly a very quick and intelligent people. Many of the mujeres came to the carriage shook hands and talked with me. One of them brought some tortillas, new goat’s milk and stewed kid’s meat with onions... They are decidedly polite, easy in their manners, perfectly free... What a polite people these Mexicans are, although they are looked upon as a half barbarous. I have rather taken a little protege, she is pretty in her face and in her manners, though her garments are not the best... Doña Josefita, a very interesting and lady-like girl of twenty two years, she is affable, perfectly easy in her manners, and I think if some of the foreigners who have come into this country, and judged of the whole population from what they have seen-on the frontiers, would, to see her a little time, be entirely satisfied of his error in regard to the refinement of the people, although I have not judged so rashly as most persons...

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Ciertamente, este diario refleja las ideas sentimentales sobre el wilderness y las maneras femeninas, que coinciden con la feminidad que presentan las secciones de prensa y las revistas dedicadas a la mujer de la época, así como las protagonistas de novela. Ciertamente, los novelistas oscilan entre un prototipo de mujer frágil, débil y pasiva, y un perfil de personajes fuertes que se disfrazan de hombre y actúan de manera ruda. Finalmente, las aguas vuelven a su cauce, la profunda emoción del amor les devuelve la sensibilidad y la finura de las buenas maneras. En este paisaje de frontera donde los patrones regulares de comportamiento se desdibujan, la vida se transforma en iniciación de manera que la expectativa de realización personal se convierte en un renacimiento. Así, a través de las emociones y las sensaciones las protagonistas van descubriendo inhibiciones escondidas, instintos y gustos. En No life for a lady, Anne Moorly Clevealand (1874, 1977) escribe su vida en la frontera y dedica el libro a las mujeres pioneras cuyas historias nunca podrán ser contadas adecuadamente y cuyo coraje, fortaleza y determinación sirvió para sostener los elevados ideales que han contribuido a hacer América. El relato parte de su llegada a Las Vegas, New México, en 1884, donde disparan a su padre y la madre viuda tiene que enfrentarse a toda suerte de dificultades, alarmas y miedos, y así al llegar al hotel pide una habitación en estos términos: «please give us a room that is not directly over the bar, I’afraid these bullets will come up through the floor.» El aislamiento social y la complejidad adaptativa de la vida de frontera hace que algunas mujeres descubren otras formas de vida que resulten más adecuadas a sus apetencias y afectos de tal suerte que, incluso algunas prefieren quedarse con los indios que las han raptado. Otras, buscan expresiones emocionalmente más fuertes y aventureras que las consideradas apropiadas en su trasfondo cultural y de ahí el prototipo de mujer de frontera, tanto en el mundo anglo como en el hispano. En este caso es sugerente la descripción llena de emoción de Ulibarri en «Mi abuela fumaba puros» (1977, 24): Crecí al lado y a la distancia de mi abuela, entre tierno amor y reverente temor. Pero ante el dolor: «Ni una sola lágrima. La voz firme. Los ojos espadas que echaban rayos. Tomó control total de la situación. Entró en una santa ira contra mi padre. Le llamó ingrato, sinvergüenza, indino (indigno), mal agradecido. Un torrente inacabable de insultos. Una furia soberbia. Entretanto tomó a mi madre en sus brazos y la mecía y la acariciaba como a un bebé. Mi madre se entregó y poco a poco se fue apaciguando. Nada de lágrimas, nada de quejumbres, nada de lamentos.»

En sus relatos, los exploradores y los viajeros también presentan emociones ambivalentes que entrecruzan sensaciones de desagrado y fascinación, aunque pronto se transforman en sentimientos de liberación ya que el paisa-

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je represente la fuerza del deseo, las tentaciones y los límites de la moralidad. En este sentido, la espectacularidad del paisaje salvaje promueve la intensificación del deseo y los sentimientos lo cual conduce a liberar su espíritu de los condicionamientos mentales anteriores, especialmente aquellos orientados a triunfar sobre la naturaleza. Esto da rienda suelta al imaginario. En la expresión de sus emociones feminizan la naturaleza salvaje y así paisaje y mujer pasan a ser vías de liberación. En un caso, la tierra maternal es una realidad penetrable en la cual cabe abandonarse al modo de una regresión al claustro materno, que caracteriza al hombre solitario absorbido por los atractivos del bosque salvaje, y en el otro, se establece una asociación placentera entre la naturaleza salvaje y el atractivo exótico de las mujeres hispanas que se abre a toda suerte de fantasías y sentimientos nostálgicos sobre un mundo libre. Así el comerciante Gregg viaja entre 1831 y 1840 siguiendo el Santa Fe Trail y escribe un diario en el que relata las emociones y las sensaciones que le provocan el paisaje y las costumbres de las gentes. Bajo el título Commerce of the Prairies (1954, 77 ) nos describe la excitación de esos encuentros: «the wagoners were by no means free from the excitement on this occasion»…«looking southward a varied country is seen, of hills, plains, mounds and sandy ondulations... far beyond these and low in the horizon a silvery stripe appears upon and azure base, resembling a list of chalkwhite clouds.»

En su último viaje en 1839, expresa su predilección por las praderas, la libertad perfecta del ambiente hasta el punto que, después de esa libertad, encuentra difícil vivir en un lugar donde (idem, 72): my physical and moral freedom are invaded at every turn by the complicated machinery of social institutions.

Y, por último decide que la única solución es volver a lo salvaje. Es apreciable que en esa decisión de volver hacia sí mismo no deja de haber dejos del primitivismo y de la nobleza innata de l’Emile de Rousseau en cuanto sugiere la idea de que la felicidad del hombre decrece en proporción directa al grado de civilización. De la misma época, otro viajero, Lewis H. Garrard, explica los sentimientos que despierta el paisaje al despedirse del Oeste y hace un perfil nostálgico de sus reacciones y de las gentes del lugar (1938, 234, 273): Bidding Sadler «good-bye» we made our way up the pass. Attaining to some elevation, I turned in my saddle to take a last view of the beau-

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tiful valley, where we passed a few days, so replete with interest, and diversified with scenes tragic, comic, and domestic. The New Mexicans, when weakest, are the most contemptibly servile objects to be seen; and with their whining voices, shrugs of the shoulder, and bastardly expression of their villainous countenances, they commend themselves unreservedly to one’s contempt. But, when they have the mastery, the worst qualities of a craven’s character are displayed in revenge, hatred, and unbridled rage. Depraved in morals, they stop at nothing to accomplish their purpose... The sun and water cheered us, and we felt pleasure in the anticipated prospect of sleeping in the open... The green cedar and pine, the mellow light of the sun gleaming through the branches, and the twittering of dusky-colored birds, induced a dreamy state... We were under the influence of the harmony of nature, tobacco, and Taos whisky... We were all gratified with the idea of being «free» once more, and so few of us made camp desirable. That night, I with a bunch of cigarillos from a Castillian-descended senorita, and they with pipes, sat by the blaze, in a decidedly musing mood. In my dreams, rebozas, black eyes, and shuck cigars were mixed in admirable confusion.

No se puede concluir sin la perspectiva teórica que de la frontera americana hace el historiador Frederick Jackson Turner, especialmente por el énfasis que otorga a las emociones en la America fin de siècle. En el discurso leido en la American Historical en 1893 sobre «The significance of the Frontier in American History», Turner atribuye al Oeste la responsabilidad de toda virtud y vicio americanos. El Oeste se proyecta en forma de madre-tierra y en esa proyección de la american wilderness hecha mujer se construye simbólicamente un nuevo lugar y destino donde renacer y regenerarse. Dice así (1920, 1991, 48): European men, institutions, and ideas were lodged in the American wilderness, and this great American West took them to her bosom, taught them a new way of looking upon the destiny of the common man, trained them in adaptation to the conditions of the New World.

Pero, ¡ay!, cuando termina la frontera y el mundo salvaje, y no hay más tierras donde depositar el impulso y la confianza. Entonces viene la frustración y sólo cabe la expresión de rabia y odio contra la tierra que tanto parecía prometer, y de ahí toda la destrucción y la polución que va desolando el paisaje del continente. Then the closing of the frontier served only to officially acknowledge the fact that there were no more landscapes left upon which to project the

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pastoral impulse; it was, in short, the final frustration. And, as with all frustrations, pollution of the continent is just one of the ways we have continued to express that anger. That we can no longer afford to do so is obvious; our survival may depend on our ability to escape the verbal patterns that have bound us either to fear of being engulfed by our physical environment, or to the opposite attitude of aggression and conquest.

Sin duda el paso por el Oeste, la frontera, y el paisaje salvaje, no apaciguaron las emociones, sino que despertaron toda suerte de pasiones. Los hispanos hacen de la pasión una resolución estética de problemas que proyectan en su corporalidad y paisaje, y que se caracteriza por trasladar, disolver y hacer renacer la complejidad de sus emociones a través de la propia acción ritual. Mientras que en la realidad cultural anglosajona, las contradicciones que brotan de la elaboración del wilderness, como aventura y realización personal y a la vez como un ethos comunitario lleno de formulas de control y cortesía, contribuyen a generar emociones e impulsos ambivalentes y contrapuestos. Unos de vuelta a la naturaleza en solitario para encontrarse consigo mismo, y otros de lucha por imponer un orden lineal y de progreso, que no siendo ritual, y teniendo sólo la cobertura de la politeness, incrementa la ira, anger, por haber puesto fin al sueño, la visión y el deseo de un paraíso salvaje convertido progresivamente en tecnología y turismo. Bibliografía Burke, E. 1985. Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello. Murcia: Arquilectura. Buxó, M.J. 1994. De la identidad matriótica a la invención de la etnicidad. Violencia y razón en el Nuevo México de Ayer y Hoy. En J. A. Fernández de Rota (ed.) Etnicidad y Violencia. La Coruña: Publicaciones. Univesidade da Coruña. Buxó, M.J. 1997. La imaginación del fuego en Nuevo México: luces y humos. En J.A. González Alcantud y M.J. Buxó (eds.) El fuego, mitos, ritos y realidades. Barcelona: Anthropos. Buxó, M.J. 1999. Fields of Passion: Anthropology, Ethnicity and Violence. Cornell University, Institute for European Studies Working Paper 00.1. Clevealand, A. M. 1977. No life for a lady. Lincoln: University of Nebraska Press. Fray Alonso de Benavides, 1966. Fray Alonso de Benavides’ Revised Memorial of 1634. Albuquerque. Fray Salvador Guerra, 1660. Cartas. Archivo General de la Nación, Inquisición, 587: 106-121. Noviembre 20 y Diciembre 6. Catlin, G. 1842. Letters and Notes on the Manners, Customs, and Conditions of the North American Indians. London: Tilt and Bogue.

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SOPRANNOMI IN SICILIA Nara Bernardi Università di Palermo

Una di quelle frasi o parole, ci farebbe riconoscere l’uno con l’altro, noi fratelli, nel buio di una grotta, fra milioni di persone. Quelle frasi sono il nostro latino, il vocabolario dei nostri giorni andati, sono come i geroglifici degli egiziani o degli assiro-babilonesi, la testimonianza d’un nucleo vitale che ha cessato di esistere, ma che sopravvive nei suoi testi, salvati dalla furia delle acque, dalla corrosione del tempo. Quelle frasi sono il fondamento della nostra unità familiare, che sussisterà finché saremo al mondo, ricreandosi e risuscitando nei punti più diversi della terra, quando uno di noi dirà —Egregio signor Lipmann— e subito risuonerà al nostro orecchio la voce impaziente di mio padre: Finitela con questa storia! l’ho sentita già tante di quelle volte! NATALIA GINZBURG, Lessico famigliare

La prima e significativa evidenza per chi voglia occuparsi del problema del soprannome e della soprannominazione in un’area linguistica tradizionale come quella siciliana, è costituita dal termine con cui questo fenomeno culturale viene espresso e dallo scarto semantico che esso fa registrare rispetto all’italiano.

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NARA BERNARDI

Nciùria (lett. «ingiuria»), il più diffuso corrispondente dialettale di «soprannome»1, consente già di cogliere almeno due aspetti, tra loro connessi, del problema affrontato in questa relazione. Il soprannome per un verso designa un individuo —o un gruppo di individui— caricandolo di attributi (talora semplicemente descrittivi, talaltra laudativi, scherzosi o francamente «ingiuriosi» come lo stesso termine «dice» con immediata espressività), per altro verso assume funzioni sostitutive rispetto al cognome più che sovrapporsi ad esso come sembra indicare il corrispondente italiano. Partirò quindi dai valori peculiari del siciliano nciùria, limitandomi in questa sede a presentare i primi risultati di un lavoro condotto nell’ambito dell’insegnamento di Dialettologia italiana dell’Università di Palermo e delle attività del Centro di studi filologici e linguistici siciliani. Dopo una breve ricognizione sulle funzioni del soprannome in Sicilia e sulle principali raccolte —edite e non— utilizzate per questo lavoro di risistemazione, esporrò i criteri seguiti nell’ordinamento del materiale, fornendo in ultimo alcuni esempi sulle sue caratteristiche morfologiche. Il termine siciliano nciùria, ancorché letteralmente significhi «ingiuria», copre di fatto un arco semantico più ampio che recupera in parte una dimensione neutra. D’altra parte il soprannome si qualifica chiaramente non come semplice nome aggiunto, ma come termine complementare e integrativo, se non sostitutivo del cognome nell’ambito del problema più generale della identità di un individuo e del gruppo cui egli appartiene. Come dice con una efficace espressione Martine Segalen (1980: 64-75), i patronimici sono «insufficienti e superflui»: insufficienti per la confusione generata dall’omonimia e superflui perché vengono utilizzati altri mezzi per ottenere l’identificazione. La differenza specifica rispetto ai cognomi consiste nel fatto che i primi isolano un gruppo di consanguinei più di quanto non faccia il cognome che a tale funzione è preposto. Il tempo infligge una smentita al carattere conservativo dei cognomi riducendone, man mano che i gruppi si moltiplicano, quel potere identificante che invece il soprannome mantiene a dispetto della sua labilità temporale. Ciò pare tanto più paradossale poiché il soprannome è considerato storicamente all’origine del processo di formazione di molti cognomi come già Flechia (1877-78:5) e prima di lui Muratori (1740) e poi tutti i filologi che si sono occupati di antroponimia hanno osservato. Dice Rohlfs: «Non è un’esagerazione, quando si dice che il soprannome rappresenta una fonte

1 In area catanese è usato il termine peccu «difetto», a Licata gnùritu, a Castelbuono accanto a nciuria è presente la forma nnoccu, forse variante maschile di nnocca «fiocco, nastro che si mette per ornamento», o anche escrescenza carnosa (per es. del tacchino).

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inesausta per la creazione di nuovi cognomi. Anzi si può sostenere che essi, particolarmente in Italia, costituiscono l’elemento più vivo, più variato e più interessante nelle molteplici origini, donde sono sorti i cognomi moderni» (1984:9). Per mostrare il valore funzionale della nciùria e, quasi in vivo, la persistenza del processo di cognominazione cui si è appena accennato, propongo un esempio che costituisce nel suo genere un caso limite, anche se non esclusivo di questo comune del messinese. A Capizzi, sui monti Nebrodi —a quasi 1100 metri di altitudine e a quarantacinque chilometri dal mare— come già notava Rohlfs «negli elenchi dell’anagrafe e in quelli elettorali il soprannome compare spesso fra il cognome e il nome personale» (1984: 9), e l’usanza è attestata anche nell’annuario telefonico. In anni recenti molte famiglie hanno chiesto e ottenuto di registrare i propri soprannomi all’anagrafe. La maggior parte degli abitanti di Capizzi ha quindi, ormai ufficialmente un doppio cognome. Questa legittimazione tuttavia non impedisce che il cognome aggiunto si continui ad usare e a percepire come soprannome. Tra i Mancuso si continueranno a distinguere i Catarinella, i Malerba, i Fuoco, i Prizzitano, gli Urso, i Tradenta (italianizzazione del siciliano trarenta corrispondente a «tridente»). E citando sempre dall’elenco telefonico, gli Iraci, cognome tra i più diffusi a Capizzi, hanno accanto nove nuovi cognomi, fino a poco tempo fa soprannomi, tra i quali: Battaglia, Fuintino, Gambazza, Cappuccinello. Come secondi cognomi, nell’elenco telefonico compaiono infine altri soprannomi evidenti quali: Cantalanotte, Checco, Pratella, Parasuco, Mangialasagna, italianizzazioni dei corrispondenti siciliani di «gallo», «balbuziente», «scarafaggio», etc. Sia detto qui solo per inciso che bisognerebbe verificare se tutti i soprannomi trasformatisi in cognomi compaiano nell’annuario telefonico o, come confermano i primi dati di una nostra rilevazione, in che modo è stata operata una selezione e una consapevole manipolazione linguistica. É infatti significativo che si tacciano —con un grado di omissione ampiamente diversificato a seconda delle situazioni comunicative— i soprannomi ingiuriosi e che vengano tutti italianizzati. Solo un rapido cenno adesso a ciò che fonda la forza del soprannome, il suo potere identificante ovvero la sua specificità classificatoria (LéviStrauss 1962: cap. VI y VII; Zonabend 1980). E’ utile anzitutto osservare a proposito di tale specificità classificatoria che essa da un punto di vista astratto è diretta alla individuazione di caratteri propri agli individui o ai gruppi, e da un punto di vista concreto è data una straordinaria molteplicità di realizzazioni: attributi positivi, neutri o negativi, locuzioni e sintagmi hanno comunque tutti una funzione: identificare descrivendo. In questo senso quanto dice Zonabend a proposito del nome, «simbolo di una identità psicologica» (Zonabed 1980:16), è ancora più pertinente per il soprannome. Di fatto usando il soprannome si riesce ad un tem-

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po a specificare e a selezionare nell’individuo una serie di attributi elaborati e riconosciuti in seno alla comunità. Come ha giustamente rilevato Pitt-Rives (2001) sul suo terre, no andaluso di Grazalema «il soprannome è un dei modi Attraverso cui opera la sanzione comunitaria». È utile riferire brevemente sulle principali raccolte di soprannomi siciliani. A parte le brevi notazioni di Serafino Amabile Guastella (1882, passim, 1884, passim, 1877, passim), la prima raccolta di soprannomi (circa un centinaio) corredata da osservazioni sulla dimensione sociale del fenomeno, e sulla distinzione tra soprannomi personali e di casato, si deve a Giuseppe Pitrè (1887:381), il quale tuttavia non riporta il paese di provenienza. Diversamente, Aristide Battaglia (1974:151-153) raccoglierà qualche anno più tardi circa centocinquanta soprannomi in una sola comunità, quella albanese di Palazzo Adriano. Oggi disponiamo di un certo numero di siffatte raccolte concernenti un unico paese. Esse nel migliore dei casi hanno il pregio della completezza e consentono l’esame sinottico delle esclusioni e inclusioni, ma il loro limite più grave è la non affidabilità della trascrizione e, ancor più, la troppo frequente mancanza di un’analisi motivazionale, cioè l’omissione del motivo originario dell’attribuzione. Sfuggono a questi limiti solo il capitoletto breve, ma come sempre preciso di Antonino Uccello (1959:95-99) nei Canti del Val di Noto, la raccolta dei soprannomi di Terrasini di Giovanni Ruffino (1985-87), e il recente e ampio studio monografico di Antonino Marrale (1990) su modi e forme della soprannominazione a Licata. Ma è a Gerhard Rohlfs (1984) che si deve il primo grande repertorio di soprannomi siciliani, pubblicato nella collana di lessici del Centro di studi filologici e linguistici siciliani. Si tratta di materiali raccolti con inchieste dirette dell’autore o provenienti da altre fonti anche inedite. È superfluo illustrare qui la grande distanza per qualità e mole di lavoro che distingue quest’opera. D’altra parte vi attingerò tra poco con numerosi esempi. Di fronte a corpus più o meno vasti di soprannomi, gli studi più sistematici hanno avvertito la necessità di ordinare tipologicamente significati tanto vari distinguendoli per classi quali: luogo d’origine, mestiere o abitudini, difetti fisici o morali, parti del corpo umano, animali domestici o selvatici, piante, frutti, fenomeni atmosferici e così via. Come è stato notato da Giovanni Ruffino (1988:480sqq), si è privilegiata una prospettiva classificatoria fondata sull’analisi semantica: da quelle di Zanardelli (1913) del 1913 che distingue 13 classi, alla tipizzazione di Rohlfs (1984), ancora più minuziosa, in 29 classi, fino allo schema più innovativo elaborato da Fiorella Greco (1983) che ne prevede un numero inferiore (8), perchè più astratte. Il denominatore comune di questi tentativi è costituito dall’ elaborazione di «schemi tipologici costruiti sulla base di significati spesso soltanto apparenti» (Ruffino 1988:481). Proponiamo solo due esempi tra i tanti possibili. I casi più comuni sono costituiti da espressioni metaforiche, metonimiche o

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ironiche. Il primo soprannome registrato da Rohlfs (1984) è Abbampalavuri che letteralmente significa «colui che brucia il grano in erba», mentre in senso traslato sta per «spaccone», «faccendone». Senza risalire al referente è difficile comprendere anche i soprannomi indicanti caratteristiche fisiche o del comportamento: per esempio Longa o Ammalonga, registrati ancora dal Rohlfs (1984), potranno essere appioppati a persona di bassa statura o effettivamente alta. Avvocatu e Filòsificu con tutta evidenza non indicano un avvocato o un filosofo ma colgono in modo scherzoso gli atteggiamenti degli individui cui questi soprannomi sono attribuiti. Gli schemi tipologici cui abbiamo fatto cenno, a dispetto del numero più o meno alto di classi semantiche contemplate, non riescono a esaurire la gamma delle possibilità. Sono, come dice Ruffino, «assai poco flessibili e soprattutto esterni ai reali processi creativi, all’effettivo sentimento del parlante» (1988:481). Più adeguato all’oggetto della ricerca risulta un criterio distintivo fondato sul movente, sulle ragioni profonde hanno sollecitato i donatori/inventori a scegliere questo o quel soprannome, sulla reale intenzionalità comunicativa, invece che sul significato letterale. Da questo punto di vista tanta varietà di termini appare riconducibile a due sole, ma fondamentali modalità classificatorie: una prevalentemente ludica all’interno della quale si giustificano espressioni di volta in volta scherzose, irridenti, ingiuriose, laudative, idiomatiche, fonosimboliche, triviali e così via; l’altra prevalentemente funzionale (denotativa/distintiva) alla quale sono da attribuirsi oltre che etnici, patronimici, cognominali, etc., anche quelli che indicano senza ironia mestieri, caratteristiche fisiche o del comportamento. Esistono ovviamente gradi intermedi o tipi che cumulano entrambe le motivazioni: molti soprannomi ambigui, polivalenti o francamente oscuri non sono di semplice ordinamento. Quanto mi preme ribadire è che il soprannome, non diversamente dagli altri strumenti della nominazione, risulta comprensibile solo all’interno del suo contesto di riferimento2. Come dice Pitrè descrivendo il momento in cui esso si origina: «Prima di essere tale il soprannome fu un motto, una facezia uscita di bocca a chi lo ha, o a lui abituale; una qualificazione improvvisamente applicatagli da un altro, la espressione d’un’usanza, di un’abitudine. Quella parola, quel motto, quella facezia, quella qualificazione parve naturale e felicemente trovata, e si ridisse e ripeté...» (1887:381-382)3. In questo modo, l’insieme dei soprannomi finisce col costituire in seno a ciascuna società un vero e proprio linguaggio che informa su sensibilità e valori del gruppo4. 2

Cfr. Ibid., 16-17. Cirese, a proposito di qualificazioni e epiteti che con valore di soprannome si fissano sui personaggi verghiani, opportunamente rileva come talora l’espressione «nasce dalla bocca di uno dei personaggi e chiude nel nocciolo d’un giro inalterato di parole un mondo di avvenimenti e di idee» (1975, 24). 4 Per la società andalusa cfr. Pitt-Rivers 1976. 3

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Mi limiterò solo a sfiorare ora un tema ben altrimenti rilevante: l’intrecciarsi continuo nell’antroponimo oggetto di queste riflessioni di dati antropologici e di dati morfologici. Anzitutto la struttura della soprannominazione in Sicilia. Fino a tempi recentissimi, ogni individuo poteva avere uno, ma anche due e persino tre soprannomi: uno familiare o di casato e uno personale noti entrambi a tutta la comunità e infine uno anch’esso personale, ma in uso solo all’interno della famiglia ristretta o nella cerchia dei parenti e degli amici più intimi. Di quest’ultimo diremo soltanto che conferma con immediata evidenza come alla sua origine il soprannome non obbedisca a una necessità denotativa ma all’impulso di marcare ludicamente, dal momento che in funzione della comunicazione interna alla famiglia non c’è alcun bisogno di questi nomignoli. Esaminiamo ora il soprannome personale, designante un individuo e noto a tutti i suoi parenti, amici e conoscenti che lo utilizzano invece del nome proprio come antroponimo dalla sicura efficacia identificante. Questo, come gli altri soprannomi, a differenza del nome proprio e del cognome, è sempre preceduto dall’articolo determinativo: u Piripìcchiu («ometto»?) a Terrasini (Ruffino 1988), u Lapillà («là per là») a Ragusa (Ruffino 1988), per il maschile e a Lupa (Rohlfs 1984), a Mena («bassa») a Forza d’Agrò (Rohlfs 1984), per il femminile. Se un soprannome di genere femminile viene attribuito a soggetti di sesso maschile, l’articolo è comunque al maschile: u Cisca («secchio»), u Bèddula («donnola»), u Carcarazza («gazza») (Rohlfs 1984). Interessante, e molto diffuso nella parte nordorientale dell’isola è il caso di soprannomi femminili come Carcaràzzina (Lìmina), Màrchina («figlia di Marco» a Cesarò e Ucrìa) (Rohlfs 1984) che presentano la stessa desinenza di origine greca applicata a cognomi per designare la donna di una famiglia. I soprannomi familiari sono da distinguersi in due tipi: quelli identificanti tutti e solo i consanguinei portatori di uno stesso cognome, e quindi trasmessi di padre in figlio, e quelli identificanti i soli membri della famiglia ristretta, solo caso di trasmissione, oltre che tra consanguinei, tra affini, cioè da marito a moglie e, come eccezione che conferma la regola, da moglie a marito e figli. Nel primo caso (si tratta di soprannomi individuanti all’origine una sola persona passati a designare tutti i membri di un casato) (a casata). I Spirdi (spirdu «spirito»), nella normale forma plurale preceduta dall’articolo. Nel secondo caso sono forme soprannominali riferite al nome o al soprannome del marito e/o padre, per esempio a Canicattini i componenti della famiglia di mastro Lorenzo sono indicati come i Masci-Larienzi, quelli di mastro Ciccio come Masci-Cicci, mentre ad Acate i componenti della famiglia di mastro Andrea sono detti i Masci-Nnirìa, come a Buccheri i MasciPaulu quelli della famiglia di mastro Paolo (Rohlfs 1984). Solo nelle zone

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della parte nord-orientale dell’isola in cui si trova la desinenza femminile ina nel patronimico per le donne di origine greca (la Còrvina «la donna della famiglia dei Corvi»), troviamo frequentemente la desinenza —ini con accentazione sdrucciola: i Còrvini (Corvu) e i Carcaràzzini (Carcarazza «gazza») a Lìmina, i Bittòrdini (Bittordu) a Basicò (Rohlfs 1984). Veniamo ora ai riflessi morfologici dei diversi casi di trasmissione del soprannome. Esso viene generalmente ereditato in linea patrilaterale e le figlie femmine conservano il soprannome familiare paterno (o il soprannome personale del padre declinato al femminile) anche dopo il matrimonio. In generale la desinenza maschile si trasforma in femminile: u Carrettu («carretto») in a Carretta, u Cannilieddu («piccolo candeliere») in a Canniledda; mentre nella zona sud-orientale il soprannome rimane spesso invariato: u Cantannu («il cantando») diventa a Cantannu, u Pumiddu («piccola mela») diventa a Pumidda (Rohlfs 1984). La regola di trasmissione appena descritta viene contradetta da una trasmissione matrilaterale qualora il prestigio della figura materna imponga un diverso destino al suo soprannome: a Melina, soprannome della madre, passa al figlio nella forma u Melina omologando il genere. In Pitrè (Pitrè 1887:386) un esempio anche etnograficamente rilevante: agli inizi di questo secolo una donna di Palermo era sempre chiamata per gettare in mare le placenta subito dopo i parti. Il suo soprannome Jettasecunni si trasmette a tutti i suoi figli. Ancora Pitrè (1887:383) riferisce di un tale a cui si diede il soprannome di Annuzza, dim. di Anna, nome della madre. La regola viene ugualmente contraddetta quando il marito trasmette il proprio soprannome anche alla moglie, con slittamenti di genere di vario tipo: a Màscia-Carra «moglie di Mastro Carlo», «Carru» a Canicattini e a Màscia-Filici «moglie di Mastro Felice» a Floridia, mentre Màscia-Brasi «moglie di Mastro Biagio» e Màscia-Ustinu «moglie di Mastro Agostino» a Buscemi (Rohlfs 1984). Un’ultima notazione di carattere generale sul diverso valore denotativo di soprannomi ereditati e soprannomi di nuovo conio. Leggiamo: «...ché Zzuppidda la chiamavano perché il nonno di suo padre si era rotta la gamba in uno scontro di carri alla festa di Tre Castagni, ma Barbara le sue brave gambe ce le aveva tutte e due». Di fatto la trasmissione ereditaria sottrae al soprannome il suo valore caratterizzante parallelamente al crescere di una neutralità che lo avvicina al cognome. Altro aspetto di questa evoluzione è la peculiare usura semantica del soprannome, che dà luogo al diffuso e importante fenomeno delle reinterpretazioni paretimologiche: per esempio Frìinivi a S. Piero Patti (Rohlfs 1984) motivato con l’attribuzione originaria ad un antenato del singolare esperimento di frittura della neve, invece che con un’assai più plausibile motivazione ludico-irridente. Per concludere. Tra quanti hanno studiato questo settore dell’antroponimia popolare —da Pitt-Rivers a Zonabend a Severi (1979,1980) a Minicuci

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(1983)— non vi è chi presto o tardi non abbia colto la funzione comunicativa, talora poetica, dei soprannomi. E’ proprio questa duplice funzione che autorizza a parlare dei soprannomi come di un vero e proprio lessico comunitario e «famigliare»5, un codice interno, inaccessibile allo straniero, la cui capacità evocativa e rappresentativa viene rinnovata da quella particolare forma di rimemorazione che è la recitazione di storie vere, di avvenimenti o anche di semplici atteggiamenti e comportamenti. In questo senso i soprannomi sostengono la memoria collettiva. A «questa specie di genere letterario», come è stato definito da Sciascia6 il soprannome, hanno attinto tutti i grandi scrittori siciliani. Uno per tutti: Verga7, che abbiamo già utilizzato per la spiegazione di Zzuppidda, a proposito del soprannome scelto come titolo per il suo romanzo più noto, scrive: «veramente nel libro della parrocchia si chiamavano Toscano, ma questo non voleva dire nulla, poiché da che mondo era mondo,... li avevano conosciuti per Malavoglia» e ancora «sono brava gente di mare, proprio all’opposto di quel che sembra dal nomignolo, come dev’essere». Bibliografia Alfieri G. 1982. Lettera e figura nella scrittura de I Malavoglia. In I Malavoglia. Atti del congresso internazionale di studi. Catania. Battaglia A. 1974. L’evoluzione sociale in rapporto alla proprietà fondiaria in Sicilia, Palermo (ediz. orig. 1895). Ciluffo F. 1968. La ‘nciuria nell’ opera di Vitaliano Brancati, Sicilia, Archeologica I (2): 48-52. Cirese A.M. 1975. Il mondo popolare ne «I Malavoglia». In Intellettuali, folklore, istinto di classe. Torino. 5 Lessico condiviso da una comunità di paese e lessico usato e compreso solo dai membri di una famiglia. I soprannomi sono parte di un patrimonio segreto, intimo, come quello fatto di parole, espressioni, storie, che costituisce la materia narrativa del noto Lessico famigliare di Natalia Ginzburg. La rilevanza di questo tipo di lessico è stata opportunamente colta da Tullio Telmon (1996) attraverso la sua definizione di ecoletto. 6 Lo scrittore siciliano fornisce lui stesso un saggio di analisi motivazionale di un soprannome del suo paese, Racalmuto: surciddi, «topolini», in Kermesse (1982, 58-60). 7 L’uso dei soprannomi da parte degli scrittori siciliani meriterebbe una trattazione specifica. Basti pensare a Pirandello. Sui soprannomi in Verga, cfr. intanto le brillanti osservazioni di Gabriella Alfieri 1982, 575 sqq., per la quale la nominazione nel suo complesso «riveste una insospettata funzionalità stilistico-semantica nella scrittura de I Malavoglia» (su questi aspetti si era già soffermato Cirese 1975). L’Alfieri riferisce anche il parere di un commentatore de I Malavoglia (Verga 1978), Carnazzi, secondo il quale il «come dev’essere» dell’autografo verghiano (vedi infra) coglierebbe l’autentico valore del soprannome nel fatto di indicare «il difetto opposto alla qualità posseduta». Ciò che a mio avviso è vero, come ha rilevato la stessa Alfieri, solo per alcuni soprannomi. Sui soprannomi in Brancati cfr. Ciluffo 1984.

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Flechia G. 1877-78. Di alcuni criteri per l’originazione dei cognomi italiani. In Atti della R. Accademia dei Lincei III, 2: 609-621. Ginzburg N. 1984. Lessico famigliare. Torino. Greco F. 1983. I soprannomi in Ciociaria. Cassino. Guastella S.A. 1882. Vestru. Scene del popolo siciliano. Ragusa. Guastella, S.A. 1884. Le parità e le storie morali degli altri villani. Palermo. Guastella, S.A. 1877. L’antico carnevale della contea di Modica. Modica. Lavieri A. 1995. Soprannomi di Delia (CL). In G. Ruffino, a cura di, Percorsi di geografia linguistica. Palermo. Lévi-Strauss C. 1962. Il pensiero selvaggio. Milano. Marrale A. 1990. L’infamia del nome. I modi e le forme della soprannominazione a Licata. Palermo. Minicuci M. 1983. Il sistema di denominazione in un paese dell’Italia meridionale. L’Uomo VII(1-2): 205-217. Pitrè G. 1887. Usi e costumi, credenze e pregiudizi del popolo siciliano, vol. II, Palermo, pp. 381-390. Pitt-Rivers J. 1976. Il popolo della Sierra. Torino. Pitt-Rivers J. 2001. The Moral Sanctions of the Pueblo: Nicknames and Vitos. In O. Albera, A. Blor, C. Bromberger, a cura di, L’Anthropologie de la Meditérranée. 149-155. Raciti Maugeri M. s.f. Sui soprannomi in Sicilia e in Italia. Archivio storico per la Sicilia orientale LXXX: 191-251. Rohlfs G. 1984. Soprannomi siciliani. Palermo: Centro di studi filologici e linguistici siciliani. Ruffino G. 1985-87. Soprannomi terrasinesi. Terrasini oggi, 4-7 (1985); 1-4 (1986); 2 (1987). Ruffino, G. 1988. Soprannomi della Sicilia occidentale. Tipi idiomatici, fonosimbolici e triviali. Onomata. Revue onomastique 12: 480-486. Sciascia L. 1982. Kermesse, Palermo. Segalen M. 1980. Le nom caché. L’Homme XX(4): 63-76. Severi C. 1979. Sobriquets de famille dans un village rural du Nord de l’Italie. L’Uomo, III(2): 235-274. Severi, C. 1980. Le nom de lignée. L’Homme XX(4): 7-23. Telmon T. 1996. Dialetto. In Luigi Beccaria, dir. da. Dizionario di linguistica. Torino. Verga G. 1978, I Malavoglia. A cura di G. Carnazzi. Milano. Zanardelli T. 1913. I soprannomi di persone e di luogo a Lizzano in Belvedere e altri siti dell’Appennino bolognese. Bologna. Zonabend F. 1980. Le nom de personne. L’Homme XX(4): 7-23.

CONSIDERACIONES EN TORNO A LA VENGANZA DE SANGRE Y EL GENOCIDIO Joan Frigolé Reixach Universidad de Barcelona

Presentación y justificación El presente texto es parte de otro en el que pretendo examinar el papel de la cultura en el genocidio, de la cultura definida como un sistema simbólico normativo, constituido por la interrelación de tres conceptos y modelos de comportamiento: procreación, monoteísmo y nación o pueblo. El conector entre cultura y genocidio es el estado. Es el estado quien concibe y ejecuta el genocidio, pero es la cultura, como constituyente de la identidad del estado, la que proporciona la idea y la lógica del genocidio. La relación entre genocidio y estado ha sido establecida por numerosos autores. Fein, refiriéndose al consenso existente entre los científicos sociales, escribe: «Virtualmente todos reconocen que el genocidio es primariamente un crimen de estado» (2002: 79). El genocidio fue definido por la Convención de la ONU (1948) como la «intención de destruir, en su totalidad o en parte, un grupo nacional, étnico, racial o religioso». Algunos científicos sociales, así como también los códigos penales de algunos estados, han ampliado dicha definición. Fein, por ejemplo, habla del exterminio de una «colectividad». (Citado en Hinton 2002: 4). Y Hansen-Löve añade a colectividad la coletilla «en tanto que tal» (1993: 234). En este texto me sirvo de la figura de Antígona para establecer un contraste entre el parentesco y el estado, es decir, entre dos tipos de organización, de sistema simbólico y de violencia distintos, la venganza de sangre,

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vinculada al primero, y el genocidio, vinculado al segundo. ¿Por qué las mujeres quedan al margen de la primera y son un objetivo en el genocidio? Mediante este contraste y mediante algunos ejemplos que considero significativos —el del estado francés surgido de la revolución y el estado australiano surgido de la colonización— pretendo mostrar la implicación directa del estado en la práctica del genocidio y el papel las representaciones culturales relativas a procreación, monoteísmo y nación en el mismo. Antígona y la división del duelo Desde una perspectiva diacrónica, el estado se superpone al parentesco, le arrebata competencias y le subordina. Según la expresión de Fox, «el estado aborrece al parentesco» (1993: 109). En Antígona aparece el acto fundacional de una atribución del estado: la «división del duelo» (Houston 2001: 121). La orden de Creonte de que se sepulte honrosamente a uno de los dos hermanos de Antígona, el que defendió al estado, y de que se deje insepulto al otro, el que atacó al estado, crea y organiza una división en el duelo, que implica de forma automática la división del parentesco y un atentado al origen del mismo. El trato ritual desigual dado a ambos hermanos niega la identidad de naturaleza que comparten y el origen único de la misma. Negar al muerto contra el estado un lugar específico en el territorio del estado implica su expulsión física, lo que constituye un signo y una medida eficaz de expulsión también de su espacio simbólico. La importancia de la orden de Creonte está en el hecho de que a través del control del duelo se apropia del sistema cosmológico-religioso, lo manipula y lo utiliza como fuente de legitimación de su poder. El estado se apropia también del sistema simbólico ritual del parentesco y lo reformula adaptándolo a una nueva clasificación dominante. Las ceremonias fúnebres, competencia del parentesco, pasan al control del estado. La razón de estado es predominante en este caso porque la vida, y sobre todo la muerte, de ambos hermanos ha estado condicionada por la defensa y la lucha contra el estado. La división del duelo implica la creación simultánea de un ritual en el que el estado acapara el protagonismo, y de otro ritual, que se define por oposición al primero, y que puede caracterizarse como un no ritual. Enterramiento se opone a dejar insepulto, como ser incluido en el sistema de clasificación estatal se opone a su exclusión. Negar el enterramiento, impedir la conversión en antepasado o una existencia plena en el más allá, borrar la memoria, etc., de alguien constituyen actos horrendos desde el punto de vista del parentesco. El estado los convierte en una de sus atribuciones ordinarias, normales. El ritual y el no ritual

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son las dos caras de la misma moneda, es decir, de la política del estado. Donde existía una sola posibilidad ritual, el estado crea otra complementaria. Antígona se erige en protagonista como respuesta a la división del duelo que separa a sus dos hermanos. Se opone a la nueva clasificación y a los rituales de inclusión y de exclusión que categorizan de forma contrapuesta y separan a sus dos hermanos. En Antígona hallamos un modelo de lo que Houston considera una de las tareas vitales del estado nación. Son precisamente estos estados los que han plasmado en un desarrollo ritual complejo y desorbitado la idea de que los defensores del estado deben perdurar más allá de sus vidas físicas, mientras que los enemigos del estado deben desaparecer física y socialmente, para lo cual la división del duelo resulta un instrumento eficaz. Los ejemplos son numerosos, pero yo he escogido algunos combinando la proximidad y la lejanía en tiempo y espacio. Antígona puede ayudarnos a entender el mundo contemporáneo, si somos capaces de una cierta «descolonización». Se trata de leerla e interpretarla a partir de referencias a contextos que no sean exclusivamente europeos y también por referencia a contextos europeos no exclusivos de la tradición culta que ha elaborado la imagen del mundo clásico. El eco de la orden de Creonte resuena en infinidad de casos contemporáneos relativos a estados nación y a sus distintas formas de categorizar a sus partidarios y a sus enemigos. Hallamos un ejemplo de ello en la represión por parte del estado turco de una rebelión kurda: «Suheyla vivió en Siria cuando era niña, porque su familia tuvo que huir a Damasco durante una rebelión en los años cincuenta. Cuando regresaron se trasladaron a Diyarbatir, donde su padre les prohibió que pisaran el parque público de la ciudad, porque en él habían sido ahorcados por el Istiklal Mahkemesi (Tribunal de la Independencia) los líderes de la rebelión Seyh Said de 1925 y luego enterrados en fosas no señaladas, sin los adecuados procedimientos preparatorios para su entierro por parte de sus familias» (Houston 2001: 120). Houston señala también que «a veces el acto de borrar aquello que el estado quiere que se olvide, es causa de que se mantenga vivo su recuerdo. Así pues el padre de Suheyla no consideraba el lugar como un parque sino como un cementerio» (Ibid. 121). En la España franquista, los «nacionales» al refundar el estado nación impusieron también su propia «división de duelo». Un ejemplo de ello lo ofrece, según el historiador Antonio Miguel Bernal, Castuera (Badajoz): «Aquella zona es hoy un área de regadío que los campesinos no cultivan porque saben que es un camposanto, y les da mucho respeto. La memoria popular es, a veces, un claro indicio para los historiadores. No sabemos cuánta gente murió en Castuera. Pero fue un campo de exterminio, no hay duda. Hubo fusilamientos a diario. Y hay fosas llenas de cadáveres» (La Vanguardia, 21 febrero 2002).

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Otro ejemplo lo ofrece la siguiente historia de un «niño de la guerra» cuya madre fue asesinada por los falangistas el 28 de agosto de 1936 y enterrada en una de las ocho fosas comunes localizadas en el término municipal de Cubillos del Sil (El Bierzo): «Cuenta Vicente que el recuerdo de aquella noche le ha perseguido siempre. Que desde que volvió a España, en 1956, buscó el paradero de la madre muerta. Que encontró el lugar, que habló con el dueño del prado y que supo que éste nunca había dejado que los animales hollaran ese terreno sagrado. Y cuenta cómo intentó buscar permisos, cómo estaba dispuesto a cavar con sus propias manos hasta encontrar entre la maleza los restos de la madre» (El País, 8 de septiembre de 2001). Sólo la recuperación de la identidad de los muertos y su reubicación simbólica en los lugares públicos, es decir, su inclusión dentro del sistema de clasificación del que fueron excluidos, puede restablecer su dignidad. Un ejemplo de ello lo ofrece la acción de Antonio Ontañón Toca, un pensionista, dedicado a «sacar del anonimato a los muchos hombres y mujeres que yacían en las fosas comunes del cementerio civil de Santander», víctimas de la represión franquista. «1.119 muertos salieron al fin del olvido con la inauguración de nueve monolitos en el cementerio y dos lápidas de granito con todos los nombres inscritos» (El País, 15 abril de 2001). Este hombre es como una proyección simbólica de Antígona. Antígona no se preocupa por el hermano enterrado con honores, sino del otro. Este hombre se ocupa también de los «otros». No lo hace en una época difícil, pero si en una época en que se ha perdido el interés en ello. Lo hace en medio de la indiferencia de muchos historiadores. Tiene que puntualizar que no lo hace por revanchismo, sino como un acto de homenaje a las víctimas. Tiene encima que justificarse. Estos ejemplos cobran todo su significado en el marco de la división del duelo llevada a cabo por el estado franquista, que por un lado multiplica lápidas en cementerios e iglesias, monumentos conmemorativos, honores, aniversarios —instituye el Día de los Caídos— y rituales cotidianos para mantener la memoria de los muertos en defensa del estado y exalta sus gestas, mientras que por el otro condena, excluye, insulta, niega a los que murieron en contra del estado. La muerte de los primeros es reconocida como un signo de sacrificio, mientras que la de los segundos es presentada como un signo de traición. La división del duelo crea un panteón y un anti-panteón. La división del duelo está asociada con un sistema de clasificación que suele expresarse de forma abreviada mediante fórmulas tales como «los españoles bien nacidos» y «la mala semilla», que asocian dos orígenes distintos, el procreativo y el nacional, pero en las que el factor determinante es el nacional, es decir, la adhesión o no al estado nación. La importancia de un sistema de clasificación asociado a una división del duelo puede verse en el proceso de construcción del estado nación postcolo-

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nial de Sri Lanka, definido como cingalés y budista. En el sistema cosmológico y ritual de referencia, los cruces de caminos o carreteras son lugares peligrosos dada su ambigüedad, están asociados con los demonios, poderes malignos, que se intenta controlar mediante la construcción de santuarios. Dada su densidad simbólica, es en los cruces donde se depositan los cadáveres carbonizados de los enemigos del estado, pero también es donde los grupos que luchan contra el estado ejecutan o dejan a sus víctimas. Gledhill, que es quien resume la información etnográfica que cito aquí, escribe: «El no entierro de los muertos y la exhibición pública de sus cadáveres desmembrados convierte en víctimas también a los parientes vivos, los cuales están marcados con la misma marca demoníaca. Los parientes que no pueden enterrar a sus parientes muertos están ellos mismos sujetos al ataque de un espíritu maligno» (Gledhill 1994: 175). La división del duelo manifiesta la existencia de un sistema de clasificación que abarca distintos aspectos y niveles de la realidad y que constituye una referencia de valor absoluto. Los muertos que incumben al estado se integran en un sistema simbólico ritual, que el estado activa para crear y recrear un sentido de «comunidad» y producir socialmente ciudadanos homogéneos y leales. La división del duelo condensa un conjunto de nociones opuestas fundamentales para la definición simbólica del estado, como inclusión y exclusión, patriota y enemigo, victoria y derrota, memoria y olvido, premio y castigo, justicia e injusticia, honor y deshonor, piedad e impiedad, resignación y venganza, aceptación y reivindicación, etc. Movimientos tales como la exhumación, el traslado, la nueva inhumación de cadáveres, la remodelación, destrucción y construcción de monumentos funerarios conmemorativos, etc., indican cambios en la relación simbólica del estado con los muertos, cambios que pueden ser indicadores a su vez de cambios en la naturaleza del estado. Los muertos son una materia simbólica maleable que el estado utiliza para enviar mensajes a su propia sociedad, pero también a otros estados y otras sociedades. Los genocidios, las masacres, la violencia fratricida, etc., resultado del desarrollo y consolidación del estado nación, no sólo producen muertes, sino que multiplican las modalidades de dar muerte e intensifican su crueldad hasta extremos inconcebibles. El concepto división del duelo debe abarcar tanto las formas de matar como de tratar a los muertos, dado que son fases o etapas de un mismo proceso. El tipo de muerte dado a los vivos prefigura el trato a los cadáveres. La muerte del individuo no siempre pone fin a la agresión, sino que ésta puede continuar sobre el cuerpo sin vida, porque no se pretende sólo acabar con una vida, sino destruir la persona. El odio hacia el vivo se prolonga en el muerto. El por qué y el cómo se mata remiten a un sistema de clasificación al igual que la posterior división del duelo, un sis-

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tema de clasificación que está en la base del poder del estado. Mediante la división del duelo, el estado prolonga la violencia simbólica contra sus enemigos más allá de su muerte. El parentesco, en cambio, no admite esta violencia simbólica porque atenta contra sus principios, a pesar de que en el caso de Antígona ambos hermanos estén enfrentados a causa del estado. La muerte recíproca de los dos hermanos de Antígona hace imposible la continuación de la violencia, pero ésta se hubiera extinguido también en el caso de que sólo uno hubiera dado muerte al otro. No hay posibilidad de venganza de sangre porque ello implicaría derramar la misma sangre, lo que constituye un sacrilegio desde el punto de vista del parentesco. Puede establecerse un paralelismo con el relato bíblico de Caín y Abel. Jehová maldice y excluye a Caín por haber matado a su hermano, pero advierte de forma contundente que no se atente contra Caín: «—Cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado» (Génesis 4: 15; 1998: 10). Es como si la respuesta a este crimen quedara fuera del control humano y fuera incumbencia directa de la divinidad. La venganza de sangre sería más horrenda y más castigada todavía. Parentesco y venganza de sangre La venganza de sangre no cabe dentro de una familia o de un linaje, pero sí entre familias o linajes diferentes. Los atacados y/o muertos pueden ser en este caso frecuentemente parientes por alianza, entre los que destaca la figura del cuñado, y también parientes maternos, entre los que destaca la figura del hermano de la madre. Esta división de la violencia se corresponde con una concepción monogenética de la procreación. Xanthakou escribe sobre Grecia: «la fuerza de un linaje se medía por el número de sus hombres, las mujeres no contaban. Además, ellas estaban allá sólo para dar a luz niños; la “sangre” de los hombres es la única que podía “fabricarlos”; la sangre de las mujeres no es “limpia”, no tiene valor, ni poder» (1993: 103). Si se puede atacar y matar a los parientes por alianza o a los maternos es porque «éstos no son verdaderamente de la “misma sangre”, como dicen los viejos en el país» (Xanthakou 1993: 127). Sólo los hombres son objeto de venganza. Black-Michaud asegura que ninguna de las sociedades del Mediterráneo y del Medio Oriente que practica la venganza de sangre considera «las mujeres como objetivos legítimos de venganza» (1975: 219). La no-equivalencia entre ambos géneros en el ámbito de la procreación se traduce en no-equivalencia entre hombre y mujer en el ámbito de la venganza de sangre. Sólo un hombre puede ser el equivalente de otro hombre.

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No tendría sentido convertir a las mujeres en objetivo de venganza si la identidad, la continuidad y la defensa del linaje dependen de los hombres. En Grecia, según Xanthakou, los hombres son identificados con los fusiles y son llamados «fusiles». Llevar armas es una actividad eminentemente masculina. En la ley consuetudinaria albanesa se dice explícitamente que «las mujeres no tienen rifles» (Hasluck (1954), citado en Black-Michaud 1975: 219). Y Hasluck señala también que «la muerte causada por una mujer no es tenida en cuenta» (Ibid. 219). Es decir, no desencadena una venganza de sangre. Xanthakou escribe que «ellas son generalmente excluidas como víctimas de la venganza de sangre, aunque a veces ellas mismas hayan asumido el rol de vengadoras»(1993: 105). Existen también normas que las protegen como las que rigen entre algunos grupos étnicos en Israel: «En los conflictos de sangre las mujeres nunca son atacadas. Si una mujer resulta muerta, la compensación es la muerte de cuatro hombres o el dinero de la sangre que se pagaría por la vida de cuatro hombres» (Ginat 1997: 53). La mujer es valorada como esposa y como madre —según la expresión griega, proporciona «bellos fusiles» al linaje del marido—, pero sobre todo como hermana, es decir, es ante todo una mujer de su linaje. Y es este vínculo el que determina su lealtad fundamental, que puede obligarla a matar a su propio marido o hijo para vengar a su hermano cuando su linaje está abocado a la desaparición. Black-Michaud señala que las mujeres componen cantos funerarios relacionados con la venganza. Xanthakou (1993) ha recogido varios cantos de venganza griegos. En uno de ellos la narradora es una mujer que se ve en la obligación de vengar a su único hermano, asesinado por su marido, su cuñado y su suegro. El canto termina así: Y tú, mi Kalopothos, escucha, ¡tu desgraciada hermana te ha vengado tres veces! —Ay, ¡pobre de mí! ¡Qué otra pobre mujer, el mismo día de Pascua, al alba y al crepúsculo ha enterrado hermano y marido! (Xanthakou 1993: 133).

En otro canto la narradora es una mujer que maldice a sus propios hijos por haber asesinado dentro de un ciclo de venganza de sangre al único hermano de su madre y al hijo de éste, es decir, a su tío materno y a su primo. En los dos cantos la muerte del único hermano comportará la extinción del linaje de la mujer. En ambos, la condición de desgraciada está asociada a la pérdida del hermano. Durham afirma que el vínculo entre hermana y hermano es muy fuerte en los Balcanes y, tomando Montenegro como ejemplo

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de ello, escribe: «las mujeres confiesan bastante abiertamente que aman a sus hermanos con mucho mayor afecto e intensidad que a sus maridos, porque, dicen ellas, un marido puede ser reemplazado, mientras que un hermano no puede serlo» (Durham [1928], citado en Black-Michaud 1975: 148). Es en este contexto que cobran sentido las palabras de Antígona cuando afirma la prioridad del vínculo con el hermano muerto frente a un marido o un hijo. En Antígona, la muerte de los dos hermanos conlleva también la extinción del linaje, pero dada la imposibilidad de venganza de sangre, a Antígona y a su hermana sólo les queda la obligación ritual del duelo, de la que se ha apropiado Creonte. Antígona luchará por llevar a término la obligación ritual con el hermano discriminado por Creonte y llegará no a matar, sino a morir por cumplir con esta obligación. Puede delimitarse mejor la venganza de sangre si se la contrasta con el genocidio. La venganza de sangre está vinculada al parentesco y se presenta como una obligación del parentesco, mientras que el genocidio está vinculado al estado y se presenta como una defensa del mismo. La venganza de sangre es un práctica penal vinculada al concepto de responsabilidad colectiva: las víctimas de la venganza de sangre son consideradas responsables solidarias del crimen cometido por su pariente, de la misma manera que los que ejecutan la venganza de sangre tienen el derecho colectivo de exigir la retribución por el crimen cometido. El estado puede considerar a los miembros del grupo objeto de genocidio como culpables solidarios de algún tipo de crimen, pero es una mera justificación ideológica. Aunque el estado use el lenguaje de la venganza de sangre para legitimar un genocidio, ni su fin, ni la forma de asesinar, ni la masividad e indiscriminación de las matanzas pueden confundirle con la venganza de sangre. El genocidio persigue el exterminio de un grupo o de una población definido por representaciones culturales específicas relativas a procreación, monoteísmo, etc. Si la venganza de sangre excede los límites que las convenciones consuetudinarias le imponen y se convierte en un asesinato masivo, adopta un cierto parecido con el genocidio, pero todavía las diferencias son muy significativas. Hallamos un ejemplo de ello en un caso que tuvo lugar en Sicilia a finales de la década de los veinte del siglo pasado. Un pastor llamado Petrinu mató a treinta miembros varones —hermanos, tíos, nietos y primos— de la familia de un cuñado suyo, al que también había matado con anterioridad de forma cruel. El desencadenante del exterminio, iniciado como una venganza de sangre, fue la muerte de la madre de Petrinu, hallada degollada en un camino, que se atribuyó al cuñado, en un contexto de conflictos entre ambos. Petrinu fue conocido a partir de los hechos como Adannatu, es decir, «Condenado al infierno». Él mismo reconocía que no había salvación posible para él: «He hecho cosas que hacen que vaya directamente al infierno» (Viviano 2001: 175).

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La venganza de sangre tiene como objetivo la compensación, pero no el exterminio de otro grupo familiar, aunque un ciclo acelerado de venganzas de sangre podría provocar el exterminio de una familia. No hay que olvidar que existen mecanismos sociales de intermediación que limitan la incidencia de la venganza de sangre. La masacre de Petrinu Adannatu se parece al genocidio en cuanto persigue la eliminación de todo un grupo, pero se diferencia a la vez, porque no toca a las mujeres y, sobre todo, porque reconoce que la eliminación de un linaje es un atentado contra el poder creador de Dios, origen del linaje exterminado, al igual que de los demás linajes que forman el linaje humano. El exceso en la venganza reafirma la existencia de un poder supremo, mediante el reconocimiento y la aceptación de un castigo infinito. El genocidio constituye una agresión de tal magnitud que proyecta una firme duda sobre la existencia de un poder supremo. El genocidio suplanta a Dios y pone en su lugar al estado con su poder de destrucción total o cuasi total. La masacre en el Rif precolonial era el resultado de la lucha por el poder entre hombres «grandes», que dominaban los patrilinajes y, a diferencia de la venganza de sangre, no contemplaba la posibilidad de mediación de los hombres santos, pertenecientes a linajes que descienden del Profeta. Pero la masacre, al igual que la venganza de sangre, dejaba al margen también a mujeres y niños (Jamous, 1993). El estado reprime la venganza de sangre porque atenta contra su monopolio de la violencia, pero también porque destaca un criterio de clasificación particular opuesto a su criterio de clasificación general, basada en lo genérico en cada individuo: la condición humana. El genocidio representa precisamente una grave quiebra de este criterio, porque implica la exclusión y la eliminación de una parte de la población de un estado, a la que se niega la condición humana. Cuando el modelo de referencia es el pariente, el anti-modelo es el no-pariente o el anti-pariente. Cuando el modelo de referencia es el hombre, el anti-modelo es el no-hombre o el subhombre. Así pues, el estado nación puede presentar dos caras muy contradictorias, una cara humanista y una cara «anti-humana», según expresión de Primo Levi. La defensa de los derechos del hombre representa la cara humanista del estado nación, mientras que el genocido es la expresión anti-humana del mismo. Para Maine la substitución de la sociedad organizada por el parentesco patrilineal por la sociedad estatal supuso la substitución de un vínculo personal por un vínculo territorial. El principio territorial es el característico del estado. El poder del estado se basa en el control del territorio y de sus habitantes mediante el territorio. Quiero ilustrar las implicaciones del principio territorial así como de otros principios en el estado moderno.

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Estado y genocidio La estructura territorial del estado nación no se impone a un territorio vacío ni a una población sin identidad. El estado francés representa, según Jean-Pierre Albert y Dominique Blanc, la materialización más lograda «del ideal formal de Estado-nación», porque, entre otras cosas, su creación implicó «la completa redefinición de las antiguas fijaciones territoriales introducida por la invención de los departamentos. Estos últimos, en efecto, excluyen sistemáticamente los nombres de las viejas provincias y, en conjunto, evitan amoldarse a sus fronteras. (…) Finalmente, los cantones —equivalentes a las comarcas españolas— son casi siempre indiferentes a los viejos pays y su demarcación parece no obedecer a otra regla que la racionalidad gestora. Estos nuevos hitos territoriales, a pesar de no haberse convertido posteriormente en unas referencias identitarias de peso, tuvieron al parecer el efecto de cercenar las raíces históricas de las fijaciones locales, que era en definitiva la intención del legislador: la Francia del Antiguo Régimen debía morir, y murió. La República quería franceses, no gascones o saintongeses» (Albert y Blanc 2000: 38). La incompatibilidad de la estructura territorial del estado con anteriores divisiones territoriales y sus identidades aparece reflejada también en el proceso de creación y de recreación de estados nación en la ex-Yugoslavia. Milicevic se formuló la siguiente pregunta: ¿por qué fueron destruidas las ciudades de la antigua Yugoslavia? Responde: «Se daba por sentado que los habitantes de dichas ciudades tenían una fuerte identificación local y que eran en primer lugar ciudadanos de Sarajevo, Mostar o Vukovar antes que serbios, croatas o musulmanes. Era esta una realidad que suponía un obstáculo para los objetivos de todos los nacionalistas. La destrucción era el medio más fácil de demostrar que “vivir juntos” era algo imposible» (Milecevic 2000: 81). La realidad de la convivencia depende de muchos factores y es cambiante, pero Sarajevo fue constituido como un símbolo potente, es decir, «un ejemplo ideal de sociedad multicultural armoniosa y tolerante, en la que la gente no se clasificaba entre sí como «serbios», «musulmanes», o «croatas» (Bringa 1995: 3). La destrucción de las ciudades y de las identidades asociadas con ellas se relaciona con el proceso de creación de estados nación no porque estos nacionalismos sean contrarios a las ciudades, por más que en sus ideologías la oposición entre campo y ciudad sea muy significativa y el campo más valorado que la ciudad. Si destruyen estas ciudades es porque éstas representaban formas de identidad y de cohesión consideradas contrarias a las que se querían crear. Las nuevas ciudades que los nacionalistas querían construir sobre las ruinas de las anteriores —más grandes y bonitas, decían— tendrán otro rango, significado y composición. Urbicidio y genocidio son en este

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caso las dos caras del proceso de creación/ imposición de nuevos estados nación. El principio territorial es básico para el estado, pero no constituye por sí mismo un símbolo, ni puede ser captado como un símbolo, si no se articula con un sistema de clasificación que conceptualice la naturaleza de los habitantes y a partir de ella, el vínculo entre población, territorio y organización política. Las categorías dominantes en estructuras anteriores son substituidas por una única categoría general, homogénea y universal: la condición de persona humana, de individuo. La homogeneización administrativa y la igualdad ante la ley reflejan este criterio. Los ciudadanos del estado son parte de la humanidad universal y el estado asume su representación en tanto que personas. En el estado nación francés revolucionario ello se expresó en los Derechos del Hombre y del Ciudadano. A la condición humana como categoría general, homogénea y universal, se le superpone otra categoría también general y homogénea, pero no universal, la de ciudadanos del estado nación. En la configuración de una identidad nacional cobran importancia elementos como el relato de inicio del estado nación, sus símbolos, la lengua del estado nación frente a las lenguas llamadas despectivamente dialectos, etc. La exclusión y eliminación de los que se oponen a este nuevo orden suele hacerse sin embargo tomando como referencia la categoría universal y por ello definiendo a los enemigos como una subhumanidad o una no humanidad. Antes he señalado las dos caras del estado, la humanista, en el sentido de defensora del hombre, en cuanto hombre, pero también la cara anti-humana y parece que no existe la una sin la otra. Eso parece que fue así incluso en el caso del estado francés surgido de la Revolución, que representa la expresión humanista más perfecta. La cara «anti-humana» del nuevo estado francés ha sido señalada y discutida por diversos autores con orientaciones ideológicas y políticas distintas y frecuentemente opuestas. (Ver una breve relación de los distintos puntos de vista en Coquio 1999: 73). Esta autora comenta unos hechos que considera la expresión de la otra cara del estado nación: «poco después de la segunda Declaración francesa de Derechos del Hombre, en 1794, cuando los insurrectos de la Vendée acababan de ser derrotados por el ejército republicano, la Convención, guiada por el Comité de Salud Pública, ordenó el «exterminio» de la población de la Vendée» (Coquio 1999: 27). Y en una nota al texto, la misma autora añade: «una población civil fue así enteramente reconstruida sobre la categoría de enemigo político, designada como subhumanidad y exterminada; hombres, mujeres, niños y bebés fueron destruidos, cuerpos y bienes, al igual que sus casas y sus animales (…) por razones y con medios ya modernos» (Coquio 1999: 73). Lespinay afirma que «las masacres de la Vendée son consideradas todavía (y justificadas) necesarias para dar seguridad a la nación a la vez que acto

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fundador de la República francesa moderna «(2001: 178). Considerados traidores, a los partidarios de la Vendée se les aplicó la misma división del duelo que el estado reserva para sus enemigos. El estigma se alarga hasta el presente ya que «los descendientes de las víctimas son todavía considerados por intelectuales franceses, como descendientes de traidores, «revisionistas» que niegan el beneficio revolucionario» (Ibid. 178). La posición «externa» del escritor argelino Rachid Boudjedra le hace ver las cosas de la siguiente manera: «Sucede que desde fuera se tiene una sensación de malestar y de rabia cuando se observa cómo unos se autoedulcoran mientras ensucian la imagen del otro; cómo se subliman mientras demonizan al otro. Hasta tal punto que la Declaración de los Derechos del Hombre y el lema fraternal de 1789 me parecen sospechosos en cuanto los oigo de la boca de un político o de un hombre público francés. Porque detrás de esta logorrea humanista o humanitaria hay tanta sangre derramada, tantos genocidios perpetrados, tanto narcisismo, y tantos colonialismos, silencios, mentiras y gritos» (1995: 83). En contextos coloniales la noción de humanidad se hace equivalente a la de raza blanca y su representación y defensa por parte del estado implica la exclusión y/o el exterminio de la población indígena. El examen de la colonización de Australia y de creación de su estado nos permite examinar la elaboración e imposición de un sistema de clasificación específico y sus consecuencias. La doctrina del terra nullius legitimó la colonización. El objetivo principal de la misma fue la ocupación y la explotación del territorio y no de la población indígena como mano de obra, debido al predominio del sistema ganadero. Planteado de forma muy esquemática: la existencia de dos poblaciones distintas, una aborigen y otra forastera y de dos razas, una negra y otra blanca, plantea la cuestión de orígenes distintos narrados de maneras distintas. Ello es percibido no sólo como un obstáculo para la apropiación del territorio, sino también para la creación del estado. La respuesta básica es la difusión de la idea de la necesidad de extinción de la raza indígena, idea que alentó su exterminio a lo largo del siglo XIX. A finales de siglo, cuando se había reducido efectivamente la población indígena y se había generalizado la opinión de que la raza aborigen se había extinguido ya o estaba en vías de extinción, fue cuando se planteó como problema la existencia de una población mestiza, resultado de la política de abuso sexual de las mujeres negras por parte de los colonizadores. Esta población de raza «medio blanca» planteaba un problema distinto del de la población indígena. La población de los «medio blancos» hacía evidentes en unos mismos individuos la referencia a dos orígenes ¿Cómo eliminar uno de ellos sin recurrir a la política de exterminio? ¿Cómo eliminar una de las dos narrativas? ¿Cómo resolver un problema que afectaba a la política de producción de ciudadanos homogéneos por parte del estado creado en 1901?

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La política de asimilación adoptada por el estado no surgió en el vacío, sino que hay que relacionarla con descubrimientos y debates coincidentes en el tiempo. La joven antropología tuvo un papel importante en ello. En 1896 Spencer y Gillen hicieron el siguiente descubrimiento entre los arunta de Australia central: «El niño no es el resultado directo del coito, puede nacer sin éste.» (Spencer and Gillen (1899), citados en Wolfe (1999: 9) Es decir, los indígenas ignoraban los hechos de la procreación. Este descubrimiento puede parecer intranscendente considerado en sí mismo, pero no lo es cuando se le relaciona con el contexto. ¿Cuál es la lógica cultural de la política de asimilación? ¿Cuál es su legitimación? ¿De dónde procede? Pienso que en este caso procede de la interpretación que se hace del descubrimiento etnográfico por parte de los antropólogos y de cómo se le integra en un marco de premisas distinto del de la población nativa. Lo que es calificado como «desconocimiento» de la procreación, es decir, «desconocimiento de la paternidad» iba a proporcionar la justificación cultural implícita o explícita de una política de asimilación forzada. En 1913 Spencer aconseja al gobierno: «A ningún niño mestizo se le debe permitir que permanezca en un campamento nativo, sino que ellos han de ser retirados de allí y colocados en las estaciones (…) Cuando el niño sea muy pequeño es una necesidad que le acompañe su madre, pero en los demás casos, incluso si puede parecer cruel separar la madre y el hijo, es mejor hacerlo así, cuando la madre esta viviendo, como es lo habitual, en un campamento nativo» (Spencer 1913, citado en Wolfe 1999: 11). Los niños mestizos iban a ser puestos bajo la tutela directa del estado, que es lo que significa su internamiento en las estaciones estatales. Ello ocurrrió hasta finales de los años sesenta del siglo XX. Lo que Spencer estaba aconsejando al estado era que protegiese y potenciase el principio de paternidad, en este caso blanco, ignorado por los nativos, y lo convirtiese en el principio básico de la asimilación y de la ciudadanía. La abducción de los niños de raza «medio blanca» y su clasificación como no nativos nos dan información sobre el sistema cosmológico del estado y el papel que tiene en él una específica concepción de la procreación. El estado mediante estas prácticas está «cubriendo» o «llenando» el «vacío» cognitivo de la paternidad aborigen con su propia concepción de la paternidad. Y como esta «carencia» cognitiva de los nativos fue considerada como un signo de su primitivismo, la acción del estado será vista como civilizadora, cuando en realidad constituía una nueva forma de genocidio, complementaria de la del exterminio, destinadas ambas a borrar una población, un origen y una narrativa sobre el mismo y, por tanto, a afirmar la existencia de una única población, un único origen y una única narrativa como premisa y condición de un estado nación.

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CONEXIONES SOCIALES EN LOS PROCESOS MIGRATORIOS M.ª Dolores Vargas Llovera Universidad de Alicante

Realmente, no hay ninguna necesidad de reconocer la amistad como una institución, cuando es la esencia misma de las relaciones personales. JULIAN PITT-RIVERS

Delimitación del ámbito de estudio Las diferencias culturales entre «nosotros» y «ellos» que constituyen uno de los referentes básicos de cualquier reflexión relacionada con esa realidad compleja que son las migraciones, son entendidas con frecuencia más como oposición irreductible que como posible relación de complementariedad. Esa percepción negativa está presente, de forma latente o explícita, en muchas situaciones de conflicto entre los autóctonos y los inmigrantes, de modo que se hace muy difícil la comprensión de la diferencia, eje articulador del discurso de alteridad, convirtiéndose ésta finalmente en un obstáculo insalvable para el encuentro, la asimilación o la integración. Como consecuencia de esas distorsiones nace una relación de subordinación por parte de los «otros» como grupo genérico. La desigualdad y la diferencia étnico-culturales son un elemento fundamental para justificar la situación social del inmigrante, pero no debemos olvidar que la persona que

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emigra mantiene los vínculos socioculturales propios de su cultura, es decir, trae consigo sus propias referencias fruto de su enculturación. Los estudios de las experiencias migratorias han sido tratados desde las ciencias sociales en innumerables contextos. El fenómeno de la inmigración conlleva un sinfín de problemáticas específicas que van desde el propio inicio de la emigración hasta la adquisición del status de inmigrante en las sociedades receptoras. Nuestro interés se centra aquí y ahora en un aspecto que consideramos relevante en orden de entender algunas claves de los procesos migratorios, a saber, el papel positivo que desempeñan en ellos las llamadas redes sociales. Intercomunicación de los inmigrantes: Las redes sociales En todos los procesos migratorios tienen lugar una serie de etapas y contactos que llevan al inmigrante, en muchos casos desde su zona de origen, a tejer una red solidaria de autoayuda en el país de recepción. Esta red da comienzo antes de empezar su proceso migratorio, en la mayoría de los casos, estableciendo una serie de contactos con los propios familiares, amigos, amistades o simplemente conocidos que se encuentran de una forma regular o irregular instalados o viviendo en el país objeto de su destino. Estos contactos les informan y orientan, o incluso les ofrecen posibilidades de trabajo, les prestan ayuda para buscar un lugar de alojamiento, o bien para realizar los trámites legales que se exigen en cada caso. Sirven también para transmitirles la experiencia propia vivida en su emigración sobre todo en la llegada al país de destino o el choque sociocultural que ese cambio ha supuesto en su existencia personal y en su ámbito familiar. El concepto de red social fue desarrollado por la antropología británica, a partir de la Segunda Guerra Mundial, siendo sus artífices J. A. Barnes, E. Bott y J. C. Mitchel. El primero fue el que utilizó el término redes, en 1954, para describir en un pueblo de pescadores noruegos las relaciones de parentesco y amistad, además de ofrecer una caracterización de las clases sociales. Su definición básica de red consideraba a ésta como un conjunto de puntos que se conectan a través de líneas, siendo esos puntos la imagen de las personas y a veces de los grupos; las líneas indican las interacciones entre estas personas y/o grupos (Barnes, 1954). E. Bott, en 1957, utilizó el concepto de red social en su estudio sobre familias londinenses de clase trabajadora. Mitchel, en 1969, incorporó esa noción definiéndola como un concepto de vínculos entre un conjunto definido de personas con la propiedad de que las características de estos vínculos como un todo pueden usarse para interpretar la conducta social de las personas implicadas.

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A partir de estos estudios son varias las definiciones y conceptos que se tienen de red social en el ámbito de las ciencias sociales. En nuestro país, J. L. Molina (2001) considera una red social como un conjunto de personas o de organizaciones, o de otras entidades sociales conectadas por un conjunto de relaciones significativas, es decir, el análisis de redes sociales estudia las relaciones específicas entre una serie definida de elementos. Trata con datos relacionados al vínculo específico existente en un par de elementos. En sentido parecido, F. Requena (1996) hace referencia a todos los vínculos existentes dentro de un conjunto de individuos. De esta manera una red social es la descripción de un conjunto de vínculos que unen a un grupo de actores y cada vínculo se compone de una o más relaciones. Las redes describen el entorno social de los actores o sujetos. Este mismo autor destaca que una de las características más importantes de la red personal reside en el hecho de que las personas se relacionan a través de una amplia variedad de vínculos. Las relaciones sociales que vinculan a las personas provienen de las diversas actividades en las que participan. Esas personas pueden estar unidas a través de uno o más vínculos al mismo tiempo. Una persona puede estar vinculada con otra de varias formas simultáneamente (Requena, 1996:20). Cuando se habla de una red formada dentro de las migraciones el significado que se le atribuye es la participación continuada de todos los aspectos que envuelven el quehacer de la trama; en ella no se incluyen sólo los espacios que proporcionan la supervivencia sino que se incluyen el ocio, las diversiones, las amistades y las relaciones en general. Todo ello dentro un aislamiento social y cultural. En principio, este aislamiento se puede considerar voluntario, pero en parte está provocado por las propias barreras reales y simbólicas que la sociedad de recepción les impone. La estructura de los espacios dentro de las redes suelen ser de dos tipos: 1) el del lugar de residencia, donde tienen su vivienda y desarrollan relaciones internas y 2) el lugar de trabajo, donde se dan las relaciones externas. Ambos normalmente se encuentran en zonas diferentes. El trabajo les lleva a establecer relaciones con gentes diferentes y fuera de la inmigración y en la zona donde residen las relaciones son más directas con gentes del entorno migratorio, aunque no se debe descartar algún tipo de relación con personas autóctonas o más heterogéneas. La conexión de redes sociales en la inmigración no parte sólo de factores situacionales y puntuales, sino que también depende de la relación del individuo con la red y de las necesidades e incluso actitudes de la persona que emprende la migración. Las redes sociales en la inmigración pueden ser: 1) Estables, es decir que se mantienen mientras tienen el estatus de inmigrante. 2) Temporales, esto es, aquellas que por condiciones de trabajo o residencia se mantienen en el

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tiempo y en el espacio, pero que se rompen al cambiar los mismos. Y 3) Puntuales, cuando se establece la relación migratoria de pasar de su país de origen con el de acogida; es una conexión que puede ser más o menos duradera según las circunstancias y los individuos. Al mismo tiempo, pueden ser: 1) Redes formales e íntimas como la familia y los parientes y en algunos casos los amigos; y 2) Redes informales, que son los contactos superficiales que pueden darse entre compañeros de migración, de trabajo, conocidos y otros miembros de la sociedad que de forma esporádica interfieren en la red. Según Requena (2001), también se pueden calificar de apoyo y aporta dos clases generales: 1) las de apoyo moral u emocional, para la solución de problemas normales de la vida cotidiana que es característica de la amistad, y 2) las de apoyo práctico o ayuda material, es decir, las ayudas que brinda la vida diaria: prestar ayuda instrumental en circunstancias graves, en valor financiero de transacciones relativamente bajas información relevante, etc. La conectividad de la red en la inmigración no sólo depende de fuerzas sociales externas sino de la misma inmigración. La conexión de las redes depende de la estabilidad y de las relaciones continuas y de la movilidad entre ellas. Por un lado, pueden surgir redes en las que haya poca unión o sea sólo puntual, y otras por el contrario fomentan las relaciones sociales a pesar de que en algunos momentos estas relaciones se vean sometidas a una movilidad social. La conexión entre las redes sociales son combinaciones socioeconómicas dentro de la inmigración. La inmigración escoge las líneas de acción que consideramos idóneas para la extensión de sus propias redes. Cada grupo migratorio forma su propia red socioeconómica y reacciona según las situaciones dadas y a partir de determinadas combinaciones y necesidades personales de los miembros que van entretejiendo la red. Existen redes muy unidas, otras menos unidas y no todos los inmigrantes se mueven bajo la trama de redes, aunque la mayoría lo hacen. Lo que sí existen son redes extensas y redes mínimas, ya que la autoayuda, sea en forma de red o no, forma parte del entorno de las migraciones. Existen factores en torno a la inmigración que ofrecen una combinación de conexiones que favorecen a la propia constitución de la red: concentración en el mismo barrio, ocupaciones iguales o similares, movimientos de trabajos temporales, relaciones para conseguir un trabajo, relaciones de ocio o entretenimiento, tipo de religión y creencias, aspectos estéticos, etc. Todo ello conforma una forma de vivir en sociedad en parte aislada de la sociedad receptora. La ecología de las ciudades, con otros factores propios de la urbanización vienen a condicionar la conexión de redes, bien limitándolas o extendiéndolas. Desde el punto de vista conceptual, las redes desde la migración se encuentran en relación directa entre ellas mismas y el entorno de la sociedad.

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Este entorno hace posible y condiciona los factores situacionales de los miembros que intervienen en la red. Las relaciones externas implican todo lo relacionado con las necesidades de la vida cotidiana: escuela, salud, tiendas, asociaciones etc. Estas relaciones externas forman un tejido dentro de las propias redes con una conexión entre sí y con funciones según la especialización. Las migraciones favorecen la trama de redes sociales y en muchas ocasiones muy intensas, pero existe una gradación en la intensidad de estas redes llegando en ocasiones, y por las circunstancias que envuelven el hecho migratorio, a nacer, crecer y desaparecer en un tiempo limitado. La localización de las zonas donde residen los inmigrantes es uno de los factores que ayudan a formar las redes sociales ya que los habitantes son socialmente y de circunstancias semejantes. También ayuda el tipo y el precio de la vivienda que es un factor de homogeneidad. Es una forma de aislamiento social y espacial lo que fomenta que las redes que existen o se formen se vuelvan más unidas y se incorporen nuevos miembros a medida que vayan llegando del lugar de origen. Las relaciones sociales de los inmigrantes en sus zonas más o menos estables de destino se mueven dentro del núcleo de sus propios compatriotas. El relacionarse entre ellos mismos es una forma de protección y al mismo tiempo de ayuda ante la población autóctona que le es hostil en términos generales. Este comportamiento favorece la creación de redes sociales ligadas a las amistades, trabajo, búsqueda de vivienda, ayuda afectiva y todo lo que conlleva una relación en cierta manera cerrada a su círculo, ya que en la esfera pública el inmigrante encuentra grandes dificultades que le impiden llegar a convertirse en uno más de la sociedad receptora. Esta no penetración en las relaciones sociales y culturales de su nuevo entorno llevan a conexiones intergrupales formando espacios que fomentan la exclusión. Las redes migratorias de relaciones y de solidaridad cada vez tienen mayor importancia, Nacen en primer lugar en el país de origen del inmigrante y en el de destino y luego, dentro de éste, se pueden formar nuevas redes. A mayor número de inmigrantes establecidos en la sociedad de acogida de forma regular o no, mayor número de redes que apoyan a las migraciones. Lo importante es tener un contacto en el país de destino ya que se convierte en una fuente de ayuda y de información para el que ha emprendido la emigración. La mayoría de inmigrantes llegan con direcciones de familia, amigos o conocidos. Este intercambio de direcciones y de información se origina en el país de origen, es decir, que la trama de la red social comienza en el país del emigrado. Todos los que piensan en emigrar, piensan también en el posible contacto que puedan tener en el país hacia el que van dirigidas sus esperanzas de trabajo y nueva vida. Llegar a un país cuya lengua se desconoce hace que sea muy difícil actuar sin la ayuda de nadie; por esta razón el

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conocer algún compatriota con la experiencia necesaria en el país receptor resulta de vital importancia en los primeros días o meses en que se produce la migración. La llegada de inmigrantes a nuestras fronteras tiene lugar en diversas formas de transporte, como estamos viendo y leyendo cada día en los más variados medios de comunicación. Lo que aquí nos interesa es conocer los contactos que una vez que llegan al país de destino tienen y que ya empezaron a fraguarse en el país de origen. Como ya dijimos el nacimiento de redes sociales en la inmigración es un hecho. Las conexiones emigrados e inmigrantes y la ayuda mutua entre unos y otros forma parte del entretejido de estas redes. Para el establecimiento de las estructuras y elementos que componen una red, el método básico consiste en partir del testimonio de los informantes que son los que permiten entretejer las relaciones existentes e identificar las estructuras de los actores desde una visión de la realidad organizativa de las personas u organizaciones del conjunto social. Nuestra intención ha sido la búsqueda de los contactos entre personas de un mismo país que se encuentran en dos polos diferentes. La situación de unos es de inmigrantes y la situación de otros es la de quienes quieren emigrar y el estudio de casos se ha orientado a conocer cuáles eran y con quién se establecía el primer contacto entre los dos polos. ENTREVISTAS A INMIGRANTES TOTAL DE LA MUESTRA 363

134 (36'9%)

140 111 (30'5%)

120 100 72 (19'8%)

80 43 (11'8%)

60 40

3 (0'8%)

20 0

Amigos

Famila

Conocidos

Sin contactos Con contratos

Se han realizado 363 entrevistas en la zona de la provincia de Alicante dividiéndose entre gentes procedentes del Magreb y las que procedían de América Latina; y las preguntas iban dirigidas indistintamente y de forma

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aleatoria a hombres y a mujeres de América Latina (254) y del Magreb (109). De América Latina han participado diez países: Ecuador (111), Colombia (69), Argentina (24), Perú (23), Uruguay (9) y otros (18), además de Marruecos (78) y de Argelia (31). Las preguntas eran claras y versaban sobre si el primer contacto entre emigrado e inmigrante era la familia, o los amigos, o los conocidos; interesaba también conocer los que venían sin contactos y finalmente los que traían algún tipo de contrato. Los procedentes del Magreb fueron un total de hombres (81) y de mujeres (28) y el nacimiento de la red receptora el tipo de contacto fue la siguiente: tenían un familiar en el país de recepción fueron 33 (30,2 por 100); tenían amigos 40 (36,7 por 100); tenían algún conocido 20 (18,3 por 100) y sin contactos 16 (14,6 por 100). En estas entrevistas no hemos encontrado a ningún inmigrante magrebí que haya llegado a nuestra zona con un contrato de trabajo. La media de edad de los entrevistados de esta zona del norte de África ha resultado de 31,7 años. INMIGRANTES PROCEDENTES DEL MAGREB TOTAL DE LA MUESTRA 109

50 40 (36'7%)

40

33 (30'2%)

30 20 (18'3%) 16 (14'6%)

20 10 0

0 (0'0%)

Amigos

Famila

Conocidos

Sin contactos Con contratos

El acogimiento al recién llegado es lo que prima en el nacimiento de la red. A partir de este acogimiento se va formando la ayuda teniendo en cuenta sus posibilidades de ayudar a encontrar trabajo, vivienda y sobre todo el apoyo afectivo y de información para desenvolverse en la nueva sociedad. En relación con la inmigración de América Latina intervinieron personas de un total de diez países con 254 entrevistas. La división por sexos fue de hombres (128) y la de mujeres (126) y el contacto entre emigrados e inmigrantes ofreció el siguiente resultado: tenían familia en la zona de estudio 78

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(30,7 por 100); tenían amigos 94 (37 por 100); tenían conocidos 52 (20,4 por 100); sin contactos 27 (10,6 por 100). Dentro de este grupo de América Latina hemos encontrado a un 3 (1,1 por 100) que han llegado con un contrato de trabajo y la media de edad de las personas entrevistadas es la de 31,6 años. INMIGRANTES PROCEDENTES DE AMERICA LATINA TOTAL DE LA MUESTRA 254

94 (37%)

100 78 (30'7%)

80 52 (20'4%)

60 27 (10'6%)

40 20 0

3 (1'1%)

Amigos

Famila

Conocidos

Sin contactos Con contratos

Como en el caso de los magrebíes, el acogimiento del recién llegado es el punto donde comienza una red de apoyo dirigida a ayudar a desenvolverse en su nueva situación que va desde el acogimiento en su propia casa a la posterior ayuda para encontrar trabajo, vivienda, apoyo afectivo y de información para poder de esta manera proyectarse en su nuevo destino. De la información de las entrevistas de las dos zonas geográficas, América Latina y Magreb, se deduce que los resultados son estructuralmente los mismos. Los contactos por orden de importancia son: Con amigos: 134 (36,9 por 100); le siguen los de la familia: 111 (30,5 por 100); los conocidos: 72 (19,8 por 100); los sin contactos: 43 (11,8 por 100) y por último los que han obtenido un contrato 3 (0,82 por 100). Algunas conclusiones orientadoras Como hemos visto con el resultado de las entrevistas, se da una mayor importancia a la relación entre amigos, seguida de familia y de conocidos; es decir, la relaciones con amigos y conocidos, en nuestro caso, constituyen el núcleo básico a partir del cual se establecen las relaciones y se inicia y

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consolida la formación de las redes. Esto forma parte de la búsqueda de la identidad y de la pertenencia al grupo conformando el eje central en la relación de ayuda vital en las redes de las migraciones. Todos esos contactos en el nacimiento de la red, se originan en este primer paso de los inmigrantes en su país de origen. Todos vienen con direcciones obtenidas en él y con destino a la zona estudiada. Esto no significa que una vez que han llegado no se originen nuevas redes sociales que se desmarquen de las originarias, es decir, la búsqueda de trabajo, de vivienda, etc., les lleva a formar una nueva trama de relaciones sociales, dentro o fuera de la zona de su primer destino en la sociedad receptora. Lo fundamental es el apoyo que encuentran las personas migrantes en las redes nacidas en el país de origen. Una red de familia, amigos y conocidos o incluso una combinación de dos o de las tres juntas, aumenta las posibilidades de encontrar un trabajo, una vivienda o aquello que les pueda asegurar una forma de vida en el país de destino. Pero esto no significa que pueda hablarse, sin más, de integración; por el contrario, las redes siguen y están expuestas al riesgo de la creación de guettos, de subsistemas sociales dentro de la propia sociedad. La ayuda mutua se presenta entre la inmigración como parte fundamental del desarrollo posterior de la persona que emigra. Dependiendo de las redes sociales que consiga a su llegada se vislumbrará en parte el futuro más próximo del inmigrante. Los espacios de las migraciones están constituidos por un entramado de redes sociales que establecen, de una forma más o menos continuada, unas determinadas relaciones e interacciones entre el lugar de origen y el lugar de destino y entre los propios inmigrantes en las sociedades receptoras, delimitadas y enmarcadas por las propias tramas de la inmigración. Bibliografía Barnes, J. A. 1954. Class and committees in a Norwegian island parish. Human Relations, 7:39-58. Bott, E. 1990. Familia y red social. Madrid: Taurus. Checa, F. (ed.) 1998. Africanos en la otra orilla. Barcelona: Icaria. Escartín, M. J. y Vargas, M. D. (ed.) 1999 . La inmigración en la sociedad actual. Una visión desde la ciencias sociales. Alicante: Compás. Escartín, M. J. y Vargas, M. D. 1998. La intervención con las redes sociales de los inmigrantes: una alternativa de trabajo social comunitario contra la exclusión. En: Zamora, E. y Maya, P. (eds.). Relaciones interétnicas y multiculturalidad en el Mediterráneo Occidental. Melilla:V Centenario de Melilla, pp. 327-335. Mitchell, J. C. (ed.) 1969. Social Networks in Urban Situations. Manchester: Manchester University Press.

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Molina, J. L. 2001. El análisis de las redes sociales. Una introducción. Barcelona: Bellaterra. Pérez, G. s. f. Redes comunitarias de los inmigrantes peruanos en Madrid. En OFRIN. Madrid: Comunidad de Madrid. Consejería de Servicios Sociales, pp. 199-213. Requena Santos, F. 2001. Amigos y redes sociales. Madrid: CIS. Requena Santos, F. 1996. Redes sociales y cuestionarios Madrid: CIS. Rodríguez, J. A. 1995. Análisis estructural y de redes. Madrid: CIS. Vargas, M. D. y Escartín, M. J. 1998. Redes económicas de la inmigración en Alicante: la venta ambulante. En: Zamora, E. y Maya, P. (eds.). Relaciones interétnicas y multiculturalidad en el Mediterráneo Occidental. Melilla: V Centenario de Melilla. S.A., pp. 327-335.

JULIAN PITT-RIVERS AND THE ANTHROPOLOGY OF TOURISM William A. Douglass University of Nevada. Reno

I first met Julian Pitt-Rivers in the lounge of the anthropology department at the University of Chicago in the winter quarter of my first year of graduate studies. I was nervous to an extreme, since, to my mind, the future seemed to hang in the balance. After spending my junior year abroad in New York University’s exchange student program at the Complutense (1959-60), I had returned to the University of Nevada to complete a bachelor’s degree in Spanish literature. However, along the way I developed a greater interest in social anthropology, made it my undergraduate minor, and then was accepted for graduate study in the discipline at Chicago. It was my intention to one day conduct dissertation field research somewhere in Spain. Indeed, I suspect that my interest in anthropology was a kind of legitimizing vehicle for fulfilling my intense desire to return there. As noted author of The People of the Sierra (1961 [1954]), Julian’s presence at Chicago influenced my choice of graduate schools. There was, however, a small problem of which I was unaware when I applied. He was a kind of «permanent» visiting professor in the department, dividing his time between it, LSE and the Sorbonne. He was also involved in Chicago’s Chiapas Project in southern Mexico. In short, to my chagrin, he was away in Mexico when I arrived and would not be back until the winter. In preparation for our eventual meeting, that autumn I read Julio Caro Baroja’s Los pueblos de España, Los pueblos del norte de la península ibérica and Los vascos, thereby acquiring a fascination for the Basques.

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Meanwhile, my situation at Chicago was precarious. Since I had been merely admitted, and not afforded a scholarship, my finances were strained (I had a wife and infant son to support). I was therefore exploring the possibility of transferring to UC Berkeley, should I be awarded financial aid there. I was also working for Sol Tax as a research assistant, using my Spanish language skills to verify a translation into English of field notes prepared by his assistant when working among the Mayas of Panajachel, Guatemala. I had written a term paper in a linguistics seminar for Professor Norman MacQuown comparing certain Galician and Mayan folk tales. On the strength of it, MacQuown, one of the directors of the Chiapas project as well as of an anticipated future one in Huehuetenango to be cosponsored by Chicago and Harvard, was pressing me to commit to Mayan studies in preparation for Guatemalan fieldwork. Such was my personal baggage as I entered the presence of Julian PittRivers. Nor was I comforted by my sketchy knowledge of his background. I had heard that he was an English patrician with some kind of standing within the nobility. It was scarcely news likely to put a nervous 21-year-old American youth at ease. I expected to encounter the stereotypical stuffy Oxford don of my imagination. After an affable greeting, Julian minced few words. «So what are your plans for Spain?» «I hope to do fieldwork with the Basques, Sir. Possibly in Gwípuzcoa.» I winced at the bonehead phonetic errors. «It’s pronounced Guipúzcoa, Bill.» The remark was not nearly as patronizing as it reads. His tone and demeanor were far from hortatory; his use of my first name an evident invitation to genuine colleagueship. Julian then launched into the convivial yet clever, usual humorous and most certainly erudite, discourse that I would come to regard as his personal signature. There was a way in which he always commanded (and earned) more than one individual’s share of the energy and attention within a room. He told me how glad he was to take on a student with an interest in the Basques. It seems that it had been his intention to work in the French Basque Country had it proved impossible to carry out his dissertation research in southern Spain. Indeed, he spent a week surveying possible French Basque field sites on his way to Andalusia1 . Julian spoke of his close friendship with Caro Baroja and volunteered to open up that particular door at the appropriate time. He advised me to follow my dream and return to Spain; there would be other students for present and future Maya projects. UC Berkeley? Not a problem. Should I go there we would continue our collaboration. After all, given his perambula1 He would subsequently publish the entry «Basque» in a new edition (1968a) of the Encyclopedia Britannica.

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tions, it could and would not be based on regular face to face interaction in Chicago. My stars were back in their firmament. However, I was also experiencing a palpable adjustment in expectations. Rather than formal and stodgy, my interlocutor was dressed far more informally than I. What struck me most were his tennis shoes, worn matter-of-factly (and frequently) well before Nikes became chic. In his general mannerisms, and particularly his effusiveness, my new something 40s mentor struck me as far more boyish than his new student. I did go to UC Berkeley for my second year and next saw Julian when headed, the following summer, to the Basque Country. We had corresponded frequently and I was to stop off en route at his chateau in Fons (Lot) in southwestern France. He put the three of us up in a local inn, and we conferred for the next two days about my impending work. True to his word, he armed me with a letter of introduction to Julio and promised to visit me in the field at some point. Since I was to return to Chicago after the research, he was once again my graduate advisor. The following spring Julian visited Julio in Vera de Bidasoa. By then I was well along with my work in nearby Echalar, and was planning to move to Murelaga (Vizcaya) the following winter to gain comparative perspective for my dissertation topic —the causes and consequences of rural exodus in the Basque countryside. While it meant delaying my return to Chicago by a year, Julian was quite supportive. His only condition was that I leave the area in order to write up my impressions of Echalar before confusing them with new ones from Murelaga, the sagest of advice. He subsequently visited me in Murelaga. His curiosity was omnivorous and his enthusiasm boundless as he peppered me with questions. He was clearly energized to be doing a bit of Basque ethnography, if only of the indirect and parachute variety. By autumn of 1965 I was back in Chicago to write up my research. I planned to present both a Masters thesis and Ph.D. dissertation. Julian’s suggestion for the Masters was to pull something out of my data that was essentially self-contained and unrelated to rural exodus. I wrote about the social significance of funerary ritual in Murelaga. That quarter he was in residence and not only provided the thesis a thorough reading and cogent suggestions, but entered it in the competition for the Roy M. Albert award, the department’s annual prize for best thesis of the year. When it won, Julian urged me to submit it for publication consideration. The press of time (I still had to write the dissertation) and, subsequently, the demands of my first position delayed the necessary rewrite, but it was in large measure due to Julian’s faith, persistence and recommendation to the publisher that Death in Murelaga (1969) was published by the American Ethnological Society.

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I wish that I could report a more intimate relationship between us over subsequent years. In the late 1960s Julian came to Reno for a brief visit, and then graciously accepted my invitation to write the «Preface» (1976) to the book The Changing Faces of Rural Spain that I was co-editing with Joseph B. Aceves. On one occasion, when I was passing through London, he invited me to dine with him and his new «Basque» student, Marianne Heiberg. It was not for another several years before we shared a second meal, then in Paris during his annual stint at the Sorbonne. However, for all practical purposes our paths had parted. It nevertheless remains true that I will always owe Julian Pitt-Rivers an enormous personal and professional debt. And what of the title of this article? In recent years I have become interested in the anthropology of travel and tourism2 . Along the way I have come to appreciate the incisive ways in which Julian was a genuine precursor of the sub-discipline. This is evident in his published and, as we shall see, unpublished work alike. Arguably, the twin key concerns in the anthropology of tourism literature regard the nature of the tourist experience, on the one hand, and the impact of tourism upon the host community, on the other. As expressed respectively in the sub-discipline’s two canonical texts The Tourist: A New Theory of the Leisure Class (1976) by Dean MacCannell and the collected essays Hosts and Guests: The Anthropology of Tourism (1978) edited by Valene L. Smith. Both are profoundly concerned with cultural authenticity. The latter, in particular, explores ways in which tourism exoticizes and exploits native cultures by turning them into an «attraction.» A commingling of the romanticized traveler’s narrative, the tourist gaze3 and the nature of the hospitality that underpins the host-guest relationship is highlighted in the first three pages of the first chapter of Julian’s very first publication, The People of the Sierra (1961) [1954]). He introduces his selected field site, the pseudonymous Alcalá de la Sierra (Grazalema, Cádiz) with the sensationalized travel account of Richard Ford, plastered like a martlet-nest upon the rocky hill, it can only be approached by a narrow ledge. The inhabitants, smugglers and robbers, beat 2 Regarding travel writings cf «Testigo en tierra salvaje: la cita tropical de Levi-Strauss y Theodore Roosevelt» (2002). For tourism in the Basque Country cf «Beyond Authenticity: The Meanings and Uses of Cultural Tourism» (Lacy and Douglass 2002) and «Anthropological Angst and the Tourist Encounter» (Douglass and Lacy n.d.). Regarding the development of Las Vegas as a tourist destination cf «The Naming of Gaming» (Raento and Douglass 2001) and «The Tradition of Invention: Conceiving Las Vegas» (Douglass and Raento forthcoming). 3 Cf. John Urry’s work The Tourist Gaze: Leisure and Travel in Contemporary Societies (1990).

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back a whole division of the French who compared it to a land Gibraltar. The wild women, as they wash their parti-coloured garments in the bubbling stream, eye the traveler as if a perquisite of their worthy mates. (quoted in Pitt-Rivers 1961 [1954]:1-2).

Julian then proceeds to distinguish the peasant’s gaze from that of the tourist. The former sees a rather unremarkable and quotidian campiña, or agricultural plain, flanked by hills, whereas, The tourist’s eye sees a rampageous landscape of swelling hillsides and tilted escarpments brought at last to the sky-line by a flat-topped crest upon which are strewn the broken columns which once supported the temples of Accinipa (1961 [1954]: 2-3).

The anthropologist is then mise en scene in the most disarming of fashions, …I selected the town in the first place, among many other considerations, because I was invited into the casino, the club, and given a drink more promptly here than in any other place I had been. This was due, I think, not so much to the greater generosity of those of Alcalá, certainly not to their greater wealth, but to the fact that, being more cut-off than other towns, my appearance there in winter was more of an «event» than elsewhere. (1961 [1954]:2).

Julian’s surmise in this pioneering work regarding his hosts’ reasoning and celerity in proffering their gift to a stranger both configures and anticipates a key debate in the future development of the social anthropology of Europe. To wit, the little community becomes the European surrogate for the more common object of the anthropological gaze —the bounded African tribe or the isolated Pacific island society— but not just any community will do, rather it must be one of the back-of-beyond variety4 . Implicit (when not explicit) is the (romantic) notion that physical isolation somehow equates to greater cultural authenticity, which thereby sets the stage for subsequent anthropological angst over the potential intrusive and corrosive effects of the natives’ encounter with the tourist. Then there is the invocation of the subject of the very nature of hospitality itself. Pitt-Rivers asks, «Yet how do people behave towards outsiders?» Revisiting the welcoming drink in Alcalá’s casino, he answers, 4 The most extensive critique of the effects of the little community focus upon the anthropology of Europe may be found in Boissevain and Friedl 1975.

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This standard of hospitality is a very noble feature of the Spanish people, yet its analysis would not be complete if one were not to point out that it is also a means whereby a community defends itself against outside interference. For a guest is a person who, while he must be entertained and cherished, is dependent upon the goodwill of his hosts. He has no rights and he can make no demands. On the other hand, the good name of the pueblo is in his protection. For the sake of that, the members of the community prevent one another from taking advantage of him (1961 [1954]: 26-27).

Exploring the many implications of this statement, whether in his work on honor and shame, or, more specifically, on the «law» of hospitality5 , becomes a leitmotiv in much of Julian’s subsequent (prolific) intellectual production. While the quoted passage (and Julian’s subsequent work) obviously anticipates the title and subject of the canonical volume Hosts and Guests: The Anthropology of Tourism, at no point is it referenced therein. Whether Julian’s premises hold true cross-culturally throughout the plethora of tourist venues is, of course, a matter of ethnographic investigation. Nevertheless, in my view, had his early insights into the nature of social reciprocity inherent in hospitality informed its subsequent development, the anthropology of tourism literature would have achieved greater theoretical sophistication than is the case to date. A concern with the tourist does inform some of Julian’s own published work. Indeed, whether writing about the significance of the sombrero or of bullfighting in Andalusian (flamenco) culture, his foil is the misapprehension characterizing «the outsider’s knowledge of Andalusia [that] derives mainly from the music-hall and the tourist literature in the ‘tambourine’ tradition» (Pitt-Rivers 1967a: 30). Rather than exploring the genesis and effects of the tourist gaze per se, however, Julian sees his task as more one of transcending, rather than debunking, the stereotype with anthropological analyses that explore the many contextualized complexities of the cultural phenomena in question (1967a: 25-29; 1983). There was another side to Julian’s interest in tourism that is totally consonant with the tone and tenor of the Hosts and Guests’ volume, possibly best expressed in its most influential6 essay «Culture by the Pound: An An5 In 1967, he published «La loi de l’hospitalité» (1967b) in French and the following year in English with the title «The Stranger, the Guest and the Hostile Host: Introduction to the Study of the Laws of Hospitality» (1968b). 6 In his work on the Anthropology of Tourism, Dennison Nash notes that Greenwood’s catch phrase «culture by the pound» aptly characterizes the concern over the commoditization of culture that «now serves as an important point of articulation with anthropological, sociological and other theories» (1996:24).

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thropological Perspective on Tourism as Cultural Commoditization» by Davydd Greenwood. It treats the tourist encounter as transpiring between exploited (by both insider and outsider capitalist interests) hosts and feckless, when not downright boorish, «guests». This victimization of the hosts through their conversion into a commodity to be consumed by the guests makes a mockery of the notion of any real hospitality. Having said this, I would add that Julian shared many of Greenwood’s concerns regarding cultural authenticity and the capacity of both outsiders and insiders to undermine it. He explored the implications of the influence of outsiders upon a cultural tradition through uninvited transgression of its boundaries. In 1960, at the Minneapolis meeting of the American Anthropological Association, Julian presented a caustic paper entitled «Phony Folk» in which he upbraided the co-opting of items of «folk culture» by persons who are not «folk,» particularly middle and upper class urbanites. He introduces his text with a hilarious description of a midsummer morning’s rural outing of the North Dorset Folk Dancing Society7 . While I have not been privy to the text, in 1964 he presented a paper at the meeting in Milwaukee of the Central States Anthropological Society entitled «Pilgrims and Tourists: Conflict and Change in a Village of Southwestern France.» By this time Julian was quite preoccupied with the impact of tourism upon the cultural authenticity of the little community. In our conversations regarding matters Basque, he spoke of his desire one day to investigate zoning laws in the French Basque Country that sought to freeze in amber the architecture of «typical» villages to retain their tourism appeal. He described one community in which peasants were supposedly paid from the public purse to parade livestock through the streets whenever a tourist bus came to town. Julian developed such lines of thought, but without ever sharing them outside the restricted realms of private conversation and the lecture hall. Indeed, to my knowledge, it is his only body of work that remains unpublished. I am not entirely certain why, although I have my suspicions. On occasion, he was disdainful of anthropologists, like Margaret Mead, who popularized their work by selecting sensational topics and then watering them down for maximum public exposure. It may be that, in his view, the analysis of tourism was too trite and trendy8 . The emergence of an academically respecta7 He also pokes fun at the urban Scot’s wearing of his kilt that at least complements if not anticipates Hugh Trevor Roper’s ironic treatment of the subject (1983) in the influential volume The Invention of Tradition edited by Eric Hobsbawm and Terence Ranger. 8 Julian was keenly aware that, for some anthropologists and publishers, an anthropology of Europe was inherently dubious. He may have sensed that a focus upon tourism per se within the European context might add further evidence of frivolity to the anti-Europeanist criticism.

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ble sub-discipline regarding tourism lay more than a decade in the future. Then, too, there was his strong antipathy when contemplating the tourist contemplating the natives that inspired caustic irony as his trope of choice. I suspect that, ultimately, this offended his own sensibilities. For Don Julian was ever the gentleman, seemingly too much so to be comfortable with publishing ad hominem assaults upon the tourist. Conclusion In the appendix to his book Through the Brazilian Wilderness, Theodore Roosevelt presents a passably anthropological typology of tourism and travel. First, there is the «steamer» tourist who travels from port to port with the odd perfunctory shoreside excursion. Then there is the serious traveler, who visits out of the way interior districts of a particular country and gets to know their inhabitants first hand. Finally, there is the stay of «the true wilderness explorers who add to the sum of geographical knowledge» (1919:355). On his South American tour Roosevelt was, in fact, all three. Passing through the Caribbean and then along the South American coast he was the shipboard episodic tourist. When he traveled overland (and through the Andes) from the Atlantic to the Pacific coasts of the southern cone of South America he was the serious traveler. When he then joined a scientific expedition in Brazil to explore the Rio Dúvida (River of Doubt), one of the feeder streams of the Amazon, he was the scientific explorer. Roosevelt returned to New York a broken man, his health ruined and after having nearly lost his life (and that of his son, Kermit) in Brazil. Asked by a newspaper reporter why, at his relatively advanced age, he had undertaken such a journey, Roosevelt replied, «It was my last chance to be a boy again.» I cannot help but be struck by the parallels between Roosevelt and Julian. Both were imbued with boyish enthusiasm and a kind of eternal optimism that made them the optimum traveler. While both disdained the superficiality of the tourist encounter, each was willing to learn from it. Julian’s single day in Murelaga was certainly tantamount to a shoreside visit, yet he maximized its potential. To my surprise, he even purchased a couple of tourist trinkets9 . 9 I cannot be sure whether he did so simply to have remembrances of the day or for more compelling reasons regarding his Basque interest. I recall him in a seminar at Chicago circulating a collection of tourist postcards that he had purchased in several parts of Mexico and Peru of young women in local folk dress. While the costumes were Indian the models were not. Rather, they were all Castillian beauties. Julian would later employ such insights when writing about race and ethnic stereotopy in Latin America (1967c).

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During his sea and land travels, Roosevelt sent back to the periodical The Outlook a series of articles which, taken together, constitute an excellent South American travel account. Julian, too, was at least positively ambivalent regarding the genre. After noting that his original publisher had insisted that much of the book’s theoretical underpinning be purged in the interest of sales, in the Preface to the second edition of The People of the Sierra Julian notes, Let us face it: we are all fumblers by Andalusian standards, but they envy our innocence even while they also take advantage of it. Impressions of this kind gave me my first leads to understanding the culture and social structure of Grazalema, but had I carried them no further I should have written only the travel book the publisher was hoping for and which, alas, I have laid aside for too long now to finish (Pitt-Rivers 1971:xvii, my emphasis).

Nevertheless, for both Roosevelt and Pitt-Rivers the consummate contribution was the scientific account resulting from genuine immersion in a topic on the frontiers of knowledge. The Roosevelt expedition mapped a river and collected specimens of species hitherto unknown to natural science; PittRiver’s work arguably founded an anthropological sub-discipline. In a fashion, Through the Brazilian Wilderness and The People of the Sierra are kindred texts in that the scientific importance of each far transcends its rich narrative of place. Bibliography Boissevain, Jeremy and John Friedl.1975. Beyond the Community: Social Process in Europe. The Hague: Department of Educational Science of the Netherlands. Douglass, William A. 1969. Death in Murelaga: Funerary Ritual in a Spanish Basque Village. Seattle and London: University of Washington Press. Douglass, William A. and Julie A. Lacy. n.d. Anthropological Angst and the Tourist Encounter, In Tim Wallace (ed.), Tourism and Travel: contributions from Practicing Anthropologists, National Association for the Practice of Anthropology Bulletin 23, forthcoming. Douglass, William A. and Pauliina Raento. n.d. The Tradition of Invention: Conceiving Las Vegas. Annals of Tourism Research, forthcoming. Greenwood, Davydd. 1977. Culture by the Pound: An Anthropological Perspective on Tourism as Cultural Commoditization. In Valene L. Smith Hosts and Guests: The Anthropology of Tourism. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Pp. 129-138.

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Lacy, Julie A. and William A. Douglass. 2002. Beyond Authenticity: The Meanings and Uses of Cultural Tourism. Tourist Studies 2(1):5-21. MacCannell, Dean. 1976. The Tourist: A New Theory of the Leisure Class. New York: Schocken Books. Nash, Dennison. 1996. Anthropology of Tourism. Kidlington, Oxford; Tarrytown: Pergamon. Pitt-Rivers, Julian. 1961 [1954]. The People of the Sierra. Chicago: University of Chicago Press. Pitt-Rivers, Julian.1967a. Contextual Analysis and the Locus of the Model. European Journal of Sociology VIII: 15-34. Pitt-Rivers, Julian. 1967b. La loi de l’hospitalité, Les Temps Modernes. June (253): 2153-2178. Pitt-Rivers, Julian. 1967c. Race, Color, and Class in Central America and the Andes, Daedalus 96 (2):542-559. Pitt-Rivers, Julian. 1968a. Basque. Encyclopedia Britannica. Vol. 3. Chicago, London, Toronto, Geneva, Sydney, Tokyo, Manila: William Benton, Publisher. Pp. 255-256. Pitt-Rivers, Julian. 1968b. The Stranger, the Guest and the Hostile Host: Introduction to the Study of the Laws of Hospitality. In John G. Peristiany (ed.) Contributions to Mediterranean Sociology: Mediterranean Rural Communities and Social Change. Paris, the Hague: Mouton and Co. Pp. 13-30. Pitt-Rivers, Julian. 1976. «Preface.» In Joseph B. Aceves and William A. Douglass (eds.) The Changing Faces of Rural Spain. New York: The Halstead Press, John Wiley and Sons. Pp. viii-x. Pitt-Rivers, Julian. 1983. Le sacrifice du tareau. Le Temps de la Réflexion 4:281297. Raento, Pauliina and William A. Douglass. 2001 The Naming of Gaming. Names 49 (1):1-35. Roosevelt, Theodore.1919. Through the Brazilian Wilderness. New York: Charles Scribner’s Sons. Smith, Valene L. (ed.). 1977. Hosts and Guests: The Anthropology of Tourism. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Trevor-Roper, Hugh. 1983. The Invention of Tradition: The Highland Tradition of Scotland. In Eric Hobsbawm and Terence Ranger (eds.). The Invention of Tradition. Cambridge: Cambridge University Press. Pp. 15-41. Urry, John.1990. The Tourist Gaze: Leisure and Travel in Contemporary Societies. London; Newbury Park: Sage Publications.

EL USO DE LA HISTORIA ORAL EN LA CONSTRUCCIÓN DE UNAS IDENTIDADES ACTUALMENTE CAMBIANTES EN LA FRONTERA HISPANO-PORTUGUESA1 William Kavanagh Universidad San Pablo-CEU. Madrid

Nota Preliminar Si hay una palabra que puede evocar todo lo que más admiraba de Julian Pitt-Rivers (y emularía si pudiera), esa palabra es «entusiasmo». Entusiasmo por todas las cosas diferentes que encierra la idea de «hacer antropología», entusiasmo por España y por los españoles, entusiasmo por la amistad. Aunque empleo esta palabra en su sentido actual, como avidez apasionada aplicada a cualquier empeño, quizás no esté totalmente fuera de lugar emplearla en su sentido original —«estar inspirado o poseído por un dios»— cuando se aplica a un maestro que tuvo su cátedra en la sección de «Ciencias Religiosas» de la Sorbona. *

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Hablando no hace mucho tiempo con uno de mis amigos —hubo un tiempo en que los llamábamos «informantes»— de los cambios que ha provoca1

Una versión anterior de este artículo fue publicada en inglés en Ethnologia Europaea 30:2.

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do en su pueblo de la frontera hispano-portuguesa el advenimiento de la llamada «Europa sin fronteras» (al menos sin fronteras internas), pensó un momento y me contestó pausadamente y repitiendo sus palabras: «Se puede quitar la puerta pero el marco se queda… Se puede quitar la puerta pero el marco se queda». Se nos ha dicho que las fronteras son lugares relevantes para entender algunas realidades, como el estado o la nación —ideas, abstracciones, «comunidades imaginarias», sin duda— pero dotados de un poder administrativo que tiene consecuencias prácticas muy reales para los que viven en ellos y, de forma muy especial, para los que viven en sus fronteras. Yo sugiero que tal vez pueda resultar interesante escuchar a los que viven en una de ellas, escuchar su historia oral —«las historias que cuentan sobre sí mismos»— para entender mejor cuanto hay de retórica en la «Europa sin fronteras» y cuanto es —o podría llegar a ser— una realidad. El trabajo de investigación que realizo desde hace tiempo en un sector de la frontera hispano-portuguesa tiene por objeto observar desde la distancia corta y en un punto específico, la largamente anunciada transmutación de las fronteras internacionales «internas» de Europa de «barreras» a «puentes». Aunque estas fronteras siempre han sido —y según mi amigo del pueblo fronterizo, siempre serán— un poco de las dos cosas. La zona de la frontera que he estado observando corresponde a la llamada raya seca, en el tramo comprendido entre la región portuguesa de Trásos-Montes y la comunidad de Galicia. Para ser más específicos, la investigación se reparte entre tres pueblos —uno en Galicia, cuyo territorio constituye una cuña que se adentra en Portugal, y los dos pueblos portugueses que quedan a cada uno de sus lados; uno de ellos a sólo dos kilómetros hacia el sur y el otro un poco más alejado, hacia el oeste. Los tres tienen aproximadamente la misma altitud y sus suelos y climas son iguales. El paisaje no cambia significativamente en la frontera. Lo mismo puede decirse de las lenguas que se hablan a cada lado, ya que el gallego del pueblo español no difiere mucho del portugués que se habla en estos pueblos de la frontera. Las casas más antiguas parecen idénticas a ambos lados y la mayoría conservan unos huecos en sus paredes (conocidos como las secretas) donde antes se escondía el contrabando cuando los guardas de la frontera venían a inspeccionar. Pero estos pueblos han tenido historias nacionales muy distintas y sistemas políticos y administrativos diferentes durante cientos de años, no es de extrañar, pues, que muchas cosas cambien radicalmente cuando cruzamos la frontera. Por ejemplo, en todas las celebraciones religiosas participa la gente de ambos lados. En las romerías están presentes los curas de los dos pueblos y se dicen dos misas, una en gallego y la otra en portugués. Lo mismo sucede en las procesiones, en las que nunca puede faltar el Sr. Cura del otro

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pueblo; pero la estética y el espíritu de estas ceremonias es muy diferente a cada lado de la frontera internacional. Los adornos de las andas de las imágenes de Cristo, la Virgen y los Santos de las procesiones gallegas son muy sencillos, mientras que los de las procesiones portuguesas son extremadamente elaborados. La música es también muy diferente a cada lado; los gallegos tocan gaitas y los portugueses no; los portugueses tocan el acordeón y los gallegos no. El hecho de que la emigración portuguesa se dirigiera preferentemente a Francia y a los Estados Unidos, mientras que la gallega lo hiciera a Alemania y a Suiza ha tenido como consecuencia que las casas nuevas construidas por los retornados den una apariencia distinta a los pueblos actuales de uno y otro lado. Pero algunas de las principales diferencias resultan «invisibles» a primera vista —son los aspectos en los que el estado administra las vidas de los ciudadanos, como la salud, la seguridad social, la educación, la justicia o los impuestos—. Hasta la hora cambia en la frontera, con los relojes de Portugal marcando una hora menos que los de España. Se ha dicho algunas veces que las fronteras son como «el tiempo escrito en el espacio». Esto es cierto, sin lugar a dudas, en el caso de la frontera entre España y Portugal porque, siendo una de las más antiguas de Europa al datar de la constitución de Portugal como estado independiente en el siglo XII, ha sufrido muy pocas alteraciones desde entonces. Pero esta no fue siempre una frontera pacífica como lo demuestran las numerosas fortificaciones que encontramos a ambos lados. Portugal cuenta con sólo una quinta parte del territorio de España y tiene una cuarta parte de la población de su vecino mayor. No es de extrañar que los portugueses hayan mirado siempre con cierto recelo hacia España, sobre todo desde aquel periodo de sesenta años (de 1580 a 1640) en que Portugal estuvo incorporado a la corona de España. Pero las cosas han cambiado mucho desde que los dos países ingresaron en la Unión Europea (entonces llamada «Comunidad Europea) en el mes de enero de 1986; han mejorado las comunicaciones, se han construido nuevas carreteras y nuevos puentes entre los dos países que ocupan la Península Ibérica y que antes vivieron durante muchos años dándose la espalda, ignorándose, al menos en lo que a las relaciones Lisboa-Madrid se refiere. Lo que pasaba en la frontera, mientras tanto, era un asunto diferente. Las regiones fronterizas son a menudo zonas periféricas de regiones periféricas. El propio nombre de Trás-os-Montes («detrás de las montañas») sugiere el aislamiento y marginalidad de la zona, mientras que a Galicia se le ha caracterizado en el pasado como «pobre, húmeda y de difícil acceso». Las dos son regiones agrícolas con poca industria y comunicaciones deficientes. El único cambio que se ha producido en este tramo de la frontera desde el siglo XII hasta hoy tuvo lugar en el año 1864 cuando Portugal y España firmaron un tratado por el que se entregaba a Portugal un pueblo que antes es-

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taba dividido por la mitad por la línea fronteriza, dejando la frontera unos cientos de metros más al norte. Esto se hizo expresamente para controlar el contrabando pues, al haber allí muchas casas que tenían dos puertas, una que daba a España y la otra a Portugal, resultaba inevitable y estaba a la orden del día. Este pueblo estuvo clasificado como povo/pueblo promiscuo y está documentado como tal desde principios del siglo XVI, por lo menos. Una característica de las fronteras es que son zonas liminales en las que se puede más fácilmente eludir el control de las autoridades. En tiempos convulsos la frontera representa la salvación de los perseguidos. Durante la Guerra Civil española salvaron bastantes la vida por cruzar la frontera a tiempo. De igual modo, los portugueses que querían evitar el servicio militar huían con frecuencia a España. Aún después de terminar la contienda española había muchos españoles viviendo en pueblos portugueses a lo largo de la frontera, unos porque habiendo sido clasificados como políticamente sospechosos por el régimen de Franco vivían allí simplemente por seguridad, mientras que otros operaban como maquis anti-franquistas; cruzaban la frontera para asesinar a miembros de la Guardia Civil y a jefes locales de la Falange y regresaban luego a sus bases de Portugal. En algunos casos el hecho de que la Iglesia sea la misma en los dos lados puede resultar útil. Una mujer de Galicia cuyo marido murió en la Guerra Civil recibe una pensión de viudedad desde entonces por ese concepto, pero lleva muchos años viviendo con otro hombre del pueblo sin perder su condición de viuda ni su pensión; la explicación es que la pareja se casó en la iglesia del pueblo de al lado, en Portugal, y así ella sigue viuda ante al estado español mientras que ante la Iglesia Católica y sus vecinos la pareja no está «viviendo en pecado». No hace mucho tiempo una joven pareja de portugueses se casaron en la iglesia del pueblo gallego y partieron de inmediato a los Estados Unidos, separadamente. La mujer no tenía dificultad para obtener un visado de entrada puesto que sus padres vivían y trabajaban ya allí y ella era oficialmente soltera. El marido estaba en las mismas circunstancias. De haber solicitado visados como nuevo matrimonio hubiese resultado mucho más difícil obtenerlos, por lo que celebrar la boda en España supuso que ni el Estado Portugués ni las autoridades de inmigración norteamericanas conocieran la situación real de la pareja. De todas maneras, es el contrabando más que cualquier otra circunstancia lo que define la tendencia de los naturales de la frontera a vivir al margen de las leyes nacionales. El contrabando es una actividad culturalmente aceptada en la frontera. «Era estupendo», me decía una mujer portuguesa hablando de sus años de contrabandista cuando tenía entre catorce y dieciocho años que se fue a trabajar a París; me contó que hacía varios viajes cada noche transportando mochilas de entre veinticinco y treinta kilos llenas de whisky

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y de tabaco, incluyendo la parte que nunca le contó a su madre; una vez los guardas le dispararon. La gente de la frontera construye mucho de sus vidas en torno a su relación con los «extranjeros». En este sentido la frontera es un puente y no una barrera. Para ellos, las leyes que se oponen al contrabando están hechas por políticos lejanos, insensibles a las realidades locales de la frontera; las ven injustas e injustificadas. Los pueblos de la frontera constituyen una unidad «nosotros» para la que las autoridades son «ellos», sobre todo sabiendo, como saben, que los agentes oficiales se han aprovechado también de su comercio ilegal. Mucha gente de estos pueblos y de los dos lados cuenta casos como el de haber visto confiscados en la frontera un par de zapatos que llevaban para su niño y haberlos vuelto a ver al día siguiente en los pies del hijo del guardia que se los confiscó. Al parecer, los guardias se guardaban la mayoría de lo confiscado, ya fuese unos cuantos kilos de arroz, macarrones o cargas de mucha más importancia. Un hombre me dijo que a él le habían quitado una vez quinientos kilos de plátanos que transportaba y que lo que más le molestó fue que él había tomado previamente la precaución de sobornar al cabo que estaba a cargo de la frontera en aquel momento, aunque admitió que seguramente fue gracias al soborno por lo que al final le dejaron quedarse con la mitad de la carga. La gente portuguesa cuenta historias de haber tenido que vender las tierras que tenía en el lado de España a causa de las dificultades que les causaba su propia guardia fronteriza. Además de requerir un permiso especial para poder cultivarlas con derecho a cruzar la frontera sólo en las horas de día, les confiscaban muchas veces la cosecha que traían a casa, con el menor pretexto. Algunos dijeron que los únicos que podían pasar sin riesgo eran los contrabandistas, con tal de que pasasen a pagar los correspondientes sobornos a los guardias. Existen muchas historias relacionadas con el abuso de poder de los guardias de ambos lados, así como con su frecuente brutalidad. Una mujer gallega casada con un portugués me contó cómo el día después de celebrar la boda en su pueblo, acompañó a su marido a visitar a unos parientes al pueblo más cercano de Portugal y fue parada en la frontera y obligada a regresar a casa sola mientras que su marido pasaba. Me dijo que ella no supo que tenía derecho a entrar en Portugal como esposa de un portugués hasta que le contó el incidente al Sr. Cura. Otros comentaron que cuando se celebraba una fiesta en alguno de los pueblos, los guardias de la frontera les impedían a veces el paso. También había multas por «cruzar la frontera clandestinamente»; un gallego me dijo que a él le habían multado varias veces al cruzar la frontera porque a los guardias «les dio la gana».

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Aunque los guardias portugueses y los españoles eran malos por igual, según la gente, y estaban igualmente dispuestos a confiscarles cualquier cosa que intentasen pasar, los guardinhas portugueses eran, además, los más inclinados a golpearles. Preguntados por qué creían que era así, me respondió un portugués: «Porque eran más pobres, más atrasados». Otro portugués me dijo que una vez, cuando él tenía quince años, le paró la Guarda Fiscal en la frontera y le acusaron de contrabando; dijo que, aunque no llevaba nada, un guardinha le golpeó en la cabeza tan fuerte que quedó inconsciente; cuando su familia fue a quejarse, el responsable del puesto le preguntó al guardia implicado por qué le había golpeado al chico tan salvajemente. «Porque creí que era un español», contestó el guardia, y fue expulsado del cuerpo. Otras historias hablan de contrabandistas abatidos a tiros en la raya por los guardias. Un gallego tuvo más suerte: me contó que una vez su grupo de contrabandistas fue hostigado por una patrulla de guardinhas en la frontera, y mientras sus compañeros huyeron en distintas direcciones eludiendo el arresto él intentó sobrepasarlos y uno de los guardias le disparó en los testículos, aunque por suerte sin sufrir daño permanente. Lo que más rabia le dio, me dijo, es que «ya había entrado unos doscientos metros en España, donde los guardinhas no tienen ninguna jurisdicción. Mucha gente dice que a los guardias de la frontera «les odiaba todo el mundo». Uno podría, desde luego, confiar en una intervención divina para salvarse de la ira de la guardia fronteriza. Hay un mural espléndido en la pared interior de la iglesia del pueblo portugués más próximo a la frontera que representa a tres guardias portugueses a caballo y a galope tendido; el objeto de su persecución no se ve, pero la leyenda habla de la milagrosa huida de un contrabandista gracias a la intervención de San Antonio. Sin embargo, existe un número elevado de vecinos de ambos lados que hay permanecido algún tiempo en la cárcel (por lo general no más de un mes) a causa de sus actividades como contrabandistas. Como «constante antropológica» de la Península Ibérica podría afirmarse que las personas del pueblo más próximo son siempre los «enemigos» y rivales de uno en la medida en que son sus iguales. Consecuencia de esto, los del pueblo siguiente al de los «enemigos» tradicionales son considerados «amigos» por la simple lógica de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo», principio que se aprecia de manera evidente en estos pueblos de la frontera. Esta circunstancia complica un tanto el empeño por descubrir lo que en cada lado de la frontera se piensa de «el Otro». Es común que la gente hable de los del otro lado con ambigüedad, a veces con admiración y otras con desdén. En muchos sentidos parecen tratarse como simples vecinos sin tener en cuenta la frontera política. Así, cuando los del pueblo gallego hablan mal de sus vecinos portugueses, descubrimos que dicen las mismas cosas que cuando se refieren a sus otros vecinos del siguiente pueblo bajando

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por la carretera, que son gallegos. Como no podría ser menos, los del segundo pueblo portugués (por naturaleza archi-enemigos de los del primero) son gente estupenda entre quienes se cuenta con los mejores amigos. Sin embargo, cuando preguntamos a la gente qué piensa de los del otro país en general, sin especificar de qué pueblo, muchas veces el desagrado mutuo es la primera respuesta. Los gallegos dicen que los portugueses a primera vista parecen muy formales pero que cuando se les conoce mejor, son falsos. Los gallegos dicen que los portugueses son «atrasados, pequeños de estatura y de orejas grandes»; los portugueses dicen que los gallegos son «vociferantes y estirados». Los estereotipos brotan con rapidez: «Los portugueses son pobres». «Los gallegos no trabajan», según los portugueses, «no hacen más que vivir de las pensiones y de los subsidios de desempleo», «nunca te puedes fiar de un gallego», según los portugueses. «No te puedes fiar de un portugués», según los gallegos, «son como los gitanos». «Los gallegos pegan a sus mujeres» dicen los portugueses; «los portugueses pegan a sus mujeres» dicen los gallegos, etc. etc., aunque algunos añaden la oportuna observación: «seguro que ellos dicen lo mismo de nosotros». Cuando se pregunta a alguien si le gustaría que un hijo o hija suyo se casase con alguien del otro lado, la respuesta más frecuente es: «No, porque son muy distintos de nosotros». A las fiestas de los pueblos asiste gente de ambos lados de la frontera, pero los gallegos dicen que a los portugueses les parece que no ha habido fiesta si no perece alguien durante el día. En apoyo de esta afirmación citan el caso de un hombre del pueblo gallego que «hace muchos años» fue asesinado cuando asistía a la fiesta del primer pueblo portugués. Los portugueses, por su parte, dicen que la mayor violencia se produce en las fiestas de los gallegos. Hablando de los vecinos portugueses más próximos los gallegos dicen: «La mejor persona de X es Jesús y hasta él está entre rejas» refiriéndose a una imagen de Cristo que hay en una capilla a la entrada del pueblo con una reja en la ventana. Unos gallegos me dijeron que los portugueses no celebran la festividad de Santiago (patrón de Galicia) porque este santo fue un portugués que «escapó» de (un supuestamente inferior) Portugal a (un supuestamente superior) España. Según los portugueses los gallegos nunca pueden ser tan generosos como ellos, pero los gallegos ilustran lo contrario con la historia de un portugués que invita a unos gallegos a comer; aunque les sirven muy poco, ellos se mantienen con esperanza al oír que el hombre de la casa le dice a su mujer: «saca el pollo», hasta que se dan cuenta de que se trata de un animal vivo que van a sacar sólo para que aproveche las pocas migas que han caído de la mesa. Este cuento legendario se cuenta en muchos otros lugares y el protagonista suele se un «hombre pobre», pero en la frontera se convierte en «el Otro». Algo parecido ocurre con la historia de una mujer —de nuevo portu-

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guesa, porque el cuento lo contó una gallega— que estaba en la iglesia hablando a la imagen de San Antonio. La mujer se sentía enfadada con el santo porque llevaba mucho tiempo pidiéndole un marido sin obtener resultado. En su enfado y frustración arroja una piedra y la imagen que es antigua y de madera deja escapar una nubecilla de polvo: «Ay San Antonio Bendito, tu ahí echando humo sin arder y yo aquí ardiendo y sin echar humo». La misma historia la cuentan los portugueses, solo que la protagonista es, desde luego, una gallega. Incluso las historias aparentemente verdaderas subrayan a menudo su mutuo desdén. Esta, por ejemplo: Un gallego estaba trabajando en una tierra suya junto a la frontera cuando un portugués desde la tierra de al lado comenzó a insultarle. El gallego le advirtió que tuviese cuidado con lo que decía o le haría probar los efectos de una escopeta que tenía consigo pues había estado cazando conejos. El portugués se inclinó y, mofándose, le dio la espalda, entonces el gallego echó rápidamente mano del arma y le descerrajó un tiro en el culo. El portugués lanzó un grito y cayó al suelo y el gallego, dándose cuenta de lo que había hecho —seguro de que lo había matado— corrió hasta el pueblo y fue a preguntar al alcalde qué debía hacer. El alcalde le preguntó si le había disparado en España o en Portugal; cuando el hombre respondió que «en Portugal» dicen que el alcalde le dijo: «Ah, entonces no tienes de qué preocuparte. Que le entierren los portugueses». Pero ahí no termina la historia porque, por suerte, el portugués no estaba muerto y consiguió llegar cojeando hasta el pueblo siendo conducido al hospital y operado, con lo que pudo sobrevivir. No hizo ningún intento de emprender acción legal alguna contra el gallego. Aquí la explicación varía. Algunos dicen que su orgullo quedó más herido que su culo y temió convertirse en objeto de guasa si contaba a la policía lo ocurrido, otros destacan más bien que las consecuencias legales de cualquier crimen u ofensa cometidos a cualquiera de los dos lados de la frontera pueden fácilmente evitarse cruzándola. Se cuenta que un vecino del pueblo gallego, conocido contrabandista, escapó a Portugal hace algunos años cuando la policía vino a buscarle tras descubrir monedas portuguesas entre la chatarra que decía importar de otro lugar de España. El prematuramente jubilado contrabandista se dirigió luego a Brasil, donde se dice que vive felizmente. La impunidad que ofrece la frontera queda ilustrada además en otro ejemplo. Los mozos del pueblo portugués más próximo habían emprendido una pelea a pedradas —al parecer, un entretenimiento frecuente los domingos por la tarde cuando hace buen tiempo— con los del pueblo gallego. Los guardias de la frontera generalmente hacían caso omiso de tales peleas, pero en esta ocasión un joven gallego disparó varios tiros con la pistola de su padre hacia Portugal durante las escaramuzas juveniles de aquel domingo. Esto fue demasiado para el teniente de la Guarda Fiscal quien se presentó en el

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pueblo de Galicia para tener unas palabras con su colega español. El teniente de la Guardia Civil hizo venir a su oficina a todos los pendencieros mozos implicados en el incidente fronterizo y les echó una gran bronca en presencia del colega portugués. Sin embargo, en cuanto el portugués hubo salido, se dice que el teniente les dijo a los muchachos: «Bien hecho chicos, a ver si la próxima vez les dais más fuerte». La historia anterior pone una vez más de manifiesto uno de los elementos que se repite en muchas otras —la actitud ambivalente de la policía de fronteras en sus relaciones a la vez con sus colegas del otro país y con sus propios compatriotas—. Aunque tanto la Guardia Civil como la Guarda Fiscal tenían poder sobre ciertos aspectos de las vidas de la gente, nunca se integraron en las sociedades de los respectivos pueblos ya que eran, en el caso de la Guardia Civil siempre y en el de la Guarda Fiscal casi siempre, forasteros. La gente se quejaba de que mientras ellos tenían dificultades para pasar la frontera y aún mayores para traer cualquier cosa consigo, los guardias la cruzaban con libertad y se traían lo que querían. Pero la vida de los guardias también podía ser peligrosa. Un portugués del pueblo más próximo me contó cómo su abuelo, guardia fiscal destinado en su propio pueblo, fue muerto en la raya. La versión del nieto cuenta que su abuelo guardinha había conseguido cierto grado de infiltración entre un grupo de contrabandistas pero que cuando intentó arrestarlos mientras cruzaban la línea hacia Portugal pudieron más que él y le mataron. Parecer ser que muchos años más tarde un gallego viejo perteneciente al grupo de contrabandistas que mató al abuelo, confesó al portugués «con lágrimas en los ojos» que él sólo había golpeado al guardia disfrazado en defensa propia, sin intención de matarle. Se cuenta que una vez un guardia que era nuevo se negó —increíblemente— a aceptar cualquier soborno y que incluso intentó arrestar a alguno de los contrabandistas que habitualmente pagaban comisión a sus colegas por «mirar para otro lado». Se dice que sus compañeros le explicaron de inmediato —y a punta de pistola— las reglas del juego, después de lo cual estuvo dispuesto a aceptar su parte como todos los demás. El relato de esta historia implica que a los policías no-corruptos se les considera arbitrarios y crueles por intentar detener lo que era «comercio limpio», mientras que los corruptos eran más humanos y mucho más razonables. Siempre hay que desconfiar de las autoridades, menos cuando demuestran ser humanos. Los del pueblo gallego cuentan con mucha risa que una vez unos mozos les robaron las pistolas a unos guardias portugueses que estaban borrachos. Sus colegas españoles se las devolvieron «con mucha guasa». Otra vez, uno de los gallegos fue detenido en la frontera por los guardias portugueses como sospechoso. Con la excusa de enseñarles dónde tenía escondido el contrabando, el gallego indujo a los portugueses a penetrar en España echándolos en brazos de la Guardia Civil quienes mandaron a los guar-

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dinhas a «freir espárragos» diciendo que no tenían derecho a arrestar a nadie en territorio español. En este caso se echó mano de una autoridad para contrarrestar a la otra. Un nuevo episodio que ridiculiza a la guardia fronteriza me lo refirió una mujer portuguesa. A una tía abuela suya le pilló la Guarda Fiscal trayendo dos docenas de huevos de España en una cesta. Mientras la conducían hasta al cuartel para hacerle pagar una multa —parece que una cantidad determinada por cada huevo confiscado— la mujer iba pensando desesperadamente cómo deshacerse de ellos. No podía tirarlos al suelo sin más porque uno de los guardias caminaba delante y el otro detrás de ella. Lo que hizo fue tomar los huevos uno por uno, beber su contenido discretamente envuelta en sus toquillas y dejar caer los trocitos de cáscara poco a poco sobre la hierba alta sin que los guardias se dieran cuenta de lo que hacía. Cuando llegaron al cuartel, la mujer ya no llevaba nada y los guardinhas tuvieron que dejarla ir sin pagar multa. Estos relatos ilustran lo que considero que es una de las características principales de las relaciones inter-fronterizas. Mientras que por una parte la gente de ambos lados puede dar razones de peso para explicar por qué desprecian a los del otro país —algunos se definen como superiores al «Otro» considerado como «inferior»— los dos grupos comparten el mismo interés en burlar a la autoridad. Puesto que el contrabando es, o era hasta hace poco, muy rentable, existe una desconfianza común en la autoridad que liga a todas las gentes que viven en la frontera. Dicen que había confiança y todos eran buenos socios: «El dinero nunca cambiaba de manos en la frontera», se entregaban las mercancías y los pagos se hacían más tarde. Durante la Segunda Guerra Mundial los alemanes usaron una mina que hay cerca del pueblo gallego como tapadera para pasar wolframio, necesario para fabricar bombas y aviones, de Portugal a España. Como aliado más antiguo de Gran Bretaña, Portugal no podía exportar el wolframio directamente a Alemania, por eso se pasaba el mineral a España de contrabando y desde aquí se exportaba legalmente a Alemania. Por las noches, grupos de entre sesenta y cien hombres transportaban los sacos cargados de mineral a lomos de burros y caballos. Los portugueses traían el wolframio hasta la frontera y los gallegos lo acercaban hasta la mina. Los guardias de ambos lados estaban sobornados y miraban hacia otro lado (aunque sólo en sentido figurado pues, como el soborno consistía en un porcentaje sobre la carga, los guardias solían contarlas siempre). Al día siguiente los sacos de mineral se cargaban abiertamente en los camiones encargados de transportarlo. Los hombres que trabajaron en la mina en aquella época dicen que la cantidad de wolframio que se extraía de la mina gallega era minúsculo en comparación con la cantidad de mineral que se exportaba como procedente de ella.

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Estos «trabajos nocturnos», como ellos los llaman, podían resultar muy rentables para los del pueblo, pero tenían sus inconvenientes. Uno de los médicos locales me confió que había detectado una incidencia mayor de cirrosis entre esta gente, sobre todo entre las mujeres que trabajaron durante mucho tiempo como contrabandistas. El médico echaba la culpa a la cantidad de coñac que necesitaron beber para combatir el frío de la noche mientras realizaban estas actividades. Una de las historias más interesantes es la de la banda de Juan. Este Juan era un gallego que fue miembro del Parido Socialista antes de la Guerra Civil y tuvo que huir a Portugal para salvar la vida cuando las fuerzas nacionales tomaron el control. Juan y su banda de maquis antifranquistas —compuesta por gallegos y españoles de otras partes del país, me indican con énfasis— hicieron su guarida en Portugal a unos pocos cientos de metros de la frontera, la cual cruzaban para «robar a los ricos fascistas». Los del pueblo gallego hablan de Juan como una buena persona, una especie de Robin Hood. De Juan se dice que eludió la captura un montón de veces vistiéndose de mujer. Ambiguo en más de un sentido, Juan era admirado por su capacidad de moverse con libertad a través de la frontera y también por ser capaz de burlar a las autoridades de ambos países. Pero al final se descubrió su escondite, hubo un tiroteo tremendo —que duró dos días, dice la gente— y el ejército portugués empleó fuego de mortero para derruir la casa. La mayoría de los componentes de la banda perecieron, pero dos lograron huir vivos de la casa —uno era Juan y el otro un joven llamado Enrique—. Juan logró llegar hasta la frontera, pero justo en la raya fue abatido por el teniente de la Guardia Civil que le esperaba apostado. Enrique fue capturado, pasó unos años en la cárcel y fue liberado. Hoy, con más de ochenta años, es concejal del Partido Socialista en el Ayuntamiento. Todos en el pueblo están de acuerdo en que Enrique es una buena persona. Hasta hace poco tiempo la gente de un lado y del otro de la frontera me decían que lo de la «Europa sin fronteras» era algo que nunca llegarían a ver en sus vidas. La frontera siempre ha estado presente como realidad políticoadministrativa impuesta desde fuera. Hace sólo unos pocos años era casi imposible mantener una conversación de una hora con nadie de estos pueblos sin tocar el tema de la frontera. Cuando se hablaba del pasado, cuando se hablaba del presente, cuando se hablaba de casi cualquier cosa, la frontera aparecía siempre por algún lado. Pero ahora, la vigilancia aparentemente eterna de los puestos fronterizos ya no está allí; los guardias —a veces brutales y a veces no, pero siempre presentes— han desaparecido; las cadenas tendidas sobre las carreteras se han eliminado y lo que antes eran caminos de herradura se han convertido en auténticas carreteras asfaltadas. Como símbolo de los nuevos tiempos hace poco se celebró la boda de una joven lugareña portuguesa con un joven lugareño gallego ¡en la misma frontera!

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Se han producido muchos cambios en los últimos años, y no todos positivos desde el punto de vista de la gente local. En primer lugar y a pesar de todos los inconvenientes, incluidos los peligros para la propia vida e integridad física de vivir allí, la existencia de la frontera proporcionaba a esta gente su principal fuente de ingresos. En el boletín mensual que edita el cura de los dos pueblos portugueses, lamentaba que la desaparición de la frontera acarreara «la pérdida de la principal actividad económica, fuente de empleo y de riqueza de estos pueblos, que era el contrabando». El contrabando ha desaparecido a excepción de los movimientos de drogas, como heroína y cocaína, que la mayoría no consideran comparable al «comercio limpio» del pasado. Otro aspecto del cambio es que ninguna de las dos economías se encuentra tan aislada como antes. Esto afecta a los portugueses de forma particular, porque al tener menos competencia con la frontera cerrada se permitían ser menos eficientes que las empresas españolas al otro lado de la raya. Por ejemplo, un portugués dueño de un pequeño taller de soldadura (oficio que aprendió en Alemania donde vivió unos cuantos años) dice que él prefiere comprar el material en Galicia, no porque la calidad sea mejor, sino sencillamente porque los españoles le resultan «más responsables». Según él, los españoles entregan el material cuando han dicho, mientras que los portugueses ni siquiera se molestan en entregarlo; tienes que ir a sus almacenes a por ello. Se queja de que cuando hace poco amplió su negocio y tuvo necesidad de contratar a un par de ayudantes, no le fue posible encontrar ni en su pueblo ni en los alrededores un solo mozo que quisieran trabajar de soldador para aprender el oficio, pero no tuvo dificultad en encontrarlos en el pueblo gallego. Su mujer añadió que ahora que su marido tiene ayudantes españoles, «hasta los clientes de Portugal le toman más en serio», aunque añadió que a algunos del pueblo no les había gustado, pues «que tengan que venir buenos trabajadores de Galicia pone en evidencia la pereza de los portugueses». Más siniestros fueron algunos rumores que circularon entre los portugueses de la raya poco tiempo después de eliminarse las fronteras en 1992. Uno de ellos, verdadero hasta cierto punto, era que a algunas chicas de familias humildes de la raya se les engañaba con promesas de un trabajo en Galicia y luego se las drogaba y se las mantenía presas en algún burdel de carretera obligadas a ejercer la prostitución. El otro rumor hablaba de que unos españoles con «coches muy potentes» estaban robando niños en Portugal «para quitarles los órganos». El nivel de histeria llegó hasta tal punto que el cura de uno de esos pueblos me dijo que había parado su coche —por cierto un Mercedes, pero con matrícula portuguesa— en otro pueblo para hablar con unos niños, cuando vio cómo era rodeado de repente por gente airada armada con palos. Por suerte, le reconocieron a tiempo.

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Ocho siglos no se pueden borrar en unos pocos años. Como dice mi amigo: «Puedes quitar la puerta, pero se queda el marco». Mientras que estas gentes de la frontera admiten que ahora sus relaciones con los del otro lado son mucho más fluidas que en el pasado, que hay «mais confiança», sigue estando claro que las fronteras nacionales demarcan una identidad colectiva. Hay que tener en cuenta que en este sector de la frontera Hispano-Portuguesa los conceptos de «nación» y «estado» coinciden mucho más ajustadamente que en los sectores vasco y catalán de la frontera Hispano-Francesa. El estado-nación se nos presenta aún como «la primera fuente de prestaciones sociales, orden, autoridad, legitimidad, identidad y lealtad». La conclusión inevitable parece ser que la tarea de «construir Europa» o incluso «la Europa de las regiones» en este sector particular de una de las «fronteras internas» de Europa puede no ser tan fácil o rápido como algunos pueden esperar —y otros temer.

«NO SÓLO LA CIUDAD TIENE MURALLAS». LA MURALLA DE ÁVILA, DESDE DENTRO María Cátedra Universidad Complutense. Madrid

Yo creo que esta ciudad no tiene explicaciones que sirvan a la gente, mientras otras ciudades están muy estudiadas y muy regladas y muy... pues ésta, al no tener esas referencias, pues la gente tiene unas relaciones muy primarias con la ciudad, muy primitivas, muy poco elaboradas (...) al no haber una cultura popular, al ser una cultura limitada y no haber esas explicaciones, pues esta es una ciudad que no está explicada, entonces la gente no tiene donde echar mano (...) hay los tópicos de medio pelo, interpretaciones cutres (...) Yo creo que sí está elaborada, que sí que está elaborada materialmente, que tiene mucho contenido y tiene mucha consistencia y tiene un sugerente... de las ciudades más claras que puedan existir en el mundo, lo que pasa es que a nivel local no hay esa cultura de la ciudad... (...) Esta ciudad sólo se ha hablado del centro, la historia oficial de la ciudad, la muralla llena toda la página y es muy fácil para la oficialidad decir la muralla y ya no quiero saber nada más... como eso ha llenao... también para cualquier erudito que viniera de fuera a hablar de la ciudad, se le iba todo el discurso, si estaba dos días en Ávila, se le iba todo el discurso con las murallas, cualquier tío que venga aquí, nos ha hecho un perjuicio muy fuerte.

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El informante cuyas palabras he reproducido, un sensible y educado abulense, muy preocupado por su ciudad, protesta con vehemencia en este párrafo de la falta de cultura ciudadana, de la creación y manipulación de una historia, desde fuera y desde dentro, que se resuelve por la exaltación de algunos de sus símbolos, la ocultación de otros, ignorando el conjunto de una ciudad que en realidad es «clara», «sugerente» y «consistente». La muralla (el discurso oficial de la muralla) ha impedido una cierta lectura de la ciudad, suprime contradicciones, y en cierta forma esconde a los que la habitan, los aleja del mundo o como dirían algunos, los «encierra». Los abulenses son conscientes de este «encierro». Al poco de llegar a la ciudad uno de sus habitantes me contó con ironía lo que sigue: «Recuerdo el chiste que me parece que era en [el diario] Pueblo de Emilio Romero —sería él [el autor]—, estaba el dibujito de las murallas, un tío que se asomaba por las almenas y decía: «¡Ay va!, hay mundo» (reímos)». A esta pequeña broma se unió la intrigante e inquietante evocación que oí más de una vez a mi llegada a la ciudad de «No sólo la ciudad tiene murallas, la gente también»1. Este ensayo es una continuación de dos artículos anteriores. El primero, realizado conjuntamente con el historiador Serafín de Tapia, analizaba las imágenes mitológicas e históricas de las murallas de Ávila; en el segundo me he referido a las producidas por poetas, escritores y viajeros2. En estas páginas me propongo reflejar algunos significados de la muralla para los abulenses de la actualidad y también para aquellos originarios de la provincia o de otros lugares de la península que viven en la ciudad. Para los que la habitan la muralla ésta es tanto un límite físico, cuanto una construcción social y mental. Analizaré estos tres niveles e intentaré ofrecer una perspectiva de la influencia que tiene este importante símbolo en las vidas de la gente. I La distinción entre el nativo y el foráneo es importante porque para los nacidos en Ávila la percepción de la muralla no tiene el impacto que para los que la contemplan de mayores por primera vez. La muralla produce impresión a los que vienen de fuera de la región como en el primer caso, y mucho 1 En los primeros días de 1987 comencé mi trabajo de campo en Ávila que realicé permanentemente desde mayo de ese año hasta septiembre de 1988 e intermitentemente durante varios años. Julian Pitt-Rivers vino a visitarme allí unos días mientras lo realizaba y recorrimos sus murallas; a él está dedicado este ensayo. Sobre Ávila, entre otras publicaciones, véase Cátedra (1997 a). 2 Véase M. Cátedra y S. de Tapia (1997) y M. Cátedra (1997 b). Serafín de Tapia ha leído (tan sabiamente como acostumbra) este ensayo.

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menos en el segundo y tercer comentarios, respectivamente de un pueblo de la provincia cercano y de la propia ciudad: Es impresionante, es impresionante, me impactó, lo primero porque a mí me gusta, me gusta el arte, sí, me gustó, hombre para vivir... pero para visitar, yo a las amigas japonesas les dije: «hombre no os podéis ir sin conocer Ávila, sin conocer Granada y sin conocer Toledo». Bueno yo creo que no hacemos caso de las murallas, sobre todo viviendo en la provincia y siendo de un pueblo cerca pues lógicamente creo que las murallas no impactan tanto porque se conocen desde siempre, es una cosa con la que prácticamente has nacido. ¿Quién se da cuenta que [las murallas] son especialmente bonitas? Los que vienen de fuera, que se maravillan de lo que aquí; los de dentro, los de dentro nunca hemos encontrado expresiones...

Así para los que han nacido y vivido en la ciudad la percepción de la singularidad de la muralla es algo que se adquiere con los años, con la experiencia desde el exterior y una «disposición de observación». Se precisa de cierta distancia: Ávila es una ciudad muy bonita, pero yo no la descubierto hasta muchisimo después, sí, y me parece que es el caso de mucha gente, yo eso lo he analizado después. Cuando tu te estás moviendo en un entorno continuamente, tu te estás moviendo en esta cocina continuamente y a lo mejor no te has parado a pensar en una cuestión que yo, nada más entrar, la capto porque vengo con otra disposición de observación... La gente que sale fuera piensa más en las murallas, mucho más. Yo estuve 5 años en Salamanca y a pesar de que era un ir y venir... mucho más frecuente, yo creo que es lógico, que te acuerdas mucho más de Ávila estando fuera de ella que...

Cuando el abulense ya no vive en Ávila aumenta el recuerdo y la morriña. La ciudad, en palabras de este informante, marca a sus habitantes, los «engancha»: A mí me parece una ciudad bonita y de hecho yo lo digo por ahí... los que son de Ávila o se sienten de Ávila no pierden... tienen mucha morriña por esta ciudad, pero mucha; incluso con gente que he hablado de fuera dicen: «es que los de Ávila yo no sé cómo sois, pero cada vez que habláis de Ávila parece que es una...». Y sí es cierto que tienes... es una ciudad que engancha. Como ciudad estética, a mí me gusta independientemente de todas las burradas arquitectónicas que, desde mi punto de

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vista, se han hecho (...) Ávila es una ciudad muy bonita, desde el punto de vista de que das tres pasos y te encuentras con algo totalmente distinto, y te encuentras de momento con el entorno de la muralla y te encuentras con que das tres pasos y estás frente a la catedral... es un entorno... y das otros tres pasos y te encuentras con otra iglesia... Ávila es una ciudad muy bonita y a mí me parece que está muy poco explotada turísticamente.

La muralla es definitivamente uno de los rasgos famosos de la ciudad, junto con sus santos (especialmente «la santa» —santa Teresa—) y quizá también sus célebres yemas. El primer informante alude a las «cuestiones famosas» de la ciudad; el segundo se refiere a ellas y el último señala la importancia del limite físico (y se muestra más escéptico de otro límite) cuando le pregunto por el impacto de la muralla en la ciudad: Yo no tenía ninguna idea muy clara de las murallas, pero te podía decir que había tres o cuatro cuestiones famosas y que una de ellas en Ávila, la muralla. Sí, exactamente son dos temas distintos, aquí hay mucha más devoción, pero es lo que te decía al hablar de la muralla, nacemos con la muralla y nacemos con la Santa y entonces yo creo que el Teresianismo le llevamos dentro, tampoco es que en Avila los abulenses seamos muy expresivos... Hombre, lo más característico de Ávila está a la vista, ¿no? ... analizándolo con un mínimo de profundidad, un mínimo, ya te digo, hombre, marca un límite físico y casi todo el casco histórico o las grandes obras de nuestro casco histórico están dentro de las murallas, límite físico si hay, hay un límite físico en cuanto a la forma de construir, evidentemente no es igual esta casa que la que hay extramuros, por lo demás yo creo que no, yo creo que ya no hay esa diferencia que se pretende, «no, las murallas aquí...» la gente es la misma...

La percepción de la significación histórica de la muralla proviene de diferentes frentes y perspectivas. Gracias a su monumentalidad las murallas han servido como escenario cinematográfico de diversas películas de época lo que provoca el recuerdo de gente de cierta edad y estimula la percepción de su importancia histórica: ...tú estabas también en la película, con Sofía Loren y Frank Sinatra —Orgullo y pasión— yo estaba en el Instituto. Nos daban 10 duros. ¡Cuántos trabajamos de Ávila, 20.000 personas...! [venían] muchos camiones, en el año 56, [todos] vestidos de abulenses en el siglo XVIII, por la cosa de las murallas.

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Mucha gente de Ávila reconoce la importancia histórica de la ciudad y cuenta pequeñas narraciones históricas, con más o menos vaguedad, sobre la muralla o sus puertas, como en este caso, que relata una persona modesta y de edad, con mucha curiosidad: Tiene mucha historia Ávila, está ahí un arco que le llaman de la Mala Ventura, ¿sabes por qué le llaman de la Mala Ventura? pues que una vez había un rey y estaba mal con Ávila, no sé si era un rey o era un moro ... pues ahí fueron unos caballeros a dialogar con el rey no sé quien o moro —no me acuerdo bien ahora ya, se me ha pasado esto a mí de la memoria, es una pena porque me gusta a mí tanto la historia...— entonces los cogieron prisioneros y los hirvieron a todos en aceite, y entonces les llaman Las Hervencias y por eso se llama el arco de la Mala Ventura porque entonces aquellos caballeros tuvieron mala ventura (...) Luego está el arco de la Harina, que llaman el arco del Carmen, todos tienen su nombre por alguna cosa, el arco de la Harina es, allí la calle de San Segundo, ahí está el arco de la Harina que llaman, porque ahí daban las raciones de harina cuando aquellos racionamientos, todo tiene su misterio.

En la muralla se concentran jirones de la historia de la ciudad, antigua o moderna, imágenes que han quedado plasmadas en los nombres o motes que los abulenses adjudican a partes de la muralla o su entorno —en este caso a una escalera que construyeron presos después de la guerra civil, la de «la mala leche»: Las piedras de la muralla, o sea los cimientos de la muralla que hay ahora de piedra no estaba descubierto, eso lo descubrieron los presos. Todo el Rastro, del Mercado Grande hasta abajo lo descubrieron los presos... limpiaron todas las piedras de la muralla, se fue descubriendo toda la piedra que estaba toda de tierra... donde está hecha la escalera de la mala leche, la que hicieron los presos, cuando la guerra, porque está hecha con mala leche... No se ha preocupado la corporación [municipal] porque lo suyo es una escalera bien arreglada, una vez que está puesta, se echa un poco de cemento, se coloca... y está como la dejaron entonces, yo digo que a mala leche; yo no soy político ni tengo mala leche, pero está hecha a mala leche... y ... una calzada romana, está adoquinado, lo dejaron bien hecho.

Así pues la muralla es, definitivamente, la característica visual más importante de Ávila. En este comentario la muralla es equivalente a la propia ciudad, el símbolo de la propia identidad:

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Siempre. Ávila es la muralla y seguirá siendo la muralla mientras exista Ávila, yo creo que sí, que eso no lo perderemos nunca. Y además cuando sales ahí fuera todo el mundo te pregunta por la muralla, hablas enseguida de la muralla...

La muralla está presente en las más variadas actividades. Varios comercios y establecimientos se llaman La Muralla o Las Murallas (un restaurante, una constructora, una ferretería...) pero además la imagen de la muralla aparece en muchos otros lugares, industrias y objetos. La Junta de Semana Santa, por ejemplo, tiene como distintivo un dibujo de la muralla cuya imagen aparece en diversos artículos a la venta3. Lo mismo sucede con una coral local cuyos miembros se convierten en almenas de la muralla. También la Caja de Ahorros tiene como logotipo a la muralla y su dibujo está multiplicada en los más variados catálogos y publicaciones de la ciudad. Las reproducciones para el consumo turístico de Ávila se reparten entre imágenes de la santa y las de su conocida fortificación. Una tira cómica en el diario local tiene como protagonista a Alonsillo, un guerrero medieval en la ciudad amurallada4. Pero donde aparece con mucha frecuencia es en el lenguaje cotidiano. Las murallas parecen ser claves en la orientación espacial de los abulenses, un hito espacial de la ciudad («en la misma pared contra las murallas se hacía el mercado», «de murallas para acá», «fuera/dentro de las murallas») y también un marco de celebraciones («el paso [de la procesión] con las murallas da gusto verlo, es precioso»). Es también el rasgo más clave de Ávila; una pregunta típica a un abulense fuera de su ciudad es si vive «fuera» o «dentro» de las murallas. Los abulenses conocen el impacto de este símbolo de identificación frente al exterior, probablemente aumentado por su clasificación como Patrimonio de la Humanidad. Así la vendedora de un comercio me contaba un día que había pensado un slogan para Ávila que aludía a su carácter internacional: «Murallas del mundo, disfrútalas». Las murallas configuran pues una ciudad con sus características únicas y su singularidad. La cercanía de Madrid provoca en muchas ocasiones la comparación con la gran ciudad, un tipo de vida y de ciudad muy diferente. Una joven me comentaba que «en Ávila la gente se mira a la cara, en Madrid no» para indicar que es una ciudad habitable y humana. Por su parte un hombre se refería a que la ciudad había conservado las murallas en un tiempo en que las demás habían sido destruidas. Y me decía así: 3

«La Junta de Semana Santa se ha potenciao muchisimo, ha sacao hasta insignias, ha sacao (...) [¿cómo se decide eso?] pues la directiva, están todos los días reunidos... medallas de oro, pisapapeles de alabastro con la medalla, con la muralla y el Cristo.» 4 El autor es José Luis Serra, que firma como PPT. La tira se publica en El Diario de Ávila y algunos de esos dibujos los recoge la publicación Alonsillo (1988).

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Claro, pero yo pienso una cosa, mira o vivimos en Ávila y tenemos que aceptarla como es, que es una maravilla, o de lo contrario no vivimos en Ávila, te vas a vivir a Madrid o Barcelona, o una ciudad totalmente distinta a la que realmente tenemos.

No todos sin embargo aceptan la ciudad de tal modo. Un tema común que surge en las conversaciones es el antiguo proyecto, nunca cumplido, de demolición de las murallas. Parece ser que a las murallas las conserva, simplemente, la pobreza: Aquí siempre se ha dicho que la muralla nunca ha dejado crecer a la ciudad, yo creo que eso es mentira...está claro que urbanísticamente la ha condicionao, ¿no? porque en determinadas zonas no se han dejao levantar demasiados bloques, pero yo no creo que la muralla haya impedido el desarrollo de la ciudad, la verdad es que no se tiró la muralla, según comenta este José Luis Gutiérrez Robledo —que me imagino lo conocerás—, parece ser que no la tiró el Ayuntamiento porque no tenía dinero a finales del siglo... cuando se tiraron las cercas medievales en toda España, gracias a Dios, afortunadamente, no tenía dinero y hoy se ha conservao y es un Patrimonio de la Humanidad.

Este proyecto sería una mera anécdota si no fuera porque las murallas tienen sus detractores antiguos y modernos entre muy diferentes tipos de gentes. Las limitaciones físicas y legales que provoca la muralla han sido consideradas tradicionalmente como algo negativo para los propietarios de casas, constructores y comerciantes e incluso para los propios albañiles: Hay gente que dice que las murallas le perjudica a Ávila, yo creo que no, que no perjudican a nadie [?] mucha gente, que si no fuera por la muralla, que dejaban levantar la vivienda más alta, se quejan los constructores, por ejemplo, que hay una altura máxima de tres pisos; eso decían, que si se cayeran las murallas, pero no lo han entendido, no tienen ni idea. Y los comerciantes también se quejan, que no pueden entrar dentro, que no pueden aparcar... La gente vivía aquí adentro, y además sin dar valor a las cosas buenas. Una muchacha que yo tuve se casó con uno, yo me pasé un día diciéndole que las murallas eran muy bonitas, pero él era albañil, y entonces decía que nada, que se tenían que tirar, que no se podían hacer las casas altas y que cuánto ganaría la población sin la muralla, eran muy cerraos, yo cuando menos eso lo noté...

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No sólo hay intereses materiales detrás de este deseo. Muy significativamente y con signo muy distinto, desde planteamientos políticos opuestos, se plantea también esta posibilidad: Los anarquistas sociales decían que la muralla era un cinturón que ahogaba la ciudad, que había que tirar la muralla.

Uno de los temas más repetidos es que la muralla aísla y encierra a los abulenses. Hoy sin embargo «encierra» a muy pocos. En los años cincuenta Ávila apenas llegaba a los 20.000 habitantes5 pero la mayor parte de ellos vivían dentro del recinto amurallado, si bien también se concentraba en su entorno, alrededor de la plaza de Santa Teresa —el llamado Mercado Grande— donde vivían los más ricos, y en la zona sur que habitaban los más humildes. A lo largo de la última mitad del siglo la zona amurallada ha ido perdiendo población e importancia social pese a que la población de la ciudad se ha duplicado con creces. Varias son las razones que se aducen para explicar este cambio. Los abulenses son conscientes que el abandono del centro histórico no es sólo un asunto local, pero culpan a los primeros que desertaron, los mejor situados económicamente: Yo no estoy de acuerdo y creo que habría que potenciar de alguna manera la rehabilitación de... pero pienso que ni a nivel autonómico ni a nivel central en ningún momento la administración puede asumir no solamente el tema de Ávila sino de un montón de ciudades que están en situaciones parecidas. Entonces habría que dar política municipal en algunos aspectos, no sé qué sistema habría que habilitar para facilitar la recuperación económica, a través sobre todo de las obras sociales, de las Cajas o de las entidades un poco más enraizadas con Ávila. Desde el año 60 esta parte histórica se está despoblando totalmente. Y pasa una cosa y es curioso que quienes ahora más protestan de cómo se ha despoblao esta zona, que eran las clases mejor económicamente de aquella época, han sido los primeros que se han ido, y ahora pro5 Ávila en 1846 contaba con 4.121 habitantes, 11.185 en 1900 y 20.261 en 1940. Los datos provienen del Instituto de Estudios de Administración Local (1951). Según la lámina VII, la mayor concentración de habitantes corresponde al recinto amurallado. Al duplicar la población el recinto amurallado se queda pequeño, como afirma este informante: «La vista general de Ávila con la torre de la catedral, que es como una picota que sobresale de la ciudad, si va ahí a la zona de los Cuatro Postes, esa vista, queramos o no, es muy bella y ese es el hecho, si dentro de la muralla no se ha permitido, la gente vaya saliendo fuera... una ciudad cerrada... no, mira, dentro de la muralla no pueden vivir los doce o catorce mil habitantes que tiene la zona, es casi un tercio de Ávila, y por supuesto los doce mil que hay de la carretera de Madrid p’acá».

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testan, eran titulares de negocios, cuando ellos, en los años 60 o últimos de los 50, buscaron la zona moderna de Ávila porque los pisos eran más cómodos, por lo que fuera, si ellos mismos hubieran rehabilitao su vivienda en aquella época, entonces hubieran sujetao un poco la despoblación total de...

La comodidad es la razón principal que se aduce para explicar el abandono del casco amurallado. El frío intenso de Ávila es en palabras del primer informante la causa del abandono del casco viejo. Las murallas «esconden» el sol y la gente busca el confort de las nuevas viviendas: Es que ha habido un momento en que mucha gente que vivía en la Calle Reyes Católicos ... que de pronto con frío, no nos entra el sol, pues hay que cambiar... Veinte años, en veinte años la gente ha dejado la muralla abandonada y se han salido fuera. Y han abandonado el Mercado Grande y el Mercado Chico y se han organizado por aquí y se ha cambiado... ten en cuenta que, dentro, aunque sean casas bonitas, la gente quiere portero automático, la calefacción que la enchufas, el portal bonito, que aquí hay mucha pobre gente que culturalmente... no hay mucha cultura aquí...

Parece difícil acudir al criterio del frío y la falta de sol en el recinto amurallado que se caracteriza por sus construcciones de baja altura en una ciudad con mucha luz6. El contraste entre la oscuridad de la catedral y la luminosidad de la ciudad aparece en los recuerdos de un hombre de la provincia que vivió de niño en un internado de Ávila: Aquí sólo recuerdo una misa solemne, cuando era muy pequeño, alguna vez que íbamos a la catedral. Alguna misa especial en la que celebraba el obispo con un montón de curas pues nos llevaban para allá, recuerdo la catedral mas bien de forma negativa, porque siempre en fila y no sé que, siempre llegábamos los últimos, y no veías na (...) A mí no me gustó nunca la catedral, me pareció tétrica, quizá el color, la oscuridad, es muy poco luminosa... [¿?] Yo en eso estoy deformao, primero porque me gusta la luz y segundo porque me encantan los atardeceres de Ávila y es

6 Si bien hay calles pequeñas y tortuosas que dejan pasar poco la luz a las viviendas inferiores. El abandono del recinto amurallado tiene una larga historia. Las monjas de la Encarnación lo abandonan a comienzos del XVI por la falta de intimidad, ruidos e intromisiones en su beaterio de la calle del Lomo (González y González, 1976). Sin embargo ello es debido al crecimiento demográfico de la ciudad que, en este siglo, llega a alcanzar los 13.000 habitantes.

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que Ávila tiene una luz especial (...) Y recuerdo había un cura aquí en Ávila que se llamaba A. P. que era el cura que más sabía de marxismo, era un auténtico genio, y él comentaba que coleccionaba atardeceres... yo viví en un colegio que era muy luminoso.

II Aparte de las comodidades, se ha producido un cambio en la extracción social de los habitantes de la ciudad intramuros. En sus comienzos como ciudad la muralla ha servido como marcador de las diferencias sociales7. Este sentido aparece en estos párrafos: Bueno, antiguamente de la muralla pa dentro estaba la gente de más categoría, con las casas adosadas a la muralla. Y en la parte de afuera, allá abajo, estaba la calle de los tejares, los alfareros y moros, por la parte del Rastro para abajo... hablamos del año 1300 y 1400. Ahora no, yo desde que tengo uso de razón Ávila está más o menos como está ahora. La gente estaba fuera de la muralla, el Mercao Grande era el punto más clave. El perímetro interior de las murallas, a excepción de esa zona norte que había un cachito, todo lo demás está ya cogido o bien por el clero, la iglesia, o bien por las familias nobles que se iban construyendo los edificios pegaos al interior de la muralla.

Sobre la persistencia de esta separación en la actualidad, los comentarios al respecto varían según la edad del informante. Los más viejos han vivido en muchos casos en la zona amurallada en su infancia, mientras que los más jóvenes han vivido fuera. La presión demográfica y el aumento de la calidad de vida son responsables de esta diferencia. Así los más mayores o los jóvenes tienden a pensar en términos de su propia experiencia (que la gente vivía dentro o fuera de las murallas). Ambos grupos sin embargo están de acuerdo en que Ávila se ha «desparramado» en pocos años. La muralla contiene zonas muy dispares en términos sociales —algunas partes del recinto amurallado (principalmente el barrio de San Esteban) han tenido, hasta hace pocos años, una población modesta o mixta—. Sin embargo la construcción de una casa dentro de la zona noble amurallada por parte de Adolfo Suárez, 7 De ello he escrito unas páginas junto con S. de Tapia (Cátedra, de Tapia 1997) Sin embargo también hay quien explícitamente niega este significado social y lo convierte en mera referencia: «La muralla... es una orientación pero nada más, pero no es que viva la gente de más o menos categoría.»

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el antiguo presidente de gobierno, ha reforzado y renovado la representación de que la muralla acoge principalmente a los «caballeros». Habla primero una persona mayor y después alguien más joven: Y este señor se hizo un edificio como se lo hacían entonces, incluso el mismo Suárez se lo ha hecho dentro de la muralla, pero que toda la parte de la muralla estaba entonces, si te fijas, con los marqueses de Santa Cruz, los Caproti, toda esta gente se iba cogiendo la parte interior de las murallas y entonces este Suárez pues también se hizo una casa dentro de la muralla... Bueno, la gente más representativa de esta burguesía ya vivía fuera, estos chalés que ves por aquí, que son de toda la vida, y los chalés que había desde el Grande hasta la Estación, que son casitas de un piso o dos pisos... dentro de la muralla, ¿quien vivía dentro de la muralla?, mira, los mismos comerciantes, que tenían su comercio, vivía esa gente por supuesto, y qué pasa, pues que era el centro (...) pero antes claro, la gente vivía más dentro de la muralla.

Con el desarrollo aumentó la especialización del centro como lugar comercial y la multiplicación de bancos y oficinas. A ello ayudó la prohibición de construir intramuros edificios de varias alturas. En el año 1950 la gran mayoría de todas las casas de Ávila eran de uno y dos pisos8 panorama que cambiará rápidamente. En los comentarios de la gente se aprecia el impacto de la incipiente especulación inmobiliaria o al menos así lo aprecia este abulense de familia modesta: Tú sabes que nosotros dos en el año 42 nos pasamos a la calle Brieva y eso estaba dentro de las murallas, llegó allí un señor con dinero y se quiso hacer allí un edificio, éramos seis vecinos y se hizo allí un chalé como le dio la gana, que nos echó a nosotros que teníamos entonces una casa con un patio extenso, con un corral muy grande donde plantábamos de todo, y estabamos dentro de las murallas. Y después fuimos dentro de las murallas a la calle Ramón y Cajal [¿Y a udes. les expropiaron?] no, estabamos de inquilinos, lo que pasa es que llegó un señor que tendría titulo de nobleza, que tendría mucho dinero, y allí declaró las casas en ruina, cosa que no era cierta, podrían haber continuado como estaban y todavía estarían bien —a lo mejor estaba mejor que muchas que están ahora por ahí—, y nos echó, nos echó con amenaza de destierro; mi padre fue el último que se quedó, las demás familias se fueron marchando... 8 En 1950 del total de 2.222 edificios, 1.205 tenían una sola planta; 770 contaban con dos plantas, 223 de tres y solo 24 tenían cuatro. IEAL (1951:36)

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En la actualidad los propietarios de mansiones y palacios dentro de la muralla no parecen tener el mismo peso que antaño («ya no van las cosas por ese lao») y en ciertos casos tienen problemas a la hora de mantener sus propiedades. Habla un concejal: Porque un señor sea marqués —cosa que me parece muy bien, ¿eh?—, pues tenga que tener un jardín extraordinario al lao de la muralla y poderse asomar a la muralla todos los días pues hombre, ya no van las cosas por ese lao —pero me encantaría ser marqués y tener ese jardín (ríe) entiéndeme— bien es cierto que hasta estas personas —quito el hasta— estas personas se están dando cuenta, salvo algunos muy cerriles, se están dando cuenta que lo suyo forma parte del patrimonio, hasta el extremo que muchas veces te piden colaboración, «yo no puedo aguantarlo, ayúdame a aguantarlo, porque esto hay que mantenerlo como sea».

La muralla ha sido escenario de una buena parte de experiencias de la gente de Ávila a diferentes edades. En la infancia de los más mayores el centro estaba muy animado y los niños jugaban con gran libertad en unas calles con muy poco tráfico. Los niños no sólo jugaban en el entorno de las murallas sino que jugaban a juegos que recreaban las leyendas bélicas: Quizá sea los lugares... porque en la parte de la muralla de la cárcel, allí era el punto de referencia, cuando nevaba, de ir allí, al arco de la cárcel. Allí estaba el pozo de la nieve hasta muy pocos años. Allí, antes de llegar al muro de San Segundo, había una caseta, y cuando nevaba, había nieve en las calles y lo llevaban allí, lo aplastaban con un poco de paja, y luego, en verano, a Pepillo lo subían aquí al bar, pa conservar la nieve, estaba en la parte Norte, había un pozo grande, profundo, y al lado una casetita hacia el muro de San Segundo... a jugar con los trineos; aquí en Ávila, cuando nevaba, la cosa era de ir a la zona aquella, con unos cajones, tu verás, muy primitivo todo, y de ahí nos lanzábamos hasta... Donde está el jardín, ahí sí, jugábamos al balón, al tango... bueno, a guerreros, en el arco de los Gitanos. Bueno, se recordaba cuando la Ximena Blázquez, cuando la ciudad estaba desguarnecida y los caballeros estaban luchando por ahí, y venían los franceses, y se le ocurrió cerrar las puertas, cogió a las señoras, una en cada almena, las puso un sombrero y ellos contaron, dando vueltas p’arriba y p’abajo, que estaba deshabitada y era mentira.

En ocasiones las míticas luchas se convertían simplemente en luchas infantiles; las murallas y estos juegos eran exclusivamente masculinos. Las rocas en la base de la muralla formaban casas y castillos:

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Nosotros nos reuníamos ahí y decíamos: «a la tarde cantea, a la tarde cantea» a cantazo limpio, nos desafiábamos los de San Nicolás con los de Santiago, los de las Vacas con Santiago o con los de San Segundo, y tirábamos piedras desde arriba de las murallas, unos subían las piedras p´arriba con ondas, con tiradores. Luego ya cogimos otro sitio que fue el Rastro, las piedras del Rastro, allí con unas pistolas que había entonces, cogíamos un puñao de judías de los comerciantes y a judía limpia, pim, pam.

El entorno de la muralla excitaba la imaginación de los muchachos y evocaba cierto halo de misterio; de ahí algunas viejas leyendas, como la de túneles y pasadizos que comunicaban la ciudad intramuros con el exterior: Sí, sí, subíamos a la muralla en el Parador, eso sí, y los mitos que había que mi padre me ha contao que si había pasadizos subterraneos, que si se podía recorrer toda la muralla, había muchas leyendas en torno a eso, si que se podía cruzar por debajo del Mercao Grande... es mentira, vamos, que yo sepa no existen esos pasadizos, pero si había un poco como esos mitos, yo eso a mi padre si lo he oído contar.

Las chicas por su parte jugaban en la Plaza de Santa Teresa, el Mercao Grande, o cerca de las murallas vigiladas por madres o cuidadoras, aunque variaba según las generaciones. La del último testimonio más reciente: [¿Las chicas jugaban?] no, no, al esconderite, al esconderite, a los alfileres, en la plaza de Santa Teresa cada uno en su área, ahí estaba el templete de la música, ahí estaba... no, es que ahí era, como pasa ahora los domingos... va mucha gente... las chicas con las chicas en las piedras en el Rastro, y jugaban a las prendas y a los alferiques, alfileres de colores para meterlos en el redondel, pero en las piedras no. [¿Jugabas en la muralla?] yo vivía en la zona nueva, pero en El Rastro siempre se ha jugao, en las piedras, todo el mundo [¿también las chicas?] quedas con tu madre o quien te cuidara y ahí jugaba todo el mundo con to el mundo, el Rastro es una solana que es el clima mejor de Ávila [¿en invierno?] y en verano también.

Cuando los pequeños crecían una costumbre muy practicada entre los adolescentes, entre los catorce y diez y seis años, era el subir alguna vez ilegalmente a la muralla. Hoy día se puede recorrer en una gran parte pero hasta hace muy poco esto no era posible y estaba prohibido —probablemente el mayor aliciente para los jóvenes— y quizá una especie de rito de passage:

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Lo de las murallas era de parejas y subirlas, por el cierto morbillo ese de si te pillaban o no te pillaban... sí, nosotros nos subíamos por ahí abajo, por donde tiene la casa Suárez, el Arco del Cielo, porque donde está el mercadillo, tu miras a la puerta esa y solo se ve cielo, que era el Arco de los Gitanos y nosotros por allí subíamos, era dificilísimo subir, pero no hacíamos nada, te dabas una vuelta, ibas hacia el puente Adaja, echabas una ojeada rápida, porque estabas más pendiente de que llegaran los guardias y te bajabas, te bajabas a tomar el sol. Y sí, de subir a la muralla que no estaba permitido y sí, se subían. Ahí sobre todo en la zona del Mercao Grande, ahí donde estaba el Alcázar, ahí sí. Yo sí, sí he subido alguna vez, te has colao...

Claro que en ocasiones esta aventura tenía sus riesgos. El 12 de junio de 1991 el Diario de Ávila recogía en una columna la noticia de que los bomberos tuvieron que rescatar a un muchacho que bajó desde el adarve de la muralla a un tejado y no pudo volver. El autor de la noticia, Javier Lumbreras, comprensivamente comentaba: ...el muchacho no ha hecho otra cosa que lo que hemos hecho todos (uno sospecha que todos o, al menos, buena parte de quienes hemos tenido niñez abulense) (...) A uno, personalmente, le resultó siempre atractivo y confiesa haberlo hecho con bastante frecuencia (...)

Esta asociación de los chicos con las murallas y su libertad de movimientos se refuerza con la repetida referencia de que los jóvenes de Ávila quieren «escapar» de la ciudad y aprovechan las oportunidades, por razón de estudios o trabajo, para trasladarse a otros lugares, como Salamanca o Madrid . Sin embargo también se produce a menudo un movimiento contrario; aunque los jóvenes quieren «escapar» (¿de la muralla?), en cambio vuelven al casarse para criar a sus hijos en un ambiente menos agresivo que el de la gran ciudad: Antes Ávila era tan pequeño que se podía salir a jugar a la calle, sobre todo en los barrios, yo jugaba a las chapas, a los peones... a mil juegos tradicionales y tus padres te dejaban todo el santo día tan tranquilo en la calle porque sabían que no había peligro, lo que si veo es que ahora los niños están más condicionaos, que al crecer Ávila ya se va cogiendo los peligros de ciudades más grandes como puede ser Madrid.

La muralla en este caso es una especie de refugio de los más pequeños, un recinto de protección, un papel por cierto que tradicionalmente le ha co-

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rrespondido a la ciudad en la salvaguardia de varios reyes niños9. Cuando los chicos crecen la muralla sigue teniendo su importancia. Una joven me aseguraba que cada vez que se encontraba intranquila o nerviosa «subo a la muralla y se me pasa». Aún más frecuente es una actividad que me han contado varios adultos y especialmente cuando por alguna razón (estudios por ejemplo) se produce ausencia de la ciudad por temporadas: el recorrido del perímetro de la muralla. «Lo primero que hace el abulense que vuelve es recorrer las murallas, bien abrigado en el frío del invierno». En el primer caso el informante equipara la muralla con una casa, su propia casa, y en ambos recorrerla es reconocerla: Al venir de fuera, sí, sí, el paseo de la muralla es realmente bonito, es muy bonito el paseo de la muralla, yo además que soy un poco romántico pues... determinados días sale el sol... me encanta, es una de las cosas más bonitas para mí... Alguna vez, cuando lo necesites, no por otra cosa, das la vuelta a la muralla... [es una manera de abarcar la ciudad] sí... es una sensación... es lo tuyo, como tu propia casa, como alguna vez en el salón das un paseo porque tienes necesidad, pues yo creo que es una cosa parecida. [La vuelta a la muralla] de paseo sí, por abajo, normalmente sí, es como una típica visita de reconocimiento, es una cosa normal, vamos normal de todo el mundo, en cualquier momento. O a lo mejor no toda la vuelta pero vamos, ir al Rastro para identificarte con el lugar. El Rastro es un punto de referencia total, de todo el mundo.

Esta relación de niños, jóvenes y adultos con la muralla supone muy diferentes actitudes: escenario de juegos, rebeldía, reconocimiento; en general aceptando la muralla como un símbolo positivo. Pero en ocasiones hay intentos de destrucción —quizá una protesta llevada a sus últimas consecuencias—. Los más revoltosos o anárquicos, al subir ilegalmente a la muralla, arrojaban desde arriba algunas de las piedras de la misma. Ello ha motivado en varias ocasiones las consiguientes protestas en los medios de comunicación. Por ejemplo, una de ellas aparece el 6 de octubre de 1987 en el diario local y lleva este título: «Arrancadas varias piedras de las almenas de la puerta de San Vicente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulense». El periodista indica: «puesto que las piedras tienden a no caer por sí so9 El escudo de la ciudad recoge a uno de estos reyes niños tras la muralla. La ciudad acoge en tiempo de turbulencias pero quizá luego se convierta en ciudad de paso. Nada más llegar a la ciudad llamó mi atención la placa que aparece en el convento de Santa Ana donde se indica que tres personajes históricos «salen» de Ávila a cumplir más importantes tareas. «¡Vaya !» —pensé con humor— «aquí todo mundo sale de Ávila mientras yo entro».

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las... durante la noche alguien subió... y empujó las piedras. Ignoramos con qué fin (...) si se hubiera condicionado esa parte de la muralla para que pudiera ser visitada, el atentado de la noche pasada no se hubiera producido...» Pero los destrozos abarcaban otros objetivos, la puerta de la catedral, uno de los leones de la explanada de la catedral y, en el caso que sigue, los bancos de los parques. La destrucción de esas piedras que simbolizan el pasado quizá es una manera de protestar ante las pocas oportunidades del presente: Sí, siguen rompiéndolo, siguen rompiendo, pero además tiene que ser con un mazo, un mazo que rompe el banco... pero eso lo hacen muchos años, muchísimos años, desde siempre ... romper los bancos. Lo único que se me ocurre es que dicen algunos... lo comentaba Ruiz Ayúcar que los anarquistas sociales decían que la muralla era como un cinturón que ahogaba la ciudad y que había que tirar la muralla. Lo decían simbólicamente, me imagino. (...) Yo no sé, si, lo de los bancos de piedra, que además son tumbas romanas, me parece... es como romper con el pasado, perfectamente,... sigue siendo, existiendo esa muralla de los anarquistas (ríe).

III Aparte de sus significados como límite físico o social, la muralla tiene un conjunto de referentes a nivel mental. Uno de los más conocidos proviene de la existencia, según algún autor, de una especie de muralla sagrada que duplica la muralla de piedra. Frente a cada una de las puertas de la muralla, sin excepción, hay (o hubo en algún caso) una iglesia o ermita. Parece como si los márgenes de la muralla, los lugares más vulnerables, precisaran de una protección simbólica, un anillo de religiosidad por fuera, y por dentro de cada arco una defensa más terrenal, un castillo. Hablo con dos hombres: S—.Como eso de que cada puerta de la muralla, enfrente hay una iglesia, eso matemático. C—.Es la teoría aquella de Don Arsenio Gutiérrez Palacios. S—.La del arco del Peso de la Harina, Santo Tomé el Viejo; la de San Vicente, San Vicente; el arco del Mariscal, San Martín y Santa María de la Cabeza y todo eso; el Puente, está San Segundo; falta una que estaba la maestra de la Santa, era San Justo, no San... vaya hombre ...[no recuerda] donde estaba el Puente Adaja, había una ermita ahí donde estaba la patrona de la Santa —la Virgen de la Caridad—, donde está la marquesina ahí había una ermita... San Lázaro. Y en el arco de los Gitanos, San Nicolás; la de la Santa —igual se ve San Nicolás lo mismo— desde el Rastro, Santiago; y la de San Pedro; todas tienen...

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C—.Me parece que me dijeron que en la explanada del arco de los Gitanos ahí había una iglesia. S—.Ahí estaba San Isidro, que entonces San Isidro se bajó aquí abajo y entonces al desmontar la iglesia, se la llevaron a Madrid...

Los referentes mentales de la muralla son muy dispares. En el caso anterior se populariza una teoría más «culta» (o quizá viceversa) o bien se plasma una figura poética como la del caso que sigue, de Enrique Larreta . La muralla pueden servir como el último refugio10, un gran cementerio: Yo estuve en la recepción, entonces Larreta habló y dijo que él... «¡Cuanto me gustaría descansar a la sombra de esta muralla, enterrarme aquí!, porque mi vida es Ávila, porque yo he sido por Ávila, mi gran personalidad es Ávila». Se acabó la recepción y le dejaron solo a Enrique Larreta, y conmigo estuvo paseando por todos los barrios, por todos los sitios...

Sin embargo la gente de Ávila crea metáforas sobre la muralla que alcanzan insospechados referentes. En una ocasión hablaba con un matrimonio sobre lo que perdían las imágenes religiosas al desvestirlas y quitarles la peluca. El hombre aseguraba que él no quería ver a la Virgen sin su cabello. Aquí las murallas son el vestido de la ciudad: La gente quiere verla (a la imagen) con el manto... con su pelo... quizá sea como... un poco de la majestad de la ciudad, la muralla, caída, y de pronto verlo en la crudeza...

Un referente similar en el sentido de que la muralla «esconde» algo que no es evidente, se aprecia en la siguiente cita. Me he referido antes a la ocupación del espacio interior de la muralla por las clases privilegiadas. La muralla equivale en este caso al poder fáctico y no sólo la representación formal; el mantenimiento de privilegios desde la sombra (¿de las murallas?): Para mí, hay una razón de peso y es que, por ejemplo, tienes mucha gente de Ávila que no quería que le quitaran sus privilegios, un poco relacionado con la muralla, que antes comentábamos, hay un montón de clases dirigentes en Ávila ... «ellos no mandan, ellos no sé qué, ellos no sé cuantos» y luego tienen todos los hilos por detrás y manejan un montón de cosas... pues no querían aparentar como que ellos estaban [en el 10 La anécdota me fue relatada por José Belmonte quien fue el acompañante de Larreta en su visita a Ávila.

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poder], han dejado hacer a una serie de políticos, o de personas que han jugado a ser políticos, y han tenido ese poder, como D. y otra serie de personas más, y no eran de derechas, eran de centro.

Pero quizá la idea más repetida gira alrededor del concepto de cierre. La muralla «encierra» a la gente y la hace «cerrada». Esta es una metáfora muy usada en Ávila con muy diversos significados. Uno de ellos es que el continente físico provoca un contenido moral. Una anciana, originaria de otra provincia que fue a vivir a la ciudad cuando se casó, en los años 30, me decía así, sobre sus recuerdos al llegar a la ciudad, le pregunto sobre la influencia de la muralla en la ciudad. Muy significativamente relaciona el «encierro» con la falta de libertad y la moral: Pues que los ha encerrao, yo creo que sí, ésta era una ciudad donde no se podía respirar mucho, había cosas tremendas... ahora ya ha cambiao, pero antes parecía que estabamos encerraos, que no se podía opinar más que lo que se quería opinar aquí, que no se podía decir... todo era pecado mortal aquí... Pues yo, como venía de un sitio tan alegre y yo lo era también, pues todo, todo eso de que había que decir a todo amén...

Una explicación alternativa a la idea de cierre es la de esta mujer, originaria de otra región española, que achaca al frío11 abulense el retraimiento de sus habitantes: Lo de cerrada... pero no es por la muralla, yo creo que influye más el frío. El otro día me decía M.: «mira mama, cuando los mayores tienen frío se ponen así [se encoge]». Y yo tengo por costumbre hacer este gesto, pienso que aquí hay mucho frío, que hay muchos meses de invierno y la verdad es que la gente no se para a pensar y eso influye, porque simplemente el carácter de Castilla en comparación con el carácter andaluz... en Andalucía viven en la calle todo el día, en cambio en Ávila vives en la calle... nada más que ves que hay un rayito de sol, ves las calles y los parques, pero en cambio ves los inviernos tan largos, yo creo que influye mucho el clima, si... tu sabes cuando hace frío se sale poco y lo poco que sales «adiós y gracias», sales volando, no se para nadie.

El frío abulense es proverbial y en ocasiones es objeto de bromas y chanzas. Una locutora de Televisión para referirse a una época de frío extremo, exclamó: «En Ávila las yemas se han congelado». Los abulenses suelen de11 En varios años ha correspondido a Ávila las temperaturas mínimas de España. En 1938 se alcanzaron casi los 20 grados bajo cero.

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cir humorísticamente que en Ávila hay sólo dos estaciones: «la de invierno y la del tren». Sin embargo también se dice que los propios abulenses son «fríos» también y ello se relaciona con la idea de cierre y ensimismamiento —les hace «mirar hacia dentro»— lo que ha impedido la prosperidad y el desarrollo de la ciudad— y con la existencia de unas murallas «interiores». Un artículo aparecido en la prensa local con el título «Muralla interior» del periodista Fernando Alda indicaba este sentido metafórico de la muralla: Ávila está llena de compartimentos estancos, de muros, de tabiques, de puertas falsas y de pasillos secretos. No es broma, existe una especie de muralla interior que esclerotiza todo cuanto tratamos de llevar a cabo. ¿Es que la vida está tan lejos de nosotros? (...) En primer lugar está nuestra tan repetida apatía por todo, nuestra estrechez de miras (...) Otro aspecto, y que mucho tiene que ver con la muralla interior, con los tabiques y con las zanjas (...) se refiere a la falta de información que encontramos en muchos temas por parte de los organismos oficiales (...) Hacen falta muchas piquetas para ir derribando tanta ruina como nos asedia (...) Eso sí, somos los reyes del rumor, del chismorreo...» (Diario de Ávila, 27 de enero de 1988).

En el mismo sentido, este informante rechaza la idea de que hay murallas exteriores; la muralla siempre es interior y el frío una metáfora de encierro y de conformismo: Bueno pues son... tenemos fama los abulenses de ser muy fríos, de ser muy cerraos, yo creo que ha sido así, no ha habido gente decidida a que esto prosperase, sobre todo pues en los años, no ya en el desarrollismo franquista sino cuando España un poco empezaba a subir, ¿no?, ha sido una ciudad que ha estao muy dormida mirando para dentro ... Yo creo que es una ciudad que ha mirao... que se ha mirao mucho en las grandezas que ha tenido, en el siglo XVI, porque era una de las ciudades más importantes de España y que nos hemos quedao mirando para dentro, y eso es lo que yo digo de la muralla interior, que hemos sido una ciudad muy provinciana que no ha sido capaz de dar el salto, de abrirse, de gente emprendedora que dijera pues vamos a traer fabricas o vamos a traer otras cosas o vamos a luchar por tener una universidad, como se está luchando ahora, o vamos a ... y ha sido claro una zona que a partir del año 59, igual que el resto de la provincia, de emigrar, emigrar, por la influencia de Madrid, que se calcula que hay 150.000 abulenses de toda la provincia, en Madrid y claro, eso es un dato muy importante, y entonces Ávila no ha crecido...yo creo que la muralla, pues no se le ha sabido sacar el provecho turístico que por ejemplo se le ha sacado en Segovia al acueducto, y

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mil cosas así, no ha habido gente de empresa emprendedora que haya sido... [¿ por qué?] pues no lo sé, habría que mirar a otros siglos en que Ávila entra en una decadencia terrible, sobre todo a partir del siglo XVIII es tremendo . Fíjate que el ferrocarril ha sido en otras zonas un desarrollo tremendo y aquí no lo se, algo le paso a la gente (ríe) o es verdad que ese espíritu de ser tan fríos, nos hicimos mas fríos todavía y Ávila se fue metiendo para dentro para dentro y... [la muralla interior] no es lo que digo, cuando dicen: «Es que es la muralla que no nos ha dejado crecer» y yo digo: «No, es la muralla que llevamos nosotros dentro y que durante años hemos sido tan conformistas, tan conformistas que no hemos sido nunca capaces de decir, yo incluso, voy a quedarme en Ávila en vez de marcharme a buscar trabajo a Madrid, yo lo digo como universitario, como otros muchos universitarios, «Bah, para que me voy a quedar en Ávila si no voy a encontrar trabajo», claro si no luchamos los que tenemos un poco más de preparación, de formación académica, pues no vamos a ningún sitio.

Efectivamente la idea de los abulenses «cerrados» está en otros contextos relacionado con la «pasividad» de una ciudad que no protesta por nada (el problema del agua, el hundimiento de la industria); por ello se dice que esta es una ciudad donde «se escucha el silencio». Y un hombre indica así ante mi pregunta concreta de cómo condicionan las murallas: Partiendo de que sí, condiciona a Ávila y yo creo que un poco a los abulenses ... sí, yo creo que condiciona [¿en que sentido?] en la vida, en la vida, toda actividad del abulense, en la vida económica, en la vida social, en todo, yo pienso que desde un punto de vista... aunque no le damos importancia ni pensemos... vivimos con ello, como no piensas nunca en tu mano derecha porque has nacido con ella ...[condiciona la vida socialmente] y económicamente, al menos eso supone la conciencia de un sector importante de los abulenses, el condicionamiento y la falta de adaptación de Ávila al siglo casi XXI, precisamente porque está limitada entre otras cosas, no solamente la muralla, que lógicamente está limitando, pues quizá el desarrollo como ciudad moderna o como ciudad que no tuviera... esta carga histórica y artística de la muralla y el entorno de toda Ávila, es puro arte...

Las murallas ponen límites a su desarrollo como ciudad moderna pero aún más limitada está por sus estructuras de pensamiento «cerradas» o conservadoras, ancladas en el pasado al decir de este abulense. Le pregunto qué es lo más negativo de la ciudad:

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A mí me parece que lo negativo es que es una sociedad poco avanzada desde el punto de vista del pensamiento (...), pues echo de menos que haya estructuras más abiertas no tan conservadoras... no lo sé, pero realmente es una ciudad con poca evolución en las formas de pensar, es una ciudad que no avanza, que no va creando posibilidades de trabajo y de cultura y de..., pero bueno podría decirse muchas cosas.

Los propios abulenses reconocen la diferencia con otras ciudades, por ejemplo, Segovia que se supone «es más abierta»12 frente a Ávila, «una ciudad provinciana sin diversión ni cultura». Especialmente entre los jóvenes, ésta es una ciudad que puede llegar a «ahogar». Una mujer me indicaba: «Me quiero marchar de Ávila, me oprimen las murallas». En una ocasión un informante me hablaba de las contradicciones de la ciudad y la doble moral que exhibían algunos abulenses. Terminaba indicando: «es que una ciudad así... ahoga». En el extenso párrafo que sigue la metáfora de la muralla tiene el significado de atraso, ambiente cerrado y una moral asfixiante en relación con otras ciudades o pueblos cercanos. Habla un trabajador: En tanto que en Ávila todos somos conscientes de que estamos en una ciudad que es... el culo del mundo y entonces, relacionado con lo que decías de las murallas, pues yo creo que cualquier abulense ha dicho 50 veces: «la muralla, había que tirarlas» eso sea un sentimiento o no, pero quizá esto sea un exponente de que «bueno, qué pasa en Ávila, pues coño, las jodías murallas», bueno, que echen la culpa a las murallas, las murallas no tienen la culpa, yo no lo he sentido [en que sentido habría que tirarla] bueno, yo me estoy refiriendo a la gente de nivel cultural bajo, a la gente que trato, pues si somos conscientes del poco desarrollo que hay en Ávila, siempre ha habido, ha sido una ciudad desindustrializada, con paro de siempre, etc. etc, y cuando más mayores más lo hemos ido viendo porque nosotros, ya de mayorcitos, ya hemos ido a un pueblo como Medina del Campo, Peñaranda —ya no te hablo de Segovia o Salamanca—; cogíamos la moto y nos íbamos y ya veíamos que el ambiente allí era mucho más abierto, esto te hablo de hace 30 años. Y luego, cuando veníamos a Ávila, comparábamos con sitios como esos, que incluso eran pueblos y tal: «coño, pues aquí pasa algo»... Pues aquí, mira, la mujer —a mis 18 años— la mujer no entraban en los bares si no eran acompa12 Con Segovia hay una especial competencia y una especie de mutua comparación. Sin embargo un político me decía así: [las murallas] «no, yo creo que esto es Castilla, tu habla con los segovianos y veras que en fin, ellos desde aquí les vemos como muy dinámicos, cuando tu vas y hablas con ellos dicen «de dinámico nada, aquí esto es... de dinámica Ávila, que tiene más...» te dicen, si, si, te sorprenden».

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ñadas por el marido [¿era lo mismo para todas las clases?] por supuesto; aquí mira, el primer local tipo pub —que no era ni mucho menos lo que hoy es un pub, pero bueno— que nosotros, en Ávila, era la primera cosa que se abría en el Hotel Santa Isabel, donde está la estación, y en los sótanos abrieron una especie de... con una butacas, una televisión y música, no música de discoteca, música ambiental, donde podías ir allí y estaba más o menos oscuro y tal, bueno, eso fue lo primero que se abrió en Ávila y eso se abrió hace 20 años... y en Peñaranda había y en Segovia lo que hay hoy es una discoteca, tal cual, bueno, ¿y aquí por qué no? Los únicos escapes que tenían esta gente era el Casino, que era una sociedad bastante cerrada, sí por supuesto, porque ahora con dinero se hace socio cualquiera, pero antes no, antes te tenían que llevar los socios y tenías que ser alguien... A mi mujer yo la conocí en Segovia, porque también nos íbamos, [¿escapabais?] escapábamos de la muralla, efectivamente, pero es por lo que te digo, en Ávila no había un baile cuando yo conocí a mi mujer ni había donde pasar un rato...

No es la única referencia al respecto. Los hoy adultos recuerdan su adolescencia en similares términos. Una mujer de familia abulense conocida y clase media alta aludía la muralla como envoltura que guardaba la moral y la austeridad. Se habla de un obispo y un alcalde muy conservadores que hubo en la ciudad hace años, en la época franquista, especialmente empeñados en una cruzada de buenas costumbres. El obispo, claro, a mí no me va ese obispo... en mi casa había gran amistad con él (...) y era todo un santo ¿eh?, era un hombre de auténtica austeridad, lo que pasa es que la moral nos la llevaba a unos extremos que trascendían las murallas, hemos tenido una fama las abulenses que hasta te daba vergüenza decir que eras de Ávila, entre el alcalde y el obispo ...

Sin embargo no faltan quienes achacan los males de la ciudad a sus dirigentes actuales y no a los antiguos; no son tanto las murallas sino las personas que las controlan las que impiden el progreso y la industria. La ciudad así se queda dormida o muerta pese a su buena posición geográfica: Ávila es especial pa todo, no pa esto solo... Segovia, claro, y date cuenta que Soria era menos que nosotros y ahora es más que nosotros, no tiene nada Soria. Y date cuenta nosotros lo que tenemos en monumentos, lo que tenemos en ciudad, estamos enclavaos en el centro, Valladolid a una hora, Salamanca a una hora... y está muerta, como tu ves, no somos... las autoridades no quieren tampoco... Decían hace años que no venía ni Cristo por las murallas, decían que era el obispo y aquí seguimos igual, y que

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eran los conventos, porque no había industria, antes decían que Franco, ahora no hay Franco, es una tontería que decía la gente, decían que antes la industrias no venían que porque si las murallas, que si las iglesias [¿Cómo te lo explicas?] porque aquí lo han manejado entre cuatro Ávila, los capitalistas y que no quieren que entre más gente. Claro, y los Ayuntamientos, si te das cuenta pasa lo mismo, los Ayuntamientos na más quieren que buscar los votos y seguir gobernando, pero no miran pa Ávila...

Parecida explicación desde otro ángulo califica en este caso a la ciudad, un lugar donde se ha dejado sentir el peso del clero y no el de las piedras de su muralla: ... yo no creo en la muralla, yo creo que eso es una figura que viene bien y que es una figura muy plástica [metafórica] sí, pero eso es porque ha venido al pelo,¿no? aquí lo que ha influido no son tanto las murallas, es el peso dominante del clero que hubiese estao con murallas y sin murallas, porque lo que distingue a esta ciudad de otras castellanas en lo referido a las murallas en que en el resto de las ciudades se tiraron a mediados del XIX y en esta ciudad no, es verdad que aquí hubo por omisión las circunstancias que permitieron que no se tiraran, y en otras partes se tiraron y no hubo ocasión de mantenerlas, pero aquí yo pienso que en parte no se tiraron porque no había necesidad de tirarlas, no porque hubo gente que las defendiera.

Pero desde el propio clero también aparecen imágenes destructivas de la muralla. Un artículo aparecido en la prensa local13 con el sugestivo título de «Rompiendo murallas» recordaba el aniversario de un sacerdote que había fundado una publicación con este título. En este sentido la rotura de la muralla supone la libertad: Desde la «altura hermosa» de su fe y de su entrega, el P. Manuel acertó a «romper murallas», a quitar todos los complejos en muchos seres humanos esclavizados por ellos, llevando unos limpios aires de verdadera liberación (...) con increíble finura espiritual supo «romper murallas» y pudo ser libre.

Probablemente este mismo peso —o su vertiente mística— hace decir a este informante que las murallas le «cargan». Las murallas son una construcción literaria y mística de las que se ha abusado en exceso: 13 El autor es Francisco López Hernández (El Diario de Ávila 26 de noviembre de 1987, p. 11).

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La muralla siempre, de pequeño, claro, ahora quizá no lo recuerde, de pequeño probablemente me fascinaba mucho. Después bueno... la muralla hoy ha llegado un momento que quizá me ha pasado, ha llegado a cargarme, por otro lado pues veo ahí no tanto un recuerdo histórico como un recuerdo, como una especie de construcción digamos literaria o casi mística. Santa Teresa, aunque quizá tenga otros orígenes, no cabe duda que la impresión de niña debió de cuajar en ella... eso de la ciudad, aunque quizá tenga otros orígenes porque ya era también el cogollo de la alcachofa y sobre todo de lo de «las moradas», que es una época que está muy metida en todas las cabezas... El mito está en esa época pues no cabe duda que la ciudad, la muralla, todo esto parte de su experiencia abulense.

La relación de las murallas con la llamada Santa de Ávila es ya antigua. Ciertos personajes de la ciudad de carácter conservador han llevado la definición de la ciudad a ese doble ángulo: Ávila es ciudad de murallas, una ciudad para la guerra, torres y palacios pero también una ciudad de piedad, ciudad levítica y conventual. No hay que olvidar que una importante parte de la fortificación la compone la propia catedral, en sí misma un baluarte dentro de la propia muralla lo que representa la unión de la mística y la guerra, otro comodín intelectual que se repite a lo largo de la historia y que señala este informante: ¿Santa Teresa en Ávila? pues sí, mucho, pero además desde que la catedral la pusieron al lao de las murallas, pues es el símbolo de la unidad de la Iglesia y el Estado, las armas y la iglesia, la catedral es una fortaleza. Yo creo que Santa Teresa también ha tenido esa vinculación y la hicieron en primer lugar patrona de los cadetes de Intendencia; aquí había un cuartel y dicen: «bueno, la patrona de este cuartel pues Santa Teresa» y se celebra el día de la patrona de Ávila y el día de la Academia de Intendencia, que también la celebran ellos allí.

Sin embargo, y muy significativamente, cuando se habla de las murallas muy raramente la gente se refiere a su origen bélico (frente a su lado estético, místico o turístico). Sólo en dos casos escuché una alusión al respecto; un taxista reflexionaba así: «las murallas son muy bonitas; la gente no cambia, todo se mueve por la guerra, antes y ahora». Y un campesino me indicaba: «Son maravillosas, ¿las has visto de noche, desde fuera? Yo, siempre pienso mucho; hay que ver, es que Ávila era guerrera, era guerrera...»

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IV En estas páginas he cedido la voz a los propios abulenses y a los que viven permanentemente en la ciudad o su entorno para que me hablen de su más conocido símbolo. Como se ha podido apreciar en los comentarios de la gente aparecen especie de pinceladas, asociaciones, comentarios y situaciones que van más allá de su conocida fortificación. La muralla deja de ser una disposición de piedra en cierto modo para convertirse en un conjunto de ideas que voy a intentar resumir. Para los que nacen en la ciudad la muralla es percibida de un modo «natural», como si fuera parte de la propia naturaleza. Es a través del contraste, la vida en otros lugares, la admiración que provoca en el exterior, cuando se aperciben de lo singular de su entorno, de la belleza de la ciudad. Los visitantes o los abulenses de adopción en muchas ocasiones son el vehículo de este reconocimiento, el motor de la reflexión, aunque también los responsables en algunos casos de muchos de sus estereotipos, lugares comunes, e imágenes tópicas. El contraste máximo de Ávila es el de la capital, Madrid, tan peligrosamente cercana, un tipo de ciudad radicalmente distinta, de una escala y significación de muy difícil comparación. Los abulenses saben que la suya es una ciudad diferente y que hay que aceptarla en sus propios términos. Esto no quiere decir que los abulenses no se planteen la reflexión de su propia ciudad, pero lo hacen desde una cierta distancia, por ejemplo la histórica. Siempre me ha llamado la atención el interés de muchos de sus vecinos más modestos por la historia de la ciudad, la lectura de textos históricos y su interpretación en gentes que apenas pudieron estar escolarizados en su infancia. Los libros sobre la propia ciudad son pequeños tesoros para algunos jubilados y amas de casa quienes intentan unir lo que leen a los hitos de la ciudad (a veces de un modo poco ortodoxo). Uno de estos hitos, el más crucial de la ciudad, son sus murallas que en algunos contextos equivalen a la propia ciudad. Este símbolo es tan presente en Ávila que llega a formar parte del paisaje, se convierte en referencia espacial, escenario cotidiano, trasfondo de las vidas de la gente. Como todos los símbolos encierran significados positivos y negativos, ambivalencia y pluralidad de significación que paso a comentar. Para los abulenses las murallas son en primer lugar un obvio límite físico que en cierta forma limita la ciudad por cuanto le impide crecer en altura en ciertos lugares y /o en características de forma y construcción. Este límite físico imperceptiblemente pasa a ser un límite moral: la ciudad así concebida impide el «progreso» y el crecimiento. Este tema se repetirá en otros contextos. Tras esta idea del progreso (que aquí se refiere a la libertad de construcción, valor y especulación del terreno, rentabilidad en suma) se encuentran gentes que tienen intereses económicos muy precisos. Pero también tienen el mismo objeti-

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vo otros como los anarquistas sociales con ideales muy dispares y cuyo lema —que las murallas «ahogan» la ciudad— viene a ser una forma de provocación de las conciencias. En este último sentido las murallas representan el orden establecido. El hecho ha sido el abandono gradual del recinto amurallado. No se lea aquí una respuesta a estos límites cuanto un cambio en los modos de vida y desarrollo económico. Se da la paradoja de que a pesar de que se ha duplicado la población con creces desde los años 50, el centro se ha despoblado. Los argumentos planteados —la falta de sol en el recinto amurallado— no son muy realistas en una ciudad con mucha luz. Es probable que tras estos argumentos haya también nociones de progreso y especialmente de modernidad y clase social. Porque la muralla ha planteado otros límites también. Las diferentes zonas de la muralla han marcado los distintos estratos sociales y la ocupación del espacio ha reflejado las estructuras de poder: el alto clero y la aristocracia que ocupan los lugares centrales, las clases menos favorecidas que ocupan la periferia. Este antiguo esquema que ha durado siglos ha cambiado en la actualidad con la creación de nuevos centros, nuevas habitaciones que ocupa la burguesía dentro y fuera de la ciudad, pero hay situaciones —como la construcción de una casa en la zona noble del recinto amurallado por parte del abulense Adolfo Suárez— que refuerza esta vieja representación. La muralla ha acompañado a los abulenses desde sus primeros juegos, que evocan memorias de guerreros y gestas de la reconquista, sugieren túneles y misterios. La antigua división de juegos en época franquista, (los chicos entre murallas, las chicas en la plaza de Santa Teresa) sugiere la división por sexo de los dos símbolos más importantes de la ciudad, sus modelos por excelencia. Pero los niños crecen y los jóvenes quieren trascender las murallas al intentar saltarlas, subirse a ellas. Este ritual de passage prohibido hasta hace poco y perseguido por los guardias municipales significaba una decisión contra la ley, era una forma de protestar contra la autoridad, al mismo tiempo que un acto de reafirmación, generalmente sin mayores consecuencias que una reprimenda. Sin embargo, la protesta llevada a sus extremos —la destrucción de las viejas piedras— dejaba de ser una inocente ilegalidad para expresar con violencia la ruptura con el pasado y con el sistema. Sin embargo, con los años, los antiguos jóvenes al regresar «a casa» recorren y se reconocen en su vuelta a la muralla, una metáfora de la intimidad y de su propia identidad. Para algunos, cuando vuelven a criar a sus hijos, la muralla se convierte en una especie de regazo, imagen de la madre abrazando a sus hijos. Cuando se hacen mayores, la ciudad los acoge de igual modo; no hay que olvidar que pese a sus bajas temperaturas, la ciudad es una de las localidades españolas con gente de mayor edad.

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La muralla como símbolo a nivel mental alcanza referentes insospechados. Aparte de los más literarios referentes, (un anillo sagrado, un cementerio) se aprecia en los comentarios locales una fuerte ambivalencia en torno al rasgo más definitorio y definitivo de la ciudad: se acepta su valor histórico, su belleza y calidad pero es al mismo tiempo el símbolo de la falta de cambio, de la inmovilidad y permanencia de viejas estructuras. La idea fundamental es la de cierre ideológico y social en la que convergen gentes muy dispares, desde muy diferentes ideologías. La imagen resultante (y utilizo las palabras locales) es la de una ciudad cerrada, dormida, mirando para dentro, ajena al presente, provinciana, incapaz de abrirse al exterior, subdesarrollada, poco evolucionada, desindustrializada, de moral asfixiante, atrasada, de gentes frías, nada emprendedoras, inertes, conformistas... Esta es una imagen que relaciona muy profundamente la muralla y el conservadurismo, que plantea un difícil encuentro entre la estética y el progreso. V ADENDA 1993 Los datos sobre los que se basan estas líneas proceden en una gran parte a los años 1987-8 y también de períodos posteriores. Este material fue analizado y este ensayo redactado en el año 2000. Sin embargo, desde este mismo año, las murallas han cobrado un nuevo protagonismo en la ciudad una nueva dimensión. A ello voy a referirme en las líneas que siguen14 . Desde 1992 era posible visitar un pequeño tramo de la muralla, llamado tramo del Alcázar. En la primavera del año 2000 se abre al público el acceso del tramo denominado Carnicerías por tener su acceso por la Casa de este nombre, con la pretensión de la «recuperación y puesta en valor de la Muralla». Un año después se abre un nuevo tramo, el de la Ronda Vieja. En octubre de 2002 un folleto del Ayuntamiento (García y Herráez, 2002) que voy a seguir en los datos siguientes, da cuenta de los cambios producidos por estas aperturas. El texto está escrito por dos mujeres, una del Plan de Excelencia Turística y otra del Area de Turismo del Ayuntamiento. Se trata pues de un folleto institucional dentro del Plan de Excelencia Turística cuyo lema muy significativamente es «Ávila te abre las puertas». Una apertura que diversos grupos reivindicaban hacía tiempo15. Un artículo de la prensa local en 14

Este cambio me fue señalado por Serafín de Tapia en el 2000 ante la lectura de mi ensayo. Por ejemplo, Javier Lumbreras acaba el artículo antes citado sobre el rescate de un muchacho por los bomberos con esta frase: «si estuviera permitido y regulado el acceso, no ocurrirían estas cosas». El 6 de octubre de 1987 El Diario de Ávila publica un artículo sin firma 15

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1987 recogía un debate organizado sobre la muralla con el siguiente encabezamiento «Abrir la muralla para que pueda ser visitada supondría un atractivo más para los turistas»16. Mediante estas intervenciones en octubre de 2002 se había rehabilitado y abierto al público el 40% del perímetro de la muralla, algo más de 1000 metros. Esta apertura supuso una considerable afluencia de público (unas 220.000 visitas al año y 160.000 visitantes17) especialmente en verano y Semana Santa, épocas en las que algún día se alcanzó la cifra de 3.000 visitantes. Además de las visitas diurnas se organizaron visitas nocturnas al adarve del tramo de las Carnicerías con una panorámica de la ciudad iluminada («Un descubrimiento de luces y estrellas» rezaba el cartel anunciador en el 2002) lo cual favoreció que se incrementara la cantidad de turistas que pernoctaron en la ciudad. Las intervenciones forman parte de un «proyecto unitario y global» con medidas de conservación y presentación. Es interesante la manera en que se considera esta nueva perspectiva de la muralla «un producto turístico cultural competitivo» que «singulariza Ávila y encarna su imagen más universal» y que está siendo «recuperada» por los abulenses aparte de recoger: ...las claves interpretativas de puesta en valor expositiva (cómo contar la muralla, cómo «amueblarla», cómo dotar de significado propio a cada tramo), la atención al público (...) la seguridad (...) el espectáculo y el lenguaje escénico como forma de presentación del patrimonio pero también la comercialización del producto «Muralla» (...) un producto viable y autofinanciable.

La muralla en suma «forma parte esencial de la estrategia turística y urbanística». Entre los objetivos finales está el de «aumentar el grado de vinculación de la población local con el monumento». Es significativo el cali(aunque con fotografías de Lumbreras) titulado: «Arrancadas varias piedras de las almenas de la puerta de San Vicente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulense» donde se indica lo mismo que el anterior. En el artículo se dice que se viene hablando desde hace tres o cuatro años sobre el acondicionamiento del acceso a la muralla. Javier Lumbreras, un excelente fotógrafo abulense ha sido muy activo a la hora de señalar, cámara en ristre, los descuidos y suciedad que rodea la muralla, como por ejemplo el artículo que redacta el 31 de agosto de 1987 en El Diario de Ávila. 16 El debate estaba organizado por El Diario de Ávila y participaban autoridades, expertos en arte y arquitectura, responsables de turismo y hostelería. El artículo estaba firmado por Fernando Alda. (El Diario de Ávila, 5 de diciembre de 1987, p. 5) 17 De ellos un 69% son visitantes nacionales, 25% extranjeros y 6% residentes en Ávila. Estos últimos se incrementan en campañas y sucesos especiales (visitas teatralizadas, Jornadas de Puertas Abiertas).

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ficativo de «producto» que se aplica a la muralla y el énfasis en «abrirla» y «recuperarla» (¿es que se la había perdido?). La muralla se ha convertido desde esta perspectiva en un producto de consumo, en un escaparate, algo que vender. El desarrollo turístico de la ciudad ha sido algo muy deseado por los más diversos colectivos, una aspiración de los grupos políticos de cualquier signo y de las personas preocupadas por el futuro abulense. Y sin embargo, aparte de su valor económico, hasta ahora el turismo parece haber afectado escasamente la vida de la gran mayoría de la población que no se beneficia directamente del mismo. La muralla se está convirtiendo en una «puerta», (como sugiere el lema del Plan de Excelencia Turística) que abre la ciudad a la modernidad. Pero esta nueva apertura también supone un previo cierre y tiene sus riesgos. Es demasiado reciente el cambio para poder apreciar su impacto en la vida abulense. Bibliografía Alda, Fernando. 1988. «Muralla interior» en Fondo de reptiles, El Diario de Ávila 27 de enero de 1988, p. 5 Alda, Fernando. 1987. Debate organizado por El Diario de Ávila. Abrir la muralla para que pueda ser visitada supondría un atractivo más para los turistas El Diario de Ávila, 5 de diciembre de 1987, pp. 5-6 y portada Cátedra, María y Tapia, Serafín de. 1997. Imágenes mitológicas e históricas del tiempo y el espacio: las murallas de Ávila, en Política y Sociedad, vol. 25, mayoagosto, pp. 151-183. Cátedra, María. 1997 a. Un santo para una ciudad. Ensayo de Antropología Urbana. Barcelona: Ariel. Cátedra, María 1997 b. Metáforas y signos en torno a una idea: la muralla de Ávila, en Cultura, Tradición y Cambio. Una mirada sobre las miradas. pp. 157-183 (L. Díaz G. Viana, coord.). Aula J. Caro Baroja, «Cultura y Progreso», Fundación Navapalos, Univ. de Valladolid. García Hernández, María y Herráez Bautista, María, 2002. La muralla de Ávila: un producto turístico-cultural sostenible. Boletín Informativo del Observatorio Turístico de la Ciudad de Ávila. Ayuntamiento de Ávila, Concejalía de Turismo. González y González, Nicolás. 1976. El Monasterio de la Encarnación de Ávila Tomo I, Siglos XV-XVI. Ávila: Obra Social y Cultural de la Caja Central de Ahorros. IEAL (Instituto de Estudios de Administración Local), 1951. Análisis de Ávila. Estudio de las poblaciones españolas de 20.000 habitantes. Seminario de Urbanismo, IEAL, Madrid. López Hernández, Francisco. 1987. Rompiendo murallas. En el primer aniversario

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de la muerte de Manuel García del Río. El Diario de Ávila, 26 de noviembre de 1987. Lumbreras, Javier. 1991. Subir a la muralla, en Ramalazos, El Diario de Ávila 21 de junio de 1991, p. 32. Lumbreras, Javier. 1987. El entorno del lienzo norte de la muralla se presenta sucio y descuidado. El Diario de Ávila, 31 de agosto de 1987. PPT (José Luis Serna). 1988. Alonsillo. Ávila: El Diario de Ávila. Sin Firma.1987: Arrancadas varias piedras de las almenas de la puerta de San Vicente. Gamberrada contra el Patrimonio histórico abulense. El Diario de Ávila, 6 de octubre de 1987.

IV TAUROFILIA

...Y EL MITO SE HIZO TORO. REFERENCIAS PAGANAS Y BÍBLICAS EN LA INTERPRETACIÓN QUE HIZO PITT-RIVERS DE LOS RITUALES TAURINOS Luis Díaz G. Viana CSIC. Madrid

¡Oh dioses! Cierto es que en la morada de Plutón queda el alma y la imagen de los que mueren, pero la fuerza vital desaparece por completo. Toda la noche ha estado cerca de mí el alma del mísero Patroclo, derramando lágrimas y despidiendo suspiros, para encargarme lo que debo hacer; y era muy semejante a él cuando vivía. HOMERO. La Ilíada Canto XXIII. Versículos 103 y ss.

Semblanza de un viajero inglés amante de la tauromaquia La imagen que más se percibía de Julian Pitt-Rivers en nuestro país era, probablemente, la del viajero y aventurero con tintes románticos. Un estereotipo en el que, por su apariencia, Julian parecía encajar bastante bien: el inglés alto de tez rosada, muy aficionado a los toros, que bebía aristocráticamente manzanilla. A su afición taurina —mucho más que un hobby

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o pasatiempo, en realidad— me referiré luego. Lo que sí puede decirse es que Julian resultaba «tan británico» que se pasó la mayor parte de su vida fuera de su nación natal. Como casi todos los grandes y más auténticos ingleses. Persiste todavía, entre algunos colegas, la idea equivocada de que su interpretación de la tauromaquia era frívola o banal. Pero, como espero mostrar, incluía reflexiones profundas y una síntesis densa de sus ideas sobre la antropología: para qué servía y de qué recursos debía valerse como disciplina fundamentalmente humanística; como disciplina que podía decir mucho sobre el hombre —en general— y sobre las culturas de este país —en particular— desde la interpretación, por ejemplo, de los rituales realizados con el toro, ese animal simbólico. En España, muchos —fuera del ámbito antropológico— conocían a Julian por haber sido uno de los mejores amigos que Julio Caro Baroja tuvo a lo largo de su existencia. Y, probablemente, de entre los más íntimos. Sin embargo, Julian era un profesional reputado internacionalmente en el mundo de la antropología cuando Don Julio empezaba a ganar cierta fama en nuestro país. Mas seguro que a Pitt-Rivers, antropólogo reconocido y profesor en las universidades más importantes del mundo, no le ofendía —sino todo lo contrario— que algunos le siguieran identificando por su amistad de tantos años con su colega español. Pues Julian Pitt-Rivers hizo de la amistad, que es una de las formas más específicas de lo humano, un valor fundamental en su vida. ¿Qué hay más cultural que la amistad? Él fue una de las pocas personas que he conocido que sabía devolver a la amistad su carácter de antiguo arte, conversación y descubrimiento. De aprendizaje mutuo. Con Julio Caro coincidía en una visión clasicista de la amistad, de la ciceroniana amicitia, y de muchas otras cosas; en ser más paganos antiguos que cristianos modernos. También en haber tenido que vivir una vida probablemente muy distinta de aquella para la que, de alguna manera, habían sido «programados» o que hubiera sido la más esperable en ellos dados sus antecedentes. Ni Julio ni Julian obtuvieron, en su momento, las plazas académicas que les hubieran correspondido por méritos y preparación. Los dos llevaron existencias algo marginales respecto a la Academia en amplios periodos de su existencia: ni Caro fue catedrático en su momento ni Julian profesor en Oxford. Sin embargo, nunca dejaron de ser profundamente «académicos» en sus trabajos. Venía Julian, desde que hiciera su trabajo de campo en 1949, periódicamente a España y, en los últimos tiempos, casi siempre se quedaba algunos días en tierras de Castilla. En este mismo refugio campestre desde el que ahora escribo. Era un entusiasta observador de la fiesta del «Toro de la Vega» en Tordesillas, así como de la costumbre del «espante» que

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aún se practica en ciertos pueblos castellanos. No obstante, su presencia por estos pagos pasaba casi desapercibida —lo que estoy seguro no lamentaba—. Tuve el honor de editar un trabajo suyo sobre este asunto del «Toro de la Vega» en una obra colectiva coordinada por mí, Etnología y folklore en Castilla y León (Díaz 1984). Y allí decía Julian que, en Tordesillas, el mensaje —o «contra-rito»— que él creía ver en la corrida de toros «se anuncia de manera más clara y más dramática que en el coso» (Pitt-Rivers 1986: 105). El proyecto de Julian, del que —a menudo— hablaba en sus últimos años, de hacer una película sobre la tauromaquia que recogiera —para un público más extenso— su interpretación de estas fiestas no pudo llegar a realizarse. Rituales en torno al toro: el sacrificio de un mito Cuando corrían por Castilla los toros de agosto murió en Francia Julian Pitt-Rivers, que mucho escribió sobre los festejos que tenían a este animal como centro y a los que él amó tanto. El propio Pitt-Rivers había explicado que «el toro bravo, cuyo cometido es simbolizar la naturaleza salvaje, es un animal doméstico que sólo consigue cumplir correctamente su papel en la corrida moderna después de haber sido sometido a una selección tan rigurosa y larga como la de un caballo de pura sangre» (Pitt-Rivers 1984: 28). Esta selección consiste en elegir a aquellos ejemplares más agresivos, algo así como los psicópatas de la manada, para que el toro se convierta en el monstruo mítico que, según Pitt-Rivers, ha de ser en la arena. La teoría, ya bien conocida, del antropólogo inglés, sobre «el sacrificio del toro» presupone que el toro bravo resulta de una creación cultural del hombre, ya que sólo en unas condiciones determinadas este animal, previamente manipulado por selección genética, llega a resultar peligroso: «la cultura humana es la que ha fabricado la apariencia que (el toro) presenta al entrar en el ruedo, la del enemigo de toda la humanidad» (Pitt-Rivers 1984: 29), o —puede añadirse— de la «civilización», al menos. Se trataría de un caso en cierto modo inverso al del perro que, procediendo del lobo, siempre salvaje en libertad, ha sido domesticado por los humanos mediante un proceso de selección que ha producido las razas de mascotas que conocemos y sirven a los distintos usos que esperamos de ellas: guarda, defensa, caza, ayuda, etc... Pitt-Rivers conceptúa a los rituales hispánicos en torno al toro como una concreción del mito del Minotauro, del dragón, del ser fabuloso que habría encarnado la fuerza ciega de la naturaleza. Esa naturaleza de la que el hombre se alejó más y más. «El toro, —dice Pitt Rivers— aparece como el heredero del dragón (...) que, para permanecer alejado de las murallas de la

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ciudad, exigía la ofrenda diaria de una bella joven o doncella hasta que el héroe se enfrentó con él para liberar a la población» (Pitt-Rivers 1984: 28). El Minotauro, al que luego recordaremos, habría hecho lo mismo. Y, de acuerdo con esta visión, los viejos debates antropológicos sobre qué fue lo primero, si el mito o el rito, tendrían en el caso del toreo una solución contraria a la que muchas veces se ha supuesto y defendido: el mito no hablaría a posteriori del rito, sino que éste sería la cabal plasmación de aquél. Cómo ha matizado G. S. Kirk, «es indudable el caso de que muchos mitos, tal vez especialmente en el Oriente Próximo, estaban asociados a rituales, y que muchos de ellos podían haber sido creados para explicar hechos o actos cuyo fin ya no quedaba claro. Con todo, es a menudo difícil deducir, sólo por la forma del mito y el ritual, cuál de ellos apareció primero, por lo que es necesario proceder con precaución» (Kirk 1973: 26). De paso, Pitt-Rivers desautoriza —en su aproximación al mito-rito del toro— ciertas interpretaciones sobre los orígenes de la tauromaquia: aquéllas que suponían «la necesidad de los primeros habitantes de la Península y sus rebaños de defenderse contra las agresiones de los toros salvajes» (Pitt-Rivers 1984: 27) como punto de partida prehistórico del rito. Y Julian Pitt-Rivers se permite ironizar acerca de tales teorías, pues «en realidad, los bovinos en el campo son apacibles herbívoros que no buscan pelea con nadie, y que sólo atacan cuando tienen miedo», por lo que el toro debió de ser, en su opinión, durante el Paleolítico «un animal de caza», una presa fácil, podríamos decir, «más que un antagonista» (Pitt-Rivers 1984: 27). Y, además, el interés y casi fascinación de los hombres por la función reproductora del toro y sus atributos sexuales habría venido después, cuando el animal ya había sido domesticado. Es entonces cuando cobraría todo su valor simbólico, «convirtiéndose en emblema de la virilidad agresiva» (Pitt-Rivers 1984: 28). En suma, los orígenes de la tauromaquia habrá que buscarlos, para PittRivers, no «en las contingencias prácticas de una prehistoria imaginaria», sino en los viejos mitos, en la mitología antigua (Pitt-Rivers 1984: 28). Es esa mitología la que ha hecho que los hombres buscaran en el toro los rasgos del Minotauro, del dragón; unas características que sólo en apariencia posee, pues «se le imagina permanentemente feroz y, sin embargo, se le puede acostumbrar a comer en la mano del mayoral» (Pitt-Rivers 1984: 29). El toro no es ningún monstruo, pero debe parecerlo. Y se le ha de tomar por tal, cuando —en realidad— «suelto por el campo es —como expone el antropólogo— un tranquilo rumiante» (Pitt-Rivers 1984: 29). La lidia del morlaco iría también encaminada a ofrecérnoslo con ese carácter que le identifica con la naturaleza en estado salvaje. Un carácter que el toro, en sí, no tiene, aunque reconstruido como «bravo» por sus criadores y en circunstancias de acoso pueda —y deba— reaccionar violentamente. El toro sería, así, la víctima de un mito.

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Habla también Pitt-Rivers de cómo para Edward B. Tylor —al que considera fundador de la disciplina antropológica— «el ritual constituía una magia encaminada a alcanzar fines prácticos o a obtener de los dioses las ventajas que, se suponía, eran capaces de distribuir entre sus fieles» y de que Tylor «pensaba que, con la evolución de la humanidad, el ritual habría de ser reemplazado por la moralidad, basada no en la magia, sino en la razón» (PittRivers 1984: 29). Para Pitt-Rivers, el evolucionismo (cultural) «como toda buena teoría antropológica no ha resistido la oposición del tiempo», pero la «oposición entre el ritual y la racionalidad ha sobrevivido en la cultura occidental» (Pitt-Rivers 1984: 31). Oposición que Pitt-Rivers desmiente pues, aunque «la sociedad moderna no quiere oír ni hablar de ritos», éstos se perpetúan «bajo pretextos pseudocientíficos, pseudohigiénicos o supuestamente prácticos», dotando de un sentido más profundo —y distinto del que es generalmente aceptado— a nuestros actos (Pitt-Rivers 1984: 31). A veces aun a los más cotidianos y, así, declara en otro lugar Pitt-Rivers que «la civilización moderna contiene tantos ritos como cualquier sociedad primitiva, pero no los reconocemos como tales por falta de una teoría que explique lo que significa un rito y cómo lo significa» (Pitt-Rivers 1986: 98). Para él —en un intento de interpretar el rito más allá de las opiniones de los historiadores, de la exégesis o lo que puedan explicar quienes lo practican— «un rito significa sin decir nada, es decir, por sus acciones y no por sus palabras, por lo que se vive y no por lo que se concibe» (Pitt-Rivers 1986: 98). A su parecer, «el ritual es un lenguaje de acciones más que de palabras, pero que utiliza las palabras como acciones» y, por esto, «posee una lógica que la lógica no reconoce en absoluto» (Pitt-Rivers 1984: 31). ¿Cuál sería esa lógica?: la lógica terrible de que —por ejemplo— «para adquirir la virtud de algo o de alguien es precisa su destrucción; inversamente, para defenderse contra algo o contra alguien hay que imitarlo o asociarse a él» (Pitt-Rivers 1984: 42). Además, si la muerte ritual del toro bravo es un «sacrificio» como PittRivers propone y, antropológicamente, todo sacrificio constituye —de alguna manera— un acto religioso, cabe preguntarse —con el antropólogo inglés— qué religión es ésta y qué es lo que se intercambia con la fuerzas divinas (o qué se espera de ellas) en este sacrificio en concreto (Pitt-Rivers 1984: 29). Mitos clásicos y bíblicos como clave interpretativa para el sacrificio del toro Por un lado, Pitt-Rivers se vale del análisis de los rituales acerca del toro para reflexionar —según hemos visto— sobre temas ya muy debatidos y que podríamos considerar como «clásicos» en la teoría antropológica: la relación

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entre mito y rito, así como la dependencia o no del uno respecto al otro; la conexión de la cultura con lo biológico en territorios siempre difusos que la creación cultural del «toro bravo» —mediante selección controlada— pone de manifiesto ejemplarmente; o la pervivencia del rito y su lenguaje simbólico en el mundo actual. Pero, por otro lado, Pitt-Rivers analiza el «sacrificio del toro» sirviéndose de referencias de la antigüedad clásica o de los textos bíblicos, enlazando —de este modo— con una vieja tradición de la antropología británica, la que —según declararía el propio Pitt-Rivers en más de una ocasión— se hallaba en los propios orígenes de la disciplina. Explica, por ejemplo, en un tardío trabajo suyo editado en catalán sobre «Les cultures del Mediterrani», que los fundadores de la antropología «fueron, en su gran mayoría, estudiosos de los clásicos (y de la Biblia) es decir, del Mediterráneo» (Pitt-Rivers 2000: 8). Con lo que justificaba también cierta «ortodoxia» histórica de los que como él habían abogado por hacer una antropología mediterránea. Su tarea, así, no sería una desviación de la trayectoria de la disciplina, sino una vuelta a los inicios: a la pertinencia de la comparación con la mitología y el mundo greco-latinos. «El toro —afirma Pitt-Rivers— da su vida para que los hombres puedan recuperar las fuerzas de la naturaleza que han perdido en su condición de civilizados» (Pitt-Rivers 1984: 39). Una manera bastante evidente de interpretar el «sacrificio del toro» en clave pagana. Pues el paganismo —aún vigente de alguna forma bajo las manifestaciones populares del cristianismo católico— constituiría la vieja creencia (si no religión) que se halla en la misma raíz de estos ritos: «Podemos hallar las raíces —comenta Piit-Rivers hablando de la seducción del macho por la hembra en relación con “el sacrificio del toro”— tan lejos como en los comienzos de la civilización mediterránea en la historia de Circe, que transformó a los compañeros de Ulises en cerdos, y hasta en la de Adán, ese patán que le endosó la manzana a Eva para poder echarle luego la culpa de hacernos perder el paraíso» (Pitt-Rivers 1984: 44). La tauromaquia, seguirá diciendo, «ha sido acusada tanto de ser una supervivencia pagana, romana o mora, como de ser contraria a la religión» (Pitt-Rivers 1984: 45). Y el torero, el «matador», es —pues— el sumo sacerdote de un mito clásico que se torna ritual pagano-cristiano, como hasta el propio nombre de «matador» denota: «La ambigüedad sexual del matador está, como veremos, vinculada a su función de sacrificador; el verbo latino “mactare”, de donde viene la palabra “matador”, quería decir, en origen, “inmolar”. En el coso, recupera su sentido de origen» (Pitt-Rivers 1984: 34). Este ambiguo oficiante atraviesa por varias e importantes metamorfosis durante la corrida, de sacerdote a travestí y de éste a animal: «Así, el valor simbólico del torero sufre dos transformaciones: primero, sacerdote-sacrificador con su capote de casulla-paseo; luego, hermosa mujer en la primera suerte; al

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final, termina siendo sobresaliente varón, hombre transformado en toro. En cuanto a éste, recorre un trayecto simétrico e inverso. Al entrar en el ruedo es un monstruo todopoderoso, expresión de la agresividad del macho y símbolo, desde el Neolítico en el Mediterráneo, de la fecundidad» (Pitt-Rivers 1984: 36). Porque «presentado (el toro) en el tercio de varas en todo su esplendor natural, el toro se separa luego del mundo de la naturaleza, dañado, marcado y decorado como ofrenda» (Pitt-Rivers 1984: 38). En todos los rituales que tienen al toro como centro hay algo de sombrío y fatal, ya que «los mismos pasos que le preparan físicamente para la muerte, le conducen al papel de la víctima propiciatoria, destinada, por su asociación con el hombre y por su consagración, a llevar con él, al reino de la muerte, todas las insuficiencias, miedos, debilidades, cobardías...» (Pitt-Rivers 1984: 38). Torero y toro fundidos nos redimirían para la naturaleza, como la muerte del cordero nos redimió —supuestamente— para la vida sobrenatural. Actúa el torero como un héroe de los antiguos, «pero el héroe siempre es un violador de tabúes». Y —continúa Pitt-Rivers— «precisamente en eso coincide con las divinidades que, por su parte, los ignoran por completo». Pues «al término de la corrida, el héroe se halla dispuesto a cometer el acto contra natura, cuya mera idea espanta al resto de los hombres». Así que «de este modo, da muestras de su valentía superior, no sólo ante las astas, sino también ante el peligro sobrenatural» (Pitt-Rivers 1984: 39). El toro que ha sido convertido en símbolo de la naturaleza indomada por el hombre termina siendo «humano» —de alguna forma—, y el hombre retorna a animal al transmutarse en él, con lo que se cierra el círculo de la paradojas: «A través del torero heroico, que recibe por cuenta del público las cualidades de que ha privado al toro, los hombres participan en la regeneración de sus fuerzas naturales y no salen de la plaza como del estadio después de un partido de fútbol, sino como se sale de una catedral después de la misa, silenciosos o hablando en susurro, redimidos. La conexión con la naturaleza se ha renovado» (Pitt-Rivers 1984: 40). Ello tendría, para Pitt-Rivers «efectos» en los dos sexos: «La violación simbólica del tabú vuelve a ambos sexos sus derechos naturales: liberados de las trabas culturales con el acto del héroe tránsfuga, que se alía a la Naturaleza, los hombres vuelven a ser verdaderos hombres, y al no tener ya miedo de las mujeres, éstas se transforman en auténticas hembras, capaces por fin de firmar la paz en la guerra de los sexos» (Pitt-Rivers 1984: 40). Ya que, según el antropólogo, que vuelve a recurrir a las referencias clásicas —como el mito de Narciso— para expresar la atracción del hombre hacia la mujer, «las mujeres atraen y repelen al mismo tiempo a los hombres. Les atraen porque únicamente ellas son puras, rebosantes de gracia y bondad, les atraen como un desafío, o como el espejo atrae a Narciso; pero también son fuente de satisfacción erótica y polución» (Pitt-Rivers 1984: 43).

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Y es que, como en la narración de Narciso —enamorado de su propio reflejo—, el ritual del toro funciona como un juego de espejos: «He aquí el sentido del rito: a través de la representación de un intercambio de sexo entre el torero y el toro y la inmolación de este último, que transmite su capacidad de engendrar al vencedor, se efectúa un trasvase entre la Humanidad y la Naturaleza: los hombres sacrifican el toro y reciben a cambio la capacidad sexual de aquél» (Pitt-Rivers 1984: 39). Los otros hombres que participan en la corrida, además de secundarios, resultan enojosos —a menudo— para el «respetable público»: «Figura infame, el picador suscita la ira del público. Se le cubre de injurias (...) por haber malogrado a la bestia más hermosa, más noble y más valiente del mundo. Los papeles se invierten; el hombre es un animal, el animal es humano» (Pitt-Rivers 1984: 37). El propio mito del Minotauro anunciaba ya el carácter doble del ritual: «Minotauro, ese monstruo medio hombre y medio toro (...) crecía de día en día» y —no lo olvidemos— era «fruto del amor insensato de Pasifae»; el Minotauro es un ser «contra natura» al que el rey Minos encerró en un laberinto construido por Dédalo «para ocultar a los ojos del público una cosa que llenaba de infamia a él y a su mujer» (Las metamorfosis de Publio Ovidio Jasón, Libro VIII, II Argumento). El Minotauro es representado —habitualmente— en la cerámica griega como un hombre con la cabeza de toro, y el mismo Minos procedía de la unión de Zeus, que había tomado la forma de este animal, en su relación con Europa. Hay, por último, en la interpretación que Julian Pitt-Rivers hace del ritual una cierta complementariedad de lo pagano y lo bíblico: cordero y toro: «El sacrificio del toro debe su significación profunda a su oposición al sacrificio del Cordero. Los dos son complementarios y deben de considerarse dentro de la misma totalidad. Fuera del campo de la teología formal, esta oposición contesta a un dilema profundo de la civilización cristiana mediterránea, dilema entre el valor sagrado del renuncio a la sexualidad y el valor profano de la virilidad, que encuentra su solución en España bajo la forma del culto del toro» (Pitt-Rivers 1986: 99). El mito se hizo toro y su muerte nos devuelve a los mitos originarios del hombre en el Mediterráneo: su dilema no resuelto, sino acentuado con el tiempo y la llegada del cristianismo, entre naturaleza y civilización. Posible significado de la «antropología del Mediterráneo» en la historia de la disciplina: los retos actuales Pitt-Rivers se vio en la situación —más de una vez— de tener que explicar lo que, en su opinión, quería decir la etiqueta de «Antropología de Me-

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diterráneo» bajo la que se le había colocado: «Oxford —y el departamento de antropología de esta universidad que él se encontró— estaba destinado a convertirse en la cuna de la antropología mediterránea, tanto por razones prácticas como por la tendencia teórica inspirada por Evans-Pritchard, quien insistía en la necesidad de encuadrar la sociedad estudiada en una perspectiva histórica y en estudiar la historia donde quiera que haya sido registrada» (Pitt-Rivers 1989: 239). Y fue, en efecto, Julian uno de los alumnos de Evans-Pritchard que decidió realizar su trabajo de campo en un país mediterráneo; de hecho, el suyo constituyó el primer intento de aplicar los métodos de la escuela de antropología social británica al estudio de una población europea. Lo que le convirtió en un antropólogo influyente, un «clásico» al que había que referirse cuando se trataba de hablar de la «Antropología del Mediterráneo». Tal modo de hacer antropología, mejor recibido en USA que en el Reino Unido, donde —como todas las innovaciones— fue visto por algunos como una «herejía» —según recordaría Julian años después (Pitt-Rivers 1989: 238)— arremetió contra la tendencia al exotismo que había caracterizado a buena parte de los practicantes de la etnografía hasta entonces, ya realizaran sus trabajos sobre pretendidos «salvajes de fuera» o «salvajes de adentro»; y cuestionó tanto el «salvamentismo etnográfico» como el concepto impuesto por cierto «funcionalismo», que había relegado a un segundo plano en el estudio cultural al interés por los procesos históricos o a los orígenes de las instituciones. La antropología radicaría, a partir de ahora, más en el método que en el objeto de estudio elegido, y —por encima de ambos— en el marco conceptual. Así, las culturas de cualquier sociedad, no sólo las consideradas hasta ese momento como «primitivas» y/o «campesinas» empezaban a resultar —sin excepción— dignas de ser estudiadas antropológicamente. Y puede decirse que se ha producido, desde tal instante, una ampliación progresiva de los aspectos que parecían estudiables en una perspectiva antropológica. De los lugares exóticos, donde vivían comunidades pretendidamente «primitivas», se pasó a la antropología del Mediterráneo. Y del estudio de esas comunidades a las campesinas. De los antropólogos que hacían su trabajo de campo en Melanesia o África a los que elegían su comunidad, «su pueblo», en algún país de la Europa mediterránea. Pero como ha recordado Julian Pitt-Rivers este cambio no era tan novedoso (Pitt-Rivers 2000: 8). Los fundadores de la disciplina habían tenido, efectivamente, en su mayoría una formación previa en estudios clásicos o bíblicos; venían de la erudición en el mundo clásico, que es como decir del conocimiento de la antigüedad mediterránea con Roma o lo judeo-cristiano en el centro del espectro. De ahí se pasaría a estudiar a los primitivos contemporáneos —en base a la analogía que se establecería entre ellos y los primeros hombres (Pitt-Rivers 2000: 8-9)—, como eslabones perdidos que explicaban o ayudaban a

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comprender los comienzos y el devenir de la humanidad. No hay que olvidar tampoco, en este sentido, la América del Norte o del Sur como otros espacios privilegiados de encuentro con lo «primitivo», casi siempre en referencia a fuentes también bíblicas o clásicas ya desde la obra de los tempranos cronistas de Indias. Andando el tiempo, la antropología denominada «urbana» constituiría en este itinerario cambiante otro paso más. Pero no el último. El desafío siguiente es, probablemente, el del estudio de una aldea más que «global» —como predijeron algunos—, «fantasma» o elusiva (Díaz 2003: 29-46), el de unas comunidades en cierto modo invisibles por lo difícil de su localización sobre un territorio concreto. Este próximo paso está consistiendo, así, en abordar el conocimiento de las nuevas comunidades traslocalizadas o deslocalizadas, del fenómeno de la «desterritorialización» en suma, pero también de los grupos que, en virtud de alguna afinidad específica, se comunican —no obstante— por medio de Internet u otros vehículos tele-electrónicos. Incluso un pueblo pequeño, una comunidad considerada como etnográficamente «clásica» o, si se prefiere, etnográficamente típica, encierra —hoy— casi tanta variedad de «registros» (en un sentido no sólo lingüístico sino también cultural) como cualquiera de nuestras grandes ciudades a causa de la globalización que en ella ya se ha producido. El riesgo en arrostrar estos desafíos sigue siendo muy parecido, si no prácticamente el mismo, que Pitt-Rivers ya indicó para la «Antropología del Mediterráneo»: el de que «aquellos que se determinen a realizar estudios en Europa podrían permanecer tras las rejas de los prejuicios de su propia sociedad (y de sus estatus dentro de ella), de la misma manera que lo estuvieron los folkloristas de tiempos pasados» (Pitt-Rivers 1989: 240). Los rituales taurinos y el debate ético sobre la cultura El «culto al toro», de cuyo estudio e interpretación Pitt-Rivers se ocupó con especial ahínco —como acabamos de ver— no era ni es asunto baladí, de interés sólo pintoresco o folklórico. Su vigencia e incluso reciente auge, tanto en la variante más sofisticada o elaborada de la «corrida», como en las muchas manifestaciones populares que giran en torno al toro, ponen bien de manifiesto el enraizamiento de ese culto en nuestra cultura. Tal continuidad, así como la íntima ligazón de las fiestas taurinas con lo hispano deben de querer decir algo, mostrar aspectos importantes de las gentes que los siguen manteniendo con semejante fidelidad. Pues quizá —como ya apuntaron ilustres autores al interesarse por este tema— este país llamado España pueda —incluso— explicarse (o, al menos, contarse) a través de la propia historia de la tauromaquia. Nos guste o no.

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Pero el debate también crece. Especialmente en lo que se refiere al maltrato evidente de los animales en rituales como el de «El toro de la Vega» en Tordesillas. Maltrato que —hay que decirlo— no es mayor ni más cruel que el sufrido por los toros en la lidia bien regulada de la «corrida». La mutilación del toro muerto es similar en uno y otra, por más que varíe el tipo de apéndices arrancados. Sin duda que el hecho de que —en el caso de Tordesillas— se corten y exhiban posteriormente los testículos del toro añade apariencia de «salvajismo» al rito. Para Pitt-Rivers, ello confirmaba y hacía más explicito el significado —por él propuesto— de transferencia de virilidad del toro al hombre en los rituales táuricos. Lo más terrible e impresionante quizá no sea, sin embargo, el órgano del animal que —en concreto— se extirpe una vez fallecido éste, sino otra realidad que Pitt-Rivers apuntó certeramente: los toros bravos son un invento humano, algo que los hombres han creado y criado pacientemente para su destrucción. El toro como plasmación de un mito, el de la naturaleza no domesticada, es genéticamente construido y minuciosamente cuidado para que muera a manos del hombre. «El toro de la Vega», perseguido —hoy— no sólo por lanceros a caballo, sino por gente en «todo-terrenos» y tractores ejemplifica visualmente el acoso que la naturaleza sufre por parte del hombre y sus inventos mecánicos: la vieja y nueva destrucción a la cual el hombre somete sus propios mitos. La arraigada convicción occidental de que el ritual se opone a lo civilizado, presente —según Pitt-Rivers señalaba— tanto en la teoría evolucionista de Tylor como anteriormente lo estuvo en algunos ilustrados, cobra especial visibilidad en las cruentas fiestas de toros. Pero la medida de la prohibición «desde arriba», que algunos —con poco éxito— siguen propugnando, quizá no sea lo más adecuado ni, como se ve, lo más eficaz. Entre otras cosas, porque llevaría a una serie de distinciones muy complejas sobre la crueldad de unos y otros rituales: si se mata al toro con espada o picas, si la fiesta es o no aceptable por razones de antigüedad o «tradicionalidad» siempre discutible. ¿Es más «cultural» el maltrato y sacrificio de un toro según el tiempo durante el que se venga haciendo o porque pueda ser o no etiquetado como tradición? Que un acto violento se ejecute según lo que algunos entienden como «tradicional» no le torna más legítimo o menos cruel. Sin embargo, desde un punto de vista antropológico, un ritual como éste, por inaceptable que resulte a nuestros ojos pretendidamente civilizados es, sí, como argumentan sus defensores, un hecho cultural e incluso —¿por qué no reconocerlo?— «artístico». Y ya hemos visto hasta qué punto, puesto que el toro bravo y todos los ritos que tienen lugar en torno a él son, inequívocamente, creaciones culturales. Lo que no significa que sean necesariamente algo «bueno» desde una perspectiva ética. La cultura, toda cultura, no es intrínsecamente ni buena ni mala. Y lo que sí puedo decirse es que, anali-

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zados éticamente, los rituales taurinos probablemente deberían desaparecer del mundo más ideal o deseable: nos acostumbran a la agresividad contra quien —en realidad— resulta más débil que nosotros y ayudan a que —desde niños— nos familiaricemos con el maltrato a los animales y la mitificación o consagración de un determinado tipo de masculinidad. No es, seguramente, una casualidad que, en la mayoría de los debates televisivos que he observado sobre la necesidad o no de prohibir la tauromaquia en nuestro país, los partidarios de ella acaben aludiendo a la dudosa virilidad de los detractores de la fiesta, los representantes de las sociedades protectoras de animales, casi siempre —dicho sea de paso— encarnadas por individuos tan energúmenos y fanáticos como quienes defienden —a capa y espada— lo contrario. Lo que parece indudable es que, como Pitt-Rivers suponía, ese «culto al toro» del que él hablaba posee gran trascendencia para la comprensión de las sociedades hispanas y una innegable relevancia en el transcurrir histórico de las culturas mediterráneas, fueran cuales fueran los orígenes —siempre tan discutidos— de la tauromaquia. Arte —o como queramos llamarlo— que el antropólogo no dudó defender —por razones antropológicamente «culturales»— en todos los foros en que fue requerido para discutir sobre la conveniencia de su continuidad. Según he expresado anteriormente, Julian no fue ajeno a los desafíos que la antropología tendría en el futuro ni tampoco a su papel en los debates éticos sobre la cultura y en la definición o desarrollo de un concepto muy querido por él, el de «valores». No sé —por lo tanto— si, sin la visión exotista que, al fin y al cabo, no dejaba de tener él de lo español y mediterráneo, la fiesta de los toros le hubiera parecido tan defendible. Como escribió en su epílogo de 1988 a la nueva traducción al español de su libro sobre Grazalema, «las tribus e islas de coral han dejado de estar tan aisladas, pero los antropólogos sí se podrían ver aislados si fracasaran en adaptar sus métodos, pues se verían condenados a estudiar sólo el pasado» (Pitt-Rivers 1989: 242-243). En este sentido, conviene reflexionar sobre la incidencia que el mantenimiento de ciertos rituales puede tener sobre la confirmación y continuidad de determinados valores en el futuro, ya que —como el propio Julian escribió— «mitos y rituales no han de ser minusvalorados como inefectivos, “hacen” más que muchas actividades supuestamente prácticas» (Pitt-Rivers 1989: 252). No son inofensivos. Y, más allá de reflejar una sociedad, contribuyen a conformar sus valores. A modo de elegía final Los antropólogos ya apenas estudiamos «Grazalemas» —el pueblo que escogió Pitt-Rivers para su trabajo de campo—, entre otras cosas porque se-

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ría difícil, si no casi imposible en los tiempos actuales, encontrar comunidades con esas características. Los que fuimos amigos de Julian nos estamos haciendo viejos y él ya es historia. Una obra y una figura de referencia, necesaria en ese decurso de la antropología a través del último siglo que —algo apresuradamente— he intentado resumir. Pero, junto a la imagen más exterior —o estereotipo de viajero inglés— que Julian podía tener (y a la que me he referido al principio), junto al Julian antropólogo y el significado de su trabajo en un periodo determinado de la historia de la antropología, al que después he aludido, quiero ahora hablar, para concluir este mi modesto homenaje, del Julian ser humano y amigo. Deseo, así, enclavar el presente trabajo en un género también «clásico» que sé que a Julian le hubiera agradado, el de la elegía, el de la oración fúnebre, el del viejo panegírico latino. Julian Pitt-Rivers era una «leyenda viva», pues muchas de sus andanzas en nuestro país resultaban —en cierto modo— legendarias y, además, él mismo se había ido convirtiendo en un archivo viviente de anécdotas sobre la gente que conoció. Anécdotas que acostumbraba a contar con especial gracia y en el momento adecuado, ya que nunca se hubiera perdonado perjudicar en algo el honor de sus amigos, arrastrando la vergüenza consiguiente. Se adaptaba Julian a todas las situaciones, porque poseía esa rara elegancia de quien se mueve con naturalidad en cualquier medio, y la verdadera grandeza, que muy pocas personas tienen, de dar trato de igualdad a todo el mundo. Jamás lo vi comportarse con nadie como si fuera inferior o superior a él mismo. Y quizá por ello le gustaba bromear sobre su propio «estatus» profesoral y contaba, a menudo, aquello de que había empezado su carrera siendo tutor de un rey, por lo que —desde entonces— no había hecho sino descender en su trayectoria. Por saber ser «igual» y «amigo» (sin igualdad no hay amistad posible), creo que lo admiré siempre tanto. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi: asumiendo con estoico dandismo su papel de «guiri» de cocerse bajo el sol en una típica terraza española de la plaza mayor de Valladolid durante una tarde de agosto...Y menos olvidaré la última: tras haber dado una magistral conferencia en la Residencia de Estudiantes madrileña —inaugurando el curso que organizamos desde el Departamento de Antropología del CSIC en honor de su amigo, Julio Caro Baroja, que había muerto ese mismo año— viajamos juntos a Salamanca. Y allí, después de pasar unos excelentes días juntos —era por el mes de abril—, impartiendo un curso de Doctorado en esa Universidad y hospedándonos en la Residencia-Palacio de Los Fonseca, nos tuvimos —finalmente— que separar. El tiempo había cambiado bruscamente. Partió una mañana de niebla y repentina agua-nieve para Andalucía, perseguido ya de muy cerca por el implacable fantasma de la desmemoria.

Julian Pitt-Rivers en la Residencia de Estudiantes con Luis Díaz G. Viana y Carmen Ortiz. Año 1996.

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Y yo no lo volvería a ver más. Ni tornaríamos a acercarnos juntos a Tordesillas para presenciar el «desenjaule» del «Toro de la Vega» al comenzar el otoño. Pero los que conocimos a Julian y nos honramos siendo sus amigos jamás lo olvidaremos. Y como es deber de amigo cultivar el recuerdo de aquellos a quienes se quiso, he querido traer —también— aquí, hasta mi presente, a su memoria, a su fantasma, mientras escribía estas páginas, desde el atroz olvido que a todos nos acecha. He procurado recuperar para mí su imagen y su obra de la fría morada de Plutón. Viana de Cega, 14 de septiembre de 2003

Bibliografía Díaz G. Viana, Luis (ed.). 1986. Etnología y folklore en Castilla y León. Valladolid: Junta de Castilla y León. Díaz G. Viana, Luis. 2003. La aldea fantasma: Problemas en el estudio del folklore y la cultura popular contemporáneos. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares LVIII: 29-46. Homero. 1968. La Ilíada. Edición de Luis Segalá Estalella. Madrid: Espasa-Calpe. Kirk, G. S. 1973. El mito: Su significado y sus funciones en las distintas culturas. Barcelona: Barral Editores. Ovidio Nasón, Publio. 1963. Las metamorfosis. Edición de Federico Sainz de Robles. Madrid: Espasa Calpe. Pitt-Rivers, Julian. 1983. Le Sacrifice du Taureau, en Le Temps de la Reflexion, IV: 287-97. Pitt-Rivers, Julian. 1984. El sacrificio del toro. Revista de Occidente 36: 29-46. Pitt-Rivers, Julian. 1986. Fiestas populares de toros, en Luis Díaz Viana (ed.), Etnología y folklore en Castilla y León. Valladolid: Junta de Castilla y León. Pitt-Rivers, Julian. 1989 (1971). Un pueblo de la sierra: Grazalema. Madrid: Alianza Editorial. Pitt-Rivers, Julian. 2000. Les cultures del Mediterrani. Revista d´Etnologia de Catalunya 16: 8-23.

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El Sacrificio es un medio para que el profano pueda comunicarse con lo sagrado a través de una víctima H. HUBERT Y M. MAUSS

El vínculo entre religión y toreo Siempre han existido controversias sobre la relación entre la iglesia católica y el mundo taurino, desde mucho antes ya del siglo XVIII, cuando las nobles lidias ecuestres de los Habsburgo se transforman en las populares corridas de toros borbónicas modernas. Tras unos curiosos titubeos costumbristas que se prolongan aproximadamente cincuenta años, el arraigado juego, característicamente español de enfrentarse a los toros, logra asentarse definitivamente en forma de «Corrida de Toros». A pesar de las infinitas oposiciones sociales y religiosas, particularmente abanderada por los progresistas Ilustrados, hacia 1750. A partir de entonces, destacan publicaciones como las de Francisco R. de Uhagón, La Iglesia y los Toros, en 1888, la del Conde de las Navas, 1899,

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con El Espectáculo más Nacional, la del marqués de San Juan de Piedras Albas, a principios del siglo XX, o la del jesuita Pereda, en 1917, estos últimos recogidos por García Baquero, Romero de Solís y Vázquez Parladé (1985), entre los principales documentos que resaltan el significativo apartado sociológico de la relación iglesia-toreo. Una preocupación que se va intelectualizando gradualmente, entre la curiosidad y el asombro popular, en un país tradicionalmente católico y con una influyente y poderosa iglesia aparentemente ajena a lo que ocurre en los cosos. Es notable señalar que la institución eclesiástica aceptase y actuase con aparente indiferencia ante la crueldad y las muertes en el espectáculo, una situación inquietante y que se acentúa a partir del siglo XIX. Exceptuando la ya conocida condena del Papa Pio V, en su bula Salute Gregis en 15671, a la que tuvo que hacer frente el propio Felipe II, alegando que las fiestas taurinas en España no se podían abolir por ser una costumbre arraigada desde el tiempo de los romanos, no deja de chocar especialmente que la iglesia no pusiera más medios, o incluso interviniera más tajante, para evitar las sanguinarias masacres y los miles de heridos y muertos por asta de toro. Pero los prelados siempre se las han arreglado para desaparecer de la escena en cualquier percance taurino de los que se reproducen históricamente por toda la geografía, y cuya primera noticia documentada aparece ya en el año 815, con ocasión de la apertura de las Cortes de León por D. Alonso el Casto II: «Mientras que duraron aquellas cortes, lidiaban de cada día toros» (Conde de las Navas 1899: 42). Lo que muestra la antiquísima raíz española de la conexión con el toro. Pero la realidad semi-oculta es que existen innumerables controversias históricas, provocadas más bien por las autoridades civiles y no por los dignatarios eclesiásticos, tan frecuentes y antiguas que se emparejan a la evolución social española desde que tenemos noticias de las populares prácticas taurinas en la baja edad media. Sin olvidarnos que a partir del siglo XVI también se incluyen las colonias americanas como: México, Colombia, Perú, Guatemala, Venezuela o Ecuador. Pueblos recientemente descubiertos en los que los nativos acogieron la lidia con asombrosa facilidad. Aunque para muchos, aún hoy, se dude de que la costumbre estuviera unida a un discutido sometimiento conquistador de los propios españoles. Lo miremos como lo miremos, los países taurófilos de la América Latina del tercer milenio, han aceptado y adaptado unas corridas de toros autóctonas idénticas a las que se celebran hoy en España. Costumbre que ha evolucionado durante cientos de años al mismo compás, reproduciéndose un entusiasmo semejante entre todos los seguidores, sin distinción de origen, 1 El Papa Gregorio XII publica la bula «Exponi Nobis» el 25 de agosto de 1585, según cita del marqués de Tablantes (1917) y menciona Dominique Fournier (1989).

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hasta convertirse en la común y tradicional Fiesta Brava en ambos lados del Océano. Una indiscutible usanza netamente española, infiltrada en ciertas culturas americanas con aparente facilidad, hasta que la hicieron propia y complementaria a nuestra Fiesta Nacional. A mediados de los años 1980, Julian Pitt-Rivers entra a fondo en el universo antropológico taurino español aportando una savia y una visión muy diferentes a lo tratado hasta entonces sobre la relación entre el catolicismo y la tauromaquia y nos muestra una visión totalmente diferente a la contemplada hasta entonces. Consagrada su larga trayectoria como antropólogo e hispanista mundialmente conocido, hacia el final de su carrera, el maestro se apoya en la teoría del sacrificio de H. Hubert y Marcel Mauss, originaria en Robertson Smith, para basar su ya famoso Le Sacrifice du Taureau (1983) y publicada en español como El Sacrificio del Toro (1984). De esta forma, Pitt-Rivers nos ofrece una inesperada perspectiva cultural taurina, hasta entonces desconocida e inimaginable, demostrando que a pesar de las controversias anteriores, es la cultura católica la que favorece el desarrollo y la práctica del toreo. Pitt-Rivers une el concepto sacrificial al religioso, como parte de los hondos sentimientos de los españoles, que se representan en imágenes (ritos) e ideas (mitos) ante el toro. Logrando conjugar el clasicismo antropológico del siglo XIX, de H. Hubert y Marcel Mauss, con el de William Robertson Smith, para encontrar el eje cultural que mueve a millones de aficionados a llenar los cosos taurinos semana tras semana, año tras año, en cualquier país donde se pone en práctica la afición. Al igual que en las culturas antiguas egipcias, la representación sacrificial de la víctima amalgama y sincretiza viejas creencias que se van adaptando a las nuevas, como ocurre, por ejemplo, en la reproducción de la resurrección de Osiris —dios de la vegetación— personificado en los sacrificios de toros, puercos y gacelas2, Pitt-Rivers adapta esta visión al universo taurino moderno y lo une al concepto del sacrificio del dios, del teólogo británico Robertson Smith. Una teoría que también adaptaría el propio Freud (1913:24). De forma que al igual que la ofrenda de sacrificio de Osiris en Egipto es esencial, en un sacrificio del dios, su representación ritual: «forzosamente ha tenido que reproducirse muy tarde en la evolución religiosa después y por encima de otros sistemas más antiguos»3. Así, el toreo moderno es la consecuencia de una evolución de cultos religiosos previos, donde el sacrificio del dios es una constante como parte de la estructura de la sociedad en la que se 2

H. Hubert & Marcel Mauss (1970:67). Idem, pag 70. Este artículo se escribió en 1906. En él, los autores citan varias veces la influencia de las teorías sobre el sacrificio de W. R. Smith, publicadas por primera vez en 1889. 3

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lleva a cabo. Finalmente, Hubert y Mauss consideran que «todo lo que concurre al sacrificio está investido de una misma cualidad, la de ser sagrado: de la noción de sagrado proceden, sin excepción, todas las representaciones y todas las prácticas del sacrificio, con los sentimientos que las originan. El sacrificio es un medio para que el profano pueda comunicarse con lo sagrado a través de una víctima» (cursivas en el original). Que añadido a la teoría de R. Smith, en la que toda religión está basada en la unión entre los miembros de la comunidad y sus dioses (1889:29-30)4 y por lo tanto es parte de la misma sociedad, cuyo principal fin religioso no es el de salvar el alma exclusivamente, sino la de preservar la sociedad (1889:29), Pitt-Rivers encuentra la razón para destacar además, al igual que R. Smith, que las divinidades primitivas fueron femeninas y sitúa a la diosamadre, como una parte inherente de la sociedad. Tan significativa ha sido la aplicación de éstas clásicas teorías al análisis taurino de Julian Pitt-Rivers que llegó a convertirse, apenas diez años después de publicado en francés y español, (curiosamente nunca en inglés), en uno de los más importantes valedores del derecho de los españoles a defender esas señas de identidad expresadas en la Fiesta Nacional, hasta llegar incluso ante el Parlamento Europeo de Estrasburgo (Pitt-Rivers 1993). En este otro importante documento antropológico, el maestro alega que es en el coso donde se aglutinan todos los elementos que componen la estructura cultural de los españoles, catapultando atinadamente un tema tan controvertido como el de las corridas de toros, de rancia tradición nacional, en un asunto de interés cultural internacional. Pero sobre todo, explica los motivos que mueven a las masas de espectadores españoles a los tendidos, a las barreras, o a esconder su temor, o expresar abiertamente su entusiasmo, en los burladeros, desde San José a la Virgen del Pilar. Para Pitt-Rivers, el fervor y la pasión en la iglesia y en el coso, son análogos. Por lo tanto, sería ilusorio abolir la Fiesta Nacional, ya que está incrustada en lo mas íntimo de lo español. La corrida de toros sólo desaparecerá en España, cuando desaparezca la devoción mariana, con la que está directamente unida. En su particular interpretación del significado antropológico de la corrida de toros Pitt-Rivers, la clasifica como la inversión de dos ritos sacrificiales: la inmolación del Cordero de Dios en el sacrificio de la misa matutina, frente al rito igualmente sacrificial del toro bravo en el coso vespertino. Un ritual en el recinto sagrado y su contrapartida laica en el ruedo. Ambos celebrados por una misma comunidad en día de guardar, o en el nombre sagrado de una Virgen o un santo patrono, ante una misma comunidad participante 4 Harriet Lutzky (1995: 320-321). Presenta una visión psicoanalítica de la teoría del sacrificio de W. Robertson Smith,. También menciona la influencia de Smith en los trabajos de Durkheim. Cosa a la que Pitt-Rivers tampoco es ajeno.

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que asisten con recogimiento a la iglesia, o inversamente, con regocijo al coso. Durante la corrida de toros, se combinan las virtudes religiosas morales y las humanas frente a la agresión animal y se exalta la protección católica en dos expresiones sacrificiales paralelas y contrapuestas: la representación incruenta de la muerte de Cristo durante el sacrificio de la misa, frente a la inmolación del toro en el coso, transmitiendo un mensaje sagrado y purificador a los participantes. Las expresiones externas, a nivel inconsciente, de la identidad interna y colectiva de los españoles desde tiempo inmemorial. Así mismo, la corrida de toros, que comprende todos los ingredientes que componen el sacrificio, simboliza la inmolación de la víctima animal de manos del héroe y compagina el significado sagrado y laico al alternar la fiesta lúdica y profana con la religiosa. (Pitt-Rivers 1984) La misa y los toros, dos celebraciones en apariencia inconexas y hasta contrapuestas, unen a la comunidad engalanada de feligreses-aficionados en dos comuniones espirituales simbólicas. La que procura la redención de las afrentas al prójimo y busca la gratificación sobrenatural en la iglesia, y la que trata de liberarse de las ansiedades terrenales y profanas en el ruedo. Para Pitt-Rivers: el sacrificio del toro es un intercambio de las fuerzas divinas entre lo sobrenatural y la naturaleza (Pitt-Rivers 1984). La expresión ritual del culto religioso, frente a su representación de la naturaleza animal, centrada en el toro y sumida en un ambiente sacrificial y festivo. Sacrificado y muerto el toro santificado en su fiesta, éste transmite su virilidad y fuerza procreadora a los espectadores a través del torero. Quien a la hora de matar —la consagración del rito— se ha convertido en sacerdote sacrificador, mágicamente transformado durante el proceso de la lidia. Posteriormente añade que cuando el matador introduce el estoque en la cerviz ensangrentada —el monte de Venus femenino para Pitt-Rivers— rompe el tabú de poseer a la mujer menstruante. Con el exorcismo de la estocada, se libera el tabú a la sangre femenina (Pitt-Rivers 1992). Aunque infértil en ese instante, perder el miedo a su sangre mensual es imprescindible para perpetuar la especie humana. Por lo tanto, aún cuando el ritual colectivo ante el toro bravo combina las virtudes morales masculinas, sobre todo resalta algo esencial en un ritual de fertilidad, aunque también sea religioso: las virtudes animales que todos los seres humanos poseemos y que son necesarias para asegurar la prolongación de la especie. Añadido a que el espectáculo ocurre bajo el manto protector de la Virgen, de Jesucristo y de los santos, es lo que da a la corrida de toros un sentido tan profundo (Pitt-Rivers 1984). La razón principal por la que nunca se erradicará en España. Al culminar la Fiesta y dar la vuelta al ruedo ofreciendo al público los trofeos: las orejas y el rabo del toro, simulando un inmenso abrazo compar-

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tido con los espectadores, el matador transmite al auditorio las milenarias facultades del animal mediterráneo por excelencia: la virilidad y la fuerza procreadora. Es a través del tema taurino que Julian Pitt-Rivers hace su reaparición en el panorama español en los años 80, del que estuvo físicamente retirado durante quince años, pero nunca emocionalmente gracias a su intensa relación epistolar con su gran amigo y colega Julio Caro Baroja5. Con El Sacrificio del Toro, Pitt-Rivers reafirma su postura como uno de los principales hispanistas británicos del siglo XX, y logra adentrarse atinadamente en nuestras raíces mas inverosímiles para explicar una de tantas ambigüedades de la cultura española. Pitt-Rivers no sólo toca los aspectos mas significativos de nuestra cultura, sino que explica sobre todo porqué somos como somos los españoles. Lo que de alguna forma influyó para que el gobierno de Felipe González lo condecorase con la cruz de Isabel La Católica. Su segundo paso por España contribuye a colocarnos en la órbita internacional, sin vanagloriarse de nada, como siempre, y con la misma sencillez con la que ya se había encauzado en 1947 cuando llegó a Grazalema. El minúsculo pueblo de la Sierra de Cádiz donde escribirá su famoso, People of the Sierra, posteriormente un clásico del estudio antropológico que nos lanzó definitivamente hacia el universo de la antropología cultural. Al desmenuzar nuestras costumbres y explicar su significado cultural admirablemente, treinta años después de su primera exploración española, la teoría detrás de «el sacrificio del toro», ennoblece la criticada brutalidad sanguinaria que representan los españoles en el ruedo, pero sobre todo, reafirma las razones que sostienen las cualidades morales y religiosas de los españoles, a los que él ve fundidos como un todo a través de los ritos simbólicos, representados en la tauromaquia y en la iglesia. Todos somos iguales ante Dios, pero sin duda, lo somos también ante el toro. Envueltos en la frondosidad de nuestros árboles culturales, no caímos en la cuenta, hasta que Julian Pitt-Rivers nos lo definió con su particular visión, que las tradicionales y variadas fiestas taurinas españolas componen el bosque que aglutina unos hondos y particulares fundamentos socio-culturales, cuya base primordial es el culto que gira alrededor del sacrificio religioso. Lo que se simboliza paralelamente en la misa y en el coso dominical. Un origen cultural que proviene desde mucho más allá de la cristiandad, cuando el simbolismo indoeuropeo de los cuernos y la sangre de las reses 5 Honorio Velasco actualmente se ocupa de recopilar y seleccionar la correspondencia entre Julian Pitt-Rivers y Julio Caro Baroja, entre1953 y finales de los 80, por indicación de la viuda de Pitt-Rivers y de los herederos de Caro Baroja, que esperamos llegue a publicarse en breve.

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originaria 7.000 años a.C se esparce por todo la cuenca del Mediterráneo y se asocia a la fertilidad incorporándose a distintas vertientes religiosas (Gimbutas 1991). Representada en los cultos taurinos cretenses, dionisíacos y mitraicos procedente del Neolítico, entre los pueblos devotos a los cuernos fertilizantes y fecundantes de los que nos habla extensamente María Gimbutas, con la evolución de la sociedad, la potente raíz cultural mediterránea que nos une al toro milenario desde tantas dimensiones diferentes, reaparece enmascarada en otras celebraciones alusivas a la fertilidad. Como son los matrimonios, nacimientos y bautizos reales, o populares, en las que el toro alegórico está presente de una u otra forma. Costumbre tradicional entre los reyes de España desde el siglo XII6, sin dejar tampoco de reproducirse popularmente y que se ha perpetuado hasta hoy. El hecho de que la Infanta Elena, sin duda influenciada por su madre la reina Sofía, sustituyera las tradicionales corridas de toros durante las celebraciones de sus esponsales en Sevilla en 1992 por las demostraciones ecuestres de los pura sangre españoles, sin embargo, no la libró de que éstas tuvieran lugar en la Maestranza. El coso taurino más emblemático de España, y de cuyo balcón real saludaron los novios al anunciar su boda, reproduciendo la misma estampa centenaria de anteriores matrimonios reales, directamente conectados a la fecundidad y dejando una huella, irreconocible quizá, pero significativa, del poso histórico —y más aún, antropológico— de estas celebraciones. El milenario símbolo de la fertilidad y la virilidad en los pueblos agrícolas del mediterráneo: el toro; al que se ensalza, admira, teme y sacrifica, al compás de la muerte y resurrección de las cosechas fecundadas por la tierra, comparte naturalmente el ciclo de sus celebraciones con la trayectoria litúrgica del Hijo del Hombre. El mismo que murió sacrificado para salvar a la Humanidad y se convierte en Dios por la Gracia del Espíritu Santo, resucitando al tercer día. La Sangre y el Cuerpo de Cristo, como símbolo eterno de la redención espiritual que se celebra en paralelo con lo que nos redime en la naturaleza: el toro bravo. Para los españoles, el santoral católico que conmemora la muerte y resurrección de El Salvador, se comparte con el calendario taurino, en una trayectoria marcada por las cuatro estaciones del año, que reproducen también el brote, renacimiento y muerte de las cosechas. Un recordatorio cíclico común, especialmente festejado hasta hoy en los rituales propiciatorios de la gran mayoría de las culturas agrícolas. 6 El conde de las Navas en su La Fiesta más Nacional, cita la fecha de los primeros esponsales regios que se conocen en la pag. 43 con ocasión de la boda de Alfonso VII en Saldaña con doña Berenguela la Chica en 1124. Igual que ocurrió durante los esponsales de las hijas del Cid Campeador, en las mismas fechas.

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Controvertida o elogiada, la teoría del sacrificio taurino de Pitt-Rivers se perpetúa y reafirma con el paso del tiempo. Igual que se siguen celebrando cada domingo desde hace trescientos años, las mismas corridas de toros transformadas en el toreo a pie que tanto batallaron los Ilustrados por abolir —y no lo consiguieron—, que según las teorías antropológicas de Pitt-Rivers, nunca podrán desaparecer en el ambiente hispano por los motivos arriba explicados. Ni los detractores más acalorados, ni los aficionados tradicionales pueden negar que la Fiesta Brava se mantiene... y continuará. Pese a quien pese. *

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Por tanto, he intentado aplicar éste descubrimiento antropológico a otras culturas y otros pueblos donde también se celebran corridas de toros, concretamente al caso mexicano, por lo que se me ocurre lo siguiente. ¿Cuales serían las características que aglutinaban los elementos mitológicos, representados en sus propios rituales, pero también en los juegos taurinos transportados al Nuevo Mundo por los conquistadores del siglo XVI, para que los indígenas de la Nueva España, se sintieran tan atraídos por sus juegos? ¿Qué afinidades ocultas pero comunes, imperceptibles, había en las creencias y cultos de indígenas y españoles, para que existiera ésa atracción tan particular ante el toro? Un hecho que se asentó con una fuerza que se perpetuara en México con el mismo interés y las mismas características taurinas que en España. El impacto social de la Conquista en la Nueva España Es difícil admitir que cuando los españoles llegaron a la Nueva España en 1518, allí no existía el ganado. Ni reses, ni caballos, ni vacas, cerdos o cabras... Tal fue el desconcierto de los nativos, que cuando vieron a Hernán Cortés atracar con un puñado de hombres a caballo en las playas de Veracruz, asociaron a los caballos con los ciervos, e incluso creyeron que jinete y caballo eran una misma cosa. Asentados ya los españoles, a la posterior llegada de las primeras 12 reses en 1526, que los franciscanos tuvieron el buen juicio de transportar como parte de la evangelización, le siguió una partida de toros de Navarra. Circunstancia que cambia totalmente la estructura social y económica de la recientemente descubierta América, permitiendo, por otra parte, que los conquistadores continúen alanceando toros de a caballo, como venían haciendo desde siglos en su país entre sus entretenimientos y ejercicios guerreros. Como cuenta Bernal Díaz del Castillo ese mismo año comienzan las festividades taurinas «informales» en la Nueva España (Flores 1986:7), que no

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tardaron ni tres años en convertirse en oficiales. En 1529, el primer Presidente de la Audiencia, Nuño Guzmán, manda celebrar una fiesta de toros en Technotitlán para conmemorar a San Hipólito, coincidiendo con la toma de la ciudad por los españoles (Rangel 1980: 50). Una costumbre que se inicia con la colonización española y no cesa hasta nuestros días. Visto con la perspectiva del tiempo y dada la fuerza que toma entre los espectadores mexicanos en la actualidad, quizá confunda que este festejo eminentemente español, prendiera entre unos indígenas tan ajenos a las reses y los caballos y se unieran y acogieran el espectáculo con tanta naturalidad desde que presenciaron a los conquistadores. Pero si choca que siendo tan ajenos a éstos animales, en tan poco tiempo los mexicas acogieran tan fácilmente los ejercicios taurino-ecuestres y llegaran a convertirse en afamados jinetes, o aclamados toreros. Tanto Nicolás Rangel como Benjamín Flores resaltan que desde un principio hubo «afición«, como espectadores y como «toreadores de a pie» (Rangel 1980: 40). Manipulando la costumbre española a su antojo, pero también adaptándola a los gustos nativos en la Nueva España, al comprobar la atracción de los indígenas por el toreo, los virreyes pudieron cumplir sin excesivas contrariedades las indicaciones de la metrópoli, al reproducir las tradicionales fiestas peninsulares en el Nuevo Mundo. En consecuencia, durante los trescientos años que duró la colonia, se repitieron las mismas conmemoraciones reales en las mismas ocasiones y no sólo las fiestas taurinas, sino muy especialmente, las religiosas. Curiosamente, combinar ambas como se venía haciendo por tradición en la Península, era un atractivo añadido entre los nativos del que enseguida se percataron los virreyes. Al igual que en el resto de las colonias americanas, las conmemoraciones celebradas ante el toro en España, ya fueran religiosas, cortesanas, o evocaciones reales y guerreras memorables, se corroboraban entre los indígenas sin que faltaran los calurosos seguidores para repetir los homenajes. Como cabe esperar, el tiempo se encargó de ir haciendo sus adaptaciones locales mestizadas, pero el paralelo taurino de la Nueva España, se reprodujo y perpetuó con los mismos ritos y reglas españoles. Sería excesivamente extenso explicar en este reducido espacio, la cantidad de fiestas taurinas que existen hoy día en México, en paralelo a las corridas de toros, igual que ocurre en España, para reafirmar más, si cabe, el paralelismo cultural que se perpetúa en ambos países. Pero mencionaré algunas. Como, por ejemplo, las celebraciones navideñas de los huicholes de la Sierra Madre, entre los estados de Jalisco y Zacatecas, que sacrifican un toro, o a veces un cebú, para ratificar las ofrendas a «los santitos». O las corridas de Quintana Roo que explica Alfonso Villa Rojas (1987) en la que un nativo toma el rol de toro, que se burla de los que hacen de toreros. De forma muy parecida a las fiestas de los choles en

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Chiapas, donde un hombre cubierto de trapos, con cuernos y cola falsos, también personifica a un toro burlado. Estas últimas representan algo parecido a un carnaval. Pero la más próxima a las actuales costumbres españolas, particularmente el «Toro de la Vega» que explicara extensamente Pitt-Rivers (1992), sea la festividad del toro de la Virgen en Tlacotalpan, Veracruz. Con un sentido parecido de ofrenda sacrificial a la Virgen del pueblo, el toro (o cebú) cruza el río que, al igual que en Tordesillas, finalmente es perseguido por los jinetes y sacrificado en nombre de la Virgen entre las aclamaciones de los asistentes. Estos ejemplos, por lo tanto, demuestran que a pesar de las lógicas adaptaciones propias de las costumbres taurinas en México, el toreo y la afición novo hispana se desarrolla y asienta a un compás similar al español. E igual que allá, la confirmación borbónica, del siglo XVIII, en sustitución a la lidia caballeresca de los Austrias, se formaliza entre revueltas separatistas y reivindicaciones independentistas. Mientras los separatistas vociferan reclamando un México libre en contra de las corrientes imperialistas centrales, se hace sin dudar con la bendición de su Virgen de Guadalupe y desde luego, sin dejar de celebrar las mismas fiestas taurinas, olvidándose tal vez, de que fueron importadas por los gachupines. (Nombre despectivo con que aquellos españoles pasaron a la historia de México). El propio general Santana, dada la gran aceptación popular que tienen las lidias, considera oportuno conmemorar la independencia de México con corridas de toros, algo que también hicieron otros presidentes desde los comienzos de las revueltas al comprobar que era la mejor forma de recaudar fondos para sus propósitos independentistas. La ratificación taurina, sostenida por un colectivo cada día mayor de seguidores, llega no sólo con la reafirmación de un reglamento oficial del toreo a pie y hombro a hombro con la voluntad de una separación definitiva de España entre 1810-21 —como curioso reflejo social— sino incluso con la construcción de los cosos taurinos que se erigen especialmente para celebrarla. En 1788, siendo México aún la Nueva España, se construye en la capital la primera plaza de toros (Flores 1986: 15). Ajenos a las revueltas políticas y dentro de un notorio y arriesgado espíritu aventurero, llegan a las colonias americanas, sin dejar de pisar los cosos cubanos en el camino, diversos toreros profesionales españoles desde el momento que se empiezan a clasificar como tales. Mazantini es sin dudar el que obtuvo mayor reconocimiento mexicano desde el asentamiento del toreo a pie. Culminada de Independencia de 1821, muchas cosas separan y enfrentan a mexicanos y españoles, pero nadie dudará que esta ruptura no logrará desunir dos curiosas afinidades culturales: la religiosidad y el apasionamiento taurino de ambos pueblos.

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Analogías y coincidencias del encuentro de los dos mundos Estas afinidades, en apariencia intrascendentes, nos mueven a indagar qué esconden las culturas de conquistadores y conquistados para que unas civilizaciones milenarias como fueron los Mayas y Aztecas, que desconocía el ganado, los caballos y cualquier ritual de festejos frente a los toros bravos, en escasos años de conquista española, adaptasen e hiciesen propia para la posteridad una idéntica corrida de toros. Sin perder la estructura original de los rituales, reproducidos —igual que en la metrópoli— en paralelo con las fiestas de sus Vírgenes y santos patronos. El eje, en el caso español, destacado por Pitt-Rivers, que aglutina a unos aficionados tanto o más entusiastas que en la Península. En 1518, los primeros frailes evangelizadores, quizá con el afán de convertir al cristianismo a los recién conocidos infieles, percibieron —no sin un excesivo celo para conseguirlo— que los nativos tenían más afinidades entre sus creencias religiosas con el catolicismo de lo esperado. A pesar de los sanguinarios sacrificios humanos y el canibalismo latente. Buscando una explicación a estas crueles pero fervorosas creencias, siempre defendiendo sus derechos como seres humanos libres, los frailes lograron convencer a sus horrorizados superiores de la metrópoli que el principal punto de partida de esta fe tan incongruente era la ley natural. Al igual que los cristianos, los indígenas creían en seres sobrenaturales superiores por los que se regían de acuerdo a una «moral« y un concepto de vida propio. Por eso mismo, a lo largo de los primeros cincuenta años de conquista, observaremos a los representantes del orden seráfico oponerse firmemente a la violencia colonizadora... ya que la ideología de tipo espiritual parecía ofrecer, en los indios y bajo ciertas circunstancias, un refugio para el alma atormentada (Fournier 1989: 22). Esa incomprensible barbarie ligada a sus ritos religiosos estaba justificada por su trasfondo metafísico, como defendió siempre fray Bartolomé de las Casas. Todos creían en una vida después de la muerte, aunque dentro con unos matices y valoraciones diferentes. Lo que resultó relativamente fácil de manipular para los frailes. De quienes nunca se dudó que actuaran de buena fe en sus imposiciones cristianas, fuertemente sostenidas por los propios monarcas desde España. Manipulados o no, los evangelizadores se encontraron con más de una raíz religiosa común insospechada. Lo que cooperó a desviar y acomodar las creencias religiosas nativas para favorecer la evangelización: unos y otros estaban de acuerdo en valorar lo suprarreal al grado de hacer de ello la realidad última, primordial e indiscutible de las cosas (Gruzinski 1995: 186). Alentados por los ambiciosos intereses imperialistas de sus dirigentes, estos herederos de unos pueblos guerreros y agricultores, arrastraban un fana-

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tismo religioso centenario para los peninsulares, pero milenario para los mexicas. Los españoles defendiendo una exagerada moral católica medieval, intolerante con el politeísmo nativo, e incapaces de doblegar su criterio a unos parámetros distintos a los de la época. Los nativos sometidos hasta el desgaste por unos dioses insaciables de sangre humana para alimentar a su máxima divinidad: el sol. Los nativos llevaban generaciones resignados al sometimiento y las exigencias divinas, estimulados por sus dirigentes militares y religiosos. Quienes los incitaban continuamente a proseguir con las luchas guerreras. La pujanza militarista, al igual que la española, estaba sostenida por un aliciente religioso que retribuía la escalada guerrera y el status social terrenal, con los beneficios espirituales en el más allá. La forma indirecta de estimular el belicismo de sus súbditos, aunque sujetos a la prioridad imperialista de ampliar su extensión territorial en beneficio de los reyes o emperadores respectivos. Estado y religión ejercen un dominio absolutista sobre sus súbditos, con una notable influencia y poder de los sacerdotes. Una de las consecuencia primordiales de la conquista fue la de cambiar la estructura económica y social en la Nueva España, ajustándola a la de la metrópoli. De forma que los novo hispanos quedan divididos en parroquias, cofradías y ayuntamientos, desmembrando la anterior sociedad indígena. Mientras, como destaca Dominique Fournier, la anterior estructura del sacrificio religioso prosiguió dentro de esta nueva organización social y aparece como parte del proceso de reproducción histórica (Fournier 1989: 22). Hasta entonces, las víctimas sacrificiales eran tan numerosas que no eran suficientes los esclavos, los guerreros o los enemigos capturados, hasta el punto que llegaban a incluir mujeres y niños para sus sacrificios humanos. Según el cronista Durán, para cuando llegaron los españoles además de las innumerables exigencias divinas, el dios de la lluvia, Tlaloc, insistía en recibir más sacrificios para reclamar las lluvias imprescindibles para los cultivos (Durán 1980). En este entorno medieval tan singular, sin embargo, los acontecimientos que rodean a la Conquista de la Nueva España podrían considerarse providenciales, o incluso misteriosos. Numerosas casualidades la apoyaron indirectamente. Los aztecas, o mexicas, hacía tiempo que esperaban la llegada por mar de unos hombres claros y barbados que procedían del este. Por donde había desaparecido su dios Quetzalcoatl, prometiendo regresar en un año de Acatl. El mismo en el que Hernán Cortés atracó en Veracruz con los Conquistadores: 1518. En esta fecha, renovada cada 52 años, la humanidad se aniquilaba como consecuencia de la catástrofe cósmica durante la que desaparecería el sol. El cielo se vendría abajo y un nuevo mundo sustituiría al anterior, en un círcu-

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lo cósmico en el que los astros simbolizan a los dioses. Dioses que necesitaban subsistir de los sacrificios humanos. Una profecía que mantenía aterrorizado a los nativos, desde hacía tiempo, ya que el 5º sol anunciado paralizaría el mundo. La coincidencia de las creencias apocalípticas nativas con la llegada circunstancial de los españoles, inmediatamente hizo pensar al rey Moctezuma que aquellos eran los esperados hijos del sol Quetzalcoatl que regresaban como habían anunciado. Ya nada les impediría la culminación devastadora del fin de sus días, condicionados a sus ritos cósmicos de renovación eterna y dinámica marcadas por los astros, reflejados en las cosechas, las condiciones climáticas y las exigencias terrenales de sus divinidades. En consecuencia, los numerosos sacrificios de sangre realizados para que siguiera funcionando el ciclo establecido de sus creencias, estaban bañados por una exacerbada religiosidad (C. Duverger 1983:97). Pero tampoco los españoles se escapaban de sus propias profecías milenaristas. Sometidos a un papado acaparador y excesivamente influyente entre los reinos católicos occidentales, se preocuparon de promocionar que el descubrimiento de América coincidía con un nuevo milenio, anunciado por el abad Joaquin de Fiore. La historia se dividía en tres etapas: la que gobernaba el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a punto de llegar (Brading 1988: 35). Un ángel apocalíptico abriría el sello de la sexta edad, caracterizado por el advenimiento del Anticristo, que consumía el milenio. Los indicios vividos en el Nuevo Mundo presagiaban la venidera sexta edad y para colmo, coincidiendo con un emperador (Carlos V) que gobernaba el mundo y un Papa evangélico. La Divina Providencia y el Vicario de Cristo en la tierra se unían para lograr la conversión eterna de los infieles en un nuevo universo. Una oportuna sustitución a la conversión (o expulsión) de los otros infieles, musulmanes y judíos, en la Península en 1492. Estos solemnes mensajes apocalípticos provenientes de las dos religiones en apariencia dispares, escondían, —según D. Brading— una maravillosa simetría espiritual (Brading 1988: 38). Unas coincidencias metafísicas que resultaban enormemente beneficiosas para las intenciones de conquista terrenal española. La Serpiente Emplumada, o Quetzalcoatl, para sus seguidores, era el dios principal de toda la humanidad. Nacido como un héroe humano, se transforma en dios hasta convertirse en mito religioso. Este dios azteca era casto y ascético, opuesto a los sacrificios humanos y aseguraba una vida después de la muerte. Quetzalcoatl, era un dios invisible, infalible e inmortal que había ascendido por el este, prometiendo regresar (L. de Gómara en L. Austin 1989:24/54). A estas similitudes con Jesucristo, se añadían otros ritos afines al sacramento del bautismo y la confesión. Los indígenas pre-colombinos se arrepentían de sus faltas y ayunaban antes de comer la carne humana de los sacrificios consagrados a sus dioses, cuando el corazón sangrante arrancado a la víctima inmolada, era entregado al sol, el centro de su adoración (Ber-

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nardino de Sahagún 1985:40/47). Pero había otras coincidencia, tanto o más reveladoras. La analogía emocional entre las festividades de sus dioses-patronos y las fiestas movibles de los santos que conceden las gracias sobrenaturales. Mixcoatl, dios de la caza, e Huizilopochtli el de la guerra compartían un culto común. Izona, Bacab y Eclemac son tres divinidades fácilmente comparables a El Padre, El Hijo y El Espíritu Santo. Bacab, al que colocan una corona de espinas, muere tras ser atado a un madero. Resucitó al tercer día cuando se reúne con el padre (Austin 1989: 16). A la vista de estas significativas coincidencias, Bernard y Gruzinski llegan a la conclusión de que cualquiera que fuera el valor de las observaciones de los evangelizadores, éstos reinterpretan y aplican sus propias experiencias religiosas en la Nueva España. Se ve lo que se espera ver, aunque el observador no sea consciente de su forma de observar (1992: 75). Un método de adaptación religiosa que continúan apicando los evangelizadores a lo largo de la conversión indígena. En consecuencia, aparece una virgen (indígena) que da a luz y la diosa Topiltzin hace milagros, como nos cuenta Durán. Hasta fechas tan recientes como 1949, el historiador Harman defiende la correspondencia metafísica entre Quetzacoatl y Jesucristo, al que se le unen historiadores de la talla de Alfonso Caso e Ignacio Marquina. Sedimentados estos controvertidos criterios históricos, en 1971 Jacques Lafaye admite que: la convergencia entre la esperanza escatológica de los aztecas representado en Quetzalcoatl y el milenarismo de los evangelizadores fue una raíz mística criolla (Lafaye 1977: 32). La fe mueve montañas y la necesidad emocional de encontrar un consuelo divino a las adversidades, obliga a los nativos a amarrarse a las nuevas utopías. Ya sean impuestas o adaptadas. Al margen de estas coincidencias, convenientemente ajustadas, o no, aztecas y españoles compartían, sin apercibirse, el mismo sentimiento apocalíptico de su destino sobrenatural, con una significativa representación en los sacrificios religiosos, que aunque se expesaran de forma diferente, su simbolismo no era dispar. Eso hace que sus afinidades antropológicas, difíciles de apreciar, allanasen la conversión al catolicismo de los nativos y facilitara el asentamiento de las costumbres españolas. Que además contrapone el sacrificio sublimado del Cordero de Dios en la misa y el sacrificio cruento del toro en el coso con los sacrificios humanos pre-colombinos. Una base cultural esencial para su posterior fusión espiritual y en parte cultural, aunque no cesaran las batallas en otro orden de cosas. Gradualmente, los dioses se van suplantando por santos católicos y se confunden en sus nuevas devociones, en un proceso que conlleva una especial conciliación religiosa de características autóctonas propias. Como refleja hoy López-Austin, al mencionar a Fray Bernardino de Sahagún en el si-

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glo XVI, al hacer referencia a las diosas nativas, menciona a «nuestra madre» Tonatsin y añade que la diosa Toniltzin hacía milagros. Para 1611 en el cerro del Tepeyac, antiguo de adoración de la diosa Toniltzin, hoy convertida en la Basílica más visitada del universo católico en el Distrito Federal, se aparece la Virgen de Guadalupe. Curiosa adaptación popular de la devoción extremeña de los conquistadores, cuya sencilla reproducción americana ya tiene inconfundibles rasgos indígenas. Una figura femenina que ensambla el mismo simbolismo maternal y religioso de la Virgen española con las diosas nativas y que se sustituye y asienta sin dificultad. A pesar de que aún hay quien la considera una imposición imperialista y española. El indio Juan Diego a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe, dejando impresa su imagen en el sayete que usaba y convertido en el cuadro que hoy se venera en la Basílica, acaba de ser beatificado personalmente por el Papa Juan Pablo II el 31 de julio del 2002. Durante los trescientos años de asentamiento español se van desplazando ideologías y mitos religiosos, que se van representando en distintos rituales, acoplados a la nueva cultura mestizada. Éstos no son sólo religiosos, sino también taurinos. Aceptados y reproducidos de acuerdo a las inclinaciones culturales y gusto de los mexicanos. Según el historiador Jacques Lafaye, la fusión de las creencias sobrenaturales de ambas culturas son la raíz mas sólida del patrón cultural de la Nueva España (Lafaye 1977: 64). Pues para Lafaye, muchas creencias venían fuertemente enraizadas desde los ritos agrarios propiciatorios que lograron transportar el sentido mágico de la fe pre-colombina al catolicismo. De forma que el catolicismo superpuesto se convierte en el vínculo que une al pueblo mexicano ya mestizado, de donde surgirá la conciencia de unión nacional hasta la independencia (Brading 1988:15). Una insospechada alianza metafísica, utilizada con fines políticos, une al Viejo y Nuevo Mundo para la posteridad. La Virgen de Guadalupe, reemplaza a las diosas de la fecundidad Quillzatlin y Cihuacoatl y a la diosa Tonatzin. Jesucristo sustituye a Quetzalcoatl y ciertos dioses se convierten en santos. Adaptada la liturgia católica a las creencias americanas previas, se sincretizan en un círculo semejante de muerte y renacimiento de las cosechas, ligado espiritualmente a la naturaleza. Una consecuencia obvia de lo que ocurre en sus campos y que proviene del universo taurino desde antes de las culturas del mediterráneo clásico, previas al cristianismo. Unidos los pueblos, aparece un nuevo concepto, aún más difícil de reconocer, al que también deberán ajustarse los indígenas: la nueva medida del tiempo que traen los conquistadores. A pesar de tantas afinidades, rebuscadas o no, ésta es una nueva percepción para quienes antes de la conquista se movían en tiempos y espacios históricos distintos. Para los españoles el uni-

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verso —reflejado en su vida terrena— es temporal: Génesis y Apocalipsis, principio y fin de las cosas. Aunque esté marcado por sucesos divinos, se mueve en la temporalidad histórica. Todo comienza, todo acaba; se nace y se muere. Un criterio que los indígenas manejaban de otra forma. Para los mexicas el tiempo no es abstracto ni eterno, sino una realidad unida a la astronomía circular que materializa el movimiento. Pero que puede ser continuo y discontinuo a la vez. El tiempo para ellos se desintegra, porque tiene un desgaste cósmico que borra la información (Duverger 1983). Un criterio distinto a los ciclos mediterráneos y cristianos, rigurosamente marcados por las cuatro estaciones del año, condicionados por sus cosechas y a la naturaleza, unido a los tiempos litúrgicos. Para los nativos de la Nueva España el tiempo terrenal es sólo lluvioso o seco, ligado al tiempo de los dioses dentro del círculo del universo, muy distinto al español. La vida terrena indígena está definitivamente sujeta a los ritmos de la naturaleza, que son también metafísicos y cósmicos. Así es como al incluir la medida lineal-histórica, se modifica su vida terrena, pero también la espiritual. Las enseñanzas católicas suplantan el concepto previo de vida tribal nativa, por el individualismo. En sustitución al sentido cósmico religioso colectivo indígena. Ese concepto de vida colectiva anterior al encuentro, enfrenta al individuo consigo mismo; con el alma que tendrá que salvar individualmente. Otro choque cultural que aún no se ha ensamblado totalmente pero que se adapta a la cultura mestizada. Lo que afectando a muchos campesinos mexicanos, ajenos en su mayoría al medio urbano de sus dirigentes y dificulta los proyectos de acoplamiento al progreso moderno de globalización. El sacrificio humano versus el sacrificio del toro Así es como los mexicas sustituyeron unas creencias religiosas por otras, unos cultos por otros, unos dioses paganos por unos santos católicos, mestizándose con mayores o menores imposiciones, adaptando sus modos de vida a la de los conquistadores ¿Por qué, entonces, no habrían de sustituir con mayor entusiasmo los cruentos, pero religiosos, sacrificios humanos, por el sacrificio del toro? Una expresión ritual que existía en su estructura social y aglutinaban ambos cultos sobrenaturales. Afirmados en unas creencias universales y apocalípticas, encabezadas por el dios monoteísta Quetzaltcoatl, éste es sustituido por «Diosito», fácilmente asociado a Jesucristo y a su criterio pre-colombino de lo que era la Santísima Trinidad. Desde el momento de la unión con los españoles, el sacrificio religioso es el compendio de su expresión ritual, cuando indígenas y españoles se reúnen en la iglesia para sacrificar en una sublimación in-

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cruenta al Cordero de Dios en la misa. Pero también para sacrificar, inversa y sanguinariamente, al toro en el coso. Dos consagraciones simbólicas ante una comunidad fervorosa que acepta erradicar, pero que en realidad sustituyen los milenarios sacrificios humanos con su conversión al catolicismo. Una sustitución antropológica dentro de una nueva estructura social en la que existían excesivas analogías previas. Entonces es cuando se produce la catarsis de dos contra-ritos religiosos, que proporciona el contrapeso del espiritual frente a la naturaleza, tan necesarios para equilibrar subjetivamente a la nueva sociedad mestizada, en su intento por adaptarse a la sociedad colonizada. Forzados a claudicar ante la usurpación conquistadora de bienes, tierras y tradiciones sociales y religiosas, resignados a sustituirlos por las demandas conquistadoras, los zarandeados nativos que se mantienen tras las luchas, una vez establecidos los criterios culturales españoles, encuentran su legitimación espiritual ante el Jesucristo que superpone a Quetzalcoatl, o la Guadalupe que dejó de ser Tonatzin. Son los herederos de aquella comunidad que hoy acude al ruedo a contemplar un sacrificio cruento, donde el simbolismo de la sangre sigue jugando un papel religioso y de fertilidad primordial en reemplazo —consciente o no— al rito del antiguo sacrificio humano. Siendo la mística del sacrificio la raíz taurina primordial, nos encontramos que su inversión, el sacrificio incruento del Cordero de Dios, eje dogmático del catolicismo, al llegar a la Nueva España, adopta el contrapeso a una festividad religiosa y profana. La teoría antropológica de Julian Pitt-Rivers, aplicada al caso español, se adapta así al mexicano. Al sincretizar su fe los nativos desviarán pacíficamente sus emociones sobrenaturales hacia la nueva iglesia. Pero exteriorizaran su agresividad contenida y erradicada de los sacrificios humanos ante el toro. La asombrosa atracción por los rituales toreros desde el encuentro de ambos pueblos en el siglo XVI, se estabiliza, curiosamente, en la Fiesta Brava. Al tiempo que se ensamblan unos ritos y creencias divinas, inicialmente más afines de lo sospechado. Creencias y ritos que se mezclan, se superponen y se perpetúan en el inconsciente colectivo de conquistadores y conquistados y que brota espontáneamente desde hace siglos, hasta hoy, cada domingo en las celebraciones de los dos continentes. Con la readaptación colonizadora, el significado de la entrega divina de los indígenas, que centra su culto religioso en la ofrenda del corazón de la víctima al sol, sufre una transformación esencial a la llegada del catolicismo. Hasta entonces el centro principal de las ofrendas religiosas paganas, de milenario arraigo en la gran mayoría de las culturas pre-colombinas mesoamericanas adoradoras del sol, será utilizada como un arma espiritual trascendental que cooperará esencialmente en la conversión religiosa de la Nueva España.

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Ante la dificultad de mostrar la abstracción del amor de Dios al prójimo, insertado junto al nuevo fervor religioso de los indígenas, los misioneros sustituyen el significado simbólico de la víscera como el centro indispensable de las emociones humanas. El mismo corazón que se ofrece en sacrificio ensangrentado a sus dioses, también representa el centro del amor humano y encierra simbólicamente el alma individual que todos tenemos. Esa que habrá que salvar para la vida eterna. Pero sobre todo, lo que nos define como seres superiores entre las especies creadas por Dios. De esta forma, con el cristianismo, en el corazón ensangrentado se centra el sentimiento espiritual bendecido por la Santísima Trinidad, en generosa sustitución a su anterior significado pagano. El eje que sustenta el alma de cada individuo, será por tanto el amor del Sagrado Corazón de Jesús a la Humanidad. La imagen entregada y tierna de Jesucristo, que muestra su ardoroso corazón, abierto en el pecho, proviene del concepto neoplatónico que se revitaliza con las filosofías de San Bernardo y San Agustín durante la Edad Media y afianzada durante el Siglo de Oro. Esta conexión metafísica centrada en una víscera humana con un significado anterior muy diferente para los nativos, un arma espiritual extremadamente vulnerable para ellos, con la sustitución cristiana, encuentra un nuevo sentido de unión desde lo más profundo de su ser con Cristo y la fe católica. Puesto que la filosofía cristiana se opone radicalmente a la violencia y a cualquier actitud sanguinaria, la superposición amorosa de la nueva fe, simbolizada en el corazón, consigue unir al hombre con lo sagrado. Sólo que ahora será a través de su representación en la tierra: la iglesia. Al exorcizar el torero ante los espectadores mexicanos el rechazo a la sangre femenina, en el momento de introducir la estocada en el Monte de Venus ensangrentado (la cerviz del animal) se rompe, al igual que entre los españoles, el tabú de poseer a la mujer menstruante. El símbolo de fertilidad ligado al toro y representado durante la corrida de toros, como alega PittRivers, ocurre en el caso español y que según los mismos criterios podría igualmente aplicarse a los mexicanos. En su milenaria trayectoria cultural, el toro unifica cultos y ritos agrarios ancestrales pre-cristianos del Mediterráneo y los enlaza a través de la naturaleza con los ritos de fecundidad y desde la perspectiva metafísica, con sacrificios humanos pre-colombinos. En unos ciclos anuales marcados en la agricultura y la liturgia católica. Al derramar su sangre fecunda, litúrgica y festiva, en la inversión del sacrificio del Cordero de Dios, el toro se convierte en el emblema universal que se representa en la Fiesta Brava. La que une a México y España con el resto de las regiones toreras de América Latina, dentro de un mismo denominador común espiritual y cultural.

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Pedro Romero de Solís Universidad de Sevilla

En la Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, resultado del compromiso con que la Fundación de Estudios Taurinos se obligó a la hora de rendir homenaje al Dr. Pitt-Rivers, se publican todos los artículos de este célebre investigador británico donde, por una u otra razón, aborda y reflexiona sobre las corridas y las fiestas populares de toros. Muchos estudiosos sostienen que hasta la publicación de su artículo «El sacrificio del toro», dado a la estampa por primera vez en Francia en 1983, no había abordado las fiestas de toros y que su interés por ellas fue, por consiguiente, relativamente tardío. Es más, aquellos que conocían el Toro de la Virgen de Grazalema (Cádiz) y el numeroso elenco de fiestas taurinas que celebran estruendosamente los pueblos y villorrios de su alrededor no entendían el silencio de Pitt-Rivers, silencio que, en realidad, fue siendo sólo ligeramente corregido en las ediciones sucesivas de su tesis doctoral realizada, como se sabe, sobre el propio pueblo de Grazalema. Sin embargo, él mismo dirá en la versión francesa de «El sacrificio del toro» que el problema de la Tauromaquia le había preocupado, de forma discontinua desde que realizó los primeros estudios en Andalucía y señala, en apoyo de su afirmación, las sucesivas ediciones de su tesis (1954, 1962, 1971), fechas a las que hay que añadir 1989, año que corresponde a la última edición preparada por el Dr. Honorio Velasco y que no pudo ser citada por Pitt-Rivers en la mencionada debido a que cuando redactaba el ar-

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tículo «El sacrificio del toro» la edición de Alianza aún sólo se hallaba, como quien dice, en la mente del Señor1. Ahora bien, meses después, cuando Pitt-Rivers prepara la edición española del artículo que me estoy refiriendo, que había de publicar Revista de Occidente2, elimina esta frase, actuando, a mi entender, de manera consecuente con la realidad de un texto, como es su libro sobre Grazalema, donde el tema taurino está prácticamente ausente. Sin embargo, Françoise Pitt-Rivers nos ha ido mostrando a Honorio Velasco, a Dominique Fournier y a mí numerosos documentos del archivo de su marido que permiten obtener una visión muy distinta del problema3. En primer lugar, de las cartas cruzadas entre Caro Baroja y el finado se deduce que el interés de este último por los toros es tan intenso como para estar redactando, en la década de los sesenta, un libro sobre el tema, que a falta de título lo he bautizado con el de Introducción a la Tauromaquia. Este libro merecía el mayor interés de Caro Baroja como puede deducirse del conocimiento del fondo epistolar pues en numerosa cartas le preguntaba cómo llevaba su redacción; es más, de vez en cuando, Caro Baroja la anunciaba el envío de algún documento, incluso le hacía llegar algún desarrollo parcial de ciertos aspectos de la historia literaria española que estaban en relación con la tauromaquia. De ese libro, por supuesto inédito, pero seguramente inconcluso por abandonado ante la perentoriedad de otros compromisos más urgentes, sólo he podido encontrar el Capítulo III que publico en Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina (Romero de Solís, 2002). Estimo que la lectura de este capítulo es esencial para comprender el lugar de excepción que ocupaban los toros en el pensamiento de Pitt-Rivers. Así, en el mismo inicio del presunto fragmento, escribe que «los toros son tan importantes en la imaginería de Andalucía que no puedo por menos que intentar explicar algo sobre la naturaleza de la fiesta y de las pasiones que despierta» (2002). 1 N. del Ed.: La última edición en castellano de su tesis se titula Un pueblo de la Sierra: Grazalema y fue preparada por el Dr. Honorio Velasco, catedrático de Antropología de la UNED y coordinador del homenaje que representa este libro que el lector tiene en sus manos. 2 Pitt-Rivers 1984, n.º 36, págs. 27-48. El artículo, escrito originalmente en francés, fue propuesto por la antropóloga Patricia Martínez de Vicente al Dr. Juan Pablo Fusi, entonces director de la Revista de Occidente, ex-alumno de Oxford como el propio Pitt-Rivers, que se interesó, desde el primer momento, por el texto y decidió publicarlo. Al no figurar ningún traductor quiere decir que el Dr. Pitt-Rivers asumió muy directamente, como solía hacer, la versión del texto original que había publicado, el año anterior (1983). 3. El Archivo Pitt-Rivers actualmente se encuentra, en virtud de la donación realizada por su viuda, Mme. Françoise Pitt-Rivers, en el Laboratorio de Etnología y Sociología comparativa de la Maison René Ginouvès (Universidad París-Nanterre).

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Esta necesidad de explicación ya la expresó mucho antes cuando redactó «Capea en El Gastor», un artículo que, con toda seguridad, escribió en los años en que vivió en Grazalema trabajando en su tesis doctoral (1949-1952) y había quedado inédito hasta que la Revista de Estudios Taurinos lo ha publicado4. Se trata de la primera producción etnográfica de toros que conozco de Pitt-Rivers la cual, al margen de su calidad literaria, es un texto donde aparece ya, con toda claridad, la importancia que le atribuye a la fiesta y, sobre todo, cómo la observación participante del acontecimiento lo absorbe y transporta. Me interesa una referencia al contexto que hace en las primeras páginas indicando la calidad relativa de la capea de El Gastor pues la pone en relación con otras fiestas de la comarca. «Aquel año El Gastor decidió, escribe Pitt-Rivers, aventajando con ello la costumbre de sus vecinos que se contentaban con correr los toros por las calles, contratar profesionales que lidiaran en traje de luces...». Está claro, pues, que no sólo vivió intensamente la fiesta de El Gastor, sino que tenía noticia de la existencia de otras fiestas de toros en la comarca, que quizás incluso llegara a conocer. Aprovecho para recordarle a la comunidad científica que suele negar, no sé por qué, la existencia de este tipo de fiestas en Andalucía, que medio siglo después de haberlas contemplado Julian Pitt-Rivers, se siguen corriendo toros ensogados en Grazalema, Villaluenga del Rosario y en Benaocaz y sueltos en Vejer de la Frontera, Arcos, Los Barrios, Bornos, Puerto Serrano, Olvera, etc., por sólo referirnos a aquellos que se encuentra en las proximidades de Grazalema (Romero de Solís 1998). Los comentarios, las referencias que da de aquí y de allá, me permiten asegurar que no es la de El Gastor la única fiesta a la que por entonces Pitt-Rivers había asistido. Viviendo, conviviendo con los vecinos de Grazalema, y con automóvil5, debió hacer con sus amigos e informadores numerosas excursiones para asistir a las fiestas de los pueblos vecinos y ver toros. Téngase en cuenta que la provincia de Cádiz cuenta con la mayor densidad de ganaderías de reses de lidia no sólo de España sino de todo el mundo taurino por lo que el toro, compañero inseparable del mundo laboral de los hombres de la sierra gaditana, se convierte, en la medida en que propicia la vida común en forma de jornales, en el medio festivo por excelencia6. ¡Se festeja con aquello que da de vivir! 4 La tesis fue publicada, por primera vez, en 1954 y el artículo que me refiero es Pitt-Rivers, J. (2002). 5 No debe desestimarse este dato, pues en aquella época el parque de automóviles de España era mínimo como consecuencia de los años de boicot comercial europeo y habían adquirido precios astronómicos. El automóvil era, por consiguiente, una herramienta relacional y festiva formidable. 6 No debe olvidarse que dehesas de toros bravos las hay, también, en Portugal, Francia, México, Perú, Ecuador, etc.

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A pesar de ser «Capea en El Gastor» un texto bien temprano, su vivencia de la fiesta es ya honda y conmovedora. Recuerdo cómo describe el momento de la capea en que se tira al ruedo un espontáneo que es capaz de darle la vuelta a la corrida y transformarla en un acontecimiento resonante. «¡Aquello era valor! ¡Aquello era orgullo, dominio y gracia! La plaza, que se había quedado ronca gritando contra los profesionales, ahora encontró una voz nueva y mucho más entusiasta para aplaudir: “¡Ole Atanasio!” “¡Ole tus cojones!”... La banda del pueblo que había empezado a tocar al primer pase de Atanasio se sintió transportada más allá... Sombreros, bolsos y chaquetas volaban alrededor del sorprendido toro y la prostituta del pueblo, que no tenía nada más que perder, se quitó las bragas y profiriendo un alarido las arrojó a la arena» (Pitt-Rivers, 2002b). Mas no se queda ahí. Va más allá de lo que es un discurso estrictamente etnográfico. Y llegará, incluso, a lograr expresar la capacidad que tiene la fiesta para transformar el alma del espectador hasta hacerla vibrar en el estado que los antiguos llamaban agitatio taurorum: «En una eternidad que dura un segundo se consuman los actos sagrados de la vida, recuerdo, con la claridad de un texto aprendido de memoria desde la infancia, cómo Atanasio avanzó con la espada y la muleta... Aún veo a Atanasio, en el mismo eterno segundo, inclinándose sobre el flanco derecho del toro, los ojos fijos en la distante cima de Olvera, la mano izquierda rodeando su propio cuerpo al final de un pase de pecho... Puedo evocar al torero, decidido, dirigirse lento hacia el toro, derecho a matar, volcándose sobre el morrillo, hundiendo el estoque hasta la cruz, mojándose el puño de sangre, mientras el toro lo buscaba inútilmente... Finalmente, mi visión se difumina y se pierde con Atanasio sobre los hombros de la multitud, enarbolando las orejas, el rabo... Veo la cara redonda y rojiza de Atanasio, sus ojos maravillados al verse transformado en un héroe, en un dios, mientras que los hombres y las mujeres, estupefactos y aturdidos, permanecíamos en estado de adoración» (Pitt-Rivers 2002b). En este fragmento está el germen de su obra futura, la semilla que fertilizará sus estudios. Lo que ha visto en la capea del minúsculo pueblecito adquirirá, con la ida a corridas de toros de más fuste, resonancias aún más grandiosas: «La multitud que, tensa de miedo y emoción, ha presenciado la sombría belleza del rito primitivo, ruge con el triunfo, y florece como un campo de algodón, agitando pañuelos blancos...» (Pitt-Rivers 2002b:21). Pitt-Rivers nos confiesa en la versión francesa de «El sacrificio del toro» que, en aquella época, sintió profundamente la corrida hasta el punto de arrebatarlo y vivir algo de lo que podría ser una experiencia mística pero, sin embargo, «no la comprendió» puesto que definió la corrida como «la manifestación ritual de una reivindicación del orgullo masculino» (Pitt-Rivers, 1983:283). Sentía, sin embargo, que era algo más que eso. En efecto, si volvemos a su etapa de Grazalema y consultamos el presunto Cap. III de su hi-

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potética Introducción a la Tauromaquia, nos encontramos con los siguientes comentarios al término de una gran faena de un matador anónimo: «Se cortan las orejas del cadáver yacente... Se atan los cuernos con una soga y las mulas arrastran los restos mortales alrededor del ruedo, los espectadores se levantan en señal de respeto y aplauden la partida del noble toro. Pero el espíritu del toro permanece, su coraje y virilidad revisten al héroe, que en el último acto de síntesis letal se apoderó de su magia y, ahora, da la vuelta al ruedo sosteniendo sus trofeos, ofreciéndolos, arrojándolos uno a uno a los tendidos, esparciendo por toda la plaza la sagrada esencia que simbolizan. Mientras la multitud transportada por el homenaje se desprende de sus objetos personales y los arrojan a los pies del campeón que, para ellos, ha redimido el principio sagrado del orgullo viril7; que, por ellos, se ha convertido en toro y les permite compartir en su persona la naturaleza del animal» (PittRivers 2002a:21). Sin duda alguna es muy interesante esta interpretación. La fiesta de toros sería el ritual que permitiría al hombre no sólo celebrar la restitución del orgullo viril sino, también, vivir la experiencia de saltar el abismo entre Naturaleza y Cultura y vivir el instante en el que el alma queda suspendida, sin contradicciones, en el universo total de la reconciliación. Este extremo es de particular interés para una época en que el hombre occidental se sensibiliza, cada vez más, con la presencia del «otro» animal, lo que ha supuesto, previamente, el reconocimiento subjetivo de la animalidad8. Por eso afirma PittRivers que el matador se ha convertido en toro, en animal. Cuando escuchamos a tantos analistas afirmar que las fiestas de toros tienen que desaparecer o, en su defecto, ser prohibidas por estar en contra de la sensibilidad de nuestra época, la interpretación de Pitt-Rivers, permite observar las cosas de distinta manera y descubrir que tras ellas se esconde un extraordinario ceremonial de identificación que explicaría por qué la realidad desdice lo que afirman los mencionados falsos moralistas pues nunca, en los cosos taurinos, había entrado una muchedumbre tan numerosa de espectadores9, ni tantos 7

El subrayado es mío. En el Arte con el Primitivismo de Picasso y otros artistas de principios del siglo XX, se reconoce ese movimiento con toda claridad: los paradigmas de asunción moderna de la animalidad serían, desde el punto de vista culto, el Minotauro y, desde el popular, en España la corrida de toros y, en el mundo, Micky Mouse de W. Disney. 9 Me permito recordar al lector el aumento vertiginoso en los últimos años, sobre todo en Francia, de la masa de espectadores que acuden a los toros así como del número de espectáculos que se producen. Por poner un ejemplo ilustrativo en Nîmes, la capital taurina del S. de Francia, con 250.000 habitantes, goza de tres ferias taurinas en las que se dan corridas mañana y tarde en un coso de 20.000 localidades de aforo; en el otro extremo Sevilla, capital taurina del S. de España, con más de 700.000 habitantes, tiene sólo dos ferias, se lidian toros sólo por la tarde y su plaza sólo tiene un aforo de 14.000 localidades. 8

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pueblos españoles habían incluido como novedad, en sus programas festivos, corridas de toros. Hay algo, pues, que conecta muy efectivamente la fiesta de toros y la sensibilidad contemporánea10. Sin embargo, Pitt-Rivers «sentía» que esta interpretación era insuficiente de modo que decidió, por el momento, no publicar sus artículos taurinos. Así pues no publica sus escritos, guarda silencio hasta 1983 en que da a la estampa el célebre artículo «El sacrificio del toro». Para entonces tenía claro que la corrida de toros no era un combate (aunque sí una modalidad de duelo donde se dirime la valentía, esto es, una cualidad moral capaz de enaltecer y dar excelencia al ser humano); no se trataba de ningún deporte ya que éstos se basan en la competencia y este planteamiento agónico no es esencial en el toreo; no es un juego, aunque la course à la cocarde de la Provenza francesa, los concursos de recortadores tan en boga en el Levante español, por las apuestas y los premios, pudieran parecerlo (Pitt-Rivers, 2002c:223). Insiste el Prof. Pitt-Rivers que la fiesta de toros tampoco es ni un espectáculo ni una pieza teatral (aunque una corrida sea espectacular y dramática) porque por encima de todas las apariencias engañosas la corrida no representa la realidad sino que es la realidad misma (Machado 1989)11. La explicación cae por su propio peso, «los que mueren en el ruedo no regresan a los cinco minutos, sonriendo, para reaparecer en escena después de bajar el telón, están muertos para siempre, igual que lo está el toro que arrastran las mulillas y es desollado y descuartizado en una dependencia de la misma plaza» (Pitt-Rivers 2002c:223). Pero hay más, «apenas es un entretenimiento, ya que nunca expresa nada nuevo» y, de hecho, «es tan poco original como el amor, la maternidad o la misa». A diferencia del amor, necesita un público; a diferencia de la maternidad, termina con una vida no la inicia; a diferencia de la misa, no escenifica un suceso previo (Pitt-Rivers, 2002a:32). En aquellos años oscuros, Pitt-Rivers no distinguía que se trataba de un rito religioso porque la corrida —que supiera—no estaba en relación con ninguna Divinidad. Es curioso pero es al mismo callejón aparentemente sin salida al que había llegado por la vía de la poesía, años antes, Antonio Machado. En efecto, en su Juan de Mairena se había preguntado «¿Qué son las corridas de toros?... ¿Y un matador? —la palabra es grave—... Si no es un loco —todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo...— ¿será, acaso, un sacerdote?... 10 El público de Nîmes tiene, a este respecto, mucho que decir: téngase en cuenta que, además de capital taurina, es la capital histórica de protestantismo francés y son los protestantes, los religiosamente antisacrificiales por excelencia ¡los que entran en masa en el anfiteatro para asistir a las corridas de toros! 11 Este análisis por exclusión es análogo al que hace Antonio Machado cuando reflexiona acerca de las corridas de toros en su libro Juan de Mairena (en Machado, A., 1989:261-262).

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¿Y al culto de qué dioses se consagra?»12. El problema estaba en que en ese momento tampoco Pitt-Rivers vislumbraba cuál era ese Dios al que había que sacrificar con tanto riesgo de la vida. Cuando observaba, Pitt-Rivers no dejaba de ver, por la vía analógica, rasgos aparentemente religiosos pero que, al poco cuando su análisis progresaba, se deshacían, vacíos, faltos del sujeto trascendental. Así, por ejemplo, pensaba que aunque se podía decir que la efectividad del espectáculo —mejor sería decir de la ceremonia— dependía de la gracia del oficiante, esta gracia no se otorgaba «mediante una consagración sino que dependía, en cada ocasión, del genio personal del individuo». Con lo que su reflexión lo devolvía al punto de partida. No podía determinar de qué religión se trataba. En cualquier caso, Pitt-Rivers, por haberla vivido en su plenitud, sabía que la ceremonia de la corrida colocaba la relación entre el toro y su matador en un momento fuera de la cotidianeidad de las relaciones entre el hombre y los animales, la situaba en un tiempo «elevado sobre lo cotidiano». Éste, sin duda, era el soporte de lo religioso pero ¿de qué religión? En aquella época, todo lo más que podía consecuentemente decir es que la corrida de toros era una especie de «sacrificio de fertilidad laico» que estaba al servicio de una reivindicación ritual de la virilidad. La obra antropológica de la que nacen sus brillantes análisis taurinos son, fundamentalmente, sus estudios de Antropología del Mediterráneo —de la que fue fundador en los medios universitarios anglo-sajones— y, en particular, en los estudios sobre el honor13 que posteriormente completó con los de la gracia14. Pitt-Rivers llegó al convencimiento de que las fiestas de toros eran el espectáculo —por llamarlo de alguna manera— más original que tuvo la suerte de contemplar y que, como desarrollaría en varias ocasiones, eran para él un acontecimiento que iba más allá de cualquier otro espectáculo que pudiera contemplarse en Occidente y que sólo podría compararse con la tragedia griega imaginada en su época originaria. Por eso escribe: «quede claro desde el primer momento que la [fiesta de toros] es algo que no tiene equivalente en ninguna otra cultura contemporánea ni en Europa ni en el resto del mundo» (Pitt-Rivers 2002b:16). 12 Como dice el poeta filósofo «He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior». Ver Machado, A. (1989:262). Cit. por Reyes, R. (1996:249). 13 Su primer estudio de gran extensión sobre el honor con el título The Fate of Sechem or the Politics of Sex (1977). Fue traducida al castellano por Carlos Manzano y editada dos años después bajo el título de Antropología del Honor o Política de los Sexos (1979). Consagrada como una obra clásica, fue traducida al francés por Jacqueline Mer y publicada en 1983. 14 Peristiany, J. and Pitt-Rivers, J. (1992). Otra vertiente, también a mi juicio, muy importante para la obtención de la base cultural necesaria para construir su edificio taurómaco fue el estudio de las relaciones étnicas en América Central, en particular, el realizado, cuando era docente en los EE.UU., en el hoy célebre Estado mexicano de Chiapas (Pitt-Rivers, 1964).

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Desde este convencimiento, desde la radicalidad que supone una ceremonia que se despliega al borde del abismo de la muerte, Pitt-Rivers decide analizarla desde una perspectiva religiosa. Culto al toro llama Pitt-Rivers a esa hecatombe de toros que se sacrifican todos los años en las plazas de toros de España. Abierta la temporada taurina, miles de toros serán sacrificados a lo largo y ancho de toda la geografía española. Es una situación excepcional, es un clima frenético que desconocen el resto de los países europeos fuertemente secularizados. Pitt-Rivers no se deslumbra por el brillante espectáculo de las luces y nunca olvida a las menospreciadas por las autoridades y vilipendiadas por los intelectuales fiestas populares que se celebran en muchos pueblos y que todavía, alguna de ellas, finalizan con la oblación ritual del animal y la ingestión colectiva de su carne. Es aquí donde se desvela el sentido religioso y se descubre la naturaleza arcaica, prerromana, de esta religión táurica. Siendo las fiestas de toros el sustrato sobre el que se han erigido las corridas de toros, al restaurar, sobre la geografía española, ese acontecimiento tremendo y fundador del sacrificio, que, como se sabe, da nacimiento a la sociedad, a la religión y a la moral, colocan en el centro de las plazas, desnudo y cruento, el enigma de su significación. Espectáculo conmovedor de ese culto y profunda experiencia de radicalidad son las dos palancas que le hacen tomar en el Parlamento Europeo la defensa de las fiestas de toros por considerarlas la manifestación esencial de la identidad española15. No es ninguna casualidad que sus dos artículos más importantes «El sacrificio del toro»(1984) y «Taurolatrías: el Toro de la Vega y la Santa Verónica» (2002d) vengan, precisamente, a analizar las dos modalidades de sacrificio entre las que resuena toda la Tauromaquia en España: las corridas y las fiestas populares de toros. Como veremos es el sacrificio el que une la corrida de toros y la fiesta popular pero es también el que las separa y distingue. En el primer caso, ofreció una interpretación del sentido profundo e inconsciente de los símbolos empleados en este ritual insistiendo en su importancia erótica. Este aspecto fue destacado, desde la plástica, por Pablo Picasso y André Masson, y desde la literatura por Michel Leiris en Francia y por Federico García Lorca y otros escritores en España16. En «El sacrificio del toro» el Dr. Pitt-Rivers consideraba la corrida esencialmente como un sacrificio exorcizante del recelo que siente casi toda la humanidad hacia la sangre menstrual17. En «Taurolatrías: el Toro de la Vega y la Santa Verónica» analiza una modalidad de fiesta de toros que sería el contra-rito 15

Pitt-Rivers, J. (2002c). Este artículo no había sido traducido ni publicado en castellano. El texto clave de M. Leiris es de 1996. 17 Sólo en este contexto puede explicarse el extraño rito de sacar la muchedumbre, ante el triunfo incontestable del matador, los pañuelos blancos y transformar la plaza en un vuelo estremecido de blancas palomas. 16

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de la Misa. Por la mañana, en el recinto sagrado de la Iglesia tiene lugar la Santa Misa donde se asiste a un sacrificio de sustitución de Cristo por el Cordero que tiene como finalidad incorporar las virtualidades simbólicas de este óvido y que acompaña a nuestra religión desde que Abraham lo consagrara en el altar de Isaac. Estas virtudes son la mansedumbre, la dulzura, la humildad, la pobreza, etc., es decir, los valores que predicó Cristo en el sermón de la Montaña18. Situados en este universo de bondad, la religión cristiana padece una contradicción puesto que la actualización de los ideales de las Bienaventuranzas llevaría indefectiblemente al caos social. Sólo unos pocos hombres consagrados por unos votos que les prohíben practicar las actividades normales de la población masculina, es decir, como recuerda el Dr. Pitt-Rivers, «fornicar, casarse, rivalizar, pelearse, luchar y satisfacer su gusto de placeres sensuales, en breve, participar en el festín de los siete pecados capitales, parecen ser capaces de reconciliar aquella escisión» y dar testimonio de los ideales subversivos de la Montaña (Pitt-Rivers 2002b:151). El contra-rito, el sacrificio del Toro, la celebración de un rito oblativo de raíz prerromana, «facilita el desenlace de la paradoja que opone los ideales a las consideraciones prácticas, aportando una solución, por muy transitoria que sea, a la contradicción entre nuestra naturaleza animal y nuestra ilusión de espirituales, de nuestro anhelo de acercarnos a Dios» (Pitt-Rivers 2002b:151). La Península Ibérica sería, por consiguiente, el único espacio territorial del Mediterráneo donde la religión del Cordero y la religión del Toro, juntas, han prevalecido hasta el momento. El tema del sacrificio y la oculta identificación que se produce entre los seres que participan en el drama piacular lleva a Julian Pitt-Rivers a considerar que nuestra cultura es la única que verdaderamente vive, en profundidad, las dos celebraciones más radicales que vertebraron antaño las dos grandes civilizaciones: el sacrificio del Cordero sobre la que se edifica la del Libro, la semita, desde Abraham y Mahoma hasta el Cristianismo y la inmolación del Toro que nos conecta con todo el sustrato prerromano que habita el alma colectiva de los pueblos mediterráneos. Esta es la originalidad de España: que en ella se ha preservado, enquistada en la religión católica, la antigua religión del toro y, por eso mismo sigue existiendo sólo en España la raza de los toros bravos. Pitt-Rivers, en su artículo póstumo «La conférence de Burg Wartenstein» (2001) donde evoca la reunión mantenida en 1959, en ese bello castillo austríaco que le da nombre, del primer grupo de científicos sociales interesados en la Antropología del Mediterráneo, escribía que, desde la perspectiva del medio siglo que lo separaba del inicio de su preocupación por el entendi18.

Se trata de las Bienaventuranzas.

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miento antropológico de los pueblos mediterráneos, si tuviera que buscar algo que expresara la unidad cultural entre todos sus pueblos ésta sería la importancia religiosa del toro y el cordero. En este artículo Pitt-Rivers se pregunta «si en épocas tan antiguas y en lugares tan diferentes como Micenas, Knossos o Siria, el toro era uno de los elementos esenciales de los ritos religiosos ¿No resulta, cuanto menos, interesante constatar que hoy, en el siglo XX, cada fiesta religiosa española todavía se acompaña de ritos taurinos de los que una gran parte son sacrificios?»19 Bibliografía Bromberger, Ch. 2001. Aux trois sources de l’Ethnologie du monde méditerranéen dans la tradition française. En Albora, D. et alii (eds.) L’anthropologie de la Méditerranée. Paris: Maison Méditerranéenne des Sciences de l’Homme, pp. 65-83. González Turmo, I. 2001. La antropología social de los pueblos del Mediterráneo. Granada: Edit. Comares. Leiris, M. 1996. Espejo de Tauromaquia (tr. de A. Martínez Novillo y P. Romero de Solís). Madrid: Turner. Machado, A. 1989. Poesía y prosa. Ed. crít. de O. Macri. Madrid: Espasa-Calpe, IV, 261-262. Peristiany, J. and Pitt-Rivers, J. (eds.) 1992. Honor and Grace. Cambridge: Cambridge University Press, (traducida por P. Gómez Crespo con el título Honor y Gracia, Madrid, Alianza Edit., 1992). Pitt-Rivers, J 1954. The People of de Sierra (pref. by E.E. Evans-Pritchard). London: Weidenfeld & Nicolson. Pitt-Rivers, J. 1964. Social and Cultural Change in the Highlands of Chiapas . Chicago: Department of Anthropology, University of Chicago. Pitt-Rivers, J. 1983. Le sacrifice du taureau. Le Temps de la Reflexión IV: 281-297 Pitt-Rivers, J. 1984. El sacrificio del toro. Revista de Occidente, 36: 27-48. Pitt. Rivers, J. 1989. Un pueblo de la Sierra: Grazalema . Madrid: Alianza. Pitt-Rivers, J. 2001. La conférence de Burg Wartenstein. En Albora, D.; Blok, A.; et Bromberger, Ch. (eds.), L’anthropologie de la Méditerranée. Paris: Maison Méditerranéenne des Sciences de l’Homme, pp. 59-63. Pitt-Rivers, J. 2002a. Introducción a la Tauromaquia. Capítulo III. En Romero de Solís (ed.). Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, Revista de Estudios Taurinos, n.º 14-15. Pitt-Rivers, J. 2002b. Capea en El Gastor. En Romero de Solís (ed.), Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, Revista de Estudios Taurinos, n.º 14-15. 19 A los lectores interesados en el proceso de construcción de la Antropología del Mediterráneo deben acudir a Bromberger, Ch. (2001) y a González Turmo, I. (2001).

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Pitt-Rivers, J. 2002c. Religión y toros. Defensa de la Tauromaquia en el Parlamento Europeo. En Romero de Solís (ed.), Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, Revista de Estudios Taurinos, n.º 14-15, pp. 216-232. Pitt-Rivers, J. 2002d. Taurolatrías: el Toro de la Vega y la Santa Verónica». En Romero de Solís (ed.), Antropología de la Tauromaquia. Obra Completa Taurina, Revista de Estudios Taurinos, n.º 14-15, pp. 132-156, [1995]. Reyes, R. 1996. El mundo de los toros en la obra de Antonio Machado. Revista de Estudios Taurinos, n.º 4. Romero de Solís, P. 1998. Las fiestas populares de toros en Andalucía. Demófilo. Revista de Cultura Tradicional de Andalucía, 261-284 Romero de Solís, P. (ed.). 2002. Antropología de la Tauromaquia. Obra completa taurina de J. Pitt. Rivers. Revista de Estudios Taurinos, 14-15.

LA TORERÍA O LA DIALÉCTICA DE LO ESENCIAL Y DE LO ACCESORIO François Zumbiehl

No puedo sin emoción, pero también con la seguridad de que el haberle conocido fue una gran suerte, evocar el recuerdo de nuestro amigo Julian Pitt-Rivers. Guardo sobre todo la memoria de la elegancia, tanto de su figura como de su espíritu, de su intuición tan aguda, de la profundidad de su observación y análisis, siempre matizada por ese humor tan genuino. Y pienso que de todas las cualidades propias de los toreros por los que sintió admiración y simpatía, la que más, quizás, le corresponde es la torería. ¿En qué consiste la torería, si nos atenemos a las palabras de toreros, taurinos, y aficionados? Obviamente es una cualidad esencial, marca inconfundible del que es torero por dentro y por fuera, cuya definición, sin embargo, resistiría al método socrático de investigación. De hecho no es «esa cosa sin la cual» el toreo sería imposible; se trata más bien de un suplemento de alma que se sitúa más acá o más allá del acto de torear, de un no sé qué substancial, que sin embargo se manifiesta sobre todo en los detalles. Tratemos de ver un poco más claro en el asunto. Para un señor que fue ganadero y ahora tan sólo es un aficionado de solera, todo es cuestión de tiempo; la torería más fina no se demuestra en la médula de la suerte taurina, sino más bien en su preámbulo y en su remate: «Lo más difícil de la torería para mí es entrar y salir de la suerte. La suerte es muy bella y muy importante, pero la entrada y salida, nadie habla de ellas, y para mí son fundamentales: ¿cómo se remata un muletazo, y cómo se coloca uno pa darlo, cómo se lia un muletazo con otro?... Todo eso es muy importante».

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También alude a la torería, sin tener necesidad de nombrarla, el último de los Bienvenida, gloriosa dinastía torera, cuando puntualiza: «Una cosa que nos ha marcado a los Bienvenida ha sido la colocación en la plaza». Un grandísimo maestro de la misma generación, Pepe Luis Vázquez, escoge el mismo criterio para enfatizar, en un modelo admirado, en ese caso Chicuelo, esa esencia de torero. Sin embargo en su evocación van unidos un elemento objetivo, fácilmente perceptible, y una virtud mucho más inmaterial: «Vi su colocación, y este aire que sólo tenían toreros tan buenos como él». La torería es una cualidad intrínseca, anclada en la personalidad del artista, independiente de las vicisitudes de la actuación. Tan es cierto que se confunde con el arte de mantener la naturalidad en cualquier circunstancia. Incluso puede ser más patente en el fracaso que en el éxito, más pura de alguna manera, y el aficionado que sabe percibirla tiene todas las razones para estar orgulloso de su lucidez. Así lo comenta Pepe Luis: «Se puede estar con un toro defendiéndose, pero naturalmente. Y no pasa nada; está uno en torero, y todos dicen: ¡Qué en torero ha estado!» Pero no es tan fácil determinar si la torería pertenece al mundo de la sustancia o de la apariencia. Una joven aficionada la relaciona con la pinturería, el talento de introducir filigranas en el dibujo de las suertes, y supone: «que ser torero es una actitud», entendiendo por ello la capacidad de poner en énfasis, de cara al público, los gestos básicos, exigidos por la técnica. Un maestro retirado, Santiago Martín El Viti, afirma en el mismo sentido, hablando de estos detalles que hacen mella en los espectadores: «Hay un día en que inspiradamente sabes vender algo que crees que no tiene importancia y es lo que más fruto tiene. Con un quite simple, o una media verónica sale la genialidad» (Zumbiehl: 132). Está claro que ese impacto reside en lo discontinuo, no solamente porque los «detalles» se valoran más que cualquier conjunto, pero también porque todo depende de «la capacidad de asombro que está en ese momento encerrada en los espectadores» (Zumbiehl: ibid.). En todo caso está supeditado a una cierta teatralidad en la plaza, lo que podría ser otra forma de concebir la torería. Una vez más, al terminarse la lidia, el torero debe ser capaz de «vender su actuación», subrayándola con el último desplante, como lo indica Santiago Martín El Viti. La torería no se limita a ciertos elementos o a ciertos momentos del juego. Se trata más bien de una cualidad difusa cuya evocación es muchas veces elíptica: «Antonio Bienvenida... andaba de maravillas delante de los toros» (Burgos 2000), dice escuetamente un artista, expresando su admiración por un maestro de otra generación. Un viejo aficionado, dueño de un restaurante madrileño de ambiente taurino, se centra también en la figura de Antonio Bienvenida para intentar una definición. La torería es el sello particular y al mismo tiempo ese no sé qué que denota al torero de verdad; signos inequívocos desde el primer instante, incluso antes de cualquier actuación:

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«Antonio Bienvenida hacía el paseillo y ya empuñaba el capote de una manera especial». Sigue una sarta de apuntes de muy diversa índole, que pudieran parecer intrascendentes, pero que en realidad son una buena muestra de «este conjunto de cosas» que constituye la torería.1 Detalles de buena educación con la gente pudiente y humilde, elegancia moral y estética en todo momento, perfecto conocimiento de la profesión, sobriedad del gesto… Todo concurre a hacer evidente la torería: «Saludaba a la marquesa… y después tenía el gesto torero de saludar al torilero. Cogía las banderillas y era como si cogiese un ramo de flores. ¡Tenía una elegancia! ¡Iba hacia el toro partiendo de la barrera; ¡eso es torería! Iba y hacía… ¡pum!… y no era un gran banderillero… Esos detalles de Antonio como, por ejemplo, dedicarle el toro a un mozo de espadas, a un empleado de la arena, son magníficos gestos de torería. El comportarse como torero en todos los detalles… Lo he visto, después de una corrida, hacer callar a alguien que hablaba mal del Cordobés…¡Qué detalle!». Si se trata de «comportarse como torero en todos los detalles» entonces los detalles serán, lógicamente, los reveladores. Los profesionales y los aficionados no se privan del placer de enumerarlos, lo que les permite mostrar la agudeza de su percepción y les dispensa de una visión más conceptual. Sea como sea, la torería cubre todo el campo comportamental del torero, dentro y fuera del ruedo. Ciertamente —nos dice este antiguo matador, profesor de la Escuela de Tauromaquia de Madrid—, la torería se demuestra en la manera «...cómo hay que ir al toro, cómo uno va andando hacia la cara del toro, y cómo puede salir uno, después, de la cara del toro [una vez terminada la serie de pases]», insistiendo en la importancia del antes y el después del pase, como lo hacía el ganadero citado más arriba; pero más allá de la actuación torera «la torería se manifiesta desde que sales del hotel y haces el paseo hasta el momento en que terminas y sales de la plaza». Se reconoce en el hecho de que el torero esté a gusto en todas sus actitudes, pase lo que pase2. Nuestro interlocutor utiliza indistintamente dos fórmulas para sostener sus afirmaciones, una fórmula condensada: «Es saber estar en la plaza y saber andar». Y otra fórmula con observaciones de detalle, especialmente vestimentarios, intra o extra-taurinos: «Se trata de estar correctamente situado en la arena, con el capote en el buen lugar —eso también es torería—, saber qué presencia se tiene con el traje, preocuparse por estar bien vestido, por ceñirse correctamente la capa de paseo —esto también es torería—». Una reflexión sobre la importancia para el torero de no comportarse como todo el mundo, incluso en la ciudad y, por ejemplo, de no mostrarse en chándal en el hotel después de la corrida, le conduce a esta conclusión la1 2

«…Eso es la torería. Es todo un conjunto de cosas.» «Se sale a hombros como se sale andando; eso es torería.»

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pidaria: «El torero tiene que ser de los pies a la cabeza y delante del toro». En este mismo sentido, un viejo ganadero andaluz, verdadero patriarca de la tauromaquia, enumera con nostalgia los tres componentes de la torería que la modernidad hace irremediablemente desaparecer y que se sitúan todos más acá del oficio: la «personalidad», lo que hace que un torero pueda reconocerse inmediatamente por su aspecto exterior y sus actitudes —«que huela a torero»—; la conversación apasionada y casi exclusiva sobre los toros; en fin, «el orgullo de ser torero»: «Falta el orgullo que debe tener un torero. Ese orgullo lo quiero para el torero. Ese orgullo de ser torero, de sentarse como un torero, era una maravilla…» Volvemos aquí al resplandor evidente del verdadero torero, de ser lo que es, en todos los momentos de su vida, aún cuando no está en actividad: «El Papa Negro3 mostraba siempre torería —subraya el dueño del restaurante antes mencionado—, y no le vi nunca torear». Confirma su idea con otro ejemplo, típico, en el que se ve el estilo adquirido en el ruedo desbordar sobre lo cotidiano: «Belmonte entraba aquí [en el restaurante] y parecía que estaba haciendo el paseíllo». ¿Se enseña la torería? El profesor de tauromaquia debe responder a la pregunta. En el toreo el arte —es bien sabido— hace parte de lo innato, «se lleva en la sangre». Pero, nos dice el profesor: «Todo no consiste en estar delante del toro con arte. Hay que estar delante de un toro con torería, con poder…» Esta calidad es, entonces, el coronamiento y la síntesis bienaventurada de la inspiración y la técnica, y se manifiesta, sobre todo, en la facilidad con la que uno asume los diferentes instantes y suertes de la lidia. Es también el resultado de un conjunto de saberes comportamentales que el profesor se esfuerza por inculcar a sus alumnos: saber colocarse, aprender a coger la capa o la muleta, a caminar… todo ello con la elegancia que conviene. Es el resultado, claro está, y, sin embargo, otra cosa aún. La enseñanza se limita a revelar al joven sus posibilidades latentes: «Yo a los chavales intento inculcarles todo esto, pero te repito que el que no lo lleva dentro... Pues nada...» De nuevo la vieja fórmula de homenaje a lo innato, donde reside le auténtico: «La torería hay que llevarla en la mente, hay que sentirla». No es extraño que para Angel Luis Bienvenida la torería sea fruto de una herencia. El maestro asegura, en efecto, que las técnicas, recetas artísticas y comportamientos que modelan esta virtud profesional, la cual está más allá de todas las demás, siendo consubstancial de la personalidad de un torero digno de ese nombre, se transmiten de generación en generación, por imitación o a través de la palabra. La convivialidad y, más aún, las discusiones taurinas entre los matadores y sus cuadrillas, reunidos en los viajes —costumbre que nuestro interlocutor ve con tristeza desaparecer— son el mejor 3

Apodo de Manuel Mejías Bienvenida, el patriarca de la célebre dinastía torera.

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instrumento de esta lenta infusión: «Se aprenden muchas cosas en los comentarios… todo aquello que hay que refinar para ser un torero grandioso. Es allí dónde se forjan los grandes toreros, en las conversaciones… La torería nace de ello, de las conversaciones. Nace del comentario de un compañero con otro, con un banderillero…» Sin embargo esta virtud, adquirida por la educación y el contacto con la gente del toro, entra en lo más profundo de la intimidad del artista e irradia tanto en la manera general de dirigir la lidia como en los más mínimos gestos. Ese mismo maestro, que concibe la torería ante todo como un fruto de la educación, dice a propósito de un joven compañero cuya técnica y precisión admira: «...Ese sí se ha preocupado siempre y ha tenido en el cuerpo una torería de mucha categoría». Otro matador, Luis Francisco Esplá, tiene sobre el tema un punto de vista mucho más tajante. La torería es el suplemento decorativo —podríamos decir la guarnición4— que el profesional puede permitirse cuando ha logrado lo esencial, o sea el dominio del animal. «Para que haya torería —dice— fundamentalmente tiene que haber desahogo». Nótese que aquí, contrariamente a otras afirmaciones, torería y desahogo no son concomitantes. Éste depende de los recursos técnicos y por lo tanto la precede y la condiciona. El torero puntualiza: «La torería viene tras la hazaña, si no es pinturería». Aunque le parece legítimo, y hasta necesario, subrayar con un remate vistoso o con la gracia de un desplante una fase lucida , con el fin de afianzar el recuerdo, ese gesto le parece un engaño, una vulgar fanfarronada cuando no reposa sobre un fundamento: «Yo no puedo tirar el capote a la espalda, si cuando he hecho el quite no he sido capaz de hacerlo con lucidez. Después de todo eso se tolera la chulería. No sólo se tolera, sino es casi necesaria la chulería, como diciendo: Bueno,¡ahí está! En la gastronomía se da mucho eso: una mesa bien servida requiere además un comportamiento excepcional del maitre. Lo que no puede el maitre es alardear si lo que está sirviendo es mediocre. Sería un chalado. En los toros es igual: no se puede hacer alarde de nada si antes no ha ocurrido ese algo. Con arreglo a la importancia de cada lance esa torería se justifica. Si no, es pinturería que me parece rayar en la frivolidad. Es una cosa hueca, vana, una puta de burdel». Es tentador dejarle la última palabra al retoño de la gran dinastía taurina, puesto que en sus reflexiones presenta la torería como la síntesis evidente de la ética, la técnica y la estética, en resumidas cuentas como el fundamento de todo acto taurino. Incluso puntualiza, llevando la contraria a los precedentes análisis, que se trata de «poseer una técnica que esté siempre basada en la torería…», la cual se manifiesta ante todo como una atención sin falla para descartar cualquier riesgo: « ...Una torería de ayuda hacia el compañe4 La comparación con la gastronomía, que el torero utiliza en este momento de la entrevista, podría permitir ese término.

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ro, de no estar distraído nunca en los momentos de la lidia, al contrario de estar siempre pendiente de que, cuando haya una cogida, esté el capote de un Bienvenida el primero allí puesto». Una vez asentada sobre este altruismo ordinario, la torería puede verificarse en aspectos colaterales : la técnica por supuesto, el dominio del conjunto de las suertes que componen el juego taurino, la compostura —«cómo hay que andar por la plaza, con el capote siempre aquí en la cintura, o recogido en el brazo...»—; la colocación sobre todo —«en la pica, estar siempre del lado izquierdo del caballo, partir siempre delante de la cabeza del caballo…»— Sobre este tema, Ángel Luis Bienvenida hace hincapié en la obligación de ocupar el lugar más favorable para hacerles el quite a los compañeros: «Y sobre todo hallarse dónde debe ser para los banderilleros, para prever el caso de una resbalada o una cogida. Cuando un hombre cae al suelo, tu capa tiene que estar ya allí para distraer al animal». Todo esto no es otra cosa que la lección legada a sus hijos por el padre venerado, el famoso Papa Negro: «¡Eso tenía unas exigencias tan toreras, tan bonitas, tan profundamente humanas!». A fin de cuentas, tal como se concibe aquí, la torería, lejos de ser un lujo formal o artístico, constituye la médula del torero, del hombre, del cristiano. En todo caso, en las diferentes reflexiones recogidas, esta cualidad, aunque ocupe sucesivamente el centro y la periferia del toreo, termina claramente por pertenecer al reino de la esencia. Bibliografía Burgos, Antonio 2000. Curro Romero, la esencia. Barcelona: Planeta. Zumbiehl, François. La voz del toreo. Madrid: Alianza Editorial.