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Spanish; Castilian Pages [764] Year 2015
Historiografía y Teoría de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte
COLECCIÓN CLÁSICOS DYKINSON Serie: Monografías
Director de la Colección: ALFONSO SILVÁN RODRÍGUEZ
Pedro Aullón de Haro (Editor)
Historiografía y Teoría de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte
ANA AGUD PEDRO AULLÓN DE HARO JOSÉ JOAQUÍN CAEROLS VICENTE CARRERES TERESA CASCUDO ANTONIO CONSTÁN NAVA ISAAC DONOSO ALFONSO FALERO JESÚS GARCÍA GABALDÓN MARGARIDA MAIA GOUVEIA JAVIER HERNÁNDEZ ARIZA LEE HYE-KYUNG EFRAÍN KRISTAL FRANCISCO LAFARGA Mª ROSARIO MARTÍ MARCO
JUAN FRANCISCO MESA-SANZ M’BARE M’GOM RICARDO MIGUEL ALFONSO JOSÉ MANUEL MORA FANDOS ANTONIO DE MURCIA CONESA Mª TERESA DEL OLMO LUIS PEGENAUTE FERNANDO MIGUEL PÉREZ HERRANZ ÁNGEL PONCELA GONZÁLEZ JAVIER PORTÚS FERNANDO RIVAS JOSÉ CARLOS RUEDA LAFFOND ALFONSO SILVÁN NATALIA TIMOSHENKO ESTHER ZARZO
Madrid 2015
© Los autores (2015). Madrid Imágenes de cubierta: Heródoto, Polibio, Dionisio de Halicarnaso, Juan Andrés, Antonio Eximeno, Jacobo Burckbardt y Menéndez Pelayo. Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés 61. 28015. Madrid. Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69 e-mail: [email protected] http://www.dykinson.es http://www.dykinson.com Consejo Editorial véase http://www.dykinson./quienessomos ISBN: 978-84-9085-509-6
Maquetación: Juan-José Marcos [email protected]
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SUMARIO Prefacio....................................................................................................... 7 1. Pedro Aullón de Haro, Introducción a una Epistemología historiográfica como Historia universal de las Ideas y las Formas literarias y artísticas ................................................................. 13 2. Juan Francisco Mesa-Sanz, Historia de los términos ‘Historia’/ ‘Historiografía’ ............................................................................. 61 3. Alfonso Silván, Historiografía griega y método comparatista .............. 79 4. Mª Teresa del Olmo, El concepto de ‘Historia’ y su campo terminilógico en las fuentes enciclopédicas modernas ......................... 95 5. Esther Zarzo, Historia, memoria y tiempo ........................................... 107 6. Ángel Poncela González, Verdad y tiempo en la historiografía de la Historia de la Filosofía: Kant y las derivas del método kantiano ................................................................................... 129 7. Fernando Miguel Pérez Herranz, Historiografía e Historia de la filosofía ........................................................................................ 145 8. José Joaquín Caerols, La evolución de la historiografía literaria clásica ..................................................................................... 193 9. Fernando Rivas, Una síntesis de historiografía patrística .................... 247 10. Francisco Lafarga y Luis Pegenaute, Histriografía de la traducción .................................................................................... 257 11. Javier Hernández Ariza, Introducción a la ‘Historia de la Ciencia’ como género ........................................................................... 293 12. Vicente Carreres, La historiografía estética: pasado y presente ........... 325 13. Teresa Cascudo, Musicología histórica e historiografía....................... 391 14. Javier Portús, La historiografía artística: las artes plásticas ................. 419
15. José Carlos Rueda Laffond, Historiografía y cine................................ 449 16. Antonio de Murcia Conesa, La Historia de los conceptos y su relación con la historia de la filosofía y la historia social ................ 463 17. Ana Agud, Una historiografía difícil: India ......................................... 483 18. Lee Hye-Kyung, El Estudio comparatista de la historia literaria de Asia del Este según Cho Dong-Il ..................................... 515 19. Alfonso Falero, Hacia una historiografía literaria en Japón ................. 525 20. Ricardo Miguel Alfonso, Evolución de la historiografía literaria angloamenricana .................................................................... 567 21. Mª Rosario Martí Marco, La historiografía literaria alemana. ............. 585 22. Jesús García Gabaldón, La evolución de la historiografía literaria eslava ....................................................................................... 623 23. Natalia Timoshenko, Introducción a la historiografía literaria rusa ....................................................................................................... 643 24. Efraín Kristal, En torno a la historia del concepto de historia literaria hispanoamericana .................................................................... 675 25. Isaac Donoso, Historiografía comparatista de las letras filipinas .......... 689 26. Margarida Maia Gouveia, Análisis de la historiografía literaria en Brasil .................................................................................. 707 27. Antonio Constán Nava, Historiografía árabe islámica (Siglos XVIII-XX) Perspectiva española y europea ............................. 715 28. José Manuel Mora Fandos, La historiografía de la literatura africana ................................................................................................ 733 29. M’bare M’gom, Sobre la historiografía literaria hispanoafricana ........ 767
PREFACIO La Historiografía ha sido sometida en el curso de la época moderna tanto a su confirmación inicial de mayor rango humanístico como a su depauperación en el siglo XX por negligencia regional en sectores tan decisorios por su objeto como la literatura, la filosofía o el arte. El gran dominio contemporáneo estructural-formalista significó por principio la destrucción de los conceptos de tiempo e historia en el ámbito operacional de las ciencias humanas. Ya de la Ilustración cabe interpretar que desempeñó una función ambivalente en este sentido. Ocultar estos hechos o acogerse a lo que suelo denominar “rutina filológica” tan sólo puede conducir a una deficiencia aún más lamentable. Si tras el fulgurante surgir de la Historiografía moderna su inmediato primer pecado consistió en erigirse mediante el Romanticismo en ocultación de su fundamento ilustrado, la irresolución del siglo XX en lo que atañe al menos a los grandes sectores u objetos humanísticos delimita el curso de su penitencia, por más que la microhistoria o ciertas refocalizaciones hayan distraído la atención de la gravedad del problema disciplinar contemporáneo y, por otra parte, del nuevo régimen de imposición cibernética. Aún cabría argüir que nos hallamos ante una deficiencia o depauperación solidaria respecto del proceso conducente al nuevo estado de cosas actual, es decir la aminoración generalizada de los estudios humanísticos serios en favor de las simples prácticas profesionales; la aminoración de los criterios críticos y su relegación a los intervenidos medios de opinión pública; la imposición permanente de las ciencias sociales so pretexto de convergencia sobre las humanas propiamente dichas; la doble y paralela liquidación de las artes de la lectura y la memoria; y por último, digamos, el abocamiento a un resituado momento “final” de la Historia y la progresión confirmada de la Globalización… En cualquier caso, todo ello no exime sino que exige, cuando menos, un análisis de los hechos y el intento de establecimiento de un diagnóstico bien fundado. La Historiografía, serie disciplinaria ligada originalmente no ya a los estudios en general de humanidades sino a la estricta esfera humanística, requiere tratamiento específico en el marco de ésta. Nuestra muy extensa Teoría del Humanismo (2010) no podía dar cabida, en adecuado y amplio régimen disciplinar, a la Historiografía ni a la Poética, como tampoco a la Críti-
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ca, al menos en la dimensión monográfica requerible. Tal intento de integración hubiese supuesto la fractura y trastocamiento de una compleja disposición de horizonte mucho más general y de por sí muy extensa. A todo ello el Grupo de Investigación Humanismo-Europa ha dado respuesta debida en sucesivos volúmenes, que además en este caso de la Historiografía arranca de una adelantada decisión en sus comienzos, la de un primer esbozo publicado nada menos que veinte años atrás, lo cual es muestra palpable de la relevancia y perentoriedad que desde un primer momento habíamos asignado al caso. Desde el punto de vista terminológico es de precisar que utilizaremos el término historiografía en su preferente e inequívoca designación de la producción de textos de materia histórica, y sólo secundariamente en su acepción técnica de teoría constructiva de esos textos, acepción a la cual corresponde en lógica el término de historiología, de escaso uso como es sabido en virtud, entre otras cosas, del frecuente valor extensivo del primero y, todo sea dicho, del reducido desarrollo teórico del segundo. Fruto más del mero devenir que de la controversia académica, es de advertir en los estudios históricos la persistencia de una cierta laxitud conceptualizadora así como cierta carencia metateórica, ello consecuencia de peculiaridades o indecisiones metodológicas a las cuales se ha de sumar en ocasiones el doblez propiciado por una filosofía de la historia de ordinario ajena a la teoría de la historia y a la historiografía y en concordancia con la lamentable desvinculación creciente de Filosofía, Filología y Ciencias humanas. Sin duda las disciplinas particulares y su autónoma carga histórica así también lo determinan, mientras que una posible disciplina de Terminología, tan del gusto actual, se revela como insustancial fuera de un anclaje histórico-filológico y de la amplia suma de particularidades de las cuales usualmente se muestra ajena, es decir fuera de los ámbitos específicos de contenido. Por lo demás, y sea como fuere, en ningún momento de nuestra investigación utilizaremos de manera significativa elementos doctrinales preconcebidos o ideológicamente dependientes y, en todo caso, aquello que finalmente se pretende aquí es contribuir a una recreación historiográfica de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte, recreación necesaria y epistemológicamente fundada en el marco de las Ciencias humanas. Es decir, nos situaremos, según exigencia de nuestro tiempo, en el que concebimos segundo estadio del objeto en vista a su tercero del propio ámbito. O sea, tras el general histórico, nos situaremos en el de los grandes conceptos u objetos que aquí nos traen, todo ello a su vez aspiración a una historiografía humanística y, por ello, comparatista y universal en respuesta irrenunciable a la época de la Globalización en curso.
Prefacio
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Es asunto de gran interés por nuestra parte la contribución a un impulso humanístico e histórico-literario en el marco de la Filosofía-Filología y la Ciencia literaria, pues dentro de éstas existió ambiciosamente, pero aparece en la actualidad, al menos por contraste, como el criterio acaso más débil y preterido. Este replanteamiento es condición para muchas cosas, desde la plena constitución de una epistemología de la Ciencia de la Literatura en orden a la general de las Ciencias humanas, hasta aquello que aquí más concretamente proponemos, es decir (1) la previa asunción de un concepto de literatura fundado en la realidad de los discursos verbales “altamente elaborados” y no en la unilateralidad de los discursos artísticos, y (2) el despliegue de la necesaria discriminación disciplinaria de base junto a la subsiguiente de la gama de particularidades capaz de fecundarse y reconstruir el medio y la consecuencia comparatista conducente a un proyecto de universalidad. A esto responde en términos gruesos el sumario de nuestra investigación. No hemos seleccionado el examen monográfico del historicismo decimonónico, por cuanto queda diseminado en diferentes lugares de nuestras investigaciones y queremos escapar tanto a la redundancia como a la obligatoriedad de reformularlo subsanando sus errores y carencias, ya a la vista mediante el conjunto de la construcción aquí presentada. Algo similar habría que decir del planteamiento posible y monográfico de la serie relevante de categorías metodológicas y, en buena medida, de la usualmente denominada “filosofía de la historia”, al principio referida. En contrapartida se ha optado por elaborar preferentemente aspectos por distinta razón fundamentales y sin embargo olvidados, y por ello hemos preferido al comienzo establecer y documentar los términos, exponer concreciones como por ejemplo la reciente teoría de la historia de los conceptos o resituar debidamente el problema histórico y disciplinario de la memoria, órgano o materia sin la cual el objeto de la Historia carece de sentido y localización al fin. Además, hemos realizado aun con prudencia la apertura al medio Oriente, Asia y África, cosa a nuestro juicio y en nuestro tiempo de todo punto irrenunciable, pero igualmente en un régimen de centralidad y matizaciones que sin abandonar la ideación de los límites del Todo no se empeña en ningún caso ni en la generalidad sociopolítica ni en la multiplicidad de objetos, minuciosidad que hubiese ahogado la posibilidad funcional del conjunto. También por ello entendemos necesario apelar a la literatura como amplio objeto, a fin de cuentas el suelo sobre el que viene a reposar el conjunto. La exigiblemente amplia selección de materia literaria, que aún requiere el urgente examen radical que emprendimos hace dos décadas, exige una perspectiva ambiciosa, aun con límites de elección y control capaces de evitar tanto las zonas más plausiblemente conocidas como el desmadejamiento y la pérdida de significaciones singularizadas, así las asiáticas o africanas, a nuestro juicio hoy imprescindibles y que por fin es-
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tamos en condiciones de afrontar. A todo ello hemos de añadir la guía estrictamente observada de una perspectiva de criterio fundamentador y paradigmático muy matizada. Por otra parte convendrá explicitar con claridad lo siguiente: nuestra opción en ningún momento pierde de vista un hecho epistemológico clave de deplorables resultados también en el proceso historiográfico contemporáneo; esto es la intensiva confusión, bajo pretexto de hermanamiento, entre ciencias humanas y ciencias sociales, lo cual ha tenido como consecuencia una tergiversación de hecho y una progresiva anulación del concepto de aquéllas, centradamente filológico, en favor de todo sociologismo. La sociologización ha sido un proceso nefasto para las ciencias humanas. Dicho esto, el lector podrá interpretar por sí mismo las decisiones del título de nuestra obra y el conjunto del sumario, así como sobre todo las tendencias y novedades que de él se desprenden. Por lo demás, y como he dicho en otras ocasiones, esencialmente se trataba de que los árboles dejasen ver el bosque, pero también que las troncalidades dibujaran su propia imagen. El principal peligro para la mayoría de los autores consistía desde luego en la facilidad con que podían ser víctimas de la densidad de las respectivas bibliografías sectoriales y, en consecuencia, sobrepasados por el arsenal de erudición, perder de vista la línea del horizonte. Según se podrá comprobar, esto no ha sucedido. En fin, esperamos ofrecer, más que un proyecto concluso, un instrumento renovado y muy avanzado para el examen de un gran problema humanístico y general, para su interpretación universalista adecuada a la exigente circunstancia actual y su posibilidad futura. *** La presente investigación que hoy publicamos, madurada durante dos décadas, es primera contribución al próximo bicentenario de la muerte de Juan Andrés (1740-1817), el creador de la Historia de la literatura universal y comparada, y se publica: IN MEMORIAM JUAN ANDRÉS Y LA ESCUELA UNIVERSALISTA ESPAÑOLA DEL SIGLO XVIII
P. A. de H. Seminario Permanente Juan Andrés Grupo de Investigación Humanismo-Europa Universidad de Alicante
INTRODUCCIÓN A UNA EPISTEMOLOGÍA HISTORIOGRÁFICA COMO HISTORIA UNIVERSAL DE LAS IDEAS Y LAS FORMAS LITERARIAS Y ARTÍSTICAS PEDRO AULLÓN DE HARO
I La Historiografía, tanto en su sentido general de estudio de la Historia como en el más técnico o historiológico, requiere a nuestro juicio una asunción humanística firme, la propia de una entidad en proceso pero no por ello inestable sino disciplinar en virtud del mundo de cultura al que ha de servir. Esto es estrictamente un requisito (o en nuestro tiempo todavía lo es) para el género de las Historias especiales, por conceptos de materia, así de las literaturas, las ideas estéticas o del pensamiento, la ciencia o el arte. De no ser así, habríamos dado en disolución, no ya disciplinar, lo cual aquí es aquello que más nos compete, sino de la concepción de las sociedades como idea cultural coherentemente evolucionada y que actualmente se diría con frecuencia abandonada a meros criterios de una sociologización que desordenadamente lo inunda todo. Ahora bien, el problema heredado del siglo XX en forma de desorientación historiográfica e insuficiencia no resuelta por nuevas focalizaciones temáticas o regionales, atañe tanto (1) al concepto ontológico, pocas veces abierta o decididamente planteado, como (2) a la cuestión disciplinar, y de discurso, términos de relación, género literario, y (3) al problema reiteradamente cerrado en falso, o de manera provisional, entre la concreción nacional o parcial y la lógica de la exigible extensión universal de las construcciones historiográficas, a todo lo cual ha acompañado la progresiva decadencia de las historiografías de objeto humanístico y, señaladamente, la literaria. Lo referido, tan amplio, encierra muchos escollos, pero concierne a un sentido de diferente propuesta de análisis de la generalidad historiográfica al tiempo que alcanza a las diversas particularizaciones especiales que ofrece el sinnúmero de disciplinas y sus campos. Estos a su vez plantean esa dificultad incrementada horizontalmente entre sí, y en el caso extensísimo de la literatura, multiplicado por sus lenguas, sin duda preponderante, accede a su ex-
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tremo. La moderna y exacerbada desmembración del árbol de las ciencias en tanto que explicativa matriz epistemológica no es respuesta al problema sino en todo caso mera causa coadyuvante respecto del mismo. Todo esto es razón de la entidad y dimensión de la dificultad a que nos referimos, no meramente coyuntural sino relativa a los fundamentos del asunto y en todos sus diferentes planos. Trataremos en lo que sigue, en el conjunto de nuestro trabajo, de los tres grandes aspectos del problema indicados, si bien al paso habremos de atender, aun con brevedad, cuestiones varias, entre ellas, por ejemplo, lo relativo a nuestra propuesta sobre Historia de las Ideas o, más extensa y conclusivamente, a Universalidad, asuntos fundamentales que atañen tanto al conjunto de la gama de nuestro objeto como a sus principios esenciales compartidos. Podría hablarse de la quimera de una ontología de la Historia, redelimitada ésta por el orden triangular de la evidencia biológica y la biotecnología, el metafisicismo del futuro y el utopismo y, por último, el hegelismo del final de la Historia y la sobrevenida globalización por mera inercia de los mercados y la comunicación electrónica. Pero es preciso el establecimiento de un sentido entitativo, una reflexión capaz de restablecer esencialmente y salvando los límites de esos extremos una idea de Historia e Historiografía capaz de fundamentar un criterio para la serie de las Historias o historiografías especiales. A ese fin es preciso restituir un concepto de tiempo en tanto que sustante histórico inequívoco y, subsiguientemente, metodológico para las ciencias humanas una vez sobrepasada la época del estructuralformalismo, responsable de su demolición. Esto es, ninguna metodología, al menos en Ciencias humanas, puede arrogarse la capacidad de suprimir el tiempo del mundo de existencia de su objeto, actuar como si éste no existiese; ninguna metodología puede arrogarse la capacidad de transformar desintegradoramente su objeto humanístico como si de un objeto físico-natural se tratase. Es preciso establecer un concepto bien formado de ‘metodologías humanísticas’. En cualquier caso, reflexionar acerca del género o la posibilidad de la Historia del pensamiento o el arte, es decir pensar sobre ello en términos epistemológicos, representa de uno u otro modo la asunción de las grandes preguntas inevitables de qué ha sido, qué es y qué debiera o pudiera ser esa gama disciplinaria practicada y transmitida secularmente por tantos historiadores, pensadores y filólogos y, de hecho, explícitamente fundamentada en tan pocas ocasiones durante los últimos tiempos. Ahora bien, toda paradoja es manifestación de una realidad previa más extensa o complicada. Aquí las preguntas ya son muchas y no menos los posibles argumentos y focalizaciones en torno a las cuestiones esenciales del problema.
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Es necesario, pues, comenzar por constatar el más destacable hecho historiográfico atingente; esto es, la decadencia durante el siglo XX de los estudios de historiografía de objeto humanístico e incluso de la Historia y su epistemología. No es que tales actividades se hayan realizado recientemente en muy escasa medida o inadecuada, sino que el sentido del dominio disciplinario y la ideación de su proyecto han permanecido con harta frecuencia reducidos a la insignificancia. La capacidad de una fuerza abarcadora como la representada por Burckhardt ha desaparecido, si bien cupiera afirmar, o al menos yo así lo pienso, que su proyecto no es sino el semillero inconfesado de buena parte de la historiografía “innovadora” de la segunda mitad del siglo XX. Pero el hecho es que en los países occidentales el género de la Historia literaria diríase que ya casi carece de conciencia de sí. Tras la posguerra, los años del estructural-formalismo y, justo después, en coincidencia con la caída de éste, años de paz universitaria, nihilismo deconstrucionista, sociologismos diversos y corrección política diríase que han conducido la Historia del pensamiento, la literatura y el arte en tanto que gama mayor de géneros al sueño académico de los justos. Porque no es infrecuente observar la devaluación técnica de este dominio del saber o bien simples maniobras de escape ante la posibilidad de afrontarlo en todas sus consecuencias. Por lo demás, la historia social “de…”, su gama, no ha sido evidentemente la resolución, como tampoco puede serlo un complemento como el de la llamada “historia oral” ni lo ha sido la “historia de la lectura”, con demasiada frecuencia tratamiento externo y empírico de un objeto que exige ir acompañado de criterios más técnicamente fundados y específicos. ¿Se ha disuelto un grado sustancial del proyecto moderno de consciencia histórica, o sencillamente histórico, según una herencia que proviene de la Ilustración, del Idealismo alemán o incluso del mejor Positivismo? ¿Ha acabado la autoconciencia o un verdadero futuro para los estudios históricos de los objetos humanísticos mayores? Sea lo que fuere, no es aquí caso el estatuto de esos objetos. ¿Quizás el orden pragmático de las ciencias sociales constituye una interrupción seria o justificada de la autoconciencia histórica humanística; una interrupción que hoy pudiera ser entendida como preparatoria de la era digital y la globalización? Ciertamente ha acabado una forma de aquella autoconciencia y nuestro deber consiste en idear otra adecuada a la nueva necesidad de los tiempos, e incluso intentar la reconducción de éstos mediante el ejercicio del pensamiento. La microhistoria o la historia de la vida cotidiana y sus segmentaciones no son una respuesta pertinente en ese sentido referido; su elaboración y sus límites permanecen dentro de lo generalista sectorial o meramente en el entorno de los grandes objetos de creación humanística. El siglo XX en tanto que época del neo-neopositivismo estructural-formalista y sus exacerbacio-
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nes tecnológicas atemporalizadoras no podía dar forma a una renovada comprensión histórica, malamente parcheada por el marxismo. Éste asumió por delegación “clánica” y distribución del trabajo una misión metahistórica, ideologizada y cientificista desproporcionada en el mejor de los casos. Una auténtica concepción de la Historia significa una concepción, directa o derivada, del Tiempo como principio humano relativo a los objetos humanísticos altamente elaborados, no la disolución de esos objetos o del sentido temporal que los estatuye. Por ello la idea de historicidad contemporáneamente quedó integrada en la filología crítica (v.gr. Curtius) o bien en la filosofía de la existencia (v.gr. Jaspers), postrera evolución de las corrientes idealistas, y con ellas de la Estética y el espíritu filológico, desde las cuales al fin y al cabo se retransmiten las corrientes hermenéuticas. Pero a día de hoy, la fase del relevo histórico del estructuralismo o del estructural-formalismo, historiológica e historiográficamente tan empobrecedor, es “historia pasada”. El resto es la vergonzante alienación nihilista o sociologista y, en general, las progresiones del curso de la “malversación” crítica contemporánea. Y pensar el no pensamiento va referido a una realidad alta, que se llama contemplación, y el resto es enajenación o vida dilapidada. Es difícil conjeturar un lugar efectivo a la relación de entidades tan extensas y heteróclitas como finalmente son Ética e Historia, pero ello no es razón para omitir su concepto, aunque sí sus particularizaciones prácticas, ya pertenecientes a otros ámbitos de consideración y estudio. Existe una gran dificultad que sólo extrañamente o en el vacío podría superar la artificiosidad lineal de la ética teórica en su posible salto a la historia como reconstrucción fehaciente. Se trata de un problema, al menos hasta cierto punto, análogo a aquel que suscita el concepto científico de “explicación” en su supuesta aplicabilidad histórica. Lo exigible es examinar las relaciones determinables y hablar de responsabilidades y sus grados. Lo ético en sentido historiográfico no se traduce sino en metodología. Probablemente nos hallamos en el crítico y privilegiado momento histórico más apropiado para ensayar un nuevo intento de autoconciencia y disposición de la Historia filosófica, literaria y artística, pues el nuestro es el momento de la necesaria ideación posterior a la Modernidad conclusa, cuyo reflujo habitamos. De no ser así, nuestro momento integrará el tiempo de la espera, de la no decisoriedad y quizás de la asechanza. Decía Jaspers que “la concepción histórica procura, crea el amplio espacio, partiendo del cual se despierta nuestra conciencia del ser del hombre. La imagen de la historia se convierte en un factor de nuestra voluntad, pues la manera como pensemos la historia limita nuestras posibilidades o nos sostiene por sus contenidos o nos desvía tentadoramente de nuestra
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realidad”1. Esa concepción y conciencia se reinician y adensan en los objetos particulares del pensamiento, la literatura y el arte. La relación fehaciente de Historia y voluntad individual o de las sociedades significa, más acá de una ética abstracta y más allá del mero saber histórico, la autoconciencia histórica viva o presupuesta en la asunción actual de la autoconciencia histórica pasada y su resolución historiográfica. Aquí existe una evidente dificultad representada por la pluralidad de las civilizaciones y las disciplinas así como una posible confusión con la mera ideología. Pero saber histórico de la autoconciencia y autoconciencia del saber histórico significan modos filosóficos imprescindibles en cuanto estados de la experiencia, el conocimiento esencial y por ello irrenunciable. Y esa autoconciencia tan sólo puede formarse atendiendo a ciertos medios de conocimiento, a una epistemología capaz de traducirse en metodología y a lo que denominaré finalmente una estética historiográfica. II Existe un misterio del Tiempo y un misterio de la Historia, al igual que un misterio del Lenguaje y el Arte. La diferencia de estos últimos respecto de aquéllos consiste en la decisoriedad inmediata de la capacidad humana. El Tiempo es en último término, interprétese como se interprete, algo vivo y dado cuya involuntariedad no es domeñada por una Historia concebible de algún modo como destino por siempre fuera del alcance de la acción inmediata e imposible de proyectar en el largo plazo. Un asunto que ahora no nos interesa es la subjetividad del tiempo y su impresionismo. El tiempo es anterior a la historia y ambos devienen formas de valor confundidas. Es el transcurso de la vida. Entre tiempo e historia sólo cabe categorizar la Vida, vida como naturaleza y vida como actividad humana. Diríase que la Historia es la construcción de contenido del Tiempo, de modo que sin Historia no hay Tiempo por cuanto no hay objeto, a no ser en el puro sentido de la Física, que a su vez es una intelección histórica acerca de realidades dadas. No me propongo desarrollar una argumentación paradójica sino, a este propósito y en virtud del espíritu de comprensión histórica, incorporar fenomenológicamente el concepto de Significado al concepto de Tiempo mediante una metaforización aceptable en virtud de su economía explicativa. Es decir, y esto pienso que lo entenderá sobremanera el filólogo o el crítico literario, existe una inherencia tan insondable como factual que proviene de la entidad del lenguaje: el Significado es Tiempo y el Tiempo es Significado, o el significado produce tiempo al igual que el tiempo produce significado. Que el significado sea engendrado por el tiempo no es una generalidad común sino el 1
Cf. Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia, Madrid, Alianza, 1985, 2ª ed., p. 297.
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subrayado de una entidad productora que en ese sentido lineal inmanente no corresponde por ejemplo a la obra pictórica, al texto plástico2, y que en su sentido inverso de que el tiempo produce significado refiere una condición de esa misma capacidad del lenguaje que por añadidura históricamente suscita una imagen de densidad volumétrica correspondiente al discurso acumulado y de manera interpenetrada. No es ya que sobre Homero se superponga el discurso de Aristóteles y el de Vico y Friedrich Schiller o el de Nietzsche, que lo toman por objeto y así sucesivamente, sino que el de Vico o Schiller es de algún modo interpretación o consecuencia del aristotélico; y el de Nietzsche, de ambos anteriores reduplicadamente y del modo que fuere. Diferente asunto, hermenéutico, es en qué medida y cómo sea posible proceder a reconstruir un proceso tal y no como mera interpretación o examen de ideas, y sus correspondientes lecturas de y sobre, sino acceder a los diversos lugares de la cadena y sus estadios de visión en sus sucesivos lugares del tiempo. Es un asunto real de Historia de las Ideas, una serie de decisiones con origen determinable y sucesión de textos responsables, no una suerte de automatismo ad infinitum, de entidad soluble y sin principio. Es muy difícil obtener un concepto ontológico de “historia” para un criterio de interpretación de lo que ha acontecido, un concepto propiamente fundado, pues éste depende a su vez de la posibilidad o concepción de la memoria y la capacidad que otorguemos a los textos de dar razón de lo supuestamente acontecido así como la conciencia que los determina. Lo escrito es a su vez algo acontecido, sujeto por tanto a casuística parangonable a aquella que el propio escrito refiere acerca de lo acontecido. A fin de cuentas lo escrito recibido no es por sí sino vestigio de algún modo intencional como fragmento expresamente predicado, conservado y dicho. El sentido del vestigio, ya como mero testimonio, ya como extremo documental carbonizado, crea, puede crear, una nueva perspectiva del problema. La cuestión podría trasladarse así al problema del vestigio en tanto fenómeno de transmisión comunicativa oralizada y eminentemente documental. Y es posible que el vestigio que se toma por objeto histórico no sea sino un texto recubierto de otros textos a veces malhadados o manipulados y por esto mismo manipuladores, o simplemente resituado, más allá de la razón común, entre insidias y desidias, texto envuelto en gestos, o a veces ruidos, entre los cuales no resultará fácil acceder al núcleo significativo que pudiera ser localizado en un fondo. Porque ahí sería necesario alcanzar un concepto de “núcleo significativo de fondo”, y ello en lo que se refiere tanto a textos como a más amplios fenómenos de cultura a su vez necesariamente fundados en 2
No cabe recurrir aquí como objeción al ejemplo de la obra fílmica, compuesta mediante un artificio mecánico y de segundo grado, ni al concepto de “discurso plástico”, abstracción explicativa igualmente secundarizada.
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textos, al fin construcciones verbales. La lógica y la epistemología han establecido y taxonomizado la “falacia”, desde la circularidad genésica hasta el “arenque rojo” o “relleno”, pero la hermenéutica no ha especificado las complicaciones de la comunicación, pues incluso se trata de una superación del sentido mediante una fenomenografía en la cual ha de ser categorizado incluso el elemento inmaterial más relevante, más relevante por encima de toda intencionalidad implícita, esto es el silencio, y su posible instrumentalización. La “flecha del tiempo”3 es una especificación histórica, siendo la Historia y las historias particulares la especificación del plano humano de la flecha del tiempo. La elipse, la espiral, el círculo, la línea recta…, son abstracciones geométricas de la forma de la Historia, es decir metahistóricas, sólo secundariamente pertenecientes al sentido, al significado interno del decurso histórico, pero su adopción incide en el concepto de éste. Por ello, y esto es lo que aquí me interesa, un pobre significado interno del decurso histórico, esto es, una “narración” de disposiciones y conceptos significativamente pobres determina, a la vez que es resultado de, una abstracción de la Historia que no significa o, lo que es lo mismo, está vacía. Todo ello se relaciona al fin con el estado presente de las Historias y las Historiografías literarias y artísticas y de la Historia. El gran lugar donde reside la Historia es el concreto espacio de tiempo que alcanza desde el “tiempo primordial”4, desde el originario tiempo de los comienzos hasta el hegeliano final de la historia, o mejor hasta este último instante presente sucesivamente renovado, postergado en su final histórico convertido en perenne, justo presente como final. Los conceptos de origen y final, en cuanto extremos totales o bien internamente adoptados constituyen como es sabido las “épocas” más difíciles de la Historia y de las historias particulares. Son apertura y cierre, principio y final que asumen y condicionan el conjunto del contenido desde los puntos absolutos de desvanecimiento o no existencia. La reactualización de la idea hegeliana del final de la historia5 como adecuada a nuestro tiempo, si de hecho está desprovista de invención y, además, viene propiciada por ciertos intereses políticamente ideologizados6, no por ello carece de auténtico sentido hoy, al igual que la idea de final del arte. Diferente asunto es el de final de la crítica, no contemplado hegelianamente pues ésta quedaría a salvo en la filosofía y la ciencia, pero que no pienso disociable por cuanto remite, aun en otro grado, al mismo
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Cf. Víctor Massuh, La flecha del tiempo, Barcelona, Edhasa, 1990. Cf. Mircea Eliade, Mito y Realidad, Madrid, Guadarrama, 1973, 2ª ed. Cf. Francis Fukuyama, El fin de la Historia, Barcelona, Planeta, 1992. Cf. Josep Fontana, La Historia después del fin de la Historia, Barcelona, Crítica, 1992.
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objeto arte7. Ello vendría a corroborar lo anteriormente expuesto acerca del difícil y privilegiado momento actual para el intento de una nueva autoconciencia histórica y respecto de la pobreza significativa. Y porque ‘historiografía’ implícitamente también significa ‘crítica’. III Ciertamente, el momento culminante, y quizás inicio de su crisis, de la autoconciencia histórica europea fue el Historicismo, sus componentes preparatorios, la elevación de Burckhardt, que podemos simbolizar en la “grandeza histórica”, y sus últimas evoluciones relevantes, de las que ya participaban sus historiadores fundamentales e imperfectos, como Meinecke y Troeltsch8. Habrá que insistir en lo que es obvio y durante la segunda mitad del siglo XX disolvió la simplificación reduccionista: el Historicismo es un aspecto irrenunciable de la tensa creación del pensamiento moderno, en cierta manera anticlasicista y antirracionalista, desde Shaftesbury y el Empirismo inglés9; desde las formulaciones cíclicas y contextualizadoras de autores de espíritu y dedicación tan diversos como fueron Vico y Winckelmann, Rousseau y su crítica de la civilización10, heredada por el “Sturm und Drang”; la idea del hombre para la idea de la Historia universal de la Humanidad, según el oscilante Herder, según Schiller y Goethe; la permanentemente esperanzada dialectización del finalismo histórico del progreso y del Estado en el sistema hegeliano; la perspectiva de los valores y las ciencias de la Cultura o del Espíritu según Windelband, Rickert y, por otra parte, Dilthey11; hasta quizás, derivativamente, la conclusiva decadencia de Spengler12. Pero el Historicismo también fue fuente de errores históricos y de ideologismo de lo histórico. 7
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He desarrollado el problema en “El final de la Crítica”, cap. 3 de Escatología de la Crítica, Madrid, Dykinson, 2013, pp. 97-126. Cf. Ernst Troeltsch (1922), Der Historismus und seine Probleme, vol. 3 de Gesammelte Schriften, Aalen, Scientia Verlag, 1977; Friedrich Meinecke (1936), El historicismo y sus génesis, Madrid, FCE, 1983, reimpr. Es curioso el caso de Meinecke, que tras una minuciosa compilación de autores no encuentra a Juan Andrés, lo cual prueba la potencia de este borrado de la Ilustración por parte del Romanticismo. Cf. A. A. C. Shaftesbury, Characteristicks of Men, Manners, Opinions, Times, Birmingham, J. Baskerville, 1773, 5ª ed., 3 vols. Cf. G. Vico, Principios de una Ciencia Nueva en torno a la naturaleza común de las naciones, México, FCE, 1978 (2ª ed.); J.J. Winckelmann, Historia del Arte en la Antigüedad, Barcelona, Iberia, 1967 (nueva edición, Madrid, Aguilar); J.J. Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, Madrid, Alba, 1987. Cf. H. Rickert, Ciencia cultural y Ciencia natural, Madrid, Espasa-Calpe, 1965 (4ª ed.); W. Dilthey, El mundo Histórico, ed. Eugenio Imaz, México, FCE, 1978, reimpr. O. Spengler, La decadencia de Occidente, Madrid, Espasa-Calpe, 1923 (nueva edición, 1989), 2 vols. En general, para lo referente al historicismo, desde un punto de vista complementarista, debiera verse H. Rickert, Introducción a los problemas de la Filosofía de la Historia, Buenos
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Creo que el más duro y temprano ataque al historicismo fue el del joven Nietzsche de las Consideraciones inactuales. Su tesis es la siguiente: “lo ahistórico y lo histórico son por igual necesarios para la salud de los individuos, los pueblos y las culturas”. Esto es, perjudica a la vida un exceso de historicismo y existe una enfermedad historicista, cuyos antídotos o venenos son lo ahistórico y lo suprahistórico. Con el término ahistórico designa Nietzsche “el arte y poder de olvidar y de encerrarse dentro de un horizonte delimitado”; con lo suprahistórico se refiere a “las potencias que distraen la mirada del Devenir y la dirigen hacia aquello que confiere a la existencia carácter de lo eterno e idéntico hacia el arte y la religión. La ciencia –que ella es la que hablaría de venenos- tiene ese poder y esas potencias por poder y potencias contrarios, pues sólo reputa verdadera y justa, es decir, científica la consideración de las cosas que ve en todas partes algo devenido, algo histórico, y en parte alguna un ser, un algo eterno”. El historicismo está ligado a la vida por tres motivos: “en tanto que ésta es activa y aspira, preserva y venera, sufre y necesita de la liberación. A esta trinidad de relaciones corresponde una trinidad de formas del historicismo: cabe distinguir una forma monumental, una anticuaria y una crítica”. Curiosamente, Nietzsche desea una juventud, una higiene que acabe con el exceso de lo histórico, una incultura, y aquello que él promueve con radicalidad –y hemos de situar a propósito de la cultura de su época-, por diferentes caminos y en muy distintas circunstancias ha devenido hoy una cuestión actual de perfil espinoso entre la juventud. ¿Pero esta situación actual se asemeja en algo a una verdadera ilustración, a una cultura no decorativa, a “la fuerza superior de la naturaleza moral de los griegos”?13. Tras la actividad renacentista y humanística aplicada a la Antigüedad clásica, la actividad historicista y romántica hizo suyo ese objeto clásico sumándole el contiguo medieval. Ahora bien, el Historicismo, en amplio senti-
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Aires, Nova, 1961; Collingwood, Ensayos sobre la Filosofía de la Historia, Barcelona, SeixBarral, 1970; P. Piovani, Inconcenza storica e concienza morale, Nápoles, Morano, 1966; H. Schnädelbach, La Filosofía de la Historia después de Hegel, Barcelona, Alfa, 1980; C. Antoni, Storicismo e antistoricismo, Nápoles, Morano, 1972 (2ª ed.); W.H. Walsh, Introducción a la Filosofía de la Historia, México, Siglo XXI, 1978 (7ª ed.); P. Rossi, Lo Storicismo tedesco contemporáneo, Turín, Einaudi, 1979 (1ª ed. 1956); E. Nicol, Historicismo y Existencialismo, México, FCE, 1981 (3ª ed.); J.L. Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988; M. Cruz, Filosofía de la Historia, Barcelona, Paidós, 1991; H. White, Metahistoria, México, FCE, 1992; M. Montanari, E. Fernández de Pinedo, M. Dumoulin y otros, Problemas actuales de la Historia, Salamanca, Universidad, 1993. Cf. F. Nietzsche, De la utilidad y desventaja del historicismo para la vida, trad. de Pablo Simón, en O.C. I., Buenos Aires, Prestigio, 1970, pp. 628, 694, 633 y 697. Debo señalar, en razón de que citamos por una traducción, que en el texto original no se emplea el termino alemán equivalente de “historicismo” sino la palabra “Historie”. Cf. La edición clásica de G. Colli y M. Montinari, S.W., vol. I, Berlín-Nueva York, De Gruyter, 1967, p. 243 y, por ejemplo también, p. 258.
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do, y en general el desarrollo de la cultura romántica, recibió de la Ilustración las primeras totalizaciones históricas e histórico-culturales universales, las cuales fueron consecuencia de una visión del mundo que, aún ajena a la incisiva evolución moderna de los conceptos de dialéctica e historicidad, empeñó sus esfuerzos ambiciosamente en ordenar, entender y globalizar la realidad pasada y presente, habilitando a su paso la imprescindible amplificación del objeto de estudio así como una nueva puesta a punto de los procedimientos crítico-documentales y objetivadores de fuentes ya conducidos a plenitud. Es el caso extraordinario de la obra de Juan Andrés, quien sobre la base de la tradición clasicista del parangón greco-latino y la subsiguiente instrumentalización extensiva del método comparatista condujo el proyecto historiográfico a un horizonte de efectiva universalidad que sólo era accesible mediante la inclusión, por una parte, de las completas series de las ciencias (Buenas Ciencias) y las letras (Buenas Letras), así como, por otra, de la expansión última por conducida al extremo representado por Asia14. Ya explicó Cassirer, y conviene citar en extenso, cómo “la opinión corriente de que el siglo XVIII es un siglo específicamente ahistórico, no es una concepción históricamente fundada ni fundable; es más un lema y una consigna acuñados por el Romanticismo para luchar contra la filosofía de las Luces. Pero si consideramos con detenida atención el transcurso de esta campaña, veremos de inmediato que ha sido la misma Ilustración la que preparó las armas. El mundo histórico al que apeló el Romanticismo contra la Ilustración y en cuyo nombre se combatieron sus supuestos intelectuales, se descubrió merced a la eficiencia de estos supuestos, a base de las ideas de la Ilustración. Sin la ayuda de la filosofía de las Luces y sin su legado espiritual, el Romanticismo no hubiera podido conquistar ni mantener sus posiciones. Por mucho que su concepción concreta de la historia, por mucho que su filosofía de la historia se aparte por su contenido de la Ilustración, se mantiene siempre metódicamente muy deudora de ella; porque ha sido el siglo XVIII el que ha planteado en este mismo terreno la autentica cuestión filosófica. Pregunta por las condiciones de la posibilidad de la historia como pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento natural”15. Por desgracia, el propio Cassirer, aun limitadamente, fue víctima del mismo problema, por cuanto recibió una historia de la historiografía sin rastro de la obra de Andrés, esto es cercenada por la transmisión romántica. Situar adecuadamente la cuestión de los grandes objetos o conceptos puede sin duda hacerse de manera comprehensiva recurriendo a la completa 14
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J. Andrés (1782-1799), Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, ed. de J. García Gabaldón, S. Navarro y C. Valcárcel, dir. por P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 1997-2002, 6 vols. E. Cassirer, La filosofía de la Ilustración, México, F.C.E., 1972, (3ª ed.), p. 222.
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discriminación historiográfica de Hegel. Voy a resumir en lo que sigue el núcleo del pensamiento histórico hegeliano respecto de lo que aquí más nos concierne16: Existen según Hegel tres modos de considerar la historia: el simple, el reflexionado y el filosófico. El primero es la historia inmediata o simple historia, tal como Herodoto o Tucídides narraron hechos y situaciones en los cuales ellos estuvieron presentes y les bastó transformarlos directamente en productos conceptuales, pues se trata de asuntos o acontecimientos cuya configuración y espíritu son uno con el escritor. Es la gran historia del deleite, no de la erudición ni de la información interpretada. En Alemania es rara; su único importante ejemplo es el de Federico el Grande. El segundo modo es el de la historia reflexionada, en la cual la exposición, respectó del espíritu y no respecto del tiempo, está más allá del presente. Las especies de esa historia reflexionada son general, pragmática, crítica y por conceptos. La historia general por lo común pretende compendiar la completa historia de un pueblo, se funda en la elaboración del elemento histórico por medio del espíritu del historiador, distinto del espíritu del contenido. Aquí es decisivo el criterio del historiador, distinto del espíritu del contenido. Aquí es decisivo el criterio que el autor adopte. Esta especie se engarza con la anterior "simple" cuando su objetivo no es sino describir en su totalidad la historia de un país. Cuando Livio extracta los periodos de la Historia de Polibio muestra el paso de una a otra. Si el objeto es muy extenso o es la historia universal, la exclusión de detalladas exposiciones de lo real se debe apoyar en la síntesis y la abstracción, no sólo en cuanto que se suprimen hechos sino en cuanto que se atiende a una idea. La historia pragmática se realiza cuando en la manipulación del pasado lejano el historiador advierte lo uno como fondo o generalidad entre los hechos dispares, mediante lo cual se suprime el pasado y el acontecimiento se hace actual. El esfuerzo de la indagación ofrece al espíritu la recompensa de la una actualidad. Estas reflexiones pragmáticas en cuanto que abstractas serán también lo actual, vivificando el relato del pasado para el presente, y lo conseguirán en la medida del genio que el escrito posea. Sin embargo, la frecuente utilización de la reflexión en el sentido de ejemplo moral podrá ser útil para la enseñanza de los niños, pero lo que la historia enseña es que ni los pueblos ni los gobernantes han aprendido nada de la misma. Ante la peculiar circunstancia de cada época, ante la viveza del momento nada vale la remembranza de otra parecida circunstancia o de al16
Realizo este resumen teniendo en cuenta los dos textos de la obra de Hegel: Filosofía de la Historia, ed. J.Mª Quintana Cabanas, Barcelona, Zeus, 1971 (2ª ed.), y Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Prólogo de J. Ortega y Gasset, ed. José Gaos, Madrid, Alianza 1980. Para el texto de la primera versión se trata de la primera parte de la Introducción; para el texto de la segunda, de la Introducción Especial.
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gún principio general acerca de ésta. Solo la amplia intuición respecto de las situaciones y el profundo sentido de la Idea otorga verdad e interés a tales reflexiones, como ocurre en el estudio de Montesquieu sobre el Espíritu de las Leyes. La historia crítica, la usual en Alemania, no comenta la propia historia sino que hace historia de la historia enjuiciando o examinando la veracidad o autenticidad de las narraciones históricas, de manera que lo relevante en ella es la agudeza depuradora del escritor y no los hechos que se aducen. A este planteamiento han contribuido los franceses, pero optando por la forma del tratado crítico en lugar de la histórica. Por su parte, entre los alemanes, la alta crítica se ha apoderado tanto de los estudios filológicos en general como de los históricos. En ella han llegado a entrar las imaginaciones procurando la actualidad en la historia, sustituyendo datos por subjetivas ocurrencias, tendentes, por mor de estupendas, a la osadía de contradecir lo decisivo de la historia. La cuarta especie de la "historia reflexionada", la historia especial o historia por conceptos, que se ofrece como parcial, es la relativa a lo que podríamos llamar división disciplinaria: religión, derecho, arte... Es ésta, pues, la localización hegeliana de la Historia literaria. Las ramas de la historia por conceptos, la más valorada y cultivada (dice Hegel de su tiempo, y lo continuó siendo hasta hoy), mantienen relación con el todo de la historia de un pueblo. Si bien es abstractiva, constituye sin embargo, puesto que toma aspectos generales, un paso hacia la historia universal filosófica. La cuestión consiste en si la historia por conceptos destaca la coherencia del todo o si preferentemente se aplica a las circunstancias externas, apareciendo éstas como casuales particularidades de los pueblos. Cuando el aspecto general de la historia por conceptos es verdadero, cuando representa no sólo un hilo o un orden exterior, la historia representa justamente el alma que rige los acontecimientos y los hechos. La Idea es en realidad la conductora del mundo; el espíritu, que es su voluntad racional y necesaria, es quien dirige los sucesos. Conocer esta función del espíritu es el propósito hegeliano que conduce al tercer modo de considerar la historia: la historia filosófica, género en el que su concepto no es por sí mismo comprensible. Habitualmente se entiende por filosofía de la historia la consideración pensante de ésta, pero en la historia el pensamiento se subordina a lo dado y existente, en lo cual se fundamente y de ello se deriva, mientras que a la filosofía se le atribuye un pensamiento propio creado por la especulación desde sí al margen de lo existente. Así será el caso de que si el pensamiento filosófico va al campo histórico se producirá la manipulación de éste como un material, no permaneciendo lo que ha sido sino una constitución apriorística. De esto se sigue que parece haber una contradicción de la filosofía. Hasta este punto nuestro resumen de la teoría hegeliana de los géneros de la historiografía; la argumentación restante se refiere a la Razón (y sus deter-
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minantes) en cuanto convergencia en la reciprocidad –por decirlo simplificadamente– de historia y filosofía. De ahí el optimista finalismo hegeliano del progreso, la autoconciencia y la libertad que se despliegan en la historia. Qué duda cabe de que el cientificismo positivista avanzó productivamente tanto en ciertos problemas de método como en múltiples realizaciones concretas de la anterior construcción del gran Historicismo, pero no es menos verdad que en la práctica redujo a ras de tierra su espíritu ideador. Es necesario contribuir de nuevo a una forma equivalente de ese espíritu de ideación, retrotraerse por analogía al punto inicial, al momento previo y ver lo que hay, comprender en qué consistieron las germinaciones operativas de la cultura prerrománica y romántica frente a la restituida tesis clasicista. Se ha advertido con razón que “desde la historiografía jónica hasta nuestros días no puede hablarse, en rigor, de un solo discurso histórico: cada época establece criterios dominantes –lo que implica que pueden existir criterios diferentes y enfrentados– para establecer «qué es» y «qué no es historia», «qué textos son históricos» y «qué textos no son históricos»”17. Ahora bien, es necesario constatar, más acá de conceptos históricos y aparte de la circunstancial evolución perfectiva de la metodología como técnica, la amplificación ilustrada del objeto de estudio y, por parte moderna, la sólida formación del concepto de historicidad. Dicho de otra manera, la estructura del objeto por un lado y, por otro, el punto de vista en el tratamiento del mismo. Para lo que aquí interesa valga esta simplificación. Naturalmente, la realidad ofrece un entretejimiento más complejo, pero dicha polarización posee la contundencia clarificadora buscada. Volveremos sobre ello brevemente a propósito de la teoría de un sistema histórico literario. Procede ahora concretar nuestra crítica sobre el estado de la que fue gran historiografía literaria. IV A mi juicio, el punto de partida en lo que se refiere a historiografía literaria , ha de ser el de un humanismo no dogmático pero sin concesiones al positivismo antihumanístico. Esto al fin se basa en el descontento resultante de una constatación de facto: el género de la Historia de la Literatura, las obras que responden a esa denominación genérica mediante la cual suele realizarse de la manera más plena la historiografía de los objetos literarios y su entorno, identifica sobre todo desde mediados del siglo XX una realización en general depauperada. Otro tanto cabría referir de las historiografías filosófica y del arte, con matices que se advertirán. Esta depauperación, co18
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Cf. J. Lozano, El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987, pp. 11-12. Para lo que sigue, puede verse más extensamente el segundo capítulo de mi Escatología de la Crítica, cit.
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mo veremos, es constatable de manera directa por contraste; es decir no consiste este juicio en el resultado de una especulación ni en fórmulas de hipótesis. De continuar este fenómeno degradatorio, sólo cabrían dos posibilidades: el inicio de un proceso regenerativo o la definitiva postración para el futuro previsible. Pero se trata de la historia de una historia aquello que permite se haga patente el problema. Se me permitirá actuar a veces apelando mediante supuestos al conocimiento eficiente de la materia por parte del lector, ello a fin de que nuestra reflexión pueda presentarse como diagnosis y no como prolija descripción de cuerpo entero. Y nótese que una posible asunción del diagnóstico, de parte sustancial de los factores o signos del mismo, ya representaría de algún modo el inicio de un proceso constituyente para el estudio de la Historia de la Literatura, o bien en otro caso la renuncia por abandono y aceptación de derribo. No me parece adecuado a consideración el criterio intermedio de favorecer una supervivencia mediante componendas paliativas. Tal cosa tendría sentido en el caso de afecciones leves, no en la que se nos plantea. Aquí, pues, el procedimiento de extremar los argumentos a fin de obtener la dilucidación del objeto, del tronco argumental, no requiere manipulación conceptual alguna, es dado. La decadencia contemporánea de la historiografía literaria pudiera ser interpretada en principio como el punto de llegada tras un proceso constructivo moderno que fundó la Ilustración neoclásica, profundizó a través de un determinado camino la historiografía literaria nacional, esto es, en plural, las historiografías literarias nacionales, quedó afianzado por el positivismo cientificista, y sobre todo después por el historicista, aquel que le es más característico pese a sus limitaciones, y condujo a disolución la época del nuevo positivismo estructuralista y formalista. Esta disolución, o anonadamiento si se quiere, era desde luego inevitable en virtud del dominio aplastante iniciado ya a comienzos del siglo XX por un estructuralismo y el subsiguiente entroncamiento estructural-formalista-semiótico que dominó con gran éxito tanto la Lingüística como la Crítica literaria, conduciéndolas al rutilante progreso de la técnica con un punto de apertura o gran alianza complementaria sostenida con el marxismo y el psicoanálisis, actuación ésta mediante la cual en realidad se venía a definir un absoluto científico. Ahora bien, el hecho epistemológicamente decisivo para el asunto que aquí nos interesa consiste en que el trazado estructuralista-formalista-semiótico (y todas sus ramificaciones, especialmente la llamada y en tiempos poderosa gramática generativa) posee uno de sus fundamentos principales en el agresivo y total ejercicio de una anulación, la del concepto de tiempo y, consiguientemente, de historia, teoría de la historia e historiografía. El reducto histórico quedaba puesto en manos del marxismo, que era la doctrina erigida en ciencia y que
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en consecuencia tenía el verdadero secreto dialéctico de toda la cuestión y del futuro de los pueblos. Así se constituyó una renovada y portentosa escolástica para el siglo XX, adecuadamente diversificada para la época de la división de las ciencias, y cuya primera consecuencia de necesidad consistía en el aplastamiento del Humanismo, de todo aquello que a éste le es esencial. La historiografía literaria ha estado acompañada en su curso contemporáneo simétricamente por la artística y la filosófica, pero con ciertas diferencias sustanciales que conviene precisar. Es evidente que el género de la Historia del Arte ha alcanzado situación tan débil o acaso más que el de la Literatura, pero bien es verdad que ha estado peor acompañado por la Crítica (aunque después veremos la posible función de relaciones de ese tipo cuando se trata de malas compañías), pero disfrutando de un apoyo documental iconográfico mediante imágenes que no es baladí para la construcción de contenido del discurso y para su presencia. Y además, en compensación, tanto la Historia como la Crítica de Arte (y sus particularizaciones: musical –la más desasistida–, y visuales: fotográfica, cinematográfica, pictórica, arquitectónica…) vienen acompañadas, pese a su debilidad, o quizás precisamente a resultas de ello o porque esa debilidad misma es su consecuencia, por la Estética. De su parte, la decadencia del género de la Historia de la Filosofía no se puede olvidar que viene muy compensada por delineaciones historiográficas en verdad relevantes, o complementarias dirían algunos, identificadas especialmente por la Historia de las Ideas, pero también la Historia del Pensamiento y, en tercer lugar, la más reciente Historia de los Conceptos, sobre lo cual después volveremos. Dejemos aquí al margen la Historia de las Mentalidades y la Historia Intelectual, esta última de escasa consecución pero que en realidad ofrece en su concepto un elemento de detección transversal que señala a uno de los principios posibles de superación de la mayor de las deficiencias que revela el conjunto de las historiografías humanísticas: el aislamiento del objeto y sus modalidades. Adviértase que el aislamiento del objeto penetra en una dimensión muy diferente y superadora de aquella que define la especialización científica. El aislamiento del objeto es, aunque sólo en cierto grado, convergente con el procedimiento positivista o estructural-formalista de reducción del mismo, de transformación de éste en una formulación que lo sustituye, en realidad una perversión del como si que provoca su desnaturalización y sin embargo es tomada por verdad científica. Es decir, aislamiento y reduccionismo pertenecen a criterios que son solidarios y por tanto funcionan en la misma dirección o regida por un mismo sentido.
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El problema del aislamiento en historiografía literaria posee una dimensión de repercusiones extraordinarias, múltiple y compleja, que pienso puede ser discriminada en varios ámbitos. De hecho gran parte de la deficiencia que ha dado lugar al empobrecimiento del género y a la pérdida del aliento constructivo de la disciplina que nos ocupa puede ser diagnosticada en el marco de unos “modos del aislamiento”. Primeramente empezaré por referirme al aislamiento respecto del objeto en sí mismo. Se trata en este caso de tres planos diferentes y sin embrago íntimamente conectados a su vez. El plano primero consiste en la ratificación restrictiva del objeto literario como la unilateralidad artística de la poesía, la narrativa y la dramática al amparo de la vieja y defectuosa tríada clasicista de los géneros literarios, en realidad meramente poéticos19. Esta restricción anuló nada menos que la mitad de la Literatura, tomando la parte por el todo mediante la asunción de una epistemología errónea del objeto que no fundaba su cualidad por sí como valor de alta elaboración sino como sólo una clase concreta, puramente artística, de la misma. Ciertamente el empobrecimiento propiciado por una mutilación de tales dimensiones se diría suficiente como para acabar con la vida de cualquier objeto o conducir su parte elegida a la pusilanimidad y la inconsecuencia. El segundo plano del aislamiento en orden al objeto por sí, desencadenado por cierto romanticismo nacionalista y la fijación efectiva del modelo de las literaturas nacionales prácticamente disociadas entre sí sobre la base de las lenguas, redujo el hecho literario, y por consiguiente la cultura literaria, a realidades de escaso sentido o que ocultaban por omisión su verdadera dimensión o alcance, sólo ocasional y estereotipadamente salvada o justificada mediante estrictas demostraciones de conexión causalista del tipo de influencia o fuente concreta respecto de “otra” literatura de diferente lengua. De esta manera se opera el absurdo de la indistinción de hecho de muy diferentes grados de relación y de vínculos entre las diferentes culturas y civilizaciones y se escamotea el hecho palpable, que repugna a la ideología nacionalista, de que la unidad literaria no es de lengua sino de cultura, y que esta unidad de cultura consiguientemente puede ser detentada por una, varias o muchas lenguas. Existe el fenómeno agravado en casos casi irrisorios por cuanto las ideologías nacionalistas pretenden individualizar o autonomizar una literatura de otra al amparo de que la lengua no es la misma aunque esta 19
Es de notar que aún es dominante el entendimiento o la identificación de Literatura con los géneros artísticos o poéticos en (supuesta) puridad, y no la identificación de géneros, u obras, altamente elaborados, esto es considerables dentro del rango de la calidad literaria. Asimismo se asume una (supuesta) impuridad poética de los géneros ensayísticos y del ensayo mismo. Al margen de cualquier otra consideración (que las hay, y muchas y muy importantes) ya en ese mismo principio de distinción externo y de mera convención formal se encuentra el error.
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distancia sólo consista en una mera variante más que próxima geográficamente entrecruzada dentro de una misma familia de lenguas. Obsérvese que la familia china de lenguas es muy superior en número de miembros lingüísticos a la familia románica. Y por fin un tercer plano, que no es sino consecuencia inmediata del anterior, basado en el desentendimiento de los estudios de Literatura comparada y universal, a través de los cuales se hace posible no ya el vislumbramiento pleno del objeto, sus vínculos con otros objetos de naturaleza artística y filosófica y el sentido humanístico de ello, sino la apreciación de los diferentes grados de relación y contraste en ausencia de los cuales resulta inviable configurar el mundo de existencia del objeto, el hecho real del mismo que antecede o es previo a toda interpretación. De ello se sigue que el concepto de Literatura Nacional (referido a cuantas entidades como literaturas nacionales determinables haya), y por tanto el de construcción de una Historia de la Literatura Nacional, en sentido puro y restrictivo no es posible, o mejor dicho no lo es de manera correcta. El género de la Historia de la Literatura Nacional sólo cabe ser concebido limitadamente, en un sentido, en tanto que parte de un todo Universal sin el cual permanece desmembrado, y, en otro sentido, como base de un primer peldaño de la escala hacia la Literatura comparada, es decir en conexión selectivamente abierta a las fórmulas de relación comparatista, sin lo cual el mundo de existencia del objeto no alcanzaría vida. Por ello he explicado en otras ocasiones que el comparatismo no es una opción sino un requisito20. Añadiré que si la responsabilidad de esta triple ejecución aislacionista corresponde en gran medida a la acción burdamente ideologizada del nacionalismo en sus diferentes fases y en cuyo origen moderno cuenta decisivamente el Romanticismo, y aun antes aquella Ilustración enciclopedista dominante, que sí se sustrajo al régimen historiográfico en pos, por así decir, de la funcional ordenación alfabética de términos, a este mismo Romanticismo europeo o Idealismo romántico, alemán, corresponde, al extremo, la ideación contraria, como después veremos, la de que no es posible una historia que no sea universal y la confirmación de historia universal de la literatura, elaborada por Juan Andrés, según ya quedó referido. A la desagregación contribuyó notablemente una fatuidad romántica y un malentendido epistemológico, el malentendido de la confusión de literatura con lengua (cosa que sí es correcta, al menos según la tesis idealista, en su sentido esencial de identidad entre 20
Así, por ejemplo, en “Epistemología de la Teoría y la Crítica de la literatura”, en mi ed. Teoría de la Crítica literaria, Madrid, Trotta, 1994, p. 22.
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poesía y lenguaje, pero no histórico-político y por tanto referente a una Historia literaria nacional) y la fatuidad de querer situarse por encima de la Ilustración negando el fundamento historiográfico que ésta le había proporcionado, cosa sobre la cual ya advertimos a propósito de Cassirer. Un diferente aspecto del aislamiento del objeto es aquel que consiste en la no asunción o abandono de la lectura literaria21 y de la traductografía literaria como formantes del objeto de la historia de la literatura. Esto ha sido un hecho común en la elaboración de la historiografía literaria. A finales del siglo XVIII, Juan Andrés trabaja su construcción historiográfica universalista manteniendo una estricta atención sobre la existencia, uso y fortuna o difusión de las traducciones de las obras. Esta valiosa asimilación quedó prácticamente disuelta durante parte del siglo XIX y radicalmente en el XX. Pero es una mera realidad palpable de la vida cultural que las traducciones literarias conforman un cuerpo de obras que pasa a integrarse en la lengua que las recibe creando un modo de relación inmediata y de facto en virtud de la cual resulta engrosado el objeto preexistente. La traducción, que ciertamente amplifica y enriquece la superficie textual, el conocimiento y la expresión literaria, representa un requisito de primer orden para el estudio de cualquier literatura nacional, al igual que para toda literatura comparada y, por supuesto, universal. De hecho la literatura comparada en sentido extensivo y, por supuesto, la literatura universal únicamente son concebibles sobre la base del conocimiento de textos traducidos. En realidad, procede distinguir que hay dos clases de lectura, la de textos originales y la de textos traducidos, y ambas clases intervienen en el proceso literario de producción y recepción, de autores y lectores. Por supuesto, los traductores son a su vez autores y lectores. Sin lectura no hay literatura posible y sin historia de la lectura literaria e historia de la traducción literaria evidentemente no hay historia de la literatura bien entendida. En los últimos lustros se ha incrementado notablemente el estudio tanto de la lectura como de la traducción, pero esto no ha sido incorporado por al género de la Historia literaria, no ha habido asomo reseñable de conciencia de ello, y mucho menos en el sentido integrado en que queda aquí propuesto. La traducción literaria, al igual que la lectura literaria, posee un entronque hermenéutico que es valor imprescindi21
Durante las últimas décadas, como consecuencia sobre todo de una derivación de los estudios históricos acerca de la vida privada, ha tenido lugar un gran desarrollo de la historia de la lectura, hasta el punto de que, al menos en razón de la alta producción ya existente, podría hablarse de una subdisciplina. Pero no así, en modo alguno, cabe hablar de estudios de teoría de la lectura, de crítica de la lectura. Baste constatar sin embargo la existencia de un bien formado Arte de la Lectura desde el último tercio del siglo XIX, en el caso español representado de la manera más completa por la obra de Rufino Blanco, cuya obra de la materia, con ese mismo título, permaneció en uso hasta la guerra. Puede verse para esto nuestra teoría general como Estética de la lectura, Madrid, Verbum, 2012.
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ble para el conocimiento histórico de la literatura y para una adecuada reconstrucción historiográfica de la misma. Tal grado de despojamiento y aislacionismo necesariamente había de conducir al discurso historiográfico literario a un radical empobrecimiento, a la pérdida de toda idea relevante acerca de sí mismo, de su propia construcción textual y de sentido genérico. En esta circunstancia, la elaboración del género diríase que había de quedar referida a la esquelética permanencia de unos cuantos elementos apenas provistos de ideación renovadora que pudiese alimentar una disciplina arrinconada por la marcha de su contigua, la Crítica. En primer lugar, la permanencia de los dos componentes primigenios y fundacionales del género: el elemento biográfico dedicado a los autores, procedente en la cultura occidental del de viris illustribus, y la enumeración más o menos descriptiva de las obras de éstos, procedente de las “listas”. Estos componentes biográfico o de autores y enumerativo o de obras son el sostén de la historiografía literaria antigua22, extraordinariamente enriquecida por San Jerónimo sobre la base de Eusebio23, y quiero subrayar por mi parte que fundan asimismo toda la historiografía humanística, es decir las Historias de la filosofía, de la literatura y del arte (esto es dentro del régimen de lo que Hegel llamó “historia por conceptos” y ya hemos examinado). A ellos se hubo de sumar un par de elementos, uno inherente y otro subsidiario; es decir un procedimiento de segmentación cronológica o, dicho en su sentido más amplio y complejo, de periodización, y sus consiguientes categorizaciones posibles, y un procedimiento más subsidiario, de complementación, de argamasa introductoria o contextualizadora, por así decir. Este último caso es el que tematizadamente se ha perfilado de una u otra manera con mayor autonomía y con discutible éxito a partir de la idea de “historia social…” en el siglo XX modelizada de la mejor manera sobre todo por Arnold Hauser en convergencia marxista. El empobrecimiento del discurso y del género de la Historia de la Literatura presenta como consecuencia inmediata la desustentación de ésta, el allegamiento de un discurso sin forma de valor, sin dispositio o cuerpo retórico. Por ello, interrogarse acerca de la retórica del género es ya comenzar a interrogarse acerca de la búsqueda de un posible procedimiento de actuación historiográfica por sí y de ningún modo regido por el sociologismo. 22
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Puede verse el mejor planteamiento de conjunto existente en J.J. Caerols, “La evolución de la historiografía literaria clásica”, en nuestra ed., Teoría de la Historia de la Literatura y el Arte, cit., pp. 35-83. Capítulo actualizado en el presente volumen. Diríase que la historiografía literaria actual ha olvidado el origen de la fundamentación jeronimiana. Debe verse la Patrología de Johannes Quasten y su continuación por Angelo di Berardino (para este último, vol. III, Madrid, BAC).
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No sólo respecto del objeto sino también disciplinariamente, el género Historia de la Literatura ha alcanzado un insostenible y multilateral aislamiento. No se trata ya del alejamiento o abandono, crecientemente a lo largo del siglo XX, de la Historia literaria por parte de una Crítica literaria aplastante desarrollada en el marco de un estructuralismo formal por principio refractario a cualquier asomo de historicidad, sino asimismo la desconexión, bien es verdad que favorecida por una extremada confusión disciplinar promovida por la propia Crítica, de la Poética, de la techne, es decir de la Teoría literaria en sentido fuerte y prescriptivo, y con ello de gran parte de la tradición poetológica antigua y moderna, un aislamiento de fuertes consecuencias antihumanísticas. De esta manera la historiografía literaria asienta la tendencia de separación no únicamente del cómo está construido el objeto sino también del cómo se construye y, en lo subsiguiente, del qué es. Por si fuera poco, y dejando los límites de la Ciencia literaria, en el segmento contiguo correspondiente y que le es imprescindible en el marco de la Ciencia del Lenguaje, la Historia de la Lengua o la Gramática Histórica no definen, ni mucho menos, un perfil disciplinar ascendente. Aún más lejos, sobre todo en virtud de la práctica de la especialización, quedan los auxilios de la Hermenéutica, de un lado, y de la Estética de otro. Es decir, ha tenido lugar un avance generalizado hacia la soledad y el vacío epistemológico de la historiografía literaria, la disciplina menos pertrechada de la Ciencia literaria y tal vez de las filológicas en general y hasta de las humanas. Es por último necesario dejar constancia de que la antes referida extrema confusión disciplinar promovida por la propia Crítica responde originalmente, en buena medida, a un importante fenómeno de radical malversación disciplinaria al que desde hace años he aludido mediante la denominación de “trampa Jakobson”, pues fue este crítico quien dio lugar a tamaño disparate u operación antifilológica y antihumanística mediante el célebre y lamentable artículo titulado Linguistics and Poetics. Por lo demás, pienso imprescindible denunciar que la epistemología de Karl Popper, desde fuera, y la de Roman Jakobson desde dentro, significan plenamente por sí mismas la destrucción de las Ciencias humanas. En su sentido efectivo y concreto la decadencia de la historiografía literaria y en general de todas aquellas historiografías de objeto humanístico, puede ser entendida como la pérdida de una guerra intelectual (una inédita y final guerra filológica) o bien como la marcha del proceso de relevos en el dominio de las ciencias y de las ciencias humanas. Esta decadencia se constata simplemente mediante la comparación con la historiografía anterior y la evaluación de improductividad contemporánea. A ello subyace de algún
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modo la ambición tecnológica que condujo a las guerras mundiales y su reconstitución durante la guerra fría y rehabilitación subsiguiente, ahora ya ambición diezmada por la evidencia ecológica y el amplio entorno ideológico que ha provocado el hundimiento definitivo de aquel entroncamiento escolástico estructural-formalista-semiótico, su aliado marxista así como la prepotencia psicoanalítica. En este sentido, la guerra intelectual (si así pudiera llamarse dada la unilateralidad de la acción agresiva) ha terminado. Tras largo tiempo, tanto el nuevo positivismo formalista como el marxismo, este último de consecuencias extraliterarias horribles, han sido expuestos como disparates. La historiografía debe reconstituirse y rehacer su sentido profundamente necesario al Humanismo, al objeto humanístico. Para ello ha de saber situarse, configurar su propia autoconciencia, que empieza por la estima de sí y el reclutamiento de inteligencia, y comenzar por dar respuesta eficiente a los problemas provocados por un proceso de aislamiento y aminoración que es necesario mirar de frente. Es imprescindible tener en cuenta que la desintegración de la escolástica estructural-formalista-semiótica señala el fin de una época pero no el fin del problema último, que ahora se renueva para un diferente estadio de cultura. El problema de fondo y dificilísimo en virtud de la incapacidad humana de autodominio y autoconocimiento, el de la unilateralidad del progreso técnico, ya pertenece a una nueva época y a una nueva ejecución, la cibernética, que será decisiva no sólo en su realización dentro del ámbito de las humanidades, en el cual aparentemente pudiera ser neutralizada por reducción a valor instrumental, sino también en el terreno último humano de la biotecnología, mediante la cual se ventilará, ya sin duda posible, el verdadero final de la Edad Moderna. La esperanza factible para una idea de ser humano y de humanidad no es sino la de reificación de la ciencia humanística, de sus grandes ideaciones, así la historiografía, pero esto justamente en el actual momento de disminución académica de las humanidades. V Ciertamente es posible documentar una amplísima gama relevante de elementos teóricos para la Historia del pensamiento, la literatura y el arte. En primer término quizás convenga aducir, a partir de las viejas lecciones de Droysen24, la dualidad explicación/comprensión adscribible a Ciencias naturales y a Ciencias históricas. Esto no quiere decir la absoluta negación del concepto general de explicación histórica, sino que en su aspecto y desarro24
J.G. Droysen, Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia, Barcelona, Alfa, 1983.
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llo epistemológico fuerte25 es ajeno a la vida de nuestro objeto humanístico. Este objeto, y su consiguiente configuración disciplinar, ha padecido un radical desdibujamiento contemporáneo, de funestas consecuencias, en el marco extensivo de las denominadas ciencias sociales, en las cuales ya casi habitualmente queda disuelto, básicamente mediante la supresión o dispersión de la Filología, de sus dos grandes series tripartitas, rigurosamente atentas a los criterios histórico, teorético y aplicado, la Ciencia literaria y la Ciencia del lenguaje. La total historiografía, la que podríase denominar “suma historia” de Burckhardt, junto a Estado y Religión situaba la Cultura, concebida como crítica y movimiento de las otras dos potencias, y dentro de la cual la literatura y el arte configuran su centro elevado26. Para Croce, la historia literaria y artística es una “obra de arte histórica salida de una o más obras de arte”. Así enlaza Croce el género ensayístico como género artístico, de modo paralelo a como el joven Lukács entendía el género del ensayo en tanto que forma de arte27, si bien entiende la historiografía con las pertinentes diferencias técnicas respecto del “arte puro”. Según Croce, la crítica histórica y la erudición histórica preparan “la síntesis estética de la reproducción” de las obras literarias y artísticas, y constituyen la labor previa al ulterior trabajo en que propiamente consiste la Historia de la Literatura y el Arte, para la cual tampoco basta el añadido del juicio de gusto. Es necesario, además, “que a la simple reproducción siga una segunda operación mental, a su vez, una expresión, que es la expresión de la reproducción, la descripción, exposición y representación histórica”28. Esto podríase entender en un sentido no vinculado a un modo de historiar, pero el hecho es que se refiere a un cierto modo dentro del historicismo que precisamente se encuentra entre aquellos que desde hace décadas se hallan en completa ruina. Está por reconstruir para nuestro tiempo la teoría histórico-espiritual, biográfica, de significado y valores presentada por Dilthey; por ejemplo su ideación de un puente entre Psicología e Historia mediante el análisis del objeto poético29. Si en relación a la teoría de los valores es de considerar el pensamiento de Rickert, en cuanto relación estética de ésta es imprescindible 25
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28
29
Cf. G.H. von Wright, "La explicación en historia y en ciencias sociales", en Explicación y comprensión, Madrid, Alianza, 1980, pp. 157-193. J. Burckhardt (1905), Reflexiones sobre la Historia universal, prólogo de Alfonso Reyes, México, FCE, 1996, reimp., pp. 102 ss. G. Lukáks, Sobre la esencia y forma del Ensayo, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid, Sequitur, 2015, pp. 15-39. Cf. B. Croce, Estética como ciencia de la expresión lingüística general, Prólogo de M. de Unamuno, ed. P. Aullón de Haro y J. García Gabaldón, Málaga, Ágora, pp. 168-169. Además, del mismo autor, Teoría e Historia de la Historiografía, Buenos Aires, Editorial Escuela, 1955. Cf. P. Aullón de Haro, "La construcción del pensamiento crítico-literario moderno", en Introducción a la Crítica literaria actual, Madrid, Playor, 1983, p. 66.
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el de Nicolaï Hartmann30, sobre quien no me sustraeré a insistir una vez más acerca de la capacidad estético-literaria de su obra. Según Dilthey, la técnica artística es siempre y sólo la “expresión de una época históricamente circunscrita. La forma y la técnica están condicionadas históricamente por el contenido. La historia del arte tiene que desarrollar los tipos sucesivos de esa técnica”31. Es muy rentable recordar cómo Georg Simmel, que será necesario citar en extenso, se aplica a una crítica del historicismo. Su reflexión está destinada a superar las deficiencias gnoseológicas de éste, sus malentendidos, “pues la comprensión histórica aparentemente pura hace uso continuamente de la comprensión suprahistóricamente objetiva, sólo que sin darse cuenta de ello desde un punto de vista metodológico. Nunca comprenderíamos el qué de las cosas a partir de su desarrollo histórico, si no comprendiéramos de algún modo este mismo qué; de lo contrario, evidentemente, toda empresa sería por completo sin sentido”. Por ejemplo, “si un historiador de la filosofía afirma que comprender a Kant significa deducirlo históricamente, las teorías prekantianas se le presentan entonces como escalones cuya dirección se dirige hacia la teoría kantiana y, con ello, fija de una forma comprensible el contendio y punto temporal de esta doctrina. Pero todo esto no daría resultado si todas estas doctrinas (y aquí reside el punto decisivo) no formasen una serie comprensible según su contenido objetivo lógico y sin aquella atención a su presentación histórica”. Esta perspectiva epistemológica de cosas –a mi juicio, evidente y fundamental– no es tenida en cuenta por la tradición historicista. Igualmente será conveniente seguir este otro ejemplo de Simmel: Si comprendo el verso ‘Por qué nos diste la mirada profunda’ según su contenido y su significación poética, entonces esto queda absolutamente al margen de la historia. Pero si comprendo el contenido y el sentido del verso a partir de la relación de Goethe con Frau von Stein y que designa una época muy determinada en el desarrollo de esta relación, entonces esta comprensión es histórica. Cabe aclarar esto especialmente en la historia del arte. Con la última pincelada del pintor sobre su lienzo, está su significación más allá de la historia. Puede convertirse de nuevo en factor histórico: por su destino externo, por las modificaciones en su ser aprehendido y su ser valorado, por su efecto sobre el arte posterior. Pero aquella otra significación: las leyes de su configuración y de su colorido, la relación de su objeto con su estilo especifico, lo apasionado o sereno de la ejecución, la acentuación del dibujo o de lo específicamente pictórico, brevemente, la característica cualitativa de su ser, queda al margen de aquello; ha consumado en sí los movimientos de su deve-
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Cf. N. Hartmann, Estética, México, U.N.A.M., 1977. Cf. W. Dilthey, Poética, Buenos Aires, Losada, 1961 (2ª ed.), p. 240.
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Pedro Aullón de Haro nir y, comprendida según estas determinaciones puramente inmanentes, se vuelve indiferente a éstas32.
Este argumento de Simmel hace pertinente otra distinción concomitante y que podemos efectuar provechosamente utilizando un texto muy posterior, de Adorno: El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo. Son la historia de su época, pero inconsciente de sí misma; esto las convierte en mediaciones de ese conocimiento. Y esto mismo precisamente las vuelve inconmensurables con el historicismo, ya que éste, en vez de perseguir el propio contenido histórico que tienen, trata de reducirlas a una historia que es exterior a ellas33.
Y aún, en extenso, otra cita de Simmel: En todas partes se da entre creador y obra esta relación hasta cierto punto inquietante: que la obra que ha alcanzado la autosuficiencia todavía contiene algo más (más o menos, algo más valioso o más desprovisto de valor) de lo que ha introducido la intención del creador. Creativo es en este sentido siempre sólo un elemento de lo efectivamente creado, y primeramente con el concebir de las posibilidades invisibles hacia las que se desarrolla más allá de este elemento, sería comprendido realmente su contenido objetivo. En todo lo que creamos todavía existe, además de aquello que realmente nosotros creamos, una significación, una legalidad, una fecundidad más allá de nuestra propia fuerza e intención34.
Estas premisas son necesarias para la configuración de una bien formada idea de historicidad literaria y artística. Es de recordar en el campo filológico cómo la renovación positivista de Lanson35, que coherentemente supo alejarse de Hipólito Taine y Brunetière, tuvo el mérito de poner orden en el tratamiento del objeto literario específico, así como de organizar, a partir del mismo, el conjunto de operaciones que alcanza desde la fijación crítico-textual hasta la contextualización histórica. El método de Lanson, que no define los principios de una historia literaria pero sí los medios para llevarla a cabo, es relacionable con los mejores momentos del neopositivismo sociológico e histórico-filológico. Por ello 32
33 34 35
Cf. G. Simmel, “De la esencia del comprender histórico”, en El individuo y la libertad, Barcelona, Península, 1986, p. 110. Cf. Th. W. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1971, p. 241. Cf. Simmel, art. cit., p. 106. Cf. G. Lanson, "La méthode de l'histoire littéraire", en Essais de méthode, de critique et d'histoire littéraire, ed. H. Peyre, París, Hachette, 1965, pp. 31-57.
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responde convincentemente a las necesidades científicas de una época y pervivió hasta tiempos de la implantación estable de las corrientes estructuralistas y el generalizado quiebre, inicialmente trazado por el Formalismo ruso, entre historia y teoría crítica de la Literatura. No obstante, se ha de reconocer a Tinianov el haber ideado una interesante teoría formal de la evolución literaria36, luego reutilizada sobre todo por los traductólogos. Tinianov reacciona contra el psicologismo en tanto que reemplazador del problema de la evolución literaria por el de la génesis de los fenómenos literarios y efectúa, subsiguientemente, una apertura sociológica del formalismo en principio no repudiable por el marximo soviético triunfante, pero, por así decir, exquisitamente inútil. Desde una perspectiva bien distinta, Spitzer advertiría de la sima abierta entre los estudios de Lingüística y los de Historia de la Literatura. Puede servir de muestra de ciertos planteamientos de la historiografía literaria de la primera mitad del siglo XX, un orden de cosas tal el que propone Albert Thibaudet, sin duda inspirado en Burckhardt, en el prefacio a su Historia de la Literatura francesa: lo que al parecer mejor se adecúa a una “continuidad viva” como singularmente es “la duración de una literatura”, consiste en la división (procedente de Bossuet) de “Las Épocas”, acotadas por grandes acontecimientos literarios o grandes obras; “El desarrollo de la Religión”, es decir una organización en virtud de una idea superior o una razón eminente que guía la marcha conduciendo la evolución del objeto; y “Los Imperios” o períodos culturales, como la Edad Media cristiana, el Humanismo o el Romanticismo. A Thibaudet le interesa en la práctica seguir el orden de las generaciones, y añade: “La historia de la literatura se simboliza por medio del hecho elemental de la historia de una persona: hecho de tal manera elemental que podría incorporarse al estado civil y religioso, como la vida, el nacimiento, el matrimonio y la muerte”37. Sin embargo, en 1937 Paul Valéry proponía para la Literatura una concepción historiográfica muy avanzada que habría de repercutir, sin duda, sobre la teoría de la recepción de Jauss. Piensa Valéry en desembarazar a la Historia literaria de hechos accesorios y detalles que resultan ser arbitrarios o irrelevantes respecto de los problemas esenciales del arte: nada pierde la belleza de la Odisea porque sepamos muy poco de Homero, y de Shakespeare ni estamos seguros de que sea el nombre del autor del Rey Lear. “Una Historia profundizada de la Literatura debería pues ser comprendida, no tanto como una historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de 36
37
Cf. J. Tinianov, "Sobre la evolución literaria", en Tz. Todorov (ed.), Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976. Cf. A. Thibaudet, "Prefacio" a su Historia de la literatura francesa, Buenos Aires, Losada, 1957 (3ª ed.), pp. 10-12.
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sus obras, sino como una Historia del espíritu en tanto que procede o absorbe "literatura", y esa historia podría llegar a ser hecha sin que ni siquiera el nombre de un escritor fuera mencionado”. Pero una tal Historia –indica Valéry– exige una preparación previa o preámbulo, “un estudio que tuviera por objeto formar una idea tan exacta como posible de las condiciones de existencia y de desarrollo de la Literatura, un análisis de los modos de acción de ese arte, de sus medios, y de la diversidad de sus formas”. Lo cual se olvida en razón de la aparente accesibilidad del lenguaje, que es común a todos38. Sea como fuere, la idea base de Valéry se encuentra formulada con anterioridad por Wölfflin. El concepto de Ciencia de la Cultura, que traspasa la tradición alemana, encuentra en la obra de Eugenio D'Ors un lugar privilegiado para la concepción histórica del arte39. D'Ors condujo la parte fundamental de su singular proyecto teórico hacia una Ciencia de la Cultura entendida como metahistoria, o una Historia en tanto que Ciencia de la Cultura. En ésta distingue tres partes: Sistemática de la Cultura, Morfología de la Cultura e Historia de la Cultura. La primera se refiere a la problemática de las constantes históricas; la segunda a la correspondencia entre las constantes y sus formas expresivas o repertorios de dominantes formales, es decir, estilos (aquí ya merece –dice D'Ors– la ciencia sobre lo histórico el nombre de Metahistoria); y la tercera habría de ser propiamente una Metahistoria general. Mediante su teoría de las constantes o eones viene a resolver agudamente D'Ors la contradicción entre lo esencial o permanente y lo histórico o cambiante: “a media distancia entre los extremos de la serie, ni tan abstracto como lo que llamamos conceptos, ni tan individual como lo que llamamos fenómenos, hállase el eón, cuya generalidad, sin dejar de ser tal generalidad, es, sin embargo, una generalidad viva, cuya concreción es, con todo una concreción ideal. Aun dentro de ese campo intermedio, y en la escala entre la generalidad y la concreción, caben grados”40. En cierto modo un problema relativamente análogo se planteaba Banfi en uno de sus primeros escritos, publicado muchos años después: Sólo mediante el arte en tanto que conciencia suya, inmanente al arte mismo) se da el espíritu estético como tal en su idealidad; por esto tiene el arte una historia como proceso ideal de la humanidad. Esta historia no debe presentar al arte como símbolo de la espiritualidad de las épocas, ya que el arte como creación ideal es un momento dialéctico en que las relaciones entre lo ideal y lo real, entre individuo y sociedad, entre forma y forma espiritual se unen, desunen, armonizan y oponen. Ni siquiera fomenta la técnica el estado 38 39 40
Cf. P. Valéry, Introducción a la Poética, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1975, pp. 10-11. E. D'Ors, La Ciencia de la Cultura, Madrid, Rialp, 1964. Ibid, p. 41.
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espiritual, sino su interno conflicto y su resolución, la idea misma del arte, en el cosmos espiritual. Por ello, una historia del arte lleva en sí por necesidad el conflicto (y es un conflicto que supera la abstracción del concepto abstractohistórico de la época y la continuidad, y se reproduce a un nivel superior en la filosofía) de que su proceso se da, precisamente porque se resuelve, en la obra de arte individual, y de que donde no se resuelve el arte no se consuma y el proceso no se da (la historia no es estética), porque la posición estética del artes es posición ideal; en toda posición ideal del arte como esteticidad se da, pues, el conflicto entre lo real-ideal y lo ideal-real, entre la idealización de la realidad (creación de la obra) y la realización de la idealidad como conciencia de la obra de arte misma (en la contemplación)41.
En relación con la tradición alemana, pero no con las corrientes idealistas sino como derivación de la teoría de la ciencia de la cultura se encuentra, cruzado por cierta semiótica, Mukarovsky, en una línea que puede decirse conducirá a Lotman y su escuela y los propósitos fallidos de integración de la historia artística en una ciencia de la cultura42. En realidad, en un artículo de Mukarovsky como El arte, se encuentran las condiciones epistemológicas y de tratamiento suficientes para una historización literaria y artística, según la diferenciación de las artes, la distribución de sus formaciones horizontal y verticalmente, y las estructuras artísticas nacionales y regionales43. Lotman intentaría una integración científico-cultural en dominios de mayor alcance. La mayor virtud de la teoría histórico-literaria, como teoría de la recepción, de Hans-Robert Jauss consiste tanto en haber subrayado fehacientemente la función del lector, el más desatendido de los factores del circuito de comunicación literaria, como en la positiva revulsión que ejerció en ciertos sectores muy ensimismados del estudio histórico-literario. Pese a todo, finalmente, los resultados contantes no se dirían tan halagüeños como en principio era de esperar. Jauss44, que se sirve y es bien sabido de conceptos procedentes de Gadamer, presenta sus tesis al tiempo que realiza la crítica de las teorías marxista y de Tinianov para ofrecer la alternativa de una historia de la recepción literaria. Ésta es la mayor objeción que cabe hacer a las propuestas de Jauss: la de su unilateralidad histórico-literaria. Por ello es subyacente a su programa un cierto mecanicismo enquistado en una parcialización disgregadora de la entidad total del objeto. Algunos de sus argumentos muestran una considerable debilidad (por ejemplo, sus conceptos de hecho literario en relación al acontecimiento histórico) y, lo que a mi juicio es más 41 42
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Cf. A. Banfi, Filosofía del Arte, Barcelona, Península, 1987, pp. 47-48 Véase J.M. Lotman y Escuela de Tartu, Semiótica de la Cultura, ed. Jorge Lozano, Madrid, Cátedra, 1979. Cf. J. Mukarovsky, Escritos de Estética y Semiótica del Arte, ed. J. Llovet, Barcelona, Gustavo Gili, 1977, pp. 235-257. Cf. H.R. Jauss, "La historia literaria como desafío a la Ciencia literaria", en AA. VV., La actual Ciencia literaria alemana, Salamanca, Anaya, 1971, pp. 37-114.
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grave en una teoría de este tipo, en ningún momento aborda el problema del pensamiento (el de los valores lo hará más tarde, pero no ahí). Autores, obras y lectores son todos ellos, para la Historia literaria, individuos-sujetos e individuos-objetos, y su posibilidad histórica nunca podrá considerarse lógicamente desde la parte por el todo, siendo como son, el arte y el pensamiento, formas de vida tan complicadas. Tal vez convenga recordar ahora unas observaciones de Maritain: “El arte formalmente considerado no exige más que desarrollar en la historia su lógica interna, con una perfecta indiferencia por nuestros intereses humanos. Sin embargo, de hecho, que tal o cual de las virtualidades que luchan en él triunfe en tal momento, depende en parte importante de la causalidad material o de las disposiciones del sujeto”45. En el fondo, la reflexión de Maritain resulta tan inquietante y límpida como lamentable; provoca una reacción mixta, quizás la más adecuada para ir concluyendo estas notas. No creo necesario añadir más elementos documentales; con lo apuntado es suficiente a fin de perfilar y diagnosticar la dificultad actual de un concepto histórico de la Literatura y el Arte46. Tenía en principio razón Tacca al decir que “Arte e historia ya no se explican mutuamente, al menos a la manera tradicional de causa o condición. Su relación es tangencial y revela una doble inconstancia, o mejor dicho, una doble sospecha, una doble desconfianza: la de la historia respecto del arte, la del arte respecto de la historia”47. De ahí, por decirlo brevemente, la conveniencia de promover proyectos historiográficos, comenzando por reconocer lo que podemos llamar modos del discurso historiográfico. Los tipos historiográficos se agrupan, según José Luis Romero, en virtud de: Los elementos de la vida histórica a que acuerdan preferente y fundamental atención: los agentes históricos, las áreas temporales, las formas de la actividad en que se manifiesta o los nexos internos que le dan estructura; como formas ideales que son, en la obra historiográfica raramente los encontramos realizados plenamente; por lo general, se advierten combinados y, en consecuencia, restringidos los unos por los otros; pero, atendiendo a los supuestos que los nutren, pueden ser idealmente aislados y definidos con preci45
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Cf. J. Maritain, Fronteras de la Poesía y otros ensayos, Buenos Aires, Club de Lectores, s.f., p. 39. Quede constancia de que durante los últimos años han ido apareciendo varias misceláneas dedicadas a la teoría de la Historia literaria. Véanse, por ejemplo, los números monográficos de las revistas Poetics (vol. 14, número 3/4, Agosto 1985) y New literary History (vol. 21, nº 2, 1990); y en forma de libro, con posterioridad al Essai sur les catégories de l'histoire littéraire (Neuchâtel, Meseiller, 1969) de P. Stucki: R. Cohen (ed.), New Directions in Literary History, Baltimore, The John Hopkins U.P., 1974; H. Béhar y R. Fayolle (eds.), L'Histoire littéraire aujourd'hui, París, A. Colin, 1990; y A. Perkins (ed.), Theoretical Issues in Literary History, Cambridge-Londres, Harvard U.P., 1991. Omito dar referencia de trabajos anteriores. Cf. O. Tacca, La Historia literaria, Madrid, Grados, 1968, p.11.
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sión, y esta definición podrá permitir una fundada discriminación de las concepciones historiográficas implícitas en las realizaciones concretas de la ciencia histórica: una morfología parece ser, en efecto, la condición previa para un examen riguroso de la historia del pensamiento historiográfico y a ella conduce la caracterización de los prototipos48.
Los modos del discurso historiográfico pueden oscilar desde la libre reflexión característica del discurso del género del Ensayo hasta la descripción y sus discursos posibles documental o científico (también literario, no propiamente artístico, a no ser como instrumento de prueba o de ejemplificación) porque el eje dominante de la narración (dicho en su sentido verbal y retórico propio) ofrece en su entorno esas dos otras grandes posibilidades y extremas que completan su esfera de representación, creando a partir de su estricto campo una suerte de doble segmento de polaridad alternativa y, en última instancia, complementaria49. Y entiéndase, el referido discurso de la libre reflexión no quiere decir un discurso de pensamiento historiológico, sino de historia crítica, de reflexión acerca de los hechos y que en consecuencia forma a éstos; al igual que el referido discurso de la descripción no quiere decir la acumulación de un corpus de archivo o una colección iconográfica. Pienso factible por nuestra parte esquematizar, y así lo he hecho en varias ocasiones, un proyecto de “sistema de historia literaria” con base retórica. Mi propuesta, que sigo considerando válida, consiste en la habilitación de un dispositivo de principios generales capaz de crear y dar coherencia constructiva al cuerpo del género historiográfico: principio de selección y valor del objeto; de género, respecto de la construcción historiográfica; de tiempo, evolución dialéctica y decisoriedad; de método y modo de representación del objeto; de determinación de dicho objeto literario. No quiero dejar de advertir que pese a la abstracción del esquema de los argumentos de la propuesta enunciada, ésta remite a un régimen conceptual y a un procedimiento preci-
48 49
Cf. J. L. Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 101. Es muy ilustrativo observar cómo en grandes y significativos proyectos historiográficos, así el estudio sobre la cultura del Renacimiento de Burckhardt o la Historia literaria universal de Andrés, existe una fuerte oscilación dentro de la tipología discursiva. Por ejemplo, hay zonas del texto de Andrés en que domina el discurso de exposición polémica argumentada mediante relación de tesis y prueba, incluso sosteniendo el curso del debate extensamente. Dicho sea al margen de las peculiaridades que ofrece la historiografía musical, por otra parte la más desatendida de nuestro ámbito, el discurso historiográfico de Eximeno (Del origen y reglas de la música, 1774) crea un modelo más cercano al del Ensayo que al dominante de representación histórica, incluso entendido esto en términos de medios de citación (Véase A. Hernández Mateos, El pensamiento musical de Antonio Eximeno, Universidad de Salamanca, 2013, pp. 433-459, y “Progresso, decadenza e rinnovazione: el pensamiento historiográfico-musical de Antonio Eximeno”, en Il Saggiatore Musicale, XIX, 2, 2012, pp. 199-213).
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sos y aplicables50, que además avanza notablemente en la disposición integrada de ideas y expresiones o formas literarias como modo de universalidad del objeto. VI ¿Cuáles han de ser para nuestro tiempo, para la era de la globalización los campos y estratos temáticos, objetos y clases de historiografía preferente? En tanto que existe una Historia civil, de las naciones o de los pueblos, por partes o bajo la consideración de un todo, una Historia de la Literatura o del Arte constituye pues una particularización especializada. Así venía a pensarlo hegelianamente Menéndez Pelayo51. En este sentido, las Historias de la Filosofía, la Literatura o las Artes han de ser con naturalidad agrupables frente o junto a la Historia de las Ciencias. O dicho de otro modo, los géneros literarios, ya artísticos o ensayísticos, se oponen y son continuidad de los géneros científicos experimentales en razón del lenguaje artificial y el objeto no humanístico de estos últimos. Se ha de añadir que la Historia de la Filosofía o del Pensamiento necesariamente ocupa lugar intermedio entre aquellos extremos, ya que de hecho esta última es mediación transicional respecto de la naturaleza de los objetos artístico y científico y, asimismo, disfruta de una posición ambidextra que rige o directamente depende de uno y otro: piénsese en la Filosofía o Teoría de la Ciencia y en la Filosofía o Teoría de la Litera50
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Una primera versión teórica apareció en 1994 (“Teoría para un sistema retórico de Historia de la literatura y de los valores literarios”, en mi ed. Teoría de la Historia de la literatura y el arte, cit., pp. 347-357). De manera completa, tanto teórica como historiográfica, en La concepción de la modernidad en la Poesía española. Introducción a una Retórica literaria como Historia de la poesía (Madrid, Verbum, 2010), donde tras un emparejamiento complementario y yuxtapuesto de capítulos de exposición teórica (es decir relativos a la Poética o las ideas literarias) y capítulos de exposición histórica (es decir relativos a exposición de los autores y sus obras insertos en las casuísticas directas y contextuales estimadas necesarias acerca de los mismos), queda dispuesta una reconstrucción retórica adoptada en sentido inverso, es decir en sentido analítico, que es lo propio de la crítica, y no constructivo apriorístico, que es lo propio de la techne Poética, de manera que el esquema de operaciones inventio, dispositio, elocutio es visto en el orden inverso correspondiente (que denomino crítica del lenguaje, crítica de los géneros, tematología), esto es el punto de vista del receptor, el que corresponde a la posición de la Crítica y la Historiografía. Este cuerpo retórico se completa mediante un órgano general retórico que consiste en la ordenación esquemática y categorizada de los componentes relevantes descritos en el cuerpo del análisis retórico. He de decir que todo ello se realiza, de una parte, manteniendo selectivamente la conexión comparatista; de otra, manteniendo una disposición interna histórica en el marco del conjunto de la estructura sistemática, de manera que en ningún momento queda margen de posibilidad para la ejecución del gran error consistente en el borrado del curso temporal o histórico que forma parte de la propia naturaleza del objeto, en este caso la poesía moderna. Pues se trata no sólo de la determinación de la estructura o la forma del objeto sino de la fórmula de su evolución en el tiempo. Cf. M. Menéndez y Pelayo, "Programa de Literatura Española", en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, I, Madrid, CSIC, 1941, pp. 3-75.
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tura y del Arte, ambas contiguas de la Historia..., y de la Crítica..., como formantes de una misma serie disciplinar por su objeto. Una Epistemología general representaría el completo segmento integrador de estas discriminaciones, para las cuales, a su vez, la Estética correspondería al grado de mayor generalidad y filosófico en relación a la Literatura y las Artes (y, en mi criterio, al entendimiento ontológico del Todo); y, de otro lado (sálvese la polisemia de los términos), la Filosofía de la Ciencia y de la Técnica. Todas ellas, por supuesto, disciplinas concebidas asimismo, con las distinciones que se quiera, en cuanto Historias de... La taxonomía total no es sino la clasificación de Ciencias Humanas (de la Cultura o del Espíritu) y Ciencias Físico-naturales. La reclasificación que determina la especificidad de las llamadas Ciencias sociales aquí no hace al caso. Aun habiendo bordeado el asunto, no debemos entrar ahora en nada relativo propiamente a clasificación de las ciencias. La Historia de las Ideas ha sido frecuentemente confundida con la Historia de la Cultura. Es importante para nuestros intereses, según después se comprobará, discriminar este problema. Huizinga se aplicó con solvencia a ello en La tarea de la Historia cultural (1929)52, texto que contiene de la manera más específica y monográfica su pensamiento acerca de esa rama historiográfica, sus fundamentos constructivos y sus relaciones, es decir la sustancial formulación de su poética, y en amplio sentido del género de la Historia de la Cultura, según él presenta mediante la propuesta de cinco tesis. A este propósito –recordémoslo al margen–, tras argüir las virtudes propias de las exigencias de la disertación doctoral, de la práctica universitaria medieval del debate y la disputa por medio de la confrontación de tesis, en las cuales se presupone un sistema de pensamiento, una alta coincidencia cultural entre los contendientes que incluye tanto las reglas del juego como la lógica y, en fin, también cierto dogmatismo y la carencia de relatividad que inversamente caracterizaría a la época moderna, Huizinga constata no sólo el sentido ceremonial, vetusto y hasta caballeresco de todo ello sino además su actual ausencia, subrayando en esas formas pretéritas un especial aspecto moderno determinable en el valor de su precisa concisión y su capacidad de atraer la atención por cuanto vienen a proponer una suerte de titular de “primera plana”. Pero léanse los enunciados de las cinco tesis de Huizinga acerca de la Historia Cultural: 1ª La disciplina histórica padece el defecto de una insuficiente formulación de los problemas. 52
Existe versión española a partir de la inglesa en J. Huizinga, Hombres e ideas. Ensayo de Historia de la cultura, Prólogo de Bert F. Hoselitz, Buenos Aires, Compañía Fabril Editora, 1960. Para lo que sigue, véase nuestra Presentación de J. Huizinga, Acerca de los límites entre lo lúdico y lo serio en la cultura, Madrid, Casimiro, 2014, pp. 11 ss.
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2ª El concepto de evolución es de escasa utilidad para el estudio de la historia, y frecuentemente ejerce una influencia perturbadora y obstructiva. 3ª Nuestra cultura sufre si quienes escriben la historia destinada al gran público son autores de una historia estetizante y emocional que surge de una necesidad literaria, que trabaja con medios literarios y persigue una finalidad literaria. 4ª Tarea principal de la Historia cultural es la comprensión y descripción morfológica del desarrollo real y específico de las civilizaciones. 5ª La división de la historia en periodos, por mucho que pueda ser indispensable, carece de importancia principal, es siempre vaga e imprecisa, y, hasta cierto punto, siempre arbitraria. Es preferible designar los periodos por medio de nombres incoloros, derivados de hechos históricos exteriores y casuales.53 La actividad del historiador consistiría considerablemente, según Huizinga, en desenterrar materiales y prepararlos para su posterior utilización, pues ni siquiera la tradición es el material sino que ésta lo contiene, pero en su labor bien hecha de investigación madura el conocimiento histórico. Si la tradición no es interrogada no produce historia. Ahora bien, el análisis ha de partir ya de la posesión de una síntesis; una concepción coherente y ordenada es prerrequisito de la preliminar excavación, y el error ya se encuentra en la acumulación de materiales analizados para los que no hay demanda. En cualquier caso, la fragmentación arbitraria de la realidad del pasado no crea unidad: es la selección mental de elementos de la tradición aquello que puede conducir a una imagen histórica coherente. También insiste Huizinga en la peligrosidad de la búsqueda y el análisis que no sabe aquello que busca, en los interrogantes mal formulados. La investigación histórica debe arrancar siempre del deseo de “conocer bien un fenómeno específico”, ya por aspiración intelectual o necesidad espiritual, y ello ha de fundarse en la claridad del interrogante, sin la cual el conocimiento no provee respuesta. Explica Huizinga cómo la Historia cultural, que tiene por objeto ciertamente la cultura, y ésta es de difícil definición, padece mayormente que la historia política y económica la imprecisión de su propia problemática, y sólo alcanza su distinción, su entidad, a diferencia de éstas, cuando centra temas generales y profundos, los cuales únicamente obtiene mediante la forma de una configuración, mientras que los detalles, sean morales o folklóricos, etc., conducen a la mera curiosidad. A juicio de Huizinga, las divisiones de la Historia cultural correspondiente a los sectores de historia eclesiástica y de las religiones, del arte o de la filosofía o la literatura, la ciencia o la tecnología, que han de atender al estudio del detalle, no son por sí mismos Historia cultural. Es más, ni la historia de los estilos ni la de las ideas pueden 53
J. Huizinga, Hombres e ideas, ed. cit., pp. 17-70.
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denominarse estrictamente Historia cultural. Sólo tendría lugar ésta como resultado del esfuerzo por el establecimiento de “las pautas generales de la vida, del arte y del pensamiento”, las cuales no son dadas sino producto del libre pensamiento. Añadamos por nuestra parte que Huizinga, en coherencia con su doctrina, practica la Historia de las Ideas en el régimen de su Historia de la Cultura, pues indistintamente se sirve de esta especificidad cuando procede o conviene a la marcha de su investigación, investigación cuyo discurso es muestra ejemplar de síntesis y de integración, en lo cual se distingue, todo sea dicho, con el perfil de gran humanista. En fin, riesgos importantes de la Historia cultural, a su juicio, son la posible conversión de la morfología de la Historia Cultural en mitología y, por otra parte, la tendencia al antropomorfismo; su diferencia con las Ciencias humanas, las cuales todas vienen a constituir un modo histórico y un modo de filología, radica en que finalmente la Historia Cultural no se propone la comprensión de los objetos humanísticos en sí sino a vista de la corriente histórica, en virtud de la íntima conexión entre el conocimiento histórico y la vida misma. Observaremos por nuestra parte que Filosofía o Pensamiento han de ser integrables con naturalidad como géneros de la Literatura, una Literatura en la cual los géneros de la ficción y la pura poesía no son más que la parte específicamente artística. A ese propósito toma otro especial sentido la Historia de las Ideas. Esta, creada, y es importante reconocerlo, en el marco de la Estética española como Historia de las Ideas Estéticas, por Menéndez Pelayo54, constituye no sólo una eficientísima resolución antiaislacionista del objeto, y asimismo comparatista según es bien sabido, sino además configuración interna y externa de un régimen disciplinario de sentido universalista que representa la mejor defensa frente a cualquier reduccionismo estructuralformalista o semiótico que, por demás, habría de convertir al objeto en otra cosa55. Tanto la Historia de las Ideas como la de la Cultura pueden contemplarse mediante el prisma de la universalidad. Pero el hecho es que la configuración moderna de la Estética, su grado de dominio general pero ontológico en cuanto a sus objetos (sean éstos objetos los literarios, o artísticos, o todo objeto), exige la elección de un término, idea56, el único capaz de alber54
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Lo he explicado recientemente en “La recepción de la obra de Menéndez Pelayo y la creación de la Historia de las Ideas”, en Analecta Malacitana, XXXVII, 1-2 (2014), pp. 9-00. Esto lo hizo notar con aguda e incisiva brevedad Theodor Adorno al confrontar el pensar característico que promueve el género del Ensayo con el positivismo: “El pensamiento tiene su profundidad en la profundidad con que penetra en la cosa, y no en lo profundamente que la reduzca a otra cosa” (Cf. El Ensayo como forma, incluido en Id., Notas de Literatura, trad. de M. Sacristán, Barcelona, Ariel, 1962, p. 21). La determinación clave de la ‘idea’ fue señalada por Hegel extraordinariamente como la gran hazaña intelectual de Friedrich Schiller. Cf. G. W. F. Hegel, Estética, ed. de Alfredo Llanos, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1983, vol. I, pp. 130-131 y 133. Me he ocupado de ello en el Estudio preliminar de F. Schiller, Sobre Poesía ingenua y Poesía sentimental, ed. de P. Aullón de
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gar la gama compleja de ‘conceptos’, ‘valores’, ‘categorías’ y, por supuesto, hasta ‘formas’, con las cuales se identifica. Después se comprobará la importancia de esta constatación. En lo que sigue me propongo asumir el problema de la universalidad conducido hacia términos técnicos historiográficos57. Esto, que aquí es necesario a fin de dar contenido y sentido de estudio histórico al proceso de globalización, que será nuestro punto de llegada, es evidentemente relativo en primer lugar a la formación de una idea de historia universal. Pero vayamos por partes atendiendo a los varios aspectos que hemos de suscitar. Schelling, en sus escritos de juventud, había negado la relación de historia y filosofía: “Si [...] el hombre puede tener historia en tanto que no está determinado a priori, se sigue de esto que una Historia a priori es contradictoria; y si Filosofía de la Historia es tanto como ciencia a priori de la Historia, se sigue que una Filosofía de la Historia es imposible [...]”58. No así Kant, unos años después, con su proyecto finalista, ya exigido por el deber moral y atento al “oculto plan” que encierra la Naturaleza para la perfección y el universalismo: Un intento filosófico de elaborar la historia universal conforme a un plan de la Naturaleza que aspira a la perfecta integración civil de la especie humana tiene que ser considerado como posible hasta como elemento propiciador de esa intención de la Naturaleza. Ciertamente, querer concebir una Historia conforme a una idea de cómo tendría que marchar el mundo si se adecuase a ciertos fines racionales es un proyecto paradójico y aparentemente absurdo; se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela. No obstante, si cabe admitir que la Naturaleza no procede sin plan de intención final, incluso en el juego de la libertad humana, esta idea podría resultar de una gran utilidad; y aunque seamos demasiado miopes para poder apreciar el secreto mecanismo de su organización, esta idea podría servirnos de hilo conductor para describir –cuando menos en su conjunto– como un sistema lo que de otro modo es un agregado rapsódico de acciones humanas59.
No es ésta la ocasión apropiada para entrar en ciertos avatares concretos y polémicos de la historia del pensamiento, pero debe aquí subrayarse, si no
57
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Haro sobre la versión de J. Probst y R. Lida, Madrid, Verbum, 1994, pp. 64 ss. Véase para M. Milá y Fontanals, Estética y Teoría literaria, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 2002, pp. 51-52 y 125. Un examen propiamente general del argumento de ‘universalidad’ lo expuse en el último capítulo de mi monografía sobre La sublimidad y lo sublime, Madrid, Verbum, 2007, 2ª ed. Cf. F. W. J. Schelling, Experiencia e historia. Escritos de juventud, ed. de J.L. Villacañas, Madrid, Tecnos, 1990, p. 154. Cf. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, ed. R. Rodríguez Aramayo y C. Roldán Panadero, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 20-21.
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otra cosa, la preexistencia de las Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, escritas por un Herder que, aun sin abandonar los principios básicos kantianos, como Jean Paul Richter, ya no era discípulo de Kant y llegaría a censurar en el maestro tanto el “racionalismo” desintegrador de la preservación del sujeto como la ausencia de una teoría de la historia y del lenguaje. En el marco del Sturm und Drang, Hamann asociaba místicamente Poesía y Lengua como unidad originaria, el lenguaje de la Divinidad que ha de ser recuperado. Según Herder, “acaso no exista ninguna historia que demuestre con tanta evidencia el gobierno del destino humano por fuerzas superiores como la historia de lo que es el orgullo de nuestro espíritu: la invención y perfeccionamiento de las artes”. Pero prosigue Herder anclando el momento adánico, el cual sería asimismo fundamento de la idea y la forma: “El símbolo y la materia de su signo siempre habían existido desde tiempo atrás; mas ahora fue notado y designado. El origen del arte como del hombre fue un momento de placer, una unión conyugal entre la idea y el signo, entre espíritu y cuerpo”60. Friedrich Schiller, que reclama en su programa de historia universal la necesidad de la “mente filosófica”, evolucionaría, marcando una verdadera inflexión, decisiva para la función del arte, desde el finalismo histórico kantiano hacia la Estética, una nueva utopía de concreción antropológica mediante la síntesis de los impulsos humanos, mediante la libertad del Estado estético producida por la formación estética del hombre61. Sobre Schiller pesaban las atrocidades de la Revolución de 1789. Pero como se recordará, Hegel recupera el finalismo para el Estado, y ahí se cierra nuestro camino. El arte schilleriano gira contemplativamente hacia la elevación como superación de toda diferencia entre lo real y lo idea, al Idilio62. Schelling, que concebía el Arte como construcción cerrada y perfecta de un mundo, al igual que la Naturaleza, y por ello el filósofo encontrará en la Filosofía del Arte la esencia interna simbolizada de su propia ciencia, espera “una verdadera Ciencia del Arte”, donde se aprenderán las “verdaderas protoimágenes de las formas” y habrá de hallarse el fenómeno objetivo artístico para el conocimiento de la verdadera Religión, en la cual se incluye el mundo poético del Arte. Dice Schelling: La construcción del Arte en cada una de sus formas determinadas y que descienden hasta lo concreto, lleva por sí misma a la determinación de tal arte 60
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Cf. J. G. Herder, Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, ed. J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1959, p. 276. Cf. F. Schiller, Escritos de Filosofía de la Historia, ed. R. Malter y J.L. Villacañas, Murcia, Universidad, 1991; y La educación estética del hombre, ed. García Morente, Madrid, EspasaCalpe, 1968 (4ª ed.). F. Schiller, Sobre Poesía ingenua y Poesía sentimental, ed. cit.
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Pedro Aullón de Haro por condicionamientos temporales y se transforma, por ello, en la construcción histórica. No se puede dudar en nada de la posibilidad total de tal construcción y en su expansión a toda la Historia del Arte, después de que el dualismo general del universo en la contraposición del arte antiguo y moderno, representado también en esta área de forma bien conocida, ha sido expuesto por el órgano de la poesía misma, y en parte por la crítica. Dado que la construcción, en general, significa supresión de los contrarios y aquellos que están admitidos a la vista del arte por su dependencia temporal, tienen que ser, como el tiempo mismo, no esenciales y meramente formales, así tal construcción científica consistirá en la representación de la unidad común de la que han partido, y precisamente por esto se elevarán sobre ella hacia un punto de vista más universal63.
La universalidad de Schelling es un esencialismo que exige el despliegue de verdadera ciencia. Ahora bien, si el arte y su ciencia exigen la crítica, ¿cómo se relacionan historiográficamente el arte, su ciencia y la idea? Junto a la posibilidad hegeliana de una Filosofía de la Historia Universal o Historia filosófica es preciso situar, formalmente, la posibilidad de la Historia de la Literatura Universal y, por consecuencia, la relación de posibilidad Historia literaria Universal/Historia literaria Nacional; y por otro lado –se sigue de ello– la relación, presupuesta, entre distintas lenguas en tanto que realizaciones literarias. Los enciclopedistas negaron la posibilidad de una construcción universal a manos de “un solo hombre” y, por tanto, de su coherencia. Juan Andrés demostró que esto sí era posible, en términos muy generales. El Romanticismo no asumió así el problema y, en la práctica, a lo largo del XIX predominaron las construcciones de Historia literaria Nacional, tanto por razones evidentes de necesidad previa y evolución positivista como por razones afincadas en las concepciones medievalistas del espíritu de los pueblos y las lenguas nacionales. Naturalmente, también adquirió importante relieve la idea de Historia literaria Universal promovida por Herder y, centradamente, quizás acuñada sobre todo por Goethe64. Esta conciencia es la misma que gravita sobre Novalis, que fue alumno de Schiller en un curso de Historia, cuando escribe en uno de sus fragmentos: “Las historias parciales son absolutamente imposibles. Toda historia debe ser necesariamente una historia universal y no es posible tratar históricamente ningún tema en particular sin referencia a la historia total”65. La idea de Historia Universal, al igual que la de Ideal de Humanidad, se inicia en el pensamiento ilustrado, pero sólo adquirirá en la oscilante con63
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Cf. F.W.J. Schelling, Lecciones sobre el método de los estudios académicos, ed. Mª A. Seijo Castroviejo, Madrid, Editora Nacional, 1984, pp. 188-189. Cf. E.R. Curtius, "Goethe como crítico", en Id., Ensayos críticos sobre la literatura europea, Barcelona, Seix Barral, 1972 (2ª ed.), pp. 40-72. Novalis, La Enciclopedia, Madrid, Fundamentos, 1976, p. 14.
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ciencia romántica o prerromántica pero idealista la eficacia de su horizonte moderno. De hecho, sólo el conocimiento histórico más “realista” de las literaturas dispuesto por el Romanticismo hizo posible vislumbrar la dimensión y alcance no racionalizadamente ingenuo del problema. Friedrich Schlegel explica al comiendo de su Historia de la Literatura Antigua y Moderna: “Es mi propósito esbozar en las siguientes lecciones un cuadro general del espíritu y grado de desarrollo de la literatura de las naciones más cultas de la Antigüedad y de los tiempos modernos. Con ello pretendo hacer visible la operatividad de la literatura sobre la vida real, el destino de las naciones y el desarrollo de la historia”66. Si bien se mira, en esta declaración de Schlegel se advierte tanto la asunción del sentido del proyecto universalista ilustrado tal se muestra en Andrés, al cual se le añade el concepto de “la vida real”, como la reconducción práctica del finalismo transcendentalista de la Historia a un “finalismo” bien proporcionado de la Historia literaria en el interior de aquélla, que es todo histórico. Posteriormente la concreción positivista consistirá en una inserción psicologista, biologista, sociológica y geográfica que en realidad ya anunciaron Vico, Winckelmann y Herder, pues, en lo que se refiere al establecimiento de leyes históricas la cosa no llegó a nada, aunque Hipólito Taine efectuó la determinación de que se trataba de “un problema de mecánica psicológica”, al igual que la fisiología, de un problema de química, siendo necesario especificar el estado moral que produjo el arte y las leyes que son su condición. Él intentó aplicar esto a la literatura nacional inglesa. Brunetière adoptará el biologismo darwiniano67. La doble opción nacional/universal en Historia literaria, que se distingue como el más efectivo centramiento del problema, suscita de inmediato la permanente dificultad del todo y las partes. El aspecto indubitable de la unidad formal y social de una lengua, que es básico e inherente en cualquier caso a la naturaleza del objeto, ante el cual la delimitación política, salvo superposiciones de la índole que fuere, es epistemológicamente previo (aunque políticamente pueda no serlo), aun en su posible distinto grado permanece subsidiario en lo que tiene que ver con dicha problemática del todo y las partes. De lo que hablamos es de literatura, y no de lengua, y si bien la literatura necesariamente se ha de formalizar en una concreta lengua, cualquier lengua desarrollada es susceptible como tal de producir literatura. Ante la problematicidad teórica del todo y las partes, notablemente presentada entre otros por Husserl (Investigaciones lógicas), no se puede olvidar el dispositivo contextual histórico-literario, no puramente abstracto, que aquí nos trae. 66 67
Cf. F. Schlegel, Obras selectas, ed. H. Juretschke, Madrid, F.U.E., 1983, vol. II, p. 497. Cf. H. Taine, Introducción a la Historia de la Literatura inglesa, ed. J.E. Zúñiga y L. Rodríguez Aranda, Buenos Aires, Aguilar, 1977 (4ª ed.); F. Brunetière, L'évolution des genres dans l'histoire de la littérature, I, París, Hachette, 1906.
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A mi modo de ver, en virtud de la naturaleza y existencialidad del objeto, un punto de vista romántico como lo es el de la organicidad resulta ser muy pertinente, pero siempre que a ese planteamiento del totalismo de la organicidad añadamos no ya una categorización de temporalidad con idéntico rango sino una asunción del pensamiento al menos circunscrito al mundo de existencia del objeto, al mundo concreto de las ideas actuantes y también por ello relativas al objeto artístico. Aquí el gran error romántico, inducido por el absoluto de la ‘imaginación’ original del ‘genio’ es la pérdida de la relación de ‘idea’ como pensamiento que se vale de la imaginación frente a la concepción de una pura imaginación artística. Esta corrección la exige con natural inmediatez el conocimiento del objeto al igual que la necesaria distinción de organismo cultural y organismo natural, del cual -este último- procede la analogía de origen romántico perfilada por Goethe y con anterioridad evolucionistamente considerada por Herder. Es decir, la organicidad de la Historia literaria y de la Historia es una organicidad no cerrada sobre sí, pues de lo contrario se hallaría en contradicción con la realidad del tiempo de la vida, sino una organicidad especial de proyección abierta y autoconsciente de esa apertura procedente de un pasado y que avanza hacia el futuro. En la vida del hombre y en la literatura la evolución autoconsciente es prueba conclusiva; en ellas existe la condición de cambio y también la posibilidad de autodestrucción autoconscientemente dirigida. Es un radicalismo vital de la capacidad dialéctica de la vida, y del arte como hegeliana creación autoconsciente de la misma. Sólo falta ahí el tejido de las ideas. La pregunta ahora consiste, una vez fijada esa epistemología del objeto, en cuál sea la fórmula y dimensión adecuada del mismo en relación metodológica con la operatividad o capacidad constructiva de la Historia literaria. Naturalmente, a mayor completez o expansión totalista mayor perfección e iluminación cognoscitiva. Ahora bien, apelando de nuevo a la realidad contextual histórico-literaria y sus posibles gradaciones, si son asumidos todos los argumentos anteriores resultará evidente que el principio de determinación de unidad de los productos literarios corresponde a unidad literaria, nunca a unidad lingüística. Aquí la correspondencia surge constituida por el estadio de cohesiva relación literaria, el cual eminentemente se produce dentro de los márgenes de una misma civilización o cultura, como pueda ser la occidental, la islámica, la asiática, etc. Por ello, en el plano epistemológico y operacional del género de la Historia literaria, la categoría temáticamente más extensa de Historia Universal, siempre la teóricamente directriz y deseable, presenta la dificultad de poder sobrepasar la mera suma o yuxtaposición de agregados, mientras que la Historia Nacional en sí permanecería en el marasmo de la desagregación y lo pusilánime. La natural y privilegiable unidad literaria del objeto literario es, pues, la cultural relativamente deter-
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minable, y estará constituida por un número indeterminado de lenguas a su vez sujetas a un parentesco formal lingüístico indeterminado. En este punto, el problema propedéutico básico es adscribible al llamado comparatismo literario, que ciertamente no es sino previo e inabdicable requisito técnico de los estudios sobre literatura en general o situados por encima del estricto monografismo autolimitativo, como puedan ser, en otro orden analítico, una descripción de género o una reducida determinación de configuraciones tópicas. Varias matizaciones no ociosas habría que efectuar acerca de esta serie de discriminaciones; más adelante se harán. Por ello, sólo una adecuada interpretación de la idea de universalidad puede permitir realmente, como veremos, el acceso literario a una epistemología historiográfica y por necesidad comparatista bien fundada. A mi juicio, esto sitúa el sentido pleno de la Estética y su proyecto actual necesariamente dirimible en el ámbito de la globalización. El concepto de universalidad posee un valor pluricategorial en razón de los diferentes planos de consideración a los cuales es susceptible de ser sometido. El procedimiento de la comparación es el camino posible de penetración en la universalidad y, por ello, entenderemos que se encuentra metodológicamente en su centro. El intento a nuestro propósito de una perspectiva completa de universalidad y comparatismo con una aplicación historiográfica obliga a sumarizar tres planos de universalidad: a) universalidad como concepto intradisciplinario extendido, b) epistemología de los “términos de la comparación”, c) literatura comparada y universal como constructo. Este tercer plano de consideración tiene su expansión natural, tanto metateórica como compositiva, en el marco histórico actual de la globalización, un hecho dado, que habremos de confrontar, evidentemente, con la estricta universalidad. Ello quedará presentado en el siguiente y último epígrafe de nuestro estudio68. Veamos esos tres planos. En primer lugar, (a) desde el punto de vista de la “universalidad en tanto que concepto disciplinario extendido”, es de observar cómo el comparatismo revela de inmediato el aspecto de universalidad, ‘universalidad comparatista’, inicialmente concepto paralelo a otro posible, ‘universalidad hermenéutica’. Ambos arrancan de una realidad que no es sino la de la operación que promueven y les identifica, esto es comparar e interpretar, y a su vez ofrecen similitud con la universalidad problemática, pero ahora no del método sino del objeto, de otra disciplina, la Retórica, una ‘universalidad retórica’, que atañe a la ilimitación del objeto.
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Para esto y lo que continúa sigo sobre todo la última parte de nuestra “Teoría de la Literatura comparada y universalidad”, en Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2012, pp. 301 ss.
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La comparación, como es sabido, ha de ser considerada en tanto que operación mental de sentido lógico que es consustancial a la actividad del pensamiento y en general a la vida mental del ser humano, pues relacionar comparadamente algo o algunas cosas con alguna u otras cosas supone establecer una ecuación intelectual mínima de analogía, relación o correspondencia. Por ello, la comparación o el comparatismo son operaciones cognoscitivas y conceptos epistemológicos de valor universal y producción habitual e incesante. De manera semejante cabe entender la operación de interpretar y, en consecuencia, el valor generalizable o problema de inespecificidad de la Hermenéutica. Todo esto se complejiza y entrecruza por cuanto, al menos desde Schleiermacher y Dilthey, la comparación es reconocida explícitamente como parte del método hermenéutico69, lo cual no ha sido bien advertido. Un problema análogo pero centrado en el objeto hemos dicho que surge respecto de la Retórica70. Pienso que cabe sostener aquí, como ya he hecho en otros lugares, los términos de “hermenéutica comparatista” y de “comparatismo hermenéutico”. Hermenéutica y Comparatismo poseen seguramente un estatus semejante respecto de la universalidad, y su carácter disciplinario en principio sólo podría fundarse en un concepto de incremento metodológico o especialización aplicativa. No obstante, el gran antecedente de universalidad proporcionado por la Retórica antigua, justo en el cruce de Platón a Aristóteles, quien le da una resolución, consiste en que la antigua disciplina del discurso se ocupa de asuntos generales, es decir dicha universalidad es referente al objeto y no al método, que ahora configura una techne, pues está destinado a la creación de nuevos objetos, a diferencia de la Hermenéutica y las múltiples disciplinas de la Comparatística, siempre referidas a objetos ya dados71. Pues bien, literariamente, historiográficamente el mundo de existencia del objeto exige la convivencia de los contiguos o la no desmembración
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W. Dilthey, El mundo histórico, ed. E. Imaz, México, FCE, 1978. A este propósito es necesario hacer ver que la Tópica, subdisciplina tradicional perfectamente integrada por Aristóteles en la operación retórica de Inventio, constituye un magnífico instrumento orgánico de exploración de la universalidad aún no suficientemente desarrollado. La tópica, según ya he mostrado en varias ocasiones es, al igual que el conjunto del sistema retórico, susceptible de reversibilidad aplicativa, es decir trasladable de situación normativa o constructiva a medio de aplicación analítica o reconstructiva. Al igual que la Estética. Ahora bien, todo sea dicho, ni la Estética cabe disolverse en la Hermenéutica, como quería Gadamer, ni el comparatismo o la Comparatística cabe tampoco disolverse en hermenéutica. Las distinciones disciplinarias estables y en uso requieren de una crítica y de una exposición, pero justamente en el relieve peculiar de su entidad reside la necesidad o conveniencia de las mismas. Qué duda cabe, en cualquier caso, que los ámbitos disciplinarios ni se crean ni se desintegran por decreto. Por lo demás, a veces se ha hablado de Estética normativa, pero esto en realidad no es más que un disparate epistemológico, puesto que en la medida en que así fuese estaríamos ante una disciplina de naturaleza semejante a la de la techne, es decir se trataría de una Poética, designada en sentido propio.
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de las formas y las ideas, siendo que, cuando menos, éstas no responden sólo a la unilateralidad artística de la imaginación. La razón de ser disciplinar de los comparatismos es sin duda la más que legítima superación de la estrechez de ciertos campos y objetos de estudio, y en el concreto caso de la Literatura, de la Literatura comparada, pero también del comparatismo o régimen relacional del Pensamiento o la Filosofía, reside en su capacidad actual de proclamarse y ser ejercida como superación de la autolimitación y del nacionalismo aislacionista de una historiografía de las literaturas restrictiva, depauperada, huérfana de un verdadero horizonte con sentido intelectual y espiritual vivo. En segundo lugar, (b) la epistemología de los “términos de la comparación” ha de constituir por principio no ya el centro metodológico concreto y eficiente de la Literatura comparada como método sino a su vez el método de penetración en toda Literatura universal. De uno u otro modo, todo comparatismo, reside efectivamente en los ‘términos de la comparación’, esto es en los elementos que son puestos en relación. El habitualmente reconocido carácter desafortunado del marbete ‘Literatura comparada’ permite en ocasiones aludir al sentido relacional que por lo común mejor especifica la práctica de este campo metodológico del saber, quizás olvidando que comparar no es más que una matización del procedimiento de relacionar. Ahora bien, en primer lugar lo pertinente es delimitar en su sentido propio la naturaleza del objeto real como unidad operativa, es decir en tanto que término de la comparación. Y para ello es preciso entender y subrayar que la unidad, en Literatura comparada, ha de ser necesariamente primero, como dijimos, unidad literaria, o si se quiere unidad literaria de cultura o civilización (pues la unidad lingüística, de un anterior grado, sólo remite al objeto de la Lingüística comparada y no al literario); y segundo, unidad de pensamiento y expresión o de idea y forma. Han de especificarse en toda operación comparatista, ‘entidades’ o términos mayores a relacionar (las civilizaciones, cuya inherencia representa a su vez estructura subsistente, las artes, las literaturas, las disciplinas y religiones u otras entidades relevantemente determinables), y en el marco de estas entidades o términos mayores, a su vez, los multiplicables términos menores que se subsumen. Han de especificarse, por otra parte, ‘modos’ de relación comparatista entre dichas entidades. El vínculo que críticamente se establece entre las entidades en tanto que términos de la comparación, podrá ser, ciertamente, no sólo de facto sino también, como algunos han mantenido, por analogía, según resulta de la especificación de correspondencias no causales sino de mera discriminación teórica relacional, todo lo cual determina la naturaleza de las premisas y las operaciones de la investigación. A este punto corresponde la delimitación y construcción del objeto de estudio, siendo la
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clave evaluativa, como no podía ser de otro modo, que se trate de un objeto bien o mal constituido. Es la condición que cobra especial sentido en toda comparatística. En tercer lugar, (c) desde el punto de vista de la “Literatura comparada y universal como constructo”, conviene empezar por tener en cuenta que la idea de universalidad y su concreción en tanto que Literatura universal, o su posibilidad, es requisito de toda teoría literaria comparatista, pues constituye no sólo su requerible máximo y completud, mientras que su mínimo viene delimitado en la Literatura nacional, sino el modo lógico en que se sustenta. Sólo la fundamentación de la bipolaridad nacional/universal como posibilidad plena da sentido a un concepto, el de Literatura comparada, por principio relacional y cuyo perímetro se autoexige comparatista, pues la Literatura comparada en ningún caso es limitable a una parte de la literatura o de las literaturas sino a las mayores posibilidades de cualquiera de ellas, de todas ellas, del todo. Ahí radica un simple e incomprensible error lógico frecuentemente cometido. Si no se asume este sencillo mecanismo del razonamiento, simplemente es que no se ha entendido el problema o la auténtica dimensión del problema. Dicho esto, que es la clave teórica, estamos en condiciones de afirmar que la Literatura comparada define el camino, el proceso metodológico de toda Literatura universal bien constituida. Dicho de otra manera y por partes: 1) En realidad el concepto de Literatura universal es aquel que lógicamente puede reclamar la condición de estar bien configurado en el sentido de plenamente configurado y, en consecuencia, puede responder a un concepto de Literatura completo en sí, no autolimitadamente adjetivado. 2) La relación nacional/universal, es decir particular/general, que ya es un imprescindible y completo planteamiento comparatista, puede ser ejercida de manera, o predominantemente de manera, bien teórica o bien empírica. 3) El camino metodológico de aplicación comparatista puede seguir, naturalmente, un tratamiento teórico o un tratamiento empírico de las literaturas, de las “entidades” y “modos” literarios; siendo que uno y otro camino conducen a diferentes “grados” posibles o escalas supranacionales como puedan ser la Literatura europea o la Literatura asiática, gracias a lo cual se identifican grados como partes del todo y, asimismo, la idea o realidad posible del todo. Por lo demás, y esto es muy importante, aquí procede definir la Literatura comparada respecto de la universal: si la Literatura comparada es, pues, un camino hacia una Literatura Universal bien formada, el estadio específico de la comparada reside en la aportación de la diversidad de las “entidades”. 4) El camino de tratamiento teórico encauzado al todo constituye, ciertamente, aquello que es denominable como Literatura General, es decir una teoría literaria de directo o interno correlato literario en cuya configuración ni las
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“entidades” ni los “modos” resultan metacríticamente o reduccionistamente desfigurados o desgajados de su existencia, del mundo temporal en el que habitan. 5) El camino de tratamiento empírico encauzado al todo constituye aquello que es denominable con el término de Literatura Universal. La Literatura Universal o empírica en tanto que conjunto de yuxtaposiciones historiográficas o suma de agregados es un mero formulismo acrítico, el cual sólo adquiere sentido propio en la medida en que el instrumento del juicio, esto es la crítica, se aplica y alcanza un programa de resultado selectivo, sintético o paradigmático y antológico. Pero de igual modo que no cabe concebir una parte que no sea integrante de un todo, es necesario concebir un vértice, una Literatura Universal suma, plenamente constituida como realización a un tiempo teórica y empírica, totalidad o verdadera historiografía fiel a la idea de universalidad. Naturalmente, Literatura no es sólo la tríada de los géneros artísticos sino la continuidad artística y ensayística. VII Las ramas de la comparatística han de procurar su rearme historiográfico y metodológico a fin de poder asumir una responsabilidad de fondo que le es exigible en orden al régimen cultural de la época de la globalización. Ésta, que se ha hecho patente en las últimas décadas como consecuencia de la nueva aceleración de los medios de comunicación y el transporte y la intensa internacionalización de los mercados, aquello que en primer término ofrece no es sino un cuadro operativo de éstos y sus derivaciones. En segundo término, acaso una perspectiva cultural devastadora. La movilidad de los agentes socioeconómicos y la velocidad de la comunicación electrónica, que son consustanciales a la globalización, también poseen una importante capacidad de repercusión cultural y sobre la comprensión histórica, pero en términos generales sin duda de valor positivo subsidiario72. 72
Hay un grave y muy sintomático error de perspectiva cognoscitiva que atañe a las malfundadas premisas desde las cuales actualmente se suele afrontar el aspecto general de la globalización. Se trata de una suerte de a priori cultural e histórico, establecido vibrantemente en los medios de comunicación, que consiste en la creencia de que nuestra “sociedad de la información” se identifica con una llamada “sociedad del conocimiento”, sociedad ésta que se supone poseería por primera vez el completo dominio y comprensión de todo saber y toda cultura, como si la comprensión surgiese de una mera disponibilidad material y no de un serio trabajo analítico y reflexivo. Esto en realidad viene a ser una suerte de superstición o creencia derivada al menos en buena parte de la mediatización digital. Ahora bien, justamente hoy, cuando la disponibilidad material de los medios instrumentales del conocimiento es extraordinaria en todos los sentidos, las capacidades en disposición de acceso penetrante a los mismos diríase que han disminuido compensatoriamente casi a su extremo opuesto. Es decir, los medios inherentes a las sociedades modernas y a la globalización procuran cuantiosos beneficios en cuanto a interrelación de las gentes y sus culturas, a formas y velocidad de la comunicación, pero tales medios no constituyen por sí resolución intelectual alguna y se encuentran con una realidad
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La universalidad es una capacidad y fuerza viva de la humanidad y las culturas en su totalidad por cuanto centra sus lugares especiales compartidos de gran proyección y es razón de su encuentro más allá de la mera inmediatez y de las convenciones disciplinares. La universalidad no sólo es algo más general y penetrante que la globalización sino que la antecede y subsigue. Naturalmente, la idea de Literatura Universal, de algún modo condición resolutiva de toda Literatura comparada, no sólo es pionera en este asunto sino que ha de ser replanteada de manera correspondiente tanto a los términos de la globalización como a su posibilidad disciplinar. Es preciso observar que la situación determinada por la existencia de cuatro grandes civilizaciones agrupables en los pares teísta y no-teísta (occidental-cristiana, islámica –y la complementaria judía / asiática-budista y africana) pone de manifiesto el primer plano a desempeñar por las designaciones civilizacionales primeras, las de mayor entidad y más distantes, occidental y asiática73. Éstas presentan la gran complementariedad de la relación predominantemente inversa teísta y no-teísta, a su vez apoyada por la gran evolución laica occidental. A partir de ahí, la dualidad de resolución tecnológico/contemplativo que albergan ambas civilizaciones de manera simétricamente inversa y por ello complementaria. Ello sólo se hace patente en una focalización del ser humano, en una cultura humanística ya de base occidental o ya asiática. El futuro de la humanidad habrá de resolverse fundamentalmente sobre la base de dicha dualidad y el devenir de los acontecimientos sociopolíticos a que haya lugar. Los estudios humanísticos y comparatistas, que adquieren especial sentido y fruto mediante la consideración de relaciones entre términos en verdad alejados como el occidental y el asiático, deben cumplir una importante función mediante su contribución al desarrollo de un futuro de complementariedad, de encuentro y síntesis, no de homogeneización igualadora. Los mecanismos de la globalización, cada vez más expansivos, no aseguran en modo alguno la adecuada fundamentación espiritual y cultural puesto que sólo se resuelven como red económica de mercado. Es de asumir que el mercado es necesario y hace posible la complementariedad pero no que éste constituye la base a partir de la cual lo demás sobrevendrá por añadidura, según se ha venido pensando mecánicamente en las adminis-
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mental menos entrenada y capacitada para aspectos decisivos del ejercicio de la comprensión del espíritu y la cultura o sencillamente de un trabajo intelectual que no sea el correspondiente a meras aplicaciones restringidamente instrumentales. Es lo que en ocasiones he denominado “teoría del inverso”, comprobable en muchos aspectos de la realidad económica, internacional, etc., y que en el caso de los estudios historiográficos y comparatistas que a ellos atañen conduce a un adelgazamiento simplificador y funcionalista frecuentemente proclive a error. Naturalmente, el mundo hispanoamericano o iberoamericano es un mundo de sustancial civilización occidental, que cuenta, como todos, con sus peculiaridades y sustratos, por decirlo rápidamente. Para materia tan desasistida es más que recomendable Agapito Maestre, Meditaciones de Hispano-América, Madrid, Escolar y Mayo, 2010.
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traciones europeas y hoy ya se da por meramente obvio o, incluso, calladamente, que no habrá añadidura. El proceso de globalización es de hecho culturalmente depredador por cuanto es inherente a sus mecanismos expansivos el provocar imprevisiblemente homogeneización. La gran disponibilidad actual de medios, de excelente resolución para las ciencias experimentales, no lo es para la actividad espiritual y de comprensión, que en realidad se ha visto compensatoriamente mermada. Es necesario habilitar o rehabilitar un concepto de universalidad, cuya entidad cultural y fuerza espiritual humana sea capaz de una propuesta de superación de las dualidades, un concepto que antecede y subsigue a todo mecanismo de globalización y representa el sentido de la unidad y la totalidad fundado en la voluntad, el saber, la naturaleza y la vida. La universalidad se revela como elevación superadora y por ello sublime. Las tendencias a la universalidad no son especificables en las formas de reproducción ni de mera expansión sino en la entidad profunda de la naturaleza, de las disciplinas, las lenguas y la contemplación, y su progresión cultural hacia el todo viene especificada en nuestro tiempo por el vértice de civilizaciones occidental / asiático. Actualmente las mayores tendencias universalistas son de base tecnológica, atañen a la biología, se fundan en la cibernética y habrán de intervenir sobre la propia entidad física y psíquica del ser humano, ante lo cual se hace necesario asimismo un rearme de la ética y el saber humanísticos. El auténtico vínculo de la antedicha complementariedad ha de resolverse en forma o figura viva. La universalidad fenece por pérdida de la esencia vital de su tendencia a la unidad superadora y a la totalidad. La universalidad ha de sobreponerse a la geografía y al mercado y hacerse patente en la historiografía universal no como suma de agregados sino como forma integradora y nueva ideación. La Historia de las Ideas, reconocidamente comparatista por principio, se entenderá no sólo como eficiente resolución antiaislacionista del objeto sino asimismo representación interna y externa de un régimen disciplinario de sentido universalista y antirreduccionista. De otra parte, la ideación moderna de la Estética, su grado de dominio general, no únicamente historiográfico, exige la elección, como dijimos, de un término, ‘idea’, el único capaz de albergar la gama compleja de ‘conceptos’, ‘valores’, ‘categorías’ y, por supuesto, ‘formas’, con las cuales se identifica. No procede entrar aquí en los detalles explicativos del proceso de funcionalización de la ‘idea’ a través de múltiples textos conducentes hasta la nítida resolución historiográfica de Historia de las Ideas por Menéndez Pelayo
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antes de finales del siglo XIX74. La utilización relevante e influyente de ‘idea’ en el juego de las grandes denominaciones, diríase que se naturaliza a finales del siglo XVI y comienzos del XVII con un estrato semántico, por así decir, alto, al amparo de una directa transmisión grecolatina que servirá de base para su posterior diversificación funcional y especificativa de usos en el marco de las distintas posibilidades proyectadas por la historia del pensamiento y las ciencias, el pensamiento político y estético especialmente. Ese estrato semántico alto y simbolizador, a un tiempo esencialista y abarcante, en el juego de las grandes designaciones forjadas en títulos eminentes aparecía con naturalidad por directo reflejo platónico en el ámbito de la teoría del arte, a partir del cual evolucionará75. Pertenece pues al saber estético una especificación de la Idea que sólo en el siglo XIX, fundada la autonomía de la disciplina Estética, obtendrá la relativa y estable funcionalidad conceptual capaz de conducirla a propósito disciplinario de acabada perspectiva histórica. El asunto, que según hemos dicho, naturalmente, arrancaba del platonismo de la Idea, y por ello, a veces ya mezclándose en el ámbito de la historia de las ideas políticas y de las instituciones (así Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político y cristiano), encontraría una gran incardinación moderna no ya en el Ensayo de Locke, y en los empiristas, éstos también de raigambre neoplatónica de uno u otro modo (Shaftesbury) sino aun de muy diferente manera en figuras esenciales del neoplatonismo estético y lingüístico: Guillermo de Humbodt y Friedrich Schiller. En realidad y por otra parte, el estrecho juego de relación entre el término ‘idea’ y los correspondientes a una estética de la ‘forma’ y todas sus posibilidades de transcendencia es algo a mi juicio ya por completo preparado en el siglo III, en las Enéadas de Plotino. La ‘idea’ partía de un platonismo de curso estético, al cual no cabe por menos que atender en su final dimensión estética y de universalidad. La superación historiográfica del estéril aislacionismo, incrementado en el siglo XX, de una predominante Historia de las Ideas atomizada o particu74
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Puede verse con amplitud de medios en nuestro trabajo “La recepción de la obra de Menéndez Pelayo y la creación de la Historia de las Ideas”, en Analecta Malacitana, cit. Véanse, de Lomazzo y Zuccari, respectivamente, Idea del Tempio della Pittura (1591) y L´Idea de’pittori, scultori ed architetti (1607). Así continúa siendo, por ejemplo, en la obra más general de Lorenzo Hervás, el creador de la Lingüística comparada, Idea dell’Universo (17781792). A partir de los tratadistas italianos es de notar que fue directamente retomada por Erwin Panofsky entrado el siglo XX: Idea. Ein Beitrag zur Begriffsgeschichte der älteren Kunstheorie (1924), es decir al más destacado y difundido estudio contemporáneo dedicado a esa misma materia, incluidos ambos tratadistas. El texto de Panofsky, cuyo título asume abiertamente la dimensión neoplatónica de ‘Idea’ en virtud de su directa referencia estética clasicista, pero situándola a su vez en una posición de apertura historiográfica del campo teórico, precede, pues, en una década a los trabajos de Lovejoy, el tenido en ciertos ámbitos por principal fundamentador de la ‘Historia de las Ideas’ en el siglo XX.
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larista y, de otra parte, del aislacionismo interno y externo de la Historia de la Literatura nacional exige una formulación interpenetrada de ambas como Historia de las Ideas y las formas o expresiones literarias y artísticas. Es decir, finalmente, síntesis de la representación de la forma interna y externa, síntesis en tanto devolución entitativa de la pluralidad como unidad y figura viva: Historia universal de las Ideas y las Formas literarias y artísticas.
HISTORIA DE LOS TÉRMINOS HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA* JUAN FRANCISCO MESA-SANZ1
1. HISTORIOGRAFÍA Inestimable es la parte que conservamos de la Historia Universal de Polibio, pero de los cuarenta libros de que constaba, sólo tenemos íntegros los cinco primeros, y fragmentos de los restantes. Su método positivo y verdaderamente científico contrasta con todo lo que le precedió, y le da un lugar aparte en el cuadro de la historiografía antigua. (Menénez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, 18801881, ed. E. Sánchez Reyes, Madrid, CSIC, 1946-1948, VIII, 221)2.
La primera referencia en lengua española al término historiografía aparece en el citado texto de Menéndez Pelayo. Por ello, puede sorprender que la distinción que con tanta nitidez repiten los manuales de literatura clásica entre Historia, disciplina científica, e Historiografía, género literario, no fraguara hasta la Edad Contemporánea. Sin embargo, es una evidencia, pues esos mismos manuales reconocen que Historia desde la Antigüedad hasta el siglo XIX siempre se concibió como un género literario, sensu lato y no como una disciplina científica, tal la concebimos hoy día. La historiografía designa a partir de ese momento "el arte de escribir la historia", mas también da en referirse al "estudio bibliográfico y crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado de estas materias", o, a consecuencia de la primera acepción, el "conjunto de obras o estudios de carácter *
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2
Este trabajo se realiza en el marco del Proyecto DIGICOTRACAM (Programa PROMETEO para grupos de investigación I+D+i de Excelencia, Generalitat Valenciana (ref.: PROMETEO2009-042) cofinanciado por el FEDER de la UE), en el seno del Proyecto IVITRA, de la Universidad de Alicante. Grupo de investigación CODOLVA (Corpus Documentale Latinum Valencie), VIGROB-145 de la Universidad de Alicante. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. [26 de febrero de 2013].
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histórico". Pocas y concretas acepciones de un término nacido, como veremos, al definir el estatuto científico de 'historia', vocablo que se despliega con asombrosa fertilidad desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. La Antigüedad3, en efecto, no ofrece testimonios de uso de historiographia, por más que desarrollará el compuesto historiographus4. Existe una sola excepción, Flavio Josefo, Contra Apión (I 1345): [Εἶθ᾿ ἑξῆς ὑποκαταβὰς ὀλίγον ὁ Βηρῶσος πάλιν παρατίθεται ἐν τῇ τῆς ἀρχαιότητος ἱστοριογραφίᾳ.] Αὐτὰ δὲ παραθήσομαι τὰ τοῦ Βηρώσου τοῦτον ἔξοντα τὸν τρόπον.
El editor Reinach secluye la frase en la que se emplea esta palabra, en una de las muchas operaciones de restitución del texto original que realiza; al respecto, declara que queda mucho por hacer todavía, para conseguir la restitución de un texto muy maltratado, debido a los diversos elementos que han configurado su llegada hasta nuestros días6. La seclusión se fundamenta en la omisión de esta oración en la traducción latina. Debe tenerse muy en cuenta que esta obra se conservó exclusivamente en medios cristianos y, a partir del siglo VI, se cargó de numerosas glosas procedentes de las Sagradas Escrituras sobre todo conducentes a la explicación de la ley mosaica; muchas de las cuales acabarían interpolándose en el texto de Flavio Josefo7. Por ello, la traducción latina, cuya tradición se inicia en el siglo VI con Casiodoro, pero que, en cuanto a los muy abundantes testimonios conservados, deriva de un único ancestro en cursiva de los siglos IX o X, a pesar de que "es obra de una o varias personas que conocían escasamente el latín y peor el griego"8, debe su importancia al hecho de suministrar pasajes perdidos en la tradición griega y, sobre todo, por el hecho de tratarse de una copia ejecutada con una ‘servil’ literalidad. Esto último posibilita su uso en la restitución de vocablos, "o este texto, sin ser bueno estaba menos interpolado, era menos defectuoso que el del Laurentianus y en ocasiones permite corregirlo con éxito" (ibid.). A tenor de lo dicho, habríamos retrasado la aparición del término ἱστοριογραφία por primera vez en lengua griega del siglo I, fecha de redacción de Contra Apión, al siglo XI, data del manuscrito principal, el 3
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Anticipamos en este punto que todo nuestro trabajo se centrará en el empleo de los términos en griego y latín, especialmente el segundo por las razones que se verán. Dado su origen helénico y su difusión debida a los textos latinos no consideramos que esta limitación provoque ninguna pérdida de información esencial, aunque obviamente privará de algunos matices y particularismos susceptibles de ser aportados por la documentación en lenguas vernáculas. Vid. infra §3. Flavius Josèphe, Contre Apion, ed. Th. Reinach, trad. L. Blum, París, Les Belles Lettres, 1972. Reinach, ed. cit., p. XV. Reinach, ed. cit., p. VIII. Reinach, ed. cit., p. X.
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Laurentianus LXIX, 22 de Florencia. Sin embargo, Reinach declara en el aparato crítico que se trata de una inclusión de Niese (1889), autor de la colación más minuciosa del citado manuscrito practicada hasta la actualidad, sin determinar si refleja alguna lectura de sus apographa (siglos XV y XVI). Ha de subrayarse que Reinach no ha procedido a una colación propia, sino a confrontar la mencionada edición de Niese con la traducción latina y las citas de Eusebio de Cesárea. La fecha de la colación es coherente con la aparición del término que grosso modo hemos apuntado al inicio de estas líneas, de manera que, para poder fijar su uso en griego, debería practicarse una nueva colación de los manuscritos, una edición crítica que determinara qué inclusiones proceden o están reflejadas en esa tradición manuscrita, así como pronunciarnos sobre la aparición del término en Edad Moderna9. En suma, los textos clásicos grecolatinos, dada la inexistencia de testimonio alguno, toda vez que queda anulado el hapax del texto de Josefo, no conoció otro término que historia para atender al marco referencial de lo que en la actualidad se conoce como historiografía. Por esta razón, atenderemos en primer lugar a la concepción ‘literaria’ del término, donde la impronta romana es mayor, para proceder posteriormente a realizar una reflexión lexicológica, en la que el punto de partida, ahora sí, es claramente griego. 2. POÉTICA DE LA HISTORIA (O HISTORIOGRAFÍA)
Historia era para la literatura antigua grecorromana "la relación de un hecho pasado y memorable, hecho siempre significativo para el autor, para el lector y para el destinatario"10. En ella los hechos se exponen de un modo lineal, en una línea temporal, para favorecer su función esencial, la educación. Esa concepción, compartida por griegos y romanos, se acentúa en los últimos: "El esfuerzo de los romanos por dotar a la historia de una función esencialmente educativa suponía, pues, -y con una necesidad evidente- una percepción lineal del tiempo"11. Es, por consiguiente, muy necesario ser conscientes de que no se trata de una indagación del pasado per se, sino del relato del pasado con la función de extraer enseñanzas de aplicación al tiempo presente, historia magistra uitae. 9 10
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Vid. infra §4. E. Cizek, Histoire et historiens à Rome dans l'Antiquité, Lyon, 1995, p. 9. Podríamos trazar una revisón bibliográfica completa, pero no es este el lugar; citaremos las obras que son más relevantes: J.-M. André - A. Hus, L'histoire à Rome. Historiens et biographes dans la littérature latine, París, 1974; A. La Penna, Aspetti del pensiero storico latino, Turin, 1978; A. D. Leeman, Orationis ratio. Teoria e pratica stilistica degli oratori, storici e filosofi latini, Bolonia, 1974; D. Musti, "Il pensiero storico romano", en G. Cavallo - P. Fedeli - A. Giardina, Lo spazio letterario di Roma antica, Vol. I: La produzione del testo, Roma, Salerno, 1989, pp. 177-240. Cizek, Ob. cit., p. 10.
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En ese marco conceptual, la cultura latina producirá la más desarrollada poética de la historia: la que llega de manos de Cicerón12, ya en el siglo I aC13. De modo que este préstamo griego fue definido en plenitud dentro de la cultura romana, donde justamente por ello pudo dotarse de una clara especialización14, toda vez que no estaba cargada del peso de los valores etimológicos de la lengua griega15. Cicerón16 reflexionó sobre la historia y la función del historiador esencialmente entre los años 62 a 57 aC. Éste acompaña sus reflexiones sobre la marcha del Estado romano y su evolución, dejando notar su impronta antropocéntrica. En De oratore y en De legibus manifiesta su deseo de redactar una obra historiográfica y el espíritu que la habría de alumbrar (De leg. I 10). El objetivo fundamental es la perfección del hombre mediante una perspectiva más larga de hechos memorables; así la historia es indispensable para el derecho público y privado, a todos los senadores en general (De leg. III 18, 41), pero sobre todo al orador (De orat. I 18; I 159; I 201). La historia es concebida como colección de exempla para el político y el orador17, siendo que esto la convierte en el más alto género literario: Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis, qua voce alia nisi oratoris immortalitati commendatur? (De orat. II 9, 36). Por ello, el grado de exigencia al que somete a su redactor supone una enorme necesidad de libertad, de pensamiento y de tiempo (De leg. III 8), así como unas extraordinarias dotes oratorias (De orat. II 12, 51; II 15, 62); y es que (De leg. I 2, 5): 12 13
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M. Rambaud, Cicéron et l'histoire romaine, París, 1952. Propiamente la reflexión nace de Isócrates en la formación del príncipe (W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1962, pp. 889-894), mas es la retórica latina quien la desarrolla propiamente. J. Knape, "Historia", en G. Ueding (ed.), Historisches Wörterbuch der Rhetorik, T. 3, Tubinga, Max Niemeyer, 1996, s.v. historia, subraya que se incorpora por primera vez a la retórica en Rhetorica ad Herennium I 13, desarrollándose posteriormente en Cicerón, De legibus I 5. Desarrollamos en el §3 la etimología del término; para el desarrollo de la palabra en griego véase F. Muller, "De 'historiae' vocabulo atque notione ad Ursulum Philippum Boissevain", Mnemosyne, n.s. 54 (1926), pp. 234-257. "Histoire, récit d'événements historiques, emprunté comme le genre littéraire qu'il désigne au gr. ἱστορία" (A. Ernout - A. Meillet - J. André, 1932, Dictionnaire étymologique de la Langue Latine. Histoire des mots, París, Klincksieck, 1973, 4ª ed.). Cabe recordar que Aristóteles no tuvo en la más elevada consideración la Historia. R. Zoepffel, Historia und Geschichte bei Aristoteles, Heidelberg, Winter, 1975, p. 38, indica al analizar el capítulo 9 de Poetica, cómo no cabe esperar que tuviera un elevado concepto de Herodoto o Tucídides, en la medida en que considera superior, más filosófica y elevada, a la Poesía. De ahí se desprendería el total desinterés por un desarrollo teórico de mayor calado en lo que se refiere a este género literario. Cizek, Ob. cit., pp. 65-70. La importancia de los exempla constituye el elemento esencial de la historia (AA.VV., Rhetorique et Histoire: l'exemplum et le modèle de comportement dans le discours antique et médieval, Roma, École Français de Rome, 1979).
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[5] Qvintvs: Intellego te, frater, alias in historia leges obseruandas putare, alias in poemate. Marcvs: Quippe cum in illa ad ueritatem, Quinte, referantur, in hoc ad delectationem pleraque; quamquam et apud Herodotum patrem historiae et apud Theopompum sunt innumerabiles fabulae. Atticvs: Teneo quam optabam occasionem neque omittam. Marcvs: Quam tandem, Tite? Atticvs: Postulatur a te iam diu uel flagitatur potius historia. Sic enim putant, te illam tractante effici posse, ut in hoc etiam genere Graeciae nihil cedamus. Atque ut audias quid ego ipse sentiam, non solum mihi uideris eorum studiis qui [tuis] litteris delectantur, sed etiam patriae debere hoc munus, ut ea quae salua per te est, per te eundem sit ornata. Abest enim historia litteris nostris, ut et ipse intellego et ex te persaepe audio. Potes autem tu profecto satis facere in ea, quippe cum sit opus, ut tibi quidem uideri solet, unum hoc oratorium maxime.
El fragmento, extraordinariamente conocido y repetido, declara que la historia es la obra cumbre de un orador18, sin duda, mas también habla de la 'fiabilidad' de estas obras, en tanto que relatos que pueden confrontarse a la información contenida en los 'poemas'. Y es que Cicerón se muestra partidario de una historia ornata; se trata, en consecuencia, de un trabajo retóricoliterario, de una elaboración estética elevada de la materia histórica. Así lo expresa con claridad al criticar la falta de ornato en la historiografía arcaica romana (De orat. II 12, 52-54): [52] Erat enim historia nihil aliud nisi annalium confectio, cuius rei memoriaeque publicae retinendae causa ab initio rerum Romanarum usque ad P. Mucium pontificem maximum res omnis singulorum annorum mandabat litteris pontifex maximus referebatque in album et proponebat tabulam domi, potestas ut esset populo cognoscendi, eique etiam nunc annales maximi nominantur. [53] Hanc similitudinem scribendi multi secuti sunt, qui sine ullis ornamentis monumenta 18
Frente a lo que pueda parecer, la relación no debería ser extraña, puesto que forma parte de la génesis de la historiografía en Grecia: "La historiografía griega nace, por tanto, como una laicización polémica de la "historia del rey". No es -como generalmente se ha dicho- la forma natural del relato histórico. Esto ayuda a entender por qué los primeros historiadores hayan "venido al mundo como súbditos persas", como dice Momigliano. De ese ambiente se destacaron polémicamente, y el más influyente de ellos, Herodoto, radicó en Atenas, abrazó la política y encontró sympatheía ideológica. De este modo la historia "laicizada" se insertaba, lógicamente, en la sociedad democrática, en la sociedad de la palabra y de la confrontación" (L. Cánfora, "De la logografía jonia a la historiografía ática", en R. Bianchi Bandinelli (ed.), Historia y civilización de los griegos. III. Grecia en la época de Pericles. Historia, literatura, filosofía, Barcelona, Icaria/Bosch, 1981, pp. 357-429, p. 360). Y, sin embargo, supone invertir los argumentos expresados por Aristóteles (vid. nota 13), ahora a favor de la historia.
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solum temporum, hominum, locorum gestarumque rerum reliquerunt; itaque qualis apud Graecos Pherecydes, Hellanicus, Acusilas fuit aliique permulti, talis noster Cato et Pictor et Piso, qui neque tenent, quibus rebus ornetur oratio - modo enim huc ista sunt importata - et, dum intellegatur quid dicant, unam dicendi laudem putant esse brevitatem. [54] Paulum se erexit et addidit maiorem historiae sonum vocis vir optimus, Crassi familiaris, Antipater; ceteri non exornatores rerum, sed tantum modo narratores fuerunt.
Establecida así la ubicación literaria del género, Cizek19 expone las leyes de la historia de Cicerón: (i) No decir nada falso; (ii) atreverse a decir todo lo que es verdad; (iii) evitar la parcialidad, el favoritismo o la inquina; (iv) respetar la secuencia cronológica, el orden de los acontecimientos y mencionar las fechas; (v) atender a la topografía (es decir, a la geografía); (vi) enunciar las causas y consecuencias de los acontecimientos; (vii) relatar no sólo lo que se hizo, sino como se hizo y lo que se dijo. Las últimas responden a criterios organizativos, de contenido o estéticos que tan sólo precisan ser perfilados. Más complejo es analizar los tres primeros, donde se ha de resolver la oposición entre ueritas y fides, fides historica, puesto que no ha de considerarse a Cicerón tan ingenuo como para solicitar de los historiadores la verdad absoluta; de hecho considera más importante no falsear los hechos que contar la verdad, puesto que el objetivo prioritario es la educación, magistra vitae; asimismo la búsqueda de la belleza implica una idealización que será reflejada en la historia. Hemos asistido por tanto a la paradoja de que realiza una poética de la historia quien ni llegó a escribirla, ni redactó un posible tratado De historia. No obstante, tampoco resulta tan sorprendente cuando los títulos historia/historiae no son mayoritarios en las obras y el término es utilizado en numerosas acepciones que observaremos más adelante. Cicerón, con sus reflexiones contribuyó al desarrollo del género, a su fijación y experimentación, hasta que reciba un nuevo aporte estético de la mano de Quintiliano (Inst. Or. X 1, 31-34): XXXI. Historia quoque alere oratorem quodam uberi iucundoque suco potest. Verum et ipsa sic est legenda ut sciamus plerasque eius virtutes oratori esse vitandas. Est enim proxima poetis, et quodam modo carmen solutum est, et scribitur ad narrandum, non ad probandum, totumque opus non ad actum rei pugnamque praesentem sed ad memoriam posteritatis et ingenii famam componitur: ideoque et verbis remotioribus et liberioribus figuris narrandi taedium evitat. XXXII. Itaque, ut dixi, neque illa Sallustiana brevitas, qua nihil apud aures va19
Cizek, Ob. cit., pp. 67 y 68.
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cuas atque eruditas potest esse perfectius, apud occupatum variis cogitationibus iudicem et saepius ineruditum captanda nobis est, neque illa Livi lactea ubertas satis docebit eum qui non speciem expositionis sed fidem quaerit. XXXIII. Adde quod M. Tullius ne Thucydiden quidem aut Xenophontem utiles oratori putat, quamquam illum "bellicum canere", huius ore "Musas esse locutas" existimet. Licet tamen nobis in digressionibus uti vel historico nonnumquam nitore, dum in iis de quibus erit quaestio meminerimus non athletarum toris sed militum lacertis esse, nec versicolorem illam qua Demetrius Phalereus dicebatur uti vestem bene ad forensem pulverem facere. XXXIV. Est et alius ex historiis usus, et is quidem maximus sed non ad praesentem pertinens locum, ex cognitione rerum exemplorumque, quibus in primis instructus esse debet orator; nec omnia testimonia expectet a litigatore, sed pleraque ex vetustate diligenter sibi cognita sumat, hoc potentiora quod ea sola criminibus odii et gratia vacant.
El calagurritano apunta de modo claro al carácter literario de la historia, con proximidad a la poesía, a los géneros poéticos, antes que a la propia oratoria. Macrobio (Saturnales V 2, 9), ya en el siglo V d.C., afirma que épica (así Virgilio) e historia no se oponen por la mayor o menor veracidad de sus contenidos (piénsese que este autor confiere la más alta calificación de conocimiento y veracidad al mantuano), sino por el modo de exposición y la organización de los argumentos20: Ille enim vitans in poemate historicorum similitudinem, quibus lex est incipere ab initio rerum et continuam narrationem ad finem usque perducere, ipse poetica disciplina a rerum medio coepit et ad initium post reversus est.
Historia, hasta este punto, se ha presentado dotada del más alto marco referencial. Pero, en una reducción de éste también se convierte en un tecnicismo retórico como uno de los genera narrationis (Cic., De inventione I 19, 27)21: Ea, quae in negotiorum expositione posita est, tres habet partes: fabulam, historiam, argumentum. Fabula est, in qua nec verae nec veri similes res continentur, cuiusmodi est: "Angues ingentes alites, iuncti iugo...".
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Retorna, por tanto, aunque por otras razones, el criterio expresado por Aristóteles, Poetica IX. Al igual que sucede para el desarrollo de una poética de historia, su inclusión entre los genera narrationis en los tratados de retórica se debe por este orden a la Retórica a Herenio I, 13, a Cicerón, De inventione I 27 y a Quintiliano, Institutio Oratoria II 4, 2 (Muller, 1926, pp. 249250).
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Juan Francisco Mesa-Sanz Historia est gesta res, ab aetatis nostrae memoria remota; quod genus: "Appius indixit Carthaginiensibus bellum". Argumentum est ficta res, quae tamen fieri potuit. Huiusmodi apud Terentium: "Nam is postquam excessit ex ephebis, [Sosia]..."
En los estertores del Mundo Antiguo aúna Isidoro de Sevilla22 todos los elementos señalados: 1. (Etymologiae I 41): Historia est narratio rei gestae, per quam ea, quae in praeterito facta sunt, dinoscuntur. (...). Apud veteres enim nemo conscribebat historiam, nisi is qui interfuisset, et ea quae conscribenda essent vidisset. Melius enim oculis quae fiunt deprehendimus, quam quae auditione colligimus. [...]. Haec disciplina ad Grammaticam pertinet, quia quidquid dignum memoria est litteris mandatur. Historiae autem monumenta dicuntur, eo quod memoriam tribuant rerum gestarum. 2. (Etymologiae I 44, 4-5): Historia autem multorum annorum vel temporum est, cuius diligentia annui commentarii in libris delati sint. Inter historiam autem et annales hoc interest, quod historia est eorum temporum quae vidimus, annales vero sunt eorum annorum quos aetas nostra non novit. Vnde Sallustius ex historia, Livius, Eusebius et Hieronymus ex annalibus et historia constant. Item inter historiam et argumentum et fabulam interesse. Nam historiae sunt res verae quae factae sunt; argumenta sunt quae etsi facta non sunt, fieri tamen possunt; fabulae vero sunt quae nec factae sunt nec fieri possunt, quia contra natura sunt.
Historia, en suma, es una narratio rei gestae que se fundamenta en la investigación propia del autor y, preferentemente, si éste ha sido testigo directo de los hechos narrados. Su función es perpetuar esos hechos en la memoria y también educar, de ahí la relación que establece Isidoro con la grammatica23. Ahora bien, es además un genus narrationis de la Retórica, donde se opone a fabula y argumentum; y es un subgénero literario dentro de historia, donde se opone a annales24. Esta última distinción, ya descrita en Tertuliano y Ser22
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Isidoro de Sevilla, Etimologías, ed. y trad. J. Oroz Reta y M.-A. Marcos Casquero, Madrid, BAC, 2004. R. Nicolai, La storiografia nell'educazione antica, Pisa, Giardini, 1992, pp. 178-247, reconstruye la enseñanza de la historia retórica por los gramáticos, que recibió su espaldarazo definitivo en el transcurso del siglo I d.C., pese a la oposición de Quintiliano. La diferenciación es antigua, puesto que se la debemos a Sempronio Aselión en palabras de Aulo Gelio, Noctes Atticae V 18, donde la diferencia entre Historiae y Annales reside justamente en la mayor elaboración literaria y conceptual de las primeras: Annales libri tantummodo, quod factum quoque anno gestum sit, ea demonstrabant, id est quasi qui diarium scribunt, quam Graeci ephemerida vocant. Nobis non modo satis esse video, quod factum esset, id pronuntiare, sed etiam, quo consilio quaque ratione gesta essent, demonstrare.[...]. Scribere
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vio (Comm. in Aen. I 373), se aplicó de modo sistemático a partir del Renacimiento; el ejemplo de Tácito es muy significativo, puesto que los títulos Annales e Historiae fueron establecidos por Lipsio en 1574, frente al que figuraba en los manuscritos como Ab excessu diui Augusti para la primera25. La secuencia de los ejemplos citados pone de relieve el hecho siguiente. Historia o historiae, concebido y originado en Grecia con el sentido etimológico de 'investigación' se identifica con el relato de esa investigación, razón por la cual se incorpora a los modos de la narración en la retórica; ahora bien, como muestra la reflexión de Cicerón, "La historia es verdadera (vera), pero necesita para su exposición literaria los medios de la narratio verosimilis, en especial la fundamentación psicológica de los sucesos históricamente reales"26. 3. HISTORIA: DERIVADOS Y COMPUESTOS
Historia, pues, se identificó en la Antigüedad con el género literario que en la actualidad denominamos 'historiografía'; así se introdujo en la cultura romana, que desarrolló su poética y la introdujo plenamente en la retórica. Sin embargo, en ambas culturas desplegó su carga semántica del modo que veremos a continuación. Hemos apuntado ya al origen del término: histor-27. Los testimonios más antiguos del uso de esta raíz los encontramos en Homero, Iliada XXIII 486 (ἵστορα), o en Sófocles, Electra 850 (ἵστωρ, ὑπερίστωρ); ahora bien es muy significativa su aparición en el 'Juramento de los efebos'28: Ἳστορες θεοὶ Ἄγλαυρος, Ἐστία, Ἐνυώ, Ἐνυάλιος, Ἄρης καὶ Ἀθηνᾶ Ἀρεία, Ζεύς, Θαλλώ, Αὑξώ, Ἡγεμόνη, Ἡρακλῆς, ὅροι τῆς πατρίδος, πυροί, κριθαί, ἄμπελοι, ἐλᾶαι, συκαῖ.
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autem, bellum initum quo consule et quo confectum sit et quis triumphans introierit, et eo libro, quae in bello gesta sint, non praedicare autem interea quid senatus decreverit aut quae lex rogatiove lata sit, neque quibus consiliis ea gesta sint, iterare: id fabulas pueris est narrare, non historias scribere. Tacitus, The Annals of ... Books 1-6, ed. y com. F.R.D. Goodyear, vol. I: Annals 1. 1-54, Cambridge, 1972, p. 85. H. Lausberg, Manual de retórica literaria, Madrid, Gredos, 1966, p. 263. En el presente párrafo seguimos en líneas generales el desarrollo de Muller (1926) y de K. Keuck, Historia. Geschichte des Wortes und seiner Bedeutungen in der Antike und in den romanischen Sprachen, Druckerei Heinr. & J. Lechte, Emsdetten, 1934. L. Robert, Études épigraphiques et philologiques, Paris 1938, págs. 296-307. Idéntico en Muller (1926: 239): "Nominis autem ἵστωρ "testis" in lingua Attica saeculo quinto exoleverat, ita ut pristinis tantum formulis conservaretur. In Lycurgi veteris iuramenti verba concepta a Turnebo ex Polluce VIII, 105 sqq. sunt inserta, quorum ultima ephebus pronuntiat haecce: [...]".
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Ἳστορες con el significado de 'testigos' es interpretado como un arcaísmo. La importancia del texto radica en que se trata de la fórmula final del juramento que todos los jóvenes atenienses debían realizar al iniciar su 'servicio militar' para la comunidad en los límites del Ática29. Es, por tanto, un testimonio del uso por parte de los propios hablantes, por más elementos formulares con los que se esté cargado. Obviamente la relación con la 'investigación histórica' se registra por primera vez en Herodoto (II 99 y II 118), iniciando su irrupción en los géneros literarios y en la reflexión filosófica. Es así que, junto a un empleo 'habitual, popular o coloquial' del término, ἱστορία ha desarrollado, en el momento en que Roma adquiere el préstamo, las tres acepciones siguientes según Keuck30: (i) investigación y redacción de res gestae ("Geschichtsforschung und -schreibung"); (ii) la redacción de narrationes fabulosae -producto de época helenística- ("die Erzählung")31; y (iii) la investigación sobre los fenómenos naturales sensu lato ("Naturwissenschaft, Naturbeschreibung"). La puerta de entrada del término historia en la cultura romana y en la lengua latina fue el desarrollo de la historiografía romana, tanto en lengua griega primero, como en lengua latina después. Pero la prueba clara de su éxito radica en la pronta aparición de sus varias acepciones en los textos dramáticos de la comedia plautina: a. Narratio docta (Plauto, Trinummus 380-381): Multa ego possum docta dicta et quamvis facunde loqui, / historiam veterem atque antiquam haec mea senectus sustinet. b. Relacionada con la escritura y no sólo con la oralidad (Pl., Menaechmi 247-248): In scirpo nodum quaeris. quin nos hinc domum / redimus, nisi si historiam scripturi sumus? c. Relatos variados -¿= fabulae?- (Pl. Bacchides 155-158): PIST. Fiam, ut ego opinor, Hercules, tu autem Linus. / LYD. Pol metuo magis, ne Phoenix tuis factis fuam / teque ad patrem esse mortuom renuntiem. / PIST. Satis historiarumst.
Aún más, ya en este periodo arcaico de la literatura latina es registrable, a partir de la noticia de Aulo Gelio (Noctes Atticae III 7, 19 = Catón, Origines frag. 83 Peter) su utilización como un elemento más de entre los monumenta cuya finalidad es perpetuar la memoria de un personaje o un hecho ilustres:
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H. Merkelbach, "Aglauros, die Religion der Epheben", ZPE, 9 (1972), pp. 227-283. Keuck, Historia…., Ob. cit., p. 8. Musti (1993: 177-197) indica que esta línea interpretativa, historia fabulosa, no tuvo representación en Roma.
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Leonides Laco, qui simile apud Thermopylas fecit, propter eius virtutes omnis Graecia gloriam atque gratiam praecipuam claritudinis inclitissimae decoravere monumentis: signis, statuis, elogiis, historiis aliisque rebus gratissimum id eius factum habuere; at tribuno militum parva laus pro factis relicta, qui idem fecerat atque rem servaverat.
Y, por supuesto, el desarrollo de un género literario, de una poética de la historiografía y su inclusión entre los genera narrationis de la retórica, como ya hemos referido. La Tardo-antigüedad y el ambiente cristiano provocan una nueva confluencia de los valores, nunca plenamente separados, que conduce a que se ingrese en el Medievo con el significado de "relato realizado en cualquier soporte y género literario", esto es narratio. Los derivados y compuestos de la raíz histor-32 parten de los significados ya indicados. Así, en griego, además de los mencionados ἵστωρ e ἱστορία, se desarrollan ἱστορέω, ἱστόρημα e ἱστορικός; ya en el periodo helenístico se desarrolla ἱστοριογράφος y en época imperial aparece el verbo correspondiente ἱστοριογραφέω. Es de señalar que ninguno desplaza de su uso a los términos anteriores, ni siquiera en el espacio que su especialización hubiera hecho esperar. Todos, salvo los dos últimos, incluyen los dos significados principales de 'investigación, indagación, testimonio' y 'relato'; los dos últimos hacen referencia única y exclusivamente al hecho de 'escribir historia'. La lengua latina, en cambio, en tanto que préstamo del griego, parte del sustantivo historia (no hay ninguna sustitución, ni tan siquiera se establece relación alguna con el latino testes) y se relaciona con la realización de un relato escrito u oral, como ya se ha señalado. A partir de dicho vocablo (o por influencia del griego) se desarrollan historicus, historialis, historicare, historiare, historiographus, historiola e historiuncula, resultando muy significativo que, salvo contadas excepciones, su presencia en los textos es, en los testimonios más tempranos, de época imperial, y fundamentalmente tardía. La aparición de 'historiógrafo', tanto en griego como en latín, podría haber dado lugar ya en la Antigüedad a la del vocablo 'historiografía'. No fue así por la sencilla razón de que no existió necesidad33 y su aparición hubiese supuesto una redundancia (historia = *historiographia). En este sentido cabe la posibilidad de cuestionar la oportunidad o la necesidad de la oposición ἱστορικός / ἱστοριογράφος, historicus / historiographus. Sobre los términos 32
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Ernout-Meillet-André (1973: s.v. historia) registran los siguientes: historice, -es (Quintiliano); historicus, -a, -um; historico, -as (bajo latín); historiographus; a los que se añaden los tardíos historialis, historior, historiola, historiuncula. Recuérdese que al inicio del presente trabajo hemos desechado el único ejemplo de la posible aparición de este término en la literatura griega de época imperial (vid. §1 sobre el texto de Flavio Josefo).
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griegos ya nos hemos pronunciado: especialización del segundo sin desaparición del primero en el marco referencial abarcado por éste; el uso de ambos en la lengua latina reproduce el mismo esquema con mayor fuerza: historiographus ocupa una posición marginal en los textos, puesto que historicus, tanto en su utilización como adjetivo, 'relacionado con historia', al igual que en calidad de sustantivo 'redactor de historia', presenta gran parte de la restricción referencial de ἱστοριογράφος. Grecia es la responsable del término y de la iniciación del género literario, así como de su incorporación a la retórica y la educación; sin embargo Roma lo consolida y extiende. Este proceso se inicia por el hecho de que la lengua latina ya disponía de varios términos para el amplio marco referencial de la palabra ἱστορία, scientia para 'conocimiento'34, quaestio para 'investigación y testis para 'testigo, testimonio'; por ello, el préstamo griego se transmite a Roma con una clara especialización como 'transmisión, oral o escrita, de un relato' y muy especialmente ligada al género literario y a las enseñanzas de la retórica. Insistimos, por consiguiente, en nuestra hipótesis: si en lengua griega no se sintió la necesidad de acuñar el término ἱστοριογραφία, en la medida en que supondría acotar el marco referencial de ἱστορία, cuánto menos había de desarrollarse en Roma, donde la aparición de historia en la lengua latina se asocia exclusivamente a dicha acotación del marco referencial; es decir, en Grecia el compuesto está incluido en la base, en Roma base y compuesto significarían lo mismo. De ahí se deduce que no se desarrollara. 4. HACIA LA DEFINICIÓN DE LA DISCIPLINA CIENTÍFICA Y EL GÉNERO LITERARIO
El Medievo abunda en el valor de 'relato' conferido al término historia hasta el punto de que ya no precisa ser oral o escrito, sino que basta con que sea reproducido en una obra de arte35, por ejemplo en un tapiz: Qui (campsor) de cetero securitatem sub forma non præstiterit supradicta, non audeat tenere in sua tabula, tapits, vel alios pannos seu Istoriam (Constit. Jacobi II. reg. Aragon. ann. 1301). Este hecho conduce a que el propio vocablo historiographus amplíe su marco referencial a todo tipo de artistas y no sólo a quien escribe el relato: Historiographare, historiam describere, vel depingere et designare.
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Muller (1926: 239): "Itidem fuit ἵστωρ "sciens", ἱστορ-έω "sciens sum (sive scio)", ἱστορία "scientia", et erit ἱστόριον "viri rem scientis munus, i.e. testimonium". " Du Cange et al., Glossarium mediae et infimae latinitatis, L. Favre, Niort 1883-1887, s.v. historia.
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Por ello podría haberse esperado la aparición del término historiographia. Ahora bien, su presencia es excepcional; la Patrologia Latina ofrece un solo caso: Hugo Rothomagensis (siglo XII), Contra Haereticos sui temporis sive de Ecclesia et eius ministris lib. III, cap. 2: Antiqui quam saepe referunt historiographia victoribus superatos et captos sub corona fuisse venditos. Venditio talis manifestum erat indicium servilis.
El texto de Hugo de Amiens, obispo de Ruán, emplea el término en una estructura en la cual la aparición de historiographia es totalmente prescindible. Es un satélite verbal postpuesto al verbo y que acota la referencia antiqui. No disponemos de más información, pero tampoco sería extraña su presencia en un autor que es catalogado "entre los teólogos del siglo XII que han transmitido fielmente la doctrina de la Antigüedad", en la Notitia Altera que ofrece información sobre su biografía y obra en la Patrologia Latina. Recogiendo esa afirmación es llamativo el paralelismo existente entre este Antiqui historiographia y ἐν τῇ τῆς ἀρχαιότητος ἱστοριογραφία del texto de Josefo. Esto da pie a que presentemos el único testimonio del que tenemos noticia, ofrecido por el diccionario de Niemeyer36: Leo Neapolitanus (ca. a. 942), Historia de prelis Alexandri Magni, Prologus: Maxime ecclesiasticos libros, Vetus scilicet atque Novum Testamentum, funditus renovavit atque composuit. Inter quos historiographiam videlicet vel chronographiam, Joseppum vero et Titum Livium atque Dyonisium, caelestium virtutum optimum predicatorem, atque ceteros quam plurimos et diversos doctores, quos enumerare nobis longum esse videtur, instituit. Eodem namque tempore commemorans ille sagacissimus predictus consul et dux prefatum Leonem archipresbiterum habere iam dictum librum, historiam scilicet Alexandri regis, vocavit eum ad se et de Greco in Latinum transferri precepit, quod et factum est, sicuti sequentia docent, omnibus vero laborantibus tam doctoribus quam scriptoribus bonum retribuens meritum pro salute animae et memoria nominis sui.
El amplio pasaje transcrito no deja duda acerca de que el prólogo no es obra del propio autor37; de hecho, se indica que el título de la obra es historia 36 37
J. F. Niemeyer, Mediae Latinitatis Lexicon Minus, Leiden-Boston-Köln, Brill, 2001. La importancia en el Medievo de esta traducción del Pseudo-Calístenes realizada por Léon Napolitano para la difusión de la vida de Alejandro Magno propicio la proliferación de manuscritos con numerosas interpolaciones y con prólogos diferenciados, como puede observarse en el debate para establecer el stemma codicum de la tradición manuscrita entre F. Stabile, "De codice Cavensi Vitae Alexandri Magni quaestio altera. Accedunt excerpta ex codice Neapolitano", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 43 (1915), pp. 98-103, y F. Pfister, "De
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Alexandri regis. La presencia de la palabra historiographia, asociada para más señas a chronographia, se liga a los nombres de Flavio Josefo, Tito Livio y Pseudo-Dionisio38. Así pues, al igual que en los dos testimonios anteriores cuyo paralelismo hemos señalado, el término historiographia aparece en los testimonios medievales ligado a la referencia de los textos históricos de la Antigüedad grecolatina. El prólogo mencionado de León Napolitano corresponde al códice Bambergensis (cod. Bamb. E. III. 14)39, en cuyo folio 351v aparece la referencia a la posible mano que realizó la copia40, Codicis hanc partem pauli conscripserat igo / Presulis arnulfi promtus pia iussa secutus, en la que la cita Historia Alexandri regis acompaña a Aurelio Víctor, Eutropio, Paulo Diácono, Gregorio de Tours, Jordanes y Beda, y cuya data es del siglo XI41. En consecuencia, las únicas apariciones del término historiographia responden a mismo patrón semántico (textos históricos de la Antigüedad grecolatina) y temporal (siglo XI y primera mitad del XII). No hemos localizado la presencia de dicho vocablo en textos posteriores al siglo XII42. Y obviamente en los textos latinos se mantiene el uso de historia tanto en su referencia al género literario como al genus narrationis43. Lo
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codicibus Vitae Alexandri Magni vel Historiae quae dicitur de preliis. Accedunt animadversiones criticae in commentariolum Francisci Stabile", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 42 (1914), pp. 104-113. F. Pfister, Der Alexanderroman des Archipresbyters Leo, Heidelberg, Carl Winter, 1913, p. 5. Este códice, de entre los numerosos conservados de este importante texto medieval (A. Hilka F. P. Magoun, "A list of Manuscripts containing Texts of the Historia de Preliis Alexandri Magni. Recensions I1, I2, I3", Speculum, IX (1934), pp. 84-86), "conserva senza dubio la forma più antica e più genuina" (F. Stabile, "Critica e lingua della Vita Alexandri Magni o Historia de preliis di Leo archipresbyter secondo la recensione del cod. Bambergensis", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 49 (1921), pp. 215-227, p. 216). Pfister (1913, p. 3 n.2) indica que los folios 1-169 han sido realizados por dos manos de una calidad inferior a la responsable de los folios 170 y siguientes. Pfister (1913, pp. 3-4): "Die Bamberger Handschrift E. III. 14, eine 351 Blätter mit 2 Kolumnen auf jeder Seite von je 30-31 Zeiten umfassende Pergamenthandschrift von 38 cm Höhe und 29 cm Breite, ist in Italien von mehreren Schreibern spätestens zu Anfang des 11. Jahrhunderts geschrieben". La inexistencia de repertorios lexicográficos exhaustivos, así como la escasez de bases de datos, entre las cuales es de especial relevancia la Biblioteca Italiana [http://www.bibliotecaitaliana.it/], obliga a ser cautos en la afirmación que realizamos. No obstante, la citada base de datos, así como las colecciones de textos consultables en red, suponen una muestra válida para, como mucho, esperar la aparición de usos marginales del citado término, o, como afirmamos, poderlo considerar prácticamente inédito. En el siglo XVII G. J. Vossius mantiene su inclusión en la retórica y no emplea el término 'historiografía': "G.J. Vossius unterscheidet in seiner Rhetorice contracta (1621) bei den praecepta elocutionis den poetischen vom historischen und anderen Prosastilen 'Elocutio alia philosophica est, alia oratoria, alia historica, alia poetica' [IV 1]. Und im narratio-Kapitel der Commentariorum Rhetoricorum sive Oratoriarum Institutionum libri sex (1606; 1630) differenziert er zwischen faktischer narratio historica und fiktiver narratio dramatica. [...]. Und Vossius betont, daβ alles, was er dazu im einzelnen ausführe, für Oratoren mindestens genauso beachtenswert sei wie für Historiographen ('omnia haec considerare non historici modo, sed etiam oratores solent')" (Knape, 1996: s.v. historia). Vid. R. Landfester, Historia magistra vi-
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que parece claro, a tenor del uso en las lenguas vernáculas que ya se registra en el Medievo y que permea la propia lengua latina es que el término 'historia' se había popularizado hasta el punto de denotar un relato realizado en cualquier tipo de soporte. Este proceso es el que conduce a la aparición en lengua inglesa del término 'story', que requerirá de un cultismo, 'history', al definir, ya en el siglo XVIII, la disciplina científica de la historia; esto exigirá la adopción de un nuevo término, posible, pero prácticamente inédito en el pasado, para etiquetar el género literario de contenido histórico definido por Cicerón y recogido en los tratados de retórica dentro de la narratio. Este proceso se inaugura en paralelo a la definición de la Filología Clásica como disciplina científica, lo cual se concreta en "Darstellung der Altertumswissenschaft nach Begriff, Umfang, Zweck und Wert", de Friedrich A. Wolf (1759-1824), artículo inicial de la revista Museum der Altertumswissenschaft44. La evolución posterior, no exenta de un punto administrativo con la constitución de cátedras universitarias en Alemania, permitirá asistir al nacimiento de otras disciplinas emanadas de los Estudios Clásicos; en el caso del estudio de la Historia (Antigua) se alzan con fuerza propia las figuras de Niebuhr (1776-1831) y Mommsen (1817-1903), quienes, si bien sustentan sus estudios en la información suministrada por la filología, consagran ya la neta diferencia entre Gesichte y Gesichschriebung, entre Historia e Historiografía, que, en el plano de la Filología Clásica, culminarán Wilamowitz (1848-1931) y Norden (1868-1941)45.
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tae. Untersuchungen zur humanistischen Geschichstheorie des 14. bis 16. Jahrhunderts, Ginebra, Droz, 1972; o K. Kohut, "Retórica, poesía e historiografía en Juan Luis Vives, Sebastián Fox Morcillo y Antonio Lull", Revista de Literatura, 52 (1990), pp. 345-374. M. Martínez Pastor, "Carácter científico y valor educativo de la Filología Clásica", Durius, 3 (1975), pp. 175-193, p. 182. Vid., e.g., G. Righi, Historia de la filología clásica, Barcelona, 1969; o J. E. Sandys, A history of classical scholarship, I-III, Cambridge, 19673 (1903-19081). No es casual que también en el siglo XVIII se inaugure el debate entre historiografía y 'novela histórica' (vid. Lieselotte E. Kurth, "Historiographie und historicher Roman: Kritik und Theorie im 18. Jahrhundert", Modern Language Notes, 79 (1964), pp. 337-362), género este último en el que en no pocas ocasiones se ha tratado de encuadrar a algunos de los autores de la historiografía romana (v.g. Curcio Rufo). C. Avlami - J. Alvar - M. Romero Recio (eds.), Historiographie de l'Antiquité et transferts culturels, Les histories anciennes dans l'Europe des XVIIIe et XIXe siècles, Amsterdam-Nueva York, Rodopi, 2010, sin llegar a plantearse la cuestión terminológica -la aparición del término historiografía- apuntan a la cuestión esencial: el hecho de concebir los textos históricos de la Antigüedad como fuente y no como obras científicas; ese paso, simple pero esencial, contribuye a su cambio conceptual en la utilización e interpretación, asi como abre las diversas posibilidades de uso, entre las que se encuentra su propio cuestionamiento como fuente, con ejemplos significativos como el capítulo de F. Wulff Alonso, "Une question historiographique ou seulement espagnole? Positions antiromaines et identités culturelles" (pp. 169-188; en la misma obra). C. Avlami, "L'antiquité gréco-romaine vue d'ailleurs" (ibid., pp. 9-16, p. 9), subraya el empleo de historiografía con una contenido común y 'oscuro', pero que despierta un renovado interés tanto por el análisis de la condiciones de la 'enunciación de la narración histórica', como por la propia coyuntura histórica actual, es decir, tanto por el carácter marcadamente
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Juan Francisco Mesa-Sanz
4. CONCLUSIONES. SABIDURÍA, RETÓRICA Y CIENCIA
La historia de los vocablos historia e historiografía es el relato de la relación mantenida entre un término polisémico y de fuertes connotaciones culturales y su compuesto, un compuesto posible, mas no desarrollado en plenitud hasta que el término base no alcance un alto grado de especialización científica. Hemos podido observar que historia se despliega en tres grandes líneas semánticas: (i) 'conocimiento, testimonio, sabiduría'; (ii) género literario con funciones educativas; y (iii) modo de la narratio en la retórica. El primero de los valores se desprende de su etimología griega (dado que en latín es un préstamo) y, a pesar de considerarse un arcaísmo ya casi desde los primeros testimonios conservados de su uso, perdura en la lengua latina tanto en la terminología científica, Naturalis historia, como en el uso 'popular' del término, alcanzando el Medievo y el desarrollo posterior en las lenguas vernáculas. El segundo ha requerido de mayores explicaciones, puesto que no abundan las poéticas de la historia en los textos antiguos. Quien lo expresa con mayor claridad es Cicerón, que lega los dos elementos esenciales configuradores de su definición: exempla con función educativa; y texto con marcado carácter estilístico. Dicho de otro modo, selección del material verus, mas opus oratorium maxime, y, en consecuencia, verosimilis. Ahora bien, todo lo apuntado en el párrafo anterior es válido para el género en su totalidad (de ahí su uso con frecuencia en plural, historiae), puesto que las 'leyes de la historia' se extraen de los textos de Cicerón: "On dirait que Cicéron songeait à tous les genres de l'historiographie"46. Efectivamente, el cruce de los valores (i) y (ii) permite la definición de un subgénero, historia o historiae, por oposición sobre todo a annales, en el que se aúna el relato de acciones pasadas dignas de recuerdo con la capacidad del autor de erigirse como testigo o testimonio de los hechos y palabras narrados. Es un fenómeno definido en la Antigüedad y expresado en los títulos de las obras historiográficas. Finalmente, el tercer valor hace de historia un genus narrationis en oposición a fabula y argumentum; a saber, se opone en la narración lo 'verdadero', lo 'verosímil' y la 'ficción'. Sin embargo, puesto que el relato siempre estará marcado estilísticamente, las fronteras tienden a difuminarse; así, por ejemplo, alcanzamos la formulación de Macrobio, quien considera que la épica de Virgilio se diferencia de la historia únicamente por la organización de los materiales, in media re la primera y linealmente la segunda. Es decir,
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estilístico de la redacción histórica en la Antigüedad como por la necesidad de preguntar al pasado clásico sobre el concepto actual de la crisis de la historia. Cizek, Ob. cit., p. 67.
Historia de los términos “Historia” e “Historiografía”
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a partir de una taxonomía clara, la realidad de los textos muestra las fronteras difusas entre esos tres genera narrationis opuestos. Por ello, historia, más allá de los tratados de retórica, extiende su valor referencial a los géneros opuestos y termina por identificarse con la propia narratio; el resultado era esperable entre historia y argumentum, dada la proximidad conceptual entre verus y verisimilis; la relación con la fabula, requiere alcanzar el punto de encuentro en argumentum: la ficción para ser efectiva debe recurrir a los elementos que le confieran verosimilitud47. En suma, puesto que los genera narrationis son diferenciables por el contenido pero comparten sus recursos formales, se produce de modo natural la identificación con uno de ellos, siendo narratio lo mismo que historia. Esto es lo que permite que se ponga en relación con la épica o que la historiografía sea reconocida, o cierta historiografía, entre los antecedentes más evidentes de la novela48. La constatación de esta equivalencia la suministra la lengua popular, donde, en paralelo al desarrollo retórico del término, historia/historiae es utilizado en los dos sentidos: el positivo de 'testimonio verdadero'; y el negativo de 'relato inventado' (=fabulae). La oposición etimológica hist-/fab-, que permitiría distinguir entre el relato que se puede (o se quiere) dar por comprobado y el que es 'habladuría' y, por tanto, no comprobable, no resulta fácil de comprobar en los textos; más bien, podemos aducir que el valor etimológico ha sido reemplazado por el carácter más o menos marcado estilísticamente en la prosa, o por su carácter versificado (fabulae Aesopi o drama). Se desprende de todo lo indicado que, mientras el compuesto historiographus era posible y hasta cierto punto necesario en el sentido de 'redactor de una narratio', historiographia era redundante con el vocablo historia. Por ello, es inédito en la Antigüedad y lo podemos calificar de marginal en el Medievo y el Renacimiento hasta la definición de las disciplinas históricas a partir del siglo XVIII (aunque hemos localizado tres casos que apuntan a su identificación con el género literario grecolatino). Sólo a partir de ese momento se definirá una disciplina científica, historia, y un género literario, historiografía.
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Muller (1926: 249): "Priore casu habemus merum figmentum, πλάσμα ("fantasie"), quod quanto magis veri-simile erit, tanto magis delectabit lectorem". La discusión terminológica puede seguirse a partir de la documentación aportada por Keuck, Ob. cit., p. 3.
HISTORIOGRAFÍA GRIEGA Y MÉTODO COMPARATISTA ALFONSO SILVÁN Puede parecer extraño que la primera tentativa que nos ha llegado en la tradición crítica en lengua griega de relacionar con cierto orden los historiadores más importantes de su legado no tenga en cuenta a Polibio (s. II a. d. C.), inaugurador del método comparatista sistemático en el campo específico de la indagación de los hechos que desemboca en la primera historia universal conservada con que cuenta Occidente1. Resulta tanto más llamativo por cuanto que quien lleva cabo el cotejo es uno de los más conspicuos continuadores, siglo y medio más tarde, de su inmensa empresa de escritura de la historia, además de ser el primer crítico en formular el procedimiento basado en la comparación o juicio derivado de ella (sýnkrisis), ahora como método asimismo explícito y sistemático de análisis no sólo en la extensión del ámbito literario (griego), sino de forma que se ordena a “dilucidar qué es lo esencial en sea cual sea la forma de vida”. Nos referimos a Dionisio de Halicarnaso, autor residente en Roma y maestro de retórica a finales del s. I a. d. C. El libro segundo de su obra Sobre la imitación estaba dedicado a los autores que debían imitarse, poetas, filósofos, historiadores y oradores. Sólo unos fragmentos se han conservado de este libro, el más largo de ellos es el que puede reconstruirse a partir de la Carta a Pompeyo Gémino, donde el propio autor estimulado por el destinatario de la carta, tras justificar las razones metodológicas que le llevan a situar a Demóstenes por encima de Platón en ciertos aspectos de estilo, hace una recensión precisamente de la parte dedicada en el mencionado libro a la valoración de los historiadores. Los convocados a torneo son Heródoto y Tucídides (sobre el que escribió y se conserva 1
No queremos entrar en la cuestión de las condiciones de lo que puede o debe entenderse en rigor por historia comparada, un debate iniciado a comienzos del siglo XX y que permanece aún abierto (cf. J. M. Hannick, « Brève histoire de l’histoire comparée », en G. Jucquois y Ch. Vielle (eds.) Le comparatisme dans les sciences de l’homme. Approches pluridisciplinaires, Bruxelles, De Boeck Université, 2000). Nos limitamos a afirmar en ciertos autores aquí estudiados la existencia de un procedimiento que en la medida que se emplea de manera sistemática puede considerarse método. Para los distintos aspectos metodológicos en Polibio vid. P. Pédech, La méthode historique de Polybe, Paris, Les Belles Lettres, 1964, donde se incluye un capítulo que lleva por título “La méthode comparative”, pp. 405-431.
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un estudio más extenso), Jenofonte y Filisto, a los que se añade Teopompo, a quien se le compara con Isócrates y a veces con Demóstenes, todos del siglo V y IV. Dígase pronto, el cotejo está regido por parámetros ordenados con un rigor ejemplar, que demuestra de forma condensada la gran altura como crítico del autor en el análisis de la forma, quien ha asumido fiel a sí mismo el principio, formulado en la primera parte de la carta, en su examen de los estilos de Platón y de Demóstenes, de que “el mejor método de investigación es la comparación” (krátistos elenchou trópos o katá sýnkrisin gignómenos)2. Pero, dada la afianzada influencia de la retórica en todas las artes de la palabra, los criterios para la valoración de los historiadores son de carácter marcadamente literario, como lo demuestra el cuidado con el que se diferencia la elección del contenido (to pragmatikón) y las calidades de la expresión (to lexikón), minuciosamente enumeradas y aplicadas en el análisis de los estilos particulares para dirimir, en los correspondientes aspectos, los ganadores del certamen3. La aproximación de la historia común (koiné historía, de griegos y bárbaros) de Heródoto a la idea de universalidad (to katholikón), frente al pólemon hena o guerra “una” (sólo entre griegos) de Tucídides (respecto del que Dionisio por otra parte muestra claras reservas ideológicas y de “gusto” en lo que se refiere a su indiscreción en la elección de un tema intestino) es un argumento firme para incluir la historia en la poíesis; y el empleo de otras reconocidas categorías estéticas arístotélicas como la adecuación, lo conveniente (to harmotton / to prepon) ratifican el afán de Dionisio, que se consideraba a sí mismo fundamentalmente historiador, por elevar la historia (el término historiografía prácticamente no se usó en la Antigüedad) a la dignidad de género literario puesta en entredicho por el estagirita, quien había afirmado que “es más filosófica y más noble la poesía que la historia, pues la 2
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La sentencia de Dionisio, en el contexto de la declaración de que la comparación acompañada del examen sirve para dilucidar lo esencial en orden a alcanzar la verdad, no queda tan lejana de la que en cierta ocasión pronunció Émil Duhrkeim en su programa de acercamiento entre la historia y las ciencias sociales: “l’histoire ne peut être une science que dans la mesure où elle explique, et l’on ne peut expliquer qu’en comparant” (Anné sociologique, I, 1896-97, p. ii). Polibio había afirmado que “la originalidad y la grandeza del argumento objeto de nuestra consideración pueden comprenderse con claridad insuperable si comparamos (parabáloimen) y parangonamos (synkrínaimen) los reinos antiguos más importantes, sobre los que los historiadores han compuesto la mayoría de sus obras, con el imperio romano” (Historias, I, 2); vid. tb. infra, n. 17. Una publicación actual que ofrece garantías de un enfoque comparatista consecuente del legado antiguo grecolatino, en entrecruzamiento ponderado de las diferentes disciplinas de las ciencias humanas y sociales, es la revista Anabases. Traditions et réceptions de l’Antiquité (2005-), editada cada semestre por l’Université de Toulouse II Le Mirail. Para las oscilaciones en la valoración de la retórica en el giro clasicista en la época augústea (“la retorización de la literatura iba acompañada de una literaturización de la retórica”) y su articulación en la teoría literaria de Dionisio de Halicarnaso, vid. M. Fuhrmann, La teoría poética de la Antigüedad, ed. de A. Silván, Madrid, Clásicos Dykinson, 2011, pp. 293-309 (espec. “La mímesis retórica y el canon clásico”, pp. 304 y ss.); en lo que se refiere específicamente a la historia: B. Gentili [et al.], Retorica e storia nella cultura classica, Bolonia, Pitagora, 1985.
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poesía habla más bien de lo general (ta katholou), la historia, de lo particular (ta kath’ékaston)”. Un esfuerzo también detectable como veremos en ciertas declaraciones del autor de Megalópolis4. Polibio por tanto, a pesar de su explícita aspiración a la universalidad y la aportación metodológica que acompañaba a la empresa, así como la tentativa apuntada de conectar con los principios de poética, no podía formar parte del paradigma no tanto por razones de época, sino porque su estilo lo impedía; apenas merece una mención en la obra de teoría y de crítica literaria de Dionisio conservada y es para infravalorarlo, e incluirlo en el listado de historiadores helenísticos que descuidaron el estudio de la composición por no reparar en que contribuía a la belleza literaria: “así nos llegaron obras tales que nadie es capaz de leer hasta el final”5. El valor decisivo del método que formula y adopta Dionisio personalmente sobre todo al nivel formal de la crítica literaria con tanta convicción no parece reconocerlo en el punto de partida mismo y en el subsecuente desempeño de la indagación ni en el caso de este autor ni en el de los historiadores citados en la carta seleccionados para su estudio. En las muestras de mayor simpatía de Dionisio de Halicarnaso por la obra de su paisano Heródoto, entre las que sobresale el mencionado acercamiento a la universalidad por la elección del tema (en lo estilístico unas veces prevalece él y algunas menos Tucídides), no encontramos pues alusión al procedimiento empleado con frecuencia por el primer historiador jonio sugerido o más bien reclamado por la naturaleza de un material caracterizado por la diferencia entre ‘griegos y bárbaros’. El ejercicio sin embargo de la comparación que éste hace es constante y desde el principio en su indagación (historíe) sobre la causa (aitíe) de las luchas entre unos y otros, de su diferencia (diaforé)6. Es el primer intento de amplitud que conservamos en occidente de encontrar paridad en un mundo definido por otra lengua, de verificación de lo semejante y de lo dispar, de experiencia de la alteridad7. El valor cognos4
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Hemos tratado con cierto detalle, desde el punto de vista terminológico, el pensamiento crítico de Dionisio de Halicarnaso condensado en la Carta a Pompeyo Gémino en nuestro artículo “La terminología originaria del comparatismo”, en P. Aullón de Haro (ed.), Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2014, pp. 29-69 (para Dionisio pp. 52-55); excepto la cita de la Poética 1451b (ed. bilingüe de P. Ortiz, Madrid, Dykinson, 2010) todas las referencias textuales que citamos en castellano se basan en las ediciones que se encuentran en la Biblioteca Clásica Gredos. Sobre la interpretación de las afirmaciones aristotélicas acerca de la historia en Poética 1451b y 1459 a, y en otros pasajes de la Metafísica, de la Política y de la Historia de los animales, vid. E. Lledó, Lenguaje e Historia, Madrid, Clásicos Dykinson, 2011, pp. 221 y ss. Sobre la composición literaria 4, 14-15. « Herodote est l´historien de la différence…cet intérêt pour les autres, les non-grecs, tant méprisés ailleurs, est peut-être son legs le plus précieux » (P. Lévêque, en P. Brient y P. Lévêque, Le monde grec aux temps classiques, t. 1, PUF, 1995, pp. 416 y s.) Cf. F. Hartog, Le miroir d’Herodote. Essai sur la représetation de l’autre, París, Gallimard, 1980.
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citivo de la analogía (o de la inversión) trata de mostrar su eficacia en el plano geográfico, el etnográfico, el político e incluso el lingüístico, en una periégesis que ahora adquiere conciencia de la trascendencia de su testimonio y de la necesidad de una coherencia metodológica: el nacimiento, es decir, de la historia como ciencia, a cuyo alumbramiento contribuyó decisivamente el comparatismo8. La visión del mundo que ofrece Heródoto es helenocéntrica, lo que no otorga necesariamente prevalencia a lo propio sobre lo ajeno (Plutarco le reprocharía cierta “barbarofilia” [857 A]), y el operador léxico más utilizado en la aproximación del objeto foráneo en el familiar es el verbo symballo / symbállomai (juntar, equiparar, comparar / poner en común, contribuir, encontrar explicación, concluir un pacto) que permite la representación de ambos en un mismo escenario, su ‘simbolización’ (sýmbolon, el encaje con el par, la ‘tablilla del recuerdo’ del huésped). La profusión además de fórmulas comparativas comunes en la lengua griega acredita que el recurso es consustancial al método de la indagación. La relación de sentido entre el verbo eikazo (figurar, figurarse) y mimoumai (imitar), que aparecen en varios casos en contextos idénticos, dice bastante de la psicología de la representación9. El helenocentrismo abandona un tanto su anclaje en el logos egipcio, y así ocurre tanto al señalar los contrastes como al hablar de la procedencia de ciertas divinidades, de fiestas o de oráculos (Dodona) ahora adoptados como griegos. El sýmbolon tiene por tanto el valor de una anagnórisis: el ‘regreso’ anual de Perseo al lugar de origen de su familia, una ciudad ‘probablemente semigriega’ del nomo de la Tebas egipcia con un santuario que le está dedicado, cuyo nombre (Quemis) trasmitido por su 8
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“Une certaine forme de comparatisme est aussi vieille que l´histoire et je serais même tenté de dire –après bien d’autres [Bury, Roussel…]– que celle-ci doit sa naissance, pour une large part du moins, à la comparaison” (J. M. Hannick, ob. cit, pp. 305 y s.) Dada la escasez del material conservado, no parece posible hacer una valoración precisa de la importancia que pudo tener el procedimiento de la comparación en los orígenes de la historiografía, en los que desempeñaron un papel fundamental los llamados logógrafos jonios, quienes compusieron relatos en los que trataban o bien de las genealogías de las familias más importantes de la ciudad que se remontaban al mundo de la épica, con su mezcla de sucesos reales y míticos, o de la experiencia viajera o periégesis fuera de la Hélade. El autor más mencionado, ya lo es por Heródoto (II, 143), a pesar de se conservan de él unos fragmentos de no mucha relevancia, es Hecateo de Mileto (finales del s. VI a. d. C.) quien escribió unas Genealogías y una Períodos ges o recorrido y descripción de la tierra en dos libros, que se agregaba al mapa que dibujó de la misma, vid. Ch. Jacob, Georafía y etnografía en la Grecia antigua, Barcelona, Bellaterra, 2008. Para Heródoto, vid. J. Lacarrière, Heródoto y el descubrimiento de la Tierra, Madrid, Espasa-Calpe, 1973. Otras interesantes periégesis o periplos se recogen en L. A. García Moreno y F. Gómez Espelosín, Relatos de viajes en la literatura griega antigua, Madrid, Alianza, 1996. Para el panorama de la historiografía griega y el lugar de Heródoto en la historia de la historiografía vid. A. Momigliano, La historiografía griega, Barcelona, Crítica, 1984, recopilación de ensayos de este autor con bibliografía. Para una bibliografía monográfica actualizada vid. Heródoto, Historia. Libro I. (Clío), ed. bilingüe de J. M. Floristán, Madrid, Dykinson, 2010. Vid, A. Silván, art. cit. (supra n. 4) p. 33.
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madre conserva el héroe en su memoria para orientarse, se certifica con la señal que deja su sandalia, que sus familiares reconocen y celebran con lujo helénico. El augurio de prosperidad que ello significa para todo Egipto es probablemente en el fondo la acogida de Horus. Un ejemplo excelso de solución de la disparidad en la convergencia10. El ateniense Tucídices, unos treinta años más joven que el jonio, a cuyas lecturas públicas parece haber asistido en su ciudad, y quizás ya cuando niño en Olimpia, concentró sin embargo su observación en un asunto interno de los griegos, urgido como testigo presencial por la perentoriedad de un acontecimiento que juzga desde el comienzo de su obra como “grande y de más importancia (axiologótaton) que los precedentes”: la Guerra del Peloponeso. Precisamente será la elección del tema el reproche que le haga, como apuntábamos, cuatro siglos más tarde Dionisio de Halicarnaso. La obra de Heródoto expone, afirma el crítico, un tema de alcance general, una historia común (koinén historían) compuesta de hechos (práxeon) protagonizados por griegos y bárbaros, mientras que Tucídides escribe sobre una guerra única (pólemon hena graphei) que nunca debió producirse, o en todo caso debió ser condenada al silencio y al olvido11. Cierto es que en los primeros capítulos de la obra tucidídea hay referencias a la guerra de Troya y a las guerras médicas, o al mítico rey Minos por su dominio del “mar griego”, pero de manera sumaria y siempre con la intención de que sean útiles para esclarecimiento del presente en virtud de su analogía y de llegar cuanto antes a la 10
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Para el método comparatista en la obra de Heródoto, fundamentado en la terminología con la diversidad de fórmulas comparativas que en ella se reúne, vid. A. Silván, art. cit. en n. 4, pp. 31-38, donde se colacionan bastantes ejemplos, referidos a los planos geográfico, etnográfico, religioso y lingüístico, concernientes al mundo egipcio, persa y escita. El pasaje citado aquí se halla en Historia, II, 91. No es necesario subrayar el atractivo que tiene la exploración terminológica y metodológica desde el punto de vista comparatista de la Biblioteca Histórica de Diodoro Sículo (mediados del s. I a. d. C.), obra universalista derivada de las convicciones afines al estoicismo de su autor. Casi todo el libro primero, p. ej., está dedicado a Egipto, y en lo sucesivo se ocupa de los etíopes, asirios, medos y persas, de la descripción de la India y de la figura del dios Dioniso entre los indios o los libios. Las indicaciones que apuntaban a Oriente en Heródoto, muy reconocido a la vez que controvertido por la tradición (el padre de la historia según el conocido juicio de Cicerón), no encontrarán la profundización que merecían hasta época contemporánea con el desarrollo de las ciencias humanas, cuyos avances y resultados convergen en trabajos como los de, p. ej., W. Burkert, Die orientalisirende Epoche in der griechischen Religion und Literatur, Heidelberg, 1984, y Die Griechen und der Orient, Múnich, 2004; o de M. West, The East Face of Helicon, Oxford, 1997. Carta a Pompeyo Gémino 3, 9-10 (ed. ref. G. Galán y M. A. Márquez, Madrid, Gredos, 2001). Para una valoración moderna vid. A. Momigliano, Ob. cit. en n. 8; D. Plácido, “De Heródoto a Tucídides”, Gerión 4 (1986) 17-46; W. Schadewaldt, Die Anfänge der Geshichtsschreibung bei den Griechen. Herodot. Thukydides, Fráncfort, Suhrkamp, 1982; en lo que concierne a lo que sigue en relación al elemento mítico, vs. el capítulo “La ilusión mítica”, en M. Detienne, La invención de la mitología, Barcelona, Península, 1985, espec. pp. 77-82. Para la relación específica de la obra de Tucídides con la mitología por medio de la tragedia vid. Cornford, Ob. cit. en n. 12.
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conclusión previa de que en el transcurso de esta guerra “nuestra” se constatan desastres que no son comparables a los de ningún otro período igual anterior (oia ouch hétera en iso chrono) (I, 23, 1). Poco antes había afirmado que renunciaba al encanto del elemento mítico para dirigirse a “cuantos quieren tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes (toiouton kai paraplesíon), de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana” pues “si éstos los consideran útiles, será suficiente”; y se producen, de hecho, paralelismos en la exposición del desarrollo del conflicto. La obra ha sido compuesta como “una adquisición para siempre (ktema eis aei) más que como una pieza de concurso (mallon e agónisma) para un momento dado” (I, 22, 4), con lo que el cuidado de los elementos estilísticos queda voluntariamente relegada a un segundo plano. Tras la relativamente breve “Arqueología” (I, 2-19), el enunciado del método (I, 20-22) y el énfasis en la magnitud (I, 23) pasa a centrarse sin mayor demora en los orígenes y causas que provocaron el gran conflicto12. Es verdad que en ciertas fases de la guerra se verán afectados en parte otros pueblos, como se anuncia muy pronto (I, 1, 2), pero básicamente se dirimía un asunto de griegos, de las dos potencias enfrentadas, Atenas y Esparta con sus respectivos aliados, griegos o no. Desde el punto de vista etnográfico se encuentran algunas afirmaciones interesantes en la parte arqueológica, pero de una gran parquedad, como cuando, al referirse a la costumbre de ir cubiertos mínimamente en las competiciones de pugilato y lucha que se observa en algunos pueblos bárbaros, de la misma manera que lo hacían en tiempos los griegos, comenta que “en muchos otros aspectos se podría demostrar que el mundo griego antiguo vivía de modo semejante (ομοιότροπα / omoiótropa) al mundo bárbaro de hoy” (I, 6, 6). En el inicio del relato de la expedición a Sicilia en el libro VI se establece un cierto paralelismo geográfico, al modo de Heródoto, entre la isla y el Peloponeso, por la posición de ambos respecto a Italia y a la Grecia central respectivamente, como ocurrirá también en Polibio. Es posible que esto se corresponda con el paralelismo ob12
Un tema muy interesante en el desarrollo de la historiografía y desde luego desde el ángulo comparatista, dentro de la cultura griega, sigue siendo la relación del método tucidídeo con las concepciones de la medicina hipocrática, tanto en la famosa descripción de la peste en el libro II 47-54, como en la distinción fundamental entre “causas declaradas en la apariencia” (hai d’es to phanerón legómenai aitíai) y “la causa más verdadera” (ten men alethéstaten próphasin) (I, 23, 6), y en el análisis minucioso, casi “clínico”, del deterioro social como consecuencia de la corrupción del poder en el curso de la guerra (III, 82 y ss.) Vid. K. Weidauer, Thukidides und die hippokratische Schriften, Heidelberg, 1954; Ch. Lichtenhaeler, Thucydides et Hippocrate vues par un médecin, Ginebra, Groz, 1965 ; G. Rechenauer, Thukydides und die hippokratishe Medizin, 1991. La distinción entre lo oculto y lo aparente, así como el paralelo con la actuación del médico al diseccionar el cuerpo, son cualidades que ve Dionisio de Halicarnaso también en Teopompo (Carta, 6, 7-8). Una tesis atractiva sobre la relación de la obra de Tucídides (libros IV-VII) con la tragedia puede verse en F. M. Cornford, Thucydides mythistoricus, Londres, E. Arnold, 1907.
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servable entre el desarrollo de la fase inicial de la guerra, llamada arquidámica, por el rey espartano que invadió el Ática, y la posterior campaña de Sicilia. Son también perceptibles en este pasaje ecos herodóteos en la relación del modo como primero los bárbaros y luego los griegos colonizaron la isla. Es el caso, sin embargo, que aunque se centrara en un asunto interno vinculado a unas circunstancias tan específicas haya sido el método tucidídeo el más trasladable en el tiempo y en el escenario, dado su sentido tan agudo de la contemporaneidad. Baste con recordar el comentario de Arnold Toynbee sobre lo que sintió hacia el historiador griego mientras estaba dando clase explicándolo en Baillol y se enteró del estallido de la Gran Guerra13. El caso de Jenofonte, que continuaría la labor de Tucídides con mucha menos fortuna en sus Helénicas, es en la Anábasis el de un viajero peculiar, o más bien el de un expedicionario, si no con intención abiertamente guerrera en principio, sí obligado por las circunstancias a aceptar responsabilidades de este tipo dada su participación, alistado en un ejército griego de mercenarios, en la campaña de apoyo a Ciro el Joven en sus ambiciones, y tras el fracaso de la misma. No hay sin embargo en su famosa crónica ejemplos destacables, después de lo visto en Heródoto, del recurso a la comparación, a pesar de las interesantes y abundantes descripciones etnográficas a lo largo de la marcha por Anatolia, de retirada hacia el norte de aquel ejército, de esta especie de “ciudad griega ambulante” en que se convirtió14, al encuentro de las colonias griegas del Ponto Euxino. Apenas si es reseñable en el plano etnográfico-político el famoso contraste entre griegos y persas, formulado por el propio Jenofonte en escueta construcción adversativa en su discurso ocasional dirigido a los suyos, tras recordar pasadas victorias, con valor de arenga: “pues vosotros no os arrodilláis ante ningún hombre, como dueño absoluto, sino ante los dioses” (3, 2, 13). El contraste entre hábitos lujosos de 13
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“(…) En ese momento mi entendimiento se iluminó de súbito. La experiencia por la que estábamos pasando en nuestro mundo actual ya había sido vivida por Tucídides en el suyo (…) esto convertía en absurda la notación cronológica que calificaba a mi mundo como ‘moderno’ y como ‘antiguo’ al de Tucídides” pues “acababan e probar que eran filosóficamente contemporáneos” (La civilización puesta a prueba, Buenos Aires, 1949, p. 15, citado por J. J. Esbarranch en su edición de la Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos, 1990, p. 164). Pensamos que debía ver entonces el profesor británico este conflicto como asunto civil, ‘interno’, de Occidente. Hobbes ya tradujo y estudió la Guerra del Peloponeso como algo paralelo a lo contemporáneo (vid. R. Bubner, Polis y Estado, Madrid, Dykinson, 2015, p. 220); vid. también L. E. Lord, Thucydides and the World War, Cambridge, Mass., 1945. Para aspectos generales de la obra tucidídea, y para el panorama de su recepción (Platón y Aristóteles no lo tienen en cuenta) hasta su amplia y definitiva aceptación, sigue siendo muy útil J. Alsina, Tucídides: Historia, ética y política, Madrid, Rialp, 1981. Un estudio de referencia para la repercusión de la historiografía antigua, A. Momigliano, The Classical foundations of modern historiography, U. California Press, 1990 (la tesis doctoral del profesor italiano exiliado después en Inglaterra fue Composizione della Storia di Tucidide, publicada por la Academia de Ciencias de Turín, 1930). Denis Roussel, Los historiadores griegos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975, p. 127.
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los persas y los mucho más sobrios de los griegos se pone de manifiesto en otros lugares, en pasajes como el encuentro entre el rey espartano Agesilao y Farnabazo, el caudillo persa (Helénicas 4, 1, 30). También se sirve en el Agesilao del modelo del enkomion recurriendo al contraste entre las virtudes entre el rey espartano y el general persa Tisafernes, quebrantador de pactos, y cuenta cómo algunos bárbaros tras la muerte de su caudillo pasaron bajo su mando porque ansiaban la libertad (Ag. 1.35). La Ciropedia , no sólo la parte del primer libro consagrada a la educación del rey persa Ciro el Viejo que da título a toda la obra, es, con sus episodios un tanto novelescos de carácter moralizante, la proyección desde el pasado hacia el futuro de un paradigma apenas velado de la recuperación de la monarquía como forma de estado que se preparaba y que se extendería entre los griegos en época helenística. No se trata de un enfoque propiamente histórico sino biográfico-didáctico, y ha sido calificada en ocasiones como la primera novela histórica. El Hierón, para concluir una supervisión sumaria de la obra de Jenofonte, es un juego de contrastes entre dos tipos de vida opuestos, el del tirano, representado por el personaje histórico que ejerció como tal en Siracusa y que da título a la obra, y la del hombre particular, encarnado por el poeta Simónides. En el diálogo que se establece en principio entre ambos, según el motivo del agón, sobre las condiciones del disfrute o del sufrimiento de los sentidos por parte del tirano y del particular, Simónides, al afirmar que ve la diferencia en que el tirano disfruta más por cada uno de esos sentidos y sufre mucho menos, provoca una reacción contraria en Hierón que no deja de ser sorprendente, pues no puede conducir a otra cosa que a la aniquilación de su propia opción vital en tanto que hombre político. Lo que parece una cuestión cuantitativa en tono retórico (polý meio, polý pleio) llega a transformarse en una cuestión de tintes existenciales ciertamente dramáticos: “me guardo de la embriaguez y del sueño como de una emboscada. Temer a la multitud, temer la soledad…la confianza más en extranjeros que en ciudadanos, más en bárbaros que en griegos…el terror no sólo es penoso si se asienta en las almas, sino que además se convierte en destructor de todo lo agradable a lo que vaya unido” (6, 4-5). Sólo el vuelco político, la inversión de objetivos en favor de lo común que aconseja Simónides transformará al tirano en buen gobernante, libre de temores y dichoso15. Polibio es sin embargo, como decíamos, el primer historiador bien conocido que adopta explícitamente el método comparatista en su labor con total claridad de formulación inicial de intenciones y consecuencia con tal decla15
El motivo en general del agón en sí mismo (como también el retórico del enkomion) daría para un estudio desde el punto de vista de la comparación como fuente importante de crítica literaria; son conocidos los casos del Agón entre Homero y Hesíodo y la confrontación entre Esquilo y Eurípides en las Ranas de Aristófanes.
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ración a lo largo de la construcción de su obra16. En diversos pasajes del libro I de los cuarenta que constituían su Historia (no todos conservados) se hace verdadero acopio de terminología referible a la sýnkrisis o juicio comparatista, con una diversidad de matices que le permite abordar con convencimiento de originalidad la tarea de creación de una nueva perspectiva bien sólida y contrastada: “hay que considerar que la historia monográfica aporta poca cosa al conocimiento y establecimiento de de hechos generales. Sin embargo, a partir del entrelazamiento (ek tes symplokés) y la comparación (kai parathéseos) de todos los hechos entre sí, además de su semejanza y su diferencia, sólo así uno lograría y podría alcanzar, al propio tiempo, el goce y el provecho proporcionados por la historia” (I, 4, 10)17. La elección del tema abarca la totalidad de los hechos, aspira a enmarcarse en la ecúmene o mundo habitado (conocido), dominado ahora progresivamente por la gran 16
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No parece posible, por lo poco que se conserva de ella, hacer especulación alguna a este respecto sobre la obra de Timeo de Tauromenio (mediados del s. IV), quien escribió una historia de Occidente enfocada desde la rivalidad entre griegos y bárbaros, y se ocupó del origen de Roma y de su triunfo como potencia dominante, así como de una ordenación cronológica rigurosa. Polibio le censura como de formación ‘libresca’, quizás por su aprovechamiento de muchos materiales precedentes, pero reconoce su labor al anudar cronológicamente con su obra (vid. A. Lesky, Historia de la Literatura Griega, Madrid, Gredos, 1976, p. 803). Es similar el caso de Éforo de Cime, activo aproximadamente en la misma época que el anterior, de quien se conservan fragmentos y noticias que atestiguan que compuso una historia universal. Así lo reconoce Polibio: “el primero y único que escribió lo universal” (ton proton kai monon ta katholou graphein, V, 33, 2), quien le tiene en gran consideración. De Teopompo da a entender Dionisio que conocía costumbres y formas de vida de griegos y de bárbaros que serían de ayuda para quienes se preparan en “retórica filosófica”, y que proporcionaba un material “íntimamente relacionado con los hechos” (Carta, 6, 5-6). Para Teopompo y Timeo vid. los capítulos específicos de A. Momigliano en Ob. cit. en n. 8., y para Éforo, del mismo autor, “La storia di Eforo e le Elleniche di Teopompo”, Rivista de Filologia 13 (1935) 180, y G. Schepens, “Historiographical Problems in Ephorus”, Historiographia antiqua (1977) 95-118. Son muy llamativas a nuestro modo de ver las coincidencias, en lo que se refiere al papel de la comparación, entre el programa metodológico ofrecido (y aplicado) por el autor helenístico para el estudio de la historia y el propuesto en los inicios del enfoque moderno comparatista de la historia, en su relación con las ciencias humanas; continúa Durkheim en el lugar citado anteriormente (en n. 2): “même la simple description n’est guère possible autrement; on ne décrit pas bien un fait unique ou dont on ne possède que de rares exemplaires parce qu’on ne le vois pas bien” (ver infra el concepto de sýnopsis en Polibio); y más adelante “c’est donc servir la cause de l’histoire que d’amener l’histoire à dépasser son point de vue ordinaire, à étendre ses regards au-delà du pays et de la période qu’il se propose plus spécialement d´étudier, à se préoccuper des questions générales que soulèvent les faits particuliers qu’il observe. Or, dès qu’elle compare, l’histoire devient indistincte de la sociologie”. Y no acabarían ahí los paralelismos que podrían encontrarse entre este texto inaugural (el Prefacio al número del primer año, 1896, de L’Anné sociologique, revista dirigida por el autor del mismo) y los abundantes pasajes, como el arriba citado, en los que Polibio anuncia y recuerda su método. Es curiosa la afirmación de Durkheim de que la historia, en el estado actual de cosas la fuente principal de la investigación sociológica, se resista “más particularmente” al empleo del método comparatista (‘comparative’) (ibid. p. iv, n. 1). Algo que parece ignorar inexplicablemente la ingente empresa de Polibio y sus consecuencias.
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potencia en expansión que es Roma, cuya constitución política sobrepuja a las otras tras ser sometidas a escrutinio, y formula un esquema evolucionista un tanto artificial (anakýklosis) del que quedan fuera las constituciones de esparta y de Roma por su carácter mixto (VI 4-9). Se perciben en la declaración anteriormente citada aspectos muy importantes que remiten a categorías hasta entonces reservadas a la poesía y que dieron lugar a la oposición platónico-aristotélica en su enjuiciamiento, negativo o positivo para la politeia: junto a la relación con la realidad y a la universalidad se encuentra el doble efecto en el lector del goce y del provecho. El concepto clave a lo largo de toda la construcción es el entrelazamiento. En virtud de la symploké la historia universal tiende a un único fin, y el proyecto exige “valiéndose de la historia concentrar bajo un único punto de vista sinóptico (mían sýnopsin), en beneficio de los lectores, el plan del que se ha servido la fortuna (tyche) para el cumplimiento de la totalidad e los hechos (syntéleian)” (I, 4, 1). Este elemento internalizado de composición llega a percibirse en Polibio como inherente a naturaleza misma de los hechos, que sólo encuentran su sentido y finalidad en la interrelación. El término y concepto de symploké con sus variantes morfológicas puede rastrearse en los atomistas, tiene presencia vigorosa en Platón (Sofista, Político), puede verse también en los analistas del estilo (Hermógenes) y ha tenido fortuna en el comparatismo moderno18. La enormidad del material que pretende integrar Polibio es difícil de presentar en proporciones que permitan, a pesar de los intentos, la concordancia de la sýnopsis con el criterio aristotélico –concebido desde la perspectiva de una polis como un organismo aún abarcable– de la contemplación de la fábula como eusýnopton y eumnemóneuton , fácil para la mirada y la memoria, expresada en el símil de los cuerpos (epí ton somáton) y de los animales (Poética 51a)19. La pretensión de que “a partir de ahora la historia se convierte en algo orgánico (somatoeidé = forma de cuerpo)” que articula lo su18
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En su estudio de alto nivel P. Pédech (Ob. cit. en n. 1) trata éste término como lo relevante que es sin duda en la expresión de la concepción polibiana de la historia universal (el encuentro de Oriente y Occidente, Grecia, Roma, Cartago), pero no presta atención sin embargo al carácter esencialmente comparatista del mismo, por cuanto indica el entrelazamiento, el ir a la par de los acontecimientos, concepto esencial en la forja del método de este historiador. Es cierto que el término aparece en el vocabulario filosófico de los atomistas (ibid. p. 507, n. 66), mas no se menciona la gran importancia que tiene en alguna de las composiciones fundamentales de Platón. Un comentario más detallado del término en sus contextos puede verse en nuestro artículo “La terminología originaria del comparatismo” (cit. supra n. 4) pp. 42 ss., y para la terminología comparatista en general empleada por Polibio con la importancia de ésta en su obra, vid. ibid. pp. 39-46; la consideración de la symploké como “formal y materialmente inherente a la esencia misma de la Literatura Comparada”, puede verse en J. González Maestro, Idea, concepto y método de la Literatura Comparada. Desde el Materialismo Filosófico como teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2008, p. 23. A. Díaz Tejera, “Concordancias terminológicas con la Poética en la Historia Universal: Aristóteles y Polibio”, Habis 9 (1978), pp. 33, 44 y s.
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cedido en los continentes conocidos (I, 3, 4) es sólo posible con el cambio de perspectiva exigido por las dimensiones de los propios hechos históricos y con el necesario ajuste en la mensurabilidad, en el metron: la dificultad de adecuación es la que se deriva de la oposición polis / ecumene. El punto de enfoque por tanto de la sinopsis (es más que claro que no en el sentido ahora corriente de resumen) ha de situarse necesariamente a otra distancia para que al lector le sea posible desde él experimentar en contemplación el goce estético, una condición inexcusable de la poíesis, sin duda un logro siempre más difícil que la obtención del provecho. Desde la perspectiva clasificatoria clasicista del Dionisio crítico, preconizador del aticismo, mostrada a la hora de relegar a este historiador a la lista mencionada más arriba, confeccionada con arreglo a la época y al rasgo del descuido en la composición literaria, se amortigua en demasía su gran trascendencia en la historiografía posterior, por encima de los criterios de estilo, como ocurre en el propio Dionisio historiador de Roma20. Tanto de Posidonio (s. II-I a. d. C.), que escribió una extensa historia universal que no nos ha llegado, como de Estrabón (s. I. a. d.C. – I d. d. C.), cuya obra histórica tampoco tuvo la fortuna que la geográfica, se conservan noticias que atestiguan haber utilizado títulos semejantes a Historia de la época posterior a Polibio21. Se ratificaba así en la tradición inmediata la conciencia del maestro de que su método basado en la comparación como regulador sistemático en la valoración de los hechos tenía el carácter inaugural de la propia época en la que escribía. No podemos atender en este lugar como merece la obra de los historiadores en lengua griega que continuaron de algún modo con el encargo de escribir la historia de Roma desde un enfoque universalista, lo que venía estimulado por el espíritu del estoicismo. La herencia de Posidonio (n. 135 a. d. C.), ya que su obra misma no nos ha llegado más que de forma muy fragmentaria, es de lo más atrayente. Oriundo de Siria y discípulo del filósofo Panecio en Rodas, resucitó el antiguo espíritu de la historíe jónica, como dice Albin Lesky, con su inquietud viajera que le llevó al otro extremo del mediterráneo, a la Galia, a España y a África: “utilizó sus notas de viaje para presentar, cada vez que un pueblo nuevo entraba en escena, una descripción del país habitado por éste y un estudio etnográfico. Siguió en eso, pero de 20
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Según Fuhrmann, Ob. cit., p. 308, Dionisio como crítico “pierde de vista la obra como totalidad, su contextura, el hilo de la concepción, y no estaba en condiciones de hacer justicia sobre todo a un Tucídides”. Vid. A. Lesky, Histora de la literatura griega, Madrid, Gredos, 1976, pp. 710 y 808. Como afirma D. Roussel, “según el testimonio de los romanos mismos, y particularmente de Cicerón, sus indagaciones fueron conducidas con una conciencia admirable […] La imagen del estado Romano, tal como la pintó Polibio en el siglo II, se impondrá a todos los autores posteriores, desde Cicerón hasta Mommsen, pasando por Tito Livio y Montesquieu” (Los historiadores griegos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975, p.183).
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manera más sistemática que Polibio, el ejemplo dado por Heródoto, Timeo y muchos otros. Buena parte de todo esto pasó a la obra de Diodoro y sobre todo a la de Estrabón”22. La obra ingente de éste último, que entendía explícitamente la geografía como quehacer filosófico (algo que debió heredar, sin duda, de Posidonio) ofrece naturalmente un campo amplísimo de observación (como lo es el nuevo mundo habitado que describe) en lo que al empleo de la terminología comparativa se refiere; y sería interesante ver qué hay de nuevo en ella en cuanto a la eficacia del método como tal, de su potencial heurístico, después de lo que es posible colegir de la aproximación a la tradición iniciada extensivamente en Heródoto. En el caso de Dionisio, contemporáneo de Estrabón, es clara la procedencia de su intento de unificar el proceso histórico con el empeño de sincronizar la cronología griega y romana, y de explicar la complejidad de la realidad con las contraposiciones frente a un mismo hecho, o de diferentes versiones del mismo. La intención conciliadora entre los dos mundos, de zanjar la polémica (sin conseguirlo) sobre el imperialismo romano, desde la perspectiva ahora de los griegos de la época augústea, tiene asimismo una evidente filiación23. Como profesional de la retórica cree Dionisio en la eficacia de la palabra, en la importancia de la medida y las proporciones en la composición del discurso, con la mirada puesta en la recepción, a través de un prisma sin duda diferente del de Polibio. Cuando hacia el final del siglo I. d. d. C. Plutarco comenzó a redactar las Vidas paralelas, en las que el espíritu del biógrafo moralista prevalece sobre el del historiador, ya existía una tradición que se remontaba al menos hasta cinco siglos antes, cuando Isócrates pronunció su discurso en el que comparaba a Evágoras, rey chipriota, y a Ciro. Escipión y Licurgo habían sido emparejados por Polibio, y César y Filipo por Posidonio; también los autores 22
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Denis Roussel, Ob. cit. en n. 14 , pp. 195-6. Este autor continúa diciendo: “Lo que César nos dice de las instituciones galas parece más inspirado en la lectura de Posidonio que en la observación directa. Es posible que este historiador filósofo haya opuesto –mucho antes de Tácito, autor de la Germania– la frescura y la rectitud moral de los pueblos bárbaros poco evolucionados a la corrupción de las poblaciones decadentes como las de Egipto y Siria”. Para las relaciones entre griegos con otros pueblos, y en especial el compromiso de Polibio y de Posidonio en la exploración de las tierras de Occidente, vid. A. Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, México, F. C. E. 1988, pp. 44 y ss., y del mismo autor, “Polibio, Posidonio y el imperialismo romano”, incluído en Ob. cit. en n. 8. Para la concepción filosófica de la geografía por parte de Estrabón, vid. Geog. I, 2, y para Diodoro vid. supra n. 7. “Hay por tanto un criterio unificador expreso, informado por la idea dominante de que Roma supera la diversidad del mundo y el particularismo de la propia ciudad, por lo que la obra es al tiempo superación de los contrastes presentes en la historiografía griega anterior (Polibio y Posidonio) y fusión de historia local e historia general, tal como se expone en Tucídides, 5” (D. Plácido, en su Introducción a la Historia antigua de Roma, libros I-III, Madrid, Gredos, 1984, p. 11 ss.)
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latinos como Cicerón, Salustio, Nepote y Plinio habían practicado paralelismos de este tipo, entre un personaje griego y otro romano, con ejemplos también de comparaciones entre dos griegos o entre dos romanos. El talante sereno y contemporizador de Plutarco se vio favorecido en una época en que la que el estoicismo y el filohelenismo en general estaban en auge, en la época de los Antoninos. Por otra parte, la lejanía de los conflictos generados durante la expansión del imperio romano le permitieron una valoración de las virtudes romanas sobre la lámina de contraste de las griegas sin que pesaran excesivamente segundas intenciones o urgencias políticas. Pero a pesar del sentido de la equidad que trata de demostrar, el tamiz a través del que se ciernen sus juicios, resulta ser efectivamente griego, y se pueda ver en ello la necesidad de afirmar, con la distensión entre ambas culturas que brindaban los tiempos, la tradición educadora frente al poderío regidor, y el sentido “patriótico” resulta al final evidente24. El método comparatista de Plutarco no se limita a la forma tripartita de composición en cada par, proemio-vidasýnkisis, y aunque es referible en el fondo según lo dicho al agón y al enkomion, y en cierta medida a los ejercicios retóricos o progymnásmata (referencias válidas también en la crítica literaria) es resultado de la aplicación de una estudiada técnica al conjunto, detectable tanto en la estructura interna de las vidas por separado como en las conexiones entre ellas fuera de los emparejamientos25. Las referencias intertextuales y planos de comparación conectan las vidas de personajes de un mismo ámbito cultural y próximos en el tiempo, y existen referencias cruzadas y similares figuras de contraste para realzar virtudes o defectos. Una línea renovadora de observación de los paralelismos conduce a descubrimientos derivados de una lectura transversal de
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Hay importantes precedentes en este sentido entre los escritos no biográficos de Plutarco, como son las Cuestiones romanas y las Cuestiones griegas. Existe aquí un tercer plano de referencia que se perdió, unas “cuestiones bárbaras” que hace que la exposición no sea de fondo en términos de bipolaridad entre mundo griego y mundo romano. No se alinean estos dos frente al bárbaro, sino que el romano se sitúa en un lugar intermedio. Los griegos y el propio autor se presentan en las Cuestiones romanas como ‘outsiders’, y la vara de medir sigue siendo la griega. Cf. Tim Duff, Plutrach’s Lives, Exploring Virtue and Vice, Oxford U. P., 1999, pp. 298-300. La valoración o justificación explícita del método comparatista que emplea no la hace Plutarco en las Vidas, aunque puede que lo hiciera en las perdidas de Epaminondas-Escipión, sino en otro texto de contenido también moral, en las Virtudes de mujeres. La explicación se dirige al concepto, pues no utiliza exactamente el término sýnkrisis sino que recurre a paratíthemi como término central: “no es posible aprender la similitud y diferencia de la virtud femenina y masculina de ningún otro modo mejor que comparando (paratithéntas) a un tiempo vidas con vidas y hazañas con hazañas cual grandes obras de arte…”. Para la terminología plutarquiana vs. art. cit. en n. 2, pp. 46 ss.; y para la función de la sýnkrisis no sólo en Plutarco sino en el conjunto de la literatura griega, en el motivo del agón, en el del enkomion, en la crítica literaria, en la historiografía, vid. F. Focke, “Synkrisis”, Hermes 58 (1923) 327-68.
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las Vidas26. En el caso de las contraposiciones entre personajes romanos, como Marcelo y Fabio Máximo, con un comportamiento opuesto en las conquistas de Siracusa y de Tarento respectivamente, se trata de comparaciones culturales sutiles entre Grecia y Roma, y forman parte del discurso de afirmación de la helenización de la capital victoriosa que funciona como una constante en Plutarco. Marcelo es la referencia a la educación helénica, cita a Homero, como aparece ya en el proemio, y tiene un hijo al que se le admira también por esa educación. La valoración que hace Plutarco de la toma de Siracusa, duramente censurada por Tito Livio (25. 40.1-3), y a pesar de la muerte de Arquímedes atribuida a una acción incontrolada, es la de un hecho del que se derivarán grandes beneficios para una Roma, llena hasta entonces de despojos de otras campañas contra los bárbaros, embellecida ahora por los primores de Grecia que antes no conocían (Marc.21) 27. Por otro lado, muestras de especial sutileza da Plutarco en el caso de la comparación en Filopemén-Flaminino, dado que son estrictamente contemporáneos (la única vez que sucede en los emparejamientos de las Vidas) y que llegaron a enfrentarse en la época de la conquista de Grecia, recurriendo el autor a una estrategia habitual en las Vidas como es la de dejarle al lector el ejercicio del juicio para evitar pronunciamientos enojosos sobre aquel sometimiento. Sutileza que no es menor para sus propósitos cuando en Licurgo-Numa le considera al rey de Roma “más griego” en tanto que legislador que al espartano28. En la crítica literaria griega antigua la comparación como recurso para la valoración pasa definitivamente de ser un procedimiento oportuno a convertirse en método sistemático, formulado como tal en Dionisio de Halicarnaso, pero aplicado –como es característico de toda la tradición en este ámbito– a un material exclusivamente griego, seleccionado y juzgado fundamentalmente con criterios de composición referibles a los paradigmas29. Fue sin embargo la escritura de la historia la que se abriría casi dos siglos antes a la universalidad (to katholikón; ta katholou graphein), a un encuentro con lo 26
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H. Erbse, “Die Bedeutung der Synkrisis in den Parallelbiographien Plutarchs”, Hermes, 84 (1956), pp. 398-424, frente a la minusvaloración de Wilamowitz (Die griechische Literatur und Sprache, Leipzig-Berlin, 1912, p. 242) o la decidida atetización de Hirzel (Plutarch, Leipzig, 1912, pp. 71 ss.). Un análisis detallado de este caso y de las comparaciones internas en general se encuentra en H. Beck “Interne synkrisis bei Plutarch”, Hermes 130 (2002) 467-486, en quien nos hemos basado para algunas de estas anotaciones. Para las comparaciones externas, S. Swain, “Plutarchan Synkrisis”, Eranos, 90 (1992), pp. 101-111. Vs. Tim Duff, Ob. cit., pp. 307-9. Un caso excepcional de referencia a otras literaturas es el que se encuentra en ‘Longino’ con su cita del Génesis y la comparación entre los estilos de Demóstenes y Cicerón (De lo sublime, 9, 7-10; 12, 3-5). La sýnkrsis entre estos dos personajes que lleva a cabo más tarde Plutarco tiene naturalmente un enfoque biográfico.
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otro que alcanzaría su tesitura más alta con las exigencias de la ecumene; y ello a partir de que aplicara el ‘método sincrítico’ con rigor y explicitado programáticamente por primera vez en las letras griegas Polibio, cuya asunción de responsabilidad de adecuación a la contemporaneidad (actitud que le emparenta con Tucídides), que se presenta ahora con las medidas de un mundo por hacer, desbordante de acontecimientos bajo el signo del poderío romano, le impedía entrar en el paradigma clasicista de la crítica literaria en su lengua. El ejemplo del historiador helenístico pudo servir de estimulante en sentido inverso entre las dos culturas, es decir en la recepción generalizada de la literatura griega que se estaba produciendo por entonces y en su valoración crítica abiertamente positiva más adelante en el mundo ‘antagónico’ romano, como avance plenamente inteligente de la literatura comparada (Cicerón, Horacio, Quintiliano)30. Una solución feliz –no exenta de cierta ironía– a favor de la propia historia de la literatura, de la paradoja a la que daba pie la mencionada y bien conocida infravaloración aristotélica de la historia respecto de aquella categoría de universalidad al compararla con la poesía, “más filosófica”.
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Es curioso que la preocupación política del lado griego respecto del romano no tuviera correspondencia en otros aspectos, como fue en relación a la literatura latina, tan sensible por su parte a los modelos griegos. Al hablar de Polibio y de Posidonio, A. Momigliano obseva que aunque al menos el primero debe de haber llegado a tener fluidez en la lengua es dudoso aun su uso directo de los historiadores latinos, y que ninguno de los dos parece haber leído algún trabajo de poesía latina. Es sorprendente además, que ni Polibio ni Posidonio dedicaran ningún pensamiento serio al fenómeno que había cambiado la forma de sus propias vidas: la helenización de la cultura italiana; y que no se dieran cuenta de la superioridad que los líderes romanos adquirieron por el simple hecho de ser capaces de hablar el griego, mientras que los líderes griegos necesitaron intérpretes para entender el latín (vid. La sabiduría de los bárbaros, Ob. cit., pp. 67-70) Para las relaciones de Polibio con el latín, vs. M. Dubuisson, Le latin de Polybe. Les implications historiques d’un cas de bilinguisme, París, Klincksieck, 1985.
EL CONCEPTO DE ‘HISTORIA’ Y SU CAMPO TERMINOLÓGICO EN LAS FUENTES ENCICLOPÉDICAS MODERNAS
Mª TERESA DEL OLMO IBÁÑEZ
Lo que se presenta aquí es una descripción y evaluación de la terminología directa del léxico de Historia en las fuentes enciclopédicas modernas y diccionarios especializados a fin de intentar establecer cuál es la noción establecida y difundida a través de esas obras y la posible entidad de su repercusión. Para ello, se rastreará en las obras escogidas la presencia de cualesquiera términos utilizados como encabezamiento o incluidos en el desarrollo explicativo de los conceptos a seleccionar. Se dará cuenta del tratamiento otorgado al vocablo “historia” en general y a todas aquellas derivaciones del mismo, de acuerdo a la elaboración terminológica históricamente determinada por las tendencias del pensamiento, o con las que se designa a las disciplinas o las ramas de investigación. Si bien la idea de enciclopedia actual dista de su concepción primigenia, especialmente por el actual predominio afianzado de las digitales, es funcionalmente rentable ahora, como marco nocional, atenernos a su consideración como fuentes de conocimiento de nivel intermedio, o de referencia a otras fuentes en las que obtener información textual o documental. La estructura con que se organiza cada una de ellas determina la clasificación de sus contenidos. Y, por otra parte, la perspectiva de análisis adoptada es criterio de comparación entre unas y otras. En un primer estadio de acercamiento al género, se aceptan como tres de sus características constitutivas la permanencia, la reiteración de su uso y la asunción de tales obras como “objeto cultural”1. Y se ha admitido como clasificación cuatro grandes tipos: por su morfología: obras impresas, en formato digital o una presentación mixta de ambas; en cuanto a su estructura interna alfabética o temática; con arreglo a sus contenidos, de tipo general, 1
B. Fernández Fuentes, y J. M. Sánchez Vigil, “La edición de enciclopedias Espasa como modelo”, en Estudios de biblioteconomía y documentación: homenaje a la profesora María Rosa Garrido Arilla / coord. por José López Yepes, Pedro López López, María Teresa Fernández Bajón, 2004, pp. 167-168.
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especialización temática o “ilustradas”; y, finalmente, dependiendo de si se centran en áreas geográficas, podrían ser de ámbito internacional, nacional o local2. Por otra parte, no es objetivo de este trabajo dar referencia, ni aun somera, de los aspectos de origen y evolución de las enciclopedias. Esto queda pospuesto a un estudio monográfico de descripción genérica, no establecido hasta el momento, así como a una aproximación a su historia y evolución con mención más amplia que la meramente circunscrita a las culturas occidentales. La selección de obras para el presente estudio, que no contempla las aportaciones de las civilizaciones asiáticas o del Medio Oriente sino que sólo atiende a la producción occidental, encuentra su justificación en tres razones: en primer lugar, la pertenencia genérica a la categorización de “enciclopedias” o “diccionarios especializados”; segundo, representar las nociones generales de las culturas e idiomas internacionalmente más extendidos; y, en el caso de la Larousse3, además de por su propia entidad y pese al chovinismo galo, por proceder para bien y para mal de la misma tradición en que se originó la Enciclopedia Francesa. Finalmente, se examinará una selección de diccionarios temáticos4, en razón del enfoque específico de sus contenidos y la facilidad de acceso a los mismos que esta clase de obras propicia para un conocimiento sintético y global de las materias. Situamos en primer lugar L’Encyclopédie francesa5, a continuación, la Encyclopædia Britannica6, para el área de influencia anglosajona; el Espasa7, que compila el saber de la cultura hispánica en toda su extensión geográfica; y la Larousse8, hipotética heredera contemporánea de la considerada referente del género, L’Encyclopédie, supuesto del que se intentará constatación. Interesa señalar que, según la clasificación expuesta, todas coinciden en su adscripción al tipo de enciclopedia impresa (aunque la versión ahora citada de L’Encyclopédie sea la digital), alfabética, de contenidos generales y de ámbito internacional.
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Ibidem. Gran enciclopedia Larousse (1969), T. V, Barcelona, Planeta, 1976, 9ª ed. (Larousse). J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía (1979), Barcelona, Alianza, 1986. (Ferrater Mora). M. M. Rosental y P.F. Iudin, Diccionario de filosofía, Madrid, Akal, 1978. (Diccionario Akal). M. Müller y A. Halder, Breve diccionario de filosofía, Barcelona, Helder, 1986. L’Encyclopédie de Diderot et d’Dalembert (1751-1772). [Recurso electrónico. París: REDON, 2002]. (Enciclopedia francesa o Encyclopédie). The New Encyclopaedia Britannica (1768-1771), V 27, MACROPAEDIA, Chicago, Auckland, Geneva, London, Madrid, Manila, París, Rome, Seoul, Sydney, Tokio, Toronto, Encyclopaedia Britannica, Inc., 1992, 15ª ed, (Encyclopaedia Britannica). Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, T. XXVII, Madrid, Espasa Calpe, 1925. (Espasa) Gran enciclopedia Larousse (1969), T. V, Barcelona, Planeta, 1976, 9ª ed. (Larousse).
El concepto de “historia”...
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El panorama enciclopédico que se presenta no estaría completo en cierto modo, si no se mencionase la alternativa específica que supuso a L’Encyclopédie la obra del jesuita alicantino Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura9. Éste coincidente con Diderot en la consideración de ‘literatura’ en el amplio sentido ilustrado de toda producción de conocimiento, pensamiento, ciencia o investigación recogida por escrito. Andrés viene a declarar en su “Prefación”10 la intención de subsanar las carencias del planteamiento de Diderot; reunir todo el conocimiento pasado y presente mediante criterio histórico (y comparatista), aplicando de esta forma un concepto moderno de enciclopedismo, es decir universalista y totalizador pero dentro de un régimen de disposición historiográfica; y demostrando de paso, por otra parte, a diferencia de lo dicho por los enciclopedistas, que era posible la realización de tal obra por un solo autor. Centraremos el análisis del término “Historia” con un propósito de síntesis comparatista y conclusivo. El esquema expositivo corresponde, en primer lugar, al tratamiento dado al término y a las definiciones en cada una de las obras, rastreando la presencia de contenidos en las precedentes o coincidentes con ellas. Se hace balance, también, de la estructuración en las fuentes que ofrecen un desarrollo del concepto, así como de las ideas incluidas en el mismo. Se ha pretendido, igualmente, realizar un catálogo de las variantes registradas en los diversos textos, del que se obtienen los términos con que son conocidos o identificados los diferentes conceptos que desarrollan. Se determina, además, las obras en que los contenidos aparecen organizados de manera taxonómica, identificando los criterios que aplican en cada caso y estableciendo, por último, cuáles de ellos son recurrentes en los artículos enciclopédicos o en los lemas de los diccionarios. LA PRESENTACIÓN DEL TÉRMINO Y SU TRATAMIENTO
Si se pretende buscar puntos de contacto en la manera de plantear la aproximación al concepto de “historia” o de “historiografía” entre las fuentes analizadas, hay que establecer ciertos presupuestos: el grado de subjetividad, implícito o declarado, en las teorías o la objetividad que se intenta mediante el procedimiento expositivo seleccionado; los aspectos sobre los que se centra el análisis; la aplicación de criterios de clasificación y la elaboración de juicios valorativos, comentarios evaluadores o balances sobre las aportacio-
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J. Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, 6 Vols., P. Aullón de Haro, (dir.), Madrid, Verbum, 1997-2002. Ibid., Vol. I, pp. 8-15.
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nes de las diferentes escuelas y el progreso en las etapas evolutivas de la actividad historiográfica. En primer lugar, la voluntad de objetividad o la subjetividad, explícita o implícita, en la exposición de los conceptos, comentarios o apostillas incluidos marca una nítida línea divisoria que permite situar unas y otras obras por contigüidad y, en este punto, cabe incluir tanto las fuentes enciclopédicas como los diccionarios. De abierto posicionamiento ideológico son L’Encyclopédie, por las propias características de la obra y sus propósitos, aunque naturalmente dice apostar por el sometimiento a la verdad: Ce qui répugne au cours ordinaire de la nature ne doit point être cru, à moins qu’il ne soit attesté par des hommes animés de l’esprit divin. Voilà pourquoi à l’article CERTITUDE de ce Dictionnaire, c’est un grand paradoxe de dire qu’on devroit croire aussi-bien tout Paris qui affirmeroit avoir vû ressusciter un mort, qu’on croit tout Paris quand il dit qu’on à gagné la bataille de Fontenoy. Il paroît évident que le témoignage de tout Paris sur une chose improbable, ne sauroit être égal au témoignage de tout Paris sur une chose probable. Ce sont là les premieres notions de la saine Métaphysique. Ce Dictionnaire est consacré à la vérité; un article doit corriger l’autre; & s’il se trouve ici quelque erreur, elle doit être relevée par un homme plus éclaire;
En el caso del Diccionario Akal, de ideología marxista, hay que tener presente que se trata de la traducción de una fuente soviética, cuya fecha de primera edición no consta en la española. Dado su planteamiento y sus criterios de análisis de otras teorías, la selección de los contenidos y las épocas estudiadas quedan en él muy restringidos y, por tanto, omitidas cuestiones de envergadura de las que no parece se debiera prescindir en el estudio de las investigaciones históricas en una obra de este tipo y que sí están presentes en las otras fuentes sometidas a examen. El resto de las obras responde a una intención general objetiva en su exposición, aunque, puntualmente, se aprecien valoraciones atribuibles a condicionamientos de la propia cultura, y no tanto de la época de su redacción, ya que las revisiones a las que se someten para cada nueva edición permiten las modificaciones adecuadas; exceptuando L’Encyclopédie, evidentemente, y el Espasa11, que sí que son fuente de información de su época al no presen11
Uno de los elementos que da valor a esta obra es precisamente lo que en ocasiones es motivo de crítica: su no actualización, como hace constar la Biblioteca Nacional en la página en la que ofrece una introducción al género enciclopédico, uno de cuyos apartados corresponde a las obras españolas: http://www.bne.es/esp/servicios/enciclopespanolas.htm Consultada el 12 de diciembre de 2008: …la enciclopedia Espasa ha sido muy criticada porque no está puesta al día y los datos que contiene se refieren a los que se recopilaron para la primera edición. […]
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tar reediciones. Así, en la Britannica, cuyos rigor y seriedad no parece cuestionable en cuanto a datos y fuentes, su perspectiva teológica reformista se hace evidente por cuanto centra su análisis, fundamentalmente, en la producción historiográfica católica de la Edad Media, en el momento de la Reforma y de la Contrarreforma y en las posteriores investigaciones de autores de una y otra ramas del cristianismo. Por su parte, el Espasa, si bien sólo presenta balance y comentario para cerrar el apartado “Filosofía de la historia” y no parece restringir la relación de teorías y autores en todo el artículo, cuando reconoce los beneficios del avance industrial añade que traslucen ese denominado “temor a una posible lucha de clases”. De las restantes obras sólo hay que constatar su objetividad y que la elaboración de juicios o comentarios se limita a matices referidos a puntos concretos de su exposición o como recopilación conclusiva a final de los propios artículos. En cuanto a los procedimientos expositivos, es de focalizar la estructura de desarrollo que presentan las obras. L’Encyclopédie no sigue un esquema y únicamente se pueden diferenciar bloques de contenidos temáticos, salpicados por los juicios de valor que Voltaire inserta respecto de aquellas cuestiones sobre las que le interesa hacer crítica o establecer derivaciones ideológicas. Frente a esta carencia organizativa, contrasta notablemente la Britannica, cuya exposición se ajusta a un rígido esquematismo presentado a priori en un cuadro ubicado tras la introducción del artículo y que es guía del subsiguiente desarrollo. Junto a ésta se sitúa por el rigor de su organización el Diccionario de filosofía de Ferrrater Mora. Si bien esta obra no presenta esquema previo, coincide con la Britannica en ofrecer una introducción explicativa de la perspectiva metodológica aplicada, del sentido de los términos y conceptos empleados y de la estructura seguida, todo ello puntualizado antes del desarrollo de cada apartado y cuyos criterios clasificatorios organizan los contenidos. Por su parte, el Espasa y la Larousse también coinciden en cuanto a la manera expositiva frente a las restantes obras. En ambos casos, aparece una parte que responde a la organización y contenidos de un diccionario, con una referencia a la etimología del término y la relación de acepciones y expresiones idiomáticas que lo incluyen, aunque el Espasa añade la traducción de
Con todo, existen bastantes componentes de la enciclopedia que la hacen útil incluso hoy en día, a veces, precisamente por haberse mantenido inalterable durante un siglo. En este sentido, se alude a menudo a las fotografías que permiten conocer edificios, monumentos y conjuntos urbanos actualmente desaparecidos. Algo parecido ocurre con los planos de las ciudades, que permiten conocer lugares ahora muy cambiados.
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la voz a otras lenguas. La segunda parte es enciclopédica y en ella se desarrolla el concepto. De los otros dos diccionarios tan sólo cabe señalar que elaboran inicialmente una definición a la que siguen unos breves contenidos que en el Diccionario Akal se van intercalando con los comentarios ideológicos del autor. En todos los casos, no obstante, la definición inicial es el principio al que sigue el desarrollo de los artículos cuya extensión varía desde la Britannica, para la que se convierte en uno de sus rasgos característicos por la amplitud, hasta el Breve diccionario de filosofía que, respondiendo al título, sintetiza al máximo sus contenidos. ANÁLISIS DE LAS DEFINICIONES
Después de estudiados los términos, de las definiciones se puede concluir una coincidencia generalizada de todas las fuentes en fundamentalmente dos aspectos. No obstante, es necesario advertir previamente que la Britannica y el Diccionario de filosofía, no incluyen el término”historia” como entrada, si bien en el primer caso es posible inferir de los restantes vocablos descritos que contienen una idea sobre aquél. Partiendo de la definición de L’Encyclopédie, es posible entresacar dos referentes: por un lado “le récit” y, por otro, “faits donnés pour vrais”. Se identifican estos dos elementos en las restantes definiciones, aunque más elaborados en su redacción. En todas aparecen los términos “narración” , “exposición” y “descripción”, en el Espasa; y “human activities”, “human activity”12, “acontecimientos pasados y memorables”, “relación de los sucesos públicos y políticos de los pueblos”, “sucesos, hechos o manifestaciones de la actividad humana de cualquier otra clase”13, “acontecimientos del pasado relativos al hombre y a las sociedades humanas”14, “relato de hechos en forma ordenada”15, “acontecer universal que abarca a todos los hombres” y “acontecimientos pasados”16. Otros tres aspectos destacan en cuanto a las definiciones. Citamos en primer lugar aquello que es recurrente en el Espasa y en la Larousse y se refiere al ámbito de actuación de la historia, a las disciplinas que comprende y a sus propias características. En el Espasa se procede mediante el doble procedimiento de la negación: “La historia no es, pues, propiamente una ciencia ó una filosofía”, la afirmación: “su dominio es lo individual y real”, y, nuevamente, negación: “no lo general como la filosofía”. Mientras la La12 13 14 15 16
The New Encyclopaedia Britannica Espasa. Larousse Ferrater Mora, Breve diccionario de filosofía.
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rousse plantea una hipótesis en la que se establecería que la historia debe ser “universal”, “general” y “total”, para rechazarla acto seguido y aproximarse a la anterior en su concepto: “…la historia sólo puede aspirar a reunir alguno de estos caracteres de totalidad…” Los otros dos puntos a los que se ha hecho alusión son la consideración de la Britannica en cuanto a que la propia historia es una actividad humana natural e inevitable; y una adición, en el Diccionario de Ferrater Mora, con respecto a la metodología, según el significado original del vocablo en griego: “conocimiento adquirido mediante investigación”, “información adquirida mediante búsqueda”. Para terminar este apartado de las definiciones, queda indicar únicamente que el comportamiento general en cuanto a su elaboración consiste en partir de una breve descripción inicial del significado del término, a la que se van añadiendo matices o reenfocando desde distintos puntos de vista conforme avanza la exposición. DESARROLLO DE CONCEPTOS, PRESENCIA DE DESCRIPCIONES Y CONTENIDOS COINCIDENTES
En cuanto al procedimiento de desarrollo de los artículos y la coincidencia de contenidos incluidos en los conceptos de “historia” o “historiografía”, es posible reconocer y determinar los puntos comunes entre las fuentes seleccionadas. No se trata de una concurrencia exhaustiva de nociones, sino, más bien, de aspectos determinados que se adoptan como criterios en varias de ellas, de juicios concordantes, pautas de clasificación similares, etc. El establecimiento del objeto de estudio considerado propio de la historia es uno de los puntos recurrentes en todas las obras, pues aparece en las definiciones generales del concepto, en las de las disciplinas auxiliares descritas y en los contenidos de las variantes de la actividad historiográfica de los períodos históricos que son acotados. Es necesario subrayar la importancia que tanto la Britannica como el Espasa atribuyen a las materias complementarias de la historiografía, dada la extensión que ocupa su relación y definición en ambas fuentes, siendo considerablemente superior el número de ellas que figura en la española, veintitrés, frente a las nueve de la inglesa. Un segundo elemento que aparece en las cuatro enciclopedias es el del origen y evolución de la actividad historiográfica al hilo de la sucesiva hegemonía de diferentes civilizaciones, estableciendo las aportaciones de cada una a los avances de la materia y señalando un punto de inflexión definitivo en la aparición de la escritura. Una mínima referencia a ese proceso evolutivo en sí se encuentra en el Diccionario Akal, aunque con una extensión y aporte informativo casi insignificante y no comparable al de las anteriores;
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mientras que en el Diccionario de Ferrater Mora se cita el origen semántico del término para los griegos y la concepción de Francis Bacon como determinante de los posteriores planteamientos conceptuales, sin detenerse en su transformación. Otra constante, aunque en este caso hay que excluir al Espasa, es la presentación de las variantes de la historia atendiendo a los períodos de la evolución de la humanidad en que se centra, coincidiendo también todas en su clasificación de acuerdo a las siguientes denominaciones: “l’histoire ancienne”, “l’histoire du moyen âge” y “l’histoire moderne”17; “historia antigua” e “historia medieval y épocas moderna y contemporánea”18; “prehistoria de la historia (a veces se usa un término intermedio protohistoria) […] una historia antigua (la que abarca desde los orígenes hasta la caída del Imperio romano, en el s. V d. J.C.), una historia medieval (del s. V a fines del s. XV), una historia moderna (ss. XVI-XVIII) y una historia contemporánea (ss. XIX y XX). A veces se habla incluso de una historia reciente […]”19. El rigor y la credibilidad como criterios para la selección o no de las fuentes, así como los procedimientos aplicados a la historia en cuanto que materia de estudio se aducen en la Enciclopedia francesa, en la Britannica y en el Espasa. A los dos primeros de estos aspectos, les concede fundamental importancia L’Encyclopédie que, además, excluye casi por completo aquellas fuentes que no sean escritas. Asimismo, dedica atención a matices que no aparecen en las otras obras, como son la labor del historiador y del hombre que pretende ser instruido, el diferente tratamiento que debe aplicarse al estudio de la propia historia o de países ajenos y a lo que podría denominarse el cariz ético de la actividad historiográfica. En este sentido señala muy claramente la responsabilidad del cronista en la selección de los contenidos y su criterio de discernimiento sobre la constatación de sucesos o informaciones que puedan perjudicar a los gobernantes o afectar al bien común de la nación. Afirmaciones absolutamente contradictorias con otros ejemplos, dentro del mismo artículo, en los que reclama la obligación de veracidad a otros colaboradores de la propia Enciclopedia con cuyas afirmaciones dice abiertamente no estar de acuerdo. En cuanto a las cuestiones metodológicas, en las tres obras de mayor envergadura, L’Encyclopédie, la Britannica y el Espasa, se describe el proceso de estudio de la historia, los diferentes enfoques sobre la materia y los procesos analíticos seguidos. Su forma y estilo son descritos en la primera, mientras que en las dos restantes, además, se incardinan en este punto las aportaciones debidas a las disciplinas auxiliares. 17 18 19
Enciclopedia francesa. Enciclopedia Britannica. Larousse.
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Resta indicar aquí una presencia de bibliografía brevemente comentada y clasificada al final de los artículos de la Britannica, el Espasa y el Diccionario de Ferrater Mora, y que es este último el único de los textos que selecciona y ordena los contenidos de su entrada de acuerdo con su, casi exhaustiva, propuesta de caracterización y enumeración de las escuelas filosóficas. REGISTRO DE LAS VARIANTES DEL TÉRMINO “HISTORIA”
La aparición de las variantes del término “historia” y las derivaciones o sus aplicaciones a otras disciplinas quedan representadas en la tabla que sigue. El uso de las voces “historia” e “historiografía” se atribuye tanto a diferenciaciones de carácter temático y cronológico como a la aplicación del método en otras materias y en cuanto que origen de derivaciones dentro del mismo campo semántico. ENTRADAS Historia Historicidad Historismo Histórico
Historiógrafo Historiografía Historiado
Historiográfico Historiología Historiador
Historicismo Historiosofía Historiar
SEGÚN CRITERIO CRONOLÓGICO Prehistoria
Protohistoria
Historia antigua
Historia medieval
l'histoire ancienne
l'histoire du moyen âge
l'histoire moderne
Historia bizantina
Historia musulmana
Historia del Renacimiento
Historia moderna
Historia en el s. de las luces
Historia contemporánea
Historia reciente
SEGÚN EL OBJETO DE ESTUDIO Historia natural
Historia humana
Historia universal
Historia general
Historia eclesiástica
Historia sagrada
Historia de las ideas o del espíritu
Historia nacional
Historia local
Historia militar
Historia política
Historia de la cultura
Historia económica
Historia social
Historia científica
Historia académica
Historia econométrica
Historiografía marxista
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APLICACIÓN DEL TÉRMINO A OTRAS MATERIAS l'histoire des opinions
l'histoire des Arts
l'histoire naturelle, impropement dite histoire
Historia de la filosofía
Filosofía de la historia
Pintura de historia
l'histoire des événemens se divise en sacrée & profane
ESTRUCTURACIÓN TAXONÓMICA DE LOS CONTENIDOS Y CRITERIOS APLICADOS PARA SU ESTABLECIMIENTO
No todas las obras presentan una organización clasificatoria de los contenidos de aplicación a la estructura global del artículo, si bien es posible identificar algunos criterios taxonómicos en todas ellas referidos a unos u otros de los aspectos analizados. Las dos obras de alto rigor taxonómico, ya se ha dicho, son la Encyclopædia Britannica y el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora. A medio camino se encuentran la Larousse y el Espasa; y, en último término, la Enciclopedia francesa. Los criterios utilizados, sin embargo, sí que son comunes a casi todas ellas. Los más frecuentes son las materias objeto de estudio de la historia, las acotaciones de orden cronológico que dan lugar a las diferentes disciplinas variantes de la historiografía o complementarias de ésta y los procedimientos metodológicos utilizados. Como excepción, figura el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora cuya aplicación exhaustiva de una bien sistematizada clasificación hace ineludible su cita individualizada. Dicha excepcionalidad reside en ser la fuente que toma como único criterio general de clasificación la caracterización definitoria de las diferentes escuelas filosóficas, dentro de las cuales utiliza con el mismo rigor las pautas estructurantes que considera pueden propiciar nuevas taxonomías secundarias dentro de los grupos predefinidos. RELACIÓN DE AUTORES INVENTARIADOS EN LAS FUENTES
En lo que sigue incluimos asimismo la relación de autores recogidos en las fuentes según orden alfabético y en razón de su aparición reiterada en todas ellas: Abarca, Abenjaldún, Georges Acropolites, Herbert Baxter Adams, Baha ad-Din, Alfonso el Sabio, Amiano Marcelino, André Duchesne, Apiano, Comnena, Argensola, Aristóteles, At-Tabari, Aubrey, Auquetil, Avesbury, Ayala, Bacon, Baha, Barbaro, Barnes, Baronio, Baudouin, Baxter, Beard, Beauvais, Beda, Berlin, Biondo, Bishop, Blanc, Blanqui, Bloch, Bodin, Boileau, Bolland, Bonald, Bossuet, Brady, Brieuni, Bruni, Buchardi, Budé, Bur-
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ckhardt, Cabrera, Caesar, Calcondylas, Calvin, Candem, Cantú, Cardinal, Carlyle, Casas, Casaubon, Casio, Caspar Cassirer, Castillo, Celtis, César, Ch’ien, Chalcocondyles, Chih-chi, Choniates, Cicero, Cieza, Collingwood, Compagni, Comte, Conde, Condorcet, Conrad, Conradus, Córdoba, Cortés, Cristobulos, Croce, Curcio, Curtius, d’Alembert, d’Halycarnasse, Daniel, Danto, Davis, Denys, Descartes, Desclot, Diaconus, Díaz, Dilthey, Diodoro, Diógenes, Dión, Dionisio, Dlugosz, Donoso, Dray, Duchesne, Duclos, Dugdale, Dumoulin, Duncker, Einhard, Einhardo, Engels, Ermolao, Étienne, Eusebius, Eutropio, Exiguus, Febvre, Fernández, Fichte, Flavio, Fleury, Floro, Fogel, Francesco, Francis, François, Frederick, Freisinga, Fréret, Friedrich, Froissart, Gabriel, Gardiner, Geoffrey, Giannone, Gibbon, Giesebrecht, Giovagnoli, Giustiniani, Gobineau, Gomara, Grote, Grotius, Guicciardini, Guizot, Halicarnaso, Hamilton, Haskins, Hauser, Hecateus, Hegel, Heidegger, Hempel, Herbert, Herculano, Herder, Heren, Herodoto, Herrera, Homer, Hoveden, Hugo, Hume, Hurtado, Imbros, Inca Gracilaso, Irving, Isocrates, Jackson, Jacques-Bènigne, Jaurés, Jenofonte, Jerome, Joinville, Joveyni, Josefo, Jules, Jurieu, Keynes, Khaldun, Klages, Kuang, Labrousse, Laercio, Lamartine, Langlois, Laonicos, Leibniz, León, Leonardo, LeroyLadurie, Lessing, Levi-Strauss, Liu, López, Lorenzo Valla, Luther, Mabillon, Mably, Macaulay, Madox, Maestre, Mandelbaum, Mannheim, Maquiavelo, Marcelino, Margarit, Mariana, Martins, Marx, Matthew, Mauro, Máximo, Meinecke, Melanchton, Melo, Mendoza, Michelet, Mignet, Miletus, Mommsen, Moncada, Monmouth, Monod, Montesquieu, Mosheim, Müller, Münster, Muntaner, Muratoti, Natal, Nepote, Newburgh, Nicetas, Niebuhr, Nietzsche, Nithard, Oliveira, Ortega y Gasset, Osorio, Otón, Otto, Panium, Papebroch, Paris, Parker, Pasquier, Patérculo, Pérez del Pulgar, Peucer, Pirenne, Plutarco, Polibio, Politian, Pompeyo, Popper, Prescott.
HISTORIA, MEMORIA Y TIEMPO ESTHER ZARZO INTRODUCCIÓN. PROBLEMAS HISTORIOLÓGICOS E HISTORIOGRÁFICOS FUNDAMENTALES
La pregunta por el método en Historia es crucial, sobre todo desde el momento en que, superado el cientificismo metodológico del positivismo, se reconoce la mutua determinación del objeto y el método como característica definitoria de las ciencias humanas. La techne histórica debe dar respuesta a una serie de problemáticas fundamentales de orden ontológico, gnoseológico, epistemológico y axiológico1. ¿Cuál es la naturaleza de lo histórico?, ¿es el pasado un objeto sustantivo o un constructo siempre contemporáneo?, ¿cómo se relacionan las tres dimensiones clásicas del tiempo?, ¿existe algún tipo de motor o finalidad que guie el devenir histórico?, ¿es posible esbozar una forma meta-histórica de tal desenvolvimiento, lineal, cíclica o en espiral, que dé sentido y significado al discurso intrahistórico?, ¿existe un sujeto de la historia, ya sea individual o colectivo? son sólo algunos de los interrogantes ontológicos. Asimismo, se ha considerado imprescindible explicitar los elementos del vínculo gnoseológico característico del conocimiento histórico: ¿se trata de una relación entre un sujeto y un objeto, o sólo entre sujetos?; ¿cuál es el estatuto epistemológico de la ciencia histórica y cuáles sus relaciones disciplinarias? Este último problema exige a su vez definir la naturaleza y el alcance de la explicación histórica en relación con la narratividad, la comprensión y la causalidad a fin de esclarecer los modos de categorización, conceptualización, objetividad y validación que ofrece. Finalmente, la propia metodología de la investigación debe justificar la elección de objetos, teorías, conceptos, enfoques, planteamientos y modalidades de escritura. Debe además clarificar la función social desempeñada tanto por el historiador en particular como por la disciplina histórica en general, lo que conduce 1
José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Tomo II, rev. Josep-Maria Terricabras, Barcelona, Ariel, 2001. Véanse las entradas de “Historia”, “Historiografía”, “Historiología” e “Historiosofía”.
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a la cuestión axiológica, al criterio de selección de los contenidos que forman parte del trazado histórico, y a la naturaleza práctica o teórica de tales valores2. Es un hecho que la aceleración del cambio social, tecnológico y económico característico de nuestra época ha alterado la experiencia temporal, modificando sustancialmente la representación del tiempo, con graves efectos desintegradores para las ciencias humanas3. Se hace necesario retomar las preguntas fundamentales arriba enunciadas y darles respuesta en función de una diferencia propia que parece cifrarse en la novedad y la impredecibilidad del futuro. Un repaso general de las líneas de investigación historiológica actuales deja patente que dicha tarea ya se está realizando4. Entre los núcleos de interés destacan la cuestión de la novedad, el acontecimiento y el tratamiento del cambio en el proceso histórico. También toma fuerza la consideración poética de la Historia, lo que centra el debate en el par Historia y narratividad y el valor epistemológico del relato. Un tercer punto de interés es la relación entre Naturaleza e Historia. Dada la disponibilidad técnica de la vida física y biológica se hace indispensable definir políticas guiadas no tanto por la razón económica como por una razón ecológica responsable. Todo ello en un contexto en el cual la realidad efectiva del relativismo cultural y de las formas de racionalidad problematiza la propia posibilidad de comprensión histórica. Mención aparte merece el problema de la determinación del tiempo, tanto del concepto de futuro y su relación temporal con el presente y el pasado; como del tiempo presente y su estatus ontológico. Respecto de la primera cuestión, es sabido que la caída del paradigma del progreso y el desarrollismo ha modificado la percepción del tiempo futuro, el cual ha pasado de ser considerado la dimensión teleológica del tiempo y guía de la acción presente apoyada en el pasado, a ser interpretado como un espacio de incertidumbre inasimilable y, en consecuencia, paralizante. De manera semejante, dada la pluralidad y transitoriedad de los cambios, fácilmente se desliza la falacia según la cual existe la misma variedad de tiempos y objetos históricos. Se fomenta así una especialización historiográfica en progresión exponencial tan acusada e indiscriminada que, en lugar de ampliar el ámbito de conocimiento, favorece su disgregación.
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Heinrich Rickert, Introducción a los problemas de la filosofía de la historia, trad. de Walter Liebling, Buenos Aires, Nova, 1961. Víctor Massuh, La flecha del tiempo, Barcelona, Edhasa, 1990. Azafea. Revista de Filosofía. Perspectivas actuales de la filosofía de la historia, Salamanca, Universidad, Vol. 13, 2011.
Historia, memoria y tiempo
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En este sentido es importante destacar cómo el uso del pasado por parte de los medios de comunicación afecta a su experiencia. La explotación mediática, a-histórica y reiterativa característica de la mercantilización favorece una experiencia artificial del pasado como simple anacronismo descontextualizado. Consecuentemente, la distancia necesaria para la experiencia de la profundidad temporal se reduce, dándose un “amontonamiento del presente”5, el cual, por falta de referencia a algún tipo de totalidad, resulta asignificante. Sin un antes ni un después, la experiencia dialéctica de la continuidad del tiempo histórico, descontextualizada y sin proyecto, tiende a la desintegración. Por otra parte, también es bien conocido el intento de hacer una Historia del tiempo presente6, no una historia de la actualidad, sino una historia de los procedimientos que han conducido al estado actual de cosas, principalmente a los momentos de cambio histórico-político, sea cual sea la distancia del periodo considerado. La peculiaridad metodológica de este tipo de historia radica en la coexistencia de fuentes documentales con la memoria viva. Las fuentes, los testimonios, incluido el historiador se encuentran en pleno desarrollo del proceso histórico. Es por esto que la Historia del tiempo presente se enfrenta a un campo de trabajo ecléctico, poblado por temporalidades irreductibles, que obliga al diálogo constante con las ciencias sociales. En síntesis, ya se defina el futuro como una dimensión incognoscible y totalmente alejada de un presente extendido, ya como un estrato superpuesto sobre un presente contraído por el efecto de la aceleración, el desenlace es la inhibición de la acción. Un resultado que invita a sospechar de la multiplicación indiscriminada de objetos históricos, quizás no relacionada con la dinámica interna de ampliación disciplinaria, sino con intereses políticos, siendo un caso de manipulación que, con apariencia de reactivo identitario, impone la uniformidad de conciencia, no por censura sino por saturación. La pluralización de objetos al estilo de Funes el memorioso borgiano7 dificulta, y en muchos casos anula, la abstracción y con ella la visión global; así como la superposición de interpretaciones confunde las presencias y relativiza los objetos en un giro más propio de un arte del olvido que de la historiografía8. En cualquier caso, y aun aceptando la irreductibilidad de las representaciones de pasado, presente y futuro, el proceso globalizador obliga a pensar5
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Manuel Cruz (comp.), Hacia dónde va el pasado. El porvenir de la memoria en el mundo contemporáneo, Barcelona, Paidós, 2002; Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual, Oviedo, Nobel, 2012. Enrique Cantera Montenegro (Coord.), Josefina Martínez Álvarez, María Dolores Ramos Medina, Florentina Vidal Galache, Tendencias historiográficas actuales. Historia Medieval, Moderna y Contemporánea, Madrid, Ramón Areces, 2012, pp. 395-402. Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”, en Artificios, Madrid, Alianza, 1994. Véase, Harald Weinrich, Leteo. Arte y crítica del olvido, trad. de Carlos Fortea, Madrid, Siruela, 1999.
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las de manera diferencial y comparativa a fin de establecer proyectos comunes. La dificultad radica en la contradicción interna de dicho proceso, en esencia un proceso de internacionalización financiera que exige simultáneamente relaciones de carácter global y desigualdad estructural. Es indispensable diseñar una estrategia capaz de hacer frente a esta bipolaridad esencial de la Globalización económica, y superar sus efectos desintegradores9. Se hace necesario entonces articular un espacio reflexivo común en el cual sea posible atender a la pluralidad del proceso de cambio que nos ocupa en la actualidad10. Con el propósito de contribuir a ese proyecto, esta investigación se centra en una de las dimensiones del problema del tiempo, la relación entre memoria e Historia, una relación que abordaremos desde un enfoque metafísico. A nuestro juicio, y como ya explicitó Rickert11, uno de los problemas fundamentales del conocimiento histórico, si no el fundamental, radica en el supuesto de una metafísica dualista que define el acontecimiento histórico como realidad de segundo orden, como apariencia superficial de un ser metafísico real e intemporal. Lo temporal en el mundo no debe ser rebajado en su realidad por ninguna metafísica si es que ha de haber no solamente ciencia histórica empírica, sino también filosofía de la historia, y con ello se torna absolutamente problemática la idea de una metafísica de la historia, al menos en cuanto se mueva dentro de uno de los caminos tradicionales. Pero podríamos preguntar todavía finalmente: ¿No sería quizá posible entonces atribuir a lo temporal también una realidad metafísica? ¿Es imprescindible concebir la realidad trascendente como intemporal (si es que siquiera ha de ser concebida)? Aquí parecería abrirse, efectivamente, todavía un último camino por el cual puedan unirse la filosofía de la historia y la metafísica12.
Sucede que éste es el camino recorrido por Eduardo Nicol en Historicismo y Existencialismo13, donde trata de establecer esta ontología de lo temporal, a través de una revolución teórica en el tratamiento del conocimiento histórico. Una revolución, no al estilo moderno, en tanto ruptura con el pasa-
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Hispanogalia. Revista hispanofrancesa de Pensamiento, Literatura y Arte, II, Embajada de España en Francia, Consejería de Educación, 2005-2006. Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, trad. de Silvia Fehrmann, México, FCE, 2002. Heinrich Rickert, “Historia y metafísica”, Ob. cit., pp. 146 y ss. Heinrich Rickert, “Historia y metafísica”, Ob. cit., p. 155. Eduardo Nicol, Historicismo y Existencialismo. La temporalidad del ser y la razón, Madrid, Tecnos, 1960.
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do e instauración de novedad14, sino en tanto sutura con él a través de su balance crítico, actualización y proyección15. En este sentido, la crítica establece la continuidad histórica del pensamiento, y recupera con el pasado la filosofía misma. Brevemente, tras un minucioso análisis de la metodología histórica tradicional, Nicol concluye que la situación actual del pensamiento histórico es la consecuencia lógica de una operación teórica ejecutada por la metafísica eleática: la sustanciación del ser. Una operación con el objetivo explícito de esquivar la fugacidad temporal del ser, y motivada por un error metodológico básico consistente en la interpretación del fenómeno sobre la dicotomía entre ser y devenir. Premisa de la que se deduce necesariamente la incognoscibilidad del devenir por su naturaleza temporal. Según Nicol éste es el supuesto metafísico latente a la filosofía sustantiva de la historia en la cual los acontecimientos sólo adquieren significado histórico en tanto fragmentos de una totalidad a-histórica. Si bien es cierto que el historicismo contribuyó a la comprensión del pasado, también lo es que dejó sin respuesta el sentido del porvenir, cuestión que sí solventa el existencialismo pero no en el plano histórico sino en el antropológico. Sobre estas consideraciones, Nicol propone definir una Razón realmente histórica, que asuma la ontología de la temporalidad. Ahora bien, la Historia no puede determinar los principios de la historicidad porque es una ciencia particular del espíritu. El ser histórico debe ser determinado en tanto que ser, o lo que es lo mismo, la teoría del conocimiento histórico exige una teoría del ser del hombre que le reconozca como ser histórico de la expresión, en tanto autor y actor de la historia16. Sobre esta base la teoría del conocimiento no puede establecerse en términos de sujeto frente a objeto sino en términos de sujeto, objeto y sujeto de nuevo, ya que el hombre en tanto ser de la expresión supone un interlocutor, y ambos a su vez a la comunidad histórica, esto es, la temporalidad del ser. La teoría del conocimiento va unida a la teoría de la comunidad histórica y ésta a la metafísica de la expresión17. La historia se entendería fenomenológicamente en tanto expresión y en tanto poética. En tanto expresión por cuanto es exposición del ser del hombre en el tiempo, del desarrollo de la acción humana individual y colectiva. Y en cuanto poética por ser la forma de conocimiento que otorga significado a los acontecimientos al darles organización18. En consecuencia, el método de la razón histórica no puede operar sobre dicotomías a-históricas, sino que debe 14
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Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, trad. de Norberto Smilg, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 67 y ss. Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, México, FCE, 1982, p. 21. Eduardo Nicol, La idea del hombre, México, FCE, 1977. Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, FCE, México, 1989. Eduardo Nicol, Critica de la razón simbólica, Ob. cit., p. 43.
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contemplar los sistemas filosóficos de forma relacional como momentos de un proceso histórico continuo. No rige el criterio de verdad de la razón teórica, sino la hermenéutica de la razón histórica. La expresividad así entendida no es relatividad, pues mientras esta última connota la ruptura de la continuidad y cancelación del pasado; la hermenéutica y la expresividad son semánticas, sintácticas e históricas. Dicho lo anterior, plantearemos un análisis de las relaciones entre Historia y memoria en la modernidad a través de la metodología de la Razón histórica. La investigación desvelará una complementariedad sistémica entre la ontología de lo temporal de Nicol y el narrativismo pragmático de filiación aristotélica desarrollado por Paul Ricoeur. Bajo nuestro criterio, la confluencia de ambos sistemas esboza una metodología historiográfica con numerosos constructos teóricos y herramientas analíticas susceptibles de ser implementados tanto en una fundamentación crítica de la teoría historiográfica como en una conceptualización del oficio del historiador en la actualidad. DEBATE MODERNO EN TORNO A LA RELACIÓN ENTRE HISTORIA Y MEMORIA
Desde los orígenes de la cultura occidental, memoria e Historia han sido consideradas las dos grandes instancias dedicadas a la representación del pasado, motivo por el cual siempre han mantenido una relación compleja con distintos grados y modalidades de jerarquización. No obstante, en el debate moderno, centrado en su relación epistemológica, es posible discernir dos posturas principales: la denominada tesis ilustrada, que aboga por la escisión entre ellas, y la tesis clásica que defiende su continuidad19. 1. Discontinuidad entre Historia y memoria Es bien conocido que la ordenación enciclopedista del saber, apoyada en la clasificación genética de las ciencias elaborada por Bacon20, redefinió el espacio epistemológico y disciplinario de la Historia como ciencia moderna al desplazarla desde el ámbito de Les Belles Letres, el testimonio, la tradición, el pre-juicio y la memoria colectiva al de la racionalidad científicometodológica y desinteresada21. La historia del hombre, antes Magistra vitae22 transdisciplinar, fue reubicada bajo el rótulo de Historia natural, las
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María Inés Mudrovcic, Historia, narración y memoria, Madrid, Akal, 2005. Francis Bacon, Novum organum, trad. Clemente Fernando Almori, Buenos Aires, Losada, 2003. María Inés Mudrovcic, Voltaire, el Iluminismo y la Historia, Buenos Aires, FUNDEC, 1996. Cicerón, El orador, trad. de Antonio Tovar y Aurelio R. Bujaldon, Barcelona, Alma Mater, 1967, (II, c. 9, 36 y c. 12, 51).
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actividades artísticas clasificadas como Usos de la naturaleza, y el producto del espíritu equiparado a objeto natural. Esta trasposición injustificada de la metodológica empírico-naturalista al proceso histórico permitía escindir al historiador, sujeto con valores éticopolíticos, de su objeto, el texto histórico, y salvaguardar con ello la validez del documento en virtud de una correspondencia directa con su referente objetivo. En este contexto enciclopedista, la historiografía consiste en describir genéticamente el hecho histórico, lo cual excluye de la Historia la procesualidad temporal característica de las acciones humanas y su duración narrativamente significativa. La Historia no se escribe desde el pasado en continuidad con la memoria, sino desde y hacia el progreso futuro. La enseñanza histórica ya no consiste en ofrecer ejemplos político-didácticos, sino en animar la creación autónoma y la efectividad científica. La cuestión es que, esta reforma disciplinaria tomaba como referente la clasificación proyectada por Bacon, quien circunscribe su clasificación al mundo natural. Bacon, sin cuestionar el orden histórico-retórico, ofreció una ordenación de las ciencias en función de las facultades anímicas útil para su invención genética, y por tanto, totalmente inadecuada para analizar su desarrollo histórico23. Es por ello que la extrapolación del sistema genético a la Historia la deja sin fundamento, pues en este sistema el relato historiográfico es meramente probable. Tal como queda reflejado en la Encyclopedié24, la única historia con algún valor es la Filosofía de la Historia: la Historia del Espíritu o del progreso natural de la Razón. Se hace evidente que, el resultado del enciclopedismo fue dejar sin asidero tanto a la memoria como a la Historia. No obstante, entre 1890-1925, al calor de la Gran Guerra, la historiografía mostró un nuevo interés hacia la memoria, ya no como antagonista, sino como objeto propio de estudio y medio de recuperación de experiencias históricas e identidades marginales, lo cual exigía resolver una serie de aporías fundamentales. Efectivamente, la objetualización historiográfica de la memoria plantea dificultades desde su misma definición como experiencia. Si bien es cierto que en tanto memoria individual, privada e interna parece depender de la fenomenología de la conciencia subjetiva; su proyección pública demanda una sociología de la memoria. La profundización en esta primera aporía conduce a una segunda consistente en la relación entre la memoria y la cons23
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Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, trad. de Carlos Andrés, ed. de J. García Gabaldón, S. Navarro Pastor y C. Valcárcel Rivera, dir. P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum Mayor, 1997-2002, 6 vols. Véase la crítica realizada por Juan Andrés al orden enciclopedista, Vol. I, “Prefación del autor”, p. 9 y ss. Jean Le Rond d’Alembert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, trad. de Consuelo Bergés, Madrid, Sarpe, 1985.
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trucción de la identidad tanto individual como colectiva. Finalmente, una tercera controversia se manifiesta al tratar de determinar el vínculo entre la memoria y la imaginación, ambas facultades dedicadas a la representación de lo ausente, incluido el pasado, y cuya confusión pone en duda la fidelidad de la memoria y su pretendida contribución epistemológica a una ciencia histórica regida por el valor de verdad25. Maurice Halbwachs, pionero en el estudio sociológico de la memoria dentro de la tesis ilustrada, ya en 1925 aborda la primera de las aporías y funda el concepto moderno de “memoria colectiva”26 en el marco teórico del monismo leibnitziano y el objetivismo funcionalista. Halbwachs, siguiendo muy de cerca los análisis de la memoria de Bergson27 y Durkheim28, define un concepto de memoria colectiva en continuidad con la memoria individual sobre la base de la articulación social29. Según Halbwachs, tanto la memoria colectiva de acontecimientos no experimentados directamente, como la memoria autobiográfica compuesta por experiencias personales están mediatizadas por la comunicación social. Prueba de ello es que la considerada memoria individual integra recuerdos de otros sujetos, aunque sea de aquellos más allegados. Este marco social, compuesto por elementos generales (lenguaje, espacio y tiempo), y particulares (familia, religión y clase), es lo que posibilita la rememoración tanto individual como colectiva. La memoria colectiva se define así como una construcción social, selectiva y significativa de la experiencia vivida en común que reafirma la continuidad de un grupo espacio-temporalmente determinado y limitado, enfatizando las similitudes con su pasado, ya sea vivido o evocado. Cada grupo posee su propia duración, indisolublemente individual y colectiva. Por el contrario, la Historia se define como un campo de conocimiento especializado y profesionalizado dedicado a reconstruir el pasado resaltando su diferencia respecto del presente. La Historia queda escindida de la vida práctica, y la función de guía de la acción recae en la memoria colectiva, garante del ejercicio conmemorativo y del vínculo social30. En este argumento, el olvido, ahora también individual y colectivo, conduce a la desintegración social. Un olvido que sería el resultado de la falta de transmisión de la experiencia co25
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Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, trad. de Agustín Neira, Buenos Aires, FCE, 2004. Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, trad. de Inés Sancho-Arroyo, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2004. Henri Bergson, Materia y memoria, trad. de Pablo Ires, Buenos Aires, Cactus, 2007. Emile Durkheim, La división del trabajo social, trad. de Carlos G. Posada, Madrid, Akal, 1982. Maurice Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, trad. de Manuel Antonio Baeza y Michel Mujica, Barcelona, Anthropos, 2004. Maurice Halbwachs, Topographie légendaire des évangiles en Terre Sainte. Étude de mémoire collective, Paris, Presses universitaires, 1971.
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lectiva, ya sea por negativa consciente de la comunidad ya por una imposibilidad efectiva. Lo que nos devuelve al principio de selección y de descripción del pasado. Y es que Halbwachs no solventa el problema, únicamente lo desplaza desde el ámbito de la memoria individual a la memoria colectiva, dejando abierta la cuestión sobre los usos del pasado, los usos políticos de la memoria y su manipulación. La Escuela de los Annales, pese a la variedad de generaciones, mantendrá en lo esencial esta escisión entre memoria e Historia. La Historia es un conocimiento científico de carácter interdisciplinar que recurre a las metodologías propias de las ciencias sociales a fin de articular, ya no una Historiarelato que explique las relaciones entre los hombres, sino la Historia social en su totalidad, la Historia-problema. Todos los aspectos culturales y sociales del ser humano son ahora objeto de estudio histórico, ya no hay selección. Si bien es cierto que la escuela de los Annales cuestionó tanto la concepción positivista del hecho histórico, événementielle, como el concepto lineal de tiempo en favor de la diversidad socio-histórica de larga duración, basada en estructuras generales y en las relaciones entre historia y geografía; también lo es que carecía de fundamento teórico a la hora de cohesionar las distintas dimensiones de la sociedad, lo cual comprometía la aspiración a la totalidad31, y explica sus varias revisiones generacionales. En la segunda etapa de los Annales32, la metodología historiográfica adoptó procedimientos propios de la antropología cultural y simbólica, y terminó por diversificarse en vertientes técnicas del tipo estadístico y estructuralista33 con la denominada Historia de las mentalidades. La Historia fue absorbida por el aparato metodológico de la teoría económica convencional, y las técnicas propiamente históricas quedaron para tareas de recogida y análisis de datos. Una metodología que se reveló incapaz de explicar actos colectivos, inclusive aquellos de naturaleza económica. En la tercera generación se explicitan las consecuencias del argumento fundacional. Si todo fenómeno cultural es objeto histórico, los campos de estudio se multiplican hasta provocar el denominado “desmigajamiento” de 31 32
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Joseph Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social, Barcelona, Crítica, 1973. Jacques Le Goff y Pierre Nora (dir.), Hacer la historia, trad. de Jem Cabanes, Barcelona, Laia, 1985. Véanse también de Jacques Le Goff, Pensar la historia. Modernidad, presente y progreso, trad. de Marta Vasallo, Barcelona, Paidós, 2005; El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, trad. de Hugo F. Bauzá, Barcelona, Paidós, 1991; así como las entradas “Memoria” e “Historia” preparadas por el mismo autor en Enciclopedia Einaudi, 16 vols., Turín, 1978, vol. I. Véase Georg G. Iggers, La ciencia histórica en el siglo XX. Las tendencias actuales. Una visión panorámica y crítica del debate internacional, trad. de Clemens Beig, Barcelona, Idea Books, 1998. También puede verse Peter Burke (ed.), Formas de hacer historia, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Alianza, 1996.
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la Historia34. No obstante, a juicio de Pierre Nora, analista de esta generación, el giro memorialístico operado en los años setenta se diferencia sustancialmente de los anteriores, pues más que el resultado de un trabajo de recuperación de identidades, se manifiesta como la consecuencia de una fragmentación identitaria irreversible. Nora afirma que la sociedad de finales del siglo pasado, caracterizada ya por la aceleración de la experiencia temporal, había relegado la memoria como elemento fundamental de la continuidad social, dejando a la Historia como la única instancia de representación del pasado. El problema radica en que la Historia recupera el pasado de un modo discontinuo, artificial y atomizado a través de los denominados lieux de mémoire35, lugares simbólicos artificialmente construidos, tanto materiales como inmateriales al estilo de los loci memoriae36 de la retórica clásica, con el objetivo específico de reforzar la identidad nacional. La Historia ya no se dedica ni a la representación, ni a la reconstrucción del pasado, sino a su gestión económico-instrumental en el presente a través de los lugares simbólicos. Unos lugares de la memoria que en puridad actúan en su contra, ya que, si bien es cierto que instauran la periodicidad conmemorativa, al estar escindidos del pasado neutralizan la capacidad de hacer frente a los retos del presente y proyectar un futuro, estancando la memoria en el mero presentismo. Memoria e Historia se desligan epistemológicamente. Que la interpretación artificial elaborada por la Historia sea el modo de articular el pasado entraña ya la desconexión de la memoria. Añádase a esto la influencia creciente de corrientes de carácter deconstructivo, la lingüística saussureana, el nuevo historicismo o el realismo figurativo de Hayden White37 y el valor epistémico de la memoria para la Historia queda totalmente cuestionado. Se ha conseguido dar un estatuto científico a la Historia a costa de perder de vista la experiencia humana del tiempo, y con ésta, las relaciones entre memoria e Historia, condenando a ambas instancias a la inoperancia. Esta experiencia de la temporalidad será el objeto de los defensores de la tesis clásica y el narrativismo, a medio camino entre el cientificismo y el ficcionalismo38. El primer paso será dar fundamento ontológico al análisis de lo na-
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François Dosse, La historia en migajas de “Annales” a la “Nueva Historia”, trad. de Francesc Morató i Pastor, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació, 1988. Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire, Paris, Gallimard, 2001. Cicerón, Rhetorica ad Herennium, trad. de Juan Francisco Alcina, Barcelona, Bosch, 1991. Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, trad. de Stella Mastrangelo, México, FCE, 2001; El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, trad. de Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino, Barcelona, Paidós, 2003. José Luis Molinuevo, “El discurso estético de la historia”, en La experiencia estética moderna, Madrid, Síntesis, 2002, pp. 239 y ss,
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rrativo a través del concepto de experiencia en tanto relación propia del hombre con el mundo. 2. Continuidad entre Historia y memoria Es bien conocida la crítica de Gadamer a la extrapolación del modelo cognitivo objetivista a las ciencias humanas y en especial a la Historia, dada la pertenencia común a la tradición tanto del interprete como del interpretado. De aquí que su propuesta consista en integrar la memoria y la Historia dentro de una hermenéutica ontológica centrada en explicitar, no tanto el método o el procedimiento de la comprensión correcta, como sus condiciones de posibilidad39. La primera condición para esta hermenéutica ontológica es, según Gadamer, la liberación de la memoria de su versión psicologista y su reconocimiento como rasgo esencial del ser histórico. Gadamer tematiza la experiencia de la tradición en la segunda parte de Verdad y método40, donde plantea que, dada la lingüisticidad del hombre, toda experiencia se realiza siempre en el contexto de una interpretación lingüística e histórica del mundo y hacia un proyecto, es decir, en una memoria hermenéutica que articula narrativamente la experiencia temporal, identificando al sujeto en el ámbito práctico de la acción. Sobre esta hipótesis, la Historia del hombre es la historia de sus efectos, sus realizaciones, lecturas, sentidos y representaciones. Su tarea no es contar la historia, sino comprender cómo está en ella a fin de tomar conciencia práctica de la propia historicidad y la propia finitud. Esta Historia, sin ser progresiva, ni acumulativa, sí es teleológica, ya que su ser consiste en ser narrada en una constante reinterpretación rememorativa. Se articula así un tiempo narrativo heterogéneo, movimiento continuo de la comprensión de la tradición, pero también discontinuo ya que la reinterpretación de los efectos exige una cierta distancia para percibir el propio prejuicio. En el mismo sentido, la verdad histórica no consiste en la correspondencia con los acontecimientos, sino en la experiencia de la transformación de la conciencia a través de la comprensión y el diálogo pasado-presente en la “fusión de horizontes”. Finalmente, la tradición no es un contenido dado, sino una herencia que gracias al esfuerzo rememorativo se constituye en el ser que somos, en la conciencia histórica41. La memoria entonces nunca es individual ni versa simplemente de lo pasado ausente, sino que siempre se da en el círculo herme-
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Hans-Georg Gadamer, El giro hermenéutico, trad. de Arturo Parada, Madrid, Cátedra, 2007. Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, 2 vols., trad. de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca, Sígueme, 2005. Hans-Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica, trad. de Agustín Domingo Moratalla, Madrid, Tecnos, 2007.
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néutico de la tradición heredada y es proyectada hacia el futuro en una Historia efectual42. De este modo, sobre la indisolubilidad de la temporalidad, la historicidad y la finitud, Gadamer consigue restaurar la racionalidad hermenéutica de la memoria neutralizada por la racionalidad científico-técnica. Articula además un concepto de Historia efectual consistente en el trabajo de reelaboración constante del pasado. Dos conceptos íntimamente relacionados en una hermenéutica ontológica dedicada a la elaboración del saber práctico de la experiencia sobre la diferencia entre un antes y un después; entre un “espacio de experiencia”, pasado presente, y un “horizonte de expectativa”, futuro presente, categorías meta-históricas que estructuran la trama del tiempo histórico a corto y medio plazo43. La limitación del conocimiento histórico ya no es obstáculo para alcanzar una visión orgánica del pasado plural, sino la garantía del reconocimiento de la historicidad humana en el diálogo presentepasado. Una historicidad en la que no cabe hablar de horizonte de pasado y horizonte de presente, sino de una fusión de horizontes donde se hereda la tradición conformando el presente. En definitiva, Gadamer explicita las condiciones de la comprensión hermenéutica de la historicidad o de la conciencia de la Historia efectual que desvelan la asimetría esencial respecto a la conciencia histórica. Ahora bien, dado que la historicidad en tanto condición humana es inobjetivable, Gadamer no se detiene en describir la operación historiográfica; reto que sí asume Paul Ricoeur guiado por la convicción de que “la historia es de principio a fin escritura”44. Ricoeur, esquivando tanto al anti-narrativismo francés como a la filosofía analítica inglesa, se propone, desde un enfoque característicamente aristotélico45, reconstruir una epistemología del conocimiento histórico capaz de clarificar las relaciones entre memoria e Historia, o lo que es lo mismo, elucidar la cuestión del tiempo histórico. Una empresa teórica a la que dedica
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Antonio Gómez Ramos, “Continuidad, ruptura y memoria: efectos y desafectos de la Wirkungsgeschichte”, en Juan J. Acero et alii. (eds.), El legado de Gadamer, Granada, Universidad, 2004, pp. 407-421. Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Ob. cit., pp. 333 y ss. Véase también del mismo autor, Los estratos del tiempo. Estudios sobre historia, trad. de Daniel Innerarity, Barcelona, Paidós, 2001. Paul Ricoeur, Memoria, historia, olvido, trad. de Agustín Neira, Buenos Aires, FCE, 2004, p. 53. Aristóteles, Poética, ed. trilingüe por Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, 1999.
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numerosos textos, aunque especialmente La memoria, la historia, el olvido46 y Tiempo y narración I47. Es en La memoria, la historia, el olvido donde Ricoeur plantea que gran parte de los problemas epistemológicos y metodológicos de la historiografía derivan de una problematización inadecuada de la experiencia temporal, consecuencia de la falta de definición de los conceptos pragmáticos fundamentales del ámbito de la memoria. Con esta hipótesis de partida, Ricoeur realiza un análisis fenomenológico de la memoria y de la temporalidad a fin de explicitar sus entrecruzamientos con la historiografía, a la que considera ontológicamente inseparable de la narración, por ser ésta la que da continuidad y sentido a la experiencia temporal48. De aquí que el objetivo principal de Tiempo y narración sea dar fundamento ontológico a la narración a través del tiempo y el relato entendidos ambos como categorías fenomenológicas. La estrategia seguida por Ricoeur para solucionar las aporías propias de la objetivación de la memoria pasa por reconstruir una antropología filosófica de carácter hermenéutico49 que, erigida sobre la fenomenología de la intersubjetividad husserliana50, le permita fundamentar el carácter lingüístico, temporal y narrativo de la experiencia humana. Una apuesta en la que recupera varios de los conceptos tratados hasta aquí, desde el concepto de memoria colectiva definido por Halbwachs, hasta el de lieux de mémoire de Nora, aparte de, por supuesto, la historicidad gadameriana. Según la hermenéutica definida por Ricoeur, la auto-comprensión requiere tanto reflexividad como mundaneidad, esto es, reflexionar sobre uno mismo pero también acerca de situaciones en el mundo que incluyen a otros sujetos con sus correspondientes recuerdos. Una doble exigencia que supone el intercambio comunicativo y simbólico y, por tanto, la integración previa de una parte de la historia cultural, sus signos y textos. Se trata de la dialéctica identitaria intrínsecamente temporal entre mismidad e ipseidad. Mientras la mismidad apunta a la unidad sustancial de uno mismo, a la memoria y al pasado; la ipseidad se refiere a la experiencia apresentadora del otro, a la promesa y al futuro. Un intercambio constante que supone el establecimiento 46
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Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Ob. cit. Véase también, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, trad. de Gabriel Aranzueque, Madrid, Arrecife, 1998. Paul Ricoeur, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, trad. de Agustín Neira, México, Siglo XXI, 1995; y Tiempo y narración III. El tiempo narrado, trad. de Agustín Neira, México, Siglo XXI, 2009. Luis Verdara Anderson, La producción textual del pasado I. Paul Ricoeur y su teoría de la historia antes de ‘La memoria, la historia, el olvido’, México, ITE, 2004; Paul Ricoeur para historiadores. Un manual de operaciones, México, Plaza y Valdés, 2006. Paul Ricoeur, El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, trad. de Alejandrina Falcón, Buenos Aires, FCE, 2006. Edmund Husserl, “Meditación quinta”, en Meditaciones cartesianas, trad. de José Gaos y Miguel García Baró, México, FCE, 2005.
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de una continuidad narrativa que, aunque parcial y abierta, supera las disyuntivas de las distintas temporalidades internas y externas del yo, y proyecta un horizonte de fidelidad común en el que realizar no sólo la atestación ante sí y ante los otros en el mero reconocimiento sino también la reapropiación éticodiscursiva característica de la promesa51. Sobre estas consideraciones, la primera aporía de la memoria concerniente a su naturaleza individual o colectiva se revela como una falaz petición de principio del idealismo subjetivo que impide arbitrariamente el momento dialéctico entre la reflexividad y la mundaneidad. Es el carácter temporal de la experiencia humana lo que determina el relato histórico, desde dentro en tanto relato, y desde fuera en cuanto representación del pasado. Para resolver la segunda dicotomía relativa a las identidades, Ricoeur hace propio el argumento de Halbwachs para justificar la adscripción coextensiva de actos de conciencia a las entidades colectivas, lo que le permite emplear el concepto de memoria colectiva sin dilucidar su originariedad, y atribuirle continuidad temporal e incluso responsabilidad. De este modo, la memoria queda incardinada en la dialéctica de la conciencia histórica, donde la conciencia colectiva y la individual se interdefinen y se orientan en el tiempo histórico. Un tiempo histórico que Ricoeur estructura también a través de las categorías “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”, que dan amplitud al tiempo de la memoria y abren el espacio crítico necesario para realizar la operación historiográfica. Por último, la tercera aporía fenomenológica de la memoria referente a su confusión con la facultad de la imaginación es abordada por Ricoeur acudiendo al origen de su problematización: el Teeteto52 de Platón. Tras discernir la problemática de la imagen por un lado, y la del error cognoscitivo por otro, Ricoeur postula que la diferencia cualitativa de la memoriareminiscencia respecto de la imaginación radica en su pretendido acceso veritativo al pasado, además de en su particular aprehensión del tiempo a través de la experiencia de la diferenciación de instancias y el intervalo entre ellas. Definida así la memoria, el testimonio deja de ser considerado un recuerdo individual ficticiamente elaborado, para ser la reconstrucción intersubjetiva de la experiencia de un tiempo pasado con pretensión de fidelidad. En este sentido, pese a que el testimonio no ofrece garantía epistemológica de su correspondencia con lo vivido, sí es un elemento de conocimiento: el elemento que escapa a la representación historiográfica y obliga al análisis indiciario y a la comparación constante no sólo con otros testimonios sino también con el documento en aras del reconocimiento justo del pasado. 51 52
Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, trad. de Agustín Neira, Madrid, Siglo XXI, 1996. Platón, Diálogos, vol. V, trad. de Mª Isabel Santa Cruz, Álvaro Vallejo Campos, Néstor Luis Cordero, Madrid, Gredos, 1988, Teeteto (164a), p. 219 y ss.
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Ahora bien, aunque la memoria constituya la experiencia variable del tiempo, Ricoeur reconoce su insuficiencia para formar estructuras de sentido y temporalizar la experiencia común en una memoria histórica extensa capaz de abarcar siglos como sí hace la Historia. Por este motivo, y dado que es la testimonialidad irrepresentable de la memoria lo que pone en funcionamiento la operación historiográfica, Ricoeur aboga por una relación dialéctica entre memoria e Historia, siendo la primera la condición de la segunda. Una dialéctica abierta entre una memoria instruida historiográficamente y una Historia erudita y multisecular que guarde a la primera de la manipulación y la neutralización reactualizando continuamente el pasado. La cuestión es que la representación histórica, pese a su intención de representar el pasado de forma veritativa, es por definición incompletable. Es formalmente incompletable a consecuencia de la imposibilidad de determinación del referente del discurso histórico; y es materialmente incompletable, debido a la falta de reconocimiento de sus representaciones, pues a diferencia de la memoria colectiva, la memoria histórica no se corresponde con ningún tipo de recuerdo. A fin de reconocer esta asimetría representativa, Ricoeur fuerza el término de representancia53, para distinguirla tanto de la representación objetiva propia de las ciencias empíricas como de la representación mnemónica de la memoria, lo que le obliga a redefinir la verdad y objetividad históricas como categorías gnoseológico-reflexivas a la vez que epistemológicas54. Con estos parámetros, la verdad hermenéutica del discurso histórico queda definida como un pacto entre el historiador y el lector entendidos no como subjetividades psicológicas e individuales, sino como horizontes discursivos de cuyo intercambio resultará no la objetividad empírica, sino la comprensión intersubjetiva del sentido de la Historia: la subjetividad de la Humanidad y de la Historia. El historiador, en plena continuidad con su objeto, en tanto sujeto investigador con intencionalidad científica y con las herramientas del análisis crítico, el juicio de importancia, la síntesis y una variada serie de esquemas de causalidad, de influencia y pre-comprensión, reconstruye un discurso histórico que, pese a no superar las aporías temporales, explota la diversidad de la experiencia temporal en favor del sentido, y recrea un tiempo histórico que enlaza las dimensiones fenomenológica y cosmológica del tiempo, aproximando el pasado a la vez que mantiene su distancia temporal. La cuestión que queda por dilucidar es cómo lleva a cabo la ciencia histórica dicha síntesis. Recapitulando. En primer lugar, el análisis fenomenológico de la memoria ha puesto de manifiesto que la narratividad y la temporalidad son consus53 54
Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Ob. cit., pp. 360 y ss. Paul Ricoeur, Historia y verdad, trad. de Alfonso Ortiz García, Madrid, Encuentro, 1990.
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tanciales a la naturaleza y a la acción humanas, esto es, que el relato enuncia el “ser narrativo” en el tiempo. En segundo lugar, han sido despejadas las sospechas acerca del valor de verdad de la narración y sus relaciones con la ficción, señalando que tanto la narración como la histórica implican pretensión de fidelidad y de verdad respectivamente. En tercer término, ha quedado definido el punto de escisión entre la memoria y la Historia: la capacidad de abarcar siglos de la Historia es lo que define su aporía temporal específica consistente en la articulación del tiempo cósmico con el tiempo fenomenológico. Una aporía que ya sabemos epistemológica y reflexivamente irresoluble, pero susceptible de orientarse hacia el sentido humano. La pregunta es cómo se orientan las aporías de la temporalidad hacia el sentido. Ricoeur propone como estrategia el narrativismo pragmático, según la cual, en virtud de la continuidad entre la narratividad y la experiencia temporal, es posible trasladar de forma derivada la estructura narrativa del tipo “acontecimiento-en-trama” a las configuraciones históricas y abordar los acontecimientos sociales como si fueran personajes históricos con intención, lo que permitiría reconocer las responsabilidades de la acción. Se podría establecer entonces una complementariedad dialéctica entre la explicación nomológica propia de las ciencias sociales y la comprensión narrativa con su vinculación significativa de los acontecimientos en el orden de la acción: la comprensión contextualiza y vincula significativamente los elementos de la explicación, mientras que esta última despliega aquella analíticamente. ¿Cómo se construye el discurso narrativo?55 Para abordar los momentos del discurso narrativo Ricoeur recupera el concepto de la mímesis trágica aristotélica56, y asume que el lenguaje narrativo recrea la acción humana, no como simple copia, sino como reorganización significativa de la experiencia. Distingue tres momentos fundamentales: mimesis I, pre-comprensión o prefiguración del sentido de la acción; mimesis II, síntesis significativa de los elementos heterogéneos de la acción, esto es, articulación de la trama narrativa; y mimesis III, aplicación de la narración a la propia situación por parte del receptor y refiguración del orden preconcebido de la acción. Pero ¿qué es la trama narrativa? Ricoeur la define como un fenómeno de innovación semántica parejo a la metáfora57, que, compuesta de personajes, circunstancias y acciones, posibilita la síntesis productiva de los elementos heterogéneos de la acción en un relato que avanza desde lo anterior hacia lo posterior. En este sentido, la imaginación no es una operación arbitraria, sino que hunde sus raíces en la 55 56 57
Paul Ricoeur, Tiempo y narración III, Ob. cit. Aristóteles, Poética, Ob. cit. (1450a 4-5). Paul Ricoeur, La metáfora viva, trad. de Agustín Neira, Madrid, Ediciones Europeas, 1980.
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temporalidad y restaura al sujeto como agente principal de la historia, ya sea de forma individual o colectiva. Superada la teoría imitativa del arte, la narración tiene valor teórico en la historia por producir significado con carácter contextual. La narratividad sería esa forma de conocimiento selectivo que otorga sentido. El tiempo interactivo del relato, el tiempo “refigurado”, compuesto de comienzo, nudo y desenlace o intriga, pese a no superar la aporía temporal, la hace productiva al definir un tercer “tiempo narrado” que articula el tiempo cosmológico y el fenomenológico, dando continuidad y significado a la acción. Este tiempo del relato posibilita no sólo la comprensión y la explicación del cambio histórico, integrando sucesos particulares en tramas típicas y culturalmente generalizadoras, sino también la proyección hacia el futuro. Lo que consigue la narración es ordenar los acontecimientos en un tipo de legibilidad que, a su vez, determina el modo de recepción58. Se hace evidente que el texto histórico, por cuanto recrea el mundo de la acción y la temporalidad humanas, elabora una referencia de segundo grado al estilo de la referencia metafórica, cuyo tiempo narrado o refigurado es el objeto intencional que el lector debe integrar en su presente a fin de articular las posibilidades de la acción. Sólo cuando este mundo del texto se actualice en el mundo del lector y el tiempo pasado del relato se restituya en el tiempo del intérprete, el relato tomará sentido, operándose el tránsito de la configuración narrativa a la refiguración temporal. Esto implica que corresponde al lector reflexivo culminar la labor del historiador con su propia experiencia del otro a través del texto histórico, esto es: asumir significativamente su ser histórico, hacer el balance entre memoria e Historia y establecer el sentido humano de la Historia. No hay mimesis sin la recepción del texto por un lector. La Historia se presenta como continua y discontinua a la vez, ya que en última instancia apela a la acción del lector, quien debe operar con tramas narrativas sin desenlace y aporías temporales irresolubles y darles sentido; lo que significa que la mediación narrativa entre la condición histórica y la conciencia histórica es por definición fragmentaria. En síntesis, respondiendo a los interrogantes formulados al inicio, Ricoeur ha planteado una filosofía narrativista de la Historia sobre una fenomenología hermenéutica dedicada a la refiguración del tiempo de la acción y la subjetividad histórica a través de la recepción del mundo del texto. Lo que le ha permitido situar al receptor como agente de la historia responsable de culminar la labor historiográfica en su propia comprensión como ser histórico. Del receptor depende establecer el sentido, instaurar un proyecto y actua58
Paul Ricoeur, Historia y narratividad, trad. de Ángel Gabilondo y Gabriel Aranzueque, Barcelona, Paidós, 1999. Véase también, Tomás Calvo Martínez y Remedios Ávila Crespo (eds.), Paul Ricoeur: Los caminos de la interpretación. Symposium internacional sobre el Pensamiento Filosófico de Paul Ricoeur, trad. de José Luis García Rúa, Barcelona, Anthropos, 1991.
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lizar el tiempo narrado, el único tiempo humano posible. El presente deja de caracterizarse por la mera presencia para constituirse como el espacio de la iniciativa, como el espacio de compromiso con el futuro59. La apropiación del mundo depende de la recuperación de la memoria y del proyecto, ya que es en el tiempo futuro, en la refiguración del sentido, donde el sujeto se constituye en su totalidad histórica. Llegado el momento de la auto-comprensión, cabe preguntarse si alguna de las tesis planteadas en este debate podría iluminar en algún aspecto nuestra situación actual. 3. Historia, memoria y Globalización Como ya se apuntó en la introducción, los factores fundamentales que definen nuestro tiempo son en primer lugar un proceso de internacionalización financiera con tendencia a universalizar tanto el consumismo como la atomización. En segundo lugar, el triunfo de la objetualización científico-técnica del sujeto. Y en tercer término, la desintegración de la experiencia temporal. La confluencia de todos ellos desarraiga al sujeto de su pasado y lo sumerge en una sociedad mercantilizada de funcionamiento aparentemente incomprensible, en la que su acción carece de importancia por pura desproporción entre sus fuerzas y las fuerzas económicas de orden global. Podríamos exponer las conclusiones de la investigación preguntado por cada uno de los términos del título. ¿Cuál es la situación de la memoria? Pese a que las aporías de la memoria han sido ampliamente debatidas, en el ámbito de la vida ordinaria reina el concepto de memoria postromántica en tanto facultad psicológica individual recuperadora del tiempo pasado60. Una postura que se basa en la detención arbitraria de la dialéctica entre reflexividad y mundaneidad, pero que en nuestra actualidad se ha visto reforzada por la extrapolación del concepto de memoria computacional propio del paradigma tecnológico61. Efectivamente, el desarrollo de las tecnologías de la información ha favorecido un desplazamiento semántico del término memoria tecnológica al ámbito humanístico muy alarmante. En el campo informático, el término memoria se refiere a la capacidad retentiva de información indiscriminada propia de los dispositivos informáticos de almacenamiento externo, una definición que no cumple ninguno de los parámetros de lo que hasta ahora venía denominándose memoria, la cual, incluso en la reducida versión idea59
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Paul Ricoeur, Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, trad. de Pablo Corona, México, FCE, 2001. Mary Carruthers, The book of memory. A Study of Memory in Medieval Culture, Cambridge U. P., 1990. Jacques Le Goff, El orden de la memoria, Ob. cit., pp. 227 y ss.
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lista, es una facultad psicológica de selección y ordenación significativa del conocimiento experiencial. El resultado efectivo es que la memoria queda reducida a mera facultad mecánica de retención de datos referidos al pasado, una definición que, dada la actual obsolescencia programada, la condena a la extinción62. Con este idealismo de fondo, y como era predecible, en el orden de la memoria colectiva asistimos a un desmesurado afán memorialístico que, presumiblemente en aras de la recuperación de testimonios directos e incontaminados de lo acontecido frente a la Historia oficial, y preferentemente testimonios de supervivientes de acontecimientos traumáticos, pluraliza las memorias particulares. Desde las políticas de la memoria se emplean sin rigor epistemológico distintas combinaciones que supuestamente refieren a una dimensión supra-individual de la memoria como es el caso de memoria histórica, social, pública, nacional, etc63. No obstante, esta pretensión de verdad justificada por una supuesta correspondencia atribuida al testimonio sólo desplaza el problema de la objetividad. El testimonio del superviviente también es una construcción individual-colectiva y debe ser abordado desde la dialéctica de la memoria y la Historia. Erigir el testimonio como adalid de la verdad objetiva termina provocando la desintegración de la disciplina y la fragmentación de la identidad tanto individual como colectiva. No se trata de recriminar el estudio de las distintas memorias, sino de no incurrir en una indiscriminada multiplicación disgregadora centrada en destacar la diferencia propia del testigo a través de la sacralización y victimización de su testimonio; ya que esta maniobra únicamente incentiva el conflicto identitario y la incomunicación. El objetivo sería más bien asumir el pasado y, sin magnificar el trauma, generar un espacio de experiencia común en el que atender a la pluralidad de forma diferencial, comparativa, relacional, y proyectar un horizonte de expectativa común64. ¿Cuál sería el estado del tiempo? Es lugar común considerar el paradigma temporal de la modernidad bajo el concepto de “tiempo moderno”65. Un tiempo caracterizado por la separación cada vez mayor entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativa” justificada aparentemente en la incapacidad del pasado para afrontar los problemas que plantea el futuro. No obstante, este concepto entraña supuestos cuestionables. Si bien es cierto que 62
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Sobre esta reducción de la memoria como facultad y su techne existen numerosos monográficos, entre los que destacan: Paolo Rossi, Clavis universalis. Arti mnemoniche e logica combinatoria da Lullo a Leibniz, Milano, Ricciardi, 1960; Frances Amelia Yates, The Art of memory, Harmondsworth, Penguin Books, 1969. Véase Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria y política, trad. de Lucia Volgelfang, Buenos Aires, Prometeo libros, 2011. Véase Josefina Cuesta Bustillo, “Memoria e Historia. Un estado de la cuestión”, en Josefina Cuesta Bustillo (ed.), Memoria e Historia, Madrid, Marcial Pons, 1998. Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Ob. cit., pp. 127 y ss.
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la unicidad de los acontecimientos anula la indicación práctica, no se asiste a la novedad radical. El “horizonte de expectativa”, por definición, debe ofrecer una experiencia inesperable en tanto acontecimiento, y con ello dar lugar a un nuevo “espacio de experiencia” sobre la base de una expectativa retroactiva. Es en esa tensión donde se configura el tiempo histórico, irreductible al pasado fáctico por su referencia al futuro. Si desaparece la tensión o se provoca la escisión entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativa”, antes que liberar un futuro, se elimina la condición formal para asumir la propia experiencia y diseñar la acción futura, abocando a la reacción irreflexiva o a la estasis. De otra parte, la aceleración de los procesos estructurales y el acomodo constante de la experiencia no inutilizan la ejemplaridad de la Historia ni su capacidad para pronosticar un futuro, pues la Historia no se limita a ofrecer modelos morales de experiencia contextualizados; antes bien la Historia analiza críticamente los documentos en tanto monumentos66 y proyecta su potencial futuro activando un presente común. La caída del paradigma del progreso y su ideal de la emancipación no suponen renunciar a dirigir el acontecer hacia un vértice de sentido. No es que el telos, como si de un elemento sustantivo fallido se tratase, haya caído, es que, por la supresión del espacio común de reflexión, entre otros motivos, se ha atrofiado la capacidad de convenir telos comunes. El paso hacia la recuperación radica en el restablecimiento de un concepto de futuro, ya no como apertura incierta e inasimilable, sino como dimensión temporal de la acción posible, como el horizonte que atiende al pasado para dar sentido al presente. Un futuro que debe ser, no homogéneo y unilineal, sino diferencial, comparatista y humanizador. Este último sería el sentido fundado en nuestra propia recepción de la Historia y la memoria, la cual, recordemos, no se trata de una mera opción subjetiva e individual, sino de la recepción hermenéutica de la subjetividad de la Historia y del sentido de la Humanidad. Un sentido del que participamos y al que podemos contribuir recuperando el tiempo de la acción67. Y aquí es donde tiene cabida la metafísica de la expresión de Nicol. La revolución metodológica en nuestra época exige otra idea de hombre68 distinta a la definida por la psicología naturalista, que permita tomar conciencia de las formas de integración del sujeto en su ámbito vital. La ontología de lo histórico es indiscernible de una teoría de la mundaneidad porque es el hombre quien como ser de la expresión forma mundos de sentido. Si el espacio vital es el mundo compartido, el tiempo es la historia, el sujeto es la comunidad. Una comunidad cuyo valor no viene dado por la pretendida universali66 67 68
Jacques Le Goff, El orden de la memoria, Ob. cit., pp. 227 y ss. Pedro Aullón de Haro (ed.), Teoría del Humanismo, Madrid, Verbum, 2010, 7 vols. Eduardo Nicol, Idea de hombre, México, FCE, 1977.
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dad, sino por su historicidad. Por eso el método de investigación debe ser situacional, concreto, histórico y dialéctico, a la vez que universal. Se hace evidente la complementariedad del narrativismo pragmático de Ricoeur respecto de la ontología de lo temporal. No hay historia sin expresión, la historia es de principio a fin escritura, y la escritura es expresión. La escritura no sería ocultamiento del ser al estilo platónico, antes bien sería plena manifestación del ser simbólico del hombre. El poder revelador del lenguaje que los lectores actualizan en el tiempo. La escritura de la historia es lo fundamental de la historia. El conocimiento histórico es impensable sin escritura. Por un acto poiético el historiador constituye el espacio habitado, no desde la ficción arbitraria, sino desde el realismo crítico que da realidad a la representación histórica y reconocimiento al testimonio. La síntesis significativa de lo heterogéneo y la continuidad temporal son resultado de una operación hermenéutica que es responsabilidad tanto del historiador como del receptor; y la narratividad es una estrategia semántica efectiva para llevarla a cabo. Aplicando este parámetro a nuestra actualidad. Es un hecho que la internacionalización financiera nos conduce a una especie de historia mundial69. El núcleo de la cuestión es si es posible elaborar una Historia, no meramente de la economía mundial, sino una Historia universal que, sobre unos valores humanísticos compartidos, redefina la estructura conectiva de nuestra cultura sobre la continuidad entre memoria, Historia y tiempo presente, y dé sentido a los procesos de orden global, recuperando con ello la conciencia histórica. Ese proyecto debería comenzar por superar la idea de hombre naturalista, lo cual pasa por liberar no sólo a la memoria individual de su reducción psicologista, sino también a la memoria colectiva de su mercantilización y objetualización política. Una vez restaurada su continuidad, se trata de restablecer su función de representación crítica del pasado en colaboración con la Historia, facilitando así la construcción conjunta y significativa de un “espacio de experiencia” y de un “horizonte de expectativa” comunes que vertebren una sociedad civil activa70. Una operación que puede ejecutarse desde una Razón realmente histórica, que recupere la continuidad temporal entre pasado, presente y futuro y con ella la acción significativa y teleológica71. En 69
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Antonio de Murcia Conesa, “Notas sobre humanismo, mundialización y tradición literaria”, en Hispanogalia, vol. cit., pp. 99- 116. Carlos Barros (ed.), Historia a debate. Tomo III. Otros enfoques, Actas del Congreso Internacional “A Historia a debate” celebrado el 7-11 de julio de 1993 en Santiago de Compostela, La Coruña, Sementeira, 1995. Manuel Cruz, Narratividad. La nueva síntesis, Barcelona, Península, 1986; Escritos sobre memoria, responsabilidad y pasado, Cali, Universidad del Valle, 2004; Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, Barcelona, Anagrama, 2005; Manuel Cruz y Daniel Brauer (comp.), La comprensión del pasado. Escritos sobre filosofía de la historia, Barcelona, Herder, 2005.
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suma, si lo que hoy está en cuestión es el futuro72, la disciplina histórica podrá ser aquella capaz de ofrecer un espacio reflexivo comparatista, no parcializador, y por tanto adecuado a fin de diseñar un proyecto humanístico de futuro para tiempos de globalización. Es decir, un proyecto que asumiendo el conocimiento del pasado disponga de la capacidad de orientar la acción presente hacia modos superadores de la característica fragmentariedad típica de nuestra época. En este sentido, la Historia es desde luego la disciplina del futuro.
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Krzysztof Pomian, Sobre la historia, trad. de Magali Martinez Solimn, Madrid, Cátedra, 2007.
VERDAD Y TIEMPO EN LA HISTORIOGRAFÍA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA: KANT Y LAS DERIVAS DEL MÉTODO KANTIANO1
ÁNGEL PONCELA GONZÁLEZ
1. INTRODUCCIÓN
La historiografía de la Historia de la Filosofía ha de enfrentarse desde un principio al problema de la relación entre verdad y tiempo. La Filosofía es comprendida como ciencia de la verdad que introduce el lógos con la pretensión de ordenar la diversidad de los hechos humanos acaecidos en el tiempo; actos caóticos, contingentes que son sujetos a la medida universal de la razón. La Historia de la Filosofía está contenida en un corpus de textos que recoge la verdad, pero que a su vez es producto del pensamiento de autores sometidos a la contingencia histórica de escuelas o épocas. El texto filosófico se presenta, por ello, provisto de una naturaleza bifronte: es la idea devenida cosa, el signo de una verdad que fue pensada y sobre la que nos seguimos preocupando. Nos proponemos repensar aquí la cuestión de la relación entre el texto filosófico y su contexto histórico tomando la propuesta kantiana de una filosofía sistemática de la historia como hilo conductor. A este fin presentamos, en primer término, el método kantiano y su aplicación a la historia de la humanidad. A modo de conclusión sometemos el modelo a evaluación a partir de algunas de las críticas y propuestas metodológicas actuales. Acudimos a la Critica de la Razón Pura, que apareció publicada habiendo transcurrido once años desde la habilitación de Kant como profesor en Königsberg, en 1781, a los cincuenta y siete años de edad. En 1787 se publi1
Este estudio ha sido posible gracias a los proyectos del Ministerio de Ciencia e Innovación, Junta de Castilla y León y de la Fundaçao para a Ciência e a Tecnologia (Portugal): “Lexicografía y Ciencia: Otras fuentes para el estudio histórico del léxico especializado y análisis de las voces que contienen” (FFI2011-23200); “La Filosofía de las pasiones en la Escuela de Salamanca” (SA378A11-1); “Animal Rationale Mortale. A relação corpo-alma e as paixões da alma nos Comentários ao De anima de Aristóteles portuguesas do séc. XVI” (EXPL/MHCFIL/1703/2012).
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ca la segunda edición de la obra con importantes modificaciones. En aquel intervalo de seis años, Kant redactó una serie de ensayos dedicados al estudio de la Filosofía de la Historia: Ideas de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita (1784) y la Respuesta a la pregunta, ¿Qué es la Ilustración? (1785) y el Probable inicio de la historia humana (1786). Analizaremos estos textos con el propósito de ofrecer una imagen de la metodología histórica y de la concepción filosófica kantiana de la historia. Por razones de completud, asumiremos otras dos obras que caen fuera del periodo señalado: Los progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff (1791) y El fin de todas las cosas (1794). De este modo, y aun cuando es sabido que Kant no sometió a crítica sistemática la experiencia histórica, a diferencia de la experiencia empírica y la moral, será posible considerar las obras referidas como el cuerpo de una cuarta crítica dedicada a la razón histórica. Ahora bien, no es nuestra pretensión verificar una hipótesis ya formulada por Gadamer entre otros2. El motivo de revisitar los textos kantianos reside en la importancia intrínseca que poseen para alcanzar una comprensión ordenada o histórica tanto del devenir de la filosofía contemporánea como de los caminos seguidos por las diversas escuelas historiográficas. En particular, la Crítica de la razón pura devino, en opinión de Gracia, el factor explicativo de la escisión provocada dentro de la “corriente principal” de la filosofía en sus dos caminos antagónicos: la tradición “poética” y la tradición “analítica” de la historia de la filosofía3. 2. LA METODOLOGÍA KANTIANA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
El problema de la relación entre verdad e historia, considerado in recto, se vincula en Kant a la tercera de las antinomias de la razón pura por él planteadas como vía escéptica a partir de la cual transitar desde la necesidad, natural e histórica, a la libertad y señalar el error natural en el que incurre el entendimiento al tener que fundamentar la objetividad o el sentido en el inestable plano fenoménico. Sin libertad no hay pensamiento ni ciencia posible y, por tanto, tampoco un camino para hallar la verdad. No obstante, la experiencia muestra a la razón la evidencia del fenómeno del tiempo y la ubicación espacial de las realizaciones históricas. Las alternativas en este punto, para Kant, son dos: acomodarse en el terrero de la verdad, asumiéndola dogmáticamente; o bien, situarse en la contingencia y atenerse a la evidencia empírica. La antinomia generada por la necesidad de la razón de hacerse
2 3
Cf. H. G. Gadamer, “Historia del universo e historicidad del ser humano”, en El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 153-170. J. E. Gracia, La filosofía y su Historia, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1998, p. 21.
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comprensible la “absoluta indeterminación de la acción” 4 del hombre en el marco de un mundo condicionado por la leyes de la naturaleza, desplegándose en el espacio y a través del tiempo, muestra que la libertad es un presupuesto del entendimiento. Mediante esta concepción trascendental, la libertad de la voluntad puede comprender la “idea del origen del mundo” no desde la perspectiva del tiempo, sino desde la causalidad5. La Historia de la Filosofía confirma que nunca el hombre ha podido dejar de pensar la libertad como el principio originario (causa libre per se) del despliegue de la serie de causas de la naturaleza conocidas mediante la experiencia. Por tanto, cabe una mera concepción trascendental de la libertad y una concepción empírica de los fenómenos contingentes desde el punto de vista teórico. Ahora bien, es posible elevar la idea de libertad como el principio unitario de un sistema desde el cual la Historia de la Filosofía sea comprendida como el relato de la progresiva conquista racional de la libertad. En esta dirección, es posible afirmar que la Filosofía de la Historia aparece en el pensamiento kantiano como el marco en el que la paradoja entre naturaleza y la libertad es disuelta por medio de la esperanza moral según veremos. El “deseo indomable” de la razón de rebasar continua y penosamente los límites de la experiencia dada representa para Kant, en primer lugar, un indicador suficiente de la existencia de “una fuente de conocimientos positivos” no sujetos al error cuando son comprendidos por la razón pura en su uso práctico6. En segundo lugar, muestra que la razón no obtiene descanso hasta lograr una comprensión unitaria del mundo en la forma de un “todo sistemático y subsistente por sí mismo”. El conjunto de estos principios a priori constituye el “canon” del sistema o ciencia trascendental7; tales principios son “el ideal del soberano bien” que proporciona al sistema una “unidad moral”8. Cuando el mundo sensible es pensado de manera inteligible, esto es, haciendo abstracción de todas las inclinaciones individuales (opuestas a la moralidad) y de los fines particulares (la búsqueda de la felicidad individual por el ejercicio de la libertad), surge el mundo moral como un “corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática tanto consigo misma como respecto de la libertad de los demás”9. Esta idea, al tener su fundamento en el mundo sensible, posee la “realidad objetiva” necesaria para que sea posible fundar este “sistema de la libertad” (regnum
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I. Kant, Crítica de la razón pura, P. Ribas, A 449, B 477, Madrid, Alfaguara, 1997, p. 409. Ibid. Ibid., A795, B 823, p. 624. Ibid. A811, B 839, p. 633. A 808, B 836, p. 632.
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gratiae)10. Ahora bien, el orden es introducido en la naturaleza cuando el hombre se propone fines supremos o morales haciendo un uso práctico de su razón pura. Es la “primera unidad final [que] es necesaria y fundada en la esencia misma de la voluntad” la que posibilita la cultura a través de aquel uso de la razón11. La naturaleza proporciona una “segunda” unidad de fines (la materia objetiva) que hace posible la ciencia trascendental convirtiendo al sujeto no en la causa del conocimiento, sino en el efecto de la finalidad práctica impuesta por la razón pura. La Historia de la Filosofía, intentando buscar un sentido a la realidad, cuando no se somete a la “disciplina” del uso crítico de la razón12, se vale únicamente de los hechos dados por la experiencia; se limita a proporcionar “toscos y raros conceptos de la divinidad”13. Hasta el momento, en opinión de Kant la filosofía no ha podido constituirse como una ciencia al no proceder desde los fines suministrados a priori por la razón. Por el contrario, ha tomado los fines de la experiencia y desde ella ha intentado constituir una unidad de la unión de los diversos conceptos (genera aequivoca). Pero una analogía no funda la unidad “arquitectónica” (articulatio) propia de una ciencia, sino solamente una unidad “técnica” (coacervatio) que no permite ver la idea y determinarla según los fines dictados de la razón. No obstante, todos los sistemas filosóficos contienen como en “germen primitivo” el fin de la razón. El filósofo de la razón pura se enfrenta a la historia de los sistemas filosóficos como un arqueólogo que extrae de las “ruinas de antiguos edificios hundidos” aquellos conceptos que se ajustan a la idea o al interés general moral y así configura el “sistema del conocimiento humano”14. El conocimiento fue dividido por Kant, desde un punto de vista subjetivo, esto es, prescindiendo de sus contenidos, en histórico y racional. El conocimiento histórico es un conocimiento empírico fundado en lo que le ha sido dado (cognitio ex datis) al sujeto por vivencia sensible a través de la lectura o por medio de la instrucción. Este conocimiento, al no proceder de la invención, no es subjetivamente racional, sino imitativo. El conocimiento filosófico, por el contrario, es plenamente racional al haberlo extraído el sujeto directamente de “las fuentes generales de la razón” (cognitio ex principiis)15. Así pues, partiendo de los principios sintéticos y a priori, el cometido del filósofo en relación con la Historia se reduce a la tarea crítica de refutar o confirmar todos los conocimientos dados verificando su adecuación a dicha síntesis. 10 11 12 13 14 15
A 815, B 843, p. 636. Ibid. A 709, B 737, p. 573. A 817, B 845, p. 637. A 833, B 861, p. 647. A 835, B 863, p. 649.
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Desde un punto de vista epistemológico, se aprecia una desvalorización del estudio filosófico de la Historia empírica, que se evidencia en la contraposición entre el conocimiento filosófico y el histórico. El primero, al fundarse únicamente en la razón, es un conocimiento original guiado por el “poder de invención”16. El conocimiento histórico, que opera sobre el plano empírico, no es prima facie racional y, por lo tanto, tampoco genuino, sino “popular” guiado por el “poder de imitación”17. La depreciación teórica de la Historia empírica se halla determinada en Kant por la creencia en la Matemática como expresión máxima de la racionalidad humana18. Los conocimientos racionales posibles son solamente dos: el matemático y el filosófico. El conocimiento matemático es objetiva y subjetivamente racional al operar síntesis a priori sobre otro concepto a priori o representado en una intuición pura. Al estar fundado el concepto matemático en una representación a priori de una intuición racional, y no sobre la experiencia, se concluye que nunca puede estar sujeto a la opinión y que ofrece un grado de certeza apodíctica. No ocurre así con el conocimiento filosófico. El uso puro de la razón procede sintetizando las intuiciones posibles dadas por la experiencia hasta formar un juicio sintético a priori; pero no lo forma de modo intuitivo, sino discursivamente apoyándose en otros conceptos tomados de la experiencia. En un escrito posterior, Kant precisó que “el conocimiento histórico es empírico y, por tanto, conocimiento de las cosas tal como son, no de que tengan que ser necesariamente así”. Es decir, que la Historia estudia los hechos pasados no sujetos a una necesidad aparente, sino guiado por “el fin propio de la humanidad misma”19. Dicho lo cual, introdujo la siguiente precisión: “una Historia filosófica de la filosofía no es posible a su vez de manera histórica o empírica sino racional (rational) es decir, a priori. Pues, 16 17 18
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Ibid. A 838, B 866, pp. 650-1. “La matemática proporciona el más brillante ejemplo de una razón que consigue ampliarse por si misma, sin ayuda de la experiencia” (A 712, B 749, p. 574). Importa subrayar que, a pesar de la confianza y del deseo de los hombres, el método de la matemática dada su naturaleza intuitiva no es extrapolable a la filosofía ni a la historia. Leemos a este respecto: “El gran éxito que la razón obtiene por la matemática nos lleva naturalmente a presumir que el método empleado por esta ciencia, si no la ciencia misma, tendrá igual éxito fuera de la campo de las magnitudes (…) la filosofía y la geometría son dos cosas completamente diferentes bien que se den la mano en la ciencia de la naturaleza, y, en consecuencia, los procedimientos de la una no pueden ser imitados por la otra (…) el geómetra, siguiendo el método de la filosofía, no construiría más que castillos de naipes, y que la filosofía, aplicando el suyo sobre la matemática, no puede hacer más que vil prosa” (A 725, B 753, p. 582). I. Kant, “Sobre el tema del concurso para el año de 1791 propuesto por la Academia Real de Ciencias de Berlín: ¿Cuáles son los efectivos progresos que la Metafísica ha hecho en Alemania desde los tiempos de Leibniz y Wolff?”, en Los progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff, trad. de F. Duque, Madrid, Tecnos, 2011, pp. 158-159.
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aunque establezca facta de la razón, no los toma prestados de la narración histórica, sino que los extrae de la naturaleza humana a título de arqueología filosófica”20. Como puede observarse, Kant opuso a la Historia de la Filosofía una “Historia filosofante de la Filosofía” en la que el hilo conductor de la investigación no son los hechos pasados, sino el acto del filosofar (o “el pensar en general”) mismo comprendido en su desenvolvimiento hacia un fin. El pensar como “desarrollo paulatino de la razón humana”, como despliegue no empírico, surgió de “un estado de necesidad de la razón, sea teórico o práctico, que la haya obligado a elevarse de sus juicios sobre las cosas a los fundamentos y aún hasta los primeros principios”. El primer indicio histórico de esta necesidad racional de pensar la realidad “sin objeto” fundada en conceptos racionales a priori, la localizó Kant en el pensar de Aristóteles. Cuando no es aplicado un uso crítico de la razón en Filosofía, el conocimiento de la Historia queda sujeto a la incertidumbre de la opinión o bien condenado a girar sobre sí mismo en la duda. Se abre paso entonces al relativismo filosófico y a su acción disolvente sobre la verdad y sobre el sentido histórico recogidos en el principio de la razón pura en su uso práctico. Y en oposición al relativismo y al escepticismo, el conocimiento filosófico en su uso puro es caracterizado como “el sistema de todo conocimiento filosófico” erigido desde el “talento de la razón en la aplicación de sus principios a ciertas tentativas que se presentan, pero siempre con la reserva del derecho que tiene la razón de rebuscar estos principios mismos en sus fuentes y a confirmarlos o rechazarlos”21. Dentro de este sistema, la Historia de la Filosofía, en sentido racional, parte de la proyección “a priori de un esquema de la filosofía con el cual, a partir de noticias existentes, épocas y opiniones de los filósofos, coincidan como si hubieran tenido este esquema mismo a la vista y hubieran seguido progresando en el conocimiento de la misma”22. La Historia de la Filosofía no debe limitarse a ser una “historia de las opiniones”, sino una historia de la razón. Lo que significa que la investigación filosófica no considera los hechos en calidad de sucesos acaecidos, sino que los comprende como signos de la historicidad del pensar en una dirección de progreso hacia la conquista del fin de la humanidad23. Y, del hecho racional, el filósofo de la Historia no se preocupa por “qué cosa se raciocina” en un determinado periodo, sino
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Ibid. A 838, B 866, p. 650. I. Kant, “Sobre el tema del concurso”, Ob. cit., p. 160. “Nada de lo acontecido en ella puede ser narrado sin saber de antemano que habría debido acontecer y, por ende, qué pueda acontecer también” (p. 161).
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“qué se consigue con raciocinios por meros conceptos” desde la perspectiva de un beneficio moral generalizable24. Ahora bien, la función histórica del filósofo puro no se agota en esta búsqueda y aplicación de la “idea” o “modelo” del pensar en lo dado. La toma de conciencia de la necesidad de una Historia racional de la Filosofía, representa, según Kant, solamente el “concepto escolástico” de la Filosofía; significa la pretensión de alcanzar la “unidad sistemática de esta ciencia y, por consiguiente, la perfección lógica del conocimiento”. El filósofo que alcanza esta altura histórica es el “artista de la razón”. El estudio filosófico de la Historia no presenta un interés lógico ni matemático, sino un sentido moral. La filosofía tiene una pretensión de universalidad (un conceptus cosmicus) que se dirige al “conocimiento de los fines esenciales de la humana razón” (teología rationis humana): “la libertad, la inmortalidad y la existencia de Dios25. Este filósofo ideal es el “legislador de la razón humana” que, sirviéndose como medios de los conocimientos proporcionados por la Matemática, la Física y la Lógica, se sitúa en el límite de la moral y dispone todo el conocimiento alcanzado por el hombre a lo largo de la historia en la perspectiva de la consecución de los “fines supremos”, es decir, “lo que es preciso hacer si la voluntad es libre, si hay un Dios y una vida futura”26. Una vez expuesta la Filosofía de la Historia de la razón pura concentrada en la doctrina trascendental del método de modo principal, derivamos una serie de conclusiones de carácter metodológico. -Primero. El hiato entre la verdad y el tiempo es superable, admitiendo la existencia de un fundamento objetivo, de una medida o esquema en la Historia. En la Filosofía de la Historia kantiana, la realidad objetiva procede de las acciones realizadas por los hombres en el tiempo conforme a los principios morales, adoptando el horizonte teleológico y la dinámica del progreso. En un conocido pasaje del ensayo ¿Qué es la ilustración?, Kant se preguntó si sería la suya una época ilustrada, respondiendo negativamente. No obstante, se encuentra el género humano en “una época de ilustración”27, esto es, a mitad de un camino de formación moral que será consumado cuando los individuos “estén en disposición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento”28. El advenimiento futuro de la razón no como la facultad del conocimiento, sino como una disposición práctica es concebido como una ley que debe ser realizada por el hombre en el tiempo. Y es en esta ley donde reside el fundamento objetivo para una Filosofía de la Historia de naturaleza 24 25 26 27 28
Ibid. Crítica de la Razón Pura, A 839, B 867, Ob. cit., p. 651. A 800, B 828, p. 627. I. Kant, “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la Historia, Madrid, FCE, 1981, p. 38. Ibid., p. 41.
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pragmática que tiene por objeto constatar el estado del progreso del género humano en el uso autónomo de la razón. Esta es la ley “a priori”, que, como “hilo conductor” o paradigma, motiva que el historiador ordene su pesquisa hacia la constatación del progreso de la racionalidad como un plan oculto de la naturaleza que moviliza la Historia29. -Segundo. El método crítico es un medio, pero no el objeto mismo de la filosofía. Representa el momento negativo de la investigación histórica por el cual se toma conciencia de la necesidad de adoptar la perspectiva teleológica situándose ante la Historia en una línea de sentido. Una filosofía que permanezca en el nivel crítico y solo busque satisfacer una necesidad especulativa es puro esteticismo. Además, una consideración de la Historia como arte de la matemática (ars mathematica) no resulta posible debido a los límites naturales del ejercicio especulativo y su relación con la naturaleza fenoménica de la materia de estudio. Es preciso no olvidar que, si bien Kant delimitó la causalidad en el marco de la experiencia, abriendo la puerta a las investigaciones empíricas de la Historia, al tiempo, significó una afirmación de la razón práctica en la medida en que la causalidad a partir de la libertad no contradecía la razón teórica. Precisamente, y en opinión de Gadamer, en este punto reside el verdadero valor de la crítica kantiana, al recordar que “la pretensión de universalidad de la ciencia tiene un límite y que la libertad humana no puede ser jamás un hecho de experiencia en el sentido de las ciencias empíricas”, sino un hecho de razón, y que, por lo tanto, solo puede ser comprendido histórica o vitalmente30. -Tercero. La Filosofía se acerca a la Historia con el propósito de verificar en los hechos pasados aquellos momentos en los que la razón ha sido ejercida para producir una determinada idea o doctrina que acercó al hombre hacia su fin universal: el uso práctico de la libertad. La Historia de la Filosofía es el relato de las huellas que los pensadores marcaron en el tiempo y en el espacio cuando aplicaron su razón como legisladores morales; cuando promovieron la creencia de que la decisión autónoma de ajustar la acción a las normas morales transformaba a los hombres en dignos merecedores de la esperanza futura. En este punto, observó Kant que la conciencia moral es una conciencia histórica considerada como la disposición del hombre para responder a las determinaciones mediante la donación autónoma de una vocación en el tiempo. Este movimiento ha sido facilitado por el proceso de ilustración moral que supone la autoconciencia de la libertad31. 29 30 31
I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros ensayos sobre Filosofía de la Historia, trad. de R. Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1987, p. 23. H. G. Gadamer, “Historia del universo e historicidad del ser humano”, en Id., El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1995, p. 166. La idea del desarrollo humano de la sociabilidad como camino hacia el perfeccionamiento del género es movilizado por la naturaleza como principio de todas las cosas junto con la idea de la
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3. LA LECTURA FILOSÓFICA KANTIANA DE LA HISTORIA
Durante el periodo ilustrado, Voltaire opuso a la interpretación teológica vigente de la Historia una interpretación filosófica fundada en criterios “científicos”. Esta Filosofía de la Historia se desarrollaba aplicando la razón de manera crítica y poniendo entre paréntesis el dogmatismo religioso. Con este método era posible comprender el “espíritu de los tiempos y de las naciones” y constatar el progreso de la civilización32. Por los mismos años, Hume, en sus reflexiones sobre la Historia, concluyó que no era posible desentrañar el significado último de los procesos históricos y revelar su “plan” 33. El filósofo se debería contentar, por tanto, con realizar descripciones de los hechos acaecidos; elaborar una Filosofía de la Historia empírica compuesta por una sucesión de eventos que no responden a idea alguna o propósito determinado. A este contexto filosófico respondió la metodología de la Historia de la Filosofía de Kant y su aplicación ulterior al estudio reflexivo de la Historia Universal. Recordemos, de manera sintética, los resultados principales alcanzados por Kant en esta dirección. El historiador de la Filosofía, una vez conocida la naturaleza del método, ha de establecer los límites de su investigación. Estos hitos históricos están dispuestos en los ensayos sobre el Probable inicio de la historia humana y El fin de todas las cosas, respectivamente. Aun cuando suponer la historia del origen del hombre es una mera “fábula” o “un viaje de placer”, ésta puede ser reconstruida en analogía con la naturaleza, siguiendo el “despliegue de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza del hombre”34. El comienzo de la historia se concreta en la imagen del paraíso en el que el hombre, guiado por su instinto, vive sin preocupación al no haber tomado conciencia de la facultad racional y de su libre imperio. Sin embargo, pronto
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ilustración como ejercicio del libre pensamiento asegurado por el Estado. Ambos motivos, naturaleza e ilustración, revelan para Kant, la existencia de una teleología subyacente a la historia, que genera la esfera de la moralidad y de la cultura y cuyo surgimiento depende del libre sometimiento de las acciones individuales a las normas morales y su orientación hacia fines racionales. En este sentido afirmó Kant que “la aptitud de ponerse, en general, fines a sí mismo y de emplear la naturaleza como medio adecuado a las máximas de sus libres fines” y “la producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin, en general, es la cultura” (I. Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Espasa-Calpe, 1997, p. 418). Finalmente, observamos que la teleología desempeña una doble función en la filosofía kantiana de la historia. Por un lado, es una dimensión esencial de la naturaleza por la cual genera un mundo de seres organizados; por el otro, es una parte fundamental de la acción del hombre en el mundo, la cual cabe concebirla como dirección hacia la construcción de un mundo moral. Voltaire, Filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 24. D. Hume, Essays. Moral, Political, and Literary, Indianapolis, Liberty Fund, 1985, p. 568. I. Kant, Ideas, Ob. cit., pp. 57 y 58.
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“la razón comenzó a despertarse dentro de él” y, en su primer intento de libre elección (la selección de alimentos para su nutrición), descubrió en su interior la “capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales”. A la liberación del instinto de nutrición, le sucederá el del instinto sexual, la creación de expectativas o del disfrute venidero. El último paso dado por la razón es la toma de conciencia del hombre de su verdadera naturaleza: ser pura libertad o “el fin de la naturaleza”, fruto de su poder de dominio sobre los otros animales. Al tiempo, surgió en el hombre la deliberación acerca de la licitud de ejercer sus potencias sobre los semejantes, naciendo en él la idea del hombre como “ser en sí mismo” y, en consecuencia, la “igualdad con todos los seres racionales”. Aun cuando el uso práctico y no meramente instrumental de la razón supuso para la especie un progreso hacia su emancipación natural, significó para el individuo una caída “en la dimensión moral” acompañada de la sanción de “un cúmulo nunca antes conocido de males de la vida”35. Kant consideró que tal caída, aun siendo traumática para el individuo, le proporcionó una oportunidad para el desarrollo de sus potencias y la creación de su segunda naturaleza social. Y, puesto que resulta imposible retornar a la naturaleza perdida, se hace necesario recorrer el camino de la educación moral y civil de los individuos. Una vez supuesto el principio de la Historia Universal, la creencia en un fin del mundo resulta necesaria, según Kant, para que la existencia del hombre tenga sentido, puesto que, desprovisto del concepto de “meta”, la vida se le representa a la razón como “una farsa sin desenlace y sin intención alguna”. El fin de la Historia es representado desde la idea del “juicio final” que tiene su origen en la reflexión no sobre el devenir del mundo físico, sino sobre el curso moral. La sentencia absolutoria de la salvación actúa en el hombre no como un “dogma”, sino como una idea reguladora de las acciones del hombre; idea que lleva a postular el hecho de que quizá sea “prudente obrar como si la otra vida y el estado moral con el que terminamos la presente, con su consecuencia al entrar en ella [en la vida eterna], fueran invariables”36. La razón, en el inevitable peregrinar desde la finitud hacia la eternidad, se forja una idea de ella misma como “ampliación del conocimiento” en cuanto fin de todas las cosas que, en la esfera de la moral o de los fines, significa la “perduración” o la “superación suprasensible de las determinaciones de la naturaleza”37. Y, por último, cuando la razón práctica se interroga por el fin último o por el sentido de su acción autónoma, aparece la idea del bien
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Ibid., pp. 60, 62, 64 y 66. Ibid., 129. Ibid., p. 124.
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pleno que se concreta en los postulados o creencias acerca de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma38. Finalmente, cuando el historiador analice, emplazado en estos márgenes, los fenómenos naturales en su conjunto y al hombre históricamente, descubrirá la presencia de un “hilo conductor” o “intención de la naturaleza”. La Historia es el resultado del empeño puesto por los individuos para intentar constituirse como “ciudadanos del mundo, con arreglo a un plan acordado”39. A esta altura, se pasa de una descripción empírica de hechos acaecidos a una explicación racional y teleológica de la historia. Para Kant, la investigación finalista viene impuesta por el “antagonismo” o “la insociable sociabilidad”40 inherente a la naturaleza humana, que es un instrumento del cual se vale la naturaleza para desarrollar su plan. Comprender la historia desde la dinámica del progreso exige acompañar a esta concepción teleológica de la naturaleza con la ley moral y con la razón práctica. Así se comprende la existencia de un deber de desarrollo individual de la moral y una tendencia hacia el bien supremo de la humanidad o hacia el advenimiento de un estado cosmopolita. Alcanzar el bien de la humanidad no fue considerado por Kant una utopía, sino un “quiliasmo” o una idea de difícil resolución. Estimó que uno de los deberes del filósofo de la Historia era “contribuir al advenimiento” del estado cosmopolita señalando los momentos históricos acaecidos en donde cabía vislumbrar esa intención de la naturalez41. La mera posibilidad de elaborar una Filosofía teleológica de la Historia constituía ya un indicador del propio progreso de la especie hacia la racionalidad. La Filosofía de la Historia de Kant es una “historia como sistema” organizada conforme al esquema de los fines naturales y morales42. 4. PROYECCIONES CONTEMPORÁNEAS Y CONSIDERACIONES CRÍTICAS
La Historiografía y la Filosofía de la Historia kantiana constituyó el modelo de referencia de las construcciones sistemáticas realizadas en los siglos 38
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En el planteamiento kantiano de la moral, como ha observado Höffe, la religión aparece como una consecuencia y no como un fundamento de la moral. Cf. O. Höffe, Inmanuel Kant, Barcelona, Herder, 1986, p. 233. I. Kant, Ideas, Ob. cit., p. 40. Ibid., p.124. Los hitos que señalan al historiador la distancia en la que se encuentra el género humano en relación a su meta final, son: la formación del Estado jurídico de individuos respetuosos con la ley civil; la unión de los Estados jurídicos o cosmopolitismo e instauración de la paz perpetua entre las naciones; la constitución de una comunidad ética universal, regida exclusivamente por leyes morales. Igualmente, se deberá prestar atención a las revoluciones sociales como constricciones necesarias, que actúan como un agente dinamizador, ofreciendo a la sociedad con nuevas esperanzas y expectativas (Ibid., p. 48). I. Kant, Ideas, Ob. cit., p. 51.
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ulteriores. Los historiadores han renunciado a la fundamentación científica de la disciplina defendida por Kant. Ahora bien, ello no quiere decir que no pervivan elementos de aquel método en la Historiografía de la Historia de la Filosofía contemporánea. La propuesta kantiana, según Löwith, quiso “significar una interpretación sistemática de la Historia Universal de acuerdo con un principio según el cual los acontecimientos históricos se unifican en su sucesión y se dirigen hacia un significado fundamental”43. Se trató de un tipo de reflexión especulativa que no se contentó con ofrecer una descripción de la disciplina, los procedimientos, categorías y los modos de argumentación históricos, sino que persiguió una tarea más ambiciosa: interpretar el proceso histórico en su totalidad descifrando el significado, los fines o las leyes que lo rigen. El método historiográfico kantiano puede ser denominado “epistemológico”, siguiendo a Taylor. Este modo supone que, de la Historia, en cuanto conocimiento de la realidad externa o del mundo ya devenido, solo podemos llegar a poseer una “representación formativa”, esto es, una idea, una intuición intelectual o, en términos más actuales, un “estado mental concreto”44. En el caso de Kant, la representación formativa es el despliegue de la libertad de la humanidad en el tiempo. En esta dirección, el estudio epistemológico de la historia ofrecería un modelo de representación del pasado con el cual es posible analizar y comprender los sucesos y las doctrinas filosóficas. A Habermas esta pretensión epistemológica de la Filosofía de la Historia en su sentido especulativo se le antoja “delirante”45. Con todo, si bien es cierto que la Filosofía de la Historia de Kant, a pesar de las prevenciones críticas adoptadas, no se ajusta a los cánones de las ciencias positivas y sociales actuales, ello no supone que la Filosofía de la Historia en su concepción especulativa sea un ejercicio fútil. La lectura filosófica de la historia de Kant, como hemos tratado de mostrar en el apartado anterior, pretendió responder a la profunda necesidad humana de enraizamiento y sentido de la existencia tanto individual como colectiva de las naciones. Al fin y al cabo, como recordaba Jaspers, la historia especulativa o la comprensión de la historia como un todo no tiene otro propósito que comprendernos a nosotros mismos. Como fue mostrando Kant en su Crítica de la razón pura, la razón humana encuentra muchas dificultades a la hora de admitir, entre otras cosas, que el curso de la historia pueda ser fruto del caos, el azar u otros motivos fortuitos e irracionales. Así concebida, la historia carece de unidad y, por tanto, de “estructura ni sentido más que en las innumerables e 43 44
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K. Löwith, El sentido de la historia, Madrid, Aguilar, 1968, p. 10. Ch. Taylor, “Philosophy and its history”, en R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner (eds.), Philosophy in History. Essays on the historiography of philosophy, Cambridge U. P., 1998, p.18. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, Madrid, Tecnos, 1990, p. 443.
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inabarcables series causales tales como se presentan en el acontecer natural”. Por eso, siguiendo a Jaspers, es el objeto principal de la filosofía de la historia “buscar la unidad, la estructura, el sentido de la historia universal y esto solo puede interesar a la humanidad en conjunto”46. El giro kantiano en la dirección especulativa de la historia lo observamos presente en la concepción que Mittelstrass tiene sobre la Historia de la Filosofía como “historia de los argumentos” (Gründegeschichte)47. Según esta lectura, la Filosofía no debe ser investigada en su propio desarrollo histórico, especialmente, si se trata del estudio de la sucesión de las diversas ideas o de teorías en el tiempo elaboradas por una serie de pensadores que vivieron en un contexto determinado y que fueron influidos por los problemas y por las discusiones de su tiempo. Observa Mittelstrass que, al contrario de lo que acontece en el ámbito de las ciencias positivas, la Filosofía solo puede asegurar la validez de sus teorías si atiende exclusivamente a los argumentos. La Filosofía no es considerada en su carácter histórico, sino como una disciplina que genera argumentos con pretensión de verdad. Los argumentos serán históricos, por lo tanto, solo y en la medida en que se encuentran recogidos en los textos de los filósofos. De este modo, el objeto de estudio de la Historia de la Filosofía serán los argumentos y, en particular, el modo en el que se relacionan los sucesivos argumentos producidos por los diversos filósofos. Se sigue de esta concepción que el texto no es más que un almacén de argumentos, y el filósofo, el creador de uno o varios argumentos. El historiador de la Filosofía, centrado en aclarar las relaciones entre argumentos de diversos pensadores, épocas y corrientes filosóficas, prescindirá de adoptar el enfoque propio de lo que denomina Mittelstrass “tesis historicistas”, esto es de la preocupación por el estudio del contexto y de las intenciones que motivaron la creación de un determinado argumento. La interpretación especulativa de la historia de la filosofía de Mittelstrass soluciona el problema de la relación entre la verdad y el tiempo, prescindiendo del último factor para concentrarse el estudio en las razones o argumentos filosóficos. Ahora bien, esta propuesta parte de la negación de un presupuesto fundamental: los argumentos son producidos por el acto de una mente que no puede pensar de otro modo más que históricamente. El hecho mismo del filosofar es un fenómeno, o una vivencia ineludible para el hombre en cuanto individuo dotado de razón, que tiene lugar en el tiempo. Baste, para no olvidar que el pensar es en sí mismo histórico y que supone el senti46 47
Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, trad. de F. Vela, Madrid, Alianza, 1980, p. 346. Vid. J. Mittelstrass, “Die philosophie und ihre Geschichte”, en H. J. Sankühler (ed.), Geschichtlechkheit der Philosophie. Theorie, Methodologie und Methode der Historiographie der Philosophie, Frankfurt, Peter Lang, 1991, pp. 1-30.
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do histórico para el individuo, releer las lecciones aportadas al respecto por Nietzsche en la Segunda consideración intempestiva y, por Ortega, en el Prólogo a la historia de la filosofía de Émile Bréhier48. El procedimiento de Mittelstrass sigue los pasos de la “metafísica descriptiva” de Strawson en una concepción analítico-conceptual del quehacer filosófico49. Son conocidos, no obstante, los resultados alcanzados por Strawson en la aplicación de este método a la “descripción” de la Critica de la Razón pura50. En términos historiográficos, en opinión de Hatfield, Strawson ofrece en su ensayo “un conjunto de argumentos filosóficos que nos muestran cómo se relacionan las partes seleccionadas del texto de Kant a las opiniones del propio Strawson”, pero no así una descripción de la obr51. Pertenece al género historiográfico que Rorty ha denominado “reconstrucción racional”52. En este caso, se trataría de considerar a Kant como un “muerto reeducado” con el que el historiador establece un debate ideal y contemporáneo con el propósito de lograr la aceptación de Kant de su interpretación o de sus ideas53. Según Rorty, siempre que el historiador tenga plena conciencia de que está entablando una conversación imaginaria, no hay nada que objetar a este tipo de reconstrucciones. De hecho, pueden servir a la necesaria tarea clarificar los problemas actuales. Su propuesta historiográfica es la “historia intelectual” que se funda en un estudio amplificado del contexto cultural de un autor o de un texto. Para tal propósito es necesario redefinir el concepto de “filosofía” y de “filósofo de profesión” y restaurar el canon de los textos filosóficos, eliminando todos los argumentos espurios y refutados científicamente. Así, por ejemplo, en el caso de Kant, habría que librarse de todos aquellos textos que versan sobre el concepto de “razón” o de “algo creado por la razón”, pues tanto Wittgenstein como Ryle han demostrado ya la obsolescencia de dicha noción54. En definitiva, nos tendríamos que librar de toda la Crítica de la razón pura, o bien, modificar el título. En sustitución, se deberían incorporar al canon y al estudio histórico las biografías y las obras de artistas, sociólogos, periodistas, artistas, psicólogos, etc. De este modo, 48
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Cf. F. W. Nietzsche, Segunda consideración intempestiva. Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006; J. Ortega y Gasset, “Prólogo a la historia de la filosofía de Émile Bréhier”, en Obras completas, VI (1941-1955), Madrid, Fundación Ortega y Gasset-Taurus, 2006, pp. 135-171. Cf. P. F. Strawson, Individuos - ensayo de metafísica descriptiva-, Madrid, Taurus, 1989, p. 14. Cf. P. F. Strawson, Bounds of sense: An Essay on Kant’s critique of pure reason, Londres, Methuen, 1966. Cf. G. Hatfield, “The history of Philosphy as Philosophy”, en T. Sorell, T. y G. A. J. Rogers (eds.), Analytic Philosophy and History of Philosophy, Oxford U. P., 2005, p. 97. Cf. R. Rorty, “The historiography of philosophy: four genres” en R. Rorty, Schneewid y Q. Skinner, (eds.), Philosophy in History. Essays on the historiography of philosophy, Cambridge U. P., 1998, p. 49. Ibid. p. 52. Ibid.
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según Rorty, “si uno sabe bastante acerca de muchos de aquellos (intelectuales), será posible narrar una historia detallada de la conversación europea (…) una historia en la cual Descartes, Hume, Kant y Hegel serán mencionados sólo de pasada”55. Otro modo de incorporar el contexto en el estudio filosófico de los textos y alcanzar la comprensión es considerarlo como un marco desde el que evaluar todos los conceptos y juegos de lenguaje que podrían haberse empleado en la época a la que pertenece el texto. Skinner advierte que, si bien los estudios contextuales facilitan un mejor acercamiento a los textos, esto no significa que el contexto proporcione los medios para comprender los textos. Puesto que para ello, como observó Austin, sería necesario aprehender no solo el significado de un determinado hecho o de un concepto, sino también su fuerza ilocucionaria prevista, y conocer lo que estaba haciendo el filósofo al expresar o escribir dicho enunciado56. Para lograr la comprensión de un texto, concebido como un “acto deliberado de comunicación” a la manera del método de la historia intelectual de Skinner, es necesario recuperar la intención del autor o lo que pretendió transmitir en el momento de escribir el texto57. El problema de la relación entre verdad y tiempo se soluciona, por lo tanto, según Collingwood, tomando conciencia del carácter contingente de la Historia de la Filosofía58. Los textos no son soportes de verdades perennes, sino conjuntos de enunciados que encarnan las respuestas o intenciones particulares dadas por un filósofo para un tiempo determinado. Si no existen las verdades intemporales, la tarea del historiador de la Filosofía no puede seguir consistiendo en la búsqueda de soluciones a los problemas actuales, puesto que no es posible establecer con rigor científico una homología entre el texto y nuestra época. El valor de la Historia de la Filosofía reside, en opinión de Skinner, en ser instrumento para la toma de conciencia sobre la necesidad de pensar “por nosotros mismos”, y conocer el elenco de “supuestos morales y compromisos políticos viables”. Y por otro lado, la historia intelectual, siguiendo con la opinión de Skinner, es el método historiográfico “más saludable” al estar fundado en el autoconocimiento y modo de afección del paradigma de referencia del inves-
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Ibid., p. 69-70. Vid. J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, trad. de G. R. Carrió y E. A. Rabossi, Barcelona, Paidós, 1988. Por otra parte, para Skinner, el significado de un texto se obtiene mediante la remisión a otros textos aparecidos en su época, o anteriores, con los que pudiera, de alguna manera, estar relacionado; y, en segundo lugar, determinando la naturaleza del acto ilocucionario, esto es, la intención del autor. Y, para conocer la intención, es necesario remitirse al conjunto de convenciones lingüísticas predominantes en su tiempo. Cf. Q. Skinner, “Significado y comprensión en la historia de la ideas”, en Prismas, 4 (2000), p. 165. Ibid., p. 187 Vid. R. G. Collingwood, An Autobiography, Oxford U. P., 1939.
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tigador59. En este sentido, Keane anota que el planteamiento de Skinner no es democrático al ignorar la necesidad de emplear diversos métodos en la investigación histórica en función del objeto de estudio así como algunas premisas hermenéuticas fundamentales, que conciernen al papel activo del lector en la fusión de horizontes de sentido60. Y, prescindiendo de otras consideraciones como la muy difusa distinción entre “intención” y “motivo”, baste observar que es bastante cuestionable que, para comprender un texto, el historiador deba conocer los motivos que impulsaron al filósofo a expresar sus ideas, incluso que sea deseable61. Finalmente, está aún por probar que las ideas no puedan contener valores permanentes, a pesar de lo dicho por Collingwood al respecto, o el hecho de que las ideas hayan de ser verdaderas para ser rescatadas62. Como hemos visto a lo largo del presente estudio, la tradición historiográfica de la Historia de la Filosofía, presenta una amplia gama de modos de aprehensión de la verdad en el tiempo. El único medio posible para afrontar la tradición es mediante selección, lo cual significa que no existe la posibilidad de configurar una Ciencia de la Historia como puesto que no cabe esperar alcanzar una comprensión total, como observó Kant. A pesar de las críticas recibidas a su teleológica Filosofía de la historia, el método kantiano pone en evidencia que no es posible encontrar un criterio sólido fuera de la historia y que, por lo tanto, será el texto, el contexto, y la inserción histórica del pensar como historicidad, los elementos que aseguren la validez del sentido histórico.
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Q. Skinner, “Significado y comprensión”, Ob. cit., p. 190-191. Vid. J. Keane, “More thesis on the philosophy of history”, en J. Tully (ed.), Meaning and context. Quentin Skinner and his critics, Cambridge, Polity Press, 1988, pp. 204-217. Vid. J. Femia, “Historicist critique of revisionist methods”, en J. Tully (ed.), Meaning and context…, cit., pp. 156-175. Vid. Collingwood, An Autobiography, Ob. cit., p. 70.
HISTORIOGRAFÍA E HISTORIA DE LA FILOSOFÍA FERNANDO MIGUEL PÉREZ HERRANZ Si hojeamos los índices de las historias de la filosofía que se encuentran habitualmente en las bibliotecas, observaremos un módulo o patrón que se repite insistentemente1: la división en tres épocas, o etapas: la antigüedad, que puede abarcar también el pensamiento indio, egipcio y aun chino; la edad media, centrada en el cristianismo, aunque a veces se amplía con las filosofías hebrea e islámica2; la edad moderna, alrededor de la nueva ciencia de Galileo, que suele desdoblarse en moderna y contemporánea y reincorpora, a veces, el pensamiento no occidental. Un módulo que se repite con independencia de la escuela o de la nacionalidad del autor o los autores. A veces la exposición es más fina, muy rica en subdivisiones, pero estos tres momentos en general son invariables. Así, Friedrich Ast, recurre a ritmos meteorológicos: noche (Tales), alba (Pitágoras), mediodía (Platón) y tarde (Zenón), que prosiguen con la noche (Epicuro), etc.3 Gustav Kafka recorre un ciclo pentafásico: cada fase se inicia con un período de ruptura, al que le siguen los períodos cosmocéntrico y antropocéntrico, para concluir en un período de integración y desintegración4. Franz Brentano también parte de las tres grandes etapas, a las que subdivide según un criterio diferente: comienza con una fase de ascenso, interesada por intereses teóricos y científicos, continúa con una fase de vulgarización del conocimiento que alcanza el escepticismo, y concluye con una fase especulativa5. Victor Cousin supone que la historia de la filosofía está constituida por ciclos que recorren sin solución de continui1
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Y que se encuentra ya en Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, traducción de W. Roces, Lecciones sobre historia de la Filosofía, 3 vols., México, FCE., 1977, p. 104. Primer período: de Tales a la desaparición del Imperio romano; segundo período: la Edad Media; tercer período: los tiempos modernos. Bertrand Russel cambia el término «edad media» por «filosofía católica». B. Russell, Historia de la filosofía, Madrid, Espasa-Calpe, 2008. F. Ast, Epochen der griechischen Philosophie, Europa, 1803, II. G. Kafka, “Geschitphilosophie der Philosophia der Philosophiegeschichte”, Geschichte der Philosophie in Längschmitlen, vol. 10, Berlín, 1933. F. Brentano, “Las cuatro fases de la filosofía”, El porvenir de la filosofía, traducción de X. Zubiri, Revista de Occidente, Madrid, 1936. Este esquema lo siguen R. Xirau, El desarrollo y las crisis de la filosofía occidental, Madrid, Alianza, 1975 y F. Romero, La estructura de la historia de la filosofía, Buenos Aires, Losada, 1967.
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dad: el sensualismo, el idealismo, el escepticismo y la mística6. Como es manifiesto, unos criterios se acogen a conceptos no filosóficos: ascenso / estabilidad / decadencia… y otros a conceptos filosóficos: cosmológico, antropocéntrico… Mas, en cualquier caso, la primera periodización se corresponde a la admitida por la Historia a secas, que también se divide en tres edades: Antigua, Media y Moderna, y que sirve de división departamental en las Universidades. Cabe, entonces, preguntarse, ¿la historia de la Filosofía ha heredado su criterio de la Historia en general? Al tratar de responder a esta cuestión, nos damos de bruces con una curiosa sorpresa: los hechos históricos que abren o cierran un período no son relevantes en sí mismos, sino en relación con la manera de pensar (filosóficamente) esas épocas. Y así, la Edad Media puede iniciarse en el 324 con la consolidación del reinado de Constantino; o en el 375 con la destrucción del reino ostrogodo por los hunos; o en el 476 con el hundimiento del Imperio romano en Occidente; y aun alrededor del año 700 con el triunfo del cristianismo (A. Vauchez)7. Y entonces podríamos decir que Constantino se explica mejor a partir del cruce de los pensamientos religioso, político, económico…, helenístico, judaico y cristiano, y su intento de superación a través de la educación paulina, que a partir de un hecho relevante, impuesto ad hoc para abrir o cerrar una época. ¿Por qué —podríamos preguntarnos— Jacques Barzun abre la edad moderna con la Reforma y no con el descubrimiento de América?8 ¿Quizá porque la modernidad se explica mejor desde el enfrentamiento de los nominalistas, que han ganado las cátedras de filosofía de las universidades y defienden una nueva manera de entender la teología y la política, contra los conceptualistas y realistas? De modo que sería la periodización de la Historia aquello que incorpora un criterio filosófico, posiblemente porque, como algunos suponen, la historia procede críticamente de la filosofía9. Si fuese éste el caso, la filosofía adquiriría una función epistemológica que la salvaría de presentarse al mundo como un galimatías, un sonambulismo, una alucinación o un lenguaje desgajado de la realidad, convertido en pura terminología10: su vinculación íntima con la historia, que formaliza una regla hermenéutica: “la filosofía, autoconciencia de una época, indica cuáles son las fechas relevantes”. Así, el criterio de las tres edades no tendría que 6 7 8 9
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V. Cousin, Histoire générale de la Philosophie, 1867. E. Mitre, El mundo medieval, Madrid, Trotta, 2004. J. Barzun, Del amanecer a la decadencia, Madrid, Taurus, 2001. Los historiadores positivistas alemanes del siglo XIX se esforzaron por encontrar principios metodológicos autónomos de la historia, por oposición a la metafísica histórica de Hegel. No es ésta la interpretación de Dilthey, quien fecha la aparición de la ciencia de la historia en el siglo XVIII con independencia de la filosofía. W. Dilthey, “El mundo histórico y el siglo XVIII” en Obras completas, VII, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 1944, p. 366. T. W. Adorno, Terminología filosófica I, Madrid, Taurus, 1976.
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ver con sucesos o acontecimientos históricos, sino, además de su conexión con la teología de la Trinidad (Joaquín de Fiori), con el esfuerzo de los humanistas deseosos de desmarcarse de la sociedad feudal, legitimada en el pensamiento escolástico, sin romper con la tradición helenística y romana11. Los humanistas supusieron ad hoc una aetas mediae que separaba dos momentos espléndidos de la civilización: la grecorromana y la suya propia. Esa edad media, oscura y farragosa (tenebrae, resume Petrarca) quedaría encajonada ente dos luminarias. La expresión mediae para referirse a esta época aparece en Giovanni Andrea dei Bussi, obispo de Alesia, en 1469; más tarde, el humanista Flavio Biondo la utiliza para darle un sentido unitario a la época; y, en fin, Cristóbal Cellarius en 1688 la usa con la significación de “segunda época de la historia”12. Para completar este quid pro quo, recordemos que la filosofía se ha acogido a acontecimientos históricos muy singulares para realizar sus reflexiones (que a partir de Hegel se incluyen bajo el título de Filosofía de la historia), pero que ha ejercido desde el origen de la filosofía misma. Es la batalla de Aegospótamos (44 a.C.) la que hace reflexionar a Platón sobre la transformación “histórica” de los regímenes políticos en la República: aristocracia, timocracia, oligarquía, democracia y tiranía, a la vez que se expone la teoría de las Ideas; es el saqueo de Roma por Alarico (410) lo que obliga a san Agustín a justificar el papel de los cristianos en los avatares de la ciudad de los hombres en la Ciudad de Dios; es la conquista de Constantinopla por los turcos (1453) la que desplaza sabios griegos hacia Roma llevando un legado inmenso de obras que inspiran el humanismo; es la revolución francesa (1789) el acontecimiento que se encuentra detrás de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, con la especificidad de justificar ahora nada menos que una Historia universal; es la conquista de Alemania por Napoleón (1806) lo que prepara los Discursos de la Nación Alemana de Fichte, verdadero catecismo del nacionalismo alemán; la fallida revolución del 1848 fue la ocasión que Marx y Engels encontraron para escribir el Manifiesto comunista; y así sucesivamente. De manera que nos deslizamos por una resbaladiza y espectacular pista que permite trazar figuras como si habitáramos en un espacio de Moebius: 11
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La Edad Media es necesaria “para colmar la brecha entre dos períodos positivos” escribe J. Le Goff, Pensar la historia, Barcelona, Paidós, 1991, p. 167. El esquema de las tres épocas ya está presente en el esquema infancia-madurez-vejez como un progreso de la razón en Bacon, Novum organum (I, I, §84); también Vico, Ciencia Nueva III (sobre Homero), una variante del mito de las edades, aunque ahora según una lectura teñida fuertemente de Progreso: conocimiento sensible-imaginación-razón (Iselin, Garve…); y sustituye en el renacimiento a la periodización de los cuatro reinos de Daniel que sigue usando san Jerónimo… C. Cellarius, Historia Medii Aevi a temporibus Constanini Magni ad Constantinopolim a Turcis captam deducta, Jena, 1688.
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un criterio filosófico organiza la historia (los “hechos históricos”), pero la historia provee el criterio más potente para la reflexión filosófica misma. I. HISTORIOGRAFÍA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Hay una primera cuestión a la que nos obliga el tránsito por esta cinta para evitar que se convierta en círculo vicioso: ¿le está permitido a la filosofía, que fija la periodización histórica y el valor de los acontecimientos, ser ella misma un producto histórico? O, por el contrario, ¿la filosofía es un saber clausurado, configurado de una sola pieza, que simplemente se trocea para que sea acompañada de historia? No parece que la filosofía estuviese legitimada para establecer esa discriminación, si escribir una “Historia de la filosofía” solo tuviera sentido mediante el formato del accidente o de la mera curiosidad por los detalles exteriores, pero fuera intrascendente en los contenidos, al modo de la historia de las ciencias naturales, si creemos que los contextos de justificación de la Física, la Astronomía o la Biología son autónomos respecto de los contextos de descubrimiento. En este caso, la historia de la filosofía sería mera historiología, la narración de los incidentes acaecidos alrededor de los textos o discursos filosóficos que poco tienen que ver con ellos: Platón era aristócrata, Abelardo fue castrado, Descartes era un excelente espadachín, Kant paseaba siempre a la misma hora y por los mismos lugares, Nietzsche era hipocondríaco. O filosofía biográfica, sea a la manera autobiográfica que cultiva el mismísimo Platón en la Carta VII13, sea a la manera de las biografías escritas por discípulos: la Vida pitagórica de Jámblico14 o la Vida de Plotino de Porfirio15. En esta dirección se mueven quienes se interesan más por los filósofos que por sus sistemas: desde Jaspers16 a Scharfstein17. Y no es baladí que los factores psicológicos afecten directamente a la filosofía. Por ejemplo, la personalidad enferma de Epicuro o la homosexualidad de Wittgenstein en sus consideraciones éticas18. Pero esta exposición no pertenecería a la historiografía, a las alternativas o transformaciones a las que está sujeto el pensamiento humano; a lo sumo, sería una experiencia (ajena o propia) entre otras, de la vida humana. Tampoco sería legítimo irnos al otro extremo: si escribir una historia de la filosofía in recto, esencial, significara afirmar la filosofía como Saber Absoluto, soberano y administrador de la Verdad. La pretensión de una phi13 14 15 16 17
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Platón, Carta VII, Las cartas, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970. Jámblico, Vida pitagórica, ed. de E. A. Ramos, Madrid, Etnos, 1991. Porfirio, Vida de Plotino, ed. de J. Igal, Madrid, Gredos, 1982. K. Jaspers, Psycologie der Weltanschauungen, Berlín, 1925. B-A. Scharfstein, Los filósofos y sus vidas. Para una historia psicológica de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1996. W. W. Bartley III, Wittgenstein, Filadelfia y Nueva York, 1973.
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losophia perennis, como la llamó Leibniz, es a la mirada contemporánea una desmesura, una aspiración soberbia, una presunción que limita con el Mal, con el mal ontológico, entendiendo por Mal la absorción de todos los relieves de un campo de saber desde un atractor único; el mal filosófico por antonomasia sería la ambición de Parménides al presentar la verdad “bien redonda” sin resquicio ni fractura. Frente a Heidegger, consideramos que ni Platón ni Aristóteles ocultan el ser, sino, al contrario, amojonan y recorren sus relieves, de modo que la historia de la filosofía no será la caída en un profundo error, sino la salida de la caverna del Mal en que había convertido Parménides la indagación del ser. El rechazo a la Filosofía de la Historia de Hegel procede de esta convicción, de la maldad del sistema que todo lo engulle. La filosofía “se propone conocer lo que es inmutable, lo que existe en y para sí, si su objetivo es la verdad”, dice el teutón, que prosigue: “la filosofía es la ciencia objetiva de la verdad, la ciencia de su necesidad, de su conocer, reducido a conceptos”; y más aun: “este proceso necesario y consecuente, racional de suyo y determinado a priori por su idea”19. En consecuencia, no cabe escribir la historia de la filosofía, sino manifestar su verdad, una verdad narrada a lo largo de una serie de momentos necesarios que serán engullidos por la verdad final: otra vez el Mal de Parménides. La Escuela histórica alemana del siglo XIX (Niebuhr, Leopold Ranke, Droysen, Burckhardt, Mommsen, Treitschke, Meinecke …), estructurada alrededor del positivismo cientificista decimonónico, resaltará todos los relieves posibles a partir de ruinas y documentos (Simmel) de la individualidad histórica y de los acontecimientos singulares. Así que la pregunta por la legitimidad misma de la Historia de la Filosofía, si el concepto de historia es filosófico o si es histórico el concepto de filosofía, se presenta en una cuaterna de problemas entrelazados: si la filosofía es un saber (o pretendido saber) que se encuentra engarzado íntimamente con contextos históricos de diferente naturaleza (políticos, religiosos, culturales…) o incluso como un subconjunto de un saber más amplio, la Historia de las Ideas, si éstas afectan a quienes las sostienen, pero ellas mismas parecen inmunes a cualquier clase de influencia y poseen vida propia20; qué es historia y hasta qué punto es distinta de una cronología; si de algo puede decirse que es propiamente filosofía para poder tener Historia, se sigue que la filosofía se tenga que plantear su propia historia; y por qué hay instituciones que acogen a la Historia de la Filosofía, por qué se financia como disciplina educativa, y cuál es su relación con todas las demás. 19 20
Hegel, Lecciones sobre historia de la filosofía, vol. I, pp. 14, 18 y 40. Cf. Lovejoy, “Reflection on the History of Ideas”, Journal of the History of Ideas, I, 1940; Kristeller, “History of Philosophy and History of Ideas”, Journal of the History of Ideas, 2, 1964; Ph. P. Wiener, Dictionary of the History of Ideas, Nueva York, 1973… Dawkins ha utilizado este concepto para su definición de “meme”.
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Contextos ¿Puede justificarse que la filosofía es un saber autónomo, que los filosofemas se despliegan de manera interna y no son ajustes interesados para legitimar al poder mismo? Pues la filosofía siempre aparece cercana al poder, unas veces a favor: las Lecciones de Hegel llevan un Discurso que pronuncia en la Universidad de Heidelberg (1816); y otras, en contra: ¿acaso no es ésta la razón de que sea perseguida por los poderes cuando no se presta a sus objetivos? Al lado de los procesos judiciales a Anaxágoras o a Sócrates, o de la clausura de las escuelas por Justiniano21, se encuentran los teólogos que justifican el poder de la iglesia o los filósofos políticos que hacen lo propio con el Estado comunista o con el Estado nazi, y aun con el Estado democrático. La filosofía, en consecuencia, no sería más que un epifenómeno que se origina en condiciones que nada tienen que ver con la filosofía: la religión, la economía, la política, la ciencia, etc. Más que una disciplina, un saber, la filosofía sería un capítulo de la ideología: Así lo han defendido Vernant22, Thomson23, Farrington24, Dynnik25 o Jerez Mir26, que convierten a la filosofía en un trasunto de la sociedad: esclavista, feudalista, capitalista, socialista… Gonzalo Puente Ojea concluirá que el estoicismo no tendría más valor que el de actuar como una ideología esclavista27. Si se toma en serio esta postura, entonces la filosofía puede utilizarse como herramienta de combate del propio Estado y así lo hicieron el materialismo dialéctico en la Unión Soviética y el positivismo utilizado para salvar del atraso económico y político de América latina: «Orden y progreso», el lema de Comte, ondea en la bandera de Brasil y constituyó la referencia de la política de Porfirio Díaz en México28. Pero la ideología termina por ceñir un recio corsé a las Ideas, a las que inmoviliza y deseca. Por eso es obligada la reflexión de Marx sobre el arte antiguo: ¿Por qué las obras de arte griegas siguen proporcionándonos goces artísticos y nos valen como norma y modelo?29 Acaso la cercanía con el poder impulsó a determinados hombres a separar la contemplativa vida filosófica de la ruidosa vida del mercado y cultivar el 21 22 23 24 25 26
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L. Canfora, Una profesión peligrosa, Barcelona, Anagrama, 2002. J. P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, Eudeba, 1983. G. Thomson, Los primeros filósofos, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1975. B. Farrington, Ciencia y política en el mundo antiguo, Madrid, Ayuso, 1965. M. Dynnik, Historia de la filosofía, México, Grijalbo, 1960. R. Jerez Mir, Filosofía y sociedad. Una introducción a la Historia social y económica de la Filosofía, Madrid, Ayuso, 1975. G. Puente Ojea, Ideología e historia. El fenómeno estoico en la sociedad antigua, Madrid, Siglo XXI, 1974. L. Zea, Positivismo en México, México, FCE, 1968. K. Marx, Elementos fundamentales de la crítica de la economía política (borrador): 18571858, Madrid, Siglo XXI, 1972.
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puro conocimiento, dirigido hacia la salvación, por la vía del gnosticismo o por la del misticismo. Un entrenamiento adecuado de las facultades cognoscitivas humanas permitiría el acceso directo a la realidad y a la verdad, y los conceptos filosóficos no serían sino reflejos de fuentes de luz mítica o religiosa; conceptos praeter-culturales más que culturales, que se encuentran más allá de las culturas históricas. La filosofía ya no poseerá valor en sí misma, sino como camino de iniciación para alcanzar la sabiduría por intuiciones anti-intelectuales: vivencias (lebensfrage), simpatías (einfürlung), visión de esencias (anschauung)… O quizá la filosofía no vaya más allá de un saber ancilar, desprendido de la religión. La filosofía estaría implantada en las iglesias, en las sinagogas o en las mezquitas y no en la política ni en la sociedad ni siquiera en el individuo; sería una preparación para la revelación, preambula phidei. Wilhelm Schmidt defendió la tesis del monoteísmo primitivo y Koppers sacó la conclusión de una revelación anterior al hebraísmo. Que detrás de la filosofía se encuentre la religión lo defiende el propio Kant: “Sin embargo, fue en realidad la primera [la teología] la que, poco a poco, fue llevando la razón meramente especulativa a ocuparse de lo que más tarde será tan conocido con el nombre de metafísica” (Crítica de la Razón Pura, A853/B881); y también historiadores de la filosofía antigua como Cornford30, Guthrie31 o Jaspers: “En este sentido cabría decir que la filosofía empieza allí donde termina la teología”32. O que la filosofía constituya simplemente una parte entre otras, sin privilegio alguno, de la cultura. Así, durante el periodo ilustrado la filosofía estaría incorporada a la historia literaria. La filosofía habría de ser tratada como una hermenéutica que pretende explicitar el “sentido objetivo” que revisten las cosas para la conciencia (Droysen); o los textos poéticos que dicen el ser a través del poeta (Heidegger); o a través de ciertas actividades como el amor y aun la moda. No hay verdades universales, porque la verdad es un punto de vista, y las opiniones filosóficas, expresiones de una matriz cultural compleja y singular. Para Spengler incluso las matemáticas son relativas a un pueblo33. La filosofía como cultura sería entendida, a lo sumo, como interdisciplinariedad34.
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F. Cornford, From Religion to Philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1957 (trad., De la religión a la filosofía, Barcelona, Ariel, 1984). W. K. C. Guthrie, Orfeo y la religión griega, Buenos Aires, Eudeba, 1970. W. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, Madrid, FCE, 1977, p. 11. “No hay ni puede haber número en sí. Hay varios mundos numéricos porque hay varias culturas”. O. Spengler, La decadencia de Occidente, I, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 140. André de Muralt, La apuesta de la filosofía medieval. Estudios tomistas, escotistas, ockamistas y gregorianos, Madrid, Marcial Pons, 2008.
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O la filosofía identificada con una forma de vida, de existencia, vinculada a la acción, a la vida buena (eudaimonía), según Aristóteles o Epicuro. La filosofía se interesa por lo radicalmente humano, por el mundo sólo en cuanto está centrado en el Hombre, en su ámbito cotidiano y vital, en las motivaciones de sus acciones, en sus problemas existenciales, en las dificultades de sus proyectos; las obras filosóficas no demuestran nada, se contentan con recrear experiencias vividas35. ¿Sería posible sacar a la filosofía de todos estos contextos y darle una forma de saber independiente y autónomo, con su propia y genuina historia? ¿Y hablar entonces, sin cargas exteriores, de Historia de la filosofía? Preguntemos antes a la misma Historia. Historia El concepto de historia no es un concepto natural; hay que signarlo y orientarlo. En griego, historie significa “ser testigo, dar testimonio”. Es una forma gramatical en presente que habrá de transformarse en concepto temporal. No son equivalentes historia y su percepción o historicidad. Desde Mircea Eliade es tópico considerar que los griegos no poseían conciencia histórica sino que remiten a una concepción cíclica del tiempo36. Sólo a finales del siglo XVIII parece que se posee ya este concepto y Hegel distinguirá entre los hechos “históricos” (res gestae, Geschichte, historia…) y su narración (memoria rerum gestarum, Historie, Historia…). Los hechos han acontecido siempre, pero la Historia es algo muy reciente, tanto como los proyectos de Herder y de Hegel de separar las ciencias de la naturaleza (Naturwissenshaften) de las ciencias del espíritu (Geistweissenshaften), articuladas precisamente mediante la historia37. Ante la hýbris hegeliana, la corriente historicista del XIX tratará de positivizar la historia, dotarla de un método propio, rescatarla de la mala imagen aristotélica que la pone en un grado inferior a la poesía38, o sacarla de la historia-exemplum medieval y de la renacentista. Y en un salto mortal espectacular, exigirá que todo saber y toda práctica hayan de ser historiados, incluido ¡el propio historiador! Pero los historiadores están vinculados a los nuevos estados posrevolucionarios. Así que nos interesa el ejercicio de los principios metodológicos a los que se atienen los historiadores nacionales y sus consecuencias. Los historiadores de formación romántica, en paralelo a la fractura de Europa en Estados-naciones (modelo 35 36 37
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F. Alquié, Signification de la philosophie, París, Hachette, 1971. M. Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza, 2000. “Herder parece descender libremente de los cielos y haber nacido de la nada: procede de una intuición de lo histórico como no se había producido en tal pureza y perfección”. E. Cassirer, La filosofía de la ilustración, México, FCE, 1984, p. 257. Aristóteles, Poética, 1451b.
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de franjas verticales), escriben una Historia universal en la que los protagonistas son los Estados y no la Providencia (modelo histórico envolvente). Pues Europa no se dividió en Burgueses y Proletarios (modelo de dos franjas horizontales), como suponía la escatología secular marxista. Europa se dividió en naciones —Francia, Alemania, Inglaterra, España…—, en las que se conservaban los intereses de las aristocracias feudales. Sé que esta idea no está de moda, y que la historiografía contemporánea da por finiquitado el mundo medieval: unos con Marsilio de Padua, otros con Galileo, y casi todos con Descartes; pero éstos son criterios filosófico-científicos, no históricos. Los acontecimientos dicen otra cosa, como (de) muestra Arnold J. Mayer: a fin de contrarrestar el cosmopolitismo de los liberales y el internacionalismo de los socialistas: “el culto de la nación se utilizó para reforzar sociedades civiles y políticas en las que los elementos feudales ocupaban posiciones clave, entre ellas o especialmente los puestos de mando de unos ejércitos que iban creciendo…”39 Harán falta dos guerras mundiales y la abyecta Shoah para acabar de desalojar y exorcizar a la arrogancia feudal y aristocrática de las sociedades civiles y políticas europeas. Así que lo que habría que hacer es escribir narraciones históricas, stories…, que dependerán según el tipo de historia que se defienda: el historicismo y sus secuelas positivistas, el materialismo histórico, la suprahistoria, la historia de las mentalidades, las genealogías, etc. Esto, naturalmente, si se defiende algún tipo de historia: “¿Qué tiene que ver la historia conmigo? ¡Mi mundo es el primero y el único! Quiero dar cuenta de cómo yo he encontrado el mundo” exclama Wittgenstein40. Y Popper habla, sin más, de la “miseria del historicismo”. Convengamos en que existe, al menos, un tipo de Historia: ¿qué correspondería a la res gestae en filosofía? Lo que “dijeron” los filósofos; pero entonces la historia de la filosofía tendría como canon los Diálogos de Platón, que escriben lo que dijo Sócrates. El resto no sería sino interpretación de textos, hermenéutica: “La filosofía no son más que notas al margen en los escritos de Platón” (Whitehead). Pero estas notas se escriben de manera variopinta. En forma de: summa (Aquino), meditación (Descartes), discurso fragmentario (Pascal), epístola (Séneca), poema (Lucrecio), composición geométrica (Spinoza), lógica (Wittgenstein) o periodística (Ortega y Gasset), recorrido rizomático (Deleuze), etc. ¿Y acaso no son textos filosóficos las obras trágicas de Sófocles, o las de Calderón?41 La pregunta por el modo 39 40
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A. J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen, Madrid, Alianza, 1984, p. 273. L. Wittgenstein, Notebooks 1914-1916, ed. de G. H. von Wright y G. E. M. Anscombe, Nueva York, Harper, 1961. A. Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, 2 vols., Barcelona, Destino, 1995. J. D. García Bacca, Introducción literaria a la filosofía, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1964. “Pero si España tiene [su filosofía] hasta ahora no se nos ha revelado, que yo sepa, sino fragmentariamente, en símbolos, en cantares, en decires, en
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de reconocer un texto filosófico se suma a las interrogantes que Emile Bréhier ya advirtiera en la introducción de su historia de la filosofía42: el origen y las fronteras de la filosofía; si la filosofía es un saber suficientemente autónomo como para distinguirse de las demás disciplinas intelectuales; y si hay evolución o progreso en el saber filosófico. A la historia de la filosofía le cabe, entonces, responder desde conceptos históricos: ¿es continua y progresiva como lo quieren Comte, Hegel o Husserl? ¿O ella misma no es sino un saber contingente que no encuentra el origen más que en un ambiente, en un caldo de cultivo, a partir del cual se despliega más un devenir que una historia, como lo quieren Nietzsche, Heidegger o Deleuze?43 La filosofía aparece accidentalmente, es saber de contingencias; y surge en Grecia porque allí encontró un medio favorable en el diálogo, en la discusión agonista entre iguales, una vez que el fondo religioso, aún dominante en la época de los sabios se había mitigado. La filosofía, concluirá Ortega, es “el tratamiento a que el hombre somete la tremebunda herida abierta en lo más profundo de su persona por la fe al marcharse”44. ¿Quiere decirse que cada vez que el hombre recibe alguna “tremebunda herida” responde filosóficamente? ¿El capitalismo habría relanzado de nuevo la filosofía, por ejemplo, al “desvanecerse todo lo sólido en el aire”, según bella expresión de Marx? Si se descarta el progreso filosófico, la historia de la filosofía se resumiría en una rapsodia de narraciones héticas (hairesis) que abre paso a ciertas interrogaciones: ¿son todas las sectas de igual valor, todas heterodoxas? ¿Puede considerarse alguna de ellas como ortodoxa? ¿Ocupan los lugares centrales Platón y Aristóteles, como muestra La escuela de Atenas de Rafael, uno señalando al cielo y el otro, a la tierra? ¿El resto de filósofos ocuparían un lugar secundario, de relleno, como meros comparsas de las “épocas deslucidas”?45 Si hay dos ortodoxias, ¿tiene razón Amor Rubial cuando considera la doctrina de la Iglesia contradictoria, porque el platonismo y el aristotelismo son inconmensurables? Y además, ¿por qué empezar por Grecia y con Tales? ¿Por qué no por la India? Y si en Grecia, ¿por qué no con Parménides? A lo mejor habría que esperar a Descartes. ¿Y por qué no a Heidegger?... O quizá la filosofía haya nacido con el mundo mismo, y entonces habrá que incluir las doctrinas de
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obras literarias como La vida es sueño, El Quijote o Las moradas…”. M. de Unamuno, Ensayos, Madrid, Aguilar, 1951. E. Bréhier, Histoire de la philosophie, París, PUF, 1931 y 1938 (trad. esp. de J.A. Pérez Millán y Mª D. Morán en Madrid, Tecnos, 1988). G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993. “Prólogo a «Historia de la Filosofía», de Emile Bréhier”, Obras Completas, Madrid, Alianza, 1986, tomo VI, p. 405. Cf. J., Ortega y Gasset, Obras completas, t. VI, Madrid, Alianza, 1986, p. 377.
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los egipcios y babilonios; o, como quiere Filón de Alejandría, el primer filósofo verdadero habría sido Moisés, que transmitió su saber a los magos caldeos, egipcios, etíopes y aun a los celtas. Numenio dirá que Platón no era sino Moisés hablando en griego; y Agustín, que si el filósofo griego dice una verdad es que concuerda con la fe cristiana46. ¿No son los griegos quienes hacen degenerar la filosofía en múltiples sectas? Escépticos, hedonistas, y aun corruptores neoplatónicos del cristianismo. Y los griegos habrían promovido lo que se considerará el mismísimo escándalo de la filosofía: “la disonancia de las opiniones” (diafonia ton doxon)… ¿Cómo se determina el origen de la filosofía misma? ¿Desde el criterio estatal? Pero entonces el criterio deja de ser universal y ha de remitir al criterio filosófico mismo. Lo que da lugar a una cuestión muy enjundiosa: ¿Por qué debería la filosofía encontrar los fundamentos en ella misma? Pretensión desmesurada que nos devuelve a los contextos de la filosofía, contextos que se engendran en la misma historia. Y entonces se exigiría que la Historia se dote del universal. La consecuencia es fatal tanto para la filosofía como para la historia. Bréhier habla de una Historia externa de la filosofía en busca de las causas; de una Historia interna encaminada hacia las razones de la filosofía; y de una Historia crítica, que indaga sus fuentes doctrinales. Y si la virtud se encontrara en el medio, sugiere una filosofía crítica, que busca el sentido, que indaga en las fuentes y en las influencias detectables en los textos47. Empezamos a sospechar que se abre una combinatoria muy rica y diferenciada. Pero antes de atacar esta cuestión, hay que detenerse en el concepto mismo de filosofía. Filosofía Si el lenguaje histórico es equívoco (Paul Ricoeur), ¿qué decir del lenguaje filosófico? No es evidente que la filosofía conlleve un desarrollo propio, independiente; más bien parece que está vinculada a otros saberes, a otras prácticas, como la yedra se agarra a los muros exteriores de la casa: sociedad, religión, política… Algunos verán la filosofía como un texto oscuro, bíblico, sagrado; y entonces la filosofía puede identificarse como una forma de cultura más, o quizá como el tesoro del saber, de ahí la “piedra 46
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“Pero si los así llamados filósofos, sobre todo los platónicos, dicen alguna vez algo que es verdad y que concuerda con nuestra fe, nosotros no sólo no necesitamos tener ningún miedo de ello, sino que debemos utilizar su contenido de verdad en provecho nuestro como si se tratase de oro y plata suyos no lo han adquirido ellos mismos, sino que lo han sacado (como de una mina), por así decirlo, de los tesoros de la divina Providencia, que todo lo administra, pero haciendo luego, de un modo equivocado e injusto, un mal uso de ello, poniéndolo al servicio de los malos espíritus; y cuando, ahora, el cristiano se desprende interiormente de esta nefasta comunidad con los paganos tiene que arrancar de sus manos tales tesoros y emplearlos de una forma justa, para el anuncio del Evangelio”, S. Agustín, De doctrina cristiana, II, 39-40, 60. E. Bréhier, “La causalité en histoire de la philosophie”, Theoria, 4 (1938), pp. 97-116.
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filosofal” desde la que después se explicarían todos los demás saberes (el árbol de las ciencias). Hay que salvar a la filosofía de ser un galimatías ocupado en aprehender las primeras causas o primeros principios, o una alucinación construida a partir de frases semánticamente con sentido pero sin referencia alguna48. Para hablar filosóficamente se nos exige una hipótesis de partida: la filosofía es un saber que nos capacita para conocer lo real y separar lo aparencial; su objeto es el todo, no el saber total; es «unidad de todos los saberes», intento de constituir la totalidad orgánica y organizada (filosóficamente) de los saberes humanos y de las actividades inteligentes que dirigen los comportamientos humanos. Fue ésta la obra que emprendió Aristóteles: un saber que se ocupa de los criterios y condiciones en los que se dan los saberes; y que señala los valores y las normas de conducta entre las que hay que elegir las más eficaces, las más excelsas, las que ocupan el término medio o las sobre/infranaturales... La filosofía, en consecuencia, gira en torno a la manera de expresarse Platón y Aristóteles. Y luego, a partir de ellos, es un montón de textos que se encuentran en el centro de caminos, un carrefour que orientaría en gran medida a todos los demás saberes, un centro de laberintos donde tiene lugar la tragedia edípica o un semáforo del saber (Trías). Pero, como la filosofía se ofrece en escritos, hay que aprender a leerlos. Filosofía filológica La Historia filológica de la filosofía habrá de discriminar los textos originales de las adherencias, adiciones y aberraciones, que se han ido incrustando en ellos; desmontar las falsas interpretaciones, y resaltar la “fidelidad” a los textos. Qué hacer: ¿identificar la filosofía con un texto sagrado? ¿O colocar los textos filosóficos en el mismo nivel que cualesquiera otros textos poéticos, literarios…?49 De donde la cuestión de los traductores, si realizan su oficio bajo criterios puramente lingüísticos, y aun literarios, o filosóficos. Mas si la filosofía se entiende como una crítica y puesta en cuestión precisamente de las formas culturales de la época: la retórica, la sofística, el relato mítico, etc., entonces este criterio se nos presenta como insuficiente y desviado. La filosofía filológica es una conditio sine qua non en el sentido inaugurado por Pierre Bayle en su Dictionnaire historique et critique (1691). Habremos de partir de recopilaciones de obras de la filosofía griega realizada por Mullach, Fragmenta philosophorum graecorum (3 vols., París, 1860-6748
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“Si hemos convenido en que el gosta distima a los doches”, entonces es cierto que los doches son distimados por el gosta; y dado que un distimador de doches es un gosta y que los doches son galones, entonces es evidente que algunos galones son distimados por el gosta…”. C. K. Ogden y I. A. Richard en El significado del Significado, Barcelona, Paidós, 1984. F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia clásica, Madrid, Revista de Occidente, 1966.
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81); de los presocráticos, por Diels y Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker (Berlín, 1903); de Epicuro, por Usener, Epicurea (Leipzig, 1887); de los estoicos, por Hans von Arnim, Stoicorum veterum fragmenta (4 vols., Leipzig, 1903-1924); de la patrística, por Migne;50 de la escuela de Alejandría con resonancias religiosas desde Jacques Matter, Essai historique sur l’école d’Alexandrie (2 vols., París, 1820), a Étienne Vacherot, Historie critique de l´école d’Alexandrie, (3 vols., París, 1846-51); de la filosofía medieval, por Víctor Cousin51…, con todos los problemas que lleva consigo de atribuciones erróneas o de obras perdidas y conocidas a través de citas las más de las veces críticas (como pasa con buena parte de los fragmentos de los presocráticos)… Seguramente la función más vinculada a la Academia, a la Universidad, es la del filósofo-filólogo. Filosofía estructural Una secuela de la filosofía filológica es la filosofía estructuralista. La tarea del historiador se resume en analizar la estructura de las obras que previamente han de ser codificadas como filosóficas. El texto filosófico, autónomo, es independiente del contexto del autor, y se privilegia la intemporalidad del sistema filosófico. Nada hay que interpretar en una obra filosófica, basta con leerla52. La estructura puede ser re-utilizada en épocas diferentes a la de su creación. Filosofía mundana Ahora bien, si la filosofía conoce lo real, habría que exigir algo más que un tratamiento filológico o estructuralista. La filosofía en este sentido está en relación con la filosofía mundana a la que se refería Kant53. El teutón presenta la historia de la filosofía en la segunda parte de la Crítica de la Razón Pura, dentro de la exposición trascendental del método. Se ocupa de la Disciplina, la canónica, la arquitectónica y la Historia de la Filosofía, en la que 50
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J. P. Migne, Patrologiae cursus completus, Serie 1ª, Patrologia graeca, París, 1857-1866. Serie 2ª. Patrologia latina, París, 1844-1866. V. Cousin, Fragments de Philosophie scolastique, 5 vols., París, 1985-1986. M. Gueroult, Spinoza. Dieu (Ethique, I), Aubier-Montaigne, 1968. “La filosofía es pues el sistema de los conocimientos filosóficos o de los conocimientos racionales a partir de conceptos. Esta es la acepción escolar de esta ciencia. Conforme a la acepción mundana, es la ciencia de los fines últimos de la razón humana. Este elevado concepto confiere dignidad a la filosofía, es decir, un valor absoluto […]. En este sentido escolar de la palabra, filosofía es relativa solamente a habilidad. En relación con la acepción mundana concierne a utilidad. En el primer respecto es, por consiguiente, una doctrina de la habilidad; en el segundo, una doctrina de la sabiduría: la legisladora de la razón. Y el filósofo no es en esta medida un técnico de la razón, sino un legislador”. I. Kant, Lógica. Acompañada de una selección de reflexiones del legado de Kant, ed. de M. J. Vázquez Lobeiras, Madrid, Akal, 2000, p. 91.
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expone los sistemas filosóficos desde tres criterios diferentes: según el objeto de los conocimientos racionales existen dos sistemas básicos: los sensualistas (Epicuro) y los intelectualistas (Platón); con respecto al origen de los conocimientos: empiristas (Aristóteles) e innatistas (Platón); y los seguidores del método científico pueden elegir entre un método dogmático (Wolff) o un método escéptico (Hume). Esta clasificación, de cuño escolástico, cuya finalidad reside en la unidad sistemática del saber y la perfección lógica del conocimiento (A838/B866), es desbordada por Kant en la Arquitectónica, pues la fuente de la sabiduría es la sabiduría mundana; el filósofo es un legislador de la razón, pero no un artífice de ella; de manera que “por lo que a la razón se refiere se puede, a lo más, aprender a filosofar” (A837/B865). Es éste el campo más propio de la enseñanza ordinaria, normalizada. Supresión o «muerte» de la filosofía Pero no por mucho tiempo. Si la filosofía es un saber mundano que intenta dar una respuesta comprensiva, más o menos coherente, de las cosas que ocurren alrededor del grupo, de la comunidad que sirve de punto de unión, acaba por reducirse a sociología. Y entonces, ¿para qué filosofía? Feuerbach en Los principios de la filosofía del futuro (§29) reemplaza la filosofía por una concepción del mundo. Demos un pequeño paso más; en un sentido, si los artífices de la razón son el saber tecnocientífico, el saber positivo, entonces la filosofía reduce el saber sobre sí misma a sus textos, y nos devuelve a la filosofía como filología especial; la filosofía no sería más que el proceso de intercambio entre filósofos a través de textos que los filósofos se escriben unos a otros (y no en cualquier libro o revista, sino en los elegidos por los más afamados de entre ellos). En otro sentido, el saber mundano se fortalece por medio del saber tecnocientífico, por las ciencias naturales y sociales, que no necesitarían ya de la filosofía, que sería simplemente la conciencia de la conexión entre las ciencias, como postuló Manuel Sacristán54. La filosofía recibe su propia medicina, y si una vez se dirigió contra la religión, ahora las ciencias hacen lo mismo con ella y le disputan su propia existencia. Y su historia se resuelve en mera curiosidad (junto quizá a la lengua griega o a la sánscrita…) para individuos ricos y ociosos. Enseñanza A pesar de ello la filosofía no se ha suprimido; incluso ha vivido momentos de gran relieve. ¿Por qué, a pesar de todo, se mantiene la filosofía en la 54
El panfleto de M. Sacristán, Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, Barcelona, Nova Terra, 1968.
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enseñanza? ¿Por qué se hace cargo el Estado de un saber que no posee un objeto claro y distinto, y de su Historia? En principio, la Filosofía estaba identificada con la Ciencia, con el saber… y podía entenderse como lenguaje-objeto. Pero a raíz de la lectura de Newton por Kant, la filosofía deja de estar identificada con el saber, y se produce la “gran catástrofe newtonianokantiana”. ¿Cómo salvar su identidad? A la manera aristocrática: sólo si ha tenido una historia. Una catástrofe que supone un problema pedagógico y estructural cuando ha de coordinarse con otros saberes. No es trivial, desde luego, la elección que se realice de los filósofos o de las escuelas: ni siquiera Platón está a salvo: el Diamat lo relegaba a un par de páginas. La historia de la filosofía que pone su énfasis en Platón o en Aristóteles, en santo Tomás o en Ockham, en Descartes o en Hume, en Kant o en Hegel, en Husserl o en Heidegger. Un hispano podría ponerlo en Francisco Suárez o en Ortega, aunque no sería nada habitual encontrarlos en una historia de la filosofía francesa o anglosajona. Una solución es entender la historia de la filosofía como eje vertebrador de Europa (Husserl) o, como quiere Jorge Gracia, para puente de unión de mundos demasiado lejanos: la filosofía continental, poética, subjetivista, y la filosofía anglosajona, analítica; la historia de la filosofía serviría de vínculo, como campo común para la discusión filosófica55. Pero entonces la filosofía se transforma en capítulos de los estudios literarios, una forma de cultura o tradición común a diferentes Estados. Y luego está la cuestión complejísima de seleccionar unos saberes que puedan ser asimilados por los profesores de historia de la filosofía, que no pueden especializarse suficientemente en todas las ciencias, en todos los saberes, etc.56 La historia de la filosofía “actu representatio” La historiografía de la filosofía es, en cualquier caso, bien abundante57. Y Aristóteles ocupa el solemne lugar de los orígenes al trazar una eventual historia de la filosofía que establece conexiones y dependencias entre los filósofos anteriores (metafísicos presocráticos, Sócrates o Platón) como antecedentes de la teoría de las causas, y magnificar así la originalidad de su aportación: la causa final. El libro A de la Metafísica fue, actu exercitu y actu representatio, la primera historia de la filosofía: todas las filosofías anteriores se valoran desde la filosofía aristotélica. Aristóteles mismo animó a escribir historias de distintas materias a sus discípulos. La obra de Teofras55
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J. Gracia, La filosofía y su historia. Cuestiones de historiografía filosófica, México, UNAM, 1998. Cf. F. Montero Moliner, “Introducción” a La filosofía presocrática, Universidad de Valencia, 1978. Lucien Braun, Histoire de l’histoire de la philosophie, París, Ophris, 1973. M. A. del Torre, Le origine moderne della storiografia filosofica, Florencia, La Nuova Italia, 1976.
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to (Physikon doxai) se convirtió en la obra fuente de la tradición doxográfica (ordenación de las opiniones), un género que continuaron otros filósofos y escritores: Alejandro de Afrodisia, Simplicio, Aecio, Cicerón, y las obras clásicas de Diógenes Laercio (Vida de los filósofos más ilustres) y de Sexto Empírico (Adversus dogmaticos); los diadoquistas (relación de escoliastas sucesores del fundador de una escuela) como Soción de Alejandría (Diadojai philosophon), Sosícrates…; y los heréticos (exposición de las doctrinas de las distintas sectas), Clitómaco, Epicuro, Apolodoro de Atenas o Galeno… El cristianismo da un giro a las exposiciones filosóficas, que se convierten en propedéutica para la verdadera filosofía, la filosofía cristiana: Verus philosophus est amator Dei, escribe san Agustín en La Ciudad de Dios (libro VIII, cap. I). Los libros de diálogos entre judíos, cristianos y musulmanes exponen doctrinas y polémicas a partir del pionero San Justino de Diálogos con el judío Trifón (s. II), una refutación de la filosofía judía. En el Medioevo abundan este tipo de escritos. Así, Pedro Alfonso (Moshé Sefardi, bautizado en 1106) escribe Diálogos en los cuales se refutan las opiniones impías de los judíos con evidentísimos argumentos, y que da la pauta para este género de disputas que se prodigaron hasta el siglo XVI. Recordemos la disputa de París (1250) de Nicolás Donin contra Yehiel ben Joseph, con resultado de la condena del Talmud y la orden de quema de sus ejemplares; o la Disputa de Barcelona entre Mossé de Gerona y fray Pablo Cristiano (Pau Cristià), judío converso de Montpellier en 1263; la Disputa de Tortosa entre Jerónimo de Santa Fe (ex rabino Yehoshúa ha-Lorqui) y el rabino Astruch ha-Levi, que tuvo una extraordinaria incidencia social, convocada por Benedicto XIII —el papa Luna—, asistieron cardenales, obispos, clero…y duró casi dos años (15-01-1413/13-11-1414), en la que se discutió sobre el mesianismo de Jesús, etc. El estudio de las lenguas, entonces, significaba la posibilidad de conocer los textos del Talmud y del Corán para, así, rebatir con más rigor las proposiciones de los infieles; y otras muchas58. El mejor ejemplo es el de Ramon Llull y su obra Libro del gentil y de los tres sabios. Estas controversias daban lugar a conversiones en el marco de una riqueza intelectual indudable. Pero ya en el siglo XIV se van transformando los libros de disputas en libros de denuncia y descalificación: Tractatus Zelus Christi contra Iudaeos, Sarracenos et y Infidelis de Pedro de la Caballería (1450) o el Fortalitium fidei (1459) del controvertido personaje Alonso de Espina; el Contra los judíos de Alfonso de Burgos o Las doce maldiciones de los judíos de Pablo de Heredia… A partir de 1391 los libros de polémicas comienzan a transformarse en «discursos para la conversión» de una manera ya clara. Quizá 58
Cf. Pedro Santonja, “La oposición a los judíos. Textos de controversia en la Antigüedad y en la Edad Media”, Revista Helmántica, Universidad Pontificia de Salamanca (LX, núm.181, eneroabril), 2009, pp. 177-203.
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aquí comienza el principio del fin de este tipo de escritos y, lo que será más terrible, de esta forma de vida de convivencia y de debates. La tímida autonomía de la filosofía se suprime con Francis Bacon, quien convierte la historia de la filosofía en simple memoria de la razón. Y se escriben historias de la filosofía que son filosofías de determinadas sectas ortodoxas u heterodoxas, tras las recuperaciones renacentistas de los textos antiguos: platónicos (Marsilio Ficino), aristotélicos, estoicos (Lisipo), epicúreos (Gassendi…), físicos (Bérigard)… George Horn abandona esas recuperaciones de sectas y trata de encontrar el verdadero espíritu humano, las fuentes de la verdadera filosofía, por encima de las discusiones y las defensas sectarias de este o aquel filósofo, inspirado quizá en el Conciliator philosophicus (1609) de Goclenius. Horn escribe Historia philosophicae. Libri septem (1645), la primera que traza el arco que va de la antigüedad a su presente; entiende que el verdadero resultado de la historia de la filosofía es que todas sus aporías son aparentes. Después vienen los trabajos de Jonsius, De scriptoribus historiae philosophiae, libri IV (1649); de Thomas Stanley, The History of Philosophy (1655-1661), la primera aparecida en lengua vulgar; de Sylvain Regis, redactada con propósito filosófico, no meramente erudito, Cours entier de la philosophie, ou système gènèral selon les principes de Descartes (1690)… La historia de la filosofía, en el sentido moderno, se inicia con los Acta eruditorium (Leipzig, 1682), que desarrolla el concepto de continuidad de Leibniz, y vincula pasado, presente y futuro59. La obra de Chr. A. Heumann, Acta philosophorum (1715) sigue el esquema del continuismo en filosofía y se considera la obra que marca el paso a la historia consciente de sí: método, leyes y utilidad de la historia de la filosofía. Brucker, otro seguidor leibniziano, en Historia critica philosophiae a mundi incunabilis ad nostram usque aetatem deducta, 5 vols. (1742-1767), considerada por algunos como la auténtica fundación de la disciplina, tiene como objetivo dar a conocer los caracteres que distinguen una filosofía verdadera de una filosofía falsa, a la vez que muestra el tortuoso proceso para alcanzar el conocimiento de la verdad y de la felicidad. Lo que caracteriza todos estos estudios es el abandono del estilo de rapsodia de sectas y su reemplazo por una historia de la filosofía ordenada progresivamente. Intervienen los ilustrados con su categoría de progreso, que empieza a dominar a la historia de la filosofía. Condorcet coloca a Grecia en una posición de privilegio, y en la que se dan los primeros atisbos de filosofía y los primeros pasos en ciencias y bellas artes, el inicio de la liberación de los pueblos de la superstición, la intolerancia religiosa… hasta su culmi59
Cf. M. Gueroult, “The History of Philosophy as a Philosophical Problem”, Monist, vol. 53, 4, 1969, p. 580.
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nación en Descartes, que ofreció el “método de encontrar y de reconocer la verdad”60. El número de historias que se escriben en el siglo XIX es realmente impresionante. U. J. Schneider ha contabilizado 120 autores en Alemania, 37 en Inglaterra y 86 en Francia que escriben historias de la filosofía entre 1810 y 189961. En Alemania, Reinhold, Uber der Begriff der Geschichte der Philosophie (1791) busca la unidad en las obras filosóficas, y Tiedemann escribe una historia de la filosofía concebida como progreso. Una historia de la filosofía al servicio del criticismo kantiano es la Wilhelm Gottlieb Tennemann, Geschichte der Philosophie (1798-1811), que ya no puede presentarse como una tabla diacrónica, sino como narración y presenta el origen de la filosofía entre los griegos. Thadda-Anselme Rixner, Hendbuch der Geschichte der Philosophie (1822) valora la historia de la filosofía como un todo en el que las partes se organizan de manera armónica y coherente y separa el trabajo de búsqueda de materiales y el descubrimiento de leyes que conecten y den sentido a los fenómenos. En Inglaterra Georges Henry Lewes, Frederik Denison Maurice y en España Zeferino González escriben la historia de la filosofía en varios volúmenes. Son obras que se hacen cada vez más extensas al tener que actualizarse continuamente, al recoger nuevos datos, nuevos saberes auxiliares62, nuevas fuentes, introducir enmiendas, addendas, etc. La pluralidad de la historia de la filosofía es manifiesta: monografías de filósofos, compendios doxográficos, autobiografías, modelos lineales o cíclicos… Y también con destinatarios muy diversos: profesores, universitarios, clérigos… La historia de la filosofía ha de encontrar un criterio de organización que haga encajar todas las sectas en un número pequeño, empeño en el que se involucra De Gérando, Historie comparée des systèmes de philosophie relativement aux principes des connaissances humaines (1804); o buscar una ley interna de la filosofía, al modo de Comte y la ley del progreso (la edad media superior a la antigüedad y la modernidad, a la edad media)… y si bien la filosofía ha de encontrarse en correspondencia con su época, ha de poder ser trasladada a un estado puro de pensamiento, desligada de las circunstancias de la época. De manera que la filosofía se expone desgajada de las demás formas de cultura, como que posee un cuerpo propio. Hegel, que sigue en esto a Aristóteles, considera que la verdad es una, que la secuencia de los 60
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Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, Editora Nacional, 1980. U. J. Schneider, “Teaching the History of Philosophy in 19th-Century Germany”, pp. 275-295. La filología, la historia las civilizaciones y de las religiones, el arte y la mitología, las ciencias y las técnicas…, y así, hasta la cibernética. Cf. M. L. Lafuente, “La informática como ciencia auxiliar de la historia de la filosofía”, Contextos, VIII / 15-16, 1990, pp. 263-268. Con el peligro, desde luego, del anacronismo. Por ejemplo, al utilizar la teoría cantoriana de conjuntos para explicar la filosofía medieval. Véase Pérez de Tudela, Identidad, forma y diferencia en la obra de J. Duns Escoto, Madrid, U. Complutense, 1981.
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sistemas filosóficos no es fortuita y que la filosofía de una época es el resultado de esta evolución. La historia de la filosofía es la historia de las manifestaciones del Espíritu (“el reino del espíritu es lo que el hombre crea”); el pasado condiciona al presente y al futuro y desarrolla la unidad de un plan, del Saber absoluto. Y solo puede haber una filosofía verdadera, como solo puede haber un Estado verdadero. “La sucesión en la historia de los sistemas de la filosofía es la misma que la sucesión, en su deducción lógica, de las determinaciones conceptuales de la Idea”. Es con Hegel con quien la Historia de la Filosofía comienza a delimitarse como disciplina; da lugar a una clasificación sistemática de las épocas históricas de la filosofía; se ocupa del pasado en cuanto está presente en nuestro espíritu. Hegel Hegel constituye el momento culminante que identifica Filosofía con Historia de la Filosofía, sistema en desarrollo. La cuestión aquí se transmuta en hiper-inmensa, pues la filosofía vendría a ser confundida con el desarrollo o despliegue del Espíritu humano ¡nada más y nada menos! La continuidad del espíritu elimina la pluralidad de filosofías al conjugar la continuidad del pensamiento y las discontinuidades que adquieren sentido respecto del todo: las filosofías no son errores, sino momentos de concreción de la verdad. La filosofía de Hegel se caracteriza por no ser directamente reductora: ni de la ciencia ni de la política ni del arte ni de la religión; la historia de la filosofía de Hegel pretende integrar los sistemas filosóficos, tanto los de tipo impersonal gnóstico, naturalista e inmanentista, en la tradición de Schelling, como los de tipo personalista, políticamente comprometidas (edificantes), por la vía de Fichte. Hegel pasa de la filosofía de la conciencia o reflexión a la filosofía del pensamiento (Gedanken) o Espíritu, de manera que la historia de la filosofía se despliega en paralelo con la derivación lógica63. En el límite, pensamiento (texto) y mundo (realidad) son idénticos. El Espíritu borra el tiempo y el pensamiento se piensa a sí mismo (noesis noeseos). Hegel reorganiza todo el pensamiento filosófico en un sistema de sistemas. El Sistema Final se recoge en el eslogan: «La sustancia es Sujeto y el Sujeto sustancia». La última filosofía sería lo más excelsa al reunir en sí todas las filosofías anteriores, que también ordena en forma de tríada: lógica del ser (griega), lógica de la esencia (medieval) y lógica del concepto (moderna). La última filosofía clausura la historia y es la más concreta y la más profunda. De ma63
“Ateniéndonos a esta idea, podemos afirmar que la sucesión de los sistemas de la filosofía en la historia es la misma que la sucesión de las diversas fases en la derivación lógica de las determinaciones conceptuales de la idea”. G. W. F., Lecciones sobre historia de la Filosofía, Ob. cit., p. 34.
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nera que “el estudio de la historia de la filosofía es el estudio de la filosofía misma y no podía ser de otro modo”. Y, por consiguiente, la historia de la filosofía debe ser filosófica. Hegel es el último episodio de todo aquel movimiento que se inicia con Winckelmann, Herder, los hermanos Grimm, Friedrich Schlegel... alrededor del neohelenismo y de la «cuestión homérica»: Historia y Filología incluyen todos los demás saberes: gramática, arqueología, mitología, geografía, etc. Pero Hegel coloca a la filosofía en el lugar más privilegiado del escalafón social y epistemológico. Desintegración de la historiografía filosófica e historiografía posthegeliana ¿Cómo podría haber triunfado el proyecto filosófico de Hegel? Sólo si hubiera triunfado el Estado europeo, si se hubiera cumplido «el fin de la historia».64 Pero no solo no se constituyó el Estado europeo, sino que Europa se fracturó en naciones, y cada una de ellas indagó en su legitimidad histórica. Y así la filosofía, que antes del «privilegio hegeliano» había estado unida a las iglesias y, más tarde, a las ciencias, ahora tendría que unirse a la política en su forma de Estado (moderno, maquiavélico). Seguramente Hegel pensó la idea, pero son los historiadores de la Escuela Histórica alemana quienes se hacen cargo de su legitimidad. El conocimiento histórico adquiere la función de norma para juzgar la adecuación de la formulación de las leyes en un Estado, del derecho, sustituyendo a la razón absoluta la razón ilustrada y ahistórica.65 La transición desde la filosofía práctica a la sociología orientada históricamente (Comte, Spencer, Max Weber, Simmel…), desde la estética a la historia del arte y desde la propia filosofía a historia de la filosofía. Pero pronto se vio que la filosofía no podía admitir la calificación de estatal sin violentarse ella misma, y habría de seguir otras alternativas: desde las filosofías de la vida a las filosofías de la existencia. En estas coordenadas se enzarzaron las ideologías en combates con consecuencias terribles en el siglo XX: la lucha darwiniana entre naciones-Estado y la lucha marxista entre clases sociales. Las naciones reforzaron las sociedades civiles y políticas, en las que ocupaban situaciones claves los terratenientes, y defendían una renovación material y espiritual que se sometería a la prueba de la ordalía de la 64
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Un concepto que recogió Francis Fukuyama en su reflexión sobre la caída del muro de Berlín: el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad, la universalización de la democracia liberal y la desaparición de los conflictos, una idea que toma de Hegel: “Hegel pensaba, sin embargo, que la historia culminaba en un momento absoluto, en el que triunfaba la forma definitiva, racional, de la sociedad y del Estado”. “The End of History?”, The National Interest, Washington, 1989. (Traducido al castellano con el título de “¿El fin de la historia?”, Claves, nº 1, 1991, pp. 85-96). H. Schnädelbach, Filosofía en Alemania, 1831-1933, Madrid, Cátedra, 1991.
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guerra. Fueron las fuerzas re-surgentes (Mayer) empeñadas en someter a las fuerzas populares (in-surgentes) quienes provocaron la gran crisis europea. La filosofía resistió siempre como pudo estos embates volviendo la mirada a su historia, que se autotitulaba universal. Nietzsche, a pesar de ser una fuente para los nacionalismos racistas, hablaba en términos de Humanidad / Übermensch, etc. Hay que llegar a Heidegger para recuperar la identidad entre nación lengua y verdadera filosofía. El proyecto heideggeriano sustituye el yo por el suelo y la sangre (Bolden und Brut) y el destino común (Geschick), lo que permite pensar la existencia como «ser-en-el-mundo» y no como «conciencia entre conciencias»66. Ese programa, para el bien nuestro, no sobrevivió a la guerra, aunque haya dejado rescoldos muy vivos; así que volvamos a la lucha entre conciencias. En el siglo XVIII la historia de la filosofía quedaba del lado de la alta educación que estudiaba desde la piedad bíblica la historia antigua de Grecia y de Roma. El conocimiento de la historia a través de vías científicas, método de análisis y crítica de las fuentes, la operatividad de la filología humanista de redescubrimiento de los textos greco-romanos y de la hermenéutica teológica usada por la hermenéutica reformista contra los teólogos tridentinos. Si tras la invención de la imprenta los problemas filológicos disminuían, con los escritos medievales, romanos y helenísticos iban creciendo sin solución de continuidad. A partir fragmentos conservados en citas la escuela filológica alemana, que había iniciado Friedrich August Wolf en Berlín con Altertumswissenschaft (Ciencia de la Antigüedad) y había sistematizado August Boeeckh, realizó una obra de excepcional calado. La historia antigua era decisiva para justificar y legitimar prácticas que proceden de argumentos religiosos, como en los trabajos sobre la escuela de Alejandría de Jacques Matter, Jean Marie Prat, Jules Simon, Jules Barthélemy-Saint-Hilaire o Etienne Vacherot... Y ese camino abierto por la filología se cruza la aportación incomparable de Schleiermacher: la lengua se constituye en órganon de la filosofía, participa de la vida del pueblo y de la época, pero no como mediador de la verdad, sino como árbol que brota del suelo. Y en la sucesiva combinación de los métodos filológicos de Schleiermacher con el proceso histórico hegeliano, se forma el gran Eduard Zeller, Philosophie der Griechen (1844-1852) en Tubinga. La lista de maestros filólogos-filósofos es impresionante y sus trabajos, sin hipérbaton, extra-ordinarios: F. W. A. Mullech, Hermann Usener, Hermann A. Diels, Walter Kranz, Valentin Rose, Erwin Rodhe, 66
Para Heidegger, conciencia (Betsstsein) no está vinculada a conocimiento, sino a un modo de ser, a una relación con el mundo circundante; no con el pensamiento, sino con el afecto colectivo. Cf. E. Faye, Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-1935, Madrid, Akal, 2009, pp. 105 y 224. Sobre la identidad de lengua y pensamiento, el clásico de V. Farías, Heidegger y el nazismo, Madrid, Muchnik, 1987.
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Friedrich Nietzsche, E. Maas, Ulrich von Wilamowitz-Möllendorf, Friedrich Leo, o Hans von Arnim. Rodolfo Mondolfo, que prolonga y cierra el trabajo de Zeller67, de manera rigurosa a la vez que amena, muestra múltiples ejemplos de las polémicas entre filólogos-filósofos68. Más que con la tradición filosófica, podría ponerse en relación con la tradición de la educación literaria y la erudición. Y una historia de la filosofía que neutraliza todos los elementos cuestionables y recoge el sistema de cada autor partiendo de sus propios escritos, como si fuese un conjunto de monografías, es la de Friedrich Ueberweg, Grundriss der Geschichte der Philosophie, en cinco volúmenes69. Los historiadores comienzan a hablar de los filósofos y no de la filosofía: de Heráclito, de Anaxágoras, de Sócrates… A partir de Zeller se sacan las consecuencias de una Historia de la Filosofía exterior no filosófica: las explicaciones causales han de reemplazar a las teleológicas, lo que conduce a una concepción de la filosofía como conjunto de opiniones más o menos extravagantes (diafonía ton doxon). La historia de la filosofía conduce, paradójicamente, a la degradación misma de la filosofía, a un lenguaje patológico que hay que reconfigurar o pasar directamente a una ciencia social que la recoja y la disuelva: economía, política, psicoanálisis… A finales del siglo XIX las disciplinas empiezan a desgajarse y a especializarse, y cada una de ellas combate por hacerse cargo del saber unitario, como si todas quisieran consonarse con la hipóstasis plotiniana del Uno y borrar de una vez por todas el «privilegio hegeliano». Y no sólo las disciplinas socio-culturales; también las ideologías pretenden reemplazar las opiniones filosóficas. Por ejemplo, José Ferrater Mora habla de tres imperios filosóficos asociados a los tres imperios socio-políticos: los rusos, los europeos y los angloamericanos, a los que corresponderían las filosofías dialéctica, fenomenológica y analítica, respectivamente70. Criterios En este sobrevivencial combate, que con eufemismo neutralizador se adjetiva “epistemológico”, la filosofía trata de salvar la propia filosofía, como sistema y como temporalidad. Tracemos desde estos criterios un cuadro combinatorio para calibrar las posibilidades. Según el tiempo se considere un
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Zeller-Mondolfo, La filosofía dei Greci, I y II, Florencia, La Nova Italia, 1932-38. R. Mondolfo, Problemas y métodos de investigación en la historia de la filosofía, Buenos Aires, EUDEBA, 1969. F. Ueberweg, Grundriss der Geschichte der Philosophie, 5 vols., Berlín, 1865-1868. Totalmente revisada en 1924-1927. J. Ferrater Mora, La filosofía actual, Madrid, Alianza, 19733.
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todo continuo o discontinuo71; y el sistema dotado de unidad arquitectónica con partes homogéneas o heterogéneas72. (Cuadro I): SISTEMA PARTES HOMOGÉNEAS
PARTES HETEROGENEAS
TIEMPO CONTINUO / HOMOGÉNEAS Comte, Hegel... Husserl, Croce, Löwith... DISCONTINUO / HOMOGÉNEAS TODO Michelet, Burckhardt, DISCONTINUO Max Weber, Blumenberg... TODO CONTINUO
CONTINUO / HETEROGÉNEAS X DISCONTINUO /HETEROGÉNEAS Nietzsche, Heidegger, Bachelard, Foucault, Deleuze...
Cuadro 1.
Donde el continuismo ve una unidad en el desarrollo de las cuestiones filosóficas (Comte, Hegel…), el discontinuismo (Nietzsche, Heidegger…) ve saltos, fracturas e incomunicabilidad entre los distintos pensamientos. Aunque esa discontinuidad puede ser más o menos moderada, según la fractura se entienda como superable o no superable73. Valga de muestra: la interioridad subjetiva, principio de actividad ¿sería impenetrable para el sujeto antiguo producido por la naturaleza? Una combinatoria que puede irse ampliando al introducir nuevos criterios. Si se sigue la perspectiva “genética”, y se estudian los desajustes entre las intenciones filosóficas y sus realizaciones; si los resultados desbordan las propias intenciones, como ocurriría con la obra cervantina Don Quijote de la Mancha, pongamos por caso, un libro recibido como un conjunto de burlas y transmutado en coordenadas filosóficas por los románticos e idealistas alemanes, que vieron e interpretaron a la pareja Don Quijote y Sancho Panza según la contraposición Idealismo / Realismo74; o si se sigue la perspectiva “retrospectiva”, la historia de la verdad, que supone el cumplimiento de un sistema cerrado, desde el principio al fin: Heráclito, Parménides o Platón; si se sigue la vía de “reconstrucción” de las determinaciones originales de la obra, al modo de Schleiermacher; o si se sigue la vía de “integración” que parte de la impotencia de cualquier restauración, va más allá del origen y afirma la mediación interna del pensamiento con la vida actual75. 71
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Y. Belaval, “Continu et discontinu en histoire de la philosophie”, Revue de l’Université de Bruxelles, 3-4, 1973. A la manera kantiana: la razón plantea sus propios fines sin aguardarlos empíricamente (A333/B261). Rodolfo Mondolfo apuesta por una historia integral que supere todo horizonte restringido y reconozca que toda la historia está en las raíces de nuestro espíritu. Cf. R. Mondolfo, Problemas y métodos de investigación en la historia de la filosofía. Cf. A. Close, La concepción romántica del Quijote, Barcelona, Crítica, 2005. H. G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 219 y ss.
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Nosotros hemos señalado en otra ocasión que la historia de la filosofía no puede entenderse fuera de un continuo institucional, pero sus partes no son homogéneas76. Y aquí radica el “drama filosófico”. El continuo es consecuencia de las articulaciones “naturales” de la filosofía, de su constitución desplegada en tres dimensiones: ontología, gnoseología y ético-política; y la heterogeneidad, de Ideas de procedencia muy diversa, e inconmensurables entre sí. Hemos considerado el Logos como la Idea genuina de los griegos, una idea que se vio muy pronto cruzada por la Idea de un sujeto moral procedente del mundo semítico y que en la edad media se cruzaría con otra idea de origen cristiano, el amor con su inversa, la guerra, y que culminaría en el humanismo, simbolizado en la pareja dióscura Erasmo y Maquiavelo77. Son hilos de muy diferente textura que conducen a tratar la historia de la filosofía de manera muy enrevesada, con inconmensurabilidades y contradicciones muy pronunciadas. Pohlenz advierte profundas afinidades entre el estoicismo y las lenguas semitas78. Y Elorduy, entre Séneca y valores arcaicos prehistóricos. Parece fuera de duda la tradición aramea de Zenón, fenicio, nacido en Chipre, fiel siempre a la tradición cananea, enfrentado al monoteísmo israelítico79. Zenón afirma que los componentes del hombre son harpagma, “algo arrancado” violentamente (hapó-spasma) del ambiente. El hombre es un “algo” desgajado de lo universal y absoluto del medio ambiente. Y animales y hombres, nacidos de la naturaleza, deben cumplir sus respectivas funciones. La vida (zoé) es algo difundido en el universo; la vida (bios) es la porción de vida universal de cada uno de los hombres. La “cuestión mosaica” se cruza desde Filón de Alejandría80 con el pensamiento heleno, y la consideración de Moisés como el primer filósofo81. Pero se distinguen de los ecumenicistas que consideran el Logos anterior a sus manifestaciones en las civiliza76
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Por ejemplo, los griegos no incorporaron el pensamiento judío: “No hay pruebas de que ningún griego dominara el hebreo ni ningún otro idioma oriental para estudiar los libros sagrados de Oriente en el original”. A. Momigliano, “La cultura griega y los judíos” en M. I. Finley, El legado de Grecia, Barcelona, Crítica, 1983. Lutero trata de unir estas dos especies, pero entendiendo el Estado como propedéutica de la vida en la caridad: “(Lutero) estaba convencido de antemano de que cristianos perfectos vivirían juntos sin Estado y sin derecho, sino únicamente según el modo del amor (…) El Estado es, considerado desde el punto de vista más elevado, una institución premoral, por decirlo así, propedéutica”, E. Spranger, Cultura y educación, Madrid, Espasa-Calpe, 1948, p. 31. M. Pohlenz, “Stoa und Semitismus”, 1926. Le siguen los trabajos de Bevan, 1927, G. Kilb, 1939, y Hans von Arnim, Stoicorum Veterum Fragmenta. “Zenón kitiense, fundador de la secta estoica, creyó que el principio del género humano proviene del mundo nuevo. Los primeros hombres nacieron del suelo con el adminículo del fuego divino, es decir de la providencia de Dios”, dice Censorino, De Die nat., IV, 10. Cf. E. Elorduy (col. J. Pérez Alonso), El estoicismo, 2 vols., Madrid, Gredos, 1972. Filón de Alejandría, “Vida de Moisés”, Obras completas, V, Madrid, Trotta, 2009. Discusión que se repite en la historia europea. Cf. por ejemplo, en Jean Daniel Morhof, Polyhistor, Lübeck, 1747.
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ciones irania, egipcia, hebrea o griega82. Sin duda la interpretación de Heráclito es decisiva para el criterio de la historia de la filosofía. (“La naturaleza de una cosa, la da su nacimiento”, Vico). Y entonces la filosofía debería desplazarse desde Atenas y Jerusalén a Alejandría, el lugar en el que se funden, superponen o hilan sobre el atanor, el cañamazo o la urdimbre de los mitos arcaicos: la metafísica griega del Logos y el sujeto moral semita bajo el imperio de la Ley romana. La filosofía trata de poner en lenguaje la racionalidad «material» de la época, en un discurso formal que se configura de manera inarmónica y aporética, por medio de Ideas heterogéneas. La historia de la filosofía es la mejor manera de mostrar lo que falta, ausencias y ocultamientos, a cualquier pretendido sistema. II. UN CASO PARADIGMÁTICO: LA FILOSOFÍA HISPANA
Como obligan los tiempos posrevolucionarios, España, otrora un imperio, ha de transformarse en nación83, y la burguesía, que se hace cargo de la productividad, busca “desesperadamente” la legitimación de sus intereses. Las dos corrientes ideológicas más poderosas de la modernidad: la luteranacalvinista y la jesuítica, tratan de vertebrar la ideología de los estados nacientes en los que domina el protestantismo o el catolicismo, resistente más que a la modernidad a la inseguridad que ésta introduce84. España, que es desde donde escribimos y desde donde comprendemos el mundo, “está desajustada”, dice el profesor Jover, no se acomodan “las sociedades meridionales (revolución burguesa incompleta, sacada adelante a través de los onerosos ‘compromisos históricos’ que quedaron aludidos) y unas formas jurídicopolíticas pensadas inicialmente en Francia, Gran Bretaña o Bélgica en función de realidades sociales distintas”85. Solo desde esta ausencia de concordancia pueden entenderse dos acontecimientos del pensamiento hispano sorprendentes: en primer lugar, el que los intelectuales y pedagogos hispanos tengan la certeza, no el sentimiento, de que han de “importar” la filosofía, puesto que la nativa ha quedado agotada. Y, en segundo lugar, que las gene82 83
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Es el caso del muy sabio A. Andreu, El Logos alejandrino, Madrid, Siruela, 2009. L. Prados de la Esclosura, De imperio a nación. Crecimiento y atraso económico en España (1780-1930), Madrid, Alianza, 1993. “A diferencia de la teología reformada, el pensamiento católico sobre la potentia ordinata elude esta aporía nominalista [un Hacedor tan absoluto que se vuelve una divinidad arbitraria e innecesaria] porque somete al Creador a sus propios principios, los cuales, además, pueden ser conocidos por el hombre. Las instituciones humanas se hacen de este modo más estables, más seguras, pero, desde luego, no más autónomas, no más modernas”. A. Rivera, “La secularización después de Blumenberg”, Res publica, nº 11-12, 2003, p. 134. Una seguridad que llega hasta el carlismo, que verá en el liberalismo la disolución de la sociedad misma. Cf., por ejemplo, Don Emilio de Arjona en Oyarzum, Historia del carlismo, 1969. J. M. Jover Zamora, La civilización española a mediados del siglo XIX, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 50-51, 1992.
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raciones, en vez de heredar una historia de la filosofía como obra de referencia, hayamos heredado una Historia de los heterodoxos españoles, una historia que, de manera tortuosa, nos sugiere que el “verdadero” pensamiento hispano marcha a redropelo. Filosofía importada ¿Por qué se busca una filosofía desde el poder mismo? Lo que está en juego es la dignidad de la nación a partir del problema que ha planteado Nicolás Masson de Morvilliers (1782) sobre la ausencia de aportación científica de los españoles. Se trataría entonces de encontrar una filosofía capaz de acoger a la nueva ciencia mecanicista, cada vez más vinculada a la economía a través de la industria86. La polémica se enzarza en una cuestión de nombres propios que se ha prolongado hasta nuestros días: ¿Hay suficientes nombres españoles para incorporar a una historia de las ciencias? ¿Suficientes médicos, navegantes, botánicos? Marcelino Menéndez y Pelayo, jaleado por su maestro Gumersindo Laverde, se irrita ante esta situación y saca sobre el tapete una rapsodia de nombres insignes87. Bien; mas no es suficiente. Mucho se ha escrito sobre este asunto88, pero lo que le falta demostrar al insigne polígrafo es que la ontología de los sabios españoles concordara con las ontologías que se estaban desarrollando en Inglaterra (Locke o Hume) o en Francia (Voltaire o Fontenelle) o incluso en Alemania (Leibniz, Wolff). Los jesuitas, vanguardia del pensamiento filosófico y científico español, para salvar el dogma de la Transubstanciación89, no habían aceptado, o lo hacían con muchas reticencias, ni el copernicanismo ni la física de Galileo ni a fortiori la mecánica de Newton, lo que comportaba un déficit insuperable para la constitución de la ontología que exige la nueva economía financiera, comercial e industrial: ¿a qué tipo de entidades se referían estos pensadores? ¿Con qué tipo de entidades construían el mundo?90 Átomos contra sustan86
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Gumersindo de Azcárate asocia ciencia y pueblo: “Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos [ss. XVI, XVII, XVIII]”, Revista España, 1876. Texto que cita Menéndez Pelayo, y contra el que carga “sentencia más infundada ni más en contradicción con la verdad histórica”, al inicio de La ciencia en España, 2 tomos, Madrid, Victoriano Suárez, 1933, p. 29. M. Menéndez Pelayo, Revista Europea, 30-1876, nº 127. Cf., a modo de resumen, J. Varela, La novela de España, Madrid, Taurus, 1999. F. M. Pérez Herranz, “La ontología de El Comulgatorio de Baltasar Gracián”, Baltasar Gracián: ética, política y filosofía, Oviedo, Pentalfa, 2002, pp. 44-102. Así, por ejemplo, Baltasar Gracián escribe: “A todas luces anduvieron deslumbrados los que dijeron que pudiera estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al revés de como hoy le vemos, esto es, que el sol debía de estar acá abajo, ocupando el centro del universo, y la tierra
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cias; leyes contra providencia; cálculo infinitesimal contra lógica de clases... Con la revolución newtoniana en marcha la situación de relativismo ontológico no funciona y ésa es la mejor prueba de la necesidad de una “verdadera” ontología. La nación española se iba alejando de la ontología verdadera que incorpora la ciencia de Newton, no por ignorancia, sino por rechazo, por entender que la ontología que defienden los intelectuales (fundamentalmente, los padres jesuitas) es una ontología superior. El mundo católico hispano se desenvuelve en una carencia ontológica que es una “carencia ontológica cultivada” (si se nos permite la antítesis): no es carencia esencial o privativa debida a la imposibilidad de alcanzar ese tipo de conocimiento; ni tampoco carencia coyuntural debida a la dificultad de sortear ciertos obstáculos impuestos por conflictos pasajeros (como pudo ocurrir en la polémica del darwinismo a principios de siglo en EE.UU). La filosofía hispana había asimilado la filosofía nominalista de Duns Escoto y de Guillermo de Ockam, las raíces del pensamiento científico moderno91. En España esta carencia no fue meramente integrante, sino determinante para la Nación, por contraposición al imperio protestante anglosajón. No fue una carencia negativa, sino positiva, una carencia que afecta al tipo de realidad vivida. ¿Cómo considerar que “la física de Tosca es todavía pre-newtoniana pero es plenamente galileana”, como si fuese un mérito en España ser la «mitad» de buen físico?92 Los ilustrados, vinculados a las necesidades militares, industriales y comerciales, inician el camino hacia la ciencia, un recorrido que no vamos a recorrer aquí, pero que es necesario tener en cuenta: diarios ilustrados como El Mercurio histórico y político o El pensador; fundaciones como la Real Sociedad Militar de Matemáticas de Madrid, la Sociedad Española de Historia Natural (SEHN) por parte de entusiastas naturalistas, la Academia de Ciencias Naturales de Madrid en 1843…; la ley Moyano (1857) dispone la creación de la facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y los esfuerzos de José Echegaray (1833-1916) ponen al día los saberes matemáticos de forma sistemática; Zoel García de Galdeano (1846-1924) funda la primera revista de matemáticas de la Historia de España, titulada El progreso matemático (1891-1900), etc.93
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acullá arriba donde ahora está el cielo, en ajustada distancia; porque de esta suerte, lo que hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias”, Criticón, ed. de Santos Alonso, Madrid, Cátedra, 1993, III, viii, p. 701. André de Muralt, La apuesta de la filosofía medieval. Estudios tomistas, escotistas, ockamistas y gregorianos, Madrid, Marcial Pons, 2008. V. Navarro Brotons, “El aislamiento científico”, Historia16, nº 11, 1977, p. 84. Cf., v. gr., P. González Blasco (y otros), Historia y sociología de la ciencia en España, Madrid, Alianza, 1979.
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Filosofismo Todas estas reformas eran resistidas por el pensamiento reaccionario, que las englobaba bajo el nombre de filosofismo. El filosofismo es la gran herejía que persigue a la Iglesia: la sofística de la impiedad. Fernando de Zeballos es autor de una voluminosa obra titulada La falsa filosofía (1775-76), que no es otra que el ateísmo, el deísmo, el materialismo, el indiferentismo y que, para mayor escarnio, es regalista; la síntesis de todo ello produce esa figura impía que es el ilustrado. Fray Diego de Cádiz escribe El soldado católico en la guerra de religión (1795) y ataca durísimamente a las Sociedades de Amigos del País, donde se reúnen los filósofos que han formado un organismo que constituye el mismísimo Anticristo, el mal absoluto. Antonio José Rodríguez en su obra El Filoteto denuncia tanto a los científicos que eliminan a Dios del universo como a quienes aun aceptando a Dios lo reducen a una realidad inoperante. Fernández de Valcarce autor de Desengaños filosóficos, lleva a cabo un ataque a las innovaciones filosóficas (Descartes, Locke, Newton...) y una defensa de la escolástica. El fraile capuchino Rafael Vélez (17771850) escribe nada menos que un Preservativo contra la irreligión (1812), resumido con tanto desahogo en el subtítulo del libro que nos exime de su lectura: Los planes de la filosofía contra la religión y el Estado, realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria. Lorenzo Hervás (1735-1809), al estudiar las causas de la revolución francesa, destaca la libertad, el libre ejercicio de las pasiones animales y la consiguiente destrucción de la conciencia moral. La causa de la revolución ha sido “la corrupción de la conciencia en la nación francesa”. La libertad, indica el jesuita, tiene su raíz última en el calvinismo (en los hugonotes), caracterizado por su inmoral amor a la libertad. Los jansenistas habrían ido más lejos haciendo triunfar la igualdad, y así habrían destruido la religión católica. Obsérvese cómo la filosofía se halla en el centro mismo de la cuestión España Católica / Francia Atea94. Ante un contraataque de esta magnitud e intensidad, ¿qué hacer? Julián Sanz del Río En 1843, durante el gobierno progresista de Espartero y siendo ministro de la gobernación Pedro Gómez de la Serna, se crea la Facultad completa de Filosofía con la misma categoría de mayor que tenían las de Medicina, Juris94
J. Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Alianza, Madrid. 1986, 19711. J. López Alós, Entre el trono y el escaño. El pensamiento reaccionario español frente a la revolución liberal (1808-1823), Madrid, Cortes Generales, 2011.
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prudencia y Teología. Una Facultad que compendiaba los estudios de las Artes Liberales y las Ciencias: Filosofía Humana y Filosofía Natural, en paralelo con la universidad alemana tradicional. El ministro nombra a varios profesores con destino a la nueva institución, entre los que se encontraba un personaje central para la filosofía española: Julián Sanz del Río (1814-1869), designado profesor interino de la asignatura Historia de la Filosofía en la Universidad Central, con la condición de que pasara dos años en Alemania para perfeccionar sus conocimientos. De esta manera se quería equilibrar la influencia de los moderados que tenían el control del Ateneo y limitaban el acceso a los progresistas. ¿Por qué a Alemania? ¿Por qué los liberales no lo enviaron a Francia o mejor a Inglaterra, origen del liberalismo? ¿Por qué no ir a estudiar con los sucesores de Bentham o con Wiliam Whewell, que acaba de publicar Historia de las ciencias inductivas (1837) y Filosofía de las ciencias inductivas (1840)? Detrás de esa elección se encuentra el efecto “individualismo”. Veamos estas dos cuestiones por separado: el sujeto en el que hacer descansar los fundamentos político-religiosos y el papel beligerante de la filosofía. El individuo – sujeto Además de esta carencia ontológica, España soporta otra carga que la aleja de la filosofía europea de cuño protestante. Frente al sujeto articulado alrededor de una conciencia subjetiva (cogito luterano o cartesiano), el sujeto católico se articula alrededor del sujeto práctico, de un cuerpo rodeado de otros cuerpos. El hombre no es res cogitans, sino res dramatica, dice Ortega95. El canon de este sujeto se encuentra en las obras de Calderón; tanto en la razón práctica que apela a un Dios justo: Que estoy soñando, y que quiero / obrar bien, pues no se pierde / obrar bien, aun entre sueños (La vida es sueño) como al criterio de realidad: Veré, dándote muerte,/ si es sueño o verdad (Segismundo). Pero ¿cómo defender un sujeto católico, tras la expulsión de los judíos? Porque la comunidad judía en España no era transeúnte sino asentada hacía siglos. ¿Cómo entender esta expulsión desde un reino que se afirma católico, y al que sucede un imperio que pretende organizar la vida de la humanidad entera desde la Ley de Dios y sin limitación alguna? Y, por otra parte, tras las formas negativas que dejó la conquista de América, ¿cómo habrían de ser asumidas y superadas para que tuviese realidad el proyecto de un pensamiento español desde la tradición renacentista? Es necesario recoger no sólo la acción positiva, generadora, del imperio (sus escuelas, sus iglesias, sus universidades, su literatura...), sino también su misma negación: las encomiendas y el sometimiento de los indios, la esclavitud de los 95
J. Ortega y Gasset, Obras Completas, tomo VIII, 1986, p. 52.
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negros africanos, la marginación de múltiples tribus y pueblos, la opresión y la explotación de los mineros del Perú, la discriminación, el abuso y la opresión generalizadas, que son figuras sin asimilar por el pensamiento español (ni por el de derechas ni por el de izquierdas, aun cuando por motivos contrapuestos). Hay dos formas modernas de neutralizar la negatividad humana: la cartesiana mediante un sujeto desconectado de la materia; la hegeliana, al superar (Aufheben) todas las figuras de explotación y de terror en los inicios de la revolución industrial; estos elementos no pueden reducirse a antropología si se ha enmarcado el pensamiento en la historia. Y sin embargo, el sujeto hispano fue reacio a aceptar que la subjetividad individual fuera la única referencia de valor y autoridad. Eloy Terrón, en su introducción a las obras escogidas de Sanz del Río, lo deja bien claro: hay que superar el individualismo de los primeros liberales, la ontología del individuo del liberalismo clásico es intragable en España96. Quizá por la herencia de la construcción de la misma España, es más un problema de forma de estar que de forma de ser97. Estado adversus clero En la década moderada (1844-1854), con el gobierno de Narváez, nace una nueva Constitución (1845) en la cual la soberanía recae en el rey y las Cortes, pero no en el pueblo. En ese mismo año se aprueba el conocido como Plan Pidal, que incorpora la secularización, la gratuidad, la centralización y la uniformización de la enseñanza. A partir de 1839 se habían creado Institutos de Enseñanza Secundaria en Santander, Tudela y Cáceres, que se desarrollan a partir de 1845. La figura central para la Filosofía española es la de Antonio Gil y Zárate (1793-1861), redactor y ejecutor del plan, que hizo posible (junto a José López de Uribe) la presencia de la filosofía y de su historia en los planes docentes: “La cuestión de la enseñanza —escribe Zárate— es cuestión de poder: el que enseña, domina; entregar la enseñanza al 96
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“En realidad, los demócratas de 1840 ya no podían conformarse con la ideología liberal que se difundió por el país en el período más puro del liberalismo, de 1810 a 1823. La ideología de esta época era demasiado simplista y radical; sus principios estaban demasiado condicionados por la negación del orden feudal en sus formas más representativas: la inquisición, los gremios, los abusivos derechos de la Mesta, el dominio jurisdiccional de los nobles, etc. Por ejemplo, la ideología y la teoría política de esta primera etapa eran completamente hostiles a toda forma de asociación intermedia entre el individuo y el Estado. En el régimen liberal no cabían las asociaciones y este principio lo cumplieron los liberales hasta contra sí mismos; pues si hubiesen legalizado y apoyado a las sociedades patrióticas en el período 1820-23, es posible que el Gobierno liberal se hubiese afianzado, pero no les cabía en la cabeza el derecho de asociación”, E. Terrón, Textos Escogidos: Julián Sanz del Río, Barcelona, Ediciones de Cultura Popular, 1968, pp. 65-66. A. López García, El rumor de los desarraigados, Barcelona, Anagrama, 1985, p. 140.
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clero es querer que se formen hombres para el clero y no para el estado”. A partir del Plan Pidal la Historia de la Filosofía es obligatoria en todos los planes de estudio. Los institutos provinciales y nacionales otorgan el título de bachiller en Filosofía, título unitario para acceder a las carreras superiores. El conflicto entre educación estatal y educación clerical se convertirá en endémico en España. Y regresamos a la “cuestión filosófica”. Esta batalla, como resalta Alberto Hidalgo, se despliega en el terreno filosófico98. El krausismo El krausismo es la piedra de toque de cualquier estudio sobre la filosofía española contemporánea. Si diez veces se ha preguntado por qué la filosofía alemana en vez de la inglesa (Bentham) o la francesa (Comte), cien veces se ha preguntado por qué Krause y no Hegel. Fernández de la Mora, en una crítica a los Textos escogidos de Sanz del Río, achaca esta elección a todos los males filosóficos españoles. Uno no sabe qué admirar más, si su cinismo o su maldad intelectual. Elías Díaz le contesta ad hominem: ¿Por qué no fue el neocatolicismo quien trajo esas corrientes a España?99 No es este lugar para hacer la historia del krausismo, que es labor sutil. Pero no es posible pasar por esta filosofía sin situarla al menos en la lucha cerrada de los intereses político-religiosos. Los dos compromisos ontológicos del sujeto individuo y de la ciencia nominalista son rechazados críticamente por el catolicismo. La ontología individualista no ha podido ser aceptada, por más que los liberales lo intentaran. Uno de los autoengaños favoritos del folklorismo español es calificar a los españoles de individualistas. Ese individualismo al que se apela no es el liberalismo de la economía liberal, sino el individualismo barroco, jesuítico, asociado a la libertad que han cantado los dramaturgos del XVII hispano y, de manera genial, Calderón (lo que siempre asombró a Goethe o a Nietzsche, por ejemplo). El Estado, el Rey, el Juez nunca podían suplir a Dios en el barroco español, de tal modo que a las personas, por más maldades que cometieran, siempre les quedaba un resquicio de libertad inalienable (Luis Pérez el gallego). El Estado no es un Leviatán, sino un mero mediador de la Divinidad. Libertad es un concepto filosóficoteológico, no económico, ¡entiéndase! El escolasticismo viene defendiendo 98
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A. Hidalgo, “Desarrollo histórico de la enseñanza de la Filosofía en el nivel medio”, Cuadernos de la OEI, Organización de Estados Iberoamericanos, Madrid, 1998. También A. Pintor-Ramos destaca el papel primerísimo de la filosofía en España: “No deja de resultar sorprendente que la historia de la filosofía española haya estado unida tan de cerca a la interminable discusión sobre la «esencia de España»”, “La filosofía, su historia y su expresión idiomática”, Actas del IV Seminario de Historia de la Filosofía Española, Salamanca, 1986, p. 502. E. Díaz, La filosofía social del krausismo español, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, p. 16.
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que las leyes poseen toda la verdad y que todo derecho es un reflejo de la Ley Natural; la libertad significa, en consecuencia, gozar de las prerrogativas que las leyes conceden y que proceden de Dios. Luis Vives sostenía que las cosas de la naturaleza ¡y aun el trabajo humano! son comunes a todos los hombres, pero no porque haya que repartir positivamente las tierras o los bienes, sino porque nadie puede considerar definitivamente suyo lo que los demás puedan necesitar: no hay que dar todo a todos, sino a cada uno según lo que pueda utilizar. Mucho más cerca del eslogan revolucionario de Marx, “Cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”, que del derecho de propiedad privada de Locke. Aunque España no se encuentra tan lejos de Europa políticamente pues, según la tesis de Mayer comentada, eran las clases aristocráticas las que organizaban el poder de los Estados. La teoría del pacto es imposible es una estructura de este tipo. Pues ¿cómo ajustar esas leyes tradicionales a los nuevos tiempos? Entonces esas leyes defenderían los intereses de las clases más arcaicas, más antiguas, más conservadoras, menos modernizadas. España continuó con este debate, bien que oculto muchas veces por un lenguaje violento y confuso. Así que, a pesar del exabrupto de Fernández de la Mora o de aquel condescendiente “haber triunfado por casualidad” de Menéndez Pelayo, el krausismo triunfó, en primer lugar, porque no defendía una ontología individualista. El krausismo apeló a un sujeto práctico que, aun procedente del idealismo kantiano lo desbordaba por la vía del armonicismo y por la integración en una comunidad sin esperar el fin de los tiempos. La filosofía práctica kantiana consideraba, ciertamente, al sujeto como fuente de moralidad y la autorrealización moral del individuo implicaba la autonomía de la voluntad (moral autonómica). Esta doctrina es incompatible con la concepción dogmática de un conjunto de mandamientos impuestos exteriormente (moral heterónima). Pero el krausismo, como otras corrientes europeas (Gioberti y Rosmini en Italia, Graty en Francia...), trató de armonizar la moral autonómica con la heteronómica, de “cohonestar catolicismo y libertad” (así lo afirma Teresa Rodríguez de Lecea). Su insistencia en negar el panteísmo espinosiano o hegeliano y en revindicar el pan-en-teísmo que salvara el Ser Absoluto con las características de un Dios personal lo explica mejor que cualquier otro argumento. De esta manera la filosofía no se alejaba de la teología. Heinrich Ahrens, el discípulo de Krause, definía la filosofía de esta manera: “La investigación ordenada y sistemática de las causas sucesivas, de los hechos que están al alcance de nuestro conocimiento y el conocimiento por medio de estas causas de una causa suprema” (del Diario del viaje a Alemania de J. Sanz del Río, citado por Rodríguez de Lecea). En cualquier caso, la apelación del krausismo a la autonomía de la voluntad que implica la máxima kantiana del «hacer el bien por el bien mismo» abre una brecha muy
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sutil en la concepción moral, muy difícil de asumir por un pueblo formado por el clero en la Ley de Dios a través de la iglesia. De ahí que la figura del protestante, de quien asume la moral autónoma, aparezca en España más bien como un snob. El krausismo se compaginaba mejor con la tradición española. Unamuno sugiere que el krausismo comportaba un pietismo criptocatólico. Ernst Benz niega que el pietismo tenga que ver con el catolicismo y afirma que el elemento de afinidad no sería tanto el pietismo como una tradición mística común a las tradiciones protestante y católica. En esta línea, Luis Araquistain considera que el krausismo se encuentra avant la lettre en los místicos del XVI; Rodolfo Llopis se remonta hasta el estoicismo senequista; José Martínez Azorín dice que el krausismo es tan español como don Quijote, el misticismo o don Álvaro (Lecturas españolas, 1912). Y así sucesivamente. ¿Por qué Krause y no Hegel? Porque Hegel pertenece a otra tradición. Sin duda Julián del Río conocía a Hegel. Pero aceptar a Hegel exigía una decisión difícil de aceptar en España, no ya en el siglo XIX, ni siquiera en nuestros días, cuando España se ha integrado en Europa. Aceptar a Hegel significa aceptar una historia unilineal que converge en el estado napoleónico, prusiano o, en todo caso, con la estructura del Imperio carolingio, contra el que se ha definido el imperio católico desde Carlos V. Aceptar a Hegel implicaba aceptar la derrota de la singularidad española. Pero España tiene la “conciencia” de ser una alternativa al capitalismo (y donde mejor se observa es en su posición respecto a América latina). El barroco español no podía desaparecer en un estado que había engullido todas las formas culturales europeas e incluso asiáticas. Eso no lo puede aceptar una cultura tan desarrollada y madura como lo era la de la España imperial. Indudablemente, la filosofía del otro imperio, la anglosajona moderna, ni se lo plantea; en cuanto hay un atisbo de idealismo hegelianizante (Bradley, Mctaggart...) la respuesta es inmediata, tajante y sin contemplaciones. Moore, Russell, Whitehead..., ponen las cosas en su sitio: la filosofía de Hegel es, además de totalitaria, un galimatías. Ni la burguesía liberal ni el protestantismo ni la política barroca ni la iglesia católica podían aceptar a Hegel. Otra cosa es que hubiera culminado su historia en Londres o en el Vaticano. Pero entonces no hubiera sido Hegel, sino un latitudinista o un agustiniano. Y, por si fuera poco, Hegel incorpora las ciencias, lo que en España, como sugiere Terrón, era demasiado, y ello sin perjuicio de que los krausistas insistieran en el cultivo de las ciencias. Por no hablar de la filosofía de la religión, en la que Hegel hace desaparecer la personalidad de Dios en la Idea. El krausismo tenía que ser conciliador..., pero dando un salto desde el imperio germano al otro imperio católico, y apelando al universalismo. La filosofía de Krause venía aquí como anillo al dedo. Tanto el capitalismo
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industrial y deshumanizado como la tradición española inquisitorial y colonizadora podían ser superados por un sistema en el que dominara la armonía. El método filosófico así lo permitía. Partiendo del mundo que nos envuelve, el camino de la Analítica (la vía del regressus) conduce a las Ideas de Naturaleza, Espíritu y Humanidad pero coordinadas por la Idea de Dios, un Dios cristiano, personalizado y providente. Después, mediante la Síntesis (o la vía del progressus) habría de recomponerse y reconstruirse toda la obra analítica anterior. A ese armonismo, por tanto, había que añadirle la racionalidad. El krausismo incluso se enfrentó a la recepción del mismísimo Kant, una recepción diferida, como cuenta José Luis Villacañas100; pues además de topar con la escolástica, lo hará con el propio krausismo, “depositario de la verdad absoluta”, como lo llama Perojo. Así que a la filosofía escolástica se le añadió una filosofía extraña, extranjera. ¿Cómo resolver esta situación? ¿O no tenía remedio? La intelectualidad hispana siguió en el empeño y encontró un excelente regalo con el trabajo de José Ortega y Gasset. Ortega y Gasset En contraste con los achaques de los sistemas político, militar y económico españoles de finales del siglo XIX, el inicio del siglo XX es de un esplendor cultural y científico extraordinarios. Algunos han llamado a esta época la segunda edad de oro o de plata: los ensayistas del 98, los universitarios europeístas del 14, los poetas del 27. Pérez Galdós, Unamuno, Benlliure, Gaudí, Ramón y Cajal, Torres Quevedo, Juan de la Cierva, Falla, Picasso... Y es que un imperio derrotado, los restos de un imperio que no ha sido absorbido, que no se ha agotado, que considera el triunfo del otro imperio como un “pecado del Espíritu”, no puede resignarse a perder su estar en el mundo. José Ortega y Gasset (1883-1955) no sólo tuvo la capacidad de comprender que toda aquella riqueza y aquel entusiasmo debían ser articulados por la filosofía, sino que ésta no tendría por qué ir a remolque de las demás filosofías europeas, hasta el punto de que era la filosofía española la que debía tener la osadía de ponerse a la cabeza del pensamiento, justo en los años en que se lloraba la pérdida del imperio. Si el repetido e insistente “ya lo había dicho” de Ortega tiene una significación más objetiva que una simple pataleta, será en este contexto: la filosofía española podía ponerse a la cabeza de cualquier filosofía, incluida la alemana, la de mayor prestigio. Por eso, la filosofía de Ortega fue un ataque frontal a la neoescolástica, pero una filoso-
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J. L. Villacañas, Kant en España. El neokantismo en el siglo XIX, Verbum, Madrid, 2006.
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fía original que surgía de la tradición española, de... unas ciertas Meditaciones del Quijote101. La filosofía española, en cualquier caso, una vez puesta en circulación por el genio de Ortega, necesitaba enfrentarse con renovadas energías al resto de filosofías que se hacen en Francia, Alemania o en el mundo de habla inglesa. Y para ello tenía que aprender a utilizar las técnicas que requiere el trabajo filosófico. Si Ortega había ocultado sus técnicas filosóficas para seducir y atraer al público (sobre todo a los jóvenes), era necesario que las generaciones posteriores empezaran a afilar las herramientas analíticas que exige el pensamiento filosófico. Y en esa empresa se veían envueltos no solo filósofos y profesores, sino también traductores y editores102. En un período determinado de la historia de España, ésta fue la labor filosófica genuina: traducciones, ediciones, monografías e incorporación de diferentes estrategias filosóficas (psicoanálisis, marxismo, lógica matemática, lingüística...). Un proceso de normalización que acompañaba a la normalización económica e industrial, así como de las organizaciones políticas en la democratización del Estado. Y se continuó con la recepción de filosofías. En los años 1955 y 1956 se producen tres acontecimientos independientes, pero que coinciden con tal virulencia que convierten esos años en un período simbólico: La muerte de José Ortega y Gasset; la protesta democrática en la Universidad, a raíz de la cual encarcelan a Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier Pradera, Miguel Sánchez Mazas, José María Ruiz Gallardón y Gabriel Elorriaga; y la celebración de la Tercera Semana de Filosofía con el título de «La Libertad». A partir de aquí se hacía necesario empezar a reescribir la filosofía, había que acabar con la teología escolástica y con el filo-heideggerianismo y recuperar lo que se hacía en Europa, en EE.UU o en la Unión Soviética103. Y el precio a pagar 101
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F. M. Pérez Herranz, “Ortega y los retos de la filosofía española”, Concordantia Ortegiana. Concordantia in José Ortega y Gasset opera omnia, Universidad de Alicante, 2004, pp. 203247. Ya lo había advertido el propio Ortega: “Ahora bien, yo considero esta labor de traducción que la gente de aquí —demostrando con ello precisamente su ignorancia y su estupidez— considera labor secundaria, como una de las faenas esenciales de toda cultura nacional e inseparable de su otro modo que es la creación original. Esto han hecho todas las buenas épocas de cultura en todos los grandes pueblos. Pensar otra cosa es desconocer por completo la importancia que tiene y lo que hay de creación en esta tarea de absorber una cultura extraña”. [Carta del 13 de marzo de 1934]. Por seguir el esquema de José Ferrater Mora en su libro La filosofía actual. Le sigue Javier Muguerza en su introducción a una selección de textos titulada La concepción analítica de la filosofía (1974), en donde hace referencia a “fenomenólogos, analíticos y dialéctico-marxistas”. José Luis López Aranguren en “Debate sobre la nueva filosofía española”, El País, 30 de octubre de 1977, insiste en la clasificación tripartita, reemplazando “fenomenólogos” por “estructuralistas, postestructuralistas o anarcoestructuralistas”, pero manteniendo analíticos y dialécticos. Y Pedro Laín Entralgo, en un artículo escrito en El País el 11 de junio de 1988, se refiere a las filosofías actuales representadas por la fenomenología y sus consecuencias ontológicas, por
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fue el del olvido, el repudio o el desprecio de todo que se había venido haciendo en la filosofía española, fuera de interés o no. La sombra del krausismo es alargada Olvido, repudio y desprecio simbolizados en el número 138 de la Revista de Occidente, septiembre de 1974, titulado “Analíticos y dialécticos” y dirigido por Alfredo Deaño sobre la filosofía contemporánea. Los jóvenes filósofos más destacados y prometedores del momento (Muguerza, Quintanilla, Blasco…) argumentaban desde Marx o Wittgenstein, y ¡ni una mención al fundador de la revista! Ni un gramo de tradición filosófica hispánica. Paradójicamente, como es habitual en estos menesteres, la filosofía hispana ha sido revitalizada por la vía del historicismo, cuando la filosofía se hizo corresponder con la estructura política de las autonomías del Estado español salido de la Constitución de 1978, de suerte que los filósofos son clasificados por la ubicación de la universidad en la que ejerce habitualmente como profesor. Se hablará, entonces, de “filosofía catalana” como hace Ramón Xirau104 o de “filosofía castellano-manchega”105 o de “filosofía asturiana”106 o de “filosofía gallega”107, etc. De esta manera se han recuperado pensadores que de otro modo quedaban fuera de cualquier foco de interés: Servet, Gracián, Feijóo, Jovellanos, Llull, Vives, Maimónides, Vitoria, Suárez… Los caminos de Dios son inescrutables en esta “península metafísica”108. III. EL TRATADO FILOSÓFICO
La historia de la filosofía no puede quedar absorbida en la historia de los Estados pues, por definición, no se reduce a ideología, y pone a prueba la tolerancia misma del Estado. La filosofía no justifica ni legitima al Estado — misión de la Ideología—, sino que pregunta por la razón de su ser. Ante la
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el neopositivismo y el marxismo, a las que añadía, sin embargo, “la especulación metafísica ulterior a esta múltiple aventura de la mente humana”, las filosofías de Ortega y Zubiri (con lo que volvía a colocar la filosofía española en la vanguardia ¡tras la guerra civil!). En L. Geymonat, Historia del pensamiento filosófico y científico, siglo XX (III), Barcelona, Ariel, 1985. S. Vegas, Tolerancia, ideología y disidencia. La historia del pensamiento castellanomanchego, desde los años finales del siglo XI hasta el siglo XVII, Servicios de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, Villarrobledo, 1988. J. Arduengo, Pensamiento asturiano (primera historia de filosofía asturiana), Gijón, Imp. Love, 1983. M. Agís Villaverde, “Filosofía galega”, 23 letras para un país, Santiago de Compostela, Edit. Compostela, 1998, pp. 55-58. Así calificaba Voltaire a España. Véase el estupendo trabajo de F. R. de la Flor con el mismo título, La península metafísica, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
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filosofía, los notables de la Polis y los sofistas ofrecen respuestas aparentes, muestran su incapacidad de responder y revelan lo injustificado de sus pretensiones de gobernar. Y sin embargo, la Polis necesita ya de la filosofía, que le proporciona una imagen de pensamiento que constituye la axiomática que la hace funcionar. Es cierto que hay otros saberes como la retórica y la sofística que le disputan ese lugar; pero si son serias, no son más que filosofías que simulan positividad. Durante la Edad Media la filosofía estaba del lado de la Iglesia contra el Estado, y en la modernidad, del lado de los Estados contra Roma. Los Estados democráticos tendrán que aceptar la filosofía definida como «reforma del entendimiento», como eliminación de ideas inadecuadas y composición de ideas adecuadas, para la formación de sujetos críticos. También le disputan su lugar las ciencias sociales o el psicoanálisis. Y hoy como ayer existe un criterio para saber si un Estado es más o menos democrático: la capacidad que tenga para promover la conciencia crítica de sus ciudadanos. De manera que la organización misma de la Historia de la filosofía muestra los valores que defiende el propio Estado. A partir de Fichte es frecuente que el Estado sea reemplazado por la Cultura, categoría de la que parte Dilthey: la filosofía no brota de ella misma, sino de la vida total de la cultura. Y Ortega habla de una cultura mediterránea, que se mueve por ambas orillas del Mediterráneo, y de una cultura europea, allende el Danubio, que procede de los germanos109. O es reemplazada por la Lengua estatal, «compañera del imperio», como escribió Nebrija. Y si la lengua no es una mera convención (nómo), sino que las palabras tienen una relación natural (physei) con las cosas, entonces podrá hablarse de filosofías alemana, francesa o inglesa, y no sólo de filosofías en alemán, francés o inglés. Entre los modelos que el Estado ha elegido para salvaguardar la filosofía los de mayor influencia quizá hayan sido el de la Universidad Humboldt (Berlín), en el que la filosofía tiene como misión la formación (Bildung) del sujeto a través de la ciencia; y el modelo Max Weber, que, heredero del positivismo, separa la ciencia y la filosofía. La filosofía y la verdad Pero la filosofía no se encuentra asociada ni con el Estado ni con la Cultura ni con la Lengua, sino con la Verdad110 y la verdad no tiene por qué ser
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J. Ortega y Gasset, “Cultura mediterránea”, Obras completas, tomo I, pp. 340-343. “Debe existir una facultad que se identifique con la comunidad académica, que tenga libertad de trabajar con independencia del Gobierno y de sus mandatarios, y que, en defensa de los intereses de la enseñanza, se ocupe de la verdad y de la razón, pues si no existiera, la verdad, incluso para criticar al Gobierno, nunca vería la luz. Pero la verdad es libre por naturaleza y no acepta imposiciones que no sean las suyas (no es un libre crede, sino un credo libre)”. I. Kant,
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entendida como desvelamiento, correspondencia o coherencia de la realidad. Porque no hay Verdad, sino verdades, que se van construyendo con dificultad y lentamente en las ciencias y en las tecnologías, mediante clasificaciones y modelos; y, a posteriori, la filosofía coordina esas verdades con los criterios de su apropiación (epistemológicos) y con las consecuencias éticas que producen o los valores que las acogen, originados en prácticas diversas. En esa situación compleja, se traza un discurso que vincula verdades e intereses de los sujetos a quienes afecta, de manera que la filosofía no parte de otras filosofías, no es un sucederse de ideas filosóficas que originan otras ideas filosóficas, sino de las «cosas mismas», como señala Husserl (La filosofía como ciencia estricta). No son las filosofías las que se desbordan entre sí, recalan en períodos críticos, despuntan… sino las cosas mismas las que desbordan las filosofías. En un mundo sin cambios, regido por el Estado verdadero, nos encontraríamos en el «fin de la historia», se habría alcanzado la Verdad y habrían desaparecido las filosofías, como supuso Hegel. Si la filosofía es un saber científico, entonces la historia de la filosofía sería paralela a las ciencias, sería la historia de la metafísica, que habría concluido con Newton actu exercitu y con Kant actu representatio. A partir de Kant, la historia de la filosofía toma una orientación diferente a la tradicional. Se trata de estudiar cómo las filosofías y los filósofos han respondido a las cosas mismas según se entendían en su época111. Si cada filosofía es una respuesta a las cosas mismas, el historiador de la filosofía puede organizar estas «operaciones filosóficas» desde una de las filosofías en liza: unas veces centrado en los filósofos: Platón, Aristóteles, Aquino, Descartes, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger…; otras, en las filosofías: empirismo / racionalismo, idealismo / materialismo… Pongamos un ejemplo: ¿Qué tendría que estudiar el historiador de la filosofía actual? Desde luego son irrelevantes los miles de escritos escolares y escolásticos que dan vueltas y vueltas alrededor de Heidegger, Kant o Platón, y que sólo sirven para hacer carrera académica universitaria. La filosofía «verdadera» se hace en otra parte, en la investigación del CERN en altas energías (cuestiones de mecánica cuántica), en la investigación de enfermedades (cuestiones de biología molecular), en la investigación de las operaciones financieras, de mercado… (capitalismo, tipos y alternativas). También dentro del mundo académico, si las Ideas filosóficas presentan desde la fertilización los resul-
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Del conflicto de las facultades, A 8. Un axioma que debe ser matizado con el postulado de Humboldt: “hay que enseñar el proceso de investigación, antes que la verdad”. La cuestión entonces se desplaza a la legitimidad del saber filosófico. Nosotros defendemos su pertinencia en tanto en cuanto interconecta las tres dimensiones clásicas: ontología (física), gnoseología (canónica) y ética (moral), un saber muy diferente al científico, por su conexión con la subjetividad. La mecánica cuántica ofrece un campo de investigación filosófico inédito y extraordinario.
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tados científicos de especialistas en mecánica cuántica, en biología molecular, en las nuevas tecnologías… Un feliz ejemplo son los congresos de Ontología que organiza Víctor Gómez Pin desde 1993. Los manuales Distinguiremos los manuales de filosofía, informativos, más cerca de la doxografía, recopilación de datos y documentos, expuestas de forma narrativa, sus vínculos con el desarrollo de las ciencias o de la política, que pueden incluir fuentes e influencias. Recogen la biografía del filósofo, sus circunstancias, influencias e intereses (“los filósofos son al mismo tiempo efectos y causas: resultado de sus circunstancias sociales y de la política y de las instituciones de su época; causas, si son afortunados, de creencias que moldean la política y las instituciones de épocas posteriores, escribe Russell) sus esfuerzos conceptuales para atravesar las verdades científicas, los problemas políticos e ideológicos o los cismas religiosos…, quizá los fracasos iniciales de una filosofía o la resistencia de ideas ante los planteamientos novedosos; la fertilidad o lo revolucionario de algunas filosofías; la reconstrucción de las ideas de los diversos autores, sus contradicciones, los sistemas que traban, las críticas internas a sus planteamientos, todo ello acompañado por una selecta antología de textos. De manera que un manual ha de ser estructurado desde enunciados metalingüísticos; de ahí que los manuales vengan a constituir una manera de la Kulturgeschichte de Burckhardt, o Historia de las Ideas: informan, apagan la curiosidad, sirven fundamentalmente para acercarse a la filosofía y aprender los rudimentos filosóficos. De los cientos de manuales publicados, señalaré tres en lengua española que pueden servir de ejemplo: Historia de la filosofía en su marco cultural, de C. Tejedor Campomanes, un vivero de información utilizado en la enseñanza media con excelentes resultados; Historia de la Filosofía, de varios autores en la editorial Eikasia, y Otra historia de la filosofía, de Julio Quesada, que al narrar la aventura del pensamiento, se presenta como defensa de la filosofía y de su valor en la enseñanza pública112. Los manuales de Historia de la filosofía suelen dirigirse explícitamente a los estudiantes, a los profesores que imparten la disciplina o a las personas cultas que buscan orientación en el pensamiento filosófico. (Lo que no está reñido, evidentemente, con propuestas gnoseológicas de la exposición de los contenidos de la historia de la filosofía; pero no es su objetivo principal). La razón básica es que no es posible comprender la civilización occidental sin 112
C. Tejedor Campomanes, Historia de la filosofía en su marco cultural, S.M., Madrid, 1987; AA.VV, Historia de la Filosofía, Oviedo, Eikasia Ediciones, 2005. J. Quesada, Otra historia de la filosofía, Barcelona, Ariel, 2003.
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tener en cuenta la filosofía que está conjugada con el propio sentido común. Ya así, la filosofía griega pone entre paréntesis los términos utilizados habitualmente (ser, pensamiento, verdad, poder, cosmos, alma…) transforman sus sentidos y significados, para convertirse más tarde en términos del sentido común, del lenguaje ordinario. (El término corriente y vulgar nada proviene de res-nata, “cosa nacida”, “contingente”, que es un tema mayor de la filosofía medieval de la esencia y la existencia). Pero, y esto es fundamental no olvidarlo, también el sentido común puede hacer mella en los nuevos conceptos y desmoronar todo el edificio crítico. “He aquí el hombre de Platón!”, exclama Diógenes de Sínope mostrando una gallina desplumada. El cinismo, el escepticismo, la retórica son figuras que se van entrelazando, y obligan a la filosofía a volver a empezar: Descartes, Locke, Kant, Husserl, Wittgenstein… Los tratados Los tratados tienen un objetivo diferente; más que informar, narrar con coherencia o exponer fuentes y documentos, pretenden demostrar alguna tesis previamente considerada, mostrar cómo se genera una filosofía en contraste con otras, describir la arquitectura interna de los sistemas, expandir la lógica interna de los conceptos filosóficos o recorrer el proceso a través del que se fijan en Ideas las concepciones o estimaciones de la vida humana (Hartmann)113. La historia de la filosofía desde su perfil de historia de los problemas ha de ocuparse: de su inserción dentro de los sistemas donde han de ser fertilizados: ¿permanecen los problemas y cambian los sistemas? ¿Los sistemas plantean sus propios problemas?); de su desenvolvimiento en el tiempo: dialéctica, evolución (gradualista, recapitulación), difusionismo…; de si privilegiar la cuestión filosófica o el planteamiento histórico; de la génesis de los problemas (¿se puede conocer mejor a un filósofo que él mismo?); de cómo se con-figura un problema, una cuestión filosófica, pues no es fácil definir el tema, la materia (datum quaestionis): quién lo plantea, las condiciones en las que la cuestión es relevante, cómo se expresa, claro y distinto, oscuro y oblicuo…; determinar si se crea o se descubre el problema; la forma de expresarlo; la construcción de un vocabulario filosófico; los conceptos que atraviesa el filosofema; los “colores” del filósofo: ¿cuál de entre todas las respuestas corresponde a la del cogito ergo sum?; ¿cómo encajar o desechar los problemas que no armonicen?; delimitación del campo de acción de los problemas; distinción entre asertos y problemas o cuestiones: ¿son los problemas singulares o recurrentes?; y la cuestión que provoca realmente todos los problemas: “las soluciones dadas en la historia de la 113
N. Hartmann, “Der philosophische Gedanke und seine Geschichte”, 1936, 1ª.
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filosofía al problema pueden formar parte de lo dado en épocas posteriores”114. Entonces soluciones, respuestas, objeciones, descubrimientos científicos, experiencias humanas, irrupción de instituciones… van dejando de ser “cosas mismas” y se convierten en historiografía. Es ésta una cuestión mayor, trascendental, condición de todas las demás en Historia de la filosofía: ¿es la historia de las opiniones o de las repuestas a las cosas mismas? Y, en fin, el problema de la traducción entre lenguas, muertas y vivas: describir, explicar, interpretar (hermenéutica) o construir. Y la no menor cuestión de realizar la acribia pertinente entre ideología y pensamiento que en el caso de algunos filósofos como Heidegger es fundamental; etc. Pero, sobre todo, la historia de la filosofía se inclina por la historia, porque si en ella no encuentra el universal adecuado, entonces entran en liza la etnografía, la antropología, la economía política, la teoría de la evolución y hasta la psicología. La única manera de sortear ese peligro es la de acogerse a la historia. Dilthey, como Renouvier, dan beligerancia al esquema evolutivo. Renouvier y sus dilemas de metafísica pueden servir de ejemplo. Renouvier entiende la filosofía como la respuesta a un conjunto de posiciones o dilemas, pares de términos contradictorios mutuamente115 inconciliables: 1) condicionado e incondicionado; 2) finito e infinito; 3) sustancia y ley; 4) determinismo y libertad; 5) cosa y persona. El caso de Dilthey es más decisivo. Wilhelm Dilthey A mediados del siglo XIX la filosofía estaba en pleno descrédito y las ciencias naturales se habían hecho con el dominio del universal. Dilthey (1833-1911) buscó una fundamentación filosófica de las ciencias del espíritu que estuviese a la altura de las ciencias de la naturaleza. De manera genial, afirma la historicidad de la razón y cambia el programa crítico kantiano de la razón pura por la «razón histórica». ¿Se salvaría así la “catástrofe kantiana”? Las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) deben fundamentarse en la experiencia de la vida, en las vivencias (Erlebnis) y en la comprensión (Vestehen). Dilthey despliega el logro cartesiano: poner orden en el caos de las acciones y significados humanos, sin eliminar las entidades ideales, históricas: el individuo creativo, los testimonios, aquello que desde Aristóteles estaba fuera de la universalidad científica. La historicidad afecta también a la filosofía como a cualquier otro producto del hombre: “Usamos, pues, el término ‘metafísica’ en el sentido explicado, acuñado por Aristóteles. Pero 114
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W. Goldschmidt, “Los quehaceres del historiador de la filosofía”, Revista de estudios políticos, nº 67, 1953, pp. 49-82. Ch. Renouvier, Esquisse d’une classification systématique des doctrines philosophiques, París, Au Bureau de la Critique Philosophique, 1885.
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mientras la ciencia general sólo puede perecer con la humanidad misma, esta metafísica es, dentro de su sistema, un fenómeno limitado históricamente. Otros hechos de la vida espiritual la preceden dentro de ese complejo con finalidad que es nuestra evolución intelectual; otros la acompañan y la sustituyen en el predominio”116. La cadena de situaciones o posiciones por las que ha pasado el hombre se presenta a Dilthey reducida a tres grandes etapas: En la primera, como el tapiz vegetativo, la tierra es cubierta por una variedad sin límites de ideas primitivas a cuyo conocimiento no llega la historia. A continuación, en la primera época cultural que la historia conoce, nos presenta la filosofía sacerdotal de los pueblos orientales: la doctrina del monoteísmo y, unida a ella, una técnica ético-religiosa para la dirección de la vida. Y en fin, es solo en la segunda generación de pueblos, en las tierras y culturas mediterráneas, cuando el hombre logra fundar una filosofía en el pensar universalmente válido. Esta filosofía se articula con las ciencias y se libera de la religiosidad. Pero cada mente metafísica, ante el enigma de la vida, desenreda su madeja desde una posición determinada, pues en toda filosofía hay dos rasgos de naturaleza formal que son el fundamento en la relación de nuestra vida singular con el mundo que nos rodea como una totalidad intuida, y la validez universal. La filosofía tiene en común con la religión la intuición de totalidad, pero se distingue de ella por su carácter de validez universal, por imponerse a toda mente por la evidencia intelectual; la intuición del mundo ha de realizarse conceptualmente. Entonces ese saber toma el nombre de metafísica. Se distingue de la poético-estética por su componente ético, por ser una fuerza que quiere reformar la vida. Los sistemas metafísicos, aunque pueden tomar infinitas formas, se reducen a tres tipos irreconciliables (que Dilthey obtiene empíricamente): El naturalismo materialista o positivista, que procede de una actitud racionalista e intelectualista, cristaliza en una metafísica sensualista y materialista. Se funda en la naturaleza como conjunto de hechos que constituye un orden necesario y en la relación causal entre los fenómenos. Los filósofos representativos de esta posición son Demócrito, Lucrecio, Epicuro, Hobbes, los materialistas modernos, Comte... El idealismo de la libertad, que procede de una actitud voluntarista, se manifiesta en una metafísica trascendente, cuya pretensión es dar normas universales, se funda en el concepto de fin trascendente que domina la naturaleza. El individuo se siente uno en la conexión divina. Los filósofos representativos son Platón, Cicerón, los especulativos cristianos, Kant, Fichte, Maine de Biran... 116
W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, trad. de Julián Marías, Madrid, Alianza, 1980, p. 211.
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El idealismo objetivo, que procede de una actitud sentimental, cristaliza en una metafísica inmanente y panteísta. Es una creación del espíritu ateniense y contiene una teoría del conocimiento, los hechos de conciencia. Se funda en el concepto de valor, por lo que la realidad es la expresión de un principio interior, es el resultado de una conexión espiritual que actúa consciente o inconscientemente. Filósofos representativos son Heráclito, los estoicos, Leibniz, Goethe, Schelling, Schleiermacher, Hegel...117 Sistema Salvada la filosofía de sus enemigos por la historia, la historia de la filosofía la definirá Wilhelm Windelband como una ciencia histórica, la historia de los problemas y de los conceptos118. Desde una perspectiva metodológica, Windelband distingue entre ciencias nomotéticas, que tienen por objeto las leyes lógicas y estudian procesos causales e invariables (determinismo causal, generalización), y ciencias ideográficas, que tienen por objeto sucesos cambiantes (peculiaridades, singularidad). Windelband identifica la historia de la filosofía con una disciplina ideográfica, “una ciencia puramente histórica”, aunque sobre esa base determine el rendimiento de los distintos sistemas filosóficos o de cómo el hombre europeo ha ido expresando en conceptos su idea del mundo y su interpretación de la vida. Los “enigmas de la existencia” surgen continuamente en cada época y constituyen el entramado que presta continuidad al pensamiento: los avances de las ciencias, los movimientos de la conciencia religiosa, el arte, la política y la sociedad… impulsan y hacen destacar problemas cuya resolución es acuciante resolver. Pero en la filosofía juega un papel determinante el propio filósofo, envuelto por las circunstancias concretas de la época. La neutralización de todos los problemas mencionados y otros más la ha pretendido la ya citada obra de Ueberweg, Grundiss der Geschichte des Philosophie, que, desgraciadamente, no está traducida al español, y recoge el sistema de cada autor partiendo de sus propios escritos, como si fuese un conjunto de monografías. Criterios institucionales La Historia de la filosofía se academiza definitivamente. Y a Historia y Sistema se le añade Enseñanza. Los criterios de la historia de la filosofía 117 118
W. Dilthey, Teoría de la concepción del mundo, México, F.C.E., 1978. W. Windelband, Historia general de la filosofía, Barcelona, El Ateneo, 1970; Preludios filosóficos: figuras y problemas de la filosofía y de sus historia, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1949. Historia de la Filosofía antigua, Buenos Aires, Nova, 1955. Historia de la Filosofía: filosofía helenístico-romana, la filosofía de la edad media, la filosofía del renacimiento, la filosofía moderna, el idealismo alemán, Antigua Librería Robredo, México, 1941-1943.
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quedan enmarcados por criterios externos, institucionales, por las normativas del legislador de los estudios en la enseñanza media o en la universitaria. Así ocurre con la Historia de los sistemas filosóficos119 de Luis Cencillo, organizada alrededor de las Ideas de Naturaleza, Hombre, Idea y Ser; de esta manera se repasa la marcha “total” de la Historia cinco veces: al exponer la evolución de los métodos; al recorrer los problemas en torno a la Naturaleza y el Hombre; el problema del Conocimiento y, finalmente, las teorías del Ser y del Ente120. Gustavo Bueno ha sugerido una división de la historia de la filosofía que sigue el curso de los sistemas según los temas o Ideas, que sería la diferencia específica frente a otros saberes. Y esas Ideas las pone en correspondencia con las tres grandes épocas históricas que toma del materialismo histórico, que asocia la antigüedad al esclavismo, la edad media al feudalismo y la edad moderna al capitalismo, pero no en su sentido reduccionista, sino por mediación de las Ideas en torno a las que se organizan los sistemas: en el mundo antiguo la conciencia vendría envuelta por el mundo natural y ésta a su vez por una realidad trasmundana; la época medieval, todas las formas mundanas quedarían subordinadas a Dios, conciencia absoluta; y en la época contemporánea, el Dios medieval se seculariza y la conciencia legisladora del mundo es la conciencia humana, pero envuelta por una realidad nouménica121. Una periodización que recuerda más que a la propuesta de Hegel, a la de Friedrich Adolf Trendelenbur122, que parte de la estructura de la proposición, S-P; y entonces solo caben tres tipos de filosofía: una en la que predomina el sujeto de la proposición; otra, el predicado; y, en fin, la relación sujeto /predicado. Vicente Igual123, siguiendo la tradición escolástica de los universales y las disputas entre franciscanos y dominicos, continúa la clasificación de Market124. Si se parte de que la filosofía está marcada por Parménides, Heráclito, Platón y Aristóteles, sobre la relación Uno-Múltiple, se puede establecer tres clases de filosofías que correrían paralelas y enfrentadas entre sí; las repuestas canónicas a los universales: la unívoca, la equívoca y la análoga. Las filosofías de orientación univocista (monoteísta, declaran aparente lo que no 119
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Sistema es un concepto que toma protagonismo en el s. XVII en los círculos de la teología reformista para evitar la elaboración enciclopédica de la tradición dogmática. La aparición de la ciencia exige una sistema que armonice lo viejo y lo nuevo. Cf. Gadamer, Verdad y método, Ob. cit., p. 227, nota 5. L. Cencillo, Filosofía fundamental, tomo II, Historia de los sistemas filosóficos, Madrid, Syntagma, 1968. G. Bueno, La metafísica presocrática, Oviedo, Pentalfa, 1974. F. A. Trendelenbur, Logische Untersuchungen (Investigaciones Lógicas), 1840. V. Igual, La analogía. Estudio preliminar, traducción y notas al “De nominum analogia” de Tomás de Vio, Cayetano, Barcelona, PPU, 1989. O. Market, “La historicidad del saber filosófico. II”, Revista de filosofía, XVI/63, 1957.
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conviene) se comprometen con el carácter absoluto y cerrado del ser a la manera de Parménides. La primera gran sistematización de la filosofía univocista es la de Duns Escoto, lo continúa Descartes y su afirmación del cogito como primera evidencia; también Kant y su Crítica de la Razón Pura. Los panteísmos y cientificismos de la Edad Moderna son univocistas, como lo son el idealismo alemán, que concluye con la Idea Absoluta de Hegel, y el materialismo dialéctico en su inversión hegeliana y el filosofar rizomático de Deleuze. Las filosofías de orientación equivocista (pluralistas, el mundo como palabrería) se comprometen con el cambio absoluto a la manera de Heráclito y luego del relativismo de Protágoras, de los cínicos y de los sofistas. La primera gran sistematización medieval fue la de Ockham. Sus sucesores fueron el empirismo, el utilitarismo y el pragmatismo; la filosofía analítica de los juegos del lenguaje, y el postmodernismo en general. Las filosofías de orientación analógica se comprometen con sus mismos orígenes matemáticos pitagóricos, y cristalizados en Platón, que ensaya los conceptos de participación, imitación… El filósofo por antonomasia del analogismo es Aristóteles; lo continúan el Pseudo-Dioniso, el aristotelismo árabe, san Alberto Magno, y lo culmina santo Tomás; después lo reivindica Cayetano. Y Suárez combina de manera curiosa el analogismo y el univocismo. Después, el analogismo es obra de críticos, de marginales. El criterio de la filosofía es un acontecimiento revolucionario en el terreno de la ontología de las ciencias y del conocimiento, o de la éticopolítica. Pero no es suficiente; se requiere también que aparezca el elemento subjetivo que sea capaz de pensarlo. Por eso la filosofía, como el arte, va vinculada a nombres, a filósofos. Y esto es algo que necesita de las instituciones; pero también esos rasgos de genialidad que se dan cuando se dan, pero que no están determinados. Y así lo entiende Abbagnano, que encuentra en la historia de la filosofía un entramado de relaciones humanas que se mueven en el plano de una disciplina común125. El valor de la labor de los filósofos no se mide por el grado de verdad objetiva que contenga sino por la capacidad de servir de punto de referencia para comprenderse a sí mismo, al mundo o a Dios. Por eso, la mayoría de los escritos filosóficos no son más que homenajes a los seres humanos que hicieron el sacrificio de la filosofía, a la espera de que estas semillas puedan fertilizar en esos seres humanos del futuro que reordenen genialmente los saberes de su tiempo. ¿No necesitamos incorporar a nuestra historia de la filosofía al filósofo que vincule los desarrollos de las ciencias que se encuentran en el límite de la investigación, la mecánica cuántica y la biología molecular en la sociedad de la globalización, de las realidades virtuales?
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N. Abbagnano, Historia de la filosofía, Barcelona, Montaner y Simón, 1973.
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Y que los filósofos son importantes por lo que dicen, pero sobre todo por lo que impiden decir, por todo aquello que impiden decir, comentan Reale y Antiseri126. La historia de la filosofía de Hans Joachim Störig es menos rígida en la periodización, incluye como capítulos propios: el renacimiento, el barroco, la ilustración y las filosofías en los siglos XIX y XX. Y el camino que lo orienta, las tres preguntas kantianas, asociadas a las cuestiones de Dios, la libertad, la inmortalidad del alma y el sentido de la vida (filosofía hindú, medieval…); las cuestiones de la acción: cómo debo configurar mi vida o comportarme ante mis semejantes (filosofía griega); cuestiones que atañen al conocer: qué puedo saber del mundo (filosofía moderna). En definitiva, expone la narración (historiografía) de la autoconciencia humana (historia) remarcando que no es tan importante lo que han dicho los filósofos como su modo de decirlo, la manera con la que se han enfrentado a su vida. La retórica de la historia que plasma su narración no es lógica, sino ejemplar, agita el ánimo, unido a una personalidad determinada, es el coraje humano de asumir el tiempo. La historia no adoctrina, sino que muestra sus ejemplares, sus ejemplos…. La verdad es la propia búsqueda de la verdad…127 Jorge Santayana, que, aunque nació en Madrid y pasó su infancia en Ávila, puede ser considerado norteamericano, por haber trascurrido en este país su época de formación, considera que la filosofía occidental ha alcanzado las cumbres de pensamiento en tres grandes sistemas representados por excelsos poetas: el naturalismo con Lucrecio, el sobrenaturalismo con Dante y el romanticismo con Goethe128. Ernst Cassirer pretende que el Conocimiento es el tema central de la filosofía moderna, que alcanza su pleno apogeo con la filosofía crítica kantiana129. Define la historia de la filosofía por contraposición a una simple colección de hechos, como “un método que nos enseña a comprenderlos”. Heinz Heimsoeth se resiste a seguir el curso histórico de las tres edades, en una pelea mediterráneo-germana. Rechaza el planteamiento tópico del paso de la edad Media a la modernidad por los filósofos renacentistas italianos, reivindica el renacimiento alemán: Cusa, Paracelso, Boehme, Copérnico…, y retrocede al siglo XIV… Muestra que los grandes temas de los filósofos modernos (Leibniz, Berkeley, Kant, Hegel…) están muy cerca de los problemas medievales (conciliar la fe con el saber, edificar la filosofía cris-
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G. Reale y D. Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico, 3 vols., Madrid, Herder, 1988. H. J. Störig, Kleine Weltgeschichte der Philosophie, Historia universal de la Filosofía, Madrid, Tecnos, 1995. G. Santayana, Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante y Goethe, Madrid, Tecnos, 1995. E. Cassirer, El problema del conocimiento, 4 vols., México, F.C.E., 1965.
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tiana,…): la infinitud, el alma, el ser y la vida, el individuo y el intelecto y la voluntad130. Y, en fin, Emanuelle Severino escribe una historia de la filosofía dividida también en tres partes, aunque elimina las filosofías medieval y renacentista, meras ramificaciones de la filosofía griega, en favor de un desdoble de la filosofía moderna y contemporánea. No se entiende muy bien que considere algo menor la aparición de la Idea filosófica, que se traslada al campo de la episteme y no de la fe, la libertad absoluta de la creación del universo por parte de Dios, que nos parece se encuentra ya fuera de los límites del pensamiento griego131. Parece que Severino quiere salvar la figura del italiano Galileo como introductor europeo al pensamiento moderno. El interés del trabajo de Severino proviene de su afirmación de la estructura del pensamiento filosófico, la vinculación profunda que une todas las grandes filosofías. Y así podría continuarse sin solución de continuidad con todas las historias de la filosofía que el lector conozca o se encuentre en vías de conocer. Estas mencionadas y otras de parecido tono y valor (Copleston, Chevalier, Fraile, Fabro, Marías, Hirschberger, Parain, Martínez Marzoa …) han sido las historias de la filosofía que han educado a las generaciones más recientes de estudiosos en lengua española. A esta lista abierta podrá ir añadiendo las nuevas historias de la filosofía que se presenten en sociedad. La vida de cada uno de nosotros es finita y a estas alturas estamos ya un poco cansados, sino agotados, para seguir todas las propuestas. El curioso lector cervantino —no el burócrata de la filosofía— podría preguntar: “si usted se anima a escribir una historia de la filosofía, ¿qué orientación le daría?” De ser consecuente con lo defendido, habría de acometer los siguientes elementos: - En primer lugar, la historia de la filosofía habrá de estar escrita de manera que muestre las cuestiones referenciales, el mundo vivido, las cosas mismas que se encuentran tras enunciados o proposiciones, tantas veces disparatados (rei imperceptibilia). Y así como la hermenéutica bíblica contrasta la narración con principios de la razón natural, la hermenéutica filosófica habría de contrastarse con los lenguajes natural y científico. El primer paso es, pues, la cuestión del sentido. Que ha de ponerse en relación con las cosas mismas. A modo de ejemplo: ¿Qué hay detrás del enunciado “Todo es 130
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H. Heimsoeth, Los seis grandes temas de la metafísica occidental, Madrid, Revista de Occidente, 1974. E. Severino, La filosofía antigua, La filosofía moderna, La filosofía contemporánea, Barcelona, Ariel, 1986.
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agua” de Tales de Mileto? ¿Tiene significado afirmar que “el ser se dice de muchas maneras” o que “la realidad es el Acto Puro”? ¿Cómo es posible que alguien afirme que la “mónada no tenga ventanas” o que “existe una y solo una substancia” y no se le considere un perturbado? ¿Por qué es tan celebrado el dictum “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”? … - En segundo lugar, hay que enfrentarse a la “catástrofe kantiana”. Una filosofía que se piensa a sí misma, que accede al conocimiento a través de la misma razón filosófica, como sorprendiéndose a sí misma, nos conduce a un saber sin objeto, sin referencia y sin territorio132. Este elemento versa, por consiguiente, sobre la verdad: ¿por qué las proposiciones analizadas en el primer punto constituyen un saber? Lo que exige comenzar por los “saberes” admitidos en su tiempo y, eventualmente, por los cambios que se producen en las ciencias naturales. - En tercer lugar, si la historia de la filosofía tiene que ver no sólo con el saber, sino con el vínculo entre los sujetos, sus criterios de conocimiento y las entidades que consideran reales, es decir, la racionalidad de una época sintetizada por un filósofo, un pensador concreto, singular, entonces ha de depurar las contradicciones, las aporías e inconmensurabilidades que se presenten. Por eso nos parece más historia de la filosofía toda la polémica sobre la secularización que los tratados al uso. Pues en la polémica entre Karl Löwith, Jacob Taubes, Karl Schmitt, Hans Blumenberg…, no se trata de un problema de filosofía política o de gnoseología, por ejemplo, sino de la inconmensurabilidad entre Ideas filosóficas. Es la historia de las polémicas del sujeto heleno, del sujeto semita, del sujeto gnóstico, del sujeto averroísta, del sujeto cristiano, del sujeto protestante...; sujetos de la tradición occidental a los que se añaden ahora los sujetos subsaharianos, indios o chinos. Una polémica que puede valorarse desde dos universales, tal como hemos tratado en otra ocasión: la verdad científica, que conmensura partes decisivas de la realidad, y la racionalidad corpórea, que delimita la naturaleza humana respecto del resto de los seres. - Y, en fin, si las preguntas ontológicas y gnoseológicas están dirigidas hacia la consecución de la buena vida, hay que preguntarse también por qué el Estado es la institución que ha de financiar este tipo de saberes. ¿Ha de recaer la financiación en instituciones privadas, como hacía el banco Urquijo con la labor de Zubiri? ¿O en el interés privado de los ciudadanos, según reflexión trascendental de un mandatario político (un conseller autonómico): “El que quiera saber griego, latín, filosofía… que lo pague de su bolsillo”?
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Al modo de la historia a priori de Johann Christian Grohmann, Über den Begriff der Geschichte der Philosophie, Wittenberg, 1798.
LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA CLÁSICA JOSÉ JOAQUÍN CAEROLS 1. CONSIDERACIONES PREVIAS
Cierto afán enciclopédico y ese gusto por el detalle y la noticia recóndita que caracterizan al filólogo clásico (también a los especialistas de otras lenguas, supongo) hacen a éste particularmente proclive a considerar el género de las Historias de las literaturas griega y latina instrumento no ya útil, sino imprescindible en su biblioteca, aunque, paradójicamente, se resista a consultarlos con la frecuencia que sería esperable, salvo en casos de absoluta necesidad*. Esta contradictoria actitud tiene que ver, en buena medida, con esa otra paradoja que entraña el término “clásico” aplicado a las literaturas en lengua griega y latina: al hacer de éstas un ejemplo, un modelo a seguir, las “inmoviliza”, las “cristaliza”, convirtiéndolas en preciados objetos inertes, sin vida, meros estereotipos a imitar. Algo de esto hay en las Historias de la literatura de que hablábamos: con frecuencia, los autores y sus obras quedan allí reducidos a simples datos estadísticos, sucesiones de nombres, fechas y manidos conceptos de teoría literaria para uso rápido y conciso, algo así como un “auto-servicio” de la literatura greco-latina1. Es lógico, por ello, que quien ha podido gustar el placer de la lectura de la obra original se resista a estudiarla convertida en pieza disecada para su exposición en un μουσεῖον bibliográfico. Sin embargo, como queda dicho, este tipo de obras es necesario y no ha dejado de escribirse desde el siglo XIX hasta nuestros días, con resultados muy estimables en algunos casos. El estudio que aquí se plantea no pretende hacer una revisión crítica de lo producido hasta la fecha en este ámbito de las Historias de las literaturas *
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Agradezco a los Dres. González Rolán, Bernabé Pajares, Cristóbal López, Baños Baños, Arcaz Pozo y López Fonseca las numerosas indicaciones y sugerencias que he recibido de ellos en la elaboración de este trabajo. Vid. la contundente crítica de U. von Wilamowitz-Moellendorf a este tipo de obras en Filologia e memoria, trad. ital., Nápoles, 1966, p. 255: en su opinión, el lector sólo encuentra en ellas un amasijo de nombres y números, entreverado de lugares comunes enmohecidos por el tiempo y la reiteración.
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clásicas. Se trata, más bien, de examinar, siquiera someramente, los principales hitos y tendencias, más con intención de informar que de adoptar posicionamiento alguno. Pero también se hace una incursión, extensa, como se verá, en la Antigüedad Clásica, con un doble propósito: por un lado, mostrar en qué términos se plantea la escritura de la historia en esa época, a fin de poner en manos del lector algunas claves que le permitan explicarse desarrollos posteriores de esta actividad y su aplicación al campo concreto de la Literatura; por otra parte, se indaga acerca de la posibilidad de que ya entonces hubiera algo parecido a una Historia de la literatura o, cuando menos, atisbos y adelantos de la misma, buscando su relación con el concepto que la Antigüedad tiene de la labor historiográfica. 2. LA HISTORIOGRAFÍA Y LA ERUDICIÓN EN LA ANTIGÜEDAD
En la Antigüedad, la historiografía se desarrolló en diversas direcciones y, si bien hubo un modelo que se impuso a partir de Tucídides, lo cierto es que existieron diferentes tipos de historia. Pero para griegos y romanos la historia por excelencia sólo podía ser política, según el modelo tucidideo. Es ésta una historia pragmática, centrada en los sucesos contemporáneos, y, en lo tocante al método, apodíctica, ya que procede según los principios de la demostración científica. Junto con Tucídides, el gran exponente, al menos en el plano teórico, de este tipo de historia es Polibio, para quien la historia ha de responder a tres criterios metodológicos si aspira a ser veraz en cuanto a los hechos que narra: estudio riguroso y análisis crítico de los documentos; visita personal a los escenarios (αὐτοψία); conocimiento directo de los problemas políticos2. Además de este tipo de historia, se desarrollaron otras formas de relato que en la actualidad no dudaríamos en considerar históricas, pero que entre los griegos y, consecuentemente, también los romanos, fueron vistas como formas inferiores de historia o, incluso, como algo ajeno a ésta. Así, desde los mismos inicios de la historiografía en Grecia, y a lo largo de la Antigüedad, fue patente la contraposición entre esta historia política y contemporánea y otro tipo de relato que habitualmente se designa como “anticuaria”, ἀρχαιολογία entre los griegos, antiquitates para los romanos3, enfrentamiento siempre resuelto a favor de la historia política, hasta el punto de que entre 2 3
Plb.12.25e. Romilly lo expone de otra forma. Señala, en efecto, dos tendencias claramente diferenciadas en la historiografía griega: la que centra su atención en un acontecimiento de gran trascendencia, del que el historiador ha sido testigo o, al menos, casi contemporáneo; la que atiende a conjuntos más amplios, fruto del sentimiento, “natural a todo historiador”, de que todo es importante y todo debe ser dicho (J. de Romilly, “L’historiographie grecque”, Association G. Budé. Actes du IXe Congrès [Rome, 13-18 avril 1973], París, 1975, pp. 113-132, esp. 114).
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los historiadores griegos y romanos el desprecio de la ἀρχαιολογία llegó a ser prácticamente un lugar común4. Los griegos, de hecho, distinguían perfectamente la historia propiamente dicha, ocupada de sucesos políticos y militares, escrita en orden cronológico, orientada a la explicación de situaciones y siempre atenta a la imparcialidad en los juicios y a la veracidad de sus informaciones, y este otro tipo de exposición de carácter misceláneo y más indefinible, donde tenían cabida desde nombres de personas hasta ceremonias religiosas, pero que trataba fundamentalmente la historia cultural y el pasado remoto de los pueblos, que articulaba su exposición según un orden sistemático, antes que cronológico (primando, pues, la sincronía sobre la diacronía, si bien ésta también podía darse en ocasiones) y que no tenía pretensión alguna de resolver problemas ni de explicar procesos, aunque sí se preocupaba por la exactitud y minuciosidad de los datos que manejaba. Pero la diferencia fundamental residía, a juicio de Momigliano, en las fuentes que una y otra utilizaban: los anticuarios hacían uso de cartas, inscripciones, monumentos y obras de arte, material de archivo en general, en tanto que, como queda dicho, los historiadores primaban la documentación directa, obtenida personalmente (αὐτοψία) o por informadores (ἀκοή)5. Es paradójico que, a pesar de que ya en el siglo Va.C., momento del nacimiento tanto de la historia política como de la anticuaria, existía la conciencia clara y evidente de tal diferencia (situación que se ha mantenido, de hecho, hasta el siglo XIX, y que todavía en la actualidad no se ha superado por completo), no por ello se llegó a establecer un criterio preciso de separación entre anticuaria e historiografía, ni tampoco se acuñaron términos que definieran con claridad cada tipo de actividad6. De hecho, es este debate y el 4 5
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Vid. Cic. Leg.1.8. A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, Berkeley-Los AngelesOxford, 1990, pp. 66-67. A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 60-61; id., “Storia antica e antiquaria”, Sui fondamenti della storia antica, Turín, 1984, pp. 3-45, esp. 5-7; Id., “L’eredità della filologia antica e il metodo storico”, Sui fondamenti della storia antica, Turín, 1984, pp. 70-88, esp. 72-73; Id., “Historiografía sobre tradición escrita e historiografía sobre tradición oral. Consideraciones generales sobre los orígenes de la historiografía moderna”, La historiografía griega, trad. esp., Barcelona, 1984, pp. 94-104, esp. p. 100. Hay, no obstante, autores que sostienen una idea distinta de las relaciones entre anticuaria e historia en la Antigüedad. Así, Musti considera que “l’antiquaria è una forma di storiografia”, pero que difiere de la misma en categorías formales tales como el tiempo, ya que prescinde del esquema de la sucesión cronológica en sus indagaciones sobre el pasado, de lo cual resulta “una certa atemporalità”, en el sentido de que se comprimen desarrollos graduales en un único punto temporal (D. Musti, “Il pensiero storico romano”, Lo spazio letterario di Roma antica. Volume I. La produzione del testo, Roma 1989, pp. 177-240, esp. 198-199). Y Mazzarino argumenta que la historiografía griega y romana ha mantenido siempre una orientación fundamentalmente aristocrática, y que, desde este punto de vista, saga y verdad debían coincidir, como lo probaría el hecho de que los relatos históricos preferidos por los lacedemonios eran precisamente las genealogías y las sagas sobre las fundaciones de ciudades, de modo que cuando Tucídides plantea
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esfuerzo por distinguir netamente la historia de la anticuaria lo que explica que Heródoto, el “padre de la historia”, fuera un historiador denostado a lo largo de la Antigüedad y acusado de mentiroso y falaz, incluso por parte de quienes lo utilizaban como fuente o como modelo. El responsable de ello es, según Momigliano, Tucídides. A Heródoto hay que considerarlo, de hecho, el predecesor más ilustre de los anticuarios: “su curiosidad abarcaba potencialmente todos los temas que más adelante formaron parte del ámbito anticuario”7, por más que hubiera muchos otros escritores, anteriores y también contemporáneos, que compartían con él la misma amplitud de intereses. Ahora bien, esta elección tenía serias implicaciones en cuanto al método y, sobre todo, en cuanto a las fuentes utilizadas: Heródoto ha prestado más atención a la puesta por escrito de los sucesos y eventos que a la crítica de sus fuentes, por más que haya impuesto el uso de la tradición oral como fuente principal para el historiador; Tucídides, en cambio, no cree que sea posible hacer una historia sobre hechos del pasado remoto, no vividos directamente, o sobre regiones lejanas y desconocidas, debido a la carencia de fuentes fiables. Esa idea suya ha pasado a los historiadores posteriores, que no se limitan a narrar lo vivido directamente, pero sí rechazan cualquier relato sobre el pasado más remoto. De este modo, Heródoto ha quedado fuera de la corriente principal de la historiografía, al tiempo que su obra planteaba sospechas en cuanto a sus informaciones: o era un plagiario que escondía sus fuentes de información o inventaba los hechos y era un embustero8. No hay hasta el presente un estudio de carácter general sobre la anticuaria, en contraste con la copiosa producción científica que ha suscitado desde hace siglos la historia política. Tan sólo en algunos trabajos dedicados por Momigliano a la cuestión se pueden encontrar someras exposiciones de conjunto, además de algunos desarrollos específicos9, a partir de los cuales se
7
8 9
su propia forma de estudiar la historia contemporánea no está siguiendo la corriente general, sino que expresa una nueva mentalidad (S. Mazzarino, Il pensiero storico classico. I-II, RomaBari, 1990, 2ª ed., pp. 14-15). A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., p. 59. Gabba matiza esta afirmación, al menos en lo tocante a la historia de la cultura, donde sólo se aviene a admitir que el ejemplo de Heródoto ha podido influir en el desarrollo de una historia cultural que recoge costumbres e instituciones y, a la vez, proporciona ejemplos morales; esta historia, junto con la historia institucional que se desarrolla en el círculo de Aristóteles ha dado lugar a la formación de una auténtica historia de la civilización de ámbito mundial, tal y como aparece en las obras de Éforo y Teopompo y, por influencia de éstos, en Dionisio de Halicarnaso (E. Gabba, “Literatura”, Fuentes para el estudio de la Historia Antigua, ed. M. Crawford, trad. esp., Madrid, 1986, pp. 13-91, esp. 22). A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 44-46. En especial, los ya citados “Storia antica e antiquaria”, “Historiografía sobre tradición escrita e historiografía sobre tradición oral. Consideraciones generales sobre los orígenes de la historiografía moderna” y, dentro de la publicación póstuma The Classical Foundations of Modern Historiography, el capítulo “The Rise of Antiquarian Research”, pp. 54-79.
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puede intentar un breve bosquejo, siquiera en sus hitos principales, de esa historia de los estudios anticuarios. Como ya se ha dicho, los primeros anticuarios aparecen en Grecia en el transcurso del Va.C., y son definidos como “arqueólogos”, posiblemente por los sofistas, a los que les unen intereses filosóficos. Se trata de autores, como Helánico, Damastes o Hipias, que recogen genealogías de héroes y hombres, tradiciones sobre fundaciones de ciudades, listas de magistrados epónimos, articulando su exposición de forma, bien sistemática, bien cronológica. Todo ello podía recibir la denominación general de ἀρχαιολογία. Heródoto, algo anterior, comparte temas y métodos con ellos, pero es fundamentalmente un historiador (predecesor – discutido, como hemos visto– de Tucídides y su historia política) que aparece por la misma época. Durante el período helenístico, los estudios anticuarios forman parte de un vasto fenómeno cultural que se engloba bajo el término “erudición”, claramente influido por Aristóteles y su escuela, con manifestaciones en todos los campos del saber, que Momigliano resume en cinco líneas principales: filología (crítica y comentario de textos) y teoría literaria; crónicas locales de ciudades, santuarios, etc., con especial atención a su historia arcaica (en este ámbito, un grupo especial lo forman las obras relativas al Ática, las Atidografías, género iniciado en el Va.C. por el mencionado Helánico); coleccionismo de monumentos, inscripciones (y también de costumbres, rituales, “inventos”...); biografías (una rama especial dentro de los libros de biografías denota a las claras su vinculación con la anticuaria: son las “biografías de naciones”, obras como la Vida de Grecia de Dicearco y su reflejo en Roma, la Vida del Pueblo Romano de Varrón10); cronología. El término ἀρχαιολογία adquiere un nuevo significado y designa ahora la historia de los orígenes, la historia arcaica, de modo que los estudios anticuarios carecen de una designación uniforme. Ahora bien, si los siglos IV y IIIa.C. son de esplendor para los estudios anticuarios, los dos siguientes marcan una neta decadencia: el afán enciclopedista acaba con cualquier atisbo de originalidad y creatividad. En Roma, Varrón es la gran figura de la anticuaria, a la que da su nombre definitivo en latín: antiquitates. Con él, el carácter sistemático de estos estudios llega a su perfección: las antiquitates se convierten en “una exposición sistemática de la vida romana según los testimonios ofrecidos por la lengua, la literatura y las costumbres”11.
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A. Momigliano, “Historiografía griega”, La historiografía griega, cit., pp. 9-45, esp. 27; Id., The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 63-66. A. Momigliano, “Storia antica e antiquaria”, cit., p. 8. Vid. también F. Della Corte, Varrone, il terzo gran lume romano, Florencia, 1970, 2ª ed., esp. pp. 237-259.
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La evolución posterior de la erudición lleva en la Antigüedad tardía, al igual que ocurriera al final del período helenístico, a las recopilaciones y, con éstas, a la producción masiva de resúmenes, excerpta, escolios, en suma, el final de la investigación creativa. En cualquier caso, se mantiene la vinculación con la filosofía, especialmente entre los últimos escritores paganos de cierta relevancia: en la controversia con el cristianismo la anticuaria fue utilizada profusamente por ambos bandos. Al margen de la tradición medieval de los mirabilia e itinerarios de la ciudad de Roma (tal el Liber Pontificalis de Agnellus de Ravenna, del siglo IX), la recuperación del interés por la anticuaria en el Renacimiento se atiene al modelo de Varrón, convertido en prototipo de anticuario en tanto que amante, recopilador y estudioso de tradiciones y restos de la Antigüedad, en el que se inspira la gran figura del momento, Biondo Flavio (Roma Triumphans, Roma Instaurata, Italia Illustrata)12. Paradójicamente, cuando durante la segunda mitad del siglo XX la historia política, predominante en la Antigüedad, resultó relegada y el mismo concepto de historia sometido a debate, las ciencias o disciplinas tenidas por más pujantes heredaron planteamientos vinculados con la vieja anticuaria: la sociología, la antropología, incluso las aplicaciones estructuralistas... Por su interés para el asunto que aquí se trata, hay una cuestión que conviene traer a colación antes de concluir esta breve panorámica de la anticuaria. Se trata del problema de su relación con las historias y crónicas locales. Ya antes se recordaba que ésta fue uno de los campos en que se habían empleado los eruditos helenísticos. Pero conviene no confundir tales crónicas, obra de eruditos, con las que existían en diversas localidades: es cierto que aquéllos se han servido de éstas para obtener buena parte de sus informaciones, pero también se ha dado el caso opuesto, con más frecuencia de lo que se piensa. El hecho es que han existido tanto en Grecia como en Roma obras de registro de sucesos rutinarios, destinadas a subrayar la continuidad institucional y a recomendar a las generaciones venideras esquemas tradicionales de comportamiento. No son, en todo caso, muy abundantes. Así, las ciudades y santuarios griegos han podido disponer de crónicas, redactadas por eruditos locales o bien por funcionarios con este cometido específico, motivo de orgullo local (hay que descartar, en cualquier caso, la idea de Dionisio de Halicarnaso, y Wilamowitz, de que son estos registros locales y crónicas los que han precedido a la “gran” historiografía griega). Por otra parte, en la misma Grecia han existido cronistas locales que no son meros tradicionalistas: se trata de los ya mencionados atidógrafos, que no tienen reparos en expresar 12
A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 69-70; Id., “Storia antica e antiquaria”, cit., p. 11.
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sus opiniones políticas, están al tanto de los cambios que se suceden y proyectan en ocasiones el presente sobre el pasado (haciendo, por ejemplo, de Teseo un rey democrático). En Roma, la existencia de estos registros no plantea ninguna duda: son los annales de los pontífices, luego publicados con el nombre de Annales Maximi, de los cuales los analistas únicamente han tomado el esquema cronológico y, quizá, algunos datos sobre el período de los orígenes, en tanto que para lo demás han optado por los modelos que les ofrecía la historiografía griega. Ahora bien, no hay entre los romanos tanto tradicionalismo histórico como en Grecia (si acaso, el de eruditos y juristas), por la sencilla razón de que no se sentía la necesidad de defender una tradición que se mantenía segura13. Tales crónicas, pues, existen, y su relación con la anticuaria es ya evidente en el caso de los anticuarios, pero el uso de registros que eran de propiedad municipal (o estatal, o del santuario correspondiente) se da fundamentalmente en el período helenístico. Al tiempo, el mismo tradicionalismo y conservadurismo que en otros tiempos había dado origen a la creación de estos registros, es el que ahora amplía su ámbito y, superado el marco de la ciudad, empieza a concebir una historia del conjunto de los griegos, por más que la idea de unidad helena sólo se conciba en el plano cultural, no desde el punto de vista de la política: los griegos fueron capaces de elaborar historias nacionales de otros pueblos, pero no de sí mismos. Más arriba se ha aludido a la biografía como una de las manifestaciones de la eclosión que experimentan los trabajos de erudición en el período helenístico, señalando, de paso, sus estrechas vinculaciones con la anticuaria (en las “biografías de naciones”). Por más que, como ocurre con los restantes géneros etiquetados con el término de “erudición”, no haya gozado de especial consideración en la Antigüedad y ni siquiera en nuestros días se le confiera el estatuto de disciplina histórica, lo cierto es que hay en la actualidad una revalorización de este tipo de obras: uno de los ejemplos más claros está en los trabajos sobre prosopografía de la Historia Antigua (la “historia namierizada” anglosajona), que proporcionan datos sólidos sobre las carreras y las relaciones familiares, importantes desde el punto de vista político y también social14. En contraste con la anticuaria, la biografía ha sido estudiada con asiduidad en el transcurso de los siglos XIX y XX, y tenemos una idea bastante aproximada de cuál ha sido su evolución en la Antigüedad. Pero hay ciertos problemas pendientes, algunos de los cuales, de nuevo, nos acercan al tema 13 14
A. Momigliano, “La tradición y el historiador clásico”, cit., pp. 56-59. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, trad. esp., México, 1986, pp. 16-17. Una visión crítica de esta erudición en L. Gil, La palabra y su imagen. La valoración de la obra escrita en la Antigüedad, Madrid, 1994, pp. 24, 34-35.
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que aquí se ventila. En primer lugar, la datación de sus orígenes: Momigliano apunta el siglo Va.C. y, en concreto, el período entre 500 y 480 a.C., precisamente cuando se escriben también las primeras obras de anticuaria sobre genealogía y περιήγησις. De hecho, considera que la biografía es uno de los productos menos conocidos e importantes de la germinación intelectual que dio origen a la historia15, por más que en la Antigüedad la biografía nunca fuera considerada una forma de historia. En segundo lugar, la indefinición del concepto de biografía, paralela a lo que ya hemos visto en relación con la anticuaria: la prueba está en que ni siquiera en cuanto a la terminología hay pautas ni criterios claros, ya que las “vidas” que se escribían no recibían el título que nosotros esperaríamos, βιογραφία, sino el de βίος. En cuanto a la relación entre biografía y erudición, algo se ha dicho más arriba: sabemos que algunas obras de anticuaria se plantean como “biografías de países” (βίος Ἑλλάδος, Vita Populi Romani). A ello hay que añadir que, en la época helenística, la biografía se ha desarrollado junto con comentarios y estudios filológicos, lo que plantea la cuestión de una estrecha relación entre biografía y filología. Por último, la exposición en las biografías puede ser cronológica, pero también recurre a la explicación sistemática propia de la anticuaria (Suetonio). Pero el debate más intenso se centra en la existencia de dos tipos de biografía en la Antigüedad, según la teoría de Friedrich Leo16, representados por Suetonio y Plutarco: el primero combina la narración cronológica con la caracterización sistemática del individuo y de sus logros (la actual “semblanza”); Plutarco (y, antes que él, Nepote) hace, lisa y llanamente, una exposición cronológica de los acontecimientos, lo cual se aviene bien con sus vidas de generales y políticos (aunque a menudo también se alternan con exposiciones según categorías morales o de comportamiento): es lo que hoy día conocemos como “vida”. De acuerdo con Leo, el tipo plutarquiano es una invención de los primeros peripatéticos, apta para narrar la historia de los hombres de Estado, en tanto que el suetoniano se debe a los gramáticos alejandrinos (bajo la influencia aristotélica), que lo utilizan para las vidas de artistas y escritores, aunque Suetonio lo aplica, además de a rétores y gramáticos, a los emperadores. En estrecha relación con esta cuestión se plantea la del objeto de la biografía: al parecer, interesa más el tipo humano (generales, filósofos...) que el individuo. En el siglo XX han sido numerosas las críticas a la reconstrucción de Leo17, pero se mantiene su clasificación y la idea de que Suetonio anda más 15 16 17
A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 23-24. F. Leo, Die griechisch-römische Biographie nach ihrer litterarischen Form, Leipzig, 1901. Vid. un resumen de la situación en A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 32-34.
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cerca de la anticuaria, en tanto que Plutarco es más afín a la historia política18. Para Momigliano, en cualquier caso, el problema real que plantea Leo es el referido a los orígenes de la biografía: ¿ha sido inventada por la escuela de Aristóteles? La respuesta de Momigliano a esta pregunta es negativa: hay biografía antes, y en el siglo IVa.C. se interesan por ella tanto las escuelas retóricas (atentas al encomio en prosa del individuo) como las filosóficas (que optan por la biografía idealizada del monarca y del filósofo). En este contexto, Aristóteles ha fomentado la investigación histórica sobre los individuos, como contribución a la exposición de sus propias teorías filosóficas (especialmente, en el plano de la poética, la moral y la política), pero sólo con Aristóxeno de Tarento ha entrado la biografía en el Perípato, entendida ahora como un relato, ligeramente humorístico, de los acontecimientos y opiniones que caracterizan a un individuo, interesado por el detalle erudito y el chisme; como tal se ha transmitido a la biografía romana de época imperial. La autobiografía, en cambio, se desarrolla aparte, como terreno casi exclusivo de los estadistas, tanto helenísticos como romanos19. 3. ¿HUBO UNA HISTORIA DE LA LITERATURA EN LA ANTIGÜEDAD?
No han sido muchos los eruditos a los que ha preocupado la respuesta a esta cuestión20. A mediados del siglo pasado, y en un trabajo dedicado espe18 19 20
Así, D. Musti, “Il pensiero storico romano”, cit., p. 225. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 128-130. Uno de los estudios más completos e interesantes sobre la historia de las historias de las literaturas griega y latina se debe a Francesco Della Corte, autor de las “Storie delle letterature classiche” en la última edición de la lntroduzione allo studio della Cultura Classica (Milán, 1988, I, pp. 1-13, en adelante, citado como Della Corte). Bastante más antiguas, aunque no por ello menos útiles, no podían faltar las correspondientes revisiones del tema en las páginas introductorias de la Geschichte der griechischen Literatur de Christ - Stählin - Schmid, con radicales cambios de planteamiento entre las sucesivas versiones (W. von Christ - O. Stählin - W. Schmid, Geschichte der griechischen Literatur. Erster Teil. Die Klassische Periode der griechischen Litteratur, Múnich, 1912, 6ª ed., pp. 6-11, en adelante, Christ - Stählin - Schmid; W. Schmid - O. Stählin, Geschichte der griechischen Literatur. Erster Teil. Die klassische Periode der griechischen Literatur. Erster Band. Die griechische Literatur von der attischen Hegemonie, Múnich, 1929, pp. 25-33, en adelante Schmid - Stählin), y en la Geschichte der römischen Literatur de Schanz - Hosius (M. Schanz - C. Hosius, Geschichte der römischen Literatur, Múnich, 1959, 4ª ed. reimpr., pp. 4-7, en adelante, Schanz - Hosius). Buena parte de los datos que se exponen en esta parte del estudio proceden de dichos trabajos. Para el surgimiento y desarrollo de historias de las literaturas griega y romana en la Antigüedad se pueden consultar trabajos recientes, como los de J.P. Schwindt (Prolegomena zu einer “Phänomenologie” der römischen Literaturgeschichtsschreibung von den Anfängen bis Quintilian, Gotinga, 2000; “Literaturgeschichtsschreibung und immanente Literaturgeschichte. Bausteine literarhistorischen Bewusstseins in Rom”, L’histoire littéraire immanente dans la poésie latine, ed. E.A. Schmidt, Vandoeuvres - Ginebra, 2001) y una contribución sobre el tema de Gr. Vogt-Spira para el Neue Pauly (s.v. “Literaturgeschichtsschreibung”, Der Neue Pauly 7[1999]329-333; en la versión inglesa, s.v. “Literary history”, New Pauly 7[2005]657-662).
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cíficamente a este asunto, Koepke sostenía que ya los griegos se habían interesado por los estudios de historia literaria; el título de su estudio era elocuente: Quid et qua ratione iam Graeci ad litterarum historiam condendam elaboraverint (Berlín, 1845). Algunas décadas más tarde, en la Geschichte der griechischen Literatur de Christ - Schmid - Stählin se adoptaba una perspectiva más escéptica: los griegos en ningún momento llegaron a concebir una Historia de la literatura en sentido moderno, entendida como estudio global del contexto temporal y cultural, de la personalidad y la vida de los escritores, combinado con un análisis estético, ético y técnico de sus obras; únicamente se encuentran elementos dispersos y no contrastados en obras de historia, repertorios cronológicos o bibliográficos, biografías, comentarios, escritos de estética o de crítica literaria21... Ésta es la idea que predomina en la actualidad, y no parece que haya motivos para rechazarla22. Sentada esta
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Para períodos más recientes, vid. sobre la historia de la literatura griega las páginas introductorias del Grundriss der griechischen Literatur de G. Bernhardy (Halle, 1836) y de la Histoire de la littérature grecque de los hermanos Croiset (París, 1887-1889); J. Alsina le dedica un breve estudio en el capítulo dedicado a las “Cuestiones de método” de su Teoría literaria griega (Madrid, 1991, pp. 50-53), e I. Gallo traza otro breve bosquejo en su trabajo “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca” (La didattica del latino e del greco, ed. G. Pucci, Roma, 1988, pp. 53-70, esp. pp. 61-63). En cuanto a la literatura latina, vid. los trabajos de G.F. Gianotti, en particular la serie ”Per una storia delle storie della letteratura latina. I-V” (Aufidus 5[1988]47-81, 7[1989]75-102, 14[1991]43-74, 15[1991]43-74, 22[1994]71-110), donde traza una amplia panorámica, desde la Antigüedad hasta nuestros días, si bien centrada en Italia (y en sus relaciones con Alemania); igualmente, del mismo autor, otras aportaciones más recientes como “La storiografia letteraria. Il paradigma della letteratura latina” (Culture europee e tradizione latina. Atti del Convegno internazionale di studi, Cividale del Friuli, Fondazione Niccolò Canussio, 16-17 novembre 2001, edd. L. Casarsa - L. Cristante - M. Fernandelli, Trieste, 2003, pp. 65-87; se trata, en buena medida, de una versión pedisecua de otro trabajo del mismo año, “Storia della letteratura e lettere di Roma”, Latina Didaxis 18[2003]17-51), o “La littérature de Rome et l’histoire de la littérature: autorité des Anciens et modèles historiographiques”, Les autorités. Dynamiques et mutations d’une figure de référence à l’Antiquité, dirs. D. Foucault - P. Payen, Grenoble, 2007, pp. 337-351); igualmente limitado al marco italiano, E. Paratore, “Le storie della letteratura latina in Italia dall’inizio del secolo ad oggi”, Paideia 3(1948)3-44; para el ámbito español, con especial atención al marco educativo, el estudio de J.C. Fernández Corte, “La invención de la Historia de la literatura latina en España (y una breve reflexión sobre Europa)” (CFC[Lat] 24.1[2004]95-113) y, sobre todo, los de Fr. García Jurado, “La literatura como historia: entre el pensamiento ilustrado y la reacción romántica” (La historia de la literatura grecolatina en el siglo XIX español. Espacio social y literario, coord. Fr. García Jurado, Málaga, 2005, pp. 47-66), “Ensayo de una historiografía de la literatura latina en España (1778-1936)” (RELat 8 (2008)179-201), “Los manuales románticos de literatura latina en lengua española (1833-1868)” (RELat 11 (2011)207-235). Particularmente útil es el catálogo que ofrecen M. de Nonno, P. de Paolis y C. di Giovine en su “Bibliografia della letteratura latina”, dentro del volumen V de Lo spazio letterario di Roma antica. Cronologia e bibliografia della letteratura latina (ed. G. Cavallo - P. Fedeli - A. Giardina, Roma, 1991, pp. 147-579, esp. 189-191; vid. también N. Flocchini, Argomenti e problemi di letteratura latina, Milán, 1977, pp. 14-16). Christ - Schmid - Stählin, p. 8. Vid. al respecto el estudio de Della Corte.
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premisa, se puede hacer un breve repaso de esos “elementos dispersos”, siguiendo su aparición en orden cronológico, a fin de clarificar en qué medida la Antigüedad llegó a acercarse a la idea de una Historia de la literatura y, en último término, ver qué tipo de relaciones había con la historiografía grecoromana. Hasta el siglo Va.C., según Schmid - Stählin, nunca hubo entre los griegos un interés específico por el autor, sino por la obra, de donde eventualmente se podían sacar los datos necesarios acerca de aquél23. Así, ocurría que, en el caso de autores poco importantes, siempre que no hablaran de sí mismos en sus obras, se perdía prácticamente la totalidad de los datos, en tanto que cuando se trataba de grandes autores, y a falta de noticias transmitidas desde fechas tempranas, rápidamente aparecían las leyendas y las anécdotas, a menudo con notables dosis de fantasía. Para Momigliano24, esa curiosidad por las vidas de los grandes poetas probablemente sea anterior al Va.C., sobre todo en el caso de Homero y Hesíodo, pero reconoce que es en este siglo cuando tales indagaciones se han intensificado (para Homero, quizá, con la ayuda interesada de grupos como los Homéridas de Quíos), utilizando, para ello, no sólo los datos extraídos de las obras, sino también numerosas tradiciones anteriores25. Los ejemplos más conocidos de este interés son obras como el Certamen de Homero y Hesíodo (inspirado probablemente en Hes.Op.6545ss.), que nos llega en la redacción que le diera el sofista Alcidamante (ca. 400a.C.), con diversas interpolaciones posteriores al reinado de Adriano; los “cantos convivales” de los Siete Sabios (citados por Diógenes Laercio con la fórmula “y, entre sus cantos, yo tengo en gran aprecio los siguientes...”, τῶν δὲ ᾀδομένων αὐτοῦ εὐδοκίμησε τάδε) y su recopilación en una obra única, el Banquete de los Siete Sabios, que probablemente se encontraba en circulación en el Va.C.; historias populares sobre Esopo, llegadas hasta nosotros en adaptaciones tardías26; relatos legendarios sobre Arquíloco, Safo, Alceo... Pero éstas son, para Momigliano, simples “contribuciones a la biografía de literatos”, en tanto que únicamente se acercarían a lo que es una “verdadera” biografía las “vidas” de Homero o de Hesíodo. Ya en el siglo Va.C., los escasos datos que se conservan sobre los autores literarios se deben a los primeros historiadores jonios27. Son suyos los prime23 24 25
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Schmid - Stählin, p. 25. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 38-42. Una demostración clara del interés que despiertan este tipo de relatos la ofrece el hecho de que Tucídides se permitiera la “frivolidad” de mencionar una anécdota relativa a Hesíodo al hablar de la acampada, el año 236, del ejército ateniense “en el recinto de Zeus Nemeo, donde se dice que el poeta Hesíodo fue muerto por los hombres de esa región, luego que un oráculo le anunciara que sufriría esta muerte en Nemea” (3.96). Vid., por ejemplo, la historia de su asesinato en Delfos en Hdt.2.134, Plu.2.556F-557A. La lista más completa de estos autores aparece en D.H.Th.5: “Ahora que estoy a punto de dar comienzo al escrito sobre Tucídides, quiero decir unas pocas palabras sobre los otros histori-
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ros intentos de plantear lo que se podría considerar un estudio “sistematizado” de la historia literaria griega. Ahora bien, llamar a estos hombres historiadores podría parecer, a tenor de lo dicho más arriba, una exageración, y posiblemente lo sea. En un primer momento, fueron designados con términos como λογογράφοι o λογοποιοί, “escritores que utilizan el lenguaje de la conversación, el λόγος”, “prosistas”, precisamente para distinguirlos de lo que hasta entonces había sido lo normal, la escritura en verso de los ἐποποιοί; la aparición y consiguiente evolución de los diferentes géneros, tanto poéticos como en prosa, convertiría ambas designaciones en obsoletas e insuficientes, y λογογράφος acabaría por significar tan sólo “contador de historias, cronista” o, incluso, “cuentista, novelista histórico” (frente al συγγραφεύς o ἱστορικός, el historiador por excelencia). Pero lo cierto es que estos primeros escritores en prosa tratan por igual el mito, la leyenda, las sagas, las tradiciones nacionales, la historia popular... es decir, cuentan todo tipo de relatos, lo que los griegos llaman λόγοι28. Ese carácter misceláneo es patente en los diversos tipos de obras que han producido: desde los Ὧροι o Anales (relatos articulados por años) y la historias sobre fundaciones de ciudades (κτίσεις), pasando por los relatos mitográficos según las pautas y modelos de la poesía homérica, a las adaptaciones literarias de registros oficiales o las guías de viajes (περιηγήσεις, περίοδοι γῆς)29. Es éste, como ya hemos visto, el ámbito de la ἀρχαιολογία. Y no es casual que debamos casi todo lo que sabemos de estos autores a los eruditos alejandrinos, que sintieron por ellos una cierta fascinación (explicable, en buena medida por su común afición al coleccionismo y a la recopilación sistemática de datos), hasta el punto de acudir a sus obras como una de sus principales fuentes de información30. Por otra parte, es conocida la comunidad de intereses que une a los escritores jonios con los sofistas: más arriba se recordaba que fueron éstos, de hecho, quienes los definieron como “arqueólogos”. Muchas de las obras que aquéllos escribieron debían servir como auténticos manuales de consulta para estos pensadores y educadores, que de ellos extraían abundante información para elaborar sus discursos sobre las ciudades, los encomios de los grandes personajes políticos, charlas sobre historia y geografía de una región
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adores, los más viejos y los que florecieron en su tiempo [...] Pues hubo muchos historiadores y en muchos lugares antes de la Guerra del Peloponeso: entre ellos se encuentran Eugeón de Samos, Deíoco de Proconeso, Eudemo de Paros, Democles de Figelia, Hecateo de Mileto, Acusilao de Argos, Carón de Lámpsaco y Ameleságoras de Calcedonia. Entre los que son un poco anteriores a la Guerra del Peloponeso y llegan hasta Tucídides, Helánico de Lesbos, Damastes de Sigeo, Semónides de Ceos, Janto de Lidia y otros muchos”. Sobre esta cuestión, vid. L. Pearson, Early Ionian Historians, Oxford, 1939 (reimpr. 1975), pp. 5-7. L. Pearson, Early Ionian Historians, cit., pp. 16-19. L. Pearson, Early Ionian Historians, cit., pp. 8-10.
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determinada y, en general, para su labor docente. Parte de este material podían buscarlo ellos mismos previamente, pero más a menudo preferían recibirlo de manos de “especialistas” como los escritores jonios, para “popularizarlo” a posteriori. De hecho, se ha señalado que es éste uno de los primeros casos de relación entre eruditos y divulgadores de la cultura, que tantos y tan buenos frutos ha producido desde entonces hasta nuestros días31. Así, uno de los temas principales de la enseñanza superior que impartían los sofistas era la explicación moralizante y, en parte, alegórica de los poetas, según podemos comprobar en el Protágoras de Platón. No es extraño que por ese entonces se hayan empezado a plantear cuestiones básicas que requerían indagaciones que bien podrían considerarse como propias de una historia de la literatura. Así, cabe preguntarse si el comentario de uno de estos intérpretes y supuestos expertos en alegorías homéricas, Estesímbroto de Tasos (del Va.C., mencionado en el Ión platónico32), contenía, además, información sobre la vida de Homero. Otras obras, en cambio, nos acercan más al tratamiento sistemático que esperaríamos de una historia literaria. Varios autores se disputan la primacía en este tipo de trabajos. Glauco de Regio, autor igualmente del siglo V a.C.33, ha escrito Sobre los antiguos poetas y músicos (περὶ τῶν ἀρχαίων ποιητῶν καὶ μουσικῶν), donde trata, entre otros, de autores como Terpandro, Arquíloco, Olimpo, Estesícoro y Taletas, planteando cuestiones tales como la prioridad entre la música áulica y la citaródica. Contemporáneo suyo, Helánico de Lesbos, ha recopilado la lista de Los vencedores de las Carneas (Καρνεονῖκαι) en dos versiones, al parecer: una en prosa y otra en verso. Inmediatamente posterior, Damastes de Siego, a quien la tradición, en razón de esta misma proximidad, hace discípulo de Helánico, ha escrito Sobre poetas y sofistas (περὶ ποιητῶν καὶ σοφιστῶν). Y quizá haya que suponer un contenido similar a los escritos que, según la clasificación calimaquea, ha dedicado Demócrito de Abdera, en sus tetralogías décima y undécima, a la poesía y a la música34. De estos autores apenas conservamos unos pocos restos, demasiado fragmentarios para hacernos una idea de conjunto suficientemente fundada. No es de extrañar, por ello, que menudeen las opiniones escépticas en cuanto a su capacidad científica y, también, sobre la verdadera finalidad de sus es-
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Recojo aquí, casi textualmente, algunas ideas vertidas en la introducción a mi edición de Helánico (Helánico de Lesbos, Madrid, 1991, p. 15). Pl.Io 530c. Cf. también X.Smp.3.6. El título de la obra sería ζητήματα ο λύσεις. Vid. al respecto R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, trad. esp., Madrid, 1968, pp. 79-80. D.L.9.38 lo considera contemporáneo de Demócrito. Cf. D.L.9.48.
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critos35. Así, Los Vencedores de las Carneas, de Helánico, se suele considerar, más que un intento de hacer una historia literaria, una obra cronográfica y, de hecho, se la agrupa normalmente con otra del mismo autor, Las Sacerdotistas de Hera en Argos, ya que en ambas ha debido operar del mismo modo: utilizando una lista oficial, ha realizado los cálculos pertinentes para asignar una fecha a cada nombre de la lista (según el cómputo por generaciones36), tras lo cual ha establecido los pertinentes sincronismos con los eventos más importantes de la historia griega. En el caso de Los Vencedores de las Carneas ha recurrido a la lista de los poetas ganadores en este festival espartano: Helánico ha debido fijar la datación del vencedor en cada certamen, añadiendo, probablemente, información local o de acontecimientos relacionados con el autor en cuestión, aunque aquí nos movemos en el terreno de la conjetura, ya que los escasos fragmentos conservados sólo transmiten datos referidos a los poetas vencedores y otros sobre acontecimientos importantes en la evolución de la lírica griega37 (lo cual podría reforzar la posición de quienes ven aquí los inicios de una historia literaria, a lo que hay que añadir que en otras obras de carácter genealógico-mitográfico, como la Forónide o la Atlántide, Helánico había incluido informaciones que bien podrían apuntar en la misma dirección, como la descripción del árbol genealógico de Orfeo hasta llegar a Homero y a Hesíodo38, o la relación que se establece entre los Homéridas de Quíos y el autor de la Ilíada39). La lista no
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Para J. Lens son obras que responden “más a una curiosidad anticuaria que a una auténtica preocupación biográfica” (J. Lens, “Otros historiadores del V y IV”, Historia de la literatura griega, ed. J. A. López Férez, Madrid, 1988, pp. 568-597, esp. 569, n. 4). Helánico ha debido estimar en 40 años la duración de una generación, cantidad que sus sucesores han rebajado, en términos generales, a 33 + 1/3 años. Vid. M. Lang, “The generation of Peisistratus”, AJPh 75(1954)59-73. Así, fr.85 (apud Ath.14.635E): “Que Terprando es anterior a Anacreonte se demuestra a partir de estas consideraciones: Terpandro fue el primer vencedor de las Carneas, como cuenta Helánico en sus obras en prosa y en verso sobre Los Vencedores de las Carneas”; fr.85a (apud Clem.Al.Strom.1.21.131.6): “Ciertamente, también hay algunos que ponen a Terpandro entre los arcaicos. Helánico cuenta que había nacido en tiempos de Midas”; fr.86 (apud Sch. V Ar.Au.1403): “Antípatro y Eufronio dicen en sus Memorables que el primero que estableció los coros circulares fue Laso de Hermíone. Helánico y Dicearco, más viejos, dicen que fue Arión de Metimna: Dicearco en su obra Sobre los agones dionisíacos y Helánico en su obra en prosa sobre Los Vencedores de las Carneas”. Así, fr.5 (apud Procl.ad Hes.Op.631): “Helánico dice en la Forónide que Hesíodo es el décimo en la línea de descendencia de Orfeo”; fr.5a (apud Vit.Hom.Procl.99.20 Allen): “Helánico, Damastes y Ferécides hacen remontar su linaje (sc. de Homero) a Orfeo, pues afirman que Meón, padre de Homero, y Dío, padre de Hesíodo, tienen como ascendencia la siguiente: Apelis, Melanopo, Epifrades, Carifemo, Filoterpes, Idmonidas, Eucles, Dorión y Orfeo”; fr.5b: (apud Certamen 226.19 Allen): “Pues Helánico y Cleantes le dan el nombre de Meón (sc. al padre de Homero)”. Fr.20 (apud Harp.s.u. Ὁμηρίδαι): “Homéridas: ... el linaje de los Homéridas en Quíos ... Acusilao en el libro III y Helánico en la Atlantíada afirman que recibía su nombre del poeta”.
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habrá podido remontarse demasiado en el tiempo, pero sí lo suficiente como para datar los grandes nombres y logros de la lírica griega40. Por otra parte, el interés, que ya en ese mismo siglo Va.C. empezaba a hacerse patente, por las grandes personalidades del momento, vistas no tanto como tipos humanos (que era la perspectiva propia de la tragedia, y también del retrato psicológico que practicaban la retórica y la ética filosófica), sino en su individualidad, continúa en el siglo siguiente con una auténtica literatura de biografías (si bien con presupuestos muy distintos a los del Va.C.41) que, por supuesto, ha tenido su correlato en lo tocante a los escritores y hombres de letras, aunque a menudo haya llegado demasiado tarde para dar respuestas sostenibles desde el punto de vista científico a todas las cuestiones que se podían plantear. De hecho, estos biógrafos, pertenecientes en su mayoría a la escuela de Aristóteles, han tenido que recurrir, como ya sucediera en el siglo anterior, a las viejas leyendas, así como a las conclusiones, a menudo forzadas y erróneas, que sacaban de diversos pasajes de las obras conservadas (así, los poemas de Anacreonte y de Safo proporcionaban materia para hablar de sus asuntos amorosos, o se aducían costumbres corintias para explicar la alusión a las hetairas en los poemas en que Píndaro cantaba a los vencedores corintios42...) y, en fin, a todo tipo de invenciones: la técnica era, desde luego, legítima, pero también muy peligrosa, porque podía inducir a una explotación irresponsable de los documentos literarios. En cualquier caso, no hay que negarle su mérito: todavía en la actualidad constituye una pauta esencial de la investigación en literatura. El resultado de esta actividad es una copiosa producción en la que Momigliano ha intentado separar “el grano de la paja”, en el sentido de que no todos estos escritos se pueden considerar auténticas biografías. Según este autor, de hecho, ni Aristóteles ni sus discípulos inmediatos han producido o concebido biografías de literatos, sino recopilaciones, más o menos sistemáticas y exhaustivas, de anécdotas que, como él mismo reconoce, a menudo cuesta distinguir de la auténtica biografía43. Tal es el caso de las muchas obras de la llamada “literatura περὶ”: Sobre Safo, Sobre Estesícoro, Sobre Píndaro (περὶ Σαπφοῦς, περὶ Στησιχόρου, περὶ Πινδάρου), obras que a priori se tenían por biográficas, cuando, en realidad, no eran más que interpretaciones históricas de pasajes escogidos de un autor clásico, de acuerdo con la explicación propuesta por Friedrich Leo44; el autor más conocido en este 40 41 42 43 44
Vid. al respecto J.J. Caerols, Helánico de Lesbos, cit., p. 13. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 60-61. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 91. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 95 y 98. F. Leo, “Didymos Περὶ Δημοσθήνους”, NGG (1904)254-261. Vid. también R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., p. 266.
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ámbito es Cameleonte de Heraclea, que se ocupó de la práctica totalidad de los grandes poetas desde Homero hasta Esquilo; obras posteriores, como Sobre Demóstenes (περὶ Δημοσθήνους) de Dídimo, ya en el Ia.C., se encuadran en este tipo de literatura. En la misma línea, tampoco considera Momigliano que se pueda hablar de biografía propiamente dicha a propósito de las recopilaciones de anécdotas de los filósofos, utilizadas por los peripatéticos para describir y valorar las diversas escuelas filosóficas. La biografía peripatética como tal tiene su primer cultivador en Aristóxeno de Tarento (IVa.C.)45, autor de “vidas”, βίοι, de Pitágoras, Arquitas, Sócrates y Platón46, compuestas posiblemente con la intención de comparar las doctrinas y estilos de vida de los primeros, a los que parece profesar mayor simpatía (antes que seguidor de Aristóteles, había sido pitagórico), con los otros dos. Siguiendo su pauta, una serie de autores escriben obras carentes por entero de espíritu crítico, como Clearco de Solos (autor de un Encomio de Platón, Πλάτωνος ἐγκόμιον, que difícilmente podríamos considerar como una biografía, por más que tuviera la intención de dar la contrapartida a la imagen negativa que había compuesto Aristóxeno de aquél47), el estadista Demetrio de Falero (al que se atribuye una obra sobre Sócrates titulada, simplemente, Σωκράτης, y otra sobre Demóstenes, que sólo menciona Dionisio de Halicarnaso48), Fanias, o Fenias, de Éreso (autor de una monografía sobre los socráticos que, al estilo de las “vidas” de Aristóxeno, continuaba las tendencias historiográficas de los peripatéticos) y, ya en el IIIa.C., Jerónimo de Rodas (también autor de un tratado Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν). Junto a éstos hay que mencionar autores de mayor peso y autoridad, como Dicearco, discípulo directo de Aristóteles y reputado geógrafo, del que se piensa que redactó biografías de filósofos (Diógenes Laercio menciona una noticia acerca de Platón en un Sobre las vidas, περὶ βίων, atribuido a Dicearco49), así como un tratado sobre Alceo50, y Sátiro de Calátide, autor a medio camino entre los siglos III y IIa.C., que, junto con Aristóxeno, Hermipo y Antígono de Caristo, es citado por San Jerónimo entre los biógrafos griegos que fueron predecesores de Suetonio51. Entre sus muchas biografías (resumidas luego por Heraclides de Lembo, junto con las de Hermipo) las había, ciertamente, de filósofos y de poetas: un papiro publicado en 1912, POxy.117652, nos ha transmitido un fragmento de su biografía de Eurípides, 45 46 47 48
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Vid. supra, p. 9. Fr.47-68 Wehrli. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 99. D.H.Dem.53. Momigliano (Ibid.) considera más probable que tratara algunos episodios de la vida del orador en sus libros sobre retórica. D.L.3.4. Fr.94-99 Wehrli. Hier.Vir.ill. praef.2. Reimpreso en H. von Arnim, Supplementum Euripideum, Bonn, 1913, pp. 1-9.
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construida en forma de diálogo, con abundante uso de material extraído de las obras euripideas, según técnicas que ya venían desde antiguo, como se ha expuesto más arriba; el mismo papiro informa de la existencia de otras dos biografías, de Esquilo y de Sófocles, que posiblemente se encuadraban con la de Eurípides en una obra única53. Los herederos de estos filósofos peripatéticos se encuentran en las escuelas de gramática de las dos grandes bibliotecas del momento, Alejandría y Pérgamo. Sus eruditos han continuado las labores de investigación biográfica, en las que destacan nombres como los de Antígono de Caristo, en Pérgamo, y, en Alejandría, los discípulos de Calímaco, Hermipo de Esmirna e Istro54. El primero de ellos, Antígono, de la primera mitad del IIIa.C., es autor de biografías de filósofos, tanto de su generación como de la inmediatamente anterior, a muchos de los cuales había conocido personalmente55. Hermipo, que vive en torno al 200a.C., ha escrito numerosas biografías de hombres importantes, agrupadas posiblemente por categorías (Sobre los legisladores, περὶ Νομοθητῶν56, Sobre los [siete] sabios, περὶ τῶν σοφῶν57), asignando, dentro de éstas, un libro distinto a cada personaje o escuela (Sobre Pitágoras, Sobre Aristóteles, Sobre Gorgias, Sobre Hiponacte...); se piensa que para ello ha utilizado en gran medida el trabajo previo de Calímaco, especialmente sus Listas (algún autor, como Pfeiffer, considera que la obra de Hermipo no es sino un apéndice de las partes biográficas de las listas calimaqueas58), pero sin despreciar otras fuentes menos solventes, como las interpretaciones forzadas de los textos, lo que, unido a su gusto por lo frívolo y sensacionalista, lo convierte a los ojos de los estudiosos modernos en un autor escasamente valorado59, por más que haya ejercido una influencia cierta sobre escritores como Dionisio de Halicarnaso, Diógenes Laercio o Plutarco. Por último, Istro, reputado polígrafo, es autor de una obra Sobre los poetas mélicos (περὶ μελοποιῶν) y un trabajo específico sobre Sófocles. Andando el tiempo, se recopilarían colecciones de biografías breves a partir del trabajo realizado por los filósofos peripatéticos y los gramáticos. 53
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Vid. al respecto A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 102-3; R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., pp. 275-6. Vid. G. Arrighetti, Poeti, eruditi e biografi. Momenti della riflessione dei Greci sulla letteratura, Pisa, 1987, esp. pp.139-231. Vid. A. Momigliano, Ibid.; R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., p. 436; J. Lens, “Otros prosistas helenísticos”, Historia de la literatura griega, cit., pp. 949-953, esp. 950. Ath.14.619 B. D.L.1.42. En realidad, Hermipo nombra hasta diecisiete que, según Diógenes Laercio, son reducidos a siete por otros autores. R. Pfeiffer, Ob. cit., pp. 237 y 273-274. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 101-102.
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Así, Filodemo, en el Ia.C., y Diógenes Laercio, en el IIId.C., se ocuparon de los filósofos griegos (Ordenación de los filósofos, τῶν φιλοσόφων σύνταξις, e Historia de las vidas y enseñanzas de los filósofos, φιλοσόφων βίων καὶ δογμάτων συναγωγή, respectivamente); Filóstrato, en los primeros años del IIId.C, y Eunapio, ya a finales del IVd.C., se interesan por las principales figuras de la Nueva Sofística (ambos escriben Vidas de los sofistas, βίοι σοφιστῶν); en fin, el Pseudo Plutarco recoge los diez oradores áticos (Vidas de los diez oradores, βίοι τῶν δέκα ῥητορῶν). Afortunadamente, algunas de estas colecciones se nos han conservado (prácticamente, casi todas las citadas; de la obra de Filodemo tenemos sendos índices de los filósofos estoicos y académicos en papiros de Herculano60). Pero, salvo estas excepciones y los datos transmitidos a través de los escolios y de recopilaciones tardías como la Suda o la Crónica de Eusebio, nada más nos ha llegado. Por otro lado, el resultado de las indagaciones de estos autores sobre las más relevantes figuras de la literatura griega se transmitió, con nuevas adiciones, en los resúmenes περὶ τοῦ γένους καὶ βίου que preceden a las ediciones de los autores y en los comentarios a sus obras (como parece haber hecho Aristarco en sus ὑπομνήματα o “comentarios” a Homero, Hesíodo y los poetas líricos61), así como en las grandes obras recopilatorias de escritores tardíos como Herenio Filón de Biblos (de época de Adriano, autor de Sobre la posesión y selección de los libros, περὶ κτήσεως καὶ ἐκλογῆς βιβλίων, quizá una especie de bibliografía detallada de las obras de personajes importantes del pasado), Dioniso de Halicarnaso (no el historiador augusteo, ni tampoco el lexicógrafo Elio Dionisio, con el que se le suele identificar, sino un gramático de época adrianea, autor de una Historia de la música, μουσικὴ ἱστορία, en 36 libros), Rufo (de época desconocida, autor de una Historia del teatro, δραματικὴ ἱστορία, y otra Historia de la música, μουσικὴ ἱστορία) o Hesiquio de Mileto (famoso historiador del siglo VId.C. y autor de un Diccionario, Ὀνοματόλογος ἢ Πίναξ τῶν ἐν παιδείᾳ ὀνομαστῶν, en el que se recogían, a modo de historia literaria, los autores paganos, ordenados cronológicamente por géneros (poetas, filósofos, historiadores...), si bien un resumen posterior los reordenó alfabéticamente; esta obra sería luego fuente fundamental para la Suda). Esta actividad incesante deparó una cantidad ingente de información. No es de extrañar que un contemporáneo de Cicerón, Demetrio de Magnesia, acometiera la tarea de escribir un libro destinado a evitar confusiones entre 60 61
PHerc.1018, 1021. Si bien Pfeiffer piensa que en algún caso lo que nos ha llegado no son propiamente estos comentarios, sino composiciones pertenecientes a la “literatura περὶ”. Tal sería el caso de un papiro del Id.C., o de principios del II (POxy.2506), que trata sobre Alcmán, Estesícoro, Safo y Alceo, donde quizá se mencione expresamente a Aristarco (en fr.6a, lín.6, y fr.79, lín.7; Pfeiffer, Ob. cit., p. 394).
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los homónimos (Sobre los poetas e historiadores homónimos, περὶ τῶν ὁμωνύμων ποιητῶν τε καὶ συγγραφέων, muy utilizada por Diógenes Laercio en sus propias listas de homónimos62). Los destinatarios y usuarios principales de este material eran, por un lado, los propios gramáticos y, por otro, las escuelas de retórica. Hasta el momento, nuestra atención se ha centrado en la literatura biográfica, considerada como una de las vías principales que, llegado el caso, hubieran podido abocar a la aparición y desarrollo de una historia de la literatura griega en los términos en que se la concibe modernamente. No ocurrió así, como hemos visto. Hubo obras, sí, que llevaban por título Historia de..., pero no pasaban de ser meras recopilaciones de autores por géneros, sin planteamiento alguno de carácter general. En época helenística, y en los mismos medios intelectuales que cultivaban la biografía, circuló otro tipo de trabajos más próximos a lo que nosotros entendemos por historia de la literatura. Aquí la primacía corresponde a los eruditos alejandrinos, ya que en Pérgamo apenas sí se llegó a prestar atención a este tipo de estudios. La figura principal es, sin discusión, Calímaco, autor de una magna obra, los 120 libros de las Listas o Πίνακες63, un vasto y exhaustivo catálogo de todos los autores y obras presentes en la Biblioteca de Alejandría64. Se ha pensado que Calímaco, más que inventar, no hizo sino perfeccionar y desarrollar métodos de ordenación que ya se aplicaban en las bibliotecas orientales y, quizá, también en algunas griegas65. En estas Listas se dividía la literatura griega por géneros, y dentro de cada uno de ellos se ordenaban los respectivos autores alfabéticamente; de cada autor se daba un breve resumen biográfico, seguido de una lista de sus escritos, también por orden alfabético, posiblemente con indicaciones breves acerca de su autenti62 63
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Vid. D.L.1.112. En realidad, según la Suda (s.u. Καλλίμαχος), se atribuyen a Calímaco tres Πίνακες: ésta de carácter general, y dos específicas, una de ellas ordenada cronológicamente y limitada a los poetas dramáticos, basada en las didascalias de Aristóteles (Tabla y registro de los poetas dramáticos por orden cronológico y desde el principio, Πίναξ καὶ ἀναγραφὴ τῶν κατὰ χρόνους καὶ ἀπ᾿ ἀρχῆς γενομένων διδασκάλων), y otra de título más confuso (Πίναξ τῶν Δεμοκράτους γλωσσῶν καὶ συνταγμάτων, que los estudiosos interpretan como Tabla de los términos y escritos de Demócrito, entendiendo que Δεμοκράτους está por Δεμοκρίτου), que al parecer no era sino una lista de glosas (R. Pfeiffer, cit., pp. 241-243). En general, vid. R. Blum, Kallimakos und die Literaturverzeichnung bei den Griechen, Frankfurt am Main, 1977. Donde se acumularon entre 200.000 y 490.000 volúmenes a lo largo del siglo IIIa.C., lo que puede dar una idea de la extensión del catálogo calimaqueo (vid. K. Dziatzko, s.u. “Bibliotheken” RE 5[1897]405-424, esp. col.410). R. Pfeiffer, cit., p. 232. No debemos olvidar que la Biblioteca de Alejandría se formó y ordenó siguiendo el modelo de la que constituyera Aristóteles en el Liceo (Str.13.608), y que ya entre los peripatéticos existieron guías para la colección y ordenación de libros. Vid. al respecto T. Kleberg, Buchhandel und Verlagswesen in der Antike, Darmstadt, 1967, p. 20.
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cidad66. Lo dicho es suficiente para comprender que no era éste un mero catálogo de biblioteca, sino algo más, una “bibliografía amplia”, un inventario crítico de la literatura griega (su título completo avala esta idea: Tablas de todos aquellos que se distinguieron en toda clase de literatura y de sus escritos en 120 libros, Πίνακες τῶν ἐν πάσῃ παιδείᾳ διαλαμψάντων καὶ ὧν συνέγραψαν, ἐν βιβλίοις κ᾿ καὶ ρ᾿67), para cuya confección Calímaco hizo uso abundante de los conocimientos que había acumulado la generación precedente en la Biblioteca, al menos en cuanto a los poetas griegos. De inmediato, esta obra se convirtió en modelo obligado para la posteridad (incluso para las Πίνακες anónimas de la biblioteca rival de Pérgamo), de modo que “todos los que necesitaban material biográfico, los que emprendían ediciones de textos, los que escribían sobre cualquier asunto literario tenían que consultar la gran obra, que nunca ha sido reemplazada por otra mejor”68. Sin ella difícilmente se habría avanzado en la elaboración y fijación de los cánones de poetas y prosistas, que tanto proliferaron en la Antigüedad, interviniendo de forma decisiva en el proceso de selección, de preservación y, también, de pérdida de buena parte de la literatura griega y latina. Y cuantas recopilaciones y ordenaciones literarias se hicieron a partir del IIIa.C. dependían, directa o indirectamente, de ella, desde las distinciones entre homónimos que estableciera el mencionado Demetrio de Magnesia a algo tan simple, en apariencia, como las dataciones del floruit de los autores que recoge el elenco epigráfico del Marmor Parium69. Las listas calimaqueas constituyen, junto con el intenso trabajo sobre las didascalias (διδασκαλίαι) desarrollado por Aristóteles y sus discípulos (entre los cuales sobresale el ya mencionado Dicearco, que se había ocupado del contenido de las tragedias y comedias, así como de cuestiones de poesía dramática en diversos escritos sobre festivales en los que se celebraban certámenes poéticos, como Sobre los certámenes dionisíacos, περὶ Διονυσιακῶν ἀγώνων70), la base y fuente principal para las hipótesis (ὑποθέσεις) o resúmenes que precedían a las ediciones de tragedias y comedias dadas por Aristófanes de Bizancio –artífice principal, también, de los cánones que se mencionan más arriba–, posiblemente los restos más valiosos que conservamos de esta labor de edición71. En ellos se daba una breve noti66 67 68 69 70 71
Vid. R. Pfeiffer, cit., pp. 236-241. Sud., Loc. cit. R. Pfeiffer, cit., p. 245. FGrHist 239. Fr.79-84 Wehrli. Sobre las didascalias aristotélicas, vid. más adelante. R. Pfeiffer, cit., p. 345-346; U. von Wilamowitz-Moellendorf, Einleitung in die griechische Tragödie, Berlín, 1907, pp. 145-147. Vid. también F.W. Schneidewin, “De hypothesibus tragoediarum graecarum Aristophani Byzantio vindicandis”, AGWG 6(1853)3-38; A. Trendelenburg, Grammaticorum Graecorum de arte tragica iudiciorum reliquiae, Bonn, 1867; Th.O.H. Achelis, “De Aristophanis Byzantii argumentis fabularum. I-III”, Philologus
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cia sobre el argumento y también sobre la métrica de la obra, seguida normalmente de la didascalia que informaba sobre el festival en que tuvo lugar la representación, el arconte, el vencedor, el actor principal y el segundo título posible, así como una lista de dramatis personae. Del éxito y aceptación de las mismas da fe la enorme cantidad de material de este tipo que nos ha llegado desde la Antigüedad, atribuido en su mayor parte a Aristófanes de Bizancio, si bien parece que existen dos grupos principales: uno más antiguo, posiblemente aristofánico (aunque en muchos casos se trata de hipótesis anónimas), que se caracteriza por aportar abundante información erudita (tratamiento del tema en otros autores, indicaciones sobre la escena, la identidad del coro y del recitador del prólogo, fecha de la primera representación, nombres de los competidores, etc.), posiblemente con la intención de aportar una ayuda eficaz a lectores especializados; otro más reciente, posiblemente del final del período helenístico, en el que sólo se ofrece una descripción del contenido de la obra sin más informaciones adicionales, destinado a lectores menos exigentes, quizá en función de un comercio de libros ya bastante desarrollado72. Es muy posible, por otra parte, que la obra de Calímaco haya servido igualmente a Aristófanes a la hora de establecer su clasificación de los poetas líricos para su posterior edición73. Su interés por las Listas lo corrobora, por último, el hecho de que él mismo redactara una Adición a las Listas de Calímaco, πρὸς τοὺς Καλλιμάχου πίνακας74. A pesar de todo, las técnicas que se empleaban y las obras resultantes estarían más cerca de la moderna biblioteconomía que de la historia de la literatura. Además de las biografías y las recopilaciones bibliográficas, hay un tercer filón de materiales que se recoge y pone por escrito al tiempo que aquéllas (de hecho, uno de sus iniciadores o, al menos, precursores es el propio Aristóteles75, principalmente en su Poética y en el breve diálogo Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν, donde quizá se ofreciera algo parecido a una historia de la poesía) y que corresponde a lo que muy genéricamente podríamos llamar “obras sobre estética literaria” (si bien, como se verá, esta denominación comprende una producción diversa y miscelánea). En ellas, inevitablemente, tenía que manejarse abundante información de interés para una historia literaria, especialmente por la necesidad de remontar a las fuentes y ofrecer abundante material ejemplificador.
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72(1913)414-441 y 518-545, 73(1914-1916)122-153; G. Zuntz, The Political Plays of Euripides, Manchester, 1955, pp. 129-152. R. Pfeiffer, cit., pp. 347-352. Ibid., p. 392. Ibid., pp. 244-245. Cf. D.Chr.Or.53.1: “Aristóteles, con quien, según dicen, empezaron la crítica y la gramática”. Para una crítica de esta idea, vid. R. Pfeiffer, cit., pp.132-133 y 166-180.
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Entre sus numerosos cultivadores hay que mencionar, por el interés “histórico” de los datos que han podido ofrecer, autores como Heraclides Póntico (autor de Sobre Arquíloco y Homero, περὶ Ἀρχιλόχου καὶ Ὁμήρου, Sobre la edad de Homero y Hesíodo, περὶ τῆς Ὁμήρου καὶ Ἡσιόδου ἡλικίας, y Sobre los tres trágicos, περὶ τῶν τριῶν τραγῳδοποιῶν76), a Praxífanes (el “primer gramático” a juicio de Clemente de Alejandría77, autor de un diálogo Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν, en el que presentaba como contertulios a Platón e Isócrates, obra que le valió las críticas de Calímaco en Contra Praxífanes, πρὸς Πραξιφάνη, a lo que hay que añadir noticias dispersas sobre Homero, Hesíodo o el Timeo platónico, si bien no parece que procedan de un comentario seguido), en época augustea, el siciliano Cecilio de Caleacte (autor de un estudio Sobre el carácter de los diez oradores, περὶ τοῦ χαρακτῆρος τῶν δέκα ῥητόρων, y de un tratado acerca del “estilo elevado”, Sobre lo sublime, περὶ ὕψους, que luego sería criticado por el anónimo autor de otra obra de igual título) y Dionisio de Halicarnaso (de cuya prolífica obra sobre retórica y crítica literaria hemos de mencionar aquí su tratado Sobre los oradores antiguos, περὶ τῶν ἀρχαίων ῥητορῶν, y Sobre el carácter de Tucídides, περὶ τοῦ Θουκυδίδου χαρακτῆρος), y, ya en época imperial, en la segunda mitad del IId.C., Hermógenes de Tarso (que escribe dos libros Sobre las formas de estilo, περὶ ἰδέων, inspirándose principalmente en Dionisio de Halicarnaso). No es mucho lo que nos ha llegado de todo ello (el tratado sobre los oradores de Dionisio de Halicarnaso, el Sobre lo sublime de autor anónimo o la obra de Hermógenes), pero al menos permite que nos hagamos una somera idea del tipo de información que se manejaba en estas obras. Por otro lado, desde la época alejandrina ha sido práctica habitual en las escuelas de gramáticos y rétores la utilización de estos análisis estéticos, y así aparece reflejado en los muchos comentarios y exégesis (ὑπομνήματα, συγγράμματα) que componían los propios gramáticos y que han sobrevivido en forma de escolios. En directa relación con todo ello, la cuestión de la μίμησις y los modelos de estilo ha dado lugar a los resúmenes de géneros literarios (así, el libro II de Sobre la imitación, περὶ μιμήσεως, de Dionisio de Halicarnaso, planteaba un estudio de los principales poetas y prosistas dignos de ser imitados), formulados de forma esquemática en los ya citados cánones78. La idea de hacer 76
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Cf. D.L.5.87-88. Heraclides Póntico fue un autor especialmente prolífico: Diógenes Laercio menciona hasta 47 títulos. Clem.Al.Strom.1.16.79.3. Vid. L. Radermacher, s.u. “Kanon”, RE 10(1919)1873-1878. El término “canon” es de creación reciente, ya que fue utilizado por vez primera en el siglo XVIII por Ruhnken en su Historia critica oratorum graecorum. En los textos griegos se encuentra el verbo ἐγκρίνειν; en consecuencia, los autores seleccionados son denominados ἐγκριθέντες (Pl.R.377c, Iambl.VP 18.80, Sud. s.u. Δείναρχος, Πυθέας, Phot.Bibl.20b25). En latín no ha prosperado la propuesta de Quintiliano a favor del término ordo (10.1.54, 85), y ha prevalecido el ciceroniano classis
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una especie de criba en la literatura griega es, desde luego, anterior al período helenístico (aunque no parece que en la Grecia de los siglos VI y Va.C. hubiera listas de “autores escogidos para ser leídos en la escuela”), pero, según Pfeiffer, la fijación de un número limitado de autores tenidos como representativos de cada género no remonta más allá de Aristóteles79. Es probable que, a partir de este momento, la idea de una selección de autores por cada género se consolidara: a ello apunta el que Heraclides Póntico haya zanjado el debate sobre la preeminencia de los tres trágicos atenienses en su obra Sobre los tres trágicos80. Sea como fuere, la figura fundamental en este campo es, de nuevo, Aristófanes de Bizancio81, que sobre todo se ocupó de los líricos (cuyo número de nueve resulta relativamente grande en comparación con otros géneros), aunque también se ha apuntado la posibilidad de que el canon de los poetas se deba a Calímaco. Rápidamente se formaron listas canónicas de poetas épicos, trágicos y cómicos, así como de escritores en prosa: oradores (el primer canon de los diez oradores aparece en la obra de Cecilio de Caleacte que mencionábamos más arriba, si bien no podemos descartar la intervención temprana de Aristófanes de Bizancio y Aristarco82), historiadores, filósofos83. Los testimonios son numerosos, incluso en ámbito latino (donde tenemos excelentes ejemplos en Cicerón y Quintiliano)84. Lógicamente, uno de los campos en que estas listas tuvieron más éxito fue el de la enseñanza, como atestigua el libro X de las Institutiones Oratoriae de Quintiliano. Pero su valor e importancia, como ya señalábamos anteriormente, se calibra ante todo en función de la conservación o pérdida de las obras literarias de la Antigüedad. Los autores seleccionados eran objeto de atención por parte de los especialistas, se los estudiaba (πραττόμενοι85), eran leídos en las escuelas y en los ambientes cultos, sus textos se copiaban una y otra vez. Así, la inclusión en una de estas listas podía suponer –y así ocurrió
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(Acad.2.73) y el correspondiente classici, que luego retomarían los eruditos del Renacimiento (empezando por Beatus Rhenanus en su Briefwechsel, en alusión a “los escritores de primera clase”; en España tenemos un ejemplo temprano en Fonseca, Ep.2003.33). Sobre todo ello, vid. R. Pfeiffer, cit., p. 148 y n.17; G. Luck, “Scriptor Classicus”, CompLit 10(1958)150-158; R. Häussler, “Il classico: l’autore classico e la classicità”, Vichiana 3ª ser. 2(1991)144-161. R. Pfeiffer, cit., pp. 91-94 y 142-143. Vid. Arist. Poet.1459b16. Fr.179 Wehrli. Cf. Quint.10.1.54. Vid. J. Brzoska, De canone decem oratorum atticorum quaestiones, Breslau, 1883; P. Hartmann, De canone decem oratorum, Gotinga, 1891; A.E. Douglas, “Cicero, Quintilian and the canon of ten Attic orators”, Mnemosyne 9(1956)30-40. Resulta problemático determinar qué criterios se seguían para hacer tales selecciones. Se ha pensado que estos críticos no hacen otra cosa que reflejar los gustos populares. Con todo, la confusión que se da en las listas de época bizantina impide una reconstrucción fiable del proceso. Vid. al respecto R. Pfeiffer, cit., p. 369; O. Kroechnert, Canonesne poetarum, scriptorum, artificium per antiquitatem fuerunt?, Koenigsberg, 1897. Sch. D.T.21.187 Hilgard.
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en muchos casos– una garantía de preservación, en tanto que los excluidos (y muchos recogidos a primera hora se verían luego “desplazados” con la aparición de nuevos “elegidos”) difícilmente podían esperar que sus obras llegaran a las generaciones posteriores. Hay que mencionar, asimismo, las recopilaciones o συναγωγαί elaboradas por los peripatéticos (siempre por instigación del fundador de la escuela), en las que se describía la historia de los dogmas de la filosofía, así como la progresión de las diversas ciencias (retórica, medicina, geometría). La más conocida e influyente de estas compilaciones fue la que elaboró en 16 libros el sucesor de Aristóteles al frente del Liceo, Teofrasto, titulada Opiniones de los físicos, φυσικῶν δόξαι, fuente primera y principal de la doxografía filosófica y auténtico esbozo de una historia de la filosofía: de acuerdo con Schmid - Stählin, con ello quedaban sentadas las bases para una historia de la literatura científica, al menos en lo tocante al contenido86. Algo parecido se podría decir para la literatura en general a propósito de las numerosas obras que a lo largo del período helenístico se escribieron sobre el tema del plagio, περὶ κλοπῆς, ya que en cierto modo implicaban una visión de conjunto de la literatura griega y de las relaciones de dependencia existentes entre los escritores, por más que éstas fueran malentendidas como plagios87. Para finalizar esta parte primera dedicada a la literatura griega en la Antigüedad, es preciso hacer referencia a un ámbito ajeno a los ambientes eruditos en que nos hemos movido hasta ahora. Tenemos abundantes testimonios epigráficos que documentan la existencia en santuarios y ciudades (de forma especial, en Atenas) de listas oficiales de vencedores en certámenes líricos y dramáticos. Lo más probable es que para su elaboración encontraran sus fuentes principales en trabajos previos realizados por Aristóteles y sus discípulos en archivos oficiales: tal es el caso de la lista de los vencedores en los Juegos Píticos88, para la que aquél hizo uso de los archivos de los sacerdotes de Delfos; otro tanto hay que decir de las didascalias, documento básico para la cronología de la poesía dramática, que Aristóteles confeccionó consultando los archivos de los arcontes atenienses89. Entre los ejemplos más 86 87 88
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Schmid - Stählin, p.27. Vid. E. Stemplinger, Das Plagiat in der griechischen Literatur, Leipzig-Berlín, 1912. Fr.615-617 Rose. Es probable que también confeccionara una lista de vencedores en los Juegos Olímpicos. Aunque el nombre, διδασκαλίαι, se aplicaba, como ya se ha dicho, a las inscripciones particulares que conmemoraban la victoria, con anotación del nombre del arconte, los poetas competidores y sus obras, y, por último, los protagonistas y el actor victorioso. Pero estas inscripciones dependían, en último término, de la misma lista oficial de los arcontes. Cabe pensar que el libro de Aristóteles (Didascalias, Διδασκαλίαι, aunque también se mencionan otras dos obras del mismo tenor, Sobre las tragedias, περὶ τραγῳδιῶν, y Victorias dionisíacas, Νῖκαι Διονυσιακαί) ofrecía más información que las inscripciones. Vid. R. Pfeiffer, cit., pp. 155-156; A. Wilhelm,
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conocidos de este tipo de inscripciones hay que citar el ya mencionado Marmor Parium, fechado en 264a.C., de carácter aparentemente didáctico, que por su contenido nos acerca más que ningún otro epígrafe a la idea de historia literaria90. La literatura latina presenta un panorama bastante más pobre que la griega. Para empezar, tenemos noticias de que durante el período republicano algunos autores han compuesto poemas que, al parecer, se acercan por su contenido a lo que podría ser una historia de la literatura. El más conocido es obra de Accio, autor del siglo IIa.C. muy influido por la cultura alejandrina. Lleva por título Didascalica y se piensa que era algo así como una poética, una teoría del arte, según los modelos griegos, pero también algo más que eso, ya que se ocupaba de cuestiones tales como la cronología de los poetas (en el libro I se intenta argumentar la idea, ya planteada por los pergamenos, de que Hesíodo fue anterior a Homero), problemas de autenticidad (centrados en las comedias de Plauto) y, en general, historia literaria, al menos en relación con el teatro griego y latino91. Siguiendo la estela de Accio, otros dos poetas, también del IIa.C., escribirán sendos poemas sobre el mismo asunto. No conocemos el título del de Porcio Lícino, autor de la segunda mitad del siglo: sabemos que estaba compuesto en tetrámetros trocaicos, y que versaba sobre la historia de la poesía romana, cuyos orígenes, según el autor, estarían en Livio Andronico92. El tercero, Volcacio Sedígito, ya a finales del IIa.C., autor illustris in poetica, como lo describe Plinio93, escribió De poetis en senarios94. Todos los fragmentos conservados transmiten datos relativos a la palliata; no sabemos si el poema se ocupaba únicamente de la comedia latina o abarcaba también otros géneros. Por lo demás, en él se trataban aspectos tales como la biografía de los poetas, problemas de autenticidad (en los fragmentos 3 y 4 se plantea la idea de que el más joven de los Escipiones pudo haber participado o colaborado en la composición de algunas obras de Terencio; no falta el preceptivo tratamiento de la cuestión de las
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Urkunden dramatischer Aufführungen in Athen, Viena, 1906 (reimpr. 1965); G.J. Jachmann, De Aristotelis didascaliis, Gotinga, 1909; F.R. Adrados, Fiesta, Comedia y Tragedia, Barcelona, 1972. Los datos que contiene son muy diversos, aunque invariablemente remiten al ámbito biográfico, ya que informa sobre las fechas de nacimiento, floruit o muerte de los numerosos autores que cita, así como de los años en que éstos lograron sus victorias. Cf. al respecto O. Immisch, “Zu Callimachus und Accius”, Philologus 69(1910)59-70, esp. 6670. En Christ - Schmid - Stählin, p. 8, n. 2, se plantea la posibilidad de que esta obra no sea más que un trabajo de recopilación y resúmenes al modo de la Crestomatía de Proclo (vid. infra). Cf. Gell.17.21.45. Plin.HN 11.244. Vid. V. Brugnola, “Intorno al canone di Volcacius Sedigitus”, RFIC 36(1908)111-117.
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comedias plautinas95) y de crítica literaria. Además se daba un canon de los diez autores romanos de palliata96. En todo ello es evidente la influencia de la erudición alejandrina. Otra línea igualmente importante, continuadora también de modelos helenísticos, es la de las obras de contenido biográfico. En Roma su evolución presenta ciertas características singulares; especialmente, el profundo nacionalismo y “chauvinismo” con que se escriben las biografías. El complejo de inferioridad de que tantas veces se ha hablado cuando se plantea la cuestión de las relaciones culturales entre griegos y romanos, ha encontrado una de sus vías naturales de escape en la elaboración de las vidas de hombres ilustres, un terreno en el que los romanos, a la vista de los acontecimientos, se consideraban en condiciones de medirse con cualquier otro pueblo: la σύγκρισις, la comparación entre personalidades parejas de dos naciones distintas, que ha encontrado en las Vidas Paralelas de Plutarco su expresión más lograda, fue utilizada muy a menudo por los autores romanos. En el prefacio a su De uiris illustribus, Jerónimo menciona entre quienes le antecedieron en la composición de este tipo de obras, “de los latinos, a Varrón, Santra, Nepote e Higino”, apud Latinos Varro, Santra, Nepos, Hyginus. Pues bien, todos ellos se han interesado, de una u otra forma, por cuestiones que afectan a la historia de la literatura latina. Del primero, Varrón, hablaremos más adelante, ya que su estatura intelectual y su ingente actividad reclaman un tratamiento aparte. Santra, mencionado en segundo lugar, es, como Nepote, un hombre del siglo Ia.C., del final del período republicano, época en la que la biografía parece haber gozado de enorme popularidad en Roma. En su obra, Santra se ha ocupado de poetas y oradores: se sabe que mencionaba a Terencio, y que trató acerca del origen del estilo “asianista”. Los azares de la transmisión textual han hecho de Nepote, a pesar de su mediocridad e incompetencia97, la gran figura de la biografía republicana. Escribió, al parecer, dieciséis libros de Vidas de hombres ilustres: los cuatro primeros se ocupan de reyes y generales, los restantes versan sobre jurisconsultos, oradores, poetas, filósofos, historiadores y gramáticos, según el esquema ya descrito que contrapone cada dos libros los representantes griegos con los romanos. De todo ello sólo nos ha llegado el libro III, Sobre los generales famosos de las naciones extranjeras, y, del libro XIV, Sobre los 95 96 97
Cf. Gell.3.3.1. Cf. Gell.15.24. “Pigmeo intelectual” lo llama Horsfall (N.C. Horsfall, “Época tardía de la República. XIV. Prosa y mimo”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, ed. E.J. Kenney - W.V. Clausen, trad. esp., Madrid, 1989, pp. 315-329, esp. 325). Una visión más benévola en A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 123.
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historiadores latinos, algunos fragmentos y dos “vidas” abreviadas, las de Catón y Ático. Aparte de esta magna colección, también se le atribuye una biografía de Cicerón y otra de Catón98. Si hemos de juzgar por lo que nos ha llegado, no se puede decir que Nepote se interesara en demasía por los aspectos literarios: en las biografías de Catón y Ático apenas se dedica un capítulo a tratar su actividad como escritores. Higino pertenece ya al período propiamente augusteo: fue, de hecho, prefecto de la Biblioteca del Palatino. En su De vita rebusque inlustrium virorum99 debió de incluir, siguiendo la costumbre de sus antecesores, noticias o datos sobre cuestiones de historia literaria, aunque los fragmentos conservados nada aportan en esta dirección100. En cualquier caso, es significativo que también se atribuyan a este autor obras de crítica literaria, como un Comentario al Propempticon Pollionis de Helvio Cina y otro Comentario a Virgilio101. En pleno período imperial, Suetonio es la gran figura de la biografía en lengua latina. Además de su obra más conocida, Vida de los Césares (De vita Caesarum), recogía en De viris illustribus numerosas biografías breves, escritas con un estilo árido, de nombres ilustres en la literatura y en la educación, posiblemente ordenadas por géneros (poetas, oradores, historiadores, filósofos, gramáticos y rétores). De todo ello se nos ha conservado parcialmente la última sección, De grammaticis et rhetoribus, así como algunas vidas De poetis (Terencio, Horacio, Lucano). Por lo que se puede deducir de esos textos, Suetonio ha llegado a esbozar la historia de los estudios gramaticales y de retórica en Roma. La importancia de esta obra es indiscutible: San Jerónimo le debe la mayor parte de los datos sobre historia literaria que utiliza en su adaptación de la Crónica de Eusebio, y nuestros propios conocimientos sobre las biografías de numerosos autores romanos dependen en gran medida de él. En fin, lo que Cicerón ofrece en el Brutus no es una mera recopilación de vidas de oradores, sino un intento más ambicioso: toda una historia del género literario de la oratoria, incluida la parte griega, que se estructura como una serie continuada de biografías, pero según un esquema dialogado que posiblemente tenga su modelo en obras como la de Sátiro, mencionada más arriba102. Se podría decir que con ello Cicerón se acerca notablemente al tipo de trabajo que aquí se busca, dado que esa exposición de datos según un orden cronológico responde a una idea general, un objeto final que informa el tra98 99
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Cf. Gell.15.28.1. Gell.1.14.1. En Asc. Pis.52 se cita un De viris claris que algunos, como Leo (Die griechischrömische Biographie nach ihrer litterarischen Form, cit., p. 138), tienen por una obra distinta. Cf. Gell.1.14.1, 6.1.2. Cf. Char.1.134.12 Keil; Gell.1.21.2. Vid. supra, p. 16.
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bajo; ahora bien, dicho objeto no depende de planteamiento literario alguno, sino que, expuesto con la calculada ambigüedad que es norma en Cicerón, se mueve en todo momento entre la mera curiosidad, el puro placer de saber, y cierta protesta muda y soterrada por la desaparición de las libertades públicas, sin olvidar ese característico prurito de vanidad que le llevaba a verse a sí mismo, sugiriéndolo también a los demás, en la cima de esta historia de la oratoria. Es más: muchos de los nombres que cita apenas son nada más que eso, nombres, a la vista de la raquítica información que proporciona sobre su biografía. No hay análisis ni valoraciones personales –pero sí tomas de partido en cuestiones y asuntos que le resultaban de particular interés, a menudo desde una perspectiva nacionalista–, tan sólo un permanente empeño por catalogar y etiquetar, más propio de un grammaticus, un profesor, que de un crítico de la literatura103. Sea como fuere, Cicerón nos ha brindado con ello una valiosísima visión de conjunto de la oratoria en Grecia y, sobre todo, en Roma. Páginas atrás, nos hemos referido a la estatura intelectual de Varrón: quizá sea una exageración ponderar en tales términos a este polígrafo. Ciertamente, su actividad fue incesante, y el fruto de todo ello es una obra de grandes proporciones. Pero Varrón, y en esto no se diferencia de los restantes eruditos romanos, adolece de graves defectos de método y, sobre todo, de sensibilidad, particularmente cuando se adentra en discusiones sobre crítica literaria, lengua, métrica o técnicas retóricas (lo que no le ha impedido implicarse decididamente en cuestión tan controvertida como la de la autenticidad de las comedias plautinas y establecer el catálogo definitivo de las veintiuna canónicas, catálogo que permanece inalterado hasta el día de hoy). De cualquier manera, hay que reconocerle su primacía entre los eruditos romanos, algo que ya sus propios contemporáneos hicieron y que las generaciones siguientes confirmaron tomando de él modelos, datos, etc. Por lo que hace a la cuestión que nos ocupa, de las más de seiscientas obras que, según la tradición, dejó escritas a su muerte (de todo lo cual apenas nos ha quedado más que su tratado De lingua Latina, y aun éste incompleto, y la monografía De re rustica), no más de cinco parecen haber tratado temas que interesaran a la historia de la literatura en Roma. En primer lugar, los quince libros de Hebdomades o De imaginibus contenían hasta setecientos retratos de grandes personajes griegos y romanos, entre los cuales había no pocos filósofos y poetas, con inclusión de epigra103
La misma impresión se obtiene cuando se leen los excursos que dedica en De oratore (2.93.95) y Orator (28-32) a los oradores griegos. Vid. M. Winterbottom, “Crítica literaria”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., pp. 48-67, esp. 60-61; A.E. Douglas, “Cicero, Quintilian and the canon of ten Attic orators”, cit.; Id., “Oratorum aetates”, AJPh 87(1966)290-306; G.V. Summer, The orators in Cicero’s Brutus. Prosopography and Chronology, Toronto, 1973.
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mas y breves notas biográficas. Esta obra se inscribe, naturalmente, en la tradición biográfica romana de la que hemos venido hablando. Por otra parte, Varrón desarrolló diversos estudios de carácter literario que se acercan de una u otra forma a la perspectiva que aquí se investiga. A este respecto, cabe la posibilidad de que De antiquitate litterarum fuera una auténtica historia de la literatura o, al menos, de sus orígenes, pero nada seguro podemos decir al respecto. Otras obras acotan el campo de estudio: en De poetis se ofrece un catálogo de los poetas romanos desde Livio Andronico a Accio; De scaenicis originibus plantea una historia del teatro romano en la que se presta especial atención a las relaciones entre el drama griego y el que se desarrolla en Italia y, particularmente, en Roma; por último, se ha sugerido la posibilidad de que De actionibus scaenicis no fuera sino un catálogo de didascalias de obras teatrales romanas, según los modelos griegos. Se piensa que, al igual que Aristófanes de Bizancio para la literatura griega, Varrón es el gran responsable del establecimiento de los cánones literarios romanos. No hay entre los restos que conservamos datos fehacientes que avalen esa idea, pero sí es muy posible que en De poetis se propusiera algún tipo de lista de autores principales (en este sentido apunta el que en un fragmento de uno de sus tratados de gramática, De sermone latino, se compare a Terencio con Cecilio104). Además de los modelos griegos, ya se había producido algún intento en lengua latina: el mencionado De poetis de Volcacio Sedígito. Con ello entramos en la tercera vía a considerar para los estudios de historia literaria: la de los cánones de autores. Aquí la figura señera es, sin lugar a dudas, Quintiliano, pero no debemos olvidar otros autores, como Veleyo Patérculo, que en los capítulos XVI a XVIII del libro I de su Historia Romana ha incluido los cánones, griegos y latinos, de los diversos géneros literarios105. En su Institutio oratoria, Quintiliano ha descrito exhaustivamente la educación ideal del futuro orador, desde sus primeros años hasta la madurez. En este plan, las lecturas ocupan un lugar destacado, ya desde los estadios iniciales. De acuerdo con el programa descrito por Quintiliano, en la escuela del grammaticus se debe leer a Homero, Virgilio, tragedias y también textos seleccionados de los poetas líricos106; con el rétor se empezará por Cicerón y Livio107; y, ya en las fases últimas de formación, se propone un amplio abanico de autores griegos y latinos, que es el que aquí nos interesa108.
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Fr.40 Funaioli. Además, son numerosas las alusiones a la existencia de tales cánones entre los autores latinos. Cf. Hor.Sat.1.30.34-35, Sen. Ep.1.27.6. Quint.1.8.5-6. Quint.2.5.19-20. Quint.10.1. Vid. al respecto J. Cousin, Études sur Quintilien. I, París, 1935, pp. 541-583.
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La utilidad de estas lecturas, al menos de las que prevé para ese período final de la enseñanza retórica, estriba en proveer al futuro orador de la “facilidad”, la soltura y el hábito de hablar en público que los griegos llaman ἕξις109. A ellas ha dedicado Quintiliano los capítulos I y II del libro X de la Institutio: la lista de los autores que se deben leer, una auténtica “biblioteca básica del orador”110, se encuentra en el primero111. La clasificación se atiene a pautas conocidas: en primer lugar se recogen los autores griegos112 y, tras éstos, los latinos113; dentro de cada grupo se procede por géneros (poetas, historiadores, oradores y filósofos), de los que se ofrecen los autores más representativos, ordenados según su importancia114, aunque este último concepto, al menos en el caso de los latinos, es un tanto laxo, ya que a Quintiliano, más que los méritos del autor, parece preocuparle su pertinencia para la enseñanza, su valor educativo. De hecho, los comentarios y juicios de valor que hace de cada uno de los autores recogidos en su lista tiene una intención didáctica, y no hay el más mínimo atisbo de crítica literaria: se trata de señalar al alumno aquellos aspectos de cada escritor a los que debe prestar atención. En cuanto a la selección de los autores, Quintiliano ha optado por una vía intermedia entre la postura de atenerse en exclusiva a las autoridades antiguas y la de desechar todo lo que no sea nuevo y contemporáneo115; afirma, igualmente, que sólo ha recogido los escritores más destacados en cada género116, lo que no impide que la lista sea bastante extensa. Cabe preguntarse, sin embargo, si Quintiliano ha actuado con la independencia que nos dice a la hora de hacer esa selección. No cabe duda de que las listas, los cánones, ha debido encontrarlos en una serie de fuentes, manuales, antologías... de las que se ha hablado largamente hasta el momento. Para los autores griegos es posible que, como mínimo, dependa, directa o indirectamente, de autores como Aristófanes de Bizancio, Aristarco o Cecilio de Caleacte, siquiera porque el propio Quintiliano indica en diversas ocasiones que los conoce117; se ha señalado, además, la existencia de numerosas coincidencias con el tratado
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Quint.10.1.1. Cf. Cic.Inu.1.36, 2.30, D.H.Comp.1.7, Arist. EN 1103a31. En expresión de J. Cousin (Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, París, 1979, p. 6). Quint.10.1.46-131. Quint.10.1.46-84. Vid. P. Steinmetz, “Gattungen und Epochen der griechischten literatur in der Sicht Quintilians”, Hermes 92(1964)454-466. Quint.10.1.85-131. Vid. por ejemplo Quint.10.1.85-86. Quint.10.1.44. Quint.10.1.45. Quint.9.1.12, 10.1.54, 59.
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Sobre la imitación, περὶ μιμήσεως, de Dionisio de Halicarnaso118, así como con las listas de oradores griegos dadas por Cicerón119. El hecho es que Quintiliano ha debido disponer de abundante literatura sobre cánones de autores griegos. Por lo que hace a los latinos, estamos peor informados, pero es de suponer que, si bien sus posibilidades de autonomía aumentaban, no por ello habrá dejado de hacer uso de listados elaborados previamente, listados que existían (desde fecha tan temprana como finales del siglo IIa.C., si recordamos el canon de la palliata de Volcacio Sedígito) y se encontraban en circulación, como lo demuestra el caso ya citado de Veleyo Patérculo, medio siglo antes. Más arriba se hablaba del nacionalismo que impregna la literatura biográfica en lengua latina, expresado en la comparación entre autores griegos y latinos. Algo de ello se da también en los cánones de Quintiliano, pero no en lo tocante a los autores, como a menudo se ha pensado120, sino en cuanto a los géneros121: para Quintiliano, los griegos tienen la preeminencia en la poesía elegíaca y yámbica, en la comedia y en la filosofía122, en tanto que los romanos dominan en la sátira123 e igualan a aquéllos en la historia y la oratoria124. No es casual que nuestra mejor fuente –en razón de su extensión, fundamentalmente– para el conocimiento de la “literatura de cánones” en la Antigüedad sea un texto escrito por un profesor de retórica, con un propósito eminentemente didáctico. El de la enseñanza era uno de los campos más importantes, si no el principal, en que podían encontrar aplicación estas listas. Tres siglos más tarde, a finales del IV, otro gramático, Arusiano Mesio, da un catálogo de exempla elocutionum extractado de tan sólo cuatro autores, posiblemente los que solían ser leídos en la escuela: Virgilio, Salustio, Terencio y Cicerón125, la quadriga Messii en palabras de Casiodoro126. La nómina, como se ve, había quedado drásticamente reducida. De esta forma se ilustran los azares y vaivenes que caracterizaron la elaboración y “fijación” de los dichos cánones. De hecho, ni siquiera la inclusión de un escritor 118
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No en vano, se trata, como el propio Quintiliano argumenta, de proponer a estos autores como modelos para la imitación (10.2.1). Vid. J. Cousin, Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, cit., pp.18-19. Especialmente, con De or.3.28-32. Vid. L. Mercklin, “Der Parallelismus im 1. Kapitel des 10. Buches des Quintilians”, RhM 19(1864)1-32; M. Winterbottom, “Crítica literaria”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., p. 50. J. Cousin, Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, cit., pp. 21-23. Quint.10.1.93, 96, 99, 123. Quint.10.1.93. Quint.10.1.101, 105. Arus.7.449-514 Keil. Cassiod. Inst.1.15.7.
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en una de estas listas se podía considerar una salvaguarda segura cuando su objeto era educativo: por regla general, los autores que eran leídos por su forma eran tratados con respeto, en tanto que aquellos otros que interesaban por el contenido (como los tratados de gramática, agricultura, cocina, etc.) a menudo eran resumidos, o alargados, a voluntad del maestro de turno. Esto se acentuó con el paso del tiempo: es de sobra conocido el auge que alcanzaron en la Antigüedad tardía los epítomes y resúmenes, lo mismo con intención educativa que divulgativa, una de cuyas más ilustres víctimas fue Livio. Aunque fuera ya del ámbito temporal en que se mueve esta segunda parte, puede resultar de utilidad hacer un muy somero repaso de la situación en la Antigüedad tardía y, también, en la Edad Media, ya que aquí culminan, o bien encuentran su expresión última, aunque no la más lograda, algunas de las vías que hemos ido describiendo anteriormente. Por lo que hace a la literatura griega, nuestra atención debe centrarse en Bizancio127. Sabemos, en primer lugar, que se han realizado numerosos resúmenes de obras griegas. De todo ello conservamos algunos excerpta ya de época constantiniana, pero la mayor parte corresponde al período bizantino. La Crestomatía que se atribuye al neoplatónico del siglo Vd.C. Proclo128 es un compendio literario en cuatro libros, consagrado fundamentalmente a la poesía griega. Al parecer, tras una introducción sobre estética literaria, se discutían los géneros de la poesía y, a continuación, se enumeraban los autores de más relevancia en la épica y la lírica (distinguiendo entre poesía elegíaca, yámbica y mélica). La Biblioteca o Μυριοβιβλίον del patriarca constantinopolitano Focio (IXd.C.), la obra más importante de toda la literatura bizantina según Wilson129, es un enorme catálogo de resúmenes de obras: sus doscientas ochenta secciones corresponden a otros tantos libros leídos y resumidos por Focio, al modo de las hipótesis de los filólogos alejandrinos; por regla general se limita a dar los datos indispensables sobre el contenido, más la indicación del autor y el título, pero no es raro encontrar resúmenes más extensos, en los que se incluyen juicios críticos (sobre el estilo, problemas de autenticidad, interpretaciones alegóricas, problemas textuales...), en términos que recuerdan las modernas reseñas de libros. Focio se interesa más por la literatura cristiana que por la profana, y en lo tocante a géneros, prima los de la prosa, especialmente, los historiadores. Un siglo después, el ilustrado emperador Constantino VII Porfirogénito ordenaría una recopilación de excerpta de libros de contenido histórico; de los cincuenta y tres libros de 127 128 129
Vid. N.G. Wilson, Filólogos bizantinos, trad. esp., Madrid, 1994. También se piensa en un gramático del IId.C. N.G. Wilson, cit., p. 139, vid. en general pp. 138-163; J. Schamp, Photios, historien des lettres. La Bibliothèque et ses notices bilbiographiques, París, 1987.
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que constaba la obra, sólo nos han llegado cuatro, pero gracias a ello se han transmitido pasajes significativos de historiadores tan importantes como Polibio, Diodoro Sículo o Dión Casio. También se pueden añadir los florilegios y selecciones de textos de autores antiguos, a menudo para uso escolar, tales como la Antología, Ἀνθολόγιον, de Juan Estobeo (Vd.C.), dedicada tanto a la poesía como a la prosa (filosofía, historia, oratoria y medicina), que sirvió de base a muchos florilegios bizantinos; o colecciones de versos sueltos como las Máximas o μονόστιχα de Menandro, de dilatada vida a lo largo de toda la Antigüedad. De Juan Tztezes, erudito bizantino del XIId.C., sabemos que escribió en el período entre 1135 y 1170 un total de 107 cartas en las que trata, entre otros, temas de historia literaria; además, ha compuesto pequeños resúmenes sobre los diversos géneros poéticos. Por último, la Suda, una obra anónima del Xd.C., es lo que se ha llamado el “primer diccionario enciclopédico”, en el que se ofrece abundante información de carácter lexicográfico, enriquecida con citas literarias y datos sobre los autores, tanto de carácter biográfico como sobre sus obras. Una de sus fuentes principales es el Ὀνοματόλογος de Hesiquio. En cuanto a la literatura latina, en la Edad Media se ha intentado fusionar el esquema de los diálogos ciceronianos con las informaciones biográficas de Suetonio y San Jerónimo. Los autores se clasifican y dividen en eclesiásticos y profanos, siguiendo los consejos de Casiodoro en sus Instituciones: en general, la atención se centra sobre los primeros, en tanto que los profanos son estudiados en contadas ocasiones, situación que se mantuvo hasta la aparición de la Historia de la literatura como disciplina consolidada. Tal es el caso en el Dialogus super auctores sive Didascalon de Conrado de Hirsau (ca. 1070-1150)130. Llegado el momento de valorar esta actividad milenaria desde la perspectiva de una Historia de la literatura, hemos de remitirnos a lo dicho al comienzo del presente capítulo. Hay que convenir con Schmid - Stählin131 en que nunca hubo en la Antigüedad una visión de conjunto de la Historia de la literatura griega (al menos, tal y como se concibe modernamente) ni nadie que acometiese esta tarea132; otro tanto cabe decir para la latina. Pero sí son numerosos los indicios de que ya en la Antigüedad se empezaba a sentir la necesidad de mirar hacia el pasado desde una perspectiva global y unificado130
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Ed. de G. Schapss, Würzburg, 1888. V. Rose (Verzeichnis der lat. Hdschr. des k. Bibl. zu Berlin 1[1893]137) niega la existencia de este Conrado, y piensa que el autor del diálogo ha vivido en el siglo XIII. Schmid - Stählin, p. 28. A lo sumo, se nos dice, lo que más se podría acercar al concepto actual de Historia de la literatura es la Crestomatía de Proclo (Schmid - Stählin, p. 27).
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ra, que explicara el presente a partir de una evolución, una progresión en el tiempo. Esa necesidad también se daba, por lo que hemos podido ver, en el campo de la literatura. Toda esta actividad ha estado en manos de eruditos, en el sentido más amplio del término: filósofos, historiadores, bibliotecarios, profesores de gramática y retórica... Ahora bien, estos historiadores no son tales, al menos a ojos de los antiguos: entre ellos priman los autores de biografías y, en los primeros tiempos, los logógrafos y anticuarios. Lo que ellos escribían, como hemos visto, no se consideraba en la Antigüedad verdadera historia, sino otro tipo de literatura, por más que tuviera innegables puntos de contacto con aquélla. Si se pasa revista a las principales vías por las que, según hemos visto, se desarrollan las diversas aproximaciones a la historia de la literatura, observamos que se trata de campos y facetas que corresponden de lleno a la esfera de intereses de los anticuarios: la principal, como queda dicho, es la biografía, que alcanzó notable popularidad entre griegos y romanos; en segundo lugar, las listas bibliográficas que se inician con las Πίνακες de Calímaco enlazan sin problemas con la afición al coleccionismo y a los inventarios de los logógrafos jonios y de sus continuadores peripatéticos y, más tarde, alejandrinos; también hemos mencionado las listas y crónicas oficiales de vencedores en diversos festivales, representaciones teatrales, etc. que había en no pocas ciudades y santuarios griegos, material de archivo que fue muy utilizado por los anticuarios y, a su vez, se sirvió ampliamente de los trabajos de éstos. No hay, en cambio, correspondencia en el campo de la anticuaria para las obras de teoría y crítica literaria y, en especial, para el desarrollo que las aproxima a la Historia de la literatura, los cánones de autores por géneros. Si ni griegos ni romanos llegaron a plantearse una historia de sus respectivas literaturas tal y como se entiende en la actualidad es, ante todo, porque, como ya se ha dicho, no podían concebir otra historia que la de carácter político, referida a los acontecimientos del pasado más inmediato. Lo otro era anticuaria, “antigüedades”, obra de eruditos, simple coleccionismo: aquí el acento se ponía, ante todo, en la recopilación del número más amplio posible de datos para su posterior ordenación, pero sin que mediara ningún planteamiento general de orden teórico. Como mucho, han llegado a considerar cuestiones tales como la de la sucesión de autores dentro de un género y, por ende, una posible evolución, pero siempre desde perspectivas ajenas a las grandes formulaciones teóricas: las doxografías y los escritos sobre el tema del plagio eran obras de visión muy limitada. No predomina en la actualidad la historia al modo de Tucídides, de contenido político-militar, sino otros enfoques, inspirados en buena medida en
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las ciencias sociales. Ahora bien, estos nuevos saberes han venido a heredar, paradójicamente, las formas de trabajar de aquellos anticuarios133. Si de la historia nos movemos al campo de la literatura, observamos que proliferan nuevos planteamientos metodológicos, como el estructuralismo, la sociología de la literatura, la antropología cultural o la psicología social, que igualmente rinden su particular tributo a las ya mencionadas ciencias sociales. Otra cosa es que estas nuevas perspectivas se estén aplicando al ámbito concreto de la historia de la literatura griega y latina, asunto éste que corresponde al siguiente capítulo. Baste, por el momento, con señalar que, al cabo de, como mínimo, dos siglos escribiendo historias de las literaturas clásicas, las últimas propuestas vienen a recoger parcialmente los métodos e intereses de aquellos eruditos y anticuarios. En cuanto a la fiabilidad de los datos que transmiten estos autores, valga el juicio que hay en Christ - Stählin - Schmid: las pocas noticias seguras sobre las vidas de los grandes hombres están mezcladas con todo tipo de anécdotas e informaciones inconsistentes, fruto de interpretaciones arbitrarias de ciertos pasajes de sus obras, del empleo acrítico de fuentes discutibles desde el punto de vista científico, como la comedia, o de interpretaciones partidistas o de escuela; los datos cronológicos son el resultado, en su mayor parte, de reconstrucciones y combinaciones sincrónicas, meras generalidades que no resisten ningún examen mínimamente riguroso134. Ello no merma el gran valor que revisten las informaciones que nos transmiten: nuestra labor radica en hacer la pertinente criba para separar lo verdadero de la ficción. 3. LA HISTORIA DE LA LITERATURA CLÁSICA DESDE EL XIX HASTA NUESTROS DÍAS
La Historia de la literatura griega y latina, al menos tal y como se concibe en la actualidad, es una creación del XIX. Pero el camino se venía preparando desde hacía siglos. Antes de examinar lo ocurrido desde 1800 en adelante, conviene, pues, prestar breve atención a estos precedentes. La llegada de los bizantinos a Occidente, tras la caída de Constantinopla (1452), no supone impulso alguno para la confección de una auténtica historia de la literatura griega, algo que, como hemos visto, no existía en Bizancio. Además, las tareas más urgentes eran las de publicar, corregir y traducir los textos de los autores clásicos: había poco tiempo para estudios sistemáticos de la historia literaria135. Habrá que esperar hasta 1545 para que un discípulo del bizantino Demetrio Calcóndilas, Giglio Gregorio Giraldi, publique sus diálogos sobre la historia de los poetas griegos y latinos (De historia 133 134 135
Vid. supra, p. 6. Christ - Stählin - Schmid, p. 7. Christ - Schmid - Stählin, p. 8.
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poetarum tam Graecorum quam Latinorum dialogi XX)136, poco más que una colección de las tradiciones biográficas heredadas de la Antigüedad. No mucho después, en 1586, Franceso Patrizi, discípulo del editor del tratado Sobre lo sublime, o περὶ ὕψους, Franceso Robortello, elabora en el prefacio a su Della Poetica (publicado en Ferrara) un ensayo histórico sobre los poetas griegos con vistas a una crítica platonizante de la poética aristotélica, y en 1623 aparece De historicis Graecis libri tres, obra del holandés Gerhard Johann Voss137, donde se consideran y tratan tanto los autores conservados íntegros como los fragmentarios, empezando por aquellos que se podían datar, en sucesión cronológica, y, tras éstos, los no datables, hasta llegar a la época bizantina138. Este hecho supone una novedad radical: los estudios sobre la Antigüedad se orientan ahora según los criterios del coleccionismo y la anticuaria predominantes en la época, a la búsqueda de novedades y descubrimientos, empeñados en hacer catálogos de cosas y nombres relevantes, palabras significativas... lo que exige el conocimiento y estudio sistemático de los códices manuscritos y también de toda la bibliografía generada desde el Humanismo en adelante. Así, en el siglo siguiente, la Bibliotheca Graeca (Hamburgo, 1705-1728) de Giovanni Alberto Fabricius constituye la primera gran recopilación bibliográfica sobre el tema, incluidos los padres de la Iglesia y los escritores bizantinos. En 1768, D. Ruhnken redacta una Historia critica oratorum graecorum como introducción a su edición del rétor latino Rutilio Lupo139. En la misma línea, en las ediciones Bipontinae, desde el inicio de su andadura en 1779, se hacía preceder la publicación del texto del autor de testimonia sobre sus obras y también de detalladas vitae. No hay que olvidar, sin embargo, que junto a estas obras también se publicaban otras en las que predominaba la afición anticuaria al catálogo por el catálogo, como es el caso de E. Herwood, Biographia classica. The lives and characters of the Greek and Roman Classics (Londres, 1740), o J.C. Schulz, Bibliothek der griechischen Literatur (Giessen, 1772). Por lo que hace a la literatura latina, se mantiene el esquema biográfico heredado de la Antigüedad en obras como el De viris illustribus de Petrarca, o los Scriptorum illustrium Latinae linguae libri XVIII de su imitador Sicco Polenton (de 1437)140. Un siglo después aparece la obra ya citada de Giraldi, 136 137 138
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Cf. K. Wotke, Lilius Gregorius Gyraldus de poetis nostrorum temporum, Berlín, 1894. Reeditado por A. Westermann el año 1838, en Leipzig. Disposición que luego encontraremos en sus De veterum poetarum temporibus libri II, de 1662, y en los Fragmenta Historicorum Graecorum de los hermanos Karl y Theodor Müller (París, 1841-1870). Luego recogida en J.J. Reiskes, Oratores Graeci, Leipzig, 1770-1775, VIII, pp. 121-173. Ed. de B.L. Ullman, Roma, 1928. Sobre el debate entre humanistas italianos acerca de la periodización de la literatura latina, vid. F. Stok, “Perotti, Valla e Guarino sulla storia della letteratura latina”, Studi umanistici piceni 26(2006)23-35.
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donde se abandona el esquema biográfico en favor de la exposición al modo ciceroniano. En 1627, tres años después de la publicación de su obra dedicada a los historiadores griegos, G.J. Voss publica el correspondiente De historicis Latinis, con la misma impronta que aquélla, y otro tanto ocurre con la Bibliotheca Latina del también citado Fabricius (Hambrugo, 1697). De este modo quedaban puestas las bases y dadas las condiciones para la concepción y elaboración de auténticas historias literarias, que bien pronto vieron la luz: en 1718, Falster publica en Leipzig sus Quaestiones Romanae sive idea historiae literarum Romanarum. No mucho después, J.N. Funccius plantea el desarrollo histórico en términos de crecimiento biológico en De origine et pueritia, de adolescentia, de virili aetate, de imminente senectute, de vegeta senectute, de inerti ac decrepita senectute linguae latinae (Gießen - Marburg - Lemgo, 1720-1750). A finales del XVIII, en 1787, F.A. Wolf ha establecido el objeto y la organización de la disciplina en su Geschichte der römischen Litteratur (Halle 1787)141: como en los otros campos de la Filología, también aquí desprecia la mera acumulación de materiales, insistiendo en la necesidad de una ordenación sistemática y un desarrollo orgánico; las obras literarias, según Wolf, deben ser relacionadas con la historia de la lengua y, sobre todo, quedar enmarcadas en su contexto histórico. A él se debe la estructuración general de los tratados de Historia de la literatura en dos partes claramente diferenciadas: una dedicada a las características generales y otra en la que se ofrece el estudio histórico propiamente dicho, más detallado. Las sucesivas Historias de la literatura latina se atendrían a las premisas expuestas por este autor. Sólo a partir del XIX se puede hablar de una Historia de la literatura griega como tal. Para Della Corte142, su aparición es el fruto de la confluencia del interés puramente histórico por la cuestión homérica, entendida como un problema básico de la humanidad y de la cultura moderna (F.A. Wolf, Prolegomena ad Homerum, 1795), y la perspectiva estetizante e históricocultural de los románticos, para quienes la literatura griega era la única verdaderamente primigenia y original (por contraste con la latina, imitativa y retórica). Esta última posición tiene uno de sus más conspicuos representantes en Friedrich Schlegel, autor, a caballo entre el XVIII y el XIX, de una historia de la épica griega (Geschichte des griechischen Epos, 1794-1802) en la que se hace un esfuerzo por comprender desde el punto de vista de la estética y la historia cultural la literatura griega. Es Wolf, sin embargo, quien ha 141
142
Luego complementada con las Vorlesungen über die Geschichte der römischen Literatur, editadas por J.D. Gürtler (Leipzig, 1832). Vid., recientemente, B. Marizzi - Fr. García Jurado, “La primera ‘Historia de la literatura romana’: el programa de curso de F. A. Wolf (1787)”, CFC(Lat) 29.2(2009)145-177. Della Corte, p. 2.
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sentado, como también hiciera con la latina, las bases metodológicas para el establecimiento de la Historia de la literatura griega como disciplina por derecho propio: de acuerdo con sus planteamientos, se ha de tratar por separado prosa y poesía, ampliando el límite cronológico hasta Bizancio; además, excluye la literatura cristiana y, en cambio, recoge a modo de apéndice, bajo el título de “Erudición”, la producción científica. Como ya había ocurrido con la literatura romana, las lecciones que desde 1783 impartiera en Halle sobre esa Historia de la literatura griega fueron publicadas, tras su muerte por Gürtler con el título Vorlesungen über die Geschichte der griechische Litteratur (Leipzig, 1831). Los eruditos franceses y alemanes parten de esta nueva visión de Grecia, pero amplían sus intereses a la totalidad de la literatura griega143 (aunque sin incluir la bizantina): Schöll publica en 1813, en París, su Histoire de la littérature grecque (en la que, sin embargo, predomina, frente al historicismo de Wolf, la visión dogmática y preceptista heredada del idealismo clasicista de Winckelmann); en Alemania, Bernhardy, discípulo de Wolf, es autor de un incabado Grundriss der griechischen Literatur (Halle, 1836), que combina el estudio diacrónico de los períodos más importantes de la literatura griega con una segunda parte enfocada por géneros, K.O. Müller escribe una Geschichte der griechischen Literatur (Breslau, 1841; trad. esp. Madrid, 1889), que en Schmid - Stählin se califica como la mejor obra en lengua alemana que produjera el siglo XIX sobre la materia144, por más que su visión sea todavía demasiado idealista, atenta en exclusiva a los “aspectos nobles” de la cultura griega, y Bergk su Griechische Literaturgeschichte (Berlín, 1872), basada en un amplio estudio de las fuentes, pero con la contrapartida de un cierto descuido en cuanto a la bibliografía moderna. A lo largo de la segunda mitad del siglo ven la luz diversos tratados que, en su mayor parte, poco o nada aportan a la Historia de la literatura griega, en especial por sus graves carencias de concepto y método. En sus años finales, en cambio, se publican dos obras señeras, cada una de ellas con una perspectiva y un planteamiento metodológico claramente diferenciados. Entre 1887 y 1889, los hermanos Alfred y Maurice Croiset publican en París una Histoire de la littérature grecque en cinco volúmenes. La obra está elaborada con una sólida apoyatura filológica y reconoce su débito con la erudición alemana cuando postula que toda historia de la literatura que pretenda ser científica debe ser estudiada desde una perspectiva historicista, pero lo que prima en ella es la visión del crítico literario: “la historia de la literatura 143
144
Razón por la cual no se considerarán a partir de aquí los numerosos estudios de carácter parcial sobre géneros, épocas, autores, etc. publicados hasta la fecha, cuyo tratamiento debería ser objeto de un trabajo aparte. Schmid - Stählin, p. 30.
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no es la historia de todos los libros; es la historia de un arte, el arte de escribir” (I, p.XLI) proclaman sus autores en la Introducción. Por las mismas fechas, aparece, como parte del gran Handbuch der klassischen Altertumswissenschaft dirigido por I. von Müller y W. Otto, la Geschichte der griechischen Literatur (Múnich, 1888)145 de Christ, que luego sería ampliada y profundamente modificada por obra de Schmid y Stählin (el primero renueva por completo la parte de la literatura profana a partir de la quinta edición, y Stählin hace otro tanto con la literatura judeo-cristiana). En ella se recoge todo lo conocido hasta la fecha sobre la literatura de la antigua Grecia (pero no de Bizancio, que tenía un volumen propio en el Handbuch, a cargo de Kumbracher), incluyendo la literatura judía y cristiana en lengua griega, así como las obras de contenido científico. Se aporta, además, un amplio aparato bibliográfico para uso de los eruditos y expertos. Se trata de un producto perfectamente logrado, característico de la mejor filología alemana: los autores se han esforzado por ofrecer al lector toda la documentación posible sobre cada uno de los temas tratados. El inconveniente, para Della Corte146, radica en que tal cúmulo de datos impide obtener una visión de conjunto, hasta el punto de hacerle decir que “constituye más un trabajo de oficina filológica que una auténtica y meditada historia de la literatura”. Con el arranque del siglo XX, y durante buena parte del mismo, se observa en el campo de la literatura griega un cierto abandono de las historias monumentales y los grandes panoramas históricos, en favor de los estudios especializados, las historias por géneros (los preferidos son el teatro, la épica homérica, la lírica, la historiografía y la filosofía griega) o por períodos, la perspectiva analítica y los ensayos críticos147. Han aparecido, no obstante, algunas obras de síntesis de gran relevancia, sobre todo en Alemania, de las que Della Corte destaca dos: Die griechische Literatur des Altertum, de Wilamowitz-Moellendorf (Leipzig, 1905), y Paidea, de Jaeger (Berlín, 1936). Por lo demás, las imposiciones de la enseñanza superior y universitaria, así como una cierta tendencia de las editoriales a elaborar historias universales de la literatura –donde la griega ocupa invariablemente un puesto de honor– han dado ocasión para la elaboración de numerosos compendios y manuales de mediana extensión, entre los que destacan títulos como la Geschichte der griechischen Literatur de A. Lesky (Berna, 1963, 2ª ed.; trad. esp. Madrid, 1968), su homónima Geschichte der griechischen Literatur de W. Nestle (Berlín, 1961-1963, 3ª ed.), la Ancient Greek literature de C.M. Bo145
146 147
Entre 1890 y 1904 se suceden tres ediciones más. A partir de 1908, y hasta 1913, se publica la quinta edición, ya renovada por Schmid y Stählin, en tanto que la sexta sale a la luz entre 1912 y 1924. Della Corte, p. 4. Ibid.
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wra (Nueva York, 1960), o, en fin, la Storia della letteratura greca de Rostagni (Milán, 1934), por citar unos cuantos de entre una nutrida lista de excelentes trabajos, imprescindibles en cualquier biblioteca especializada. En lo que se refiere a la Historia de la literatura latina, tal y como nosotros la conocemos, es fruto, como la griega, de las ideas del Romanticismo acerca de la literatura clásica: ésta fue dividida y jerarquizada en un sistema de valores que situaba en los primeros puestos a los poetas originales, más numerosos en Grecia que en Roma, y dejaba las posiciones de cola para los prosistas, más abundantes en Roma. De este modo, la historia de la literatura latina da sus primeros pasos lastrada por el juicio devaluador de autores como F.A. Wolf (en su Geschichte der römischen Literatur, citada más arriba), al que siguen H.Ch. Bähr (Geschichte der römischen Literatur, Karlsruhe, 1828) y, como ya ocurriera con la literatura griega, Bernhardy (Grundriss der römischen Literatur, Braunschweig, 1830). Ahora bien, los progresos en la historiografía literaria irán dejando de lado esa tendencia al juicio un tanto fácil y caprichoso, así como el gusto por las grandes síntesis, en favor de estudios más reflexivos, análisis penetrantes y detallados. Lo que no cambia, sin embargo, es la infravaloración de la literatura latina, entendida como una pedis,ecua imitación de la griega. Éste es el espíritu de las obras de Munk y Seyffert (Geschichte der römischen Literatur, Berlín 1875-1877, 2ª ed.) y de R. Nicolai (Geschichte der römischen Literatur, Magdeburg, 1881). En cambio, la obsesión por la sistematización llega hasta el hartazgo en trabajos como el de otro continuador de Wolf, W.S. Teuffel (Geschichte der römischen Literatur, Leipzig, 1862148), donde la obsesión por las clasificaciones rígidas lleva a repartir a los autores en diversos apartados, de acuerdo con los géneros cultivados, lo que impide hacerse una idea general de los mismos. Entre los últimos años del XIX y el primer cuarto del XX, Martin Schanz publica su Geschichte der römischen Literatur (Múnich, 1898-1914, luego proseguida y revisada por Hosius y Krüger) que, como la de Christ para la literatura griega, supone la más grande aportación de la filología alemana del XIX a la Historia de la literatura latina. Poco interesada en cuestiones de crítica literaria, como era de esperar, su vasto aparato de información y su exposición clara y ordenada de los documentos literarios explican que todavía en la actualidad sea una obra de obligada consulta y referencia. Además de estos proyectos de gran alcance, también se publicaron en el XIX numerosos compendios y resúmenes, así como tratamientos parciales, casi todos ellos –y, desde luego, los más notables– en lengua alemana. Entre los primeros se pueden citar trabajos como los de Bender (Grundriss der römischen Literatur, Leipzig, 1890, 2ª ed.), Zoller (Grundriss der Geschich148
De nuevo publicado por W. Kroll y F. Skutsch entre 1913 y 1920, en Leipzig (6ª-7ª eds.).
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te der römischen Literatur, Münster, 1891), Th. Birt (Römische Literaturgeschichte, Marburg, 1894) o Aly (Geschichte der römischen Literatur, Berlín, 1894). Entre las obras concebidas con una perspectiva más limitada, cabe mencionar, para la literatura cristiana, la Geschichte der altchristlichen Literatur bis Eusebius de Harnack (Leipzig, 1893-1904), y, para el medievo latino, la Geschichte der lateinischen Literatur des Mittelalters de Manitius (Múnich, 1919-1931). En el siglo XX, y hasta los años 70 al menos, predominan, según Della Corte (que al respecto centra la atención casi exclusivamente en el caso de Italia y apenas dedica espacio a otros países149), los manuales universitarios, casi todos ellos obras bien logradas por su capacidad de síntesis y también expositiva. Deben mencionarse aquí los trabajos de J. Bayet (Littérature latine, París, 1934, renovado para la edición de 1965 con la colaboración de L. Nougaret; trad. esp. Barcelona, 1984), Grimal (La littérature latine, París, 1965), Norden (Die römische Literatur, Leipzig, 1954, 5ª ed.), Buechner (Römische Literaturgeschichte, Stuttgart, 1957), E. Bickel (Lehrbuch der Geschichte der römischen Literatur, Heidelberg, 1961; trad. esp. Madrid, 1982), Bieler (Geschichte der römischen Literatur, Berlín, 1961; trad. esp. Madrid, 1971), Duff, A literary history of Rome (Londres, 1925-1927), Rose (A handbook of Latin literature, Londres, 1961), Grant (Roman Literature, Londres, 1958), Della Corte (Disegno storico della letteratura latina, Turín, 1956, 3ª ed.), I. Cazzaniga (Storia della letteratura latina, Milán, 1962), Alfonsi (Letteratura latina, Florencia, 1957), Riposati (Storia della letteratura latina, Milán, 1965) y Ronconi (La letteratura romana. Saggio di sintesi storica, Florencia, 1968). No obstante, también hay obras de alcance mayor, como es el caso de La littérature latine inconnue de Bardon (París, 1952), la incompleta Geschichte der römischen Literatur de Leo (Berlín, 1913), y, en Italia, tres obras de especial interés, a juicio de Della Corte: la Storia della letteratura latina de C. Marchesi (Milán-Messina, 1957, 8ª ed., la 1ª es de 1925-1927), más atenta a la personalidad singular de cada autor que al desarrollo histórico considerado en su conjunto; la Storia della letteratura latina de Rostagni (Turín, 1964, 3ª edición revisada y ampliada por I. Lana), que combina las exigencias de la crítica estética de Croce con la perspectiva historicista de una minuciosa indagación biográfica sobre los autores; en tercer lugar, los dos volúmenes de Paratore, La Letteratura latina dell’età repubblicana e augustea y La letteratura latina dell’età imperiale (Florencia, 1969-1970; la primera edición, en un solo volumen, es de 1950), donde prima la atención a las
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Della Corte, pp. 10-11. Un planteamiento similar en los trabajos de G.Fr. Gianotti, mencionados en n. 19.
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cuestiones polémicas, hasta el punto de, en palabras de Della Corte150, “dar la sensación de que todo el campo del latín es problemático, todo sometido a la duda metódica”. A éstas aún se debería añadir la Storia della letteratura latina de Bignone (Florencia, 1942-1950), que sólo llega hasta la época ciceroniana. Entre el último cuarto del siglo XX y el primer decenio del XXI se ha publicado un buen número de obras que constituyen aportaciones de incuestionable valor a la Historia de la literatura griega y latina. Con ellas viene a cerrarse el círculo que se iniciara en los años finales del siglo anterior y en los comienzos del presente con las grandes producciones de la filología alemana, auténticas summas del saber acumulado y piedras fundamentales de cualquier estudio literario. No es casual que una de las más recientes sea, precisamente, la que ha de sustituir al Handbuch de las literaturas griega y latina. Por lo que hace a la literatura griega, entre los hitos más destacados de este período hay que mencionar, en primer lugar, el volumen que abre la serie del nuevo Handbuch der griechischen Literatur der Antike: editado por Bernhard Zimmerman, Die Literatur der archaischen und klassischen Zeit (Múnich, 2011) aúna la atención a los nuevos hallazgos textuales y a las más recientes aportaciones metodológicas con la habitual disposición temática, el rigor y la pretensión de exhaustividad que son marca de la casa. En segundo lugar, destaca por méritos propios Lo spazio letterario della Grecia antica (en cinco volúmenes, aparecidos entre 1992 y 1996) publicado con el propósito declarado de integrar las nuevas corrientes metodológicas en un marco descriptivo ya conocido –cronológico e histórico–. Así, los tres volúmenes del primer tomo atienden al punto de vista del autor, considerado en términos de producción y circulación del texto; el segundo tomo se ocupa de la perspectiva del lector, en tanto que receptor, y actualizador, del mismo texto; y el tercero proporciona apoyo documental y referencial (cronología, bibliografía, índices) a los que le preceden. Junto a éstas, que podríamos considerar grandes obras de referencia, hay que mencionar los manuales, muchos de ellos destinados a la docencia universitaria o a la enseñanza secundaria, pero también pensados en muchos casos como instrumentos al servicio del investigador151. Destaca aquí por su
150 151
Della Corte, p. 11. No es propósito de este trabajo ofrecer un catálogo exhaustivo de la reciente bibliografía sobre las historias de las literaturas griega y latina. Se mencionan sólo aquellos títulos que se consideran más relevantes o representativos, sin que ello implique minusvaloración alguna de los no citados.
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pujanza la producción en lengua italiana152, atenta por igual a las necesidades del liceo y de las aulas universitarias; también, en menor medida, lo publicado en alemán. En esta bibliografía, relativamente abundante, se encuentran trabajos de corte tradicional, algunos de ellos realizados con solvencia y rigor, como el de Paulsen, Geschichte der griechischen Literatur (Stuttgart, 2004), y otros que abren la perspectiva para explicar el hecho literario en su relación con el decurso histórico y cultural, tales los casos, entre varios, de Canfora, Storia della letteratura greca (Roma - Bari, 1986; 2ª ed. 2010), Del Corno, Letteratura greca. Dall’età arcaica alla letteratura dell’età imperiale (Milán, 1995), o Monaco, Casertano y Nuzzo, L’ attività letteraria nell’antica Grecia (Palermo, 1999). Con carácter general, pueden citarse aportaciones en otras lenguas, como el volumen correspondiente de la Cambridge History of Classical Literature (Cambridge, 1985; trad. esp. Madrid, 1990), editado por Easterling y Knox; el gran manual universitario de Saïd, Trédé y Le Boulluec, Histoire de la littérature grecque (París, 2004; 2ª ed. 2010); y, por su interés para el lector español, así como por la calidad de los participantes en la obra y de sus aportaciones, la Literatura griega que edita López Férez (Madrid, 1988). Además de estos manuales dedicados al conjunto de la literatura griega, se están publicando otros que, en respuesta a una demanda de mayor especialización, impuesta por el avance de la investigación, se ocupan de épocas o períodos históricos bien caracterizados. Es el caso reciente de dos obras dedicadas a la literatura helenística, una materia habitualmente considerada asunto secundario en estos estudios: Kathryn J. Gutzwiller, A Guide to Hellenistic literature (Malden [Ma.], 2007), y James J. Clauss - Martine Cuypers (eds.), A Companion to Hellenistic literature (Chichester, 2010). Es obligado mencionar, igualmente, el manual dedicado a la literatura bizantina por A.P. Kazhdan, L.Fr. Sherry y Chr.G. Angelidi, A history of Byzantine literature (650-850) (Atenas, 1999), que, en un esfuerzo por superar las rigideces y esquematismos de anteriores tratados de literatura bizantina, examina y explica ésta en tanto que producto de un contexto social e histórico preciso. No puede concluir este sucinto repaso del panorama bibliográfico de la historia de la literatura griega sin una mención a algunos estudios de particular interés. Es el caso de la monografía de Whitmarsh, Ancient Greek literature (Cambridge - Malden [Ma.], 2004), concebida como un intento de expliación de la historia de la literatura griega, o como una introducción general a la misma. Whitmarsh ha recurrido, para ello, a la moderna teoría cultu152
El listado de manuales publicados en Italia durante este período llama ciertamente la atención por su número y por la calidad de sus contenidos. Vid. P. Marsich, “1986-1995: dieci anni di storia della letteratura greca in Italia”, Aufidus 28(1996)55-97.
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ral, con el fin de entender la literatura griega como expresión de su cultura, o también, en palabras del propio autor, por ver la modernidad de la literatura griega, en tanto en cuanto ésta se habría planteado y discutido las mismas cuestiones que hoy están en el centro del debate social, político y cultural: las relaciones del individuo con el poder, el sexo, la clase y posición social, las formas de gobierno (la democracia), etc. En una perspectiva no muy distinta hay que situar un volumen colectivo editado por Taplin, Literature in the Greek World. A New Perspective (Oxford 2000; reimpr. 2001); en el mismo año 2000, un volumen conjunto, Literature in the Greek and Roman Worlds. A new Perspective, reunía esta publicación y otra similar dedicada a la literatura latina), en el que la estética de la recepción constituye el hilo temático conductor de las diversas contribuciones. Finalmente, Di Donato plantea en Geografia e storia della letteratura greca arcaica. Contributi a una antropologia storica del mondo antico (Scandicci, 2001) un estudio de miras más modestas, pues se limita a la literatura arcaica, pero igualmente atrevido en sus fundamentos teóricos y metodológicos, que son los de la antropología cultural, aquí aplicados a la producción en verso y al desarrollo literario del mito. En cuanto a la literatura latina, la situación parece no menos prometedora. Destaca, en primer lugar, tanto por las expectativas suscitadas como por los resultados logrados hasta el momento, el Handbuch der lateinischen Literatur der Antike, del que por el momento se han publicado tres de los ocho volúmenes previstos: el primero, editado por Suerbaum, Die archaische Literatur: von den Anfängen bis Sullas Tod: die vorliterarische Periode und die Zeit von 240 vis 78 v.Chr. (Múnich, 2002); el cuarto, editado por Sallmann, Die Literatur des Umbruchs. Von der römischen zur christlichen Literatur, 117 bis 284 n. Chr. (Múnich, 1997); y el quinto, editado por R. Herzog y P.L. Schmidt, Restauration und Erneuerung. Die Lateinische Literatur von 284 bis 374 n. Chr. (Múnich, 1989). Está previsto que se publique una versión francesa, de la que ya han aparecido dos entregas, correspondientes a los volúmenes cuarto y quinto (Turnhout, 2000 y 1990, respectivamente). En conjunto, la obra está destinada a sustituir el anterior Handbuch de Schanz Hosius y, por tanto, se mantiene en la misma línea expositiva, si bien con diferencias, sobre todo cualitativas: tanto la bibliografía como la discusión crítica recogen todo lo publicado hasta la fecha, siempre con la asepsia y objetividad propias de la mejor filología alemana. Pero es característico de los nuevos tiempos que no sea obra de uno o, a lo sumo, dos autores, sino que se trate del resultado del esfuerzo conjunto de diversos especialistas, de nacionalidades igualmente distintas (predominan, como de costumbre, alemanes y franceses). Un empeño colectivo que, si bien es respuesta obligada
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a las condiciones en que opera la erudición en nuestros días, presenta igualmente algunos inconvenientes, tales como la presencia de datos erróneos u obsoletos, así como incoherencias entre las diversas aportaciones. Por otro lado, el férreo apego a los planteamientos metodológicos tradicionales implica, por lo general, la exclusión de nuevas teorías y modelos explicativos, un aspecto que la crítica no ha dejado de señalar como demérito. Aun así, consta el reconocimiento general de que nos encontramos ante una obra enciclopédica, única en su concepción y destinada por ello a ser uno de los grandes referentes para la historia de la literatura latina en el siglo que ahora empieza. La otra gran realización de la erudición alemana en este período es la Geschichte der römischen Literatur, en dos tomos, de Von Albrecht (Berna, 1992). Menos ambicioso que el Handbuch, el trabajo de Albrecht ha suscitado, desde su misma aparición, todo tipo de críticas elogiosas. No es el menor de sus méritos el que se trate de una obra unitaria, debida a la mano y la inspiración de un solo autor, y, por ello, más coherente y menos expuesta a problemas como los señalados más arriba a propósito del nuevo Handbuch. Buena prueba de su excelencia son las traducciones que pronto han aparecido en otras lenguas, como el italiano (Turín, 1995-1996), el inglés (Leiden Nueva York, 1997) o el español (Barcelona, 1997-1999). Tan importante como el Handbuch, aunque totalmente distinta en su planteamiento, la gran obra de la erudición italiana, Lo spazio letterario di Roma antica (Roma, 1989-1991), dirigida por Cavallo, Fedeli y Giardina, constituye la tentativa más seria y rigurosa de dar un nuevo enfoque al estudio de la historia de la literatura latina en los últimos años. La obra consta de cinco gruesos volúmenes en los que interviene una extensa nómina de eruditos, dedicado el primero a la producción del texto (en abierto contraste con la óptica tradicional, atenta en exclusiva al texto ya hecho, definitivo), el segundo a su circulación, el tercero a la transmisión y recepción, y el cuarto a su pervivencia e influencia en la cultura europea; el quinto ofrece un extenso cuadro cronológico y una bibliografía comentada, igualmente exhaustiva, que se desglosa por temas. En este sentido, Lo spazio letterario di Roma antica recoge, como la serie dedicada a la literatura griega, los adelantos que se han producido en el estudio de la literatura, pero no en amalgama, como ocurre en no pocos manuales, sino en forma de principios y directrices básicas, sobre las cuales se estructura y conforma la totalidad de la obra. En cuanto a la publicación de manuales de historia de la literatura latina, el panorama no difiere del señalado a propósito de la literatura griega: también aquí predominan los títulos italianos. Encontramos, asimismo, cierta disparidad en los planteamientos metodológicos. No faltan, por un lado, los de corte tradicional: algunos de ellos, gracias a una aplicación rigurosa y
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sistemática de sus postulados, y al profundo conocimiento de la literatura latina por parte de sus autores, han terminado por convertirse en referencias obligadas, como ha ocurrido con la Geschichte der römischen Literatur de Fuhrmann (Stuttgart, 1999), o con la obra Letteratura latina. Manuale storico dalle origini alla fine dell’impero romano de Conte (Grassina, 1987; 11ª ed. 2007), cuya versión inglesa, Latin Literature: a History (Baltimore Londres 1994), ha recibido una entusiasta acogida en el mundo académico anglosajón. En otros manuales se aprecia el esfuerzo por integrar la perspectiva diacrónica –o la combinación de ésta con el estudio por géneros– con nuevos modelos teóricos o, al menos, con perspectivas diversas. Citaremos tres casos significativos: en su Letteratura latina (Nápoles, 1996), C. Salemme explica la evolución histórica de esta literatura en términos de búsqueda de identidad y de proceso permanente de formación, condicionado por las influencias recibidas en cada período (la literatura griega en sus orígenes, las nuevas corrientes culturales o el cristianismo en época imperial); Néraudau, en La littérature latine (París, 2000), introduce en su descripción conceptos tan importantes para el pensamiento literario antiguo como el de imitatio, que permiten entender y presentar esta literatura en términos de intertextualidad; finalmente, S. Harrison, editor de A Companion to Latin literature (Malden [Mass.], 2008), enfrenta el viejo dilema entre diacronía y sincronía con un tratamiento diferenciado para los períodos históricos y otro para los géneros, a los que une lo que constituye la aportación más interesante de su manual, un tercer apartado configurado como un recorrido por algunos de los grandes temas de esta literatura (arte y texto, pasiones, los romanos y los otros, centro y periferia, etc.). Un caso particular lo constituye la Historia de la Literatura Latina de Cambridge, editada por Kenney y Clausen (Cambridge, 1982; trad. esp. Madrid, 1989): aunque a priori se antoja un tanto caótica o, cuando menos, asistemática en su planteamiento, ofrece a cambio una visión particularmente viva y atrayente de los autores y las obras, en la medida en que cada uno de los especialistas que intervienen en ella se ha preocupado más de ofrecer una visión crítica y personal que de hacer una exposición exhaustiva de datos eruditos (éstos, en cualquier caso, se ofrecen en un largo “Apéndice de autores y obras”, pp.859- 993). Por último, por su interés para los lectores españoles, es obligado mencionar la Historia de la literatura latina, editada por Codoñer (Madrid 1997; 2ª ed. reimpr. 2011). En lo que se refiere a ámbitos parciales en el estudio de la literatura latina, éstos se limitan a los propios de la producción literaria cristiana. Llama la atención, al respecto, la vigencia de algunas obras, como la de Bardy, Littérature Latine Chrétienne (París, 1929), traducida al italiano y actualizada por Di Nola setenta años después (Storia della letteratura cristiana antica
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latina: storia letteraria, letteratura critica e approfondimenti tematici, Ciudad del Vaticano, 1999). Cabe mencionar, igualmente, los seis tomos de la Historia de la antigua literatura latina hispano-cristiana, de Domínguez del Val (Madrid, 1988-2004), una exhaustiva descripción de esta literatura a través de la obra y la doctrina de sus autores más relevantes, desde el siglo III al VII. Contamos, por último, con trabajos de carácter temático que configuran, como en el caso de la griega, visiones novedosas de la literatura latina y de su historia. Tal es el caso de obras como la de La Penna, La cultura letteraria a Roma (Roma - Bari, 1986)153, que traza un recorrido por la historia literaria de Roma desde la perspectiva de las relaciones entre la literatura y la política y la sociedad romanas. En una perspectiva similar, Fantham describe en Roman literary culture. From Cicero to Apuleius (Baltimore - Londres, 1996) las condiciones históricas, sociales y culturales en que surge y se desarrolla la literatura latina; anclada en las propuestas teóricas del New Historicism, la obra se configura, en último término, como una historia social de la literatura romana. Finalmente, en correspondencia con el trabajo citado más arriba, Taplin dedica otro a la literatura latina, Literature in the Roman World (Oxford, 2000), concebido, como aquél, desde los presupuestos teóricos y metodológicos de la estética de la recepción. En paralelo con la producción de obras dedicadas a trazar la historia de las literaturas griega y latina, se observa el progresivo surgimiento y consolidación, no sin dificultades, de una tercera vía que aboga por la agrupación de ambas literaturas como parte de una realidad única, una cultura literaria desarrollada a orillas del Mediterráneo a lo largo de casi dos milenios, eso que se ha dado en llamar la Antigüedad clásica. Uno de los más conspicuos representantes de esta línea de trabajo en el período aquí contemplado es Dihle, que en Die griechische und lateinische Literatur des Kaiserzeit. Von Augustus bis Justinian (Múnich, 1989) parte de una perspectiva que responde a lo que fue el contexto cultural del período imperial: una gran koiné en la que participaban por igual hombres de letras y pensadores griegos y romanos. Ahora bien, Dihle escoge, con buen criterio, un período histórico en el que la idea de una visión unitaria de las dos literaturas parece sobradamente justificada. La misma consideración es válida para otros períodos dotados de una identidad histórica y cultural propia, como es el caso de la Antigüedad tardía, abordada en el cuarto volumen del Neues Handbuch der Literaturwissenschaft, editado por Engels y Hofmann con el título Spätantike, mit einem Panorama der byzantinischen Literatur (Wiesbaden, 1997); o, con más fun153
Vid. también A. La Penna, “La cultura letteraria”, Storia di Roma. IV, Turín, 1989, pp. 771825.
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damento, los siglos que asisten al surgimiento, ascenso y consolidación del cristianismo, objeto de atención reciente en diversas obras de notable valor, como los dos volúmenes de la Storia della letteratura cristiana antica greca e latina, de Moreschini y Norelli (Brescia, 1995-1996; trad. esp. Madrid 2006), la Storia della letteratura cristina antica, de Prinzivalli y Simonetti (Casale Monferrato, 1999, 2ª ed.), o The Cambridge history of early Christian literature, editada por Young, Ayres y Louth (Cambridge - Nueva York, 2004). La dificultad surge, en cambio, cuando se amplía el campo de visión y se intenta construir un relato coherente que abarque ambas literaturas a lo largo de todo su decurso histórico. Dos aportaciones ilustran las dificultades que entraña la empresa. En su Storia della civiltà letteraria greca e latina (Turín, 1998), Lana y Maltese se proponen, en efecto, describir lo que consideran una cultura única expresada en dos lenguas, pero en la práctica esa visión unitaria se encuentra sólo a partir de los capítulos correspondientes al período imperial, en tanto que las secciones precedentes presentan ambas literaturas desarrollándose en paralelo, como realidades diferenciadas. Se podría pensar que semejante disposición lleva implícito el reconocimiento de que Dihle se ha ceñido más y mejor a la realidad. En un trabajo de reciente aparición, Classical Literature. A Concise History (Oxford, 2005), Rutherford renuncia a la organización diacrónica y escoge como eje ordenador el de los géneros literarios: éstos constituyen tradiciones unitarias a los ojos de los escritores griegos y romanos que los cultivan. Así considerados, permiten efectivamente una descripción coherente y, por ello, una visión global de esa literatura clásica que se postula en el título. 5. CONSIDERACIONES FINALES
Llegados a este punto, es momento de “recoger las redes” y ver qué cuestiones quedan pendientes para el futuro, a qué problemas ha de dar respuesta la Historia de la literatura griega y latina. Para empezar, hay que pronunciarse en torno a la conveniencia de esa misma Historia y, si la respuesta es positiva, especificar cómo ha de ser ésta154. A pesar de las muchas reticencias que, como se señalaba al principio, 154
Sobre el debate, considerado en términos generales, vid. D. Perkins, Is Literary History Possible?, Baltimore, 1992. En las páginas introductorias a la versión inglesa de su obra (Latin Literature: a History, cit.), Natale Conte reflexiona sobre la posibilidad y el método de una historia de la literatura latina; vid. también M. Hose, “Einleitung. Grundlinien der antiken Literaturgeschichte”, Meisterwerke der antiken Literatur. Von Homer bis Boethius, ed. Martin Hose, Múnich, 2000, pp. 9-15. Se encuentran, asimismo, estudios centrados en problemas concretos, como el de la periodización, abordado por M. Fuhrmann, “Die Epochen der griechischen und der römischen Literatur”, Griechenland und Rom. Vergleichende Untersuchungen zu Entwicklungstendenzen und -höhepunkten der antiken Geschichte, Kunst und Literatur, eds. E. Günther Schmidt et. al., Tbilissi - Erlangen – Jena, 1996, pp. 347-364, o en cuestiones metodológicas
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suscita este género de trabajos entre los especialistas, su necesidad es obvia, no sólo como primer instrumento conceptual y de información bibliográfica, sino también en la medida en que es susceptible de configurar la visión de un todo y el sentido dentro éste de obras y autores. Otra cosa es cómo deba realizarse esto. Llama la atención que desde hace casi doscientos años se haya mantenido prácticamente invariable la designación de las obras que aquí estamos tratando. Siempre se habla de “Historia de la literatura”, lo que supone combinar dos saberes que no siempre han caminado, ni caminan, al unísono155. Hablar de historia presupone pensar en términos de diacronía y progresión en el tiempo. Si esto se aplica a la literatura, necesariamente obliga a pensar en el desarrollo de la misma en un determinado período. Las realizaciones más logradas de este enfoque son, como queda dicho, las de la filología alemana del siglo XIX y primera mitad del XX. Su método, usualmente designado como “histórico-filológico”, suele ser denostado, tachado de caduco e improductivo en la actualidad, pero se siguen escribiendo “historias de la literatura”. A menudo se dice que el esquema cronológico se mantiene únicamente con vistas a proporcionar algún tipo de coherencia al conjunto de la obra, en tanto que, o bien se confía cada parte a un autor distinto, con una metodología propia, o bien se procede “por cortes”, con estudios sincrónicos para cada período histórico, pero los resultados de estas “mezclas” a veces son decepcionantes. En el estudio de las literaturas griega y latina se han producido cambios metodológicos sustanciales, reflejo, lento en ocasiones, de lo que sucedía en las literaturas “modernas”. De la extensa nómina de nuevas perspectivas, se pueden mencionar por su interés y aportaciones al conocimiento de las literaturas clásicas las diversas ramas de la sociología de la literatura, los estructuralismos (fundamentalmente, los estudios de psicología social de la escuela de Vernant, Vidal-Naquet y Detienne para la literatura griega), la antropología cultural de la Geistesgeschichte y el Tercer Humanismo o los estudios sobre recepción156; en el caso particular de Italia hay que recordar la enorme
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particulares, como la relación de la historia de las las literaturas clásicas con la teoría de la recepción, tratada por R.J. Hexter, “Literary history as a provocation to reception studies”, Classics and the uses of reception, ed. de Ch. Martindale - R.F. Thomas, Oxford - Malden (Mass.), 2006, pp. 23-31. Vid. K. Büchner, “Römische Geschichte und Geschichte der römischen Literatur”, ANRW 1.2(1972)759-780. Existen, naturalmente, otros muchos enfoques, algunos de ellos con interesantes aportaciones en el campo de las literaturas griega y latina, pero no tan trascendentes como los mencionados. Al respecto, vid. J. Alsina, Teoría literaria griega, Madrid 1991, pp. 33-50; C. Miralles, “Introducción general”, Historia de la Literatura Griega, J.A. López Férez (ed.), Madrid 1988, pp. 9-29, esp. 24-29; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, La didattica del latino e del greco, ed. G. Pucci, Roma 1988, pp. 53-70, esp. 64-69.
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influencia que ha ejercido sobre varias generaciones de estudiosos la crítica literaria y estética de Benedetto Croce. Ahora bien, estos cambios, ¿también se han producido en el ámbito de la Historia de las literaturas griega y latina? De acuerdo con lo que hemos visto, habría que responder que sólo en parte. En realidad, a lo más que se llega es a combinar la perspectiva histórica con estas nuevas orientaciones, pero siempre aplicadas sectorialmente, por partes, sin que lleguen a determinar o conformar en lo sustancial el planteamiento general de la obra157. Tan sólo algunos trabajos de última hora, como Lo spazio letterario, o el breve estudio de La Penna, suponen un avance significativo en este sentido158. Significativo, pero no definitivo, porque todavía se insiste en la necesidad de no abandonar, bajo ningún concepto, el armazón histórico ni, por supuesto, desechar el fundamento filológico de toda historia literaria (punto éste en el que hay acuerdo unánime). A lo sumo, se pide que se corrijan algunos excesos o defectos, como el desmedido apego al autor, a su biografía, ahora sustituido por el interés preferente por la obra literaria, y se recomienda la combinación de lo ya conocido con las nuevas perspectivas, en especial las de la sociología159 (lo que, una vez más, nos lleva de nuevo al permanente problema del acuerdo y el desacuerdo entre sincronía y diacronía), pero también otras de reciente incorporación, como la atención a las influencias entre literaturas como elementos conformadores de las mismas, la consideración de los grandes temas abordados en ambas literaturas como ejes vertebradores de las mismas o, en fin, la búsqueda de su contemporaneidad, que no es sino otra manifestación de su intemporalidad, es decir, de su condición de clásicas. Un problema no menor es el de la identificación del objeto de estudio o, lo que es lo mismo, su delimitación. Se observa, en efecto, una cierta tensión entre el conjunto (las literaturas griega y latina) y sus partes, y entre aquél e instancias de orden superior. Una tensión que gira en torno al alcance de la 157
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Evidentemente, aquí se parte del hecho de que no se puede confundir el estudio de la literatura con el de la historia de esa misma literatura, como hacían los historicistas (vid. al respecto Alsina, p. 30; K.R. Popper, La miseria del historicismo, trad. esp., Madrid 1961). En su reseña al quinto volumen del nuevo Handbuch der Altertumwissenschaft, publicada en la Bryn Mawr Classical Review (http://bmcr.brynmawr.edu/1994/94.07.02.html [cons. abril 2013]), James J. O’Donell sostiene que, en realidad, buena parte de las historias de la literatura latina publicadas en los últimos decenios del siglo XX (cita expresamente las obras de M. von Albrecht, A. Dihle y G.B. Conte) son convencionales en sus planteamientos metodológicos, y sólo reconoce la condición de “nuevo tipo de historia literaria de Roma” a Lo spazio letterario di Roma antica, en la medida en que no se ha permitido que en ella domine ni la disposición cronológica ni la atención al género literario, sino más bien las funciones del texto, a saber, su producción, circulación, uso, pervivencia y recepción. Vid. C. Miralles, “Introducción general”, cit., p. 28; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., pp. 69-70; P. Fedeli, “Introduzione metodologica sugli indirizzi e i contenuti dello studio della letteratura latina”, La didattica del latino, Foggia 1987, pp. 68-84, esp. 78-80.
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descripción histórica, concebido aquél no tanto en términos de límites señalados por hitos cronológicos, sino como medida y equilibrio. Predominan, bien es cierto, los trabajos que trazan la historia completa de una y otra literatura, pero paulatinamente crece el número de obras que consideran determinados períodos como objetos de estudio dotados de entidad histórica propia, tales como el arcaísmo griego, el helenismo, el período imperial, el cristianismo o la Antigüedad tardía. En sentido opuesto, se observa igualmente un interés, todavía incipiente, por superar la tradicional división entre cultura griega y cultura latina (y, por tanto, entre sus respectivas literaturas) en aras de una perspectiva más amplia, supuestamente más coherente: la de una civilización única, manifestada diversamente en el tiempo y en el espacio. Situada entre ambos impulsos contrapuestos, la historia de las literaturas griega y latina mantiene una posición en apariencia sólida y estable. No puede ignorar, sin embargo, tales tensiones, y la consecuencia que de ellas se deriva: el cuestionamiento, otra vez, de su identidad. Durante este último período, también ha cobrado importancia creciente el problema de la autoría. La progresión imparable del conocimiento, su avance en extensión y en profundidad, parece abocar, en el caso de obras como las que aquí se consideran, al abandono de la autoría única en favor el trabajo en equipo, que ofrece mejores garantías toda vez que cada parte es asignada a un especialista competente en la materia (por no hablar de ventajas más prosaicas, como el ahorro de tiempo y esfuerzo). Así, la realización por un solo autor de obras monumentales como las que vieron la luz a finales del siglo XIX y comienzos del XX se antoja cosa de un pasado irrepetible160: la mayoría de las historias de las literaturas griega y latina que se han publicado en los últimos decenios son, de hecho, obras colectivas. Ahora bien, hay aquí un precio que se debe pagar, en ocasiones elevado. En efecto, se corre el riesgo de que tales obras acaben convirtiéndose en meras agregaciones de membra disiecta, yuxtaposiciones de partes que poco o nada tienen que ver entre sí. No es tarea fácil –por no decir casi imposible– imponer a un grupo de autores criterios únicos que garanticen la homogeneidad y coherencia que se precisa para que la obra revele una unidad de propósito, una concepción general que le dé sentido. Muchos de los títulos mencionados en las páginas previas adolecen de esta carencia, particularmente aquellos que se organizan en función de esquemas históricos, donde la exigencia de un relato unitario es más imperiosa. Baste, por no alargar este punto, con una prueba por vía de contraste: la excelente acogida que han recibido obras debidas a la mano y la inspiración de un autor único (Dihle, Fuhrmann, Conte, von Albrecht, Rutherford...) indica con claridad hasta qué punto es importante dotar a estos trabajos de coherencia y sentido. 160
Vid. Della Corte, p. 13.
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Además de estas cuestiones de orden metodológico, hay otras de menor entidad, aunque igualmente insoslayables. Una que viene de muy antiguo es el del objeto de esa Historia de la literatura, que no es sino el del estudio literario como tal: frente a la óptica idealizante, que sólo atendía a lo escrito con intención estética, parece haberse impuesto la idea de que literatura es “toda la masa de textualidad”161 producida en Grecia y en Roma. Con vistas a superar esta polémica también se ha aducido que no se trata de preguntar qué es la literatura, sino cómo funciona la comunicación por medio de la literatura162, lo que nuevamente nos lleva al ámbito de los estudios sociológicos. Por otro lado, corresponde a este mismo ámbito del objeto de la historia literaria la incorporación de nuevos materiales de estudio, nuevos textos que han enriquecido nuestro conocimiento de la literatura griega y, en menor medida, latina. Estas aportaciones se han producido, fundamentalmente, a través de los hallazgos papiráceos, tanto en Egipto como en Herculano. Las cifras que se manejan son importantes: se habla de decenas de millares de papiros, documentales en su mayor parte, y bastantes menos de carácter literario (en torno a unos cinco mil). La mayor parte corresponden a obras y autores griegos: gracias a ellos se ha podido recuperar en parte o totalmente autores tan importantes como Menandro, Baquílides, Timoteo, el historiador de Oxirrinco, Hipérides, Herodas, Cércidas... En otros casos, han supuesto aportaciones importantes a textos ya conocidos (Hesíodo, Arquíloco, Alcmán, Safo, Alceo, Estesícoro, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristóteles, Calímaco). La literatura latina, en cambio, apenas se ha visto beneficiada con estos descubrimientos. Una de las tareas inexcusables de toda Historia de la literatura griega y, en menor medida, latina, que se precie es la de hacerse eco de los adelantos que se han producido a raíz de estos hallazgos163. El catálogo de cuestiones de concepto sería interminable. Como botón de muestra, haremos alusión sólo a dos problemas que han condicionado, y todavía lo hacen, las historias de las literaturas clásicas desde hace ya bastante tiempo. El primero es el de las relaciones entre la literatura griega y la literatura latina o, lo que es lo mismo, la polémica sobre la originalidad de la literatura latina y su consideración como una simple prolongación de la griega con otro soporte lingüístico. Frente a los excesos de otros tiempos, en la 161
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La expresión se encuentra en las páginas introductorias del volumen I de Lo spazio letterario di Roma antica, Roma, 1989. C. Miralles, “Introducción general”, cit., p. 28; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., p. 27. Vid. I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., pp. 58-59; E.J. Kenney, “Libros y lectores en el mundo de la antigua Roma”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., pp. 15-47, esp. 16.
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actualidad se tiende, ante todo, a subrayar la existencia de un núcleo literario autóctono, quizá previo a la influencia griega, que se ha mantenido y, en ocasiones, se ha manifestado con especial fuerza, como es el caso de la reacción arcaizante del IId.C. Ello no obsta para reconocer la importancia determinante de la impronta cultural griega, muy anterior a lo que se pensaba hasta ahora. Se trata, pues, de un proceso complejo, para cuya comprensión son claves conceptos como el de la imitatio o perspectivas como la que depara el estudio de los géneros literarios. No es descabellado pensar que una apuesta decidida por la concepción de una Historia de la literatura clásica en sí misma, sin distingos entre lo griego y lo latino, ayude en la resolución del problema. Otra cuestión igualmente importante, aunque con menos solera que la anterior, es la de la oralidad de las literaturas griega y latina. Es éste un problema planteado sobre todo desde la sociología de la literatura (en especial a partir de los estudios de Milman Parry sobre Homero y la épica arcaica), pero ya aceptado y asumido por la totalidad de los investigadores, sea cual sea su adscripción metodológica y científica. En términos generales, se extiende la idea de que estas literaturas han sido escritas, en buena parte, para ser escuchadas, a menudo de forma comunitaria. Esto, como es lógico, supone un profundo cambio a la hora de entender y valorar la producción literaria de griegos y romanos. Concluye así este largo y, a la vez, sumario repaso de lo que ha sido la historia de las historias literarias greco-latinas. Como se decía al principio, no es cuestión que haya preocupado en demasía a los investigadores correspondientes, y quizá haya motivos para ello. En cualquier caso, se trata de un asunto al que se ha de prestar atención. Es muy posible, además, que al cabo de estas páginas quede la impresión de que hay todavía muchas cuestiones y cabos pendientes. Probablemente así sea: este estudio no pretende tanto dar respuestas como dejar sobre el tapete los problemas... y los datos. El resto corre por cuenta del lector.
UNA SÍNTESIS DE HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA FERNANDO RIVAS PERÍODOS O FASES DE LA HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA
Según Collingwood, “en el desarrollo de la historiografía europea podemos diferenciar tres grandes fases: la primera habría tenido lugar en Grecia, durante el siglo V a.C., y en ella surgiría la idea de la historia como una forma de investigación; la segunda habría nacido en el IV d.C. con la aparición de la historiografía patrística, y culminaría con la tercera fase, que se dio en el s. XIX, en la que la historia adoptará su modalidad científica”1. La segunda fase de la historiografía europea, la historiografía patrística, debe ser incluida dentro del proyecto apologético que comenzó en el cristianismo con el siglo II y tuvo su final en el VII, con un doble objetivo: por un lado convencer a los de dentro y por otro dialogar y rebatir a los de fuera. Los cristianos tenían buenos argumentos para este debate: creían disponer de la fuente más antigua y fiable (la Escritura), conocer el origen del mundo y ser el pueblo elegido. En este sentido no deja ser curiosa la coincidencia entre el reconocimiento legal del cristianismo por parte del Imperio (313, el llamado edicto de Milán) y la aparición de los primeros escritos historiográficos propiamente cristianos (la primera edición de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea se llevó a cabo en torno al 312, mientras el Sobre la muerte de los perseguidores de Lactancio se escribió hacia el 316), así como la decadencia y posterior disolución de la historiografía cristiana en otros géneros cuando el paganismo desapareció de las fronteras del Imperio. A su vez, y en lo referente a la historiografía patrística escrita en griego, se pueden distinguir cinco períodos2: 1) El primero se inicia con el autor de Lucas-Hechos (primer escritor cristiano que propone una historiografía basada en cánones clásicos: diferenciación entre las tradiciones sobre Jesús –evangelio- y tradi1
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R. G. Collingwood, Idea de la historia. Edición revisada que incluye las conferencias de 19261928, México, FCE, 2004, p. 109 H. Inglebert, pp. 551-553.
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Fernando Rivas ciones sobre la Iglesia –Hechos-, sincronismo entre ambas tradiciones y la historia política de su tiempo, importancia de los discursos, etc.) y tiene su final hacia la segunda mitad del s. II con Hegesipo. Su origen se encontraría en la historiografía judia palestinense, y en ella los procedimientos cronológicos de datación (genealogías o sucesiones) se ponen al servicio de las concepciones teológicas (sucesiones episcopales y herejías) y la conservación de la memoria histórica de la Iglesia. 2) Un segundo momento, que iría desde el 150 al 220, habría tenido su origen en una tradición apologética judeo-helenística cercana al ámbito alejandrino, basada en el cómputo de los LXX y la anterioridad de Moisés sobre Homero; y tendría entre sus principales representanes a Taciano, Clemente de Alejandría, Ireneo de Lyon y Teófilo de Antioquía. Melitón de Sardes supone una novedad dentro de esta corriente al afirmar, hacia el 180, la conexión entre la paz imperial y el crecimiento del cristianismo. 3) La tercera época, que iría desde el 220 al 312 (Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea), tiene como principal característica el abandono de las tradiciones judías así como la coordinación, en las crónicas universales, de tradiciones bíblicas y clásicas, lo que favorecía el diálogo entre la cultura cristiana y la pagana así como la inserción del Imperio romano en la economía divina. Entre los dos modelos predominantes: Hipólito de Roma y su opción por la cronología bíblica, y Julio Africano, más cercano a la sincronía y coordinación de Escritura y tradición clásica, se optó por este último. 4) El cuarto período, del 312 al 450, coincide con la victoria política y social del cristianismo y supuso la aparición de dos géneros historiográficos específicamente cristianos: la historia eclesiástica, sobre la base de Eusebio de Cesarea, y la hagiografía, que tendría como primer representante a Atanasio. A ellas habría que sumar las obras de Epifanio de Salamina y su historia de las herejías, así como las de Agustín (especialmente la Ciudad de Dios), Orosio y Filipo de Side. En esta fase asistimos a la mezcla de aportaciones clásicas con las del mundo bíblico, con el fin de reafirmar la universalidad geográfica de la misión cristiana. 5) La quinta fase, que iría desde el 500 al 630, supone un debate dominado casi en su totalidad por los historiadores cristianos desde una doble perspectiva: mientras los historiadores laicos primaban la historia político-militar según las normas clásicas (Procopio), los clérigos optaron por insertar las tradiciones mitológicas, ya en declive, en la historia común de las crónicas universales cristianas (Juan Malalas).
Una síntesis de Historiografía Patrística
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Entre los autores cristianos de lengua latina la historiografía no ocupó un lugar importante entre sus escritos hasta después de 380, y entre los sirios hasta después del 500, por lo que las fases o períodos son muy diferentes de los de lengua griega, aparte de depender en gran medida de ellos. AUTORES Y OBRAS PRINCIPALES DE HISTORIOGRAFÍA
Las primeras obras de historiografía patrística, las crónicas, han sido compuestas por Julio Africano y el (Pseudo)Hipólito. Sin embargo, mientras la Cronografía de Julio Africano, compuesta hacia el 221, pone en paralelo los acontecimientos narrados por la Biblia con los sucesos de la historia profana, para mostrar así la prioridad de la historia bíblica en relación a las historias de los demás pueblos, la Crónica de Hipólito, escrita alrededor del 235, se centra en la Biblia: en primer lugar la historia de los patriarcas (de Adán a Noé), seguida del diamerismos, es decir, la división de la tierra enre Sem, Qam y Jafet, y después, el stadismos, o la distancia en estadios entre diversas ciudades o naciones; a continuación encontramos la historia de los patriarcas, los hijos de Noé, los jueces y los reyes y datos de la Pascua; por último aparece la historia de los reyes de Persia y las olimpíadas, con los anexos de la lista de los profetas y profetisas, los reyes de Judá y Samaría, los sumos sacerdotes, los reyes de Macedonia y los emperadores romanos. Con Eusebio de Cesarea se da carta de naturaleza y madurez intelectual a la historiografía cristiana. A pesar de haber limitado más el tiempo de estudio (no comienza, como era habitual en otras crónicas cristianas, con Nino, rey de Asiria), va a desarrollar un proyecto históricamente más ambicioso que el resto de historiadores cristianos anteriores, una obra nueva que nadie antes de él había soñado escribir. Retoma las aportaciones de Julio Africano, pero las completa con otras crónicas profanas. En muchos casos realiza una tarea de compilación, pero muy diferente de la llevada a cabo por los eruditos paganos de fines del Imperio, porque su propósito es mostrar que los sucesos escritos forman parte de un orden (designio divino de salvación) que tenía por centro el nacimiento de Cristo. El hecho histórico de que el Imperio comenzase a ser cristiano, obligaba a considerar a los creyentes en Cristo no como marginados, sino integrados en el Imperio, que pasa a ser visto como imitación del Reino de Dios, al tiempo que el emperador se convierte en el nuevo Moisés y la Iglesia en imagen de la Ciudad celeste. Para ello se hace preciso mostrar, en primer lugar, la antigüedad de la doctrina judeo-cristiana y, en segundo lugar, presentar un modelo de historia providencial, a cuyo servicio estarán las listas episcopales de las comunidades más importantes, los intelectuales eclesiásticos, los hereje, los merecidos castigos del pueblo judío y las persecuciones sufridas por los cristianos. La historia que Eusebio
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ofrece se basa de hecho en una gran cantidad de documentos auténticos, algo muy novedoso desde el punto de vista metodológico. El género historiográfico inaugurado por Eusebio de Cesarea no desaparece con él sino que tuvo una gran fortuna dentro del mundo de lengua griega durante los siglos V y VI, con una serie de obras que, a pesar de la diversidad cronológica y doctrinal, se centran en el estudio de la parte oriental del Imperio. El primero en comenzar sería Gelasio de Cesarea, obispo de dicha sede, que escribió una Historria eclesíastica que completaba la de Eusebio; con posterioridad encontramos la Historia eclesiástica de Sócrates, que narraba los acontecimientos eclesiásticos desde Diocleciano hasta el 439; la Historia eclesiástica de Sozomeno, algo posterior, donde se describen los sucesos que van del 324 al 425, la Historia eclesiástica de Filostorgio, que prosigue la narración hasta el 425, pero desde el punto de vista arriano, y la Historia eclesiástica de Teodoreto de Ciro,en la que se narran los acontecimientos comprendidos entre el 325 y el 428. En torno al 434 Filipo de Side publica su Historia cristiana, una enciclopedia histórica que va desde el primer capítulo del Génesis hasta el 426. A ellas habría que añadir la Historia eclesiástica de Hesiquio (c. 450), la Historia eclesástica de Gelasio de Cízico, compuesta hacia el 475, y la Historia de Juan Diacrinomenos, que abarca la historia de la Iglesia entre el 429 y el 518. En siríaco encontramos la Historia eclesiástica de Juan de Éfeso, que comenzaba con Julio César y finalizaba en el 585. En griego, pero ahora en el s. VI se encuentra la Historia de la Iglesia de Evagrio el Escolástico, que describe los acontecimientos desde el 431 al 594. Por último, hay que señalar una serie de obras cuyo contenido consiste en un resumen de otras obras anteriores, entre las que destaca la Historia tripartita, compilación de Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro, publicada hacia el 530. El éxito de Eusebio es tal que incluso algunos de los mismos disidentes religiosos como los arrianos Sabino o Filostorgio, el nestoriano Juan de Éfeso o los monofisitas Juan Diacronomenos, Basilio de Antioquía y Timoteo Eluro aprovechan la fórmula eusebiana para describir la historia desde el punto de vista de los vencidos. Sin embargo en otros casos el proyecto cultural integrador de Eusebio de Cesarea no fue continuado, sino que su historia eclesiástica global fue fragmentada en diversas historias: de clérigos, emperadores, monjes, herejes y otros cristianos, algo que ya podemos descubrir en Teodoreto de Ciro, por otra parte gran admirador de Eusebio, que comprondrá, junto a una Historia eclesiástica, una historia de los monjes (Historia filotea) y un tratado sobre los herejes. A esta oposición vienen a sumarse la de los laicos, que defenderán la tradición clásica enseñada en las escuelas, rechazando la reducción de la cultura cristiana a la cultura clerical.
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En la parte occidental del Imperio las historias eclesiáticas se centran en las Crónicas y un modelo de composición relacionado con los personajes ilustres cuyo iniciador fue Jerónimo, con su De viris illustrius (c. 392), en conexión con la obra homónima de Suetonio en el s. II. A Jerónimo le seguirán toda una seriede historiadores que compondrán otros escritos con el mismo título: Genadio de Marsella (por el 480), Isidoro de Sevilla (entre el 615 y el 618) e Ildefonso de Toledo (c. 667). En todos los casos la historiografía latina se caracteriza por su orientación universal como podemos descubrir en el De civitate Dei de Agustín, las Historias contra los paganos de Orosio (que parte de Adán y llega hasta el 417 d.C., organizando todo en torno al esquema de cuatro reinados universales) e incluso aparece en las obras dedicadas a los pueblos germánicos que encontramos a partir del s. VI, entre las que destacan la Historia de los godos de Casiodoro (c. 535), la Historia de los francos de Gregorio de Tours (c. 591) y la Historia de los longobardos de Pablo Diácono. En cualquier caso, a partir del 550, fin del sistema escolar clásico en Italia, se observan dos tendencias: por un lado una tendencia de carácter ascético, donde se despreciaban todo tipo de conocimiento, incluidos los históricos, mientras la otra tendencia, dentro de la cual habría que incluir a los monjes irlandeses e Isidoro de Sevilla, en la que se retomaban los saberes clásicos, pero ahora en forma de enciclopedia, al no ser necesaria la función apologética de la historia. FORMA Y GÉNEROS LITERARIOS PREDOMINANTES EN LA HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA
Una de las más antiguas formas de historia cristiana es la relacionada con las actas de los mártires, con un fondo histórico auténtico en muchos de los casos3. Junto a las actas de los mártires encontramos uno de los géneros literarios más específicos de la historiografía, la cronología, utilizada por los cristianos de lengua griega a partir del 160 en dos formas: los cómputos (especialmente en Taciano, Teófilo de Antioquía y Clemente de Alejandría) y la crónicas universales (a partir del 220, con Julio el Africano e Hipólito de Roma entre sus principales representantes). Mientras las crónicas paganas sitúan los acontecimientos que marcan la historia en relación con un cómputo de refrencia: los reyes, las fechas de las olimpíadas, los diferentes consulados, el año de fundación de Roma…; la crónica cristiana está sacada del AT o NT, bien para hablar de la creación del mundo, el centro de la historia en el nacimiento de Jesús y el final de los tiempos en la parusía, a los que vienen a añadirse las sucesiones de los patriarcas o de los obispos. Y esto en una doble modalidad, mientras Hipólito de Roma prefirió una crónica estrictamente bíblica, Eusebio de Cesarea estableció un paralelo, que se va a a 3
Gilles Dorival, Les formes et modèles littéraires, 138-188, en B. Pouderon, pp. 171-172.
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mantener, entre historia civil e historia bíblica. En cualquier caso los cronistas cristianos diluyeron los dominios tradicionales (político y militar) de la historia en pro de un predominio de los aspectos religiosos, lo que supone una auténtica novedad con respecto a la historiografía clásica. A comienzos del s. IV, Eusebio de Cesarea va a crear una nueva forma de escribir la historia: la historia eclesiática, que se caracteriza por una reformulación de las historias paganas, en cuanto ahora se habla de la historia de la guerra entre los cristianos que forman una nación, donde las sucesiones episcopales reemplazaban a las dinastías monárquicas, cuyo jefe es Cristo, y sus adversarios, una historia que se configura con un carácter providencial (la encarnación coincide con el nacimiento del Imperio romano, la Iglesia una y universal coincide con el Imperio unificado y universal bajo el poder de Constantino), incluso con una nueva forma de escribir la historia (mientras en la historiografía pagana primaban los discursos sobre los documentos auténticos, en Eusebio es justo al contrario, citando sus fuentes como pruebas, con un procedimiento casi de tipo anticuario o jurídico), donde encontramos también sus héroes, que en este caso van a ser los mártires (especialmente Orígenes), frente a los antihéroes (los perseguidores, heréticos y judíos)4. En el mismo período en que se crea la historia eclesiástica aparecen las vidas de los santos como género histórico, cuya primera referencia encontramos en la Vida de san Antonio de Atanasio: el género hagiográfico toma el testigo de la literatura relacionada con los mártires, aunque añadiendo algunos elementos de las biografías de personajes famosos de la Antigüedad, las aretologías de ciertos dioses o diosas e incluso algunos capítulos de la Historia eclesiástica de Eusebio (especialmente los que tratan de la vida de Orígenes). Es así como encontramos la Vida de santa Macrina, escrita por su hermano Gregorio de Nisa hacia el 380, el Diálogo histórico sobre la vida y las costumbres del bienaventurado Juan, elaborado por Paladio sobre Juan Crisóstomo, y la Vida de santa Melania la Joven, fallecida por el 450, así como las numerosas vidas de santos que encontramos en este período: Hipacio, Simeón el Estilita, Porfirio, etc., donde el tema de la imitaciòn de Cristo ocupa un lugar central de la narración. En estrecha conexión con estas vidas de santos podríamos colocar los elogios fúnebres que, aunque tienen un fuerte influjo de la Antigüedad clásica, han sido cristianizados en buena medida, como podemos descubrir en el Elogio de Basilio de Cesarea, escrito por su hermano Gregorio de Nisa.
4
Gilles Dorival, Les formes et modèles littérarires, pp. 173-174.
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CONCLUSIONES
La historiografía patrística se configurar como continuadora de la herencia bíblica y en diálogo-confrontación con la cultura greco-romana (paideia). Con respecto al primer nivel, la historiografía patrística heredará del mundo bíblico el carácter lineal del tiempo (frente a cualquier tipo de comprensión cíclica), con un inicio (génesis) y un final (apocalipsis). Es en este tiempo donde se juega tanto el sentido como el futuro de nuestras vidas: el tiempo adquiere una profunda densidad porque la historia humana está atravesada en todos sus segmentos por la relación entre Dios y los seres humanos y se convierte, de esta manera, en historia de salvación o historia sagrada. Además, y frente al localismo y nacionalismo imperantes en la historiografía greco-romana, la historiografía patrística va a tener un carácter universal, no ligado a las cuestiones de raza o nación, que quedan en gran medida superadas por la temática religiosa, así como la tendencia a transformar los aspectos más deterministas e impersonales (asociados a la existencia del Fatum o Tychê, al cual quedan subordinados tanto los seres humanos como los dioses) por una voluntad benéfica y personal divina a la que se va a denominar Providencia, con el esfuerzo por desentrañar sus designios (economía). Por último, la centralidad de Cristo, que se convierte, de esta manera, en el eje en torno al cual se va a configurar el tiempo (antes y después). El diálogo-confrontación entre el cristianismo y la cultura clásica (paideia) supuso no sólo una reformulación en los contenidos del conocimiento, sino también una modificación en el equilibrio entre los diferentes saberes. En concreto, mientras la historia tenía para el mundo pagano una función predominantemente moral y política (ejemplar), preocupándose por lo que se podía conocer gracias a la investigación (de aquí la predilección por los sucesos contemporáneos), con una especial atención a la calidad literaria de la obra, donde la cronología servía sobre todo para descubrir las causas, los cristianos van a contemplar la historiografía como un intento de comprender la economía divina con la humanidad, lo que permitía distinguir entre historia sagrada y profana, al tiempo que utilizar la historiografía para preservar la memoria de un pasado venerable. Al mismo tiempo, mientras en la cultura greco-romana hay dos polos en la arquitectura de los saberes: la retórica y la filosofía, en la cultura cristiana vamos a encontrar tres: la oratoria para la predicción, la teología y la historia, y una historia que no va a ser sólo discurso ejemplar o de propaganda, sino modelo de la vida en Dios, bien en el plano individual (hagiografía) o colectivo (historia eclesiástica). Por otra parte, se va a producir una nueva integración entre los saberes de la cultura cristiana sobre la naturaleza reunidos en los diferentes hexamerones (narración de los seis días de la creación) y los saberes sobre el ser hu-
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mano presentes en la crónicas cristianas herederas en buena medida de las tradiciones paganas (historia etnografía, geografía). De esta manera se van a reunir ambos saberes en una historia universal de salvación con un carácter enciclopédico, algo que va a ser intentado entre el 370 y el 450 en formas diversas: bien como una historia religiosa del mundo estructurada por la clave de la herejía (Epifanio de Salamina, Filastro de Brescia), bien por la presentación de una cultura cristiana general (como encontramos en Agustín y su Ciudad de Dios); bien por la vuelta a la síntesis entre cultura cristiana global, bíblica y profana (véase Felipe de Side y su Historia cristiana), en el fondo una combinación de los saberes de los hexamerones y las crónicas. Además, mientras la historiografía clásica resalta la función erudita y pragmática de la historia (magistra vitae), la historiografía patrística va a tener una cuádruple función: en primer lugar tendrá una función testimonial (sirve para testimonio de la acción de Dios en el mundo, al tiempo que sitúa a Dios como auténtico maestro, mientras el historiador queda reducido a ser un mero testigo); en segundo lugar, la historiografía patrística pretende edificar a las generaciones presentes y futuras mediante el exemplum de los personajes ilustres (santos sobre todo); en tercer lugar, tiene una finalidad terapéutica (el recuerdo de los hechos del pasado ayuda a olvidar las desgracias del presente); y por último, la historiografía patrística tiene una finalidad apologética sobre todo las tres acusaciones de los paganos (el cristianismo como doctrina reciente; los diferentes grupos cristianos impiden descubrir cuáles son los auténticos cristianos y que la religión cristiana es culpable de los males del imperio). A la primera acusación se encargan de responder las Crónicas, a la segunda las Historias eclesiásticas y a la tercera la Ciudad de Dios de Agustín y las Historias de los paganos de Orosio. Por último, mientras los autores de la historiografía clásica fueron personajes ilustres, la historiografía patrística ha sido compuesta en su mayor parte de personajes de segunda filas (sacerdotes, diáconos, laicos…)5. En este sentido, la historiografía patrística influirá de manera decisiva en algunos aspectos o tendencias de la historiografía cristiana, el ser una historia universal, providencial y apocalíptica que divide la historia de épocas: universal supone que no sólo afecta a toda la humanidad, sino que además intenta remontarse al origen del ser humano y de las diversas civilizaciones, lo mismo que a su final; providencial significa que los procesos históricos son asociados en sumás profundo sentido a la Providencia divina, aunque el ser humano pueda oponerse a ella; apocalíptica señala la importancia central de Jesucristo en todo proceso histórico, bien como preparativo, bien como cumplimiento, bien como promesa, dividiendo la historia en dos. A partir de 5
E. Sánchez Salor, Historiografía latino-cristiana…, pp. 54-61).
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esta división en dos, se tenderá fácilmente a la posterior subdivisión en períodos, con características peculiares cada uno6. Por otro lado, la historia eclesiástica, al diferenciar entre Iglesia y sociedad va a permitir la desecularización de la historia profana que, aunque era utilizada para la construcción de la historia eclesiástica, va a focalizarse, a partir de este momento, más sobre el significado religioso de los acontecimientos que sobre su propia dinámica interna. “Los cristianos, griegos y latinos, realizaron una síntesis entre las aportaciones bíblicas y la paideia, pero esto no fue posible más que gracias a una temática propia, la de la misión. A la universalidad pasada, según los cuadros bíblicos, ellos añadieron la integración de toda la historia profana común, la seguridad de la universalidad futura de la cristianización universal, preludio de la parusía, temática sin embargo cristianizada de la universalidad romana, y por la integración de la misión cristiana” (Inglebert, p. 544). En este sentido podemos afirmar que la historiografía patrística llevó a cabo la unión de tres ideales universales: la misión evangélica, la paideia griega y el Imperio romano. Los cristianos del período patrístico afirman que la economía divina no se terminaba con Jesús, sino que después de la acción creadora del Padre y salvadora del Hijo, la del Espíritu tenía como finalidad principal dirigir la misión cristiana hasta el fin de los tiempos. Mientras la tradición judía, en su versión rabínica, quedaba anclada en una continua reactualización de la Torá, y los pensadores greco-romanos afirmaban que el Imperio romano era el fin de la historia, los cristianos consideran que el pasado y el presente van a ser sobrepasados por el futuro. Esto dará como resultado mientras las historias judías y paganas estaban acabadas, las de los cristianos proseguían. Esta atención de los cristianos al futuro, en el ámbito de la historiografía, tuvo diversas consecuencias: en primer lugar, se crearon nuevos géneros históricos (la crónica universal, que incluye la historia bíblica; la historia eclesiástica y la hagiografía), en segundo lugar la nueva reordenación de los saberes, donde la historía es puesta al lado de los saberes esenciales (cultura retórico-literaria y filosofía), en tercer lugar, la subordinación de los hechos a una concepción religiosa; por último, la alta consideración del futuro permite considerar el pasado hebreo como distante, por lo que algunas partes de la historia bíblica quedaban reducidas a erudición y a meros exempla. La historiografía patrística ha nacido, pues, de una situación de encuentro y diálogo con el mundo pagano. El triunfo del cristianismo en el Imperio romano y el establecimiento de una ortodoxia han contribuido al cambio de la historiografía patrística hasta su disolución en otros géneros. En todo su 6
Cf. R. G. Collingwood, Ob. cit., pp. 113-114.
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desarrollo asistimos a dos tendencias y fases dentro de la historiografía patrística: mientras unos pensadores llegaron a afirmar que con la historia bíblica bastaba, y que por tanto la historia profana no era necesaria; otros, en cambio, consideraron que la menor incidencia social del paganismo permitía asumir sin peligro las tradiciones antiguas, al no tener un valor religioso, sino simplemente cultural. Por otro lado, mientras en una primera fase, que iría del 160 al 450, va a predominar la finalidad apologética; la segunda, que aparece con posterioridad al 500, permitirá el desarrollo de los elementos religiosos (como historias nacionales en Occidente o historias eclesiásticas en Oriente) o retomar ciertos elementos de la cultura clásica. BIBLIOGRAFÍA R. L. P. MILBURN, Early Christian Interpretations of History, Londres, 1954; R. M GRANT, “The uses of History in the Church before Nicea”, Studia Patristica, 11, Berlín 1978, pp. 166-178; J. H. W. G. LIEBESCHUETZ, “Ecclesiastical Historians on their own Times”, Studia Patristica 24, Berlín 1993, 151-163; G. F. CHESNUT, The First Christian Histories, París, 1977; E. SÁNCHEZ SALOR, Historiografía latino-cristiana. Principios. Contenido. Forma, L´”Erma” di Bretschneider, Roma, 2006, P. SINISCALCO, De l´ ”Histoire ecclésiastique” à l´”Histoire de la Littérature grecque chrétienne”: une tradition millénaire, en B. POUDERON (Dir.), Histoire de la Littérature Grecque Chrétienne, París, Cerf, 2008, 67-111; R. G. COLLINGWOOD, Idea de la historia. Edición revisada que incluye las conferencias de 1926-1928, México, FCE, 2004; A. MOMIGLIANO, Pagan and Christian Historiography in the Fourth Century A.D., Oxford, 1963; A. CAMERON Christianity and Tradition in the Historiography of the Late Empire, CQ, 14 (1964) 316328; S. MAZZARINO, Il pensiero storico classico, I-III, Bari, 1966; L. CRACCO RUGGINI, Pubblicistica e storiografia bizantina di fronte alla crisi del Impero romano, Athenaeum, 55 (1973) 146-183; ID., The Ecclesistical History and the Pagan Historiography: Providence and Mirables, Athenaeum, 55 (1977) 107-126; T. MARKUS, Zosimus, Orosius and their Tradition. Comparative Studies in Pagan and Christian Historiography, Nueva York, 1974; P. SINISCALCO, v. Historiografía cristiana, en A. DI BERARDINO (Dir.), Diccionario patrístico y de la Antigüedad cristiana I, Salamanca, Sígueme 1991, 10551059; T. D. BARNES, From Eusebius to Agustin. Aldershot, Variorum 1994; A. MOMIGLIANO, «Pagan and Christian Historiography in the Fourth Century”, en ID. (Ed.), The Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Century, Oxford, pp. 7999 (trad. esp.: “IV. Historiografía pagana y cristiana en el siglo IV”, en El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV, Madrid, Alianza, 1989, pp. 95-115); H. INGLEBERT, Interpretatio christiana. Les mutations des savoirs (cosmogaphie, géographie, etnographie, histoire) dans l’Antiquité chrétienne, 30-360 après J.C., París, Institut d’Études Augustiniennes, 2001; J. A. LÓPEZ SILVA, Sistema literario cristiano y tradición clásica: el género historiográfico, Ianua, 2 (2001) 135-155; Y.-M. DUVAL, “Temps antique et temps chrétien”, en Histoire et historiographie en Occident aux IV é et Vè siècles, Londres, Variorum Reprints, 1997.
HISTORIOGRAFÍA DE LA TRADUCCIÓN∗ FRANCISCO LAFARGA Y LUIS PEGENAUTE
HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA DE LA TRADUCCIÓN: CUESTIONES METODOLÓGICAS
Antoine Berman afirma, en un lugar muchas veces citado, que “la constitución de la historia de la traducción es la primera tarea para una teoría moderna de la traducción”1. En sentido parecido se han pronunciado, por ejemplo, Susan Bassnett, José Lambert, Jean Delisle, Judith Woodsworth, etc.2 La llamada de atención de Berman no ha sido desatendida, pues en el rico acervo bibliográfico producido en el seno de la disciplina de los Estudios de Traducción ocupan un lugar destacado los trabajos de corte histórico (ya sea, por ejemplo, el estudio de una traducción, un autor traducido, un traductor o un teórico de la traducción que resulten alejados de nosotros en el tiempo).
∗
1 2
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación FFI2012-30781 del Ministerio de Economía y Competitividad. En la preparación de este texto los autores han hecho uso de contribuciones suyas anteriores, ampliando y revisando sus contenidos. Así, por ejemplo, F. Lafarga, “Sobre la historia de la traducción en España: contextos, métodos, realizaciones”, Meta, 50:4 (2005), pp. 1133-1147; F. Lafarga, “Las traducciones del francés en España: entre la historia y la interculturalidad”, en V. Tortosa, Reescrituras de lo global. Traducción e interculturalidad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 213-245; F. Lafarga & L. Pegenaute, “Articulando la historia de la traducción en España: la construcción de un diccionario enciclopédico de corte histórico”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. I: La traducción y su práctica, Barcelona, AIETI-PPU, 2008, pp. 219-225; L. Pegenaute, “Fuentes para el estudio de la historia de la traducción en España”, en P. Blanco García, El Cid y la Guerra de la Independencia: dos hitos en la historia de la traducción y la literatura, Madrid, Universidad Complutense, 2010, pp. 25-35; L. Pegenaute, “Funciones históricas de la traducción española”, en P. Ordóñez & T. Conde, Estudios de traducción e interpretación, Vol. I: Perspectivas transversales, Castellón, Universitat Jaume I, pp. 243-250; L. Pegenaute, “United Notions: Spanish Translation History and Historiography”, en I. García Izquierdo & E. Monzó, Iberian Studies on Translation and Interpreting, Berna, Peter Lang, 2012, pp. 105-121. A. Berman, L’épreuve de l’étranger, París, Gallimard, 1984, p. 12. S. Bassnett, Translation Studies (1980), Londres, Routledge, 1991, p. 38; J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, en Y. Gambier & J. Tommola, Translation and Knowledge: Scandinavian Symposium on Translation Theory, Turku, University of Turku, 1993, p. 22; J. Delisle, “Réflexions sur l’historiographie de la traduction et ses exigences scientifiques”, Équivalences, 26:2 y 27:1 (1997-1998), p. 22; J. Delisle & J. Woodsworth, Translators through History, Ámsterdam, John Benjamins-UNESCO, 1995, p. xv.
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A la hora de estudiar la historia de la traducción, es preciso tener bien presente cuál ha sido históricamente su función. En primer lugar, cabe señalar como más importante la instrumental: la traducción propicia el acceso a discursos que de otra manera serían opacos. Da acceso a la producción extranjera (literaria o no). Las traducciones nos permiten acceder a obras que, de otro modo, no podríamos leer por desconocimiento del idioma. También cumple una función polinizadora, ya que los traductores contribuyen a enriquecer los modelos de expresión de una lengua, por cuanto introducen nuevas estructuras formales y efectos por mimetismo interlingüístico. Igualmente, cumple una función literaria, pues propicia la importación de géneros o modelos literarios. Asimismo, alcanza a veces una función interpretativa, dado que sucesivas traducciones de una misma obra pueden revelar nuevos aspectos y relecturas. La traducción también desempeña una función formadora, ya que sirve de ensayo y auténtica escuela de estilo a numerosos autores. Y una función identitaria: la obra colectiva de los traductores de determinada época histórica de un pueblo puede contribuir a crear la identidad de éste, o despertar un fervor nacionalista o patriótico. Finalmente, tiene una función democrática, pues es un eficaz medio de difusión del conocimiento3. Una vez apuntadas las funciones históricas de la traducción, convendrá indicar las funciones de la historia de la traducción. El estudio de ésta, según Lieven D’hulst, puede proporcionar varios beneficios. En primer lugar, constituye una excelente vía de acceso a la propia disciplina de traducción, al conocimiento de los grandes traductores, y al conocimiento de su ejercicio, etc. Por otra parte, proporciona al investigador flexibilidad intelectual para adaptar sus ideas a nuevas maneras de pensar, un medio de reflexión acerca de las relaciones de la lengua, el poder, la literatura, la otredad, etc. Facilita además la tolerancia hacia maneras diferentes de solucionar los problemas de traducción. A lo largo de la historia ha ido variando la poética de la traducción, lo que ha quedado reflejado en los diversos planteamientos teóricos. También representa un medio casi único de unificación de la disciplina al establecer vínculos entre el presente y el pasado, mostrando paralelismos y coincidencias entre distintas tradiciones. Finalmente, ofrece a los traductores la posibilidad de acudir a modelos históricos4. Si bien la historia de la traducción es sumamente antigua, su historiografía es muy reciente, y añadiríamos también que insuficiente aún5. La traduc3
4 5
Véase L. Pegenaute, “Funciones históricas de la traducción española”, cit. L. D’hulst, “Pour une historiographie des théories de la traduction: questions de méthode”, TTR, 8:1 (1995), pp. 13-33. Las diferencias entre historia e historiografía desde el punto de vista de la traducción han sido tratadas, entre otros, por J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, en Y. Gambier & J. Tommola, Translation and Knowledge, Turku, University of Turku, 1993, pp. 3-26; J. Woodsworth, “History of Translation”, en M. Baker, Routledge En-
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ción ha sido desde hace milenios uno de los procedimientos más importantes, si no el que más, para la propagación de la cultura, el desarrollo de nuevas literaturas, la comunicación de los avances técnicos y científicos, así como el enriquecimiento de las lenguas usadas para traducir. Como es evidente, del mismo modo que la lengua oral antecede a la escrita, es claro que la interpretación hubo de anteceder a la traducción, aunque por sus propias características de ejecución no han pervivido vestigios anteriores al siglo XX. Los testimonios más antiguos que se conocen de práctica interpretativa son las inscripciones de las tumbas de los príncipes de Elefantina, en Egipto, que datan del tercer milenio antes de Cristo, pero tuvo que haber por necesidad ejercicios incluso anteriores6. Los egipcios, como más tarde los griegos, consideraban a los otros pueblos (y sus lenguas) como bárbaros. Este etnocentrismo cultural, evidentemente, no les impedía mantener con ellos relaciones políticas y comerciales. Sabemos que los intérpretes de Elefantina garantizaban a los faraones el mantenimiento de relaciones con los habitantes de Nubia y Sudán. Estos individuos, por lo general mestizos, actuaban como diplomáticos. En cuanto a la traducción, es preciso decir que comenzó a desarrollarse en los mismos enclaves geográficos y en la misma etapa histórica en que se inician los fundamentos de la escritura7. Parece ser que los inventores de la escritura fueron los sumerios, casi al mismo tiempo que los antiguos egipcios, aunque no por influencia mutua. Esto debió ocurrir a fines del cuarto milenio antes de Cristo. Tras ellos realizaron aportaciones sustanciales los acadios, hititas, ugaríticos e israelitas. La historia de la traducción,
6 7
cyclopaedia of Translation Studies, Londres, Routledge, 1998, pp. 100-105; F. Apak, “A Preliminary Study on ‘History’ and ‘Historiography’ in Translation Studies”, Journal of Istambul Kültür University, 3 (2003), pp. 97-125; L. Long, “History and Translation”, en P. Kuhiwczak & K. Littau (eds.), A Companion to Translation Studies, Clevedon, Multilingual Matters, 2007, pp. 63-76. Para cuestiones historiográficas sobre la traducción, véanse, además de los trabajos ya citados en esta nota y anteriores, A. Pym, “Shortcomings in the History of Translation”, Babel, 38:3 (1992), pp. 221-235; B. Lépinette, La historia de la traducción. Metodología. Apuntes bibliográficos (Lynx. Documentos de trabajo, 14), Valencia, Centro de Estudios sobre Comunicación Interlingüística e Intercultural, 1997; A. Pym, Method in Translation History, Manchester, St. Jerome, 1998; S. López Alcalá, La historia, la traducción y el control del pasado, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 2001; J. A. Sabio Pinilla, “La metodología en historia de la traducción: estado de la cuestión”, Sendebar, 17 (2006), pp. 21-47; M. Á. Vega, “Propuestas para una metodología de la historiografía de la traducción”, en C. Gonzalo García & P. Hernúñez, Corcillvm. Estudios de traducción, lingüística y filología dedicados a Valentín García Yebra, Madrid, Arco Libros, 2006, pp. 589-601; L. Long, “History and Translation”, en P. Kuhiwzak & L. Littau, A Companion to Translation Studies, Clevedon, Multilingual Matters, 2007, pp. 63-76; C. O’Sullivan, Rethinking Methods in Translation History (Translation Studies 5:2, 2012). Véase I. Kurz, “The Rock Tombs of the Princes of Elephantine: Earliest References to Interpretation in Pharaonic Egypt”, Babel, 31:4 (1983), pp. 213-218. Véase V. García Yebra, “Protohistoria de la traducción”, en J.-C. Santoyo & al., Fidus interpres. Actas de las I Jornadas Nacionales de Historia de la Traducción, Universidad de León, 1988, I, pp. 11-23; también en Traducción: historia, teoría, Madrid, Gredos, 1994, pp. 11-27.
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en sus primeros estadios, continúa siendo un ámbito muy desconocido, pues no nos consta el nombre de ningún traductor anterior a Livio Andrónico (284-204 a.C.), el escritor romano de origen griego, que fue esclavo de una familia noble y después, ya liberto, se convirtió en uno de los primeros maestros de griego en Roma y llegó a fundar la poesía épica romana al traducir la Odisea de Homero al verso latino típico, el saturnio. El estudio de esta prolongada historia de la traducción se ha llevado muchas veces a cabo de forma asistemática. Como previene Lambert, resultaría deseable evitar dos extremos: tomar prestados simplemente esquemas históricos e historiográficos procedentes de otras disciplinas (como pueden ser la historia literaria, la lingüística, etc.), en particular los esquemas positivistas usados sin un bagaje teórico o metodológico; considerar que la traducción constituye (como actividad o como producto) algo sui generis que no tiene nada que ver con los rasgos generales de la cultura o la sociedad8. Con todo, cada vez son más frecuentes los estudios de corte historiográfico dedicados al objeto y el método. Cabe plantearse si la historia de la traducción englobaría también la interpretación9, y si habría de incluir disciplinas relacionadas, así la retórica, la lexicografía o la terminología. Por lo demás, la historia de la traducción se ocuparía tanto de la práctica como de la teoría. La primera dedicada a los textos traducidos, las políticas de traducción, las circunstancias de recepción y difusión de las traducciones; la segunda, al pensamiento sobre la traducción, los modos de evaluarla y la didáctica destinada a su enseñanza. Tanto una como otra pueden abordarse desde la perspectiva de los propios protagonistas, los traductores: de hecho, es una tendencia cada vez más frecuente y más reclamada. Así, por ejemplo, Anthony Pym defiende que una perspectiva de este tipo permite descubrir otras actividades discursivas desarrolladas por los traductores y ubicarlos en un espacio auténticamente intercultural, liberados de las restricciones que impone su adscripción a un único marco geográfico, político o cultural10. Entre los problemas metodológicos más importantes a los que se enfrenta el historiador de la traducción se encuentran lo derivados de tendencias de estudio que pueden no resultar suficientemente eficaces y que son, en última instancia, consecuencia del exiguo desarrollo historiográfico. Por ejemplo, 8 9
10
J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, Ob. cit., p. 5. Para una propuesta específica de la metodología en la historia de la interpretación véanse J. Baigorri-Jalón, “Perspectives on the History of Interpretation: Research Proposals”, en G. L. Bastin & P. F. Bandia, Charting the Future of Translation History, Ottawa U. P., 2006, pp. 101-110, e Icíar Alonso, “Historia, historiografía e interpretación. Propuestas para una historia de la traducción lingüística oral”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. II: La traducción y su entorno, Barcelona, AIETIPPU, 2008, pp. 429-440. A. Pym, “Humanizing Translation History”, Hermes; en línea en www.tinet.org/~apym/online/research_methods/2008_humanizing_history_hermes.pdf.
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Pym critica la acumulación arqueológica de datos conducente a la construcción de meros inventarios, el uso de material que puede resultar anecdótico y poco relevante, la parcelación en periodizaciones arbitrarias, la presunción de que las traducciones son resultado de los cambios históricos (en lugar de considerar que, de hecho, pueden moldearlos), el uso de hipótesis arriesgadas, el excesivo énfasis en la cultura de llegada y la escasa atención a la adscripción intercultural de los traductores11. Delisle ha abordado en varias ocasiones esta cuestión, insistiendo en cómo debe escribirse y cómo no la historia de la traducción. En realidad, del comentario de lo que no debe hacerse o, mejor dicho, de lo que no constituye por sí mismo una historia de la traducción (es decir los elementos indicados por Pym) se desprende la idea de que una verdadera y completa historia de la traducción comprendería todas estas cuestiones, y seguramente muchas más12. De hecho, la mayoría de obras publicadas que se presentan como historias de la traducción de un ámbito geográfico-cultural determinado o incluso de una época concreta no conjugan todos esos criterios, ante la imposibilidad de tener en cuenta informaciones tan distintas y, a menudo, incompletas. En algunos casos, el de la cultura española, sin ir más lejos, podemos preguntarnos cómo es posible redactar una historia razonada de la traducción cuando, para muchas épocas, no disponemos todavía de repertorios fiables de traducciones. Por su parte, Lambert critica las concepciones excesivamente restrictivas y apriorísticas del objeto de estudio –la propia noción de traducción– y la positivista acumulación de datos excesivamente mecanicista que a veces excluye lo no canónico. Lambert considera que las preguntas que ha de formularse un historiador de la traducción tienen que ver con quién, qué, dónde, para quién y cómo se traduce, pero también con el fenómeno de la ausencia de traducción, a la vez que aboga por la construcción de mapas literarios alejados de las constricciones impuestas por un concepto restrictivo y poco operativo, aunque muy arraigado en la comparatística, el de literatura nacional13. Entre los diferentes modelos de análisis de historia de la traducción contamos con el de Brigitte Lépinette, quien distingue dos principales: el sociológico-cultural y el descriptivo, dividido a su vez en el comparativo y el contrastivo14. El modelo sociológico-cultural se centra en la producción y recepción de la traducción en su propio contexto social y cultural, comparando –si es preciso– esta recepción con la del texto original. El objetivo es determinar y evaluar las consecuencias de esa migración textual a través de sus efectos en la historia de la cultura receptora. Así, se pueden intentar de11
12 13 14
A. Pym, “Shortcomings in the Historiography of Translation”, cit. J. Delisle, “Réflexions sur l’historiographie de la traduction et ses exigences scientifiques”, Équivalences, Ob. cit. Véase J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, cit. B. Lépinette, La historia de la traducción. Metodología. Apuntes bibliográficos, cit.
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tectar y explicar los efectos de las traducciones sobre un determinado ámbito, ya sea científico, técnico, literario, etc. En el modelo histórico-descriptivo el investigador se centrará en las teorías de la traducción, o en sus posibles conceptos, y cómo éstos evolucionan. La acumulación de análisis permite que este modelo sea también comparatista por relación a diferentes teorías. Finalmente, en el modelo descriptivo-contrastivo el análisis se centra en las opciones traductoras elegidas en un determinado texto meta o en una serie de textos meta correspondientes a un mismo texto original, lo que permitiría, de adoptar una perspectiva diacrónica, alcanzar una auténtica proyección histórica. Por su parte, López Alcalá distingue tres posibles métodos de estudio para la historia de la traducción: el “erudito”, caracterizado por el acopio de datos y cuyo objetivo consistiría en exponer los hechos y ordenarlos según los criterios más adecuados, ya desde un punto de vista cronológico, temático, etc., pero que deja sin respuesta las motivaciones que animan los comportamientos; el “analítico-sintético”, que supone ya una selección de datos para proceder a una exposición crítica en la que abunda la exposición de relaciones de causa-efecto; finalmente, el “estadístico”, aplicable cuando los datos analizados admiten una cuantificación matemática, el establecimiento de índices de frecuencia y porcentajes15. Es obvio que los tres caminos se necesitan y complementan, y que un estudio histórico de la traducción en una época determinada será tanto más completo si se utilizan todos los recursos disponibles, lo cual no siempre es posible, sobre todo si se trabaja sobre épocas remotas con escasa información. Entre los principales problemas historiográficos podríamos mencionar los siguientes: la conceptualización de los propios objetos de estudio, a saber, las traducciones y los traductores; los métodos usados para estudiarlos, en particular, la periodización y la delimitación del entorno geográfico. Con el fin de mejor ejemplificar estos problemas nos centraremos en la problemática de la historiografía de la traducción española. Respecto de las traducciones, es importante contar con inventarios específicos para poder desarrollar los estudios, aunque en algunos casos existen problemas de definición. Así ocurre señaladamente, por ejemplo, en el ámbito teatral. A título ilustrativo, nótese que en la España romántica no sólo dificulta la labor el ingente acervo producido, con numerosísimos textos, adaptados, traducidos, refundidos y también representados sino que, además, el historiador de la traducción se enfrenta a un problema ontológico, pues no siempre es factible ponderar fehacientemente el grado de originalidad de las obras, la imitación, adaptación o traducción. Las distintas prácticas de reescritura se ven sometidas al seguimiento de códigos éticos y estéticos suma15
S. López Alcalá, La historia, la traducción y el control del pasado, Ob. cit., esp. pp. 99-130.
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mente variables a lo largo del tiempo (en el caso específico de la traducción, la legitimidad de trabajar a partir de versiones intermedias, la posibilidad de manipular ideológicamente el texto original, la conveniencia de aplicar filtros culturales conducentes a lograr que el destinatario reconozca la obra como inserta en un entorno familiar, etc.). Con frecuencia se trata de un problema de autoría (o, si se prefiere, de grado de originalidad): ¿hasta qué punto es el traductor digno merecedor del título de creador? ¿De qué manera se ve modificada esta frontera desde un punto de vista diacrónico? El estudioso de las traducciones de obras dramáticas ve, además, acrecentada la dificultad de su investigación por el frecuente trasvase de géneros: de novela a teatro (y viceversa), de poesía a teatro, etc. Como es sabido, existe un problema de la interrelación entre el mundo de la escena y el editorial, pues muchas veces se traducían obras que no se representaban y se representaban obras que no se llegaban a publicar en forma de traducción16. Hay, además, traducciones que se hacen pasar por textos originales y, su contrario, textos originales que se hacen pasar por traducciones (denominados seudotraducciones)17. Los problemas se acrecientan de forma proporcional a la distancia temporal respecto del objeto. Por ejemplo, a lo largo de la Edad Media los textos se traducen a partir de originales muy diversos; en muchas ocasiones a partir de textos a los que se han añadido glosas importantes. Con frecuencia, el propio traductor añade sus propias glosas, corrige y enmienda el texto, propagando además la perpetuación de estos cambios e interpolaciones al servir después su propia versión como texto fuente (así cuando empieza a traducirse a los autores latinos a partir de versiones francesas e italianas). En otros casos, es el amanuense quien las introduce, al revisar la versión que ha copiado al dictado del traductor. También es frecuente la cristianización de los textos paganos, mediante adaptaciones domesticadoras. Por otra parte, son muchos los casos en que se han perdido los originales18. A pesar de que, como es evidente, los traductores son los auténticos artífices de la traducción, podemos decir que sólo muy recientemente han sido objeto de estudio sistemático. Veamos algunas excepciones y analicemos por 16
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Para estudiar la problemática de la catalogación del teatro romántico, véase el epígrafe “Cuestiones de método” dedicado a este género en L. Romero Tobar, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994, pp. 243-255. Véase J.-C. Santoyo, “La traducción como técnica narrativa”, en Actas del IV congreso de la Asociación Española de Estudios Anglo-Norteamericanos, Universidad de Salamanca, 1984, pp. 37-53. Véanse J. Rubio Tovar, “Algunas características de las traducciones medievales”, Revista de literatura medieval, 9 (1997), pp. 197-243; J. Rubio Tovar, “Consideraciones sobre la traducción de textos medievales”, en J. Paredes & E. Muñoz Raya, Traducir la Edad Media. La traducción de la literatura medieval románica, Granada, Universidad de Granada, 1999, pp. 4362; J.-C. Santoyo, La traducción medieval en la Península Ibérica (siglos III al XV), Universidad de León, 2009.
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qué en ocasiones pueden convertirse en figuras un tanto esquivas. En su Method in Translation History (1998), Pym les otorga un puesto privilegiado en la investigación histórica. De hecho, en una contribución posterior19, introduce dos principios fundamentales a la hora de analizar el método historiográfico en la tradición hispánica: por una parte, la conveniencia de estudiar los traductores antes que las traducciones; por otra, el subrayado del carácter de auténticos mediadores interculturales, no siempre encuadrables en un solo marco social o geográfico, lo que dificulta su adscripción y compromete seriamente el aserto de Gideon Toury20, mantenido sin cuestionar por tantos estudiosos descriptivos, según el cual las traducciones, y por extensión los traductores, son elementos que únicamente pueden ubicarse en el contexto receptor. Falta todavía, es preciso destacarlo, una auténtica historia de los traductores y es que, de hecho, pueden constituir un elemento organizador tan válido como lo son los autores originales, los textos originales o los contrastes entre textos originales y traducciones. La labor de los traductores es en buena medida invisible, como han puesto de manifiesto algunos teóricos contemporáneos, como Lawrence Venuti21. Con el fin de crear la ilusión de presentar una obra que pueda ser leída como original, someten muchas veces las traducciones a una práctica domesticadora en la que desaparece todo vestigio de su intervención. La tradición ha premiado aquellas traducciones que no lo parecen, lo que equivale a decir que, de forma paradójica, los traductores, para alcanzar la fama han de pasar desapercibidos. Es probablemente esto lo que ha provocado que ocupen una posición social periférica, a pesar de su indudable importancia como intermediarios culturales. En ocasiones esta invisibilidad se ve magnificada por cuestiones de género: así ocurre, por ejemplo, en las traducciones que María Lejárraga vertió al español en colaboración con su marido, el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, en las cuales a menudo desaparece toda constancia de su participación. Con independencia de esta premeditada invisibilidad, lo cierto es que los traductores, por su propia condición de intermediarios cuya existencia se sitúa metafóricamente en la frontera de diversas culturas, participando de más de una de ellas, en ocasiones son difíciles de ubicar, lo que complica su inclusión en catálogos estancos. Es el caso, por ejemplo, de José María Blanco White, sacerdote español convertido al anglicanismo, exiliado liberal en el Reino Unido durante el periodo absolutista y traductor prolífico (del 19
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A. Pym, “On Method in Hispanic Translation History”, comunicación presentada en las V Jornadas Internacionales de Historia de la traducción (Universidad de León, 29-31 de mayo de 2000); en línea en www.tinet.org/~apym/on-line/intercultures/methodleon.html. Véase G. Toury, “Translations as Facts of a ‘Target’ Culture”, en Descriptive Translation Studies and Beyond, Ámsterdam-Filadelfia, John Benjamins, 1995, pp. 23-39. L. Venuti, The Translator’s Invisibility: A History of Translation, Londres, Routledge, 1995.
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inglés, del francés, del alemán y del latín al castellano, pero también del castellano al inglés). Son muchos los ejemplos que podrían aducirse: los intérpretes de Indias durante la conquista, los eruditos musulmanes, judíos y cristianos que desde el primer tercio del siglo XII hasta finales del siglo XIII aunaron esfuerzos para desarrollar una ingente labor de traducción del árabe al latín primero y más tarde del árabe al castellano en Toledo, etc. No cabe duda de la importancia del criterio taxonómico. En este sentido, uno de los problemas metodológicos que han de ser resueltos en la historiografía de la traducción, como en cualquier otra investigación histórica, es el espectro geográfico y temporal. La división espacial no está exenta de problemas, pues el concepto de literatura nacional, habitualmente adoptado, parte del establecimiento de una cartografía literaria poco operativa cuando se lleva a cabo un ejercicio de literatura comparada, como es, en definitiva, el que se efectúa mediante el estudio de la historia de la traducción: las fronteras geográficas confunden sus límites con los terrenos lingüísticos, son inestables y sometidas a revisión. En realidad, es de observar que, al menos desde el punto de vista de la Literatura Comparada, el concepto de literatura nacional, ya sea en términos políticos o lingüísticos, puede resultar arbitrario y limitativo. En efecto, como apunta Lambert22, aunque esta noción constituyó durante mucho tiempo uno de los pilares tradicionales de la disciplina, hemos de tener en cuenta, en primer lugar, que los mapas políticos en modo alguno se corresponden con los lingüísticos: diferentes países hablan la misma lengua y diferentes lenguas son habladas dentro de un mismo país. En segundo lugar, los mapas políticos no constituyen realidades inmutables. En tercer lugar, es de advertir que en el interior de una misma zona, ya lingüística o política, pueden cohabitar dos tipos de tradición literaria, del mismo modo que puede mantenerse una única concepción de la literatura a pesar de la fragmentación. Lo cierto es que el concepto de literatura nacional no ha sabido explicar los desajustes existentes entre fronteras lingüísticas y geográficas. Véase que el panorama español plantea objeciones importantes al modo en que se ha articulado la supuesta literatura española medieval. Resulta curioso hablar de “española” en una época anterior al siglo XV, cuando ni siquiera existía la idea de España. Por si ello no bastara para justificar un rechazo a la noción tradicional de literatura nacional, nótese que la noción de 22
J. Lambert, “À la recherche de cartes mondiales des littératures”, en J. Riesz & A. Picard, Semper aliquod novi. Littérature comparée et Littératures d’Afrique. Mélanges offerts à Albert Gérard, Tübingen, Gunter Narr, 1990, pp. 109-121; hay versiones en inglés: “In Quest of Literary World Maps”, en H. Kittel & A. P. Frank, Interculturality and the Historical Study of Literary Translations, Berlín, Schmidt, 1991, pp. 133-144; y en español: “En busca de mapas mundiales de las literaturas”, en L. Block de Behar, Términos de comparación: los estudios literarios entre historias y teorías, Montevideo, Academia Nacional de Letras, 1991, pp. 65-78.
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literatura nacional es claramente normativa, pues excluye todo aquello no canonizado, como la literatura traducida, la tradición oral, la literatura de masas, etc., y tiende a obviar las diferencias existentes dentro de todas y cada una de las culturas. Evidentemente, el concepto de literatura nacional se construye en términos estáticos y homogéneos, reduciendo la complejidad del sistema a una serie de autores y obras canónicas, escritas, y pertenecientes a la variante estándar de una nación. Hablar de literaturas nacionales presupone por necesidad identificar las fronteras literarias con las geopolíticas y con las lingüísticas. Como señala Lambert, se hacen precisos los modelos y mapas que no identifiquen las nociones de sociedad, país, nación y comunidad lingüística. Por ello él mismo resalta la pertinencia de llevar a cabo una nueva cartografía literaria a escala mundial, sobre todo atendiendo a los procesos de internacionalización que conlleva la movilidad de la población en el mundo contemporáneo y el desarrollo de las nuevas tecnologías. El problema se acentúa en un caso como el español, pues en éste conviven literaturas de expresión lingüística diferente, pero muchos países lejanos comparten como lengua de expresión literaria el castellano. Al hablar de la literatura española habría que ver hasta qué punto ésta comprende a la catalana, gallega y vasca. En el hipotético (previsible más bien) caso de que la respuesta sea que no, sería necesario estudiar por una parte las relaciones que éstas establecen entre sí (como literaturas periféricas en un contexto geográfico general donde es otra la literatura hegemónica) y las relaciones que establecen (individualmente y en conjunto) con la literatura dominante, de expresión castellana. Por otra parte, trascendiendo el caso español, sería necesario ver si la literatura castellana, catalana, gallega y vasca pueden aglutinarse en una sola con el fin de etiquetarlas como literatura ibérica no portuguesa (lo que, de nuevo, chocaría con el concepto tradicional de literatura nacional española, generalmente asociado a la literatura de expresión castellana) o si, por el contrario, cada una de ellas mantiene una relación específica con la literatura portuguesa (lo cual en el caso de la gallega es obvio). Evidentemente, unas y otras han ejercido importantes influencias entre sí, sobre todo desde la más hegemónica a las más periféricas, pero lo interesante es ver que las distintas influencias no sólo muestran diferencias cuantitativas y cualitativas dependiendo de si se ejercen siguiendo un orden centro→periferia, periferia→centro, periferia←→periferia (en términos polisistémicos), sino que también varía el grado de necesidad de acudir a la traducción como herramienta de tal influencia, pues sólo en el segundo y tercer caso es imprescindible su intervención. Es claro que en el caso de la influencia de la literatura central en la periférica no ha sido estrictamente necesaria la intervención de la traducción, habida cuenta del bilingüismo
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mayoritario, y la consiguiente disminución de la importancia traductográfica en esos contextos23. Es también problemática la periodización, de ordinario excesivamente tributaria de la historia literaria, lo que no sería particularmente problemático cuando lo que se estudia es la traducción literaria (habida cuenta de la necesidad de poner en relación esta actividad con la producción de literatura endógena), pero se ha de tener en cuenta su poca aplicabilidad cuando nos ocupamos de cuestiones no literarias o bien literarias y no literarias conjuntamente. Parece difícil presentar una solución eficaz a esta cuestión de la periodización cuando se abordan formas muy variadas de traducción (traducción científica, traducción de textos jurídicos, etc.). Tanto en historiografía literaria como de la traducción nos enfrentamos al evidente problema de interrelación entre periodos contiguos. Cada época asume características pasadas y presagia las que están todavía por venir. Quiere ello decir que sólo si aceptamos por completo que estamos estableciendo fronteras de forma convencional podremos consensuar rasgos prototípicos en cada época. Por lo general, las historias literarias nacionales, las europeas, coinciden en la periodización establecida. La española no es una excepción, aunque hemos de tener presente que no se da un solapamiento cronológico: así, por ejemplo, en Italia, como es sabido, existe una temprana aparición del espíritu renacentista, en lo cual antecede en todo un siglo a su implantación en España. El período neoclásico español, de predominante inspiración francesa, arraiga cuando en el país vecino estaba en decadencia, lo que trae consigo una perduración que a su vez dificulta una temprana adopción de la estética romántica. El retraso respecto a otras naciones se hace evidente si toma en cuenta que en 1832 habían fallecido Scott y Goethe, dos de los más genuinos representantes del movimiento en Gran Bretaña y Alemania, respectivamente, y si consideramos que en Francia e Italia se hallaba ya en su máximo apogeo. También el realismo llega relativamente tarde, sobre todo si se compara con Francia, con los precursores Stendhal y Balzac, aunque cierto es, por otra parte, que su máximo apogeo no se dará allí antes de la revolución de 1848. En estos movimientos mencionados se aprecia la convivencia de tendencias opuestas, lo que en algunos 23
Existe aquí una situación curiosa, la discrepancia sintomática en lo que respecta a otros contextos de contacto interliterario en los que también se da una disparidad en la relación de fuerzas literarias, como son los contactos en contextos de expansión imperialista. En estos casos, es la propia metrópoli la que fuerza la traducción de textos hacia la colonia, en un intento de expandir su propia literatura nacional y, por extensión, su canon y su manera de concebir la sociedad. Por el contrario, en los contextos de los que estamos hablando es precisamente la comunidad cultural periférica la que demanda la traducción de los textos procedentes de la comunidad hegemónica, en un afán de reforzar su nacionalismo, mientras que la cultura hegemónica no tiene particular interés en producir esta traducción, pues lo que le preocupa es extender el monolingüismo.
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casos lleva a un eclecticismo: así, es fácil identificar la presencia del neoclasicismo tardío con un prerromanticismo, del mismo modo que el postromanticismo convive con un realismo incipiente. La compartimentación en siglos no parece muy sensata: históricamente el siglo XVIII finaliza en España en 1808, con los acontecimientos vinculados a la Guerra de la Independencia. El llamado “fin de siglo” español establece una frontera convencional en 1898. A nadie se le escapa que la compartimentación en siglos supone aunar la convención matemática con el calendario astronómico, cuestiones éstas que incumben poco al devenir histórico de la humanidad y, por tanto, no afectan a la cultura (si no es, indirectamente, por mero efecto psicológico). Por lo demás, una centuria constituye en muchos casos un período excesivamente dilatado como para buscar rasgos identificativos. Con todo, hay excepciones: es el caso del siglo XVIII. De igual modo, la capacidad de aglutinar elementos comunes se hace mucho más flexible en épocas remotas, lo que equivale a decir que existe una tendencia a compartimentar la periodización de forma mucho más generosa en periodos alejados de nosotros en el tiempo, y a restringir en la época moderna. Tampoco resulta muy cabal la segmentación de la historia literaria basada en acontecimientos sociopolíticos, a veces excesivamente tributaria de lo extrínseco. Pero de la misma manera que parece sensato elegir criterios literarios para periodos literarios, parece pertinente también usar criterios traductológicos para caracterizar los periodos en historia de la traducción. Ahora bien, no debiera haber particular objeción a usar periodizaciones literarias, cuando de lo que se trata es de llevar a cabo una historia de la traducción literaria. Puede adoptarse, como se verá más adelante, una aproximación metodológica basada en los presupuestos polisistémicos, adoptando una definición funcional de la literatura: el ámbito literario se estructura como un conjunto o red de elementos interdependientes en el que el papel específico de cada elemento viene determinado por su relación frente a los otros, por la función que cumple en dicha red. Otro de los presupuestos de profunda repercusión global es la convicción de que no parece posible concebir la literatura como una actividad aislada en la sociedad sino dependiente de la definición y construcción de ésta. Lo mismo cabe decir, por supuesto, sobre el modo en que se integra la literatura traducida en el sistema literario receptor, el cual es al fin y al cabo el que genera la necesidad del ejercicio traductor. Desde estos presupuestos, se habrán de tener presentes todas y cada una de las características de la literatura receptora, sus cambiantes ideología y poética, para lo cual es factible partir de algunos modelos historiográficos de larga tradición en la ciencia literaria. En ese sentido, bien pudiera valer el que han elegido Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres en Las épocas de la literatura española (1997), a saber: Edad Media, Prerrenacimiento, Renaci-
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miento, Barroco, siglo XVIII, Romanticismo, Realismo, Fin de siglo, Novecentismo y Vanguardia, Posguerra, época contemporánea, teniendo siempre bien presente, que el objeto de estudio será la incorporación de la literatura extranjera al contexto receptor y que estos periodos se han de medir teniendo en cuenta su vigencia en tal contexto. LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN DESDE LA PERSPECTIVA DE LOS ESTUDIOS DE TRADUCCIÓN
Se suele coincidir en que este ámbito de investigación es competencia de la rama descriptiva de los Estudios de Traducción, siguiendo así las previsiones hechas por James S. Holmes en una ponencia titulada “The Name and Nature of Translation Studies”, que presentó en el III congreso internacional de Lingüística Aplicada (Copenhague, 1972) y que después recogió, junto a otros trabajos en Translated! Papers in Literary Translation and Translation Studies (1988). En esta contribución, ya clásica, Holmes se ocupaba de reivindicar que el estudio de la traducción constituye una disciplina académica por derecho propio. En sus propias palabras, una “utopía disciplinaria” como ésta había de resolver diversos problemas. En primer lugar, se requería una denominación adecuada. Tras desechar las denominaciones de “traductología” o “ciencia de la traducción”, Holmes optaba por el de “Estudios de Traducción”, por ser el término con cobertura semántica más amplia y el más correcto idiomáticamente. Otro obstáculo importante sería el de la falta de consenso sobre la estructura y ámbito de estudio de la disciplina. Holmes parte de la idea de que el campo ha de abarcar todas las actividades de investigación que se basen en el estudio de la traducción, en su doble significado de proceso y de producto. El objetivo sería describir los fenómenos existentes y establecer principios generales que permitieran predecir y explicar la existencia de tales fenómenos. Dentro de la disciplina, Holmes distingue entre la rama descriptiva (ocupada del hecho traductor y las traducciones) y la rama teórica (encargada de la explicación y predicción). Tras establecer las categorizaciones pertinentes, trata una tercera rama, la aplicada, en la que se inscriben todas las cuestiones relacionadas con la formación de traductores, la producción de recursos para la traducción, la política de la traducción y la crítica de traducciones. El estudio de Holmes finaliza subrayando la importancia de la dimensión histórica y la elaboración de un discurso metateórico. La aproximación descriptiva se opone enérgicamente a la prescriptiva (asociada a la rama aplicada), ya que rechaza como objetivos primordiales la formulación de reglas, normas o pautas de comportamiento conducentes a la evaluación del ejercicio traductor o a la implementación didáctica en la formación de traductores. Desde los Estudios Descriptivos el interés principal
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es la traducción como hecho real, tanto en el presente como en el pasado, y su integración dentro de la historia cultural. Así, lo que se pretende es analizar el fenómeno y el impacto que puede haber provocado, pero sin buscar aplicaciones prácticas que puedan resultar supuestamente ventajosas, al menos de forma directa, para los traductores, los críticos o los docentes de la traducción. Dado que se centra en aspectos en verdad observables de la traducción, a menudo se la ha denominado aproximación empírica. Como quiera que desde esta perspectiva lo que se defiende es que la investigación en torno a la traducción puede partir del propio hecho y del entorno en que se ubica, con frecuencia se la suele señalar como orientada hacia el polo meta, distinguiéndola así de las aproximaciones orientadas hacia el polo origen. Dentro de la rama descriptiva Holmes distinguía tres tipos de estudio: los orientados hacia el producto (descripción de las traducciones ya existentes), los orientados hacia la función (descripción de la función que cumplen las traducciones en la cultura receptora) y los orientados hacia el proceso (descripción psicolingüística de la actividad cognitiva implicada en la traducción). Evidentemente, son los dos primeros los que se han centrado en el estudio de la historia de la traducción, combinando muchas veces la descripción de las traducciones con la de su función. La aproximación descriptiva a la traducción, de forma muy señalada a la traducción literaria, se suele asociar con una metodología y una “escuela”24, la de Even-Zohar, en Tel-Aviv a mediados de los años 70. Esta teoría, que cabría inscribir en un conjunto más amplio de teorías sistémicas, entiende, como es sabido, que la literatura constituye un sistema sociocultural y un fenómeno de carácter comunicativo que se define de manera funcional, es decir, a través de las relaciones establecidas entre los factores interdependientes que conforman el sistema. Uno de los presupuestos principales es la convicción de que no parece posible concebir la literatura como una actividad aislada en la sociedad, según ya dijimos, sino como uno de sus factores fundamentales de implicación. Es evidente que se trata de un argumento técnico, supuestamente válido, arraigado en el formalismo ruso y checo y también a veces reelaborado en diversas direcciones sociológicas o comparatistas, y comúnmente ajenas al esencialismo literario. Cada cultura construiría en un contexto histórico determinado aquello que concibe como “literario”. El sistema literario se hallaría inmerso, en semejanza al diseño histórico literario formalista de Tinianov, en un polisistema cultural global, dentro del cual la literatura es simultáneamente autónoma y heterónoma con otros sis24
Para una revisión del desarrollo de la rama descriptiva de los Estudios de Traducción, véase T. Hermans, “Translation as an Object of Reflection in Modern Literary and Cultural Studies: Historical-Descriptive Translation Research”, en H. Kittel et al. (eds.), Übersetzung Translation Traduction, Berlín-Nueva York, De Gruyter, 2004, I, pp. 200-211.
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temas (lenguaje, sociedad, economía y política), entre los que se establecen relaciones intrasistémicas, mientras que en su relación con otros polisistemas culturales o lingüísticos, por medio por ejemplo de las traducciones, se establecerían relaciones intersistémicas. Aquí las interferencias pueden definirse como las relaciones entre literaturas, interferencias mediante las cuales una literatura origen puede convertirse en fuente de préstamos, directos o indirectos, de otra literatura meta. Las traducciones, junto a otro tipo de operaciones literarias que suponen reescritura y selección (como podría ser la antologización), jugarán un doble papel: afianzar el sistema de valores vigente o cuestionarlo y ayudar a la formación de uno nuevo, pero en cualquier caso determinarán muy sintomáticamente la evolución del “sistema” literario. La teoría polisistémica subraya para la traducción no sólo el engranaje de los sistemas nacionales, como una pieza más (dimensión multinacional y comparatista), sino también su dinámica dentro de un sistema literario particular (dimensión estrictamente nacional). Así aparece –cosa obvia por lo demás– como un punto de contacto entre un sistema de salida y otro sistema de llegada, constituyendo en su conjunto un sistema intermedio, fluctuante. Formarían “literatura importada” que entra en la dinámica de la literatura producida y de la literatura como tradición. Por lo demás, un sistema literario en formación, débil o en estado de crisis será más vulnerable y receptivo en la asimilación de literatura importada, normalmente en traducción. Las literaturas y culturas en crisis o en formación buscan las innovaciones, manteniendo en la medida de lo posible las características de las obras importadas. Por el contrario, las literaturas y las culturas estables y fuertes tienden a integrar los textos importados imponiéndoles sus propias convenciones: los traductores parecen evitar las obras demasiado “extrañas”, los neologismos, el exotismo, las innovaciones, los vanguardismos25. Las teorías del polisistema, uno de los últimos momentos del formalismo europeo, interesó más o menos vivamente a fin de alcanzar una teoría de la traducción de carácter dinámico y capaz de prestar atención al desarrollo diacrónico de su objeto. Es el caso de investigadores procedentes del ámbito comparatista en los Países Bajos, creadores de un foco de estudios sobre la traducción literaria. James S. Holmes (Ámsterdam), pronto en relación con estudiosos de otros lugares, como los checos Levy y Popovic, y, a la muerte de éstos, con los israelíes Even-Zohar y Toury y belgas como Lefevere o Lambert. Para todos ellos, la propuesta polisistémica de Even-Zohar fue 25
Para una revisión exhaustiva de las aportaciones de la teoría polisistémica a los Estudios de Traducción véanse J. Lambert, “Translation, Systems and Research: The Contribution of Polysystem Studies to Translation Studies”, TTR, 8:1 (1995), pp. 105-152, y T. Hermans, Translation in Systems: Descriptive and System-Oriented Approaches Explained, Manchester, St. Jerome, 1999.
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excepcional, pues hasta entonces la traducción no había sido considerada un ámbito autónomo de investigación por parte de la ciencia literaria. La celebración de congresos internacionales en Lovaina (1976), Tel-Aviv (1978) y Amberes (1980) y la correspondiente publicación de actas contribuyó de forma importante a la creación de vínculos fructíferos y a la constitución, al menos de cara al exterior, de un imagen de grupo cohesionado, en el que se integraban estudiosos como Theo Hermans, Susan Bassnett y el citado Lefevere. En el marco de la formación de este paradigma tuvo especial relevancia la publicación de Papers in Historical Poetics de Even-Zohar (1979), Translation Studies de Bassnett (1980), In Search of a Theory of Translation de Toury (1981) y The Manipulation of Literature: Studies in Literary Translation, editado por Hermans (1985). La publicación de esta última obra dio auténtica proyección internacional al grupo, hasta el punto de que paulatinamente comenzó a asociarse con una escuela de traducción, la llamada “escuela de la manipulación”. Esta denominación responde a uno de los ejes programáticos del grupo, según el cual la traducción literaria no constituye una reproducción imparcial y objetiva de un texto original, sino que más bien implica una manipulación con el fin de lograr unos objetivos determinados. Es fácilmente apreciable que la traducción se constituye así como una actividad teleológica. La investigación en torno a la traducción se centra en el texto traducido y en el modo en que se integra en la literatura receptora. Para ello se estudia no sólo el texto en sí mismo sino todas las normas colectivas de la comunidad, las expectativas de la cultura receptora, la diacronía y sincronía del sistema literario, la relación entre la literatura y otras formas de manifestación social. Según Hermans, lo que los investigadores adscritos a este grupo compartían era una visión de la literatura como un sistema complejo y dinámico, la convicción de que podía establecerse una interacción entre los modelos teóricos y los casos prácticos, un acercamiento a la traducción literaria descriptiva, funcional y sistémica, así como un interés en las normas que gobiernan la producción y recepción de las traducciones, o en la relación entre literatura traducida y otros tipos de textos, sin olvidar el lugar y el papel de las traducciones en el marco de una literatura26. Con posterioridad, la relativa cohesión de este grupo de estudiosos herederos del formalismo se fue disolviendo. El modelo histórico descriptivo, de fundamento estructuralista, desarrollado en los años 70 y 80 fue dando paso a una aproximación que paulatinamente abandonaba la fase formalista para acercarse a los Estudios Culturales norteamericanos. La muestra más clara fue la publicación en 1990 de una colección de artículos titulada Translation, History and Culture, en la cual los editores, Bassnett y Lefevere propugnaban un 26
T. Hermans, “Translation Studies and a New Paradigm”, en T. Hermans, The Manipulation of Literature: Studies in Literary Translation, Londres-Sydney, Croom Helm, pp. 7-15 (10-11).
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“giro cultural de la disciplina”. Rechazan las aproximaciones lingüísticas a la traducción, pues si habían superado el nivel microtextual para alcanzar el macrotextual, pasando a considerar el texto como una unidad, no habían accedido a otro estadio superior. De hecho, lo que Bassnett y Lefevere pretendían era trascender los niveles lingüísticos para pasar a considerar la interrelación entre traducción y cultura, analizando así cómo la cultura determina el hecho traductor. Ponían de manifiesto cómo se puede crear una imagen literaria a través de las antologías, los comentarios críticos, las adaptaciones fílmicas o las traducciones, y subrayaban el papel desempeñado por las instituciones en este proceso. Es de apreciar, pues, un movimiento sincero desde la consideración de la traducción a nivel textual a la traducción como forma de intervención cultural y política, poniendo el acento en la cuestión ideológica. Si entendemos la ideología como el conjunto de creencias y valores que nutren la visión que los individuos o las instituciones tienen del mundo, y que les permiten analizar hechos y acontecimientos, entonces está claro que los traductores, al igual que los restantes miembros de la comunidad, tendrán una determinada perspectiva ideológica que por fuerza ha de determinar su actividad y, por tanto, nos conduce a cuestionar su supuesta neutralidad. El giro experimentado en los Estudios de Traducción ha conocido en las dos últimas décadas la irrupción de las “teorías” feministas y postcoloniales en la disciplina, desde las cuales se ha pretendido reinterpretar la historia de la traducción en su conjunto. DE LAS HISTORIAS GENERALES A LAS HISTORIAS NACIONALES DE LA TRADUCCIÓN
Fue el húngaro György Radó el primero en llamar la atención sobre la conveniencia de desarrollar una historia general de la traducción. Así lo manifestó en 1963, durante la celebración del IV congreso de la Federación Internacional de Traductores (FIT) en Dubrovnik. Tres años más tarde, en el siguiente congreso de la FIT, celebrado en Lahti, Radó puso de manifiesto las exigencias que implicaría la realización de una obra tan monumental, que cubriera el mayor número posible de formas de traducción e incluyera un conjunto sustancial de lenguas, tradiciones y países27. Tiempo después, en la realización de las I Jornadas de Historia de la Traducción, celebradas en León, Valentín García Yebra se lamentaba de la ausencia de una obra de este tipo: “No se ha escrito hasta ahora una historia que abarque las principales manifestaciones de esta actividad cultural desde sus comienzos hasta nuestros días en todas las literaturas. Tal empresa sobrepasa las fuerzas de cual-
27
G. Radó, “La traduction et son histoire”, Babel, 10:1 (1964), pp. 15-16, y “Approaching the History of Translation”, Babel, 13:3 (1967), pp. 169-171.
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quier individuo, incluso las de un equipo amplio y bien concertado”28. En sentido parecido, ante las muchas dificultades de una propuesta como la que había formulado Radó, Lambert asumía en un congreso realizado en la Universidad de Turku los beneficios que tendría la preparación de mapas parciales, que de forma conjunta podrían servir para la constitución de una cartografía general: “Por el momento no parece haber posibilidad alguna de una historia mundial de la traducción, pero ya es hora de que los historiadores trabajen con adecuados mapas históricos que compendien aquello que se ha hecho y lo que resta por hacer”29. La iniciativa de Radó no empezó realmente a desarrollarse hasta bastante más tarde de su formulación original, hasta la celebración del XII congreso mundial de la FIT en Belgrado en 1990, en el que se sentaron las bases del que sería finalmente un proyecto más modesto (si bien participaron una cincuentena de investigadores procedentes de veinte países) y que coordinado por Jean Delisle y Judith Woodsworth culminó en 1995 con la publicación de una obra que desde una perspectiva transnacional asociaba la actividad de los traductores a diversos ámbitos del conocimiento y comportamiento humanos: Les traducteurs dans l’histoire (vertida poco después al inglés y recientemente al español). En los diferentes capítulos de la obra, los colaboradores tratan de asuntos como la invención de los alfabetos, la diseminación de textos religiosos, el desarrollo de las literaturas nacionales, etc. A pesar de innegables aspectos positivos (la internacionalización del elenco, la huida de un excesivo eurocentrismo, el hecho de ser publicación auspiciada por la FIT y también por la UNESCO), no se quedan satisfechas las expectativas creadas. En palabras de Julio César Santoyo, se trata de “un volumen extraordinariamente interesante y, al tiempo, extraordinariamente decepcionante”, pues hay “muy notables silencios [e] importantes errores”30. También convendría mencionar aquí obras como las de George Steiner (After Babel. Aspects of Language and Translation, 1975), Louis G. Kelly (The True Interpreter. A History of Translation Theory and Practice in the West, 1979), Frederick M. Rener (Interpretatio. Language and Translation from Cicero to Tytler, 1989) o Michel Ballard (De Cicéron à Benjamin. Traducteurs, traductions, réflexions, 1992) por sus intentos de presentar un recorrido supranacional, pero en realidad no encontramos aquí tanto historias sistemáticas de la traducción de sentido universal, ni siquiera occidental, como repasos históricos de diversas actividades traductoras y su relación con el estudio del lenguaje (Rener), la hermenéutica (Steiner) o el pensamiento 28 29
30
V. García Yebra, Ob. cit., p. 11. J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, Ob. cit., p. 21. J.-C. Santoyo, “Sobre la historia de la traducción en España: algunos errores recientes”, Hermēneus, 6 (2004), pp. 169-182; la cita en p. 170.
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en torno a la traducción (Kelly, Ballard). Ante la dificultad del cometido, en lugar de panorámicas que aborden el estudio de la historia de la traducción desde una perspectiva transnacional, lo que se encontrará es algún volumen colectivo que presenta conjuntamente panoramas particulares. Así, por ejemplo, limitada a algunos países europeos, en particular Alemania, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos y Rusia, la Histoire de la traduction en Occident de Henri van Hoof (1991). En realidad, las 360 páginas de esta obra constituyen poco más que un catálogo (no siempre correcto) de traductores y traducciones. Asimismo cabría recordar la Routledge Encyclopedia of Translation Studies, dirigida por Mona Baker (1998), que ofrece sucintos estudios panorámicos de diversos autores, así como los trabajos incluidos en la edición de Harald Kittel, Übersetzung: ein internationales Handbuch zur Übersetzungsforschung (2004-2012, en particular el vol. III). Existen investigaciones sobre tradiciones concretas. Por ejemplo, dentro del ámbito de la lengua inglesa, The Oxford Guide to Literature in English Translation, editada por P. France (2000), presenta una sección (pp. 39-88) de recorrido histórico. Mucho más completo es el ambicioso proyecto de The Oxford History of Literary Translation in English, planificado en cinco volúmenes de régimen cronológico, cada uno de ellos con uno o varios responsables: hasta 1550 (R. Ellis, 2008), 1550-1660 (G. Braden, R. Cummings y T. Hermans, en preparación), 1660-1790 (S. Gillespie y D. Hopkins, 2005), 1790-1900 (P. France y K. Haynes, 2006), 1900-2000 (L. Venuti, en preparación). En el ámbito francófono se ha comenzado a publicar la Histoire des traductions en langue française, coordinada por Chevrel y Masson y programada en cuatro volúmenes, de los que ha visto la luz en 2012 el dedicado al siglo XIX, editado por Chevrel, D’hulst y Lombez. Sobre la situación en Portugal ha publicado A. A. G. Rodrigues A tradução em Portugal (19921994), en cuatro volúmenes. Si por algo destacan estas obras es por el intento de subrayar el papel de los traductores y la traducción en general en el desarrollo de la lengua, la literatura y la cultura receptoras. Evidentemente, contamos también con infinidad de trabajos sobre prácticas traductoras concretas, referidas a la actuación de un traductor, a una traducción en particular, a las traducciones de un determinado autor, etc. En términos generales, se pueden prever los siguientes esquemas de estudio: “historia de las traducciones de X por Y” o “Y como traductor de X” (donde X = una literatura nacional, un género literario, la obra de una generación de escritores, la obra de un escritor, una determinada obra de un escritor, y donde Y = un país, una generación de escritores/traductores, un traductor). Estos modelos se pueden limitar mediante la aplicación del elemento temporal Z. Así, “X traducido por Y en Z” o “Y como traductor de X en Z”.
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ANTOLOGÍAS DEL PENSAMIENTO SOBRE LA TRADUCCIÓN A LO LARGO DE LA HISTORIA
Si algo llama la atención es que una actividad tan largamente practicada como ésta, tan arraigada por pura necesidad en la dinámica de desarrollo de cualquier pueblo, encontrara una reflexión teórica tan exigua y esporádica. Con el devenir del tiempo fue aumentando paulatinamente, claro está, el caudal de reflexiones sobre el ejercicio, pero éstas siguieron siendo poco sistemáticas y excesivamente dirigidas a defender un determinado patrón de actuación (el del propio traductor metido a teórico). Si la teorización llegó mucho tiempo más tarde que el ejercicio, el desfase cronológico se hizo todavía más patente en lo que respecta a la formación de los traductores, pues, en un sentido más o menos estricto, no hubo en España ningún centro dedicado sistemáticamente a esta labor hasta la segunda mitad del siglo XX. Son abundantes las antologías que recopilan el discurso formulado sobre la traducción a lo largo de la historia. Estas obras tienen el interés de recoger información muy valiosa acerca de qué han manifestado los traductores (muchas veces también escritores) sobre su labor o la labor de otros, cómo han sido evaluadas las traducciones en diversos contextos históricos, cómo se ha enseñado la traducción, cómo estos discursos se relacionan con discursos anteriores o coetáneos. Las fuentes son muy variadas: formulaciones presentadas por los traductores en epistolarios, prólogos o ensayos autónomos, en críticas y reseñas de traducciones, en manuales de didáctica de la traducción, de enseñanza de lenguas extranjeras mediante el denominado método de traducción y gramática, etc. Encontramos tanto volúmenes de alcance universal (aunque el acervo es básicamente occidental) como ocupados de determinadas tradiciones nacionales, en algunos casos centrados en épocas concretas. Dentro de los primeros fue pionero el de Störig (1963), recopilado en lengua alemana; de los veintisiete fragmentos incluidos, sólo tres de ellos son anteriores al XIX, los de san Jerónimo, Martín Lutero y Goethe; de los restantes, sólo los de Ortega y Gasset y Cary corresponden a autores no germanófonos. En 1981 Horguelin presentó una colección dedicada al ámbito francés (de hecho, tal es el subtítulo), aunque no exclusivamente, pues se incluye un capítulo consagrado a los “precursores latinos”. Los diversos extractos se estructuran, tras este capítulo, de la siguiente manera: “los primeros traductores” (época medieval), “los traductores del Renacimiento”, “el siglo de les belles infidèles” (siglo XVII), “la difusión de las nuevas ideas” (siglo XVIII), “el movimiento pendular” (siglo XIX), “medio siglo de transición” (primera mitad del siglo XX) y, finalmente, “el ámbito canadiense”. En 1989 se publicó una antología preparada por Chesterman, que se nutría de autores del siglo XX (la única excepción es un fragmento de Dryden). Algo más tarde, en 1992, Schulte y Biguenet presen-
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taban una veintena de aportaciones comprendidas entre los siglos XVII y XX (con el acento en este último), la mayor parte de ellas muy conocidas y recopiladas en otras antologías, así las de Dryden, Schopenhauer, Schleiermacher, Guillermo de Humboldt, Goethe, Rossetti, Nietzsche, Benjamin, Pound, Valéry, Nabokov, Jakobson o Derrida y otras menos frecuentes (en muchos casos por no haber alcanzado todavía el estatus de “clásicas”), las de Hugo Friedrich, Szondi, Bonnefoy, Schogt, Riffaterre y Erich Nossack. Es destacable el hecho de haberse presentado dos ensayos no completos escritos originalmente en castellano: el de Ortega y Gasset (que en otros casos no ha podido ser incluido por problemas de derechos de autor) y el de Octavio Paz (que no se ha vuelto a recoger en antología alguna, ni siquiera en castellano, en parte por fácilmente accesible). En 1992 Lefevere presentó en Translation, History, Culture: a Sourcebook, la que era hasta aquella fecha la panorámica más amplia de todas las publicadas, tanto en lo que respecta a los ámbitos lingüísticos como a las etapas históricas. En palabras del propio Lefevere, “this collection contains what many consider to be some of the most important, or at least most seminal texts produced over centuries of thinking about translation in Western Europe in Latin, French, German and English”. El más antiguo de los extractos incluidos corresponde a Cicerón (46 a. C.), lo que comenzaría a ser una constante en subsiguientes antologías; el último, de Wilamowitz (1925). El editor justifica su decisión de no incluir ensayos modernos o contemporáneos, por considerar que debían ser objeto de tratamiento en otros volúmenes, como ocurriría más tarde. Los 61 textos, presentados en inglés, se estructuran temáticamente en lugar de cronológicamente, con una parte final dedicada a los más extensos. En particular, los ámbitos temáticos elegidos son los siguientes: sobre el papel de la ideología en la configuración de la traducción, el poder del mecenazgo, la poética, el universo del discurso, la traducción, el desarrollo de la lengua y la educación, la técnica de la traducción y sobre textos y culturas centrales. Lefevere apunta que una estructura de este tipo se corresponde con las categorías previstas por Madame Dacier en su introducción a su versión de la Iliada (1699), a la vez que con las tendencias principales en el estudio contemporáneo de la traducción literaria. En 1994 Miguel Ángel Vega publicó Textos clásicos de teoría de la traducción, con unos setenta y cinco fragmentos de autores comprendidos entre Cicerón y Fedorov (1983), antología que acompaña de una extensa introducción (pp. 15-57) y que constituiría la primera de las diversas antologías en castellano de pensamiento universal sobre la traducción. En 1996 Francisco Lafarga editó El discurso sobre la traducción en la historia: antología bilingüe, que ya en el subtítulo revela una diferencia sintomática con las precedentes (y también con las siguientes), al presentar los textos originales (en alemán, francés, inglés, italiano y latín) acompañan-
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do a sus correspondientes traducciones al castellano, además, claro está, de los textos originalmente escritos en esta lengua. Cada texto se complementa con una bibliografía crítica. El volumen se abre con el texto clásico de Cicerón y se cierra con un fragmento de Sous l’invocation de Saint Jérôme de Valery Larbaud (1946). El mismo año Dámaso López García publicó Teorías de la traducción: antología de textos, que presenta la particularidad de incluir algunas reflexiones orientales. En 1997 Douglas Robinson dio Western Translation Theory: from Herodotus to Nietzsche, con un total de 124 textos de 90 autores, siempre en traducción al inglés (si no habían sido escritos en inglés originalmente). Se incluyen algunos autores nunca antologados previamente. En el 2000 Enric Gallén y otros publicaron L’art de traduir. Reflexions sobre la traducció al llarg de la història, en el que recogen en catalán ensayos de un total de veintiocho autores, repartidos siguiendo el siguiente esquema: de la antigüedad al Humanismo; del Renacimiento a la época de las belles infidèles; neoclásicos e ilustrados; el siglo romántico; la primera mitad del siglo XX. Cada sección se acompaña de un breve estudio introductorio a la época en cuestión. En 2006 apareció el volumen de Bruno Osimo, Storia della traduzione: riflessioni sul linguaggio traduttivo dall’antichità ai contemporanei, que incluye fragmentos muy breves, con diversos comentarios, y estructurados de forma un tanto idiosincrática: de la Biblia al Humanismo; de la Reforma a la Revolución francesa; el siglo XIX; Pierce y Freud; traductores, escritores y lingüistas del siglo XX; psicólogos, escritores y lingüistas del siglo XX; la ciencia de la traducción. El volumen alcanza hasta los años 90 del siglo XX. También en 2006 se publicó el voluminoso Translation – Theory and Practice: A Historical Reader, de Daniel Weissbort y Arstradur Eysteinsson, que se presenta dividido en dos partes: la primera de ellas, dedicada a la época comprendida entre la Antigüedad y la época moderna (con tres grandes capítulos sobre los periodos entre Cicerón y Caxton, unos sobre el periodo entre la Reforma y el Renacimiento y el Siglo XVIII, y otro más sobre al siglo XIX); la segunda de ellas, dedicada al siglo XX (con un capítulo sobre el periodo entre Pound y Nabokov y otro sobre los autores recientes y contemporáneos). Como hemos visto, la atención al siglo XX oscila en todas estas antologías: desde la de Chesterman, ocupada casi básicamente de esta época a las que no incluyen ningún texto procedente de ella, como la de Robinson. En 2000, Lawrence Venuti publicó una antología consagrada en exclusiva a este siglo, The Translation Studies Reader, con un total de treinta contribuciones completas organizadas en cinco secciones cronológicas, divididas por décadas, cada una de ellas precedida de un ensayo introductorio, y con abundante bibliografía (2ª ed. ampliada 2004).
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Contamos también con diversos trabajos dedicados a tradiciones lingüísticas y culturales específicas. En el ámbito portugués existen dos: de Castilho Pais, Teoria diacronica da tradução portuguesa. Antologia (Séc. XV-XX) (1997), y de Sabio Pinilla y Fernández Sánchez, O discurso sobre a tradução em Portugal (1998). Para Alemania contamos con la antología de Lefevere, Translating Literature: the German Tradition (from Luther to Rosenzweig) (1977). De China se publicó un primer volumen, a cargo de Martha P. Y. Cheung, An Anthology of Chinese Discourse on Translation: From Earliest Times to the Buddhist Project (2006)31. Del ámbito hispanoamericano, El reverso del tapiz, editado por László Scholz (2003). De otros países hay antologías limitadas cronológicamente: de Inglaterra, la de T. R. Steiner, English Translation Theory 1650-1800 (1975); de los Países Bajos, la de T. Hermans, Door eenen engen hals Nederlandse beschouwingen over vertalen 1550-1670 (1996); de Francia, la de L. D’hulst, Cent ans de théorie française de la traduction. De Batteux à Littré, 1748-1847 (1990); de Rusia, la de B. J. Baer y N. Olshanskaya, Russian Writers on Translation, (2013) que recoge el pensamiento formulado por escritores rusos desde mediados del siglo XVIII hasta la época actual, con contribuciones de autores como Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Gorki o Akhmatova. Finalmente, siguiendo un criterio transnacional, pero dedicado a una (larga) época en concreto destaca el volumen de Santoyo, Sobre la traducción: textos clásicos y medievales (2011). EL ESTUDIO DE LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN ESPAÑOLA
Cabe decir que el estudio de la traducción a lo largo de la historia de España (o, si se prefiere, el estudio de la historia de la traducción española o de la historia española de la traducción) muestra un auge muy digno de atención. Cierto es que, con demasiada frecuencia, la documentación está dispersa y fragmentada y que cada vez se hace más necesaria la colaboración de equipos de investigación que puedan contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, se aprecia todavía una deficitaria atención a determinadas cuestiones como son, por ejemplo, las traducciones desarrolladas por españoles fuera del país (en contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así, en contextos de censura), las traducciones no publicadas en forma de libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una función pragmática, en contextos como pueden ser cancillerías, expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el 31
Este volumen cubre el periodo comprendido entre el siglo V a. C. y el XII. El fallecimiento de M. P. Y. Cheung en 2013 le impidió publicar el segundo volumen previsto, que comprendería el periodo del siglo XIII a la Revolución de 1911.
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uso de la traducción como herramienta didáctica (en el aprendizaje de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales), la colaboración entre traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la Escuela de Traductores de Toledo), etc. Faltan también aportaciones de corte historiográfico que presenten propuestas de análisis integrado y sistemático, con auténtica definición del campo objeto de estudio y que atiendan a cuestiones como la de la periodización en este ámbito. Al objeto de dar coherencia a la presentación de estas actuaciones y poder llegar a una mejor comprensión de la bibliografía, procederemos a una clasificación atendiendo a distintos ámbitos. Como veremos, algunos de ellos son de desarrollo muy reciente, ya porque implican la coordinación de grandes equipos de investigadores o el uso de las nuevas tecnologías. En cualquier caso, beben irremediablemente de las aportaciones hechas con anterioridad, ya próximas o no, ya individuales o colectivas. Los ámbitos a tratar son los siguientes: estudios sobre historiografía de la traducción y sobre metahistoriografía de la traducción; estudios de catalogación de traducciones españolas; repertorios bibliográficos de estudios sobre historia de la traducción; antologización del pensamiento sobre la traducción a lo largo de la historia; compilación y edición de traducciones españolas; historias propiamente dichas de la traducción española; obras de referencia y consulta. Los estudios sobre metodología en el análisis de la historia de la traducción son agrupables en cuatro tipos: estudios historiográficos de corte general, con atención puntual a la realidad española32; estudios de historiografía específicamente española33; estudios metodológicos complementarios o introductorios a estudios sobre historia de la traducción española (en definitiva, el aparato paratextual que los acompaña)34; estudios de metahistoriografía de la traducción en España, aunque no está claro si se pueden diferenciar de los propiamente historiográficos o si se funden en ellos, y en los que, de hecho, se analizan, contrastan y ponderan estudios historiográficos, calculando sus potenciales y limitaciones35. En cuanto a la catalogación de las traducciones, es importante contar con inventarios específicos, aunque en algunos casos nos encontramos con auténticos problemas de definición, como ya hemos apuntado. En España hay 32 33 34
35
Véanse los estudios ya citados de B. Lépinette, S. López Alcalá, M. Á.Vega, y J. A. Sabio Pinilla. Así, A. Pym, “On Method in Hispanic Translation History”, cit.; L. Pegenaute, “United Notions: Spanish Translation History and Historiography”, cit. J. F. Ruiz Casanova, Aproximación a una historia de la traducción en España, Madrid, Cátedra, 2000; F. Lafarga & L. Pegenaute, Historia de la traducción en España, Salamanca, Ambos Mundos, 2004, disponible también en www.cervantesvirtual.es. F. Lafarga, “Sobre la historia de la traducción en España: contextos, métodos, realizaciones”, cit.; J.-C. Santoyo, “Sobre la historia de la traducción en España: algunos errores recientes”, cit.
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una colección especializada en la confección de repertorios bibliográficos de traducción: BT: bibliografías de traducción, dirigida por Francisco Lafarga, que hasta la fecha ha publicado volúmenes sobre Honoré de Balzac, Victor Hugo, relatos fantásticos franceses y novela inglesa traducida en los siglos XVIII y XIX36. Estos volúmenes recogen, por lo general, las traducciones y adaptaciones publicadas en las distintas lenguas de España, aparecidas en forma de libro, quedando fuera de su alcance las versiones que vieron la luz en la prensa. Tiene la ventaja de contar con índices onomásticos no sólo de traductores sino también los de prologuistas, anotadores y editores de las obras. Igualmente, dentro de este ámbito se han de reseñar empeños ya clásicos como el compendio bibliográfico incluido en La literatura rusa en España de G. Portnoff (1932), el Esbozo de una bibliografía española de traducciones de novelas 1800-1850, que acompañaba al volumen Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX de José F. Montesinos (1955) o, ya más cercanos a nosotros, el “Esbozo de un catálogo biobibliográfico de traductores de obras dramáticas francesas”, de Esperanza Cobos Castro (1996)37, o el apéndice que presenta Ballestero Izquierdo en su Traducción y traductores de entreguerras: 1918-1936 (2007). Evidentemente, en la labor de rastreo bibliográfico de traducciones también es de gran utilidad el uso de repertorios no específicos de traducción como son el Manual del librero hispanoamericano de Antonio Palau Dulcet o el Catálogo general de la Librería española, que en sus dos versiones abarca la totalidad de la primera mitad del siglo XX (Catálogo general de la Librería española e hispanoamericana, 1901-1930 y Catálogo general de la Librería española, 1931-1950). Por otra parte, disponemos de un repertorio de traducciones, aunque no limitado a las españolas. El conocido Index Translationum es una bibliografía internacional de traducciones creada en 1932. Se encuentran disponibles en formato electrónico las bibliografías publicadas desde el año 1979 y que suman 1.700.000 títulos publicados en un centenar de países y pertenecientes a todas las disciplinas del saber humano. También se encuentra en formato electrónico la base de datos del Proyecto Boscán. Catálogo histórico crítico de las traducciones de la literatura italiana al castellano y al catalán desde 1300 a 1939, coordinado por Mª de 36
37
F. Lafarga, Traducciones españolas de Victor Hugo. Repertorio bibliográfico, Barcelona, PPU, 2002; L. Anoll & F. Lafarga, Traducciones españolas de la obra de Honoré de Balzac, Barcelona, PPU, 2003; M. Giné & C. Palacios, Traducciones españolas de relatos fantásticos franceses, de Cazotte a Maupassant, Barcelona, PPU, 2005; E. Pajares, La novela inglesa en traducción al español durante los siglos XVIII y XIX. Aproximación bibliográfica, Barcelona, PPU, 2006. E. Cobos, “Traducir en la España romántica. Esbozo de un catálogo bio-bibliográfico de traductores de obras dramáticas francesas”, Estudios de investigación franco-española, 13 (1996), pp. 73-231.
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las Nieves Muñiz y Cesáreo Calvo (www.ub.edu/boscan/)38, cuyas fichas incorporan no sólo literatura artística sino también pensamiento jurídico y político, y además incluye obras escritas no sólo en cualquiera de los dialectos italianos sino de cualquier otra lengua si el autor es italiano (o, mejor dicho, de los territorios luego correspondientes a Italia). Por su parte, en el ámbito regional, el Institut Ramon Llull compila un Archivo de traducciones electrónico (www.llull.cat/llull/biblioteca/trac.jsp) a partir de la base de datos formada por la Institució de les Lletres Catalanes, cuyo repertorio incorpora las fichas de obras literarias catalanas traducidas a otras lenguas. También en el ámbito regional es de recordar el proyecto de la Universidad de Vigo que recopila una Biblioteca Dixital da Tradución Literaria Galega (webs.uvigo.es/aluna/bitraga.php), repertorio bibliográfico hacia y desde el gallego en el último cuarto de siglo39. Por su parte, el Portal de Literatura Vasca (www.basqueliterature.com), ofrece un listado de libros traducidos del vasco al inglés, francés, alemán y español (con excepción de literatura infantil y juvenil). En lo que respecta a repertorios bibliográficos de estudios sobre historia de la traducción, cabe señalar en primer lugar el volumen Traducción, traducciones, traductores. Ensayo de bibliografía española, publicado por Santoyo en 1987. Allí se lamenta el autor de la falta de autores españoles que se ocupen del estudio de la traducción. Sin embargo, en 1996, en su obra Bibliografía de la traducción en español, catalán, castellano y vasco, habla ya de “aires completamente nuevos”. Cierto es que se incluye un buen número de referencias de trabajos publicados en América Latina, pero no deja de ser impresionante el montante: unos 4.800 títulos. Dada la multidisciplinar perspectiva con que la traducción puede ser abordada, las aproximaciones resultan variadísimas, pero dentro de ellas son particularmente abundantes las de perspectiva histórica. En otro repertorio bibliográfico, Manual de bibliografía española de traducción e interpretación, compilado en este caso por Fernando Navarro, y centrado exclusivamente en el periodo 1985-1995, se reúnen unas 235 entradas (casi un 10% del total) en el apartado sobre “historia de la traducción”, aunque también podrían haber encontrado allí cabida algunas de las de “teoría de la traducción”. Por su parte, Valero Garcés manifiesta que entre 1980 y 1998 se publicaron en España unos 3000 títulos (libros y artículos) relacionados con la traducción, de los que un 24% tendrían 38
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Véase Mª de las N. Muñiz Muñiz, “Le traduzioni spagnole della letteratura italiana nella rete dei libri: dal catalogo all’ipertesto (a proposito del ‘Progetto Boscán’)” en Id., La traduzione della letteratura italiana in Spagna (1300-1939), Florencia, F. Cesati, 2007, pp. 595-644. Veáse BITREGA (Biblioteca Dixital da Tradución Literaria Galega), “El observatorio de la traducción en Galicia: la Biblioteca da Tradución”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. I: La traducción y su práctica, Barcelona, AIETI-PPU, 2008, pp. 141-149.
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que ver con cuestiones históricas40. Como es obvio en los casos anteriores, no toda esta producción bibliográfica tiene por objeto historiar la traducción realizada en nuestro país, aunque sí ocupa la posición preferente. También habría que sumar, claro está, la producción bibliográfica extranjera sobre aspectos relacionados con la traducción a lo largo de la historia de España. De igual modo, cabe sugerir que, sin explicitar el tema de la “traducción” en el título de la contribución, éste ocupa un destacadísimo lugar en múltiples trabajos que desde el ámbito de la Literatura Comparada toman como foco de recepción la literatura española. Además de los recursos ya apuntados, contamos también con Trades. Base de datos de Estudios de Traducción, uno de los capítulos de la tesis doctoral de Rocío Palomares Perraut, Análisis de las fuentes de información de estudios de traducción, que, como el conjunto de esta tesis, está disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com). Trades recoge más de 1800 referencias sobre traducción publicadas en España y en español en el período 1960-1994 sobre diversos temas, uno de los cuales es, precisamente, el de historia de la traducción. También electrónica es la base de datos BITRA. Bibliografía de traducción e interpretación, a cargo de Franco Aixelà, disponible a través de la página web de la Universidad de Alicante, con más de 54.000 entradas, no sólo de factura española, en la que se puede hacer una búsqueda temática de referencias sobre historia de la traducción (www.ua.es/dfing/tra_int/bitra.htm). Hay que decir que en nuestro país también abundan las antologías que recopilan el discurso formulado sobre la traducción a lo largo de la historia, tanto las centradas en el ámbito nacional como autonómico41. Dentro de las primeras, la de Santoyo, Teoría y crítica de la traducción: Antología (1987), que incluye algunos textos hispanoamericanos; la de Catelli y Gargatagli, El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América (1998); finalmente, la de García Garrosa y Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII (2004). Centradas en ámbito regional son las de Bacardí, Fontcuberta y Parcerisas, Cent anys de traducció al català: 1891-1990. Antologia (1998) y la de Xosé Manuel Dasilva, Babel entre nós. Escolma de textos sobre a traducción en Galicia (2003). Cercanas a este ámbito del ensayo son los volúmenes dedicados al pensamiento de un determinado autor sobre la traducción así como las traducciones a una lengua. Para el primer caso, Carles Riba i la traducció de Jordi Malé (2006) o Marià Manet i la traducció de Jordi Marrugat (2009); para el 40 41
C. Valero Garcés, “Translating as an Academic and Professional Activity”, Meta, 45:2 (2000), pp. 378-382. Véase el estudio de J. A. Sabio Pinilla & P. Ordóñez, Las antologías sobre la traducción en el ámbito peninsular, Berna, Peter Lang, 2012.
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segundo, Molière en català: les reflexions dels traductors de Judith Fontcuberta (2007); Shakespeare en España: 1764-1916 de Laura Campillo y Ángel-Luis Pujante (2007); Traduir Shakespeare. Les reflexions dels traductors catalans de Dídac Pujol (2007) o Traductores y prologuistas de V. Hugo en España (1834-1930) de Lafarga (2008). En cuanto a la compilación y edición de traducciones españolas, prestaremos atención a diversos portales digitales ocupados de ofrecer al público versiones digitales de traducciones: BIVIR: Biblioteca Virtual da Literatura Universal en Galego (www.bivir.com), vinculada a la Asociación de Tradutores Galegos, presenta unas ciento treinta traducciones al gallego; el Institut Virtual Internacional de Traducció (www.ivitra.ua.es), dependiente de la Universidad de Alicante, ha realizado traducciones de diferentes obras clásicas valencianas y ha traducido al valenciano obras clásicas de la literatura europea; BITELI. Biblioteca de traducciones españolas de literatura italiana (www.biteli.cfmxdeveloper.co.uk), vinculada al Proyecto Boscán, ya mencionado, y que, como aquél, es coordinado por Muñiz y Calvo. Este último permite búsquedas de traducciones, así como búsquedas léxicas y sus frecuencias, ya en el original o en las traducciones. Reciente es la apertura del portal digital Traducciones y traductores de literatura y ensayo (www.ttle.satd.uma.es), dirigido por Juan Jesús Zaro, proporciona un archivo de textos artísticos y ensayísticos del XIX traducidos al español, así como edición traductológica de algunos de ellos: ha incorporado hasta ahora veinticinco, españoles e hispanoamericanos. Asimismo los portales BITRES. Biblioteca de traducciones españolas y BITRAHIS. Biblioteca de traducciones hispanoamericanas, alojados en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, coordinados ambos por Lafarga y Pegenaute. Pretenden poner al alcance un conjunto de traducciones no fácilmente accesibles pero cuyo interés hace deseable su recuperación, ya por su calidad intrínseca, por influencia ejercida en su tiempo o el éxito de público, por ser las primeras versiones españolas de un determinado autor o algún otro motivo. Las traducciones se acompañan de ensayos introductorios en los que dan noticia de: la obra original, su lugar en la producción del autor, etc.; ubicación de la traducción en el contexto de las traducciones del autor original; estudio de la propia traducción, tanto desde el punto de vista histórico como estilístico; recepción, éxito de la traducción; referencias bibliográficas útiles al caso. También incluyen los portales amplia bibliografía sobre la historia de la traducción en España e Hispanoamérica y fichas biográficas sobre los traductores. BITRAHIS añade también una sección dedicada a lo más representativo del pensamiento sobre traducción. Un buen número de los estudios contenidos en el portal BITRES han sido recogidos por Lafarga y Pegenaute en el volumen Cincuenta estudios sobre traducciones españolas (2011). También a partir del portal Tra-
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ducciones y traductores de literatura y ensayo, ya mencionado, se ha llevado a cabo la publicación de los volúmenes Traductores y traducciones de literatura y ensayo, 1835-1919 (2007) y Diez estudios sobre la traducción en la España del siglo XIX (2008), editados en ambos casos por J. J. Zaro. En la misma línea que estos portales, el Grupo de investigación TRADIA-1611, de la Universitat Autónoma de Barcelona, ha constituido la Biblioteca de traductores (www.traduccionliteraria.org/biblib/index.htm), con traducciones canónicas y fichas biobibliográficas sobre los traductores. Cabría señalar, igualmente, que esta última biblioteca se encuentra alojada en el Portal de la traducción ibérica y americana, en el que también está disponible el recurso en línea 1611. Revista de historia de la traducción, dirigido por Gargatagli y López Guix, que ha publicado siete números hasta 2013. Hasta hace relativamente poco, la historia de la traducción en ámbito español ocupaba un espacio muy restringido en el contexto internacional. Van Hoof ofreció, en un breve estudio de catorce páginas aparecido en Hieronymus complutensis (1998), un esbozo de historia de la traducción en España que contiene no ya algunas erratas en nombres y títulos sino varios errores de bulto, como el situar a Concha Zardoya o a Marcel Proust a mediados del siglo XIX. Otro resumen de historia de la traducción en España es el redactado por Pym para la Routledge Encyclopedia of Translation Studies (1998); a pesar de las limitaciones de espacio propias de una enciclopedia, no puede dejar de apreciarse cierto desequilibrio en la distribución (la mitad corresponde a Edad Media y siglo XVI) o la insistencia en determinados aspectos en perjuicio de otros. Es curioso que el primer estudio de conjunto en forma de libro apareciera fuera de España: se trata de un texto de ochenta páginas en italiano, presentado como grandes rasgos de la historia de la traducción en España, de Mª del Carmen Sánchez Montero (1998), que se apoya a menudo en la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez Pelayo y en la antología de Santoyo (1987). No pueden olvidarse las valiosas aportaciones de García Yebra dedicadas a la historia de la traducción en sus obras En torno a la traducción: teoría, crítica, historia (1983) y Traducción: historia y teoría (1994). Como es sabido, el autor toca distintos temas de historia, en especial vinculados a la Edad Media y los Siglos de Oro, aunque estos estudios no presentan una ordenación sistemática ni pretenden exhaustividad (son compilación de contribuciones dispersas). Esta situación de relativa penuria comienza corregirse en 2000, gracias a dos obras notables de distinta orientación: Negotiating the Frontier. Translators and Intercultures in Hispanic History, de Pym, y la Aproximación a una historia de la traducción en España, de Ruiz Casanova. El primero constituye un recorrido discontinuo por un conjunto de doce momentos que el autor considera ejemplares en la historia de la traducción en el mundo hispánico,
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desde el siglo XII hasta nuestros días. A pesar de su aspecto fragmentario, permite establecer vinculaciones entre fenómenos sucedidos a siglos de distancia e intenta poner de relieve el carácter histórico de algunos hechos contemporáneos. Por su parte, la obra de Ruiz Casanova, a pesar de su título modesto y precavido, tiene el mérito pionero de trazar un panorama histórico secular, vinculando historia de la traducción literaria e historia de la literatura con sus grandes períodos habituales. Todos los capítulos contienen como elemento introductorio y contextualizador un apartado sobre “Lengua y literatura”, en el que se intenta dar razón del contexto lingüístico y literario con el fin de insertar la traducción como una práctica cultural más. Aun cuando el autor desecha, como posible estructuración de una historia de la traducción, la labor de los traductores, en la práctica su obra focaliza en gran medida este aspecto: de hecho, sus nombres aparecen destacados en negrita y el único índice onomástico previsto es precisamente de traductores. En una perspectiva igualmente histórico-cronológica, aunque con planteamientos y elementos algo distintos, se sitúa la Historia de la traducción en España, editada por Lafarga y Pegenaute (2004) y actualmente disponible en el portal BITRES (www.cervantesvirtual.com/portal/bitres). Esta obra presenta, siguiendo un orden cronológico, la situación de la traducción en España en distintos períodos históricos, combinando las referencias a la actividad traductora con las necesarias alusiones a las poéticas traductoras vigentes o generalmente aceptadas en cada período. Habida cuenta de la diversidad lingüística y cultural de España, incluye capítulos que observan, complementariamente la situación de los ámbitos lingüísticos no castellanos: catalán, gallego y vasco. Ésta es una de las novedades que aporta, respecto de las anteriores, pese a las inevitables limitaciones. Las mismas limitaciones, junto a otras dificultades, hicieron desechar finalmente la idea, barajada durante cierto tiempo, de incluir un capítulo dedicado a la América colonial. Es de lamentar que no poseamos estudios generales sobre la Península Ibérica, lo cual ha provocado que la tradición española se haya estudiado separadamente de la portuguesa. Esto ha impedido el establecimiento de marcos comparatistas y la atención a algunos fenómenos de interrelación literaria y cultural sumamente interesantes. Habría que presentar como excepción los dos volúmenes de Dasilva, Babel ibérico (2006 y 2008), sendas antologías de textos críticos sobre la literatura portuguesa traducida en España y vicecersa, en los que se presenta un tesoro de información sobre la recepción literaria de una y otra tradición, además del volumen editado por Gallén, Lafarga y Pegenaute sobre Traducción y autotraducción en las literaturas ibéricas (2010). Igualmente, se echan en falta comparaciones entre la historia de la traducción desarrollada en España y en Hispanoamérica. De hecho, ni siquiera se ha tenido suficientemente en
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cuenta el espacio hispanoamericano a la hora de estudiar la historia de la traducción española, a pesar de que se dan fenómenos que superan claramente las fronteras nacionales, como ocurre en el caso de los hombres y mujeres de letras españoles que desarrollaron labores de traducción en el exilio, o las cuestiones relacionadas con la difusión de libros por parte de grandes editoriales con implantación en España y Sudamérica. Si acaso, la sola excepción sería la obra ya mencionada de Pym, Negotiating the Frontier, aunque en tratamientos separados. Tampoco abundan las aproximaciones que, desde el propio contexto hispanoamericano, hayan adoptado una perspectiva de amplio recorrido geográfico, trascendiendo limitaciones nacionales. Como excepción, tenemos los volúmenes de Aparicio, Jolicœur42 o algunas muy recientes recopilaciones43, además de artículos de Mould de Pease, de Bastin y de Bastin, Echeverri y Campo44. Si en algunos casos se ha logrado una forma de entender la historia de la traducción despegada de los límites territoriales de nación, ha sido en aquellos contextos históricos en los que tal concepto ni existía. Por lo general, la mayoría de estos estudios se centran, como es esperable, en las épocas de exploración y conquista45. A todos ellos habríamos de sumar algu42
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F. R. Aparicio, Versiones, interpretaciones, creaciones: Instancias de la traducción literaria en Hispanoamérica en el siglo veinte, Gaithersburg, Hispamérica, 1991; L. Jolicœur, Traduction et enjeux identitaires dans le contexte des Amériques, Quebec, Université Laval, 2007. A. Pagni, América Latina: espacios de traducción (Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales 24, 2004); C. Foz & M. Charron, Traduire les Amériques (TTR 19:2, 2006); G. L. Bastin, La traducción y la conformación de la identidad latinoamericana (TRANS 12, 2008); T. Goldfajn, O. Preuss & R. Sitman, Traducción e Historia en América Latina (Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, 21:1, 2010); G. Adamo, La traducción literaria en América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2011; A. Pagni, G. Payàs & P. Willson, Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina, México, UNAM-Coordinación de Difusión Cultural, 2011; F. Lafarga & L. Pegenaute, Aspectos de la historia de la traducción en Hispanoamérica: autores, traducciones y traductores, Vigo, Academia del Hispanismo, 2012; F. Lafarga & L. Pegenaute. Lengua, cultura y política en la historia de la traducción en Hispanoamérica, Vigo, Academia del Hispanismo, 2012; G. Payàs & J. M. Zavala, La mediación lingüístico cultural en tiempos de guerra. Cruce de miradas entre España y América, Temuco, Editorial UC Temuco, 2012. M. Mould de Pease, “Historia y traducción. Presentación de una situación intra-americanista”, Livius, 2 (1992), pp. 189-202; G. L. Bastin, “Latin American Tradition”, en M. Baker, Routledge Encyclopedia of Translation Studies, Londres, Routledge, 1998, pp. 505-512; G. L. Bastin, “Por una historia de la traducción en Hispanoamérica”, Íkala, 8 (14) (2003), pp. 193-217 ; G. L. Bastin, “La pertinencia de los estudios históricos sobre traducción en Hispanoamérica”, Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, 21:1 (2010), www1/tau.ac.il/eial; G. L. Bastin, Álvaro Echeverri & Ángela Campo, “La traducción en América Latina: propia y apropiada”, Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales, 24 (2004), pp. 69-94. Véanse, por ejemplo, G. Haensch, “La comunicación entre españoles e indios en la Conquista”, en Miscel·lània Sanchis Guarner, Universitat de València, 1984, II, pp. 157-167; E. Bravo, “Lenguas indígenas y problemas de contacto lingüístico en las relaciones geográficas del siglo XVI”, Philologia hispalensis, 2:1 (1987), pp. 119-132; J. Klor de Alva, “Language, Politics and Translation: Colonial Discourse and Classic Nahuatl in New Spain”, en R. Warren, The Art
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nos muy importantes, que si bien no versan específicamente sobre traducción sí aportan datos lingüísticos sumamente interesantes para su estudio46. También se hallarán estudios interesantes referidos a concretas realidades nacionales, ya sean historias parciales o completas, como ocurre con Argentina, Colombia, Chile, Cuba, Perú o Venezuela47. En forma de libro, dedicados a traductores o intérpretes en particular, como son La Malinche, el Inca Garcilaso, Martí o Borges48.
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of Translation: Voices from the Field, Boston, Northeastern U. P., 1989, pp. 143-162; M. A. de la Cuesta, “Intérpretes y traducciones en el descubrimiento y la conquista del nuevo mundo”, Livius, 1 (1992), pp. 25-34; R. Adorno, “The Discursive Encounter of Spain and America”, William and May Quarterly, 49:2 (1992), pp. 210-228; R. Adorno, “The Indigenous Ethnographer: The ‘Indio Ladino’ as Historian and Cultural Mediator”, en S. B. Schwartz, Implicit Understandings. Observing, Reporting and Reflection on the Encounters between Europeans and other Peoples in the Early Modern Era, Cambridge U. P., 1994, pp. 378-401; C. Valero Garcés, “Traductores e intérpretes en los primeros encuentros colombinos. Un nuevo rumbo en el propósito de la Conquista”, Hieronymus complutensis, 3 (1996), pp. 61-73; I. Buche, “Teoría de la comunicación intercultural: la conquista, la colonización y la evangelización del México indígena” en K. Zimmermann & Ch. Bierbach, Lenguaje y comunicación intercultural en el mundo hispánico, Fráncfort-Madrid, Vervuert-Iberoamericana, 1997, pp. 51-67; I. Alonso Araguás, “Ficción y representación en el discurso colonial: el papel del intérprete en el Nuevo Mundo”, en R. Muñoz Martín, Actas del I Congreso Internacional de la Asociación Ibérica de Estudios de Traducción e Interpretación, Granada, AIETI, 2003, pp. 407-419; M. Á. Vega, “Lenguas, farautes y traductores en el encuentro de los mundos”, Hieronymus complutensis, 11 (2004), pp. 81-108; I. Alonso, J. Baigorri & G. Payàs, “Nauhatlos y familias de intérpretes en el México colonial”, 1611. Revista de historia de la traducción, 2 (2008), www.traduccionliteraria.org/1611; I. Alonso & G. Payàs, “Sobre alfaqueques y nahuatlatos: nuevas aportaciones a la historia de la interpretación” en C. Valero-Garcés (ed.), Investigación y práctica en traducción e interpretación en los servicios públicos. Desafíos y alianzas, Universidad de Alcalá de Henares, 2008, pp. 39-52. Véanse, por ejemplo, Á. Rosenblat, Los conquistadores y su lengua, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1977; E. Martinell, Aspectos lingüísticos del descubrimiento y la conquista, Madrid, CSIC, 1987; E. Martinell, La comunicación entre españoles e indios, Madrid, Mapfre, 1992; L. Gómez Mango de Carriquiry, El encuentro de lenguas en el “nuevo mundo”, Córdoba, Obra Social y Cultural Cajasur, 1995; H. López Morales, La aventura del español en América, Madrid, Espasa Calpe, 1998. Lourdes Arencibia, “Apuntes para una historia de la traducción en Cuba”, Livius, 3 (1993), 117; Ileana Cabrera Ponce, “El aporte de la traducción al proceso de desarrollo de la cultura chilena en el siglo XIX”, Livius, 3 (1993), pp. 51-63; L. Arencibia, “La traducción en las tertulias literarias del siglo XIX en Cuba”, Hieronymus complutensis, 4-5 (1996-1997), pp. 27-40; G. L. Bastin, “Bases para una historia de la traducción en Venezuela”, Livius, 8 (1996), pp. 925; Wilson Orozco, “La traducción en el siglo XIX en Colombia”, Íkala, 5 (9-10) (2000), pp. 73-88; G. Vázquez Villanueva, “Los linajes de la traducción en Argentina: política de la traducción, génesis de la literatura”, Hermēneus, 6 (2004), pp. 183-202; P. Willson, La constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004; G. Payàs, “Estudio preliminar. La Biblioteca chilena de traductores o el sentido de una colección” en J. T. Medina, Biblioteca chilena de traductores (1820-1924), Santiago de Chile, DIBAM-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago, 2007, pp. 23-72. S. Jákfalvi, Traducción, escritura y violencia colonizadora: un estudio de la obra del Inca Garcilaso, Syracuse, NY, Maxwell of School of Citizenship and Public Affairs, 1984; S.
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En lo que respecta a España, cabe decir que se observa cierta carencia de obras de referencia, especialmente en historia de la traducción. Una vez establecido el panorama histórico de la traducción, una de las prioridades principales es la de descubrir con mayor precisión la personalidad y labor de los traductores, así como la traducción y la recepción de los grandes autores y obras de la cultura universal, aunque habría que decir que el estudio del primero de estos aspectos contaba en España con hitos tan importantes como el Ensayo de una biblioteca de traductores españoles de Pellicer y Saforcada (1778) o los cuatro volúmenes de la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez Pelayo (1952-53)49. Con el fin de recopilar de forma compacta una información hasta ahora dispersa, incompleta y muy poco uniforme se ha concebido el Diccionario histórico de la traducción, editado por Lafarga y Pegenaute (2009), en el que en forma de diccionario enciclopédico se recogen más de ochocientas entradas sobre historia de la traducción, preparadas por cuatrocientos especialistas que han sido coordinados por un consejo asesor. Se encuentran allí, intercalados alfabéticamente, tanto artículos relativos a los contextos emisores (literaturas nacionales y autores extranjeros) como a los contextos receptores (traductores y distintos aspectos relacionados con la práctica y teoría de la traducción). Si bien el énfasis se ha puesto en la traducción literaria, también se presentan entradas relativas a otras variedades, como la traducción en la Administración, la audiovisual, la científica, la económica, la jurada, la de productos informáticos, además de entradas sobre la didáctica de lenguas y la traducción, la formación de traductores, la interpretación, el pensamiento y la investigación sobre la traducción, los premios ayudas y asociaciones o la traducción y el mercado editorial. Los
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Messinger Cypress, La Malinche in Mexican Literature. From History to Myth, Austin, University of Texas Press, 1991; R. Herren, Doña Marina, La Malinche, Barcelona, Planeta, 1992; C. Wurm, Doña Marina, la Malinche. Eine historische Figur und ihre literarische Rezeption, Fráncfort, Vervuert, 1996; L. Arencibia, El traductor Martí. Ensayo, Pinar del Río, Hermanos Loynaz, 2000; E. Kristal, Invisible Work: Borges and Translation, Nashville, Vanderbilt U. P., 2002; B. Dröscher & C. Rincón (eds.), La Malinche: Übersetzung, Interkulturalität und Geschlecht, Berlín, Frey, 2011; M. López-Baralt, El Inca Garcilaso, traductor de culturas, Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 2011; R. Silva-Santisteban, El inca Garcilaso de la Vega traductor, Lima, Universidad Ricardo Palma, 2011. Del ensayo de Pellicer y Saforcada, hay reciente edición (Cáceres, Universidad de Extremadura, 2002), con presentación de G. Mª Salido Ruiz y estudio introductorio de M. Á. Lama; la Biblioteca de traductores se halla incluida en el cederrón Menéndez Pelayo digital (Madrid, CSIC-FUE, 1999), el cual ha sido incorporado a la Biblioteca Virtual Menéndez Pelayo, alojada en el portal digital de la Fundación Ignacio Larramendi (www.larramendi.es). Sobre la conveniencia de centrar el estudio de la historia de la traducción en el traductor, véanse las aportaciones de A. Chesterman, “The Name and Nature of Translator Studies”, Hermes, 42 (2009), pp. 13-22, y de A. Pym, “Humanizing Translation History”, Hermes, 42 (2009), pp. 2348.
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distintos artículos vienen acompañados de su correspondiente aparato bibliográfico y aportan detalles exhaustivos de índole editorial sobre las traducciones. Se ha prestado atención a la realidad multilingüe y multicultural del Estado, incluyendo información detallada sobre la actividad traductora desarrollada no sólo en castellano sino también en catalán, euskera y gallego. La obra se estructura en torno a dos grandes ejes: por una parte, el eje centrado en las culturas emisoras, que incluye entradas relativas a grandes autores y obras de la literatura universal, así como a los ámbitos culturales que más presencia han tenido en la cultura receptora; por otra parte, el centrado en la cultura receptora, constituido por la relación de traductores españoles significativos (a partir de criterios de calidad o importancia histórica de su tarea o de la fuerza de su personalidad; su importancia, por ejemplo, como escritores, políticos, intelectuales, es decir, personas que se hayan distinguido en ámbitos no estrictamente traductores), y otras personas o entidades que han actuado de intermediarios de la tarea traductora (editores, editoriales, colecciones o series de traducciones, instituciones relacionadas con la traducción, premios de traducción), así como teóricos o críticos de la traducción. Complemento a este volumen es el Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica, también editado por Lafarga y Pegenaute y con la colaboración de un comité científico, en el que se han cubierto con entradas generales los distintos ámbitos geopolíticos de Hispanoamérica, entendidos por lo general desde su conceptualización como modernas Repúblicas independientes (además de una larga entrada sobre la traducción en el periodo colonial). En estas entradas se ofrece una visión de la traducción en relación con el desarrollo cultural y literario del país; documentación sobre la presencia de literaturas extranjeras (autores predilectos, corrientes o escuelas más significativas, etc.) y otros tipos de textos, principalmente de pensamiento, pero también relativos a cuestiones políticas, religiosas, científicas, económicas, jurídicas, didácticas, etc.; información sobre la labor de los principales traductores e intermediarios de la traducción y bibliografía orientativa. La mayor parte de las entradas restantes están consagradas a los traductores, cuyo catálogo se ha efectuado, al igual que en el anterior Diccionario, a partir de criterios de calidad o importancia histórica de su tarea o de la fuerza de su personalidad. En términos generales, cada entrada contiene una breve biografía; alusión a las formas y contenidos de su actividad traductora, relacionándola con la situación de la traducción en su época, con su actividad como escritor original (si procede), con las ideas sobre la traducción de su tiempo, etc.; información bibliográfica completa sobre la primera edición de sus traducciones; comentario particular de alguna traducción fundamental; indicación de fuentes secundarias y bibliografía crítica adecuada. También encontramos algunas entradas sobre agentes o intermediarios (editoriales,
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diarios, revistas) que han contribuido a la producción y difusión de traductores. También es destacable la reciente publicación del Diccionari de la traducció catalana, de Montserrat Bacardí y Pilar Godayol (2011), en el que se compilan los traductores más relevantes, desde los inicios hasta los nacidos a mediados del siglo XX, y que hayan traducido de cualquier lengua al catalán, así como las traducciones anónimas y colectivas más sobresalientes. El millar de entradas del volumen presenta datos biográficos, descripción y valoración de las traducciones y bibliografía completa de las obras traducidas al catalán y los estudios que han suscitado. En los últimos tiempos hemos encontrado, por tanto, diversos repertorios en los que se recoge información detallada sobre los traductores españoles e hispanoamericanos: además de la proporcionada por los tres Diccionarios que se acaban de mencionar, la que se encuentra disponible en los portales BITRES, BITRAHIS y Traducciones y traductores de literatura y ensayo, además de la sección de “Biografías de traductores” en el portal virtual desarrollado por el Grupo de investigación HISTRAD http://web.ua.es/es/histrad dirigido por Miguel Ángel Vega en la Universidad de Alicante y la sección de “Personajes” presentada en el portal HISTAL www.histal.ca, del grupo de investigación sobre América Latina liderado por G. L. Bastin. En forma impresa, también contamos algunos repertorios, más especializados, como son los realizados por E. Cobos Castro sobre traductores de obras dramáticas francesas entre 1830 y 1930; por Riera Palmero y Riera Climent (2003) sobre traductores de textos científicos en la época ilustrada; y por C. Alvar y J. M. Lucía sobre la época medieval50. A lo largo de las líneas precedentes esperamos haber podido demostrar que es necesario elaborar modelos y mapas que no identifiquen las nociones de sociedad, país, nación y comunidad lingüística; que se hace precisa una periodización que resulte propia y específica desde el punto de vista traductológico, pero que a la vez no se mantenga alejada de las periodizaciones al uso en la materia objeto de traducción; que se reconozca el carácter propiamente traductor de quienes practican la traducción, de manera independiente y a la vez vinculada a otros quehaceres que bien pueden haberles garantizado su paso a la posteridad; que se mantenga una visión diacrónica que resulte 50
E. Cobos Castro, Traductores al castellano de obras dramáticas francesas (1830-1930), Córdoba, Universidad de Córdoba, 1998; J. Riera Palmero & L. Riera Climent, La ciencia extranjera en la España ilustrada. Ensayo de un diccionario de traductores, Universidad de Valladolid, 2003; C. Alvar & J. M. Lucía, Repertorio de traductores del siglo XV, Madrid, Ollero y Ramos, 2009; C. Alvar, Traducciones y traductores: materiales para una historia de la traducción en Castilla durante la Edad Media, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 2010.
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flexible en su conceptualización y permita abordar con amplitud de miras el estudio de prácticas traductoras alejadas de nosotros en el tiempo y de los cánones actuales. Aunque puede decirse que el estudio de la historia de la traducción vive hoy un auge muy digno de atención, lo cierto es que con demasiada frecuencia la documentación está dispersa y fragmentada y cada vez se hace más necesaria la colaboración entre equipos de investigación que puedan contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, se aprecia todavía una deficitaria atención a determinadas cuestiones como, por ejemplo, las traducciones desarrolladas por españoles fuera de nuestras fronteras (en contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así, en entornos de censura), las traducciones no publicadas en forma de libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una función pragmática, en espacios como pueden ser cancillerías, expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el uso de la traducción como herramienta didáctica (así, en el aprendizaje de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales al alcance de los traductores), la colaboración entre equipos de traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la Escuela de traductores de Toledo), etc.
INTRODUCCIÓN A LA ‘HISTORIA DE LA CIENCIA’ COMO GÉNERO JAVIER HERNÁNDEZ ARIZA El objeto que aquí nos ocupa es tratar de explicar el modo de operar que en cuanto género literario presenta la moderna historiografía de la(s) ciencia(s); es decir, se trata de mostrar en una primera aproximación aquellos aspectos que son clave para la comprensión de una común manera de obrar. Para llevar a cabo este acercamiento, de la extensa bibliografía históricocientífica disponible he considerado sobre todo las síntesis que se han venido publicando en España en las últimas décadas1, pues cabe afirmar que representan un compendio del genéro. Sin embargo no se puede olvidar que la científica es una historiografía secular2. Precisamente el conocimiento de su curso particular (sobre todo a lo largo de los últimos cien años), paralelo al de la historiografía, permite comprender en gran medida cómo se escribe actualmente y por qué la historia de la ciencia3. Entre otros aspectos la si1
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Las obras lacónicamente tituladas a las que me refiero son principalmente las siguientes: LAÍN Entralgo, Pedro y José María López Piñero, Panorama histórico de la ciencia moderna, Madrid, Guadarrama, 1963; Elena, Alberto y Javier Ordóñez, Historia de la ciencia, 2 vols., Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1988; Ordóñez, Javier, Navarro, Víctor y José Manuel Sánchez Ron, Historia de la ciencia, Madrid, Espasa Calpe, 2004; Carlos Solís y Manuel Sellés, Historia de la ciencia, Madrid, Espasa Calpe, 2005 y Comellas, José Luis, Historia sencilla de la ciencia, Madrid, Rialp, 2007. Sobre esta cuestión véase los capítulos Origen de la historiografía de la ciencia y Origen de la historiografía de la medicina en Barona, Josep Lluís, Ciencia e historia. Debates y tendencias en la historiografía de la ciencia, Godella, Seminari d’Estudis sobre la Ciència, 1994, pp. 77151. Puede verse también Ordóñez, Javier, Ciencia, tecnología e historia, Madrid, FCE, 2003, 2ª ed., p. 29. Cuestión diferente es la reciente “institucionalización” de la disciplina en el siglo XX (Barona, J. L., Ob. cit., p. 103). Sobre dicho fenómeno véase el epígrafe “La falta de investigación histórica continuada y la «polémica de la ciencia”, en López Piñero, J. Mª, La ciencia en la historia hispánica, Barcelona, Salvat, 1982, pp. 4-5. Un análisis más reciente puede verse en Id., “Tradición y discontinuidad en España de la historiografía de la ciencia”, Arbor, nº 604605 (Abril-Mayo 1996), pp. 13-16 y en Id., “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”, Investigación y Ciencia, nº 299 (2001), pp. 74-81. Una visión del avance y transformación del género histórico-científico, e histórico-médico, en ocasiones con referencias al caso español, puede consultarse en ID., Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica, Valencia, Real Academia de Medicina, 1975; Id., “Los modelos de investigación historicomédica y las nuevas técnicas”, en Lafuente, Antonio y Juan J. Saldaña (coords.), Historia de las ciencias, Madrid, CSIC, 1987, pp. 125-150; López Piñero, J. Mª, “Los modelos de investigación historicomédica”, en Esteban Piñeiro, Mariano et al. (coords.), Estudios sobre historia de la ciencia y de la técnica. Vol. 1, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1988, pp. 11-29; Saldaña, Juan José, “Estudio sobre las fases principales de la evolución de
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guiente reflexión pone de manifiesto la intensidad con la que dichos desarrollos han repercutido en el género histórico-científico, señalando asimismo la tendencia imperante en el presente: […] la historia de la ciencia no es una disciplina monolíticamente asentada. En el seno mismo de la historiografía de la ciencia han tenido lugar también a lo largo del siglo XX no pocas controversias y han aparecido nuevas orientaciones y rupturas. ¿Cómo ignorar, pongamos por caso, la influencia de la historiografía marxista o del funcionalismo sociológico sobre el análisis de la ciencia considerada como fenómeno histórico? Es un hecho constatable que las distintas corrientes de renovación historiográfica y los planteamientos más tradicionales han tenido, de manera lógica, su reflejo e influencia en la evolución de la historia de la ciencia. Para cualquier observador resulta evidente que hoy no existe unanimidad entre los historiadores de la ciencia. No existe, pues, una única orientación historiográfica, sino que, por el contrario, las corrientes intelectuales se han sucedido incesantemente a tenor del mayor o menor auge de ciertas corrientes de pensamiento. Así, vemos que en las últimas décadas la tradicional historia intelectual -también llamada historia de las ideas científicas- ha dado paso a un mayor impulso de la historia social, a un mayor interés por el fenómeno de la institucionalización, por las implicaciones sociales de la ciencia o por la transmisión de los conocimientos científicos. Qué duda cabe de que en todo este panorama, las investigaciones derivadas de una renovada sociología del conocimiento han introducido viento fresco y nuevos elementos para el debate4.
Así pues, la existencia de numerosos y diferentes ángulos desde los que entender y abordar históricamente la ciencia ha contribuido notablemente a la complejidad disciplinar, situación que se resume ilustrativamente en la comparación de la especialidad con “una encrucijada en la que convergen también los intereses de historiadores, sociólogos, filósofos y de los propios científicos”5. De esta manera la tarea preliminar del historiador de la ciencia
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la historia de las ciencias”, en ID. (comp.), Introducción a la teoría de la historia de las ciencias, México, UNAM, 1989, 2ª ed., pp. 21-78; Rossi, Paolo, Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1990, pp. 153-195; Puerto Sarmiento, Francisco Javier, Historia de la ciencia. Una disciplina para la esperanza, Madrid, Akal, 1991; López Piñero, J. Mª, “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”, Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992), pp. 21-67; Barona, J. L., Ob. cit.,; López Piñero, J. Mª, “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”… e Id., Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica, Madrid, Real Academia de la Historia, 2005, pp. 15-62. Barona, J. L., Ob. cit., pp. 18-19. Ibíd., p. 19. Esta circunstancia también es tratada en la introducción al capítulo Debates actuales en la historiografía de la ciencia. Ahí podemos subrayar lo siguiente: “[…] la historia de la ciencia se ha convertido a lo largo del tiempo en una compleja encrucijada, en la que con-
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es “el conocimiento minucioso de su pasado y su presente historiográfico, de los puntos críticos y de la situación actual del debate”. De todas estas cuestiones destacan, por su importancia, la pugna entre el enfoque externalista e internalista así como “las condiciones y los planteamientos que han sustentado el auge de la historia social del conocimiento científico y la revisión metodológica que ha planteado una historia social de la ciencia pretendidamente renovadora”6. Desde el punto de vista del género, además de lo anterior pueden ser considerados a modo de introducción otros aspectos atribuidos a la historia de la ciencia. Entre los expuestos por el danés Helge Kragh destacaré la utilidad que esta disciplina tiene para “el científico activo”, el filósofo y el sociólogo de la ciencia; también la legitimación social que proporciona a la actividad científica y su inherente didactismo. Sin embargo subrayaré el aserto de que su “reconstrucción” conduce necesariamente al estudio minucioso “de las interacciones entre ciencia, técnica y sociedad”, así como aquel otro que asevera su función como “posible nexo de unión entre esas las dos culturas tradicionalmente separadas: la de las ciencias de la naturaleza o experimentales y las humanidades”7. A través de la historia de la ciencia el científico podría alcanzar una perspectiva humanística de su labor y los humanistas podrían tomar conciencia de que las ciencias y las humanidades no son más que dos facetas de un mismo conocimiento humano. Con esa opinión nos recuerda Kragh que coincidía años más tarde J.T. Clark, quien elevaba aun más la función intelectual de la historia de la ciencia cuando afirmaba que «la historia de la ciencia es, de hecho, el nuevo humanismo
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fluyen los puntos de vista, las tradiciones intelectuales y los métodos de indagación de filósofos, historiadores, sociólogos y científicos procedentes de todos los ámbitos y culturas. Frente a una posición tradicional mucho más clara, específica y lineal, la historia de la ciencia se ha transformado paulatinamente en un ámbito intelectual complejo donde coexisten puntos de vista contrarios, tradiciones intelectuales diferentes y programas de investigación que responden a planteamientos muy diversos” (p. 153). Puede verse además lo expuesto bajo el epígrafe Tradiciones de investigación en Rossi, Paolo, Ob. cit., pp. 162-163 y ss. Barona, Josep Lluís, Ob. cit., p. 19. En la parte final del libro se ofrece una explicación más detallada de lo que “una parte de la historiografía de la ciencia considera […] una verdadera revolución” para la disciplina (p. 183). Sin embargo, López Piñero ha denunciado el desconocimiento actual de la importante tradición histórico-médica e histórico-científica, señalando la falta de originalidad de “una supuesta ‘revolución epistemológica’ cuyo precursor sería el ‘segundo’ Wittgenstein y sus principales figuras, Hanson, Kuhn, Toulmin, Lakatos y Feyerabend” (Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, p. 52 y ss.); del mismo autor véase al respecto los artículos “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”… y “La historia de la ciencia como disciplina”, Saber leer, nº 55 (Mayo 1992), pp. 8-9. Barona, J. L., Ob. cit., pp. 45-47. Puede consultarse Snow, C. P., Las dos culturas y un segundo enfoque, Madrid, Alianza Editorial, 1977. Sobre la superación de la escisión mencionada véase la nota nº 48.
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Javier Hernández Ariza para nuestra cultura contemporánea, irreversiblemente tecnológica y, en el momento actual, asediada»8.
Por otro lado hay que reparar en la subjetividad del historiador, la cual interviene inevitablemente en su creación historiográfica, hasta el punto de que aquel es quien con arreglo a un determinado principio “establece cuáles de los hechos del pasado tienen el carácter de históricos, los selecciona, resalta e interpreta”. Además del “elemento subjetivo”, en la rama de la historia que nos ocupa lo que es históricamente significativo viene determinado por “la propia evolución de la ciencia”9. Circunstancia menos patente y sin embargo fundamental, ya que explica la naturaleza del género histórico en sentido lato, es su consideración y clasificación como género ensayístico, o didáctico-ensayístico10. Considerando la 8
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Barona, J. L., cit., p. 47. En el mismo lugar se afirma que ambas “actitudes intelectuales y personales” se complementan y completan “la unidad del conocimiento” (p. 17). Otra opinión en la misma línea puede leerse en Ordóñez, Javier, ob.cit., p. 21: “Para abordar el tema de la ciencia como cultura es necesario situarnos filosóficamente en una posición que no exija una división radical entre dos culturas distintas necesariamente alejadas: la ciencia y toda expresión cultural que no sea ciencia. Al contrario, mi punto de partida es no suponer que existe divorcio real entre las ciencias, por una parte, y las humanidades, por otra; que realmente ambas poseen elementos comunes que las acercan y las emparentan”. Véase también Kragh, Helge, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 55-56 (reeditada en 2007 para la colección Drakontos de la misma editorial). Pueden consultarse varios artículos sobre las relaciones ciencia-humanismo en Hispanogalia. Revista hispanofrancesa de Pensamiento, Literatura y Arte, nº III (2006-2007). Barona, J. L., Ob. cit., pp. 50-51. Sobre esta cuestión véase Aullón de Haro, P., Teoría del ensayo como categoría polémica y programática en el marco de un sistema global de géneros, Madrid, Verbum, 1992. Ahí, partiendo de la clasificación hegeliana de “géneros prosaicos” y del “concepto dieciochesco de Literatura en cuanto producción integradora de ciencia, pensamiento y arte”, se establece un “sistema global de géneros” compuesto de tres partes fundamentales: “Géneros científicos”, “Géneros ensayísticos” y “Géneros artísticos o artístico-literarios”. En el ensayo se distingue a su vez “dos subsegmentos genéricos, uno anterior relativo a los tipos de textos de mayor aproximación científica y otro posterior relativo a los tipos de textos de mayor aproximación artística”. La singularidad de la historiografía radica en que “constituye una categoría genérica trasladable, o susceptible de deslizamiento, del subsegmento anterior de aproximación científica al subsegmento posterior de aproximación artística” (pp. 101-113). Otra característica relevante del ensayo es la “integración de contrarios” (pp. 115-116) y sobre todo que se trata de un “género no marcado” que carece de “estructuraciones internas parangonables a aquellas que describen los géneros artísticos” (p. 120). Véase también Id., Los géneros ensayísticos en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 1987, pp. 11-14, 122; y el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, vol. I, Verbum, 1997, pp. XXI-XXII. Desde esta perspectiva el mismo autor explica en otro trabajo la autonomía de la historiografía de la ciencia: “Desde un orden de cosas externa y extensivamente disciplinario es claro que en tanto que existe una Historia civil, de las naciones o de los pueblos, por partes o bajo la consideración de un todo, una Historia de la Literatura o del Arte constituiría una especializada particularización de dicha Historia General. Así venía a pensarlo hegelianamente Menéndez Pelayo. En este sentido, las Historias de la Filosofía, de las distintas Artes y de las Ciencias poseerán un estatuto simétricamente análogo al de la Historia literaria. A su vez, la disposición
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filosofía de la historia de Hegel, la historia de la ciencia se encuadra en la que el suabo denominó “historia especial” o “historia por conceptos”, es decir, aquella sección de la historiografía que se ocupa de las disciplinas científicas11. Conviene recordar que si bien el siglo XVIII alentó “el proyecto intelectual de una historia de la humanidad integradora”, en la centuria siguiente se impondrá “una corriente de carácter analítico, como contrapunto al proyecto de una historia global de la humanidad”12. En la obra clásica de Helge Kragh se reflexiona sobre dos posibles perspectivas fundamentales del género histórico-científico. La primera resalta el aspecto histórico ―“historia de la ciencia”― y la segunda favorece lo neta-
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de esos géneros disciplinarios exige el establecimiento de una estructura en la cual Historia de la Literatura e Historia de las Artes han de ser con naturalidad agrupables frente a la posición de la Historia de las Ciencias, puesto que la naturaleza del objeto literario hace a éste integrable entre los demás objetos artísticos, siendo éstos la alternativa cognoscitiva de los anteriores creada por el hombre en el marco de sus producciones culturales altamente elaboradas” (Id., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”, en Id. (ed.), Teoría de la historia de la literatura y el arte, Madrid, Verbum/Teoría-Crítica, 1994, pp. 20-21). Por otra parte, es de advertir sin embargo que, frente al género Historia de la(s) Ciencia(s), no hay todavía un género que se ocupe monográficamente y en su conjunto de la Historia de las Ciencias Humanas. Por último, consideraremos la siguiente observación sobre el género históricocientífico: “También los límites de la disciplina, exactamente como sucede con las otras historias, por todas partes son imprecisos y difuminados: alcanzan a la historia de la técnica, historia económica e historia religiosa, historia de la filosofía e historia de las ideas, filosofía de la ciencia, sociología, psicología, antropología” (Rossi, Paolo, Ob. cit., p. 154). Aullón de Haro, P., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”…, cit., pp. 22-23. A continuación reproduzco por su clarividencia el juicio de Novalis ahí citado: “Las historias parciales son absolutamente imposibles. Toda historia debe ser necesariamente una historia universal y no es posible tratar históricamente ningún tema en particular sin referencia a la historia total” (p. 25). Barona, Josep Lluís, Ob. cit., pp. 89-91. Véase asimismo Aullón de Haro, P., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”…, cit., pp. 19-20 y sobre todo la primera parte del “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. XIX-XCVI, especialmente el subapartado Concepción teórica y epistemológica (pp. LXXXVI-XCVI). No obstante hay que destacar la siguiente reflexión: “[…] el abate se sitúa en el plano de la historia, y desde él reconstruye el sistema completo, porque desde el punto de vista histórico, la historia es el único punto envolvente. La historia es el único lugar epistemológico del Todo. De esa manera, Juan Andrés realiza en Origen… el primer constructo disciplinario del historicismo” (p. LXXII). También puede leerse una sucinta y significativa valoración de la obra magna de Juan Andrés (1740-1817) en Aullón de Haro, P., Los géneros didácticos y ensayísticos en el siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1987, pp. 47-49: “El primer tomo contiene una convincente exposición general que pone en evidencia su enciclopedismo ilustrado y cristiano, su proyección científico-cultural universalista tanto histórica como geográficamente, de lo cual podemos inferir un concepto de relativismo cultural francamente avanzado que el resto de la obra confirma en su tratamiento globalizador de países, tradiciones y el conjunto de las ciencias y artes, pues ninguna escapa a la prodigiosa sagacidad y extensión de los conocimientos del Abate” (p. 48). Puede consultarse además Aullón de Haro, P., García Gabaldón, J. y Navarro, S. (eds.), Juan Andrés y la teoría comparatista, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2002 y García Gabaldón, J., “Sobre el comparatismo lingüístico y literario”, en Fernández Prat, M. H. (ed.), Ciencias del lenguaje y de las lenguas naturales, Madrid, Verbum/Teoría-Crítica, 1996, p. 118.
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mente científico y teórico ―“historia de la ciencia”―, coincidiendo en lo esencial con lo que hemos denominado externalismo e internalismo. Sin embargo se señala la posibilidad de una tercera perspectiva historiográfica que incluye a las dos anteriores y que en consecuencia puede comprender tanto “relaciones históricas y sociales” como “aspectos técnicos de la ciencia”13. En muy pocas líneas Kragh presenta con gran claridad el amplio segmento que abarca el género histórico-científico, revelando de nuevo la referida peculiaridad de su naturaleza ensayística: Hay tantos aspectos de la historia de la ciencia (en el sentido de HC2 [historia de la ciencia]) y tantos enfoques de la misma que se necesita y hay sitio suficiente para todo el espectro de aportaciones que van de los análisis puramente técnicos a los puramente históricos. Como la ciencia es una estructura tan compleja, la historia de la ciencia tendrá que ser necesariamente un tema con muchas facetas14.
En consonancia con lo anterior, en el capítulo Objetivos y justificación se expone la singular amplitud temática que el género ha alcanzado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX así como el efecto de dicha evolución en la controvertida identidad del género: 13
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Kragh, Helge, Ob. cit., pp. 36-37. Según el autor danés “la ciencia que es históricamente pertinente” comprende “las actividades o comportamientos de los científicos, incluidos los factores que para ello resultan importantes, siempre y cuando tales actividades estén relacionadas con trabajos científicos”, es decir, “la ciencia en cuanto comportamiento humano, tanto si dicho comportamiento lleva a un conocimiento verdadero, objetivo en torno a la naturaleza como si no”. De este modo, para la reconstrucción histórica el interés se centra en la ciencia como “proceso” que conduce a “lo que se acepta como conocimiento científico” en cierto momento (p. 36). Por otro lado, la escisión entre ciencias físico-naturales y humanas ha sido contemplada como la causa inicial de la “difícil instalación de la historia de la ciencia y de la historia de la cultura en el seno de la historia oficial”, circunstancia que propició a su vez “su mayor acercamiento al mundo de los científicos que al de los historiadores” (Barona, J. L., cit., p. 99). Kragh, H., cit., p. 37. También Rossi, P., cit., pp. 153-155. Ahí se lee: “Como sucede con la historia del arte o de la filosofía o de la literatura, la expresión «historia de la ciencia» designa cosas diferentes: los grandiosos frescos de Duhem y de Thorndike, la obra monumental de Needham, los estudios del pensamiento matemático arcaico de Neugebauer, las reconstrucciones sutiles de Koyré, las ediciones de textos medievales, las investigaciones minuciosas sobre episodios secundarios o sobre particulares técnicas de elaboración en una pequeña provincia de Europa” (154). Al igual que la disciplina, “la comunidad de los historiadores de la ciencia es heterogénea y variada” (p, 153). Así el profesor italiano señala en este gremio otro fenómeno a tener en cuenta: “Por otra parte, tampoco la historia de la ciencia se ha sustraído a un proceso de cada vez más acentuada especialización: en las grandes particiones basadas en grandes sectores del saber científico (astronomía, química, medicina, etc.) se han introducido ulteriormente especializaciones, como la historia de la medicina antigua o de la mecánica medieval o de la genética clásica. De esto han derivado comunidades más restringidas de especialistas, algunas de más antigua y otras de recientísima tradición, que a su vez mantienen con la más amplia comunidad de los historiadores de la ciencia relaciones más o menos articuladas. También esta situación, naturalmente, ha sido y sigue siendo fuente de problemas” (p. 154).
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El desarrollo de la historia de la ciencia durante las tres últimas décadas ha venido caracterizándose por la proliferación de métodos y perspectivas más que por la aparición de un consenso respecto a qué es lo que constituye exactamente esta disciplina. El eclecticismo y el hecho de que esta especialidad dé cabida a intereses distintos y en parte conflictivos entre sí hace que resulte problemático hablar sobre el objetivo de la historia de la ciencia. No obstante muchos han sido los que han afrontado la tarea de aclarar qué es lo que debería constituir el objetivo supremo de esta disciplina15.
En el mismo capítulo se encuentra un esclarecedor análisis del estado en el que por entonces se hallaba una todavía incipiente pero ya renovada historiografía científica. El examen resulta de gran interés ya que menciona algunas de las principales claves del género histórico-científico, también reconocibles en la producción española a la que antes nos hemos referido: Los desarrollos más nuevos de la historia de la ciencia, «el nuevo eclecticismo», como se le ha llamado, incluyen una relativa decadencia de la historia puramente intelectual. Los historiadores intentan cada vez más integrar sus materias, ya sean intelectuales o no, en otras materias y métodos históricos. Se han incorporado a nuestra disciplina nuevas perspectivas, inspiradas por la historia social y económica en particular. Mientras que la historia de la ciencia ha tratado tradicionalmente de las aportaciones de cada científico en particular, sus intereses son hoy día mucho más vastos y han orientado generalmente su rumbo hacia fenómenos colectivos. Son las naciones, las firmas, las agencias políticas, las instituciones y sociedades científicas las que ahora estudia una corriente cada vez más numerosa de historiadores, muchos de los cuales son empleados de las propias instituciones que analizan. En cuanto a las disciplinas científicas, la física ha desempeñado tradicionalmente un papel primordial en la historia de la ciencia. 15
Kragh, H., cit., p. 49. De forma análoga se ha expresado el historiador Javier Ordóñez haciendo hincapié en la falta de conformidad sobre “el objeto de estudio de la historia de la ciencia”. Su conclusión es que “no existe un cuerpo canónico de doctrina acerca de la historia de la ciencia, sino muchas opiniones y variantes” (Ordóñez, J., Ob. cit., p. 47). También puede verse, por ejemplo, Canguilhem, Georges, “El objeto de la historia de las ciencias”, en Saldaña, J. J. (comp.), Ob. cit., pp. 215-229 y los artículos compilados por José Manuel Sánchez Ron con el título Historia de la ciencia, perspectivas historiográficas en Arbor, nº 558-559-560 (JunioAgosto 1992), en especial “Para qué la historia de la ciencia” de Pedro Laín Entralgo. Ahí se lee: “[…] la razón objetiva por la que intelectual y socialmente se la cultiva, comprende tres momentos, esencialmente implicados entre sí: el conocimiento de la historia de la ciencia otorga al saber del científico ―y en cierta medida, a la persona que con alguna seriedad lo posee― consistencia intelectual, claridad y dignidad ética (p. 14) […] Rectamente entendida y utilizada la historia de la ciencia, ¿no es cierto que, a su manera, contribuye a iluminar la realidad que la ciencia por sí misma conoce; en definitiva, a dar claridad interna y radical al saber científico?” (p. 16).
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Javier Hernández Ariza Pero las últimas décadas han sido testigo de un poderoso respeto suscitado por las ciencias no físicas, incluida la geología, la biología, las ciencias del hombre y las pseudociencias. Sea cual sea la ciencia o la materia que se estudie, los que trabajan en historia de la ciencia la consideran cada vez más un terreno de la historia más que un campo de la ciencia16.
Por tanto, según la anterior explicación, en cuanto género la historia de la ciencia se ha alejado progresivamente del polo científico o internalista. En cualquier caso, de la monografía de Kragh conviene destacar todavía dos capítulos que exponen cuestiones relevantes a nuestro objeto; se trata de Estructura y organización y de Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia. Ya en el prólogo del libro se afirme que dichos capítulos —junto con Ideología y mitos en la historia de la ciencia— abordan “problemas básicos de la historiografía general de la ciencia”17. La naturaleza artificial y subjetiva de la periodización es uno de esos problemas. De esta manera “el siglo”, 16
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Kragh, H., cit., p. 58. Barona expone el mismo fenómeno señalando que, frente a una historiografía de la ciencia “más tradicional” centrada en la vida y obra de los científicos clásicos, “la historia de la ciencia ha visto surgir nuevas orientaciones más preocupadas por desentrañar las claves de los comportamientos colectivos de las comunidades científicas, las implicaciones sociales de la ciencia y la tecnología, su repercusión económica, el desarrollo de políticas científicas por parte de los Estados o la configuración de nuevos estilos de pensamiento científico”. El resultado es “una mezcla compleja de criterios y conceptos, que han constituido el punto de partida de una [sic] palpable eclecticismo metodológico a la hora de enfocar el estudio y la comprensión de la ciencia del pasado” (Ob. cit., pp. 153-154). Pedro Laín Entralgo escribió que “como la actual, la Historia de la Medicina del año 2000 se hallará envuelta por los tres dominios de la actividad humana en que por su propia naturaleza tal saber ha de hallarse alojado, dos de carácter científico y técnico, la medicina y la historiografía general, y el tercero fundamental y abarcante, la vida del hombre en su conjunto” (“Mi oficio en el año dos mil”, Revista de Occidente, nº 103 (octubre 1971), pp. 66-67); en las siguientes líneas Laín Entralgo se manifiesta a favor de la nueva corriente: “Es certísimo, en fin, que, como con tan buenas razones y tan preciosos hallazgos viene afirmando López Piñero, la historiografía de la ciencia no debe limitarse al estudio de las «grandes figuras», y ha de tener en cuenta las figuras secundarias y los presupuestos sociales de todo orden: demográficos, socio-políticos, socioeconómicos, socio-religiosos, etc., que hicieron posible la existencia y la obra de esas grandes figuras y esas figuras secundarias; pero, a la vez, en modo alguno debe olvidarse que la parte principal de la historia universal de la ciencia la han hecho precisamente esas «grandes figuras», y que en función de la existencia o de la no existencia de ellas han de ser consideradas, cuando se trata de conocer la integridad de esa historia, la estructura y la peculiaridad de los varios presupuestos sociales a los que acabo de referirme” (“Más sobre la ciencia en España”, en VV. AA., Once ensayos sobre la ciencia, Madrid, Fundación Juan March, 1973, pp. 135136). Son de gran interés los trabajos recogidos en Gracia Guillén, Diego (ed.), Ciencia y vida. Homenaje a Pedro Laín Entralgo, Bilbao, Fundación BBVA, 2004; de todos ellos destaco el análisis que sobre el turolense ofrece el editor en “Laín Entralgo, historiador de la Medicina” (pp. 59-106) y en “El humanismo de Pedro Laín Entralgo” (pp. 205-231). Véase además el apartado La obra histórico-médica de Pedro Laín Entralgo en López Piñero, J. Mª, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, pp. 63-106. Kragh, H., Ob. cit., p. 8.
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empleado con frecuencia para la Edad Moderna, es considerado una unidad “arbitraria” ya que, salvo en alguna disciplina, “no refleja ninguna tendencia interna del desarrollo de la ciencia”18. En este sentido destaca su reflexión sobre la revolución científica, que concluye considerando la periodización como resultado de “una evaluación de un todo que abarca pasado, presente y futuro”19. Un aspecto estrechamente vinculado al anterior es la extensión de cada período cronológico; si bien Kragh la considera “una opción historiográfica”, en las síntesis consultadas se concede con frecuencia mayor espacio a la Edad Moderna y Contemporánea: No hay unos períodos que sean más interesantes que otros en cuanto tales, es decir, independientemente de consideraciones teóricas. En algunas historias de la ciencia la Edad Media casi ni aparece, mientras que en otras ocupa un puesto dominante; sin poderse decir que una concesión determinada de prioridades sea en sí mejor que otra. La cuestión del peso que había que conceder a los distintos períodos era muy importante para Sarton, Bernal, Singer, Wolf y otros autores que escribieron historias exhaustivas, que cubrían una vasta extensión de tiempo. Pero hoy día, la creencia en la existencia de una concesión natural de prioridad a ciertos temas o períodos ha sido ya abandonada20.
Tampoco existe un criterio que paute de manera imparcial la relevancia de cada disciplina científica. “¿Qué hincapié —pregunta Kragh— debería hacer una historia general de la ciencia en la astronomía, por ejemplo, comparada con la anatomía?”. La física ha ocupado un lugar preponderante y paradójicamente lo ha mantenido a pesar de la reciente inclinación de la historiografía de la ciencia por otras materias. Sin embargo “no hay ninguna razón objetiva por la cual la geología tenga que ocupar un lugar inferior al de la física en historia de la ciencia”. Kragh apunta que la subordinación se produce cuando “el principal criterio de importancia histórica” es el “éxito”,
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Ibíd., p. 103. Ibíd., pp. 105-107. De manera análoga se expone la problemática periodológica en Barona, J. L., Ob. cit., p. 59. Kragh, H., cit., pp. 104-105. Entre las posibles razones para dedicar mayor o menor atención a una etapa histórica Barona apunta los “materiales de investigación” de los que el historiador dispone así como su especialidad y “mentalidad historiográfica” (op. cit., p. 59). Un ejemplo puede leerse en Laín Entralgo, P. y López Piñero, cit., p. 15: “No se nos ocultan ―exponen en el Prólogo― las limitaciones y torpezas de este “Panorama”. Una parte de ellas procede de nuestra ingénita poquedad; otra parte no menor viene de nuestra especial dedicación a la historia de la Medicina y de la posible tendencia consiguiente a considerar con atención más detenida y con menos débil autoridad los temas tocantes a la Biología y la Antropología. Es forzoso ver y tratar la historia general de las ciencias desde la particular historia que preferente o exclusivamente se cultiva, y nuestro empeño no podía ser una excepción de esa regla inexorable. Con todo, creemos haber compuesto un libro útil”.
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concepto que le lleva directamente a plantear las dos posibles estructuras de las que inicialmente puede servirse el historiador de la ciencia21: La historia horizontal de la ciencia significa, según se entiende aquí, el estudio del desarrollo de un tema concreto determinado a través del tiempo; por ejemplo, de una especialidad científica, de un área problemática o de un tema intelectual. En algunos casos puede identificarse el origen (t0) y la «muerte» (t+) del tema en cuestión, en cuyo caso se nos dan los límites temporales. En otros casos el límite superior es la actualidad (t´). Este último caso se presenta con mucha frecuencia, pues la razón de rastrear el pasado de un tema suele hallarse ligada a la importancia actual de dicho asunto. La historia horizontal es la historia de una disciplina o la historia de una subdisciplina22.
Podría afirmarse que la segunda opción estructural es distintiva de la actual historiografía de la ciencia: La historia vertical es una mera alternativa de organizar los materiales de historia de la ciencia. El historiador inclinado por el sistema vertical parte de una perspectiva que tiene una naturaleza más interdisciplinar, en la que la ciencia que se analiza es considerada simplemente como un elemento más de la vida cultural y social de un período. Un elemento que no puede aislarse de los demás elementos del período en cuestión y que, junto con ellos, caracteriza el «espíritu de la época» que constituye el verdadero terreno de este tipo de historia de la ciencia. Mientras que la historia horizontal constituye una película de una parte pequeña y concreta de la ciencia, la historia vertical es una instantánea de la situación general23. 21
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Kragh, H. cit., p. 107 y ss. Véase además la nota nº 28. Una muestra de la preferencia por determinadas ciencias puede leerse en Sánchez Ron, José Manuel, Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999, pp. 7-8. “Me he centrado ―afirma en el Prólogo― sobre todo en las ciencias físico-químicas y matemáticas, que, como señalo en varios lugares, han jugado, universalmente, un papel especialmente importante en el periodo del que me ocupo aquí” (p. 8). Véase además C. Solís y M. Sellés, cit., p.15. En la Presentación del libro se ofrece la siguiente declaración: “Sin embargo, toda obra que presente un recorrido global por el desarrollo de la ciencia exige tomar un cierto número de decisiones acerca de qué incluir y excluir. En nuestro caso, la primera elección ha sido la de limitarnos a las ciencias de la naturaleza y a las matemáticas utilizadas por ellas, en detrimento de lo que hoy llamamos ciencias humanas. La segunda elección ha sido determinar el peso relativo otorgado a cada una de las ciencias tratadas. La tercera, centrarnos en la exposición de ciertos desarrollos a costa de otros, dado que contarlo todo hubiera sido imposible en un espacio razonable. Finalmente, la cuarta elección ha sido casi un atrevimiento, al pretender llegar hasta el momento presente en beneficio de la curiosidad del lector por la actualidad, con el consiguiente riesgo de que, a falta de perspectiva histórica, una parte de la exposición de los últimos desarrollos pueda verse superada o corregida en un futuro muy próximo”. Kragh, H., cit., p. 111. También puede verse ROSSI, P., cit., pp. 156-157. Kragh, H., cit., p.. 111. Puede verse lo expuesto bajo el epígrafe Estructura y organización en Barona, J. L., cit., pp. 59-62. Ahí se recogen estos mismos conceptos (“historiografía vertical e
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A diferencia de la primera ésta última estructura, gracias a la visión de conjunto que ofrece, permite establecer conexiones e interrelaciones entre las distintas disciplinas y además permite evitar los “anacronismos” y las limitaciones de “la historia disciplinar y horizontal”. A pesar de esto Kragh considera desacertado prescindir totalmente de la organización horizontal, arguyendo que el empleo de una estructura u otra “no es una cuestión de principio, sino de contingencia histórica”24: El riesgo que se corre al impedirse uno mismo realizar importantes relaciones integradas de modo vertical depende del período y la disciplina que se estudie. El aislamiento disciplinar cada vez mayor constituye una característica del tipo de ciencia enormemente organizada y especializada que se ha venido desarrollando desde el cambio de siglo. Por lo que se refiere a la ciencia moderna, resulta, pues, menos problemático organizar la historia de forma horizontal25.
En el capítulo Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia se presenta otra oposición conceptual. La tendencia anacrónica analiza el ayer científico desde la perspectiva actual, explicando su transformación hasta la configuración del último estadio26. Por el contrario, la tendencia diacrónica realiza su análisis considerando exclusivamente la perspectiva existente en un determinado estadio de la ciencia27: Así pues, idealmente, en la perspectiva diacrónica uno se imagina que es un observador que está en el pasado, y no simplemente un observador del pasado. Este viaje ficticio de regreso en el tiempo tiene como consecuencia que la memoria del historiador-observador se vea despojada de todo el saber procedente de períodos posteriores. Al historiador diacrónico, por tanto, no le interesa evaluar hasta qué punto era racional el comportamiento de los agentes históricos, ni si crearon o no un verdadero saber en el sentido moderno o en sentido absoluto. Lo único que importa es hasta qué punto se tuvieron por racionales y ciertas las acciones del agente en su propia época. En este sentido, podríamos decir que en la historiografía diacrónica existe un elemento relativista28.
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historiografía horizontal”) al referir la estrategia de “una doble perspectiva” en el estudio del complicado objeto histórico-científico (p. 61). Kragh, H., cit., pp. 111-113. Ibíd., p. 113. Ibíd., p. 120. Ibíd., p. 121. En la historia anacrónica “el presente” es a la vez “punto de mira” y “culminación del pasado”; sin embargo la diacrónica “se interesa por la ciencia del pasado en sí misma, por sus conceptos, su organización y toda la compleja trama de influencias intelectuales que coinciden en ella en cada situación histórica” (Barona, J. L., cit., p. 63). Kragh, H., cit., pp. 121-122. A continuación el danés establece para cada tipo sendas maneras de “valorar los logros de la ciencia del pasado en relación con sus fracasos”. En la visión
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Como sucedía en el caso anterior, el predominio exclusivo de una perspectiva resulta problemático puesto que ambas implican ventajas e inconvenientes. Kragh muestra la dificultad de poner en práctica únicamente una de las dos, avanzando así la utilidad que para la historiografía de la ciencia tiene la integración complementaria de enfoques opuestos: La historia diacrónica no puede ser más que un ideal. El historiador no puede librarse de su tiempo ni evitar completamente el empleo de patrones contemporáneos. Durante el estudio preliminar de un período específico, no pueden utilizarse los patrones del propio período de cara a su valoración y selección; pues efectivamente esos patrones forman parte de un período que aún no se ha estudiado y sólo se descubrirán poco a poco. Para tener una visión de cualquier tipo en torno a un tema determinado, hay que ponerse gafas; e inevitablemente estas gafas han de ser las gafas del presente. El historiador no puede basarse simplemente en los criterios de significación admitidos en el pasado. Sólo en unos cuantos casos habrá un consenso absoluto en torno a la prioridad que hay que dar al pasado; habitualmente el llegar a ese consenso implicará una selección y por lo tanto comportará también la intervención del historiador29.
Si aquel renuncia a una “perspectiva anacrónica” no conseguirá comprender determinadas cuestiones, ni podrá tampoco establecer con esa misma finalidad “muchas relaciones importantes de forma retrospectiva”. Recuerda el autor danés que “la historia diacrónica extremista” anula la “dimensión pedagógica” inherente al género histórico30:
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anacrónica el éxito se valora a través de su posible vigencia o influencia en el presente; en la diacrónica, incompatible con la anterior, se valora el éxito “en su propia época” (p. 122). Sobre “la historiografía anacrónica” véase además las páginas 123-124; ahí se indica que se trata de “un enfoque que ha sido muy maltratado por las críticas que le han hecho Kuhn y otros filósofos de la ciencia postpositivistas” (p. 124). También puede verse lo expuesto bajo el epígrafe Historia anacrónica e historia diacrónica en Barona, Josep Lluís, op. cit., pp. 62-66. La visión “anacrónica o presentista” ―asociada al “progreso continuo” y a “la noción de precursor”― ha sido criticada al considerarse que la congruencia de la ciencia del pasado “no está en relación con el presente del historiador, sino con su presente, es decir, con su marco histórico-científico concreto” (pp. 64-65). Kragh, H., cit., p. 139. Para profundizar en la complejidad de la cuestión véase especialmente el apartado C. Coherencia y racionalidad (pp. 130-134) del capítulo Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia. Ibíd., pp. 139-140. Unas páginas antes se sostiene que “la tarea del historiador de la ciencia es transformar y comunicar la ciencia más antigua al público de la actualidad, cualesquiera que sean los medios necesarios para formular juicios históricos en términos modernos para poder hacer totalmente comprensible el pasado. Sin embargo, es fácil que la modernización caiga en serios anacronismos que distorsionan la realidad histórica haciéndola irreconocible” (p. 128).
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La historia de la ciencia no es una relación a dos entre el historiador y el pasado, sino una relación a tres entre el pasado, el historiador y un público actual. Globalmente considerada, la historiografía diacrónica no logrará realizar su función de comunicación. Tenderá a ser meramente una descripción detallada, pero pasiva de datos históricos, descuidándose en cambio el análisis y la explicación31.
De igual manera una historia puramente anacrónica también presenta inconvenientes. Por eso, en este punto Kragh vuelve a defender la utilidad de combinar ambos enfoques en función del “tema” y del “objeto de investigación”. Escribir historia de la ciencia exige por tanto una mentalidad jánica, es decir, capaz de “respetar, al mismo tiempo, los dos puntos de vista dispares anacrónico y diacrónico”32. Tras las páginas precedentes sobre la operatividad del género, examinaremos todavía diversas consideraciones programáticas de José María López Piñero —“uno de los máximos estudiosos de la Historia de la Ciencia en España”33—, las cuales, aunque se remontan décadas atrás, permiten con31
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Ibíd., p. 140. Pueden verse las conferencias reunidas en Esteban, Mercedes y Nazareth Echart (coords.), Ciencia, tecnología y educación. Soluciones educativas en torno a la adquisición de una cultura científica y tecnológica, Madrid, Fundación Iberdrola, 2004. En “El reto de la divulgación científica” Juan Manuel Rodríguez Parrondo comienza afirmando que “el objetivo más inmediato de la divulgación científica es evidente: acortar distancias y salvar obstáculos; tender un puente entre ciencia y sociedad, entre ciencia y público; acercar la ciencia al público. Hacemos divulgación porque la ciencia está lejos del público y porque nos parece conveniente que éste se acerque a ella” (p. 117); más adelante precisa que “el reto no es, como podría pensarse, salvar la distancia entre ciencia y público, sino entender esa distancia” (p. 126). Kragh, H., cit., p. 142. En la misma página su explicación se completa con una ilustrativa cita de R. Hooykaas que explicita el comparatismo del género histórico-científico: “Al mismo tiempo, [el historiador] tiene que poder confrontar las teorías anteriores con las actuales, para que el lector moderno las pueda entender y para que la historia se convierta en algo verdaderamente vivo, de un interés mayor que el puramente anticuarista”. Barona, tras exponer la postura de Kragh frente a la historiografía diacrónica, puntualiza que “aunque hay quien ha abogado por una complementariedad entre la historia anacrónica y la sincrónica, lo cierto es que los planteamientos de la primera resultan poco consistentes para la elaboración de un discurso histórico y han quedado apartados de la historiografía de la ciencia predominante en la actualidad” (Ob. cit., pp. 65-66). Fernández Álvarez, Manuel, Copérnico y su huella en la Salamanca del Barroco, Salamanca, Universidad, 1974, p. 16. Véase especialmente el nº 604-605 (Abril-Mayo 1996) de la revista Arbor, compilado por J. M. Sánchez Ron y titulado En torno a Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, de J. M.ª López Piñero. En el artículo “José María López Piñero y la historia de la ciencia española” Laín Entralgo glosa “su decisiva contribución a la historiografía de la ciencia española”, definiéndola como “un hito decisivo” (pp. 17- 21). En “Un clásico contemporáneo” F. Javier Puerto Sarmiento le señala “como uno de los maestros más admirados” del gremio de historiadores de la ciencia hispana y comenta sucintamente la originalidad de Ciencia y Técnica en la Sociedad Española de los siglos XVI y XVII: “La mayoría de los datos, pues, eran conocidos, pero nos encontramos, además de con una relectura inteligentísima de los textos, con orientaciones absolutamente novedosas en la bibliografía española. Se analizaba, por primera vez que recuerde, la posición social de los cultivadores de la
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templar un punto de vista teórico-práctico sobre la última historiografía de la ciencia. Hace algo más de treinta años el historiador de la medicina denunciaba que no se reconocía suficientemente la “autonomía” del género histórico-científico y que en esa circunstancia una parte considerable de la producción carecía del rigor necesario, hasta el punto de calificarla de “caricatura”. Frente a la entonces emergente historiografía de la ciencia, el académico consideraba aquella otra producción “una versión escolar de la vieja historiografía de las «grandes figuras», que muchos científicos aprovechan para obtener los «hitos» de ingenuos esquemas genéticos de problemas científicos actuales, y muchos filósofos, para aducir «ejemplos» fácilmente manipulables a favor de una u otra interpretación”34. Por el contrario, según su concepción, el género debería tener por objeto “la aclaración comparada, transhistórica y transcultural de las distintas formas de actividad científica”35.
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ciencia; la organización de la actividad científica y los saberes científicos en el marco de la historia general de España; se abandonaba definitivamente el estudio de las grandes figuras para abordar el análisis colectivo de los científicos españoles durante el Renacimiento y el Barroco: se hacía, con absoluto rigor, Historia Social de la Ciencia española” (pp. 24-25). López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”, en VV. AA., Once ensayos sobre la historia, Madrid, Fundación Juan March, 1976, pp. 145-147. También puede verse el breve apartado La reducción de la ciencia a las «grandes figuras» y la colonización cultural en Id., La ciencia en la historia hispánica..., pp. 6-7. Más recientemente Barona ha vuelto a señalar — siguiendo a Kragh— que la historia de la ciencia “tiene en sí un campo propio de acción y un estatuto característico como disciplina autónoma” (cit., p. 47); sobre este último punto véase nuevamente la nota nº 10. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 147 [nota]. Véase también la Introducción a Id., Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Barcelona, Labor, 1979, pp. 9-13. Ahí se indica que la “meta” del historiador “es un modelo rigurosamente verificado, explicativo de la realidad histórica con toda su complejidad” (p. 12). Asimismo véase la Introducción a López Piñero, Navarro y Portela, La revolución científica, Madrid, Historia 16, 1989, pp. 9-11; en ese lugar, además de exponer que “el estudio de la realidad histórica […] tiene que partir de la totalidad de una sociedad de un período determinado”, se propone una “perspectiva transcultural” que necesariamente requiere “tener en cuenta todos los aspectos de la vida colectiva para comprender la diferente trayectoria de los correspondientes a la ciencia en diversas sociedades y culturas”. Puede verse López Piñero, J. Mª, “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”…, p. 78. Cotéjese además con lo expuesto en el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. LX, LXI, LXV, LXX, LXXI, LXXIX. Sobre el comparatismo véase Aullón de Haro P. (ed.), Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2012; también Id., “Presentación. Historiografía, enciclopedia y comparatismo: Juan Andrés y la creación de la historia de la literatura universal y comparada”, Pageaux, Daniel-Henri, “Perspectivas teóricas en literatura comparada” y García Gabaldón, J., “Presente y futuro de una teoría comparatista”, en Juan Andrés y la teoría comparatista, pp. 25, 26, 325, 326, 344, 347-350 y 360-363. En fin, hay que destacar la siguiente reflexión: “En realidad, el comparatismo no constituye una mera opción metodológica o disciplinaria sino que es imprescindible a todas ellas, las entrecruza, pues se encuentra en la propia base de toda actividad crítico-literaria por cuanto que viene inesquivablemente especificado por el mundo de existencia del objeto, ante el cual sólo cabe la aceptación de hecho. Por ello, el comparatismo, continuando al margen de las cuestiones de procedimiento, pertenece a la epistemología crítica previa, al fenómeno de hacerse patente la propia constitución de la obra literaria y la probabilidad de acceso a la misma como objeto crítico bien constituido” (Aullón de Haro, P., “Epis-
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Esto a su vez se fundamenta en la consideración de que “la actividad científica como objeto de estudio histórico es una noción relativa, aclarable únicamente mediante su estudio comparado en diferentes sociedades, épocas y culturas”. La relatividad y mutabilidad del objeto se manifiestan, por ejemplo, en el “ritmo histórico” propio de cada especialidad, en los distintos “niveles de desarrollo” y en la imposibilidad de mantener en el tiempo “una determinada división en disciplinas”; la cambiante “división de la ciencia” responde a la (des)aparición de ramas o materias así como a su alterable preponderancia36. Sin embargo, también se hace hincapié en cómo la nueva orientación no es en absoluto ajena a las corrientes de la historiografía en vigor: El denominador común de estos últimos [los planteamientos actuales] puede cifrarse en lo que Vilar ha llamado «historia total», es decir, en el estudio integrado de todas las actividades de las sociedades humanas a través del tiempo. El acento del programa vigente reside precisamente en sustituir la síntesis acumulativa de los datos procedentes de las distintas vertientes de la historiografía, por la integración de sus resultados. Cada aspecto concreto ha de considerarse como una parte aislada artificiosamente de una realidad histórica global. Su estudio exige, ante todo, reconstruir la compleja red de relaciones, dependen-
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temología de la teoría y la crítica de la literatura”, en Id. (ed.), Teoría de la crítica literaria, Madrid, Trotta, 1994, p. 22). López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 149-151. También Barona abunda en la singular naturaleza del objeto histórico-científico: “Sin duda, la indeterminación conceptual que rodea al concepto de ciencia apoya la oportunidad de intentar aclarar su sentido a partir de una historia del concepto de ciencia. Ello equivale a reconocer que el área semántica que se encierra en el concepto de ciencia es variable en el tiempo y en el espacio, de manera que cada contexto intelectual y cultural ha valorado como científicos aspectos y formas del conocimiento palpablemente distintas” (Ob. cit., p. 13; véase además p. 15). Cuando no se contempla la variación del objeto en el tiempo la historiografía de la ciencia “da lugar a anacronismos y a la inadecuada proyección al pasado de la ciencia del presente” (p. 43). La comparación no sólo es necesaria entre la ciencia de distintos períodos y culturas. “Como además —prosigue Barona— las fronteras entre las diversas áreas de la ciencia no siempre están perfectamente delimitadas y las influencias entre unas y otras parcelas son evidentes, al estudiar la situación de una disciplina en una época siempre hay que tener en cuenta su relación con otras disciplinas vecinas” (pp. 60-61). En conclusión todas las peculiaridades del objeto significan “la imposibilidad de establecer una noción suprahistórica de la ciencia” (p. 179). Véase Ordóñez, J., Ob. cit., pp. 28-29, 38, 55-56, 83-85 y ss. Ahí se define la ciencia como un saber “de carácter dinámico, cambiante y, por supuesto, tan inestable como cualquier otro tipo de conocimiento humano, lo que no quiere decir que carezca de seguridad” (p. 28); por otra parte, se subraya que la gran aportación de Thomas S. Kuhn a la historiografía de la ciencia — esto es, que la comprensión profunda de la ciencia sólo es posible combinando internalismo y externalismo— originó “un movimiento muy vigoroso de historiadores y filósofos que comenzaron a estudiar la ciencia desde un punto de vista social, antropológico y económico con el fin de representar de una forma suficientemente adecuada y completa la complejidad que supone la evolución del conocimiento científico” (pp. 84-85).
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Javier Hernández Ariza cias y condicionamientos que lo ligan a los demás aspectos; dicho de otra forma, reintegrarlo en su contexto histórico real37.
Con términos semejantes se ha expuesto más arriba el proyecto historiográfico del “nuevo eclecticismo”. Aunque la ejecución de dicho plan no está exenta de dificultades se puede afirmar que ya ha dado sus frutos: las obras histórico-científicas citadas al inicio pueden enmarcarse a grandes rasgos en esa línea historiográfica. Según López Piñero, el primer paso del historiador de la ciencia ha de ser “delimitar las áreas de actividad de las sociedades humanas que constituyen su objeto de estudio”. Así explica punto por punto la manera de “proceder”38: Partimos de la realidad global de una sociedad en un período determinado e intentamos determinar las actividades que en ella merecen el calificativo de «científicas» conforme a una convención que las convierta en objetos de nuestro estudio especializado. Ello exige el análisis de las diversas fuentes que permiten acercarse objetivamente a los medios de producción, la estratificación social, la organización política, las comunidades urbanas y el mundo rural, las profesiones y ocupaciones, las instituciones y los patrones culturales, la producción escrita y las vigencias lingüísticas, las corrientes intelectuales, artísticas y religiosas. La generalización de los datos procedentes de dichas fuentes son las que permiten delimitar las áreas de actividad científica 37
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López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 148. Puede verse el epígrafe Saberes histórico-médicos y ciencia socio-médica en Barona, J. L., cit., pp. 144-148. En otro lugar López Piñero aclara una importante cualidad de dicha integración que se puede extender a la historia de la ciencia: “La aportación fundamental de la historia de la medicina consiste, en suma, en el estudio riguroso de los problemas generales de la medicina, tanto en sus aspectos teóricos como prácticos. Dada la creciente tendencia de la medicina a dividirse en especialidades, se hace cada día más necesaria una perspectiva general, común a todas ellas y puente de unión con los demás aspectos de la cultura y las demás actividades que se desarrollan en cada sociedad. No cabe duda de que sólo la historia de la medicina es capaz de ofrecer seriamente esa perspectiva general” (Historia de la medicina, Madrid, Historia 16, 1990, pp. 10-11). Al respecto, véase además Id., Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 16. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 148-149. Véase además Barona, J. L., cit., p. 54; bajo el epígrafe La historia total del capítulo Teorías de la historia e historia de la ciencia se lee: “No obstante, en ese proyecto de construcción de una historia total, la historia de la ciencia posee como núcleo integrador o parcela específica de interés el estudio de la actividad científica. Su expresión en cada momento histórico constituye una manifestación de los demás factores que incidieron en la vida de los hombres del pasado. Para poder delimitar adecuadamente su campo de acción, el historiador debe tener siempre presente el hecho de que la estructura interna de la ciencia es históricamente cambiante. De esta variabilidad histórica deriva la necesidad de arbitrar criterios que sirvan para delimitar el ámbito específico de la ciencia, basados en unas coordenadas socio-temporales. Esa es la única manera de evitar la burda proyección de su estructura actual a otras épocas del pasado, con lo que ello comporta de falsificación histórica”.
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existentes en esa sociedad en ese período dado39.
Como segundo paso se señala la aplicación de los enfoques externalista e internalista al objeto delimitado40. La combinación de enfoques completivos es clave en la manera de operar del género y así se pone de manifiesto: La historia «externa» y la «interna» de la ciencia no son, en efecto, más que dos formas de estudiar una misma realidad histórica, que deben ser complementarias entre sí para integrar sus resultados en el marco general de la «historia toral»41.
En lo que resta de ensayo López Piñero se ocupa de analizar cómo se lleva a cabo dicha “integración” y qué dificultades encuentra42. Al bosquejar la 39
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López Piñero, J. M., “Historia de la ciencia e historia”…, p. 149. Compárese con lo expuesto en Barona, J. L., cit., pp. 143-144: “La historia social de la medicina ha mostrado un interés especial por temas que habían sido poco tenidos en cuenta por la historiografía tradicional, más centrada en un enfoque biográfico, nacional o de historia de las ideas. Uno de los campos de mayor interés es justamente la historia del paciente como objeto principal de la medicina; también la historia de la enfermedad como realidad histórica o la asistencia. Un enfoque histórico-social conlleva la aspiración a crear una especie de sociología o antropología históricomédica, en la que las sociedades del pasado son algo más que una mera negación o referente de la nuestra. Comprender los mecanismos sociales, culturales e ideológicos que determinan la situación estudiada se convierte así en una de las tareas principales del historiador”. Véase asimismo los capítulos Las fuentes y Evaluación de las fuentes en Kragh, Helge, op. cit., pp. 159196 y el epígrafe Las fuentes históricas en Barona, J. L., cit., pp. 67-76. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 149. En el mismo lugar el externalismo es definido sucintamente como “la aclaración de las interacciones nunca sencillas entre los condicionamientos sociales y la variable autonomía del cultivo de la ciencia”; de otra parte el internalismo es identificado con “la reconstrucción de los correspondientes saberes científicos como interpretaciones o explicaciones de la realidad y como fundamentos de aplicaciones prácticas”. Véase Kragh, H., cit., pp. 222-223 y el apartado La tensión entre externalismo e internalismo. Historia externa versus historia interna en Barona, J. L., cit., pp. 169-179. Puede verse Renzong, Qiu, “Sobre la tensión entre internalismo y externalismo en la historia de la ciencia”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 25-39; Mikulinsky, S. R., “La controversia internalismo-externalismo como falso problema”, en Saldaña (comp.), cit., pp. 231-256 y Medina, Esteban, “La polémica internalismo/externalismo en la historia y la sociología de la ciencia”, en Iranzo, Juan Manuel et al., Sociología de la ciencia y la tecnología, Madrid, CSIC, 1995, pp. 65-81. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 150. Véase asimismo López Piñero, Navarro y Portela, cit., p. 11. Ahí se indica la reciente e “ineludible integración” de ambas corrientes. Véase además Kuhn, Thomas S., “Las relaciones entre la historia y la historia de la ciencia” e Id., “La historia de la ciencia”, en Saldaña, (comp.), cit., pp. 193, 194, 200 y ss. (“[…] el esbozo anterior debe aclarar suficientemente la dirección en la cual la historia de la ciencia debe desarrollarse ahora. Aun cuando los enfoques interno y externo a la historia de la ciencia tienen una especie de autonomía natural, son, de hecho, complementarios. Hasta que no se les conciba así, cada uno dependiente del otro, será difícil entender aspectos importantes del desarrollo científico”, p. 211). López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 151. Barona se pregunta “si el proyecto de una historia total, tan alabado por los historiadores contemporáneos, deberá quedar reducido a una suma yuxtapuesta de historias parciales (de la religión, arte, filosofía, ciencia o técnica) o
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principal evolución de la historiografía de la ciencia, la atención se centra en los cambios de la pasada centuria considerados decisivos para la futura situación del género; el resultado final será la aparición de la historia social de la tecnología, junto a la historia general de la ciencia y la historia de la medicina43: A finales del período de entreguerras, sin embargo, se produjo una vigorosa renovación de planteamientos y de métodos que condujo a la constitución de la historia social de la ciencia […] Aunque la nueva orientación ha sufrido las mismas vicisitudes limitativas y deformadoras que en la historiografía general, la historia social de la ciencia ha cristalizado sólidamente en el curso de las tres últimas décadas44.
Del “enfoque histórico-social” se apuntan dos rasgos que son reconocibles en la bibliografía consultada. De una parte el creciente protagonismo del “análisis comparado y transcultural”; de otra que las tres grandes secciones genéricas —la científica “pura”, la médica y la tecnológica— investigan “manifestaciones de la actividad científica estrechamente enlazadas con otros fenómenos de las sociedades humanas”45. Estos aspectos son pues de-
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si conseguirá integrar todas estas visiones de la realidad en una unidad histórica y cultural, según el modelo de la historia de las mentalidades propuesto por M. Bloch y L. Frebvre” (cit., p. 188). López Piñero, José María, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 152-153. Ibid., p. 153. Sobre este tema véase además el capítulo La historia social del conocimiento científico en Barona, cit., pp. 183-215. Para ampliarlo, por ejemplo Solís, C., Razones e intereses. La historia de la ciencia después de Kuhn, Barcelona, Paidós, 1994; Id. (comp.), Alta tensión. Historia, filosofía y sociología de la ciencia. Ensayos en memoria de Thomas Kuhn, Barcelona, Paidós, 1998; Iranzo, Juan Manuel et al., (coords.), cit.; Iranzo Amatriaín y Blanco Merlo, Sociología del conocimiento científico, Madrid/Pamplona, Centro de Investigaciones Sociológicas/Universidad Pública de Navarra, 1999 y López Cerezo y Sánchez Ron (eds.), Ciencia, tecnología, sociedad y cultura en el cambio de siglo, Madrid, Biblioteca Nueva/Organización de Estados Iberoamericanos, 2001. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 153-154. Del mismo autor se puede ver sendas introducciones a Medicina, historia, sociedad. Antología de clásicos médicos (1969), Historia de la medicina (1990), Antología de clásicos médicos (1998) y Breve historia de la medicina (2000). También puede verse el apartado Hacia una historia social de los saberes médicos (especialmente lo expuesto sobre el “programa de los Annales”) en Barona, cit., pp. 141-144. Véase también Solís y Sellés , cit., p. 14; ahí se asevera que “desde mediados del siglo pasado […] no han dejado de aumentar y radicalizarse los estudios que ponen de relieve la imbricación de la ciencia con la tecnología, la economía, la política y la religión, por lo que estudiar cualificadamente la ciencia entraña no perder de vista ningún aspecto material o espiritual de la cultura humana”. Sin embargo, en la página siguiente se puntualiza que la obra “no se ocupa expresa y directamente de las relaciones entre la ciencia y la política, la religión, el conocimiento empírico u otros tipos de saberes; pero todas ellas son cuestiones que aparecerán cuando tengan una función dinámica especial y, por lo tanto, resulten necesarias para comprender las decisiones tomadas por los científicos y el rumbo emprendido por la ciencia”.
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finitorios del actual género histórico-científico y de su manera de reconstruir: La integración de la investigación histórica de la ciencia en la historia «total» no se realiza así a través del estrecho puente «cultural» anterior, sino en forma de una abierta y compleja red de conexiones que ligan sus resultados a los de todas las demás disciplinas historiográficas. Puede afirmarse sin hipérbole que cualquier hecho o actividad y que cualquier punto de vista debe estar presente en dicha red, como sucede, por otra parte, con los resultados de las otras indagaciones históricas especializadas46.
Las dificultades para la integración que se enumeran son la distancia real entre disciplinas cercanas, el conocimiento insuficiente de la materia científica y la inercia del “arcaico patrón unipersonal” frente a la necesidad del “trabajo en equipo”. Únicamente la colaboración verdaderamente “integradora” podrá conducir al “enriquecimiento interdisciplinar de puntos de vista o de armas de trabajo”. En consecuencia, López Piñero concluye el ensayo considerando totalmente caduca la tradicional escisión de las ciencias en físico-naturales y humanas47. 46
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López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 154. En “Laín Entralgo, historiador de la Medicina” Gracia Guillén explica (bajo el epígrafe La mentalidad Laín Entralgo) que el turolense “cree que el objetivo de la Historia es comprender. La Historia es un ingente ejercicio de comprensión, y de ese modo un camino hacia la verdad. ¿Comprensión de qué? Por supuesto de todo. Pero antes que nada y después de todo, comprensión del hombre, del ser humano. La Historia nos permite entender al ser humano en toda su grandeza y también en su tremenda debilidad. Por eso para Laín la historia de la Medicina termina siempre en Antropología médica” (pp. 87-88). En el mismo lugar véase el epígrafe El método: los pasos del historiador (pp. 95100) para cotejar su “método historiográfico” con el de López Piñero. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 154-157. En Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica (1975) el académico ofrecía la siguiente explicación: “En primer lugar, parece claro que [todas estas nuevas técnicas] están contribuyendo decisivamente a que la historiografía médica reafirme de modo irreversible su condición de disciplina fáctica. Para rotular este fenómeno ya no nos sirve la vieja distinción germánica entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu» o de la «cultura». No solamente han cambiado los supuestos y los métodos de la «Naturwissenschaft», como tantas veces han recordado los teóricos recientes de la ciencia histórica, sino que uno a uno han ido cayendo los criterios en los que se apoyaba dicha distinción. Hasta las barreras más tenaces han desaparecido, ya que resulta que en la nueva historiografía médica, las técnicas experimentales de laboratorio y las leyes predictivas formuladas matemáticamente desempeñan un papel central” (p. 28). Por otro lado “nadie —ha observado Alexandre Koyré— puede ya escribir la historia de las ciencias, ni siquiera la historia de una ciencia… Las tentativas recientes lo prueban abundantemente una vez más. Pero ocurre lo mismo en todas partes; nadie puede escribir la historia de la humanidad, ni siquiera la historia de Europa, la historia de las religiones o la historia de las artes. Como nadie puede jactarse hoy de conocer las matemáticas, o la física; o la química; o la literatura. Estamos inundados por todas partes. Ese es el gran problema: superabundancia, especialización a ultranza” (“Perspectivas de la historia de las ciencias”, en Saldaña (comp.), cit., pp. 151-152). Véase además el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. XXII, XXIII y XCII-XCIV.
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Tras lo anterior centraremos la atención en algunos pasajes del libro Ciencia e historia en los que Josep Lluís Barona refrenda la importancia del enfoque histórico-social y del eclecticismo en la nueva historiografía de la ciencia. De igual manera destacaré algunos de los jalones evolutivos del género puesto que, además de la semilla ilustrada ya aludida, en la configuración del género histórico-científico no pueden obviarse aportaciones (muy) posteriores que sin embargo conectan directamente con su presente48: […] la consolidación institucional y la renovación historiográfica tanto de la historia de la ciencia como de la historia de la medicina, ha tenido lugar a lo largo del siglo XX y, especialmente, a partir de la IIa Guerra Mundial. Ello ha comportado una mayor precisión en los objetivos y en los planteamientos teóricos y metodológicos que constituyen el motor de la investigación. Si hasta el siglo XIX puede afirmarse que los estudios histórico-médicos estaban guiados fundamentalmente por una orientación bio-bibliográfica, o aplicaban en [sic] enfoque filológico al análisis de los textos, o bien adoptaban una perspectiva institucional, a lo largo del siglo XX la investigación en historia de la medicina -y, en general, en historia de la ciencia- se ha desarrollado a partir de la tradición anterior en torno a dos modelos principales: el histórico-cultural y el histórico-social49.
Si bien en las últimas décadas ha predominado el enfoque de la historia social, también se utilizan otros, en ocasiones muy distintos. Como hemos visto, precisamente la combinación de enfoques es una de las principales señas de identidad del nuevo género; el historiador selecciona la perspectiva que considera óptima para examinar cada objeto, compaginando de manera complementaria las diversas perspectivas que encuentra en el legado historiográfico en general y en el histórico-científico en particular. De igual manera el historiador de la ciencia se sirve de aquellas técnicas que se revelan más eficaces. La elección está por tanto en función de su idoneidad para la cuestión abordada; no se opta por un enfoque o una técnica de manera sistemática y exclusiva sino que se escogen con el fin de lograr una reconstrucción lo más completa posible50: 48
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Barona, cit., pp. 96, 101, 116-120 y 134-135. Véase la amplia exposición del apartado Trayectoria de la historiografía médica y científica en López Piñero, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, pp. 15-62. Barona, cit., pp. 148-149. En el mismo lugar se puede ver los apartados La institucionalización: organización profesional de de la historia de la ciencia durante el siglo XX (pp. 99-107) y Principales representantes de la historiografía de la ciencia en el siglo XX (pp. 116-120). Véase de nuevo la nota nº 5. En Introducción. Sobre el concepto de ciencia, Barona ofrece la siguiente reflexión: “Ciertamente, habrá que concluir que cuando se trata de delimitar el concepto de ciencia, comenzar por una definición es la opción más inconveniente, porque resulta imposible satisfacer por igual a médicos, sociólogos, físicos, histriadores [sic] o filósofos. Es
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Los cinco modelos anteriormente señalados (bibliográfico, filológico, institucional, histórico-cultural e histórico-social) han aportado a la historiografía resultados originales y lecturas importantes. En definitiva, han marcado un hito irreversible en la evolución de la historiografía de la ciencia. Sin embargo, el análisis de la situación actual ha llevado a algunos autores a considerar necesaria la definición de un sexto modelo, que asuma y desarrolle, desde una perspectiva más integradora, los resultados de todos los anteriores. Se trata, en definitiva, de asumir los presupuestos de la historia total y aplicarlos a la historia de la ciencia. Ello comporta integrar un doble enfoque. Por un lado, el de que eso que llamamos ciencia constituye una actividad socialmente organizada, que se desarrolla en un contexto histórico concreto; por otro, aspirar a una síntesis de esas dos orientaciones que tradicionalmente se ha dado en llamar historia interna e historia externa. La puesta en marcha de un trabajo como éste, lleva implícito un trabajo interdisciplinar y en equipo, además de verse beneficiado por el despliegue de todas aquellas técnicas de investigación que permitan pasar de las meras declaraciones de principios a las realizaciones concretas. Eso plantea tanto la incorporación de nuevas técnicas, como la renovación y perfeccionamiento de las técnicas tradicionales51.
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cierto que coincide en la ciencia una actitud hacia el conocimiento de la realidad distinta de la que tiene el creyente o el artista. El científico aspira a un «conocimiento objetivo e inteligible por medio de la comunicación discursiva.» Pero ante la diversidad de acercamientos, discrepancias de criterio y pluralidad de puntos de vista, al estudioso de la ciencia no le queda otra solución que la de intentar abstraer lo que es común, conocer las posturas que pugnan, se contradicen y, en algunos sentidos, se complementan” (cit., p. 17). Además, Taton, René, “Las biografías científicas y su importancia en la historia de las ciencias”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 82-83 y López Piñero, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, p. 15. Barona, cit., pp. 149-150. Véase López piñero, “Los modelos de investigación historicomédica y las nuevas técnicas”…, pp. 134-137; ahí se lee: “Durante la década de los años setenta comenzó a situarse en primer plano el problema de las nuevas técnicas de investigación. Las aportaciones renovadoras de la generación de Sigerist y Diepgen y, sobre todo, las debidas a Laín, Ackerknecht, Rosen y sus coetáneos habían conducido a un profundo replanteamiento de los objetivos y presupuestos de la disciplina. Dicho replanteamiento había sido acompañado de la renovación de los métodos en su plano teórico, especialmente en lo que se refiere a la conceptualización, a la formulación de patrones y, en general, a la elaboración teórica de los datos. Sin embargo, resultaba ya clara la necesidad de una renovación paralela de las técnicas, porque los objetivos y supuestos vigentes planteaban exigencias que desbordaban por completo los recursos de la erudición tradicional. De esta forma, empezó a tomarse conciencia del desequilibrio que antes hemos anotado como uno de los problemas más graves que hoy afectan a nuestra disciplina. Este desequilibrio solamente podía conducir a vestir con nuevos ropajes los viejos materiales, es decir, a paralizar de hecho la investigación y a que únicamente se produjera una modificación en la palabrería. De hecho, se ha padecido una auténtica epidemia de falsa renovación puramente verbalistica, que ha agudizado la repercusión escolástica que en nuestro campo han tenido los ensayos de Michel Foucault y los planteamientos enfrentados de Thomas S. Kuhn, Karl Popper y sus seguidores […] La principal conclusión que puede extraerse del panorama que acabamos de exponer es que la investigación histórico-médica debe llegar a un «sexto modelo» que asuma dialécticamente los cinco anteriores [el biobibliográfico, el filológi-
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El modelo descrito, ecléctico e integrador, puede reconocerse total o parcialmente en la bibliografía histórico-científica de los últimos años. En las síntesis citadas al comienzo se encuentra esa intrincada combinación, resultado de la propia evolución y amplitud del género. En su monografía Barona repasa “las principales corrientes que confluyen en la historiografía científica actual”52. A continuación destacaré sucintamente aquellos puntos de su exposición que considero más relevantes desde una perspectiva genérica. En primer lugar hay que señalar las tendencias que han predominado en la explicación del avance científico, la continuista y la discontinuista53: Una de las ideas más influyentes de Bachelard es la de que en la historia de la ciencia hay procesos de ruptura con la tradición inmediatamente anterior. Esas rupturas marcarían una evolución discontinua de los conocimientos científicos, dando origen a fases de un crecimiento científico coherente con las ideas en vigor y a otros de cambio revolucionario […] Bachelard los denominó coupures epistemologiques (rupturas epistemológicas), en la medida en que plantean un
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co, el institucional, el historicocultural y el historicosocial] y supere sus contradicciones y desequilibrios. Por lo menos, la perspectiva desde la que viene trabajando nuestro grupo apunta en esa dirección. Parece adecuado precisarla, dando noticia explicita del marco general en el que intentamos inscribir el recurso a las nuevas técnicas […] Un tercer aspecto del citado marco general es la aspiración, coherente con todo lo que llevamos expuesto, de no privilegiar a priori ningún tipo de fuente y ninguna técnica disponible. Ello significa la imposibilidad práctica de la investigación individual al viejo estilo ―a la que muchos continúan aferrados por motivaciones diversas― e impone el trabajo en equipos cada vez más amplios y heterogéneos. No hay que ocultar que supone también el serio peligro de caer en un eclecticismo superficial más cercano a un cajón de sastre que a la deseada integración. En cualquier caso, dicha aspiración es la que nos ha conducido a utilizar al servicio de las líneas de investigación de nuestro grupo una combinación de técnicas tradicionales y nuevas”. Véase del mismo autor Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica, en cuyas conclusiones finales se lee: “No creo en absoluto que [las nuevas técnicas de investigación] se reduzcan a ser meros recursos complementarios. Por el contrario, pienso que están produciendo una transformación radical de la disciplina. Como historiadores nos resulta familiar el impacto que produce una renovación en las técnicas […] Finalmente, pienso que esta transformación va a repercutir directamente en la profesión de historiador de la medicina. No sólo va a imponer una distancia entre el profesional y el cultivador «amateur» análoga a la que existe en las disciplinas cristalizadas, sino que va a afectar a la estructura y a la dinámica de la comunidad de profesionales. Prácticamente se había acabado ya el historiador general de la medicina, pero la nueva situación va a reforzar lógicamente la especialización. Consecutivamente va a obligar al trabajo en equipo cada vez más amplios en los que participen, no sólo historiadores de la medicina de variada preparación, sino cultivadores de otros muchos campos” (p. 29). Puede verse además Redondi, Pietro, “El oficio del historiador de las ciencias y de las técnicas”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 95-96, los capítulos La prosopografía y La historiografía cientimétrica en Kragh, H., cit., pp. 227-256 y el capítulo La revisión metodológica (incluye los epígrafes “Biografía y prosopografía”, “La ciencimetría”, “La documentación científica” y “Nuevas técnicas y métodos tradicionales”) en Barona, cit., pp. 217-226. Ibid., pp. 153-154. Véase de nuevo la nota nº 16. Ibid., p. 159; para lo que sigue, 159-160 y 167.
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cambio teórico con los conceptos anteriores, sin que pueda establecerse una continuidad. A este tipo de cambios -que, en definitiva, suponen una evolución importante en los contenidos de la ciencia- se opone la mentalidad científica propia de la ciencia oficialmente sancionada, la cual crea una visión de la naturaleza condicionada por los conceptos en vigor. Al freno que los conceptos de la ciencia en vigor impone al cambio de ideas lo calificó Bachelard de obstáculo epistemológico. Su punto de vista abría así las puertas al análisis psicológico y sociológico del cambio científico.
El conflicto entre ambas concepciones se hace evidente en el estudio de épocas científicamente revolucionarias: El discontinuismo historiográfico fue cobrando fuerza durante el período de entre guerras y tuvo una expresión clara y sistemática en el análisis histórico realizado por Ludwik Flek sobre la historia de la sífilis y en su formulación de la noción de estilo de pensamiento que tanto ha influido en la historiografía posterior. Paolo Rossi reconoce que las tesis partidarias del discontinuismo se vieron fuertemente reforzadas a partir de la década de los años cincuenta merced a los trabajos de Hanson y Kuhn. Todos ellos constituyen la punta del iceberg de una amplia corriente que podemos calificar como historicismo discontinuista, sustentadora de tesis claramente enfrentadas con la perspectiva del empirismo lógico54.
Otro punto que interesa destacar es la aportación de la historia intelectual a la historiografía de la ciencia. Su contribución consiste en “una noción global de la cultura”, al considerar la ciencia como exteriorización de ideas fundamentales conectada a su vez con otras importantes “manifestaciones particulares” de aquellas mismas ideas55:
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Ibid. Véase el epígrafe “Hechos científicos y estilos de pensamiento” (pp. 189-199). Sobre “la perspectiva histórico-científica” de Kuhn, pp. 168-169. En el epígrafe “La difusión de la historia social del conocimiento científico” (p. 201 ss.) hay un resumen valorativo de su contribución: “El pensamiento de Thomas Kuhn ha tenido una amplísima repercusión sobre la historiografía de la ciencia durante el último cuarto de siglo y, a pesar de que el movimiento de renovación epistemológica que en torno a él y a otros autores como S. Toulmin, I. Lakatos o P. Feyerabend, ha sido desmesurado en lo que a sus aportaciones teóricas se refiere, lo cierto es que la amplia difusión del historicismo discontinuista de marcado carácter sociológico presente en su obra ha convertido a la historia social en la principal corriente historiográfica de las últimas décadas. Difícilmente un historiador de la ciencia actual puede sustraerse en sus investigaciones a aplicar los conceptos que guían el pensamiento sistematizado por Thomas Kuhn” (pp. 202-203); véase de nuevo lo expuesto en la nota nº 6. Puede verse asimismo el epígrafe Continuidad y discontinuidad en Rossi, P., cit., pp. 180-182. Barona, cit., pp.164-165. Ahí mismo para lo que sigue.
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Javier Hernández Ariza A través de la obra de Lovejoy la idea de que el pensamiento científico no es algo aislable del pensamiento en general de una época fue tomando una forma más acabada. De hecho, la novedad del enfoque culturalista planteado por los seguidores de la historia de las ideas consistía en romper las barreras entre ciencia, filosofía, cultura y religión. La idea científica, que refleja en definitiva una visión del mundo, participa de una forma más amplia de conocimiento, se integra pues en el conjunto del saber humano. Por lo que respecta a las relaciones entre la historia de las ciencias y las otras formas de acercamiento a la historia del pensamiento, el punto de vista de los historiadores de las ideas era contrario a esa separación dogmática establecida por el empirismo lógico. En realidad, como afirma Rossi, el nacimiento de la historia de las ideas científicas vino a representar un proyecto de síntesis, a romper por artificiales con todas las parcelaciones del conocimiento y a plantear serias dificultades a la ordenación académica de los saberes.
Por último comentaré el apartado ya citado que Barona dedica a la dualidad externalismo-internalismo. Ambas perspectivas son “formas de acercamiento al estudio histórico de la actividad científica”. Sin embargo, mientras que la primera ―también denominada “sociológica”― concibe la ciencia “como institución social”, la segunda o “epistemológica” identifica la ciencia con “ideas científicas”. Si bien hasta hace poco tiempo se las consideraba tendencias antagónicas, actualmente se emplean de manera complementaria con el fin de “abordar una única realidad”, a pesar de que la coexistencia no siempre haya resultado fácil56: Durante las tres últimas décadas se ha ido afirmando una progresiva superación de la dicotomía entre internalismo y externalismo, desde una concepción más autónoma de la historia de la ciencia, que cada vez más ha adquirido un terreno y una perspectiva propios, que ya no pueden ser confundidos con los de la filosofía o la sociología de la ciencia. Aun tratándose de disciplinas con un buen número de elementos comunes, lo cierto es que también poseen marcadas diferencias y ello debe alertar al historiador para no equivocar la perspectiva ni el método57.
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Ibid., pp. 169-173. Según Barona, los posibles “factores externos” de un determinado estadio histórico-científico quedan subsumidos en la “visión del mundo” y “estructura social” correspondientes (p. 171). Más adelante sitúa la aparición de ambas escuelas a comienzos del siglo XX (p. 176). Se puede ver los epígrafes El debate entre «externistas» e «internistas» y La crisis de la distinción historia interna-historia externa en Rossi, P., cit., pp. 182-192. Barona, cit., p. 176.
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Si de una parte la autonomía del género ha contribuido a consolidar “la perspectiva de la historia total”, de otra ha propiciado la aparición de nuevas áreas histórico-científicas58: Pensemos en el problema del crecimiento de los contenidos de la ciencia, o en el de los factores que inciden en el cambio de las teorías científicas. La reciente historiografía aporta análisis originales que coinciden en ver en la ciencia un aglomerado de convenciones social y culturalmente moduladas y a la medida de la comunidad científica de cada época. Conceptos como los de estilo de pensamiento (Fleck), imágenes de la ciencia (Elkana), ciencia normal (Kuhn), paradigma (Kuhn), pensamiento convergente (Kuhn), comunidad científica o tradición de investigación (Laudan) han sido elaborados por una amplia corriente de historiadores de la ciencia que han asimilado los planteamientos tradicionales y la sociología del conocimiento científico, poniendo así fin a un largo y a menudo estéril debate entre externalismo e internalismo. Los fenómenos de profesionalización o los procesos de transmisión del conocimiento científico, las relaciones entre los núcleos creadores de ciencia y las periferias receptoras, las políticas científicas, o los procesos de vulgarización de los contenidos de la ciencia constituyen algunos de los campos que la nueva historiografía de la ciencia ha ido delimitando en los últimos años59.
En consecuencia, la ciencia no puede ya desconectarse de una determinada sociedad y cultura, es decir, de su contexto, pues “todo ello forma entre sí un entramado complejo en el que se desvelan mutuos apoyos teóricos”. Así, con frecuencia se emplean “nociones más generales que sirven para caracterizar el pensamiento científico de una época, como las de galenismo, mecánica clásica, iatroquímica, fisiología vitalista o evolucionismo”60. 58
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Ibíd., p. 177. Ibid., p. 177-178. Se puede ver ejemplos en Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992). Sobre la inclinación de la historiografía por el receptor de la ciencia puede verse Lafuente y Tiago Saraiva, Los públicos de la ciencia. Un año de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, Madrid, Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, 2002, pp. 11, 12, 42, 43 y la Introducción a Ordóñez, Javier y Alberto Elena (comps.), La ciencia y su público. Perspectivas históricas, Madrid, CSIC, 1990, pp. IX-XV. Barona, cit., p. 178. El siguiente fragmento ilustra bien la naturaleza de tales interrelaciones: “Desde la Baja Edad Media y el Renacimiento, a través de la Ilustración y el Romanticismo, la civilidad, la religión, el arte, el comercio, la guerra, los viajes, en conjunción con la ciencia y la técnica, conformaron una trama de dependencias que, a pesar de las tensiones entre algunas líneas de la red, se sostuvo conjunta a causa de una extraña corriente de autorrefuerzos, entre los que observamos sendas singulares como la que ―tal como nos desveló Weber— lleva desde la reforma cristiana al capitalismo. En los nudos de estos entrelazamientos de hechos sociales, políticos y culturales surgieron la ciencia y la tecnología. Aparecieron como sucesos contingentes que podrían no haber ocurrido y quizá se preservaron hasta ahora por alguna no menos contingente coalescencia de reforzamientos similar a la que originó su constitución”
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Todo ello ha llevado consigo que a lo largo de las últimas décadas se haya producido una renovación de las perspectivas y de los métodos de investigación, con la consiguiente revisión de la erudición tradicional y del propio lenguaje. La nueva historia institucional plantea una superación de la tradicional dicotomía externalismo/internalismo, gracias a la introducción de nuevas técnicas y a la reinterpretación de las tradicionales. Se ha producido, al mismo tiempo, una apliación [sic] de la noción de archivo, alcanzando campos hasta hace poco ajenos a la erudición tradicional: las patentes, los instrumentos científicos, la iconografía… Se han incorporado técnicas procedentes de la documentación científica e incluso se ha ensayado una historia experimental de la ciencia. La arqueología industrial, la paleopatología o la nueva bibliografía brindan, como después veremos, instrumentos para una nueva visión de la ciencia del pasado61.
Si atendemos al posible receptor, a grandes rasgos se aprecia que la historiografía de la ciencia se orienta tanto a un lector especializado como a otro general e incluso profano, revelándose así nuevamente la naturaleza didáctico-ensayística del género histórico-científico, que oscila entre lo interno y lo externo. A la pregunta para quién la historia de la ciencia, Laín Entralgo responde concisamente que “para dos grupos de hombres, los científicos y los historiadores ―con ellos, para cualquier hombre culto―, tiene valor y utilidad el conocimiento de la historia de la ciencia”62. De forma análoga se
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(Broncano, Fernando, “La integración de los saberes científicos y humanísticos”, en Esteban, M. y Echart, N. (coords.), cit., p. 129). Al respecto puede verse también el Prólogo a Elena, A. y Ordóñez, J., Historia de la ciencia. Vol. 1, De la Antigüedad al siglo XV, Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1988, p. 1. Barona, cit., pp.178-179. Véase además Redondi, P., art. cit., …, pp. 100-101. Laín Entralgo, “Para qué la historia de la ciencia”, Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992), p. 18. Después Laín explica su afirmación y concluye con una propuesta genérica: “No sólo en los científicos tiene la historia de la ciencia su «para qué», también lo tiene ―debe tenerlo― en los historiadores. La realidad histórica no es sólo política, como hasta hace unos decenios era regla entre los historiógrafos de profesión, ni sólo socioeconómica, como para tantos ha sido luego. Además de eventos políticos y de cambios sociales y económicos, en la historia de un pueblo y de la humanidad entera hay momentos religiosos, artísticos, intelectuales y técnicos; y, de manera creciente desde la Edad Media, momentos científicos […] Es necesaria, y no sé si hasta hoy ha sido escrita una Historia de la ciencia para historiadores generales” (p. 19). Según Redondi, en la década de 1960 “los problemas de la historia de las ciencias, concretamente, irradiaron los medios científicos y filosóficos, pero también a un amplio público cultivado” (art. cit. …, p. 95). En el Prólogo a Panorama histórico de la ciencia moderna (1963), Laín Entralgo y López Piñero explican que “sin ella [la ciencia] no parece hoy posible pasar por hombre verdaderamente ‘culto’ [.] Para alcanzar tal consideración no basta ya saber quiénes fueron Platón, Virgilio, Leonardo y Kant. Sucinta o detallada, el hombre ‘culto’ actual debe poseer además cierta noción acerca de la fisión atómica, la expansión del Universo y la estructura química de la vida […] Pero creemos que todavía no hay en castellano una exposición específicamente destinada a la formación del hombre culto medio: un libro que, unido
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expresa López Piñero en varios de sus estudios histórico-médicos. Al explicar brevemente la configuración de la “nueva historiografía médica” subrayaba “la importancia y el interés que los temas historicomédicos tienen para personas de muy distinta condición profesional”63. En otra publicación define las colecciones de clásicos médicos y científicos como “trabajos de síntesis destinados a lectores no especializados”64. En la siguiente cita el historiador de la medicina especifica el arco que de un extremo a otro abarca el género histórico-científico: He intentado ponerla al servicio de los tres grupos de lectores que aspira a tener un volumen como el presente: médicos y otros profesionales sanitarios interesados por la historia, historiadores que deseen acercarse al mundo de la medicina y, sobre todo, personas de otras ocupaciones que sientan curiosidad por las cuestiones relacionadas con las enfermedades y las diferentes formas de luchar contra ellas65.
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a los manuales científicos del Bachillerato o de los primeros años de ciertas Facultades universitarias y Escuelas Superiores, enseñe clara y concisamente lo que para todos los hombres pensaron e hicieron Galileo y Newton, Vesalio y Claudio Bernard, Linneo y Darwin, Planck y Einstein; un libro, en suma, que ayude a poseer lo que el logro de esa condición de ‘hombre culto’ tan urgente e imperativamente exige en nuestros días” (pp. 13-14). López Piñero, Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 8. También Kuhn ha señalado la variedad de receptores del género a mediados del siglo XX (“La historia de la ciencia”…, p. 195). López Piñero, Medicina, historia, sociedad. Antología de clásicos médicos, Barcelona, Ariel, 1969, p. 5. Id., Historia de la medicina…, p. 11. Véase además Laín Entralgo, “Prólogo a la primera edición”, en Cid, Felipe, Breve historia de las ciencias médicas, Barcelona, Espaxs, 1990, 3ª ed., p. 11. Ahí, el “grupo de lectores” se desglosa en “médicos y estudiantes de Medicina, historiadores generales, personas deseosas de incrementar su cultura”. El siguiente fragmento pone de manifiesto la correspondencia entre la amplitud del género y la variedad de sus posibles receptores: “Recordando una frase oída hace algunos años a René Taton, se puede afirmar sin duda alguna que existen tantas historias de la medicina ―o de la ciencia, como afirmaba el historiador francés— como posibles públicos. Según se dirija el profesor o el investigador a unos u otros oyentes, la demanda y la respuesta que recibirá será casi por entero diferente. Las historias especializadas ―y también, desde luego, la general— tienen características variables según a quienes se encaminen. Naturalmente, esta afirmación es ya antigua, pues en uno de los grandes creadores de la historia de la ciencia norteamericana, figuraba ya de forma tan tajante como clara. Así, afirmaba George Sarton en su escrito «Historia de la ciencia», publicado en 1956: «En historia de la ciencia, que es un campo de infinita complejidad y de anchura increíble, cometería una necedad quien dijera: “He aquí la forma de estudiarla o de enseñarla, y no hay otra”. Hay muchas formas, muchos puntos de vista, cada uno de los cuales es aceptable y útil, y ninguno de ellos excluye a los otros. (…) Está el del historiador que desea comprender lo más plenamente posible la cultura de una nación o de una época; el del especialista que quisiera explorar el origen y desarrollo de su propio campo de estudio; el del hombre de letras que quiere incluir la ciencia en sus investigaciones, o bien porque los grandes científicos son, pueden o deben ser autores deistinguidos [sic], o bien porque ningún escritor está exento de la obligación de adquirir una especie u otra de fundamentos científicos; el punto de vista del filósofo, cuya preocupación más constante es demostrar las complejas relaciones existentes entre la ciencia y la filosofía, y cuanto influya la una en la otra. Hay por lo menos otros tres pun-
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Con anterioridad Kuhn había afirmado que “aunque seguimos escribiéndo, sobre todo entre y para nosotros, hemos adquirido un público importante compuesto por filósofos, sociólogos e historiadores; un público que, exceptuando los medios de la filosofía continental, apenas existía antes”66. Según el mismo autor uno de los motivos que ayuda a explicar el auge del enfoque histórico-social se haya precisamente en las circunstancias de los receptores del género: […] la nueva historia de la ciencia estaba dirigida principalmente a los no-científicos, a los estudiantes con escasos conocimientos de ciencia y que se mostraban claramente reacios a aprender mucho más. Así pues, el nuevo papel del historiador de la ciencia necesitaba una materia a tratar que pudiera enseñarse a este tipo de estudiantes, lo cual era un requisito incompatible con un tratamiento responsable de la mayoría de las ideas científicas en época posterior a la Revolución Científica67.
El segmento científico del género también se manifiesta cuando son los propios científicos los “consumidores activos y productores de historia de la ciencia”, es decir, en su utilización “interna”68: La historia de la ciencia que forma parte de la tradición de la disciplina o institución correspondiente constituye la comprensión que de sí mismo tiene el científico y su tradición cultural: cómo se ha ido desarrollando el tema de su disciplina, qué campos y métodos son válidos, quiénes son los fundadores y las autoridades de la disciplina, cuáles sus objetivos supremos, etcétera. Este tipo de historia institucionalizada de la ciencia ha sido llamado la «historia para trabajar» de los científicos. No se trata sólo de una nueva historia retrospectiva, sino además de una historia práctica, con la mirada puesta en el horizonte, que da instrucciones que han de ser seguidas en la práctica por los que trabajan en esa disciplina o quieren estar entre los que lo hacen69.
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tos de vista: el lógico, el psicológico y el sociológico, que merecen un examen más cuidadoso»” (Peset, José Luis, “Historia del cuerpo, historia de la mente”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 87-88). Kuhn, Thomas S., “Las historias de la ciencia: Mundos diferentes para públicos distintos”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., p. 6; más adelante apunta que “la antigua historia de la ciencia era dirigida a los científicos” (p. 10). En opinión de I. B. Cohen (anterior a la de Kuhn), “los historiadores de la ciencia no deben escribir para otros colectivos diferentes del de los propios historiadores de la ciencia” (Barona, cit., p. 47). Kuhn, Th. S., “Las historias de la ciencia: Mundos diferentes para públicos distintos”…, pp. 89. Kragh, H., cit., p. 148. Ibid. “Hasta hace muy poco —refiere Kuhn en el artículo publicado en castellano a finales de los años setenta―, la mayoría de los que escribían la historia de la ciencia eran hombres de
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Al segmento externo del género se refieren las palabras de Sánchez Ron, quien considera que, además de “enseñar a los legos qué es la ciencia y cuales son sus contenidos”, habría que humanizarla70: No son muchos los científicos que son capaces de educar y conmover. Es preciso ir más allá de la mera divulgación, ese territorio frecuentado en los últimos tiempos por magníficos científicos como, por ejemplo, Paul Davies, John Gribbin, John Barrow, Stephen Hawking, Roger Penrose, Ian Stewart o Lynn Margulis; hay que penetrar en los ricos y alambicados dominios en los que se funden el ensayo, la divulgación y la literatura […] Necesitamos más científicos-escritores como éstos [Carl Sagan, Stephen Jay Gould]. Los necesitamos porque, no nos engañemos, la ciencia, su espíritu al igual que su letra, es todavía un ser extraño para la mayoría de la humanidad, independientemente de que esa misma mayoría de la humanidad se relacione cada vez con mayor frecuencia e intensidad con la ciencia; no importa que vayan introduciéndose, subrepticia o violentamente, nuevos términos de índole científica o tecnológica en los idiomas que esas mismas personas hablan. Y necesitamos a esos autores en todos esos idiomas, culturas y países, incluyendo, cómo no, el nuestro71.
Por su parte, Javier Ordóñez ha explicado cómo “la pretensión de llegar a todos los miembros de una sociedad” ha de conllevar una adecuada selección de los contenidos científicos72. Finalmente, se puede hacer una reflexión a modo de conclusión sobre la Historia de la Ciencia en cuanto género literario. En primer lugar, no se
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ciencia, en ocasiones eminentes, en pleno ejercicio de su profesión. Por lo general, la historia era para ellos un derivado de la pedagogía. Constituía además de algo intrínsecamente atractivo, un medio para elucidar los conceptos de su especialidad para establecer su tradición y para atraer estudiantes. La sección histórica con la que aún comienzan muchos tratados y monografías técnicas ilustra hoy en día lo que durante muchos siglos fue la primera forma y la fuente exclusiva de la historia de la ciencia […] En el siglo diecinueve y a principios del veinte, aun cuando ya habían empezado a desarrollarse aproximaciones alternativas, los científicos continuaron produciendo tanto biografías ocasionales como historias magistrales de sus propias especialidades, por ejemplo: Koop (química), Poggendorff (física), Sachs (botánica), Zittel y Geikie (geología), y Klein (matemáticas)” (“La historia de la ciencia”…, pp. 195-196). Sánchez Ron, J. M., “La ciencia como objeto cultural: Un reto para la educación del siglo XXI”, en Esteban y Echart (coords.), cit., pp. 35-40. Ibíd., pp. 36-39. En el Prólogo a Cincel, martillo y piedra… (1999), Sánchez Ron explicita a quién se dirige su trabajo y por qué: “De hecho, si me dieran a elegir, yo preferiría como lectores más a los no especialistas que a los que lo son. Y ello, de nuevo, porque lo que busco es integrar la ciencia, a través de su historia, con la sociedad española, que alguna necesidad tiene ―y más aún tendrá― de ella. Si consiguiera tal objetivo, me daría por más que satisfecho; no importa si algún colega minusvalorara mi texto” (p. 10). Ordóñez Rodríguez, J., “Sobre si se puede hablar de una educación científica humanística”, en Esteban y Echart (coords.), cit., pp. 49-50.
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puede olvidar que se trata, por varias razones (peculiaridad del objeto, evolución de la historiografía, etc.), de un género muy complejo. En segundo lugar, como hemos visto, su naturaleza ensayística es clave en la comprensión de tal complejidad. No obstante, cómo se escribe el pasado científico depende en primer término de la combinación de una serie fija de factores que están presentes en su producción y que, sin embargo, pueden oscilar considerablemente en cada caso concreto: quién o quiénes escriben (cada vez más la autoría es compartida), qué reconstruyen exactamente (criterios de selección, enfoques, etc.), por qué o para qué y a quién destinan la obra histórica. En teoría, la variación de cada elemento puede ir desde una posición científica (o interna) hasta otra totalmente opuesta, siempre dentro del ensayo. De las múltiples posibilidades resulta la amplia gama de obras histórico-científicas que constituye el género literario en sentido lato. A su vez, como hemos referido, en el ensayo histórico-científico el discurso puede pivotar, según convenga, entre su sección interna y externa; asimismo puede pasar de una organización horizontal a otra vertical, desplazarse desde una perspectiva anacrónica hasta otra diacrónica y de una continuista a otra discontinuista… No obstante, en la práctica, antes que posiciones extremas, se apreciará la tensión entre los correspondientes límites. Además, en el ensayo histórico-científico no sólo es posible —y conveniente— la oscilación entre diferentes enfoques y técnicas historiográficas sino también su unión integrada o articulada. Sin duda, esta perspectiva pone en claro de manera efectiva “la variedad de estilos discursivos en la que se encuentra la historia de la ciencia en nuestros días”73. Sin embargo, frente a toda esa indeterminación teórica, las realizaciones concretas se centran, en virtud de los criterios al uso, en unas determinadas coordenadas disciplinares, limitándose con frecuencia a la trayectoria de una(s) disciplina(s) en un(os) periodo(s) y cultura(s), con el fin de poder ofrecer una reconstrucción inteligible y óptima. Cuestión aparte es que una o varias de las posibles configuraciones genéricas hayan llegado a ser predominantes. Así parece que ha ocurrido en las últimas décadas con el enfoque histórico-social, con la historia vertical y el discontinuismo. En tercer lugar, hay que destacar la trascendencia del comparatismo en la aclaración del modus operandi del género. La óptica comparatista es necesaria a la historiografía de la ciencia, ya que le permite determinar correctamente el objeto estudiado en todos sus planos y, por ende, esclarecerlo suficiente y adecuadamente. En definitiva, el comparatismo posibilita la visión global del objeto ciencia y de su desarrollo. Sólo desde tal planteamiento es posible escribir síntesis histórico-científicas de carácter universalista, aunque su confección entrañe dificultades que obligan a reducir de manera selectiva el objeto a reconstruir. En cualquier caso, se puede afirmar 73
Lafuente y Saldaña, “Introducción”, a Id. (coords.), cit., p. 4.
Introducción a la “Historia de la Ciencia” como género
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que las historias de la ciencia universalistas incluyen lo que hoy día se considera canónico e imprescindible, ofreciendo una imagen a la vez general e integrada de la ciencia en su conjunto, y no de cada una de las ciencias por separado. Así, pese a la inevitable labor de exclusión, la historia de la ciencia como síntesis traza el panorama de la ciencia y de su evolución, profundizando en las relaciones de las distintas ciencias entre sí y de cada una en particular —o de todas en general— con aquellas facetas pertinentes (para su comprensión histórica) de las civilizaciones que crearon ciencia. Este “doble enfoque” historiográfico está ya recogido en el programa de “historia general de la ciencia” de Paul Tannery, quien, entre los siglos XIX y XX, la define como “una síntesis consistente en el estudio del desarrollo conjunto de todas las ramas del saber como parte integrante de la historia general de la humanidad”74. Desde la consideración del comparatismo, también la historiografía de la ciencia puede contemplarse como antídoto contra las consecuencias negativas de la moderna especialización. De igual manera, el punto de vista comparatista aclara la “dimensión pedagógica” del género analizado, pues la lectura del pasado exige su contraste con el presente. Habrá que observar, por último, que la amplitud que en la historia de la ciencia permite alcanzar el comparatismo coincide con aquella otra que le ofrece el género ensayo, necesario al primero. En este sentido, la correspondencia entre comparatismo y ensayo hace comprensible que tanto la heterogénea interdisciplinariedad como su difícil integración sean características definitorias del género histórico-científico a finales del siglo XX y principios del XXI. Hoy día, la Historia de la Ciencia es un género ensayístico y comparatista; de ahí que a la par sea ecléctico y sin embargo superador del propio eclecticismo.
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López Piñero, “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”…, pp. 40-41; también la explicación sobre el programa de Theodor Puschmann en López Piñero, Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 16; y además Kuhn, Th. S., “La historia de la ciencia”…, p. 199.
LA HISTORIOGRAFÍA ESTÉTICA: PASADO Y PRESENTE VICENTE CARRERES Según se mire, hoy la estética triunfa o declina. Mientras para unos entona, como el arte mismo, su canto del cisne, para otros es ahora cuando vive su verdadera plenitud. Los primeros entienden que, a pesar de la persistencia de las palabras, ni el arte es ya el arte, ni la estética es lo que quiso ser en el momento en que tomó carta de naturaleza. Los segundos, por el contrario, arguyen que, lejos de retraerse, la estética estaría invadiendo todos los ámbitos de la vida: los nuevos mundos virtuales, la cultura de la imagen no permiten distinguir con claridad dónde acaba la realidad y dónde comienza la ficción; incluso en los saberes considerados “objetivos” la idea de verdad se ha hecho problemática: un modelo científico no es una copia exacta de lo real, sino una especie de creación, como lo es la obra de arte; o sea, que, más que morir, lo estético se estaría universalizando. ¿Es esto una simple polémica? En realidad es también un problema historiográfico. Chocan aquí dos concepciones datables de la estética: la romántica y la posmoderna. Y no es un caso único. En todas las grandes controversias estéticas hay una colisión de paradigmas históricos: la estética rigorista de Platón frente al ilusionismo helenístico, la armonía clásica frente a la estética plotiniana de la luz; la doctrina de la mímesis frente a la estética expresiva. Y, sin embargo, algo nos hace pensar que tanto unas posturas como sus contrarias quedan dentro del marco de la estética. ¿Un sustrato común más allá de las circunstancias? No seré yo quien lo niegue, pero hay algo más, quizá de mayor importancia: una tradición, esto es, esa continuidad histórica que justifica la comunidad de los problemas así como la diversidad de las soluciones. Éste es el horizonte al que apunta esta modesta contribución. Y digo modesta no por hacerme eco del lugar común, sino porque es subsidiaria en dos sentidos: en primer lugar, siendo de carácter historiográfico, resume y enjuicia lo que otros han pensado; y, en segundo lugar, porque lo que aquí se historia no son “directamente” las teorías estéticas, sino a aquellos autores que, a su vez, las han historiado. Unas veces éstos han sido a la vez teóricos; otras, no. Podría decirse, haciendo un fácil juego de palabras, que esto es una
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pequeña historia de las historias de la estética o, en cierta manera, una “metahistoria”. Es decir, que ofrezco al lector no más que un texto auxiliar, breve e introductorio. No busco la exhaustividad: me contento con seleccionar algunas de las propuestas más interesantes y, sobre todo, más representativas, intentando así articular la pluralidad de perspectivas en corrientes más o menos diferenciadas. Procediendo de esta forma, no será posible evitar una cierta dosis de parcialidad, pero he procurado ofrecer una imagen, ya que no completa, sí al menos equilibrada y “relativamente” ecuánime de lo que ha sido y es la historiografía estética. Dos son entonces las diversidades que consideraremos: la que se da entre teorías contemporáneas pero divergentes y la originada por la propia historia. Solo en el análisis se distinguen con nitidez. La realidad, ya lo hemos visto, las solapa y hasta las confunde. De ahí que este texto sea flexible a la hora de combinar ambos parámetros, constituyendo, a la vez, una crónica de sucesiones y una descripción de discursos que coexisten en el tiempo. Entiendo que sí “son todos los que están”, pero inevitablemente “no están todos los que son”. El siglo XIX será tratado de manera hasta cierto punto somera, a modo de prolegómeno, y tradiciones tan fecundas como la rusa, pero en muchos sentidos tan lejanas a nuestro contexto cultural y editorial, serán soslayadas. Allí donde cite textos escritos en otras lenguas proporcionaré también al lector la referencia de la correspondiente versión española, y sólo en aquellas obras fundamentales que todavía no han sido traducidas habrá que limitarse a los originales. Junto a las historias generales de la estética, nos ocuparemos de las historias de largos períodos, como, por ejemplo, la Modernidad, la Edad Media o la Edad Antigua, pero dejaremos fuera los estudios sobre fases más breves, primero porque su concreción impide muy a menudo reconocer una visión general de la historia, y también porque multiplicaría desmesuradamente la nómina de textos sometidos a examen1. Lo cual no obsta para que se nombren o comenten de forma puntual obras de estas características siempre que vengan al caso. Finalmente, quiero decir que este texto no tiene una filiación teórica. Se ocupa de diferentes teorías, pero no se identifica plenamente con ninguna ni mucho menos postula una propia. Su único principio metodológico es un moderado eclecticismo, no por ánimo de ser neutral o supuestamente “científico”, sino para historiar, valorar y admirar con total libertad. Pues entiendo que solo así pueden reconstruirse con ciertas garantías las formas variadísimas en que los diversos pensadores han articulado la historia y, en última instancia, proyectar luz sobre lo que hoy es la estética y sobre sus perspectivas de futuro.
1
Otra exclusión forzosa en nuestro caso es la del pensamiento estético asiático.
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1. LA FUNDACIÓN DE LA ESTÉTICA Y LA POSIBILIDAD DE HISTORIARLA
Como es bien sabido, la estética en tanto disciplina autónoma data de los tiempos no tan lejanos de Baumgarten. Aunque son muchos los textos de naturaleza estética escritos en el siglo XVIII, solo el pensamiento alemán logró fundar un saber no empírico o impresionista, sino descriptivo y especulativo. ¿Fue esto un avance? Qué duda cabe: se clarificaban el objeto y el método, pero había no pocos inconvenientes: lo que se ganaba en consistencia teórica podía perderse en espontaneidad, finura intuitiva y estilo. Nada tiene que ver el lenguaje árido y escolástico de Baumgarten con la frescura y la plasticidad de la prosa de autores menos académicos como Edmund Burke. Y, por lo demás, existía el riesgo de forzar los hechos a fin de que éstos encajaran en el sistema. Quizás fuera el precio que se había de pagar por un grado de rigor hasta entonces desconocido. En este marco se sitúa la Crítica del juicio 2 de Kant, que lleva la disciplina a su primer momento de plenitud teórica e implícitamente le señala una tarea futura: integrar la estética y la historia. No es que a Kant le falte una filosofía de la historia: incluso, adelantándose a su tiempo, esboza en la propia Crítica del juicio la osada idea de la evolución biológica; pero, al poner los cimientos de su sistema, lo histórico no es una parte constitutiva. Y en eso es un hijo de la Ilustración, que si bien concibe la historia de la cultura como progreso, entiende las estructuras fundamentales de la conciencia “sub specie aeternitatis”. Con todo, hubo ya en el siglo XVIII algunas voces que apuntaban en una dirección nueva y revolucionaria, como Vico y Herder, el cual llega a bosquejar una historia del gusto estético “avant la lettre”. Estas tentativas tendrán su más perfecta cristalización en las Lecciones sobre la estética3 de Hegel. Si la Fenomenología del espíritu es una especie de historia de la conciencia en general, estas lecciones constituyen una historia de la conciencia estética. Para Hegel, el espíritu no se autoconoce de una vez por todas; necesita desplegarse a través de la historia para comprenderse y apoderarse de sí mismo. De ahí que la estética, más que una descripción, sea una narración de cambios que se suceden en el tiempo de un modo ordenado y regular. No es que la estética contenga la historia, en Hegel ella misma es historia.
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Para esto sigue siendo imprescindible Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. de Eugenio Imaz, México, FCE, 1997. Lecciones sobre la estética, trad. de Alfredo Brotóns Muñoz, Madrid, Akal, 1989. La otra edición española y la fundamental es la preparada por Alfredo Llanos en Buenos Aires (8 vols.) del texto original que publicó Hotho póstumamente en la primera edición de las Obras completas, realizada en diecinueve volúmenes entre 1832 y 1887. Estas lecciones corresponden al vol. X.
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Sobre este terreno fructificará el género de la historiografía, que, en sus primeras fases, sigue las líneas trazadas por el pensador alemán. Incluso aquellos que, como el formalista Robert Zimmermann4, se proponen narrar la evolución de la disciplina oponiéndose al idealismo, se nutrirán de un modo u otro de la noción hegeliana de historicidad. 2. EL SIGLO XIX 2.1. Tras los pasos de Hegel
A partir de ahora, los teóricos de la Estética no se contentan con incluir en sus extensos tratados la dimensión histórica, sino que la elevan a la categoría de un género, o subgénero, relativamente autónomo. En la segunda mitad del XIX se hace canónica en estas obras la estructura bipartita: primero, se elabora la historia de la estética, y sólo en una segunda parte se formula la teoría propiamente dicha. Lo que decíamos en los primeros párrafos alcanza en la literatura hegeliana el rango de dogma: sin historia, la reflexión teórica pierde su sentido. El modo en que el presente ve las cosas se considera la consecuencia de un largo proceso que es imperativo estudiar y entender. En definitiva: para los hegelianos la historia y la teoría se complementan aun dentro de su autonomía. Son varias las historias de la estética aparecidas durante este periodo en el ámbito alemán, que ostentará durante largo tiempo un liderazgo indiscutible, pero por su envergadura y deliberado carácter de síntesis, sobresale la de Max Schasler5, de 1872. Libro monumental surgido en tiempos propicios para este tipo de empresas, cuenta con unas 1200 páginas que, a pesar de todo, estaban destinadas a ser la primera parte de un nuevo sistema estético6. Respecto a Hegel, hay dos diferencias notables: una de ellas es la voluntad manifiesta de asumir las enseñanzas del formalismo (o “realismo”, según la terminología de la época) a fin de compensar ciertos excesos idealistas: así, el poder del método deductivo, que deriva la estética de unos principios metafísicos previos, está contrapesado por el inductivo, con el que se pretende garantizar una mayor atención a los datos positivos. Según Schasler, los críticos y los historiadores del arte son capaces de hacer justicia a los aspectos empíricos de la obra de arte, pero no suelen ir más allá, mientras que los filósofos, por su parte, pecan del exceso contrario: encerrados en el laberinto de la especulación, no encuentran el modo de descender a la realidad artísti4 5
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Geschichte der Aesthetik als Philosophische Wissenschaft, Viena, Wilhelm BraumLuller, 1858. Kritische Geschichte der Ästhetik: Grundlegung für die Ästhetik als Philosophie des Schönen und der Kunst, Aalen, Scientia, 1971. Ibid., p. 1131. Téngase en cuenta que Schasler, tal como él mismo señala en el prólogo, se dedicó durante cerca de 20 años a la crítica de arte (véase p. XII).
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ca. Incluso Vischer, el esteta reciente más respetado por Schasler, habría caído en este mismo error7. La segunda divergencia con Hegel, más importante que la anterior para el porvenir de la historiografía estética, radica en el hecho de investigar, no ya las formas artísticas en sí mismas, sino las propias teorías sobre el arte y la belleza, desde Grecia hasta el presente, lo cual presupone que el problema estético no se remonta a Baumgarten, sino que, aunque sea de manera implícita, ha existido desde la aurora del pensamiento occidental8. Así y todo, las bases del método de Schasler son netamente hegelianas: nada acaece sin sentido, y lo irracional o es pasajero o es ilusorio. La idea misma de un azar absoluto encierra de suyo una contradicción insoluble: sin lo necesario no se puede entender lo casual, puesto que, como ya había advertido el maestro, todas las cosas suceden en el mundo conforme a la ley de la razón9. Y, naturalmente, dicha ley sigue siendo dialéctica: si una primera teoría afirma, la segunda refuta, y la tercera reconcilia a ambas remitiéndolas a una verdad superior10, que, a su vez, volverá a servir de punto de partida a una nueva secuencia del mismo género; de manera inevitable, las tríadas se suceden las unas a las otras hacia un destino último, como en un lento camino de perfeccionamiento. De acuerdo con esta teleología, la historia de la estética se compone de tres grandes fases: el periodo de la intuición, esto es, de la experiencia sensible, que coincidiría con la Edad Antigua; el de la reflexión, inaugurado en el XVIII, Kant incluido; y el de la especulación que, constituyendo la síntesis de los dos anteriores, sería coronado por el idealismo alemán. El larguísimo lapso que va de la Baja Antigüedad hasta la Ilustración lo considera Schasler un verdadero eclipse de la conciencia estética. En la Edad Media el ideal de lo bello habría sido sustituido por el de lo santo; en el Renacimiento habría dominado la creación sobre la crítica; el siglo XVII habría relegado los problemas estéticos en beneficio de los metafísicos; y los primeros estetas del XVIII, al igual que los románticos, representarían una estética precientífica cuya mayor gloria residiría en haber allanado el camino a la verdadera ciencia, esto es, la gran estética alemana del XIX11. Y en cuanto a la relación de esta disciplina con el contexto histórico y social de cada época, Schasler está bien lejos del más subversivo de sus coetá7
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Ibid., p. XXII. Véase Friedrich Theodor Vischer, el autor de la más grande estética poshegeliana: Aesthetik oder Wissenschaft des Schönen (1846), Munich, K.G. Saur, 1990-94. Sí es verdad, no obstante, que también para Schasler la estética, “sensu stricto”, nace en el siglo XVIII. Ibid., pp. 1127-1128. Ibid., p. 1130. Para un resumen excelente de la exposición de Schasler acompañado de juicios críticos sobre la misma, véase M. Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, II, Madrid, CSIC, 1994, pp. 293 ss.
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neos: Karl Marx; si bien aquél concede que la historia de la estética no está totalmente al margen de la sociedad de su tiempo, tampoco es ni mucho menos un reflejo de ésta. De lo que en realidad depende es de la historia de la filosofía, de la cual la estética sería una rama. Y a eso se debe, siempre según Schasler, que, mucho después del fin del arte antiguo, haya seguido evolucionando la reflexión estética en torno a él gracias a pensadores como Winckelmann o Lessing12. Más todavía: lo que demuestra el pasado de Occidente es que la auténtica plenitud de la estética presupone y aun exige el crepúsculo del arte. Como ocurría en Hegel, la clarificación intelectual de la belleza anuncia el fin de su goce sensible. De todo ello se desprende que, sin desmerecer las importantes concesiones de Schasler a lo que llama “realismo”, prevalece en él la impronta idealista13. Su propósito es, de hecho, establecer “el desarrollo de la idea de lo bello hasta que adquiere conciencia de sí misma”. Es decir, que, en el fondo, la historia de la estética no narra hechos externos y palpables, sino que recorre “la génesis de la conciencia estética”14. La fuerza, la coherencia de esta teleología estética son incuestionables, pero, considerada en la clave del presente, son tantas sus virtudes como los problemas que ocasiona: una vez más, el lado sensible del hecho estético, en apariencia esencial, acaba por ceder la primacía a la conciencia, y al lector le parece, mucho más que en Hegel, que la sucesión histórica de las teorías de lo bello es violentada por la disciplina impuesta por el sistema. La historia de la estética sigue siendo, a pesar de todos los avances, un instrumento para legitimar y demostrar una postura filosófica previa. Los momentos más admirados son aquellos que permiten afianzar los cimientos del sistema propio; y, cuando esto no sucede, no se duda en juzgar a un autor con severidad, como en el caso flagrante de Platón, cuya pensamiento estético es atacado por dar la espalda a los sentidos15. También brilla por su ausencia esa impresión de estar descubriendo un mundo nuevo que las Lecciones de Hegel nos producían en cada una de sus páginas. En buena medida, porque quizás Schasler carecía de las cualidades del genio, y, en parte, porque los tiempos habían cambiado: los grandes sistemas ya se habían formulado; lo que ahora importaba era lograr que concordaran, superando las divergencias en una unidad omnicomprensiva. De la época de los creadores se había pasado a la de los epígonos; de la potencia especulativa, al escolasticismo. Pero eso no puede nublarnos la vista: genial o no, el texto de Schasler sigue teniendo un valor extraordinario. Y no sólo 12 13
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Schasler, Ob. cit., p. 1129. No en vano Hegel es para Schasler, junto con Aristóteles, uno de los “héroes del pensamiento”, ed. cit., p. V. Schasler, Ob. cit., p. 1128. Ibid., p. 78 y ss.
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por sus dimensiones sino sobre todo por la tarea colosal de “construcción” histórica16. Aunque sea pecando del dogmatismo dialéctico, las diversas etapas de la reflexión estética se disponen como eslabones de una cadena. Las diferencias están en función de la unidad que las abarca, y, ésta a su vez, precisa de aquéllas para materializarse en el devenir histórico17. Que éste sea considerado como un desarrollo perfectamente orgánico y sistemático, de acuerdo con premisas metafísicas a las que cuesta adherirse en la actualidad, no resta un ápice de su mérito a la labor de cohesionar las múltiples teorías en un proceso unitario e inteligible. Coincidiendo con lo que expresábamos al comienzo, triunfa la continuidad sobre la mera yuxtaposición de los hechos. Y eso, con todos los aspectos discutibles que pueda entrañar, sirvió para profundizar en la evolución de las ideas estéticas, iluminando así el camino por el que otros habrían de transitar18. 2.2. La historiografía estética fuera de Alemania
Si bien fue Alemania el centro indiscutible de la reflexión estética en el siglo antepasado, es necesario considerar dos historias de la estética publicadas en las dos últimas décadas de ese siglo: Historia de las ideas estéticas en España (1883; 2ª ed. 1889), de Marcelino Menéndez Pelayo, e Historia de la estética19 (1892), del británico Bernard Bosanquet. A diferencia de lo que sucede con las obras de los historiadores poshegelianos, que apenas se consultan ya fuera de los círculos especializados, éstas son todavía útiles para el lector medio y, cada cual en su línea, representan modos nuevos de construir la historia. Por sus vínculos con el pensamiento hegeliano, comenzaré ha16
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Por otra parte, el especialista puede disponer en este texto de explicaciones y valoraciones extensas de los pensadores de los siglos XVIII y XIX, incluyendo a aquellos que como Solger, Krause, Ruge, Weisse o el propio Vischer, hoy son quizás menos conocidos. Ibid., p. 1126. Otras obras importantes en la época fueron: Hermann Lotze, Geschichte der Aesthetik in Deutschland (1868), Munich, K.G. Saur, 1990-94; G. Neudecker, Studien zur Geschichte der deutschen Aesthetik seit Kant, Würzburg, Stahl, 1878 y, sobre todo, Eduard von Hartmann, Die deutsche Aesthetik seit Kant: Erster historisch-kritischer Teil der Ästhetik (1886