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Spanish; Castilian Pages [764] Year 2015
Historiografía y Teoría de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte
COLECCIÓN CLÁSICOS DYKINSON Serie: Monografías
Director de la Colección: ALFONSO SILVÁN RODRÍGUEZ
Pedro Aullón de Haro (Editor)
Historiografía y Teoría de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte
ANA AGUD PEDRO AULLÓN DE HARO JOSÉ JOAQUÍN CAEROLS VICENTE CARRERES TERESA CASCUDO ANTONIO CONSTÁN NAVA ISAAC DONOSO ALFONSO FALERO JESÚS GARCÍA GABALDÓN MARGARIDA MAIA GOUVEIA JAVIER HERNÁNDEZ ARIZA LEE HYE-KYUNG EFRAÍN KRISTAL FRANCISCO LAFARGA Mª ROSARIO MARTÍ MARCO
JUAN FRANCISCO MESA-SANZ M’BARE M’GOM RICARDO MIGUEL ALFONSO JOSÉ MANUEL MORA FANDOS ANTONIO DE MURCIA CONESA Mª TERESA DEL OLMO LUIS PEGENAUTE FERNANDO MIGUEL PÉREZ HERRANZ ÁNGEL PONCELA GONZÁLEZ JAVIER PORTÚS FERNANDO RIVAS JOSÉ CARLOS RUEDA LAFFOND ALFONSO SILVÁN NATALIA TIMOSHENKO ESTHER ZARZO
Madrid 2015
© Los autores (2015). Madrid Imágenes de cubierta: Heródoto, Polibio, Dionisio de Halicarnaso, Juan Andrés, Antonio Eximeno, Jacobo Burckbardt y Menéndez Pelayo. Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés 61. 28015. Madrid. Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69 e-mail: [email protected] http://www.dykinson.es http://www.dykinson.com Consejo Editorial véase http://www.dykinson./quienessomos ISBN: 978-84-9085-509-6
Maquetación: Juan-José Marcos [email protected]
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SUMARIO Prefacio....................................................................................................... 7 1. Pedro Aullón de Haro, Introducción a una Epistemología historiográfica como Historia universal de las Ideas y las Formas literarias y artísticas ................................................................. 13 2. Juan Francisco Mesa-Sanz, Historia de los términos ‘Historia’/ ‘Historiografía’ ............................................................................. 61 3. Alfonso Silván, Historiografía griega y método comparatista .............. 79 4. Mª Teresa del Olmo, El concepto de ‘Historia’ y su campo terminilógico en las fuentes enciclopédicas modernas ......................... 95 5. Esther Zarzo, Historia, memoria y tiempo ........................................... 107 6. Ángel Poncela González, Verdad y tiempo en la historiografía de la Historia de la Filosofía: Kant y las derivas del método kantiano ................................................................................... 129 7. Fernando Miguel Pérez Herranz, Historiografía e Historia de la filosofía ........................................................................................ 145 8. José Joaquín Caerols, La evolución de la historiografía literaria clásica ..................................................................................... 193 9. Fernando Rivas, Una síntesis de historiografía patrística .................... 247 10. Francisco Lafarga y Luis Pegenaute, Histriografía de la traducción .................................................................................... 257 11. Javier Hernández Ariza, Introducción a la ‘Historia de la Ciencia’ como género ........................................................................... 293 12. Vicente Carreres, La historiografía estética: pasado y presente ........... 325 13. Teresa Cascudo, Musicología histórica e historiografía....................... 391 14. Javier Portús, La historiografía artística: las artes plásticas ................. 419
15. José Carlos Rueda Laffond, Historiografía y cine................................ 449 16. Antonio de Murcia Conesa, La Historia de los conceptos y su relación con la historia de la filosofía y la historia social ................ 463 17. Ana Agud, Una historiografía difícil: India ......................................... 483 18. Lee Hye-Kyung, El Estudio comparatista de la historia literaria de Asia del Este según Cho Dong-Il ..................................... 515 19. Alfonso Falero, Hacia una historiografía literaria en Japón ................. 525 20. Ricardo Miguel Alfonso, Evolución de la historiografía literaria angloamenricana .................................................................... 567 21. Mª Rosario Martí Marco, La historiografía literaria alemana. ............. 585 22. Jesús García Gabaldón, La evolución de la historiografía literaria eslava ....................................................................................... 623 23. Natalia Timoshenko, Introducción a la historiografía literaria rusa ....................................................................................................... 643 24. Efraín Kristal, En torno a la historia del concepto de historia literaria hispanoamericana .................................................................... 675 25. Isaac Donoso, Historiografía comparatista de las letras filipinas .......... 689 26. Margarida Maia Gouveia, Análisis de la historiografía literaria en Brasil .................................................................................. 707 27. Antonio Constán Nava, Historiografía árabe islámica (Siglos XVIII-XX) Perspectiva española y europea ............................. 715 28. José Manuel Mora Fandos, La historiografía de la literatura africana ................................................................................................ 733 29. M’bare M’gom, Sobre la historiografía literaria hispanoafricana ........ 767
PREFACIO La Historiografía ha sido sometida en el curso de la época moderna tanto a su confirmación inicial de mayor rango humanístico como a su depauperación en el siglo XX por negligencia regional en sectores tan decisorios por su objeto como la literatura, la filosofía o el arte. El gran dominio contemporáneo estructural-formalista significó por principio la destrucción de los conceptos de tiempo e historia en el ámbito operacional de las ciencias humanas. Ya de la Ilustración cabe interpretar que desempeñó una función ambivalente en este sentido. Ocultar estos hechos o acogerse a lo que suelo denominar “rutina filológica” tan sólo puede conducir a una deficiencia aún más lamentable. Si tras el fulgurante surgir de la Historiografía moderna su inmediato primer pecado consistió en erigirse mediante el Romanticismo en ocultación de su fundamento ilustrado, la irresolución del siglo XX en lo que atañe al menos a los grandes sectores u objetos humanísticos delimita el curso de su penitencia, por más que la microhistoria o ciertas refocalizaciones hayan distraído la atención de la gravedad del problema disciplinar contemporáneo y, por otra parte, del nuevo régimen de imposición cibernética. Aún cabría argüir que nos hallamos ante una deficiencia o depauperación solidaria respecto del proceso conducente al nuevo estado de cosas actual, es decir la aminoración generalizada de los estudios humanísticos serios en favor de las simples prácticas profesionales; la aminoración de los criterios críticos y su relegación a los intervenidos medios de opinión pública; la imposición permanente de las ciencias sociales so pretexto de convergencia sobre las humanas propiamente dichas; la doble y paralela liquidación de las artes de la lectura y la memoria; y por último, digamos, el abocamiento a un resituado momento “final” de la Historia y la progresión confirmada de la Globalización… En cualquier caso, todo ello no exime sino que exige, cuando menos, un análisis de los hechos y el intento de establecimiento de un diagnóstico bien fundado. La Historiografía, serie disciplinaria ligada originalmente no ya a los estudios en general de humanidades sino a la estricta esfera humanística, requiere tratamiento específico en el marco de ésta. Nuestra muy extensa Teoría del Humanismo (2010) no podía dar cabida, en adecuado y amplio régimen disciplinar, a la Historiografía ni a la Poética, como tampoco a la Críti-
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ca, al menos en la dimensión monográfica requerible. Tal intento de integración hubiese supuesto la fractura y trastocamiento de una compleja disposición de horizonte mucho más general y de por sí muy extensa. A todo ello el Grupo de Investigación Humanismo-Europa ha dado respuesta debida en sucesivos volúmenes, que además en este caso de la Historiografía arranca de una adelantada decisión en sus comienzos, la de un primer esbozo publicado nada menos que veinte años atrás, lo cual es muestra palpable de la relevancia y perentoriedad que desde un primer momento habíamos asignado al caso. Desde el punto de vista terminológico es de precisar que utilizaremos el término historiografía en su preferente e inequívoca designación de la producción de textos de materia histórica, y sólo secundariamente en su acepción técnica de teoría constructiva de esos textos, acepción a la cual corresponde en lógica el término de historiología, de escaso uso como es sabido en virtud, entre otras cosas, del frecuente valor extensivo del primero y, todo sea dicho, del reducido desarrollo teórico del segundo. Fruto más del mero devenir que de la controversia académica, es de advertir en los estudios históricos la persistencia de una cierta laxitud conceptualizadora así como cierta carencia metateórica, ello consecuencia de peculiaridades o indecisiones metodológicas a las cuales se ha de sumar en ocasiones el doblez propiciado por una filosofía de la historia de ordinario ajena a la teoría de la historia y a la historiografía y en concordancia con la lamentable desvinculación creciente de Filosofía, Filología y Ciencias humanas. Sin duda las disciplinas particulares y su autónoma carga histórica así también lo determinan, mientras que una posible disciplina de Terminología, tan del gusto actual, se revela como insustancial fuera de un anclaje histórico-filológico y de la amplia suma de particularidades de las cuales usualmente se muestra ajena, es decir fuera de los ámbitos específicos de contenido. Por lo demás, y sea como fuere, en ningún momento de nuestra investigación utilizaremos de manera significativa elementos doctrinales preconcebidos o ideológicamente dependientes y, en todo caso, aquello que finalmente se pretende aquí es contribuir a una recreación historiográfica de la Historia del Pensamiento, la Literatura y el Arte, recreación necesaria y epistemológicamente fundada en el marco de las Ciencias humanas. Es decir, nos situaremos, según exigencia de nuestro tiempo, en el que concebimos segundo estadio del objeto en vista a su tercero del propio ámbito. O sea, tras el general histórico, nos situaremos en el de los grandes conceptos u objetos que aquí nos traen, todo ello a su vez aspiración a una historiografía humanística y, por ello, comparatista y universal en respuesta irrenunciable a la época de la Globalización en curso.
Prefacio
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Es asunto de gran interés por nuestra parte la contribución a un impulso humanístico e histórico-literario en el marco de la Filosofía-Filología y la Ciencia literaria, pues dentro de éstas existió ambiciosamente, pero aparece en la actualidad, al menos por contraste, como el criterio acaso más débil y preterido. Este replanteamiento es condición para muchas cosas, desde la plena constitución de una epistemología de la Ciencia de la Literatura en orden a la general de las Ciencias humanas, hasta aquello que aquí más concretamente proponemos, es decir (1) la previa asunción de un concepto de literatura fundado en la realidad de los discursos verbales “altamente elaborados” y no en la unilateralidad de los discursos artísticos, y (2) el despliegue de la necesaria discriminación disciplinaria de base junto a la subsiguiente de la gama de particularidades capaz de fecundarse y reconstruir el medio y la consecuencia comparatista conducente a un proyecto de universalidad. A esto responde en términos gruesos el sumario de nuestra investigación. No hemos seleccionado el examen monográfico del historicismo decimonónico, por cuanto queda diseminado en diferentes lugares de nuestras investigaciones y queremos escapar tanto a la redundancia como a la obligatoriedad de reformularlo subsanando sus errores y carencias, ya a la vista mediante el conjunto de la construcción aquí presentada. Algo similar habría que decir del planteamiento posible y monográfico de la serie relevante de categorías metodológicas y, en buena medida, de la usualmente denominada “filosofía de la historia”, al principio referida. En contrapartida se ha optado por elaborar preferentemente aspectos por distinta razón fundamentales y sin embargo olvidados, y por ello hemos preferido al comienzo establecer y documentar los términos, exponer concreciones como por ejemplo la reciente teoría de la historia de los conceptos o resituar debidamente el problema histórico y disciplinario de la memoria, órgano o materia sin la cual el objeto de la Historia carece de sentido y localización al fin. Además, hemos realizado aun con prudencia la apertura al medio Oriente, Asia y África, cosa a nuestro juicio y en nuestro tiempo de todo punto irrenunciable, pero igualmente en un régimen de centralidad y matizaciones que sin abandonar la ideación de los límites del Todo no se empeña en ningún caso ni en la generalidad sociopolítica ni en la multiplicidad de objetos, minuciosidad que hubiese ahogado la posibilidad funcional del conjunto. También por ello entendemos necesario apelar a la literatura como amplio objeto, a fin de cuentas el suelo sobre el que viene a reposar el conjunto. La exigiblemente amplia selección de materia literaria, que aún requiere el urgente examen radical que emprendimos hace dos décadas, exige una perspectiva ambiciosa, aun con límites de elección y control capaces de evitar tanto las zonas más plausiblemente conocidas como el desmadejamiento y la pérdida de significaciones singularizadas, así las asiáticas o africanas, a nuestro juicio hoy imprescindibles y que por fin es-
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tamos en condiciones de afrontar. A todo ello hemos de añadir la guía estrictamente observada de una perspectiva de criterio fundamentador y paradigmático muy matizada. Por otra parte convendrá explicitar con claridad lo siguiente: nuestra opción en ningún momento pierde de vista un hecho epistemológico clave de deplorables resultados también en el proceso historiográfico contemporáneo; esto es la intensiva confusión, bajo pretexto de hermanamiento, entre ciencias humanas y ciencias sociales, lo cual ha tenido como consecuencia una tergiversación de hecho y una progresiva anulación del concepto de aquéllas, centradamente filológico, en favor de todo sociologismo. La sociologización ha sido un proceso nefasto para las ciencias humanas. Dicho esto, el lector podrá interpretar por sí mismo las decisiones del título de nuestra obra y el conjunto del sumario, así como sobre todo las tendencias y novedades que de él se desprenden. Por lo demás, y como he dicho en otras ocasiones, esencialmente se trataba de que los árboles dejasen ver el bosque, pero también que las troncalidades dibujaran su propia imagen. El principal peligro para la mayoría de los autores consistía desde luego en la facilidad con que podían ser víctimas de la densidad de las respectivas bibliografías sectoriales y, en consecuencia, sobrepasados por el arsenal de erudición, perder de vista la línea del horizonte. Según se podrá comprobar, esto no ha sucedido. En fin, esperamos ofrecer, más que un proyecto concluso, un instrumento renovado y muy avanzado para el examen de un gran problema humanístico y general, para su interpretación universalista adecuada a la exigente circunstancia actual y su posibilidad futura. *** La presente investigación que hoy publicamos, madurada durante dos décadas, es primera contribución al próximo bicentenario de la muerte de Juan Andrés (1740-1817), el creador de la Historia de la literatura universal y comparada, y se publica: IN MEMORIAM JUAN ANDRÉS Y LA ESCUELA UNIVERSALISTA ESPAÑOLA DEL SIGLO XVIII
P. A. de H. Seminario Permanente Juan Andrés Grupo de Investigación Humanismo-Europa Universidad de Alicante
INTRODUCCIÓN A UNA EPISTEMOLOGÍA HISTORIOGRÁFICA COMO HISTORIA UNIVERSAL DE LAS IDEAS Y LAS FORMAS LITERARIAS Y ARTÍSTICAS PEDRO AULLÓN DE HARO
I La Historiografía, tanto en su sentido general de estudio de la Historia como en el más técnico o historiológico, requiere a nuestro juicio una asunción humanística firme, la propia de una entidad en proceso pero no por ello inestable sino disciplinar en virtud del mundo de cultura al que ha de servir. Esto es estrictamente un requisito (o en nuestro tiempo todavía lo es) para el género de las Historias especiales, por conceptos de materia, así de las literaturas, las ideas estéticas o del pensamiento, la ciencia o el arte. De no ser así, habríamos dado en disolución, no ya disciplinar, lo cual aquí es aquello que más nos compete, sino de la concepción de las sociedades como idea cultural coherentemente evolucionada y que actualmente se diría con frecuencia abandonada a meros criterios de una sociologización que desordenadamente lo inunda todo. Ahora bien, el problema heredado del siglo XX en forma de desorientación historiográfica e insuficiencia no resuelta por nuevas focalizaciones temáticas o regionales, atañe tanto (1) al concepto ontológico, pocas veces abierta o decididamente planteado, como (2) a la cuestión disciplinar, y de discurso, términos de relación, género literario, y (3) al problema reiteradamente cerrado en falso, o de manera provisional, entre la concreción nacional o parcial y la lógica de la exigible extensión universal de las construcciones historiográficas, a todo lo cual ha acompañado la progresiva decadencia de las historiografías de objeto humanístico y, señaladamente, la literaria. Lo referido, tan amplio, encierra muchos escollos, pero concierne a un sentido de diferente propuesta de análisis de la generalidad historiográfica al tiempo que alcanza a las diversas particularizaciones especiales que ofrece el sinnúmero de disciplinas y sus campos. Estos a su vez plantean esa dificultad incrementada horizontalmente entre sí, y en el caso extensísimo de la literatura, multiplicado por sus lenguas, sin duda preponderante, accede a su ex-
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tremo. La moderna y exacerbada desmembración del árbol de las ciencias en tanto que explicativa matriz epistemológica no es respuesta al problema sino en todo caso mera causa coadyuvante respecto del mismo. Todo esto es razón de la entidad y dimensión de la dificultad a que nos referimos, no meramente coyuntural sino relativa a los fundamentos del asunto y en todos sus diferentes planos. Trataremos en lo que sigue, en el conjunto de nuestro trabajo, de los tres grandes aspectos del problema indicados, si bien al paso habremos de atender, aun con brevedad, cuestiones varias, entre ellas, por ejemplo, lo relativo a nuestra propuesta sobre Historia de las Ideas o, más extensa y conclusivamente, a Universalidad, asuntos fundamentales que atañen tanto al conjunto de la gama de nuestro objeto como a sus principios esenciales compartidos. Podría hablarse de la quimera de una ontología de la Historia, redelimitada ésta por el orden triangular de la evidencia biológica y la biotecnología, el metafisicismo del futuro y el utopismo y, por último, el hegelismo del final de la Historia y la sobrevenida globalización por mera inercia de los mercados y la comunicación electrónica. Pero es preciso el establecimiento de un sentido entitativo, una reflexión capaz de restablecer esencialmente y salvando los límites de esos extremos una idea de Historia e Historiografía capaz de fundamentar un criterio para la serie de las Historias o historiografías especiales. A ese fin es preciso restituir un concepto de tiempo en tanto que sustante histórico inequívoco y, subsiguientemente, metodológico para las ciencias humanas una vez sobrepasada la época del estructuralformalismo, responsable de su demolición. Esto es, ninguna metodología, al menos en Ciencias humanas, puede arrogarse la capacidad de suprimir el tiempo del mundo de existencia de su objeto, actuar como si éste no existiese; ninguna metodología puede arrogarse la capacidad de transformar desintegradoramente su objeto humanístico como si de un objeto físico-natural se tratase. Es preciso establecer un concepto bien formado de ‘metodologías humanísticas’. En cualquier caso, reflexionar acerca del género o la posibilidad de la Historia del pensamiento o el arte, es decir pensar sobre ello en términos epistemológicos, representa de uno u otro modo la asunción de las grandes preguntas inevitables de qué ha sido, qué es y qué debiera o pudiera ser esa gama disciplinaria practicada y transmitida secularmente por tantos historiadores, pensadores y filólogos y, de hecho, explícitamente fundamentada en tan pocas ocasiones durante los últimos tiempos. Ahora bien, toda paradoja es manifestación de una realidad previa más extensa o complicada. Aquí las preguntas ya son muchas y no menos los posibles argumentos y focalizaciones en torno a las cuestiones esenciales del problema.
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Es necesario, pues, comenzar por constatar el más destacable hecho historiográfico atingente; esto es, la decadencia durante el siglo XX de los estudios de historiografía de objeto humanístico e incluso de la Historia y su epistemología. No es que tales actividades se hayan realizado recientemente en muy escasa medida o inadecuada, sino que el sentido del dominio disciplinario y la ideación de su proyecto han permanecido con harta frecuencia reducidos a la insignificancia. La capacidad de una fuerza abarcadora como la representada por Burckhardt ha desaparecido, si bien cupiera afirmar, o al menos yo así lo pienso, que su proyecto no es sino el semillero inconfesado de buena parte de la historiografía “innovadora” de la segunda mitad del siglo XX. Pero el hecho es que en los países occidentales el género de la Historia literaria diríase que ya casi carece de conciencia de sí. Tras la posguerra, los años del estructural-formalismo y, justo después, en coincidencia con la caída de éste, años de paz universitaria, nihilismo deconstrucionista, sociologismos diversos y corrección política diríase que han conducido la Historia del pensamiento, la literatura y el arte en tanto que gama mayor de géneros al sueño académico de los justos. Porque no es infrecuente observar la devaluación técnica de este dominio del saber o bien simples maniobras de escape ante la posibilidad de afrontarlo en todas sus consecuencias. Por lo demás, la historia social “de…”, su gama, no ha sido evidentemente la resolución, como tampoco puede serlo un complemento como el de la llamada “historia oral” ni lo ha sido la “historia de la lectura”, con demasiada frecuencia tratamiento externo y empírico de un objeto que exige ir acompañado de criterios más técnicamente fundados y específicos. ¿Se ha disuelto un grado sustancial del proyecto moderno de consciencia histórica, o sencillamente histórico, según una herencia que proviene de la Ilustración, del Idealismo alemán o incluso del mejor Positivismo? ¿Ha acabado la autoconciencia o un verdadero futuro para los estudios históricos de los objetos humanísticos mayores? Sea lo que fuere, no es aquí caso el estatuto de esos objetos. ¿Quizás el orden pragmático de las ciencias sociales constituye una interrupción seria o justificada de la autoconciencia histórica humanística; una interrupción que hoy pudiera ser entendida como preparatoria de la era digital y la globalización? Ciertamente ha acabado una forma de aquella autoconciencia y nuestro deber consiste en idear otra adecuada a la nueva necesidad de los tiempos, e incluso intentar la reconducción de éstos mediante el ejercicio del pensamiento. La microhistoria o la historia de la vida cotidiana y sus segmentaciones no son una respuesta pertinente en ese sentido referido; su elaboración y sus límites permanecen dentro de lo generalista sectorial o meramente en el entorno de los grandes objetos de creación humanística. El siglo XX en tanto que época del neo-neopositivismo estructural-formalista y sus exacerbacio-
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nes tecnológicas atemporalizadoras no podía dar forma a una renovada comprensión histórica, malamente parcheada por el marxismo. Éste asumió por delegación “clánica” y distribución del trabajo una misión metahistórica, ideologizada y cientificista desproporcionada en el mejor de los casos. Una auténtica concepción de la Historia significa una concepción, directa o derivada, del Tiempo como principio humano relativo a los objetos humanísticos altamente elaborados, no la disolución de esos objetos o del sentido temporal que los estatuye. Por ello la idea de historicidad contemporáneamente quedó integrada en la filología crítica (v.gr. Curtius) o bien en la filosofía de la existencia (v.gr. Jaspers), postrera evolución de las corrientes idealistas, y con ellas de la Estética y el espíritu filológico, desde las cuales al fin y al cabo se retransmiten las corrientes hermenéuticas. Pero a día de hoy, la fase del relevo histórico del estructuralismo o del estructural-formalismo, historiológica e historiográficamente tan empobrecedor, es “historia pasada”. El resto es la vergonzante alienación nihilista o sociologista y, en general, las progresiones del curso de la “malversación” crítica contemporánea. Y pensar el no pensamiento va referido a una realidad alta, que se llama contemplación, y el resto es enajenación o vida dilapidada. Es difícil conjeturar un lugar efectivo a la relación de entidades tan extensas y heteróclitas como finalmente son Ética e Historia, pero ello no es razón para omitir su concepto, aunque sí sus particularizaciones prácticas, ya pertenecientes a otros ámbitos de consideración y estudio. Existe una gran dificultad que sólo extrañamente o en el vacío podría superar la artificiosidad lineal de la ética teórica en su posible salto a la historia como reconstrucción fehaciente. Se trata de un problema, al menos hasta cierto punto, análogo a aquel que suscita el concepto científico de “explicación” en su supuesta aplicabilidad histórica. Lo exigible es examinar las relaciones determinables y hablar de responsabilidades y sus grados. Lo ético en sentido historiográfico no se traduce sino en metodología. Probablemente nos hallamos en el crítico y privilegiado momento histórico más apropiado para ensayar un nuevo intento de autoconciencia y disposición de la Historia filosófica, literaria y artística, pues el nuestro es el momento de la necesaria ideación posterior a la Modernidad conclusa, cuyo reflujo habitamos. De no ser así, nuestro momento integrará el tiempo de la espera, de la no decisoriedad y quizás de la asechanza. Decía Jaspers que “la concepción histórica procura, crea el amplio espacio, partiendo del cual se despierta nuestra conciencia del ser del hombre. La imagen de la historia se convierte en un factor de nuestra voluntad, pues la manera como pensemos la historia limita nuestras posibilidades o nos sostiene por sus contenidos o nos desvía tentadoramente de nuestra
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realidad”1. Esa concepción y conciencia se reinician y adensan en los objetos particulares del pensamiento, la literatura y el arte. La relación fehaciente de Historia y voluntad individual o de las sociedades significa, más acá de una ética abstracta y más allá del mero saber histórico, la autoconciencia histórica viva o presupuesta en la asunción actual de la autoconciencia histórica pasada y su resolución historiográfica. Aquí existe una evidente dificultad representada por la pluralidad de las civilizaciones y las disciplinas así como una posible confusión con la mera ideología. Pero saber histórico de la autoconciencia y autoconciencia del saber histórico significan modos filosóficos imprescindibles en cuanto estados de la experiencia, el conocimiento esencial y por ello irrenunciable. Y esa autoconciencia tan sólo puede formarse atendiendo a ciertos medios de conocimiento, a una epistemología capaz de traducirse en metodología y a lo que denominaré finalmente una estética historiográfica. II Existe un misterio del Tiempo y un misterio de la Historia, al igual que un misterio del Lenguaje y el Arte. La diferencia de estos últimos respecto de aquéllos consiste en la decisoriedad inmediata de la capacidad humana. El Tiempo es en último término, interprétese como se interprete, algo vivo y dado cuya involuntariedad no es domeñada por una Historia concebible de algún modo como destino por siempre fuera del alcance de la acción inmediata e imposible de proyectar en el largo plazo. Un asunto que ahora no nos interesa es la subjetividad del tiempo y su impresionismo. El tiempo es anterior a la historia y ambos devienen formas de valor confundidas. Es el transcurso de la vida. Entre tiempo e historia sólo cabe categorizar la Vida, vida como naturaleza y vida como actividad humana. Diríase que la Historia es la construcción de contenido del Tiempo, de modo que sin Historia no hay Tiempo por cuanto no hay objeto, a no ser en el puro sentido de la Física, que a su vez es una intelección histórica acerca de realidades dadas. No me propongo desarrollar una argumentación paradójica sino, a este propósito y en virtud del espíritu de comprensión histórica, incorporar fenomenológicamente el concepto de Significado al concepto de Tiempo mediante una metaforización aceptable en virtud de su economía explicativa. Es decir, y esto pienso que lo entenderá sobremanera el filólogo o el crítico literario, existe una inherencia tan insondable como factual que proviene de la entidad del lenguaje: el Significado es Tiempo y el Tiempo es Significado, o el significado produce tiempo al igual que el tiempo produce significado. Que el significado sea engendrado por el tiempo no es una generalidad común sino el 1
Cf. Karl Jaspers, Origen y meta de la Historia, Madrid, Alianza, 1985, 2ª ed., p. 297.
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subrayado de una entidad productora que en ese sentido lineal inmanente no corresponde por ejemplo a la obra pictórica, al texto plástico2, y que en su sentido inverso de que el tiempo produce significado refiere una condición de esa misma capacidad del lenguaje que por añadidura históricamente suscita una imagen de densidad volumétrica correspondiente al discurso acumulado y de manera interpenetrada. No es ya que sobre Homero se superponga el discurso de Aristóteles y el de Vico y Friedrich Schiller o el de Nietzsche, que lo toman por objeto y así sucesivamente, sino que el de Vico o Schiller es de algún modo interpretación o consecuencia del aristotélico; y el de Nietzsche, de ambos anteriores reduplicadamente y del modo que fuere. Diferente asunto, hermenéutico, es en qué medida y cómo sea posible proceder a reconstruir un proceso tal y no como mera interpretación o examen de ideas, y sus correspondientes lecturas de y sobre, sino acceder a los diversos lugares de la cadena y sus estadios de visión en sus sucesivos lugares del tiempo. Es un asunto real de Historia de las Ideas, una serie de decisiones con origen determinable y sucesión de textos responsables, no una suerte de automatismo ad infinitum, de entidad soluble y sin principio. Es muy difícil obtener un concepto ontológico de “historia” para un criterio de interpretación de lo que ha acontecido, un concepto propiamente fundado, pues éste depende a su vez de la posibilidad o concepción de la memoria y la capacidad que otorguemos a los textos de dar razón de lo supuestamente acontecido así como la conciencia que los determina. Lo escrito es a su vez algo acontecido, sujeto por tanto a casuística parangonable a aquella que el propio escrito refiere acerca de lo acontecido. A fin de cuentas lo escrito recibido no es por sí sino vestigio de algún modo intencional como fragmento expresamente predicado, conservado y dicho. El sentido del vestigio, ya como mero testimonio, ya como extremo documental carbonizado, crea, puede crear, una nueva perspectiva del problema. La cuestión podría trasladarse así al problema del vestigio en tanto fenómeno de transmisión comunicativa oralizada y eminentemente documental. Y es posible que el vestigio que se toma por objeto histórico no sea sino un texto recubierto de otros textos a veces malhadados o manipulados y por esto mismo manipuladores, o simplemente resituado, más allá de la razón común, entre insidias y desidias, texto envuelto en gestos, o a veces ruidos, entre los cuales no resultará fácil acceder al núcleo significativo que pudiera ser localizado en un fondo. Porque ahí sería necesario alcanzar un concepto de “núcleo significativo de fondo”, y ello en lo que se refiere tanto a textos como a más amplios fenómenos de cultura a su vez necesariamente fundados en 2
No cabe recurrir aquí como objeción al ejemplo de la obra fílmica, compuesta mediante un artificio mecánico y de segundo grado, ni al concepto de “discurso plástico”, abstracción explicativa igualmente secundarizada.
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textos, al fin construcciones verbales. La lógica y la epistemología han establecido y taxonomizado la “falacia”, desde la circularidad genésica hasta el “arenque rojo” o “relleno”, pero la hermenéutica no ha especificado las complicaciones de la comunicación, pues incluso se trata de una superación del sentido mediante una fenomenografía en la cual ha de ser categorizado incluso el elemento inmaterial más relevante, más relevante por encima de toda intencionalidad implícita, esto es el silencio, y su posible instrumentalización. La “flecha del tiempo”3 es una especificación histórica, siendo la Historia y las historias particulares la especificación del plano humano de la flecha del tiempo. La elipse, la espiral, el círculo, la línea recta…, son abstracciones geométricas de la forma de la Historia, es decir metahistóricas, sólo secundariamente pertenecientes al sentido, al significado interno del decurso histórico, pero su adopción incide en el concepto de éste. Por ello, y esto es lo que aquí me interesa, un pobre significado interno del decurso histórico, esto es, una “narración” de disposiciones y conceptos significativamente pobres determina, a la vez que es resultado de, una abstracción de la Historia que no significa o, lo que es lo mismo, está vacía. Todo ello se relaciona al fin con el estado presente de las Historias y las Historiografías literarias y artísticas y de la Historia. El gran lugar donde reside la Historia es el concreto espacio de tiempo que alcanza desde el “tiempo primordial”4, desde el originario tiempo de los comienzos hasta el hegeliano final de la historia, o mejor hasta este último instante presente sucesivamente renovado, postergado en su final histórico convertido en perenne, justo presente como final. Los conceptos de origen y final, en cuanto extremos totales o bien internamente adoptados constituyen como es sabido las “épocas” más difíciles de la Historia y de las historias particulares. Son apertura y cierre, principio y final que asumen y condicionan el conjunto del contenido desde los puntos absolutos de desvanecimiento o no existencia. La reactualización de la idea hegeliana del final de la historia5 como adecuada a nuestro tiempo, si de hecho está desprovista de invención y, además, viene propiciada por ciertos intereses políticamente ideologizados6, no por ello carece de auténtico sentido hoy, al igual que la idea de final del arte. Diferente asunto es el de final de la crítica, no contemplado hegelianamente pues ésta quedaría a salvo en la filosofía y la ciencia, pero que no pienso disociable por cuanto remite, aun en otro grado, al mismo
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Cf. Víctor Massuh, La flecha del tiempo, Barcelona, Edhasa, 1990. Cf. Mircea Eliade, Mito y Realidad, Madrid, Guadarrama, 1973, 2ª ed. Cf. Francis Fukuyama, El fin de la Historia, Barcelona, Planeta, 1992. Cf. Josep Fontana, La Historia después del fin de la Historia, Barcelona, Crítica, 1992.
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objeto arte7. Ello vendría a corroborar lo anteriormente expuesto acerca del difícil y privilegiado momento actual para el intento de una nueva autoconciencia histórica y respecto de la pobreza significativa. Y porque ‘historiografía’ implícitamente también significa ‘crítica’. III Ciertamente, el momento culminante, y quizás inicio de su crisis, de la autoconciencia histórica europea fue el Historicismo, sus componentes preparatorios, la elevación de Burckhardt, que podemos simbolizar en la “grandeza histórica”, y sus últimas evoluciones relevantes, de las que ya participaban sus historiadores fundamentales e imperfectos, como Meinecke y Troeltsch8. Habrá que insistir en lo que es obvio y durante la segunda mitad del siglo XX disolvió la simplificación reduccionista: el Historicismo es un aspecto irrenunciable de la tensa creación del pensamiento moderno, en cierta manera anticlasicista y antirracionalista, desde Shaftesbury y el Empirismo inglés9; desde las formulaciones cíclicas y contextualizadoras de autores de espíritu y dedicación tan diversos como fueron Vico y Winckelmann, Rousseau y su crítica de la civilización10, heredada por el “Sturm und Drang”; la idea del hombre para la idea de la Historia universal de la Humanidad, según el oscilante Herder, según Schiller y Goethe; la permanentemente esperanzada dialectización del finalismo histórico del progreso y del Estado en el sistema hegeliano; la perspectiva de los valores y las ciencias de la Cultura o del Espíritu según Windelband, Rickert y, por otra parte, Dilthey11; hasta quizás, derivativamente, la conclusiva decadencia de Spengler12. Pero el Historicismo también fue fuente de errores históricos y de ideologismo de lo histórico. 7
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He desarrollado el problema en “El final de la Crítica”, cap. 3 de Escatología de la Crítica, Madrid, Dykinson, 2013, pp. 97-126. Cf. Ernst Troeltsch (1922), Der Historismus und seine Probleme, vol. 3 de Gesammelte Schriften, Aalen, Scientia Verlag, 1977; Friedrich Meinecke (1936), El historicismo y sus génesis, Madrid, FCE, 1983, reimpr. Es curioso el caso de Meinecke, que tras una minuciosa compilación de autores no encuentra a Juan Andrés, lo cual prueba la potencia de este borrado de la Ilustración por parte del Romanticismo. Cf. A. A. C. Shaftesbury, Characteristicks of Men, Manners, Opinions, Times, Birmingham, J. Baskerville, 1773, 5ª ed., 3 vols. Cf. G. Vico, Principios de una Ciencia Nueva en torno a la naturaleza común de las naciones, México, FCE, 1978 (2ª ed.); J.J. Winckelmann, Historia del Arte en la Antigüedad, Barcelona, Iberia, 1967 (nueva edición, Madrid, Aguilar); J.J. Rousseau, Discurso sobre las ciencias y las artes, Madrid, Alba, 1987. Cf. H. Rickert, Ciencia cultural y Ciencia natural, Madrid, Espasa-Calpe, 1965 (4ª ed.); W. Dilthey, El mundo Histórico, ed. Eugenio Imaz, México, FCE, 1978, reimpr. O. Spengler, La decadencia de Occidente, Madrid, Espasa-Calpe, 1923 (nueva edición, 1989), 2 vols. En general, para lo referente al historicismo, desde un punto de vista complementarista, debiera verse H. Rickert, Introducción a los problemas de la Filosofía de la Historia, Buenos
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Creo que el más duro y temprano ataque al historicismo fue el del joven Nietzsche de las Consideraciones inactuales. Su tesis es la siguiente: “lo ahistórico y lo histórico son por igual necesarios para la salud de los individuos, los pueblos y las culturas”. Esto es, perjudica a la vida un exceso de historicismo y existe una enfermedad historicista, cuyos antídotos o venenos son lo ahistórico y lo suprahistórico. Con el término ahistórico designa Nietzsche “el arte y poder de olvidar y de encerrarse dentro de un horizonte delimitado”; con lo suprahistórico se refiere a “las potencias que distraen la mirada del Devenir y la dirigen hacia aquello que confiere a la existencia carácter de lo eterno e idéntico hacia el arte y la religión. La ciencia –que ella es la que hablaría de venenos- tiene ese poder y esas potencias por poder y potencias contrarios, pues sólo reputa verdadera y justa, es decir, científica la consideración de las cosas que ve en todas partes algo devenido, algo histórico, y en parte alguna un ser, un algo eterno”. El historicismo está ligado a la vida por tres motivos: “en tanto que ésta es activa y aspira, preserva y venera, sufre y necesita de la liberación. A esta trinidad de relaciones corresponde una trinidad de formas del historicismo: cabe distinguir una forma monumental, una anticuaria y una crítica”. Curiosamente, Nietzsche desea una juventud, una higiene que acabe con el exceso de lo histórico, una incultura, y aquello que él promueve con radicalidad –y hemos de situar a propósito de la cultura de su época-, por diferentes caminos y en muy distintas circunstancias ha devenido hoy una cuestión actual de perfil espinoso entre la juventud. ¿Pero esta situación actual se asemeja en algo a una verdadera ilustración, a una cultura no decorativa, a “la fuerza superior de la naturaleza moral de los griegos”?13. Tras la actividad renacentista y humanística aplicada a la Antigüedad clásica, la actividad historicista y romántica hizo suyo ese objeto clásico sumándole el contiguo medieval. Ahora bien, el Historicismo, en amplio senti-
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Aires, Nova, 1961; Collingwood, Ensayos sobre la Filosofía de la Historia, Barcelona, SeixBarral, 1970; P. Piovani, Inconcenza storica e concienza morale, Nápoles, Morano, 1966; H. Schnädelbach, La Filosofía de la Historia después de Hegel, Barcelona, Alfa, 1980; C. Antoni, Storicismo e antistoricismo, Nápoles, Morano, 1972 (2ª ed.); W.H. Walsh, Introducción a la Filosofía de la Historia, México, Siglo XXI, 1978 (7ª ed.); P. Rossi, Lo Storicismo tedesco contemporáneo, Turín, Einaudi, 1979 (1ª ed. 1956); E. Nicol, Historicismo y Existencialismo, México, FCE, 1981 (3ª ed.); J.L. Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988; M. Cruz, Filosofía de la Historia, Barcelona, Paidós, 1991; H. White, Metahistoria, México, FCE, 1992; M. Montanari, E. Fernández de Pinedo, M. Dumoulin y otros, Problemas actuales de la Historia, Salamanca, Universidad, 1993. Cf. F. Nietzsche, De la utilidad y desventaja del historicismo para la vida, trad. de Pablo Simón, en O.C. I., Buenos Aires, Prestigio, 1970, pp. 628, 694, 633 y 697. Debo señalar, en razón de que citamos por una traducción, que en el texto original no se emplea el termino alemán equivalente de “historicismo” sino la palabra “Historie”. Cf. La edición clásica de G. Colli y M. Montinari, S.W., vol. I, Berlín-Nueva York, De Gruyter, 1967, p. 243 y, por ejemplo también, p. 258.
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do, y en general el desarrollo de la cultura romántica, recibió de la Ilustración las primeras totalizaciones históricas e histórico-culturales universales, las cuales fueron consecuencia de una visión del mundo que, aún ajena a la incisiva evolución moderna de los conceptos de dialéctica e historicidad, empeñó sus esfuerzos ambiciosamente en ordenar, entender y globalizar la realidad pasada y presente, habilitando a su paso la imprescindible amplificación del objeto de estudio así como una nueva puesta a punto de los procedimientos crítico-documentales y objetivadores de fuentes ya conducidos a plenitud. Es el caso extraordinario de la obra de Juan Andrés, quien sobre la base de la tradición clasicista del parangón greco-latino y la subsiguiente instrumentalización extensiva del método comparatista condujo el proyecto historiográfico a un horizonte de efectiva universalidad que sólo era accesible mediante la inclusión, por una parte, de las completas series de las ciencias (Buenas Ciencias) y las letras (Buenas Letras), así como, por otra, de la expansión última por conducida al extremo representado por Asia14. Ya explicó Cassirer, y conviene citar en extenso, cómo “la opinión corriente de que el siglo XVIII es un siglo específicamente ahistórico, no es una concepción históricamente fundada ni fundable; es más un lema y una consigna acuñados por el Romanticismo para luchar contra la filosofía de las Luces. Pero si consideramos con detenida atención el transcurso de esta campaña, veremos de inmediato que ha sido la misma Ilustración la que preparó las armas. El mundo histórico al que apeló el Romanticismo contra la Ilustración y en cuyo nombre se combatieron sus supuestos intelectuales, se descubrió merced a la eficiencia de estos supuestos, a base de las ideas de la Ilustración. Sin la ayuda de la filosofía de las Luces y sin su legado espiritual, el Romanticismo no hubiera podido conquistar ni mantener sus posiciones. Por mucho que su concepción concreta de la historia, por mucho que su filosofía de la historia se aparte por su contenido de la Ilustración, se mantiene siempre metódicamente muy deudora de ella; porque ha sido el siglo XVIII el que ha planteado en este mismo terreno la autentica cuestión filosófica. Pregunta por las condiciones de la posibilidad de la historia como pregunta por las condiciones de posibilidad del conocimiento natural”15. Por desgracia, el propio Cassirer, aun limitadamente, fue víctima del mismo problema, por cuanto recibió una historia de la historiografía sin rastro de la obra de Andrés, esto es cercenada por la transmisión romántica. Situar adecuadamente la cuestión de los grandes objetos o conceptos puede sin duda hacerse de manera comprehensiva recurriendo a la completa 14
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J. Andrés (1782-1799), Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, ed. de J. García Gabaldón, S. Navarro y C. Valcárcel, dir. por P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 1997-2002, 6 vols. E. Cassirer, La filosofía de la Ilustración, México, F.C.E., 1972, (3ª ed.), p. 222.
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discriminación historiográfica de Hegel. Voy a resumir en lo que sigue el núcleo del pensamiento histórico hegeliano respecto de lo que aquí más nos concierne16: Existen según Hegel tres modos de considerar la historia: el simple, el reflexionado y el filosófico. El primero es la historia inmediata o simple historia, tal como Herodoto o Tucídides narraron hechos y situaciones en los cuales ellos estuvieron presentes y les bastó transformarlos directamente en productos conceptuales, pues se trata de asuntos o acontecimientos cuya configuración y espíritu son uno con el escritor. Es la gran historia del deleite, no de la erudición ni de la información interpretada. En Alemania es rara; su único importante ejemplo es el de Federico el Grande. El segundo modo es el de la historia reflexionada, en la cual la exposición, respectó del espíritu y no respecto del tiempo, está más allá del presente. Las especies de esa historia reflexionada son general, pragmática, crítica y por conceptos. La historia general por lo común pretende compendiar la completa historia de un pueblo, se funda en la elaboración del elemento histórico por medio del espíritu del historiador, distinto del espíritu del contenido. Aquí es decisivo el criterio del historiador, distinto del espíritu del contenido. Aquí es decisivo el criterio que el autor adopte. Esta especie se engarza con la anterior "simple" cuando su objetivo no es sino describir en su totalidad la historia de un país. Cuando Livio extracta los periodos de la Historia de Polibio muestra el paso de una a otra. Si el objeto es muy extenso o es la historia universal, la exclusión de detalladas exposiciones de lo real se debe apoyar en la síntesis y la abstracción, no sólo en cuanto que se suprimen hechos sino en cuanto que se atiende a una idea. La historia pragmática se realiza cuando en la manipulación del pasado lejano el historiador advierte lo uno como fondo o generalidad entre los hechos dispares, mediante lo cual se suprime el pasado y el acontecimiento se hace actual. El esfuerzo de la indagación ofrece al espíritu la recompensa de la una actualidad. Estas reflexiones pragmáticas en cuanto que abstractas serán también lo actual, vivificando el relato del pasado para el presente, y lo conseguirán en la medida del genio que el escrito posea. Sin embargo, la frecuente utilización de la reflexión en el sentido de ejemplo moral podrá ser útil para la enseñanza de los niños, pero lo que la historia enseña es que ni los pueblos ni los gobernantes han aprendido nada de la misma. Ante la peculiar circunstancia de cada época, ante la viveza del momento nada vale la remembranza de otra parecida circunstancia o de al16
Realizo este resumen teniendo en cuenta los dos textos de la obra de Hegel: Filosofía de la Historia, ed. J.Mª Quintana Cabanas, Barcelona, Zeus, 1971 (2ª ed.), y Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, Prólogo de J. Ortega y Gasset, ed. José Gaos, Madrid, Alianza 1980. Para el texto de la primera versión se trata de la primera parte de la Introducción; para el texto de la segunda, de la Introducción Especial.
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gún principio general acerca de ésta. Solo la amplia intuición respecto de las situaciones y el profundo sentido de la Idea otorga verdad e interés a tales reflexiones, como ocurre en el estudio de Montesquieu sobre el Espíritu de las Leyes. La historia crítica, la usual en Alemania, no comenta la propia historia sino que hace historia de la historia enjuiciando o examinando la veracidad o autenticidad de las narraciones históricas, de manera que lo relevante en ella es la agudeza depuradora del escritor y no los hechos que se aducen. A este planteamiento han contribuido los franceses, pero optando por la forma del tratado crítico en lugar de la histórica. Por su parte, entre los alemanes, la alta crítica se ha apoderado tanto de los estudios filológicos en general como de los históricos. En ella han llegado a entrar las imaginaciones procurando la actualidad en la historia, sustituyendo datos por subjetivas ocurrencias, tendentes, por mor de estupendas, a la osadía de contradecir lo decisivo de la historia. La cuarta especie de la "historia reflexionada", la historia especial o historia por conceptos, que se ofrece como parcial, es la relativa a lo que podríamos llamar división disciplinaria: religión, derecho, arte... Es ésta, pues, la localización hegeliana de la Historia literaria. Las ramas de la historia por conceptos, la más valorada y cultivada (dice Hegel de su tiempo, y lo continuó siendo hasta hoy), mantienen relación con el todo de la historia de un pueblo. Si bien es abstractiva, constituye sin embargo, puesto que toma aspectos generales, un paso hacia la historia universal filosófica. La cuestión consiste en si la historia por conceptos destaca la coherencia del todo o si preferentemente se aplica a las circunstancias externas, apareciendo éstas como casuales particularidades de los pueblos. Cuando el aspecto general de la historia por conceptos es verdadero, cuando representa no sólo un hilo o un orden exterior, la historia representa justamente el alma que rige los acontecimientos y los hechos. La Idea es en realidad la conductora del mundo; el espíritu, que es su voluntad racional y necesaria, es quien dirige los sucesos. Conocer esta función del espíritu es el propósito hegeliano que conduce al tercer modo de considerar la historia: la historia filosófica, género en el que su concepto no es por sí mismo comprensible. Habitualmente se entiende por filosofía de la historia la consideración pensante de ésta, pero en la historia el pensamiento se subordina a lo dado y existente, en lo cual se fundamente y de ello se deriva, mientras que a la filosofía se le atribuye un pensamiento propio creado por la especulación desde sí al margen de lo existente. Así será el caso de que si el pensamiento filosófico va al campo histórico se producirá la manipulación de éste como un material, no permaneciendo lo que ha sido sino una constitución apriorística. De esto se sigue que parece haber una contradicción de la filosofía. Hasta este punto nuestro resumen de la teoría hegeliana de los géneros de la historiografía; la argumentación restante se refiere a la Razón (y sus deter-
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minantes) en cuanto convergencia en la reciprocidad –por decirlo simplificadamente– de historia y filosofía. De ahí el optimista finalismo hegeliano del progreso, la autoconciencia y la libertad que se despliegan en la historia. Qué duda cabe de que el cientificismo positivista avanzó productivamente tanto en ciertos problemas de método como en múltiples realizaciones concretas de la anterior construcción del gran Historicismo, pero no es menos verdad que en la práctica redujo a ras de tierra su espíritu ideador. Es necesario contribuir de nuevo a una forma equivalente de ese espíritu de ideación, retrotraerse por analogía al punto inicial, al momento previo y ver lo que hay, comprender en qué consistieron las germinaciones operativas de la cultura prerrománica y romántica frente a la restituida tesis clasicista. Se ha advertido con razón que “desde la historiografía jónica hasta nuestros días no puede hablarse, en rigor, de un solo discurso histórico: cada época establece criterios dominantes –lo que implica que pueden existir criterios diferentes y enfrentados– para establecer «qué es» y «qué no es historia», «qué textos son históricos» y «qué textos no son históricos»”17. Ahora bien, es necesario constatar, más acá de conceptos históricos y aparte de la circunstancial evolución perfectiva de la metodología como técnica, la amplificación ilustrada del objeto de estudio y, por parte moderna, la sólida formación del concepto de historicidad. Dicho de otra manera, la estructura del objeto por un lado y, por otro, el punto de vista en el tratamiento del mismo. Para lo que aquí interesa valga esta simplificación. Naturalmente, la realidad ofrece un entretejimiento más complejo, pero dicha polarización posee la contundencia clarificadora buscada. Volveremos sobre ello brevemente a propósito de la teoría de un sistema histórico literario. Procede ahora concretar nuestra crítica sobre el estado de la que fue gran historiografía literaria. IV A mi juicio, el punto de partida en lo que se refiere a historiografía literaria , ha de ser el de un humanismo no dogmático pero sin concesiones al positivismo antihumanístico. Esto al fin se basa en el descontento resultante de una constatación de facto: el género de la Historia de la Literatura, las obras que responden a esa denominación genérica mediante la cual suele realizarse de la manera más plena la historiografía de los objetos literarios y su entorno, identifica sobre todo desde mediados del siglo XX una realización en general depauperada. Otro tanto cabría referir de las historiografías filosófica y del arte, con matices que se advertirán. Esta depauperación, co18
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Cf. J. Lozano, El discurso histórico, Madrid, Alianza, 1987, pp. 11-12. Para lo que sigue, puede verse más extensamente el segundo capítulo de mi Escatología de la Crítica, cit.
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mo veremos, es constatable de manera directa por contraste; es decir no consiste este juicio en el resultado de una especulación ni en fórmulas de hipótesis. De continuar este fenómeno degradatorio, sólo cabrían dos posibilidades: el inicio de un proceso regenerativo o la definitiva postración para el futuro previsible. Pero se trata de la historia de una historia aquello que permite se haga patente el problema. Se me permitirá actuar a veces apelando mediante supuestos al conocimiento eficiente de la materia por parte del lector, ello a fin de que nuestra reflexión pueda presentarse como diagnosis y no como prolija descripción de cuerpo entero. Y nótese que una posible asunción del diagnóstico, de parte sustancial de los factores o signos del mismo, ya representaría de algún modo el inicio de un proceso constituyente para el estudio de la Historia de la Literatura, o bien en otro caso la renuncia por abandono y aceptación de derribo. No me parece adecuado a consideración el criterio intermedio de favorecer una supervivencia mediante componendas paliativas. Tal cosa tendría sentido en el caso de afecciones leves, no en la que se nos plantea. Aquí, pues, el procedimiento de extremar los argumentos a fin de obtener la dilucidación del objeto, del tronco argumental, no requiere manipulación conceptual alguna, es dado. La decadencia contemporánea de la historiografía literaria pudiera ser interpretada en principio como el punto de llegada tras un proceso constructivo moderno que fundó la Ilustración neoclásica, profundizó a través de un determinado camino la historiografía literaria nacional, esto es, en plural, las historiografías literarias nacionales, quedó afianzado por el positivismo cientificista, y sobre todo después por el historicista, aquel que le es más característico pese a sus limitaciones, y condujo a disolución la época del nuevo positivismo estructuralista y formalista. Esta disolución, o anonadamiento si se quiere, era desde luego inevitable en virtud del dominio aplastante iniciado ya a comienzos del siglo XX por un estructuralismo y el subsiguiente entroncamiento estructural-formalista-semiótico que dominó con gran éxito tanto la Lingüística como la Crítica literaria, conduciéndolas al rutilante progreso de la técnica con un punto de apertura o gran alianza complementaria sostenida con el marxismo y el psicoanálisis, actuación ésta mediante la cual en realidad se venía a definir un absoluto científico. Ahora bien, el hecho epistemológicamente decisivo para el asunto que aquí nos interesa consiste en que el trazado estructuralista-formalista-semiótico (y todas sus ramificaciones, especialmente la llamada y en tiempos poderosa gramática generativa) posee uno de sus fundamentos principales en el agresivo y total ejercicio de una anulación, la del concepto de tiempo y, consiguientemente, de historia, teoría de la historia e historiografía. El reducto histórico quedaba puesto en manos del marxismo, que era la doctrina erigida en ciencia y que
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en consecuencia tenía el verdadero secreto dialéctico de toda la cuestión y del futuro de los pueblos. Así se constituyó una renovada y portentosa escolástica para el siglo XX, adecuadamente diversificada para la época de la división de las ciencias, y cuya primera consecuencia de necesidad consistía en el aplastamiento del Humanismo, de todo aquello que a éste le es esencial. La historiografía literaria ha estado acompañada en su curso contemporáneo simétricamente por la artística y la filosófica, pero con ciertas diferencias sustanciales que conviene precisar. Es evidente que el género de la Historia del Arte ha alcanzado situación tan débil o acaso más que el de la Literatura, pero bien es verdad que ha estado peor acompañado por la Crítica (aunque después veremos la posible función de relaciones de ese tipo cuando se trata de malas compañías), pero disfrutando de un apoyo documental iconográfico mediante imágenes que no es baladí para la construcción de contenido del discurso y para su presencia. Y además, en compensación, tanto la Historia como la Crítica de Arte (y sus particularizaciones: musical –la más desasistida–, y visuales: fotográfica, cinematográfica, pictórica, arquitectónica…) vienen acompañadas, pese a su debilidad, o quizás precisamente a resultas de ello o porque esa debilidad misma es su consecuencia, por la Estética. De su parte, la decadencia del género de la Historia de la Filosofía no se puede olvidar que viene muy compensada por delineaciones historiográficas en verdad relevantes, o complementarias dirían algunos, identificadas especialmente por la Historia de las Ideas, pero también la Historia del Pensamiento y, en tercer lugar, la más reciente Historia de los Conceptos, sobre lo cual después volveremos. Dejemos aquí al margen la Historia de las Mentalidades y la Historia Intelectual, esta última de escasa consecución pero que en realidad ofrece en su concepto un elemento de detección transversal que señala a uno de los principios posibles de superación de la mayor de las deficiencias que revela el conjunto de las historiografías humanísticas: el aislamiento del objeto y sus modalidades. Adviértase que el aislamiento del objeto penetra en una dimensión muy diferente y superadora de aquella que define la especialización científica. El aislamiento del objeto es, aunque sólo en cierto grado, convergente con el procedimiento positivista o estructural-formalista de reducción del mismo, de transformación de éste en una formulación que lo sustituye, en realidad una perversión del como si que provoca su desnaturalización y sin embargo es tomada por verdad científica. Es decir, aislamiento y reduccionismo pertenecen a criterios que son solidarios y por tanto funcionan en la misma dirección o regida por un mismo sentido.
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El problema del aislamiento en historiografía literaria posee una dimensión de repercusiones extraordinarias, múltiple y compleja, que pienso puede ser discriminada en varios ámbitos. De hecho gran parte de la deficiencia que ha dado lugar al empobrecimiento del género y a la pérdida del aliento constructivo de la disciplina que nos ocupa puede ser diagnosticada en el marco de unos “modos del aislamiento”. Primeramente empezaré por referirme al aislamiento respecto del objeto en sí mismo. Se trata en este caso de tres planos diferentes y sin embrago íntimamente conectados a su vez. El plano primero consiste en la ratificación restrictiva del objeto literario como la unilateralidad artística de la poesía, la narrativa y la dramática al amparo de la vieja y defectuosa tríada clasicista de los géneros literarios, en realidad meramente poéticos19. Esta restricción anuló nada menos que la mitad de la Literatura, tomando la parte por el todo mediante la asunción de una epistemología errónea del objeto que no fundaba su cualidad por sí como valor de alta elaboración sino como sólo una clase concreta, puramente artística, de la misma. Ciertamente el empobrecimiento propiciado por una mutilación de tales dimensiones se diría suficiente como para acabar con la vida de cualquier objeto o conducir su parte elegida a la pusilanimidad y la inconsecuencia. El segundo plano del aislamiento en orden al objeto por sí, desencadenado por cierto romanticismo nacionalista y la fijación efectiva del modelo de las literaturas nacionales prácticamente disociadas entre sí sobre la base de las lenguas, redujo el hecho literario, y por consiguiente la cultura literaria, a realidades de escaso sentido o que ocultaban por omisión su verdadera dimensión o alcance, sólo ocasional y estereotipadamente salvada o justificada mediante estrictas demostraciones de conexión causalista del tipo de influencia o fuente concreta respecto de “otra” literatura de diferente lengua. De esta manera se opera el absurdo de la indistinción de hecho de muy diferentes grados de relación y de vínculos entre las diferentes culturas y civilizaciones y se escamotea el hecho palpable, que repugna a la ideología nacionalista, de que la unidad literaria no es de lengua sino de cultura, y que esta unidad de cultura consiguientemente puede ser detentada por una, varias o muchas lenguas. Existe el fenómeno agravado en casos casi irrisorios por cuanto las ideologías nacionalistas pretenden individualizar o autonomizar una literatura de otra al amparo de que la lengua no es la misma aunque esta 19
Es de notar que aún es dominante el entendimiento o la identificación de Literatura con los géneros artísticos o poéticos en (supuesta) puridad, y no la identificación de géneros, u obras, altamente elaborados, esto es considerables dentro del rango de la calidad literaria. Asimismo se asume una (supuesta) impuridad poética de los géneros ensayísticos y del ensayo mismo. Al margen de cualquier otra consideración (que las hay, y muchas y muy importantes) ya en ese mismo principio de distinción externo y de mera convención formal se encuentra el error.
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distancia sólo consista en una mera variante más que próxima geográficamente entrecruzada dentro de una misma familia de lenguas. Obsérvese que la familia china de lenguas es muy superior en número de miembros lingüísticos a la familia románica. Y por fin un tercer plano, que no es sino consecuencia inmediata del anterior, basado en el desentendimiento de los estudios de Literatura comparada y universal, a través de los cuales se hace posible no ya el vislumbramiento pleno del objeto, sus vínculos con otros objetos de naturaleza artística y filosófica y el sentido humanístico de ello, sino la apreciación de los diferentes grados de relación y contraste en ausencia de los cuales resulta inviable configurar el mundo de existencia del objeto, el hecho real del mismo que antecede o es previo a toda interpretación. De ello se sigue que el concepto de Literatura Nacional (referido a cuantas entidades como literaturas nacionales determinables haya), y por tanto el de construcción de una Historia de la Literatura Nacional, en sentido puro y restrictivo no es posible, o mejor dicho no lo es de manera correcta. El género de la Historia de la Literatura Nacional sólo cabe ser concebido limitadamente, en un sentido, en tanto que parte de un todo Universal sin el cual permanece desmembrado, y, en otro sentido, como base de un primer peldaño de la escala hacia la Literatura comparada, es decir en conexión selectivamente abierta a las fórmulas de relación comparatista, sin lo cual el mundo de existencia del objeto no alcanzaría vida. Por ello he explicado en otras ocasiones que el comparatismo no es una opción sino un requisito20. Añadiré que si la responsabilidad de esta triple ejecución aislacionista corresponde en gran medida a la acción burdamente ideologizada del nacionalismo en sus diferentes fases y en cuyo origen moderno cuenta decisivamente el Romanticismo, y aun antes aquella Ilustración enciclopedista dominante, que sí se sustrajo al régimen historiográfico en pos, por así decir, de la funcional ordenación alfabética de términos, a este mismo Romanticismo europeo o Idealismo romántico, alemán, corresponde, al extremo, la ideación contraria, como después veremos, la de que no es posible una historia que no sea universal y la confirmación de historia universal de la literatura, elaborada por Juan Andrés, según ya quedó referido. A la desagregación contribuyó notablemente una fatuidad romántica y un malentendido epistemológico, el malentendido de la confusión de literatura con lengua (cosa que sí es correcta, al menos según la tesis idealista, en su sentido esencial de identidad entre 20
Así, por ejemplo, en “Epistemología de la Teoría y la Crítica de la literatura”, en mi ed. Teoría de la Crítica literaria, Madrid, Trotta, 1994, p. 22.
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poesía y lenguaje, pero no histórico-político y por tanto referente a una Historia literaria nacional) y la fatuidad de querer situarse por encima de la Ilustración negando el fundamento historiográfico que ésta le había proporcionado, cosa sobre la cual ya advertimos a propósito de Cassirer. Un diferente aspecto del aislamiento del objeto es aquel que consiste en la no asunción o abandono de la lectura literaria21 y de la traductografía literaria como formantes del objeto de la historia de la literatura. Esto ha sido un hecho común en la elaboración de la historiografía literaria. A finales del siglo XVIII, Juan Andrés trabaja su construcción historiográfica universalista manteniendo una estricta atención sobre la existencia, uso y fortuna o difusión de las traducciones de las obras. Esta valiosa asimilación quedó prácticamente disuelta durante parte del siglo XIX y radicalmente en el XX. Pero es una mera realidad palpable de la vida cultural que las traducciones literarias conforman un cuerpo de obras que pasa a integrarse en la lengua que las recibe creando un modo de relación inmediata y de facto en virtud de la cual resulta engrosado el objeto preexistente. La traducción, que ciertamente amplifica y enriquece la superficie textual, el conocimiento y la expresión literaria, representa un requisito de primer orden para el estudio de cualquier literatura nacional, al igual que para toda literatura comparada y, por supuesto, universal. De hecho la literatura comparada en sentido extensivo y, por supuesto, la literatura universal únicamente son concebibles sobre la base del conocimiento de textos traducidos. En realidad, procede distinguir que hay dos clases de lectura, la de textos originales y la de textos traducidos, y ambas clases intervienen en el proceso literario de producción y recepción, de autores y lectores. Por supuesto, los traductores son a su vez autores y lectores. Sin lectura no hay literatura posible y sin historia de la lectura literaria e historia de la traducción literaria evidentemente no hay historia de la literatura bien entendida. En los últimos lustros se ha incrementado notablemente el estudio tanto de la lectura como de la traducción, pero esto no ha sido incorporado por al género de la Historia literaria, no ha habido asomo reseñable de conciencia de ello, y mucho menos en el sentido integrado en que queda aquí propuesto. La traducción literaria, al igual que la lectura literaria, posee un entronque hermenéutico que es valor imprescindi21
Durante las últimas décadas, como consecuencia sobre todo de una derivación de los estudios históricos acerca de la vida privada, ha tenido lugar un gran desarrollo de la historia de la lectura, hasta el punto de que, al menos en razón de la alta producción ya existente, podría hablarse de una subdisciplina. Pero no así, en modo alguno, cabe hablar de estudios de teoría de la lectura, de crítica de la lectura. Baste constatar sin embargo la existencia de un bien formado Arte de la Lectura desde el último tercio del siglo XIX, en el caso español representado de la manera más completa por la obra de Rufino Blanco, cuya obra de la materia, con ese mismo título, permaneció en uso hasta la guerra. Puede verse para esto nuestra teoría general como Estética de la lectura, Madrid, Verbum, 2012.
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ble para el conocimiento histórico de la literatura y para una adecuada reconstrucción historiográfica de la misma. Tal grado de despojamiento y aislacionismo necesariamente había de conducir al discurso historiográfico literario a un radical empobrecimiento, a la pérdida de toda idea relevante acerca de sí mismo, de su propia construcción textual y de sentido genérico. En esta circunstancia, la elaboración del género diríase que había de quedar referida a la esquelética permanencia de unos cuantos elementos apenas provistos de ideación renovadora que pudiese alimentar una disciplina arrinconada por la marcha de su contigua, la Crítica. En primer lugar, la permanencia de los dos componentes primigenios y fundacionales del género: el elemento biográfico dedicado a los autores, procedente en la cultura occidental del de viris illustribus, y la enumeración más o menos descriptiva de las obras de éstos, procedente de las “listas”. Estos componentes biográfico o de autores y enumerativo o de obras son el sostén de la historiografía literaria antigua22, extraordinariamente enriquecida por San Jerónimo sobre la base de Eusebio23, y quiero subrayar por mi parte que fundan asimismo toda la historiografía humanística, es decir las Historias de la filosofía, de la literatura y del arte (esto es dentro del régimen de lo que Hegel llamó “historia por conceptos” y ya hemos examinado). A ellos se hubo de sumar un par de elementos, uno inherente y otro subsidiario; es decir un procedimiento de segmentación cronológica o, dicho en su sentido más amplio y complejo, de periodización, y sus consiguientes categorizaciones posibles, y un procedimiento más subsidiario, de complementación, de argamasa introductoria o contextualizadora, por así decir. Este último caso es el que tematizadamente se ha perfilado de una u otra manera con mayor autonomía y con discutible éxito a partir de la idea de “historia social…” en el siglo XX modelizada de la mejor manera sobre todo por Arnold Hauser en convergencia marxista. El empobrecimiento del discurso y del género de la Historia de la Literatura presenta como consecuencia inmediata la desustentación de ésta, el allegamiento de un discurso sin forma de valor, sin dispositio o cuerpo retórico. Por ello, interrogarse acerca de la retórica del género es ya comenzar a interrogarse acerca de la búsqueda de un posible procedimiento de actuación historiográfica por sí y de ningún modo regido por el sociologismo. 22
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Puede verse el mejor planteamiento de conjunto existente en J.J. Caerols, “La evolución de la historiografía literaria clásica”, en nuestra ed., Teoría de la Historia de la Literatura y el Arte, cit., pp. 35-83. Capítulo actualizado en el presente volumen. Diríase que la historiografía literaria actual ha olvidado el origen de la fundamentación jeronimiana. Debe verse la Patrología de Johannes Quasten y su continuación por Angelo di Berardino (para este último, vol. III, Madrid, BAC).
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No sólo respecto del objeto sino también disciplinariamente, el género Historia de la Literatura ha alcanzado un insostenible y multilateral aislamiento. No se trata ya del alejamiento o abandono, crecientemente a lo largo del siglo XX, de la Historia literaria por parte de una Crítica literaria aplastante desarrollada en el marco de un estructuralismo formal por principio refractario a cualquier asomo de historicidad, sino asimismo la desconexión, bien es verdad que favorecida por una extremada confusión disciplinar promovida por la propia Crítica, de la Poética, de la techne, es decir de la Teoría literaria en sentido fuerte y prescriptivo, y con ello de gran parte de la tradición poetológica antigua y moderna, un aislamiento de fuertes consecuencias antihumanísticas. De esta manera la historiografía literaria asienta la tendencia de separación no únicamente del cómo está construido el objeto sino también del cómo se construye y, en lo subsiguiente, del qué es. Por si fuera poco, y dejando los límites de la Ciencia literaria, en el segmento contiguo correspondiente y que le es imprescindible en el marco de la Ciencia del Lenguaje, la Historia de la Lengua o la Gramática Histórica no definen, ni mucho menos, un perfil disciplinar ascendente. Aún más lejos, sobre todo en virtud de la práctica de la especialización, quedan los auxilios de la Hermenéutica, de un lado, y de la Estética de otro. Es decir, ha tenido lugar un avance generalizado hacia la soledad y el vacío epistemológico de la historiografía literaria, la disciplina menos pertrechada de la Ciencia literaria y tal vez de las filológicas en general y hasta de las humanas. Es por último necesario dejar constancia de que la antes referida extrema confusión disciplinar promovida por la propia Crítica responde originalmente, en buena medida, a un importante fenómeno de radical malversación disciplinaria al que desde hace años he aludido mediante la denominación de “trampa Jakobson”, pues fue este crítico quien dio lugar a tamaño disparate u operación antifilológica y antihumanística mediante el célebre y lamentable artículo titulado Linguistics and Poetics. Por lo demás, pienso imprescindible denunciar que la epistemología de Karl Popper, desde fuera, y la de Roman Jakobson desde dentro, significan plenamente por sí mismas la destrucción de las Ciencias humanas. En su sentido efectivo y concreto la decadencia de la historiografía literaria y en general de todas aquellas historiografías de objeto humanístico, puede ser entendida como la pérdida de una guerra intelectual (una inédita y final guerra filológica) o bien como la marcha del proceso de relevos en el dominio de las ciencias y de las ciencias humanas. Esta decadencia se constata simplemente mediante la comparación con la historiografía anterior y la evaluación de improductividad contemporánea. A ello subyace de algún
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modo la ambición tecnológica que condujo a las guerras mundiales y su reconstitución durante la guerra fría y rehabilitación subsiguiente, ahora ya ambición diezmada por la evidencia ecológica y el amplio entorno ideológico que ha provocado el hundimiento definitivo de aquel entroncamiento escolástico estructural-formalista-semiótico, su aliado marxista así como la prepotencia psicoanalítica. En este sentido, la guerra intelectual (si así pudiera llamarse dada la unilateralidad de la acción agresiva) ha terminado. Tras largo tiempo, tanto el nuevo positivismo formalista como el marxismo, este último de consecuencias extraliterarias horribles, han sido expuestos como disparates. La historiografía debe reconstituirse y rehacer su sentido profundamente necesario al Humanismo, al objeto humanístico. Para ello ha de saber situarse, configurar su propia autoconciencia, que empieza por la estima de sí y el reclutamiento de inteligencia, y comenzar por dar respuesta eficiente a los problemas provocados por un proceso de aislamiento y aminoración que es necesario mirar de frente. Es imprescindible tener en cuenta que la desintegración de la escolástica estructural-formalista-semiótica señala el fin de una época pero no el fin del problema último, que ahora se renueva para un diferente estadio de cultura. El problema de fondo y dificilísimo en virtud de la incapacidad humana de autodominio y autoconocimiento, el de la unilateralidad del progreso técnico, ya pertenece a una nueva época y a una nueva ejecución, la cibernética, que será decisiva no sólo en su realización dentro del ámbito de las humanidades, en el cual aparentemente pudiera ser neutralizada por reducción a valor instrumental, sino también en el terreno último humano de la biotecnología, mediante la cual se ventilará, ya sin duda posible, el verdadero final de la Edad Moderna. La esperanza factible para una idea de ser humano y de humanidad no es sino la de reificación de la ciencia humanística, de sus grandes ideaciones, así la historiografía, pero esto justamente en el actual momento de disminución académica de las humanidades. V Ciertamente es posible documentar una amplísima gama relevante de elementos teóricos para la Historia del pensamiento, la literatura y el arte. En primer término quizás convenga aducir, a partir de las viejas lecciones de Droysen24, la dualidad explicación/comprensión adscribible a Ciencias naturales y a Ciencias históricas. Esto no quiere decir la absoluta negación del concepto general de explicación histórica, sino que en su aspecto y desarro24
J.G. Droysen, Histórica. Lecciones sobre la Enciclopedia y metodología de la historia, Barcelona, Alfa, 1983.
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llo epistemológico fuerte25 es ajeno a la vida de nuestro objeto humanístico. Este objeto, y su consiguiente configuración disciplinar, ha padecido un radical desdibujamiento contemporáneo, de funestas consecuencias, en el marco extensivo de las denominadas ciencias sociales, en las cuales ya casi habitualmente queda disuelto, básicamente mediante la supresión o dispersión de la Filología, de sus dos grandes series tripartitas, rigurosamente atentas a los criterios histórico, teorético y aplicado, la Ciencia literaria y la Ciencia del lenguaje. La total historiografía, la que podríase denominar “suma historia” de Burckhardt, junto a Estado y Religión situaba la Cultura, concebida como crítica y movimiento de las otras dos potencias, y dentro de la cual la literatura y el arte configuran su centro elevado26. Para Croce, la historia literaria y artística es una “obra de arte histórica salida de una o más obras de arte”. Así enlaza Croce el género ensayístico como género artístico, de modo paralelo a como el joven Lukács entendía el género del ensayo en tanto que forma de arte27, si bien entiende la historiografía con las pertinentes diferencias técnicas respecto del “arte puro”. Según Croce, la crítica histórica y la erudición histórica preparan “la síntesis estética de la reproducción” de las obras literarias y artísticas, y constituyen la labor previa al ulterior trabajo en que propiamente consiste la Historia de la Literatura y el Arte, para la cual tampoco basta el añadido del juicio de gusto. Es necesario, además, “que a la simple reproducción siga una segunda operación mental, a su vez, una expresión, que es la expresión de la reproducción, la descripción, exposición y representación histórica”28. Esto podríase entender en un sentido no vinculado a un modo de historiar, pero el hecho es que se refiere a un cierto modo dentro del historicismo que precisamente se encuentra entre aquellos que desde hace décadas se hallan en completa ruina. Está por reconstruir para nuestro tiempo la teoría histórico-espiritual, biográfica, de significado y valores presentada por Dilthey; por ejemplo su ideación de un puente entre Psicología e Historia mediante el análisis del objeto poético29. Si en relación a la teoría de los valores es de considerar el pensamiento de Rickert, en cuanto relación estética de ésta es imprescindible 25
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28
29
Cf. G.H. von Wright, "La explicación en historia y en ciencias sociales", en Explicación y comprensión, Madrid, Alianza, 1980, pp. 157-193. J. Burckhardt (1905), Reflexiones sobre la Historia universal, prólogo de Alfonso Reyes, México, FCE, 1996, reimp., pp. 102 ss. G. Lukáks, Sobre la esencia y forma del Ensayo, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid, Sequitur, 2015, pp. 15-39. Cf. B. Croce, Estética como ciencia de la expresión lingüística general, Prólogo de M. de Unamuno, ed. P. Aullón de Haro y J. García Gabaldón, Málaga, Ágora, pp. 168-169. Además, del mismo autor, Teoría e Historia de la Historiografía, Buenos Aires, Editorial Escuela, 1955. Cf. P. Aullón de Haro, "La construcción del pensamiento crítico-literario moderno", en Introducción a la Crítica literaria actual, Madrid, Playor, 1983, p. 66.
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el de Nicolaï Hartmann30, sobre quien no me sustraeré a insistir una vez más acerca de la capacidad estético-literaria de su obra. Según Dilthey, la técnica artística es siempre y sólo la “expresión de una época históricamente circunscrita. La forma y la técnica están condicionadas históricamente por el contenido. La historia del arte tiene que desarrollar los tipos sucesivos de esa técnica”31. Es muy rentable recordar cómo Georg Simmel, que será necesario citar en extenso, se aplica a una crítica del historicismo. Su reflexión está destinada a superar las deficiencias gnoseológicas de éste, sus malentendidos, “pues la comprensión histórica aparentemente pura hace uso continuamente de la comprensión suprahistóricamente objetiva, sólo que sin darse cuenta de ello desde un punto de vista metodológico. Nunca comprenderíamos el qué de las cosas a partir de su desarrollo histórico, si no comprendiéramos de algún modo este mismo qué; de lo contrario, evidentemente, toda empresa sería por completo sin sentido”. Por ejemplo, “si un historiador de la filosofía afirma que comprender a Kant significa deducirlo históricamente, las teorías prekantianas se le presentan entonces como escalones cuya dirección se dirige hacia la teoría kantiana y, con ello, fija de una forma comprensible el contendio y punto temporal de esta doctrina. Pero todo esto no daría resultado si todas estas doctrinas (y aquí reside el punto decisivo) no formasen una serie comprensible según su contenido objetivo lógico y sin aquella atención a su presentación histórica”. Esta perspectiva epistemológica de cosas –a mi juicio, evidente y fundamental– no es tenida en cuenta por la tradición historicista. Igualmente será conveniente seguir este otro ejemplo de Simmel: Si comprendo el verso ‘Por qué nos diste la mirada profunda’ según su contenido y su significación poética, entonces esto queda absolutamente al margen de la historia. Pero si comprendo el contenido y el sentido del verso a partir de la relación de Goethe con Frau von Stein y que designa una época muy determinada en el desarrollo de esta relación, entonces esta comprensión es histórica. Cabe aclarar esto especialmente en la historia del arte. Con la última pincelada del pintor sobre su lienzo, está su significación más allá de la historia. Puede convertirse de nuevo en factor histórico: por su destino externo, por las modificaciones en su ser aprehendido y su ser valorado, por su efecto sobre el arte posterior. Pero aquella otra significación: las leyes de su configuración y de su colorido, la relación de su objeto con su estilo especifico, lo apasionado o sereno de la ejecución, la acentuación del dibujo o de lo específicamente pictórico, brevemente, la característica cualitativa de su ser, queda al margen de aquello; ha consumado en sí los movimientos de su deve-
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Cf. N. Hartmann, Estética, México, U.N.A.M., 1977. Cf. W. Dilthey, Poética, Buenos Aires, Losada, 1961 (2ª ed.), p. 240.
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Pedro Aullón de Haro nir y, comprendida según estas determinaciones puramente inmanentes, se vuelve indiferente a éstas32.
Este argumento de Simmel hace pertinente otra distinción concomitante y que podemos efectuar provechosamente utilizando un texto muy posterior, de Adorno: El momento histórico es constitutivo de las obras de arte. Son auténticas aquellas que, sin reticencias y sin creerse que están sobre él, cargan con el contenido histórico de su tiempo. Son la historia de su época, pero inconsciente de sí misma; esto las convierte en mediaciones de ese conocimiento. Y esto mismo precisamente las vuelve inconmensurables con el historicismo, ya que éste, en vez de perseguir el propio contenido histórico que tienen, trata de reducirlas a una historia que es exterior a ellas33.
Y aún, en extenso, otra cita de Simmel: En todas partes se da entre creador y obra esta relación hasta cierto punto inquietante: que la obra que ha alcanzado la autosuficiencia todavía contiene algo más (más o menos, algo más valioso o más desprovisto de valor) de lo que ha introducido la intención del creador. Creativo es en este sentido siempre sólo un elemento de lo efectivamente creado, y primeramente con el concebir de las posibilidades invisibles hacia las que se desarrolla más allá de este elemento, sería comprendido realmente su contenido objetivo. En todo lo que creamos todavía existe, además de aquello que realmente nosotros creamos, una significación, una legalidad, una fecundidad más allá de nuestra propia fuerza e intención34.
Estas premisas son necesarias para la configuración de una bien formada idea de historicidad literaria y artística. Es de recordar en el campo filológico cómo la renovación positivista de Lanson35, que coherentemente supo alejarse de Hipólito Taine y Brunetière, tuvo el mérito de poner orden en el tratamiento del objeto literario específico, así como de organizar, a partir del mismo, el conjunto de operaciones que alcanza desde la fijación crítico-textual hasta la contextualización histórica. El método de Lanson, que no define los principios de una historia literaria pero sí los medios para llevarla a cabo, es relacionable con los mejores momentos del neopositivismo sociológico e histórico-filológico. Por ello 32
33 34 35
Cf. G. Simmel, “De la esencia del comprender histórico”, en El individuo y la libertad, Barcelona, Península, 1986, p. 110. Cf. Th. W. Adorno, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1971, p. 241. Cf. Simmel, art. cit., p. 106. Cf. G. Lanson, "La méthode de l'histoire littéraire", en Essais de méthode, de critique et d'histoire littéraire, ed. H. Peyre, París, Hachette, 1965, pp. 31-57.
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responde convincentemente a las necesidades científicas de una época y pervivió hasta tiempos de la implantación estable de las corrientes estructuralistas y el generalizado quiebre, inicialmente trazado por el Formalismo ruso, entre historia y teoría crítica de la Literatura. No obstante, se ha de reconocer a Tinianov el haber ideado una interesante teoría formal de la evolución literaria36, luego reutilizada sobre todo por los traductólogos. Tinianov reacciona contra el psicologismo en tanto que reemplazador del problema de la evolución literaria por el de la génesis de los fenómenos literarios y efectúa, subsiguientemente, una apertura sociológica del formalismo en principio no repudiable por el marximo soviético triunfante, pero, por así decir, exquisitamente inútil. Desde una perspectiva bien distinta, Spitzer advertiría de la sima abierta entre los estudios de Lingüística y los de Historia de la Literatura. Puede servir de muestra de ciertos planteamientos de la historiografía literaria de la primera mitad del siglo XX, un orden de cosas tal el que propone Albert Thibaudet, sin duda inspirado en Burckhardt, en el prefacio a su Historia de la Literatura francesa: lo que al parecer mejor se adecúa a una “continuidad viva” como singularmente es “la duración de una literatura”, consiste en la división (procedente de Bossuet) de “Las Épocas”, acotadas por grandes acontecimientos literarios o grandes obras; “El desarrollo de la Religión”, es decir una organización en virtud de una idea superior o una razón eminente que guía la marcha conduciendo la evolución del objeto; y “Los Imperios” o períodos culturales, como la Edad Media cristiana, el Humanismo o el Romanticismo. A Thibaudet le interesa en la práctica seguir el orden de las generaciones, y añade: “La historia de la literatura se simboliza por medio del hecho elemental de la historia de una persona: hecho de tal manera elemental que podría incorporarse al estado civil y religioso, como la vida, el nacimiento, el matrimonio y la muerte”37. Sin embargo, en 1937 Paul Valéry proponía para la Literatura una concepción historiográfica muy avanzada que habría de repercutir, sin duda, sobre la teoría de la recepción de Jauss. Piensa Valéry en desembarazar a la Historia literaria de hechos accesorios y detalles que resultan ser arbitrarios o irrelevantes respecto de los problemas esenciales del arte: nada pierde la belleza de la Odisea porque sepamos muy poco de Homero, y de Shakespeare ni estamos seguros de que sea el nombre del autor del Rey Lear. “Una Historia profundizada de la Literatura debería pues ser comprendida, no tanto como una historia de los autores y de los accidentes de su carrera o de 36
37
Cf. J. Tinianov, "Sobre la evolución literaria", en Tz. Todorov (ed.), Teoría de la literatura de los formalistas rusos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1976. Cf. A. Thibaudet, "Prefacio" a su Historia de la literatura francesa, Buenos Aires, Losada, 1957 (3ª ed.), pp. 10-12.
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sus obras, sino como una Historia del espíritu en tanto que procede o absorbe "literatura", y esa historia podría llegar a ser hecha sin que ni siquiera el nombre de un escritor fuera mencionado”. Pero una tal Historia –indica Valéry– exige una preparación previa o preámbulo, “un estudio que tuviera por objeto formar una idea tan exacta como posible de las condiciones de existencia y de desarrollo de la Literatura, un análisis de los modos de acción de ese arte, de sus medios, y de la diversidad de sus formas”. Lo cual se olvida en razón de la aparente accesibilidad del lenguaje, que es común a todos38. Sea como fuere, la idea base de Valéry se encuentra formulada con anterioridad por Wölfflin. El concepto de Ciencia de la Cultura, que traspasa la tradición alemana, encuentra en la obra de Eugenio D'Ors un lugar privilegiado para la concepción histórica del arte39. D'Ors condujo la parte fundamental de su singular proyecto teórico hacia una Ciencia de la Cultura entendida como metahistoria, o una Historia en tanto que Ciencia de la Cultura. En ésta distingue tres partes: Sistemática de la Cultura, Morfología de la Cultura e Historia de la Cultura. La primera se refiere a la problemática de las constantes históricas; la segunda a la correspondencia entre las constantes y sus formas expresivas o repertorios de dominantes formales, es decir, estilos (aquí ya merece –dice D'Ors– la ciencia sobre lo histórico el nombre de Metahistoria); y la tercera habría de ser propiamente una Metahistoria general. Mediante su teoría de las constantes o eones viene a resolver agudamente D'Ors la contradicción entre lo esencial o permanente y lo histórico o cambiante: “a media distancia entre los extremos de la serie, ni tan abstracto como lo que llamamos conceptos, ni tan individual como lo que llamamos fenómenos, hállase el eón, cuya generalidad, sin dejar de ser tal generalidad, es, sin embargo, una generalidad viva, cuya concreción es, con todo una concreción ideal. Aun dentro de ese campo intermedio, y en la escala entre la generalidad y la concreción, caben grados”40. En cierto modo un problema relativamente análogo se planteaba Banfi en uno de sus primeros escritos, publicado muchos años después: Sólo mediante el arte en tanto que conciencia suya, inmanente al arte mismo) se da el espíritu estético como tal en su idealidad; por esto tiene el arte una historia como proceso ideal de la humanidad. Esta historia no debe presentar al arte como símbolo de la espiritualidad de las épocas, ya que el arte como creación ideal es un momento dialéctico en que las relaciones entre lo ideal y lo real, entre individuo y sociedad, entre forma y forma espiritual se unen, desunen, armonizan y oponen. Ni siquiera fomenta la técnica el estado 38 39 40
Cf. P. Valéry, Introducción a la Poética, Buenos Aires, Rodolfo Alonso, 1975, pp. 10-11. E. D'Ors, La Ciencia de la Cultura, Madrid, Rialp, 1964. Ibid, p. 41.
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espiritual, sino su interno conflicto y su resolución, la idea misma del arte, en el cosmos espiritual. Por ello, una historia del arte lleva en sí por necesidad el conflicto (y es un conflicto que supera la abstracción del concepto abstractohistórico de la época y la continuidad, y se reproduce a un nivel superior en la filosofía) de que su proceso se da, precisamente porque se resuelve, en la obra de arte individual, y de que donde no se resuelve el arte no se consuma y el proceso no se da (la historia no es estética), porque la posición estética del artes es posición ideal; en toda posición ideal del arte como esteticidad se da, pues, el conflicto entre lo real-ideal y lo ideal-real, entre la idealización de la realidad (creación de la obra) y la realización de la idealidad como conciencia de la obra de arte misma (en la contemplación)41.
En relación con la tradición alemana, pero no con las corrientes idealistas sino como derivación de la teoría de la ciencia de la cultura se encuentra, cruzado por cierta semiótica, Mukarovsky, en una línea que puede decirse conducirá a Lotman y su escuela y los propósitos fallidos de integración de la historia artística en una ciencia de la cultura42. En realidad, en un artículo de Mukarovsky como El arte, se encuentran las condiciones epistemológicas y de tratamiento suficientes para una historización literaria y artística, según la diferenciación de las artes, la distribución de sus formaciones horizontal y verticalmente, y las estructuras artísticas nacionales y regionales43. Lotman intentaría una integración científico-cultural en dominios de mayor alcance. La mayor virtud de la teoría histórico-literaria, como teoría de la recepción, de Hans-Robert Jauss consiste tanto en haber subrayado fehacientemente la función del lector, el más desatendido de los factores del circuito de comunicación literaria, como en la positiva revulsión que ejerció en ciertos sectores muy ensimismados del estudio histórico-literario. Pese a todo, finalmente, los resultados contantes no se dirían tan halagüeños como en principio era de esperar. Jauss44, que se sirve y es bien sabido de conceptos procedentes de Gadamer, presenta sus tesis al tiempo que realiza la crítica de las teorías marxista y de Tinianov para ofrecer la alternativa de una historia de la recepción literaria. Ésta es la mayor objeción que cabe hacer a las propuestas de Jauss: la de su unilateralidad histórico-literaria. Por ello es subyacente a su programa un cierto mecanicismo enquistado en una parcialización disgregadora de la entidad total del objeto. Algunos de sus argumentos muestran una considerable debilidad (por ejemplo, sus conceptos de hecho literario en relación al acontecimiento histórico) y, lo que a mi juicio es más 41 42
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Cf. A. Banfi, Filosofía del Arte, Barcelona, Península, 1987, pp. 47-48 Véase J.M. Lotman y Escuela de Tartu, Semiótica de la Cultura, ed. Jorge Lozano, Madrid, Cátedra, 1979. Cf. J. Mukarovsky, Escritos de Estética y Semiótica del Arte, ed. J. Llovet, Barcelona, Gustavo Gili, 1977, pp. 235-257. Cf. H.R. Jauss, "La historia literaria como desafío a la Ciencia literaria", en AA. VV., La actual Ciencia literaria alemana, Salamanca, Anaya, 1971, pp. 37-114.
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grave en una teoría de este tipo, en ningún momento aborda el problema del pensamiento (el de los valores lo hará más tarde, pero no ahí). Autores, obras y lectores son todos ellos, para la Historia literaria, individuos-sujetos e individuos-objetos, y su posibilidad histórica nunca podrá considerarse lógicamente desde la parte por el todo, siendo como son, el arte y el pensamiento, formas de vida tan complicadas. Tal vez convenga recordar ahora unas observaciones de Maritain: “El arte formalmente considerado no exige más que desarrollar en la historia su lógica interna, con una perfecta indiferencia por nuestros intereses humanos. Sin embargo, de hecho, que tal o cual de las virtualidades que luchan en él triunfe en tal momento, depende en parte importante de la causalidad material o de las disposiciones del sujeto”45. En el fondo, la reflexión de Maritain resulta tan inquietante y límpida como lamentable; provoca una reacción mixta, quizás la más adecuada para ir concluyendo estas notas. No creo necesario añadir más elementos documentales; con lo apuntado es suficiente a fin de perfilar y diagnosticar la dificultad actual de un concepto histórico de la Literatura y el Arte46. Tenía en principio razón Tacca al decir que “Arte e historia ya no se explican mutuamente, al menos a la manera tradicional de causa o condición. Su relación es tangencial y revela una doble inconstancia, o mejor dicho, una doble sospecha, una doble desconfianza: la de la historia respecto del arte, la del arte respecto de la historia”47. De ahí, por decirlo brevemente, la conveniencia de promover proyectos historiográficos, comenzando por reconocer lo que podemos llamar modos del discurso historiográfico. Los tipos historiográficos se agrupan, según José Luis Romero, en virtud de: Los elementos de la vida histórica a que acuerdan preferente y fundamental atención: los agentes históricos, las áreas temporales, las formas de la actividad en que se manifiesta o los nexos internos que le dan estructura; como formas ideales que son, en la obra historiográfica raramente los encontramos realizados plenamente; por lo general, se advierten combinados y, en consecuencia, restringidos los unos por los otros; pero, atendiendo a los supuestos que los nutren, pueden ser idealmente aislados y definidos con preci45
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Cf. J. Maritain, Fronteras de la Poesía y otros ensayos, Buenos Aires, Club de Lectores, s.f., p. 39. Quede constancia de que durante los últimos años han ido apareciendo varias misceláneas dedicadas a la teoría de la Historia literaria. Véanse, por ejemplo, los números monográficos de las revistas Poetics (vol. 14, número 3/4, Agosto 1985) y New literary History (vol. 21, nº 2, 1990); y en forma de libro, con posterioridad al Essai sur les catégories de l'histoire littéraire (Neuchâtel, Meseiller, 1969) de P. Stucki: R. Cohen (ed.), New Directions in Literary History, Baltimore, The John Hopkins U.P., 1974; H. Béhar y R. Fayolle (eds.), L'Histoire littéraire aujourd'hui, París, A. Colin, 1990; y A. Perkins (ed.), Theoretical Issues in Literary History, Cambridge-Londres, Harvard U.P., 1991. Omito dar referencia de trabajos anteriores. Cf. O. Tacca, La Historia literaria, Madrid, Grados, 1968, p.11.
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sión, y esta definición podrá permitir una fundada discriminación de las concepciones historiográficas implícitas en las realizaciones concretas de la ciencia histórica: una morfología parece ser, en efecto, la condición previa para un examen riguroso de la historia del pensamiento historiográfico y a ella conduce la caracterización de los prototipos48.
Los modos del discurso historiográfico pueden oscilar desde la libre reflexión característica del discurso del género del Ensayo hasta la descripción y sus discursos posibles documental o científico (también literario, no propiamente artístico, a no ser como instrumento de prueba o de ejemplificación) porque el eje dominante de la narración (dicho en su sentido verbal y retórico propio) ofrece en su entorno esas dos otras grandes posibilidades y extremas que completan su esfera de representación, creando a partir de su estricto campo una suerte de doble segmento de polaridad alternativa y, en última instancia, complementaria49. Y entiéndase, el referido discurso de la libre reflexión no quiere decir un discurso de pensamiento historiológico, sino de historia crítica, de reflexión acerca de los hechos y que en consecuencia forma a éstos; al igual que el referido discurso de la descripción no quiere decir la acumulación de un corpus de archivo o una colección iconográfica. Pienso factible por nuestra parte esquematizar, y así lo he hecho en varias ocasiones, un proyecto de “sistema de historia literaria” con base retórica. Mi propuesta, que sigo considerando válida, consiste en la habilitación de un dispositivo de principios generales capaz de crear y dar coherencia constructiva al cuerpo del género historiográfico: principio de selección y valor del objeto; de género, respecto de la construcción historiográfica; de tiempo, evolución dialéctica y decisoriedad; de método y modo de representación del objeto; de determinación de dicho objeto literario. No quiero dejar de advertir que pese a la abstracción del esquema de los argumentos de la propuesta enunciada, ésta remite a un régimen conceptual y a un procedimiento preci-
48 49
Cf. J. L. Romero, La vida histórica, Buenos Aires, Sudamericana, 1988, p. 101. Es muy ilustrativo observar cómo en grandes y significativos proyectos historiográficos, así el estudio sobre la cultura del Renacimiento de Burckhardt o la Historia literaria universal de Andrés, existe una fuerte oscilación dentro de la tipología discursiva. Por ejemplo, hay zonas del texto de Andrés en que domina el discurso de exposición polémica argumentada mediante relación de tesis y prueba, incluso sosteniendo el curso del debate extensamente. Dicho sea al margen de las peculiaridades que ofrece la historiografía musical, por otra parte la más desatendida de nuestro ámbito, el discurso historiográfico de Eximeno (Del origen y reglas de la música, 1774) crea un modelo más cercano al del Ensayo que al dominante de representación histórica, incluso entendido esto en términos de medios de citación (Véase A. Hernández Mateos, El pensamiento musical de Antonio Eximeno, Universidad de Salamanca, 2013, pp. 433-459, y “Progresso, decadenza e rinnovazione: el pensamiento historiográfico-musical de Antonio Eximeno”, en Il Saggiatore Musicale, XIX, 2, 2012, pp. 199-213).
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sos y aplicables50, que además avanza notablemente en la disposición integrada de ideas y expresiones o formas literarias como modo de universalidad del objeto. VI ¿Cuáles han de ser para nuestro tiempo, para la era de la globalización los campos y estratos temáticos, objetos y clases de historiografía preferente? En tanto que existe una Historia civil, de las naciones o de los pueblos, por partes o bajo la consideración de un todo, una Historia de la Literatura o del Arte constituye pues una particularización especializada. Así venía a pensarlo hegelianamente Menéndez Pelayo51. En este sentido, las Historias de la Filosofía, la Literatura o las Artes han de ser con naturalidad agrupables frente o junto a la Historia de las Ciencias. O dicho de otro modo, los géneros literarios, ya artísticos o ensayísticos, se oponen y son continuidad de los géneros científicos experimentales en razón del lenguaje artificial y el objeto no humanístico de estos últimos. Se ha de añadir que la Historia de la Filosofía o del Pensamiento necesariamente ocupa lugar intermedio entre aquellos extremos, ya que de hecho esta última es mediación transicional respecto de la naturaleza de los objetos artístico y científico y, asimismo, disfruta de una posición ambidextra que rige o directamente depende de uno y otro: piénsese en la Filosofía o Teoría de la Ciencia y en la Filosofía o Teoría de la Litera50
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Una primera versión teórica apareció en 1994 (“Teoría para un sistema retórico de Historia de la literatura y de los valores literarios”, en mi ed. Teoría de la Historia de la literatura y el arte, cit., pp. 347-357). De manera completa, tanto teórica como historiográfica, en La concepción de la modernidad en la Poesía española. Introducción a una Retórica literaria como Historia de la poesía (Madrid, Verbum, 2010), donde tras un emparejamiento complementario y yuxtapuesto de capítulos de exposición teórica (es decir relativos a la Poética o las ideas literarias) y capítulos de exposición histórica (es decir relativos a exposición de los autores y sus obras insertos en las casuísticas directas y contextuales estimadas necesarias acerca de los mismos), queda dispuesta una reconstrucción retórica adoptada en sentido inverso, es decir en sentido analítico, que es lo propio de la crítica, y no constructivo apriorístico, que es lo propio de la techne Poética, de manera que el esquema de operaciones inventio, dispositio, elocutio es visto en el orden inverso correspondiente (que denomino crítica del lenguaje, crítica de los géneros, tematología), esto es el punto de vista del receptor, el que corresponde a la posición de la Crítica y la Historiografía. Este cuerpo retórico se completa mediante un órgano general retórico que consiste en la ordenación esquemática y categorizada de los componentes relevantes descritos en el cuerpo del análisis retórico. He de decir que todo ello se realiza, de una parte, manteniendo selectivamente la conexión comparatista; de otra, manteniendo una disposición interna histórica en el marco del conjunto de la estructura sistemática, de manera que en ningún momento queda margen de posibilidad para la ejecución del gran error consistente en el borrado del curso temporal o histórico que forma parte de la propia naturaleza del objeto, en este caso la poesía moderna. Pues se trata no sólo de la determinación de la estructura o la forma del objeto sino de la fórmula de su evolución en el tiempo. Cf. M. Menéndez y Pelayo, "Programa de Literatura Española", en Estudios y discursos de crítica histórica y literaria, I, Madrid, CSIC, 1941, pp. 3-75.
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tura y del Arte, ambas contiguas de la Historia..., y de la Crítica..., como formantes de una misma serie disciplinar por su objeto. Una Epistemología general representaría el completo segmento integrador de estas discriminaciones, para las cuales, a su vez, la Estética correspondería al grado de mayor generalidad y filosófico en relación a la Literatura y las Artes (y, en mi criterio, al entendimiento ontológico del Todo); y, de otro lado (sálvese la polisemia de los términos), la Filosofía de la Ciencia y de la Técnica. Todas ellas, por supuesto, disciplinas concebidas asimismo, con las distinciones que se quiera, en cuanto Historias de... La taxonomía total no es sino la clasificación de Ciencias Humanas (de la Cultura o del Espíritu) y Ciencias Físico-naturales. La reclasificación que determina la especificidad de las llamadas Ciencias sociales aquí no hace al caso. Aun habiendo bordeado el asunto, no debemos entrar ahora en nada relativo propiamente a clasificación de las ciencias. La Historia de las Ideas ha sido frecuentemente confundida con la Historia de la Cultura. Es importante para nuestros intereses, según después se comprobará, discriminar este problema. Huizinga se aplicó con solvencia a ello en La tarea de la Historia cultural (1929)52, texto que contiene de la manera más específica y monográfica su pensamiento acerca de esa rama historiográfica, sus fundamentos constructivos y sus relaciones, es decir la sustancial formulación de su poética, y en amplio sentido del género de la Historia de la Cultura, según él presenta mediante la propuesta de cinco tesis. A este propósito –recordémoslo al margen–, tras argüir las virtudes propias de las exigencias de la disertación doctoral, de la práctica universitaria medieval del debate y la disputa por medio de la confrontación de tesis, en las cuales se presupone un sistema de pensamiento, una alta coincidencia cultural entre los contendientes que incluye tanto las reglas del juego como la lógica y, en fin, también cierto dogmatismo y la carencia de relatividad que inversamente caracterizaría a la época moderna, Huizinga constata no sólo el sentido ceremonial, vetusto y hasta caballeresco de todo ello sino además su actual ausencia, subrayando en esas formas pretéritas un especial aspecto moderno determinable en el valor de su precisa concisión y su capacidad de atraer la atención por cuanto vienen a proponer una suerte de titular de “primera plana”. Pero léanse los enunciados de las cinco tesis de Huizinga acerca de la Historia Cultural: 1ª La disciplina histórica padece el defecto de una insuficiente formulación de los problemas. 52
Existe versión española a partir de la inglesa en J. Huizinga, Hombres e ideas. Ensayo de Historia de la cultura, Prólogo de Bert F. Hoselitz, Buenos Aires, Compañía Fabril Editora, 1960. Para lo que sigue, véase nuestra Presentación de J. Huizinga, Acerca de los límites entre lo lúdico y lo serio en la cultura, Madrid, Casimiro, 2014, pp. 11 ss.
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2ª El concepto de evolución es de escasa utilidad para el estudio de la historia, y frecuentemente ejerce una influencia perturbadora y obstructiva. 3ª Nuestra cultura sufre si quienes escriben la historia destinada al gran público son autores de una historia estetizante y emocional que surge de una necesidad literaria, que trabaja con medios literarios y persigue una finalidad literaria. 4ª Tarea principal de la Historia cultural es la comprensión y descripción morfológica del desarrollo real y específico de las civilizaciones. 5ª La división de la historia en periodos, por mucho que pueda ser indispensable, carece de importancia principal, es siempre vaga e imprecisa, y, hasta cierto punto, siempre arbitraria. Es preferible designar los periodos por medio de nombres incoloros, derivados de hechos históricos exteriores y casuales.53 La actividad del historiador consistiría considerablemente, según Huizinga, en desenterrar materiales y prepararlos para su posterior utilización, pues ni siquiera la tradición es el material sino que ésta lo contiene, pero en su labor bien hecha de investigación madura el conocimiento histórico. Si la tradición no es interrogada no produce historia. Ahora bien, el análisis ha de partir ya de la posesión de una síntesis; una concepción coherente y ordenada es prerrequisito de la preliminar excavación, y el error ya se encuentra en la acumulación de materiales analizados para los que no hay demanda. En cualquier caso, la fragmentación arbitraria de la realidad del pasado no crea unidad: es la selección mental de elementos de la tradición aquello que puede conducir a una imagen histórica coherente. También insiste Huizinga en la peligrosidad de la búsqueda y el análisis que no sabe aquello que busca, en los interrogantes mal formulados. La investigación histórica debe arrancar siempre del deseo de “conocer bien un fenómeno específico”, ya por aspiración intelectual o necesidad espiritual, y ello ha de fundarse en la claridad del interrogante, sin la cual el conocimiento no provee respuesta. Explica Huizinga cómo la Historia cultural, que tiene por objeto ciertamente la cultura, y ésta es de difícil definición, padece mayormente que la historia política y económica la imprecisión de su propia problemática, y sólo alcanza su distinción, su entidad, a diferencia de éstas, cuando centra temas generales y profundos, los cuales únicamente obtiene mediante la forma de una configuración, mientras que los detalles, sean morales o folklóricos, etc., conducen a la mera curiosidad. A juicio de Huizinga, las divisiones de la Historia cultural correspondiente a los sectores de historia eclesiástica y de las religiones, del arte o de la filosofía o la literatura, la ciencia o la tecnología, que han de atender al estudio del detalle, no son por sí mismos Historia cultural. Es más, ni la historia de los estilos ni la de las ideas pueden 53
J. Huizinga, Hombres e ideas, ed. cit., pp. 17-70.
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denominarse estrictamente Historia cultural. Sólo tendría lugar ésta como resultado del esfuerzo por el establecimiento de “las pautas generales de la vida, del arte y del pensamiento”, las cuales no son dadas sino producto del libre pensamiento. Añadamos por nuestra parte que Huizinga, en coherencia con su doctrina, practica la Historia de las Ideas en el régimen de su Historia de la Cultura, pues indistintamente se sirve de esta especificidad cuando procede o conviene a la marcha de su investigación, investigación cuyo discurso es muestra ejemplar de síntesis y de integración, en lo cual se distingue, todo sea dicho, con el perfil de gran humanista. En fin, riesgos importantes de la Historia cultural, a su juicio, son la posible conversión de la morfología de la Historia Cultural en mitología y, por otra parte, la tendencia al antropomorfismo; su diferencia con las Ciencias humanas, las cuales todas vienen a constituir un modo histórico y un modo de filología, radica en que finalmente la Historia Cultural no se propone la comprensión de los objetos humanísticos en sí sino a vista de la corriente histórica, en virtud de la íntima conexión entre el conocimiento histórico y la vida misma. Observaremos por nuestra parte que Filosofía o Pensamiento han de ser integrables con naturalidad como géneros de la Literatura, una Literatura en la cual los géneros de la ficción y la pura poesía no son más que la parte específicamente artística. A ese propósito toma otro especial sentido la Historia de las Ideas. Esta, creada, y es importante reconocerlo, en el marco de la Estética española como Historia de las Ideas Estéticas, por Menéndez Pelayo54, constituye no sólo una eficientísima resolución antiaislacionista del objeto, y asimismo comparatista según es bien sabido, sino además configuración interna y externa de un régimen disciplinario de sentido universalista que representa la mejor defensa frente a cualquier reduccionismo estructuralformalista o semiótico que, por demás, habría de convertir al objeto en otra cosa55. Tanto la Historia de las Ideas como la de la Cultura pueden contemplarse mediante el prisma de la universalidad. Pero el hecho es que la configuración moderna de la Estética, su grado de dominio general pero ontológico en cuanto a sus objetos (sean éstos objetos los literarios, o artísticos, o todo objeto), exige la elección de un término, idea56, el único capaz de alber54
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Lo he explicado recientemente en “La recepción de la obra de Menéndez Pelayo y la creación de la Historia de las Ideas”, en Analecta Malacitana, XXXVII, 1-2 (2014), pp. 9-00. Esto lo hizo notar con aguda e incisiva brevedad Theodor Adorno al confrontar el pensar característico que promueve el género del Ensayo con el positivismo: “El pensamiento tiene su profundidad en la profundidad con que penetra en la cosa, y no en lo profundamente que la reduzca a otra cosa” (Cf. El Ensayo como forma, incluido en Id., Notas de Literatura, trad. de M. Sacristán, Barcelona, Ariel, 1962, p. 21). La determinación clave de la ‘idea’ fue señalada por Hegel extraordinariamente como la gran hazaña intelectual de Friedrich Schiller. Cf. G. W. F. Hegel, Estética, ed. de Alfredo Llanos, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1983, vol. I, pp. 130-131 y 133. Me he ocupado de ello en el Estudio preliminar de F. Schiller, Sobre Poesía ingenua y Poesía sentimental, ed. de P. Aullón de
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gar la gama compleja de ‘conceptos’, ‘valores’, ‘categorías’ y, por supuesto, hasta ‘formas’, con las cuales se identifica. Después se comprobará la importancia de esta constatación. En lo que sigue me propongo asumir el problema de la universalidad conducido hacia términos técnicos historiográficos57. Esto, que aquí es necesario a fin de dar contenido y sentido de estudio histórico al proceso de globalización, que será nuestro punto de llegada, es evidentemente relativo en primer lugar a la formación de una idea de historia universal. Pero vayamos por partes atendiendo a los varios aspectos que hemos de suscitar. Schelling, en sus escritos de juventud, había negado la relación de historia y filosofía: “Si [...] el hombre puede tener historia en tanto que no está determinado a priori, se sigue de esto que una Historia a priori es contradictoria; y si Filosofía de la Historia es tanto como ciencia a priori de la Historia, se sigue que una Filosofía de la Historia es imposible [...]”58. No así Kant, unos años después, con su proyecto finalista, ya exigido por el deber moral y atento al “oculto plan” que encierra la Naturaleza para la perfección y el universalismo: Un intento filosófico de elaborar la historia universal conforme a un plan de la Naturaleza que aspira a la perfecta integración civil de la especie humana tiene que ser considerado como posible hasta como elemento propiciador de esa intención de la Naturaleza. Ciertamente, querer concebir una Historia conforme a una idea de cómo tendría que marchar el mundo si se adecuase a ciertos fines racionales es un proyecto paradójico y aparentemente absurdo; se diría que con tal propósito sólo se obtendría una novela. No obstante, si cabe admitir que la Naturaleza no procede sin plan de intención final, incluso en el juego de la libertad humana, esta idea podría resultar de una gran utilidad; y aunque seamos demasiado miopes para poder apreciar el secreto mecanismo de su organización, esta idea podría servirnos de hilo conductor para describir –cuando menos en su conjunto– como un sistema lo que de otro modo es un agregado rapsódico de acciones humanas59.
No es ésta la ocasión apropiada para entrar en ciertos avatares concretos y polémicos de la historia del pensamiento, pero debe aquí subrayarse, si no
57
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Haro sobre la versión de J. Probst y R. Lida, Madrid, Verbum, 1994, pp. 64 ss. Véase para M. Milá y Fontanals, Estética y Teoría literaria, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 2002, pp. 51-52 y 125. Un examen propiamente general del argumento de ‘universalidad’ lo expuse en el último capítulo de mi monografía sobre La sublimidad y lo sublime, Madrid, Verbum, 2007, 2ª ed. Cf. F. W. J. Schelling, Experiencia e historia. Escritos de juventud, ed. de J.L. Villacañas, Madrid, Tecnos, 1990, p. 154. Cf. I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia, ed. R. Rodríguez Aramayo y C. Roldán Panadero, Madrid, Tecnos, 1987, pp. 20-21.
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otra cosa, la preexistencia de las Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, escritas por un Herder que, aun sin abandonar los principios básicos kantianos, como Jean Paul Richter, ya no era discípulo de Kant y llegaría a censurar en el maestro tanto el “racionalismo” desintegrador de la preservación del sujeto como la ausencia de una teoría de la historia y del lenguaje. En el marco del Sturm und Drang, Hamann asociaba místicamente Poesía y Lengua como unidad originaria, el lenguaje de la Divinidad que ha de ser recuperado. Según Herder, “acaso no exista ninguna historia que demuestre con tanta evidencia el gobierno del destino humano por fuerzas superiores como la historia de lo que es el orgullo de nuestro espíritu: la invención y perfeccionamiento de las artes”. Pero prosigue Herder anclando el momento adánico, el cual sería asimismo fundamento de la idea y la forma: “El símbolo y la materia de su signo siempre habían existido desde tiempo atrás; mas ahora fue notado y designado. El origen del arte como del hombre fue un momento de placer, una unión conyugal entre la idea y el signo, entre espíritu y cuerpo”60. Friedrich Schiller, que reclama en su programa de historia universal la necesidad de la “mente filosófica”, evolucionaría, marcando una verdadera inflexión, decisiva para la función del arte, desde el finalismo histórico kantiano hacia la Estética, una nueva utopía de concreción antropológica mediante la síntesis de los impulsos humanos, mediante la libertad del Estado estético producida por la formación estética del hombre61. Sobre Schiller pesaban las atrocidades de la Revolución de 1789. Pero como se recordará, Hegel recupera el finalismo para el Estado, y ahí se cierra nuestro camino. El arte schilleriano gira contemplativamente hacia la elevación como superación de toda diferencia entre lo real y lo idea, al Idilio62. Schelling, que concebía el Arte como construcción cerrada y perfecta de un mundo, al igual que la Naturaleza, y por ello el filósofo encontrará en la Filosofía del Arte la esencia interna simbolizada de su propia ciencia, espera “una verdadera Ciencia del Arte”, donde se aprenderán las “verdaderas protoimágenes de las formas” y habrá de hallarse el fenómeno objetivo artístico para el conocimiento de la verdadera Religión, en la cual se incluye el mundo poético del Arte. Dice Schelling: La construcción del Arte en cada una de sus formas determinadas y que descienden hasta lo concreto, lleva por sí misma a la determinación de tal arte 60
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Cf. J. G. Herder, Ideas para una Filosofía de la Historia de la Humanidad, ed. J. Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1959, p. 276. Cf. F. Schiller, Escritos de Filosofía de la Historia, ed. R. Malter y J.L. Villacañas, Murcia, Universidad, 1991; y La educación estética del hombre, ed. García Morente, Madrid, EspasaCalpe, 1968 (4ª ed.). F. Schiller, Sobre Poesía ingenua y Poesía sentimental, ed. cit.
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Pedro Aullón de Haro por condicionamientos temporales y se transforma, por ello, en la construcción histórica. No se puede dudar en nada de la posibilidad total de tal construcción y en su expansión a toda la Historia del Arte, después de que el dualismo general del universo en la contraposición del arte antiguo y moderno, representado también en esta área de forma bien conocida, ha sido expuesto por el órgano de la poesía misma, y en parte por la crítica. Dado que la construcción, en general, significa supresión de los contrarios y aquellos que están admitidos a la vista del arte por su dependencia temporal, tienen que ser, como el tiempo mismo, no esenciales y meramente formales, así tal construcción científica consistirá en la representación de la unidad común de la que han partido, y precisamente por esto se elevarán sobre ella hacia un punto de vista más universal63.
La universalidad de Schelling es un esencialismo que exige el despliegue de verdadera ciencia. Ahora bien, si el arte y su ciencia exigen la crítica, ¿cómo se relacionan historiográficamente el arte, su ciencia y la idea? Junto a la posibilidad hegeliana de una Filosofía de la Historia Universal o Historia filosófica es preciso situar, formalmente, la posibilidad de la Historia de la Literatura Universal y, por consecuencia, la relación de posibilidad Historia literaria Universal/Historia literaria Nacional; y por otro lado –se sigue de ello– la relación, presupuesta, entre distintas lenguas en tanto que realizaciones literarias. Los enciclopedistas negaron la posibilidad de una construcción universal a manos de “un solo hombre” y, por tanto, de su coherencia. Juan Andrés demostró que esto sí era posible, en términos muy generales. El Romanticismo no asumió así el problema y, en la práctica, a lo largo del XIX predominaron las construcciones de Historia literaria Nacional, tanto por razones evidentes de necesidad previa y evolución positivista como por razones afincadas en las concepciones medievalistas del espíritu de los pueblos y las lenguas nacionales. Naturalmente, también adquirió importante relieve la idea de Historia literaria Universal promovida por Herder y, centradamente, quizás acuñada sobre todo por Goethe64. Esta conciencia es la misma que gravita sobre Novalis, que fue alumno de Schiller en un curso de Historia, cuando escribe en uno de sus fragmentos: “Las historias parciales son absolutamente imposibles. Toda historia debe ser necesariamente una historia universal y no es posible tratar históricamente ningún tema en particular sin referencia a la historia total”65. La idea de Historia Universal, al igual que la de Ideal de Humanidad, se inicia en el pensamiento ilustrado, pero sólo adquirirá en la oscilante con63
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Cf. F.W.J. Schelling, Lecciones sobre el método de los estudios académicos, ed. Mª A. Seijo Castroviejo, Madrid, Editora Nacional, 1984, pp. 188-189. Cf. E.R. Curtius, "Goethe como crítico", en Id., Ensayos críticos sobre la literatura europea, Barcelona, Seix Barral, 1972 (2ª ed.), pp. 40-72. Novalis, La Enciclopedia, Madrid, Fundamentos, 1976, p. 14.
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ciencia romántica o prerromántica pero idealista la eficacia de su horizonte moderno. De hecho, sólo el conocimiento histórico más “realista” de las literaturas dispuesto por el Romanticismo hizo posible vislumbrar la dimensión y alcance no racionalizadamente ingenuo del problema. Friedrich Schlegel explica al comiendo de su Historia de la Literatura Antigua y Moderna: “Es mi propósito esbozar en las siguientes lecciones un cuadro general del espíritu y grado de desarrollo de la literatura de las naciones más cultas de la Antigüedad y de los tiempos modernos. Con ello pretendo hacer visible la operatividad de la literatura sobre la vida real, el destino de las naciones y el desarrollo de la historia”66. Si bien se mira, en esta declaración de Schlegel se advierte tanto la asunción del sentido del proyecto universalista ilustrado tal se muestra en Andrés, al cual se le añade el concepto de “la vida real”, como la reconducción práctica del finalismo transcendentalista de la Historia a un “finalismo” bien proporcionado de la Historia literaria en el interior de aquélla, que es todo histórico. Posteriormente la concreción positivista consistirá en una inserción psicologista, biologista, sociológica y geográfica que en realidad ya anunciaron Vico, Winckelmann y Herder, pues, en lo que se refiere al establecimiento de leyes históricas la cosa no llegó a nada, aunque Hipólito Taine efectuó la determinación de que se trataba de “un problema de mecánica psicológica”, al igual que la fisiología, de un problema de química, siendo necesario especificar el estado moral que produjo el arte y las leyes que son su condición. Él intentó aplicar esto a la literatura nacional inglesa. Brunetière adoptará el biologismo darwiniano67. La doble opción nacional/universal en Historia literaria, que se distingue como el más efectivo centramiento del problema, suscita de inmediato la permanente dificultad del todo y las partes. El aspecto indubitable de la unidad formal y social de una lengua, que es básico e inherente en cualquier caso a la naturaleza del objeto, ante el cual la delimitación política, salvo superposiciones de la índole que fuere, es epistemológicamente previo (aunque políticamente pueda no serlo), aun en su posible distinto grado permanece subsidiario en lo que tiene que ver con dicha problemática del todo y las partes. De lo que hablamos es de literatura, y no de lengua, y si bien la literatura necesariamente se ha de formalizar en una concreta lengua, cualquier lengua desarrollada es susceptible como tal de producir literatura. Ante la problematicidad teórica del todo y las partes, notablemente presentada entre otros por Husserl (Investigaciones lógicas), no se puede olvidar el dispositivo contextual histórico-literario, no puramente abstracto, que aquí nos trae. 66 67
Cf. F. Schlegel, Obras selectas, ed. H. Juretschke, Madrid, F.U.E., 1983, vol. II, p. 497. Cf. H. Taine, Introducción a la Historia de la Literatura inglesa, ed. J.E. Zúñiga y L. Rodríguez Aranda, Buenos Aires, Aguilar, 1977 (4ª ed.); F. Brunetière, L'évolution des genres dans l'histoire de la littérature, I, París, Hachette, 1906.
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A mi modo de ver, en virtud de la naturaleza y existencialidad del objeto, un punto de vista romántico como lo es el de la organicidad resulta ser muy pertinente, pero siempre que a ese planteamiento del totalismo de la organicidad añadamos no ya una categorización de temporalidad con idéntico rango sino una asunción del pensamiento al menos circunscrito al mundo de existencia del objeto, al mundo concreto de las ideas actuantes y también por ello relativas al objeto artístico. Aquí el gran error romántico, inducido por el absoluto de la ‘imaginación’ original del ‘genio’ es la pérdida de la relación de ‘idea’ como pensamiento que se vale de la imaginación frente a la concepción de una pura imaginación artística. Esta corrección la exige con natural inmediatez el conocimiento del objeto al igual que la necesaria distinción de organismo cultural y organismo natural, del cual -este último- procede la analogía de origen romántico perfilada por Goethe y con anterioridad evolucionistamente considerada por Herder. Es decir, la organicidad de la Historia literaria y de la Historia es una organicidad no cerrada sobre sí, pues de lo contrario se hallaría en contradicción con la realidad del tiempo de la vida, sino una organicidad especial de proyección abierta y autoconsciente de esa apertura procedente de un pasado y que avanza hacia el futuro. En la vida del hombre y en la literatura la evolución autoconsciente es prueba conclusiva; en ellas existe la condición de cambio y también la posibilidad de autodestrucción autoconscientemente dirigida. Es un radicalismo vital de la capacidad dialéctica de la vida, y del arte como hegeliana creación autoconsciente de la misma. Sólo falta ahí el tejido de las ideas. La pregunta ahora consiste, una vez fijada esa epistemología del objeto, en cuál sea la fórmula y dimensión adecuada del mismo en relación metodológica con la operatividad o capacidad constructiva de la Historia literaria. Naturalmente, a mayor completez o expansión totalista mayor perfección e iluminación cognoscitiva. Ahora bien, apelando de nuevo a la realidad contextual histórico-literaria y sus posibles gradaciones, si son asumidos todos los argumentos anteriores resultará evidente que el principio de determinación de unidad de los productos literarios corresponde a unidad literaria, nunca a unidad lingüística. Aquí la correspondencia surge constituida por el estadio de cohesiva relación literaria, el cual eminentemente se produce dentro de los márgenes de una misma civilización o cultura, como pueda ser la occidental, la islámica, la asiática, etc. Por ello, en el plano epistemológico y operacional del género de la Historia literaria, la categoría temáticamente más extensa de Historia Universal, siempre la teóricamente directriz y deseable, presenta la dificultad de poder sobrepasar la mera suma o yuxtaposición de agregados, mientras que la Historia Nacional en sí permanecería en el marasmo de la desagregación y lo pusilánime. La natural y privilegiable unidad literaria del objeto literario es, pues, la cultural relativamente deter-
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minable, y estará constituida por un número indeterminado de lenguas a su vez sujetas a un parentesco formal lingüístico indeterminado. En este punto, el problema propedéutico básico es adscribible al llamado comparatismo literario, que ciertamente no es sino previo e inabdicable requisito técnico de los estudios sobre literatura en general o situados por encima del estricto monografismo autolimitativo, como puedan ser, en otro orden analítico, una descripción de género o una reducida determinación de configuraciones tópicas. Varias matizaciones no ociosas habría que efectuar acerca de esta serie de discriminaciones; más adelante se harán. Por ello, sólo una adecuada interpretación de la idea de universalidad puede permitir realmente, como veremos, el acceso literario a una epistemología historiográfica y por necesidad comparatista bien fundada. A mi juicio, esto sitúa el sentido pleno de la Estética y su proyecto actual necesariamente dirimible en el ámbito de la globalización. El concepto de universalidad posee un valor pluricategorial en razón de los diferentes planos de consideración a los cuales es susceptible de ser sometido. El procedimiento de la comparación es el camino posible de penetración en la universalidad y, por ello, entenderemos que se encuentra metodológicamente en su centro. El intento a nuestro propósito de una perspectiva completa de universalidad y comparatismo con una aplicación historiográfica obliga a sumarizar tres planos de universalidad: a) universalidad como concepto intradisciplinario extendido, b) epistemología de los “términos de la comparación”, c) literatura comparada y universal como constructo. Este tercer plano de consideración tiene su expansión natural, tanto metateórica como compositiva, en el marco histórico actual de la globalización, un hecho dado, que habremos de confrontar, evidentemente, con la estricta universalidad. Ello quedará presentado en el siguiente y último epígrafe de nuestro estudio68. Veamos esos tres planos. En primer lugar, (a) desde el punto de vista de la “universalidad en tanto que concepto disciplinario extendido”, es de observar cómo el comparatismo revela de inmediato el aspecto de universalidad, ‘universalidad comparatista’, inicialmente concepto paralelo a otro posible, ‘universalidad hermenéutica’. Ambos arrancan de una realidad que no es sino la de la operación que promueven y les identifica, esto es comparar e interpretar, y a su vez ofrecen similitud con la universalidad problemática, pero ahora no del método sino del objeto, de otra disciplina, la Retórica, una ‘universalidad retórica’, que atañe a la ilimitación del objeto.
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Para esto y lo que continúa sigo sobre todo la última parte de nuestra “Teoría de la Literatura comparada y universalidad”, en Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2012, pp. 301 ss.
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La comparación, como es sabido, ha de ser considerada en tanto que operación mental de sentido lógico que es consustancial a la actividad del pensamiento y en general a la vida mental del ser humano, pues relacionar comparadamente algo o algunas cosas con alguna u otras cosas supone establecer una ecuación intelectual mínima de analogía, relación o correspondencia. Por ello, la comparación o el comparatismo son operaciones cognoscitivas y conceptos epistemológicos de valor universal y producción habitual e incesante. De manera semejante cabe entender la operación de interpretar y, en consecuencia, el valor generalizable o problema de inespecificidad de la Hermenéutica. Todo esto se complejiza y entrecruza por cuanto, al menos desde Schleiermacher y Dilthey, la comparación es reconocida explícitamente como parte del método hermenéutico69, lo cual no ha sido bien advertido. Un problema análogo pero centrado en el objeto hemos dicho que surge respecto de la Retórica70. Pienso que cabe sostener aquí, como ya he hecho en otros lugares, los términos de “hermenéutica comparatista” y de “comparatismo hermenéutico”. Hermenéutica y Comparatismo poseen seguramente un estatus semejante respecto de la universalidad, y su carácter disciplinario en principio sólo podría fundarse en un concepto de incremento metodológico o especialización aplicativa. No obstante, el gran antecedente de universalidad proporcionado por la Retórica antigua, justo en el cruce de Platón a Aristóteles, quien le da una resolución, consiste en que la antigua disciplina del discurso se ocupa de asuntos generales, es decir dicha universalidad es referente al objeto y no al método, que ahora configura una techne, pues está destinado a la creación de nuevos objetos, a diferencia de la Hermenéutica y las múltiples disciplinas de la Comparatística, siempre referidas a objetos ya dados71. Pues bien, literariamente, historiográficamente el mundo de existencia del objeto exige la convivencia de los contiguos o la no desmembración
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W. Dilthey, El mundo histórico, ed. E. Imaz, México, FCE, 1978. A este propósito es necesario hacer ver que la Tópica, subdisciplina tradicional perfectamente integrada por Aristóteles en la operación retórica de Inventio, constituye un magnífico instrumento orgánico de exploración de la universalidad aún no suficientemente desarrollado. La tópica, según ya he mostrado en varias ocasiones es, al igual que el conjunto del sistema retórico, susceptible de reversibilidad aplicativa, es decir trasladable de situación normativa o constructiva a medio de aplicación analítica o reconstructiva. Al igual que la Estética. Ahora bien, todo sea dicho, ni la Estética cabe disolverse en la Hermenéutica, como quería Gadamer, ni el comparatismo o la Comparatística cabe tampoco disolverse en hermenéutica. Las distinciones disciplinarias estables y en uso requieren de una crítica y de una exposición, pero justamente en el relieve peculiar de su entidad reside la necesidad o conveniencia de las mismas. Qué duda cabe, en cualquier caso, que los ámbitos disciplinarios ni se crean ni se desintegran por decreto. Por lo demás, a veces se ha hablado de Estética normativa, pero esto en realidad no es más que un disparate epistemológico, puesto que en la medida en que así fuese estaríamos ante una disciplina de naturaleza semejante a la de la techne, es decir se trataría de una Poética, designada en sentido propio.
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de las formas y las ideas, siendo que, cuando menos, éstas no responden sólo a la unilateralidad artística de la imaginación. La razón de ser disciplinar de los comparatismos es sin duda la más que legítima superación de la estrechez de ciertos campos y objetos de estudio, y en el concreto caso de la Literatura, de la Literatura comparada, pero también del comparatismo o régimen relacional del Pensamiento o la Filosofía, reside en su capacidad actual de proclamarse y ser ejercida como superación de la autolimitación y del nacionalismo aislacionista de una historiografía de las literaturas restrictiva, depauperada, huérfana de un verdadero horizonte con sentido intelectual y espiritual vivo. En segundo lugar, (b) la epistemología de los “términos de la comparación” ha de constituir por principio no ya el centro metodológico concreto y eficiente de la Literatura comparada como método sino a su vez el método de penetración en toda Literatura universal. De uno u otro modo, todo comparatismo, reside efectivamente en los ‘términos de la comparación’, esto es en los elementos que son puestos en relación. El habitualmente reconocido carácter desafortunado del marbete ‘Literatura comparada’ permite en ocasiones aludir al sentido relacional que por lo común mejor especifica la práctica de este campo metodológico del saber, quizás olvidando que comparar no es más que una matización del procedimiento de relacionar. Ahora bien, en primer lugar lo pertinente es delimitar en su sentido propio la naturaleza del objeto real como unidad operativa, es decir en tanto que término de la comparación. Y para ello es preciso entender y subrayar que la unidad, en Literatura comparada, ha de ser necesariamente primero, como dijimos, unidad literaria, o si se quiere unidad literaria de cultura o civilización (pues la unidad lingüística, de un anterior grado, sólo remite al objeto de la Lingüística comparada y no al literario); y segundo, unidad de pensamiento y expresión o de idea y forma. Han de especificarse en toda operación comparatista, ‘entidades’ o términos mayores a relacionar (las civilizaciones, cuya inherencia representa a su vez estructura subsistente, las artes, las literaturas, las disciplinas y religiones u otras entidades relevantemente determinables), y en el marco de estas entidades o términos mayores, a su vez, los multiplicables términos menores que se subsumen. Han de especificarse, por otra parte, ‘modos’ de relación comparatista entre dichas entidades. El vínculo que críticamente se establece entre las entidades en tanto que términos de la comparación, podrá ser, ciertamente, no sólo de facto sino también, como algunos han mantenido, por analogía, según resulta de la especificación de correspondencias no causales sino de mera discriminación teórica relacional, todo lo cual determina la naturaleza de las premisas y las operaciones de la investigación. A este punto corresponde la delimitación y construcción del objeto de estudio, siendo la
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clave evaluativa, como no podía ser de otro modo, que se trate de un objeto bien o mal constituido. Es la condición que cobra especial sentido en toda comparatística. En tercer lugar, (c) desde el punto de vista de la “Literatura comparada y universal como constructo”, conviene empezar por tener en cuenta que la idea de universalidad y su concreción en tanto que Literatura universal, o su posibilidad, es requisito de toda teoría literaria comparatista, pues constituye no sólo su requerible máximo y completud, mientras que su mínimo viene delimitado en la Literatura nacional, sino el modo lógico en que se sustenta. Sólo la fundamentación de la bipolaridad nacional/universal como posibilidad plena da sentido a un concepto, el de Literatura comparada, por principio relacional y cuyo perímetro se autoexige comparatista, pues la Literatura comparada en ningún caso es limitable a una parte de la literatura o de las literaturas sino a las mayores posibilidades de cualquiera de ellas, de todas ellas, del todo. Ahí radica un simple e incomprensible error lógico frecuentemente cometido. Si no se asume este sencillo mecanismo del razonamiento, simplemente es que no se ha entendido el problema o la auténtica dimensión del problema. Dicho esto, que es la clave teórica, estamos en condiciones de afirmar que la Literatura comparada define el camino, el proceso metodológico de toda Literatura universal bien constituida. Dicho de otra manera y por partes: 1) En realidad el concepto de Literatura universal es aquel que lógicamente puede reclamar la condición de estar bien configurado en el sentido de plenamente configurado y, en consecuencia, puede responder a un concepto de Literatura completo en sí, no autolimitadamente adjetivado. 2) La relación nacional/universal, es decir particular/general, que ya es un imprescindible y completo planteamiento comparatista, puede ser ejercida de manera, o predominantemente de manera, bien teórica o bien empírica. 3) El camino metodológico de aplicación comparatista puede seguir, naturalmente, un tratamiento teórico o un tratamiento empírico de las literaturas, de las “entidades” y “modos” literarios; siendo que uno y otro camino conducen a diferentes “grados” posibles o escalas supranacionales como puedan ser la Literatura europea o la Literatura asiática, gracias a lo cual se identifican grados como partes del todo y, asimismo, la idea o realidad posible del todo. Por lo demás, y esto es muy importante, aquí procede definir la Literatura comparada respecto de la universal: si la Literatura comparada es, pues, un camino hacia una Literatura Universal bien formada, el estadio específico de la comparada reside en la aportación de la diversidad de las “entidades”. 4) El camino de tratamiento teórico encauzado al todo constituye, ciertamente, aquello que es denominable como Literatura General, es decir una teoría literaria de directo o interno correlato literario en cuya configuración ni las
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“entidades” ni los “modos” resultan metacríticamente o reduccionistamente desfigurados o desgajados de su existencia, del mundo temporal en el que habitan. 5) El camino de tratamiento empírico encauzado al todo constituye aquello que es denominable con el término de Literatura Universal. La Literatura Universal o empírica en tanto que conjunto de yuxtaposiciones historiográficas o suma de agregados es un mero formulismo acrítico, el cual sólo adquiere sentido propio en la medida en que el instrumento del juicio, esto es la crítica, se aplica y alcanza un programa de resultado selectivo, sintético o paradigmático y antológico. Pero de igual modo que no cabe concebir una parte que no sea integrante de un todo, es necesario concebir un vértice, una Literatura Universal suma, plenamente constituida como realización a un tiempo teórica y empírica, totalidad o verdadera historiografía fiel a la idea de universalidad. Naturalmente, Literatura no es sólo la tríada de los géneros artísticos sino la continuidad artística y ensayística. VII Las ramas de la comparatística han de procurar su rearme historiográfico y metodológico a fin de poder asumir una responsabilidad de fondo que le es exigible en orden al régimen cultural de la época de la globalización. Ésta, que se ha hecho patente en las últimas décadas como consecuencia de la nueva aceleración de los medios de comunicación y el transporte y la intensa internacionalización de los mercados, aquello que en primer término ofrece no es sino un cuadro operativo de éstos y sus derivaciones. En segundo término, acaso una perspectiva cultural devastadora. La movilidad de los agentes socioeconómicos y la velocidad de la comunicación electrónica, que son consustanciales a la globalización, también poseen una importante capacidad de repercusión cultural y sobre la comprensión histórica, pero en términos generales sin duda de valor positivo subsidiario72. 72
Hay un grave y muy sintomático error de perspectiva cognoscitiva que atañe a las malfundadas premisas desde las cuales actualmente se suele afrontar el aspecto general de la globalización. Se trata de una suerte de a priori cultural e histórico, establecido vibrantemente en los medios de comunicación, que consiste en la creencia de que nuestra “sociedad de la información” se identifica con una llamada “sociedad del conocimiento”, sociedad ésta que se supone poseería por primera vez el completo dominio y comprensión de todo saber y toda cultura, como si la comprensión surgiese de una mera disponibilidad material y no de un serio trabajo analítico y reflexivo. Esto en realidad viene a ser una suerte de superstición o creencia derivada al menos en buena parte de la mediatización digital. Ahora bien, justamente hoy, cuando la disponibilidad material de los medios instrumentales del conocimiento es extraordinaria en todos los sentidos, las capacidades en disposición de acceso penetrante a los mismos diríase que han disminuido compensatoriamente casi a su extremo opuesto. Es decir, los medios inherentes a las sociedades modernas y a la globalización procuran cuantiosos beneficios en cuanto a interrelación de las gentes y sus culturas, a formas y velocidad de la comunicación, pero tales medios no constituyen por sí resolución intelectual alguna y se encuentran con una realidad
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La universalidad es una capacidad y fuerza viva de la humanidad y las culturas en su totalidad por cuanto centra sus lugares especiales compartidos de gran proyección y es razón de su encuentro más allá de la mera inmediatez y de las convenciones disciplinares. La universalidad no sólo es algo más general y penetrante que la globalización sino que la antecede y subsigue. Naturalmente, la idea de Literatura Universal, de algún modo condición resolutiva de toda Literatura comparada, no sólo es pionera en este asunto sino que ha de ser replanteada de manera correspondiente tanto a los términos de la globalización como a su posibilidad disciplinar. Es preciso observar que la situación determinada por la existencia de cuatro grandes civilizaciones agrupables en los pares teísta y no-teísta (occidental-cristiana, islámica –y la complementaria judía / asiática-budista y africana) pone de manifiesto el primer plano a desempeñar por las designaciones civilizacionales primeras, las de mayor entidad y más distantes, occidental y asiática73. Éstas presentan la gran complementariedad de la relación predominantemente inversa teísta y no-teísta, a su vez apoyada por la gran evolución laica occidental. A partir de ahí, la dualidad de resolución tecnológico/contemplativo que albergan ambas civilizaciones de manera simétricamente inversa y por ello complementaria. Ello sólo se hace patente en una focalización del ser humano, en una cultura humanística ya de base occidental o ya asiática. El futuro de la humanidad habrá de resolverse fundamentalmente sobre la base de dicha dualidad y el devenir de los acontecimientos sociopolíticos a que haya lugar. Los estudios humanísticos y comparatistas, que adquieren especial sentido y fruto mediante la consideración de relaciones entre términos en verdad alejados como el occidental y el asiático, deben cumplir una importante función mediante su contribución al desarrollo de un futuro de complementariedad, de encuentro y síntesis, no de homogeneización igualadora. Los mecanismos de la globalización, cada vez más expansivos, no aseguran en modo alguno la adecuada fundamentación espiritual y cultural puesto que sólo se resuelven como red económica de mercado. Es de asumir que el mercado es necesario y hace posible la complementariedad pero no que éste constituye la base a partir de la cual lo demás sobrevendrá por añadidura, según se ha venido pensando mecánicamente en las adminis-
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mental menos entrenada y capacitada para aspectos decisivos del ejercicio de la comprensión del espíritu y la cultura o sencillamente de un trabajo intelectual que no sea el correspondiente a meras aplicaciones restringidamente instrumentales. Es lo que en ocasiones he denominado “teoría del inverso”, comprobable en muchos aspectos de la realidad económica, internacional, etc., y que en el caso de los estudios historiográficos y comparatistas que a ellos atañen conduce a un adelgazamiento simplificador y funcionalista frecuentemente proclive a error. Naturalmente, el mundo hispanoamericano o iberoamericano es un mundo de sustancial civilización occidental, que cuenta, como todos, con sus peculiaridades y sustratos, por decirlo rápidamente. Para materia tan desasistida es más que recomendable Agapito Maestre, Meditaciones de Hispano-América, Madrid, Escolar y Mayo, 2010.
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traciones europeas y hoy ya se da por meramente obvio o, incluso, calladamente, que no habrá añadidura. El proceso de globalización es de hecho culturalmente depredador por cuanto es inherente a sus mecanismos expansivos el provocar imprevisiblemente homogeneización. La gran disponibilidad actual de medios, de excelente resolución para las ciencias experimentales, no lo es para la actividad espiritual y de comprensión, que en realidad se ha visto compensatoriamente mermada. Es necesario habilitar o rehabilitar un concepto de universalidad, cuya entidad cultural y fuerza espiritual humana sea capaz de una propuesta de superación de las dualidades, un concepto que antecede y subsigue a todo mecanismo de globalización y representa el sentido de la unidad y la totalidad fundado en la voluntad, el saber, la naturaleza y la vida. La universalidad se revela como elevación superadora y por ello sublime. Las tendencias a la universalidad no son especificables en las formas de reproducción ni de mera expansión sino en la entidad profunda de la naturaleza, de las disciplinas, las lenguas y la contemplación, y su progresión cultural hacia el todo viene especificada en nuestro tiempo por el vértice de civilizaciones occidental / asiático. Actualmente las mayores tendencias universalistas son de base tecnológica, atañen a la biología, se fundan en la cibernética y habrán de intervenir sobre la propia entidad física y psíquica del ser humano, ante lo cual se hace necesario asimismo un rearme de la ética y el saber humanísticos. El auténtico vínculo de la antedicha complementariedad ha de resolverse en forma o figura viva. La universalidad fenece por pérdida de la esencia vital de su tendencia a la unidad superadora y a la totalidad. La universalidad ha de sobreponerse a la geografía y al mercado y hacerse patente en la historiografía universal no como suma de agregados sino como forma integradora y nueva ideación. La Historia de las Ideas, reconocidamente comparatista por principio, se entenderá no sólo como eficiente resolución antiaislacionista del objeto sino asimismo representación interna y externa de un régimen disciplinario de sentido universalista y antirreduccionista. De otra parte, la ideación moderna de la Estética, su grado de dominio general, no únicamente historiográfico, exige la elección, como dijimos, de un término, ‘idea’, el único capaz de albergar la gama compleja de ‘conceptos’, ‘valores’, ‘categorías’ y, por supuesto, ‘formas’, con las cuales se identifica. No procede entrar aquí en los detalles explicativos del proceso de funcionalización de la ‘idea’ a través de múltiples textos conducentes hasta la nítida resolución historiográfica de Historia de las Ideas por Menéndez Pelayo
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antes de finales del siglo XIX74. La utilización relevante e influyente de ‘idea’ en el juego de las grandes denominaciones, diríase que se naturaliza a finales del siglo XVI y comienzos del XVII con un estrato semántico, por así decir, alto, al amparo de una directa transmisión grecolatina que servirá de base para su posterior diversificación funcional y especificativa de usos en el marco de las distintas posibilidades proyectadas por la historia del pensamiento y las ciencias, el pensamiento político y estético especialmente. Ese estrato semántico alto y simbolizador, a un tiempo esencialista y abarcante, en el juego de las grandes designaciones forjadas en títulos eminentes aparecía con naturalidad por directo reflejo platónico en el ámbito de la teoría del arte, a partir del cual evolucionará75. Pertenece pues al saber estético una especificación de la Idea que sólo en el siglo XIX, fundada la autonomía de la disciplina Estética, obtendrá la relativa y estable funcionalidad conceptual capaz de conducirla a propósito disciplinario de acabada perspectiva histórica. El asunto, que según hemos dicho, naturalmente, arrancaba del platonismo de la Idea, y por ello, a veces ya mezclándose en el ámbito de la historia de las ideas políticas y de las instituciones (así Saavedra Fajardo, Idea de un príncipe político y cristiano), encontraría una gran incardinación moderna no ya en el Ensayo de Locke, y en los empiristas, éstos también de raigambre neoplatónica de uno u otro modo (Shaftesbury) sino aun de muy diferente manera en figuras esenciales del neoplatonismo estético y lingüístico: Guillermo de Humbodt y Friedrich Schiller. En realidad y por otra parte, el estrecho juego de relación entre el término ‘idea’ y los correspondientes a una estética de la ‘forma’ y todas sus posibilidades de transcendencia es algo a mi juicio ya por completo preparado en el siglo III, en las Enéadas de Plotino. La ‘idea’ partía de un platonismo de curso estético, al cual no cabe por menos que atender en su final dimensión estética y de universalidad. La superación historiográfica del estéril aislacionismo, incrementado en el siglo XX, de una predominante Historia de las Ideas atomizada o particu74
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Puede verse con amplitud de medios en nuestro trabajo “La recepción de la obra de Menéndez Pelayo y la creación de la Historia de las Ideas”, en Analecta Malacitana, cit. Véanse, de Lomazzo y Zuccari, respectivamente, Idea del Tempio della Pittura (1591) y L´Idea de’pittori, scultori ed architetti (1607). Así continúa siendo, por ejemplo, en la obra más general de Lorenzo Hervás, el creador de la Lingüística comparada, Idea dell’Universo (17781792). A partir de los tratadistas italianos es de notar que fue directamente retomada por Erwin Panofsky entrado el siglo XX: Idea. Ein Beitrag zur Begriffsgeschichte der älteren Kunstheorie (1924), es decir al más destacado y difundido estudio contemporáneo dedicado a esa misma materia, incluidos ambos tratadistas. El texto de Panofsky, cuyo título asume abiertamente la dimensión neoplatónica de ‘Idea’ en virtud de su directa referencia estética clasicista, pero situándola a su vez en una posición de apertura historiográfica del campo teórico, precede, pues, en una década a los trabajos de Lovejoy, el tenido en ciertos ámbitos por principal fundamentador de la ‘Historia de las Ideas’ en el siglo XX.
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larista y, de otra parte, del aislacionismo interno y externo de la Historia de la Literatura nacional exige una formulación interpenetrada de ambas como Historia de las Ideas y las formas o expresiones literarias y artísticas. Es decir, finalmente, síntesis de la representación de la forma interna y externa, síntesis en tanto devolución entitativa de la pluralidad como unidad y figura viva: Historia universal de las Ideas y las Formas literarias y artísticas.
HISTORIA DE LOS TÉRMINOS HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA* JUAN FRANCISCO MESA-SANZ1
1. HISTORIOGRAFÍA Inestimable es la parte que conservamos de la Historia Universal de Polibio, pero de los cuarenta libros de que constaba, sólo tenemos íntegros los cinco primeros, y fragmentos de los restantes. Su método positivo y verdaderamente científico contrasta con todo lo que le precedió, y le da un lugar aparte en el cuadro de la historiografía antigua. (Menénez Pelayo, M., Historia de los heterodoxos españoles, 18801881, ed. E. Sánchez Reyes, Madrid, CSIC, 1946-1948, VIII, 221)2.
La primera referencia en lengua española al término historiografía aparece en el citado texto de Menéndez Pelayo. Por ello, puede sorprender que la distinción que con tanta nitidez repiten los manuales de literatura clásica entre Historia, disciplina científica, e Historiografía, género literario, no fraguara hasta la Edad Contemporánea. Sin embargo, es una evidencia, pues esos mismos manuales reconocen que Historia desde la Antigüedad hasta el siglo XIX siempre se concibió como un género literario, sensu lato y no como una disciplina científica, tal la concebimos hoy día. La historiografía designa a partir de ese momento "el arte de escribir la historia", mas también da en referirse al "estudio bibliográfico y crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado de estas materias", o, a consecuencia de la primera acepción, el "conjunto de obras o estudios de carácter *
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2
Este trabajo se realiza en el marco del Proyecto DIGICOTRACAM (Programa PROMETEO para grupos de investigación I+D+i de Excelencia, Generalitat Valenciana (ref.: PROMETEO2009-042) cofinanciado por el FEDER de la UE), en el seno del Proyecto IVITRA, de la Universidad de Alicante. Grupo de investigación CODOLVA (Corpus Documentale Latinum Valencie), VIGROB-145 de la Universidad de Alicante. REAL ACADEMIA ESPAÑOLA: Banco de datos (CORDE) [en línea]. Corpus diacrónico del español. [26 de febrero de 2013].
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histórico". Pocas y concretas acepciones de un término nacido, como veremos, al definir el estatuto científico de 'historia', vocablo que se despliega con asombrosa fertilidad desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. La Antigüedad3, en efecto, no ofrece testimonios de uso de historiographia, por más que desarrollará el compuesto historiographus4. Existe una sola excepción, Flavio Josefo, Contra Apión (I 1345): [Εἶθ᾿ ἑξῆς ὑποκαταβὰς ὀλίγον ὁ Βηρῶσος πάλιν παρατίθεται ἐν τῇ τῆς ἀρχαιότητος ἱστοριογραφίᾳ.] Αὐτὰ δὲ παραθήσομαι τὰ τοῦ Βηρώσου τοῦτον ἔξοντα τὸν τρόπον.
El editor Reinach secluye la frase en la que se emplea esta palabra, en una de las muchas operaciones de restitución del texto original que realiza; al respecto, declara que queda mucho por hacer todavía, para conseguir la restitución de un texto muy maltratado, debido a los diversos elementos que han configurado su llegada hasta nuestros días6. La seclusión se fundamenta en la omisión de esta oración en la traducción latina. Debe tenerse muy en cuenta que esta obra se conservó exclusivamente en medios cristianos y, a partir del siglo VI, se cargó de numerosas glosas procedentes de las Sagradas Escrituras sobre todo conducentes a la explicación de la ley mosaica; muchas de las cuales acabarían interpolándose en el texto de Flavio Josefo7. Por ello, la traducción latina, cuya tradición se inicia en el siglo VI con Casiodoro, pero que, en cuanto a los muy abundantes testimonios conservados, deriva de un único ancestro en cursiva de los siglos IX o X, a pesar de que "es obra de una o varias personas que conocían escasamente el latín y peor el griego"8, debe su importancia al hecho de suministrar pasajes perdidos en la tradición griega y, sobre todo, por el hecho de tratarse de una copia ejecutada con una ‘servil’ literalidad. Esto último posibilita su uso en la restitución de vocablos, "o este texto, sin ser bueno estaba menos interpolado, era menos defectuoso que el del Laurentianus y en ocasiones permite corregirlo con éxito" (ibid.). A tenor de lo dicho, habríamos retrasado la aparición del término ἱστοριογραφία por primera vez en lengua griega del siglo I, fecha de redacción de Contra Apión, al siglo XI, data del manuscrito principal, el 3
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Anticipamos en este punto que todo nuestro trabajo se centrará en el empleo de los términos en griego y latín, especialmente el segundo por las razones que se verán. Dado su origen helénico y su difusión debida a los textos latinos no consideramos que esta limitación provoque ninguna pérdida de información esencial, aunque obviamente privará de algunos matices y particularismos susceptibles de ser aportados por la documentación en lenguas vernáculas. Vid. infra §3. Flavius Josèphe, Contre Apion, ed. Th. Reinach, trad. L. Blum, París, Les Belles Lettres, 1972. Reinach, ed. cit., p. XV. Reinach, ed. cit., p. VIII. Reinach, ed. cit., p. X.
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Laurentianus LXIX, 22 de Florencia. Sin embargo, Reinach declara en el aparato crítico que se trata de una inclusión de Niese (1889), autor de la colación más minuciosa del citado manuscrito practicada hasta la actualidad, sin determinar si refleja alguna lectura de sus apographa (siglos XV y XVI). Ha de subrayarse que Reinach no ha procedido a una colación propia, sino a confrontar la mencionada edición de Niese con la traducción latina y las citas de Eusebio de Cesárea. La fecha de la colación es coherente con la aparición del término que grosso modo hemos apuntado al inicio de estas líneas, de manera que, para poder fijar su uso en griego, debería practicarse una nueva colación de los manuscritos, una edición crítica que determinara qué inclusiones proceden o están reflejadas en esa tradición manuscrita, así como pronunciarnos sobre la aparición del término en Edad Moderna9. En suma, los textos clásicos grecolatinos, dada la inexistencia de testimonio alguno, toda vez que queda anulado el hapax del texto de Josefo, no conoció otro término que historia para atender al marco referencial de lo que en la actualidad se conoce como historiografía. Por esta razón, atenderemos en primer lugar a la concepción ‘literaria’ del término, donde la impronta romana es mayor, para proceder posteriormente a realizar una reflexión lexicológica, en la que el punto de partida, ahora sí, es claramente griego. 2. POÉTICA DE LA HISTORIA (O HISTORIOGRAFÍA)
Historia era para la literatura antigua grecorromana "la relación de un hecho pasado y memorable, hecho siempre significativo para el autor, para el lector y para el destinatario"10. En ella los hechos se exponen de un modo lineal, en una línea temporal, para favorecer su función esencial, la educación. Esa concepción, compartida por griegos y romanos, se acentúa en los últimos: "El esfuerzo de los romanos por dotar a la historia de una función esencialmente educativa suponía, pues, -y con una necesidad evidente- una percepción lineal del tiempo"11. Es, por consiguiente, muy necesario ser conscientes de que no se trata de una indagación del pasado per se, sino del relato del pasado con la función de extraer enseñanzas de aplicación al tiempo presente, historia magistra uitae. 9 10
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Vid. infra §4. E. Cizek, Histoire et historiens à Rome dans l'Antiquité, Lyon, 1995, p. 9. Podríamos trazar una revisón bibliográfica completa, pero no es este el lugar; citaremos las obras que son más relevantes: J.-M. André - A. Hus, L'histoire à Rome. Historiens et biographes dans la littérature latine, París, 1974; A. La Penna, Aspetti del pensiero storico latino, Turin, 1978; A. D. Leeman, Orationis ratio. Teoria e pratica stilistica degli oratori, storici e filosofi latini, Bolonia, 1974; D. Musti, "Il pensiero storico romano", en G. Cavallo - P. Fedeli - A. Giardina, Lo spazio letterario di Roma antica, Vol. I: La produzione del testo, Roma, Salerno, 1989, pp. 177-240. Cizek, Ob. cit., p. 10.
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En ese marco conceptual, la cultura latina producirá la más desarrollada poética de la historia: la que llega de manos de Cicerón12, ya en el siglo I aC13. De modo que este préstamo griego fue definido en plenitud dentro de la cultura romana, donde justamente por ello pudo dotarse de una clara especialización14, toda vez que no estaba cargada del peso de los valores etimológicos de la lengua griega15. Cicerón16 reflexionó sobre la historia y la función del historiador esencialmente entre los años 62 a 57 aC. Éste acompaña sus reflexiones sobre la marcha del Estado romano y su evolución, dejando notar su impronta antropocéntrica. En De oratore y en De legibus manifiesta su deseo de redactar una obra historiográfica y el espíritu que la habría de alumbrar (De leg. I 10). El objetivo fundamental es la perfección del hombre mediante una perspectiva más larga de hechos memorables; así la historia es indispensable para el derecho público y privado, a todos los senadores en general (De leg. III 18, 41), pero sobre todo al orador (De orat. I 18; I 159; I 201). La historia es concebida como colección de exempla para el político y el orador17, siendo que esto la convierte en el más alto género literario: Historia vero testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis, qua voce alia nisi oratoris immortalitati commendatur? (De orat. II 9, 36). Por ello, el grado de exigencia al que somete a su redactor supone una enorme necesidad de libertad, de pensamiento y de tiempo (De leg. III 8), así como unas extraordinarias dotes oratorias (De orat. II 12, 51; II 15, 62); y es que (De leg. I 2, 5): 12 13
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M. Rambaud, Cicéron et l'histoire romaine, París, 1952. Propiamente la reflexión nace de Isócrates en la formación del príncipe (W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1962, pp. 889-894), mas es la retórica latina quien la desarrolla propiamente. J. Knape, "Historia", en G. Ueding (ed.), Historisches Wörterbuch der Rhetorik, T. 3, Tubinga, Max Niemeyer, 1996, s.v. historia, subraya que se incorpora por primera vez a la retórica en Rhetorica ad Herennium I 13, desarrollándose posteriormente en Cicerón, De legibus I 5. Desarrollamos en el §3 la etimología del término; para el desarrollo de la palabra en griego véase F. Muller, "De 'historiae' vocabulo atque notione ad Ursulum Philippum Boissevain", Mnemosyne, n.s. 54 (1926), pp. 234-257. "Histoire, récit d'événements historiques, emprunté comme le genre littéraire qu'il désigne au gr. ἱστορία" (A. Ernout - A. Meillet - J. André, 1932, Dictionnaire étymologique de la Langue Latine. Histoire des mots, París, Klincksieck, 1973, 4ª ed.). Cabe recordar que Aristóteles no tuvo en la más elevada consideración la Historia. R. Zoepffel, Historia und Geschichte bei Aristoteles, Heidelberg, Winter, 1975, p. 38, indica al analizar el capítulo 9 de Poetica, cómo no cabe esperar que tuviera un elevado concepto de Herodoto o Tucídides, en la medida en que considera superior, más filosófica y elevada, a la Poesía. De ahí se desprendería el total desinterés por un desarrollo teórico de mayor calado en lo que se refiere a este género literario. Cizek, Ob. cit., pp. 65-70. La importancia de los exempla constituye el elemento esencial de la historia (AA.VV., Rhetorique et Histoire: l'exemplum et le modèle de comportement dans le discours antique et médieval, Roma, École Français de Rome, 1979).
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[5] Qvintvs: Intellego te, frater, alias in historia leges obseruandas putare, alias in poemate. Marcvs: Quippe cum in illa ad ueritatem, Quinte, referantur, in hoc ad delectationem pleraque; quamquam et apud Herodotum patrem historiae et apud Theopompum sunt innumerabiles fabulae. Atticvs: Teneo quam optabam occasionem neque omittam. Marcvs: Quam tandem, Tite? Atticvs: Postulatur a te iam diu uel flagitatur potius historia. Sic enim putant, te illam tractante effici posse, ut in hoc etiam genere Graeciae nihil cedamus. Atque ut audias quid ego ipse sentiam, non solum mihi uideris eorum studiis qui [tuis] litteris delectantur, sed etiam patriae debere hoc munus, ut ea quae salua per te est, per te eundem sit ornata. Abest enim historia litteris nostris, ut et ipse intellego et ex te persaepe audio. Potes autem tu profecto satis facere in ea, quippe cum sit opus, ut tibi quidem uideri solet, unum hoc oratorium maxime.
El fragmento, extraordinariamente conocido y repetido, declara que la historia es la obra cumbre de un orador18, sin duda, mas también habla de la 'fiabilidad' de estas obras, en tanto que relatos que pueden confrontarse a la información contenida en los 'poemas'. Y es que Cicerón se muestra partidario de una historia ornata; se trata, en consecuencia, de un trabajo retóricoliterario, de una elaboración estética elevada de la materia histórica. Así lo expresa con claridad al criticar la falta de ornato en la historiografía arcaica romana (De orat. II 12, 52-54): [52] Erat enim historia nihil aliud nisi annalium confectio, cuius rei memoriaeque publicae retinendae causa ab initio rerum Romanarum usque ad P. Mucium pontificem maximum res omnis singulorum annorum mandabat litteris pontifex maximus referebatque in album et proponebat tabulam domi, potestas ut esset populo cognoscendi, eique etiam nunc annales maximi nominantur. [53] Hanc similitudinem scribendi multi secuti sunt, qui sine ullis ornamentis monumenta 18
Frente a lo que pueda parecer, la relación no debería ser extraña, puesto que forma parte de la génesis de la historiografía en Grecia: "La historiografía griega nace, por tanto, como una laicización polémica de la "historia del rey". No es -como generalmente se ha dicho- la forma natural del relato histórico. Esto ayuda a entender por qué los primeros historiadores hayan "venido al mundo como súbditos persas", como dice Momigliano. De ese ambiente se destacaron polémicamente, y el más influyente de ellos, Herodoto, radicó en Atenas, abrazó la política y encontró sympatheía ideológica. De este modo la historia "laicizada" se insertaba, lógicamente, en la sociedad democrática, en la sociedad de la palabra y de la confrontación" (L. Cánfora, "De la logografía jonia a la historiografía ática", en R. Bianchi Bandinelli (ed.), Historia y civilización de los griegos. III. Grecia en la época de Pericles. Historia, literatura, filosofía, Barcelona, Icaria/Bosch, 1981, pp. 357-429, p. 360). Y, sin embargo, supone invertir los argumentos expresados por Aristóteles (vid. nota 13), ahora a favor de la historia.
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solum temporum, hominum, locorum gestarumque rerum reliquerunt; itaque qualis apud Graecos Pherecydes, Hellanicus, Acusilas fuit aliique permulti, talis noster Cato et Pictor et Piso, qui neque tenent, quibus rebus ornetur oratio - modo enim huc ista sunt importata - et, dum intellegatur quid dicant, unam dicendi laudem putant esse brevitatem. [54] Paulum se erexit et addidit maiorem historiae sonum vocis vir optimus, Crassi familiaris, Antipater; ceteri non exornatores rerum, sed tantum modo narratores fuerunt.
Establecida así la ubicación literaria del género, Cizek19 expone las leyes de la historia de Cicerón: (i) No decir nada falso; (ii) atreverse a decir todo lo que es verdad; (iii) evitar la parcialidad, el favoritismo o la inquina; (iv) respetar la secuencia cronológica, el orden de los acontecimientos y mencionar las fechas; (v) atender a la topografía (es decir, a la geografía); (vi) enunciar las causas y consecuencias de los acontecimientos; (vii) relatar no sólo lo que se hizo, sino como se hizo y lo que se dijo. Las últimas responden a criterios organizativos, de contenido o estéticos que tan sólo precisan ser perfilados. Más complejo es analizar los tres primeros, donde se ha de resolver la oposición entre ueritas y fides, fides historica, puesto que no ha de considerarse a Cicerón tan ingenuo como para solicitar de los historiadores la verdad absoluta; de hecho considera más importante no falsear los hechos que contar la verdad, puesto que el objetivo prioritario es la educación, magistra vitae; asimismo la búsqueda de la belleza implica una idealización que será reflejada en la historia. Hemos asistido por tanto a la paradoja de que realiza una poética de la historia quien ni llegó a escribirla, ni redactó un posible tratado De historia. No obstante, tampoco resulta tan sorprendente cuando los títulos historia/historiae no son mayoritarios en las obras y el término es utilizado en numerosas acepciones que observaremos más adelante. Cicerón, con sus reflexiones contribuyó al desarrollo del género, a su fijación y experimentación, hasta que reciba un nuevo aporte estético de la mano de Quintiliano (Inst. Or. X 1, 31-34): XXXI. Historia quoque alere oratorem quodam uberi iucundoque suco potest. Verum et ipsa sic est legenda ut sciamus plerasque eius virtutes oratori esse vitandas. Est enim proxima poetis, et quodam modo carmen solutum est, et scribitur ad narrandum, non ad probandum, totumque opus non ad actum rei pugnamque praesentem sed ad memoriam posteritatis et ingenii famam componitur: ideoque et verbis remotioribus et liberioribus figuris narrandi taedium evitat. XXXII. Itaque, ut dixi, neque illa Sallustiana brevitas, qua nihil apud aures va19
Cizek, Ob. cit., pp. 67 y 68.
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cuas atque eruditas potest esse perfectius, apud occupatum variis cogitationibus iudicem et saepius ineruditum captanda nobis est, neque illa Livi lactea ubertas satis docebit eum qui non speciem expositionis sed fidem quaerit. XXXIII. Adde quod M. Tullius ne Thucydiden quidem aut Xenophontem utiles oratori putat, quamquam illum "bellicum canere", huius ore "Musas esse locutas" existimet. Licet tamen nobis in digressionibus uti vel historico nonnumquam nitore, dum in iis de quibus erit quaestio meminerimus non athletarum toris sed militum lacertis esse, nec versicolorem illam qua Demetrius Phalereus dicebatur uti vestem bene ad forensem pulverem facere. XXXIV. Est et alius ex historiis usus, et is quidem maximus sed non ad praesentem pertinens locum, ex cognitione rerum exemplorumque, quibus in primis instructus esse debet orator; nec omnia testimonia expectet a litigatore, sed pleraque ex vetustate diligenter sibi cognita sumat, hoc potentiora quod ea sola criminibus odii et gratia vacant.
El calagurritano apunta de modo claro al carácter literario de la historia, con proximidad a la poesía, a los géneros poéticos, antes que a la propia oratoria. Macrobio (Saturnales V 2, 9), ya en el siglo V d.C., afirma que épica (así Virgilio) e historia no se oponen por la mayor o menor veracidad de sus contenidos (piénsese que este autor confiere la más alta calificación de conocimiento y veracidad al mantuano), sino por el modo de exposición y la organización de los argumentos20: Ille enim vitans in poemate historicorum similitudinem, quibus lex est incipere ab initio rerum et continuam narrationem ad finem usque perducere, ipse poetica disciplina a rerum medio coepit et ad initium post reversus est.
Historia, hasta este punto, se ha presentado dotada del más alto marco referencial. Pero, en una reducción de éste también se convierte en un tecnicismo retórico como uno de los genera narrationis (Cic., De inventione I 19, 27)21: Ea, quae in negotiorum expositione posita est, tres habet partes: fabulam, historiam, argumentum. Fabula est, in qua nec verae nec veri similes res continentur, cuiusmodi est: "Angues ingentes alites, iuncti iugo...".
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Retorna, por tanto, aunque por otras razones, el criterio expresado por Aristóteles, Poetica IX. Al igual que sucede para el desarrollo de una poética de historia, su inclusión entre los genera narrationis en los tratados de retórica se debe por este orden a la Retórica a Herenio I, 13, a Cicerón, De inventione I 27 y a Quintiliano, Institutio Oratoria II 4, 2 (Muller, 1926, pp. 249250).
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Juan Francisco Mesa-Sanz Historia est gesta res, ab aetatis nostrae memoria remota; quod genus: "Appius indixit Carthaginiensibus bellum". Argumentum est ficta res, quae tamen fieri potuit. Huiusmodi apud Terentium: "Nam is postquam excessit ex ephebis, [Sosia]..."
En los estertores del Mundo Antiguo aúna Isidoro de Sevilla22 todos los elementos señalados: 1. (Etymologiae I 41): Historia est narratio rei gestae, per quam ea, quae in praeterito facta sunt, dinoscuntur. (...). Apud veteres enim nemo conscribebat historiam, nisi is qui interfuisset, et ea quae conscribenda essent vidisset. Melius enim oculis quae fiunt deprehendimus, quam quae auditione colligimus. [...]. Haec disciplina ad Grammaticam pertinet, quia quidquid dignum memoria est litteris mandatur. Historiae autem monumenta dicuntur, eo quod memoriam tribuant rerum gestarum. 2. (Etymologiae I 44, 4-5): Historia autem multorum annorum vel temporum est, cuius diligentia annui commentarii in libris delati sint. Inter historiam autem et annales hoc interest, quod historia est eorum temporum quae vidimus, annales vero sunt eorum annorum quos aetas nostra non novit. Vnde Sallustius ex historia, Livius, Eusebius et Hieronymus ex annalibus et historia constant. Item inter historiam et argumentum et fabulam interesse. Nam historiae sunt res verae quae factae sunt; argumenta sunt quae etsi facta non sunt, fieri tamen possunt; fabulae vero sunt quae nec factae sunt nec fieri possunt, quia contra natura sunt.
Historia, en suma, es una narratio rei gestae que se fundamenta en la investigación propia del autor y, preferentemente, si éste ha sido testigo directo de los hechos narrados. Su función es perpetuar esos hechos en la memoria y también educar, de ahí la relación que establece Isidoro con la grammatica23. Ahora bien, es además un genus narrationis de la Retórica, donde se opone a fabula y argumentum; y es un subgénero literario dentro de historia, donde se opone a annales24. Esta última distinción, ya descrita en Tertuliano y Ser22
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Isidoro de Sevilla, Etimologías, ed. y trad. J. Oroz Reta y M.-A. Marcos Casquero, Madrid, BAC, 2004. R. Nicolai, La storiografia nell'educazione antica, Pisa, Giardini, 1992, pp. 178-247, reconstruye la enseñanza de la historia retórica por los gramáticos, que recibió su espaldarazo definitivo en el transcurso del siglo I d.C., pese a la oposición de Quintiliano. La diferenciación es antigua, puesto que se la debemos a Sempronio Aselión en palabras de Aulo Gelio, Noctes Atticae V 18, donde la diferencia entre Historiae y Annales reside justamente en la mayor elaboración literaria y conceptual de las primeras: Annales libri tantummodo, quod factum quoque anno gestum sit, ea demonstrabant, id est quasi qui diarium scribunt, quam Graeci ephemerida vocant. Nobis non modo satis esse video, quod factum esset, id pronuntiare, sed etiam, quo consilio quaque ratione gesta essent, demonstrare.[...]. Scribere
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vio (Comm. in Aen. I 373), se aplicó de modo sistemático a partir del Renacimiento; el ejemplo de Tácito es muy significativo, puesto que los títulos Annales e Historiae fueron establecidos por Lipsio en 1574, frente al que figuraba en los manuscritos como Ab excessu diui Augusti para la primera25. La secuencia de los ejemplos citados pone de relieve el hecho siguiente. Historia o historiae, concebido y originado en Grecia con el sentido etimológico de 'investigación' se identifica con el relato de esa investigación, razón por la cual se incorpora a los modos de la narración en la retórica; ahora bien, como muestra la reflexión de Cicerón, "La historia es verdadera (vera), pero necesita para su exposición literaria los medios de la narratio verosimilis, en especial la fundamentación psicológica de los sucesos históricamente reales"26. 3. HISTORIA: DERIVADOS Y COMPUESTOS
Historia, pues, se identificó en la Antigüedad con el género literario que en la actualidad denominamos 'historiografía'; así se introdujo en la cultura romana, que desarrolló su poética y la introdujo plenamente en la retórica. Sin embargo, en ambas culturas desplegó su carga semántica del modo que veremos a continuación. Hemos apuntado ya al origen del término: histor-27. Los testimonios más antiguos del uso de esta raíz los encontramos en Homero, Iliada XXIII 486 (ἵστορα), o en Sófocles, Electra 850 (ἵστωρ, ὑπερίστωρ); ahora bien es muy significativa su aparición en el 'Juramento de los efebos'28: Ἳστορες θεοὶ Ἄγλαυρος, Ἐστία, Ἐνυώ, Ἐνυάλιος, Ἄρης καὶ Ἀθηνᾶ Ἀρεία, Ζεύς, Θαλλώ, Αὑξώ, Ἡγεμόνη, Ἡρακλῆς, ὅροι τῆς πατρίδος, πυροί, κριθαί, ἄμπελοι, ἐλᾶαι, συκαῖ.
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autem, bellum initum quo consule et quo confectum sit et quis triumphans introierit, et eo libro, quae in bello gesta sint, non praedicare autem interea quid senatus decreverit aut quae lex rogatiove lata sit, neque quibus consiliis ea gesta sint, iterare: id fabulas pueris est narrare, non historias scribere. Tacitus, The Annals of ... Books 1-6, ed. y com. F.R.D. Goodyear, vol. I: Annals 1. 1-54, Cambridge, 1972, p. 85. H. Lausberg, Manual de retórica literaria, Madrid, Gredos, 1966, p. 263. En el presente párrafo seguimos en líneas generales el desarrollo de Muller (1926) y de K. Keuck, Historia. Geschichte des Wortes und seiner Bedeutungen in der Antike und in den romanischen Sprachen, Druckerei Heinr. & J. Lechte, Emsdetten, 1934. L. Robert, Études épigraphiques et philologiques, Paris 1938, págs. 296-307. Idéntico en Muller (1926: 239): "Nominis autem ἵστωρ "testis" in lingua Attica saeculo quinto exoleverat, ita ut pristinis tantum formulis conservaretur. In Lycurgi veteris iuramenti verba concepta a Turnebo ex Polluce VIII, 105 sqq. sunt inserta, quorum ultima ephebus pronuntiat haecce: [...]".
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Ἳστορες con el significado de 'testigos' es interpretado como un arcaísmo. La importancia del texto radica en que se trata de la fórmula final del juramento que todos los jóvenes atenienses debían realizar al iniciar su 'servicio militar' para la comunidad en los límites del Ática29. Es, por tanto, un testimonio del uso por parte de los propios hablantes, por más elementos formulares con los que se esté cargado. Obviamente la relación con la 'investigación histórica' se registra por primera vez en Herodoto (II 99 y II 118), iniciando su irrupción en los géneros literarios y en la reflexión filosófica. Es así que, junto a un empleo 'habitual, popular o coloquial' del término, ἱστορία ha desarrollado, en el momento en que Roma adquiere el préstamo, las tres acepciones siguientes según Keuck30: (i) investigación y redacción de res gestae ("Geschichtsforschung und -schreibung"); (ii) la redacción de narrationes fabulosae -producto de época helenística- ("die Erzählung")31; y (iii) la investigación sobre los fenómenos naturales sensu lato ("Naturwissenschaft, Naturbeschreibung"). La puerta de entrada del término historia en la cultura romana y en la lengua latina fue el desarrollo de la historiografía romana, tanto en lengua griega primero, como en lengua latina después. Pero la prueba clara de su éxito radica en la pronta aparición de sus varias acepciones en los textos dramáticos de la comedia plautina: a. Narratio docta (Plauto, Trinummus 380-381): Multa ego possum docta dicta et quamvis facunde loqui, / historiam veterem atque antiquam haec mea senectus sustinet. b. Relacionada con la escritura y no sólo con la oralidad (Pl., Menaechmi 247-248): In scirpo nodum quaeris. quin nos hinc domum / redimus, nisi si historiam scripturi sumus? c. Relatos variados -¿= fabulae?- (Pl. Bacchides 155-158): PIST. Fiam, ut ego opinor, Hercules, tu autem Linus. / LYD. Pol metuo magis, ne Phoenix tuis factis fuam / teque ad patrem esse mortuom renuntiem. / PIST. Satis historiarumst.
Aún más, ya en este periodo arcaico de la literatura latina es registrable, a partir de la noticia de Aulo Gelio (Noctes Atticae III 7, 19 = Catón, Origines frag. 83 Peter) su utilización como un elemento más de entre los monumenta cuya finalidad es perpetuar la memoria de un personaje o un hecho ilustres:
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H. Merkelbach, "Aglauros, die Religion der Epheben", ZPE, 9 (1972), pp. 227-283. Keuck, Historia…., Ob. cit., p. 8. Musti (1993: 177-197) indica que esta línea interpretativa, historia fabulosa, no tuvo representación en Roma.
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Leonides Laco, qui simile apud Thermopylas fecit, propter eius virtutes omnis Graecia gloriam atque gratiam praecipuam claritudinis inclitissimae decoravere monumentis: signis, statuis, elogiis, historiis aliisque rebus gratissimum id eius factum habuere; at tribuno militum parva laus pro factis relicta, qui idem fecerat atque rem servaverat.
Y, por supuesto, el desarrollo de un género literario, de una poética de la historiografía y su inclusión entre los genera narrationis de la retórica, como ya hemos referido. La Tardo-antigüedad y el ambiente cristiano provocan una nueva confluencia de los valores, nunca plenamente separados, que conduce a que se ingrese en el Medievo con el significado de "relato realizado en cualquier soporte y género literario", esto es narratio. Los derivados y compuestos de la raíz histor-32 parten de los significados ya indicados. Así, en griego, además de los mencionados ἵστωρ e ἱστορία, se desarrollan ἱστορέω, ἱστόρημα e ἱστορικός; ya en el periodo helenístico se desarrolla ἱστοριογράφος y en época imperial aparece el verbo correspondiente ἱστοριογραφέω. Es de señalar que ninguno desplaza de su uso a los términos anteriores, ni siquiera en el espacio que su especialización hubiera hecho esperar. Todos, salvo los dos últimos, incluyen los dos significados principales de 'investigación, indagación, testimonio' y 'relato'; los dos últimos hacen referencia única y exclusivamente al hecho de 'escribir historia'. La lengua latina, en cambio, en tanto que préstamo del griego, parte del sustantivo historia (no hay ninguna sustitución, ni tan siquiera se establece relación alguna con el latino testes) y se relaciona con la realización de un relato escrito u oral, como ya se ha señalado. A partir de dicho vocablo (o por influencia del griego) se desarrollan historicus, historialis, historicare, historiare, historiographus, historiola e historiuncula, resultando muy significativo que, salvo contadas excepciones, su presencia en los textos es, en los testimonios más tempranos, de época imperial, y fundamentalmente tardía. La aparición de 'historiógrafo', tanto en griego como en latín, podría haber dado lugar ya en la Antigüedad a la del vocablo 'historiografía'. No fue así por la sencilla razón de que no existió necesidad33 y su aparición hubiese supuesto una redundancia (historia = *historiographia). En este sentido cabe la posibilidad de cuestionar la oportunidad o la necesidad de la oposición ἱστορικός / ἱστοριογράφος, historicus / historiographus. Sobre los términos 32
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Ernout-Meillet-André (1973: s.v. historia) registran los siguientes: historice, -es (Quintiliano); historicus, -a, -um; historico, -as (bajo latín); historiographus; a los que se añaden los tardíos historialis, historior, historiola, historiuncula. Recuérdese que al inicio del presente trabajo hemos desechado el único ejemplo de la posible aparición de este término en la literatura griega de época imperial (vid. §1 sobre el texto de Flavio Josefo).
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griegos ya nos hemos pronunciado: especialización del segundo sin desaparición del primero en el marco referencial abarcado por éste; el uso de ambos en la lengua latina reproduce el mismo esquema con mayor fuerza: historiographus ocupa una posición marginal en los textos, puesto que historicus, tanto en su utilización como adjetivo, 'relacionado con historia', al igual que en calidad de sustantivo 'redactor de historia', presenta gran parte de la restricción referencial de ἱστοριογράφος. Grecia es la responsable del término y de la iniciación del género literario, así como de su incorporación a la retórica y la educación; sin embargo Roma lo consolida y extiende. Este proceso se inicia por el hecho de que la lengua latina ya disponía de varios términos para el amplio marco referencial de la palabra ἱστορία, scientia para 'conocimiento'34, quaestio para 'investigación y testis para 'testigo, testimonio'; por ello, el préstamo griego se transmite a Roma con una clara especialización como 'transmisión, oral o escrita, de un relato' y muy especialmente ligada al género literario y a las enseñanzas de la retórica. Insistimos, por consiguiente, en nuestra hipótesis: si en lengua griega no se sintió la necesidad de acuñar el término ἱστοριογραφία, en la medida en que supondría acotar el marco referencial de ἱστορία, cuánto menos había de desarrollarse en Roma, donde la aparición de historia en la lengua latina se asocia exclusivamente a dicha acotación del marco referencial; es decir, en Grecia el compuesto está incluido en la base, en Roma base y compuesto significarían lo mismo. De ahí se deduce que no se desarrollara. 4. HACIA LA DEFINICIÓN DE LA DISCIPLINA CIENTÍFICA Y EL GÉNERO LITERARIO
El Medievo abunda en el valor de 'relato' conferido al término historia hasta el punto de que ya no precisa ser oral o escrito, sino que basta con que sea reproducido en una obra de arte35, por ejemplo en un tapiz: Qui (campsor) de cetero securitatem sub forma non præstiterit supradicta, non audeat tenere in sua tabula, tapits, vel alios pannos seu Istoriam (Constit. Jacobi II. reg. Aragon. ann. 1301). Este hecho conduce a que el propio vocablo historiographus amplíe su marco referencial a todo tipo de artistas y no sólo a quien escribe el relato: Historiographare, historiam describere, vel depingere et designare.
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Muller (1926: 239): "Itidem fuit ἵστωρ "sciens", ἱστορ-έω "sciens sum (sive scio)", ἱστορία "scientia", et erit ἱστόριον "viri rem scientis munus, i.e. testimonium". " Du Cange et al., Glossarium mediae et infimae latinitatis, L. Favre, Niort 1883-1887, s.v. historia.
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Por ello podría haberse esperado la aparición del término historiographia. Ahora bien, su presencia es excepcional; la Patrologia Latina ofrece un solo caso: Hugo Rothomagensis (siglo XII), Contra Haereticos sui temporis sive de Ecclesia et eius ministris lib. III, cap. 2: Antiqui quam saepe referunt historiographia victoribus superatos et captos sub corona fuisse venditos. Venditio talis manifestum erat indicium servilis.
El texto de Hugo de Amiens, obispo de Ruán, emplea el término en una estructura en la cual la aparición de historiographia es totalmente prescindible. Es un satélite verbal postpuesto al verbo y que acota la referencia antiqui. No disponemos de más información, pero tampoco sería extraña su presencia en un autor que es catalogado "entre los teólogos del siglo XII que han transmitido fielmente la doctrina de la Antigüedad", en la Notitia Altera que ofrece información sobre su biografía y obra en la Patrologia Latina. Recogiendo esa afirmación es llamativo el paralelismo existente entre este Antiqui historiographia y ἐν τῇ τῆς ἀρχαιότητος ἱστοριογραφία del texto de Josefo. Esto da pie a que presentemos el único testimonio del que tenemos noticia, ofrecido por el diccionario de Niemeyer36: Leo Neapolitanus (ca. a. 942), Historia de prelis Alexandri Magni, Prologus: Maxime ecclesiasticos libros, Vetus scilicet atque Novum Testamentum, funditus renovavit atque composuit. Inter quos historiographiam videlicet vel chronographiam, Joseppum vero et Titum Livium atque Dyonisium, caelestium virtutum optimum predicatorem, atque ceteros quam plurimos et diversos doctores, quos enumerare nobis longum esse videtur, instituit. Eodem namque tempore commemorans ille sagacissimus predictus consul et dux prefatum Leonem archipresbiterum habere iam dictum librum, historiam scilicet Alexandri regis, vocavit eum ad se et de Greco in Latinum transferri precepit, quod et factum est, sicuti sequentia docent, omnibus vero laborantibus tam doctoribus quam scriptoribus bonum retribuens meritum pro salute animae et memoria nominis sui.
El amplio pasaje transcrito no deja duda acerca de que el prólogo no es obra del propio autor37; de hecho, se indica que el título de la obra es historia 36 37
J. F. Niemeyer, Mediae Latinitatis Lexicon Minus, Leiden-Boston-Köln, Brill, 2001. La importancia en el Medievo de esta traducción del Pseudo-Calístenes realizada por Léon Napolitano para la difusión de la vida de Alejandro Magno propicio la proliferación de manuscritos con numerosas interpolaciones y con prólogos diferenciados, como puede observarse en el debate para establecer el stemma codicum de la tradición manuscrita entre F. Stabile, "De codice Cavensi Vitae Alexandri Magni quaestio altera. Accedunt excerpta ex codice Neapolitano", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 43 (1915), pp. 98-103, y F. Pfister, "De
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Alexandri regis. La presencia de la palabra historiographia, asociada para más señas a chronographia, se liga a los nombres de Flavio Josefo, Tito Livio y Pseudo-Dionisio38. Así pues, al igual que en los dos testimonios anteriores cuyo paralelismo hemos señalado, el término historiographia aparece en los testimonios medievales ligado a la referencia de los textos históricos de la Antigüedad grecolatina. El prólogo mencionado de León Napolitano corresponde al códice Bambergensis (cod. Bamb. E. III. 14)39, en cuyo folio 351v aparece la referencia a la posible mano que realizó la copia40, Codicis hanc partem pauli conscripserat igo / Presulis arnulfi promtus pia iussa secutus, en la que la cita Historia Alexandri regis acompaña a Aurelio Víctor, Eutropio, Paulo Diácono, Gregorio de Tours, Jordanes y Beda, y cuya data es del siglo XI41. En consecuencia, las únicas apariciones del término historiographia responden a mismo patrón semántico (textos históricos de la Antigüedad grecolatina) y temporal (siglo XI y primera mitad del XII). No hemos localizado la presencia de dicho vocablo en textos posteriores al siglo XII42. Y obviamente en los textos latinos se mantiene el uso de historia tanto en su referencia al género literario como al genus narrationis43. Lo
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codicibus Vitae Alexandri Magni vel Historiae quae dicitur de preliis. Accedunt animadversiones criticae in commentariolum Francisci Stabile", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 42 (1914), pp. 104-113. F. Pfister, Der Alexanderroman des Archipresbyters Leo, Heidelberg, Carl Winter, 1913, p. 5. Este códice, de entre los numerosos conservados de este importante texto medieval (A. Hilka F. P. Magoun, "A list of Manuscripts containing Texts of the Historia de Preliis Alexandri Magni. Recensions I1, I2, I3", Speculum, IX (1934), pp. 84-86), "conserva senza dubio la forma più antica e più genuina" (F. Stabile, "Critica e lingua della Vita Alexandri Magni o Historia de preliis di Leo archipresbyter secondo la recensione del cod. Bambergensis", Rivista di Filologia e di Istruzione classica, 49 (1921), pp. 215-227, p. 216). Pfister (1913, p. 3 n.2) indica que los folios 1-169 han sido realizados por dos manos de una calidad inferior a la responsable de los folios 170 y siguientes. Pfister (1913, pp. 3-4): "Die Bamberger Handschrift E. III. 14, eine 351 Blätter mit 2 Kolumnen auf jeder Seite von je 30-31 Zeiten umfassende Pergamenthandschrift von 38 cm Höhe und 29 cm Breite, ist in Italien von mehreren Schreibern spätestens zu Anfang des 11. Jahrhunderts geschrieben". La inexistencia de repertorios lexicográficos exhaustivos, así como la escasez de bases de datos, entre las cuales es de especial relevancia la Biblioteca Italiana [http://www.bibliotecaitaliana.it/], obliga a ser cautos en la afirmación que realizamos. No obstante, la citada base de datos, así como las colecciones de textos consultables en red, suponen una muestra válida para, como mucho, esperar la aparición de usos marginales del citado término, o, como afirmamos, poderlo considerar prácticamente inédito. En el siglo XVII G. J. Vossius mantiene su inclusión en la retórica y no emplea el término 'historiografía': "G.J. Vossius unterscheidet in seiner Rhetorice contracta (1621) bei den praecepta elocutionis den poetischen vom historischen und anderen Prosastilen 'Elocutio alia philosophica est, alia oratoria, alia historica, alia poetica' [IV 1]. Und im narratio-Kapitel der Commentariorum Rhetoricorum sive Oratoriarum Institutionum libri sex (1606; 1630) differenziert er zwischen faktischer narratio historica und fiktiver narratio dramatica. [...]. Und Vossius betont, daβ alles, was er dazu im einzelnen ausführe, für Oratoren mindestens genauso beachtenswert sei wie für Historiographen ('omnia haec considerare non historici modo, sed etiam oratores solent')" (Knape, 1996: s.v. historia). Vid. R. Landfester, Historia magistra vi-
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que parece claro, a tenor del uso en las lenguas vernáculas que ya se registra en el Medievo y que permea la propia lengua latina es que el término 'historia' se había popularizado hasta el punto de denotar un relato realizado en cualquier tipo de soporte. Este proceso es el que conduce a la aparición en lengua inglesa del término 'story', que requerirá de un cultismo, 'history', al definir, ya en el siglo XVIII, la disciplina científica de la historia; esto exigirá la adopción de un nuevo término, posible, pero prácticamente inédito en el pasado, para etiquetar el género literario de contenido histórico definido por Cicerón y recogido en los tratados de retórica dentro de la narratio. Este proceso se inaugura en paralelo a la definición de la Filología Clásica como disciplina científica, lo cual se concreta en "Darstellung der Altertumswissenschaft nach Begriff, Umfang, Zweck und Wert", de Friedrich A. Wolf (1759-1824), artículo inicial de la revista Museum der Altertumswissenschaft44. La evolución posterior, no exenta de un punto administrativo con la constitución de cátedras universitarias en Alemania, permitirá asistir al nacimiento de otras disciplinas emanadas de los Estudios Clásicos; en el caso del estudio de la Historia (Antigua) se alzan con fuerza propia las figuras de Niebuhr (1776-1831) y Mommsen (1817-1903), quienes, si bien sustentan sus estudios en la información suministrada por la filología, consagran ya la neta diferencia entre Gesichte y Gesichschriebung, entre Historia e Historiografía, que, en el plano de la Filología Clásica, culminarán Wilamowitz (1848-1931) y Norden (1868-1941)45.
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tae. Untersuchungen zur humanistischen Geschichstheorie des 14. bis 16. Jahrhunderts, Ginebra, Droz, 1972; o K. Kohut, "Retórica, poesía e historiografía en Juan Luis Vives, Sebastián Fox Morcillo y Antonio Lull", Revista de Literatura, 52 (1990), pp. 345-374. M. Martínez Pastor, "Carácter científico y valor educativo de la Filología Clásica", Durius, 3 (1975), pp. 175-193, p. 182. Vid., e.g., G. Righi, Historia de la filología clásica, Barcelona, 1969; o J. E. Sandys, A history of classical scholarship, I-III, Cambridge, 19673 (1903-19081). No es casual que también en el siglo XVIII se inaugure el debate entre historiografía y 'novela histórica' (vid. Lieselotte E. Kurth, "Historiographie und historicher Roman: Kritik und Theorie im 18. Jahrhundert", Modern Language Notes, 79 (1964), pp. 337-362), género este último en el que en no pocas ocasiones se ha tratado de encuadrar a algunos de los autores de la historiografía romana (v.g. Curcio Rufo). C. Avlami - J. Alvar - M. Romero Recio (eds.), Historiographie de l'Antiquité et transferts culturels, Les histories anciennes dans l'Europe des XVIIIe et XIXe siècles, Amsterdam-Nueva York, Rodopi, 2010, sin llegar a plantearse la cuestión terminológica -la aparición del término historiografía- apuntan a la cuestión esencial: el hecho de concebir los textos históricos de la Antigüedad como fuente y no como obras científicas; ese paso, simple pero esencial, contribuye a su cambio conceptual en la utilización e interpretación, asi como abre las diversas posibilidades de uso, entre las que se encuentra su propio cuestionamiento como fuente, con ejemplos significativos como el capítulo de F. Wulff Alonso, "Une question historiographique ou seulement espagnole? Positions antiromaines et identités culturelles" (pp. 169-188; en la misma obra). C. Avlami, "L'antiquité gréco-romaine vue d'ailleurs" (ibid., pp. 9-16, p. 9), subraya el empleo de historiografía con una contenido común y 'oscuro', pero que despierta un renovado interés tanto por el análisis de la condiciones de la 'enunciación de la narración histórica', como por la propia coyuntura histórica actual, es decir, tanto por el carácter marcadamente
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Juan Francisco Mesa-Sanz
4. CONCLUSIONES. SABIDURÍA, RETÓRICA Y CIENCIA
La historia de los vocablos historia e historiografía es el relato de la relación mantenida entre un término polisémico y de fuertes connotaciones culturales y su compuesto, un compuesto posible, mas no desarrollado en plenitud hasta que el término base no alcance un alto grado de especialización científica. Hemos podido observar que historia se despliega en tres grandes líneas semánticas: (i) 'conocimiento, testimonio, sabiduría'; (ii) género literario con funciones educativas; y (iii) modo de la narratio en la retórica. El primero de los valores se desprende de su etimología griega (dado que en latín es un préstamo) y, a pesar de considerarse un arcaísmo ya casi desde los primeros testimonios conservados de su uso, perdura en la lengua latina tanto en la terminología científica, Naturalis historia, como en el uso 'popular' del término, alcanzando el Medievo y el desarrollo posterior en las lenguas vernáculas. El segundo ha requerido de mayores explicaciones, puesto que no abundan las poéticas de la historia en los textos antiguos. Quien lo expresa con mayor claridad es Cicerón, que lega los dos elementos esenciales configuradores de su definición: exempla con función educativa; y texto con marcado carácter estilístico. Dicho de otro modo, selección del material verus, mas opus oratorium maxime, y, en consecuencia, verosimilis. Ahora bien, todo lo apuntado en el párrafo anterior es válido para el género en su totalidad (de ahí su uso con frecuencia en plural, historiae), puesto que las 'leyes de la historia' se extraen de los textos de Cicerón: "On dirait que Cicéron songeait à tous les genres de l'historiographie"46. Efectivamente, el cruce de los valores (i) y (ii) permite la definición de un subgénero, historia o historiae, por oposición sobre todo a annales, en el que se aúna el relato de acciones pasadas dignas de recuerdo con la capacidad del autor de erigirse como testigo o testimonio de los hechos y palabras narrados. Es un fenómeno definido en la Antigüedad y expresado en los títulos de las obras historiográficas. Finalmente, el tercer valor hace de historia un genus narrationis en oposición a fabula y argumentum; a saber, se opone en la narración lo 'verdadero', lo 'verosímil' y la 'ficción'. Sin embargo, puesto que el relato siempre estará marcado estilísticamente, las fronteras tienden a difuminarse; así, por ejemplo, alcanzamos la formulación de Macrobio, quien considera que la épica de Virgilio se diferencia de la historia únicamente por la organización de los materiales, in media re la primera y linealmente la segunda. Es decir,
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estilístico de la redacción histórica en la Antigüedad como por la necesidad de preguntar al pasado clásico sobre el concepto actual de la crisis de la historia. Cizek, Ob. cit., p. 67.
Historia de los términos “Historia” e “Historiografía”
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a partir de una taxonomía clara, la realidad de los textos muestra las fronteras difusas entre esos tres genera narrationis opuestos. Por ello, historia, más allá de los tratados de retórica, extiende su valor referencial a los géneros opuestos y termina por identificarse con la propia narratio; el resultado era esperable entre historia y argumentum, dada la proximidad conceptual entre verus y verisimilis; la relación con la fabula, requiere alcanzar el punto de encuentro en argumentum: la ficción para ser efectiva debe recurrir a los elementos que le confieran verosimilitud47. En suma, puesto que los genera narrationis son diferenciables por el contenido pero comparten sus recursos formales, se produce de modo natural la identificación con uno de ellos, siendo narratio lo mismo que historia. Esto es lo que permite que se ponga en relación con la épica o que la historiografía sea reconocida, o cierta historiografía, entre los antecedentes más evidentes de la novela48. La constatación de esta equivalencia la suministra la lengua popular, donde, en paralelo al desarrollo retórico del término, historia/historiae es utilizado en los dos sentidos: el positivo de 'testimonio verdadero'; y el negativo de 'relato inventado' (=fabulae). La oposición etimológica hist-/fab-, que permitiría distinguir entre el relato que se puede (o se quiere) dar por comprobado y el que es 'habladuría' y, por tanto, no comprobable, no resulta fácil de comprobar en los textos; más bien, podemos aducir que el valor etimológico ha sido reemplazado por el carácter más o menos marcado estilísticamente en la prosa, o por su carácter versificado (fabulae Aesopi o drama). Se desprende de todo lo indicado que, mientras el compuesto historiographus era posible y hasta cierto punto necesario en el sentido de 'redactor de una narratio', historiographia era redundante con el vocablo historia. Por ello, es inédito en la Antigüedad y lo podemos calificar de marginal en el Medievo y el Renacimiento hasta la definición de las disciplinas históricas a partir del siglo XVIII (aunque hemos localizado tres casos que apuntan a su identificación con el género literario grecolatino). Sólo a partir de ese momento se definirá una disciplina científica, historia, y un género literario, historiografía.
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Muller (1926: 249): "Priore casu habemus merum figmentum, πλάσμα ("fantasie"), quod quanto magis veri-simile erit, tanto magis delectabit lectorem". La discusión terminológica puede seguirse a partir de la documentación aportada por Keuck, Ob. cit., p. 3.
HISTORIOGRAFÍA GRIEGA Y MÉTODO COMPARATISTA ALFONSO SILVÁN Puede parecer extraño que la primera tentativa que nos ha llegado en la tradición crítica en lengua griega de relacionar con cierto orden los historiadores más importantes de su legado no tenga en cuenta a Polibio (s. II a. d. C.), inaugurador del método comparatista sistemático en el campo específico de la indagación de los hechos que desemboca en la primera historia universal conservada con que cuenta Occidente1. Resulta tanto más llamativo por cuanto que quien lleva cabo el cotejo es uno de los más conspicuos continuadores, siglo y medio más tarde, de su inmensa empresa de escritura de la historia, además de ser el primer crítico en formular el procedimiento basado en la comparación o juicio derivado de ella (sýnkrisis), ahora como método asimismo explícito y sistemático de análisis no sólo en la extensión del ámbito literario (griego), sino de forma que se ordena a “dilucidar qué es lo esencial en sea cual sea la forma de vida”. Nos referimos a Dionisio de Halicarnaso, autor residente en Roma y maestro de retórica a finales del s. I a. d. C. El libro segundo de su obra Sobre la imitación estaba dedicado a los autores que debían imitarse, poetas, filósofos, historiadores y oradores. Sólo unos fragmentos se han conservado de este libro, el más largo de ellos es el que puede reconstruirse a partir de la Carta a Pompeyo Gémino, donde el propio autor estimulado por el destinatario de la carta, tras justificar las razones metodológicas que le llevan a situar a Demóstenes por encima de Platón en ciertos aspectos de estilo, hace una recensión precisamente de la parte dedicada en el mencionado libro a la valoración de los historiadores. Los convocados a torneo son Heródoto y Tucídides (sobre el que escribió y se conserva 1
No queremos entrar en la cuestión de las condiciones de lo que puede o debe entenderse en rigor por historia comparada, un debate iniciado a comienzos del siglo XX y que permanece aún abierto (cf. J. M. Hannick, « Brève histoire de l’histoire comparée », en G. Jucquois y Ch. Vielle (eds.) Le comparatisme dans les sciences de l’homme. Approches pluridisciplinaires, Bruxelles, De Boeck Université, 2000). Nos limitamos a afirmar en ciertos autores aquí estudiados la existencia de un procedimiento que en la medida que se emplea de manera sistemática puede considerarse método. Para los distintos aspectos metodológicos en Polibio vid. P. Pédech, La méthode historique de Polybe, Paris, Les Belles Lettres, 1964, donde se incluye un capítulo que lleva por título “La méthode comparative”, pp. 405-431.
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un estudio más extenso), Jenofonte y Filisto, a los que se añade Teopompo, a quien se le compara con Isócrates y a veces con Demóstenes, todos del siglo V y IV. Dígase pronto, el cotejo está regido por parámetros ordenados con un rigor ejemplar, que demuestra de forma condensada la gran altura como crítico del autor en el análisis de la forma, quien ha asumido fiel a sí mismo el principio, formulado en la primera parte de la carta, en su examen de los estilos de Platón y de Demóstenes, de que “el mejor método de investigación es la comparación” (krátistos elenchou trópos o katá sýnkrisin gignómenos)2. Pero, dada la afianzada influencia de la retórica en todas las artes de la palabra, los criterios para la valoración de los historiadores son de carácter marcadamente literario, como lo demuestra el cuidado con el que se diferencia la elección del contenido (to pragmatikón) y las calidades de la expresión (to lexikón), minuciosamente enumeradas y aplicadas en el análisis de los estilos particulares para dirimir, en los correspondientes aspectos, los ganadores del certamen3. La aproximación de la historia común (koiné historía, de griegos y bárbaros) de Heródoto a la idea de universalidad (to katholikón), frente al pólemon hena o guerra “una” (sólo entre griegos) de Tucídides (respecto del que Dionisio por otra parte muestra claras reservas ideológicas y de “gusto” en lo que se refiere a su indiscreción en la elección de un tema intestino) es un argumento firme para incluir la historia en la poíesis; y el empleo de otras reconocidas categorías estéticas arístotélicas como la adecuación, lo conveniente (to harmotton / to prepon) ratifican el afán de Dionisio, que se consideraba a sí mismo fundamentalmente historiador, por elevar la historia (el término historiografía prácticamente no se usó en la Antigüedad) a la dignidad de género literario puesta en entredicho por el estagirita, quien había afirmado que “es más filosófica y más noble la poesía que la historia, pues la 2
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La sentencia de Dionisio, en el contexto de la declaración de que la comparación acompañada del examen sirve para dilucidar lo esencial en orden a alcanzar la verdad, no queda tan lejana de la que en cierta ocasión pronunció Émil Duhrkeim en su programa de acercamiento entre la historia y las ciencias sociales: “l’histoire ne peut être une science que dans la mesure où elle explique, et l’on ne peut expliquer qu’en comparant” (Anné sociologique, I, 1896-97, p. ii). Polibio había afirmado que “la originalidad y la grandeza del argumento objeto de nuestra consideración pueden comprenderse con claridad insuperable si comparamos (parabáloimen) y parangonamos (synkrínaimen) los reinos antiguos más importantes, sobre los que los historiadores han compuesto la mayoría de sus obras, con el imperio romano” (Historias, I, 2); vid. tb. infra, n. 17. Una publicación actual que ofrece garantías de un enfoque comparatista consecuente del legado antiguo grecolatino, en entrecruzamiento ponderado de las diferentes disciplinas de las ciencias humanas y sociales, es la revista Anabases. Traditions et réceptions de l’Antiquité (2005-), editada cada semestre por l’Université de Toulouse II Le Mirail. Para las oscilaciones en la valoración de la retórica en el giro clasicista en la época augústea (“la retorización de la literatura iba acompañada de una literaturización de la retórica”) y su articulación en la teoría literaria de Dionisio de Halicarnaso, vid. M. Fuhrmann, La teoría poética de la Antigüedad, ed. de A. Silván, Madrid, Clásicos Dykinson, 2011, pp. 293-309 (espec. “La mímesis retórica y el canon clásico”, pp. 304 y ss.); en lo que se refiere específicamente a la historia: B. Gentili [et al.], Retorica e storia nella cultura classica, Bolonia, Pitagora, 1985.
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poesía habla más bien de lo general (ta katholou), la historia, de lo particular (ta kath’ékaston)”. Un esfuerzo también detectable como veremos en ciertas declaraciones del autor de Megalópolis4. Polibio por tanto, a pesar de su explícita aspiración a la universalidad y la aportación metodológica que acompañaba a la empresa, así como la tentativa apuntada de conectar con los principios de poética, no podía formar parte del paradigma no tanto por razones de época, sino porque su estilo lo impedía; apenas merece una mención en la obra de teoría y de crítica literaria de Dionisio conservada y es para infravalorarlo, e incluirlo en el listado de historiadores helenísticos que descuidaron el estudio de la composición por no reparar en que contribuía a la belleza literaria: “así nos llegaron obras tales que nadie es capaz de leer hasta el final”5. El valor decisivo del método que formula y adopta Dionisio personalmente sobre todo al nivel formal de la crítica literaria con tanta convicción no parece reconocerlo en el punto de partida mismo y en el subsecuente desempeño de la indagación ni en el caso de este autor ni en el de los historiadores citados en la carta seleccionados para su estudio. En las muestras de mayor simpatía de Dionisio de Halicarnaso por la obra de su paisano Heródoto, entre las que sobresale el mencionado acercamiento a la universalidad por la elección del tema (en lo estilístico unas veces prevalece él y algunas menos Tucídides), no encontramos pues alusión al procedimiento empleado con frecuencia por el primer historiador jonio sugerido o más bien reclamado por la naturaleza de un material caracterizado por la diferencia entre ‘griegos y bárbaros’. El ejercicio sin embargo de la comparación que éste hace es constante y desde el principio en su indagación (historíe) sobre la causa (aitíe) de las luchas entre unos y otros, de su diferencia (diaforé)6. Es el primer intento de amplitud que conservamos en occidente de encontrar paridad en un mundo definido por otra lengua, de verificación de lo semejante y de lo dispar, de experiencia de la alteridad7. El valor cognos4
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Hemos tratado con cierto detalle, desde el punto de vista terminológico, el pensamiento crítico de Dionisio de Halicarnaso condensado en la Carta a Pompeyo Gémino en nuestro artículo “La terminología originaria del comparatismo”, en P. Aullón de Haro (ed.), Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2014, pp. 29-69 (para Dionisio pp. 52-55); excepto la cita de la Poética 1451b (ed. bilingüe de P. Ortiz, Madrid, Dykinson, 2010) todas las referencias textuales que citamos en castellano se basan en las ediciones que se encuentran en la Biblioteca Clásica Gredos. Sobre la interpretación de las afirmaciones aristotélicas acerca de la historia en Poética 1451b y 1459 a, y en otros pasajes de la Metafísica, de la Política y de la Historia de los animales, vid. E. Lledó, Lenguaje e Historia, Madrid, Clásicos Dykinson, 2011, pp. 221 y ss. Sobre la composición literaria 4, 14-15. « Herodote est l´historien de la différence…cet intérêt pour les autres, les non-grecs, tant méprisés ailleurs, est peut-être son legs le plus précieux » (P. Lévêque, en P. Brient y P. Lévêque, Le monde grec aux temps classiques, t. 1, PUF, 1995, pp. 416 y s.) Cf. F. Hartog, Le miroir d’Herodote. Essai sur la représetation de l’autre, París, Gallimard, 1980.
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citivo de la analogía (o de la inversión) trata de mostrar su eficacia en el plano geográfico, el etnográfico, el político e incluso el lingüístico, en una periégesis que ahora adquiere conciencia de la trascendencia de su testimonio y de la necesidad de una coherencia metodológica: el nacimiento, es decir, de la historia como ciencia, a cuyo alumbramiento contribuyó decisivamente el comparatismo8. La visión del mundo que ofrece Heródoto es helenocéntrica, lo que no otorga necesariamente prevalencia a lo propio sobre lo ajeno (Plutarco le reprocharía cierta “barbarofilia” [857 A]), y el operador léxico más utilizado en la aproximación del objeto foráneo en el familiar es el verbo symballo / symbállomai (juntar, equiparar, comparar / poner en común, contribuir, encontrar explicación, concluir un pacto) que permite la representación de ambos en un mismo escenario, su ‘simbolización’ (sýmbolon, el encaje con el par, la ‘tablilla del recuerdo’ del huésped). La profusión además de fórmulas comparativas comunes en la lengua griega acredita que el recurso es consustancial al método de la indagación. La relación de sentido entre el verbo eikazo (figurar, figurarse) y mimoumai (imitar), que aparecen en varios casos en contextos idénticos, dice bastante de la psicología de la representación9. El helenocentrismo abandona un tanto su anclaje en el logos egipcio, y así ocurre tanto al señalar los contrastes como al hablar de la procedencia de ciertas divinidades, de fiestas o de oráculos (Dodona) ahora adoptados como griegos. El sýmbolon tiene por tanto el valor de una anagnórisis: el ‘regreso’ anual de Perseo al lugar de origen de su familia, una ciudad ‘probablemente semigriega’ del nomo de la Tebas egipcia con un santuario que le está dedicado, cuyo nombre (Quemis) trasmitido por su 8
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“Une certaine forme de comparatisme est aussi vieille que l´histoire et je serais même tenté de dire –après bien d’autres [Bury, Roussel…]– que celle-ci doit sa naissance, pour une large part du moins, à la comparaison” (J. M. Hannick, ob. cit, pp. 305 y s.) Dada la escasez del material conservado, no parece posible hacer una valoración precisa de la importancia que pudo tener el procedimiento de la comparación en los orígenes de la historiografía, en los que desempeñaron un papel fundamental los llamados logógrafos jonios, quienes compusieron relatos en los que trataban o bien de las genealogías de las familias más importantes de la ciudad que se remontaban al mundo de la épica, con su mezcla de sucesos reales y míticos, o de la experiencia viajera o periégesis fuera de la Hélade. El autor más mencionado, ya lo es por Heródoto (II, 143), a pesar de se conservan de él unos fragmentos de no mucha relevancia, es Hecateo de Mileto (finales del s. VI a. d. C.) quien escribió unas Genealogías y una Períodos ges o recorrido y descripción de la tierra en dos libros, que se agregaba al mapa que dibujó de la misma, vid. Ch. Jacob, Georafía y etnografía en la Grecia antigua, Barcelona, Bellaterra, 2008. Para Heródoto, vid. J. Lacarrière, Heródoto y el descubrimiento de la Tierra, Madrid, Espasa-Calpe, 1973. Otras interesantes periégesis o periplos se recogen en L. A. García Moreno y F. Gómez Espelosín, Relatos de viajes en la literatura griega antigua, Madrid, Alianza, 1996. Para el panorama de la historiografía griega y el lugar de Heródoto en la historia de la historiografía vid. A. Momigliano, La historiografía griega, Barcelona, Crítica, 1984, recopilación de ensayos de este autor con bibliografía. Para una bibliografía monográfica actualizada vid. Heródoto, Historia. Libro I. (Clío), ed. bilingüe de J. M. Floristán, Madrid, Dykinson, 2010. Vid, A. Silván, art. cit. (supra n. 4) p. 33.
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madre conserva el héroe en su memoria para orientarse, se certifica con la señal que deja su sandalia, que sus familiares reconocen y celebran con lujo helénico. El augurio de prosperidad que ello significa para todo Egipto es probablemente en el fondo la acogida de Horus. Un ejemplo excelso de solución de la disparidad en la convergencia10. El ateniense Tucídices, unos treinta años más joven que el jonio, a cuyas lecturas públicas parece haber asistido en su ciudad, y quizás ya cuando niño en Olimpia, concentró sin embargo su observación en un asunto interno de los griegos, urgido como testigo presencial por la perentoriedad de un acontecimiento que juzga desde el comienzo de su obra como “grande y de más importancia (axiologótaton) que los precedentes”: la Guerra del Peloponeso. Precisamente será la elección del tema el reproche que le haga, como apuntábamos, cuatro siglos más tarde Dionisio de Halicarnaso. La obra de Heródoto expone, afirma el crítico, un tema de alcance general, una historia común (koinén historían) compuesta de hechos (práxeon) protagonizados por griegos y bárbaros, mientras que Tucídides escribe sobre una guerra única (pólemon hena graphei) que nunca debió producirse, o en todo caso debió ser condenada al silencio y al olvido11. Cierto es que en los primeros capítulos de la obra tucidídea hay referencias a la guerra de Troya y a las guerras médicas, o al mítico rey Minos por su dominio del “mar griego”, pero de manera sumaria y siempre con la intención de que sean útiles para esclarecimiento del presente en virtud de su analogía y de llegar cuanto antes a la 10
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Para el método comparatista en la obra de Heródoto, fundamentado en la terminología con la diversidad de fórmulas comparativas que en ella se reúne, vid. A. Silván, art. cit. en n. 4, pp. 31-38, donde se colacionan bastantes ejemplos, referidos a los planos geográfico, etnográfico, religioso y lingüístico, concernientes al mundo egipcio, persa y escita. El pasaje citado aquí se halla en Historia, II, 91. No es necesario subrayar el atractivo que tiene la exploración terminológica y metodológica desde el punto de vista comparatista de la Biblioteca Histórica de Diodoro Sículo (mediados del s. I a. d. C.), obra universalista derivada de las convicciones afines al estoicismo de su autor. Casi todo el libro primero, p. ej., está dedicado a Egipto, y en lo sucesivo se ocupa de los etíopes, asirios, medos y persas, de la descripción de la India y de la figura del dios Dioniso entre los indios o los libios. Las indicaciones que apuntaban a Oriente en Heródoto, muy reconocido a la vez que controvertido por la tradición (el padre de la historia según el conocido juicio de Cicerón), no encontrarán la profundización que merecían hasta época contemporánea con el desarrollo de las ciencias humanas, cuyos avances y resultados convergen en trabajos como los de, p. ej., W. Burkert, Die orientalisirende Epoche in der griechischen Religion und Literatur, Heidelberg, 1984, y Die Griechen und der Orient, Múnich, 2004; o de M. West, The East Face of Helicon, Oxford, 1997. Carta a Pompeyo Gémino 3, 9-10 (ed. ref. G. Galán y M. A. Márquez, Madrid, Gredos, 2001). Para una valoración moderna vid. A. Momigliano, Ob. cit. en n. 8; D. Plácido, “De Heródoto a Tucídides”, Gerión 4 (1986) 17-46; W. Schadewaldt, Die Anfänge der Geshichtsschreibung bei den Griechen. Herodot. Thukydides, Fráncfort, Suhrkamp, 1982; en lo que concierne a lo que sigue en relación al elemento mítico, vs. el capítulo “La ilusión mítica”, en M. Detienne, La invención de la mitología, Barcelona, Península, 1985, espec. pp. 77-82. Para la relación específica de la obra de Tucídides con la mitología por medio de la tragedia vid. Cornford, Ob. cit. en n. 12.
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conclusión previa de que en el transcurso de esta guerra “nuestra” se constatan desastres que no son comparables a los de ningún otro período igual anterior (oia ouch hétera en iso chrono) (I, 23, 1). Poco antes había afirmado que renunciaba al encanto del elemento mítico para dirigirse a “cuantos quieren tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes (toiouton kai paraplesíon), de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana” pues “si éstos los consideran útiles, será suficiente”; y se producen, de hecho, paralelismos en la exposición del desarrollo del conflicto. La obra ha sido compuesta como “una adquisición para siempre (ktema eis aei) más que como una pieza de concurso (mallon e agónisma) para un momento dado” (I, 22, 4), con lo que el cuidado de los elementos estilísticos queda voluntariamente relegada a un segundo plano. Tras la relativamente breve “Arqueología” (I, 2-19), el enunciado del método (I, 20-22) y el énfasis en la magnitud (I, 23) pasa a centrarse sin mayor demora en los orígenes y causas que provocaron el gran conflicto12. Es verdad que en ciertas fases de la guerra se verán afectados en parte otros pueblos, como se anuncia muy pronto (I, 1, 2), pero básicamente se dirimía un asunto de griegos, de las dos potencias enfrentadas, Atenas y Esparta con sus respectivos aliados, griegos o no. Desde el punto de vista etnográfico se encuentran algunas afirmaciones interesantes en la parte arqueológica, pero de una gran parquedad, como cuando, al referirse a la costumbre de ir cubiertos mínimamente en las competiciones de pugilato y lucha que se observa en algunos pueblos bárbaros, de la misma manera que lo hacían en tiempos los griegos, comenta que “en muchos otros aspectos se podría demostrar que el mundo griego antiguo vivía de modo semejante (ομοιότροπα / omoiótropa) al mundo bárbaro de hoy” (I, 6, 6). En el inicio del relato de la expedición a Sicilia en el libro VI se establece un cierto paralelismo geográfico, al modo de Heródoto, entre la isla y el Peloponeso, por la posición de ambos respecto a Italia y a la Grecia central respectivamente, como ocurrirá también en Polibio. Es posible que esto se corresponda con el paralelismo ob12
Un tema muy interesante en el desarrollo de la historiografía y desde luego desde el ángulo comparatista, dentro de la cultura griega, sigue siendo la relación del método tucidídeo con las concepciones de la medicina hipocrática, tanto en la famosa descripción de la peste en el libro II 47-54, como en la distinción fundamental entre “causas declaradas en la apariencia” (hai d’es to phanerón legómenai aitíai) y “la causa más verdadera” (ten men alethéstaten próphasin) (I, 23, 6), y en el análisis minucioso, casi “clínico”, del deterioro social como consecuencia de la corrupción del poder en el curso de la guerra (III, 82 y ss.) Vid. K. Weidauer, Thukidides und die hippokratische Schriften, Heidelberg, 1954; Ch. Lichtenhaeler, Thucydides et Hippocrate vues par un médecin, Ginebra, Groz, 1965 ; G. Rechenauer, Thukydides und die hippokratishe Medizin, 1991. La distinción entre lo oculto y lo aparente, así como el paralelo con la actuación del médico al diseccionar el cuerpo, son cualidades que ve Dionisio de Halicarnaso también en Teopompo (Carta, 6, 7-8). Una tesis atractiva sobre la relación de la obra de Tucídides (libros IV-VII) con la tragedia puede verse en F. M. Cornford, Thucydides mythistoricus, Londres, E. Arnold, 1907.
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servable entre el desarrollo de la fase inicial de la guerra, llamada arquidámica, por el rey espartano que invadió el Ática, y la posterior campaña de Sicilia. Son también perceptibles en este pasaje ecos herodóteos en la relación del modo como primero los bárbaros y luego los griegos colonizaron la isla. Es el caso, sin embargo, que aunque se centrara en un asunto interno vinculado a unas circunstancias tan específicas haya sido el método tucidídeo el más trasladable en el tiempo y en el escenario, dado su sentido tan agudo de la contemporaneidad. Baste con recordar el comentario de Arnold Toynbee sobre lo que sintió hacia el historiador griego mientras estaba dando clase explicándolo en Baillol y se enteró del estallido de la Gran Guerra13. El caso de Jenofonte, que continuaría la labor de Tucídides con mucha menos fortuna en sus Helénicas, es en la Anábasis el de un viajero peculiar, o más bien el de un expedicionario, si no con intención abiertamente guerrera en principio, sí obligado por las circunstancias a aceptar responsabilidades de este tipo dada su participación, alistado en un ejército griego de mercenarios, en la campaña de apoyo a Ciro el Joven en sus ambiciones, y tras el fracaso de la misma. No hay sin embargo en su famosa crónica ejemplos destacables, después de lo visto en Heródoto, del recurso a la comparación, a pesar de las interesantes y abundantes descripciones etnográficas a lo largo de la marcha por Anatolia, de retirada hacia el norte de aquel ejército, de esta especie de “ciudad griega ambulante” en que se convirtió14, al encuentro de las colonias griegas del Ponto Euxino. Apenas si es reseñable en el plano etnográfico-político el famoso contraste entre griegos y persas, formulado por el propio Jenofonte en escueta construcción adversativa en su discurso ocasional dirigido a los suyos, tras recordar pasadas victorias, con valor de arenga: “pues vosotros no os arrodilláis ante ningún hombre, como dueño absoluto, sino ante los dioses” (3, 2, 13). El contraste entre hábitos lujosos de 13
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“(…) En ese momento mi entendimiento se iluminó de súbito. La experiencia por la que estábamos pasando en nuestro mundo actual ya había sido vivida por Tucídides en el suyo (…) esto convertía en absurda la notación cronológica que calificaba a mi mundo como ‘moderno’ y como ‘antiguo’ al de Tucídides” pues “acababan e probar que eran filosóficamente contemporáneos” (La civilización puesta a prueba, Buenos Aires, 1949, p. 15, citado por J. J. Esbarranch en su edición de la Historia de la guerra del Peloponeso, Madrid, Gredos, 1990, p. 164). Pensamos que debía ver entonces el profesor británico este conflicto como asunto civil, ‘interno’, de Occidente. Hobbes ya tradujo y estudió la Guerra del Peloponeso como algo paralelo a lo contemporáneo (vid. R. Bubner, Polis y Estado, Madrid, Dykinson, 2015, p. 220); vid. también L. E. Lord, Thucydides and the World War, Cambridge, Mass., 1945. Para aspectos generales de la obra tucidídea, y para el panorama de su recepción (Platón y Aristóteles no lo tienen en cuenta) hasta su amplia y definitiva aceptación, sigue siendo muy útil J. Alsina, Tucídides: Historia, ética y política, Madrid, Rialp, 1981. Un estudio de referencia para la repercusión de la historiografía antigua, A. Momigliano, The Classical foundations of modern historiography, U. California Press, 1990 (la tesis doctoral del profesor italiano exiliado después en Inglaterra fue Composizione della Storia di Tucidide, publicada por la Academia de Ciencias de Turín, 1930). Denis Roussel, Los historiadores griegos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975, p. 127.
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los persas y los mucho más sobrios de los griegos se pone de manifiesto en otros lugares, en pasajes como el encuentro entre el rey espartano Agesilao y Farnabazo, el caudillo persa (Helénicas 4, 1, 30). También se sirve en el Agesilao del modelo del enkomion recurriendo al contraste entre las virtudes entre el rey espartano y el general persa Tisafernes, quebrantador de pactos, y cuenta cómo algunos bárbaros tras la muerte de su caudillo pasaron bajo su mando porque ansiaban la libertad (Ag. 1.35). La Ciropedia , no sólo la parte del primer libro consagrada a la educación del rey persa Ciro el Viejo que da título a toda la obra, es, con sus episodios un tanto novelescos de carácter moralizante, la proyección desde el pasado hacia el futuro de un paradigma apenas velado de la recuperación de la monarquía como forma de estado que se preparaba y que se extendería entre los griegos en época helenística. No se trata de un enfoque propiamente histórico sino biográfico-didáctico, y ha sido calificada en ocasiones como la primera novela histórica. El Hierón, para concluir una supervisión sumaria de la obra de Jenofonte, es un juego de contrastes entre dos tipos de vida opuestos, el del tirano, representado por el personaje histórico que ejerció como tal en Siracusa y que da título a la obra, y la del hombre particular, encarnado por el poeta Simónides. En el diálogo que se establece en principio entre ambos, según el motivo del agón, sobre las condiciones del disfrute o del sufrimiento de los sentidos por parte del tirano y del particular, Simónides, al afirmar que ve la diferencia en que el tirano disfruta más por cada uno de esos sentidos y sufre mucho menos, provoca una reacción contraria en Hierón que no deja de ser sorprendente, pues no puede conducir a otra cosa que a la aniquilación de su propia opción vital en tanto que hombre político. Lo que parece una cuestión cuantitativa en tono retórico (polý meio, polý pleio) llega a transformarse en una cuestión de tintes existenciales ciertamente dramáticos: “me guardo de la embriaguez y del sueño como de una emboscada. Temer a la multitud, temer la soledad…la confianza más en extranjeros que en ciudadanos, más en bárbaros que en griegos…el terror no sólo es penoso si se asienta en las almas, sino que además se convierte en destructor de todo lo agradable a lo que vaya unido” (6, 4-5). Sólo el vuelco político, la inversión de objetivos en favor de lo común que aconseja Simónides transformará al tirano en buen gobernante, libre de temores y dichoso15. Polibio es sin embargo, como decíamos, el primer historiador bien conocido que adopta explícitamente el método comparatista en su labor con total claridad de formulación inicial de intenciones y consecuencia con tal decla15
El motivo en general del agón en sí mismo (como también el retórico del enkomion) daría para un estudio desde el punto de vista de la comparación como fuente importante de crítica literaria; son conocidos los casos del Agón entre Homero y Hesíodo y la confrontación entre Esquilo y Eurípides en las Ranas de Aristófanes.
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ración a lo largo de la construcción de su obra16. En diversos pasajes del libro I de los cuarenta que constituían su Historia (no todos conservados) se hace verdadero acopio de terminología referible a la sýnkrisis o juicio comparatista, con una diversidad de matices que le permite abordar con convencimiento de originalidad la tarea de creación de una nueva perspectiva bien sólida y contrastada: “hay que considerar que la historia monográfica aporta poca cosa al conocimiento y establecimiento de de hechos generales. Sin embargo, a partir del entrelazamiento (ek tes symplokés) y la comparación (kai parathéseos) de todos los hechos entre sí, además de su semejanza y su diferencia, sólo así uno lograría y podría alcanzar, al propio tiempo, el goce y el provecho proporcionados por la historia” (I, 4, 10)17. La elección del tema abarca la totalidad de los hechos, aspira a enmarcarse en la ecúmene o mundo habitado (conocido), dominado ahora progresivamente por la gran 16
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No parece posible, por lo poco que se conserva de ella, hacer especulación alguna a este respecto sobre la obra de Timeo de Tauromenio (mediados del s. IV), quien escribió una historia de Occidente enfocada desde la rivalidad entre griegos y bárbaros, y se ocupó del origen de Roma y de su triunfo como potencia dominante, así como de una ordenación cronológica rigurosa. Polibio le censura como de formación ‘libresca’, quizás por su aprovechamiento de muchos materiales precedentes, pero reconoce su labor al anudar cronológicamente con su obra (vid. A. Lesky, Historia de la Literatura Griega, Madrid, Gredos, 1976, p. 803). Es similar el caso de Éforo de Cime, activo aproximadamente en la misma época que el anterior, de quien se conservan fragmentos y noticias que atestiguan que compuso una historia universal. Así lo reconoce Polibio: “el primero y único que escribió lo universal” (ton proton kai monon ta katholou graphein, V, 33, 2), quien le tiene en gran consideración. De Teopompo da a entender Dionisio que conocía costumbres y formas de vida de griegos y de bárbaros que serían de ayuda para quienes se preparan en “retórica filosófica”, y que proporcionaba un material “íntimamente relacionado con los hechos” (Carta, 6, 5-6). Para Teopompo y Timeo vid. los capítulos específicos de A. Momigliano en Ob. cit. en n. 8., y para Éforo, del mismo autor, “La storia di Eforo e le Elleniche di Teopompo”, Rivista de Filologia 13 (1935) 180, y G. Schepens, “Historiographical Problems in Ephorus”, Historiographia antiqua (1977) 95-118. Son muy llamativas a nuestro modo de ver las coincidencias, en lo que se refiere al papel de la comparación, entre el programa metodológico ofrecido (y aplicado) por el autor helenístico para el estudio de la historia y el propuesto en los inicios del enfoque moderno comparatista de la historia, en su relación con las ciencias humanas; continúa Durkheim en el lugar citado anteriormente (en n. 2): “même la simple description n’est guère possible autrement; on ne décrit pas bien un fait unique ou dont on ne possède que de rares exemplaires parce qu’on ne le vois pas bien” (ver infra el concepto de sýnopsis en Polibio); y más adelante “c’est donc servir la cause de l’histoire que d’amener l’histoire à dépasser son point de vue ordinaire, à étendre ses regards au-delà du pays et de la période qu’il se propose plus spécialement d´étudier, à se préoccuper des questions générales que soulèvent les faits particuliers qu’il observe. Or, dès qu’elle compare, l’histoire devient indistincte de la sociologie”. Y no acabarían ahí los paralelismos que podrían encontrarse entre este texto inaugural (el Prefacio al número del primer año, 1896, de L’Anné sociologique, revista dirigida por el autor del mismo) y los abundantes pasajes, como el arriba citado, en los que Polibio anuncia y recuerda su método. Es curiosa la afirmación de Durkheim de que la historia, en el estado actual de cosas la fuente principal de la investigación sociológica, se resista “más particularmente” al empleo del método comparatista (‘comparative’) (ibid. p. iv, n. 1). Algo que parece ignorar inexplicablemente la ingente empresa de Polibio y sus consecuencias.
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potencia en expansión que es Roma, cuya constitución política sobrepuja a las otras tras ser sometidas a escrutinio, y formula un esquema evolucionista un tanto artificial (anakýklosis) del que quedan fuera las constituciones de esparta y de Roma por su carácter mixto (VI 4-9). Se perciben en la declaración anteriormente citada aspectos muy importantes que remiten a categorías hasta entonces reservadas a la poesía y que dieron lugar a la oposición platónico-aristotélica en su enjuiciamiento, negativo o positivo para la politeia: junto a la relación con la realidad y a la universalidad se encuentra el doble efecto en el lector del goce y del provecho. El concepto clave a lo largo de toda la construcción es el entrelazamiento. En virtud de la symploké la historia universal tiende a un único fin, y el proyecto exige “valiéndose de la historia concentrar bajo un único punto de vista sinóptico (mían sýnopsin), en beneficio de los lectores, el plan del que se ha servido la fortuna (tyche) para el cumplimiento de la totalidad e los hechos (syntéleian)” (I, 4, 1). Este elemento internalizado de composición llega a percibirse en Polibio como inherente a naturaleza misma de los hechos, que sólo encuentran su sentido y finalidad en la interrelación. El término y concepto de symploké con sus variantes morfológicas puede rastrearse en los atomistas, tiene presencia vigorosa en Platón (Sofista, Político), puede verse también en los analistas del estilo (Hermógenes) y ha tenido fortuna en el comparatismo moderno18. La enormidad del material que pretende integrar Polibio es difícil de presentar en proporciones que permitan, a pesar de los intentos, la concordancia de la sýnopsis con el criterio aristotélico –concebido desde la perspectiva de una polis como un organismo aún abarcable– de la contemplación de la fábula como eusýnopton y eumnemóneuton , fácil para la mirada y la memoria, expresada en el símil de los cuerpos (epí ton somáton) y de los animales (Poética 51a)19. La pretensión de que “a partir de ahora la historia se convierte en algo orgánico (somatoeidé = forma de cuerpo)” que articula lo su18
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En su estudio de alto nivel P. Pédech (Ob. cit. en n. 1) trata éste término como lo relevante que es sin duda en la expresión de la concepción polibiana de la historia universal (el encuentro de Oriente y Occidente, Grecia, Roma, Cartago), pero no presta atención sin embargo al carácter esencialmente comparatista del mismo, por cuanto indica el entrelazamiento, el ir a la par de los acontecimientos, concepto esencial en la forja del método de este historiador. Es cierto que el término aparece en el vocabulario filosófico de los atomistas (ibid. p. 507, n. 66), mas no se menciona la gran importancia que tiene en alguna de las composiciones fundamentales de Platón. Un comentario más detallado del término en sus contextos puede verse en nuestro artículo “La terminología originaria del comparatismo” (cit. supra n. 4) pp. 42 ss., y para la terminología comparatista en general empleada por Polibio con la importancia de ésta en su obra, vid. ibid. pp. 39-46; la consideración de la symploké como “formal y materialmente inherente a la esencia misma de la Literatura Comparada”, puede verse en J. González Maestro, Idea, concepto y método de la Literatura Comparada. Desde el Materialismo Filosófico como teoría de la Literatura, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2008, p. 23. A. Díaz Tejera, “Concordancias terminológicas con la Poética en la Historia Universal: Aristóteles y Polibio”, Habis 9 (1978), pp. 33, 44 y s.
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cedido en los continentes conocidos (I, 3, 4) es sólo posible con el cambio de perspectiva exigido por las dimensiones de los propios hechos históricos y con el necesario ajuste en la mensurabilidad, en el metron: la dificultad de adecuación es la que se deriva de la oposición polis / ecumene. El punto de enfoque por tanto de la sinopsis (es más que claro que no en el sentido ahora corriente de resumen) ha de situarse necesariamente a otra distancia para que al lector le sea posible desde él experimentar en contemplación el goce estético, una condición inexcusable de la poíesis, sin duda un logro siempre más difícil que la obtención del provecho. Desde la perspectiva clasificatoria clasicista del Dionisio crítico, preconizador del aticismo, mostrada a la hora de relegar a este historiador a la lista mencionada más arriba, confeccionada con arreglo a la época y al rasgo del descuido en la composición literaria, se amortigua en demasía su gran trascendencia en la historiografía posterior, por encima de los criterios de estilo, como ocurre en el propio Dionisio historiador de Roma20. Tanto de Posidonio (s. II-I a. d. C.), que escribió una extensa historia universal que no nos ha llegado, como de Estrabón (s. I. a. d.C. – I d. d. C.), cuya obra histórica tampoco tuvo la fortuna que la geográfica, se conservan noticias que atestiguan haber utilizado títulos semejantes a Historia de la época posterior a Polibio21. Se ratificaba así en la tradición inmediata la conciencia del maestro de que su método basado en la comparación como regulador sistemático en la valoración de los hechos tenía el carácter inaugural de la propia época en la que escribía. No podemos atender en este lugar como merece la obra de los historiadores en lengua griega que continuaron de algún modo con el encargo de escribir la historia de Roma desde un enfoque universalista, lo que venía estimulado por el espíritu del estoicismo. La herencia de Posidonio (n. 135 a. d. C.), ya que su obra misma no nos ha llegado más que de forma muy fragmentaria, es de lo más atrayente. Oriundo de Siria y discípulo del filósofo Panecio en Rodas, resucitó el antiguo espíritu de la historíe jónica, como dice Albin Lesky, con su inquietud viajera que le llevó al otro extremo del mediterráneo, a la Galia, a España y a África: “utilizó sus notas de viaje para presentar, cada vez que un pueblo nuevo entraba en escena, una descripción del país habitado por éste y un estudio etnográfico. Siguió en eso, pero de 20
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Según Fuhrmann, Ob. cit., p. 308, Dionisio como crítico “pierde de vista la obra como totalidad, su contextura, el hilo de la concepción, y no estaba en condiciones de hacer justicia sobre todo a un Tucídides”. Vid. A. Lesky, Histora de la literatura griega, Madrid, Gredos, 1976, pp. 710 y 808. Como afirma D. Roussel, “según el testimonio de los romanos mismos, y particularmente de Cicerón, sus indagaciones fueron conducidas con una conciencia admirable […] La imagen del estado Romano, tal como la pintó Polibio en el siglo II, se impondrá a todos los autores posteriores, desde Cicerón hasta Mommsen, pasando por Tito Livio y Montesquieu” (Los historiadores griegos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1975, p.183).
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manera más sistemática que Polibio, el ejemplo dado por Heródoto, Timeo y muchos otros. Buena parte de todo esto pasó a la obra de Diodoro y sobre todo a la de Estrabón”22. La obra ingente de éste último, que entendía explícitamente la geografía como quehacer filosófico (algo que debió heredar, sin duda, de Posidonio) ofrece naturalmente un campo amplísimo de observación (como lo es el nuevo mundo habitado que describe) en lo que al empleo de la terminología comparativa se refiere; y sería interesante ver qué hay de nuevo en ella en cuanto a la eficacia del método como tal, de su potencial heurístico, después de lo que es posible colegir de la aproximación a la tradición iniciada extensivamente en Heródoto. En el caso de Dionisio, contemporáneo de Estrabón, es clara la procedencia de su intento de unificar el proceso histórico con el empeño de sincronizar la cronología griega y romana, y de explicar la complejidad de la realidad con las contraposiciones frente a un mismo hecho, o de diferentes versiones del mismo. La intención conciliadora entre los dos mundos, de zanjar la polémica (sin conseguirlo) sobre el imperialismo romano, desde la perspectiva ahora de los griegos de la época augústea, tiene asimismo una evidente filiación23. Como profesional de la retórica cree Dionisio en la eficacia de la palabra, en la importancia de la medida y las proporciones en la composición del discurso, con la mirada puesta en la recepción, a través de un prisma sin duda diferente del de Polibio. Cuando hacia el final del siglo I. d. d. C. Plutarco comenzó a redactar las Vidas paralelas, en las que el espíritu del biógrafo moralista prevalece sobre el del historiador, ya existía una tradición que se remontaba al menos hasta cinco siglos antes, cuando Isócrates pronunció su discurso en el que comparaba a Evágoras, rey chipriota, y a Ciro. Escipión y Licurgo habían sido emparejados por Polibio, y César y Filipo por Posidonio; también los autores 22
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Denis Roussel, Ob. cit. en n. 14 , pp. 195-6. Este autor continúa diciendo: “Lo que César nos dice de las instituciones galas parece más inspirado en la lectura de Posidonio que en la observación directa. Es posible que este historiador filósofo haya opuesto –mucho antes de Tácito, autor de la Germania– la frescura y la rectitud moral de los pueblos bárbaros poco evolucionados a la corrupción de las poblaciones decadentes como las de Egipto y Siria”. Para las relaciones entre griegos con otros pueblos, y en especial el compromiso de Polibio y de Posidonio en la exploración de las tierras de Occidente, vid. A. Momigliano, La sabiduría de los bárbaros. Los límites de la helenización, México, F. C. E. 1988, pp. 44 y ss., y del mismo autor, “Polibio, Posidonio y el imperialismo romano”, incluído en Ob. cit. en n. 8. Para la concepción filosófica de la geografía por parte de Estrabón, vid. Geog. I, 2, y para Diodoro vid. supra n. 7. “Hay por tanto un criterio unificador expreso, informado por la idea dominante de que Roma supera la diversidad del mundo y el particularismo de la propia ciudad, por lo que la obra es al tiempo superación de los contrastes presentes en la historiografía griega anterior (Polibio y Posidonio) y fusión de historia local e historia general, tal como se expone en Tucídides, 5” (D. Plácido, en su Introducción a la Historia antigua de Roma, libros I-III, Madrid, Gredos, 1984, p. 11 ss.)
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latinos como Cicerón, Salustio, Nepote y Plinio habían practicado paralelismos de este tipo, entre un personaje griego y otro romano, con ejemplos también de comparaciones entre dos griegos o entre dos romanos. El talante sereno y contemporizador de Plutarco se vio favorecido en una época en que la que el estoicismo y el filohelenismo en general estaban en auge, en la época de los Antoninos. Por otra parte, la lejanía de los conflictos generados durante la expansión del imperio romano le permitieron una valoración de las virtudes romanas sobre la lámina de contraste de las griegas sin que pesaran excesivamente segundas intenciones o urgencias políticas. Pero a pesar del sentido de la equidad que trata de demostrar, el tamiz a través del que se ciernen sus juicios, resulta ser efectivamente griego, y se pueda ver en ello la necesidad de afirmar, con la distensión entre ambas culturas que brindaban los tiempos, la tradición educadora frente al poderío regidor, y el sentido “patriótico” resulta al final evidente24. El método comparatista de Plutarco no se limita a la forma tripartita de composición en cada par, proemio-vidasýnkisis, y aunque es referible en el fondo según lo dicho al agón y al enkomion, y en cierta medida a los ejercicios retóricos o progymnásmata (referencias válidas también en la crítica literaria) es resultado de la aplicación de una estudiada técnica al conjunto, detectable tanto en la estructura interna de las vidas por separado como en las conexiones entre ellas fuera de los emparejamientos25. Las referencias intertextuales y planos de comparación conectan las vidas de personajes de un mismo ámbito cultural y próximos en el tiempo, y existen referencias cruzadas y similares figuras de contraste para realzar virtudes o defectos. Una línea renovadora de observación de los paralelismos conduce a descubrimientos derivados de una lectura transversal de
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Hay importantes precedentes en este sentido entre los escritos no biográficos de Plutarco, como son las Cuestiones romanas y las Cuestiones griegas. Existe aquí un tercer plano de referencia que se perdió, unas “cuestiones bárbaras” que hace que la exposición no sea de fondo en términos de bipolaridad entre mundo griego y mundo romano. No se alinean estos dos frente al bárbaro, sino que el romano se sitúa en un lugar intermedio. Los griegos y el propio autor se presentan en las Cuestiones romanas como ‘outsiders’, y la vara de medir sigue siendo la griega. Cf. Tim Duff, Plutrach’s Lives, Exploring Virtue and Vice, Oxford U. P., 1999, pp. 298-300. La valoración o justificación explícita del método comparatista que emplea no la hace Plutarco en las Vidas, aunque puede que lo hiciera en las perdidas de Epaminondas-Escipión, sino en otro texto de contenido también moral, en las Virtudes de mujeres. La explicación se dirige al concepto, pues no utiliza exactamente el término sýnkrisis sino que recurre a paratíthemi como término central: “no es posible aprender la similitud y diferencia de la virtud femenina y masculina de ningún otro modo mejor que comparando (paratithéntas) a un tiempo vidas con vidas y hazañas con hazañas cual grandes obras de arte…”. Para la terminología plutarquiana vs. art. cit. en n. 2, pp. 46 ss.; y para la función de la sýnkrisis no sólo en Plutarco sino en el conjunto de la literatura griega, en el motivo del agón, en el del enkomion, en la crítica literaria, en la historiografía, vid. F. Focke, “Synkrisis”, Hermes 58 (1923) 327-68.
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las Vidas26. En el caso de las contraposiciones entre personajes romanos, como Marcelo y Fabio Máximo, con un comportamiento opuesto en las conquistas de Siracusa y de Tarento respectivamente, se trata de comparaciones culturales sutiles entre Grecia y Roma, y forman parte del discurso de afirmación de la helenización de la capital victoriosa que funciona como una constante en Plutarco. Marcelo es la referencia a la educación helénica, cita a Homero, como aparece ya en el proemio, y tiene un hijo al que se le admira también por esa educación. La valoración que hace Plutarco de la toma de Siracusa, duramente censurada por Tito Livio (25. 40.1-3), y a pesar de la muerte de Arquímedes atribuida a una acción incontrolada, es la de un hecho del que se derivarán grandes beneficios para una Roma, llena hasta entonces de despojos de otras campañas contra los bárbaros, embellecida ahora por los primores de Grecia que antes no conocían (Marc.21) 27. Por otro lado, muestras de especial sutileza da Plutarco en el caso de la comparación en Filopemén-Flaminino, dado que son estrictamente contemporáneos (la única vez que sucede en los emparejamientos de las Vidas) y que llegaron a enfrentarse en la época de la conquista de Grecia, recurriendo el autor a una estrategia habitual en las Vidas como es la de dejarle al lector el ejercicio del juicio para evitar pronunciamientos enojosos sobre aquel sometimiento. Sutileza que no es menor para sus propósitos cuando en Licurgo-Numa le considera al rey de Roma “más griego” en tanto que legislador que al espartano28. En la crítica literaria griega antigua la comparación como recurso para la valoración pasa definitivamente de ser un procedimiento oportuno a convertirse en método sistemático, formulado como tal en Dionisio de Halicarnaso, pero aplicado –como es característico de toda la tradición en este ámbito– a un material exclusivamente griego, seleccionado y juzgado fundamentalmente con criterios de composición referibles a los paradigmas29. Fue sin embargo la escritura de la historia la que se abriría casi dos siglos antes a la universalidad (to katholikón; ta katholou graphein), a un encuentro con lo 26
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H. Erbse, “Die Bedeutung der Synkrisis in den Parallelbiographien Plutarchs”, Hermes, 84 (1956), pp. 398-424, frente a la minusvaloración de Wilamowitz (Die griechische Literatur und Sprache, Leipzig-Berlin, 1912, p. 242) o la decidida atetización de Hirzel (Plutarch, Leipzig, 1912, pp. 71 ss.). Un análisis detallado de este caso y de las comparaciones internas en general se encuentra en H. Beck “Interne synkrisis bei Plutarch”, Hermes 130 (2002) 467-486, en quien nos hemos basado para algunas de estas anotaciones. Para las comparaciones externas, S. Swain, “Plutarchan Synkrisis”, Eranos, 90 (1992), pp. 101-111. Vs. Tim Duff, Ob. cit., pp. 307-9. Un caso excepcional de referencia a otras literaturas es el que se encuentra en ‘Longino’ con su cita del Génesis y la comparación entre los estilos de Demóstenes y Cicerón (De lo sublime, 9, 7-10; 12, 3-5). La sýnkrsis entre estos dos personajes que lleva a cabo más tarde Plutarco tiene naturalmente un enfoque biográfico.
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otro que alcanzaría su tesitura más alta con las exigencias de la ecumene; y ello a partir de que aplicara el ‘método sincrítico’ con rigor y explicitado programáticamente por primera vez en las letras griegas Polibio, cuya asunción de responsabilidad de adecuación a la contemporaneidad (actitud que le emparenta con Tucídides), que se presenta ahora con las medidas de un mundo por hacer, desbordante de acontecimientos bajo el signo del poderío romano, le impedía entrar en el paradigma clasicista de la crítica literaria en su lengua. El ejemplo del historiador helenístico pudo servir de estimulante en sentido inverso entre las dos culturas, es decir en la recepción generalizada de la literatura griega que se estaba produciendo por entonces y en su valoración crítica abiertamente positiva más adelante en el mundo ‘antagónico’ romano, como avance plenamente inteligente de la literatura comparada (Cicerón, Horacio, Quintiliano)30. Una solución feliz –no exenta de cierta ironía– a favor de la propia historia de la literatura, de la paradoja a la que daba pie la mencionada y bien conocida infravaloración aristotélica de la historia respecto de aquella categoría de universalidad al compararla con la poesía, “más filosófica”.
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Es curioso que la preocupación política del lado griego respecto del romano no tuviera correspondencia en otros aspectos, como fue en relación a la literatura latina, tan sensible por su parte a los modelos griegos. Al hablar de Polibio y de Posidonio, A. Momigliano obseva que aunque al menos el primero debe de haber llegado a tener fluidez en la lengua es dudoso aun su uso directo de los historiadores latinos, y que ninguno de los dos parece haber leído algún trabajo de poesía latina. Es sorprendente además, que ni Polibio ni Posidonio dedicaran ningún pensamiento serio al fenómeno que había cambiado la forma de sus propias vidas: la helenización de la cultura italiana; y que no se dieran cuenta de la superioridad que los líderes romanos adquirieron por el simple hecho de ser capaces de hablar el griego, mientras que los líderes griegos necesitaron intérpretes para entender el latín (vid. La sabiduría de los bárbaros, Ob. cit., pp. 67-70) Para las relaciones de Polibio con el latín, vs. M. Dubuisson, Le latin de Polybe. Les implications historiques d’un cas de bilinguisme, París, Klincksieck, 1985.
EL CONCEPTO DE ‘HISTORIA’ Y SU CAMPO TERMINOLÓGICO EN LAS FUENTES ENCICLOPÉDICAS MODERNAS
Mª TERESA DEL OLMO IBÁÑEZ
Lo que se presenta aquí es una descripción y evaluación de la terminología directa del léxico de Historia en las fuentes enciclopédicas modernas y diccionarios especializados a fin de intentar establecer cuál es la noción establecida y difundida a través de esas obras y la posible entidad de su repercusión. Para ello, se rastreará en las obras escogidas la presencia de cualesquiera términos utilizados como encabezamiento o incluidos en el desarrollo explicativo de los conceptos a seleccionar. Se dará cuenta del tratamiento otorgado al vocablo “historia” en general y a todas aquellas derivaciones del mismo, de acuerdo a la elaboración terminológica históricamente determinada por las tendencias del pensamiento, o con las que se designa a las disciplinas o las ramas de investigación. Si bien la idea de enciclopedia actual dista de su concepción primigenia, especialmente por el actual predominio afianzado de las digitales, es funcionalmente rentable ahora, como marco nocional, atenernos a su consideración como fuentes de conocimiento de nivel intermedio, o de referencia a otras fuentes en las que obtener información textual o documental. La estructura con que se organiza cada una de ellas determina la clasificación de sus contenidos. Y, por otra parte, la perspectiva de análisis adoptada es criterio de comparación entre unas y otras. En un primer estadio de acercamiento al género, se aceptan como tres de sus características constitutivas la permanencia, la reiteración de su uso y la asunción de tales obras como “objeto cultural”1. Y se ha admitido como clasificación cuatro grandes tipos: por su morfología: obras impresas, en formato digital o una presentación mixta de ambas; en cuanto a su estructura interna alfabética o temática; con arreglo a sus contenidos, de tipo general, 1
B. Fernández Fuentes, y J. M. Sánchez Vigil, “La edición de enciclopedias Espasa como modelo”, en Estudios de biblioteconomía y documentación: homenaje a la profesora María Rosa Garrido Arilla / coord. por José López Yepes, Pedro López López, María Teresa Fernández Bajón, 2004, pp. 167-168.
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especialización temática o “ilustradas”; y, finalmente, dependiendo de si se centran en áreas geográficas, podrían ser de ámbito internacional, nacional o local2. Por otra parte, no es objetivo de este trabajo dar referencia, ni aun somera, de los aspectos de origen y evolución de las enciclopedias. Esto queda pospuesto a un estudio monográfico de descripción genérica, no establecido hasta el momento, así como a una aproximación a su historia y evolución con mención más amplia que la meramente circunscrita a las culturas occidentales. La selección de obras para el presente estudio, que no contempla las aportaciones de las civilizaciones asiáticas o del Medio Oriente sino que sólo atiende a la producción occidental, encuentra su justificación en tres razones: en primer lugar, la pertenencia genérica a la categorización de “enciclopedias” o “diccionarios especializados”; segundo, representar las nociones generales de las culturas e idiomas internacionalmente más extendidos; y, en el caso de la Larousse3, además de por su propia entidad y pese al chovinismo galo, por proceder para bien y para mal de la misma tradición en que se originó la Enciclopedia Francesa. Finalmente, se examinará una selección de diccionarios temáticos4, en razón del enfoque específico de sus contenidos y la facilidad de acceso a los mismos que esta clase de obras propicia para un conocimiento sintético y global de las materias. Situamos en primer lugar L’Encyclopédie francesa5, a continuación, la Encyclopædia Britannica6, para el área de influencia anglosajona; el Espasa7, que compila el saber de la cultura hispánica en toda su extensión geográfica; y la Larousse8, hipotética heredera contemporánea de la considerada referente del género, L’Encyclopédie, supuesto del que se intentará constatación. Interesa señalar que, según la clasificación expuesta, todas coinciden en su adscripción al tipo de enciclopedia impresa (aunque la versión ahora citada de L’Encyclopédie sea la digital), alfabética, de contenidos generales y de ámbito internacional.
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Ibidem. Gran enciclopedia Larousse (1969), T. V, Barcelona, Planeta, 1976, 9ª ed. (Larousse). J. Ferrater Mora, Diccionario de filosofía (1979), Barcelona, Alianza, 1986. (Ferrater Mora). M. M. Rosental y P.F. Iudin, Diccionario de filosofía, Madrid, Akal, 1978. (Diccionario Akal). M. Müller y A. Halder, Breve diccionario de filosofía, Barcelona, Helder, 1986. L’Encyclopédie de Diderot et d’Dalembert (1751-1772). [Recurso electrónico. París: REDON, 2002]. (Enciclopedia francesa o Encyclopédie). The New Encyclopaedia Britannica (1768-1771), V 27, MACROPAEDIA, Chicago, Auckland, Geneva, London, Madrid, Manila, París, Rome, Seoul, Sydney, Tokio, Toronto, Encyclopaedia Britannica, Inc., 1992, 15ª ed, (Encyclopaedia Britannica). Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana, T. XXVII, Madrid, Espasa Calpe, 1925. (Espasa) Gran enciclopedia Larousse (1969), T. V, Barcelona, Planeta, 1976, 9ª ed. (Larousse).
El concepto de “historia”...
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El panorama enciclopédico que se presenta no estaría completo en cierto modo, si no se mencionase la alternativa específica que supuso a L’Encyclopédie la obra del jesuita alicantino Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura9. Éste coincidente con Diderot en la consideración de ‘literatura’ en el amplio sentido ilustrado de toda producción de conocimiento, pensamiento, ciencia o investigación recogida por escrito. Andrés viene a declarar en su “Prefación”10 la intención de subsanar las carencias del planteamiento de Diderot; reunir todo el conocimiento pasado y presente mediante criterio histórico (y comparatista), aplicando de esta forma un concepto moderno de enciclopedismo, es decir universalista y totalizador pero dentro de un régimen de disposición historiográfica; y demostrando de paso, por otra parte, a diferencia de lo dicho por los enciclopedistas, que era posible la realización de tal obra por un solo autor. Centraremos el análisis del término “Historia” con un propósito de síntesis comparatista y conclusivo. El esquema expositivo corresponde, en primer lugar, al tratamiento dado al término y a las definiciones en cada una de las obras, rastreando la presencia de contenidos en las precedentes o coincidentes con ellas. Se hace balance, también, de la estructuración en las fuentes que ofrecen un desarrollo del concepto, así como de las ideas incluidas en el mismo. Se ha pretendido, igualmente, realizar un catálogo de las variantes registradas en los diversos textos, del que se obtienen los términos con que son conocidos o identificados los diferentes conceptos que desarrollan. Se determina, además, las obras en que los contenidos aparecen organizados de manera taxonómica, identificando los criterios que aplican en cada caso y estableciendo, por último, cuáles de ellos son recurrentes en los artículos enciclopédicos o en los lemas de los diccionarios. LA PRESENTACIÓN DEL TÉRMINO Y SU TRATAMIENTO
Si se pretende buscar puntos de contacto en la manera de plantear la aproximación al concepto de “historia” o de “historiografía” entre las fuentes analizadas, hay que establecer ciertos presupuestos: el grado de subjetividad, implícito o declarado, en las teorías o la objetividad que se intenta mediante el procedimiento expositivo seleccionado; los aspectos sobre los que se centra el análisis; la aplicación de criterios de clasificación y la elaboración de juicios valorativos, comentarios evaluadores o balances sobre las aportacio-
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J. Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, 6 Vols., P. Aullón de Haro, (dir.), Madrid, Verbum, 1997-2002. Ibid., Vol. I, pp. 8-15.
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nes de las diferentes escuelas y el progreso en las etapas evolutivas de la actividad historiográfica. En primer lugar, la voluntad de objetividad o la subjetividad, explícita o implícita, en la exposición de los conceptos, comentarios o apostillas incluidos marca una nítida línea divisoria que permite situar unas y otras obras por contigüidad y, en este punto, cabe incluir tanto las fuentes enciclopédicas como los diccionarios. De abierto posicionamiento ideológico son L’Encyclopédie, por las propias características de la obra y sus propósitos, aunque naturalmente dice apostar por el sometimiento a la verdad: Ce qui répugne au cours ordinaire de la nature ne doit point être cru, à moins qu’il ne soit attesté par des hommes animés de l’esprit divin. Voilà pourquoi à l’article CERTITUDE de ce Dictionnaire, c’est un grand paradoxe de dire qu’on devroit croire aussi-bien tout Paris qui affirmeroit avoir vû ressusciter un mort, qu’on croit tout Paris quand il dit qu’on à gagné la bataille de Fontenoy. Il paroît évident que le témoignage de tout Paris sur une chose improbable, ne sauroit être égal au témoignage de tout Paris sur une chose probable. Ce sont là les premieres notions de la saine Métaphysique. Ce Dictionnaire est consacré à la vérité; un article doit corriger l’autre; & s’il se trouve ici quelque erreur, elle doit être relevée par un homme plus éclaire;
En el caso del Diccionario Akal, de ideología marxista, hay que tener presente que se trata de la traducción de una fuente soviética, cuya fecha de primera edición no consta en la española. Dado su planteamiento y sus criterios de análisis de otras teorías, la selección de los contenidos y las épocas estudiadas quedan en él muy restringidos y, por tanto, omitidas cuestiones de envergadura de las que no parece se debiera prescindir en el estudio de las investigaciones históricas en una obra de este tipo y que sí están presentes en las otras fuentes sometidas a examen. El resto de las obras responde a una intención general objetiva en su exposición, aunque, puntualmente, se aprecien valoraciones atribuibles a condicionamientos de la propia cultura, y no tanto de la época de su redacción, ya que las revisiones a las que se someten para cada nueva edición permiten las modificaciones adecuadas; exceptuando L’Encyclopédie, evidentemente, y el Espasa11, que sí que son fuente de información de su época al no presen11
Uno de los elementos que da valor a esta obra es precisamente lo que en ocasiones es motivo de crítica: su no actualización, como hace constar la Biblioteca Nacional en la página en la que ofrece una introducción al género enciclopédico, uno de cuyos apartados corresponde a las obras españolas: http://www.bne.es/esp/servicios/enciclopespanolas.htm Consultada el 12 de diciembre de 2008: …la enciclopedia Espasa ha sido muy criticada porque no está puesta al día y los datos que contiene se refieren a los que se recopilaron para la primera edición. […]
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tar reediciones. Así, en la Britannica, cuyos rigor y seriedad no parece cuestionable en cuanto a datos y fuentes, su perspectiva teológica reformista se hace evidente por cuanto centra su análisis, fundamentalmente, en la producción historiográfica católica de la Edad Media, en el momento de la Reforma y de la Contrarreforma y en las posteriores investigaciones de autores de una y otra ramas del cristianismo. Por su parte, el Espasa, si bien sólo presenta balance y comentario para cerrar el apartado “Filosofía de la historia” y no parece restringir la relación de teorías y autores en todo el artículo, cuando reconoce los beneficios del avance industrial añade que traslucen ese denominado “temor a una posible lucha de clases”. De las restantes obras sólo hay que constatar su objetividad y que la elaboración de juicios o comentarios se limita a matices referidos a puntos concretos de su exposición o como recopilación conclusiva a final de los propios artículos. En cuanto a los procedimientos expositivos, es de focalizar la estructura de desarrollo que presentan las obras. L’Encyclopédie no sigue un esquema y únicamente se pueden diferenciar bloques de contenidos temáticos, salpicados por los juicios de valor que Voltaire inserta respecto de aquellas cuestiones sobre las que le interesa hacer crítica o establecer derivaciones ideológicas. Frente a esta carencia organizativa, contrasta notablemente la Britannica, cuya exposición se ajusta a un rígido esquematismo presentado a priori en un cuadro ubicado tras la introducción del artículo y que es guía del subsiguiente desarrollo. Junto a ésta se sitúa por el rigor de su organización el Diccionario de filosofía de Ferrrater Mora. Si bien esta obra no presenta esquema previo, coincide con la Britannica en ofrecer una introducción explicativa de la perspectiva metodológica aplicada, del sentido de los términos y conceptos empleados y de la estructura seguida, todo ello puntualizado antes del desarrollo de cada apartado y cuyos criterios clasificatorios organizan los contenidos. Por su parte, el Espasa y la Larousse también coinciden en cuanto a la manera expositiva frente a las restantes obras. En ambos casos, aparece una parte que responde a la organización y contenidos de un diccionario, con una referencia a la etimología del término y la relación de acepciones y expresiones idiomáticas que lo incluyen, aunque el Espasa añade la traducción de
Con todo, existen bastantes componentes de la enciclopedia que la hacen útil incluso hoy en día, a veces, precisamente por haberse mantenido inalterable durante un siglo. En este sentido, se alude a menudo a las fotografías que permiten conocer edificios, monumentos y conjuntos urbanos actualmente desaparecidos. Algo parecido ocurre con los planos de las ciudades, que permiten conocer lugares ahora muy cambiados.
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la voz a otras lenguas. La segunda parte es enciclopédica y en ella se desarrolla el concepto. De los otros dos diccionarios tan sólo cabe señalar que elaboran inicialmente una definición a la que siguen unos breves contenidos que en el Diccionario Akal se van intercalando con los comentarios ideológicos del autor. En todos los casos, no obstante, la definición inicial es el principio al que sigue el desarrollo de los artículos cuya extensión varía desde la Britannica, para la que se convierte en uno de sus rasgos característicos por la amplitud, hasta el Breve diccionario de filosofía que, respondiendo al título, sintetiza al máximo sus contenidos. ANÁLISIS DE LAS DEFINICIONES
Después de estudiados los términos, de las definiciones se puede concluir una coincidencia generalizada de todas las fuentes en fundamentalmente dos aspectos. No obstante, es necesario advertir previamente que la Britannica y el Diccionario de filosofía, no incluyen el término”historia” como entrada, si bien en el primer caso es posible inferir de los restantes vocablos descritos que contienen una idea sobre aquél. Partiendo de la definición de L’Encyclopédie, es posible entresacar dos referentes: por un lado “le récit” y, por otro, “faits donnés pour vrais”. Se identifican estos dos elementos en las restantes definiciones, aunque más elaborados en su redacción. En todas aparecen los términos “narración” , “exposición” y “descripción”, en el Espasa; y “human activities”, “human activity”12, “acontecimientos pasados y memorables”, “relación de los sucesos públicos y políticos de los pueblos”, “sucesos, hechos o manifestaciones de la actividad humana de cualquier otra clase”13, “acontecimientos del pasado relativos al hombre y a las sociedades humanas”14, “relato de hechos en forma ordenada”15, “acontecer universal que abarca a todos los hombres” y “acontecimientos pasados”16. Otros tres aspectos destacan en cuanto a las definiciones. Citamos en primer lugar aquello que es recurrente en el Espasa y en la Larousse y se refiere al ámbito de actuación de la historia, a las disciplinas que comprende y a sus propias características. En el Espasa se procede mediante el doble procedimiento de la negación: “La historia no es, pues, propiamente una ciencia ó una filosofía”, la afirmación: “su dominio es lo individual y real”, y, nuevamente, negación: “no lo general como la filosofía”. Mientras la La12 13 14 15 16
The New Encyclopaedia Britannica Espasa. Larousse Ferrater Mora, Breve diccionario de filosofía.
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rousse plantea una hipótesis en la que se establecería que la historia debe ser “universal”, “general” y “total”, para rechazarla acto seguido y aproximarse a la anterior en su concepto: “…la historia sólo puede aspirar a reunir alguno de estos caracteres de totalidad…” Los otros dos puntos a los que se ha hecho alusión son la consideración de la Britannica en cuanto a que la propia historia es una actividad humana natural e inevitable; y una adición, en el Diccionario de Ferrater Mora, con respecto a la metodología, según el significado original del vocablo en griego: “conocimiento adquirido mediante investigación”, “información adquirida mediante búsqueda”. Para terminar este apartado de las definiciones, queda indicar únicamente que el comportamiento general en cuanto a su elaboración consiste en partir de una breve descripción inicial del significado del término, a la que se van añadiendo matices o reenfocando desde distintos puntos de vista conforme avanza la exposición. DESARROLLO DE CONCEPTOS, PRESENCIA DE DESCRIPCIONES Y CONTENIDOS COINCIDENTES
En cuanto al procedimiento de desarrollo de los artículos y la coincidencia de contenidos incluidos en los conceptos de “historia” o “historiografía”, es posible reconocer y determinar los puntos comunes entre las fuentes seleccionadas. No se trata de una concurrencia exhaustiva de nociones, sino, más bien, de aspectos determinados que se adoptan como criterios en varias de ellas, de juicios concordantes, pautas de clasificación similares, etc. El establecimiento del objeto de estudio considerado propio de la historia es uno de los puntos recurrentes en todas las obras, pues aparece en las definiciones generales del concepto, en las de las disciplinas auxiliares descritas y en los contenidos de las variantes de la actividad historiográfica de los períodos históricos que son acotados. Es necesario subrayar la importancia que tanto la Britannica como el Espasa atribuyen a las materias complementarias de la historiografía, dada la extensión que ocupa su relación y definición en ambas fuentes, siendo considerablemente superior el número de ellas que figura en la española, veintitrés, frente a las nueve de la inglesa. Un segundo elemento que aparece en las cuatro enciclopedias es el del origen y evolución de la actividad historiográfica al hilo de la sucesiva hegemonía de diferentes civilizaciones, estableciendo las aportaciones de cada una a los avances de la materia y señalando un punto de inflexión definitivo en la aparición de la escritura. Una mínima referencia a ese proceso evolutivo en sí se encuentra en el Diccionario Akal, aunque con una extensión y aporte informativo casi insignificante y no comparable al de las anteriores;
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mientras que en el Diccionario de Ferrater Mora se cita el origen semántico del término para los griegos y la concepción de Francis Bacon como determinante de los posteriores planteamientos conceptuales, sin detenerse en su transformación. Otra constante, aunque en este caso hay que excluir al Espasa, es la presentación de las variantes de la historia atendiendo a los períodos de la evolución de la humanidad en que se centra, coincidiendo también todas en su clasificación de acuerdo a las siguientes denominaciones: “l’histoire ancienne”, “l’histoire du moyen âge” y “l’histoire moderne”17; “historia antigua” e “historia medieval y épocas moderna y contemporánea”18; “prehistoria de la historia (a veces se usa un término intermedio protohistoria) […] una historia antigua (la que abarca desde los orígenes hasta la caída del Imperio romano, en el s. V d. J.C.), una historia medieval (del s. V a fines del s. XV), una historia moderna (ss. XVI-XVIII) y una historia contemporánea (ss. XIX y XX). A veces se habla incluso de una historia reciente […]”19. El rigor y la credibilidad como criterios para la selección o no de las fuentes, así como los procedimientos aplicados a la historia en cuanto que materia de estudio se aducen en la Enciclopedia francesa, en la Britannica y en el Espasa. A los dos primeros de estos aspectos, les concede fundamental importancia L’Encyclopédie que, además, excluye casi por completo aquellas fuentes que no sean escritas. Asimismo, dedica atención a matices que no aparecen en las otras obras, como son la labor del historiador y del hombre que pretende ser instruido, el diferente tratamiento que debe aplicarse al estudio de la propia historia o de países ajenos y a lo que podría denominarse el cariz ético de la actividad historiográfica. En este sentido señala muy claramente la responsabilidad del cronista en la selección de los contenidos y su criterio de discernimiento sobre la constatación de sucesos o informaciones que puedan perjudicar a los gobernantes o afectar al bien común de la nación. Afirmaciones absolutamente contradictorias con otros ejemplos, dentro del mismo artículo, en los que reclama la obligación de veracidad a otros colaboradores de la propia Enciclopedia con cuyas afirmaciones dice abiertamente no estar de acuerdo. En cuanto a las cuestiones metodológicas, en las tres obras de mayor envergadura, L’Encyclopédie, la Britannica y el Espasa, se describe el proceso de estudio de la historia, los diferentes enfoques sobre la materia y los procesos analíticos seguidos. Su forma y estilo son descritos en la primera, mientras que en las dos restantes, además, se incardinan en este punto las aportaciones debidas a las disciplinas auxiliares. 17 18 19
Enciclopedia francesa. Enciclopedia Britannica. Larousse.
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Resta indicar aquí una presencia de bibliografía brevemente comentada y clasificada al final de los artículos de la Britannica, el Espasa y el Diccionario de Ferrater Mora, y que es este último el único de los textos que selecciona y ordena los contenidos de su entrada de acuerdo con su, casi exhaustiva, propuesta de caracterización y enumeración de las escuelas filosóficas. REGISTRO DE LAS VARIANTES DEL TÉRMINO “HISTORIA”
La aparición de las variantes del término “historia” y las derivaciones o sus aplicaciones a otras disciplinas quedan representadas en la tabla que sigue. El uso de las voces “historia” e “historiografía” se atribuye tanto a diferenciaciones de carácter temático y cronológico como a la aplicación del método en otras materias y en cuanto que origen de derivaciones dentro del mismo campo semántico. ENTRADAS Historia Historicidad Historismo Histórico
Historiógrafo Historiografía Historiado
Historiográfico Historiología Historiador
Historicismo Historiosofía Historiar
SEGÚN CRITERIO CRONOLÓGICO Prehistoria
Protohistoria
Historia antigua
Historia medieval
l'histoire ancienne
l'histoire du moyen âge
l'histoire moderne
Historia bizantina
Historia musulmana
Historia del Renacimiento
Historia moderna
Historia en el s. de las luces
Historia contemporánea
Historia reciente
SEGÚN EL OBJETO DE ESTUDIO Historia natural
Historia humana
Historia universal
Historia general
Historia eclesiástica
Historia sagrada
Historia de las ideas o del espíritu
Historia nacional
Historia local
Historia militar
Historia política
Historia de la cultura
Historia económica
Historia social
Historia científica
Historia académica
Historia econométrica
Historiografía marxista
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APLICACIÓN DEL TÉRMINO A OTRAS MATERIAS l'histoire des opinions
l'histoire des Arts
l'histoire naturelle, impropement dite histoire
Historia de la filosofía
Filosofía de la historia
Pintura de historia
l'histoire des événemens se divise en sacrée & profane
ESTRUCTURACIÓN TAXONÓMICA DE LOS CONTENIDOS Y CRITERIOS APLICADOS PARA SU ESTABLECIMIENTO
No todas las obras presentan una organización clasificatoria de los contenidos de aplicación a la estructura global del artículo, si bien es posible identificar algunos criterios taxonómicos en todas ellas referidos a unos u otros de los aspectos analizados. Las dos obras de alto rigor taxonómico, ya se ha dicho, son la Encyclopædia Britannica y el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora. A medio camino se encuentran la Larousse y el Espasa; y, en último término, la Enciclopedia francesa. Los criterios utilizados, sin embargo, sí que son comunes a casi todas ellas. Los más frecuentes son las materias objeto de estudio de la historia, las acotaciones de orden cronológico que dan lugar a las diferentes disciplinas variantes de la historiografía o complementarias de ésta y los procedimientos metodológicos utilizados. Como excepción, figura el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora cuya aplicación exhaustiva de una bien sistematizada clasificación hace ineludible su cita individualizada. Dicha excepcionalidad reside en ser la fuente que toma como único criterio general de clasificación la caracterización definitoria de las diferentes escuelas filosóficas, dentro de las cuales utiliza con el mismo rigor las pautas estructurantes que considera pueden propiciar nuevas taxonomías secundarias dentro de los grupos predefinidos. RELACIÓN DE AUTORES INVENTARIADOS EN LAS FUENTES
En lo que sigue incluimos asimismo la relación de autores recogidos en las fuentes según orden alfabético y en razón de su aparición reiterada en todas ellas: Abarca, Abenjaldún, Georges Acropolites, Herbert Baxter Adams, Baha ad-Din, Alfonso el Sabio, Amiano Marcelino, André Duchesne, Apiano, Comnena, Argensola, Aristóteles, At-Tabari, Aubrey, Auquetil, Avesbury, Ayala, Bacon, Baha, Barbaro, Barnes, Baronio, Baudouin, Baxter, Beard, Beauvais, Beda, Berlin, Biondo, Bishop, Blanc, Blanqui, Bloch, Bodin, Boileau, Bolland, Bonald, Bossuet, Brady, Brieuni, Bruni, Buchardi, Budé, Bur-
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ckhardt, Cabrera, Caesar, Calcondylas, Calvin, Candem, Cantú, Cardinal, Carlyle, Casas, Casaubon, Casio, Caspar Cassirer, Castillo, Celtis, César, Ch’ien, Chalcocondyles, Chih-chi, Choniates, Cicero, Cieza, Collingwood, Compagni, Comte, Conde, Condorcet, Conrad, Conradus, Córdoba, Cortés, Cristobulos, Croce, Curcio, Curtius, d’Alembert, d’Halycarnasse, Daniel, Danto, Davis, Denys, Descartes, Desclot, Diaconus, Díaz, Dilthey, Diodoro, Diógenes, Dión, Dionisio, Dlugosz, Donoso, Dray, Duchesne, Duclos, Dugdale, Dumoulin, Duncker, Einhard, Einhardo, Engels, Ermolao, Étienne, Eusebius, Eutropio, Exiguus, Febvre, Fernández, Fichte, Flavio, Fleury, Floro, Fogel, Francesco, Francis, François, Frederick, Freisinga, Fréret, Friedrich, Froissart, Gabriel, Gardiner, Geoffrey, Giannone, Gibbon, Giesebrecht, Giovagnoli, Giustiniani, Gobineau, Gomara, Grote, Grotius, Guicciardini, Guizot, Halicarnaso, Hamilton, Haskins, Hauser, Hecateus, Hegel, Heidegger, Hempel, Herbert, Herculano, Herder, Heren, Herodoto, Herrera, Homer, Hoveden, Hugo, Hume, Hurtado, Imbros, Inca Gracilaso, Irving, Isocrates, Jackson, Jacques-Bènigne, Jaurés, Jenofonte, Jerome, Joinville, Joveyni, Josefo, Jules, Jurieu, Keynes, Khaldun, Klages, Kuang, Labrousse, Laercio, Lamartine, Langlois, Laonicos, Leibniz, León, Leonardo, LeroyLadurie, Lessing, Levi-Strauss, Liu, López, Lorenzo Valla, Luther, Mabillon, Mably, Macaulay, Madox, Maestre, Mandelbaum, Mannheim, Maquiavelo, Marcelino, Margarit, Mariana, Martins, Marx, Matthew, Mauro, Máximo, Meinecke, Melanchton, Melo, Mendoza, Michelet, Mignet, Miletus, Mommsen, Moncada, Monmouth, Monod, Montesquieu, Mosheim, Müller, Münster, Muntaner, Muratoti, Natal, Nepote, Newburgh, Nicetas, Niebuhr, Nietzsche, Nithard, Oliveira, Ortega y Gasset, Osorio, Otón, Otto, Panium, Papebroch, Paris, Parker, Pasquier, Patérculo, Pérez del Pulgar, Peucer, Pirenne, Plutarco, Polibio, Politian, Pompeyo, Popper, Prescott.
HISTORIA, MEMORIA Y TIEMPO ESTHER ZARZO INTRODUCCIÓN. PROBLEMAS HISTORIOLÓGICOS E HISTORIOGRÁFICOS FUNDAMENTALES
La pregunta por el método en Historia es crucial, sobre todo desde el momento en que, superado el cientificismo metodológico del positivismo, se reconoce la mutua determinación del objeto y el método como característica definitoria de las ciencias humanas. La techne histórica debe dar respuesta a una serie de problemáticas fundamentales de orden ontológico, gnoseológico, epistemológico y axiológico1. ¿Cuál es la naturaleza de lo histórico?, ¿es el pasado un objeto sustantivo o un constructo siempre contemporáneo?, ¿cómo se relacionan las tres dimensiones clásicas del tiempo?, ¿existe algún tipo de motor o finalidad que guie el devenir histórico?, ¿es posible esbozar una forma meta-histórica de tal desenvolvimiento, lineal, cíclica o en espiral, que dé sentido y significado al discurso intrahistórico?, ¿existe un sujeto de la historia, ya sea individual o colectivo? son sólo algunos de los interrogantes ontológicos. Asimismo, se ha considerado imprescindible explicitar los elementos del vínculo gnoseológico característico del conocimiento histórico: ¿se trata de una relación entre un sujeto y un objeto, o sólo entre sujetos?; ¿cuál es el estatuto epistemológico de la ciencia histórica y cuáles sus relaciones disciplinarias? Este último problema exige a su vez definir la naturaleza y el alcance de la explicación histórica en relación con la narratividad, la comprensión y la causalidad a fin de esclarecer los modos de categorización, conceptualización, objetividad y validación que ofrece. Finalmente, la propia metodología de la investigación debe justificar la elección de objetos, teorías, conceptos, enfoques, planteamientos y modalidades de escritura. Debe además clarificar la función social desempeñada tanto por el historiador en particular como por la disciplina histórica en general, lo que conduce 1
José Ferrater Mora, Diccionario de Filosofía, Tomo II, rev. Josep-Maria Terricabras, Barcelona, Ariel, 2001. Véanse las entradas de “Historia”, “Historiografía”, “Historiología” e “Historiosofía”.
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a la cuestión axiológica, al criterio de selección de los contenidos que forman parte del trazado histórico, y a la naturaleza práctica o teórica de tales valores2. Es un hecho que la aceleración del cambio social, tecnológico y económico característico de nuestra época ha alterado la experiencia temporal, modificando sustancialmente la representación del tiempo, con graves efectos desintegradores para las ciencias humanas3. Se hace necesario retomar las preguntas fundamentales arriba enunciadas y darles respuesta en función de una diferencia propia que parece cifrarse en la novedad y la impredecibilidad del futuro. Un repaso general de las líneas de investigación historiológica actuales deja patente que dicha tarea ya se está realizando4. Entre los núcleos de interés destacan la cuestión de la novedad, el acontecimiento y el tratamiento del cambio en el proceso histórico. También toma fuerza la consideración poética de la Historia, lo que centra el debate en el par Historia y narratividad y el valor epistemológico del relato. Un tercer punto de interés es la relación entre Naturaleza e Historia. Dada la disponibilidad técnica de la vida física y biológica se hace indispensable definir políticas guiadas no tanto por la razón económica como por una razón ecológica responsable. Todo ello en un contexto en el cual la realidad efectiva del relativismo cultural y de las formas de racionalidad problematiza la propia posibilidad de comprensión histórica. Mención aparte merece el problema de la determinación del tiempo, tanto del concepto de futuro y su relación temporal con el presente y el pasado; como del tiempo presente y su estatus ontológico. Respecto de la primera cuestión, es sabido que la caída del paradigma del progreso y el desarrollismo ha modificado la percepción del tiempo futuro, el cual ha pasado de ser considerado la dimensión teleológica del tiempo y guía de la acción presente apoyada en el pasado, a ser interpretado como un espacio de incertidumbre inasimilable y, en consecuencia, paralizante. De manera semejante, dada la pluralidad y transitoriedad de los cambios, fácilmente se desliza la falacia según la cual existe la misma variedad de tiempos y objetos históricos. Se fomenta así una especialización historiográfica en progresión exponencial tan acusada e indiscriminada que, en lugar de ampliar el ámbito de conocimiento, favorece su disgregación.
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Heinrich Rickert, Introducción a los problemas de la filosofía de la historia, trad. de Walter Liebling, Buenos Aires, Nova, 1961. Víctor Massuh, La flecha del tiempo, Barcelona, Edhasa, 1990. Azafea. Revista de Filosofía. Perspectivas actuales de la filosofía de la historia, Salamanca, Universidad, Vol. 13, 2011.
Historia, memoria y tiempo
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En este sentido es importante destacar cómo el uso del pasado por parte de los medios de comunicación afecta a su experiencia. La explotación mediática, a-histórica y reiterativa característica de la mercantilización favorece una experiencia artificial del pasado como simple anacronismo descontextualizado. Consecuentemente, la distancia necesaria para la experiencia de la profundidad temporal se reduce, dándose un “amontonamiento del presente”5, el cual, por falta de referencia a algún tipo de totalidad, resulta asignificante. Sin un antes ni un después, la experiencia dialéctica de la continuidad del tiempo histórico, descontextualizada y sin proyecto, tiende a la desintegración. Por otra parte, también es bien conocido el intento de hacer una Historia del tiempo presente6, no una historia de la actualidad, sino una historia de los procedimientos que han conducido al estado actual de cosas, principalmente a los momentos de cambio histórico-político, sea cual sea la distancia del periodo considerado. La peculiaridad metodológica de este tipo de historia radica en la coexistencia de fuentes documentales con la memoria viva. Las fuentes, los testimonios, incluido el historiador se encuentran en pleno desarrollo del proceso histórico. Es por esto que la Historia del tiempo presente se enfrenta a un campo de trabajo ecléctico, poblado por temporalidades irreductibles, que obliga al diálogo constante con las ciencias sociales. En síntesis, ya se defina el futuro como una dimensión incognoscible y totalmente alejada de un presente extendido, ya como un estrato superpuesto sobre un presente contraído por el efecto de la aceleración, el desenlace es la inhibición de la acción. Un resultado que invita a sospechar de la multiplicación indiscriminada de objetos históricos, quizás no relacionada con la dinámica interna de ampliación disciplinaria, sino con intereses políticos, siendo un caso de manipulación que, con apariencia de reactivo identitario, impone la uniformidad de conciencia, no por censura sino por saturación. La pluralización de objetos al estilo de Funes el memorioso borgiano7 dificulta, y en muchos casos anula, la abstracción y con ella la visión global; así como la superposición de interpretaciones confunde las presencias y relativiza los objetos en un giro más propio de un arte del olvido que de la historiografía8. En cualquier caso, y aun aceptando la irreductibilidad de las representaciones de pasado, presente y futuro, el proceso globalizador obliga a pensar5
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Manuel Cruz (comp.), Hacia dónde va el pasado. El porvenir de la memoria en el mundo contemporáneo, Barcelona, Paidós, 2002; Adiós, historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual, Oviedo, Nobel, 2012. Enrique Cantera Montenegro (Coord.), Josefina Martínez Álvarez, María Dolores Ramos Medina, Florentina Vidal Galache, Tendencias historiográficas actuales. Historia Medieval, Moderna y Contemporánea, Madrid, Ramón Areces, 2012, pp. 395-402. Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”, en Artificios, Madrid, Alianza, 1994. Véase, Harald Weinrich, Leteo. Arte y crítica del olvido, trad. de Carlos Fortea, Madrid, Siruela, 1999.
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las de manera diferencial y comparativa a fin de establecer proyectos comunes. La dificultad radica en la contradicción interna de dicho proceso, en esencia un proceso de internacionalización financiera que exige simultáneamente relaciones de carácter global y desigualdad estructural. Es indispensable diseñar una estrategia capaz de hacer frente a esta bipolaridad esencial de la Globalización económica, y superar sus efectos desintegradores9. Se hace necesario entonces articular un espacio reflexivo común en el cual sea posible atender a la pluralidad del proceso de cambio que nos ocupa en la actualidad10. Con el propósito de contribuir a ese proyecto, esta investigación se centra en una de las dimensiones del problema del tiempo, la relación entre memoria e Historia, una relación que abordaremos desde un enfoque metafísico. A nuestro juicio, y como ya explicitó Rickert11, uno de los problemas fundamentales del conocimiento histórico, si no el fundamental, radica en el supuesto de una metafísica dualista que define el acontecimiento histórico como realidad de segundo orden, como apariencia superficial de un ser metafísico real e intemporal. Lo temporal en el mundo no debe ser rebajado en su realidad por ninguna metafísica si es que ha de haber no solamente ciencia histórica empírica, sino también filosofía de la historia, y con ello se torna absolutamente problemática la idea de una metafísica de la historia, al menos en cuanto se mueva dentro de uno de los caminos tradicionales. Pero podríamos preguntar todavía finalmente: ¿No sería quizá posible entonces atribuir a lo temporal también una realidad metafísica? ¿Es imprescindible concebir la realidad trascendente como intemporal (si es que siquiera ha de ser concebida)? Aquí parecería abrirse, efectivamente, todavía un último camino por el cual puedan unirse la filosofía de la historia y la metafísica12.
Sucede que éste es el camino recorrido por Eduardo Nicol en Historicismo y Existencialismo13, donde trata de establecer esta ontología de lo temporal, a través de una revolución teórica en el tratamiento del conocimiento histórico. Una revolución, no al estilo moderno, en tanto ruptura con el pasa-
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Hispanogalia. Revista hispanofrancesa de Pensamiento, Literatura y Arte, II, Embajada de España en Francia, Consejería de Educación, 2005-2006. Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, trad. de Silvia Fehrmann, México, FCE, 2002. Heinrich Rickert, “Historia y metafísica”, Ob. cit., pp. 146 y ss. Heinrich Rickert, “Historia y metafísica”, Ob. cit., p. 155. Eduardo Nicol, Historicismo y Existencialismo. La temporalidad del ser y la razón, Madrid, Tecnos, 1960.
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do e instauración de novedad14, sino en tanto sutura con él a través de su balance crítico, actualización y proyección15. En este sentido, la crítica establece la continuidad histórica del pensamiento, y recupera con el pasado la filosofía misma. Brevemente, tras un minucioso análisis de la metodología histórica tradicional, Nicol concluye que la situación actual del pensamiento histórico es la consecuencia lógica de una operación teórica ejecutada por la metafísica eleática: la sustanciación del ser. Una operación con el objetivo explícito de esquivar la fugacidad temporal del ser, y motivada por un error metodológico básico consistente en la interpretación del fenómeno sobre la dicotomía entre ser y devenir. Premisa de la que se deduce necesariamente la incognoscibilidad del devenir por su naturaleza temporal. Según Nicol éste es el supuesto metafísico latente a la filosofía sustantiva de la historia en la cual los acontecimientos sólo adquieren significado histórico en tanto fragmentos de una totalidad a-histórica. Si bien es cierto que el historicismo contribuyó a la comprensión del pasado, también lo es que dejó sin respuesta el sentido del porvenir, cuestión que sí solventa el existencialismo pero no en el plano histórico sino en el antropológico. Sobre estas consideraciones, Nicol propone definir una Razón realmente histórica, que asuma la ontología de la temporalidad. Ahora bien, la Historia no puede determinar los principios de la historicidad porque es una ciencia particular del espíritu. El ser histórico debe ser determinado en tanto que ser, o lo que es lo mismo, la teoría del conocimiento histórico exige una teoría del ser del hombre que le reconozca como ser histórico de la expresión, en tanto autor y actor de la historia16. Sobre esta base la teoría del conocimiento no puede establecerse en términos de sujeto frente a objeto sino en términos de sujeto, objeto y sujeto de nuevo, ya que el hombre en tanto ser de la expresión supone un interlocutor, y ambos a su vez a la comunidad histórica, esto es, la temporalidad del ser. La teoría del conocimiento va unida a la teoría de la comunidad histórica y ésta a la metafísica de la expresión17. La historia se entendería fenomenológicamente en tanto expresión y en tanto poética. En tanto expresión por cuanto es exposición del ser del hombre en el tiempo, del desarrollo de la acción humana individual y colectiva. Y en cuanto poética por ser la forma de conocimiento que otorga significado a los acontecimientos al darles organización18. En consecuencia, el método de la razón histórica no puede operar sobre dicotomías a-históricas, sino que debe 14
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Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, trad. de Norberto Smilg, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 67 y ss. Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, México, FCE, 1982, p. 21. Eduardo Nicol, La idea del hombre, México, FCE, 1977. Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión, FCE, México, 1989. Eduardo Nicol, Critica de la razón simbólica, Ob. cit., p. 43.
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contemplar los sistemas filosóficos de forma relacional como momentos de un proceso histórico continuo. No rige el criterio de verdad de la razón teórica, sino la hermenéutica de la razón histórica. La expresividad así entendida no es relatividad, pues mientras esta última connota la ruptura de la continuidad y cancelación del pasado; la hermenéutica y la expresividad son semánticas, sintácticas e históricas. Dicho lo anterior, plantearemos un análisis de las relaciones entre Historia y memoria en la modernidad a través de la metodología de la Razón histórica. La investigación desvelará una complementariedad sistémica entre la ontología de lo temporal de Nicol y el narrativismo pragmático de filiación aristotélica desarrollado por Paul Ricoeur. Bajo nuestro criterio, la confluencia de ambos sistemas esboza una metodología historiográfica con numerosos constructos teóricos y herramientas analíticas susceptibles de ser implementados tanto en una fundamentación crítica de la teoría historiográfica como en una conceptualización del oficio del historiador en la actualidad. DEBATE MODERNO EN TORNO A LA RELACIÓN ENTRE HISTORIA Y MEMORIA
Desde los orígenes de la cultura occidental, memoria e Historia han sido consideradas las dos grandes instancias dedicadas a la representación del pasado, motivo por el cual siempre han mantenido una relación compleja con distintos grados y modalidades de jerarquización. No obstante, en el debate moderno, centrado en su relación epistemológica, es posible discernir dos posturas principales: la denominada tesis ilustrada, que aboga por la escisión entre ellas, y la tesis clásica que defiende su continuidad19. 1. Discontinuidad entre Historia y memoria Es bien conocido que la ordenación enciclopedista del saber, apoyada en la clasificación genética de las ciencias elaborada por Bacon20, redefinió el espacio epistemológico y disciplinario de la Historia como ciencia moderna al desplazarla desde el ámbito de Les Belles Letres, el testimonio, la tradición, el pre-juicio y la memoria colectiva al de la racionalidad científicometodológica y desinteresada21. La historia del hombre, antes Magistra vitae22 transdisciplinar, fue reubicada bajo el rótulo de Historia natural, las
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María Inés Mudrovcic, Historia, narración y memoria, Madrid, Akal, 2005. Francis Bacon, Novum organum, trad. Clemente Fernando Almori, Buenos Aires, Losada, 2003. María Inés Mudrovcic, Voltaire, el Iluminismo y la Historia, Buenos Aires, FUNDEC, 1996. Cicerón, El orador, trad. de Antonio Tovar y Aurelio R. Bujaldon, Barcelona, Alma Mater, 1967, (II, c. 9, 36 y c. 12, 51).
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actividades artísticas clasificadas como Usos de la naturaleza, y el producto del espíritu equiparado a objeto natural. Esta trasposición injustificada de la metodológica empírico-naturalista al proceso histórico permitía escindir al historiador, sujeto con valores éticopolíticos, de su objeto, el texto histórico, y salvaguardar con ello la validez del documento en virtud de una correspondencia directa con su referente objetivo. En este contexto enciclopedista, la historiografía consiste en describir genéticamente el hecho histórico, lo cual excluye de la Historia la procesualidad temporal característica de las acciones humanas y su duración narrativamente significativa. La Historia no se escribe desde el pasado en continuidad con la memoria, sino desde y hacia el progreso futuro. La enseñanza histórica ya no consiste en ofrecer ejemplos político-didácticos, sino en animar la creación autónoma y la efectividad científica. La cuestión es que, esta reforma disciplinaria tomaba como referente la clasificación proyectada por Bacon, quien circunscribe su clasificación al mundo natural. Bacon, sin cuestionar el orden histórico-retórico, ofreció una ordenación de las ciencias en función de las facultades anímicas útil para su invención genética, y por tanto, totalmente inadecuada para analizar su desarrollo histórico23. Es por ello que la extrapolación del sistema genético a la Historia la deja sin fundamento, pues en este sistema el relato historiográfico es meramente probable. Tal como queda reflejado en la Encyclopedié24, la única historia con algún valor es la Filosofía de la Historia: la Historia del Espíritu o del progreso natural de la Razón. Se hace evidente que, el resultado del enciclopedismo fue dejar sin asidero tanto a la memoria como a la Historia. No obstante, entre 1890-1925, al calor de la Gran Guerra, la historiografía mostró un nuevo interés hacia la memoria, ya no como antagonista, sino como objeto propio de estudio y medio de recuperación de experiencias históricas e identidades marginales, lo cual exigía resolver una serie de aporías fundamentales. Efectivamente, la objetualización historiográfica de la memoria plantea dificultades desde su misma definición como experiencia. Si bien es cierto que en tanto memoria individual, privada e interna parece depender de la fenomenología de la conciencia subjetiva; su proyección pública demanda una sociología de la memoria. La profundización en esta primera aporía conduce a una segunda consistente en la relación entre la memoria y la cons23
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Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, trad. de Carlos Andrés, ed. de J. García Gabaldón, S. Navarro Pastor y C. Valcárcel Rivera, dir. P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum Mayor, 1997-2002, 6 vols. Véase la crítica realizada por Juan Andrés al orden enciclopedista, Vol. I, “Prefación del autor”, p. 9 y ss. Jean Le Rond d’Alembert, Discurso preliminar de la Enciclopedia, trad. de Consuelo Bergés, Madrid, Sarpe, 1985.
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trucción de la identidad tanto individual como colectiva. Finalmente, una tercera controversia se manifiesta al tratar de determinar el vínculo entre la memoria y la imaginación, ambas facultades dedicadas a la representación de lo ausente, incluido el pasado, y cuya confusión pone en duda la fidelidad de la memoria y su pretendida contribución epistemológica a una ciencia histórica regida por el valor de verdad25. Maurice Halbwachs, pionero en el estudio sociológico de la memoria dentro de la tesis ilustrada, ya en 1925 aborda la primera de las aporías y funda el concepto moderno de “memoria colectiva”26 en el marco teórico del monismo leibnitziano y el objetivismo funcionalista. Halbwachs, siguiendo muy de cerca los análisis de la memoria de Bergson27 y Durkheim28, define un concepto de memoria colectiva en continuidad con la memoria individual sobre la base de la articulación social29. Según Halbwachs, tanto la memoria colectiva de acontecimientos no experimentados directamente, como la memoria autobiográfica compuesta por experiencias personales están mediatizadas por la comunicación social. Prueba de ello es que la considerada memoria individual integra recuerdos de otros sujetos, aunque sea de aquellos más allegados. Este marco social, compuesto por elementos generales (lenguaje, espacio y tiempo), y particulares (familia, religión y clase), es lo que posibilita la rememoración tanto individual como colectiva. La memoria colectiva se define así como una construcción social, selectiva y significativa de la experiencia vivida en común que reafirma la continuidad de un grupo espacio-temporalmente determinado y limitado, enfatizando las similitudes con su pasado, ya sea vivido o evocado. Cada grupo posee su propia duración, indisolublemente individual y colectiva. Por el contrario, la Historia se define como un campo de conocimiento especializado y profesionalizado dedicado a reconstruir el pasado resaltando su diferencia respecto del presente. La Historia queda escindida de la vida práctica, y la función de guía de la acción recae en la memoria colectiva, garante del ejercicio conmemorativo y del vínculo social30. En este argumento, el olvido, ahora también individual y colectivo, conduce a la desintegración social. Un olvido que sería el resultado de la falta de transmisión de la experiencia co25
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Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, trad. de Agustín Neira, Buenos Aires, FCE, 2004. Maurice Halbwachs, La memoria colectiva, trad. de Inés Sancho-Arroyo, Zaragoza, Prensas Universitarias, 2004. Henri Bergson, Materia y memoria, trad. de Pablo Ires, Buenos Aires, Cactus, 2007. Emile Durkheim, La división del trabajo social, trad. de Carlos G. Posada, Madrid, Akal, 1982. Maurice Halbwachs, Los marcos sociales de la memoria, trad. de Manuel Antonio Baeza y Michel Mujica, Barcelona, Anthropos, 2004. Maurice Halbwachs, Topographie légendaire des évangiles en Terre Sainte. Étude de mémoire collective, Paris, Presses universitaires, 1971.
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lectiva, ya sea por negativa consciente de la comunidad ya por una imposibilidad efectiva. Lo que nos devuelve al principio de selección y de descripción del pasado. Y es que Halbwachs no solventa el problema, únicamente lo desplaza desde el ámbito de la memoria individual a la memoria colectiva, dejando abierta la cuestión sobre los usos del pasado, los usos políticos de la memoria y su manipulación. La Escuela de los Annales, pese a la variedad de generaciones, mantendrá en lo esencial esta escisión entre memoria e Historia. La Historia es un conocimiento científico de carácter interdisciplinar que recurre a las metodologías propias de las ciencias sociales a fin de articular, ya no una Historiarelato que explique las relaciones entre los hombres, sino la Historia social en su totalidad, la Historia-problema. Todos los aspectos culturales y sociales del ser humano son ahora objeto de estudio histórico, ya no hay selección. Si bien es cierto que la escuela de los Annales cuestionó tanto la concepción positivista del hecho histórico, événementielle, como el concepto lineal de tiempo en favor de la diversidad socio-histórica de larga duración, basada en estructuras generales y en las relaciones entre historia y geografía; también lo es que carecía de fundamento teórico a la hora de cohesionar las distintas dimensiones de la sociedad, lo cual comprometía la aspiración a la totalidad31, y explica sus varias revisiones generacionales. En la segunda etapa de los Annales32, la metodología historiográfica adoptó procedimientos propios de la antropología cultural y simbólica, y terminó por diversificarse en vertientes técnicas del tipo estadístico y estructuralista33 con la denominada Historia de las mentalidades. La Historia fue absorbida por el aparato metodológico de la teoría económica convencional, y las técnicas propiamente históricas quedaron para tareas de recogida y análisis de datos. Una metodología que se reveló incapaz de explicar actos colectivos, inclusive aquellos de naturaleza económica. En la tercera generación se explicitan las consecuencias del argumento fundacional. Si todo fenómeno cultural es objeto histórico, los campos de estudio se multiplican hasta provocar el denominado “desmigajamiento” de 31 32
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Joseph Fontana, Historia. Análisis del pasado y proyecto social, Barcelona, Crítica, 1973. Jacques Le Goff y Pierre Nora (dir.), Hacer la historia, trad. de Jem Cabanes, Barcelona, Laia, 1985. Véanse también de Jacques Le Goff, Pensar la historia. Modernidad, presente y progreso, trad. de Marta Vasallo, Barcelona, Paidós, 2005; El orden de la memoria. El tiempo como imaginario, trad. de Hugo F. Bauzá, Barcelona, Paidós, 1991; así como las entradas “Memoria” e “Historia” preparadas por el mismo autor en Enciclopedia Einaudi, 16 vols., Turín, 1978, vol. I. Véase Georg G. Iggers, La ciencia histórica en el siglo XX. Las tendencias actuales. Una visión panorámica y crítica del debate internacional, trad. de Clemens Beig, Barcelona, Idea Books, 1998. También puede verse Peter Burke (ed.), Formas de hacer historia, trad. de José Luis Gil Aristu, Madrid, Alianza, 1996.
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la Historia34. No obstante, a juicio de Pierre Nora, analista de esta generación, el giro memorialístico operado en los años setenta se diferencia sustancialmente de los anteriores, pues más que el resultado de un trabajo de recuperación de identidades, se manifiesta como la consecuencia de una fragmentación identitaria irreversible. Nora afirma que la sociedad de finales del siglo pasado, caracterizada ya por la aceleración de la experiencia temporal, había relegado la memoria como elemento fundamental de la continuidad social, dejando a la Historia como la única instancia de representación del pasado. El problema radica en que la Historia recupera el pasado de un modo discontinuo, artificial y atomizado a través de los denominados lieux de mémoire35, lugares simbólicos artificialmente construidos, tanto materiales como inmateriales al estilo de los loci memoriae36 de la retórica clásica, con el objetivo específico de reforzar la identidad nacional. La Historia ya no se dedica ni a la representación, ni a la reconstrucción del pasado, sino a su gestión económico-instrumental en el presente a través de los lugares simbólicos. Unos lugares de la memoria que en puridad actúan en su contra, ya que, si bien es cierto que instauran la periodicidad conmemorativa, al estar escindidos del pasado neutralizan la capacidad de hacer frente a los retos del presente y proyectar un futuro, estancando la memoria en el mero presentismo. Memoria e Historia se desligan epistemológicamente. Que la interpretación artificial elaborada por la Historia sea el modo de articular el pasado entraña ya la desconexión de la memoria. Añádase a esto la influencia creciente de corrientes de carácter deconstructivo, la lingüística saussureana, el nuevo historicismo o el realismo figurativo de Hayden White37 y el valor epistémico de la memoria para la Historia queda totalmente cuestionado. Se ha conseguido dar un estatuto científico a la Historia a costa de perder de vista la experiencia humana del tiempo, y con ésta, las relaciones entre memoria e Historia, condenando a ambas instancias a la inoperancia. Esta experiencia de la temporalidad será el objeto de los defensores de la tesis clásica y el narrativismo, a medio camino entre el cientificismo y el ficcionalismo38. El primer paso será dar fundamento ontológico al análisis de lo na-
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François Dosse, La historia en migajas de “Annales” a la “Nueva Historia”, trad. de Francesc Morató i Pastor, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim, Institució Valenciana d’Estudis i Investigació, 1988. Pierre Nora (dir.), Les lieux de mémoire, Paris, Gallimard, 2001. Cicerón, Rhetorica ad Herennium, trad. de Juan Francisco Alcina, Barcelona, Bosch, 1991. Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, trad. de Stella Mastrangelo, México, FCE, 2001; El texto histórico como artefacto literario y otros escritos, trad. de Verónica Tozzi y Nicolás Lavagnino, Barcelona, Paidós, 2003. José Luis Molinuevo, “El discurso estético de la historia”, en La experiencia estética moderna, Madrid, Síntesis, 2002, pp. 239 y ss,
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rrativo a través del concepto de experiencia en tanto relación propia del hombre con el mundo. 2. Continuidad entre Historia y memoria Es bien conocida la crítica de Gadamer a la extrapolación del modelo cognitivo objetivista a las ciencias humanas y en especial a la Historia, dada la pertenencia común a la tradición tanto del interprete como del interpretado. De aquí que su propuesta consista en integrar la memoria y la Historia dentro de una hermenéutica ontológica centrada en explicitar, no tanto el método o el procedimiento de la comprensión correcta, como sus condiciones de posibilidad39. La primera condición para esta hermenéutica ontológica es, según Gadamer, la liberación de la memoria de su versión psicologista y su reconocimiento como rasgo esencial del ser histórico. Gadamer tematiza la experiencia de la tradición en la segunda parte de Verdad y método40, donde plantea que, dada la lingüisticidad del hombre, toda experiencia se realiza siempre en el contexto de una interpretación lingüística e histórica del mundo y hacia un proyecto, es decir, en una memoria hermenéutica que articula narrativamente la experiencia temporal, identificando al sujeto en el ámbito práctico de la acción. Sobre esta hipótesis, la Historia del hombre es la historia de sus efectos, sus realizaciones, lecturas, sentidos y representaciones. Su tarea no es contar la historia, sino comprender cómo está en ella a fin de tomar conciencia práctica de la propia historicidad y la propia finitud. Esta Historia, sin ser progresiva, ni acumulativa, sí es teleológica, ya que su ser consiste en ser narrada en una constante reinterpretación rememorativa. Se articula así un tiempo narrativo heterogéneo, movimiento continuo de la comprensión de la tradición, pero también discontinuo ya que la reinterpretación de los efectos exige una cierta distancia para percibir el propio prejuicio. En el mismo sentido, la verdad histórica no consiste en la correspondencia con los acontecimientos, sino en la experiencia de la transformación de la conciencia a través de la comprensión y el diálogo pasado-presente en la “fusión de horizontes”. Finalmente, la tradición no es un contenido dado, sino una herencia que gracias al esfuerzo rememorativo se constituye en el ser que somos, en la conciencia histórica41. La memoria entonces nunca es individual ni versa simplemente de lo pasado ausente, sino que siempre se da en el círculo herme-
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Hans-Georg Gadamer, El giro hermenéutico, trad. de Arturo Parada, Madrid, Cátedra, 2007. Hans-Georg Gadamer, Verdad y método, 2 vols., trad. de Ana Agud Aparicio y Rafael de Agapito, Salamanca, Sígueme, 2005. Hans-Georg Gadamer, El problema de la conciencia histórica, trad. de Agustín Domingo Moratalla, Madrid, Tecnos, 2007.
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néutico de la tradición heredada y es proyectada hacia el futuro en una Historia efectual42. De este modo, sobre la indisolubilidad de la temporalidad, la historicidad y la finitud, Gadamer consigue restaurar la racionalidad hermenéutica de la memoria neutralizada por la racionalidad científico-técnica. Articula además un concepto de Historia efectual consistente en el trabajo de reelaboración constante del pasado. Dos conceptos íntimamente relacionados en una hermenéutica ontológica dedicada a la elaboración del saber práctico de la experiencia sobre la diferencia entre un antes y un después; entre un “espacio de experiencia”, pasado presente, y un “horizonte de expectativa”, futuro presente, categorías meta-históricas que estructuran la trama del tiempo histórico a corto y medio plazo43. La limitación del conocimiento histórico ya no es obstáculo para alcanzar una visión orgánica del pasado plural, sino la garantía del reconocimiento de la historicidad humana en el diálogo presentepasado. Una historicidad en la que no cabe hablar de horizonte de pasado y horizonte de presente, sino de una fusión de horizontes donde se hereda la tradición conformando el presente. En definitiva, Gadamer explicita las condiciones de la comprensión hermenéutica de la historicidad o de la conciencia de la Historia efectual que desvelan la asimetría esencial respecto a la conciencia histórica. Ahora bien, dado que la historicidad en tanto condición humana es inobjetivable, Gadamer no se detiene en describir la operación historiográfica; reto que sí asume Paul Ricoeur guiado por la convicción de que “la historia es de principio a fin escritura”44. Ricoeur, esquivando tanto al anti-narrativismo francés como a la filosofía analítica inglesa, se propone, desde un enfoque característicamente aristotélico45, reconstruir una epistemología del conocimiento histórico capaz de clarificar las relaciones entre memoria e Historia, o lo que es lo mismo, elucidar la cuestión del tiempo histórico. Una empresa teórica a la que dedica
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Antonio Gómez Ramos, “Continuidad, ruptura y memoria: efectos y desafectos de la Wirkungsgeschichte”, en Juan J. Acero et alii. (eds.), El legado de Gadamer, Granada, Universidad, 2004, pp. 407-421. Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Ob. cit., pp. 333 y ss. Véase también del mismo autor, Los estratos del tiempo. Estudios sobre historia, trad. de Daniel Innerarity, Barcelona, Paidós, 2001. Paul Ricoeur, Memoria, historia, olvido, trad. de Agustín Neira, Buenos Aires, FCE, 2004, p. 53. Aristóteles, Poética, ed. trilingüe por Valentín García Yebra, Madrid, Gredos, 1999.
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numerosos textos, aunque especialmente La memoria, la historia, el olvido46 y Tiempo y narración I47. Es en La memoria, la historia, el olvido donde Ricoeur plantea que gran parte de los problemas epistemológicos y metodológicos de la historiografía derivan de una problematización inadecuada de la experiencia temporal, consecuencia de la falta de definición de los conceptos pragmáticos fundamentales del ámbito de la memoria. Con esta hipótesis de partida, Ricoeur realiza un análisis fenomenológico de la memoria y de la temporalidad a fin de explicitar sus entrecruzamientos con la historiografía, a la que considera ontológicamente inseparable de la narración, por ser ésta la que da continuidad y sentido a la experiencia temporal48. De aquí que el objetivo principal de Tiempo y narración sea dar fundamento ontológico a la narración a través del tiempo y el relato entendidos ambos como categorías fenomenológicas. La estrategia seguida por Ricoeur para solucionar las aporías propias de la objetivación de la memoria pasa por reconstruir una antropología filosófica de carácter hermenéutico49 que, erigida sobre la fenomenología de la intersubjetividad husserliana50, le permita fundamentar el carácter lingüístico, temporal y narrativo de la experiencia humana. Una apuesta en la que recupera varios de los conceptos tratados hasta aquí, desde el concepto de memoria colectiva definido por Halbwachs, hasta el de lieux de mémoire de Nora, aparte de, por supuesto, la historicidad gadameriana. Según la hermenéutica definida por Ricoeur, la auto-comprensión requiere tanto reflexividad como mundaneidad, esto es, reflexionar sobre uno mismo pero también acerca de situaciones en el mundo que incluyen a otros sujetos con sus correspondientes recuerdos. Una doble exigencia que supone el intercambio comunicativo y simbólico y, por tanto, la integración previa de una parte de la historia cultural, sus signos y textos. Se trata de la dialéctica identitaria intrínsecamente temporal entre mismidad e ipseidad. Mientras la mismidad apunta a la unidad sustancial de uno mismo, a la memoria y al pasado; la ipseidad se refiere a la experiencia apresentadora del otro, a la promesa y al futuro. Un intercambio constante que supone el establecimiento 46
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Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Ob. cit. Véase también, La lectura del tiempo pasado: memoria y olvido, trad. de Gabriel Aranzueque, Madrid, Arrecife, 1998. Paul Ricoeur, Tiempo y narración I. Configuración del tiempo en el relato histórico, trad. de Agustín Neira, México, Siglo XXI, 1995; y Tiempo y narración III. El tiempo narrado, trad. de Agustín Neira, México, Siglo XXI, 2009. Luis Verdara Anderson, La producción textual del pasado I. Paul Ricoeur y su teoría de la historia antes de ‘La memoria, la historia, el olvido’, México, ITE, 2004; Paul Ricoeur para historiadores. Un manual de operaciones, México, Plaza y Valdés, 2006. Paul Ricoeur, El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, trad. de Alejandrina Falcón, Buenos Aires, FCE, 2006. Edmund Husserl, “Meditación quinta”, en Meditaciones cartesianas, trad. de José Gaos y Miguel García Baró, México, FCE, 2005.
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de una continuidad narrativa que, aunque parcial y abierta, supera las disyuntivas de las distintas temporalidades internas y externas del yo, y proyecta un horizonte de fidelidad común en el que realizar no sólo la atestación ante sí y ante los otros en el mero reconocimiento sino también la reapropiación éticodiscursiva característica de la promesa51. Sobre estas consideraciones, la primera aporía de la memoria concerniente a su naturaleza individual o colectiva se revela como una falaz petición de principio del idealismo subjetivo que impide arbitrariamente el momento dialéctico entre la reflexividad y la mundaneidad. Es el carácter temporal de la experiencia humana lo que determina el relato histórico, desde dentro en tanto relato, y desde fuera en cuanto representación del pasado. Para resolver la segunda dicotomía relativa a las identidades, Ricoeur hace propio el argumento de Halbwachs para justificar la adscripción coextensiva de actos de conciencia a las entidades colectivas, lo que le permite emplear el concepto de memoria colectiva sin dilucidar su originariedad, y atribuirle continuidad temporal e incluso responsabilidad. De este modo, la memoria queda incardinada en la dialéctica de la conciencia histórica, donde la conciencia colectiva y la individual se interdefinen y se orientan en el tiempo histórico. Un tiempo histórico que Ricoeur estructura también a través de las categorías “espacio de experiencia” y “horizonte de expectativa”, que dan amplitud al tiempo de la memoria y abren el espacio crítico necesario para realizar la operación historiográfica. Por último, la tercera aporía fenomenológica de la memoria referente a su confusión con la facultad de la imaginación es abordada por Ricoeur acudiendo al origen de su problematización: el Teeteto52 de Platón. Tras discernir la problemática de la imagen por un lado, y la del error cognoscitivo por otro, Ricoeur postula que la diferencia cualitativa de la memoriareminiscencia respecto de la imaginación radica en su pretendido acceso veritativo al pasado, además de en su particular aprehensión del tiempo a través de la experiencia de la diferenciación de instancias y el intervalo entre ellas. Definida así la memoria, el testimonio deja de ser considerado un recuerdo individual ficticiamente elaborado, para ser la reconstrucción intersubjetiva de la experiencia de un tiempo pasado con pretensión de fidelidad. En este sentido, pese a que el testimonio no ofrece garantía epistemológica de su correspondencia con lo vivido, sí es un elemento de conocimiento: el elemento que escapa a la representación historiográfica y obliga al análisis indiciario y a la comparación constante no sólo con otros testimonios sino también con el documento en aras del reconocimiento justo del pasado. 51 52
Paul Ricoeur, Sí mismo como otro, trad. de Agustín Neira, Madrid, Siglo XXI, 1996. Platón, Diálogos, vol. V, trad. de Mª Isabel Santa Cruz, Álvaro Vallejo Campos, Néstor Luis Cordero, Madrid, Gredos, 1988, Teeteto (164a), p. 219 y ss.
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Ahora bien, aunque la memoria constituya la experiencia variable del tiempo, Ricoeur reconoce su insuficiencia para formar estructuras de sentido y temporalizar la experiencia común en una memoria histórica extensa capaz de abarcar siglos como sí hace la Historia. Por este motivo, y dado que es la testimonialidad irrepresentable de la memoria lo que pone en funcionamiento la operación historiográfica, Ricoeur aboga por una relación dialéctica entre memoria e Historia, siendo la primera la condición de la segunda. Una dialéctica abierta entre una memoria instruida historiográficamente y una Historia erudita y multisecular que guarde a la primera de la manipulación y la neutralización reactualizando continuamente el pasado. La cuestión es que la representación histórica, pese a su intención de representar el pasado de forma veritativa, es por definición incompletable. Es formalmente incompletable a consecuencia de la imposibilidad de determinación del referente del discurso histórico; y es materialmente incompletable, debido a la falta de reconocimiento de sus representaciones, pues a diferencia de la memoria colectiva, la memoria histórica no se corresponde con ningún tipo de recuerdo. A fin de reconocer esta asimetría representativa, Ricoeur fuerza el término de representancia53, para distinguirla tanto de la representación objetiva propia de las ciencias empíricas como de la representación mnemónica de la memoria, lo que le obliga a redefinir la verdad y objetividad históricas como categorías gnoseológico-reflexivas a la vez que epistemológicas54. Con estos parámetros, la verdad hermenéutica del discurso histórico queda definida como un pacto entre el historiador y el lector entendidos no como subjetividades psicológicas e individuales, sino como horizontes discursivos de cuyo intercambio resultará no la objetividad empírica, sino la comprensión intersubjetiva del sentido de la Historia: la subjetividad de la Humanidad y de la Historia. El historiador, en plena continuidad con su objeto, en tanto sujeto investigador con intencionalidad científica y con las herramientas del análisis crítico, el juicio de importancia, la síntesis y una variada serie de esquemas de causalidad, de influencia y pre-comprensión, reconstruye un discurso histórico que, pese a no superar las aporías temporales, explota la diversidad de la experiencia temporal en favor del sentido, y recrea un tiempo histórico que enlaza las dimensiones fenomenológica y cosmológica del tiempo, aproximando el pasado a la vez que mantiene su distancia temporal. La cuestión que queda por dilucidar es cómo lleva a cabo la ciencia histórica dicha síntesis. Recapitulando. En primer lugar, el análisis fenomenológico de la memoria ha puesto de manifiesto que la narratividad y la temporalidad son consus53 54
Paul Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido, Ob. cit., pp. 360 y ss. Paul Ricoeur, Historia y verdad, trad. de Alfonso Ortiz García, Madrid, Encuentro, 1990.
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tanciales a la naturaleza y a la acción humanas, esto es, que el relato enuncia el “ser narrativo” en el tiempo. En segundo lugar, han sido despejadas las sospechas acerca del valor de verdad de la narración y sus relaciones con la ficción, señalando que tanto la narración como la histórica implican pretensión de fidelidad y de verdad respectivamente. En tercer término, ha quedado definido el punto de escisión entre la memoria y la Historia: la capacidad de abarcar siglos de la Historia es lo que define su aporía temporal específica consistente en la articulación del tiempo cósmico con el tiempo fenomenológico. Una aporía que ya sabemos epistemológica y reflexivamente irresoluble, pero susceptible de orientarse hacia el sentido humano. La pregunta es cómo se orientan las aporías de la temporalidad hacia el sentido. Ricoeur propone como estrategia el narrativismo pragmático, según la cual, en virtud de la continuidad entre la narratividad y la experiencia temporal, es posible trasladar de forma derivada la estructura narrativa del tipo “acontecimiento-en-trama” a las configuraciones históricas y abordar los acontecimientos sociales como si fueran personajes históricos con intención, lo que permitiría reconocer las responsabilidades de la acción. Se podría establecer entonces una complementariedad dialéctica entre la explicación nomológica propia de las ciencias sociales y la comprensión narrativa con su vinculación significativa de los acontecimientos en el orden de la acción: la comprensión contextualiza y vincula significativamente los elementos de la explicación, mientras que esta última despliega aquella analíticamente. ¿Cómo se construye el discurso narrativo?55 Para abordar los momentos del discurso narrativo Ricoeur recupera el concepto de la mímesis trágica aristotélica56, y asume que el lenguaje narrativo recrea la acción humana, no como simple copia, sino como reorganización significativa de la experiencia. Distingue tres momentos fundamentales: mimesis I, pre-comprensión o prefiguración del sentido de la acción; mimesis II, síntesis significativa de los elementos heterogéneos de la acción, esto es, articulación de la trama narrativa; y mimesis III, aplicación de la narración a la propia situación por parte del receptor y refiguración del orden preconcebido de la acción. Pero ¿qué es la trama narrativa? Ricoeur la define como un fenómeno de innovación semántica parejo a la metáfora57, que, compuesta de personajes, circunstancias y acciones, posibilita la síntesis productiva de los elementos heterogéneos de la acción en un relato que avanza desde lo anterior hacia lo posterior. En este sentido, la imaginación no es una operación arbitraria, sino que hunde sus raíces en la 55 56 57
Paul Ricoeur, Tiempo y narración III, Ob. cit. Aristóteles, Poética, Ob. cit. (1450a 4-5). Paul Ricoeur, La metáfora viva, trad. de Agustín Neira, Madrid, Ediciones Europeas, 1980.
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temporalidad y restaura al sujeto como agente principal de la historia, ya sea de forma individual o colectiva. Superada la teoría imitativa del arte, la narración tiene valor teórico en la historia por producir significado con carácter contextual. La narratividad sería esa forma de conocimiento selectivo que otorga sentido. El tiempo interactivo del relato, el tiempo “refigurado”, compuesto de comienzo, nudo y desenlace o intriga, pese a no superar la aporía temporal, la hace productiva al definir un tercer “tiempo narrado” que articula el tiempo cosmológico y el fenomenológico, dando continuidad y significado a la acción. Este tiempo del relato posibilita no sólo la comprensión y la explicación del cambio histórico, integrando sucesos particulares en tramas típicas y culturalmente generalizadoras, sino también la proyección hacia el futuro. Lo que consigue la narración es ordenar los acontecimientos en un tipo de legibilidad que, a su vez, determina el modo de recepción58. Se hace evidente que el texto histórico, por cuanto recrea el mundo de la acción y la temporalidad humanas, elabora una referencia de segundo grado al estilo de la referencia metafórica, cuyo tiempo narrado o refigurado es el objeto intencional que el lector debe integrar en su presente a fin de articular las posibilidades de la acción. Sólo cuando este mundo del texto se actualice en el mundo del lector y el tiempo pasado del relato se restituya en el tiempo del intérprete, el relato tomará sentido, operándose el tránsito de la configuración narrativa a la refiguración temporal. Esto implica que corresponde al lector reflexivo culminar la labor del historiador con su propia experiencia del otro a través del texto histórico, esto es: asumir significativamente su ser histórico, hacer el balance entre memoria e Historia y establecer el sentido humano de la Historia. No hay mimesis sin la recepción del texto por un lector. La Historia se presenta como continua y discontinua a la vez, ya que en última instancia apela a la acción del lector, quien debe operar con tramas narrativas sin desenlace y aporías temporales irresolubles y darles sentido; lo que significa que la mediación narrativa entre la condición histórica y la conciencia histórica es por definición fragmentaria. En síntesis, respondiendo a los interrogantes formulados al inicio, Ricoeur ha planteado una filosofía narrativista de la Historia sobre una fenomenología hermenéutica dedicada a la refiguración del tiempo de la acción y la subjetividad histórica a través de la recepción del mundo del texto. Lo que le ha permitido situar al receptor como agente de la historia responsable de culminar la labor historiográfica en su propia comprensión como ser histórico. Del receptor depende establecer el sentido, instaurar un proyecto y actua58
Paul Ricoeur, Historia y narratividad, trad. de Ángel Gabilondo y Gabriel Aranzueque, Barcelona, Paidós, 1999. Véase también, Tomás Calvo Martínez y Remedios Ávila Crespo (eds.), Paul Ricoeur: Los caminos de la interpretación. Symposium internacional sobre el Pensamiento Filosófico de Paul Ricoeur, trad. de José Luis García Rúa, Barcelona, Anthropos, 1991.
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lizar el tiempo narrado, el único tiempo humano posible. El presente deja de caracterizarse por la mera presencia para constituirse como el espacio de la iniciativa, como el espacio de compromiso con el futuro59. La apropiación del mundo depende de la recuperación de la memoria y del proyecto, ya que es en el tiempo futuro, en la refiguración del sentido, donde el sujeto se constituye en su totalidad histórica. Llegado el momento de la auto-comprensión, cabe preguntarse si alguna de las tesis planteadas en este debate podría iluminar en algún aspecto nuestra situación actual. 3. Historia, memoria y Globalización Como ya se apuntó en la introducción, los factores fundamentales que definen nuestro tiempo son en primer lugar un proceso de internacionalización financiera con tendencia a universalizar tanto el consumismo como la atomización. En segundo lugar, el triunfo de la objetualización científico-técnica del sujeto. Y en tercer término, la desintegración de la experiencia temporal. La confluencia de todos ellos desarraiga al sujeto de su pasado y lo sumerge en una sociedad mercantilizada de funcionamiento aparentemente incomprensible, en la que su acción carece de importancia por pura desproporción entre sus fuerzas y las fuerzas económicas de orden global. Podríamos exponer las conclusiones de la investigación preguntado por cada uno de los términos del título. ¿Cuál es la situación de la memoria? Pese a que las aporías de la memoria han sido ampliamente debatidas, en el ámbito de la vida ordinaria reina el concepto de memoria postromántica en tanto facultad psicológica individual recuperadora del tiempo pasado60. Una postura que se basa en la detención arbitraria de la dialéctica entre reflexividad y mundaneidad, pero que en nuestra actualidad se ha visto reforzada por la extrapolación del concepto de memoria computacional propio del paradigma tecnológico61. Efectivamente, el desarrollo de las tecnologías de la información ha favorecido un desplazamiento semántico del término memoria tecnológica al ámbito humanístico muy alarmante. En el campo informático, el término memoria se refiere a la capacidad retentiva de información indiscriminada propia de los dispositivos informáticos de almacenamiento externo, una definición que no cumple ninguno de los parámetros de lo que hasta ahora venía denominándose memoria, la cual, incluso en la reducida versión idea59
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Paul Ricoeur, Del texto a la acción. Ensayos de hermenéutica II, trad. de Pablo Corona, México, FCE, 2001. Mary Carruthers, The book of memory. A Study of Memory in Medieval Culture, Cambridge U. P., 1990. Jacques Le Goff, El orden de la memoria, Ob. cit., pp. 227 y ss.
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lista, es una facultad psicológica de selección y ordenación significativa del conocimiento experiencial. El resultado efectivo es que la memoria queda reducida a mera facultad mecánica de retención de datos referidos al pasado, una definición que, dada la actual obsolescencia programada, la condena a la extinción62. Con este idealismo de fondo, y como era predecible, en el orden de la memoria colectiva asistimos a un desmesurado afán memorialístico que, presumiblemente en aras de la recuperación de testimonios directos e incontaminados de lo acontecido frente a la Historia oficial, y preferentemente testimonios de supervivientes de acontecimientos traumáticos, pluraliza las memorias particulares. Desde las políticas de la memoria se emplean sin rigor epistemológico distintas combinaciones que supuestamente refieren a una dimensión supra-individual de la memoria como es el caso de memoria histórica, social, pública, nacional, etc63. No obstante, esta pretensión de verdad justificada por una supuesta correspondencia atribuida al testimonio sólo desplaza el problema de la objetividad. El testimonio del superviviente también es una construcción individual-colectiva y debe ser abordado desde la dialéctica de la memoria y la Historia. Erigir el testimonio como adalid de la verdad objetiva termina provocando la desintegración de la disciplina y la fragmentación de la identidad tanto individual como colectiva. No se trata de recriminar el estudio de las distintas memorias, sino de no incurrir en una indiscriminada multiplicación disgregadora centrada en destacar la diferencia propia del testigo a través de la sacralización y victimización de su testimonio; ya que esta maniobra únicamente incentiva el conflicto identitario y la incomunicación. El objetivo sería más bien asumir el pasado y, sin magnificar el trauma, generar un espacio de experiencia común en el que atender a la pluralidad de forma diferencial, comparativa, relacional, y proyectar un horizonte de expectativa común64. ¿Cuál sería el estado del tiempo? Es lugar común considerar el paradigma temporal de la modernidad bajo el concepto de “tiempo moderno”65. Un tiempo caracterizado por la separación cada vez mayor entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativa” justificada aparentemente en la incapacidad del pasado para afrontar los problemas que plantea el futuro. No obstante, este concepto entraña supuestos cuestionables. Si bien es cierto que 62
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Sobre esta reducción de la memoria como facultad y su techne existen numerosos monográficos, entre los que destacan: Paolo Rossi, Clavis universalis. Arti mnemoniche e logica combinatoria da Lullo a Leibniz, Milano, Ricciardi, 1960; Frances Amelia Yates, The Art of memory, Harmondsworth, Penguin Books, 1969. Véase Enzo Traverso, El pasado, instrucciones de uso. Historia, memoria y política, trad. de Lucia Volgelfang, Buenos Aires, Prometeo libros, 2011. Véase Josefina Cuesta Bustillo, “Memoria e Historia. Un estado de la cuestión”, en Josefina Cuesta Bustillo (ed.), Memoria e Historia, Madrid, Marcial Pons, 1998. Reinhart Koselleck, Futuro pasado, Ob. cit., pp. 127 y ss.
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la unicidad de los acontecimientos anula la indicación práctica, no se asiste a la novedad radical. El “horizonte de expectativa”, por definición, debe ofrecer una experiencia inesperable en tanto acontecimiento, y con ello dar lugar a un nuevo “espacio de experiencia” sobre la base de una expectativa retroactiva. Es en esa tensión donde se configura el tiempo histórico, irreductible al pasado fáctico por su referencia al futuro. Si desaparece la tensión o se provoca la escisión entre el “espacio de experiencia” y el “horizonte de expectativa”, antes que liberar un futuro, se elimina la condición formal para asumir la propia experiencia y diseñar la acción futura, abocando a la reacción irreflexiva o a la estasis. De otra parte, la aceleración de los procesos estructurales y el acomodo constante de la experiencia no inutilizan la ejemplaridad de la Historia ni su capacidad para pronosticar un futuro, pues la Historia no se limita a ofrecer modelos morales de experiencia contextualizados; antes bien la Historia analiza críticamente los documentos en tanto monumentos66 y proyecta su potencial futuro activando un presente común. La caída del paradigma del progreso y su ideal de la emancipación no suponen renunciar a dirigir el acontecer hacia un vértice de sentido. No es que el telos, como si de un elemento sustantivo fallido se tratase, haya caído, es que, por la supresión del espacio común de reflexión, entre otros motivos, se ha atrofiado la capacidad de convenir telos comunes. El paso hacia la recuperación radica en el restablecimiento de un concepto de futuro, ya no como apertura incierta e inasimilable, sino como dimensión temporal de la acción posible, como el horizonte que atiende al pasado para dar sentido al presente. Un futuro que debe ser, no homogéneo y unilineal, sino diferencial, comparatista y humanizador. Este último sería el sentido fundado en nuestra propia recepción de la Historia y la memoria, la cual, recordemos, no se trata de una mera opción subjetiva e individual, sino de la recepción hermenéutica de la subjetividad de la Historia y del sentido de la Humanidad. Un sentido del que participamos y al que podemos contribuir recuperando el tiempo de la acción67. Y aquí es donde tiene cabida la metafísica de la expresión de Nicol. La revolución metodológica en nuestra época exige otra idea de hombre68 distinta a la definida por la psicología naturalista, que permita tomar conciencia de las formas de integración del sujeto en su ámbito vital. La ontología de lo histórico es indiscernible de una teoría de la mundaneidad porque es el hombre quien como ser de la expresión forma mundos de sentido. Si el espacio vital es el mundo compartido, el tiempo es la historia, el sujeto es la comunidad. Una comunidad cuyo valor no viene dado por la pretendida universali66 67 68
Jacques Le Goff, El orden de la memoria, Ob. cit., pp. 227 y ss. Pedro Aullón de Haro (ed.), Teoría del Humanismo, Madrid, Verbum, 2010, 7 vols. Eduardo Nicol, Idea de hombre, México, FCE, 1977.
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dad, sino por su historicidad. Por eso el método de investigación debe ser situacional, concreto, histórico y dialéctico, a la vez que universal. Se hace evidente la complementariedad del narrativismo pragmático de Ricoeur respecto de la ontología de lo temporal. No hay historia sin expresión, la historia es de principio a fin escritura, y la escritura es expresión. La escritura no sería ocultamiento del ser al estilo platónico, antes bien sería plena manifestación del ser simbólico del hombre. El poder revelador del lenguaje que los lectores actualizan en el tiempo. La escritura de la historia es lo fundamental de la historia. El conocimiento histórico es impensable sin escritura. Por un acto poiético el historiador constituye el espacio habitado, no desde la ficción arbitraria, sino desde el realismo crítico que da realidad a la representación histórica y reconocimiento al testimonio. La síntesis significativa de lo heterogéneo y la continuidad temporal son resultado de una operación hermenéutica que es responsabilidad tanto del historiador como del receptor; y la narratividad es una estrategia semántica efectiva para llevarla a cabo. Aplicando este parámetro a nuestra actualidad. Es un hecho que la internacionalización financiera nos conduce a una especie de historia mundial69. El núcleo de la cuestión es si es posible elaborar una Historia, no meramente de la economía mundial, sino una Historia universal que, sobre unos valores humanísticos compartidos, redefina la estructura conectiva de nuestra cultura sobre la continuidad entre memoria, Historia y tiempo presente, y dé sentido a los procesos de orden global, recuperando con ello la conciencia histórica. Ese proyecto debería comenzar por superar la idea de hombre naturalista, lo cual pasa por liberar no sólo a la memoria individual de su reducción psicologista, sino también a la memoria colectiva de su mercantilización y objetualización política. Una vez restaurada su continuidad, se trata de restablecer su función de representación crítica del pasado en colaboración con la Historia, facilitando así la construcción conjunta y significativa de un “espacio de experiencia” y de un “horizonte de expectativa” comunes que vertebren una sociedad civil activa70. Una operación que puede ejecutarse desde una Razón realmente histórica, que recupere la continuidad temporal entre pasado, presente y futuro y con ella la acción significativa y teleológica71. En 69
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Antonio de Murcia Conesa, “Notas sobre humanismo, mundialización y tradición literaria”, en Hispanogalia, vol. cit., pp. 99- 116. Carlos Barros (ed.), Historia a debate. Tomo III. Otros enfoques, Actas del Congreso Internacional “A Historia a debate” celebrado el 7-11 de julio de 1993 en Santiago de Compostela, La Coruña, Sementeira, 1995. Manuel Cruz, Narratividad. La nueva síntesis, Barcelona, Península, 1986; Escritos sobre memoria, responsabilidad y pasado, Cali, Universidad del Valle, 2004; Las malas pasadas del pasado. Identidad, responsabilidad, historia, Barcelona, Anagrama, 2005; Manuel Cruz y Daniel Brauer (comp.), La comprensión del pasado. Escritos sobre filosofía de la historia, Barcelona, Herder, 2005.
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suma, si lo que hoy está en cuestión es el futuro72, la disciplina histórica podrá ser aquella capaz de ofrecer un espacio reflexivo comparatista, no parcializador, y por tanto adecuado a fin de diseñar un proyecto humanístico de futuro para tiempos de globalización. Es decir, un proyecto que asumiendo el conocimiento del pasado disponga de la capacidad de orientar la acción presente hacia modos superadores de la característica fragmentariedad típica de nuestra época. En este sentido, la Historia es desde luego la disciplina del futuro.
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Krzysztof Pomian, Sobre la historia, trad. de Magali Martinez Solimn, Madrid, Cátedra, 2007.
VERDAD Y TIEMPO EN LA HISTORIOGRAFÍA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA: KANT Y LAS DERIVAS DEL MÉTODO KANTIANO1
ÁNGEL PONCELA GONZÁLEZ
1. INTRODUCCIÓN
La historiografía de la Historia de la Filosofía ha de enfrentarse desde un principio al problema de la relación entre verdad y tiempo. La Filosofía es comprendida como ciencia de la verdad que introduce el lógos con la pretensión de ordenar la diversidad de los hechos humanos acaecidos en el tiempo; actos caóticos, contingentes que son sujetos a la medida universal de la razón. La Historia de la Filosofía está contenida en un corpus de textos que recoge la verdad, pero que a su vez es producto del pensamiento de autores sometidos a la contingencia histórica de escuelas o épocas. El texto filosófico se presenta, por ello, provisto de una naturaleza bifronte: es la idea devenida cosa, el signo de una verdad que fue pensada y sobre la que nos seguimos preocupando. Nos proponemos repensar aquí la cuestión de la relación entre el texto filosófico y su contexto histórico tomando la propuesta kantiana de una filosofía sistemática de la historia como hilo conductor. A este fin presentamos, en primer término, el método kantiano y su aplicación a la historia de la humanidad. A modo de conclusión sometemos el modelo a evaluación a partir de algunas de las críticas y propuestas metodológicas actuales. Acudimos a la Critica de la Razón Pura, que apareció publicada habiendo transcurrido once años desde la habilitación de Kant como profesor en Königsberg, en 1781, a los cincuenta y siete años de edad. En 1787 se publi1
Este estudio ha sido posible gracias a los proyectos del Ministerio de Ciencia e Innovación, Junta de Castilla y León y de la Fundaçao para a Ciência e a Tecnologia (Portugal): “Lexicografía y Ciencia: Otras fuentes para el estudio histórico del léxico especializado y análisis de las voces que contienen” (FFI2011-23200); “La Filosofía de las pasiones en la Escuela de Salamanca” (SA378A11-1); “Animal Rationale Mortale. A relação corpo-alma e as paixões da alma nos Comentários ao De anima de Aristóteles portuguesas do séc. XVI” (EXPL/MHCFIL/1703/2012).
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ca la segunda edición de la obra con importantes modificaciones. En aquel intervalo de seis años, Kant redactó una serie de ensayos dedicados al estudio de la Filosofía de la Historia: Ideas de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita (1784) y la Respuesta a la pregunta, ¿Qué es la Ilustración? (1785) y el Probable inicio de la historia humana (1786). Analizaremos estos textos con el propósito de ofrecer una imagen de la metodología histórica y de la concepción filosófica kantiana de la historia. Por razones de completud, asumiremos otras dos obras que caen fuera del periodo señalado: Los progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff (1791) y El fin de todas las cosas (1794). De este modo, y aun cuando es sabido que Kant no sometió a crítica sistemática la experiencia histórica, a diferencia de la experiencia empírica y la moral, será posible considerar las obras referidas como el cuerpo de una cuarta crítica dedicada a la razón histórica. Ahora bien, no es nuestra pretensión verificar una hipótesis ya formulada por Gadamer entre otros2. El motivo de revisitar los textos kantianos reside en la importancia intrínseca que poseen para alcanzar una comprensión ordenada o histórica tanto del devenir de la filosofía contemporánea como de los caminos seguidos por las diversas escuelas historiográficas. En particular, la Crítica de la razón pura devino, en opinión de Gracia, el factor explicativo de la escisión provocada dentro de la “corriente principal” de la filosofía en sus dos caminos antagónicos: la tradición “poética” y la tradición “analítica” de la historia de la filosofía3. 2. LA METODOLOGÍA KANTIANA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
El problema de la relación entre verdad e historia, considerado in recto, se vincula en Kant a la tercera de las antinomias de la razón pura por él planteadas como vía escéptica a partir de la cual transitar desde la necesidad, natural e histórica, a la libertad y señalar el error natural en el que incurre el entendimiento al tener que fundamentar la objetividad o el sentido en el inestable plano fenoménico. Sin libertad no hay pensamiento ni ciencia posible y, por tanto, tampoco un camino para hallar la verdad. No obstante, la experiencia muestra a la razón la evidencia del fenómeno del tiempo y la ubicación espacial de las realizaciones históricas. Las alternativas en este punto, para Kant, son dos: acomodarse en el terrero de la verdad, asumiéndola dogmáticamente; o bien, situarse en la contingencia y atenerse a la evidencia empírica. La antinomia generada por la necesidad de la razón de hacerse
2 3
Cf. H. G. Gadamer, “Historia del universo e historicidad del ser humano”, en El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 153-170. J. E. Gracia, La filosofía y su Historia, México, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1998, p. 21.
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comprensible la “absoluta indeterminación de la acción” 4 del hombre en el marco de un mundo condicionado por la leyes de la naturaleza, desplegándose en el espacio y a través del tiempo, muestra que la libertad es un presupuesto del entendimiento. Mediante esta concepción trascendental, la libertad de la voluntad puede comprender la “idea del origen del mundo” no desde la perspectiva del tiempo, sino desde la causalidad5. La Historia de la Filosofía confirma que nunca el hombre ha podido dejar de pensar la libertad como el principio originario (causa libre per se) del despliegue de la serie de causas de la naturaleza conocidas mediante la experiencia. Por tanto, cabe una mera concepción trascendental de la libertad y una concepción empírica de los fenómenos contingentes desde el punto de vista teórico. Ahora bien, es posible elevar la idea de libertad como el principio unitario de un sistema desde el cual la Historia de la Filosofía sea comprendida como el relato de la progresiva conquista racional de la libertad. En esta dirección, es posible afirmar que la Filosofía de la Historia aparece en el pensamiento kantiano como el marco en el que la paradoja entre naturaleza y la libertad es disuelta por medio de la esperanza moral según veremos. El “deseo indomable” de la razón de rebasar continua y penosamente los límites de la experiencia dada representa para Kant, en primer lugar, un indicador suficiente de la existencia de “una fuente de conocimientos positivos” no sujetos al error cuando son comprendidos por la razón pura en su uso práctico6. En segundo lugar, muestra que la razón no obtiene descanso hasta lograr una comprensión unitaria del mundo en la forma de un “todo sistemático y subsistente por sí mismo”. El conjunto de estos principios a priori constituye el “canon” del sistema o ciencia trascendental7; tales principios son “el ideal del soberano bien” que proporciona al sistema una “unidad moral”8. Cuando el mundo sensible es pensado de manera inteligible, esto es, haciendo abstracción de todas las inclinaciones individuales (opuestas a la moralidad) y de los fines particulares (la búsqueda de la felicidad individual por el ejercicio de la libertad), surge el mundo moral como un “corpus mysticum de los seres racionales de ese mundo en la medida en que la voluntad libre de tales seres posee en sí, bajo las leyes morales, una completa unidad sistemática tanto consigo misma como respecto de la libertad de los demás”9. Esta idea, al tener su fundamento en el mundo sensible, posee la “realidad objetiva” necesaria para que sea posible fundar este “sistema de la libertad” (regnum
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I. Kant, Crítica de la razón pura, P. Ribas, A 449, B 477, Madrid, Alfaguara, 1997, p. 409. Ibid. Ibid., A795, B 823, p. 624. Ibid. A811, B 839, p. 633. A 808, B 836, p. 632.
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gratiae)10. Ahora bien, el orden es introducido en la naturaleza cuando el hombre se propone fines supremos o morales haciendo un uso práctico de su razón pura. Es la “primera unidad final [que] es necesaria y fundada en la esencia misma de la voluntad” la que posibilita la cultura a través de aquel uso de la razón11. La naturaleza proporciona una “segunda” unidad de fines (la materia objetiva) que hace posible la ciencia trascendental convirtiendo al sujeto no en la causa del conocimiento, sino en el efecto de la finalidad práctica impuesta por la razón pura. La Historia de la Filosofía, intentando buscar un sentido a la realidad, cuando no se somete a la “disciplina” del uso crítico de la razón12, se vale únicamente de los hechos dados por la experiencia; se limita a proporcionar “toscos y raros conceptos de la divinidad”13. Hasta el momento, en opinión de Kant la filosofía no ha podido constituirse como una ciencia al no proceder desde los fines suministrados a priori por la razón. Por el contrario, ha tomado los fines de la experiencia y desde ella ha intentado constituir una unidad de la unión de los diversos conceptos (genera aequivoca). Pero una analogía no funda la unidad “arquitectónica” (articulatio) propia de una ciencia, sino solamente una unidad “técnica” (coacervatio) que no permite ver la idea y determinarla según los fines dictados de la razón. No obstante, todos los sistemas filosóficos contienen como en “germen primitivo” el fin de la razón. El filósofo de la razón pura se enfrenta a la historia de los sistemas filosóficos como un arqueólogo que extrae de las “ruinas de antiguos edificios hundidos” aquellos conceptos que se ajustan a la idea o al interés general moral y así configura el “sistema del conocimiento humano”14. El conocimiento fue dividido por Kant, desde un punto de vista subjetivo, esto es, prescindiendo de sus contenidos, en histórico y racional. El conocimiento histórico es un conocimiento empírico fundado en lo que le ha sido dado (cognitio ex datis) al sujeto por vivencia sensible a través de la lectura o por medio de la instrucción. Este conocimiento, al no proceder de la invención, no es subjetivamente racional, sino imitativo. El conocimiento filosófico, por el contrario, es plenamente racional al haberlo extraído el sujeto directamente de “las fuentes generales de la razón” (cognitio ex principiis)15. Así pues, partiendo de los principios sintéticos y a priori, el cometido del filósofo en relación con la Historia se reduce a la tarea crítica de refutar o confirmar todos los conocimientos dados verificando su adecuación a dicha síntesis. 10 11 12 13 14 15
A 815, B 843, p. 636. Ibid. A 709, B 737, p. 573. A 817, B 845, p. 637. A 833, B 861, p. 647. A 835, B 863, p. 649.
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Desde un punto de vista epistemológico, se aprecia una desvalorización del estudio filosófico de la Historia empírica, que se evidencia en la contraposición entre el conocimiento filosófico y el histórico. El primero, al fundarse únicamente en la razón, es un conocimiento original guiado por el “poder de invención”16. El conocimiento histórico, que opera sobre el plano empírico, no es prima facie racional y, por lo tanto, tampoco genuino, sino “popular” guiado por el “poder de imitación”17. La depreciación teórica de la Historia empírica se halla determinada en Kant por la creencia en la Matemática como expresión máxima de la racionalidad humana18. Los conocimientos racionales posibles son solamente dos: el matemático y el filosófico. El conocimiento matemático es objetiva y subjetivamente racional al operar síntesis a priori sobre otro concepto a priori o representado en una intuición pura. Al estar fundado el concepto matemático en una representación a priori de una intuición racional, y no sobre la experiencia, se concluye que nunca puede estar sujeto a la opinión y que ofrece un grado de certeza apodíctica. No ocurre así con el conocimiento filosófico. El uso puro de la razón procede sintetizando las intuiciones posibles dadas por la experiencia hasta formar un juicio sintético a priori; pero no lo forma de modo intuitivo, sino discursivamente apoyándose en otros conceptos tomados de la experiencia. En un escrito posterior, Kant precisó que “el conocimiento histórico es empírico y, por tanto, conocimiento de las cosas tal como son, no de que tengan que ser necesariamente así”. Es decir, que la Historia estudia los hechos pasados no sujetos a una necesidad aparente, sino guiado por “el fin propio de la humanidad misma”19. Dicho lo cual, introdujo la siguiente precisión: “una Historia filosófica de la filosofía no es posible a su vez de manera histórica o empírica sino racional (rational) es decir, a priori. Pues, 16 17 18
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Ibid. A 838, B 866, pp. 650-1. “La matemática proporciona el más brillante ejemplo de una razón que consigue ampliarse por si misma, sin ayuda de la experiencia” (A 712, B 749, p. 574). Importa subrayar que, a pesar de la confianza y del deseo de los hombres, el método de la matemática dada su naturaleza intuitiva no es extrapolable a la filosofía ni a la historia. Leemos a este respecto: “El gran éxito que la razón obtiene por la matemática nos lleva naturalmente a presumir que el método empleado por esta ciencia, si no la ciencia misma, tendrá igual éxito fuera de la campo de las magnitudes (…) la filosofía y la geometría son dos cosas completamente diferentes bien que se den la mano en la ciencia de la naturaleza, y, en consecuencia, los procedimientos de la una no pueden ser imitados por la otra (…) el geómetra, siguiendo el método de la filosofía, no construiría más que castillos de naipes, y que la filosofía, aplicando el suyo sobre la matemática, no puede hacer más que vil prosa” (A 725, B 753, p. 582). I. Kant, “Sobre el tema del concurso para el año de 1791 propuesto por la Academia Real de Ciencias de Berlín: ¿Cuáles son los efectivos progresos que la Metafísica ha hecho en Alemania desde los tiempos de Leibniz y Wolff?”, en Los progresos de la Metafísica desde Leibniz y Wolff, trad. de F. Duque, Madrid, Tecnos, 2011, pp. 158-159.
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aunque establezca facta de la razón, no los toma prestados de la narración histórica, sino que los extrae de la naturaleza humana a título de arqueología filosófica”20. Como puede observarse, Kant opuso a la Historia de la Filosofía una “Historia filosofante de la Filosofía” en la que el hilo conductor de la investigación no son los hechos pasados, sino el acto del filosofar (o “el pensar en general”) mismo comprendido en su desenvolvimiento hacia un fin. El pensar como “desarrollo paulatino de la razón humana”, como despliegue no empírico, surgió de “un estado de necesidad de la razón, sea teórico o práctico, que la haya obligado a elevarse de sus juicios sobre las cosas a los fundamentos y aún hasta los primeros principios”. El primer indicio histórico de esta necesidad racional de pensar la realidad “sin objeto” fundada en conceptos racionales a priori, la localizó Kant en el pensar de Aristóteles. Cuando no es aplicado un uso crítico de la razón en Filosofía, el conocimiento de la Historia queda sujeto a la incertidumbre de la opinión o bien condenado a girar sobre sí mismo en la duda. Se abre paso entonces al relativismo filosófico y a su acción disolvente sobre la verdad y sobre el sentido histórico recogidos en el principio de la razón pura en su uso práctico. Y en oposición al relativismo y al escepticismo, el conocimiento filosófico en su uso puro es caracterizado como “el sistema de todo conocimiento filosófico” erigido desde el “talento de la razón en la aplicación de sus principios a ciertas tentativas que se presentan, pero siempre con la reserva del derecho que tiene la razón de rebuscar estos principios mismos en sus fuentes y a confirmarlos o rechazarlos”21. Dentro de este sistema, la Historia de la Filosofía, en sentido racional, parte de la proyección “a priori de un esquema de la filosofía con el cual, a partir de noticias existentes, épocas y opiniones de los filósofos, coincidan como si hubieran tenido este esquema mismo a la vista y hubieran seguido progresando en el conocimiento de la misma”22. La Historia de la Filosofía no debe limitarse a ser una “historia de las opiniones”, sino una historia de la razón. Lo que significa que la investigación filosófica no considera los hechos en calidad de sucesos acaecidos, sino que los comprende como signos de la historicidad del pensar en una dirección de progreso hacia la conquista del fin de la humanidad23. Y, del hecho racional, el filósofo de la Historia no se preocupa por “qué cosa se raciocina” en un determinado periodo, sino
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Ibid. A 838, B 866, p. 650. I. Kant, “Sobre el tema del concurso”, Ob. cit., p. 160. “Nada de lo acontecido en ella puede ser narrado sin saber de antemano que habría debido acontecer y, por ende, qué pueda acontecer también” (p. 161).
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“qué se consigue con raciocinios por meros conceptos” desde la perspectiva de un beneficio moral generalizable24. Ahora bien, la función histórica del filósofo puro no se agota en esta búsqueda y aplicación de la “idea” o “modelo” del pensar en lo dado. La toma de conciencia de la necesidad de una Historia racional de la Filosofía, representa, según Kant, solamente el “concepto escolástico” de la Filosofía; significa la pretensión de alcanzar la “unidad sistemática de esta ciencia y, por consiguiente, la perfección lógica del conocimiento”. El filósofo que alcanza esta altura histórica es el “artista de la razón”. El estudio filosófico de la Historia no presenta un interés lógico ni matemático, sino un sentido moral. La filosofía tiene una pretensión de universalidad (un conceptus cosmicus) que se dirige al “conocimiento de los fines esenciales de la humana razón” (teología rationis humana): “la libertad, la inmortalidad y la existencia de Dios25. Este filósofo ideal es el “legislador de la razón humana” que, sirviéndose como medios de los conocimientos proporcionados por la Matemática, la Física y la Lógica, se sitúa en el límite de la moral y dispone todo el conocimiento alcanzado por el hombre a lo largo de la historia en la perspectiva de la consecución de los “fines supremos”, es decir, “lo que es preciso hacer si la voluntad es libre, si hay un Dios y una vida futura”26. Una vez expuesta la Filosofía de la Historia de la razón pura concentrada en la doctrina trascendental del método de modo principal, derivamos una serie de conclusiones de carácter metodológico. -Primero. El hiato entre la verdad y el tiempo es superable, admitiendo la existencia de un fundamento objetivo, de una medida o esquema en la Historia. En la Filosofía de la Historia kantiana, la realidad objetiva procede de las acciones realizadas por los hombres en el tiempo conforme a los principios morales, adoptando el horizonte teleológico y la dinámica del progreso. En un conocido pasaje del ensayo ¿Qué es la ilustración?, Kant se preguntó si sería la suya una época ilustrada, respondiendo negativamente. No obstante, se encuentra el género humano en “una época de ilustración”27, esto es, a mitad de un camino de formación moral que será consumado cuando los individuos “estén en disposición de servirse bien y con seguridad del propio entendimiento”28. El advenimiento futuro de la razón no como la facultad del conocimiento, sino como una disposición práctica es concebido como una ley que debe ser realizada por el hombre en el tiempo. Y es en esta ley donde reside el fundamento objetivo para una Filosofía de la Historia de naturaleza 24 25 26 27 28
Ibid. Crítica de la Razón Pura, A 839, B 867, Ob. cit., p. 651. A 800, B 828, p. 627. I. Kant, “¿Qué es la Ilustración?”, en Filosofía de la Historia, Madrid, FCE, 1981, p. 38. Ibid., p. 41.
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pragmática que tiene por objeto constatar el estado del progreso del género humano en el uso autónomo de la razón. Esta es la ley “a priori”, que, como “hilo conductor” o paradigma, motiva que el historiador ordene su pesquisa hacia la constatación del progreso de la racionalidad como un plan oculto de la naturaleza que moviliza la Historia29. -Segundo. El método crítico es un medio, pero no el objeto mismo de la filosofía. Representa el momento negativo de la investigación histórica por el cual se toma conciencia de la necesidad de adoptar la perspectiva teleológica situándose ante la Historia en una línea de sentido. Una filosofía que permanezca en el nivel crítico y solo busque satisfacer una necesidad especulativa es puro esteticismo. Además, una consideración de la Historia como arte de la matemática (ars mathematica) no resulta posible debido a los límites naturales del ejercicio especulativo y su relación con la naturaleza fenoménica de la materia de estudio. Es preciso no olvidar que, si bien Kant delimitó la causalidad en el marco de la experiencia, abriendo la puerta a las investigaciones empíricas de la Historia, al tiempo, significó una afirmación de la razón práctica en la medida en que la causalidad a partir de la libertad no contradecía la razón teórica. Precisamente, y en opinión de Gadamer, en este punto reside el verdadero valor de la crítica kantiana, al recordar que “la pretensión de universalidad de la ciencia tiene un límite y que la libertad humana no puede ser jamás un hecho de experiencia en el sentido de las ciencias empíricas”, sino un hecho de razón, y que, por lo tanto, solo puede ser comprendido histórica o vitalmente30. -Tercero. La Filosofía se acerca a la Historia con el propósito de verificar en los hechos pasados aquellos momentos en los que la razón ha sido ejercida para producir una determinada idea o doctrina que acercó al hombre hacia su fin universal: el uso práctico de la libertad. La Historia de la Filosofía es el relato de las huellas que los pensadores marcaron en el tiempo y en el espacio cuando aplicaron su razón como legisladores morales; cuando promovieron la creencia de que la decisión autónoma de ajustar la acción a las normas morales transformaba a los hombres en dignos merecedores de la esperanza futura. En este punto, observó Kant que la conciencia moral es una conciencia histórica considerada como la disposición del hombre para responder a las determinaciones mediante la donación autónoma de una vocación en el tiempo. Este movimiento ha sido facilitado por el proceso de ilustración moral que supone la autoconciencia de la libertad31. 29 30 31
I. Kant, Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros ensayos sobre Filosofía de la Historia, trad. de R. Rodríguez, Madrid, Tecnos, 1987, p. 23. H. G. Gadamer, “Historia del universo e historicidad del ser humano”, en Id., El giro hermenéutico, Madrid, Cátedra, 1995, p. 166. La idea del desarrollo humano de la sociabilidad como camino hacia el perfeccionamiento del género es movilizado por la naturaleza como principio de todas las cosas junto con la idea de la
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3. LA LECTURA FILOSÓFICA KANTIANA DE LA HISTORIA
Durante el periodo ilustrado, Voltaire opuso a la interpretación teológica vigente de la Historia una interpretación filosófica fundada en criterios “científicos”. Esta Filosofía de la Historia se desarrollaba aplicando la razón de manera crítica y poniendo entre paréntesis el dogmatismo religioso. Con este método era posible comprender el “espíritu de los tiempos y de las naciones” y constatar el progreso de la civilización32. Por los mismos años, Hume, en sus reflexiones sobre la Historia, concluyó que no era posible desentrañar el significado último de los procesos históricos y revelar su “plan” 33. El filósofo se debería contentar, por tanto, con realizar descripciones de los hechos acaecidos; elaborar una Filosofía de la Historia empírica compuesta por una sucesión de eventos que no responden a idea alguna o propósito determinado. A este contexto filosófico respondió la metodología de la Historia de la Filosofía de Kant y su aplicación ulterior al estudio reflexivo de la Historia Universal. Recordemos, de manera sintética, los resultados principales alcanzados por Kant en esta dirección. El historiador de la Filosofía, una vez conocida la naturaleza del método, ha de establecer los límites de su investigación. Estos hitos históricos están dispuestos en los ensayos sobre el Probable inicio de la historia humana y El fin de todas las cosas, respectivamente. Aun cuando suponer la historia del origen del hombre es una mera “fábula” o “un viaje de placer”, ésta puede ser reconstruida en analogía con la naturaleza, siguiendo el “despliegue de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza del hombre”34. El comienzo de la historia se concreta en la imagen del paraíso en el que el hombre, guiado por su instinto, vive sin preocupación al no haber tomado conciencia de la facultad racional y de su libre imperio. Sin embargo, pronto
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ilustración como ejercicio del libre pensamiento asegurado por el Estado. Ambos motivos, naturaleza e ilustración, revelan para Kant, la existencia de una teleología subyacente a la historia, que genera la esfera de la moralidad y de la cultura y cuyo surgimiento depende del libre sometimiento de las acciones individuales a las normas morales y su orientación hacia fines racionales. En este sentido afirmó Kant que “la aptitud de ponerse, en general, fines a sí mismo y de emplear la naturaleza como medio adecuado a las máximas de sus libres fines” y “la producción de la aptitud de un ser racional para cualquier fin, en general, es la cultura” (I. Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Espasa-Calpe, 1997, p. 418). Finalmente, observamos que la teleología desempeña una doble función en la filosofía kantiana de la historia. Por un lado, es una dimensión esencial de la naturaleza por la cual genera un mundo de seres organizados; por el otro, es una parte fundamental de la acción del hombre en el mundo, la cual cabe concebirla como dirección hacia la construcción de un mundo moral. Voltaire, Filosofía de la historia, Madrid, Tecnos, 1990, p. 24. D. Hume, Essays. Moral, Political, and Literary, Indianapolis, Liberty Fund, 1985, p. 568. I. Kant, Ideas, Ob. cit., pp. 57 y 58.
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“la razón comenzó a despertarse dentro de él” y, en su primer intento de libre elección (la selección de alimentos para su nutrición), descubrió en su interior la “capacidad para elegir por sí mismo su propia manera de vivir y no estar sujeto a una sola forma de vida como el resto de los animales”. A la liberación del instinto de nutrición, le sucederá el del instinto sexual, la creación de expectativas o del disfrute venidero. El último paso dado por la razón es la toma de conciencia del hombre de su verdadera naturaleza: ser pura libertad o “el fin de la naturaleza”, fruto de su poder de dominio sobre los otros animales. Al tiempo, surgió en el hombre la deliberación acerca de la licitud de ejercer sus potencias sobre los semejantes, naciendo en él la idea del hombre como “ser en sí mismo” y, en consecuencia, la “igualdad con todos los seres racionales”. Aun cuando el uso práctico y no meramente instrumental de la razón supuso para la especie un progreso hacia su emancipación natural, significó para el individuo una caída “en la dimensión moral” acompañada de la sanción de “un cúmulo nunca antes conocido de males de la vida”35. Kant consideró que tal caída, aun siendo traumática para el individuo, le proporcionó una oportunidad para el desarrollo de sus potencias y la creación de su segunda naturaleza social. Y, puesto que resulta imposible retornar a la naturaleza perdida, se hace necesario recorrer el camino de la educación moral y civil de los individuos. Una vez supuesto el principio de la Historia Universal, la creencia en un fin del mundo resulta necesaria, según Kant, para que la existencia del hombre tenga sentido, puesto que, desprovisto del concepto de “meta”, la vida se le representa a la razón como “una farsa sin desenlace y sin intención alguna”. El fin de la Historia es representado desde la idea del “juicio final” que tiene su origen en la reflexión no sobre el devenir del mundo físico, sino sobre el curso moral. La sentencia absolutoria de la salvación actúa en el hombre no como un “dogma”, sino como una idea reguladora de las acciones del hombre; idea que lleva a postular el hecho de que quizá sea “prudente obrar como si la otra vida y el estado moral con el que terminamos la presente, con su consecuencia al entrar en ella [en la vida eterna], fueran invariables”36. La razón, en el inevitable peregrinar desde la finitud hacia la eternidad, se forja una idea de ella misma como “ampliación del conocimiento” en cuanto fin de todas las cosas que, en la esfera de la moral o de los fines, significa la “perduración” o la “superación suprasensible de las determinaciones de la naturaleza”37. Y, por último, cuando la razón práctica se interroga por el fin último o por el sentido de su acción autónoma, aparece la idea del bien
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Ibid., pp. 60, 62, 64 y 66. Ibid., 129. Ibid., p. 124.
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pleno que se concreta en los postulados o creencias acerca de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma38. Finalmente, cuando el historiador analice, emplazado en estos márgenes, los fenómenos naturales en su conjunto y al hombre históricamente, descubrirá la presencia de un “hilo conductor” o “intención de la naturaleza”. La Historia es el resultado del empeño puesto por los individuos para intentar constituirse como “ciudadanos del mundo, con arreglo a un plan acordado”39. A esta altura, se pasa de una descripción empírica de hechos acaecidos a una explicación racional y teleológica de la historia. Para Kant, la investigación finalista viene impuesta por el “antagonismo” o “la insociable sociabilidad”40 inherente a la naturaleza humana, que es un instrumento del cual se vale la naturaleza para desarrollar su plan. Comprender la historia desde la dinámica del progreso exige acompañar a esta concepción teleológica de la naturaleza con la ley moral y con la razón práctica. Así se comprende la existencia de un deber de desarrollo individual de la moral y una tendencia hacia el bien supremo de la humanidad o hacia el advenimiento de un estado cosmopolita. Alcanzar el bien de la humanidad no fue considerado por Kant una utopía, sino un “quiliasmo” o una idea de difícil resolución. Estimó que uno de los deberes del filósofo de la Historia era “contribuir al advenimiento” del estado cosmopolita señalando los momentos históricos acaecidos en donde cabía vislumbrar esa intención de la naturalez41. La mera posibilidad de elaborar una Filosofía teleológica de la Historia constituía ya un indicador del propio progreso de la especie hacia la racionalidad. La Filosofía de la Historia de Kant es una “historia como sistema” organizada conforme al esquema de los fines naturales y morales42. 4. PROYECCIONES CONTEMPORÁNEAS Y CONSIDERACIONES CRÍTICAS
La Historiografía y la Filosofía de la Historia kantiana constituyó el modelo de referencia de las construcciones sistemáticas realizadas en los siglos 38
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En el planteamiento kantiano de la moral, como ha observado Höffe, la religión aparece como una consecuencia y no como un fundamento de la moral. Cf. O. Höffe, Inmanuel Kant, Barcelona, Herder, 1986, p. 233. I. Kant, Ideas, Ob. cit., p. 40. Ibid., p.124. Los hitos que señalan al historiador la distancia en la que se encuentra el género humano en relación a su meta final, son: la formación del Estado jurídico de individuos respetuosos con la ley civil; la unión de los Estados jurídicos o cosmopolitismo e instauración de la paz perpetua entre las naciones; la constitución de una comunidad ética universal, regida exclusivamente por leyes morales. Igualmente, se deberá prestar atención a las revoluciones sociales como constricciones necesarias, que actúan como un agente dinamizador, ofreciendo a la sociedad con nuevas esperanzas y expectativas (Ibid., p. 48). I. Kant, Ideas, Ob. cit., p. 51.
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ulteriores. Los historiadores han renunciado a la fundamentación científica de la disciplina defendida por Kant. Ahora bien, ello no quiere decir que no pervivan elementos de aquel método en la Historiografía de la Historia de la Filosofía contemporánea. La propuesta kantiana, según Löwith, quiso “significar una interpretación sistemática de la Historia Universal de acuerdo con un principio según el cual los acontecimientos históricos se unifican en su sucesión y se dirigen hacia un significado fundamental”43. Se trató de un tipo de reflexión especulativa que no se contentó con ofrecer una descripción de la disciplina, los procedimientos, categorías y los modos de argumentación históricos, sino que persiguió una tarea más ambiciosa: interpretar el proceso histórico en su totalidad descifrando el significado, los fines o las leyes que lo rigen. El método historiográfico kantiano puede ser denominado “epistemológico”, siguiendo a Taylor. Este modo supone que, de la Historia, en cuanto conocimiento de la realidad externa o del mundo ya devenido, solo podemos llegar a poseer una “representación formativa”, esto es, una idea, una intuición intelectual o, en términos más actuales, un “estado mental concreto”44. En el caso de Kant, la representación formativa es el despliegue de la libertad de la humanidad en el tiempo. En esta dirección, el estudio epistemológico de la historia ofrecería un modelo de representación del pasado con el cual es posible analizar y comprender los sucesos y las doctrinas filosóficas. A Habermas esta pretensión epistemológica de la Filosofía de la Historia en su sentido especulativo se le antoja “delirante”45. Con todo, si bien es cierto que la Filosofía de la Historia de Kant, a pesar de las prevenciones críticas adoptadas, no se ajusta a los cánones de las ciencias positivas y sociales actuales, ello no supone que la Filosofía de la Historia en su concepción especulativa sea un ejercicio fútil. La lectura filosófica de la historia de Kant, como hemos tratado de mostrar en el apartado anterior, pretendió responder a la profunda necesidad humana de enraizamiento y sentido de la existencia tanto individual como colectiva de las naciones. Al fin y al cabo, como recordaba Jaspers, la historia especulativa o la comprensión de la historia como un todo no tiene otro propósito que comprendernos a nosotros mismos. Como fue mostrando Kant en su Crítica de la razón pura, la razón humana encuentra muchas dificultades a la hora de admitir, entre otras cosas, que el curso de la historia pueda ser fruto del caos, el azar u otros motivos fortuitos e irracionales. Así concebida, la historia carece de unidad y, por tanto, de “estructura ni sentido más que en las innumerables e 43 44
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K. Löwith, El sentido de la historia, Madrid, Aguilar, 1968, p. 10. Ch. Taylor, “Philosophy and its history”, en R. Rorty, J. B. Schneewind y Q. Skinner (eds.), Philosophy in History. Essays on the historiography of philosophy, Cambridge U. P., 1998, p.18. J. Habermas, La lógica de las ciencias sociales, Madrid, Tecnos, 1990, p. 443.
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inabarcables series causales tales como se presentan en el acontecer natural”. Por eso, siguiendo a Jaspers, es el objeto principal de la filosofía de la historia “buscar la unidad, la estructura, el sentido de la historia universal y esto solo puede interesar a la humanidad en conjunto”46. El giro kantiano en la dirección especulativa de la historia lo observamos presente en la concepción que Mittelstrass tiene sobre la Historia de la Filosofía como “historia de los argumentos” (Gründegeschichte)47. Según esta lectura, la Filosofía no debe ser investigada en su propio desarrollo histórico, especialmente, si se trata del estudio de la sucesión de las diversas ideas o de teorías en el tiempo elaboradas por una serie de pensadores que vivieron en un contexto determinado y que fueron influidos por los problemas y por las discusiones de su tiempo. Observa Mittelstrass que, al contrario de lo que acontece en el ámbito de las ciencias positivas, la Filosofía solo puede asegurar la validez de sus teorías si atiende exclusivamente a los argumentos. La Filosofía no es considerada en su carácter histórico, sino como una disciplina que genera argumentos con pretensión de verdad. Los argumentos serán históricos, por lo tanto, solo y en la medida en que se encuentran recogidos en los textos de los filósofos. De este modo, el objeto de estudio de la Historia de la Filosofía serán los argumentos y, en particular, el modo en el que se relacionan los sucesivos argumentos producidos por los diversos filósofos. Se sigue de esta concepción que el texto no es más que un almacén de argumentos, y el filósofo, el creador de uno o varios argumentos. El historiador de la Filosofía, centrado en aclarar las relaciones entre argumentos de diversos pensadores, épocas y corrientes filosóficas, prescindirá de adoptar el enfoque propio de lo que denomina Mittelstrass “tesis historicistas”, esto es de la preocupación por el estudio del contexto y de las intenciones que motivaron la creación de un determinado argumento. La interpretación especulativa de la historia de la filosofía de Mittelstrass soluciona el problema de la relación entre la verdad y el tiempo, prescindiendo del último factor para concentrarse el estudio en las razones o argumentos filosóficos. Ahora bien, esta propuesta parte de la negación de un presupuesto fundamental: los argumentos son producidos por el acto de una mente que no puede pensar de otro modo más que históricamente. El hecho mismo del filosofar es un fenómeno, o una vivencia ineludible para el hombre en cuanto individuo dotado de razón, que tiene lugar en el tiempo. Baste, para no olvidar que el pensar es en sí mismo histórico y que supone el senti46 47
Cf. K. Jaspers, Origen y meta de la historia, trad. de F. Vela, Madrid, Alianza, 1980, p. 346. Vid. J. Mittelstrass, “Die philosophie und ihre Geschichte”, en H. J. Sankühler (ed.), Geschichtlechkheit der Philosophie. Theorie, Methodologie und Methode der Historiographie der Philosophie, Frankfurt, Peter Lang, 1991, pp. 1-30.
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do histórico para el individuo, releer las lecciones aportadas al respecto por Nietzsche en la Segunda consideración intempestiva y, por Ortega, en el Prólogo a la historia de la filosofía de Émile Bréhier48. El procedimiento de Mittelstrass sigue los pasos de la “metafísica descriptiva” de Strawson en una concepción analítico-conceptual del quehacer filosófico49. Son conocidos, no obstante, los resultados alcanzados por Strawson en la aplicación de este método a la “descripción” de la Critica de la Razón pura50. En términos historiográficos, en opinión de Hatfield, Strawson ofrece en su ensayo “un conjunto de argumentos filosóficos que nos muestran cómo se relacionan las partes seleccionadas del texto de Kant a las opiniones del propio Strawson”, pero no así una descripción de la obr51. Pertenece al género historiográfico que Rorty ha denominado “reconstrucción racional”52. En este caso, se trataría de considerar a Kant como un “muerto reeducado” con el que el historiador establece un debate ideal y contemporáneo con el propósito de lograr la aceptación de Kant de su interpretación o de sus ideas53. Según Rorty, siempre que el historiador tenga plena conciencia de que está entablando una conversación imaginaria, no hay nada que objetar a este tipo de reconstrucciones. De hecho, pueden servir a la necesaria tarea clarificar los problemas actuales. Su propuesta historiográfica es la “historia intelectual” que se funda en un estudio amplificado del contexto cultural de un autor o de un texto. Para tal propósito es necesario redefinir el concepto de “filosofía” y de “filósofo de profesión” y restaurar el canon de los textos filosóficos, eliminando todos los argumentos espurios y refutados científicamente. Así, por ejemplo, en el caso de Kant, habría que librarse de todos aquellos textos que versan sobre el concepto de “razón” o de “algo creado por la razón”, pues tanto Wittgenstein como Ryle han demostrado ya la obsolescencia de dicha noción54. En definitiva, nos tendríamos que librar de toda la Crítica de la razón pura, o bien, modificar el título. En sustitución, se deberían incorporar al canon y al estudio histórico las biografías y las obras de artistas, sociólogos, periodistas, artistas, psicólogos, etc. De este modo, 48
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Cf. F. W. Nietzsche, Segunda consideración intempestiva. Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006; J. Ortega y Gasset, “Prólogo a la historia de la filosofía de Émile Bréhier”, en Obras completas, VI (1941-1955), Madrid, Fundación Ortega y Gasset-Taurus, 2006, pp. 135-171. Cf. P. F. Strawson, Individuos - ensayo de metafísica descriptiva-, Madrid, Taurus, 1989, p. 14. Cf. P. F. Strawson, Bounds of sense: An Essay on Kant’s critique of pure reason, Londres, Methuen, 1966. Cf. G. Hatfield, “The history of Philosphy as Philosophy”, en T. Sorell, T. y G. A. J. Rogers (eds.), Analytic Philosophy and History of Philosophy, Oxford U. P., 2005, p. 97. Cf. R. Rorty, “The historiography of philosophy: four genres” en R. Rorty, Schneewid y Q. Skinner, (eds.), Philosophy in History. Essays on the historiography of philosophy, Cambridge U. P., 1998, p. 49. Ibid. p. 52. Ibid.
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según Rorty, “si uno sabe bastante acerca de muchos de aquellos (intelectuales), será posible narrar una historia detallada de la conversación europea (…) una historia en la cual Descartes, Hume, Kant y Hegel serán mencionados sólo de pasada”55. Otro modo de incorporar el contexto en el estudio filosófico de los textos y alcanzar la comprensión es considerarlo como un marco desde el que evaluar todos los conceptos y juegos de lenguaje que podrían haberse empleado en la época a la que pertenece el texto. Skinner advierte que, si bien los estudios contextuales facilitan un mejor acercamiento a los textos, esto no significa que el contexto proporcione los medios para comprender los textos. Puesto que para ello, como observó Austin, sería necesario aprehender no solo el significado de un determinado hecho o de un concepto, sino también su fuerza ilocucionaria prevista, y conocer lo que estaba haciendo el filósofo al expresar o escribir dicho enunciado56. Para lograr la comprensión de un texto, concebido como un “acto deliberado de comunicación” a la manera del método de la historia intelectual de Skinner, es necesario recuperar la intención del autor o lo que pretendió transmitir en el momento de escribir el texto57. El problema de la relación entre verdad y tiempo se soluciona, por lo tanto, según Collingwood, tomando conciencia del carácter contingente de la Historia de la Filosofía58. Los textos no son soportes de verdades perennes, sino conjuntos de enunciados que encarnan las respuestas o intenciones particulares dadas por un filósofo para un tiempo determinado. Si no existen las verdades intemporales, la tarea del historiador de la Filosofía no puede seguir consistiendo en la búsqueda de soluciones a los problemas actuales, puesto que no es posible establecer con rigor científico una homología entre el texto y nuestra época. El valor de la Historia de la Filosofía reside, en opinión de Skinner, en ser instrumento para la toma de conciencia sobre la necesidad de pensar “por nosotros mismos”, y conocer el elenco de “supuestos morales y compromisos políticos viables”. Y por otro lado, la historia intelectual, siguiendo con la opinión de Skinner, es el método historiográfico “más saludable” al estar fundado en el autoconocimiento y modo de afección del paradigma de referencia del inves-
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Ibid., p. 69-70. Vid. J. L. Austin, Cómo hacer cosas con palabras, trad. de G. R. Carrió y E. A. Rabossi, Barcelona, Paidós, 1988. Por otra parte, para Skinner, el significado de un texto se obtiene mediante la remisión a otros textos aparecidos en su época, o anteriores, con los que pudiera, de alguna manera, estar relacionado; y, en segundo lugar, determinando la naturaleza del acto ilocucionario, esto es, la intención del autor. Y, para conocer la intención, es necesario remitirse al conjunto de convenciones lingüísticas predominantes en su tiempo. Cf. Q. Skinner, “Significado y comprensión en la historia de la ideas”, en Prismas, 4 (2000), p. 165. Ibid., p. 187 Vid. R. G. Collingwood, An Autobiography, Oxford U. P., 1939.
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tigador59. En este sentido, Keane anota que el planteamiento de Skinner no es democrático al ignorar la necesidad de emplear diversos métodos en la investigación histórica en función del objeto de estudio así como algunas premisas hermenéuticas fundamentales, que conciernen al papel activo del lector en la fusión de horizontes de sentido60. Y, prescindiendo de otras consideraciones como la muy difusa distinción entre “intención” y “motivo”, baste observar que es bastante cuestionable que, para comprender un texto, el historiador deba conocer los motivos que impulsaron al filósofo a expresar sus ideas, incluso que sea deseable61. Finalmente, está aún por probar que las ideas no puedan contener valores permanentes, a pesar de lo dicho por Collingwood al respecto, o el hecho de que las ideas hayan de ser verdaderas para ser rescatadas62. Como hemos visto a lo largo del presente estudio, la tradición historiográfica de la Historia de la Filosofía, presenta una amplia gama de modos de aprehensión de la verdad en el tiempo. El único medio posible para afrontar la tradición es mediante selección, lo cual significa que no existe la posibilidad de configurar una Ciencia de la Historia como puesto que no cabe esperar alcanzar una comprensión total, como observó Kant. A pesar de las críticas recibidas a su teleológica Filosofía de la historia, el método kantiano pone en evidencia que no es posible encontrar un criterio sólido fuera de la historia y que, por lo tanto, será el texto, el contexto, y la inserción histórica del pensar como historicidad, los elementos que aseguren la validez del sentido histórico.
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Q. Skinner, “Significado y comprensión”, Ob. cit., p. 190-191. Vid. J. Keane, “More thesis on the philosophy of history”, en J. Tully (ed.), Meaning and context. Quentin Skinner and his critics, Cambridge, Polity Press, 1988, pp. 204-217. Vid. J. Femia, “Historicist critique of revisionist methods”, en J. Tully (ed.), Meaning and context…, cit., pp. 156-175. Vid. Collingwood, An Autobiography, Ob. cit., p. 70.
HISTORIOGRAFÍA E HISTORIA DE LA FILOSOFÍA FERNANDO MIGUEL PÉREZ HERRANZ Si hojeamos los índices de las historias de la filosofía que se encuentran habitualmente en las bibliotecas, observaremos un módulo o patrón que se repite insistentemente1: la división en tres épocas, o etapas: la antigüedad, que puede abarcar también el pensamiento indio, egipcio y aun chino; la edad media, centrada en el cristianismo, aunque a veces se amplía con las filosofías hebrea e islámica2; la edad moderna, alrededor de la nueva ciencia de Galileo, que suele desdoblarse en moderna y contemporánea y reincorpora, a veces, el pensamiento no occidental. Un módulo que se repite con independencia de la escuela o de la nacionalidad del autor o los autores. A veces la exposición es más fina, muy rica en subdivisiones, pero estos tres momentos en general son invariables. Así, Friedrich Ast, recurre a ritmos meteorológicos: noche (Tales), alba (Pitágoras), mediodía (Platón) y tarde (Zenón), que prosiguen con la noche (Epicuro), etc.3 Gustav Kafka recorre un ciclo pentafásico: cada fase se inicia con un período de ruptura, al que le siguen los períodos cosmocéntrico y antropocéntrico, para concluir en un período de integración y desintegración4. Franz Brentano también parte de las tres grandes etapas, a las que subdivide según un criterio diferente: comienza con una fase de ascenso, interesada por intereses teóricos y científicos, continúa con una fase de vulgarización del conocimiento que alcanza el escepticismo, y concluye con una fase especulativa5. Victor Cousin supone que la historia de la filosofía está constituida por ciclos que recorren sin solución de continui1
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Y que se encuentra ya en Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie, traducción de W. Roces, Lecciones sobre historia de la Filosofía, 3 vols., México, FCE., 1977, p. 104. Primer período: de Tales a la desaparición del Imperio romano; segundo período: la Edad Media; tercer período: los tiempos modernos. Bertrand Russel cambia el término «edad media» por «filosofía católica». B. Russell, Historia de la filosofía, Madrid, Espasa-Calpe, 2008. F. Ast, Epochen der griechischen Philosophie, Europa, 1803, II. G. Kafka, “Geschitphilosophie der Philosophia der Philosophiegeschichte”, Geschichte der Philosophie in Längschmitlen, vol. 10, Berlín, 1933. F. Brentano, “Las cuatro fases de la filosofía”, El porvenir de la filosofía, traducción de X. Zubiri, Revista de Occidente, Madrid, 1936. Este esquema lo siguen R. Xirau, El desarrollo y las crisis de la filosofía occidental, Madrid, Alianza, 1975 y F. Romero, La estructura de la historia de la filosofía, Buenos Aires, Losada, 1967.
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dad: el sensualismo, el idealismo, el escepticismo y la mística6. Como es manifiesto, unos criterios se acogen a conceptos no filosóficos: ascenso / estabilidad / decadencia… y otros a conceptos filosóficos: cosmológico, antropocéntrico… Mas, en cualquier caso, la primera periodización se corresponde a la admitida por la Historia a secas, que también se divide en tres edades: Antigua, Media y Moderna, y que sirve de división departamental en las Universidades. Cabe, entonces, preguntarse, ¿la historia de la Filosofía ha heredado su criterio de la Historia en general? Al tratar de responder a esta cuestión, nos damos de bruces con una curiosa sorpresa: los hechos históricos que abren o cierran un período no son relevantes en sí mismos, sino en relación con la manera de pensar (filosóficamente) esas épocas. Y así, la Edad Media puede iniciarse en el 324 con la consolidación del reinado de Constantino; o en el 375 con la destrucción del reino ostrogodo por los hunos; o en el 476 con el hundimiento del Imperio romano en Occidente; y aun alrededor del año 700 con el triunfo del cristianismo (A. Vauchez)7. Y entonces podríamos decir que Constantino se explica mejor a partir del cruce de los pensamientos religioso, político, económico…, helenístico, judaico y cristiano, y su intento de superación a través de la educación paulina, que a partir de un hecho relevante, impuesto ad hoc para abrir o cerrar una época. ¿Por qué —podríamos preguntarnos— Jacques Barzun abre la edad moderna con la Reforma y no con el descubrimiento de América?8 ¿Quizá porque la modernidad se explica mejor desde el enfrentamiento de los nominalistas, que han ganado las cátedras de filosofía de las universidades y defienden una nueva manera de entender la teología y la política, contra los conceptualistas y realistas? De modo que sería la periodización de la Historia aquello que incorpora un criterio filosófico, posiblemente porque, como algunos suponen, la historia procede críticamente de la filosofía9. Si fuese éste el caso, la filosofía adquiriría una función epistemológica que la salvaría de presentarse al mundo como un galimatías, un sonambulismo, una alucinación o un lenguaje desgajado de la realidad, convertido en pura terminología10: su vinculación íntima con la historia, que formaliza una regla hermenéutica: “la filosofía, autoconciencia de una época, indica cuáles son las fechas relevantes”. Así, el criterio de las tres edades no tendría que 6 7 8 9
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V. Cousin, Histoire générale de la Philosophie, 1867. E. Mitre, El mundo medieval, Madrid, Trotta, 2004. J. Barzun, Del amanecer a la decadencia, Madrid, Taurus, 2001. Los historiadores positivistas alemanes del siglo XIX se esforzaron por encontrar principios metodológicos autónomos de la historia, por oposición a la metafísica histórica de Hegel. No es ésta la interpretación de Dilthey, quien fecha la aparición de la ciencia de la historia en el siglo XVIII con independencia de la filosofía. W. Dilthey, “El mundo histórico y el siglo XVIII” en Obras completas, VII, trad. de E. Ímaz, México, FCE, 1944, p. 366. T. W. Adorno, Terminología filosófica I, Madrid, Taurus, 1976.
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ver con sucesos o acontecimientos históricos, sino, además de su conexión con la teología de la Trinidad (Joaquín de Fiori), con el esfuerzo de los humanistas deseosos de desmarcarse de la sociedad feudal, legitimada en el pensamiento escolástico, sin romper con la tradición helenística y romana11. Los humanistas supusieron ad hoc una aetas mediae que separaba dos momentos espléndidos de la civilización: la grecorromana y la suya propia. Esa edad media, oscura y farragosa (tenebrae, resume Petrarca) quedaría encajonada ente dos luminarias. La expresión mediae para referirse a esta época aparece en Giovanni Andrea dei Bussi, obispo de Alesia, en 1469; más tarde, el humanista Flavio Biondo la utiliza para darle un sentido unitario a la época; y, en fin, Cristóbal Cellarius en 1688 la usa con la significación de “segunda época de la historia”12. Para completar este quid pro quo, recordemos que la filosofía se ha acogido a acontecimientos históricos muy singulares para realizar sus reflexiones (que a partir de Hegel se incluyen bajo el título de Filosofía de la historia), pero que ha ejercido desde el origen de la filosofía misma. Es la batalla de Aegospótamos (44 a.C.) la que hace reflexionar a Platón sobre la transformación “histórica” de los regímenes políticos en la República: aristocracia, timocracia, oligarquía, democracia y tiranía, a la vez que se expone la teoría de las Ideas; es el saqueo de Roma por Alarico (410) lo que obliga a san Agustín a justificar el papel de los cristianos en los avatares de la ciudad de los hombres en la Ciudad de Dios; es la conquista de Constantinopla por los turcos (1453) la que desplaza sabios griegos hacia Roma llevando un legado inmenso de obras que inspiran el humanismo; es la revolución francesa (1789) el acontecimiento que se encuentra detrás de la Fenomenología del Espíritu de Hegel, con la especificidad de justificar ahora nada menos que una Historia universal; es la conquista de Alemania por Napoleón (1806) lo que prepara los Discursos de la Nación Alemana de Fichte, verdadero catecismo del nacionalismo alemán; la fallida revolución del 1848 fue la ocasión que Marx y Engels encontraron para escribir el Manifiesto comunista; y así sucesivamente. De manera que nos deslizamos por una resbaladiza y espectacular pista que permite trazar figuras como si habitáramos en un espacio de Moebius: 11
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La Edad Media es necesaria “para colmar la brecha entre dos períodos positivos” escribe J. Le Goff, Pensar la historia, Barcelona, Paidós, 1991, p. 167. El esquema de las tres épocas ya está presente en el esquema infancia-madurez-vejez como un progreso de la razón en Bacon, Novum organum (I, I, §84); también Vico, Ciencia Nueva III (sobre Homero), una variante del mito de las edades, aunque ahora según una lectura teñida fuertemente de Progreso: conocimiento sensible-imaginación-razón (Iselin, Garve…); y sustituye en el renacimiento a la periodización de los cuatro reinos de Daniel que sigue usando san Jerónimo… C. Cellarius, Historia Medii Aevi a temporibus Constanini Magni ad Constantinopolim a Turcis captam deducta, Jena, 1688.
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un criterio filosófico organiza la historia (los “hechos históricos”), pero la historia provee el criterio más potente para la reflexión filosófica misma. I. HISTORIOGRAFÍA DE LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA
Hay una primera cuestión a la que nos obliga el tránsito por esta cinta para evitar que se convierta en círculo vicioso: ¿le está permitido a la filosofía, que fija la periodización histórica y el valor de los acontecimientos, ser ella misma un producto histórico? O, por el contrario, ¿la filosofía es un saber clausurado, configurado de una sola pieza, que simplemente se trocea para que sea acompañada de historia? No parece que la filosofía estuviese legitimada para establecer esa discriminación, si escribir una “Historia de la filosofía” solo tuviera sentido mediante el formato del accidente o de la mera curiosidad por los detalles exteriores, pero fuera intrascendente en los contenidos, al modo de la historia de las ciencias naturales, si creemos que los contextos de justificación de la Física, la Astronomía o la Biología son autónomos respecto de los contextos de descubrimiento. En este caso, la historia de la filosofía sería mera historiología, la narración de los incidentes acaecidos alrededor de los textos o discursos filosóficos que poco tienen que ver con ellos: Platón era aristócrata, Abelardo fue castrado, Descartes era un excelente espadachín, Kant paseaba siempre a la misma hora y por los mismos lugares, Nietzsche era hipocondríaco. O filosofía biográfica, sea a la manera autobiográfica que cultiva el mismísimo Platón en la Carta VII13, sea a la manera de las biografías escritas por discípulos: la Vida pitagórica de Jámblico14 o la Vida de Plotino de Porfirio15. En esta dirección se mueven quienes se interesan más por los filósofos que por sus sistemas: desde Jaspers16 a Scharfstein17. Y no es baladí que los factores psicológicos afecten directamente a la filosofía. Por ejemplo, la personalidad enferma de Epicuro o la homosexualidad de Wittgenstein en sus consideraciones éticas18. Pero esta exposición no pertenecería a la historiografía, a las alternativas o transformaciones a las que está sujeto el pensamiento humano; a lo sumo, sería una experiencia (ajena o propia) entre otras, de la vida humana. Tampoco sería legítimo irnos al otro extremo: si escribir una historia de la filosofía in recto, esencial, significara afirmar la filosofía como Saber Absoluto, soberano y administrador de la Verdad. La pretensión de una phi13 14 15 16 17
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Platón, Carta VII, Las cartas, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970. Jámblico, Vida pitagórica, ed. de E. A. Ramos, Madrid, Etnos, 1991. Porfirio, Vida de Plotino, ed. de J. Igal, Madrid, Gredos, 1982. K. Jaspers, Psycologie der Weltanschauungen, Berlín, 1925. B-A. Scharfstein, Los filósofos y sus vidas. Para una historia psicológica de la filosofía, Madrid, Cátedra, 1996. W. W. Bartley III, Wittgenstein, Filadelfia y Nueva York, 1973.
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losophia perennis, como la llamó Leibniz, es a la mirada contemporánea una desmesura, una aspiración soberbia, una presunción que limita con el Mal, con el mal ontológico, entendiendo por Mal la absorción de todos los relieves de un campo de saber desde un atractor único; el mal filosófico por antonomasia sería la ambición de Parménides al presentar la verdad “bien redonda” sin resquicio ni fractura. Frente a Heidegger, consideramos que ni Platón ni Aristóteles ocultan el ser, sino, al contrario, amojonan y recorren sus relieves, de modo que la historia de la filosofía no será la caída en un profundo error, sino la salida de la caverna del Mal en que había convertido Parménides la indagación del ser. El rechazo a la Filosofía de la Historia de Hegel procede de esta convicción, de la maldad del sistema que todo lo engulle. La filosofía “se propone conocer lo que es inmutable, lo que existe en y para sí, si su objetivo es la verdad”, dice el teutón, que prosigue: “la filosofía es la ciencia objetiva de la verdad, la ciencia de su necesidad, de su conocer, reducido a conceptos”; y más aun: “este proceso necesario y consecuente, racional de suyo y determinado a priori por su idea”19. En consecuencia, no cabe escribir la historia de la filosofía, sino manifestar su verdad, una verdad narrada a lo largo de una serie de momentos necesarios que serán engullidos por la verdad final: otra vez el Mal de Parménides. La Escuela histórica alemana del siglo XIX (Niebuhr, Leopold Ranke, Droysen, Burckhardt, Mommsen, Treitschke, Meinecke …), estructurada alrededor del positivismo cientificista decimonónico, resaltará todos los relieves posibles a partir de ruinas y documentos (Simmel) de la individualidad histórica y de los acontecimientos singulares. Así que la pregunta por la legitimidad misma de la Historia de la Filosofía, si el concepto de historia es filosófico o si es histórico el concepto de filosofía, se presenta en una cuaterna de problemas entrelazados: si la filosofía es un saber (o pretendido saber) que se encuentra engarzado íntimamente con contextos históricos de diferente naturaleza (políticos, religiosos, culturales…) o incluso como un subconjunto de un saber más amplio, la Historia de las Ideas, si éstas afectan a quienes las sostienen, pero ellas mismas parecen inmunes a cualquier clase de influencia y poseen vida propia20; qué es historia y hasta qué punto es distinta de una cronología; si de algo puede decirse que es propiamente filosofía para poder tener Historia, se sigue que la filosofía se tenga que plantear su propia historia; y por qué hay instituciones que acogen a la Historia de la Filosofía, por qué se financia como disciplina educativa, y cuál es su relación con todas las demás. 19 20
Hegel, Lecciones sobre historia de la filosofía, vol. I, pp. 14, 18 y 40. Cf. Lovejoy, “Reflection on the History of Ideas”, Journal of the History of Ideas, I, 1940; Kristeller, “History of Philosophy and History of Ideas”, Journal of the History of Ideas, 2, 1964; Ph. P. Wiener, Dictionary of the History of Ideas, Nueva York, 1973… Dawkins ha utilizado este concepto para su definición de “meme”.
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Contextos ¿Puede justificarse que la filosofía es un saber autónomo, que los filosofemas se despliegan de manera interna y no son ajustes interesados para legitimar al poder mismo? Pues la filosofía siempre aparece cercana al poder, unas veces a favor: las Lecciones de Hegel llevan un Discurso que pronuncia en la Universidad de Heidelberg (1816); y otras, en contra: ¿acaso no es ésta la razón de que sea perseguida por los poderes cuando no se presta a sus objetivos? Al lado de los procesos judiciales a Anaxágoras o a Sócrates, o de la clausura de las escuelas por Justiniano21, se encuentran los teólogos que justifican el poder de la iglesia o los filósofos políticos que hacen lo propio con el Estado comunista o con el Estado nazi, y aun con el Estado democrático. La filosofía, en consecuencia, no sería más que un epifenómeno que se origina en condiciones que nada tienen que ver con la filosofía: la religión, la economía, la política, la ciencia, etc. Más que una disciplina, un saber, la filosofía sería un capítulo de la ideología: Así lo han defendido Vernant22, Thomson23, Farrington24, Dynnik25 o Jerez Mir26, que convierten a la filosofía en un trasunto de la sociedad: esclavista, feudalista, capitalista, socialista… Gonzalo Puente Ojea concluirá que el estoicismo no tendría más valor que el de actuar como una ideología esclavista27. Si se toma en serio esta postura, entonces la filosofía puede utilizarse como herramienta de combate del propio Estado y así lo hicieron el materialismo dialéctico en la Unión Soviética y el positivismo utilizado para salvar del atraso económico y político de América latina: «Orden y progreso», el lema de Comte, ondea en la bandera de Brasil y constituyó la referencia de la política de Porfirio Díaz en México28. Pero la ideología termina por ceñir un recio corsé a las Ideas, a las que inmoviliza y deseca. Por eso es obligada la reflexión de Marx sobre el arte antiguo: ¿Por qué las obras de arte griegas siguen proporcionándonos goces artísticos y nos valen como norma y modelo?29 Acaso la cercanía con el poder impulsó a determinados hombres a separar la contemplativa vida filosófica de la ruidosa vida del mercado y cultivar el 21 22 23 24 25 26
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L. Canfora, Una profesión peligrosa, Barcelona, Anagrama, 2002. J. P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Buenos Aires, Eudeba, 1983. G. Thomson, Los primeros filósofos, Buenos Aires, Siglo Veinte, 1975. B. Farrington, Ciencia y política en el mundo antiguo, Madrid, Ayuso, 1965. M. Dynnik, Historia de la filosofía, México, Grijalbo, 1960. R. Jerez Mir, Filosofía y sociedad. Una introducción a la Historia social y económica de la Filosofía, Madrid, Ayuso, 1975. G. Puente Ojea, Ideología e historia. El fenómeno estoico en la sociedad antigua, Madrid, Siglo XXI, 1974. L. Zea, Positivismo en México, México, FCE, 1968. K. Marx, Elementos fundamentales de la crítica de la economía política (borrador): 18571858, Madrid, Siglo XXI, 1972.
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puro conocimiento, dirigido hacia la salvación, por la vía del gnosticismo o por la del misticismo. Un entrenamiento adecuado de las facultades cognoscitivas humanas permitiría el acceso directo a la realidad y a la verdad, y los conceptos filosóficos no serían sino reflejos de fuentes de luz mítica o religiosa; conceptos praeter-culturales más que culturales, que se encuentran más allá de las culturas históricas. La filosofía ya no poseerá valor en sí misma, sino como camino de iniciación para alcanzar la sabiduría por intuiciones anti-intelectuales: vivencias (lebensfrage), simpatías (einfürlung), visión de esencias (anschauung)… O quizá la filosofía no vaya más allá de un saber ancilar, desprendido de la religión. La filosofía estaría implantada en las iglesias, en las sinagogas o en las mezquitas y no en la política ni en la sociedad ni siquiera en el individuo; sería una preparación para la revelación, preambula phidei. Wilhelm Schmidt defendió la tesis del monoteísmo primitivo y Koppers sacó la conclusión de una revelación anterior al hebraísmo. Que detrás de la filosofía se encuentre la religión lo defiende el propio Kant: “Sin embargo, fue en realidad la primera [la teología] la que, poco a poco, fue llevando la razón meramente especulativa a ocuparse de lo que más tarde será tan conocido con el nombre de metafísica” (Crítica de la Razón Pura, A853/B881); y también historiadores de la filosofía antigua como Cornford30, Guthrie31 o Jaspers: “En este sentido cabría decir que la filosofía empieza allí donde termina la teología”32. O que la filosofía constituya simplemente una parte entre otras, sin privilegio alguno, de la cultura. Así, durante el periodo ilustrado la filosofía estaría incorporada a la historia literaria. La filosofía habría de ser tratada como una hermenéutica que pretende explicitar el “sentido objetivo” que revisten las cosas para la conciencia (Droysen); o los textos poéticos que dicen el ser a través del poeta (Heidegger); o a través de ciertas actividades como el amor y aun la moda. No hay verdades universales, porque la verdad es un punto de vista, y las opiniones filosóficas, expresiones de una matriz cultural compleja y singular. Para Spengler incluso las matemáticas son relativas a un pueblo33. La filosofía como cultura sería entendida, a lo sumo, como interdisciplinariedad34.
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F. Cornford, From Religion to Philosophy, Harper & Row, Nueva York, 1957 (trad., De la religión a la filosofía, Barcelona, Ariel, 1984). W. K. C. Guthrie, Orfeo y la religión griega, Buenos Aires, Eudeba, 1970. W. Jaeger, La teología de los primeros filósofos griegos, Madrid, FCE, 1977, p. 11. “No hay ni puede haber número en sí. Hay varios mundos numéricos porque hay varias culturas”. O. Spengler, La decadencia de Occidente, I, Madrid, Espasa Calpe, 1998, p. 140. André de Muralt, La apuesta de la filosofía medieval. Estudios tomistas, escotistas, ockamistas y gregorianos, Madrid, Marcial Pons, 2008.
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O la filosofía identificada con una forma de vida, de existencia, vinculada a la acción, a la vida buena (eudaimonía), según Aristóteles o Epicuro. La filosofía se interesa por lo radicalmente humano, por el mundo sólo en cuanto está centrado en el Hombre, en su ámbito cotidiano y vital, en las motivaciones de sus acciones, en sus problemas existenciales, en las dificultades de sus proyectos; las obras filosóficas no demuestran nada, se contentan con recrear experiencias vividas35. ¿Sería posible sacar a la filosofía de todos estos contextos y darle una forma de saber independiente y autónomo, con su propia y genuina historia? ¿Y hablar entonces, sin cargas exteriores, de Historia de la filosofía? Preguntemos antes a la misma Historia. Historia El concepto de historia no es un concepto natural; hay que signarlo y orientarlo. En griego, historie significa “ser testigo, dar testimonio”. Es una forma gramatical en presente que habrá de transformarse en concepto temporal. No son equivalentes historia y su percepción o historicidad. Desde Mircea Eliade es tópico considerar que los griegos no poseían conciencia histórica sino que remiten a una concepción cíclica del tiempo36. Sólo a finales del siglo XVIII parece que se posee ya este concepto y Hegel distinguirá entre los hechos “históricos” (res gestae, Geschichte, historia…) y su narración (memoria rerum gestarum, Historie, Historia…). Los hechos han acontecido siempre, pero la Historia es algo muy reciente, tanto como los proyectos de Herder y de Hegel de separar las ciencias de la naturaleza (Naturwissenshaften) de las ciencias del espíritu (Geistweissenshaften), articuladas precisamente mediante la historia37. Ante la hýbris hegeliana, la corriente historicista del XIX tratará de positivizar la historia, dotarla de un método propio, rescatarla de la mala imagen aristotélica que la pone en un grado inferior a la poesía38, o sacarla de la historia-exemplum medieval y de la renacentista. Y en un salto mortal espectacular, exigirá que todo saber y toda práctica hayan de ser historiados, incluido ¡el propio historiador! Pero los historiadores están vinculados a los nuevos estados posrevolucionarios. Así que nos interesa el ejercicio de los principios metodológicos a los que se atienen los historiadores nacionales y sus consecuencias. Los historiadores de formación romántica, en paralelo a la fractura de Europa en Estados-naciones (modelo 35 36 37
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F. Alquié, Signification de la philosophie, París, Hachette, 1971. M. Eliade, El mito del eterno retorno, Madrid, Alianza, 2000. “Herder parece descender libremente de los cielos y haber nacido de la nada: procede de una intuición de lo histórico como no se había producido en tal pureza y perfección”. E. Cassirer, La filosofía de la ilustración, México, FCE, 1984, p. 257. Aristóteles, Poética, 1451b.
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de franjas verticales), escriben una Historia universal en la que los protagonistas son los Estados y no la Providencia (modelo histórico envolvente). Pues Europa no se dividió en Burgueses y Proletarios (modelo de dos franjas horizontales), como suponía la escatología secular marxista. Europa se dividió en naciones —Francia, Alemania, Inglaterra, España…—, en las que se conservaban los intereses de las aristocracias feudales. Sé que esta idea no está de moda, y que la historiografía contemporánea da por finiquitado el mundo medieval: unos con Marsilio de Padua, otros con Galileo, y casi todos con Descartes; pero éstos son criterios filosófico-científicos, no históricos. Los acontecimientos dicen otra cosa, como (de) muestra Arnold J. Mayer: a fin de contrarrestar el cosmopolitismo de los liberales y el internacionalismo de los socialistas: “el culto de la nación se utilizó para reforzar sociedades civiles y políticas en las que los elementos feudales ocupaban posiciones clave, entre ellas o especialmente los puestos de mando de unos ejércitos que iban creciendo…”39 Harán falta dos guerras mundiales y la abyecta Shoah para acabar de desalojar y exorcizar a la arrogancia feudal y aristocrática de las sociedades civiles y políticas europeas. Así que lo que habría que hacer es escribir narraciones históricas, stories…, que dependerán según el tipo de historia que se defienda: el historicismo y sus secuelas positivistas, el materialismo histórico, la suprahistoria, la historia de las mentalidades, las genealogías, etc. Esto, naturalmente, si se defiende algún tipo de historia: “¿Qué tiene que ver la historia conmigo? ¡Mi mundo es el primero y el único! Quiero dar cuenta de cómo yo he encontrado el mundo” exclama Wittgenstein40. Y Popper habla, sin más, de la “miseria del historicismo”. Convengamos en que existe, al menos, un tipo de Historia: ¿qué correspondería a la res gestae en filosofía? Lo que “dijeron” los filósofos; pero entonces la historia de la filosofía tendría como canon los Diálogos de Platón, que escriben lo que dijo Sócrates. El resto no sería sino interpretación de textos, hermenéutica: “La filosofía no son más que notas al margen en los escritos de Platón” (Whitehead). Pero estas notas se escriben de manera variopinta. En forma de: summa (Aquino), meditación (Descartes), discurso fragmentario (Pascal), epístola (Séneca), poema (Lucrecio), composición geométrica (Spinoza), lógica (Wittgenstein) o periodística (Ortega y Gasset), recorrido rizomático (Deleuze), etc. ¿Y acaso no son textos filosóficos las obras trágicas de Sófocles, o las de Calderón?41 La pregunta por el modo 39 40
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A. J. Mayer, La persistencia del Antiguo Régimen, Madrid, Alianza, 1984, p. 273. L. Wittgenstein, Notebooks 1914-1916, ed. de G. H. von Wright y G. E. M. Anscombe, Nueva York, Harper, 1961. A. Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, 2 vols., Barcelona, Destino, 1995. J. D. García Bacca, Introducción literaria a la filosofía, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1964. “Pero si España tiene [su filosofía] hasta ahora no se nos ha revelado, que yo sepa, sino fragmentariamente, en símbolos, en cantares, en decires, en
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de reconocer un texto filosófico se suma a las interrogantes que Emile Bréhier ya advirtiera en la introducción de su historia de la filosofía42: el origen y las fronteras de la filosofía; si la filosofía es un saber suficientemente autónomo como para distinguirse de las demás disciplinas intelectuales; y si hay evolución o progreso en el saber filosófico. A la historia de la filosofía le cabe, entonces, responder desde conceptos históricos: ¿es continua y progresiva como lo quieren Comte, Hegel o Husserl? ¿O ella misma no es sino un saber contingente que no encuentra el origen más que en un ambiente, en un caldo de cultivo, a partir del cual se despliega más un devenir que una historia, como lo quieren Nietzsche, Heidegger o Deleuze?43 La filosofía aparece accidentalmente, es saber de contingencias; y surge en Grecia porque allí encontró un medio favorable en el diálogo, en la discusión agonista entre iguales, una vez que el fondo religioso, aún dominante en la época de los sabios se había mitigado. La filosofía, concluirá Ortega, es “el tratamiento a que el hombre somete la tremebunda herida abierta en lo más profundo de su persona por la fe al marcharse”44. ¿Quiere decirse que cada vez que el hombre recibe alguna “tremebunda herida” responde filosóficamente? ¿El capitalismo habría relanzado de nuevo la filosofía, por ejemplo, al “desvanecerse todo lo sólido en el aire”, según bella expresión de Marx? Si se descarta el progreso filosófico, la historia de la filosofía se resumiría en una rapsodia de narraciones héticas (hairesis) que abre paso a ciertas interrogaciones: ¿son todas las sectas de igual valor, todas heterodoxas? ¿Puede considerarse alguna de ellas como ortodoxa? ¿Ocupan los lugares centrales Platón y Aristóteles, como muestra La escuela de Atenas de Rafael, uno señalando al cielo y el otro, a la tierra? ¿El resto de filósofos ocuparían un lugar secundario, de relleno, como meros comparsas de las “épocas deslucidas”?45 Si hay dos ortodoxias, ¿tiene razón Amor Rubial cuando considera la doctrina de la Iglesia contradictoria, porque el platonismo y el aristotelismo son inconmensurables? Y además, ¿por qué empezar por Grecia y con Tales? ¿Por qué no por la India? Y si en Grecia, ¿por qué no con Parménides? A lo mejor habría que esperar a Descartes. ¿Y por qué no a Heidegger?... O quizá la filosofía haya nacido con el mundo mismo, y entonces habrá que incluir las doctrinas de
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obras literarias como La vida es sueño, El Quijote o Las moradas…”. M. de Unamuno, Ensayos, Madrid, Aguilar, 1951. E. Bréhier, Histoire de la philosophie, París, PUF, 1931 y 1938 (trad. esp. de J.A. Pérez Millán y Mª D. Morán en Madrid, Tecnos, 1988). G. Deleuze y F. Guattari, ¿Qué es filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993. “Prólogo a «Historia de la Filosofía», de Emile Bréhier”, Obras Completas, Madrid, Alianza, 1986, tomo VI, p. 405. Cf. J., Ortega y Gasset, Obras completas, t. VI, Madrid, Alianza, 1986, p. 377.
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los egipcios y babilonios; o, como quiere Filón de Alejandría, el primer filósofo verdadero habría sido Moisés, que transmitió su saber a los magos caldeos, egipcios, etíopes y aun a los celtas. Numenio dirá que Platón no era sino Moisés hablando en griego; y Agustín, que si el filósofo griego dice una verdad es que concuerda con la fe cristiana46. ¿No son los griegos quienes hacen degenerar la filosofía en múltiples sectas? Escépticos, hedonistas, y aun corruptores neoplatónicos del cristianismo. Y los griegos habrían promovido lo que se considerará el mismísimo escándalo de la filosofía: “la disonancia de las opiniones” (diafonia ton doxon)… ¿Cómo se determina el origen de la filosofía misma? ¿Desde el criterio estatal? Pero entonces el criterio deja de ser universal y ha de remitir al criterio filosófico mismo. Lo que da lugar a una cuestión muy enjundiosa: ¿Por qué debería la filosofía encontrar los fundamentos en ella misma? Pretensión desmesurada que nos devuelve a los contextos de la filosofía, contextos que se engendran en la misma historia. Y entonces se exigiría que la Historia se dote del universal. La consecuencia es fatal tanto para la filosofía como para la historia. Bréhier habla de una Historia externa de la filosofía en busca de las causas; de una Historia interna encaminada hacia las razones de la filosofía; y de una Historia crítica, que indaga sus fuentes doctrinales. Y si la virtud se encontrara en el medio, sugiere una filosofía crítica, que busca el sentido, que indaga en las fuentes y en las influencias detectables en los textos47. Empezamos a sospechar que se abre una combinatoria muy rica y diferenciada. Pero antes de atacar esta cuestión, hay que detenerse en el concepto mismo de filosofía. Filosofía Si el lenguaje histórico es equívoco (Paul Ricoeur), ¿qué decir del lenguaje filosófico? No es evidente que la filosofía conlleve un desarrollo propio, independiente; más bien parece que está vinculada a otros saberes, a otras prácticas, como la yedra se agarra a los muros exteriores de la casa: sociedad, religión, política… Algunos verán la filosofía como un texto oscuro, bíblico, sagrado; y entonces la filosofía puede identificarse como una forma de cultura más, o quizá como el tesoro del saber, de ahí la “piedra 46
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“Pero si los así llamados filósofos, sobre todo los platónicos, dicen alguna vez algo que es verdad y que concuerda con nuestra fe, nosotros no sólo no necesitamos tener ningún miedo de ello, sino que debemos utilizar su contenido de verdad en provecho nuestro como si se tratase de oro y plata suyos no lo han adquirido ellos mismos, sino que lo han sacado (como de una mina), por así decirlo, de los tesoros de la divina Providencia, que todo lo administra, pero haciendo luego, de un modo equivocado e injusto, un mal uso de ello, poniéndolo al servicio de los malos espíritus; y cuando, ahora, el cristiano se desprende interiormente de esta nefasta comunidad con los paganos tiene que arrancar de sus manos tales tesoros y emplearlos de una forma justa, para el anuncio del Evangelio”, S. Agustín, De doctrina cristiana, II, 39-40, 60. E. Bréhier, “La causalité en histoire de la philosophie”, Theoria, 4 (1938), pp. 97-116.
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filosofal” desde la que después se explicarían todos los demás saberes (el árbol de las ciencias). Hay que salvar a la filosofía de ser un galimatías ocupado en aprehender las primeras causas o primeros principios, o una alucinación construida a partir de frases semánticamente con sentido pero sin referencia alguna48. Para hablar filosóficamente se nos exige una hipótesis de partida: la filosofía es un saber que nos capacita para conocer lo real y separar lo aparencial; su objeto es el todo, no el saber total; es «unidad de todos los saberes», intento de constituir la totalidad orgánica y organizada (filosóficamente) de los saberes humanos y de las actividades inteligentes que dirigen los comportamientos humanos. Fue ésta la obra que emprendió Aristóteles: un saber que se ocupa de los criterios y condiciones en los que se dan los saberes; y que señala los valores y las normas de conducta entre las que hay que elegir las más eficaces, las más excelsas, las que ocupan el término medio o las sobre/infranaturales... La filosofía, en consecuencia, gira en torno a la manera de expresarse Platón y Aristóteles. Y luego, a partir de ellos, es un montón de textos que se encuentran en el centro de caminos, un carrefour que orientaría en gran medida a todos los demás saberes, un centro de laberintos donde tiene lugar la tragedia edípica o un semáforo del saber (Trías). Pero, como la filosofía se ofrece en escritos, hay que aprender a leerlos. Filosofía filológica La Historia filológica de la filosofía habrá de discriminar los textos originales de las adherencias, adiciones y aberraciones, que se han ido incrustando en ellos; desmontar las falsas interpretaciones, y resaltar la “fidelidad” a los textos. Qué hacer: ¿identificar la filosofía con un texto sagrado? ¿O colocar los textos filosóficos en el mismo nivel que cualesquiera otros textos poéticos, literarios…?49 De donde la cuestión de los traductores, si realizan su oficio bajo criterios puramente lingüísticos, y aun literarios, o filosóficos. Mas si la filosofía se entiende como una crítica y puesta en cuestión precisamente de las formas culturales de la época: la retórica, la sofística, el relato mítico, etc., entonces este criterio se nos presenta como insuficiente y desviado. La filosofía filológica es una conditio sine qua non en el sentido inaugurado por Pierre Bayle en su Dictionnaire historique et critique (1691). Habremos de partir de recopilaciones de obras de la filosofía griega realizada por Mullach, Fragmenta philosophorum graecorum (3 vols., París, 1860-6748
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“Si hemos convenido en que el gosta distima a los doches”, entonces es cierto que los doches son distimados por el gosta; y dado que un distimador de doches es un gosta y que los doches son galones, entonces es evidente que algunos galones son distimados por el gosta…”. C. K. Ogden y I. A. Richard en El significado del Significado, Barcelona, Paidós, 1984. F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia clásica, Madrid, Revista de Occidente, 1966.
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81); de los presocráticos, por Diels y Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker (Berlín, 1903); de Epicuro, por Usener, Epicurea (Leipzig, 1887); de los estoicos, por Hans von Arnim, Stoicorum veterum fragmenta (4 vols., Leipzig, 1903-1924); de la patrística, por Migne;50 de la escuela de Alejandría con resonancias religiosas desde Jacques Matter, Essai historique sur l’école d’Alexandrie (2 vols., París, 1820), a Étienne Vacherot, Historie critique de l´école d’Alexandrie, (3 vols., París, 1846-51); de la filosofía medieval, por Víctor Cousin51…, con todos los problemas que lleva consigo de atribuciones erróneas o de obras perdidas y conocidas a través de citas las más de las veces críticas (como pasa con buena parte de los fragmentos de los presocráticos)… Seguramente la función más vinculada a la Academia, a la Universidad, es la del filósofo-filólogo. Filosofía estructural Una secuela de la filosofía filológica es la filosofía estructuralista. La tarea del historiador se resume en analizar la estructura de las obras que previamente han de ser codificadas como filosóficas. El texto filosófico, autónomo, es independiente del contexto del autor, y se privilegia la intemporalidad del sistema filosófico. Nada hay que interpretar en una obra filosófica, basta con leerla52. La estructura puede ser re-utilizada en épocas diferentes a la de su creación. Filosofía mundana Ahora bien, si la filosofía conoce lo real, habría que exigir algo más que un tratamiento filológico o estructuralista. La filosofía en este sentido está en relación con la filosofía mundana a la que se refería Kant53. El teutón presenta la historia de la filosofía en la segunda parte de la Crítica de la Razón Pura, dentro de la exposición trascendental del método. Se ocupa de la Disciplina, la canónica, la arquitectónica y la Historia de la Filosofía, en la que 50
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J. P. Migne, Patrologiae cursus completus, Serie 1ª, Patrologia graeca, París, 1857-1866. Serie 2ª. Patrologia latina, París, 1844-1866. V. Cousin, Fragments de Philosophie scolastique, 5 vols., París, 1985-1986. M. Gueroult, Spinoza. Dieu (Ethique, I), Aubier-Montaigne, 1968. “La filosofía es pues el sistema de los conocimientos filosóficos o de los conocimientos racionales a partir de conceptos. Esta es la acepción escolar de esta ciencia. Conforme a la acepción mundana, es la ciencia de los fines últimos de la razón humana. Este elevado concepto confiere dignidad a la filosofía, es decir, un valor absoluto […]. En este sentido escolar de la palabra, filosofía es relativa solamente a habilidad. En relación con la acepción mundana concierne a utilidad. En el primer respecto es, por consiguiente, una doctrina de la habilidad; en el segundo, una doctrina de la sabiduría: la legisladora de la razón. Y el filósofo no es en esta medida un técnico de la razón, sino un legislador”. I. Kant, Lógica. Acompañada de una selección de reflexiones del legado de Kant, ed. de M. J. Vázquez Lobeiras, Madrid, Akal, 2000, p. 91.
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expone los sistemas filosóficos desde tres criterios diferentes: según el objeto de los conocimientos racionales existen dos sistemas básicos: los sensualistas (Epicuro) y los intelectualistas (Platón); con respecto al origen de los conocimientos: empiristas (Aristóteles) e innatistas (Platón); y los seguidores del método científico pueden elegir entre un método dogmático (Wolff) o un método escéptico (Hume). Esta clasificación, de cuño escolástico, cuya finalidad reside en la unidad sistemática del saber y la perfección lógica del conocimiento (A838/B866), es desbordada por Kant en la Arquitectónica, pues la fuente de la sabiduría es la sabiduría mundana; el filósofo es un legislador de la razón, pero no un artífice de ella; de manera que “por lo que a la razón se refiere se puede, a lo más, aprender a filosofar” (A837/B865). Es éste el campo más propio de la enseñanza ordinaria, normalizada. Supresión o «muerte» de la filosofía Pero no por mucho tiempo. Si la filosofía es un saber mundano que intenta dar una respuesta comprensiva, más o menos coherente, de las cosas que ocurren alrededor del grupo, de la comunidad que sirve de punto de unión, acaba por reducirse a sociología. Y entonces, ¿para qué filosofía? Feuerbach en Los principios de la filosofía del futuro (§29) reemplaza la filosofía por una concepción del mundo. Demos un pequeño paso más; en un sentido, si los artífices de la razón son el saber tecnocientífico, el saber positivo, entonces la filosofía reduce el saber sobre sí misma a sus textos, y nos devuelve a la filosofía como filología especial; la filosofía no sería más que el proceso de intercambio entre filósofos a través de textos que los filósofos se escriben unos a otros (y no en cualquier libro o revista, sino en los elegidos por los más afamados de entre ellos). En otro sentido, el saber mundano se fortalece por medio del saber tecnocientífico, por las ciencias naturales y sociales, que no necesitarían ya de la filosofía, que sería simplemente la conciencia de la conexión entre las ciencias, como postuló Manuel Sacristán54. La filosofía recibe su propia medicina, y si una vez se dirigió contra la religión, ahora las ciencias hacen lo mismo con ella y le disputan su propia existencia. Y su historia se resuelve en mera curiosidad (junto quizá a la lengua griega o a la sánscrita…) para individuos ricos y ociosos. Enseñanza A pesar de ello la filosofía no se ha suprimido; incluso ha vivido momentos de gran relieve. ¿Por qué, a pesar de todo, se mantiene la filosofía en la 54
El panfleto de M. Sacristán, Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, Barcelona, Nova Terra, 1968.
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enseñanza? ¿Por qué se hace cargo el Estado de un saber que no posee un objeto claro y distinto, y de su Historia? En principio, la Filosofía estaba identificada con la Ciencia, con el saber… y podía entenderse como lenguaje-objeto. Pero a raíz de la lectura de Newton por Kant, la filosofía deja de estar identificada con el saber, y se produce la “gran catástrofe newtonianokantiana”. ¿Cómo salvar su identidad? A la manera aristocrática: sólo si ha tenido una historia. Una catástrofe que supone un problema pedagógico y estructural cuando ha de coordinarse con otros saberes. No es trivial, desde luego, la elección que se realice de los filósofos o de las escuelas: ni siquiera Platón está a salvo: el Diamat lo relegaba a un par de páginas. La historia de la filosofía que pone su énfasis en Platón o en Aristóteles, en santo Tomás o en Ockham, en Descartes o en Hume, en Kant o en Hegel, en Husserl o en Heidegger. Un hispano podría ponerlo en Francisco Suárez o en Ortega, aunque no sería nada habitual encontrarlos en una historia de la filosofía francesa o anglosajona. Una solución es entender la historia de la filosofía como eje vertebrador de Europa (Husserl) o, como quiere Jorge Gracia, para puente de unión de mundos demasiado lejanos: la filosofía continental, poética, subjetivista, y la filosofía anglosajona, analítica; la historia de la filosofía serviría de vínculo, como campo común para la discusión filosófica55. Pero entonces la filosofía se transforma en capítulos de los estudios literarios, una forma de cultura o tradición común a diferentes Estados. Y luego está la cuestión complejísima de seleccionar unos saberes que puedan ser asimilados por los profesores de historia de la filosofía, que no pueden especializarse suficientemente en todas las ciencias, en todos los saberes, etc.56 La historia de la filosofía “actu representatio” La historiografía de la filosofía es, en cualquier caso, bien abundante57. Y Aristóteles ocupa el solemne lugar de los orígenes al trazar una eventual historia de la filosofía que establece conexiones y dependencias entre los filósofos anteriores (metafísicos presocráticos, Sócrates o Platón) como antecedentes de la teoría de las causas, y magnificar así la originalidad de su aportación: la causa final. El libro A de la Metafísica fue, actu exercitu y actu representatio, la primera historia de la filosofía: todas las filosofías anteriores se valoran desde la filosofía aristotélica. Aristóteles mismo animó a escribir historias de distintas materias a sus discípulos. La obra de Teofras55
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J. Gracia, La filosofía y su historia. Cuestiones de historiografía filosófica, México, UNAM, 1998. Cf. F. Montero Moliner, “Introducción” a La filosofía presocrática, Universidad de Valencia, 1978. Lucien Braun, Histoire de l’histoire de la philosophie, París, Ophris, 1973. M. A. del Torre, Le origine moderne della storiografia filosofica, Florencia, La Nuova Italia, 1976.
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to (Physikon doxai) se convirtió en la obra fuente de la tradición doxográfica (ordenación de las opiniones), un género que continuaron otros filósofos y escritores: Alejandro de Afrodisia, Simplicio, Aecio, Cicerón, y las obras clásicas de Diógenes Laercio (Vida de los filósofos más ilustres) y de Sexto Empírico (Adversus dogmaticos); los diadoquistas (relación de escoliastas sucesores del fundador de una escuela) como Soción de Alejandría (Diadojai philosophon), Sosícrates…; y los heréticos (exposición de las doctrinas de las distintas sectas), Clitómaco, Epicuro, Apolodoro de Atenas o Galeno… El cristianismo da un giro a las exposiciones filosóficas, que se convierten en propedéutica para la verdadera filosofía, la filosofía cristiana: Verus philosophus est amator Dei, escribe san Agustín en La Ciudad de Dios (libro VIII, cap. I). Los libros de diálogos entre judíos, cristianos y musulmanes exponen doctrinas y polémicas a partir del pionero San Justino de Diálogos con el judío Trifón (s. II), una refutación de la filosofía judía. En el Medioevo abundan este tipo de escritos. Así, Pedro Alfonso (Moshé Sefardi, bautizado en 1106) escribe Diálogos en los cuales se refutan las opiniones impías de los judíos con evidentísimos argumentos, y que da la pauta para este género de disputas que se prodigaron hasta el siglo XVI. Recordemos la disputa de París (1250) de Nicolás Donin contra Yehiel ben Joseph, con resultado de la condena del Talmud y la orden de quema de sus ejemplares; o la Disputa de Barcelona entre Mossé de Gerona y fray Pablo Cristiano (Pau Cristià), judío converso de Montpellier en 1263; la Disputa de Tortosa entre Jerónimo de Santa Fe (ex rabino Yehoshúa ha-Lorqui) y el rabino Astruch ha-Levi, que tuvo una extraordinaria incidencia social, convocada por Benedicto XIII —el papa Luna—, asistieron cardenales, obispos, clero…y duró casi dos años (15-01-1413/13-11-1414), en la que se discutió sobre el mesianismo de Jesús, etc. El estudio de las lenguas, entonces, significaba la posibilidad de conocer los textos del Talmud y del Corán para, así, rebatir con más rigor las proposiciones de los infieles; y otras muchas58. El mejor ejemplo es el de Ramon Llull y su obra Libro del gentil y de los tres sabios. Estas controversias daban lugar a conversiones en el marco de una riqueza intelectual indudable. Pero ya en el siglo XIV se van transformando los libros de disputas en libros de denuncia y descalificación: Tractatus Zelus Christi contra Iudaeos, Sarracenos et y Infidelis de Pedro de la Caballería (1450) o el Fortalitium fidei (1459) del controvertido personaje Alonso de Espina; el Contra los judíos de Alfonso de Burgos o Las doce maldiciones de los judíos de Pablo de Heredia… A partir de 1391 los libros de polémicas comienzan a transformarse en «discursos para la conversión» de una manera ya clara. Quizá 58
Cf. Pedro Santonja, “La oposición a los judíos. Textos de controversia en la Antigüedad y en la Edad Media”, Revista Helmántica, Universidad Pontificia de Salamanca (LX, núm.181, eneroabril), 2009, pp. 177-203.
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aquí comienza el principio del fin de este tipo de escritos y, lo que será más terrible, de esta forma de vida de convivencia y de debates. La tímida autonomía de la filosofía se suprime con Francis Bacon, quien convierte la historia de la filosofía en simple memoria de la razón. Y se escriben historias de la filosofía que son filosofías de determinadas sectas ortodoxas u heterodoxas, tras las recuperaciones renacentistas de los textos antiguos: platónicos (Marsilio Ficino), aristotélicos, estoicos (Lisipo), epicúreos (Gassendi…), físicos (Bérigard)… George Horn abandona esas recuperaciones de sectas y trata de encontrar el verdadero espíritu humano, las fuentes de la verdadera filosofía, por encima de las discusiones y las defensas sectarias de este o aquel filósofo, inspirado quizá en el Conciliator philosophicus (1609) de Goclenius. Horn escribe Historia philosophicae. Libri septem (1645), la primera que traza el arco que va de la antigüedad a su presente; entiende que el verdadero resultado de la historia de la filosofía es que todas sus aporías son aparentes. Después vienen los trabajos de Jonsius, De scriptoribus historiae philosophiae, libri IV (1649); de Thomas Stanley, The History of Philosophy (1655-1661), la primera aparecida en lengua vulgar; de Sylvain Regis, redactada con propósito filosófico, no meramente erudito, Cours entier de la philosophie, ou système gènèral selon les principes de Descartes (1690)… La historia de la filosofía, en el sentido moderno, se inicia con los Acta eruditorium (Leipzig, 1682), que desarrolla el concepto de continuidad de Leibniz, y vincula pasado, presente y futuro59. La obra de Chr. A. Heumann, Acta philosophorum (1715) sigue el esquema del continuismo en filosofía y se considera la obra que marca el paso a la historia consciente de sí: método, leyes y utilidad de la historia de la filosofía. Brucker, otro seguidor leibniziano, en Historia critica philosophiae a mundi incunabilis ad nostram usque aetatem deducta, 5 vols. (1742-1767), considerada por algunos como la auténtica fundación de la disciplina, tiene como objetivo dar a conocer los caracteres que distinguen una filosofía verdadera de una filosofía falsa, a la vez que muestra el tortuoso proceso para alcanzar el conocimiento de la verdad y de la felicidad. Lo que caracteriza todos estos estudios es el abandono del estilo de rapsodia de sectas y su reemplazo por una historia de la filosofía ordenada progresivamente. Intervienen los ilustrados con su categoría de progreso, que empieza a dominar a la historia de la filosofía. Condorcet coloca a Grecia en una posición de privilegio, y en la que se dan los primeros atisbos de filosofía y los primeros pasos en ciencias y bellas artes, el inicio de la liberación de los pueblos de la superstición, la intolerancia religiosa… hasta su culmi59
Cf. M. Gueroult, “The History of Philosophy as a Philosophical Problem”, Monist, vol. 53, 4, 1969, p. 580.
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nación en Descartes, que ofreció el “método de encontrar y de reconocer la verdad”60. El número de historias que se escriben en el siglo XIX es realmente impresionante. U. J. Schneider ha contabilizado 120 autores en Alemania, 37 en Inglaterra y 86 en Francia que escriben historias de la filosofía entre 1810 y 189961. En Alemania, Reinhold, Uber der Begriff der Geschichte der Philosophie (1791) busca la unidad en las obras filosóficas, y Tiedemann escribe una historia de la filosofía concebida como progreso. Una historia de la filosofía al servicio del criticismo kantiano es la Wilhelm Gottlieb Tennemann, Geschichte der Philosophie (1798-1811), que ya no puede presentarse como una tabla diacrónica, sino como narración y presenta el origen de la filosofía entre los griegos. Thadda-Anselme Rixner, Hendbuch der Geschichte der Philosophie (1822) valora la historia de la filosofía como un todo en el que las partes se organizan de manera armónica y coherente y separa el trabajo de búsqueda de materiales y el descubrimiento de leyes que conecten y den sentido a los fenómenos. En Inglaterra Georges Henry Lewes, Frederik Denison Maurice y en España Zeferino González escriben la historia de la filosofía en varios volúmenes. Son obras que se hacen cada vez más extensas al tener que actualizarse continuamente, al recoger nuevos datos, nuevos saberes auxiliares62, nuevas fuentes, introducir enmiendas, addendas, etc. La pluralidad de la historia de la filosofía es manifiesta: monografías de filósofos, compendios doxográficos, autobiografías, modelos lineales o cíclicos… Y también con destinatarios muy diversos: profesores, universitarios, clérigos… La historia de la filosofía ha de encontrar un criterio de organización que haga encajar todas las sectas en un número pequeño, empeño en el que se involucra De Gérando, Historie comparée des systèmes de philosophie relativement aux principes des connaissances humaines (1804); o buscar una ley interna de la filosofía, al modo de Comte y la ley del progreso (la edad media superior a la antigüedad y la modernidad, a la edad media)… y si bien la filosofía ha de encontrarse en correspondencia con su época, ha de poder ser trasladada a un estado puro de pensamiento, desligada de las circunstancias de la época. De manera que la filosofía se expone desgajada de las demás formas de cultura, como que posee un cuerpo propio. Hegel, que sigue en esto a Aristóteles, considera que la verdad es una, que la secuencia de los 60
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Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, Madrid, Editora Nacional, 1980. U. J. Schneider, “Teaching the History of Philosophy in 19th-Century Germany”, pp. 275-295. La filología, la historia las civilizaciones y de las religiones, el arte y la mitología, las ciencias y las técnicas…, y así, hasta la cibernética. Cf. M. L. Lafuente, “La informática como ciencia auxiliar de la historia de la filosofía”, Contextos, VIII / 15-16, 1990, pp. 263-268. Con el peligro, desde luego, del anacronismo. Por ejemplo, al utilizar la teoría cantoriana de conjuntos para explicar la filosofía medieval. Véase Pérez de Tudela, Identidad, forma y diferencia en la obra de J. Duns Escoto, Madrid, U. Complutense, 1981.
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sistemas filosóficos no es fortuita y que la filosofía de una época es el resultado de esta evolución. La historia de la filosofía es la historia de las manifestaciones del Espíritu (“el reino del espíritu es lo que el hombre crea”); el pasado condiciona al presente y al futuro y desarrolla la unidad de un plan, del Saber absoluto. Y solo puede haber una filosofía verdadera, como solo puede haber un Estado verdadero. “La sucesión en la historia de los sistemas de la filosofía es la misma que la sucesión, en su deducción lógica, de las determinaciones conceptuales de la Idea”. Es con Hegel con quien la Historia de la Filosofía comienza a delimitarse como disciplina; da lugar a una clasificación sistemática de las épocas históricas de la filosofía; se ocupa del pasado en cuanto está presente en nuestro espíritu. Hegel Hegel constituye el momento culminante que identifica Filosofía con Historia de la Filosofía, sistema en desarrollo. La cuestión aquí se transmuta en hiper-inmensa, pues la filosofía vendría a ser confundida con el desarrollo o despliegue del Espíritu humano ¡nada más y nada menos! La continuidad del espíritu elimina la pluralidad de filosofías al conjugar la continuidad del pensamiento y las discontinuidades que adquieren sentido respecto del todo: las filosofías no son errores, sino momentos de concreción de la verdad. La filosofía de Hegel se caracteriza por no ser directamente reductora: ni de la ciencia ni de la política ni del arte ni de la religión; la historia de la filosofía de Hegel pretende integrar los sistemas filosóficos, tanto los de tipo impersonal gnóstico, naturalista e inmanentista, en la tradición de Schelling, como los de tipo personalista, políticamente comprometidas (edificantes), por la vía de Fichte. Hegel pasa de la filosofía de la conciencia o reflexión a la filosofía del pensamiento (Gedanken) o Espíritu, de manera que la historia de la filosofía se despliega en paralelo con la derivación lógica63. En el límite, pensamiento (texto) y mundo (realidad) son idénticos. El Espíritu borra el tiempo y el pensamiento se piensa a sí mismo (noesis noeseos). Hegel reorganiza todo el pensamiento filosófico en un sistema de sistemas. El Sistema Final se recoge en el eslogan: «La sustancia es Sujeto y el Sujeto sustancia». La última filosofía sería lo más excelsa al reunir en sí todas las filosofías anteriores, que también ordena en forma de tríada: lógica del ser (griega), lógica de la esencia (medieval) y lógica del concepto (moderna). La última filosofía clausura la historia y es la más concreta y la más profunda. De ma63
“Ateniéndonos a esta idea, podemos afirmar que la sucesión de los sistemas de la filosofía en la historia es la misma que la sucesión de las diversas fases en la derivación lógica de las determinaciones conceptuales de la idea”. G. W. F., Lecciones sobre historia de la Filosofía, Ob. cit., p. 34.
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nera que “el estudio de la historia de la filosofía es el estudio de la filosofía misma y no podía ser de otro modo”. Y, por consiguiente, la historia de la filosofía debe ser filosófica. Hegel es el último episodio de todo aquel movimiento que se inicia con Winckelmann, Herder, los hermanos Grimm, Friedrich Schlegel... alrededor del neohelenismo y de la «cuestión homérica»: Historia y Filología incluyen todos los demás saberes: gramática, arqueología, mitología, geografía, etc. Pero Hegel coloca a la filosofía en el lugar más privilegiado del escalafón social y epistemológico. Desintegración de la historiografía filosófica e historiografía posthegeliana ¿Cómo podría haber triunfado el proyecto filosófico de Hegel? Sólo si hubiera triunfado el Estado europeo, si se hubiera cumplido «el fin de la historia».64 Pero no solo no se constituyó el Estado europeo, sino que Europa se fracturó en naciones, y cada una de ellas indagó en su legitimidad histórica. Y así la filosofía, que antes del «privilegio hegeliano» había estado unida a las iglesias y, más tarde, a las ciencias, ahora tendría que unirse a la política en su forma de Estado (moderno, maquiavélico). Seguramente Hegel pensó la idea, pero son los historiadores de la Escuela Histórica alemana quienes se hacen cargo de su legitimidad. El conocimiento histórico adquiere la función de norma para juzgar la adecuación de la formulación de las leyes en un Estado, del derecho, sustituyendo a la razón absoluta la razón ilustrada y ahistórica.65 La transición desde la filosofía práctica a la sociología orientada históricamente (Comte, Spencer, Max Weber, Simmel…), desde la estética a la historia del arte y desde la propia filosofía a historia de la filosofía. Pero pronto se vio que la filosofía no podía admitir la calificación de estatal sin violentarse ella misma, y habría de seguir otras alternativas: desde las filosofías de la vida a las filosofías de la existencia. En estas coordenadas se enzarzaron las ideologías en combates con consecuencias terribles en el siglo XX: la lucha darwiniana entre naciones-Estado y la lucha marxista entre clases sociales. Las naciones reforzaron las sociedades civiles y políticas, en las que ocupaban situaciones claves los terratenientes, y defendían una renovación material y espiritual que se sometería a la prueba de la ordalía de la 64
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Un concepto que recogió Francis Fukuyama en su reflexión sobre la caída del muro de Berlín: el total agotamiento de sistemáticas alternativas viables al liberalismo occidental, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad, la universalización de la democracia liberal y la desaparición de los conflictos, una idea que toma de Hegel: “Hegel pensaba, sin embargo, que la historia culminaba en un momento absoluto, en el que triunfaba la forma definitiva, racional, de la sociedad y del Estado”. “The End of History?”, The National Interest, Washington, 1989. (Traducido al castellano con el título de “¿El fin de la historia?”, Claves, nº 1, 1991, pp. 85-96). H. Schnädelbach, Filosofía en Alemania, 1831-1933, Madrid, Cátedra, 1991.
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guerra. Fueron las fuerzas re-surgentes (Mayer) empeñadas en someter a las fuerzas populares (in-surgentes) quienes provocaron la gran crisis europea. La filosofía resistió siempre como pudo estos embates volviendo la mirada a su historia, que se autotitulaba universal. Nietzsche, a pesar de ser una fuente para los nacionalismos racistas, hablaba en términos de Humanidad / Übermensch, etc. Hay que llegar a Heidegger para recuperar la identidad entre nación lengua y verdadera filosofía. El proyecto heideggeriano sustituye el yo por el suelo y la sangre (Bolden und Brut) y el destino común (Geschick), lo que permite pensar la existencia como «ser-en-el-mundo» y no como «conciencia entre conciencias»66. Ese programa, para el bien nuestro, no sobrevivió a la guerra, aunque haya dejado rescoldos muy vivos; así que volvamos a la lucha entre conciencias. En el siglo XVIII la historia de la filosofía quedaba del lado de la alta educación que estudiaba desde la piedad bíblica la historia antigua de Grecia y de Roma. El conocimiento de la historia a través de vías científicas, método de análisis y crítica de las fuentes, la operatividad de la filología humanista de redescubrimiento de los textos greco-romanos y de la hermenéutica teológica usada por la hermenéutica reformista contra los teólogos tridentinos. Si tras la invención de la imprenta los problemas filológicos disminuían, con los escritos medievales, romanos y helenísticos iban creciendo sin solución de continuidad. A partir fragmentos conservados en citas la escuela filológica alemana, que había iniciado Friedrich August Wolf en Berlín con Altertumswissenschaft (Ciencia de la Antigüedad) y había sistematizado August Boeeckh, realizó una obra de excepcional calado. La historia antigua era decisiva para justificar y legitimar prácticas que proceden de argumentos religiosos, como en los trabajos sobre la escuela de Alejandría de Jacques Matter, Jean Marie Prat, Jules Simon, Jules Barthélemy-Saint-Hilaire o Etienne Vacherot... Y ese camino abierto por la filología se cruza la aportación incomparable de Schleiermacher: la lengua se constituye en órganon de la filosofía, participa de la vida del pueblo y de la época, pero no como mediador de la verdad, sino como árbol que brota del suelo. Y en la sucesiva combinación de los métodos filológicos de Schleiermacher con el proceso histórico hegeliano, se forma el gran Eduard Zeller, Philosophie der Griechen (1844-1852) en Tubinga. La lista de maestros filólogos-filósofos es impresionante y sus trabajos, sin hipérbaton, extra-ordinarios: F. W. A. Mullech, Hermann Usener, Hermann A. Diels, Walter Kranz, Valentin Rose, Erwin Rodhe, 66
Para Heidegger, conciencia (Betsstsein) no está vinculada a conocimiento, sino a un modo de ser, a una relación con el mundo circundante; no con el pensamiento, sino con el afecto colectivo. Cf. E. Faye, Heidegger. La introducción del nazismo en la filosofía. En torno a los seminarios inéditos de 1933-1935, Madrid, Akal, 2009, pp. 105 y 224. Sobre la identidad de lengua y pensamiento, el clásico de V. Farías, Heidegger y el nazismo, Madrid, Muchnik, 1987.
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Friedrich Nietzsche, E. Maas, Ulrich von Wilamowitz-Möllendorf, Friedrich Leo, o Hans von Arnim. Rodolfo Mondolfo, que prolonga y cierra el trabajo de Zeller67, de manera rigurosa a la vez que amena, muestra múltiples ejemplos de las polémicas entre filólogos-filósofos68. Más que con la tradición filosófica, podría ponerse en relación con la tradición de la educación literaria y la erudición. Y una historia de la filosofía que neutraliza todos los elementos cuestionables y recoge el sistema de cada autor partiendo de sus propios escritos, como si fuese un conjunto de monografías, es la de Friedrich Ueberweg, Grundriss der Geschichte der Philosophie, en cinco volúmenes69. Los historiadores comienzan a hablar de los filósofos y no de la filosofía: de Heráclito, de Anaxágoras, de Sócrates… A partir de Zeller se sacan las consecuencias de una Historia de la Filosofía exterior no filosófica: las explicaciones causales han de reemplazar a las teleológicas, lo que conduce a una concepción de la filosofía como conjunto de opiniones más o menos extravagantes (diafonía ton doxon). La historia de la filosofía conduce, paradójicamente, a la degradación misma de la filosofía, a un lenguaje patológico que hay que reconfigurar o pasar directamente a una ciencia social que la recoja y la disuelva: economía, política, psicoanálisis… A finales del siglo XIX las disciplinas empiezan a desgajarse y a especializarse, y cada una de ellas combate por hacerse cargo del saber unitario, como si todas quisieran consonarse con la hipóstasis plotiniana del Uno y borrar de una vez por todas el «privilegio hegeliano». Y no sólo las disciplinas socio-culturales; también las ideologías pretenden reemplazar las opiniones filosóficas. Por ejemplo, José Ferrater Mora habla de tres imperios filosóficos asociados a los tres imperios socio-políticos: los rusos, los europeos y los angloamericanos, a los que corresponderían las filosofías dialéctica, fenomenológica y analítica, respectivamente70. Criterios En este sobrevivencial combate, que con eufemismo neutralizador se adjetiva “epistemológico”, la filosofía trata de salvar la propia filosofía, como sistema y como temporalidad. Tracemos desde estos criterios un cuadro combinatorio para calibrar las posibilidades. Según el tiempo se considere un
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Zeller-Mondolfo, La filosofía dei Greci, I y II, Florencia, La Nova Italia, 1932-38. R. Mondolfo, Problemas y métodos de investigación en la historia de la filosofía, Buenos Aires, EUDEBA, 1969. F. Ueberweg, Grundriss der Geschichte der Philosophie, 5 vols., Berlín, 1865-1868. Totalmente revisada en 1924-1927. J. Ferrater Mora, La filosofía actual, Madrid, Alianza, 19733.
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todo continuo o discontinuo71; y el sistema dotado de unidad arquitectónica con partes homogéneas o heterogéneas72. (Cuadro I): SISTEMA PARTES HOMOGÉNEAS
PARTES HETEROGENEAS
TIEMPO CONTINUO / HOMOGÉNEAS Comte, Hegel... Husserl, Croce, Löwith... DISCONTINUO / HOMOGÉNEAS TODO Michelet, Burckhardt, DISCONTINUO Max Weber, Blumenberg... TODO CONTINUO
CONTINUO / HETEROGÉNEAS X DISCONTINUO /HETEROGÉNEAS Nietzsche, Heidegger, Bachelard, Foucault, Deleuze...
Cuadro 1.
Donde el continuismo ve una unidad en el desarrollo de las cuestiones filosóficas (Comte, Hegel…), el discontinuismo (Nietzsche, Heidegger…) ve saltos, fracturas e incomunicabilidad entre los distintos pensamientos. Aunque esa discontinuidad puede ser más o menos moderada, según la fractura se entienda como superable o no superable73. Valga de muestra: la interioridad subjetiva, principio de actividad ¿sería impenetrable para el sujeto antiguo producido por la naturaleza? Una combinatoria que puede irse ampliando al introducir nuevos criterios. Si se sigue la perspectiva “genética”, y se estudian los desajustes entre las intenciones filosóficas y sus realizaciones; si los resultados desbordan las propias intenciones, como ocurriría con la obra cervantina Don Quijote de la Mancha, pongamos por caso, un libro recibido como un conjunto de burlas y transmutado en coordenadas filosóficas por los románticos e idealistas alemanes, que vieron e interpretaron a la pareja Don Quijote y Sancho Panza según la contraposición Idealismo / Realismo74; o si se sigue la perspectiva “retrospectiva”, la historia de la verdad, que supone el cumplimiento de un sistema cerrado, desde el principio al fin: Heráclito, Parménides o Platón; si se sigue la vía de “reconstrucción” de las determinaciones originales de la obra, al modo de Schleiermacher; o si se sigue la vía de “integración” que parte de la impotencia de cualquier restauración, va más allá del origen y afirma la mediación interna del pensamiento con la vida actual75. 71
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Y. Belaval, “Continu et discontinu en histoire de la philosophie”, Revue de l’Université de Bruxelles, 3-4, 1973. A la manera kantiana: la razón plantea sus propios fines sin aguardarlos empíricamente (A333/B261). Rodolfo Mondolfo apuesta por una historia integral que supere todo horizonte restringido y reconozca que toda la historia está en las raíces de nuestro espíritu. Cf. R. Mondolfo, Problemas y métodos de investigación en la historia de la filosofía. Cf. A. Close, La concepción romántica del Quijote, Barcelona, Crítica, 2005. H. G. Gadamer, Verdad y método, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 219 y ss.
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Nosotros hemos señalado en otra ocasión que la historia de la filosofía no puede entenderse fuera de un continuo institucional, pero sus partes no son homogéneas76. Y aquí radica el “drama filosófico”. El continuo es consecuencia de las articulaciones “naturales” de la filosofía, de su constitución desplegada en tres dimensiones: ontología, gnoseología y ético-política; y la heterogeneidad, de Ideas de procedencia muy diversa, e inconmensurables entre sí. Hemos considerado el Logos como la Idea genuina de los griegos, una idea que se vio muy pronto cruzada por la Idea de un sujeto moral procedente del mundo semítico y que en la edad media se cruzaría con otra idea de origen cristiano, el amor con su inversa, la guerra, y que culminaría en el humanismo, simbolizado en la pareja dióscura Erasmo y Maquiavelo77. Son hilos de muy diferente textura que conducen a tratar la historia de la filosofía de manera muy enrevesada, con inconmensurabilidades y contradicciones muy pronunciadas. Pohlenz advierte profundas afinidades entre el estoicismo y las lenguas semitas78. Y Elorduy, entre Séneca y valores arcaicos prehistóricos. Parece fuera de duda la tradición aramea de Zenón, fenicio, nacido en Chipre, fiel siempre a la tradición cananea, enfrentado al monoteísmo israelítico79. Zenón afirma que los componentes del hombre son harpagma, “algo arrancado” violentamente (hapó-spasma) del ambiente. El hombre es un “algo” desgajado de lo universal y absoluto del medio ambiente. Y animales y hombres, nacidos de la naturaleza, deben cumplir sus respectivas funciones. La vida (zoé) es algo difundido en el universo; la vida (bios) es la porción de vida universal de cada uno de los hombres. La “cuestión mosaica” se cruza desde Filón de Alejandría80 con el pensamiento heleno, y la consideración de Moisés como el primer filósofo81. Pero se distinguen de los ecumenicistas que consideran el Logos anterior a sus manifestaciones en las civiliza76
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Por ejemplo, los griegos no incorporaron el pensamiento judío: “No hay pruebas de que ningún griego dominara el hebreo ni ningún otro idioma oriental para estudiar los libros sagrados de Oriente en el original”. A. Momigliano, “La cultura griega y los judíos” en M. I. Finley, El legado de Grecia, Barcelona, Crítica, 1983. Lutero trata de unir estas dos especies, pero entendiendo el Estado como propedéutica de la vida en la caridad: “(Lutero) estaba convencido de antemano de que cristianos perfectos vivirían juntos sin Estado y sin derecho, sino únicamente según el modo del amor (…) El Estado es, considerado desde el punto de vista más elevado, una institución premoral, por decirlo así, propedéutica”, E. Spranger, Cultura y educación, Madrid, Espasa-Calpe, 1948, p. 31. M. Pohlenz, “Stoa und Semitismus”, 1926. Le siguen los trabajos de Bevan, 1927, G. Kilb, 1939, y Hans von Arnim, Stoicorum Veterum Fragmenta. “Zenón kitiense, fundador de la secta estoica, creyó que el principio del género humano proviene del mundo nuevo. Los primeros hombres nacieron del suelo con el adminículo del fuego divino, es decir de la providencia de Dios”, dice Censorino, De Die nat., IV, 10. Cf. E. Elorduy (col. J. Pérez Alonso), El estoicismo, 2 vols., Madrid, Gredos, 1972. Filón de Alejandría, “Vida de Moisés”, Obras completas, V, Madrid, Trotta, 2009. Discusión que se repite en la historia europea. Cf. por ejemplo, en Jean Daniel Morhof, Polyhistor, Lübeck, 1747.
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ciones irania, egipcia, hebrea o griega82. Sin duda la interpretación de Heráclito es decisiva para el criterio de la historia de la filosofía. (“La naturaleza de una cosa, la da su nacimiento”, Vico). Y entonces la filosofía debería desplazarse desde Atenas y Jerusalén a Alejandría, el lugar en el que se funden, superponen o hilan sobre el atanor, el cañamazo o la urdimbre de los mitos arcaicos: la metafísica griega del Logos y el sujeto moral semita bajo el imperio de la Ley romana. La filosofía trata de poner en lenguaje la racionalidad «material» de la época, en un discurso formal que se configura de manera inarmónica y aporética, por medio de Ideas heterogéneas. La historia de la filosofía es la mejor manera de mostrar lo que falta, ausencias y ocultamientos, a cualquier pretendido sistema. II. UN CASO PARADIGMÁTICO: LA FILOSOFÍA HISPANA
Como obligan los tiempos posrevolucionarios, España, otrora un imperio, ha de transformarse en nación83, y la burguesía, que se hace cargo de la productividad, busca “desesperadamente” la legitimación de sus intereses. Las dos corrientes ideológicas más poderosas de la modernidad: la luteranacalvinista y la jesuítica, tratan de vertebrar la ideología de los estados nacientes en los que domina el protestantismo o el catolicismo, resistente más que a la modernidad a la inseguridad que ésta introduce84. España, que es desde donde escribimos y desde donde comprendemos el mundo, “está desajustada”, dice el profesor Jover, no se acomodan “las sociedades meridionales (revolución burguesa incompleta, sacada adelante a través de los onerosos ‘compromisos históricos’ que quedaron aludidos) y unas formas jurídicopolíticas pensadas inicialmente en Francia, Gran Bretaña o Bélgica en función de realidades sociales distintas”85. Solo desde esta ausencia de concordancia pueden entenderse dos acontecimientos del pensamiento hispano sorprendentes: en primer lugar, el que los intelectuales y pedagogos hispanos tengan la certeza, no el sentimiento, de que han de “importar” la filosofía, puesto que la nativa ha quedado agotada. Y, en segundo lugar, que las gene82 83
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Es el caso del muy sabio A. Andreu, El Logos alejandrino, Madrid, Siruela, 2009. L. Prados de la Esclosura, De imperio a nación. Crecimiento y atraso económico en España (1780-1930), Madrid, Alianza, 1993. “A diferencia de la teología reformada, el pensamiento católico sobre la potentia ordinata elude esta aporía nominalista [un Hacedor tan absoluto que se vuelve una divinidad arbitraria e innecesaria] porque somete al Creador a sus propios principios, los cuales, además, pueden ser conocidos por el hombre. Las instituciones humanas se hacen de este modo más estables, más seguras, pero, desde luego, no más autónomas, no más modernas”. A. Rivera, “La secularización después de Blumenberg”, Res publica, nº 11-12, 2003, p. 134. Una seguridad que llega hasta el carlismo, que verá en el liberalismo la disolución de la sociedad misma. Cf., por ejemplo, Don Emilio de Arjona en Oyarzum, Historia del carlismo, 1969. J. M. Jover Zamora, La civilización española a mediados del siglo XIX, Madrid, Espasa-Calpe, pp. 50-51, 1992.
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raciones, en vez de heredar una historia de la filosofía como obra de referencia, hayamos heredado una Historia de los heterodoxos españoles, una historia que, de manera tortuosa, nos sugiere que el “verdadero” pensamiento hispano marcha a redropelo. Filosofía importada ¿Por qué se busca una filosofía desde el poder mismo? Lo que está en juego es la dignidad de la nación a partir del problema que ha planteado Nicolás Masson de Morvilliers (1782) sobre la ausencia de aportación científica de los españoles. Se trataría entonces de encontrar una filosofía capaz de acoger a la nueva ciencia mecanicista, cada vez más vinculada a la economía a través de la industria86. La polémica se enzarza en una cuestión de nombres propios que se ha prolongado hasta nuestros días: ¿Hay suficientes nombres españoles para incorporar a una historia de las ciencias? ¿Suficientes médicos, navegantes, botánicos? Marcelino Menéndez y Pelayo, jaleado por su maestro Gumersindo Laverde, se irrita ante esta situación y saca sobre el tapete una rapsodia de nombres insignes87. Bien; mas no es suficiente. Mucho se ha escrito sobre este asunto88, pero lo que le falta demostrar al insigne polígrafo es que la ontología de los sabios españoles concordara con las ontologías que se estaban desarrollando en Inglaterra (Locke o Hume) o en Francia (Voltaire o Fontenelle) o incluso en Alemania (Leibniz, Wolff). Los jesuitas, vanguardia del pensamiento filosófico y científico español, para salvar el dogma de la Transubstanciación89, no habían aceptado, o lo hacían con muchas reticencias, ni el copernicanismo ni la física de Galileo ni a fortiori la mecánica de Newton, lo que comportaba un déficit insuperable para la constitución de la ontología que exige la nueva economía financiera, comercial e industrial: ¿a qué tipo de entidades se referían estos pensadores? ¿Con qué tipo de entidades construían el mundo?90 Átomos contra sustan86
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Gumersindo de Azcárate asocia ciencia y pueblo: “Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos [ss. XVI, XVII, XVIII]”, Revista España, 1876. Texto que cita Menéndez Pelayo, y contra el que carga “sentencia más infundada ni más en contradicción con la verdad histórica”, al inicio de La ciencia en España, 2 tomos, Madrid, Victoriano Suárez, 1933, p. 29. M. Menéndez Pelayo, Revista Europea, 30-1876, nº 127. Cf., a modo de resumen, J. Varela, La novela de España, Madrid, Taurus, 1999. F. M. Pérez Herranz, “La ontología de El Comulgatorio de Baltasar Gracián”, Baltasar Gracián: ética, política y filosofía, Oviedo, Pentalfa, 2002, pp. 44-102. Así, por ejemplo, Baltasar Gracián escribe: “A todas luces anduvieron deslumbrados los que dijeron que pudiera estar el mundo mejor trazado de lo que hoy lo está, con las mismas cosas de que se compone. Preguntados del modo, respondían que todo al revés de como hoy le vemos, esto es, que el sol debía de estar acá abajo, ocupando el centro del universo, y la tierra
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cias; leyes contra providencia; cálculo infinitesimal contra lógica de clases... Con la revolución newtoniana en marcha la situación de relativismo ontológico no funciona y ésa es la mejor prueba de la necesidad de una “verdadera” ontología. La nación española se iba alejando de la ontología verdadera que incorpora la ciencia de Newton, no por ignorancia, sino por rechazo, por entender que la ontología que defienden los intelectuales (fundamentalmente, los padres jesuitas) es una ontología superior. El mundo católico hispano se desenvuelve en una carencia ontológica que es una “carencia ontológica cultivada” (si se nos permite la antítesis): no es carencia esencial o privativa debida a la imposibilidad de alcanzar ese tipo de conocimiento; ni tampoco carencia coyuntural debida a la dificultad de sortear ciertos obstáculos impuestos por conflictos pasajeros (como pudo ocurrir en la polémica del darwinismo a principios de siglo en EE.UU). La filosofía hispana había asimilado la filosofía nominalista de Duns Escoto y de Guillermo de Ockam, las raíces del pensamiento científico moderno91. En España esta carencia no fue meramente integrante, sino determinante para la Nación, por contraposición al imperio protestante anglosajón. No fue una carencia negativa, sino positiva, una carencia que afecta al tipo de realidad vivida. ¿Cómo considerar que “la física de Tosca es todavía pre-newtoniana pero es plenamente galileana”, como si fuese un mérito en España ser la «mitad» de buen físico?92 Los ilustrados, vinculados a las necesidades militares, industriales y comerciales, inician el camino hacia la ciencia, un recorrido que no vamos a recorrer aquí, pero que es necesario tener en cuenta: diarios ilustrados como El Mercurio histórico y político o El pensador; fundaciones como la Real Sociedad Militar de Matemáticas de Madrid, la Sociedad Española de Historia Natural (SEHN) por parte de entusiastas naturalistas, la Academia de Ciencias Naturales de Madrid en 1843…; la ley Moyano (1857) dispone la creación de la facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y los esfuerzos de José Echegaray (1833-1916) ponen al día los saberes matemáticos de forma sistemática; Zoel García de Galdeano (1846-1924) funda la primera revista de matemáticas de la Historia de España, titulada El progreso matemático (1891-1900), etc.93
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acullá arriba donde ahora está el cielo, en ajustada distancia; porque de esta suerte, lo que hoy se experimentan azares, entonces se lograran conveniencias”, Criticón, ed. de Santos Alonso, Madrid, Cátedra, 1993, III, viii, p. 701. André de Muralt, La apuesta de la filosofía medieval. Estudios tomistas, escotistas, ockamistas y gregorianos, Madrid, Marcial Pons, 2008. V. Navarro Brotons, “El aislamiento científico”, Historia16, nº 11, 1977, p. 84. Cf., v. gr., P. González Blasco (y otros), Historia y sociología de la ciencia en España, Madrid, Alianza, 1979.
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Filosofismo Todas estas reformas eran resistidas por el pensamiento reaccionario, que las englobaba bajo el nombre de filosofismo. El filosofismo es la gran herejía que persigue a la Iglesia: la sofística de la impiedad. Fernando de Zeballos es autor de una voluminosa obra titulada La falsa filosofía (1775-76), que no es otra que el ateísmo, el deísmo, el materialismo, el indiferentismo y que, para mayor escarnio, es regalista; la síntesis de todo ello produce esa figura impía que es el ilustrado. Fray Diego de Cádiz escribe El soldado católico en la guerra de religión (1795) y ataca durísimamente a las Sociedades de Amigos del País, donde se reúnen los filósofos que han formado un organismo que constituye el mismísimo Anticristo, el mal absoluto. Antonio José Rodríguez en su obra El Filoteto denuncia tanto a los científicos que eliminan a Dios del universo como a quienes aun aceptando a Dios lo reducen a una realidad inoperante. Fernández de Valcarce autor de Desengaños filosóficos, lleva a cabo un ataque a las innovaciones filosóficas (Descartes, Locke, Newton...) y una defensa de la escolástica. El fraile capuchino Rafael Vélez (17771850) escribe nada menos que un Preservativo contra la irreligión (1812), resumido con tanto desahogo en el subtítulo del libro que nos exime de su lectura: Los planes de la filosofía contra la religión y el Estado, realizados por la Francia para subyugar la Europa, seguidos por Napoleón en la conquista de España y dados a luz por algunos de nuestros sabios en perjuicio de nuestra patria. Lorenzo Hervás (1735-1809), al estudiar las causas de la revolución francesa, destaca la libertad, el libre ejercicio de las pasiones animales y la consiguiente destrucción de la conciencia moral. La causa de la revolución ha sido “la corrupción de la conciencia en la nación francesa”. La libertad, indica el jesuita, tiene su raíz última en el calvinismo (en los hugonotes), caracterizado por su inmoral amor a la libertad. Los jansenistas habrían ido más lejos haciendo triunfar la igualdad, y así habrían destruido la religión católica. Obsérvese cómo la filosofía se halla en el centro mismo de la cuestión España Católica / Francia Atea94. Ante un contraataque de esta magnitud e intensidad, ¿qué hacer? Julián Sanz del Río En 1843, durante el gobierno progresista de Espartero y siendo ministro de la gobernación Pedro Gómez de la Serna, se crea la Facultad completa de Filosofía con la misma categoría de mayor que tenían las de Medicina, Juris94
J. Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Alianza, Madrid. 1986, 19711. J. López Alós, Entre el trono y el escaño. El pensamiento reaccionario español frente a la revolución liberal (1808-1823), Madrid, Cortes Generales, 2011.
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prudencia y Teología. Una Facultad que compendiaba los estudios de las Artes Liberales y las Ciencias: Filosofía Humana y Filosofía Natural, en paralelo con la universidad alemana tradicional. El ministro nombra a varios profesores con destino a la nueva institución, entre los que se encontraba un personaje central para la filosofía española: Julián Sanz del Río (1814-1869), designado profesor interino de la asignatura Historia de la Filosofía en la Universidad Central, con la condición de que pasara dos años en Alemania para perfeccionar sus conocimientos. De esta manera se quería equilibrar la influencia de los moderados que tenían el control del Ateneo y limitaban el acceso a los progresistas. ¿Por qué a Alemania? ¿Por qué los liberales no lo enviaron a Francia o mejor a Inglaterra, origen del liberalismo? ¿Por qué no ir a estudiar con los sucesores de Bentham o con Wiliam Whewell, que acaba de publicar Historia de las ciencias inductivas (1837) y Filosofía de las ciencias inductivas (1840)? Detrás de esa elección se encuentra el efecto “individualismo”. Veamos estas dos cuestiones por separado: el sujeto en el que hacer descansar los fundamentos político-religiosos y el papel beligerante de la filosofía. El individuo – sujeto Además de esta carencia ontológica, España soporta otra carga que la aleja de la filosofía europea de cuño protestante. Frente al sujeto articulado alrededor de una conciencia subjetiva (cogito luterano o cartesiano), el sujeto católico se articula alrededor del sujeto práctico, de un cuerpo rodeado de otros cuerpos. El hombre no es res cogitans, sino res dramatica, dice Ortega95. El canon de este sujeto se encuentra en las obras de Calderón; tanto en la razón práctica que apela a un Dios justo: Que estoy soñando, y que quiero / obrar bien, pues no se pierde / obrar bien, aun entre sueños (La vida es sueño) como al criterio de realidad: Veré, dándote muerte,/ si es sueño o verdad (Segismundo). Pero ¿cómo defender un sujeto católico, tras la expulsión de los judíos? Porque la comunidad judía en España no era transeúnte sino asentada hacía siglos. ¿Cómo entender esta expulsión desde un reino que se afirma católico, y al que sucede un imperio que pretende organizar la vida de la humanidad entera desde la Ley de Dios y sin limitación alguna? Y, por otra parte, tras las formas negativas que dejó la conquista de América, ¿cómo habrían de ser asumidas y superadas para que tuviese realidad el proyecto de un pensamiento español desde la tradición renacentista? Es necesario recoger no sólo la acción positiva, generadora, del imperio (sus escuelas, sus iglesias, sus universidades, su literatura...), sino también su misma negación: las encomiendas y el sometimiento de los indios, la esclavitud de los 95
J. Ortega y Gasset, Obras Completas, tomo VIII, 1986, p. 52.
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negros africanos, la marginación de múltiples tribus y pueblos, la opresión y la explotación de los mineros del Perú, la discriminación, el abuso y la opresión generalizadas, que son figuras sin asimilar por el pensamiento español (ni por el de derechas ni por el de izquierdas, aun cuando por motivos contrapuestos). Hay dos formas modernas de neutralizar la negatividad humana: la cartesiana mediante un sujeto desconectado de la materia; la hegeliana, al superar (Aufheben) todas las figuras de explotación y de terror en los inicios de la revolución industrial; estos elementos no pueden reducirse a antropología si se ha enmarcado el pensamiento en la historia. Y sin embargo, el sujeto hispano fue reacio a aceptar que la subjetividad individual fuera la única referencia de valor y autoridad. Eloy Terrón, en su introducción a las obras escogidas de Sanz del Río, lo deja bien claro: hay que superar el individualismo de los primeros liberales, la ontología del individuo del liberalismo clásico es intragable en España96. Quizá por la herencia de la construcción de la misma España, es más un problema de forma de estar que de forma de ser97. Estado adversus clero En la década moderada (1844-1854), con el gobierno de Narváez, nace una nueva Constitución (1845) en la cual la soberanía recae en el rey y las Cortes, pero no en el pueblo. En ese mismo año se aprueba el conocido como Plan Pidal, que incorpora la secularización, la gratuidad, la centralización y la uniformización de la enseñanza. A partir de 1839 se habían creado Institutos de Enseñanza Secundaria en Santander, Tudela y Cáceres, que se desarrollan a partir de 1845. La figura central para la Filosofía española es la de Antonio Gil y Zárate (1793-1861), redactor y ejecutor del plan, que hizo posible (junto a José López de Uribe) la presencia de la filosofía y de su historia en los planes docentes: “La cuestión de la enseñanza —escribe Zárate— es cuestión de poder: el que enseña, domina; entregar la enseñanza al 96
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“En realidad, los demócratas de 1840 ya no podían conformarse con la ideología liberal que se difundió por el país en el período más puro del liberalismo, de 1810 a 1823. La ideología de esta época era demasiado simplista y radical; sus principios estaban demasiado condicionados por la negación del orden feudal en sus formas más representativas: la inquisición, los gremios, los abusivos derechos de la Mesta, el dominio jurisdiccional de los nobles, etc. Por ejemplo, la ideología y la teoría política de esta primera etapa eran completamente hostiles a toda forma de asociación intermedia entre el individuo y el Estado. En el régimen liberal no cabían las asociaciones y este principio lo cumplieron los liberales hasta contra sí mismos; pues si hubiesen legalizado y apoyado a las sociedades patrióticas en el período 1820-23, es posible que el Gobierno liberal se hubiese afianzado, pero no les cabía en la cabeza el derecho de asociación”, E. Terrón, Textos Escogidos: Julián Sanz del Río, Barcelona, Ediciones de Cultura Popular, 1968, pp. 65-66. A. López García, El rumor de los desarraigados, Barcelona, Anagrama, 1985, p. 140.
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clero es querer que se formen hombres para el clero y no para el estado”. A partir del Plan Pidal la Historia de la Filosofía es obligatoria en todos los planes de estudio. Los institutos provinciales y nacionales otorgan el título de bachiller en Filosofía, título unitario para acceder a las carreras superiores. El conflicto entre educación estatal y educación clerical se convertirá en endémico en España. Y regresamos a la “cuestión filosófica”. Esta batalla, como resalta Alberto Hidalgo, se despliega en el terreno filosófico98. El krausismo El krausismo es la piedra de toque de cualquier estudio sobre la filosofía española contemporánea. Si diez veces se ha preguntado por qué la filosofía alemana en vez de la inglesa (Bentham) o la francesa (Comte), cien veces se ha preguntado por qué Krause y no Hegel. Fernández de la Mora, en una crítica a los Textos escogidos de Sanz del Río, achaca esta elección a todos los males filosóficos españoles. Uno no sabe qué admirar más, si su cinismo o su maldad intelectual. Elías Díaz le contesta ad hominem: ¿Por qué no fue el neocatolicismo quien trajo esas corrientes a España?99 No es este lugar para hacer la historia del krausismo, que es labor sutil. Pero no es posible pasar por esta filosofía sin situarla al menos en la lucha cerrada de los intereses político-religiosos. Los dos compromisos ontológicos del sujeto individuo y de la ciencia nominalista son rechazados críticamente por el catolicismo. La ontología individualista no ha podido ser aceptada, por más que los liberales lo intentaran. Uno de los autoengaños favoritos del folklorismo español es calificar a los españoles de individualistas. Ese individualismo al que se apela no es el liberalismo de la economía liberal, sino el individualismo barroco, jesuítico, asociado a la libertad que han cantado los dramaturgos del XVII hispano y, de manera genial, Calderón (lo que siempre asombró a Goethe o a Nietzsche, por ejemplo). El Estado, el Rey, el Juez nunca podían suplir a Dios en el barroco español, de tal modo que a las personas, por más maldades que cometieran, siempre les quedaba un resquicio de libertad inalienable (Luis Pérez el gallego). El Estado no es un Leviatán, sino un mero mediador de la Divinidad. Libertad es un concepto filosóficoteológico, no económico, ¡entiéndase! El escolasticismo viene defendiendo 98
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A. Hidalgo, “Desarrollo histórico de la enseñanza de la Filosofía en el nivel medio”, Cuadernos de la OEI, Organización de Estados Iberoamericanos, Madrid, 1998. También A. Pintor-Ramos destaca el papel primerísimo de la filosofía en España: “No deja de resultar sorprendente que la historia de la filosofía española haya estado unida tan de cerca a la interminable discusión sobre la «esencia de España»”, “La filosofía, su historia y su expresión idiomática”, Actas del IV Seminario de Historia de la Filosofía Española, Salamanca, 1986, p. 502. E. Díaz, La filosofía social del krausismo español, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, p. 16.
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que las leyes poseen toda la verdad y que todo derecho es un reflejo de la Ley Natural; la libertad significa, en consecuencia, gozar de las prerrogativas que las leyes conceden y que proceden de Dios. Luis Vives sostenía que las cosas de la naturaleza ¡y aun el trabajo humano! son comunes a todos los hombres, pero no porque haya que repartir positivamente las tierras o los bienes, sino porque nadie puede considerar definitivamente suyo lo que los demás puedan necesitar: no hay que dar todo a todos, sino a cada uno según lo que pueda utilizar. Mucho más cerca del eslogan revolucionario de Marx, “Cada cual según sus capacidades; a cada cual según sus necesidades”, que del derecho de propiedad privada de Locke. Aunque España no se encuentra tan lejos de Europa políticamente pues, según la tesis de Mayer comentada, eran las clases aristocráticas las que organizaban el poder de los Estados. La teoría del pacto es imposible es una estructura de este tipo. Pues ¿cómo ajustar esas leyes tradicionales a los nuevos tiempos? Entonces esas leyes defenderían los intereses de las clases más arcaicas, más antiguas, más conservadoras, menos modernizadas. España continuó con este debate, bien que oculto muchas veces por un lenguaje violento y confuso. Así que, a pesar del exabrupto de Fernández de la Mora o de aquel condescendiente “haber triunfado por casualidad” de Menéndez Pelayo, el krausismo triunfó, en primer lugar, porque no defendía una ontología individualista. El krausismo apeló a un sujeto práctico que, aun procedente del idealismo kantiano lo desbordaba por la vía del armonicismo y por la integración en una comunidad sin esperar el fin de los tiempos. La filosofía práctica kantiana consideraba, ciertamente, al sujeto como fuente de moralidad y la autorrealización moral del individuo implicaba la autonomía de la voluntad (moral autonómica). Esta doctrina es incompatible con la concepción dogmática de un conjunto de mandamientos impuestos exteriormente (moral heterónima). Pero el krausismo, como otras corrientes europeas (Gioberti y Rosmini en Italia, Graty en Francia...), trató de armonizar la moral autonómica con la heteronómica, de “cohonestar catolicismo y libertad” (así lo afirma Teresa Rodríguez de Lecea). Su insistencia en negar el panteísmo espinosiano o hegeliano y en revindicar el pan-en-teísmo que salvara el Ser Absoluto con las características de un Dios personal lo explica mejor que cualquier otro argumento. De esta manera la filosofía no se alejaba de la teología. Heinrich Ahrens, el discípulo de Krause, definía la filosofía de esta manera: “La investigación ordenada y sistemática de las causas sucesivas, de los hechos que están al alcance de nuestro conocimiento y el conocimiento por medio de estas causas de una causa suprema” (del Diario del viaje a Alemania de J. Sanz del Río, citado por Rodríguez de Lecea). En cualquier caso, la apelación del krausismo a la autonomía de la voluntad que implica la máxima kantiana del «hacer el bien por el bien mismo» abre una brecha muy
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sutil en la concepción moral, muy difícil de asumir por un pueblo formado por el clero en la Ley de Dios a través de la iglesia. De ahí que la figura del protestante, de quien asume la moral autónoma, aparezca en España más bien como un snob. El krausismo se compaginaba mejor con la tradición española. Unamuno sugiere que el krausismo comportaba un pietismo criptocatólico. Ernst Benz niega que el pietismo tenga que ver con el catolicismo y afirma que el elemento de afinidad no sería tanto el pietismo como una tradición mística común a las tradiciones protestante y católica. En esta línea, Luis Araquistain considera que el krausismo se encuentra avant la lettre en los místicos del XVI; Rodolfo Llopis se remonta hasta el estoicismo senequista; José Martínez Azorín dice que el krausismo es tan español como don Quijote, el misticismo o don Álvaro (Lecturas españolas, 1912). Y así sucesivamente. ¿Por qué Krause y no Hegel? Porque Hegel pertenece a otra tradición. Sin duda Julián del Río conocía a Hegel. Pero aceptar a Hegel exigía una decisión difícil de aceptar en España, no ya en el siglo XIX, ni siquiera en nuestros días, cuando España se ha integrado en Europa. Aceptar a Hegel significa aceptar una historia unilineal que converge en el estado napoleónico, prusiano o, en todo caso, con la estructura del Imperio carolingio, contra el que se ha definido el imperio católico desde Carlos V. Aceptar a Hegel implicaba aceptar la derrota de la singularidad española. Pero España tiene la “conciencia” de ser una alternativa al capitalismo (y donde mejor se observa es en su posición respecto a América latina). El barroco español no podía desaparecer en un estado que había engullido todas las formas culturales europeas e incluso asiáticas. Eso no lo puede aceptar una cultura tan desarrollada y madura como lo era la de la España imperial. Indudablemente, la filosofía del otro imperio, la anglosajona moderna, ni se lo plantea; en cuanto hay un atisbo de idealismo hegelianizante (Bradley, Mctaggart...) la respuesta es inmediata, tajante y sin contemplaciones. Moore, Russell, Whitehead..., ponen las cosas en su sitio: la filosofía de Hegel es, además de totalitaria, un galimatías. Ni la burguesía liberal ni el protestantismo ni la política barroca ni la iglesia católica podían aceptar a Hegel. Otra cosa es que hubiera culminado su historia en Londres o en el Vaticano. Pero entonces no hubiera sido Hegel, sino un latitudinista o un agustiniano. Y, por si fuera poco, Hegel incorpora las ciencias, lo que en España, como sugiere Terrón, era demasiado, y ello sin perjuicio de que los krausistas insistieran en el cultivo de las ciencias. Por no hablar de la filosofía de la religión, en la que Hegel hace desaparecer la personalidad de Dios en la Idea. El krausismo tenía que ser conciliador..., pero dando un salto desde el imperio germano al otro imperio católico, y apelando al universalismo. La filosofía de Krause venía aquí como anillo al dedo. Tanto el capitalismo
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industrial y deshumanizado como la tradición española inquisitorial y colonizadora podían ser superados por un sistema en el que dominara la armonía. El método filosófico así lo permitía. Partiendo del mundo que nos envuelve, el camino de la Analítica (la vía del regressus) conduce a las Ideas de Naturaleza, Espíritu y Humanidad pero coordinadas por la Idea de Dios, un Dios cristiano, personalizado y providente. Después, mediante la Síntesis (o la vía del progressus) habría de recomponerse y reconstruirse toda la obra analítica anterior. A ese armonismo, por tanto, había que añadirle la racionalidad. El krausismo incluso se enfrentó a la recepción del mismísimo Kant, una recepción diferida, como cuenta José Luis Villacañas100; pues además de topar con la escolástica, lo hará con el propio krausismo, “depositario de la verdad absoluta”, como lo llama Perojo. Así que a la filosofía escolástica se le añadió una filosofía extraña, extranjera. ¿Cómo resolver esta situación? ¿O no tenía remedio? La intelectualidad hispana siguió en el empeño y encontró un excelente regalo con el trabajo de José Ortega y Gasset. Ortega y Gasset En contraste con los achaques de los sistemas político, militar y económico españoles de finales del siglo XIX, el inicio del siglo XX es de un esplendor cultural y científico extraordinarios. Algunos han llamado a esta época la segunda edad de oro o de plata: los ensayistas del 98, los universitarios europeístas del 14, los poetas del 27. Pérez Galdós, Unamuno, Benlliure, Gaudí, Ramón y Cajal, Torres Quevedo, Juan de la Cierva, Falla, Picasso... Y es que un imperio derrotado, los restos de un imperio que no ha sido absorbido, que no se ha agotado, que considera el triunfo del otro imperio como un “pecado del Espíritu”, no puede resignarse a perder su estar en el mundo. José Ortega y Gasset (1883-1955) no sólo tuvo la capacidad de comprender que toda aquella riqueza y aquel entusiasmo debían ser articulados por la filosofía, sino que ésta no tendría por qué ir a remolque de las demás filosofías europeas, hasta el punto de que era la filosofía española la que debía tener la osadía de ponerse a la cabeza del pensamiento, justo en los años en que se lloraba la pérdida del imperio. Si el repetido e insistente “ya lo había dicho” de Ortega tiene una significación más objetiva que una simple pataleta, será en este contexto: la filosofía española podía ponerse a la cabeza de cualquier filosofía, incluida la alemana, la de mayor prestigio. Por eso, la filosofía de Ortega fue un ataque frontal a la neoescolástica, pero una filoso-
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J. L. Villacañas, Kant en España. El neokantismo en el siglo XIX, Verbum, Madrid, 2006.
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fía original que surgía de la tradición española, de... unas ciertas Meditaciones del Quijote101. La filosofía española, en cualquier caso, una vez puesta en circulación por el genio de Ortega, necesitaba enfrentarse con renovadas energías al resto de filosofías que se hacen en Francia, Alemania o en el mundo de habla inglesa. Y para ello tenía que aprender a utilizar las técnicas que requiere el trabajo filosófico. Si Ortega había ocultado sus técnicas filosóficas para seducir y atraer al público (sobre todo a los jóvenes), era necesario que las generaciones posteriores empezaran a afilar las herramientas analíticas que exige el pensamiento filosófico. Y en esa empresa se veían envueltos no solo filósofos y profesores, sino también traductores y editores102. En un período determinado de la historia de España, ésta fue la labor filosófica genuina: traducciones, ediciones, monografías e incorporación de diferentes estrategias filosóficas (psicoanálisis, marxismo, lógica matemática, lingüística...). Un proceso de normalización que acompañaba a la normalización económica e industrial, así como de las organizaciones políticas en la democratización del Estado. Y se continuó con la recepción de filosofías. En los años 1955 y 1956 se producen tres acontecimientos independientes, pero que coinciden con tal virulencia que convierten esos años en un período simbólico: La muerte de José Ortega y Gasset; la protesta democrática en la Universidad, a raíz de la cual encarcelan a Dionisio Ridruejo, Ramón Tamames, Enrique Múgica, Javier Pradera, Miguel Sánchez Mazas, José María Ruiz Gallardón y Gabriel Elorriaga; y la celebración de la Tercera Semana de Filosofía con el título de «La Libertad». A partir de aquí se hacía necesario empezar a reescribir la filosofía, había que acabar con la teología escolástica y con el filo-heideggerianismo y recuperar lo que se hacía en Europa, en EE.UU o en la Unión Soviética103. Y el precio a pagar 101
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F. M. Pérez Herranz, “Ortega y los retos de la filosofía española”, Concordantia Ortegiana. Concordantia in José Ortega y Gasset opera omnia, Universidad de Alicante, 2004, pp. 203247. Ya lo había advertido el propio Ortega: “Ahora bien, yo considero esta labor de traducción que la gente de aquí —demostrando con ello precisamente su ignorancia y su estupidez— considera labor secundaria, como una de las faenas esenciales de toda cultura nacional e inseparable de su otro modo que es la creación original. Esto han hecho todas las buenas épocas de cultura en todos los grandes pueblos. Pensar otra cosa es desconocer por completo la importancia que tiene y lo que hay de creación en esta tarea de absorber una cultura extraña”. [Carta del 13 de marzo de 1934]. Por seguir el esquema de José Ferrater Mora en su libro La filosofía actual. Le sigue Javier Muguerza en su introducción a una selección de textos titulada La concepción analítica de la filosofía (1974), en donde hace referencia a “fenomenólogos, analíticos y dialéctico-marxistas”. José Luis López Aranguren en “Debate sobre la nueva filosofía española”, El País, 30 de octubre de 1977, insiste en la clasificación tripartita, reemplazando “fenomenólogos” por “estructuralistas, postestructuralistas o anarcoestructuralistas”, pero manteniendo analíticos y dialécticos. Y Pedro Laín Entralgo, en un artículo escrito en El País el 11 de junio de 1988, se refiere a las filosofías actuales representadas por la fenomenología y sus consecuencias ontológicas, por
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fue el del olvido, el repudio o el desprecio de todo que se había venido haciendo en la filosofía española, fuera de interés o no. La sombra del krausismo es alargada Olvido, repudio y desprecio simbolizados en el número 138 de la Revista de Occidente, septiembre de 1974, titulado “Analíticos y dialécticos” y dirigido por Alfredo Deaño sobre la filosofía contemporánea. Los jóvenes filósofos más destacados y prometedores del momento (Muguerza, Quintanilla, Blasco…) argumentaban desde Marx o Wittgenstein, y ¡ni una mención al fundador de la revista! Ni un gramo de tradición filosófica hispánica. Paradójicamente, como es habitual en estos menesteres, la filosofía hispana ha sido revitalizada por la vía del historicismo, cuando la filosofía se hizo corresponder con la estructura política de las autonomías del Estado español salido de la Constitución de 1978, de suerte que los filósofos son clasificados por la ubicación de la universidad en la que ejerce habitualmente como profesor. Se hablará, entonces, de “filosofía catalana” como hace Ramón Xirau104 o de “filosofía castellano-manchega”105 o de “filosofía asturiana”106 o de “filosofía gallega”107, etc. De esta manera se han recuperado pensadores que de otro modo quedaban fuera de cualquier foco de interés: Servet, Gracián, Feijóo, Jovellanos, Llull, Vives, Maimónides, Vitoria, Suárez… Los caminos de Dios son inescrutables en esta “península metafísica”108. III. EL TRATADO FILOSÓFICO
La historia de la filosofía no puede quedar absorbida en la historia de los Estados pues, por definición, no se reduce a ideología, y pone a prueba la tolerancia misma del Estado. La filosofía no justifica ni legitima al Estado — misión de la Ideología—, sino que pregunta por la razón de su ser. Ante la
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el neopositivismo y el marxismo, a las que añadía, sin embargo, “la especulación metafísica ulterior a esta múltiple aventura de la mente humana”, las filosofías de Ortega y Zubiri (con lo que volvía a colocar la filosofía española en la vanguardia ¡tras la guerra civil!). En L. Geymonat, Historia del pensamiento filosófico y científico, siglo XX (III), Barcelona, Ariel, 1985. S. Vegas, Tolerancia, ideología y disidencia. La historia del pensamiento castellanomanchego, desde los años finales del siglo XI hasta el siglo XVII, Servicios de Publicaciones de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, Villarrobledo, 1988. J. Arduengo, Pensamiento asturiano (primera historia de filosofía asturiana), Gijón, Imp. Love, 1983. M. Agís Villaverde, “Filosofía galega”, 23 letras para un país, Santiago de Compostela, Edit. Compostela, 1998, pp. 55-58. Así calificaba Voltaire a España. Véase el estupendo trabajo de F. R. de la Flor con el mismo título, La península metafísica, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
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filosofía, los notables de la Polis y los sofistas ofrecen respuestas aparentes, muestran su incapacidad de responder y revelan lo injustificado de sus pretensiones de gobernar. Y sin embargo, la Polis necesita ya de la filosofía, que le proporciona una imagen de pensamiento que constituye la axiomática que la hace funcionar. Es cierto que hay otros saberes como la retórica y la sofística que le disputan ese lugar; pero si son serias, no son más que filosofías que simulan positividad. Durante la Edad Media la filosofía estaba del lado de la Iglesia contra el Estado, y en la modernidad, del lado de los Estados contra Roma. Los Estados democráticos tendrán que aceptar la filosofía definida como «reforma del entendimiento», como eliminación de ideas inadecuadas y composición de ideas adecuadas, para la formación de sujetos críticos. También le disputan su lugar las ciencias sociales o el psicoanálisis. Y hoy como ayer existe un criterio para saber si un Estado es más o menos democrático: la capacidad que tenga para promover la conciencia crítica de sus ciudadanos. De manera que la organización misma de la Historia de la filosofía muestra los valores que defiende el propio Estado. A partir de Fichte es frecuente que el Estado sea reemplazado por la Cultura, categoría de la que parte Dilthey: la filosofía no brota de ella misma, sino de la vida total de la cultura. Y Ortega habla de una cultura mediterránea, que se mueve por ambas orillas del Mediterráneo, y de una cultura europea, allende el Danubio, que procede de los germanos109. O es reemplazada por la Lengua estatal, «compañera del imperio», como escribió Nebrija. Y si la lengua no es una mera convención (nómo), sino que las palabras tienen una relación natural (physei) con las cosas, entonces podrá hablarse de filosofías alemana, francesa o inglesa, y no sólo de filosofías en alemán, francés o inglés. Entre los modelos que el Estado ha elegido para salvaguardar la filosofía los de mayor influencia quizá hayan sido el de la Universidad Humboldt (Berlín), en el que la filosofía tiene como misión la formación (Bildung) del sujeto a través de la ciencia; y el modelo Max Weber, que, heredero del positivismo, separa la ciencia y la filosofía. La filosofía y la verdad Pero la filosofía no se encuentra asociada ni con el Estado ni con la Cultura ni con la Lengua, sino con la Verdad110 y la verdad no tiene por qué ser
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J. Ortega y Gasset, “Cultura mediterránea”, Obras completas, tomo I, pp. 340-343. “Debe existir una facultad que se identifique con la comunidad académica, que tenga libertad de trabajar con independencia del Gobierno y de sus mandatarios, y que, en defensa de los intereses de la enseñanza, se ocupe de la verdad y de la razón, pues si no existiera, la verdad, incluso para criticar al Gobierno, nunca vería la luz. Pero la verdad es libre por naturaleza y no acepta imposiciones que no sean las suyas (no es un libre crede, sino un credo libre)”. I. Kant,
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entendida como desvelamiento, correspondencia o coherencia de la realidad. Porque no hay Verdad, sino verdades, que se van construyendo con dificultad y lentamente en las ciencias y en las tecnologías, mediante clasificaciones y modelos; y, a posteriori, la filosofía coordina esas verdades con los criterios de su apropiación (epistemológicos) y con las consecuencias éticas que producen o los valores que las acogen, originados en prácticas diversas. En esa situación compleja, se traza un discurso que vincula verdades e intereses de los sujetos a quienes afecta, de manera que la filosofía no parte de otras filosofías, no es un sucederse de ideas filosóficas que originan otras ideas filosóficas, sino de las «cosas mismas», como señala Husserl (La filosofía como ciencia estricta). No son las filosofías las que se desbordan entre sí, recalan en períodos críticos, despuntan… sino las cosas mismas las que desbordan las filosofías. En un mundo sin cambios, regido por el Estado verdadero, nos encontraríamos en el «fin de la historia», se habría alcanzado la Verdad y habrían desaparecido las filosofías, como supuso Hegel. Si la filosofía es un saber científico, entonces la historia de la filosofía sería paralela a las ciencias, sería la historia de la metafísica, que habría concluido con Newton actu exercitu y con Kant actu representatio. A partir de Kant, la historia de la filosofía toma una orientación diferente a la tradicional. Se trata de estudiar cómo las filosofías y los filósofos han respondido a las cosas mismas según se entendían en su época111. Si cada filosofía es una respuesta a las cosas mismas, el historiador de la filosofía puede organizar estas «operaciones filosóficas» desde una de las filosofías en liza: unas veces centrado en los filósofos: Platón, Aristóteles, Aquino, Descartes, Kant, Hegel, Husserl, Heidegger…; otras, en las filosofías: empirismo / racionalismo, idealismo / materialismo… Pongamos un ejemplo: ¿Qué tendría que estudiar el historiador de la filosofía actual? Desde luego son irrelevantes los miles de escritos escolares y escolásticos que dan vueltas y vueltas alrededor de Heidegger, Kant o Platón, y que sólo sirven para hacer carrera académica universitaria. La filosofía «verdadera» se hace en otra parte, en la investigación del CERN en altas energías (cuestiones de mecánica cuántica), en la investigación de enfermedades (cuestiones de biología molecular), en la investigación de las operaciones financieras, de mercado… (capitalismo, tipos y alternativas). También dentro del mundo académico, si las Ideas filosóficas presentan desde la fertilización los resul-
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Del conflicto de las facultades, A 8. Un axioma que debe ser matizado con el postulado de Humboldt: “hay que enseñar el proceso de investigación, antes que la verdad”. La cuestión entonces se desplaza a la legitimidad del saber filosófico. Nosotros defendemos su pertinencia en tanto en cuanto interconecta las tres dimensiones clásicas: ontología (física), gnoseología (canónica) y ética (moral), un saber muy diferente al científico, por su conexión con la subjetividad. La mecánica cuántica ofrece un campo de investigación filosófico inédito y extraordinario.
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tados científicos de especialistas en mecánica cuántica, en biología molecular, en las nuevas tecnologías… Un feliz ejemplo son los congresos de Ontología que organiza Víctor Gómez Pin desde 1993. Los manuales Distinguiremos los manuales de filosofía, informativos, más cerca de la doxografía, recopilación de datos y documentos, expuestas de forma narrativa, sus vínculos con el desarrollo de las ciencias o de la política, que pueden incluir fuentes e influencias. Recogen la biografía del filósofo, sus circunstancias, influencias e intereses (“los filósofos son al mismo tiempo efectos y causas: resultado de sus circunstancias sociales y de la política y de las instituciones de su época; causas, si son afortunados, de creencias que moldean la política y las instituciones de épocas posteriores, escribe Russell) sus esfuerzos conceptuales para atravesar las verdades científicas, los problemas políticos e ideológicos o los cismas religiosos…, quizá los fracasos iniciales de una filosofía o la resistencia de ideas ante los planteamientos novedosos; la fertilidad o lo revolucionario de algunas filosofías; la reconstrucción de las ideas de los diversos autores, sus contradicciones, los sistemas que traban, las críticas internas a sus planteamientos, todo ello acompañado por una selecta antología de textos. De manera que un manual ha de ser estructurado desde enunciados metalingüísticos; de ahí que los manuales vengan a constituir una manera de la Kulturgeschichte de Burckhardt, o Historia de las Ideas: informan, apagan la curiosidad, sirven fundamentalmente para acercarse a la filosofía y aprender los rudimentos filosóficos. De los cientos de manuales publicados, señalaré tres en lengua española que pueden servir de ejemplo: Historia de la filosofía en su marco cultural, de C. Tejedor Campomanes, un vivero de información utilizado en la enseñanza media con excelentes resultados; Historia de la Filosofía, de varios autores en la editorial Eikasia, y Otra historia de la filosofía, de Julio Quesada, que al narrar la aventura del pensamiento, se presenta como defensa de la filosofía y de su valor en la enseñanza pública112. Los manuales de Historia de la filosofía suelen dirigirse explícitamente a los estudiantes, a los profesores que imparten la disciplina o a las personas cultas que buscan orientación en el pensamiento filosófico. (Lo que no está reñido, evidentemente, con propuestas gnoseológicas de la exposición de los contenidos de la historia de la filosofía; pero no es su objetivo principal). La razón básica es que no es posible comprender la civilización occidental sin 112
C. Tejedor Campomanes, Historia de la filosofía en su marco cultural, S.M., Madrid, 1987; AA.VV, Historia de la Filosofía, Oviedo, Eikasia Ediciones, 2005. J. Quesada, Otra historia de la filosofía, Barcelona, Ariel, 2003.
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tener en cuenta la filosofía que está conjugada con el propio sentido común. Ya así, la filosofía griega pone entre paréntesis los términos utilizados habitualmente (ser, pensamiento, verdad, poder, cosmos, alma…) transforman sus sentidos y significados, para convertirse más tarde en términos del sentido común, del lenguaje ordinario. (El término corriente y vulgar nada proviene de res-nata, “cosa nacida”, “contingente”, que es un tema mayor de la filosofía medieval de la esencia y la existencia). Pero, y esto es fundamental no olvidarlo, también el sentido común puede hacer mella en los nuevos conceptos y desmoronar todo el edificio crítico. “He aquí el hombre de Platón!”, exclama Diógenes de Sínope mostrando una gallina desplumada. El cinismo, el escepticismo, la retórica son figuras que se van entrelazando, y obligan a la filosofía a volver a empezar: Descartes, Locke, Kant, Husserl, Wittgenstein… Los tratados Los tratados tienen un objetivo diferente; más que informar, narrar con coherencia o exponer fuentes y documentos, pretenden demostrar alguna tesis previamente considerada, mostrar cómo se genera una filosofía en contraste con otras, describir la arquitectura interna de los sistemas, expandir la lógica interna de los conceptos filosóficos o recorrer el proceso a través del que se fijan en Ideas las concepciones o estimaciones de la vida humana (Hartmann)113. La historia de la filosofía desde su perfil de historia de los problemas ha de ocuparse: de su inserción dentro de los sistemas donde han de ser fertilizados: ¿permanecen los problemas y cambian los sistemas? ¿Los sistemas plantean sus propios problemas?); de su desenvolvimiento en el tiempo: dialéctica, evolución (gradualista, recapitulación), difusionismo…; de si privilegiar la cuestión filosófica o el planteamiento histórico; de la génesis de los problemas (¿se puede conocer mejor a un filósofo que él mismo?); de cómo se con-figura un problema, una cuestión filosófica, pues no es fácil definir el tema, la materia (datum quaestionis): quién lo plantea, las condiciones en las que la cuestión es relevante, cómo se expresa, claro y distinto, oscuro y oblicuo…; determinar si se crea o se descubre el problema; la forma de expresarlo; la construcción de un vocabulario filosófico; los conceptos que atraviesa el filosofema; los “colores” del filósofo: ¿cuál de entre todas las respuestas corresponde a la del cogito ergo sum?; ¿cómo encajar o desechar los problemas que no armonicen?; delimitación del campo de acción de los problemas; distinción entre asertos y problemas o cuestiones: ¿son los problemas singulares o recurrentes?; y la cuestión que provoca realmente todos los problemas: “las soluciones dadas en la historia de la 113
N. Hartmann, “Der philosophische Gedanke und seine Geschichte”, 1936, 1ª.
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filosofía al problema pueden formar parte de lo dado en épocas posteriores”114. Entonces soluciones, respuestas, objeciones, descubrimientos científicos, experiencias humanas, irrupción de instituciones… van dejando de ser “cosas mismas” y se convierten en historiografía. Es ésta una cuestión mayor, trascendental, condición de todas las demás en Historia de la filosofía: ¿es la historia de las opiniones o de las repuestas a las cosas mismas? Y, en fin, el problema de la traducción entre lenguas, muertas y vivas: describir, explicar, interpretar (hermenéutica) o construir. Y la no menor cuestión de realizar la acribia pertinente entre ideología y pensamiento que en el caso de algunos filósofos como Heidegger es fundamental; etc. Pero, sobre todo, la historia de la filosofía se inclina por la historia, porque si en ella no encuentra el universal adecuado, entonces entran en liza la etnografía, la antropología, la economía política, la teoría de la evolución y hasta la psicología. La única manera de sortear ese peligro es la de acogerse a la historia. Dilthey, como Renouvier, dan beligerancia al esquema evolutivo. Renouvier y sus dilemas de metafísica pueden servir de ejemplo. Renouvier entiende la filosofía como la respuesta a un conjunto de posiciones o dilemas, pares de términos contradictorios mutuamente115 inconciliables: 1) condicionado e incondicionado; 2) finito e infinito; 3) sustancia y ley; 4) determinismo y libertad; 5) cosa y persona. El caso de Dilthey es más decisivo. Wilhelm Dilthey A mediados del siglo XIX la filosofía estaba en pleno descrédito y las ciencias naturales se habían hecho con el dominio del universal. Dilthey (1833-1911) buscó una fundamentación filosófica de las ciencias del espíritu que estuviese a la altura de las ciencias de la naturaleza. De manera genial, afirma la historicidad de la razón y cambia el programa crítico kantiano de la razón pura por la «razón histórica». ¿Se salvaría así la “catástrofe kantiana”? Las ciencias del espíritu (Geisteswissenschaften) deben fundamentarse en la experiencia de la vida, en las vivencias (Erlebnis) y en la comprensión (Vestehen). Dilthey despliega el logro cartesiano: poner orden en el caos de las acciones y significados humanos, sin eliminar las entidades ideales, históricas: el individuo creativo, los testimonios, aquello que desde Aristóteles estaba fuera de la universalidad científica. La historicidad afecta también a la filosofía como a cualquier otro producto del hombre: “Usamos, pues, el término ‘metafísica’ en el sentido explicado, acuñado por Aristóteles. Pero 114
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W. Goldschmidt, “Los quehaceres del historiador de la filosofía”, Revista de estudios políticos, nº 67, 1953, pp. 49-82. Ch. Renouvier, Esquisse d’une classification systématique des doctrines philosophiques, París, Au Bureau de la Critique Philosophique, 1885.
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mientras la ciencia general sólo puede perecer con la humanidad misma, esta metafísica es, dentro de su sistema, un fenómeno limitado históricamente. Otros hechos de la vida espiritual la preceden dentro de ese complejo con finalidad que es nuestra evolución intelectual; otros la acompañan y la sustituyen en el predominio”116. La cadena de situaciones o posiciones por las que ha pasado el hombre se presenta a Dilthey reducida a tres grandes etapas: En la primera, como el tapiz vegetativo, la tierra es cubierta por una variedad sin límites de ideas primitivas a cuyo conocimiento no llega la historia. A continuación, en la primera época cultural que la historia conoce, nos presenta la filosofía sacerdotal de los pueblos orientales: la doctrina del monoteísmo y, unida a ella, una técnica ético-religiosa para la dirección de la vida. Y en fin, es solo en la segunda generación de pueblos, en las tierras y culturas mediterráneas, cuando el hombre logra fundar una filosofía en el pensar universalmente válido. Esta filosofía se articula con las ciencias y se libera de la religiosidad. Pero cada mente metafísica, ante el enigma de la vida, desenreda su madeja desde una posición determinada, pues en toda filosofía hay dos rasgos de naturaleza formal que son el fundamento en la relación de nuestra vida singular con el mundo que nos rodea como una totalidad intuida, y la validez universal. La filosofía tiene en común con la religión la intuición de totalidad, pero se distingue de ella por su carácter de validez universal, por imponerse a toda mente por la evidencia intelectual; la intuición del mundo ha de realizarse conceptualmente. Entonces ese saber toma el nombre de metafísica. Se distingue de la poético-estética por su componente ético, por ser una fuerza que quiere reformar la vida. Los sistemas metafísicos, aunque pueden tomar infinitas formas, se reducen a tres tipos irreconciliables (que Dilthey obtiene empíricamente): El naturalismo materialista o positivista, que procede de una actitud racionalista e intelectualista, cristaliza en una metafísica sensualista y materialista. Se funda en la naturaleza como conjunto de hechos que constituye un orden necesario y en la relación causal entre los fenómenos. Los filósofos representativos de esta posición son Demócrito, Lucrecio, Epicuro, Hobbes, los materialistas modernos, Comte... El idealismo de la libertad, que procede de una actitud voluntarista, se manifiesta en una metafísica trascendente, cuya pretensión es dar normas universales, se funda en el concepto de fin trascendente que domina la naturaleza. El individuo se siente uno en la conexión divina. Los filósofos representativos son Platón, Cicerón, los especulativos cristianos, Kant, Fichte, Maine de Biran... 116
W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, trad. de Julián Marías, Madrid, Alianza, 1980, p. 211.
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El idealismo objetivo, que procede de una actitud sentimental, cristaliza en una metafísica inmanente y panteísta. Es una creación del espíritu ateniense y contiene una teoría del conocimiento, los hechos de conciencia. Se funda en el concepto de valor, por lo que la realidad es la expresión de un principio interior, es el resultado de una conexión espiritual que actúa consciente o inconscientemente. Filósofos representativos son Heráclito, los estoicos, Leibniz, Goethe, Schelling, Schleiermacher, Hegel...117 Sistema Salvada la filosofía de sus enemigos por la historia, la historia de la filosofía la definirá Wilhelm Windelband como una ciencia histórica, la historia de los problemas y de los conceptos118. Desde una perspectiva metodológica, Windelband distingue entre ciencias nomotéticas, que tienen por objeto las leyes lógicas y estudian procesos causales e invariables (determinismo causal, generalización), y ciencias ideográficas, que tienen por objeto sucesos cambiantes (peculiaridades, singularidad). Windelband identifica la historia de la filosofía con una disciplina ideográfica, “una ciencia puramente histórica”, aunque sobre esa base determine el rendimiento de los distintos sistemas filosóficos o de cómo el hombre europeo ha ido expresando en conceptos su idea del mundo y su interpretación de la vida. Los “enigmas de la existencia” surgen continuamente en cada época y constituyen el entramado que presta continuidad al pensamiento: los avances de las ciencias, los movimientos de la conciencia religiosa, el arte, la política y la sociedad… impulsan y hacen destacar problemas cuya resolución es acuciante resolver. Pero en la filosofía juega un papel determinante el propio filósofo, envuelto por las circunstancias concretas de la época. La neutralización de todos los problemas mencionados y otros más la ha pretendido la ya citada obra de Ueberweg, Grundiss der Geschichte des Philosophie, que, desgraciadamente, no está traducida al español, y recoge el sistema de cada autor partiendo de sus propios escritos, como si fuese un conjunto de monografías. Criterios institucionales La Historia de la filosofía se academiza definitivamente. Y a Historia y Sistema se le añade Enseñanza. Los criterios de la historia de la filosofía 117 118
W. Dilthey, Teoría de la concepción del mundo, México, F.C.E., 1978. W. Windelband, Historia general de la filosofía, Barcelona, El Ateneo, 1970; Preludios filosóficos: figuras y problemas de la filosofía y de sus historia, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1949. Historia de la Filosofía antigua, Buenos Aires, Nova, 1955. Historia de la Filosofía: filosofía helenístico-romana, la filosofía de la edad media, la filosofía del renacimiento, la filosofía moderna, el idealismo alemán, Antigua Librería Robredo, México, 1941-1943.
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quedan enmarcados por criterios externos, institucionales, por las normativas del legislador de los estudios en la enseñanza media o en la universitaria. Así ocurre con la Historia de los sistemas filosóficos119 de Luis Cencillo, organizada alrededor de las Ideas de Naturaleza, Hombre, Idea y Ser; de esta manera se repasa la marcha “total” de la Historia cinco veces: al exponer la evolución de los métodos; al recorrer los problemas en torno a la Naturaleza y el Hombre; el problema del Conocimiento y, finalmente, las teorías del Ser y del Ente120. Gustavo Bueno ha sugerido una división de la historia de la filosofía que sigue el curso de los sistemas según los temas o Ideas, que sería la diferencia específica frente a otros saberes. Y esas Ideas las pone en correspondencia con las tres grandes épocas históricas que toma del materialismo histórico, que asocia la antigüedad al esclavismo, la edad media al feudalismo y la edad moderna al capitalismo, pero no en su sentido reduccionista, sino por mediación de las Ideas en torno a las que se organizan los sistemas: en el mundo antiguo la conciencia vendría envuelta por el mundo natural y ésta a su vez por una realidad trasmundana; la época medieval, todas las formas mundanas quedarían subordinadas a Dios, conciencia absoluta; y en la época contemporánea, el Dios medieval se seculariza y la conciencia legisladora del mundo es la conciencia humana, pero envuelta por una realidad nouménica121. Una periodización que recuerda más que a la propuesta de Hegel, a la de Friedrich Adolf Trendelenbur122, que parte de la estructura de la proposición, S-P; y entonces solo caben tres tipos de filosofía: una en la que predomina el sujeto de la proposición; otra, el predicado; y, en fin, la relación sujeto /predicado. Vicente Igual123, siguiendo la tradición escolástica de los universales y las disputas entre franciscanos y dominicos, continúa la clasificación de Market124. Si se parte de que la filosofía está marcada por Parménides, Heráclito, Platón y Aristóteles, sobre la relación Uno-Múltiple, se puede establecer tres clases de filosofías que correrían paralelas y enfrentadas entre sí; las repuestas canónicas a los universales: la unívoca, la equívoca y la análoga. Las filosofías de orientación univocista (monoteísta, declaran aparente lo que no 119
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Sistema es un concepto que toma protagonismo en el s. XVII en los círculos de la teología reformista para evitar la elaboración enciclopédica de la tradición dogmática. La aparición de la ciencia exige una sistema que armonice lo viejo y lo nuevo. Cf. Gadamer, Verdad y método, Ob. cit., p. 227, nota 5. L. Cencillo, Filosofía fundamental, tomo II, Historia de los sistemas filosóficos, Madrid, Syntagma, 1968. G. Bueno, La metafísica presocrática, Oviedo, Pentalfa, 1974. F. A. Trendelenbur, Logische Untersuchungen (Investigaciones Lógicas), 1840. V. Igual, La analogía. Estudio preliminar, traducción y notas al “De nominum analogia” de Tomás de Vio, Cayetano, Barcelona, PPU, 1989. O. Market, “La historicidad del saber filosófico. II”, Revista de filosofía, XVI/63, 1957.
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conviene) se comprometen con el carácter absoluto y cerrado del ser a la manera de Parménides. La primera gran sistematización de la filosofía univocista es la de Duns Escoto, lo continúa Descartes y su afirmación del cogito como primera evidencia; también Kant y su Crítica de la Razón Pura. Los panteísmos y cientificismos de la Edad Moderna son univocistas, como lo son el idealismo alemán, que concluye con la Idea Absoluta de Hegel, y el materialismo dialéctico en su inversión hegeliana y el filosofar rizomático de Deleuze. Las filosofías de orientación equivocista (pluralistas, el mundo como palabrería) se comprometen con el cambio absoluto a la manera de Heráclito y luego del relativismo de Protágoras, de los cínicos y de los sofistas. La primera gran sistematización medieval fue la de Ockham. Sus sucesores fueron el empirismo, el utilitarismo y el pragmatismo; la filosofía analítica de los juegos del lenguaje, y el postmodernismo en general. Las filosofías de orientación analógica se comprometen con sus mismos orígenes matemáticos pitagóricos, y cristalizados en Platón, que ensaya los conceptos de participación, imitación… El filósofo por antonomasia del analogismo es Aristóteles; lo continúan el Pseudo-Dioniso, el aristotelismo árabe, san Alberto Magno, y lo culmina santo Tomás; después lo reivindica Cayetano. Y Suárez combina de manera curiosa el analogismo y el univocismo. Después, el analogismo es obra de críticos, de marginales. El criterio de la filosofía es un acontecimiento revolucionario en el terreno de la ontología de las ciencias y del conocimiento, o de la éticopolítica. Pero no es suficiente; se requiere también que aparezca el elemento subjetivo que sea capaz de pensarlo. Por eso la filosofía, como el arte, va vinculada a nombres, a filósofos. Y esto es algo que necesita de las instituciones; pero también esos rasgos de genialidad que se dan cuando se dan, pero que no están determinados. Y así lo entiende Abbagnano, que encuentra en la historia de la filosofía un entramado de relaciones humanas que se mueven en el plano de una disciplina común125. El valor de la labor de los filósofos no se mide por el grado de verdad objetiva que contenga sino por la capacidad de servir de punto de referencia para comprenderse a sí mismo, al mundo o a Dios. Por eso, la mayoría de los escritos filosóficos no son más que homenajes a los seres humanos que hicieron el sacrificio de la filosofía, a la espera de que estas semillas puedan fertilizar en esos seres humanos del futuro que reordenen genialmente los saberes de su tiempo. ¿No necesitamos incorporar a nuestra historia de la filosofía al filósofo que vincule los desarrollos de las ciencias que se encuentran en el límite de la investigación, la mecánica cuántica y la biología molecular en la sociedad de la globalización, de las realidades virtuales?
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N. Abbagnano, Historia de la filosofía, Barcelona, Montaner y Simón, 1973.
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Y que los filósofos son importantes por lo que dicen, pero sobre todo por lo que impiden decir, por todo aquello que impiden decir, comentan Reale y Antiseri126. La historia de la filosofía de Hans Joachim Störig es menos rígida en la periodización, incluye como capítulos propios: el renacimiento, el barroco, la ilustración y las filosofías en los siglos XIX y XX. Y el camino que lo orienta, las tres preguntas kantianas, asociadas a las cuestiones de Dios, la libertad, la inmortalidad del alma y el sentido de la vida (filosofía hindú, medieval…); las cuestiones de la acción: cómo debo configurar mi vida o comportarme ante mis semejantes (filosofía griega); cuestiones que atañen al conocer: qué puedo saber del mundo (filosofía moderna). En definitiva, expone la narración (historiografía) de la autoconciencia humana (historia) remarcando que no es tan importante lo que han dicho los filósofos como su modo de decirlo, la manera con la que se han enfrentado a su vida. La retórica de la historia que plasma su narración no es lógica, sino ejemplar, agita el ánimo, unido a una personalidad determinada, es el coraje humano de asumir el tiempo. La historia no adoctrina, sino que muestra sus ejemplares, sus ejemplos…. La verdad es la propia búsqueda de la verdad…127 Jorge Santayana, que, aunque nació en Madrid y pasó su infancia en Ávila, puede ser considerado norteamericano, por haber trascurrido en este país su época de formación, considera que la filosofía occidental ha alcanzado las cumbres de pensamiento en tres grandes sistemas representados por excelsos poetas: el naturalismo con Lucrecio, el sobrenaturalismo con Dante y el romanticismo con Goethe128. Ernst Cassirer pretende que el Conocimiento es el tema central de la filosofía moderna, que alcanza su pleno apogeo con la filosofía crítica kantiana129. Define la historia de la filosofía por contraposición a una simple colección de hechos, como “un método que nos enseña a comprenderlos”. Heinz Heimsoeth se resiste a seguir el curso histórico de las tres edades, en una pelea mediterráneo-germana. Rechaza el planteamiento tópico del paso de la edad Media a la modernidad por los filósofos renacentistas italianos, reivindica el renacimiento alemán: Cusa, Paracelso, Boehme, Copérnico…, y retrocede al siglo XIV… Muestra que los grandes temas de los filósofos modernos (Leibniz, Berkeley, Kant, Hegel…) están muy cerca de los problemas medievales (conciliar la fe con el saber, edificar la filosofía cris-
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G. Reale y D. Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico, 3 vols., Madrid, Herder, 1988. H. J. Störig, Kleine Weltgeschichte der Philosophie, Historia universal de la Filosofía, Madrid, Tecnos, 1995. G. Santayana, Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante y Goethe, Madrid, Tecnos, 1995. E. Cassirer, El problema del conocimiento, 4 vols., México, F.C.E., 1965.
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tiana,…): la infinitud, el alma, el ser y la vida, el individuo y el intelecto y la voluntad130. Y, en fin, Emanuelle Severino escribe una historia de la filosofía dividida también en tres partes, aunque elimina las filosofías medieval y renacentista, meras ramificaciones de la filosofía griega, en favor de un desdoble de la filosofía moderna y contemporánea. No se entiende muy bien que considere algo menor la aparición de la Idea filosófica, que se traslada al campo de la episteme y no de la fe, la libertad absoluta de la creación del universo por parte de Dios, que nos parece se encuentra ya fuera de los límites del pensamiento griego131. Parece que Severino quiere salvar la figura del italiano Galileo como introductor europeo al pensamiento moderno. El interés del trabajo de Severino proviene de su afirmación de la estructura del pensamiento filosófico, la vinculación profunda que une todas las grandes filosofías. Y así podría continuarse sin solución de continuidad con todas las historias de la filosofía que el lector conozca o se encuentre en vías de conocer. Estas mencionadas y otras de parecido tono y valor (Copleston, Chevalier, Fraile, Fabro, Marías, Hirschberger, Parain, Martínez Marzoa …) han sido las historias de la filosofía que han educado a las generaciones más recientes de estudiosos en lengua española. A esta lista abierta podrá ir añadiendo las nuevas historias de la filosofía que se presenten en sociedad. La vida de cada uno de nosotros es finita y a estas alturas estamos ya un poco cansados, sino agotados, para seguir todas las propuestas. El curioso lector cervantino —no el burócrata de la filosofía— podría preguntar: “si usted se anima a escribir una historia de la filosofía, ¿qué orientación le daría?” De ser consecuente con lo defendido, habría de acometer los siguientes elementos: - En primer lugar, la historia de la filosofía habrá de estar escrita de manera que muestre las cuestiones referenciales, el mundo vivido, las cosas mismas que se encuentran tras enunciados o proposiciones, tantas veces disparatados (rei imperceptibilia). Y así como la hermenéutica bíblica contrasta la narración con principios de la razón natural, la hermenéutica filosófica habría de contrastarse con los lenguajes natural y científico. El primer paso es, pues, la cuestión del sentido. Que ha de ponerse en relación con las cosas mismas. A modo de ejemplo: ¿Qué hay detrás del enunciado “Todo es 130
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H. Heimsoeth, Los seis grandes temas de la metafísica occidental, Madrid, Revista de Occidente, 1974. E. Severino, La filosofía antigua, La filosofía moderna, La filosofía contemporánea, Barcelona, Ariel, 1986.
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agua” de Tales de Mileto? ¿Tiene significado afirmar que “el ser se dice de muchas maneras” o que “la realidad es el Acto Puro”? ¿Cómo es posible que alguien afirme que la “mónada no tenga ventanas” o que “existe una y solo una substancia” y no se le considere un perturbado? ¿Por qué es tan celebrado el dictum “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”? … - En segundo lugar, hay que enfrentarse a la “catástrofe kantiana”. Una filosofía que se piensa a sí misma, que accede al conocimiento a través de la misma razón filosófica, como sorprendiéndose a sí misma, nos conduce a un saber sin objeto, sin referencia y sin territorio132. Este elemento versa, por consiguiente, sobre la verdad: ¿por qué las proposiciones analizadas en el primer punto constituyen un saber? Lo que exige comenzar por los “saberes” admitidos en su tiempo y, eventualmente, por los cambios que se producen en las ciencias naturales. - En tercer lugar, si la historia de la filosofía tiene que ver no sólo con el saber, sino con el vínculo entre los sujetos, sus criterios de conocimiento y las entidades que consideran reales, es decir, la racionalidad de una época sintetizada por un filósofo, un pensador concreto, singular, entonces ha de depurar las contradicciones, las aporías e inconmensurabilidades que se presenten. Por eso nos parece más historia de la filosofía toda la polémica sobre la secularización que los tratados al uso. Pues en la polémica entre Karl Löwith, Jacob Taubes, Karl Schmitt, Hans Blumenberg…, no se trata de un problema de filosofía política o de gnoseología, por ejemplo, sino de la inconmensurabilidad entre Ideas filosóficas. Es la historia de las polémicas del sujeto heleno, del sujeto semita, del sujeto gnóstico, del sujeto averroísta, del sujeto cristiano, del sujeto protestante...; sujetos de la tradición occidental a los que se añaden ahora los sujetos subsaharianos, indios o chinos. Una polémica que puede valorarse desde dos universales, tal como hemos tratado en otra ocasión: la verdad científica, que conmensura partes decisivas de la realidad, y la racionalidad corpórea, que delimita la naturaleza humana respecto del resto de los seres. - Y, en fin, si las preguntas ontológicas y gnoseológicas están dirigidas hacia la consecución de la buena vida, hay que preguntarse también por qué el Estado es la institución que ha de financiar este tipo de saberes. ¿Ha de recaer la financiación en instituciones privadas, como hacía el banco Urquijo con la labor de Zubiri? ¿O en el interés privado de los ciudadanos, según reflexión trascendental de un mandatario político (un conseller autonómico): “El que quiera saber griego, latín, filosofía… que lo pague de su bolsillo”?
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Al modo de la historia a priori de Johann Christian Grohmann, Über den Begriff der Geschichte der Philosophie, Wittenberg, 1798.
LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA CLÁSICA JOSÉ JOAQUÍN CAEROLS 1. CONSIDERACIONES PREVIAS
Cierto afán enciclopédico y ese gusto por el detalle y la noticia recóndita que caracterizan al filólogo clásico (también a los especialistas de otras lenguas, supongo) hacen a éste particularmente proclive a considerar el género de las Historias de las literaturas griega y latina instrumento no ya útil, sino imprescindible en su biblioteca, aunque, paradójicamente, se resista a consultarlos con la frecuencia que sería esperable, salvo en casos de absoluta necesidad*. Esta contradictoria actitud tiene que ver, en buena medida, con esa otra paradoja que entraña el término “clásico” aplicado a las literaturas en lengua griega y latina: al hacer de éstas un ejemplo, un modelo a seguir, las “inmoviliza”, las “cristaliza”, convirtiéndolas en preciados objetos inertes, sin vida, meros estereotipos a imitar. Algo de esto hay en las Historias de la literatura de que hablábamos: con frecuencia, los autores y sus obras quedan allí reducidos a simples datos estadísticos, sucesiones de nombres, fechas y manidos conceptos de teoría literaria para uso rápido y conciso, algo así como un “auto-servicio” de la literatura greco-latina1. Es lógico, por ello, que quien ha podido gustar el placer de la lectura de la obra original se resista a estudiarla convertida en pieza disecada para su exposición en un μουσεῖον bibliográfico. Sin embargo, como queda dicho, este tipo de obras es necesario y no ha dejado de escribirse desde el siglo XIX hasta nuestros días, con resultados muy estimables en algunos casos. El estudio que aquí se plantea no pretende hacer una revisión crítica de lo producido hasta la fecha en este ámbito de las Historias de las literaturas *
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Agradezco a los Dres. González Rolán, Bernabé Pajares, Cristóbal López, Baños Baños, Arcaz Pozo y López Fonseca las numerosas indicaciones y sugerencias que he recibido de ellos en la elaboración de este trabajo. Vid. la contundente crítica de U. von Wilamowitz-Moellendorf a este tipo de obras en Filologia e memoria, trad. ital., Nápoles, 1966, p. 255: en su opinión, el lector sólo encuentra en ellas un amasijo de nombres y números, entreverado de lugares comunes enmohecidos por el tiempo y la reiteración.
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clásicas. Se trata, más bien, de examinar, siquiera someramente, los principales hitos y tendencias, más con intención de informar que de adoptar posicionamiento alguno. Pero también se hace una incursión, extensa, como se verá, en la Antigüedad Clásica, con un doble propósito: por un lado, mostrar en qué términos se plantea la escritura de la historia en esa época, a fin de poner en manos del lector algunas claves que le permitan explicarse desarrollos posteriores de esta actividad y su aplicación al campo concreto de la Literatura; por otra parte, se indaga acerca de la posibilidad de que ya entonces hubiera algo parecido a una Historia de la literatura o, cuando menos, atisbos y adelantos de la misma, buscando su relación con el concepto que la Antigüedad tiene de la labor historiográfica. 2. LA HISTORIOGRAFÍA Y LA ERUDICIÓN EN LA ANTIGÜEDAD
En la Antigüedad, la historiografía se desarrolló en diversas direcciones y, si bien hubo un modelo que se impuso a partir de Tucídides, lo cierto es que existieron diferentes tipos de historia. Pero para griegos y romanos la historia por excelencia sólo podía ser política, según el modelo tucidideo. Es ésta una historia pragmática, centrada en los sucesos contemporáneos, y, en lo tocante al método, apodíctica, ya que procede según los principios de la demostración científica. Junto con Tucídides, el gran exponente, al menos en el plano teórico, de este tipo de historia es Polibio, para quien la historia ha de responder a tres criterios metodológicos si aspira a ser veraz en cuanto a los hechos que narra: estudio riguroso y análisis crítico de los documentos; visita personal a los escenarios (αὐτοψία); conocimiento directo de los problemas políticos2. Además de este tipo de historia, se desarrollaron otras formas de relato que en la actualidad no dudaríamos en considerar históricas, pero que entre los griegos y, consecuentemente, también los romanos, fueron vistas como formas inferiores de historia o, incluso, como algo ajeno a ésta. Así, desde los mismos inicios de la historiografía en Grecia, y a lo largo de la Antigüedad, fue patente la contraposición entre esta historia política y contemporánea y otro tipo de relato que habitualmente se designa como “anticuaria”, ἀρχαιολογία entre los griegos, antiquitates para los romanos3, enfrentamiento siempre resuelto a favor de la historia política, hasta el punto de que entre 2 3
Plb.12.25e. Romilly lo expone de otra forma. Señala, en efecto, dos tendencias claramente diferenciadas en la historiografía griega: la que centra su atención en un acontecimiento de gran trascendencia, del que el historiador ha sido testigo o, al menos, casi contemporáneo; la que atiende a conjuntos más amplios, fruto del sentimiento, “natural a todo historiador”, de que todo es importante y todo debe ser dicho (J. de Romilly, “L’historiographie grecque”, Association G. Budé. Actes du IXe Congrès [Rome, 13-18 avril 1973], París, 1975, pp. 113-132, esp. 114).
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los historiadores griegos y romanos el desprecio de la ἀρχαιολογία llegó a ser prácticamente un lugar común4. Los griegos, de hecho, distinguían perfectamente la historia propiamente dicha, ocupada de sucesos políticos y militares, escrita en orden cronológico, orientada a la explicación de situaciones y siempre atenta a la imparcialidad en los juicios y a la veracidad de sus informaciones, y este otro tipo de exposición de carácter misceláneo y más indefinible, donde tenían cabida desde nombres de personas hasta ceremonias religiosas, pero que trataba fundamentalmente la historia cultural y el pasado remoto de los pueblos, que articulaba su exposición según un orden sistemático, antes que cronológico (primando, pues, la sincronía sobre la diacronía, si bien ésta también podía darse en ocasiones) y que no tenía pretensión alguna de resolver problemas ni de explicar procesos, aunque sí se preocupaba por la exactitud y minuciosidad de los datos que manejaba. Pero la diferencia fundamental residía, a juicio de Momigliano, en las fuentes que una y otra utilizaban: los anticuarios hacían uso de cartas, inscripciones, monumentos y obras de arte, material de archivo en general, en tanto que, como queda dicho, los historiadores primaban la documentación directa, obtenida personalmente (αὐτοψία) o por informadores (ἀκοή)5. Es paradójico que, a pesar de que ya en el siglo Va.C., momento del nacimiento tanto de la historia política como de la anticuaria, existía la conciencia clara y evidente de tal diferencia (situación que se ha mantenido, de hecho, hasta el siglo XIX, y que todavía en la actualidad no se ha superado por completo), no por ello se llegó a establecer un criterio preciso de separación entre anticuaria e historiografía, ni tampoco se acuñaron términos que definieran con claridad cada tipo de actividad6. De hecho, es este debate y el 4 5
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Vid. Cic. Leg.1.8. A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, Berkeley-Los AngelesOxford, 1990, pp. 66-67. A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 60-61; id., “Storia antica e antiquaria”, Sui fondamenti della storia antica, Turín, 1984, pp. 3-45, esp. 5-7; Id., “L’eredità della filologia antica e il metodo storico”, Sui fondamenti della storia antica, Turín, 1984, pp. 70-88, esp. 72-73; Id., “Historiografía sobre tradición escrita e historiografía sobre tradición oral. Consideraciones generales sobre los orígenes de la historiografía moderna”, La historiografía griega, trad. esp., Barcelona, 1984, pp. 94-104, esp. p. 100. Hay, no obstante, autores que sostienen una idea distinta de las relaciones entre anticuaria e historia en la Antigüedad. Así, Musti considera que “l’antiquaria è una forma di storiografia”, pero que difiere de la misma en categorías formales tales como el tiempo, ya que prescinde del esquema de la sucesión cronológica en sus indagaciones sobre el pasado, de lo cual resulta “una certa atemporalità”, en el sentido de que se comprimen desarrollos graduales en un único punto temporal (D. Musti, “Il pensiero storico romano”, Lo spazio letterario di Roma antica. Volume I. La produzione del testo, Roma 1989, pp. 177-240, esp. 198-199). Y Mazzarino argumenta que la historiografía griega y romana ha mantenido siempre una orientación fundamentalmente aristocrática, y que, desde este punto de vista, saga y verdad debían coincidir, como lo probaría el hecho de que los relatos históricos preferidos por los lacedemonios eran precisamente las genealogías y las sagas sobre las fundaciones de ciudades, de modo que cuando Tucídides plantea
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esfuerzo por distinguir netamente la historia de la anticuaria lo que explica que Heródoto, el “padre de la historia”, fuera un historiador denostado a lo largo de la Antigüedad y acusado de mentiroso y falaz, incluso por parte de quienes lo utilizaban como fuente o como modelo. El responsable de ello es, según Momigliano, Tucídides. A Heródoto hay que considerarlo, de hecho, el predecesor más ilustre de los anticuarios: “su curiosidad abarcaba potencialmente todos los temas que más adelante formaron parte del ámbito anticuario”7, por más que hubiera muchos otros escritores, anteriores y también contemporáneos, que compartían con él la misma amplitud de intereses. Ahora bien, esta elección tenía serias implicaciones en cuanto al método y, sobre todo, en cuanto a las fuentes utilizadas: Heródoto ha prestado más atención a la puesta por escrito de los sucesos y eventos que a la crítica de sus fuentes, por más que haya impuesto el uso de la tradición oral como fuente principal para el historiador; Tucídides, en cambio, no cree que sea posible hacer una historia sobre hechos del pasado remoto, no vividos directamente, o sobre regiones lejanas y desconocidas, debido a la carencia de fuentes fiables. Esa idea suya ha pasado a los historiadores posteriores, que no se limitan a narrar lo vivido directamente, pero sí rechazan cualquier relato sobre el pasado más remoto. De este modo, Heródoto ha quedado fuera de la corriente principal de la historiografía, al tiempo que su obra planteaba sospechas en cuanto a sus informaciones: o era un plagiario que escondía sus fuentes de información o inventaba los hechos y era un embustero8. No hay hasta el presente un estudio de carácter general sobre la anticuaria, en contraste con la copiosa producción científica que ha suscitado desde hace siglos la historia política. Tan sólo en algunos trabajos dedicados por Momigliano a la cuestión se pueden encontrar someras exposiciones de conjunto, además de algunos desarrollos específicos9, a partir de los cuales se
7
8 9
su propia forma de estudiar la historia contemporánea no está siguiendo la corriente general, sino que expresa una nueva mentalidad (S. Mazzarino, Il pensiero storico classico. I-II, RomaBari, 1990, 2ª ed., pp. 14-15). A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., p. 59. Gabba matiza esta afirmación, al menos en lo tocante a la historia de la cultura, donde sólo se aviene a admitir que el ejemplo de Heródoto ha podido influir en el desarrollo de una historia cultural que recoge costumbres e instituciones y, a la vez, proporciona ejemplos morales; esta historia, junto con la historia institucional que se desarrolla en el círculo de Aristóteles ha dado lugar a la formación de una auténtica historia de la civilización de ámbito mundial, tal y como aparece en las obras de Éforo y Teopompo y, por influencia de éstos, en Dionisio de Halicarnaso (E. Gabba, “Literatura”, Fuentes para el estudio de la Historia Antigua, ed. M. Crawford, trad. esp., Madrid, 1986, pp. 13-91, esp. 22). A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 44-46. En especial, los ya citados “Storia antica e antiquaria”, “Historiografía sobre tradición escrita e historiografía sobre tradición oral. Consideraciones generales sobre los orígenes de la historiografía moderna” y, dentro de la publicación póstuma The Classical Foundations of Modern Historiography, el capítulo “The Rise of Antiquarian Research”, pp. 54-79.
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puede intentar un breve bosquejo, siquiera en sus hitos principales, de esa historia de los estudios anticuarios. Como ya se ha dicho, los primeros anticuarios aparecen en Grecia en el transcurso del Va.C., y son definidos como “arqueólogos”, posiblemente por los sofistas, a los que les unen intereses filosóficos. Se trata de autores, como Helánico, Damastes o Hipias, que recogen genealogías de héroes y hombres, tradiciones sobre fundaciones de ciudades, listas de magistrados epónimos, articulando su exposición de forma, bien sistemática, bien cronológica. Todo ello podía recibir la denominación general de ἀρχαιολογία. Heródoto, algo anterior, comparte temas y métodos con ellos, pero es fundamentalmente un historiador (predecesor – discutido, como hemos visto– de Tucídides y su historia política) que aparece por la misma época. Durante el período helenístico, los estudios anticuarios forman parte de un vasto fenómeno cultural que se engloba bajo el término “erudición”, claramente influido por Aristóteles y su escuela, con manifestaciones en todos los campos del saber, que Momigliano resume en cinco líneas principales: filología (crítica y comentario de textos) y teoría literaria; crónicas locales de ciudades, santuarios, etc., con especial atención a su historia arcaica (en este ámbito, un grupo especial lo forman las obras relativas al Ática, las Atidografías, género iniciado en el Va.C. por el mencionado Helánico); coleccionismo de monumentos, inscripciones (y también de costumbres, rituales, “inventos”...); biografías (una rama especial dentro de los libros de biografías denota a las claras su vinculación con la anticuaria: son las “biografías de naciones”, obras como la Vida de Grecia de Dicearco y su reflejo en Roma, la Vida del Pueblo Romano de Varrón10); cronología. El término ἀρχαιολογία adquiere un nuevo significado y designa ahora la historia de los orígenes, la historia arcaica, de modo que los estudios anticuarios carecen de una designación uniforme. Ahora bien, si los siglos IV y IIIa.C. son de esplendor para los estudios anticuarios, los dos siguientes marcan una neta decadencia: el afán enciclopedista acaba con cualquier atisbo de originalidad y creatividad. En Roma, Varrón es la gran figura de la anticuaria, a la que da su nombre definitivo en latín: antiquitates. Con él, el carácter sistemático de estos estudios llega a su perfección: las antiquitates se convierten en “una exposición sistemática de la vida romana según los testimonios ofrecidos por la lengua, la literatura y las costumbres”11.
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A. Momigliano, “Historiografía griega”, La historiografía griega, cit., pp. 9-45, esp. 27; Id., The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 63-66. A. Momigliano, “Storia antica e antiquaria”, cit., p. 8. Vid. también F. Della Corte, Varrone, il terzo gran lume romano, Florencia, 1970, 2ª ed., esp. pp. 237-259.
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La evolución posterior de la erudición lleva en la Antigüedad tardía, al igual que ocurriera al final del período helenístico, a las recopilaciones y, con éstas, a la producción masiva de resúmenes, excerpta, escolios, en suma, el final de la investigación creativa. En cualquier caso, se mantiene la vinculación con la filosofía, especialmente entre los últimos escritores paganos de cierta relevancia: en la controversia con el cristianismo la anticuaria fue utilizada profusamente por ambos bandos. Al margen de la tradición medieval de los mirabilia e itinerarios de la ciudad de Roma (tal el Liber Pontificalis de Agnellus de Ravenna, del siglo IX), la recuperación del interés por la anticuaria en el Renacimiento se atiene al modelo de Varrón, convertido en prototipo de anticuario en tanto que amante, recopilador y estudioso de tradiciones y restos de la Antigüedad, en el que se inspira la gran figura del momento, Biondo Flavio (Roma Triumphans, Roma Instaurata, Italia Illustrata)12. Paradójicamente, cuando durante la segunda mitad del siglo XX la historia política, predominante en la Antigüedad, resultó relegada y el mismo concepto de historia sometido a debate, las ciencias o disciplinas tenidas por más pujantes heredaron planteamientos vinculados con la vieja anticuaria: la sociología, la antropología, incluso las aplicaciones estructuralistas... Por su interés para el asunto que aquí se trata, hay una cuestión que conviene traer a colación antes de concluir esta breve panorámica de la anticuaria. Se trata del problema de su relación con las historias y crónicas locales. Ya antes se recordaba que ésta fue uno de los campos en que se habían empleado los eruditos helenísticos. Pero conviene no confundir tales crónicas, obra de eruditos, con las que existían en diversas localidades: es cierto que aquéllos se han servido de éstas para obtener buena parte de sus informaciones, pero también se ha dado el caso opuesto, con más frecuencia de lo que se piensa. El hecho es que han existido tanto en Grecia como en Roma obras de registro de sucesos rutinarios, destinadas a subrayar la continuidad institucional y a recomendar a las generaciones venideras esquemas tradicionales de comportamiento. No son, en todo caso, muy abundantes. Así, las ciudades y santuarios griegos han podido disponer de crónicas, redactadas por eruditos locales o bien por funcionarios con este cometido específico, motivo de orgullo local (hay que descartar, en cualquier caso, la idea de Dionisio de Halicarnaso, y Wilamowitz, de que son estos registros locales y crónicas los que han precedido a la “gran” historiografía griega). Por otra parte, en la misma Grecia han existido cronistas locales que no son meros tradicionalistas: se trata de los ya mencionados atidógrafos, que no tienen reparos en expresar 12
A. Momigliano, The Classical Foundations of Modern Historiography, cit., pp. 69-70; Id., “Storia antica e antiquaria”, cit., p. 11.
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sus opiniones políticas, están al tanto de los cambios que se suceden y proyectan en ocasiones el presente sobre el pasado (haciendo, por ejemplo, de Teseo un rey democrático). En Roma, la existencia de estos registros no plantea ninguna duda: son los annales de los pontífices, luego publicados con el nombre de Annales Maximi, de los cuales los analistas únicamente han tomado el esquema cronológico y, quizá, algunos datos sobre el período de los orígenes, en tanto que para lo demás han optado por los modelos que les ofrecía la historiografía griega. Ahora bien, no hay entre los romanos tanto tradicionalismo histórico como en Grecia (si acaso, el de eruditos y juristas), por la sencilla razón de que no se sentía la necesidad de defender una tradición que se mantenía segura13. Tales crónicas, pues, existen, y su relación con la anticuaria es ya evidente en el caso de los anticuarios, pero el uso de registros que eran de propiedad municipal (o estatal, o del santuario correspondiente) se da fundamentalmente en el período helenístico. Al tiempo, el mismo tradicionalismo y conservadurismo que en otros tiempos había dado origen a la creación de estos registros, es el que ahora amplía su ámbito y, superado el marco de la ciudad, empieza a concebir una historia del conjunto de los griegos, por más que la idea de unidad helena sólo se conciba en el plano cultural, no desde el punto de vista de la política: los griegos fueron capaces de elaborar historias nacionales de otros pueblos, pero no de sí mismos. Más arriba se ha aludido a la biografía como una de las manifestaciones de la eclosión que experimentan los trabajos de erudición en el período helenístico, señalando, de paso, sus estrechas vinculaciones con la anticuaria (en las “biografías de naciones”). Por más que, como ocurre con los restantes géneros etiquetados con el término de “erudición”, no haya gozado de especial consideración en la Antigüedad y ni siquiera en nuestros días se le confiera el estatuto de disciplina histórica, lo cierto es que hay en la actualidad una revalorización de este tipo de obras: uno de los ejemplos más claros está en los trabajos sobre prosopografía de la Historia Antigua (la “historia namierizada” anglosajona), que proporcionan datos sólidos sobre las carreras y las relaciones familiares, importantes desde el punto de vista político y también social14. En contraste con la anticuaria, la biografía ha sido estudiada con asiduidad en el transcurso de los siglos XIX y XX, y tenemos una idea bastante aproximada de cuál ha sido su evolución en la Antigüedad. Pero hay ciertos problemas pendientes, algunos de los cuales, de nuevo, nos acercan al tema 13 14
A. Momigliano, “La tradición y el historiador clásico”, cit., pp. 56-59. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, trad. esp., México, 1986, pp. 16-17. Una visión crítica de esta erudición en L. Gil, La palabra y su imagen. La valoración de la obra escrita en la Antigüedad, Madrid, 1994, pp. 24, 34-35.
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que aquí se ventila. En primer lugar, la datación de sus orígenes: Momigliano apunta el siglo Va.C. y, en concreto, el período entre 500 y 480 a.C., precisamente cuando se escriben también las primeras obras de anticuaria sobre genealogía y περιήγησις. De hecho, considera que la biografía es uno de los productos menos conocidos e importantes de la germinación intelectual que dio origen a la historia15, por más que en la Antigüedad la biografía nunca fuera considerada una forma de historia. En segundo lugar, la indefinición del concepto de biografía, paralela a lo que ya hemos visto en relación con la anticuaria: la prueba está en que ni siquiera en cuanto a la terminología hay pautas ni criterios claros, ya que las “vidas” que se escribían no recibían el título que nosotros esperaríamos, βιογραφία, sino el de βίος. En cuanto a la relación entre biografía y erudición, algo se ha dicho más arriba: sabemos que algunas obras de anticuaria se plantean como “biografías de países” (βίος Ἑλλάδος, Vita Populi Romani). A ello hay que añadir que, en la época helenística, la biografía se ha desarrollado junto con comentarios y estudios filológicos, lo que plantea la cuestión de una estrecha relación entre biografía y filología. Por último, la exposición en las biografías puede ser cronológica, pero también recurre a la explicación sistemática propia de la anticuaria (Suetonio). Pero el debate más intenso se centra en la existencia de dos tipos de biografía en la Antigüedad, según la teoría de Friedrich Leo16, representados por Suetonio y Plutarco: el primero combina la narración cronológica con la caracterización sistemática del individuo y de sus logros (la actual “semblanza”); Plutarco (y, antes que él, Nepote) hace, lisa y llanamente, una exposición cronológica de los acontecimientos, lo cual se aviene bien con sus vidas de generales y políticos (aunque a menudo también se alternan con exposiciones según categorías morales o de comportamiento): es lo que hoy día conocemos como “vida”. De acuerdo con Leo, el tipo plutarquiano es una invención de los primeros peripatéticos, apta para narrar la historia de los hombres de Estado, en tanto que el suetoniano se debe a los gramáticos alejandrinos (bajo la influencia aristotélica), que lo utilizan para las vidas de artistas y escritores, aunque Suetonio lo aplica, además de a rétores y gramáticos, a los emperadores. En estrecha relación con esta cuestión se plantea la del objeto de la biografía: al parecer, interesa más el tipo humano (generales, filósofos...) que el individuo. En el siglo XX han sido numerosas las críticas a la reconstrucción de Leo17, pero se mantiene su clasificación y la idea de que Suetonio anda más 15 16 17
A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 23-24. F. Leo, Die griechisch-römische Biographie nach ihrer litterarischen Form, Leipzig, 1901. Vid. un resumen de la situación en A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 32-34.
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cerca de la anticuaria, en tanto que Plutarco es más afín a la historia política18. Para Momigliano, en cualquier caso, el problema real que plantea Leo es el referido a los orígenes de la biografía: ¿ha sido inventada por la escuela de Aristóteles? La respuesta de Momigliano a esta pregunta es negativa: hay biografía antes, y en el siglo IVa.C. se interesan por ella tanto las escuelas retóricas (atentas al encomio en prosa del individuo) como las filosóficas (que optan por la biografía idealizada del monarca y del filósofo). En este contexto, Aristóteles ha fomentado la investigación histórica sobre los individuos, como contribución a la exposición de sus propias teorías filosóficas (especialmente, en el plano de la poética, la moral y la política), pero sólo con Aristóxeno de Tarento ha entrado la biografía en el Perípato, entendida ahora como un relato, ligeramente humorístico, de los acontecimientos y opiniones que caracterizan a un individuo, interesado por el detalle erudito y el chisme; como tal se ha transmitido a la biografía romana de época imperial. La autobiografía, en cambio, se desarrolla aparte, como terreno casi exclusivo de los estadistas, tanto helenísticos como romanos19. 3. ¿HUBO UNA HISTORIA DE LA LITERATURA EN LA ANTIGÜEDAD?
No han sido muchos los eruditos a los que ha preocupado la respuesta a esta cuestión20. A mediados del siglo pasado, y en un trabajo dedicado espe18 19 20
Así, D. Musti, “Il pensiero storico romano”, cit., p. 225. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 128-130. Uno de los estudios más completos e interesantes sobre la historia de las historias de las literaturas griega y latina se debe a Francesco Della Corte, autor de las “Storie delle letterature classiche” en la última edición de la lntroduzione allo studio della Cultura Classica (Milán, 1988, I, pp. 1-13, en adelante, citado como Della Corte). Bastante más antiguas, aunque no por ello menos útiles, no podían faltar las correspondientes revisiones del tema en las páginas introductorias de la Geschichte der griechischen Literatur de Christ - Stählin - Schmid, con radicales cambios de planteamiento entre las sucesivas versiones (W. von Christ - O. Stählin - W. Schmid, Geschichte der griechischen Literatur. Erster Teil. Die Klassische Periode der griechischen Litteratur, Múnich, 1912, 6ª ed., pp. 6-11, en adelante, Christ - Stählin - Schmid; W. Schmid - O. Stählin, Geschichte der griechischen Literatur. Erster Teil. Die klassische Periode der griechischen Literatur. Erster Band. Die griechische Literatur von der attischen Hegemonie, Múnich, 1929, pp. 25-33, en adelante Schmid - Stählin), y en la Geschichte der römischen Literatur de Schanz - Hosius (M. Schanz - C. Hosius, Geschichte der römischen Literatur, Múnich, 1959, 4ª ed. reimpr., pp. 4-7, en adelante, Schanz - Hosius). Buena parte de los datos que se exponen en esta parte del estudio proceden de dichos trabajos. Para el surgimiento y desarrollo de historias de las literaturas griega y romana en la Antigüedad se pueden consultar trabajos recientes, como los de J.P. Schwindt (Prolegomena zu einer “Phänomenologie” der römischen Literaturgeschichtsschreibung von den Anfängen bis Quintilian, Gotinga, 2000; “Literaturgeschichtsschreibung und immanente Literaturgeschichte. Bausteine literarhistorischen Bewusstseins in Rom”, L’histoire littéraire immanente dans la poésie latine, ed. E.A. Schmidt, Vandoeuvres - Ginebra, 2001) y una contribución sobre el tema de Gr. Vogt-Spira para el Neue Pauly (s.v. “Literaturgeschichtsschreibung”, Der Neue Pauly 7[1999]329-333; en la versión inglesa, s.v. “Literary history”, New Pauly 7[2005]657-662).
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cíficamente a este asunto, Koepke sostenía que ya los griegos se habían interesado por los estudios de historia literaria; el título de su estudio era elocuente: Quid et qua ratione iam Graeci ad litterarum historiam condendam elaboraverint (Berlín, 1845). Algunas décadas más tarde, en la Geschichte der griechischen Literatur de Christ - Schmid - Stählin se adoptaba una perspectiva más escéptica: los griegos en ningún momento llegaron a concebir una Historia de la literatura en sentido moderno, entendida como estudio global del contexto temporal y cultural, de la personalidad y la vida de los escritores, combinado con un análisis estético, ético y técnico de sus obras; únicamente se encuentran elementos dispersos y no contrastados en obras de historia, repertorios cronológicos o bibliográficos, biografías, comentarios, escritos de estética o de crítica literaria21... Ésta es la idea que predomina en la actualidad, y no parece que haya motivos para rechazarla22. Sentada esta
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Para períodos más recientes, vid. sobre la historia de la literatura griega las páginas introductorias del Grundriss der griechischen Literatur de G. Bernhardy (Halle, 1836) y de la Histoire de la littérature grecque de los hermanos Croiset (París, 1887-1889); J. Alsina le dedica un breve estudio en el capítulo dedicado a las “Cuestiones de método” de su Teoría literaria griega (Madrid, 1991, pp. 50-53), e I. Gallo traza otro breve bosquejo en su trabajo “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca” (La didattica del latino e del greco, ed. G. Pucci, Roma, 1988, pp. 53-70, esp. pp. 61-63). En cuanto a la literatura latina, vid. los trabajos de G.F. Gianotti, en particular la serie ”Per una storia delle storie della letteratura latina. I-V” (Aufidus 5[1988]47-81, 7[1989]75-102, 14[1991]43-74, 15[1991]43-74, 22[1994]71-110), donde traza una amplia panorámica, desde la Antigüedad hasta nuestros días, si bien centrada en Italia (y en sus relaciones con Alemania); igualmente, del mismo autor, otras aportaciones más recientes como “La storiografia letteraria. Il paradigma della letteratura latina” (Culture europee e tradizione latina. Atti del Convegno internazionale di studi, Cividale del Friuli, Fondazione Niccolò Canussio, 16-17 novembre 2001, edd. L. Casarsa - L. Cristante - M. Fernandelli, Trieste, 2003, pp. 65-87; se trata, en buena medida, de una versión pedisecua de otro trabajo del mismo año, “Storia della letteratura e lettere di Roma”, Latina Didaxis 18[2003]17-51), o “La littérature de Rome et l’histoire de la littérature: autorité des Anciens et modèles historiographiques”, Les autorités. Dynamiques et mutations d’une figure de référence à l’Antiquité, dirs. D. Foucault - P. Payen, Grenoble, 2007, pp. 337-351); igualmente limitado al marco italiano, E. Paratore, “Le storie della letteratura latina in Italia dall’inizio del secolo ad oggi”, Paideia 3(1948)3-44; para el ámbito español, con especial atención al marco educativo, el estudio de J.C. Fernández Corte, “La invención de la Historia de la literatura latina en España (y una breve reflexión sobre Europa)” (CFC[Lat] 24.1[2004]95-113) y, sobre todo, los de Fr. García Jurado, “La literatura como historia: entre el pensamiento ilustrado y la reacción romántica” (La historia de la literatura grecolatina en el siglo XIX español. Espacio social y literario, coord. Fr. García Jurado, Málaga, 2005, pp. 47-66), “Ensayo de una historiografía de la literatura latina en España (1778-1936)” (RELat 8 (2008)179-201), “Los manuales románticos de literatura latina en lengua española (1833-1868)” (RELat 11 (2011)207-235). Particularmente útil es el catálogo que ofrecen M. de Nonno, P. de Paolis y C. di Giovine en su “Bibliografia della letteratura latina”, dentro del volumen V de Lo spazio letterario di Roma antica. Cronologia e bibliografia della letteratura latina (ed. G. Cavallo - P. Fedeli - A. Giardina, Roma, 1991, pp. 147-579, esp. 189-191; vid. también N. Flocchini, Argomenti e problemi di letteratura latina, Milán, 1977, pp. 14-16). Christ - Schmid - Stählin, p. 8. Vid. al respecto el estudio de Della Corte.
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premisa, se puede hacer un breve repaso de esos “elementos dispersos”, siguiendo su aparición en orden cronológico, a fin de clarificar en qué medida la Antigüedad llegó a acercarse a la idea de una Historia de la literatura y, en último término, ver qué tipo de relaciones había con la historiografía grecoromana. Hasta el siglo Va.C., según Schmid - Stählin, nunca hubo entre los griegos un interés específico por el autor, sino por la obra, de donde eventualmente se podían sacar los datos necesarios acerca de aquél23. Así, ocurría que, en el caso de autores poco importantes, siempre que no hablaran de sí mismos en sus obras, se perdía prácticamente la totalidad de los datos, en tanto que cuando se trataba de grandes autores, y a falta de noticias transmitidas desde fechas tempranas, rápidamente aparecían las leyendas y las anécdotas, a menudo con notables dosis de fantasía. Para Momigliano24, esa curiosidad por las vidas de los grandes poetas probablemente sea anterior al Va.C., sobre todo en el caso de Homero y Hesíodo, pero reconoce que es en este siglo cuando tales indagaciones se han intensificado (para Homero, quizá, con la ayuda interesada de grupos como los Homéridas de Quíos), utilizando, para ello, no sólo los datos extraídos de las obras, sino también numerosas tradiciones anteriores25. Los ejemplos más conocidos de este interés son obras como el Certamen de Homero y Hesíodo (inspirado probablemente en Hes.Op.6545ss.), que nos llega en la redacción que le diera el sofista Alcidamante (ca. 400a.C.), con diversas interpolaciones posteriores al reinado de Adriano; los “cantos convivales” de los Siete Sabios (citados por Diógenes Laercio con la fórmula “y, entre sus cantos, yo tengo en gran aprecio los siguientes...”, τῶν δὲ ᾀδομένων αὐτοῦ εὐδοκίμησε τάδε) y su recopilación en una obra única, el Banquete de los Siete Sabios, que probablemente se encontraba en circulación en el Va.C.; historias populares sobre Esopo, llegadas hasta nosotros en adaptaciones tardías26; relatos legendarios sobre Arquíloco, Safo, Alceo... Pero éstas son, para Momigliano, simples “contribuciones a la biografía de literatos”, en tanto que únicamente se acercarían a lo que es una “verdadera” biografía las “vidas” de Homero o de Hesíodo. Ya en el siglo Va.C., los escasos datos que se conservan sobre los autores literarios se deben a los primeros historiadores jonios27. Son suyos los prime23 24 25
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Schmid - Stählin, p. 25. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 38-42. Una demostración clara del interés que despiertan este tipo de relatos la ofrece el hecho de que Tucídides se permitiera la “frivolidad” de mencionar una anécdota relativa a Hesíodo al hablar de la acampada, el año 236, del ejército ateniense “en el recinto de Zeus Nemeo, donde se dice que el poeta Hesíodo fue muerto por los hombres de esa región, luego que un oráculo le anunciara que sufriría esta muerte en Nemea” (3.96). Vid., por ejemplo, la historia de su asesinato en Delfos en Hdt.2.134, Plu.2.556F-557A. La lista más completa de estos autores aparece en D.H.Th.5: “Ahora que estoy a punto de dar comienzo al escrito sobre Tucídides, quiero decir unas pocas palabras sobre los otros histori-
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ros intentos de plantear lo que se podría considerar un estudio “sistematizado” de la historia literaria griega. Ahora bien, llamar a estos hombres historiadores podría parecer, a tenor de lo dicho más arriba, una exageración, y posiblemente lo sea. En un primer momento, fueron designados con términos como λογογράφοι o λογοποιοί, “escritores que utilizan el lenguaje de la conversación, el λόγος”, “prosistas”, precisamente para distinguirlos de lo que hasta entonces había sido lo normal, la escritura en verso de los ἐποποιοί; la aparición y consiguiente evolución de los diferentes géneros, tanto poéticos como en prosa, convertiría ambas designaciones en obsoletas e insuficientes, y λογογράφος acabaría por significar tan sólo “contador de historias, cronista” o, incluso, “cuentista, novelista histórico” (frente al συγγραφεύς o ἱστορικός, el historiador por excelencia). Pero lo cierto es que estos primeros escritores en prosa tratan por igual el mito, la leyenda, las sagas, las tradiciones nacionales, la historia popular... es decir, cuentan todo tipo de relatos, lo que los griegos llaman λόγοι28. Ese carácter misceláneo es patente en los diversos tipos de obras que han producido: desde los Ὧροι o Anales (relatos articulados por años) y la historias sobre fundaciones de ciudades (κτίσεις), pasando por los relatos mitográficos según las pautas y modelos de la poesía homérica, a las adaptaciones literarias de registros oficiales o las guías de viajes (περιηγήσεις, περίοδοι γῆς)29. Es éste, como ya hemos visto, el ámbito de la ἀρχαιολογία. Y no es casual que debamos casi todo lo que sabemos de estos autores a los eruditos alejandrinos, que sintieron por ellos una cierta fascinación (explicable, en buena medida por su común afición al coleccionismo y a la recopilación sistemática de datos), hasta el punto de acudir a sus obras como una de sus principales fuentes de información30. Por otra parte, es conocida la comunidad de intereses que une a los escritores jonios con los sofistas: más arriba se recordaba que fueron éstos, de hecho, quienes los definieron como “arqueólogos”. Muchas de las obras que aquéllos escribieron debían servir como auténticos manuales de consulta para estos pensadores y educadores, que de ellos extraían abundante información para elaborar sus discursos sobre las ciudades, los encomios de los grandes personajes políticos, charlas sobre historia y geografía de una región
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adores, los más viejos y los que florecieron en su tiempo [...] Pues hubo muchos historiadores y en muchos lugares antes de la Guerra del Peloponeso: entre ellos se encuentran Eugeón de Samos, Deíoco de Proconeso, Eudemo de Paros, Democles de Figelia, Hecateo de Mileto, Acusilao de Argos, Carón de Lámpsaco y Ameleságoras de Calcedonia. Entre los que son un poco anteriores a la Guerra del Peloponeso y llegan hasta Tucídides, Helánico de Lesbos, Damastes de Sigeo, Semónides de Ceos, Janto de Lidia y otros muchos”. Sobre esta cuestión, vid. L. Pearson, Early Ionian Historians, Oxford, 1939 (reimpr. 1975), pp. 5-7. L. Pearson, Early Ionian Historians, cit., pp. 16-19. L. Pearson, Early Ionian Historians, cit., pp. 8-10.
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determinada y, en general, para su labor docente. Parte de este material podían buscarlo ellos mismos previamente, pero más a menudo preferían recibirlo de manos de “especialistas” como los escritores jonios, para “popularizarlo” a posteriori. De hecho, se ha señalado que es éste uno de los primeros casos de relación entre eruditos y divulgadores de la cultura, que tantos y tan buenos frutos ha producido desde entonces hasta nuestros días31. Así, uno de los temas principales de la enseñanza superior que impartían los sofistas era la explicación moralizante y, en parte, alegórica de los poetas, según podemos comprobar en el Protágoras de Platón. No es extraño que por ese entonces se hayan empezado a plantear cuestiones básicas que requerían indagaciones que bien podrían considerarse como propias de una historia de la literatura. Así, cabe preguntarse si el comentario de uno de estos intérpretes y supuestos expertos en alegorías homéricas, Estesímbroto de Tasos (del Va.C., mencionado en el Ión platónico32), contenía, además, información sobre la vida de Homero. Otras obras, en cambio, nos acercan más al tratamiento sistemático que esperaríamos de una historia literaria. Varios autores se disputan la primacía en este tipo de trabajos. Glauco de Regio, autor igualmente del siglo V a.C.33, ha escrito Sobre los antiguos poetas y músicos (περὶ τῶν ἀρχαίων ποιητῶν καὶ μουσικῶν), donde trata, entre otros, de autores como Terpandro, Arquíloco, Olimpo, Estesícoro y Taletas, planteando cuestiones tales como la prioridad entre la música áulica y la citaródica. Contemporáneo suyo, Helánico de Lesbos, ha recopilado la lista de Los vencedores de las Carneas (Καρνεονῖκαι) en dos versiones, al parecer: una en prosa y otra en verso. Inmediatamente posterior, Damastes de Siego, a quien la tradición, en razón de esta misma proximidad, hace discípulo de Helánico, ha escrito Sobre poetas y sofistas (περὶ ποιητῶν καὶ σοφιστῶν). Y quizá haya que suponer un contenido similar a los escritos que, según la clasificación calimaquea, ha dedicado Demócrito de Abdera, en sus tetralogías décima y undécima, a la poesía y a la música34. De estos autores apenas conservamos unos pocos restos, demasiado fragmentarios para hacernos una idea de conjunto suficientemente fundada. No es de extrañar, por ello, que menudeen las opiniones escépticas en cuanto a su capacidad científica y, también, sobre la verdadera finalidad de sus es-
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Recojo aquí, casi textualmente, algunas ideas vertidas en la introducción a mi edición de Helánico (Helánico de Lesbos, Madrid, 1991, p. 15). Pl.Io 530c. Cf. también X.Smp.3.6. El título de la obra sería ζητήματα ο λύσεις. Vid. al respecto R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, trad. esp., Madrid, 1968, pp. 79-80. D.L.9.38 lo considera contemporáneo de Demócrito. Cf. D.L.9.48.
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critos35. Así, Los Vencedores de las Carneas, de Helánico, se suele considerar, más que un intento de hacer una historia literaria, una obra cronográfica y, de hecho, se la agrupa normalmente con otra del mismo autor, Las Sacerdotistas de Hera en Argos, ya que en ambas ha debido operar del mismo modo: utilizando una lista oficial, ha realizado los cálculos pertinentes para asignar una fecha a cada nombre de la lista (según el cómputo por generaciones36), tras lo cual ha establecido los pertinentes sincronismos con los eventos más importantes de la historia griega. En el caso de Los Vencedores de las Carneas ha recurrido a la lista de los poetas ganadores en este festival espartano: Helánico ha debido fijar la datación del vencedor en cada certamen, añadiendo, probablemente, información local o de acontecimientos relacionados con el autor en cuestión, aunque aquí nos movemos en el terreno de la conjetura, ya que los escasos fragmentos conservados sólo transmiten datos referidos a los poetas vencedores y otros sobre acontecimientos importantes en la evolución de la lírica griega37 (lo cual podría reforzar la posición de quienes ven aquí los inicios de una historia literaria, a lo que hay que añadir que en otras obras de carácter genealógico-mitográfico, como la Forónide o la Atlántide, Helánico había incluido informaciones que bien podrían apuntar en la misma dirección, como la descripción del árbol genealógico de Orfeo hasta llegar a Homero y a Hesíodo38, o la relación que se establece entre los Homéridas de Quíos y el autor de la Ilíada39). La lista no
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Para J. Lens son obras que responden “más a una curiosidad anticuaria que a una auténtica preocupación biográfica” (J. Lens, “Otros historiadores del V y IV”, Historia de la literatura griega, ed. J. A. López Férez, Madrid, 1988, pp. 568-597, esp. 569, n. 4). Helánico ha debido estimar en 40 años la duración de una generación, cantidad que sus sucesores han rebajado, en términos generales, a 33 + 1/3 años. Vid. M. Lang, “The generation of Peisistratus”, AJPh 75(1954)59-73. Así, fr.85 (apud Ath.14.635E): “Que Terprando es anterior a Anacreonte se demuestra a partir de estas consideraciones: Terpandro fue el primer vencedor de las Carneas, como cuenta Helánico en sus obras en prosa y en verso sobre Los Vencedores de las Carneas”; fr.85a (apud Clem.Al.Strom.1.21.131.6): “Ciertamente, también hay algunos que ponen a Terpandro entre los arcaicos. Helánico cuenta que había nacido en tiempos de Midas”; fr.86 (apud Sch. V Ar.Au.1403): “Antípatro y Eufronio dicen en sus Memorables que el primero que estableció los coros circulares fue Laso de Hermíone. Helánico y Dicearco, más viejos, dicen que fue Arión de Metimna: Dicearco en su obra Sobre los agones dionisíacos y Helánico en su obra en prosa sobre Los Vencedores de las Carneas”. Así, fr.5 (apud Procl.ad Hes.Op.631): “Helánico dice en la Forónide que Hesíodo es el décimo en la línea de descendencia de Orfeo”; fr.5a (apud Vit.Hom.Procl.99.20 Allen): “Helánico, Damastes y Ferécides hacen remontar su linaje (sc. de Homero) a Orfeo, pues afirman que Meón, padre de Homero, y Dío, padre de Hesíodo, tienen como ascendencia la siguiente: Apelis, Melanopo, Epifrades, Carifemo, Filoterpes, Idmonidas, Eucles, Dorión y Orfeo”; fr.5b: (apud Certamen 226.19 Allen): “Pues Helánico y Cleantes le dan el nombre de Meón (sc. al padre de Homero)”. Fr.20 (apud Harp.s.u. Ὁμηρίδαι): “Homéridas: ... el linaje de los Homéridas en Quíos ... Acusilao en el libro III y Helánico en la Atlantíada afirman que recibía su nombre del poeta”.
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habrá podido remontarse demasiado en el tiempo, pero sí lo suficiente como para datar los grandes nombres y logros de la lírica griega40. Por otra parte, el interés, que ya en ese mismo siglo Va.C. empezaba a hacerse patente, por las grandes personalidades del momento, vistas no tanto como tipos humanos (que era la perspectiva propia de la tragedia, y también del retrato psicológico que practicaban la retórica y la ética filosófica), sino en su individualidad, continúa en el siglo siguiente con una auténtica literatura de biografías (si bien con presupuestos muy distintos a los del Va.C.41) que, por supuesto, ha tenido su correlato en lo tocante a los escritores y hombres de letras, aunque a menudo haya llegado demasiado tarde para dar respuestas sostenibles desde el punto de vista científico a todas las cuestiones que se podían plantear. De hecho, estos biógrafos, pertenecientes en su mayoría a la escuela de Aristóteles, han tenido que recurrir, como ya sucediera en el siglo anterior, a las viejas leyendas, así como a las conclusiones, a menudo forzadas y erróneas, que sacaban de diversos pasajes de las obras conservadas (así, los poemas de Anacreonte y de Safo proporcionaban materia para hablar de sus asuntos amorosos, o se aducían costumbres corintias para explicar la alusión a las hetairas en los poemas en que Píndaro cantaba a los vencedores corintios42...) y, en fin, a todo tipo de invenciones: la técnica era, desde luego, legítima, pero también muy peligrosa, porque podía inducir a una explotación irresponsable de los documentos literarios. En cualquier caso, no hay que negarle su mérito: todavía en la actualidad constituye una pauta esencial de la investigación en literatura. El resultado de esta actividad es una copiosa producción en la que Momigliano ha intentado separar “el grano de la paja”, en el sentido de que no todos estos escritos se pueden considerar auténticas biografías. Según este autor, de hecho, ni Aristóteles ni sus discípulos inmediatos han producido o concebido biografías de literatos, sino recopilaciones, más o menos sistemáticas y exhaustivas, de anécdotas que, como él mismo reconoce, a menudo cuesta distinguir de la auténtica biografía43. Tal es el caso de las muchas obras de la llamada “literatura περὶ”: Sobre Safo, Sobre Estesícoro, Sobre Píndaro (περὶ Σαπφοῦς, περὶ Στησιχόρου, περὶ Πινδάρου), obras que a priori se tenían por biográficas, cuando, en realidad, no eran más que interpretaciones históricas de pasajes escogidos de un autor clásico, de acuerdo con la explicación propuesta por Friedrich Leo44; el autor más conocido en este 40 41 42 43 44
Vid. al respecto J.J. Caerols, Helánico de Lesbos, cit., p. 13. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 60-61. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 91. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 95 y 98. F. Leo, “Didymos Περὶ Δημοσθήνους”, NGG (1904)254-261. Vid. también R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., p. 266.
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ámbito es Cameleonte de Heraclea, que se ocupó de la práctica totalidad de los grandes poetas desde Homero hasta Esquilo; obras posteriores, como Sobre Demóstenes (περὶ Δημοσθήνους) de Dídimo, ya en el Ia.C., se encuadran en este tipo de literatura. En la misma línea, tampoco considera Momigliano que se pueda hablar de biografía propiamente dicha a propósito de las recopilaciones de anécdotas de los filósofos, utilizadas por los peripatéticos para describir y valorar las diversas escuelas filosóficas. La biografía peripatética como tal tiene su primer cultivador en Aristóxeno de Tarento (IVa.C.)45, autor de “vidas”, βίοι, de Pitágoras, Arquitas, Sócrates y Platón46, compuestas posiblemente con la intención de comparar las doctrinas y estilos de vida de los primeros, a los que parece profesar mayor simpatía (antes que seguidor de Aristóteles, había sido pitagórico), con los otros dos. Siguiendo su pauta, una serie de autores escriben obras carentes por entero de espíritu crítico, como Clearco de Solos (autor de un Encomio de Platón, Πλάτωνος ἐγκόμιον, que difícilmente podríamos considerar como una biografía, por más que tuviera la intención de dar la contrapartida a la imagen negativa que había compuesto Aristóxeno de aquél47), el estadista Demetrio de Falero (al que se atribuye una obra sobre Sócrates titulada, simplemente, Σωκράτης, y otra sobre Demóstenes, que sólo menciona Dionisio de Halicarnaso48), Fanias, o Fenias, de Éreso (autor de una monografía sobre los socráticos que, al estilo de las “vidas” de Aristóxeno, continuaba las tendencias historiográficas de los peripatéticos) y, ya en el IIIa.C., Jerónimo de Rodas (también autor de un tratado Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν). Junto a éstos hay que mencionar autores de mayor peso y autoridad, como Dicearco, discípulo directo de Aristóteles y reputado geógrafo, del que se piensa que redactó biografías de filósofos (Diógenes Laercio menciona una noticia acerca de Platón en un Sobre las vidas, περὶ βίων, atribuido a Dicearco49), así como un tratado sobre Alceo50, y Sátiro de Calátide, autor a medio camino entre los siglos III y IIa.C., que, junto con Aristóxeno, Hermipo y Antígono de Caristo, es citado por San Jerónimo entre los biógrafos griegos que fueron predecesores de Suetonio51. Entre sus muchas biografías (resumidas luego por Heraclides de Lembo, junto con las de Hermipo) las había, ciertamente, de filósofos y de poetas: un papiro publicado en 1912, POxy.117652, nos ha transmitido un fragmento de su biografía de Eurípides, 45 46 47 48
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Vid. supra, p. 9. Fr.47-68 Wehrli. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 99. D.H.Dem.53. Momigliano (Ibid.) considera más probable que tratara algunos episodios de la vida del orador en sus libros sobre retórica. D.L.3.4. Fr.94-99 Wehrli. Hier.Vir.ill. praef.2. Reimpreso en H. von Arnim, Supplementum Euripideum, Bonn, 1913, pp. 1-9.
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construida en forma de diálogo, con abundante uso de material extraído de las obras euripideas, según técnicas que ya venían desde antiguo, como se ha expuesto más arriba; el mismo papiro informa de la existencia de otras dos biografías, de Esquilo y de Sófocles, que posiblemente se encuadraban con la de Eurípides en una obra única53. Los herederos de estos filósofos peripatéticos se encuentran en las escuelas de gramática de las dos grandes bibliotecas del momento, Alejandría y Pérgamo. Sus eruditos han continuado las labores de investigación biográfica, en las que destacan nombres como los de Antígono de Caristo, en Pérgamo, y, en Alejandría, los discípulos de Calímaco, Hermipo de Esmirna e Istro54. El primero de ellos, Antígono, de la primera mitad del IIIa.C., es autor de biografías de filósofos, tanto de su generación como de la inmediatamente anterior, a muchos de los cuales había conocido personalmente55. Hermipo, que vive en torno al 200a.C., ha escrito numerosas biografías de hombres importantes, agrupadas posiblemente por categorías (Sobre los legisladores, περὶ Νομοθητῶν56, Sobre los [siete] sabios, περὶ τῶν σοφῶν57), asignando, dentro de éstas, un libro distinto a cada personaje o escuela (Sobre Pitágoras, Sobre Aristóteles, Sobre Gorgias, Sobre Hiponacte...); se piensa que para ello ha utilizado en gran medida el trabajo previo de Calímaco, especialmente sus Listas (algún autor, como Pfeiffer, considera que la obra de Hermipo no es sino un apéndice de las partes biográficas de las listas calimaqueas58), pero sin despreciar otras fuentes menos solventes, como las interpretaciones forzadas de los textos, lo que, unido a su gusto por lo frívolo y sensacionalista, lo convierte a los ojos de los estudiosos modernos en un autor escasamente valorado59, por más que haya ejercido una influencia cierta sobre escritores como Dionisio de Halicarnaso, Diógenes Laercio o Plutarco. Por último, Istro, reputado polígrafo, es autor de una obra Sobre los poetas mélicos (περὶ μελοποιῶν) y un trabajo específico sobre Sófocles. Andando el tiempo, se recopilarían colecciones de biografías breves a partir del trabajo realizado por los filósofos peripatéticos y los gramáticos. 53
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Vid. al respecto A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 102-3; R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., pp. 275-6. Vid. G. Arrighetti, Poeti, eruditi e biografi. Momenti della riflessione dei Greci sulla letteratura, Pisa, 1987, esp. pp.139-231. Vid. A. Momigliano, Ibid.; R. Pfeiffer, Historia de la Filología Clásica. I. Desde los comienzos hasta el final de la época helenística, cit., p. 436; J. Lens, “Otros prosistas helenísticos”, Historia de la literatura griega, cit., pp. 949-953, esp. 950. Ath.14.619 B. D.L.1.42. En realidad, Hermipo nombra hasta diecisiete que, según Diógenes Laercio, son reducidos a siete por otros autores. R. Pfeiffer, Ob. cit., pp. 237 y 273-274. A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., pp. 101-102.
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Así, Filodemo, en el Ia.C., y Diógenes Laercio, en el IIId.C., se ocuparon de los filósofos griegos (Ordenación de los filósofos, τῶν φιλοσόφων σύνταξις, e Historia de las vidas y enseñanzas de los filósofos, φιλοσόφων βίων καὶ δογμάτων συναγωγή, respectivamente); Filóstrato, en los primeros años del IIId.C, y Eunapio, ya a finales del IVd.C., se interesan por las principales figuras de la Nueva Sofística (ambos escriben Vidas de los sofistas, βίοι σοφιστῶν); en fin, el Pseudo Plutarco recoge los diez oradores áticos (Vidas de los diez oradores, βίοι τῶν δέκα ῥητορῶν). Afortunadamente, algunas de estas colecciones se nos han conservado (prácticamente, casi todas las citadas; de la obra de Filodemo tenemos sendos índices de los filósofos estoicos y académicos en papiros de Herculano60). Pero, salvo estas excepciones y los datos transmitidos a través de los escolios y de recopilaciones tardías como la Suda o la Crónica de Eusebio, nada más nos ha llegado. Por otro lado, el resultado de las indagaciones de estos autores sobre las más relevantes figuras de la literatura griega se transmitió, con nuevas adiciones, en los resúmenes περὶ τοῦ γένους καὶ βίου que preceden a las ediciones de los autores y en los comentarios a sus obras (como parece haber hecho Aristarco en sus ὑπομνήματα o “comentarios” a Homero, Hesíodo y los poetas líricos61), así como en las grandes obras recopilatorias de escritores tardíos como Herenio Filón de Biblos (de época de Adriano, autor de Sobre la posesión y selección de los libros, περὶ κτήσεως καὶ ἐκλογῆς βιβλίων, quizá una especie de bibliografía detallada de las obras de personajes importantes del pasado), Dioniso de Halicarnaso (no el historiador augusteo, ni tampoco el lexicógrafo Elio Dionisio, con el que se le suele identificar, sino un gramático de época adrianea, autor de una Historia de la música, μουσικὴ ἱστορία, en 36 libros), Rufo (de época desconocida, autor de una Historia del teatro, δραματικὴ ἱστορία, y otra Historia de la música, μουσικὴ ἱστορία) o Hesiquio de Mileto (famoso historiador del siglo VId.C. y autor de un Diccionario, Ὀνοματόλογος ἢ Πίναξ τῶν ἐν παιδείᾳ ὀνομαστῶν, en el que se recogían, a modo de historia literaria, los autores paganos, ordenados cronológicamente por géneros (poetas, filósofos, historiadores...), si bien un resumen posterior los reordenó alfabéticamente; esta obra sería luego fuente fundamental para la Suda). Esta actividad incesante deparó una cantidad ingente de información. No es de extrañar que un contemporáneo de Cicerón, Demetrio de Magnesia, acometiera la tarea de escribir un libro destinado a evitar confusiones entre 60 61
PHerc.1018, 1021. Si bien Pfeiffer piensa que en algún caso lo que nos ha llegado no son propiamente estos comentarios, sino composiciones pertenecientes a la “literatura περὶ”. Tal sería el caso de un papiro del Id.C., o de principios del II (POxy.2506), que trata sobre Alcmán, Estesícoro, Safo y Alceo, donde quizá se mencione expresamente a Aristarco (en fr.6a, lín.6, y fr.79, lín.7; Pfeiffer, Ob. cit., p. 394).
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los homónimos (Sobre los poetas e historiadores homónimos, περὶ τῶν ὁμωνύμων ποιητῶν τε καὶ συγγραφέων, muy utilizada por Diógenes Laercio en sus propias listas de homónimos62). Los destinatarios y usuarios principales de este material eran, por un lado, los propios gramáticos y, por otro, las escuelas de retórica. Hasta el momento, nuestra atención se ha centrado en la literatura biográfica, considerada como una de las vías principales que, llegado el caso, hubieran podido abocar a la aparición y desarrollo de una historia de la literatura griega en los términos en que se la concibe modernamente. No ocurrió así, como hemos visto. Hubo obras, sí, que llevaban por título Historia de..., pero no pasaban de ser meras recopilaciones de autores por géneros, sin planteamiento alguno de carácter general. En época helenística, y en los mismos medios intelectuales que cultivaban la biografía, circuló otro tipo de trabajos más próximos a lo que nosotros entendemos por historia de la literatura. Aquí la primacía corresponde a los eruditos alejandrinos, ya que en Pérgamo apenas sí se llegó a prestar atención a este tipo de estudios. La figura principal es, sin discusión, Calímaco, autor de una magna obra, los 120 libros de las Listas o Πίνακες63, un vasto y exhaustivo catálogo de todos los autores y obras presentes en la Biblioteca de Alejandría64. Se ha pensado que Calímaco, más que inventar, no hizo sino perfeccionar y desarrollar métodos de ordenación que ya se aplicaban en las bibliotecas orientales y, quizá, también en algunas griegas65. En estas Listas se dividía la literatura griega por géneros, y dentro de cada uno de ellos se ordenaban los respectivos autores alfabéticamente; de cada autor se daba un breve resumen biográfico, seguido de una lista de sus escritos, también por orden alfabético, posiblemente con indicaciones breves acerca de su autenti62 63
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Vid. D.L.1.112. En realidad, según la Suda (s.u. Καλλίμαχος), se atribuyen a Calímaco tres Πίνακες: ésta de carácter general, y dos específicas, una de ellas ordenada cronológicamente y limitada a los poetas dramáticos, basada en las didascalias de Aristóteles (Tabla y registro de los poetas dramáticos por orden cronológico y desde el principio, Πίναξ καὶ ἀναγραφὴ τῶν κατὰ χρόνους καὶ ἀπ᾿ ἀρχῆς γενομένων διδασκάλων), y otra de título más confuso (Πίναξ τῶν Δεμοκράτους γλωσσῶν καὶ συνταγμάτων, que los estudiosos interpretan como Tabla de los términos y escritos de Demócrito, entendiendo que Δεμοκράτους está por Δεμοκρίτου), que al parecer no era sino una lista de glosas (R. Pfeiffer, cit., pp. 241-243). En general, vid. R. Blum, Kallimakos und die Literaturverzeichnung bei den Griechen, Frankfurt am Main, 1977. Donde se acumularon entre 200.000 y 490.000 volúmenes a lo largo del siglo IIIa.C., lo que puede dar una idea de la extensión del catálogo calimaqueo (vid. K. Dziatzko, s.u. “Bibliotheken” RE 5[1897]405-424, esp. col.410). R. Pfeiffer, cit., p. 232. No debemos olvidar que la Biblioteca de Alejandría se formó y ordenó siguiendo el modelo de la que constituyera Aristóteles en el Liceo (Str.13.608), y que ya entre los peripatéticos existieron guías para la colección y ordenación de libros. Vid. al respecto T. Kleberg, Buchhandel und Verlagswesen in der Antike, Darmstadt, 1967, p. 20.
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cidad66. Lo dicho es suficiente para comprender que no era éste un mero catálogo de biblioteca, sino algo más, una “bibliografía amplia”, un inventario crítico de la literatura griega (su título completo avala esta idea: Tablas de todos aquellos que se distinguieron en toda clase de literatura y de sus escritos en 120 libros, Πίνακες τῶν ἐν πάσῃ παιδείᾳ διαλαμψάντων καὶ ὧν συνέγραψαν, ἐν βιβλίοις κ᾿ καὶ ρ᾿67), para cuya confección Calímaco hizo uso abundante de los conocimientos que había acumulado la generación precedente en la Biblioteca, al menos en cuanto a los poetas griegos. De inmediato, esta obra se convirtió en modelo obligado para la posteridad (incluso para las Πίνακες anónimas de la biblioteca rival de Pérgamo), de modo que “todos los que necesitaban material biográfico, los que emprendían ediciones de textos, los que escribían sobre cualquier asunto literario tenían que consultar la gran obra, que nunca ha sido reemplazada por otra mejor”68. Sin ella difícilmente se habría avanzado en la elaboración y fijación de los cánones de poetas y prosistas, que tanto proliferaron en la Antigüedad, interviniendo de forma decisiva en el proceso de selección, de preservación y, también, de pérdida de buena parte de la literatura griega y latina. Y cuantas recopilaciones y ordenaciones literarias se hicieron a partir del IIIa.C. dependían, directa o indirectamente, de ella, desde las distinciones entre homónimos que estableciera el mencionado Demetrio de Magnesia a algo tan simple, en apariencia, como las dataciones del floruit de los autores que recoge el elenco epigráfico del Marmor Parium69. Las listas calimaqueas constituyen, junto con el intenso trabajo sobre las didascalias (διδασκαλίαι) desarrollado por Aristóteles y sus discípulos (entre los cuales sobresale el ya mencionado Dicearco, que se había ocupado del contenido de las tragedias y comedias, así como de cuestiones de poesía dramática en diversos escritos sobre festivales en los que se celebraban certámenes poéticos, como Sobre los certámenes dionisíacos, περὶ Διονυσιακῶν ἀγώνων70), la base y fuente principal para las hipótesis (ὑποθέσεις) o resúmenes que precedían a las ediciones de tragedias y comedias dadas por Aristófanes de Bizancio –artífice principal, también, de los cánones que se mencionan más arriba–, posiblemente los restos más valiosos que conservamos de esta labor de edición71. En ellos se daba una breve noti66 67 68 69 70 71
Vid. R. Pfeiffer, cit., pp. 236-241. Sud., Loc. cit. R. Pfeiffer, cit., p. 245. FGrHist 239. Fr.79-84 Wehrli. Sobre las didascalias aristotélicas, vid. más adelante. R. Pfeiffer, cit., p. 345-346; U. von Wilamowitz-Moellendorf, Einleitung in die griechische Tragödie, Berlín, 1907, pp. 145-147. Vid. también F.W. Schneidewin, “De hypothesibus tragoediarum graecarum Aristophani Byzantio vindicandis”, AGWG 6(1853)3-38; A. Trendelenburg, Grammaticorum Graecorum de arte tragica iudiciorum reliquiae, Bonn, 1867; Th.O.H. Achelis, “De Aristophanis Byzantii argumentis fabularum. I-III”, Philologus
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cia sobre el argumento y también sobre la métrica de la obra, seguida normalmente de la didascalia que informaba sobre el festival en que tuvo lugar la representación, el arconte, el vencedor, el actor principal y el segundo título posible, así como una lista de dramatis personae. Del éxito y aceptación de las mismas da fe la enorme cantidad de material de este tipo que nos ha llegado desde la Antigüedad, atribuido en su mayor parte a Aristófanes de Bizancio, si bien parece que existen dos grupos principales: uno más antiguo, posiblemente aristofánico (aunque en muchos casos se trata de hipótesis anónimas), que se caracteriza por aportar abundante información erudita (tratamiento del tema en otros autores, indicaciones sobre la escena, la identidad del coro y del recitador del prólogo, fecha de la primera representación, nombres de los competidores, etc.), posiblemente con la intención de aportar una ayuda eficaz a lectores especializados; otro más reciente, posiblemente del final del período helenístico, en el que sólo se ofrece una descripción del contenido de la obra sin más informaciones adicionales, destinado a lectores menos exigentes, quizá en función de un comercio de libros ya bastante desarrollado72. Es muy posible, por otra parte, que la obra de Calímaco haya servido igualmente a Aristófanes a la hora de establecer su clasificación de los poetas líricos para su posterior edición73. Su interés por las Listas lo corrobora, por último, el hecho de que él mismo redactara una Adición a las Listas de Calímaco, πρὸς τοὺς Καλλιμάχου πίνακας74. A pesar de todo, las técnicas que se empleaban y las obras resultantes estarían más cerca de la moderna biblioteconomía que de la historia de la literatura. Además de las biografías y las recopilaciones bibliográficas, hay un tercer filón de materiales que se recoge y pone por escrito al tiempo que aquéllas (de hecho, uno de sus iniciadores o, al menos, precursores es el propio Aristóteles75, principalmente en su Poética y en el breve diálogo Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν, donde quizá se ofreciera algo parecido a una historia de la poesía) y que corresponde a lo que muy genéricamente podríamos llamar “obras sobre estética literaria” (si bien, como se verá, esta denominación comprende una producción diversa y miscelánea). En ellas, inevitablemente, tenía que manejarse abundante información de interés para una historia literaria, especialmente por la necesidad de remontar a las fuentes y ofrecer abundante material ejemplificador.
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72(1913)414-441 y 518-545, 73(1914-1916)122-153; G. Zuntz, The Political Plays of Euripides, Manchester, 1955, pp. 129-152. R. Pfeiffer, cit., pp. 347-352. Ibid., p. 392. Ibid., pp. 244-245. Cf. D.Chr.Or.53.1: “Aristóteles, con quien, según dicen, empezaron la crítica y la gramática”. Para una crítica de esta idea, vid. R. Pfeiffer, cit., pp.132-133 y 166-180.
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Entre sus numerosos cultivadores hay que mencionar, por el interés “histórico” de los datos que han podido ofrecer, autores como Heraclides Póntico (autor de Sobre Arquíloco y Homero, περὶ Ἀρχιλόχου καὶ Ὁμήρου, Sobre la edad de Homero y Hesíodo, περὶ τῆς Ὁμήρου καὶ Ἡσιόδου ἡλικίας, y Sobre los tres trágicos, περὶ τῶν τριῶν τραγῳδοποιῶν76), a Praxífanes (el “primer gramático” a juicio de Clemente de Alejandría77, autor de un diálogo Sobre los poetas, περὶ ποιητῶν, en el que presentaba como contertulios a Platón e Isócrates, obra que le valió las críticas de Calímaco en Contra Praxífanes, πρὸς Πραξιφάνη, a lo que hay que añadir noticias dispersas sobre Homero, Hesíodo o el Timeo platónico, si bien no parece que procedan de un comentario seguido), en época augustea, el siciliano Cecilio de Caleacte (autor de un estudio Sobre el carácter de los diez oradores, περὶ τοῦ χαρακτῆρος τῶν δέκα ῥητόρων, y de un tratado acerca del “estilo elevado”, Sobre lo sublime, περὶ ὕψους, que luego sería criticado por el anónimo autor de otra obra de igual título) y Dionisio de Halicarnaso (de cuya prolífica obra sobre retórica y crítica literaria hemos de mencionar aquí su tratado Sobre los oradores antiguos, περὶ τῶν ἀρχαίων ῥητορῶν, y Sobre el carácter de Tucídides, περὶ τοῦ Θουκυδίδου χαρακτῆρος), y, ya en época imperial, en la segunda mitad del IId.C., Hermógenes de Tarso (que escribe dos libros Sobre las formas de estilo, περὶ ἰδέων, inspirándose principalmente en Dionisio de Halicarnaso). No es mucho lo que nos ha llegado de todo ello (el tratado sobre los oradores de Dionisio de Halicarnaso, el Sobre lo sublime de autor anónimo o la obra de Hermógenes), pero al menos permite que nos hagamos una somera idea del tipo de información que se manejaba en estas obras. Por otro lado, desde la época alejandrina ha sido práctica habitual en las escuelas de gramáticos y rétores la utilización de estos análisis estéticos, y así aparece reflejado en los muchos comentarios y exégesis (ὑπομνήματα, συγγράμματα) que componían los propios gramáticos y que han sobrevivido en forma de escolios. En directa relación con todo ello, la cuestión de la μίμησις y los modelos de estilo ha dado lugar a los resúmenes de géneros literarios (así, el libro II de Sobre la imitación, περὶ μιμήσεως, de Dionisio de Halicarnaso, planteaba un estudio de los principales poetas y prosistas dignos de ser imitados), formulados de forma esquemática en los ya citados cánones78. La idea de hacer 76
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Cf. D.L.5.87-88. Heraclides Póntico fue un autor especialmente prolífico: Diógenes Laercio menciona hasta 47 títulos. Clem.Al.Strom.1.16.79.3. Vid. L. Radermacher, s.u. “Kanon”, RE 10(1919)1873-1878. El término “canon” es de creación reciente, ya que fue utilizado por vez primera en el siglo XVIII por Ruhnken en su Historia critica oratorum graecorum. En los textos griegos se encuentra el verbo ἐγκρίνειν; en consecuencia, los autores seleccionados son denominados ἐγκριθέντες (Pl.R.377c, Iambl.VP 18.80, Sud. s.u. Δείναρχος, Πυθέας, Phot.Bibl.20b25). En latín no ha prosperado la propuesta de Quintiliano a favor del término ordo (10.1.54, 85), y ha prevalecido el ciceroniano classis
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una especie de criba en la literatura griega es, desde luego, anterior al período helenístico (aunque no parece que en la Grecia de los siglos VI y Va.C. hubiera listas de “autores escogidos para ser leídos en la escuela”), pero, según Pfeiffer, la fijación de un número limitado de autores tenidos como representativos de cada género no remonta más allá de Aristóteles79. Es probable que, a partir de este momento, la idea de una selección de autores por cada género se consolidara: a ello apunta el que Heraclides Póntico haya zanjado el debate sobre la preeminencia de los tres trágicos atenienses en su obra Sobre los tres trágicos80. Sea como fuere, la figura fundamental en este campo es, de nuevo, Aristófanes de Bizancio81, que sobre todo se ocupó de los líricos (cuyo número de nueve resulta relativamente grande en comparación con otros géneros), aunque también se ha apuntado la posibilidad de que el canon de los poetas se deba a Calímaco. Rápidamente se formaron listas canónicas de poetas épicos, trágicos y cómicos, así como de escritores en prosa: oradores (el primer canon de los diez oradores aparece en la obra de Cecilio de Caleacte que mencionábamos más arriba, si bien no podemos descartar la intervención temprana de Aristófanes de Bizancio y Aristarco82), historiadores, filósofos83. Los testimonios son numerosos, incluso en ámbito latino (donde tenemos excelentes ejemplos en Cicerón y Quintiliano)84. Lógicamente, uno de los campos en que estas listas tuvieron más éxito fue el de la enseñanza, como atestigua el libro X de las Institutiones Oratoriae de Quintiliano. Pero su valor e importancia, como ya señalábamos anteriormente, se calibra ante todo en función de la conservación o pérdida de las obras literarias de la Antigüedad. Los autores seleccionados eran objeto de atención por parte de los especialistas, se los estudiaba (πραττόμενοι85), eran leídos en las escuelas y en los ambientes cultos, sus textos se copiaban una y otra vez. Así, la inclusión en una de estas listas podía suponer –y así ocurrió
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(Acad.2.73) y el correspondiente classici, que luego retomarían los eruditos del Renacimiento (empezando por Beatus Rhenanus en su Briefwechsel, en alusión a “los escritores de primera clase”; en España tenemos un ejemplo temprano en Fonseca, Ep.2003.33). Sobre todo ello, vid. R. Pfeiffer, cit., p. 148 y n.17; G. Luck, “Scriptor Classicus”, CompLit 10(1958)150-158; R. Häussler, “Il classico: l’autore classico e la classicità”, Vichiana 3ª ser. 2(1991)144-161. R. Pfeiffer, cit., pp. 91-94 y 142-143. Vid. Arist. Poet.1459b16. Fr.179 Wehrli. Cf. Quint.10.1.54. Vid. J. Brzoska, De canone decem oratorum atticorum quaestiones, Breslau, 1883; P. Hartmann, De canone decem oratorum, Gotinga, 1891; A.E. Douglas, “Cicero, Quintilian and the canon of ten Attic orators”, Mnemosyne 9(1956)30-40. Resulta problemático determinar qué criterios se seguían para hacer tales selecciones. Se ha pensado que estos críticos no hacen otra cosa que reflejar los gustos populares. Con todo, la confusión que se da en las listas de época bizantina impide una reconstrucción fiable del proceso. Vid. al respecto R. Pfeiffer, cit., p. 369; O. Kroechnert, Canonesne poetarum, scriptorum, artificium per antiquitatem fuerunt?, Koenigsberg, 1897. Sch. D.T.21.187 Hilgard.
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en muchos casos– una garantía de preservación, en tanto que los excluidos (y muchos recogidos a primera hora se verían luego “desplazados” con la aparición de nuevos “elegidos”) difícilmente podían esperar que sus obras llegaran a las generaciones posteriores. Hay que mencionar, asimismo, las recopilaciones o συναγωγαί elaboradas por los peripatéticos (siempre por instigación del fundador de la escuela), en las que se describía la historia de los dogmas de la filosofía, así como la progresión de las diversas ciencias (retórica, medicina, geometría). La más conocida e influyente de estas compilaciones fue la que elaboró en 16 libros el sucesor de Aristóteles al frente del Liceo, Teofrasto, titulada Opiniones de los físicos, φυσικῶν δόξαι, fuente primera y principal de la doxografía filosófica y auténtico esbozo de una historia de la filosofía: de acuerdo con Schmid - Stählin, con ello quedaban sentadas las bases para una historia de la literatura científica, al menos en lo tocante al contenido86. Algo parecido se podría decir para la literatura en general a propósito de las numerosas obras que a lo largo del período helenístico se escribieron sobre el tema del plagio, περὶ κλοπῆς, ya que en cierto modo implicaban una visión de conjunto de la literatura griega y de las relaciones de dependencia existentes entre los escritores, por más que éstas fueran malentendidas como plagios87. Para finalizar esta parte primera dedicada a la literatura griega en la Antigüedad, es preciso hacer referencia a un ámbito ajeno a los ambientes eruditos en que nos hemos movido hasta ahora. Tenemos abundantes testimonios epigráficos que documentan la existencia en santuarios y ciudades (de forma especial, en Atenas) de listas oficiales de vencedores en certámenes líricos y dramáticos. Lo más probable es que para su elaboración encontraran sus fuentes principales en trabajos previos realizados por Aristóteles y sus discípulos en archivos oficiales: tal es el caso de la lista de los vencedores en los Juegos Píticos88, para la que aquél hizo uso de los archivos de los sacerdotes de Delfos; otro tanto hay que decir de las didascalias, documento básico para la cronología de la poesía dramática, que Aristóteles confeccionó consultando los archivos de los arcontes atenienses89. Entre los ejemplos más 86 87 88
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Schmid - Stählin, p.27. Vid. E. Stemplinger, Das Plagiat in der griechischen Literatur, Leipzig-Berlín, 1912. Fr.615-617 Rose. Es probable que también confeccionara una lista de vencedores en los Juegos Olímpicos. Aunque el nombre, διδασκαλίαι, se aplicaba, como ya se ha dicho, a las inscripciones particulares que conmemoraban la victoria, con anotación del nombre del arconte, los poetas competidores y sus obras, y, por último, los protagonistas y el actor victorioso. Pero estas inscripciones dependían, en último término, de la misma lista oficial de los arcontes. Cabe pensar que el libro de Aristóteles (Didascalias, Διδασκαλίαι, aunque también se mencionan otras dos obras del mismo tenor, Sobre las tragedias, περὶ τραγῳδιῶν, y Victorias dionisíacas, Νῖκαι Διονυσιακαί) ofrecía más información que las inscripciones. Vid. R. Pfeiffer, cit., pp. 155-156; A. Wilhelm,
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conocidos de este tipo de inscripciones hay que citar el ya mencionado Marmor Parium, fechado en 264a.C., de carácter aparentemente didáctico, que por su contenido nos acerca más que ningún otro epígrafe a la idea de historia literaria90. La literatura latina presenta un panorama bastante más pobre que la griega. Para empezar, tenemos noticias de que durante el período republicano algunos autores han compuesto poemas que, al parecer, se acercan por su contenido a lo que podría ser una historia de la literatura. El más conocido es obra de Accio, autor del siglo IIa.C. muy influido por la cultura alejandrina. Lleva por título Didascalica y se piensa que era algo así como una poética, una teoría del arte, según los modelos griegos, pero también algo más que eso, ya que se ocupaba de cuestiones tales como la cronología de los poetas (en el libro I se intenta argumentar la idea, ya planteada por los pergamenos, de que Hesíodo fue anterior a Homero), problemas de autenticidad (centrados en las comedias de Plauto) y, en general, historia literaria, al menos en relación con el teatro griego y latino91. Siguiendo la estela de Accio, otros dos poetas, también del IIa.C., escribirán sendos poemas sobre el mismo asunto. No conocemos el título del de Porcio Lícino, autor de la segunda mitad del siglo: sabemos que estaba compuesto en tetrámetros trocaicos, y que versaba sobre la historia de la poesía romana, cuyos orígenes, según el autor, estarían en Livio Andronico92. El tercero, Volcacio Sedígito, ya a finales del IIa.C., autor illustris in poetica, como lo describe Plinio93, escribió De poetis en senarios94. Todos los fragmentos conservados transmiten datos relativos a la palliata; no sabemos si el poema se ocupaba únicamente de la comedia latina o abarcaba también otros géneros. Por lo demás, en él se trataban aspectos tales como la biografía de los poetas, problemas de autenticidad (en los fragmentos 3 y 4 se plantea la idea de que el más joven de los Escipiones pudo haber participado o colaborado en la composición de algunas obras de Terencio; no falta el preceptivo tratamiento de la cuestión de las
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Urkunden dramatischer Aufführungen in Athen, Viena, 1906 (reimpr. 1965); G.J. Jachmann, De Aristotelis didascaliis, Gotinga, 1909; F.R. Adrados, Fiesta, Comedia y Tragedia, Barcelona, 1972. Los datos que contiene son muy diversos, aunque invariablemente remiten al ámbito biográfico, ya que informa sobre las fechas de nacimiento, floruit o muerte de los numerosos autores que cita, así como de los años en que éstos lograron sus victorias. Cf. al respecto O. Immisch, “Zu Callimachus und Accius”, Philologus 69(1910)59-70, esp. 6670. En Christ - Schmid - Stählin, p. 8, n. 2, se plantea la posibilidad de que esta obra no sea más que un trabajo de recopilación y resúmenes al modo de la Crestomatía de Proclo (vid. infra). Cf. Gell.17.21.45. Plin.HN 11.244. Vid. V. Brugnola, “Intorno al canone di Volcacius Sedigitus”, RFIC 36(1908)111-117.
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comedias plautinas95) y de crítica literaria. Además se daba un canon de los diez autores romanos de palliata96. En todo ello es evidente la influencia de la erudición alejandrina. Otra línea igualmente importante, continuadora también de modelos helenísticos, es la de las obras de contenido biográfico. En Roma su evolución presenta ciertas características singulares; especialmente, el profundo nacionalismo y “chauvinismo” con que se escriben las biografías. El complejo de inferioridad de que tantas veces se ha hablado cuando se plantea la cuestión de las relaciones culturales entre griegos y romanos, ha encontrado una de sus vías naturales de escape en la elaboración de las vidas de hombres ilustres, un terreno en el que los romanos, a la vista de los acontecimientos, se consideraban en condiciones de medirse con cualquier otro pueblo: la σύγκρισις, la comparación entre personalidades parejas de dos naciones distintas, que ha encontrado en las Vidas Paralelas de Plutarco su expresión más lograda, fue utilizada muy a menudo por los autores romanos. En el prefacio a su De uiris illustribus, Jerónimo menciona entre quienes le antecedieron en la composición de este tipo de obras, “de los latinos, a Varrón, Santra, Nepote e Higino”, apud Latinos Varro, Santra, Nepos, Hyginus. Pues bien, todos ellos se han interesado, de una u otra forma, por cuestiones que afectan a la historia de la literatura latina. Del primero, Varrón, hablaremos más adelante, ya que su estatura intelectual y su ingente actividad reclaman un tratamiento aparte. Santra, mencionado en segundo lugar, es, como Nepote, un hombre del siglo Ia.C., del final del período republicano, época en la que la biografía parece haber gozado de enorme popularidad en Roma. En su obra, Santra se ha ocupado de poetas y oradores: se sabe que mencionaba a Terencio, y que trató acerca del origen del estilo “asianista”. Los azares de la transmisión textual han hecho de Nepote, a pesar de su mediocridad e incompetencia97, la gran figura de la biografía republicana. Escribió, al parecer, dieciséis libros de Vidas de hombres ilustres: los cuatro primeros se ocupan de reyes y generales, los restantes versan sobre jurisconsultos, oradores, poetas, filósofos, historiadores y gramáticos, según el esquema ya descrito que contrapone cada dos libros los representantes griegos con los romanos. De todo ello sólo nos ha llegado el libro III, Sobre los generales famosos de las naciones extranjeras, y, del libro XIV, Sobre los 95 96 97
Cf. Gell.3.3.1. Cf. Gell.15.24. “Pigmeo intelectual” lo llama Horsfall (N.C. Horsfall, “Época tardía de la República. XIV. Prosa y mimo”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, ed. E.J. Kenney - W.V. Clausen, trad. esp., Madrid, 1989, pp. 315-329, esp. 325). Una visión más benévola en A. Momigliano, Génesis y desarrollo de la biografía en Grecia, cit., p. 123.
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historiadores latinos, algunos fragmentos y dos “vidas” abreviadas, las de Catón y Ático. Aparte de esta magna colección, también se le atribuye una biografía de Cicerón y otra de Catón98. Si hemos de juzgar por lo que nos ha llegado, no se puede decir que Nepote se interesara en demasía por los aspectos literarios: en las biografías de Catón y Ático apenas se dedica un capítulo a tratar su actividad como escritores. Higino pertenece ya al período propiamente augusteo: fue, de hecho, prefecto de la Biblioteca del Palatino. En su De vita rebusque inlustrium virorum99 debió de incluir, siguiendo la costumbre de sus antecesores, noticias o datos sobre cuestiones de historia literaria, aunque los fragmentos conservados nada aportan en esta dirección100. En cualquier caso, es significativo que también se atribuyan a este autor obras de crítica literaria, como un Comentario al Propempticon Pollionis de Helvio Cina y otro Comentario a Virgilio101. En pleno período imperial, Suetonio es la gran figura de la biografía en lengua latina. Además de su obra más conocida, Vida de los Césares (De vita Caesarum), recogía en De viris illustribus numerosas biografías breves, escritas con un estilo árido, de nombres ilustres en la literatura y en la educación, posiblemente ordenadas por géneros (poetas, oradores, historiadores, filósofos, gramáticos y rétores). De todo ello se nos ha conservado parcialmente la última sección, De grammaticis et rhetoribus, así como algunas vidas De poetis (Terencio, Horacio, Lucano). Por lo que se puede deducir de esos textos, Suetonio ha llegado a esbozar la historia de los estudios gramaticales y de retórica en Roma. La importancia de esta obra es indiscutible: San Jerónimo le debe la mayor parte de los datos sobre historia literaria que utiliza en su adaptación de la Crónica de Eusebio, y nuestros propios conocimientos sobre las biografías de numerosos autores romanos dependen en gran medida de él. En fin, lo que Cicerón ofrece en el Brutus no es una mera recopilación de vidas de oradores, sino un intento más ambicioso: toda una historia del género literario de la oratoria, incluida la parte griega, que se estructura como una serie continuada de biografías, pero según un esquema dialogado que posiblemente tenga su modelo en obras como la de Sátiro, mencionada más arriba102. Se podría decir que con ello Cicerón se acerca notablemente al tipo de trabajo que aquí se busca, dado que esa exposición de datos según un orden cronológico responde a una idea general, un objeto final que informa el tra98 99
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Cf. Gell.15.28.1. Gell.1.14.1. En Asc. Pis.52 se cita un De viris claris que algunos, como Leo (Die griechischrömische Biographie nach ihrer litterarischen Form, cit., p. 138), tienen por una obra distinta. Cf. Gell.1.14.1, 6.1.2. Cf. Char.1.134.12 Keil; Gell.1.21.2. Vid. supra, p. 16.
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bajo; ahora bien, dicho objeto no depende de planteamiento literario alguno, sino que, expuesto con la calculada ambigüedad que es norma en Cicerón, se mueve en todo momento entre la mera curiosidad, el puro placer de saber, y cierta protesta muda y soterrada por la desaparición de las libertades públicas, sin olvidar ese característico prurito de vanidad que le llevaba a verse a sí mismo, sugiriéndolo también a los demás, en la cima de esta historia de la oratoria. Es más: muchos de los nombres que cita apenas son nada más que eso, nombres, a la vista de la raquítica información que proporciona sobre su biografía. No hay análisis ni valoraciones personales –pero sí tomas de partido en cuestiones y asuntos que le resultaban de particular interés, a menudo desde una perspectiva nacionalista–, tan sólo un permanente empeño por catalogar y etiquetar, más propio de un grammaticus, un profesor, que de un crítico de la literatura103. Sea como fuere, Cicerón nos ha brindado con ello una valiosísima visión de conjunto de la oratoria en Grecia y, sobre todo, en Roma. Páginas atrás, nos hemos referido a la estatura intelectual de Varrón: quizá sea una exageración ponderar en tales términos a este polígrafo. Ciertamente, su actividad fue incesante, y el fruto de todo ello es una obra de grandes proporciones. Pero Varrón, y en esto no se diferencia de los restantes eruditos romanos, adolece de graves defectos de método y, sobre todo, de sensibilidad, particularmente cuando se adentra en discusiones sobre crítica literaria, lengua, métrica o técnicas retóricas (lo que no le ha impedido implicarse decididamente en cuestión tan controvertida como la de la autenticidad de las comedias plautinas y establecer el catálogo definitivo de las veintiuna canónicas, catálogo que permanece inalterado hasta el día de hoy). De cualquier manera, hay que reconocerle su primacía entre los eruditos romanos, algo que ya sus propios contemporáneos hicieron y que las generaciones siguientes confirmaron tomando de él modelos, datos, etc. Por lo que hace a la cuestión que nos ocupa, de las más de seiscientas obras que, según la tradición, dejó escritas a su muerte (de todo lo cual apenas nos ha quedado más que su tratado De lingua Latina, y aun éste incompleto, y la monografía De re rustica), no más de cinco parecen haber tratado temas que interesaran a la historia de la literatura en Roma. En primer lugar, los quince libros de Hebdomades o De imaginibus contenían hasta setecientos retratos de grandes personajes griegos y romanos, entre los cuales había no pocos filósofos y poetas, con inclusión de epigra103
La misma impresión se obtiene cuando se leen los excursos que dedica en De oratore (2.93.95) y Orator (28-32) a los oradores griegos. Vid. M. Winterbottom, “Crítica literaria”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., pp. 48-67, esp. 60-61; A.E. Douglas, “Cicero, Quintilian and the canon of ten Attic orators”, cit.; Id., “Oratorum aetates”, AJPh 87(1966)290-306; G.V. Summer, The orators in Cicero’s Brutus. Prosopography and Chronology, Toronto, 1973.
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mas y breves notas biográficas. Esta obra se inscribe, naturalmente, en la tradición biográfica romana de la que hemos venido hablando. Por otra parte, Varrón desarrolló diversos estudios de carácter literario que se acercan de una u otra forma a la perspectiva que aquí se investiga. A este respecto, cabe la posibilidad de que De antiquitate litterarum fuera una auténtica historia de la literatura o, al menos, de sus orígenes, pero nada seguro podemos decir al respecto. Otras obras acotan el campo de estudio: en De poetis se ofrece un catálogo de los poetas romanos desde Livio Andronico a Accio; De scaenicis originibus plantea una historia del teatro romano en la que se presta especial atención a las relaciones entre el drama griego y el que se desarrolla en Italia y, particularmente, en Roma; por último, se ha sugerido la posibilidad de que De actionibus scaenicis no fuera sino un catálogo de didascalias de obras teatrales romanas, según los modelos griegos. Se piensa que, al igual que Aristófanes de Bizancio para la literatura griega, Varrón es el gran responsable del establecimiento de los cánones literarios romanos. No hay entre los restos que conservamos datos fehacientes que avalen esa idea, pero sí es muy posible que en De poetis se propusiera algún tipo de lista de autores principales (en este sentido apunta el que en un fragmento de uno de sus tratados de gramática, De sermone latino, se compare a Terencio con Cecilio104). Además de los modelos griegos, ya se había producido algún intento en lengua latina: el mencionado De poetis de Volcacio Sedígito. Con ello entramos en la tercera vía a considerar para los estudios de historia literaria: la de los cánones de autores. Aquí la figura señera es, sin lugar a dudas, Quintiliano, pero no debemos olvidar otros autores, como Veleyo Patérculo, que en los capítulos XVI a XVIII del libro I de su Historia Romana ha incluido los cánones, griegos y latinos, de los diversos géneros literarios105. En su Institutio oratoria, Quintiliano ha descrito exhaustivamente la educación ideal del futuro orador, desde sus primeros años hasta la madurez. En este plan, las lecturas ocupan un lugar destacado, ya desde los estadios iniciales. De acuerdo con el programa descrito por Quintiliano, en la escuela del grammaticus se debe leer a Homero, Virgilio, tragedias y también textos seleccionados de los poetas líricos106; con el rétor se empezará por Cicerón y Livio107; y, ya en las fases últimas de formación, se propone un amplio abanico de autores griegos y latinos, que es el que aquí nos interesa108.
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Fr.40 Funaioli. Además, son numerosas las alusiones a la existencia de tales cánones entre los autores latinos. Cf. Hor.Sat.1.30.34-35, Sen. Ep.1.27.6. Quint.1.8.5-6. Quint.2.5.19-20. Quint.10.1. Vid. al respecto J. Cousin, Études sur Quintilien. I, París, 1935, pp. 541-583.
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La utilidad de estas lecturas, al menos de las que prevé para ese período final de la enseñanza retórica, estriba en proveer al futuro orador de la “facilidad”, la soltura y el hábito de hablar en público que los griegos llaman ἕξις109. A ellas ha dedicado Quintiliano los capítulos I y II del libro X de la Institutio: la lista de los autores que se deben leer, una auténtica “biblioteca básica del orador”110, se encuentra en el primero111. La clasificación se atiene a pautas conocidas: en primer lugar se recogen los autores griegos112 y, tras éstos, los latinos113; dentro de cada grupo se procede por géneros (poetas, historiadores, oradores y filósofos), de los que se ofrecen los autores más representativos, ordenados según su importancia114, aunque este último concepto, al menos en el caso de los latinos, es un tanto laxo, ya que a Quintiliano, más que los méritos del autor, parece preocuparle su pertinencia para la enseñanza, su valor educativo. De hecho, los comentarios y juicios de valor que hace de cada uno de los autores recogidos en su lista tiene una intención didáctica, y no hay el más mínimo atisbo de crítica literaria: se trata de señalar al alumno aquellos aspectos de cada escritor a los que debe prestar atención. En cuanto a la selección de los autores, Quintiliano ha optado por una vía intermedia entre la postura de atenerse en exclusiva a las autoridades antiguas y la de desechar todo lo que no sea nuevo y contemporáneo115; afirma, igualmente, que sólo ha recogido los escritores más destacados en cada género116, lo que no impide que la lista sea bastante extensa. Cabe preguntarse, sin embargo, si Quintiliano ha actuado con la independencia que nos dice a la hora de hacer esa selección. No cabe duda de que las listas, los cánones, ha debido encontrarlos en una serie de fuentes, manuales, antologías... de las que se ha hablado largamente hasta el momento. Para los autores griegos es posible que, como mínimo, dependa, directa o indirectamente, de autores como Aristófanes de Bizancio, Aristarco o Cecilio de Caleacte, siquiera porque el propio Quintiliano indica en diversas ocasiones que los conoce117; se ha señalado, además, la existencia de numerosas coincidencias con el tratado
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Quint.10.1.1. Cf. Cic.Inu.1.36, 2.30, D.H.Comp.1.7, Arist. EN 1103a31. En expresión de J. Cousin (Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, París, 1979, p. 6). Quint.10.1.46-131. Quint.10.1.46-84. Vid. P. Steinmetz, “Gattungen und Epochen der griechischten literatur in der Sicht Quintilians”, Hermes 92(1964)454-466. Quint.10.1.85-131. Vid. por ejemplo Quint.10.1.85-86. Quint.10.1.44. Quint.10.1.45. Quint.9.1.12, 10.1.54, 59.
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Sobre la imitación, περὶ μιμήσεως, de Dionisio de Halicarnaso118, así como con las listas de oradores griegos dadas por Cicerón119. El hecho es que Quintiliano ha debido disponer de abundante literatura sobre cánones de autores griegos. Por lo que hace a los latinos, estamos peor informados, pero es de suponer que, si bien sus posibilidades de autonomía aumentaban, no por ello habrá dejado de hacer uso de listados elaborados previamente, listados que existían (desde fecha tan temprana como finales del siglo IIa.C., si recordamos el canon de la palliata de Volcacio Sedígito) y se encontraban en circulación, como lo demuestra el caso ya citado de Veleyo Patérculo, medio siglo antes. Más arriba se hablaba del nacionalismo que impregna la literatura biográfica en lengua latina, expresado en la comparación entre autores griegos y latinos. Algo de ello se da también en los cánones de Quintiliano, pero no en lo tocante a los autores, como a menudo se ha pensado120, sino en cuanto a los géneros121: para Quintiliano, los griegos tienen la preeminencia en la poesía elegíaca y yámbica, en la comedia y en la filosofía122, en tanto que los romanos dominan en la sátira123 e igualan a aquéllos en la historia y la oratoria124. No es casual que nuestra mejor fuente –en razón de su extensión, fundamentalmente– para el conocimiento de la “literatura de cánones” en la Antigüedad sea un texto escrito por un profesor de retórica, con un propósito eminentemente didáctico. El de la enseñanza era uno de los campos más importantes, si no el principal, en que podían encontrar aplicación estas listas. Tres siglos más tarde, a finales del IV, otro gramático, Arusiano Mesio, da un catálogo de exempla elocutionum extractado de tan sólo cuatro autores, posiblemente los que solían ser leídos en la escuela: Virgilio, Salustio, Terencio y Cicerón125, la quadriga Messii en palabras de Casiodoro126. La nómina, como se ve, había quedado drásticamente reducida. De esta forma se ilustran los azares y vaivenes que caracterizaron la elaboración y “fijación” de los dichos cánones. De hecho, ni siquiera la inclusión de un escritor 118
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No en vano, se trata, como el propio Quintiliano argumenta, de proponer a estos autores como modelos para la imitación (10.2.1). Vid. J. Cousin, Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, cit., pp.18-19. Especialmente, con De or.3.28-32. Vid. L. Mercklin, “Der Parallelismus im 1. Kapitel des 10. Buches des Quintilians”, RhM 19(1864)1-32; M. Winterbottom, “Crítica literaria”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., p. 50. J. Cousin, Quintilien. Institution oratoire. Tome VI. Livres X et XI, cit., pp. 21-23. Quint.10.1.93, 96, 99, 123. Quint.10.1.93. Quint.10.1.101, 105. Arus.7.449-514 Keil. Cassiod. Inst.1.15.7.
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en una de estas listas se podía considerar una salvaguarda segura cuando su objeto era educativo: por regla general, los autores que eran leídos por su forma eran tratados con respeto, en tanto que aquellos otros que interesaban por el contenido (como los tratados de gramática, agricultura, cocina, etc.) a menudo eran resumidos, o alargados, a voluntad del maestro de turno. Esto se acentuó con el paso del tiempo: es de sobra conocido el auge que alcanzaron en la Antigüedad tardía los epítomes y resúmenes, lo mismo con intención educativa que divulgativa, una de cuyas más ilustres víctimas fue Livio. Aunque fuera ya del ámbito temporal en que se mueve esta segunda parte, puede resultar de utilidad hacer un muy somero repaso de la situación en la Antigüedad tardía y, también, en la Edad Media, ya que aquí culminan, o bien encuentran su expresión última, aunque no la más lograda, algunas de las vías que hemos ido describiendo anteriormente. Por lo que hace a la literatura griega, nuestra atención debe centrarse en Bizancio127. Sabemos, en primer lugar, que se han realizado numerosos resúmenes de obras griegas. De todo ello conservamos algunos excerpta ya de época constantiniana, pero la mayor parte corresponde al período bizantino. La Crestomatía que se atribuye al neoplatónico del siglo Vd.C. Proclo128 es un compendio literario en cuatro libros, consagrado fundamentalmente a la poesía griega. Al parecer, tras una introducción sobre estética literaria, se discutían los géneros de la poesía y, a continuación, se enumeraban los autores de más relevancia en la épica y la lírica (distinguiendo entre poesía elegíaca, yámbica y mélica). La Biblioteca o Μυριοβιβλίον del patriarca constantinopolitano Focio (IXd.C.), la obra más importante de toda la literatura bizantina según Wilson129, es un enorme catálogo de resúmenes de obras: sus doscientas ochenta secciones corresponden a otros tantos libros leídos y resumidos por Focio, al modo de las hipótesis de los filólogos alejandrinos; por regla general se limita a dar los datos indispensables sobre el contenido, más la indicación del autor y el título, pero no es raro encontrar resúmenes más extensos, en los que se incluyen juicios críticos (sobre el estilo, problemas de autenticidad, interpretaciones alegóricas, problemas textuales...), en términos que recuerdan las modernas reseñas de libros. Focio se interesa más por la literatura cristiana que por la profana, y en lo tocante a géneros, prima los de la prosa, especialmente, los historiadores. Un siglo después, el ilustrado emperador Constantino VII Porfirogénito ordenaría una recopilación de excerpta de libros de contenido histórico; de los cincuenta y tres libros de 127 128 129
Vid. N.G. Wilson, Filólogos bizantinos, trad. esp., Madrid, 1994. También se piensa en un gramático del IId.C. N.G. Wilson, cit., p. 139, vid. en general pp. 138-163; J. Schamp, Photios, historien des lettres. La Bibliothèque et ses notices bilbiographiques, París, 1987.
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que constaba la obra, sólo nos han llegado cuatro, pero gracias a ello se han transmitido pasajes significativos de historiadores tan importantes como Polibio, Diodoro Sículo o Dión Casio. También se pueden añadir los florilegios y selecciones de textos de autores antiguos, a menudo para uso escolar, tales como la Antología, Ἀνθολόγιον, de Juan Estobeo (Vd.C.), dedicada tanto a la poesía como a la prosa (filosofía, historia, oratoria y medicina), que sirvió de base a muchos florilegios bizantinos; o colecciones de versos sueltos como las Máximas o μονόστιχα de Menandro, de dilatada vida a lo largo de toda la Antigüedad. De Juan Tztezes, erudito bizantino del XIId.C., sabemos que escribió en el período entre 1135 y 1170 un total de 107 cartas en las que trata, entre otros, temas de historia literaria; además, ha compuesto pequeños resúmenes sobre los diversos géneros poéticos. Por último, la Suda, una obra anónima del Xd.C., es lo que se ha llamado el “primer diccionario enciclopédico”, en el que se ofrece abundante información de carácter lexicográfico, enriquecida con citas literarias y datos sobre los autores, tanto de carácter biográfico como sobre sus obras. Una de sus fuentes principales es el Ὀνοματόλογος de Hesiquio. En cuanto a la literatura latina, en la Edad Media se ha intentado fusionar el esquema de los diálogos ciceronianos con las informaciones biográficas de Suetonio y San Jerónimo. Los autores se clasifican y dividen en eclesiásticos y profanos, siguiendo los consejos de Casiodoro en sus Instituciones: en general, la atención se centra sobre los primeros, en tanto que los profanos son estudiados en contadas ocasiones, situación que se mantuvo hasta la aparición de la Historia de la literatura como disciplina consolidada. Tal es el caso en el Dialogus super auctores sive Didascalon de Conrado de Hirsau (ca. 1070-1150)130. Llegado el momento de valorar esta actividad milenaria desde la perspectiva de una Historia de la literatura, hemos de remitirnos a lo dicho al comienzo del presente capítulo. Hay que convenir con Schmid - Stählin131 en que nunca hubo en la Antigüedad una visión de conjunto de la Historia de la literatura griega (al menos, tal y como se concibe modernamente) ni nadie que acometiese esta tarea132; otro tanto cabe decir para la latina. Pero sí son numerosos los indicios de que ya en la Antigüedad se empezaba a sentir la necesidad de mirar hacia el pasado desde una perspectiva global y unificado130
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Ed. de G. Schapss, Würzburg, 1888. V. Rose (Verzeichnis der lat. Hdschr. des k. Bibl. zu Berlin 1[1893]137) niega la existencia de este Conrado, y piensa que el autor del diálogo ha vivido en el siglo XIII. Schmid - Stählin, p. 28. A lo sumo, se nos dice, lo que más se podría acercar al concepto actual de Historia de la literatura es la Crestomatía de Proclo (Schmid - Stählin, p. 27).
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ra, que explicara el presente a partir de una evolución, una progresión en el tiempo. Esa necesidad también se daba, por lo que hemos podido ver, en el campo de la literatura. Toda esta actividad ha estado en manos de eruditos, en el sentido más amplio del término: filósofos, historiadores, bibliotecarios, profesores de gramática y retórica... Ahora bien, estos historiadores no son tales, al menos a ojos de los antiguos: entre ellos priman los autores de biografías y, en los primeros tiempos, los logógrafos y anticuarios. Lo que ellos escribían, como hemos visto, no se consideraba en la Antigüedad verdadera historia, sino otro tipo de literatura, por más que tuviera innegables puntos de contacto con aquélla. Si se pasa revista a las principales vías por las que, según hemos visto, se desarrollan las diversas aproximaciones a la historia de la literatura, observamos que se trata de campos y facetas que corresponden de lleno a la esfera de intereses de los anticuarios: la principal, como queda dicho, es la biografía, que alcanzó notable popularidad entre griegos y romanos; en segundo lugar, las listas bibliográficas que se inician con las Πίνακες de Calímaco enlazan sin problemas con la afición al coleccionismo y a los inventarios de los logógrafos jonios y de sus continuadores peripatéticos y, más tarde, alejandrinos; también hemos mencionado las listas y crónicas oficiales de vencedores en diversos festivales, representaciones teatrales, etc. que había en no pocas ciudades y santuarios griegos, material de archivo que fue muy utilizado por los anticuarios y, a su vez, se sirvió ampliamente de los trabajos de éstos. No hay, en cambio, correspondencia en el campo de la anticuaria para las obras de teoría y crítica literaria y, en especial, para el desarrollo que las aproxima a la Historia de la literatura, los cánones de autores por géneros. Si ni griegos ni romanos llegaron a plantearse una historia de sus respectivas literaturas tal y como se entiende en la actualidad es, ante todo, porque, como ya se ha dicho, no podían concebir otra historia que la de carácter político, referida a los acontecimientos del pasado más inmediato. Lo otro era anticuaria, “antigüedades”, obra de eruditos, simple coleccionismo: aquí el acento se ponía, ante todo, en la recopilación del número más amplio posible de datos para su posterior ordenación, pero sin que mediara ningún planteamiento general de orden teórico. Como mucho, han llegado a considerar cuestiones tales como la de la sucesión de autores dentro de un género y, por ende, una posible evolución, pero siempre desde perspectivas ajenas a las grandes formulaciones teóricas: las doxografías y los escritos sobre el tema del plagio eran obras de visión muy limitada. No predomina en la actualidad la historia al modo de Tucídides, de contenido político-militar, sino otros enfoques, inspirados en buena medida en
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las ciencias sociales. Ahora bien, estos nuevos saberes han venido a heredar, paradójicamente, las formas de trabajar de aquellos anticuarios133. Si de la historia nos movemos al campo de la literatura, observamos que proliferan nuevos planteamientos metodológicos, como el estructuralismo, la sociología de la literatura, la antropología cultural o la psicología social, que igualmente rinden su particular tributo a las ya mencionadas ciencias sociales. Otra cosa es que estas nuevas perspectivas se estén aplicando al ámbito concreto de la historia de la literatura griega y latina, asunto éste que corresponde al siguiente capítulo. Baste, por el momento, con señalar que, al cabo de, como mínimo, dos siglos escribiendo historias de las literaturas clásicas, las últimas propuestas vienen a recoger parcialmente los métodos e intereses de aquellos eruditos y anticuarios. En cuanto a la fiabilidad de los datos que transmiten estos autores, valga el juicio que hay en Christ - Stählin - Schmid: las pocas noticias seguras sobre las vidas de los grandes hombres están mezcladas con todo tipo de anécdotas e informaciones inconsistentes, fruto de interpretaciones arbitrarias de ciertos pasajes de sus obras, del empleo acrítico de fuentes discutibles desde el punto de vista científico, como la comedia, o de interpretaciones partidistas o de escuela; los datos cronológicos son el resultado, en su mayor parte, de reconstrucciones y combinaciones sincrónicas, meras generalidades que no resisten ningún examen mínimamente riguroso134. Ello no merma el gran valor que revisten las informaciones que nos transmiten: nuestra labor radica en hacer la pertinente criba para separar lo verdadero de la ficción. 3. LA HISTORIA DE LA LITERATURA CLÁSICA DESDE EL XIX HASTA NUESTROS DÍAS
La Historia de la literatura griega y latina, al menos tal y como se concibe en la actualidad, es una creación del XIX. Pero el camino se venía preparando desde hacía siglos. Antes de examinar lo ocurrido desde 1800 en adelante, conviene, pues, prestar breve atención a estos precedentes. La llegada de los bizantinos a Occidente, tras la caída de Constantinopla (1452), no supone impulso alguno para la confección de una auténtica historia de la literatura griega, algo que, como hemos visto, no existía en Bizancio. Además, las tareas más urgentes eran las de publicar, corregir y traducir los textos de los autores clásicos: había poco tiempo para estudios sistemáticos de la historia literaria135. Habrá que esperar hasta 1545 para que un discípulo del bizantino Demetrio Calcóndilas, Giglio Gregorio Giraldi, publique sus diálogos sobre la historia de los poetas griegos y latinos (De historia 133 134 135
Vid. supra, p. 6. Christ - Stählin - Schmid, p. 7. Christ - Schmid - Stählin, p. 8.
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poetarum tam Graecorum quam Latinorum dialogi XX)136, poco más que una colección de las tradiciones biográficas heredadas de la Antigüedad. No mucho después, en 1586, Franceso Patrizi, discípulo del editor del tratado Sobre lo sublime, o περὶ ὕψους, Franceso Robortello, elabora en el prefacio a su Della Poetica (publicado en Ferrara) un ensayo histórico sobre los poetas griegos con vistas a una crítica platonizante de la poética aristotélica, y en 1623 aparece De historicis Graecis libri tres, obra del holandés Gerhard Johann Voss137, donde se consideran y tratan tanto los autores conservados íntegros como los fragmentarios, empezando por aquellos que se podían datar, en sucesión cronológica, y, tras éstos, los no datables, hasta llegar a la época bizantina138. Este hecho supone una novedad radical: los estudios sobre la Antigüedad se orientan ahora según los criterios del coleccionismo y la anticuaria predominantes en la época, a la búsqueda de novedades y descubrimientos, empeñados en hacer catálogos de cosas y nombres relevantes, palabras significativas... lo que exige el conocimiento y estudio sistemático de los códices manuscritos y también de toda la bibliografía generada desde el Humanismo en adelante. Así, en el siglo siguiente, la Bibliotheca Graeca (Hamburgo, 1705-1728) de Giovanni Alberto Fabricius constituye la primera gran recopilación bibliográfica sobre el tema, incluidos los padres de la Iglesia y los escritores bizantinos. En 1768, D. Ruhnken redacta una Historia critica oratorum graecorum como introducción a su edición del rétor latino Rutilio Lupo139. En la misma línea, en las ediciones Bipontinae, desde el inicio de su andadura en 1779, se hacía preceder la publicación del texto del autor de testimonia sobre sus obras y también de detalladas vitae. No hay que olvidar, sin embargo, que junto a estas obras también se publicaban otras en las que predominaba la afición anticuaria al catálogo por el catálogo, como es el caso de E. Herwood, Biographia classica. The lives and characters of the Greek and Roman Classics (Londres, 1740), o J.C. Schulz, Bibliothek der griechischen Literatur (Giessen, 1772). Por lo que hace a la literatura latina, se mantiene el esquema biográfico heredado de la Antigüedad en obras como el De viris illustribus de Petrarca, o los Scriptorum illustrium Latinae linguae libri XVIII de su imitador Sicco Polenton (de 1437)140. Un siglo después aparece la obra ya citada de Giraldi, 136 137 138
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Cf. K. Wotke, Lilius Gregorius Gyraldus de poetis nostrorum temporum, Berlín, 1894. Reeditado por A. Westermann el año 1838, en Leipzig. Disposición que luego encontraremos en sus De veterum poetarum temporibus libri II, de 1662, y en los Fragmenta Historicorum Graecorum de los hermanos Karl y Theodor Müller (París, 1841-1870). Luego recogida en J.J. Reiskes, Oratores Graeci, Leipzig, 1770-1775, VIII, pp. 121-173. Ed. de B.L. Ullman, Roma, 1928. Sobre el debate entre humanistas italianos acerca de la periodización de la literatura latina, vid. F. Stok, “Perotti, Valla e Guarino sulla storia della letteratura latina”, Studi umanistici piceni 26(2006)23-35.
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donde se abandona el esquema biográfico en favor de la exposición al modo ciceroniano. En 1627, tres años después de la publicación de su obra dedicada a los historiadores griegos, G.J. Voss publica el correspondiente De historicis Latinis, con la misma impronta que aquélla, y otro tanto ocurre con la Bibliotheca Latina del también citado Fabricius (Hambrugo, 1697). De este modo quedaban puestas las bases y dadas las condiciones para la concepción y elaboración de auténticas historias literarias, que bien pronto vieron la luz: en 1718, Falster publica en Leipzig sus Quaestiones Romanae sive idea historiae literarum Romanarum. No mucho después, J.N. Funccius plantea el desarrollo histórico en términos de crecimiento biológico en De origine et pueritia, de adolescentia, de virili aetate, de imminente senectute, de vegeta senectute, de inerti ac decrepita senectute linguae latinae (Gießen - Marburg - Lemgo, 1720-1750). A finales del XVIII, en 1787, F.A. Wolf ha establecido el objeto y la organización de la disciplina en su Geschichte der römischen Litteratur (Halle 1787)141: como en los otros campos de la Filología, también aquí desprecia la mera acumulación de materiales, insistiendo en la necesidad de una ordenación sistemática y un desarrollo orgánico; las obras literarias, según Wolf, deben ser relacionadas con la historia de la lengua y, sobre todo, quedar enmarcadas en su contexto histórico. A él se debe la estructuración general de los tratados de Historia de la literatura en dos partes claramente diferenciadas: una dedicada a las características generales y otra en la que se ofrece el estudio histórico propiamente dicho, más detallado. Las sucesivas Historias de la literatura latina se atendrían a las premisas expuestas por este autor. Sólo a partir del XIX se puede hablar de una Historia de la literatura griega como tal. Para Della Corte142, su aparición es el fruto de la confluencia del interés puramente histórico por la cuestión homérica, entendida como un problema básico de la humanidad y de la cultura moderna (F.A. Wolf, Prolegomena ad Homerum, 1795), y la perspectiva estetizante e históricocultural de los románticos, para quienes la literatura griega era la única verdaderamente primigenia y original (por contraste con la latina, imitativa y retórica). Esta última posición tiene uno de sus más conspicuos representantes en Friedrich Schlegel, autor, a caballo entre el XVIII y el XIX, de una historia de la épica griega (Geschichte des griechischen Epos, 1794-1802) en la que se hace un esfuerzo por comprender desde el punto de vista de la estética y la historia cultural la literatura griega. Es Wolf, sin embargo, quien ha 141
142
Luego complementada con las Vorlesungen über die Geschichte der römischen Literatur, editadas por J.D. Gürtler (Leipzig, 1832). Vid., recientemente, B. Marizzi - Fr. García Jurado, “La primera ‘Historia de la literatura romana’: el programa de curso de F. A. Wolf (1787)”, CFC(Lat) 29.2(2009)145-177. Della Corte, p. 2.
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sentado, como también hiciera con la latina, las bases metodológicas para el establecimiento de la Historia de la literatura griega como disciplina por derecho propio: de acuerdo con sus planteamientos, se ha de tratar por separado prosa y poesía, ampliando el límite cronológico hasta Bizancio; además, excluye la literatura cristiana y, en cambio, recoge a modo de apéndice, bajo el título de “Erudición”, la producción científica. Como ya había ocurrido con la literatura romana, las lecciones que desde 1783 impartiera en Halle sobre esa Historia de la literatura griega fueron publicadas, tras su muerte por Gürtler con el título Vorlesungen über die Geschichte der griechische Litteratur (Leipzig, 1831). Los eruditos franceses y alemanes parten de esta nueva visión de Grecia, pero amplían sus intereses a la totalidad de la literatura griega143 (aunque sin incluir la bizantina): Schöll publica en 1813, en París, su Histoire de la littérature grecque (en la que, sin embargo, predomina, frente al historicismo de Wolf, la visión dogmática y preceptista heredada del idealismo clasicista de Winckelmann); en Alemania, Bernhardy, discípulo de Wolf, es autor de un incabado Grundriss der griechischen Literatur (Halle, 1836), que combina el estudio diacrónico de los períodos más importantes de la literatura griega con una segunda parte enfocada por géneros, K.O. Müller escribe una Geschichte der griechischen Literatur (Breslau, 1841; trad. esp. Madrid, 1889), que en Schmid - Stählin se califica como la mejor obra en lengua alemana que produjera el siglo XIX sobre la materia144, por más que su visión sea todavía demasiado idealista, atenta en exclusiva a los “aspectos nobles” de la cultura griega, y Bergk su Griechische Literaturgeschichte (Berlín, 1872), basada en un amplio estudio de las fuentes, pero con la contrapartida de un cierto descuido en cuanto a la bibliografía moderna. A lo largo de la segunda mitad del siglo ven la luz diversos tratados que, en su mayor parte, poco o nada aportan a la Historia de la literatura griega, en especial por sus graves carencias de concepto y método. En sus años finales, en cambio, se publican dos obras señeras, cada una de ellas con una perspectiva y un planteamiento metodológico claramente diferenciados. Entre 1887 y 1889, los hermanos Alfred y Maurice Croiset publican en París una Histoire de la littérature grecque en cinco volúmenes. La obra está elaborada con una sólida apoyatura filológica y reconoce su débito con la erudición alemana cuando postula que toda historia de la literatura que pretenda ser científica debe ser estudiada desde una perspectiva historicista, pero lo que prima en ella es la visión del crítico literario: “la historia de la literatura 143
144
Razón por la cual no se considerarán a partir de aquí los numerosos estudios de carácter parcial sobre géneros, épocas, autores, etc. publicados hasta la fecha, cuyo tratamiento debería ser objeto de un trabajo aparte. Schmid - Stählin, p. 30.
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no es la historia de todos los libros; es la historia de un arte, el arte de escribir” (I, p.XLI) proclaman sus autores en la Introducción. Por las mismas fechas, aparece, como parte del gran Handbuch der klassischen Altertumswissenschaft dirigido por I. von Müller y W. Otto, la Geschichte der griechischen Literatur (Múnich, 1888)145 de Christ, que luego sería ampliada y profundamente modificada por obra de Schmid y Stählin (el primero renueva por completo la parte de la literatura profana a partir de la quinta edición, y Stählin hace otro tanto con la literatura judeo-cristiana). En ella se recoge todo lo conocido hasta la fecha sobre la literatura de la antigua Grecia (pero no de Bizancio, que tenía un volumen propio en el Handbuch, a cargo de Kumbracher), incluyendo la literatura judía y cristiana en lengua griega, así como las obras de contenido científico. Se aporta, además, un amplio aparato bibliográfico para uso de los eruditos y expertos. Se trata de un producto perfectamente logrado, característico de la mejor filología alemana: los autores se han esforzado por ofrecer al lector toda la documentación posible sobre cada uno de los temas tratados. El inconveniente, para Della Corte146, radica en que tal cúmulo de datos impide obtener una visión de conjunto, hasta el punto de hacerle decir que “constituye más un trabajo de oficina filológica que una auténtica y meditada historia de la literatura”. Con el arranque del siglo XX, y durante buena parte del mismo, se observa en el campo de la literatura griega un cierto abandono de las historias monumentales y los grandes panoramas históricos, en favor de los estudios especializados, las historias por géneros (los preferidos son el teatro, la épica homérica, la lírica, la historiografía y la filosofía griega) o por períodos, la perspectiva analítica y los ensayos críticos147. Han aparecido, no obstante, algunas obras de síntesis de gran relevancia, sobre todo en Alemania, de las que Della Corte destaca dos: Die griechische Literatur des Altertum, de Wilamowitz-Moellendorf (Leipzig, 1905), y Paidea, de Jaeger (Berlín, 1936). Por lo demás, las imposiciones de la enseñanza superior y universitaria, así como una cierta tendencia de las editoriales a elaborar historias universales de la literatura –donde la griega ocupa invariablemente un puesto de honor– han dado ocasión para la elaboración de numerosos compendios y manuales de mediana extensión, entre los que destacan títulos como la Geschichte der griechischen Literatur de A. Lesky (Berna, 1963, 2ª ed.; trad. esp. Madrid, 1968), su homónima Geschichte der griechischen Literatur de W. Nestle (Berlín, 1961-1963, 3ª ed.), la Ancient Greek literature de C.M. Bo145
146 147
Entre 1890 y 1904 se suceden tres ediciones más. A partir de 1908, y hasta 1913, se publica la quinta edición, ya renovada por Schmid y Stählin, en tanto que la sexta sale a la luz entre 1912 y 1924. Della Corte, p. 4. Ibid.
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wra (Nueva York, 1960), o, en fin, la Storia della letteratura greca de Rostagni (Milán, 1934), por citar unos cuantos de entre una nutrida lista de excelentes trabajos, imprescindibles en cualquier biblioteca especializada. En lo que se refiere a la Historia de la literatura latina, tal y como nosotros la conocemos, es fruto, como la griega, de las ideas del Romanticismo acerca de la literatura clásica: ésta fue dividida y jerarquizada en un sistema de valores que situaba en los primeros puestos a los poetas originales, más numerosos en Grecia que en Roma, y dejaba las posiciones de cola para los prosistas, más abundantes en Roma. De este modo, la historia de la literatura latina da sus primeros pasos lastrada por el juicio devaluador de autores como F.A. Wolf (en su Geschichte der römischen Literatur, citada más arriba), al que siguen H.Ch. Bähr (Geschichte der römischen Literatur, Karlsruhe, 1828) y, como ya ocurriera con la literatura griega, Bernhardy (Grundriss der römischen Literatur, Braunschweig, 1830). Ahora bien, los progresos en la historiografía literaria irán dejando de lado esa tendencia al juicio un tanto fácil y caprichoso, así como el gusto por las grandes síntesis, en favor de estudios más reflexivos, análisis penetrantes y detallados. Lo que no cambia, sin embargo, es la infravaloración de la literatura latina, entendida como una pedis,ecua imitación de la griega. Éste es el espíritu de las obras de Munk y Seyffert (Geschichte der römischen Literatur, Berlín 1875-1877, 2ª ed.) y de R. Nicolai (Geschichte der römischen Literatur, Magdeburg, 1881). En cambio, la obsesión por la sistematización llega hasta el hartazgo en trabajos como el de otro continuador de Wolf, W.S. Teuffel (Geschichte der römischen Literatur, Leipzig, 1862148), donde la obsesión por las clasificaciones rígidas lleva a repartir a los autores en diversos apartados, de acuerdo con los géneros cultivados, lo que impide hacerse una idea general de los mismos. Entre los últimos años del XIX y el primer cuarto del XX, Martin Schanz publica su Geschichte der römischen Literatur (Múnich, 1898-1914, luego proseguida y revisada por Hosius y Krüger) que, como la de Christ para la literatura griega, supone la más grande aportación de la filología alemana del XIX a la Historia de la literatura latina. Poco interesada en cuestiones de crítica literaria, como era de esperar, su vasto aparato de información y su exposición clara y ordenada de los documentos literarios explican que todavía en la actualidad sea una obra de obligada consulta y referencia. Además de estos proyectos de gran alcance, también se publicaron en el XIX numerosos compendios y resúmenes, así como tratamientos parciales, casi todos ellos –y, desde luego, los más notables– en lengua alemana. Entre los primeros se pueden citar trabajos como los de Bender (Grundriss der römischen Literatur, Leipzig, 1890, 2ª ed.), Zoller (Grundriss der Geschich148
De nuevo publicado por W. Kroll y F. Skutsch entre 1913 y 1920, en Leipzig (6ª-7ª eds.).
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te der römischen Literatur, Münster, 1891), Th. Birt (Römische Literaturgeschichte, Marburg, 1894) o Aly (Geschichte der römischen Literatur, Berlín, 1894). Entre las obras concebidas con una perspectiva más limitada, cabe mencionar, para la literatura cristiana, la Geschichte der altchristlichen Literatur bis Eusebius de Harnack (Leipzig, 1893-1904), y, para el medievo latino, la Geschichte der lateinischen Literatur des Mittelalters de Manitius (Múnich, 1919-1931). En el siglo XX, y hasta los años 70 al menos, predominan, según Della Corte (que al respecto centra la atención casi exclusivamente en el caso de Italia y apenas dedica espacio a otros países149), los manuales universitarios, casi todos ellos obras bien logradas por su capacidad de síntesis y también expositiva. Deben mencionarse aquí los trabajos de J. Bayet (Littérature latine, París, 1934, renovado para la edición de 1965 con la colaboración de L. Nougaret; trad. esp. Barcelona, 1984), Grimal (La littérature latine, París, 1965), Norden (Die römische Literatur, Leipzig, 1954, 5ª ed.), Buechner (Römische Literaturgeschichte, Stuttgart, 1957), E. Bickel (Lehrbuch der Geschichte der römischen Literatur, Heidelberg, 1961; trad. esp. Madrid, 1982), Bieler (Geschichte der römischen Literatur, Berlín, 1961; trad. esp. Madrid, 1971), Duff, A literary history of Rome (Londres, 1925-1927), Rose (A handbook of Latin literature, Londres, 1961), Grant (Roman Literature, Londres, 1958), Della Corte (Disegno storico della letteratura latina, Turín, 1956, 3ª ed.), I. Cazzaniga (Storia della letteratura latina, Milán, 1962), Alfonsi (Letteratura latina, Florencia, 1957), Riposati (Storia della letteratura latina, Milán, 1965) y Ronconi (La letteratura romana. Saggio di sintesi storica, Florencia, 1968). No obstante, también hay obras de alcance mayor, como es el caso de La littérature latine inconnue de Bardon (París, 1952), la incompleta Geschichte der römischen Literatur de Leo (Berlín, 1913), y, en Italia, tres obras de especial interés, a juicio de Della Corte: la Storia della letteratura latina de C. Marchesi (Milán-Messina, 1957, 8ª ed., la 1ª es de 1925-1927), más atenta a la personalidad singular de cada autor que al desarrollo histórico considerado en su conjunto; la Storia della letteratura latina de Rostagni (Turín, 1964, 3ª edición revisada y ampliada por I. Lana), que combina las exigencias de la crítica estética de Croce con la perspectiva historicista de una minuciosa indagación biográfica sobre los autores; en tercer lugar, los dos volúmenes de Paratore, La Letteratura latina dell’età repubblicana e augustea y La letteratura latina dell’età imperiale (Florencia, 1969-1970; la primera edición, en un solo volumen, es de 1950), donde prima la atención a las
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Della Corte, pp. 10-11. Un planteamiento similar en los trabajos de G.Fr. Gianotti, mencionados en n. 19.
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cuestiones polémicas, hasta el punto de, en palabras de Della Corte150, “dar la sensación de que todo el campo del latín es problemático, todo sometido a la duda metódica”. A éstas aún se debería añadir la Storia della letteratura latina de Bignone (Florencia, 1942-1950), que sólo llega hasta la época ciceroniana. Entre el último cuarto del siglo XX y el primer decenio del XXI se ha publicado un buen número de obras que constituyen aportaciones de incuestionable valor a la Historia de la literatura griega y latina. Con ellas viene a cerrarse el círculo que se iniciara en los años finales del siglo anterior y en los comienzos del presente con las grandes producciones de la filología alemana, auténticas summas del saber acumulado y piedras fundamentales de cualquier estudio literario. No es casual que una de las más recientes sea, precisamente, la que ha de sustituir al Handbuch de las literaturas griega y latina. Por lo que hace a la literatura griega, entre los hitos más destacados de este período hay que mencionar, en primer lugar, el volumen que abre la serie del nuevo Handbuch der griechischen Literatur der Antike: editado por Bernhard Zimmerman, Die Literatur der archaischen und klassischen Zeit (Múnich, 2011) aúna la atención a los nuevos hallazgos textuales y a las más recientes aportaciones metodológicas con la habitual disposición temática, el rigor y la pretensión de exhaustividad que son marca de la casa. En segundo lugar, destaca por méritos propios Lo spazio letterario della Grecia antica (en cinco volúmenes, aparecidos entre 1992 y 1996) publicado con el propósito declarado de integrar las nuevas corrientes metodológicas en un marco descriptivo ya conocido –cronológico e histórico–. Así, los tres volúmenes del primer tomo atienden al punto de vista del autor, considerado en términos de producción y circulación del texto; el segundo tomo se ocupa de la perspectiva del lector, en tanto que receptor, y actualizador, del mismo texto; y el tercero proporciona apoyo documental y referencial (cronología, bibliografía, índices) a los que le preceden. Junto a éstas, que podríamos considerar grandes obras de referencia, hay que mencionar los manuales, muchos de ellos destinados a la docencia universitaria o a la enseñanza secundaria, pero también pensados en muchos casos como instrumentos al servicio del investigador151. Destaca aquí por su
150 151
Della Corte, p. 11. No es propósito de este trabajo ofrecer un catálogo exhaustivo de la reciente bibliografía sobre las historias de las literaturas griega y latina. Se mencionan sólo aquellos títulos que se consideran más relevantes o representativos, sin que ello implique minusvaloración alguna de los no citados.
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pujanza la producción en lengua italiana152, atenta por igual a las necesidades del liceo y de las aulas universitarias; también, en menor medida, lo publicado en alemán. En esta bibliografía, relativamente abundante, se encuentran trabajos de corte tradicional, algunos de ellos realizados con solvencia y rigor, como el de Paulsen, Geschichte der griechischen Literatur (Stuttgart, 2004), y otros que abren la perspectiva para explicar el hecho literario en su relación con el decurso histórico y cultural, tales los casos, entre varios, de Canfora, Storia della letteratura greca (Roma - Bari, 1986; 2ª ed. 2010), Del Corno, Letteratura greca. Dall’età arcaica alla letteratura dell’età imperiale (Milán, 1995), o Monaco, Casertano y Nuzzo, L’ attività letteraria nell’antica Grecia (Palermo, 1999). Con carácter general, pueden citarse aportaciones en otras lenguas, como el volumen correspondiente de la Cambridge History of Classical Literature (Cambridge, 1985; trad. esp. Madrid, 1990), editado por Easterling y Knox; el gran manual universitario de Saïd, Trédé y Le Boulluec, Histoire de la littérature grecque (París, 2004; 2ª ed. 2010); y, por su interés para el lector español, así como por la calidad de los participantes en la obra y de sus aportaciones, la Literatura griega que edita López Férez (Madrid, 1988). Además de estos manuales dedicados al conjunto de la literatura griega, se están publicando otros que, en respuesta a una demanda de mayor especialización, impuesta por el avance de la investigación, se ocupan de épocas o períodos históricos bien caracterizados. Es el caso reciente de dos obras dedicadas a la literatura helenística, una materia habitualmente considerada asunto secundario en estos estudios: Kathryn J. Gutzwiller, A Guide to Hellenistic literature (Malden [Ma.], 2007), y James J. Clauss - Martine Cuypers (eds.), A Companion to Hellenistic literature (Chichester, 2010). Es obligado mencionar, igualmente, el manual dedicado a la literatura bizantina por A.P. Kazhdan, L.Fr. Sherry y Chr.G. Angelidi, A history of Byzantine literature (650-850) (Atenas, 1999), que, en un esfuerzo por superar las rigideces y esquematismos de anteriores tratados de literatura bizantina, examina y explica ésta en tanto que producto de un contexto social e histórico preciso. No puede concluir este sucinto repaso del panorama bibliográfico de la historia de la literatura griega sin una mención a algunos estudios de particular interés. Es el caso de la monografía de Whitmarsh, Ancient Greek literature (Cambridge - Malden [Ma.], 2004), concebida como un intento de expliación de la historia de la literatura griega, o como una introducción general a la misma. Whitmarsh ha recurrido, para ello, a la moderna teoría cultu152
El listado de manuales publicados en Italia durante este período llama ciertamente la atención por su número y por la calidad de sus contenidos. Vid. P. Marsich, “1986-1995: dieci anni di storia della letteratura greca in Italia”, Aufidus 28(1996)55-97.
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ral, con el fin de entender la literatura griega como expresión de su cultura, o también, en palabras del propio autor, por ver la modernidad de la literatura griega, en tanto en cuanto ésta se habría planteado y discutido las mismas cuestiones que hoy están en el centro del debate social, político y cultural: las relaciones del individuo con el poder, el sexo, la clase y posición social, las formas de gobierno (la democracia), etc. En una perspectiva no muy distinta hay que situar un volumen colectivo editado por Taplin, Literature in the Greek World. A New Perspective (Oxford 2000; reimpr. 2001); en el mismo año 2000, un volumen conjunto, Literature in the Greek and Roman Worlds. A new Perspective, reunía esta publicación y otra similar dedicada a la literatura latina), en el que la estética de la recepción constituye el hilo temático conductor de las diversas contribuciones. Finalmente, Di Donato plantea en Geografia e storia della letteratura greca arcaica. Contributi a una antropologia storica del mondo antico (Scandicci, 2001) un estudio de miras más modestas, pues se limita a la literatura arcaica, pero igualmente atrevido en sus fundamentos teóricos y metodológicos, que son los de la antropología cultural, aquí aplicados a la producción en verso y al desarrollo literario del mito. En cuanto a la literatura latina, la situación parece no menos prometedora. Destaca, en primer lugar, tanto por las expectativas suscitadas como por los resultados logrados hasta el momento, el Handbuch der lateinischen Literatur der Antike, del que por el momento se han publicado tres de los ocho volúmenes previstos: el primero, editado por Suerbaum, Die archaische Literatur: von den Anfängen bis Sullas Tod: die vorliterarische Periode und die Zeit von 240 vis 78 v.Chr. (Múnich, 2002); el cuarto, editado por Sallmann, Die Literatur des Umbruchs. Von der römischen zur christlichen Literatur, 117 bis 284 n. Chr. (Múnich, 1997); y el quinto, editado por R. Herzog y P.L. Schmidt, Restauration und Erneuerung. Die Lateinische Literatur von 284 bis 374 n. Chr. (Múnich, 1989). Está previsto que se publique una versión francesa, de la que ya han aparecido dos entregas, correspondientes a los volúmenes cuarto y quinto (Turnhout, 2000 y 1990, respectivamente). En conjunto, la obra está destinada a sustituir el anterior Handbuch de Schanz Hosius y, por tanto, se mantiene en la misma línea expositiva, si bien con diferencias, sobre todo cualitativas: tanto la bibliografía como la discusión crítica recogen todo lo publicado hasta la fecha, siempre con la asepsia y objetividad propias de la mejor filología alemana. Pero es característico de los nuevos tiempos que no sea obra de uno o, a lo sumo, dos autores, sino que se trate del resultado del esfuerzo conjunto de diversos especialistas, de nacionalidades igualmente distintas (predominan, como de costumbre, alemanes y franceses). Un empeño colectivo que, si bien es respuesta obligada
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a las condiciones en que opera la erudición en nuestros días, presenta igualmente algunos inconvenientes, tales como la presencia de datos erróneos u obsoletos, así como incoherencias entre las diversas aportaciones. Por otro lado, el férreo apego a los planteamientos metodológicos tradicionales implica, por lo general, la exclusión de nuevas teorías y modelos explicativos, un aspecto que la crítica no ha dejado de señalar como demérito. Aun así, consta el reconocimiento general de que nos encontramos ante una obra enciclopédica, única en su concepción y destinada por ello a ser uno de los grandes referentes para la historia de la literatura latina en el siglo que ahora empieza. La otra gran realización de la erudición alemana en este período es la Geschichte der römischen Literatur, en dos tomos, de Von Albrecht (Berna, 1992). Menos ambicioso que el Handbuch, el trabajo de Albrecht ha suscitado, desde su misma aparición, todo tipo de críticas elogiosas. No es el menor de sus méritos el que se trate de una obra unitaria, debida a la mano y la inspiración de un solo autor, y, por ello, más coherente y menos expuesta a problemas como los señalados más arriba a propósito del nuevo Handbuch. Buena prueba de su excelencia son las traducciones que pronto han aparecido en otras lenguas, como el italiano (Turín, 1995-1996), el inglés (Leiden Nueva York, 1997) o el español (Barcelona, 1997-1999). Tan importante como el Handbuch, aunque totalmente distinta en su planteamiento, la gran obra de la erudición italiana, Lo spazio letterario di Roma antica (Roma, 1989-1991), dirigida por Cavallo, Fedeli y Giardina, constituye la tentativa más seria y rigurosa de dar un nuevo enfoque al estudio de la historia de la literatura latina en los últimos años. La obra consta de cinco gruesos volúmenes en los que interviene una extensa nómina de eruditos, dedicado el primero a la producción del texto (en abierto contraste con la óptica tradicional, atenta en exclusiva al texto ya hecho, definitivo), el segundo a su circulación, el tercero a la transmisión y recepción, y el cuarto a su pervivencia e influencia en la cultura europea; el quinto ofrece un extenso cuadro cronológico y una bibliografía comentada, igualmente exhaustiva, que se desglosa por temas. En este sentido, Lo spazio letterario di Roma antica recoge, como la serie dedicada a la literatura griega, los adelantos que se han producido en el estudio de la literatura, pero no en amalgama, como ocurre en no pocos manuales, sino en forma de principios y directrices básicas, sobre las cuales se estructura y conforma la totalidad de la obra. En cuanto a la publicación de manuales de historia de la literatura latina, el panorama no difiere del señalado a propósito de la literatura griega: también aquí predominan los títulos italianos. Encontramos, asimismo, cierta disparidad en los planteamientos metodológicos. No faltan, por un lado, los de corte tradicional: algunos de ellos, gracias a una aplicación rigurosa y
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sistemática de sus postulados, y al profundo conocimiento de la literatura latina por parte de sus autores, han terminado por convertirse en referencias obligadas, como ha ocurrido con la Geschichte der römischen Literatur de Fuhrmann (Stuttgart, 1999), o con la obra Letteratura latina. Manuale storico dalle origini alla fine dell’impero romano de Conte (Grassina, 1987; 11ª ed. 2007), cuya versión inglesa, Latin Literature: a History (Baltimore Londres 1994), ha recibido una entusiasta acogida en el mundo académico anglosajón. En otros manuales se aprecia el esfuerzo por integrar la perspectiva diacrónica –o la combinación de ésta con el estudio por géneros– con nuevos modelos teóricos o, al menos, con perspectivas diversas. Citaremos tres casos significativos: en su Letteratura latina (Nápoles, 1996), C. Salemme explica la evolución histórica de esta literatura en términos de búsqueda de identidad y de proceso permanente de formación, condicionado por las influencias recibidas en cada período (la literatura griega en sus orígenes, las nuevas corrientes culturales o el cristianismo en época imperial); Néraudau, en La littérature latine (París, 2000), introduce en su descripción conceptos tan importantes para el pensamiento literario antiguo como el de imitatio, que permiten entender y presentar esta literatura en términos de intertextualidad; finalmente, S. Harrison, editor de A Companion to Latin literature (Malden [Mass.], 2008), enfrenta el viejo dilema entre diacronía y sincronía con un tratamiento diferenciado para los períodos históricos y otro para los géneros, a los que une lo que constituye la aportación más interesante de su manual, un tercer apartado configurado como un recorrido por algunos de los grandes temas de esta literatura (arte y texto, pasiones, los romanos y los otros, centro y periferia, etc.). Un caso particular lo constituye la Historia de la Literatura Latina de Cambridge, editada por Kenney y Clausen (Cambridge, 1982; trad. esp. Madrid, 1989): aunque a priori se antoja un tanto caótica o, cuando menos, asistemática en su planteamiento, ofrece a cambio una visión particularmente viva y atrayente de los autores y las obras, en la medida en que cada uno de los especialistas que intervienen en ella se ha preocupado más de ofrecer una visión crítica y personal que de hacer una exposición exhaustiva de datos eruditos (éstos, en cualquier caso, se ofrecen en un largo “Apéndice de autores y obras”, pp.859- 993). Por último, por su interés para los lectores españoles, es obligado mencionar la Historia de la literatura latina, editada por Codoñer (Madrid 1997; 2ª ed. reimpr. 2011). En lo que se refiere a ámbitos parciales en el estudio de la literatura latina, éstos se limitan a los propios de la producción literaria cristiana. Llama la atención, al respecto, la vigencia de algunas obras, como la de Bardy, Littérature Latine Chrétienne (París, 1929), traducida al italiano y actualizada por Di Nola setenta años después (Storia della letteratura cristiana antica
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latina: storia letteraria, letteratura critica e approfondimenti tematici, Ciudad del Vaticano, 1999). Cabe mencionar, igualmente, los seis tomos de la Historia de la antigua literatura latina hispano-cristiana, de Domínguez del Val (Madrid, 1988-2004), una exhaustiva descripción de esta literatura a través de la obra y la doctrina de sus autores más relevantes, desde el siglo III al VII. Contamos, por último, con trabajos de carácter temático que configuran, como en el caso de la griega, visiones novedosas de la literatura latina y de su historia. Tal es el caso de obras como la de La Penna, La cultura letteraria a Roma (Roma - Bari, 1986)153, que traza un recorrido por la historia literaria de Roma desde la perspectiva de las relaciones entre la literatura y la política y la sociedad romanas. En una perspectiva similar, Fantham describe en Roman literary culture. From Cicero to Apuleius (Baltimore - Londres, 1996) las condiciones históricas, sociales y culturales en que surge y se desarrolla la literatura latina; anclada en las propuestas teóricas del New Historicism, la obra se configura, en último término, como una historia social de la literatura romana. Finalmente, en correspondencia con el trabajo citado más arriba, Taplin dedica otro a la literatura latina, Literature in the Roman World (Oxford, 2000), concebido, como aquél, desde los presupuestos teóricos y metodológicos de la estética de la recepción. En paralelo con la producción de obras dedicadas a trazar la historia de las literaturas griega y latina, se observa el progresivo surgimiento y consolidación, no sin dificultades, de una tercera vía que aboga por la agrupación de ambas literaturas como parte de una realidad única, una cultura literaria desarrollada a orillas del Mediterráneo a lo largo de casi dos milenios, eso que se ha dado en llamar la Antigüedad clásica. Uno de los más conspicuos representantes de esta línea de trabajo en el período aquí contemplado es Dihle, que en Die griechische und lateinische Literatur des Kaiserzeit. Von Augustus bis Justinian (Múnich, 1989) parte de una perspectiva que responde a lo que fue el contexto cultural del período imperial: una gran koiné en la que participaban por igual hombres de letras y pensadores griegos y romanos. Ahora bien, Dihle escoge, con buen criterio, un período histórico en el que la idea de una visión unitaria de las dos literaturas parece sobradamente justificada. La misma consideración es válida para otros períodos dotados de una identidad histórica y cultural propia, como es el caso de la Antigüedad tardía, abordada en el cuarto volumen del Neues Handbuch der Literaturwissenschaft, editado por Engels y Hofmann con el título Spätantike, mit einem Panorama der byzantinischen Literatur (Wiesbaden, 1997); o, con más fun153
Vid. también A. La Penna, “La cultura letteraria”, Storia di Roma. IV, Turín, 1989, pp. 771825.
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damento, los siglos que asisten al surgimiento, ascenso y consolidación del cristianismo, objeto de atención reciente en diversas obras de notable valor, como los dos volúmenes de la Storia della letteratura cristiana antica greca e latina, de Moreschini y Norelli (Brescia, 1995-1996; trad. esp. Madrid 2006), la Storia della letteratura cristina antica, de Prinzivalli y Simonetti (Casale Monferrato, 1999, 2ª ed.), o The Cambridge history of early Christian literature, editada por Young, Ayres y Louth (Cambridge - Nueva York, 2004). La dificultad surge, en cambio, cuando se amplía el campo de visión y se intenta construir un relato coherente que abarque ambas literaturas a lo largo de todo su decurso histórico. Dos aportaciones ilustran las dificultades que entraña la empresa. En su Storia della civiltà letteraria greca e latina (Turín, 1998), Lana y Maltese se proponen, en efecto, describir lo que consideran una cultura única expresada en dos lenguas, pero en la práctica esa visión unitaria se encuentra sólo a partir de los capítulos correspondientes al período imperial, en tanto que las secciones precedentes presentan ambas literaturas desarrollándose en paralelo, como realidades diferenciadas. Se podría pensar que semejante disposición lleva implícito el reconocimiento de que Dihle se ha ceñido más y mejor a la realidad. En un trabajo de reciente aparición, Classical Literature. A Concise History (Oxford, 2005), Rutherford renuncia a la organización diacrónica y escoge como eje ordenador el de los géneros literarios: éstos constituyen tradiciones unitarias a los ojos de los escritores griegos y romanos que los cultivan. Así considerados, permiten efectivamente una descripción coherente y, por ello, una visión global de esa literatura clásica que se postula en el título. 5. CONSIDERACIONES FINALES
Llegados a este punto, es momento de “recoger las redes” y ver qué cuestiones quedan pendientes para el futuro, a qué problemas ha de dar respuesta la Historia de la literatura griega y latina. Para empezar, hay que pronunciarse en torno a la conveniencia de esa misma Historia y, si la respuesta es positiva, especificar cómo ha de ser ésta154. A pesar de las muchas reticencias que, como se señalaba al principio, 154
Sobre el debate, considerado en términos generales, vid. D. Perkins, Is Literary History Possible?, Baltimore, 1992. En las páginas introductorias a la versión inglesa de su obra (Latin Literature: a History, cit.), Natale Conte reflexiona sobre la posibilidad y el método de una historia de la literatura latina; vid. también M. Hose, “Einleitung. Grundlinien der antiken Literaturgeschichte”, Meisterwerke der antiken Literatur. Von Homer bis Boethius, ed. Martin Hose, Múnich, 2000, pp. 9-15. Se encuentran, asimismo, estudios centrados en problemas concretos, como el de la periodización, abordado por M. Fuhrmann, “Die Epochen der griechischen und der römischen Literatur”, Griechenland und Rom. Vergleichende Untersuchungen zu Entwicklungstendenzen und -höhepunkten der antiken Geschichte, Kunst und Literatur, eds. E. Günther Schmidt et. al., Tbilissi - Erlangen – Jena, 1996, pp. 347-364, o en cuestiones metodológicas
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suscita este género de trabajos entre los especialistas, su necesidad es obvia, no sólo como primer instrumento conceptual y de información bibliográfica, sino también en la medida en que es susceptible de configurar la visión de un todo y el sentido dentro éste de obras y autores. Otra cosa es cómo deba realizarse esto. Llama la atención que desde hace casi doscientos años se haya mantenido prácticamente invariable la designación de las obras que aquí estamos tratando. Siempre se habla de “Historia de la literatura”, lo que supone combinar dos saberes que no siempre han caminado, ni caminan, al unísono155. Hablar de historia presupone pensar en términos de diacronía y progresión en el tiempo. Si esto se aplica a la literatura, necesariamente obliga a pensar en el desarrollo de la misma en un determinado período. Las realizaciones más logradas de este enfoque son, como queda dicho, las de la filología alemana del siglo XIX y primera mitad del XX. Su método, usualmente designado como “histórico-filológico”, suele ser denostado, tachado de caduco e improductivo en la actualidad, pero se siguen escribiendo “historias de la literatura”. A menudo se dice que el esquema cronológico se mantiene únicamente con vistas a proporcionar algún tipo de coherencia al conjunto de la obra, en tanto que, o bien se confía cada parte a un autor distinto, con una metodología propia, o bien se procede “por cortes”, con estudios sincrónicos para cada período histórico, pero los resultados de estas “mezclas” a veces son decepcionantes. En el estudio de las literaturas griega y latina se han producido cambios metodológicos sustanciales, reflejo, lento en ocasiones, de lo que sucedía en las literaturas “modernas”. De la extensa nómina de nuevas perspectivas, se pueden mencionar por su interés y aportaciones al conocimiento de las literaturas clásicas las diversas ramas de la sociología de la literatura, los estructuralismos (fundamentalmente, los estudios de psicología social de la escuela de Vernant, Vidal-Naquet y Detienne para la literatura griega), la antropología cultural de la Geistesgeschichte y el Tercer Humanismo o los estudios sobre recepción156; en el caso particular de Italia hay que recordar la enorme
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particulares, como la relación de la historia de las las literaturas clásicas con la teoría de la recepción, tratada por R.J. Hexter, “Literary history as a provocation to reception studies”, Classics and the uses of reception, ed. de Ch. Martindale - R.F. Thomas, Oxford - Malden (Mass.), 2006, pp. 23-31. Vid. K. Büchner, “Römische Geschichte und Geschichte der römischen Literatur”, ANRW 1.2(1972)759-780. Existen, naturalmente, otros muchos enfoques, algunos de ellos con interesantes aportaciones en el campo de las literaturas griega y latina, pero no tan trascendentes como los mencionados. Al respecto, vid. J. Alsina, Teoría literaria griega, Madrid 1991, pp. 33-50; C. Miralles, “Introducción general”, Historia de la Literatura Griega, J.A. López Férez (ed.), Madrid 1988, pp. 9-29, esp. 24-29; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, La didattica del latino e del greco, ed. G. Pucci, Roma 1988, pp. 53-70, esp. 64-69.
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influencia que ha ejercido sobre varias generaciones de estudiosos la crítica literaria y estética de Benedetto Croce. Ahora bien, estos cambios, ¿también se han producido en el ámbito de la Historia de las literaturas griega y latina? De acuerdo con lo que hemos visto, habría que responder que sólo en parte. En realidad, a lo más que se llega es a combinar la perspectiva histórica con estas nuevas orientaciones, pero siempre aplicadas sectorialmente, por partes, sin que lleguen a determinar o conformar en lo sustancial el planteamiento general de la obra157. Tan sólo algunos trabajos de última hora, como Lo spazio letterario, o el breve estudio de La Penna, suponen un avance significativo en este sentido158. Significativo, pero no definitivo, porque todavía se insiste en la necesidad de no abandonar, bajo ningún concepto, el armazón histórico ni, por supuesto, desechar el fundamento filológico de toda historia literaria (punto éste en el que hay acuerdo unánime). A lo sumo, se pide que se corrijan algunos excesos o defectos, como el desmedido apego al autor, a su biografía, ahora sustituido por el interés preferente por la obra literaria, y se recomienda la combinación de lo ya conocido con las nuevas perspectivas, en especial las de la sociología159 (lo que, una vez más, nos lleva de nuevo al permanente problema del acuerdo y el desacuerdo entre sincronía y diacronía), pero también otras de reciente incorporación, como la atención a las influencias entre literaturas como elementos conformadores de las mismas, la consideración de los grandes temas abordados en ambas literaturas como ejes vertebradores de las mismas o, en fin, la búsqueda de su contemporaneidad, que no es sino otra manifestación de su intemporalidad, es decir, de su condición de clásicas. Un problema no menor es el de la identificación del objeto de estudio o, lo que es lo mismo, su delimitación. Se observa, en efecto, una cierta tensión entre el conjunto (las literaturas griega y latina) y sus partes, y entre aquél e instancias de orden superior. Una tensión que gira en torno al alcance de la 157
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Evidentemente, aquí se parte del hecho de que no se puede confundir el estudio de la literatura con el de la historia de esa misma literatura, como hacían los historicistas (vid. al respecto Alsina, p. 30; K.R. Popper, La miseria del historicismo, trad. esp., Madrid 1961). En su reseña al quinto volumen del nuevo Handbuch der Altertumwissenschaft, publicada en la Bryn Mawr Classical Review (http://bmcr.brynmawr.edu/1994/94.07.02.html [cons. abril 2013]), James J. O’Donell sostiene que, en realidad, buena parte de las historias de la literatura latina publicadas en los últimos decenios del siglo XX (cita expresamente las obras de M. von Albrecht, A. Dihle y G.B. Conte) son convencionales en sus planteamientos metodológicos, y sólo reconoce la condición de “nuevo tipo de historia literaria de Roma” a Lo spazio letterario di Roma antica, en la medida en que no se ha permitido que en ella domine ni la disposición cronológica ni la atención al género literario, sino más bien las funciones del texto, a saber, su producción, circulación, uso, pervivencia y recepción. Vid. C. Miralles, “Introducción general”, cit., p. 28; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., pp. 69-70; P. Fedeli, “Introduzione metodologica sugli indirizzi e i contenuti dello studio della letteratura latina”, La didattica del latino, Foggia 1987, pp. 68-84, esp. 78-80.
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descripción histórica, concebido aquél no tanto en términos de límites señalados por hitos cronológicos, sino como medida y equilibrio. Predominan, bien es cierto, los trabajos que trazan la historia completa de una y otra literatura, pero paulatinamente crece el número de obras que consideran determinados períodos como objetos de estudio dotados de entidad histórica propia, tales como el arcaísmo griego, el helenismo, el período imperial, el cristianismo o la Antigüedad tardía. En sentido opuesto, se observa igualmente un interés, todavía incipiente, por superar la tradicional división entre cultura griega y cultura latina (y, por tanto, entre sus respectivas literaturas) en aras de una perspectiva más amplia, supuestamente más coherente: la de una civilización única, manifestada diversamente en el tiempo y en el espacio. Situada entre ambos impulsos contrapuestos, la historia de las literaturas griega y latina mantiene una posición en apariencia sólida y estable. No puede ignorar, sin embargo, tales tensiones, y la consecuencia que de ellas se deriva: el cuestionamiento, otra vez, de su identidad. Durante este último período, también ha cobrado importancia creciente el problema de la autoría. La progresión imparable del conocimiento, su avance en extensión y en profundidad, parece abocar, en el caso de obras como las que aquí se consideran, al abandono de la autoría única en favor el trabajo en equipo, que ofrece mejores garantías toda vez que cada parte es asignada a un especialista competente en la materia (por no hablar de ventajas más prosaicas, como el ahorro de tiempo y esfuerzo). Así, la realización por un solo autor de obras monumentales como las que vieron la luz a finales del siglo XIX y comienzos del XX se antoja cosa de un pasado irrepetible160: la mayoría de las historias de las literaturas griega y latina que se han publicado en los últimos decenios son, de hecho, obras colectivas. Ahora bien, hay aquí un precio que se debe pagar, en ocasiones elevado. En efecto, se corre el riesgo de que tales obras acaben convirtiéndose en meras agregaciones de membra disiecta, yuxtaposiciones de partes que poco o nada tienen que ver entre sí. No es tarea fácil –por no decir casi imposible– imponer a un grupo de autores criterios únicos que garanticen la homogeneidad y coherencia que se precisa para que la obra revele una unidad de propósito, una concepción general que le dé sentido. Muchos de los títulos mencionados en las páginas previas adolecen de esta carencia, particularmente aquellos que se organizan en función de esquemas históricos, donde la exigencia de un relato unitario es más imperiosa. Baste, por no alargar este punto, con una prueba por vía de contraste: la excelente acogida que han recibido obras debidas a la mano y la inspiración de un autor único (Dihle, Fuhrmann, Conte, von Albrecht, Rutherford...) indica con claridad hasta qué punto es importante dotar a estos trabajos de coherencia y sentido. 160
Vid. Della Corte, p. 13.
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Además de estas cuestiones de orden metodológico, hay otras de menor entidad, aunque igualmente insoslayables. Una que viene de muy antiguo es el del objeto de esa Historia de la literatura, que no es sino el del estudio literario como tal: frente a la óptica idealizante, que sólo atendía a lo escrito con intención estética, parece haberse impuesto la idea de que literatura es “toda la masa de textualidad”161 producida en Grecia y en Roma. Con vistas a superar esta polémica también se ha aducido que no se trata de preguntar qué es la literatura, sino cómo funciona la comunicación por medio de la literatura162, lo que nuevamente nos lleva al ámbito de los estudios sociológicos. Por otro lado, corresponde a este mismo ámbito del objeto de la historia literaria la incorporación de nuevos materiales de estudio, nuevos textos que han enriquecido nuestro conocimiento de la literatura griega y, en menor medida, latina. Estas aportaciones se han producido, fundamentalmente, a través de los hallazgos papiráceos, tanto en Egipto como en Herculano. Las cifras que se manejan son importantes: se habla de decenas de millares de papiros, documentales en su mayor parte, y bastantes menos de carácter literario (en torno a unos cinco mil). La mayor parte corresponden a obras y autores griegos: gracias a ellos se ha podido recuperar en parte o totalmente autores tan importantes como Menandro, Baquílides, Timoteo, el historiador de Oxirrinco, Hipérides, Herodas, Cércidas... En otros casos, han supuesto aportaciones importantes a textos ya conocidos (Hesíodo, Arquíloco, Alcmán, Safo, Alceo, Estesícoro, Píndaro, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristóteles, Calímaco). La literatura latina, en cambio, apenas se ha visto beneficiada con estos descubrimientos. Una de las tareas inexcusables de toda Historia de la literatura griega y, en menor medida, latina, que se precie es la de hacerse eco de los adelantos que se han producido a raíz de estos hallazgos163. El catálogo de cuestiones de concepto sería interminable. Como botón de muestra, haremos alusión sólo a dos problemas que han condicionado, y todavía lo hacen, las historias de las literaturas clásicas desde hace ya bastante tiempo. El primero es el de las relaciones entre la literatura griega y la literatura latina o, lo que es lo mismo, la polémica sobre la originalidad de la literatura latina y su consideración como una simple prolongación de la griega con otro soporte lingüístico. Frente a los excesos de otros tiempos, en la 161
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La expresión se encuentra en las páginas introductorias del volumen I de Lo spazio letterario di Roma antica, Roma, 1989. C. Miralles, “Introducción general”, cit., p. 28; I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., p. 27. Vid. I. Gallo, “Nuove acquisizioni e nuovi orientamenti nello studio della letteratura greca”, cit., pp. 58-59; E.J. Kenney, “Libros y lectores en el mundo de la antigua Roma”, Historia de la Literatura Clásica (Cambridge University). II. Literatura latina, cit., pp. 15-47, esp. 16.
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actualidad se tiende, ante todo, a subrayar la existencia de un núcleo literario autóctono, quizá previo a la influencia griega, que se ha mantenido y, en ocasiones, se ha manifestado con especial fuerza, como es el caso de la reacción arcaizante del IId.C. Ello no obsta para reconocer la importancia determinante de la impronta cultural griega, muy anterior a lo que se pensaba hasta ahora. Se trata, pues, de un proceso complejo, para cuya comprensión son claves conceptos como el de la imitatio o perspectivas como la que depara el estudio de los géneros literarios. No es descabellado pensar que una apuesta decidida por la concepción de una Historia de la literatura clásica en sí misma, sin distingos entre lo griego y lo latino, ayude en la resolución del problema. Otra cuestión igualmente importante, aunque con menos solera que la anterior, es la de la oralidad de las literaturas griega y latina. Es éste un problema planteado sobre todo desde la sociología de la literatura (en especial a partir de los estudios de Milman Parry sobre Homero y la épica arcaica), pero ya aceptado y asumido por la totalidad de los investigadores, sea cual sea su adscripción metodológica y científica. En términos generales, se extiende la idea de que estas literaturas han sido escritas, en buena parte, para ser escuchadas, a menudo de forma comunitaria. Esto, como es lógico, supone un profundo cambio a la hora de entender y valorar la producción literaria de griegos y romanos. Concluye así este largo y, a la vez, sumario repaso de lo que ha sido la historia de las historias literarias greco-latinas. Como se decía al principio, no es cuestión que haya preocupado en demasía a los investigadores correspondientes, y quizá haya motivos para ello. En cualquier caso, se trata de un asunto al que se ha de prestar atención. Es muy posible, además, que al cabo de estas páginas quede la impresión de que hay todavía muchas cuestiones y cabos pendientes. Probablemente así sea: este estudio no pretende tanto dar respuestas como dejar sobre el tapete los problemas... y los datos. El resto corre por cuenta del lector.
UNA SÍNTESIS DE HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA FERNANDO RIVAS PERÍODOS O FASES DE LA HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA
Según Collingwood, “en el desarrollo de la historiografía europea podemos diferenciar tres grandes fases: la primera habría tenido lugar en Grecia, durante el siglo V a.C., y en ella surgiría la idea de la historia como una forma de investigación; la segunda habría nacido en el IV d.C. con la aparición de la historiografía patrística, y culminaría con la tercera fase, que se dio en el s. XIX, en la que la historia adoptará su modalidad científica”1. La segunda fase de la historiografía europea, la historiografía patrística, debe ser incluida dentro del proyecto apologético que comenzó en el cristianismo con el siglo II y tuvo su final en el VII, con un doble objetivo: por un lado convencer a los de dentro y por otro dialogar y rebatir a los de fuera. Los cristianos tenían buenos argumentos para este debate: creían disponer de la fuente más antigua y fiable (la Escritura), conocer el origen del mundo y ser el pueblo elegido. En este sentido no deja ser curiosa la coincidencia entre el reconocimiento legal del cristianismo por parte del Imperio (313, el llamado edicto de Milán) y la aparición de los primeros escritos historiográficos propiamente cristianos (la primera edición de la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea se llevó a cabo en torno al 312, mientras el Sobre la muerte de los perseguidores de Lactancio se escribió hacia el 316), así como la decadencia y posterior disolución de la historiografía cristiana en otros géneros cuando el paganismo desapareció de las fronteras del Imperio. A su vez, y en lo referente a la historiografía patrística escrita en griego, se pueden distinguir cinco períodos2: 1) El primero se inicia con el autor de Lucas-Hechos (primer escritor cristiano que propone una historiografía basada en cánones clásicos: diferenciación entre las tradiciones sobre Jesús –evangelio- y tradi1
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R. G. Collingwood, Idea de la historia. Edición revisada que incluye las conferencias de 19261928, México, FCE, 2004, p. 109 H. Inglebert, pp. 551-553.
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Fernando Rivas ciones sobre la Iglesia –Hechos-, sincronismo entre ambas tradiciones y la historia política de su tiempo, importancia de los discursos, etc.) y tiene su final hacia la segunda mitad del s. II con Hegesipo. Su origen se encontraría en la historiografía judia palestinense, y en ella los procedimientos cronológicos de datación (genealogías o sucesiones) se ponen al servicio de las concepciones teológicas (sucesiones episcopales y herejías) y la conservación de la memoria histórica de la Iglesia. 2) Un segundo momento, que iría desde el 150 al 220, habría tenido su origen en una tradición apologética judeo-helenística cercana al ámbito alejandrino, basada en el cómputo de los LXX y la anterioridad de Moisés sobre Homero; y tendría entre sus principales representanes a Taciano, Clemente de Alejandría, Ireneo de Lyon y Teófilo de Antioquía. Melitón de Sardes supone una novedad dentro de esta corriente al afirmar, hacia el 180, la conexión entre la paz imperial y el crecimiento del cristianismo. 3) La tercera época, que iría desde el 220 al 312 (Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea), tiene como principal característica el abandono de las tradiciones judías así como la coordinación, en las crónicas universales, de tradiciones bíblicas y clásicas, lo que favorecía el diálogo entre la cultura cristiana y la pagana así como la inserción del Imperio romano en la economía divina. Entre los dos modelos predominantes: Hipólito de Roma y su opción por la cronología bíblica, y Julio Africano, más cercano a la sincronía y coordinación de Escritura y tradición clásica, se optó por este último. 4) El cuarto período, del 312 al 450, coincide con la victoria política y social del cristianismo y supuso la aparición de dos géneros historiográficos específicamente cristianos: la historia eclesiástica, sobre la base de Eusebio de Cesarea, y la hagiografía, que tendría como primer representante a Atanasio. A ellas habría que sumar las obras de Epifanio de Salamina y su historia de las herejías, así como las de Agustín (especialmente la Ciudad de Dios), Orosio y Filipo de Side. En esta fase asistimos a la mezcla de aportaciones clásicas con las del mundo bíblico, con el fin de reafirmar la universalidad geográfica de la misión cristiana. 5) La quinta fase, que iría desde el 500 al 630, supone un debate dominado casi en su totalidad por los historiadores cristianos desde una doble perspectiva: mientras los historiadores laicos primaban la historia político-militar según las normas clásicas (Procopio), los clérigos optaron por insertar las tradiciones mitológicas, ya en declive, en la historia común de las crónicas universales cristianas (Juan Malalas).
Una síntesis de Historiografía Patrística
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Entre los autores cristianos de lengua latina la historiografía no ocupó un lugar importante entre sus escritos hasta después de 380, y entre los sirios hasta después del 500, por lo que las fases o períodos son muy diferentes de los de lengua griega, aparte de depender en gran medida de ellos. AUTORES Y OBRAS PRINCIPALES DE HISTORIOGRAFÍA
Las primeras obras de historiografía patrística, las crónicas, han sido compuestas por Julio Africano y el (Pseudo)Hipólito. Sin embargo, mientras la Cronografía de Julio Africano, compuesta hacia el 221, pone en paralelo los acontecimientos narrados por la Biblia con los sucesos de la historia profana, para mostrar así la prioridad de la historia bíblica en relación a las historias de los demás pueblos, la Crónica de Hipólito, escrita alrededor del 235, se centra en la Biblia: en primer lugar la historia de los patriarcas (de Adán a Noé), seguida del diamerismos, es decir, la división de la tierra enre Sem, Qam y Jafet, y después, el stadismos, o la distancia en estadios entre diversas ciudades o naciones; a continuación encontramos la historia de los patriarcas, los hijos de Noé, los jueces y los reyes y datos de la Pascua; por último aparece la historia de los reyes de Persia y las olimpíadas, con los anexos de la lista de los profetas y profetisas, los reyes de Judá y Samaría, los sumos sacerdotes, los reyes de Macedonia y los emperadores romanos. Con Eusebio de Cesarea se da carta de naturaleza y madurez intelectual a la historiografía cristiana. A pesar de haber limitado más el tiempo de estudio (no comienza, como era habitual en otras crónicas cristianas, con Nino, rey de Asiria), va a desarrollar un proyecto históricamente más ambicioso que el resto de historiadores cristianos anteriores, una obra nueva que nadie antes de él había soñado escribir. Retoma las aportaciones de Julio Africano, pero las completa con otras crónicas profanas. En muchos casos realiza una tarea de compilación, pero muy diferente de la llevada a cabo por los eruditos paganos de fines del Imperio, porque su propósito es mostrar que los sucesos escritos forman parte de un orden (designio divino de salvación) que tenía por centro el nacimiento de Cristo. El hecho histórico de que el Imperio comenzase a ser cristiano, obligaba a considerar a los creyentes en Cristo no como marginados, sino integrados en el Imperio, que pasa a ser visto como imitación del Reino de Dios, al tiempo que el emperador se convierte en el nuevo Moisés y la Iglesia en imagen de la Ciudad celeste. Para ello se hace preciso mostrar, en primer lugar, la antigüedad de la doctrina judeo-cristiana y, en segundo lugar, presentar un modelo de historia providencial, a cuyo servicio estarán las listas episcopales de las comunidades más importantes, los intelectuales eclesiásticos, los hereje, los merecidos castigos del pueblo judío y las persecuciones sufridas por los cristianos. La historia que Eusebio
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ofrece se basa de hecho en una gran cantidad de documentos auténticos, algo muy novedoso desde el punto de vista metodológico. El género historiográfico inaugurado por Eusebio de Cesarea no desaparece con él sino que tuvo una gran fortuna dentro del mundo de lengua griega durante los siglos V y VI, con una serie de obras que, a pesar de la diversidad cronológica y doctrinal, se centran en el estudio de la parte oriental del Imperio. El primero en comenzar sería Gelasio de Cesarea, obispo de dicha sede, que escribió una Historria eclesíastica que completaba la de Eusebio; con posterioridad encontramos la Historia eclesiástica de Sócrates, que narraba los acontecimientos eclesiásticos desde Diocleciano hasta el 439; la Historia eclesiástica de Sozomeno, algo posterior, donde se describen los sucesos que van del 324 al 425, la Historia eclesiástica de Filostorgio, que prosigue la narración hasta el 425, pero desde el punto de vista arriano, y la Historia eclesiástica de Teodoreto de Ciro,en la que se narran los acontecimientos comprendidos entre el 325 y el 428. En torno al 434 Filipo de Side publica su Historia cristiana, una enciclopedia histórica que va desde el primer capítulo del Génesis hasta el 426. A ellas habría que añadir la Historia eclesiástica de Hesiquio (c. 450), la Historia eclesástica de Gelasio de Cízico, compuesta hacia el 475, y la Historia de Juan Diacrinomenos, que abarca la historia de la Iglesia entre el 429 y el 518. En siríaco encontramos la Historia eclesiástica de Juan de Éfeso, que comenzaba con Julio César y finalizaba en el 585. En griego, pero ahora en el s. VI se encuentra la Historia de la Iglesia de Evagrio el Escolástico, que describe los acontecimientos desde el 431 al 594. Por último, hay que señalar una serie de obras cuyo contenido consiste en un resumen de otras obras anteriores, entre las que destaca la Historia tripartita, compilación de Sócrates, Sozomeno y Teodoreto de Ciro, publicada hacia el 530. El éxito de Eusebio es tal que incluso algunos de los mismos disidentes religiosos como los arrianos Sabino o Filostorgio, el nestoriano Juan de Éfeso o los monofisitas Juan Diacronomenos, Basilio de Antioquía y Timoteo Eluro aprovechan la fórmula eusebiana para describir la historia desde el punto de vista de los vencidos. Sin embargo en otros casos el proyecto cultural integrador de Eusebio de Cesarea no fue continuado, sino que su historia eclesiástica global fue fragmentada en diversas historias: de clérigos, emperadores, monjes, herejes y otros cristianos, algo que ya podemos descubrir en Teodoreto de Ciro, por otra parte gran admirador de Eusebio, que comprondrá, junto a una Historia eclesiástica, una historia de los monjes (Historia filotea) y un tratado sobre los herejes. A esta oposición vienen a sumarse la de los laicos, que defenderán la tradición clásica enseñada en las escuelas, rechazando la reducción de la cultura cristiana a la cultura clerical.
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En la parte occidental del Imperio las historias eclesiáticas se centran en las Crónicas y un modelo de composición relacionado con los personajes ilustres cuyo iniciador fue Jerónimo, con su De viris illustrius (c. 392), en conexión con la obra homónima de Suetonio en el s. II. A Jerónimo le seguirán toda una seriede historiadores que compondrán otros escritos con el mismo título: Genadio de Marsella (por el 480), Isidoro de Sevilla (entre el 615 y el 618) e Ildefonso de Toledo (c. 667). En todos los casos la historiografía latina se caracteriza por su orientación universal como podemos descubrir en el De civitate Dei de Agustín, las Historias contra los paganos de Orosio (que parte de Adán y llega hasta el 417 d.C., organizando todo en torno al esquema de cuatro reinados universales) e incluso aparece en las obras dedicadas a los pueblos germánicos que encontramos a partir del s. VI, entre las que destacan la Historia de los godos de Casiodoro (c. 535), la Historia de los francos de Gregorio de Tours (c. 591) y la Historia de los longobardos de Pablo Diácono. En cualquier caso, a partir del 550, fin del sistema escolar clásico en Italia, se observan dos tendencias: por un lado una tendencia de carácter ascético, donde se despreciaban todo tipo de conocimiento, incluidos los históricos, mientras la otra tendencia, dentro de la cual habría que incluir a los monjes irlandeses e Isidoro de Sevilla, en la que se retomaban los saberes clásicos, pero ahora en forma de enciclopedia, al no ser necesaria la función apologética de la historia. FORMA Y GÉNEROS LITERARIOS PREDOMINANTES EN LA HISTORIOGRAFÍA PATRÍSTICA
Una de las más antiguas formas de historia cristiana es la relacionada con las actas de los mártires, con un fondo histórico auténtico en muchos de los casos3. Junto a las actas de los mártires encontramos uno de los géneros literarios más específicos de la historiografía, la cronología, utilizada por los cristianos de lengua griega a partir del 160 en dos formas: los cómputos (especialmente en Taciano, Teófilo de Antioquía y Clemente de Alejandría) y la crónicas universales (a partir del 220, con Julio el Africano e Hipólito de Roma entre sus principales representantes). Mientras las crónicas paganas sitúan los acontecimientos que marcan la historia en relación con un cómputo de refrencia: los reyes, las fechas de las olimpíadas, los diferentes consulados, el año de fundación de Roma…; la crónica cristiana está sacada del AT o NT, bien para hablar de la creación del mundo, el centro de la historia en el nacimiento de Jesús y el final de los tiempos en la parusía, a los que vienen a añadirse las sucesiones de los patriarcas o de los obispos. Y esto en una doble modalidad, mientras Hipólito de Roma prefirió una crónica estrictamente bíblica, Eusebio de Cesarea estableció un paralelo, que se va a a 3
Gilles Dorival, Les formes et modèles littéraires, 138-188, en B. Pouderon, pp. 171-172.
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mantener, entre historia civil e historia bíblica. En cualquier caso los cronistas cristianos diluyeron los dominios tradicionales (político y militar) de la historia en pro de un predominio de los aspectos religiosos, lo que supone una auténtica novedad con respecto a la historiografía clásica. A comienzos del s. IV, Eusebio de Cesarea va a crear una nueva forma de escribir la historia: la historia eclesiática, que se caracteriza por una reformulación de las historias paganas, en cuanto ahora se habla de la historia de la guerra entre los cristianos que forman una nación, donde las sucesiones episcopales reemplazaban a las dinastías monárquicas, cuyo jefe es Cristo, y sus adversarios, una historia que se configura con un carácter providencial (la encarnación coincide con el nacimiento del Imperio romano, la Iglesia una y universal coincide con el Imperio unificado y universal bajo el poder de Constantino), incluso con una nueva forma de escribir la historia (mientras en la historiografía pagana primaban los discursos sobre los documentos auténticos, en Eusebio es justo al contrario, citando sus fuentes como pruebas, con un procedimiento casi de tipo anticuario o jurídico), donde encontramos también sus héroes, que en este caso van a ser los mártires (especialmente Orígenes), frente a los antihéroes (los perseguidores, heréticos y judíos)4. En el mismo período en que se crea la historia eclesiástica aparecen las vidas de los santos como género histórico, cuya primera referencia encontramos en la Vida de san Antonio de Atanasio: el género hagiográfico toma el testigo de la literatura relacionada con los mártires, aunque añadiendo algunos elementos de las biografías de personajes famosos de la Antigüedad, las aretologías de ciertos dioses o diosas e incluso algunos capítulos de la Historia eclesiástica de Eusebio (especialmente los que tratan de la vida de Orígenes). Es así como encontramos la Vida de santa Macrina, escrita por su hermano Gregorio de Nisa hacia el 380, el Diálogo histórico sobre la vida y las costumbres del bienaventurado Juan, elaborado por Paladio sobre Juan Crisóstomo, y la Vida de santa Melania la Joven, fallecida por el 450, así como las numerosas vidas de santos que encontramos en este período: Hipacio, Simeón el Estilita, Porfirio, etc., donde el tema de la imitaciòn de Cristo ocupa un lugar central de la narración. En estrecha conexión con estas vidas de santos podríamos colocar los elogios fúnebres que, aunque tienen un fuerte influjo de la Antigüedad clásica, han sido cristianizados en buena medida, como podemos descubrir en el Elogio de Basilio de Cesarea, escrito por su hermano Gregorio de Nisa.
4
Gilles Dorival, Les formes et modèles littérarires, pp. 173-174.
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CONCLUSIONES
La historiografía patrística se configurar como continuadora de la herencia bíblica y en diálogo-confrontación con la cultura greco-romana (paideia). Con respecto al primer nivel, la historiografía patrística heredará del mundo bíblico el carácter lineal del tiempo (frente a cualquier tipo de comprensión cíclica), con un inicio (génesis) y un final (apocalipsis). Es en este tiempo donde se juega tanto el sentido como el futuro de nuestras vidas: el tiempo adquiere una profunda densidad porque la historia humana está atravesada en todos sus segmentos por la relación entre Dios y los seres humanos y se convierte, de esta manera, en historia de salvación o historia sagrada. Además, y frente al localismo y nacionalismo imperantes en la historiografía greco-romana, la historiografía patrística va a tener un carácter universal, no ligado a las cuestiones de raza o nación, que quedan en gran medida superadas por la temática religiosa, así como la tendencia a transformar los aspectos más deterministas e impersonales (asociados a la existencia del Fatum o Tychê, al cual quedan subordinados tanto los seres humanos como los dioses) por una voluntad benéfica y personal divina a la que se va a denominar Providencia, con el esfuerzo por desentrañar sus designios (economía). Por último, la centralidad de Cristo, que se convierte, de esta manera, en el eje en torno al cual se va a configurar el tiempo (antes y después). El diálogo-confrontación entre el cristianismo y la cultura clásica (paideia) supuso no sólo una reformulación en los contenidos del conocimiento, sino también una modificación en el equilibrio entre los diferentes saberes. En concreto, mientras la historia tenía para el mundo pagano una función predominantemente moral y política (ejemplar), preocupándose por lo que se podía conocer gracias a la investigación (de aquí la predilección por los sucesos contemporáneos), con una especial atención a la calidad literaria de la obra, donde la cronología servía sobre todo para descubrir las causas, los cristianos van a contemplar la historiografía como un intento de comprender la economía divina con la humanidad, lo que permitía distinguir entre historia sagrada y profana, al tiempo que utilizar la historiografía para preservar la memoria de un pasado venerable. Al mismo tiempo, mientras en la cultura greco-romana hay dos polos en la arquitectura de los saberes: la retórica y la filosofía, en la cultura cristiana vamos a encontrar tres: la oratoria para la predicción, la teología y la historia, y una historia que no va a ser sólo discurso ejemplar o de propaganda, sino modelo de la vida en Dios, bien en el plano individual (hagiografía) o colectivo (historia eclesiástica). Por otra parte, se va a producir una nueva integración entre los saberes de la cultura cristiana sobre la naturaleza reunidos en los diferentes hexamerones (narración de los seis días de la creación) y los saberes sobre el ser hu-
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mano presentes en la crónicas cristianas herederas en buena medida de las tradiciones paganas (historia etnografía, geografía). De esta manera se van a reunir ambos saberes en una historia universal de salvación con un carácter enciclopédico, algo que va a ser intentado entre el 370 y el 450 en formas diversas: bien como una historia religiosa del mundo estructurada por la clave de la herejía (Epifanio de Salamina, Filastro de Brescia), bien por la presentación de una cultura cristiana general (como encontramos en Agustín y su Ciudad de Dios); bien por la vuelta a la síntesis entre cultura cristiana global, bíblica y profana (véase Felipe de Side y su Historia cristiana), en el fondo una combinación de los saberes de los hexamerones y las crónicas. Además, mientras la historiografía clásica resalta la función erudita y pragmática de la historia (magistra vitae), la historiografía patrística va a tener una cuádruple función: en primer lugar tendrá una función testimonial (sirve para testimonio de la acción de Dios en el mundo, al tiempo que sitúa a Dios como auténtico maestro, mientras el historiador queda reducido a ser un mero testigo); en segundo lugar, la historiografía patrística pretende edificar a las generaciones presentes y futuras mediante el exemplum de los personajes ilustres (santos sobre todo); en tercer lugar, tiene una finalidad terapéutica (el recuerdo de los hechos del pasado ayuda a olvidar las desgracias del presente); y por último, la historiografía patrística tiene una finalidad apologética sobre todo las tres acusaciones de los paganos (el cristianismo como doctrina reciente; los diferentes grupos cristianos impiden descubrir cuáles son los auténticos cristianos y que la religión cristiana es culpable de los males del imperio). A la primera acusación se encargan de responder las Crónicas, a la segunda las Historias eclesiásticas y a la tercera la Ciudad de Dios de Agustín y las Historias de los paganos de Orosio. Por último, mientras los autores de la historiografía clásica fueron personajes ilustres, la historiografía patrística ha sido compuesta en su mayor parte de personajes de segunda filas (sacerdotes, diáconos, laicos…)5. En este sentido, la historiografía patrística influirá de manera decisiva en algunos aspectos o tendencias de la historiografía cristiana, el ser una historia universal, providencial y apocalíptica que divide la historia de épocas: universal supone que no sólo afecta a toda la humanidad, sino que además intenta remontarse al origen del ser humano y de las diversas civilizaciones, lo mismo que a su final; providencial significa que los procesos históricos son asociados en sumás profundo sentido a la Providencia divina, aunque el ser humano pueda oponerse a ella; apocalíptica señala la importancia central de Jesucristo en todo proceso histórico, bien como preparativo, bien como cumplimiento, bien como promesa, dividiendo la historia en dos. A partir de 5
E. Sánchez Salor, Historiografía latino-cristiana…, pp. 54-61).
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esta división en dos, se tenderá fácilmente a la posterior subdivisión en períodos, con características peculiares cada uno6. Por otro lado, la historia eclesiástica, al diferenciar entre Iglesia y sociedad va a permitir la desecularización de la historia profana que, aunque era utilizada para la construcción de la historia eclesiástica, va a focalizarse, a partir de este momento, más sobre el significado religioso de los acontecimientos que sobre su propia dinámica interna. “Los cristianos, griegos y latinos, realizaron una síntesis entre las aportaciones bíblicas y la paideia, pero esto no fue posible más que gracias a una temática propia, la de la misión. A la universalidad pasada, según los cuadros bíblicos, ellos añadieron la integración de toda la historia profana común, la seguridad de la universalidad futura de la cristianización universal, preludio de la parusía, temática sin embargo cristianizada de la universalidad romana, y por la integración de la misión cristiana” (Inglebert, p. 544). En este sentido podemos afirmar que la historiografía patrística llevó a cabo la unión de tres ideales universales: la misión evangélica, la paideia griega y el Imperio romano. Los cristianos del período patrístico afirman que la economía divina no se terminaba con Jesús, sino que después de la acción creadora del Padre y salvadora del Hijo, la del Espíritu tenía como finalidad principal dirigir la misión cristiana hasta el fin de los tiempos. Mientras la tradición judía, en su versión rabínica, quedaba anclada en una continua reactualización de la Torá, y los pensadores greco-romanos afirmaban que el Imperio romano era el fin de la historia, los cristianos consideran que el pasado y el presente van a ser sobrepasados por el futuro. Esto dará como resultado mientras las historias judías y paganas estaban acabadas, las de los cristianos proseguían. Esta atención de los cristianos al futuro, en el ámbito de la historiografía, tuvo diversas consecuencias: en primer lugar, se crearon nuevos géneros históricos (la crónica universal, que incluye la historia bíblica; la historia eclesiástica y la hagiografía), en segundo lugar la nueva reordenación de los saberes, donde la historía es puesta al lado de los saberes esenciales (cultura retórico-literaria y filosofía), en tercer lugar, la subordinación de los hechos a una concepción religiosa; por último, la alta consideración del futuro permite considerar el pasado hebreo como distante, por lo que algunas partes de la historia bíblica quedaban reducidas a erudición y a meros exempla. La historiografía patrística ha nacido, pues, de una situación de encuentro y diálogo con el mundo pagano. El triunfo del cristianismo en el Imperio romano y el establecimiento de una ortodoxia han contribuido al cambio de la historiografía patrística hasta su disolución en otros géneros. En todo su 6
Cf. R. G. Collingwood, Ob. cit., pp. 113-114.
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desarrollo asistimos a dos tendencias y fases dentro de la historiografía patrística: mientras unos pensadores llegaron a afirmar que con la historia bíblica bastaba, y que por tanto la historia profana no era necesaria; otros, en cambio, consideraron que la menor incidencia social del paganismo permitía asumir sin peligro las tradiciones antiguas, al no tener un valor religioso, sino simplemente cultural. Por otro lado, mientras en una primera fase, que iría del 160 al 450, va a predominar la finalidad apologética; la segunda, que aparece con posterioridad al 500, permitirá el desarrollo de los elementos religiosos (como historias nacionales en Occidente o historias eclesiásticas en Oriente) o retomar ciertos elementos de la cultura clásica. BIBLIOGRAFÍA R. L. P. MILBURN, Early Christian Interpretations of History, Londres, 1954; R. M GRANT, “The uses of History in the Church before Nicea”, Studia Patristica, 11, Berlín 1978, pp. 166-178; J. H. W. G. LIEBESCHUETZ, “Ecclesiastical Historians on their own Times”, Studia Patristica 24, Berlín 1993, 151-163; G. F. CHESNUT, The First Christian Histories, París, 1977; E. SÁNCHEZ SALOR, Historiografía latino-cristiana. Principios. Contenido. Forma, L´”Erma” di Bretschneider, Roma, 2006, P. SINISCALCO, De l´ ”Histoire ecclésiastique” à l´”Histoire de la Littérature grecque chrétienne”: une tradition millénaire, en B. POUDERON (Dir.), Histoire de la Littérature Grecque Chrétienne, París, Cerf, 2008, 67-111; R. G. COLLINGWOOD, Idea de la historia. Edición revisada que incluye las conferencias de 1926-1928, México, FCE, 2004; A. MOMIGLIANO, Pagan and Christian Historiography in the Fourth Century A.D., Oxford, 1963; A. CAMERON Christianity and Tradition in the Historiography of the Late Empire, CQ, 14 (1964) 316328; S. MAZZARINO, Il pensiero storico classico, I-III, Bari, 1966; L. CRACCO RUGGINI, Pubblicistica e storiografia bizantina di fronte alla crisi del Impero romano, Athenaeum, 55 (1973) 146-183; ID., The Ecclesistical History and the Pagan Historiography: Providence and Mirables, Athenaeum, 55 (1977) 107-126; T. MARKUS, Zosimus, Orosius and their Tradition. Comparative Studies in Pagan and Christian Historiography, Nueva York, 1974; P. SINISCALCO, v. Historiografía cristiana, en A. DI BERARDINO (Dir.), Diccionario patrístico y de la Antigüedad cristiana I, Salamanca, Sígueme 1991, 10551059; T. D. BARNES, From Eusebius to Agustin. Aldershot, Variorum 1994; A. MOMIGLIANO, «Pagan and Christian Historiography in the Fourth Century”, en ID. (Ed.), The Conflict between Paganism and Christianity in the Fourth Century, Oxford, pp. 7999 (trad. esp.: “IV. Historiografía pagana y cristiana en el siglo IV”, en El conflicto entre el paganismo y el cristianismo en el siglo IV, Madrid, Alianza, 1989, pp. 95-115); H. INGLEBERT, Interpretatio christiana. Les mutations des savoirs (cosmogaphie, géographie, etnographie, histoire) dans l’Antiquité chrétienne, 30-360 après J.C., París, Institut d’Études Augustiniennes, 2001; J. A. LÓPEZ SILVA, Sistema literario cristiano y tradición clásica: el género historiográfico, Ianua, 2 (2001) 135-155; Y.-M. DUVAL, “Temps antique et temps chrétien”, en Histoire et historiographie en Occident aux IV é et Vè siècles, Londres, Variorum Reprints, 1997.
HISTORIOGRAFÍA DE LA TRADUCCIÓN∗ FRANCISCO LAFARGA Y LUIS PEGENAUTE
HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA DE LA TRADUCCIÓN: CUESTIONES METODOLÓGICAS
Antoine Berman afirma, en un lugar muchas veces citado, que “la constitución de la historia de la traducción es la primera tarea para una teoría moderna de la traducción”1. En sentido parecido se han pronunciado, por ejemplo, Susan Bassnett, José Lambert, Jean Delisle, Judith Woodsworth, etc.2 La llamada de atención de Berman no ha sido desatendida, pues en el rico acervo bibliográfico producido en el seno de la disciplina de los Estudios de Traducción ocupan un lugar destacado los trabajos de corte histórico (ya sea, por ejemplo, el estudio de una traducción, un autor traducido, un traductor o un teórico de la traducción que resulten alejados de nosotros en el tiempo).
∗
1 2
Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación FFI2012-30781 del Ministerio de Economía y Competitividad. En la preparación de este texto los autores han hecho uso de contribuciones suyas anteriores, ampliando y revisando sus contenidos. Así, por ejemplo, F. Lafarga, “Sobre la historia de la traducción en España: contextos, métodos, realizaciones”, Meta, 50:4 (2005), pp. 1133-1147; F. Lafarga, “Las traducciones del francés en España: entre la historia y la interculturalidad”, en V. Tortosa, Reescrituras de lo global. Traducción e interculturalidad, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008, pp. 213-245; F. Lafarga & L. Pegenaute, “Articulando la historia de la traducción en España: la construcción de un diccionario enciclopédico de corte histórico”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. I: La traducción y su práctica, Barcelona, AIETI-PPU, 2008, pp. 219-225; L. Pegenaute, “Fuentes para el estudio de la historia de la traducción en España”, en P. Blanco García, El Cid y la Guerra de la Independencia: dos hitos en la historia de la traducción y la literatura, Madrid, Universidad Complutense, 2010, pp. 25-35; L. Pegenaute, “Funciones históricas de la traducción española”, en P. Ordóñez & T. Conde, Estudios de traducción e interpretación, Vol. I: Perspectivas transversales, Castellón, Universitat Jaume I, pp. 243-250; L. Pegenaute, “United Notions: Spanish Translation History and Historiography”, en I. García Izquierdo & E. Monzó, Iberian Studies on Translation and Interpreting, Berna, Peter Lang, 2012, pp. 105-121. A. Berman, L’épreuve de l’étranger, París, Gallimard, 1984, p. 12. S. Bassnett, Translation Studies (1980), Londres, Routledge, 1991, p. 38; J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, en Y. Gambier & J. Tommola, Translation and Knowledge: Scandinavian Symposium on Translation Theory, Turku, University of Turku, 1993, p. 22; J. Delisle, “Réflexions sur l’historiographie de la traduction et ses exigences scientifiques”, Équivalences, 26:2 y 27:1 (1997-1998), p. 22; J. Delisle & J. Woodsworth, Translators through History, Ámsterdam, John Benjamins-UNESCO, 1995, p. xv.
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A la hora de estudiar la historia de la traducción, es preciso tener bien presente cuál ha sido históricamente su función. En primer lugar, cabe señalar como más importante la instrumental: la traducción propicia el acceso a discursos que de otra manera serían opacos. Da acceso a la producción extranjera (literaria o no). Las traducciones nos permiten acceder a obras que, de otro modo, no podríamos leer por desconocimiento del idioma. También cumple una función polinizadora, ya que los traductores contribuyen a enriquecer los modelos de expresión de una lengua, por cuanto introducen nuevas estructuras formales y efectos por mimetismo interlingüístico. Igualmente, cumple una función literaria, pues propicia la importación de géneros o modelos literarios. Asimismo, alcanza a veces una función interpretativa, dado que sucesivas traducciones de una misma obra pueden revelar nuevos aspectos y relecturas. La traducción también desempeña una función formadora, ya que sirve de ensayo y auténtica escuela de estilo a numerosos autores. Y una función identitaria: la obra colectiva de los traductores de determinada época histórica de un pueblo puede contribuir a crear la identidad de éste, o despertar un fervor nacionalista o patriótico. Finalmente, tiene una función democrática, pues es un eficaz medio de difusión del conocimiento3. Una vez apuntadas las funciones históricas de la traducción, convendrá indicar las funciones de la historia de la traducción. El estudio de ésta, según Lieven D’hulst, puede proporcionar varios beneficios. En primer lugar, constituye una excelente vía de acceso a la propia disciplina de traducción, al conocimiento de los grandes traductores, y al conocimiento de su ejercicio, etc. Por otra parte, proporciona al investigador flexibilidad intelectual para adaptar sus ideas a nuevas maneras de pensar, un medio de reflexión acerca de las relaciones de la lengua, el poder, la literatura, la otredad, etc. Facilita además la tolerancia hacia maneras diferentes de solucionar los problemas de traducción. A lo largo de la historia ha ido variando la poética de la traducción, lo que ha quedado reflejado en los diversos planteamientos teóricos. También representa un medio casi único de unificación de la disciplina al establecer vínculos entre el presente y el pasado, mostrando paralelismos y coincidencias entre distintas tradiciones. Finalmente, ofrece a los traductores la posibilidad de acudir a modelos históricos4. Si bien la historia de la traducción es sumamente antigua, su historiografía es muy reciente, y añadiríamos también que insuficiente aún5. La traduc3
4 5
Véase L. Pegenaute, “Funciones históricas de la traducción española”, cit. L. D’hulst, “Pour une historiographie des théories de la traduction: questions de méthode”, TTR, 8:1 (1995), pp. 13-33. Las diferencias entre historia e historiografía desde el punto de vista de la traducción han sido tratadas, entre otros, por J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, en Y. Gambier & J. Tommola, Translation and Knowledge, Turku, University of Turku, 1993, pp. 3-26; J. Woodsworth, “History of Translation”, en M. Baker, Routledge En-
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ción ha sido desde hace milenios uno de los procedimientos más importantes, si no el que más, para la propagación de la cultura, el desarrollo de nuevas literaturas, la comunicación de los avances técnicos y científicos, así como el enriquecimiento de las lenguas usadas para traducir. Como es evidente, del mismo modo que la lengua oral antecede a la escrita, es claro que la interpretación hubo de anteceder a la traducción, aunque por sus propias características de ejecución no han pervivido vestigios anteriores al siglo XX. Los testimonios más antiguos que se conocen de práctica interpretativa son las inscripciones de las tumbas de los príncipes de Elefantina, en Egipto, que datan del tercer milenio antes de Cristo, pero tuvo que haber por necesidad ejercicios incluso anteriores6. Los egipcios, como más tarde los griegos, consideraban a los otros pueblos (y sus lenguas) como bárbaros. Este etnocentrismo cultural, evidentemente, no les impedía mantener con ellos relaciones políticas y comerciales. Sabemos que los intérpretes de Elefantina garantizaban a los faraones el mantenimiento de relaciones con los habitantes de Nubia y Sudán. Estos individuos, por lo general mestizos, actuaban como diplomáticos. En cuanto a la traducción, es preciso decir que comenzó a desarrollarse en los mismos enclaves geográficos y en la misma etapa histórica en que se inician los fundamentos de la escritura7. Parece ser que los inventores de la escritura fueron los sumerios, casi al mismo tiempo que los antiguos egipcios, aunque no por influencia mutua. Esto debió ocurrir a fines del cuarto milenio antes de Cristo. Tras ellos realizaron aportaciones sustanciales los acadios, hititas, ugaríticos e israelitas. La historia de la traducción,
6 7
cyclopaedia of Translation Studies, Londres, Routledge, 1998, pp. 100-105; F. Apak, “A Preliminary Study on ‘History’ and ‘Historiography’ in Translation Studies”, Journal of Istambul Kültür University, 3 (2003), pp. 97-125; L. Long, “History and Translation”, en P. Kuhiwczak & K. Littau (eds.), A Companion to Translation Studies, Clevedon, Multilingual Matters, 2007, pp. 63-76. Para cuestiones historiográficas sobre la traducción, véanse, además de los trabajos ya citados en esta nota y anteriores, A. Pym, “Shortcomings in the History of Translation”, Babel, 38:3 (1992), pp. 221-235; B. Lépinette, La historia de la traducción. Metodología. Apuntes bibliográficos (Lynx. Documentos de trabajo, 14), Valencia, Centro de Estudios sobre Comunicación Interlingüística e Intercultural, 1997; A. Pym, Method in Translation History, Manchester, St. Jerome, 1998; S. López Alcalá, La historia, la traducción y el control del pasado, Madrid, Universidad Pontificia de Comillas, 2001; J. A. Sabio Pinilla, “La metodología en historia de la traducción: estado de la cuestión”, Sendebar, 17 (2006), pp. 21-47; M. Á. Vega, “Propuestas para una metodología de la historiografía de la traducción”, en C. Gonzalo García & P. Hernúñez, Corcillvm. Estudios de traducción, lingüística y filología dedicados a Valentín García Yebra, Madrid, Arco Libros, 2006, pp. 589-601; L. Long, “History and Translation”, en P. Kuhiwzak & L. Littau, A Companion to Translation Studies, Clevedon, Multilingual Matters, 2007, pp. 63-76; C. O’Sullivan, Rethinking Methods in Translation History (Translation Studies 5:2, 2012). Véase I. Kurz, “The Rock Tombs of the Princes of Elephantine: Earliest References to Interpretation in Pharaonic Egypt”, Babel, 31:4 (1983), pp. 213-218. Véase V. García Yebra, “Protohistoria de la traducción”, en J.-C. Santoyo & al., Fidus interpres. Actas de las I Jornadas Nacionales de Historia de la Traducción, Universidad de León, 1988, I, pp. 11-23; también en Traducción: historia, teoría, Madrid, Gredos, 1994, pp. 11-27.
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en sus primeros estadios, continúa siendo un ámbito muy desconocido, pues no nos consta el nombre de ningún traductor anterior a Livio Andrónico (284-204 a.C.), el escritor romano de origen griego, que fue esclavo de una familia noble y después, ya liberto, se convirtió en uno de los primeros maestros de griego en Roma y llegó a fundar la poesía épica romana al traducir la Odisea de Homero al verso latino típico, el saturnio. El estudio de esta prolongada historia de la traducción se ha llevado muchas veces a cabo de forma asistemática. Como previene Lambert, resultaría deseable evitar dos extremos: tomar prestados simplemente esquemas históricos e historiográficos procedentes de otras disciplinas (como pueden ser la historia literaria, la lingüística, etc.), en particular los esquemas positivistas usados sin un bagaje teórico o metodológico; considerar que la traducción constituye (como actividad o como producto) algo sui generis que no tiene nada que ver con los rasgos generales de la cultura o la sociedad8. Con todo, cada vez son más frecuentes los estudios de corte historiográfico dedicados al objeto y el método. Cabe plantearse si la historia de la traducción englobaría también la interpretación9, y si habría de incluir disciplinas relacionadas, así la retórica, la lexicografía o la terminología. Por lo demás, la historia de la traducción se ocuparía tanto de la práctica como de la teoría. La primera dedicada a los textos traducidos, las políticas de traducción, las circunstancias de recepción y difusión de las traducciones; la segunda, al pensamiento sobre la traducción, los modos de evaluarla y la didáctica destinada a su enseñanza. Tanto una como otra pueden abordarse desde la perspectiva de los propios protagonistas, los traductores: de hecho, es una tendencia cada vez más frecuente y más reclamada. Así, por ejemplo, Anthony Pym defiende que una perspectiva de este tipo permite descubrir otras actividades discursivas desarrolladas por los traductores y ubicarlos en un espacio auténticamente intercultural, liberados de las restricciones que impone su adscripción a un único marco geográfico, político o cultural10. Entre los problemas metodológicos más importantes a los que se enfrenta el historiador de la traducción se encuentran lo derivados de tendencias de estudio que pueden no resultar suficientemente eficaces y que son, en última instancia, consecuencia del exiguo desarrollo historiográfico. Por ejemplo, 8 9
10
J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, Ob. cit., p. 5. Para una propuesta específica de la metodología en la historia de la interpretación véanse J. Baigorri-Jalón, “Perspectives on the History of Interpretation: Research Proposals”, en G. L. Bastin & P. F. Bandia, Charting the Future of Translation History, Ottawa U. P., 2006, pp. 101-110, e Icíar Alonso, “Historia, historiografía e interpretación. Propuestas para una historia de la traducción lingüística oral”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. II: La traducción y su entorno, Barcelona, AIETIPPU, 2008, pp. 429-440. A. Pym, “Humanizing Translation History”, Hermes; en línea en www.tinet.org/~apym/online/research_methods/2008_humanizing_history_hermes.pdf.
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Pym critica la acumulación arqueológica de datos conducente a la construcción de meros inventarios, el uso de material que puede resultar anecdótico y poco relevante, la parcelación en periodizaciones arbitrarias, la presunción de que las traducciones son resultado de los cambios históricos (en lugar de considerar que, de hecho, pueden moldearlos), el uso de hipótesis arriesgadas, el excesivo énfasis en la cultura de llegada y la escasa atención a la adscripción intercultural de los traductores11. Delisle ha abordado en varias ocasiones esta cuestión, insistiendo en cómo debe escribirse y cómo no la historia de la traducción. En realidad, del comentario de lo que no debe hacerse o, mejor dicho, de lo que no constituye por sí mismo una historia de la traducción (es decir los elementos indicados por Pym) se desprende la idea de que una verdadera y completa historia de la traducción comprendería todas estas cuestiones, y seguramente muchas más12. De hecho, la mayoría de obras publicadas que se presentan como historias de la traducción de un ámbito geográfico-cultural determinado o incluso de una época concreta no conjugan todos esos criterios, ante la imposibilidad de tener en cuenta informaciones tan distintas y, a menudo, incompletas. En algunos casos, el de la cultura española, sin ir más lejos, podemos preguntarnos cómo es posible redactar una historia razonada de la traducción cuando, para muchas épocas, no disponemos todavía de repertorios fiables de traducciones. Por su parte, Lambert critica las concepciones excesivamente restrictivas y apriorísticas del objeto de estudio –la propia noción de traducción– y la positivista acumulación de datos excesivamente mecanicista que a veces excluye lo no canónico. Lambert considera que las preguntas que ha de formularse un historiador de la traducción tienen que ver con quién, qué, dónde, para quién y cómo se traduce, pero también con el fenómeno de la ausencia de traducción, a la vez que aboga por la construcción de mapas literarios alejados de las constricciones impuestas por un concepto restrictivo y poco operativo, aunque muy arraigado en la comparatística, el de literatura nacional13. Entre los diferentes modelos de análisis de historia de la traducción contamos con el de Brigitte Lépinette, quien distingue dos principales: el sociológico-cultural y el descriptivo, dividido a su vez en el comparativo y el contrastivo14. El modelo sociológico-cultural se centra en la producción y recepción de la traducción en su propio contexto social y cultural, comparando –si es preciso– esta recepción con la del texto original. El objetivo es determinar y evaluar las consecuencias de esa migración textual a través de sus efectos en la historia de la cultura receptora. Así, se pueden intentar de11
12 13 14
A. Pym, “Shortcomings in the Historiography of Translation”, cit. J. Delisle, “Réflexions sur l’historiographie de la traduction et ses exigences scientifiques”, Équivalences, Ob. cit. Véase J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, cit. B. Lépinette, La historia de la traducción. Metodología. Apuntes bibliográficos, cit.
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tectar y explicar los efectos de las traducciones sobre un determinado ámbito, ya sea científico, técnico, literario, etc. En el modelo histórico-descriptivo el investigador se centrará en las teorías de la traducción, o en sus posibles conceptos, y cómo éstos evolucionan. La acumulación de análisis permite que este modelo sea también comparatista por relación a diferentes teorías. Finalmente, en el modelo descriptivo-contrastivo el análisis se centra en las opciones traductoras elegidas en un determinado texto meta o en una serie de textos meta correspondientes a un mismo texto original, lo que permitiría, de adoptar una perspectiva diacrónica, alcanzar una auténtica proyección histórica. Por su parte, López Alcalá distingue tres posibles métodos de estudio para la historia de la traducción: el “erudito”, caracterizado por el acopio de datos y cuyo objetivo consistiría en exponer los hechos y ordenarlos según los criterios más adecuados, ya desde un punto de vista cronológico, temático, etc., pero que deja sin respuesta las motivaciones que animan los comportamientos; el “analítico-sintético”, que supone ya una selección de datos para proceder a una exposición crítica en la que abunda la exposición de relaciones de causa-efecto; finalmente, el “estadístico”, aplicable cuando los datos analizados admiten una cuantificación matemática, el establecimiento de índices de frecuencia y porcentajes15. Es obvio que los tres caminos se necesitan y complementan, y que un estudio histórico de la traducción en una época determinada será tanto más completo si se utilizan todos los recursos disponibles, lo cual no siempre es posible, sobre todo si se trabaja sobre épocas remotas con escasa información. Entre los principales problemas historiográficos podríamos mencionar los siguientes: la conceptualización de los propios objetos de estudio, a saber, las traducciones y los traductores; los métodos usados para estudiarlos, en particular, la periodización y la delimitación del entorno geográfico. Con el fin de mejor ejemplificar estos problemas nos centraremos en la problemática de la historiografía de la traducción española. Respecto de las traducciones, es importante contar con inventarios específicos para poder desarrollar los estudios, aunque en algunos casos existen problemas de definición. Así ocurre señaladamente, por ejemplo, en el ámbito teatral. A título ilustrativo, nótese que en la España romántica no sólo dificulta la labor el ingente acervo producido, con numerosísimos textos, adaptados, traducidos, refundidos y también representados sino que, además, el historiador de la traducción se enfrenta a un problema ontológico, pues no siempre es factible ponderar fehacientemente el grado de originalidad de las obras, la imitación, adaptación o traducción. Las distintas prácticas de reescritura se ven sometidas al seguimiento de códigos éticos y estéticos suma15
S. López Alcalá, La historia, la traducción y el control del pasado, Ob. cit., esp. pp. 99-130.
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mente variables a lo largo del tiempo (en el caso específico de la traducción, la legitimidad de trabajar a partir de versiones intermedias, la posibilidad de manipular ideológicamente el texto original, la conveniencia de aplicar filtros culturales conducentes a lograr que el destinatario reconozca la obra como inserta en un entorno familiar, etc.). Con frecuencia se trata de un problema de autoría (o, si se prefiere, de grado de originalidad): ¿hasta qué punto es el traductor digno merecedor del título de creador? ¿De qué manera se ve modificada esta frontera desde un punto de vista diacrónico? El estudioso de las traducciones de obras dramáticas ve, además, acrecentada la dificultad de su investigación por el frecuente trasvase de géneros: de novela a teatro (y viceversa), de poesía a teatro, etc. Como es sabido, existe un problema de la interrelación entre el mundo de la escena y el editorial, pues muchas veces se traducían obras que no se representaban y se representaban obras que no se llegaban a publicar en forma de traducción16. Hay, además, traducciones que se hacen pasar por textos originales y, su contrario, textos originales que se hacen pasar por traducciones (denominados seudotraducciones)17. Los problemas se acrecientan de forma proporcional a la distancia temporal respecto del objeto. Por ejemplo, a lo largo de la Edad Media los textos se traducen a partir de originales muy diversos; en muchas ocasiones a partir de textos a los que se han añadido glosas importantes. Con frecuencia, el propio traductor añade sus propias glosas, corrige y enmienda el texto, propagando además la perpetuación de estos cambios e interpolaciones al servir después su propia versión como texto fuente (así cuando empieza a traducirse a los autores latinos a partir de versiones francesas e italianas). En otros casos, es el amanuense quien las introduce, al revisar la versión que ha copiado al dictado del traductor. También es frecuente la cristianización de los textos paganos, mediante adaptaciones domesticadoras. Por otra parte, son muchos los casos en que se han perdido los originales18. A pesar de que, como es evidente, los traductores son los auténticos artífices de la traducción, podemos decir que sólo muy recientemente han sido objeto de estudio sistemático. Veamos algunas excepciones y analicemos por 16
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Para estudiar la problemática de la catalogación del teatro romántico, véase el epígrafe “Cuestiones de método” dedicado a este género en L. Romero Tobar, Panorama crítico del romanticismo español, Madrid, Castalia, 1994, pp. 243-255. Véase J.-C. Santoyo, “La traducción como técnica narrativa”, en Actas del IV congreso de la Asociación Española de Estudios Anglo-Norteamericanos, Universidad de Salamanca, 1984, pp. 37-53. Véanse J. Rubio Tovar, “Algunas características de las traducciones medievales”, Revista de literatura medieval, 9 (1997), pp. 197-243; J. Rubio Tovar, “Consideraciones sobre la traducción de textos medievales”, en J. Paredes & E. Muñoz Raya, Traducir la Edad Media. La traducción de la literatura medieval románica, Granada, Universidad de Granada, 1999, pp. 4362; J.-C. Santoyo, La traducción medieval en la Península Ibérica (siglos III al XV), Universidad de León, 2009.
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qué en ocasiones pueden convertirse en figuras un tanto esquivas. En su Method in Translation History (1998), Pym les otorga un puesto privilegiado en la investigación histórica. De hecho, en una contribución posterior19, introduce dos principios fundamentales a la hora de analizar el método historiográfico en la tradición hispánica: por una parte, la conveniencia de estudiar los traductores antes que las traducciones; por otra, el subrayado del carácter de auténticos mediadores interculturales, no siempre encuadrables en un solo marco social o geográfico, lo que dificulta su adscripción y compromete seriamente el aserto de Gideon Toury20, mantenido sin cuestionar por tantos estudiosos descriptivos, según el cual las traducciones, y por extensión los traductores, son elementos que únicamente pueden ubicarse en el contexto receptor. Falta todavía, es preciso destacarlo, una auténtica historia de los traductores y es que, de hecho, pueden constituir un elemento organizador tan válido como lo son los autores originales, los textos originales o los contrastes entre textos originales y traducciones. La labor de los traductores es en buena medida invisible, como han puesto de manifiesto algunos teóricos contemporáneos, como Lawrence Venuti21. Con el fin de crear la ilusión de presentar una obra que pueda ser leída como original, someten muchas veces las traducciones a una práctica domesticadora en la que desaparece todo vestigio de su intervención. La tradición ha premiado aquellas traducciones que no lo parecen, lo que equivale a decir que, de forma paradójica, los traductores, para alcanzar la fama han de pasar desapercibidos. Es probablemente esto lo que ha provocado que ocupen una posición social periférica, a pesar de su indudable importancia como intermediarios culturales. En ocasiones esta invisibilidad se ve magnificada por cuestiones de género: así ocurre, por ejemplo, en las traducciones que María Lejárraga vertió al español en colaboración con su marido, el dramaturgo Gregorio Martínez Sierra, en las cuales a menudo desaparece toda constancia de su participación. Con independencia de esta premeditada invisibilidad, lo cierto es que los traductores, por su propia condición de intermediarios cuya existencia se sitúa metafóricamente en la frontera de diversas culturas, participando de más de una de ellas, en ocasiones son difíciles de ubicar, lo que complica su inclusión en catálogos estancos. Es el caso, por ejemplo, de José María Blanco White, sacerdote español convertido al anglicanismo, exiliado liberal en el Reino Unido durante el periodo absolutista y traductor prolífico (del 19
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A. Pym, “On Method in Hispanic Translation History”, comunicación presentada en las V Jornadas Internacionales de Historia de la traducción (Universidad de León, 29-31 de mayo de 2000); en línea en www.tinet.org/~apym/on-line/intercultures/methodleon.html. Véase G. Toury, “Translations as Facts of a ‘Target’ Culture”, en Descriptive Translation Studies and Beyond, Ámsterdam-Filadelfia, John Benjamins, 1995, pp. 23-39. L. Venuti, The Translator’s Invisibility: A History of Translation, Londres, Routledge, 1995.
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inglés, del francés, del alemán y del latín al castellano, pero también del castellano al inglés). Son muchos los ejemplos que podrían aducirse: los intérpretes de Indias durante la conquista, los eruditos musulmanes, judíos y cristianos que desde el primer tercio del siglo XII hasta finales del siglo XIII aunaron esfuerzos para desarrollar una ingente labor de traducción del árabe al latín primero y más tarde del árabe al castellano en Toledo, etc. No cabe duda de la importancia del criterio taxonómico. En este sentido, uno de los problemas metodológicos que han de ser resueltos en la historiografía de la traducción, como en cualquier otra investigación histórica, es el espectro geográfico y temporal. La división espacial no está exenta de problemas, pues el concepto de literatura nacional, habitualmente adoptado, parte del establecimiento de una cartografía literaria poco operativa cuando se lleva a cabo un ejercicio de literatura comparada, como es, en definitiva, el que se efectúa mediante el estudio de la historia de la traducción: las fronteras geográficas confunden sus límites con los terrenos lingüísticos, son inestables y sometidas a revisión. En realidad, es de observar que, al menos desde el punto de vista de la Literatura Comparada, el concepto de literatura nacional, ya sea en términos políticos o lingüísticos, puede resultar arbitrario y limitativo. En efecto, como apunta Lambert22, aunque esta noción constituyó durante mucho tiempo uno de los pilares tradicionales de la disciplina, hemos de tener en cuenta, en primer lugar, que los mapas políticos en modo alguno se corresponden con los lingüísticos: diferentes países hablan la misma lengua y diferentes lenguas son habladas dentro de un mismo país. En segundo lugar, los mapas políticos no constituyen realidades inmutables. En tercer lugar, es de advertir que en el interior de una misma zona, ya lingüística o política, pueden cohabitar dos tipos de tradición literaria, del mismo modo que puede mantenerse una única concepción de la literatura a pesar de la fragmentación. Lo cierto es que el concepto de literatura nacional no ha sabido explicar los desajustes existentes entre fronteras lingüísticas y geográficas. Véase que el panorama español plantea objeciones importantes al modo en que se ha articulado la supuesta literatura española medieval. Resulta curioso hablar de “española” en una época anterior al siglo XV, cuando ni siquiera existía la idea de España. Por si ello no bastara para justificar un rechazo a la noción tradicional de literatura nacional, nótese que la noción de 22
J. Lambert, “À la recherche de cartes mondiales des littératures”, en J. Riesz & A. Picard, Semper aliquod novi. Littérature comparée et Littératures d’Afrique. Mélanges offerts à Albert Gérard, Tübingen, Gunter Narr, 1990, pp. 109-121; hay versiones en inglés: “In Quest of Literary World Maps”, en H. Kittel & A. P. Frank, Interculturality and the Historical Study of Literary Translations, Berlín, Schmidt, 1991, pp. 133-144; y en español: “En busca de mapas mundiales de las literaturas”, en L. Block de Behar, Términos de comparación: los estudios literarios entre historias y teorías, Montevideo, Academia Nacional de Letras, 1991, pp. 65-78.
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literatura nacional es claramente normativa, pues excluye todo aquello no canonizado, como la literatura traducida, la tradición oral, la literatura de masas, etc., y tiende a obviar las diferencias existentes dentro de todas y cada una de las culturas. Evidentemente, el concepto de literatura nacional se construye en términos estáticos y homogéneos, reduciendo la complejidad del sistema a una serie de autores y obras canónicas, escritas, y pertenecientes a la variante estándar de una nación. Hablar de literaturas nacionales presupone por necesidad identificar las fronteras literarias con las geopolíticas y con las lingüísticas. Como señala Lambert, se hacen precisos los modelos y mapas que no identifiquen las nociones de sociedad, país, nación y comunidad lingüística. Por ello él mismo resalta la pertinencia de llevar a cabo una nueva cartografía literaria a escala mundial, sobre todo atendiendo a los procesos de internacionalización que conlleva la movilidad de la población en el mundo contemporáneo y el desarrollo de las nuevas tecnologías. El problema se acentúa en un caso como el español, pues en éste conviven literaturas de expresión lingüística diferente, pero muchos países lejanos comparten como lengua de expresión literaria el castellano. Al hablar de la literatura española habría que ver hasta qué punto ésta comprende a la catalana, gallega y vasca. En el hipotético (previsible más bien) caso de que la respuesta sea que no, sería necesario estudiar por una parte las relaciones que éstas establecen entre sí (como literaturas periféricas en un contexto geográfico general donde es otra la literatura hegemónica) y las relaciones que establecen (individualmente y en conjunto) con la literatura dominante, de expresión castellana. Por otra parte, trascendiendo el caso español, sería necesario ver si la literatura castellana, catalana, gallega y vasca pueden aglutinarse en una sola con el fin de etiquetarlas como literatura ibérica no portuguesa (lo que, de nuevo, chocaría con el concepto tradicional de literatura nacional española, generalmente asociado a la literatura de expresión castellana) o si, por el contrario, cada una de ellas mantiene una relación específica con la literatura portuguesa (lo cual en el caso de la gallega es obvio). Evidentemente, unas y otras han ejercido importantes influencias entre sí, sobre todo desde la más hegemónica a las más periféricas, pero lo interesante es ver que las distintas influencias no sólo muestran diferencias cuantitativas y cualitativas dependiendo de si se ejercen siguiendo un orden centro→periferia, periferia→centro, periferia←→periferia (en términos polisistémicos), sino que también varía el grado de necesidad de acudir a la traducción como herramienta de tal influencia, pues sólo en el segundo y tercer caso es imprescindible su intervención. Es claro que en el caso de la influencia de la literatura central en la periférica no ha sido estrictamente necesaria la intervención de la traducción, habida cuenta del bilingüismo
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mayoritario, y la consiguiente disminución de la importancia traductográfica en esos contextos23. Es también problemática la periodización, de ordinario excesivamente tributaria de la historia literaria, lo que no sería particularmente problemático cuando lo que se estudia es la traducción literaria (habida cuenta de la necesidad de poner en relación esta actividad con la producción de literatura endógena), pero se ha de tener en cuenta su poca aplicabilidad cuando nos ocupamos de cuestiones no literarias o bien literarias y no literarias conjuntamente. Parece difícil presentar una solución eficaz a esta cuestión de la periodización cuando se abordan formas muy variadas de traducción (traducción científica, traducción de textos jurídicos, etc.). Tanto en historiografía literaria como de la traducción nos enfrentamos al evidente problema de interrelación entre periodos contiguos. Cada época asume características pasadas y presagia las que están todavía por venir. Quiere ello decir que sólo si aceptamos por completo que estamos estableciendo fronteras de forma convencional podremos consensuar rasgos prototípicos en cada época. Por lo general, las historias literarias nacionales, las europeas, coinciden en la periodización establecida. La española no es una excepción, aunque hemos de tener presente que no se da un solapamiento cronológico: así, por ejemplo, en Italia, como es sabido, existe una temprana aparición del espíritu renacentista, en lo cual antecede en todo un siglo a su implantación en España. El período neoclásico español, de predominante inspiración francesa, arraiga cuando en el país vecino estaba en decadencia, lo que trae consigo una perduración que a su vez dificulta una temprana adopción de la estética romántica. El retraso respecto a otras naciones se hace evidente si toma en cuenta que en 1832 habían fallecido Scott y Goethe, dos de los más genuinos representantes del movimiento en Gran Bretaña y Alemania, respectivamente, y si consideramos que en Francia e Italia se hallaba ya en su máximo apogeo. También el realismo llega relativamente tarde, sobre todo si se compara con Francia, con los precursores Stendhal y Balzac, aunque cierto es, por otra parte, que su máximo apogeo no se dará allí antes de la revolución de 1848. En estos movimientos mencionados se aprecia la convivencia de tendencias opuestas, lo que en algunos 23
Existe aquí una situación curiosa, la discrepancia sintomática en lo que respecta a otros contextos de contacto interliterario en los que también se da una disparidad en la relación de fuerzas literarias, como son los contactos en contextos de expansión imperialista. En estos casos, es la propia metrópoli la que fuerza la traducción de textos hacia la colonia, en un intento de expandir su propia literatura nacional y, por extensión, su canon y su manera de concebir la sociedad. Por el contrario, en los contextos de los que estamos hablando es precisamente la comunidad cultural periférica la que demanda la traducción de los textos procedentes de la comunidad hegemónica, en un afán de reforzar su nacionalismo, mientras que la cultura hegemónica no tiene particular interés en producir esta traducción, pues lo que le preocupa es extender el monolingüismo.
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casos lleva a un eclecticismo: así, es fácil identificar la presencia del neoclasicismo tardío con un prerromanticismo, del mismo modo que el postromanticismo convive con un realismo incipiente. La compartimentación en siglos no parece muy sensata: históricamente el siglo XVIII finaliza en España en 1808, con los acontecimientos vinculados a la Guerra de la Independencia. El llamado “fin de siglo” español establece una frontera convencional en 1898. A nadie se le escapa que la compartimentación en siglos supone aunar la convención matemática con el calendario astronómico, cuestiones éstas que incumben poco al devenir histórico de la humanidad y, por tanto, no afectan a la cultura (si no es, indirectamente, por mero efecto psicológico). Por lo demás, una centuria constituye en muchos casos un período excesivamente dilatado como para buscar rasgos identificativos. Con todo, hay excepciones: es el caso del siglo XVIII. De igual modo, la capacidad de aglutinar elementos comunes se hace mucho más flexible en épocas remotas, lo que equivale a decir que existe una tendencia a compartimentar la periodización de forma mucho más generosa en periodos alejados de nosotros en el tiempo, y a restringir en la época moderna. Tampoco resulta muy cabal la segmentación de la historia literaria basada en acontecimientos sociopolíticos, a veces excesivamente tributaria de lo extrínseco. Pero de la misma manera que parece sensato elegir criterios literarios para periodos literarios, parece pertinente también usar criterios traductológicos para caracterizar los periodos en historia de la traducción. Ahora bien, no debiera haber particular objeción a usar periodizaciones literarias, cuando de lo que se trata es de llevar a cabo una historia de la traducción literaria. Puede adoptarse, como se verá más adelante, una aproximación metodológica basada en los presupuestos polisistémicos, adoptando una definición funcional de la literatura: el ámbito literario se estructura como un conjunto o red de elementos interdependientes en el que el papel específico de cada elemento viene determinado por su relación frente a los otros, por la función que cumple en dicha red. Otro de los presupuestos de profunda repercusión global es la convicción de que no parece posible concebir la literatura como una actividad aislada en la sociedad sino dependiente de la definición y construcción de ésta. Lo mismo cabe decir, por supuesto, sobre el modo en que se integra la literatura traducida en el sistema literario receptor, el cual es al fin y al cabo el que genera la necesidad del ejercicio traductor. Desde estos presupuestos, se habrán de tener presentes todas y cada una de las características de la literatura receptora, sus cambiantes ideología y poética, para lo cual es factible partir de algunos modelos historiográficos de larga tradición en la ciencia literaria. En ese sentido, bien pudiera valer el que han elegido Pedraza Jiménez y Rodríguez Cáceres en Las épocas de la literatura española (1997), a saber: Edad Media, Prerrenacimiento, Renaci-
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miento, Barroco, siglo XVIII, Romanticismo, Realismo, Fin de siglo, Novecentismo y Vanguardia, Posguerra, época contemporánea, teniendo siempre bien presente, que el objeto de estudio será la incorporación de la literatura extranjera al contexto receptor y que estos periodos se han de medir teniendo en cuenta su vigencia en tal contexto. LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN DESDE LA PERSPECTIVA DE LOS ESTUDIOS DE TRADUCCIÓN
Se suele coincidir en que este ámbito de investigación es competencia de la rama descriptiva de los Estudios de Traducción, siguiendo así las previsiones hechas por James S. Holmes en una ponencia titulada “The Name and Nature of Translation Studies”, que presentó en el III congreso internacional de Lingüística Aplicada (Copenhague, 1972) y que después recogió, junto a otros trabajos en Translated! Papers in Literary Translation and Translation Studies (1988). En esta contribución, ya clásica, Holmes se ocupaba de reivindicar que el estudio de la traducción constituye una disciplina académica por derecho propio. En sus propias palabras, una “utopía disciplinaria” como ésta había de resolver diversos problemas. En primer lugar, se requería una denominación adecuada. Tras desechar las denominaciones de “traductología” o “ciencia de la traducción”, Holmes optaba por el de “Estudios de Traducción”, por ser el término con cobertura semántica más amplia y el más correcto idiomáticamente. Otro obstáculo importante sería el de la falta de consenso sobre la estructura y ámbito de estudio de la disciplina. Holmes parte de la idea de que el campo ha de abarcar todas las actividades de investigación que se basen en el estudio de la traducción, en su doble significado de proceso y de producto. El objetivo sería describir los fenómenos existentes y establecer principios generales que permitieran predecir y explicar la existencia de tales fenómenos. Dentro de la disciplina, Holmes distingue entre la rama descriptiva (ocupada del hecho traductor y las traducciones) y la rama teórica (encargada de la explicación y predicción). Tras establecer las categorizaciones pertinentes, trata una tercera rama, la aplicada, en la que se inscriben todas las cuestiones relacionadas con la formación de traductores, la producción de recursos para la traducción, la política de la traducción y la crítica de traducciones. El estudio de Holmes finaliza subrayando la importancia de la dimensión histórica y la elaboración de un discurso metateórico. La aproximación descriptiva se opone enérgicamente a la prescriptiva (asociada a la rama aplicada), ya que rechaza como objetivos primordiales la formulación de reglas, normas o pautas de comportamiento conducentes a la evaluación del ejercicio traductor o a la implementación didáctica en la formación de traductores. Desde los Estudios Descriptivos el interés principal
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es la traducción como hecho real, tanto en el presente como en el pasado, y su integración dentro de la historia cultural. Así, lo que se pretende es analizar el fenómeno y el impacto que puede haber provocado, pero sin buscar aplicaciones prácticas que puedan resultar supuestamente ventajosas, al menos de forma directa, para los traductores, los críticos o los docentes de la traducción. Dado que se centra en aspectos en verdad observables de la traducción, a menudo se la ha denominado aproximación empírica. Como quiera que desde esta perspectiva lo que se defiende es que la investigación en torno a la traducción puede partir del propio hecho y del entorno en que se ubica, con frecuencia se la suele señalar como orientada hacia el polo meta, distinguiéndola así de las aproximaciones orientadas hacia el polo origen. Dentro de la rama descriptiva Holmes distinguía tres tipos de estudio: los orientados hacia el producto (descripción de las traducciones ya existentes), los orientados hacia la función (descripción de la función que cumplen las traducciones en la cultura receptora) y los orientados hacia el proceso (descripción psicolingüística de la actividad cognitiva implicada en la traducción). Evidentemente, son los dos primeros los que se han centrado en el estudio de la historia de la traducción, combinando muchas veces la descripción de las traducciones con la de su función. La aproximación descriptiva a la traducción, de forma muy señalada a la traducción literaria, se suele asociar con una metodología y una “escuela”24, la de Even-Zohar, en Tel-Aviv a mediados de los años 70. Esta teoría, que cabría inscribir en un conjunto más amplio de teorías sistémicas, entiende, como es sabido, que la literatura constituye un sistema sociocultural y un fenómeno de carácter comunicativo que se define de manera funcional, es decir, a través de las relaciones establecidas entre los factores interdependientes que conforman el sistema. Uno de los presupuestos principales es la convicción de que no parece posible concebir la literatura como una actividad aislada en la sociedad, según ya dijimos, sino como uno de sus factores fundamentales de implicación. Es evidente que se trata de un argumento técnico, supuestamente válido, arraigado en el formalismo ruso y checo y también a veces reelaborado en diversas direcciones sociológicas o comparatistas, y comúnmente ajenas al esencialismo literario. Cada cultura construiría en un contexto histórico determinado aquello que concibe como “literario”. El sistema literario se hallaría inmerso, en semejanza al diseño histórico literario formalista de Tinianov, en un polisistema cultural global, dentro del cual la literatura es simultáneamente autónoma y heterónoma con otros sis24
Para una revisión del desarrollo de la rama descriptiva de los Estudios de Traducción, véase T. Hermans, “Translation as an Object of Reflection in Modern Literary and Cultural Studies: Historical-Descriptive Translation Research”, en H. Kittel et al. (eds.), Übersetzung Translation Traduction, Berlín-Nueva York, De Gruyter, 2004, I, pp. 200-211.
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temas (lenguaje, sociedad, economía y política), entre los que se establecen relaciones intrasistémicas, mientras que en su relación con otros polisistemas culturales o lingüísticos, por medio por ejemplo de las traducciones, se establecerían relaciones intersistémicas. Aquí las interferencias pueden definirse como las relaciones entre literaturas, interferencias mediante las cuales una literatura origen puede convertirse en fuente de préstamos, directos o indirectos, de otra literatura meta. Las traducciones, junto a otro tipo de operaciones literarias que suponen reescritura y selección (como podría ser la antologización), jugarán un doble papel: afianzar el sistema de valores vigente o cuestionarlo y ayudar a la formación de uno nuevo, pero en cualquier caso determinarán muy sintomáticamente la evolución del “sistema” literario. La teoría polisistémica subraya para la traducción no sólo el engranaje de los sistemas nacionales, como una pieza más (dimensión multinacional y comparatista), sino también su dinámica dentro de un sistema literario particular (dimensión estrictamente nacional). Así aparece –cosa obvia por lo demás– como un punto de contacto entre un sistema de salida y otro sistema de llegada, constituyendo en su conjunto un sistema intermedio, fluctuante. Formarían “literatura importada” que entra en la dinámica de la literatura producida y de la literatura como tradición. Por lo demás, un sistema literario en formación, débil o en estado de crisis será más vulnerable y receptivo en la asimilación de literatura importada, normalmente en traducción. Las literaturas y culturas en crisis o en formación buscan las innovaciones, manteniendo en la medida de lo posible las características de las obras importadas. Por el contrario, las literaturas y las culturas estables y fuertes tienden a integrar los textos importados imponiéndoles sus propias convenciones: los traductores parecen evitar las obras demasiado “extrañas”, los neologismos, el exotismo, las innovaciones, los vanguardismos25. Las teorías del polisistema, uno de los últimos momentos del formalismo europeo, interesó más o menos vivamente a fin de alcanzar una teoría de la traducción de carácter dinámico y capaz de prestar atención al desarrollo diacrónico de su objeto. Es el caso de investigadores procedentes del ámbito comparatista en los Países Bajos, creadores de un foco de estudios sobre la traducción literaria. James S. Holmes (Ámsterdam), pronto en relación con estudiosos de otros lugares, como los checos Levy y Popovic, y, a la muerte de éstos, con los israelíes Even-Zohar y Toury y belgas como Lefevere o Lambert. Para todos ellos, la propuesta polisistémica de Even-Zohar fue 25
Para una revisión exhaustiva de las aportaciones de la teoría polisistémica a los Estudios de Traducción véanse J. Lambert, “Translation, Systems and Research: The Contribution of Polysystem Studies to Translation Studies”, TTR, 8:1 (1995), pp. 105-152, y T. Hermans, Translation in Systems: Descriptive and System-Oriented Approaches Explained, Manchester, St. Jerome, 1999.
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excepcional, pues hasta entonces la traducción no había sido considerada un ámbito autónomo de investigación por parte de la ciencia literaria. La celebración de congresos internacionales en Lovaina (1976), Tel-Aviv (1978) y Amberes (1980) y la correspondiente publicación de actas contribuyó de forma importante a la creación de vínculos fructíferos y a la constitución, al menos de cara al exterior, de un imagen de grupo cohesionado, en el que se integraban estudiosos como Theo Hermans, Susan Bassnett y el citado Lefevere. En el marco de la formación de este paradigma tuvo especial relevancia la publicación de Papers in Historical Poetics de Even-Zohar (1979), Translation Studies de Bassnett (1980), In Search of a Theory of Translation de Toury (1981) y The Manipulation of Literature: Studies in Literary Translation, editado por Hermans (1985). La publicación de esta última obra dio auténtica proyección internacional al grupo, hasta el punto de que paulatinamente comenzó a asociarse con una escuela de traducción, la llamada “escuela de la manipulación”. Esta denominación responde a uno de los ejes programáticos del grupo, según el cual la traducción literaria no constituye una reproducción imparcial y objetiva de un texto original, sino que más bien implica una manipulación con el fin de lograr unos objetivos determinados. Es fácilmente apreciable que la traducción se constituye así como una actividad teleológica. La investigación en torno a la traducción se centra en el texto traducido y en el modo en que se integra en la literatura receptora. Para ello se estudia no sólo el texto en sí mismo sino todas las normas colectivas de la comunidad, las expectativas de la cultura receptora, la diacronía y sincronía del sistema literario, la relación entre la literatura y otras formas de manifestación social. Según Hermans, lo que los investigadores adscritos a este grupo compartían era una visión de la literatura como un sistema complejo y dinámico, la convicción de que podía establecerse una interacción entre los modelos teóricos y los casos prácticos, un acercamiento a la traducción literaria descriptiva, funcional y sistémica, así como un interés en las normas que gobiernan la producción y recepción de las traducciones, o en la relación entre literatura traducida y otros tipos de textos, sin olvidar el lugar y el papel de las traducciones en el marco de una literatura26. Con posterioridad, la relativa cohesión de este grupo de estudiosos herederos del formalismo se fue disolviendo. El modelo histórico descriptivo, de fundamento estructuralista, desarrollado en los años 70 y 80 fue dando paso a una aproximación que paulatinamente abandonaba la fase formalista para acercarse a los Estudios Culturales norteamericanos. La muestra más clara fue la publicación en 1990 de una colección de artículos titulada Translation, History and Culture, en la cual los editores, Bassnett y Lefevere propugnaban un 26
T. Hermans, “Translation Studies and a New Paradigm”, en T. Hermans, The Manipulation of Literature: Studies in Literary Translation, Londres-Sydney, Croom Helm, pp. 7-15 (10-11).
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“giro cultural de la disciplina”. Rechazan las aproximaciones lingüísticas a la traducción, pues si habían superado el nivel microtextual para alcanzar el macrotextual, pasando a considerar el texto como una unidad, no habían accedido a otro estadio superior. De hecho, lo que Bassnett y Lefevere pretendían era trascender los niveles lingüísticos para pasar a considerar la interrelación entre traducción y cultura, analizando así cómo la cultura determina el hecho traductor. Ponían de manifiesto cómo se puede crear una imagen literaria a través de las antologías, los comentarios críticos, las adaptaciones fílmicas o las traducciones, y subrayaban el papel desempeñado por las instituciones en este proceso. Es de apreciar, pues, un movimiento sincero desde la consideración de la traducción a nivel textual a la traducción como forma de intervención cultural y política, poniendo el acento en la cuestión ideológica. Si entendemos la ideología como el conjunto de creencias y valores que nutren la visión que los individuos o las instituciones tienen del mundo, y que les permiten analizar hechos y acontecimientos, entonces está claro que los traductores, al igual que los restantes miembros de la comunidad, tendrán una determinada perspectiva ideológica que por fuerza ha de determinar su actividad y, por tanto, nos conduce a cuestionar su supuesta neutralidad. El giro experimentado en los Estudios de Traducción ha conocido en las dos últimas décadas la irrupción de las “teorías” feministas y postcoloniales en la disciplina, desde las cuales se ha pretendido reinterpretar la historia de la traducción en su conjunto. DE LAS HISTORIAS GENERALES A LAS HISTORIAS NACIONALES DE LA TRADUCCIÓN
Fue el húngaro György Radó el primero en llamar la atención sobre la conveniencia de desarrollar una historia general de la traducción. Así lo manifestó en 1963, durante la celebración del IV congreso de la Federación Internacional de Traductores (FIT) en Dubrovnik. Tres años más tarde, en el siguiente congreso de la FIT, celebrado en Lahti, Radó puso de manifiesto las exigencias que implicaría la realización de una obra tan monumental, que cubriera el mayor número posible de formas de traducción e incluyera un conjunto sustancial de lenguas, tradiciones y países27. Tiempo después, en la realización de las I Jornadas de Historia de la Traducción, celebradas en León, Valentín García Yebra se lamentaba de la ausencia de una obra de este tipo: “No se ha escrito hasta ahora una historia que abarque las principales manifestaciones de esta actividad cultural desde sus comienzos hasta nuestros días en todas las literaturas. Tal empresa sobrepasa las fuerzas de cual-
27
G. Radó, “La traduction et son histoire”, Babel, 10:1 (1964), pp. 15-16, y “Approaching the History of Translation”, Babel, 13:3 (1967), pp. 169-171.
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quier individuo, incluso las de un equipo amplio y bien concertado”28. En sentido parecido, ante las muchas dificultades de una propuesta como la que había formulado Radó, Lambert asumía en un congreso realizado en la Universidad de Turku los beneficios que tendría la preparación de mapas parciales, que de forma conjunta podrían servir para la constitución de una cartografía general: “Por el momento no parece haber posibilidad alguna de una historia mundial de la traducción, pero ya es hora de que los historiadores trabajen con adecuados mapas históricos que compendien aquello que se ha hecho y lo que resta por hacer”29. La iniciativa de Radó no empezó realmente a desarrollarse hasta bastante más tarde de su formulación original, hasta la celebración del XII congreso mundial de la FIT en Belgrado en 1990, en el que se sentaron las bases del que sería finalmente un proyecto más modesto (si bien participaron una cincuentena de investigadores procedentes de veinte países) y que coordinado por Jean Delisle y Judith Woodsworth culminó en 1995 con la publicación de una obra que desde una perspectiva transnacional asociaba la actividad de los traductores a diversos ámbitos del conocimiento y comportamiento humanos: Les traducteurs dans l’histoire (vertida poco después al inglés y recientemente al español). En los diferentes capítulos de la obra, los colaboradores tratan de asuntos como la invención de los alfabetos, la diseminación de textos religiosos, el desarrollo de las literaturas nacionales, etc. A pesar de innegables aspectos positivos (la internacionalización del elenco, la huida de un excesivo eurocentrismo, el hecho de ser publicación auspiciada por la FIT y también por la UNESCO), no se quedan satisfechas las expectativas creadas. En palabras de Julio César Santoyo, se trata de “un volumen extraordinariamente interesante y, al tiempo, extraordinariamente decepcionante”, pues hay “muy notables silencios [e] importantes errores”30. También convendría mencionar aquí obras como las de George Steiner (After Babel. Aspects of Language and Translation, 1975), Louis G. Kelly (The True Interpreter. A History of Translation Theory and Practice in the West, 1979), Frederick M. Rener (Interpretatio. Language and Translation from Cicero to Tytler, 1989) o Michel Ballard (De Cicéron à Benjamin. Traducteurs, traductions, réflexions, 1992) por sus intentos de presentar un recorrido supranacional, pero en realidad no encontramos aquí tanto historias sistemáticas de la traducción de sentido universal, ni siquiera occidental, como repasos históricos de diversas actividades traductoras y su relación con el estudio del lenguaje (Rener), la hermenéutica (Steiner) o el pensamiento 28 29
30
V. García Yebra, Ob. cit., p. 11. J. Lambert, “History, Historiography and the Discipline: A Programme”, Ob. cit., p. 21. J.-C. Santoyo, “Sobre la historia de la traducción en España: algunos errores recientes”, Hermēneus, 6 (2004), pp. 169-182; la cita en p. 170.
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en torno a la traducción (Kelly, Ballard). Ante la dificultad del cometido, en lugar de panorámicas que aborden el estudio de la historia de la traducción desde una perspectiva transnacional, lo que se encontrará es algún volumen colectivo que presenta conjuntamente panoramas particulares. Así, por ejemplo, limitada a algunos países europeos, en particular Alemania, Francia, Gran Bretaña, Países Bajos y Rusia, la Histoire de la traduction en Occident de Henri van Hoof (1991). En realidad, las 360 páginas de esta obra constituyen poco más que un catálogo (no siempre correcto) de traductores y traducciones. Asimismo cabría recordar la Routledge Encyclopedia of Translation Studies, dirigida por Mona Baker (1998), que ofrece sucintos estudios panorámicos de diversos autores, así como los trabajos incluidos en la edición de Harald Kittel, Übersetzung: ein internationales Handbuch zur Übersetzungsforschung (2004-2012, en particular el vol. III). Existen investigaciones sobre tradiciones concretas. Por ejemplo, dentro del ámbito de la lengua inglesa, The Oxford Guide to Literature in English Translation, editada por P. France (2000), presenta una sección (pp. 39-88) de recorrido histórico. Mucho más completo es el ambicioso proyecto de The Oxford History of Literary Translation in English, planificado en cinco volúmenes de régimen cronológico, cada uno de ellos con uno o varios responsables: hasta 1550 (R. Ellis, 2008), 1550-1660 (G. Braden, R. Cummings y T. Hermans, en preparación), 1660-1790 (S. Gillespie y D. Hopkins, 2005), 1790-1900 (P. France y K. Haynes, 2006), 1900-2000 (L. Venuti, en preparación). En el ámbito francófono se ha comenzado a publicar la Histoire des traductions en langue française, coordinada por Chevrel y Masson y programada en cuatro volúmenes, de los que ha visto la luz en 2012 el dedicado al siglo XIX, editado por Chevrel, D’hulst y Lombez. Sobre la situación en Portugal ha publicado A. A. G. Rodrigues A tradução em Portugal (19921994), en cuatro volúmenes. Si por algo destacan estas obras es por el intento de subrayar el papel de los traductores y la traducción en general en el desarrollo de la lengua, la literatura y la cultura receptoras. Evidentemente, contamos también con infinidad de trabajos sobre prácticas traductoras concretas, referidas a la actuación de un traductor, a una traducción en particular, a las traducciones de un determinado autor, etc. En términos generales, se pueden prever los siguientes esquemas de estudio: “historia de las traducciones de X por Y” o “Y como traductor de X” (donde X = una literatura nacional, un género literario, la obra de una generación de escritores, la obra de un escritor, una determinada obra de un escritor, y donde Y = un país, una generación de escritores/traductores, un traductor). Estos modelos se pueden limitar mediante la aplicación del elemento temporal Z. Así, “X traducido por Y en Z” o “Y como traductor de X en Z”.
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ANTOLOGÍAS DEL PENSAMIENTO SOBRE LA TRADUCCIÓN A LO LARGO DE LA HISTORIA
Si algo llama la atención es que una actividad tan largamente practicada como ésta, tan arraigada por pura necesidad en la dinámica de desarrollo de cualquier pueblo, encontrara una reflexión teórica tan exigua y esporádica. Con el devenir del tiempo fue aumentando paulatinamente, claro está, el caudal de reflexiones sobre el ejercicio, pero éstas siguieron siendo poco sistemáticas y excesivamente dirigidas a defender un determinado patrón de actuación (el del propio traductor metido a teórico). Si la teorización llegó mucho tiempo más tarde que el ejercicio, el desfase cronológico se hizo todavía más patente en lo que respecta a la formación de los traductores, pues, en un sentido más o menos estricto, no hubo en España ningún centro dedicado sistemáticamente a esta labor hasta la segunda mitad del siglo XX. Son abundantes las antologías que recopilan el discurso formulado sobre la traducción a lo largo de la historia. Estas obras tienen el interés de recoger información muy valiosa acerca de qué han manifestado los traductores (muchas veces también escritores) sobre su labor o la labor de otros, cómo han sido evaluadas las traducciones en diversos contextos históricos, cómo se ha enseñado la traducción, cómo estos discursos se relacionan con discursos anteriores o coetáneos. Las fuentes son muy variadas: formulaciones presentadas por los traductores en epistolarios, prólogos o ensayos autónomos, en críticas y reseñas de traducciones, en manuales de didáctica de la traducción, de enseñanza de lenguas extranjeras mediante el denominado método de traducción y gramática, etc. Encontramos tanto volúmenes de alcance universal (aunque el acervo es básicamente occidental) como ocupados de determinadas tradiciones nacionales, en algunos casos centrados en épocas concretas. Dentro de los primeros fue pionero el de Störig (1963), recopilado en lengua alemana; de los veintisiete fragmentos incluidos, sólo tres de ellos son anteriores al XIX, los de san Jerónimo, Martín Lutero y Goethe; de los restantes, sólo los de Ortega y Gasset y Cary corresponden a autores no germanófonos. En 1981 Horguelin presentó una colección dedicada al ámbito francés (de hecho, tal es el subtítulo), aunque no exclusivamente, pues se incluye un capítulo consagrado a los “precursores latinos”. Los diversos extractos se estructuran, tras este capítulo, de la siguiente manera: “los primeros traductores” (época medieval), “los traductores del Renacimiento”, “el siglo de les belles infidèles” (siglo XVII), “la difusión de las nuevas ideas” (siglo XVIII), “el movimiento pendular” (siglo XIX), “medio siglo de transición” (primera mitad del siglo XX) y, finalmente, “el ámbito canadiense”. En 1989 se publicó una antología preparada por Chesterman, que se nutría de autores del siglo XX (la única excepción es un fragmento de Dryden). Algo más tarde, en 1992, Schulte y Biguenet presen-
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taban una veintena de aportaciones comprendidas entre los siglos XVII y XX (con el acento en este último), la mayor parte de ellas muy conocidas y recopiladas en otras antologías, así las de Dryden, Schopenhauer, Schleiermacher, Guillermo de Humboldt, Goethe, Rossetti, Nietzsche, Benjamin, Pound, Valéry, Nabokov, Jakobson o Derrida y otras menos frecuentes (en muchos casos por no haber alcanzado todavía el estatus de “clásicas”), las de Hugo Friedrich, Szondi, Bonnefoy, Schogt, Riffaterre y Erich Nossack. Es destacable el hecho de haberse presentado dos ensayos no completos escritos originalmente en castellano: el de Ortega y Gasset (que en otros casos no ha podido ser incluido por problemas de derechos de autor) y el de Octavio Paz (que no se ha vuelto a recoger en antología alguna, ni siquiera en castellano, en parte por fácilmente accesible). En 1992 Lefevere presentó en Translation, History, Culture: a Sourcebook, la que era hasta aquella fecha la panorámica más amplia de todas las publicadas, tanto en lo que respecta a los ámbitos lingüísticos como a las etapas históricas. En palabras del propio Lefevere, “this collection contains what many consider to be some of the most important, or at least most seminal texts produced over centuries of thinking about translation in Western Europe in Latin, French, German and English”. El más antiguo de los extractos incluidos corresponde a Cicerón (46 a. C.), lo que comenzaría a ser una constante en subsiguientes antologías; el último, de Wilamowitz (1925). El editor justifica su decisión de no incluir ensayos modernos o contemporáneos, por considerar que debían ser objeto de tratamiento en otros volúmenes, como ocurriría más tarde. Los 61 textos, presentados en inglés, se estructuran temáticamente en lugar de cronológicamente, con una parte final dedicada a los más extensos. En particular, los ámbitos temáticos elegidos son los siguientes: sobre el papel de la ideología en la configuración de la traducción, el poder del mecenazgo, la poética, el universo del discurso, la traducción, el desarrollo de la lengua y la educación, la técnica de la traducción y sobre textos y culturas centrales. Lefevere apunta que una estructura de este tipo se corresponde con las categorías previstas por Madame Dacier en su introducción a su versión de la Iliada (1699), a la vez que con las tendencias principales en el estudio contemporáneo de la traducción literaria. En 1994 Miguel Ángel Vega publicó Textos clásicos de teoría de la traducción, con unos setenta y cinco fragmentos de autores comprendidos entre Cicerón y Fedorov (1983), antología que acompaña de una extensa introducción (pp. 15-57) y que constituiría la primera de las diversas antologías en castellano de pensamiento universal sobre la traducción. En 1996 Francisco Lafarga editó El discurso sobre la traducción en la historia: antología bilingüe, que ya en el subtítulo revela una diferencia sintomática con las precedentes (y también con las siguientes), al presentar los textos originales (en alemán, francés, inglés, italiano y latín) acompañan-
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do a sus correspondientes traducciones al castellano, además, claro está, de los textos originalmente escritos en esta lengua. Cada texto se complementa con una bibliografía crítica. El volumen se abre con el texto clásico de Cicerón y se cierra con un fragmento de Sous l’invocation de Saint Jérôme de Valery Larbaud (1946). El mismo año Dámaso López García publicó Teorías de la traducción: antología de textos, que presenta la particularidad de incluir algunas reflexiones orientales. En 1997 Douglas Robinson dio Western Translation Theory: from Herodotus to Nietzsche, con un total de 124 textos de 90 autores, siempre en traducción al inglés (si no habían sido escritos en inglés originalmente). Se incluyen algunos autores nunca antologados previamente. En el 2000 Enric Gallén y otros publicaron L’art de traduir. Reflexions sobre la traducció al llarg de la història, en el que recogen en catalán ensayos de un total de veintiocho autores, repartidos siguiendo el siguiente esquema: de la antigüedad al Humanismo; del Renacimiento a la época de las belles infidèles; neoclásicos e ilustrados; el siglo romántico; la primera mitad del siglo XX. Cada sección se acompaña de un breve estudio introductorio a la época en cuestión. En 2006 apareció el volumen de Bruno Osimo, Storia della traduzione: riflessioni sul linguaggio traduttivo dall’antichità ai contemporanei, que incluye fragmentos muy breves, con diversos comentarios, y estructurados de forma un tanto idiosincrática: de la Biblia al Humanismo; de la Reforma a la Revolución francesa; el siglo XIX; Pierce y Freud; traductores, escritores y lingüistas del siglo XX; psicólogos, escritores y lingüistas del siglo XX; la ciencia de la traducción. El volumen alcanza hasta los años 90 del siglo XX. También en 2006 se publicó el voluminoso Translation – Theory and Practice: A Historical Reader, de Daniel Weissbort y Arstradur Eysteinsson, que se presenta dividido en dos partes: la primera de ellas, dedicada a la época comprendida entre la Antigüedad y la época moderna (con tres grandes capítulos sobre los periodos entre Cicerón y Caxton, unos sobre el periodo entre la Reforma y el Renacimiento y el Siglo XVIII, y otro más sobre al siglo XIX); la segunda de ellas, dedicada al siglo XX (con un capítulo sobre el periodo entre Pound y Nabokov y otro sobre los autores recientes y contemporáneos). Como hemos visto, la atención al siglo XX oscila en todas estas antologías: desde la de Chesterman, ocupada casi básicamente de esta época a las que no incluyen ningún texto procedente de ella, como la de Robinson. En 2000, Lawrence Venuti publicó una antología consagrada en exclusiva a este siglo, The Translation Studies Reader, con un total de treinta contribuciones completas organizadas en cinco secciones cronológicas, divididas por décadas, cada una de ellas precedida de un ensayo introductorio, y con abundante bibliografía (2ª ed. ampliada 2004).
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Contamos también con diversos trabajos dedicados a tradiciones lingüísticas y culturales específicas. En el ámbito portugués existen dos: de Castilho Pais, Teoria diacronica da tradução portuguesa. Antologia (Séc. XV-XX) (1997), y de Sabio Pinilla y Fernández Sánchez, O discurso sobre a tradução em Portugal (1998). Para Alemania contamos con la antología de Lefevere, Translating Literature: the German Tradition (from Luther to Rosenzweig) (1977). De China se publicó un primer volumen, a cargo de Martha P. Y. Cheung, An Anthology of Chinese Discourse on Translation: From Earliest Times to the Buddhist Project (2006)31. Del ámbito hispanoamericano, El reverso del tapiz, editado por László Scholz (2003). De otros países hay antologías limitadas cronológicamente: de Inglaterra, la de T. R. Steiner, English Translation Theory 1650-1800 (1975); de los Países Bajos, la de T. Hermans, Door eenen engen hals Nederlandse beschouwingen over vertalen 1550-1670 (1996); de Francia, la de L. D’hulst, Cent ans de théorie française de la traduction. De Batteux à Littré, 1748-1847 (1990); de Rusia, la de B. J. Baer y N. Olshanskaya, Russian Writers on Translation, (2013) que recoge el pensamiento formulado por escritores rusos desde mediados del siglo XVIII hasta la época actual, con contribuciones de autores como Pushkin, Dostoievski, Tolstoi, Gorki o Akhmatova. Finalmente, siguiendo un criterio transnacional, pero dedicado a una (larga) época en concreto destaca el volumen de Santoyo, Sobre la traducción: textos clásicos y medievales (2011). EL ESTUDIO DE LA HISTORIA DE LA TRADUCCIÓN ESPAÑOLA
Cabe decir que el estudio de la traducción a lo largo de la historia de España (o, si se prefiere, el estudio de la historia de la traducción española o de la historia española de la traducción) muestra un auge muy digno de atención. Cierto es que, con demasiada frecuencia, la documentación está dispersa y fragmentada y que cada vez se hace más necesaria la colaboración de equipos de investigación que puedan contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, se aprecia todavía una deficitaria atención a determinadas cuestiones como son, por ejemplo, las traducciones desarrolladas por españoles fuera del país (en contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así, en contextos de censura), las traducciones no publicadas en forma de libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una función pragmática, en contextos como pueden ser cancillerías, expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el 31
Este volumen cubre el periodo comprendido entre el siglo V a. C. y el XII. El fallecimiento de M. P. Y. Cheung en 2013 le impidió publicar el segundo volumen previsto, que comprendería el periodo del siglo XIII a la Revolución de 1911.
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uso de la traducción como herramienta didáctica (en el aprendizaje de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales), la colaboración entre traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la Escuela de Traductores de Toledo), etc. Faltan también aportaciones de corte historiográfico que presenten propuestas de análisis integrado y sistemático, con auténtica definición del campo objeto de estudio y que atiendan a cuestiones como la de la periodización en este ámbito. Al objeto de dar coherencia a la presentación de estas actuaciones y poder llegar a una mejor comprensión de la bibliografía, procederemos a una clasificación atendiendo a distintos ámbitos. Como veremos, algunos de ellos son de desarrollo muy reciente, ya porque implican la coordinación de grandes equipos de investigadores o el uso de las nuevas tecnologías. En cualquier caso, beben irremediablemente de las aportaciones hechas con anterioridad, ya próximas o no, ya individuales o colectivas. Los ámbitos a tratar son los siguientes: estudios sobre historiografía de la traducción y sobre metahistoriografía de la traducción; estudios de catalogación de traducciones españolas; repertorios bibliográficos de estudios sobre historia de la traducción; antologización del pensamiento sobre la traducción a lo largo de la historia; compilación y edición de traducciones españolas; historias propiamente dichas de la traducción española; obras de referencia y consulta. Los estudios sobre metodología en el análisis de la historia de la traducción son agrupables en cuatro tipos: estudios historiográficos de corte general, con atención puntual a la realidad española32; estudios de historiografía específicamente española33; estudios metodológicos complementarios o introductorios a estudios sobre historia de la traducción española (en definitiva, el aparato paratextual que los acompaña)34; estudios de metahistoriografía de la traducción en España, aunque no está claro si se pueden diferenciar de los propiamente historiográficos o si se funden en ellos, y en los que, de hecho, se analizan, contrastan y ponderan estudios historiográficos, calculando sus potenciales y limitaciones35. En cuanto a la catalogación de las traducciones, es importante contar con inventarios específicos, aunque en algunos casos nos encontramos con auténticos problemas de definición, como ya hemos apuntado. En España hay 32 33 34
35
Véanse los estudios ya citados de B. Lépinette, S. López Alcalá, M. Á.Vega, y J. A. Sabio Pinilla. Así, A. Pym, “On Method in Hispanic Translation History”, cit.; L. Pegenaute, “United Notions: Spanish Translation History and Historiography”, cit. J. F. Ruiz Casanova, Aproximación a una historia de la traducción en España, Madrid, Cátedra, 2000; F. Lafarga & L. Pegenaute, Historia de la traducción en España, Salamanca, Ambos Mundos, 2004, disponible también en www.cervantesvirtual.es. F. Lafarga, “Sobre la historia de la traducción en España: contextos, métodos, realizaciones”, cit.; J.-C. Santoyo, “Sobre la historia de la traducción en España: algunos errores recientes”, cit.
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una colección especializada en la confección de repertorios bibliográficos de traducción: BT: bibliografías de traducción, dirigida por Francisco Lafarga, que hasta la fecha ha publicado volúmenes sobre Honoré de Balzac, Victor Hugo, relatos fantásticos franceses y novela inglesa traducida en los siglos XVIII y XIX36. Estos volúmenes recogen, por lo general, las traducciones y adaptaciones publicadas en las distintas lenguas de España, aparecidas en forma de libro, quedando fuera de su alcance las versiones que vieron la luz en la prensa. Tiene la ventaja de contar con índices onomásticos no sólo de traductores sino también los de prologuistas, anotadores y editores de las obras. Igualmente, dentro de este ámbito se han de reseñar empeños ya clásicos como el compendio bibliográfico incluido en La literatura rusa en España de G. Portnoff (1932), el Esbozo de una bibliografía española de traducciones de novelas 1800-1850, que acompañaba al volumen Introducción a una historia de la novela en España en el siglo XIX de José F. Montesinos (1955) o, ya más cercanos a nosotros, el “Esbozo de un catálogo biobibliográfico de traductores de obras dramáticas francesas”, de Esperanza Cobos Castro (1996)37, o el apéndice que presenta Ballestero Izquierdo en su Traducción y traductores de entreguerras: 1918-1936 (2007). Evidentemente, en la labor de rastreo bibliográfico de traducciones también es de gran utilidad el uso de repertorios no específicos de traducción como son el Manual del librero hispanoamericano de Antonio Palau Dulcet o el Catálogo general de la Librería española, que en sus dos versiones abarca la totalidad de la primera mitad del siglo XX (Catálogo general de la Librería española e hispanoamericana, 1901-1930 y Catálogo general de la Librería española, 1931-1950). Por otra parte, disponemos de un repertorio de traducciones, aunque no limitado a las españolas. El conocido Index Translationum es una bibliografía internacional de traducciones creada en 1932. Se encuentran disponibles en formato electrónico las bibliografías publicadas desde el año 1979 y que suman 1.700.000 títulos publicados en un centenar de países y pertenecientes a todas las disciplinas del saber humano. También se encuentra en formato electrónico la base de datos del Proyecto Boscán. Catálogo histórico crítico de las traducciones de la literatura italiana al castellano y al catalán desde 1300 a 1939, coordinado por Mª de 36
37
F. Lafarga, Traducciones españolas de Victor Hugo. Repertorio bibliográfico, Barcelona, PPU, 2002; L. Anoll & F. Lafarga, Traducciones españolas de la obra de Honoré de Balzac, Barcelona, PPU, 2003; M. Giné & C. Palacios, Traducciones españolas de relatos fantásticos franceses, de Cazotte a Maupassant, Barcelona, PPU, 2005; E. Pajares, La novela inglesa en traducción al español durante los siglos XVIII y XIX. Aproximación bibliográfica, Barcelona, PPU, 2006. E. Cobos, “Traducir en la España romántica. Esbozo de un catálogo bio-bibliográfico de traductores de obras dramáticas francesas”, Estudios de investigación franco-española, 13 (1996), pp. 73-231.
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las Nieves Muñiz y Cesáreo Calvo (www.ub.edu/boscan/)38, cuyas fichas incorporan no sólo literatura artística sino también pensamiento jurídico y político, y además incluye obras escritas no sólo en cualquiera de los dialectos italianos sino de cualquier otra lengua si el autor es italiano (o, mejor dicho, de los territorios luego correspondientes a Italia). Por su parte, en el ámbito regional, el Institut Ramon Llull compila un Archivo de traducciones electrónico (www.llull.cat/llull/biblioteca/trac.jsp) a partir de la base de datos formada por la Institució de les Lletres Catalanes, cuyo repertorio incorpora las fichas de obras literarias catalanas traducidas a otras lenguas. También en el ámbito regional es de recordar el proyecto de la Universidad de Vigo que recopila una Biblioteca Dixital da Tradución Literaria Galega (webs.uvigo.es/aluna/bitraga.php), repertorio bibliográfico hacia y desde el gallego en el último cuarto de siglo39. Por su parte, el Portal de Literatura Vasca (www.basqueliterature.com), ofrece un listado de libros traducidos del vasco al inglés, francés, alemán y español (con excepción de literatura infantil y juvenil). En lo que respecta a repertorios bibliográficos de estudios sobre historia de la traducción, cabe señalar en primer lugar el volumen Traducción, traducciones, traductores. Ensayo de bibliografía española, publicado por Santoyo en 1987. Allí se lamenta el autor de la falta de autores españoles que se ocupen del estudio de la traducción. Sin embargo, en 1996, en su obra Bibliografía de la traducción en español, catalán, castellano y vasco, habla ya de “aires completamente nuevos”. Cierto es que se incluye un buen número de referencias de trabajos publicados en América Latina, pero no deja de ser impresionante el montante: unos 4.800 títulos. Dada la multidisciplinar perspectiva con que la traducción puede ser abordada, las aproximaciones resultan variadísimas, pero dentro de ellas son particularmente abundantes las de perspectiva histórica. En otro repertorio bibliográfico, Manual de bibliografía española de traducción e interpretación, compilado en este caso por Fernando Navarro, y centrado exclusivamente en el periodo 1985-1995, se reúnen unas 235 entradas (casi un 10% del total) en el apartado sobre “historia de la traducción”, aunque también podrían haber encontrado allí cabida algunas de las de “teoría de la traducción”. Por su parte, Valero Garcés manifiesta que entre 1980 y 1998 se publicaron en España unos 3000 títulos (libros y artículos) relacionados con la traducción, de los que un 24% tendrían 38
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Véase Mª de las N. Muñiz Muñiz, “Le traduzioni spagnole della letteratura italiana nella rete dei libri: dal catalogo all’ipertesto (a proposito del ‘Progetto Boscán’)” en Id., La traduzione della letteratura italiana in Spagna (1300-1939), Florencia, F. Cesati, 2007, pp. 595-644. Veáse BITREGA (Biblioteca Dixital da Tradución Literaria Galega), “El observatorio de la traducción en Galicia: la Biblioteca da Tradución”, en L. Pegenaute & al., La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI. Vol. I: La traducción y su práctica, Barcelona, AIETI-PPU, 2008, pp. 141-149.
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que ver con cuestiones históricas40. Como es obvio en los casos anteriores, no toda esta producción bibliográfica tiene por objeto historiar la traducción realizada en nuestro país, aunque sí ocupa la posición preferente. También habría que sumar, claro está, la producción bibliográfica extranjera sobre aspectos relacionados con la traducción a lo largo de la historia de España. De igual modo, cabe sugerir que, sin explicitar el tema de la “traducción” en el título de la contribución, éste ocupa un destacadísimo lugar en múltiples trabajos que desde el ámbito de la Literatura Comparada toman como foco de recepción la literatura española. Además de los recursos ya apuntados, contamos también con Trades. Base de datos de Estudios de Traducción, uno de los capítulos de la tesis doctoral de Rocío Palomares Perraut, Análisis de las fuentes de información de estudios de traducción, que, como el conjunto de esta tesis, está disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes (www.cervantesvirtual.com). Trades recoge más de 1800 referencias sobre traducción publicadas en España y en español en el período 1960-1994 sobre diversos temas, uno de los cuales es, precisamente, el de historia de la traducción. También electrónica es la base de datos BITRA. Bibliografía de traducción e interpretación, a cargo de Franco Aixelà, disponible a través de la página web de la Universidad de Alicante, con más de 54.000 entradas, no sólo de factura española, en la que se puede hacer una búsqueda temática de referencias sobre historia de la traducción (www.ua.es/dfing/tra_int/bitra.htm). Hay que decir que en nuestro país también abundan las antologías que recopilan el discurso formulado sobre la traducción a lo largo de la historia, tanto las centradas en el ámbito nacional como autonómico41. Dentro de las primeras, la de Santoyo, Teoría y crítica de la traducción: Antología (1987), que incluye algunos textos hispanoamericanos; la de Catelli y Gargatagli, El tabaco que fumaba Plinio. Escenas de la traducción en España y América (1998); finalmente, la de García Garrosa y Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII (2004). Centradas en ámbito regional son las de Bacardí, Fontcuberta y Parcerisas, Cent anys de traducció al català: 1891-1990. Antologia (1998) y la de Xosé Manuel Dasilva, Babel entre nós. Escolma de textos sobre a traducción en Galicia (2003). Cercanas a este ámbito del ensayo son los volúmenes dedicados al pensamiento de un determinado autor sobre la traducción así como las traducciones a una lengua. Para el primer caso, Carles Riba i la traducció de Jordi Malé (2006) o Marià Manet i la traducció de Jordi Marrugat (2009); para el 40 41
C. Valero Garcés, “Translating as an Academic and Professional Activity”, Meta, 45:2 (2000), pp. 378-382. Véase el estudio de J. A. Sabio Pinilla & P. Ordóñez, Las antologías sobre la traducción en el ámbito peninsular, Berna, Peter Lang, 2012.
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segundo, Molière en català: les reflexions dels traductors de Judith Fontcuberta (2007); Shakespeare en España: 1764-1916 de Laura Campillo y Ángel-Luis Pujante (2007); Traduir Shakespeare. Les reflexions dels traductors catalans de Dídac Pujol (2007) o Traductores y prologuistas de V. Hugo en España (1834-1930) de Lafarga (2008). En cuanto a la compilación y edición de traducciones españolas, prestaremos atención a diversos portales digitales ocupados de ofrecer al público versiones digitales de traducciones: BIVIR: Biblioteca Virtual da Literatura Universal en Galego (www.bivir.com), vinculada a la Asociación de Tradutores Galegos, presenta unas ciento treinta traducciones al gallego; el Institut Virtual Internacional de Traducció (www.ivitra.ua.es), dependiente de la Universidad de Alicante, ha realizado traducciones de diferentes obras clásicas valencianas y ha traducido al valenciano obras clásicas de la literatura europea; BITELI. Biblioteca de traducciones españolas de literatura italiana (www.biteli.cfmxdeveloper.co.uk), vinculada al Proyecto Boscán, ya mencionado, y que, como aquél, es coordinado por Muñiz y Calvo. Este último permite búsquedas de traducciones, así como búsquedas léxicas y sus frecuencias, ya en el original o en las traducciones. Reciente es la apertura del portal digital Traducciones y traductores de literatura y ensayo (www.ttle.satd.uma.es), dirigido por Juan Jesús Zaro, proporciona un archivo de textos artísticos y ensayísticos del XIX traducidos al español, así como edición traductológica de algunos de ellos: ha incorporado hasta ahora veinticinco, españoles e hispanoamericanos. Asimismo los portales BITRES. Biblioteca de traducciones españolas y BITRAHIS. Biblioteca de traducciones hispanoamericanas, alojados en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, coordinados ambos por Lafarga y Pegenaute. Pretenden poner al alcance un conjunto de traducciones no fácilmente accesibles pero cuyo interés hace deseable su recuperación, ya por su calidad intrínseca, por influencia ejercida en su tiempo o el éxito de público, por ser las primeras versiones españolas de un determinado autor o algún otro motivo. Las traducciones se acompañan de ensayos introductorios en los que dan noticia de: la obra original, su lugar en la producción del autor, etc.; ubicación de la traducción en el contexto de las traducciones del autor original; estudio de la propia traducción, tanto desde el punto de vista histórico como estilístico; recepción, éxito de la traducción; referencias bibliográficas útiles al caso. También incluyen los portales amplia bibliografía sobre la historia de la traducción en España e Hispanoamérica y fichas biográficas sobre los traductores. BITRAHIS añade también una sección dedicada a lo más representativo del pensamiento sobre traducción. Un buen número de los estudios contenidos en el portal BITRES han sido recogidos por Lafarga y Pegenaute en el volumen Cincuenta estudios sobre traducciones españolas (2011). También a partir del portal Tra-
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ducciones y traductores de literatura y ensayo, ya mencionado, se ha llevado a cabo la publicación de los volúmenes Traductores y traducciones de literatura y ensayo, 1835-1919 (2007) y Diez estudios sobre la traducción en la España del siglo XIX (2008), editados en ambos casos por J. J. Zaro. En la misma línea que estos portales, el Grupo de investigación TRADIA-1611, de la Universitat Autónoma de Barcelona, ha constituido la Biblioteca de traductores (www.traduccionliteraria.org/biblib/index.htm), con traducciones canónicas y fichas biobibliográficas sobre los traductores. Cabría señalar, igualmente, que esta última biblioteca se encuentra alojada en el Portal de la traducción ibérica y americana, en el que también está disponible el recurso en línea 1611. Revista de historia de la traducción, dirigido por Gargatagli y López Guix, que ha publicado siete números hasta 2013. Hasta hace relativamente poco, la historia de la traducción en ámbito español ocupaba un espacio muy restringido en el contexto internacional. Van Hoof ofreció, en un breve estudio de catorce páginas aparecido en Hieronymus complutensis (1998), un esbozo de historia de la traducción en España que contiene no ya algunas erratas en nombres y títulos sino varios errores de bulto, como el situar a Concha Zardoya o a Marcel Proust a mediados del siglo XIX. Otro resumen de historia de la traducción en España es el redactado por Pym para la Routledge Encyclopedia of Translation Studies (1998); a pesar de las limitaciones de espacio propias de una enciclopedia, no puede dejar de apreciarse cierto desequilibrio en la distribución (la mitad corresponde a Edad Media y siglo XVI) o la insistencia en determinados aspectos en perjuicio de otros. Es curioso que el primer estudio de conjunto en forma de libro apareciera fuera de España: se trata de un texto de ochenta páginas en italiano, presentado como grandes rasgos de la historia de la traducción en España, de Mª del Carmen Sánchez Montero (1998), que se apoya a menudo en la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez Pelayo y en la antología de Santoyo (1987). No pueden olvidarse las valiosas aportaciones de García Yebra dedicadas a la historia de la traducción en sus obras En torno a la traducción: teoría, crítica, historia (1983) y Traducción: historia y teoría (1994). Como es sabido, el autor toca distintos temas de historia, en especial vinculados a la Edad Media y los Siglos de Oro, aunque estos estudios no presentan una ordenación sistemática ni pretenden exhaustividad (son compilación de contribuciones dispersas). Esta situación de relativa penuria comienza corregirse en 2000, gracias a dos obras notables de distinta orientación: Negotiating the Frontier. Translators and Intercultures in Hispanic History, de Pym, y la Aproximación a una historia de la traducción en España, de Ruiz Casanova. El primero constituye un recorrido discontinuo por un conjunto de doce momentos que el autor considera ejemplares en la historia de la traducción en el mundo hispánico,
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desde el siglo XII hasta nuestros días. A pesar de su aspecto fragmentario, permite establecer vinculaciones entre fenómenos sucedidos a siglos de distancia e intenta poner de relieve el carácter histórico de algunos hechos contemporáneos. Por su parte, la obra de Ruiz Casanova, a pesar de su título modesto y precavido, tiene el mérito pionero de trazar un panorama histórico secular, vinculando historia de la traducción literaria e historia de la literatura con sus grandes períodos habituales. Todos los capítulos contienen como elemento introductorio y contextualizador un apartado sobre “Lengua y literatura”, en el que se intenta dar razón del contexto lingüístico y literario con el fin de insertar la traducción como una práctica cultural más. Aun cuando el autor desecha, como posible estructuración de una historia de la traducción, la labor de los traductores, en la práctica su obra focaliza en gran medida este aspecto: de hecho, sus nombres aparecen destacados en negrita y el único índice onomástico previsto es precisamente de traductores. En una perspectiva igualmente histórico-cronológica, aunque con planteamientos y elementos algo distintos, se sitúa la Historia de la traducción en España, editada por Lafarga y Pegenaute (2004) y actualmente disponible en el portal BITRES (www.cervantesvirtual.com/portal/bitres). Esta obra presenta, siguiendo un orden cronológico, la situación de la traducción en España en distintos períodos históricos, combinando las referencias a la actividad traductora con las necesarias alusiones a las poéticas traductoras vigentes o generalmente aceptadas en cada período. Habida cuenta de la diversidad lingüística y cultural de España, incluye capítulos que observan, complementariamente la situación de los ámbitos lingüísticos no castellanos: catalán, gallego y vasco. Ésta es una de las novedades que aporta, respecto de las anteriores, pese a las inevitables limitaciones. Las mismas limitaciones, junto a otras dificultades, hicieron desechar finalmente la idea, barajada durante cierto tiempo, de incluir un capítulo dedicado a la América colonial. Es de lamentar que no poseamos estudios generales sobre la Península Ibérica, lo cual ha provocado que la tradición española se haya estudiado separadamente de la portuguesa. Esto ha impedido el establecimiento de marcos comparatistas y la atención a algunos fenómenos de interrelación literaria y cultural sumamente interesantes. Habría que presentar como excepción los dos volúmenes de Dasilva, Babel ibérico (2006 y 2008), sendas antologías de textos críticos sobre la literatura portuguesa traducida en España y vicecersa, en los que se presenta un tesoro de información sobre la recepción literaria de una y otra tradición, además del volumen editado por Gallén, Lafarga y Pegenaute sobre Traducción y autotraducción en las literaturas ibéricas (2010). Igualmente, se echan en falta comparaciones entre la historia de la traducción desarrollada en España y en Hispanoamérica. De hecho, ni siquiera se ha tenido suficientemente en
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cuenta el espacio hispanoamericano a la hora de estudiar la historia de la traducción española, a pesar de que se dan fenómenos que superan claramente las fronteras nacionales, como ocurre en el caso de los hombres y mujeres de letras españoles que desarrollaron labores de traducción en el exilio, o las cuestiones relacionadas con la difusión de libros por parte de grandes editoriales con implantación en España y Sudamérica. Si acaso, la sola excepción sería la obra ya mencionada de Pym, Negotiating the Frontier, aunque en tratamientos separados. Tampoco abundan las aproximaciones que, desde el propio contexto hispanoamericano, hayan adoptado una perspectiva de amplio recorrido geográfico, trascendiendo limitaciones nacionales. Como excepción, tenemos los volúmenes de Aparicio, Jolicœur42 o algunas muy recientes recopilaciones43, además de artículos de Mould de Pease, de Bastin y de Bastin, Echeverri y Campo44. Si en algunos casos se ha logrado una forma de entender la historia de la traducción despegada de los límites territoriales de nación, ha sido en aquellos contextos históricos en los que tal concepto ni existía. Por lo general, la mayoría de estos estudios se centran, como es esperable, en las épocas de exploración y conquista45. A todos ellos habríamos de sumar algu42
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F. R. Aparicio, Versiones, interpretaciones, creaciones: Instancias de la traducción literaria en Hispanoamérica en el siglo veinte, Gaithersburg, Hispamérica, 1991; L. Jolicœur, Traduction et enjeux identitaires dans le contexte des Amériques, Quebec, Université Laval, 2007. A. Pagni, América Latina: espacios de traducción (Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales 24, 2004); C. Foz & M. Charron, Traduire les Amériques (TTR 19:2, 2006); G. L. Bastin, La traducción y la conformación de la identidad latinoamericana (TRANS 12, 2008); T. Goldfajn, O. Preuss & R. Sitman, Traducción e Historia en América Latina (Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, 21:1, 2010); G. Adamo, La traducción literaria en América Latina, Buenos Aires, Paidós, 2011; A. Pagni, G. Payàs & P. Willson, Traductores y traducciones en la historia cultural de América Latina, México, UNAM-Coordinación de Difusión Cultural, 2011; F. Lafarga & L. Pegenaute, Aspectos de la historia de la traducción en Hispanoamérica: autores, traducciones y traductores, Vigo, Academia del Hispanismo, 2012; F. Lafarga & L. Pegenaute. Lengua, cultura y política en la historia de la traducción en Hispanoamérica, Vigo, Academia del Hispanismo, 2012; G. Payàs & J. M. Zavala, La mediación lingüístico cultural en tiempos de guerra. Cruce de miradas entre España y América, Temuco, Editorial UC Temuco, 2012. M. Mould de Pease, “Historia y traducción. Presentación de una situación intra-americanista”, Livius, 2 (1992), pp. 189-202; G. L. Bastin, “Latin American Tradition”, en M. Baker, Routledge Encyclopedia of Translation Studies, Londres, Routledge, 1998, pp. 505-512; G. L. Bastin, “Por una historia de la traducción en Hispanoamérica”, Íkala, 8 (14) (2003), pp. 193-217 ; G. L. Bastin, “La pertinencia de los estudios históricos sobre traducción en Hispanoamérica”, Estudios interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, 21:1 (2010), www1/tau.ac.il/eial; G. L. Bastin, Álvaro Echeverri & Ángela Campo, “La traducción en América Latina: propia y apropiada”, Estudios. Revista de investigaciones literarias y culturales, 24 (2004), pp. 69-94. Véanse, por ejemplo, G. Haensch, “La comunicación entre españoles e indios en la Conquista”, en Miscel·lània Sanchis Guarner, Universitat de València, 1984, II, pp. 157-167; E. Bravo, “Lenguas indígenas y problemas de contacto lingüístico en las relaciones geográficas del siglo XVI”, Philologia hispalensis, 2:1 (1987), pp. 119-132; J. Klor de Alva, “Language, Politics and Translation: Colonial Discourse and Classic Nahuatl in New Spain”, en R. Warren, The Art
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nos muy importantes, que si bien no versan específicamente sobre traducción sí aportan datos lingüísticos sumamente interesantes para su estudio46. También se hallarán estudios interesantes referidos a concretas realidades nacionales, ya sean historias parciales o completas, como ocurre con Argentina, Colombia, Chile, Cuba, Perú o Venezuela47. En forma de libro, dedicados a traductores o intérpretes en particular, como son La Malinche, el Inca Garcilaso, Martí o Borges48.
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of Translation: Voices from the Field, Boston, Northeastern U. P., 1989, pp. 143-162; M. A. de la Cuesta, “Intérpretes y traducciones en el descubrimiento y la conquista del nuevo mundo”, Livius, 1 (1992), pp. 25-34; R. Adorno, “The Discursive Encounter of Spain and America”, William and May Quarterly, 49:2 (1992), pp. 210-228; R. Adorno, “The Indigenous Ethnographer: The ‘Indio Ladino’ as Historian and Cultural Mediator”, en S. B. Schwartz, Implicit Understandings. Observing, Reporting and Reflection on the Encounters between Europeans and other Peoples in the Early Modern Era, Cambridge U. P., 1994, pp. 378-401; C. Valero Garcés, “Traductores e intérpretes en los primeros encuentros colombinos. Un nuevo rumbo en el propósito de la Conquista”, Hieronymus complutensis, 3 (1996), pp. 61-73; I. Buche, “Teoría de la comunicación intercultural: la conquista, la colonización y la evangelización del México indígena” en K. Zimmermann & Ch. Bierbach, Lenguaje y comunicación intercultural en el mundo hispánico, Fráncfort-Madrid, Vervuert-Iberoamericana, 1997, pp. 51-67; I. Alonso Araguás, “Ficción y representación en el discurso colonial: el papel del intérprete en el Nuevo Mundo”, en R. Muñoz Martín, Actas del I Congreso Internacional de la Asociación Ibérica de Estudios de Traducción e Interpretación, Granada, AIETI, 2003, pp. 407-419; M. Á. Vega, “Lenguas, farautes y traductores en el encuentro de los mundos”, Hieronymus complutensis, 11 (2004), pp. 81-108; I. Alonso, J. Baigorri & G. Payàs, “Nauhatlos y familias de intérpretes en el México colonial”, 1611. Revista de historia de la traducción, 2 (2008), www.traduccionliteraria.org/1611; I. Alonso & G. Payàs, “Sobre alfaqueques y nahuatlatos: nuevas aportaciones a la historia de la interpretación” en C. Valero-Garcés (ed.), Investigación y práctica en traducción e interpretación en los servicios públicos. Desafíos y alianzas, Universidad de Alcalá de Henares, 2008, pp. 39-52. Véanse, por ejemplo, Á. Rosenblat, Los conquistadores y su lengua, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1977; E. Martinell, Aspectos lingüísticos del descubrimiento y la conquista, Madrid, CSIC, 1987; E. Martinell, La comunicación entre españoles e indios, Madrid, Mapfre, 1992; L. Gómez Mango de Carriquiry, El encuentro de lenguas en el “nuevo mundo”, Córdoba, Obra Social y Cultural Cajasur, 1995; H. López Morales, La aventura del español en América, Madrid, Espasa Calpe, 1998. Lourdes Arencibia, “Apuntes para una historia de la traducción en Cuba”, Livius, 3 (1993), 117; Ileana Cabrera Ponce, “El aporte de la traducción al proceso de desarrollo de la cultura chilena en el siglo XIX”, Livius, 3 (1993), pp. 51-63; L. Arencibia, “La traducción en las tertulias literarias del siglo XIX en Cuba”, Hieronymus complutensis, 4-5 (1996-1997), pp. 27-40; G. L. Bastin, “Bases para una historia de la traducción en Venezuela”, Livius, 8 (1996), pp. 925; Wilson Orozco, “La traducción en el siglo XIX en Colombia”, Íkala, 5 (9-10) (2000), pp. 73-88; G. Vázquez Villanueva, “Los linajes de la traducción en Argentina: política de la traducción, génesis de la literatura”, Hermēneus, 6 (2004), pp. 183-202; P. Willson, La constelación del Sur. Traductores y traducciones en la literatura argentina del siglo XX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004; G. Payàs, “Estudio preliminar. La Biblioteca chilena de traductores o el sentido de una colección” en J. T. Medina, Biblioteca chilena de traductores (1820-1924), Santiago de Chile, DIBAM-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Santiago, 2007, pp. 23-72. S. Jákfalvi, Traducción, escritura y violencia colonizadora: un estudio de la obra del Inca Garcilaso, Syracuse, NY, Maxwell of School of Citizenship and Public Affairs, 1984; S.
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En lo que respecta a España, cabe decir que se observa cierta carencia de obras de referencia, especialmente en historia de la traducción. Una vez establecido el panorama histórico de la traducción, una de las prioridades principales es la de descubrir con mayor precisión la personalidad y labor de los traductores, así como la traducción y la recepción de los grandes autores y obras de la cultura universal, aunque habría que decir que el estudio del primero de estos aspectos contaba en España con hitos tan importantes como el Ensayo de una biblioteca de traductores españoles de Pellicer y Saforcada (1778) o los cuatro volúmenes de la Biblioteca de traductores españoles de Menéndez Pelayo (1952-53)49. Con el fin de recopilar de forma compacta una información hasta ahora dispersa, incompleta y muy poco uniforme se ha concebido el Diccionario histórico de la traducción, editado por Lafarga y Pegenaute (2009), en el que en forma de diccionario enciclopédico se recogen más de ochocientas entradas sobre historia de la traducción, preparadas por cuatrocientos especialistas que han sido coordinados por un consejo asesor. Se encuentran allí, intercalados alfabéticamente, tanto artículos relativos a los contextos emisores (literaturas nacionales y autores extranjeros) como a los contextos receptores (traductores y distintos aspectos relacionados con la práctica y teoría de la traducción). Si bien el énfasis se ha puesto en la traducción literaria, también se presentan entradas relativas a otras variedades, como la traducción en la Administración, la audiovisual, la científica, la económica, la jurada, la de productos informáticos, además de entradas sobre la didáctica de lenguas y la traducción, la formación de traductores, la interpretación, el pensamiento y la investigación sobre la traducción, los premios ayudas y asociaciones o la traducción y el mercado editorial. Los
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Messinger Cypress, La Malinche in Mexican Literature. From History to Myth, Austin, University of Texas Press, 1991; R. Herren, Doña Marina, La Malinche, Barcelona, Planeta, 1992; C. Wurm, Doña Marina, la Malinche. Eine historische Figur und ihre literarische Rezeption, Fráncfort, Vervuert, 1996; L. Arencibia, El traductor Martí. Ensayo, Pinar del Río, Hermanos Loynaz, 2000; E. Kristal, Invisible Work: Borges and Translation, Nashville, Vanderbilt U. P., 2002; B. Dröscher & C. Rincón (eds.), La Malinche: Übersetzung, Interkulturalität und Geschlecht, Berlín, Frey, 2011; M. López-Baralt, El Inca Garcilaso, traductor de culturas, Madrid-Fráncfort, Iberoamericana-Vervuert, 2011; R. Silva-Santisteban, El inca Garcilaso de la Vega traductor, Lima, Universidad Ricardo Palma, 2011. Del ensayo de Pellicer y Saforcada, hay reciente edición (Cáceres, Universidad de Extremadura, 2002), con presentación de G. Mª Salido Ruiz y estudio introductorio de M. Á. Lama; la Biblioteca de traductores se halla incluida en el cederrón Menéndez Pelayo digital (Madrid, CSIC-FUE, 1999), el cual ha sido incorporado a la Biblioteca Virtual Menéndez Pelayo, alojada en el portal digital de la Fundación Ignacio Larramendi (www.larramendi.es). Sobre la conveniencia de centrar el estudio de la historia de la traducción en el traductor, véanse las aportaciones de A. Chesterman, “The Name and Nature of Translator Studies”, Hermes, 42 (2009), pp. 13-22, y de A. Pym, “Humanizing Translation History”, Hermes, 42 (2009), pp. 2348.
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distintos artículos vienen acompañados de su correspondiente aparato bibliográfico y aportan detalles exhaustivos de índole editorial sobre las traducciones. Se ha prestado atención a la realidad multilingüe y multicultural del Estado, incluyendo información detallada sobre la actividad traductora desarrollada no sólo en castellano sino también en catalán, euskera y gallego. La obra se estructura en torno a dos grandes ejes: por una parte, el eje centrado en las culturas emisoras, que incluye entradas relativas a grandes autores y obras de la literatura universal, así como a los ámbitos culturales que más presencia han tenido en la cultura receptora; por otra parte, el centrado en la cultura receptora, constituido por la relación de traductores españoles significativos (a partir de criterios de calidad o importancia histórica de su tarea o de la fuerza de su personalidad; su importancia, por ejemplo, como escritores, políticos, intelectuales, es decir, personas que se hayan distinguido en ámbitos no estrictamente traductores), y otras personas o entidades que han actuado de intermediarios de la tarea traductora (editores, editoriales, colecciones o series de traducciones, instituciones relacionadas con la traducción, premios de traducción), así como teóricos o críticos de la traducción. Complemento a este volumen es el Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica, también editado por Lafarga y Pegenaute y con la colaboración de un comité científico, en el que se han cubierto con entradas generales los distintos ámbitos geopolíticos de Hispanoamérica, entendidos por lo general desde su conceptualización como modernas Repúblicas independientes (además de una larga entrada sobre la traducción en el periodo colonial). En estas entradas se ofrece una visión de la traducción en relación con el desarrollo cultural y literario del país; documentación sobre la presencia de literaturas extranjeras (autores predilectos, corrientes o escuelas más significativas, etc.) y otros tipos de textos, principalmente de pensamiento, pero también relativos a cuestiones políticas, religiosas, científicas, económicas, jurídicas, didácticas, etc.; información sobre la labor de los principales traductores e intermediarios de la traducción y bibliografía orientativa. La mayor parte de las entradas restantes están consagradas a los traductores, cuyo catálogo se ha efectuado, al igual que en el anterior Diccionario, a partir de criterios de calidad o importancia histórica de su tarea o de la fuerza de su personalidad. En términos generales, cada entrada contiene una breve biografía; alusión a las formas y contenidos de su actividad traductora, relacionándola con la situación de la traducción en su época, con su actividad como escritor original (si procede), con las ideas sobre la traducción de su tiempo, etc.; información bibliográfica completa sobre la primera edición de sus traducciones; comentario particular de alguna traducción fundamental; indicación de fuentes secundarias y bibliografía crítica adecuada. También encontramos algunas entradas sobre agentes o intermediarios (editoriales,
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diarios, revistas) que han contribuido a la producción y difusión de traductores. También es destacable la reciente publicación del Diccionari de la traducció catalana, de Montserrat Bacardí y Pilar Godayol (2011), en el que se compilan los traductores más relevantes, desde los inicios hasta los nacidos a mediados del siglo XX, y que hayan traducido de cualquier lengua al catalán, así como las traducciones anónimas y colectivas más sobresalientes. El millar de entradas del volumen presenta datos biográficos, descripción y valoración de las traducciones y bibliografía completa de las obras traducidas al catalán y los estudios que han suscitado. En los últimos tiempos hemos encontrado, por tanto, diversos repertorios en los que se recoge información detallada sobre los traductores españoles e hispanoamericanos: además de la proporcionada por los tres Diccionarios que se acaban de mencionar, la que se encuentra disponible en los portales BITRES, BITRAHIS y Traducciones y traductores de literatura y ensayo, además de la sección de “Biografías de traductores” en el portal virtual desarrollado por el Grupo de investigación HISTRAD http://web.ua.es/es/histrad dirigido por Miguel Ángel Vega en la Universidad de Alicante y la sección de “Personajes” presentada en el portal HISTAL www.histal.ca, del grupo de investigación sobre América Latina liderado por G. L. Bastin. En forma impresa, también contamos algunos repertorios, más especializados, como son los realizados por E. Cobos Castro sobre traductores de obras dramáticas francesas entre 1830 y 1930; por Riera Palmero y Riera Climent (2003) sobre traductores de textos científicos en la época ilustrada; y por C. Alvar y J. M. Lucía sobre la época medieval50. A lo largo de las líneas precedentes esperamos haber podido demostrar que es necesario elaborar modelos y mapas que no identifiquen las nociones de sociedad, país, nación y comunidad lingüística; que se hace precisa una periodización que resulte propia y específica desde el punto de vista traductológico, pero que a la vez no se mantenga alejada de las periodizaciones al uso en la materia objeto de traducción; que se reconozca el carácter propiamente traductor de quienes practican la traducción, de manera independiente y a la vez vinculada a otros quehaceres que bien pueden haberles garantizado su paso a la posteridad; que se mantenga una visión diacrónica que resulte 50
E. Cobos Castro, Traductores al castellano de obras dramáticas francesas (1830-1930), Córdoba, Universidad de Córdoba, 1998; J. Riera Palmero & L. Riera Climent, La ciencia extranjera en la España ilustrada. Ensayo de un diccionario de traductores, Universidad de Valladolid, 2003; C. Alvar & J. M. Lucía, Repertorio de traductores del siglo XV, Madrid, Ollero y Ramos, 2009; C. Alvar, Traducciones y traductores: materiales para una historia de la traducción en Castilla durante la Edad Media, Madrid, Centro de Estudios Cervantinos, 2010.
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flexible en su conceptualización y permita abordar con amplitud de miras el estudio de prácticas traductoras alejadas de nosotros en el tiempo y de los cánones actuales. Aunque puede decirse que el estudio de la historia de la traducción vive hoy un auge muy digno de atención, lo cierto es que con demasiada frecuencia la documentación está dispersa y fragmentada y cada vez se hace más necesaria la colaboración entre equipos de investigación que puedan contribuir a la realización de un mapa general. Por otra parte, se aprecia todavía una deficitaria atención a determinadas cuestiones como, por ejemplo, las traducciones desarrolladas por españoles fuera de nuestras fronteras (en contextos de exilio, por ejemplo), el fenómeno de la no traducción (así, en entornos de censura), las traducciones no publicadas en forma de libro (muchas de ellas efectuadas de forma anónima y para cumplir una función pragmática, en espacios como pueden ser cancillerías, expediciones militares, monasterios, sociedades científicas, etc.), el uso de la traducción como herramienta didáctica (así, en el aprendizaje de lenguas clásicas, pero también modernas), los instrumentos de la traducción (disponibilidad de recursos lexicográficos y documentales al alcance de los traductores), la colaboración entre equipos de traductores no siempre fácilmente distinguibles (como ocurría en la Escuela de traductores de Toledo), etc.
INTRODUCCIÓN A LA ‘HISTORIA DE LA CIENCIA’ COMO GÉNERO JAVIER HERNÁNDEZ ARIZA El objeto que aquí nos ocupa es tratar de explicar el modo de operar que en cuanto género literario presenta la moderna historiografía de la(s) ciencia(s); es decir, se trata de mostrar en una primera aproximación aquellos aspectos que son clave para la comprensión de una común manera de obrar. Para llevar a cabo este acercamiento, de la extensa bibliografía históricocientífica disponible he considerado sobre todo las síntesis que se han venido publicando en España en las últimas décadas1, pues cabe afirmar que representan un compendio del genéro. Sin embargo no se puede olvidar que la científica es una historiografía secular2. Precisamente el conocimiento de su curso particular (sobre todo a lo largo de los últimos cien años), paralelo al de la historiografía, permite comprender en gran medida cómo se escribe actualmente y por qué la historia de la ciencia3. Entre otros aspectos la si1
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Las obras lacónicamente tituladas a las que me refiero son principalmente las siguientes: LAÍN Entralgo, Pedro y José María López Piñero, Panorama histórico de la ciencia moderna, Madrid, Guadarrama, 1963; Elena, Alberto y Javier Ordóñez, Historia de la ciencia, 2 vols., Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1988; Ordóñez, Javier, Navarro, Víctor y José Manuel Sánchez Ron, Historia de la ciencia, Madrid, Espasa Calpe, 2004; Carlos Solís y Manuel Sellés, Historia de la ciencia, Madrid, Espasa Calpe, 2005 y Comellas, José Luis, Historia sencilla de la ciencia, Madrid, Rialp, 2007. Sobre esta cuestión véase los capítulos Origen de la historiografía de la ciencia y Origen de la historiografía de la medicina en Barona, Josep Lluís, Ciencia e historia. Debates y tendencias en la historiografía de la ciencia, Godella, Seminari d’Estudis sobre la Ciència, 1994, pp. 77151. Puede verse también Ordóñez, Javier, Ciencia, tecnología e historia, Madrid, FCE, 2003, 2ª ed., p. 29. Cuestión diferente es la reciente “institucionalización” de la disciplina en el siglo XX (Barona, J. L., Ob. cit., p. 103). Sobre dicho fenómeno véase el epígrafe “La falta de investigación histórica continuada y la «polémica de la ciencia”, en López Piñero, J. Mª, La ciencia en la historia hispánica, Barcelona, Salvat, 1982, pp. 4-5. Un análisis más reciente puede verse en Id., “Tradición y discontinuidad en España de la historiografía de la ciencia”, Arbor, nº 604605 (Abril-Mayo 1996), pp. 13-16 y en Id., “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”, Investigación y Ciencia, nº 299 (2001), pp. 74-81. Una visión del avance y transformación del género histórico-científico, e histórico-médico, en ocasiones con referencias al caso español, puede consultarse en ID., Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica, Valencia, Real Academia de Medicina, 1975; Id., “Los modelos de investigación historicomédica y las nuevas técnicas”, en Lafuente, Antonio y Juan J. Saldaña (coords.), Historia de las ciencias, Madrid, CSIC, 1987, pp. 125-150; López Piñero, J. Mª, “Los modelos de investigación historicomédica”, en Esteban Piñeiro, Mariano et al. (coords.), Estudios sobre historia de la ciencia y de la técnica. Vol. 1, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1988, pp. 11-29; Saldaña, Juan José, “Estudio sobre las fases principales de la evolución de
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guiente reflexión pone de manifiesto la intensidad con la que dichos desarrollos han repercutido en el género histórico-científico, señalando asimismo la tendencia imperante en el presente: […] la historia de la ciencia no es una disciplina monolíticamente asentada. En el seno mismo de la historiografía de la ciencia han tenido lugar también a lo largo del siglo XX no pocas controversias y han aparecido nuevas orientaciones y rupturas. ¿Cómo ignorar, pongamos por caso, la influencia de la historiografía marxista o del funcionalismo sociológico sobre el análisis de la ciencia considerada como fenómeno histórico? Es un hecho constatable que las distintas corrientes de renovación historiográfica y los planteamientos más tradicionales han tenido, de manera lógica, su reflejo e influencia en la evolución de la historia de la ciencia. Para cualquier observador resulta evidente que hoy no existe unanimidad entre los historiadores de la ciencia. No existe, pues, una única orientación historiográfica, sino que, por el contrario, las corrientes intelectuales se han sucedido incesantemente a tenor del mayor o menor auge de ciertas corrientes de pensamiento. Así, vemos que en las últimas décadas la tradicional historia intelectual -también llamada historia de las ideas científicas- ha dado paso a un mayor impulso de la historia social, a un mayor interés por el fenómeno de la institucionalización, por las implicaciones sociales de la ciencia o por la transmisión de los conocimientos científicos. Qué duda cabe de que en todo este panorama, las investigaciones derivadas de una renovada sociología del conocimiento han introducido viento fresco y nuevos elementos para el debate4.
Así pues, la existencia de numerosos y diferentes ángulos desde los que entender y abordar históricamente la ciencia ha contribuido notablemente a la complejidad disciplinar, situación que se resume ilustrativamente en la comparación de la especialidad con “una encrucijada en la que convergen también los intereses de historiadores, sociólogos, filósofos y de los propios científicos”5. De esta manera la tarea preliminar del historiador de la ciencia
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la historia de las ciencias”, en ID. (comp.), Introducción a la teoría de la historia de las ciencias, México, UNAM, 1989, 2ª ed., pp. 21-78; Rossi, Paolo, Las arañas y las hormigas. Una apología de la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1990, pp. 153-195; Puerto Sarmiento, Francisco Javier, Historia de la ciencia. Una disciplina para la esperanza, Madrid, Akal, 1991; López Piñero, J. Mª, “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”, Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992), pp. 21-67; Barona, J. L., Ob. cit.,; López Piñero, J. Mª, “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”… e Id., Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica, Madrid, Real Academia de la Historia, 2005, pp. 15-62. Barona, J. L., Ob. cit., pp. 18-19. Ibíd., p. 19. Esta circunstancia también es tratada en la introducción al capítulo Debates actuales en la historiografía de la ciencia. Ahí podemos subrayar lo siguiente: “[…] la historia de la ciencia se ha convertido a lo largo del tiempo en una compleja encrucijada, en la que con-
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es “el conocimiento minucioso de su pasado y su presente historiográfico, de los puntos críticos y de la situación actual del debate”. De todas estas cuestiones destacan, por su importancia, la pugna entre el enfoque externalista e internalista así como “las condiciones y los planteamientos que han sustentado el auge de la historia social del conocimiento científico y la revisión metodológica que ha planteado una historia social de la ciencia pretendidamente renovadora”6. Desde el punto de vista del género, además de lo anterior pueden ser considerados a modo de introducción otros aspectos atribuidos a la historia de la ciencia. Entre los expuestos por el danés Helge Kragh destacaré la utilidad que esta disciplina tiene para “el científico activo”, el filósofo y el sociólogo de la ciencia; también la legitimación social que proporciona a la actividad científica y su inherente didactismo. Sin embargo subrayaré el aserto de que su “reconstrucción” conduce necesariamente al estudio minucioso “de las interacciones entre ciencia, técnica y sociedad”, así como aquel otro que asevera su función como “posible nexo de unión entre esas las dos culturas tradicionalmente separadas: la de las ciencias de la naturaleza o experimentales y las humanidades”7. A través de la historia de la ciencia el científico podría alcanzar una perspectiva humanística de su labor y los humanistas podrían tomar conciencia de que las ciencias y las humanidades no son más que dos facetas de un mismo conocimiento humano. Con esa opinión nos recuerda Kragh que coincidía años más tarde J.T. Clark, quien elevaba aun más la función intelectual de la historia de la ciencia cuando afirmaba que «la historia de la ciencia es, de hecho, el nuevo humanismo
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fluyen los puntos de vista, las tradiciones intelectuales y los métodos de indagación de filósofos, historiadores, sociólogos y científicos procedentes de todos los ámbitos y culturas. Frente a una posición tradicional mucho más clara, específica y lineal, la historia de la ciencia se ha transformado paulatinamente en un ámbito intelectual complejo donde coexisten puntos de vista contrarios, tradiciones intelectuales diferentes y programas de investigación que responden a planteamientos muy diversos” (p. 153). Puede verse además lo expuesto bajo el epígrafe Tradiciones de investigación en Rossi, Paolo, Ob. cit., pp. 162-163 y ss. Barona, Josep Lluís, Ob. cit., p. 19. En la parte final del libro se ofrece una explicación más detallada de lo que “una parte de la historiografía de la ciencia considera […] una verdadera revolución” para la disciplina (p. 183). Sin embargo, López Piñero ha denunciado el desconocimiento actual de la importante tradición histórico-médica e histórico-científica, señalando la falta de originalidad de “una supuesta ‘revolución epistemológica’ cuyo precursor sería el ‘segundo’ Wittgenstein y sus principales figuras, Hanson, Kuhn, Toulmin, Lakatos y Feyerabend” (Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, p. 52 y ss.); del mismo autor véase al respecto los artículos “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”… y “La historia de la ciencia como disciplina”, Saber leer, nº 55 (Mayo 1992), pp. 8-9. Barona, J. L., Ob. cit., pp. 45-47. Puede consultarse Snow, C. P., Las dos culturas y un segundo enfoque, Madrid, Alianza Editorial, 1977. Sobre la superación de la escisión mencionada véase la nota nº 48.
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Javier Hernández Ariza para nuestra cultura contemporánea, irreversiblemente tecnológica y, en el momento actual, asediada»8.
Por otro lado hay que reparar en la subjetividad del historiador, la cual interviene inevitablemente en su creación historiográfica, hasta el punto de que aquel es quien con arreglo a un determinado principio “establece cuáles de los hechos del pasado tienen el carácter de históricos, los selecciona, resalta e interpreta”. Además del “elemento subjetivo”, en la rama de la historia que nos ocupa lo que es históricamente significativo viene determinado por “la propia evolución de la ciencia”9. Circunstancia menos patente y sin embargo fundamental, ya que explica la naturaleza del género histórico en sentido lato, es su consideración y clasificación como género ensayístico, o didáctico-ensayístico10. Considerando la 8
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Barona, J. L., cit., p. 47. En el mismo lugar se afirma que ambas “actitudes intelectuales y personales” se complementan y completan “la unidad del conocimiento” (p. 17). Otra opinión en la misma línea puede leerse en Ordóñez, Javier, ob.cit., p. 21: “Para abordar el tema de la ciencia como cultura es necesario situarnos filosóficamente en una posición que no exija una división radical entre dos culturas distintas necesariamente alejadas: la ciencia y toda expresión cultural que no sea ciencia. Al contrario, mi punto de partida es no suponer que existe divorcio real entre las ciencias, por una parte, y las humanidades, por otra; que realmente ambas poseen elementos comunes que las acercan y las emparentan”. Véase también Kragh, Helge, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 55-56 (reeditada en 2007 para la colección Drakontos de la misma editorial). Pueden consultarse varios artículos sobre las relaciones ciencia-humanismo en Hispanogalia. Revista hispanofrancesa de Pensamiento, Literatura y Arte, nº III (2006-2007). Barona, J. L., Ob. cit., pp. 50-51. Sobre esta cuestión véase Aullón de Haro, P., Teoría del ensayo como categoría polémica y programática en el marco de un sistema global de géneros, Madrid, Verbum, 1992. Ahí, partiendo de la clasificación hegeliana de “géneros prosaicos” y del “concepto dieciochesco de Literatura en cuanto producción integradora de ciencia, pensamiento y arte”, se establece un “sistema global de géneros” compuesto de tres partes fundamentales: “Géneros científicos”, “Géneros ensayísticos” y “Géneros artísticos o artístico-literarios”. En el ensayo se distingue a su vez “dos subsegmentos genéricos, uno anterior relativo a los tipos de textos de mayor aproximación científica y otro posterior relativo a los tipos de textos de mayor aproximación artística”. La singularidad de la historiografía radica en que “constituye una categoría genérica trasladable, o susceptible de deslizamiento, del subsegmento anterior de aproximación científica al subsegmento posterior de aproximación artística” (pp. 101-113). Otra característica relevante del ensayo es la “integración de contrarios” (pp. 115-116) y sobre todo que se trata de un “género no marcado” que carece de “estructuraciones internas parangonables a aquellas que describen los géneros artísticos” (p. 120). Véase también Id., Los géneros ensayísticos en el siglo XIX, Madrid, Taurus, 1987, pp. 11-14, 122; y el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, vol. I, Verbum, 1997, pp. XXI-XXII. Desde esta perspectiva el mismo autor explica en otro trabajo la autonomía de la historiografía de la ciencia: “Desde un orden de cosas externa y extensivamente disciplinario es claro que en tanto que existe una Historia civil, de las naciones o de los pueblos, por partes o bajo la consideración de un todo, una Historia de la Literatura o del Arte constituiría una especializada particularización de dicha Historia General. Así venía a pensarlo hegelianamente Menéndez Pelayo. En este sentido, las Historias de la Filosofía, de las distintas Artes y de las Ciencias poseerán un estatuto simétricamente análogo al de la Historia literaria. A su vez, la disposición
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filosofía de la historia de Hegel, la historia de la ciencia se encuadra en la que el suabo denominó “historia especial” o “historia por conceptos”, es decir, aquella sección de la historiografía que se ocupa de las disciplinas científicas11. Conviene recordar que si bien el siglo XVIII alentó “el proyecto intelectual de una historia de la humanidad integradora”, en la centuria siguiente se impondrá “una corriente de carácter analítico, como contrapunto al proyecto de una historia global de la humanidad”12. En la obra clásica de Helge Kragh se reflexiona sobre dos posibles perspectivas fundamentales del género histórico-científico. La primera resalta el aspecto histórico ―“historia de la ciencia”― y la segunda favorece lo neta-
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de esos géneros disciplinarios exige el establecimiento de una estructura en la cual Historia de la Literatura e Historia de las Artes han de ser con naturalidad agrupables frente a la posición de la Historia de las Ciencias, puesto que la naturaleza del objeto literario hace a éste integrable entre los demás objetos artísticos, siendo éstos la alternativa cognoscitiva de los anteriores creada por el hombre en el marco de sus producciones culturales altamente elaboradas” (Id., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”, en Id. (ed.), Teoría de la historia de la literatura y el arte, Madrid, Verbum/Teoría-Crítica, 1994, pp. 20-21). Por otra parte, es de advertir sin embargo que, frente al género Historia de la(s) Ciencia(s), no hay todavía un género que se ocupe monográficamente y en su conjunto de la Historia de las Ciencias Humanas. Por último, consideraremos la siguiente observación sobre el género históricocientífico: “También los límites de la disciplina, exactamente como sucede con las otras historias, por todas partes son imprecisos y difuminados: alcanzan a la historia de la técnica, historia económica e historia religiosa, historia de la filosofía e historia de las ideas, filosofía de la ciencia, sociología, psicología, antropología” (Rossi, Paolo, Ob. cit., p. 154). Aullón de Haro, P., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”…, cit., pp. 22-23. A continuación reproduzco por su clarividencia el juicio de Novalis ahí citado: “Las historias parciales son absolutamente imposibles. Toda historia debe ser necesariamente una historia universal y no es posible tratar históricamente ningún tema en particular sin referencia a la historia total” (p. 25). Barona, Josep Lluís, Ob. cit., pp. 89-91. Véase asimismo Aullón de Haro, P., “Reflexiones sobre el concepto histórico de la literatura y el arte”…, cit., pp. 19-20 y sobre todo la primera parte del “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. XIX-XCVI, especialmente el subapartado Concepción teórica y epistemológica (pp. LXXXVI-XCVI). No obstante hay que destacar la siguiente reflexión: “[…] el abate se sitúa en el plano de la historia, y desde él reconstruye el sistema completo, porque desde el punto de vista histórico, la historia es el único punto envolvente. La historia es el único lugar epistemológico del Todo. De esa manera, Juan Andrés realiza en Origen… el primer constructo disciplinario del historicismo” (p. LXXII). También puede leerse una sucinta y significativa valoración de la obra magna de Juan Andrés (1740-1817) en Aullón de Haro, P., Los géneros didácticos y ensayísticos en el siglo XVIII, Madrid, Taurus, 1987, pp. 47-49: “El primer tomo contiene una convincente exposición general que pone en evidencia su enciclopedismo ilustrado y cristiano, su proyección científico-cultural universalista tanto histórica como geográficamente, de lo cual podemos inferir un concepto de relativismo cultural francamente avanzado que el resto de la obra confirma en su tratamiento globalizador de países, tradiciones y el conjunto de las ciencias y artes, pues ninguna escapa a la prodigiosa sagacidad y extensión de los conocimientos del Abate” (p. 48). Puede consultarse además Aullón de Haro, P., García Gabaldón, J. y Navarro, S. (eds.), Juan Andrés y la teoría comparatista, Valencia, Biblioteca Valenciana, 2002 y García Gabaldón, J., “Sobre el comparatismo lingüístico y literario”, en Fernández Prat, M. H. (ed.), Ciencias del lenguaje y de las lenguas naturales, Madrid, Verbum/Teoría-Crítica, 1996, p. 118.
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mente científico y teórico ―“historia de la ciencia”―, coincidiendo en lo esencial con lo que hemos denominado externalismo e internalismo. Sin embargo se señala la posibilidad de una tercera perspectiva historiográfica que incluye a las dos anteriores y que en consecuencia puede comprender tanto “relaciones históricas y sociales” como “aspectos técnicos de la ciencia”13. En muy pocas líneas Kragh presenta con gran claridad el amplio segmento que abarca el género histórico-científico, revelando de nuevo la referida peculiaridad de su naturaleza ensayística: Hay tantos aspectos de la historia de la ciencia (en el sentido de HC2 [historia de la ciencia]) y tantos enfoques de la misma que se necesita y hay sitio suficiente para todo el espectro de aportaciones que van de los análisis puramente técnicos a los puramente históricos. Como la ciencia es una estructura tan compleja, la historia de la ciencia tendrá que ser necesariamente un tema con muchas facetas14.
En consonancia con lo anterior, en el capítulo Objetivos y justificación se expone la singular amplitud temática que el género ha alcanzado a lo largo de la segunda mitad del siglo XX así como el efecto de dicha evolución en la controvertida identidad del género: 13
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Kragh, Helge, Ob. cit., pp. 36-37. Según el autor danés “la ciencia que es históricamente pertinente” comprende “las actividades o comportamientos de los científicos, incluidos los factores que para ello resultan importantes, siempre y cuando tales actividades estén relacionadas con trabajos científicos”, es decir, “la ciencia en cuanto comportamiento humano, tanto si dicho comportamiento lleva a un conocimiento verdadero, objetivo en torno a la naturaleza como si no”. De este modo, para la reconstrucción histórica el interés se centra en la ciencia como “proceso” que conduce a “lo que se acepta como conocimiento científico” en cierto momento (p. 36). Por otro lado, la escisión entre ciencias físico-naturales y humanas ha sido contemplada como la causa inicial de la “difícil instalación de la historia de la ciencia y de la historia de la cultura en el seno de la historia oficial”, circunstancia que propició a su vez “su mayor acercamiento al mundo de los científicos que al de los historiadores” (Barona, J. L., cit., p. 99). Kragh, H., cit., p. 37. También Rossi, P., cit., pp. 153-155. Ahí se lee: “Como sucede con la historia del arte o de la filosofía o de la literatura, la expresión «historia de la ciencia» designa cosas diferentes: los grandiosos frescos de Duhem y de Thorndike, la obra monumental de Needham, los estudios del pensamiento matemático arcaico de Neugebauer, las reconstrucciones sutiles de Koyré, las ediciones de textos medievales, las investigaciones minuciosas sobre episodios secundarios o sobre particulares técnicas de elaboración en una pequeña provincia de Europa” (154). Al igual que la disciplina, “la comunidad de los historiadores de la ciencia es heterogénea y variada” (p, 153). Así el profesor italiano señala en este gremio otro fenómeno a tener en cuenta: “Por otra parte, tampoco la historia de la ciencia se ha sustraído a un proceso de cada vez más acentuada especialización: en las grandes particiones basadas en grandes sectores del saber científico (astronomía, química, medicina, etc.) se han introducido ulteriormente especializaciones, como la historia de la medicina antigua o de la mecánica medieval o de la genética clásica. De esto han derivado comunidades más restringidas de especialistas, algunas de más antigua y otras de recientísima tradición, que a su vez mantienen con la más amplia comunidad de los historiadores de la ciencia relaciones más o menos articuladas. También esta situación, naturalmente, ha sido y sigue siendo fuente de problemas” (p. 154).
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El desarrollo de la historia de la ciencia durante las tres últimas décadas ha venido caracterizándose por la proliferación de métodos y perspectivas más que por la aparición de un consenso respecto a qué es lo que constituye exactamente esta disciplina. El eclecticismo y el hecho de que esta especialidad dé cabida a intereses distintos y en parte conflictivos entre sí hace que resulte problemático hablar sobre el objetivo de la historia de la ciencia. No obstante muchos han sido los que han afrontado la tarea de aclarar qué es lo que debería constituir el objetivo supremo de esta disciplina15.
En el mismo capítulo se encuentra un esclarecedor análisis del estado en el que por entonces se hallaba una todavía incipiente pero ya renovada historiografía científica. El examen resulta de gran interés ya que menciona algunas de las principales claves del género histórico-científico, también reconocibles en la producción española a la que antes nos hemos referido: Los desarrollos más nuevos de la historia de la ciencia, «el nuevo eclecticismo», como se le ha llamado, incluyen una relativa decadencia de la historia puramente intelectual. Los historiadores intentan cada vez más integrar sus materias, ya sean intelectuales o no, en otras materias y métodos históricos. Se han incorporado a nuestra disciplina nuevas perspectivas, inspiradas por la historia social y económica en particular. Mientras que la historia de la ciencia ha tratado tradicionalmente de las aportaciones de cada científico en particular, sus intereses son hoy día mucho más vastos y han orientado generalmente su rumbo hacia fenómenos colectivos. Son las naciones, las firmas, las agencias políticas, las instituciones y sociedades científicas las que ahora estudia una corriente cada vez más numerosa de historiadores, muchos de los cuales son empleados de las propias instituciones que analizan. En cuanto a las disciplinas científicas, la física ha desempeñado tradicionalmente un papel primordial en la historia de la ciencia. 15
Kragh, H., cit., p. 49. De forma análoga se ha expresado el historiador Javier Ordóñez haciendo hincapié en la falta de conformidad sobre “el objeto de estudio de la historia de la ciencia”. Su conclusión es que “no existe un cuerpo canónico de doctrina acerca de la historia de la ciencia, sino muchas opiniones y variantes” (Ordóñez, J., Ob. cit., p. 47). También puede verse, por ejemplo, Canguilhem, Georges, “El objeto de la historia de las ciencias”, en Saldaña, J. J. (comp.), Ob. cit., pp. 215-229 y los artículos compilados por José Manuel Sánchez Ron con el título Historia de la ciencia, perspectivas historiográficas en Arbor, nº 558-559-560 (JunioAgosto 1992), en especial “Para qué la historia de la ciencia” de Pedro Laín Entralgo. Ahí se lee: “[…] la razón objetiva por la que intelectual y socialmente se la cultiva, comprende tres momentos, esencialmente implicados entre sí: el conocimiento de la historia de la ciencia otorga al saber del científico ―y en cierta medida, a la persona que con alguna seriedad lo posee― consistencia intelectual, claridad y dignidad ética (p. 14) […] Rectamente entendida y utilizada la historia de la ciencia, ¿no es cierto que, a su manera, contribuye a iluminar la realidad que la ciencia por sí misma conoce; en definitiva, a dar claridad interna y radical al saber científico?” (p. 16).
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Javier Hernández Ariza Pero las últimas décadas han sido testigo de un poderoso respeto suscitado por las ciencias no físicas, incluida la geología, la biología, las ciencias del hombre y las pseudociencias. Sea cual sea la ciencia o la materia que se estudie, los que trabajan en historia de la ciencia la consideran cada vez más un terreno de la historia más que un campo de la ciencia16.
Por tanto, según la anterior explicación, en cuanto género la historia de la ciencia se ha alejado progresivamente del polo científico o internalista. En cualquier caso, de la monografía de Kragh conviene destacar todavía dos capítulos que exponen cuestiones relevantes a nuestro objeto; se trata de Estructura y organización y de Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia. Ya en el prólogo del libro se afirme que dichos capítulos —junto con Ideología y mitos en la historia de la ciencia— abordan “problemas básicos de la historiografía general de la ciencia”17. La naturaleza artificial y subjetiva de la periodización es uno de esos problemas. De esta manera “el siglo”, 16
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Kragh, H., cit., p. 58. Barona expone el mismo fenómeno señalando que, frente a una historiografía de la ciencia “más tradicional” centrada en la vida y obra de los científicos clásicos, “la historia de la ciencia ha visto surgir nuevas orientaciones más preocupadas por desentrañar las claves de los comportamientos colectivos de las comunidades científicas, las implicaciones sociales de la ciencia y la tecnología, su repercusión económica, el desarrollo de políticas científicas por parte de los Estados o la configuración de nuevos estilos de pensamiento científico”. El resultado es “una mezcla compleja de criterios y conceptos, que han constituido el punto de partida de una [sic] palpable eclecticismo metodológico a la hora de enfocar el estudio y la comprensión de la ciencia del pasado” (Ob. cit., pp. 153-154). Pedro Laín Entralgo escribió que “como la actual, la Historia de la Medicina del año 2000 se hallará envuelta por los tres dominios de la actividad humana en que por su propia naturaleza tal saber ha de hallarse alojado, dos de carácter científico y técnico, la medicina y la historiografía general, y el tercero fundamental y abarcante, la vida del hombre en su conjunto” (“Mi oficio en el año dos mil”, Revista de Occidente, nº 103 (octubre 1971), pp. 66-67); en las siguientes líneas Laín Entralgo se manifiesta a favor de la nueva corriente: “Es certísimo, en fin, que, como con tan buenas razones y tan preciosos hallazgos viene afirmando López Piñero, la historiografía de la ciencia no debe limitarse al estudio de las «grandes figuras», y ha de tener en cuenta las figuras secundarias y los presupuestos sociales de todo orden: demográficos, socio-políticos, socioeconómicos, socio-religiosos, etc., que hicieron posible la existencia y la obra de esas grandes figuras y esas figuras secundarias; pero, a la vez, en modo alguno debe olvidarse que la parte principal de la historia universal de la ciencia la han hecho precisamente esas «grandes figuras», y que en función de la existencia o de la no existencia de ellas han de ser consideradas, cuando se trata de conocer la integridad de esa historia, la estructura y la peculiaridad de los varios presupuestos sociales a los que acabo de referirme” (“Más sobre la ciencia en España”, en VV. AA., Once ensayos sobre la ciencia, Madrid, Fundación Juan March, 1973, pp. 135136). Son de gran interés los trabajos recogidos en Gracia Guillén, Diego (ed.), Ciencia y vida. Homenaje a Pedro Laín Entralgo, Bilbao, Fundación BBVA, 2004; de todos ellos destaco el análisis que sobre el turolense ofrece el editor en “Laín Entralgo, historiador de la Medicina” (pp. 59-106) y en “El humanismo de Pedro Laín Entralgo” (pp. 205-231). Véase además el apartado La obra histórico-médica de Pedro Laín Entralgo en López Piñero, J. Mª, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, pp. 63-106. Kragh, H., Ob. cit., p. 8.
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empleado con frecuencia para la Edad Moderna, es considerado una unidad “arbitraria” ya que, salvo en alguna disciplina, “no refleja ninguna tendencia interna del desarrollo de la ciencia”18. En este sentido destaca su reflexión sobre la revolución científica, que concluye considerando la periodización como resultado de “una evaluación de un todo que abarca pasado, presente y futuro”19. Un aspecto estrechamente vinculado al anterior es la extensión de cada período cronológico; si bien Kragh la considera “una opción historiográfica”, en las síntesis consultadas se concede con frecuencia mayor espacio a la Edad Moderna y Contemporánea: No hay unos períodos que sean más interesantes que otros en cuanto tales, es decir, independientemente de consideraciones teóricas. En algunas historias de la ciencia la Edad Media casi ni aparece, mientras que en otras ocupa un puesto dominante; sin poderse decir que una concesión determinada de prioridades sea en sí mejor que otra. La cuestión del peso que había que conceder a los distintos períodos era muy importante para Sarton, Bernal, Singer, Wolf y otros autores que escribieron historias exhaustivas, que cubrían una vasta extensión de tiempo. Pero hoy día, la creencia en la existencia de una concesión natural de prioridad a ciertos temas o períodos ha sido ya abandonada20.
Tampoco existe un criterio que paute de manera imparcial la relevancia de cada disciplina científica. “¿Qué hincapié —pregunta Kragh— debería hacer una historia general de la ciencia en la astronomía, por ejemplo, comparada con la anatomía?”. La física ha ocupado un lugar preponderante y paradójicamente lo ha mantenido a pesar de la reciente inclinación de la historiografía de la ciencia por otras materias. Sin embargo “no hay ninguna razón objetiva por la cual la geología tenga que ocupar un lugar inferior al de la física en historia de la ciencia”. Kragh apunta que la subordinación se produce cuando “el principal criterio de importancia histórica” es el “éxito”,
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Ibíd., p. 103. Ibíd., pp. 105-107. De manera análoga se expone la problemática periodológica en Barona, J. L., Ob. cit., p. 59. Kragh, H., cit., pp. 104-105. Entre las posibles razones para dedicar mayor o menor atención a una etapa histórica Barona apunta los “materiales de investigación” de los que el historiador dispone así como su especialidad y “mentalidad historiográfica” (op. cit., p. 59). Un ejemplo puede leerse en Laín Entralgo, P. y López Piñero, cit., p. 15: “No se nos ocultan ―exponen en el Prólogo― las limitaciones y torpezas de este “Panorama”. Una parte de ellas procede de nuestra ingénita poquedad; otra parte no menor viene de nuestra especial dedicación a la historia de la Medicina y de la posible tendencia consiguiente a considerar con atención más detenida y con menos débil autoridad los temas tocantes a la Biología y la Antropología. Es forzoso ver y tratar la historia general de las ciencias desde la particular historia que preferente o exclusivamente se cultiva, y nuestro empeño no podía ser una excepción de esa regla inexorable. Con todo, creemos haber compuesto un libro útil”.
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concepto que le lleva directamente a plantear las dos posibles estructuras de las que inicialmente puede servirse el historiador de la ciencia21: La historia horizontal de la ciencia significa, según se entiende aquí, el estudio del desarrollo de un tema concreto determinado a través del tiempo; por ejemplo, de una especialidad científica, de un área problemática o de un tema intelectual. En algunos casos puede identificarse el origen (t0) y la «muerte» (t+) del tema en cuestión, en cuyo caso se nos dan los límites temporales. En otros casos el límite superior es la actualidad (t´). Este último caso se presenta con mucha frecuencia, pues la razón de rastrear el pasado de un tema suele hallarse ligada a la importancia actual de dicho asunto. La historia horizontal es la historia de una disciplina o la historia de una subdisciplina22.
Podría afirmarse que la segunda opción estructural es distintiva de la actual historiografía de la ciencia: La historia vertical es una mera alternativa de organizar los materiales de historia de la ciencia. El historiador inclinado por el sistema vertical parte de una perspectiva que tiene una naturaleza más interdisciplinar, en la que la ciencia que se analiza es considerada simplemente como un elemento más de la vida cultural y social de un período. Un elemento que no puede aislarse de los demás elementos del período en cuestión y que, junto con ellos, caracteriza el «espíritu de la época» que constituye el verdadero terreno de este tipo de historia de la ciencia. Mientras que la historia horizontal constituye una película de una parte pequeña y concreta de la ciencia, la historia vertical es una instantánea de la situación general23. 21
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Kragh, H. cit., p. 107 y ss. Véase además la nota nº 28. Una muestra de la preferencia por determinadas ciencias puede leerse en Sánchez Ron, José Manuel, Cincel, martillo y piedra. Historia de la ciencia en España (siglos XIX y XX), Madrid, Taurus, 1999, pp. 7-8. “Me he centrado ―afirma en el Prólogo― sobre todo en las ciencias físico-químicas y matemáticas, que, como señalo en varios lugares, han jugado, universalmente, un papel especialmente importante en el periodo del que me ocupo aquí” (p. 8). Véase además C. Solís y M. Sellés, cit., p.15. En la Presentación del libro se ofrece la siguiente declaración: “Sin embargo, toda obra que presente un recorrido global por el desarrollo de la ciencia exige tomar un cierto número de decisiones acerca de qué incluir y excluir. En nuestro caso, la primera elección ha sido la de limitarnos a las ciencias de la naturaleza y a las matemáticas utilizadas por ellas, en detrimento de lo que hoy llamamos ciencias humanas. La segunda elección ha sido determinar el peso relativo otorgado a cada una de las ciencias tratadas. La tercera, centrarnos en la exposición de ciertos desarrollos a costa de otros, dado que contarlo todo hubiera sido imposible en un espacio razonable. Finalmente, la cuarta elección ha sido casi un atrevimiento, al pretender llegar hasta el momento presente en beneficio de la curiosidad del lector por la actualidad, con el consiguiente riesgo de que, a falta de perspectiva histórica, una parte de la exposición de los últimos desarrollos pueda verse superada o corregida en un futuro muy próximo”. Kragh, H., cit., p. 111. También puede verse ROSSI, P., cit., pp. 156-157. Kragh, H., cit., p.. 111. Puede verse lo expuesto bajo el epígrafe Estructura y organización en Barona, J. L., cit., pp. 59-62. Ahí se recogen estos mismos conceptos (“historiografía vertical e
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A diferencia de la primera ésta última estructura, gracias a la visión de conjunto que ofrece, permite establecer conexiones e interrelaciones entre las distintas disciplinas y además permite evitar los “anacronismos” y las limitaciones de “la historia disciplinar y horizontal”. A pesar de esto Kragh considera desacertado prescindir totalmente de la organización horizontal, arguyendo que el empleo de una estructura u otra “no es una cuestión de principio, sino de contingencia histórica”24: El riesgo que se corre al impedirse uno mismo realizar importantes relaciones integradas de modo vertical depende del período y la disciplina que se estudie. El aislamiento disciplinar cada vez mayor constituye una característica del tipo de ciencia enormemente organizada y especializada que se ha venido desarrollando desde el cambio de siglo. Por lo que se refiere a la ciencia moderna, resulta, pues, menos problemático organizar la historia de forma horizontal25.
En el capítulo Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia se presenta otra oposición conceptual. La tendencia anacrónica analiza el ayer científico desde la perspectiva actual, explicando su transformación hasta la configuración del último estadio26. Por el contrario, la tendencia diacrónica realiza su análisis considerando exclusivamente la perspectiva existente en un determinado estadio de la ciencia27: Así pues, idealmente, en la perspectiva diacrónica uno se imagina que es un observador que está en el pasado, y no simplemente un observador del pasado. Este viaje ficticio de regreso en el tiempo tiene como consecuencia que la memoria del historiador-observador se vea despojada de todo el saber procedente de períodos posteriores. Al historiador diacrónico, por tanto, no le interesa evaluar hasta qué punto era racional el comportamiento de los agentes históricos, ni si crearon o no un verdadero saber en el sentido moderno o en sentido absoluto. Lo único que importa es hasta qué punto se tuvieron por racionales y ciertas las acciones del agente en su propia época. En este sentido, podríamos decir que en la historiografía diacrónica existe un elemento relativista28.
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historiografía horizontal”) al referir la estrategia de “una doble perspectiva” en el estudio del complicado objeto histórico-científico (p. 61). Kragh, H., cit., pp. 111-113. Ibíd., p. 113. Ibíd., p. 120. Ibíd., p. 121. En la historia anacrónica “el presente” es a la vez “punto de mira” y “culminación del pasado”; sin embargo la diacrónica “se interesa por la ciencia del pasado en sí misma, por sus conceptos, su organización y toda la compleja trama de influencias intelectuales que coinciden en ella en cada situación histórica” (Barona, J. L., cit., p. 63). Kragh, H., cit., pp. 121-122. A continuación el danés establece para cada tipo sendas maneras de “valorar los logros de la ciencia del pasado en relación con sus fracasos”. En la visión
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Como sucedía en el caso anterior, el predominio exclusivo de una perspectiva resulta problemático puesto que ambas implican ventajas e inconvenientes. Kragh muestra la dificultad de poner en práctica únicamente una de las dos, avanzando así la utilidad que para la historiografía de la ciencia tiene la integración complementaria de enfoques opuestos: La historia diacrónica no puede ser más que un ideal. El historiador no puede librarse de su tiempo ni evitar completamente el empleo de patrones contemporáneos. Durante el estudio preliminar de un período específico, no pueden utilizarse los patrones del propio período de cara a su valoración y selección; pues efectivamente esos patrones forman parte de un período que aún no se ha estudiado y sólo se descubrirán poco a poco. Para tener una visión de cualquier tipo en torno a un tema determinado, hay que ponerse gafas; e inevitablemente estas gafas han de ser las gafas del presente. El historiador no puede basarse simplemente en los criterios de significación admitidos en el pasado. Sólo en unos cuantos casos habrá un consenso absoluto en torno a la prioridad que hay que dar al pasado; habitualmente el llegar a ese consenso implicará una selección y por lo tanto comportará también la intervención del historiador29.
Si aquel renuncia a una “perspectiva anacrónica” no conseguirá comprender determinadas cuestiones, ni podrá tampoco establecer con esa misma finalidad “muchas relaciones importantes de forma retrospectiva”. Recuerda el autor danés que “la historia diacrónica extremista” anula la “dimensión pedagógica” inherente al género histórico30:
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anacrónica el éxito se valora a través de su posible vigencia o influencia en el presente; en la diacrónica, incompatible con la anterior, se valora el éxito “en su propia época” (p. 122). Sobre “la historiografía anacrónica” véase además las páginas 123-124; ahí se indica que se trata de “un enfoque que ha sido muy maltratado por las críticas que le han hecho Kuhn y otros filósofos de la ciencia postpositivistas” (p. 124). También puede verse lo expuesto bajo el epígrafe Historia anacrónica e historia diacrónica en Barona, Josep Lluís, op. cit., pp. 62-66. La visión “anacrónica o presentista” ―asociada al “progreso continuo” y a “la noción de precursor”― ha sido criticada al considerarse que la congruencia de la ciencia del pasado “no está en relación con el presente del historiador, sino con su presente, es decir, con su marco histórico-científico concreto” (pp. 64-65). Kragh, H., cit., p. 139. Para profundizar en la complejidad de la cuestión véase especialmente el apartado C. Coherencia y racionalidad (pp. 130-134) del capítulo Historia anacrónica y diacrónica de la ciencia. Ibíd., pp. 139-140. Unas páginas antes se sostiene que “la tarea del historiador de la ciencia es transformar y comunicar la ciencia más antigua al público de la actualidad, cualesquiera que sean los medios necesarios para formular juicios históricos en términos modernos para poder hacer totalmente comprensible el pasado. Sin embargo, es fácil que la modernización caiga en serios anacronismos que distorsionan la realidad histórica haciéndola irreconocible” (p. 128).
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La historia de la ciencia no es una relación a dos entre el historiador y el pasado, sino una relación a tres entre el pasado, el historiador y un público actual. Globalmente considerada, la historiografía diacrónica no logrará realizar su función de comunicación. Tenderá a ser meramente una descripción detallada, pero pasiva de datos históricos, descuidándose en cambio el análisis y la explicación31.
De igual manera una historia puramente anacrónica también presenta inconvenientes. Por eso, en este punto Kragh vuelve a defender la utilidad de combinar ambos enfoques en función del “tema” y del “objeto de investigación”. Escribir historia de la ciencia exige por tanto una mentalidad jánica, es decir, capaz de “respetar, al mismo tiempo, los dos puntos de vista dispares anacrónico y diacrónico”32. Tras las páginas precedentes sobre la operatividad del género, examinaremos todavía diversas consideraciones programáticas de José María López Piñero —“uno de los máximos estudiosos de la Historia de la Ciencia en España”33—, las cuales, aunque se remontan décadas atrás, permiten con31
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Ibíd., p. 140. Pueden verse las conferencias reunidas en Esteban, Mercedes y Nazareth Echart (coords.), Ciencia, tecnología y educación. Soluciones educativas en torno a la adquisición de una cultura científica y tecnológica, Madrid, Fundación Iberdrola, 2004. En “El reto de la divulgación científica” Juan Manuel Rodríguez Parrondo comienza afirmando que “el objetivo más inmediato de la divulgación científica es evidente: acortar distancias y salvar obstáculos; tender un puente entre ciencia y sociedad, entre ciencia y público; acercar la ciencia al público. Hacemos divulgación porque la ciencia está lejos del público y porque nos parece conveniente que éste se acerque a ella” (p. 117); más adelante precisa que “el reto no es, como podría pensarse, salvar la distancia entre ciencia y público, sino entender esa distancia” (p. 126). Kragh, H., cit., p. 142. En la misma página su explicación se completa con una ilustrativa cita de R. Hooykaas que explicita el comparatismo del género histórico-científico: “Al mismo tiempo, [el historiador] tiene que poder confrontar las teorías anteriores con las actuales, para que el lector moderno las pueda entender y para que la historia se convierta en algo verdaderamente vivo, de un interés mayor que el puramente anticuarista”. Barona, tras exponer la postura de Kragh frente a la historiografía diacrónica, puntualiza que “aunque hay quien ha abogado por una complementariedad entre la historia anacrónica y la sincrónica, lo cierto es que los planteamientos de la primera resultan poco consistentes para la elaboración de un discurso histórico y han quedado apartados de la historiografía de la ciencia predominante en la actualidad” (Ob. cit., pp. 65-66). Fernández Álvarez, Manuel, Copérnico y su huella en la Salamanca del Barroco, Salamanca, Universidad, 1974, p. 16. Véase especialmente el nº 604-605 (Abril-Mayo 1996) de la revista Arbor, compilado por J. M. Sánchez Ron y titulado En torno a Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, de J. M.ª López Piñero. En el artículo “José María López Piñero y la historia de la ciencia española” Laín Entralgo glosa “su decisiva contribución a la historiografía de la ciencia española”, definiéndola como “un hito decisivo” (pp. 17- 21). En “Un clásico contemporáneo” F. Javier Puerto Sarmiento le señala “como uno de los maestros más admirados” del gremio de historiadores de la ciencia hispana y comenta sucintamente la originalidad de Ciencia y Técnica en la Sociedad Española de los siglos XVI y XVII: “La mayoría de los datos, pues, eran conocidos, pero nos encontramos, además de con una relectura inteligentísima de los textos, con orientaciones absolutamente novedosas en la bibliografía española. Se analizaba, por primera vez que recuerde, la posición social de los cultivadores de la
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templar un punto de vista teórico-práctico sobre la última historiografía de la ciencia. Hace algo más de treinta años el historiador de la medicina denunciaba que no se reconocía suficientemente la “autonomía” del género histórico-científico y que en esa circunstancia una parte considerable de la producción carecía del rigor necesario, hasta el punto de calificarla de “caricatura”. Frente a la entonces emergente historiografía de la ciencia, el académico consideraba aquella otra producción “una versión escolar de la vieja historiografía de las «grandes figuras», que muchos científicos aprovechan para obtener los «hitos» de ingenuos esquemas genéticos de problemas científicos actuales, y muchos filósofos, para aducir «ejemplos» fácilmente manipulables a favor de una u otra interpretación”34. Por el contrario, según su concepción, el género debería tener por objeto “la aclaración comparada, transhistórica y transcultural de las distintas formas de actividad científica”35.
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ciencia; la organización de la actividad científica y los saberes científicos en el marco de la historia general de España; se abandonaba definitivamente el estudio de las grandes figuras para abordar el análisis colectivo de los científicos españoles durante el Renacimiento y el Barroco: se hacía, con absoluto rigor, Historia Social de la Ciencia española” (pp. 24-25). López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”, en VV. AA., Once ensayos sobre la historia, Madrid, Fundación Juan March, 1976, pp. 145-147. También puede verse el breve apartado La reducción de la ciencia a las «grandes figuras» y la colonización cultural en Id., La ciencia en la historia hispánica..., pp. 6-7. Más recientemente Barona ha vuelto a señalar — siguiendo a Kragh— que la historia de la ciencia “tiene en sí un campo propio de acción y un estatuto característico como disciplina autónoma” (cit., p. 47); sobre este último punto véase nuevamente la nota nº 10. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 147 [nota]. Véase también la Introducción a Id., Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Barcelona, Labor, 1979, pp. 9-13. Ahí se indica que la “meta” del historiador “es un modelo rigurosamente verificado, explicativo de la realidad histórica con toda su complejidad” (p. 12). Asimismo véase la Introducción a López Piñero, Navarro y Portela, La revolución científica, Madrid, Historia 16, 1989, pp. 9-11; en ese lugar, además de exponer que “el estudio de la realidad histórica […] tiene que partir de la totalidad de una sociedad de un período determinado”, se propone una “perspectiva transcultural” que necesariamente requiere “tener en cuenta todos los aspectos de la vida colectiva para comprender la diferente trayectoria de los correspondientes a la ciencia en diversas sociedades y culturas”. Puede verse López Piñero, J. Mª, “La historia de la ciencia durante los últimos 25 años”…, p. 78. Cotéjese además con lo expuesto en el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. LX, LXI, LXV, LXX, LXXI, LXXIX. Sobre el comparatismo véase Aullón de Haro P. (ed.), Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2012; también Id., “Presentación. Historiografía, enciclopedia y comparatismo: Juan Andrés y la creación de la historia de la literatura universal y comparada”, Pageaux, Daniel-Henri, “Perspectivas teóricas en literatura comparada” y García Gabaldón, J., “Presente y futuro de una teoría comparatista”, en Juan Andrés y la teoría comparatista, pp. 25, 26, 325, 326, 344, 347-350 y 360-363. En fin, hay que destacar la siguiente reflexión: “En realidad, el comparatismo no constituye una mera opción metodológica o disciplinaria sino que es imprescindible a todas ellas, las entrecruza, pues se encuentra en la propia base de toda actividad crítico-literaria por cuanto que viene inesquivablemente especificado por el mundo de existencia del objeto, ante el cual sólo cabe la aceptación de hecho. Por ello, el comparatismo, continuando al margen de las cuestiones de procedimiento, pertenece a la epistemología crítica previa, al fenómeno de hacerse patente la propia constitución de la obra literaria y la probabilidad de acceso a la misma como objeto crítico bien constituido” (Aullón de Haro, P., “Epis-
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Esto a su vez se fundamenta en la consideración de que “la actividad científica como objeto de estudio histórico es una noción relativa, aclarable únicamente mediante su estudio comparado en diferentes sociedades, épocas y culturas”. La relatividad y mutabilidad del objeto se manifiestan, por ejemplo, en el “ritmo histórico” propio de cada especialidad, en los distintos “niveles de desarrollo” y en la imposibilidad de mantener en el tiempo “una determinada división en disciplinas”; la cambiante “división de la ciencia” responde a la (des)aparición de ramas o materias así como a su alterable preponderancia36. Sin embargo, también se hace hincapié en cómo la nueva orientación no es en absoluto ajena a las corrientes de la historiografía en vigor: El denominador común de estos últimos [los planteamientos actuales] puede cifrarse en lo que Vilar ha llamado «historia total», es decir, en el estudio integrado de todas las actividades de las sociedades humanas a través del tiempo. El acento del programa vigente reside precisamente en sustituir la síntesis acumulativa de los datos procedentes de las distintas vertientes de la historiografía, por la integración de sus resultados. Cada aspecto concreto ha de considerarse como una parte aislada artificiosamente de una realidad histórica global. Su estudio exige, ante todo, reconstruir la compleja red de relaciones, dependen-
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temología de la teoría y la crítica de la literatura”, en Id. (ed.), Teoría de la crítica literaria, Madrid, Trotta, 1994, p. 22). López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 149-151. También Barona abunda en la singular naturaleza del objeto histórico-científico: “Sin duda, la indeterminación conceptual que rodea al concepto de ciencia apoya la oportunidad de intentar aclarar su sentido a partir de una historia del concepto de ciencia. Ello equivale a reconocer que el área semántica que se encierra en el concepto de ciencia es variable en el tiempo y en el espacio, de manera que cada contexto intelectual y cultural ha valorado como científicos aspectos y formas del conocimiento palpablemente distintas” (Ob. cit., p. 13; véase además p. 15). Cuando no se contempla la variación del objeto en el tiempo la historiografía de la ciencia “da lugar a anacronismos y a la inadecuada proyección al pasado de la ciencia del presente” (p. 43). La comparación no sólo es necesaria entre la ciencia de distintos períodos y culturas. “Como además —prosigue Barona— las fronteras entre las diversas áreas de la ciencia no siempre están perfectamente delimitadas y las influencias entre unas y otras parcelas son evidentes, al estudiar la situación de una disciplina en una época siempre hay que tener en cuenta su relación con otras disciplinas vecinas” (pp. 60-61). En conclusión todas las peculiaridades del objeto significan “la imposibilidad de establecer una noción suprahistórica de la ciencia” (p. 179). Véase Ordóñez, J., Ob. cit., pp. 28-29, 38, 55-56, 83-85 y ss. Ahí se define la ciencia como un saber “de carácter dinámico, cambiante y, por supuesto, tan inestable como cualquier otro tipo de conocimiento humano, lo que no quiere decir que carezca de seguridad” (p. 28); por otra parte, se subraya que la gran aportación de Thomas S. Kuhn a la historiografía de la ciencia — esto es, que la comprensión profunda de la ciencia sólo es posible combinando internalismo y externalismo— originó “un movimiento muy vigoroso de historiadores y filósofos que comenzaron a estudiar la ciencia desde un punto de vista social, antropológico y económico con el fin de representar de una forma suficientemente adecuada y completa la complejidad que supone la evolución del conocimiento científico” (pp. 84-85).
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Javier Hernández Ariza cias y condicionamientos que lo ligan a los demás aspectos; dicho de otra forma, reintegrarlo en su contexto histórico real37.
Con términos semejantes se ha expuesto más arriba el proyecto historiográfico del “nuevo eclecticismo”. Aunque la ejecución de dicho plan no está exenta de dificultades se puede afirmar que ya ha dado sus frutos: las obras histórico-científicas citadas al inicio pueden enmarcarse a grandes rasgos en esa línea historiográfica. Según López Piñero, el primer paso del historiador de la ciencia ha de ser “delimitar las áreas de actividad de las sociedades humanas que constituyen su objeto de estudio”. Así explica punto por punto la manera de “proceder”38: Partimos de la realidad global de una sociedad en un período determinado e intentamos determinar las actividades que en ella merecen el calificativo de «científicas» conforme a una convención que las convierta en objetos de nuestro estudio especializado. Ello exige el análisis de las diversas fuentes que permiten acercarse objetivamente a los medios de producción, la estratificación social, la organización política, las comunidades urbanas y el mundo rural, las profesiones y ocupaciones, las instituciones y los patrones culturales, la producción escrita y las vigencias lingüísticas, las corrientes intelectuales, artísticas y religiosas. La generalización de los datos procedentes de dichas fuentes son las que permiten delimitar las áreas de actividad científica 37
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López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 148. Puede verse el epígrafe Saberes histórico-médicos y ciencia socio-médica en Barona, J. L., cit., pp. 144-148. En otro lugar López Piñero aclara una importante cualidad de dicha integración que se puede extender a la historia de la ciencia: “La aportación fundamental de la historia de la medicina consiste, en suma, en el estudio riguroso de los problemas generales de la medicina, tanto en sus aspectos teóricos como prácticos. Dada la creciente tendencia de la medicina a dividirse en especialidades, se hace cada día más necesaria una perspectiva general, común a todas ellas y puente de unión con los demás aspectos de la cultura y las demás actividades que se desarrollan en cada sociedad. No cabe duda de que sólo la historia de la medicina es capaz de ofrecer seriamente esa perspectiva general” (Historia de la medicina, Madrid, Historia 16, 1990, pp. 10-11). Al respecto, véase además Id., Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 16. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 148-149. Véase además Barona, J. L., cit., p. 54; bajo el epígrafe La historia total del capítulo Teorías de la historia e historia de la ciencia se lee: “No obstante, en ese proyecto de construcción de una historia total, la historia de la ciencia posee como núcleo integrador o parcela específica de interés el estudio de la actividad científica. Su expresión en cada momento histórico constituye una manifestación de los demás factores que incidieron en la vida de los hombres del pasado. Para poder delimitar adecuadamente su campo de acción, el historiador debe tener siempre presente el hecho de que la estructura interna de la ciencia es históricamente cambiante. De esta variabilidad histórica deriva la necesidad de arbitrar criterios que sirvan para delimitar el ámbito específico de la ciencia, basados en unas coordenadas socio-temporales. Esa es la única manera de evitar la burda proyección de su estructura actual a otras épocas del pasado, con lo que ello comporta de falsificación histórica”.
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existentes en esa sociedad en ese período dado39.
Como segundo paso se señala la aplicación de los enfoques externalista e internalista al objeto delimitado40. La combinación de enfoques completivos es clave en la manera de operar del género y así se pone de manifiesto: La historia «externa» y la «interna» de la ciencia no son, en efecto, más que dos formas de estudiar una misma realidad histórica, que deben ser complementarias entre sí para integrar sus resultados en el marco general de la «historia toral»41.
En lo que resta de ensayo López Piñero se ocupa de analizar cómo se lleva a cabo dicha “integración” y qué dificultades encuentra42. Al bosquejar la 39
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López Piñero, J. M., “Historia de la ciencia e historia”…, p. 149. Compárese con lo expuesto en Barona, J. L., cit., pp. 143-144: “La historia social de la medicina ha mostrado un interés especial por temas que habían sido poco tenidos en cuenta por la historiografía tradicional, más centrada en un enfoque biográfico, nacional o de historia de las ideas. Uno de los campos de mayor interés es justamente la historia del paciente como objeto principal de la medicina; también la historia de la enfermedad como realidad histórica o la asistencia. Un enfoque histórico-social conlleva la aspiración a crear una especie de sociología o antropología históricomédica, en la que las sociedades del pasado son algo más que una mera negación o referente de la nuestra. Comprender los mecanismos sociales, culturales e ideológicos que determinan la situación estudiada se convierte así en una de las tareas principales del historiador”. Véase asimismo los capítulos Las fuentes y Evaluación de las fuentes en Kragh, Helge, op. cit., pp. 159196 y el epígrafe Las fuentes históricas en Barona, J. L., cit., pp. 67-76. López Piñero, J. Mª, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 149. En el mismo lugar el externalismo es definido sucintamente como “la aclaración de las interacciones nunca sencillas entre los condicionamientos sociales y la variable autonomía del cultivo de la ciencia”; de otra parte el internalismo es identificado con “la reconstrucción de los correspondientes saberes científicos como interpretaciones o explicaciones de la realidad y como fundamentos de aplicaciones prácticas”. Véase Kragh, H., cit., pp. 222-223 y el apartado La tensión entre externalismo e internalismo. Historia externa versus historia interna en Barona, J. L., cit., pp. 169-179. Puede verse Renzong, Qiu, “Sobre la tensión entre internalismo y externalismo en la historia de la ciencia”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 25-39; Mikulinsky, S. R., “La controversia internalismo-externalismo como falso problema”, en Saldaña (comp.), cit., pp. 231-256 y Medina, Esteban, “La polémica internalismo/externalismo en la historia y la sociología de la ciencia”, en Iranzo, Juan Manuel et al., Sociología de la ciencia y la tecnología, Madrid, CSIC, 1995, pp. 65-81. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 150. Véase asimismo López Piñero, Navarro y Portela, cit., p. 11. Ahí se indica la reciente e “ineludible integración” de ambas corrientes. Véase además Kuhn, Thomas S., “Las relaciones entre la historia y la historia de la ciencia” e Id., “La historia de la ciencia”, en Saldaña, (comp.), cit., pp. 193, 194, 200 y ss. (“[…] el esbozo anterior debe aclarar suficientemente la dirección en la cual la historia de la ciencia debe desarrollarse ahora. Aun cuando los enfoques interno y externo a la historia de la ciencia tienen una especie de autonomía natural, son, de hecho, complementarios. Hasta que no se les conciba así, cada uno dependiente del otro, será difícil entender aspectos importantes del desarrollo científico”, p. 211). López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 151. Barona se pregunta “si el proyecto de una historia total, tan alabado por los historiadores contemporáneos, deberá quedar reducido a una suma yuxtapuesta de historias parciales (de la religión, arte, filosofía, ciencia o técnica) o
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principal evolución de la historiografía de la ciencia, la atención se centra en los cambios de la pasada centuria considerados decisivos para la futura situación del género; el resultado final será la aparición de la historia social de la tecnología, junto a la historia general de la ciencia y la historia de la medicina43: A finales del período de entreguerras, sin embargo, se produjo una vigorosa renovación de planteamientos y de métodos que condujo a la constitución de la historia social de la ciencia […] Aunque la nueva orientación ha sufrido las mismas vicisitudes limitativas y deformadoras que en la historiografía general, la historia social de la ciencia ha cristalizado sólidamente en el curso de las tres últimas décadas44.
Del “enfoque histórico-social” se apuntan dos rasgos que son reconocibles en la bibliografía consultada. De una parte el creciente protagonismo del “análisis comparado y transcultural”; de otra que las tres grandes secciones genéricas —la científica “pura”, la médica y la tecnológica— investigan “manifestaciones de la actividad científica estrechamente enlazadas con otros fenómenos de las sociedades humanas”45. Estos aspectos son pues de-
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si conseguirá integrar todas estas visiones de la realidad en una unidad histórica y cultural, según el modelo de la historia de las mentalidades propuesto por M. Bloch y L. Frebvre” (cit., p. 188). López Piñero, José María, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 152-153. Ibid., p. 153. Sobre este tema véase además el capítulo La historia social del conocimiento científico en Barona, cit., pp. 183-215. Para ampliarlo, por ejemplo Solís, C., Razones e intereses. La historia de la ciencia después de Kuhn, Barcelona, Paidós, 1994; Id. (comp.), Alta tensión. Historia, filosofía y sociología de la ciencia. Ensayos en memoria de Thomas Kuhn, Barcelona, Paidós, 1998; Iranzo, Juan Manuel et al., (coords.), cit.; Iranzo Amatriaín y Blanco Merlo, Sociología del conocimiento científico, Madrid/Pamplona, Centro de Investigaciones Sociológicas/Universidad Pública de Navarra, 1999 y López Cerezo y Sánchez Ron (eds.), Ciencia, tecnología, sociedad y cultura en el cambio de siglo, Madrid, Biblioteca Nueva/Organización de Estados Iberoamericanos, 2001. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 153-154. Del mismo autor se puede ver sendas introducciones a Medicina, historia, sociedad. Antología de clásicos médicos (1969), Historia de la medicina (1990), Antología de clásicos médicos (1998) y Breve historia de la medicina (2000). También puede verse el apartado Hacia una historia social de los saberes médicos (especialmente lo expuesto sobre el “programa de los Annales”) en Barona, cit., pp. 141-144. Véase también Solís y Sellés , cit., p. 14; ahí se asevera que “desde mediados del siglo pasado […] no han dejado de aumentar y radicalizarse los estudios que ponen de relieve la imbricación de la ciencia con la tecnología, la economía, la política y la religión, por lo que estudiar cualificadamente la ciencia entraña no perder de vista ningún aspecto material o espiritual de la cultura humana”. Sin embargo, en la página siguiente se puntualiza que la obra “no se ocupa expresa y directamente de las relaciones entre la ciencia y la política, la religión, el conocimiento empírico u otros tipos de saberes; pero todas ellas son cuestiones que aparecerán cuando tengan una función dinámica especial y, por lo tanto, resulten necesarias para comprender las decisiones tomadas por los científicos y el rumbo emprendido por la ciencia”.
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finitorios del actual género histórico-científico y de su manera de reconstruir: La integración de la investigación histórica de la ciencia en la historia «total» no se realiza así a través del estrecho puente «cultural» anterior, sino en forma de una abierta y compleja red de conexiones que ligan sus resultados a los de todas las demás disciplinas historiográficas. Puede afirmarse sin hipérbole que cualquier hecho o actividad y que cualquier punto de vista debe estar presente en dicha red, como sucede, por otra parte, con los resultados de las otras indagaciones históricas especializadas46.
Las dificultades para la integración que se enumeran son la distancia real entre disciplinas cercanas, el conocimiento insuficiente de la materia científica y la inercia del “arcaico patrón unipersonal” frente a la necesidad del “trabajo en equipo”. Únicamente la colaboración verdaderamente “integradora” podrá conducir al “enriquecimiento interdisciplinar de puntos de vista o de armas de trabajo”. En consecuencia, López Piñero concluye el ensayo considerando totalmente caduca la tradicional escisión de las ciencias en físico-naturales y humanas47. 46
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López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, p. 154. En “Laín Entralgo, historiador de la Medicina” Gracia Guillén explica (bajo el epígrafe La mentalidad Laín Entralgo) que el turolense “cree que el objetivo de la Historia es comprender. La Historia es un ingente ejercicio de comprensión, y de ese modo un camino hacia la verdad. ¿Comprensión de qué? Por supuesto de todo. Pero antes que nada y después de todo, comprensión del hombre, del ser humano. La Historia nos permite entender al ser humano en toda su grandeza y también en su tremenda debilidad. Por eso para Laín la historia de la Medicina termina siempre en Antropología médica” (pp. 87-88). En el mismo lugar véase el epígrafe El método: los pasos del historiador (pp. 95100) para cotejar su “método historiográfico” con el de López Piñero. López Piñero, “Historia de la ciencia e historia”…, pp. 154-157. En Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica (1975) el académico ofrecía la siguiente explicación: “En primer lugar, parece claro que [todas estas nuevas técnicas] están contribuyendo decisivamente a que la historiografía médica reafirme de modo irreversible su condición de disciplina fáctica. Para rotular este fenómeno ya no nos sirve la vieja distinción germánica entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu» o de la «cultura». No solamente han cambiado los supuestos y los métodos de la «Naturwissenschaft», como tantas veces han recordado los teóricos recientes de la ciencia histórica, sino que uno a uno han ido cayendo los criterios en los que se apoyaba dicha distinción. Hasta las barreras más tenaces han desaparecido, ya que resulta que en la nueva historiografía médica, las técnicas experimentales de laboratorio y las leyes predictivas formuladas matemáticamente desempeñan un papel central” (p. 28). Por otro lado “nadie —ha observado Alexandre Koyré— puede ya escribir la historia de las ciencias, ni siquiera la historia de una ciencia… Las tentativas recientes lo prueban abundantemente una vez más. Pero ocurre lo mismo en todas partes; nadie puede escribir la historia de la humanidad, ni siquiera la historia de Europa, la historia de las religiones o la historia de las artes. Como nadie puede jactarse hoy de conocer las matemáticas, o la física; o la química; o la literatura. Estamos inundados por todas partes. Ese es el gran problema: superabundancia, especialización a ultranza” (“Perspectivas de la historia de las ciencias”, en Saldaña (comp.), cit., pp. 151-152). Véase además el “Estudio Preliminar” a Andrés, Juan, ed. cit., pp. XXII, XXIII y XCII-XCIV.
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Tras lo anterior centraremos la atención en algunos pasajes del libro Ciencia e historia en los que Josep Lluís Barona refrenda la importancia del enfoque histórico-social y del eclecticismo en la nueva historiografía de la ciencia. De igual manera destacaré algunos de los jalones evolutivos del género puesto que, además de la semilla ilustrada ya aludida, en la configuración del género histórico-científico no pueden obviarse aportaciones (muy) posteriores que sin embargo conectan directamente con su presente48: […] la consolidación institucional y la renovación historiográfica tanto de la historia de la ciencia como de la historia de la medicina, ha tenido lugar a lo largo del siglo XX y, especialmente, a partir de la IIa Guerra Mundial. Ello ha comportado una mayor precisión en los objetivos y en los planteamientos teóricos y metodológicos que constituyen el motor de la investigación. Si hasta el siglo XIX puede afirmarse que los estudios histórico-médicos estaban guiados fundamentalmente por una orientación bio-bibliográfica, o aplicaban en [sic] enfoque filológico al análisis de los textos, o bien adoptaban una perspectiva institucional, a lo largo del siglo XX la investigación en historia de la medicina -y, en general, en historia de la ciencia- se ha desarrollado a partir de la tradición anterior en torno a dos modelos principales: el histórico-cultural y el histórico-social49.
Si bien en las últimas décadas ha predominado el enfoque de la historia social, también se utilizan otros, en ocasiones muy distintos. Como hemos visto, precisamente la combinación de enfoques es una de las principales señas de identidad del nuevo género; el historiador selecciona la perspectiva que considera óptima para examinar cada objeto, compaginando de manera complementaria las diversas perspectivas que encuentra en el legado historiográfico en general y en el histórico-científico en particular. De igual manera el historiador de la ciencia se sirve de aquellas técnicas que se revelan más eficaces. La elección está por tanto en función de su idoneidad para la cuestión abordada; no se opta por un enfoque o una técnica de manera sistemática y exclusiva sino que se escogen con el fin de lograr una reconstrucción lo más completa posible50: 48
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Barona, cit., pp. 96, 101, 116-120 y 134-135. Véase la amplia exposición del apartado Trayectoria de la historiografía médica y científica en López Piñero, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, pp. 15-62. Barona, cit., pp. 148-149. En el mismo lugar se puede ver los apartados La institucionalización: organización profesional de de la historia de la ciencia durante el siglo XX (pp. 99-107) y Principales representantes de la historiografía de la ciencia en el siglo XX (pp. 116-120). Véase de nuevo la nota nº 5. En Introducción. Sobre el concepto de ciencia, Barona ofrece la siguiente reflexión: “Ciertamente, habrá que concluir que cuando se trata de delimitar el concepto de ciencia, comenzar por una definición es la opción más inconveniente, porque resulta imposible satisfacer por igual a médicos, sociólogos, físicos, histriadores [sic] o filósofos. Es
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Los cinco modelos anteriormente señalados (bibliográfico, filológico, institucional, histórico-cultural e histórico-social) han aportado a la historiografía resultados originales y lecturas importantes. En definitiva, han marcado un hito irreversible en la evolución de la historiografía de la ciencia. Sin embargo, el análisis de la situación actual ha llevado a algunos autores a considerar necesaria la definición de un sexto modelo, que asuma y desarrolle, desde una perspectiva más integradora, los resultados de todos los anteriores. Se trata, en definitiva, de asumir los presupuestos de la historia total y aplicarlos a la historia de la ciencia. Ello comporta integrar un doble enfoque. Por un lado, el de que eso que llamamos ciencia constituye una actividad socialmente organizada, que se desarrolla en un contexto histórico concreto; por otro, aspirar a una síntesis de esas dos orientaciones que tradicionalmente se ha dado en llamar historia interna e historia externa. La puesta en marcha de un trabajo como éste, lleva implícito un trabajo interdisciplinar y en equipo, además de verse beneficiado por el despliegue de todas aquellas técnicas de investigación que permitan pasar de las meras declaraciones de principios a las realizaciones concretas. Eso plantea tanto la incorporación de nuevas técnicas, como la renovación y perfeccionamiento de las técnicas tradicionales51.
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cierto que coincide en la ciencia una actitud hacia el conocimiento de la realidad distinta de la que tiene el creyente o el artista. El científico aspira a un «conocimiento objetivo e inteligible por medio de la comunicación discursiva.» Pero ante la diversidad de acercamientos, discrepancias de criterio y pluralidad de puntos de vista, al estudioso de la ciencia no le queda otra solución que la de intentar abstraer lo que es común, conocer las posturas que pugnan, se contradicen y, en algunos sentidos, se complementan” (cit., p. 17). Además, Taton, René, “Las biografías científicas y su importancia en la historia de las ciencias”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 82-83 y López Piñero, Pedro Laín Entralgo y la historiografía médica…, p. 15. Barona, cit., pp. 149-150. Véase López piñero, “Los modelos de investigación historicomédica y las nuevas técnicas”…, pp. 134-137; ahí se lee: “Durante la década de los años setenta comenzó a situarse en primer plano el problema de las nuevas técnicas de investigación. Las aportaciones renovadoras de la generación de Sigerist y Diepgen y, sobre todo, las debidas a Laín, Ackerknecht, Rosen y sus coetáneos habían conducido a un profundo replanteamiento de los objetivos y presupuestos de la disciplina. Dicho replanteamiento había sido acompañado de la renovación de los métodos en su plano teórico, especialmente en lo que se refiere a la conceptualización, a la formulación de patrones y, en general, a la elaboración teórica de los datos. Sin embargo, resultaba ya clara la necesidad de una renovación paralela de las técnicas, porque los objetivos y supuestos vigentes planteaban exigencias que desbordaban por completo los recursos de la erudición tradicional. De esta forma, empezó a tomarse conciencia del desequilibrio que antes hemos anotado como uno de los problemas más graves que hoy afectan a nuestra disciplina. Este desequilibrio solamente podía conducir a vestir con nuevos ropajes los viejos materiales, es decir, a paralizar de hecho la investigación y a que únicamente se produjera una modificación en la palabrería. De hecho, se ha padecido una auténtica epidemia de falsa renovación puramente verbalistica, que ha agudizado la repercusión escolástica que en nuestro campo han tenido los ensayos de Michel Foucault y los planteamientos enfrentados de Thomas S. Kuhn, Karl Popper y sus seguidores […] La principal conclusión que puede extraerse del panorama que acabamos de exponer es que la investigación histórico-médica debe llegar a un «sexto modelo» que asuma dialécticamente los cinco anteriores [el biobibliográfico, el filológi-
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El modelo descrito, ecléctico e integrador, puede reconocerse total o parcialmente en la bibliografía histórico-científica de los últimos años. En las síntesis citadas al comienzo se encuentra esa intrincada combinación, resultado de la propia evolución y amplitud del género. En su monografía Barona repasa “las principales corrientes que confluyen en la historiografía científica actual”52. A continuación destacaré sucintamente aquellos puntos de su exposición que considero más relevantes desde una perspectiva genérica. En primer lugar hay que señalar las tendencias que han predominado en la explicación del avance científico, la continuista y la discontinuista53: Una de las ideas más influyentes de Bachelard es la de que en la historia de la ciencia hay procesos de ruptura con la tradición inmediatamente anterior. Esas rupturas marcarían una evolución discontinua de los conocimientos científicos, dando origen a fases de un crecimiento científico coherente con las ideas en vigor y a otros de cambio revolucionario […] Bachelard los denominó coupures epistemologiques (rupturas epistemológicas), en la medida en que plantean un
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co, el institucional, el historicocultural y el historicosocial] y supere sus contradicciones y desequilibrios. Por lo menos, la perspectiva desde la que viene trabajando nuestro grupo apunta en esa dirección. Parece adecuado precisarla, dando noticia explicita del marco general en el que intentamos inscribir el recurso a las nuevas técnicas […] Un tercer aspecto del citado marco general es la aspiración, coherente con todo lo que llevamos expuesto, de no privilegiar a priori ningún tipo de fuente y ninguna técnica disponible. Ello significa la imposibilidad práctica de la investigación individual al viejo estilo ―a la que muchos continúan aferrados por motivaciones diversas― e impone el trabajo en equipos cada vez más amplios y heterogéneos. No hay que ocultar que supone también el serio peligro de caer en un eclecticismo superficial más cercano a un cajón de sastre que a la deseada integración. En cualquier caso, dicha aspiración es la que nos ha conducido a utilizar al servicio de las líneas de investigación de nuestro grupo una combinación de técnicas tradicionales y nuevas”. Véase del mismo autor Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica, en cuyas conclusiones finales se lee: “No creo en absoluto que [las nuevas técnicas de investigación] se reduzcan a ser meros recursos complementarios. Por el contrario, pienso que están produciendo una transformación radical de la disciplina. Como historiadores nos resulta familiar el impacto que produce una renovación en las técnicas […] Finalmente, pienso que esta transformación va a repercutir directamente en la profesión de historiador de la medicina. No sólo va a imponer una distancia entre el profesional y el cultivador «amateur» análoga a la que existe en las disciplinas cristalizadas, sino que va a afectar a la estructura y a la dinámica de la comunidad de profesionales. Prácticamente se había acabado ya el historiador general de la medicina, pero la nueva situación va a reforzar lógicamente la especialización. Consecutivamente va a obligar al trabajo en equipo cada vez más amplios en los que participen, no sólo historiadores de la medicina de variada preparación, sino cultivadores de otros muchos campos” (p. 29). Puede verse además Redondi, Pietro, “El oficio del historiador de las ciencias y de las técnicas”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 95-96, los capítulos La prosopografía y La historiografía cientimétrica en Kragh, H., cit., pp. 227-256 y el capítulo La revisión metodológica (incluye los epígrafes “Biografía y prosopografía”, “La ciencimetría”, “La documentación científica” y “Nuevas técnicas y métodos tradicionales”) en Barona, cit., pp. 217-226. Ibid., pp. 153-154. Véase de nuevo la nota nº 16. Ibid., p. 159; para lo que sigue, 159-160 y 167.
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cambio teórico con los conceptos anteriores, sin que pueda establecerse una continuidad. A este tipo de cambios -que, en definitiva, suponen una evolución importante en los contenidos de la ciencia- se opone la mentalidad científica propia de la ciencia oficialmente sancionada, la cual crea una visión de la naturaleza condicionada por los conceptos en vigor. Al freno que los conceptos de la ciencia en vigor impone al cambio de ideas lo calificó Bachelard de obstáculo epistemológico. Su punto de vista abría así las puertas al análisis psicológico y sociológico del cambio científico.
El conflicto entre ambas concepciones se hace evidente en el estudio de épocas científicamente revolucionarias: El discontinuismo historiográfico fue cobrando fuerza durante el período de entre guerras y tuvo una expresión clara y sistemática en el análisis histórico realizado por Ludwik Flek sobre la historia de la sífilis y en su formulación de la noción de estilo de pensamiento que tanto ha influido en la historiografía posterior. Paolo Rossi reconoce que las tesis partidarias del discontinuismo se vieron fuertemente reforzadas a partir de la década de los años cincuenta merced a los trabajos de Hanson y Kuhn. Todos ellos constituyen la punta del iceberg de una amplia corriente que podemos calificar como historicismo discontinuista, sustentadora de tesis claramente enfrentadas con la perspectiva del empirismo lógico54.
Otro punto que interesa destacar es la aportación de la historia intelectual a la historiografía de la ciencia. Su contribución consiste en “una noción global de la cultura”, al considerar la ciencia como exteriorización de ideas fundamentales conectada a su vez con otras importantes “manifestaciones particulares” de aquellas mismas ideas55:
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Ibid. Véase el epígrafe “Hechos científicos y estilos de pensamiento” (pp. 189-199). Sobre “la perspectiva histórico-científica” de Kuhn, pp. 168-169. En el epígrafe “La difusión de la historia social del conocimiento científico” (p. 201 ss.) hay un resumen valorativo de su contribución: “El pensamiento de Thomas Kuhn ha tenido una amplísima repercusión sobre la historiografía de la ciencia durante el último cuarto de siglo y, a pesar de que el movimiento de renovación epistemológica que en torno a él y a otros autores como S. Toulmin, I. Lakatos o P. Feyerabend, ha sido desmesurado en lo que a sus aportaciones teóricas se refiere, lo cierto es que la amplia difusión del historicismo discontinuista de marcado carácter sociológico presente en su obra ha convertido a la historia social en la principal corriente historiográfica de las últimas décadas. Difícilmente un historiador de la ciencia actual puede sustraerse en sus investigaciones a aplicar los conceptos que guían el pensamiento sistematizado por Thomas Kuhn” (pp. 202-203); véase de nuevo lo expuesto en la nota nº 6. Puede verse asimismo el epígrafe Continuidad y discontinuidad en Rossi, P., cit., pp. 180-182. Barona, cit., pp.164-165. Ahí mismo para lo que sigue.
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Javier Hernández Ariza A través de la obra de Lovejoy la idea de que el pensamiento científico no es algo aislable del pensamiento en general de una época fue tomando una forma más acabada. De hecho, la novedad del enfoque culturalista planteado por los seguidores de la historia de las ideas consistía en romper las barreras entre ciencia, filosofía, cultura y religión. La idea científica, que refleja en definitiva una visión del mundo, participa de una forma más amplia de conocimiento, se integra pues en el conjunto del saber humano. Por lo que respecta a las relaciones entre la historia de las ciencias y las otras formas de acercamiento a la historia del pensamiento, el punto de vista de los historiadores de las ideas era contrario a esa separación dogmática establecida por el empirismo lógico. En realidad, como afirma Rossi, el nacimiento de la historia de las ideas científicas vino a representar un proyecto de síntesis, a romper por artificiales con todas las parcelaciones del conocimiento y a plantear serias dificultades a la ordenación académica de los saberes.
Por último comentaré el apartado ya citado que Barona dedica a la dualidad externalismo-internalismo. Ambas perspectivas son “formas de acercamiento al estudio histórico de la actividad científica”. Sin embargo, mientras que la primera ―también denominada “sociológica”― concibe la ciencia “como institución social”, la segunda o “epistemológica” identifica la ciencia con “ideas científicas”. Si bien hasta hace poco tiempo se las consideraba tendencias antagónicas, actualmente se emplean de manera complementaria con el fin de “abordar una única realidad”, a pesar de que la coexistencia no siempre haya resultado fácil56: Durante las tres últimas décadas se ha ido afirmando una progresiva superación de la dicotomía entre internalismo y externalismo, desde una concepción más autónoma de la historia de la ciencia, que cada vez más ha adquirido un terreno y una perspectiva propios, que ya no pueden ser confundidos con los de la filosofía o la sociología de la ciencia. Aun tratándose de disciplinas con un buen número de elementos comunes, lo cierto es que también poseen marcadas diferencias y ello debe alertar al historiador para no equivocar la perspectiva ni el método57.
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Ibid., pp. 169-173. Según Barona, los posibles “factores externos” de un determinado estadio histórico-científico quedan subsumidos en la “visión del mundo” y “estructura social” correspondientes (p. 171). Más adelante sitúa la aparición de ambas escuelas a comienzos del siglo XX (p. 176). Se puede ver los epígrafes El debate entre «externistas» e «internistas» y La crisis de la distinción historia interna-historia externa en Rossi, P., cit., pp. 182-192. Barona, cit., p. 176.
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Si de una parte la autonomía del género ha contribuido a consolidar “la perspectiva de la historia total”, de otra ha propiciado la aparición de nuevas áreas histórico-científicas58: Pensemos en el problema del crecimiento de los contenidos de la ciencia, o en el de los factores que inciden en el cambio de las teorías científicas. La reciente historiografía aporta análisis originales que coinciden en ver en la ciencia un aglomerado de convenciones social y culturalmente moduladas y a la medida de la comunidad científica de cada época. Conceptos como los de estilo de pensamiento (Fleck), imágenes de la ciencia (Elkana), ciencia normal (Kuhn), paradigma (Kuhn), pensamiento convergente (Kuhn), comunidad científica o tradición de investigación (Laudan) han sido elaborados por una amplia corriente de historiadores de la ciencia que han asimilado los planteamientos tradicionales y la sociología del conocimiento científico, poniendo así fin a un largo y a menudo estéril debate entre externalismo e internalismo. Los fenómenos de profesionalización o los procesos de transmisión del conocimiento científico, las relaciones entre los núcleos creadores de ciencia y las periferias receptoras, las políticas científicas, o los procesos de vulgarización de los contenidos de la ciencia constituyen algunos de los campos que la nueva historiografía de la ciencia ha ido delimitando en los últimos años59.
En consecuencia, la ciencia no puede ya desconectarse de una determinada sociedad y cultura, es decir, de su contexto, pues “todo ello forma entre sí un entramado complejo en el que se desvelan mutuos apoyos teóricos”. Así, con frecuencia se emplean “nociones más generales que sirven para caracterizar el pensamiento científico de una época, como las de galenismo, mecánica clásica, iatroquímica, fisiología vitalista o evolucionismo”60. 58
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Ibíd., p. 177. Ibid., p. 177-178. Se puede ver ejemplos en Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992). Sobre la inclinación de la historiografía por el receptor de la ciencia puede verse Lafuente y Tiago Saraiva, Los públicos de la ciencia. Un año de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, Madrid, Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, 2002, pp. 11, 12, 42, 43 y la Introducción a Ordóñez, Javier y Alberto Elena (comps.), La ciencia y su público. Perspectivas históricas, Madrid, CSIC, 1990, pp. IX-XV. Barona, cit., p. 178. El siguiente fragmento ilustra bien la naturaleza de tales interrelaciones: “Desde la Baja Edad Media y el Renacimiento, a través de la Ilustración y el Romanticismo, la civilidad, la religión, el arte, el comercio, la guerra, los viajes, en conjunción con la ciencia y la técnica, conformaron una trama de dependencias que, a pesar de las tensiones entre algunas líneas de la red, se sostuvo conjunta a causa de una extraña corriente de autorrefuerzos, entre los que observamos sendas singulares como la que ―tal como nos desveló Weber— lleva desde la reforma cristiana al capitalismo. En los nudos de estos entrelazamientos de hechos sociales, políticos y culturales surgieron la ciencia y la tecnología. Aparecieron como sucesos contingentes que podrían no haber ocurrido y quizá se preservaron hasta ahora por alguna no menos contingente coalescencia de reforzamientos similar a la que originó su constitución”
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Todo ello ha llevado consigo que a lo largo de las últimas décadas se haya producido una renovación de las perspectivas y de los métodos de investigación, con la consiguiente revisión de la erudición tradicional y del propio lenguaje. La nueva historia institucional plantea una superación de la tradicional dicotomía externalismo/internalismo, gracias a la introducción de nuevas técnicas y a la reinterpretación de las tradicionales. Se ha producido, al mismo tiempo, una apliación [sic] de la noción de archivo, alcanzando campos hasta hace poco ajenos a la erudición tradicional: las patentes, los instrumentos científicos, la iconografía… Se han incorporado técnicas procedentes de la documentación científica e incluso se ha ensayado una historia experimental de la ciencia. La arqueología industrial, la paleopatología o la nueva bibliografía brindan, como después veremos, instrumentos para una nueva visión de la ciencia del pasado61.
Si atendemos al posible receptor, a grandes rasgos se aprecia que la historiografía de la ciencia se orienta tanto a un lector especializado como a otro general e incluso profano, revelándose así nuevamente la naturaleza didáctico-ensayística del género histórico-científico, que oscila entre lo interno y lo externo. A la pregunta para quién la historia de la ciencia, Laín Entralgo responde concisamente que “para dos grupos de hombres, los científicos y los historiadores ―con ellos, para cualquier hombre culto―, tiene valor y utilidad el conocimiento de la historia de la ciencia”62. De forma análoga se
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(Broncano, Fernando, “La integración de los saberes científicos y humanísticos”, en Esteban, M. y Echart, N. (coords.), cit., p. 129). Al respecto puede verse también el Prólogo a Elena, A. y Ordóñez, J., Historia de la ciencia. Vol. 1, De la Antigüedad al siglo XV, Madrid, Ediciones de la Universidad Autónoma, 1988, p. 1. Barona, cit., pp.178-179. Véase además Redondi, P., art. cit., …, pp. 100-101. Laín Entralgo, “Para qué la historia de la ciencia”, Arbor, nº 558-559-560 (Junio-Agosto 1992), p. 18. Después Laín explica su afirmación y concluye con una propuesta genérica: “No sólo en los científicos tiene la historia de la ciencia su «para qué», también lo tiene ―debe tenerlo― en los historiadores. La realidad histórica no es sólo política, como hasta hace unos decenios era regla entre los historiógrafos de profesión, ni sólo socioeconómica, como para tantos ha sido luego. Además de eventos políticos y de cambios sociales y económicos, en la historia de un pueblo y de la humanidad entera hay momentos religiosos, artísticos, intelectuales y técnicos; y, de manera creciente desde la Edad Media, momentos científicos […] Es necesaria, y no sé si hasta hoy ha sido escrita una Historia de la ciencia para historiadores generales” (p. 19). Según Redondi, en la década de 1960 “los problemas de la historia de las ciencias, concretamente, irradiaron los medios científicos y filosóficos, pero también a un amplio público cultivado” (art. cit. …, p. 95). En el Prólogo a Panorama histórico de la ciencia moderna (1963), Laín Entralgo y López Piñero explican que “sin ella [la ciencia] no parece hoy posible pasar por hombre verdaderamente ‘culto’ [.] Para alcanzar tal consideración no basta ya saber quiénes fueron Platón, Virgilio, Leonardo y Kant. Sucinta o detallada, el hombre ‘culto’ actual debe poseer además cierta noción acerca de la fisión atómica, la expansión del Universo y la estructura química de la vida […] Pero creemos que todavía no hay en castellano una exposición específicamente destinada a la formación del hombre culto medio: un libro que, unido
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expresa López Piñero en varios de sus estudios histórico-médicos. Al explicar brevemente la configuración de la “nueva historiografía médica” subrayaba “la importancia y el interés que los temas historicomédicos tienen para personas de muy distinta condición profesional”63. En otra publicación define las colecciones de clásicos médicos y científicos como “trabajos de síntesis destinados a lectores no especializados”64. En la siguiente cita el historiador de la medicina especifica el arco que de un extremo a otro abarca el género histórico-científico: He intentado ponerla al servicio de los tres grupos de lectores que aspira a tener un volumen como el presente: médicos y otros profesionales sanitarios interesados por la historia, historiadores que deseen acercarse al mundo de la medicina y, sobre todo, personas de otras ocupaciones que sientan curiosidad por las cuestiones relacionadas con las enfermedades y las diferentes formas de luchar contra ellas65.
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a los manuales científicos del Bachillerato o de los primeros años de ciertas Facultades universitarias y Escuelas Superiores, enseñe clara y concisamente lo que para todos los hombres pensaron e hicieron Galileo y Newton, Vesalio y Claudio Bernard, Linneo y Darwin, Planck y Einstein; un libro, en suma, que ayude a poseer lo que el logro de esa condición de ‘hombre culto’ tan urgente e imperativamente exige en nuestros días” (pp. 13-14). López Piñero, Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 8. También Kuhn ha señalado la variedad de receptores del género a mediados del siglo XX (“La historia de la ciencia”…, p. 195). López Piñero, Medicina, historia, sociedad. Antología de clásicos médicos, Barcelona, Ariel, 1969, p. 5. Id., Historia de la medicina…, p. 11. Véase además Laín Entralgo, “Prólogo a la primera edición”, en Cid, Felipe, Breve historia de las ciencias médicas, Barcelona, Espaxs, 1990, 3ª ed., p. 11. Ahí, el “grupo de lectores” se desglosa en “médicos y estudiantes de Medicina, historiadores generales, personas deseosas de incrementar su cultura”. El siguiente fragmento pone de manifiesto la correspondencia entre la amplitud del género y la variedad de sus posibles receptores: “Recordando una frase oída hace algunos años a René Taton, se puede afirmar sin duda alguna que existen tantas historias de la medicina ―o de la ciencia, como afirmaba el historiador francés— como posibles públicos. Según se dirija el profesor o el investigador a unos u otros oyentes, la demanda y la respuesta que recibirá será casi por entero diferente. Las historias especializadas ―y también, desde luego, la general— tienen características variables según a quienes se encaminen. Naturalmente, esta afirmación es ya antigua, pues en uno de los grandes creadores de la historia de la ciencia norteamericana, figuraba ya de forma tan tajante como clara. Así, afirmaba George Sarton en su escrito «Historia de la ciencia», publicado en 1956: «En historia de la ciencia, que es un campo de infinita complejidad y de anchura increíble, cometería una necedad quien dijera: “He aquí la forma de estudiarla o de enseñarla, y no hay otra”. Hay muchas formas, muchos puntos de vista, cada uno de los cuales es aceptable y útil, y ninguno de ellos excluye a los otros. (…) Está el del historiador que desea comprender lo más plenamente posible la cultura de una nación o de una época; el del especialista que quisiera explorar el origen y desarrollo de su propio campo de estudio; el del hombre de letras que quiere incluir la ciencia en sus investigaciones, o bien porque los grandes científicos son, pueden o deben ser autores deistinguidos [sic], o bien porque ningún escritor está exento de la obligación de adquirir una especie u otra de fundamentos científicos; el punto de vista del filósofo, cuya preocupación más constante es demostrar las complejas relaciones existentes entre la ciencia y la filosofía, y cuanto influya la una en la otra. Hay por lo menos otros tres pun-
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Con anterioridad Kuhn había afirmado que “aunque seguimos escribiéndo, sobre todo entre y para nosotros, hemos adquirido un público importante compuesto por filósofos, sociólogos e historiadores; un público que, exceptuando los medios de la filosofía continental, apenas existía antes”66. Según el mismo autor uno de los motivos que ayuda a explicar el auge del enfoque histórico-social se haya precisamente en las circunstancias de los receptores del género: […] la nueva historia de la ciencia estaba dirigida principalmente a los no-científicos, a los estudiantes con escasos conocimientos de ciencia y que se mostraban claramente reacios a aprender mucho más. Así pues, el nuevo papel del historiador de la ciencia necesitaba una materia a tratar que pudiera enseñarse a este tipo de estudiantes, lo cual era un requisito incompatible con un tratamiento responsable de la mayoría de las ideas científicas en época posterior a la Revolución Científica67.
El segmento científico del género también se manifiesta cuando son los propios científicos los “consumidores activos y productores de historia de la ciencia”, es decir, en su utilización “interna”68: La historia de la ciencia que forma parte de la tradición de la disciplina o institución correspondiente constituye la comprensión que de sí mismo tiene el científico y su tradición cultural: cómo se ha ido desarrollando el tema de su disciplina, qué campos y métodos son válidos, quiénes son los fundadores y las autoridades de la disciplina, cuáles sus objetivos supremos, etcétera. Este tipo de historia institucionalizada de la ciencia ha sido llamado la «historia para trabajar» de los científicos. No se trata sólo de una nueva historia retrospectiva, sino además de una historia práctica, con la mirada puesta en el horizonte, que da instrucciones que han de ser seguidas en la práctica por los que trabajan en esa disciplina o quieren estar entre los que lo hacen69.
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tos de vista: el lógico, el psicológico y el sociológico, que merecen un examen más cuidadoso»” (Peset, José Luis, “Historia del cuerpo, historia de la mente”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., pp. 87-88). Kuhn, Thomas S., “Las historias de la ciencia: Mundos diferentes para públicos distintos”, en Lafuente y Saldaña (coords.), cit., p. 6; más adelante apunta que “la antigua historia de la ciencia era dirigida a los científicos” (p. 10). En opinión de I. B. Cohen (anterior a la de Kuhn), “los historiadores de la ciencia no deben escribir para otros colectivos diferentes del de los propios historiadores de la ciencia” (Barona, cit., p. 47). Kuhn, Th. S., “Las historias de la ciencia: Mundos diferentes para públicos distintos”…, pp. 89. Kragh, H., cit., p. 148. Ibid. “Hasta hace muy poco —refiere Kuhn en el artículo publicado en castellano a finales de los años setenta―, la mayoría de los que escribían la historia de la ciencia eran hombres de
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Al segmento externo del género se refieren las palabras de Sánchez Ron, quien considera que, además de “enseñar a los legos qué es la ciencia y cuales son sus contenidos”, habría que humanizarla70: No son muchos los científicos que son capaces de educar y conmover. Es preciso ir más allá de la mera divulgación, ese territorio frecuentado en los últimos tiempos por magníficos científicos como, por ejemplo, Paul Davies, John Gribbin, John Barrow, Stephen Hawking, Roger Penrose, Ian Stewart o Lynn Margulis; hay que penetrar en los ricos y alambicados dominios en los que se funden el ensayo, la divulgación y la literatura […] Necesitamos más científicos-escritores como éstos [Carl Sagan, Stephen Jay Gould]. Los necesitamos porque, no nos engañemos, la ciencia, su espíritu al igual que su letra, es todavía un ser extraño para la mayoría de la humanidad, independientemente de que esa misma mayoría de la humanidad se relacione cada vez con mayor frecuencia e intensidad con la ciencia; no importa que vayan introduciéndose, subrepticia o violentamente, nuevos términos de índole científica o tecnológica en los idiomas que esas mismas personas hablan. Y necesitamos a esos autores en todos esos idiomas, culturas y países, incluyendo, cómo no, el nuestro71.
Por su parte, Javier Ordóñez ha explicado cómo “la pretensión de llegar a todos los miembros de una sociedad” ha de conllevar una adecuada selección de los contenidos científicos72. Finalmente, se puede hacer una reflexión a modo de conclusión sobre la Historia de la Ciencia en cuanto género literario. En primer lugar, no se
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ciencia, en ocasiones eminentes, en pleno ejercicio de su profesión. Por lo general, la historia era para ellos un derivado de la pedagogía. Constituía además de algo intrínsecamente atractivo, un medio para elucidar los conceptos de su especialidad para establecer su tradición y para atraer estudiantes. La sección histórica con la que aún comienzan muchos tratados y monografías técnicas ilustra hoy en día lo que durante muchos siglos fue la primera forma y la fuente exclusiva de la historia de la ciencia […] En el siglo diecinueve y a principios del veinte, aun cuando ya habían empezado a desarrollarse aproximaciones alternativas, los científicos continuaron produciendo tanto biografías ocasionales como historias magistrales de sus propias especialidades, por ejemplo: Koop (química), Poggendorff (física), Sachs (botánica), Zittel y Geikie (geología), y Klein (matemáticas)” (“La historia de la ciencia”…, pp. 195-196). Sánchez Ron, J. M., “La ciencia como objeto cultural: Un reto para la educación del siglo XXI”, en Esteban y Echart (coords.), cit., pp. 35-40. Ibíd., pp. 36-39. En el Prólogo a Cincel, martillo y piedra… (1999), Sánchez Ron explicita a quién se dirige su trabajo y por qué: “De hecho, si me dieran a elegir, yo preferiría como lectores más a los no especialistas que a los que lo son. Y ello, de nuevo, porque lo que busco es integrar la ciencia, a través de su historia, con la sociedad española, que alguna necesidad tiene ―y más aún tendrá― de ella. Si consiguiera tal objetivo, me daría por más que satisfecho; no importa si algún colega minusvalorara mi texto” (p. 10). Ordóñez Rodríguez, J., “Sobre si se puede hablar de una educación científica humanística”, en Esteban y Echart (coords.), cit., pp. 49-50.
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puede olvidar que se trata, por varias razones (peculiaridad del objeto, evolución de la historiografía, etc.), de un género muy complejo. En segundo lugar, como hemos visto, su naturaleza ensayística es clave en la comprensión de tal complejidad. No obstante, cómo se escribe el pasado científico depende en primer término de la combinación de una serie fija de factores que están presentes en su producción y que, sin embargo, pueden oscilar considerablemente en cada caso concreto: quién o quiénes escriben (cada vez más la autoría es compartida), qué reconstruyen exactamente (criterios de selección, enfoques, etc.), por qué o para qué y a quién destinan la obra histórica. En teoría, la variación de cada elemento puede ir desde una posición científica (o interna) hasta otra totalmente opuesta, siempre dentro del ensayo. De las múltiples posibilidades resulta la amplia gama de obras histórico-científicas que constituye el género literario en sentido lato. A su vez, como hemos referido, en el ensayo histórico-científico el discurso puede pivotar, según convenga, entre su sección interna y externa; asimismo puede pasar de una organización horizontal a otra vertical, desplazarse desde una perspectiva anacrónica hasta otra diacrónica y de una continuista a otra discontinuista… No obstante, en la práctica, antes que posiciones extremas, se apreciará la tensión entre los correspondientes límites. Además, en el ensayo histórico-científico no sólo es posible —y conveniente— la oscilación entre diferentes enfoques y técnicas historiográficas sino también su unión integrada o articulada. Sin duda, esta perspectiva pone en claro de manera efectiva “la variedad de estilos discursivos en la que se encuentra la historia de la ciencia en nuestros días”73. Sin embargo, frente a toda esa indeterminación teórica, las realizaciones concretas se centran, en virtud de los criterios al uso, en unas determinadas coordenadas disciplinares, limitándose con frecuencia a la trayectoria de una(s) disciplina(s) en un(os) periodo(s) y cultura(s), con el fin de poder ofrecer una reconstrucción inteligible y óptima. Cuestión aparte es que una o varias de las posibles configuraciones genéricas hayan llegado a ser predominantes. Así parece que ha ocurrido en las últimas décadas con el enfoque histórico-social, con la historia vertical y el discontinuismo. En tercer lugar, hay que destacar la trascendencia del comparatismo en la aclaración del modus operandi del género. La óptica comparatista es necesaria a la historiografía de la ciencia, ya que le permite determinar correctamente el objeto estudiado en todos sus planos y, por ende, esclarecerlo suficiente y adecuadamente. En definitiva, el comparatismo posibilita la visión global del objeto ciencia y de su desarrollo. Sólo desde tal planteamiento es posible escribir síntesis histórico-científicas de carácter universalista, aunque su confección entrañe dificultades que obligan a reducir de manera selectiva el objeto a reconstruir. En cualquier caso, se puede afirmar 73
Lafuente y Saldaña, “Introducción”, a Id. (coords.), cit., p. 4.
Introducción a la “Historia de la Ciencia” como género
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que las historias de la ciencia universalistas incluyen lo que hoy día se considera canónico e imprescindible, ofreciendo una imagen a la vez general e integrada de la ciencia en su conjunto, y no de cada una de las ciencias por separado. Así, pese a la inevitable labor de exclusión, la historia de la ciencia como síntesis traza el panorama de la ciencia y de su evolución, profundizando en las relaciones de las distintas ciencias entre sí y de cada una en particular —o de todas en general— con aquellas facetas pertinentes (para su comprensión histórica) de las civilizaciones que crearon ciencia. Este “doble enfoque” historiográfico está ya recogido en el programa de “historia general de la ciencia” de Paul Tannery, quien, entre los siglos XIX y XX, la define como “una síntesis consistente en el estudio del desarrollo conjunto de todas las ramas del saber como parte integrante de la historia general de la humanidad”74. Desde la consideración del comparatismo, también la historiografía de la ciencia puede contemplarse como antídoto contra las consecuencias negativas de la moderna especialización. De igual manera, el punto de vista comparatista aclara la “dimensión pedagógica” del género analizado, pues la lectura del pasado exige su contraste con el presente. Habrá que observar, por último, que la amplitud que en la historia de la ciencia permite alcanzar el comparatismo coincide con aquella otra que le ofrece el género ensayo, necesario al primero. En este sentido, la correspondencia entre comparatismo y ensayo hace comprensible que tanto la heterogénea interdisciplinariedad como su difícil integración sean características definitorias del género histórico-científico a finales del siglo XX y principios del XXI. Hoy día, la Historia de la Ciencia es un género ensayístico y comparatista; de ahí que a la par sea ecléctico y sin embargo superador del propio eclecticismo.
74
López Piñero, “Las etapas iniciales de la historiografía de la ciencia. Invitación a recuperar su internacionalidad y su integración”…, pp. 40-41; también la explicación sobre el programa de Theodor Puschmann en López Piñero, Las nuevas técnicas de la investigación historicomédica…, p. 16; y además Kuhn, Th. S., “La historia de la ciencia”…, p. 199.
LA HISTORIOGRAFÍA ESTÉTICA: PASADO Y PRESENTE VICENTE CARRERES Según se mire, hoy la estética triunfa o declina. Mientras para unos entona, como el arte mismo, su canto del cisne, para otros es ahora cuando vive su verdadera plenitud. Los primeros entienden que, a pesar de la persistencia de las palabras, ni el arte es ya el arte, ni la estética es lo que quiso ser en el momento en que tomó carta de naturaleza. Los segundos, por el contrario, arguyen que, lejos de retraerse, la estética estaría invadiendo todos los ámbitos de la vida: los nuevos mundos virtuales, la cultura de la imagen no permiten distinguir con claridad dónde acaba la realidad y dónde comienza la ficción; incluso en los saberes considerados “objetivos” la idea de verdad se ha hecho problemática: un modelo científico no es una copia exacta de lo real, sino una especie de creación, como lo es la obra de arte; o sea, que, más que morir, lo estético se estaría universalizando. ¿Es esto una simple polémica? En realidad es también un problema historiográfico. Chocan aquí dos concepciones datables de la estética: la romántica y la posmoderna. Y no es un caso único. En todas las grandes controversias estéticas hay una colisión de paradigmas históricos: la estética rigorista de Platón frente al ilusionismo helenístico, la armonía clásica frente a la estética plotiniana de la luz; la doctrina de la mímesis frente a la estética expresiva. Y, sin embargo, algo nos hace pensar que tanto unas posturas como sus contrarias quedan dentro del marco de la estética. ¿Un sustrato común más allá de las circunstancias? No seré yo quien lo niegue, pero hay algo más, quizá de mayor importancia: una tradición, esto es, esa continuidad histórica que justifica la comunidad de los problemas así como la diversidad de las soluciones. Éste es el horizonte al que apunta esta modesta contribución. Y digo modesta no por hacerme eco del lugar común, sino porque es subsidiaria en dos sentidos: en primer lugar, siendo de carácter historiográfico, resume y enjuicia lo que otros han pensado; y, en segundo lugar, porque lo que aquí se historia no son “directamente” las teorías estéticas, sino a aquellos autores que, a su vez, las han historiado. Unas veces éstos han sido a la vez teóricos; otras, no. Podría decirse, haciendo un fácil juego de palabras, que esto es una
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pequeña historia de las historias de la estética o, en cierta manera, una “metahistoria”. Es decir, que ofrezco al lector no más que un texto auxiliar, breve e introductorio. No busco la exhaustividad: me contento con seleccionar algunas de las propuestas más interesantes y, sobre todo, más representativas, intentando así articular la pluralidad de perspectivas en corrientes más o menos diferenciadas. Procediendo de esta forma, no será posible evitar una cierta dosis de parcialidad, pero he procurado ofrecer una imagen, ya que no completa, sí al menos equilibrada y “relativamente” ecuánime de lo que ha sido y es la historiografía estética. Dos son entonces las diversidades que consideraremos: la que se da entre teorías contemporáneas pero divergentes y la originada por la propia historia. Solo en el análisis se distinguen con nitidez. La realidad, ya lo hemos visto, las solapa y hasta las confunde. De ahí que este texto sea flexible a la hora de combinar ambos parámetros, constituyendo, a la vez, una crónica de sucesiones y una descripción de discursos que coexisten en el tiempo. Entiendo que sí “son todos los que están”, pero inevitablemente “no están todos los que son”. El siglo XIX será tratado de manera hasta cierto punto somera, a modo de prolegómeno, y tradiciones tan fecundas como la rusa, pero en muchos sentidos tan lejanas a nuestro contexto cultural y editorial, serán soslayadas. Allí donde cite textos escritos en otras lenguas proporcionaré también al lector la referencia de la correspondiente versión española, y sólo en aquellas obras fundamentales que todavía no han sido traducidas habrá que limitarse a los originales. Junto a las historias generales de la estética, nos ocuparemos de las historias de largos períodos, como, por ejemplo, la Modernidad, la Edad Media o la Edad Antigua, pero dejaremos fuera los estudios sobre fases más breves, primero porque su concreción impide muy a menudo reconocer una visión general de la historia, y también porque multiplicaría desmesuradamente la nómina de textos sometidos a examen1. Lo cual no obsta para que se nombren o comenten de forma puntual obras de estas características siempre que vengan al caso. Finalmente, quiero decir que este texto no tiene una filiación teórica. Se ocupa de diferentes teorías, pero no se identifica plenamente con ninguna ni mucho menos postula una propia. Su único principio metodológico es un moderado eclecticismo, no por ánimo de ser neutral o supuestamente “científico”, sino para historiar, valorar y admirar con total libertad. Pues entiendo que solo así pueden reconstruirse con ciertas garantías las formas variadísimas en que los diversos pensadores han articulado la historia y, en última instancia, proyectar luz sobre lo que hoy es la estética y sobre sus perspectivas de futuro.
1
Otra exclusión forzosa en nuestro caso es la del pensamiento estético asiático.
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1. LA FUNDACIÓN DE LA ESTÉTICA Y LA POSIBILIDAD DE HISTORIARLA
Como es bien sabido, la estética en tanto disciplina autónoma data de los tiempos no tan lejanos de Baumgarten. Aunque son muchos los textos de naturaleza estética escritos en el siglo XVIII, solo el pensamiento alemán logró fundar un saber no empírico o impresionista, sino descriptivo y especulativo. ¿Fue esto un avance? Qué duda cabe: se clarificaban el objeto y el método, pero había no pocos inconvenientes: lo que se ganaba en consistencia teórica podía perderse en espontaneidad, finura intuitiva y estilo. Nada tiene que ver el lenguaje árido y escolástico de Baumgarten con la frescura y la plasticidad de la prosa de autores menos académicos como Edmund Burke. Y, por lo demás, existía el riesgo de forzar los hechos a fin de que éstos encajaran en el sistema. Quizás fuera el precio que se había de pagar por un grado de rigor hasta entonces desconocido. En este marco se sitúa la Crítica del juicio 2 de Kant, que lleva la disciplina a su primer momento de plenitud teórica e implícitamente le señala una tarea futura: integrar la estética y la historia. No es que a Kant le falte una filosofía de la historia: incluso, adelantándose a su tiempo, esboza en la propia Crítica del juicio la osada idea de la evolución biológica; pero, al poner los cimientos de su sistema, lo histórico no es una parte constitutiva. Y en eso es un hijo de la Ilustración, que si bien concibe la historia de la cultura como progreso, entiende las estructuras fundamentales de la conciencia “sub specie aeternitatis”. Con todo, hubo ya en el siglo XVIII algunas voces que apuntaban en una dirección nueva y revolucionaria, como Vico y Herder, el cual llega a bosquejar una historia del gusto estético “avant la lettre”. Estas tentativas tendrán su más perfecta cristalización en las Lecciones sobre la estética3 de Hegel. Si la Fenomenología del espíritu es una especie de historia de la conciencia en general, estas lecciones constituyen una historia de la conciencia estética. Para Hegel, el espíritu no se autoconoce de una vez por todas; necesita desplegarse a través de la historia para comprenderse y apoderarse de sí mismo. De ahí que la estética, más que una descripción, sea una narración de cambios que se suceden en el tiempo de un modo ordenado y regular. No es que la estética contenga la historia, en Hegel ella misma es historia.
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3
Para esto sigue siendo imprescindible Ernst Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. de Eugenio Imaz, México, FCE, 1997. Lecciones sobre la estética, trad. de Alfredo Brotóns Muñoz, Madrid, Akal, 1989. La otra edición española y la fundamental es la preparada por Alfredo Llanos en Buenos Aires (8 vols.) del texto original que publicó Hotho póstumamente en la primera edición de las Obras completas, realizada en diecinueve volúmenes entre 1832 y 1887. Estas lecciones corresponden al vol. X.
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Sobre este terreno fructificará el género de la historiografía, que, en sus primeras fases, sigue las líneas trazadas por el pensador alemán. Incluso aquellos que, como el formalista Robert Zimmermann4, se proponen narrar la evolución de la disciplina oponiéndose al idealismo, se nutrirán de un modo u otro de la noción hegeliana de historicidad. 2. EL SIGLO XIX 2.1. Tras los pasos de Hegel
A partir de ahora, los teóricos de la Estética no se contentan con incluir en sus extensos tratados la dimensión histórica, sino que la elevan a la categoría de un género, o subgénero, relativamente autónomo. En la segunda mitad del XIX se hace canónica en estas obras la estructura bipartita: primero, se elabora la historia de la estética, y sólo en una segunda parte se formula la teoría propiamente dicha. Lo que decíamos en los primeros párrafos alcanza en la literatura hegeliana el rango de dogma: sin historia, la reflexión teórica pierde su sentido. El modo en que el presente ve las cosas se considera la consecuencia de un largo proceso que es imperativo estudiar y entender. En definitiva: para los hegelianos la historia y la teoría se complementan aun dentro de su autonomía. Son varias las historias de la estética aparecidas durante este periodo en el ámbito alemán, que ostentará durante largo tiempo un liderazgo indiscutible, pero por su envergadura y deliberado carácter de síntesis, sobresale la de Max Schasler5, de 1872. Libro monumental surgido en tiempos propicios para este tipo de empresas, cuenta con unas 1200 páginas que, a pesar de todo, estaban destinadas a ser la primera parte de un nuevo sistema estético6. Respecto a Hegel, hay dos diferencias notables: una de ellas es la voluntad manifiesta de asumir las enseñanzas del formalismo (o “realismo”, según la terminología de la época) a fin de compensar ciertos excesos idealistas: así, el poder del método deductivo, que deriva la estética de unos principios metafísicos previos, está contrapesado por el inductivo, con el que se pretende garantizar una mayor atención a los datos positivos. Según Schasler, los críticos y los historiadores del arte son capaces de hacer justicia a los aspectos empíricos de la obra de arte, pero no suelen ir más allá, mientras que los filósofos, por su parte, pecan del exceso contrario: encerrados en el laberinto de la especulación, no encuentran el modo de descender a la realidad artísti4 5
6
Geschichte der Aesthetik als Philosophische Wissenschaft, Viena, Wilhelm BraumLuller, 1858. Kritische Geschichte der Ästhetik: Grundlegung für die Ästhetik als Philosophie des Schönen und der Kunst, Aalen, Scientia, 1971. Ibid., p. 1131. Téngase en cuenta que Schasler, tal como él mismo señala en el prólogo, se dedicó durante cerca de 20 años a la crítica de arte (véase p. XII).
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ca. Incluso Vischer, el esteta reciente más respetado por Schasler, habría caído en este mismo error7. La segunda divergencia con Hegel, más importante que la anterior para el porvenir de la historiografía estética, radica en el hecho de investigar, no ya las formas artísticas en sí mismas, sino las propias teorías sobre el arte y la belleza, desde Grecia hasta el presente, lo cual presupone que el problema estético no se remonta a Baumgarten, sino que, aunque sea de manera implícita, ha existido desde la aurora del pensamiento occidental8. Así y todo, las bases del método de Schasler son netamente hegelianas: nada acaece sin sentido, y lo irracional o es pasajero o es ilusorio. La idea misma de un azar absoluto encierra de suyo una contradicción insoluble: sin lo necesario no se puede entender lo casual, puesto que, como ya había advertido el maestro, todas las cosas suceden en el mundo conforme a la ley de la razón9. Y, naturalmente, dicha ley sigue siendo dialéctica: si una primera teoría afirma, la segunda refuta, y la tercera reconcilia a ambas remitiéndolas a una verdad superior10, que, a su vez, volverá a servir de punto de partida a una nueva secuencia del mismo género; de manera inevitable, las tríadas se suceden las unas a las otras hacia un destino último, como en un lento camino de perfeccionamiento. De acuerdo con esta teleología, la historia de la estética se compone de tres grandes fases: el periodo de la intuición, esto es, de la experiencia sensible, que coincidiría con la Edad Antigua; el de la reflexión, inaugurado en el XVIII, Kant incluido; y el de la especulación que, constituyendo la síntesis de los dos anteriores, sería coronado por el idealismo alemán. El larguísimo lapso que va de la Baja Antigüedad hasta la Ilustración lo considera Schasler un verdadero eclipse de la conciencia estética. En la Edad Media el ideal de lo bello habría sido sustituido por el de lo santo; en el Renacimiento habría dominado la creación sobre la crítica; el siglo XVII habría relegado los problemas estéticos en beneficio de los metafísicos; y los primeros estetas del XVIII, al igual que los románticos, representarían una estética precientífica cuya mayor gloria residiría en haber allanado el camino a la verdadera ciencia, esto es, la gran estética alemana del XIX11. Y en cuanto a la relación de esta disciplina con el contexto histórico y social de cada época, Schasler está bien lejos del más subversivo de sus coetá7
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Ibid., p. XXII. Véase Friedrich Theodor Vischer, el autor de la más grande estética poshegeliana: Aesthetik oder Wissenschaft des Schönen (1846), Munich, K.G. Saur, 1990-94. Sí es verdad, no obstante, que también para Schasler la estética, “sensu stricto”, nace en el siglo XVIII. Ibid., pp. 1127-1128. Ibid., p. 1130. Para un resumen excelente de la exposición de Schasler acompañado de juicios críticos sobre la misma, véase M. Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España, II, Madrid, CSIC, 1994, pp. 293 ss.
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neos: Karl Marx; si bien aquél concede que la historia de la estética no está totalmente al margen de la sociedad de su tiempo, tampoco es ni mucho menos un reflejo de ésta. De lo que en realidad depende es de la historia de la filosofía, de la cual la estética sería una rama. Y a eso se debe, siempre según Schasler, que, mucho después del fin del arte antiguo, haya seguido evolucionando la reflexión estética en torno a él gracias a pensadores como Winckelmann o Lessing12. Más todavía: lo que demuestra el pasado de Occidente es que la auténtica plenitud de la estética presupone y aun exige el crepúsculo del arte. Como ocurría en Hegel, la clarificación intelectual de la belleza anuncia el fin de su goce sensible. De todo ello se desprende que, sin desmerecer las importantes concesiones de Schasler a lo que llama “realismo”, prevalece en él la impronta idealista13. Su propósito es, de hecho, establecer “el desarrollo de la idea de lo bello hasta que adquiere conciencia de sí misma”. Es decir, que, en el fondo, la historia de la estética no narra hechos externos y palpables, sino que recorre “la génesis de la conciencia estética”14. La fuerza, la coherencia de esta teleología estética son incuestionables, pero, considerada en la clave del presente, son tantas sus virtudes como los problemas que ocasiona: una vez más, el lado sensible del hecho estético, en apariencia esencial, acaba por ceder la primacía a la conciencia, y al lector le parece, mucho más que en Hegel, que la sucesión histórica de las teorías de lo bello es violentada por la disciplina impuesta por el sistema. La historia de la estética sigue siendo, a pesar de todos los avances, un instrumento para legitimar y demostrar una postura filosófica previa. Los momentos más admirados son aquellos que permiten afianzar los cimientos del sistema propio; y, cuando esto no sucede, no se duda en juzgar a un autor con severidad, como en el caso flagrante de Platón, cuya pensamiento estético es atacado por dar la espalda a los sentidos15. También brilla por su ausencia esa impresión de estar descubriendo un mundo nuevo que las Lecciones de Hegel nos producían en cada una de sus páginas. En buena medida, porque quizás Schasler carecía de las cualidades del genio, y, en parte, porque los tiempos habían cambiado: los grandes sistemas ya se habían formulado; lo que ahora importaba era lograr que concordaran, superando las divergencias en una unidad omnicomprensiva. De la época de los creadores se había pasado a la de los epígonos; de la potencia especulativa, al escolasticismo. Pero eso no puede nublarnos la vista: genial o no, el texto de Schasler sigue teniendo un valor extraordinario. Y no sólo 12 13
14 15
Schasler, Ob. cit., p. 1129. No en vano Hegel es para Schasler, junto con Aristóteles, uno de los “héroes del pensamiento”, ed. cit., p. V. Schasler, Ob. cit., p. 1128. Ibid., p. 78 y ss.
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por sus dimensiones sino sobre todo por la tarea colosal de “construcción” histórica16. Aunque sea pecando del dogmatismo dialéctico, las diversas etapas de la reflexión estética se disponen como eslabones de una cadena. Las diferencias están en función de la unidad que las abarca, y, ésta a su vez, precisa de aquéllas para materializarse en el devenir histórico17. Que éste sea considerado como un desarrollo perfectamente orgánico y sistemático, de acuerdo con premisas metafísicas a las que cuesta adherirse en la actualidad, no resta un ápice de su mérito a la labor de cohesionar las múltiples teorías en un proceso unitario e inteligible. Coincidiendo con lo que expresábamos al comienzo, triunfa la continuidad sobre la mera yuxtaposición de los hechos. Y eso, con todos los aspectos discutibles que pueda entrañar, sirvió para profundizar en la evolución de las ideas estéticas, iluminando así el camino por el que otros habrían de transitar18. 2.2. La historiografía estética fuera de Alemania
Si bien fue Alemania el centro indiscutible de la reflexión estética en el siglo antepasado, es necesario considerar dos historias de la estética publicadas en las dos últimas décadas de ese siglo: Historia de las ideas estéticas en España (1883; 2ª ed. 1889), de Marcelino Menéndez Pelayo, e Historia de la estética19 (1892), del británico Bernard Bosanquet. A diferencia de lo que sucede con las obras de los historiadores poshegelianos, que apenas se consultan ya fuera de los círculos especializados, éstas son todavía útiles para el lector medio y, cada cual en su línea, representan modos nuevos de construir la historia. Por sus vínculos con el pensamiento hegeliano, comenzaré ha16
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Por otra parte, el especialista puede disponer en este texto de explicaciones y valoraciones extensas de los pensadores de los siglos XVIII y XIX, incluyendo a aquellos que como Solger, Krause, Ruge, Weisse o el propio Vischer, hoy son quizás menos conocidos. Ibid., p. 1126. Otras obras importantes en la época fueron: Hermann Lotze, Geschichte der Aesthetik in Deutschland (1868), Munich, K.G. Saur, 1990-94; G. Neudecker, Studien zur Geschichte der deutschen Aesthetik seit Kant, Würzburg, Stahl, 1878 y, sobre todo, Eduard von Hartmann, Die deutsche Aesthetik seit Kant: Erster historisch-kritischer Teil der Ästhetik (1886), Eschborn, Klotz, 1992. Más tardía que la de Schasler, la historia de E. von Hartmann radicaliza algunos de los excesos de Schasler. Planteada asimismo como primera parte de un sistema estético, se limita a la estética alemana a partir de Kant, según reza su título. Ni la mímesis aristotélica ni la teoría platónica de la belleza conciernen de manera directa a la ciencia de la estética, puesto que ésta es, a su modo de ver, una disciplina reciente y, fundamentalmente, alemana. Es también de interés para aproximarse al pensamiento de Hartmann, P. Aullón de Haro, “La estética literaria de Eduard von Hartmann”, Analecta Malacitana, XXIV, 2 (2002), pp. 557580. En otro orden de cosas, es de recordar la obra de un destacado historiador de la Antigüedad: Julius Walter, Die Geschichte der Ästhetik im Altertum ihrer begrifflichen Entwicklung nach dargestellt, Leipzig, Reisland, 1893. A History of Aesthetic, Nueva York, Cosimo Classics, 2005. Trad. española: Historia de la estética, Buenos Aires, Nueva Visión, 1970.
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blando de la de Bosanquet, que, aun siendo posterior a la de Pelayo, certifica la aclimatación de la historiografía de cuño idealista en el mundo anglosajón. Son numerosas las cosas que Bosanquet comparte con la tradición hegeliana. También él cultiva una teleología que, arrancando de los griegos, describe un gigantesco arco que va de la forma a la expresión, es decir, de lo exterior a lo interior. Si el griego, al decir de Bosanquet, concibe como forma la belleza, con el paso de los siglos, ésta va siendo penetrada por la expresión: poco a poco el alma, el carácter, fecunda las formas, poniéndose de manifiesto que el secreto último de la belleza está más allá de los sentidos. Habría un desarrollo orientado, necesariamente, con un rumbo muy concreto: la revelación de la belleza en toda su integridad, superando la problemática escisión de la forma y el contenido. Hegeliano es, asimismo, el aserto de que la reflexión sobre el arte sólo puede llegar a su madurez cuando éste ya ha dejado atrás su época de plenitud creativa20. Primero hay que hacer el gran arte y luego ya vendrá su asimilación intelectual. Sin embargo, esta visión no empuja a Bosanquet a sumarse a la profecía del fin del arte. Es más, esto parece reñido con su planteamiento: si en Hegel el camino de la interiorización desemboca en la autoanulación del arte, Bosanquet está pensando en una integración de forma y contenido. En vez de sostener que la historia propende a erosionar la forma, cree que el paso del tiempo la enriquece, la vivifica. El arte y la conciencia estética no van hacia el dualismo, sino hacia un “monismo espiritual”21. Verdad es que este diagnóstico tan optimista no acaba de acordarse con la idea de que la reflexión estética sucede al gran arte. ¿No es acaso el declive del gran arte un anticipo del fin del arte en general? Bosanquet, por lo que se ve, nos insinúa que no, pues para él sería incomprensible que, justo cuando más fuerte y más profundo se ha hecho el sentido de la belleza, el arte toque a su fin22. Además, según Bosanquet, la estética en cuanto filosofía de lo bello no es una actividad crepuscular, propia de la decadencia de una civilización; entiende, por el contrario, que la estética es muy anterior a la acuñación del término. La habría habido en Grecia, mientras el arte rendía algunos de sus mejores frutos. Tampoco satisface al británico el tópico de que la estética sea una ciencia alemana. Sugiere más bien que en la Alemania poshegeliana la ciencia de lo bello, amenazada por el escolasticismo, ha perdido vitalidad y que sólo podrá reanimarla el espíritu inglés, menos sordo que el alemán al encanto de los sentidos. Pese a todas estas novedades, persisten en la obra de Bosanquet algunos de los problemas historiográficos a los que antes aludía: al igual que Schas20 21 22
Ibid., p. 169. Ibid., p. 463. Ibid., pp. 467-8.
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ler, Bosanquet sostiene que la filosofía estética desaparece desde Plotino hasta el siglo XVIII, aun cuando reconozca -y esto es muy importante- que sí hay conciencia estética en la Edad Media23, y llegue a asignar a esta época un papel crucial en su visión teleológica: el de haber liberado, gracias al espiritualismo y a la ascética, las fuerzas de la interioridad24. Es, asimismo, insuficiente su interpretación de la especulación griega, reducida a una especie de formalismo hueco, carente de vida, o a lo que él llama, de manera un tanto frívola, “ingenuo moralismo práctico”. Las partes más valiosas, a veces brillantes a pesar de algunas oscuridades en las explicaciones, hay que buscarlas a partir de los capítulos dedicados al siglo XVIII. En general, todos ellos mantienen su vigencia. Y, en lo que toca a los idealistas poshegelianos, que hoy suelen obviarse en muchos manuales, la información que Bosanquet nos proporciona es prácticamente indispensable. Aunque cercana en el tiempo, la de Menéndez Pelayo es una propuesta bien distinta. A veces arrinconada en nuestros días, incluso en España, se trata, sin ánimo de exagerar, de una obra formidable, tanto por lo que pretende como por lo que logra realizar; tan formidable que difícilmente podía ser emulada o continuada. ¿Explica eso su postergación? Sin duda también ha influido la polémica cuestión del tantas veces reprobado conservadurismo del escritor25 y, desde luego, esa especie de inercia que nos mueve a sustituir los textos historiográficos del pasado por otros real o supuestamente más actualizados. Una inercia que parece acentuarse cuando se trata de obras ciclópeas como ésta, poco acordes con una época que reclama síntesis rápidas y esquemáticas26. En todo caso, estamos ante una nueva forma de contar, de construir, de valorar y de encadenar las distintas fases de la historia de la estética. Si Bosanquet partía del modelo de la historiografía idealista, por más que fuera para renovarlo, Pelayo, sencillamente, crea su propio mode23 24 25
26
Ibid., p. 167. Ibid., p. 130. No olvidemos que en los tiempos de la dictadura franquista Menéndez Pelayo, fallecido en 1912, seguía siendo una de las máximas autoridades en cuestiones estéticas y literarias. Incluso un autor tan prestigioso como el historiador de la crítica literaria René Wellek ha sido víctima de dicha inercia al despachar en unas pocas líneas no muy acertadas la Historia de las ideas estéticas en España, haciendo un flaco favor a su recuperación. Según él, lo que dicha historia contiene son “traducciones literales de escritores como Schiller, Kant y Hegel, sin ninguna clase de comentario u opinión claramente manifestada. Por lo que yo sé a Menéndez y Pelayo se le podría calificar como importador y árbitro cultural de su tiempo”. Curiosa afirmación teniendo en cuenta que Pelayo, al hablar de tales autores, no deja de expresar a cada momento sus opiniones y su sentir sobre ellos. Así que lo más revelador de cuanto aquí dice Wellek es ese llamativo “por lo que yo sé”, con el que parece confesar de manera discreta que, en realidad, no ha leído con detenimiento al escritor español. Véase René Wellek, Historia de la crítica moderna (1750-1950). Crítica francesa, italiana y española (1900-1950), Vol. VII, trad. de F. Collar Suárez-Inclán, Madrid, Gredos, 1996.
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lo27. Con él la historiografía estética ya no sirve de instrumento para corroborar un sistema filosófico, pues no es nada de este género lo que alienta su labor. Que ateniéndose a la definición clásica considere la estética la rama de la filosofía centrada en la belleza, no significa que, como sus ilustres predecesores, vaya a utilizar la historia para justificar una tesis filosófica. Antes que filósofo, Pelayo es un historiador. Lo cual va a permitirle enfrentarse “directamente” al pensamiento del pasado, sin que éste se vea desvirtuado por una elaboración teórica que, en realidad, le es extraña. Desaparecen, pues, o, al menos, se atenúan en gran medida, las teleologías y los vaticinios; los hechos no se acoplan al sistema; es el historiador quien se pliega a ellos, con una erudición y un rigor intelectual admirables28. Y no menos novedoso es el título que figura en la portada: Historia de las ideas estéticas en España. Bosanquet también aludía, aunque no fuera en el título, a las ideas estéticas en tanto objeto de estudio, pero en Pelayo esto cobra un sentido diferente: no sólo estudia sistemas, teorías elaboradas como tales, además extrae ideas estéticas que se presentan más o menos aisladas, mezcladas en contextos no estrictamente filosóficos e incluso en manifestaciones no verbales, como por ejemplo la pintura29. Con ello, el campo de acción se dilata de un modo extraordinario y las ambiciones de la empresa tal vez se desmesuran: filosofía, literatura, pintura, musicología, crítica… se convierten en objeto de estudio, pues en todos estos testimonios, de forma tácita o manifiesta, también se hace estética. La coletilla “en España” que cierra el título es engañoso: el libro nos da mucho más de lo que anuncia su portada: Platón, Aristóteles, Plotino, los Padres de la Iglesia, los estetas franceses, los alemanes se agolpan en estas páginas acumulando montañas de información. Pero lo sorprendente es que 27
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Claro que esto no significa que Pelayo sea una especie de autodidacta enfrentado al mundo académico. De hecho, su Historia de las ideas estéticas en España está dedicada “a la buena memoria” de su admirado profesor Manuel Milá y Fontanals, que había sido la máxima autoridad en materia de estética del mundo universitario español. Para el pensamiento estético de Milá, Estética y teoría literaria, ed. de P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 2002. Así lo ha señalado también con palabras precisas Fernando Castro Flórez: “tan sólo en reducidas ocasiones se formulan juicios que impliquen una determinada postura estética categórica por parte del autor”. En “La estética española en el siglo XX”, dentro de Sergio Givone, Historia de la estética, trad. de Mar García Lozano, Madrid, Tecnos, 2006, p. 216. Y también en una dirección semejante se ha expresado Manuel Suances al reconocer que el santanderino, “aunque admire las grandiosas síntesis históricas de Hegel en filosofía, estética, ciencia, etc., desconfía de ellas y les opone un concepto más real y relativo de la historia; ésta debe ser crítica, técnica y minuciosa respecto a los hechos”. Para una visión más detallada de las deudas y relaciones que la visión de la historia de Pelayo tiene con la del filósofo alemán así como con el providencialismo cristiano, véase Manuel Suances Marcos, Historia de la filosofía española contemporánea, Madrid, Síntesis, 2006, pp. 179 ss. Nótese que tal concepción también se emparenta con Hegel, por cuanto implica que en la obra de arte se expresa la idea y que, en consecuencia, la verdad contenida en ésta es susceptible de ser abstraída por el crítico o el pensador. Véase Menéndez Pelayo, Ob. cit., vol. I, p. 3.
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se trata de información asimilada, sintetizada y juzgada críticamente. Poco importa que don Marcelino declare que sólo de los pensadores más recientes -a partir de Kant30- emitirá valoraciones personales. Con justeza, a veces con ira, aunque siempre con honestidad intelectual, no dejará de hacerlo en ningún momento. Y, sobre todo, nos admira, valga la redundancia, su inagotable capacidad de admirar: nada más lejos de las frías descripciones de la prosa académica; el autor comparte con sus lectores su emoción ante la belleza, ante la profundidad de una idea o de un sistema, sin que eso impida que, a renglón seguido, denuncie sus inconsistencias. Y ello con una potencia estilística que impresiona y que, a mi modo ver, aventaja la del mejor Ortega: la sintaxis, flexible, fácil, espontánea e infinitamente variada: unas veces periodos largos, repletos de subordinadas, fluyen con naturalidad, sin que el lector tenga la sensación de fatiga o aridez; y siempre con una claridad meridiana; otras veces, sentencias breves, lapidarias, inician un argumento atrayendo la atención del lector de tal forma que se adentra en el párrafo con la intriga que provoca un enigma sin resolver; o bien cierran una reflexión de modo cortante, con contundencia, como dejando un eco en la conciencia del lector. ¿Qué se quiere decir con todo esto? Evidentemente, que este texto no sólo es un hito en la historia de la estética, aunque se valore de manera injusta y cicatera, también es lo que podríamos llamar una auténtica excepción, una “rara avis”, tanto desde el punto de vista de su época como del nuestro. Contradiciendo de nuevo lo que se expresa en la “Advertencia preliminar”, es ésta una historia de autor. Las cantidades ingentes de información llamémosla objetiva no impiden que quien escribe manifieste su juicio y su sentir, ya sea en la forma del entusiasmo o, no pocas veces, en la de la cólera, cuando se las ha de ver con sus adversarios ideológicos, como, por ejemplo, los hegelianos de izquierdas. Por lo que toca a la expresión de los afectos, tal vez sea ésta la menos pudorosa de entre las grandes historias de la estética, tanto que hoy, cuando impera el máximo puritanismo expresivo en los textos académicos, puede llegar a escandalizar; pero la verdad es que, como apuntaba más arriba, esto no va en menoscabo del rigor. En el fondo, es más el efecto que la sustancia, y, por vehementes que nos parezcan las condenas de don Marcelino, su agresividad queda muy por debajo de cuantas buena parte de la literatura marxista dirigirá contra sus enemigos políticos bajo la máscara de un tono científico y desapasionado. Puede que los diversos momentos de la historia de la estética pierdan aquí la cohesión férrea que los encadena en la historiografía poshegeliana. Los enlaces se hacen más laxos. Se ha esfumado esa sensación de que cada cosa acontece inexorablemente, como en un gigantesco mecanismo de relojería. 30
Menéndez Pelayo, Ob. cit., p. 4
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Mientras para sus colegas alemanes el pasado se explicaba mirando al presente, aun a riesgo de incurrir en espejismos y distorsiones, en la obra de don Marcelino sucede más bien lo contrario: es el presente el que realiza un esfuerzo por comprender el pasado. Por una parte, es la obligación del historiador, pero hay algo más: el pasado es también un objeto de admiración y un caudal de enseñanzas en lo estético lo mismo que en lo moral y lo metafísico. Es el viejo ideal de los humanistas, para quienes el interés de las obras no se reduce al plano científico, sino que es también humano en el más amplio de los sentidos. No significa esto que no haya ideas previas, “prejuicios”31 que inciden en la actividad historiográfica. Aunque no conformen un sistema filosófico, es claro que los hay. Casi es un tópico referirse a la cuestión del conservadurismo, y no por manida deja de ser cierta: don Marcelino fue católico y conservador, y eso se nota en su historia: abomina de los materialistas, prefiriendo el idealismo, a pesar de que éste, a menudo, rebase a su entender la frontera del sentido común. Eso sugiere su lectura de Hegel, cuya reducción de la realidad a lo ideal se le antoja una “violación de las leyes del pensamiento”32. Por otra parte, es probable que sean sus convicciones conservadoras las que lo previenen contra el absolutismo del progreso que padece la mayor parte de la escuela hegeliana: para Pelayo, la historia de la estética no se consuma en el presente, y, con frecuencia, su severidad crece al abordar a los pensadores más próximos en el tiempo. Una forma de entender el paso del tiempo que guarda semejanzas con la de muchos pensadores conservadores, como de Maistre. La diferencia con este último es que el autor español no cae en la tentación de mitificar ningún pasado, ni tampoco, sacando las cosas de quicio, confunde las carencias de sus coetáneos con una suerte de apocalipsis. Ninguna época, ni las pretéritas ni la presente, escapa a su crítica; de todo extrae Pelayo virtudes y defectos, gracias a lo cual desaparecen tanto los momentos infalibles como los absolutamente erróneos. Es así como el Medievo deja de ser una edad oscura y silenciosa donde habría enmudecido la conciencia estética para convertirse en un periodo rico y creativo, con verdades y errores que el historiador está obligado “moralmente” a consignar, lo mismo que en cualquier otra época. 31
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Merece la pena recordar que Gadamer demostró de forma muy convincente que el “prejuicio” es una condición “sine qua non” del acto mismo de interpretar cualquier texto, por lo cual las connotaciones negativas que suelen asociarse al concepto deben ser seriamente revisadas y situadas en el lugar que les corresponde. Para comprender algo, es necesario tener antes una “precomprensión” de ese algo. Cierto, sostener prejuicios insostenibles, valga la redundancia, no es aceptable, pero la noción de “prejuicio” no tiene por qué ser peyorativa “per se”, como lo pretendió el pensamiento ilustrado. Véase Hans-Georg Gadamer, Verdad y método I, trad. de Ana Agud y Rafael de Agapito, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 360 y ss. M. Pelayo, Ob. cit., vol. II, p. 178.
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Las limitaciones que sin duda tiene la exposición de Pelayo, antes que a los prejuicios ideológicos, se deben en unas ocasiones a la mentalidad o al conocimiento de su época y en otras a la voluntad de abrazar un auténtico océano sin ser especialista en todos los campos. Un caso claro de lo primero es su noción de ciencia, que sí esta penetrada por la idea de progreso cognoscitivo común al positivismo y al hegelianismo. Al igual que lo hará Bosanquet, Pelayo reconoce que la estética ha existido siempre, al menos “desde que hay arte en el mundo”, pero, durante muchos siglos, sólo “en estado rudimentario”. Por eso, es a la vez “una de las ciencias más antiguas y una de las ciencias más modernas y más atrasadas todavía”33. Aunque, por el momento, su cumbre estaría en las Lecciones de Hegel, incluso ahí son muchas las cosas que restarían por corregir y desarrollar. Y como ejemplo de una visión relativamente inexacta de un autor, valgan las páginas dedicadas a Platón, donde el significado contemporáneo de la palabra “arte” no deja ver con claridad los que realmente tenía en la Antigua Grecia. En conjunto, con sus sombras y, sobre todo, con sus luces, la Historia de las ideas estéticas en España sigue siendo no sólo un testimonio magnífico de una etapa del género, sino un modelo historiográfico del que aún pueden sacarse valiosas enseñanzas y, por descontado, una fuente riquísima de información. Quien quiera conocer la estética de Platón o la Edad Media dispone ya de opciones más actualizadas e histórica y críticamente más “fiables” que la de don Marcelino, pero ¿dónde hallar síntesis y juicios de tal categoría sobre la estética de nuestros escolásticos, de nuestros místicos menos populares, sobre las teorías de la literatura, de la música, de las artes del diseño en los Siglos de Oro, o incluso, como ya hemos podido comprobar, sobre el pensamiento de los poshegelianos? Lo decía al inicio: que una obra se haya postergado no es siempre un indicio de que ésta haya prescrito, especialmente en España, tan proclive a ningunear a sus figuras ilustres. Nunca ha sido esto más cierto que en el caso de Menéndez Pelayo. 3. LA HISTORIOGRAFÍA ESTÉTICA ANTE EL DESAFÍO CONTEMPORÁNEO (1900-1970)
En lo concerniente a la historiografía estética, el cambio de siglo podría simbolizar una frontera: la del agotamiento de la tradición hegeliana. En Alemania, durante las últimas décadas del XIX, la corriente formalista, viva desde los tiempos de Herbart, había dado muestras de una vitalidad que la hegeliana, lastrada por el escolasticismo de los epígonos, estaba perdiendo. El formalismo tampoco tenía la solución a cuantos problemas había planteado el pensamiento estético, pero brillaba en un aspecto esencial: su capacidad para observar e interpretar los datos sensibles, sin caer en los excesos de 33
Menéndez Pelayo, Ob. cit., p. 4.
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la llamada estética experimental34. Y esto concordaba mucho más con el talante empírico de la época que el idealismo especulativo. En cualquier caso, más que posibilitar la hegemonía duradera de una escuela, la crisis del hegelianismo favoreció el pluralismo metodológico. Ni siquiera dentro del formalismo del cambio de siglo había una verdadera unidad: Konrad Fiedler negaba cualquier género de contenido en el arte; no así Wölfflin, Hildebrand o Berenson. Al mismo tiempo, en muchas propuestas se fusionaba la orientación estrictamente formalista con la psicológica de la Einfühlung, e incluso con el historicismo a la manera de Dilthey, mientras, por otro lado, la problemática aunque relativa correlación de arte y estética se rompía dando lugar a dos disciplinas autónomas: la estética o ciencia de lo bello y la Kunstwissenschaft, teorizada por autores como Dessoir o Utitz. Lejos de tender hacia una convergencia, el paso del tiempo no haría otra cosa que fomentar la diversidad teórica y metodológica, y no sólo en Alemania, también en el exterior. Es como si en el terreno de la reflexión estética se reflejara la exuberancia de las vanguardias artísticas, que por entonces vivían su máximo esplendor. No es posible agrupar todas las orientaciones teóricas bajo un único denominador común, porque, como constata Guido Morpurgo, nunca había habido semejante variedad35. Como mucho, puede hablarse de una tendencia dominante, no universal, hacia lo objetivo u observable, así como una especie de fetichismo por el método científico, imitando, en ocasiones de manera un tanto ingenua, el rigor de las ciencias de la naturaleza. Lo que ya no está tan claro es si este pluralismo apabullante plantea de verdad nuevos problemas o si, por el contrario, enmascara más de una vez la antigüedad de las cuestiones tratadas, como ha denunciado el mismo Morpurgo36. ¿Qué supuso este nuevo paisaje para la historiografía estética? Para empezar, el descrédito de los esquemas apriorísticos capaces de someter los hechos a una teleología generada por el propio sistema de pensamiento. La teleología no está “dada” objetivamente; la pone el espíritu, por lo cual se vuelve sospechosa, lo mismo que la noción misma de sistema. Sólo el marxismo logrará brindar al método dialéctico una existencia renovada, trasponiéndolo a una visión materialista de la historia que gozará de mucha fortuna también en estética. 34
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Entendemos aquí por “experimental” aquella corriente dentro de la estética que tiene en Gustav Theodor Fechner a su más distinguido representante y que basa sus afirmaciones en la psicofisiología de la sensibilidad, sometiendo las ideas “al control de los hechos según el esquema estímulo-respuesta”. Puede verse “Experimental”, por ejemplo, en el Diccionario E. Souriau (trad. en Madrid, Akal). Guido Morpurgo-Tagliabue, La estética contemporánea , trad. de Andrés Pirk y Ricardo Pochtar, Buenos Aires, Losada, 1971, p. 20-1. Ibid., p. 18.
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Lo cual no impedirá la aparición, aun fuera del marxismo, de numerosas obras en que una teoría actual se presenta como la cima del desarrollo histórico. Con todo, hay una diferencia esencial con el hegelianismo: ya no se trata de una evolución sistemática y necesaria; ahora cada teoría es el resultado de una elección libre. Si el autor adopta una tesis y un método, es por considerarlos mejores que los demás y no porque entienda que en ellos se ejecute un destino decretado por la historia o el espíritu. La fe hegeliana en una especie de providencia que el filósofo ha de descifrar se ve así sustituida por otra fe, a veces tan excluyente como aquélla, en el aparato teórico propio. Si el arte de vanguardia exalta la técnica, en la estética se exalta el método, que ahora se erige en la “piedra filosofal” de toda verdad teórica. No todas las corrientes han dado lugar a una historiografía estética, pero aun así el lector ya puede comprender que no es fácil organizar una época de tal diversidad. Por eso, y respetando lo anunciado en los primeros párrafos, prestaré atención a algunas de las obras más divulgadas e influyentes, tomándolas como exponente de las distintas formas de historiar la estética. No se me oculta que la nómina será insuficiente, quizá más que en los ejemplos del siglo XIX, aun cuando su número sea notablemente superior. Pero no se me ocurre mejor solución. Celebraría que alguien fuera más allá de esta tentativa. Una aclaración merece también el título de este capítulo, que incorpora un término controvertido: Modernidad. Se utiliza aquí con uno de los sentidos que se le da en la crítica de la cultura, esto es, el periodo caracterizado por el culto de lo nuevo, es decir, sobre todo las vanguardias, y la neovanguardia. El final de dicho periodo, que de modo convencional, he situado en torno a los años 60 y 70, señalaría nuevos modos de comprender el pasado y de relacionarse con él37. 3.1. La historiografía idealista en italia: Benedetto Croce Tal vez resulte paradójico que precisamente cuando ha concluido la época dorada de la estética hegeliana, irrumpa en escena con mucha fuerza otra 37
“La desvalorización de la tradición y la disolución de referentes de sentido fijos forman también parte de la modernidad estética. (…) Esto conlleva una revalorización del arte del presente, y con el mismo movimiento la desaparición de los baremos objetivos de la tradición de la Antigüedad. (…) En general, la modernidad artística muestra la tendencia hacia la innovación permanente”. En “Modernidad”, Wolfhart Henckmann y Konrad Lotter (eds.), Diccionario de estética (trad. esp. de Daniel Gamper y Begonia Sàez), Barcelona, Crítica, 1998. “El sustantivo modernidad no aparece hasta mediados del XIX (Baudelaire, Théophile Gautier)”. En “Modernidad”, E. Souriau, Ob. cit. Como decía Baudelaire, “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente”, es decir, aquello que se aparta de las épocas pasadas para reflejar el presente. Ch. Baudelaire, “La modernidad”, en El pintor de la vida moderna (trad. de Alcira Saavedra), Murcia, Colegio oficial de aparejadores y arquitectos técnicos, 1995, pp. 91 y ss.
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variante del idealismo: la de Croce. Su éxito internacional fue enorme durante algún tiempo, especialmente en el mundo hispánico y en el norteamericano, por no hablar de la propia Italia, donde su magisterio echó raíces tan hondas que probablemente llegó a inhibir la creatividad teórica de muchos sucesores suyos. A cambio, consolidó el cultivo de la estética en un país que sigue siendo hasta hoy una de las grandes potencias en la disciplina. Al historiar la estética, Croce comparte rasgos importantes con los hegelianos: en primer lugar, la crónica del pasado se presenta como extensión y complemento de su teoría estética, de modo que el desarrollo histórico conduce, a través de los siglos, a sus propias tesis. Es de éstas de donde se toma la definición de estética, que, en lugar de tender a la neutralidad, es toda una definición de autor. En manos de Croce, la estética ya no es la ciencia de lo bello y del arte, es “la ciencia de la actividad expresiva, representativa o fantástica”38 y es conforme a esta definición como se juzgan, casi siempre negativamente y con agria severidad, las teorías del pasado. Lo que se aproxima a las ideas de Croce son los aciertos; cuanto se aleja son literalmente “errores” y “desviaciones”39. Pero, una vez reconocidas estas semejanzas con el idealismo alemán, es preciso subrayar las no menos importantes divergencias. Croce pretende precisamente abandonar el círculo, a su entender vicioso, del dualismo hegeliano forma-contenido. En la estela de Vico, el arte se vuelve ahora expresión, o sea, aprehensión de algo intuido espiritualmente que, sólo en un segundo paso, por medio de la técnica, podrá ofrecerse “exteriormente” a los sentidos. En cierta manera, vuelven a aparecer aquí dos planos, expresión e intuición, pero son dos en el análisis intelectual, no en su esencia, que es la misma. “Nada puede ser expresado, observa Croce, que no sea a la vez intuido. Intuir una figura geométrica, por ejemplo, significa tener tan neta su imagen”40 como para estar en disposición de dibujarla con ayuda de la técnica. La dicotomía forma-contenido no es, entonces, más que un efecto óptico, un espejismo de nuestro intelecto, con lo cual el objeto de la estética no es doble sino único. Si, al alcanzar su plena realización, en Hegel el arte cedía su lugar al conocimiento teórico, Croce eterniza la distinción entre lo estético y lo intelectual. Ambas cosas constituyen órganos fundamentales de conocimiento, mas no pueden reducirse el uno al otro. Ése es el único dualismo legítimo. 38
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Benedetto Croce, Estética como ciencia de la expresión y lingüística general (trad. esp. de José Sánchez-Rojas), Madrid, Librería de Francisco Beltrán, 1912, p. 207. Esta obra consta de dos partes independientes, la teórica y la histórica, que, ya en italiano, se habían presentado juntas en 1910. Hay edición moderna de P. Aullón de Haro y J. García Gabaldón, con extenso estudio preliminar y manteniendo el prólogo de M. de Unamuno. Ibid. Sergio Givone, Ob. cit., p. 142.
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¿Qué será entonces la historia de la estética? ¿Acaso puede ser todavía la lenta odisea de la conciencia en pos de su propio esclarecimiento, como lo era no sólo en Hegel, sino también en Schasler o Bosanquet? Evidentemente, no. Todo ese desarrollo milenario se esfuma en la historia de Croce. El intelecto y la conciencia estética fueron, son y serán espacios separados, y es ocioso, además de equivocado, pretender fusionarlos. Por eso, a pesar de los parecidos engañosos, esa historia que nos describe Croce, coronada por su propia estética, no es una evolución necesaria, un desenvolvimiento natural de la conciencia; es más bien la crónica de los aciertos y los errores de los distintos pensadores, que interpretan las cosas a su arbitrio. Ya no los mueve la providencia o la razón universal, sino su inteligencia y su propia libertad. El planteamiento, qué duda cabe, es muy sugestivo y parece legítimo anudar así teoría e historia. Otra cosa es si la historia croceana es válida como tal. Más aún que en Schasler o en Bosanquet, el lector tiene la impresión de asistir al espectáculo ininterrumpido de una autojustificación que se extiende a través de los siglos. Si de Pelayo nos fascinaba su facultad para admirar, sabiendo encontrar en cada teoría y en cada autor su genio propio, la obra de Croce irrita por su recalcitrante inclinación a la censura. En el pasado, antes que hallar, prefiere echar en falta, puesto que, en cierto modo, es la manera de salvaguardar su propia originalidad. Así se entiende que los griegos y los romanos, en el terreno de la estética, no lograran “nada más que destellos y tentativas”41. Reconoce, ciertamente, que, si bien la estética es una ciencia muy reciente, el problema estético surge ya con Platón, pero su exclusión de toda verdad distinta de la intelectual habría malogrado sus opciones de resolverlo. Y algo similar sucedería con el moralismo y el hedonismo, a causa de los cuales el arte se supedita a designios externos a él42. En cuanto a la Edad Media, Croce, redundando en un lugar común que ya conocemos, la considera interesante sólo para la historia de la cultura, no para “la general de la ciencia”43. Ni siquiera el Renacimiento añadió ideas verdaderamente nuevas. Más benévolo, y también mucho más perspicaz, se muestra Croce con el siglo XVII, en el que, evitando la simplificación en la que caía Schasler, certifica la aparición de nuevas palabras con nuevos significados: “ingenio”, “gusto”... Con todo, si alguien interrumpe la actividad censora de Croce, ése es naturalmente Vico. Éste y no Baumgarten sería el auténtico descubridor de la estética. Kant no habría hecho sino continuar el problema de Vico, aunque sin conseguir librarse del dualismo de la forma y el contenido. Hegel
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B. Croce, Ob. cit., p. 208. Ibid., pp. 210-211 y ss. Ibid., p. 231.
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perseverará en el equívoco, añadiendo a éste, el vaticinio, también inaceptable para Croce, del fin del arte, que haría de su estética “un elogio fúnebre”. De lo expuesto se desprende que la historia de Croce, vista desde la óptica del presente, interesa como testimonio de su época y de la reflexión de su autor. Menos provechosa es para el estudio general del pensamiento ajeno a sus criterios. Justo por eso vale la pena consultar las explicaciones de ciertos pensadores que, siéndole afines, suelen faltar en muchas historias de la estética, como Vico, Humboldt, Schleiermacher o De Sanctis. 3.2. Estética y Kunstwissenschaft: Emil Utitz De entre las historias de la estética44 que surgen en Alemania en el primer tercio del siglo XX he querido elegir una que podría valer para poner un brillante broche al periodo: la brevísima de Emil Utitz45, publicada en 1932, no mucho antes de que el partido nazi, que tanto sufrimiento habría de causar al propio autor, se adueñara del gobierno alemán. Ya se ha dicho que Utitz es, al lado de Dessoir, el más distinguido representante de la Kunstwissenschaft, pero en este opúsculo sus intereses teóricos se adecuan a una sucinta aunque no por ello precipitada visión general de la historia del pensamiento estético. No estamos ante un libro; el texto es un artículo de unas 70 páginas que, en vez de proceder exhaustivamente, por autores o escuelas, se presenta como una crónica de ideas. De ideas nucleares, se entiende: un capítulo, una idea; los autores y las escuelas se abordan sólo incidentalmente, a propósito de los conceptos. Y, al mismo tiempo, dichos conceptos, lejos de yuxtaponerse en una asimilación de historias parciales, se enlazan tejiendo un único hilo. De esta forma, sin redundar en la estrategia más convencional de periodos y movimientos, sortea Utitz con habilidad el riesgo del atomismo proporcionándonos un texto que, a pesar de su concisión, es profundo y esclarecedor. Si bien la obrita es casi una reliquia bibliográfica que sólo con muchas dificultades podrá localizar el lector, su enfoque conserva en muchos aspectos no ya el interés histórico, también su vigencia. Sus aseveraciones, sus interpretaciones del pensamiento del pasado dudo mucho que puedan darse por superadas. Al contrario: por su formación filosófica y su indudable talento, Utitz proyecta una luz diáfana sobre las cuestiones capitales de la disciplina. Bien es verdad que, en su crónica de ideas, los siglos medievales carecen de 44
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Entre los trabajos historiográficos generales, querría recordar también uno de difícil localización: E. Bergmann, Geschichte der Aesthetik und Kunstphilosophie, 1914; y, entre los dedicados a la estética de esta época, uno que, cosa inhabitual, sí ha sido traducido a nuestra lengua: Ernst Meumann (1912), Introducción a la estética actual (trad. esp. de José J. de Urríes y Azara), Madrid, Calpe, 1923. Geschichte der Ästhetik, Berlín, Junker und Dünnhaupt Verlag, 1932.
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la relevancia que les concederán autores posteriores, pero ello se nos compensa con síntesis magistrales sobre la Antigüedad y los siglos XVIII y XIX, para concluir su periplo en esa especie de encrucijada que él, con buen criterio, viene a considerar su propia época. En ese punto, como ocurre en otros autores, la tarea de juzgar se le aparece como imperativa, pero siempre y cuando conduzca a plantear preguntas y no unas soluciones que sólo podrían convencer al dogmático. En la misma órbita que Dessoir46, Utitz parte de los logros del formalista Konrad Fiedler47. En él se habría originado el polémico divorcio entre la estética o teoría de lo bello y la ciencia del arte. Conjugando las perspectivas, tradicionalmente enfrentadas de Kant y Hegel, el arte es a la vez forma y conocimiento o, por mejor decir, es conocimiento a través de una forma sensible, visual en el caso de la pintura. El inconveniente de tan, por lo demás, fecunda reconciliación es que aboca, como decíamos, a una nueva quiebra: el arte, en cuanto conocimiento, se desvincularía de lo moral, de lo religioso y aun de lo bello, de suerte que los lazos que durante milenios habían unido arte y belleza acaban por romperse. ¿Significa esto que el arte, en su condición de forma, es independiente de la historia? Utitz no lo cree así. Sensible también al magisterio del historicismo diltheyano, asume de hecho que lo artístico está involucrado en la historia. Lo que ocurre es que no se reduciría a historia: hay algo, llamémosle esencia, núcleo o centro, que no es pura temporalidad sino forma, y que adquiere por sí misma un estatuto gracias al cual se eleva por encima de la historia, aun cuando tenga en ella su génesis. Y ésa sería, conectando en esto con Fiedler, la dimensión propiamente artística. Mientras lo moral, lo religioso, lo estético no llegarían a despegarse de la coyuntura histórica en que arraigan, la forma artística está en alguna medida emancipada de las circunstancias externas, hallando en esta condición singular su verdadera naturaleza. Ahora bien, ¿hasta qué punto se conforma Utitz con el veredicto que se infiere de las lucubraciones de Fiedler? Si bien lo aprueba, es a la manera de un interrogante o, más bien, como un esbozo llamado a ser desarrollado y suplementado en sucesivas aproximaciones. Pues, al mismo tiempo, Utitz ve serios indicios de que el conocimiento sensible -objeto de la Kunstwissenschaft- mantiene una relación estrecha con la estética y, por extensión, con el mundo histórico, una relación en la que, según su criterio, urge profundizar. La de Utitz es, entonces, una historia de problemas que se enlazan en el curso de los siglos. Algunos, en efecto, se clarifican gracias a los sucesivos intentos de resolución pero, al clarificarse unos, surgen otros inesperados, 46
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Véase Max Dessoir, Ästhetik und allgemeine Kunstwissenschaft, Stuttgart, Ferdinand Enke, 1906. Véase E. Utitz, Ob. cit., pp. 70 y ss.
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tanto o más difíciles que los precedentes. El estudioso, sea el esteta o el científico del arte, se enfrenta así con un desafío perpetuo que adopta formas cambiantes, amoldándose siempre a nuevas respuestas e interrogantes. No hay, por tanto, ni rastro del teleologismo hegeliano. Cuantos avances se logran, tienen sus contrapartidas, de modo que hasta el momento presente no se ha podido alcanzar la integración de todas las dimensiones de una disciplina que, pese a estar predispuesta a la unidad por vocación y por origen, no deja de componer una y otra vez una imagen poliédrica, irreductible a una conciliación plena. Y, sin embargo, es ese ideal de conciliación lo que alienta las reflexiones de Utitz. Y no se trata ya de un simple ensamblaje de piezas varias, como si la estética fuera una especie de mecanismo; lo que se busca son las claves de una disciplina que, a pesar de su autonomía, implica toda una visión del hombre, como ocurría en los siglos XVIII y XIX, en los tiempos de su fundación. Y es que los problemas de la estética y la teoría del arte tocarían de lleno las cuestiones centrales de la filosofía. Lejos de las frías preguntas de una ciencia objetiva, la estética nos enfrentaría con las raíces mismas de la condición humana. 3.3. Los sucesores de Bosanquet: La historiografía Anglosajona de la primera mitad del siglo XX Ya quedó dicho que fue grande y duradera la influencia de Bosanquet en el mundo anglosajón. Pero quienes aquí hemos dado en llamar sucesores no son propiamente discípulos. Ni siquiera cabe afirmar que en estos autores las coincidencias superen a las divergencias. Al fin y al cabo, son varias décadas las que los separan de la obra de Bosanquet: y muchas cosas habían cambiado entretanto. Por más prestigio que tuviera el famoso idealista inglés, ya hemos visto que la viabilidad de una historiografía de cuño hegeliano estaba en entredicho. A lo sumo, el ejemplo de Bosanquet podía estimular, inspirar y aun orientar el modo de interpretar la historia, pero ya no era posible desplegar abiertamente esa especie de épica dialéctica tan del gusto del siglo anterior. Sí afloran ahora, aunque en proporciones muy variables, los elementos historicistas, entreverados con los formalistas, y, sólo en alguna ocasión, con los vestigios, cada vez más desvaídos, del pasado idealismo. Pero, como digo, esto depende mucho de cada obra, puesto que, en rigor, no existe una escuela historiográfica cohesionada y unitaria ni en Gran Bretaña ni en Estados Unidos durante aquellos años. Para ilustrar la producción de estos círculos, dirigiremos nuestra atención hacia dos historias generales, ambas
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muy difundidas en su tiempo: The History of Taste, de Chambers48, y A History of Aesthetics, de Gilbert y Kuhn49. La primera de estas dos obras representa una forma de narrar la historia de la estética con ambiciones de originalidad: en lugar de la palabra “estética”, el autor adopta en el título la de “gusto”, pretendiendo inaugurar un género sin precedentes en el mundo editorial anglosajón50 y persiguiendo un doble objetivo: aproximar su reflexión al dominio del arte, concretamente a las artes plásticas, y desplazar el énfasis de la especulación a la experiencia real del sujeto que contempla, de acuerdo con los postulados empiristas. Lo que hace Chambers es una crónica de los ciclos del gusto, sirviéndose de una idea y una estrategia que recuerda a Wölfflin. Pero mientras este distinguía, pensando también en la pintura, dos grandes parámetros formales -Renacimiento y Barroco51-, Chambers traduce este mismo planteamiento con los rótulos “Clasicismo” y “Romanticismo”, que enlazan con la estética schilleriana y romántica, y que son ahora aplicados a la evolución plástica de Occidente, desde la Antigüedad al posimpresionismo. Toda forma del gusto se interpreta con estas categorías, que harían inteligible la lógica que mueve la historia del arte y la estética. Una lógica tan inexorable como la hegeliana. Los ciclos del gusto se sustraen al control de los creadores individuales, y lo más que puede hacerse con ellos es determinar su significado histórico profundo52. La evolución del gusto consistirá, entonces, en el proceso de emergencia y posterior declive del Clasicismo, que daría paso a las formas románticas. Con el Clasicismo despertaría la conciencia estética; el fin del Romanticismo anunciaría su disolución. ¿Y después? ¿Qué sucede cuando se apaga la conciencia estética? La respuesta de Chambers, acaso deudora de Spengler, quiere ser profética: si se desvanece la conciencia estética, muere con ella toda la cultura artística que la hizo posible, y, puesto que dicha cultura está estrechamente ligada a la civilización que la alentó, habrá que concluir que a la decadencia estética
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Frank P. Chambers, The History of Taste, Nueva York, Columbia U. P., 1932. Katharine Everett Gilbert y Helmut Kuhn, A History of Esthetics, Nueva York, The Macmillan Company, 1939. Una estrategia que, en parte, se relaciona con la que pocos años después, en 1936, teorizará Arthur O. Lovejoy en la introducción a su famosa obra The Great Chain of Being, donde propone aislar ciertas “unidades” o “unidades-ideas” (unit-ideas) -en este caso, la del “ser”- para relatar toda su evolución histórica relacionando esferas culturales muy diversas. Véase Lovejoy, La gran cadena del ser (trad. esp. de Antonio Desmonts), Barcelona, Icaria, 1983 y también la entrada “Ideas (historia de las)” en José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, Barcelona, Ariel, 2001. Heinrich Wölfflin, Renacimiento y barroco (trad. esp. del equipo editorial Alberto Corazón), Barcelona, Paidós, 1991; Conceptos fundamentales de la historia del arte (trad. esp. de José Moreno Villa), Barcelona, Óptica, 2002. Chambers, Ob. cit., p. 269.
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acompaña inevitablemente el fin de la propia civilización53 y el ulterior nacimiento de otra nueva. ¿No fue esto lo que sucedió con la Antigüedad grecorromana? ¿Por qué no había de volver a ocurrir en el Occidente cristiano? Lo más curioso es que Chambers disfraza de objetividad una hipótesis atrevida y cuestionable, sobre todo teniendo en cuenta que mientras, por una parte, afirma que ningún gusto es más digno o permanente que otro, por otra, trata de provocar, conscientemente o no, la adhesión del lector a eso que él denomina el gusto romántico, en donde “el sentimiento, la imaginación y el entusiasmo” ocupan el lugar del razonamiento “frío y académico”54. Incluso nos encontramos con una inesperada invocación de Croce, en quien Chambers ve al valedor del arte expresivo y personal, sin caer por ello en los caprichos de quienes quieren ser genios incomprendidos, extravagantes y marginales. Es posible que en plena época de entreguerras, cuando se sufrían los efectos devastadores de la depresión económica y los más negros presagios se cernían sobre el mundo capitalista, los pronósticos de Chambers tuvieran una fuerza que hoy han perdido. Es más lo que promete que lo que da. Por muy interesante que sea la idea de interpretar la historia del arte y la estética mediante el concepto del gusto, los esquemas previos distorsionan de nuevo la articulación de la historia. En lugar de resolver los problemas historiográficos que ya vimos en otras obras, muchas veces los radicaliza: no es que se niegue la existencia de una verdadera especulación sobre la belleza en la Edad Media; se atreve a negar que hubiera algún tipo de conciencia estética, pues según él no era la belleza el ideal del arte medieval sino la destreza. Tampoco pone más orden del que ya había en lo que se refiere a los siglos XVI y XVII. Constreñido por su propio esquema explicativo, engloba dentro de un mismo movimiento, el Renacimiento, la Italia del XVI y la Francia del XVII, en cuanto que ambos países se adhieren al gusto clasicista. La cuestión del Barroco se volatiliza y, de un salto, pasamos al siglo XVIII, vislumbrando ya los primeros destellos de lo romántico. Todo cuanto viene después, a la fuerza, tendrá que encajar en esa categoría. La perspectiva de Chambers no tolera más matices. Se confunden de este modo bajo un mismo concepto, el de Romanticismo, figuras tan dispares como Diderot, Delacroix, Courbet y hasta los posimpresionistas. Y sobre las vanguardias, naturalmente, Chambers guarda silencio, no sé muy bien si por considerarlas la prueba definitiva de la decadencia de Occidente o, simplemente, porque no se dejan explicar con los gruesos trazos de la dicotomía clásico-romántico. Un sesgo bien distinto tiene la historia de Gilbert y Kuhn. Esta vez la objetividad y la moderación que se proclaman en la declaración de intenciones 53 54
Ibid., p. 303. Ibid., p. 269.
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sí vienen refrendadas por el texto. Su método excluye, como dicen sus propios autores, conclusiones definitivas: la lección de la historia está ya en la propia historia, que nunca podrá ser ni “clara” ni “unívoca”55. Historiar las ideas estéticas a partir de un “conocimiento último”, siguen diciendo Gilbert y Kuhn, no sería hacer historia en sentido estricto. Sería elaborar una teoría más. Y lo mismo vale en cuanto a las prospecciones sobre el futuro: faltando la perspectiva necesaria para hacerlas, tales prospecciones, más que un análisis, revelarían la voluntad -como en los hegelianos- o los temores -como en Chambers- del propio historiador. Ni en el fondo ni en la forma es ésta una obra de tesis. Más próxima, salvando las distancias, al espíritu de un Menéndez Pelayo que al de Chambers, sus autores optan por el rigor, tratando de remontarse al pensamiento del pasado en lugar de adaptarlo a las necesidades del presente. De ahí la amplitud de las referencias consultadas, superior a la de muchas de las obras que hemos comentado. Una amplitud que no obedece a un mero ejercicio de erudición, sino al propósito de poder interpretar las teorías estéticas con la mayor garantía. Lo que se persigue aquí no es la originalidad sino la historicidad. Y ésta no se acaba en la sucesión de ideas o sistemas aislados. También es preciso mostrar sus enlaces, los modos en que unos autores se inspiran en los precedentes y hacen posible las ideas de quienes vendrán después. Es este proceso continuado de transmisión lo que va conformando una tradición, y ésta lo que permite pasar de la pura cronología a la historia. Una buena prueba de la aplicación de esta estrategia es, entre otros muchos logros, una visión mucho más matizada de uno de los grandes desafíos para el historiador de la estética: la Edad Media; tras convenir con otros historiadores en que el peso que adquiere la moral amenaza con asfixiar a la belleza, Gilbert y Kuhn nos recuerdan que los teólogos medievales, y antes los Padres de la Iglesia, sí se ocupan de las artes y la belleza. Es decir, que hacen estética. El problema no estribaría entonces en las carencias de la época, sino en quien va buscando en ella la confirmación de una idea predeterminada de lo bello. Los riesgos de este imperativo de máxima fidelidad a cada momento histórico son el relativismo y, unido a él, una suerte de objetivismo, que no es lo mismo que objetividad. Si ésta es un ideal, a la vez epistemológico y moral, una exigencia de fiabilidad frente al tema y a nuestros interlocutores, aquél, el objetivismo, es un exceso, o, en cierto modo, un defecto, ese defecto con el que tropezamos cuando el autor se deja absorber por su objeto de estudio desapareciendo como sujeto, y, perdiendo, por ende, su capacidad crítica o, más frecuentemente todavía, disfrazándola de puro rigor. Por suerte, Kuhn y Gilbert, no caen en esta tentación. Cierto: no convierten la histo55
Gilbert y Kuhn, Ob. cit., p. 550.
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ria en teoría, pero en ningún momento se inhibe su sensibilidad crítica. Siguiendo la misma pauta que decía adoptar Menéndez Pelayo en la “advertencia preliminar” de su Historia de las ideas estéticas en España, en la History of Esthetics, la actividad de juzgar adquiere mayor relieve conforme se avanza hacia el presente. Las ideas se continúan exponiendo con rigor, pero, aunque sea con moderación, se toma partido. El cientifismo que desde Rumohr hasta Riegl y Wölfflin habría invadido los estudios estéticos en Alemania, no es visto con buenos ojos, puesto que, a juicio de Gilbert y Kuhn, sus representantes abordan el arte de forma aislada, “fascinados por sus propias tesis” e ignorando sus conexiones históricas56. Más simpatía les merece, en cambio, el enfoque psicológico, que sería tanto más exitoso cuanto mayor es el eclecticismo con el que se aplica57. Sin embargo, lo que definitivamente acapara los mayores elogios es la corriente historicista y, en particular, Dilthey y Bosanquet, que, pese a ser “los últimos grandes exponentes de la estética del XIX”, representarían al mismo tiempo una moderna “filosofía de la vida”58. En ellos se encontraría el antídoto contra la especialización creciente de la estética. Interpretando a Bosanquet al calor del espíritu de Dilthey, su historia de la estética se situaría en el amplísimo contexto de una visión global del mundo como ente animado, y es precisamente en el proceso histórico donde vibraría la vida del universo59. Que el pensamiento de Dilthey apunta en esta dirección es incuestionable. Otra cosa es que sea eso lo que expresa la historia de Bosanquet. De todas formas, el mensaje es bien claro: la estética padece una crisis profunda; tiende a la atomización, a la tecnificación y al olvido de la historia, lo mismo que el arte, que atraviesa tiempos de “ruptura y disolución”60; concedido que no existen recetas mágicas, pero hay algo que puede paliar la crisis: el retorno a la historia. Sólo ella puede revelar, tanto al estudioso como al artista, que en la tradición occidental el conocimiento estético cobra su sentido en el marco de una visión general de la vida y del mundo. Enlazar con el pasado serviría así para cobrar conciencia de los excesos del presente y encaminar nuestros pasos hacia un futuro en el que arte y estética, trascendida ya esta época de fragmentación, vuelvan a encontrarse en el seno de una cultura integrada. No es esto otra profecía. Es un deseo, o acaso una invitación al lector hecha desde la honestidad intelectual y el diagnóstico certero de una situación histórica. Además, la idea de invocar los vínculos con la tradición para 56 57 58 59
60
Ibid., p. 547. Ibid., p. 559. Ibid., p. 548-549. Recordemos que la obra de Gilbert y Kuhn se abre con una significativa cita de Bosanquet: “Aesthetic reflection… has always been most vital when most historical” (“cuanto más histórica ha sido la reflexión estética, tanto más vital ha resultado”). Ibid., p. 552.
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afrontar los retos del presente mantiene aún plena validez en nuestro tiempo, que no es menos fragmentario que el de entreguerras. Aun después de haber finalizado la modernidad, la amenaza de la amnesia histórica continúa pesando sobre la cultura occidental y una de las misiones de la historiografía estética, si no la principal, sigue siendo hacer lo posible por conjurarla. Por último, antes de terminar este epígrafe, no querría dejar de mencionar otra obra en inglés: la historia del conde de Listowel61. No es ya una historia general de la estética, como las comentadas anteriormente. Tan sólo pretende dar cuenta de la estética desde fines del XIX hasta el primer tercio del XX. Creo, sin embargo, que merece la pena tratarla aquí por algo que la hermana con los dos textos anteriores: también Listowel se propone actualizar la empresa de Bosanquet, completándola en aquellos aspectos que, en su opinión, no habían sido suficientemente desarrollados. Esa actualización estaría aun más justificada si, como asegura su autor, fuera cierto que ha sido justamente en el cambio de siglo cuando se ha operado una variación decisiva en los estudios estéticos: la sustitución del método especulativo de la época poshegeliana por el método inductivo, más acorde con el rumbo emprendido por las demás ciencias62. Listowel coincide con Gilbert y Kuhn en su predilección por el enfoque psicológico, en concreto, por la Einfühlung, pero se aparta de ellos al enjuiciar de modo muy favorable eso que llamábamos cientificismo. Es precisamente Fechner, el impulsor de este tipo de enfoque en la estética del XIX, quien, a los ojos del británico, no había sido explicado de modo suficiente por Bosanquet. La tarea pendiente sería, entonces, proseguir la tarea en una dirección que, a todas luces, es bien distinta de la que Bosanquet había tomado, y cuya clave reside en romper definitivamente con cualquier apriorismo, optando por una estética empírica, “desde abajo”63, obediente a los datos positivos. Frente a Gilbert y Kuhn, que propugnaban un regreso a la historia, Listowel aboga por el modelo de la ciencia, tendiendo así a una unificación de los métodos en todas las ramas del conocimiento. Y, naturalmente, este progreso hacia la ciencia no está visto desde el prisma hegeliano, como si fuera un fenómeno ineludible, determinado “necesariamente” por la lógica interna de la historia, sino que es un logro de la inteligencia humana. Respecto a Gilbert y Kuhn, Listowel representaría, por tanto, el otro polo, la otra manera de comprender la estética y su desarrollo: si para aquéllos la palabra fundamental podría ser “tradición”, o “historia”, 61
62 63
Historia crítica de la estética moderna, trad. de Leopoldo Hurtado, Buenos Aires, Losada, 1954. La ed. original es 1933, pero revisada y ampliada en 1967 con nuevo título y es la que hemos manejado: Modern Aesthetics: an Historical Introduction, Nueva York, Teachers College Press, Columbia University, 1967. Ibid., pp. xxi-xxii. Listowel, p. xxii.
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Listowel, entroncando con la herencia empirista de su país, lleva la estética de lo ideal a lo tangible. Lo cual tiene consecuencias importantes para la historiografía: no hay valores estéticos absolutos, pues la belleza, no siendo un atributo de los objetos, consiste en una relación entre la mente y aquello que ésta percibe64. Y la evolución del arte, en lugar de explicarse por la autorrevelación de la conciencia estética, depende de las condiciones materiales, y, alteradas éstas, su imagen podría transformarse totalmente o aun desaparecer. Sucede, no obstante, que la postura de Listowel ya no es del todo convincente. Después del giro hermenéutico de Gadamer, el proyecto de unificar todas las formas de conocimiento bajo la hegemonía del método inductivo se sostiene con dificultades casi insalvables, por lo que ese acercamiento de la estética a las ciencias positivas no pasa de ser una etapa más de su desarrollo, y el libro de Listowel, una crónica, notablemente clara, bien informada y todavía útil, de ese cambio que rubrica el fin del idealismo. En lo tocante a tales cualidades, es muy recomendable el capítulo dedicado a la teoría de la Einfühlung, que sigue siendo una magnífica introducción a esa línea de pensamiento65. 3.4. Historiografía y Marxismo: Lukács y Della Volpe Una de las grandes corrientes por las que ha discurrido el pensamiento estético del siglo XX es la marxista. Como avanzaba al comienzo de este capítulo, el método dialéctico viviría una segunda juventud, ahora sobre fundamentos materialistas, después de que en otros campos hubiera dejado de aplicarse. En lo que concierne a la estética, la gran ventaja de este materialismo dialéctico, más o menos ortodoxo dependiendo de los casos, es su apertura a la historia general: frente a las tendencias a la especialización, al repliegue de cada disciplina dentro de sus fronteras, el marxismo, apelando a la noción de totalidad, devuelve a la reflexión histórica sobre el arte y la belleza su contacto con la realidad social en toda su amplitud. Es el caso del Lukács marxista. Por su parte, como es sabido, el riesgo del que pocas veces escapa el historiador marxista es el reduccionismo o el mecanicismo: la consabida subordinación de la superestructura estética a la infraestructura conformada por las relaciones de producción. Veamos sobre dos obras, muy estimables dentro de sus coordenadas de pensamiento, cuáles son las posibilidades y las limitaciones de este enfoque 64 65
Ibid., p. 196. Es también interesante consultar B. Berenson (1948), Estética e historia en las artes visuales (trad. esp. de Luis Cardoza y Aragón), México, FCE, 1966. No es una historia de la estética, pero, desde bases formalistas, hace observaciones interesantes sobre las relaciones entre arte, estética e historia.
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historiográfico. La primera y más próxima a la ortodoxia marxista no es propiamente una historia de la estética, sino un conjunto de textos más o menos independientes agrupados a posteriori y publicados por Lukács en versión alemana de 1954 como Beiträge zur Geschichte der Ästhetik. Pensados a modo de prolegómeno para una historia completa de la estética, dichos textos abordan los momentos nucleares, siempre según Lukács, de la evolución de la estética moderna, desde la crisis del hegelianismo a partir de mediados del XIX. La óptica, bastante sesgada, es inseparable de la praxis y de las circunstancias políticas de aquel tiempo. Así lo refleja el prólogo de 1954, en el que, taxativamente, Lukács proclama que sólo Lenin, Stalin y el partido bolchevique “eran y son” capaces de eliminar “las sedicentes teorías del revisionismo”66. Palabras amenazadoras que, a duras penas, pueden ser mitigadas con las “disculpas” esgrimidas por el autor tres años después en una nota para la edición italiana, cuando confiesa que la actitud adoptada en su libro se explica por la obligación que había entonces de “entrar en compromiso (…) en torno a la persona y la labor de Stalin”67. Desde luego, era obligado presentar excusas, pero llegaban tan tarde que eran estériles. Por eso no pueden por menos que escandalizarnos, mucho más que las invectivas de Menéndez Pelayo, pues dan testimonio de la connivencia que algunos de los intelectuales más dotados del pasado siglo dispensaron a un régimen sobre el que ya entonces planeaban las más oscuras sospechas. Y, por más que unos “compromisos” execrables ética y políticamente condicionaran el punto de vista del Lukács de los años 50, su libro no carece de interés. En primer lugar, porque nos proporciona un ejemplo canónico de la interpretación marxista de la historia de la estética: Lukács tiene, o al menos aparenta tener, una fe ciega en el “materialismo dialéctico e histórico”, el único método capaz de “plantear estas cuestiones de un modo correcto y concreto, y de darles una respuesta realmente científica”, y aunque no desprecia la dialéctica idealista de Kant a Hegel, le asigna una función preliminar, siendo “el nivel supremo alcanzable en un marco burgués”68. Tras 1848, cuestionado el sistema hegeliano, sólo será legítimo el materialismo. Cuantos por entonces se alejan de esa, digamos, “vía infalible”, son los liberales reaccionarios, que o bien tratan de reconstruir el edificio hegeliano con sesgo subjetivista (Vischer) o bien se abandonan al irracionalismo (Kierkegaard, Nietzsche). Encontramos ya aquí la relación, penetrante en más de un aspecto pero demasiado parcial, entre Nietzsche y la ideología fascista, de la que habría sido precursor: ambos, fascismo e irracionalismo, narcotizan la razón 66
67 68
Aportaciones a la historia de la estética, trad. de Manuel Sacristán, México, Grijalbo, 1966, p. 16. Ibid., p. 7. Ibid., pp. 13-14.
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para que ésta no pueda llegar a aprehender conceptualmente la realidad y el sujeto permanezca en un estado de alienación, ignorante de sus propios intereses. La disputa de las estéticas no es, pues, un episodio aislado; es un espejo de la lucha de clases, por lo cual la reflexión, aunque de forma mediata, ha de ser militante, avanzando en última instancia hacia el triunfo de la racionalidad “verdadera” sobre las fuerzas reaccionarias. De nuevo el fatalismo materialista: sólo hay un destino de la historia; quienes lo persiguen cooperan con las leyes de la historia, quienes lo rehúyen se entregan a una causa absurda y anacrónica, tan anacrónica como negar la ley de la gravitación universal. Por último, este texto de Lukács tiene en ciertas cuestiones relevancia genuinamente historiográfica. Cualesquiera que sean sus simpatías, el húngaro es un teórico excepcional, y sus explicaciones de Chernichevski y Mehring, casi siempre descuidados por la crítica histórica, lo mismo que su reconstrucción de la lectura de Vischer por parte de Marx, son de máximo interés, aun cuando haya que acercarse a ellas con la debida cautela, dada la parcialidad de Lukács y sus no disimuladas aversiones. Sin salir de la órbita marxista, la Historia del gusto de Della Volpe se aleja en más de un sentido de la ortodoxia representada por Lukács. Apareció en 1971, si bien su redacción se remonta a fechas más tempranas, seguramente a los años 50. No se trata esta vez de una colección de ensayos sueltos; desde la Antigüedad hasta el presente, Della Volpe se esfuerza por articular los diferentes momentos en un proceso unitario y coherente. Tampoco hay una conexión inmediata con una circunstancia política concreta, como la había en las Beiträge zur Geschichte der Ästhetik. Probablemente por eso la construcción histórica, a pesar de lo evidente de su filiación ideológica, no está polarizada de una manera tan radical. Por el título, coincide con el texto de Chambers, pero la elección de la palabra “gusto” está tan poco explicada como allí. A tenor del planteamiento, podemos inferir que la sustitución del término “estética”, mucho más habitual en la historiografía, por el de “gusto”, quiere ser la de lo abstracto por lo concreto, descendiendo del dominio de la pura especulación filosófica al de la crítica social. El gusto, como ya anticiparon los empiristas del XVIII, está socialmente condicionado y una historia del mismo exige dar cuenta de esta interacción entre la conciencia estética y la sociedad que lo genera. Lo que de modo inevitable conduce a la esfera de la reflexión sobre el arte, la única que permite anclar el estudio del gusto sobre tierra firme. Y, si Chambers se limitaba a las artes plásticas, Della Volpe se centrará en el teatro. Haciendo reposar su discurso sobre una de las dimensiones más lúcidas y productivas de la estética marxista, Della Volpe nos presenta el arte como una verdadera forma de conocimiento, aunque, eso sí, distinta de la ciencia:
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la verdad de la ciencia residiría en el contenido; la del arte, en la forma, en el “estilo”69. El discurso científico se verifica “desde fuera”, observando el mundo exterior; el arte, y, más concretamente, la literatura, tiene su única verdad en las propias palabras, en el texto, con independencia de cualquier referente objetivo70. Ahora bien, ¿acaso puede el conocimiento encerrarse en las formas, en las palabras, desentendiéndose de la realidad externa? ¿Cuál es, en ese caso, el objeto de ese conocimiento? Della Volpe no logrará superar esta contradicción, que, a la vez que anima su discurso, resquebraja su coherencia. Por un lado, las lecciones de la vanguardia sitúan la esencia del arte en la forma, negando los conceptos; por otro, la filiación marxista lo vincula a los valores cognoscitivos y morales71. Della Volpe quiere hacer compatible su nueva estética, concebida como teoría de los lenguajes, con la crítica de las ideologías. Convergiendo con la explosión estructuralista de los 60, se deja seducir por todos aquellos que, a su juicio, han desenmascarado la naturaleza lingüística o formal de la literatura, pero sin renunciar a unas bases teóricas que le impiden renegar de la noción de contenido. La interpretación de la historia sucumbe, asimismo, a esta dialéctica sin resolver. La evolución del gusto, en cierto modo, se nos presenta fracturada, escindida en dos procesos que no terminan de enlazarse: de una parte, estaría la línea que va de Aristóteles a Brecht, pasando por los humanistas del XVI, Lessing y Goethe; de otra, la que propende a la emancipación de las formas y los lenguajes respecto a los contenidos. Con Brecht se resolvería, dialécticamente, la lucha de la estética idealista romántica y la de lo verosímil propugnada por Aristóteles. Oponiéndose al sentimentalismo romántico, el teatro épico incita a la reflexión y “exige decisiones”72. A este teatro de ideas conduciría una necesidad histórica, si bien ésta no queda tan subrayada como en otros marxistas. ¿Qué ocurre, pues, con la estética de la forma, tan propia del siglo XX? ¿Representa ésta el principio de una nueva tríada dialéctica? ¿Es tal vez la consumación del arte? Con los argumentos que nos procura Della Volpe, no es posible despejar la incógnita. También se tambalean determinados diagnósticos historiográficos, como cuando se atribuye a Platón una teoría negativa de la poesía, basada supuestamente en su naturaleza irracional. No se puede discutir que el pensador griego condena la poesía mimética, pero ¿es negativa su teoría del rapto, del furor divino del poeta? Tal vez afirmaciones tan parciales ayuden a Della Volpe a clarificar la historia reduciéndola a líneas más esquemáticas. De cualquier modo, nos queda la estimable labor de construcción histórica, más 69 70 71 72
Galvano Della Volpe, Historia del gusto, trad. de F. Fdez. Buey, Madrid, Visor, 1987, p. 31. Ibid., p. 37. Ibid., p. 115. Ibid., p. 113.
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preocupada por el encadenamiento de las teorías y los momentos que por los detalles, y ese modo sugestivo y audaz de afrontar las propias contradicciones. 3.5. La historiografía humanista: Edgar de Bruyne En la historiografía estética el calificativo de “humanista” tiene un nombre propio: el del belga Edgar de Bruyne. Con él nos situamos muy lejos de los “ismos” del siglo XX y de la especialización cientifista abrazada por buena parte de los estetas modernos. Enemigo de todo reduccionismo, Bruyne prefiere abrir de par en par la disciplina a una visión amplia del hombre y de la cultura, entroncando con el mejor historicismo decimonónico y con la filosofía de la cultura. En lugar de acomodar el pasado al presente, al modo marxista, trata de retrotraerse al pasado, penetrar su mentalidad intentando “aprehender el alma de sus creaciones desde el punto de vista de sus propios ideales”73. No bastaría explicar, también es preciso sentir, puesto que la estética, aun siendo teoría, se nutre de una experiencia interior. La lectura de textos, su interpretación histórico-crítica, la organización de sus ideas con vistas a una explicación coherente, con todo y ser necesarias, constituyen un medio; el fin es interiorizar “la psicología de una época”74. Palabras como “pulchritudo” o “venustas” expresan conceptos, y éstos, a su vez, esconden sensaciones que es tarea del estudioso desvelar75. Pero ¿qué son esas sensaciones? ¿Son los átomos de vida psíquica invocados por los empiristas? ¿O tal vez las esencias de los fenomenólogos? Pensemos mejor en la Erlebnis de Dilthey, esto es, una auténtica vivencia en donde se amalgaman las ideas y los afectos, la presencia y el recuerdo, el yo psíquico y el mundo exterior. Como Dilthey, Burckhardt o Huizinga, Bruyne se apoya en los textos para desentrañar, junto a los conceptos, formas de sentir, y eso no es posible por el procedimiento de las ciencias experimentales, trazando una línea infranqueable entre el sujeto y el objeto de estudio. ¿Es esto intuicionismo? Lo es sólo en cuanto que esta forma de historiografía aspira a interiorizar el pulso del pasado, su mentalidad y su sentir, pero eso nada tiene que ver en el caso de Bruyne con el diletantismo. Sus intuiciones, de hecho, se sostienen siempre sobre el rigor histórico y un acopio de fuentes tan extenso que, al menos por lo que se refiere a la Edad Media, no parece haber sido superado. El paralelismo con el método de Pa73
74 75
Études d´esthétique médiévale I, París, Albin Michel, 1998, p. XVIII. Existe versión castellana: Estudios de estética medieval (trad. de Armando Suárez), Madrid, Gredos, 1958 (el texto original es de 1946); y un breve compendio temático: La estética de la Edad Media (1947), trad. esp. de Carmen Santos y Carmen Gallardo, Madrid, Visor, 1994. Ibid. Ibid.
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nofsky es llamativo: ¿no culmina también su iconología en lo intuitivo, a pesar de todos los protocolos previos? Traspasados los confines de la iconografía, ¿cómo se atribuyen significados más profundos a las imágenes si no es a través de la intuición de quien primero se ha informado del modo más exhaustivo? Lo intuitivo, lo subjetivo, lo empático, aunque en la actualidad sobreviva a duras penas, continúa siendo seguramente una de las cosas que mejor distinguen eso que Dilthey llamaba “ciencias del espíritu” de las ciencias de la naturaleza. Considerarlo, sin más, un defecto o una intrusión, es un error; más aún en estética, donde la exhaustividad y el rigor no terminan de colmar las expectativas de no haber una sensibilidad, un “esprit de finesse”, capaz de ir más allá de las palabras y los conceptos. Y si alguien entre los historiadores de la estética ha reunido esas cualidades de un modo admirable, ese ha sido Bruyne. No, el problema no es que la intuición se infiltre como método, porque bien aplicada no es vicio sino virtud. Y hoy, descreídos por igual de la omnisciencia hegeliana y de la ambición diltheyana de alcanzar un saber histórico objetivo, tampoco nos es difícil asumir que toda interpretación histórica es relativa y parcial. La pregunta más acuciante para un enfoque como el de De Bruyne es otra: ¿para qué queremos revivir el pasado? Es decir: ¿qué es lo que el presente busca en la historia? Frente a un historicismo radical, estos interrogantes, como una acusación, ponen el dedo en la llaga, porque ¿puede el pasado ser un fin en sí mismo? O, dicho de otra forma, ¿no es, después de todo, al presente al que concierne el compromiso profesional del historiador? ¿Tendría, entonces, algún sentido olvidar el presente en nombre de la historia? Bruyne conseguirá sortear estos escollos, pero no traicionando sus principios para acabar subordinando el pasado al presente, sino a la manera del humanismo clásico: viendo en los testimonios de otros tiempos por encima de todo una fuente de “enriquecimiento espiritual”76. Además de estudiar el pasado, Bruyne aspira a aprender de él, en el más amplio sentido de la palabra. Y eso implica que la sabiduría de las épocas que nos precedieron, su espíritu, nunca podrá ser enteramente refutado por el progreso; algunas ideas prescribirán, sin duda, pero también puede ocurrir que verdades profundas, sin dejar de mantener su vigencia, sean arrinconadas cuando resultan difíciles de adaptar a nuevos horizontes culturales. Y es el historiador quien está llamado a reparar esta propensión al olvido, pues sólo él dispone de los medios de reactivar las culturas pretéritas para el hombre contemporáneo. Sin embargo, este ideal no sería realizable de no existir, siquiera de manera soterrada, unos lazos que nos unen a nuestros antepasados. Eso es lo 76
Historia de la estética I. La Antigüedad griega y romana, trad. de Armando Suárez, Madrid, BAC, 1963, p. X. La edición original es de principios de los años 50.
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que se llama tradición. Si el espíritu de la Edad Media o de la Antigüedad todavía nos incumbe es porque, al fin y al cabo, bajo la epidermis de lo actual, su herencia sigue informando el ser del mundo contemporáneo. El historiador no descubre, más bien hace posible que la cultura a la que pertenece cobre conciencia de sus raíces y sea memoria. Esto guarda un parecido notable con Gadamer, para quien la interpretación de los textos del pasado se asienta sobre la tradición. Sin ese suelo común, los escritos de otro tiempo nos serían tan extraños como los hipotéticos signos de vida inteligente de fuera de este planeta. El centro gravitatorio de la historia de la estética abandona así el presente o el futuro para regresar a los orígenes. Lo importante no es tanto vaticinar cuál será el porvenir de la conciencia estética de Occidente como recorrer su desarrollo continuo desde los albores homéricos o aun antes. Las diferentes teorías, las ideas, se ven en su génesis, en su evolución y sus derivaciones, conformando un proceso único, ligado íntimamente a una imagen general del hombre y la cultura. La historia de la estética es, pues, un capítulo de la historia general, el que toma por objeto “la civilización, el pensamiento, el humanismo”77. Y entiéndase aquí por “humanismo”, al modo clásico, una suerte de “paideia”, un ideal de lo humano que comprendería no sólo el dominio de lo bello, sino también el de lo bueno y lo verdadero. Si la civilización clásica alumbró este ideal e impulsó su desarrollo, la Edad Media cristiana, ya desde los tiempos de los Padres de la Iglesia78, habría hecho suya la tarea de perpetuarlo y espiritualizarlo a la luz de la nueva doctrina. Curiosamente, esta perspectiva, tan poco “revolucionaria”, tan respetuosa con las esencias de la tradición occidental, supuso en su momento un giro radical frente al modo más extendido de concebir la relación entre la Antigüedad y la Edad Media. Continuar pensando que aquélla es algo así como una prehistoria de la conciencia estética y la segunda una prolongadísima pausa se hará mucho más discutible a partir de ahora. Los discursos antiguos y medievales sobre la belleza, cierto, no son autónomos, o sea, no están separados de otras esferas de pensamiento, pero ¿es esto, en verdad, una insuficiencia, como hasta el momento se acostumbraba a pensar? Entrelazar lo estético, lo ético y lo metafísico no tiene por qué significar una subordinación; también puede ser, y de hecho es, una forma de estetizar los demás ámbitos partiendo de una visión integrada del hombre y el cosmos. Así, por ejemplo, los primeros Padres de la Iglesia, a quienes se había acusado de rebajar la dignidad de lo estético, consideraban que la belleza era la prueba última del origen divino del universo. Los medievales, lo mismo que los antiguos, no sólo no eran ciegos a la belleza. En el fondo, la extendían mu77 78
Ibid.. Historia de la estética II. La Antigüedad cristiana. La Edad Media, ed. cit., p. XII.
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cho más allá de ese limitado círculo de las bellas artes en donde el pensamiento moderno terminaría por encerrarla. Grande ha sido la influencia que la mirada de Bruyne ha ejercido sobre la imagen de la Antigüedad y, sobre todo, de la Edad Media79, por más que hoy resulte difícil encontrar ejemplares de sus obras y su nombre parezca estar un tanto postergado. Tal vez sea porque otros manuales que presuponen y asimilan su labor previa han ocupado el mercado universitario. La situación es, en todo caso, injusta y, que yo sepa, ni siquiera hoy, después de tantos años, existe ninguna historia de la estética que nos permita prescindir de la del escritor neerlandés. Y no hablo de méritos más o menos puntuales, sino del conjunto de su visión, que se mantiene tan firme y profunda como el primer día. Es verdad, y lo veremos después, que el polaco Tatarkiewicz conseguirá hacer años más tarde una historia de manejo más rápido y sencillo que la de Bruyne: epígrafes breves, síntesis constantes de lo ya expuesto, enumeraciones muy claras de los significados de una palabra en un periodo concreto y hasta una pequeña antología de textos incorporada. Al lado de todo esto, los largos desarrollos de Bruyne, parcos en resúmenes escolares y desprovistos de cómodas simplificaciones, exigen al lector un tiempo y una atención que más de uno preferirá ahorrarse. Pero es lástima pues se pierde una de las experiencias más extraordinarias que la historiografía estética puede proporcionar. Su obra es la de un grandísimo historiador, pero, sobre todo, es un testimonio de admiración por la riqueza que atesoran las épocas pasadas. En cada línea, en cada párrafo, la prosa de De Bruyne hace mucho más que explicar: vibra siempre la emoción, que, lejos de restar rigor a su exposición, le da su pleno sentido. Y la misma búsqueda de belleza que el escritor constata en los autores que comenta se la aplica a su propio estilo. Como corresponde a un humanista convencido, Bruyne demuestra que la prosa académica no tiene por qué ser seca, distante, sin alma. El saber no excluye el sentir, y éste precisa de las bellas palabras. Ante tantos méritos, las limitaciones y las omisiones tienen una importancia relativa: en los capítulos dedicados a la estética musical, la claridad expositiva disminuye, al tiempo que lo hace esa sensibilidad, esa especie de comunión del autor con aquello de lo que habla. Evidentemente, no es éste
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En su versión original neerlandesa, la historia de Bruyne incluye, asimismo, un volumen sobre el Renacimiento que, según su traductor español Armando Suárez, quedó excluido de la versión castellana por voluntad expresa del autor: Geschiedenis van de Aesthetica. De Renaissance, Amberes-Amsterdam, Standaard-Boekhandel, 1951. Sobre dicha exclusión, véase Historia de la estética I. La Antigüedad griega y romana, ed. cit., p. x. En cuanto a la influencia de Bruyne, que no se me malinterprete: no quiero dar a entender que él construya sobre la nada, pues su obra sería inconcebible sin los trabajos previos de autores como Victor Mortet o Julius von Schlosser.
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su fuerte ni quien esté interesado en este terreno tiene ahí una referencia suficiente80. Necesario es recordar, asimismo, que las alusiones a obras de arte son más escasas que en otros libros de su género. Y no por descuido. Es algo asumido conscientemente y declarado desde el principio. Quizás no carezca de fundamento relacionar esta restricción con la influencia de los no tan lejanos teóricos de la Kunstwissenschaft, que abogaban por separar los estudios del arte y la estética. Hoy podría parecer una postura un punto dogmática, pero, en su momento, servía para deslindar las dos esferas, previniendo malentendidos: la historia de la estética ni subsume la del arte ni depende de ella. Cada cual ocupa su propio espacio y dispone de sus propios métodos. Lo cual no quita para que, contemplando las cosas en la distancia, nos preguntemos si no había soluciones intermedias: ¿no puede el arte comparecer en la historia de la estética sin necesidad de invadirla ni convertirse en una presencia constante, obligada y sistemática? Quien esto escribe se inclina a pensar que sí, e incluso el propio Bruyne, pese a todo, lo dará a entender así en más de una ocasión, como, por ejemplo, al deducir las ideas estéticas de Dante de su obra literaria. En realidad, la autolimitación que el autor dice imponerse es, más que nada, una estrategia para ceñir su discurso a un ámbito abarcable. Y, sin embargo, los trabajos de Bruyne nunca han alcanzado el protagonismo que, a mi juicio, merecen. Más seducidos por las diferentes corrientes teóricas, la mayoría de estetas contemporáneos han recorrido otros caminos. Antes que por la tradición, el humanismo o el espíritu de épocas pretéritas se han preocupado de los problemas planteados por la Modernidad. La nueva historiografía no podía contentarse con el “enriquecimiento espiritual”, quería ser un medio para reforzar o sustentar una opción teórica, con lo cual la labor de De Bruyne acabaría por ser desplazada a un segundo plano. 3.6. La historiografía italiana después de Croce Entre tanto, la historiografía italiana había comenzado a tomar distancia de quien durante muchos años había sido su máxima autoridad estética: Benedetto Croce. Dos títulos bien distintos pero ambos de mucha valía ven la luz en 1959 y 1960: los Momenti e problemi di storia dell´estetica81, de varios autores, y el muy documentado La estética contemporánea, de Guido
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Para una visión general de la estética musical, sigue siendo insustituible Enrico Fubini, La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, trad. de C. G. Pérez de Aranda, Madrid, Alianza, 1996. Momenti e problemi di storia dell´estetica, Milán, Marzorati, 1959.
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Morpurgo82, que ilustran las dos vías principales que ahora se le abrían al género: el rigor histórico en el primer caso, y la adscripción, aunque ecléctica, a uno de los “ismos” en boga, a saber, la fenomenología, por lo que respecta a Guido Morpurgo. Veámoslas con más detalle. Los Momenti… son todavía hoy un libro de referencia. En cuanto a la información que proporciona, en calidad y cantidad, aventaja con mucho a la mayoría de historias posteriores. Como ocurría con Menéndez Pelayo, impera aquí el método histórico, pero, dadas las colosales dimensiones que ha alcanzado la bibliografía, la tarea no corre ya a cargo de un solo individuo. La emprende un equipo de especialistas, entre ellos un jovencísimo Umberto Eco, que, recién salido de sus trabajos de postgrado en torno a autores de la Edad Media, redacta las páginas referidas a dicha época. Se dan en esta obra buena parte de las ventajas asociadas al método histórico: conocimiento de las fuentes, voluntad de reflejar la diversidad del periodo en vez de conformarse con una visión selectiva y tendenciosa, y, sobre todo, un intento de no proyectar los prejuicios y expectativas del presente sobre el pasado83. Tal vez, a cambio, se sacrifique más de una vez el pulso personal del autor, así como las visiones históricas globales, pero, en conjunto, no se puede por menos que celebrar esta contribución. Para la historiografía italiana significa la refutación de los tópicos ya conocidos sobre la Antigüedad y la Edad Media. En su “Origini e problema dell´estetica”, Armando Plebe, oponiéndose a la imagen monolítica que de la estética griega exhibían muchos de sus predecesores, identifica dos tendencias diferenciadas y aun contrarias, que recorrerían la historia de toda esta civilización: la moralista, que, partiendo de Pitágoras y Platón, cerraría el paso al arte, y la línea esteticista, que, iniciada por los sofistas, tendría en Aristóteles su punto álgido, sin negar, eso sí, los trasvases frecuentes entre ambas corrientes. La tesis, claro, no está exenta de problemas, pues ¿hasta qué punto está libre el moralismo platónico de valores estéticos? ¿No son éstos una parte sustancial de su misma esencia? Lo más importante, de todos modos, es que Plebe rompe, como ya había hecho Bruyne, con el supuesto de que Grecia no tuvo más que una estética subsidiaria y externa. Por su parte, Umberto Eco opta por basarse no en la definición moderna de estética sino en una mucho más amplia y sincrética, que no se limita a imputar al Medievo la ausencia de rasgos (como la autonomía del arte) que en ningún momento persiguió. Así lo explica el propio autor años, ¡décadas!, más tarde en una refundición y ampliación de su ensayo que ha
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Ed. española ya citada (Losada, 1971). Edición original en Italia (Milán, Marzorati, 1960) pero en francés. Estas mismas virtudes adornan otra obra aparecida durante esos años en el ámbito alemán, Wilhelm Perpeet, Antike Ästhetik, Munich, Karl Alber, 1961 (y, más tarde, del mismo autor, Ästhetik im Mittelalter, Friburgo, Karl Alber, 1977).
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sido traducida al castellano84. Sumándose a Bruyne, con quien reconoce estar en deuda, señala la necesidad de corregir la falsa impresión de que la Edad Media no ha tenido “sensibilidad estética”, por lo cual hemos de romper con otro tópico no menos falso: la creencia de que el pensamiento estético procede “mejorando”85. Es seguramente Luciano Anceschi, en “Le poetiche del Barocco letterario in Europa”, quien ofrece una de las tesis más atractivas. A su parecer, el Barroco es algo más general que una moda entre otras muchas de un periodo y algo más concreto que un estilo recurrente a través de la historia, como sugieren Wölfflin o Eugenio D´Ors: es un concepto de época, tan amplio, tan rico, tan plural que puede llegar a comprender todas sus manifestaciones, en sus diversos estilos y disciplinas. Existen, por supuesto, un arte, una literatura, una música barrocos, mas existe también un pensamiento barroco: si Borromini, Caravaggio, Rubens o incluso Rembrandt son barrocos, no lo son menos Leibniz o Giordano Bruno86. Movimiento, dramatismo, infinitud…, son rasgos que describen parcialmente esta época, en la que, mucho tiempo antes del Iluminismo, hundiría sus raíces el sujeto moderno87. Admitir la tesis de Anceschi de forma unánime habría significado resolver las dificultades que venía planteando el siglo XVII a la historiografía, unificando lo que tal vez sólo en apariencia es disperso, pero ni siquiera hoy se ha logrado el acuerdo. Lo cual no resta valor a esta valiente tentativa, que aun se sostiene en lo sustancial, apuntando, a mi modo de ver, en la dirección más provechosa. Una imagen bien distinta nos presenta el libro de Guido MorpurgoTagliabue La estética contemporánea, que se ocupa del pensamiento de los siglos XIX y XX tomando como punto de partida la decadencia de los grandes sistemas idealistas. A diferencia de De Bruyne, Morpurgo sí es un hijo de la Modernidad. Los problemas de los autores que explica son los suyos propios. Más aún, él mismo comparece como autor estudiado en las páginas dedicadas al movimiento fenomenológico, siendo al mismo tiempo juez y parte, y esta condición anfibia se extiende a su libro, que es, por partida doble, un texto histórico y una propuesta teórica. ¿Puede hacerse con estos mimbres un buen tratado histórico? Por principio, nadie puede negarlo, aunque existe el riesgo partidista, y ya hemos visto que la historiografía estética nos da ejemplos varios desde Croce. Cuanto más militante es un historiador, más sospechosa se vuelve su imagen de la historia. Morpurgo sin embargo sale airoso de la empresa, haciendo gala de 84
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Arte y belleza en la estética medieval, trad. de H. Lozano Miralles, Barcelona, Lumen, 1997, p. 9. Ibid., p. 7-11. Momenti…I, p. 487 Ibid., p. 488.
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cualidades poco comunes: prudencia, moderación y un eclecticismo que nunca deriva en posturas escépticas. A ello contribuye la amplitud extraordinaria del horizonte que él asigna a la disciplina. Frente a enfoques tendenciosos que privilegian una dimensión a expensas de otras, Morpurgo tiene el empeño de integrar las dos facetas que, a su juicio, conforman la experiencia estética, o sea: la significación y el gesto, o, por reducirlo a términos más toscos, el contenido y la forma. El arte, ámbito estético por excelencia, no sería pues un fenómeno puro88, sino que comprendería en todo momento lo interior y lo exterior, siendo aquello la operación del espíritu y esto la percepción de los sentidos. De esta forma se rompe con el magisterio de Croce, para quien la experiencia estética era unitaria e inanalizable: contra la tendencia a la síntesis, Morpurgo subraya la diferencia de los dos planos, sin excluir la posibilidad de que ambos se complementen: el aspecto “estético”, esto es, el momento perceptivo o sensible, conecta, a la vez que contrasta, con el aspecto “poético”, en virtud del cual lo sensible se carga de significado, abriéndose a contenidos morales y culturales. El arte, en lugar de agotarse en la intransitividad del objeto estético, se nos aparece así como una experiencia global, que refleja la totalidad de lo humano. Esta especie de expansión de lo estético, desbordando reduccionismos, le sirve a Morpurgo para orientar la historia de la estética, que, considerada desde su óptica, avanza o, mejor dicho, “debería” avanzar hacia soluciones cada vez más comprensivas. Y digo “debería” porque ni por un momento se insinúa la existencia de una ley que gobierne la sucesión de las teorías. Los distintos autores, libremente, intentarían resolver los problemas que heredan de la tradición. El efecto de dispersión que suele producir la estética del siglo XX no sería en el fondo más que un espejismo: muchas son las metodologías, pero no son tantas las ideas, ni son, en sentido estricto, nuevas. Por eso, al decir de Morpurgo, el historiador tiene entre sus tareas más importantes la de clarificar esta abrumadora pluralidad teórica, haciendo ver que, en efecto, esconde un espectro limitado de temas cuyo origen se remonta a tiempos muy anteriores a la Modernidad. Es necesario desechar la idea, tal vez tomada de las vanguardias artísticas, de que entre el pasado (tradicional) y el presente (moderno) existe un abismo, como si un proceso hubiera terminado y otro nuevo hubiera comenzado, con sus instrumentos y sus problemas. No es así. La continuidad nunca se ha interrumpido en realidad, y la historia de la estética occidental es una sola. Si merece objeciones el dogmatismo dialéctico, no las merece menos el dogmatismo contrario: ese atomismo moderno que, invariablemente, niega las semejanzas, las coincidencias, en una palabra, la identidad, para afirmar sólo las diferencias. Y, para Morpurgo, la forma de abandonar este círculo vicioso es hacer una historia por problemas 88
Morpurgo, La estética contemporánea, ed. cit., p. 570.
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y no tanto por métodos. Dando prioridad a éstos, cobra protagonismo la diversidad; reconstruyendo los problemas, en cambio, salen a la superficie las convergencias y las continuidades89. Porque ¿qué es la estética contemporánea sino el último momento de un proceso cuyo origen y desarrollo abarca milenios? Y, al decir “último”, no me refiero a una culminación o superación: claro que la estética de hoy aporta cosas nuevas y fecundas, pero ¿permite eso hablar de una verdadera superioridad? No parece verlo así Morpurgo, quien también en este punto apela al eclecticismo: cada época destacará por unas cualidades: si el XX nos admira por su variedad de aproximaciones, los siglos XVIII y XIX lo aventajan en cuanto a la profundidad de sus planteamientos90. Premisas tan equilibradas, tan poco dogmáticas, unidas al rigor y a un amplísimo conocimiento de las fuentes, no podían por menos que dar como resultado una magnífica historia de la estética. Quien quiera conocer el panorama de la primera mitad del XX no podrá prescindir de este libro, que conserva su vigencia en cada página. Y en cuanto a la exclusión de referencias concretas a obras artísticas, aunque pueda lamentarse, es consecuente con lo que el autor anuncia nada más empezar: el esteta no está obligado a tener la sensibilidad del artista, ni siquiera la del crítico, puesto que su labor no es concreta, es abstracta. El crítico intuye, el esteta teoriza. 3.7. El formalismo francés: Raymond Bayer En 1961, publicada ya la obra de Morpurgo, aparece otra historia notable, la del francés Raymond Bayer91. Si el italiano había intentado conciliar la amplitud de horizontes con la autonomía de la estética, trascendiendo la parcialidad de otros autores, Bayer apuesta por buscar en la forma lo específico de la disciplina. Fuera de la forma, la estética amenazaría con perderse a sí misma para asimilarse a la moral o a la metafísica. Por más que en las épocas remotas los valores estéticos, en lugar de darse aislados, se mezclan con los de otras esferas, el progreso de esta ciencia conduce a su emancipación de todo cuanto le es ajeno. Aun su inclusión en el marco de la filosofía, fuera de toda duda para Baumgarten, Kant o Hegel, tendría que ser superada en nombre de la plena autonomía. La filosofía se ocupa de la idea. La estética, tan sólo de la forma. Ni siquiera la historia marca su compás. Puede que a veces ambas, estética e historia, converjan, pero no es menos frecuente su divorcio. Para Bayer, el arte, en tanto que objeto de la estética, no es el refle-
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Ibid., p. 18. Ibid., pp. 20-21. Historia de la estética, México, FCE, 1993.
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jo de los acontecimientos históricos y políticos, llegando en ocasiones a oponerse a ellos92. ¿Cuál será, entonces, la tarea del historiador de la estética? Sencillamente narrar el desarrollo de la conciencia estética desde sus albores, cuando se confunde con el mito, la religión o la moral, hasta que toma las riendas de su propio destino al encontrar un marco teórico y unos métodos adecuados a su auténtica naturaleza. Si a Bayer no le parece del todo apropiado el “empirismo absoluto” al que propenden los teóricos ingleses, no ve con mejores ojos los postulados idealistas, en cuanto que supeditan la forma a la idea. La clave, el justo medio, será, pues, un formalismo con ciertos matices fenomenológicos. Para Bayer, a la estética le atañe la descripción de aquello que sucede en el espíritu del artista cuando crea, así como el reflejo de la obra en el sujeto que la contempla. La forma es, desde luego, concreta, pero no se limita a las crudas impresiones de los sentidos, como pretenden el empirismo y la estética experimental. En la forma se conjugan el espíritu y los sentidos, y es ésta conjunción la que constituye el verdadero espacio de la estética. Con la vista puesta en esa definición, que es al mismo tiempo una meta, Bayer hace en este libro un recorrido por toda la historia del pensamiento estético occidental, sorprendiéndonos desde el principio con novedades muy gratas dentro de su género. La primera y tal vez la más sugestiva es el capítulo inicial, que, titulado “la aurora de la conciencia estética y la prehistoria”, indaga en la estética que subyace a las pinturas rupestres y los megalitos, influido por la entonces floreciente escuela francesa de estudios prehistóricos. Si bien no hay aquí ninguna idea verdaderamente brillante ni consigue Bayer traducir estas manifestaciones a través de categorías estéticas, acierta ya por el mero hecho de incorporar esta época a su historia, dando a entender que lo estético es uno de los núcleos originarios de la naturaleza humana, y no sólo un ámbito de reflexión teórica. El mismo mérito cabe atribuir al capítulo sobre la mística española, aunque no penetre mucho más allá de la superficie, a los dedicados a la Grecia de Homero y Hesíodo o a autores como Baudelaire, Gogol y Dostoievski, los cuales ponen de manifiesto que, como ya afirmara Menéndez Pelayo, las ideas estéticas también germinan fuera del pensamiento discursivo. No menos atractiva es la manera de acercarse a Platón, quien, a los ojos de Bayer, se transforma en un esteta. Alejándose del manido tópico que nos presenta al filósofo griego como enemigo de la estética, Bayer, con buen criterio, subraya el protagonismo de lo bello en su visión de la Idea, cuya plenitud trasciende lo discursivo93.
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Ibid. pp. 449-450. Ahí mismo para lo que sigue. Ibid., p. 34.
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En otros episodios de la historia, sin embargo, Bayer pisa tierras mucho más trilladas, volviendo a veces sobre lugares comunes que nos parecen cuando menos discutibles: así, por ejemplo, la Edad Media es, de nuevo, la época que reprime los sentidos; y el siglo XVII, la edad clásica del arte y la literatura franceses, continúa sin encontrar un concepto -como lo era el de “Barroco” para Luciano Ancieschi- capaz de aunar la diversidad de sus producciones. Una historia, en suma, que, pese a mantener su interés, adolece de la unilateralidad formalista que Morpurgo trataba de corregir ensanchando el panorama de la estética. Puede que, al señalar tan claramente sus fronteras y aislar con determinación el objeto que supuestamente le es propio, la disciplina se acerque aún más al ideal de la ciencia, pero ¿a costa de qué? ¿Hasta qué punto puede separarse la forma de la idea, o, parafraseando otra vez a Morpurgo, lo estético de lo poético? Y en cuanto a la separación de la historia, ¿no es acaso una forma de escamotear las complejidades que, se quiera o no, reviste la inevitable historicidad del arte y la estética? Con Bayer triunfaba, en cierto modo, ese espíritu de geometría del que hablara Pascal. La estética rehuía las vaguedades del ideal o la intuición, consagrando la enésima versión de la belleza formal, de contornos nítidos y proporciones regulares. Una belleza a la que no niego su dignidad, pero que, indudablemente, sacrifica en aras de una forma pura tantas cosas como nos da. 3.8 La historiografía analítica Para cerrar este recorrido por algunas de las propuestas más influyentes surgidas al calor de la modernidad, es necesario regresar al continente americano, en donde a principios de los 60 la corriente analítica todavía reinaba en la mayor parte de los departamentos de filosofía. Arraigado en la tradición empirista, el análisis abogaba por ocuparse de problemas tangibles, mas no los relacionados con la percepción, sino aquellos que atañen al significado de las palabras y a la lógica interna de los métodos. Aparecía de esta forma una estética analítica que, lejos de excluir otra de carácter empírico, centrada en las impresiones sensibles, aspiraba a complementarla. Habría, en consecuencia, dos tipos de empirismo: el de los hechos (estética científica) y el de las palabras (estética analítica). La fuente de inspiración es de nuevo el ideal de rigor de las ciencias de la naturaleza. Si de verdad la estética quería ser una rama del conocimiento, en concreto del filosófico, era necesario renunciar al intuicionismo, al idealismo e incluso a los planteamientos fenomenológicos, tras los cuales se escondería el espejismo de una conciencia trascendental. El centro debían ocuparlo los datos positivos, o, lo que aquí
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viene a ser lo mismo, las palabras con las que los teóricos e incluso los artistas han dado nombre a sus ideas y experiencias. Ahora bien, ¿cómo esclarecer el significado justo de cada término? ¿No cambia éste a lo largo de la historia? En efecto: esto es lo que revela la minuciosa tarea del análisis: las palabras pueden mantenerse por muchos años y aun siglos; los significados, sin embargo, fluctúan, se transforman constantemente, aunque los hablantes no siempre tengan conciencia de ello. Es, entonces, el filósofo del lenguaje quien ha de reconstruir las oscilaciones semánticas que componen la historia de los grandes términos de la estética (belleza, mímesis, expresión, arte…). De alguna manera, se entroncaba así con la moderna historia de las ideas, que, originada en los trabajos de Lovejoy, gozaba ya de mucho predicamento en todo el mundo anglosajón. Con esta corriente el nuevo análisis del lenguaje compartía su voluntad de aislar los problemas, o sea, las palabras, con el fin de clarificarlos. En rigor, más que de una historia de la estética, se habría de hablar de las historias de los significados. Buscar de entrada una visión global, sintética, de la estética no haría otra cosa que enturbiar los conceptos. Para entender, para precisar, sólo había un camino: dividir, acotar, en una palabra, analizar. Quien mejor uso ha hecho de tales postulados en el campo de la historiografía ha sido Monroe C. Beardsley94, autor de una de las obras maestras del género: Aesthetics from Classical Greece to the Present95, así como de un breve trabajo que, en buena medida, podría servirle de resumen y que, en su versión española, disfrutó de amplia difusión96. En ambas se dan cita los principales méritos de la escuela analítica: una claridad cristalina y un grado de precisión que quizá nunca antes se había logrado. Poco se parece el discurso de Beardsley al de Pelayo, tan dado a largos desarrollos. El lenguaje se reduce a lo imprescindible y las oraciones se suceden con una nitidez y un rigor lógico admirables. Con mucha frecuencia, cada epígrafe se corresponde con una idea estética, cualquiera que sea la época que se estudia. Del histori94
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No son, sin embargo, los postulados analíticos los únicos que informan la actividad intelectual de Beardsley. También le llegan las influencias del “New Criticism”, que, en su época de formación, dominaba los estudios literarios anglosajones. De esta escuela, Beardsley tomaría, entre otras cosas, su desconfianza frente al enfoque psicológico, que pretendía identificar la “supuesta” intención del artista, eso que él mismo llegaría a denominar la “falacia intencional” en un artículo escrito con W. K. Wimsatt: “The intencional fallacy”, en W. K. Wimsatt Jr., The Verbal Icon. Studies in the Meaning of Poetry, Lexington U. P. of Kentucky, 1954. Recuerde el lector que también cercano al “New Criticism” está el ya citado historiador de la crítica literaria René Wellek, que naturalmente aboga por el estudio intrínseco de la obra literaria. Remito a su extensa Historia de la crítica moderna (1750-1950), Ob. cit., cuya versión inglesa ocupa ocho volúmenes elaborados entre 1955 y principios de los 90, poco antes de su muerte en 1995. Aesthetics from Classical Greece to the Present (1966), The University of Alabama Press, 1975. Monroe C. Beardsley y John Hospers, Estética. Historia y fundamentos, trad. esp. de R. de la Calle, Madrid, Cátedra, 1997.
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cismo se toma en cuenta la preocupación por la incidencia del contexto cultural sobre el significado de los términos, pero si allí (en el historicismo) éste amenaza con disolverse en el espíritu de su tiempo, ahora el contexto está sólo en función del significado, que en ningún momento pierde sus perfiles. Los problemas derivados de la polisemia de ciertos términos, si no se resuelven, al menos sí se iluminan, pues a menudo queda demostrado que las confusiones se originan en la pretensión vana de fundir o identificar acepciones que son distintas y que incluso pueden haberse formado en círculos o épocas diferentes. Por lo que se refiere a la evolución histórica, Beardsley opta por cultivar un sano pluralismo. A su modo de ver, sería poco científico atribuir un sentido o un destino al devenir. La misión del estudioso no pasa de la descripción y el esclarecimiento de los significados históricamente dados. Desvelar el sentido de la historia exigiría estar fuera de ella, contemplándola en su totalidad, o bien militar “ciegamente” en una causa teórica, lo cual arruinaría cualquier pretensión de objetividad. Para el historiador analítico, los significados surgen, cambian, se olvidan. Son fenómenos crudos y nunca el despliegue de un plan cognoscible. El historiador no tiene, por tanto, que decantarse por ninguna escuela o teoría (aparte de la analítica, claro): de algún modo, todas quedan en pie de igualdad, recortándose contra un fondo de relativismo tolerante, liberal y, si se me permite decirlo así, “democrático”, muy similar al que caracteriza el pensamiento social americano. A esto se objetará con razón que la objetividad nunca es absoluta, pero sí es cierto que en las obras de Beardsley encontramos la medida más elevada de esta cualidad. Si bien todo pasa por el filtro de la óptica analítica, el autor se abstiene de las proclamas y de las condenas, y, ni siquiera al historiar las últimas décadas, cae en la tentación de tomar partido abiertamente por su propia postura. En lugar de eso, haciendo honor a ese talante democrático, finalizará su Aesthetics… con un decidido encomio del pluralismo, pues “la verdad nunca se ha prestado fácilmente a la monopolización”97. Si a estas cualidades añadimos un dominio, en general suficiente, de las principales fuentes de información para cada periodo y un estilo ameno y muy pedagógico, no nos extrañará que los resultados sean casi siempre satisfactorios. Aquel que busque una introducción a la historia de la estética encontrará en la obra de Beardsley una guía cuya utilidad no ha disminuido con el paso de los años. Pocos libros del género podrán competir con éste en equilibrio e imparcialidad, lo cual en cierto modo lo convierte en aconsejable para el lector no iniciado.
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Beardsley, Aesthetics…, ed. cit., p. 388.
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No obstante, también hay que señalar ciertas limitaciones. En cuanto al recorrido histórico, Beardsley, a pesar de dedicar sendos capítulos a San Agustín y Santo Tomás, no se libra del prejuicio sobre el carácter supuestamente poco estético de la Edad Media, ya desmentido por Bruyne o Eco. Por su parte, el siglo XVII se asocia únicamente con el racionalismo cartesiano, que aquí se considera la primera fase de la Ilustración. Quizás sea legítimo extender la Ilustración, asociada casi siempre con el siglo XVIII, a la centuria anterior; el problema estriba en volatilizar la cuestión del Barroco, con lo cual la divergencia entre la historia de las ideas estéticas y la historia del arte se hace flagrante. Por lo demás, limitada la reflexión al significado de las palabras, la estética amenaza con convertirse en un apéndice de la semántica lingüística. ¿Qué ocurre con la llamada experiencia estética? ¿Acaso no es más que una ilusión o una vivencia exclusivamente privada y, por tanto, incomunicable? ¿Y qué hay del arte? ¿Puede ser la estética enteramente independiente de éste? En realidad, los inconvenientes de la obra de Beardsley no son los suyos propios, son más bien los del método analítico, que, a fin de clarificar, compartimenta, divide, excluyendo cuanto pueda ser intangible desde el punto de vista empírico. Ahora bien, ¿en rigor, puede la estética permitirse el lujo de excluir lo intangible, cuando, en origen, nació para explicarlo? Si el objeto de esta disciplina era el conocimiento confuso de los discípulos de Leibniz y Wolff, no lo claro y lo distinto, sino lo vago y nebuloso, no la “géometrie” sino la “finesse”, ¿puede ser del todo convincente circunscribirla a un análisis estrictamente verificable? Y cabe preguntarse también si la historia de la estética puede y debe contentarse con la tolerancia y el relativismo. Es verdad que buscar unas esencias metafísicas detrás de los conceptos sería recaer en un dogmatismo de viejo cuño, pero eso no tiene por qué deslegitimar la búsqueda de unos núcleos semánticos en los términos principales de la estética, tal y como éstos se han configurado en el seno de la tradición occidental. Dicho de otra manera, a falta de esencias metafísicas, no parece descabellado postular ciertas constantes históricas, pues sólo así es posible discriminar lo sustancial de lo adjetivo, tendiendo hacia una visión jerarquizada de los significados. Pero, ya digo, no son éstos los errores de un autor, son los problemas de una corriente de pensamiento. Evitarlos habría exigido a Beardsley renunciar a las premisas analíticas, con sus ventajas y carencias. De ahí que las limitaciones de este enfoque quedaran como un desafío lanzado al porvenir de la estética.
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4. DESPUÉS DE LA MODERNIDAD
Si muchas y valiosas fueron las contribuciones a la estética, no fueron menos las aporías planteadas a las mismas. Ninguno, ni el más comprensivo de los métodos, está a salvo de la crítica. El análisis corría el riesgo de encerrarse en la semántica de las palabras; la fenomenología supedita sus observaciones a la esfera de la conciencia; el marxismo, a la economía; el idealismo croceano, a su controvertido concepto de intuición, y las propuestas más empíricas no acertaban a interpretar de un modo adecuado las dimensiones menos materiales de la experiencia estética. Todos los métodos son válidos cuando se aplican de forma juiciosa, pero limitados y, por supuesto, ninguno, por más que lo pretendan sus valedores, tiene la última palabra. La verdadera riqueza estriba en la suma de todos ellos, no en la exclusividad. ¿Y qué implica esto en lo que concierne a la historiografía estética? Para comenzar, que la evolución de la conciencia estética no sigue una línea única. Son muchas las líneas paralelas por las que discurre, sin que ninguna de ellas pueda considerarse definitiva. Ni siquiera parece claro que el presente supere al pasado. Así lo constataba Morpurgo cuando reconocía que, por la profundidad de sus planteamientos, el siglo XIX estaba muy por encima del XX. El dogma, el prejuicio ilustrado del progreso, que durante muchas décadas ha inflamado el espíritu de los modernos, ha entrado en una crisis de la que difícilmente podrá recuperarse. Ni con dialéctica ni sin ella se sostiene ya la idea de que el futuro es el momento de la perfección, ese momento en que un proceso orgánico encuentra su plenitud. Mientras los filósofos de la llamada Posmodernidad98 teorizaban conceptos como la tolerancia, la pluralidad o la diferencia, la historiografía estética, entre los años 60 y 70, se veía obligada a plantearse otros modos de articular la historia. Por esbozarlo a grandes rasgos, cabían fundamentalmente dos 98
Igual que a propósito del término “Modernidad”, tampoco ahora, con el de “Posmodernidad”, albergo afán polémico alguno. Me limito a constatar. “Si la modernidad se caracteriza por la creencia en un progreso (científico, técnico, económico, etc.) constante, la posmodernidad refleja sobre todo el estancamiento de este progreso” (cf. Henckmann y Lotter, “Posmodernidad”, ob cit.). Según Jameson, los cambios que propiciarán el advenimiento de este paradigma histórico arrancan de fines de los años 50 y cristalizarán en 1973, cuando la maduración del nuevo sentir cultural coincide, en el plano económico, con la crisis del petróleo (cf. F. Jameson, Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 1998, pp. 20-21). Por su parte, Lyotard, en su ya clásica formulación, pone el énfasis en la crisis de los saberes, que pierden su fundamentación ontológica para convertirse en relatos, en juegos del lenguaje a los que la idea de progreso se les ha vuelto extraña. Si en la Modernidad el sentido de tales relatos estaba en un futuro idealizado, que guiaba las realizaciones del presente, ahora el tiempo se fragmentaría. Ya no hay saberes superiores, y lo anterior no es inferior a lo posterior. Los instantes se liberan los unos de los otros para replegarse sobre sí mismos, fuera de la historia, diseminados en un universo temporal sin centro ni dirección alguna (cf. J. François Lyotard, La condición posmoderna, trad. de M. Antolín Rato, Madrid, Cátedra, 1994).
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estrategias: de un lado, la nihilista o deconstructiva99, que hace estallar la historia en añicos, considerando sólo sus fragmentos aislados, y negando, en rigor, la noción misma de evolución o proceso; y, de otro, la estrategia, llamémosle, reconstructiva, que, si bien reniega del dogmatismo de otros tiempos, tiene en la idea de tradición el anclaje frente al puro relativismo. Cierto, podrá no haber universales que respondan a términos como arte, belleza, creatividad o experiencia estética, pero eso, antes que exigir su liquidación definitiva, invitaría a plantearlos en su nueva configuración histórica. Frente a la óptica disgregadora, que fractura la historia en átomos temporales inconexos, esta segunda vía subraya, por el contrario, la continuidad y la coherencia de los momentos en el seno de una tradición: dado que el destino del proceso histórico es por naturaleza incierto, la historiografía, dejando a un lado los pronósticos, se convertiría en la reconstrucción e intelección de dicho proceso. Evidentemente, sólo de la segunda actitud podía surgir una historiografía auténtica, aunque luego ésta se manifieste con matices y orientaciones diversas, llegando a incorporar a veces ingredientes posmodernos. La primera actitud, por su escepticismo frente a la continuidad de los momentos en los procesos temporales, únicamente era capaz de elaborar estudios más o menos fragmentarios. La semejanza, y el parentesco, respecto del arte posmoderno son evidentes: mientras éste manipula las citas de forma anárquica, sin preocuparse de sus raíces históricas o de su coherencia, la visión deconstructiva de la historia abstrae cada instante de los antecedentes y los consecuentes, pues si el devenir no tiende a un destino último, tampoco es seguro que cada momento se origine en el anterior y desemboque en el siguiente. Ejemplos bien claros de este modo de pensar nos los brinda la crítica deconstruccionista, que, para interpretar un texto literario, pone en juego modelos teóricos heterogéneos, elegidos a discreción, con independencia de su pertinencia histórica respecto al propio texto. Al lado de esta audacia, cuando no descaro interpretativo, la otra estrategia, la reconstructiva, podría parecer mucho más moderada y hasta cierto punto conservadora, sobre todo teniendo en cuenta sus similitudes con el historicismo. Pero no nos confundamos: tan actual es la una como la otra. Ante el fin de la modernidad no sólo cabe el relativismo radical: también es posible, y en mi opinión más fecunda, una orientación que, sin ser dogmática, se guarde de abrazarlo. Ésta es la que guía la hermenéutica, una de las corrientes de pensamiento más pujantes en la Europa de las últimas décadas. Por lo pronto, en lugar de rechazar todos los métodos, la historiografía reconstructiva afirma su validez parcial, quedando así en disposición de uti99
Empleo aquí el término “deconstructiva” en un sentido muy amplio, sin limitarlo al llamado “deconstruccionismo” de Derrida.
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lizarlos de forma selectiva. ¿Por qué no ha de ser legítimo combinar el enfoque historicista con el análisis del lenguaje o con la consideración de los factores socioeconómicos, como hará Tatarkiewicz? Y, puesto que la imagen verdadera de la historia nunca puede ser completamente desvelada, ¿qué hay de malo en recurrir a todos los instrumentos de que disponemos para aproximarnos a ella? La clave de este tipo de enfoques no es, pues, el relativismo, que difícilmente nos llevará mucho más allá de su punto de partida, sino el eclecticismo, para el que, en ausencia de una verdad absoluta, sí es provechosa la búsqueda de verdades parciales, aunando las perspectivas más variadas. No hay duda: este talante, tan cauto y moderado, no suele ser uno de los atributos de lo genial. Si Bruyne o Pelayo rozaban por momentos la potencia creadora del artista, las historias de este periodo suelen tender a la reflexión serena, a la conciliación de métodos y a un pluralismo más o menos declarado. Pero estas cualidades son también muy valiosas para el género, tan valiosas que es en estos años cuando aparecen algunas de sus obras maestras. 4.1. El eclecticismo de Tatarkiewicz
El autor de dos de esas obras maestras es el polaco Wladislaw Tatarkiewicz. Ni por formación ni por devoción es lo que se dice un posmoderno. Aunque sus obras principales se hayan popularizado en Europa Occidental a partir de los años 70, su carrera había comenzado mucho antes. Nacido en 1886, con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial estuvo vinculado a la Escuela Filosófica de Lvov-Varsovia, de sesgo lógico-analítico. De ella heredaría la precisión conceptual, así como una claridad poco común a la hora de exponer los más arduos problemas terminológicos. A ello se une una visión pluralista capaz de iluminar cualquier cuestión desde ángulos diversos y a veces difíciles de compaginar sin empeñarse en buscarles un denominador común que, en el fondo, les es extraño. La más influyente y ambiciosa obra de su madurez es Historia de la estética100, publicada en tres volúmenes que incluyen una utilísima antología de textos101 muy bien enlazada con la exposición de las teorías. Números vola100
101
Historia de la estética I. La estética antigua, Madrid, Akal, 2000; Historia de la estética II. La estética medieval, Madrid, Akal, 1990; Historia de la estética III. La estética moderna 14001700, Madrid, Akal, 1991. Ambas en trad. de Danuta Kurzyka. En cuanto a las monografías de Tatarkiewicz, la de la Edad Media es de 1962 y las otras dos de 1970. De todos modos, fuera de las historias de la estética, existen también buenas antologías de textos. En español contamos con Adolfo Sánchez Vázquez, Textos de estética y teoría del arte, México, UNAM, 1972; pero también merece la pena nombrar algunas de las obras aparecidas en el mundo editorial anglosajón: E. F. Carritt, Philosophies of Beauty. From Sócrates to Robert Bridges, Oxford U. P., 1931; Alexander Sesonske, What is Art: Aesthetics Theory from Plato to Tolstoy, Nueva York, Oxford U. P., 1965; Albert Hofstadter and Richard Kuhns, Phi-
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dos remiten a los fragmentos -originales y traducciones- de los autores más importantes. Por desgracia, la historia no va más allá del siglo XVIII, según se nos dice porque la bibliografía en torno a la estética contemporánea es más abundante y accesible. Pero en lo que atañe a las Edades Antigua, Media y Moderna este manual pronto se convirtió en obra de referencia. Los equívocos, los lugares comunes de buena parte de la literatura anterior comenzando por el menosprecio del Medievo- son en su mayoría superados con una habilidad pasmosa para identificar las palabras claves de cada época y la semántica que éstas encierran. De forma más manifiesta que nunca, la historia de la estética se hace historia de términos y de ideas. En vano buscará aquí el lector la emoción y la elocuencia de otros autores, pero, a cambio, las explicaciones, resplandecen con una extraordinaria claridad. El estilo se subordina a la didáctica. Todo es concentración, análisis, precisión. Abundan los epígrafes y subepígrafes, las enumeraciones y las clasificaciones, que paradójicamente terminan por someter algo tan sutil, tan inaprehensible como la estética a un disciplinado espíritu de geometría. El riesgo es evidente y se ha criticado: clarificar cuestiones que son en sí mismas ambiguas o contradictorias. Pero la utilidad del trabajo de Tatarkiewicz es enorme. Al fin y al cabo, lo que esperamos de un manual son enseñanzas concretas y bien perfiladas, el comienzo más que el fin de todos los problemas. Y en eso nadie ha aventajado al pensador polaco. Donde algunos mezclan, deliberadamente o no, acepciones distintas y a veces anacrónicas de un mismo término, Tatarkiewicz pone todo su empeño en diferenciarlas y situarlas en su momento histórico, con lo cual muchas de las dificultades teóricas se esfuman por obra del análisis semántico. Tatarkiewicz sortea, además, de manera admirable la tentación, típica de los analistas del lenguaje, de multiplicar casi, casi “ad infinitum” los significados de los principales términos de la estética. Consciente del peso de la tradición, sabe que la pluralidad de significados está hasta cierto punto jerarquizada, remontándose en última instancia a unos pocos centros semánticos; así, por ejemplo, las distintas facetas de la belleza a lo largo de más de dos mil años de teoría y práctica estéticas se derivan en el fondo de la idea pitagórica según la cual la belleza se identifica con la simetría y la recta proporlosophies of Art and Beauty: Readings in Aesthetics from Plato to Heidegger, Nueva York, Modern Library, 1964; Dabney Townsend, Aesthetics, Classic Readings from the Western Tradition, Sudbury, Massachussets, Jones and Bartlett Publishers, 1996 (el propio Townsend es también el autor de un excelente diccionario aparecido hace poco tiempo: Historical Dictionary of Aesthetics, The Scarecrow Press, 2006); David E. Cooper, Aesthetics, the Classic Readings, Cambridge, Mass., Blackwell Publishers, 1997. Pueden recomendarse, asimismo, sin ánimo de exhaustividad, obras italianas como la de G. Vattimo, Estetica moderna, Bolonia, Il Mulino, 1977; S. Givone, Estetiche e poetiche del Novecento, Turín, Societá ed. internazionale,1973; E. Fubini, L´estetica contemporanea, Loescher, Turín, 1976; E. Franzini, Storia dell´estetica, Bolonia, Il Mulino, 1995.
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ción entre las partes. Por decirlo con palabras aún más claras: el cambio semántico no es para Tatarkiewicz totalmente libre, sino que brota en el seno de la tradición. Seguramente, también por eso concluye su historia en el siglo XVIII, justo cuando la tradición de ascendencia griega entra en crisis. Otra ventaja que sobre la estética rigurosamente analítica tiene la obra de Tatarkiewicz es su atención al arte. Una atención que no se limita a pinceladas más o menos ornamentales administradas con libertad. Se trata de un designio programático, inherente a su propia concepción de la estética. Alejándose de la dicotomía estética- Kunstwissenschaft, Tatarkiewicz, más cercano en esto a Bosanquet, estima que el suelo natural de la reflexión estética es el arte. Lo cual, claro está, tampoco obliga al estudioso -sería inviable- a incluir en la historia de la estética la propia historia de la creación artística. Ésta sólo comparece en la medida en que expresa o refleja, aunque sea de modo implícito, una teoría estética. Piensa Tatarkiewicz, a mi entender con acierto, que detrás de toda obra de arte hay ideas estéticas, y se arriesga a reconstruir aun aquellas ideas que, en su momento, no fueron formuladas, como, por ejemplo, las que subyacen a las obras de Brueghel, que son relacionadas con la cosmovisión de los círculos estoicos de fines del Renacimiento102. No me siento capaz de confirmar si las inferencias de Tatarkiewicz en este asunto van por el buen camino, pero sí es consistente la premisa que las sustenta: entre arte y estética no debería haber un abismo insalvable. La autonomía de ambas disciplinas no puede estar basada en una mutua exclusión. Y, de igual modo que la estética irrumpe en la historia del arte, así también el arte no debiera estar ausente al historiar la estética. Finalmente, la pluridimensionalidad del enfoque de Tatarkiewicz se completa con una muy juiciosa consideración de los condicionantes sociales de la estética. ¿Influyó en este aspecto el prestigio que la historia social tenía en los países socialistas como lo era Polonia? Lo que sí parece claro es que el espíritu ecléctico de este historiador tampoco se doblega ante el dogmatismo socialista. Es difícil deducir de su libro que la estética termina o empieza por asimilarse a la economía. Las introducciones históricas de los capítulos, en este sentido, no abandonan en ningún momento esa actitud de moderación que caracteriza al erudito polaco. La socioeconómica sería una causa más de cuantas concurren a la hora de interpretar un fenómeno, pero no necesariamente la causa última, la causa de las causas. Si de algún reduccionismo puede acusarse a Tatarkiewicz es en todo caso del esteticista. Desde su óptica, la historia de la conciencia estética consiste en una lenta, entrecortada, pero en el fondo decidida evolución en pos de la autonomía. En Grecia, en la Edad Media, incluso en la Moderna, lo estético se entremezcla y hasta se pliega a lo moral y a lo metafísico. Sólo en el 102
Ob. cit., vol. III, p. 329.
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mundo contemporáneo logrará liberarse para decidir su propio destino. El diagnóstico, sin duda, es correcto. Otra cosa es que esta evolución sea un progreso, como da a entender Tatarkiewicz. ¿Por qué la integración de lo estético en un marco más amplio es inferior a la absoluta independencia? ¿No puede ser ésta la otra cara de una segregación poco deseable? Desgajada de la verdad y el bien moral, ¿no corre la belleza el riesgo de la asfixia? Tatarkiewicz no acomete estos problemas; los escamotea, y, al dar cuenta de la Antigüedad, la Edad Media y el Renacimiento, trata de separar la estética de toda adherencia externa. Si Bruyne, para hablar de estética, trataba de penetrar en la mentalidad general de esa época, la labor que se asigna Tatarkiewicz se asemeja más a una suerte de disección en que el plano estético sobresale en tanto que figura contra un fondo que se le presenta como extraño. Parecidos planteamientos informan la famosa Historia de seis ideas103. Lo novedoso es, en primer lugar, el horizonte histórico, que esta vez se extiende hasta la actualidad; y, sobre todo, el método, que, como la historia de las ideas anglosajona, opera con conceptos discretos, a saber: arte, belleza, creatividad, forma, experiencia estética y mimesis, y, subsumidos bajo estos términos nucleares, otros muchos, como sublime, gracioso, pintoresco, etc., conformando así un panorama lo bastante amplio como para hablar de una verdadera historia de la estética. De hecho, ésta es de algún modo la “summa” de la historiografía de Tatarkiewicz. No, desde luego, por el tamaño, que es mucho más reducido que el de la obra anterior, sino por la amplitud de miras, tanto teóricas como cronológicas, y por su admirable capacidad de síntesis. Quien quiera encontrar en un solo volumen rigor y claridad expositiva tiene aquí, probablemente, la opción más aconsejable. Puede objetarse que la obra, resultado de agrupar pequeños trabajos independientes, simplifica a veces en exceso y abunda en solapamientos: las ideas se presentan en más de una ocasión, cada vez partiendo de un ángulo distinto, pero esto contribuye a iluminarlas mejor y a mostrar su interdependencia. 4.2. La nueva historiografía española
Comparada con países de larga tradición estética (Alemania, Italia, Francia, Inglaterra), España es caso aparte104. Sería totalmente equivocado sostener que nuestro país no ha hecho aportaciones universales a la estética ¿No fue en España donde vieron la luz los textos de Milá y Fontanals, Pelayo, Ortega o Eugenio D´Ors? Pero, hablando en términos generales y dejando a 103 104
Historia de seis ideas (1976), trad. de F. Rodríguez Martín, Madrid, Tecnos, 2007. Véanse las interesantes observaciones de Gerard Vilar sobre el desfase de la estética española y su “aggiornamento” paulatino en “La estética española contemporánea”, dentro de W. Henckmann y K. Lotter, Ob. cit.
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un lado la pionera Historia de las ideas estéticas en España, la disciplina ha estado marcada durante muchas décadas por dos rasgos que no se daban en aquellas naciones: la discontinuidad y el diletantismo. Quienes por inteligencia y sensibilidad podrían haber fundado la moderna estética española, Ortega y D´Ors, eludieron el compromiso para entregarse a un ensayismo casi tan libre como el del propio Montaigne, a medio camino entre la prosa literaria y el pensamiento, aunque no menos valioso que cualquier tratado. Que nadie busque en ellos el rigor del erudito ni la expansión teórica. Lo suyo es la finura, la emoción y una singular potencia estilística. El problema es que estas cualidades no bastan para hacer historiografía. También son imprescindibles la exhaustividad, el espíritu de sistema y, desde luego, mantener bajo control la osadía del ensayista. Si a ello añadimos la injusta postergación de la obra monumental de Pelayo, que debiera haber iniciado una tradición, y el lugar periférico que a lo largo de buena parte del siglo XX nuestro país ha ocupado en el contexto de la filosofía europea, no es difícil entender que la estética española y su historia no estén plenamente desarrolladas. Ya hace tiempo, sin embargo, que, además de las traducciones, se han escrito en España algunas historias breves de la estética, a menudo con vistas a la enseñanza universitaria105. De todas ellas la más difundida es la del polifacético José María Valverde106, aparecida en los años 80 y reimpresa en varias ocasiones. Sin exceder ni por ambición ni por dimensión la categoría de manual, resulta aún válida en su función introductoria. Escrita con un estilo excelente y una voluntad abarcadora, supera con mucho los horizontes propios de un texto breve. Quizás demasiado campo para tan corta extensión. Las síntesis resultan a veces muy apretadas y algunas de sus generalizaciones son inexactas: como ya hemos repetido hasta la saciedad, no es verdad que la Edad Media y el Renacimiento escaseen en ideas estéticas107. Lo que sí se agradece es la práctica antología de textos que, jalonando los diferentes capítulos, enriquece la exposición histórica. Pese a todo, la obra con la que la historiografía española ha vuelto, después de tantos años, al primer plano es la Historia de las ideas estéticas y de 105
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Entre los textos generales, véase, por ejemplo, el libro de Ana Lucas, Estética (historia de las ideas estéticas), Madrid, UNED, 1980; y, entre las obras dedicadas a aspectos más concretos, recordemos a Francisco León Tello, con La estética y la filosofía del arte en España en el siglo XX, Madrid, Imp. Nácher, 1983 (colección de ensayos sobre importantes pensadores estéticos españoles, a veces también artitas, como Óscar Esplá o Luis de Pablo); y a Fernando CastroFlórez, que firma el interesante y ya citado artículo “La estética española en el siglo XX”, ed. cit. (donde, como el libro de Tello, se ocupa de una reducida nómina de importantes estetas españoles). Breve historia y antología de la estética, Barcelona, Ariel, 1995. La primera edición es de 1987. Ibidem, pp. 52, 68.
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las teorías artísticas contemporáneas,108 que, cosa muy significativa, luce el mismo título que la de Pelayo, aunque la coletilla “en España” se ve ahora sustituida por otra más adecuada a nuevos tiempos y circunstancias: “y de las teorías estéticas contemporáneas”. Mientras que la historia de Pelayo era radicalmente novedosa y, de algún modo, intempestiva en el mejor de los sentidos, esta nueva historia, si algo ha tenido, es el don de la oportunidad. Tanto o más que sus méritos intrínsecos, que son por lo demás innegables, su gran cualidad reside en que, partiendo de una acertadísima consideración del panorama editorial, sale al paso de sus necesidades más perentorias. Con la traducción de los tres tomos de la historia de la estética de Tatarkiewicz habían quedado cubiertas las estéticas antigua, medieval y moderna, superándose con mucho las posibilidades de los textos de un solo volumen. Era, entonces, el momento de continuar la crónica donde la dejara el escritor polaco, esto es, pocos años antes de que se fundara la estética en sentido estricto, puesto que, a pesar de los estudios sobre aspectos parciales del pensamiento estético contemporáneo, no abundaban, especialmente en España, las obras amplias acerca de esta época. Planteándose este desafío, los autores -su editor Valeriano Bozal y una amplia nómina de especialistas españoles- retomaban, como decía arriba, el testigo de Pelayo, el último escritor español que, hacía ya más de un siglo, había dado a la imprenta una historia de grandes dimensiones. La diferencia era que esta vez ya no era aconsejable arrancar desde la Antigüedad, ni confiarle la empresa a un solo autor: tal vez faltaban, por lo pronto, las fuerzas, el atrevimiento y el genio para arrostrar semejante desmesura, pero, además, habían cambiado los tiempos: si en las últimas décadas del XIX la bibliografía era ya vastísima, un siglo después se había vuelto inabarcable para una persona. Por eso, sólo la estrategia colectiva podía llevar a buen puerto. Y así, cada estudioso se ocupó de unas pocas parcelas o autores, incluyendo sus respectivas bibliografías. Capítulos generales abren cada etapa, capítulos específicos acerca de un autor o autores la concluyen y la precisan. No hablamos, en consecuencia, de una narración sostenida, sino de una colección de artículos secuenciados de forma ordenada, conformando un libro. En la primera edición, se echaba de menos el tratamiento particular de algunos nombres. Más tarde se subsanó este problema agregando capítulos sobre autores como Gadamer o Foucault109. Con ello se coronaba una obra cuya utilidad para el estudiante y para el lector en general queda fuera de toda duda. La prueba es el éxito de que todavía disfruta.
108
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Valeriano Bozal (ed.), Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas, Madrid, Visor, 1996. Véase ob cit., 3ª ed., 2004.
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Y, sin embargo, aun tratándose de una obra muy valiosa, justo es también señalar sus límites, que tal vez guíen ulteriores ediciones o nuevas empresas. Próxima a la serie de artículos sueltos, esta historia sustituye la unidad por una acumulación de criterios que, si bien suelen ser compatibles, producen en el lector un efecto de dispersión110. Es verdad que lo que imputamos a esta obra es asumido de buen grado por Valeriano Bozal en las palabras introductorias: para él, la pluralidad, la libertad absoluta de cada investigador y, por consiguiente, la condición de “mosaico” que él mismo atribuye al texto son siempre legítimos y estimulantes. Sobre su razonamiento planea en silencio esa defensa entusiasta de la diferencia, de la multiplicidad, de la tolerancia que caracteriza a la Posmodernidad. Ahora bien, ¿hasta qué punto puede dicha defensa transformarse en un programa para hacer historia? ¿No consiste ésta en hilvanar los distintos momentos en una trama única? En cualquier caso, sea historia o “mosaico”, insisto, hay que celebrar la aparición y la difusión del libro con el que podría haber comenzado al fin el “aggiornamento” de nuestra historiografía estética. La persona que ahora necesite una introducción y una guía de lectura para algunas de las escuelas aquí tratadas, tendrá en esta obra un buen punto de partida. A este respecto, querría destacar en particular las colaboraciones de Yvars sobre los estetas alemanes, las de Tonia Requejo en torno a los ingleses del XIX y las de Calvo Serraller sobre la crítica de arte. Mención aparte merece, asimismo, otra obra muy reciente que, si bien no es una historia general de la estética, sí lo es de forma parcial. Me refiero a La sublimidad y lo sublime111, de Pedro Aullón de Haro, que estudia este concepto (o conceptos) desde la prehistoria a sus derivaciones contemporáneas. El lector no hallará aquí más que indirectamente un recorrido por las otras ideas nucleares de la estética occidental, pero, en contrapartida, dispone por vez primera de una exploración que trasciende en ambiciones y amplitud los estudios precedentes sobre el tema. No se trata sólo de examinar la sublimidad retórica en la Edad Antigua, de la oratoria romana al PseudoLongino, o las teorizaciones de la Ilustración y el Romanticismo. Aullón de Haro saca a la luz la continuidad de todas estas y otras cristalizaciones de lo sublime en un proceso, que, aun siendo larguísimo, complejo y multidimensional, remite a una esencia única. Una esencia que se bifurca en dos nociones complementarias y de gran utilidad: lo sublime y la sublimidad. La primera es la categoría estética, tal y como vino a ser codificada a partir del siglo XVIII; la segunda, más que una categoría estética, es un haz de signifi110
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Una de las consecuencias de esta dispersión es la divergencia de criterios a la hora de anotar al pie los estudios: mientras algunos autores no escatiman referencias y datos de ficha, otros, en cambio, se limitan a facilitar, sin más, una lista alfabética de obras al final del capítulo, lo cual en ocasiones no es suficiente. Véase ob. cit, ed. 1996. La sublimidad y lo sublime, Madrid, Verbum, 2006; 2ª ed. rev. 2007.
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cados que comprende manifestaciones muy diversas, como el arte megalítico, la literatura mística o determinados productos de la cultura oriental. Tanto la una como la otra gravitan, sin embargo, sobre el mismo centro: lo infinito, lo ilimitado, lo trascendente, la elevación, lo divino. De esta manera, la historia de las ideas estéticas, sacudiéndose las cadenas del reduccionismo y una especialización empobrecedora, se abre a lo antropológico, a lo moral, a lo metafísico, poniendo las bases para un nuevo humanismo de vocación universalista. Pues para el autor lo sublime no atañe sólo al dominio de la belleza: ante todo, incumbe a la imagen que el hombre se forma de la vida y de su naturaleza más profunda. En este sentido, el camino transitado por Aullón de Haro representa, frente al de Valeriano Bozal y su Historia de las ideas estéticas…, “la otra vía”. Si éste concibe la esfera del arte y la belleza como un mundo autónomo, independiente de los demás ámbitos de la cultura y fragmentado a su vez interiormente en periodos, métodos y escuelas, Aullón de Haro persigue la unidad que se esconde detrás de lo diverso, convencido de que esa unidad, lejos de restringirse al ámbito de la belleza, nos habla del ser del hombre, de sus aspiraciones más profundas y de su irrenunciable dignidad. Comparar, pues, la obra de Bozal con la de Aullón de Haro es comparar la fragmentación y la reconstrucción, la fiesta del pluralismo y la búsqueda de un sentido. 4.3. La nueva historiografía europea ante el reto de la posmodernidad: Ita-
lia, Gran Bretaña, Alemania También en otros países de la Europa Occidental los debates acerca de la Posmodernidad han afectado de lleno a la historiografía estética, suscitando las reacciones más variadas. Aquí hemos seleccionado tres obras recientes: la de Sergio Givone, publicada a fines de los 80112, la de Terry Eagleton, del año 90113, y la del alemán Werner Jung, del 95114. El punto de vista de los tres autores es, efectivamente, inseparable del paisaje cultural que les sirve tanto de telón de fondo como de principio y fin de toda la andadura histórica. Partiendo del presente y remontándose a las épocas pasadas, los tres terminan por regresar a la actualidad, describiendo una órbita circular a través del tiempo. La voluntad de historiar, más que por una obligación académica, se explica por las exigencias de repensar la tradición en medio de una coyuntura que ha conmovido sus cimientos con una violencia inusitada y que nos 112 113
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Ob. cit. The Ideology of the Aesthetic, Oxford y Cambridge, MA, Basil Blackwell, 1990. Aunque aquí he manejado la edición citada, existe ed. española: La estética como ideología, trad. de Germán Cano y Jorge Cano, Madrid, Trotta, 2006. Von der Mimesis zur Simulation, Eine Einführung in die Geschichte der Ästhetik, Hamburgo, Junius Verlag, 1995.
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impulsa a plantearnos la legitimidad y el estatuto que hoy cabe atribuir a la disciplina115. Sugerente y, en cierto modo, ambigua, la historia de Givone nos presenta, ya desde las primeras páginas, una época, la actual, caracterizada por la conversión de la información en puro espectáculo. La realidad se confunde con la representación, con lo cual la frontera entre ontología y estética desaparece. Por un lado, opina Givone que esto provoca una dilatación de lo estético, que ahora invade todos los órdenes de la vida, como también han señalado Lyotard o Baudrillard, pero, por otro lado, esta situación compromete muy seriamente la existencia del arte o, cuando menos, de aquello que desde la aurora de la Edad Contemporánea, en el Romanticismo, se viene entendiendo por arte. Cuando la vida social se estetiza, hasta el punto de trocarse en una ilusión, en una fábula, no es ya posible que el arte sobreviva de manera autónoma. Éste, reino de la utopía y de la fantasía, es devorado por esa nueva realidad social que es, en sí misma, teatro y simulacro116. Así, aunque sea por derroteros bien distintos de los previstos por Hegel, se habría cumplido su vaticinio: el arte se acerca a su fin. ¿Y qué decir de la estética? Su suerte, para Givone, no puede ser otra que la del propio arte. De igual modo que deja de ser viable mantener un espacio estanco, sustraído al imperio de lo real, tampoco es ya concebible una ciencia cuyo objetivo, según postulaba Kant, consiste en definir las condiciones
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Son, naturalmente, muchas más las obras estimables de estos años que podrían haberse traído a colación; por dar sólo algunas al lector, nombraremos: E. Migliorini, Introduzione all´estetica contemporanea, Florencia, Le Monnier, 1980; M. Dufrenne, D. Formaggio, Trattato di estetica, vol. I. Storia, Milán, Mondadori, 1988; F. Restaino, Storia dell´estetica moderna, Turín, Utet, 1991; M. Barasch, Teorías del arte. De Platón a Winckelmann, (versión esp. de Fabiola Salcedo), Madrid, Alianza, 1999, y, del mismo autor, Modern Theories of Art. From Winckelmann to Baudelaire, New York U. P., 1990; A. Bowie, Estética y subjetividad. La filosofía alemana de Kant a Nietzsche y la teoría estética actual (trad. de Eleanor Leonetti), Madrid, Visor, 1999; Norbert Schneider, Geschichte der Ästhetik von der Aufklärung bis zur Postmoderne, Stuttgart, Reclam, 1996; U. Kultermann, Kleine Geschichte der Kunsttheorie, Darmstadt, Wissenschatlichebuchgesellschaft, 1987; Ch. G. Allesch, Geschichte der psychologischen Ästhetitik, Gotinga, Verlag für Psychologie, 1987; R. Assunto, Die Theorie des Schönen im Mittelalter, Colonia, DuMont Buchverlag, 1982; y hace muy poco ha aparecido traducción de una de las historias alemanas más sólidas de las últimas décadas: G. Pochat (1986), Historia de la estética y la teoría del arte. De la Antigüedad al siglo XIX, trad. de Joaquín Chamorro Mielke, Madrid, Akal, 2008; rica en gráficos e ilustraciones, tiende a conectar las ideas estéticas con las propuestas que, a lo largo de los siglos, han surgido en las artes plásticas, a las que, por formación está especialmente vinculado su autor. De todas maneras, para una exploración más exhaustiva de la oferta disponible, remito al lector a las útiles bibliografías de algunos de los textos nombrados y/o comentados en este ensayo, a saber: Werner Jung, Ob. cit.; Elio Franzini y Maddalena Mazzocut-Mis, Estetica. I nomi, i concetti, le correnti, Milán, Mondadori, 2000; Norbert Schneider, Ob. cit.; S. Givone, Ob. cit.; Henckmann y Lotter, “Historia de la estética”, en Ob. cit. S. Givone, Ob. cit., pp. 9 y ss.
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trascendentales del goce estético117, más allá de cualquier contingencia. El arte es absorbido por la realidad; la estética, por la historicidad de todo conocimiento. Ni al uno ni a la otra les es posible quedar al margen del resto del acontecer. La autonomía de ambos fue sólo un espejismo, una utopía que nuestra época habría desmentido de manera incontestable. Historiar hoy la estética sería, entonces, echar la vista atrás, mirando, como Orfeo, el rostro de un ser que nos deja para siempre. Y, sin embargo, no es éste un mero ejercicio de añoranza. Pues para Givone es sólo en el proceso mismo de la decadencia cuando la estética nos descubre su verdadera identidad. Sobre estas ideas, que aúnan de un modo extraño Posmodernidad y nostalgia, levantará Givone su visión de la historia de la estética, aspirando a una relativa objetividad. Para ello, se inspira en dos posturas contrarias: la de Croce, para quien la evolución de la estética culminaría en su propio punto de vista; y la de Tatarkiewicz, que prefiere exponerse a la pluralidad irreductible de las teorías, sin forzar una síntesis que, en rigor, les es extraña118. La mediación entre estos dos extremos se la procura a Givone la nueva hermenéutica, para la cual el punto de vista adoptado puede y debe ser puesto en cuestión al mismo tiempo119. No se aspira a la plena imparcialidad, tan sólo a tomar, respecto a la propia mirada, una sana distancia. Pero tan ambiciosos designios son, más bien, un marco de referencia, un ideal que no llega a satisfacerse. Por eso, el libro de Givone tiene más de militancia que de objetividad: su imagen del arte y de la estética se inspira en el Romanticismo alemán y, en particular, en aquella corriente suya que, aun de forma poética u onírica, se orienta hacia una metafísica trágica. Incluso en Platón quiere verse la colisión entre el saber filosófico y el trágico; el Barroco, con su oscilación característica de la verdad a la apariencia, se nos presenta como un presagio de la estética idealista; y, por descontado, cuanto más nos alejamos de los tiempos de Hölderlin y Novalis, tanto más se aproximan arte y estética a su último suspiro. Las partes más valiosas las encontrará, pues, el lector cuando Givone habla de los representantes de ese Romanticismo trágico en el que estarían las esencias del arte y de la estética, y donde ya se insinuarían los vislumbres de algunas de las corrientes más nihilistas de nuestro tiempo, como, por ejemplo, el deconstruccionismo120. Y ante esta reflexión, por muy brillante que sea, el lector no puede evitar preguntarse si no es un tanto exagerado identificar arte y estética con “ese” arte y “esa” estética que ensalzaron los románticos alemanes. ¿No hay acaso 117 118 119 120
Ibid., p. 166. Ibid., p. 15. Ibid., p. 16. Ibid., p. 59.
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“esencias”, dimensiones tan profundas como ésas, que se remontan a tiempos todavía más lejanos? ¿Quién se atrevería a afirmar que arte, mímesis, forma, gusto o belleza tengan en los comienzos de la Edad Contemporánea su alfa y su omega? Ni que decir tiene que Givone silencia tales interrogantes bajo la fuerza de su retórica y su propia militancia. No menos condicionada por la Posmodernidad está la obra de Terry Eagleton, pero de una forma bien distinta: si Givone parece asumir de buen grado el relativismo y el esteticismo posmodernos como modo de entender nuestra propia época, el pensador inglés se rebela con singular determinación, movido por sus convicciones neomarxistas. Lo que se nos presenta es un marxismo reinterpretado de acuerdo con los desafíos del presente y también de nuevos modelos psicosociales: del viejo socialismo economicista pasaríamos a un humanismo de izquierdas, muy sensible a las necesidades del cuerpo y a los afectos que vinculan al hombre con sus semejantes. Lo primero que nos advierte Eagleton, previendo posibles objeciones, es que su libro no pretende ser una historia de la estética. Ésta no sería aquí el fin, sino un medio para plantear las cuestiones centrales del pensamiento moderno. Ahora bien, aunque sea de manera más o menos indirecta, bajo el prisma de la ideología, el lector encontrará, entre otras cosas, una revisión de las reflexiones sobre el arte y la belleza desde Baumgarten al presente. En cierto modo, estamos ante una historia de la estética que niega serlo. Y lo niega porque lo principal no es aquí describir y fundamentar un saber teórico: Eagleton va en busca de una nueva imagen del hombre. La estética vuelve a ser el espacio de la reconciliación de dimensiones encontradas: la teoría y la praxis, la mente y el cuerpo, la realidad y la utopía. En ella estaría el epicentro de una auténtica antropología filosófica que trataría de alumbrar, más allá de la alienación, el sueño de un mundo nuevo. Huelga decir que semejantes premisas chocan diametralmente con el nihilismo posmoderno. Y no es Eagleton un ingenuo: lo que intenta no es reiterar, sin alteración alguna, ideales que ya han prescrito, pero, como buen marxista, se niega a abdicar de la utopía. Para él, dejarse llevar por la inercia de un sistema corrupto no es lucidez, es relativismo, desidia e incluso irresponsabilidad. Por eso Eagleton se detiene a examinar críticamente y de una forma bastante pormenorizada las aporías morales que se esconden en el pensamiento de uno de los filósofos más idolatrados por los posmodernos: Foucault. En la obra de éste, la ética es liquidada en nombre de los sentidos, como si fuera vano postular algún género de equilibrio entre los placeres y los principios121. Por el contrario, el “moderno” Habermas, mucho más comprometido moral y políticamente, defiende un modelo de concordia que hace oídos sordos a los derechos del cuerpo. Al decir de Eagleton, su racionalidad 121
Eagleton, Ob. cit., pp. 385 y ss.
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comunicativa, con todo y ser muy valiosa, es demasiado “legalista”122 y abstracta. Entre los dos polos, el sensualismo amoral de Foucault y el eticismo abstracto de Habermas, faltaría un espacio intermedio en el que cupiera la integridad del hombre, donde el cuerpo no fuera lo otro de la moral, y donde los sentimientos constituyeran la raíz misma de los principios. ¿Puede aún la doctrina marxista proporcionar las bases de un programa tan ambicioso o estamos de nuevo en el reino de las utopías inalcanzables? Que lo decida cada cual, aunque no cabe duda de que todo esto no es pura fantasía. Sin ánimo de minimizar las deudas con un radicalismo político cuestionable, lo que Eagleton bosqueja recupera, en cierta medida, las más nobles aspiraciones de la pedagogía estética kantiana y postkantiana, y, muy en particular, el ideal de Schiller. Su hombre estético es aquél en el cual convergen la moral y las inclinaciones, el deber y el ser. Claro que son muchos los problemas y las contradicciones que entraña el propósito de hacer valer esta utopía apelando a una doctrina hoy tan “sospechosa” como el marxismo, pero el simple acto de enunciarla, con claridad y determinación, ya posee valor en estos tiempos de escepticismo. Y, desde luego, es muy conveniente volver a afirmar que la estética no es un saber ornamental, como algunos pretenden, sino que en ella se sustancia, o debería sustanciarse, la imagen de un hombre no escindido. Comparada con la “rebeldía” de Eagleton, podría decirse que la perspectiva de Werner Jung es la de un “integrado”123. La Posmodernidad es para él una realidad “de facto”. No se plantea si debería ser o no. Tan sólo trata de interpretarla, haciéndosela comprender al lector, yo diría que con notable eficacia y por momentos con brillantez. Ya vimos que Givone también asumía sin voluntad alguna de sublevarse los rasgos característicos de este paradigma cultural, pero su descripción del mismo difiere de la de éste en algo fundamental: en la Posmodernidad ve Givone el fin del arte y de la estética, mientras que, para W. Jung, esta época señalaría la universalización de ambos. La razón de esta divergencia es el concepto, tal vez demasiado estricto, que, como vimos, manejaba Givone. Al servirse de una caracterización mucho más elástica, Werner Jung evita plantear las cosas en términos tan fatalistas. La historia del pensamiento estético ni empieza ni acaba con un modelo de época, aunque éste sea tan crucial para la disciplina como el Romanticismo. Y es aquí donde está, a mi juicio, la gran virtud de la obra de W. Jung, y, al mismo tiempo, aquello que la aleja de los posmodernos más superficiales: entender la historia de la estética requiere, más que denunciar las quiebras y los momentos dramáticos, señalar las continuidades que, a través de los siglos, aseguran su inteligibilidad. En lugar de hacer estallar la historia 122 123
Ibid., p. 407. Utilizando el término popularizado por Umberto Eco en su libro Apocalípticos e integrados.
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en un mosaico de partículas dispersas, Werner Jung trata de evidenciar que, en el fondo, los grandes problemas se mantienen a lo largo de los tiempos; son las soluciones las que varían. Buen reflejo de ello es el ingenioso título Von der Mimesis zur Simulation, que nos sugiere ya el parentesco entre la clásica idea de mímesis y esta época nuestra de las pantallas de plasma, las computadoras y los mundos virtuales, tantas veces identificada con la apariencia y el simulacro. Antes que exaltar el presente, lo que más importa a Jung es mostrar y demostrar el encadenamiento conceptual y temporal de las teorías, que giran en torno a un repertorio ciertamente rico aunque limitado de grandes temas: el significado y la función del arte, la relevancia del conocimiento sensible, la relación sujeto-objeto124. Y todo ello sin que el enlace presente-pasado impida a W. Jung describir de manera muy equilibrada y a menudo profunda las diversas épocas de la historia de la estética. Atención especial merecen a este respecto las densas páginas dedicadas al Barroco: si bien éste, según W. Jung, es en principio un concepto de estilo y no una unidad histórica de época, muchas de sus observaciones parecen desbordar tal premisa; parafraseando a Benjamin, el Barroco125 sería el tiempo de la “Verfall”126, de la fragilidad del mundo, yendo mucho más allá del gusto por el adorno y la suntuosidad; es, ante todo, un espíritu que alienta las formas y que puede darse aun sin exuberancia ni desmesura ornamental; por eso es Rembrandt quien mejor encarnaría la esencia de lo barroco. Quizás lo más objetable de la obra de Werner Jung es su adhesión, casi sumisa, a la mayor parte de los diagnósticos del pensamiento posmoderno. No pocos de los tópicos propios de éste encuentran acomodo en el discurso del escritor alemán: la confusión arte-realidad, la desintegración del sujeto, de la historia, de la razón, la estetización de todos los órdenes de la vida. Si en algún momento se hace eco de las voces discordantes es para ahogarlas en la marea relativista. Y en esto ya no resulta tan moderado. Pues del mismo modo que muchos fenómenos del mundo contemporáneo apuntan en la dirección descrita por los posmodernos, no es menos cierto que, a fecha de hoy, sus dogmas no están a salvo de la crítica. Tan sólida como la destrucción de los núcleos de sentido (sujeto, historia, razón…) es ya la relativización del propio relativismo, que, con el paso de los años, está adquiriendo una fuerza creciente. Cada vez parece menos claro en qué aspecto puede hablarse de una muerte del sujeto, de la razón y de la historia, aun cuando éstos ya no tengan la firmeza o la sustancialidad que otros tiempos les atribuyeron. Y, de hecho, no deja ser de ser paradójico que quien, como W. 124 125 126
Jung, Ob. cit., pp. 10-11. Ibid., p. 44. “Decadencia”.
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Jung, parece aceptar, entre otras, la idea de que la historia se desintegra, nos brinde una obra cuyo mayor mérito reside precisamente en conjurar esa misma imagen desintegrada, demostrando su continuidad y su coherencia más allá de todas las diversidades. 4.4. Últimas propuestas: del pluralismo de Franzini y Mazzocut-mis a la
historiografía visual de Eco De cualquier forma, lo que se infiere del panorama reflejado por las obras comentadas en el epígrafe anterior, y sin ningún afán de excluir otros puntos de vista, es la conveniencia de orientarse hacia visiones muy ponderadas, equidistantes del dogmatismo, ya insostenible, y del radicalismo deconstructivo, con la esperanza de que, conciliando tales extremos, pueda hacerse justicia al pasado y al presente de la estética a la vez que se sientan las bases de su porvenir. La actitud dogmática conduce a la historiografía teleológica y sectaria; la deconstructiva, a la liquidación de la propia historiografía, que se convertiría en la víctima colateral de la desintegración de la historia. En definitiva: para poder seguir historiando la estética sería bueno alejarse de ambas tentaciones, emplazándonos en una especie de tierra de nadie, sin comprometernos incondicionalmente con causa alguna, y partiendo de una convicción fundamental: el pensamiento estético de Occidente es una tradición: cambian las respuestas, pero los problemas recorren la historia. Y, sin lugar a dudas, entre las obras cercanas a tales planteamientos, una de las más interesantes es la de los italianos Elio Franzini y Maddalena Mazzocut-Mis. Aunque son numerosas sus aportaciones a la historiografía estética, quiero centrarme en la estupenda y original Estetica. I nomi, i concetti, le correnti127, en la que también colaboró Fosca Mariani Zini. Lo primero que llama la atención es la estructura del libro: en vez de una historia de la estética, hay, en cierto modo, dos: la primera progresa por épocas, desde la Antigüedad hasta el presente; la segunda, por su parte, consiste en una sucesión de estudios históricos en torno a las ideas estéticas más importantes: arte, belleza, forma, gusto… Pero lo auténticamente novedoso es que no se trata de dos libros alternativos, son partes integradas y, por tanto, se complementan: la una se ocupa ante todo de temporalizar las ideas; la otra, de precisarlas sin descuidar su desarrollo histórico. El programa que Tatarkiewicz había venido a esbozar en obras separadas se concreta así en un solo libro que, pese a estar firmado por más de un autor, no es de ningún modo una mera agrupación de ensayos independientes. Y en esto difiere de la Historia de las ideas estéticas de Bozal así como de la más antigua Momenti… 127
Ed. cit. Véase nota 120. Primera ed., 1996. De Franzini se ha vertido al español La estética del siglo XVIII, trad. de Francisco Campillo, Madrid, Visor, 2000.
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Además, cosa reveladora, la historia no es ya un preámbulo a la teoría, como en los autores hegelianos, sino que absorbe a la propia teoría, o, si se quiere, se fusiona con ella. El título, en efecto, es inequívoco: estamos ante un tratado de estética; lo que ocurre es que éste, para Franzini y MazzocutMis, implica hoy forzosamente una aproximación histórica. Ésa es la consecuencia inevitable de su eclecticismo: la estética deja de ser una saber organizado con rigor de sistema alrededor de un centro de gravedad, llámese éste idea, mimesis, belleza o expresión; ahora es una disciplina poliédrica, llena de pliegues diversos y hasta contradictorios. A nadie debería contentarle ya limitarse a una imagen monocorde, anclada en el pensamiento de alguna de las épocas por las que la estética ha transitado. Y, en consecuencia, tampoco sería factible identificar o idear un sistema trascendental cuando la historia nos habla de cambios continuos, de fluctuaciones, en una palabra: de pluralidad, y no de unidad. En lugar de eliminar o negar lo heterogéneo convendría, a los ojos de Franzini y Mazzocut-Mis, clarificar los términos en que se plantea128. Es, pues, la importancia que estos autores atribuyen al factor histórico lo que explica su visión ecléctica de la disciplina. Si ésta ha de dar cuenta de épocas y enfoques diversos, tiene que reinventarse como un “horizonte abierto”129, multitemático y multisemántico130. Lo que no significa renegar de la voluntad de iluminar racionalmente los problemas, pero sin que ello arrastre al estudioso a las redes de un cientifismo rígido e inmovilista, incapaz de adaptarse al carácter dinámico y polifónico del pensamiento estético131. No habrá, entonces, una sino varias, incluso muchas definiciones de la estética. Ésta será la teoría de lo bello, del gusto, de lo sublime, del genio132… Y no confundamos este planteamiento con el nominalismo extremo de muchas corrientes posmodernas: apelando al arte, a la forma, a la belleza, esto es, a los “nombres” (“nomi”) de la estética, Franzini y sus colaboradores no se refieren únicamente a las palabras: están pensando en ideas, en cosas, o, dicho de otro modo: los nombres son la consecuencia y no la causa de la realidad de las cosas133. Quizás se echará de menos en este tipo de enfoque el “nervio”, la fuerza que tienen aquellos que, apasionadamente, se comprometen con alguna doctrina, sin permitir que la tolerancia de lo diverso module y aun atenúe el ímpetu de su propia sensibilidad. Es verdad: nada hay aquí de “pathos” visionario ni poético. Lo que el lector encontrará es un texto más que solvente, 128 129 130 131 132 133
Franzini, p. 9. Ibid., p. 361. Ibid., p. 9. Ibid., p. 363. Ibid., p. 8. Ibid., p. 152.
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preciso en lo conceptual, muy actualizado tanto en la información como en los planteamientos, y, sobre todo, “razonable” donde los haya. Impugnados ya los tópicos sobre determinados periodos, cada cual es puesto sobre sus propias bases, persiguiéndose siempre la coherencia que subyace a la diversidad de sus manifestaciones. Incluso el Barroco y el Clasicismo del XVII, tan a menudo considerados antagónicos, tienden a reconciliarse por medio de una visión amplia y comprensiva. La obra concluye, además, con una rica bibliografía que remite a estudios más pormenorizados. Pervive, con todo, al lado del eclecticismo de Franzini y Mazzocut-Mis, la actitud posmoderna, que ha tenido nuevas manifestaciones en sendos libros de Umberto Eco aparecidos en fechas muy cercanas: la Historia de la belleza134 y la Historia de la fealdad135, obras más bien divulgativas, para un público no especializado. Tampoco son, como indican sus títulos, historias generales de la estética, pero, dada su enorme difusión repercusión y, ¿cómo no?, también su valor intrínseco, justo será dedicarles unas líneas. Enlazando con la clásica historia de las ideas, Eco, pese a dar protagonismo al gran arte, se resiste a permitir que éste monopolice el dominio de lo bello. Según sus propias palabras, sólo se ocupa de los conceptos en torno al arte cuando éstos establecen una relación directa con la belleza136, y, como buen posmoderno, hace acopio de numerosísimas imágenes tomadas de los “Mass Media” al alcanzar la época contemporánea, eludiendo de manera deliberada el debate acerca de la superioridad de unas manifestaciones sobre otras. Lo que le importa, mucho más que juzgarlas, es interpretar el ideal que se refleja en cada una de ellas137. Las jerarquías desaparecen, a la vez que imágenes de épocas y procedencias muy diferentes se mezclan como en un caleidoscopio. Haciendo un ejercicio de prudencia, Eco, acepta que pueda haber reglas universales de la belleza, pero nos dice que no es eso lo que él quiere investigar: “aquí buscamos la diferencia. Deberá ser el lector quien busque la unidad”138. Una postura que, además de cómoda, resulta un tanto tendenciosa, puesto que al lector poco avisado lo arrastra sin darle otra alternativa a la celebración de la diversidad más radical e irreductible o, expresado con sus propias palabras, “a esa orgía de la tolerancia, el sincretismo total, al absoluto e insuperable politeísmo de la belleza”139. Sobre fundamentos idénticos descansa la otra historia de Eco, la de la fealdad, si bien aquí la selección tanto de imágenes como de textos es aún más valiosa por la escasez de obras generales sobre el tema. A diferencia de 134 135 136 137 138 139
Barcelona, Lumen, 2007, trad. de M. Pons Irazazábal. El CD Rom original es de 2002. Barcelona, Lumen, 2007., trad. de M. Pons Irazazábal. El original italiano es de 2007. Historia de la belleza, ed. cit., p. 10. Ibid., p. 14. Ibid. Ibid., p. 428.
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Karl Rosenkranz en su pionera Estética de lo feo140, Eco entiende que lo feo es una categoría estética con entidad propia y no una modificación de la belleza. O sea, que a la inagotable pluralidad de lo bello, habría que agregar la no menos inagotable que también deriva de lo feo. De todos modos, invocar algunos de los lugares comunes del pensamiento posmoderno no impide al escritor italiano ofrecer novedades bien interesantes: para empezar, estas obras no se destinan al especialista, al estudiante o al lector familiarizado con la reflexión sobre el arte y la belleza. Eco se dirige al lector general. No es aquí el autor del complejo Tratado de semiótica general141 quien escribe, sino el de “best-sellers”. De ahí que su registro sea de claridad meridiana sin caer en el simplismo. A esto se une una presentación editorial muy atractiva, salpicada de imágenes y breves textos escogidos de manera oportunísima. Lo que propone Eco es, pues, una historiografía visual142, acorde con la cultura en que todos estamos inmersos y con las posibilidades futuras del género. Las imágenes, lo mismo que las palabras, explican las teorías y las ideas, que se hacen más comprensibles al profano y, desde luego, más amenas. Luce aquí la máxima horaciana de la enseñanza placentera, pero vestida ahora con las galas posmodernas de la diversión y el hedonismo. EPÍLOGO
De todo lo dicho tal vez pueda deducirse que la estética está en crisis, pero, en cualquier caso, sería una crisis productiva, que, en vez de amenazar su supervivencia, la empuja a explorar nuevos caminos. Si dejamos a un lado el poder de sugestión que siempre ejercen los vaticinios fatalistas, comenzando por el hegeliano fin del arte, no hay razones incuestionables para anunciar la liquidación de la disciplina. Y si no las hay respecto a la estética, tampoco las hay para el subgénero dedicado a historiarla. Al contrario: si algo se ha de destacar, son sus progresos. Y, entiéndaseme bien: “sensu stricto”, no hay progreso en las humanidades, pero sí caben avances parciales. La historiografía estética no ha sido una excepción. No discutiré los logros, indudables y en ciertos aspectos imperecederos, de la historiografía hegeliana, pero nadie podrá negar ahora que adolece de una visión inexacta y en exceso teleológica de las épocas pretéritas. La comprensión del pasado, aunque nunca 140
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Estética de lo feo (trad. esp. de Miguel Salmerón), Madrid, Julio Ollero Editor, 1992. Es, por cierto, a Karl Rosenkranz a quien está dedicada una de las obras comentadas aquí, la historia de la estética de su discípulo Max Schasler. Umberto Eco, Tratado de semiótica general (trad. esp. de Carlos Manzano), Barcelona, Lumen, 2000. Ya se ha dicho que la versión original de la Historia de la belleza utilizaba un CD Rom como soporte.
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podrá alcanzar el retorno de éste a la vida, se ha precisado, y, ¿por qué no reconocerlo? enriquecido en los últimos dos siglos. La estrategia misma de historiar las ideas, dejando que éstas historias conceptuales interactúen con la clásica historia por épocas ¿no es un modo de penetrar con mayor clarividencia en el espíritu del pasado? ¿Y no es esto un avance? Así y todo, si hay un fenómeno trascendente en la historiografía más reciente, ése es su ingreso en la propia teoría estética. El ejemplo más claro visto aquí es el de Franzini y Mazzocut-Mis, pero Givone también esbozó este mismo desarrollo, aunque fuera en clave negativa, al certificar la asimilación de la estética tal y como la entendió Kant por parte de la historia. Givone relacionaba esta transformación con el auge de la hermenéutica, que habría provocado una universalización de la historia. Y, en buena parte, no le falta razón: en efecto, la hermenéutica va por ese camino; lo que ya no está tan claro es que eso implique a la fuerza que la estética sea devorada por la historia. Yo preferiría hablar de integración: no desaparece la teoría, sino que ahora debe incluir la historia. A su manera, los hegelianos ya lo habían advertido: toda estética exigía antes una historia. La diferencia es que hoy la historia es algo más que un prolegómeno; ya forma parte del tejido mismo de la reflexión teórica. Definir lo que es la estética, sus límites, sus horizontes, sus centros temáticos, pasa por asumir los resultados del examen histórico. Un examen que, en lugar de dirigir la vista hacia un destino puesto de antemano, tiene por sí solo un valor sustantivo para determinar, en el plano de la teoría, los perfiles de la disciplina. Así pues, historizar la teoría estética no es necesariamente deslegitimarla; significa redescubrirla con una conciencia mucho más aguda de la propia temporalidad del sujeto y de todos los discursos. Por esta razón, antes que liquidar los elevados designios que desde su fundación inspiraron a la estética, habría que darse cuenta de que tampoco ellos sobrevuelan la historia. La aspiración de armonizar la razón y los sentidos, el sujeto y el objeto, la conciencia moral y el conocimiento teórico, el placer y los principios, es decir, todos aquellos ideales que procuran un fundamento antropológico a la estética, siguen siendo irrenunciables, como en los tiempos de Schiller, pero a condición de que sean contextualizados y no fosilizados en alguna de sus configuraciones históricas. Y que nadie se llame a engaño: la voluntad de unir todas esas polaridades, trascendiendo las escisiones del sujeto, si bien alcanza su formulación más explícita en la encrucijada entre la Ilustración y el Romanticismo, es, en un sentido más amplio, extensiva al larguísimo arco temporal que abarca la evolución entera del pensamiento estético en Occidente. A veces se ha planteado en forma de conflicto, de imposibilidad; otras, como un ideal realizable: ¿no son estos antagonismos los que están detrás de la controversia platónica entre lo sensible y lo inteligible?; ¿los que
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poco más tarde reaparecen en Aristóteles, cuando se esfuerza por integrar el arte y la sensibilidad dentro de un nuevo modelo de lo humano?; ¿o los que, en pleno siglo XII, quiso conciliar Hugo de San Víctor en favor de un humanismo cristiano capaz de reconocer y hasta de exaltar el goce de los sentidos? Ejemplos que podrían multiplicarse y que prueban la relativa estabilidad de unos centros fundamentales de reflexión o, por decirlo como lo hicimos más atrás, la continuidad de unos cuantos problemas, a pesar de las inagotables variaciones que cada autor y cada momento introducen en la forma de plantearlos así como en sus tentativas para resolverlos. Por otro lado, también es cierto que el modo de identificar ese horizonte común a las diferentes épocas, esa especie de cadena única con numerosísimos eslabones tiene que ser adaptado una y otra vez a modelos de interpretación que son tan cambiantes como la propia evolución de la estética. Givone ya lo decía refiriéndose a su obra: conviene asumir al respecto las conclusiones de la hermenéutica, para lo cual el acto de interpretar los textos del pasado es inseparable de aquel que lo lleva a cabo, en cuanto que éste incorpora a él su punto de vista, con todas las posibilidades y las limitaciones que eso comporta. Finalmente, si a esa tendencia a historizar la estética le unimos el descrédito de los métodos y las convicciones excluyentes, el resultado es que los protocolos sobre cómo hacer historiografía se hacen más elásticos. Y esto no tiene por qué ser visto solamente en clave escéptica o negativa; también puede ser un acicate para la imaginación y la inteligencia. No querría caer en la tentación posmoderna de asimilar la historiografía al arte, pero ¿qué hay de malo en admitirlo?: también la historia tiene mucho que ver con la creatividad, con la sensibilidad y, dicho sea con todas las comillas posibles, con el “genio”. Y acaso sea ésta una de las asignaturas pendientes que hoy le quedan a la historiografía: pese al dominio abrumador que de su especialidad lucen los nuevos historiadores de la estética, en ellos se suele echar de menos la fuerza y la pasión que algunos escritores de hace ya bastantes décadas supieron imprimir a sus obras. Aun a riesgo de ser reiterativo, pienso de nuevo en Pelayo, en Bruyne o, fuera de la historiografía estrictamente profesional, en la estética de nuestros Ortega y D´Ors. La reflexión, y en los dos primeros casos la más apabullante erudición, se daban la mano allí con la elocuencia, la sensibilidad y la emoción. Hoy, en cambio, la historiografía, por muy plural que sea en sus enfoques, es mucho más uniforme en cuanto al estilo, que propende a un registro relativamente neutro. No faltan, es verdad, quienes se permiten ciertas expansiones retóricas, como Givone, o formas más personales de expresión, como el sorprendente Terry Eagleton, pero, en conjunto, no es injustificado denunciar una marcada inclinación al tono aca-
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démico, bajo el que se acostumbra a reprimir el verdadero pulso de quien escribe. Y no menos postergado parece haber quedado en nuestra época algo estrechamente ligado al tema anterior: la concepción humanista de la historia, que veía en ésta no sólo los testimonios de un saber, sino por encima de todo, una sabiduría e incluso un motivo de admiración. La erudición, lejos de ser sin más un ejercicio académico, era considerada aquí una experiencia integral en la que participaban la inteligencia, la conciencia ética y el sentimiento estético. Una experiencia que había de plasmarse en hermosas palabras. Son, pues, muchas las posibilidades que se le abren a la historiografía estética: algunas, como la historia por ideas, ya se han iniciado; otras están todavía por descubrir o por reinventar, como la historiografía humanista. En definitiva, el género no se agota; se encuentra en una época de alto rendimiento y promesas esperanzadoras. Que éstas fructifiquen no dependerá del estado más o menos crítico de la disciplina, sino del talento de quienes quieran enriquecerla con sus palabras.
MUSICOLOGÍA HISTÓRICA E HISTORIOGRAFÍA TERESA CASCUDO “El musicólogo es, en primer lugar y ante todo, un historiador”1. Esta frase, dicha a mediados de la década de los sesenta del siglo pasado por Palisca (1921-2001), uno de los musicólogos más destacados de la segunda mitad del siglo XX, sintetiza una postura según la cual la historia de la música constituye el interés primario de todo musicólogo2, siendo así cualquier consideración acerca de los hechos y objetos musicales en la historia, por sí misma, una investigación histórica, independientemente del punto de vista, de los métodos utilizados y de los objetivos perseguidos3. Este punto de vista, bastante extendido, explica que la historia de la música evidencie una particular propensión hacia el eclecticismo metodológico y que se defina, no tanto por la distinción en relación con otras subdisciplinas musicológicas, sino, al contrario, por la integración metodológica de las mismas e, incluso, por la exigencia de que a su vez éstas integren características esenciales del método histórico4. Además, escribir sobre la historiografía de la música lleva consigo, al menos en España, reflexionar sobre algo que en términos antropológicos podríamos considerar un doble proceso de aculturación. De la respuesta a la también doble pregunta que se podría formular como punto de partida (¿qué 1
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Harrison, Frank LL., Mantle Hood y Claude V. Palisca, Musicology, Englewood Cliffs, New Jersey, Prentice-Hall, 1963, p. 119. Todas las traducciones al castellano son de la autora del artículo. Queda lejos de los objetivos de este trabajo dar una respuesta filosófica a las relaciones entre musicología e historia de la música. Sobre este asunto, vid. Giles Hooper, The Discourse of Musicology, Aldershot, Ashgate, 2006. Cf. “Presentazione”, Musica e Storia, I (1993), p. 5. Este debate ha sido especialmente relevante en lo que se refiere a las relaciones entre análisis musical e historia de la música. Cf. Joseph Kerman, “How We Got into Analysis, and How to Get Out”, Critical Inquiry, 7 (1980), pp. 311-331; Molino, Jean, “Musical fact and the semiology of music”, Musical Analysis, 9, 2 (1990), p. 105-156; Kramer, Lawrence, “Haydn’s Chaos, Schenker’s Order, or: Hermeneutics and Musical Analysis: Can They Mix?”, 19th-Century Music, 16 (1992-1993), pp. 3–17; Kofi Agawu, “Analyzing music under the new musicological regime”, The Journal of Musicology, 15, 3 (1997), pp. 297-307; Id., “Round Table V. Musical Analysis: Systematic versus Historical Models (15th Congress of the International Musicological Society Madrid, 3-10 de Abril, 1992. “Mediterranean Musical Cultures and Their Ramifications"), Acta Musicologica, 63, 1 (1991), pp. 20-22.
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es historia [de la música] y qué es música?) forma parte el proceso mediante el cual llegó a las clases urbanas españolas el canon musical en torno al cual se conformó la disciplina, así como los métodos que le son propios. Esto ocurrió a lo largo del siglo XIX, acompañando, de resto, un proceso más amplio que en historia general se suele designar como globalización. Ya en el siglo XXI se acumulan en la memoria de los musicólogos los efectos de dos momentos diferentes de la globalización, asociados respectivamente con la hegemonía científica alemana y anglosajona. Por supuesto, la comunidad imaginada formada por los musicólogos activos en España aproximadamente a lo largo de los últimos cien años se ha visto sometida a las mismas tensiones que otras posibles de entornos lingüístico-culturales como el francés o el italiano, si bien en circunstancias institucionales bastante más endebles5. Es más, actualmente, dentro de la hegemónica musicología internacional anglosajona, se detectan diferencias entre Estados Unidos y el Reino Unido. Añadiré que queda fuera de nuestro actual objetivo examinar la historiografía de la música desde el punto de vista de la globalización. La musicología es una actividad académica formalmente de historia reciente: de hecho, el término ‘musicología’ no empezó a generalizarse hasta la segunda década del pasado siglo, aunque su base conceptual y estética sea sin duda anterior. A finales del siglo XVIII era frecuente un tipo de historiador de la música de perfil erudito, así el aludido por el jesuita ilustrado Juan Andrés (1740-1817) en Origen, progresos y estado actual de toda literatura (1ª ed., Parma, 1782-1799) a propósito de la composición y edición de motetes entre los siglos XIV y XVI. Andrés, ante la imposibilidad de documentar con exactitud ninguna fecha relativa a este repertorio, escribe: “Dejaremos para los doctos historiadores de la música el examen de estos puntos eruditos”6. Casos de este tipo de historiador fueron en cierto modo Giovanni Batista Martini (1706-1784) o Charles Burney (1726-1814), no así los jesuitas expulsos Esteban de Arteaga (1747-1799) y Antonio Eximeno (1729-1808)7. No entraremos aquí en problemas históricos aun de gran repercusión teórica, así la polémica sostenida entre Eximeno y Martini.
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Basta pensar que la musicología ingresó en la universidad española en los años 80. Actualmente se imparten estudios musicológicos en nueve universidades. Recuérdese que, además del CSIC, son las únicas instituciones que se ocupan de investigación, a diferencia de los Conservatorios Superiores de Música. Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda literatura, ed. de J. García Gabaldón, S. Navarro y C. Valcárcel, dirigida por P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 1997-2002, vol. IV, p. 223-4. V. Fernando Molina Castillo, “Conceptos histórico-críticos preliminares a la propuesta de reforma del melodrama de Esteban de Arteaga”, Philologia hispalensis, 9 (1994), pp. 117-134. Además, Philippe Vendrix, Aux origines d'une discipline historique. La musique et son histoire en France aux XVIIe et XVIIIe siècles, Ginebra, Droz, 1993.
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Juan Andrés compuso, con el título De la Acústica, una excelentemente breve, precisa y completa Historia general de la Música desde el punto de vista de la teoría de la disciplina, es decir una historia de la musicología, dentro de su extensa obra historiográfica universal, antes referida. Andrés, que comienza por plantearse y explanar el problema epistemológico de base pues, como Aristóxeno y modernamente Eximeno, piensa que la Música no ha de situarse disciplinarmente en la Matémática, examina rigurosamente la serie completa de los grandes pensadores, desde los antiguos hasta los modernos Bernoulli, D’Alembert, Riccati, Rameau…, y el mismo Eximeno. Por ello, Andrés y Eximeno son representantes en este campo de un extraordinario criterio moderno. Juan Andrés, en la sección dedicada a la música en Origen, también se presenta a sí mismo buscando “en los libros antiguos de música; y en otros modernos que tratan de su historia” los especímenes más remotos documentables en España de notación musical fijada fuera del entorno eclesiástico8. El objetivo básico de los historiadores era acopiar fuentes y documentar así las obras más lejanas en el tiempo a fin de aclarar los problemas históricos fundamentales aún no resueltos9. Esta actitud, que coincide usualmente con la Anticuaria, perduró durante el siglo XIX, juntamente con el creciente concepto de progreso, que, originado en la Ilustración, modeló de forma determinante, aunque a veces contradictoria, las historias de la música subsecuentes. La gran diferencia entre los siglos XVIII y XIX, no obstante, se encuentra en la incorporación dentro de los estudios históricos sobre música del historicismo romántico, con su vertiente culturalista y particularista y también con los condicionamientos ideológicos, en especial los de carácter nacionalista, propios de la época10. Con todo, la cuestión “nacionalista”, sobre la cual aquí no podemos entretener argumentos, en musicología es de recordar que reviste una especial significación que no debe llamar a confusiones. Antonio Eximeno, matemático y filósofo, en la segunda parte de su tratado teórico e histórico sobre la música (Dell'origine e delle regole della musica colla storia del suo progresso, decadenza, e rinnovazione, 1774 – Del 8
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En sus averiguaciones argumenta, discutiendo la bibliografía entonces disponible, que la más antigua había de ser la música árabe. Juan José Carreras discutió con mayor profundidad las implicaciones del paradigma historiográfico de la Ilustración en “La historiografía artística: la música”, en P. Aullón de Haro (ed.), Teoría de la historia de la literatura y el arte, Madrid-Alicante, Verbum-Universidad, 1994, pp. 277-306. Estos condicionantes afectaron particularmente el desarrollo de la historia de la música en España y también la elaboración de esa misma historia de la música “española”. Vid. Juan José Carreras, “Hijos de Pedrell. La historiografía musical española y sus orígenes nacionalistas (1780-1908)”, Il Saggiatore musicale, VIII, 1, 2001, pp. 121-169. Además, Judith Etzion, “Spanish Music as Perceived in Western Music Historiography: A Case of the Black Legend?”, International Review of the Aesthetics and Sociology of Music, 29, 2 (1998), pp. 93-120.
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origen y reglas de la música, 1796) desarrolla un discurso historiográfico con el que trata de demostrar las teorías expuestas en la primera parte. La falta de modelos y su particular visión de la historiografía le conduce a crear un ensayo filosófico, decididamente ilustrado, con un modelo múltiple de periodización cuyo aspecto más original es la relación establecida entre desarrollo artístico y decadencia moral. En este punto inspirado por Turgot, y que mantendría Winckelmann para las artes plásticas, Eximeno plantea un determinismo geográfico muy matizado en el que el clima es uno más de entre los numerosos factores que influyen en el desarrollo artístico de un pueblo. Por otra parte, en su novela D. Lazarillo Vizcardi (escrita entre 1799 y 1806, aproximadamente), Eximeno introducirá algunas novedades, al otorgar una mayor importancia a la música instrumental y además hacer uso de una metodología crítica incluyendo notas a pie de página, referencias a historiadores de la música y apéndices de contenido historiográfico. El carácter fuertemente subjetivo de la visión de Eximeno hará que su influencia sea muy limitada en los autores españoles de la primera mitad del XIX. La recuperación de su pensamiento en la segunda mitad del siglo llevará a trazar interpretaciones sesgadas que desfiguran la propuesta del exjesuita, quedando reducido a una suerte de precursor del nacionalismo musical11. En el presente estudio nos centraremos en la historiografía de la música producida en el ámbito de la musicología en sentido contemporáneo12. Sin embargo, en primer lugar, expondremos las principales características de la historia de la música tal como se construyó a lo largo del siglo XIX13. En segundo lugar, nos referiremos a Hugo Riemann (1849-1919) y Guido Adler (1855-1941), quienes en el ámbito germánico pusieron las bases de la disciplina académica. La historiografía de su época, en gran parte fundamentada 11
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Sobre la historiografía musical de Eximeno, véase Alberto Hernández Mateos, El pensamiento musical de Antonio Eximeno, Universidad de Salamanca, 2013, pp. 433-459, y “Progresso, decadenza e rinnovazione: el pensamiento historiográfico-musical de Antonio Eximeno”, en Il Saggiatore Musicale, vol. XIX, 2 (2012), pp. 199-213. Sobre la recepción del pensamiento de Eximeno en el siglo XIX, del mismo Hernández Mateos, “La recepción del pensamiento musical de Antonio Eximeno en la historiografía musical española del siglo XIX. Una aproximación”, en Ramos, Pilar et alii (eds.), Musicología global / Musicología local, Logroño, Sociedad Española de Musicología, 2012, pp. 1539-1558. El presente artículo procede en parte de un trabajo más extenso que fundamentó en 2010 el Proyecto Docente de la autora para un concurso al cuerpo de Profesores Titulares de Universidad. Vid. como síntesis de referencia, Glenn Stanley, “Historiography”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com y Jim Samson, “Music history”, en J. P. E. Harper-Scott y Jim Samson (eds.), An Introduction to Music Studies, Cambridge U. P., 2008, pp. 7-23. Cf. Duckles, Vincent, “Johann Forkel: The beginning of musical historiography”, EighteenthCentury Studies, 1, 3 (1968), pp. 277-290; “Patterns in the Historiography of 19th-Century Music’, Acta Musicologica, xlii (1970), pp. 75–82.
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sobre el concepto de estilo, se prolongó en sus efectos a lo largo del siglo XX. Abordaremos, finalmente, las principales aportaciones de Carl Dahlhaus (1928-1989) y Leo Treitler (1931-) en el contexto de la Guerra Fría y la respuesta dada por la musicología histórica a los cambios ocurridos en el ámbito de la historia social y cultural. DE HÉROES Y MONUMENTOS MUSICALES
Los grandes artistas se convirtieron en los polos en torno a los cuales se organizó el discurso musicológico a lo largo del siglo XIX. Esto queda demostrado en la preponderacia del estudio biográfico14, que tuvo como contrapartida que los aspectos directamente relacionados con las obras musicales quedasen de lado. A partir del estudio de Johann Nikolaus Forkel (17491818) dedicado a Bach, publicado en 1802, se se subrayó la figura del compositor en cuanto individuo excepcional en el que se concentraban, incluso, las principales tendencias creadoras de cada período. Forkel exaltó la figura de Bach como culminación de la evolución de la historia de la música iniciada en la Antigüedad. En dicha biografía, Forkel retrata, en palabras de Stauffer, a un héroe cultural alemán que dedica su obra a los “patriotas amantes del arte musical”15. Si Bach se convirtió así en referente patriótico de la Alemania protestante, Giuseppe Baini transformó después a Palestrina en el artífice de la culminación de la música eclesiástica dentro del catolicismo, en su Memorie storie-critiche della vita e delle opere di G. Palestrina (1828). Como vemos, la elección de determinados compositores-héroes se fundamentaba precisamente en la construcción de un argumento histórico basado en la recuperación de fuentes hasta entonces desconocidas y fundamentado en un gran relato de carácter identitario, patriótico o religioso16. La biografía musical se desarrolló a partir del siglo XVIII como elemento de obras enciclopédicas e historiográficas. De hecho, el Historischbiographisches Lexikon der Tonkünstler (1790-92), revisado como Neues historisch-biographisches Lexikon der Tonkünstler (1812-14), de Ernst Ludwig Gerber (1746-1819), se considera el antecedente de las monumenta-
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Para una introducción al uso académico del género biografía por parte de la musicología, vid. Hans Lenneberg, Witnesses and scholars. Studies in Musical Biography, Nueva York, Gordon Breach, 1988. Cf. George B. Stauffer, “Forkel, Johann Nikolaus”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online, (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com. Cf. James Garratt, Palestrina and the german romantic imagination: interpreting historicism in nineteenth-century music, Cambridge U. P., 2002; Rodobaldo Tibaldi (ed.), La recezione di Palestrina in Europa fino all'Ottocento, Lucca, Libreria Musicale Italiana, [1999]; Celia Applegate y Pamela Potter (eds.), Music and German National Identity, Chicago-Londres, University of Chicago Press, 2002.
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les elaboraciones decimonónicas17. En el siglo XIX comenzó a proliferar la biografía autónoma, dedicada a grandes compositores como Bach, Mozart, Haydn y Beethoven. Haydn. Fueron sin embargo algunos trabajos dedicados a italianos (el antes referido sobre Palestrina, de Baini, o Johannes Gabrieli und sein Zeitalter, 1834, de Carl von Winterfeld), juntamente con la Biographie W.A. Mozart's (1828), de Georg Nikolaus Nissen, los primeros trabajos basados en documentación inédita de archivo. Durante la segunda mitad del XIX y principios del XX, la biografía se convirtió en el género por excelencia de la musicología, tal como evidencia en la siguiente enumeración: Friedrich Chrysander (1826-1901) con Haendel entre 1858 y 1867 (también fue editor de su obra musical según criterios filológicos contemporáneos), Heinrich Kreissle von Hellborn (1822-1869) con Franz Schubert en 1865; en las décadas de 60 y 70, las de Beethoven de Ludwig Nohl (18311885) y Alezander WheelockThayer (1817-1897), la de Haydn, por C.F. Pohl entre 1875 y 1927, y la de Johann Sebastian Bach (1873-80) por Philipp Spitta. El interés por escuchar obras del pasado en concierto propició publicaciones de fuentes musicales. Las primeras antologías datan de principios del XIX, pero el esfuerzo de fijar la música del pasado en ediciones monumentales conforme a criterios de base filológica empezó a dar sus frutos ya en la segunda mitad del siglo. Forkel puede ser traído de nuevo a colación como antecedente de la edición de obras completas de compositores seleccionados, ya que desempeñó la función de asesor en la edición de las Oeuvres complètes de Jean Sebastien Bach, en las series dedicadas a la música para tecla editadas en 1802 por Hoffmeister & Kühnel. La publicación continuó durante los años siguientes hasta 1817. El modelo de edición monumental fue establecido más tarde, gracias, entre otros, a los alemanes Franz Commer (1813-1887) y Carl Proske (1794-1861), así como el belga Robert Julien Maldeghem (1810-1893). Los dos primeros editaron, entre otras, las series Collectio operum musicorum Batavorum saeculi XVI (Berlin, 1844–58) y Musica Divina (Regensburg, 1853-1863), mientras que el tercero fue responsable de la antología Trésor Musical: Collection Authentique de Musique Sacrée et Profane des Anciens Maîtres Belges (Bruselas, 1865-93). A partir de mediados del mismo XIX también se imprimieron obras completas de numerosos autores, iniciando ya la generalización de los modernos procedimientos de edición crítica. Debe ser destacada la actividad de la editorial Breitkopf und Hártel, de Leipzig, que dispuso las obras completas de Bach (1851), Handel (1858), Palestrina (1862), Beethoven (1862), Mendelssohn (1874), Mozart (1877), Chopin (1878), Schumann (1880), Grétry (1884), 17
Cf. Maynard Solomon, “Biography”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com.
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Schubert (1884), Schütz (1885), Lasso (1894), Berlioz (1899), Schein (1901), Victoria (1902), Haydn (1907) y Brahms (1926). LA HISTORIA DE LA MUSICA EN EL SIGLO XIX
Entraremos ahora en el ámbito de la historiografía en un sentido restringido, en “los escritos acerca de la historia de la música” publicados a lo largo del siglo XIX. Siguiendo a Vincent Duckles, debemos comenzar con la figura de Johann Nikolaus Forkel (1749-1818). El principal propósito que le animó a emprender la elaboración de su Allgemeinte Geschichte der Musik, cuyo primer volumen apareció en 1786, fue “demostrar cómo la música de su tiempo había llegado al estado de perfección en el que existía en su época, o en la época de Johann Sebastián Bach, el compositor cuyo trabajo colocó en el vértice de la pirámide”18. Y es que, fundamentándose en la historiografía de la Ilustración, su visión de la historia era semejante a una estructura piramidal en cuyo vértice estaba la cultura musical contemporánea del historiador, tratándose, no de una sucesión de hechos, sino de ideas integradas, animadas por el objetivo de alcanzar la perfección. La historia de la música era concebida como una evolución gradual de lo simple a lo complejo, de la música primitiva equivalente al ruido a la era de la armonía, pasando por una fase intermedia caracterizada por el nacimiento de un “sentido de las relaciones tonales, la identificación específica de sonidos con sentimientos, el empleo rudimentario de escalas y la invención de patrones melódicos simples”19. Forkel otorgaba una importancia crucial a la aparición de la armonía, que, en su opinión, marcó el inicio del Neuzeit o tercer período de la historia de la música al permitir la paulatina emancipación de la música con respecto a las palabras. Entendía la música como “expresión profunda de los sentimientos humanos”, y no como “lujo inocente” cuyo propósito era la mera estimulación de los sentidos, a diferencia de Rousseau o Burney20. La Allgemeine Geschichte (Leipzig, 1788-1801) es el trabajo más importante de Forkel y en él encontramos reflejados los principales fundamentos de su manera de entender la historia. Constituye la primera tentativa de proporcionar, en alemán, una historia general de la música. Los dos primeros volúmenes abarcan el período transcurrido entre la Antigüedad y el final del siglo XVI. El tercer volumen, que no llegó a completar, se extendía hasta el presente del autor. También escribió la primera monografía sobre Bach, intitulada Über Johann Sebastian Bachs Leben, Kunst und Kunstwerke (Leipzig, 18
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Vincent Duckles, “Johann Forkel: The beginning of musical historiography”, EighteenthCentury Studies, 1, 3 (1968), p. 283. Ibid., p. 284. George Stauffel, “Forkel, Johann Nikolaus”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online, (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com.
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1802). Su concepción del cambio histórico (como apuntábamos, fundamentado en la idea de progreso) no le condujo a defender una interpretación optimista de su época: al contrario, en su opinión, el progreso de la música había alcanzado su punto álgido en la obra de Bach, después del cual había comenzado una época de decadencia. La idea de progreso musical que defendía Forkel también fue criticada, y sus sucesores, al contrario de él, separaron el objeto musical (la “obra”) de su contexto cultural. Esta distinción está en la base de dos corrientes opuestas en la aproximación a la historia de la música: la que podemos denominar como cultural-sociológica, por un lado, y la que se suele designar estructural-formalista, por otro. En el siglo XIX, la distinción entre dos métodos asociados a cada una de estas corrientes, que denominaremos hermenéutica y formalista-analítica, se hizo evidente debido a la irrupción en los discursos sobre música del historicismo romántico con su programa de integración cultural particularista, opuesto al universalismo ilustrado y que, no sólo impulsó el desarrollo de la historiografía sobre música, sino que la marcó con atributos particulares. Por un lado, la extensión de las técnicas de análisis propias de los textos teóricos, jurídicos y clásicos a otra clase de textos, juntamente con el historicismo, fueron los dos pilares que fundamentaron, a principios del siglo XIX, el nacimiento de las denominadas “ciencias del espíritu”, transformándose en principios epistemológicos que también determinaron los ensayos sobre música21. Por otro lado, como ya hemos adelantado en la introducción, se generalizó e incrementó la noción del progreso, heredada del siglo XVIII y que, por diversos derroteros, organizaría los más influyentes discursos sobre música y cualquier otra materia, independientemente de que fueran favorables o contrarios a las vías por las que ese progreso conducía a la música. En otras palabras, los historiadores, a partir del siglo XIX y sobre todo en Alemania, intentaron incluir la música en el Zeitgeist de su tiempo, lo que solucionó teóricamente los problemas planteados por la noción de progreso (la música, así, “acompañaba” el resto de las manifestaciones culturales) y por la aplicación de la hermenéutica, confiriendo significados a la música mediante su inclusión en el propio concepto de cultura. La musicología decimonónica no fue habitualmente cultivada por especialistas universitarios ni formados en la música práctica sino más bien ejercientes de profesiones liberales, en ocasiones historiadores o filólogos. Una buena parte de la producción musicológica de esa época fue desarrollada por aficionados, lo que le dio un cierto cuño generalista y humanístico. Con frecuencia el ejercicio de la escritura periodística se confundió en muchos mu21
Cf. Bent, Ian, “General introduction”, en Id. (ed.), Music Analysis in the Nineteenth Century, Vol. II. Hermeneutic Approaches, Cambridge U. P., 1994, pp. 1-27.
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sicólogos con la de la historia de la música. Esta convergencia decimonónica contribuyó, al menos en alguna medida, a apuntalar la centralidad de un repertorio concreto que se convirtió en el canon a partir del cual se estudió la música del pasado y también la música de otras épocas. El ejemplo máximo de este fenómeno lo constituye lo que podríamos designar como la monumentalización de Ludwig van Beethoven, construida por la musicología al tiempo que la complejidad de su música legitimaba el propio discurso musicológico22. Lo que podríamos denominar una mitología beethoveniana constituye la piedra angular de la historiografía de la música occidental. La mutua dependencia entre musicología y Beethoven tuvo diversos efectos, entre los que se cuenta la reducción del número posible de “modelos de compositor”, algo crucial porque esta categoría, la de compositor, fue, como hemos visto, central durante décadas para la historiografía de la música. Se construyó una narrativa elemental a partir de tres elementos principales que se intentó aplicar a todos los compositores: la fusión total entre vida y obra, la necesidad del sufrimiento y la atemporalidad23. Añadiremos la utilización de una temporalidad que sólo considera su “obra” dentro de una línea evolutiva, dividida habitualmente en un esquema tripartito, diferenciado con argumentos de carácter estilístico. Esta división fue sugerida por vez primera en Francia por un autor anónimo, en 1818 y, reformulada y criticada, nos la reencontramos en numerosos trabajos posteriores, de los cuales la voz “Beethoven, Ludwig van” incluida en el diccionario New Grove es un ejemplo24. Durante la segunda mitad del siglo XIX, el desarrollo de la musicología también fue causa de la aparición de un nuevo tipo de publicación periódica. Las revistas Berliner Allgemeinte musikalische Zeitung (1824-1830) dirigida por Adolph Bernahrd Marx, o Cäcilia (1824-1848), publicada por la edito22
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Semejante afirmación, merece, desde luego, ser matizada. Por un lado, también cada historia de la música se construye en torno a un determinado canon, v. William Weber, “The History of Musical Canons,” en Mark Everist y Nicholas Cook (eds.), Rethinking Music, Oxford U. P., 1999, pp. 340-59. Por otro, además de la agenda nacionalista, también la agenda religiosa marcó la constitución de repertorios musicales con una vertiente práctica que, no obstante, acabó tomando un cariz musicológico. A este respecto, v., por ejemplo, Katherine Bergeron, Decadent Enchantments: The Revival of Gregorian Chant at Solesmes, Berkeley, etc., University of California Press, 1998; Katherine Ellis, Interpreting the Musical Past: Early Music in Nineteenth-Century France, Oxford U. P., 2005; Antonio Lovato, “The Cecilian movement and musical historiography in Italy: The contribution of Angelo De Santi” y Stefan Morent, “Viewing the past: Differing concepts of early music history in 19th century France and Germany” en Zdravko Blazekovic, Barbara Dobbs MacKenzie (eds.), Music’s Intellectual History, Nueva York, RILM Perspectives, 2009, pp. 241- 9 y pp. 473-9. Hans Heinrich Eggebrecht, Zur Geschichte der Beethoven-Rezeption, Wiesbaden, Franz Steiner, 1972. Cf. Ian Bent, “Four essays on the styles of Beethoven’s music”, en Music Analysis in the Nineteenth Century. Volume one: Fuge, form and style, Cambridge U. P., 1994, pp. 302-329.
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rial Schott en Mainz, son ilustrativas de la mezcla de varios géneros que era la habitual en la primera mitad del siglo, incluyendo artículos de actualidad, críticas, series de artículos de tema histórico y biográfico. Sin embargo, debe ser destacado que ambas publicaban trabajos de carácter histórico y que la primera contribuyó decisivamente a la recuperación de Bach. A partir de ese modelo, y sobre todo gracias a la actividad desarrollada por Friedrich Chrysander (1826-1901) a partir de 1868, juntamente con Philip Spitta (18411894) y Guido Adler (1855-1941), se comenzó a delinear un modelo de publicación especializada en la asuntos musicales de orientación científica, o sea, que prestaba atención a los temas categorizados bajo el epígrafe de “ciencias musicales” por el último de los citados. En 1899, la entonces recién fundada Sociedad Internacional de Musicología creó dos revistas con orientaciones complementarias, que confirman la autonomización de la disciplina. Por un lado, el Zeitschrift der Internationalen Musik-Gesellschaft se dedicó principalmente con la actualidad de la vida musical, mientras que el Sammelbände der Internationalen Musik-Gesellschaft se destinó a la publicación de trabajos de investigación relacionados sobre todo con la historia y la teoría de la música. Ambas cesaron su actividad con el inicio de la Primera Guerra Mundial. LA HISTORIA DE LA MÚSICA COMO MUSICOLOGÍA
Hugo Riemann fue la primera gran figura de la musicología cuyo trabajo tuvo impacto internacional25. Esto se debió sobre todo a sus trabajos pedagógicos, que fueron traducidos a diversas lenguas, entre ellas al español. Publicaciones como el Musiklexicon (1882-1905), el Katechismus der Musikgeschichte (1880-1901) o la antología de ejemplos musicales Musikgesischichte bei Spielen (1925) dan buena cuenta de su capacidad para divulgar sus vastos conocimientos musicales a través de herramientas de considerable utilidad didáctica. La misma preocupación guió también la edición de los dos volúmenes de su Handbuch der Musikgeschichte (1904-1913), donde se evidencian las posibilidades abiertas por la incorporación, en el ámbito de la historia de la música, del concepto de estilo, usado como base para la periodificación que propone. El propio Riemann explicitó esta relación en el título del manual resumido, publicado en 1908, Kleines Handbuch der Musikgeschichte mit Periodisierung nach Stilprinzipen und Formen. Riemann puede ser considerado, juntamente con el ya aludido Guido Adler, el principal responsable de introducción en la historia de la música de la categoría de estilo. Su ideal, compartido con Heinrich Wölfflin, de una “his25
V. Tatjiana Böhme-Mehner y Klaus Mehner (eds.), Hugo Riemann (1849-1919). Musikwissenschaftler mit Universalanspruch, Colonia-Weimar-Viena, Böhlau, 2001.
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toria del arte sin nombres” hace de él un continuador de la corriente estructural-formalista a la que antes hemos aludido y que constituyó una de las tendencias dominantes en la historiografía del siglo XX. Su producción musicológica abordó primeramente cuestiones relacionadas con la teoría musical, lo que puede explicar que, tal como formuló a inicios de la década de 10, su concepción de la historia de la música estuviese basada en el objetivo de “hacer reconocible lo que constituye la ley primordial en todas las épocas”26. Su concepción de la historia de la música era la de la aclaración gradual de leyes inmutables, amalgama de teoría e historia, donde las obras musicales son abordadas como pasos en la realización histórica de lo que él denominó “lógica musical” (principio teórico, ahistórico y con pretensiones universalistas) a lo largo del tiempo27. La obra de Riemann es también una importante fuente secundaria para el estudio de la música del siglo XIX. Se ocupó de la música de Beethoven, autor que tiene un lugar especial en el edificio teórico constituido por sus trabajos. Por un lado, sus análisis de las sonatas para piano son también un argumento a favor del concepto de lógica musical, por él teorizado desde 187428. Por otro lado, fiel a la idea de que todo proceso histórico podía ser dividido en tres fases (desarrollo, clasicismo y decadencia), su interpretación de la importancia histórica de Beethoven también es significativa: para él, incluso la época en la que vivió debía ser considerada como parte de la “era de Beethoven”. Especialmente crucial es su concepto de clasicismo: si una obra clásica era aquella que resistía el paso del tiempo (haciéndose, por consiguiente, su clasicismo manifiesto sólo en la historia), en consecuencia ningún compositor contemporáneo podía ser considerado clásico en su propia época. Para Riemann, la tradición nacional que determinó la principal corriente de la historia de la música era la germánica. Su hegemonía desde el siglo XVIII estaba fundamentada teóricamente en la relación que este autor estableció entre la música alemana y su concepto de lógica musical. Este protagonismo de la música alemana tuvo como reverso la incapacidad de analizar otras tradiciones nacionales en su propia “lógica musical”, entendiéndolas siempre como imitación de los modelos alemanes o como manifestaciones negativas o superficiales y, por lo tanto, no esenciales para el curso de la historia. Por su parte, a Guido Adler se le considera, como ya hemos adelantado, el fundador de la musicología contemporánea tal como ésta fue descrita en el 26
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Brian Hyer y Alexander Rehding, “Riemann, Hugo”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online, (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com. V. Scott Burnham, “Musical and Intellectual Values: Interpreting the History of Tonal Theory”, Current Musicology, 53 (1993), pp- 76-88. V. Alexander Rehding, Hugo Riemann and the Birth of Modern Musical Thought, Cambridge U. P., 2003.
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artículo “Umfang, Methode und Ziel der Musikwissenschaft” (1885) y, posteriormente, en su Methode der Musikgeschichte (1919). Adler codificó la división entre los campos histórico y sistemático dentro del estudio de la música, describiendo su definición y objetivos y situando dentro del primero la “historia de la música ordenada por épocas, pueblos, imperios, países, ciudades, escuelas, artistas individuales” y asociándole el estudio de la paleografía, las formas musicales, las “leyes” de la música tal como se manifiestan en las composiciones, en la teoría y en la práctica y, finalmente, de los instrumentos musicales. Riemann y Adler introdujeron sistemáticamente la utilización del género, del estilo o de la técnica de composición predominante para distinguir unos períodos de otros29. En el siglo XX, la generalización en la historiografía de la música el concepto abstracto de estilo, el cual introdujo la posibilidad de discutir y comparar obras y se convirtió en el eje estructurador de las historias de la música, posibilitando que éstas se dedicasen al estudio de las propias obras. El concepto de estilo está en la base de las historias generales de la música, de los volúmenes dedicados a la historia de un período determinado o a la de un género musical, así como a las secciones de las biografías de compositores divididas en la habitual estructura vida y obra. La historiografía de la música de los siglos XIX y XX ha reflejado esta tendencia, de la que son ejemplo el Handbuch der Musikgeschichte y la Oxford History of Music. El problema es que el estilo, por sí sólo, difícilmente ha conseguido consagrar una periodización coherente con el uso de dicho concepto como elemento unificador. De hecho, su uso ha llegado a ser señalado como la principal causa de la separación entre la historiografía de la música y la historiografía general: “A pesar de su flexibilidad, el principal impacto de esta tendencia hacia la autonomía ha sido la disociación de la historiografía musical de la historiografía general, y en consecuencia, de la separación de la música de la cultura, al mismo tiempo que mediante su formalismo se ha retirado el énfasis sobre las cuestiones relacionadas con el significado y la función de la música”30. No obstante, lo cierto es que sobre esa categoría reposó una buena parte del proceso de transformación de la musicología en disciplina científica, dependiente también de la validez de los períodos en los que podía ser dividida. Considerando el antes referido artículo de Adler, “Umfang, Methode und Ziel der Musikwissenschaft”, como el punto de partida de dicho pro29
30
La cuestión de la periodización es también un asunto debatido en el ámbito de la musicología histórica. V., entre otros, Carl Dahlahus, “Epochen und Epochenbewusstein in der Musikgeschichte”, en Reinhardt Herzog y Reinhart Koselleck (eds.), Epochenschwelle und Epochenvewusstsein, Munich, Fink, 1987, pp. 81-96. Glenn Stanley, “Historiography”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online, (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com.
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ceso, cabe destacar que el concepto de estilo es lo que permitió aplicar a la historia de la música los criterios de cientificidad característicos del positivismo31. El establecimiento de hechos relevantes y la elaboración de leyes fueron los dos principios que el concepto de estilo permitió cumplir. Así, el programa de Adler se basaba en la idea de que el objetivo principal del trabajo de la historia de la música era la “investigación de las leyes del arte en cada período y su combinación y desarrollo orgánico”32. La historia de la música, en las palabras de Adler, “se organiza a sí misma conforme las épocas –cortas o largas– o de acuerdo con los pueblos, territorios, regiones, ciudades, y escuelas de arte; su resumen puede ser cronológico o regional, o cronológico y regional. En su caso final y más elaborado, sin embargo, la historia de la música debe mirar hacia las obras de arte como tales, en su concatenación mutua y su recíproca influencia, sin prestar una especial consideración a la vida y al efecto de los artistas individuales que han participado en este firme desarrollo”33. Ésta, en su opinión, era la forma más elevada de una historia de la música que prescindiría de la “vida” y de los “artistas individuales” que habían hecho posible ese “firme desarrollo”. La noción problematizada de estilo cimentó su concepción de la historia de la música, y constituyó el tema principal del ensayo Der Stil in der Musik, publicado en 191134. Tal como expone en este libro y en el ensayo dedicado a los períodos de la historia de la música incluidos en su Handbuch der Musikgeschichte, de 1924, la “crítica estilística” resume la totalidad del procedimiento metodológico de la disciplina: En foco están los criterios específicamente musicales –melodía, tonalidad, armonía, polifonía, material temático y timbre. Éstos son los antecedentes de la definición del estilo. A partir de este punto central se desarrollan los criterios rítmicos y formales. El análisis de la forma (Formenanalyse), tomando todos estos elementos en consideración, es el punto de partida del proceso de la crítica estilística. Con éste está relacionado el análisis del contenido (Inhaltsanalyse), que investiga la faceta psico-intelectual de la música. Considerando la reciprocidad y la correlación de los análisis de forma y contenido llegamos a la auténtica crítica del estilo de primer orden35. 31
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Erica Mugglestone, “Guido Adler’s ‘The Scope, Method, and Aim of Musicology’ (1885): An English Translation with an Historico-Analytical Commentary”, Yearbook for Traditional Music, 13 (1981), pp. 1-21. Ibid. Ibid., p. 7. Guido Adler, Der Stil in der Musik, Leipzig, Breitkopf und Härtel, 1911. El ensayo es significativamente contemporáneo de otro de la autoría del compositor Hubert Parry, Style in Musical Art, que es una compilación de sus clases de Oxford. Adler distinguió la aproximación “estética” de Parry frente a la suya, que él califico de “científica”. Cf. Guido Adler, “Style-Criticism”, The Musical Quarterly, 20, 2 (1934), p. 172. V. Guido Adler, “Style-criticism”, Ob. cit., p. 173-174.
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Adler, para quien la música es un organismo formado por una suma de organismos más simples que se interrelacionan entre ellos, considera sin embargo la necesidad de fijar las innumerables variedades estilísticas dependiendo de diversos factores entre los cuales también se cuentan los medios empleados y las circunstancias que favorecieron la composición. Partiendo de la idea de que el estilo “de una época, de una escuela, de un artista, de una obra, no surge por casualidad, como expresión de una voluntad artística casual, sino que se basa en leyes de la formación, desarrollo y decadencia del proceso orgánico”36, su definición atiende a tres parámetros básicos: el tiempo (Zeitbestimmung), el espacio (Ortsbestimmung) y el autor (Autorbestimmung). La definición del estilo en relación al autor es, en su opinión, la forma más elevada de la crítica estilística. Hacia 1900 la producción musicológica conoció un aumento sin precedentes. Ésa es la época en la que fueron publicados en Leipzig los diez volúmenes intitulados Kleine Handbücher der Musikgeschichte nach Gattungen (1905-1922), coordinados por Hermann Kretzschmar (1848-1924). Aquí, la perspectiva adoptada incluye algunas de las líneas propias del “campo histórico” descrito por Adler: paleografía musical (notación), tipos de formas musicales (Lied, oratorio, cantata, sinfonía, etc…) e instrumentos musicales. Entonces, las colaboraciones de Johann Wolf y Curt Sachs sentaron respectivamente las bases de la paleografía y de la organología posterior, habiendo sido traducido a varias lenguas, entre las cuales también el español en el caso del trabajo de Sachs. Guido Adler coordinó otro Handbuch der Musikgeschichte en el que colaboraron varias decenas de expertos de diversas partes del mundo, entre los cuales el español Adolfo Salazar. En el ámbito francófono, se desarrollaron importantes estudios bajo la influencia del positivismo. Así, entre 1898 y 1900, Albert Soubiès (1846-1918) publicó L’histoire de la musique, dividida por naciones. Ese modelo historiográfico fue después utilizado por Alfred Lavignac (1846-1916) en su Encyclopédie de la musique et dictionnaire du Conservatoire, publicado entre 1913 y 1931. La sección dedicada a España fue redactada por Rafael Mitjana (18691921) para el cuarto volumen. En el mismo año en el que se inició este proyecto, Jules Combarieu (1859-1915) publicó su Histoire de la musique des origines au début du XXme siècle de tres volúmenes, el último de los cuales fue publicado póstumamente. La obra de Combarieu es particularmente interesante porque revela la influencia de la sociología positivista en el ámbito de la musicología. El autor –que tenía formación filológica– adoptó la perspectiva de la función de la música en la sociedad, defendiendo que las leyes internas de la música se explicaban por el principio de la comunicabilidad. 36
Guido Adler, Der Stil in der Musik, citado en Carl Dahlhaus, Fundamentos de Historia de la Música, Ob. cit., pp. 23-24.
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La influencia del positivismo –que pretendía buscar “leyes” en la práctica social– se detecta en la utilización dada a los conceptos de magia y ritual, que para él constituyen la función social por excelencia de la música a lo largo de los tiempos. El positivismo, sobre todo en el sentido de la consideración de la música teniendo en cuenta su funcionalidad social, también se reflejó en la historiografía musical italiana, por ejemplo en el Manuale di storia della musica, de Arnaldo Bonaventura (1862-1952), publicado en 1914. DAHLHAUS, TREITLER Y LA HISTORIOGRAFÍA DE LA MÚSICA DURANTE LA GUERRA FRÍA
En el período de entreguerras el nazismo y el estalinismo construyeron historias de la música a su medida, mientras que la emigración de profesores centroeuropeos a Estados Unidos implantó allí las tendencias, hasta entonces europeas, que acabamos de sintetizar. La musicología nacionalsocialista compartió con la soviética una misma posición conservadora, nacionalista y contraria a lo que condenaban como modernismo formalista o, según la terminología racista nazi, degenerado. El pueblo soviético era la clase trabajadora que había sido oprimida por el zarismo y que, en otros lugares del mundo, era oprimida por el capitalismo. El pueblo alemán era una unidad de destino de carácter racial. Ésta era la principal diferencia entre ambas. Así, las historias de la música soviéticas se articularon en torno al concepto de la lucha de clases, tal como se demuestra en las obras de U. T. N. Dreizin y S. N. Chemodanov, ambas publicadas en la década de los 2037. El uso de categorías racistas y de una idea imperialista de pueblo ario, juntamente con el antisemitismo, determinaron las prácticas musicológicas durante el nazismo. Historias de la música que habían sido publicadas antes de su implantación fueron revistas para exaltar la tradición nacional germánica y por excluir cualquier otra tradición extranjera. Y, por ejemplo, Eine deutsche Musikgeschichte (1934), de Hans Mersmann (1891-1971), alumno de Riemann y Kretzschmar, fue criticada por discutir la existencia de contribuciones no alemanas a la música alemana. Cuando se adoptaba la perspectiva de las historias nacionales de la música, el objetivo debía ser argumentar a favor de la superioridad de la tradición alemana38. En 1941, Paul Henry Lang (1901-1991), húngaro de nacimiento y europeo de formación, publicó en los Estados Unidos Music in Western Civiliza37
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Para un panorama de la historiografía nacionalista y de la historiografía marxista de inspiración soviética, Warren Dwight Allen, Philosophies of Music, Nueva York, Dover, 1962, pp. 159174. Cf. Pamela Potter, Most German of the arts: musicology and society from the Weimar Republic to the end of Hitler's Reich, New Haven y Londres, Yale U. P., 1998.
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tion. Otros ejemplos de la musicología nacida de la emigración a los Estados Unidos son el volumen de Manfred Bukofzer (1910-1955) dedicado a la música barroca o del estudio de Alfred Einstein (1880-1952) sobre la música del romanticismo, ambos de 1947. Estos dos trabajos fueron publicados por la editorial Norton, en cuyo catálogo se encuentran, entre otras muchas publicaciones, lo que se podrían considerar tres historias de los estilos musicales cuya influencia perdura hasta nuestros días, particularmente en España mediante traducciones relativamente tardías. En la primera están integrados los dos volúmenes referidos, juntamente con el manual de William Austin sobre siglo XX, publicado en 1966. La segunda es una síntesis publicada por Donald Jay Grout (1902-1987) en 1960 y reeditada por Palisca en 199639. La tercera está constituida por la serie de volúmenes de Richard H. Hoppin, Allan W. Atlas, Philip G. Downs, Leon Plantinga y Robert P. Morgan40. Las dos últimas no se limitan a ofrecer ejemplos musicales, sino que tienen como apoyo sendas antologías de partituras. Estos manuales se convirtieron en referencia, que acabó siendo rechazada por “positivista” a partir de la década de los 80, según veremos en el siguiente epígrafe. Mientras tanto, en Europa, lo que, para simplificar, llamaremos el debate entre marxismo y liberalismo en las variantes que se dieron de ambas tendencias ideológicas durante la Guerra Fría, también llegó a la musicología y, por ende, a la historiografía de la música. La historiografía marxista había colocado en el núcleo de sus preocupaciones la comunicación y la sociedad: la música debía ser estudiada en cuanto manifestación creativa humana que podía contribuir a la transformación de lo colectivo41. Sin embargo, en la perspectiva musicológica predominante del bloque capitalista, ese enfoque conducía a una historia de la música descentrada, ya que el acento no se ponía en la propia música o, mejor dicho, en las obras musicales, sino en la sociedad42. En este contexto, y en lo que se refiere a la historiografía de la 39
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Traducción española: Donald Jay Grout y Claude V. Palisca, Historia de la Música Occidental, Madrid, Alianza, 2004. Todos ellos traducidos al castellano: Richard H. Hoppin, La música medieval, Madrid, Akal, 1991; Leon Plantinga, La música romántica. Una historia del estilo musical en el Europa decimonónica, Madrid, Akal, 1992; Robert P. Morgan, La música del siglo XX : una historia del estilo musical en la Europa y la América modernas, Madrid, Akal, 1994; Philip G. Downs, La música clásica. La Era de Haydn, Mozart y Beethoven, Madrid, Akal, 1998; Allan W. Atlas, La música del Renacimiento: la música en la Europa occidental, 1400-1600, Madrid, Akal, 2002. Vid. Anne C. Shreffler, “Berlin Walls: Dahlhaus Knepler, and Ideologies of Music History”, The Journal of Musicology, 20, 4 (2003), pp. 498-525 Lidia Goehr, The Imaginary Museum of Musical Works: An Essay in the Philosophy of Music, Oxford, Clarendon Press, 1992. Por supuesto, su trabajo se integra en una línea de investigación anterior, también reflejada en trabajos previos de Goehr y en la que se destaca Roman Ingarden, autor de The work of music and the problem of its identity, Berkeley, etc., University of California Press, 1986 (trad. inglesa de Utwor muzyczny i sprawa jego tozsamosci, Kraków, Polskie Wydawnictwo Muzyczne, 1973). No obstante, las aportaciones de Goehr han sido cri-
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música, destaca la figura de Carl Dalhaus, cuyos Fundamentos de historia de la música han tenido una influencia notable43. Para Dahlhaus, la historia de la música debía ser una historia de las obras, rechazando aproximaciones más cercanas de la historia social o de la sociología. No defendía, sin embargo, la supuesta objetividad de las historias que se presentan como tales (como la suma de hechos ahistóricos, esto es, retirados de su contexto, y narrados por un historiador ahistórico), ya que, para él, los “hechos neutros” siempre se presentan dentro de un relato que contiene los principios aceptados por quien lo enuncia: sólo es posible aprehender el significado de esos hechos a partir del contexto narrativo en el que se insieren44. Dahlhaus, en su historiografía, bebe de tres fuentes principales, el historicismo decimonónico, la sociología de Max Weber y la denominada teoría de la recepción. Su objetivo fue encontrar una vía intermedia entre la historiografía marxista y la historiografía basada en la aceptación de la autonomía de la obra musical, lo que le hizo defender la posibilidad de una Geistesgeschichte, usando este concepto como elemento de coherencia para unificar períodos y problemas historiográficos relacionados con la música. La utilización de este tipo de conceptos histórico-culturales o histórico-cronológicos, de los que “Renacimiento” o “siglo XIX” son ejemplos, tiene en su pensamiento una función derivada de su pragmatismo: ante la imposibilidad de que el historiador pueda tener en cuenta todas las variables contenidas en un tiempo que se caracteriza, conforme la expresión de Ernst Broch, por la “contemporaneidad de lo no contemporáneo”, sólo le es posible elegir aquellos elementos más relevantes y representativos del período bajo su estudio. La historia es sólo posible como proceso selectivo, no sólo en la elección de los tipos representativos (Idealtypen)45, sino también de los métodos más adecuados para su estudio.
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ticadas desde la Historia de la Música, particularmente y de forma contundente por Reinhardt Strohm. Vid. “Looking back at ourselves: The problem with the musical work-concept”, en Michael Talbot (ed.), The musical work. Reality or invention?, Liverpool U.P., 2000, pp. 128152. Grundlagen der Musikgeschichte, Köln, Musikverlag Hans Gerig, 1977, traducido al inglés como Foundations of Music History en 1983. Fundamentos de la Historia de la Música, Barcelona, Gedisa, 1997 es la traducción castellana. Su monografía sobre la música del siglo XIX puede ser considerada hasta cierto punto una especie de “aplicación” de la teoría expuesta en los Fundamentos. Está traducida al inglés (Nineteeth-Century Music, Berkeley, California U. P., 1989) y ha sido recientemente traducida al castellano (La música del siglo XIX, Madrid, Akal, 2014). V., además, Carl Dahlhaus y Heinrich Danuser (eds.), Neues Handbuch der Musikwissenschaft, 13 vols., Laaber, Laaber-Verlag, 1985-1995. El volumen dedicado al siglo XIX, del propio Dahlhaus, es el mejor ejemplo de su manera de concebir la historia de la música. Cf. James Hepokoski, “The Dahlhaus project and its extra-musical sources”, 19th Century Music, 14, 3 (1991), pp. 221-248. “Tipo ideal” o “tipo representativo” es un término acuñado por Max Weber para significar un tipo de construcción mental, formada a partir de un número reducido de puntos de vista que re-
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En sus Fundamentos de la Historia de la Música, el musicólogo alemán cita explícitamente como antecedente lejano de su propia concepción de la historia el ensayo Historik, de Johann Gustav Droysen. Segundo gran nombre del historicismo alemán, después de Leopold von Ranke, Droysen desarrolló los principios de lo que Juan José Carreras Ares denomina metodología individualizadora46. Este concepto de “individualidad” se expresa de forma diferente en cada autor. Por ejemplo, para Ranke el individuo histórico por excelencia es el Estado. Por su parte, Droysen parece poner de lado ese apriorismo en su idea de la investigación histórica como “comprender investigando” asume la crítica de fuentes de Ranke, pero también implica una nueva concepción del “hecho histórico” como “construcción fruto de las preguntas que planteamos a las fuentes”47. Droysen, además, conforme destaca Pedro Amorós, basa su concepción histórica en la idea de continuidad y en el rechazo del materialismo: “La única verdad del individuo es su conciencia, y el objetivo de la investigación histórica es comprender el lugar y el deber que tiene el individuo en las grandes comunidades morales y en su progreso”48. Siguiendo a Emilio Lledó, la particular idea que Droysen tenía de la historia como desarrollo y movimiento resulta a veces excesivamente simplificada. Para el historiador alemán, los “fines” (uno de los elementos de la realidad histórica “investigables”) tienen su desarrollo propio, pero también son al mismo tiempo determinados y determinantes de otros. La historia es un complejo entramado de fines con desarrollo y movimiento propio y es esa red la que tiene que ser evidenciada por el historiador, aunque dándole un sentido lineal. Puede que no sea, por lo tanto, sorprendente que una de las características más sobresalientes del pensamiento historiográfico de Dahlhaus sea la importancia que le atribuye a la estética. Como hemos apuntado, Dahlhaus puede ser además considerado el introductor en el ámbito de la musicología de la denominada estética de la recepción que, en los años 70 se generalizaba en el ámbito de la crítica literaria. Procede, precisamente, de este método la reinstauración de los hechos dentro de su historicidad, así
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aliza una síntesis de fenómenos que, antes, se presentaban dispersos. Dichos fenómenos se tornan evidentes y unificados precisamente al ser ordenados y analizados conforme la perspectiva elegida. Dahlhaus defiende la pertinencia de esta categoría en el ámbito de la Historia de la Música, aunque su aplicación concreta en algunas de sus obras historiográficas ha sido criticada. Vid. a este respecto, Philip Gossett, “Carl Dahlhaus and the “Ideal Type”, NineteenthCentury Music, 13, 1 (1989), pp. 49-56. Vid. Juan José Carreras Ares, “El historicismo alemán”, en Razón de Historia. Estudios de historiografía, Zaragoza, Marcial Pons / Prensas Universitarias de Zaragoza, 2000, pp. 39-58. Ibid., p. 50. Pedro Amorós, “La fuerza progresiva del cristianismo y la unidad de la nación alemana en la Histórica de J. G. Droysen: la tradición histórica alemana”, Panta Rei. Revista de ciencia y didáctica de la historia, 4, http://www.um.es/pantarei/pantarei4/index.php (último acceso, 1 de junio de 2005).
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como la historicidad del investigador. Asimismo, siguiendo a Fokkema e Ibsch, la relación entre los hechos y el historiador corresponde a la concepción de la obra como “documento, monumento y signo o estructura de llamada”49 que podía ser estudiado incluyendo en la teoría no sólo su contenido como obra autónoma (en terminología de Dahlhaus), sino también su “historicidad” y su “valor”. Por un lado, Dahlhaus es uno de los que de forma más consistente ha señalado que el principio de la autonomía estética es sólo comprensible en la historia50, sin embargo, por otro lado, sus críticos han destacado el hecho de que, sobre todo en su trabajo sobre la música decimonónica, no se haya libertado de la tentación de crear un modelo ideal, por tanto autónomo, que refleja prejuicios estéticos que causan una visión sesgada de la música en la época estudiada. Una vez más, es evidente su búsqueda del punto medio entre dos extremos en su compromiso con la “relativa autonomía” de la obra musical. Esa relativa autonomía se concretiza en los “procedimientos” musicales propios de una obra y en su simultánea apertura a los “procesos” históricos. Este tipo de movimiento circular es característico del método de la hermenéutica, desarrollado por Gadamer en su Verdad y Método, obra que constituye otro de los puntos de referencia principales de Dahlhaus, así como de la teoría de la recepción, donde, como hemos apuntado, encontró útiles categorías conceptuales. La defensa de una “historia de las obras” se ve también puesta en evidencia en su monografía sobre Beethoven, donde Dahlhaus demuestra la imposibilidad de deslindar obras concretas (por ejemplo, la Sinfonía “Eroica”) de las ideas políticas de su autor y la omisión de la discusión de la obra en una perspectiva comparativa, que la relacionase con otras usando categorías tales como estilo o estética. El norteamericano Leo Treitler también ha insistido en sus trabajos teóricos en la idea de que los discursos historiográficos deben ser primeramente encarados como “hipótesis explicativas, no como explicaciones causales”51. Es significativo el uso del plural en la formulación, ya que revela su preocupación por, en primer lugar, destacar la pluralidad de puntos de vista que pueden ser utilizados para analizar una obra musical (análisis inmanente; relación con el pasado y la posterioridad del tipo de obra al que pertenece; contextos históricos) y, en segundo lugar, para argumentar que las mejores 49
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D.W. Fokkema y Elrud Ibsch, “La recepción de la literatura (Teoría y práctica de la «estética de la recepción»)”, en Teorías de la literatura del siglo XX, Madrid, Cátedra, 1984, p. 166. Die Idee der absoluten Musik (La idea de la Música Absoluta), Kassel, Bärenreiter-Verlag, 1978. También esta conceptualización de la música absoluta debe ser interpretada en el contexto de la Guerra Fría, cf. Sanna Pederson, “Defining the Term ‘Absolute Music’ Historically”, Music and Letters, Cf.. Paula Morgan y F. E. Sparshott, “Treitler, Leo”, en L. Macy (ed.), Grove Music Online, (Último acceso 1 de marzo de 2014), http://www.grovemusic.com.
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obras son, precisamente, aquéllas que resisten todas esas aproximaciones. Music and the Historical Imagination contiene diez ensayos, originalmente publicados entre 1967 y 1988. En ellos Treitler expone de forma ensayística sus principales inquietudes relativas a las limitaciones de la historiografía musical norteamericana, tal como ésta se presentaba en los años 60. Al no haber sido reelaborados, pervive en los artículos una cierta falta de sistematismo, que se siente más al compararse con los textos de Dahlhaus. No obstante, este pragmatismo no oculta la importancia de sus apreciaciones historiográficas. El autor fue uno de los primeros en mostrar su insatisfacción ante las historias de la música conformadas por “narrativas” subyacentes, tales como las de progreso o la idea organicista de nacimiento-madurezdecadencia. Es en este contexto donde se entiende mejor su concepción del “presente como historia”, título de uno de sus artículos de 1969, donde reclama la necesidad de acabar con el autismo que caracterizaba entonces la escritura de la historia de la música. Con sus palabras: Los sistemas de la historia, que fueron inventados como útiles e incluso necesarias maneras de proporcionar coherencia a las variedades de la expresión artística, acaban por dictar cómo debe ser el arte. Redes de conceptos, nacidos de la necesidad de categorías descriptivas, llegan a reclamar un lugar en el mundo objetivo de las cosas y, eventualmente, a determinar las elecciones que los artistas realizan –o no les dejan ninguna alternativa. [...] Han creado una disciplina a su medida, y su valor se mide según su perspicacia y consistencia –no según su correspondencia con la experiencia de los acontecimientos en la sala de conciertos, los cuales no están gobernados por la ineludible lógica de las cosas52.
La importancia atribuida a la ética del historiador53, y a su contacto con su presente no es óbice para que el autor defienda la centralidad de la obra musical en el discurso historiográfico. Treitler es autor de uno de los primeros ensayos en los que el problema de la “ontología” de la obra musical se aborda en la perspectiva del historiador, llamando la atención sobre cuestiones particularmente relevantes54. Recurriendo a ejemplos retirados de épocas diferentes (tropos aquitanos y piezas pianísticas de Chopin), Treitler muestra
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Leo Treitler, “The Present as History” (1969), en Music and the Historical Imagination, Cambridge, Harvard U. P., 1989, p. 156. Que se revela claramente en uno de sus últimos ensayos, donde plantea la cuestión de la “verdad” en los trabajos académicos, v. Leo Treitler, “La interpretación histórica de la música: una difícil tarea”, en Jesús Martín Galán y Carlos Villar-Taboada (ed.), Los últimos diez años de la investigación musical: cursos de invierno 2002, Ob. cit., pp.1-36. Vid. Leo Treitler, “History and the ontology of the musical work”, The Journal of Aesthetics and Art Criticism, 51, 3 (1993), pp. 483-497.
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que para el historiador es más productivo adoptar una perspectiva pragmática y en sí misma historizada: La idea de que la música es ejemplificada en obras que son consideradas estructuras, no como la descripción de una condición universal de la música ni como evidente en sí misma, sino como una idea con una historia. [...] La interpretación de cualquier pieza de música como si fuera gobernada por los principios que forman parte de la idea moderna de ‘estructura’ la encaro como una hipótesis, no como un universal cuya ejemplificación particular sea el objetivo de cada análisis55.
Así, la relación progresiva que se establece entre la obra, su fijación en la partitura y su interpretación es también una hipótesis con su historia propia. Una partitura, tal como los ejemplos por él aducidos demuestran, puede ser entendida a penas como una “ejemplificación” de la obra, introduciendo la necesidad de una construcción histórica del concepto de obra basada en una aproximación fluida a la partitura o al documento que la registra (incluyendo todas las posibles variantes) y a sus diversas interpretaciones. Para Treitler, como para Dahlhaus, la historia de la música es posible porque el historiador muestra el lugar de las obras individuales en la historia, “revelando la historia contenida en las propias obras, esto es, leyendo la naturaleza histórica de las obras a partir de su constitución interna”, aunque, para conseguir alcanzar este objetivo, no llega a proponer una metodología, sino que esa lectura se explica como la “impresión de un contrapunto de registros narrativos y dimensiones con el texto como cantus firmus”56. En resumen, podemos entender los ensayos de Treitler como una crítica a la idea de la explicación causal lineal como eje vertebrador de las historias de la música y, sobre todo, como una defensa de la “re-historización” de la música, tal como asume en uno de sus artículos más recientes57. EL GIRO SOCIO-CULTURAL DE LA MUSICOLOGÍA HISTÓRICA
Cuatro años antes de la caída del muro de Berlín en 1985, Joseph Kerman (1924-2014) publicó un largo ensayo que, a su manera, representó una especie de toma de la Bastilla musicológica: Contemplating music: Challenges to
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Ibid., p. 486. Se puede entender sus argumentos contra la corriente postmoderna que también apareció en el ámbito de la musicología histórica, por ejemplo en el trabajo de Susan McClary o Lawrence Kramer. Vid., además, n. 58. Leo Treitler, “What kind of Story is History?”, en Music and the Historical Imagination, Ob. cit., p. 173. Cf. Leo Treitler, Leo Treitler, “The historiography of music. Issues of past and present”, en Nicholas Cook y Mark Everist (eds.), Rethinking Music, Oxford U. P., 1999, pp. 356-377.
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Musicology58. En esta década, se reforzó la confluencia entre la influencia de la escuela de los Anales (que, sin ser marxista, integró aspectos de la historiografía marxista en lo que se refiere a la atención prestada a “lo social”) y la historia cultural, de los estudios culturales británicos y la difusión del postestructuralismo francés, produciendo una renovación compartida en otras disciplinas59. Es de notar que significó un aire de cambio en el ambiente de los años 70, proponiendo una nueva musicología caracterizada por una actitud crítica que superase el “positivismo” (término usado por Kerman que se popularizó para referirse a cierta musicología del pasado) generalizado en la disciplina. Básicamente, esa actitud crítica invitaba a reflexionar acerca de cómo la música interpelaba a la audiencia del presente, ocupándose “de las piezas de música y de las personas que las escuchan, con hechos y sentimientos, con la vida del pasado y del presente, con el reflejo de la imagen privada de un compositor en el espejo público de la audiencia”60. La llamada musicología “positivista”, al contrario, era la que consideraba exclusivamente como digna de estudio la música escrita en estilo tonal, excluyendo no obstante la música popular, la que estuviera demasiado sospechosamente vinculada por circunstancias externas de carácter comercial o político e, incluso, la que dependiese demasiado estrechamente del significado de un texto verbal. Estudiaba un arte autónomo que había “evolucionado” gracias a obras musicales compuestas por hombres en géneros concretos que se debían apreciar estéticamente mediante una escucha estructural. La renovación, a partir de finales de los años 70, se plasmó en la publicación de estudios sobre asuntos que, hasta entonces, habían quedado en los márgenes de la agenda musicológica. Ejemplo de ello son las investigaciones sobre temas como la
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Joseph Kerman, Contemplating Music: Challenges to Musicology, Cambridge, MA, Harvard U. P., 1985. En rigor, Kerman no se debería considerar parte de lo que, dentro de los debates norteamericanos, se etiquetó como “New Musicology”, aquello que en otros ámbitos se designó bajo el término postmodernismo, grandemente condicionado además por una explícita politización de la actividad académica. La New Musicology estadounidense de los años 80 y 90 también se posicionó contra la llamada musicología positivista, pero “girándo” hacia diversas corrientes de la teoría de la literatura, no necesariamente coherentes entre ellas. Cf. Philip V. Bohlman, “Musicology as a Political Act”, Journal of Musicology, 11 (1993), pp. 411-436; Van der Toorn, Music, politics and the academy, Berkeley, University of California Press, 1995. Ibid. Kerman parafrasea las conclusiones presentadas en James S. Ackerman y Rhys Carpenter, Art and Archeology, Englewood Cliffs, NJ, Prentice-Hall, 1963, particularmente las expuestas en el artículo “The Historian as Critic”, de Ackerman e incluido en el referido libro: “As long as the work of art is studied as a historical document it differs from the archival document only in form, not in kina. The art historian should be interested in the difference in kind, which is immanent in the capacity of art to awaken in us complex responses that are at once intellectual, emotional, and physical, so that he needs, in addition to the tools of others historians, principles and methods specifically designed to deal with this unique mode of experience”, cit. en Joseph Kerman.
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ópera italiana por, entre otros, Lorenzo Bianconi (1946-)61 o las mujeres compositoras, siendo la biografía de Clara Schumann, escrita por Nancy B. Reich (1924-) en 1985, una buena referencia de este cambio62. La historia cultural es otra de las tendencias historiográficas que han mostrado sus posibilidades en el ámbito de la musicología, aunque sus potencialidades no son unánimemente evaluadas de forma positiva63. Tal como se define a partir de los años 70 del siglo XX (pues existe una gran historia cultural anterior, procedente del siglo XIX) se caracteriza por combinar antropología e historia, teniendo como objetivo la interpretación cultural de la experiencia histórica. Autores tales como el antes mencionado Leo Treitler y su alumno Gary Tomlinson (1951-) se han mostrado explícitamente partidarios de la apropiación de la antropología, por ejemplo del trabajo de Clifford Geertz, en el ámbito de la musicología. Tomlinson adopta una definición bastante amplia de la historia cultural, reivindicando la importancia del concepto de “contexto” en el ámbito de la musicología: “La historia cultural, tal como la antropología cultural, busca sentidos (“meaning”), no pruebas. Y el sentido, una vez más, surge como una función del contexto, tan profundo cuanto este contexto se haga más rico, más lleno, más completo. Un hipotético contexto plenamente concebido puede ser absolutamente coherente y completamente inteligible, siempre y cuando las relaciones entre niveles sean percibidas y la significación de cada nivel esté además enteramente clarificada”64. Tomlinson es, además, una de las voces que abogan actualmente a favor de una historia global de la música65.
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Cf. Fabrizio della Seta, “Some Difficulties in the Historiography of Italian Opera”, Cambridge Opera Journal, 10 (1998), pp. 3-13. Nancy B. Reich, Clara Schumann: the Artist and the Woman, Cornell University Press, 1985. V., además, Paula Higgins, "Women in Music, Feminist Criticism and Guerrila Musicology: Reflections on Recent Polemics", 19th Century Music, XVII, 2, pp. 174-192; Teresa Cascudo y Miguel Ángel Aguilar Rancel, “Género, musicología histórica y el elefante en la habitación”, en Isabel Porto Nogueira y Susan Campos Fonseca (eds.), Estudos de gênero, corpo e música: abordagens metodológicas, Goiânia: ANPPOM, 2013, pp. 27-55. Vid. Joaquina Labajo Valdés, “¿La musicología, una ciencia insociable”, en Begoña Lolo (ed.), Campos interdisciplinares de la musicología : V Congreso de la Sociedad Española de Musicología (Barcelona, 25-28 de octubre de 2000), Madrid, Sociedad Española de Musicología, 2002, pp. 31-48; Martin Clayton, Trevor Herbert and Richard Middleton (ed.), The Cultural History of Music. A Critical Introduction, Londres, Routledge, 2003, especialmente el artículo de Philip Bohlman, “Music and Culture: Historiographies of Disjuncture”, pp. 45-56. Gary Tomlinson, “The web of culture: A context for musicology”, 19th-Century Music, 7, 3 (1984), pp. 350-362; id., “Musicología, antropología, historia”, en Jesús Martín Galán y Carlos Villar-Taboada (ed.), Los últimos diez años de la investigación musical: cursos de invierno 2002, Ob. cit., pp. 137-164. Es elucidativa a este respecto su reseña a los seis volúmenes de The Oxford History of Western Music, de Richard Taruskin, publicada en 2005. Vid. Gary Tomlinson, “Monumental Musicology”, Journal of the Royal Music Association, 132, 2 (2007), pp. 349-374.
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Se podría diferenciar, todavía, la historia intelectual y la de las ideas, a veces confundidas. A inicios de los años 80, Maria Rika Maniates (1937-), autora de Mannerism in Italian Music and Culture, 1530-1630, publicado en 1979, abordó de forma específica la aplicación de la historia de las ideas al estudio de la música, en dos artículos publicados, respectivamente, en un panorama de la musicología en aquella década y en la influyente revista The Musical Quarterly66. Maniates, analizando varios ejemplos de trabajos musicológicos en los que se establecen relaciones simbólicas entre varias artes o tipos de discursos, destaca sus logros, al mismo tiempo que alerta contra los peligros de la “sobreinterpretación” (“over-interpretation”), así como de la necesidad de establecer contrapruebas para afianzar argumentativamente este tipo de trabajos: “Lo que he aprendido es que debemos desarrollar interpretaciones incisivas e históricamente precisas de las premisas filosóficas y epistemológicas que se encuentran detrás de los discursos verbales sobre música y de las prácticas musicales así como las premisas similares que se encuentran detrás de sus relaciones”67. En el siguiente artículo, publicado en 1983, Maniates prosigue su investigación en una perspectiva más epistemológica que historiográfica, situando el discurso sobre música en el ámbito de la filosofía de la ciencia. El historiador social de la música William Weber (1940- ), por su parte, ha analizado las afinidades entre lo que él llama historia cultural. La idea de “práctica” social, tal como ésta se evidencia en la tentativa de reconstruir una “práctica común” (sustituyendo el concepto de “estilo”) que Weber define como “una serie de convenciones musicales y sociales seguidos por los músicos en un período determinado”68. En segundo lugar, defiende que los musicólogos comparten con los historiadores de la cultura el mismo “sentido de la complejidad de los niveles de discurso y de las discontinuidades entre ellos”69, dando como ejemplo la dificultad existente en el establecimiento de relaciones entre los documentos fijados a través de la notación y los tratados contemporáneos, siendo necesario tener también en cuenta que la oralidad y la memoria eran dos elementos que intervenían activamente en la práctica musical de épocas del pasado (permaneciendo hasta nuestros días). Weber refiere en tercer lugar el uso contemporáneo del término “género” que, entendido como “cuerpo de normas musicales y sociales que el compositor 66
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V. Maria Rika Maniates, “Application of the history of ideas”, en D. Kern Holoman y Claude V. Palisca (eds.), Musicology in the 1980’s. Methods, goals, opportunities, Nueva York, Da Capo Press, 1982, pp. 39-51 y “Applications of the history of ideas to music II”, The Musical Quarterly, 69, 1 (1983), pp. 62-84. Ibid., p. 51. William Weber, “Towards a dialogue between historians and musicologist”, Musica e Storia, I/1993, p. 17. Ibid., p. 18.
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maneja cuando inicia una composición”70, presenta numerosas virtualidades para integrar factores musicales y sociales y a los compositores individuales dentro de la sociedad. No obstante, en su opinión, antes que intentar encontrar las correspondencias entre la música y marcos sociales o culturales más amplios a través de categorías demasiado problemáticas (Ilustración, clase media...), es preferible estudiar la “práctica común de un periodo” relacionándola con “el marco social con el que está vinculada”71. Antes de concluir, vale la pena destacar la nueva importancia dada a los diversos problemas relacionados con la percepción musical está configurándose en una tendencia, bien representada en algunos trabajos de Nicholas Cook (1950-), particularmente a partir de Music, Imagination, and Culture72. En los últimos años, el musicólogo británico ha basado su trabajo en el concepto de “performance”73. Cook, en una de sus últimas intervenciones, ha llegado a afirmar provocativamente que “somos todos (etno)musicólogos”74, formulando bien la naturaleza del cambio más evidente en la musicología más reciente. A partir de los trabajos teóricos de Jacques Attali y Murray Schaeffer, la historia del sonido y la historia de la escucha (contrapartida a los “estudios visuales” que se han generalizado en las universidades anglosajonas) han conformado otra faceta de este nuevo tipo de aproximación al hecho musical, que, al afectar también al estudio del pasado, ha mostrado su pertinencia en discursos de carácter historiográfico75.
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Ibid., p. 19. Ibid., p. 21. Nicholas Cook, Music, Imagination, and Culture, Oxford, Clarendon Press, 1990. Vid., entre los más recientes, “Analysing Performance and Performing Analysis”, en Nicholas Cook and Mark Everist (eds.), Rethinking Music, Oxford U. P., 1999, pp. 239-61; “Words about Music, or Analysis versus Performance”, en Nicholas Cook, Peter Johnson y Hans Zender (eds.), Theory into Practice: Composition, Performance and the Listening Experience, Leuven U. P., 1999, pp. 9-52 y “Product or Process? Music as Performance”, en Martin Clayton, Trevor Herbert, and Richard Middleton (eds.), The Cultural Study of Music: A Critical Introduction, Londres, Routledge, 2003, pp. 204-14. Vid., además, John Butt, Playing with History: The Historical Approach to Musical Performance, Cambridge U. P., 2002. V. Nicholas Cook, “'We are All (Ethno)musicologists now”, en Henry Stobart (ed.), The New (Ethno)musicologies, Lanham, MD, Scarecrow Press, 2008, pp. 48-70. En lo que se refiere a los siglos XIX y XX, podemos ejemplificar esta tendencia con diversos trabajos, entre los cuales se cuentan: James H. Johnson, Listening in Paris. A cultural history, Berkeley, University of California Press, 1995; Michael Chanan, Repeated Takes: A Short History of Recording and Its Effects on Music, London, Verso, 1995; Emily Thompson, The Soundscape of Modernity : Architectural Acoustics and the Culture of Listening in America, 1900-1933, Cambridge, The MIT Press, 2004; Jonathan Sterne, The Audible Past: Cultural Origins of Sound Reproduction, Raleigh-Durham, Duke U. P., 2003; Timothy Day, A Century of Recorded Music: Listening to Musical History, New Haven, Yale U. P., 2000.
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CONCLUSIÓN
El siglo XIX nos legó las categorías de autor y obra, apuntaladas por la biografía y por las ediciones críticas entonces publicadas. El aumento notable de las publicaciones periódicas dedicadas a la música, en las que se mezclaba el presentismo y la mirada hacia el pasado de carácter historicista, tuvo en parte como función explicar el mismo presente desde el que se escribía y consolidó un canon que, a su vez, alimentó el discurso musicológico. El siglo XIX también nos legó una disciplina de carácter académico con un perfil bien definido. A partir de su última década, se generalizó la idea de que la historia de la música debía estudiar las leyes que conformaban el estilo propio de cada autor, cada género y cada época: este proyecto se realizó mediante la introducción de herramientas especializadas, metodológiamente agrupadas en la serie de subdisciplinas enumeradas y descritas por Guido Adler. La musicología que siguió esta égida analizó la música según la época en la que había sido escrita, conforme a la cultura y subcultura a la que pertenecían y por el entorno en el que había surgido. La historia de la música, desde el punto de vista cronológico, se extendió por lo menos teóricamente, hasta el presente, poniendo su origen en las primeras manifestaciones musicales documentables. Se refería fundamentalmente a la cultura occidental y, más particularmente, a la producida dentro de los principales focos músicoculturales de cada época, especialmente por y para las clases dominantes. Relativamente a su función, se fijaba predominantemente en la música profana, de arte y seria (o, por lo menos, en música que, al ser incluida en el ámbito de la historia de la música se ve investida por estas funciones), categorías respectivamente opuestas a sacra, tradicional y popular. Además, cuando se trataba de analizar estilísticamente las obras musicales representativos de cada época, la teoría musical a la que se recurría se fundamentaba sobre el concepto de tonalidad: se partía de la conceptualizació propia del estilo tonal y de lo que se consideraba su lógica. A lo largo del siglo XX, el carácter autoritario, excluyente y elitista de este discurso se adaptó fácilmente a la institucionalización de la musicología al amparo de las universidades o de los centros de investigación que, entre tanto, se fueron creando, todas ellas, además, influenciadas por la ideología del nacionalismo. La preocupación por los aspectos semánticos y comunicativos de la música era secundaria: la función social de la música sólo comenzó a ocupar un lugar predominante en la agenda de los historiadores de la música a partir de la década de los 80 del siglo pasado. Historiadores como Dahlhaus o Treitler, en la década de los 60, abrieron un camino renovado al tiempo que consiguieron justificar y, por lo tanto, mantener el principio de autonomía de la obra musical, abriéndose hacia lo social mediante la aten-
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ción prestada al contexto: la interpretación histórica es para ellos, por definición, hipotética, dinámica y cambiante. La influencia de la historia cultural, sin embargo, dejó claros los límites del concepto de obra musical como categoría fundamental de la historia de la música: la música, como representación y práctica social, comenzó a ser analizada históricamente desde nuevas perspectivas, tecnológicas, institucionales o, más recientemente, identitarias. En el siglo XXI, cuando la neurociencia nos da explicaciones de los principios organizadores del lenguaje musical en el ser humano y la llamada música clásica ha perdido mucha de su importancia como manifestación de distinción social o como factor de cohesión propio de la vida urbana; cuando la cultura digital ha alterado la forma de acceder a muchas de nuestras fuentes primarias, las categorías decimonónicas son, desde luego, insuficientes para dar cuenta de lo que llamamos música en toda su amplitud. Y en fin, ¿dónde nos encontramos? En un momento en el que conviven el seguro oficio adquirido a lo largo de más de un siglo de “positivismo” musicológico, los efectos del giro socio-cultural concretado plenamente a partir de los años 80 y la propuesta más reciente de un visión global e híbrida sobre la música del pasado que integra transferencias musicales y sonidos que, durante décadas, fueron considerados marginales por la musicología académica. Por supuesto, la convivencia no es pacífica: los historiadores de la música se disputan el acceso a editoriales, contratos de trabajo y financiación de proyectos, así que las opciones historiográficas son, en esas circunstancias, terreno abonado para el conflicto.
LA HISTORIOGRAFÍA ARTÍSTICA: LAS ARTES PLÁSTICAS JAVIER PORTÚS
La Historia del Arte como disciplina según la entendemos hoy en día no nace hasta que en el siglo XVIII Winckelmann elige como tema de investigación un periodo cronológicamente alejado, la Grecia clásica, y centra su interés en el estudio de las obras en sí y su contexto, de sus características formales y las leyes internas de su evolución, independientemente de su contenido iconográfico o de la personalidad de sus autores1. Pero del interés por dejar memoria escrita de hechos o personalidades artísticos que se consideran destacables poseemos testimonios en lo que se refiere a la cultura occidental desde la antigua Grecia, una civilización que junto a un notable florecimiento de las artes contempla una no menos intensa actividad filosófica y una aguda conciencia histórica, todo lo cual dio como resultado frecuentes reflexiones sobre objetos de tanta importancia social como son las obras de arte. La mayor parte de los testimonios que se nos ha transmitido son de carácter filosófico, y sus autores (entre los que se cuentan Platón o Aristóteles) se muestran más preocupados por inquirir sobre aspectos relacionados con la naturaleza de la obra artística, la definición y el papel de la inspiración y la técnica, las posibilidades y límites de la mímesis o el estatuto social del artista y sus obras que por trazar un esquema histórico. Para encontrar esto último hemos de acudir a escritores como Duris, que en el siglo IV a.C. narró la vida de varios artistas, y Xenócrates de Sicione, el primero en prescindir de la idea de inspiración divina en relación con el arte y en insistir en los conceptos de historia y de evolución técnica y estilística.
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Entre las obras generales sobre el tema de este artículo figuran: H. Bauer, Historiografía del arte, Madrid, Taurus, 1980; H. Belting (1983), The End of the History of Art?, Chicago U. P., 1987; H. Dilly, Kunstgeschichte als Institution, Frankfurt, Sunhrkamp, 1979; E.H. Gombrich, Tributos, México, FCE, 1991; W.E. Kleinbauer, Modern Perspectives in Western Art History, Nueva York, 1971; M. Podro, The Critical Historians of Art, New Haven y Londres, Yale U. P., 1982; J. von Schlosser (1922), La literatura artistica, Madrid, Cátedra, 1976; L. Venturi (1948), Historia de la crítica de arte, Barcelona, Gustavo Gili, 1979.
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La conciencia histórica de la antigua Grecia pasa, acrecentada, a Roma, y con ella algunos de los tópicos y preocupaciones de su rudimentaria historiografía artística. Entre ellos el que se refiere al carácter paradigmático de la escultura de Fidias, algo de lo que habla, por ejemplo, Quintiliano, y que va a tener importantes consecuencias en la historiografía hasta más allá del siglo XVIII, pues impone un esquema histórico basado en la existencia de modelos (que podrán ser individuales, como en este caso, o colectivos) que sirven para juzgar por vía de comparación artistas o épocas variados. Y es que uno de los caracteres que definen la historia del arte, hasta que Riegl a finales del siglo XIX publicó sus primeros estudios, es su voluntad valorativa y discriminatoria. El texto más importante de la Antigüedad sobre historia del arte no se encuentra en una obra dedicada exclusivamente a esta materia, sino que forma parte de la Historia natural de Plinio el Viejo, quien se propone un resumen de los conocimientos geográficos, históricos y naturales que había acumulado la Roma del siglo primero2. Se trata de una obra fundamentalmente descriptiva, de manera que la opinión de su autor sobre el arte no se halla explícitamente formulada y en consecuencia ha de buscarse en la propia estructura del libro. Su historia es de carácter genealógico y está jalonada por una serie de relatos de tipo biográfico a través de los cuales narra las distintas etapas del devenir artístico. Afecto a la teoría de la mímesis, para él la historia del arte es la historia de los intentos de superación técnica de los artistas para lograr alcanzar los máximos grados de belleza e ilusionismo. En cierto sentido su historia tiene un carácter biológico, aunque en ningún caso asoma la idea de una evolución interna, pues nunca pierde de vista el factor individual, que considera el motor principal de la creación artística. Esto convierte a esta parte de su obra en una continua alabanza de los logros de ciertos artistas, de quienes cuenta numerosas anécdotas a través de las cuales intenta caracterizarlos como seres intelectual e incluso sicológicamente singulares. No se trata, sin embargo, de una creación original de Plinio, quien bebe de fuentes como el citado Duris (a quien le movía, por otra parte, el deseo de una dignificación social del artista), y que está también influido por el culto a la personalidad que se daba en gran parte de la historiografía romana. Durante la Edad Media, de lo que ahora consideramos obras de arte no importaban tanto las leyes de su producción, o, muchísimo menos, la personalidad de sus autores como su finalidad. El arte tenía una función eminentemente colectiva y su valor radicaba en la capacidad de transmitir conceptos religiosos. Y aunque no faltan algunas firmas de artistas o manifestaciones de orgullo colectivo por la posesión de monumentos notables, lo cierto es 2
Lo que se refiere a historia del arte ha sido recogido en el volumen: Plinio, Textos de historia del arte, ed. Esperanza Torrego, Madrid, Visor, 1987.
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que la obra de arte (en términos muy generales) careció durante ese periodo de autonomía y, por consiguiente, apenas se vio la necesidad de convertirla en objeto historiable. La historiografía del arte nació en Grecia para proporcionar a la actividad artística una autoridad legitimadora. Por ello, vuelve a aparecer durante el Renacimiento, una época en la que el artista toma nueva conciencia de su estatus y el arte alcanza a convertirse en un importante instrumento de investigación científica. La nueva conciencia sobre su lugar en el entorno natural y sobre las leyes que lo rigen que alcanzó el hombre en el siglo XV, fue logro en buena parte de las investigaciones que extraordinarios artistas como Brunelleschi, Alberti o Donatello llevaron a cabo. Todos ellos, además, fueron sabedores de sus aportaciones, y desarrollaron un "orgullo artístico" casi inédito desde la Antigüedad, el cual tuvo como consecuencia no sólo la exigencia de un nuevo lugar en el orden social sino también la aparición de una conciencia histórica. Esa conciencia dio como resultado la redacción de tratados como el de Alberti (que aunque ahistórico por principio, en realidad hace historia, pues sólo se refiere a la pintura florentina), o de los relatos de naturaleza genealógica o biográfica de Ghiberti o Manetti, que escribió un libro sobre Brunelleschi. Estas obras abonaron el terreno para la aparición de las Vidas (1550) del artista toscano Giorgio Vasari, a quien repetidamente se ha denominado "padre de la historiografía del arte"3. Comparten con el relato de Plinio un concepto progresivo de la historia, aunque en el caso de Vasari mucho más meditado y definido, pues frente a la idea de ilusionismo que actuaba como hilo conductor en el esquema del romano, opone el concepto de "maniera", que en parte es asimilable a lo que después se ha venido llamando "estilo". La obra se compone de un pequeño tratado de carácter teórico, que actúa como introducción de lo que constituye el núcleo y razón de ser del libro: una extensa relación biográfica de los más importantes artistas italianos y algunos extranjeros desde finales de la Edad Media. Estamos ante una historia del arte como historia de los artistas, en la que interesan más los aspectos relacionados con la personalidad o la actividad creadora de éstos que las cuestiones que afectan al específico lenguaje artístico. Se trata de una concepción valorativa de la historia, que le hace distinguir varios periodos que juzga atendiendo fundamentalmente al concepto de "disegno", que para él (y gran parte de los artistas e intelectuales italianos del momento) tiene un carácter eminentemente normativo. Usando un esquema evolutivo inspirado en nociones tan corrientes entonces como la de las eda3
Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos, Madrid, 2004.
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des de la vida o el crecimiento y muerte vegetativos, agrupa a sus artistas en tres etapas diferenciables de acuerdo con su aproximación a la norma ideal que proporciona el "disegno". Estas tres épocas son respectivamente los siglos XIV, XV y XVI (que equipara a la infancia, juventud y madurez del arte) durante los cuales se fue poco a poco avanzando en el dominio del dibujo hasta llegar a Miguel Ángel, a quien considera la cima artística. En su segunda edición (1568) su criterio se hace algo menos restrictivo y admite la excelencia del colorismo veneciano. El papel que otorga al dibujo obedece en gran parte a su formación toscana, y aunque frecuentemente se dice que constituye una traba para la adecuada comprensión de escuelas ajenas a la suya, si no hubiera tenido este prejuicio lo habría sustituido por otro, pues es impensable la existencia de una historia no valorativa y normativa en esa época. De hecho su jerarquización va más allá de lo que se refiere a las categorías línea-color (que es fundamental), y afecta también a las de pinturaescultura y forma-contenido. Vasari, aunque afirme que la perfección ha sido alcanzada por Miguel Ángel, mediante su esquema evolutivo (que tendrá importantes repercusiones) en el fondo introduce la idea de relatividad, pues al sostener que la Antigüedad fue superada cuando, al reconocerla como modelo, el Renacimiento alumbró una manera nueva, esta afirmando implícitamente que el nuevo paradigma artístico que surge en el siglo XVI puede a su vez ser renovado. Pero este interesante esquema histórico se esconde en realidad entre páginas y páginas dedicadas a narrar la vida de los artistas, a quienes considera (de manera interesada, pues él mismo era pintor) seres cuyos temperamento y capacidad creativa les hacen distintos al resto de los mortales. Son relatos en ocasiones de tipo heroico o legendario a través de los cuales se intenta ponderar la personalidad de los artistas, y que por lo tanto poseen una destacada dimensión ejemplar. Entre sus temas más queridos se encuentran los que se refieren a la capacidad casi mágica del creador y a sus proezas en el proceso de imitación de la naturaleza, y apenas hace hincapié en la dimensión científica de la actividad artística. Esto último separa este libro de los precedentes cuatrocentistas, y es muy expresivo del cambio en la concepción de la naturaleza del arte que se dio entre el primer Renacimiento y el Manierismo. Como buen biógrafo de su tiempo, considera este género literario casi como obra de arte y no ve la necesidad de atenerse siempre a la estricta verdad histórica. Por eso, llena sus páginas de anécdotas inventadas, legendarias o basadas en obras como la de Plinio, que utiliza conscientemente para perfilar los rasgos de sus biografiados según sus propias necesidades historiográficas. Durante los siglos XVI y XVII aumenta considerablemente el número de obras dedicadas al arte, aunque casi todas ellas tienen el común denominador
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de su carácter teórico y la escasa importancia que se concede en ellas a la historia, todo lo cual se explica si tenemos en cuenta la naturaleza profundamente normativa de la actividad artística de esa época, que se justificaba precisamente por su adhesión a un sistema de reglas. La pintura o la escultura tenían una finalidad social y religiosa primordial, y los escritores sobre arte de esa época estaban más interesados en reflexionar sobre el código vigente y trasmitirlo que en hacer historia. Esta, sin embargo, no falta, y cuando aparece lo hace en forma principalmente de relatos biográficos que siguen el camino marcado por Vasari, como los libros de Van Mander, Baldinucci o Antonio Palomino, que recogen vidas de artistas nórdicos, italianos y españoles, respectivamente. WINCKELMANN Y EL NACIMIENTO DE LA HISTORIA DEL ARTE
Aunque desde el punto de vista de su justificación teórica el arte del siglo XVII seguía siendo clasicista, en el sentido de que se encontraba regido por un sistema de valores que remitía a la tradición clásica, lo cierto es que en la práctica artística y en la historia del gusto se produjo entonces una fisura respecto de la época anterior. El hasta entonces preponderante concepto de "juicio" tuvo que compartir su importancia con el de "gusto", que era de carácter personal y acientífico y suponía una anticipación del subjetivismo de siglos posteriores. Este concepto, el importante cambio en la concepción de la relación entre arte y naturaleza que trajeron consigo las teorías de Bellori, la ampliación de los temas considerados dignos de representación artística y la extensión del gusto por un arte cada vez mas sensualista prepararon el terreno para el reconocimiento de la autonomía del arte respecto a otras regiones del espíritu que se produjo durante el siglo XVIII y trajo como consecuencias tanto la creación de una nueva ciencia, la estética (de la que aquí no vamos a ocuparnos) como el nacimiento de la moderna historiografía del arte o la aparición de la crítica artística. La obra que supone un decisivo punto de inflexión en las investigaciones histórico-artísticas es la Historia del arte en la Antigüedad, que publicó Winckelmann en 17644. La personalidad de su autor ya marca la diferencia respecto de muchos escritores de épocas anteriores y, además, anuncia algo que va a ser común posteriormente en la mayor parte de sus colegas. No se trata de un artista, como lo habían sido casi todos los tratadistas de arte de los siglos XVI y XVII, sino que es un estudioso. También novedoso es el hecho de que haya convertido en objeto de sus interés no el arte contemporáneo, como era habitual hasta entonces, sino una época cronológicamente
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Historia del arte en la Antigüedad, Barcelona, Iberia, 1967.
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muy alejada, lo que nos habla de una perspectiva histórica de subrayado muy diferente. La principal aportación del sabio alemán radica en su método histórico, que nace a su vez de una concepción del arte radicalmente distinta a la que existía anteriormente. Por primera vez un historiador deja de prestar atención preferente a las obras de arte individuales y a los artistas, y trata de trazar una panorámica global de la evolución artística en un periodo histórico determinado. Además, a la hora de juzgar esta historia, prescinde de los juicios de valor más queridos hasta entonces, como eran los que se refieren a la necesaria finalidad y utilidad de las obras de arte y a la búsqueda de la mayor perfección imitativa, y pretende encontrar la idea del arte no a través de conceptos apriorísticos sino por medio del estudio de las obras y su historia. Relegando el estudio del contenido de las obras de arte a un segundo plano, y primando la interpretación formal y estilística, Winckelmann trató de acercarse a su lenguaje específico y desentrañar las leyes que rigen el proceso de su evolución estilística. Como hizo Vasari, traza un esquema histórico regido por una idea de carácter casi biológico que le lleva a distinguir varios periodos en el arte antiguo y moderno. Respecto a aquél, diferencia cuatro épocas que se corresponden con otros tantos estilos. Cree que en los tres primeros se dio una evolución gradual, y que el cuarto, una vez alcanzada la perfección en el tercero, supone una decadencia. A la hora de trazar este esquema no sólo se basa en un estudio formal, sino que se interesa también por las causas políticas y sociales que influyeron en la evolución estilística; y muy frecuentemente en sus juicios se deja guiar por consideraciones morales personales sobre el carácter de la época en la que nacieron determinadas obras artísticas. Desde entonces la historia de los artistas dejó de ser la única vía de acercamiento a la historia del arte, que se convirtió en una disciplina cada vez más atenta a la evolución de la obra de arte en sí misma, considerada fundamentalmente desde el punto de vista formal; aunque tampoco se olvidó su condición de transmisora tanto de mensajes concretos como de una determinada visión del mundo. Pero a pesar de haber sabido dar una nueva y definitiva orientación a la historia del arte Winckelmann comparte con todos los historiadores anteriores un prejuicio clasicista que le lleva a afirmar que existe un modelo de belleza absoluto en relación al cual ha de juzgarse el resto de las obras de arte. Esta afirmación cuadra mas con un modelo descriptivo ahistórico como fueron casi todos los anteriores que en un esquema histórico como el que traza el alemán, y que encierra en lo más profundo el germen de la relatividad. Sin embargo, esta contradicción interna (por no hablar del hecho de que formuló su teoría creyendo esculturas griegas lo que luego se ha demostrado
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que eran copias romanas) ha sido muy bien acogida por numerosos historiadores del siglo XIX, que rara vez se han resistido a la tentación de establecer categorías entre artistas y estilos. DESPUÉS DE WINCKELMANN
Simplificando mucho, se puede decir que desde finales del siglo XVIII existen dos tendencias paralelas en la historiografía artística: por una parte los intentos puntuales (con diferente fortuna y repercusión) de abordar la historia del arte desde la reflexión metodológica; y por otra, la elaboración de una historia del arte aparentemente ajena a este tipo de preocupaciones. De la primera tendencia trataremos más adelante de forma detallada, pues constituye el principal objeto de interés de estas páginas. De la segunda nos vamos a ocupar en los párrafos siguientes, y en ella se inscriben la mayor parte de los estudios posteriores a Winckelmann. La primera pregunta que se formula el hombre occidental desde hace dos siglos ante una obra de arte tiene que ver con su autor y la fecha en la que fue realizada. Más adelante inquiere sobre el tema representado o algunas circunstancias de su ejecución. En cualquier caso, se trata de preguntas puntuales que requieren a su vez respuestas concretas, cuyo hallazgo ha sido la mayor preocupación de la mayor parte de los estudios histórico artísticos desde hace tiempo. Por ello, se puede decir que durante los siglos XIX y XX gran parte de la historia del arte ha tenido un carácter filológico y positivista. Por una parte, se ha tratado de acopiar la mayor cantidad de noticias concretas sobre las obras de arte y sus creadores, que se han extraído y siguen sacándose de fuentes literarias y de archivo. Pero además, existe una obsesión por elaborar catálogos razonados de las obras de los artistas y trazar con precisión historias estilísticas, que sirvan para afinar en la filiación de las obras, adscribiéndolas a determinados autores o escuelas. Uno de los iniciadores del método filológico fue Lanzi, quien en su Storia pittorica d'Italia (1795-1796) aboga por el estudio directo de las obras de arte a través del concepto de "escuela", que es el que sirve para poner en relación unas con otras5. Además, estudia cada escuela en relación con las circunstancias de producción; todo la cual en la práctica ponía en entredicho el apriorismo de Winckelmann y su fe en la existencia de una belleza absoluta materializada en un momento histórico: ya no se habla de Historia del Arte en general y con valor absoluto, sino de una Historia de las distintas escuelas artísticas. A principios del siglo XIX existe ya un tipo de historiador del arte, que todavía perdura, y que debe su nacimiento tanto a las nuevas orientaciones 5
Storia pittorica dell'Italia, Florencia, Sansoni, 1968-1974, 3 vols.
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historiográficas como a las exigencias de un mercado cada vez más diversificado y a la proliferación de unas instituciones hasta entonces poco habituales, como son los museos y galerías. Este nuevo tipo es el conocedor o experto, que debe satisfacer las exigencias de catalogación científica de los museos y coleccionistas y que basa su prestigio en su capacidad para hallar la exacta filiación estilística de las obras de arte a través de la lectura de sus elementos figurativos. En realidad es en este campo en el que el historiador del arte encuentra un método específico, que le permite distanciarse del filólogo o del historiador general y que le otorga un prestigio distinto al que dan estas disciplinas, pues aparentemente su método se basa en algo tan intangible, misterioso e inclasificable como es lo que a veces se ha llamado "ojo crítico", "gusto", etc. Sin embargo, son variados los intentos de establecer una metodología objetiva para la clasificación estilística. En los últimos años se han sido muy publicitados los que hacen uso de sofisticados medios técnicos, coma los rayos equis, ultravioleta, o el análisis químico de los pigmentos, que facilitan la clasificación y filiación de las obras y permiten adentrarse en el conocimiento del proceso creativo de los artistas. En épocas anteriores, sin embargo, los distintos métodos tuvieron que basarse exclusivamente en el análisis personal y directo de las obras. Entre los variados intentos, el más famoso y de mayor fortuna fue el que llevó a cabo Giovanni Morelli (1816-1891), un médico italiano que creyó encontrar la clave en la elaboración de un vocabulario formal íntimo de los artistas a través de la grafía con que estaban realizados elementos como las manos o las orejas, que pensaba era prácticamente inalterable en cada creador. El análisis estilístico vino a probar la importancia que ciertas individualidades tuvieron en la creación de estilos y escuelas; lo cual, junto a las exigencias discriminatorias del mercado del arte y el culto a la personalidad que se ha dado en Europa desde el Romanticismo, dio como resultado la construcción de una historia del arte basada fundamentalmente en los grandes artistas. Esto hubiera supuesto retroceder hasta Plinio o Vasari si no fuera porque a la idea de individuo se asoció frecuentemente la de genio (que es moderna), y porque tanto o más que la personalidad de los creadores interesó el análisis de sus obras y su capacidad para modificar o imponer un estilo. La línea metodológicamente indefinida en la que se inscribe una parte importante de los historiadores del arte, no es en absoluto estática, y en ella es posible trazar algunas direcciones que en bastantes casos suponen un reflejo o conllevan un conocimiento de propuestas metodológicas formales de las que trataremos en páginas posteriores. Generalizando, cabe decir que desde finales del siglo XVIII se ha producido una notable diversificación de los intereses de los historiadores del arte, que se debe tanto a la ampliación
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del concepto de obra de arte como a las necesidades museísticas o al aumento del número de historiadores, los cuales frecuentemente se han visto en la necesidad de abrirse un hueco dentro de la profesión explorando regiones inéditas de la historia artística. Mientras que a finales del XVIII al historiador del arte le competía fundamentalmente el estudio de la evolución estilística de las obras de pintura, escultura o arquitectura en dos periodos paradigmáticos como eran la Grecia clásica y el Renacimiento italiano; en la actualidad es competencia suya no sólo cualquier manifestación expresiva de no importa qué época que tenga o haya tenido (como en el caso de las fiestas) una dimensión formal sino también el estudio de todas las circunstancias que influyen en su ejecución, como son los caracteres biográficos y los rasgos psicológicos de sus autores; las leyes rectoras del gusto de la época en que fue realizada; su fortuna crítica en tiempos posteriores; los rasgos de la sociedad en la que nació; el tipo de cultura visual en la que se creó, etc., etc. Es decir, aunque no se adscriba directamente a ninguna de las corrientes metodológicas de las que más tarde hablaremos y básicamente afecta a los métodos filológicos, la mayor parte de la historiografía artística desde hace dos siglos se ha caracterizado en su evolución general por una continua ampliación de sus campos de estudio y de sus perspectivas. El proceso, sin embargo, ha sido desigual en su desarrollo. Así, tuvo que pasar un siglo antes de que se abandonara el prejuicio clasicista que consideraba el Renacimiento como el modelo artístico para la Edad Moderna y se aceptara la validez y autonomía del Barroco, lo que a su vez abrió las puertas para el estudio de épocas consideradas "malditas". También fue lenta la ruptura con el esquema mental que discriminaba entre los distintos tipos de artes, y diferenciaba disciplinas como la pintura o la escultura de lo que peyorativamente se llamaban "artes decorativas". Aunque en cierto sentido aún perdura este prejuicio, el camino avanzado es mucho, y por ejemplo ya empiezan a considerarse susceptibles de ser estudiadas dentro de la historia del arte manifestaciones como las fiestas o el protocolo. Otras direcciones en las que ha avanzado sólidamente la historiografía son las que afectan a la condición profesional y social de los artistas y a su caracterización psicológica individual y colectiva. También ha habido un importante grupo de historiadores preocupados por las ideas sobre el arte de distintas épocas y sobre la propia historia de la historiografía. En los últimos años destacan las investigaciones sobre el gusto, que utilizan como herramientas fundamentales el estudio del coleccionismo o de las ideas estéticas.
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MEDIEVALISMO
La primera ruptura del esquema histórico trazado por Winckelmann se dio poco después de la aparición de sus obras, y se relaciona con el nacimiento del interés por el arte y la civilización medievales. No estamos básicamente ante una aportación metodológica, sino ante una corrección ideológica del pensamiento del alemán, lo que nos sirve para mostrar cómo el avance en la historiografía del arte no siempre se ha llevado a cabo a través de revisiones del método, pues también se ha hecho mediante modificaciones o ampliaciones de los objetos de estudio, que frecuentemente no se han hecho de forma programática, sino de manera inconsciente y obedeciendo a veces a intereses extra-artísticos. El interés por el arte medieval supone un reto a la ideología artística occidental vigente hasta el siglo XVIII, que se basaba en la creencia en un ideal de belleza y en un sistema de normas que admitía escasas modificaciones. En el origen de esto hemos de ver un reflejo del subjetivismo de ese siglo y su revalorización de conceptos sobre los que ya habían insistido los filósofos griegos pero que apenas motivaron a los teóricos de arte modernos, como el de la fantasía. También hemos de tener en cuenta la aparición de nuevas categorías estéticas, como lo sublime. En el siglo XVIII, y sobre todo en países que habían estado un tanto alejados de los modelos clásicos, así Inglaterra o Alemania, surgen los primeros estudios sobre el arte y la civilización de los siglos medievales, de la mano de autores como Langley, Hughes, Walpole, Hamann o el joven Goethe, que dejan paso a la auténtica moda medievalista que se produjo en el Romanticismo. En España, es singular el caso de Jovellanos. Pero en el origen del interés por el medievalismo no hemos de ver tan sólo razones de gusto, pues se esconden también intereses políticos, morales, religiosos y sentimentales. A través del estudio del arte medieval algunos de los nuevos nacionalismos pudieron reivindicar las excelencias del genio artístico local; y los románticos alimentaron la idea de la existencia de un arte espontáneo y a veces popular. Aunque los románticos no elaboraron un nuevo sistema teórico para juzgar el arte medieval, y tiñeron su historiografía y sus juicios de elementos subjetivos y carentes de sistema, en sus obras se aprecian algunas aportaciones respecto a la época anterior. La más importante es que sustituyeron el casi exclusivo interés de Winckelmann sobre el objeto por una reflexión sobre el sujeto creador, lo que se explica teniendo en cuenta la nueva conciencia de la personalidad artística que había surgido en Europa en esa época. No se trata, sin embargo, de un interés similar al que guió a Vasari al redactar sus Vidas, pues trataron de superar los elementos anecdóticos para
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centrarse en el estudio de las posibilidades que para el conocimiento de la personalidad de los artistas ofrece el examen de sus propias obras. Además, con su interés por una época cuyo arte estaba teóricamente ajeno a un estricto sistema normativo, supieron darse cuenta de los límites del arte antiguo y renacentista y del carácter históricamente relativo de la norma clásica. Por otra parte, comparten con la historiografía neoclásica el intento de extraer de la historia artística elementos ajenos al arte y utilizarla como objeto para la reflexión sobre temas morales o religiosos. Si Wickelmann había asociado al clasicismo griego un personal concepto de la "virtud", investigadores como Pugin proyectan sobre el arte gótico sus propias ideas sobre la religión o la moral. HISTORIA DEL ARTE Y LA CRÍTICA ARTÍSTICA
El subjetivismo que había imperado en la historiografía romántica fue una de las principales fuentes de John Ruskin, uno de los historiadores más individualizados e influyentes del siglo XIX. Aunque frecuentemente manifestó un abierto desinterés por el arte contemporáneo y apenas realizó crítica artística propiamente dicha, sus métodos historiográficos están muy cercanos a ésta, de forma que construye un esquema histórico guiado en gran manera por su gusto personal. En una época que todavía rendía culto a Rafael, se rebela contra las reglas del dibujo, que sustituye por el concepto de "amor", con lo que desplaza el ámbito del juicio estético desde las regiones estrictamente formales hasta las intenciones de los artistas y sus capacidades para expresar sinceramente sus sentimientos. Como hicieron todos los historiadores anteriores a él, Ruskin toma partido, y lo hace a favor del arte gótico, que considera la época que con mas sinceridad expresa un ideal vital, como demuestra el hecho de la gran unidad de gusto que se aprecia en todas las artes del periodo. A esta época opone el Renacimiento, teniéndolo por inferior en sus logros artísticos6. Ruskin concibe el desarrollo del gusto en tres períodos, definidos respectivamente por el interés por la línea, la superficie y la masa o espacio en profundidad, de cuyas combinaciones surgen algunas etapas intermedias. Introduce la idea de evolución, aunque sin teñirla de carácter peyorativo, y cree que ésta ha sido realizada por dos caminos distintos, si bien complementarios: uno de carácter científico, que tendría como instrumento el claroscuro; y otro de tipo intuitivo, basado en el sentimiento del color. Todo ello sirve para dotar a los esquemas figurativos de un preciso contenido his6
John Ruskin, Las pideras de Venecia y otros ensayos sobre arte, Barcelona, Iberia, 1961; Arte primitivo y pintores modernos, Buenos Aires, El Ateneo, 1944; Las siete lámparas de la arquitectura, Madrid, Aguilar, 1964.
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tórico: La escuela primitiva se caracterizaría por el predominio de la línea; la cerámica griega por la línea y la luz; las vidrieras góticas (que para él eran los elementos artísticos más representativos del periodo) por la línea y el color; Leonardo y su escuela por la masa y la luz; Giorgione por la masa y el color; y Tiziano y su escuela por la masa, la luz y el color. Hegel aplicó su sistema dialéctico a la Historia del Arte, lo que dio como resultado la creación de un régimen basado en la disposición cíclica de tres momentos con características dialécticas definidas: el arte "simbólico", el "clásico" y el "romántico". Al mismo tiempo, presentó una integración metodológica entre estética y teoría, crítica e historia del arte. Después de él, otros filósofos idealistas acogieron esta idea, pero hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para encontrar a quien mejor supo llevar a la práctica semejante propuesta. Se trata del inglés Walter Pater, quien afirma la relatividad de la belleza y aspira a encontrar lenguajes específicos (no una fórmula universal) que sirvan para poner de manifiesto las cualidades de cada una de las múltiples expresiones y épocas artísticas. Para él, "lo importante no es que el crítico disponga de una correcta definición abstracta de lo que es la belleza para el intelecto, sino de un cierto tipo de temperamento, de la capacidad de conmoverse profundamente ante la presencia de objetos bellos. Debe tener siempre presente que la belleza existe en muchas formas"7. En los años en los que publica Pater se hace cada vez más importante un fenómeno que ya había empezado a apuntar en épocas anteriores. Nos referimos a las contaminaciones entre los gustos artísticos contemporáneos y las construcciones historiográficas. Así, el intenso aprecio que se observa entonces por artistas como Rembrandt o Velázquez debe en parte explicarse a la luz de los intereses de las nuevas corrientes artísticas. Existieron incluso historiadores que compaginaron esta actividad con la de críticos y no dudaron en proyectar sobre períodos históricos conceptos pictóricos personales. Entre ellos destaca Fromentin, autor de los famosos Maestros de antaño, que bascula constantemente en sus referencias a los maestros del pasado y a los artistas contemporáneos. En cierta manera supone una recuperación de la literatura artística anterior a Winckelmann, la cual estaba definida por sus intereses estrictamente contemporáneos8. POSITIVISMO E HISTORIA DE LA CULTURA
Si el siglo XVIII había sido una época que en el campo de las ciencias naturales se había caracterizado por los intentos clasificadores y sistematizado7 8
Walter Pater, El Renacimiento, Barcelona, Icaria, 1981. Barcelona, Iberia, 1942.
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res, el XIX se define, entre otras cosas, por su voluntad de construir sistemas interpretativos de estas clasificaciones. Y la historia del arte no fue ajena a ello. Entre los investigadores interesados por encontrar analogías metodológicas entre la ciencia natural y la historia del arte se encuentra G. Semper, que se ocupó sobre todo de arquitectura y trató fundamentalmente de investigar la influencia de la materia y la técnica sobre la forma. Siguiendo una concepción estrictamente materialista del arte, afirma que el origen de las formas reside en las posibilidades técnicas y minimiza la importancia creativa del artista. Algunos puntos de contacto tiene Viollet le Duc, aunque para él el problema fundamental no reside tanto en la técnica como en la función de la obra de arte. El más conocido de este tipo de historiadores es Hipólito Taine (18281892), directamente inspirado en el Curso de filosofía positiva de Compte. Construyó su historiografía tomando como base la teoría del medio (milieu), al que considera como la explicación última de cualquier producción artística. Para él, todos los artistas son susceptibles de ser agrupados en escuelas, y éstas a su vez obedecen a unos condicionantes muy precisos, fundamentalmente relacionados con la raza y el medio físico. Su construcción es estrictamente materialista, y puede ser relacionada con varias tendencias contemporáneas de la historiografía, la filosofía o la antropología. Entre sus aportaciones figura el haber sabido encontrar una explicación no formalista para la obra de arte, de la que negó su autonomía formal y a la que estudió integrándola en un todo. Además, intentó integrar el estudio de la obra de arte en el de la sociedad que la creó, lo que es un camino que posteriormente ha retomado buena parte de la historiografía. Sin embargo, junto a estas virtudes existen serias limitaciones. La principal es que su definición de medio afecta exclusivamente a los caracteres físicos, y no tiene en cuenta los aspectos intelectuales o espirituales. Además, hace caso omiso de la posibilidad de libertad individual en el proceso de creación artística. Más de un siglo después de publicadas sus obras, sus teorías mecanicistas resultan forzadas, debido sin duda a que ha querido encontrar una solución excesivamente simple para un problema de gran complejidad9. En su interés por los medios en los que nacieron las obras de arte Taine contaba con un importante precedente en el alemán Burckhardt, aunque éste no se fijó exclusivamente en el contexto material, sino que prestó atención sobre todo al cultural, lo que hace que su análisis haya tenido mucha mayor fortuna. Sus obras fundamentales son El cicerone (1855) y La cultura del Renacimiento en Italia (1860)10, las cuales inauguran un método historiográ9 10
H. Taine, Filosofía del arte, Madrid, Aguilar, 1957. Madrid, Akal, 1991.
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fico que todavía sigue teniendo influencia y validez (aun con correcciones y modificaciones). Teóricamente hunde sus raíces en algunos escritores emparentables con el idealismo alemán, como Hotho (1802-1873), el seguidor de Hegel que sostenía que el verdadero ámbito de la historia debía ser el perfil ideológico y espiritual que los individuos y los pueblos dejan traslucir a través de sus creaciones artísticas. Este interés por la obra de arte no tanto en si misma cuanto por su capacidad para transmitir los rasgos esenciales de culturas pretéritas es compartido por su compatriota Schnaase. Burckhardt parte de ideas similares, pero trata de no seguir una única dirección, sino de diversificar en lo posible sus métodos de acercamiento. Para él, los hechos históricos y culturales carecen de importancia cuando se toman aislados, y deben ser puestos todos en relación unos con otros para que así no sólo puedan ser entendidos mejor individualmente sino que entre todos ayuden a descubrir el zeitgeist o espíritu de la época. Esta propuesta metodológica nos advierte de lo lejos que se encontraba de la mayor parte de los historiadores de arte contemporáneos; y ello no sólo por su tipo de construcción sino también por lo que afecta a la definición misma de historiador, que en la concepción burckhardtiana ha dejado de ser exclusivamente un experto en el análisis estilístico (que sólo necesita para desarrollar su labor unos instrumentos críticos de carácter más o menos objetivo y cierto caudal de conocimientos sobre los artistas y sus obras), para convertirse en un preciso conocedor del contexto político, social e intelectual en el que nacieron los objetos artísticos. El tiempo ha demostrado que la mayor parte de las más afortunadas propuestas de revisión metodológica de la historiografía han sido llevadas a cabo por este segundo tipo de historiadores, los cuales en general poseen una perspectiva histórica y cultural que les facilita el camino para salir del estricto marco formal, aunque puede ocurrir (como le pasó al mismo Burckhardt) que en sus propósitos de ofrecer una interpretación culturalista del arte olviden lo que éste tiene de lenguaje específicamente formal. El método de trabajo del alemán se define fundamentalmente por su falta de unidad. Es decir, fue consciente de la necesidad de estudiar la historia artística en un contexto cultural lo más amplio posible, pero a partir de ese supuesto no trazó una orientación metodológica precisa. Por eso, en su historia sigue numerosas direcciones, que en ocasiones dan lugar a pequeñas contradicciones: a veces habla de los estilos como algo abstracto que tuviera una fuerte personalidad; en ocasiones, sin embargo, se muestra consciente del factor individual y personal en la evolución de los estilos; hay capítulos en los que basa su juicio crítico en un análisis formalista, mientras que en otros tiene en cuenta prejuicios de carácter moral. El tema más grave que queda pendiente es el de la contradicción entre personalidad y cultura, pues mien-
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tras que frecuentemente declara que el más importante motor de la historia y el arte es la personalidad individual, en el fondo su construcción histórica es colectiva. Su mayor originalidad consiste en haber sabido hacer historia del arte a través de la historia de la cultura, con lo que sutilmente demostró (sin necesidad de acudir a fórmulas mecanicistas como las de Taine) hasta qué punto el arte es inseparable de su contexto histórico. Así, La cultura del Renacimiento..., que constituye una de las obras fundamentales para entender la historia del arte en ese período, hace sin embargo comparativamente escasas alusiones a objetos artísticos y se divide en capítulos como "El estado como obra de arte", "Desarrollo del individuo", "El resurgir de la Antigüedad"; "Descubrimiento del mundo y del hombre", "La vida social y las fiestas", "Costumbres y religión". FORMALISMO
Llegados a este punto, hay que hacer una aclaración sobre uno de los elementos definitorios de las ciencias histórico-artísticas, que sirve para singularizarlas respecto de otras disciplinas humanísticas. A diferencia de lo que ocurre con la ciencia literaria, donde la historiografía literaria se ha convertido en una disciplina muy distinta de la teoría y la crítica y mantiene un considerable grado de autonomía tanto por su intención como por su método (lo cual se hace evidente, entre otras cosas, en el extraordinario desarrollo de los formalismos y en general las escuelas críticas contemporáneas), en los estudios histórico artísticos, al menos todavía, no se ha producido esa fisura. Esto ha traído las consecuencias negativas que conlleva cualquier restricción metodológica, pero al mismo tiempo ha llevado aparejados ciertos aspectos positivos. Así, mientras que la historia literaria perdió su significación durante la época estructural-formalista en favor de la teoría crítico-literaria, por su parte ha seguido existiendo una historia artística dominante que no ha perdido su importancia debido precisamente a la inexistencia de un desarrollo histórico-crítico autónomo, paralelo al desarrollado respecto de la literatura, y que hubiera acabado, como ocurre en ésta, por privarla de significación. En lo que sigue, naturalmente, vamos a estudiar los elementos significativos de la evolución de la historiografía artística, que son principalmente aquellos en los que se produce una asociación histórico-artística y teóricocrítica del arte. Los límites de esta asociación los marca la ruptura o disociación entre sus principales componentes, como ocurre, por ejemplo, en teóricos como Arnheim o en los autores de la Escuela de Franckfurt. El nacimiento de la crítica filológica trajo consigo no sólo intentos de perfeccionar los instrumentos destinados a lograr una perfecta filiación esti-
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lística de las obras de arte mediante el análisis de sus elementos figurativos, sino también profundas reflexiones sobre la naturaleza formal del arte. Las investigaciones más importantes en este campo tuvieron lugar en ámbito germánico, sobre todo en Viena, y constituyen una de las páginas más brillantes de la historia de la historiografía artística. Teóricamente el punto de partida era la distinción kantiana entre belleza subjetiva y belleza objetiva, a la que consideraba como las puras relaciones formales. Herbart, que no compartía la vinculación idealista entre forma y contenido, localizó en la forma cualquier posibilidad de conocimiento artístico y circunscribió la belleza exclusivamente al mundo formal, con lo que afirmó que la obra de arte era básicamente un sistema de puras relaciones formales en el que junto a una forma estética podía convivir un contenido extraartístico. Un paso más en las teorías formalistas se dio con la formulación del concepto de einfühlung, que en ocasiones se ha traducido como "empatía", y fue objeto del interés de Herder y Vischer (1872). El verdadero protagonista de una obra no es su iconografía, sino el sentimiento del autor, que se expresa a través de un código simbólico de carácter formal y de difícil definición: La línea vertical, la horizontal o la quebrada suponen distintas reacciones espirituales, y lo mismo ocurre con los colores y sus combinaciones. Esta teoría fue ampliamente explotada y desarrollada por Worringer, quien en obras como Abstracción y empatía (1908) aboga por la creación de un arte abstracto, con plena autonomía formal y ajeno a cualquier dependencia naturalista11. Konrad Fiedler parte también de la distinción kantiana que afirma la existencia de una percepción subjetiva que afecta al sentimiento del placer y una percepción objetiva que interesa a la representación y que constituye el dominio de las artes. Con ello sitúa en el arte la visión y la representación. Un análisis fisiológico de los sentidos humanos que le lleva a afirmar la autonomía de la vista, le conduce a proclamar la también autonomía de las artes plásticas, de las que afirma que se rigen por unas leyes que no son las de la naturaleza sino las de la figuración. Consciente, pues, del carácter específico del arte, afirma que su historia no debe centrarse en investigaciones de tipo filológico o culturalistas, sino en el conocimiento obtenido a través del arte. La actividad artística es, pues, para él un instrumento autónomo de creación que tiene como principal objetivo la fabricación de formas que se explican en ellas mismas12. Al mismo tiempo, Fiedler es individualista y aparece muy apegado a la idea de genio. Considera a éste capaz de abrir los ojos de la sociedad a través 11 12
México, FCE, 1972. Escritos sobre el arte, Madrid, Visor, 1992.
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de su modo personal de transmitir una peculiar visión (en el sentido físico) del mundo. Para Fiedler, la historia del arte no es un proceso de carácter lineal, ni sigue un desarrollo armónico, pues piensa que se ha producido a saltos, dependiendo en gran manera de la existencia de personalidades geniales. Sus intereses historiográficos se centran en la historia de la arquitectura, de la que piensa que ha conocido varias épocas de valor desigual, y entre ellas sólo la griega y románica de gran pureza. Consciente del carácter esencialmente técnico y utilitario de la arquitectura, cree que sus elementos vinculantes son la forma, materia y necesidad, y considera el mejor estilo aquel que más satisfactoriamente sabe conjugar estas tres variables. Seguidor de Fiedler fue Adolf von Hildebrand (1847-1921), autor de El problema de la forma en la obra de arte (1893), donde se ocupó de la historia de la escultura. Si el anterior encontraba en la adecuada conjugación de forma, materia y necesidad la piedra de toque que le permitía juzgar la arquitectura, éste se centra en el tema de la unidad espacial, que considera la más íntima aspiración de la escultura. Toda su historia de la escultura gira en torno a esta cuestión, que le hace despreciar obras hasta entonces de tanto prestigio como las de Canova y Cellini o el Toro Farnese, y ponderar las creaciones de los artistas de la Grecia clásica y de Miguel Ángel, a quienes considera los escultores que mejor han logrado esa unidad. Con su teoría, que insistía en la posibilidad de representación artística del movimiento a través de un cuerpo necesariamente quieto en posición de movimiento, trató de demostrar el carácter autónomo de la visión artística respecto a la naturaleza, pues se basaba en leyes distintas a las que rigen ésta13. El intelectual que lleva hasta sus últimas consecuencias las teorías formalistas es Alois Riegl, que marca un hito en la historia de la historiografía artística comparable al que supuso Winckelmann. Con él surge por vez primera una historia del arte libre absolutamente de valores, pues sustituye el concepto de belleza (que las corrientes anteriores consideraban vinculante) por el de estilo, el cual para él se rige por unas normas no valorativas e históricamente variables. Con ello se produce un alejamiento entre estética e historia del arte, y cambia también la idea de la función del historiador, que ya no sólo no precisa de un desarrollado gusto personal, sino que incluso es conveniente que carezca absolutamente de él. El concepto fundamental en torno al cual construye su historia es el de "voluntad artística" (kunstwollen), que define como lo contrario a lo que se consideraba poder artístico o capacidad de imitación de la naturaleza, que para él ya no es necesariamente un fin de la obra de arte. La historia del arte para Riegl, y a diferencia de muchos otros historiadores como Semper, ha dejado de estar centrada en la capacidad técnica para pasar a convertirse en 13
El problema de la forma en la obra de arte, Madrid, Visor, 1989.
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algo relacionado primordialmente con la voluntad, lo que obliga a no jerarquizar o proyectar juicios de valor sobre las distintas épocas artísticas, que han de ser juzgadas en sí mismas y no (como se hacía hasta entonces) en relación con las demás. La naturaleza de esta voluntad no es consciente ni individual, sino que obedece al deseo natural del hombre de plasmar formalmente sus relaciones con el entorno, y tiene un carácter colectivo. Para definir las características de la voluntad artística, Riegl parte de la distinción que hizo Herbart entre forma y contenido, de manera que cada obra es al mismo tiempo representación y estilización de la naturaleza. La voluntad no se refiere a un hecho cultural, sino que es inmanente a la obra de arte y se localiza específicamente y sólo en ella. En su intento de dar una dimensión práctica a esta formulación teórica, extrajo del estudio de las obras de arte dos categorías formales que consideró básicas y que tienen un fuerte carácter psicológico, pues remiten a distintas formas de concebir la relación entre el hombre y el mundo. Se trata de los conceptos "óptico" y "táctil", que admiten diversos grados de combinación. Así, divide el arte antiguo en tres etapas: la táctil, que psicológica y conceptualmente implicaría una visión muy próxima de las cosas y está representada fundamentalmente por el mundo egipcio; la táctil-óptica, que se refiere a la visión equilibrada que hubo en la Grecia clásica; y la óptica, o visión lejana y en profundidad que caracteriza a la Roma tardía. Con el tiempo, a estos conceptos agregó los de lo objetivo y lo subjetivo. La ruptura de Riegl con los prejuicios normativos anteriores se expresa incluso en la elección de los temas y periodos que estudió, en general centrados en aspectos del arte industrial y decorativo de la Baja Antigüedad. La primera obra en la que formuló sus teorías es Problemas de estilo (1893), que se ocupa de los motivos decorativos del arte antiguo, y a través de su estudio pretende no sólo definir las características de la historia del arte de esa época sino también ofrecer una guía interpretativa para el resto de los períodos14. Después de abstraer algunos tipos de ornamentación (motivos geométricos, vegetales, lo que llama "estilo heráldico", etc.) trata de descubrir los principios constructivos que los guían y describe su desarrollo desde el arte egipcio hasta el árabe. Así, a través de una historia genética de algunos principios de ornamentación analiza los caracteres más íntimos y específicos de los distintos estilos. En dicha obra no tiene en cuenta dos factores que en esa época se consideraban esenciales a la hora de estudiar la historia del arte: su contexto histórico y la importancia de la intervención individual. En un libro posterior, Las artes industriales en la época tardorromana (1901) sí cuenta con ellos, que le sirven para trazar una precisa historia de la voluntad artística del periodo 14
Barcelona, Gustavo Gili, 1980.
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que estudia, y para redefinir el concepto de kunstwollen asociándolo no sólo a una cosmovisión colectiva sino también a la conciencia artística del sujeto creador. La afición de Riegl a trabajar con dobles categorías fue compartida por otro importante representante de la escuela formalista, Heinrich Wölfflin (1864-1945), quien tuvo, sin embargo, mayor conciencia que su colega de la necesidad de utilizar la historia de la cultura y el análisis psicológico para construir su esquema histórico. Así, obras como Renacimiento y Barroco15 o El arte clásico16 constituyen ensayos en los que junto a un análisis formalista de la obra de arte conviven numerosos apuntes culturales y un permanente empeño por inquirir las razones psicológicas que hay detrás de la creación. Sin embargo, se trata de una psicología más bien social que individual, pues apenas tiene en cuenta los factores personales que se esconden tras los cambios de gusto, tales son los que afectan a la naturaleza del artista o de su clientela. En general, su obra estudia más las formas de ver de distintas épocas que los motores últimos de la creación, y en este sentido puede considerarse como complemento de historias de la cultura del tipo de la que elaboró Burckhardt. La obra más influyente de Wölfflin ha sido los Principios fundamentales de la historia del arte (1915), que deben su fama en gran parte a la claridad expositiva17. Trata fundamentalmente del problema de estilo en el arte del Renacimiento y del Barroco y su delimitación, que realiza mediante el análisis de cinco parejas de categorías formales que considera esenciales, pero que en cierta manera pueden ser reducidas al binomio táctil-óptico que había utilizado Riegl. Para él, el tránsito del estilo renacentista al barroco (que considera antitéticos) se lleva a cabo mediante: -El desarrollo de lo lineal a lo pictórico -El desarrollo de la visión en superficie a la visión en profundidad -El desarrollo de la forma cerrada a la forma abierta -El desarrollo de la multiplicidad a la unidad -El desarrollo de la claridad absoluta a la claridad relativa de los objetos Si bien Wolfflin era esencialmente formalista y apenas se preocupó de realizar análisis iconográficos, siempre tuvo en cuenta en sus investigaciones formales la naturaleza comunicativa del arte, y fue consciente de que los tipos de figuración característicos de los distintos períodos llevan asociados un importante valor expresivo. Aunque las obras anteriores abogaban por la supresión de un juicio valorativo a la hora de estudiar la historia del arte, esto apenas se produjo, y los 15 16 17
Barcelona, Paidós, 1986 Madrid, Alianza, 1982. Madrid, Espasa-Calpe, 1976.
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historiadores siguieron siendo muy amigos de establecer clasificaciones con criterio discriminador. Lo que si hubo fue un aumento del interés hacia una época hasta entonces poco apreciada, el Barroco, a la que en tiempos anteriores se solía considerar como expresión de un clasicismo degenerado y que después de que Wolfflin demostrara su carácter autónomo y sus grandes diferencias con el Renacimiento, ha sido mucho mejor valorada. Un paso fundamental en la apreciación e interpretación de este período lo dio Eugenio d'Ors, quien en Lo barroco (1936) propone la utilización del término no como alusión a una época histórica determinada, sino como una constante en la historia de todos los estilos. Con esto no sólo estaba proyectando su juicio sobre un período concreto de la historia artística, sino que proponía una nueva construcción historiográfica y periodológica global que renovaba la vieja y tan querida idea cíclica mediante la introducción del concepto de eón, o constante cultural con características definidas pero que se presenta bajo formas distintas a lo largo del tiempo18. La unión de dos de las grandes corrientes historiográficas de la segunda mitad del siglo XIX (las que personifican Riegl y Burckhardt, respectivamente) fue llevada a cabo por Max Dvorák, tratando de compaginar la historia de la cultura con la de la forma abstracta en lo que él llamaba "historia del espíritu". En realidad se trataba de una especie de historia de la cosmovisión, que toma como guía para el conocimiento espiritual del pasado los datos obtenidos de la filosofía y la religión. Su método le hace perder continuamente de vista los caracteres autónomos de la obra de arte, y omite el estudio del factor individual que se encuentra detrás de la creación artística. Al igual que Wolfflin, a través de sus obras abrió los ojos a la investigación sobre épocas del pasado hasta entonces poco apreciadas, como el manierismo19. Heredero intelectual de Dvorák fue Sedlmayr, quien también realizó una historia del arte como historia del espíritu, aunque haciendo hincapié en lo que éste significa de relación con Dios20. Las teorías formalistas encontraron destacado eco en Francia en la persona de Focillon, autor de una conocida Vida de las formas (1943) centrada en la idea del continuo devenir de las formas, que encuentra su justificación filosófica en los escritos de Bergson21. Parte de una analogía lingüística: "El signo significa, pero, convertido en forma, aspira a significarse, crea su nuevo sentido". Con ello, las formas se encuentran permanentemente en proceso de transformación. Este cambio, sin embargo, no es arbitrario, sino que obedece a un proceso interno que explica según un esquema de tipo evolucionis18 19 20 21
Madrid, Aguilar, 1946. Kunstgeschichte ais geitesgeschiche, Munich, 1928. El arte en la era técnica, Madrid, 1960. Madrid, Xarait, 1983.
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ta basado en cuatro "edades" diferentes y que tiene como hilo conductor la relación entre la arquitectura y las artes plásticas: la experimental, o de definición del estilo, y en la que el soporte arquitectónico impone su ley; la clásica, dominada por la idea de estabilidad y por la compensación entre los elementos tectónicos y los figurativos; el período de refinamiento, que busca la elegancia y las partes se hacen más autónomas; y el barroco, en el que predomina la voluntad formal sobre la estructural. La importancia que concede al mundo formal le lleva a afirmar, por ejemplo, que las formas pueden por sí mismas dar lugar a modificaciones en la estructura social o ideológica. ICONOLOGÍA
Hasta el siglo XVIII la función que se consideraba generalmente primordial de las artes plásticas (más incluso que la reflexión sobre el entorno natural y espiritual del hombre o la búsqueda de la belleza) era la de servir de vehículo de transmisión de un significado. Una pintura o una escultura eran ante todo una narración expuesta bajo un soporte formal y sujeta a un rígido sistema normativo. Por ello, la mayor parte del estudio histórico-artístico que surgió entonces estaba destinado a explicar el código formal e iconográfico. Con el descubrimiento de la autonomía del lenguaje artístico que se produce en la Ilustración, la historiografía se preocupó más por el análisis y definición de este lenguaje que por los contenidos ideológicos de la obra de arte, que sólo merecieron atención en la medida en que eran imprescindibles para identificar los temas de cuadros o esculturas, y en cuanto reveladores del carácter de una época determinada: la Edad Media. Los estudios de arte medieval nacieron en general mucho mas como fruto del interés romántico por conocer la vida de ese período y reconocer en su historia valores y aspiraciones contemporáneos, que como consecuencia de un interés estrictamente artístico. Por ello, muchos de los trabajos sobre arquitectura o escultura románicas o góticas concedían un destacado lugar al significado iconográfico de sus imágenes, que servía para recrear esas épocas. Este interés ha perdurado hasta nuestros días, y está en la base de numerosas obras, como las muy conocidas de Male. En las primeras décadas de este siglo, y en parte como reacción a las teorías formalistas, se recupera el interés por el estudio de los componentes simbólicos y narrativos de las obras de arte, aunque desde una perspectiva distinta a la que alumbró los tratados de iconografía de los siglos XVI y XVII. La base teórica la proporciona el pensamiento de Ernst Cassirer y su Filosofía de las formas simbólicas (1923-1929), que las define como aquellas en las cuales "un particular contenido espiritual se une a un signo concreto y se identifica íntimamente con él".
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El primer impulsor de esta metodología fue Abby Warburg (1866-1929), que sustituye la preocupación hasta entonces casi exclusiva por la forma por el deseo de centrarse en el estudio del contenido, al que considera no como algo accidental sino como un elemento básico de la especificidad artística. Se centra fundamentalmente en el arte del Renacimiento, algo ya hecho por Burckhardt y que se explica teniendo en cuenta no sólo la mayor información que por entonces se tenía de esa época en relación con otros períodos históricos, sino también por la posibilidad que brindaba de estudiar el traspaso de formas y contenidos del mundo clásico. Dentro de este período, muestra un singular interés por la astrología y su influencia y plasmación artísticas, lo cual le permite desvelar gran parte del mundo simbólico del momento22. En sus análisis iconográficos no sólo se vale de fuentes directas que le posibilitan interpretar las imágenes como si se tratara de un código, sino que aparece fuertemente interesado por el contexto cultural en el que nacieron las obras de arte. Exponente de esta amplitud de criterios es su biblioteca, que nutrió con obras de las más diversas disciplinas intelectuales y está en la base del Instituto Warburg, fundado en Alemania y trasladado durante los años del nazismo a Londres. Seguidor suyo fue Saxl, a quien le preocupó sobre todo el estudio de la permanencia y continuidad durante el Renacimiento de la imaginería clásica, tema del que ha tratado en La vida de las imágenes (1947)23. El representante más conocido del método iconológico es Erwin Panofsky, quien lo desarrollaría hasta sus últimas consecuencias. En la introducción a sus Estudios sobre iconología24 da cumplida cuenta de las bases de este método, sustentado en la distinción primaria entre contenido o significado y forma. Distingue tres niveles en la lectura de este contenido: — Contenido temático natural o primario. El espectador percibe, por
medio de la organización figurativa de la obra de arte, una serie de formas que identifica como objetos, personas, acciones o expresiones valiéndose de su propia experiencia vital y sin que intervengan factores culturales. — Contenido temático secundario o convencional. Consiste en la identificación de los motivos anteriores con historias, imágenes o alegorías. En este nivel ya interviene decisivamente la tradición cultural en la que se inscriba el espectador y el conocimiento que tenga de los personajes e hitos que la conforman.
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El Renacimiento del Paganismo : Aportaciones a la Historia Cultural del Renacimiento Europeo, Madrid, Alianza, 2005 Madrid, Alianza, 1989. Madrid, Alianza, 1972.
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— Significado intrínseco o Contenido. Le compete lo que llama "valores
simbólicos", y se llega a él no tanto mediante una información cultural puntual sino a través de la "intuición sintética", que define como "familiaridad con las tendencias esenciales de la mente humana" y que requiere el concurso de la psicología individual y del conocimiento de los "síntomas culturales" o visiones del mundo de la época en la que nació la obra. Panofsky, con este planteamiento se muestra heredero no sólo de Warburg, sino también del método culturalista de Burckhardt, pues, como éste, consideraba que en cada período de la historia ha existido un principio unificador que impregnaba todas las manifestaciones del espíritu y permitía relacionarlas unas con otras (zeitgeist). Además, supera ya la antítesis formacontenido, pues nunca olvida la importancia de aquélla, que considera la puerta a través de la cual se accede al primer nivel del conocimiento iconológico. Sin embargo, no siempre tiene en cuenta que la percepción humana no es algo completamente libre, sino que se encuentra determinada por experiencias y tradiciones culturales. El método de Panofsky ha tenido una fortuna muy superior a cualquiera de las tendencias de las que se ha hablado en páginas anteriores (si prescindimos de la ya apuntada excepción que constituye la investigación filológica), y son innumerables los estudiosos que lo han adoptado. De su popularización puede dar prueba el hecho de que raras son las publicaciones sobre arte publicadas en las últimas décadas que no dediquen un capítulo a algún tipo de análisis iconográfico, que no falta incluso en ciertos "catálogos razonados". Sin embargo, se utiliza generalmente como una especie de receta que sirve para identificar historias y personajes, y muy raramente se extraen las posibilidades que ofrece no sólo para el estudio de los temas de las obras de arte, sino para el conocimiento del medio cultural en que nacieron y, sobre todo, para la explicación última de la obra en cuanto objeto artístico. Y es que Panofsky cree que estética y representación son términos inseparables y piensa que en el goce de un objeto artístico interviene tanto el factor formal como su contenido. La obra en la que lleva más lejos sus preocupaciones sobre el tema de las "formas simbólicas" ya tratado por Cassirer es La perspectiva como forma simbólica, en la que estudia las relaciones entre estudio formal y sentido expresivo25. A través de la demostración de la escasa validez científica del sistema perspectivo renacentista, prueba que la perspectiva es una "forma" que no nace exclusivamente de una experiencia física, sino que está cargada de un significado. El estudio de los cambios históricos en los tipos de pers25
Barcelona, 1974.
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pectiva, pues, puede utilizarse (al igual que el de otras formas simbólicas) como vehículo para conocer las sucesivas cosmovisiones. Algunos de los más importantes historiadores de arte del último medio siglo pueden considerarse continuadores de Panofsky o afectos a los métodos iconológicos. Entre ellos se encuentran los anglosajones Frances Yates, E. Wind, M. Shapiro y Millard Meiss, que partiendo de las teorías del alemán han investigado en campos que éste apenas había explorado, como la arquitectura o la tradición hermética. Francia también ha dado destacados historiadores preocupados por problemas iconográficos, como Reau (que ha de ponerse más en relación con Male que con los alemanes) o Chastel. Todos ellos son personas de una vasta cultura que utilizan con soltura información procedente de disciplinas intelectuales muy variadas, lo que hace que la fisura profesional respecto a los "expertos" o historiadores filólogos, que ya mencionamos a propósito de Burckhardt o Dvorák, se haya hecho todavía mayor. Frecuentemente se ha asociado al nombre de Panofsky el de Gombrich. La razón no estriba sólo en que éste lo haya reconocido como maestro en varias ocasiones, o en su labor al frente del Instituto Warburg, sino también en que su trabajo debe mucho al método iconográfico. No obstante existen diferencias notables entre la concepción histórico artística de ambos. En primer lugar, Gombrich no subscribe el concepto de "zeitgeist" o principio cultural unificador, y por lo tanto no cree que una obra de arte tenga que ser necesariamente estudiada como un síntoma de los caracteres generales de su época. Para él, la experiencia y la creación artísticas poseen numerosos caracteres autónomos en relación con otras regiones del espíritu, y el estudio iconológico debe centrarse en la intención consciente del artista, no en otro tipo de significados. Distingue entre significado e implicaciones: aquél es lo que el creador ha querido significar, y éstas son ideas adheridas a la obra de arte a través de muy diversos medios, como son su fortuna crítica o el conocimiento cultural o disposición psicológica del espectador. Con ello, realiza una lectura muy restrictiva de las propuestas de Panofsky26. Incluso llega a revisar muy críticamente algunas de las ideas de éste, como las que se relacionan con la perspectiva. Para Gombrich, que ha sido discípulo de Kris y es un gran conocedor de la psicología de la percepción, no tiene ninguna razón de ser la teoría de la relación entre la visión mental y la visión física que estableció Panofsky basándose para definirla en la forma de la retina, pues cree que carecemos de un método de acceso directo a nuestro sistema visual. Para él, la historia del arte ha de explicarse ante todo como la de los intentos de perfeccionar los medios técnicos necesarios para conseguir que las esce26
La mayor parte de la obra de Gombrich está traducida al castellano, sobre todo mediante ediciones de la editorial Alianza desde finales de los años setenta del pasado siglo.
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nas parezcan verosímiles, para lo cual utiliza como hilo conductor el concepto de "ilusión". MARXISMO, PSICOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DEL ARTE
Para la teoría marxista, el arte forma parte de la "ideología", que define como una visión del mundo a través de la cual se justifica un orden social. Esto abría la puerta al estudio de la obra artística en relación con su contexto económico y social y, en resumen, con las relaciones de producción. Sin embargo, hasta el segundo tercio del siglo XX no se utilizó eficazmente el marxismo en una construcción histórico-artística. Uno de los primeros en hacerlo fue Antal, autor del conocido libro El mundo florentino y su ambiente social (1947), donde rechaza las interpretaciones formalistas decimonónicas y explica el arte florentino de la transición entre el gótico y el renacimiento como resultado del nuevo concepto de religión que surgió a partir de la ideología comerciante y racionalista burguesa. En su esfuerzo por poner en relación los diferentes estilos con las distintas clases sociales se observa un cierto determinismo que recuerda las construcciones históricas de Taine, aunque difieren en sus respectivas definiciones de los substratos ideológicos27. Los elementos mecanicistas tampoco faltan en la Historia social de la literatura y el arte de Arnold Hauser, una obra que ejerció gran influencia durante décadas y en la que se consideraba al arte como un reflejo inmediato de la realidad social y de las relaciones económicas28. En obras posteriores, como en El manierismo, crisis del renacimiento, profundiza en sus teorías y llega a reconocer que aunque la producción artística está influida por la sociedad, hay parcelas que escapan del control de ésta, pues unas mismas condiciones pueden producir obras de diferentes calidades. Con ello, reduce el papel de la sociología a describir los elementos ideológicos del arte, y admite la existencia de una especificidad del lenguaje artístico que escapa al control del análisis sociológico, lo cual él mismo estudió con profundidad en lo que se refiere a las manifestaciones que limitan el manierismo de estilos anteriores y posteriores29. Al igual que en muchas otras disciplinas humanísticas, en la historiografía del arte se ha dejado ver la huella de las teorías psicoanalíticas. El mismo Freud, para quien la actividad artística actúa en sus creadores como un poderoso medio de sublimación, publicó algunas interesantes interpretaciones
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Madrid, Alianza, 1989. Madrid, Guadarrama, 1978. Madrid, Guadarrama, 1971.
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psicoanalíticas de conocidas obras artísticas30. Entre los estudiosos que se han hecho eco de este método figuran Kris y Kurz, que lo aplicaron al estudio de la personalidad artística, y el ya citado Gombrich, que revisó el pensamiento de Freud y señaló algunas de sus más importantes limitaciones. SOCIOLOGÍA DEL ARTE.
Los fundamentales estudios que se han realizado en el último siglo sobre semiótica y teoría de lenguaje no podían pasar desapercibidos a la investigación sobre arte. Sin embargo, esto se ha traducido más en reflexiones sobre estética o redefiniciones generales de la naturaleza del objeto artístico que en aplicaciones concretas al estudio de la historia artística. Éstas, sin embargo, no faltan. Así, Yuri Lotman, en una obra como Semiótica de la cultura, inserta la historia del arte como historia de la cultura en tanto sistema semiótico31, y Yan Mukarovsky, al tiempo que respeta la autonomía del arte en cuanto organización semiótica, estudia las leyes generales que permiten integrar el proceso artístico en un proceso general evolutivo, con lo que aúna el análisis específico artístico con la perspectiva histórica, e integra así la historia artística con la historia crítica del arte. Para él, el signo artístico se diferencia del lingüístico en que no es inmediatamente utilitario o "servil", y "no establece una comprensión entre la gente en cuanto a las cosas (aunque éstas estén representadas en la obra) sino en cuanto a una determinada postura frente a la realidad"32. Sobre esta especificidad lingüística ha insistido Pierre Francastel, quien en estudios como La realidad figurativa (1965) o Sociología de arte (1970)33 ensaya un nuevo método prospectivo que, aunque basado en investigaciones formales e históricas, intenta ser una superación tanto de la escuela formalista como de los intentos de hacer una historia social del arte de los que hablábamos en párrafos anteriores. Para él la obra de arte es un signo el cual posee leyes específicas que lo diferencian de otros tipos de lenguajes, pues el pensamiento artístico es también diferenciable. Aunque no trata de compararse con la realidad, la obra de arte se basa en elementos seleccionados de ésta, y en semejante selección interviene no sólo la voluntad individual del artista sino, sobre todo, factores colectivos o institucionales. Por ello, el estudio de la historia del arte ha de hacerse teniendo en cuenta tanto la especificidad del lenguaje figurativo como el marco ideológico en el que se inserta cada obra en concreto. La obra de arte responde a una triple dimensión: la de lo real, lo percibido y lo imaginado. Al segundo le correspon30 31 32 33
Psicoanálisis del arte, Madrid, Alianza, 1970. Madrid, Cátedra, 1975. Escritos de estética y semiótica del arte, Barcelona, Gustavo Gili, 1977. Buenos Aires, Emecé, 1970; y Madrid, Alianza, 1975.
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de la identificación de lo que llama "objeto de civilización", es decir un objeto portador de una significación autónoma respecto de la que se deriva de su uso original, la cual se vincula a su ubicación en contextos figurativos determinados y varía según las épocas (por ejemplo, cavernas, rocas, etc.). Al plano de "lo imaginado" compete el signo artístico. Francastel supo hacerse eco de las aportaciones metodológicas anteriores, a las que sometió a un proceso de crítica, y construir una aproximación a la historia del arte que, conservando una gran originalidad, debe bastante a todas ellas. Su método ha tenido considerable fortuna, y entre quienes lo han utilizado se encuentra Julián Gallego, autor de Visión y símbolos en la pintura española del Siglo de Oro (1968), en el que ofrece una interpretación del significado último de una de las épocas más estudiadas del arte español34. NUEVAS PERSPECTIVAS
La historiografía de los últimos años, más que por la formulación de propuestas metodológicas de aplicación universal se caracteriza por la diversidad de enfoques con que aborda épocas y problemas artísticos incluso por un mismo autor, de manera que muchos de los historiadores parten de un conocimiento más o menos preciso de las aportaciones historiográficas anteriores y tratan de aprovecharlas en la medida en que se adaptan a sus intereses concretos. Junto a esto se observa una tendencia creciente a estudiar fundamentalmente el contexto en el que nace la obra de arte y a destruir los límites de la historiografía artística, que cada vez se confunden mas con los de la historia de la cultura. El auge que contempla en las últimas décadas la historia de las mentalidades y la antropología cultural y la posibilidad que ofrecen para el estudio del objeto artístico, hace que algunas de las líneas de investigación de historia del arte más sugerentes ofrecen actualmente como punto de referencia fundamental estas dos disciplinas, que están ya en la base de la obra de Peter Burke o David Freedberg, quienes tienen el mismo derecho a ser llamados, respectivamente, historiador de la cultura o antropólogo que historiadores del arte. Otro de los campos hacia los que deriva la historiografía artística es el de la hermenéutica, que plantea problemas más allá del lenguaje formal artístico. Entre los historiadores notablemente interesados por esta perspectiva es de recordar a Svetlana Alpers, mediante obras como El arte de describir o El taller de Rembrandt. La historiografía artística actual no sólo ha evolucionado mediante el aprovechamiento de métodos y conocimientos provenientes de otras disciplinas humanísticas sino que ostensiblemente se beneficia en su desarrollo 34
Editada originariamente en francés, en 1968. Primera edición española, en Madrid, Aguilar, 1972.
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de la experiencia de la práctica artística contemporánea. Durante el siglo XX ha existido una disociación general, aunque con excepciones, entre historia del arte y experiencia artística la cual ha hecho que las importantes transformaciones habidas en lo que se refiere a la naturaleza y la función de los medios de expresión apenas hayan sido tenidas en cuenta y utilizadas por los historiadores del arte como modelos a la hora no sólo de cuestionar los discursos dominantes de la historiografía artística (que son eminentemente cíclicos o progresivos), sino también de plantear la necesidad de definición histórica del objeto artístico o de la propia actividad expresiva, tan cuestionadas durante el último siglo. En los últimos tiempos se ha acentuado la tendencia a estudiar el arte contemporáneo a la luz del arte antiguo, y viceversa; y al igual que la práctica artística más avanzada del siglo XIX ayuda a explicar algunas de las tendencias historiográficas más importantes del momento y la superación del horizonte clasicista, la experiencia artística del XX por su parte ha servido para fomentar una mirada extraordinariamente ecuménica e integradora sobre los fenómenos artísticos del pasado, introduciendo de lleno en el terreno de la historiografía del arte conceptos como el de "influencia", que cada vez interesa más, y sirve para arrojar una mirada más elástica y rica al arte del pasado, cada vez con más frecuencia concebido a modo de red de influencias. En parte, estos nuevos intereses son reflejo de un mundo globalizado que, con mucha frecuencia, se hace más propenso a las similitudes y los juegos de relaciones que a las diferencias. A este respecto, uno de los caminos que, curiosamente, la historiografía artística apenas ha tratado y ofrece sin embargo un campo de estudio pleno de posibilidades es el del comparatismo, sobre todo en lo que se refiere a la relación entre las distintas disciplinas artísticas entre sí y respecto de otras ramas de la creación intelectual. Por otra parte, la experiencia de un arte tan autoconsciente como el de finales del siglo XIX y el del XX ha tenido como consecuencia varios fenómenos. De una parte, ha aumentado el interés por incorporar a los discursos histórico-artísticos los datos que muestran cómo a lo largo del tiempo los artistas han tomado conciencia de sí mismos, de su inserción en una "historia" y una tradición, y la importancia que esa conciencia ha tenido para el desarrollo de sus propias obras. Esto es, una conciencia, además, incorporada con frecuencia al contenido de su propio trabajo, sobre todo a partir del Renacimiento. De otra parte, esa creciente autoconciencia artística ha "contaminado" la propia labor historiográfica dando lugar a un protagonismo cada vez mayor en historiografía del arte a estudios relacionados con aspectos durante mucho tiempo considerados en la "periferia" de la disciplina. En este sentido es de notar el incremento de estudios dedicados no ya a la propia y amplia disciplina de la historia del arte, sino también a las instituciones
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que custodian las obras artísticas y alientan su estudio, al coleccionismo, a los mecanismos del mercado y demás. Los estudios dedicados a la historia de los museos o del gusto artístico son cada vez más numerosos, y en algunas zonas, como Francia, ya existe una sólida tradición de investigación relacionada con el desarrollo de la conciencia patrimonial y otros conceptos afines.
HISTORIOGRAFÍA Y CINE: DE LA REPRESENTACIÓN DE LA REALIDAD A LA RECEPCIÓN DEL ENTRETENIMIENTO*
JOSÉ CARLOS RUEDA LAFFOND
Está fuera de toda duda el alcance del cine como discurso recreador de la realidad y como estrategia de información, persuasión y entretenimiento. Su impacto sociocultural constituye el eje vertebral para numerosos estudios centrados en la historia del medio desde su nacimiento oficial en Europa (1895) y Estados Unidos (1896). Por supuesto, resulta imposible hacerse eco de todos ellos. Las siguientes páginas proponen únicamente un esbozo, una cartografía selectiva, sobre diversos planos: la naturaleza dual del cine como suma de relatos documentales o de ficción; algunas cuestiones sobre periodización, estilo y análisis del film, o sobre las relaciones entre género, producción industrial y recepción social. La bibliografía aquí recogida reúne una accesible gama de títulos. 1. EL CINE DOCUMENTAL, ¿TESTIMONIO DE LA REALIDAD?
En palabras de Henry Luce, editor de la revista Life en 1936, la fotografía permitía “ver la vida; ver el mundo; ser testigo de grandes acontecimientos; ver cosas extrañas… ver y sacar placer de ver; ver y sorprenderse; ver e instruirse…”1. La percepción del realismo fotográfico, así como sus potencialidades (in)formativas, se asimilaron con prontitud en el cine, particularmente en el caso del denominado género documental. Sin embargo, no ha de olvidarse, tal y como ha señalado David Bordwell, que El manejo de [la categoría] de género [ha servido] como prototipo de los actos de clasificación del crítico. Ficción/documental, narrativo/no narrativo, corriente principal/vanguardias: estas alternativas funcionan en la com* 1
Este trabajo se inscribe en el Proyecto de Investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación HAR2008-06076/ARTE. V. Goldberg, “La fotografía periodística”, en D. Crowley y P. Heyer (comps.), La comunicación en la historia. Tecnología, cultura y sociedad, Barcelona, Bosch, 1997, p. 268.
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José Carlos Rueda Laffond prensión como esquemas de ayuda, no como categorías cerradas y garantizadas desde un punto de vista deductivo2.
Un especialista en películas documentales, Bill Nichols, ha resaltado la diversidad de propuestas que han dado forma histórica a este género. Según Nichols, el documental fue el resultado del uso de determinados dispositivos técnicos y narrativos, de ciertas lógicas discursivas, o de diversas pretensiones por establecer una determinada relación con el espectador3. Desde inicios del siglo XX existió una conciencia de cine informativo, que lo entendió como relato realista objetivo y lo tradujo mediante productos reconocibles, como el noticiario. Pero esta conciencia no obvió ni la pluralidad de enfoques, ni la influencia de registros de corte dramático, inventivo o anacrónico provenientes del cine de ficción. El noticiario, una derivación natural del término periódico filmado empleado durante los años iniciales del cine, vivió su edad de oro entre la segunda década del siglo XX y los años sesenta, hasta la irrupción de la televisión. Es igualmente importante indicar algunas matizaciones para perfilarlo. Rafael R. Tranche y Vicente Sánchez-Biosca, aludiendo a la experiencia particular de No-Do, han resaltado cómo su sentido periodístico debe ser relacionado con otras cuestiones4. No-Do se basó en el trabajo profesionalizado de equipos de redacción y rodaje, y siempre operó con el deseo de establecer una enunciación apoyada en la actualidad noticiosa. Pero su trayectoria no puede concretarse sin atender a factores, por ejemplo, de índole persuasivo. El caso de No-Do constituye un verdadero paradigma de acción política con finalidades socializadoras, y su producción es inconcebible fuera de las estrategias de control y fiscalización implicadas en el aparato público del franquismo. Su virtualidad social se situó, pues, en un esquema de comprensión (e instrumentación) del medio cinematográfico por parte del poder. Ello no impidió, sin embargo, que durante el período de entreguerras, o tras 1945, los noticiarios formasen parte de la cultura cotidiana del espectador, gozasen de una relativa credibilidad general e incluso resultasen productos atractivos. En Estados Unidos, en los años treinta, la Fox vendía sus filmes comerciales de evasión a los propietarios de las salas gracias a la popu-
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D. Bordwell, El significado del filme, Barcelona, Paidós, 1995, p. 170. B. Nichols, La representación de la realidad. Cuestiones y conceptos sobre el documental, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 17 y ss.. R. R. Tranche y V. Sánchez-Biosca, No-Do. El tiempo y la memoria, Madrid, CátedraFilmoteca Española, 2001. Sobre la misma cuestión, S. Rodríguez, El No-Do. Catecismo social de una época, Madrid, Universidad Complutense, 1999, M. A. Hernández Robledo, Estado e información. El No-Do al servicio del Estado Unitario (1943-1945), Salamanca, Universidad Pontificia, 2003 y A. Rodríguez, Un franquismo de cine. La imagen política del Régimen en el noticiario No-Do (1943-1959), Madrid, Rialp, 2008.
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laridad de ciertos noticiarios, como Movietone y March of Time5. Pero esta significación coyuntural no se ha traducido en una relevancia historiográfica destacada. El noticiario se ha visto relegado a una posición secundaria, cuando no de olvido, en las historias generales del cine. Tal y como se ha indicado, el documental suele explicarse como propuesta implicada en la representación directa de la realidad. Su definición más nítida se ha situado en términos de oposición: sería el modelo histórico prototípico del cine de no ficción6. Frente al noticiario, el documental se ha caracterizado por su unicidad y por su naturaleza como relato singular no serializado, no sometido a la estandarización vinculada con la periodicidad. Este cariz ha facilitado que, de modo general, se subrayen en él aspectos como son la creatividad, las marcas de autor o determinadas cualidades estéticas. La historia del cine documental ha estado jalonada por un intenso debate teórico, donde se han situado nombres como los de Grierson, Cavalcanti, Buñuel o Marker. En este debate se ha reflexionado acerca de su estatuto ontológico, o sobre su capacidad para actuar como una herramienta pedagógica, legitimadora, crítica o de entretenimiento. Este tipo de finalidades son coherentes con el esbozo sintético sobre la historia del documental formulado por María Luisa Ortega, al indicar que El cine documental ha manifestado […] una voluntad de compromiso cognitivo con el espectador, […] aunque en un proceso de constante negociación en las formas, y estableciendo otros vínculos comunicativos de naturaleza estética y emocional ligados irremisiblemente a él7.
Dicha negociación ha oscilado entre las pretensiones de objetividad y las reflexiones subjetivas, entre la fragmentación y la propuesta totalizadora, entre el ideal de observación neutra y la reconstrucción participante. También entre la recreación del gran acontecimiento y el registro del hecho casual y cotidiano. A pesar de la extraordinaria multiplicidad de productos documentales o de la bibliografía acumulada en los últimos años8, es posible esbozar una 5
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D. Gomery, “Los grandes estudios de Hollywood”, en E. Rimbau y C. Torreiro (dirs.), Estados Unidos, (1932-1955), en Historia General del Cine, VII, Madrid, Cátedra, 1996, p. 134. Cf. con A. Lovell y J. Hillier, Studies in Documentary, Nueva York, Viking, 1972, G. Gauthier, Le documentaire. Un autre cinéma, París, Nathan, 1995 o C. Plantinga, Rhetoric and Representation in Non-fiction Film, Cambridge U. P., 1997. M. L. Ortega, “Documental, vanguardia y sociedad. Los límites de la experimentación”, en C. Torreiro y J. Cerdán (eds.), Documental y vanguardia, Madrid, Cátedra, 2005, p. 188. R. M. Barsam, Non fiction Film: A Critical History, Nueva York, Duffon, 1973, L. Jacobs (comp.), The Documentary Tradition, Nueva York, Norton, 1979, T. Waugh, Show Us Life. Toward a History and Aesthetics of the Committed Documentary, Nueva York, The Scarecrow Press, 1984, J. Burton (comp.), The Social Documentary in Latin America, Pittsburgh U. P., 1990 y B. Winston, Claiming the Real. The Documentary Film Revisited, Londres, BFI, 1995.
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topografía general de corte cronológico y temático. El estudio de Erik Barnouw es esencial en este sentido9. Este autor ha abordado los rasgos de articulación y sedimentación de sucesivos estilos, precipitados a partir de los años veinte. En ellos se fueron estratificando hallazgos e influencias, desde un influjo de focos tan distintos como el cine comercial o el experimentalismo de vanguardia. La relación estilística resultó, así, amplia y variada, sintetizándose en torno a grandes vertientes: el documental antropológico y científico de cineastas como Cooper y Schoedsack; el dramatizado de Flaherty; el objetivo de Vertov; el de montaje y reconstrucción histórica de Shub; el esteticista de crónica urbana, de Ruttman o Vigo; el social de Grierson; el propagandístico-epopéyico de Riefenstahl; el de guerra, de Ivens y Capra; o, ya durante la posguerra, el documental directo de Rouch, Morin, Leacock o Pennebaker. Todo ello ha desembocado en, al menos, tres grandes rasgos distintivos básicos. Por una parte, en la existencia de una tradición enunciativa, articulada a lo largo del tiempo en torno a estos grandes ejes, convertidos ya en ascendentes de autoridad. En segundo lugar, en la relevante conexión histórica forjada entre documental y reflexividad10. Finalmente, en la riqueza discursiva. Todo ello desdeciría la falsa apariencia de homogeneidad que puede derivarse de la apelación al cine documental, entendida como simple propuesta especular de mera observación. 2. PERSPECTIVAS EN TORNO AL CINE DE FICCIÓN
Los algo más de cien años de cine de ficción han sido objeto de abundantes historias de corte enciclopédico11, o de repertorios especializados en forma de catálogos de recursos documentales o bibliográficos12. Todos estos trabajos se han estructurado, por lo general, a partir de una enumeración de títulos, desde donde se ha ido jalonando una visión de conjunto. Dicho enfoque de síntesis puede remontarse a la década de los años treinta, si bien su definitiva popularización se produjo tras la II Guerra Mundial, en el momen9 10
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E. Barnouw, El documental. Historia y estilo, Barcelona, Gedisa, 1996. Sobre esta cuestión es muy ilustrativa la valoración de A. Baer en El testimonio audiovisual. Imagen y memoria del Holocausto, Madrid, CIS, 2005, pp. 84-89. E. Katz, The International Film. Encyclopedia of Film, Londres, McMillan Press, 1980 y R. Boussinot, L´ Encyclopédie du Cinéma, París, Bordas, 1980. En castellano cabría recordar la Enciclopedia ilustrada del cine, Barcelona, Labor, 1969-1970, F. Medina (coord.), Gran historia ilustrada del cine, Madrid, Sarpe, 1984 o AA. VV., Historia Universal del Cine, Barcelona, Planeta, 1990. Entre los diccionarios, R. Roed, Cinema: A Critical Dictionary, Nueva York, Viking, 1980, N. Thomas (ed.), International Dictionary of Films and Filmmakers, Chicago, St. James Press, 1984, J. Mitre, Filmographie Universelle, París, Institut des Hautes Etudes Cinématographiques, 1977-1993 o G. Sadoul, Dictionnaire des films, París, Seuil, 1982. J. Herrera Navarro, El cine en su historia. Manual de recursos bibliográficos e Internet, Madrid, Arcolibros, 2005. En este trabajo se incluye una completa bibliografía actualizada.
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to en que el cine alcanzó un estatus cultural legitimado13. En el caso de la historiografía española, los enfoques globales centrados en la historia universal del medio han mantenido también una cierta presencia. Arrancaron del estudio pionero de Carlos Fernández Cuenca, una obra a la que se añadieron aproximaciones posteriores como las de Antonio del Amo o Román Gubern14. Ya en los últimos años cabe destacar la colección coordinada por Gustavo Domínguez y Jenaro Talens, sin duda la perspectiva más completa publicada hasta ahora en castellano sobre la materia15. Estas miradas de conjunto han de complementarse con otras orientaciones monográficas. Unas fueron adaptando, como punto de atención, diversos marcos territoriales. De este enfoque se derivaron las historias nacionales o regionales del cine16. Otras se fundamentaron en perspectivas de tipo diacrónico, organizadas a partir de la consideración de sucesivas etapas históricas, justificadas por criterios de coherencia cronológica o proyección internacional más o menos intensa. Ello ha permitido, por tanto, el establecimiento de clasificaciones relativamente acotadas, donde han cabido criterios de carácter estilístico o tecnológico y de organización empresarial. Ha existido un relativo consenso en torno a la periodización general del cine en Europa y Estados Unidos. Inicialmente puede hablarse de un período de pre-cine, definido por los hallazgos de corte experimental en el terreno de la fotografía secuencial y por la consolidación de los espectáculos urbanos en las ciudades industriales17. La imagen en movimiento (como ilusión y 13
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Cf. con G. Sadoul (1949), Historia del cine mundial, desde los orígenes hasta nuestros días, México, Siglo XXI, 1972. C. Fernández Cuenca, Historia anecdótica del cinema, Madrid, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, 1930, A. del Amo, Historia Universal del Cine, Madrid, Editorial Ultra, 1945, A. Zúñiga, Una historia del cine, Barcelona, Destino, 1950, R. Gubern, El cine. Desde Lumière hasta el cinerama, Barcelona, Argos, 1965, y, del mismo autor, Historia del cine, Barcelona, Danae, 1969 (con sucesivas ediciones revisadas desde 1971 a la actualidad en Lumen). G. Domínguez y J. Talens (coords.), Historia general del cine, Madrid, Cátedra, 1995-1998 (doce volúmenes). El plan general de la obra se estructuró combinando criterios de orden geográfico y cronológico, y contó con colaboraciones de autores como J. P. Jeancolas, D. Crafton, D. Gomery o G. Muscio. Entre los trabajos generales recientes pueden citarse los de H. Alsina, y J. L. Guarner, Historia del cine americano, Barcelona, Laertes, 1992-1993, B. Norman, The Story of Hollywood, Chicago, NAL Books, 1987, B. Cendrars, Hollywood. La meca del cine, Barcelona, Parsifal, 1989 o R. L. Davis, The Glamour Factory, Barcelona, Casiopea, 2001. Sobre el cine francés, J. Siglier, Le cinéma français, Paris, Remsay, 1990 o J. P. Jeancolas, Historia del cine francés, Madrid Acento Editorial, 1997, y sobre el italiano, L. Schifano, El cine italiano, Madrid, Acento Editorial, 1998. Los trazos generales del cine latinoamericano han sido abordados por A. Elena y M. Díaz López en Tierra en trance. El cine latinoamericano en cien películas, Madrid, Alianza, 1999. En las últimas fechas se han multiplicado, además, las aproximaciones generales centradas en la historia del cine europeo, como en el trabajo de P. Sorlin, Cines europeos, sociedades europeas, Barcelona, Paidós, 1996. S. Herbert (ed.), A History of Pre-Cinema, Londres, Routledge, 1999; H. Hect, Pre-Cinema History. An Encyclopaedia and Annotated Bibliography of the Moving Image before 1896,
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como entretenimiento) se fundó históricamente sobre ambos pilares. Ese fue, quizá, el rasgo más relevante en los primeros años del cine silente, dominados por las aportaciones de realizadores pioneros como los Lumière, Méliès, Zecca, Porter o Griffith18. Tras la Primera Guerra Mundial se sedimentó la edad dorada del cine mudo a ambas orillas del Atlántico, definida por una dialéctica entre comercialidad y experimentación temática y formal19. Y tras la cesura forzada a partir de 1927 por la llegada del sonoro, tuvo lugar la definitiva cristalización de una oferta configurada alrededor de la producción comercial norteamericana organizada en el sistema de estudios20. Por su parte, el período posterior a la II Guerra Mundial ha sido estimado como un contexto de renovación, madurado en los cincuenta gracias al fenómeno de los llamados nuevos cines o por la irrupción de una oferta muy activa en Asia o América Latina21. Esta fase coincidiría, asimismo, con el impacto provocado por la llegada de la televisión y por la socialización de nuevos hábitos de entretenimiento colectivo en el espacio doméstico22. Acoplándose a esta periodización básica, la historiografía se ha interesado por distintos aspectos recurrentes. Robert C. Allen y Douglas Gomery los han sintetizado en tres grandes ejes23. En primer lugar resaltaría la historia estética del cine. Se trataría de un enfoque donde, con frecuencia, se han ido incorporando criterios valorativos procedentes de la teoría y la historia del arte. Una deriva se ha reflejado en las reflexiones pivotadas alrededor de las nociones de estilo fílmico y de cine como forma cultural pura, desligada del
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Londres, BFI, 1993; AA. VV., ¿Qué es el precinema? Bases metodològiques per a l´ estudi del precinema, Girona, Ajuntament, 2000 y AA. VV., L´ origen del cinema i les imatges del segle XIX, Girona, Ajuntament, 2001, J. L. Fell, Film Before Griffith, Berkeley U. P., 1983, AA. VV., 1895-1910. Les pionniers du cinéma français, Paris, L´ Avant-scène Cinéma, 1984, R. Abel, The Cine Goes to Town. French Cinema, 1896-1914, Berkeley U. P., 1994, S. Herbert, A History of Early Film, Londres, Routledge, 2000. Sobre los realizadores citados: J. C. Seguin, La production cinématographique des frères Lumière, Paris, Université Lumière, Lyon, 1999, G. Sadoul, Georges Méliès, Paris, Seghers, 1961, Ch. Musser, Before the Nickelodeon. Edwin S. Porter and the Manufacturing Company, Los Angeles U. P., 1991 o T. Gunning, D. W. Griffith and the Origins of American Narrative Film. The Early Years at Biograph, Chicago U. P. 1991. R. Abel (ed.), Silent Film, Londres, Athlon Press, 1996, F. Buache, Le cinéma allemand, 19181933, Paris, Hatier, 1984 y V. Sánchez-Biosca, Sombras de Weimar. Contribución a la historia del cine alemán, 1918-1933, Madrid, Verdoux, 1990. D. Gomery, Hollywood. El sistema de estudios, Madrid, Verdoux, 1991 y J. Staiger (ed.), The Studio System, Nueva Jersey U. P., 1992. Cf. con J. P. Jeancolas, Le cinéma des français, 1958-1978, París, Stock, 1979, R. T. Wircombe, The New Italian Cinema, Londres, Secker & Warburg, 1982, D. Russell, The OffHollywood Film, Boston, Museum of Fine Arts, 1983 y J. E. Monterde, E. Riambau y C. Torreiro, Los nuevos cines europeos, 1955-1970, Barcelona, Lerna, 1987. F. E. Basten, Glorius Technicolor, San Diego, Barnes, 1980 y J. L. Castro de Paz, El surgimiento del telefilm. Los años cincuenta y la crisis de Hollywood. Alfred Hitchcock y la televisión, Barcelona, Paidós, 1999. R. C. Allen y D. Gomery, Teoría y práctica de la historia del cine, Barcelona, Paidós, 1995.
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mero y banal entretenimiento comercial24. Desde esta consideración se han abordado las dimensiones que habrían conformado las obras maestras cinematográficas, en las que se ha subrayado el papel decisivo del realizador en términos de creador. El neorrealismo ha ocupado, en tales coordenadas, un papel historiográfico decisivo, al ser interpretado como sustanciación de una modalidad estética de modernidad, autónoma frente a otros modos de expresión con reflejo en la literatura o las bellas artes25. En segundo término cabría citar la vertiente historiográfica interesada por aspectos de corte técnico (la historia tecnológica). En este punto de vista, en ocasiones, se ha aplicado un modelo interpretativo evolucionista, pautado por una secuencia lineal de invenciones e innovaciones, que habrían actuado como detonantes decisivos en las transformaciones históricas del cine y en el diseño de sus diferentes etapas26. Un tercer plano de reflexión ha sido el de la historia económica del cine. En este caso tampoco han faltado las valoraciones tendentes a sobredimensionar el papel del empresario cinematográfico como factor de innovación y riesgo, o como capitán de industria. Esta perspectiva se centró, muy especialmente, en el caso modélico de Hollywood, y ha ido oscilando entre los enfoques críticos de tipo ideológico27, a otros donde se ha afrontado el análisis de ese entramado desde una orientación propia de la historia empresarial descriptiva basada en el liderazgo individual. Un buen ejemplo lo encontramos en el intenso tratamiento historiográfico dedicado a la figura de Thomas A. Edison, tanto en su sentido de inventor como de promotor del primer gran negocio de producción en la costa Este norteamericana28. Durante los últimos treinta años se ha emprendido una profunda revisión crítica de algunos de estos supuestos. En ella ha tenido cabida la incorpora24
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En esta orientación algunos ensayos habrían ejercido una influencia clave, como los de R. Arnheim El cine como arte, Barcelona, Paidós, 1990 o A. Bazin, ¿Qué es el cine?, Madrid, Rialp, 1990. P. G. Hovald, El neorrealismo y sus creadores, Madrid, Rialp, 1962 y A. Farassino (ed.), Neorrealismo. Cinema italiano, 1945-1959. Otros movimientos especialmente explorados son el surrealismo y el realismo poético francés, entre cuyos estudios destacarían: C. W. Thompson, L´ autre et le sacré: surréalisme, cinéma ethnologie, París, L´Harmattan, 1995, M. Lagny, M. C. Ropars y P. Sorlin, Génériques des années trente, París, Presses Universitaires de Vincennes, 1986 o J. P. Jeancolas, 15 ans d´années trente. Le cinéma des français, 1929-1944, París, Stock Cinéma, 1983. D. Robinson, World Cinema. A Short History, Londres, Eyre Methuen, 1981. Cf. con T. Guback (1969), La industria internacional del cine, Madrid, Fundamentos, 1980, R. Stanley, The Celluloid Empire, Nueva York, Hastings House, 1978, o M. Cormack, Ideology and Cinematograph in Hollywood, 1930-1939, Londres, McMillan, 1993. W. Wackhorst, Thomas Alva Edison: An American Myth, Cambridge, MIT Press, 1981. En este trabajo se analiza con detalle la idealización de la figura de Edison en la cultura y la historiografía estadounidense.
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ción de elementos teóricos plurales, procedentes del campo de los estudios culturales, la teoría de la comunicación, la lingüística o la historia social y cultural. En palabras de Francesco Casetti, los objetos de atención se han ido abriendo en su multiplicidad, abarcando desde los procedimientos formales a los materiales y técnicas empleados, a los componentes ideológicos, a los modos de representación y producción, y a “los vínculos [que] se establecen entre cada una de las obras y el contexto en que han visto la luz”29. Una de las categorías interpretativas de mayor incidencia ha sido la de “modo de producción”. Esta etiqueta se ha entendido como suma integrada de rasgos susceptible de englobar un determinado corpus de filmes, en un momento histórico dado, y en relación con unas pautas de producción y recepción también relativamente precisas30. Dicho concepto ha sido aplicado por Noël Burch en un trabajo dedicado al cine europeo y estadounidense de 1895-1914, que ha ejercido una intensa influencia historiográfica durante el decenio de los noventa31. Burch analizó sistemáticamente el inventario de recursos que dotaron de coherencia al “modo de representación primitivo”. Éste se caracterizó por el empleo de una estructura narrativa binaria (planteamiento/solución), por la identificación entre plano y secuencia, o por el uso de un montaje embrionario, encaminado a posibilitar el cambio de escenarios. Frente a estas señas de identidad, otros autores han enfatizado los caracteres históricos del llamado “modo de representación institucional”, asociado al clasicismo cinematográfico. Desde la perspectiva de uno de sus mejores estudiosos, David Bordwell, el cine clásico no consistió sólo en una mejor traslación (o adaptación) de la tradición narrativa de raíz literario-teatral a la pantalla. Ha de ser explicado como experiencia fílmica específica, que respondió a las necesidades de estandarizar la representación, estabilizar los recursos narrativos y expresivos, o sedimentar lógicas de producción y captación del mercado. El resultado fue una simbiosis institucionalizada entre géneros, modelos textuales, códigos de conducta y formas de interpretación, que dominó el cine de evasión entre los años veinte y los sesenta. El monumental estudio realizado por Bordwell, Staiger y Thompson sobre el cine clásico de Hollywood constituye el análisis más pormenorizado acerca de esta cuestión32. Su objeto de atención se dirigió al análisis de un extenso conjunto de obras tópicas, que fueron concebidas para el consumo masivo. Para ello, estos autores asumieron un punto de vista alejado de la 29 30 31
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F. Casetti, Teorías del cine, 1945-1990, Madrid, Cátedra, 2000, p. 333. El entrecomillado, en Id., p. 337. N. Burch, El tragaluz del infinito. Contribución a la genealogía del lenguaje cinematográfico, Madrid, Cátedra, 1987. D. Bordwell, J. Staiger y K. Thompson (1985), El cine clásico de Hollywood. Estilo cinematográfico y modo de producción hasta 1960, Barcelona, Paidós, 1997.
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consideración del film como obra estética singular. El cine clásico estadounidense se situó, por el contrario, en lo que definieron como un “sistema de práctica cinematográfica”, basado en principios nítidos sobre qué historias debía contar una película y sobre cómo debía hacerlo. Esta funcionalidad última se adecuó a las posibilidades de la división industrial del trabajo, a la centralización de responsabilidades empresariales y al dominio de una determinada moral social. A pesar de las innovaciones tecnológicas generadas por la irrupción del sonoro, Bordwell, Staiger y Thompson han subrayado las continuidades entre los años veinte y los treinta o cuarenta. La relación entre representación, producción cinematográfica e imaginario del espectador también ha sido revisada en otros contextos culturales. Un buen ejemplo ha sido el del denominado cine expresionista. El expresionismo, como opción fílmica típicamente alemana, ha contado con una dilatada tradición de estudios. No obstante, en los últimos años, se ha llamado la atención acerca de su diversidad interna o sobre su influencia comercial en los mercados europeos. Igualmente, se ha resaltado el eficaz maridaje establecido entre estética, autoría e industria gracias al llamado “sistema de equipo-director”, impulsado por la UFA, la gran productora de los años veinte y treinta33. El expresionismo se ha relacionado con el fomento cultural y político del totalitarismo nazi. Los estudios de Siegfried Kracauer y Lotte Eisner fijaron una percepción de las películas expresionistas que las entendía como herramientas para generar universos desplazados e irracionales en el espectador alemán34. Sus tesis psico-sociológicas consideraron que existieron sólidas líneas de conexión entre los monstruos representados en la narrativa expresionista y el mito nazi. Sin embargo, no han faltado críticas a este tipo de interpretaciones, que han insistido en su sesgo generalizador o en su enfoque determinista sobre los efectos mediáticos directos. No debe olvidarse que estos estudios fueron planteados por dos exiliados alemanes en los años inmediatamente posteriores a la derrota nazi en la II Guerra Mundial, en un contexto donde se pretendían encontrar relaciones significantes entre la cultura de masas, el totalitarismo y la responsabilidad colectiva alemana por los horrores de la guerra. Complementariamente, numerosos estudios interesados por el cine nazi se han centrado en las técnicas de dirigismo estatal y en la obsesión propagandística35. En este sentido, Karsten Witte ha afirmado que, tal vez, sea ope33 34
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V. Sánchez-Biosca, Ob. cit. S. Kracauer (1947), De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán, Barcelona, Paidós, 1995, L. Eisner (1952), La pantalla demoníaca. Las influencias de Max Reinhardt y del expresionismo, Madrid, Cátedra, 1990. Cf. con D. S. Hull, Film in the Third Reich: Study of the German Cinema, 1933-1945, Berkeley U. P., 1969, L. Becker, The Cinema in the Nazi Germany, Nueva York, Slade College,
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rativo dejar de preguntarse tanto sobre el cine totalitario, y cuestionarse, más bien, qué tipo de cine se veía en los contextos del totalitarismo36. Su respuesta ha resultado esclarecedora: en la Alemania de Hitler dominaron los filmes dirigidos al esparcimiento masivo, organizados a partir de unas estrategias de producción y comercialización inspiradas en las fórmulas de Hollywood. En esta lógica que ha entendido al cine nazi como una fórmula de entretenimiento interclasista, se ha situado también el estudio de Lutz Koepnick sobre el sistema alemán de creación y comercialización cinematográfica de los años treinta37. La obra de Koepnick es una buena muestra de la renovación en el ámbito de la historia económica y cultural del cine. Paralelamente, los trabajos llevados a cabo por Douglas Gomery son representativos sobre cómo superar las viejas perspectivas deterministas que incidían en la técnica o en el liderazgo empresarial individual a la hora de explicar los cambios en la estructura cinematográfica. Este autor ha abordado una visión de conjunto de las majors estadounidenses durante el período 1914-1960, desde unas coordenadas que han tenido en cuenta las estrategias empresariales, las corporativas y las narrativas. Desde este supuesto, ha detectado las eficaces vinculaciones existentes entre las grandes productoras y sus ramificaciones en las esferas de la distribución y exhibición, o la maximización de los resultados comerciales gracias al star-system y a la posición dominante de estas compañías en las redes trazadas en los mercados europeos38. 3. DEL LENGUAJE FÍLMICO A LA HISTORIA DE LA RECEPCIÓN
Probablemente el nombre propio más significativo en la reivindicación del cine como objeto de estudio desde una interpretación semiótica sea el de Christian Metz, un autor en el que confluyeron las categorías estructuralistas y el influjo psicoanalítico. Metz consideraba que el cine constituía un lenguaje específico, organizado a través de reglas sistémicas; por tanto, podía ser abordado mediante una teoría específica, que él llegó a denominar como “cinesemiología”. Estimaba que determinados rasgos del film (el raccord, el montaje, el punto de vista y la focalización, el juego de planos, la represen-
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1969, F. Courtade y P. Cardas, Histoire du cinéma nazi, París, Eris Losfeld, 1972 y D. Welh, Propaganda and the German Cinema, 1933-1945, Oxford, Clarendon, 1983. K. Witte, “El cine del Tercer Reich”, en Historia General del Cine, VII. Europa y Asia (19291945), Madrid, Cátedra, 1997, p. 193. L. Koepnick, The Dark Mirror. German Cinema between Hitler and Hollywood, California U. P., 2002. D. Gomery, Ob. cit. Sobre la articulación y desarrollo histórico del sistema de estudios son además significativos los estudios de G. Kindem, The American Movie Industry. The Business of Motion Pictures, Carbondale U. P., 1982, T. Balio, The American Film Industry, Madison U. P., 1976 y T. Balio, Grand Design. Hollywood as Modern Business Enterprise, 1930-1939, Madison U. P., 1989.
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tación del espacio o los recursos sonoros) eran susceptibles de ser entendidos como piezas dentro de un código lingüístico39. Dicho planteamiento conllevaba, obviamente, a una renuncia expresa a abordar cuestiones como las políticas de producción, las estrategias de exhibición, el valor de la interpretación de actores y actrices o la estética. La fractura posestructuralista incidió en este tipo de enfoques, provocando un desplazamiento del centro de gravedad del análisis de contenido. De modo muy esquemático puede decirse que éste ha ido desde el interés por el significado al interés por la significación, a través de la crítica de ciertos conceptos estables, como verdad, sujeto o identidad40. La historia del cine se ha trastocado, entonces, en discurrir de procesos definidos por las contaminaciones, los flujos, las fisuras y las diseminaciones entre discursos y formas de construcción narrativa41. En este marco ha situarse la multiplicación de reflexiones interesadas por los fenómenos de la transtextualidad. Ello ha supuesto polemizar sobre muchas taxonomías clásicas, organizadas en virtud de determinadas coherencias de género o estilo. La vieja categoría de género se ha convertido en un terreno escurridizo. Una muestra se encuentra en la obra de Rick Altman42, donde se ofreció una reconsideración crítica de conjunto. Altman se interesó por un extenso repertorio de las películas de ficción, realizadas en Estados Unidos durante los dos últimos tercios del siglo XX. Según su opinión, la adscripción de todo este material a unas líneas de coherencia temática o de formato sólo podría explicarse si era insertada en unos parámetros explicativos amplios. Es decir, las características que han dado forma histórica a un género requerirían no sólo del estudio de las tramas semánticas, también de las estrategias comerciales y de los fenómenos de contaminación y mestizaje. Pero, además, cabría considerar el protagonismo de otros factores, como los procedentes de la crítica cinematográfica o del punto de vista del espectador, organizado en forma de “comunidad constelada”. Ello habría evidenciado un cierto feedback, en el que la audiencia habría sido capaz de movilizar opiniones, intereses, gustos o deseos, condicionando las características de la oferta y de sus orientaciones temáticas. Tales observaciones apuntan a la historia del consumo cinematográfico. Sus perspectivas se han ido abriendo, de modo creciente, hacia la fenomenología socio-cultural de la recepción o a las relaciones entre consumo y proce-
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Ch. Metz (1968), Ensayos sobre la significación del cine, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1976; (1972) Cine y lenguaje, Barcelona, Planeta, 1972. R. Stam, Teorías de cine. Una introducción, Barcelona, Paidós, 2001, pp. 211-217. T. Gumming, “El cine de los primeros tiempos y el archivo: modelos de tiempo e historia”, Archivos de la Filmoteca, 10, 1991. R. Altman, Los géneros cinematográficos, Barcelona, Paidós, 2000.
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sos de comunicación43. El fenómeno de las audiencias y los flujos de asistencia a las salas fue abordado en el estudio pionero de Handel, editado a inicios de los cincuenta. En él se presentó un primer cálculo estimativo acerca de los volúmenes generales de consumo en los Estados Unidos44. Con posterioridad, han proliferado las aproximaciones a los modos de recepción en espacios o momentos históricos acotados, o en relación con los perfiles socio-demográficos de determinados segmentos de público45. Como mirada de conjunto podría recordarse el trabajo de Brunetta, centrado en la vinculación existente entre pautas de asistencia al cine, consumo interclasista y percepción popular de las películas de entretenimiento46. John K. Walton, en una reflexión sobre quién componía el conglomerado de espectadores en la Inglaterra del primer tercio del siglo XIX, ha planteado una batería amplia de preguntas, como “quiénes eran los que acudían a los espectáculos de entretenimiento comercial”, o sí “era el público del cine de antes de la Segunda Guerra Mundial era heredero de los públicos que solían acudir al teatro de variedades, o era en realidad algo nuevo”. Walton también se ha interrogado acerca de “la posibilidad de analizar la composición de los públicos de manera estructural, por clase social, edad, género”, o sobre si se puede abordar “el comportamiento de los espectadores y la calidad y naturaleza de la experiencia con los entretenimientos”47. Todo ello supera los límites estrictos y cerrados de las clases populares, y trata de bucear en el proceso de creación histórica de la categoría de público; o del de gente, que acude a una sala plagada de significaciones y percepciones culturales que se han ido articulando a lo largo del siglo XX48. Robert C. Allen y Douglas Gomery retomaron las cuestiones que habían sido establecidas por Jarvie como base para afrontar una sociología del cine: ¿quién hace las películas y por qué?, ¿quién ve las películas, cómo y por qué?, ¿qué se ve, cómo y por qué?, ¿cómo se evalúan las películas, quién lo hace y por qué?49 Desde estos interrogantes, ambos autores han trazado un itinerario sobre una posible historia social, que interrelacione la producción, 43
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D. Allen (ed.), The World of Film and Filmmakers. A Visual History, Nueva York, Crown, 1979 y G. Nowell-Smith (ed.), Oxford History of World Cinema, Oxford U. P., 1996. L. A. Handel, Hollywood Looks at Its Audience, Urbana U. P., 1950. Cf. L. May, Screening out the Past: the Birth of Mass Culture and the Motion Picture Industry, Oxford U. P., 1980. G. P. Brunetta, Buio in sala, Venecia, Marsilio, 1989. J. K. Walton, “Espectáculos y espectadores en la Inglaterra contemporánea”, en J. V. Pelaz y J. C. Rueda (eds.), Ver cine. Los públicos cinematográficos en el siglo XX, Madrid, Rialp, 2002, pp. 76-87. Sobre esta última cuestión, A. Paech y J. Paech, Gente en el cine. Cine y Literatura hablan de cine, Madrid, Cátedra, 2002. R. C. Allen y D. Gomery, Ob. cit., p. 200, I. Jarvie, Sociología del cine, Madrid, Guadarrama, 1976, p. 14.
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la asistencia al cine, la crítica cinematográfica o la naturaleza del cine como institución que proyecta normas y valores ligados a otras instituciones. Desde semejante planteamiento, han analizado episodios específicos, en ocasiones casi en forma de perspectiva microhistórica: la recepción social y la crítica ante la llegada del cine sonoro en una ciudad del Medio Oeste; las tácticas de explotación de salas de exhibición en Chicago entre los años veinte y cuarenta; o la fiebre por las primeras salas de exhibición (los nickel-odeons), en el caso de Nueva York y de una pequeña ciudad sureña antes de la Gran Guerra50. Cabe apuntar que muchos de estos aspectos han ido teniendo presencia en la bibliografía interesada por el cine en España. Al igual que en otros casos europeos, es posible indicar una profunda cesura historiográfica, registrada en torno a los años ochenta, que ha permitido revisar errores o rutinas descriptivas heredadas de décadas anteriores. En este cambio de perspectiva se han emprendido lecturas críticas de algunos manuales que sirvieron de tradicional sustento documental51. Paralelamente, se ha abordado el examen sistemático del legado cinematográfico, coincidiendo con los esfuerzos para la recuperación del patrimonio fílmico. Todo ello se ha reflejado en diversas historias generales del cine, asentadas sobre parámetros amplios que se han interesado por el film y por su contenido manifiesto, pero también por los contextos de índole comercial, legal, política o cultural52. Complementariamente, se ha asistido a una re-territorialización del cine y de sus efectos culturales, lo que ha desembocado en la publicación de monografías específicas centradas en marcos acotados, como Madrid, Andalucía, Cataluña, el País Vasco o la Comunidad Valenciana53. Uno de los aspectos más innovadores se ha situado en el primer tercio del siglo XX. En este terreno se ha llevado a cabo una verdadera labor de redescubrimiento acerca de una producción, en su inmensa mayoría perdida, que apenas sí había recibido atención durante la dictadura franquista54. El resultado ha sido conocer mejor los perfiles históricos establecidos entre cine y vanguardia55; o trazar la compleja transición del cine mudo al sonoro, aten50 51
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R. C. Allen y D. Gomery, Ob. cit., pp. 245-277. Entre los trabajos revisados resalta el de J. A. Cabero, Historia de la cinematografía española, 1896-1948, Madrid, Gráficas Cinemas, 1949, o el de F. Méndez-Leite, Historia del cine español, Madrid, Rialp, 1965. R. Gubern (coord.), Un siglo de cine español, AACCE, XI-1997, y R. Gubern, J. E. Monterde, J. Pérez Perucha, E. Riambau y C. Torreiro, Historia del cine español, Madrid, Cátedra, 2000, donde se incluye una selección bibliográfica puesta al día, organizada por E. Riambau. Cf. con J. Herrera Navarro, Ob. cit., pp. 400-445. P. González y J. T. Cánovas, Catálogo del cine español. Películas de ficción (1921-1930), Madrid, Filmoteca Española, 1991. Cf. con AA. VV., Práctica fílmica y vanguardia artística en España (1925-1981), Madrid, UCM, 1983, Las vanguardias históricas en la historia del cine español. Actas del III Congreso
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diendo a las implicaciones técnicas o narrativas, a la debilidad empresarial o a la oferta procedente del exterior56. Otro período reconsiderado ha sido el de la II República. A partir del trabajo pionero de Román Gubern, se han multiplicado las aportaciones sectoriales57, pasando de una perspectiva distorsionada y mal conocida, donde se trazaban conexiones automáticas entre cine e ideología política, a resaltar la pluralidad fílmica e, incluso, la capacidad de competitividad frente a los filmes exportados de Hollywood. No obstante, también quedan significativos vacíos por cubrir. Uno especialmente notorio sería el de la biografía empresarial de las compañías productoras, distribuidoras y exhibidoras58. Al mismo tiempo, los datos referidos al consumo y a la cristalización de la cultura del entretenimiento en nuestro país continúan siendo fragmentarios, a pesar de la publicación de algunas monografías de carácter local59. Igualmente, se han emprendido interesantes esfuerzos de síntesis, pero aún puntuales, en el terreno de la historia social centrada, por ejemplo, en la combinación entre estructura industrial, censura y propaganda, o acerca de la confluencia entre film y literatura60.
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de la Asociación Española de Historiadores de Cine, San Sebastián, Filmoteca Vasca, 1991 y J. M. Minguet Batllori, Cinema. modernitat i avantguarda (1920-1936), Valencia, Edicions 3 i 4, 2000. AA. VV., El paso del mudo al sonoro en el cine español, Madrid, Editorial ComplutenseAEHC, 1993 y J. B. Heinink y R. G. Dickson, Cita en Hollywood. Antología de las películas norteamericanas habladas en español, Bilbao, Editorial Mensajero, 2004. R. Gubern, El cine sonoro en la II República, 1929-1936, Barcelona, Lumen, 1977. E. C. García Fernández, El cine español entre 1896 y 1939. Historia, industria, filmografías y documentos, Barcelona, Ariel, 2002. Sobre el negocio de la producción, F. Fanés, Cifesa. La antorcha de los éxitos, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 1982 y J. García de Dueñas y J. Gorostiza (eds.), Los estudios cinematográficos españoles, Madrid, AACCE, 2001. J. Martínez, Los primeros veinticinco años del cine en Madrid, 1896-1920, Madrid, Filmoteca Española-Consorcio Madrid 92, 1992. E. Díez Puertas, Historia social del cine en España, Madrid, Fundamentos, 2003.
LA HISTORIA DE LOS CONCEPTOS Y SU RELACIÓN CON LA HISTORIA DE LA FILOSOFÍA Y LA HISTORIA SOCIAL ANTONIO DE MURCIA CONESA
1. INTRODUCCIÓN
La historia de los conceptos o Begriffsgeschichte tiene una presencia muy relevante desde hace décadas en diferentes disciplinas históricas y diversos mundos académicos, más allá del ámbito universitario y editorial alemán en el que se acuñó. Si entre los historiadores del derecho, la política o la ciencia su repercusión es considerable, entre los filósofos ha sido objeto de una atención más profunda y continuada. Sin duda esa atención es inseparable de la importante contribución de la historia conceptual a la historiografía filosófica. Pero aún más obedece a dos virtudes que podemos llamar, no sin cierta precaución, “ilustradas”: por un lado, la radical interdisciplinariedad con la que sus propuestas y fundamentos metodológicos se han enfrentado al legado de problemas dejado por el pensamiento posthegeliano sobre la historia y la cultura; por otro, inseparable del anterior, el empeño por describir las condiciones del conocimiento histórico y definir sus posibles objetos sobre el abigarrado fondo de giros epistemológicos (materialista, filológico, lingüístico, hermenéutico,...) de las ciencias humanas, que la Begriffsgechichte ha cribado y asimilado con especial sentido crítico. Con independencia de sus logros concretos, el horizonte de expectativas que los mejores trabajos de historia de los conceptos han abierto a las ciencias humanas puede medirse por su capacidad de poner la comprensión histórica al servicio de una praxis racional y una interpretación general del pensamiento europeo. El hecho de que la fundamentación de sus propuestas se haya desplegado como un work in progress, al hilo de su producción investigadora y en el lento curso de monumentales proyectos editoriales, ha sido interpretado por los filósofos como una invitación a construir una epistemología de la historia de los conceptos en el marco de una teoría de la acción política y de una redefinición
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general de las humanidades1. Lejos de recoger ese envite, en lo que sigue, y de acuerdo con los fines expositivos de este libro, nos aproximaremos a la techne metodológica de la Begriffsgeschichte atendiendo al proceso de formación de sus producciones más notables. La referencia a algunos textos programáticos nos permitirá exponer sucintamente cuestiones relativas a su fundamentación teórica y por tanto a su trasfondo filosófico. 2. ALCANCE Y LÍMITES DE LA HISTORIA CONCEPTUAL EN LA HISTORIOGRAFÍA FILOSÓFICA
La historia moderna de la expresión Begriffsgeschichte se inicia con las Lecciones sobre filosofía de la historia de Hegel. Pero en la obra del filósofo esa historia nunca fue de los conceptos, sino por conceptos2. Cuarta especie de lo que Hegel llamó “historia reflexionada”, la historia por conceptos o historia especial se correspondería con una historia disciplinar cuyas ramas (la literatura, el derecho, el arte...) se integran en el género mayor de la historia filosófica universal, donde la Idea, como manifestación del Espíritu, es la representación conductora. De acuerdo con esto, la historia del espíritu cultivada por la escuela hegeliana siempre subordinó la historia conceptual a la historia de la idea. Esta actitud está encarnada paradigmáticamente en la obra del jurista y político Adam Müller, quien en sus escritos sobre la lógica de los contrarios y, sobre todo, al exponer su concepción del Estado atribuyó a la Idea una organización morfológica viva, cuya potencia productiva sería la antítesis del concepto o Begriff: un producto meramente teórico, muerto, incapaz de aprehender el devenir vital de los sistemas humanos y útil sólo para quienes clasifican la realidad, y en particular la realidad política, desde una estéril lógica mecanicista de causas y efectos3. La constitución en el siglo XX de la historia de los conceptos como una metodología que asocia la comprensión histórica al estudio de las transformaciones semánticas, fue en parte una respuesta a estas interpretaciones totalizadoras de la historia, de las que Wilhelm Dilthey no terminó de alejarse. No obstante, la imagen diltheyana del mundo histórico está detrás de quien se considera el artífice de la Begriffsgeschichte como disciplina institucionalizada: el filósofo Erich Rothacker. En efecto, este pionero de las 1
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Cf. Villacañas, José Luis y Oncina, Faustino, «Introducción» a R. Koselleck, Hans-Georg Gadamer, Historia y hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997; Villacañas, J.L., «Histórica, historia social e historia de los conceptos políticos», en Res Publica. Revista de filosofía política 1112, 2003, págs. 69-94. Cf. P. Aullón de Haro, «Reflexiones sobre el concepto histórico de la Literatura y el Arte», en Id. (ed.), Teoría de la historia de la literatura y el arte, Teoría / Crítica, Verbum-Universidad de Alicante, 1994, pp. 21-23. Adam Müller, Elementos de política (1809), trad. de E. Ímaz, Madrid, Revista de Occidente, 1935.
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ciencias de la cultura alemanas del siglo XX, concibió el propósito de construir una historia de la filosofía de acuerdo con el programa diltheyano de las Weltanschauungen: una exposición de los conceptos filosóficos en el marco de una historia de las concepciones del mundo. La clave del proyecto la proporciona la obra de referencia contra la que estaba concebido: el influyente Diccionario de conceptos filosóficos de Rudolf Eisler de 1899 cuya cuarta y última edición se editó entre 1927 y 1930, años decisivos, entre otras cosas, para el desarrollo de las ciencias humanas de Alemania y Europa. La difusión del diccionario de Eisler suponía el triunfo de un modelo neokantiano para las ciencias del espíritu no sólo por su rigor terminológico, sino por la exigencia de cientificidad importada de las disciplinas positivas cuyo cumplimiento se esperaba que erradicase las confusiones lógicas del discurso filosófico. Para un epígono de Dilthey como Rothacker resultaba intolerable la escasa atención que el modelo conceptual de Eisler prestaba a la complejidad histórica de sus objetos. Eisler, formado en la psicología de Wundt, había insistido desde el prólogo del Diccionario en el carácter histórico de su tratamiento conceptual (opuesto a la exposición psicologista de las ideas filosóficas) así como en la necesidad de abordar conceptos liminares acordes con la interdisciplinariedad que la tarea requería. Pero, a pesar de sobreponer la perspectiva histórico conceptual (begriffsgeschichtlich) a la descriptivo conceptual (begriffschriftlisch), cercana a una historia intemporal de la ciencia como la que complacía al lógico Frege, sus recorridos sometían la comprensión del cambio histórico y sobre todo terminológico del concepto a la comprensión de sus determinaciones lógicas. En cualquier caso, los esfuerzos de Eisler alentaron las posteriores incursiones de la metodología histórico-conceptual en la historiografía filosófica, al mismo tiempo que encauzaron el desarrollo ulterior de la Begriffsgeschichte bajo el dispositivo lexicográfico y enciclopédico del diccionario, el Wörterbuch, que privilegia la exposición alfabética y hasta cierto punto acumulativa de los argumentos. Volveremos más adelante a este extremo. Es innegable la importancia que para el desarrollo de la historia conceptual tuvo la constancia de Rothacker en su proyecto antieisleriano, incluso en los años que dedicó intensamente a una filosofía de la historia en la que la raza y el espíritu del pueblo serían “el motor último de la vida histórica”4. Afortunadamente para este desarrollo, el curso de los acontecimientos históricos hizo que Rothacker abandonase estas elucubraciones de sesgo nacionalsocialista y volcase su trabajo en el propósito de recuperar el mundo histórico y el mundo de la vida para la historiografía filosófica y las ciencias de la cultura. La tenacidad del objetivo se mantuvo bien entrada la posguerra en 4
Erich Rothacker, Geschichtesphilosophie, en Baeumler, Schröter, Handbuch der Philosophie, Berlin, 1934, pp. 3-150, trad. española de H. Gómez, Madrid, Pegaso, 1951.
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el Archivo para la historia de los conceptos que el propio Rothacker fundó, a instancias de la Academia de las Ciencias y la Literatura de Mainz, en 1955, como metodológica piedra angular de su ansiado nuevo diccionario histórico de filosofía. La revista sobrevivió al autor y ha llegado hasta nuestros días, ampliando sus objetivos y convirtiéndose en la publicación de referencia para las aplicaciones, ciertamente dispares, de la historia conceptual. El proyecto inicial de Rothacker, la realización de una historia de los conceptos filosóficos, se llevó finalmente a cabo, aunque de manera muy distinta a la que el pionero había imaginado. Los responsables fueron otros colaboradores del Archiv, bajo la dirección de Joachim Ritter. Anunciado en la revista en 1967, dos años después de la muerte de Rothacker, el primero de los trece volúmenes del Diccionario histórico de Filosofía (Historisches Wörterbuch der Philosophie, en adelante HWPh)5 apareció en 1971; el último fue publicado en 2007, treinta y seis años después. Los más de tres mil seiscientos conceptos tratados por mil quinientos eruditos entre lo más granado de la academia filosófica alemana e internacional forman una imponente obra de referencia que seguramente habría entusiasmado al propio Eisler, a quien Ritter en el prólogo general de la obra consideró mentor del proyecto. Las evidentes distancias frente al léxico precedente provenían de los propios cambios experimentados por la filosofía en su relación con las ciencias naturales y humanas desde 1889, fecha de la primera edición del venerable diccionario. Pero tales cambios, a juicio de los editores, tampoco eran compatibles con los esquemas histórico conceptuales de Rothacker. En efecto, aunque un somero recorrido por los voluminosos tomos del HWPh deja reconocer en ella la ambiciosa aspiración de sus precedentes por recoger los conceptos fundamentales de las ciencias del espíritu y de la cultura, la selección y el tratamiento de sus entradas confirman la tendencia a subordinar la perspectiva histórico-conceptual a la exposición escolástica. Por una parte, de acuerdo con el plan primero de una historia de problemas y de términos, no hay entradas específicas para los autores; pero, por otra, el protagonismo de las escuelas filosóficas europeas, en particular las del siglo XX, privilegia en la exposición la estructura teórica de los problemas sobre su génesis histórica, y no sólo en el caso de las nociones lógicas y epistemológicas. Probablemente por ello en esta obra la historia de los conceptos se aplique en rigor sólo a aquellas nociones que han pervivido a lo largo del tiempo o que, al contrario, han sufrido cambios notables sobre un horizonte histórico reconocible. 5
Ritter J., Gründer K., Gabriel G. (ed.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, Basel, Schwabe, 1973-2007.
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Tomemos como ilustración ejemplar del esquema expositivo del HWPh el concepto mismo de Filosofía, que aparece en el tomo siete de la obra y que fue publicado un año más tarde como libro independiente6. En el prólogo de esa edición el coeditor del Wörterbuch, Karlfried Gründer, al justificar la presencia del concepto mismo de filosofía en un diccionario filosófico, previene contra una equivocada perspectiva conceptual en las historiografías al uso. Una perspectiva que se remonta al momento en el que Hegel, en sus Lecciones sobre historia de la filosofía, rechazó explícitamente la tematización lexicográfica del término en virtud de su imposible definición abstracta fundada en la consideración de la filosofía como una actividad en evolución. No obstante estas resistencias y frente a quienes antihegelianamente consideran irrelevante el estudio del uso del concepto de Filosofía para su explicación sistemática, el editor del HWPh defiende la heterogeneidad de este Begriff al que considera históricamente constituido por haces de connotaciones, que, procedentes de distintos ámbitos de la realidad, son excluidas en la lógica de la definición. Los editores del HWPh apelan también a Hegel para reclamar la naturaleza genuinamente filosófica de la reflexión genética del concepto, pero se separan del maestro de Jena por la decisiva importancia que conceden al estudio de la palabra, el relato de sus usos, los desplazamientos de sus campos semánticos y, en fin, la minuciosa atención al ingente instrumental léxico que la historiografía puede aportar al propio filosofar. En este sentido, desarrollar la entrada Philosophie sería una actividad inequívocamente filosófica. El resultado de esa actividad está firmado por cuarenta y cuatro autores responsables de las distintas subsecciones, que en sí mismas son también artículos. El editor justifica la heterogeneidad y complejidad del texto, así como las consiguientes interferencias metodológicas y de contenido, apelando a lo inabarcable del concepto en su historia. Ante el esquema inviable de Rothacker, la uniformidad metodológica y de perspectiva es sustituida por un haz, un cluster de connotaciones que, a la postre, significa integrar una multiplicidad de historias conceptuales. Sin embargo, bajo la heterogeneidad programática de su perspectiva histórica, la propia exposición delata una homogeneidad efectiva de períodos y escuelas. Como en el resto de conceptos, el completísimo recorrido histórico por el término Philosophie se distribuye canónicamente a través de la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento y la Neuzeit, que comprende la Edad Moderna y Contemporánea. Éstas son estrictamente divididas en sus etapas presocrática, platónica, aristotélica, helenística, patrística…, hasta la deconstrucción, pasando por la Reforma, la Ilustración y los marxismos occidental y soviético. A ese recorrido se añade una sección sobre las formas 6
Philosophie in der Geschichte ihres Begriffes, edición especial a cargo de Karlfried Gründer, Darmstad, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1990.
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institucionales de la filosofía presentada de nuevo en su evolución histórica; sigue otra dedicada a las “formas literarias de la filosofía” con una argumentada propuesta de clasificación en virtud de diferentes criterios, más sincrónicos que diacrónicos: la relación entre el autor y la obra, la finalidad interna de ésta, los modos de argumentación o los denominados “fines externos”. Para terminar, en contra de los criterios de Eisler y parcialmente de Rothacker se dedica una sección a las filosofías orientales, limitadas a las tradiciones china, india y japonesa. En la versión monográfica del artículo se añaden otros que aparecen de manera independiente en el HWPh: Filosofía analítica, árabe, cristiana, perennis, judía, Filosofía de la filosofía, Filosofía del hecho (Philosophie der Tat), Historia de la filosofía, Filosofía comparada y Filosofía de X (la supuesta vulgarización del término como determinante de cualquier genitivo y cuya enojosa presencia es achacada por el diccionario alemán a la tradición académica y editorial británica). Puede que esta heterogeneidad sea más fiel a la complejidad histórica en la formación del concepto que la representación de un esquema unificador; pero también se ajusta a las necesidades expositivas de un texto cuya estructura de obra de referencia requiere adoptar la organización acumulativa de un manual. Pese a la inclusión de muchos y muy diversos conceptos y términos interdisciplinares procedentes de la historia de la ciencia, la teoría literaria, el derecho o la teoría política entre otros campos, el HWPh fue pronto criticado por su inclinación a la inmanencia en el tratamiento de las entradas y, en particular, por su escasa atención a los aspectos sociales y políticos en la reconstrucción de los usos y la historia de los conceptos. Sin perjuicio de su éxito académico internacional, que confirma su capacidad para desbordar el ámbito cultural alemán, la metodología se granjeó críticas de naturaleza distinta: tanto por su posible epigonismo con respecto a la vieja Historia del Espíritu como por su concepción positivista y neokantiana de la historiografía filosófica. Ciertamente decisiones como la que intentó justificar Ritter, en el prólogo general, de excluir las metáforas, casan mal con la amplia perspectiva del diccionario. Sus intenciones enciclopédicas y su pretensión, sobradamente cumplida, de convertirse en la monumental obra de referencia para cualquier trabajo histórico-filosófico posterior, le alejaron de la estela que la Begriffsgeschichte estaba siguiendo en otros proyectos. Gestados en diferentes disciplinas históricas, estos otros proyectos han despertado paradójicamente mucho más atención en la filosofía y la historia intelectual del siglo XX y XXI que el mismo diccionario histórico filosófico.
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3. HISTORIA DE LOS CONCEPTOS, HISTORIA SOCIAL Y HERMENÉUTICA
La presentación del proyecto de un diccionario histórico de conceptos políticos fundamentales (Geschichtliche Grundbegriffe7, en adelante GG) apareció en el mismo número del Archiv de 1967 en el que Ritter presentó el HWPh. La firmaba el historiador Reinhart Koselleck que años antes se había doctorado con un trabajo titulado Crítica y crisis del mundo burgués8, cuyos planteamientos determinarían la elaboración y la recepción de los GG. Koselleck fue junto a Werner Conze y Otto Brunner coeditor de esta obra subtitulada “Léxico histórico para el lenguaje sociopolítico de Alemania”. Sus ocho volúmenes, publicados entre 1972 y 1997, contienen nueve mil páginas en cuya redacción trabajó una pléyade de especialistas en historia y ciencias humanas. Como ocurre con el HWPh la monumental obra fue recibida internacionalmente y casi de inmediato como una obra de referencia obligada, de modo que, a pesar de su circunscripción a la historia alemana, no tardó en convertirse en un texto clave para el debate contemporáneo sobre el sentido de la Modernidad. La propia Modernidad, el Poder, la Revolución, los Partidos, la Soberanía, la Revolución, el Liberalismo, la Monarquía, la Crisis, el Derecho natural, la Publicidad política, la polaridad Cultura-Civilización, la Policía, la Raza, la Representación, el Terror, la Constitución o el Mundo forman parte de esos Grundbegriffe. Su carácter enciclopédico resulta mucho más matizado que en el Diccionario histórico-filosófico, en parte gracias a un estricto criterio regulativo: limitar la selección de conceptos a aquellos que acuñaron su significado actual en un período decisivo para la formación del lenguaje político de la Alemania moderna: una época brecha, o en expresión de Koselleck, Sattelzeit, asentada entre 1750 y 1850. La aparente sencillez del criterio contrasta con la complejidad de la tarea y puede provocar, en una aproximación escolar, cierta impresión de arbitrariedad. Nada más lejos de su metodología. Cada una de las entradas del Léxico está dispuesta históricamente de modo que la exposición de la historia antigua y medieval del término ocupa un primer lugar relevante, seguido por el tratamiento en la época de la Reforma y la Contrarreforma, y las transformaciones entre los siglos XVIII y XIX, que concentran la mayor parte del texto. La tercera sección de cada entrada se detiene en la época contemporánea en un intento por vincular la perspectiva histórico-conceptual con la comprensión actual del concepto. Esta sección, obviamente cobra protagonismo en términos recientes como el de Nacionalsocialismo. El equilibrio, a 7
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Koselleck R., Conze W., Brunner O., (ed.), Geschichtliche Grundbegriffe. Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, Stuttgart 1972-1997. R. Koselleck, Crítica y crisis en el mundo burgués, Madrid, Rialp, 1973.
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veces, puede quedar descompensado, de modo que la Sattelzeit pierda terreno a favor de la Edad Media y la Antigüedad. Ciertamente el proyecto de los GG nunca menospreció las etapas premodernas, toda vez que contaba entre sus editores con eximios medievalistas como Otto Brunner y especialistas en la Antigüedad como Christian Meier. Pero el diferente tratamiento de los conceptos obedece también a una distinción básica entre éstos. En primer lugar los considerados tradicionales, tales como “Democracia”, cuyas transformaciones permiten identificar una continuidad en el significado; en segundo lugar, aquellos conceptos que, como “Estado” o “Sociedad civil”, sí que han sufrido importantes transformaciones en la Sattelzeit, de modo que resulta difícil reconocer su significado anterior. En tercer lugar, los neologismos o nuevos conceptos acuñados en esa etapa central y en su mayor parte formados por el sufijo –ismo: marxismo, conservadurismo o nacionalismo. La selección de estos conceptos, la elección del modo de abordarlos y la relación que se establece entre ellos son suficientes razones para entender que esta obra, a diferencia del HWPh, responde escrupulosamente a decisiones epistemológicas cuya justificación constituye una parte central del proyecto. Algunos de esos conceptos ya fueron tratados en el HWPh, aunque de modo bien diferente. Ciertamente si la teoría política encontraba inagotables filones en el léxico filosófico, los filósofos estaban directamente interpelados por los GG, incluso por aquellos conceptos menos frecuentados en sus escolásticas. Y es que su propia concepción obligaba a tomarse muy en serio la perspectiva histórico-conceptual, resituándola en el marco de una filosofía del lenguaje, pero también de una filosofía de la acción. Los responsables de GG afrontaron buena parte de su tarea como una particular semántica histórica. Ésta se entiende a un tiempo semasiológica y onomasiológica, pues se ocupa tanto de las transformaciones de los significados como de los cambios de los diferentes nombres dados a los conceptos en el tiempo. Es precisamente esta diferencia entre término y concepto la clave para distinguir entre el trabajo con Begriffe y el trabajo con Ideen. Koselleck explicó la transformación de una palabra en un concepto histórico como el proceso por el que aquélla llega a ser capaz no sólo de describir con exactitud, sino también de generar una serie de procesos recurrentes que determinan la interpretación de los acontecimientos. Dicho de otro modo, un término se convierte en concepto cuando es capaz de integrar y remitirnos a todas las circunstancias, prácticas, relaciones, contextos y significados posibles en los que se usa y para los que se usa; tal capacidad coincide con el momento en que el contenido del término sobrepasa la unívoca significación lingüística y permite dar cuenta de la pluralidad de experiencias y prácticas
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objetivas en que está involucrado y cuyo contexto sólo es dado precisamente por el concepto9. La referencia a “prácticas”, “relaciones”, “contextos” delata la distancia con los tempranos proyectos de Rothacker e incluso con el posterior de Ritter. Pues, en efecto, en el trabajo de reconstrucción histórica de los GG no sólo se acude a los autores y sus textos más canónicos; también y sobre todo, a los panfletos, documentos jurídicos o comerciales, declaraciones, periódicos y una larga y heterogénea serie de textos considerados imprescindibles para conocer los usos y representaciones del concepto y por tanto para la constitución de un conocimiento de los procesos históricos sostenido sobre el testimonio de sus propios agentes. Esta ambición interpretativa pronto encontró elementos comunes con la hermenéutica de Hans-Georg Gadamer. Pero el giro hermenéutico en la Begriffsgeschichte es desplazado por el giro social y político, de manera que la comprensión de la historia conceptual pone la filología al servicio de la historia social. El apoyo inicial de Gadamer a los GG fue una reacción contra la tendencia neokantiana del HWPh (en el que él mismo participó) a tratar la historia de la filosofía como una historia de problemas filosóficos. Gadamer quiso situar en el marco mismo de su Verdad y método la contribución de la Begriffsgeschichte a una hermenéutica del lenguaje10. Pero esta hermenéutica no era suficiente para los propósitos de la disciplina. Koselleck explicó, en un amable e intenso debate con Gadamer, la distancia insalvable con la hermenéutica precisamente a partir del privilegio que ésta concede al lenguaje sobre la acción. Para Koselleck, la hermenéutica gadameriana tiene, en efecto, mucho que ver con los objetivos de la Historik, es decir, el saber histórico que tematiza las condiciones de posibilidad de las historias posibles. Puesto que estas condiciones conciernen (Heidegger ya lo había explicado) a las “aporías de la finitud del hombre en su temporalidad”, la historia, al igual que la jurisprudencia y la poesía (objetos privilegiados del saber hermenéutico), sería un subcaso del comprender existencial11. Ahora bien, en la medida en que tales condiciones no son sólo lingüísticas, sino extralingüísticas o prelingüísticas, la reflexión sobre la historia, la Historik, que subyace a la historia de los conceptos no puede considerarse como querría Gadamer una modulación de la hermenéutica. El examen de los nexos entre acontecimientos históricos y el examen de su representación a través de conceptos requiere reconstruir nexos de acciones, “formaciones de finitud” en un ámbito extralingüístico, toda vez que 9
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R. Koselleck, “Historia conceptual e historia social”, en Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Barcelona, Paidós, 1993. Hans-G. Gadamer, “La historia de los conceptos como filosofía”, en Id., Verdad y método, II, Salamanca, Sígueme, 1988. Koselleck, R., Histórica y hermenéutica, Ob. cit., pp. 67ss. La respuesta de Gadamer aparece en la misma edición bajo el título «Histórica y lenguaje: una respuesta» (pp. 97-106).
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“escribir la historia de un período significa hacer enunciados que nunca podrían haber sido hechos en ese período”. Dicho de otro modo: ningún texto de una fuente histórica contiene aquella historia que se constituye y expresa sólo con la ayuda de fuentes textuales. Ello implica, por una parte, indagar estructuras y procesos históricos a largo plazo, que, cristalizados en conceptos, no están contenidos en ningún texto como tal, sino que más bien provocan textos. Y, por otra, implica un marco racional de traducción, que aunque necesite del lenguaje, ha de considerar motivos y acciones que escapan al lenguaje. En este marco, el papel de la historia social es decisivo para los propósitos de la historia de los conceptos. La redefinición de la historia social que subyace a todo el proyecto de GG fue especialmente trabajada años antes por Werner Conze, uno de sus editores, en el taller de Sozialgeschichte de la Universidad de Heidelberg. La Sozialgeschichte se extendió en la historiografía alemana a partir de los años setenta, abandonando los modelos teórico-críticos, marxistas y analíticos, que habían desplazado a los herederos de la historia del espíritu. La creación de revistas especializadas como Geschichte und Gesellschaft, de la que fue editor Koselleck, sirvió de plataforma a una concepción de la historiografía que, aunque compartía algunos principios con la escuela de Annales y más aún con la sociología del conocimiento de Mannheim, profundizó en la perspectiva política mucho más que cualquiera de las escuelas anteriores. La tendencia venía de lejos. Así, el medievalista Otto Brunner, editor de los GG en sus primeros años, representa el temprano esfuerzo de la historiografía germana por superar las limitaciones metodológicas de los estudios medievales. Con una sólida formación filológica sus principales trabajos abrieron vías para el estudio de las relaciones entre la historia de los términos, los conceptos y las condiciones sociales y políticas en que se acuñaron y desarrollaron12. El objetivo era en primer lugar evitar el tenaz anacronismo de las categorías historiográficas del que hacían gala las distintas escuelas. La proyección de términos modernos como “Estado”, “feudalismo” o “clase” había sustraído a los historiadores la posibilidad de comprender la realidad social de su objeto. Tal conocimiento exigía una crítica minuciosa y disciplinada de todo el entramado conceptual utilizado en la investigación. Conze y Koselleck terminaron de trasladar estos principios a la formación de una metodología histórico-conceptual, que tuviera como objetivo, en palabras del segundo, “investigar las formaciones sociales, la construcción de las formas constitucionales, las relaciones de estratos, grupos y clases…”. Pero la convivencia metodológica de ambas disciplinas es compleja y en ocasiones fallida. La Begriffsgeschichte pone toda su atención en los concep12
Cf. sobre todo Otto Brunner, Land und Herrschaft. Grundlagen der territorialen Verfassungsgeschichte Össterreichs im Mittelalter, Rohrer, Wien, Wiesbaden, 1965.
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tos y las palabras que constituyen los textos; la Sozialgeschichte pone los textos al servicio de la comprensión del cambio político y social, la formación de las estructuras urbanas, económicas, etc., y el amplio arco de problemas relativos a tales cuestiones. Ciertamente, aunque se trate de disciplinas distintas, son inseparables, pues sus objetivos se determinan mutuamente. Sin embargo, la atención a las estructuras sociales y las formas lingüístico-conceptuales involucran técnicas de trabajo diferentes. Que el equilibrio entre tales técnicas no fuera fácil, se confirma en la rapidez con la que las páginas de GG fueron puestas en cuestión invocando precisamente los mismos principios epistemológicos y políticos que las alentaron. De este cuestionamiento surgió un nuevo léxico, que constituye la primera aplicación específica de la metodología fuera de la historia alemana: el Manual de conceptos sociopolíticos fundamentales en Francia, 1680-182013. Su coeditor, el antiguo alumno de Koselleck, Rolf Reichardt, no obstante subrayar su deuda con los GG, señaló las deficiencias de la historia social practicada en este monumental léxico, al quedar desplazada por una aplicación vetusta de la Begriffsgeschichte, insuficiente, en su opinión, para conceptualizar los cambios estructurales que acompañaron el advenimiento de la Modernidad centroeuropea. Reichardt fundamentaba su crítica en el tratamiento de las fuentes mostrado por Koselleck y su equipo, en exceso escorado hacia el protagonismo de las élites culturales y literarias, y, por tanto, inapropiado para una historiografía atenta al papel que desempeñaron las mentalidades de las clases, órdenes y estamentos en la Revolución Francesa. Es éste un asunto en torno al que gravita el Manual de Reichardt, pero que también concierne al estudio de la Sattelzeit o época fundacional de la modernidad alemana. Las estrategias propuestas por Reichardt para superar esas insuficiencias en el tratamiento de sus conceptos (muchos de los cuales, como Philosophie o Terreur ya aparecieron en los GG) acuden al análisis del discurso y a técnicas estadísticas como la lexicometría. La potencia de las frecuencias cuantitativas en la aparición de los términos se presentaba como un antídoto contra las perspectivas elitistas respecto a las fuentes e historicistas respecto a la reconstrucción de la génesis del concepto, que habría llevado a un excesivo detenimiento de los GG en los períodos previos a la Sattelzeit. Todas estas críticas trasparentan el fantasma de la historia del espíritu, la Geistesgeschichte que deambula por las discusiones historiográficas alemanas durante todo el siglo XX. La sombra de ese fantasma parece acosar a la historia de las ideas y a la historia conceptual, desde las propuestas de Rothacker y, antes, las de Dilthey.
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R. Reichardt, E. Schmidt, Handbuch politisch- sozialer Grundbegriffe in Frankreich, 16801820, Oldenbourg Verlag, München, 1985.
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4. HISTORIA DE LOS CONCEPTOS FRENTE A HISTORIAS DEL ESPÍRITU E HISTORIAS DE LAS IDEAS
El estatus del concepto en la Begriffsgeschichte concierne al problema de las objetivaciones históricas de las prácticas humanas y sus expresiones, es decir, los erga y sus logoi. Es éste un problema que, bajo distintas formulaciones, ocupó desde los inicios del siglo XX a una amplia serie de investigaciones histórico-culturales. Puede decirse que las categorías centrales de la filosofía moderna de la cultura y las ciencias sociales se gestaron como herramientas para lograr una descripción de estas formas, que pudiera reintegrarlas al mundo de la vida superando la escisión de las ciencias14. La sombra de la historia del espíritu se proyectaría sobre aquellas propuestas teóricas que intentaban disolver tal escisión enfatizando la dimensión subjetiva de la cultura. Llevado a su extremo, esta subjetivación o espiritualización negaba toda mediación entre las dimensiones de exterioridad e interioridad de sus objetos. En el fondo, la teoría del símbolo en la antropología filosófica de Cassirer, la indagación de las formas artísticas en la historiografía del arte warburgiana, o el desarrollo de metodologías morfológicas en el estudio de la historia literaria tales como la tópica histórica de Ernst Robert Curtius15 fueron distintas respuestas a los peligros de un subjetivismo, que Dilthey, a pesar de sus esfuerzos no había podido neutralizar16. Tras esas respuestas, como tras todas las metodologías orientadas a la identificación de cristalizaciones culturales y a su reconstrucción diacrónica, hay un propósito de poner lo histórico a disposición del presente mediante una redefinición de las relaciones entre conocimiento y experiencia. La historia conceptual tal y como se desarrolla en los GG, es decir, en convergencia con la historia social, significa un paso adelante en este ca14
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Se debe a Edmund Husserl la acuñación de la fórmula Lebenswelt en el marco de las preocupaciones filosóficas sobre el papel de las relaciones entre ciencia y vida en la crisis europea del siglo XX, cf. Die Krisis des europäischen Menschentums und die Philosophie, 1935, trad. de Peter Baader, “La filosofía en la crisis de la humanidad europea”, en Husserl, Invitación a la fenomenología, Barcelona, Paidós, 1992, págs.75-128 y La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental del mismo autor, Barcelona, Crítica, 1991. Desde la sociología y la filosofía de la cultura, George Simmel expuso algunos argumentos centrales para la reflexión sobre las relaciones entre estructuras y experiencia; véase como ejemplo muy ilustrativo el artículo “El futuro de nuestra cultura”, en El individuo y la libertad, Península, Barcelona, 1971. Cf. Cassirer, Ernst, Esencia y efecto del concepto de símbolo, México, FCE, 1975; Gombrich, E. H., Aby Warburg, una biografía intelectual, Madrid, Alianza, 1992; Curtius, Ernst Robert, Literatura europea y Edad Media latina, trad. de M. Frenk Alatorre y A. Alatorre, México, FCE, 1955 Esfuerzos que subyacen al propósito, inherente a la teoría de las Weltanschauungen, de buscar el conocimiento del sujeto en la indagación minuciosa de las objetivaciones del espíritu, explícitamente enfrentado a esa vana “contemplación de sí mismo, arrancando una piel tras otra”, que Dilthey atribuyera a Nietzsche en su breve escrito “Sueño” (1903), publicado en Teoría de las concepciones del mundo, Madrid, Alianza, 1988.
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mino. Pues la conexión entre Begriffs- y Sozialgeschichte, justo desde el reconocimiento de sus diferencias materiales y formales, significa una concepción de las estructuras conceptuales y sociales mucho más compleja y fértil que la de historiografías escoradas bien hacia la investigación filológica, bien hacia el sociologismo. Frente a una metodología marxista, la historia conceptual considera que los conceptos no son un mero producto de las condiciones sociales, sino que, antes al contrario, funcionan como factores generadores de la realidad social. Pero las estructuras conceptuales no serían estables a lo largo de la historia y ni mucho menos autónomas. Y es aquí donde presenta sus mayores diferencias con la historia de las ideas. Aunque tiene una larga historia, el programa de la historia de las ideas contra el que se enfrenta la historia conceptual de Koselleck, no surgió de las universidades alemanas sino de las angloamericanas, sobre todo con los trabajos de Arthur Lovejoy. La influyente concepción de la history of ideas aplicada paradigmáticamente en The Great Chain of Being17 sostiene una historiografía de la cultura a partir de grandes ideas unitarias, cuya recurrencia y permanencia debe buscar el historiador bajo los procesos de cambio del pensamiento colectivo. El proceder analítico del profesor de Harvard no excluía la crítica del lenguaje, pero sí su tratamiento semasiológico y onomasiológico como en la Begriffsgeschichte. Los métodos de su semántica filosófica son muy diferentes de los métodos de la semántica histórica, pues aquélla desplaza la historia de los usos de los términos en sus contextos particulares por la crítica de la ideología entendida como una criba entre las verdaderas ideas y las meras falacias ideológicas. En cualquier caso y no obstante privilegiar el estudio de la recepción y difusión de las ideas por encima de su gestación en los grandes pensadores, los trabajos de Lovejoy y sus discípulos pusieron muy escaso interés en relacionar sus ensayos ideográficos con las estructuras políticas, sociales o económicas. Desde este punto de vista la Begriffsgeschichte presenta más afinidades con la anterior tradición germana de la historia de las ideas representada por la obra de Friedrich Meinecke: al menos en lo que se refiere la centralidad de la política, relegada por la historiografía de Lovejoy a los márgenes de la historia. Sin embargo, las afinidades con la historia de los conceptos pierden su evidencia cuando se constata que en la historiografía de Meinecke la realidad política se reducía a un cosmos de ideas que trascendían sus condiciones sociales e incluso su mismo cambio y cuyo estudio requería la intuición del investigador y el concurso de grandes espíritus. Fiel a esta convic-
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Arthur O. Lovejoy, La gran cadena del ser (1969), Madrid, Icaria, Barcelona, 1983.
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ción, la génesis del historicismo que Meinecke publicó en 1936 culminó en la contemplación goetheana de la vida histórica sub specie aeternitatis18. La historia de las ideas políticas ha sido también adoptada por metodologías historiográficas especialmente atentas a la teoría política y la filosofía del lenguaje. Nos referimos a los trabajos desarrollados, de nuevo en el ámbito anglosajón, por J. G. A. Pocock, Quentin Skinner o Richard Tuck, entre otros. Obras como El momento maquiavélico o Los fundamentos del pensamiento político moderno19 vinculan la defensa del republicanismo clásico con el giro lingüístico o, más bien, pragmático, de la filosofía política. En su búsqueda de las esencias de una política republicana en la primera modernidad y el modelo de las ciudades-Estado italianas, la labor historiográfica adopta los postulados de una teoría de la acción: la comprensión de las ideas o los conceptos políticos exige un riguroso análisis argumentativo que atañe a las estructuras lingüísticas y su dimensión pragmática. Como los contextos históricos, los conceptos han de ser comprendidos en su singularidad histórica desde universales pragmáticos como los que proporciona la teoría de los actos de habla. Desde este punto de vista la comprensión histórica de las ideas habría de atender a la fuerza ilocucionaria del lenguaje y al mismo tiempo esforzarse por buscar una “reconstrucción racional” de lo que los agentes históricos creían, “antes que una imagen enteramente auténtica desde el punto de vista histórico”20. Entender una idea históricamente requiere, pues, comprender al sujeto que la enuncia, pero en tanto que comprensión de un acto de habla, de comunicación intencional, entendida según las pautas del razonamiento discursivo. Por otra parte, esto entrañaría también despojar al prejuicio de todo valor interpretativo, de modo que la reconstrucción del significado que los agentes históricos dan a las ideas, debería servir de correctivo contra las creencias equivocadas y un mal uso de los conceptos. Las diferencias metodológicas entre estos republicanistas de Cambridge y los quizás más conservadores historiadores de los GG no pueden resolverse en una mera adscripción a posiciones lingüísticas más diacrónicas o sincrónicas, más saussureanas o más chomskyanas21. Ciertamente la revolución estructuralista que supuso institucionalizar académicamente las metodologías lingüísticas y antropológicas que subordinan las cuestiones semánticas, el espíritu de la letra, a la disposición material de las palabras y estructuras 18 19
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Friedrich Meinecke (1936), El historicismo y su génesis, México, FCE. J. G. A. Pocock, El momento maquiavélico (1975), Madrid, Tecnos, 2002; Quentin Skinner Los fundamentos del pensamiento político moderno (1978), México, FCE, 1985. Cf. Skinner, Q., «La idea de libertad negativa», en Rorty, Schneewind, Skinner, La filosofía en la historia, Barcelona, Paidós, 1990, pp. 236 ss. Así parece entenderse en Richter, Melvin, «Conceptual history (Begriffsgeschichte) and Political Thought», en Political Theory, Sage Publication Inc., vol. 14, nº 4 (1986), pp. 604-637. Cf. también del mismo autor «Begriffsgeschichte and the History of Ideas», en Journal of the History of Ideas, University of Pennsylvania Press, vol. 48, nº 2 (1987), pp. 247-263.
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comunicativas no es ajena a los intereses de la Begriffsgechichte. Sin embargo, la ilusión iluminadora, aclaratoria de los propios prejuicios, que anima los métodos de Skinner, poco tiene que ver con la complejidad en las relaciones categoriales entre el sujeto historiográfico y los sujetos de las historias en la que se interna la historia conceptual y la historia social. Lejos de utilizarse como disolvente de ciertos usos actuales y erróneos de los conceptos, la Begriffsgeschichte intenta establecer (y en esto delata su vínculo con una teoría de la comprensión) la compleja interacción de tales usos con la experiencia humana del tiempo histórico. 5. TIEMPO HISTÓRICO Y MODERNIDAD
Antes que una conciliación completa entre la historia conceptual y la historia social, tal y como defiende Reichardt, lo fundamental para Koselleck es reconocer las tensiones y resistencias entre ambas. En efecto, trabajar esa disparidad metodológica es un requisito de toda historiografía que quiera describir e interpretar los acontecimientos sobre un trasfondo de estructuras reconocibles. Y ello concierne directamente a la constitución de esa Historik, que ya hemos mencionado y que podemos redefinir como una descripción crítica de las condiciones trascendentales para la escritura de las distintas historias. Según Koselleck, la historia conceptual, en sus relaciones con la historia social, confirma que esas condiciones sólo pueden pensarse desde una antropología del tiempo histórico. Y en efecto, la experiencia del tiempo sustituye a la filosofía de la historia, paralelamente a como los argumentos antropológicos sustituyen a los ontológicos en la epistemología historiográfica. Ello tiene importantes consecuencias para la comprensión de los conceptos políticos, pues es en éstos donde de manera más decisiva intervienen los cambios en la experiencia del tiempo y en la praxis política organizada en torno a ella. Los conceptos políticos son, en efecto, una señal, un índice de las transformaciones de esa experiencia, y de los acontecimientos que la acompañan; pero también son un factor, un elemento agente determinante para su gestación. Esa doble función de los conceptos históricos, índice y factor, obedece al hecho de que los hombres vivan y comprendan la historia de acuerdo con su experiencia del tiempo. Y ésta es una característica básica de la Modernidad. En este marco teórico la elección de la Sattelzeit como criterio constitutivo de los GG cobra su valor epistemológico para comprender el significado moderno de lo político. Pues, en efecto, el cambio en la forma moderna de experimentar el tiempo tiene una motivación y unas consecuencias esencialmente políticas, que han alterado la misma concepción de los distintos estratos y dimensiones temporales. La distinción mencionada más arriba
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entre conceptos de tradición, conceptos en transformación y neologismos obedece a la radical temporalización (Verzeitlichung) sufrida por los politische Grundbegriffe. Tal temporalización se manifiesta de manera perspicua en la tendencia generalizada a situar el concepto en cuanto tal, casi teleológicamente, en una constelación de períodos, estadios o épocas. La comprensión de su situación en el orden del tiempo es, así, inseparable de la potencia otorgada al término —por ejemplo “Revolución”, “Ciudadano” o “Secularización”— para designar y concentrar bajo un mismo campo semántico y onomasiológico contextos prácticos, lingüísticos e incluso conceptuales diferentes. Una doble tridimensionalidad está aquí en juego. Por un lado aquella que atañe al vínculo entre la experiencia del pasado, el presente y el futuro; por otro, la que concierne a los estratos de esa experiencia a corto, medio o largo plazo: la experiencia de los contemporáneos, la propia de una generación o la que involucra a varias generaciones. El caso de los neologismos investidos por el sufijo –ismo es particularmente ilustrativo. Términos como “marxismo” o “liberalismo” encierran una justificación de la acción según una perspectiva de futuro. Pero también pueden vincular sus contenidos posibles a “un eje temporal imaginado del pasado” como en el caso de las palabras “conservadurismo” o “monarquismo”. En cualquier caso, todos ellos “contienen coeficientes temporales de modificación” y pueden, por ello, clasificarse según se correspondan con los fenómenos a los que se refieren, esto es, según provoquen ellos mismos fenómenos delimitados o simplemente se limiten a reaccionar ante fenómenos ya dados. Las tres dimensiones temporales pueden, así, “entrar en los conceptos con una importancia completamente diferente refiriéndose más al presente, más al pasado o más al futuro”. Se trata, en fin, de conceptos de movimiento cuya estructura temporal interior les permite, según el caso, enfatizar su relación con cualquiera de las tres dimensiones temporales o incluso atribuirse una estructura temporal imaginada. Por los ejemplos que aduce Koselleck (“democracia”, “libertad”, “liberalismo”) parece que los conceptos modernos de movimiento presentan todos un inequívoco sesgo ideológico22. Y en efecto, la ideologización y la democratización son dos características de los conceptos básicos de la política moderna, que, lejos de permanecer en una única esfera de la acción humana, generalizan su uso al punto de incorporar distintos sentidos y gradaciones por diferentes estratos sociales y en diferentes contextos. Esa generalización es paralela a su politización y transformación en consigna de una crítica ideológico-política entre cuyos argumentos Koselleck localiza el hiato
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Para un desarrollo de estas tesis cf. el libro de Koselleck ya citado Futuro pasado, así como las Richtlinien o líneas directrices de la historia conceptual publicadas en el Archiv con ocasión del primer volumen de los GG.
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entre su función discursiva y la situación política de la que emerge y a la que se aplica. Si es posible encontrar esta fundamentación de la historiografía en la experiencia del tiempo de la Modernidad es porque en ésta tiene lugar lo que Koselleck percibe como una “aceleración del tiempo histórico”. Esa aceleración consiste básicamente en una ruptura de las correspondencias entre el espacio de experiencias del sujeto histórico y su horizonte de expectativas futuras, provocado por el brusco cambio de las estructuras sociales alemanas y europeas entre 1750 y 1850. Si el período premoderno estaba dominado por la congruencia entre experiencia y expectativas, la Sattelzeit significa el desbordamiento de ambas: la imposibilidad de controlar el proceso de la historia desde el acervo de enseñanzas de la vieja experiencia. En este sentido, la historia deja de ser magistra vitae para convertirse en el lugar donde se juega la nueva experiencia y sus posibilidades de orientación. Éstas son tan inagotables como el significado de los conceptos históricos cuya semántica debe recortarse en esa fusión de horizontes, que, lejos de resolverse en una tradición lingüística envolvente al modo de la hermenéutica gadameriana, se va configurando a través de los propios conceptos y acciones, que determinan los límites de la experiencia y las formas de pensarla. La historia conceptual parece asumir el ordenamiento del fondo no sistematizable de la aproximación histórica a los conceptos. En ese fondo, la clave metodológica de la vinculación entre historia de los conceptos e historia social reside también en lo inconceptualizable, sobre lo que los conceptos configuran la experiencia moderna. En este sentido, su metodología presenta afinidades electivas con la metaforología de Hans Blumenberg. Blumenberg reconstruyó los procesos de secularización a través de los residuos no conceptuales sobre los que cristalizaron la ciencia y la cultura modernas. La dimensión filosófica de la metaforología apunta de manera explícita a las conexiones entre la teoría y el mundo de la vida del que ella emerge y al que nos remite. Pero al contrario que la historia de los conceptos, la de las metáforas no es expuesta a través de un léxico. Blumenberg no escribe ni edita un diccionario de las metáforas absolutas o explosivas —como denomina a las más irreductibles23. Sus recorridos bucean por el trasfondo mismo de la conceptuabilidad que Koselleck y los editores de GG quisieron ordenar a través del lenguaje, de una onomasiología que, sin embargo, trasciende al propio 23
Para una introducción a la metaforología de Blumenberg cf. sus Paradigmas para una metaforología, (Madrid, Trotta, 2003) y el ensayo posterior aunque traducido al español bastante antes “Aproximación a una teoría de la inconceptualidad”, en Naufragio con espectador (Madrid, Visor, 1995). Un excelente estudio sobre la relación entre historia de los conceptos y metaforología puede encontrarse en Palti, Elías, «Ideas, conceptos, metáforas. La tradición alemana de la historia intelectual y el complejo entramado del lenguaje», Res Publica, 25, 2011, págs. 227-248.
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lenguaje. El hecho de que los proyectos mayores de éstos últimos adopten la forma enciclopédica de un léxico, un manual o un diccionario evidencia sus aspiraciones a una regulación metodológica del trabajo historiográfico. Pero también a un autoconocimiento de la acción política. Por eso, el carácter del Begriff como índice y factor no sólo responde a los objetivos del conocimiento histórico y la realidad social, sino también a la responsabilidad política del sujeto con respecto a su propio uso de los conceptos, en la medida en que conoce su potencia para configurar y transformar esa realidad. 6. DERIVAS DE LA HISTORIA CONCEPTUAL
El recorrido académico y editorial de sus publicaciones revela tratamientos muy heterogéneos de la historia conceptual, aunque todos sus cultivadores reconozcan cierto epigonismo con respecto a los pioneros de la disciplina. Si revisamos el índice de un número reciente del citado Archiv für Begriffsgeschichte, fundado hace más de cincuenta años, apreciamos una significativa variedad de temas: el uso del principio del movimiento en Aristóteles; la proiáresis aristotélica en la teoría de la racionalidad práctica; la metafísica del concepto en Scoto como ejemplo de la teoría trascendental de las causas; la metáfora de la luz en Bacon, Descartes, Hobbes y Spinoza; los orígenes de la expresión das Logische en el primer Hegel; y la confrontación entre los términos “emoción” y “pasión” en la emergencia de una categoría amoral. No tiene nada de extraño la heterogeneidad del número del Archiv de 2011, sobre todo si consideramos además la extraordinaria labor del Foro interdisciplinar para la historia conceptual dentro del Zentrum für Literaturforschung de Berlín, que viene desarrollando una intensa actividad investigadora y editorial. La obra más importante auspiciada por este foro y por la Universidad de Francfort del Meno, Johann Wolfgang von Goethe, ha sido sin duda el diccionario histórico —de nuevo un diccionario histórico— Ästhetische Grundbegriffe, dirigido por Karlheinz Barck y publicado entre 2000 y 200524. Una vez más se satisface con creces el objetivo de construir una obra de referencia aunando una completa investigación histórico-cultural con los principios de la historia conceptual. Y de nuevo las numerosas entradas de diferentes autores ofrecen un paradigma de la investigación interdisciplinar, del estudio crítico de las fuentes, del rigor en la interpretación y, sobre todo, del empeño por reinterpretar el significado de la Modernidad, esta vez atendiendo a uno de sus esferas, la Estética, menos atendidas por los GG. No parece, sin embargo, que los objetivos filosóficos de los editores de la anterior obra y del programa de Koselleck conserven el mismo vigor de 24
Karlheinz Barck, Martin Fontius et alii, Ästhetische Grundbegriffe. Historisches Wörterbuch in sieben Bänden, Metzer Verlag, 2000-2005.
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sus propuestas, ya sea en ésta o en otras obras, ya se trate de léxicos instrumentales —como el diccionario de historia conceptual de la ciencia, aún en marcha— o de ensayos histórico-culturales. Nos consta que en España desde comienzos de este siglo se han venido desarrollando y ampliando con decisión propuestas historiográficas hasta entonces inéditas, basadas en una reinterpretación profunda de los métodos y objetivos de la Begriffsgeschichte25. Pero en el terreno europeo de las promesas filosóficas, el mismo que ocuparon, desde otros ángulos, el materialismo histórico, el estructuralismo, la filosofía analítica, la hermenéutica o la teoría de la recepción, algunos observadores perciben en el modelo síntomas de agotamiento. Hace algunos años, un conspicuo colaborador de la historia conceptual, Hans Ulrich Gumbrecht, publicó un ensayo sobre los logros y los límites de la Begriffsgeschichte, que venía a ser una especie de despedida de aquellos grandes proyectos editoriales que, como las pirámides formarían parte de un futuro pasado, hoy ya muerto26. Su importante contribución a los GG (con un artículo central sobre la Modernidad) o más recientemente a los Ästhetische Grundbegriffe, autorizan a Gumbrecht a señalar los límites de la historia conceptual para el pensamiento. O, al menos, para pensar un presente que, irreductible a las dinámicas históricas y estructurales descritas por aquellos historiadores de la aceleración, finalmente ha resultado mucho más lento de lo que se esperaba. Sin duda, las promesas de un saber totalizante de la experiencia del hombre moderno, incluso de una revitalización de algunos ideales kantianos a través de la crítica histórica, social y filológica, albergadas por la Begriffsgeschichte han sido desbordadas y arrumbadas por la irrupción conceptualmente irreductible de nuevas producciones y nuevas presencias. Pero ese gesto irónico hacia los grandes proyectos de la Begriffsgeschichte y sus hitos editoriales no desmiente la importancia de su legado, al menos sobre la escala de una teoría general de la historiografía. Ese legado está formado por modelos extraordinarios para la escritura, la lectura y la transmisión de la historia. Epígonos, a su manera, de la mejor Ilustración, los autores de esos pacientes e inmensos trabajos han conseguido al menos que, tras ellos, ya no sea posible sostener ningún conocimiento y ninguna enseñanza cabal de los conceptos históricos sin tener muy presente la compleja y vulnerable experiencia social de sus agentes; y sin reconocer en ella nuestra propia experiencia del tiempo histórico.
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Como ejemplo paradigmático de una recepción y aplicación críticas de la historia conceptual hay que citar el proyecto Historia del pensamiento político hispánico emprendido por José Luis Villacañas en el marco de la Biblioteca Digital Saavedra Fajardo y del que ha publicado los volúmenes relativos a la Edad Media y la primera Monarquía Hispánica. Hans Ulrich Gumbrecht, Dimensionen und Grenzen der Begriffsgeschichte, München, Wilhelm Fink Verlag, 2006.
UNA HISTORIOGRAFÍA DIFÍCIL: INDIA ANA AGUD 1. INTRODUCCIÓN: LA “HISTORIA” COMO CONCEPTO CULTURAL OCCIDENTAL.
Los occidentales aprendimos pronto a hacer “historia”. Desde que los humanistas del Renacimiento europeo decidieron retrotraer la cultura europea a la Grecia clásica que recién empezaba a redescubrirse, los historiógrafos griegos y romanos fueron aceptados como maestros en una actividad que aprendimos de ellos y se hizo “obligatoria”: estudiar el propio pasado para aprender de sus errores y aciertos. La cultura occidental fue así desde muy pronto una cultura historiográfica, empeñada en construir y habitar un relato coherente de su propio devenir histórico. Nuestra historiografía es de calidad y significación muy variables a lo largo de los siglos y sus diferentes focos geopolíticos. No responden al mismo interés de conocimiento las “Historias” de Herodoto y la “Historia de la Guerra del Peloponeso” de Tucídides, pero actualmente hay cierto acuerdo en que este último es quien acuñó la forma y el sentido de la historiografía europea, y que el gran avance historiográfico del siglo XIX no es en cierto modo sino una recuperación sistemática a gran escala de la tarea de documentación y reflexión acuñada por él con motivo del mayor desastre cultural, social, económico y humanitario que Atenas se infligió a sí misma. Con Tucídides se advierte la obligación moral de conocer el horror autodestructivo de la guerra civil y sus causas con el fin de evitarla. La “conciencia histórica” se hizo así parte de nuestra conciencia moral. La cristianización de Europa introdujo en nuestra percepción de la historia un elemento soteriológico ausente de la historiografía grecolatina clásica y que contribuyó a una interpretación de la historia como proceso dotado de algún sentido, ya sea éste la redención cristiana, la emancipación racionalista del individuo, la redistribución justa de la riqueza o la construcción de un orden mundial pacífico. Al menos desde Alfonso X el Sabio el propósito de la historiografía es hilvanar un relato coherente que permita representarse el devenir histórico global dotado de sentido, y representarse uno a sí mismo como parte de él, con el fin de ponerlo y ponerse al servicio de objetivos que puedan considerarse legítimos.
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El historicismo alemán del siglo XIX obliga a que el relato sea “universal” y “científico”, esto es, abarcador de la totalidad del devenir de la especie humana y reflejo fiel de todos y cada uno de los eventos y sus características. Este cientificismo va de la mano de un nuevo gusto por la alteridad: la historiografía universal científica ya no busca un criterio de legitimación global, ideológico o cultural, sino que se legitima por la precisión con la que describe lo igual y lo distinto, descubre cambios, hechos y motivos desconocidos y a veces incluso inimaginables, y contribuye así a dar un perfil empírico concreto a la antropología, esto es, ayuda a saber qué es el ser humano por medio del conocimiento de todo lo que ha hecho en todo momento y lugar. Todo esto, que puede parecer obviedad, adquiere sin embargo un perfil característico y particular de nuestra cultura cuando se lo compara con la historia e historiografía de India. Porque ahí se entra en un mundo cultural casi por completo opuesto al bosquejado. Tan es así que no es raro oír que India sólo tiene historia desde que se la fabricaron los occidentales a partir del siglo XIX, y que incluso después de que éstos produjeran textos históricos que abarcan la totalidad del tiempo y el territorio de la cultura india, aún es dudoso que los indios “tengan historia” en el sentido en el que suponemos tenerla los occidentales. 2. UNA CULTURA SIN REGISTROS
Uno de los aspectos más llamativos de la cultura india tradicional, a lo largo de más de tres milenios de historia documentada, es la casi completa falta del tipo de documento con mediante el cual en Europa se construyen los relatos historiográficos. Salvo contadas excepciones, que se incrementan en siglos recientes, las dinastías gobernantes no hicieron redactar crónicas de sus mandatos. Así como en Europa, al menos desde la Roma de comicios y censos, ha sido costumbre registrar los nacimientos y muertes en alguna forma de archivo, en India nunca se hizo nada parecido. Hasta la consolidación del imperio mogul no hay apenas crónicas, y hasta la llegada de los británicos no se llevaron registros sistemáticos de población ni de actuaciones de la Administración. No existe por tanto base documental sobre la que reconstruir una historia territorial, sino sólo testimonios indirectos a manejar y valorar desde una “Quellenkunde” (teoría de las fuentes) específica para India. Es costumbre distinguir en la historia india hasta mediados del siglo XIX y a partir de ese momento, pues sólo desde entonces los historiadores disponen de la clase habitual de fuentes. Para casi todo el tiempo anterior la exploración tuvo que abrirse camino entre textos no pensados como fuentes históricas y entre restos materiales de no fácil interpretación.
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En la actualidad existen varias “Historias de la India” completas1, confeccionadas según los métodos historiográficos occidentales, que abarcan desde los restos arqueológicos de la llamada “civilización del Indo”, datada en el tercer milenio a.C., hasta nuestros días. Estas obras se leen en general como si fuesen el resultado de la misma clase de trabajo que el de la historiografía de Occidente. Pero es una apariencia engañosa. La historia de India hasta mediados del XIX es algo averiguado trabajosamente, a veces apenas intuido, por entre textos litúrgicos, devocionales, épicos, morales, científicos y especulativos, repartidos con densidad desigual en el espacio y el tiempo, además de testimonios materiales (arqueológicos, numismáticos…). Para las épocas más antiguas la historiografía científica contiene más descripciones de “cómo eran las cosas” que listados de “qué pasó y cuándo”, ya que las fuentes son mucho más expresivas de lo primero que de lo segundo. El actual relato histórico continuo tiene algo de ficción historiográfica reciente, pues ni los protagonistas del desenvolvimiento del territorio indio han actuado en su gran mayoría desde ninguna forma de “conciencia histórica” comparable a la que sí ha tenido un papel relevante en la historia europea, ni hay verdadera continuidad en las fuentes de información, las cubren muy irregularmente las distintas zonas y periodos. 3. BUSCAR LA HISTORIA EN LOS RITOS: LA TRADICIÓN BRAHMÁNICA
Todo empezó con el trabajo de los filólogos occidentales sobre los textos sánscritos más antiguos: los Vedas y la extensa literatura llamada “corpus védico” que le sigue2. Los Vedas son colecciones de himnos, preces y conjuros destinados a complejas prácticas rituales, en parte de origen indoiranio y en parte de raíces no indoeuropeas. Han llegado hasta nosotros por dos caminos: -
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una tradición escrita relativamente reciente, pues no se redctó nada de todo esto antes del cambio de era y, cuando se hizo, fue en materiales que la extrema humedad del territorio corrompía muy deprisa, de modo que los manuscritos actuales rara vez son anteriores al siglo XVII.
Actualmente es obra de referencia La nueva Historia de Cambridge de la India, accesible en línea. Entre la producción india destaca la extensa obra historiográfica de Romila Thapar, comenzando por A History of India: Volume 1 (por Penguin en 1966); a la que siguen muchas monografías sobre los diversos periodos. En H. Kulke, D. Rothermund, Geschichte Indiens (Munich, 1998) se puede encontrar también amplia bibliografía general. De particular interés es la temprana monografía de Heinrich Zimmer “Altindisches leben”. Romila Thapar inició en India un trabajo en profundidad sobre las épocas más antiguas. Actualmente están trabajando en esta línea sobre todo A.Parpola, G. Erdosy y Michael Witzel.
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una tradición oral que remonta a los tiempos indoiranios y ha pervivido hasta nuestros días, ya que los eruditos indios siguen aprendiendo sus textos de memoria, y así los citan en sus debates. (Un erudito indio tiene de promedio en la cabeza al menos un centenar de libros, enteros o por partes).
Dado que en India esta antigua literatura no se escribió hasta muy tarde, su composición y transmisión fue sólo oral al menos hasta el cambio de era, aunque esto no afectó dramáticamente a la calidad de la transmisión, que es extraordinariamente buena. Claro está que para memorizar cantidades textuales tan extensas se precisa una poderosa motivación, lo cual significa que los testimonios textuales para un periodo de no menos de dos milenios deben su permanencia a intereses muy específicos, que no han dejado de influir en la selección de lo que se ha conservado: la casta brahmánica, cuya definición funcional en los textos normativos más antiguos es “estudio y ritos”, ha sido en la práctica la única creadora y depositaria de ese “corpus védico”, y vivía de fabricar, preservar y explicar u ocultar (dependiendo de a quién) su propio legado ideológico. Las partes más antiguas de los Vedas (la mayoría de los himnos del Rigveda, aparte de algunos “mantras” o versículos del Yajurveda) deben remontar a mediados del segundo milenio a.C. Su lenguaje es una forma arcaica del sánscrito de gran riqueza morfológica, que más tarde se perdería, y notable refinamiento literario. Son himnos de alabanza a los dioses y de petición de bienes: buena descendencia masculina, ganado abundante y larga vida. Sobre el ritual en el que se incluían se va sabiendo cada vez más gracias a la comparación con las fases más antiguas del ritual del zoroastrismo iranio, que poco a poco va entregando sus secretos3. Eran sacrificios públicos en los que se invitaba a ciertos dioses a lo que más les gustaba: la bebida ritual soma (en iranio haoma) y diversas preparaciones de carne (de sacrificios animales) y vegetales crudos o cocinados, así como a escuchar poemas compuestos especialmente para ellos, de diestra factura e inteligente pensamiento. Estos himnos se consideraban inspirados, aunque no revelados por alguien sino más bien “contemplados” por el poeta sabio (el rshi) y luego “escuchados” por los siguientes. Su conjunto forma la śruti, literalmente “audición” pero con el sentido de la “Revelación”. Halagaban a unos dioses a los que se presumía inteligentes y cultos, capaces de entender formulaciones oscuras y retorcidas. El objetivo era propiciarlos de diversas maneras: influencia en el curso de la naturaleza (que llueva y deje de llover en el momento oportuno, que el sol salga y se ponga con regularidad, etc.), apoyo en las guerras con los vecinos (en general por el ganado), y el buen orden de las 3
Pueden verse las diversas publicaciones recientes de Alberto Cantera.
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cosas, tanto cósmicas como domésticas. Otro objetivo de muchos rituales era “purificar” a los humanos de los diversos miasmas que podían inhabilitarlos para esta negociación ritual con las potencias celestiales. Esos himnos son casi la única fuente de información de que dispone el historiador para un periodo de varios siglos. De entre las muchas informaciones sobre hechos de la vida que asoman por entre sus símiles, metáforas y descripciones de las situaciones para las que se requiere ayuda celestial, los filólogos formaron una imagen coherente, pese a lo fragmentaria, de sus autores y beneficiarios. Esto permitió reconstruir una fase tribal, de clanes todavía parcialmente nómadas, que usaban “carros de combate” (el armamento más avanzado de la época), conocedores ya de técnicas agrícolas, criadores de ganado (sobre todo vacas, ovejas, cabras y caballos) y frecuentemente por esto enfrentados entre sí y con la población autóctona por guerras locales. Detalles singulares de algunos himnos han permitido reconstruir una imagen aproximada de la organización social de estos clanes, cuyos jefes eran en general electos, que conocían asambleas (aunque las documentadas son más bien de carácter ritual, escenario de competiciones entre poetas). Eran familias eran patriarcales, con la mujer en posición sumisa (aunque no inofensivas, según reconoce algún himno nupcial), con variedad de oficios y un grado sensible de profesionalidad en ellos, y con una “superestructura” litúrgica asombrosamente compleja y diferenciada (al menos siete clases de sacerdotes con funciones diferentes, y una notable gama de ritos casi sólo públicos). Siempre se ha señalado cierta afinidad con la sociedad que traslucen los poemas homéricos. La coincidencia de algunas fórmulas del lenguaje ritual con las de la expresión homérica subraya la continuidad cultural entre los indoeuropeos de Asia y Europa. La localización geográfica es razonablemente precisa en virtud de los nombres de los ríos, que en la tradición india son importantes divinidades femeninas: el “pueblo rigvédico” habitaba la cuenca alta del Indo, al menos en los siglos finales de su cultura. El cuadro de esta remota fase se compone así ante todo de inferencias a partir de himnos rituales. Apenas hay evidencia arqueológica, pues parte de la ideología ritual prescribía que, al terminar los sacrificios, se destruyese todo lo que había formado parte de ellos, de modo que el lugar quedase definitivamente “desconsagrado” y libre de cualquier rastro de las poderosas fuerzas que habían operado en él, y que sin las debidas cautelas rituales resultarían letales. El periodo védico no conoce imágenes ni templos y los asentamientos resultan por tanto muy inespecíficos. Los textos hablan de enclaves fortificados (pura), pero el no haberse hallado restos de este tipo hace pensar que se trataba de lugares protegidos por empalizadas y fosos. Tampoco había un patrón fijo de eliminación de los cadáveres: se documentan textualmente enterramiento, cremación y ocasionalmente exposición, lo
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cual nos priva de un dato arqueológico normalmente útil. La única conexión probable del pueblo védico con algo tangible es la “cerámica gris pintada”, una forma de artesanía probablemente de procedencia ajena, pero que se presenta en los lugares señalados por la épica posterior como relevantes para sus historias, datable entre 900 y 500 a.C. A las descripciones del mundo indio durante el periodo védico temprano suele precederles en los libros de historia un capítulo sobre algo que en realidad se ha conocido mucho más tarde, desde 1920: la gran civilización urbana del valle del Indo, una civilización que no ha dejado más testimonios gráficos que unos sellos indescifrables. Hablamos de prehistoria y su conocimiento se basa íntegramente en fuentes arqueológicas. No se ha detectado ninguna continuidad cultural entre esta fase y la correspondiente a los Vedas. No obstante, ciertos testimonios de nombres propios indudablemente sánscritos en la Anatolia hitita y en Babilonia, así como algunas peculiaridades de los estratos más recientes del Indo, correspondientes a fases posteriores a la decadencia de la gran cultura urbana, han llevado a los historiadores a una conclusión ya ampliamente compartida: que los “indoarios” o “arios de India” no llegaron de una sola vez al subcontinente sino en oleadas sucesivas, algunas muy tempranas, y que los arios védicos son la última capa aria que se superpone a las poblaciones autóctonas, en las que había ya arios de oleadas anteriores. Se ha conjeturado que los habitantes de la civilización del Indo pudieran haber sido parientes de las poblaciones dravídicas que ahora habitan el Sur de India. Por las razones que veremos, el tema de la posible continuidad entre aquella cultura y la de los indoarios ha adquirido en los últimos tiempos una actualidad y virulencia extremas, pues postularla es parte del argumentarlo de la actual ideología nacionalista. La siguiente gran fase que recogen los libros de Historia de India es la de la sedentarización de las poblaciones arias, la expansión hacia el Sur y el Este, la ocupación de la llanura del Ganges y de territorios más meridionales, la configuración de reinos más o menos estables, así como diversas guerras y procesos de fusión entre ellos. El ritual del “sacrificio del caballo”, bien documentado en la literatura litúrgica, requería para su costosísima celebración que el rey que lo organizaba se hubiese hecho emperador conquistando todos los territorios adyacentes, hecho del que se guarda clara memoria en la épica clásica. Los dos rituales más complejos de la época, el del caballo y el de la consagración real, revelan un desarrollo ideológico de la “realeza” mucho más aparatoso de lo esperable en una sociedad tan fragmentada en comunidades pequeñas. No es fácil imaginar, a partir de la prolija consignación de datos “históricos” seguros (sobre reinos y reyes y lugares) para esta fase que se encuentra en los actuales libros de historia, que la fuente de su conocimiento siguen
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siendo ante todo textos litúrgicos, los del “corpus védico” o “literatura védica”, así como inferencias a partir de leyendas épicas y puránicas4. La llamada “literatura védica” es un impresionante cúmulo de “libros de texto” para el extenso noviciado de aprendizaje de los brahmanes, el brahmacaryam. Un himno tardío del Rigveda menciona las cuatro grandes castas o varna tradicionales: brahmanes, gobernantes, campesinos y siervos. Los textos de esta nueva fase pivotan ya en torno a estas castas y definen su papel y funciones. Todos han sido compuestos por brahmanes, dado su monopolio de la producción textual normativa, y en ellos abundan los razonamientos destinados a asegurar su propia preeminencia en los diferentes órdenes de la vida, no sólo ritual sino también social, jurídico y político. Los textos del corpus védico se dividen en géneros (parecidos a nuestras “asignaturas”) y siguen un orden fijo: los brāhmanas explican los ritos mediante argumentos teológicos y legendarios, además de técnicos, y sus leyendas son una importante aunque precaria fuente de información sobre la sociedad, además de sobre personajes singulares; los āranyakas (o “libros del bosque”) entran en disquisiciones más especulativas sobre los ritos; las upanishad son textos abiertamente teológico-filosóficos, aunque conservan importantes referencias rituales; los śrautasūtras son los “manuales” para la ejecución de los rituales públicos, y los grhyasūtras para la de los domésticos. A estos textos básicos, de los que cada escuela o “rama” védica (escuelas regionales) poseía su propia serie, se añadían otros sūtras5 sobre cuestiones relevantes para el mundo ritual: gramática, prosodia, métrica y etimología para la parte verbal de los ritos, y geometría y astronomía para la disposición de los sitios sacrificiales. Todo esto forma una especie de primer gran estrato de literatura técnica, por entre cuyos entresijos aparecen multitud de pequeños datos relevantes para reconstruir una “historia” del periodo, desde las listas de quienes están o pueden estar habilitados para participar en los ritos (con información no sólo sobre gentes, oficios y estratos sociales, sino también sobre criterios de jerarquización) hasta el tipo de materiales comestibles que se ofrecen (lo cual indica el comienzo relativamente tardío del consumo de arroz), pasando por genealogías y relatos sobre presuntos hechos históricos con relevancia ritual. 4
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Los “purānas” son textos devocionales relativamente tardíos, ya que los más antiguos conservados ahora no parecen anteriores a la era Gupta. Son verdaderas enciclopedias asociadas a determinadas “confesiones”, esto es, versiones doctrinales dentro de la división amplia de los credos indios en vishnuítas y shivaítas, y contienen multitud de leyendas y mitos, así como instrucciones rituales y doctrinas más o menos teológicas. Parte de sus materiales son sin duda mucho más antiguos que los textos mismos. Para la historiografía se los maneja del mismo modo que la épica. El término sūtra designa textos doctrinales redactados de forma muy concisa, y que en general constituyen la primera fuente autoritativa para ramas enteras del saber, que luego se desarrollan en śāstras o “tratados” y en comentarios.
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Las leyendas intercaladas proporcionan nombres de lugares, reyes y sabios, así como referencias sólo relativamente fiables a eventos políticos concretos como conquistas, invasiones, etc. El corpus védico ocupa así una amplia franja cronológica, pero sólo refleja lo que era relevante para la cultura brahmánica noroccidental. La épica y los purānas informan, aunque mucho más tarde, sobre aspectos posiblemente históricos del mismo periodo ajenos a esa tradición, pero no se debe olvidar que el grueso de la información disponible procede sólo de ella. 4. “LA MISERIA DE LA CRONOLOGÍA INDIA”6
Huelga decir que para las fases señaladas no existe dato que permita precisar cronología absoluta de nada. Al menos desde la épica y los purānas los textos indios aportan cómputos cronológicos muy pormenorizados, íntegramente míticos y caracterizados, a diferencia de la mayoría de las culturas, que suelen representar la edad del universo en términos breves, por cifras que se acercan a las de la astrofísica actual, lo cual significa que en el imaginario indio el tiempo cósmico es realmente inmenso, y sus dimensiones lo hacen totalmente ajeno al tiempo de la experiencia humana. Veremos que ésta es una de las manifestaciones de una especie de estrategia general de la cultura india para “tabuizar” el tiempo y sus efectos. Las cronologías tradicionales hacen remontar los Vedas a antes de la Creación, y cuando descienden a la historia los sitúan muchos milenios antes de su presente. El actual consenso sobre los márgenes cronológicos del periodo védico temprano (aproximadamente entre 1500 y 1000 a.C.) se basa sobre todo en la impresión que produce la evolución del lenguaje y de los géneros literarios a la par que su comparación con la lengua del Avesta iranio antiguo. Por lo que conocemos del ritmo usual de cambio de las lenguas (bastante variable, pero que permite conjeturar un cierto promedio), parece lo más sensato situar este periodo en dicha franja. La datación del “corpus védico” entre 1000 y 500-400 a.C. se basa en parecidas inferencias, aunque aquí hay ya más información sobre cultura material que se puede correlacionar con otras cronologías. Pero hasta que Alejandro Magno llega a India no hay un solo evento cuya fecha se pueda fijar. La expedición de Alejandro constituye la primera fuente cronológica fiable de la historia de India, y permite reconstruir algunas cosas de antes y de después por el tipo de relatos que recoge y suscita. Internamente en el corpus védico se advierten también estratos de cronología relativa que permiten situar al menos unas cosas por referencia a otras, pero con limitaciones, pues los textos mismos han sido sometidos a manipu6
Título de un escrito muy sesgado publicado en la red por E. Gabowitsch.
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laciones “dialectales” para darles un “aire” cultural determinado, esto es, ciertos textos probablemente compuestos en áreas de colonización reciente se adornan con dialectalismos más noroccidentales a fin de aparentar procedencia de la zona de más prestigio y autoridad ritual de la época. Los indios cultos que los europeos hallaron cuando Inglaterra colonizó el país en el siglo XVIII poseían un acervo literario que incluía todo lo que ahora llamamos la literatura india “clásica”: las dos enormes epopeyas con las que India viene identificándose a sí misma, el Rāmāyana y el Mahābhārata, “literatura popular” que contiene mezcla de muchos datos reales y ficticios sobre lugares, personajes y acontecimientos; una extensa literatura poética y teatral, de factura muy académica y preciosista, denominada kāvya (“culta” o “erudita”), que en algunos casos tiene como tema la historia de una dinastía o un reino; extensas colecciones de cuentos de propósito moral y político, generalmente con protagonistas animales; y una impresionante cantidad de literatura técnica sobre todo tipo de campos del saber, desde metafísica, ontología y lógica hasta medicina, pasando por matemáticas, poética, yoga, arte de gobernar, o legislación moral, civil y penal. Por otra parte, fuera de India, en Tibet y China sobre todo, se conservaba una extensa literatura budista que también contiene referencias más o menos directas y fiables a hechos y lugares históricos. Sin embargo no formaba parte de la cultura de quienes poseían este acervo situar los textos en tiempos ni contextos sociopolíticos determinados. Y algo parecido podría afirmarse de la propia literatura india postvédica: si bien abundan en ella las genealogías tanto de gobernantes como de sabios y poetas, no hay en ella “historiadores”. Los textos desarrollan lazos legitimadores de pertenencia a linajes, y las dos epopeyas crearon entre los indios un fuerte sentimiento de pertenencia a una historia cultural propia, articulada genealógicamente según reinos aliados o rivales. Igualmente la extensa literatura devocional de los purānas está llena de cosmogonías y genealogías mixtas de historia real y de leyendas. Pero ni se redactaron crónicas que fijaran para la posteridad las actuaciones de unos y otros, ni entre los sabios y eruditos llegó a establecerse nunca una modalidad de erudición destinada a crear un relato historiográfico. La actual filología del periodo musulmán señala la existencia de autores que sí aportan material histórico fiable deliberadamente, y que algunos creen poder llamar “historiadores”, pero es un asunto todavía algo controvertido. Los primeros eruditos occidentales estudiaron a partir del siglo XIX todos esos textos intentando la reconstrucción de la secuencia objetiva de hechos. Así lograron una cierta impresión de cronología relativa, que poco a poco se fue refinando gracias al exhaustivo trabajo de los filólogos centroeuropeos y la atención posterior de los nuevos historiadores y filólogos indios. Fue po-
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sible pues identificar de entre esa masa algunos textos que, si bien seguramente redactados en su forma actual a partir del periodo que se llama de “renacimiento hinduista” (s. IV d.C.), contienen materiales procedentes del final del periodo védico y de los largos siglos en los que India fue oficialmente budista (desde el s. IV a.C.). Éste es sin duda el caso de los materiales de la épica y los purānas, pero también de otros textos como los códigos morales más antiguos, en particular el de Manu (Mānavadharmaśāstra); el manual del buen gobierno llamado Arthaśāstra, atribuido a un alto dignatario del primer imperio indio, el de los “Mauryas”; y el famoso Kāmasūtra, que, además de sus prolijas instrucciones para hacer el amor, contiene una extensa información, única en su género, sobre el modo de vida de la India postvédica cortesana y urbana. Las capítulos sobre los imperios antiguos en las actuales historias de India extraen su información sobre todo de esos textos, del material épico y puránico, de las noticias asociadas a la campaña de Alejandro Magno, de leyendas budistas que incluyen listas de reinos y otros datos, y del abundante material epigráfico legado (¡por fin!) por un gobernante con interés en informar personalmente sobre su reinado: el gran emperador Aśoka, que reinó más o menos entre 268 y 233 a.C. En realidad sólo durante el reinado de Aśoka los historiadores de la India antigua cuentaron con algo parecido a una documentación histórica. Aśoka conquistó, según confesión propia, un territorio gigantesco (la mayor parte de las actuales India, Pakistán y Bengala) a sangre y fuego, y fue tal la enormidad del derramamiento de sangre que, a efectos de estabilizar su imperio, escenificó una auténtica conversión a una “religión” adecuada para la pacificación: el budismo. Hizo diseñar una escritura fonética clara y precisa, la brahmī, y sembró el país de grandes columnas y estelas con las enseñanzas de este nuevo dharma o ley moral, que quedaba convertido en el soporte jurídico del territorio. Las inscripciones contienen también suficiente información sobre el gobierno de Aśoka como para reconstruir en buena medida su “historia”7. Para el periodo anterior a Aśoka unos restos arqueológicos progresivamente más expresivos, añadidos al material literario mencionado, permiten afirmar a los historiadores alemanes Kulke y Rothermund que “la época entre los siglos VI y V a.C. tiene un papel decisivo en el desarrollo de la cultura india y en el comienzo de la historia propiamente dicha de este subcontinente. En este periodo surgen los primeros estados territoriales históricos en la parte central del valle del Ganges; extensas zonas de India del Norte experimentan una “segunda urbanización”; territorios del actual Pakistan son anexionados por Darío el Grande al reino persa en calidad de satrapías; 7
Véase sobre todo R. Thapar, Asoka and the Decline of the Mauryas, Oxford U. P., 1961 (revision 1998).
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y al final de este periodo, que parece surgir como el ave Fénix de las cenizas de Kurukshetra, entra en las candilejas de la historia la primera personalidad histórica de India, Buddha”8. Para esta fase, continuación de lo entrevisto en los textos védicos, existe un testimonio literario budista de calidad incierta, una lista amplia de pueblos llamada “janapada”, luego reducida a 16 “mahajanapada” (“grandes pueblos o reinos”)9, la cual proporciona nombres en parte relacionables con sitios arqueológicos fortificados y bien identificados, como Kasi (Benarés) y Koshala, y otros que también aparecen en textos épicos y doctrinales. Pero Kulke y Rothermund reconocen que el origen y la organización de estos reinos sigue siendo mero objeto de conjeturas. Probablemente eran unidades que se aliaban bajo la dirección de los más poderosos guiadas por objetivos puntuales. Una estructura urbanística clara sólo aparece a partir del siglo IV. Desde el V, a la arqueología se le ha unido el testimonio numismático, y una cierta unidad de cultura material que proporciona la llamada “cerámica negra pulida del Norte”, valiosa mercancía comercial surgida en torno al 500 a.C. En 327 a.C. Alejandro Magno irrumpe en India y crea un foco de datación de eventos, aunque de eficacia limitada. Esto permite situar con alguna exactitud eventos como la poco posterior fundación del reino Maurya por Candragupta, el primero que puede considerarse documentado con razonable precisión. Otros reinos antiguos (el de la dinastía Shunga, el reino de los invasores del Norte llamados shaka, el de Shatavahana, el reino Kushana…) pueden fecharse sobre todo por sus contactos con zonas centroasiáticas mediante cronologías propias, pero por ejemplo la cronología kushan sigue siendo incierta. En general las dataciones se basan sobre todo en fuentes extranjeras: en los contactos comerciales de reinos del Sur con el Imperio Romano en torno al cambio de era, y para fases más tardías en los relatos del árabe Al Biruni y los chinos Fa Hsien y Hsiuen-tsang, etc. Una posible fuente adicional de ordenación cronológica de hechos históricos en India reside en la costumbre de introducir los textos doctrinales (religiosos y filosóficos) una genealogía: quién fue el primero en componer el texto (frecuentemente un personaje legendario), quiénes lo transmitieron hasta ser fijado de forma oral o escrita. No es raro que aparezcan nombres reacionables temporal y/o geográficamente con otros de otras listas. Pero esta fuente es muy defectuosa. Son raros los casos en que los sabios aparecen con nombre, apellido y lugar de procedencia. En su mayor parte son 8
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H. Kulke, D. Rothermund, Geschichte Indiens, Munich, 1998, p. 69. La historicidad del Buddha también ha sido puesta en duda, pero en general es aceptada. La primera lista aparece en el Anguttara Nikaya, y otros textos posteriores budistas y jainas presentan listas con algunas variaciones.
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nombres a secas, tradicionales y por lo tanto muy repetidos, de forma que no es difícil confundirlos entre sí. A veces ni siquiera se citan nombres de autores, sino sólo la obra que compusieron, e incluso a veces meros autores de un cierto género de comentario a una obra sobreentendida. Esto provoca grandes incertidumbres. Y finalmente está el problema añadido de que a los autores de obras importantes, considerados “santos”, se les componen biografías legendarias, hagiografías con milagros, disputas con sabios de otras épocas, obras que no son suyas, etc., todo lo cual oscurece aún más la autoría de los textos. Incluso después de que Aśoka documentase epigráficamente su reinado, los testimonios escritos sobre los avatares políticos de India son escasos, y los que hay resultan especialmente valiosos, como es el caso de las inscripciones de los Guptas y sus sucesores. En el Noroeste de India hay testimonios escritos tempranos en una escritura derivada de la aramea, la kharoshti, pero de escasa relevancia como fuentes para la historia, ya que son en su mayoría documentos de temática privada, sobre todo comercial, relacionados con el reino persa. ¿Y qué pasa en realidad con la escritura en India?10 ¿Cómo es que una cultura tan desarrollada como para haber producido cientos de “libros” antes de escribir nada, pero que conocía la escritura desde la llegada de los persas, se negó no sólo a consignar datos de la vida pública sino incluso a poner por escrito sus propios textos doctrinales? 5. ¿ESCRIBIR O NO ESCRIBIR?
Nuevamente la razón de esta carencia ha de buscarse en el peculiar papel desempeñado por los brahmanes. Sus “estudios” son esotéricos: ellos son los únicos legitimados para tratar con los dioses, y su forma de hacerlo no debe ser revelada a nadie “indigno”: se insiste en calificar de grave pecado entregar esos saberes a quienes no están cualificados ni legitimados para recibirlos, lo que incluye en principio a la casta no aria, la de los “siervos”, y a todas las mujeres. Este interés por la ocultación tiene que ver con el mantenimiento del estatus de los brahmanes (el dharma o ley moral fijada por ellos prescribe donaciones que van mucho más allá de la mera remuneración de sus servicios rituales, y enumera como pecados graves cualquier forma de atentado contra sus derechos; en lo judicial el testimonio de un brahmán prevalece per se; robarle es pecado mortal, restituirle lo que otro le ha robado libera de todo pecado, etc.). Escribir los textos sagrados de modo que cualquiera pudiese leerlos habría roto ese privilegiado monopolio profesio10
El estudio más completo sobre la escritura en India es el de Harry Falk, Schrift im alten Indien, Tubinga, 1993.
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nal y ritual. En su papel de purohitas, o jefes rituales de las casas gobernantes, los brahmanes seguramente influyeron para extender la aversión a dejar las cosas por escrito, entre otras cosas en beneficio del espionaje y secretismo para con las doctrinas del buen gobierno. Los depositarios de la tradición épica, los bardos, que sin duda desde época védica iban componiendo, recitando, repitiendo y ampliando las leyendas épicas para entretenimiento de cortesanos y pueblo llano, también podían estar interesados en mantener su conocimiento “dentro de la familia”, pues ello les proporcionaba un medio de vida. Así que tampoco ellos escribieron nada durante siglos. El inicio de la escritura que representa el reino de Aśoka tuvo por eso una eficacia limitada y demorada. No obstante llegó el momento en que incluso los brahmanes comprendieron que, en un territorio oficialmente ajeno a sus tejemanejes rituales, ya que la cultura oficial era budista, podía serles útil consignar por escrito sus textos para preservar su memoria de un modo más tangible que los recuerdos de los individuos. La escritura devanāgarī se diseñó para la lengua de la cultura tradicional, el sánscrito, y es una escritura fonética singularmente perfecta, que en torno al s. II d.C. se generalizó para la puesta por escrito de los textos culturalmente relevantes: doctrinales y progresivamente literarios también. Pero su existencia no alteró la tradición de no registrar por escrito los hechos históricamente relevantes. Quienes ponían por escrito los textos que de todos modos generalmente conocían de memoria, lo hacían como algo en sí mismo meritorio, como modo de acumular punja (mérito “kármico”). La enseñanza siguió siendo sobre todo oral. Aun así la escritura incrementa exponencialmente la masa de textos producidos y conservados, que aunque no sean de contenido historiográfico, siguen arrojando informaciones indirectas en cantidad cada vez mayor. 6. COMIENZO Y ALCANCE DE LAS PRIMERAS CRONOLOGÍAS FIABLES, Y ORGANIZACIÓN TEMPORAL DE LA HISTORIA INDIA EN SU CONJUNTO.
Los principales enclaves cronológicos seguros en los que se apoya la reconstrucción de la historia india hasta la llegada de los musulmanes son11: -
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327-25: campaña de Alejandro Ca. 268-233: imperio de Aśoka A partir del 248 a.C. pueblos helenizados del Noroeste intervienen en India creando reinos (los Shunga hacia 185, los Shaka desde 141, y otros) correlacionables con las cronologías báctrica y persa
Datos tomados de la “Zeittafel” de Kulke-Rothermund, Geschichte Indiens.
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Desde 125 a 250 florecimiento de la dinastía Shatavahana 320: Candragupta I funda la dinastía Gupta, cuyos reyes se datan bien 405 d.C.: el chino Fa-Hsien visita India y relata lo que ve y lo que le cuentan, relacionándolo con la cronología china 455: primera incursión de los hunos Desde 543 dinastía Calukya en India central occidental, hacia 574 dinastía Pallava en el Sureste 606: reinado de Harsha de Kanauj, Norte, periodo clásico tardío del Norte Hacia 630 los chalukya desplazan a Harsha 630-43: el chino Hsiuen-tsang viaja por India y genera otra base de dataciones. 642: los pallavas se imponen en el Sur hasta 720 Desde 711: invasión árabe del valle del Indo, con dataciones progresivamente más completas según la cronología musulmana a partir de entonces en las zonas islamizadas, que permiten también situar cronológicamente muchos eventos en las demás.
Estos nudos cronológicos permiten articular en torno a ellos sobre todo los eventos políticos: reinos, dinastías, guerras y conquistas. Sin embargo la documentación es irregular para las diversas zonas, de modo que mientras en unas hay secuencias datables claras, en otras faltan ampliamente. En algunos casos se pueden correlacionar con esta clase de hechos personajes de la cultura: sabios, poetas… Pero muchos de éstos siguen siendo de cronología y localización muy inciertas. Los grandes periodos de la historia india que los indólogos han estado utilizando como hitos de sus relatos de historia cultural son: -
El periodo védico temprano (de redacción de los Vedas): periodo tribal aparentemente dominado por la cultura ritual que reflejan los Vedas.
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La época prebudista, o periodo “brahmánico” o “védico tardío”, con el imperio Maurya como principal foco político y cultural. Además de la “literatura védica” ritualista, es la fase a la que remontan las primeras escuelas filosóficas “ortodoxas” o astika (que reconocen la autoridad de la “revelación” védica): sistemas Mīmāmsā (interpretación ritual-pragmática de los Vedas), Vedānta (filosofía monista radical), Sāmkhya (dualismo evolucionaista), Yoga, Nyāya (Lógica), Vaiśeshika (ontología y metafísica), así como filosofías heréticas (diversos tipos de materialismos) documentadas sólo a través de sus detractores. Es también la época en la que van tomando forma rela-
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tos épicos que si bien no se han conservado como tales forman la sustancia textual de la épica posterior. -
El periodo budista, instaurado por Aśoka, en el que las culturas brahmánica y budista coexisten y se fecundan recíprocamente (además de combatirse). Inicio de las artes plásticas (sobre todo escultura y arquitectura), narrativa religiosa budista (los jātakas), fase de redacción de los primeros textos canónicos conservados de las diversas filosofías ortodoxas y budistas, de los textos en los que se basa la posterior literatura jurídico-moral, y de las primeras gramáticas.
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El “renacimiento hinduista” a partir de Chandragupta I (s. IV d.C.), que inaugura la dinastía Gupta, da por finalizado el carácter oficial de la ideología budista y ampara abiertamente una cultura brahmánica considerablemente transformada. Es el periodo de lo que suele denominarse la “India clásica”, que finaliza con la islamización. En él se redactan en su forma actual las dos grandes epopeyas, se inicia y desarrolla la gran literatura culta en verso llamada kāvya, de variada temática: épica, lírica, moral, erótica, política…, y de factura extraordinariamente refinada. La filosofía se desarrolla en grandes movimientos y polémicas entre ellos: es el periodo de los grandes pensadores como Śankara, Rāmānuja, Madhva (en el vedānta), Nāgārjuna, Dharmakīrti y otros en el budismo, Bhartrhari en la filosofía del lenguaje, y una importante corriente de filósofos asociados al jainismo. Se produce una ingente literatura técnica: matemática, médica, astronómica, filológica… Se habla de una segunda cultura urbana, de nivel tecnológico comparable al del Imperio Romano. Aparecen las grandes pinturas murales de Ajanta, Ellora y otros lugares arqueológicos, así como la gran arquitectura de los templos hinduistas y una evolucionada escultura que es parte esencial de la propia arquitectura. La cultura dominante en este periodo es una forma de brahmanismo fuertemente influida por el budismo, presidida por la relación personal con lo divino, formas de piedad individual y fuertes movimientos místicos, que conjugan religión y filosofía en grandes construcciones conceptuales. Se suele hacer durar este periodo hasta el siglo XII más o menos, que es cuando la productividad de las grandes ramas de la literatura y de las ciencias decae y éstas empiezan a ser puramente epigonales.
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La época musulmana, con una amplia y floreciente literatura propia, y con el “imperio mogul” como referente principal. Es un periodo muy productivo en arquitectura y artes decorativas, en pintura (sobre todo miniaturas), y en literatura tanto cortesana como devocional y
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mística. Las ciencias, la literatura y las filosofías hinduistas prosiguen en este periodo, aunque de manera menos creativa y original. Los emperadores mogules protagonizan algunos pioneros intentos de diálogo entre religiones. -
La colonización británica, precedida por incursiones europeas como la llegada de Vasco da Gama a Calcuta en 1498 y la posterior conquista de Goa por los portugueses, así como por la creación de la “Sociedad holandesa de las Indias Orientales” en 1602, coetánea de su homóloga británica, y la de la compañía francesa en 1664. Franceses y británicos se disputarán largo tiempo la hegemonía en India. En 1858 India queda anexionada a la corona británica, con lo que se incorpora a los “países históricos” propiamente dichos y se inaugura su historiografía moderna. Es una época de reinterpretación de la tradición desde la óptica del contacto con la cultura europea, y de creación de una identidad cultural progresivamente unitaria, basada en valores modernos como el pacifismo, la tolerancia, la igualdad o la libertad de pensamiento.
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Desde 1947 República de India (o “Bharata”) independiente.
Sin embargo esta periodización, que a efectos historiográficos se resumía en los periodos hinduista y musulmán, ha sido abandonada por los historiadores, en parte porque se basa excesivamente en las religiones y cambios religiosos, y en parte porque se la percibe como una herencia de la historiografía británica de India. Actualmente se están generalizando periodizaciones con las mismas designaciones que las europeas: periodos antiguo, medieval y moderno, pero no hay acuerdo sobre dónde poner los cortes cronológicos. La Geschichte Indiens de Kulke y Rothermund se rige por la siguiente periodización: -
India antigua: hasta la decadencia de los Gupta a comienzos del s. VII d.C. India medieval temprana: hasta el sultanato de Delhi (1206) India medieval tardía: periodo mogul Periodo colonial India independiente.
La mayoría de los autores actuales tiende a identificar “medieval” con “islámico”, pero al no haber criterios inequívocos para fechar la islamización de India, ya que entre la llegada de los primeros musulmanes en 711 y el sultanato de Delhi median cinco siglos, hay quienes asumen una única “era medieval” desde la llegada de los primeros musulmanes hasta la coloniza-
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ción occidental, otros que incluyen todo lo anterior al sultanato de Delhi en la India Antigua y, finalmente, otros que dividen internamente el periodo islámico en dos o tres fases “medievales”. No se puede olvidar además que la presencia del Islam en India desde 711 hasta nuestros días no es regular, constante ni igualmente decisiva en órdenes de la vida distintos del religioso. Es claro que la adopción de la terminología europea para periodizar la historia de India no resuelve las suspicacias levantadas por la periodización “comunalista” (Hinduista – Musulmán), y crea en cambio muchos problemas artificiales, derivados de la falta de correspondencia entre las historias europea e india. Semánticamente el término “medieval” se asocia por una parte con la idea de una “fase intermedia entre periodos de gran desarrollo” (lo que para la India musulmana o mogul no tiene mucho sentido), y por la otra con un cierto “oscurantismo cultural”, lo que hace antipático al término. Y ciertamente parece disparatado hacer durar una “India antigua” dos milenios y medio, cuando durante ese tiempo India ha conocido no sólo grandes desarrollos bien documentados en todos los terrenos, sino también cambios profundos, “epocales”. Un problema adicional es que, a diferencia de los “periodos” de la historia cultural manejados por los indólogos, que de algún modo quedan restringidos al ámbito académico, la periodización de la historia política y social de India es un asunto con directas implicaciones políticas en la actualidad, tanto por la forma de delimitar lo “hinduista” como por la de valorar y organizar lo “islámico”, como veremos al final. India ha obtenido así su propio “relato histórico integral” pese a todo, aunque no sin conflictos. Para las fases premusulmanas es un relato fabricado inicialmente por los eruditos occidentales, sobre todo alemanes, desde mediados del XIX, basado en el desenvolvimiento cultural que reflejan los textos, los monumentos y las artes plásticas. Este trabajo ha sido luego aquilatado sobre todo por historiadores indios formados en instituciones occidentales y por alumnos suyos. Pero infinidad de elementos culturales de gran relieve siguen sin poder fecharse más que aproximadamente. 7. EXCURSO SOBRE TIEMPO, CRONOLOGÍA Y “CONCIENCIA HISTÓRICA”
El interés occidental por la cronología es antiguo, y no es fácil entender a qué se debe en origen. En realidad la pregunta sólo surge por el contraste con una cultura carente de ese interés, que hace percibirlo como una peculiaridad que requiere alguna explicación. En la Grecia arcaica tuvieron lugar cambios de civilización relativamente rápidos, que en un lapso de apenas un par de siglos dieron lugar al paso de una cultura agraria a otra urbana, mediante importantes avances tecnológicos
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en todos los campos: en agricultura y ganadería, navegación, manufacturas, arquitectura y urbanismo. Parece que los griegos, familiarizados con una épica que narraba parte de su historia remota, percibieron esos cambios como alguna clase de prosecución de lo narrado en los ciclos épicos, y decidieron consignar los eventos significativos cronológicamente por medio de cómputos de magistraturas. Pero aunque los griegos hayan sido en esto un modelo que se mantuvo operativo durante toda la historia europea, a lo largo de la Edad Moderna y sobre todo en el siglo XIX se fue generando entre nosotros una forma nueva y distinta de percibir la historia, que ya no se centraba sólo en la pertenencia a una tradición que se desea conocer lo mejor posible, sino que perseguía la construcción de una teoría del hombre basada en su historicidad, esto es, en su temporalidad intrínseca y en su variación durante el tiempo. Este “historicismo” modificó profundamente la conciencia histórica europea. Desde esta óptica la “cronología” no es sólo un sistema de localización de cosas en el tiempo: es más bien la vertebración objetiva de un proceso de cambios que afecta nuclearmente al hombre y muestra su devenir como secuencia de transformaciones. La secuencia cronológica es el hilo de los cambios de identidad. Se busca en ella la identificación y localización de nuestras diversidades internas y no el cordón identitario que nos vincula al pasado. La “conciencia histórica” europea ha pasado así de la búsqueda de un relato continuista y legitimador a esa búsqueda de la alteridad, mencionada al principio, la cual manifiesta que ni las cosas ni nosotros poseemos una identidad duradera, sino que somos evolución y cambio. Se busca menos el precedente que la refutación de la permanencia. El tiempo se ha convertido para nosotros en el fundamento del “todo fluye” heraclíteo, frente a la identidad estática del ser parmenídeo en la que se apoyan todas las metafísicas y es dimensión clave de la “filosofía de la diferencia”. Esta percepción de la historia como secuencia de cambios profundos ha implicado entre otras cosas que personajes singulares se hayan esforzado por diseñar y anticipar los cambios más deseables, y que gobernantes poderosos hayan puesto su capacidad al servicio de diseños de ese tipo. Las viejas legitimaciones genealógicas han sido sustituidas entre nosotros por legitimaciones teleológicas: la cristianización en unos casos, la racionalización en otros. El tiempo histórico ha sido así incorporado a la actuación de los protagonistas históricos como tiempo de realización de propósitos transformadores, lo que a veces se ha traducido en procesos violentos y traumáticos, con gigantescas pérdidas de vidas humanas, desde las causadas por el ideal del “imperio cristiano” de Carlos V hasta los genocidios de base ideológica del siglo XX.
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La cultura india tiene un modo muy distinto de afrontar el “tiempo”, como concepto y como marco de actuación. Para empezar, el tiempo no es un concepto muy relevante en sus textos: en los Vedas apenas se menciona; no existe en el Rigveda ninguna palabra que pueda traducirse por “tiempo”: aparece, normalmente en plural, rtu, que significa tanto el momento apropiado para sacrificar (algo así como el kairós ritual) como las estaciones del año. La palabra que más tarde designaría el tiempo en general, kāla, sólo aparece en un par de ocasiones con el sentido de “turno”, “momento en el que toca hacer algo”, en particular en el juego de los dados. Normalmente en las culturas se crean relatos cosmogónicos destinados a explicar lo que existe mostrando cómo surgió o quién lo creó, y para qué. Es lo que encontramos tanto en el judaísmo como en el zoroastrismo, así como en diversos mitos grecorromanos. El tiempo empieza con la creación y es la dimensión de su devenir. En India, por el contrario, en el marco de las doctrinas brahmánicas eruditas asistimos desde muy pronto a otro tipo de explicaciones. No se nos cuenta quién creó qué, sino más bien cómo de algo eterno surge algo igualmente eterno: del “no ser” el “ser”, o bien cómo lo existente se “despliega” o se “hace manifiesto”, abandonando provisionalmente un estado inmanifiesto y unitario. Y en fases más tardías y contextos más populares se impone la famosa ideología cíclica de la “rueda eterna de las reencarnaciones”, que convierte los relatos cosmogónicos en secuencias “prototípicas” que se repiten cada vez que un eón da paso al siguiente. No hay un universo y una creación, sino una cadena infinita de universos, creaciones y aniquilaciones. Esta es la percepción del tiempo que encontramos en la literatura “popular”: épica y purānas. En las Upanishad, que marcan la pauta de la ideología erudita y son la primera fuente del sistema Vedānta, predomina una noción que solemos traducir tentativamente por “lo absoluto”, el bráhman, que es la esencia última de todo, y que en una visión correcta de las cosas resulta no ser distinto de mí, de mi ātman o verdadero ser. Toda existencia temporal es en cierto modo ilusoria, y tener conciencia correcta es comprender esto. La sabiduría es meditación estática sobre esta verdad absoluta. En los relatos upaniṣádicos sobre el origen de todas las cosas no es raro que aparezca el ātman como lo que, siendo uno y solo al principio, segrega de sí la realidad externa, y luego entra en ella y la hace viva, sensitiva y diversificada. Dicho de otro modo: el ātman es origen tanto de los sentidos que hacen del ser vivo un individuo espiritual, como de los objetos de esos sentidos, la realidad exterior no consciente ni sensitiva, inerte. Toda esta construcción es enteramente ajena al tiempo. La génesis de lo existente como despliegue del propio ātman no es un relato de algo ocurrido en algún momento: no tiene nada que ver con el tiempo. El tiempo es la dimensión de lo ya existente, una vez
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puesto en marcha. Le es inherente y tiene sus mismos límites. Las cosas que existen y que nosotros percibimos son temporales como nosotros mismos, pero ése es sólo el plano fenoménico, empírico. La unidad de ātman y bráhman es ajena a ese plano, y aunque siga siendo su soporte actual, es ajena a espacio y tiempo y a cualquier categoría de la orientación empírica: causa o efecto, actor o acción, etc. Una ideología diferente del Vedanta upanishádico, y no menos influyente en el imaginario cultural indio, es el llamado “sāṃkhya”, un sistema filosófico cuyo comienzo no está documentado, y que es de algún modo la exacta contrapartida del Vedānta: afirma, frente al monismo o no dualismo de éste, que la realidad es dual, y que remonta a dos principios opuestos, ambos igualmente eternos, llamados puruṣa y prakṛti, que suelen traducirse más o menos por “espíritu” y “materia”. La realidad es una evolución de la segunda bajo la presencia, por así decirlo catalizadora, del primero. Esa evolución segrega una serie de entidades progresivamente concretas, partiendo de los tres elementos primeros “intelecto, mente y yoidad”, y a través de una serie de entidades progresivamente menos subjetivas y más objetivas acaba produciendo lo que se denomina “los elementos gruesos”, o sea, la materialidad empírica. El sāṃkhya es una filosofía materialista que explica todo lo existente como evolución material. Pero esta evolución es una construcción ideal. El tiempo sólo tiene aquí un papel en la realidad ya plenamente constituida, al término de esa evolución creadora. Esa realidad consiste en un proceso de recombinación permanente, en el tiempo, de tres cualidades elementales, tres “átomos cualitativos” llamados sattva, rajas y tamas, cuyas traducciones más comunes son “el ser, la pasión y la oscuridad”. La realidad material está transformándose todo el tiempo. Pero su destino final es cancelarse a sí misma en un proceso en el que el principio material irá poco a poco desapareciendo o neutralizándose, y acabará liberando el principio espiritual puro. Pese al carácter evolutivo de esta cosmología, su objetivo es pues la cancelación de todo proceso temporal. Esta es la razón por la que el tiempo no aparece en el sāṃkhya como un principio propio y relevante. La evolución presupone implícitamente temporalidad, pero no se habla de ella, pues no es más que uno de los elementos de la realidad por redimir, y es parte de su condición irredenta. Entre estas doctrinas esencialistas e intemporales y lo que cuentan o reflejan los textos mitológicos sobre el tiempo hay un abismo, lo cual sugiere que en realidad las elaboraciones doctrinales son estrategias de neutralización de algo que los mitos describen por el contrario profusamente: la idea del tiempo como “devorador”. Pondré un ejemplo. En el centro del texto doctrinal más influyente de la India, la Bhagavad Gītā, que en su mayor parte desarro-
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lla una doctrina de paz y beatitud basada en la indiferencia y el desapego, aparece no obstante una “epifanía del Señor” que muestra a Dios como el lugar final al que van todos los seres para ser devorados por él, en una imaginería más propia del śivaísmo que del vishnuismo dominante en ese texto: “… todos elevan su atónita mirada hacia tí. Y ven tu forma inmensa, tus muchos rostros y ojos, brazo grande, tus muchos brazos y muslos y pies, tus muchos vientres, tus muchas fauces con dientes temibles, y se aterran los mundos, y yo también. Y viéndote el cielo tocar, brillante y multicolor, abiertas las fauces, brillante tu inmenso ojo, siento terror en mi ser más interno y no hallo entereza ni paz, oh Viṣṇu. Y viendo tus rostros con fauces de dientes temibles, al fuego del fin de los tiempos parejos, pierdo el sentido de la dirección, refugio no alcanzo. ¡Ten misericordia, señor de los dioses, reposo del mundo! … Cual vienen a dar en la mar presurosas las muchas corrientes de agua que forman los ríos, así entran aquellos heroicos regentes en tus muchas bocas abrasadoras. Igual que los insectos a la llama ardiente se abalanzan para su destrucción, así las gentes se abalanzan a tus fauces para su destrucción. Te relames devorando a las gentes todas por completo con tus bocas llameantes, llenas el mundo entero con tus llamas, tu espantoso resplandor lo incendia, Viṣṇu”. Y dijo el Señor: “Yo soy tiempo que madura para destruir el mundo, para los mundos llevarme aparezco. Aunque tú no estés, no vivirán los otros más, los guerreros ahora opuestos en sus filas. ¡Levántate pues, llévate la gloria, vence al enemigo y disfruta un reino entero! Yo mismo los maté hace mucho tiempo. ¡Tú sé sólo instrumento, luchador hasta con la izquierda”12.
Ésta es la otra cara del tiempo en la cultura india: su mitología, tal como se refleja en la épica y los purānas, está llena de referencias al tiempo como un devorador cíclico que en realidad condena a la irrelevancia lo que sucede en cada existencia. El tiempo devorador es, como se expresa en los pasajes anteriores, el rostro aterrador de lo divino. A diferencia de la construcción occidental del tiempo como la dimensión del cambio, diseñado teóricamente y buscado en la actuación práctica, lo que hay por detrás de la negación o neutralización del tiempo en la tradición culta india es el temor a la muerte, temor al que se hace frente por una parte mediante la neutralización del tiempo como dimensión relevante de la existencia, y por la otra mediante narraciones sobre tiempos inmensos y ciclos eternamente repetidos. El sabio indio tradicional no es fáustico: no quiere hacer nada duradero, sino que comprende la futilidad de toda acción, y se retira a una interioridad tejida de ecuaciones “esencialistas”, en la que se redimirá mediante la comprensión de que él es parte de un todo inmune a cambios, sufrimientos y aniquilación. 12
Bhagavad Gītā, Canto XI, traducción mía.
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En la mitología india los cambios en el tiempo son entendidos básicamente como “corrupción”, como progresivo alejamiento de una edad de oro en la que el dharma prevalecía al cien por cien. Puesto que esa edad de oro está en el pasado, éste es más objeto de deseo que algo que se quiere dejar atrás. Se lo glorifica míticamente, y se establecen líneas genealógicas que vinculen lo más estrechamente posible a él. El objetivo del indio de mente recta es más volver a dar vigencia a ese pasado que inventar un futuro mejor, porque el futuro va siempre a peor. Por eso la “conciencia histórica” que predomina en la cultura india es la de la vinculación al pasado. La consignación de los eventos presentes se considera trivial, ya que el presente no se percibe como un paso responsable a un futuro diseñado por uno mismo. Quizá sólo Aśoka intentó en India crear un futuro nuevo, con la ayuda de una nueva ideología opuesta a la del pasado, pero eso sí, sobre la base de un baño de sangre. Además de las filosofías antitemporales y de los mitos sobre el tiempo que corrompe y devora, en la tradición india hay un tercer elemento de neutralización del tiempo situado en el corazón mismo del lenguaje: en la gramática de la propia lengua sánscrita. En el paso del sánscrito antiguo a las lenguas indias medias hay un progresivo abandono del sistema del verbo en forma personal, que siempre indica también el tiempo, en beneficio de expresiones nominales que no lo indican. Y en el desarrollo posterior del propio sánscrito, como lengua constante de la erudición y la cultura, aparentemente indiferente al paso del tiempo, ese proceso es si cabe aún más acusado, y genera el llamado “estilo nominal”, una forma de expresión en la que prácticamente queda cancelada toda referencia gramatical al tiempo. Se aprecia pues una cierta coherencia entre la forma de elaborar los temas del tiempo y la muerte en las diversas manifestaciones culturales de India, que es básicamente de negación, neutralización o represión, y el modo como gobernantes y sacerdotes eluden la referencia al tiempo, sustituyendo los relatos cronológicos por ecuaciones esenciales, intemporales, que convierten al conjunto de la cultura en un vasto presente, y mediante genealogías de legitimación del presente por el pasado. 8. LA CONSTRUCCIÓN DE LA UNIDAD CULTURAL INDIA COMO “HINDUISTA”
La denominación “hinduismo” para la “religión” autóctona de la India es una invención decimonónica tardía: fue el modo como el prestigioso místico indio Vivekananda presentó la religión de su país en el Parlamento de las Religiones del Mundo de la Feria Mundial de Chicago de 1893. El término hizo fortuna y se impuso hasta el punto de convertirse en la denominación usual para el complejo religioso e ideológico dominante en India desde el
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corpus védico. “Hinduistas” son ahora los indios no musulmanes, y el hinduismo es la cultura dominante en la India antes de su islamización o al margen de ésta. El término connota por tanto el contraste con lo musulmán, aunque no fuera ésta la intención de su inventor. Sin embargo la mera idea de una “religión autóctona de India” es más que problemática. India no es un exactamente un país, sino un conglomerado de países, que comparten sólo en una medida limitada ese pasado védico y postvédico que ocupa los primeros capítulos de las actuales historias de India. Ya en el periodo “clásico” los indios aparecen como una pluralidad de lenguas y culturas, y es la transmisión sesgada de los textos, sobre todo brahmánica, lo que ha generado esa impresión de una “cultura dominante” que formaría una línea continua desde el Rigveda hasta las modernas sectas “hinduistas”. La India contemporánea se siente cómoda con esa imagen porque le confiere una identidad histórica entre unas naciones identificadas por su “historia”: Inglaterra, Francia, Alemania, España, China, Japón. Los indios del siglo XIX y XX han sentido la necesidad de forjarse una identidad cultural “nacional” que contraponer a las de las potencias coloniales, y el “hinduismo” fue una respuesta a esa necesidad. Retrospectivamente la tradición aria noroccidental a la que pertenece la cultura védica se interpreta así como el precedente arcaico de la cultura dominante en la época de los Gupta y en los territorios controlados por ellos, que es la que, también retrospectivamente, se identifica como “periodo hinduista clásico”. Pero no se puede olvidar que en los extensos territorios del Sur del Dekkan, en los que se hablan lenguas dravídicas, existió desde antiguo (aunque no sabemos desde cuándo) una tradición religiosa y cultural distinta, que negaba la autoridad de los Vedas, aunque luego se la entendería como un componente más del “hinduismo”: el “śivaísmo”, una religión con más tendencia a la mística que las procedentes del brahmanismo, cuyo dios Śiva es una figura monoteísta, a pesar de su convivencia con los otros dioses del panteón “panindio”, y es origen y acabamiento de todo. No “crea” un universo distinto de él, sino que es su propio despliegue y autonegación lo que se manifiesta como el universo. El śivaísmo se integró tempranamente en la tradición brahmánica como una de sus variantes, aunque realmente venía de otra parte y exhibía rasgos muy diferentes de los de la cultura aria tradicional. En él se da una intensa polarización en la oposición de lo masculino y lo femenino, reinterpretados como fuerzas cósmicas que se funden simbólicamente en la unión del dios y la diosa. De ahí nace el “tantrismo”, un poderoso movimiento espiritual que acaba influyendo en la mayor parte de las ideologías religiosas de India, incluido el budismo, cuya versión tibetana es decididamente tántrica. Frente al clima monista de la tradición vedántica de los brahmanes, con su espiri-
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tualidad que niega la realidad de las diversidades empíricas y de la materialidad del cuerpo, el tantrismo funde cuerpo y espíritu bajo la alegoría de la unión sexual, y permite un ancho abanico de posibilidades de experiencia interior que va desde el ascetismo, entendido como sublimación de la dualidad y atracción sexuales, hasta las formas más hedonistas de disfrutar la condición divina y ya redimida de cuanto existe. Bajo el término “hinduismo” se subsumieron así no sólo las dos principales “sectas” postvédicas, vishnuismo y śivaísmo, sino también muchas otras formas de religiosidad popular, algunas tan extendidas como la “religión de Krishna”, de origen incierto pero con seguridad no ario, integrada tempranamente en el vishnuismo como una de sus variantes o confesiones. Se integraron también otras ideologías locales o regionales, con mayores o menores componentes mágicos, animistas, fetichistas, etc. Los reformadores religiosos de fines del XIX y comienzos del XX se las arreglaron para integrar todo esto en una especie de vasta teología ecléctica, tanto el abstracto monismo vedántico de la corriente dominante entre los brahmanes más intelectuales como las formas más populares de vivir la unidad de todo como confluencia de los opuestos, o de identificarse con elementos de la naturaleza (lo que les permitió “descubrir” en su pasado toda una tradición de “ecologismo”). La construcción del “hinduismo” confiere de este modo una nueva clase de unidad a la identidad india, ya que integra su diversidad en un relato no histórico sino esencialista, basado en ecuaciones que identifican lo diverso “en el fondo”. Al mismo tiempo parece eximir de la tarea de explorar el pasado en busca de una diversidad y unas cesuras que en realidad no interesa demasiado descubrir. La construcción teórica del hinduismo tiene lugar en una época en que los intelectuales indios se han visto confrontados con el hábito historiográfico de los occidentales y se han propuesto emularlo. Pero es una construcción más ideológica que historiográfica, que parte de la convicción de la existencia de una continuidad cultural esencial desde los Vedas hasta los actuales swamis, y que intenta leer los textos del pasado como precedentes coherentes de las ideas actuales. Esto ha generado un auténtico conflicto entre la pasión científica por detectar en la historia cambios, cesuras, innovaciones y rupturas, y el interés de extensos sectores hinduistas por restaurar una unidad profunda más allá del tiempo y sus episodios. El “hinduismo”, inicialmente una iniciativa para aglutinar bajo una sola categoría abarcante la diversidad de fases y culturas de la historia ideológica india, ha terminado generando una ideología identitaria que aglutina a movimientos nacionalistas y les da su argumentario frente a sus enemigos: los musulmanes indios y las potencias coloniales.
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9. LA REINTERPRETACIÓN DE LA HISTORIA CULTURAL INDIA A PARTIR DEL CONTACTO CON LA OCCIDENTAL DURANTE EL RAJ
La colonización británica de India marca el cambio histórico más radical en el devenir del país. India no tuvo que ser conquistada militarmente por los británicos, que encontraron el modo de controlar y explotar económicamente el país sobre todo por medio de negociaciones con los numerosos gobernantes de sus innumerables pequeños estados, lo que se consiguió luego de intervenciones militares de ámbito bastante reducido, destinadas sobre todo a eliminar la competencia de holandeses y franceses. Los británicos introdujeron en India una administración centralizada que no sólo les permitió a ellos explotar los recursos del país con más eficacia, sino que también mostró a los indios las ventajas prácticas del tipo de racionalidad política y administrativa de los estados occidentales liberales. Dado que la dominación británica tuvo un amplio apoyo en las clases dominantes de los propios territorios colonizados, entre las culturas colonizadora y colonizada se produjo desde muy pronto un intenso intercambio de ideas tanto teóricas como prácticas. Muchos indios acomodados estudiaron en Inglaterra y regresaron con proyectos de modernización para su país. Las autoridades británicas en India fueron a veces gentes de alto desarrollo cultural, que se interesaron vivamente por la cultura y sentaron las bases de su estudio académico por los occidentales. Por otra parte la literatura de la época y una extensa narrativa histórica actual están llenas de relatos sobre la despiadada explotación de los recursos del país, la desestabilización de sus instituciones, sobre todo las referentes a la propiedad del suelo, y el empobrecimientos de su población, sobre la actitud arrogante y despectiva de la mayoría de los ingleses en India, y sobre la frustración de los indios formados en Inglaterra pero nunca reconocidos como iguales por los ingleses, pese al inmenso caudal cultural de su propio país. La colonización fue desde el principio, lógicamente, un escenario de brutales tensiones. A lo largo del siglo XIX en los círculos no abiertamente colaboracionistas se produce una especie de reivindicación y revitalización de las características diferenciales de lo indio frente a lo europeo, que será la base del nacionalismo hinduista. Esto genera un nuevo tipo de tensión interna en la sociedad, cuyos miembros se mueven entre una europeización alentada por los colonizadores y por sus propias élites intelectuales, y una rehinduización intransigente propugnada por los sectores conservadores y las viejas autoridades religiosas. Algunos intelectuales europeos se sintieron interpelados por determinadas calamidades humanitarias producidas por la cerrazón de los brahmanes con
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la aquiescencia de los gobernantes. Un ejemplo conocido es la miserable vida de las numerosísimas “viudas niñas”, chiquillas casadas en la infancia y cuyos “maridos” habían muerto por enfermedades infantiles, y que quedaban condenadas por ello a una vida marginal, sin posibilidad de casarse y muchas veces abocadas a la prostitución. La prohibición de casarse de nuevo era proclamada por los brahmanes como de origen védico y por lo tanto como insoslayable. Otro caso es el de la famosa sati: la presunta obligación de las viudas de inmolarse en la pira funeraria de sus esposos, algo que en la práctica no se hizo nunca y que formaba parte de las leyendas épicas, pero que en algunas zonas fue introducido por fundamentalistas brahmánicos. Estos hechos motivaron al erudito alemán nacionalizado inglés Max Müller a tratar de hacer una edición completa del Rigveda, para comprobar qué era védico y qué no en las tradiciones brahmánicas. Su empresa tropezó con un cerrado escepticismo, pues nadie creía posible reunir los fragmentos memorizados o copiados en diversos lugares a fin de reconstruir el texto original. Max Müller hizo sin embargo su edición, publicada en 1847, base de todos los estudios actuales. Este trabajo erudito tuvo un impacto importante en la propia sociedad y política indias, y marcó el comienzo de una colaboración científica de indios y europeos en la filología y en la historiografía, en la que los indios asumieron plenamente el carácter ilustrador y emancipador del trabajo historiográfico occidental. De esa colaboración ha surgido el poderoso movimiento filológico e historiográfico actual de India. Huelga decir que la aclaración sobre los verdaderos contenidos de la antigua cultura brahmánica frente a mistificaciones interesadas del presente introdujo en la autoconciencia de los dirigentes indios perspectivas llenas de consecuencias. Una de las más importantes fue un renovado empeño por reescribir la propia historia cultural desde dos objetivos: reivindicar la grandeza de la propia tradición y presentarla en forma tal que no resultase incompatible con lo que los propios dirigentes indios estaban reconociendo como ventajoso en la tradición occidental. La creación de una República independiente en 1947 modifica en muchos sentidos la percepción india de la historia, ya que alienta a entender todo lo anterior como conducente a este objetivo moderno de reunir todos los territorios, ya unificados culturalmente como “hinduistas”, en un Estado capaz de decidir su propio destino, desde principios elegidos y confirmados democráticamente y con los que puedan identificarse y comprometerse todos los indios. La historia del Raj deviene así un episodio más en el largo recorrido de la India moderna hacia su configuración como uno más de los estados protagonistas de la historia contemporánea global. La colonización deja tras sí un país que ha aprendido a tomar de sus explotadores todo aquello que en su día los había hecho más fuertes. Pero no es
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difícil representarse el grado de violencia que la adopción de un sistema igualitario, democrático, centralizado, laico y de derecho tuvo que representar para las conciencias de quienes se habían identificado con el hinduismo como con su propia esencia cultural. Los indios cultos se explicaron a sí mismos su capacidad para protagonizar ese volantazo de la historia como consecuencia natural de su tradicional “tolerancia”. La invención de una “historia de tolerancia” como rasgo inherente a la cultura india es otro de los grandes logros de sus élites en la coyuntura actual. El famoso sociólogo Amartya Sen13 ha contribuido poderosamente a consolidar esa imagen, pero en realidad es Gandhi quien realizó el más portentoso esfuerzo de reacomodación cultural e histórica de India en un sentido de tolerancia y pacifismo. Tras una fase de formación como jurista en Inglaterra y otra de activismo político a favor de la minoría india en Sudáfrica, Gandhi regresa a su país con dos objetivos: expulsar a los británicos y crear un Estado indio basado en su propia percepción de lo que debería ser el hinduismo. Escritor infatigable y político apasionado, Gandhi consagra la mencionada ecléctica Bhagavad Gītā o “Canto del Bienaventurado”, un antiguo diálogo filosófico-moral insertado en el Mahābhārata, venerado como verdadera revelación en el marco del vishnuismo, como el “Evangelio” hinduista, y viaja con ella, el Evangelio cristiano y el Corán como sus “libros de cabecera”, proponiéndose de este modo como paradigma de una actitud cívica de convivencia pacífica entre las religiones. Si como hinduista Gandhi era considerablemente intransigente, como político proclamaba el respeto mutuo de las religiones y un cierto ecumenismo que tuvo un inmenso éxito a nivel mundial. El es quien consolida en India la convicción de que los indios “en el fondo” siempre han sido tan monoteístas como los cristianos y los musulmanes, y que “en el fondo” todos veneran a un mismo Dios único. La idea de que los indios siempre han sido “tolerantes” tiene su soporte, como señala repetidamente Amartya Sen, en la vieja tradición de las disputas teológicas entre brahmanes. Como en nuestra propia “escolástica”, los pensadores indios siempre trabajaron en forma dialogada, con argumentos y contraargumentos, e incluso desarrollaron precisas “reglas de juego” para los debates con el fin de que se pudiese decidir desde criterios generales y formales quién ganaba y quién perdía. En parte esta forma de generar conocimiento estaba también vinculada a la ideología de la casta brahmánica: desde el momento en que todo brahmán es por nacimiento un “dios sobre la tierra”, ninguno tiene por qué aceptar una autoridad dogmática por encima de su propia convicción. En India nunca se creó una iglesia capaz de definir e imponer una ortodoxia, y el trabajo intelectual de los pensadores siempre con13
Cf. sobre todo India contemporánea (Barcelona, 2007) e Identidad y violencia: la ilusión del destino, (Buenos Aires, 2007).
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sistió en formular su propia versión de “lo que realmente dicen los textos”, esto es, su propia percepción de la verdad dentro de la tradición. De este modo en el subcontinente indio proliferaron las escuelas de pensamiento y los debates entre sus representantes, muchos de los cuales eran profesionales itinerantes que iban de aldea en aldea y de corte en corte desafiando a discusión a los intelectuales más prestigiosos de cada sitio. La historia del Buddha y de muchos otros filósofos y reformadores religiosos responde a este perfil. De hecho un tópico de las poco fiables biografías de los pensadores indios es que vencieron en debate a alguna autoridad reconocida. Pero había severas limitaciones para la “originalidad”: cualquier idea podía ser defendida con tal que se la pudiese mostrar como el “verdadero contenido” de un antiguo texto prestigioso, lo que tiene que ver con el interés que mencionaba más arriba por vincularse genealógicamente con un pasado legitimador. Por eso la mayor parte de la filosofía india consiste en comentarios a otros textos o a sus comentarios precedentes. Y por eso también la lectura de sus propios textos ha sido entre los indios siempre “creativa”, lo que constituye la pesadilla de los eruditos occidentales, cuyo empeño historicista se centra en averiguar qué quería decir un texto en su propio contexto y desde sus propios condicionamientos de todo tipo. También esto resultó decisivo para la reacomodación de la conciencia histórica en la India contemporánea y para la escritura de sus relatos. Los eruditos indios de fines del XIX y del XX crearon a partir de los textos de las más diversas épocas una síntesis religioso-moral, el “Neovedanta”, a partir de la cual leen ahora la mayoría de sus textos antiguos “explicando lo que realmente quieren decir”14. La conciencia histórica asociada a estas construcciones es más esencialista que procesual. Parte de la base de que el pasado está unido al presente por un hilo ininterrumpido de reinterpretaciones meramente actualizadoras. Esto ha permitido proyectar retrospectivamente sobre el pasado de la cultura india esa imagen de monoteísmo y de tolerancia con la que tantos “gurus” han ejercido en Occidente un exitoso proselitismo, ya que la “espiritualidad india” se presenta como compatible no sólo con cualquier credo, sino incluso con la falta de toda ideología religiosa. 10. LA HISTORIOGRAFÍA INDIA MODERNA EN EL CONFLICTO DE LAS IDENTIDADES
Los líderes políticos de la India independiente tuvieron que afrontar una tarea titánica: montar un estado moderno en un país superpoblado y hambriento, cuyos cultivos alimentarios habían sido sustituidos en gran medida 14
Esto es particularmente claro en la obra del prestigioso erudito y político Radhakrishnan, que fue presidente electo de India y que ha comentado importantes textos clásicos desde esta visión integradora y niveladora.
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por los textiles, creando un desabastecimiento y una carestía que condenaron a la muerte por inanición a cientos de miles de personas. La visión redentora de Gandhi de un estado basado en la forma más pura, generosa y ecológica del hinduismo, y en la convivencia pacífica de las religiones, tropezó con el obstáculo insuperable de intereses políticos virulentos, nacidos de situaciones de tremendo dramatismo. No logró evitar los asesinatos masivos de hindúes y musulmanes por fanáticos, manipulados en buena parte por políticos interesados, ni la desastrosa partición del país en un estado laico y otro musulmán. Los dirigentes más cultos, organizados sobre todo en el Partido del Congreso bajo el liderazgo espiritual de Gandhi y político de Nehru, impusieron un modelo político federal, democrático, parlamentario, un “estado de derecho” en el que todos serían iguales ante la ley, lo que implicaba neutralizar los efectos legales del sistema de castas. Se abolió la intocabilidad y se tomaron medidas de discriminación positiva de los miembros de las castas más bajas para generar una base social capaz de sustentar el nuevo modelo político y legal. Esta nueva India tenía ante sí en primer lugar el objetivo urgentísimo de alimentarse y de desarrollarse económicamente, y otros no menos perentorios como la redención social y profesional de la mayoría intocable o de casta muy baja, la emancipación de las mujeres, el control de la natalidad, y la consolidación de una superestructura normativa y administrativa que hiciese realidad el nuevo modelo constitucional. Este modelo chocaba frontalmente con la cultura popular. La inmensa mayoría de los indios vivía en pequeñas aldeas, gobernadas por caciques y organizadas según las castas, lo que suponía de hecho que la mayoría de los ciudadanos estaba sometida a poderes locales muy arbitrarios. La abundante narrativa india de las últimas décadas ha arrojado cuadros muy vivos de la situación de indefensión de la mayoría ante los abusos de todo el que tuviese algún poder15. Y el desastre económico no hizo sino agravar las cosas. Empezó un éxodo del campo a la ciudad que no se ha detenido desde entonces, y que ha generado en las megalópolis conflictos y confrontaciones muy violentos. Muchos intelectuales idealistas y abnegados iniciaron un vasto movimiento de verdadero apostolado por entre la mayoritaria población agraria, analfabeta y empobrecida hasta el límite, para divulgar conocimientos sobre control de natalidad, aprovechamiento de alimentos, mejora de cultivos, creación y mantenimiento de empresas familiares, recursos legales para ejercer los nuevos derechos, etc.. Es algo en lo que se implicaron sobre todo 15
Son modélicas a este respecto las novelas recientes de Arundhati Roy, Vikram Seth, Naipaul, Rohiston Mistri y muchos otros, así como la filmografía india de Satyajit Ray y otros directores no asociados a Bollywood.
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mujeres, generándose un vigoroso feminismo centrado en instruir a las otras mujeres para que conociesen y ejerciesen sus derechos. La sociología y la historia contemporánea se convirtieron así en asignaturas de urgente y masivo desarrollo en las universidades, ya que se trataba por una parte de crear y divulgar una cultura jurídica y política nueva, y por la otra de hacer productiva una nueva imagen del propio país y de su cultura. La modernización de India orilló por entero el romántico hinduismo de Gandhi y se hizo según las pautas occidentales. El Partido del Congreso impulsó una profunda reforma no sólo de las instituciones y de la economía, sino también de la autoconciencia de los dirigentes. Estaban convencidos de que India tenía que occidentalizarse si quería sobrevivir al horror de los genocidios comunalistas y las hambrunas con los que inició su camino. El cambio propugnado era muy radical, y los medios utilizados fueron en ocasiones realmente bárbaros, como las famosas campañas de esterilización masiva de los varones. Desde su independencia India se ha transformado profundamente en todos los terrenos, y los profesionales universitarios se han concentrado en describir e intentar explicar estos procesos. La segunda mitad del siglo XX ha conocido así un explosivo desarrollo de la sociología y la historiografía, básicamente al servicio de la transformación del país. Ambas cosas se han planteado por entero de acuerdo con los hábitos científicos occidentales: exploración objetiva de hechos, sistematización, y explicaciones causales y teleológicas. La actual historiografía india ha incorporado en particular enfoques marxistas y sociológicos, y se caracteriza por su fuerte compromiso con el desarrollo del nuevo Estado constitucional y de derecho, al que intenta aportar la conciencia histórica que necesita para su arraigo. Sin embargo la esfera pública ha conocido a lo largo de las últimas décadas toda una serie de reacciones a esta occidentalización, que obviamente se oponía a la vieja trama de poderes e intereses. Frente a la nueva historiografía científica, iniciativas mediáticas como la emisión de las dos grandes epopeyas clásicas en forma de series televisivas fueron aprovechadas por movimientos políticos nacionalistas para reforzar entre la población el rechazo a una cultura sociopolítica tan ajena a las propias tradiciones, así como para alentar la confrontación entre la mayoría hinduista y la minoría musulmana. En las últimas décadas un nacionalismo identitario, antimusulmán y antioccidental ha ocupado la escena política hasta el punto de llegar a gobernar. Bien es cierto que la gestión del Bharatiya Janata Party, el partido nacionalista que gobernó entre 1998 y 2004, estuvo menos centrada en la agenda ideológica que en la resolución de problemas prácticos, económicos. Pero en la actualidad el discurso público en India está dividido entre la herencia ideológica del Partido del Congreso y su resuelta occidentalización jurídica,
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política y económica, por un lado, y un ideario de recuperación de las presuntas esencias del hinduismo, del hindutva, por el otro. Esto ha tenido una fuerte impronta en la historiografía. Frente al vigoroso desarrollo académico de la investigación objetiva del pasado de India, formaciones políticas y culturales influyentes han propiciado y siguen propiciando una nueva reescritura del relato histórico global, destinada tanto a erradicar los enfoques occidentales, demonizados desde la óptica del mencionado libro de Edward Said “Orientalismo”, como a sustentar el ideario del nacionalismo hinduista. Esta “historiografía comunalista” es denunciada por historiógrafos de gran prestigio, así Romila Thapar, como una forma de hacer política con la historia que ignora hechos fundamentales como el de que “La sociedad india tuvo en el pasado múltiples identidades –de casta y jerarquía social, ocupación, lenguaje, secta religiosa y regiones. La religión era sólo una entre otras. El foco de la identidad depende de la cuestión de que se trate”. Por otra parte, como señala ella misma, “basada en la religión del nacionalismo, ya sea hindú o musulmana, diseñó directamente la interpretación de la historia colonial de la India atendiendo a las ambiciones de una parte de la clase media. Este supuesto proyecto uniforme, de comunidades religiosas monolíticas, otorgaba una realidad política ... . La teoría de las dos naciones era esencial tanto para la Liga Musulmana como para el Mahasabha hindú a principios del siglo XX. Sigue siendo esencial para los movimientos comunales de hoy. Estos nacionalismos no eran principalmente anticolonialistas. Aceptaron las perspectivas de un pasado colonial pero oponiéndose a la de otra comunidad religiosa”16. En este marco muchos están tratando de “desenmascarar” el argumento de autores de la filología comparada occidental acerca de las migraciones prehistóricas indoeuropeas como una falsificación interesada, que pretende presentar a los arios como llegados de fuera y portadores de una cultura cuyo origen estaría en Europa, en vez de reconocer que lo “indoeuropeo” tiene su origen precisamente en India. Los indoeuropeístas serían unos nuevos colonizadores sutiles, interesados en despojar a India de la paternidad de su propia cultura más remota. En la India actual están proliferando libros y portales digitales que reescriben sobre todo la historia antigua del país e insisten en considerar la cultura del Indo como la primera manifestación de la civilización india, y a los arios protagonistas de la cultura védica como sus descendientes.
16
Shaheryar Ali, History and Interpretation: Communalism and Problems of Historiography, http://sherryx.wordpress.com/2008/10/15/history-and-interpretationcommunalism-andproblems-of-historiography/
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Todo esto no pasaría de ser una simple anécdota más, dentro de las muchas excentricidades protagonizadas por movimientos nacionalistas identitarios en todo el mundo, si no fuese por su creciente impacto social y político, que está causando verdadera alarma en los círculos cultos. Hace pocos años produjo una viva polémica, y un aluvión de indignadas protestas de universitarios, la iniciativa del gobierno nacionalista de incluir en la Universidad cátedras de astrología. También se han producido directrices gubernamentales restringiendo la participación de profesionales occidentales en congresos sobre la cultura india, y obligando a los organizadores a notificar a la policía cualquier invitación a uno de ellos. Y cuando hace pocos años el director de un prestigioso instituto de investigación filológica publicó un artículo en la prensa local explicando que el considerado fundador de la ciudad de Pune era en realidad una figura legendaria, él y su instituto fueron objeto de un ataque vandálico por un grupo de violentos, lo que suscitó airadas protestas y denuncias en la red por parte de muchos intelectuales indios y occidentales. Algunos, como el alemán Witzel, divulgaron aquellas conclusiones de sus propias investigaciones que demostraban la exactitud y veracidad de los relatos historiográficos occidentales (y de eruditos indios que trabajan con la misma metodología), lo cual ha tenido como consecuencia serias amenazas contra él si viajase a India. Son muchas las razones que explican esta renovada virulencia del nacionalismo identitario indio. Los radicales cambios generados por la colonización británica generaron la variante emancipadora, y por lo tanto legítima, del nacionalismo anticolonialista, que fue el soporte de la creación del nuevo estado indio. Pero el diseño innovador de éste en el nuevo régimen constitucional ha tenido comprensibles efectos desestabilizadores en muchos ámbitos. Por otra parte, y pese a la asombrosa recuperación económica del país, existen en él todavía bolsas de pobreza gigantescas, que generan frustración en grandes masas de población y alientan ilusiones sustitutivas de todo tipo. India posee un potencial conflictivo muy fuerte, y el trabajo de sus historiadores se desenvuelve en medio de enormes tensiones ideológicas y políticas. Hacer historia en la India actual es estar implicado en objetivos políticos que cada uno tiene que definir si no quiere ser manipulado, y que desde luego determinan ampliamente la clase de historiografía que se hace. Los historiadores indios están comprometidos en aportar a la cultura ciudadana actual la clase de enseñanzas y de conciencia histórica que los europeos hemos perfilado a lo largo de nuestra propia historia, con un propósito ilustrado y emancipador tanto más necesario cuanto que la inmensa conflictividad del país está alentando actitudes y soluciones oscurantistas, retrógradas y violentas. En el panorama educativo de la India actual su historiografía es una pieza clave. Y ahora la batalla está en el interior de sus propias filas.
EL ESTUDIO COMPARATISTA DE LA HISTORIA LITERARIA DE ASIA DEL ESTE SEGÚN CHO DONG-IL LEE HYE-KYUNG (UNIVERSIDAD NACIONAL DE KYUNGPOOK, COREA) 1. ESBOZOS DE HISTORIOGRAFÍA LITERARIA
Me propongo exponer y subrayar la importancia del Estudio comparatista de la historiografía literaria de Asia del Este (동아시아문학사비교론, “dong-asiamunhaksabiguioron”)1, de Cho Dong-il. En esta obra el autor expone sus ideas, criterios y sugerencias a fin de avanzar hacia una posible elaboración historiográfica de la literatura universal tomando como punto de partida la comparación de las historias de la literatura de los cuatro países de Asia del Este. A tal fin hace esbozo del proceso histórico comparado de las literaturas de Corea, China, Japón y Vietnam y se propone a su vez la paralela comprehensión sintética correspondiente a los países europeos. El propósito concreto de la obra consiste en acceder por sí misma a trabajo esencial o de base para la posterior construcción de una historiografía literaria del conjunto de Asia del Este, estableciendo para ello un proceso-resultado, esto es los métodos y perspectivas de la historiografía literaria realizada en cada país. Hasta ahora ninguno de los países de Asia del Este ha sobrepasado en esta materia sus propios límites. Según el profesor Cho explica ya en su prólogo, el método histórico de la literatura solía estar apegado a ideas políticas y, en consecuencia, esto daba lugar a múltiples opiniones sobre el mismo y con resultado polémico. Se consideró además que las disputas debían confluir dentro de la perspectiva histórica del marxismo, dejando de lado pues las principales tareas y produciendo un recalentamiento de las premisas sin facilitar otros avances. Ahora sabemos -dice Cho- que la historiografía literaria no debe estar afectada por condiciones políticas. Los teóricos convencionales creerán en la superioridad de la metodología europea, sin embargo Cho piensa que las futuras resoluciones destinadas a los problemas más complicados habrán de surgir del tercer mundo. Es importante para nuestro trabajo comprobar si esto puede confirmarse. 1
Publicado por la Universidad Nacional de Seúl, 1993.
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Los países de Asia del Este comparten según Cho la similitud de haber contribuido juntos a la civilización de janmun2 (ideogramas chinos). Sin embargo, durante los últimos tiempos no han mantenido relaciones estrechas. No es fácil poder hablar de la literatura de estas cuatro naciones asiáticas. China no acaba de renunciar a su prejuicio de ser el ‘gran país’ y hace de la comparación de su cultura medieval la prueba de superioridad sobre las demás. Japón por su parte no ha extirpado todavía el error de considerarse orgulloso de sus invasiones imperialistas, fruto de la imitación del modelo europeo. Mientras tanto, entre Corea y Vietnam apenas existen intercambios culturales que permitan vislumbrar la referida similitud. Un país libre de todos estos prejuicios, capaz de ver más allá de un complejo de superioridad y de una política agresiva, como es Corea, debiera iniciar la labor del estudio de la literatura completa de estos países mediante el método comparatista. Cho Dong-il comienza, pues, por efectuar un recorrido de la historiografía literaria de cada uno de estos países asiáticos, para después observar como ejemplo precedente la historiografía literaria de cada país europeo, en razón de que esta tradición comenzó primeramente en Europa. De manera en extremo resumida, éste sería según Cho el caso de los cuatro países asiáticos: JAPÓN inició la historiografía de su literatura en el siglo XIX, antes pues que China y Corea, y ello en razón de su gran desarrollo como nación moderna y dispuesta a asumir el ejemplo del modelo occidental previamente a todos los demás países asiáticos. El hecho es que al alcanzar el siglo XX pudo recoger satisfactoriamente los frutos del trabajo historiográfico iniciado tanto en cantidad como en criterios de orden metodológico o de sistema. Ya un primer libro de historia de literatura japonesa acoge las obras clásicas y las contemporáneas. A partir de 1910 aparecen numerosas obras de este régimen, aunque de la mayor parte de ellas habría que decir que se trata de realizaciones más bien eclécticas que no presentan grandes particularidades o diferencias subrayables entre sí. Ahora bien, durante la década de los años treinta se publicaron obras verdaderamente extensas que han sido orgullo de esta literatura, ya por su variedad o ya por el afianzamiento y finura metodológica. Es de tener en cuenta que la importación del marxismo en nada influyó la historiografía literaria japonesa. Al cabo de la segunda guerra mundial, el abandono del cerramiento y la rigidez de las tendencias académicas imperantes hizo posible el desarrollo argumentos capaces de conectar la historia de la literatura japonesa con la historia del pensamiento y los estudios de sociología. Es de notar que se ha escrito abundantemente historia de la literatura japonesa. Y el resultado más reciente de este sector define una 2
Janmun (한문, 漢文) es un nombre genérico que abarca el conjunto de la escritura formada con los ideogramas chinos, escritura comunitaria de Asia del Este medieval.
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imagen de buen equilibrio entre intereses académicos e intereses editoriales, si bien estos últimos, enfocados ciertamente al gusto del público, quizás no han contribuido a nuevos avances desde el punto de vista del rigor y la sistematicidad. CHINA accede a la composición de sus primeras obras de historiografía literaria a finales del siglo XIX gracias a dos autores japoneses y un inglés. El japonés expresa su desafección y desprecio de China, en realidad no haciendo más que reordenar datos ya conocidos; el inglés no se propone determinar la literatura china, sino un intento de servir de pequeña contribución para uso de sus compatriotas interesados por esta literatura. A partir de 1910 se detecta el esfuerzo por parte de los propios chinos de escribir la historia de su literatura, pero aún sin lograr definir la dirección básica y la dimensión histórica de esa literatura. Con la entrada en el siglo XX dividirán la literatura china en literatura clásica y literatura escrita en chino coloquial, ganando apoyo esta última y contribuyendo así una revolución. Se escribe entonces una nueva historia de literatura china con el fin de encontrar la fuente histórica de la literatura en chino coloquial. A partir de 1949 China escoge el marxismo-leninismo y se aplica a producir historias de la literatura basadas en la concepción del materialismo histórico. Sin embargo, aún no se ha
concretado el intento de hacer la historia de literatura china incluyendo las etnias minoritarias, pues sólo han hecho historia literaria de éstas de manera individual y separada. COREA posee desde un principio su historia de la literatura compuesta como historia de la relación entre la literatura escrita en janmun y la escrita en lengua vernácula. Se ha dicho que debe valorarse de manera importante el hecho de que la literatura coreana hiciera de la literatura importada escrita en janmun su literatura nacional mediante una recreación de la misma, y que el desarrollo de la literatura escrita en lengua vernácula se acelerara estimulada e influida por dicha literatura escrita en janmun. La primera obra historiográfica dedicada a la literatura coreana, Historia de Literatura de Choson (조선문학사, chosonmunhaksa), preparada por Ahn Hwak en 1922, es de pequeña extensión y tardía en comparación con las de Japón y China. No obstante, es de apreciar su punto de vista acerca de la referida relación entre literatura janmun y literatura vernácula, pues es algo desconocido para la japonesa y la china. Asimismo, ofrece una penentrante consciencia en cuanto al sentido de su teoría básica de la literatura nacional. La limitación mayor consiste en la carencia de tratamiento concreto y profundo de los materiales y fuentes.
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Durante las siguientes décadas Corea sufrió la ocupación ilegal por parte de Japón y la llamada guerra de Corea, produciéndose un parón del trabajo historiográfico, que más tarde, debido a la escisión del país, tuvo grandes dificultades para poder acceder a una historia completa de la literatura nacional. La historia de la literatura coreana no fue presentada en el mundo exterior y por esta razón el debate académico acerca de la misma se mantuvo dentro de los límites del ámbito nacional. Aun así, fue una gran controversia el problema del método y de los principios de aplicación histórica a su literatura. La discusión a este propósito fue más encarnizada en los demás países. La historiografía de la literatura de la primera mitad del siglo XX se elaboró a base de fuentes y documentos importantes a los que hoy es difícil acceder. Durante la segunda mitad del siglo XX, se trabajó más detalladamente y se produjeron varias obras. Sin embargo, la división del país en Sur y Norte ha dificultado el trabajo unitario. En fin, la Historia completa de todos los tiempos de la literatura coreana (한국문학통사/ jangukmunhaktongsa), del profesor Cho Dong-il, publicada en Seúl por Jisiksanopsa, 2005, en seis tomos su 4ª ed. ampliada (1ª ed. 1982-1986), es el fruto más destacable de la historiografía literaria coreana. VIETNAM es el caso de historiografía literaria tratado con menor profundidad por Cho Dong-il, en razón de su menor conocimiento de esa lengua y cultura. La bibliografía disponible ofrece dos obras de Historia de la literatura, una procedente de la época colonial y publicada en 1994, y otra publicada en 1975, tras la unificación del país. Cho considera relevante el modo en que Vietnam desarrolla la literatura escrita en janmun importada de China y el hecho de que el país entendió la importancia de la consciencia nacional durante la época colonial francesa. También es de destacar el tratamiento de la literatura de resistencia contra Estados Unidos. 2. COMPARACIÓN DE LOS MÉTODOS DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA
En Europa solía escribirse la historia de la literatura conjuntamente en latín hasta la Edad Media y, por ello, con limitada consideración de aspectos nacionales. Tampoco se ha hecho una síntesis de la literatura escrita en latín a partir del Renacimiento, escasamente valorada. Es decir, continúa sin corregir este error de tomar la literatura europea sin transición de la Edad Media a la Moderna. Por su parte, la historiografía literaria coreana ofrece ciertas soluciones. La tradicional apreciación coreana de la literatura de transmisión oral se debe a que precursores humanistas como Kim Man-jung (1637-1692) y Hong Dae-yong (1731-1783) consideraron a las canciones folklóricas-
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populares (miño, 민요) el género más genuino. En Corea, el atesoramiento de esa literatura de transmisión oral ha dispuesto una perspectiva globalizadora de correlación entre aquella tradición oral escrita en lengua vernácula y la escrita en janmun. La teoría historiográfica actual es deudora de ello. Su consecuencia es la antedicha Historia completa de todos los tiempos de la literatura coreana, cuya realización posee un significado universal. En especial puede servir directamente de ayuda para avanzar una solución en la tarea urgente que tiene la historiografía literaria china de ser reescrita desde la perspectiva de que la historia literaria de ese país es una historia fundada en la relación entre literatura de transmisión oral y literatura transcrita. Los casos de Vietnam y Japón también son como el de Corea: su historia literaria es resultado de la relación entre las tres literaturas arriba mencionadas, pero esto no ha podido verse correctamente por el hecho de carecer de una teoría apropiada. Las características de la literatura japonesa según son explicadas en Japón, a propósito de que en su literatura la proporción de literatura escrita en janmun es muy reducida y que la creación de literatura de transmisión oral no fue muy viva, deben ser reexaminadas a fin de obtener conclusiones más exactas. Los estudios de los países europeos que aún no han dado la importancia debida a la literatura de transmisión oral habrán de reexaminar el problema a fin de contribuir a una teoría general de la historiografía literaria. La teoría correlativa de tres literaturas que se desprende de literatura coreana es incluso aplicable a una historia literaria que no disponga esas tres realizaciones, pues sirve como medida para destacar sus particularidades. En Asia del Este no es dominante el caso de Corea y Vietnam, cuya historia literaria consiste en esas tres literaturas en similar proporción manteniendo relación muy estrecha entre sí. En el caso de China y Japón esto es parcial. Como ejemplo cercano, valga el de la literatura de Tamil del sur de India, que dispone abundantemente de literatura de transmisión oral, literatura escrita en Sánscrito (escritura comunitaria) y literatura escrita en tamil (escritura vernácula). Caso similar se puede determinar también en la literatura Swahili de África del Este, que dispone de literatura de transmisión oral, literatura escrita en árabe (escritura comunitaria) y literatura escrita en el idioma swahili (lengua vernácula), manteniendo las tres íntima relación. Ahora bien, hay ejemplos que disponen de estas tres literaturas pero sin equilibrio proporcional, y éstos son los de Java, Cambodia, Tailandia, Bengala, Turquía, Persia, Hungría, Hausa. Si la teoría preparada en Historia completa de todos los tiempos de la literatura coreana se aplica a la historia de literatura de estos pueblos permitirá comprobar diversos fenómenos y características de sus literaturas y, a partir de ello, mediante modificación y ampliación, la preparación de una teoría general de la historiografía literaria nacional en convergencia de sentido global y universal.
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Los primeros modelos de historiografía literaria nacional, los europeos, sirvieron de ejemplo a Japón, que ofreció un segundo modelo tras la adopción del europeo. Pero ya esto es cosa del pasado, pues nos encontramos en época de reinicio. La ampliación de los resultados reunidos al historiar la literatura coreana a fin de comprender la historia de literatura como triple correlación permitirá entender las literaturas nacionales y los grados de su conexión como historia literaria universal. He aquí unas pautas que pueden tomarse como método historiográfico de la literatura. 1. El camino hacia una integración. La historia literaria no puede consistir sólo en historia literaria. Es imposible aclarar el desarrollo de la historia de la literatura tratando sólo de la literatura misma al margen de la historia del pensamiento y la historia de la sociedad. Una historia literaria así limitada no será más que enumeración de materiales o de la composición según las impresiones que revele. Pero esto en realidad no ha ocurrido, afortunadamente, pues en general toda historia literaria ha considerado de algún modo el problema, aun sin querer o sin hacer mención de ello. Ahora bien, existe la tendencia que intenta afrontar el método historiográfico dando importancia a la relación entre historia de la literatura y del pensamiento. El punto vulnerable de esta tendencia es que la literatura sea tratada como mero material para investigación de historia del pensamiento y que su contenido como comprensión de historia del pensamiento se aproxime a una ideación vacía. Otra tendencia es focalizar el esclarecimiento de la relación entre la historia de literatura y la del pensamiento. Pero en este caso también existe el defecto frecuente de intentar aplicar forzadamente los resultados de la periodología adoptada en la historia social a la literaria, descartando así la originalidad histórico literaria sin poder exponer el espacio que existe entre una y otra. Es preciso reconocer la originalidad de la historia de literatura. Hay que valorar el hecho de que la historia de literatura se ha desarrollado por sí sola sin haber mantenido relaciones de subordinación con la historia del pensamiento y de la sociedad, debiendo aclarar qué relación existe entre estas dos y aquélla. El pensamiento se sitúa en la misma posición que la literatura por el hecho de tratarse de una forma de consciencia transformable según el cambio social, y hacer el papel de mediación entre la sociedad y la literatura en virtud de mantener relaciones directas con realidades concretas. Si comprendemos la relación de las tres, al situar la historia del pensamiento entre la de la literatura y la de la sociedad, podremos obtener pistas para poder conceptualizar los significados simbólicos de la literatura y comprobar el proceso del cambio de los aspectos litera-
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rios producidos por cambio de las ideas en relación de los cambios sociológicos. No todo lo que está por hacer consiste en trazar el rumbo de la investigación y la síntesis de las tres historias en su dimensión teórica. Es preciso dirimir primeramente cómo se ha elaborado la bibliografía existente sobre historiografía literaria, a fin de determinar qué hay y cómo se ha construido y en consecuencia qué es lo que queda por hacer. Los problemas concretos que aparecen en el trabajo historiográfico deben ser resueltos mediante investigaciones reales e históricas, lo cual ayudará acumulativamente al establecimiento de una teoría general lógica y conceptualmente fundamentada. A este propósito hay que decir cómo actualmente en el mundo occidental, que parece liderar la indagación en teoría literaria, la tendencia dominante es criticar las teorías mediante otras teorías, sin atender al proceso antes referido. Es decir, pasan por alto el hecho de que el fuerte trabajo historiográfico es el fundamento directo de toda renovación en la teoría general. Por estas razones, es preciso afirmar que la teoría literaria debe ser teoría de la historia de literatura y estar sostenida desde la historia de la literatura3. 2. El intento realizado en Historia completa de todos los tiempos de la literatura coreana A la hora de estudiar y comparar las historias de la literatura para hacer histografía literaria se hace evidente el problema de la periodología, que puede plantear dificultades por subjetivismo. Valga de ejemplo: cuando se habla de ‘transición de la Edad Media a la Edad Moderna’ o del ‘comienzo de la literatura moderna’, estas designaciones se basan a menudo en criterios arbitrarios. Uno de los motivos que se ejercen al escribir historia dela literatura suele ser intentar demostrar a través de ésta un orgullo de tipo nacionalista. Aunque ciertamente un nacionalismo de resistencia o bien con sentido progresivo en la búsqueda de la tradición nacional y la recuperación de su capacidad debe bien diferenciado. Por otra parte, es un gran obstáculo para la correcta comprensión de la historia literaria, por ejemplo en el caso de China, el punto de vista de negar la originalidad y la subjetividad de otras razas distintas a la dominante, otras que no sean la Han (raza idealizada como principal en la formación de China). Esto puede dificultar el establecimiento de una teoría general que reconozca de un modo nuevo el proceso de desarrollo de la historia literaria, 3
Dijo Cho Dong-il que “en el mundo occidental existen teorías para teorías, y en cambio, lo que se necesita, es teoría de la historia de la literatura”. En “서양문학이론 수용, 무엇이 문제인가 (Aceptación de las teorías literarias occidentales, ¿cuáles son los problemas?)”, 한국문학과 서양문학 (Literatura coreana y literatura occidental), Seúl, Jisiksanupsa, 1991.
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basado en la idea de que las literaturas de los pueblos minoritarios debe ser incluida y cada una de ellas no tiene que ser juzgada inferior a otras por ese carácter de minoritaria, sino tratada de igual a igual intentando observar la forma de correlación entre las mismas. Otro problema a la hora de fijar la órbita historiográfica de la literatura de una nación es si ha de ser incluida o no la literatura producida en una escritura comunitaria o compartida. La literatura europea escrita en latín y la literatura asiática escrita en janmun (ideogramas de los Han), por ejemplo, podrían ser denominadas ‘literaturas de escritura compartida’, habiendo de considerar cómo se pueda escribir y cómo haya de ser tratada. Ahora bien, ha habido muchos casos de tratamiento deficiente de la literatura de transmisión oral por haber sido dominante el punto de vista de que la historia literaria es identificable con la literatura escrita, a pesar de que la literatura de transmisión oral sea objeto mucho más originario y primario. En el marco de este tipo de problemas el profesor Cho espera contribuir de algún modo a la construcción de la historiografía literaria de Asia del Este mediante su Historia de la literatura coreana realizada a partir de los años 80 del siglo XX. Cómo hacer una periodología historiográfica de la literatura de Asia del Este mediante la de Corea? ¿Debería basarse la periodología en los cambios de dinastía o en la misma literatura o en el pensamiento, o según la historia socioeconómica? A juicio de Cho Dong-il se trataría de lo siguiente: - Desde el punto de vista de la lengua, la división podría consistir en un período de literatura de trasmisión oral (Edad Antigua), período de coexistencia de janmunhak (literatura escrita en janmun) y literatura escrita en lengua vernácula (Edad Media) y periodo de literatura solo escrita en lengua vernácula (Edad Moderna). - Desde el punto de vista de los géneros literarios, en la Edad Antigua son de destacar los poemas épicos y heroicos; en la Edad Media, la poesía lírica, y en la Edad Moderna la novela. La época en que coexistían poesía lírica y poesía didáctica es la medieval tardía, y la época en que se suma el género novela corresponde a la época de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. - Y por otra parte, atendiendo a una división de períodos regida por la filosofía y el pensamiento, según la teoría de Cho Dong-il, la literatura de la Edad Antigua es caracterizable por el etnocentrismo; la de la Edad Media, por el universalismo; la de la época de transición por la participación del estamento civil o laico, y la de la Edad Moderna por un nacionalismo sostenido por el ismo estamento civil. La discriminación del profesor Cho puede resumirse en lo siguiente: -1. La literatura de la Edad Antigua echa su raíz en la aparición de la mitología y los poemas épicos de la fundación nacional. Es cierto que en la literatura primitiva también existían la mitología y los poemas épicos, pero no referidos a la fundación nacional, siendo esto la gran diferencia. En esta
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época, el valor de la literatura reside en general en el etnocentrismo del poder dominante. - 2. La literatura de la Edad Media alta se caracteriza por la realización de un universalismo medieval bajo el lema de gobernar al pueblo con afecto, lo cual es comúnmente perceptible en los propios enunciados. -3. La literatura de Edad la Media tardía se caracteriza por una realización propia del universalismo medieval. La introducción del budismo da lugar a una literatura de sentido más angosto. La literatura escrita en janmun se elabora como poesía, que es el sector nuclear de la literatura, aunque diversificándose en varios tipos. -4. En la literatura de transición es de destacar el encumbramiento de un nuevo estamento social dedicado a su cultivo. Esto es consecuencia de los cambios en las clases sociales. Hubo renovaciones en el pensamiento literario y un paso del universalismo al nacionalismo. Los géneros importantes son la novela y el teatro. -5. En la literatura de la Edad Moderna se distinguen las tendencias nacionalistas e igualitaristas. Es importante la convergencia de lengua escrita y lengua hablada. Es de notar la aparición de la novela y la poesía modernas y, sobre todo, la posición preminete de la primera. Ahora bien, la aplicación del criterio utilizado a propósito de una periodología historiográfica de la literatura de Asia del Este, de la del tercer mundo y de la literatura universal podría establecer una correlación de la historia literaria universal a fin de esclarecer el desarrollo universal y usual para, finalmente, hacer posible el establecimiento de principios generales. La observación de los fenómenos comunes a las literaturas de las naciones de Asia del Este y su aplicación historiográfica a la literatura china, descubriría nuevas perspectivas útiles al universalismo y ayudaría a la formación de una teoría general de la historia de la literatura de Asia del Este. En conclusión, el historiógrafo de la literatura es quien hace en este campo las contribuciones importantes, pues es quien plantea propiamente los problemas e indaga teóricamente a fin de reflexionar sobre la metodología antes de hacerlo los sectores de la historia del pensamiento y de la sociedad. Constituye un error de la historiografía literaria situarse tras la historia del pensamiento y la historia social, pues éstas carecen de la perspicacia y la capacidad de aprecio de los logros de la historiografía de la literatura. Los investigadores de los sectores de pensamiento y social debieran abrirse al estímulo susceptible de proporcionar las consecuciones de la investigación literaria, pues esto facilitaría una aceleración de los esfuerzos de la investigación literaria en su avance hacia el reconocimiento global de la Historia.
HACIA UNA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA EN JAPÓN ALFONSO FALERO TERMINOLOGÍA
La reconstrucción del proceso de formación de la historiografía literaria en Japón ha de atender a la cuestión terminológica, a qué se entienda por “literatura” e “historia de la literatura”. En el caso de Japón la cuestión, naturalmente, no debe ser reducida a una simple e hipotética postura de autoafirmación culturalista. Más bien a la inversa. El movimiento de occidentalización, y precedente de la globalización de nuestro tiempo, que acompaña a la restauración Meiji (a partir de la década de 1860), introduce un elemento de ruptura con las tradiciones heredadas, a la vez que no puede sino desplegarse mediante una ejecución lingüística que aspira a una homologación de términos ya existentes en esas tradiciones y ahora recontextualizados y conceptualizados o resemantizados durante un breve pero difícil proceso de translación y modificación terminológica que culmina en la década de 1910. En el legado terminológico existente se halla el elemento apto para incorporar el significado del vocablo latino-europeo literatura (de littera, que no es sino reescritura del griego gramma, grammatiké), y éste es bungaku1. Como se indicará a continuación, bungaku es un término preceptivo en origen desprovisto de sentido histórico o de movimiento, no estando su uso tradicional asociado al concepto de historia, de modo que la idea decimonónica aprendida de occidente de una historia de la literatura introduce un aspecto de novedad2, y en particular porque en ese momento la cultura occidental ya había accedido a su extremo de madurez historicista, hasta el punto de que tal extremo sufrió por subsiguiente mecanismo pendular un giro estructuralformal contrario durante gran parte del siglo XX y sólo aminorado y disuelto en las dos últimas décadas. Es decir, el momento del contacto a este propósi1
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Sobre la reformulación del concepto en la era Meiji (1868-1912), véase S. Suzuki, “What Is Bungaku? The Reformulation of the Concept of Literature in Early Twentieth-Century Japan, en Marra, Michael F. (ed.), Japanese Hermeneutics: Current Debates on Aesthetics and Interpretation, Honolulu, University of Hawai’i Press, 2002, pp. 176-188. También del mismo autor, Nihon no bungaku o kangaeru (Pensar la literatura japonesa, 1994), Tokio, Kadokawa Shoten, 1994, cap. IV, pp. 61-79. Ibid., cap. V, pp. 80-102.
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to con Japón tuvo lugar en el momento cenital del pensamiento histórico o historiológico y la práctica historiográfica occidentales. Con todo, las élites que cultivaron históricamente la poética en Japón establecen desde el origen una conspicua conciencia de la dicotomía “lo antiguo/lo nuevo”, explícita en los propios títulos de numerosas colecciones antológicas. Es decir, la poesía japonesa no se rige por la preceptividad del concepto de literatura. Éste es el punto de partida de toda posible elucidación del problema en el contexto japonés, que por lo demás y en el fondo no es en este sentido muy distinto a cualquier otro de cultura elaborada, sobre todo asiática. La diferencia europea consiste en que la dicotomía “antiguos/modernos” y su gama de posibilidades poseyó un alcance pleno y general que no es ahora ocasión de argumentar o describir. El concepto de literatura, bungaku, proviene del término wen de las Analectas de Confucio, que se entiende en relación a un ideal de “ilustración”, por tanto con un amplio rango semántico, como letras o escritura del letrado, algo explicable dentro del proyecto confuciano del “gobierno de los letrados” en la China antigua. La actividad literaria forma parte de las tareas de administración del Estado, y el ámbito de la literatura es el propio de la cultura que sostiene, regula, administra y reproduce la lógica del Estado en su dinámica de gestión de su territorio y expansión de su civilización. Es decir, el vocablo wen chino representa un concepto similar al de la grammatiké griega (aunque en ésta menos oficialista) y, a su vez, el subsiguiente letras (de litterae) y literatura, cuya fuerte derivación historicista característicamente europea conducirá al complementario historia de la literatura. En todo el orbe de influencia sínica, literatura (wen) viene a representar el ejercicio del arte de la escritura como privilegio de formación de la élite política. A consecuencia de este límite impuesto por el propio marco pragmático de la literatura, son de discriminar tres aspectos. Primero, la literatura se reserva al ejercicio masculino, único ejecutante de las tareas encomendadas de gestión de la cultura oficial, siguiendo el modelo confuciano. Segundo, si la finalidad literaria no es literaria, sino didáctico-política, queda también excluida la práctica libre del ensayo, la poesía personalista tal como es desempeñada en el ámbito creativo informal de la cultura paralela daoísta por las mismas élites, y la ficción. En tercer lugar, la esencia del ejercicio literario consiste en preservar, imitar, reproducir e interpretar los clásicos. Es decir, los clásicos definidos por la escuela confuciana, constituidos en esencia por los “cinco clásicos” más los “cuatro libros”. En términos literarios ello se resume en una apreciación de los géneros de la filosofía-pedagogía, la poesía, la historia, los textos legales, la astrología y el calendario, y una consecuente devaluación del resto de posibles formas de escritura. Los géneros quedan de este modo fijados y los textos antiguos constituidos como modelo a seguir y nun-
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ca a superar. La historia de la actividad literaria tendrá carácter circular, inspirándose en los clásicos de donde parte y retornando eternamente al modelo original. De este modo se configura la cultura escrita en el orbe sínico, que incluye el ejercicio de la literatura como parte de la cultura oficial en Japón desde la aparición misma de las letras en el periodo antiguo hasta la cancelación de este modelo y su sustitución por el modelo moderno de literatura tomado de la civilización euroamericana. En el modelo de literatura confuciano se encuentra la clave para entender por qué la poesía tiene en Japón, como originalmente en China, un estatus privilegiado. En el caso chino se incorpora a los clásicos y se convierte en literatura como actividad propia del letrado. En el caso japonés la poesía tendrá un doble estatus, por un lado como práctica de la alta nobleza, en lengua china o japonesa, comenzando por la antología del Kaifūsō (751), y con referente en la tradición china. La primera antología poética en lengua japonesa, Man’yōshū (c.760), está diseñada como antología universal de la nación, siguiendo el modelo chino del Libro de los cantos (Shijing)3. En este sentido corresponde a una misma tipología. Pero a su vez es reivindicada como punto de partida de una tradición propia desde el siglo X. Así, por otro lado, la poesía japonesa se convierte a partir de entonces en elemento constitutivo de la formación de una identidad literaria que reivindica su autonomía. Durante toda la historia del país disfrutará en consecuencia de un estatus claramente diferenciado de otros géneros, como práctica legada por las divinidades, iniciada por el emperador y recogida por la nación. De este modo se configura la tradición de las antologías imperiales de poesía, a partir de cierto momento editadas y gestionadas como documentos de Estado por el gabinete de poesía Wakadokoro (desde el 951), y ocupando en conjunto un espacio que va del 814 al 827 con tres antologías en lengua china, y del 907 a c.1439, con veintiuna antologías en lengua japonesa. Se explica así que la poesía en Japón constituya históricamente el género de mayor prestigio y sea a su vez matriz del resto de géneros tradicionales. No obstante, de modo paralelo a lo mencionado en el párrafo precedente, en el mismo orbe sínico se configura otra idea de literatura como práctica de clases funcionariales medias y bajas, que expresan sentimientos personales de manera provocativa y libre, fuera del marco de la literatura oficial, y crean un espacio literario autóctono para la práctica de la escritura. En el ámbito chino, la composición poética asociada a la práctica de las artes propias del ocio de estas élites, como son la caligrafía y la pintura, incorpora el poder de la escritura creativa al conjunto de la práctica literaria, tomando el concepto de lo literario (wen) como expresión primigenia del mundo perso3
Sobre la época del Man’yōshū puede consultarse Konishi, Jin’ichi, Nihon bungakushi (Historia de la literatura japonesa), Tokio, Kōdansha, 1993, pp. 32-41.
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nal del artista y de este modo abriendo la posibilidad de desarrollo de la literatura imaginativa y fantástica. En Japón, esta dualidad de la literatura tomará cuerpo en el siglo X, con la consolidación de los géneros japoneses de la poesía cortesana waka, el diario nikki, y la narrativa monogatari, los dos últimos fruto de la práctica de miembros de la clase noble baja, incluyendo la mujer, y en escritura japonesa kana. La clase nobiliar alta mantendrá el estudio de los clásicos confucianos en la corte, acompañados de la escritura sínica en textos de carácter legal-administrativo, y el cultivo de la tradición poética china. La poesía japonesa waka constituirá una excepción de todo el estamento nobiliar, pero se regirá igualmente por modelos de inspiración china. A ello se agrega la escritura monástica, regida por el prestigio de la lengua china como transmisora de los arcanos de la verdad religiosa, pero a partir del siglo XI incorporando textos en escritura mixta, con uso del kana. Sin embargo, los géneros japoneses no formarán parte de la literatura bungaku, concepto que quedará limitado a la producción sínica con referencia a los clásicos, hasta la redefinición del término hacia 1890 como belles lettres (bibungaku). La creación literaria como fruto de la imaginación ha pertenecido hasta entonces al ámbito de las artes en cuanto artes literarias bungei, sin distinción entre éstas y las artes plásticas o escénicas, e incluyendo las artes aplicadas o artesanías. Así en la era Edo (1600-1868), el término de ‘artes lúdicas’ o yūgei, abarca de manera indistinta la poesía sínica, la pintura en tinta, la ‘pintura de los letrados’ o bunjin-ga (del gusto de poetas posteriores como Masaoka Shiki, 1867-1902), la poesía japonesa waka, la caligrafía, el arte del té, la ejecución del instrumento de cuerda shamisen, etc. Es decir, todas aquellas artes que forman parte del entretenimiento o cultura urbana moderna. Aquí llama la atención que la poesía, tanto en chino como en japonés, sale del ámbito exclusivista de la literatura bungaku para ocupar un espacio estético común con otras artes plásticas y escénicas, lo cual nos revierte a un modelo de artista que ha incorporado la persecución estética per se, fuera de los círculos confucianos de la cultura oficial. De hecho, con la aparición del haikai en el siglo XVI la práctica poética se libera por primera vez de su referencialidad como arte perteneciente a la esfera del bungaku para convertirse en una actividad cultivada por el vulgo. La clase samurái por el contrario será la depositaria de la cultura confuciana de carácter oficial, que practica las artes literarias bungei dentro de la esfera de las artes marciales bugei, como su complemento, y por tanto dentro de la tradición de la literatura bungaku. Es en la década de 1890 cuando culmina la mutación. La reordenación del Estado Meiji (1868) según el modelo de Estado-nación globalmente imperante, da lugar a la aparición de la ‘literatura nacional’ (koku-bungaku). La literatura deja de ser un privilegio de clase para convertirse en parte de una
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identidad social. La nueva definición de literatura como actividad universal con referente en la ‘lengua nacional’ (kokugo) se traduce en un proceso de homologación de prácticas dispersas de escritura y una unificación de usos diversos del habla que permiten construir un solo idioma con su expresión estética en una “literatura”, concepto amplificado para incluir las producciones literarias del vulgo así como de las periferias, sin distinción de clase alguna, como corresponde al concepto homogéneo emergente de “nación japonesa”. Según el modelo cultural de Japón como nación-Estado, éste debe poseer una ‘literatura del Japón’ (Nihon bungaku) o ‘literatura japonesa’ (wa-bungaku) como patrimonio intangible4. La necesidad de unificar lengua hablada, literatura y nación en una sola conceptualización da como resultado la conciencia de unificación de habla y escritura (genbun itchi) como un imperativo, fenómeno paralelo al ocurrido en la emergencia de las literaturas nacionales a nivel global, y que plantea el problema del estilo (buntai) como nexo de solución del binomio. En este orden de cosas, por primera vez aparece la diferencia radical entre literatura sínica producida en Japón y “literatura japonesa” escrita en japonés. Esta diferenciación conllevará sus traumas por artificial y ahistórica. Los literatos de Meiji no adoptarán el proyecto de la adaptación del estilo literario al habla más que parcialmente, y en aquellos casos en que se aplica de manera intencionada conducirá a un resultado defectuoso, no conducente a su pretendida accesibilidad por la sociedad de masas. Desde el Man’yōshū hasta Natsume Sōseki (1867-1916), la escritura sino-japonesa funcionará como un todo armonizado y naturalizado. Sōseki y sus coetáneos cultivan de manera espontánea la escritura sínica kanbun/kanshi-bun, a la vez que la escritura japonesa globalizada. El estilo epistolar mixto sino-japonés sōrō-bun tiene vigencia entre personajes de las letras hasta su cancelación al final de la II Guerra Mundial. A nivel institucional, sin embargo, se establecerá una distinción categórica entre ‘literatura japonesa’ (wa-bungaku) y ‘literatura sínica’ (kan-bungaku), la cual incluirá como objeto de estudio académico a los clásicos confucianos, la poesía, la historia y el ensayo, junto con la tradición de escritura sino-japonesa o kanbun. Entre la década de 1890 y 1910 el término literatura queda definitivamente redefinido. Un autor como Kitamura Tōkoku (1868-1894) adopta el neologismo jun-bungaku o ‘literatura pura’ a fin de adaptar ideas prestadas del alemán y el francés (como ocurre con el mencionado término bi-bungaku o belles lettres) y aplicarlas a la idiosincrasia japonesa. Este tipo de literatura o Literatur será definida por su ámbito expresivo, no por su estilo o su escritura. En efecto, siguiendo corrientes del idealismo filosófico y el romanti4
Consúltese al respecto la informada disertación sobre el concepto en H. Shirane, “Constructing Japanese Literature: Global and Ethnic Nationalism”, en Marra, ed. cit., pp. 165-175.
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cismo literario europeo, la literatura debe contener a la vez imaginación, sentimiento (kanjō) y pensamiento. En cuanto a géneros, los tres grandes beneficiarios de la impronta europea global serán lógicamente la tríada de poesía, drama y novela. Y académicamente, la universidad japonesa mantendrá la tradición literaria del bungaku reformulada como ‘humanidades (jin-bungaku), refugio de la filosofía y de la historia, ahora cercenadas del ámbito literario. Esto en realidad no es por completo diferente a lo ocurrido en la Ilustración europea. A la redefinición del concepto de literatura se asocia el problema de identificar y registrar, a modo de censo patrimonial, los ‘clásicos’ (koten), como esqueleto del edificio de la “historia literaria”. La cuestión del origen y de la historicidad habrá de resolverse en sintonía con la historia nacional y sus propias opciones. Los primeros historiadores de la literatura japonesa identificarán el origen de la tradición en el siglo VIII, justo donde el proyecto político restauracionista de Meiji sitúa su objetivo de refundación nacional. De este modo políticamente se salva la distancia entre la era antigua, de dominio imperial, y la era Meiji, enlazando ambos proyectos imperiales en una sola línea genealógica, y dejando en un segundo término difuso las eras medieval y moderna temprana. La historia literaria sigue el mismo guión, y decide que el genio de las letras japonesas aflora por primera vez en los cantares de origen popular y oral, contenidos en los clásicos del siglo VIII conocidos como Kiki (Kojiki, 712, y Nihon shoki, 720). Estos cantares son reconocibles como poesía, pero por extensión el Kojiki en muchas de las historias literarias desde entonces viene a convertirse en la obra fundacional, no solo del Estado japonés, sino de la civilización japonesa, incluyendo su literatura5. La justificación estará en el carácter de esta obra como literatura religiosa primitiva de tipo sintoísta. La categoría de ‘literatura religiosa’ (shūkyō bungaku), en la que encuentra su lugar natural una parte importante del ensayo libre medieval japonés, contrasta con el carácter de la ‘literatura amatoria’ (koibumi-teki bungaku), en la que se incardina la tradición poética del tipo del Kokinshū (907). Desde el punto de vista del modelo europeo moderno que los japoneses toman de la Literatur alemana, inglesa y francesa, la primera de estas categorías resulta problemática, mientras que desde el punto de vista de la tradición japonesa, la poesía no está exenta de sentido religioso, igual que ocurre en gran parte de la producción poética europea moderna. De todos los géneros literarios, a partir del siglo XIX la novela se convierte en dominante. Por tanto, en Japón se tratará de identificar ejemplos novelísticos en su tradición. La tradición narrativa por excelencia en Japón
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Tradición esta que sigue Rubio, Carlos, Claves y textos de la literatura japonesa: Una introducción, Madrid, Cátedra, 2007.
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es el monogatari, que se configura como género en el siglo X6. Si se incorpora esta tradición al marco referencial europeo de la ‘novela’ (shōsetsu), entonces tenemos que, como se dice en algunas historias universales de la literatura, la Historia de Genji (c.1007) resultaría ser la primera novela conocida7. Pero Genji pertenece a la tradición del monogatari, y el término shōsetsu no tiene entrada en la literatura japonesa hasta la modernidad tardía. Bajo este concepto-marco los historiadores de Meiji decidirán retrotraer la historia de la novela shōsetsu hasta el medievo, y deciden incorporar a la misma los subgéneros del cuento popular, de origen medieval temprano, de la narración libre o sōshi, que se extiende del siglo XII al XIX e incluye el cuento fantástico, los relatos urbanos, los relatos ilustrados y las historias populares de la era Edo, y de las narraciones de estilo elegante o gabun. El teatro, por su parte, se constituye en Meiji por primera vez como literatura bungaku. Hasta entonces, en Japón el teatro clásico medieval conocido posteriormente como nō era popularmente llamado sarugaku, donde –gaku indica pertenencia a las artes de entretenimiento, junto con el sainete denominado kyōgen y el teatro de marionetas jōruri, que junto con el teatro kabuki configuran el espectro escénico en el medievo y la edad moderna temprana. El teatro nō es rescatado en Meiji de la esfera de la cultura del ocio para incorporarlo a la literatura bungaku como arte puro. Igual suerte corren los diarios de viaje conocidos en la edad moderna temprana como kikō-bun. Se incorporan como subgénero propio dentro del nuevo marco de la literatura bungaku, amalgamando desde el diario clásico Tosa nikki (935), considerado por la tradición como parte de la literatura poética cortesana, a los diarios de haikai de Bashō (1644-1694), tomados por la tradición como literatura popular8. De este modo el haikai se eleva a la categoría de la poesía waka, y alcanza por primera vez el reconocimiento de alta literatura. En resumen, además de reinterpretar toda la tradición bajo el prisma de categorías estéticas nuevas, se nivelan y homogenizan una serie de formas literarias disímiles. Dentro de esta maniobra es llamativa la incorporación al olimpo de los grandes literatos de Japón, de autores populares que no habían alcanzado reconocimiento en las letras japonesas, como el autor de relatos urbanos Ihara Saikaku (1642-1693), el mencionado jaikista Bashō y el autor
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Véase Falero, A., Lecciones de historia literaria japonesa, Salamanca, Amarú, 2013. Contra esta opción ha disertado Konishi, Jin’ichi, A History of Japanese Literature (Vol. Two: The Early Middle Ages) Princeton U. P., 1986. Sobre el proceso de incorporación de obras como el Man’yōshū o el Genji monogatari al concepto de literatura bungaku en la era Meiji (1868-1912), véase Suzuki, Ob. cit., pp. 69-71. Sobre el concepto de haikai en Bashō, véase Konishi, 1993, Ob. cit., pp. 130-140.
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de teatro jōruri Chikamatsu Monzaemon (1653-1725)9. Ellos tres representan la tríada de glorias de la era Edo, tal como la presenta la mayoría de las historias literarias de Japón hasta el presente. Pero esta decisión fue tomada en la era Meiji, a principios de la década de 1890. ORÍGENES
Desde el Prefacio compuesto por Ki no Tsurayuki (872-945) para la primera antología imperial de poesía en lengua japonesa, Kokin wakashū (907)10, aparece en la historia japonesa la conciencia de tradición literaria, exclusivamente referida a la poesía. Esta conciencia viene reflejada en el propio título de la antología. Ko o ‘lo antiguo’ y kin o ‘lo nuevo’, introducen en el espacio discursivo de Tsurayuki la idea de cambio, desde el parámetro original de “lo antiguo” representado por la tradición poética de Man’yōshū hasta el parámetro de modernidad que introduce la nueva poesía, del gusto de los poetas del presente ampliamente recogidos en Kokinshū. Lo cual no quiere decir que Tsurayuki valore necesariamente lo moderno frente a lo antiguo. La concepción del Man’yōshū es a la vez apreciada como origen de la tradición del waka, y a la vez es situada en un pasado arcaico, por lo cual no puede ya responder a las necesidades del presente, al menos en sentido formal, aunque sí sea modelo en cuanto a expresividad del sentimiento poético. Y entre Man’yōshū y Kokinshū se instaura una historicidad que se entiende como un proceso orgánico de evolución del gusto desde lo antiguo hasta lo moderno, si bien al no cambiar el objeto poético, en cuanto a inspiración se refiere no puede haber evolución11. Esta sólo se da en el aspecto de la técnica de composición. Es más, Tsurayuki dice en el Prefacio: Nació la poesía cuando se mostraron por primera vez el cielo y la tierra. La leyenda nos dice que la primera poesía surgió en el amplio cielo con la princesa Shitateru y en la áspera tierra con el poema de Susanoo no Mikoto12.
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Sobre las figuras de Saikaku y Chikamatsu véase Konishi, cit., pp. 141-153. Sobre el papel que juega Chikamatsu en este period, W. Lee, “Chikamatsu and Dramatic Literature in the Meiji Period”, en Shirane, H./Suzuki, T. (eds.), Inventing the Classics: Modernity, National Identity, and Japanese Literature, Stanford U. P., 2000, pp. 179-200. Traducción parcial en Kokinshuu: Colección de poemas japoneses antiguos y modernos, ed. C. Rubio, Madrid, Hiperión, 2005. Sobre la concepción poética de Tsurayuki, ver Ōoka, Makoto (1995), The Poetry and Poetics of Ancient Japan, Honolulu, University of Hawaii Press, 1997, pp. 39-62. En este sentido hay que entender la afirmación de M. Ueda de que “Tsurayuki no creía en el progreso histórico” (Ueda, Makoto (1967), Literary and Art Theories in Japan, The University of Michigan, 1991, p. 26). Versión de C. Rubio en Hiperión, 2005, Ob. cit., p. 88.
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Los poemas mencionados aquí están recogidos en la sección conocida como “Era de las deidades” de Kojiki, con lo cual Tsurayuki está haciendo referencia al carácter universal del hecho poético, que en origen va más allá incluso de la esfera de lo humano. Tras repasar estilos poéticos de imitación de modelos chinos, Tsurayuki distingue explícitamente el sentimiento poético japonés, y añade: “Los poemas más antiguos fueron reunidos en una antología denominada Manioshu”13. Tsurayuki delinea a partir de aquí los contornos de una posible historia de la poesía japonesa waka, ordenada con criterios de crítica literaria, basados en su propia teoría sobre la naturaleza del hecho poético y sobre los principios de composición. Después de reconocer el genio de los poetas del Man’yōshū, Hitomaro y Akahito, se centra en una breve selección de poetas modernos, contemporáneos o inmediatamente precedentes a la edición del Kokinshū. Pero la selección obedece al criterio de mostrar sus defectos de expresividad o de forma, y no a la intención de un historiador14. No obstante, en Tsurayuki advertimos por primera vez en la historia literaria japonesa el esbozo de una conciencia de historicidad. El Kokinshū se convierte inmediatamente en un precepto de poesía para toda la historia posterior del género, y en consecuencia poetas posteriores escribirán prefacios a antologías y ensayos de crítica literaria donde reproducirán y expandirán esa conciencia de historicidad de Tsurayuki, al tiempo que irá configurándose una fuerte conciencia de pertenecer a una tradición. PERIODO MEDIEVAL
Murasaki Shikibu (c.978-1025) efectúa para el género narrativo monogatari lo mismo que Tsurayuki para el waka. Lo convierte en tradición e inicia la conciencia de que el monogatari tiene su propia historia, aunque no la escribe. Eso sí, en el Genji monogatari deja cumplida constancia de su deuda con la tradición, y lega un sentido homenaje a sus predecesores. Entre ellos Ki no Tsurayuki, el primer teórico de la poética waka en el Prefacio al Kokinshū, convertido ya en un clásico. Murasaki nos deja una interesante discusión de crítica literaria en el capítulo 25 del Genji, donde se atreve a preferir la veracidad profunda de una buena narración al realismo de la literatura bungaku representada por la crónicas dinásticas del Nihon shoki15. Además nos ofrece una sentencia que deja constancia de su conocimiento del género
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Ibid. p. 95. A pesar de lo cual, M. Ueda le reconoce cierta intención histórica al “aplicar el principio de un sentimiento verdadero a la historia literaria” (Ueda, o. cit., p. 7). Ueda dedica el capítulo segundo de Literary and Art Theories in Japan (cit., pp. 25-36) al “arte de la novela” de Murasaki.
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y su temprana conciencia de historicidad, tomada a partir de la línea establecida en el Prefacio de Tsurayuki. Los relatos no se cuentan de la misma manera en el otro reino, e incluso en el nuestro los estilos antiguo y moderno son, por supuesto, distintos16.
Es decir, China tiene su propia tradición, diferente a la de Japón, y en la historia de la tradición japonesa los monogatari, igual que la poesía waka, se clasifican según su estilo “antiguo” o “moderno”. No debemos pasar por alto el hecho de que el género narrativo del monogatari no se distingue claramente del género supremo, el poético, que marca los principios de toda la estética literaria en Japón hasta la aparición del término bungaku Literatur, como hemos visto. Los monogatari presentan en muchos casos una forma totalmente híbrida, donde prosa y poesía se alternan de manera totalmente integrada en el relato. Y en los casos en que la narración es dominante, esta siempre está adornada con poemas para resaltar y expresar los momentos más emotivos o reveladores de la historia narrada. Genji no es una excepción a esta regla, y Murasaki además justifica la validez de la literatura de ficción, frente a la repulsa a la ficción que enarbolan los representantes de la literatura = realidad a que se limita la categoría literaria de bungaku, con el mismo argumento que Tsurayuki. En efecto, si Tsurayuki había defendido la validez de la poesía por la capacidad del poeta de captar un momento de la realidad de su entorno natural, en la misma línea Murasaki da un paso más y defiende la validez de la narración de ficción por la capacidad del narrador de captar la verdad de los personajes que habitan la historia narrada. Aquí verdad es una categoría superior a realidad, pues el realismo se queda en la superficialidad de los acontecimientos, mientras que el verismo alcanza a la esencia de la personalidad de sus protagonistas. Para Murasaki de hecho Genji es en sí un homenaje a la historia del género monogatari, desde Ise monogatari (945) y Taketori monogatari (960), que es mencionado en la obra y considerado por Murasaki como el gran ancestro del género, hasta Utsuho monogatari (995) y otras narraciones de ficción amorosa que le han precedido17. El periodo medieval introduce un elemento de novedad en la prehistoria de la historiografía literaria japonesa: el modo de conservación, interpretación y transmisión del legado de la antigüedad. En efecto, los textos litera16
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Murasaki, Shikibu, (2007) La historia de Genji (2 vols. versión de J. Fibla), Gerona, Atalanta 2006-2007, Vol. 1, p. 558. Ivan Morris presenta una traducción anotada del párrafo en cuestión en Morris, I. (1964), El mundo del Príncipe Resplandeciente, Gerona, Atalanta 2007, “Murasaki escribe sobre el arte narrativo”, pp. 382-385. M. Marra desarrolla un análisis de historia político-literaria de textos como el Taketori monogatari y el Ise monogatari, en The Aethetics of Discontent: Politics and Reclusion in Medieval Japanese Literature (1991), Honolulu, University of Hawaii Press, pp. 14-53.
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rios generados, reproducidos (copiados) y conservados en el entorno cortesano de la cultura letrada de la élite nobiliar hasta la era Heian (794-1185), a partir de la era Kamakura (1185-1333) y la irrupción de la cultura guerrera, que conlleva el confinamiento de la cultura aristocrática al entorno de Kioto, se convertirán en referentes de un modelo de clasicismo, que es patrimonio de un número limitado de familias. Estas familias de la corte procurarán mantener su prestigio atesorando versiones auténticas de los clásicos literarios, valiéndose de la transmisión secreta de la interpretación verdadera de los mismos. Así verán textos poéticos de gran impronta fundacional como el Kokinshū una literatura de comentario de carácter iniciático conocida como Kokin denju18. Esta literatura de comentario secreto funciona como un mecanismo de adaptación al nuevo paradigma cultural medieval dominado por el budismo esotérico, que opera del mismo modo. Es más, en los monasterios se practicará igualmente una exegética de carácter esotérico de textos heredados de la antigüedad, con el epicentro en los sutras y los comentarios antiguos. Este tipo de recepción y reinterpretación de los clásicos literarios corre paralela al desarrollo de una tradición de transmisión oral y popular a través de los juglares profesionales conocidos como biwa bōshi, que se van a ocupar de la pervivencia en el imaginario colectivo de conocidos episodios de la literatura épica medieval. Las composiciones legadas por estos transmisores se conocen como heikyoku o ‘cantares del Heike’. Obras como Heike monogatari (1241) tendrán por tanto una doble vía de transmisión, por escrito como piezas literarias del gusto de las élites cultas y a través de la difusión oral entre las clases populares19. Este tipo de obras además nos interesan por su alto grado de intertextualidad. Si en la época Heian se había impuesto la moda de la cita de poemas de la tradición china como versos iniciales de una nueva composición (honka-dori), obras como el Heike contendrán numerosas alusiones directas y veladas a poemas y episodios de la literatura clásica, convirtiéndose a su vez en fuente predilecta de citación en las piezas del teatro nō de la era Muromachi (s. XV-XVI). Esta vía de la citación y la referencialidad externa será uno de los métodos más importantes de transmisión histórica del sentido de una tradición literaria durante el periodo medieval. Monjes medievales como Chōgen (1121-1206) vendrán a reforzar la interpretación, por parte del estamento budista, de tipo sincrético budo18
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Véase una presentación del concepto en Plutschow, Herbert E., Chaos and Cosmos: Ritual in Early and Medieval Japanese Literature, Leiden, Brill, 1990, pp. 192-93. El Prefacio del Kokinshū se convierte en una de las fuentes básicas de los comentarios medievales, como lugar de referencia para las estrategias de auto-legitimación de las escuelas en pugna. Véase al respecto Klein, Susan B., Allegories of Desire: Esoteric Literary Commentaries of Medieval Japan, Cambridge, MA, Harvard U. P., 2002, pp. 55-56. H. Plutschow aclara el valor de ofrenda ritual subyacente en obras como el Man’yōshū o el Heike monogatari, en Plutschow, Ob. cit., pp. 217-228.
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sintoísta y conocida como honji suijaku o interpretación del ‘buda extranjero de origen – deidad japonesa avatar’, para sincretizar el culto del templo budista del Tōdaiji en la vieja capital de Nara con el gran santuario de la deidad imperial de Ise. Con el mismo método Chōgen incorpora los clásicos japoneses a la literatura budista. El resultado de ello es por ejemplo la obra Genji ipponkyō (Sutra de Genji en un volumen, 1176), donde nos ofrece una temprana teoría de ordenación de los géneros de la literatura. La clasificación resultante queda como sigue: 1. clásicos budistas - 2. clásicos confucianos - 3. Historia - 4. literatura china (bun) - 5. waka - 6. monogatari, sōshi, nikki. De esta clasificación se sigue en primer lugar que por literatura bungaku se entiende una tradición holista y heterogénea, con referencias en la literatura budista india, en los clásicos de China y en la historia literaria de Japón. La primera posición corresponde a la literatura sapiencial religiosa del budismo que para Chōgen como monje es hegemónica, a continuación el lugar de prestigio le corresponde a los clásicos del confucianismo, también con una fuerte impronta sapiencial o erudita, y en tercer lugar los clásicos de historia. Toda esta tipología de textos representa la literatura bungaku en primer término. Lo que nosotros entendemos por literatura como obras de ficción literaria aparecen solo en segundo término, y dentro de esta categorización subsidiaria en cuarta posición encontramos obras de ficción literaria china tales como la antología de textos de las dinastías Qin – Han (siglos III a.e. – III) Wen xuan (compilada c.520), que en Japón se había convertido en un manual de literatura para la aristocracia Heian. En quinta posición la poesía japonesa waka presenta su preeminencia sobre los géneros narrativos, pero evidentemente no se compara con la tradición poética china. La poesía china está incluida en el punto 2 de los clásicos confucianos (poesía arcaica) y el 5 de la literatura wen que recoge un muestrario de prosa poética del estilo fu de la dinastía Han. Las categorías 5 y 6 son relevantes porque suponen el reconocimiento de la propia tradición literaria japonesa e incluyen los géneros nuevos de la literatura Heian. Esta ordenación de los géneros literarios tiene su modelo en las obras del budismo esotérico de fundadores como Kūkai (774-835), donde exponen un organum universal de ordenación enciclopédica jerarquizada de los saberes religioso-filosóficos, correspondiéndole al budismo la posición hegemónica. Simultáneamente en los círculos cortesanos se custodia y transmite la tradición poética del waka. El dato más significativo de los modos de transmisión del saber poético en la Edad Media japonesa es la segmentación de las líneas de transmisión en el seno de familias y círculos privados. Tal segmentación ha de entenderse en el contexto de una cultura aristocrática que debe sobrevivir al fracaso del modelo clásico de Estado formado alrededor de la
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corte imperial, y que debe renegociar su patrimonio cultural en condiciones de competitividad. Como herencia de la cultura Heian, la familia Fujiwara ostenta la primacía en la transmisión del saber poético del waka. Pero con los siglos esta familia ya se ha convertido en un clan y ha dado lugar a una serie de bifurcaciones genealógicas que se convierten en nuevas familias en disputa por el patrimonio cultural de la familia madre. Así ya tempranamente en el siglo XII la familia Rokujō (perteneciente al clan Fujiwara) apostará por la tradición poética japonesa más antigua, la del Man’yōshū (c.760), convirtiéndose en garante de su transmisión. Pero las condiciones de competitividad y legitimidad frente a otras familias que reclaman similares privilegios en el periodo medieval generan un fenómeno que distorsiona los mecanismos de transmisión de las tradiciones, consistente en la falsificación de las atribuciones y la adulteración textual. Una de las estrategias legitimadoras de las atribuciones de exclusividad familiar va a ser la creación de genealogías compuestas a tal fin. Se nos han transmitido numerosas listas genealógicas que conectan a las casas poéticas no con ancestros de su linaje sino con poetas de prestigio legendario en el pasado. Así, para legitimar sus pretensiones respecto a la herencia del Man’yōshū, la familia Rokujō reclama su origen genealógico en el poeta considerado más excelso de la antología, Hitomaro. La importancia conferida a las líneas genealógicas toma como modelo el patrón de transmisión de la autoridad en las sectas del budismo, las cuales sostienen su legitimidad mediante la pretensión de una transmisión directa y sin falla de los santos y sabios fundadores. El saber poético en el periodo medieval va a funcionar como un ‘camino’ o dō, el “camino de la poesía”, que la convierte de un juego de aristócratas en un sendero de iluminación. En este modelo se requiere una transmisión secreta de los principios de la composición poética y de los detalles que explican los puntos oscuros en las antologías transmitidas. De este modo la casa Rokujō reclamará tener el legado de la composición transmitido por el mismo Hitomaro. Pero la familia que está situada en el centro del clan es la Mikohidari, por tanto competidora con la rama periférica de los Rokujō. Los poetas más importantes del medievo pertenecen a este grupo. Y el primero de ellos que nos transmite su sabiduría poética, Fujiwara Shunzei (1114-1204), al tiempo que entiende la poesía como un saber búdico, no deja por ello de presentar antologías de poemas a deidades japonesas para elevar una súplica20. En su tratado poetológico Koraifū teishō (Notas sobre los estilos de la antigüedad, 1197-1201), reivindica la dignidad de la actividad poética:
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Ibid., pp. 177-184.
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Alfonso Falero Pero alguien podría argüir que mientras que en el caso del Mohe zhiguan21 se trata de la transmisión de la verdad profunda a través de hombres santos conocidos como los de “labios de oro”, lo que yo he traído a colación no es más que juegos de palabras conocidos como “palabras frívolas y ficticias” (kyōgen/kigo). Sin embargo, por el contrario es exactamente en estas donde se muestra la profundidad de las cosas. Ello se debe a que existe un flujo de significación recíproco entre cosas tales como la poesía y el camino de los budas, un camino que sostiene la interdependencia de todas las cosas22.
El resultado de la actividad teórica de poetas como Shunzei será la elevación de la categoría de waka como composición literaria y la confirmación de su prestigio en el contexto de los saberes medievales. Por waka no entendemos solo las antologías poéticas, pues durante todo el periodo medieval la narrativa cortesana de Heian se entenderá como modelos de composición poética en sentido amplio. De este modo la devoción de Shunzei por Genji se explica porque considera a este como un manual de escritura poética, y así Genji será transmitido hasta su re-lectura en la modernidad tardía. Como garante de la tradición poética cortesana, Shunzei es muestra de la conciencia de una tradición que abarca desde Man’yōshū hasta Senzai wakashū (c.1183), antología que incluye un capítulo dedicado a poesía budista. Shunzei es responsable de presentar la historia de la poesía desde el punto de vista de la evolución del estilo. En el seno de la corte de Kioto, numerosos críticos de poesía entre los siglos XIII-XVI se van a encargar de mantener el legado heredado de la antigüedad, de paso forjando la tradición y generando una proto-historia literaria. No solo en el entorno de los Fujiwara, pues autores de signo independiente como Kamo no Chōmei (1156-1216) componen tratados de poética, de los cuales es representativo Mumyōshō (Comentario sin título, 1212), que incluye una historia del waka, citando el Prefacio del Kokinshū, y en el que se distingue por primera vez entre waka monogatari o ‘narración poética’ y tsukuri monogatari o ‘narración de ficción’23. El modelo historiográfico en esta obra es el anecdotario, revelando numerosos detalles de poetas de la antigüedad y del entorno cortesano. Este modelo se convertirá en una de las estrategias de las casas competidoras, que en sus falsificaciones textuales alegarán conocer secretamente muchos datos desconocidos para el resto, sobre las obras o autores cuyo legado reclamen. Entre otras cosas, Mumyōshō atestigua la costumbre medieval de solicitar la composición de poemas a las deidades – budas, como Sumiyoshi Daimyōjin, elevado a la 21 22
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Prestigioso tratado de meditación de la escuela Tendai. Autor Zhiyi (538-597). En Hayashiya, Tetsusaburō, Kodai chūsei geijutsuron (Teorías artísticas antiguas y medievales), Tokio, Iwanami Shoten, 1973, pp. 262-263. Sobre la estética de Chōmei, véase Marra, ed. cit., pp. 70-100.
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categoría de deidad patrona de la poesía24. Este recurso también funcionará como acción legitimadora de la actividad poética que se pretende hacer pasar como herencia sagrada. En particular en la casa Mikohidari, la herencia de Shunzei en antologistas como Fujiwara no Teika (1162-1241) continuará la recuperación de la tradición del Kokinshū, con antologías como Shinkokinshū (1205) o ‘nuevo’ Kokinshū, donde añaden prefacios del estilo del clásico de Tsurayuki. A partir de aquí se hará habitual editar antologías universales de la poesía waka (o incluso en algún caso combinada con poesía kanshi), siguiendo un orden cronológico en la selección de poemas, con un criterio claramente historicista. Teika compila Hyakunin isshu (1235), una antología universal en cien poemas de cien autores. Frente a la primacía del Man’yōshū que reclama la casa Rokujō, Teika postula la de las tres primeras antologías imperiales de Kioto (Sandaishū) comenzando por Kokinshū. De este modo esta antología se acabará transmitiendo como el precepto de la poesía japonesa hasta la aparición del nacionalismo kokugaku en el siglo XVIII. Obras narrativas como Ise monogatari25 y Genji monogatari, epítomes de la literatura cortesana, mantendrán su enorme prestigio asociadas a la tradición poética. Teika compone un homenaje al último capítulo del Genji, “El puente flotante de los sueños”, en sus versos: “Cuando el puente flotante / Del sueño de una noche de primavera”… La transmisión del legado poético de manos de Teika traducirá el gusto cortesano heredado, por poetas como el celebrado Bai Juyi (772-846), o antologías mixtas de poesía sino-japonesa tal como Wakan rōeishū (compilada por Fujiwara no Kintō, c.1012), que ejercerán una poderosa influencia en el gusto estilístico tras la compilación Shinkokinshū. El culto a la tradición viene bien expresado en la siguiente instrucción del tratado de poética Eiga no taigai (Gran selección de poemas gloriosos, c.1222): Dirige tus pensamientos y aplica tu mente al efecto de los poemas antiguos. Debes prestar atención a los mejores poemas del Kokinshū, Ise monogatari, Gosenshū, Shūishū, y a las antologías de los Treinta y seis Poetas (Hitomaro, Tsurayuki, Tadamine, Ise, Komachi y demás)26.
En el marco cultural del medievo japonés, Teika continúa la tradición de sincretismo sinto-budista con origen en Shunzei.
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Sobre la composición de poemas por deidades sinto-budistas, Plutschow, Ob. cit., pp. 170-176. Ise monogatari es la otra fuente, junto al Prefacio de Kokinshū, de pugna por la autoridad, en los comentarios de las escuelas medievales. Véase Klein, Ob. cit., pp. 57-71. Ibid., p. 58.
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El gobierno militar bakufu de Kamakura no es ajeno al decurso de la cultura literaria de Kioto y entra en diálogo con ésta, en busca de una legitimidad simbólica. Textos como Ise o Genji son incorporados a las escuelas del bakufu de Kamakura, junto a las Analectas. En un modelo sincretista, kangaku o ‘estudios chinos’ clásicos coexiste con el budismo y el sintoísmo. La historia japonesa se incorpora, dándose lecciones sobre Nihon shoki. Y se favorecerá el estilo mixto de escritura sino-japonesa wakan konkōbun. En la era de Kamakura aparecen los primeros comentarios sobre Ise, inaugurándose la tradición que hemos identificado como Ise denju. Los herederos de Teika pugnarán por adscribirse la transmisión auténtica de la interpretación alegórica y filosófica del significado de la obra. La figura de Ariwara no Narihira (825-880), que se postula como protagonista principal de los episodios bajo nombre oculto, y además autor de la obra, viene de este modo a ser sacralizada como un bodhisattva27. Uno de los textos de comentario esotérico, Ise monogatari nangichū (Comentario de los significados difíciles en el Ise), atestigua el origen de gran parte de los poemas que hallamos en esta obra como procedentes de certámenes de composición de poemas a partir de pinturas en biombos, conocidos como byōbu waka, lo cual cuestiona la figuración de un autor único e identificable. El gran beneficiario de la pugna por la posesión del conocimiento secreto de Ise y Kokinshū va a ser el nieto de Teika, Fujiwara no Tameaki (c.1230-1295), prelado de la secta de budismo esotérico Shingon, y autor de varias obras clave de autenticidad dudosa, como Chikuenshō (Selección del jardín de bambú, 1265-1270), donde explica el Prefacio de Kokinshū28. En las escuelas iniciáticas de poesía de la época, los acólitos tienen acceso a determinados niveles de conocimiento según su avance en el proceso educativo de aproximación a la misma. La escuela de Tameaki diseña textos de aprendizaje por niveles. En Kokin wakashūjo kikigaki (Transcripción oral del Prefacio del Kokinshū, c.1270-1287), que transmite enseñanzas secretas de un nivel de iniciación intermedio, se afirma: “Hay tres escuelas de comentario del Kokinshū. La primera es la de Teika, la segunda es la de Ietaka, y la tercera es la de Yukiie [Rokujō]”29. Tameaki de este modo se sitúa a sí mismo como heredero de la escuela más autorizada para transmitir las verdades ocultas de este clásico. El comentario en cuestión pertenece al tipo del anecdotario de historia de la poesía, pretendiendo conocer todos los secretos que identifican autores desconocidos de poemas o significados alegóricos de los mismos. Explica el origen 27
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Narihira también se presentará como revestido de la sacralidad divina del ‘anciano’ okina. Véase Klein, Ob. cit., pp. 204. Sobre su pretendida educación esotérica, pp. 205-210. Para una presentación general de los comentarios de Tameaki, Ibid., pp. 47-50 y sobre todo 100-164, 186-189. Ibid., p. 107. Para un comentario extenso sobre esta obra, pp. 225-235.
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tanto de Ise monogatari como de Kokinshū como textos iniciáticos, elevando así la categoría de la poesía a la de la literatura sapiencial budista. Cuando el emperador vio este texto, comprendió el significado profundo del waka. Desde este momento comenzó a reverenciar este camino y ordenó que se compilara el Kokinshū. De este modo el poema de Narihira que comienza ware mitemo es el origen de las antologías imperiales de los ocho reinos30.
Con historias inventadas de este tipo se establece un linaje ficticio de transmisión de comentarios secretos del Kokinshū que llega a Tameaki. Otro texto de comentario atribuido al mismo autor, el Waka chikenshū (Antología de sabiduría sobre waka, c.1260), de carácter también esotérico, y de origen probable en otra escuela, reclama por primera vez el origen divino de algunos de los poemas de Ise monogatari en la deidad – buda Sumiyoshi Daimyōjin31. De este modo, Tameie repite el esquema sincretista de la escuela de budismo esotérico a la que pertenece, combinando sintoísmo, budismo esotérico y waka. Tameaki añade a la introducción de la obra la siguiente frase de su cosecha: Narihira se identifica como dos bodhisattvas: el bodhisattva del canto y la danza en el paraíso y el Kannon con cabeza de caballo. Al ver la situación de la humanidad… nació como ser humano en este mundo… para llevar consuelo a 3.733 mujeres sufrientes. Registró sus actividades en el Ise monogatari para difundir el significado [esotérico] del erotismo (irogonomi) a generaciones posteriores32.
De este modo la figura de Narihira, moralmente cuestionable por la tradición budista y confuciana medieval por romper el tabú de la continencia sexual y afirmar el deseo como norma de conducta, es rescatada de la condena, al reinterpretarla por medio de la teoría del budismo Mahayana del bodhisattva, iluminado que se encarna en la figura de un ser común para guiar a los seres humanos perdidos en el mundo de las apariencias. El budismo tántrico posee la clave de rescate de Narihira como un dios del intercambio sexual, a través del cual revela la verdad profunda del universo. Otra obra de tipo esotérico, Gyokuden jinpi no maki (Tomo de secretos profundos de transmisión áurea, 1273-78), certifica la transmisión de los secretos de la escuela Shingon a Narihira, mediante una interpretación inventada de un 30
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Ibid., p. 189. El texto referido es de conocimientos secretos transmitido al emperador milagrosamente. El poema de Narihira en Ise monogatari (episodio 117) demuestra, según el Kikigaki, que éste no es otro que el dios Sumiyoshi. Ibid., pp. 212-224. En Klein, Ob. cit., p. 109.
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poema en el episodio 124 del Ise monogatari33. Y Waka Kokin kanjō no maki (Tomo de iniciación al Kokinshū, c.1280) funcionará como texto final para acólitos que participan en la ceremonia de iniciación34. En esta obra Tameaki desarrolla en toda su extensión la alegoresis35 interpretativa como técnica de comentario de Ise monogatari y Kokinshū. En definitiva, se establece una genealogía de transmisión esotérica, que parte del propio Narihira, pasa por Tameaki, y llegará al erudito de la escuela wagaku Ichijō Kanera. Las casas herederas de Teika conocidas como Nijō y Reizei, se ven envueltas en una fiera competición por recibir el legado del poeta y custodio de la tradición36. Al parecer Fujiwara no Tameie (1189-1275), heredero directo de Teika, dejó a su descendencia dentro de su legado familiar dos cofres que cayeron en manos de uno de sus hijos, Reizei Tamesuke (1263-1328) y su madre Abutsu-ni (c.1222-1283), conocidos como u-sagi, por tener cada uno de ellos un sello distinto, de un pelícano y de una garza. La disputa legal sostenida con la casa heredera y competidora de los Nijō acabó en la entrega obligada del contenido de estos cofres por parte de Tamesuke, pero la historia del caso defiende que este no entregó documentos originales sino falsificaciones. Los comentaristas posteriores hasta nuestros días han identificado cuatro textos como usagi37, entrando dentro de la transmisión inventada, propia de las casas poéticas del medievo, sin llegar a un acuerdo definitivo sobre su autoría, pero evidenciando la importancia de la credibilidad, en cuanto líneas de transmisión secreta de conocimientos heredados, por parte de las casas poéticas. Nijō Yoshimoto (1320-1388) va a ser el representante por excelencia de la escuela Nijō38. De su autoría serán comentarios del tipo del Bishamon-dō Kokinshūchū (Comentario Kokinshū desde el templo de Bishamon) o Kokin wakashū kanjō kuden (Transmisión oral para la iniciación en Kokinshū), que completan la información sobre Kokinshū, atribuyendo su conocimiento a una tradición secreta sin fundamento alguno, para establecer el argumento de autoridad sobre el texto. Y en relación al otro gran texto en competencia por 33 34
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Para un comentario a esta obra, Ibid., pp. 236-248. Sobre la interpretación de la ceremonia imperial de entronización y su relación con la de iniciación (kanjō), Ibid., 176-181; sobre esta obra, Ibid., pp. 249-258. Definida por Klein como una técnica de interpretación textual que descubre significaciones ocultas mediante diversas estrategias, como el doble significado en las homofonías o en lecturas forzadas de los ideogramas. De este modo un texto tiene una lectura exotérica para el lector común, y una lectura secreta que solo descubre el lector iniciado. Klein, Ob. cit., pp. 93-99. Los textos, comentarios poéticos falsamente atribuidos a Teika, se titulan Gukenshō o ‘Breviario de visiones humildes’, Guhishō o ‘Breviario humilde de secretos’, Sangoki o ‘Registro de tres y cinco [noches]’ y Kirihi oke o ‘Brasero de paulonia’. Cf. Klein, Ob. cit., pp. 93-99. Además de comentarista de los clásicos, a Yoshimoto se le reconoce un papel crucial en la configuración del arte de la poesía encadenada o renga. Véase a este respecto Ueda, Ob. cit., pp. 37-54.
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las familias del clan Fujiwara, Ise monogatari, Yoshimoto convierte a Narihira en un bodhisattva de manera milagrosa desde su mismo nacimiento. El comentario a esta obra, con título de Ise monogatari zuinō (La esencia del Ise), revela un ejemplo más del alcance del tipo de interpretación alegórica que domina los comentarios medievales39. Por su parte, la familia Reizei responde con el comentario Ise monogatarishō (Breviario acerca de Ise), donde del mismo modo que los Nijō, el texto resuelve contradicciones de la obra original mediante la estrategia de la adición de una historia inventada40. El estilo de interpretación es alegórico, y Narihira es presentado como la figura que ocupa el centro ritual de la ceremonia iniciática que se realiza en memoria del poeta originario de la transmisión, y a través de la cual los discípulos avanzados acceden a niveles más interiores de acceso al conocimiento custodiado por la casa poética. En el original hay un episodio donde se narra el exilio de Narihira provocado por el clan Fujiwara, y el comentario suaviza el sentido del pasaje para reconciliar el texto con el clan. De donde se percibe manifiestamente que se trata de un texto atributivo para apropiarse de la autoridad legendaria de la obra original y por ende de la imagen construida del Narihira medieval. Las crónicas fueron consideradas literatura bungaku durante todo el periodo medieval, y el clásico de la historia japonesa por antonomasia, el Nihon shoki, ocupó todo el tiempo una posición de preeminencia. Eso sí, dejó de leerse el original para ser sustituido por una pléyade de textos de comentario conocidos en conjunto como “Nihongi medieval”. Por otra parte, durante este periodo esta obra sirvió de fuente autorizada, y como tal fue utilizada por la escuela Rokujō, Tameaki o las casas Nijō y Reizei41. Con Zeami (c.1363-1443) y la aparición de las escuelas de teatro nō en el Japón tardo-medieval se afianza la tradición de transmisión esotérica del saber literario, y a la vez se incorpora otra modalidad de conservación de la tradición, en la medida en que este tipo de teatro alimenta un imaginario que se nutre de determinados pasajes tomados de la narrativa japonesa, desde Genji hasta la épica posterior42. En efecto, en los siglos XV-XVI se da en el entorno de la corte de Kioto un gusto estetizante en sintonía con la nostalgia de un pasado esplendoroso, que ya habíamos visto aparecer en los círculos Fujiwara en la época de Teika43. Pero en esta ocasión ya no hay ninguna 39 40 41 42
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Comentario sobre esta obra en Klein, Ob. cit., pp. 273-279. Comentario a esta obra, Ibid., pp. 261-263. Ibid., pp. 182-183, 199-200, 227, 282. A lo cual hay que añadir el carácter de exorcismo que le confiere una naturaleza peculiar al teatro japonés, pero ello escapa al rango de análisis de este ensayo. Puede consultarse Plutschow, Ob. cit., pp. 229-254. La estética de Zeami gira en torno al concepto de una ‘atmósfera onírica’ o yūgen. Véase Ueda, Ob. cit., pp. 55-71, y A. Falero “Poética japonesa: Una perspectiva histórica”, en P. Aullón de Haro (ed.) Poética en Asia (en preparación).
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pretensión de emulación, solo de evocación, dando como resultado una enorme demanda de piezas teatrales llenas de referentes literarios del pasado. A nosotros nos interesa este fenómeno porque el efecto de esta demanda será servir de canalización para afianzar una iconología que fijará determinados pasajes y personajes en el imaginario colectivo japonés, lo cual servirá de precedente, junto a la labor de los clérigos itinerantes del periodo medieval, para la definitiva popularización de la memoria literaria en el Japón moderno temprano (a partir del siglo XVII). Las escuelas de teatro nō se entienden a sí mismas como herederas de las casas poéticas medievales, no como sus competidoras, reconociendo la primacía del género poético en el conjunto de las artes japonesas. Y así los tratados de teatro nō reproducirán el modelo esotérico de producción, conservación y transmisión que hemos visto aparecer en las casas poéticas medievales, presente en las dos grandes escuelas dramáticas, de Zeami y de su yerno Konparu Zenchiku (c.1405-1470). Pero por otro lado su necesidad de construir espacios dramáticos complejos les harán recuperar la tradición literaria de tipo narrativo, de donde obtener una fuente de inspiración para contar historias de guerreros o damas legendarios. Más allá del interés generado por estas historias en los círculos estéticos de la alta clase samurái en proximidad a los aristócratas de Kioto, Zeami establecerá la nobleza de la vocación dramática en la conocida sentencia: “El sarugaku es una oración por la nación”44. Con un fuerte apoyo político, además en Konparu, este tipo de manifestación literaria se incorporará de lleno al elenco de las artes-camino, constituyendo una prestigiosa vía de acceso al saber budista. Monjes y eruditos de la corte se encargarán de elevar la obra teórica de Konparu al grado de alta filosofía, interpretable tanto en clave budista como confuciana. Con este fuerte sostén político e ideológico, muchas piezas de teatro nō se han transmitido a la posteridad como obras maestras de la literatura y del saber, llegando a ser rescatadas en la era moderna tardía para incorporarse a la literatura nacional en su momento de construcción. Sirvan de modelo para nuestra presentación la celebrada pieza La túnica de plumas (Hagoromo, 1524)45, de autor desconocido, pero probablemente de la escuela de Zeami, donde se reproduce la historia matriz del cuento popular en la historia japonesa, desde su aparición en Man’yōshū (c.760) y su consagración en Taketori monogatari (960). De Konparu mencionaremos Nonomiya (El santuario en el campo), donde la protagonista es una dama de Genji. Además Teika, pieza de homenaje al poeta donde se explora la di44 45
En Plutschow, Ob. cit., p. 229. Sarugaku es una forma tradicional de referirse al teatro nō. Hay versión castellana en Takagi, K./Janés, Cl. (ed./trad. 2008) 9 piezas de teatro nō, Madrid, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, y en Zeami, (1419) Fūshi kaden: Tratado sobre la práctica del teatro nō y cuatro dramas nō, ed. de J. Rubiera yH. Higashitani, Madrid, Trotta 1999.
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mensión erótico-esotérica de su relación con una dama de la corte, y Yokihi, pieza nostálgica sobre la belleza legendaria de la dama Yang Guifei de la China Tang, y reflexión sobre la transcendencia. Aunque el teatro nō pierde popularidad frente a las nuevas formas literarias que eclosionan en el siglo XVII, como vemos en los ejemplos aportados ejerce una importante labor de transmisión del imaginario literario en círculos cultos y con cierta permeabilidad hacia la cultura popular, durante los siglos precedentes. WAGAKU
En el entorno del renacimiento cultural e intelectual de la corte en el siglo XV, un grupo de eruditos inician una labor de recuperación de los clásicos, al tiempo que disciernen entre la autenticidad y la falsificación en todo el legado clásico-medieval. Se distancian de manera explícita del esoterismo en los comentarios, y aplican un tipo de apreciación literaria basada en la transparencia y la claridad de análisis, inspirados en el ideal cortesano-confuciano del caballero letrado. Entendemos que el movimiento protagonizado por este tipo de eruditos de la corte conocido como wagaku o ‘estudios japoneses’ corresponde a lo que podríamos considerar la primera escuela de estudios literarios autóctonos en la historia de Japón. Inspirados en el prestigio de kangaku o ‘letras chinas’ en el seno de la corte, estos eruditos pretenden otorgar sello de clasicismo a las obras clave de la tradición literaria japonesa, estableciendo un doble canon sino-japonés como legado para la posteridad. Para el wagaku la tradición literaria japonesa tiene al waka como modelo, entendido éste como el ‘camino de la poesía’ (uta no michi) y por tanto con el sello de la autoridad del estamento intelectual del medievo. A la poesía se añade el reconocimiento del monogatari como género propio, si bien se entiende que su valor literario procede de su vinculación original con la poesía. De este modo los “estudios japoneses” por primera vez adquieren carta de naturaleza en posición de equiparación a los ‘estudios budistas’ (butsugaku) y en complementariedad con los ‘estudios chinos’ (kangaku), que reconocen textos de historia japonesa como Nihon shoki o Kogo shūi (807). Así los eruditos del wagaku generarán un catálogo de clásicos japoneses entre los que se incluye Ise monogatari, Genji monogatari, la historia del clan Fujiwara Ōkagami (1025), Sagoromo monogatari (1058-80), la antología mixta sino-japonesa Wakan rōeishū o las colecciones imperiales de poesía. Y por otro lado sustituirán los comentarios medievales, conocidos como kochū (‘comentarios antiguos’) por una nueva estrategia de interpretación basada en los principios de la literatura confuciana, con la que reevaluarán todo el acervo literario heredado. A los comentarios de la escuela wagaku se les conoce como
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kyūchū (‘comentarios de transición’)46. A los comentarios de la posterior escuela kokugaku (s. XVIII) se les conoce como shinchū (‘nuevos comentarios’). Los dos últimos tienen carácter propiamente filológico pues tratan de problemas relativos a lexicografía y gramática, mientras que los “antiguos” se centran en la transmisión de conocimiento histórico secreto. Prolegómeno temprano a este movimiento, Kitabatake Chikafusa (12931354), poeta y erudito de la corte del sur en el periodo de conflicto y restauración imperial tras el colapso del shogunado de Kamakura (1333-1339), es la fuente primaria de nuestro conocimiento sobre la supuesta herencia de Teika a Tameie conocida como textos usagi, con objeto de denunciar la estafa por parte de la línea Reizei, dado que el propio Chikafusa tenía conexiones con la línea Nijō. Chikafusa en obras como Kokinshū jochū (Comentario al Prefacio de Kokinshū) o Shokugenshō (Origen de la institución del Estado, 1340), se adelanta a los eruditos del wagaku en su proyecto de restauracionismo cultural asociado a la literatura Heian, que es objeto de una idealización que está a su vez en la base de la configuración de esta escuela. El hombre de Estado y letrado confuciano Ichijō Kanera (o Kaneyoshi, 1402-1481) es autor del Nihon shoki sanso (Comentario a Nihon shoki, c.1455-1457), edición anotada de la “era de las deidades”, donde Kanera muestra su afiliación al sintoísmo47. Entre sus contribuciones al wagaku destaca su anotación de Genji al tiempo que lo sitúa en una posición de honor dentro de la historia literaria de Japón. Igualmente, en Ise monogatari gukenshō (Breviario de opiniones humildes sobre Ise monogatari, 1474) Kanera se enfrenta a la tradición medieval de comentarios de este clásico, rescatándolo de la esfera de la literatura esotérica. En el mismo periodo la tradición de Kokin denju se mantiene activa en textos como Kokinshū engoki (Ensayo sobre Kokinshū del año cinco de Entoku, 1492) de Gyōe (14301498). Otro importante erudito sintoísta que contribuye a wagaku es Yoshida Kanetomo (1435-1511), autor de Nihon shoki jindai kanshō (Notas sobre la era de las deidades en el Nihon shoki, c.1500), que con esta obra contribuye a la tradición de comentarios del clásico escritos para circulación entre la aristocracia. Tanto Gyōe como Kanetomo entienden la historia japonesa en un contexto asianista48. La superación de la tradición medieval de comentarios tiene además un punto álgido en las lecciones del maestro de poesía encadenada renga, Sōgi, sobre Ise monogatari transcritas por sus discípulos Shōhaku (1443-1527) y Sōkan (Sōchō, 1448-1532). Sōgi nos deja también lecciones sobre Kokinshū (Kokin wakashū ryōdo kikigaki), donde a pesar de 46 47
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Según propuesta de traducción interpretativa de Klein, Ob. cit., pp. 51-52. Extracto y breve presentación en Bukkyō Dendō Kyōkai, Shintō seiten, Tokio, Bukkyō Dendō Kyōkai, 1983, pp. 54-55, 146. Véase Shirane/Suzuki, Ob. cit., pp. 59, 61.
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su general oposición a los comentarios medievales, acepta tomar de estos lecciones puntuales de valor histórico o pedagógico para la enseñanza de la transmisión de la obra, tradición conocida como hemos visto con el nombre de Kokin denju. En el mismo periodo y fuera de los círculos estrictos de la corte, el estamento budista, representado por los monjes del sistema de monasterios de la época conocido como Gozan, no valora la literatura en kana, como Kokinshū o Genji, sino la literatura china. Mientras que en la escuela oficial del shogunado Ashikaga solo se valoran textos con valor sínico como Wakan rōeishū y la antología de literatura china Wen xuan, o práctico como Shokugenshō. Será una vez entrados en el periodo de guerras civiles (1477-1573), cuando se revalorizan Kokinshū, Ise, Genji, Sagoromo y Eiga monogatari (1092), y en waka el Hyakunin isshu o el Eiga no taigai (c.1222) de Teika. De este modo los samuráis de este periodo aprenden los clásicos japoneses, junto a los clásicos confucianos y textos budistas. NEOCONFUCIANISMO VERSUS LITERATURA POPULAR
Desde la eclosión del wagaku, la primera escuela de estudios japoneses de la historia, que introduce ya unos planteamientos proto-filológicos, hasta la aparición del kokugaku, la escuela de restauración cultural del legado japonés, media una distancia histórica de unos doscientos cincuenta años, en que la clase samurái se incorpora definitivamente a participar activamente en la transmisión del legado cultural japonés, el estamento budista sobrevive a pesar de su relativa marginalización por el gobierno militar de Edo (16031867), gracias a su importante papel como protagonista del sistema educativo en provincias, aparece por primera vez un mercado literario urbano de consumo, sostenido por las clases medias, y el imaginario asociado a los clásicos sufre perversiones de gusto popular gracias a la sátira y la parodia. La clase samurái49 a partir de 1600 adquiere el perfil de líder moral de un proyecto incompleto de nación. Como consecuencia, el gobierno de Edo invertirá esfuerzos en la educación de este estamento. Algunos clásicos que se habían transmitido como obras de historia de gusto popular, así el caso de Taiheiki (1381), se convierten en manuales de la educación de samuráis, y se leen como textos moralistas sobre los valores de esta estirpe. Por su parte, las escuelas locales sostenidas por templos y monasterios a lo largo de la geografía japonesa, conocidas como terakoya, no distinguen entre textos sínicos 49
Sobre este proceso de aculturación y sobre la cuestión de si podemos considerar a los samuráis como clase social o más bien como estrato o estamento, existe la tesis doctoral de Gustavo Pita, “Transformaciones de la cultura bushi en el periodo Tokugawa”, Universidad Autónoma de Barcelona (2013). En este ensayo usamos términos como clase o estamento de manera general sin entrar en especificaciones técnicas.
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y japoneses, combinando el aprendizaje de poemarios Tang con poesía waka como en Hyakunin isshu o en Genji, este último considerado libro formativo para mujeres (jokun). En el contexto de la nueva cultura urbana que florece gracias a la pax Tokugawa, aparecen la figura del editor privado y los catálogos comerciales de obras, que nos dan una información muy precisa sobre la constitución de estos mercados y la función en ellos de las obras de valor literario. El primero, Wakan shoseki mokuroku (Catálogo de obras japonesas y chinas), de 1666, contiene un total de 2.693 títulos, con un porcentaje del 44% de textos que no tienen carácter académico-religioso, es decir que incluyen obras de carácter práctico y literario. La demanda es tal que en veintiséis años Kōeki shoseki mokuroku (Catálogo de obras de interés general) de 1692 contiene ya un volumen de 7.181 títulos, aumentando también el número de textos no académicos al 58%, lo cual demuestra la demanda creciente de obras de carácter práctico y literario frente a las de estudio filosófico o de instrucción religiosa. Se produce por tanto un fenómeno de popularización de la lectura, o acceso privado a las obras y una producción consecuente de textos destinados a satisfacer los gustos de este mercado. La popularidad alcanzada por la ficción escrita en japonés de tipo kana zōshi de Ihara Saikaku (1642-1693), la poesía haikai renovada por Matsuo Bashō (1644-1694) y el teatro de marionetas de Chikamatsu Monzaemon (1653-1725), en torno al periodo de florecimiento de las artes en la era Genroku (1688-1704), tiene su continuidad en la gran difusión de que son objeto nuevos subgéneros del tipo del -goyomi (‘calendario’, que incluye teatro de marionetas, grabados, teatro kabuki, etc., s. XVIII), o pertenecientes al estilo informal del gesaku, como el kokkei-bon (‘libros cómicos’, s. XIX), el share-bon (‘libros elegantes’) o el yomihon (‘libros de lectura’)50. Los clásicos japoneses sirven de referencia en la producción de estos géneros populares, pero su lectura cambia, y en particular aparecen técnicas de inversión de sentido mediante el juego de palabras o la parodia. Sirva de ejemplo temprano la obra de 1702 Genroku Taiheiki, un ensayo del periodo de florecimiento Genroku, que en el mismo título utiliza la doble referencia, semántica a la situación de paz y prosperidad del momento (taihei = ‘gran paz’), e icónico-literaria al clásico de la literatura épica arriba mencionado. KOKUGAKU
En el siglo XVIII aparece la escuela de restauración cultural conocida como kokugaku o ‘estudios nacionales’ de modo paralelo al gran desarrollo 50
Sobre la concepción poética de Bashō puede consultarse Ueda, Ob. cit., pp. 145-172. Igualmente sobre la concepción del drama en Chikamatsu, Ibid., pp. 186-195. Sobre el haikai como poesía en red, Ikegami, Eiko, Bonds of Civility: Aesthetic Networks and the Political Origins of Japanese Culture, Cambridge U. P., 2005, pp. 171-203.
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de la literatura popular y el mercado librero. El kokugaku es por un lado la reacción por parte de un grupo de intelectuales separados de los centros culturales de Kioto y Edo a la prestigiosa tradición de estudios chinos o kangaku, y posteriormente a la tradición budista o butsugaku, y por otro la aplicación de las técnicas filológicas de la escuela de estudios confucianos kogaku o ‘estudios antiguos’ a los clásicos japoneses51. Reviste cierta continuidad del wagaku en cuanto a su interés primordial por la literatura nacional, pero va mucho más lejos, en cuanto rechaza los clásicos chinos y la literatura sínica producida en Japón, y su inspiración intelectual la obtiene del sintoísmo en exclusiva, interviniendo desde fuera de la tradición cortesana, con gran sentido de independencia ideológica. La obra de comentario de los eruditos del kokugaku es ingente y de gran calado para la configuración de los estudios literarios modernos, pues sus protagonistas asumen la tarea de volver a interpretar todos los clásicos japoneses desde una óptica de recuperación de su sentido original, purgado de las adiciones intelectuales de las tradiciones religiosas hasta el momento. Para ello intuyen la existencia de una lengua japonesa arcaica en cuyo proyecto de reconstrucción también ponen las primeras piedras, dando origen a los estudios de lingüística histórica del japonés. Por tanto se trata de rescatar los significados originales de las palabras para poder entender el verdadero sentido de las obras. En su selección de las obras japonesas genuinas, y su rechazo a toda la tradición sino-japonesa, dan lugar a la formación de un nuevo catálogo de los clásicos japoneses. El primer erudito vinculado a esta escuela es el monje budista Shingon, Keichū (1640-1701). Este autor escribió comentarios a Man’yōshū y a Hyakunin isshu de Teika, produciendo tratados de lexicografía antigua que cuestionan las convenciones de este campo. El énfasis en Man’yōshū rompe por primera vez la primacía de Kokinshū y la tradición cortesana, desplazando la prioridad de la poesía arcaica y nacional característica del primero. Tras Keichū, el prelado sintoísta Kada no Azuma(ma)ro (1669-1736) mantiene la primacía de Man’yōshū y de Nihon shoki. Tercero en sucesión de esta escuela, el también sacerdote sintoísta Kamo no Mabuchi (1697-1769) llevó la devoción filológica sobre Man’yōshū hasta sus últimas consecuencias, ideando una teoría cultural del Japón antiguo según la cual no sólo la lengua japonesa original de Yamato está dotada de ‘espíritu’ (kotodama)52, sino que el japonés que la habla está investido de unos rasgos particulares de masculinidad, valor y ‘honestidad’ (makoto) fielmente expresados en la primera antología de las letras japonesas. Mabuchi denomina en consecuencia al 51
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Véase K. Karatani (1985), “Edo Exegesis and the Present”, en Marra, Michele (ed. 1999), Modern Japanese Aesthetics: A Reader, Honolulu: Hawai’i U. P., pp. 270-300. Cf. Plutschow, Ob. cit., pp. 75-87.
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estilo Man’yōshū, masurao-buri o ‘estilo heroico’, convirtiéndolo en el texto fundacional de la nación japonesa. Simultáneamente a la configuración de un movimiento de restauracionismo cultural, la creciente cultura urbana incorpora progresivamente nuevas capas sociales a la población lectora, de lo cual es muestra la aparición en 1790 de un texto ilustrado (Ehon sakaegusa, Libro ilustrado para la prosperidad) que revela el importante aumento de la alfabetización de la mujer a fines del XVIII53. La literatura popular muestra igualmente una vertiente contracultural de oposición a los centros de poder. De este modo Santō Kyōden (1761-1816) escribe la novela cómica Tama migaku aoto ga zeni (El molino que pule monedas, 1790) con intención satírica respecto de la política ministerial, razón por la que fue penalizado junto a su editor. Igualmente, a finales de la era Tokugawa (1603-1867), Tanehiko Ryūtei y el ilustrador Utagawa Kunisada publican una popular obra de contenido erótico-paródico (Nise Murasaki inaka Genji, El pseudo-Genji del campo Púrpura) que se convertirá en serie y entre 1829 y 1849 alcanzó 52 entregas y superó su prohibición 54. La segunda fase del kokugaku viene a ser representada por el discípulo de Mabuchi, el filólogo y crítico Motoori Norinaga (1730-1801), médico descendiente de una familia de comerciantes de la prefectura de Ise, reformador un tanto radical de la escuela identificando la clave interpretativa de mono no aware (‘empatía con las cosas del mundo’) y redescubriendo Genji monogatari y la cultura cortesana de Heian como modelo de la identidad japonesa, lo cual contradice el proyecto de Mabuchi de restauración de una cultura antigua inspirada en Nara y Man’yōshū55. Frente a la virilidad del modelo presentado por el maestro, Norinaga admirará la feminidad de la sensibilidad al modo Kioto (ciudad donde se inició en el estudio), y acuñará la clave alternativa del taoyame-buri o ‘estilo grácil’ representativo del Genji. Además, fervoroso sintoísta, sustituirá la primacía de Nihon shoki como referencia sobre la “era de las deidades”, incontestada hasta entonces, por Kojiki, argumentando que esta obra está escrita en la lengua de Yamato, mientras que su coetánea lo está en chino y por tanto no es fiable. Norinaga desarrolla un discurso anti-chino muy virulento, lo cual le lleva a prescindir de toda la tradición sino-japonesa e imaginar una tradición japonesa pura y libre de la influencia de la cultura continental. Su gran erudición le lleva a estudiar los clásicos Heian y su herencia, esto es Kokinshū, Ise monogatari, Tosa nikki, 53 54 55
Ikegami, Ob. cit., p. 303. Ibid., pp. 319-321 para más detalles. Sobre la literatura paródica de Tokugawa, pp. 318-323. Para la teoría literaria de Norinaga véase Ueda, Ob. cit., pp. 196-213. Sobre el concepto mono no aware desde una perspectiva henrmenéutica, puede consultarse M. Meli, “Motoori Norinaga’s Hermeneutic of Mono no Aware: The Link between Ideal and Tradition”, en Marra, Ob. cit., pp. 60-75.
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Makura no sōshi (c.1002), Shinkokinshū, Hyakunin isshu, Eiga monogatari, Sagoromo monogatari y Shokugenshō. Su reivindicación del monogatari, si bien se centra en un aspecto de la sensibilidad poética como es el aware, le abre un espacio propio a una tradición narrativa antes relegada a un segundo plano por la dominación histórica de la poesía. Su obra cumbre es Kojikiden (1798), obra magna enciclopédica en 20 volúmenes y compuesta durante veinte años, donde restablece filológicamente Kojiki como obra fundacional de la literatura y la nación japonesas56. Efecto del impacto de la actividad de los eruditos del kokugaku en la ordenación de la tradición literaria es la reorganización del catálogo NaraHeian como alternativa al repertorio budista y confuciano. Antes de la restauración Meiji (1868) y el occidentalismo resultante, que provoca una reordenación de la historia literaria y por primera vez una toma de conciencia específica de la propia pertenencia a la historia literaria universal, el panorama heredado consiste en varias tradiciones heterogéneas y débilmente conectadas por su adscripción a estamentos sociales escindidos, pero a la vez un rico imaginario en que todas las tradiciones se mezclan, confunden y recrean libremente en una floreciente sociedad de masas. La tradición aristocrática seguirá cultivando el kangaku asociado al gran prestigio de las letras chinas, ordenadas bajo el concepto discutido en estas páginas de bungaku, donde la poesía (incluido el waka) reina. El estamento clerical budista por su parte mantiene el enorme prestigio de la literatura religiosa e interpreta los clásicos japoneses desde esta óptica, con interés moralizante y supeditando la narración a la didáctica. Los círculos recientemente ascendidos de los sacerdotes y apologetas del sintoísmo abogarán por una lectura japonesa de los clásicos y reivindicarán el legado de la antigüedad, aportando lo más parecido a una idea pre-Meiji de literatura nacional. Y finalmente los ávidos lectores y consumidores urbanos sostendrán una pléyade de subgéneros narrativos y dramáticos, en su mayoría obras de ficción paródica o crítica a la vez objeto de entretenimiento ajeno a la autoconciencia de literatura en sentido moderno. Justo antes de la restauración política los acontecimientos culturales se orientan hacia un cambio literario, como muestra el movimiento en favor de la adaptación del idioma a un mundo globalizado, proponiendo la incorporación del léxico vulgar así como la emancipación del japonés de la escritura sínica. De hecho, los eruditos del kokugaku favorecían el uso del silabario kana o forzaban las lecturas sínicas tradicionales de los sinogramas hacia lecturas japonesas. La modernización globalista del estilo literario en Japón 56
Sobre la herencia de Norinaga en el desenvolvimiento de la tradición del kokugaku, véase Mcnally, Mark, Proving the Way: Conflict and Practice in the History of Japanese Nativism, Cambridge, MA, Harvard U. P., 2005, pp. 14-95.
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se da a través del movimiento denominado genbun itchi o ‘unificación de habla y escritura’, que para algunos se origina en ese momento y es asociable a la pionera propuesta “Razones para abolir los caracteres chinos” (1866), del estadista Maejima Hisoka (1835-1919). Maejima había estudiado ‘ciencia holandesa’ rangaku y ‘occidental’ anglosajona yōgaku en Edo, lo cual es indicio de hasta qué punto el crecimiento de estas disciplinas impulsó la reforma de las propias letras japonesas. MEIJI
En la década de los setenta, otro fenómeno de transformación del panorama literario japonés es la traducción sistemática de obras clave de las ciencias humanas occidentales, de filosofía, estética y literatura. Fruto de este esfuerzo es la aparición en 1870 de la traslación del término occidental literatura como bungaku, en la obra del filósofo Nishi Amane (1829-1897) Hyakugaku renkan (Enciclopedia de las ciencias)57. Consecuencia de esta elección traductológica será que el término bungaku inicie de inmediato un proceso de recategorización relegando al pasado la idea confuciana de bungaku como estudios elevados y adaptándose al cambio que acompaña a la progresiva introducción de fuentes occidentales. Es de tener en cuenta la introducción de un currículo de literatura y humanidades contemporáneo en la Universidad de Tokio, centro que en esta década inaugura su Facultad de Letras Bungakubu, la cual acogerá estudios de literatura universal junto a humanidades, derecho o economía. En esta Facultad se inaugura un Departamento de Letras Chinas y Japonesas (Wakan Bungakka). Es el periodo inicial en que el término bungaku se va a entender como letras en general, acorde al sentido originario occidental de litera-tura. Entre 1875 y 1885 se va a organizar el catálogo de la literatura japonesa, teniendo en cuenta que en principio la novela, la ficción narrativa carece de reconocimiento como bungaku, aunque se traduzca la novela política ilustrada europea y la ciencia ficción de Julio Verne. Quiere ello decir que los géneros narrativos clásicos del monogatari y modernos del sōshi aún no se reconocen como novela en el sentido occidental. No obstante, ya en 1875 Fukuchi Ōchi (1841-1906) usa bungaku en sentido europeo en el Tokyo 57
Véase sobre la concepción estética de Nishi Amane, Hamashita M., “Nishi Amane on Aesthetics: A Japanese Version of Utilitarian Aesthettics”, en Marra, ed. Ob. cit., pp. 89-96. Las primeras nociones occidentales sobre lo bello y estética son introducidas por Amane y el museólogo hispano-norteamericano Ernest Fenollosa (1853-1908). Para el texto de Amane, Ibid., pp. 26-37. Sobre el papel desempeñado por éste, cf. J. T. Rimer, “Hegel in Tokyo: Ernest Fenollosa and His 1882 Lecture on the Truth of Art”, Ibid., pp. 97-108; K. Karatani, (1994) “Japan as Art Museum: Okakura Tenshin and Fenollosa”, en Marra, M. F. (ed. 2001) A History of Modern Japanese Aesthetics, Honolulu, University of Hawai’i Press, 2001, pp. 43-52; y T. Kaneda (1990) “Fenollosa and Tsubouchi Shōyō”, Ibid., pp. 53-67
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Nichinichi Shinbun, aplicándolo tempranamente a la historia literaria japonesa. De este modo identificará los cuatro géneros literarios de la novela, con el Genji monogatari a modo de prototipo japonés, el drama, la poesía como categorizacón total de la poesía japonesa desde el Man’yōshū hasta el renga y el haikai, y la historia58. Es de resaltar el hecho de que Genji sea apreciado aquí como narrativa de ficción y no como texto de formación de la sensibilidad poética clásica, y que géneros poéticos considerados menores o populares en la tradición del waka, como el caso del haikai, sean nivelados en una misma categoría junto a los clásicos59. Entre 1877 y 1886, se reorganiza la Facultad de Letras (Bungakubu) de la Universidad de Tokio, que abrirá un Departamento de Filosofía, Política y Economía diferenciado del Letras Chinas y Japonesas (Wakan Bungakka), cercano a la idea de un departamento de literatura, pero en el sentido clásico japonés, teniendo la propia Facultad un marcado sesgo hacia la formación en los clásicos, acorde con el resurgimiento del interés por los clásicos chinos y japoneses habido en la década de los ochenta. En este periodo el monogatari japonés adquiere reconocimiento como bungaku, dividiéndose entre textos propios de la tradición lírica cortesana, como el Genji, y textos de la tradición épico-folclórica, así el Heike, tipo de narrativa hasta ahora considerada sólo como dotada de valor puramente histórico, didáctico para las clases populares, o formativo, como hemos visto, para la casta de los samuráis60. Mención aparte merece la publicación en 1885 del primer ensayo japonés de teoría de la ‘novela’ (shōsetsu), Shōsetsu shinzui (Esencia de la novela) del escritor y profesor de la Universidad Waseda, Tsubouchi Shōyō (18591935)61. Este ensayo toma como referencia el drama isabelino y el impacto del realismo de la novela decimonónica europea de la segunda mitad del XIX en el Japón contemporáneo. Es obra que contribuyó de manera fundamental a situar a la novela en la cúspide de las artes literarias, por encima de la poesía, y fue programa para escritores japoneses del momento que deciden modernizar la creación literaria siguiendo los modelos europeos. Shōyō lo plantea como una cuestión de evolución histórica inspirada en Herbert Spencer y, por otra parte, acoge el trabajo de Norinaga revalorizador del Genji como epítome de la narrativa japonesa, interpretado ahora en clave de novela psicológica. En cuanto al problema del estilo (buntai-ron), discute la 58
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Sobre el papel del Man’yōshū a partir de Meiji, véase Shinada Y., “Man’yōshū: The Invention of a National Poetry Anthology”, en Shirane/Suzuki, Ob. cit., pp. 31-50. Sobre el problema de la tradición en Meiji, cf. Suzuki, Ob. cit., cap. III, pp. 32-60. Sobre la reconstrucción del Heike monogatari, cf. D.T. Bialock, “Nation and Epic: The Tale of the Heike as Modern Classic”, en Shirane/Suzuki, Ob. cit., pp. 151-178. Véanse los textos en Marra, ed. Ob. cit., 1999, pp. 48-64, y en Keene, Donald, Modern Japanese Literature: From 1868 to the Present Day: An Anthology, Nueva York, Grove Press, 1956, pp. 55-58.
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necesidad de liberar a la literatura de la élite funcionarial, pero no reconoce como novela en sentido propio la novela política o la ciencia ficción, de gran calado popular como hemos indicado. Tampoco incluye la historia dentro del concepto de bungaku, liberando definitivamente a la literatura como arte de la ficción narrativa de la dependencia clásica junto a las ciencias del espíritu como la historia o la filosofía. Defiende un lenguaje de estilo vulgar o zokugo, y para la expresión elegante, propone una mezcla de escritura clásica y coloquial denominada ga-buntai o bungo. El problema fundamental que este ensayo deja pendiente es cómo escribir en un japonés realista o coloquial, más allá de los estilos legados por las últimas décadas del periodo precedente, donde el gusto lector se inclinaba a temáticas cotidianas, pero no había un vocabulario para ello más allá de la reproducción literalista de conversaciones en verdadero estilo coloquial, pues la parte narrativa se redactaba en estilo culto. No existiendo pues precedentes, Shōsetsu shinzui no es tanto un testimonio del cambio del gusto y la práctica literarias de la época cuanto un programa, propuesto como base de experimentación creativa para aspirantes a novelista. Entre el periodo de 1886 a 1897, la Universidad Imperial (de Tokio) reordena su División de Humanidades para incluir departamentos de estudios literarios nacionales, y así nacen el de Literatura Inglesa y el de Alemana, y posteriormente el de Francesa. Junto al interés por las literaturas europeas, el llamamiento de Shōyō a la inauguración del realismo en novela tiene una especial acogida por su amigo novelista y traductor Futabatei Shimei (18641909), quien primero aventura una teoría propia de la novela, Shōsetsu sōron (Teoría general de la novela, 1886), basada en su conocimiento de la literatura y la crítica rusas contemporáneas, aspirando a su aplicación en la novela japonesa, y siguiendo además el pensamiento de su mentor para aplicarse finalmente a la creación de esta proyectada novela japonesa. El resultado es Ukigumo (Nubes a la deriva, 1887-1888), novela escrita con maestría tomando como modelo a los grandes novelistas rusos del momento62. Aun siendo un experimento literario de éxito, y redactada en un japonés nuevo, de descripciones naturalistas y análisis psicológico de los personajes, aun así llaman la atención sus intermitentes guiños a la tradición mediante epítetos o sintagmas que remiten a los textos clásicos como Man’yōshū, Kokinshū o alguna pieza del teatro de marionetas o del nō. La combinación de referencias a este universo literario junto al del mundo urbano y la modernidad literaria occidentalista de Tokio le presta un especial encanto como primera 62
Traducción inglesa en Futabatei, Shimei (1889), Ukigumo: Japan’s First Modern Novel, trad. Ryan, M. Gr., Nueva York, Columbia U. P., 1965; extractos en Rimer, J. Th./Gessel, V. C. (eds.) The Columbia Anthology of Modern Japanese Literature, Vol. 1: From Restoration to Occupation, 1868-1945, Nueva York, Columbia U. P., 2005, pp. 56-65, y en Keene, ed. Ob. cit., pp. 59-69.
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novela del ideario modernista japonés. Este acontecimiento irá unido a la propuesta de unificación del estilo de escritura con el de la lengua hablada por parte de Mozume Takami (1849-1928), en su ensayo Genbun itchi63. No obstante los cambios detectados desde la irrupción de nociones literarias occidentales en Japón hasta aquí, entre los años 1887 y 1890, en términos generales se considera que el waka ocupa una posición central en la historia literaria. Pero es en este periodo también cuando la noción misma de literatura se transforma de concebirse como el reino de las letras en general a entenderse como el reino de la ficción perteneciente a la categoría de las belles lettres, siguiendo en esto a los cambios que se van dando en esta noción en la academia europea. En 1888 se da el hito de que se produce la separación entre literatura japonesa (kokubun) e historia, escindiendo a la literatura, como reino de la ficción, de la historia como reino de la realidad. Concebir la literatura como arte ficcional es un requisito para que el arte narrativo abandone el lenguaje de la literatura qua arte de la palabra culta y se aproxime al ámbito de lo cotidiano, pues si bien la ficción no requiere de comprobación por los hechos sí requiere de verismo o verosimilitud, como ya aclaró Murasaki Shikibu en el Genji. La irrupción de la novelística asociada al programa naturalista en estas fechas origina en consecuencia la unidad escritura-habla (genbun itchi) en la novela. Y a partir de 1890 van a aparecer las antologías de literatura japonesa como textos escolares o manuales de consulta. Pionera entre ellas la de Tachibana Senzaburō, Kokubungaku tokuhon (Lecturas de literatura nacional), que privilegia entre los textos seleccionados los de estilo mixto sino-japonés (wakan konkō-bun). También en este momento hallamos la primera historia de la literatura japonesa de manos de Mikami Sanji y Takatsu Shūsaburō, Nihon bungakushi (Historia de la literatura japonesa), que utiliza el vocablo japonesa y no nacional para desmarcarse de las propuestas nacionalistas. Los autores se plantean el papel de la historia literaria japonesa dentro del contexto de las literaturas del mundo, y distinguen entre la historia de la literatura mundial (Weltliteratur) y la historia de las literaturas nacionales como dos planos diferenciados de análisis. La sección dedicada a Japón reconoce al cancionero del Kiki como repositorio de las primeras semillas de la literatura nacional, junto con expresiones arcaicas que se dan en los edictos imperiales o senmyō y los textos de comienzos de la era Nara como el Kojiki (712), las letanías de tradición 63
Karatani Kōjin argumenta que el estilo de la novela Maihime (Bailarina, 1890) de Mori Ōgai, influido por la novelística alemana del momento, pero escrito en un japonés literario, es mucho más moderno que el de Ukigumo, a pesar de que esta última se supone obra estilísticamente experimental, genbun itchi. Véase Karatani, K. (1978-1991) Origins of Modern Japanese Literature, Durham, Duke U. P. 1993, pp. 45-54; extracto de Maihime en Rimer, J. Th./Gessel, V. C. 2005, Ob. cit., pp. 10-25, y Br. Lewin (1989) “Mori Ōgai and German Aesthetics”, en Marra, Ob. cit., pp. 68-94.
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oral norito y el Fudoki (714)64. La tradición se completa en la era Heian (794-1185) con la aparición del diario, Tosa nikki, con su consumación en Murasaki Shikibu nikki, y se amplía en textos de la era Muromachi y Edo como Jinnō shōtōki (Genealogía verdadera de deidades y emperadores, 1339) de Kitabatake Chikafusa y el estilo de diario en sino-japonés del maestro confuciano Arai Hakuseki (1657-1725). La posibilidad de combinar textos de carácter ficcional con otros de tipo ensayístico se abre al distinguir los autores entre dos tipos de literatura, de modo que el análisis del conjunto de la producción literaria (bungaku no zentai) en la historia se acomete desde la doble concepción de la literatura discursiva o ri-bungaku y la literatura que aspira a la belleza o bi-bungaku. En esto los autores optan por una noción inclusiva de la idea de literatura que medie entre las dos alternativas en pugna en el momento, y sin decantarse por un concepto novedoso para la época como arte de la ficción. Entre otras novedades que aporta esta temprana historia, debemos anotar que se da una recuperación de Genji como clásico indiscutible y concomitante a la devaluación de Kokinshū. A partir de 1892 el idealismo alemán se combina con la filosofía oriental para dar lugar a ensayos de carácter introspectivo65. Uchida Roan (18681929), en su Bungaku ippan (Introducción general a la literatura) difunde la noción novedosa de jun-bungaku o ‘literatura pura’, término sinónimo de bibungaku, para diferenciarla de la noción clásica de literatura qua humanidades en general66. La literatura “pura” comienza en la antigüedad con los senmyō y los norito. También en los orígenes, la poesía épica se inaugura en la “Era de las deidades” (Kiki), que es comparable a la aparición del Génesis en la cultura judeo-cristiana, y también a la cuentística árabe, configurando así la idea de una ‘literatura mundial’ (sekai bungaku) de la antigüedad. Ōwada Tateki por su parte publica en el mismo año Wabungakushi (Historia de la literatura japonesa), con la intención de contribuir al movimiento de restauración de la literatura autóctona (wabun fukko). Para otorgar el prestigio necesario a autores japoneses de la tradición, establece también paralelismos que van a dejar huella en la convicción general académica, como asociar a Chaucer con el poeta de Nara Hitomaro, o a Walter Scott con el autor de novela popular de Edo, Takizawa Bakin (1767-1848), sin dar relevancia al anacronismo de la primera de las equivalencias o a la diferencia radical de estilos y concepciones. Es decir, se trata de reconstruir la historia de la literatura japonesa mediante la historia de la literatura inglesa como 64
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Sobre el papel que juegan Kojiki y Nihon shoki a partir de Meiji, véase Kōnoshi T., “Constructing Imperial Mythology: Kojiki and Nihon shoki,” Ob. cit., pp. 51-70. Como es el caso en el ensayo de Miyake Setsurei (1860-1945), Wa ga kan shōkei (Esbozo de auto-percepción) publicado este año. Este concepto está ampliamente desarrollado desde una perspectiva histórica en Suzuki, Ob. cit., pp. 16-20, 32-38, 44-50, 218-222.
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modelo. Por otra parte, Tateki adopta una perspectiva de historia de la lengua, incluyendo textos sínicos kanbun, o poesía sínica kanshi-bun hasta la era Tokugawa, y localizando el origen de la lengua japonesa en la antigüedad temprana, en tres periodos de formación: Lengua de Yamato, tal como se refleja en la “Era de las deidades” y los poemas de Kiki, la era de las artes chinas, cuyo periodo de compleción corresponde a la era de Man’yōshū, los norito, los senmyō, Kojiki, Nihon shoki, Fudoki y los registros familiares o ujibumi. No incluye textos pertenecientes a la historia intelectual o seishinshi, por lo que según el poeta romántico Kitamura Tōkoku (1868-1894) no tiene categoría de verdadera ‘historia de la literatura’ o bungaku-shi, es decir el criterio puramente lingüístico-literario no es suficiente para autores como Tōkoku que dan gran relevancia al legado cultural. Tateki entiende la historia del waka como el producto de la combinación de un territorio y una lengua, es decir Japón y la lengua japonesa, reconociendo el enorme prestigio que esta tradición poética ha alcanzado en la historia, por encima de la tradición de la poesía sínica. A este criterio purista se añade el efecto que sobre esta obra, publicada inmediatamente después, tienen la Constitución Meiji y el Edicto sobre Educación, para construir la imagen de una literatura japonesa bajo una impronta nacionalista, argumentando que por diferencia de las literaturas europeas, la japonesa se enorgullece de tener más de dos mil años de antigüedad. La División de Humanidades (Bunka Daigaku) de la Universidad Imperial se reordena entre 1893-1904, dando prioridad a los ‘estudios chinos’ o kangaku. En el escenario de los escritores de cierto prestigio, el mencionado Kitamura Tōkoku, formado sin embargo en la escuela de Hipólito Taine, da gran importancia a la literatura introspectiva, como consecuencia de su exposición a la influencia del espiritualismo cristiano67. Tōkoku contribuye a la difusión del término jun-bungaku definido como belles lettres (bibun), en una reseña sobre una publicación de Yamaji Aizan (1864-1917). A la vez reconoce la importancia de la tradición de los poetas itinerantes Saigyō y Bashō, por la profundidad de su mundo interior. En esta década aparecerán además una serie de libros de texto68, que pondrán en circulación nociones como la de los ‘clásicos’ japoneses (Nihon bunten) o la idea de una ordenación ‘preceptiva’ (kihan) del repertorio de la literatura nacional. Por su parte la editorial Hakubunkan publica Nihon bungaku zensho (Obras completas de 67
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Tal como queda expuesto en su popular ensayo Naibu no seimeiron (Teoría de la vida interior). Sobre la influencia de la teología de Emerson en Tōkoku, véase Koizumi T., “R. W. Emerson no kami-ron to Nakamura Keiu, Uchimura Kanzō, Kitamura Tōkoku no juyōhō” (La teología de Emerson y su recepción en Nakamura K., Uchimura K. y Kitamura T.), Kindai Nihon Kenkyu, Fukuzawa Memorial Center for Modern Japanese Studies, Keio University, Vol. 29: A Re-Examination of the Taisho Period (1912-1926), pp. 241-266. Véanse títulos y autores en la Tabla Cronológica, al final de nuestro capítulo.
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la literatura japonesa) en 24 volúmenes, colección dedicada exclusivamente a la prosa, es decir monogatari, ensayo libre zuihitsu y nikki. También es de relevancia la aparición de la revista literaria Teikoku Bungaku (Literatura Imperial, 1895-1917), que inspirada en la obra de Heine y los hermanos Grimm, va a promover el interés por los cantares populares dentro de la antología Man’yōshū. Igualmente Ōwada Tateki, en su obra Meiji bungakushi (Historia de la literatura en la era Meiji, 1894) muestra cierta originalidad de planteamiento, pero este autor se acabará amoldando una década después al modelo eurocéntrico. En resumen, en esta década se va a producir una gran labor editorial que va acompañada de la tarea de fijación de una idea preceptiva de lo que es la literatura nacional y del catálogo que la debe componer. Entre los años 1897 y 1945, la Universidad Imperial añadirá a su nombre la referencia a Tokio, reorganizando de paso la División de Humanidades, mencionada más arriba, para incluir filosofía, historia y literatura, definida esta última como belles lettres. A partir de aquí, la lucha en tormo al concepto de literatura a fin de superar su dependencia de la tradición erudita japonesa y la noción humanística general, va a entrar en su última fase. Entrando en el fin de siglo, Haga Yaichi contribuirá a este propósito con la coordinación de la edición de Kokubungakushi jukkō (Diez lecciones sobre literatura nacional, 1899), donde el término literatura queda restringido a la noción de belles lettres (bibun). Según dicho autor, la noción de bungaku se mide dependiendo de la capacidad de un determinado texto para expresar un pensamiento profundo, una moral o compromiso social, y un sentimiento personal en una “lengua inalterable”. Pero la tendencia al purismo expresivo encontrará resistencia en autores como Masaoka Shiki, quien en su manual de poesía Utayomi ni atauru sho (Guía para el practicante de tanka, 1900) reconoce un legado múltiple, dando igual importancia a la herencia de la poesía Song en Japón, como a las lecciones del Man’yōshū, o a la poesía samurái de Minamoto no Sanetomo (1192-1219). El mundo literario (bundan) se reconstituirá hacia 1904, coincidiendo con el empuje militar exterior de Japón69. Resultado de ello es la incorporación al catálogo de la literatura nacional de los clásicos de la épica y de la literatura samurái. Así, Fujioka Sakutarō (1870-1910) contribuirá al nacionalismo literario con su edición del volumen dedicado a la era Heian de la monumental Kokubungaku zenshi: Heianchōhen (Historia completa de la literatura nacional: Era Heian, 1905), donde presenta a esta época y sus producciones como fruto del gusto afeminado de la élite aristocrática, representado en la línea de desarrollo del mo-
69
Sobre la configuración de los círculos literarios o bundan en Meiji, cf. Suzuki, Ob. cit., cap. VI, pp. 102-117.
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nogatari, que recorre la sucesión Taketori – Ise – Genji70. Sakutarō invierte así el juicio de valor de Norinaga, retornando al aprecio de Mabuchi por la literatura varonil de Nara, continuada históricamente por el bushidō en las eras de la cultura militar, y abogando por el ideal literario-castrense del bunbu o ‘letras y armas’. Un año después Ikuta Chōkō (1882-1936) incidirá en el valor de la tradición épica en su artículo titulado “El Heike monogatari como épica (jojishi) nacional” (1906). En este ensayo Chōkō establece la pertenencia del Heike a la gran tradición épica universal, junto con los grandes clásicos de la Iliada y la Odisea, Nibelungenlied y Mahabharata. Mención aparte merece la irrupción del crítico literario y novelista Natsume Sōseki (1867-1916), quien a su vuelta de una estancia becada por el gobierno japonés en Londres, introducirá el concepto de sujeto moderno en la literatura japonesa71. Indiferente tanto al giro nacionalista de los círculos literarios en los años precedentes como al occidentalismo que establece la apreciación de la propia literatura según baremos establecidos en la historiografía europea, también hace frente hacia 1907 a la revolución estética de los naturalistas, abogando por un subjetivismo a ultranza. En este año Sōseki publica su ensayo “Fundamentos filosóficos de la literatura” (1907), donde expone una concepción universalista del hecho literario, con una serie de reflexiones ajenas a la cuestión de la identidad nacional de la literatura72; aborda el hecho literario desde la perspectiva de la lectura como recepción de la obra, con un planteamiento desprejuiciado y amplio, acudiendo a diversas tradiciones literarias. Es también en este año cuando Sōseki se convertirá en un fiel exponente de la práctica de la literatura en tanto arte puro (junbungaku) con novelas como Gubijinsō, de fuerte impronta subjetiva y alejada de la hegemonía del realismo. Dos años más tarde, en su ensayo “Bungakuron” (Teoría de la literatura, 1909), Sōseki da muestras de su decepción hacia el culto occidentalista, y su convicción de que es posible abordar la literatura desde una perspectiva teórica con valor universal, pero a la vez fruto de una visión personal. Nuestro autor combinará su interés por la literatura inglesa con su inveterado amor al clasicismo chino kangaku, y su doloroso y frustrado retorno a la naturaleza y a sus propias raíces. Simultáneamente, y coincidiendo con el movimiento iniciado por Sōseki en su aprecio por la literatura artística, Haga Yaichi (1867-1927) lanzará su propuesta de considerar la literatura como tesoro nacional, apoyando no sólo los clásicos, sino también las obras escritas en japonés coloquial. En plena expansión del 70
71
72
La cuestión de género en Ise monogatari a partir de Meiji es el tema de J. S. Mostow, “Modern Constructions of Tales of Ise: Gender and Courtliness”, en Shirane/Suzuki, Ob. cit., pp. 96-119. Para una exposición de la concepción sobre la literatura de Sōseki: Ueda, Modern Japanese Writers and the Nature of Literature: An Introduction, Stanford U. P., 1976, pp. 1-25. Traducción inglesa en Natsume, Sōseki (1907/1914) My Individualism/The Philosophical Foundations of Literature, Tokyo, Tuttle Classics, 2004.
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movimiento a favor de la literatura de tipo jun-bungaku, Sōseki ofrece su panegírico final en favor de la literatura de autor, o lo que es lo mismo del autor como referente de la creación literaria, en su ensayo tardío pero clave para la posteridad de la historia japonesa, Watakushi no kojinshugi (Mi individualismo, 1914), donde revisa, desde la madurez, la gran transformación de su visión de la literatura tras su experiencia transcultural, y su vuelco hacia la individualidad, irreconciliable con la pertenencia a una tradición73. Para completar el panorama de las diversas concepciones literarias y de ordenación del repertorio en formación de la literatura nacional, hasta el momento de transición a la era Taisho (1912-1925), caracterizada por la irrupción de la crítica social y la literatura revolucionaria, debemos dar cuenta del impacto que supone para la ampliación y configuración de la historia literaria nacional heredada de Meiji, de los nuevos enfoques de la etnología y la filología del denominado segundo kokugaku74. Los dos autores clave serán Yanagita Kunio (1875-1962) y Origuchi Shinobu (1887-1953). Fundador de la etnología japonesa orientada hacia los estudios del folclore (minzokugaku), y en contra de la práctica académica de los estudios literarios del kokubun-gaku, centrados en la tradición escrita, Yanagita privilegia la tradición oral, incorporando a la conciencia histórica el valor del cancionero popular, básicamente desatendido hasta entonces. Esta iniciativa va acorde con el interés de las primeras historias de la literatura por el problema de los orígenes ancestrales de la lengua japonesa. Igual interés por los orígenes de la tradición literaria muestra el iniciador del segundo movimiento de estudios literarios nacionales (kokugaku) Origuchi Shinobu, quien aunque mantenga un evidente respeto por los planteamientos y hallazgos de su maestro Yanagita, sin embargo opta por combinar el folclore (minzoku-gaku) con el análisis filológico escrupuloso de los estudios literarios (kokubun-gaku). De este modo revitaliza el aprecio por la literatura más antigua de la tradición japonesa, y renueva el análisis de clásicos como Man’yōshū, enfatizando la conexión de la literatura antigua con el mundo ritual y simbólico de la era anterior a la escritura75. A modo de conclusión, y retornando a los argumentos de nuestra introducción, debemos oponernos a la interpretación excesivamente occidentalista que ha dominado ciertos círculos de la historiografía literaria japonesa, entendiendo que la quiebra del mundo anterior a la occidentalización cultural en la era Meiji trajo como consecuencia la configuración de la historia de la literatura en Japón sobre la base de modelos exclusivamente europeos y 73 74 75
Véase nota anterior. Otros breves textos en Rimer/Gessel, Ob. cit., pp. 315-332. Véase McNally, Ob. cit., pp. 257-264. Puede contrastarse ese tipo de interés por esta obra con la lectura hermenéutica moderna propuesta por Th. LaMarre, “Primitive Vision: Heidegger’s Hermeneutics an Man’yōshū”, en Marra, Ob. cit., pp. 189-205.
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exenta, por tanto, de referentes propios. Por el contrario, nuestro estudio desvela aspectos fundamentales de continuidad. La historia previa a Meji en Japón había legado varias tradiciones, como hemos visto, que si bien inconexas entre sí, compartían al menos un imaginario literario común. Históricamente hemos comprobado cómo la propia idea de tradición se forma muy tempranamente, especialmente en los círculos poéticos, pero no sólo en éstos, pues el género narrativo se configura a sí mismo como tradición de sello propio, si bien en los centros dominantes de recepción y transmisión de los textos, este género haya estado subordinado al valor supremo de la poesía. No sólo el wagaku conforma una primera escuela proto-historiográfica en el siglo XV, sino que en el XVIII la escuela del kokugaku retoma la herencia anterior para reformular el concepto de literatura japonesa a partir de la primera tradición filológico-hermenéutica digna de tal nombre en la historia de Japón. En todo este proceso funcionan dos elementos clave para generar una o varias grandes tradiciones de estudios literarios, la apreciación por los textos legados del pasado, y la transmisión y atesoramiento de los textos a través de diversos canales. Finalmente, la literatura popular tiene su origen en la épica medieval y el cancionero oral, y un punto álgido de desarrollo en las formas de la novela, el teatro y la poesía en la era Edo. Convertidas todas estas producciones en objeto de consumo de masas, aun careciendo de una idea de conexión con el mundo literario culto, son un bagaje imprescindible para entender las opciones que los primeros historiadores de la era Meiji fueron tomando. La gran aportación de éstos consistió en sustituir el concepto de literatura culta bungaku por el de literatura en sentido universal, apoyándose en la incorporación del concepto europeo de literatura. La modernidad de los círculos literarios a partir de Meiji, que entendemos como una segunda modernidad o modernidad tardía, aporta en realidad una fusión de patrones occidentales y japoneses. El resultado es una doble orientación en la sociedad urbana del siglo XX, la literatura de autor o jun-bungaku y la literatura de masas o taishū bungaku76. Las primeras tendencias historiográficas fruto de esta fusión de patrones, si bien van a tener un carácter ingenuo en el modo imitativo de trasladar los caracteres europeos a la reconfiguración de la historia literaria japonesa, no tanto inventan la tradición cuanto la reformulan. Es decir la recomponen a partir de sus fragmentos, como si de un puzle se tratara. Al igual que la modernidad literaria post-Meiji y su búsqueda de un lenguaje nuevo (genbun itchi) no parte de cero, sino que explora con diversas hebras heredadas de la era anterior, el universo literario que acompaña a esta búsqueda no corresponde a un espacio radicalmente novedoso, sino que fusiona de manera sutil lo antiguo y lo nuevo en un perfecto 76
Sobre este concepto, Suzuki, Ob. cit., pp. 23-28. Para su relación con el de jun-bungaku, Ibid., pp. 44-47, y caps. VIII y IX, pp. 128-203.
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equilibrio entre naturalidad y artificio. A ello van a contribuir las historias literarias y su enfatización de la propia pertenencia a una tradición secular, ocultando la tijera y las costuras del rico tejido de la historia de la literatura nacional. TABLA CRONOLÓGICA
712
Kojiki (Kojiki: Crónicas de antiguos hechos de Japón, Rubio, C./Tani, R. eds./tr. 2008, Madrid: Trotta) 714 Fudoki 720 Nihon shoki 751 Kaifūsō 760 Man’yōshū (Manioshu: Colección para diez mil generaciones Cabezas, A. ed. 1980, Madrid: Hiperión) 807 Kogo shūi 907 Kokinshū (Kokinshuu: Colección de poemas japoneses antiguos y modernos, ed. C. Rubio, Madrid: Hiperión 2005) 935 Tosa nikki (Ki no Tsurayuki) 945 Ise monogatari (Cabezas, A. ed. 1988, Cantares de Ise: Ise monogatari, Madrid: Hiperión) 960 Taketori monogatari (Takagi, K. ed. 2004, El cuento del cortador de bambú, Madrid: Cátedra) 995 Utsuho monogatari 1002 Makura no sōshi (Sei, Shōnagon, El libro de la almohada, Buenos Aires: Adriana Hidalgo 2001) 1007 Genji monogatari (Murasaki, Shikibu, La historia de Genji, 2 vols. versión de J. Fibla, Girona: Atalanta 2006-2007) 1012 Wakan rōeishū (Fujiwara no Kintō) 1025 Ōkagami 1058-80 Sagoromo monogatari 1092 Eiga monogatari 1176 Genji ipponkyō (Sutra de Genji en un volumen, Chōgen) 1183 Senzai wakashū 1197-1201 Koraifū teishō (Notas sobre los estilos de la antigüedad, Fujiwara Shunzei) 1205 Shinkokinshū (Fujiwara no Teika) 1212 Mumyōshō (Comentario sin título, Kamo no Chōmei) 1222 Eiga no taigai (Fujiwara no Teika) 1235 Hyakunin isshu (Fujiwara no Teika, Cien poetas, cien poemas: Hyakunin isshu, antología de poesía clásica japonesa, Bermejo, J./Herrero, T. eds., Madrid: Hiperión 2006) 1241 Heike monogatari (Heike monogatari, Tani, R./Rubio, C. eds., Madrid: Gredos 2006)
Hacia una historiografía literaria en Japón 1260 1265-70 1270-87 1273-78 1280 1339 1340
1381 1455-57 1474 1477 1479 1492 1500 1524
1666 1687-90 1692 1702 1790
1798 1829-49 1866
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Waka chikenshū (Antología de sabiduría sobre waka, Fujiwara no Tameaki) Chikuenshō (Selección del jardín de bambú, Fujiwara no Tameaki) Kokin wakashūjo kikigaki (Transcripción oral del Prefacio del Kokinshū, Fujiwara no Tameaki) Gyokuden jinpi no maki (Tomo de secretos profundos de transmisión áurea, Fujiwara no Tameaki) Waka kokin kanjō no maki (Tomo de iniciación al Kokinshū, Fujiwara no Tameaki) Jinnō shōtōki (Genealogías de dioses y emperadores, Kitabatake Chikafusa) Shokugenshō (Origen de la institución del Estado, Kitabatake Chikafusa) Kokinshū jochū (Kitabatake Chikafusa) Taiheiki Nihon shoki sanso (Comentario al Nihon shoki, Ichijō Kanera) Ise monogatari gukenshō (Breviario de opiniones humildes sobre el Ise, Ichijō Kanera) Ise monogatari Shōmonshō (Notas breves de la casa Shō sobre el Ise, Sōgi/Shōhaku) Ise monogatari Sōchō kikigaki (Notas orales de Sōchō sobre el Ise, Sōgi/Sōkan) Kokinshū Engoki (Ensayo sobre el Kokinshū del año cinco de Entoku, Gyōe) Nihon shoki jindai kanshō (Notas sobre la era de las deidades en el Shoki, Yoshida no Kanetomo) Hagoromo (La túnica de plumas, Takagi, K./Janés, Cl. eds./trad. 2008, 9 piezas de teatro nō, Madrid: Eds. del Oriente y del Mediterráneo) Wakan shoseki mokuroku (Catálogo de obras japonesas y chinas) Man’yōshū daishōki (Estudio sobre la gran idea del Man’yōshū, Keichū) Kōeki shoseki mokuroku (Catálogo de obras de interés general) Genroku Taiheiki Ehon sakaegusa (Libro ilustrado para la prosperidad) Tama migaku aoto ga zeni (El molino que pule monedas, Santō Kyōden) Kojikiden (Transmisión del kojiki, Motoori Norinaga) Nise Murasaki inaka Genji (El pseudo-Genji del campo Púrpura, Tanehiko R./Utagawa K.) Razones para abolir los caracteres chinos (Maejima Hisoka)
564 1870 1875 1877 1881 1882 1885 1886 1887 1887-88 1888 1889 1890
1892
1893
1894 1895 1897 1899
Alfonso Falero Hyakugaku renkan (Enciclopedia, Nishi Amane) Tokyo Nichinichi Shinbun (Fukuchi Ōchi) Reorganización de la Facultad de Letras (Bungakubu, Universidad de Tokio) Universidad de Tokio: Tetsugakka Universidad de Tokio: Facultad de Letras Conferencia de Fenollosa sobre la verdad del arte Shōsetsu shinzui (Esencia de la novela, Tsubouchi Shōyō) Shōsetsu sōron (Teoría general de la novela, Futabatei Shimei) Genbun itchi (Mozume Takami) Universidad de Tokio: English Bungakka, Deutsch Bungakka Literatura = ficción, genbun itchi en la novela Ukigumo (Nubes a la deriva, Futabatei Shimei) Separación entre literatura japonesa (kokubun) e historia Universidad de Tokio: France Bungakka Constitución Imperial de Japón Kokubungaku tokuhon (Lecturas de literatura nacional, Tachibana Senzaburō) Edicto Imperial sobre Educación Nihon bungakushi (Historia de la literatura japonesa, Mikami S./Takatsu S.) Maihime (Bailarina, Mori Ōgai) Wa ga kan shōkei (Esbozo de autopercepción, Miyake Setsurei) Bungaku ippan (Introducción general a la literatura, Uchida Roan) Wabungakushi (Historia de la literatura japonesa, Ōwada Tateki) Universidad de Tokio: División de Humanidades (Bunka Daigaku) Naibu no seimeiron (Teoría de la vida interior, Kitamura Tōkoku) En esta década aparecen libros de texto: Nihon bunten (Clásicos del Japón, Ochiai N./Konakamura Y.) Kokubun kihan (Manual de las letras nacionales, Ochiai Naobumi) Historia de la literatura japonesa (Masuda U./Konakamura Y.) Nihon bungaku zensho (Obras completas de la literatura japonesa, Hakubunkan) Meiji bungakushi (Historia de la literatura en la era Meiji, Ōwada Tateki) Teikoku Bungaku (Literatura Imperial, -1917) Universidad Imperial de Tokio Kokubungakushi jukkō (Diez lecciones sobre literatura nacional, Haga Yaichi coord.)
Hacia una historiografía literaria en Japón 1900 1904
1905 1906 1907 1908 1912 1914 1923
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Utayomi ni atauru sho (Guía para el practicante de tanka, Masaoka Shiki) Reconstitución del mundo literario (bundan) Reorganización de la División de Humanidades (Bunka Daigaku) de la Universidad Imperial de Tokio Kokubungaku zenshi: Heianchōhen (Historia de la literatura nacional, Fujioka Sakutarō) El Heike monogatari como épica (jojishi) nacional (Ikuta Chōkō) Bungakuron (Teoría de la literatura, Natsume Sōseki) Fundamentos filosóficos de la literatura (Natsume Sōseki) Gubijinsō (Amapola, Natsume Sōseki) Tōno monogatari (Yanagita Kunio, Mitos populares de Japón: Leyendas de Tôno, Madrid: Quaterni 2013) Watakushi no kojinshugi (Mi individualismo, Natsume Sōseki) Kokubungaku no hassei (El origen de la literatura nacional, Origuchi Shinobu) Gran terremoto de Kantō
EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA ANGLOAMERICANA RICARDO MIGUEL ALFONSO
LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA INGLESA
De forma relativamente paralela a como acontece en otros países europeos, el surgimiento del Neoclasicismo en Inglaterra trae consigo, entre otras cosas, el inicio de la investigación literaria de carácter historiográfico. Aunque el inicio de la producción historiográfica es más tímido en las Islas Británicas que en otros lugares, el estudio de la evolución de la literatura adquiere en esa época una relevancia que hasta entonces apenas se había dejado notar. Junto al creciente interés acerca de las diversas literaturas nacionales, siempre más impetuoso y sistemático en el continente, se forja paulatinamente en el siglo XVIII inglés el estudio del progreso histórico de la literatura. De hecho, el surgimiento de la historiografía literaria tiene lugar en Gran Bretaña durante este siglo, si bien, como es sabido, sus más importantes desarrollos posteriores son netamente alemanes. De cualquier forma, según veremos, no es la historia literaria una especialidad distintiva de las letras anglosajonas, sino más bien un requerimiento que obedece a intereses, generalmente institucionales y nacionalistas en dosis iguales, externos a las humanidades. En general, y al margen de lo que sucedía en el pensamiento europeo de la época, los primeros historiógrafos británicos entendieron que la obra de arte estaba determinada por los distintos “modos de vida” en que el hombre se desenvuelve, y en los cuales tomaban parte desde el clima y la geografía física hasta las condiciones políticas. Lugar especial en estos modos de vida ocupaba la idea del “primitivismo”, desarrollado especialmente en la obra de Lord Monboddo, según la cual la poesía y el espíritu creativo estaban íntimamente ligados a las mentalidades más sencillas y, en muchos sentidos, primitivas de las sociedades antiguas. Así, al igual que de distinta manera otros muchos europeos, estaban convencidos de que la poesía surgía con mayor facilidad, y era más “auténtica”, en los pueblos y civilizaciones de la antigüedad, sin hacer distinciones ni dar preeminencia a unas sobre otras, y a
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partir de los cuales había ido degradándose inevitablemente desde entonces. Era, pues, el principal objetivo de la incipiente historiografía literaria rescatar para la propia época el “espíritu genuino” de la poesía antigua, reconstruir retroactivamente la imagen de un mundo pasado, de tal modo quela tarea del historiador y filólogo consistía básicamente en contraponer su literatura nacional con el ideal clásico de sinceridad y pureza. Se solían descuidar, con ello, tanto la consideración de la mediación de factores netamente histórico-sociales del progreso de la literatura como el estudio de la relación existente entre los diferentes medios técnico-formales empleados por los distintos autores y la expresión y pérdida de esa autenticidad en la experiencia poética —lo cual podría haber constituido un primer paso en el desarrollo de una determinada orientación en los estudios historiográficos—. Con todo, y a pesar de la comprensible falta de rigor metodológico de la mayoría de sus representantes, lo realmente relevante del surgimiento de la conciencia historicista es la asunción, en grado distinto según los autores, de la existencia de una evolución temporal a tener en cuenta en el estudio de la literatura. Samuel Johnson es sin duda la figura clave del Neoclasicismo inglés, aunque esté siempre patente su separación de éste en numerosos puntos, como es el rechazo de las unidades aristotélicas de lugar y tiempo. Su extensa obra aúna teoría, crítica e historia literaria, si bien esta última en menor medida que las otras. La visión johnsoniana de la literatura se fundamenta en tres criterios principales: el compromiso de la literatura con la representación de la verdad, el fin moralizante del juicio estético, y la idea de que los poetas deben atender más a lo universal que a la experiencia particular. De estos tres principios, es sin duda el segundo al que mayor importancia otorga Johnson en sus escritos críticos. Para éste, la poesía instruye cuando cumple su función esencial, esto es, la de imitar a la naturaleza en sus dos vertientes esenciales: representando una realidad viva (generosa, amplia y de formas variadas), por una parte, y aportando una cierta verdad moral y psicológica (que sea general, racional y normativa), por otra. De otra manera, la literatura se convertía en un mero entretenimiento. Shakespeare encarnaba, según Johnson, la combinación perfecta de ambas facetas, pues fue “el poeta de la naturaleza, aquel que presenta a sus lectores un espejo fiel de las costumbres y de la vida”, el único poeta que ha sabido unir “la capacidad de provocar la risa y el llanto no sólo en una misma persona sino en una misma obra”1. También impregnada de la carga moralizante que Johnson atribuía a toda gran literatura, su obra Lives of the Poets (1779-1781) es la que más se acerca a lo que podemos denominar “historiografía literaria”. La historia, en su sentido más amplio, se muestra sometida a designios religioso-morales: 1
S. Johnson, Prefacio a Shakespeare, trad. Carmen Toledano, Barcelona, Acantilado, 2003, pp. 9-10 y 18.
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La Historia Sagrada ha sido leída siempre con reverencia y sumisión [...] Hemos estado siempre acostumbrados a la aquiescencia ante la desnudez y simplicidad de la narración auténtica, así como a reposar sobre su veracidad con tal confianza humilde, de tal forma que la curiosidad desaparece. Caminamos con el historiador a su paso, y nos detenemos cuando él lo hace [...]; añadir algo a lo que ya es suficiente de por sí para los propósitos religiosos parece no sólo inútil, sino incluso profano2.
El libro consiste en una colección de biografías de poetas ingleses cuyo propósito central es el estudio del progreso técnico del verso inglés. El camino hacia la perfección métrica, que según él comienza en Dryden y culmina en Pope, no está sujeto únicamente a las habilidades de! individuo creador. El ingenio y la elegancia del poeta en sus composiciones son también permeables a la influencia de las diversas circunstancias históricas. Para examinar con justicia a cualquier autor, Johnson aconsejaba remitirse tanto a los datos de su vida como a la opinión de quienes fueran sus contemporáneos, como él mismo hiciera con los poetas estudiados en Lives of the Poets. Era el aspecto biográfico el que, a su juicio, proporcionaba una mejor visión acerca del papel jugado por cada autor en su época y en la tradición literaria. El estudio histórico de la literatura debía atenerse, pues, a las circunstancias socio-culturales más inmediatas que condicionaban al autor y, en consecuencia, a sus textos. Siguiendo su propio método, la particular historiografía literaria de Johnson se apoya fundamentalmente en datos puramente biográficos y consideraciones extrínsecas que en poco afectan directamente al desarrollo de la literatura. Lives of the Poets ofrece completas e interesantes biografías de los poetas estudiados, pero escaso análisis de la evolución de sus obras en cuanto tales. Más ocupado por el perfil puramente biográfico de los autores, el estudio se pierde a veces en el análisis del lenguaje. Si existe una evolución estilística desde los orígenes de la poesía inglesa que culmina en la época neoclásica, más que estar expuesta en Lives of the Poets ésta ha de adivinarse. Los dos historiógrafos reseñables del período Neoclásico en el mundo anglosajón son los hermanos Joseph y Thomas Warton. En ambos el sentido de la evolución histórica está mucho más desarrollado que en Johnson, o, al menos, más centrado en las categorías artísticas que en otros factores. Sus respectivas obras muestran mayor interés en aspectos propios de la creación estética que en factores a ella externos. Joseph Warton no fue un historiógrafo en sí. Su célebre Essay on Pope (1756-1782) combina teoría, crítica e 2
S. Johnson, Lives of the Poets, Londres, Oxford U. P., 1977 (trad. esp.: Madrid, Cátedra, 1991), p. 40.
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historia literarias, y su idea fundamental es que la poesía debe ser la expresión de los sentimientos de una época, si bien siempre filtrados a través de la personalidad y subjetividad del poeta (aunque tenga que reflejar el entorno de su momento histórico, la poesía debe ser eminentemente autobiográfica). El estudio sobre Pope aporta, además, una especie de historia de la evolución de los géneros poéticos desde una perspectiva prerromántica (sucinta en su extensión y profundidad) en la que lo sublime y lo patético se erigen en los modos de sentimiento de referencia. En esta breve teoría, Warton otorga el lugar más elevado a las poesías épica y trágica, pues ambas encarnan naturalmente la autenticidad propia de los antiguos. Estas formas van descendiendo hacia otras menores, como la poesía didáctica, hasta llegar, en el Neoclasicismo, al género de menor valor y transcendencia, que es la prosa. A pesar de ser incompleta, es ésta la única muestra de la presencia de una teoría de la evolución de los géneros en todo el siglo XVIII anglosajón. Thomas Warton, por su parte, sí puede ser considerado en puridad como un historiógrafo de la literatura, probablemente el primero por su profundidad y sistematicidad. Su obra History of English Poetry (1774-1781) ha sido ampliamente reconocida como la primera historia de la literatura inglesa moderna de importancia, así como también la primera en estar escrita gracias al acceso directo a muchos de sus materiales (algunos, como los de la Edad media, de muy difícil acceso en su momento). Al igual que en las obras de su hermano, en ella se alternan la historia literaria global y el estudio de obras particulares, aunque la historiografía ocupa aquí un espacio mucho mayor. La History of English Poetry acumula, de manera bastante sistemática aunque no siempre ordenada (ténganse en cuenta los usos y conocimientos de la época), una ingente cantidad de materiales sobre autores, obras, tanto conocidas como raras o desconocidas, y datos bibliográficos. Al igual que Johnson, Thomas Warton muestra especial interés por la evolución técnicoformal de la poesía inglesa desde sus orígenes hasta el ideal normativo y clasicista alcanzado en sus días; y como su hermano, siente que la poesía de los antiguos era más pura y auténtica, si bien reconoce que el progreso y desarrollo hasta su época han traído el buen gusto y el juicio ponderado, imprescindibles para la educación literaria y del gusto. En este sentido, y como afirma su autor, el refinamiento literario ha ido paralelo al refinamiento de la propia lengua. “Los progresos graduales de nuestra poesía”, dice, “representan uniformemente el avance de nuestro idioma”3. Su obra ofrece también una breve historia de la imaginación poética, que queda dividida en tres fases fundamentales: la imaginación propiamente dicha, la síntesis de imaginación y razón, y el juicio y corrección. Este esquema se corresponde 3
J. Warton, Prefacio a History of English Poetry from the Twelfth to the Close of the Sixteen Century, ed. W. Carew Hazlitt, Nueva York, Haskell House, 1970, vol. I, p. 5.
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claramente con la concepción que de la decadencia de la experiencia poética mantuvieron muchos neoclásicos, y en la que, como ya avanzase Joseph Warton, la época propia se enmarcaba dentro de la última fase, en la que imaginación y poesía inevitablemente declinaban en favor de la racionalización y normativización de la composición literaria, especialmente en poesía. Hecha excepción de Johnson, pues, cuyo interés por el componente moralizante de! arte eclipsaba casi totalmente cualquier otro tipo de consideraciones, la incipiente historiografía anglosajona en la época Neoclásica puede caracterizarse atendiendo a las líneas maestras de las obras de los hermanos Warton. La contribución fundamental de sus obras reside en ofrecer lo que hoy podríamos entender como un estudio “estilístico” de la poesía inglesa que, al margen de sus lógicas carencias metodológicas, tiene en consideración una cierta noción de evolución. A pesar de fijarse en multitud de detalles ajenos al texto literario como tal, pues así es como entendieron la historiografía, el desarrollo de cuestiones internas de la literatura no fue del todo desatendido. En este sentido, también es característico de estas historias literarias la añoranza del ideal de simplicidad y sinceridad de la poesía antigua. Esta opinión, como ya se ha apuntado, a la vez limitó y sesgó el posible desarrollo de una historia literaria no sólo en cuanto que presuponía la preponderancia de la literatura antigua en detrimento de la propia, sino también porque implicaba necesariamente el estudio de la poesía y un abandono de los demás géneros. El Romanticismo inglés, por su parte, no dejó de lado la historia de la literatura. Ahora bien, ninguno de sus literatos más sobresalientes pareció sentirse muy interesado por el estudio de la evolución de la literatura a través del tiempo, y tan sólo Coleridge apuntó en algunas de sus conferencias el proyecto de escribir una historia de la literatura alemana, pero ni siquiera llegó a comenzarla. Ya que el concepto de historia, en su sentido más general, resultaba ser diametralmente opuesto al de poesía, de mucha mayor relevancia para los románticos ingleses4, fue en parte relegado a un segundo plano en favor de la teoría poética. Para los historiógrafos románticos de cierta importancia, como es el caso de Carlyle, el ejemplo a seguir tuvo que venir del Romanticismo alemán, y no del propio. Con la institucionalización de la crítica académica en la primera mitad del siglo XIX, la historiografía literaria adquirió nueva fuerza, ampliando enormemente sus horizontes y objetivos. Esta saludable renovación se produjo en detrimento de la reflexión teórico-literaria de los predecesores, que fue tornándose más impresionista y caprichosa, como atestiguan las obras de Ruskin o Macaulay. Históricamente, fueron motivos patrióticos (la rivalidad con los franceses) los que desper4
Véase M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition, Nueva York, Oxford U. P., 1953 (trad. esp.: Barcelona, Barral, 1975), p. 101.
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taron el interés de los ingleses por su literatura antigua, así como el creciente gusto por los textos medievales e isabelinos. Pero sin duda el factor fundamental fue la llegada de la literatura inglesa al ámbito universitario como asignatura y, por consiguiente, de su estudio como disciplina académica. La literatura nacional del pasado, especialmente la isabelina, vivió así una revalorización materializada sobre todo en espléndidas reediciones anotadas de la mayoría de los clásicos en prosa y verso. Jonson, Donne, Marvell o Marlowe fueron algunos de los autores cuyas obras alcanzaron o, en algunos casos, volvieron a alcanzar, un prestigio considerable. Sin embargo, toda esta reactualización de la literatura del pasado no se vio acompañada por un desarrollo proporcionado (en lo que se refiere a su rigor y calidad) de la investigación historiográfica, que siguió adoleciendo de asistematismo y falta de coherencia tanto en su enfoque general como en sus métodos. John Payne Collier y John Dunlop, por ejemplo, construyeron distintas historias de la literatura, aunque sus resultados respectivos fueron desiguales en cuanto a su validez y utilidad. Collier escribió una historia en dos volúmenes del desarrollo (y mejora, según él) de la poesía dramática desde sus comienzos hasta la época de Shakespeare en la que trata de estudiar la inclinación del género dramático hacia lo moralizante, aunque al final no deja de limitarse a ofrecer una ingente lista de obras, representaciones, actores y teatros. Dunlop, por su parte, trató tímidamente de relacionar el progreso social con el desarrollo de las letras, especialmente en el campo de la prosa novelesca, en su History of Fiction, pero su abuso de las conjeturas hace que muchos de sus análisis resulten imprecisos. Fue sin duda Thomas Carlyle la figura más notable de la historiografía anglosajona durante el siglo XIX. Sus trabajos en el campo de la historia de la literatura están estrechamente vinculados a sus estudios sobre la literatura alemana, sobre todo de autores como Novalis, Schiller, Jean Paul, Tieck o Goethe. Asimiló el pensamiento romántico alemán sobre la evolución de las formas literarias y abogó por una visión tolerante de la literatura que, a modo de Weltliteratur, debe ir guiada por la consideración respetuosa de todos los autores de las distintas nacionalidades y épocas. Todos los puntos esenciales de la historiografía romántica alemana se ponen en práctica en su inacabada Historia de la literatura alemana: el individualismo, la afirmación del espíritu nacionalista, la concepción orgánica de la obra literaria y la evolución temporal de la literatura. Bebiendo de varias fuentes románticas, Carlyle partió de que la poesía es ante todo una forma de conocimiento esencialmente intuitiva en la que la palabra constituye el medio gracias al cual el hombre rige el mundo, el símbolo tras el cual se ocultaban los enigmas de lo real (una postura reasumida en la poesía y crítica simbolistas de William Butler Yeats). A partir de esto, llegó a contemplar el desarrollo literario como un
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camino hacia el descubrimiento de los secretos del mundo5, en función del cual la historia literaria se dividía fundamentalmente en épocas de creencia y épocas incrédulas (o, lo que es lo mismo, fértiles y estériles). De manera parecida a lo que sucediera con el pseudo-idealismo de neoclásicos como los Warton, la postura esencialista de Carlyle no sólo excluía el estudio de los géneros no poéticos, sino que carecía de cualquier atisbo de rigor y aspiraciones científicas o filosóficas. Tras el desvanecimiento del subjetivismo romántico y la dedicación de Carlyle a la escritura de pequeñas historias sociales de corte folletinesco, la segunda mitad del siglo XIX conoció un nuevo auge de la historiografía literaria. Procedente de Alemania, el nuevo historicismo se vio favorecido y reforzado por la teoría evolucionista de Charles Darwin. El principio de esta nueva orientación constituye un período de estudios literarios de corte puramente arqueológico, preocupado el filólogo por la perfección en la documentación y perdido en las minucias del detalle exacto, y en el que el interés principal de la historia literaria fue a recaer positivistamente sobre la datación de fuentes antiguas y la búsqueda de paralelismos cronológicos entre obras, como atestigua el libro de A. W. Ward History of Dramatic Literature (1875), cuyo autor fue también editor general de la primera Cambridge History of English Literature (1867-1922). Como en otros países europeos, casi al tiempo que se integraba el positivismo lo hacía también la aplicación a la literatura de conceptos procedentes de la sociología y la biología, de modo que la historiografía reconducía las ideas de continuidad y evolución en su método. John Morley, por ejemplo, analizó buena parte de la literatura francesa en términos de la evolución de determinadas formas imaginativas que, supuestamente, conducía a una comunión entre el ideario del poeta y las principales corrientes de pensamiento de su época, con lo que el enfoque histórico de la obra literaria proporcionaba una visión del entramado social y cultural de su época. Por lo general, esta aproximación tímidamente sociológica a la historia literaria sólo apunta a paralelismos entre ideas propias del autor y condiciones socioculturales de su entorno, pero no ahonda ni en la relación global entre ambas ni, por supuesto, en las distintas dimensiones imaginativas que implica la tematización literaria del tejido social. Las ideas importadas del estudio biológico resultaron, sin embargo, más fértiles, aunque su incidencia se dejó sentir más en el contexto específico de la biografía literaria. A pesar de que normalmente ocultaba una tendencia 5
Es un hecho conocido que, con el paso de los años, la desmesurada fe que Carlyle había depositado en el lado mítico e idealizado de la existencia le llevó a desconfiar incluso de la propia ficcionalidad de las obras literarias, hasta el punto de llegar a creer que las obras de Homero, Dante o Shakespeare estaban basadas en acontecimientos históricamente reales.
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moralizante, historiadores como Edward Dowden trataron de demostrar que tras la obra de grandes autores, especialmente Shakespeare y los poetas isabelinos, latía una evolución orgánica y armónica hacia la expresión de una personalidad completa, de tal modo que la historia de éstos (y de la literatura en general) sólo podía entenderse como una historia de distintas personalidades y temperamentos poéticos. William John Courthope, por su parte, construyó en su History of English Poetry (1911) una historia de la poesía inglesa partiendo de una idea global de “imaginación nacional”, a partir de la cual el progreso de la sociedad y de las letras tenía lugar de manera orgánica, como si de un ser vivo se tratase. Con todo, la figura más relevante de la tendencia naturalistaevolucionista de la historiografía literaria inglesa fue John Addington Symonds, cuya obra crítica destaca por ser altamente racionalista y de aspiraciones científicas. Lector y admirador de la Estética de Hegel, construyó una teoría evolucionista del arte apoyada en ideas no sólo de éste, sino también en las de Wordsworth, Goethe y el positivismo biológico. La base de su teoría la constituye la idea de que las formas artísticas específicas de cada país van evolucionando con el tiempo de la misma manera que los seres vivos, esto es, siguiendo el curso natural del proceso vital tal y como se entiende en el ámbito de las ciencias naturales: nacimiento, crecimiento, madurez, ocaso y muerte. Ejemplo perfectos nos los proporcionan, a su juicio, el teatro isabelino, la escultura y la tragedia griegas, o la poesía romántica italiana. A esta regla escapan los llamados “híbridos” que, como el arte romano o el género novelístico durante el siglo XIX, carecen de capacidad de evolución y permanecen estáticos durante sus respectivas vidas. Symonds se centró sobre todo en las primeras formas, más puras y naturales. En su obra Shakespeare’s Predecessors in the English Drama (1884) pone en práctica la técnica naturalista para fijar la herencia dramática que, gracias a la influencia del Renacimiento italiano, le fue transmitida a Shakespeare por sus predecesores de manera casi determinista. No en vano afirma su autor en las páginas iniciales del libro estudio que “este asunto que hemos emprendido tiene un principio, una parte intermedia y un final dentro de la categoría del tiempo, y que la finalización de todo el proceso era ya inherente en su estado embrionario”6. La gran integración positivista de ambas tendencias tuvo lugar en la obra del francés Hippolyte Taine, cuya History of English Literature funde el punto de vista sociológico y el biológico, si bien es el primero el que goza de mayor autoridad. Taine entiende la literatura no como una fuerza que actúa sobre la naturaleza y la sociedad, sino como el producto de la interacción de 6
J. A. Symonds, Shakespeare’s Predecessors in the English Drama, Londres, Smith, Elder & Co., 1884, p. 3.
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tres factores: la raza, el momento histórico y la época. Desde un punto de vista no hegeliano sino eminentemente determinista y cientificista, su motivo general es que la literatura integra toda una serie de factores y hechos que se hallan regulados mecánicamente por leyes generales no desveladas y que, sujetos siempre al dominio del devenir histórico, nos proporcionan señales sobre una visión total de lo humano. Por ello afirma en su célebre Introducción que el conocimiento histórico consiste en conocer al “hombre corporal y visible” (es decir, aquel cuyas costumbres, acciones y obras son conocibles a través de los materiales históricos reales) para desde ahí proceder a reconstruir el “hombre interior invisible”, el espíritu de quien, a modo de hombre representativo, marca las formas del pensamiento y del sentimiento de una época7. Ya en nuestro siglo, y como sucediera durante el período romántico, el vanguardismo anglosajón también apartó el factor histórico-cultural del texto literario para atender a elementos puramente inmanentes. La figura que más cabe destacar en lo que toca a las posibilidades de la historia literaria es la de Thomas Stearns Eliot, cuyos abundantes escritos teóricos y críticos atañen, si bien sólo de manera lateral, al campo que aquí nos ocupa. Su conocida idea de la simultaneidad de topa la tradición literaria occidental en cualquier texto literario es ya conocida. En sus propias palabras, [La tradición] exige ante todo sentido histórico [...]; y el sentido histórico implica que se percibe el pasado, no sólo como algo pasado, sino como presente; y el sentido histórico obliga a un hombre a escribir no sólo integrando a su propia generación en los propios huesos, sino con el sentimiento de que toda la literatura de Europa desde Homero, y dentro de ella el conjunto de la literatura de su propio país, posee una existencia simultánea y constituye un orden también simultáneo. Este sentido histórico —que es un sentido de lo intemporal, de lo temporal y de la confluencia de ambos— es lo que hace tradicional a un escritor8.
Este conocido pasaje da buena cuenta de la concepción de Eliot acerca de la tradición literaria (que, por cierto, fue una de las mejores consideraciones de que disfrutó la historiografía en el mundo anglosajón durante las primeras décadas de este siglo). Compartida con Ezra Pound, esta visión ahistórica de 7 8
H. Taine, Historia de la literatura inglesa, trad. J. de Caso, Buenos Aires, Américalee, 1945, pp. 7-26. T. S. Eliot, “La tradición y el talento individual”, en El bosque sagrado, trad. I. Rey Agudo, Madrid, Cuadernos de Langre, 2004. Hemos modificado la traducción en varios puntos. Sobre Eliot y la historia literaria, véanse sobre todo Lois A. Cuddy. T. S. Eliot and the Poetics of Evolution: Sub-Versions of Classicism, Culture and Progress, Lewisburgh, Bucknell U. P., 2000, y, aunque desde una perspectiva desconstructivista, Gregory S. Jay. T. S. Eliot and the Poetics of Literary History, Baton Rouge, Louisiana State U. P., 1983.
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la literatura tiene como función nivelar la importancia y el valor de toda la tradición occidental, a partir de la cual llegamos a una noción de la historia literaria como una especie de continuo textual en el que el criterio de temporalidad aparece y desaparece en función de la disposición del crítico. Aunque el propio Eliot escribió numerosos ensayos en que juzgaba la literatura desde un punto de vista evolutivo, en su especial visión historicista de la tradición y lo clásico la determinación temporal del texto queda suspendida. La consecuencia más negativa de esta teoría es la exclusión radical y el descrédito de la originalidad y el mérito individuales en favor del progreso del medio poético9. Aunque las aportaciones de Eliot tienen cierta aplicación en la historiografía, y sin duda han ejercido gran influencia en el gusto literario de su momento y de décadas posteriores, es difícil concebir una historia de la literatura en términos de atemporalidad. Sus ideas resultan idóneas para estudiar la propia poesía de Eliot, modernista en su ejecución al tiempo que plena de formas y referencias a los clásicos; pero tratar de erigir una visión del progreso de la literatura sobre la simultaneidad histórica de toda la tradición occidental, desde La Divina Comedia hasta el simbolismo francés, resulta de todo punto inviable. Aquí Eliot cae así en la trampa de la concepción formalista de la literatura que tanto le acerca a los “new critics” norteamericanos. Culminación en nuestro siglo del espíritu empirista y esencialista anglosajón es la obra de Frank Raymond Leavis. Aunque de nuevo no se trata del trabajo de un historiógrafo en sí, The Great Tradition (1948) ofrece una particular visión de la historia de la novela inglesa. La gran tradición de la novela inglesa se apoya, según Leavis, en la obra de cuatro autores: Jane Austen, George Eliot, Henry James y Joseph Conrad. Toda la evolución de la novela inglesa gira en torno a estos cuatro pilares, cuya excelencia consiste no sólo en haber modificado la concepción del género, sino en haber transformado nuestra percepción de la realidad y nuestra existencia moderna. Así, Leavis entiende la literatura como una exploración de las posibilidades de la vida10, de tal manera que aquellas obras que tratan de llevar hasta el extremo las posibilidades meramente formales del arte (como el Finnegans Wake de James Joyce o las últimas novelas del propio Henry James) sólo obedecen a una tendencia poco aconsejable y edificante de separar conscientemente arte y humanidad. Todas las capacidades técnicas de los autores deben quedar, por ello, subsumidas bajo una unidad mayor que es la realidad viva de la 9
10
Eliot, “La tradición y el talento individual”, p. 16: “[El poeta] tiene que percatarse del hecho evidente de que el arte nunca progresa, pero que la materia del arte no es nunca exactamente la misma”. F. R. Leavis, The Great Tradition, Harmondsworth, Penguin, 1977, pp. 9-39. Un análisis completo de la obra crítica de Leavis puede encontrarse en R. P. Bilan, The Literary Criticism of F. R. Leavis, Cambridge U. P., 1979.
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literatura, entendida como la exploración de las posibilidades éticas y morales del ser humano en su interacción con la sociedad y el mundo11. La “gran literatura” mundial es, en muchos sentidos, un arte esencialmente normativo del cual quedan desterrados, entre otros, aquellos autores cuya actitud hacia el mundo dista de ser positiva (Melville, Hawthorne, Hardy). A nuestro juicio, el esencialismo y eclecticismo dogmáticos convierten a Leavis en una figura más pasajera, si no anecdótica, que duradera y resaltable en la historiografía literaria anglosajona. Puesto que los pilares de su esquemática historia de la novela inglesa se nutren de una cierta evolución ético-moral, el desarrollo literario (si tal cosa es posible después la obra de Henry James) estará condicionado por futuros hallazgos puntuales en tal materia, cuya relación con el progreso de la literatura es más que cuestionable, La historia literaria se convierte así en historia de la plasmación ficcional de dilemas morales que, aunque pueden llegar a ser el centro de obras literarias enteras, de ningún modo constituyen el corazón del género novelístico. La tradición historiográfica anglosajona que se ha delineado hasta aquí muestra ciertas constantes que básicamente pueden sintetizarse mediante los calificativos de “pragmática” y “empirista”, especialmente con el primero, Desde su surgimiento en el Neoclasicismo, e incluso tras su entrada en el círculo universitario, la historiografía anglosajona debe buena parte de su existencia a exigencias externas a las humanidades. Las distintas necesidades momentáneas que, cómo el afán moralizador o la mera afirmación patriótica, dieron origen a buena parte de sus historias de la literatura han sesgado a éstas de manera irremediable, de tal forma que puede llegar a ser difícil encontrar alguna que no contenga importantes omisiones, Si a esto añadimos la general ausencia de teoría y método, a menudo parcialmente importados ambos de otros países, el resultado es una tradición historiográfica que, si bien no está desprovista de aciertos puntuales, carece de líneas de continuidad metodológica básica. En general, las historias literarias generales de nuestro siglo atienden especialmente a la evolución de los distintos géneros desde un punto de vista eminentemente formalista, analizando de manera desigual el componente histórico del texto literario. Por ejemplo, la editada para Cambridge University Press por Ward y Weller en las primeras décadas (1907-1916), responde a necesidades puramente didácticas. Organizada en catorce volúmenes de acuerdo con la evolución de los distintos géneros, esta historia traza el desa11
Aunque trata generalmente de mantener un equilibrio en su consideración de los atributos formales y el contenido moral, la mayoría de las obras ensalzadas en The Great Tradition son descritas como “moral fables” (fábulas morales), esto es, obras de arte en las cuales prevalece el componente puramente moral.
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rrollo global de la literatura inglesa, aunque no sigue más que criterios muy generales y omite tanto el siglo XX, por obvias razones cronológicas, como la relación entre la literatura inglesa y las restantes literaturas europeas. Desde la mitad de nuestro siglo en adelante, la elaboración de las mejores historias de la literatura anglosajona ha estado íntimamente ligada al ámbito universitario inglés. La mayoría de ellas están organizadas según criterios temporales, atendiendo —esta vez sí— al influjo de las condiciones históricas en la evolución de la literatura. La Pelican Guide to English Literature (1954-1961), editada en siete volúmenes por Boris Ford para Penguin, es probablemente la más completa de todas. Recogiendo fundamentalmente contribuciones de teóricos y críticos ingleses, está dividida por períodos generales y mantiene siempre un enfoque histórico-sociológico. Su mayor virtud reside en ofrecer un panorama abarcador en el que tienen cabida toda clase de consideraciones, tanto intrínsecas como extrínsecas, atingentes al texto literario. De todos modos, el mayor y más sistemático esfuerzo hasta la fecha ha sido el realizado por la Universidad de Cambridge en sus distintas Cambridge Histories, dedicadas tanto a la literatura inglesa como la crítica literaria. En el primer caso, que es el que nos interesa aquí, sigue en marcha todavía la Cambridge History of English Literature, que hasta hoy ha publicado cinco volúmenes, y que viene coordinada por varios autores y reúne a decenas de críticos de Inglaterra y EEUU. Se trata, por lo común, de volúmenes que aprovechan las tendencias críticas de las últimas décadas, desde el feminismo hasta el poscolonialismo, para ofrecer una visión más amplia, aunque muchas veces desenfocada y parcial, de los grandes períodos históricos de la tradición angloamericana. LA HISTORIOGRAFÍA NORTEAMERICANA
Al contrario de lo que sucede en buena parte de los países del Viejo Continente, hablar de historiografía en el ámbito de las letras estadounidenses comporta casi necesariamente atender más a la obra de unas pocas figuras dispersas a lo largo del tiempo, aunque son las de nuestro siglo las más relevantes, que efectivamente llegar a articular lo que puede entenderse como una auténtica “tradición”, si se quiere en forma de sucesión de escuelas, basada en la existencia de idearios e intereses filológicos comunes. La historia de la literatura norteamericana, que desde el advenimiento de la teoría y la crítica literarias posestructuralistas ha caído en desgracia aunque parece recuperarse en las últimas décadas, no debe entenderse en términos de continuidad o evolución, sino más bien de desarrollos teóricos momentáneos y muy particulares, aunque no siempre felices, que aportan posibles direcciones de muy distinta viabilidad en el campo que aquí nos atañe. He preferido,
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pues, recurrir a las pocas figuras que pueden resultar más relevantes en el campo de la historiografía literaria. En algunos de los casos que vamos a ver, ni siquiera nos encontramos ante la obra de verdaderos historiadores, sino más bien de teóricos y críticos cuyas ideas pueden tener alguna aplicación más o menos directa sobre la historia de la literatura. Esto supone que el terreno de la historiografía norteamericana se reduce casi por completo al trabajo de ciertas figuras sustancialmente a él ajenas, que en muchas ocasiones carecen de la conciencia teórica y perspectiva metodológica que esta clase de estudios precisa. Una posible explicación a esta deficiencia puede proporcionárnosla el hecho de que el momento en que el estudio de la literatura penetró abiertamente en el sistema universitario norteamericano (esto es, durante las primeras décadas de nuestro siglo) el panorama teórico y crítico estaba casi monopolizado por los “new critics”, cuyas teorías eran, por lo general, formalistas y antihistoricistas. Y, ciertamente, éste no era la época del gran historicismo, sino de su decadencia. Dada la enorme influencia de que han disfrutado las doctrinas de los “new critics” en Estados Unidos durante décadas desde entonces, fue probablemente este fenómeno el que limitó el desarrollo de estudios historicistas de importancia hasta el punto de inhibir la formación de una rama historiográfica sólida en los estudios sobre literatura norteamericana12. De todos modos, no se ha de olvidar que en el caso de Estados Unidos existe un componente nacionalista que recorre la mayor parte de las historias de la literatura que éste ha producido. Como correlato a la tradicional ansiedad de los escritores estadounidenses para mostrar porqué sus obras era diferentes de las producidas en el Viejo Continente, las historias literarias escritas durante el siglo XIX y el XX se afanan en demostrar que esas diferencias eran reales, y que los condicionamientos sociales y políticos de su país marcan irremediablemente una distancia entre ambas tradiciones. La primera historia literaria importante es anterior al “New Criticism”. Se trata de A Literary History of America, de Barrett Wendell, publicada en 1900. Se trata de un estudio que recorre la tradición norteamericana desde sus orígenes hasta el cierre del siglo XIX y que atiende especialmente a las cinco o seis figuras más reseñables de cada período. Su tesis principal es que la literatura de Estados Unidos se diferencia de la inglesa (las literaturas de otros países ni siquiera se nombran) por utilizar una variedad diferente de la lengua inglesa, la cual refleja costumbres, hábitos, leyes e incluso modos de pensar ajenos a ésta. Este proceso de separación culmina, en opinión de 12
Es sintomático, por ejemplo, el hecho que el libro de V. B. Leitch, American Literary Criticism from the 30s to the 80s (1988), que hasta hace poco pasaba por ser uno de los manuales más completos de y sobre la crítica literaria de Estados Unidos, no dedique ni una sola página a la historiografía literaria.
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Wendell, tras la Independencia y a lo largo del siglo XIX13. A esta idea se acercaron varias obras análogas publicadas durante las primeras décadas del siglo XX, como A History of American Literature de Percy Boynton (1919) o American Literature and Culture de Grant C. Knight (1932). Como desarrollo de esta visión nacionalista se publicaron entre 1927 y 1930 los tres volúmenes de la influyente Main Currents in American Thought de Vernon Louis Parrington, una historia cultural de Estados Unidos de orientación política y socieconómica que trataba de hacer ver cómo las condiciones externas a la literatura en realidad dibujaron los modos de pensamiento y de expresión de sus mayores figuras. Según Parrington, una aproximación formal o estilística (belletristic es el término inglés) a la historia literaria la mantiene en situación de privilegio social y oscurece su importancia como forma cultural en sentido amplio, cuando aquélla ha de contemplarse necesariamente como un segmento no diferenciado dentro de ésta. La primera figura que conviene resaltar es la de Matthiessen, cuya obra más importante es todavía hoy manual de consulta indispensable para el estudioso de la literatura norteamericana del siglo XIX. American Renaissance (1941) es sin duda una de la obras más valiosas dentro de los llamados “American Studies”. Su influencia sigue siendo tal que sólo su título ha dado nombre al período más floreciente de las letras estadounidenses, el renacimiento americano14, y la erudición que late a lo largo de la obra es todavía un modelo en el conjunto de la historiografía literaria anglo-norteamericana. Aunque presentadas de forma no sistemática, en ella convergen la historia literaria y la madurada apreciación crítica formando un conjunto que, aunque heterogéneo en su metodología, proporciona una visión totalizadora de las letras estadounidenses en el siglo XIX. Es precisamente la completez la principal virtud del estudio de Matthiessen, sin que ningún otro desde entonces lo haya podido siquiera igualar. La obra comprende no sólo datos biográficos y elementos socioculturales, sino también un estudio de la adecuación de las ideas teóricas de cada autor con su práctica literaria, así como la consideración del ideario político de los mismos (no en vano Matthiessen, de reconocida afinidad con el marxismo y el socialismo, concibió y desarrolló su obra en momentos de agitación política y conflicto bélico). La síntesis de todo ello es un análisis exhaustivo a la par que penetrante del papel jugado 13 14
B. Wendell, A Literary History of America, Nueva York, Haskell House, 1968, p. 9. Aunque no atañe a este ensayo entrar en tales cuestiones, se hace sin duda difícil pensar que Estados Unidos tuviese en el siglo XIX una tradición literaria anterior que hacer renacer. El propio Matthiessen reconocía la contradicción de concebir la existencia de un “renacimiento” literario norteamericano en su sentido más literal. Para justificar la inclusión de este término en el título de su obra, recurrió a una cita de Malraux según la cual el “renacimiento” venía dado por la capacidad de la literatura para "crear su propia herencia a partir del pasado y ayudar a superar el presente”. F. O. Matthiessen, American Renaissance: Art and Expression in the Age of Emerson and Whitman, Nueva York, Oxford U. P., 1941, p. xv.
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por la creación literaria (especialmente las obras de Emerson, Thoreau, Melville, Hawthorne y Whitman) dentro del entorno social y cultural del siglo XIX norteamericano. Aun carente de continuidad en las distintas perspectivas adoptadas, pues, American Renaissance sigue constituyendo un ejemplo de historia literaria, aunque parcial, tanto por su erudición y capacidad de percepción como por su espíritu pluridisciplinar. Aparte de Matthiessen, la otra figura, si bien de mucha menor importancia, que cabe destacar dentro de la historiografía norteamericana es Harold Bloom. Erróneamente asociada con la deconstrucción, su teoría de la influencia poética tiene también cierta relevancia dentro del campo de la historia literaria. La actitud desconstructiva hacia la literatura, y la particular historia literaria que se deriva de sus tesis, tiende, en opinión de Bloom, a desespiritualizar el ejercicio de la crítica literaria, al tiempo que empobrece los textos poéticos. Para éste, la desconstrucción está inevitablemente abocada al reduccionismo en cuanto que esta modalidad crítica contempla el texto como un artefacto de naturaleza meramente retórica. Según Bloom, el desarrollo y la evolución de la literatura a lo largo de la historia se materializa de manera bien distinta. Lo que hace que la poesía, que es el único género que le interesa, progrese a través del tiempo es la capacidad de cada individuo creador para tratar de escapar a la influencia de sus predecesores15. Niega, en consecuencia, el determinismo lingüístico de Derrida y De Man, para abogar por un psicologismo que, al servicio de la creación poética, atienda al sujeto y no únicamente al lenguaje. Cualquier filosofía de la composición poética supone, para Bloom, una genealogía de la imaginación, en virtud de la cual cada poeta, en su obra, lleva a cabo una revisión de la tradición a partir de la cual llega a ser consciente de su irrenunciable deuda con ella. La idea subyacente a toda esta concepción es que cualquier texto contiene un necesario componente de lectura errónea o tergiversación. Cada poeta lleva a cabo una lectura de un poema anterior, generalmente motivada por la tendencia a dar un nombre finalmente auténtico a una determinada experiencia vital; si tenemos en cuenta que la composición del nuevo poeta debe ser necesariamente diferente a la de su predecesor (obviamente, no tendría ningún sentido que fuese idéntica), la lectura que constituye ese poema debe ser también necesariamente errónea. Este es el fundamento de la teoría poética de la lectura errónea y la influencia. Para Bloom, la historia de la poesía es la historia de la influencia de unos poetas sobre otros, de manera que cada sujeto entra en la 15
Las obras más significativas de Bloom en este sentido son: Tbe Anxiety of Influence, Oxford U. P., 1973 (vers. esp.: Caracas, Monte Ávila, 1977); A Map of Misreading, Oxford U. P., 1975; Poetry and Repression, New Haven, Yale U. P., 1976; y Agon: Towards a Theory of Revisionism, Nueva York, Oxford U. P., 1982.
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historia literaria construyendo una obra que es, esencialmente, tergiversación de la tradición anterior. La fuerza poética trata así de imponer su triunfo en la batalla contra la influencia de los precursores y, sobre todo, al solipsismo, es decir, a la visión y consideración de la experiencia a través de un desarrollo exagerado del propio ego creador. En este sentido, la personalidad poética nace de la catástrofe psicológica que supone esta exageración. Las implicaciones de esta postura radicalmente textual en el campo de la historiografía literaria son varias. En primer lugar, la relevancia de las condiciones históricas y culturales que rodean al texto se desvanecen en favor de una visión estrechamente psicologista. No se puede decir, a la luz de la teoría de la influencia, que pueda existir evolución alguna en la literatura a menos que sea en el interior de la mente de los autores. Desde la reciente obra de Bloom, cuya aplicación a la historiografía es casi imposible, el intento más sistemático de elaborar una historia de la literatura norteamericana ha sido el proyectado durante finales de la década de los ochenta y finalizado hace apenas unos años por la Universidad de Cambridge en su nueva Cambridge History of American Literature, editada por un especialista en la literatura de los puritanos del siglo XVII como es Sacvan Bercovitch. Esta colección amalgama toda una serie de teóricos y críticos de amplia fama en el mundo universitario de los Estados Unidos: Jonathan Arac, Myra Jehlen, Frank Lentricchia, Eric Sundquist, etc. Tal y como viene a plantearse, esta historia pasa a cubrir toda la producción literaria norteamericana desde sus orígenes en 1590 hasta 1990, mediante una serie de ocho volúmenes divididos por géneros y etapas de entre cuarenta y sesenta años. El principal problema no reside en su concepción y organización, que es correcta y útil, sino en las grandes diferencias metodológicas existentes entre los autores de la obra. El grupo de colaboradores que integra el proyecto describe una amplia gama de aproximaciones al texto literario, desde críticos marxistas hasta formalistas, lo cual contribuirá a darle un carácter pluridisciplinar al conjunto al tiempo que casi inevitablemente confundirá al lector y oscurecerá la unidad metodológica necesaria en esta clase de estudio. A la luz de los últimos intentos de articular distintas historias literarias en Norteamérica, enmarcados fundamentalmente en el proyecto de abrir el canon literario tradicional a distintas literaturas y metodologías teóricoliterarias tradicionalmente marginales, parece claro que la conciencia histórica, al menos tal y como se entiende en la tradición europea, tiende a diseminarse de manera radical. Hoy día sólo contamos con estudios muy puntuales que tratan de reorientar todos los géneros y autores para inscribirlos en una ingente historiografía que, todavía sin definir, comprenda todas las tendencias y aproximaciones posibles. Quizá el mejor ejemplo de las nuevas orien-
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taciones en la historiografía literaria norteamericana sea la muy reciente A New Literary History of America editada por Greil Marcus y Werner Sollors para Harvard University Press en 2009, cuyo enfoque principal es el desarrollo político-social de Estados Unidos tal y como queda reflejado en determinados textos literarios, y otros muchos no literarios, de tal modo que el discurso de la literatura queda subsumido bajo el epígrafe general del “discurso cultural” y por tanto quedan difuminadas su ficcionalidad y su carácter autónomo. Dada la nómina de colaboradores y la orientación ideológica de esta reciente obra, es ésta sin duda la culminación de la perspectiva historiográfico-literaria de Estados Unidos como parte de la política y la sociología el país, es decir, de la visión de la historia literaria como parte no privilegiada de la historia general de la nación. Nada de esto sorprende si se tienen en cuenta los orígenes de esta disciplina en Estados Unidos.
LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA ALEMANA MARÍA ROSARIO MARTÍ MARCO INTRODUCCIÓN
En la Alemania del siglo XVI se inicia una cadena de historiadores que no tiene parangón en su esfuerzo por reunir elementos de cultura nacional1. Se recordará que el XIX es época de figuras egregias: Hegel (Philosophie der Geschichte, 18302), Leopold von Ranke (Geschichte der romanischen und germanischen Völkern, 1824), Johann Gustav Droysen (Geschichte des Hellenismus, 1843), Heinrich von Treitschke (Deutsche Geschichte im 19. Jahrhundert, 1879-1894), Theodor Mommsen (Römische Geschichte, 1856) y Jacob Burckhardt (Die Kultur der Renaissance in Italien, 1860), entre otros, que elevan definitivamente la disciplina. En la base de la historiografía clásica alemana no hay únicamente formas narrativas de la acción sino especialmente categorías estéticas, como en la historia universal de Ranke3, que se inspiró a su vez en la historia de los estilos de Winckelmann4, para poco 1
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M. R. Martí Marco, “La historiografía del humanismo en Alemania y el proyecto de una Germania Illustrata”, Estudios Filológicos Alemanes, 17 (2009), pp. 415-430. Cf. G. W. F. Hegel (1831), Die Philosophie der Geschichte, ed. de Klaus Vieweg, Vorlesungsmitschrift Heimann, München, Wilhelm Fink Verlag, 2005, en donde se recoge el concepto de historia universal, su fin y su división. “El espíritu universal (Weltgeist) es la sustancia de la historia […]. Gran autoridad tienen quienes estudian las fuentes y precisamente las versifican” (p. 32). También en sus Lecciones sobre historia de la filosofía de la historia, trad. de José Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, 4ª. ed., Hegel define la historia universal como “la exposición del espíritu, de cómo el espíritu labora por llegar a saber lo que es en sí” (p. 67). “El fin de la historia universal es, por tanto, que el espíritu llegue a saber lo que es verdaderamente y haga objetivo este saber, lo realice en un mundo presente, se produzca a sí mismo objetivamente” (p. 76). Cf. Leopold von Ranke, Weltgeschichte, 1. Band, Essen, Emil Vollmer Verlag, p. 466. “Die Gemahlin des Arminius […] sie ist die erste Frau, welche in der Historie erscheint; auf dem größten und berühmtesten aller geschnittenen Steine des Altertums, der die Apotheose des Augustus, den Triumph des Germanicus darstellt, glaubt man ihr Abbild zu entdecken. So ist auch Armin eigentlich die erste greifbare verständliche Gestalt der deutschen Urzeit. Keine Sage hat ihn durch populäre Ausschmückung der Geschichte entrückt; sie würde in den Blicken wieder verhüllt haben”. J. J. Winckelmann, Geschichte der Kunst des Alterthums (1764), ed. de A. Borbein, T. Gaethgens, J. Irmscher, y M. Kunze, Mainz, Verlag Philipp von Zabern, 2002, t. 4,1. Winck-
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después aportar el concepto de acontecimiento de Droysen5, una hermenéutica en función del paradigma de obra de arte elaborado por Herder. En cierto modo, 1902 representa un gran momento de reconocimiento por cuanto se concedió el Premio Nobel de Literatura al historiador Mommsen, cuando en Alemania se producía una fractura en el trabajo de investigación histórica al considerarse absolutamente necesario tener que mostrar los documentos justificativos de cada suceso y su argumentación. En este contexto hay que destacar ya entrado el siglo XX nombres insignes como Friedrich Meinecke (Die Entstehung des Historismus, 1936), Ernst Cassirer (Philosophie der Aufklärung, 1932), Golo Mann (Deutsche Geschichte des 19. und 20. Jahrhunderts, 1958) y Thomas Nipperdey (Deutsche Geschichte; Historismus und Historismuskritik heute, 1975), investigadores de relieve por su temática y estilo. Desde los años ochenta del siglo XX la historiografía alemana ha seguido aportando ideas de validez universal y el grupo de investigación Studiengruppe Theorie der Geschichte ha proyectado una colección de trabajos sobre historiografía entre los que cabe destacar los dedicados al debate entre objetividad o parcialidad en la ciencia histórica, los procesos históricos, teoría y narración de la historia o formas de la historiografía, con destacados especialistas como Koselleck, Mommsen, Rüsen, Faber, Meier, Kocka o Lutz, entre otros6. En definitiva, esta tradición de trabajo histórico relevante continúa en Alemania enriqueciendo la historia con obras de gran calado literario. 1. LA OBRA LITERARIA EN SU CONTEXTO HISTÓRICO
La construcción sirve de categoría central en la teoría narrativa pero en historiografía es obligada una auténtica contextualización histórica, facilitando la recuperación de la verdad del hecho histórico al servicio de la factualidad y no de la ficcionalidad. La ciencia histórica se ha convertido en una ciencia textual y objetiva, en la que la categoría del documento científico es imprescindible7, a diferencia de la literatura, para la cual es esencial la re-
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elmann afirma en el prefacio “Ich nehme das Wort Geschichte in der weiteren Bedeutung, welche dasselbe in der griechischen Sprache hat. […] Die Geschichte der Kunst soll den Ursprung, das Wachstum, die Veränderung und den Fall derselben, nebst dem verschiedenen Stile der Völker, Zeiten und Künstler lehren, und dieses aus den übriggebliebenen Werken des Altertums, so viel möglich ist, beweisen“. Véase también la edición corregida Anmerkungen über die Geschichte der Kunst des Alterthums (1767), ed. A. Borbein, M. Kunze, 2008. Hans Robert Jauss, La historia de la literatura como provocación, trad. de J. Godo Costa y J. L. Gil Arista, Barcelona, Península, 2000, p. 10. Cf. Reinhart Koselleck, Heinrich Lutz, Jörn Rüsen, Formen der Geschichtsschreibung, München, dtv, 1982. Studiengruppe “Theorie der Geschichte” (Werner-Reimers-Stiftung, BadHomburg). A la que nos acercamos con una terminología amplia en conceptos alemanes como Historienschreiben, Historiographie, Geschichtswissenschaft, Literaturgeschichte, Literaturhistori-
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cepción estética. Pero a pesar de esta diferencia insalvable se ha de afirmar que la historiografía se rige específicamente por su calidad literaria y por su capacidad de interpretación artística y estilística. En este sentido Friedrich Schlegel consideraba que “la historia en la medida en que persigue el conocimiento se acerca más a la ciencia y, de otra parte, por medio de la interpretación se acerca al arte” 8. Este concepto romántico schlegeliano manifiesta la mediación lingüística y finalmente es otro ejemplo de la estrecha unión entre historia y literatura en el sentido de arte lingüístico. En el culmen de esta unión se encuentra el preciosismo lingüístico de historiadores de relieve como Golo Mann. La literatura alemana necesita de la comparación con las tradiciones literarias de otros países y efectivamente es parte y primordial del bagaje cultural cotidiano europeo. Al margen de estereotipos, lo cierto es que la historia de la literatura necesita de una hipótesis macro-histórica. El término Literaturwissenschaft, de gran incidencia europea, empezó a establecerse en Alemania alrededor de 1890. Entonces algunos representantes de la joven disciplina Neu Germanistik, como Josef Nadler, comenzaron a utilizar con profusión otro término, Literaturgeschichte9. Por Literaturwissenschaft se entiende tradicionalmente, según Gumbrecht10, la disciplina que se ocupa del carácter artístico y filosófico de determinados textos, las denominadas Letras. Es una fenomenología de textos transmitidos, una descripción del lenguaje como estrato lingüístico y literario, de la tradición e historia del texto, y se denomina científica si puede responder con soluciones inter-subjetivas11, dado que la literatura se realiza como interacción entre la vida y la historia. Sobre la especificidad del género “historia literaria” no hay unanimidad de opiniones ni siquiera información sistemática, si bien se reconoce que a inicios del siglo XIX ésta fue la forma preferente de afrontar la literatura. La “historia de la literatura” es un modelo sistematizador en el que se ha depositado una confianza generalizada y se ha erigido en uno de los principales campos de trabajo de la ciencia literaria alemana. Se puede definir como el repertorio de textos que ordenados cronológicamente y clasificados literariamente se interpretan desde una perspectiva histórica y específicamente
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ographie, faktisches Geschehen, geschichtstheoretische Reflexion, Sozialgeschichte der Literatur. Friedrich Schlegel, “Geschichte der europäischen Literatur” (1803-04), en F. Schlegel, Kritische Friedrich-Schlegel Ausgabe 2/II, ed. de. E. Behler, Paderborn, 1958, p. 7. Irene Ranzmaier, Stamm und Landschaft. Josef Nadlers Konzeption der deutschen Literaturgeschichte, Berlín, De Gruyter, 2008, p. 49. Hans Ulrich Gumbrecht, “La situación de la Literaturwissenschaft alemana: análisis y perspectivas”, en Id. (ed.), La actual ciencia literaria alemana. Seis estudios sobre el texto y su ambiente, trad. H. U. Gumbrecht y Gustavo Domínguez, Salamanca, Anaya, 1971, p. 16. Ibid, p. 20.
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sistemática12. Esta selección obedece a una formación en serie dotada de jerarquía y conexión desde una determinada perspectiva. El contexto se refiere a las circunstancias históricas, las condiciones sociales y otras formas de conocimiento y de expresión artística como pudieran ser la música y la arquitectura de un periodo determinado13. Es preciso subrayar que tanto la historia de la literatura (Literaturgeschichte) como la historiografía de la literatura (Literaturgeschichtsschreibung) se identifican como proceso de construcción histórico literaria y su interpretación14. El género de la historiografía literaria se entiende posee un discurso mixto con elementos histórico-narrativos y descriptivo-interpretativos y es esencial para la historia especializada o Fachgeschichte15. La historia de la literatura se relaciona estrechamente con otras disciplinas de la ciencia literaria y además se hace visible en dos modos concretos de interpretación: en la historia de los acontecimientos y en la historia de la recepción o de la canonización de textos. La historia de la literatura es un proceso de producción estética y de recepción que aumenta de forma vertiginosa según cristaliza en obras convencionales de historia de la literatura16. El debate en torno a esta interpretación asumió ciertos tintes de complejidad cuando Jauss criticó la descripción de la literatura que sigue un canon ya sancionado que pone sencillamente en sucesión cronológica la vida y obra de los escritores17. Generalmente el historiador de la literatura adopta el criterio de objetividad de la historiografía y de calidad y autoridad de la obra literaria, provienentes de criterios difíciles como el efecto, la recepción y la gloria póstuma. La historiografía actual concede especial rango al lector, intérprete o receptor de la obra literaria (H. Weinrich, Literatur für Leser) e incluso en los últimos años abundan los textos dedicados a las lecturas que escritores consagrados realizaron a lo largo de su vida (Canetti als Leser, Der Leser Walter Wenjamín, Rilke als Leser). Se insiste en el protagonismo del lector (Thomas Mann: ein Porträt für einen Leser), se realizan múltiples investigaciones sobre los perfiles del lector y de las sociedades de lectores en bibliotecas de otras épocas y se analiza teóricamente el texto y el lector en su con-
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Gerhard Lauer, Grundkurs Literaturgeschichte, Stuttgart, Klett, 2008, p. 9. Cf. Merece la pena observar el tratamiento el juego de resonancias de las diferentes enciclopedias alemanas como la publicada en 18 volúmenes, Kindlers Literaturlexikon, 3. Stuttgart, J. B. Metzler, 2009, 3ª ed. Recordemos que Jauss no establece diferencia entre “historia de la literatura” e “historiografía de la literatura”. Para ambas emplea el término Literaturgeschichte, si bien se ha generalizado también hoy el de Literaturgeschichtsschreibung. Jochen Vogt, Einladung zur Literaturwissenchaft, München, Wilhelm Fink Verlag, 2002, pp. 217-236. Ibid, p. 162. H.R. Jauss, Ob. cit, p. 139.
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cepto, historia y función literaria. Es decir, un auge del estudio de la recepción, pero quizás de no grandes resultados de valor general. Me propongo realizar un esbozo de la historiografía de la literatura alemana, su teoría y su metodología. De alguna manera intentaré contribuir a ello examinando las construcciones de las historias de la literatura alemana desde sus orígenes hasta hoy, destacando las funciones desempeñadas; asimismo ofrecer una nueva perspectiva sobre la rica tradición textual alemana y revalorizar las aspiraciones de los autores de esta historiografía. 2. CRONOLOGÍA, PERIODIZACIÓN Y ÉPOCAS
El desarrollo literario ha sido entendido válido como espejo de la historia general. En este sentido la historia literaria se convierte en elocuente documento y en ciencia del espíritu, además de ofrecer un campo experimental de gran magnitud18. La historia literaria es propia evidencia de hechos y agentes19. Algunas de sus categorías tienen íntima relación con la historia universal, del pensamiento, la sociedad, o el individuo, pero es importante considerar que no todos los ámbitos experimentan progresivamente y al mismo tiempo idéntico desarrollo. Atribuir a la periodización y sus consiguientes categorizaciones capacidad constructiva significa reconocerle facultad hermenéutica. La enumeración cronológica presupone la elección de criterios para la división de arcos temporales y su posible identificación con corrientes de pensamiento o tendencias culturales; hace evidentes los elementos fundamentales de cualquier lectura histórica por cuanto pone de relieve modelos sobre cuya base se definen analogías, constantes y antinomias entre fenómenos y periodos. Establece la perspectiva con la que el lector mira el pasado, pues la periodización define pautas, selecciona y distingue fases, articula una visión de los acontecimientos literarios, valorando procesos multiseculares o extendidos en el tiempo e incluso distingue microfenómenos o diferencias imperceptibles. Más allá de las disimilitudes20 permite vislumbrar los hilos escondidos que unen lo aparentemente distante o localizar barreras entre realidades contiguas o incluso simultáneas. Por otra parte, es posible observar una carencia de unidad de conceptos en la praxis de la historiografía literaria alemana21. Los conceptos proceden a veces de la historiografía en sentido estricto, a veces de la nomenclatura de 18
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Herbert Cysarz, “El principio de los periodos en la ciencia literaria”, en E. Ermatinger et alt. (ed.), Filosofía de la ciencia literaria, trad. de Carlos Silva, Madrid-México, FCE, 1984, p. 93. Ibid, p. 111. Luca Crescenzi, Letteratura tedesca: secoli ed epoche, Roma, Carocci, 2005. Agradezco las indicaciones de Natalia Contreras de La Llave. Martin Brunkhorst, “La periodización en la historiografía literaria”, en Manfred Schmeling, Teoría y praxis de la literatura comparada (1981), trad. de I. Torres Corredor, Barcelona, Alfa, 1984, pp. 39-68.
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la historia del arte o de situaciones políticas. Esta proliferación de etiquetas y la ausencia de criterios de clasificación cronológicos universales y aplicables por igual al arco evolutivo completo de la literatura universal hace muy ardua su representación unitaria22. Valga de ejemplo, a la época de Goethe se le llama también, entre otras designaciones, “época clásico-romántica” (Fritz Strich, 1965), “época del humanismo” (Georg Lukács, 1944) o Deutsche Bewegung (Georg Nohl, 1911). Por el contrario términos idiosincrásicos como Biedermeier y Vormärz suelen definirse con gran claridad en las diferentes historias literarias. Constatada esta peculiaridad de la historiografía literaria alemana, es preciso plantearse la eficacia hermenéutica de los enunciados cronológicos tradicionales de cada época y su periodización. Esto explicaría el gran volumen de textos alemanes dedicados a la definición de la esencia o a la determinación conceptual de épocas como clasicismo, romanticismo o realismo23. Y justifica además la indispensable proliferación de definiciones en las que la distinción de épocas se adapta a diferentes perspectivas y diversidad de decisiones interpretativas de los historiógrafos. Probablemente sea cuestión más controvertida de lo habitual en otras literaturas el uso de categorías históricoliterarias y clasificaciones cronológicas en el ámbito de la germanística. En la historia de la literatura alemana lo más importante es localizar los momentos de irradiación y caracterización cultural o sus fases históricas más o menos extendidas, descriptibles sobre la base de un fenómeno o de una personalidad definitoria en los que las dimensiones de identidad cultural 22
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Ejemplo citado en la obra de L. Crescenzi, Ob. cit., pp. 22-23. “En los diferentes volúmenes de una obra estándar de la historiografía literaria alemana como la antología Die deutsche Literatur vom Mittelalter bis zum 20. Jahrhundert de Walter Killy (1965-1983) es fácil comprobar que los primeros tres tomos se titulan simplemente Medioevo (Mittelalter, vol. I/1 y I/2) y Medioevo Tardío (Spämittelalter, II /1), mientras que encabezando el cuarto -que completa la serie de los dos primeros volúmenes- aparece el título Blütezeit des Humanismus und Reformation, II/2), con el que se introduce una designación histórico-cultural para señalar un límite de época difícil de localizar mediante una categoría puramente historiográfica. El tercer volumen se titula Barock, para señalar la coincidencia de una corriente artística, literaria y cultural con los límites cronológicos del siglo XVII. De tal manera puede parecer que, una vez dentro de su fase moderna, la literatura alemana puede ser periodizada según las grandes tendencias artísticas y culturales que la atraviesan. Pero el cuarto volumen, expresamente dedicado a la antologización de la literatura ilustrada, se titula simplemente Siglo XVIII (18. Jahrhundert, IV) y el quinto (en dos tomos) está dedicado a la literatura del Sturm und Drang, Clasicismo y Romanticismo (Sturm und Drang, Klassik, Romantik, V/1-V/2), movimientos que pertenecen plenamente al mismo siglo XVIII ya tratado en el cuarto volumen o al XIX, al cual se dedica el sexto (19. Jahrhundert, VI). El último tomo, además, se dedica a la literatura del s. XX y así se titula, no sin antes advertir que examinará -por razones muy fundadas y bien explicadas por el autor de la edición- el periodo 1880-1933 (20. Jahrhundert 1880-1933, VII/1-VII/2)”. Cf. Gerhard Kaiser, Aufklärung, Empfindsamkeit, Sturm und Drang, 7. Auflage, Tübingen, A. Francke Verlag, 2007, si bien el repertorio de obras especializadas en las diferentes épocas es muy amplio.
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alemana tomen forma a fin de periodizar el curso literario. En el periodo de Weimarer Klassik, con Goethe y Schiller como protagonistas, se produce el momento álgido entre las fases de Sturm und Drang y Romantik. También a veces emergen grandes personalidades que no se adaptan definitivamente a ninguna corriente en su totalidad. Nos referimos por ejemplo a Jean Paul, Hebel, Hölderlin y Kleist, introducidos como intervalo con nombre propio24 o como época con la denominación “Entre periodos” (Zwischen Klassik und Romantik, 1794-1811). Jost Schneider25 expone sistemáticamente unos principios que vamos a tomar como referencia en virtud de la relación bastante completa de las épocas de la historia literaria alemana que ofrece. Estos principios son denominados, en primer lugar, “histórico-políticos” o “histórico-sociales” a los cuales se subordinarían los términos de Junges Deutschland (1820-1850), Vormärz (ca. 1830-1848), Weimarer Republik (1918-1933), Faschismus (1933-1945) y Adenauerzeit (1949-1963). En segundo lugar se trata de “principios filosóficos”, es decir, de la historia de las ideas, del espíritu y de la religión, entre cuya designación de épocas se hallan las de Pietismus (1670-1740), Aufklärung (1720-1785), Empfindsamkeit (1740-1780), Sturm und Drang (1765-1785), Klassik (1785-1835), Romantik (1795-1840), Biedermeier (1820-1850), Dekadenz (1860-1900), Surrealismus (1920-1945) y Postmoderne (desde 1975). En tercer lugar, los “principios literarios” procedentes de las diferentes artes y que incluyen la estética, la estilística y lo poetológico y responden a la singularidad o particularidad de estilo como Renaissance (1470-1600), Barock (1600-1720), Manierismus (1670-1720), Rokoko (1730-1780), Anakreontik (1740-1770), Realismus (1850-1890), Naturalismus (1880-1900), Symbolismus (1870-1920), Impressionismus (1890-1910), Jugendstil (1895-1910), Expressionismus26 (1910-1925), Dadaismus (1915-1925), Neue Sachlichkeit (1920-1935) y Hermetismus (19201955). En cuarto y último lugar, los “principios analíticos” denominados neutrales y referidos al espacio numérico o de calendario cronológico como son Fin de siècle o Jahrhundertwende (1890-1910), Gegenwart (desde 1945), además de las designaciones 50er Jahre, 60er Jahre, etc., o simple24
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Lerke von Saalfeld, Dietrich Kreidt, Friedrich Rothe, Geschichte der deutschen Literatur. Von den Anfängen bis zur Gegenwart (1989), München, Droemer/Knaur, 2. ed., 1993. Obra moderna en la que con citas originales de los autores, la referencia histórica es punto de partida de cada capítulo en el que se reflexiona en las coordenadas de gestación de la obra y en las condiciones sociales de producción y recepción. Jost Schneider, Einführung in die moderne Literaturwissenschaft, Bielefeld, Aisthesis Verlag, 2008, pp. 111-125. Se sabe que el expresionismo comenzó en la pintura con Die Brücke en la ciudad de Dresde (1905) y con Der blaue Reiter en Munich y fue solamente en 1911 cuando Kurt Hiller aplicó por primera vez este término a la literatura (Rita Gnutzmann, La teoría literaria alemana, Madrid, Síntesis, 1994, p. 185).
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mente 18. Jh., 19. Jh. etc. Estas son en esencia las denominaciones encontradas en las historias de la literatura alemana en un sentido u otro y generalmente combinando algunos de los cuatro principios. Con respecto al último criterio, quizás uno de los más difundidos, se ha de constatar que incluso la categoría cronológica obedece a veces a diferentes interpretaciones. Siguiendo el principio estrictamente numérico es preciso observar en la magna obra colectiva de 1961-1983, adepta a la visión del llamado socialismo real, Geschichte der deustchen Literatur. Von den Anfängen bis zur Gegenwart27, que observa de forma sistemática y unilateral el uso de la periodización cronológica mediante fechas relacionadas con grandes revoluciones o hitos de interés para el comunismo (1789, 1830, 1917, 1945). Según el principio numérico, la estructuración por siglos es la más simple28 y se emplea generalmente con otros principios29. Como es evidente la terminología de periodos no es ni nítida ni definitiva30, pues su complejidad es grande, como afirman Hermand y Gnutzmann31, 27
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Geschichte der deustchen Literatur. Von den Anfängen bis zur Gegenwart, Berlin, Volk und Wissen Volkseigener Verlag, 1961-1983. En 1990 se editó excepcionalmente el tercer volumen Mitte des 12. Jahrhunderts bis Mitte des 13. Jahrhunderts. Ibid. Volumen 1 y 2a y 2b: Von den Anfängen bis 1160; Vol. 3: Mitte des 12. Jh. bis Mitte 13. Jh.; Vol. 4: Von 1180 bis 1600; Vol. 5: Von 1600 bis 1700; Vol. 6: Vom Ausgang des 17. Jh. bis 1789; Vol. 7: Von 1789 bis 1830; Vol. 8: Von 1830 bis zum Ausgang des 19. Jh.;Vol. 9: Vom Ausgang des 19. Jh. bis 1917; Vol. 10: Von 1917 bis 1945; Vol. 11: Literatur der DDR; Vol. 12: Literatur der BRD. Benedikt Jeßing, Neuere deutsche Literaturgeschichte: eine Einführung, Tübingen, Narr Verlag, 2008. Jeßing utiliza la cronología con fines exclusivamente didácticos en un intento de comprimir al máximo la historia literaria (16. Jh. Reformation, 17. Jh. Barock, 18. Jh. Aufklärung, 19. Jh. Romantik bis Ästhetizismus, 20 Jh. Vom Expressionismus bis zur Gegenwart). Para ilustrar este grave problema indicamos a continuación algunos ejemplos. “Algunas obras de Goethe se corresponden con el periodo Anakreontik, otras con el Sturm und Drang y otras con el periodo Klassik. El autor Hans Arp publica en la corriente del Dadaismus hasta entrados los años sesenta del siglo XX cuando aquel movimiento había desaparecido de la faz de Europa. Cuando nos referimos a la música del siglo XIX en alemán se la denomina romantische Musik. Incluso con el término classique en Francia -klassisch- se hace referencia a las obras de Corneille, Molière y Racine (1640-1690), lo que puede conducir a varios equívocos” (J. Schneider, Ob. cit., p. 118). Cf. J. Hermand, “Der Streit um die Epochenbegriffe”, en J. Hermand (ed.), Stile, Ismen, Etiketten. Zur Periodisierung der modernen Kunst, Wiesbaden, Athenaion, 1978. “Términos derivados de la historia del espíritu (Empfindsamkeit, Sturm und Drang) o relativos sólo a valoraciones estéticas (época clásica). La germanística utilizaba para el siglo XIX definiciones como época clásica, época tardo-clásica, romanticismo, romanticismo tardío, post-romanticismo, epigonismo, época de la restauración, Weltschmerz, Biedermeier, arte de la forma, escuela poética monacal, clasicismo, Junges Deutschland, Vormärz, lírica poética, prerrealismo, realismo sentimental, realismo poético, realismo burgués, realismo programático, alto realismo, victorianismo, naturalismo, impresionismo, simbolismo, fin du siècle, decadencia, Jugendstil, Heimatkunst, neorromanticismo y muchas otras: `modernidad a partir de 1870´, época de las guerras de liberación, época de la restauración Metternichiana, revolución del 48, Nachmärz, Gründerzeit, época de Bismarck y época Guillermina” ( p. 11). En la obra de Rita Gnutzmann, La teoría literaria alemana, Madrid, Síntesis, 1994, se dice que: “el periodo entre los años
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aunque para evitar laberintos se suelen mostrar cronologías concretas (Naturalismus 1880-1900). Es también el caso de la categoría Romanticismo que aporta Crescenzi32, que en algunos casos puede referirse al breve periodo de actividad del grupo de Jena en coincidencia con la más exacta categoría de Frühromantik o extenderse como, por ejemplo, en la comparatística americana, desde el Sturm und Drang hasta autores como Mörike, Uhland, Lenau o el joven Heine. Además de que la literatura austriaca siempre se contextualiza en las historias de la literatura de la República Federal de Alemania y en relación con autores alemanes, si bien no es lo óptimo pues aquella literatura sufre un agravio comparativo del que se está intentando resarcir la actual historiografía alemana de ámbito austriaco y suizo33. Es preciso destacar que desde 1945 la literatura en lengua alemana (Deutschsprachige Literatur nach 1945) no ha encontrado ninguna periodización o una convincente denominación de épocas, a pesar de haber transcurrido muchos años y en contraste con la primera mitad de siglo en la que la constelación de épocas es muy variada (Impressionismus, Symbolismus, Jugendstil, Expresionismus, Dadaismus, Neue Sachlichkeit, Die zwanziger Jahre). Sólo se han encontrado algunos términos muy difusos (Gegenwart, Nach dem zweiten Weltkrieg, Zwischen Utopie und Wirklichkeit, BRD-DDR, Die Wiedervereinigung, Um das Jahr 2000), si bien la ramificación en estos capítulos es definitivamente interesante y posiblemente pronto se acaben sancionando de uno u otro modo. En este contexto es preciso señalar las colecciones de crítico Marcel Reich-Ranicki en su Deutsche Erzählungen des 20. Jahrhunderts en diversos tomos y denominaciones cronológicas y en los tomos en que reúne selecciones de sus reseñas (Literatur der kleinen Schritte: Deutsche Schriftsteller in den 60. Jahren).
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1815 y 1848 todavía hoy recibe diferentes denominaciones: algunos hablan de Biedermeierzeit, así E. Sengle en sus tres voluminosos tomos (1971-1972, 1980). Otros prefieren el nombre Vormärz (Premarzo), sin ponerse de acuerdo sobre si comenzó en 1815, en los años veinte o a partir de 1830, llegando unos pocos a reducirlo a los años cuarenta. Otros usan el término Junges Deutschland (Joven Alemania) como Koopmann, con el que se refieren a un grupo de autores que fueron condenados expresamente por una ley del parlamento en 1835, a saber, Heinrich Heine (quien siempre negó pertenecer a tal grupo), Karl Gutzkow, Heinrich Laube, Ludolf Wienbarg y Theodor Mundt, además de Ludwig Börne. Menos frecuentes son los conceptos de Nachklassik (post-clasicismo) y Nachromantik o Frührealismus (prerrealismo) […] Biedermaier y Vormärz se utilizan casi siempre en función del objeto de investigación del crítico. Biedermeier se centraba en autores y características doméstico-íntimas, Vormärz en autores con objetivos políticos y su ideología” (p. 131). L. Crescenzi, Ob. cit., p. 25. Cf. Barbara Baumann, Birgitta Oberle, Deutsche Literatur in Epochen, München, Hueber, 1985. Esta sencilla, y didáctica obra ofrece capítulos específicos (Literatur Österreichs seit 1945, Literatur der deutschsprachigen Schweiz seit 1945), además de mapas, tablas cronológicas, sinopsis y breves biografías. También en esta obra se le dedican al periodo del Humanismo dos escasas páginas.
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3. EL CANON
La transmisión textual de la cultura así como la continuidad y la formación de la tradición son evidentemente inseparables. Curtius ahondaba en este punto al estudiar la primera división de la literatura por géneros y catálogos de autores y posteriormente la formación del canon de la Iglesia que tanto incidió en la formación del canon medieval y moderno34. La Antigüedad no tenía una conciencia histórica como nosotros entendemos, no conocía la división en periodos, o si la conocía no podía expresarla por falta de terminología histórica35. Desde los filólogos alejandrinos se han realizado selecciones de autores modelo o clásicos. De entre las literaturas modernas fue la italiana renacentista la primera que formó un canon hacia 1500. Posteriormente la crítica y la estética modernas unieron bajo el sólo concepto de “clásico” un ideal común de todas las artes (Rafael, Racine, Mozart y Goethe) y hacia 1800 la Antigüedad grecorromana fue declarada “clásica” en bloque. La formación del canon ha contribuido a afianzar la tradición y toda creación de cánones literarios ha llevado a cabo una selección de clásicos. El recuerdo de los hechos simbólicamente relevantes, la identidad y una lectura crítica son algunos de los elementos significativos de dicha reconstrucción, junto con la fundamental consideración de la biblioteca como el lugar en donde se halla el “tesoro de los conocimientos” (Schatzhaus der Kenntnisse)36. Toda historia general de la literatura es historia de un canon y crea consistencia a lo largo del tiempo, corresponde al “juicio de los siglos”, a la “fusión de horizontes en encuentro con la tradición”37. De hecho una comunidad transmite la propia memoria cultural según una determinada selección y clasificación de los textos del pasado38. Por ello se afirma que existe la
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Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, trad. de M. Frenk Alatorre y A. Alatorre, México, FCE, 1955, vol. I, cap. “Clasicismo”, pp. 349-383. Ibid, p. 356. Holger Dainat, Hans Martin Kruckis, “Die Ordnung der Literaturwissenschaft”, en J. Fohrmann, H. Müller, Literaturwissenschaft, München, Wilhelm Fink Verlag, 1995, p. 125,. H. R. Jauss, Ob. cit., p. 174. Cf. Thomas Söder, Studien zur deutschen Literatur. Werkimmanente Interpretationen zentraler Texte der deutschen Literaturgeschichte, Berlin, LIT, 2008. Incluye una selección de textos esenciales (J.M. Lenz, Goethe, G. Büchner, G. Keller, G. Hauptmann, R. Musil, F. Kafka, S. Zweig y P. Süskind). Söder interpreta muy personalmente la autenticidad alcanzada por cada uno de los protagonistas como figuras únicas y en un entorno psicológico e histórico desde el que son juzgados por otros personajes secundarios En este sentido insiste en que la historicidad del texto permite aproximarnos a la realidad cultural en la que la obra se gestó. Otra obra similar es la de Sabine Schneider (ed.), Lektüren für das 21. Jahrhundert Klassiker und Bestseller der deutschen Literatur von 1900 bis heute, Würzburg, Königshausen & Neumann, 2005. En su selección de autores y textos se hayan Musil, Kafka, Döblin, Th. Mann, M. Frisch, U. Johnson, P. Süskind, G. Grass, B. Schlink, M. Walser, R. Gernhardt y P. Rühmkorf.
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conciencia de la importancia del canon de los textos ejemplares para la definición de la identidad de una comunidad. Este criterio es asimismo un proceso de jerarquización y separación de la literatura trivial de aquella otra de cumbre (gehobene o Gipfelliteratur). De entre un material copioso una compleja dialéctica separa franjas y designa las obras maestras (Meisterwerke) en una constelación singular. Como canon literario se ha definido una selección de las obras artísticas más notables, esenciales, normalizadoras, duraderas, es decir, estimadas como clásicas o monumentos, cuyo conocimiento es condición de un nivel concreto de formación cultural39. Esta definición contiene una fórmula de interpretación y entendimiento de los textos, un canon exegético. Esta tradición y normatividad está ciertamente sujeta a posibilidad de cambios así como al cuidado del repertorio canónico40. La periodización de la literatura responde entonces a la necesidad de conferir evidencia histórica al canon41 compartido. Al distinguir las épocas de la literatura en la estructura estable de los cánones se introducen variables históricas que otorgan un dinamismo especial al repertorio compartido de los textos “clásicos”. Holger Dainat, tras reflexionar brevemente sobre la denominación de las “épocas”, en especial a partir de avanzado el siglo XVIII, cuando se datan con más precisión las cesuras, se enfrenta a la cuestión de la canonicidad literaria y se pregunta si es científico el canon o al menos si es racional, para concluir que el canon se ha formado de la mano del sistema educativo y de la crítica literaria42. El mismo ReichRanicki anuncia en un prefacio que sólo selecciona autores y obras característicos para un periodo definido, conformando un mosaico, un resumen sumario y no un panorama completo43. En su obra magna de más de veinte volúmenes Der Kanon. Die deutsche Literatur (2000-2006) realiza de forma totalizadora una selección canónica de gran envergadura con autores de los diferentes géneros.
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W. Schmidt-Dengler, J. Sonnleitner, K. Zeyringer, Die einen raus – die anderen rein. Kanon und Literatur: Vorüberlegungen zu eine Literaturgeschichte Österreichs, Berlin, Erich Schmidt Verlag, 1994, p. 9. Jauss, Ob. cit., p. 178. Gauss describe la evolución literaria como lucha incesante de lo nuevo con lo antiguo. Cf. Kurt Rothmann, Kleine Geschichte der deutschen Literatur, Stuttgart, Reclam, 2006. “Kanon meint in der Literatur eine als allgemeingültig und dauernd verbindlich gedachte Auswahl vorbildlicher Werke” (p. 4). Holger Dainat, Ob. cit., 1995. M. Reich-Ranicki, Entgegnung. Zur deutschen Literatur der 70. Jahre, Stuttgart, dtv, 1985. “Nicht alle charakteristischen Bücher und Autoren jener Jahre wurden hier abgehandelt, aber alle, die abgehandelt wurden, sind, meine ich, charakteristisch für diese Zeit. […] Statt eines Panoramas erhält der Leser eher Mosaiksteine, nicht Überblicke werden ihm offeriert, sondern Einblicke ermöglicht” (p. 13).
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4. TEXTOS TEÓRICOS FUNDACIONALES DE LA LITERATURA ALEMANA
La historia de la ciencia literaria alemana no se ha constituido en objeto privilegiado de investigación como lo han sido la historia de la medicina o la historia de las ciencias naturales. Esto ha conducido a algunas áreas de las Letras o las ciencias del espíritu a una gran paradoja, puesto que son ellas las que más precisan que la historia las defina y las reubique en su auténtica dimensión. Esta es la tesis que defiende Jürgen Fohrmann44. La historia de la literatura alemana en su representación de conexiones y relaciones (Zusammenhänge), como se subraya en la mayoría de los prefacios consultados de historias de la literatura alemana, ofrece algunas características que la muestran como auténtica excepción en el panorama de las grandes literaturas europeas. La literatura alemana está especialmente marcada por una acentuada cesura que divide claramente en dos su desarrollo, la reforma luterana en el siglo XVI. Por esta razón dos clases diferentes de especialistas la estudian. Por un lado, filólogos germánicos y lingüistas cuyo campo de investigación abarca siete siglos de evolución lingüística y literaria desde el 800 al 1500 aproximadamente; por otro lado, historiadores de la literatura moderna cuyas competencias no incluyen el estudio de la lengua alemana. Sobre las tradiciones disciplinares para el estudio de la literatura y cultura del siglo XVI, no está claro quién goza de mayor competencia, si los filólogos o los historiadores de la literatura. Por ello es preciso subrayar que el siglo XVI alemán es todavía hoy en gran medida territorio desconocido frecuentado por pocos. Si los orígenes de la escritura, que no de la literatura, en antiguo alto alemán están datados alrededor del 770, el “segundo inicio” de la literatura alemana en la edad moderna es más difícil de precisar. La separación de Antigüedad y Edad Moderna en dos épocas históricas se hace visible45 en la paulatina descomposición de la forma literaria adoptada posteriormente por Schiller y Friedrich Schlegel en la transición del siglo XVIII al XIX. Además Herder legó al XIX el concepto de una historia dinámica, abierta y enfática46. Se detecta un hábito permanente en el ámbito académico de hacer coincidir el principio de la literatura moderna con el siglo XVIII y la Ilustración. Aunque algunas razones lingüísticas y culturales inducen a situar este segundo inicio en la época de la Reforma, singularizada por la Biblia de Lutero que fija el canon de la nueva lengua alemana y por una nueva Welt44
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Cf. Jürgen Fohrmann, Wilhelm Voßkamp (ed.), Wissenschaft und Nation. Zur Entstehungsgeschichte der deutschen Literaturwissenschaft, München, Wilhelm Fink Verlag, 1991. De mucho interés resulta la aportación de Fohrmann “Deutsche Literaturgeschichte und historisches Projekt in der ersten Hälfte des 19. Jahrhunderts”, pp. 205-215. H. R. Jauss, Ob. cit., pp. 29 y 34. Rüdiger Safranski, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, traducción de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 2009, p. 24.
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anschauung destinada a producir efectos decisivos en el ámbito literario y artístico47. En el centro de la investigación aparecen dos estudios programáticos aparecidos casi al mismo tiempo (1785-1796): Über das Studium der griechischen Poesie de Friedrich Schlegel y Über naive und sentimentalische Dichtung de Friedrich Schiller, famosos como análisis de la literatura tanto del pasado como del momento y pronóstico de la literatura futura. La respuesta de Schiller a la pregunta de su discurso inaugural en la Universidad de Jena de 26 de mayo de 1789 ilustra una mirada crítica retrospectiva hacia la historia literaria48 (Was heißt und zu welchem Ende studiert man Universalgeschichte?) con la que la historia universal habla a los hombres contribuyendo en sus diferentes periodos a la cultura. La fuente es la tradición y el órgano de la tradición es el lenguaje. El profesor de historia de Jena destaca los sucesos que han tenido influencia esencial e irrevocable. Jauss49 afirma que este escrito de Schiller realza la esperanza con que la historia de la literatura del siglo XIX trataba de hacerse con el legado de la filosofía idealista, en competencia con la historiografía general. Pero tras cuatro años de dedicación profesional a la historia, la trayectoria intelectual de Schiller siguió por otros derroteros de mayor creatividad50. A Wilhelm von Humboldt se le reconoce como el primer hermeneuta moderno del hombre y de la vida histórica, quien suministró la primera filosofía de la comprensión histórica51 en su conferencia sobre la tarea del histo-
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Cf. L. Crescenzi, Ob. cit., p. 21. “Ciertas razones ideológicas (sostenidas en la historiografía de los románticos y más tarde en la crítica marxista) y estéticas (expuestas con gran fortuna por Wilhelm Scherer) impidieron, con más o menos razón, el asentamiento definitivo de esta simple fórmula, instando a recuperar un argumento muy querido por la historiografía schlegeliana y a datar el origen de la literatura alemana moderna en el s. XVIII. Y una progresiva simplificación del canon académico y científico indujo más tarde a situar este mismo origen alrededor de 1750, haciéndolo coincidir aproximadamente con el principio de la mayor fase de producción crítica y literaria de Lessing y Klopstock” . F. v. Schiller, “¿Qué significa y con qué fin se estudia Historia Universal?”, en: Escritos de Filosofía de la Historia, ed. de J.L. Villacañas y E. Bello, Universidad de Murcia, 1991, pp. 118. H.R. Jauss, Ob. cit., p. 140. Cf. Golo Mann, Geschichte und Geschichten. Stuttgart, Deutscher Bücherbund, 1961, quien dedica un capítulo al Schiller historiador (Schiller als Geschichtsschreiber). “Friedrich Schiller, der Historiker, hat keine Tradition begründet. Kann sein, er hätte es, wenn er bei dem Handwerk geblieben wäre; da er aber nach bloßen Jahren sich wieder von ihm abwandte und dem sich zuwandte, was seine höchste Berufung war, so blieb seine Geschichtsschreibung eine Episode in unserer Literatur. Die deutsche Historie des 19. Jahrhunderts ging auf anderen Wegen anderen Zielen nach. Wohl schrieben auch die Meister der deutschen Geschichtswissenschaft schön, oder doch einige von ihnen, Ranke, Mommsen, und wir rechnen es ihnen hoch an” (p. 83). Franz Schultz, “El método en la historia literaria”, en E. Ermatinger et alt., Filosofía de la ciencia literaria, trad. de Carlos Silva, Madrid-México, FCE, 1984, p. 17.
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riador Über die Aufgabe des Geschichtsschreibers52 (1821), cuyo eje se halla en el hecho histórico, la interpretación de lo “acontecido” (die Darstellung des Geschehenen) y la relación con la poesía y el sentido de lo bello. Este razonamiento será más profundo en el investigador de la historia (Geschichtsforscher) en la medida en que con mucho talento se acerque y entienda al hombre para así realizar su tarea con mayor perfección. El culmen de este esfuerzo es la Weltgeschichte, la historia universal, con interrelaciones en diversos sentidos. Humboldt realiza ciertamente en este texto un magnífico paralelismo entre la imitación artística de la naturaleza y la interpretación histórica. El principio de una clasificación histórica sistemática de la literatura antigua y moderna se da en el ámbito alemán con la primera vanguardia cultural reconocible surgida en Alemania, es decir el Romanticismo. De hecho, en el breve ensayo Épocas del arte poético de 1800 incluido en el Diálogo sobre la poesía de Friedrich Schlegel empieza a tomar forma una reflexión sobre las expresiones históricas de la cultura literaria europea y más tarde universal, su denominador espiritual. Y con la espectacular sucesión de las conferencias berlinesas y vienesas de August Wilhelm Schlegel (1801-1804 y 1808) y las clases vienesas de su hermano Friedrich (1812) se desarrollará en Alemania una moderna historiografía literaria que definirá claramente la genealogía cultural del movimiento romántico, la modernidad europea y específicamente la literatura alemana. Las grandes figuras del movimiento historicista alemán se dividen en dos grupos: unos prepararon la vía al historicismo principalmente al elevar la vida espiritual alemana (Lessing, Winckelmann, Schiller y Kant). Lessing había preparado científicamente el gran movimiento alemán que conduce a Hegel mediante las ideas sobre la evolución en su Educación de la humanidad. Otros contribuyeron directamente a la formación del primitivo historicismo (Möser, Herder y Goethe). De la canonización del gran arte y de la gran cultura griega por Winckelmann arranca el Neohumanismo alemán como una de las más fuertes potencias educadoras que resplandece en el siglo XIX y de la que aun hoy pueden notarse destellos53. La historiografía literaria alemana asocia abiertamente cuestiones de identidad nacional e historicismo al canon literario y va unida inicialmente a 52
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Wilhelm von Humboldt, “Über de Aufgabe des Geschichtsschreibers”, pp. 96-110, Schriften zur Anthropologie und Bildungslehre, Frankfurt Main, Ullstein, 1984 y en Guillermo de Humboldt, “Sobre la tarea de la historiografía”, en Escritos políticos, trad. de Wenceslao Roces, México, FCE, 1996. Conferencia impartida en abril de 1821 en la Königlich Preußische Akademie der Wissenschaften de Berlín. Cf. Friedrich Meinecke, El Historicismo y su génesis, Madrid, FCE, 1983. (Die Entstehung des Historismus, München, Oldenburg, 1936). Cf. también M.R. Martí Marco, “El Neohumanismo alemán”, en P. Aullón de Haro (ed.), Teoría del Humanismo, Madrid, Verbum, 2010.
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los nombres de Jacob Grimm con la joven germanística construida sobre bases rigurosamente filológicas y de historia del lenguaje, el historiador literario Julian Schmidt y la escuela de Wilhelm Scherer conocida por su rigor científico. Sufre profundas transformaciones tras la reafirmación de la Geistesgeschichte, la historia espiritual del pueblo alemán en sus diversas ramificaciones, desde Wilhelm Dilthey, Rudolf Unger54, Friedrich Gundolf y Hermann August Korff y cuyo impulso se apagará posteriormente. 5. BREVE HISTORIOGRAFÍA DE LA LITERATURA ALEMANA
A continuación exponemos unas reflexiones que orientan la clasificación de la historiografía de la literatura alemana. Específicamente refieren aquellos autores que tuvieron la capacidad generalizadora de captar las secuencias de la historia literaria en sus grandes dimensiones e historiografía de la literatura alemana. 5.1 En la Edad Media El medievo literario abarca más de siete siglos y se suele subdividir en tres periodos de desarrollo que siguen las fases clásicas de primera edad media (frühes Mittelalter, desde el 750 hasta 1150 aproximadamente), alta edad media (hohes Mittelalter, desde 1150 hasta 1270) y edad media tardía (spätes Mittelalter, de 1270 a 1500). En la Edad Media europea es preciso subrayar la inexistencia textual de historiografía. Hay inestabilidades en la cultura historiográfica, en la medida en que se encuentran desaparecidas diferentes constelaciones de textos. En algunos de estos casos los textos podrían reconstruirse, otras veces se encuentran subsumidos en otros que no remiten a su autor o título original y, en algún caso, se cita su existencia y son evidentes las hipótesis de que su contenido pueda efectivamente restaurarse. Se trata muchas veces en estos siglos de producciones intermitentes y escasas, estrechamente relacionadas con la energía creativa de la situación de individuos o sencillamente de una comunidad que promueve una obra o la encarga55. En la Edad Media la actividad historiográfica estuvo ligada fun54
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R. Unger, Aufsätze zur Prinzipienlehre der Literaturgeschichte. Vom Werden und Wesen der neueren deutschen Literaturwissenschaft, Berlín, 1929. Norbert Kersken, “Geschichtslose Zeiten. Vom Verstummen der Historiographie im Mittelalter”, en Ellen Widder (ed.), Manipulus florum: aus Mittelalter, Landesgeschichte, Literatur und Historiographie, Festschrift für Peter Johanek zum 60. Geburtstag, Berlín, Waxmann, 2000, p. 25. “Es preciso destacar las aportaciones historiográficas a finales del siglo VI de Gregorio de Tours en el Reino Franco y de Gildas en la Inglaterra anglosajona, a principios del siglo VII de Isidoro de Sevilla en la España visigoda, Beda a principios del siglo VIII, la Historia Brittonum a principios del siglo IX o incluso a principios del siglo XII el llamado Gallus Anonymus en Polonia. Cabe destacar en España una cultura historiográfica perdurable desde
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damentalmente a una topología de lugares prominentes política o culturalmente. En este sentido la fuerza de irradiación cultural de los centros monásticos en Alemania juega uno de los papeles más relevantes así como los obispados o algunos reinos. Pero muy especialmente en esas pequeñas células culturales de los monasterios es en donde la formación de una cultura historiográfica fue patente, pues se mantuvo una tradición historiográfica que a pesar de las dislocaciones ya no se pudo detener. A partir del siglo XII y XIII ya no se podrá hablar más de huecos historiográficos sino de una indiscutible corriente en el establecimiento de la historiografía que vivió una territorialización y que encontró su magnitud de referencia en la interpretación histórica de condados y principados que se estaban constituyendo. El siglo XV experimentó un nuevo impulso en la historiografía urbana. Se produce un incremento de la historiografía de las ciudades (Lübeck, Köln, Nürnberg, Augsburg) relacionada estrechamente con su desarrollo político y económico. Se alfabetizaron y escolarizaron amplias capas de la población, especialmente de la naciente burguesía, gracias también a la actividad dinámica de las órdenes mendicantes en las ciudades. 5.2 El humanismo alemán Los teóricos posteriores se considerarán herederos del humanismo italiano de Francesco Petrarca, padre de la historiografía humanística, que permitió enlazar historia, política, poética y filología56. En el Quattrocento encontramos la redacción de obras históricas en diversos ámbitos, en proemios y cartas, en dedicaciones, biografías y colecciones de acontecimientos, en ediciones, traducciones y comentarios de historiadores antiguos y de biógrafos y en las indicaciones para el estudio de la historia en los tratados pedagógicos57. La tarea del historiógrafo en el humanismo se encuentra por tanto en tensión entre la sujeción objetiva a los hechos y la libertad interpretativa de narración y se otorga un elevado grado de dignidad al lenguaje y al fin en esta profesión58. De las cinco disciplinas humanísticas o Humaniora (gramática, retórica, poesía, historia y ética) propuestas en el renacimiento y que completaban el estudio de las siete artes liberales, la historia es la única que precisará más tiempo para establecerse como materia autónoma en las universidades. La producción de bibliografía histórica fue aumentando con tendencia progresiva. Un interés profesional específico en la historia se docu-
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principios del siglo XII, si bien es posible la perfecta reconstrucción de los registros historiográficos de los reinos cristianos que resurgían en Asturias desde el siglo IX” (pp. 12-13). Eckhard Kessler, Petrarca und die Geschichte. Geschichtsschreibung, Rhetorik, Philosophie im Übergang vom Mittelalter zur Neuzeit, Wilhelm Fink, München, 1978, pp. 14-16. Ibid, p. 15. Ibid, p. 21.
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menta entre los juristas como en el caso de la asignatura Historie und Gesetzte ofertada en la universidad de Heidelberg59. Debido a que el humanismo alemán se interpretó en gran medida como un fenómeno de historia nacional, la enseñanza de la historia asumió un lugar preponderante. Se le atribuye al humanista y poeta Peter Luder ser el primero en iniciar la enseñanza de la historia en la universidad con la introducción de la docencia en 1456 de la obra de Valerio Máximo, al animar a los estudiantes a leer poetas, oratores atque historiographos, designándose él mismo como historiographus de la corte. Un gran número de eruditos humanistas le siguieron como Jodokus Eichmann (1459). La situación en las universidades alemanas está investigada60. Las universidades de Basilea (1464), Freiburg (1471), Ingolstadt (1477), Viena (1494) y Heidelberg pronto reconocieron el valor de los studia humanitatis en las que desde sus inicios se concedió prioridad a los estudios de la historia61. Por todo ello el siglo XV es el momento en que se inicia la filología en el sentido moderno del término. Se examinan textos según las obras precedentes, las relaciones de los diversos textos copiados y traducidos y la confianza depositada en la validez del texto original y se compila una relación histórica audaz de textos literarios. De todo ello surgió una historia literaria, una historia de la literatura erudita. La historiografía de la literatura comenzó en los humanistas con la redacción de descripciones biográficas de poetas, or-
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Erich Meuthen, “Humanismus und Geschichtsunterricht”, en August Buck (ed.), Humanismus und Historiographie, Rundgespräche und Kolloquien, Deutsche Forschungsgemeinschaft, Weinheim, VCH, Acta Humaniora, 1991, p. 21. Esta cuestión está ampliamente documentada en el capítulo citado de Erich Meuthen, pp. 5-50. En la búsqueda por encontrar la primera asignatura especial sobre “historia” habrá que esperar a los inicios del siglo XVI en la Universidad de Maguncia, a la ofrecida por el canonista Ivo Wittich († 1507). Posteriormente esta asignatura fue asumida por N. Fabri von Carbach, quien en 1518-1519 publicó una edición crítica de Livio. A la primera generación de profesores en la recién fundada universidad de Marburg pertenece la cátedra de historia, poesía y oratoria del humanista Hermann von dem Busche. Como historicus le competía la enseñanza de las obras de Livio, Cesar, Valerio Máximo, Salustio, Justino, Lucio Floro, Orosio, Quinto Curtio, Suetonio, Tácito y otros historiógrafos. En una de sus publicaciones, Annotationes a Persio, Juvenal y Petron, se ocupa de la “Historia sacra”. Su sucesor en la cátedra, Gerhard Geldenhauer, accedió después a otra de “Nuevo Testamento”. Su sucesor fue en 1534-36, Johann Glandorp. Desde 1625 hasta 1802 se impartieron juntas historia y oratoria. En gran parte esto se debió al espíritu de la Reforma. En la Universidad de Colonia el estudio de las artes en el siglo XVI era superior, si bien la historia como disciplina tenía un papel subordinado, aunque era apreciada y requerida. En 1597 había un catedrático de Historia y Griego, despedido en 1622 por insuficiencia de alumnado. Investigaciones en otras universidades como Heidelberg, Tübingen o Freiburg conducen a los mismos resultados. En conclusión cabe afirmar que el humanismo renacentista efectivamente cimentó la historia como elemento de formación europea. Se refleja con datos puntuales la desatención de esta disciplina en la Facultad de Artes en 1526 de la Universidad de Wittenberg, a propuesta de Lutero y Melancthon, postergándose y después concediéndosele menor relieve (Erich Meuthen, Ob. cit., pp. 36-37).
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denados según el año de fallecimiento y subdivididos a veces por clases de autores62. Es necesario señalar que la sección de historia literaria del Humanismo ha sido erradicada de muchas de las historias de la literatura alemana de la segunda parte del siglo XX para sólo reflejar la aportación de la reforma protestante. La época del Humanismo se incluye en todas las obras clásicas (Scherer), en la obra de Karl Petry63, de M. Kluge y R. Radler64 e incluso en las obras de Otto Mann65 (1964), pero en la actual tendencia a disminuir el copioso material en un intento de síntesis minimizadora, este periodo se menciona con absoluta brevedad en o junto al periodo de la Reforma, o simplemente se suprime. 5.3 El siglo XVI y XVII En un periodo en que la historiografía se ceñía prácticamente a las obras en latín, los orígenes de la historia literaria en suelo alemán se remontan a la mitad del XVI y más exactamente al De escribenda universitatis rerum historia libri quinque de Christophorus Mylaeus (Basilea, 1551), cuyo quinto y último tomo Literaturae historia trata cronológicamente de la historia universal desde Adán hasta el momento desde la perspectiva del descubrimiento, difusión y transmisión del saber erudito y de la cultura literaria66. Esta obra enmarca la literatura en el contexto de un tratamiento vasto y sistemático de la naturaleza, del hombre, sus instituciones políticas, la ciencia y Dios, entendiéndose como el conjunto de textos producidos por la historia de la humanidad en cada una de las esferas del saber. En su aspiración enciclopédica plasma una síntesis histórico-cultural de gran calado considerando la literatura de la poesía como un subgénero. El siglo XVII logra desarrollar interpretaciones de la creación de la poesía alemana pero no un desarrollo histórico de la literatura alemana. Kart Ortlob se propone introducir en 1654 el concepto historicista en su obra De variis Germanae poeseos aetatibus exercitatio, pero su propósito es eminentemente filosófico-cultural. Mucho después y en este mismo ámbito, el bibliotecario de Kiel e historiador Daniel Georg Morhof fue el primero que intentó en su obra Unterricht von der teutschen Sprache und Poesie deren Uhrsprung Fortgang und Lehrsätzen (1682) ordenar los textos en lengua 62 63 64
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H. R. Jauss, Ob. cit., p. 196. Karl Petry, Handbuch zur deutschen Literaturgeschichte, Stuttgart, Magnus Verlag, 1949. M. Kluge, R. Radler, Hauptwerke der deutschen Literatur. Darstellungen und Interpretationen, München, Kindler Verlag, 1974. Otto Mann, Deutsche Literaturgeschichte. Von der germanischen Dichtung bis zur Gegenwart, Gütersloh, Bertelsmann, 1964. Klaus Weimar, Geschichte der deutschen Literaturwissenschaft, München, Fink, 1989, p. 109.
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alemana en una historia de la literatura crítica y comparada, si bien se puede considerar más bien como una historia de la lengua alemana y de su poesía que quedó para erudición de muy pocos. Entre 1650 y 1700 se encuentran trabajos específicamente bibliográficos como los de Peter Lambeck (Prodromus historiae literariae, 1659) y Hermann Conring (De scriptoribus XVI. Post Christum natum saeculorum commentarius, 1703) que ordenan la materia por siglos basándose en las diversas disciplinas. Efectivamente la historia literaria se convierte progresivamente en una especie de gran introducción propedéutica a otras ciencias y logra producir sobre todo bibliografías y biografías de diversas disciplinas y sus exponentes. En ese momento la obra más señalada es la de Jacob F. Reimmann De poesis germanorum canonica et apocrypha; bekandte und unbekandte Poesie der deutschen (1703), que supone una interpretación de la literatura alemana emblemática y paradigmática. Y como hizo Morhof, divide la obra en tres periodos: infantia (hasta Carlomagno), pueritia (hasta Opitz) y, en tercer lugar, viriles aetas. 5.4 El siglo XVIII
El siglo XVIII es un periodo intenso, momento de máxima concentración de impulsos y experimentos. Se inicia la época de la historiografía filosófica que trata el problema de la naturaleza y de la historia como unidad, preguntándose por las condiciones de la posibilidad de su conocimiento67. Con la revalorización de las ‘bellas letras’ y con la estética del periodo clásicoromántico alrededor de 1800 se inicia el espíritu del concepto de historia de la literatura, pero realmente sólo la segunda mitad del siglo XVIII significó una transformación definitiva del modelo en cuyo centro se situaban textos con sentido poético que se ordenaban según determinados criterios históricos, según las ideas y la forma de vida de autores y lectores. Bodmer, en su poema histórico-literario Character der Teutschen Gedichte (1734), subraya la naturaleza del producto literario, su calidad estética, pero no su relación histórica. Y a mitad del siglo XVIII escritores en lengua francesa se interesarán específicamente por la historia literaria: la obra del alemán J.F. Bielfeld Progrès des allemands dans les sciences, les belleslettres et les arts (1752), la obra de L.T. Herissant Observations historiques sur la littérature allemande (1774) o incluso la obra de Federico II De la littérature allemande (1780)68.
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Cf. Ernst Cassirer, La filosofía de la Ilustración, trad. de Eugenio Imaz, México, FCE, 1943. Capítulo dedicado a “La conquista del mundo histórico” (pp. 222-260). Federico II, Rey de Prusia, Discurso sobre la literatura alemana, trad. de R. Rohland de Langbehn. Universidad de Málaga, 2004.
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Será realmente a partir de mediados del XVIII cuando se encuentren explícitamente y por primera vez las clases de “historia” como disciplina académica en la universidad alemana, si bien hemos de añadir que la “historia como ciencia” es fruto más tardío, del XIX, e incluso de su segunda mitad. Schlözer intenta seguir en su Universalgeschichte (1772) el espíritu de la obra “Essai sur les moeurs” de Voltaire, quien quiere levantar la historia y hacer patente el espíritu de las épocas y de las naciones en las que considera que lo fundamental es el género humano, el espíritu, el hombre y no el elenco de batallas. Pütter guía este género a su culminación con la obra Handbuch der teutschen Reichshistorie (1762) y Meister rechaza una periodización estricta en su Beyträge zur Geschichte der teutschen Sprache und National-Literatur (1777). En 1782 Plant publica su Chronologischer, biographischer und kritischer Entwurf einer Geschichte der deutschen Dichtkunst und Dichter. Pero fue a partir de la genial crítica juvenil de Herder cuando la ciencia dieciochesca de la literatura se lanzó a la conquista de una perspectiva historicista69. Nunca había resonado en la filosofía de la historia del siglo XVIII 69
Ulrich Muhlack, Geschichtswissenschaft im Humanismus und in der Aufklärung. Die Vorgeschichte des Historismus, München, Verlag C.H. Beck, 1991. “Si bien el descubrimiento de la historicidad de la literatura precedió al historicismo de la Ilustración, según tesis de Jauss, se considera el momento en el que se inicia el Historicismo desde finales del siglo XVIII hasta la segunda mitad del siglo XIX y el país en el que surge es precisamente, Alemania, aunque el historicismo ni se constriñe a la ciencia histórica alemana y ni es únicamente alemán, pues algunas de sus raíces afloran fuera de sus fronteras. La filosofía del idealismo alemán desde Kant, Fichte y hasta Hegel, ofrece en su filosofía de la historia una nueva interpretación de la historia universal y suministra con ello paralelamente una nueva teoría del conocimiento histórico así como una nueva interpretación de la historia. La ciencia de la historia de la antigüedad greco-romana del Neohumanismo que se vincula a nombres como Wilhelm von Humboldt, Friedrich August Wolf, August Boeckh, Otfried Müller, Johann Gustav Droysen, alcanza también la historización paradigmática en estos momentos. La posible consolidación del historicismo en Alemania se debe a una institución, la nueva universidad alemana como Humboldt la instituyó en Berlín. Así es como la nación cultural alemana entra en el estado, cuando Humboldt realza la exigencia de emancipar la ciencia de otras referencias o fines y de que se la considere como un proceso intelectual autónomo, útil en sí mismo. En ese preciso momento es cuando se le adjudica a la ciencia histórica valor de autonomía. La escuela de ciencia histórica creada por Niebuhr, que abarca además a Albert Schwegler, Karl Wilhelm Nitzsch y Heinrich Nissen, se concentra en la historia político-social de la antigüedad desde un punto de vista neohumanista y con ello aporta la unión moderna de investigación histórica y de historiografía. La posterior dirección romántica activa el conocimiento de la historia de la Edad Media y guía, a partir de la categoría del espíritu popular, el modelo de una nueva estructura de la historia, apoyada en la literatura histórica precientífica (Novalis), la filología germánica (Jacob Grimm), la escuela histórica de la jurisprudencia (Karl Friedrich Eichhorn y Friedrich Karl von Savigny) y una nueva Historia general de la Edad Media (Friedrich Wilken, Heinrich Luden, Johannes Voigt y Gustav Adolf Harld Stezel). La escuela de Ranke a la que también pertenecen nuevos discípulos en las postrimerías del XIX como Max Lenz y Erich Marcks tiene su eje en la historia moderna y se preocupa con especial intensidad por el problema de la objetividad. La dirección liberal desde Gervinus, Droysen, Ludwig Häusser, Heinrich von Sybel y hasta Heinrich von Treitschke, tematiza la historia moderna o contemporánea y da precedencia a la historia del
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una voz como ésta, una voz ajena a Montesquieu, a Voltaire, a Hume. Herder se levanta sobre el mundo intelectual de la Ilustración y lo supera como un triunfo espiritual procurándose los recursos metódicos70. Sus escritos histórico-filosóficos Philosophie der Geschichte zur Bildung der Menschheit (1774) polemizan con el concepto ilustrado de historia universal. Precisamente la idea del juicio del gusto será la que empujará al joven J. G. Herder a aplicar criterios históricos según la época y el país, sin que las diversas culturas deban ser estudiadas según un único concepto de gusto71. Además, si hasta ese momento la distinción entre “bellas letras” y “literatura”, entendida en su sentido más amplio como repertorio de textos de la cultura humana, no había tenido ninguna relevancia, en este momento la historia literaria empieza a ser concebida como una historia del “buen gusto” en las bellas artes, protagonista de la historia literaria. La elevación del rango de la literatura, su importancia para la vida, creció de forma colosal. La irrupción romántica está marcada por esta época ávida de lectura y entregada con pasión a la escritura72. Especialmente en el ámbito universitario se empieza a desarrollar una praxis histórico-literaria que funde la teoría de las bellas artes y la historia de la poesía bajo una sola mirada de conjunto. En las historias literarias empiezan a incluirse secciones específicas sobre poesía alemana (C.D. Ebeling, 1767), también con fines propagandísticos como los textos de Grimm (1750), Bielfeld (1752) y se narra lo más notable de la literatura de cada época y de cada país, no como un catálogo o una bibliografía. Y en vez de enumerar series de textos por orden cronológico o por géneros o incluso según su calidad moral, autores como Schiller, Herder, y después los hermanos Schlegel exigieron el criterio de textos en su forma estética viendo en ellos la expresión de formas de vida de culturas determinadas y remarcaron con ello el fondo cultural, social y de idea literaria. Asimismo y en este sentido Winckelmann llegó a la belleza ideal a partir de la individual en su Geschichte der Kunst des Altertums.
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presente. Incluso la escuela histórica antigua de la economía nacional liderada por Wilhelm Roscher, Karl Knies y Bruno Hildebrand, funda la economía política sobre la investigación de hechos históricos empíricos y aporta elementos de la historia moderna social y económica, que para todas las disciplinas es tan importante” (p. 412). E. Cassirer, Ob. cit., p. 260. Klaus Weimar, Geschichte der deutschen Literaturwissenschaft, München, Fink, 1989. “Para la historia de la literatura estos postulados hermenéuticos suponen la sustitución de una perspectiva de génesis del hilo conductor teleológico y la sustitución del concepto de `progreso´ por el de `evolución´. En éste debe poder mostrarse cómo y por qué cambia el gusto y por qué cada forma que adopta surge de otra. Por ello, el texto poético pasa de ser el anillo de un continuum temporal que se concibe a través de una norma como el eslabón insustituible de una cadena evolutiva” (p. 134). R. Safranski, Ob. cit., 2009, p. 47.
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Especialmente la literatura medieval alemana estaba envuelta en una gran nebulosa, conociéndose entonces sólo un modesto repertorio gracias a las inscripciones y a las traducciones de Gottsched, Bodmer y pocos más. Desde este punto de vista, el filón lexicográfico y bibliográfico de la historiografía literaria dieciochesca acaba demostrando su importancia, ya que a causa de estos registros, a veces guiados por criterios poetológicos y a veces sólo por el orden cronológico o incluso alfabético de estudiosos y polígrafos como J.C. Wetzel (1719-28), J.A. Fabricius (1752-54), C.G. Jöcher (175051), toma forma la tradición erudita que culmina con el bosquejo de H.C. Schmidt, Skizze einer Geschichte der teutschen Dichtkunst, considerada definitivamente la primera historiografía alemana73, y el Compendium der deutschen Literaturgeschichte (1790) de Erduin Julius Koch, quien a través de sus alumnos Wackenroder y Tieck, llega hasta los hermanos Friedrich y August Wilhelm Schlegel. Con ellos, alcanzará su madurez el diversificado proceso de formación de la historiografía literaria como disciplina científica74. 5.5 Los hermanos Schlegel Fueron Friedrich y August Wilhelm Schlegel quienes en la primera mitad del XIX edificaron los primeros monumentos de la historiografía literaria alemana. En todo caso como muy tarde, en 1815, la historiografía literaria conquistó en Alemania una legitimación cultural y científica que va unida esencialmente al mérito de estos hermanos y al de su extraordinario trabajo de análisis y valoración crítica de la tradición histórica de la literatura alemana. Nunca se tendrá del todo conciencia de las enormes dimensiones de esta empresa hasta que la investigación no vuelva a ocuparse seriamente de la descuidadísima obra de Wilhelm y de sus conferencias berlinesas de 1801 a 1804. La implantación de estas conferencias es universal y la literatura alemana está considerada parte esencial de la literatura occidental antigua y moderna por el punto de partida sistemático de sus consideraciones. De hecho, Wilhelm inicia así su triple ciclo de clases con una presentación de la 73
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Cf. Michael S. Batts, “Wer schrieb die erste deutsche Literaturgeschichte?”, Seminar: A Journal of germanic Studies, vol. 21, 1, University of Toronto Press, 1985, pp. 48-61. La periodización caracterizada por la historia cultural es lo fundamental, seguida por interpretaciones de autores ordenados cronológicamente o por géneros. Es autor de A history of histories of German literature 1835-1914, McGill – Queen´s University Press, Montreal, 1993. Cf. Friedrich Schlegel, “Épocas del arte poético” (1800), Poesía y filosofía, Madrid, Alianza, 1994, pp. 101-117. “El arte descansa en el saber y la ciencia del arte es su historia. Es esencialmente propio de todo arte vincularse a lo ya dotado de forma, y por ello la historia se remonta, de generación en generación, de grado en grado, cada vez más en la Antigüedad, hasta la primera fuente originaria” (p. 101).
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teoría general del arte (Die Kunstlehre, 1801), a la que seguirán los dos tratados históricos de literatura clásica (Geschichte der klassichen Literatur, 1802-1803) y de la literatura romántica, medieval y moderna (Geschichte der romantischen Literatur, 1803-1804) como reconstrucción de las formas cimentadas por la poética de cada época. Esto demuestra lo unido que todavía está Schlegel a la perspectiva unificadora de la estética dieciochesca. Sus conferencias sacuden las bases tradicionales de la investigación erudita sobre literatura, enseñándonos que sólo la perspectiva histórica permitirá remontarse inductivamente a las “reglas del arte”. Le da la vuelta a la relación jerárquica entre teoría e historia literaria y le revela a un público cada vez más amplio, un universo poético hasta ahora desconocido. Las conferencias berlinesas, formadas en parte sólo de apuntes y notas, se publicaron parcialmente dentro de las famosísimas Conferencias sobre arte y literatura dramática (1890) y no vieron la luz en su extensión original hasta 1884. En ellas se pueden apreciar algunos elementos que permanecerán en la historiografía literaria alemana, sobre todo la tendencia a identificar un recorrido elíptico de la literatura nacional alrededor de dos centros, uno medieval y otro moderno, marcados por el Cantar de los Nibelungos y por la obra de Goethe, más la voluntad de esquematizar las épocas. La obra Kurze Übersicht der Geschichte der deutschen Sprache und Poesie, incluida en las conferencias sobre la Geschichte der romantischen Literatur identifica cuatro épocas de la poesía (monacal, caballeresca, burguesa y erudita), en las cuales quedaría resumido el trayecto histórico de la literatura alemana que dejaría en segundo plano cualquier clasificación secular o analítica diferente. Estos rasgos dentro de una obra pionera proporcionan a la historiografía posterior puntos de referencia duraderos para el desarrollo de conceptos de época, así como divisiones generales más detalladas. De forma similar procede su hermano Friedrich en las conferencias sobre Geschichte der alten und neuen Literatur pronunciadas en Viena en 1812 y publicadas en 1815 y que contienen una especie de última versión de su reflexión histórico-literaria. También se observa en él la voluntad de actuar basándose en clasificaciones cronológicas libres. Trata El Cantar de los Nibelungos al principio de la sección dedicada a la más antigua poesía alemana pero subrayando que a dicha obra se le debió de dar esa forma sólo a principios del siglo XVIII. Para él los juicios de valor y la fuerza representativa de un determinado texto literario constituyen una distinción mucho más significativa que las delimitaciones cronológicas. F. Schlegel califica toda la literatura producida en la fase que va desde la Paz de Westfalia (1648) hasta la mitad del siglo XVIII como “época de la barbarie” y concibe la idea de la existencia de un doble inicio de la literatura alemana, identificando el segundo con la fase más importante de la obra del poeta y dramaturgo Klopstock
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y, por lo tanto, data de 1750 la aparición de la “primera generación de la literatura alemana moderna” a la que también llama “periodo de los fundadores”. Ciertamente la Filología Alemana se establecerá institucionalmente como disciplina independiente en la primera mitad del siglo XIX y el proyecto de historiografía nacional alemana dominará el siglo XIX. 5.6 La obra central de Gervinus Varios estudiosos han observado que muchas de las historias literarias realizadas en la primera mitad del XIX no son precisamente obra de filólogos sino de historiadores, periodistas o filósofos. Ejemplo de ello son las de Wolfgang Menzel (1828) y Heinrich Heine (1834), empresas polémicas de prensa que fundan un género literario en sí mismo uniendo ensayo historiográfico y perspectiva político-ideológica o poético-ideológica en el caso de Heine. La obra de Menzel (Die deutsche Literatur, 1828) supone un legado literario en cuatro volúmenes de un escritor nacionalista y un nuevo tipo de historia de la literatura al unificar los criterios enciclopédicos y críticos. La literatura no sólo es la Poesie o la schöne Literatur sino cualquier texto impreso. Esta obra que fue excepcional en su tiempo rompe radicalmente la tradición de los géneros con su procedimiento metodológico. No aparecen fechas de nacimiento de autores ni de edición como en otras historias de la literatura (Koch, Jördens, Heinsius, Eichhorn o Wachler), sino que hace un estudio crítico o historiográfico75. El poeta y genial polemista Heinrich Heine hizo la recensión76 de esta obra cuya inmensa influencia en el extranjero desembocó en la gran historia literaria del filósofo Karl Rosenkranz, considerado un historiador de la literatura de corte moderno por su obra Geschichte der deutschen Poesie im Mittelalter (1830), e influyó sobre todo en G. G. Gervinus (1835-42). Heinrich Heine concibió su obra Zur Geschichte der neueren schönen Literatur in Deutschland (1833) para un público francés (“Etat actuel de la litterature en Allemagne. De l´Allemagne dépuis Mme. de Stael”). Para Heine es constitutiva la unidad de la historiografía de
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Wolfgang Menzel, Die deutsche Literatur, Stuttgart, 1828. Dos capítulos son excepcionalmente más largos, concretamente el dedicado al “Arte” (Kunst) alcanza 245 páginas y el de “Religión”, 75. El resto ocupa cada uno alrededor de 30 páginas (Die Masse del Literatur, Nationalität, Einfluß der Schulgelehrsamkeit, Einfluß der fremden Literatur, Der literarische Verkehr, Religion, Philosophie, Geschichte, Staat, Erziehung, Natur, Kunst, Kritik). Heinrich Heine, “Die Deutsche Literatur von W. Menzel”, Gesammelte Werke, ed. por Wolfgang Harich, Aufbau-Verlag, Berlin, 1955, 6. Band (Prosanachlese), pp. 170- 182. Recensión en donde Heine concentra toda su atención en los personajes de F. Schlegel y Goethe. Considera a Menzel una cabeza enciclopédica, el autor más divertido de toda Alemania y su obra, un drama emocionado.
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la religión, la poesía y la filosofía 77 y en esta obra se refiere muy brevemente a los periodos de la Edad Media, Reforma o la Ilustración puesto que se concentra específicamente en los románticos y en Goethe. La historia de la literatura de August Koberstein, Grundriß der Geschichte der deutschen Nationalliteratur (1827), es un registro erudito de obras, autores y hechos de la destinado a la didáctica escolar antes de convertirse en un texto de referencia histórico-literario de la germanística positivista y en la obra de mayor resultado de la tradición biográfico-bibliográfica y de desembarcar en la universidad tras la quinta edición78, cuando su dimensión alcanzó los cinco volúmenes. La obra siguió reeditándose y completándose hasta llegar al proyecto Schriftstellerlexikon, una enciclopedia de autores y obras con información adicional y acontecimientos históricos esenciales de la Academia de Ciencias de Berlín-Brandenburgo, de tal manera que actualmente en el siglo XXI es la obra básica para la investigación en la historia literaria alemana79. En el siglo XIX tuvo gran relevancia entre los lectores la obra de Georg Gottfried Gervinus (Geschichte der poetischen Nationallitteratur der Deutschen, 1835-1842), en cinco volúmenes, que levantó un monumento a la historiografía80 y construyó una estrecha relación entre los textos en lengua alemana, estableciendo finalmente un nexo entre el cantar medieval de los Nibelungos y Goethe. Celebrada como obra científica por filólogos como Jacob Grimm81, historiadores y filósofos, se convirtió en la obra estándar de la historia de la literatura82. En 1853 Gervinus publicó Geschichte der 77
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Heinrich Heine, “Zur Geschichte der Religion und Philosophie in Deutschland“, Sämtliche Werke, ed por Fritz Strich, München, Georg Müller, MCMXXV, 5. vol., pp. 113-276. Editada por Karl Bartsch (1873) y posteriormente completada por Franz Muncker, Julius Petersen y Georg Minde-Pouet. La obra se ha seguido completando por Herbert Jacob y Marianne Jacob con volúmenes añadidos desde 1995 hasta hoy (2009, Letra L) en la editorial Akademie Verlag de Berlín. Su aportación se relata ampliamente en F. Schultz, Ob. cit., pp. 1-46. Jacob Grimm, Vorlesung über deutsche Literaturgeschichte. (Die Geschichte der deutschen Literatur von der ältesten bis zur neuesten Zeit“ nach studentischen Mitschriften), ed. de Matthias Janssen, Kassel/Berlin, Brüder Grimm-Gesellschaft Verlag, 2005. Grimm traza esta conferencia en la historia de la literatura desde los inicios germánicos hasta su tiempo y en el concepto mismo de literatura. No olvidemos que desde 1805 perseguía elaborar una historia de la poesía alemana. Expuso esta conferencia en tres ocasiones desde 1834 hasta 1837 y aunque no la publicó ha podido recomponerse gracias a los apuntes de cinco estudiantes. Grimm estructuró esta historia en cuatro periodos: Carlomagno y los Stauffen, la Reforma, el siglo XVIII con el Weimarer Klassik y sus coetáneos, destacando de entre estos al joven Heine. “Die Literaturgeschichte als sinnhafte Darstellung der Historie der schönen Literatur, über das bloße chronologische Verzeichnen literarhistorischer und bibliographischer Tatsachen hinausgehend, setzt dann spätestens Gervinus mit seiner Geschichte der poetischen Nationalliteratur der deutschen (1835) endgültig durch” (p. 57). Cfr. Karl-Heinz Götze, Grundpositionen der Literaturgeschichtsschreibung im Vormärz, Frankfurt a. M., Peter Lang, 1980. “Gervinus war der erste Literaturhistoriker, der sich das Ziel
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deutschen Dichtung83, dedicada a los hermanos Grimm y a Dahlmann. No sólo se le debe la primera descripción científica de una historia de la literatura poética nacional de Alemania sino también la primera teoría de la historiografía diseñada por un filólogo84. Sus fundamentos de lo histórico aplican la idea principal del texto de Wilhelm Humboldt “La tarea del historiador” (1821). Desde entonces la historiografía de la literatura describe sobre todo épocas aisladas. Sus elementos de historia convierten las ideas directrices de Humboldt en una teoría que apoya la gran misión de una historia de las bellas artes. El historiador de la literatura sólo se convierte en historiógrafo cuando investigando su objeto, se encuentre la única idea básica que impregna la serie de hechos que estudia y los relacione con los acontecimientos universales85. Esta historia de la literatura aparece como historia del espíritu nacional y fundamento cultural de la nación86. No fue un proyecto exclusivamente nacionalista, pero la nación fue la única perspectiva histórica que garantizaba la unión entre los diferentes textos. Así pues Gervinus muestra el origen de los productos poéticos de cada tiempo, las ideas, los hechos y sus circunstancias. Busca las causas de su germinación y juzga su valor comparándolos con los grandes del género artístico de su tiempo y de la nación en la que surgieron. Así pues esta primera gran historia completa de la literatura alemana desde sus orígenes hasta la muerte de Goethe es obra de un historiador que retomó de su maestro, Friedrich Christoph Schlosser, el convencimiento del valor educativo de la historiografía, especialmente de la literaria. En la obra, considerada texto fundacional de la historiografía literaria alemana como disciplina científica, se observan novedad y perfección de proyecto, un vasto conocimiento expuesto, originalidad de muchas de sus secciones que conquistaron rápidamente una enorme resonancia al convertirse en un texto imprescindible. Por otra parte, en Alemania la principal crítica vertida contra Gervinus la realiza Jacob Grimm al apuntar la idea de renuncia a la profundización filológica en beneficio de la reconstrucción de una idea histórica.
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setzte, die neu von der Wissenschaft erschlossene wie die jüngst entstandene, wissenschaftlich kaum bearbeitete Literatur in einem Werk zu umfassen” (p. 251). G. G. Gervinus, Geschichte der deutschen Dichtung, Leipzig, Verlag von W. Engelmann, 1853, 3 vol. H. R. Jauss, “La historia literaria como desafío a la ciencia literaria”, en Hans Ulrich Gumbrecht, La actual ciencia literaria alemana. Seis estudios sobre el texto y su ambiente, Salamanca, Anaya, 1971, p. 43. H. R. Jauss, Ob. cit., 2000. “Esta idea conductora que para Schiller seguía siendo el principio teleológico general y que nos permite comprender el progreso histórico universal de la humanidad, aparece ya en Humboldt en diversas manifestaciones de la idea de la individualidad nacional” (p. 141). R. Baasner, M. Zens, Methoden und Modelle der Literaturwissenschaft. Eine Einführung, Berlin, Erich Schmidt Verlag, 2005.
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También la obra de August Friedrich Vilmar tuvo un enorme éxito, Vorlesungen über die Geschichte der deutschen Nacional Literatur (1844), una de las más leídas del XIX, ya que la vigésima edición data de 1888 y la última reedición de 1936. Hace especial referencia a los tiempos más antiguos (Älteste Zeit) no mencionados por lo común en anteriores historias literarias por su oscuridad (dicke finsternis o wüste Barberei)87. En 1846 Wilhelm Zimmermann publicó otra obra memorable, Geschichte der poetischen und prosaischen Nationalliteratur. Für Leser aller Stände. Entre 1815 y 1883, fecha de la edición de la última gran historia de la literatura alemana del siglo XIX, la de Wilhelm Scherer, se publicaron alrededor de cincuenta obras de carácter histórico-literario. Es en este periodo aparecen las grandes sistematizaciones de la historiografía literaria, al considerarse la realización de la historia de la literatura como la coronación de la carrera del investigador. 5.7 Wilhelm Scherer y la segunda mitad del siglo XIX En la segunda mitad del XIX surgieron diferentes escuelas de historiografía literaria. Algunas ponían más interés en fórmulas objetivas de desarrollo literario, otras completaban causas del nacimiento de obras literarias y otras indicaban condiciones sociales o culturales generales. Los grandes estudios monográficos de este periodo se distinguen por la tendencia al retrato histórico, como los de Theodor Wilhelm Danzel sobre Gottsched und seine Zeit (1848) y Lessing. Sein Leben und seine Werke (1850-54), los de Julian Schmidt Geschichte der deutschen Nationalliteratur im 19. Jh. (1853), los de Rudolf Haym sobre Humboldt (1856), sobre la escuela romántica (1870) y sobre Herder (1877-1880). Desde este punto de vista es ejemplar la monumental Literaturgeschichte des 18. Jahrhunderts de Hermann Hettner (18561870) en la que domina un criterio de organización del material investigado y un concepto de historia de las ideas y de las formas literarias. De este procedimiento surge una periodización precisa marcada por corrientes, fases y autores que todavía hoy se adopta. De esta forma, por ejemplo, la época clásica de la literatura moderna empieza con el Sturm und Drang en el que predominan las figuras de Herder y del joven Goethe hasta el “viaje a Italia”. La historiografía literaria alemana dará al siguiente siglo el uso de denominaciones epocales que designan estadios sucesivos de la historia del espíritu, es decir, la cualidad de caracterizar las épocas del espíritu que no admiten la reducción a mera cronología, a pesar de que Theodor Wilhelm Danzel en su ensayo programático Über die Behandlung der neu-
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Cf. Karl Heinz Götze, Ob. cit., 1980.
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ren deutschen Literatur (1855) critica este proceder en nombre de un formalismo histórico-estético. Desde la obra de Gervinus y secundariamente la de Julian Schmidt (Geschichte der deutschen Literatur seit Lessings Tod, 1867) no se había reconocido tanto una historia de la literatura hasta que Wilhelm Scherer publicó su texto entre 1880 y 1883. Este hombre receptivo, claro y dinámico, publica su célebre historia de la literatura alemana, en la que expresa poéticamente las sucesivas formas adoptadas por el espíritu nacional o por la identidad alemana con su naturaleza y significado. Durante muchos años la historia de la literatura de referencia preferida fueron sus textos, Geschichte der deutschen Literatur (1883) y Geschichte der deutschen Dichtung im 11. und 12. Jahrhundert (1875), con un desarrollo desde los tiempos antiguos hasta la muerte de Goethe88. Scherer compuso una historia de la literatura dividida en espacios de trescientos años (1050-1350, 1350-1650, 1650-1950) en la que defiende la teoría de una periodicidad que exige el análisis exacto de lo ererbtem, erlebtem und erlerntem y en la que aduce que las épocas más destacadas de la literatura suelen ir acompañadas de un dominio discreto de la mujer. Para Scherer, la periodización tiene sentido desde la perspectiva de la colocación histórica de la herencia espiritual alemana que da forma a la moderna identidad nacional89. Esto permite ver de forma unitaria su devenir y las fases de su constitución. Para Scherer que había editado críticamente las obras de Goethe, Schiller, Herder y de los hermanos Schlegel, los historiadores alemanes como Ranke habían superado ya con distancia a los ingleses. Por todo ello, los discípulos de Scherer perduraron hasta bien entrado el siglo XX90. Finalmente la obra primordial de Scherer ofrecía perspectivas de contexto importantes y una historia de las ideas por lo que se siguió publicando sucesivamente hasta que en 1917, Oskar Walzel la reeditó completándola y actualizándola. La obra Geschichte der deutschen Literatur tuvo un eco y un éxito espectaculares de tal manera que podemos afirmar que constituye hoy otro de los hitos de la historiografía literaria alemana. Las principales obras teóricas de este austriaco de estilo sencillo aparecieron entre 1870 y 1886. Walzel destacó como orador por la fuerza de su palabra y la elegancia en la 88
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Consultada la edición completa en la editorial Th. Knaur Nachf., Berlin, 1950. Cf. Wilhelm Scherer, Geschichte der deutschen Literatur, Berlin, Weidmannsche Buchhandlung, 1908. En el centro de todo se encuentra la cuestión de la identidad alemana y de su herencia histórica: la historia de la literatura es la reconstrucción del repertorio textual de la literatura alemana en el camino recorrido por el espíritu del pueblo hacia el reconocimiento de la propia identidad nacional. La reacción contra Scherer a partir de 1890 se encuentra descrita en el artículo de Franz Schultz, “El desenvolvimiento ideológico del método de la historia literaria”, en E. Ermatinger, Ob. cit., p. 46.
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expresión91. Amigo de Hermann Grimm, Wilhelm Dilthey, Boretius, Julian Schmidt y Theodor Mommsen, logró una cátedra en 1877 en la Universidad de Berlín en donde impartió literatura alemana moderna, si bien, consideró que después de Goethe pocos escritores podrían tener especial validez92. La obra de Karl Goedecke, discípulo de Jacob Grimm, Grundriss zur Geschichte der deutschen Dichtung aus den Quellen (1881), representa una aportación esencial e inagotable desde el inicio de la literatura hasta el siglo XIX y no una simple compilación de hechos históricos y datos, con una distribución clara y una sistematización de grandes personajes y de sus obras, por lo que se hizo en su momento también imprescindible en la historia de otras ciencias. Diversos miembros de la Academia de Ciencias de Berlín han trabajado en el proyecto Goedecke, profundizando sobre el significado de esta obra y su posterior finalización en el siglo XX. 5.8 El siglo XX El siglo XX se inicia con un nuevo paradigma pues se hacía imposible la sostenibilidad de la perspectiva nacional en la historiografía y en la obra de Vilmar, si bien ésta se continuó reeditando hasta 1936. Para Jürgen Fohrman la mayoría de las historias de la literatura en estos momentos se basaban en la “entelequia de la nación alemana en la literatura” en donde la nación encuentra su identidad con su historia93. Incluso Nietzsche en la segunda de sus Consideraciones inactuales (1872) había dirigido críticas al método histórico y al historicismo contemporáneo. A partir de 1890 y realizado el proceso político de la unificación alemana se desarrollaron nuevos anclajes al delimitar mejor el objeto. En este momento se hace patente la contradicción en la que está sumida la ciencia histórica de la literatura en su difícil confrontación con la cultura filológica y positivista. La obra magna de Joseph Nadler, Literaturgeschichte der deutschen Stämme und Landschaften (1912-1928) y Geschichte der deutschen Literatur94 (1951), está considerada una interpretación interdisciplinar y el autor como uno de los germanistas fundamentales95 del siglo XX. Fue Nadler quien percibió que la “milenaria convivencia romano-germánica” era la cla-
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Otras obras son: W. Scherer, Zur Geschichte der deutschen Sprache, Berlin, 1868 y Vorträge und Aufsätze zur Geschichte des geistigen Lebens in Deutschland und Österreich, Berlin, 1874. Peter Salm, Drei Richtungen der Literaturwissenschaft. Scherer, Walzer, Staiger, Tübingen, Max Niemeyer Verlag, 1979. Jürgen Fohrmann, “Über das Schreiben von Literaturgeschichte”, en P. Brenner (ed.), Geist, Geld und Wissenschaft, Frankfurt, Suhrkamp, 1993. Josef Nadler, Geschichte der deutschen Literatur, Wien, Johannes Günther Verlag, 1951. Irene Ranzmaier, Stamm und Landschaft. Josef Nadlers Konzeption der deutschen Literaturgeschichte, Berlin, de Gruyter, 2008.
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ve de la historia cultural del oeste y sur de la Alemania en los alrededores del Rín96. Pero ciertamente Oskar Walzel, también austriaco, a quien nos hemos referido anteriormente, fue uno de los primeros en considerar la literatura como un extenso sistema autónomo y complejo de formas. Al reeditar la obra denominada Scherer-Walzel Geschichte der deutschen Literatur (1917) y actualizar el texto original de Scherer, lo convirtió en la historia de la literatura alemana preferida y en la más completa97. Oskar Walzel se distingue de Scherer en su metodología con premisas filosóficas y en su diferente percepción del mundo (Weltanschauung). Su apreciación de la literatura procedía de su inclinación sintética y no analítica. Walzel ocupó una cátedra en la universidad de Bonn en donde mostró un gran celo por el periodo postGoethe (Nach-Goethe-Zeit) y en especial por sus coetáneos, como destaca en el anexo de la reedición de la obra de Scherer y en todas sus publicaciones98. Es importante recordar aquí que en 1855 se abrió para la consulta de investigadores el archivo de Goethe. Sigmund von Lempicki publica la Geschichte der deutschen Literaturwissenschaft bis zum Ende des 18. Jahrhunderts (1920). Hermann August Korff publica Geist der Goethezeit (1923-1953). Se edita en 1923 también la breve obra sobre historia de la literatura alemana de Klabund (Deutsche Literaturgeschichte in einer Stunde. Von der ältesten Zeiten bis zur Gegenwart99), reeditada en 2006, en donde el autor explica que en un texto así no se persiguen objetivos filosóficos ni filológicos sino reconocer la lengua como lo más idiosincrático que puede tener un pueblo. Un ensayo de gran equilibrio está lleno de observaciones agudas, opiniones personales y humorísticas del autor. El panorama cambió muy poco con la reflexión de Wilhelm Dilthey100 y la cada vez más reafirmada Geistesgeschichte. Es verdad que Dilthey consi96
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Ernst Robert Curtius, Ensayos críticos sobre la literatura europea, trad. de E. Valentí, Barcelona, Seix Barral, 1972, 2ª. ed., p. 537. W. Scherer, O. Walzel, Geschichte der deutschen Literatur, Berlin, Askanischer Verlag, 4. ed, 1928. Algunas de sus obras son: O. Walzel, Die deutsche Dichtung seit Goethes Tod (Berlin, 1919). Deutsche Dichtung von Gottsched bis zur Gegenwart (Potsdam, 1927-1939). Gehalt und Gestalt im Kunstwerk des Dichters (Berlin, 1925). Leben, Erleben und Dichten. Ein Versuch (Leipzig, 1912). Poesie und nicht Poesie (Frankfurt, 1937). Vom Geistesleben alter und neuer Zeit (Leipzig, 1922). Wilhelm Scherer und seine Nachwelt, (1930). Das Wortkunstwerk. Mittel seiner Erforschung (Leipzig, 1926). Wechselseitige Erhellung der Künste. Ein Beitrag zur Würdigung kunstgeschichtlicher Begriffe (Berlin, 1917). Klabund, Deutsche Literaturgeschichte in einer Stunde. Von der ältesten Zeiten bis zur Gegenwart, Leipzig, Dürr & Weber, 1923. Esta breve obra de 120 páginas se ha reeditado en Hamburg, Textem-Verlag, 2006, con prefacio de Volker Weidermann. Wilhelm Dilthey, Introducción a las ciencias del espíritu, trad. de Julián Marías, prólogo de J. Ortega y Gasset, Madrid, Alianza, 1986.
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dera que es tarea de las ciencias humanas investigar las formas de objetivación del espíritu, sobre todo del arte en sus más diversas manifestaciones históricas; que éstas son interpretables sólo a la luz de la vida interior del autor y de su relación con la estructura espiritual de la época que reflejan y que, por lo tanto, la época debe ser caracterizada y definida precisamente en su unidad espiritual. Y así es como sobrevive la historiografía literaria, como un complejo cruce entre la Geistesgeschichte, como historia de las formas y de los géneros (novela, verso, odas o lied alemán) y el neo-idealismo. La literatura alemana empieza a aparecer como una historia de grandes nombre aislados del contexto cultural y artístico de su tiempo (como Hölderlin, Kleist, Büchner o Nietzsche) o de genios únicos (Goethe). Prueba de ello son los estudios y las clases de Heidegger sobre Hölderlin, y los ensayos de Max Kommerell reunidos en dos volúmenes, Geist und Buchstabe der Dichtung (1939) y Gedanken über Gedichte (1943). Parece que una vez abandonado el camino del historicismo decimonónico, la historiografía literaria hubiera entrado en una crisis sin salida por la incapacidad de resolver la primera y aparentemente más fácil de sus tareas, la periodización. En 1949, Helmut de Boor y Richard Newald publicaban su excepcional Geschichte der deutschen Literatur von den Anfängen bis zur Gegenwart que se completó en 2006 en su volumen 12 por Barner. En el prefacio incluido en el primer volumen los autores subrayan el interés de esta historia para los estudiantes universitarios (für Studenten) para quienes se concibió, cuya presencia física en las bibliotecas universitarias es de obligada referencia. En 1965 Schmitt y Göres publicaron el Abriß der deutschen Literaturgeschichte in Tabellen101, un compendio de la obra en tres volúmenes (1949, 1950, 1952) dirigida específicamente a estudiantes de germánicas del primer semestre. A grandes rasgos se estructura en los géneros y monumentos literarios, considera los cambios sociológicos y estilísticos, el marco histórico y otras coordenadas importantes. Hay que añadir otras historias de la literatura con perspectivas más sociológicas, como la publicada en diez volúmenes por Horst Albert Glaser (Deutsche Literaturgeschichte. Eine Sozialgeschichte, 1980). Otra obra extensa en donde se subrayan los acontecimientos sociales, movimientos e ideologías es la de Rolf Grimminger (Hansers Sozialgeschichte der deutschen Literatur vom 16. Jahrhundert bis zur Gegenwart, 1980). El último de los doce volúmenes se dedica a la literatura contemporánea desde
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Fritz Schmitt, Jörn Göres, Abriß der deutschen Literaturgeschichte in Tabellen, Frankfurt /Main, Athenäum Verlag, 1965, 4. ed. (“der Abriß weder die Lektüre der Werke und literaturwissenschaftlichen Untersuchungen, noch den Besuch von Vorlesungen und Übungen in irgendeiner Weise ersetzen kann”).
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1968 (Gegenwartsliteratur seit 1968)102 con una interpretación del periodo que se inició con el movimiento cultural y político estudiantil de 1968 y con una descripción simbólica de los hechos de aquella generación y de su mentalidad que impregnaron una “nueva literatura” con textos de Peter Weiss, Ingeborg Bachmann, Günter Grass, Martin Walter y Heinrich Böll, entre otros. El inicio de este periodo supuso el final de la generación del “Grupo 47” y pronto se inició la proclamación de la “muerte de la literatura” (Michel, Enzensberger, Boehlich, Schneider). Serán especialmente los factores sociales y los conflictos, los ejes en torno a los que se construyen los contenidos de la historia literaria en este volumen, con continuidades y fracturas, con problemas y aporías y especialmente con el tema de fondo ideológico, es decir con una politización del trabajo literario y un partidismo, con una ocupación por las teorías sociológicas, psicoanalíticas y filosófico-históricas que hicieron emerger otras corrientes como los debates por la paz, la censura en la DDR, la prohibición profesional (Berufsverbot) o la conciencia ecológica103. Se releyeron muchos textos marxistas, y anarquistas o linksradikaler. Se definió el papel del autor como “productor”, la emergencia de una nueva sensibilidad (Neue Empfindlichkeit), definitivamente la ciencia entra en la literatura, irrumpe con fuerza la subjetividad y la simulación de la realidad. Posteriormente en los años ochenta se adopta el debate sobre el “postmodernismo” y la “posthistoria”. La historia de literaria de la germanística de la DDR está contenida en la obra de Klaus Gysi y Karl Böttcher como editores de los doce volúmenes de Geschichte der deutschen Literatur von den Anfängen bis zur Gegenwart (1960), con una perspectiva histórico-materialista y en la obra de varios autores mencionada anteriormente en el apartado de la periodización. Se distinguen por los juicios subjetivos y parciales del contexto histórico. En 1966 se celebró en Munich el congreso de germanistas alemanes con el Leitmotiv de renovación metodológica que culmina en la división de la disciplina que hasta ahora era única, en tres diferentes ramas: Lingüística (Linguistik), Filología Germánica (Mediävistik) y Literatura Alemana Moderna (Neuere deutsche Literatur). En 1970, aparece publicado el texto de la conferencia introductoria impartida por Hans Robert Jauss en la Universidad de Constanza titulado Historia de la literatura como provocación para la ciencia de la literatura. Jauss inaugura de hecho la fase de la hermenéutica literaria y la actividad de la llamada “Escuela de Constanza”, pretende fundar bases nuevas y relanzar la praxis de la historiografía literaria. Pero la 102
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K. Briegleb, S. Weigel (ed.), Gegenwartsliteratur seit 1968, München, Carl Hanser Verlag, vol. 12, 1992. Hermann Schlösser, “Literaturgeschichte und Theorie in der Literatur”, en K. Briegleb, S. Weigel, Ob. cit., 1992, pp. 385-403.
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realidad es que su intención es la superación de toda la historiografía precedente. Jauss presenta la idea de que la tarea de la historiografía no es el estudio de la sucesión de los diversos hechos literarios en el tiempo, sino la del efecto de cada obra en sus lectores y el análisis de su recepción desde una perspectiva histórica104. La relación entre la literatura y sus lectores tiene implicaciones tanto estéticas como históricas. La historicidad de la literatura es para Jauss el proceso psíquico de la recepción de un texto, la experiencia de la obra literaria en el lector105. Cabe destacar entre el elenco de historias de la literatura la obra de Ehrhard Bahr en tres volúmenes, Geschichte der deutschen Literatur reeditada desde 1987 hasta 1998, en la que cada volumen contiene un arco temporal (Vol. 1: Vom Mittelalter bis zum Barock, Vol. 2: Von der Aufklärung bis zum Vormärz; Vol. 3: Vom Realismus bis zur Gegenwartsliteratur). Los diez volúmenes de la magna Deutsche Literaturgeschichte de varios autores106 iniciada en 1991 con un volumen en el que se incluye un breve capítulo sobre el Humanismo y concluida en 2004. La Deutsche Literaturgeschichte107 (3 vols.) de Wilhelm Bortenschlager de gran originalidad en su distribución, presta especial atención a la literatura austriaca, suiza y de la D.D.R. y B.R.D., dividida en los géneros tradicionales y a los que añade el Hörspiel y la literatura femenina. Bortenschlager analiza con profusión las influencias y modelos de la antigüedad pagana y de la Biblia, las figuras históricas y los grandes acontecimientos y añade asimismo un listado interesante de los premios Nobel de literatura. En fin, una obra de interés pedagógico. Proyecto llamativo es el de Gerhard Plumpe (Epochen moderner Literatur, 1995), que considera la literatura anterior a 1970 muy heterogénea por corresponderse con sistemas sociales diversos y afirma que la literatura se convierte en sistema propio con la introducción de la estética del genio, con el clasicismo y el romanticismo.
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Cf. H. R., Jauss, “La historia literaria como desafío a la ciencia literaria”, en Hans Ulrich Gumbrecht, La actual ciencia literaria alemana. Seis estudios sobre el texto y su ambiente, trad. por H. U. Gumbrecht y G. Domínguez, Salamanca, Anaya, 1971. “El valor de una obra literaria no se produce por sus condiciones históricas o biográficas de producción, sino por los criterios de recepción, por parte del público, de impresión entre los contemporáneos, de fama póstuma, difíciles de comprobar. Así el historiador de la literatura, fiel al ideal de la objetividad, se contenta con la descripción del pasado dentro de los límites de un canon de obras magistrales y deja el juicio sobre su propia época a críticos más competentes” (p. 41). 105 En esta vertiente apareció en España el amplio estudio del catedrático de Filología Alemana, Luis Acosta, El lector y la obra, Madrid, Gredos, 1989. 106 Deutsche Literaturgeschichte (de varios autores), München, DTV, 1991-2004. 107 Wilhelm Bortenschlager, Deutsche Literaturgeschichte, Wien, Verlag Leitner, 1986 y 1992, Vol. 2 (Von 1945 bis zur Gegenwart), Vol. 3 (Von 1983 bis 1992).
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Peter Brenner pone el acento en su Neue Geschichte Literaturgeschichte108 (1996) en las obras, autores y corrientes que merecen reconsideración actual desde la obra medieval de Johannes von Tepl (Ackermann aus Böhmen) hasta la novela de Günter Grass (Ein weites Feld). Renuncia a las citas para que el lector se acerque directamente a las obras maestras. Jost Schneider (Sozialgeschichte des Lesens, 2004) suprime los textos singulares así como la diferenciación del canon. Existen historias parciales de la literatura como la de Joachim Heinzle (Geschichte der deutschen Literatur von den Anfängen bis zum Beginn der Neuzeit109) en cuyos seis volúmenes (1986 y 2004) se tratan textos desde los inicios (700 d. C.) hasta los siglos XV y XVI. El siglo XX ha conocido muchos modelos alternativos. La historia de la literatura se ha convertido en una historia de temas, estilos, de poética, de las formas, de funciones110, según el predominio de las metodologías, inspiradas a menudo en los criterios de la historia del arte. Todo ello en menoscabo de la historiografía literaria cuyas mayores críticas hemos escuchado en voz de Jauss. Desde finales de los setenta e inicios de los ochenta del siglo XX se constata un nuevo interés en la investigación historiográfico-literaria mediante tesis doctorales sobre Scherer (Dobrinkat 1979), Friedrich Schlegel (Dierkes 1980) o periodos como Vormärz (K-H. Goetze 1980)111. Es preciso destacar la aportación somera de Füllner en 1982 sobre las historias de la literatura alemana desde 1826 hasta 1975, en la que hace un análisis estadístico exhaustivo pero muy sencillo de las obras editadas en cada quinquenio112. Cabe destacar la obra en seis volúmenes de los profesores Salzer y von Tunk Illustrierte Geschichte der deutschen Literatur113, su tratamiento amplio del periodo carolingio y otoniano en el primer volumen y del Expresio108
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Peter J. Brenner, Neue deutsche Literaturgeschichte. Vom Ackermann zu Günter Grass, Tübingen, Max Niemeyer, 1996. Editados los dos primeros volúmenes (parte I) en la editorial Athenäum de Frankfurt a. M. y Königstein. Los demás volúmenes se editaron en Tübingen, en la editorial Max Niemeyer. Cf. I. Irsigler, C. Jürgensen, D. Langer (ed.), Zwischen Text und Leser. Studien zu Begriff, Geschichte und Funktion literarischer Spannung, Stuttgart, et+k, 2008. En torno a la función literaria de la distensión en el lector. Uta Dobrinkat, Vergegenwärtigte Literaturgeschichte. Zum Verhältnis von Gegenwart und Vergangenheit in der Literaturgeschichtsschreibung Wilhelm Scherers am Beispiel der „Skizzen aus der älteren deutschen Literaturgeschichte“ und der „Geschichte der deutschen Literatur“, Dissertation F.U. Berlin, 1979. Hans Dierkes, Literaturgeschichte als Kritik. Untersuchungen zur Theorie und Praxis von F. Schlegels frühromantischer Literaturgeschichtsschreibung, Tübingen, Studien zur deutschen Literatur, Nr. 63, 1980. Bernd Füllner, Heinrich Heine in deutschen Literaturgeschichten, Frankfurt M., Peter Lang, 1982, pp. 29-58. Anselm Salzer, Eduard von Tunk, Illustrierte Geschichte der deutsche Literatur, actualizado por Dr. Claus Heinrich y Dr. Jutta Münster-Holzlar, 6 vol., Frechen, Komet, 1990.
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nismo en el quinto. No explicita criterios y se propone una forma muy pedagógica. Otra obra extremadamente sencilla y específica para estudiantes extranjeros, muy difundida en las universidades españolas (absichtlich auf nur das Wichtigste beschränkt und die Sprache unkompliziert gehalten) es la de Jordan (Deutsche Kultur in Epochen)114. Recientemente cabe señalar el incremento de las obras muy didácticas. Finalmente el proyecto de Jürgen Fohrmann115, rector de la Universidad de Bonn, cifra su investigación en tres ejes, la historia, la aproximación de literatura y poesía y el marco nacional en el que se incardinan los anteriores. Hace balance del proyecto histórico de la literatura alemana, de las historias de la literatura116 surgidas desde el último tercio del siglo XVIII hasta los años ochenta del XIX (Hillebrand 1845, Zimmermann 1846, Scherr 1854, Vilmar 1845, Gelzer 1841, Brederlow 1844) y específicamente después de la historia de la erudición en el siglo XX. Finalmente es preciso señalar que en España en 1964 se publicó la primera traducción de la Historia de la literatura alemana117 de Fritz Martini con un objetivo de orientación o visión general, si bien con sólida y concentrada información. En 1990 se publicó la obra de Hans Gerd Roetzer y Marisa Siguán, Historia de la literatura alemana118, una ampliación y adecuación del original alemán de Roetzer al público español por la profesora Siguán, en el que se incluyen muchos ejemplos textuales traducidos y una introducción sobre la lengua alemana y las épocas. En 1991 se tradujo la obra de Beutin, Historia de la literatura alemana119, por el profesor Berit Balzer en colaboración, respuesta a la escasez de historias literarias existentes. En 2003 los profesores Isabel Hernández y Manuel Maldonado publicaron Literatura alemana. Épocas y movimientos desde los orígenes hasta nuestros días120. Desde la década de los noventa es representativa la publicación de obras
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Gerda Jordan, Deutsche Kultur in Epochen, Frankfurt/Main, Peter Lang, 1996. Jürgen Fohrmann, Das Projekt der deutschen Literaturgeschichte. Entstehung und Scheitern einer nationalen Poesiegeschichtsschreibung zwischen Humanismus und Deutschem Kaiserreich, Stuttgart, Metzler, 1989. Existe un artículo traducido al español de Jürgen Fohrman, “Historia de la literatura alemana y proyecto histórico en la primera mitad del siglo XIX”, en L. Romero Tobar (ed.), Literatura y Nación. La emergencia de las literaturas nacionales, Zaragoza, Clio y Caliope, 2008. Fritz Martini, Historia de la Literatura alemana, trad. de la décima edición alemana por Gabriel Ferrater, Barcelona, Labor, 1964. Hans Gerd Roetzer, Marisa Siguan, Historia de la literatura alemana, Barcelona, Ariel, 1990, 2 vols. Wolfgang Beutin et al., Historia de la literatura alemana, trad. de M. J. González y Berit Balzer desde la tercera edición de 1989, Madrid, Cátedra, 1991. Isabel Hernández, Manuel Maldonado, Literatura alemana. Épocas y movimientos desde los orígenes hasta nuestros días, Madrid, Alianza, 2003.
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monográficas sobre diversos periodos en estilo fundamentalmente didáctico121. No queremos dejar de constatar que si bien es indiscutible la unión de historia y literatura, como es el caso de Mommsen, que obvia alguna parte fundamental en la evolución de la historiografía alemana, asimismo nótese que si en el periodo Goethe-Herder existió buen conocimiento de la obra célebre del ilustrado cristiano Juan Andrés, la primera historia de la literatura universal y comparada y por tanto concerniente a la alemana, de hecho en la tradición humanística de Morhof 122, con posteriores generaciones y en el siglo XX, con Cassirer y Meinecke, quedó preterida como consecuencia renovada de la animadversión de la última época romántica hacia la historiografía de la Ilustración. BALANCE
La primera cátedra de Germanística se creó en 1810 en Berlín con la consiguiente difusión del término alrededor de 1846. Se realizó la división binaria disciplinar entre lingüística y filología germánica (Linguistik y Mediävistik o Altgermanistik) e historia de la literatura alemana moderna (Literaturwissenschaft o Neugermanistik), con la dificultad de localizar la fase de cambio entre una y otra, bifurcación que sigue presente hoy en las universidades alemanas, con más ramificaciones. En la actualidad se ha renunciado programáticamente a distinciones cronológicas neutrales y universalmente aplicables a la periodización de las diferentes historias de la literatura como la división por siglos, al mezclarse generalmente este sistema con el de las corrientes y épocas, si bien se considera un problema la proliferación de términos, en especial las referidas a escuelas artísticas y literarias. La historiografía literaria alemana es evidente que hace subrayado de la definición de épocas, y por ello convierte en reto la precisión de contenidos y la delimitación temporal. En algunas obras se aspira a reconstruir diacrónicamente la formación del canon historiográfico-literario identificando las principales fases de evolución a partir de documentos sancionados, pero en otras ocasiones lo cierto es que épocas de evidente relieve literario como la Edad Media, el Humanismo, el Barroco, la Ilustración, o el Sturm und Drang, simplemente quedan suprimidas de algunas historias de la literatura. En este sentido se
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En editorial Síntesis de Madrid han aparecido las siguientes obras: E. Parra, Literatura medieval alemana (2002), Isabel Hernández, Literatura alemana del barroco (2002), Isabel Hernández, Dolors Sabaté, Narrativa alemana de los siglos XIX y XX (2005), Manuel Maldonado, El expresionismo y las vanguardias en la Literatura alemana (2006). Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura (1784), ed. P. Aullón de Haro, Madrid, Verbum, 1997-2002, 6 vols.
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habría de afirmar que la historiografía literaria en Alemania es un género que curiosamente aún no ha alcanzado la plena madurez técnica. La historia literaria alemana suele huir del dilema entre elenco analítico de datos y su interpretación, sirviéndose usualmente de maduras combinaciones taxonómicas. No pocas veces ordena su material en función de la cronología de los grandes autores, a los que rinde homenaje según el esquema de “vida y obra”. Las historias de la literatura más recientes, que han luchar con la dificultad selectiva entre materiales cuantiosos123, a veces optan por la organización basada en los géneros (E. Fischer Lichte, Geschichte des Dramas. Epochen der Identität auf dem Theater von der Antike bis zur Gegenwart, 1999), o por esferas concretas (“autores judíos”, “mujeres escritoras”). Es de constatar que recientemente la historia literaria se ha abirto a diversas modalidades de contextualización, acaso como eco olvidado de unos Estudios de las Ciencias de la Cultura (Kulturwissenschaften). Y naturalmente se han hecho presentes las nuevas tendencias: naturaleza, religión, mitos, patria, mientras que otras se orientan directamente a determinados subgéneros y a los medios audiovisuales (W. Jacobsen, A. Kaes, H. Prinzler, Geschichte des deutschen Films, 1993). En los últimos años ha sido abundante la edición de obras que se atienen a la recopilación de textos sancionados que visualizan las lecturas indispensables que toda persona culta ha de realizar. Así las de DUDEN (Klassiker der Welt, Populäre Bestseller, 2011) y más ampliamente las de ReichRanicki (Der Kanon. Die deutsche Literatur 2000-2006). A ello habría que añadir ciertos títulos de referencia teórica sobre la diferencia entre cultura, contracultura o escasa cultura. Por lo demás, no quiero dejar de referir la publicación más reciente: Herbert Zeman (ed.), Literaturgeschichte Österreichs. Von den Anfängen im Mittelalter bis zur Gegenwart124. La pregunta lanzada por Gauss sigue hoy vigente en orden a los estudios universitarios del siglo XXI: ¿Qué expectativas tener cuando la historia de la literatura y de la lengua desaparecen como asignaturas en las universidades? “La literatura, su historia y su estudio han ido cayendo cada vez más en descrédito, por lo que quizá parece una provocación que precisamente se utilice la historia de la literatura, declarada muerta, para efectuar una apología de la misma”125. Se ha podido decir que desde mediados del pasado siglo, “la his123
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Cf. prefacio de Wolfgang Beutin, Klaus Ehlert, Wolfgang Emmerich, Christine Kanz, Bernd Lutz, Volker Meid, Michael Opitz, Carola Opitz-Wiemers, Ralf Schnell, Peter Stein und Inge Stephan, Deutsche Literaturgeschichte. Von den Anfängen bis zur Gegenwart, Verlag J.B. Metzler, Stuttgart, 7ª ed., 2008. Friburgo, Rombag Verlag, 2014. Hans Robert Jauss, Ob. cit., 2000, p. 7.
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toria literaria es una construcción general e inequívocamente depauperada”126. Situados en el siglo XXI es constatable la decadencia de la disciplina de historiografía literaria alemana en particular127, cuya deficiencia mayor gira en torno a la simplificación.
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P. Aullón de Haro, Ob. cit., 2008, pp. 16 y 19. Cf. Nicholas Boyle, Kleine deutsche Literaturgeschichte (2008), trad. del inglés de Martin Pfeiffer, München, C.H. Beck, 2009.
LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA ESLAVA JESÚS GARCÍA GABALDÓN El estudio de la historia literaria eslava o, más apropiadamente, de las literaturas eslavas, constituye en gran medida una de las tareas pendientes de la Filología Eslava, así como de otras disciplinas humanísticas afines a ella. En el presente trabajo, concebido como aproximación sintética y personal, esbozaremos las tendencias fundamentales de la evolución de la historiografía literaria eslava desde el siglo XVIII a su situación actual; expondremos los principales problemas de investigación que se plantean en la historia literaria existente, centrándonos en los conceptos críticos, períodos y movimientos literarios; y, por último, intentaremos atalayar una perspectiva integrada para la investigación futura. 1. TENDENCIAS FUNDAMENTALES EN LA EVOLUCIÓN DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA ESLAVA
El estudio de la historia literaria eslava ha sido llevado a cabo principalmente por las escuelas filológicas checa y rusa. Uno de los iniciadores de la Filología Eslava fue el checo Václav Durych (1735-1802), autor del ensayo De slavobohemia sacri codicis versione dissertatio (1777), dedicado a las más antiguas traducciones de la Biblia al checo, y que desplazó la atención hacia las literaturas eslavas antiguas. Durante los veinte últimos años de su vida, Durych proyectó una gran obra enciclopédica eslava, de la que sólo llegó a publicar el primer volumen titulado Bibliotheca slavia antiquissimae dialecti communis et ecclesiasticae universae Slavorum gentis (1795). Josef Dobrovsky (1753-1827) es considerado unánimemente el fundador de la Eslavística como ciencia enciclopédica. La actividad filológica de Dobrovsky fue inmensa y estuvo centrada en la lengua, la literatura y la cultura checas de su tiempo y en la eslavística. En 1792 publicó Geschichte der bömischen Sprache und Literatura (Historia de la lengua y la literatura de Bohemia), una historia de la literatura ampliamente conectada con los fenómenos lingüísticos y valiosa, entre otras cosas, por su valoración de la literatura husita.
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Dobrovsky combinó una visión de conjunto de las lenguas y literaturas eslavas antiguas con una ideología paneslavista, patente en su principal obra Institutiones linguae slavicae dialecti veteris (1822) y en las dos revistas de eslavística que fundó: Slawin. Botschaft aus Böhmen an alle slawischen Volker oder Beitrage zur Kenntnis der Slawischen Literatur nach allen Mundarten (Slawin. Mensaje de Bohemia a todos los pueblos eslavos, o contribuciones para el conocimiento de la literatura eslava según todos los dialectos) (1806) y Slowanka. Zur Kenntnis der alten und neuen slawischen Literatur, der Sprachkunde nach allen mundarter, der Geschichte und Alterthümer (Slovanka. Para el conocimiento de la antigua y nueva literatura eslava, de la lingüística según los dialectos, de la historia y antigüedad) (181415).
El gran poeta romántico polaco Adam Mickiewicz (1798-1855) ocupó durante la etapa francesa de su exilio (1840-1844) la primera Cátedra de Literaturas Eslavas del Collège de France de París. Los cursos de literaturas eslavas de Mickiewicz constituyen una notable visión del movimiento romántico y, sobre todo, de la poesía polaca y rusa. La polémica entre clasicismo y romanticismo marcó los inicios de la crítica y de la historia literatura en Rusia. Como ha señalado, a nuestro entender con acierto, René Wellek, la crítica rusa “ofrece interés para el estudioso no sólo porque derrama viva luz sobre la gran literatura de la Rusia decimonónica, sino porque ella misma es una especie de laboratorio donde se ensayaron las más radicales soluciones a los viejos problemas”1. Visarión Bielinski (1811-1848) es sin duda el primer crítico ruso moderno. Como sucedería con la filología Rusa a lo largo del siglo XIX, Bielinski no destacó en la teoría literaria, sino que siguió con cierto eclecticismo las doctrinas del idealismo alemán (Herder, Goethe, Schiller, Schlegel, Schelling, Hegel). Bielinski concibe hegelianamente la obra literaria como totalidad acabada y autónoma dotada de unidad de forma y contenido, situada en un marco temporal. En cierto sentido, este punto de vista histórico, esta “mística del tiempo”, estaba ya implícita en la concepción de la literatura como expresión social propia de los críticos marxistas. La obra de Bielinski se centró casi exclusivamente en la literatura rusa. Bielinski orientó decisivamente la historia literaria rusa, fijando la preeminencia de escritores como Pushkin, Gogol, Lermontov, Dostoievski, Turgueniev y Goncharov. Frente a la exaltación nacionalista de la literatura rusa 1
Wellek, René (1965), Historia de la crítica moderna (1750-1950), Madrid, Gredos, 1974, vol. p. 323.
III,
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antigua por parte de los eslavófilos rusos (Aksakov, Herzen, Kireevski), Bielinski consideró la literatura oral como “arcaica, primitiva, artísticamente tosca y rudimentaria”. Su visión del arte como expresión de un pueblo y de una época, le llevó a atribuir a la literatura el “movimiento histórico de la sociedad”. Hacia el final de su vida, Bielinski se preocupó de la novela social, propugnando el realismo artístico como “pintura de la vida social rusa”. Estas ideas de Bielinski influyeron en el enfoque histórico-sociológico de la literatura por parte de los llamados críticos radicales rusos (Chernishevski, Dobrolyubov, Pisarev) y, posteriormente, se convertiría en el credo de la crítica marxista soviética (Mijailovski, Plejanov, Lunacharski, Lenin, Trotski). Los críticos “radicales” rusos se oponían a una serie de críticos “conservadores” (Grigoriev, Dostoievski, Tolstoi), preocupados por interpretar la literatura como historia o como esencia del espíritu nacional. Entre ellos, destacó Apolon Grigoriev, quien defendía, al igual que Schelling, una crítica orgánica. Grigoriev concebía cada obra de arte como parte de un inmenso organismo. Para él la meta del crítico consistía en captar la individualidad o tono peculiar de un autor y de una época. Un caso excepcional es el ensayo titulado Čto takoe iskusstvo? (¿Qué es el arte?), publicado en 1898 por el gran escritor ruso Lev Tolstoi. En él, Tolstoi reflexiona sobre la función del arte en la sociedad, la universalidad del arte y su valoración estética. Para Tolstoi, “el arte es una actitud humana que consiste en que un hombre, conscientemente y por medio de ciertos signos externos comunique a los demás los sentimientos que él ha vivido, y en que otros se contagien de esos sentimientos y también los experimenten”2. Tolstoi insiste en la sinceridad del artista, el efecto emotivo de lo escrito y la verdad o la honradez con que es reproducida la realidad. A nuestro juicio, el valor principal de sus ideas consiste en plantear la cuestión del arte futuro, la relación entre el artista y las masas y apostar por una literatura universal de signo popular. El estudio de la literatura rusa antigua y de las tradiciones literarias eslavas que habían revalorizado los críticos conservadores, constituyó el eje de las investigaciones de la Escuela Mitológica Rusa. Esta escuela, cuyas ideas se basaron en las concepciones teóricas de los hermanos Grimm, M. Müller y A. Kuhn, supuso el comienzo del estudio del folklore en Rusia, así como la superación de las limitaciones nacionales de la historia literaria rusa. En este sentido, es pionero el estudio del folklorista y etnógrafo ruso Alexander Afanasiev (1826-71) Poetičevskoe vozrenija slavjan na prirodu (Actitudes poéticas de los eslavos hacia la naturaleza), en el que interpretó una serie de 2
Tolstoi, Lev (1898), ¿Qué es el arte?, Barcelona. Mascarón, 1982, p. 171. En este trabajo utilizamos para los títulos de las obras citadas en lenguas eslavas la transliteración lingüística de Comrie. Vid. Comrie, B. (ed.) (1993), The slavonic languages, Londres, Routledge.
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mitos eslavos e indoeuropeos como reflejos de varias formas de tormentas y nubes, o de luz y oscuridad. Afanasiev vinculó el estudio de los mitos con la historia de la lengua, lo que desembocó en una perspectiva de comparatismo histórico, que en Rusia desarrollaron, entre otros, Alexander Pypin (18331924) y Alexander Veselovski (1838-1906). Influido por Taine, Hettner y Brandes, Pypin introdujo el método positivista en el estudio de la historia literaria rusa y eslava, aunque imprimiéndole un marcado carácter cultural y social. Consideraba los hechos literarios como fuente e ilustración del desarrollo histórico-cultural de una nación. Su Istorija usskoj literatury (Historia de la literatura rusa) (1898-1899), en cuatro volúmenes, constituye un inmenso esfuerzo por dar a la literatura rusa antigua una dimensión europea, relacionar el desarrollo de las tradiciones orales y escritas en su contexto histórico y trazar una historia del pensamiento social ruso. En colaboración con el polaco Vladimir Spasowicz (1829-1906), representante de la llamada escuela positivista de Cracovia, Pypin publicó en 1865 una enciclopédica y erudita Istorija slavjanskix literatur (Historia de las literaturas eslavas) en dos volúmenes. Se trata de la primera y, en cierto sentido, única historia comparada de las literaturas eslavas. Está basada en una ingente masa de datos y en el tratamiento autónomo del desarrollo de las literaturas eslavas nacionales en el contexto de la cultura europea. El método comparativo-histórico avivó el interés por las literaturas eslavas medievales y por el estudio de las relaciones entre folklore y literatura, investigándose la transmisión oral de temas y motivos literarios eslavos. El croata Vatroslav Jagic (1838-1923) abrió un nuevo campo de estudio: la influencia de la cultura poética oriental en Occidente. Uno de los primeros historiadores de la literatura rusa, Nikolai Tijonravov (1823-1893) orientó su actividad investigadora hacia el curso histórico de la literatura en relación con la situación intelectual y moral de la sociedad rusa. Tijonravov interpretaba las obras literarias sobre la base de los datos históricos. Fue el creador de una escuela textológica rusa, centrándose en la edición de textos eslavo-eclesiásticos. La vía comparatista fue desarrollada sobre todo por el mejor discípulo de Pypin, Alexander Veselovski (1838-1906), quien puede ser considerado como el más grande y genial (a pesar de sus errores) historiador literario eslavo. Veselovski desdeñaba la organicidad de la obra artística y despreciaba el valor de la creación individual, separando rigurosamente el contenido y la forma. Para él, la obra literaria no era un todo artístico sino una amalgama de motivos y de elementos estructurales. Apoyándose en la teoría de la migración literaria de Thomas Benfey, Veselovski combinó un punto de vista sociológico con una metodología formalista de análisis de técnicas sin tener
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en cuenta el valor estético de las obras literarias. Preocupado por el estudio de la evolución literaria y sus causas sociales, Veselovski intentó construir una Istoričeskaja poetika (Poética histórica), una historia universal y evolutiva de la poesía en la que habría de rastrearse a través de todas las literaturas orales y escritas, la historia de los procedimientos, temas, formas y géneros poéticos. Partía de la hipótesis de que el lenguaje poético había sido creado en los tiempos prehistóricos, por lo que se impuso la labor de reconstruirlo, a la manera de los filólogos indoeuropeos: ¿Acaso la creación poética no está forzosamente limitada por ciertas fórmulas determinadas, por los motivos estables que una generación ha recibido de la precedente y ésta de otra anterior y cuyos arquetipos se encontrarían inevitablemente en la antigüedad épica y más adentro, en el nivel del mito, en las determinaciones concretas de la palabra primitiva? ¿Acaso cada nueva época poética no trabaja sobre las imágenes heredadas desde la antigüedad, moviéndose necesariamente entre sus confines, permitiéndose nuevas combinaciones de las viejas imágenes a las que añade las nuevas concepciones de la vida que constituyen su progreso respecto al pasado?3
Para ello, desarrolló una investigación genética de los orígenes de la poesía en el marco de un estudio comparado y atomístico de artificios y motivos, Poetika sjužetov (La Poética de los motivos), en un amplio espectro de literaturas. La utopía de Veselovski sembró de originales ideas el estudio comparado de las literaturas y se convirtió en un precedente de las metodologías formalistas. En el ámbito de las literaturas eslavas, Veselovski destacó en el estudio de la poesía épica eslava (de sus fuentes, motivos, procedimientos y temas), constituyéndose en el fundador de la escuela rusa de poética histórica, que sería desarrollada en el siglo xx, entre otros, por Vladimir Propp, Meletinski, Toporov y Dimitri Lijachov4. Por otra parte, la concepción inmanente de Veselovski de la literatura como totalidad de los materiales literarios objetivos se conjuga con una concepción de la dinámica “cultural” (ideológica, ética y estética) de las obras literarias: “la poesía surge siempre de la combinación alterna de las formas con los ideales sociales en continua mutación”5. La inserción de la literatura en el ámbito más amplio de la cultura (concebida como aportadora de nuevos contenidos en las formas cristalizadas por la tradición) supone, como
3 4
5
Veselovki (1903), Poética histórica, Moscú, Nauka, 1990, p. 200. Vid. La cultura nella tradizione russa del XIX e XX secolo, ed. D’Arco Silvio Avalle. Torino, Giulio Einaudi, 1980, pp. 3-69. Veselovski, Ob. cit., p. 317.
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señala Yuri Lotman6, uno de los principios fundamentales del desarrollo posterior de la semiótica de la cultura. En la Filología Rusa de finales del siglo xix puede observarse un dualismo en los estudios literarios. Por una parte, encontramos la ya comentada Poética histórica de Veselovski y por otra, la Teoretičeskaja poetika (Poética teórica) de Afanasi Potebnia (1835-1891). La actividad intelectual de Potebnia se desarrolló por completo en la Universidad de Jarkov, y la mayoría de sus trabajos sólo fueron publicados póstumamente. En 1860, Potebnia concluyó su primera investigación científica: O nekotorych simvolax v slavjanskoj narodnoj poezii (Sobre algunos símbolos en la poesía popular eslava), que continuaba la labor de la escuela mitológica rusa. A partir de entonces Potebnia, basándose principalmente en las ideas de Wilhelm von Humboldt, elaborará una teoría poética que es, en realidad, una poética de la palabra, concebida como “órgano del pensamiento y condición sine qua non de todo el posterior desarrollo de la concepción del mundo y de sí mismo, lo que primordialmente es el símbolo, el ideal y que tiene todas las características de las obras artísticas”7. A partir de la relación entre palabra y obra literaria, Potebnia desarrolló el fundamento teórico de una literatura y una estética universales, desde los proverbios a la novela. Potebnia consiguió terminar sus trabajos sobre la fábula y, en parte, el proverbio, así como desarrollar una teoría de la imagen poética. Sus ideas fueron precursoras de la Psicolingüística y de la Crítica Psicológica, que serían desarrolladas a comienzos del siglo xx en Rusia, sobre todo por Lev Vigotski (1896-1934), autor de Mysl’ i jazyk (Pensamiento y lenguaje) y de Psixologija iskusstvo (Psicología del arte) (1915-1922); obras que, en las literaturas eslavas, inauguran la crítica psicológica y psicoanalítica, junto con la poco conocida monografía Freudizm (Freudismo) de Mijaíl Bajtín (1927). A partir de 1916, con la creación del OPOJAZ (Obščestvo po izučeniju poetičeskogo jazyka) (Sociedad para el estudio del lenguaje poético), los representantes de la escuela rusa del método formal (conocidos comúnmente como los formalistas) orientaron su labor hacia la descripción sincrónica e inmanente de los textos literarios. Los formalistas llevaron a cabo una profunda reorientación de la Teoría y de la metodología literarias, acercándolas a la Lingüística y a la Retórica8. Sus principales aportaciones teóricas se refieren al problema de la lengua poética (Vinogradov, Eichenbaum, Tomas6 7
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Lotman, Yuri (1970), Estructura del texto artístico, Madrid, Istmo, 1978, p. 284. Potebnia, Alexander (1862), Mysl’ i jazyk (Pensamiento y lenguaje), Jarkov. Citado por la ed. de Muratov, A.R., Alexander Potebnia, Poética teórica, Moscú, Nauka, 1989, p. 167. Cf. Erlich, V. (1969), El formalismo ruso, Barcelona, Seix Barral, 1974; García Berrio, A., Significado actual del formalismo ruso, Barcelona, Planeta, 1973; Hansen Löwe, A., “Le formalisme russe”. En: Histoire de la littérature russe. XXe siècle: La révolution et les annés vingt, París, Fayard, 1988, pp. 618-656.
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hevski, Tinianov); la estructura del verso (Tomashevski, Zhirmunski); los procedimientos compositivos y estilísticos (Shklovski, Tomashevski, Eichenbaum); el ritmo y la métrica (Brik, Tomashevski). También destacaron algunos formalistas en el estudio estructural y tipológico del folklore, como Skaftymov, autor de Poetika i genizis bylin (Poética y génesis de las bylinas) (1924) y Vladimir Propp, autor de Morfologija skazki (Morfología del cuento) (1928). Los formalistas desplazaron el interés por el estudio de la historia literaria existente en la filología decimonónica hacia el análisis de textos poéticos rusos. El libro de Grigori Gukovski, Russkaja Poezija XVIII veka9 constituye el único intento de los formalistas por historiar un período de la literatura rusa, basándose en la evolución poética, en la “lucha” literaria y en la dinámica interna de la poesía. Para abordar el problema de la historiografía literaria y de la evolución, los formalistas, apoyándose en la visión dialéctica de Hegel de la historia como conflicto de opuestos, defendieron la idea de una evolución interna de las formas literarias. Yuri Tinianov, en O literaturnoj evoljutsii (Sobre la evolución literaria) (1927), consideró las luchas entre las formas literarias como la esencia de la historia de la literatura. Tinianov demostró que la relación entre forma y materia es dinámica y cambiante. Para él, la sucesión dialéctica de formas funda una lógica de la literatura y la historia literaria debe escribirse desde la base del cambio literario. Considera también que los elementos indicadores de los cambios literarios se encuentran, muy a menudo, en obras menores y marginadas que no se pliegan a los cánones vigentes en una época determinada. En 1928, Yuri Tinianov y Roman Jakobson publicaron en la revista LEF el artículo “Problemy izučenija literatury i jazyka” (“Problemas del estudio de la literatura y de la lengua”); una serie de nueve principios o tesis programáticas de gran trascendencia teórica y metodológica para la historiografía literaria. Allí exponían la necesidad de formular una base teórica estable para construir una ciencia literaria y lingüística; afirmaban la conexión de la historia de la literatura con otras series históricas; proponían llevar a cabo análisis de las leyes estructurales y tipos de estructura de la serie literaria en correlación con las otras series sociales. Las tesis de Tinianov y Jakobson contenían también una autocrítica: “el sincronismo puro se presenta ahora como una ilusión: cada sistema sincrónico contiene su pasado y su porvenir como elementos estructurales insepara-
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Gukovski, Grigori, La poesia rusa del siglo XVIII, Lenningrado, Nauka, 1927.
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bles del sistema”10. En lugar de la concepción sincrónica pura del formalismo, presentaban un nuevo planteamiento de la evolución literaria: “ahora reconocemos que cada sistema se nos presenta necesariamente como una evolución y que la evolución tiene inevitablemente un carácter sistemático”11. Esta tesis suponía la superación de la dicotomía sincronía/diacronía y de la oposición sistema/evolución que habían defendido anteriormente los formalistas. Representaba también una nueva visión del sistema literario, que se desvinculaba del concepto de época literaria. Según ellos, el sistema literario estaba constituido “no sólo por las obras de arte próximas en el tiempo, sino también por obras incluidas en el sistema y que provienen de literaturas extranjeras o de épocas anteriores”12. En el fondo, se trataba de la apuesta por una historia literaria interna (inmanente) de carácter estructuralista que se abría a una tipología de la evolución de las estructuras literarias y de su relación con otras series (sociales, culturales, históricas, artísticas). Sin duda, la tesis más polémica afectaba a la valoración de los sistemas literarios. Jakobson y Tinianov sostenían que “lo que interesa es la significación jerárquica de los fenómenos coexistentes para una época determinada”. Esta idea fue considerada errónea por Wellek: “la versión formalista del evolucionismo es errónea en su esfuerzo por llegar al valor por la vía de la comprobación del valor”. En 1929, Jakobson y Bogatyrev presentaron también en el Círculo Lingüístico de Praga tres tesis bajo el título: K probleme razmeževanija folkloristiki i literaturovedenija (Sobre el problema del deslinde de la folklorística y de los estudios literarios)13, en las que señalaban la diferenciación entre el surgimiento, los modos de existencia y la expresión de la individualidad creadora en el folklore y en la literatura; reivindicaban el carácter colectivo de las creaciones poéticas orales consideradas como acto social y expresión de la psique colectiva; y, por último, abogaban por una tipología comparada de las formas del folklore y las formas literarias, así como por un estudio sincrónico del sistema de formas artísticas del folklore. Las ideas de Jakobson y Tinianov fueron incorporadas a las Tesis del Círculo Lingüístico de Praga. Uno de sus máximos exponentes, Jan Mukařovsky, argumentó en 1934 la evaluación de una obra de arte en relación con la dinámica de la evolución: “Una obra de arte surgirá como un 10
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Tinianov, Yuri y Jakobson, R. (1928), “Problemas del estudio de la literatura y de la lengua”. Citado por la edición de Kaverin, V.A. y Miasnikov, A.S. de las obras de Tinianov, Poetika... Istorija literatury. Kino. (Poética. Historia de la literatura, Cine), Moscú, Nauka, 1977, p. 282. Tinianov, Ob. cit., p. 283. Tinianov. Ibid., p. 283. Jakobson, R.; Bogatyrev, Piotr (1929), “Sobre el problema del deslinde de la folklorística y de los estudios literarios”. En: Jakobson, R., Selected Writings, La Haya, Mouton, 1966, vol. IV, pp. 16-18.
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valor positivo cuando reordene la estructura del período precedente; surgirá como un valor negativo si se apropia de la estructura sin cambiarla”14. Mukařovsky se declaró partidario de la separación entre la historia literaria y la crítica literaria. Para él, la evaluación puramente estética pertenece a la crítica antes que a la historia literaria y el valor histórico de una obra reside en su grado de novedad. El Círculo de Praga concentró sus estudios en la semiótica de la comunicación literaria en el marco de una concepción funcional del lenguaje15. Mukařovsky se inclinó por una semiótica poética, ya que en su opinión: Sin una orientación semiótica el teórico del arte tenderá siempre a considerar la obra artística como una mera construcción formal, o como una imagen directa de las disposiciones psíquicas o psicológicas del autor o de la realidad particular expresada por la obra, o quizás, como un reflejo de la situación de un determinado entorno ideológico, económico, social y cultural16.
Mijail Bajtín (1895-1975) plateó una síntesis del estudio de la forma y la materia artística, vinculando el componente de interpretación social con la estructura material de la composición del texto literario. De la misma manera que consideraba que las estructuras verbales dependen del medio social, Bajtín defendió la vinculación de la Poética social con la Estética: Sin una concepción sistemática de lo estético —tanto en lo que lo diferencia del elemento cognitivo y del ético, como en su conexión con éstos en la unidad de la cultura—, no se puede diferenciar el objeto sometido al estudio de la poética —obra literaria— de la masa de obras verbales de otro género17.
Para Bajtín, la poética definida sistemáticamente “debe ser la estética de la creación literaria. Tal definición subraya su dependencia de la estética general”18. Bajtín establece una conexión “semiótica” entre literatura, arte y cultura, subrayando la unidad del arte como dominio de la cultura humana unitaria. Su Teoría Literaria, aun cuando se vincula con la Estética de la Creación Literaria, no deja de ser una Poética Lingüística, eso sí, de orientación muy diferente a la poética lingüística formalista, ya que para Bajtín:
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Mukařovsky, Jan (1936), Kapitoly z české poetiky, Praga, 1948, 2ª, p. 100. Vid. Doležel, Lubormír, Occidental Poetics (Tradition and Progress), Lincoln, University of Nebraska Press, 1990, p. 149. Mukařovsky, Ob. cit., p. 87. Bajtín, Mijail (1924), “El problema del contenido, el material y la forma en la creación literaria”. En: Teoría y estética de la novela, Madrid, Taurus, 1989, p. 15. Bajtín, Ibid., p. 16.
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Jesús García Gabaldón La Lingüística no puede prescindir de las indicaciones orientadoras de la estética, de la teoría del conocimiento y de otras disciplinas filosóficas, de la misma manera que la psicología del conocimiento ha de apoyarse en la lógica y en la gnoseología, y la psicología de la creación artística en la estética19.
A nuestros ojos, el gran mérito de Bajtín se halla en su pensamiento lingüístico, que planteó una profunda reorientación de la Lingüística Moderna, al considerar el signo lingüístico como signo ideológico y creer en la esencia social, “dialógica” del lenguaje. La obra literaria como “arte verbal” participa de esa esencia social del lenguaje. Bajtín aplicó esta Poética “sociolingüística” al estudio de la novela, ya que para él “la novela es la diversidad social, organizada artísticamente, del lenguaje, y a veces, de lenguas y voces individuales”20. El lenguaje (y también el lenguaje literario), como creación cultural humana, se inserta en un contexto dialógico, asciende a un pasado infinito y tiende a un futuro igualmente infinito. Incluso los sentidos pasados, es decir generados en el diálogo de los siglos anteriores, nunca pueden ser estables (concluidos de una vez para siempre, terminados); siempre van a cambiar renovándose en el proceso del desarrollo posterior del diálogo. En cualquier momento del desarrollo del diálogo existen las masas enormes e ilimitadas de sentidos olvidados, pero en los momentos determinados del desarrollo ulterior del diálogo, en el proceso, se recordarán y revivirán en un contexto renovado y en un aspecto nuevo. No existe nada muerto de una manera absoluta: cada sentido tendrá su fiesta de resurrección. Problema del gran tiempo21. Al exponer “el problema del gran tiempo”, Bajtín planteaba lo que Yuri Lotman (1922-1993) denominó el mecanismo dialógico de la dinámica de los sistemas culturales22, es decir, el problema del funcionamiento de la cultura. Para Lotman: La continuidad de los procesos dinámicos es una ley del espacio cultural. La trasmisión de información en el interior de una cultura es posible es una condición estática, equilibrada y simétrica del sistema [...]. Para la elaboración de nueva información hace falta que el sistema salga de su estado de equilibrio, hace falta por tanto la asimetría y el dinamismo. La cultura puede desarrollar su función en la medida en que combina 19 20
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Bajtín, Ibid., p. 48. Bajtín, Mijail (1929), “La palabra en la novela”. En: Teoría y estética de la novela. Ob. cit., p. 81. Bajtín, Mijail (1971), “Hacia una metodología de las ciencias humanas”. En: Estética de la creación verbal, México, Siglo XXI, 1982, p. 392. Lotman, Yuri (1984), “Dinámica de los sistemas culturales”. En: La Semiosfera, ed. Salvestrone, Simonetta, Venecia, Marsilio, 1985, p. 145.
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paradójicamente al mismo tiempo estaticidad y dinamismo, simetría y asimetría [...]. Las tensiones entre estas dos tendencias determinan el carácter de los procesos internos de la cultura23.
Quizás constituya esta visión del funcionamiento de la cultura la aportación teórica más destacada de la Semiótica de Tartu a la historia literaria, al insertarla dentro del marco de la historia de la cultura. Desde los años 60, la Semiótica se desarrolló en los países eslavos como una evolución de la escuela del método formal, de la poética dialógica de Bajtín y de la semiótica de la comunicación literaria del Círculo de Praga24, evolucionando desde una concepción lingüística estructural a la historia de la cultura. Esta orientación “culturológica” diferencia por una parte a la semiótica eslava (principalmente desarrollada en Tartu, Moscú y Varsovia) de las escuelas semióticas occidentales, y, por otra, puede servir para explicar el auge actual de la semiótica en los países eslavos. El gran teórico e impulsor de la semiótica eslava, desde la concepción estructural a la culturalista ha sido, sin duda, Yuri Lotman. Basándose en la dicotomía saussureana entre langue y parole, y en la consideración del lenguaje como sistema de signos, Lotman investigó en los años 60 el funcionamiento de los lenguajes artificiales y el estudio de los sistemas artísticos desde las metodologías estructuralistas matemáticas y cibernéticas. A partir de 1970, será fundamental el concepto de texto concebido como sistema semiótico, lo que permitía al investigador estudiar simultáneamente el texto literario y otros textos artísticos y no artísticos. Influido esencialmente por la lectura del biólogo soviético Ivan Vernads25 ki y por su ensayo Biosfera (La biosfera) escrito en 1926. Yuri Lotman focaliza sus investigaciones hacia la semiótica de la cultura. Tres conceptos interactivos (Texto, Cultura y Semiosfera) serán fundamentales para la aspiración de Lotman de construir una Teoría de la Cultura que consiga “poner los cimientos en esta enorme torre de Babel”26. Esta Teoría de la Cultura es similar en la concepción de Lotman a una “ciencia de la humanidad” orgánica. El mundo es concebido como un “universo pensante”, como una semiosfera, una amalgama de textos funcionalmente interdependientes, capaces de comunicar (es decir, generar información como instrumento de cierta conciencia colectiva), de generar nuevos significados y de funcionar como estructura de la memoria. La cultura es a su vez pensada como texto, el texto 23 24
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Lotman. Ibid., p. 131. Cf. La semiótica nei Paesi Slavi (Programmi, Problemi, Analisi), ed. de Prevignano, Carlo, Milán, Feltrinelli, 1979, pp. 13-23. Vid. Vernadski, Ivan (1927-1942), Razmyšlenija naturalista. (Observaciones de un naturalista), Moscú, Nauka, 1977. Lotman, Yuri (1981), “La semiótica de la cultura y el concepto de texto”, Revista Española de Eslavística, 1 (1992), p. 171.
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de la cultura, como objeto semiótico o sistema de relaciones entre el hombre y la humanidad (Individuo/colectividad), es decir, como un mecanismo para procesar y organizar la información que recibe el hombre del mundo externo, como un “diálogo comunicativo”. Esa aproximación abre una perspectiva semiótica de la historia, que aparece como un “sistema de comunicaciones entre el grupo social y la realidad que le rodea (en particular, entre varios grupos sociales) y, al mismo tiempo, como un diálogo entre el personaje histórico y el grupo social. A este respecto, las situaciones conflictivas son particularmente interesantes, especialmente cuando los interlocutores en el proceso de comunicación hablan diferentes lenguajes (culturales)”27. La cultura se organiza como una totalidad de lenguajes (sistemas de signos) diferentes y más individualizados: los lenguajes del arte (literatura, pintura, cine, etc.), el lenguaje de la mitología, etc. Estos lenguajes funcionan de manera interdependiente y condicionada por la cultura, esto es, difieren en diferentes condiciones históricas. En los últimos años, Lotman intenta describir los mecanismos dinámicos de la cultura, sus géneros de desarrollo, influencia y evolución. Todas estas ideas culminan en su último libro Kul’tura i vzryv (La cultura y la explosión)28, un libro pionero y fundamental para los futuros estudios de historia literaria, artística y cultural. 2. SITUACIÓN ACTUAL DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA ESLAVA
El panorama que presenta en nuestro tiempo la historiografía literaria eslava puede resumirse en la existencia de dos grandes líneas de investigación: por una parte, una amplísima y abigarrada serie de historias literarias nacionales, trazadas desde el siglo xix hasta la actualidad y, por otra, apenas hallamos unos pocos e incompletos esbozos o “modestos prolegómenos” de historias comparadas de las literaturas eslavas, tales como los intentos pioneros de Pypin, Georgiev, Jakobson y Chizhevski29. Es decir, el primer problema que se plantea en la actualidad proviene de una descompensación en la focalización del objeto de estudio. No sólo se trata de un desequilibrado
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Lotman, Yuri (1984), “Introducción”. En: The Semiotics of Russian Culture, Michigan, Ann Arbor, 1984, p. XI. Vid. Lotman, Yuri (1992), La cultura y la explosión, Moscú, Gnozis; Lotman, Y. (1993), “Sobre la dinámica de la cultura”, Discurso, 8, pp. 103-123. In M. Lotman i tartuskomokovskaja semiotičes kaja škola, Moscú, Gnozic, 1994. Cf. Markov, D.F., Sravnitelnoje izučenie slavjanskix literatur (El estudio comparado de las literaturas eslavas), Moscú, Nauka, 1979; Kravcov N.I., Problemy sravnitelnogo izučenija slavjanskix literatur (Problemas del estudio comparado de las literaturas eslavas), Moscú, Nauka, 1973.
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interés hacia las literaturas nacionales, sino también de una visión estática, compartimentada y aislada de las literaturas eslavas en su conjunto30. Las historias literarias de una lengua eslava aislada disponibles en la actualidad comparten una interpretación nacionalista, en muchos casos tendenciosa y parcial, que desfigura la historia cultural de los pueblos eslavos. Estas interpretaciones nacionalistas derivan, en primer lugar, del hecho incontestable de que la unidad cultural de los pueblos eslavos reside, desde tiempos remotos hasta la actualidad, en un patrimonio lingüístico común. Sin embargo, la identidad o afirmación nacional de cada pueblo eslavo ha pivotado también en torno a la existencia de una lengua nacional y, sobre todo, a la invención de una literatura “nacional”; lo que, por contraste, ha conducido bien a un menosprecio de la herencia eslava común o bien a una interpretación interesada de la historia literaria y cultural. Buena prueba de lo primero lo constituyen las historias de la literatura checa elaboradas en vísperas de la Segunda Guerra Mundial o las actuales historias de la literatura rusa, bielorrusa, ucraniana, croata, eslovena o serbia31. Las controvertidas etiquetas de Antiguo Eslavo, Antiguo Eslavo Eclesiástico, Antiguo Búlgaro, Antiguo Checo, e incluso Antiguo Ruso, para denominar la lengua de los primeros testimonios literarios eslavos nos dan buena idea de los segundo32. Aun cuando no son escasas las llamadas a la unidad lingüística y cultural eslava (realizadas intermitentemente desde los monjes Cirilo y Metodio, fundadores de la tradición literaria eslava hasta Jan Hus, Comenius o Pushkin), la historia social de las lenguas eslavas muestra la existencia de numerosos conflictos intereslavos apoyados en las lenguas. Estos conflictos han configurado y continúan configurando las geografías políticas y culturales de las lenguas eslavas33. Así, por ejemplo, la literatura macedonia puede ser interpretada bien en el contexto histórico de la literatura griega, búlgara o serbia, bien como una literatura “nacional” propia. Otros casos pueden continuar siendo conflictivos hasta la actualidad, como las literaturas serbia y croata, las relaciones entre la literatura checa y la eslovaca, o entre la literatura rusa, la ucraniana y la bielorrusa. Las numerosas encrucijadas y transformaciones sociopolíticas y lingüísticas (su “promiscuidad lingüística”) de los pueblos eslavos exigen la adopción de un criterio metodológico lo sufi30 31
32 33
Cf. Lewanski R.C., The Slavic literatures, Nueva York, Frederic Ungar, 1967. Cf. Mac Millin, Arnold, A history of Byelorussian literature. Giessen, w. Schmitz, 1977; Franolic, Branco, A short history of literary Croatian, París, Nel, 1980; Fatur, Silvo, Slovesnka Leposlovna Književnost. Maribor, 1992; Krzyanowski, Julian. History of Polish Literature, Varsovia, 1978; Pryckov, N.I. (ed.), Istorija russkoj literatury, Leningrado, Nauka, 1984, 4 vols. Cf. Gueorguiev, Emil, Slavjanski Literaturi, Sofía, 1949. Vid. Hagege, Claude, Le souffle de la langue. (Voies et destins des parlers d’Europe), París, Odile Jacob, 1992, pp. 189-195; Picchio, Riccardo (ed.), Aspects of the Slavic language question, New Haven, Yale U. P., 1984, pp. 1-45.
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cientemente dinámico y flexible para dar cuenta de las diversas situaciones sin descontextualizarlas del ámbito de la cultura eslava y de la cultura europea. Sin embargo, las historias literarias nacionales carecen de esa perspectiva dinámica e integradora y suponen una interpretación parcial y, por tanto reduccionista, del legado cultural eslavo. La influencia de la política en los estudios eslavos de gran parte del siglo xx ha constituido un grave obstáculo o elemento distorsionador añadido a las historias literarias eslavas. El imperialismo soviético afectó a todas las lenguas y literaturas eslavas produciendo, al menos, dos efectos devastadores para la historia literaria: por una parte, la inmensa mayoría de las historias literarias de ese período aparecen lastradas de un “neoeslavismo estaliniano”, según la expresión de Francis Conte34 y, por la otra, han sido diseñadas uniformemente con una metodología marxista, más o menos sutil, más o menos evidente o desarrollada, pero que invariablemente interpreta la historia literaria como reflejo directo de las fuerzas económicas y sociales. Es de suponer -y de desear- que tras la caída del muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética y el derrumbe de los estados “comunistas”, asistiremos en los próximos años a una revisión histórica generalizada en los países eslavos, así como al surgimiento de nuevas y más plurales visiones de las literaturas eslavas. Sería también deseable que tal revisionismo histórico no se concibiera como una purga sistemática y arrumbamiento total de cualquier vestigio “revolucionario”, “comunista”, o “soviético” en las aportaciones científicas y culturales contemporáneas. Hace falta, sin duda, una reformulación que permita descubrir y reconstruir la historia reciente, incluida la historia literaria. Ahora parece el momento adecuado para replantearse nuevas orientaciones metodológicas, para acometer una serie de balances globalizadores de las literaturas eslavas, separadamente y en su conjunto. La renovación que se vislumbra no carece de problemas: no es el menor de ellos el resurgimiento de los virulentos nacionalismos del siglo xix como, por desgracia, en los Balcanes. Otros casos como la desmembración de Checoslovaquia o la hasta ahora pacífica separación de bienes “por mutuo acuerdo de las partes” no están exentos de un revisionismo cultural localista y discriminatorio. Así las cosas no hay, todavía, demasiadas esperanzas de disponer a corto plazo de una historia renovada, auténticamente integradora, de las literaturas eslavas. Como reconocía en 1968 Chizhevski: “aún no se ha avanzado mucho en la presentación sintética de la problemática total (...). Una exposición de conjunto es aún un desideratum de la eslavística”35. Continúa siendo váli34 35
Conte, Francis, Les Slaves, París, Albin Michel, 1986, p. 642. Chizhevski, Dimitri (1968), Historia comparada de las literaturas eslavas, Madrid, Gredos, 1983, p. 42.
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do el dictamen que Jakobson hizo en 1982: “incuestionablemente, un compendio circunstancial y metodológicamente preciso de la literatura comparada eslava está todavía a la orden del día”36. Las escasas visiones de conjunto de las literaturas eslavas han sido abordadas desde una perspectiva comparativa interna, por dos disciplinas creadas a mediados de este siglo: la Poética eslava comparada y la Historia comparada de las literaturas eslavas. Ambas constituyen un intento, hasta ahora no excesivamente satisfactorio, de abarcar las literaturas eslavas en su evolución como una unidad. Las metodologías usadas para ello, se apoyan básicamente en el estructuralismo. Emil Georgiev definía en 1961 la poética eslava comparada como una disciplina que “se ocupa del estudio de los tipos de escritores, de los medios poéticos y de la lengua de las obras literarias, de los temas, imágenes, formas y géneros literarios, de las regularidades en el desarrollo de literaturas eslavas aisladas, que conducen a la creación de escuelas literarias”37. 3. PROBLEMAS METODOLÓGICOS Y TEÓRICOS DE LA HISTORIA LITERARIA ESLAVA
Uno de los problemas metodológicos fundamentales de la historia comparada de las literaturas eslavas consiste, según Chizhevski, en responder a la cuestión de qué aspectos de una literatura eslava pueden y deben compararse con los correspondientes de las demás literaturas eslavas. Chizhevski responde que los géneros literarios y el estilo. Para ello se basa en la hipótesis de que cada época tiene un estilo caracterizado por un complejo de medios de expresión que pueden reducirse a unos cuantos principios estilísticos. Otros investigadores, como Jakobson, se han apoyado en los métodos de la lingüística estructural comparada para sentar las bases de una poética eslava contrastiva, centrándose sobre todo en los análisis métricos y de las formas poéticas. Persisten todavía una serie de cuestiones fundamentales sin resolver. Se echa de menos una construcción teórica capaz de articular las interacciones e interrelaciones de las literaturas eslavas entre sí y con otras literaturas europeas. Como señalaba Dimitri Lijachov, es indispensable estudiar las estructuras literarias en función de las épocas y de los tipos de evolución”38. 36
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Jakobson, Roman, Selected Writings, Berlin-Nueva York-Amsterdam, Walter de Gruyter, 1985, vol. VI, p. 895. Georgiev, Emil, “Osnovnije voprosy sravnitel’noj slavjanskoj poetiki“. En: Poetika, Varsovia, 1961, p. 719. Likhacev, Dimitri (1971), Poétique historique de la littérature russe du Xe au XXe siècle, Lausanne, L’Age d’homme, 1988, p. 23. Cf. Zhirmunski, V., “Problemy sravnitelnogo literaturovedenijaa” (“Problemas de los estudios de literatura comparada”). En: Sravnitelnoje literaturovedenije (Los estudios de literatura comparada), Moscú, Nauka, 1979.
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A pesar de que se acepta comúnmente que, en conjunto, las literaturas eslavas pertenecen a la comunidad más amplia de la historia de la cultura y del espíritu europeo, el hecho es que se ha prestado muy poca atención a las relaciones entre el oriente eslavo y el occidente europeo. Continúa siendo prioritario incardinar de forma activa y en pie de igualdad las literaturas eslavas en la historia cultural europea. Los países eslavos no son “la otra Europa”, no son un apéndice remoto y discontinuo sino un componente básico de la cultura europea. La religión ha sido un factor decisivo en la orientación cultural y en la evolución de las literaturas eslavas. La cristianización dividió a los pueblos eslavos en dos grandes áreas de influencia. La Slavia Orthodoxa y la Slavia Romana. La Slavia Orthodoxa, seguidora de la Iglesia Bizantina, heredó la cultura griega y la tradición literaria de Cirilo y Metodio, quienes desarrollaron a partir del año 863 d.C. una lengua eslava literaria a partir de traducciones y adaptaciones de textos bíblicos y religiosos, así como mediante creaciones poéticas originales y de gran valor artístico, como el Proglas (Prólogo) de Cirilo, que constituye el primer texto literario eslavo39. Esta primera lengua literaria eslava sirvió como normalización lingüística, estética e ideológica de la Slavia Orthodoxa, al igual que sucedió con el latín en la Slavia Romana, donde las lenguas autóctonas tuvieron un desarrollo mucho más tardío (a partir del siglo xv). Por tanto, no es apropiado hablar de fronteras nacionales en las literaturas eslavas antiguas, sino más bien de conglomerados culturales que paulatinamente (a lo largo de la Edad Media), fueron convirtiéndose en áreas lingüísticas y literarias diferenciadas. Sin embargo, hasta ahora, con la notable excepción de Riccardo Picchio40, en el ámbito de las literaturas de la Slavia Orthodoxa se ha hecho una interpretación nacionalista y descontextualizada de las literaturas eslavas antiguas. Por otra parte, la Slavia Orthodoxa y la Slavia Romana marcaron diferentes ritmos en la evolución de las literaturas eslavas. En la Slavia Romana, encontramos el desarrollo de literaturas en lenguas vernáculas (polaco, checo y croata, principalmente) en la época del Renacimiento italiano. Sin embargo, en la Slavia Orthodoxa sólo ocurre a partir del siglo xvii; hasta entonces, predominará la lengua literaria eslavo-eclesiástica, aunque progresivamente diversificada con la incorporación de variedades dialectales. A partir del siglo xvii, cuando culmina en la Slavia Orthodoxa un decisivo proceso de secularización, acompañado de una “occidentalización” cultural, podemos estudiar las literaturas eslavas “ortodoxas” (rusa, búlgara y serbia, principalmente) en estrecha relación y dependencia con los grandes movimientos 39
40
Cf. Tolstoi, N.I., Istorija i struktura slavjanskix literaturnix jazykou (Historia y estructura de las lenguas literarias eslavas), Moscú, Nauka, 1988, pp. 128-154. Picchio, Riccardo, Letteratura della Slavia Orthodoxa, Bolonia, Il Mulino, 1991.
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culturales de Europa Occidental. Este hecho debe tenerse en cuenta para la periodización literaria. Así, por ejemplo, no puede hablarse de una literatura renacentista rusa o serbia, mientras que, por el contrario, sí es adecuado hablar de una literatura renacentista polaca, checa o croata. El folklore es probablemente uno de los campos de estudios que mayor atención ha recibido en los últimos años y que, sin embargo, ofrece todavía un gran número de temas y orientaciones inexplorados, sobre todo en su interrelación con la tradición escrita y con otras culturas no eslavas. Por otra parte, las relaciones entre folklore y mitología en las culturas eslavas, susceptibles de ser estudiadas desde la perspectiva interdisciplinaria de la historia de la cultura, se hallan aún en un estado de descripción no sistematizada y extraordinariamente estática. A partir del siglo xviii, todos los grandes movimientos literarios internacionales tendrán un reflejo, más o menos activo, más o menos tardío, en cada literatura eslava. La cultura europea occidental se convertirá en el foco de atención y en la tradición cultural de los escritores eslavos. Al mismo tiempo, las interrelaciones entre cada literatura eslava serán de menor intensidad que las establecidas con las literaturas de Europa Occidental (sobre todo la alemana, la francesa y la inglesa). Otra cuestión diferente es si resulta lícito o no hablar de un desarrollo unitario en el contexto eslavo de cada gran movimiento literario. ¿Podemos hablar, por ejemplo, de la existencia de un romanticismo eslavo, basándonos para ello en un desarrollo genuino eslavo de formas, géneros y temas literarios? Esta cuestión todavía no ha sido estudiada con rigor, sino que se halla en el limbo de las intuiciones y especulaciones generales41. La periodización de las literaturas eslavas ofrece todavía un carácter muy endeble. Ello se debe, en parte, al clima de asilamiento cultural y de enfrentamiento político que ha predominado en la segunda mitad de este siglo, y que ha tenido su reflejo en la preponderancia de terminologías “marxistasleninistas” ad hoc, tales como los conceptos de “literatura democrática, realismo socialista, lucha ideológico-literaria... etc.”. Incluso hoy en día hay desacuerdo entorno al Barroco. ¿Existe un movimiento Barroco eslavo? Como señala Dragan Dragoljub, “la elaboración, formación y afianzamiento de las normas del habla literaria en cada uno de los idiomas nacionales respectivos, los campos desplazados en el tiempo, de la literatura barroca no han sido objeto, durante largos años, de una valoración unitaria”42. En este
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Vid. Jakobson, Ob. cit., vol. IV, pp. 414 y ss.; Chizhevski, Ob. cit., pp. 23-49. Ragolujb, Dragan, “La literatura rusa: Renacimiento irrealizado y época del Barroco”. En: Wischer, Erika (ed.), Historia de la literatura, Madrid, Akal, 1988, vol. III, p. 657. Vid. sobre el tema, Golevnischev, I. (1958), “O literature barokko v slavjanskix stranach”. En: Slavjanskije literatury, Moscú, Chudožestvennaja literatura, 1973; Tschizewsky, D. (ed.),
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sentido, resulta sintomática la enmarañada polémica existente en torno al difuso concepto de realismo. Como denunciaba Wellek en 1963, “en Rusia, el realismo lo es todo. Allí persiguen al realismo hasta en el pasado. Pushkin y Gogol son realistas y, al igual que en Alemania, disputan y teorizan sobre el ‘realismo crítico’, el ‘realismo democrático radical’, el ‘realismo proletario’ y el ‘realismo socialista’, su etapa final, el cual según la autorizada Teoría de la Literatura de Timofeyev, es la ‘realización de todo arte y literatura’”43. Otra cuestión pendiente concierne a los problemas derivados de la evolución de los movimientos literarios (delineación de la secuencia de períodos: surgimiento, predominio, desintegración, etc.). Basándose en las ideas de Wöllflin, Chizhevski concibe el desarrollo de la historia literaria eslava como oscilaciones entre movimientos contrarios, caracterizados en grandes períodos: “El desarrollo total de las literaturas eslavas se puede presentar como un movimiento que se da entre dos tipos de estilo polarmente opuestos, de modo que en una parte figuran los estilos emparentados con el Renacimiento y el Neoclasicismo, que en cada caso se desprenden de los estilos del otro tipo, situado en el polo opuesto (Barroco y Romanticismo)”44. Sólo en los últimos quince años, la Semiótica de la cultura de Tartu, y especialmente Yuri Lotman, ha generado un marco teórico que permita integrar la historia literaria en la dinámica de los sistemas culturales desde nuevos conceptos y categorías teóricas y metodológicas. Para Lotman: La dinámica de los textos artísticos se orienta, por un lado, hacia una elevación de su integridad y hermetismo inmanentes; es decir, a poner de relieve la importancia de los límites del texto y, por otro, al aumento de su heterogeneidad semiótica interna, a la contradicción de la obra, al desarrollo en ella de subtextos contrastivo-estructurales que tienden hacia una mayor autonomía. La oscilación en el polo “homogeneidad semiótica-heterogeneidad semiótica” constituye uno de los motores de la evolución histórico-literaria45.
Sin embargo, esta construcción teórica de las tipologías culturales no se ha aplicado sino esporádica y parcialmente al estudio de las literaturas eslavas.
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Slavische Barockliteratur, Munich, 1970; Slavjanskoe barrokko. Istoriko-kulturnie problemy epoxi, Moscú, Nauka, 1979. Wellek, René (1963), “El concepto de realismo en la investigación literaria”. En: Historia literaria. Problemas y métodos, Barcelona, Laia, 1983, p. 207. Chizhevski, Ob. cit., p. 25. Lotman, Art. cit., 1992, p. 185.
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4. PROPUESTAS PARA UNA PERSPECTIVA INTEGRADA DE LA INVESTIGACIÓN FUTURA.
Como señalaba Lotman con particular sagacidad no exenta de ironía: “la historia cambia ante nosotros, pero también cambia tras nosotros”46. Confiamos en que durante los próximos años asistamos, probablemente, al desarrollo intercultural e interdisciplinario, globalizador y sintético de la historia literaria eslava en el contexto de la cultura europea. Para ello, será indispensable desarrollar una Teoría de la Cultura, que sirva como base para el complejo campo de maniobras de las ciencias humanas. Esta Teoría debería superar la tipología binaria en la que todavía siguen apoyándose gran parte de nuestras conjeturas, reflexiones y valoraciones. En este sentido, los relativamente recientes desarrollos teóricos sobre el funcionamiento de los sistemas complejos podrían suponer un gran avance para las Humanidades. En todo caso, el desarrollo de las historias literarias ya no puede hacerse aisladamente, desde una lengua, una disciplina o una cultura, y necesita urgentemente, una nueva articulación teórica y metodológica para salir del marasmo actual. Tres campos de investigación (el folklore, las traducciones y el sistema de géneros), necesitan una urgente reorientación: su estudio debe realizarse en la dinámica de un contexto intercultural. Así, la investigación sobre el folklore eslavo (esto es, sobre las culturas de transmisión oral) debe interrelacionarse con las culturas de transmisión escrita y, al mismo tiempo, integrarse en las investigaciones interdisciplinarias sobre las culturas eslavas y las culturas europeas e indoeuropeas. La escasa y marginal atención prestada hasta ahora a las traducciones, debe dar paso a una cronología exhaustiva de las mismas que facilitará el estudio de las interacciones entre las distintas literaturas y culturas eslavas, los ámbitos y modos de influencia y una nueva y compleja perspectiva comparatista. El sistema de géneros debe superar la dualidad actual entre literaturas antiguas y literaturas modernas; sobre todo debe superarse la estática y borrosa concepción de géneros de la cultura oral. En el ámbito de las literaturas modernas, deberá ponerse en relación más estrecha y vinculante el sistema de géneros literarios con otros géneros artísticos y discursivos, así como se hace necesaria una aproximación entre las concepciones eslavas y las occidentales, que haga posible elaborar un marco global. En el tan resbaladizo como confuso terreno de la metodología, los conceptos de centro y, periferia creemos que resultarán fundamentales para una visión dinámica de las interacciones culturales. Queremos apostar por una metodología que permita una focalización integrada (dinamizando los niveles de descripción locales y globales en una perspectiva “orgánica” que permita tanto el tratamiento autónomo como una dinámica de globalización). En 46
Lotman, Yuri, “Más allá del Formalismo”. Ibid., p. 164.
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los infinitos caminos que se bifurcan del texto al contexto, apostamos por una “historia inmanente de las formas literarias” lo suficientemente dúctil para no limitarse a una sola lengua y conectarse con otros sistemas artísticos y culturales, mediante un “sistema de contextualización” dinámico y jerarquizado que permita salir del texto hacia otros textos (de un libro, autor, tema, género, lengua, cultura) e integrar la historia literaria en la historia cultural. Por último, creemos necesaria una revisión de la historiografía literaria eslava de la segunda mitad del siglo XX, desde una perspectiva no limitada por la publicística ni por otras ideas dogmáticas.
INTRODUCCIÓN A LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA RUSA NATALIA TIMOSHENKO KUZNETSOVA La historiografía literaria rusa puede ser conceptuada en seis giros metodológicos: 1) el Historicismo monumental dinámico de la época medieval de la Rus de Kiev, en el que los hechos y el concepto de la literatura se entendían en sentido bíblico; 2) la recopilación y la manipulación historiográfica propia de la política del Gran Ducado Moscovita como Estado centralizado en los siglos XVI-XVII; 3) primeros planteamientos teórico-historiográficos y elaboración de índices bibliográficos en la época de la Ilustración; 4) el siglo XIX hasta la segunda década del XX, caracterizado por la aparición de las primeras Historias literarias y la consolidación del género historiográfico; 5) período de la crítica literaria marxista y las grandes realizaciones historiográficas ideologizadas; 6) la revisión y búsqueda de un nuevo método de trabajo en la época poscomunista. Ya la antigua literatura rusa medieval de la época de Kiev, que abarcaba los siglos XI y XIII, poseía un sentido historiográfico en su predilección por el género de la crónica. Estas obras, elaboradas de forma colectiva a lo largo de varias generaciones, integraban todo tipo de hechos, géneros y estilos en un único volumen que ofrecía la panorámica necesaria para interpretar los sucesos y los eventos desde una perspectiva alejada en el tiempo y en la distancia. Se trata del denominado Historicismo monumental dinámico: estilo estético que determinó, en general, todo el pensamiento y el arte ruso medieval1. Es de notar que la gran influencia que la civilización bizantina ejerció sobre los eslavos orientales también intervino sobre la historiografía2. En el siglo XVI, dentro del conocido como segundo estilo monumental, da comienzo el proceso de sistematización de la historia de Rusia y del Gran Ducado de Moscovia a través de grandes obras caracterizadas por un sincretismo a medio camino entre la historia y la literatura, pero sobre todo por una gran dosis de manipulación historiográfica, tal exigía la política de Moscovia como Estado centralizado. Cabe destacar la colección de textos Grandes 1
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Д.С. Лихачев, “´Слово´ и художественный стиль эпохи”, en Id., Слово о полку Игореве и культура его времени, Санкт-Петербург, Логос, 2007, pp. 46-78. R. Picchio, La literatura rusa antigua, Buenos Aires, Losada, p. 42. Se refiere, sobre todo, Picchio a la Cronografía o Crónica universal del siglo IX de Jorge Amartolo.
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lecturas mensuales (Великие Минеи Четьи), emprendida por Macario, el arzobispo de Nóvgorod y de Moscú. La cantidad de documentos recuperados con motivo de esta compilación servirá para crear los fondos de la biblioteca sinodal de Moscú. Igualmente importante es el Libro de rangos (Степенная книга) de la genealogía de los zares atribuido a Afanasi, arzobispo de Moscú, dedicado a ensalzar las vidas y los hechos de los príncipes rusos de la dinastía de los gobernantes moscovitas, así como de los arzobispos, mártires y santos rusos tomados de las hagiografías. Por último, ya en el siglo XVII, tenemos la recopilación bibliográfica de Silvestr Medvédev, Títulos de los libros y quien los compuso. I. PRIMEROS PLANTEAMIENTOS HISTORIOGRÁFICOS Y EL PROBLEMA DE LA IDEOLOGIZACIÓN
En Rusia no aparece el planteamiento propiamente historiográfico hasta el siglo XVIII, con los trabajos bibliográficos de estilo europeo. La primera Historia de Literatura Rusa no se publica hasta el siglo XIX, ya en pleno auge de la actividad literaria. En el primer sentido despuntan el repertorio bibliográfico de Adam Burchardt Sellius3, recopilatorio de obras sobre la historia política y eclesiástica de Rusia, elaboradas tanto por autores rusos como foráneos (a excepción de bizantinos y medievales)4; así como la obra histórico-literaria de Iohannis Petri Kohlii5 consagrada a los textos eslavos antiguos de carácter eclesiástico. La misma situación se da en los estudios literarios. Hasta el siglo XVIII sólo existen acumulaciones de materiales y comentarios, algunos muy valiosos, sobre obras y autores clásicos, principalmente en los prólogos6 y anota-
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Adam Burchardt Sellius, Schediasma litterarium de scriptoribus qui historiam politicoecclesiasticam Rossiae scriptis illustrarunt, Revel, 1736. Д.Н. Бакун, Развитие библиографии исторических источников в России (XVIII начало XX вв.), Москва, Издательский дом “Парад”, 2006, pp. 57-58. Iohannis Petri Kohlii, Introductio in historiam et rem litterariam Slavorum imprimis sacram, sive historia critica versionum slavonicarum maxime insignium nimirum Codicis sacri et Ephremi Syri, duobus libris absoluta, Altona, 1729. De este libro da la noticia A. Pypin en el primer volumen de su Historia de la etnografía rusa, como uno de los primeros trabajos en el campo de la historia literaria rusa. Vid. А. Пыпин, История русской этнографии в 4-х томах, Спб., Типография М.М. Стасюлевича, 1890, vol. 1, pp. 192-193. Vid. el prólogo, que contiene “un brillante estudio estético” y crítico, y que aporta datos biográficos del autor, a la traducción al ruso de la obra del español Diego de Saavedra Fajardo Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas, que realizó Prokopóvich. M. Alekséev, Rusia y España: una respuesta cultural, Madrid, Seminarios y Ediciones, 1975, pp. 36-38.
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ciones que acompañan las ediciones de autores rusos y extranjeros tanto medievales como contemporáneos7. El auténtico viraje metodológico corresponde a autores como Antioj Kantemir (1708-1744), Vasili Trediakovski (1703-1769) y Mijaíl Lomonósov (1711-1765), quienes asumieron la labor de crear y legitimar un pensamiento histórico-literario propiamente ruso acorde con los cánones éticos y estéticos de la literatura europea occidental de carácter neoclásico, no por mera imitación, sino por reflexión y comparación crítica con la nueva literatura rusa. Trediakovski realiza la traducción comentada de la Poetica de Horacio y la de Boileau; explicita la teoría de los géneros y subgéneros poéticos, propone no sólo un nuevo sistema métrico sino también técnicas de versificación en el ruso moderno, pero sobre todo aporta una historia de la poesía silábica rusa8 que señala un antes y un después. Hasta ese momento, la literatura no se plantea en Rusia como una evolución ni cronológica ni de géneros, sino como un ente atemporal, ajeno a la progresión en el tiempo. A partir de esta obra, empieza a despuntar una conciencia historicista en los estudios literarios9. Por su parte, Lomonósov, tras realizar el estudio comparatista de los sistemas de versificación en otras lenguas europeas, amplía y modifica sustancialmente el sistema de versificación tónica, estableciendo el moderno sistema de versificación para el ruso. Desarrolla, además, la teoría de la elocuencia rusa, distinguiendo el lenguaje poético del cotidiano10, y legitima teóricamente la narrativa literaria, que la equipara a la poesía. Consigue así una revalorización del género narrativo crucial para el posterior desarrollo literario. De este modo, con la teoría de los tres estilos aplicada al ruso por Lomonósov y posteriormente detallada a lo largo del siglo XVIII por otros eruditos rusos, la idea de la existencia de toda una variedad de estilos individuales, que en Rusia promueve Podshiválov, se asientan las bases para el estudio teórico de la compleja diversidad literaria. Tal interés hacia la historia de la propia literatura rusa motivó la publicación en 1772 de Una experiencia del diccionario histórico sobre los autores 7
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П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, История русского литературоведения, Москва, Высшая школа, 1980, рр. 33-34, 36. Vid. el tratado Sobre la creación poética rusa antigua, media y moderna, В.К. Тредиаковский, “О древнем, среднем и новом стихотворении российском”, en Id., Избранные произведения, Москва-Ленинград, Советский писатель, 1963, pp. 425-450. П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, Ob. cit., рр. 34-35. М. В. Ломоносов, “Краткое руководство к красноречию. Книга первая, в которой содержится риторика, показующая общие правила обоего красноречия, то есть оратории и поэзии, сочиненная в пользу любящих словесные науки”, en Id., Полное собрание сочинений, М.; Л., АН СССР, 1952, vol. 7, pp. 89-378. http://feb-web.ru/feb/lomonos/texts/ lo0/lo7/lo7-0892.htm; Id., “Предисловие о пользе книг церковных в российском языке”, en Ibid., vol. 7, pp. 585-592, http://www.feb-web.ru/feb/lomonos/texts/lo0/lo7/lo7-5852.htm).
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rusos (Опыт исторического словаря о российских писателях) de Nikolái Novikov, obra que, sin ser un estudio histórico de la evolución de la literatura rusa, compendia gran cantidad de datos biobibliográficos relativos a los siglos XI-XVIII11. Entre los diversos antecedentes de la historia literaria se cuenta el modelo de las bibliotecas. El esfuerzo de catalogación sistemática fue vertido en numerosas publicaciones como la Biblioteca histórica rusa (Библиотека Российская историческая), primer volumen de 1767; la Biblioteca antigua rusa (Древняя Российская Вивлиофика) de 1773-1775 y 1788-1791 de Novikov y Scherbátov; o La Biblioteca Rusa (Библиотека Российская, или сведение о всех книгах в России с начала типографии на свет вышедших) recopilada por el arzobispo Dmitri Semiónov-Rúdnev (Damáskin), un gran y muy ordenado compendio bibliográfico de obras rusas y eslavas que abarca de 1518 a 178512. De este modo, y a pesar de que prácticamente todas estas obras carecían tanto de visión de conjunto de la historia de la literatura rusa como de valoración crítica, se echan las bases de las sistematizaciones posteriores. Es importante destacar que los primeros estudios sobre el estado de la literatura rusa se publican en el siglo XVIII fuera de Rusia. Es el caso de Lettre d´un seigneur russe del conde Andrey Shuválov, editado en 1760 en Francia, en la revista “L´année littéraire”; Noticia sobre algunos autores rusos (Nachricht von einigen russischen Schriftstellern), publicado en la revista alemana “Neue Bibliothek der schönen Wissenschaften und Fragen der Künste” en 1768; o Reflexiones sobre la creación poética rusa (Рассуждение о российском стихотворстве) de Mijaíl Jeráskov, publicado en Francia en 177213, pero principalmente los trabajos alemanes en el establecimiento de los primeros estudios historiográficos de la literatura rusa14, como es el caso de Kohlii, August Ludwig von Schlözer, Hartwig Ludwig Christian Bacmeister15 o el académico Jacob von Stählin16, cuyas memorias17 sobre la
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П.А.Николаев, А.С.Курилов, А.Л.Гришунин, Ob. cit., рр. 36-37. Д.Н. Бакун, ob. cit, pp. 29-30, 53-55. П.А. Николаев (ed.), Возникновение русской науки о литературе, Москва, Наука, 1975, pp. 105-107. А. Пыпин, Ob. cit., vol. 1, pp. 192-193. Bacmeister publica periódicamente la Biblioteca rusa comentada. Vid. H. L. Bacmeister, Russische Bibliothek zur Kenntniss des gegenwärtigen Zustandes der Litteratur in Russland, St. Petersburg, Riga und Leipzig, 1772-1787. Entre otras labores, Stählin escribió varias memorias sobre la historia de las bellas artes en Rusia y tradujo al alemán Breve crónica de Rusia de Lomonósov: М.В. Ломоносов, Краткий Российский Летописец с родословием, Спб., Императорская Академия Наук, 1760. К.В. Малиновский, Записки Якоба Штелина об изящных искусствах в России, Москва, Искусство, 1990, Vol.1, p. 412.
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historia de las bellas artes en Rusia sirvieron de base para sus desarrollos posteriores18. La trasmisión de éstas y otras noticias a Europa permitió que el gran humanista español Juan Andrés19 dedicase varias páginas a las letras rusas en Origen, progresos y estado actual de toda la literatura20. En esta primera Historia universal y comparada de las Letras y las ciencias, Andrés inscribe el desarrollo ruso de las distintas ramas del saber21, sacando a luz la labor de Prokopóvich, Kantemir, Trediakovski, Lomonósov, Sumarókov, Jeráskov, la princesa Dáshkova, Catalina II y muchos más en el campo de la literatura y del arte dramático; de Chebotariov y Polunin en al ámbito de geografía; de Kulibin en la mecánica e ingeniería; de Tatíschev y otros autores en la historia. Asimismo, también da a conocer la obra del príncipe ruso Alexander Beloselski, De la musique en Italie, y comenta la edición de diccionarios y obras gramaticales, como el Diccionario de la Academia de Lengua Rusa (Словарь Академии Российской, 1789-1794). Todo ello, con conocimiento de primera mano de las fuentes y admirable actitud hacia las ideas de sus autores, pese a la carencia de fuentes exhaustivas en español y la barrera lingüística del ruso, cosas que obligaron a Andrés recurrir también a la ayuda de colaboradores y fuentes indirectas22. 18
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Como es el caso de J.D. Fiorillo, Versuch einer Geschichte der bildenden Künste in Russland, Göttingen, 1806. Esteban de Arteaga, Le rivoluzioni del teatro musicale italiano dalla sua origine fino al presente, Bologna, Stamperia di Carlo Trenti, 1783-1788, 3 vols. Luis Del Castillo, Compendio cronológico de la historia y del estado actual del Imperio Ruso, Madrid, Imprenta de Aznar, 1796. Juan Andrés, Ob. cit., Vol. II, p. 91. Como indica el propio abate Juan Andrés, se basa, sobre todo, en los materiales recogidos en la Histoire de Russie (1781) del francés Lévesque, así como en las memorias de Jacob von Stählin, entre otras fuentes. Cf. P. Bérkov, “Don Juan Andrés y la literatura rusa”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 10-12 (1930), pp. 467-469. Giovanni Andres, Dell´origine, progressi e stato attuale d´ogni letteratura, Parma, Stamperia Reale, 1782-1799, 7 vols.; Juan Andrés, Origen, progresos y estado actual de toda la literatura, Madrid, Sancha, 1784-1806, 10 vols.; Edición crítica: Madrid, Verbum, 1997-2002, 6 vols. Con razón, pues, se ha propuesto a Juan Andrés “como precursor de la Eslavística en Europa y, desde luego, como el primer Eslavista español”. Vid. J. García Gabaldón, “Juan Andrés y la Eslavística: las literaturas eslavas en ‘Origen, rogresos y estado actual de toda la literatura’”, Revista Española de Eslavística, 2 (1996), pp. 103-117. Vid. P. Bérkov, Ob. cit., pp. 467-468. En este trabajo Pável Bérkov se centra principalmente en el caso particular de la literatura rusa en la obra historiográfica de Juan Andrés. Para la descripción general de Origen... de Juan Andrés en ruso vid. В.Н. Перетц, Из лекций по методологии истории русской литературы, Киев, Типография 2-ой Артели, 1914, pp. 72-74 (existe edición facsímil de C.H. Van Schooneveld (ed.), The Hague-París, Mouton, 1970). Vladímir Péretz, a diferencia del posterior artículo de Bérkov, expone en rasgos generales la obra de Juan Andrés sin entrar en detalles sobre el caso de la literatura rusa. Cabe señalar que sitúa a Juan Andrés como un autor italiano, valorando mucho el carácter moderno y filosófico de esta obra del siglo XVIII (В.Н. Перетц, Ob. cit., p. 72). Para las literaturas eslavas en la obra de Andrés, véase J. García Gabaldón, “Juan Andrés y la Eslavística: las literaturas eslavas en ‘Origen, progresos y estado actual de toda la literatura”, cit.
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La publicación en 1800 del manuscrito El canto del príncipe Ígor23 demostró que, aparte de crónicas, traducciones y poesía de transmisión oral, existía una tradición literaria propia de gran valor literario, lo que favoreció notablemente la conciencia histórico-literaria rusa y consecuentemente los estudios literarios de carácter historiográfico24. Descubrimiento que vino a coincidir con el auge del espíritu nacionalista del Romanticismo europeo y que permitió considerar el propio legado cultural con ojos patrióticos pero también críticos, como demuestra la polémica en torno a la autenticidad del Canto. Ya no se intenta encastrar la literatura rusa en el sistema de géneros y periodización de las literaturas europeas, sino estudiar su evolución particular y elaborar su historia25. La obra considerada por la crítica literaria como la primera historia literaria rusa data de 1822. Se trata del manual didáctico para la enseñanza de historia de la lengua y literatura rusas, Ensayo de la breve historia de la literatura rusa (Опыт краткой истории русской литературы) de Nikolái Grech. Ciertamente, este modesto texto no se basa en un trabajo de investigación y documentación historiográfica autónomo, de hecho carece de rigor y calidad del análisis filológico, y no emite, a excepción de algunos casos particulares, juicios críticos; sin embargo tiene el mérito de construir la primera sinopsis histórica de la literatura rusa con una periodización relativamente detallada, fundamentada en los trabajos y materiales bibliográficos recopilados por otros investigadores26. Una de las principales cuestiones de la historiografía literaria rusa a principios del siglo XIX fue la periodización y la búsqueda de criterios o patrones que rigiesen el desarrollo de la literatura rusa moderna, así como los primeros intentos de situarla en el contexto de la literatura europea. Desde los años 70 del siglo XVIII hasta el primer cuarto del XIX en Rusia se forman y conso-
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Vid. la traducción del ruso al español realizada por Ricardo San Vicente: Anónimo, El canto del príncipe Ígor, Oviedo, KRK ediciones, 2008. Д.С. Лихачев, “Русская культура Нового времени и Древняя Русь”, en Id., Слово о полку Игореве и культура его времени, ed. cit., p. 494. П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, Ob. cit., рр. 43-44. El Panteón de autores rusos de Karamzín, El índice histórico de autores eclesiásticos escrito por el arzobispo de Kiev Yevgueniy Boljovítinov, El índice de la bibliografía rusa de Vasiliy Sópikov (В.С. Сопиков, Опыт российской библиографии или полный словарь сочинений и переводов, напечатанных на славенском и российском языках от начала заведения типографий до 1813 года, Спб., Типография Императорского Театра, 1813), y otros, que ya hemos mencionado antes. В.Н. Перетц, “К столетию “истории” русской литературы: (По поводу “Опыта краткой истории русской литературы” Н.И. Греча. 1822 г.), en Известия Отделения русского языка и словесности Российской Академии Наук, ed. cit., pp. 200-213; Vid. П.А. Николаев (ed.), Ob. cit., pp. 234-240.
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lidan tres conceptos básicos en la historiografía literaria: el de período27 como una evolución en el tiempo; el de época literaria28, que, a diferencia de los períodos cronológicos, determina cualitativamente las etapas de grandes cambios estéticos en el desarrollo de la literatura; y el de movimiento literario29, como conjunto de principios ideológicos y estéticos, o tendencia literaria propia para una determinada etapa del proceso literario. Añádase a esto la vinculación entre la historia de la sociedad y la literatura que en Rusia fue mejor definida por Piotr Viázemski30 (1792-1878), quien considera a la literatura como el portavoz de la sociedad. El concepto de “corriente o tendencia literaria” (литературное направление), mencionado en Rusia por Alekséi Merzliakov31 y establecido por Wilhelm Küchelbecker32 trataba de abordar la literatura como uno de los elementos de todo un proceso literario: situar la obra dentro de una corriente literaria, determinada por las ideas propias de una época, examinarla y emitir juicios desde esta perspectiva continua. Esto permitió agrupar autores no contemporáneos y percibir las líneas de la tradición literaria en perspectiva. Desde este momento hasta finales del siglo XX el estudio de la historia de la literatura en Rusia se ha basado en las corrientes o tendencias literarias33. Desde los años 30-40 y hasta la aparición de las escuelas filológicas rusas a mediados del siglo XIX es la crítica literaria rusa la que se ocupa de los principales problemas teóricos del momento. Autores como Alexander Bestúzhev-Marlínski (1797-1837), los hermanos Nikolái (1796-1846), Ksenofont Polevói (1801-1867), Stepán Shevyriov (1806-1864), Nikolái Nadezhdin (1804-1856) o Vissarión Belinski (1811-1848) contribuyeron de forma inestimable a esta labor. En las revistas y almanaques literarios se publican reseñas con noticias e informes sobre el estado anual de la literatura rusa, y se da a conocer la información referente a la literatura europea. Se
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П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, Ob. cit., рр. 45-46. Ibid., р. 47. Ibid., рр. 51-53. Asimismo, destacaremos la monografía (hay que señalar que fue la primera monografía en Rusia que trataba la vida y obra de un escritor ruso) de Viázemski sobre Von Wiesen (Fonvizin), escrita hacia 1830 y publicada en 1848, que ofrece al lector, además de un estudio de carácter biográfico y de aportación de datos, la historia del teatro y de la cultura rusa del siglo XVIII, y sitúa el teatro ruso en el marco de la historia de evolución de los géneros dramáticos Acerca del método fidedigno de analizar y juzgar las obras, sobre todo poéticas, según sus virtudes esenciales (1822) (О вернейшем способе разбирать и судить сочинения, особливо стихотворные, по их существенным достоинствам). En 1824 en el ensayo Acerca de la tendencia de nuestra poesía, sobre todo lírica, en la última década (О направлении нашей поэзии, особенно лирической, в последнее десятилетие). П.А.Николаев, А.С.Курилов, А.Л.Гришунин, Ob. cit., рр. 51-55.
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analiza el carácter y la situación de la literatura contemporánea, se establecen sus características diferenciales y las pautas de su desarrollo34. Belinski, si bien es cierto que no contribuyó con un trabajo monográfico a la historia literaria rusa, se sirvió de la crítica literaria para emitir juicios histórico-literarios de gran repercusión en Rusia. Atraído primeramente por el idealismo alemán, alcanza después ideas sociales para sus consideraciones estéticas. Belinski analiza, clasifica, relaciona, aporta comentarios estéticos, establece una periodización y sitúa en el proceso literario las obras y autores rusos contemporáneos, así Pushkin, Gógol, Lérmontov, entre otros, muchas veces imponiendo su criterio, que se hará dominante. En la segunda mitad del XIX, son las revistas literarias las que ejecutan la crítica enfocada a los aspectos sociales con un claro menosprecio hacia los valores culturales y estéticos. Los críticos literarios radicales Nikolái Dobroliúbov (1836-1861), Dmitri Písarev (1840-1868) y Nikolái Chernyshevski (1828-1889) abogan en favor de un arte orientado hacia los problemas sociales, reivindicando para el arte la función social e ideológica de transformar el mundo. Éstas o semejantes manifestaciones del pensamiento social tendrán una larga repercusión en la construcción de la historiografía literaria, tanto desde el enfoque de la exposición de la historia de la literatura en cuanto historia de las ideas, como en la marcada ideologización de la misma, que de hecho adquirirán carácter dogmático y partidista en el siglo XX, sobre todo en los escritos de Lenin, Stalin, Zhdánov y otros a partir del I Congreso de Escritores. La implantación en el ámbito universitario de la enseñanza de la literatura rusa antigua, una especialidad y un campo inexistentes hasta este momento, fue un factor fundamental para que se ampliaran sustancialmente los objetivos de la investigación y se iniciaran serios estudios filológicos que se consolidarían en la segunda mitad del siglo. A mediados de los años treinta del 35 XIX Stepán Shevyriov empezó a impartir la enseñanza de la historia de la literatura rusa antigua en la Universidad de Moscú. Por otro lado, en la Universidad de Kiev, Mijaíl Maksimóvich (1804-1873) publica en 1839 la primera parte de la Historia de la literatura rusa antigua36, en la cual, ya no se apuesta tanto por el enfoque biográfico, ni se ofrece un cuadro evolutivo de los géneros literarios antiguos rusos, aunque sí dedica una buena parte de la obra a las cuestiones lingüísticas. Si para Shevyriov, según su cosmovisión 34
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В.Г. Белинский, “Взгляд на русскую литературу 1846 года”, en В.Г. Белинский, Собрание сочинений в трёх томах, Москва, ОГИЗ, 1948, vol. 3, pp. 641-642. En colaboración con Giuseppe Rubini, autor de Storia di Russia, bajo el nombre de Stefano Sceviref publica en italiano en Florencia Historia de la literatura rusa: Stefano Sceviref e Giuseppe Rubini, Storia della Letteratura Russa, Firenze, Felice Le Monnier, 1862. М.А. Максимович, История древней русской словесности, Киев, Университетская типография, 1839.
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tradicional cristiana ortodoxa, la historia de la literatura rusa antigua estaba integrada en la historia de la iglesia rusa, Maksimóvich mantiene una postura intermedia, mientras que Alexander Nikitenko (1805-1877) en su Ensayo de la historia de la literatura rusa37 va aún más lejos e intenta desvincular y aislar la historia de la literatura rusa antigua de la eclesiástica. Sin embargo, la mayor contribución de Maksimóvich y Shevyriov quizás sea el establecimiento de la literatura rusa antigua en tanto que disciplina universitaria38. Asimismo, cabe destacar que en la primera mitad del XIX se inician estudios sobre las diversas literaturas eslavas. Se crearon cátedras de eslavística, según la tradición determinada por el conjunto de pueblos y lenguas eslavas, vistas como unidad, y aparecen las primeras publicaciones que intentan una visión de conjunto de las literaturas eslavas y sus interrelaciones. En este sentido, debemos citar la obra de Víctor Grigoróvich (1815-1876) Ensayo de una exposición de la literatura de los eslavos en sus épocas principales (Опыт изложения литературы словен в её главных эпохах); aunque mucho más madura y erudita fue la Historia de las literaturas eslavas39 publicada entre 1865 y 1881 por Alexander Pypin (1833-1904) y el polaco Wlodzimierz Spasowicz (1829-1906). Pypin consideraba que la comprensión de la historia de la literatura rusa antigua exigía conocer la historia de las literaturas eslavas en su totalidad; aunque también cuestionaba hasta qué punto y en qué períodos era lícito hablar de una evolución unitaria de la literatura eslava, motivo por el cual realiza exhaustivos balances históricocomparados de su desarrollo a fin de explicitar las razones de su singularización. En tales balances, Pypin consigue ceñirse a los hechos históricos y literarios, y aporta en la medida de lo posible una crítica filológica imparcial, sin comprometerse con causas nacionalistas o ideas mesiánicas, contraponiendo además sus razones bien justificadas a la polémica surgida sobre un paneslavismo bajo la supremacía rusa en aquel momento histórico. A un tiempo la Academia de Ciencias de Rusia emprende trabajos arqueológicos de búsqueda, catalogación y edición de documentos y fuentes, así como la edición de obras de autores contemporáneos, como Alexander Pushkin o Mijaíl Lérmontov, lo que motiva nuevos planteamientos y señala la necesidad de ediciones críticas o anotadas.
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А.B. Никитенко, Опыт истории русской литературы. Книга первая. Введение, Спб., 1845. П.А. Николаев, (ed.), Ob. cit., pp. 314-331. (Vid. sobre Maksimóvich pp. 314-318; sobre Nikitenko, pp. 318-323; sobre Shevyriov, pp. 323-331). En 1865 A. Pypin en colaboración con W. Spasowicz publica el Panorama de la historia de las literaturas eslavas (Обзор истории славянских литератур). Esta obra fue ampliada y reeditada bajo el título de: А.Н. Пыпин, В.Д. Спасевич, История славянских литератур, Спб., Издание типографии М.М. Стасюлевича, 1879-1881, 2ª ed., 2 vols.
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Mucha mayor solidez alcanza la historiografía literaria rusa tras su entrada en el ámbito universitario. A partir de 1863 la literatura rusa ya se imparte como disciplina académica independiente del curso de la literatura universal. Basada en los estudios de los hermanos Grimm y Max Müller surge la escuela mitológica rusa y de mitología comparada, representada en Rusia por Fiódor Busláev (1818-1897), uno de los pioneros en destacar la estrecha relación entre la cultura rusa y la bizantina, y Alexander Afanásiev (1826-1871). Al análisis de los textos antiguos y del folclore se aplica el estudio históricocomparado, como ya se había hecho en la lingüística y la mitología. Precisamente de una sólida formación filológica alemana y, en general, europea y de la actividad de la escuela mitológica rusa partieron las ideas de Pypin, de Alexander Veselovski y las dos escuelas decimonónicas fundamentales: la histórico-cultural y la histórico-comparada. Entre los representantes de la primera escuela cabe destacar a Alexander Pypin y a Nikolái Tijonrávov. Pypin, catedrático de literatura universal de la Universidad de San Petersburgo, hereda la filosofía historicista de Herder, el positivismo de Hettner, Taine y de la filosofía evolucionista de Spencer con el propósito de sistematizar la historia de la literatura. Entiende pues la literatura como una evolución orgánica, parte del desarrollo histórico cultural y social de una nación, y como testimonio del desarrollo socio-cultural de la sociedad, hasta prácticamente identificar la historia de la literatura con la historia socio-política sin centrarse en el valor artístico de una obra. Entre sus obras más significativas destacan la Historia de la etnografía rusa40 y la Historia de la literatura rusa41, así como la ya mencionada Historia de las literaturas eslavas. La crítica soviética ha reprochado a Pypin, sobre todo, que no haya considerado relevante estudiar el valor estético de las obras literarias. De hecho, él no lo hace en sus respectivas Historias, pues desde su perspectiva historiográfica las obras deben ser consideradas no tanto por su valor artístico o estético como por toda una variedad de fenómenos sociológicos. Identifica la historia de la literatura, de un modo muy amplio, con la historia de las ideas, de la sociedad y de la cultura. Tanto Pypin como Tijonrávov conciben la historia de la literatura a modo de proceso continuo de sucesión de tradiciones42. De aquí que Pypin considere que el objetivo de la historia de la literatura contemporánea consista en determinar comparativamente el lugar que ocupa entre las demás artes sin limitarse a los géneros puramente artísticos43. 40
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А.Н. Пыпин, История русской этнографии, Спб., Издание типографии М.М. Стасюлевича, 1890-1892, 4 vols. Id., История русской литературы, Спб., Издание типографии М.М. Стасюлевича, 18981899, 2ª ed., 4 vols. П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, Ob. cit., рp. 130-145. А.Н. Пыпин, История русской литературы, ed. cit., vol. 1, p. 33.
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En definitiva, se trata de un trabajo muy completo del estado de la cuestión en el momento de su publicación, aunque sin pretensión de exhaustividad y reconociendo la labor aún por realizar. Por su parte, Nikolái Tijonrávov (1832-1893), cuyos trabajos, basados en una minuciosa documentación y un estudio crítico y comparado de las fuentes y manuscritos44, reflejan las ideas de Taine, combina la investigación de carácter histórico-literario con el sociológico, pues entendía las obras literarias como el resultado de la influencia del ambiente social sin tener en cuenta el análisis estético y el valor artístico de las obras literarias45. La edición crítica y comentada de obras completas y los estudios filológicos de corte arqueológico responden a una tendencia general para toda la filología europea del siglo XIX, y en particular en Rusia, para remediar las carencias existentes en este campo y poder aportar nuevos significados. Pasando ya a la escuela histórico-comparada, cabe destacar que fue la creación en 1885 de la sección de Filologías Románica y Germánica y en 1891 de la sociedad Neofilológica en la Universidad de San Petersburgo, promovida y presidida por Alexander Veselovski (1838-1906), lo que dio a los estudios de literatura comparada un carácter institucional como rama científica con objeto propio. El objetivo de Veselovski consiste en explicitar las bases teóricas de las regularidades evolutivas de la literatura y los géneros literarios mediante un procedimiento inductivo, comparatista, crítico e interdisciplinar. Es decir, definir una Poética histórica46 sobre la génesis de la literatura universal, centrada en la evolución de la conciencia poética y sus formas47. Veselovski se basa en el estudio y en el análisis comparado, geográfico y temporal, de un amplio número de textos y fenómenos paralelos procedentes de literaturas cultas y populares, escritas y de tradición oral, considerando las categorías poéticas como históricas48. Con esta epistemología comparatista, y concibiendo la historia de la literatura como historia de la cultura, esto es, sin restricción al ámbito poético o artístico, consigue Veselovski en su estudio una universalización integradora e interdisciplinar que aún hoy en día ejerce de alternativa a la especialización atomizadora de las ciencias humanas característica del siglo XX. Planteamiento muy relacionado con el humanismo ilustrado, representado por la paradigmática obra historiográfica de Juan Andrés centrada en la creación de la historia de la literatura universal y comparada, y que Veselovski no nos consta que llegara a conocer. 44 45 46
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А.Д. Галахов, История русской словесности, древней и новой, в 2-х т., Спб, 1863-1875. П.А. Николаев, А.С. Курилов, А.Л. Гришунин, Ob. cit., рp. 145-154. А.Н. Веселовский, Историческая поэтика, Ленинград, Художественная литература, 1940. Id., “Из введения в Историческую поэтику”, en Id., Историческая поэтика, ed. cit., p. 53. Id., “Из введения в Историческую поэтику”, en Id., Историческая поэтика, ed. cit., p. 54.
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Cabe destacar también que Veselovski rechaza vehementemente la historia literaria como enumeración atomizada de literaturas nacionales o locales, y mera cronología de fenómenos literarios, datos biográficos o temas relacionados con los acontecimientos históricos o socio-políticos. Entiende la historia literaria como un todo orgánico49. Define, de un modo amplio, Veselovski su propia concepción de la historia de la literatura como la historia del pensamiento, que vincula a la cultura y a la historia social, sin identificarla con ésta última50. En la Poética histórica Veselovski inicia el estudio de los aspectos formales en el contexto de una concepción manifiestamente historicista, comparatista, universalista e interdisciplinar de la literatura,51 incluyendo también el aspecto psicológico52. En definitiva, Alexander Veselovski no sólo formuló ideaciones filológicas brillantes, sino que legó numerosas líneas de investigación al siglo XX, desarrolladas, entre otros, por los formalistas, a través de los cuales ha influido de algún modo en el pensamiento filológico occidental. Desafortunadamente, pese a que el estructural-formalismo retomó los aspectos formales categorizados por Veselovski, contribuyó a la creciente especificación, tecnicidad y disociación de las disciplinas filológicas y su objeto de estudio, desligándolas de la tradición y la filosofía de la historia. II. EL SIGLO XX
Llegados al siglo XX, tan prolífico en estudios historiográficos, se hace imprescindible retornar a una enumeración de los ejes principales del desarrollo de la historiografía literaria rusa: 1) una primera etapa que alcanza hasta los años veinte, caracterizada por una heterogeneidad metodológica en la que conviven obras de carácter vanguardista, formalista, socialista, aunque también de la vieja escuela; 2) la etapa de los años treinta y cuarenta, marcada por la crítica marxista oficial; 3) el breve aunque prolífico período del deshielo de finales de los cincuenta que abre la posibilidad de introducir datos y temas vetados por el comunismo militante; 4) la denominada etapa del “estancamiento” de los años 70-80, que abarca todas las esferas del pensamiento, aunque ya no tan radical como la de los años treinta pero mucho más restringida desde el punto de vista político que durante el deshielo; 5) y 49
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Id., “Из лекций по истории эпоса. Что такое история Всеобщей литературы”, en Id., Историческая поэтика, ed. cit., p. 446. Alexander Veselovski, “Sobre el método y los problemas de la literatura como ciencia”, Analecta Malacitana, XX, 2 (1997), p. 679. Trad. de Jesús García Gabaldón. А.Н. Веселовский, “Из лекций по истории эпоса. Что такое история Всеобщей литературы?”, en Id., Историческая поэтика, ed. cit., p. 448. Id., Неизданная глава из «Исторической поэтики» А. Веселовского, Русская литература, 3 (1959), pp. 119, 123.
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la última etapa, desde la perestroika (finales de los 80 y principios de los 90) hasta la actualidad, profundamente revisionista. Generalizando, se puede decir que a lo largo de las varias etapas de la historiografía rusa del siglo XX se ha seguido el siguiente esquema de trabajo. En primer lugar, se procede al estudio filológico, y traducción en su caso, del legado de los escritores y sus archivos, a fin de elaborar ediciones críticas comentadas. Y en segundo lugar, se elaboran biografías intelectuales contextualizadas en el marco de la cultura y de la vida social; así como obras bibliográficas relacionadas con un determinado tema, período o escritor; monografías, colección de ensayos, trabajos de corte comparatista, diccionarios enciclopédicos de autores u obras, manuales universitarios e historias literarias dedicadas a un determinado período, género o nación o de carácter más general y universalizador que las abarque todas o, al menos, varias de ellas. Como ya se ha indicado, a comienzos del siglo XX encontramos en la historiografía una heterogeneidad metodológica generalizada, en la que diversos autores plantean distintas modalidades de escribir la historia. A este respecto, Dmitri Ovsiániko-Kulikovski (1853-1920), situado en la corriente psicológica de la crítica y la teoría literaria y del arte en general, y muy influenciado por la teoría del lenguaje de Humboldt, publicará a partir de los años 90 del siglo XIX una serie de monografías dedicadas a Pushkin, Gógol, Turguénev, Lev Tolstói de gran influencia, además de la Historia de la intelliguentsia rusa53. La crítica marxista ha reprochado a Ovsiániko-Kulikovski que en su análisis social considere las obras literarias como el resultado del medio en el que vive y trabaja el escritor y no como el resultado y la sujeción del escritor y de su obra a la ideología de la clase social dominante en cada momento histórico. En este sentido, no podemos dejar de mencionar su Historia de la literatura rusa del siglo XIX54, realizada en colaboración con varios autores y que destaca por una gran heterogeneidad de estilo y de tratamiento de los temas en función del pensamiento y talante de los autores. Cabe destacar por ejem-
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En 1907 Ovsiániko-Kulikovski publica en dos partes la obra de envergadura de carácter historiográfico cultural: Д. Н. Овсянико-Куликовский, История русской интеллигенции: Итоги русской художественной литературы XIX века, Москва, Издание В.М. Саблина, 1907, Vols. 1-2. Se trata, pues, de la Historia de los personajes literarios rusos expuesta en su evolución, en la que el autor reflexiona y ofrece una descripción psicológica de las principales figuras típicas en cuanto portavoces del pensamiento ruso, basada en los textos y los protagonistas de las obras literarias más destacadas a partir de los años veinte del siglo XIX y en el análisis de las corrientes ideológicas de la época estudiada. Д. Н. Овсянико-Куликовский (ed.), История русской литературы XIX века, Москва, Мир, 1910, Vols. 1-5. Reed. facs. de C.H. Van Schooneveld, Slavistic Printings and Reprintings, The Hague-Paris, Mouton, 1969. Esta obra historiográfica ha tenido muchas ediciones desde 1905 hasta la revolución bolchevique en Rusia.
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plo a Semión Venguérov (1855-1920)55, autor del Diccionario críticobiográfico de autores y científicos rusos desde la antigüedad hasta el siglo XX56 y de Fuentes del diccionario de autores rusos57; Ivanov-Razúmnik, crítico literario de tendencia subjetivista; Valeri Briúsov, uno de los representantes más significativos del simbolismo ruso, Alexéi Veselovski, filólogo y comparatista, hermano de Alexander Veselovski; y el marxista Georgui Plejánov, autor de Arte y Literatura58 y la Historia del pensamiento social en Rusia59, quien construye su obra historiográfica desde la concepción materialista de la historia, la teoría económica y el pensamiento político ruso, atendiendo a las diferencias y semejanzas respecto a las monarquías europeas y las tiranías orientales, aunque sin preocuparse de la valoración de las obras literarias o religiosas, lo que empobrece profundamente su enfoque. Sin embargo, a diferencia de los críticos radicales rusos, Písarev y Chernyshevski, así como de Lenin, Plejánov no pretende subordinar el arte al servicio de la idea política o la ideología, al menos, en el sentido dogmático de la Crítica Literaria marxista60. A finales del siglo XIX y principios del XX, asistimos a un nuevo giro en las corrientes estético-hermenéuticas, esta vez de carácter metafísico, que enriquecieron sustancialmente las bases de la crítica y la historia literaria rusa. En este sentido hay que destacar la aportación al estudio de la literatura de los filósofos cristianos y humanistas como Vladímir Soloviov, Vasili Rózanov, Dmitri Merezhkovski, Mijaíl Guershenzón, Viacheslav Ivánov, Andréi Beli. Asimismo, en paralelo, y como contrapeso del historicismo del XIX, surge el método formal61 en la encrucijada entre futurismo y lingüística. Un méto55
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Venguérov fue autor de varias monografías dedicadas a los escritores y críticos literarios rusos, como Belinski, los hermanos Aksákov, Písemski, Goncharóv, Gógol. Asimismo, Venguérov organizó en 1908 en la Universidad de San Petersburgo el célebre seminario de Pushkin, en el que, entre otros, se han formado Víctor Zhirmunski y los formalistas Yuri Tyniánov, Borís Tomashevski, Borís Eichenbaum y otros. С.А. Венгеров, Критико-биографический словарь русских писателей и ученых (от начала русской образованности до наших дней), Петербург, Семеновская ТипоЛитография (И. Ефрона), 1889-1904, vols. I-VI. С.А. Венгеров, Источники словаря русских писателей, Петербург – Петроград, Изд. Академии Наук, 1900-1917, vols. I-IV. Г.В. Плеханов, “Искусство и литература”, en Id., Сочинения в 24 томах, ed. de Д. Рязанов, Москва-Ленинград, Госиздат, 1924, vol. XIV. Vid. la versión en español de uno de los textos pertenecientes a los escritos de Plejánov sobre el arte en la traducción directa del ruso por Jorge Korsunsky: G. Plejanov, El arte y la vida social, Madrid, Cenit, 1929. Г.В. Плеханов, “История русской общественной мысли”, en Id., Сочинения в 24 томах, ed. de Д. Рязанов, Москва-Ленинград, Госиздат, 1924-1927, vol. XX-XXIV. Vid. sobre el marxismo de Plejánov y sus ideas respecto al arte en: Peter Demetz, Marx, Engels y los poetas, Barcelona, Fontanella, 1968, pp. 254-266. Cf. V. Erlich, El formalismo ruso, Barcelona, Seix Barral, 1974; A. García Berrio, Significado actual del formalismo ruso, Barcelona, Planeta, 1973.
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do que, obviando los planteamientos filosófico, psicológico, sociológico y comparatista, propició el análisis sincrónico, inmanente y pormenorizado de los elementos formales aislados de los textos poéticos, asemejando los estudios literarios a la Lingüística. Los formalistas rusos tomaron muchas de las ideas de Veselovski aunque desatendieron sus orientaciones generales. Consideraron la historia literaria como una “historia interna” de fenómenos literarios, aislada y disociada del contexto histórico común. De hecho, si los formalistas llegan a sugerir el estudio de la serie literaria en correlación con otras series y sistemas sociales, culturales o históricos62, entendiendo que “el estudio de la evolución literaria no excluye la significación dominante de los principales factores sociales”63, fue un hecho prácticamente aislado y circunstancial, probablemente consecuencia de la presión ejercida por el régimen comunista. En general, el formalismo ruso no ha aportado ninguna construcción historiográfica, únicamente podemos reseñar dos excepciones a este respecto, el artículo de Tinianov Sobre la evolución literaria (1927) en el que especula sobre el tema pero desde el punto de vista puramente teórico, y La poesía rusa del siglo XVIII64 de Grigori Gukovski65 (1902-1950) publicada en 1927 en Leningrado, aunque no es una Historia literaria propiamente dicha66, sino una compilación de ensayos que analizan algunos aspectos de un período de la literatura rusa poco estudiado hasta aquel entonces67. Gukovski parte de la dialéctica hegeliana y la metodología marxista, combinando el análisis sociológico con el análisis técnico formal del lenguaje poético, lo que le permi62
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J. Tinianov, “Sobre la evolución literaria”, en T. Todorov (ed.), ed. cit., pp. 89-101; J. Tinianov, R. Jakobson, “Problemas de los estudios literarios y lingüísticos”, en T. Todorov (ed.), ed. cit., pp. 103-105. J. Tinianov, “Sobre la evolución literaria”, cit., p. 101. Г.А. Гуковский, Русская поэзия XVIII века, Ленинград, Academia, 1927. J. García Gabaldón, “La Evolución de la Historiografía Literaria Eslava”, en ed. cit., p. 179. Como tampoco lo son una serie de artículos de Yuri Tyniánov reunidos bajo el epígrafe de Historia de la literatura en el libro Poética. Historia de la literatura. Cine. Vid. Ю.Н. Тынянов, Поэтика. История литературы. Кино, Москва, Наука, 1977. Dedica Tyniánov en 1929 una serie de artículos sobre el proceso literario del primer tercio del s. XIX y es autor de algunas novelas históricas sobre la vida y el entorno de los escritores rusos. En lo que se refiere a Zhirmunski, es el editor de la Historia de la literatura europea occidental publicada en 1947, siendo sus coautores el eminente filólogo comparatista Mijaíl Alekséev, el teatrólogo Stefán Mokulski y Alexander Smirnov, especialista en Shakespeare, filólogo romanista e hispanista, fundador de estudios celtas en Rusia. Esta notable obra se ocupa de la literatura europea medieval y del Renacimiento. La segunda edición corregida salió en 1959 bajo el título de Historia de la literatura extranjera. Vid. М.П. Алексеев, В.М. Жирмунский (ed.), С.С. Мокульский, А.А. Смирнов, История зарубежной литературы, Москва, Госучпедиздат, 1959. Asimismo, Gukovski es autor de varios capítulos dedicados a la literatura rusa del siglo XVIII del tercer y cuarto volumen de la Historia de la literatura rusa que comentaremos más adelante.
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te romper con la idea preconcebida del sistema poético que se tenía del neoclasicismo ruso como un movimiento uniforme y homogéneo. La cuestión es que, en sus rasgos esenciales fue aceptada en la escuela soviética la concepción y el esquema de las características principales de la evolución literaria ofrecida por Gukovski, de hecho, aunque su estudio fue posteriormente ampliado y enriquecido por otros filólogos, el manual La literatura rusa del siglo XVIII (1939)68 aún hoy día, y pese a las concesiones ideológicas ahora obsoletas, sigue siendo el estudio más profundo del asunto69. Otra figura clave en la historiografía literaria de este período70 es Pável Bérkov (1896-1969) del Instituto de la Literatura Rusa71, autor de dos obras historiográficas fundamentales dedicadas al género de la comedia72 y a la historia de las ediciones periódicas que abarcan todo el siglo XVIII. La Historia del periodismo ruso del siglo XVIII73 (1952) coincidió con la campaña contra los estudios comparatistas conocida como “cosmopolitismo” siendo duramente criticada por los secuaces del régimen oficial por no ajustarse a la metodología marxista. A la historia del Neoclasicismo en Rusia dedica su monografía Iliá Serman74. El período del dominio de la Teoría Literaria Marxista75 y la imposición del realismo socialista en el arte como doctrina oficial del Partido Comunista han marcado todo el curso de la historiografía oficial en la URSS. La orientación ideológica del arte, como factor y producto ideológico, socioeconómicamente determinado, acabó, en gran medida, por manipular y distorsionar la
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Г.А. Гуковский, Русская литература XVIII века, Москва, Учпедгиз, 1939. Asimismo, escribió Gukovski en los años veinte otros ensayos dedicados a la historia de la literatura rusa del siglo XVIII que fueron recogidos en la edición de sus obras que reedita en 2001 Zhívov, que, si no completa, al menos amplía la Poesía rusa de Gukovski con otros estudios.Vid. Г.А. Гуковский, Ранние работы по истории русской поэзии XVIII века, Москва, Языки русской культуры, 2001. Sobre la valoración actual de las obras de Gukovski vid. А.Л. Зорин, “Григорий Александрович Гуковский и его книга”, en Г.А. Гуковский, Русская литература XVIII века, Москва, Аспект пресс, 1999, pp. 3-12. Otra obra historiográfica dedicada al siglo XVIII, esta vez elaborada en Moscú, fue el manual universitario escrito por Dmitri Blagói, reeditado varias veces en la URSS e incluso traducido a otras lenguas (desde la primera edición en 1945 hasta 1960 ha tenido cuatro ediciones). Vid. Д.Д. Благой, История русской литературы XVIII века, Москва, Госпедиздат, 1945. Entre los colaboradores y/o integrantes del grupo de investigación dedicado al siglo XVIII cabe citar a Georgui Makogónenko, Iliá Serman, Lev Modzalevski, Alexander Pánchenko, Yuri Lotman, Galina Moiséeva, Yuri Stennik, Natalia Kochetkova y muchos otros. П.Н. Берков, История русской комедии XVIII века, Ленинград, Наука, 1977. Esta obra tuvo una edición póstuma habiéndose terminada, aunque no en su versión final, en 1949. Id., История русской журналистики XVIII века, Ленинград, Изд-во АН СССР, 1952. И. Серман, Русский классицизм. Поэзия. Драма. Сатира, Ленинград, Наука, 1973. Sobre el siglo y medio de la doctrina literaria marxista, deudora de la teoría literaria alemana radical, se trata en el excelente trabajo de Peter Demetz. Vid. Peter Demetz, Ob. cit., 1968.
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crítica literaria y los estudios historiográficos76. Un caso más de la ideologización de la “crítica literaria lamentable del siglo XX”, iniciada en el enciclopedismo ilustrado77. Después de la Segunda Guerra Mundial la agresiva campaña política contra el así llamado “cosmopolitismo” en la Unión Soviética, es decir, contra toda la escuela de la Literatura Comparada, metodología proclamada insostenible, y contra la escuela formalista, se orientó hacia el aislamiento cultural. Toda corriente literaria no precursora del realismo socialista, de carácter metafísico o epistemológicamente comparatista fue denigrada y vetada. Eminentes filólogos como Alexander Veselovski, Borís Eichenbaum, Víctor Zhirmunski, Mark Azadovski y Grigori Gukovski fueron públicamente condenados y sus estudios proscritos, por no citar las numerosas obras destruidas y autores que perdieron la vida durante las regulares purgas y campañas ideológicas78. Aparte del trabajo historiográfico realizado por las universidades, también los institutos de la Academia de Ciencias desarrollaron una importantísima labor de coordinación en la elaboración de obras colectivas de carácter historiográfico, traductográfico y editorial. Destacan entre ellos el Instituto de Literatura Rusa (La Casa Pushkin) en San Petersburgo centrado en la literatura rusa antigua, moderna y contemporánea, y en los estudios literarios comparados; y el de la Literatura Universal Maxim Gorki en Moscú dedicado a la literatura universal y los problemas de todas las lenguas del Estado, pero también a la literatura eslava, asiática, africana, americana y europea, así como a la literatura antigua griega y latina. Desde su creación ambos Institutos realizan tanto ediciones académicas comentadas de los textos clásicos rusos como monografías sobre los escritores y sus obras. Posteriormente, se crearon otros institutos como el Instituto de Estudios Orientales, que daría lugar al Instituto de los pueblos de Asia y el de África; o el Instituto de América Latina, fundado en 1961.
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El 24 de abril de 1932 el Partido disuelve las asociaciones de escritores proletarios y crea una única Unión de escritores soviéticos, que en el verano de 1934 en el I Congreso de escritores soviéticos adoptará el socialismo realista como único método oficial de la literatura soviética y de la crítica literaria. Respecto a la argumentación crítica sobre la Crítica Literaria lamentable del siglo XX y los casos particulares tanto del fenómeno ruso como del norteamericano Vid. P. Aullón de Haro, “Las caras de la malversación: la Crítica Literaria lamentable en el siglo XX y sus genealogías”, en Id., Escatología de la Crítica, Madrid, Dykinson, 2013, pp. 19-70. En la URSS arrestaban no sólo a los intelectuales, sino también los libros, como fue el caso de una Historia literaria cuya ficha se encuentra en el catálogo de la Biblioteca Nacional de Rusia, y en la que consta que el libro estaba arrestado. Las bibliotecas rusas disponían de todo un procedimiento para retirar de los fondos bibliográficos la literatura no deseada por el régimen. Algunas de ellas incluso establecieron contratos con fábricas de petardos, a las que se llevaban los libros “arrestados” para su destrucción y reducción a confeti.
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La mayoría de los proyectos que buscaban sintetizar en obras de carácter totalizador los estudios realizados sobre la historiografía literaria rusa y de la literatura universal planteados en los años veinte y treinta del siglo XX no llegaron a materializarse hasta después de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1957 la situación se palió parcialmente con el reconocimiento oficial del valor de los estudios de carácter comparatista. El pathos patriótico en los años de pre- y posguerra se vio reflejado en el estudio de las literaturas locales y de la literatura rusa antigua79. Probablemente el carácter épico de la literatura rusa antigua y el distanciamiento en el tiempo permitían a los investigadores evadirse de la omnipresencia del realismo socialista, aunque la interpretación de la historia de la literatura rusa antigua estaba estrechamente vinculada con la historia socio-política y la lucha de clases entre los siglos XI-XVII. En los años 1933-1934 se formó el departamento de la literatura rusa antigua en el Instituto de la Literatura rusa, que contó entre sus miembros con Varvára Adriánova-Peretz y Dmitri Lijachiov, y que aún hoy publica con regularidad y colabora en varias de las obras historiográficas más descollantes80. Probablemente estos estudios sean los menos politizados en lo que se refiere, sobre todo, a la literatura rusa antigua, por concederles el derecho por parte del partido comunista a los autores medievales de no poseer consciencia marxista. A finales de los años cincuenta y después del XX Congreso del PCUS, pese a la vigencia de la metodología marxista y el realismo socialista, se da un relativo relajamiento de la censura que posibilita una revisión de planteamientos y los estudios historiográficos se muestran menos radicales en la interpretación de los hechos literarios. Sin embargo, la política de Brézhnev volvió a interferir en el ambiente intelectual con el control que el partido comunista retomó sobre los estudios, aunque se permitieron endebles contactos internacionales entre los investigadores del entorno de los países del Bloque del Este.
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М.Н. Сперанский, История древней русской литературы, Москва, 1920-1921, 3ª ed.; В.М. Истрин, Очерк истории древнерусской литературы домосковского периода, Петроград, 1922; В.Н. Перетц, Из лекций по методологии русской литературы, ed. cit.; В.А. Келтуяла, Курс истории русской литературы, Спб., 1911. Слово о полку Игореве., Trad. y ed. de V.A. Keltuyala, Москва-Ленинград, 1928; Manuales universitarios: А.С. Орлов, Древняя русская литература XI-XVI вв., Москва-Ленинград, 1937; Н.К. Гудзий, История древней русской литературы. Учебник для высших учебных заведений, Москва, 1938. VV.AA., История русской литературы: В 10 т., М.; Л.: Изд-во АН СССР, 1941-1956, vols. 1-10. Disponible en: http://feb-web.ru/feb/irl/default.asp?/feb/irl/il0/il0.html; VV.AA., История русской литературы, ed. de Д.Д. Благой, Москва-Ленинград, 1958-, vol. 1-3; VV.AA., История русской литературы: В 4 т., Л.: Изд-во АН СССР (Пушкинский Дом), 1980-1983, vol. 1-4. Disponible en: http://www.feb-web.ru/feb/irl/default.asp?/feb/irl/rl0/rl0.html
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El estudio del siglo XIX, con grandes proyecciones hacia el futuro desarrollo no sólo para la cultura rusa, plantea nuevos retos a los filólogos y académicos rusos soviéticos. Aparte del planteamiento generalizado de aplicar la crítica marxista en menor o mayor medida al estudio literario de cualquier época y país, se revisa toda la literatura rusa del siglo XIX, se establecen más vínculos con la literatura del siglo XVIII y se estudia la relación de los grandes maestros de la literatura rusa, sobre todo de la vertiente realista con el posterior desarrollo de la misma y su tributo a la cultura rusa y mundial. El estudio se centra en esclarecer la postura social y política de los escritores y pensadores rusos, y la relación entre sus sistemas poéticos y las corrientes ideológicas, haciendo especial hincapié en la obra de los críticos radicales y su entorno. Por otro lado, se estudia la literatura rusa de carácter político publicada en el exilio antes de la revolución. Había que estudiar las obras y las tendencias literarias de la segunda mitad del siglo XIX en correlación con la historia de la revolución rusa, por un lado, y centrándose en el realismo, por otro lado. El problema surgía cuando no se podían encajar las tendencias del pensamiento ruso del siglo XIX dentro del marco del realismo: la opción era o silenciar ciertas facetas de la vida y obra intelectual de los escritores u ofrecer una crítica adulterada. Ni que decir tiene, sólo la obra y el pensamiento de Dostoievski era un reto más que difícil de afrontar a la hora de realizar una edición y examen crítico. Desde este planteamiento un tanto restrictivo quedó el siglo XIX recogido en las Historias académicas de la literatura rusa que comentamos a continuación, en los índices bibliográficos de obras dedicadas al siglo XIX, en manuales universitarios, en monografías dedicadas a los escritores o a la historia de un determinado género literario (Historia de la novela rusa, Historia de la crítica literaria, Historia del periodismo, etc.), en ensayos críticos y ediciones comentadas de las obras de los escritores rusos. La Historia de la literatura rusa81, que por iniciativa de Gorki emprendió la Academia de Ciencias de la URSS, ofrece una historia literaria basada en la metodología marxista tal como exigía el régimen comunista, asumiendo las ideas sobre historiografía y literatura expuestas por Lenin, Stalin y Zhdánov: un proceso histórico-literario determinado por el desarrollo socioeconómico. Cada uno de los volúmenes incluye una introducción histórica general de la época, seguida de un análisis de las corrientes y escuelas y de la crítica, para finalmente abordar autores y obras, atendiendo tanto al aspecto artístico como social, subrayando aquellos elementos de confluencia con el realismo socialista. La obra organiza procesos histórico-literarios divididos en relación a los tres movimientos revolucionarios rusos que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX. La mayor parte, se aplica a la literatura del 81
VV.AA., История русской литературы: В 10 т., ed. cit.
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siglo XIX (vols. V-IX). El último volumen abarca las tendencias literarias desde 1890 hasta la Revolución socialista de 1917, es decir, la crítica, principalmente la marxista “ortodoxa”, convirtiendo en un auténtico vituperio el capítulo dedicado a las demás tendencias de la crítica literaria, tachadas de burguesas. Las corrientes vanguardistas, principalmente el simbolismo, el acmeísmo y el futurismo, son censuradas como productos de una ideología burguesa corrupta. Así queda impreso el nuevo enfoque para posteriores producciones soviéticas. La Historia de la literatura rusa82 editada a principios de los ochenta del siglo XX, elaborada principalmente por los especialistas del Instituto de la Literatura Rusa, pese a abarcar el mismo período que la anterior, es mucho más moderada en la valoración política de los hechos literarios, sobre todo en lo que se refiere a la Vanguardia histórica o a ideas religiosas. Se trata de una obra de carácter generalista, motivo por el cual, antes de abordar las obras y el pensamiento de los grandes maestros de la literatura rusa de modo individual, ofrece una introducción sobre el estado y periodización de la literatura en relación con los principales movimientos culturales europeos, que sirve de contextualización para el caso concreto de la literatura rusa y sus tendencias. De manera semejante, no dedica capítulos específicos a la crítica, sino que, tras un breve tratamiento en la introducción, la integra en la exposición y análisis del proceso literario. Sin embargo, a diferencia de la anterior, sí dedica capítulos monográficos tanto a la producción historiográfica anterior, como a las vanguardias. Fueron la obra y la vida de Maxim Gorki el exponente por excelencia del realismo socialista y considerado por la crítica soviética el autor del proletariado, la que sirvió de causa para el estudio de la literatura soviética. También hace falta mencionar que en el Instituto de la Literatura Rusa entre los años 1953 y 1961 vieron luz nueve números de Cuestiones de la literatura soviética (Вопросы советской литературы), desde cuyas páginas se plantearon varios problemas dedicados a este período, pese a la fuerte ideologización a la que fue sometida esta labor y las inevitables carencias y omisiones que esto conllevaba. En 1958 La Casa Pushkin proyecta la publicación de una Historia de la novela soviética, la cual, aun con marcado sesgo ideológico, fue la primera de una larga serie de Historias dedicadas a un género concreto de la literatura soviética que vieron luz a partir de los años sesenta83.
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VV.AA., История русской литературы: В 4 т., ed. cit. Historia de la crítica literaria rusa (1958), Historia de la novela rusa (1962-1964), Historia de la novela soviética (1966), Historia de la poesía rusa (1967), Cuentos ruso-soviéticos. Ensayos sobre la historia del género (1970), Novela corta rusa contemporánea (1976), Historia de la poesía ruso-soviética (1984), Ensayos sobre la historia de la crítica literaria rusa (1999).Vid.
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De las obras de carácter general dedicadas a la literatura soviética, desde la Revolución de 1917 hasta 1965, trata la Historia de la literatura rusosoviética84, elaborada esta vez en el Instituto de la Literatura Universal. En puridad no es una obra sobre el desarrollo de la literatura rusa en el exilio, sus problemas de censura y autocensura, ni por supuesto, sobre los escritores represaliados por el régimen, pero al concluir cada capítulo con las relaciones internacionales de la literatura soviética, cubre un flanco no tratado en las demás historias. Por otro lado, esta Historia se centra exclusivamente en la literatura rusa del período soviético y no contempla las literaturas de otros pueblos de la URSS, que fueron recogidas en ediciones dedicadas a toda una serie de literaturas nacionales como la bielorrusa, la ucraniana o las de las repúblicas asiáticas de Kazajistán, Kirguistán, Uzbekistán, así como las Historias de la filosofía de Armenia, Azerbaiyán, Georgia, etc. publicadas después de la Segunda Guerra mundial. La práctica habitual a partir de los años treinta en la URSS era el estudio de los clásicos literarios tanto rusos como de otros pueblos desde la interpretación marxista, centrándose casi exclusivamente en el realismo y el realismo socialista. No obstante, a partir de los años 30, la implantación de cursos obligatorios de literatura en los colegios e institutos de la Unión Soviética y la consecuente necesidad de material didáctico impulsaron la realización de trabajos historiográficos y de otros proyectos científicos más ambiciosos. Historia de la literatura multinacional soviética85, en la que participaron teóricos y críticos literarios de toda la URSS, y coordinada por el Instituto de la Literatura Universal, presenta, desde la variedad multinacional, más de setenta literaturas pertenecientes a la misma escuela del realismo socialista desde 1917 hasta 1967. El problema es que, pese a integrar las tradiciones literarias de todos los pueblos, inclusive aquellos recién alfabetizados, las abordó de manera aislada, separando las literaturas por nacionalidades y distinguiéndolas por su particular lengua y no por la unidad cultural capaz de abarcar desde una a muchas lenguas. Una de las manifestaciones de la pérdida del universalismo de la literatura y la identidad en el campo de la historiografía86.
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El artículo de A.I. Pavlovski sobre el sector o el departamento de la literatura ruso-soviética de la Casa Pushkin en: http://www.pushkinskijdom.ru/Default.aspx?PageContentID=57&tabid=133. VV.AA., История русской советской литературы: В 4 т., Москва, Наука, 1967-1971, 14 vols. Г.И. Ломидзе, Л.И. Тимофеев (eds.) et al., История советской многонациональной литературы, Москва, Наука, 1970-1974, vols. 1-6. P. Aullón de Haro, “Las caras de la malversación: La crítica literaria lamentable en el siglo XX y sus genealogías”, ed. cit., p. 41.
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El campo de la folclorística y de la literatura de tradición oral de raíz romántica también ha sido muy estudiado en la URSS, incluso favorecido por el régimen comunista. Otra de las tendencias de la historiografía rusa del siglo XX fueron las obras dedicadas a la crítica literaria, a la que no siempre se atendía suficientemente en las Historias literarias y que durante el socialismo se desarrolló de modo unilateral e ideológicamente depravado. En este sentido, cabe destacar la Historia de la crítica literaria rusa87 (1958) elaborada en la Casa Pushkin a la que sucederán otras, ya sin restricciones ideológicas, elaboradas después de la apertura política de los noventa como los Ensayos de la historia de la crítica literaria rusa88: digno empeño de suplir las carencias y omisiones fácticas y metodológicas propias de las obras del período marxista, aportando nombres y datos hasta entonces vetados, y ofrecer una visión e interpretación diferente. El estudio de la literatura comparada y de la literatura universal89 adquiere en la URSS una magnitud relevante. Ya en los años veinte se implanta el proyecto de la traducción y edición crítica comentada de todo el legado literario universal, en el que colaboraron muchos de los escritores y filólogos rusos. La siguiente operación era la edición de estudios teóricos en el campo de la historiografía literaria. Los homenajes a los grandes maestros sirvieron para hacer ediciones conmemorativas y monografías críticas sobre su vida intelectual. A partir de los años treinta y hasta la actualidad se elaboran y se traducen varias literaturas nacionales como la inglesa (el primer volumen vio luz en 1943) o la francesa90. Desde 1962 se edita la Historia de la literatura alemana (la literatura alemana contemporánea de la antigua DDR y de la República Federal durante el período soviético se ha tratado por separado), la italiana o la española (la primera y además rigurosa monografía dedicada a la vida y obra de Cervantes91 en Rusia fue publicada en 1958). También existen trabajos sobre la literatura escandinava, obras historiográficas dedicadas a las literaturas eslavas, y, en general, a todas las literaturas nacionales europeas particulares y a otras Historias de carácter ya no local sino más 87 88
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VV.AA., История русской критики, Москва, Изд-во АН СССР, 1958, vols. 1-2. А.Н. Панченко (ed.), Очерки истории русской литературной критики, Спб., Наука, vols. 1-4, 1999; También cabe citar el manual universitario sobre la crítica literaria rusa de В.В. Прозоров (ed.), История русской литературной критики, Москва, Высшая школа, 2002. Vid. para más detalle el capítulo 9 dedicado a los estudios de la literatura comparada que fueron elaborados en la URSS entre los años 1917-1967 en В.Г. Базанов (ed.), Советское литературоведение за 50 лет, Ленинград, Наука, 1968, pp. 301-359. VV.AA, История французской литературы, Москва-Ленинград, Изд-во АН СССР, 19461963, vols. 1-4. К.Н. Державин, Сервантес: жизнь и творчество, Москва, Гослитиздат, 1958. Constantín Derzhavin (1903-1956), tiene, asimismo, trabajos historiográficos sobre la literatura de América Latina y el Siglo de Oro español.
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amplio, que las engloba en el conjunto de la literatura europea occidental92. Por otro lado, se traducen las obras y los tratados literarios y filosóficos, se hacen estudios y se elaboran Historias de las literaturas asiáticas u orientales, como la china, (de hecho, la escuela de sinología rusa goza de un merecido reconocimiento internacional), la árabe, la egipcia, la persa, la japonesa, sobre distintas literaturas de la India, a partir de los años 30 también de Estados Unidos, y a partir de los 50 de América Latina y de África desde sus orígenes hasta el estudio de la literatura contemporánea en su totalidad o por un período o por un género determinado. Por otro lado, si bien las Historias literarias tenían por objeto principalmente los géneros de valor artístico o poético, distinción ampliamente admitida en la práctica formal, la Historia de la literatura griega93, editada en el Instituto de la Literatura Universal, trata ampliamente el género historiográfico, el pensamiento y la literatura científica, la oratoria y la filosofía de la Antigua Grecia, extendiendo de este modo el concepto de Literatura a la cultura escrita. Por otro lado, es importante destacar la aportación a los estudios historiográficos del filósofo y traductor ruso Alekséi Lósev, quien, rechazando la doctrina oficial marxista y el materialismo dialéctico, se ocupó, desde un enfoque idealista, de la filosofía, de la historiografía de la filosofía antigua, de la filosofía de la música, lo que le permitió elaborar Historia de la estética antigua94. Por otro lado, la obra colectiva Historia de la literatura antigua95, que bajo el cuidado de Aza
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Destacaremos la alta calidad del manual de la Historia de la literatura europea occidental bajo el cuidado de los comparatistas Mijaíl Alekséev, Víctor Zhirmunski, el hispanista y especialista en la literatura celta y en Shakespeare Alexander Smirnov y el teatrólogo ruso Stefán Mokulski, que tratan con propiedad y precisión la literatura europea medieval y del Renacimiento. Vid. М.П. Алексеев, В.М. Жирмунский (ed.), С.С. Мокульский, А.А. Смирнов (1947), История зарубежной литературы, Москва, Госпедиздат, 1959, 2ª ed. С.И. Соболевский, М.Е. Грабарь-Пассек, Ф.А. Петровский (ed.), История греческой литературы, Москва, Изд-во АН СССР, 1946-1950, vols. 1-3. Asimismo, los mismos autores editaron la Historia de la literatura latina: Id., История римской литературы, Москва, Изд-во АН СССР, 1959-1962, vols. 1-2. А.Ф. Лосев, История античной эстетики. Ранняя классика, Москва, Искусство, 1963; Id., История античной эстетики. Софисты. Сократ. Платон, Москва, Искусство, 1968; Id., История античной эстетики. Высокая классика, Москва, Искусство, 1974; Id., История античной эстетики. Аристотель и поздняя классика, Москва, Искусство, 1975; Id., История античной эстетики. Ранний эллинизм, Москва, Искусство, 1979; Id., История античной эстетики. Поздний эллинизм, Москва, Искусство, 1980; Id., История античной эстетики. Последние века, Москва, Искусство, 1988; Id., История античной эстетики. Итоги тысячелетнего развития, Москва, Искусство, t. I, 1992; t. II, 1994. Asimismo tiene importantes monografías como La estética del Renacimiento, La estética heleno-romana, y una valiosa monografía de carácter histórico-literario que dedica a Homero: Id., Эстетика Возрождения, Москва, Изд-во МГУ, 1978; Id., Эллинистически-римская эстетика, Изд-во МГУ, 1979; Id., Гомер, Москва, Учпедиздат, 1960. А.А. Тахо-Годи, Античная литература, Москва, Учпедиздат, 1963. La séptima edición es de 2007.
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Tajo-Godi se reedita desde 1963, sigue siendo uno de los mejores manuales sobre el tema realizado en Rusia. Merece la pena mencionar, asimismo, la gran labor de comparatistas rusos como Mijaíl Alekséev, miembro extranjero de la Real Academia Española y gran especialista en literaturas europeas, el germanista Víctor Zhirmunski, el sinólogo Vasili Alekséev, el orientalista Nikolái Kónrad96, el arabista Ignati Krachkovski o el actual hispanista y traductor Vsévolod Bagnó, quien tiene serios ensayos comparatistas dedicados a Emilia Pardo Bazán y la literatura rusa en España97, pero también a Cervantes, y de quien destacaremos el exhaustivo tratamiento que le da al quijotismo como fenómeno de la cultura rusa98. Asimismo, señalaremos que todos los estudios serios obligatoriamente se apoyaron en una gran labor traductográfica y de ediciones críticas comentadas de las obras literarias. La culminación de todos estos esfuerzos en el campo de la literatura comparada del período marxista se vio reflejada en la Historia de la literatura universal99, obra colectiva preparada en el Instituto de la Literatura Universal en colaboración con La Casa Pushkin y otras instituciones filológicas rusas, y publicada entre los años 1983 y 1994. Aunque en un principio se planteó llevar la exposición hasta los años cincuenta del siglo XX, sólo se ha llegado hasta principios del XX, es decir, hasta el año de la revolución rusa, por lo que se acusa en esta obra la falta del recorrido histórico de todo el último siglo. Cada volumen corresponde a un gran período, siguiendo el principio de unidad cultural y territorial. A diferencia de la Historia de la Literatura100 de la editorial Akal, que contempla principalmente la literatura occidental desde la literatura greco-romana, centrándose en la literatura europea hasta la actualidad, la Historia de la Literatura Universal elaborada en la URSS presenta el desarrollo de los fenómenos literarios desde el tercer milenio a.C., incorporando gradualmente las lenguas y literaturas de todo el mundo en orden de aparición y señala sus hitos y tendencias fundamentales. En lo que se refiere a las herramientas de información bibliográfica, queríamos subrayar tres obras del período soviético, sistematizaciones de la
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Su planteamiento de la aplicación de las categorías del Renacimiento e Ilustración como dos tendencias universales propias también para las literaturas asiáticas suscitó polémica. В.Е. Багно, Эмилия Пардо Басан и русская литература в Испании, Ленинград, Наука, 1982. Id., Дон Кихот в России и русское донкихотство, Санкт-Петербург, Наука, 2009. Г.П. Бердников (ed.), История всемирной литературы, Москва, Наука, 1983-1994, vols. 1-8. VV.AA, Historia de la Literatura, Madrid, Akal, 1988-2004, vols. 1-6. Se trata de una obra ampliada y traducida del alemán: VV.AA, Propyläen Geschichte der Literatur, Frankfurt am Main-Berlin-Viena, Verlag, 1981-1982, Vols. 1-6.
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bibliografía de la historia de la literatura rusa del siglo XVIII101 compuestas por Stepánov y Stennik bajo la dirección de Bérkov, de la historia literaria del siglo XIX y principios del siglo XX102 y otra que recoge la bibliografía relativa a la literatura de finales del XIX103, estas dos últimas realizadas bajo la dirección de Ksenia Murátova. La agrupación de material en las tres obras bibliográficas se basa en la metodología propuesta por Murátova, por lo que excluye las ediciones de escritores rusos publicadas antes de la revolución de 1917, calificadas de filológicamente poco rigurosas según la escuela oficial textológica soviética. La bibliografía del siglo XVIII en este sentido es una excepción, ya que la mayoría de las publicaciones pertenecía precisamente al período anterior a la revolución y, por consiguiente, afortunadamente era imposible prescindir de todas estas publicaciones, lo que hace de esta bibliografía un trabajo especialmente exhaustivo y relevante. La bibliografía del siglo XVIII fue ideada mucho antes que los trabajos elaborados por Murátova, pero, debido al arresto de Bérkov acaecido en 1938, esta labor fue interrumpida y no se retomó hasta unos 25 años más tarde104. En cuanto al género enciclopédico que también prosperó en Rusia hay que mencionar como obras más relevantes del período soviético la Enciclopedia literaria105, publicada entre los años 1929-1939 (obra inacabada, ya que el 12º y el último volumen no llegaron a publicarse), que recoge las cuestiones más importantes sobre las lenguas y las literaturas, así como la obra y la vida intelectual de los autores, las corrientes literarias y los principales conceptos literarios, y la Breve enciclopedia literaria106 publicada entre los años 1962-1978. Esta última, expone alfabéticamente autores, géneros poéticos y literarios de la literatura universal, así como algunos aspectos de 101
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П.Н. Берков (ed.), История русской литературы xviii века. Библиографический указатель.Ленинград, Наука, 1968. К.Д. Муратова (ed.), История русской литературы XIX — начала XX века: Библиографический указатель, М.; Л., Изд-во АН СССР, 1963; Id., История русской литературы XIX — начала XX века: Библиографический указатель. Общая часть, Спб, Наука, 1993. Esta última referencia recoge la bibliografía publicada entre los años 1960-1988. Id., История русской литературы конца XIX века. Библиографический указатель, М.; Л., Изд-во АН СССР, 1962. Las bibliografías no incluyen las publicaciones de divulgación popular, manuales de enseñanza secundaria y similares a no ser que alguna de estas ediciones destacara en algún aspecto o tuviera algún valor filológico añadido. El índice bibliográfico que contiene 53 bibliografías personales de autores dispuestas en el orden cronológico está dividido en varios apartados temáticos e incluye, asimismo las interrelaciones entre la literatura rusa con las literaturas europeas, la historia del teatro, e incorpora la bibliografía acerca de la historia del pensamiento social, la filosofía, las ediciones periódicas de la época, el comercio librero y editorial, etc. VV.AA, Литературная энциклопедия, Москва, Коммунистическая академия (vols. 1-5), Советская энциклопедия (vols. 6-9), Художественная литература (vols. 10-11), 1929-1939, vols. 1-11. Disponible en: http://feb-web.ru/feb/litenc/encyclop/ VV.AA, Краткая литературная энциклопедия, 1962-1978, Москва, Советская Энциклопедия, vols. 1-9. Disponible en: http://feb-web.ru/feb/kle/kle-abc/default.asp
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la crítica y la teoría literaria. A la literatura rusa antigua, que abarca los fenómenos literarios y los escritores desde el siglo XI hasta el XVI, está dedicado el Diccionario de autores y de cultura escrita de Antigua Rusia107, elaborado por el colectivo de autores del Instituto de la Literatura Rusa bajo la edición de Dmitri Lijachiov. También en la Casa Pushkin fue elaborado tanto el Diccionario de autores rusos del siglo XVIII108, que incluye no sólo los autores más relevantes de la época, sino que facilita información sobre los autores secundarios y los traductores que tanto aportaron a la cultura rusa, como el Diccionario de autores rusos del siglo XX109, ambas obras en tres volúmenes. Este último diccionario biobibliográfico es una excelente contribución hecha recientemente que ofrece no sólo datos novedosos y de envergadura, sino también respuestas a cuestiones importantes, que no se contemplaban en las ediciones soviéticas por obvias razones políticas y dogmáticas, acogiendo además a autores del Siglo de Plata ruso, del período soviético y postsoviético, incluida la literatura del exilio. Sin embargo, la realización del diccionario biobibliográfico de autores rusos del siglo XIX110 se vio interrumpida debido a graves problemas de financiación propios de la nueva realidad económica de Rusia poscomunista. De esta obra enciclopédica dedicada al Siglo de Oro de la literatura y pensamiento rusos, e ideada en siete volúmenes, hasta ahora sólo se han publicado con grandes dificultades cinco y, además, con la importante bajada de la tirada de ejemplares. Por otro lado, tampoco han faltado las enciclopedias de carácter específico dedicadas a alguna obra determinada como la Enciclopedia del Canto del príncipe Ígor111 que, en cinco volúmenes y a modo de artículos distribuidos alfabéticamente en distintos capítulos, ofrece una exégesis del texto, comentarios sobre los personajes históricos, explicaciones sobre el descubrimiento del manuscrito, sus ediciones, editores e investigadores, traductores e ilustradores. Asimismo, existe otro tipo de enciclopedias literarias enfocadas a esclarecer en forma de artículos temáticos la producción y la vida intelectual de algún autor, ampliando esta información con los comentarios críticos
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Д.С. Лихачев (ed.), Словарь книжников и книжности Древней Руси, Ленинград, Наука, 1987-1989, vols. 1-3. Disponible en: http://lib.pushkinskijdom.ru/Default.aspx?tabid=2048 А.М. Панченко (ed.), Словарь русских писателей XVIII века, Ленинград; Спб, Наука, 1988, 1999, 2010, vols. 1-3. Disponible en: http://lib.pushkinskijdom.ru/Default.aspx?tabid=460 Н.Н. Скатов (ed.), Русская литература XX века. Прозаики, поэты, драматурги, Москва, Олма-Пресс Инвест, 2005, vols. 1-3. П.А. Николаев (ed.), Русские писатели. 1800- 1917. Биографический словарь, Москва, Советская энциклопедия (vol. 1), Большая российская энциклопедия, 1989, 1992, 1994, 1999, 2007, vols. 1-5. О.В. Творогов (ed.), Энциклопедия «Слова о полку Игореве», Спб, Дмитрий Буланин, 1995, vols. 1-5.
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sobre sus obras, el entorno intelectual de la época, etc., como son las Enciclopedias de Lérmontov112, Griboiédov113, Pushkin114 y otras. Los finales de los ochenta y principios de los noventa marcan otro punto y aparte en la historiografía literaria rusa. Desaparecidas la censura y la presión ideológica empezaron a materializarse los grandes proyectos de edición crítica del legado de autores antes innombrables. En este nuevo contexto, el desarrollo de los estudios historiográficos desde la perestroika comenzó por la publicación, en primer lugar, de materiales inéditos o vetados por el régimen y/o de obras publicadas en el extranjero. El siguiente paso fue la edición crítica y comentada del legado literario y la edición de las obras completas de autores rusos. Uno de los primeros retos fue abordar la labor biobibliográfica desde un enfoque libre de la crítica marxista como el Diccionario de autores rusos del siglo XX115, ya comentado. No obstante, lo que más se ha editado en los últimos años son los manuales universitarios de la literatura rusa para las facultades de Filología dedicados a la segunda mitad del siglo XIX y al siglo XX, el período de máximo esplendor de la cultura rusa más controlado y malversado por la crítica marxista. En lo que respecta a las Historias de las literaturas de otras culturas, quizás, las más abundantes fueron los trabajos dedicados a la literatura de Estados Unidos. Asimismo, se editan obras sobre la literatura rusa del exilio como la monografía116 elaborada por un colectivo de autores del Instituto de la Literatura Universal. Se asume un planteamiento histórico y cultural de conjunto y comparado de la literatura rusa soviética y la del exilio como dos ramas del mismo árbol117, teniendo en cuenta las ideas éticas y estéticas a las que está vinculada esta literatura. Al mismo tiempo, se traducen obras de los historiógrafos eslavistas afincados en el extranjero118, algunos de los cuales fueron los exiliados 112
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В.А. Мануйлов (ed.), Лермонтовская энциклопедия, Москва, Советская энциклопедия, 1981. С. Фомичев, Грибоедов. Энциклопедия, Спб, Нестор-История, 2007. VV.AA, Пушкинская энциклопедия, Спб, Нестор-История, 2009, vol. 1, letras А-Д. Н.Н. Скатов (ed.), Ob. cit. О.Н. Михайлов, (ed.), Литература Русского Зарубежья: 1920-1940, Москва, Наследие, 1993. Cito de ahí mismo, p. 19. Es el caso de la Historia literaria rusa que Dmitri Sviatopolk-Mirsky publicó en inglés en los años 1926 y 1927 en Londres, cuya primera traducción al ruso data de 1992 (Д.С. Мирский, История русской литературы с древнейших времен по 1925 год, London, Overseas Publications Interchange Ltd, 1992. Publicación original: D.S: Mirsky, Contemporary Russian Literature, London, George Routledge&Sons, 1926. Id., A History of Russian Literature From the Earliest Times to the Death of Dostoyevsky (1881), London, George Routledge&Sons, 1927), mientras que el Curso de la Literatura rusa de Vladímir Nabókov fue publicada en su versión rusa en 1996 (В. Набоков, Лекции по русской литературе, Москва, Независимая газета, 1996. Vid. en esp. V. Nabókov, Curso de literatura rusa, Barcelona, Bruguera, 1984) y el Curso de la Literatura europea en 2000 (В. Набоков, Лекции по зарубежной литературе, Москва, Независимая газета, 2000. Vid. en esp. V. Nabókov, Curso de literatura europea,
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rusos, todas obras de envergadura que por la calidad de los textos, la temática y la visión crítica que aportan no pierden vigencia, aunque lleguen con muchos años de retraso a Rusia. Mucho menos tiempo tuvo que esperar el volumen dedicado a la Literatura del Siglo de Plata ruso de la Historia de la Literatura Rusa119, editada en Francia por la editorial Fayard en 1987, y publicada en ruso120 en 1995, obra en siete volúmenes de los cuales seis ya han sido publicados en Francia e Italia. Fue un gran proyecto internacional ideado en 1981 en Venecia por los eslavistas franco-rusos Georges Nivat, Efim Etkind, Iliá Serman y Vittorio Strada, este último de Italia, y llevado a cabo por numerosos autores de quince países, una obra que recrea la historia de la literatura rusa en sus géneros artístico-poéticos, abarca la historia de la cultura y arroja luz sobre la filosofía, la crítica literaria, el arte, el teatro y el cine dentro del contexto y el panorama literario del siglo XX. En la actualidad, el acercamiento a la literatura, no solamente rusa sino universal, se realiza libre del dogmatismo comunista. Una vez que se asuman los nuevos datos, se revisen los estudios ya realizados y se apliquen métodos de investigación eficientes, esperemos poder disfrutar de nuevas producciones a gran escala de obras historiográficas con un nuevo planteamiento del objeto y de carácter universalizador. III. ESTADO ACTUAL DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA RUSA EN ESPAÑA
En España, desde que en el siglo XVIII la literatura rusa fuera tratada sobre todo por Juan Andrés en Origen... y, en parte, por Luis del Castillo en su Compendio cronológico..., habría que esperar a la publicación en la prensa española de las Cartas desde Rusia que Juan Valera enviaba durante su estancia diplomática en la corte rusa entre 1856-1857, así como al libro de
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Barcelona, Bruguera, 1983. Nabókov, asimismo, es el autor del Curso sobre el Quijote, en el que expone su visión personal y muy particular de la novela de Cervantes: Id., Curso sobre el Quijote, Barcelona, Ediciones B, 1997), o, por citar algún ejemplo más, la Historia del Futurismo ruso de Vladímir Márkov, profesor de literatura rusa de la Universidad de California, editada en Estados Unidos en 1968, traducida al ruso en 2000 (В.Ф. Марков, История русского футуризма, Санкт-Петербург, Алетейя, 2000), La literatura rusa antigua del italiano Ricardo Picchio de 1959 publicada en ruso en 2002 (Р. Пиккио, Древнерусская литература, Москва, Языки славянской культуры, 2002). Efim Etkind, Georges Nivat, Ilya Serman et Vittorio Strada (eds.), Histoire de la littérature russe, Des origines aux lumières, Paris, Fayard, 1992, vol. 1; Id., Histoire de la littérature russe, Le XIXe siècle. L'époque de Pouchkine et de Gogol, Paris, Fayard, 1996, vol. 2; Id., Histoire de la littérature russe, Le XIXe siècle. Le temps du roman, Paris, Fayard, 2005, vol. 3; Id., Histoire de la littérature russe, Le XXe siècle. L'Âge d'argent, Paris, Fayard, 1987, vol. 1; Id., Histoire de la littérature russe, Le XXe siècle. La Révolution et les années vingt, Paris, Fayard, 1988, vol. 2; Id., Histoire de la littérature russe, Le XXe siècle. Gels et dégels, Paris, Fayard, 1990. Ж. Нива, И. Серман, В. Страда, Э. Эткинд, История русской литературы XX век. Серебряный век, Москва, Прогресс, Литера, 1995.
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bocetos históricos de Emilio Castelar La Rusia contemporánea121, de 1881, para que se reavivara el interés rusófilo122. Pero es a Emilia Pardo Bazán a quien realmente pertenece el mérito de iniciar una nueva etapa mucho más profunda en las relaciones literarias hispano-rusas cuando en la Sección de literatura del Ateneo de Madrid la escritora imparte una serie de conferencias publicadas en 1887 con el título La revolución y la novela en Rusia123. Pardo Bazán ofrece una buena reflexión histórica y atinado análisis comparatista. Los libros de Juan Eduardo Zúñiga El anillo de Pushkin y Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, después editados conjuntamente (Desde los bosques nevados124), ofrecen una reconstrucción de la memoria de varios autores, desde una profunda sensibilidad y conocimiento de la cultura rusa. En lo que se refiere a traductografía, es de recordar en primer término a Rafael Cansinos-Asséns, respecto de los clásicos, más adaptador que propiamente traductor de obras actualmente ya sometidas a traducción estricta. En la URSS, en las Ediciones de la Literatura en Lenguas Extranjeras fundada en 1931 y reorganizada en la editorial Progreso en 1963, se dispuso de toda una plantilla de traductores nativos para la labor traductográfica en el campo de obras de humanidades, tanto literarias como manuales clásicos de marxismo (los textos científicos se editaban y se traducían a las lenguas extranjeras en la editorial Mir, El Mundo). Entre los españoles que colaboraron en esta editorial y posteriormente ejercieron una importante labor promocional de la literatura rusa en España mencionaremos a José Laín Entralgo, Augusto Vidal Roget, Arnaldo Azzati, Isabel Vicente Esteban o Lydia Kúper, la mayoría de ellos exiliados en la URSS tras la Guerra Civil. Especial mención merecen las traducciones de los textos rusos y la cuidadosa revisión que hizo Lydia Kúper de la traducción de Guerra y paz de Tolstói a cargo de José Laín Entralgo y Francisco José Alcántara. Asimismo, destacamos las traducciones realizadas por Ricardo San Vicente, Selma Ancira, Víctor Gallego Ballestero y otros traductores, preocupados en dar a conocer mediante su profunda lectura y comprensión la literatura rusa en España. En 121
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E. Castelar, La Rusia contemporánea, Madrid, Oficinas de la Ilustración española y americana, 1881. En las revistas españolas desde 1852 se van publicando escuetas noticias sobre el estado contemporáneo de la literatura y política rusas. Vid. В.Е. Багно, Эмилия Пардо Басан и русская литература в Испании, ed. cit., pp. 10-23. Por otro lado, en el Ateneo de Madrid se van impartiendo lecciones de lengua y literatura rusas cuya noticia presenta el académico Mijaíl Alekséev. Vid. М.П. Алексеев, “Русский язык и литература в мадридском Атенее в 60-е годы XIX века”, en Id., Очерки истории испано-русских литературных отношений XVIXIX вв., Ленинград, Издание Ленинградского Университета, 1964, p. 204-217. El hispanista Vsévolod Bagnó dedica una monografía a Emilia Pardo Bazán y la literatura rusa en España, en la que analiza detalladamente su libro y sus fuentes, así como estudia la influencia y la recepción de la literatura rusa en la escritura de los contemporáneos de Pardo Bazán. В.Е. Багно, Эмилия Пардо Басан и русская литература в Испании, ed. cit., 1982. J. E. Zúñiga, Desde los bosques nevados, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2010.
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el mercado editorial español actual se percibe el interés por la literatura rusa, como demuestran las nuevas traducciones de los clásicos rusos. La mayoría de las obras historiográficas dedicadas a la literatura rusa editadas en español son traducciones. De literatura rusa medieval se ocupó brillantemente en La literatura rusa antigua125 Riccardo Picchio. Los trabajos de Marc Slonim o los cursos de literatura que impartió Vladímir Nabókov en Estados Unidos, entre otras obras, también fueron vertidos al español, incluso antes que al ruso. Entre las obras enciclopédicas más recientes se encuentra la Historia de la Literatura126 de la editorial Akal, que aborda los temas de más envergadura de cada cultura en distintas épocas, principalmente de literatura, religión y arte europeos. Fue traducida del alemán al español y contiene capítulos dedicados a los principales momentos del pensamiento y la literatura rusos. La obra histroriográfica de Martín de Riquer y José María Valverde, Historia de la Literatura Universal127, incluye a Rusia, como era de esperar. La Historia comparada de las literaturas eslavas128 de Dmitri Chizhevski (1894-1977) ofrece una visión de conjunto de las literaturas eslavas, y si bien su Historia, que abarca el período desde la Edad media hasta el Simbolismo, no pretende ser exhaustiva, se basa en los principales movimientos culturales y literarios que, dentro o fuera del margen de la controvertida unidad cultural eslava, y teniendo en cuenta los períodos de discontinuidad que afectaron a algunas literaturas eslavas nacionales en mayor o menor medida a lo largo de su evolución, son propios para toda la literatura europea en general. Es de destacar que hay muy pocas obras historiográficas dedicadas a las literaturas eslavas en su conjunto y aún menos que se ocupen de este tema desde un punto de vista comparatista. La obra cumbre de los eslavistas españoles hasta el momento es la primera Historia de las literaturas eslavas, editada en 1997 e íntegramente producida en España, bajo la coordinación de Fernando Presa González129. En su elaboración participaron profesores de Filología Eslava de varias universidades españolas, contando, en algunos casos, con especialistas de los países de origen. Este gran proyecto historiográfico ofrece un amplio panorama de la diversidad y particularidad cultural de doce literaturas eslavas, expuestas cada una de ellas en orden alfabético y, dentro de cada espacio cultural, dis125 126 127
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R. Picchio, Ob. cit. VV.AA, Historia de la Literatura, Madrid, Akal, ed. cit. M. de Riquer, J.Mª. Valverde, Historia de la literatura universal, Barcelona, Planeta, 19841986, vols. 1-10. D. Chizhevski, Historia comparada de las literaturas eslavas, Madrid, Gredos, 1983. Título original: Dmitrij Tschizewskij, Vergleichende Geschichte der slavischen Literaturen, Berlín, Walter de Gruyter & Co., 1968. F. Presa González (coord.), Historia de las literaturas eslavas, Madrid, Cátedra, 1997.
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tribuidas diacrónicamente por géneros literarios. Esta disposición puramente formal, que no ofrece una síntesis de conjunto del desarrollo histórico y comparado de todas las literaturas eslavas, se justifica sin embargo por motivos de funcionalidad, como es la consulta de fuentes para un lector no familiarizado con la extensa diversidad tanto cultural como geográfica del mundo eslavo. Con todo, los primeros capítulos, introductorios, ofrecen una visión global de la aportación que tuvieron las escuelas filológicas eslavas del XIX para el desarrollo de la Filología y, sobre todo, de la Lingüística del siglo XX. Asimismo, el capítulo “Historia de los pueblos eslavos”, a cargo de Grzegorz Bak, esclarece los orígenes comunes y el devenir histórico y cultural de los pueblos eslavos. Todo ello se completa con dos apéndices realizados por Salustio Alvarado sobre la literatura apócrifa eslava y la literatura yídica de los judíos askenazíes que se produjo en los territorios eslavos, temas por lo común no tratados por la historiografía contemporánea.
EN TORNO A LA HISTORIA DEL CONCEPTO DE HISTORIA ∗ LITERARIA HISPANOAMERICANA
EFRAÍN KRISTAL
La historia de la literatura hispanoamericana es fenómeno reciente. No es sino en el siglo XX cuando se alcanza a contemplar las literaturas hispanoamericanas del siglo XIX en su conjunto, e incluso textos escritos en épocas anteriores. Durante la formación de las nuevas repúblicas nadie dudaba de que el pasado literario hispanoamericano fuera español. Hubo, sin embargo, diferencias y polémicas en torno al papel de la literatura española respecto de las nuevas repúblicas independientes. Las posturas de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento representan polos opuestos y de alguna manera paradigmáticos en este asunto. Para Bello la emancipación intelectual de Hispanoamérica implicaba el refinamiento del espíritu hispano en una geografía distinta: defendía la unidad de la lengua y de la literatura española. Para Sarmiento, en cambio, la emancipación política debía representar a su vez una emancipación literaria: exhortó a los literatos hispanoamericanos a que rompieran con la literatura española de su tiempo1. En un ensayo de 1849 Sarmiento afirmaba que la separación literaria de España y América era beneficiosa: Las repúblicas sudamericanas tienden a separarse cada vez más, a medida que progresan, de la nación que antes fue su metrópoli, no ya en sus instituciones que con razón han repudiado, sino también en las ideas mismas y aun en los gustos literarios. En América, con más abundancia que las españolas, se lee las obras de los autores ingleses y franceses en historia, bellas letras y política2. ∗
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Agradezco a mi colega Claudia Parodi sus finas observaciones y los datos que me proporcionó sobre el origen de la literatura mexicana. Gracias también a Verónica Cortínez y a Christopher Maurer. Para los detalles de las posiciones de Bello y Sarmiento en torno a la tradición española consúltese Monegal, Emir Rodríguez, "Las polémicas del romanticismo: Santiago (1842)", en El otro Andrés Bello, Caracas, Monte Ávila, pp. 239-319. Sarmiento, Domingo Faustino, "Biblioteca de autores españoles", en Obras. Tomo II, Buenos Aires, Felix Lajouane, 1885, p. 331.
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Las posiciones sostenidas por Bello y Sarmiento fueron muy influyentes en el siglo XIX, pero ninguna predominó sobre la otra. Siempre ha habido quienes consideran la literatura hispanoamericana como un campo autónomo, a la par que ha habido otros que la entienden como una rama de la española3. En la medida en que se producía literatura en Hispanoamérica hubo intentos de recogerla en periódicos, revistas y antologías4. Hacia la segunda mitad y fines del XIX comienza también a elaborarse la historia de las literaturas nacionales. Entre las primeras contribuciones cabe mencionar la Literatura patria (Caracas, 1864) del venezolano José Antonio Pérez Coronado, el Bosquejo histórico de la poesía chilena (Santiago, 1866) del chileno Adolfo Valderrama, y la Historia crítica de la literatura en México (México, 1883) de Francisco Pimentel5. Simultáneamente se editan trabajos que compilan materiales literarios del período colonial. En el Perú, Manuel de Odriozola inicia la publicación del primer tomo de su voluminosa Colección de Documentos literarios del Perú, en 1863; y en Chile José Toribio Medina presenta su Historia de la literatura colonial de Chile, en 18786. Los libros de índole nacional se publican a veces con el espíritu de dar a conocer los valores continentales. Tal es el caso del extenso y útil Parnaso peruano (1871) editado por José Domingo 3
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Para Crispin Ayala Duarte "la historia de la literatura hispanoamericana comprende las obras literarias escritas en español por los hispanoamericanos. Forma, pues, parte de la literatura española". Resumen histórico crítico de la literatura hispanoamericana, Madrid, [1927] 1945, p. ix. Para Alfonso Reyes, en cambio, existe un nuevo espíritu hispanoamericano desde el primer siglo de la colonia: "En só1o el primer siglo de la colonia, constan ya por varios testimonios la elaboración de una sensibilidad y un modo de ser novohispanos distintos de los peninsulares, efecto de ambiente natural y social sobre los estratos de las tres clases mexicanas: criollos, mestizos e indios". Letras de la Nueva España, México, FCE, 1948, p. 40. Explicamos el origen de la posición de Reyes más adelante. Boyd G. Carter ofrece excelentes datos en su Historia de la literatura hispanoamericana a través de sus revistas, México, De Andrea, 1968. Fernando Alegría señala que su propio libro (La poesía chilena. Orígenes y desarrollo, Berkeley and Los Angeles, University of California Press, 1954) es e1 primer intento desde Valderrama de hacer una historia de la poesía chilena. Cabe señalar también que al preparar su historia crítica de la literatura mexicana, Pimentel se limitó a una extensa historia de la poesía: Pimentel, Francisco, Historia crítica de la poesía en México, México, Secretaría de Fomento, 1892. La Historia de la poesía hispanoamericana de Marcelino Menéndez Pelayo (citada más adelante) contiene muchos elementos útiles. Emiliano Diez-Echarri y José María Roca Franquesa ofrecen datos apreciables también en su Historia de la literatura española e hispanoamericana, Madrid, Aguilar, 1960, pp. xi-xiv. Se debe asimismo mencionar a aquellos que empezaron desde el siglo XVIII a dar noticias de las obras publicadas en América, como fueron Juan José de Eguiara y Eguren, autor de Biblioteca Mexicana en Latín en 1755; y José Mariano Beristain de Souza, que publicó una Biblioteca Hispano Americana Septentrional o Catálogo y noticias de los literatos que o nacidos o educados, o florecientes en la América septentrional española, han dado a luz algún escrito, o lo han dejado preparado para la prensa, de 1816. Al ya citado José Toribio Medina le debemos muchos utilísimos volúmenes sobre la imprenta en América.
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Cortés en Santiago de Chile. Es preciso señalar aquí la necesidad de estudios tanto particulares como de conjunto sobre el origen de las literaturas nacionales hispanoamericanas. Los primeros conatos de reconstrucción de la historia literaria hispanoamericana son antologías en las cuales se presupone que a partir de la independencia existe una unidad hispanoamericana. Así, por ejemplo, en América literaria. Producciones selectas en prosa y verso (1883) Francisco Lagomaggiore lamenta el aislamiento literario de los estados hispanoamericanos, cuyos destinos deberían ser idénticos: Este aislamiento, lejos de estrechar los vínculos que atan [a las repúblicas hispanoamericanas] en su pasado glorioso, cuando iniciaron la lucha heroica de la emancipación, los afloja por el contrario, dándonos como resultado inmediato la secuestración de estados que viven en un mismo continente; que fueron en un tiempo opulentas colonias de un mismo y poderoso soberano; que luego combatieron juntos por una misma causa; y que idénticos destinos deben cumplir en el tiempo y en el espacio7.
A pesar de concebir la literatura hispanoamericana como unidad, Lagomaggiore divide su compendio antológico en secciones dedicadas a las nuevas repúblicas; y trata de salir del bochorno indicando que: “En las páginas de este libro, aunque divididos por las fronteras artificiales que les hemos creado para metodizar nuestro trabajo, se confunden todos ellos en un sólo terreno, y se cobijan bajo una sola enseña: la de la fraternidad intelectual”8. No obstante ser las obras antologadas del siglo XIX, cada sección del voluminoso libro (de unas 1400 páginas) contiene una introducción, a cargo de distintos autores, que sitúa cronológicamente cada una de las correspondientes literaturas nacionales. Un buen número de estas introducciones se remonta al período colonial, y el espíritu de sus autores es antiespañolista. Pero incurren en anacronismos pintorescos, por ejemplo al acusar a los Reyes Católicos, quienes por “su absoluto e irresponsable dominio en el Perú, impidieron por todos los medios a su alcance que la luz de la razón se proyectase sobre el cuadro de degradante servidumbre en que mantenía al imperio conquistado”9. La actitud de los autores de estos ensayos con respecto de las poblaciones indígenas es inconsistente. Si Chacal tan a habla de un período literario durante el imperio de las Incas, Santiago Vaca-Guzmán, el autor de la sección dedicada a la literatura boliviana afirma que “la rama indígena, pues, con su idioma onomatopéyico, rudimentario, semibárbaro, nada pudo 7
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Lagomaggiore, Francisco (ed.) América Literaria. Producciones selectas en prosa y en verso, [1ª ed. 1883] 1890, p. iv. Lagomaggiore, América literaria, p. iv. Chacaltana, Cesáreo en Lagomaggiore, América literaria, p. 379.
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ofrecer como tradición literaria, ni como modelo digno de copia el día que la nación boliviana se halló en la posibilidad de marcar rumbo a sus ideales artísticos y de utilizar para ello lo que el pasado debía legarle”10. A comienzos del siglo XX no había todavía Historia literaria alguna que tratara lo hispanoamericano fuera del contexto de la literatura española. Se empezaba a dar por sentado, sin embargo, que la historia literaria hispanoamericana existía por sí, que era distinta de la española y que se remontaba al período colonial. Uno de los primeros en declarar la existencia de la historia literaria hispanoamericana en estos términos fue el venezolano Rufino Blanco Fombona: La América Latina, poblada antes del descubrimiento por razas indígenas muy semejantes; sometida y colonizada por el mismo conquistador; campo de un extremo a otro de las mismas emigraciones europeas, posee hoy, aunque dividida en diferentes Repúblicas, un alma común. De ahí que haya una literatura iberoamericana; y que el escritor de Guatemala parezca al de Chile o al de Bolivia. En cambio, aunque todos cultivamos la misma lengua, los IberoAmericanos, respecto a constitución mental, distamos cien leguas de los españoles. Nosotros somos un pueblo eminentemente revolucionario; corremos hacia la Ciencia; vemos hacia adelante, hacia el Porvenir, desgarramos el velo del Futuro, La psicología de España es muy otra11.
La propuesta de Rufino Blanco Fombona acerca de que la psicología hispanoamericana es distinta de la española fue el concepto mediante el cual se empezó a vincular la literatura hispanoamericana decimonónica con la del período colonial. A este respecto, el ensayo sobre Juan Ruiz de Alarcón escrito por Pedro Henríquez Ureña, en 1913, pude decirse que marcó época. Henríquez Ureña sostuvo que la mexicanidad de Ruiz de Alarcón no se encuentra en el color local, sino en las particularidades americanas que se perciben en comportamientos y la psicología de sus personajes. En ese estudio está el germen de la justificación de las historias literarias americanistas que se publicarían en el siglo XX: existen peculiaridades americanas que se remontan a la época colonial. La influencia del argumento general de Henríquez Ureña fue inmediata. En 1918 Alfonso Reyes aprovechó este punto de vista para defender el criterio americanista que vincula las nuevas naciones con sus pasados coloniales, así como, por otra parte, a fin de explicar las limitaciones de los mejores críticos literarios españoles que trataron la litera10 11
Vaca-Guzmán, Santiago, en Lagomaggiore, América literaria, p. 350. Blanco-Fombona, Rufino, Letras y letrados de Hispano-América, París, Librería Paul Ollendorff, 1908, pp. 46-47.
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tura hispanoamericana: “Menéndez y Pelayo, a pesar de su magno esfuerzo, nunca logró entender por completo el espíritu americano. Para él la América fue siempre cosa externa, región caracterizada por el color local”12. Según Reyes, el erudito español no ve que “la vida cotidiana, la trama de pequeñas existencias [...] labran una psicología nacional”13. La idea de que hay un espíritu o una psicología hispanoamericana transnacional que se remonta al período colonial es, sin duda, una novedad que abre las puertas a la historia literaria hispanoamericana como un conjunto autónomo. En 1925 Henríquez Ureña no reconocía la novedad de su criterio. Se sorprendía de que sólo existiesen dos Historias de la literatura de la América española y de que éstas hubieran sido escritas por extranjeros: La literatura de la América española tiene cuatro siglos de existencia, y hasta ahora los dos únicos intentos de escribir su historia completa se han realizado en idiomas extranjeros: uno, hace cerca de diez años, en inglés (Coester); otro, muy reciente, en alemán (Wagner). Está repitiéndose, para la América española, el caso de España: fueron los extraños quienes primero se aventuraron a poner orden en aquel caos o -mejor- en aquella vorágine de mundos caóticos14.
Henríquez Ureña tiene razón hasta cierto punto: antes de The literary history of Spanish America (1916), de Coester, no existían Historias literarias en las cuales lo hispanoamericano se presentase como un campo autónomo. No podía ignorar, sin embargo, la existencia de Historias de la literatura española que tenían en cuenta autores hispanoamericanos e incluso asumían la historia de la literatura hispanoamericana como un caso de literatura regional. Uno de los trabajos pioneros es un capítulo, de unas 65 páginas, que el padre jesuita Manuel Poncelis consagra a Hispanoamérica en su Historia de la literatura (1891)15. Según Poncelis, se puede hablar de una literatura hispanoamericana a partir de la independencia: “Por los años de 1810, al constituirse las colonias españolas en otras tantas naciones soberanas e independientes, sin dejar la lengua que recibieron de España, comenzaron también a tener vida y literatura propias. Es lo que llamamos literatura hispanoamericana”16. Poncelis divide su trabajo por países, y, por lo demás, un 12
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Reyes, Alfonso, "Tres siluetas de Ruiz de Alarcón", Obras Completas. Tomo IV, México, FCE, 1957, p. 126. Reyes, "Tres siluetas de Ruíz de Alarcón", p. 127. Henríquez Ureña, Pedro, "Caminos de nuestra historia literaria", en Seis ensayos en busca de nuestra expresión, Buenos Aires, Babel, 1928, p. 37. Poncelis, P. Manuel, Historia de la literatura. Buenos Aires, León Mirau, 1897. Citamos la segunda edición de este libro. Según una advertencia del autor hubo una primera edición que se publicó poco antes en Chile: "Agotada la edición que poco ha salió a luz en Chile, ofrezco la presente, que he procurado corregir y aumentar". p. 5. Poncelis, Historia de la literatura, p. 311.
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poco a contrapelo de su definición de la literatura hispanoamericana como un fenómeno decimonónico, da noticias de la literatura colonial en varios de los capítulos. Poco después del libro de Poncelis, a resultas del cuarto centenario del descubrimiento de América, se publicaron en Madrid dos trabajos, el primero fundamental, el segundo influyente: la Antología de poetas hispano-americanos (1893) de Marcelino Menéndez y Pelayo (base de su Historia de la poesía, hispano-americana [Tomo I, 1911; Tomo II, 1913]); y La literatura española del siglo XIX (Madrid, 1894) del P. Francisco Blanco García. Ambos autores consideraban la literatura de las regiones hispanoamericanas como ramas de la literatura española. Para Blanco García la literatura hispanoamericana debía estudiarse al modo de una literatura regional como la de Cataluña o Galicia; y don Marcelino, por su parte, piensa que su antología es el primer intento de incorporar lo más ilustre de las letras hispanoamericanas a la literatura española: Hoy […] sea cualquiera el destino que la Providencia reserve a cada uno de los miembros separados del común tronco de nuestra raza, ha parecido oportuno consagrar en algún modo el recuerdo de esta alianza, recogiendo en un libro las más selectas inspiraciones de la poesía castellana al otro lado de los mares, dándoles (digámoslo así) entrada oficial en el tesoro de la literatura española, al cual hace mucho tiempo que debieran estar incorporadas17.
Tanto para Blanco García como para Menéndez Pelayo la historia de la literatura hispanoamericana no debía ser un inventario de lo que se escribió en la América española o sobreella, sino un compendio de lo más digno y original. Menéndez Pelayo escribe que tuvo que pasar por el cedazo de sus criterios estéticos un gran número de colecciones de literatura americana, muchas no de su gusto. Destaca, como la mejor colección de poesía “la célebre y ya rara América poética, que publicó en Valparaíso en 1846 el argentino D. Juan María Gutiérrez, persona de buen gusto y de mucha lectura, aunque obscureciese sus buenas prendas un antiespañolismo furioso, que fue exacerbándose con los años”18. Numerosos datos de The literary history of Spanish-America (1916) de Alfred Coester provienen de estos dos libros españoles; y el plan de su obra es prácticamente idéntico al de la historia literaria hispanoamericana de Blanco García. Ambos tratan en conjunto los períodos coloniales e independentistas antes de pasar al estudio de diez naciones y regiones que son fun-
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Menéndez y Pelayo, Marcelino, Historia de la poesía hispanoamericana, Tomo I, Madrid, Victoriano Suárez, 1911, p. 13. Menéndez y Pelayo, Historia de la poesía hispano-americana, p. 18.
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damentalmente las mismas19. Coester considera que la unidad de la literatura hispanoamericana proviene de las condiciones de vida durante el período colonial y de las metas comunes de las diversas naciones durante el período independentista. Señala, sin embargo, que después de la independencia se advierten particularidades nacionales20. Coester pretende distanciarse de la Historia de la poesía hispano-americana porque Menéndez y Pelayo subsumía la literatura hispano-americana bajo la española y porque atacaba la exuberancia de cierta poesía nativa. En el fondo, sin embargo, el criterio de originalidad de la literatura hispanoamericana mantenido por Coester es el mismo que el de don Marcelino. Basta cotejar advertencias generales de ambos libros: Esta originalidad [la hispano-americana...] ha de buscarse en la contemplación de las maravillas de un mundo nuevo, en los elementos propios del paisaje, en la modificación de la raza por el medio ambiente, y en la enérgica vida que engendraron, primero el esfuerzo de la colonización y de la conquista, luego la guerra de separación, y finalmente las discordias civiles. Por eso, lo más original de la poesía americana es, en primer lugar, la poesía descriptiva, y en segundo lugar, la poesía política21. En este libro se ha tomado las grandes líneas de la política como guía por entre la masa de lo impreso [...]. En cuanto a la originalidad de la literatura hispanoamericana, ésta reside sobre todo en el asunto, en sus cuadros del escenario natural y de la vida social22.
A su vez, los dos antecedentes principales que Max Leopold Wagner reconoce en su Die Spanisch-Amerikanische Literature in ihren Hauptstrómungen [La literatura hispanoamericana en sus corrientes principales] (1924) son nuevamente la Antología de poetas hispanoamericanos, de don Marcelino, y la historia de Coester. La diferencia fundamental entre el libro de Wagner y sus antecedentes es el plan de su obra: en vez de organizar la his-
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Blanco García, P. Francisco, "La literatura hispano-americana. Apuntes para su historia en el siglo XIX", La literatura española en el siglo XIX, Parte Tercera, Madrid, Sáenz de Jubera, [1894], 1972, pp. 254-372. "Las condiciones de vida durante el período colonial y el común punto de mira de los diversos países durante la época revolucionaria otorgó una cierta similitud a sus producciones literarias. Una vez ganada la libertad, no obstante, cada país siguió su propio curso en la literatura y en la política." Coester, Alfred, The literary history of Spanish America, Nueva York, The Macmillan Company [la primera edición es de 1916], 1928, p. viii. Menéndez y Pelayo, Marcelino, Historia de la poesía hispano-americana, Tomo I, Madrid, Victoriano Suárez, 1911, p. 16. Coester, Alfred, The literary history of Spanish America, The Macmillan Company, [la primera edición es de 1916], 1928, p. ix.
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toria literaria hispanoamericana por regiones y países, Wagner intenta describir el desarrollo del conjunto: Al contrario que Menéndez y Pelayo, y Coester, quienes disponen las literaturas por países, yo intento, según me parece más adecuado a mi propósito, tratar la producción literaria de los diversos países exhaustivamente para mostrar lo común de su entero desarrollo23.
La historia literaria de Wagner consta sólo de 65 páginas. Como Menéndez Pelayo, Wagner afirma que la originalidad de la literatura hispanoamericana se da en escritores políticos y descriptivos. A diferencia de don Marcelino, él considera que la literatura hispanoamericana es un campo aparte, e insiste en la importancia del concepto de americanismo así como en los elementos mestizos y exóticos de la misma. Consagra la primera sección de su libro a la literatura colonial. A partir de la segunda sección, la periodización de Wagner se corresponde, a grandes rasgos, con la de la literatura alemana. El segundo período para Wagner es el de la ilustración y el clasicismo. El tercero es el romanticismo y el cuarto el contemporáneo, en el que Wagner señala una tensión entre el modernismo de Rubén Darío y el Americanismo cuya meta es la de presentar el alma del pueblo americano24. Henríquez Ureña conocía, sin duda, las fuentes de historia literaria española que tanto Coester como Wagner aprovecharon. Si las omite y señala la de Coester como el trabajo pionero es porque el concepto de historia literaria hispanoamericana como mera rama de la española va en contra del tipo de historia literaria que el crítico dominicano deseaba promover: “nuestra literatura se distingue de la literatura de España, porque no puede menos de distinguirse, y eso lo sabe todo observador. Hay más: en América, cada país, o cada grupo de países ofrece rasgos peculiares suyos en la literatura, a pesar de la lengua recibida de España, a pesar de las constantes influencias europeas”25. Mientras que Blanco García incluye sus reflexiones sobre la historia literaria hispanoamericana en el volumen de su libro destinado a las literaturas regionales, Henríquez Ureña deseaba que la literatura de lengua española en América se estudiara autónomamente. Para Blanco García la literatura hispanoamericana atañe a “naciones de nuestra raza, que profesan nuestra religión, hablan nuestro idioma, y conservan, aunque modificado, el sello que imprimió en sus costumbres la influencia de la metrópoli; influencia merma-
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Wagner, Max Leopold, Die Spanisch-Amerikanische Literatur in ihren Hauptströmungen, Teubern, Leipzig-Berlin, 1924. Wagner, Die Spanisch-Amerikanische Literatur, p. 51. Henríquez Ureña, Seis ensayos, p. 44.
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da, pero no interrumpida por la emancipación”26. A Blanco García le preocupan aquellos elementos heterogéneos de Hispanoamérica “que luchan con la castiza tradición ibérica; de lo que se deriva, entre otras consecuencias, la corrupción del lenguaje”27. Reprueba que “en la novísima generación literaria de aquellas Repúblicas se han prendado de ciertas novedades exóticas, malgastando el ingenio en imitar los caprichos dictados por el orgullo o la hiperestesia enfermiza de cualquier fundador de cenáculos parisienses”28. Las sensibilidades de Blanco García y de Henríquez Ureña son difíciles de conciliar. Los autores de la novísima generación literaria a la que Blanco García alude son sin duda los precursores del modernismo, aquellos que para Henríquez Ureña representan el momento en que “los países de América se adelantan ahora a España en más de quince años en esta renovación literaria”29. Si Blanco García arguye que “Juan Ruiz de Alarcon, el inmortal creador de La verdad sospechosa, conquistó sus laureles en la Metrópoli, y figura siempre como uno de tantos dramáticos españoles, aun habiendo nacido en México”30, por su parte, a juicio de Henríquez Ureña, “México debe contar como blasón propio haber dado bases con elementos de carácter nacional a la constitución de esa personalidad singular y egregia”31. Henríquez Ureña prefiere los criterios de Coester por cuanto que éste estudia la literatura hispanoamericana como un conjunto autónomo cuyas particularidades alcanzan el período colonial. Le hace, sin embargo, un reproche: En la historia literaria el error lleva a la confusión. En el manual de Coester, respetable por el largo esfuerzo que representa, nadie discernirá si merece más atención el egregio historiador Justo Sierra que el fabulista Rosada Romero, o si es mucho mayor la significación de Rodó que la de su amigo Samuel Blíxen. Hace falta poner en circulación tablas de valores: nombres centrales y libros cíe lectura imprescindible. Dejar en la sombra populosa a los mediocres; dejar en la penumbra a aquellos cuya obra pudo haber sido magna, pero quedó a medio hacer: tragedia común en nuestra América. [...] La historia literaria de la América española debe escribirse alrededor de unos cuantos nombres centrales: Bello, Sarmiento, Montalvo, Martí, Darío, Rodó32.
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Blanco García, P. Francisco, La literatura española en el s. XIX. Parte Tercera. Las literaturas regionales, "La literatura hispano-americana (Breves apuntes para su historia en el siglo XIX)", Madrid, Sáenz de Jubera, 1912 (2ª ed. La primera es de 1894), p. 257. Blanco García, Historia de la literatura, p. 265. Ibid. Henríquez Ureña, Pedro (1947), Historia de la cultura en la América Hispánica, México, FCE, 1979. Blanco García, Historia de la literatura, p. 259. Henríquez Ureña, "Don Juan Ruiz de Alarcón", Seis ensayos, p. 99. Henríquez Ureña, Seis ensayos en busca de nuestra expresión, pp. 40-41.
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Al subrayar estas figuras como las centrales Henríquez Ureña saludaba los trabajos pioneros de Rufino Blanco-Fombona y de Ventura García Calderón, en los cuales se ponía de relieve precisamente el valor fundamental de esas figuras para todos los hispanoamericanos33. Pocos años después de la publicación de los Seis ensayos en busca de nuestra expresión en los que Henríquez Ureña lamentaba que no existieran historias literarias americanistas, éstas empezaron a escribirse. La mayoría de ellas reconocen la importancia de la obra de Henríquez Ureña y, ciertamente, todas presuponen la unidad de la literatura hispanoamericana, al igual que su continuidad desde el período colonial. No fue fácil, sin embargo, encontrar criterios para organizar el conjunto de estas literaturas. Una de las primeras historias fue Literatura Hispanoamericana (1934), del ecuatoriano Isaac Barrera, Siguiendo la pauta de Henríquez Ureña, Barrera afirma: “El espíritu americano, como lo hace notar muy bien el notable crítico Pedro Henríquez Ureña, no es otra cosa que espíritu español modificado, por el medio y luego por las mezclas”34. Barrera divide su trabajo en cuatro secciones: Los primeros escritores. Siglo XVIII, La Revolución y El Romanticismo. Reconoce la importancia del modernismo, pero no lo trata en su libro. Cada sección está subdividida en apartados en los que pasa de un autor a otro. Otro intento de síntesis lo constituye la Breve historia de la literatura, americana (1937) del peruano Luis Alberto Sánchez. Sánchez hace el mismo reproche que Wagner a Menéndez Pelayo y a Coester: “No he seguido el criterio de nacionalidades que, desde Menéndez y Pelayo, hasta Alfred Coester, ha sido el predilecto”35. A diferencia del texto de Wagner, el trabajo de Sánchez sí que es extenso. En sus heterogéneos capítulos Sánchez alterna entre el orden cronológico y la división por temas o géneros. Las dificultades de encontrar una visión sintética también se perciben en la Nueva historia de la gran literatura, iberoamericana (1945), de Arturo Torres-Rioseco, quien inicia su obra mediante capítulos que se aplican al período colonial, al romanticismo, y al modernismo. Subsiguientemente ofrece algunos capítulos heterogéneos referidos a la literatura gauchesca, a la novela hispanoamericana, y a una visión de conjunto de la literatura brasileña. Concluye el libro con un capítulo titulado “La hora actual”, que adopta el criterio nacional a fin de ofrecer datos de la producción reciente de diversos países. 33
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Blanco-Fombona, Rufino, Grandes escritores de América (siglo XIX), Madrid, Renacimiento, 1917, y García Calderón, Ventura, Semblanzas de América, Madrid, Biblioteca Ariel, 1920. Barrera, Isaac, Literatura hispanoamericana, Quito, Imp. de la Universidad Central, 1934, p. 99. La segunda edición lleva el título Historia de la literatura americana (Desde los orígenes hasta nuestros días), Santiago de Chile, Ediciones Ercilla, [1937] 1940.
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Es irónico que el intento de síntesis del mismo Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica, se publicara primero en inglés, en 1945 (apareció póstumamente en español en 1949)36. El plan de la obra se organiza desde el punto de vista de la creación de una nueva sociedad hispánica americana que se emancipa política e intelectualmente de la metrópoli a comienzos del siglo XIX. Henríquez Ureña piensa que un período de Romanticismo y anarquía es superado por otro en el cual se organizan las naciones y concluye con el triunfo del modernismo considerado como literatura pura. Asimismo propone que, a partir de entonces, la literatura opta por dos sendas simultáneas y acaso contradictorias: la literatura pura y la literatura de preocupación social. Henríquez Ureña describe las corrientes literarias que considera fundamentales, pero explicando a su vez que aquellos autores que escogió no son los únicos que podía haber elegido. En su Historia de la literatura hispanoamericana (1954), Enrique Anderson Imbert elaboró una historia más comprensiva siguiendo a grandes rasgos las pautas americanistas de su maestro Henríquez Ureña. Divide la historia literaria hispanoamericana en tres períodos: el colonial, los primeros cien años de la república y el siglo veinte. Anderson Imbert presupone que existe unidad cultural en Hispanoamérica y que, por lo tanto, las literaturas nacionales son ilusorias. Por otra parte, reconoce la importancia de indicar valores, pero no cree que sea satisfactorio “dejar en la sombra” a las figuras menores: Nuestras contribuciones efectivas a la literatura internacional son mínimas. Bastante hemos hecho si se tienen en cuenta los mil obstáculos con que ha tropezado, y todavía tropieza, la creación literaria. El Inca Garcilaso, Sor Juana Inés de la Cruz, Andrés Bello, Domingo Sarmiento, Juan Montalvo, Ricardo Palma, José Martí, Rubén Darío, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Pablo Neníela y diez más son figuras que honrarían cualquier literatura. Pero, en general, nos aflige la improvisación, el desorden, el fragmentarismo, la impureza. Forzosamente tendremos que dar acogida a mucho escritor malogrado37.
El libro de Anderson Imbert es el intento más importante de borrar las divisiones nacionalistas en una historia de la literatura hispanoamericana. Los trabajos más recientes, como el influyente Án Introduction to Spanish36
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Henríquez Ureña, Pedro, Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, FCE, [1ª ed. en inglés, 1945] 1949. (Actualmente existe edición de la obra historiográfica completa de Henríquez Ureña, Historia Cultural y Literaria de la América Hispánica, ed. de V. Cervera, Madrid, Verbum, 2007). Anderson Imbert, Enrique, Historia de la literatura hispanoamericana, México, FCE, 1954, pp. 7-8.
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American literature (1969) de Jean Franco, son más pragmáticos: señalan diversidades nacionalistas, raciales y regionales dentro de un marco de unidad, y toman en cuenta el valor de la nueva narrativa hispanoamericana (en particular a los autores del llamado Boom de la novela)38. Franco retoma los criterios de Menéndez y Pelayo de la originalidad de la literatura hispanoamericana (la representación literaria de la naturaleza y de la vida política) desde una perspectiva progresista en que la literatura ilumina los conflictos entre dominantes y dominados. Cabe señalar también la Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, de Cedomil Goic que contiene informaciones sobre el estado de la disciplina de la crítica literaria hispanoamericana en los ensayos, artículos y bibliografías que recoge39. Según quedó dicho en un principio, la concepción de la historia de la literatura hispanoamericana es un fenómeno reciente; y, ahora podemos añadir, su figura más importante fue Pedro Henríquez Ureña. Es a partir de su referido trabajo sobre Ruiz de Alarcón, de 1913, cuando se encuentran criterios y modelos aptos para vincular la literatura del período republicano con la de épocas anteriores. Los historiadores de la literatura hispanoamericana se enfrentan a los escollos propios de cualquier intento metodológico de distinguir los autores, las corrientes, las producciones y los acontecimientos mayores de los menores, así como a aquellos problemas especiales que surgen cuando se propone reconciliar la historia de los géneros literarios con la de la producción literaria de alguna región concreta. Existen, también, dificultades más particularizadas debidas a las tensiones que se suscitan entre la propensión a entender la literatura hispanoamericana como una rama de la española y la actitud americanista que afirma la autonomía de la literatura hispanoamericana respecto de la española al tiempo que procura borrar las divisiones nacionales: de otro lado, el fomento de literaturas nacionales o de fenómenos regionales; y, por otra parte, fenómenos entre los cuales se distingue el surgimiento de movimientos literarios transnacionales como el Modernismo y la narrativa del “Boom”. Desde la perspectiva de quienes consideran que el pasado literario de las repúblicas hispanoamericanas era español, el problema de la historia literaria hispanoamericana consiste, como lo planteó Menéndez y Pelayo, en la inclu38
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Franco, Jean, An Introduction to Spanish-American literature, London, Cambridge University Press, 1969. Goic, Cedomil, Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. Época Colonial, Barcelona, Crítica, 1988; e Historia y crítica de la literatura hispanoamericana. Del Romanticismo al modernismo, Barcelona, Crítica, 1997. Está por publicarse el volumen consagrado a la época contemporánea.
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sión de obras hispanoamericanas en la historia de la literatura española. Desde el punto de vista americanista, en cambio, la literatura hispanoamericana implica el establecimiento de criterios que determinen una comunidad entre el período republicano y los anteriores. La perspectiva americanista no es siempre consistente en relación a las vicisitudes de la formación de las diversas literaturas nacionales: hay momentos en que autores hispanoamericanos elaboran modos comunes de trabajar los géneros literarios, aunque cada literatura nacional tenga sus dificultades particulares y peculiaridades. Una solución radical al problema de la historia literaria hispanoamericana ha sido tomar en serio la exhortación de Sarmiento de darle la espalda a la tradición española en nombre de la literatura nacional. Ésta era la posición de Jorge Luis Borges cuando afirmó que la literatura española es, para los argentinos, un gusto adquirido: Se dice que hay una tradición a la que debemos acogernos los escritores argentinos, y que esa tradición es la literatura española. Este consejo [...] tiende a encerramos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido40.
Puesto que el distanciamiento de España fue, para muchas figuras fundamentales de la literatura hispanoamericana, una decisión consciente, no parece convincente estudiar la historia de esta literatura como una simple rama de la española. Ahora bien, tampoco se puede pretender una continuidad de intereses entre el pasado colonial o el precolombino y las vicisitudes de la formación de las nuevas repúblicas: esta continuidad supone atribuirles a las figuras del pasado propósitos que no expresaron y que seguramente no estaban en condiciones de expresar. Quizás se debiera abordar el problema de la historia literaria hispanoamericana estudiando aquellos momentos en que la literatura cambia de rumbo precisamente porque algunos autores influyentes, como Sarmiento en el XIX y Borges en el XX, le dan la espalda a la tradición española, o porque se escoge reivindicar aspectos del pasado colonial y del precolombino o africano en la medida en que éstos son utilizables para fines nacionalistas en el presente. Podría ser ventajoso estudiar la historia de la literatura hispanoamericana como un proceso de negación o de recuperación del pasado desde la perspectiva de los avatares de las culturas nacionales y de los proyectos de fundar una cultura americanista. Se deberían identi40
Borges, Jorge Luis, "El escritor argentino y la tradición," en Discusión, Madrid, Alianza, p. 134.
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ficar los momentos en los cuales la literatura hispanoamericana se ha nutrido de las reinterpretaciones del pasado americano y de las reinterpretaciones de figuras coloniales o precolombinas. Desde esta perspectiva cabrá retomar una línea de investigación, algo descuidada en las últimas décadas, que se ocupaba de reunir datos sobre los diversos círculos literarios, y cuyo mayor exponente fue quizás Alberto Zum Felde41. En vez de insistir en continuidades o desarrollos orgánicos de la literatura hispanoamericana, la cuestión consiste en revisar estos documentos con el propósito de poder determinar las rupturas y los momentos en que se censuran o reivindican figuras o fenómenos del pasado pre-independentista por la importancia que éstos puedan tener para los diversos y a veces controvertidos intereses nacionales. Habría también que estudiar, desde esta perspectiva, la elaboración de mitos o movimientos nacionales como pueden serlo el gaucho para Argentina o Uruguay, el indigenismo para la región andina, o la fusión de culturas para México. Así se evitaría el anacronismo que consiste en proyectar sobre el pasado las inquietudes nacionalistas o americanistas del presente. La reflexión sobre la historia de la literatura hispanoamericana es un fenómeno del siglo veinte que depende, en gran parte, de las reinterpretaciones del pasado americano en la medida en que éstas inciden en la producción de literatura viva. Por eso Ventura García Calderón tiene razón cuando empieza el libro más influyente de la historia de la literatura peruana con la siguiente formulación irónica: Ninguna novela más extravagante que la historia literaria de América. Después de ser el sueño de cien poetas, un soñador inventa un continente como un Poema42.
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Existen pocos libros como los de Alberto Zum Felde por la rica información que ofrece sobre revistas, periódicos y círculos literarios. El índice crítico de la literatura hispanoamericana. Los ensayistas, México, Guaranía, 1954; y El índice crítico de la literatura hispano-americana. La narrativa, México, Guaranía, 1959. García Calderón, Ventura, Del Romanticismo al modernismo. Prosistas y poetas peruanos, París, Paul Ollendorff, 1910, p. iii.
HISTORIOGRAFÍA COMPARATISTA DE LAS LETRAS FILIPINAS ISAAC DONOSO I. CONCEPTO DE LETRAS FILIPINAS
La creación literaria presenta en el archipiélago filipino varias problemáticas que hasta la fecha no han sido resueltas, siendo la principal la fragmentación lingüística que impide tener una visión de conjunto de la producción existente. A las numerosas lenguas autóctonas de la familia austronésica hay que sumar la adopción de las principales lenguas internacionales de la Edad Moderna: español, inglés, chino y árabe (y, en extensión, sus fenómenos lingüísticos de aculturación: el criollo chabacano, el patois urbano taglish, el chino lan-nang o min nan filipino, e incluso la escritura ŷāwī para escribir lenguas filipinas islamizadas). Ante este escenario babélico, la actual crítica literaria no ha sido capaz de asumir el conjunto de la producción, y ello tomando como subterfugio un criterio anglosajón expresado asimismo en lengua inglesa dentro de un contexto postcolonial. El resultado ha sido la fragmentación de la literatura en islas lingüísticas, con dos posibles paradigmas: a) proyecto de recopilación de la literatura culta escrita en lenguas tagala e inglesa, junto a las obras de José Rizal tomadas no en español sino en traducción; y b) reivindicación de las literaturas regionales, folklóricas y orales, a modo de conjunto de la literatura nacional. Tanto el empeño de nacionalización como gran literatura culta del país de la producción en tagalo o inglés, como la elevación del folklore a estadio de literatura nacional, omite que desde finales del siglo XVI hasta la Segunda Guerra Mundial la literatura culta y nacional fue la escrita en español, afectando esto a su vez a los ámbitos populares y regionales y al igual que al conjunto de la cultura del país. La posición minoritaria de la lengua española tras la Segunda Guerra Mundial, y su final eliminación como lengua oficial filipina en 1987, ha tenido consecuencias dramáticas para el patrimonio nacional: la reclusión de cuatro siglos de historia en olvidadas bibliotecas, la marginación del creador filipino en lengua española, la ruina de la filología y el triunfo de la traducción, y el establecimiento de un canon literario rígido. Reduciendo toda la literatura a un patrimonio folklórico y a una lucha anticolonial y postcolo-
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nial, Filipinas, singular escenario de mundialización, acababa en víctima, como una más de las regiones traumatizadas por el colonialismo del Tercer Mundo. Y fue fácil identificar el colonialista con el español, y la lengua y la literatura en español con un mundo elitista que se debía olvidar, para dar paso a un escenario “indigenista” en tagalo o “pensionado” en inglés1. Tanto la postura marxista-indigenista, como la postcolonialista, siguen reflejando una falacia ya que, por un lado, poco de nacionales tienen literaturas folklóricas y orales que reivindican el regionalismo frente al nacionalismo filipino2, y, por otro, los autores filipinos siguen siendo desconocidos en el mundo de las literaturas anglófonas. Todo ello cuando precisamente los autores que construyeron, lucharon y reivindicaron el nacionalismo filipino lo hicieron en lengua española. Por consiguiente, en un marco general de creación literaria filipina, la escrita en lengua española ocupa el lugar central, por varios motivos, pero sobre todo tres incuestionables: 1) cuatro siglos de producción, culta y popular, continuada, desde el siglo XVI hasta el presente; 2) la nómina más sobresaliente, por cantidad y calidad, de autores literarios filipinos; y 3) la voluntad de construcción de una entidad cultural llamada «Filipinas» y la recepción nacional de la producción en español, hasta constituir el clasicismo filipino. Los lugares contiguos los ocuparían las otras dos literaturas con proyección nacional en el conjunto del archipiélago: por un lado, la literatura escrita en tagalo, lengua principal de Manila que ha acabado en la segunda mitad del siglo XX constituyendo la base principal de la lengua nacional (wikang pambansa) y generalizándose en el país; y por otro lado, la literatura escrita en inglés, cuya producción es mínima desde 1898 hasta la Segunda Guerra Mundial, a partir de la cual y hasta el presente ha tratado de ocupar el espacio de la literatura culta nacional. En tercer lugar, en las posiciones limítrofes, aparecerían las literaturas en lenguas vernáculas regionales, orales o escritas en visaya, ilocano, bicolano, pampango, pangasinense, ilongo, waray-waray, tausug, maranao, maguindanao, como lenguas principales, o en otra de las muchas lenguas filipinas, 1
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Cf. Zeus A. Salazar, “Ang Pantayong Pananaw Bilang Diskursong Pangkabihasnan”, en Atoy Navarro, Mary Jane Rodríguez y Vicente Villan (eds.), Pantayong Pananaw: Ugat at Kabuluhan. Pambungad sa Pag-aaral ng Bagong Kasaysayan, Quezon, Palimbagan ng Lahi, 2000, p. 99. Publicamos traducción completa del artículo en “Pantayon Pananaw como discurso civilizacional”, Isaac Donoso (ed.), «Civilización Filipina y Relaciones Culturales Hispano-Asiáticas/Philippine Civilization and Hispanic-Asian Cultural Relations», Cuaderno Internacional de Estudios Humanísticos y Lingüística (CIEHL), Humacao, Universidad de Puerto Rico, 19 (2013), pp. 131-144. En efecto, ¿cómo se puede hablar de literatura nacional, e incluso nacionalista filipina, si el concepto que se tiene en mente no es Filipinas? Véase Nick Joaquín, Culture and History. Occasional Notes on the Process of Philippine Becoming, Manila, Solar Publishing Corporation, 1989, p. 245.
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desde el ibatán en el norte al sama en el sur. A esta sucesión habría que sumar el chabacano, criollo filipino de base hispánica naturalizado tanto en la isla de Luzón (Cavite y Ternate) como en la de Mindanao (Zamboanga, Basilan, y en mucha menor extensión en Cotabato y Davao). Por rebasar los límites de la regionalidad, la literatura en chabacano sería la única literatura en una lengua regional con proyección nacional. Por último, en los lugares marginales, nos encontraríamos con literaturas en una lengua foránea que no ha llegado a nacionalizarse: 1) la literatura china de Filipinas, históricamente escrita en tagalo y español, y en la actualidad en inglés y chino; y 2) la literatura islámica de Filipinas, escrita históricamente en lenguas vernáculas con grafía árabe (fenómeno aljamiado conocido como escritura ŷāwī), siendo casi inexistentes las muestras de literatura filipina en árabe (a pesar de que el árabe es en la actualidad lengua constitucional de Filipinas de la misma consideración que el español). En otros lugares explicamos las problemáticas de la historiografía y del método para el estudio de la creación literaria filipina3. Si indispensable es el proceso de comparación interna (intracomparatismo) como herramienta de construcción de un método eficaz para la comprehensión del objeto de estudio, ahora planteamos la necesidad de abarcar el objeto en su totalidad. Es improrrogable afirmar un marco general y conceptual de «Letras Filipinas» como objeto, en el que el método comparatista sea imprescindible, aunque no único, y en el cual las literaturas filipinas ocupen su verdadero lugar en la contribución específica de cada una a la historia de la literatura del país. II. LITERATURA FILIPINA EN ESPAÑOL
«Literatura filipina en español» hace referencia a una literatura escrita en Filipinas en lengua española. «Literatura hispanofilipina», a pesar de su paralelo con «Literatura hispanoamericana», es un concepto que puede presentar problemas dependiendo del contexto y el receptor. En efecto, por “hispanofilipino” se puede llegar a entender únicamente lo racialmente hispano, disociando al creador filipino por motivos raciales. De forma más peligrosa, postulados marxistas han asociado lo “hispanofilipino” a la élite hispanohablante, de modo que esta argumentación racista llevaría a caracterizar a la literatura “hispanofilipina” como una literatura elitista, extranjerizante y ajena al conjunto de la masa filipina. Nada más lejos de la realidad, que se comprueba sencillamente viendo las fotos y los fenotipos de los autores filipinos sin necesidad de hacer un análisis genético. Así pues, en un contexto 3
“La formación de la historiografía literaria filipina”, en Perro Berde. Revista hispano-filipina de agitación cultural, Manila, Embajada de España, 1 (2010), pp. 107-111; e “Intracomparatismo: El paradigma filipino”, en P. Aullón de Haro (ed.), Metodologías comparatistas y Literatura comparada, Madrid, Dykinson, 2012, pp. 527-533.
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hispanohablante es posible emplear el concepto “hispanofilipino” vinculado a su par “hispanoamericano” en un marco de literatura mundial en lengua española. Pero en un contexto anglosajón, e incluso dentro de la propia Filipinas, “hispanofilipino” puede ser malinterpretado consciente o inconscientemente4. Si desde el marxismo y el indigenismo se ha hecho una crítica xenófoba del hecho literario, no ha sido mejor la contribución de la crítica formada en parámetros estadounidenses. Incluso los propios hispanistas filipinos no han caído en la cuenta de que «Literatura fil-hispana» les coarta, haciendo el juego a marxistas (asumiendo que “fil-hispano” se refiere a una nómina reducida de autores hispanizados y, aprensivamente, aculturados) y a postcolonialistas (asumiendo que se trata de una parte concreta y limitada de la literatura filipina y, por lo tanto, en último extremo prescindible o confundible en traducciones)5. El concepto “fil-hispano”, o “fil-hispánico”, tanto gramatical, como literaria y culturalmente, es inadecuado, ya que viene a plantear que sólo un grupo minoritario de filipinos, movidos por “hispanofilia”, cultivan el español ―por intereses que pueden ir del chovinismo al arribismo socio-político―, siendo así la literatura filipina en español no la centralidad, sino una parte marginal, fruto de una élite hispanizada disociada de la masa vernácula. No obstante su inadecuación, consciente o inconscientemente ha seguido siendo empleado por una parte de la crítica, redundando en la parcelación del objeto con etiquetas confusas, cuando lo sencillo y sensato es hablar de una “literatura filipina” diferenciada sólo es su lengua de expresión6. 4
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Peor sería incluso emplear el par “hispano-filipino”, haciendo exógeno lo hispánico al sema “filipino”. La problemática conceptual puede verse en Isaac Donoso y Andrea Gallo, Literatura hispanofilipina actual, Madrid, Verbum, 2011, pp. 13-15. Su origen hay que situarlo en la obra de Estanislao Alinea, quien señala: “Se debe de llamar FILIPINOHISPANA (con la palabra ‘FILIPINO’ antes del vocablo ‘HISPANA’) y no HISPANOFILIPINA o mucho menos ESPAÑOLA porque se refiere a las obras literarias escritas y publicadas por los escritores y literatos o filipinos (o españoles que se consideraron filipinos a sí mismos) en el país”, en Historia analítica de la literatura filipinohispana (Desde 1566 hasta mediados de 1964) Ciudad de Quezon, Imprenta Los Filipinos, 1964, pp. xiii-xiv. Es posible que testimonios del concepto aparecieran anteriormente, pero es desde la consigna de Alinea cuando de “filipinohispana” se consolida “fil-hispana”. En Filipinas el Departamento de Lenguas Europeas de la Universidad de Filipinas ha logrado establecer los tres ciclos de enseñanza en español, con un doctorado especializado en Literatura filipina en español, crear un órgano académico —Linguae et Litterae— con una presencia sólida de contenido hispanista, y erigirse en defensor del español en el ámbito académico filipino: “Today, unforgettable personally for me because of the meaning of this ceremony we are holding, I would like to share with you the little-known story of how the University of the Philippines (U.P.) has taken up the cudgels for Spanish, of Hispanic culture and of the Fil-hispanic identity; in other words, how an educational institution established in 1908 by the Americans to, among other things, propagate English as part of their colonization strategy, became the bulwark of the very same language which had been eyed for marginalization”, en Wystan de la
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Otro de los grandes problemas de la actual crítica literaria es la exclusión, por ignorar o negar, toda la literatura escrita en español desde el siglo XVI hasta prácticamente comienzos del siglo XIX como parte de la literatura filipina7. Las reivindicaciones criollas de comienzos del siglo XIX sí han recibido mayor consideración (al menos como pertenecientes al paradigma nacionalista), aunque son también muy escasas las obras críticas al respecto8. Teniendo en cuenta pues el lastre historiográfico de haber definido mal tanto terminología como objeto de estudio, nos encontramos con las dos obras que han conformado la crítica moderna sobre la historia literaria hispanofilipina: Estanislao B. Alinea, Historia analítica de la literatura filipinohispana (Desde 1566 hasta mediados de 1964) (Ciudad de Quezon, Imprenta Los Filipinos, 1964); y Luis Mariñas, La literatura filipina en castellano (Madrid, Editora Nacional, 1974). A pesar del título tan general con el que ambas se anuncian, estas dos obras no dejan de ser un esbozo introductorio, con listas prolijas de autores, conceptos generalistas, periodización rudimentaria y reducido análisis de textos9. Pudieran haber servido como manuales introductorios, pero la ausencia de otros trabajos más sólidos ha hecho que se establezcan historiográficamente como canónicos. La escasa crítica ahí ejercida se ha demostrado perjudicial para el desarrollo historiográfico, al consagrar y viciar lugares comunes y verdades asumidas. Cabe decir que Luis Mariñas crearía escuela entre los diplomáticos españoles en
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Peña, “The University of the Philippines in Defense of Spanish”, en Linguae et Litterae, Universidad de Filipinas, vi (2008), pp. 6-17. Sin embargo creemos que el empleo del concepto “fil-hispánico” va en detrimento del propio fin, al segregar en Filipinas lo hispánico de lo no hispánico, y considerar una identidad “fil-hispánica” que obviamente debe oponerse a otra identidad filipina no hispánica, cuando la construcción civil y nacional filipina es fruto de la hispanización, como hemos visto en las citas de Nick Joaquín y Zeus Salazar, autoridades filipinas en lenguas inglesa y tagala, y vemos en uno de los principales antropólogos filipinos, Fernando Ziálcita, Authentic Though not Exotic. Essays on Filipino Identity, Quezon, Ateneo de Manila, 2005, p. 168. En resumen, una literatura “fil-hispánica” así planteada siempre acaba teniendo que justificarse, como se observa en Ma. Elinora Peralta-Imson, “Philippine Literature: Spanish Evolving a National Literature”, Linguae et Litterae, II (1997), pp. 1-19. La repercusión del Renacimiento y el Barroco en Filipinas, así como la vastísima producción en el archipiélago hasta mediados del siglo XVIII, ha sido recopilada recientemente por nosotros: “El Renacimiento europeo en la formación de la literatura clásica de Filipinas”, en eHumanista. Journal of Iberian Studies, Universidad de California, 19 (2011), pp. 407-425: ; y “El Barroco filipino”, en Isaac Donoso (ed.), Ob. cit., 2013, pp. 85-145. Sobre todo destaca la tesis doctoral y las obras de Ruth de Llobet, en especial: “El poeta, el regidor y la amante: Manila y la emergencia de una identidad criolla filipina”, en Istor: revista de historia internacional, México, Cide, x-38 (2009), pp. 65-92. Véase para la parte histórica Clarito Nolasco, «The Creoles in Spanish Philippines», en Far Eastern University Journal, xv (1970). Cecilia Quirós Cañiza, “Introducciones a la literatura filipina en español: Análisis de las obras de Estanislao Alinea, Luis Mariñas y Delfín Colomé”, en Revista Filipina, XVI-3 (2012-13): .
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Filipinas, y dos obras más fueron redactadas por embajadores destinados al archipiélago: Pedro Ortiz Armengol, Letras en Filipinas (Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores de España, 1999); y Delfín Colomé, La caución más fuerte (Manila, Instituto Cervantes, 2000). Si valiosa resulta la obra de Armengol (rastrea la presencia de Filipinas en la literatura española10), elemental es la de Colomé, destacable por el hallazgo del título. Todas estas obras se caracterizan por estar escritas en un periodo en el que la literatura filipina en español perdía su estatus de nacional para pasar a ser claramente una literatura marginal. La conciencia de estar recogiendo los restos de un naufragio determinará una posición condescendiente que elevará la elegía a argumento capital, tan capital que la crítica dejará de operar, y buscará cantar el de profundis cuanto antes mejor11. Hubo que esperar muchos años hasta volver a ver una obra que analizase el conjunto de la literatura filipina en español, recuperándola y reivindicándola además en su periodo histórico más comprometido, desde la eliminación del español como lengua oficial filipina en 1987 hasta el 2010: Isaac Donoso y Andrea Gallo, Literatura hispanofilipina actual (Madrid, Verbum. 2011). La obra fue galardonada con el «Premio Juan Andrés de Ensayo e Investigación en Ciencias Humanas» y permitió que tras largo tiempo la creación literaria filipina fuera reconocida en el ámbito hispanohablante. El resurgimiento de la literatura hispanofilipina se puede identificar asimismo mediante la «Colección Oriente», dirigida por Andrea Gallo en Sevilla, donde sólo se publican autores filipinos vivos12. Otra colección fundada recientemente publica por primera vez ediciones críticas o filológicas de «Clásicos Hispanofilipinos», iniciativa del Instituto Cervantes de Manila13. En fin, incluso en el ámbito estadounidense, donde durante el siglo XX se ejerció la anulación del pensamiento filipino en español, aparecen obras tan generales como la de Adam Lifshey, 10
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Diferente operación será la realizada por Beatriz Álvarez Tardío, “La Literatura HispanoFilipina en la Formación del Canon Literario en Lengua Española”, en Linguae et Litterae, Universidad de Filipinas, 2008, pp. 62-79. Primero el certificado de defunción se establecerá en 1987, con el paso de los años se trasladará sorprendentemente a 1945. Se han publicado hasta el momento tres obras: Daisy López, En la línea del horizonte, Sevilla, ArCiBel, 2009; Edmundo Farolán Romero, Hexalogía teatral, Sevilla, Moreno MejíasWanceulen, 2011; y Guillermo Gómez Rivera, Con címbalos de caña, Sevilla, Moreno MejíasWanceulen, 2011. Hasta el momento se han publicado tres obras: Adelina Gurrea, Cuentos de Juana. Narraciones malayas de las Islas Filipinas, 2009; Jesús Balmori, Los pájaros de fuego, 2010; Antonio Abad, El Campeón, 2013. Diferente propósito y características posee la publicación del «Fondo Alfredo S. Veloso» por parte de su viuda, Estela Robles, colección denominada «Fil-Hispanic Classics Series» con fines divulgativos y que aparece bajo el sello Old Gold Publishing. Hasta el momento han aparecido: José Palma, Melancólicas, 2010; y Retorn from Oblivion. Selected Poems to José Rizal, 2010. Para un estudio de las colecciones literarias hispanofilipinas véase nuestro trabajo “El español como medio de expresión en la Filipinas actual”, en Isaac Donoso (ed.), Ob. cit., 2013, pp. 551-572.
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The Magellan Fallacy: Globalization and the Emergence of Asian and African Literature in Spanish (Ann Arbor, 2012). Un episodio riquísimo y apenas conocido de la historiografía literaria hispanofilipina es el desarrollado durante la Edad de Oro de esta producción y en coincidencia con el periodo de dominación americana. En efecto, Joaquín Pellicena Camacho escribió numerosos artículos y reseñas14, y a Wenceslao E. Retana hay que atribuir una obra crítica fundamental que influyó en los propios autores filipinos: De la evolución de la literatura castellana en Filipinas: los poetas. Apuntes críticos (Madrid, Victoriano Suárez, 190915). Más conocida resulta la magna antología de Eduardo Martín de la Cámara, Parnaso Filipino. Antología de poetas del archipiélago magallánico (Barcelona, Maucci, 1922). Habiendo envejecido mucho mejor que el resto de obras, ésta es excepcional no sólo por la cantidad de autores y obras recogidas, sino por incluir una extensa sección de poetas españoles afincados en Filipinas. Con la independencia filipina, la antología se afianzó como un género socorrido, sobre todo en razón de la dispersión y disparidad de materiales, y la necesidad de crear un canon coherente que pudiera ser asumido fácilmente por un público estudiantil. Son decenas los libros de texto que incluyen obras en español y tratan de una manera más o menos directa el patrimonio literario filipino en esta lengua16. A estas antologías escolares se han de añadir las 14
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Como por ejemplo Joaquín Pellicena Camacho (bajo pseudónimo “Francisco Quintero”), “Apuntes bibliográficos: Melancólicas, por José Palma.—Manila, 1912”, en Cultura Filipina, Manila, 1-III (1912), pp. 253-254. Un estudio detallado de este personaje y su obra está todavía por hacer. Reprodujimos el texto en: “Retana y la crítica al Modernismo: De la evolución de la literatura castellana en Filipinas [1909]”, en Revista Filipina, XII-1 (2008): . El estudio de la crítica al Modernismo lo realizamos en “El Islam en las Letras Filipinas”, en Studi Ispanici, Roma & Pisa, Istituti Editoriali e Poligrafici Internazionali, XXXII (2007), pp. 291-313. Retana también redactó una columna regular para El Renacimiento desde enero de 1909 con título «Para Inter Nos», en la que trata sobre todo de la crisis de la literatura filipina en castellano. La recopilación de los artículos daría un delicioso texto. Finalmente, muchas de las noticias que llegaron a España de la literatura hispanofilipina lo hicieron desde Retana, de modo que desde el primer momento su pesimismo se extendió influyendo a los eruditos españoles interesados por conocer noticias filipinas después del 98. La obra más sólida en este sentido es AA.VV., Por la Patria. Discursos de Malolos y Poesías Filipinas en Español, Manila, Departamento de Educación, 1ª ed., 1959 (119 pp.), 3ª ed. revisada y aumentada 1963 (228 pp.). El prolífico escritor Remigio S. Jocson publicó coetáneamente su propia antología con vocabulario y notas (en competencia con la oficial del Departamento de Educación que no contenía más que textos, fotos y escuetas biografías): Florilegio Hispanofilipino (con los Discursos de Malolos), Manila, Manlapaz, 1961. A partir de aquí señalamos varios de los numerosísimos libros de texto, aparecidos en estas décadas, que tratan más directamente sobre la literatura filipina en español: R. S. Jocson, Practical Exercices in Spanish, Quezon, Mamlapaz Publishing, 1965; Rosa Reyes Soriano, Cultura hispano-filipina: Breve historia de la literatura hispanofilipina, Manila, Nueva Era Press, 1965; AA. VV., Héroes filipinos y escritores filipinos en castellano, Iloílo, Universidad de San Agustín, 1968;
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obras de finalidad más académica, que pueden incluir traducción, como en la gran antología del cuento hispanofilipino realizada por Pilar Mariño, Philippine Short Stories in Spanish (1900-1941) (Quezon, Universidad de Filipinas, 198917). Finalmente habría que señalar esas antologías extranjeras que se interesan por dar a conocer una literatura incomprensiblemente desconocida en el mundo hispanohablante, y cuyos editores muchas veces pretenden descubrir América sin hacer justicia al objeto18. Al margen de la antología, de la divulgación escolar y de las obras de Alinea y Mariñas, en los años de la tercera República surgen otros libros, a veces menos conocidos, desafortunadamente, pues hubiesen evitado la repetición de errores. Sobre todo habría que destacar la obra Jaime C. de Veyra, “La Hispanidad en Filipinas”, en Guillermo Díaz-Plaja (dir.), Historia General de las Literaturas Hispánicas (Barcelona, Vergara, 1949, vol. V, pp. 509-525). Después de la obra de Retana, el texto de Veyra es el que más influencia ha ejercido en el conocimiento de la literatura hispanofilipina en España19. También es destacable el manual en inglés de Teófilo del Castillo y Tuazon & Buenaventura S. Medina, Jr., Philippine Literature. From An-
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AA. VV., Llamas de nacionalismo. A textbook for Spanish 4-N consisting of selected patriotic topics to enhance totally our love for country and encourage appreciation of its culture and traditions, Quezon, Reliable Publishing House, 1978; Edmundo Farolán, Literatura filipinohispana: una breve antología, [s.l.], [s.n.], 1980; Mariano Marzán Balmadres, Aula de la Fama (Hall of Fame), La Trinidad, Solid Offset Press, 1983; Guillermo Gómez Rivera et al., La literatura filipina y su relación al nacionalismo filipino. Texto para español, Manila, [s.n.], 1984; Guillermo Gómez Rivera, “Comienzos de la literatura filipina”, en Español para todo el mundo 2, Manila, [s.n.], 1996, pp. 175-206. Éste último se trata de una recopilación con estudio biográfico y ejercicios de varios autores y poemas ladinos que, salvo excepciones muy conocidas, son de apócrifa procedencia, fruto del quehacer gomezriveriano. Todo ello nos indica que la enseñanza de esta literatura había cambiado muchísimo con los años, desde el rigor como doctrina nacional de los textos de la década de los sesenta, hasta la ficción por asirse a un clavo ardiendo. Una obra menos ambiciosa pero igualmente válida es la recopilación y traducción de siete cuentos, esta vez al filipino, por Magdalena C. Sayas, Cuento/ Kwento. Pinili at isinalin sa Filipino, Manila, Universidad de La Salle, 1997. Éste sería el caso de Jaime B. Rosa, Lo último de Filipinas. Antología poética, Madrid, Huerga & Fierro, 2001, obra manufacturada con demasiada celeridad sin atender a los requisitos mínimos de lo que una antología debe de ser, sobre todo en la parte española. Al menos tiene el mérito de haber traducido al español poesía filipina actual en filipino e inglés. Una antología de cuentos clásicos filipinos es Manuel García Castellón, Estampas y cuentos de la Filipinas hispánica, Madrid, Clan, 2001, y de cuentos contemporáneos Edmundo Farolán & Paulina Constancia, Cuentos Hispanofilipinos, Quezon, Central Books, 2009. Finalmente, hay que destacar la pequeña pero elegante antología mexicana de Pablo Laslo & Raúl Guerrero Montemayor, Breve antología de la Poesía Filipina (poetas de habla española), estudio preliminar de Luis G. Miranda, México, B. Costa Amic, 1966. Saldrá en opúsculo individual en La Hispanidad en Filipinas, Madrid, Publicaciones del Círculo Filipino, 1961.
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cient Times to the Present (Manila, Philippine Graphic Arts, 1974, 200220). En tercer lugar, el Centro Cultural de Filipinas publicó a comienzos de los noventa unos opúsculos con ediciones en español que, por su rigor y diseño son buenas guías de iniciación a la cultura filipina21. Por último, dado que la recepción en Filipinas quedó prácticamente invalidada desde 1987, la literatura se ha abierto puertas emigrando y haciéndose internacional, desde Chile y Canadá y a través de la globalidad del ciberespacio, en particular mediante la creación en 1997 de la publicación electrónica Revista Filipina. Revista Trimestral de Lengua y Literatura Hispanofilipina22. Ésta ha difundido, en sus más de quince años de publicación, discusiones, críticas y reseñas que han dinamizado la actividad cultural filipina en lengua española, dando fe de vida de una literatura que se niega a morir, a pesar de la profusión de agoreros. En cuanto al teatro y las artes escénicas, la obra clásica sigue siendo la de Retana, Noticias histórico-bibliográficas del teatro en Filipinas desde sus orígenes hasta 1898 (Madrid, Victoriano Suárez, 1909). A diferencia de Vicente Barrantes, quien trata y maltrata el teatro tagalo23, Retana hace un estudio exhaustivo de todas las formas teatrales en Filipinas, también de las obras en lengua española. Sin embargo no existe un libro que hable del teatro estrictamente español en Filipinas, aunque todas las obras lo reflejen de algún modo como origen de los géneros vernáculos: comedia o moro-moro, zarzuela y cenáculo24. En cuanto al teatro contemporáneo, también está por escribir la historia del «Nuevo Teatro Fil-Hispánico»25, las representaciones
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Una versión inicial es: Teofilo del Castillo y Tuazon, A Brief History of Philippine Literature, Manila, Progressive Schoolbooks, 1937. Tendríamos que destacar tres obras que resultan especialmente pertinentes: Doreen G. Fernández, Panitikan. Un ensayo sobre literatura filipina, traducción de Edgardo Tiamson Mendoza, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1990; Nicanor G. Tiongson, Dulaan. Un ensayo sobre teatro filipino, traducción de Emmanuel Luis Romanillos, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1990; y Resil B. Mojares, Panitikan. An Essay on the American Colonial and Contemporary Traditions in Philippine Literature, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1994. Esta última, a pesar de que su título puede confundir, trata en su mayor parte de literatura en español, ya que durante el periodo americano fue la predominante junto a las literaturas vernáculas.
El teatro tagalo, Madrid, Tipografía de Manuel G. Hernández, 1889. Véanse Isagani R. Cruz (ed.), A Short History of Theater in the Philippines, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1971; Cristina Lacónico-Buenaventura, The Theater in Manila. 18461946, Manila, Universidad de la Salle, 1994. Luis Cuesta, recientemente fallecido, tuvo la bondad de darnos una serie de Programas del Nuevo Teatro Fil-Hispánico y la Casa de España, que serán esenciales en la reconstrucción de esta olvidada parte de la historia literaria: De profesión, sospechoso de Alfonso Paso (1983); A Belén, Pastores de Alejandro Casona (1985); La Herida Luminosa de José María de Segarra (1986); El casado casa quiere de Alfonso Paso (1991); Casado de Día. Soltero de Noche de Julio Mathías (1992) Amor en blanco y negro de Julio Mathías (1992).
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en español y el impacto de las obras de dramaturgos filipinos contemporáneos. Para el final hemos dejado el tema por excelencia de la literatura filipina en español, tanto es así que ha acabado constituyendo un campo de estudio en sí mismo: el Rizalismo. Los estudios sobre la vida y obra de José Rizal podrían formar una suerte de enciclopedia26. En 2011 se celebró el sesquicentenario del nacimiento del héroe nacional filipino, durante el cual publicamos la primera edición crítica de su novela Noli me tangere, obra cumbre de la literatura filipina, hasta el momento sólo disponible en facsímil o traducción27. Junto a la edición de sus novelas inéditas y principales ensayos publicados un año después28, la restauración filológica de la obra de José Rizal debiera liderar un movimiento de resurgimiento capaz de situar la literatura filipina en español en el lugar central que le corresponde dentro de las Letras en Filipinas. III. LITERATURA FILIPINA EN FILIPINO
Por «Literatura filipina en filipino» se entiende la literatura escrita en el idioma nacional (wikang pambansa) creado por iniciativa de Manuel L. Quezon en 1935, denominado primero pilipino (con carácter purista, tagalista y excluyente de influencias tanto españolas como inglesas) y, a partir de 1987, filipino (con carácter sincrético, basado en todas las lenguas vernáculas, y con préstamos de español e inglés). Dado que al final wikang pamban26
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Existen numerosas biografías de José Rizal, siendo todavía de referencia la primera, la de W. E. Retana, Vida y Escritos del Dr. José Rizal, Madrid, Librería General de Victoriano Suárez, 1907, a la que siguieron: Austin Craig, Lineage, Life and Labors of José Rizal, Philippine Patriot. A Study of the Growth of Free Ideas in the Trans-Pacific American Territory, Manila, Philippine Education Company, 1913; Carlos P. Quirino, The Great Malayan. The Biography of Rizal, Manila, Philippine Education Company, 1940; Rafael Palma, Biografía de Rizal, Manila, Bureau of Printing, 1949 (traducción inglesa: The Pride of the Malay Race. A Biography of José Rizal, Nueva York, Prentice-Hall, 1949); Sixto Y. Orosa José Rizal: el héroe nacional filipino, Manila, Nueva Era, 1956; León María Guerrero, The First Filipino: A Biography of José Rizal, Manila, Instituto Histórico Nacional, 1963; Austin Coates, Rizal. Philippine Nationalist and Martyr, Hong Kong, Oxford University Press, 1968 (traducción española: Rizal, nacionalista y mártir filipino, Madrid, Agencia Española de Cooperación Internacional, 2006); José Barón Fernández, José Rizal: médico y patriota filipino, Madrid, Manuel L. Morató, 1980 (traducción inglesa: José Rizal, Filipino Doctor and Patriot, Manila, San Juan Press, 1981); Antonio M. Molina, Yo, José Rizal, Madrid, Agencia Española de Cooperación Internacional, 1998; José Ricardo Manapat, Las biografías de Rizal: un estudio crítico de las obras biográficas escritas desde 1897 hasta el 2000, Universidad de Filipinas, Quezon, 2001 [tesis inédita]; y Asunción López Bantug, Lolo José: An Intimate and Illustrated Portrait of José Rizal, Quezon, Vibal Foundation, 2008. José Rizal, Noli me tangere, ed. crítica de Isaac Donoso, trad. inglesa de Charles E. Derbyshire, prólogo de Ambeth Ocampo, epílogo de Ino Manalo, ilustrada por Juan Luna, Quezon, Vibal Foundation, 2011 José Rizal, Prosa selecta. Narraciones y Ensayos, ed. de Isaac Donoso, Madrid, Verbum, 2012.
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sa ha acabado constituyendo la formalización del habla de Manila, en esta tradición literaria habría que incluir la producción en tagalo que, por otro lado, ha tenido siempre una vocación de ámbito nacional29. No sólo el Renacimiento y el Barroco hispánicos generaron una creación literaria inusitada para el contexto asiático en lengua española, sino que influyeron irreversiblemente en la literatura vernácula en lenguas autóctonas, hasta el grado de que prácticamente todos sus géneros literarios son producto de una aculturación de base hispánica: novena, cenáculo, loa, comedia, zarzuela, pasión, corrido, etc30. Primero los ladinos filipinos que comprendían tanto latín como español y, a partir del siglo XIX, los incipientes ilustrados que formalizan los géneros como tradición autóctona, culminan la consolidación cultural de una literatura asiática en clave hispánica. Dos libros son capitales para explicar este proceso: Bienvenido L. Lumbera, Tagalog Poetry 1570-1898. Tradition and Influences in its Development, Quezon, Ateneo de Manila, 1986; y Vicente L. Rafael, Contracting Colonialism. Translation and Christian Conversion in Tagalog Society under Early Spanish Rule, Quezon, Ateneo de Manila, 1988. El último peldaño será la creación de una épica popular desde el modelo de vida y muerte de Jesús, esto es la pasión de Cristo como narración revolucionaria, episodio que será magistralmente explicado en el libro de Reynaldo C. Ileto, Pasyon and Revolution: Popular Movements in the Philippines, 1840-1910, Quezon, Ateneo de Manila, 1979. La poesía filipina prehispánica (de tradición oral, aunque también susceptible de ser escrita al conocerse al menos dos sistemas escriturarios antes de la llegada de los españoles31), será descrita hasta el grado de la poética, especialmente en los tratados de Gaspar de San Agustín y Francisco Bencuchillo. Virgilio Almario ha recopilado, estudiado y traducido los originales españoles de las cuatro poéticas tagalas clásicas: Poetikang Tagalog: mga unang pagsusuri sa sining ng pagtulang Tagalog. Fray Gaspar de San Agustín, Fray Francisco Bencuchillo, José P. Rizal, Lope K. Santos (Quezon, Universidad de Filipinas, 1996). 29
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Sobre la historia de la lengua nacional filipina, véase nuestro trabajo “Philippine Linguistic Policy in the Global Context”, The Normal Lights, Universidad Normal de Filipinas, 6-1 (2012):
Así puede verse en Jaime Biron Polo, Panitikan. An Essay on the Spanish Influence on Philippine Literature, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1992; Nicanor G. Tiongson, Dulaan. An Essay on the Spanish Influence on Philippine Theater, Manila, Centro Cultural de Filipinas, 1992. Hemos tratado la escritura filipina prehispánica en “El Humanismo en Filipinas”, en P. Aullón de Haro (ed.), Teoría del Humanismo, Madrid, Verbum, 2009, vol. VI, pp. 283-328. Del mismo modo hemos estudiado el empleo de la escritura árabe en el archipiélago filipino: “El aljamiado filipino hispano-moro y la escritura ŷāwī”, en Isaac Donoso (ed.), Historia cultural de la lengua española en Filipinas: ayer y hoy, Madrid, Verbum, 2013, pp. 175-198.
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Una obra surgida también en los tumultuosas años finales de la década de los ochenta es la de Damiana L. Eugenio, Awit and Corrido. Philippine Metrical Romances, Quezon, Universidad de Filipinas, 1987. Traducción al ingles de cinco romances se publicó en la antología realizada por varios autores para la Anthology of Asean Literatures, Philippine Metrical Romances, Manila, Nalandangan, 1985. Fundamental es también la traducción que Epifanio de los Santos hizo del considerado romance nacional filipino, Florante at Laura, obra de Francisco Baltazar, conocido como Balagtás (1788-1862): Vida de Florante y Laura en el Reino de Albania, deducida de la historia o crónica pintoresca de las gestas del antiguo Imperio Heleno y versificada por un amante de la Poesía Tagala [s.l], [s.n], 192532. Al hilo de esta argumentación hay que señalar el que se puede considerar primer intento riguroso por sintetizar la historia de la literatura tagala, realizado por el mismo autor, Literatura tagala: conferencia leída en el Liceo de Manila ante el “Samahan ng mananagálog”, Madrid, Est. tip de Fortanet, 1909. A partir de la obra pionera de Epifanio de los Santos se entienden las posteriores historias, como la de Eufronio M. Alip, Tagalog Literature: A Historico-critical Study, Manila, Universidad de Santo Tomás, 1930. Durante el periodo norteamericano la novela en tagalo adquirirá completa madurez (en paralelo con la novela en español33), y se abandonará el medievalismo del romance a lo Balagtás para edificar un Modernismo al servicio del nacionalismo34. Durante la segunda mitad del siglo XX habrá que destacar, por el peso de sus autores y las diferentes aproximaciones al objeto, tres obras: A Preface to Pilipino Literature, Manila, Alemar-Phoenix, 1971, desde el marxismo de E. San Juan; Salimbibig: Philippine Vernacular Literature, Quezon, Ateneo de Manila, 1980, por el jesuita Joseph A. Galdon; y Philippine literature: a history & anthology, Manila, National Book Store, 1982, desde el comparatismo de cuño nacionalista de Bienvenido Lumbera & Cynthia Nograles Lumbera. Finalmente, sobre el teatro clásico filipino, son indispensables los trabajos de Nicanor G. Tiongson, crítico que no ha desmayado al escribir en fili32
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Aparte de ésta, las únicas traducciones hechas a una lengua española de romances filipinos son las que realizamos junto a Jeannifer Zabala de Don Juan Tiñoso y del Caballo de madera, ambas traducidas al valenciano (Romanços filipins del Regne de València, Onda, Ajuntament, en prensa). En la actualidad trabajamos en el estudio y traducción de los romances Bernardo Carpio, Siete Infantes de Lara y Rodrigo de Villas. Véanse Soledad S. Reyes, Nobelang tagalog, 1905-1975: tradisyon at modernismo, Quezon, Ateneo de Manila, 1982; y Patricia May B. Jurilla, Tagalog Bestsellers of the Twentieth Century. A History of the Book in the Philippines, Quezon, Ateneo de Manila, 2008. Virgilio S. Almario, Balagtasismo versus Modernismo: Panulaang Tagalog sa ika-20 siglo, Quezon, Ateneo de Manila, 1984. Véase también el eclecticismo de la respuesta literaria nacionalista que se producirá desde esta época en Elmer A. Ordóñez (ed.), Nationalist Literature. A Centennial Forum, Quezon, Universidad de Filipinas, 1996.
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pino obras decisivas para la historiografía35. Doreen G. Fernández, siendo igualmente una personalidad en la historia de la crítica filipina, ha preferido el inglés: Palabas: Essays on Philippine Theater History, Quezon, Ateneo de Manila, 1996. No se puede cerrar este capítulo sin señalar el volumen especial aparecido en Philippine Humanities Review, Quezon, Universidad de Filipinas, 2009-2010, vol. 11-12, recopilando los artículos de los magnos festivales de Komedya y Sarsuwela celebrados en la Universidad de Filipinas bajo la dirección de Virgilio Almario. IV. LITERATURA FILIPINA EN INGLÉS
La «Literatura filipina en inglés» es la desarrollada en el archipiélago Filipino por la imposición a partir de 1898 de un sistema agresivo de escolarización en lengua inglesa por medio de centenares de profesores estadounidenses. La consigna era tabula rasa: “A people that had got as far as Baudelaire in one language was being returned to the ABC’s of another language”36. El fenómeno creó, en primer lugar, una literatura diletante, cuya naturaleza escolar y artificial no podía ser escondida37. Sin embargo, después de 1945 y gracias al triunfo del inglés en la Filipinas postamericana y postcolonial, la extensión y preponderancia de esta lengua para el ámbito culto hace que muy pronto sea considerada como la herramienta para crear una literatura nacional. En esta operación tendrá capital importancia la aparición de dos obras: la recopilación bibliográfica de Leopoldo Yabes, Philippine Literature in English: 1898-1957. A Bibliographical Survey, Quezon, Universidad de Filipinas, 1958; y sobre todo la definición del objeto de estudio por Miguel A. Bernad S. J., Philippine Literature: A Twofold Renaissance, Manila, Bookmark, 1963.38 La operación del padre Bernad, si bien reconocía el legado de la literatura en español, también la dio por fenecida, para dar paso una literatura de expresión inglesa con la consigna de “renacimiento” literario39.
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Por ejemplo Kasaysayan at estetika ng sinakulo at ibang dulang panrelihiyon sa Malolos: kalakip ang orihinal, partitura; mga larawan ng pagtatanghal, Quezon, Ateneo de Manila, 1975; Kasaysayan ng Komedya sa Pilipinas: 1772-1982, Manila, Universidad de la Salle, 1982; Komedya, Quezon, Universidad de Filipinas, 1999; y Sinakulo, Quezon, Universidad de Filipinas, 1999. Nick Joaquín, The Woman Who Had Two Navels, Manila, Bookmark, 2005, pp. 170-171. Edilberto N. Alegre & Doreen Fernández, The Writer and His Milieu: An Oral History of First Generation Writers in English, Manila, Universidad de la Salle, 1984. En este año también aparece el pequeño pero instructivo folleto An Introduction to Philippine Writing in English, Manila, Literary Guild of the Philippines, 1963. De ahí que los autores de sensibilidad progresista se vean en la obligación de usar el inglés para atacar precisamente el modelo capitalista americano impuesto en Filipinas, como en Salvador P. López, Literature and Society, Manila, Philippine Book Guild, 1940.
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En este momento es cuando surge la obra de los tres principales críticos de la literatura filipina en inglés: Epifanio San Juan, Jr.40, Gémino H. Abad41, y Leonard Casper42. Junto a ellos, numerosos textos aparecen con el fin de recopilar o estudiar un aspecto de una literatura que empezaba a ser notable en cantidad, ansiaba la calidad, pero que, en cualquier caso, había logrado imponer el inglés como lengua del debate crítico43. Serán también esenciales las contribuciones que manifiesten el dinamismo y la capacidad de la literatura en inglés para agitar el mundo literario filipino, frente a la clara evaporización de la literatura en español y las tensiones de la literatura en filipino44. Finalmente hay que señalar una nueva historiografía que, una vez realizado el trabajo de recopilación y crítica formal, se cuestiona la propia realidad de una literatura desarraigada, tanto en suelo filipino como en la diáspora norteamericana45. V. LITERATURA FILIPINA EN LENGUAS REGIONALES
Por «Literatura filipina en lenguas regionales» se entiende la creación literaria en alguna de las numerosas lenguas autóctonas del archipiélago Filipino, bien sean de ámbito supraregional (visaya, ilocano, bicolano, pampango, pangasinense, ilongo, waray-waray, tausug, maranao, maguindanao y 40
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El marxismo vertebra toda su obra, llevando por bandera la consigna de intelectual tercermundista residente en Estados Unidos, y especializándose en las relaciones literarias filipinoamericanas. Hijo del escritor en español Antonio Abad —uno de los principales novelistas en la historia del país—, Gémino ha dedicado toda su vida a la consagración de la literatura en inglés como la principal literatura culta de Filipinas en época contemporánea. Para ello ha recopilado gigantescas antologías, y ha publicado una obra profusamente prolija. Formalista norteamericano, casado con la novelista en inglés Linda Ty-Casper, y cuya labor ha tenido como fin explicar el valor literario per se de las obras en inglés, independientemente de su realidad contextual filipina. Entre otras citamos Francisco Arcellana (ed.), Philippine Anthology of Short Stories, Manila, Regal, 1962; Richard V. Croghan, The development of Philippine literature in English (since 1900), Quezon, Alemar-Phoenix, 1975; y Joseph A. Galdon, Essays on the Philippine Novel in English, Quezon, Ateneo de Manila, 1979. Cita aparte merece Antonio G. Manuud (ed.), Brown Heritage: Essays on Philippine Culture Tradition and Literature, Quezon, Ateneo de Manila, 1967, una obra excepcional por muchos aspectos, también el haber sabido dar cabida a la literatura en español consustancialmente. También cita aparte merece Resil B. Mojares, Origins and Rise of the Filipino Novel: A Generic Study of the Novel until 1940, Quezon, Universidad de Filipinas, 1983, en este caso y, a pesar de la brillantez del estudio, por hablar de la novela filipina sin ser consustancial con la novela en español. En este perfil habría que incluir las entrevistas de Roger J. Bresnahan, Conversations with Filipino Writers, 1990, y Angles of Vision. Conversations on Philippine Literature, 1992, ambas en Quezon, New Day. Citamos por ejemplo a Augusto F. Espíritu, Five Faces of Exile: The Nation and Filipino American Intellectuals, Stanford, Stanford University Press, 2005; y Jennifer C. McMahon, Dead Stars: American and Philippine Literary Perspectives on the American Colonization of the Philippines, Quezon, Universidad de Filipinas, 2011.
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chabacano), regional (ibatán, ibanag, palawano, calamiano, subanon, manobo, sama, etc.), o local (aeta, kinaray-a, mangyán, kalinga, ifugao, ibalói, gaddang, tboli, batak, etc.). La principal problemática que tienen estas literaturas es la de su marginalidad, agudizada más en unas que en otras, pero todas con falta de medios de difusión, reconocimiento y apoyo públicos y, en muchos casos, falta de los mínimos elementos lingüísticos de normalización y normativización46. En origen estas literaturas constituyen principalmente un conjunto disperso de tradiciones orales y folklóricas, epopeyas, narraciones épicas, proverbios, adivinanzas, mitos y leyendas. Fueron magistralmente recopilados sin embargo por la monumental obra de Damiana L. Eugenio, en ocho volúmenes: Philippine Folk Literature Series: An Anthology (I); The Myths (II); The Legends (III); The Folktales (IV); The Riddles (V); The Proverbs (VI); The Folk Songs (VII); The Epics (VIII), Quezon, Universidad de Filipinas, 19812001.47 Con la hispanización del archipiélago, por medio de artes y vocabularios se desarrollan tradiciones escritas, romances, comedias, poemas y doctrinas. Para finales del siglo XIX, muchas literaturas contaban con una incipiente tradición culta, que eclosionó definitivamente en el siglo XX con obras historiográficas particulares de las principales literaturas: cebuana48, bicolana49, pampanga50, ilocana51, ilonga52, waray53 y chabacana54. 46
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En este escenario es donde se encuentra también en la actualidad la literatura filipina en español, en el espectro de las numerosas literaturas marginadas y condenadas a la diglosia por la preponderancia del inglés como lengua culta y del filipino como lengua nacional. La historiografía general de las epopeyas filipinas se completa con E. Arsenio Manuel, “A Survey of Philippine Epics”, en Asian Folklore Studies, 22 (1963), pp. 1-76; Nicole Revel (ed.), Literature of Voice. Epics in the Philippines, Quezon, Ateneo de Manila, 2005; y Grace Nono, The Shared Voice Chanted and Spoken Narratives from the Philippines, Manila, Anvil, 2008. Son de especial relevancia los trabajos realizados por la investigadora francesa Nicole Revel, en razón de lo cual el Archivo de la Universidad Ateneo de Manila en Quezon posee el mayor registro audiovisual del patrimonio oral filipino, fondo conocido como Philippine Oral Epics (actualmente en proceso de digitalización). Cf. Resil B. Mojares, Cebuano literature: a survey and bio-bibliography with finding list, Cebú, Universidad de San Carlos, 1975; AA. VV., Cebuano Poetry / Sugbuanong Balak until 1940, Cebú, Cebuano Studies Center, 1988; AA. VV., Dulaang Cebuano, Quezon, Ateneo de Manila, 1997. Cf. María Lilia F. Realubit, Bikol Literary History, [s.l.], [s.n.], [s.a.]; Paz Verdades M. Santos, Maharang, Mahamis na Literatura sa mga Tataramon na Bikol (Spices and Sweets: Literature in the Bikol Languages), Manila, Universidad de la Salle & Veepress, 2010. Cf. Rosalina Icban-Castro, Literature of the Pampangos, Manila, University of the East Press, 1981; Edna Z. Manlapaz, Kapampangan literature: a historical survey and anthology, Quezon, Ateneo de Manila, 1981; Evangelina Hilario-Lacson, Kapampangan writing: a selected compendium and critique, Manila, Instituto Histórico Nacional, 1984. Cf. Leopoldo Y. Yabes, A brief survey of Iloko literature from the beginnings to its present development, with a bibliography of works pertaining to the Iloko people and their language, Manila, [el autor], 1936. Cf. Lucila V. Hosillos, Hiligaynon literature: texts and contexts, Quezon, Aqua-Land Enterprises, 1992; también por Hosillos hay que señalar la obra crítica sobre literatura hiligaynon más
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Finalmente, se trata de literaturas con escasísimas posibilidades de difusión, al existir tan sólo semanarios divulgativos para las principales lenguas (Liwayway para tagalo, Bannawag para ilocano, Bisaya, e Hiligaynon), y prácticamente nada para el resto de lenguas. Aún así, las literaturas regionales están en proceso de expansión y son cada vez más numerosas las publicaciones e incluso los premios literarios, como el «Premio Tomás Arejola para sa Literaturang Bikolnon»55. VI. OTRAS LITERATURAS FILIPINAS
El cuadro de las literaturas filipinas lo completan las obras generadas por influencia de las dos grandes civilizaciones asiáticas llegadas al archipiélago antes de la española: la islámica y la china. Por «Literatura islámica filipina» se entiende la literatura de naturaleza islámica del archipiélago Filipino56. En este sentido, la literatura propiamente de los grupos etnolingüísticos islamizados en el archipiélago Filipino no tiene por qué ser de contenido islámico. Más bien al contrario, mucha de esta literatura y tradiciones orales suele reflejar un mundo preislámico. Así, el estudio de la literatura de las comunidades islámicas en Filipinas se ha desarrollado como el resto de literaturas regionales, hablando por consiguiente de “literatura tausug”, “literatura maguindanao”, “literatura maranao”, etc. De forma general y en extensión, también podría llamarse «Literatura mora», en virtud de que la comunidad islámica filipina se designa genéricamente con el término de “moros”.
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ambiciosa, la edición, traducción y estudio de Juanita Cruz en tres volúmenes: Juanita Cruz: Nobela nga Nasulat sa Panugiron kag sa Binisaya nga Hiligaynon; Juanita Cruz: A Novel, traducida por Ofelia Ledesma Jalandoni; Interactive Vernacular, National Literature: Magdalena G. Jalandoni’s Juanita Cruz as Constituent of Filipino National Literature, Quezon, Universidad de Filipinas, 2006. Cf. Gregorio C. Luangco, Waray Literature: An Anthology of Leyte-Samar Writings, Tacloban, Divine Word University Publications, 1982; Victor N. Sugbo, Tinipigan: An Anthology of Waray Literature, Manila, National Commission for Culture and Arts, 1995. Cf. Orlando Cuartocruz (dir.), Zamboanga Chabacano Folk Literature, Zamboanga, Western Mindanao State University, 1992. Como muestra, mencionamos que en 2006 la obra ganadora fue la de Jaime Jesús U. Borlagdan, Que lugar este, Tabaco, Suralista Press, 2009. Puede verse que, los numerosos hispanismos de las lenguas filipinas hacen de las literaturas regionales un verdadero mosaico cultural. Véase nuestro trabajo “Philippine Islamic Manuscripts and Western Historiography”, en Manuscripta Islamica: International Journal for Oriental Manuscript Research, San Petersburgo, Peter the Great Museum of Anthropology and Ethnography, 16-2 (2010), pp. 3-28. Las tres principales obras historiográficas de la literatura islámica filipina son: Juan R. Francisco, “Islamic Literature in the Philippines”, Solidarity, 10 (1976), pp. 18-39; Samuel K. Tan, The Development of Muslim Literature, [s.l.], [s.n.], 1978; y Nagasura T. Madale, “A Preliminary Classification of Muslim Literature”, en Tales form Lake Lanao and other essays, Manila, NCCA, 2001, pp. 39-70.
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En cuanto a la «Literatura china filipina», hay que entender la escrita por filipinos de origen étnico chino, en lenguas china, española, inglesa o tagala. Se originó con obras en chino57, y en la actualidad empieza a ser abundante de nuevo58. Pero si durante el periodo español la identidad étnica china se subsumía en el conjunto filipino, en nuestros días se pone de manifiesto el hecho diferencial, primero mediante el desarrollo notable de una literatura china filipina de expresión inglesa y, como hemos mencionado, con la proliferación de obras en lengua china59. Sin embargo, no existe todavía un estudio coherente que pueda explicar la singular riqueza de esta literatura china filipina.
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Con dos de los tres primeros incunabula filipinos: 1) Doctrina Christiana en letra y lengua china, compuesta por los padres ministros de los sangleyes, de la Orden de Sancto Domingo. Con licencia, por Keng yong, china, en el parian de Manila, sin fecha; y 2) Hsin-k’o seng shih Kao-mu Hsien chuan Wu-chi t’ien-chu Cheng-chiao chen chuan shih-lu, obra de Juan Cobo con título español Apología de la verdadera religión, fechada en 1593. Por ejemplo Ching Tam Cua, Flores de Mayo: Tatlong Piling Kwento, traducción de Joaquín Sy, Manila, Kaisa Para sa Kaunlaran, 2003. Las obras que explican este decurso son Andrew K. Arriola & Grace C. Pe (eds.), Discovering New Horizons: Anthology of Chinese Filipino Literature in English, Manila, World News, 1989; Shirley O. Lua, An introduction to Chinese-Philippine Drama: A Survey of its Development and Analyses of Four Selected Plays, Manila, Universidad de La Salle, 1995; y Caroline S. Hau (ed.), Intsik: An Anthology of Chinese Filipino Writing, Manila, Anvil, 2000. Una obra transcendental en la consolidación de la literatura filipina escrita en clave china es la de R. Kwan Laurel, Ongpin Stories, Manila, Kaisa Para sa Kaunlaran, 2008.
ANÁLISIS DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA EN BRASIL MARGARIDA MAIA GOUVEIA
ORÍGENES Y PRECURSORES
Los primeros documentos que interesan a los orígenes de la historiografía literaria de Brasil datan del siglo XIX, en pleno Romanticismo, y son ciertamente consecuencia de las preocupaciones nacionalistas dominantes en la época. Se trata de estudios realizados por europeos, Geschcichte der Poesie und Beredsamkeit seit dem ende des 13 Jahrhunderts, del alemán Freidrich Bouterwek (1805), y la Histoire de la littérature du Midi en Europe, del suizo Simonde de Sismondi (1813), monografías ambas generalistas que, a pesar de, o precisamente por ello, recogen básicamente referencias de los autores naturales de Brasil. A estas obras sucede la aportación de Almeida Garrett, figura cumbre del Romanticismo portugués, quien llega a llamar la atención y tener conciencia de la existencia de una producción literaria “nacional”, “legítima americana”, poniendo como ejemplo O Uruguai, de Basilio de Gama. Aunque en el título de su trabajo, “Bosquejo da historia e da poesia em língua portuguesa” (introducción a Parnaso lusitano ou poesias selectas dos autores portugueses antigos e modernos ilustradas com notas), fechado en 1826, no aparezca referencia expresa a la existencia de una literatura autónoma, Garrett insta a los brasileños al propósito de crear una literatura original. En el mismo año de 1826, Ferdinad Denis, un francés que había vivido en Brasil, ya intuye una literatura brasileña separada de la portuguesa. Conviene recordar que Denis ejerció una notable influencia dinamizadora sobre los románticos brasileños, proporcionándoles el estímulo y el fundamento para la creación una literatura propia y original. Es más, puede ser considerado uno de los mentores del indianismo romántico. En Résumé de l’histoire littéraire du Portugal suivi du résumé de l’histoire littéraire du Bresil, escribe: “Cuando los pueblos han dicho: nosotros queremos ser nosotros mismos; cuando han experimentado el sentimiento de su propia fuerza, hemos comprendido que podían convertirse en poderosos rivales, y hemos querido co-
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nocerlos”.1 Para Denis era evidente que estaba surgiendo una conciencia de identidad nacional que se reflejaba especialmente en la literatura. Esta constatación confería dignidad a la producción literaria brasileña al compararla con otras literaturas sobradamente reconocidas. Estas ideas sirvieron de fermento a una significativa actividad literaria en favor de una literatura y cultura brasileñas, de hipervalorización de lo propio, dando origen a antologías de poesías, los denominados florilegios o parnasos, con prólogos doctrinarios. Es el caso, entre otros, del Florilegio da poesia brasileira (1850-1853), de Francisco Adolfo de Varhnagen (considerado por Afrânio Coutinho, el padre de la historiografía literaria en Brasil), que presenta una buena organización e información rigurosa y elaborada. Más ejemplos son los constituidos por ediciones y reediciones de textos varios, diccionarios bibliográficos, pequeñas historias literarias y ensayos críticos centrados en aspectos del nacionalismo. En este caso son los periódicos, dentro o fuera del país, los que recogen verdaderos manifiestos románticonacionalistas, exhortando a liberarse de las directrices y preconceptos de la vieja Europa. Paradigmáticos son, en este sentido, “Ensaio sobre a história da literatura no Brasil” (1836), de Domingos Gonçalves de Magalhães, publicado en la revista Nitéroi (Paris), así como “Da nacionalidade da literatura brasileira”, de Santiago Nunes, publicado algunos años después (1843, Minerva Brasiliense, Río de Janeiro). Las décadas siguientes alimentarían los mismos propósitos nacionalistas, imprimiendo cuño didáctico a las obras de historicismo romántico: Curso elementar de literatura nacional (1862), de Joaquim Caetano Fernandes Pinheiro, Curso de literatura brasileira (18661873), de Francisco Sotero dos Reis. Es de notar la visión conjunta de las dos literaturas, aunque resalta ya en estas obras un concepto de la autonomía de ambas. Merece también referencia la História da literatura brasileira (curiosamente publicada por capítulos en la Revista Popular entre 1859 y 1862), de Joaquim Norberto de Sousa Silva. Y sería en esta misma década de los 60 cuando vería la luz la primera obra dedicada exclusivamente a la historia de la literatura brasileña: Le Brésil littéraire- Histoire de la littérature brésilienne (1863), del austriaco Ferdinand Wolf. Es evidentemente subrayable que, en esta fase aún de los inicios, el estímulo para la construcción de una historia literaria específicamente brasileña provenga de un extranjero. EMANCIPACIÓN Y CAMBIO
Las últimas décadas del siglo XIX dictarían nuevos rumbos, consecuencia del positivismo, del evolucionismo y del determinismo. Sílvio Romero lo dota de expresión teórica en su História da literatura brasileira (1888), la 1
París, Lecointe et Durey, 1826, p. V.
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primera obra de este tenor publicada en Brasil. El autor, crítico literario, filósofo, poeta, político y reconocido polemista, sustenta un modelo sociológico positivista, según el cual en el mestizaje reside la “genuina formación histórica brasileña”2, siendo incluso “la forma nueva de […] diferenciación nacional”3. En su formación positivista, Romero prefiere dar más importancia al gen y a la raza, que al medio, que, como es sabido, tiene la importancia que le confirió Taine. El estudio historiográfico que presenta revela sobre todo preocupaciones con una interpretación inclusiva de la cultura. Así, el principio orientador de la lectura de los textos literarios toma “la formación y el carácter nacionales como medida de valor estético”.4 En este periodo del ochocentismo la historia literaria refleja, pues, aspiraciones de autonomía, imponiendo un criterio de representatividad de lo nacional a la crítica de las obras, autores, e incluso a la periodización. Es la representación de la nación el filtro que legitima una expresión literaria propia y una cronología histórico-literaria que consagra el Romanticismo como momento inaugural de la literatura nacional. “En ese sentido, la elaboración de una historia literaria era percibida […] como trazo identificador de madurez intelectual de la nación”.5 Contemporáneo de Romero, José Veríssimo (História da literatura brasileira, 1916), dando continuidad a la actividad crítica de sus Estudos de literatura brasileira (seis series, 1901-1907), defiende una trayectoria históricoliteraria que se apoya en dos ejes interconectados. En primer lugar, se refiere al concepto artístico de literatura como arte literaria (esto le lleva a excluir de la “Historia de la literatura brasileña todo aquello que bajo esta luz no deba considerarse literatura”6) que el autor articula con la defensa de la función humanizadora de la literatura (legado de Gustave Lanson, importante referencia para Veríssimo), perspectiva que António Cândido, años más tarde, retomaría, insistiendo en el papel de la literatura en la “adquisición del saber”, en la “capacidad de penetrar en los problemas de la vida”7. En segundo lugar, Veríssimo argumenta a favor de la autonomía de la literatura brasileña, estableciendo la distinción entre periodo colonial y periodo nacional (admitiendo, sin embargo, un periodo de transición), y haciendo coincidir el marco político con el literario. Estos presupuestos dirigieron la organiza2 3 4
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Río de Janeiro, Garnier, 1888, p. 54. Ibid., p. 75. Benedito Nunes, “Crítica literária no Brasil, ontem e hoje”, A clave do poético, São Paulo, Companhia das Letras, 2009, p. 48. Alexandre Barbosa, “A historia da literatura brasileira de José Veríssimo”, Alguma Crítica, São Paulo, Ateliê Editorial, 2002, p. 114. História da literatura brasileira. De Bento Teixeira (1601) a Machado de Assis (1908), 4ª ed. Brasília, Ed. da Universidade de Brasília, 1963, p. 12. A ese respecto, véase “O direito à literatura”, Vários escritos, 3ª ed. rev. y ampliada, São Paulo, Duas Cidades, 1995.
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ción de la História, justificando la metodología selectiva y crítica seguida por el autor (en oposición a las listas exhaustivas y acríticas que predominaban hasta entonces). Esta actitud crítica vino a persistir como canon. En una visión de conjunto, la História revela un “eclecticismo humanístico” (Alfredo Bosi), que no rompe totalmente con los paradigmas de la formación positivista de su autor, guiándose por el criterio de la nacionalidad pero, al mismo tiempo, revelando una apertura a las nuevas propuestas de la crítica postpositivista. Veríssimo anticipa así lo sobresaliente de la especificidad de lo estético y un método crítico los cuales tendrán un valor creciente en las propuestas sucesivas. Estas son, pues, importantes contribuciones, la de Sílvio Romero y la de José Veríssimo (sin olvidar Machado de Assis y su pensamiento sobre “Instinto de nacionalidad”), en la evolución y consolidación de los estudios de historiografía literaria en Brasil, que, por lo demás, encontrarían ya durante todo el siglo XX sus más decantados cultivadores. En la visión global del proceso literario como un todo orgánico, los historiadores de la primera mitad del siglo no se distancian de una historiografía ecléctica, como es el caso de Araripe Jr. en varios textos ensayísticos (no escribió propiamente una historia de la literatura), Ronald de Carvalho, Pequena história da literatura brasileira (1919), Artur Mota, História da literatura brasileira (1930) o José Osório de Oliveira, História breve da literatura nacional (1939). Paralelamente, y en una especie de retorno al historicismo del siglo XIX, Nelson Werneck Sodré publica História da literatura brasileira. Seus fundamentos económicos (1938), defendiendo una óptica marxista que cosifica lo social, tratando lo literario a la luz de los principios de la sociología positiva. Conviene subrayar que estos historiadores muestran su apertura a posiciones crítico-estéticas que surgían en el universo literario internacional (incluyendo las conquistas del Modernismo del 22 en Brasil), manteniéndose, mientras tanto, complacientes con un modelo historiográfico todavía “sociológicamente orientado”, expresión de Cândido8. Así, los marcos y la designación de los periodos literarios continúan encontrando correspondencia en los hechos políticos, sociales y cronológicos: “iniciación”, “formación”, “colonial”, “autonomía”, “desenvolvimiento autonómico”, “nacional”. Una nueva fase tiene su inicio con la década de los 50. El nuevo paradigma crítico, que acentuaba tendencias formalistas, obligaba a una nueva concepción de hacer historia literaria relegando a un segundo plano la información biográfica e histórica. En efecto, la historiografía literaria reconsidera conceptualmente las viejas cuestiones sobre lo nacional, literatura y nación, texto y contexto. Varios título fueron surgiendo: Wilson Martins, A 8
“Literatura e sociedade: estudos de teoria e história literária”, 6ª ed., São Paulo, Ed. Nacional, 1980, p. 7.
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crítica literária no Brasil (1948), António Soares Amora, História da literatura brasileira (1954), Alceu Amoroso Lima, Introdução à literatura brasileira (1956), Afranio Coutinho, A literatura no Brasil (6 vols. 1955-1959; 4ª edición 1997), Otto Maria Carpeaux, História da literatura ocidental (escrita en la década de los 40 pero publicada en 1958), y António Cândido, Formação da literatura brasileira: momentos decisivos (1959; 12ªed. 2009), entre otros. Contemporáneo del formalismo ruso, del “new criticism”, de la estilística española, en fin, de la “nueva crítica”, Afrânio Coutinho contrapone a una “historia literária histórica” (romeriana) una “escuela estética y el método estético y crítico”, como claramente explicita en la introducción a su obra historiográfica. Con la intención de infundir nuevos rumbos a la historiografia literária en Brasil, establece la relación entre periodización (recurriendo a las categorías convencionales histórico-estilísticas de Barroco, Neoclasicismo, Romanticismo, Realismo, Parnasianismo, Simbolismo, Modernismo) y descripción de los géneros, procurando “enfatizar la relación de los textos y conceptos literarios con la historia literária”9. A pesar de que la aproximación ecléctica parece persistir en varios momentos, es justo reconocer la validez didáctica de las monografías críticas, firmadas por especialistas y coordinados por Afrânio Coutinho, las cuales cubren el vasto periodo que va del Barroco a la literatura contemporánea, trabajo notable que alcanzó seis volúmenes. Debe otorgarse merecida relevancia a las contribuciones de Otto Maria Carpeaux y António Cândido. De hecho, según Alfredo Bosi, estos dos autores son ejemplos paradigmáticos de obra individual. La “matriz de ambos es el historicismo y, particularizando, el culturalismo”10. En lo que respecta particularmente a Cândido, el prestigioso historiador y crítico de la literatura valora el cruce de la cultura con la estética, reconociendo que “Formação da cultura brasileira templa la consideración de los mecanismos de la cultura con la valoración estética de la obra individual, expresiva, densa de significado”11. En realidad, el presupuesto esencial que Cândido subraya es el de la literatura como sistema simbólico, entendido éste como “una continuidad ininterrumpida de obras y autores, sabedores casi siempre de integrar un proceso de formación literaria”12. Explicitando los sentidos de formación y 9
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Afrânio Coutinho (dir. de; co-dir. de Eduardo de Faria Coutinho), “Historiografía literária em novo rumo”, A Literatura no Brasil, 4ª ed. rev. y actualizada, São Paulo, Global Ed., 1997, p. 295. “Por un historicismo renovado: reflexo e reflexão em história literária”, Literatura e resistência, São Paulo, Companhia das Letras, 2002, p. 32. Ibid., p. 41. “Literatura como sistema”, Formação da literatura brasileira (Momentos decisivos), 4ª ed., Vol. I., São Paulo, Martins Editora, [s.f.], p. 25.
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momentos decisivos, esclarece que los denominadores comunes que unen las obras están constituidos por características internas (lengua, temas, imágenes) y elementos de cariz social y psíquico, en permanente interacción (productores, receptores, mecanismo transmisor). Este concepto estructurador de la visión de Cândido le hace considerar sólo como “manifestaciones literarias” las obras surgidas hacia mediados del siglo XVIII, porque no aparecen integradas en una tradición continua, omitiendo en su estudio toda la vida cultural de los primeros siglos (aspecto que mereció por parte de la crítica algunas objeciones, como por ejemplo la de Haroldo Campos, quien habla de “secuestro del Barroco”13). El teórico de la formación de la literatura en Brasil vendría, en los años 60, a profundizar en sus concepciones, argumentado contra visiones disociadas que consagraban ora factores externos, ora factores internos a la obra literaria. Insiste en la conexión recíproca que envuelve las relaciones literatura/sociedad, estética/historia, afirmando pragmáticamente que el abordaje de la obra literaria debe fundir “texto y contexto en una interpretación dialécticamente íntegra”14. En Otto Maria Carpeaux y Antônio Cândido, según sintetiza Bosi, “toma forma una nueva historiografía, para la cual la historia de las expresiones simbólicas se abre a dimensiones existenciales y culturales propias no reducidas a la condición de alegorías ideológicas”15. A partir de la década de los 70, cabe mencionar otras contribuciones fundamentales que privilegian un equilibrado diálogo entre reflexión crítica y perspectiva histórica, de los cuales son buen ejemplo: el mencionado como crítico de la historiografía literaria Alfredo Bosi, História concisa da literatura brasileira (1970; 43ª ed., 2006); José Guilherme Merquior, De Anchieta a Euclides. Breve história da literatura brasileira-I, Río de Janeiro, José Olympio Editora (1997, no obstante los límites cronológicos que el título indica); Luciana Stegnano Picchio, História da literatura brasileira, Rio de Janeiro, Nova Aguilar (1991); José Aderaldo Castello, A literatura brasileira. Origens e unidade (2 vols., 1999), estudio publicado cerca de tres décadas después del monumental trabajo en quince volúmenes sobre O movimiento academicista no Brasil (1641-1820/1822), y que representa un corpus fundamental para el conocimiento de la producción barroca y neoclásica. Debemos asimismo señalar la reedición de los varios volúmenes de la História da literatura brasileira, de Massaud Moisés (6ª ed., 2001), Joaquim Norberto de Sousa Silva, História da literatura brasileira e outros ensaios 13
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Cf. O sequestro do barroco na formação da literatura brasileira: o caso de Gregório de Matos, Bahia, Fundação Casa Jorge Amado, 1989 [1ª ed., 1962]. Una versión de este escrito de Haroldo de Campos puede leerse en P. Aullón de Haro (ed.), Barroco, Madrid, Verbum/CondeDuque, 2004. Literatura e sociedade: estudos de teoria e história literária, ed. cit., p. 4. “Por um historicismo renovado: reflexo e reflexão em história literária”, ed. cit., p. 53.
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(2002) y, más recientemente, la Breve história da literatura brasileira, de Érico Veríssimo (2005) así como la História da literatura brasileira, de Carlos Nejar (2007). También es muy de considerar la História da inteligência brasileira (7 vols., 1977-1979), de Wilson Martins, una aproximación que sobrevalora lo cultural, y cuya originalidad deriva del tratamiento temático y no cronológico de los autores y obras, mezclando temas y obras, temas científicos, sociales, religiosos, doctrinales, obras de naturaleza científica, literaria, y artística. Del vasto panorama trazado, emerge la intencionalidad de presentar criticamente la evolución de la “inteligencia brasileña”, yendo desde “los albores de la Historia” y desde “el héroe nacional o la conciencia de patria” hasta las “estructuras del pensamiento y de la historia” e incluso los “nuevos retratos de Brasil” en el siglo XX, según acertadamente titula algunos capítulos. Puede apreciarse a través de lo descrito, y superada la fase antológica y bibliográfica (romántico-nacionalista), una pluralidad de aproximaciones histórico-literarias, siendo de destacar que los autores más representativos intentan la articulación lo literario con una visión cultural, bien historicista antropológica (Sílvio Romero), ecléctica, acentuando la vertiente políticonacionalista (José Veríssimo, Araripe Jr., Ronald de Carvalho), económica (Nelson Werneck Sodré), estética (Afrânio Coutinho), o estéticosocial/estético-cultural (Otto Maria Carpeaux, António Cândido, Alfredo Bosi). En este panorama general de la historiografia literaria de Brasil, se configura como fundamental el papel de Sílvio Romero (s. XIX) y el de António Cândido (s. XX). Con el primero “nace” una historia literaria nacional y con pretensiones “científicas”; con el segundo, la literatura es observada como sistema, contemplando su carácter bisémico, dinámico o histórico, estático o ahistórico. Común a estos dos autores es el rumbo hacia la conquista de una identidad, lo que daría origen no sólo a las Histórias da literatura temáticamente autónomas y distintas de la Historia de Brasil, sino también a reflexiones, debates y ensayos críticos. Deben destacarse en nuestros días los nombres imprescindibles de un clásico como Alfredo Bosi, y los de Alexandre Barbosa, Benedito Nunes y Luiz Costa Lima. Además de las Histórias de ámbito nacional, también surgieron elaboraciones historiográficas regionales o locales, empeñadas en reconocer diferentes comunidades culturales en un Brasil híbrido, entre las que podemos mencionar, tras el comienzo del siglo XX, A literatura sergipiana (Leônidas Prado Sampaio, 1908), y, en razón de la importancia de su autor, A história da literatura baiana (Pedro Calmon, 1949). Con ciertas renovaciones de los criterios acerca de la literatura occidental, se han considerado nuevas perspectivas y temáticas y modas culturales de
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importanción anglosajona, ligadas por ejemplo a los aspectos relativos a las etnias minoritarias; al igual que, por outra parte, el tratamento de la literatura em tanto que industria cultural. Todo esto es relativo sin duda a tendencias contemporáneas al igual que plantea incógnitas en lo relativo al futuro de la historiografia literaria y las ciencias humanas en general. (Traducción de Francisco Javier Varela Pose)
HISTORIOGRAFÍA ÁRABE ISLÁMICA (SIGLOS XVIII-XX). PERSPECTIVA ESPAÑOLA Y EUROPEA ANTONIO CONSTÁN NAVA
1. INTRODUCCIÓN
Abordar la historia que se encarga de la Historia del mundo árabe, tanto medieval como contemporáneo, requiere varias perspectivas. Por un lado, la historiografía del mundo occidental sobre dicho objeto; por otro, la historiografía que parte del propio lugar del objeto de estudio1, la cual en ciertos casos se vincula al llamado “orientalismo”. El corpus de documentos correspondiente, que exige un acercamiento desde uno o varios prismas de observación2, es relativo a una historiografía árabe caracterizable no ya como disciplina de una cultura y lengua sino que por necesidad a atiende varios campos entrecruzadamente históricos, ya etnográfico, genealógico, geográfico, o narrativo3. Como diría Sauvaget, el investigador de materia histórica islámica se enfrentará a valores, geografía y cronologías muy dispares4 . También cabe preguntarse de dónde nace el interés hacia este objeto; un interés que, al decir de Abdeslam Cheddadi, es tras la Edad Media privilegiado por Occidente más allá de cualquier otro no europeo5. Pero el hecho en general es que, aparte ciertas cuestiones restringidas de lengua o, por otro lado muy distinto, de cariz político, el arabismo
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Es de lectura obligada Youssef M. Choueri, Modern Arab Historiography. Historical discourse and the nation-state, Londres, Routledge, 2003. Pedro Martínez Montávez, “El orientalismo a contraluz”, Pensando en la historia de los árabes, Madrid, Cantarabia, p. 220. Cf. Manuela Marín, “Arabistas en España: un asunto de familia”, Al-Qanṭara, XIII, Madrid, CSIC, 1992, pp. 380-381; Eduardo Manzano, “La creación de un esencialismo: la historia de al-Andalus en la visión del arabismo español”, Orientalismo, exotismo y traducción, coord. Gonzalo Fernández Parrilla y Manuel C. Feria García, Cuenca, Universidad de Castilla la Mancha, 2000, p. 37. J. Sauvaget, Introduction à l´histoire de l´orient musulman, éléments de bibliographie, París, Libraire d´Amérique et d´orient, 1961, p. 13. Abdeslam Cheddadi, “L’Islam comme objet d’histoire en Occident du XVe a la première moitié du XXe siècle”, Hespéris-Tamuda, Vol. XXXIII, Rabat, Université Mohamed V, 1995, p. 73. Además, en Pedro Martínez Montávez, Ob. cit., pp. 220-222.
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se ha desenvuelto dominantemente como una suerte de amplia historia de la cultura y el saber, de las letras y las ciencias. Conceptos como orientalismo, africanismo y arabismo, a veces utilizados como sinónimos pero que responden a significado distinto6, adquieren su sentido a partir del siglo XVIII en una Europa que comienza a observar a ese vecino al que hay que acercarse para garantizar una estabilidad diplomática y comercial, nacida en interés y beneficio del avance colonial en el cual se vieron inmersos los gobiernos europeos7. Es un acercamiento en el que algunos autores, como Bernabé López, advierten un cierto grado de paternalismo8: “El orientalismo, el arabismo, son percibidos como una prueba evidente de la madurez de algunos países europeos, dispuestos a ‘deponer sus antiguos rencores’ de raza”9. Pero resulta cuando menos lógico un acercamiento al otro10 que por lo demás debería ser recíproco, si bien terminó siendo más una relación desde Europa hacia los países árabes islámicos: una relación “directa, constante y permanente, refrendada no sólo por los indiscutibles testimonios de la geografía y de la historia, sino promovida también en gran parte, y justificada por ello en origen, por la propia naturaleza de ambos fenómenos”11. En el presente estudio nos proponemos mostrar la evolución de la historiografía sobre el mundo árabe e islámico producida en España y en el resto de Europa desde el siglo XVIII hasta comienzos de los años ochenta del siglo XX.
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Para esos términos, Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo en España: radiografía y diagnóstico de un gremio escaso y apartadizo”, Monográfico Africanismo y Orientalismo en España (1860-1930), Awrāq, Madrid, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, vol. XI, 1990; y Manuela Marín, “Arabistas en España…” Ob. cit., p.379. Lucette Valensi, “Histoire et anthropologie des pays d´Islam : fission et fusión”, L´Anthropologie en France, situation actuelle et avenir, Colloques internationaux du CNRS, nº 573, Paris, Centre National de la Recherche Scientifique, pp. 130-131 apud Abdeslam Cheddadi, “L’Islam comme…” Ob. cit., p. 73. En nota a pie de página, G. H. Taboada, Hernán, “Un orientalismo periférico: viajeros latinoamericanos 1786-1920”, Estudios de Asia y África, vol. 33, núm. 106 (mayo-agosto 1998), Colegio de México, 1998, p. 285. Bernabé López García, El Islam en la Historia de España, en Id. (ed.), Madrid, Fundación Tavera, 1999, p. 10. Cf. James T. Monroe, Islam and the Arabs in Spanish Scholarship (Sixteenth Century to the Present), Leiden, Brill, 1970. Pedro Martínez Montávez, “Europa en el Islam”, Pensando en la historia de los árabes, Madrid, Cantarabia, 1994, p. 108. Cf. Ron Barkai, Cristianos y musulmanes. El enemigo en el espejo, Madrid, Rialp, 1984; Bernabé López García, Orientalismo e ideología colonial en el arabismo español (1840-1917), Universidad de Granada, 2011. Pedro Martínez Montávez, “Europa en el Islam…, Ob. cit., p. 107. También el art. de Nour Eddine Affaya: “Occidente en el pensamiento árabe moderno”, Colección Dossier-Daftar, núm. 3, Barcelona, Centre d’Informació i Documentació Internacional CIDOB, 1995.
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2. EL ARABISMO ESPAÑOL MODERNO
Siguiendo palabras de Krauss: “España ha tenido el honor de haber sido el primer país del mundo que construyó el corpus de su literatura medieval desde un punto de vista científico”12. Al tiempo que Europa buscaba descubrir e integrar sus colonias orientales, los eruditos españoles enfocaron sus esfuerzos en asimilar un pasado árabe islámico mucho más cercano y que no debían integrar dentro de sus fronteras, pues éste había vivido dentro durante siglos. A mitad del siglo XVII el Padre Burriel afirmaba que “España debía tomarse este estudio por necesidad (el de la lengua árabe), porque los españoles fueron, o se hicieron, los moros que nos dominaron por más de 700 años”13. Los esfuerzos de aquellos eruditos del XVII y, sobre todo, del XIX, han servido para contribuir a ubicar a España en la Historia y en otras ramas del saber. Ha sido ésta una asunción del pasado no realizada ni mucho menos de manera uniforme ni general pues, como afirma el Prof. Franco, “para asumir cualquier realidad, personal o colectiva hay que ser conscientes de la misma. Para ello, previamente la sociedad tiene que haberse concienciado de la existencia real de un pasado islámico. Luego, este pasado ha de ser percibido adecuadamente, y finalmente, en un último estadio, ha de ser asumido”14. Dicha asunción del pasado árabe e islámico por parte de la historiografía nacional fue discontinua, y es posible en ello distinguir dos etapas: una primera, marginada, cuyo objetivo es la búsqueda de la revalorización del pasado islámico de la península; y una segunda, tras la guerra civil, cuando el régimen del general Franco busca “aliados”, que sería comienzo de un “esplendor” cultural respecto de ese mundo árabe15 islámico, el cual ya no sólo se encuentra en un pasado nacional sino que es el vecino de enfrente. La reconstrucción de la historia de la península Ibérica en su época musulmana fue asunto polémico ya desde sus inicios, remontable a fines del 12
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Emilio Mitre Fernández, “La historiografía sobre la Edad Media”, Historia de la historiografía española, coord. José Andrés-Gallego, Madrid, Encuentro, 1999, p. 82. Es relevante acudir al material epistolar de los investigadores: Manuela Marín et al., Los epistolarios de Julián Ribera Tarragó y Miguel Asín Palacios, Madrid, CSIC, 2009. Andrés Marcos Burriel, “Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras”, en A. Echanove, La formación intelectual del P. Andrés Marcos Burriel (1731-1750), Madrid, CSIC, p. 318, apud Aurora Rivière Gómez, Orientalismo y nacionalismo español. Estudios árabes y hebreos en la Universidad de Madrid (1843-1868), Madrid, Instituto Antonio de Nebrija, 2000, p. 30. Francisco Franco-Sánchez, “La asimilación del pasado árabe e islámico en España”, Encuentro Islamo-Cristiano, Serie D: Islam, 324, abr. (1999), Madrid, Centro Darek-Nyumba, 1999. Miguel Hernando de Larramendi, “El instituto hispano-árabe de cultura y la política exterior española hacia el mundo árabe”, Ayeres en discusión [Recurso electrónico]: temas clave de Historia Contemporánea hoy, (coord.) Mª Encarna Nicolás Marín y Carmen González Martínez, Murcia, Asociación de Historia Contemporánea, 2008.
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siglo XVIII, momento en que se puede establecer el comienzo del orientalismo moderno español “en su faceta árabe”, alejado de “aquel viejo orientalismo apologético y misional del medievo y Renacimiento”16. Fue un momento en el que hubo que lidiar con una censura gubernamental histórica muy arraigada en el imaginario hispánico, mediante una labor de rehabilitación de lo árabe, esfuerzo con el que se comenzó a imaginar otra lectura de la historia17. Será el interés político condicionado por la necesidad de una política mediterránea y norteafricana de los Borbones (que implantaron en España algunos de los modelos políticos y culturales de su país de origen)18, así como el redescubrimiento de nuestro Oriente doméstico19, aquello que fomentará una afición oriental a partir de los reinados de Fernando VI y Carlos III, dándose una cierta simultaneidad en la aparición de dos fenómenos culturales: el orientalismo20 de un lado y la arqueología andalusí de otro21. Si iniciaría de este modo el germen de los estudios árabes en España en época contemporánea22, produciéndose una paradoja en cuanto a la percepción de la Edad Media en la España de los Borbones (y, anteriormente, con los Austrias), que osciló entre dos polos opuestos. Por un lado, el prejuicio ideológico; por otro, el acercamiento científico y erudito23 de mano de la reformulación histórica de un pasado arábigo peninsular alejado de ese orientalismo colonialista que se estaba desarrollando en el resto de Europa, en países como Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, Holanda, Rusia, y que
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Bernabé López García, “Arabismo y Orientalismo en España: radiografía y diagnóstico de un gremio escaso y apartadizo”, Africanismo y Orientalismo en España (1860-1930), Awraq, Madrid, Instituto Hispano-Árabe de Cultura, vol. XI, 1990, pp. 35-69. Bernabé López García, El Islam en la Historia de España…, Ob. cit., p. 1. Emilio Mitre Fernández, Ob. cit., p. 81. Pedro Martínez Montávez, “El orientalismo a contraluz…, Ob. cit., p. 219: “Es evidente que no fue sólo el solar hispánico el único, entre los europeos, que resultó de ese singular cruce con lo árabe-islámico […] Pero no lo es menos también que en el solar hispánico precisamente este fenómeno alcanzó un rango, un cuño, un marchamo y categoría incomparables.” Manuela Marín, “Orientalismo en España: estudios árabes y acción colonial en Marruecos (1894-1943)”, Hispania, Revista Española de Historia, 2009, vol. LXIX, num. 231, eneroabril, Madrid, CSIC, pp. 117-146, especialmente p. 118: “Es notable señalar la resistencia de los orientalistas españoles a ser calificados como tales […] escogieron la denominación de “arabismo” para su campo de estudio, que se dedicaba preferentemente al pasado árabe-islámico de la Península Ibérica.” Bernabé López García, “Arabismo y Orientalismo…”, ob. cit, p. 41. Miguel Hernando de Larramendi y Bárbara Azaola, “Los estudios sobre el Mundo Árabe contemporáneo y el Mediterráneo en España”, Encuentro Investigando el Mediterráneo: un Encuentro hispano-británico de expertos en el Mediterráneo y el Mundo Árabe, Barcelona 1011 de marzo de 2006., Barcelona, Centre d’Informació i Documentació Internacional CIDOB, 2006, pp. 87-148. Emilio Mitre Fernández, Ob. cit., p. 84 y Eduardo Manzano Moreno, “La creación de un esencialismo…” Ob. cit., p. 26.
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en muchas ocasiones fue acusado de carácter etnocentrista y apartado de la corriente oriental que se desarrollaba más allá de las fronteras españolas24. La Edad Media se convirtió en el objeto de investigación histórica principal y esta reconstrucción de la España musulmana no fue un asunto exento de polémica, pues se hizo necesario “levantar una censura, rehabilitar lo árabe, para así imaginar otra lectura de la historia”25. Donde el hecho del 711 había de enfrentarse no sólo desde las fuentes latinas, entrando en juego las aportaciones fundamentales del arabismo español dentro de la historiografía nacional, cuyos miembros jugaron el papel de identificadores y definidores del ser español durante todo el siglo XIX26. Esta reformulación del pasado tendrá mucho que ver con la concepción de la construcción ideológica de España como Estado, en la cual había de darse una identificación entre historia y nación facilitada en gran medida por las fuentes directas, fuentes que comenzaron a verse desde un prisma alejado de la simple refutación teológica a la que tan acostumbrada estaba la universidad española cuando hacía uso de las fuentes peninsulares escritas en árabe27. Los historiadores españoles se dieron cuenta de que la investigación dentro y por parte del arabismo se erigiría en fundamental para el estudio del pasado árabe islámico de la península Ibérica, y pronto vería sus notables resultados con los trabajos de arabistas como Conde, Gayangos, Férnandez y González,…28 El arabismo y sus integrantes adquirieron, pues, su papel relevante al ser integrados como miembros activos en el estudio de la Historia de España una vez asumido el pasado árabe como propio. Se convirtieron así en “historiadores lingüistas, cuyos estudios se centraron en el análisis específico de las creaciones de las ‘otras’ culturas peninsulares y en el carácter y alcance de la influencia ejercida por ellas en la (cultura) nacional”29. Previamente, los pensadores ilustrados del XVIII habían hecho un acercamiento a obras árabes en una búsqueda de puntos aprovechables entre ese pasado árabe y su ciencia, para que está pudiera servir para el progreso de la nación. En este caso, fue la agronomía la primera disciplina en la que pusieron su vista estos primeros arabistas modernos30. A esta época corresponden 24 25 26 27 28 29 30
Aurora Rivière Gómez, Ob. cit., pp. 31-32. Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo en España…”, Ob. cit., p.1. Aurora Rivière Gómez, Ob. cit., pp. 19-22. Ibid., pp. 11-17, 26. Ibid., p. 31. Ibid., p. 60. Con la traducción de los caps. 17 y 19 del tratado de Ibn al-Awwām por Miguel Casiri. Cf. Luis Gil Fernández, La cultura española en la Edad Moderna, Madrid, Akal, 2004, p. 452 y Martín Almagro-Gorbea, “Pedro Rodríguez Campomanes y las “antigüedades”“, Campomanes en su II Centenario, Madrid, Real Academia de la Historia, 2003, p. 13; y Bernabé López García, El Islam en la Historia de España…, Ob. cit., p. 3.
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dos figuras clave: el padre Miguel Casiri (1710-1791), que estudiaría las inscripciones de la Alhambra, de la Mezquita de Córdoba y del Alcázar de Sevilla; y José Antonio Conde (1766-1820), reivindicado por unos y denostado por otros. Este último fue quien inició la transición hacia un orientalismo moderno; su Historia de la dominación de los árabes de España supuso un antes y un después en la historiografía hispana “al tomar partido por lo árabe desde un repudio del triunfalismo histórico imperante en España durante más de tres siglos”. Conde aportará con esa visión un adelanto de lo que más tarde sería el debate historiográfico ideologizado, en el que liberalismo y primer arabismo del XIX irían asociados gracias a una actitud de revalorización de lo árabe en clara oposición a una historiografía oficial conservadora: “Los arabistas van a ser vistos por la vieja escuela historiográfica de la Restauración como ‘ese escuadrón de modernos invasores de nuestra historia clásica’”. La aportación de Conde a la historia de la Península será de tal trascendencia que no habrá otra síntesis importante sobre la historia de Al-Andalus hasta la del holandés Reinhardt Dozy publicada en 1861, Histoire des musulmans d´Espagne jusqu’à la conquête de l´Andalousie pour les Almoravides. Caso aparte es el de Juan Andrés (1740-1817), el jesuita ilustrado creador de la Historia literaria universal y comparada (Origen, progresos y estado actual de toda la literatura), quien mantuvo en esa obra excepcional la llamada “tesis arabista”, esto es la precedencia árabe en diversos asuntos de importancia cultural, filosófica y científica, ya se trate del papel de lino, invenciones técnicas, la antigua poesía, la transmisión de la cultura griega a Europa por la cultura árabe a través de España, relativizando así la contribución bizantina, o la creación de los Colegios Mayores. Un paso importante en el campo de la historiografía árabe para superar esa polémica academicista entre los nuevos enfoques y la clásica visión de los medievalistas, será el sucesivo ingreso de varios de estos “modernos invasores” en la Real Academia de la Historia, representando con ello a tres generaciones de arabistas: Francisco Pascual de Gayangos, Fernández y González y Emilio Lafuente Alcántara. Estos ingresos favorecieron, junto con el interés suscitado por la guerra africana de 1859-6031, que la Academia de la Historia crease una comisión dedicada a la publicación de las obras de los historiadores árabes hispanos. De ahí la colección Obras arábigas de historia y geografía iniciada con la crónica árabe anónima del siglo XI, Ajbār Maŷmū‘a32, en edición crítica y traducción de Emilio Lafuente Alcán-
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También fue clave la apertura colonial hacia Marruecos, dando realidad a algo que ya no pertenecía sólo al pasado. Conocido en ese tiempo como el Anónimo de París.
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tara33. También los discursos pronunciados por los arabistas en su ingreso en las Academias fueron de gran valor simbólico, “ya que si bien insisten por un lado en la importancia del árabe y el conocimiento de las fuentes árabes como documento para la historia medieval de España no dejan de subrayar, por otro, las áreas de fusión de las culturas islámica y cristiana, o las aportaciones de la primera a la segunda, como prueba del valor de sus propias investigaciones para la recta interpretación de la historia y cultura nacionales.”34 Fue esencial para la historiografía árabe islámica la recuperación de las fuentes árabes ignoradas hasta entonces, sólo referidas en las diatribas teológicas de siglos anteriores, lo cual modificó la perspectiva del siglo XVIII hacia esos textos, como es el caso de Casiri35. Investigar el pasado árabe e islámico de la península Ibérica era “investigar sobre la lengua, el hábitat. Los usos y costumbres de los árabes […] en definitiva, investigar sobre la propia lengua, el propio medio, los propios usos y costumbres nacionales, después de varios siglos de permanencia […] de los árabes en la Península.”36 Fue una recuperación textual innovadora pues además de mejorar el “historiar de la nación”, rompía con “antiguos prejuicios de origen religioso”37. La aportación de los arabistas de la Facultad de Letras de la Universidad Central fue notable en este trabajo, dificultoso tanto por el desorden de los archivos nacionales como por las trabas mantenidas por los eclesiásticos del más importante depósito, la biblioteca de El Escorial.38 El resultado fue una revalorización del mundo39. Pascual de Gayangos (Sevilla 1809 - Londres 1897) establecío y consolidó los cimientos de la historiografía árabe en España, siendo por ello el primer gran arabista español, además de hispanista y gran bibliógrafo y académico40. Discípulo de Silvestre de Sacy, desarrolló la mayor parte de su vida científica y literaria en Inglaterra41, a donde se trasladó en 1837 como emba33 34 35 36 37 38 39 40
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Bernabé López García, El Islam en la Historia de España…, Ob. cit., p. 11-14. Manuela Marín, Los epistolarios de Julián …, Ob. cit., p. 91-92 Aurora Rivière Gómez, Ob. cit., pp. 39. Ibid., p. 38. Ibid., p. 64. Ibid., p. 42. Ibid., p. 52. Cristina Álvarez Millán, “Pascual de Gayangos y la historia medieval de España”, Espacio, Tiempo y Forma, Serie III, Hª Medieval, t. 17, Madrid, UNED, p. 38. Cf. Ignacio Peiró Martín, “La construcción del archivo nacional español: los viajes documentales de Pascual de Gayangos”, Revista de Historia Jerónimo Zurita, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2008, pp. 225-238. Su obra más importante fue editada en 1840 y 1843: The History of the Mohammedan Dynasties in Spain; extracted from the Nafhu-t-tíb min Ghosni-l-andalusi-r-rattíb wa Táríkh Lisánud-dín ibni-l-Khattíb, by Ahmed ibn Mohammed Al-Makkarí, a native of Telemsán. Translated from the copies in the Library of the British Museum, and illustrated with critical notes on the
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jador. Desde allí exigió a la Administración española la inclusión de la lengua árabe en la enseñanza universitaria: “es no tan sólo esencial, sino aun indispensable para el conocimiento de nuestras antigüedades, la aclaración de varios puntos oscuros de nuestra Historia, y la investigación de los orígenes de la lengua castellana”42. Las pretensiones de Gayangos se vieron cumplidas con el establecimiento de una cátedra de árabe en la Universidad de Madrid, ocupada por él mismo a partir de 1844. En los años treinta había tenido el encargo gubernamental de “ordenar, extractar y formar un índice” de todos los manuscritos árabes que se hallaban en la Real Biblioteca. Uno de sus mayores aportes a la historiografía árabe islámica fue el de la traducción al inglés de la obra de del historiador magrebí del siglo XVII Aḥmad Ibn Muḥammad al-Maqqarī, incluyendo además una biografía del historiador andalusí del XIV, Lisān alDīn Ibn al-Jatib, redescubierto así para la historiografía europea43. Por lo demás, la Academia de la Historia le encargó la coordinación del Memorial Histórico Español. A partir de todo ello cabe hablar de las distintas escuelas, escuelas discipulares de Gayangos, en las que el arabismo español irrumpió en la historiografía gracias a los estudios de Francisco Fernández y González, Francisco Codera y Zaidín, Francisco Javier Simonet, Leopoldo Eguilaz y Yanguas entre otros. 2.1 La escuela de los Beni Codera La historiografía arabista española tiene su gran arranque cuando a partir de 1868, otro discípulo de Gayangos, Francisco Codera y Zaidín (18361917), se dedica por entero a la historia árabe y de al-Andalus. Desde 1873 en la Universidad Central, hoy Complutense. Fundó la Escuela de Arabistas Modernos44 propiciando reconocimiento internacional. Considerado (junto a Julián Ribera) una de las figuras más importantes de la historiografía positi-
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History, Geography, and antiquities of Spain, by Pascual de Gayangos, member of the Oriental Translation Comittee, and late Professor of Arabic in the Athenaeum of Madrid. In two volumes. Londres, The Oriental Translation Fund of Great Britain and Ireland, 1840-1843. En palabras de Manzanares: “en esta traducción están los cimientos de la historiografía moderna en el campo árabe” (Apud. Bernabé López García, El Islam en la Historia de España…, Ob. cit., pp. 5-6). Bernabé López García, El Islam en la Historia de España…, Ob. cit., p.5. Aurora Rivière Gómez, Ob. cit., pp. 42-45. Bernabé López García, “Arabismo y Orientalismo…, Ob. cit., p. 9: “Junto a Julián Ribera, Francisco Pons Boigues, Francisco Guillén Robles y Miguel Asín, tendrá sus seguidores más fieles.”
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vista española45, comprendió la importancia de las fuentes árabes para la historia medieval aragonesa, y para toda la historia peninsular, y continuó de este modo con “la representación incluyente de lo andalusí”46 dentro de la Historia de España: Codera y su riguroso positivismo científico, en la línea integradora de alAndalus que caracteriza a Gayangos y su grupo, llegó a destacar por la enorme y neta incorporación de referencias extraídas de las fuentes árabes, principalmente textuales, numismáticas y epigráficas, y por una equilibrada propuesta, que repitió en sus investigaciones: la necesidad de estudiar la historia de al-Andalus para conocer la de España47.
Los esfuerzos por compilar y publicar una obra bibliográfica fundamental de fuentes árabes para la reescritura de la historia peninsular alcanzó su cénit con la Bibliotheca Arabico-Hispana Escurialensis (1883-1895, 10 vols.), editada junto a su discípulo Julián Ribera48. Serán discípulos de Gayangos quienes alcancen el “esencialismo culturalista” en la labor historiográfica de indagación de las identidades vinculadas de España y al-Andalus, alejados de la contribución histórica política de su maestro: -
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Julián Ribera (1858-1934), que descubrió el dialecto mozárabe en época andalusí, además de establecer el influjo que la lírica andalusí ejerció sobre la lírica popular castellana y provenzal. Miguel Asín Palacios (1871-1944), autor de una obra dedicada especialmente a la filosofía islámica medieval, profundizando el conocimiento de Ibn Arabī, Ibn Ḥazm y Avempace; estudioso de la relación entre sufismo islámico y misticismo cristiano hasta el siglo XVI. Emilio García Gómez (1905-1995), dedicado a la literatura árabe, descubridor de las jarchas; editor influyente en 1930 de los Poemas arábigoandaluces que “conmovieron a las clases eruditas, especialmente a los miembros de la Generación del 27”49.
Carlos Antonio Aguirre Rojas, La Escuela de los Annales. Ayer, hoy y mañana, Montesinos, 1999, p. 63. Mª Jesús Viguera, “Al-Andalus y España. Sobre el esencialismo de los Beni Codera”, en AlAndalus/España. Historiografías en contraste. Siglos XVII-XXI, ed. de Manuela Marín, Madrid, Casa de Velázquez, 2009, p. 77. Ibid. Cf. Abubéquer de Tortosa, Lámpara de los Príncipes, traducción de Maximiliano Alarcón y prólogo de Manuela Marín, Albacete, Instituto de Estudios Albacetenses “Don Juan Manuel”, 2010, p. 37. Francisco Franco-Sánchez, “La asimilación del pasado…”, Ob. cit.
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La formación de una historia cultural, literaria y de la lengua fue la aportación de los tres herederos de Codera, la llamada a veces “escuela de Codera” o “Beni Codera”, que abandonó la historia política de al-Andalus. Sólo a mediados del siglo XX, los también discípulos de la línea Codera, Ambrosio Huici Miranda (1880-1973) y Jacinto Bosch Vilá (1922-1985), retomarían la historia política de al-Andalus.50 El mantenimiento de una tradición integradora de estudios literarios e histórico-lingüísticos árabes es en España consecuencia, en apreciable medida, de Elías Terés Sádaba (1915-1983), sobre todo a partir de 195351. Fue catedrático de Literatura Árabe en la Universidad Complutense desde 1949 y miembro de la Academia de la Historia desde 1975. Estudioso de la etimología, la toponimia hispano-árabe, su obra más importante se publica póstumamente en 1986. Se aplicó a los estudios literarios comparatistas difundiéndolos en la revista Al-Andalus, más tarde, renombrada como AlQanṭara52. El pensamiento y la literatura árabe contemporánea ha sido el campo fundamental de Pedro Martínez Montávez (1933), dominio en el cual es creador de una corriente de investigación o escuela dedicada a la cultura árabe contemporánea. Al estudio de la literatura de al-Andalus (época nazarí, poesía de la Alhambra) contribuyó Mª Jesús Rubiera Mata (1942-2009), discípula de Emilio García Gómez, impulsando junto a Mikel de Epalza un nuevo foco de estudios. 2.2 La escuela de Granada La reconocida Escuela de Granada ha ocupado un espacio de primer orden en los estudios de Filología árabe. Estuvo encabezada por José Moreno Nieto (1925-1982), discípulo de Gayangos, traductor junto a Lafuente Alcántara de las inscripciones árabes de la Alhambra. Moreno Nieto, discípulo de Leopoldo Eguílaz Yanguas (1829-1906), fue lexicógrafo y estudioso de la epigrafía y las pinturas de la Alhambra. Igualmente discípulo de Gayangos fue Francisco Fernández y González (1833-1917), en Granada como Catedrático de Literatura antes de retornar a Madrid, gran políglota, orientalista conocedor del persa y el árabe, fundador la Sociedad Histórica y Filológica de Amigos del Oriente. Fernández y González definió el papel del arabismo
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María Jesús Viguera, “Al-Andalus y España…”, ob. cit,, pp. 77-79. Maribel Fierro, “La bibliofilia de Julián Ribera”, Sharq Al-Andalus. Homenaje a María Jesús Rubiera Mata, num. 1011, Universidad de Alicante, 1994, 373-386. Francisco Marcos Marín, “Elías Téres Sádaba: una vida dedicada a Al-Andalus”, Revista Filología Española, Tomo LXIII, Madrid, CSIC, 1983, pp. 315-319. Ibid.
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como parte clave de una estricta historiografía de España53 y pionero de los estudios sobre mudejarismo. El estudio histórico y cultural de los mozárabes se debe especialmente a Francisco Javier Simonet (1829-1897), catedrático de lengua árabe en la Universidad de Granada durante más de 40 años. Al igual que a otros arabistas de la época, le tocó vivir de cerca la guerra de África (1859-60), desde una postura muy próxima al tradicionalismo católico. Se ocupó de “supervisar cuestiones tales como la superioridad cultural de los árabes en el periodo medieval, o la del carácter de las influencia islámica en las letras nacionales, inadmisible más que en lo puramente formal”54. Emilio García Gómez desempeñó durante unos pocos años de una Cátedra de Lengua Árabe en Granada, antes de trasladarse a Madrid, pero allí creó una Escuela de Estudios Árabes en 1932. Su sucesor, Luis Seco de Lucena y Paredes (1901-1974)55 se ocupó del reino nazarí y el derecho musulmán. Pero es, sobre todo, resultado de la labor de Jacinto Bosch Vilá sobre Historia del Islam la formación de una escuela de arabistas granadinos. De materias religiosa, filosófica y filológica andalusí se ocupó Darío Cabanelas Rodríguez (1916-1992), franciscano discípulo de Emilio García Gómez. Por último, a José María Fórneas Besteiro (1926-2003) se debe el estudio del género biográfico árabe y la transmisión de la ciencia islámica en al-Andalus. A la investigación historiográfica árabe e islámica, en particular del Magreb islámico, han contribuido Bernabé García López, discípulo de Bosch, y Manuela Marín. 2.3 La escuela de los Beni Vallicrosa La ciencia ha sido el principal objeto del arabismo de la Universidad de Barcelona. Ello es consecuencia de la obra de Josep Millàs i Vallicrosa (1897-1970), discípulo de Julián Ribera aplicado especialmente a los estudios de ciencia medieval árabe, en particular de Al-Andalus56. Vallicrosa impulsó de nuevo los estudios de agronomía que tanto interesaron a los primeros arabistas modernos españoles57. Fueron sus continuadores Joan Vernet, Julio Samsó y Ana Labarta, entre otros. 53 54 55
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Aurora Rivière Gómez, Ob. cit., p. 60. Ibid., pp. 86-87. Concepción Castillo Castillo, Inmaculada Cortés Peña y Juan Pedro Monferrer Sala, Estudios Árabes dedicados a D. Luis Seco de Lucena (En el XXV aniversario de su muerte), Granada, 1999. Joan Vernet i Ginés, “Josep Millàs i Vallicrosa i la seva escola”, De ‘Abd al-Raḥmān I a Isabel II. Barcelona, Instituto “Millas Vallicrosa” de Historia de la Ciencia Árabe, 1989, pp. 535-545. Ibn Baṣṣāl, Libro de agricultura, estudio preliminar de Expiración García Sánchez y José Esteban Hernández Bermejo,… Ob. cit., pp. VII-VIII.
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La historiografía de la ciencia árabe e islámica, y su evolución medieval y renacentista, especialmente Astronomía y Cartografía náutica fue la dedicación de Joan Vernet (1923-2011), miembro de la segunda generación de la ṭabaqa iniciada por Millás i Vallicrosa58 del arabismo catalán, quien se definió a sí mismo como “historiador de la ciencia árabe”. Además de extraordinario autor en revistas, contribuyó a la redacción de la Encyclopédie de l´Islam. Entre sus discípulos, en el estudio de la ciencia le secundó Julio Samsó Moya, mientras que Míkel de Epalza Ferrer (1938-2008) se aplicó a Islamología. 2.4 Otras contribuciones del arabismo español a la historiografía árabe e islámica Es importante resaltar en este punto la contribución del arabismo español a la historiografía árabe e islámica gracias a los vehículos editoriales, de diversa periodicidad en su publicación, que comúnmente son conocidos como revistas de investigación científica. Sobre la historia y la cultura andalusí casi cualquier revista seria de investigación española ha servido de soporte editorial para estudios relacionados con los más diversos aspectos de ese pasado; desde revistas de temática medieval, hasta cualquier otra relacionada con ámbitos del pensamiento o la ciencia específicos: filosofía, historia de la medicina, historia de la ciencia, arqueología (medieval o no) historia del arte, etc. Esta presencia masiva y trascendental de los estudios andalusíes no es sino reflejo de la importancia concedida en el pasado y, más aún, en el presente, a las múltiples manifestaciones de esa cultura contempladas no sólo como parte del pasado medieval español, sino también en su pervivencia dentro del mundo mudéjar y morisco o en su presencia como parte esencial de la literatura o del imaginario árabe contemporáneo. 3. EL ARABISMO EUROPEO
Al igual que el arabismo español, marcado por su propia historia, se ha caracterizado por el interés hacia su Oriente particular, si bien en las últimas décadas ha dado un giro importante a partir sobre todo de la llamada cuestión palestina y el problema de la inmigración norteafricana de origen árabe islámico59, los restantes arabismos europeos se han aplicado a materias acordes a los intereses de cada correspondiente país. En la Europa de finales del XVIII se cimentó un orientalismo arabista como herramienta política y del 58 59
Joan Vernet i Ginés, “Josep Millàs i Vallicrosa…, Ob. cit. Francisco Franco-Sánchez, “La asunción del pasado y del presente arabomusulmán en España: Universidad y conciencia social”, Scripta in memoriam. Homenaje al profesor Jesús Rafael de Vera Ferre, Universidad de Alicante, 2001, pp. 503-512.
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comercio emergente60. Dicho con otras palabras: sirvió de instrumento al colonialismo vigente. Es en este punto en el que se ha de abordar la cuestión de la historiografía árabe desde el concepto inicial de “orientalismo”. El orientalismo al servicio del colonialismo tendrá objetivos específicos y, a su vez, se valdrá de una estructura y medios que en muchos casos no serán sino el arsenal cultural y diplomático en el que los países europeos se escudaron en los años del colonialismo del siglo XIX y, más tarde, con el neocolonialismo estadounidense. Es en este punto en el que se ha de afirmar que existe diferencia entre ese orientalismo europeo, en el cual cabe distinguir varios focos o tradiciones dependientes de cada país, y otro americano, sobre todo estadounidense, a partir de la II Guerra Mundial. Entre esos focos se encuentran pues las aportaciones a la historiografía árabe e islámica de corte francés, inglés, alemán, italiano, etc. El incremento del interés por Oriente se verá reflejado en una proliferación y asentamiento de sociedades e instituciones cuya actividad y libertad de acción se vio condicionada por los límites que el propio orientalismo arabista se imponía a sí mismo debido a su fin último condicionado por la visión política que lo impregnaba. Ejemplos de esto son la Societé Asiatique (fundada por Silvestre de Sacy y Jean-Pierre Abel Rémusat en 1822), la Royal Asiatic Society, la Deutsche Morgenländisque Gesellchaft, la American Oriental Society, así como el aumento de las cátedras de Estudios Orientales unido a la “expansión de los medios de difusión del orientalismo”. Una obra clave de esta época es la de Edgar Quinet, “que anunciaba el resurgir oriental y ponía en contacto a Oriente y Occidente”, obra de la cual se extrae una idea fundamental que se puede apreciar en los orientalistas de la segunda mitad del XIX: Oriente no sólo entusiasma sino que va más allá, pues crea una “necesidad intelectual para todo erudito occidental especializado en lenguas, culturas y religiones”61. La producción del siglo XIX fue objeto de varios compendios, así el de Jules Mohl, que abarca todo lo producido entre 1840 y 1867; o la obra de Gustave Dugat, que hace selección de las grandes personalidades del período estudiado. Anteriormente, Barthélemy d´Herbelot había publicado en 1697 la Bibliothèque orientale, y unos años más tarde, Simon Ockely su History of Saracens (1708-1718) y George Sale la traducción del Corán, ambas de importancia y no sólo en el ámbito académico, pues transmitieron una nueva comprensión del islam. 60 61
Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo…”, Ob. cit., p. 14. En Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo...”, Ob. cit. p. 22, se dice que Leiden se constituirá como “una de las primeras capitales europeas del orientalismo desde que Thomas Van Erpe (Erpenius) y Jacobus Golius constituyeran un grupo a principios del siglo XVII.”
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El nombre de Silvestre de Sacy y su gran dedicación pedagógica, que impregnó a gran parte del arabismo del XIX, se asocia con el nacimiento del orientalismo arabista moderno. Nacido en 1758, fue el primer profesor de árabe de la École spéciale de langues orientales vivantes, teniendo por discípulos a quienes posteriormente fueron primeras personalidades como Pascual de Gayangos, los alemanes Heinrich Leberecht Fleischer y Johann Gustav Stickel o el francés Jean François Champollion. El filólogo Ernest Renan, nacido en 1823, será el continuador de Sacy, centrado en el Oriente semítico y alejado del oriente lejano (China, India,…) al que los orientalistas europeos acostumbraban a acudir rehuyendo un ámbito señalado prejuicios antisemitas. Contemporáneo a Renan, el orientalismo europeo corrió de la mano de figuras como William Muir (1819-1905) y Reinhart Dozy (1820-1883). Figura relevante del orientalismo francés fue Caussin de Perceval, cuya obra tendrá gran importancia dentro de la historiografía pre-islámica. Del orientalismo alemán62 son de destacar dos figuras insignes: Theodor Nöldeke, estudioso de la historia de los persas y los árabes en la época sasánida, y Christiaan Snouck Hurgronje, quien junto al húngaro Ignác Goldziher (1850-1921)63 está considerado precursor de los estudios islámicos modernos. A fines del XIX y principios del XX, la distancia entre Oriente y Occidente se había estrechado creando un nuevo resurgir del conocimiento gracias a las relaciones comerciales, políticas y de diversa índole. Así, frente al academicismo surge otro campo de alejado de la erudición pero puesto igualmente al servicio de las potencias coloniales, un conocimiento articulado por viajeros, peregrinos, estadistas y orientalistas al servicio de la metrópoli. En ello contarán los agentes enviados por los propios gobiernos a las regiones colonizadas, en su mayoría formados y beneficiarios del propio estudio del Oriente arábigo pero sin anclaje en ningún ámbito académico europeo. Estos agentes, asentados allí donde su actividad era necesaria, actuaban como “agentes del imperio, como amigos de Oriente y como formuladores de alternativas políticas.” Algunos nombres son Eward Henry Palmer, D. G. Hogarth, T. E. Lawrence o St. John Philby. Los referidos engranajes, intensificados tras finalizar la Primera Guerra Mundial, crearon un especialista como trabajador de campo. En este sentido, el primer nombre a considerar es el del arabista francés Évariste LéviProvençal, cuya profusa producción al servicio del arabismo lo sitúan como heredero de la predecesora generación de grandes maestros arabistas euro62
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Cf. Juan Antonio Pacheco, “El orientalismo alemán”, Estudios filológicos alemanes, revista del Grupo de Investigación Filología Alemana, nº. 6, Universidad de Sevilla, 2004, pp. 251-260. Para este autor, véase Manuela Marín, Los epistolarios de Julián…, Ob. cit., pp. 299-400.
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peos y gran maestro a su vez de la siguiente generación, contribuyendo con su vocación erudita a campos distintos como el arabismo sociológico, la lexicografía, la epigrafía y la arqueología árabes, la historiografía y la literatura árabes de Occidente y la historia de Al-Andalus64. Es de destacar la prolífica colaboración que mantuvo con Emilio García Gómez a partir de 1948, entre cuyos resultados se encuentra la introducción y traducción española de la Histoire de l´Espagne musulmane (1950-1957)65. Entre los grandes constructores del arabismo de la época hay que recordar a Hamilton Alexander Rosskeen Gibb. Nacido en Egipto en 1895, estudió árabe tras la guerra en la Escuela de Estudios Orientales de la Universidad de Londres, doctorándose con una Tesis sobre las conquistas árabes del Asia Central publicada por la Royal Asiatic Society. Una de sus obras, capital para toda una generación de estudiosos fue Mohammedanism: An Historical Survey (1949), más tarde, en 1980, titulada Islam: An Historical Survey. Contemporáneo de Lévi-Provençal y Gibb fue Louis Massignon, estudioso del léxico místico, la devoción islámica y los orígenes del Islam, que imprimió un renovado vigor a la “filología orientalista estrictamente técnica”. J. J. Waardenburg le dedicó varias páginas de su L'Islam dans le Miroir de l'Occident (1963). Claude Cahen y Jean Sauvaget produjeron obras son indispensables para la historiografía árabo-islámica66, así como Amélie-Marie Goichon, que mantuvo correspondencia con Miguel Asín, para el pensamiento filosófico, en particular de Avicena. Más iranólogo que arabista fue Henry Corbin (1903-1978), discípulo de Massignon. Islamólogo y filósofo, Corbin es un referente esencial en el estudio de la ciencia de las religiones, especialmente en el islam iranio, junto a personalidades como Mircea Eliade, Carl Gustav Jung y Gershom Scholem67. Se le considera descubridor del islam espiritual para Occidente. Dentro del arabismo italiano, son de destacar Carlo Alfonso Nallino68 y su discípulo Francesco Gabrieli, este último estudioso de las literaturas persa 64
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Emilio García Gómez, “E. Lévi-Provençal”, Études d´Orientalisme dédiées a la mémoire de Lévi-Provençal, Tome I, París, G.-P. Maisonneuve et Larose, 1962, pp. IX-XVI. Además, cf. Dolores Serrano-Niza y Maravillas Aguilar Aguilar, “A la memoria de Lévi-Provençal (18541956) en el primer centenario de su nacimiento”, Al-Andalus-Magreb, II , Universidad de Cádiz, 1994, pp. 257-277. Joaquín Vallvé, “En el ochenta cumpleaños de Don Emilio García Gómez”, Al-Qanṭara, VI, Madrid, CSIC, 1985, p. 10. J. Sauvaget, Introduction a l´histoire de l´Orient musulman, éléments de bibliographie, (ed) C. Cahen, París, Librairie d´Amérique et d´Orient, 1961 ; y C. Cahen, Introduction à l´histoire du monde musulman médiéval, VIIe – Xve siècle, París, Librairie d´Amérique et d´Orient, 1982 (6e). Sihāboddin Yahyā Sohravardī, El encuentro con el ángel. Tres relatos visionarios comentados y anotados por Henry Corbin, Madrid, Trotta, 2002. Islamólogo y arabista italiano (1872-1938), fundó el Istituto Universitario Orientale de Nápoles, hoy Universidad de Nápoles “L´Orientali”, fue también el encargado de las publica-
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y árabe y la historia del Islam (L´Islam nella storia). Publicó varios divanes inéditos de poetas de los primeros tiempos del Islam, así como estudios sobre Estética y la interpretación de la Poética de Aristóteles en Avicena y Averroes. Ha colaborado en la Enciclopédie de l’Islam de Leiden y fue el editor de la traducción al italiano de Las mil y una noches (4 vols. Turín, 1948). Por su parte, el islam del lejano Oriente ha sido objeto de Virginia Vacca, quien junto a Francesco Gabrieli realizó una Antologia della letteratura araba (1976)69. El amplio estudio de las lenguas, la folclorística y las historiografías turca, árabe y persa encuentra en el polaco Tadeusz Kowalski (1889-1948) una figura de primer orden tanto por la dimensión temática como por el volumen de su producción70. Si hay un momento clave para la inmersión de Estados Unidos71 en el Oriente creado tras años de orientalismo europeo, ese momento tuvo lugar a mediados del siglo XX, tras la Segunda Guerra Mundial. El mundo cambia de actores, pero no de escenario. América toma el relevo en lo que se tiende a ver como un colonialismo moderno o neocolonialismo, en el que no sólo las antiguas metrópolis ejercen su influencia sobre las emancipadas colonias, sino que una nueva potencia, Estados Unidos, comienza a extender su influencia política, económica y cultural y posa sus ojos en Oriente. Son las ideas originales de conocimiento y poder, según Douglas Little, es decir: potentes estereotipos raciales y culturales, unos importados y otros de cosecha propia, que representan el mundo musulmán como decadente e inferior72. Por último, en cuanto a las relaciones del arabismo español y europeo, según Bernabé López no han sido fáciles73. Es de recordar que Gayangos,
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ciones de la revista Oriente Moderno, una de las publicaciones de más repercusión internacional que versan sobre los problemas del Oriente Medio contemporáneo. Isabella Camera d´Afflitto, “L´Italie découvre la littérature árabe: est-ce grâce à Mahfuz?”, La traducción de literatura árabe contemporánea: antes y después Naguib Mahfuz, Toledo, Universidad de Castilla La Mancha, 2000, p. 55. Cf. especialmente pp. 62, 64 y 69 para ver bibliografía de esta autora. Leon Koczy, “Monumenta Poloniæ Historica. Nova Series. Tomus I. Relatio Ibrahim ibn Jakub de itinere Slavico by Thaddæus Kowalski”, The Slavonic and East European Review, vol. 27, nº 68. Dic. (1948), Londres, University College London, pp. 291-296. Un ejemplo del arabismo ruso es Vladimir Ferodovich Minorsky (véase C. E. Bosworth, “Vladimir Ferodovich Minorsky”, en Clifford. E. Bosworth, A Century of British Orientalists, 1902-2001, Oxford, British Academy, pp. 202-218) y sobre todo el denominado “príncipe de los arabistas rusos”, Ignace Kratchkovsky. Para la contribución de Latinoamérica a la historiografía del mundo árabe musulmán, Silvia Nagy-Zekmi, Moros en la costa. Orientalismo en Latinoamérica, Madrid, Iberoamericana, 2008, y el artículo de Hernán G. H. Taboada, “Un orientalismo periférico…, Ob. cit., pp. 285305. Douglas Little, Ob. cit., p. 11. Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo...”, cit. p. 19.
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discípulo de Sacy, fue el arabista español más internacional del siglo XIX, respecto de lo cual acaso se deban añadir sus polémicas dentro del arabismo español74. Sin embargo, no se limitó a la figura de Gayangos la representación internacional del arabismo español. Es conocida por otra parte la fluida relación epistolar entre Dozy y varios arabistas como Estébanez Calderón, Emilio Lafuente Alcántara75 y sobre todo Francisco Simonet76. Ya quedó referida la posterior colaboración entre Asín Palacios y Goldziher, a lo que se han de sumar diferentes legados epistolares77, pero el hecho es que existió aislamiento y quizás también cierto reparto de papeles regido por el sentimiento de unión gremial78, si bien éste no exento, según Bernabé López, de desequilibrios y desconexiones79. A ello también contribuiría la peculiar situación política española de posguerra, que sin duda contribuyó a la demarcación de su gran objeto de estudio dentro de su propio pasado: AlAndalus80.
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Ibid., p. 19. También en Bernabé López García, El Islam..., Ob. cit., p. 22. Cuya muerte causará una gran impresión al propio Dozy enterado por carta de Simonet de 16 de octubre de 1868. Para la relación entre Dozy y Simonet, vid. M. Gómez Moreno, “Dozy y Simonet”, Études d´Orientalisme dédiées a la mémoire de Lévi-Provençal, I, París, Maisonneuve et Larose, 1962, pp. 135-140. Manuela Marín, “Arabistas en España…, cit., p. 385. Cita en nota 23. Cf. T. F. Glick, George Sarton i la historia de la ciencia a Espanya, Madrid, CSIC, 1990; Maribel Fierro, “Algunas cartas de arabistas españoles dirigidas a R. Dozy y M. J. de Goeje”, Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos, vol. XL-XLI, Universidad de Granada (1991), pp. 111-125. Eduardo Moreno Manzano, “La creación de un esencialismo…” Ob. cit., p. 32. Bernabé López García, “Arabismo y orientalismo...”, Ob. cit. p. 19. Ibid., p. 21.
LA HISTORIOGRAFÍA DE LA LITERATURA AFRICANA JOSÉ MANUEL MORA FANDOS
Salvadas algunas obras precedentes aisladas, un esbozo de la historiografía de la literatura africana se refiere principalmente a una tradición de trabajos académicos realizados a partir de los años 60 del siglo XX, hasta nuestra actualidad: media centuria en la que se ha podido observar una evolución constructiva en cuanto a criterios de diverso tipo, una peculiar evolución marcada en buena medida por factores históricos, políticos, culturales y académicos. Así, presentar un panorama historiográfico de la literatura africana de un modo inteligible, supone primeramente una breve contextualización histórica que permita entender mínimamente las motivaciones y los condicionantes generales de dichas obras. A partir de ese contexto, dirigiremos la atención a las obras historiográficas más relevantes, siguiendo en la exposición un eje cronológico, y no un criterio según áreas lingüísticas (lenguas vernáculas, inglés, francés y portugués1). Esto es debido a que en la producción de esas obras académicas se detecta que aquellas que defienden con más fuerza el propio carácter historiográfico suelen centrarse, bien en la historia de las literaturas escritas tanto en lenguas vernáculas como europeas, bien en la de las escritas en todas las lenguas europeas; y que tanto unas como otras no aparecen concentradas en una determinada época del desarrollo de la historiografía, sino recurrentemente a lo largo de todo el proceso. Se podría decir que la necesidad de elaborar una imagen comprehensiva y global ha sido constantemente asumida por los sucesivos enfoques académicos. Por estas razones, el eje cronológico que seguiremos atenderá a esa sucesión de las tendencias conceptuales en la historiografía, pues ha resultado ser la más sólida línea conductora de senti-
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La literatura africana en castellano es muy reducida en comparación a la escrita en inglés, francés y portugués, por localizarse principalmente en un solo país, Guinea Ecuatorial, y por otros factores de naturaleza política. También ha sido muy reducida la atención que le ha prestado la historiografía literaria africanista hasta hace relativamente poco, como atestigua el trabajo dedicado a esta literatura realizado por N'Gom M'Bare para el volumen coordinado por F. Abiola Irele y S. Gikandi, The Cambridge History of African and Caribbean Literature, Cambridge U. P., 2004. El mismo autor vuelve sobre ello en el presente volumen.
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do, en cuyo marco es posible referir, en el momento apropiado, a otros factores que ayuden a hacer el panorama más inteligible. UN CONTEXTO PREHISTORIOGRÁFICO
Primeramente hay que señalar que la voluntad historiográfica referida a la literatura surge en el amplio marco del encuentro de Occidente con el continente africano. Los trabajos historiográficos sobre la literatura africana remiten al contexto occidental de instituciones académicas y editoriales, y a la autoría de estudiosos que trabajan en esos marcos institucionales. De este modo, podemos señalar que la historiografía se inserta en esa influencia decisiva, problemática, a menudo ambigua, compleja y heterogénea llamada colonialismo2. Un fenómeno con estructura de proceso, que comprende varias fases3: podemos hablar de una primera (19004-1945) de estricta colonización, en la que las potencias coloniales asumen –según criterios diversosla educación y preparación profesional de los colonizados en vistas a los intereses políticos y económicos de la metrópolis. Es también una época fundamental para el impulso misionero cristiano que, a efectos del panorama que presentamos, debe ser reseñado por su influencia en el fomento de la escritura entre los africanos, sea en lenguas vernáculas, sea en europeas. Una segunda (1945-1970) de gran actividad política, uno de cuyos detonantes fue la Conferencia de Brazzaville de 1944, por constituir la puesta en marcha de la evolución hacia la independencia de las colonias francesas, a través de movimientos nacionalistas liderados por africanos, que conducirá a las independencias de las diversas naciones africanas, en los que son fundamentales las ideologías de la Négritude y el Panafricanism5. Con la indepen2
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La etiqueta “colonialismo” comprende un fenómeno evolucionado cuyas fases son la colonización, el proceso de independencia de las naciones africanas y el periodo posterior de soberanía nacional. Parto del esquema que propone Alain Ricard en Histoire des Littératures de l’Afrique subsaharienne, Paris, Ellipses, 2006, aunque lo extiendo hasta la actualidad, pues para los fines de su trabajo, Ricard restringe la tercera fase “Vers le post-colonialisme? hasta el año 1994. La fecha de 1900 refiere, de modo general, al momento en que diversos agentes dentro del proceso colonial asumen de un modo explícito la tarea de la alfabetización de los africanos. Sucintamente, y a partir del artículo de Paula García Ramírez “Cultural Decolonization as an African Literary Movement: The Case of Ngûgî Wa Thiong’o”, Afroeuropa: Journal of Afroeuropean Studies, Vol 1, No 2, 2007, se puede resumir la Négritude como una corriente de pensamiento surgida en los años 30 en París, a impulsos de estudiantes africanos y antillanos, como Léopold Sédar Senghor, Aimé Césaire, y León Gontran Damas, que ponen en marcha las revistas Revue du monde noir, Légitime Défense, y L’Étudiant noir, dirigidas al fomento de la identidad negra. El movimiento, que contó con el apoyo de intelectuales franceses, se consolidó durante los años 50, mientras se desarrollaba la descolonización, y Senghor se convirtió en su figura principal. Si la Négritude se limitó al principio a la poesía, más tarde incluyó la novela a través del escritor de Ghana Camara Laye y los camerunenses Beti y Oyono. La Négritude no consiguió extenderse más allá de las esferas de la influencia colonial francesa, si bien en ésta su
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dencia de las antiguas colonias portuguesas de Angola, Mozambique, Sao Tomé y Cabo Verde en 1975, se cierra un ciclo político de casi 20 años desde la independencia de Ghana en 1957, en que se configuran soberanamente la gran mayoría de las naciones africanas. Y una tercera fase postcolonial (1970 hasta la actualidad) que comprende la inicial situación de desilusión política en las naciones africanas, con la proliferación de graves conflictos civiles, hasta su situación en el actual contexto de la globalización económica y cultural. En esta fase las lenguas coloniales coexisten cooficialmente con las vernáculas. Tras este sucinto esquema cronológico, es importante señalar el panorama geográfico, cultural y social en que se escriben los trabajos historiográficos: los estudiosos han encontrado un enorme continente que debía ser conocido en sus ejes culturales y en sus partes delimitadas, para poder hacer ciencia literaria. Y para ello ha sido fundamental el reconocimiento del eje básico que permite el proceso de deslinde de realidades: la barrera física y cultural del desierto del Sahara, que asigna una pertenencia a la cultura árabemusulmana a las naciones saharianas; y otra, cultural y religiosamente más heterogénea y amplia, a las naciones subsaharianas, donde es notoria la cercanía racial entre los múltiples y diversos pueblos, así como la familiaridad, o a menudo coincidencia, en determinados rasgos etnográficos y sociales. Así, la tendencia general de los estudiosos ha sido centrarse en las literaturas surgidas en lo que ha sido llamado “África subsahariana”, “África negra” o – con mucho menor éxito académico– el neologismo propuesto por Janheinz Jahn: “Agysimbia” La colonización también supuso para los africanos el aprendizaje de lenguas europeas, que jugaron un papel fundamental en el proceso de configuración de las naciones independientes según parámetros occidentales: ganainflujo social y político duró hasta los años 60, y culturalmente sigue ejerciendo influencia de un modo más difuso. El Panafricanism, igualmente, fue un movimiento identitario que se presentó desde la perspectiva anglófona como una alternativa a la Négritude: coincidió con ella en un posicionamiento nacionalista que reivindicaba una rehabilitación de las manifestaciones culturales indígenas, pero difería en su rechazo a una visión idealizada del periodo precolonial y a los mitos que la Négritude había generado. Más interesada en impulsar una modernización genuinamente Africana, que en reinstaurar una tradición, contó con dos corrientes: la liderada por Irele, centrada en aspectos educativos y artísticos como la responsabilidad social del escritor; y la promovida por Chinweizu, Onwuchekwa Jemie y Ihechukwu Madubuike, que defendían una unidad de identidad esencial para todos los africanos, forjada por la historia, las tradiciones y los intereses, con una fuerte agenda política al servicio de un proyecto común. Con los determinados matices, también entrarían en este segundo tipo las ideas de Ngûgî Wa Thiong’o y Frantz Fanon. El Panafricanism no fue capaz de conseguir las ambiciosas metas que se proponía cuando fueron conseguidas las independencias en los años 60, lo que derivó en una época de desilusión política. Sus ideas, sin embargo, siguen contando culturalmente en los países africanos anglófonos.
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ron un estatuto de lingua franca y se constituyeron como principal vehículo comunicativo entre las diferentes etnias intranacionales, y con respecto a otras naciones en el contexto del continente, y en el de sus relaciones con Occidente. En este contexto va a surgir, de un modo llamativamente acelerado, el fenómeno de la literatura en lenguas europeas escrita por africanos, de modo que en las décadas de los años 50 y 60 ya se cuenta con una notable producción literaria según los parámetros occidentales. En parte como una consecuencia de este fenómeno, se va a desarrollar de un modo inusitado la literatura en lenguas vernáculas, que se aprovecha del contexto sociológicoliterario recién nacido, de sus medios de producción, enseñanza y comunicación, así como de sus conexiones académicas y culturales con Europa y los Estados Unidos. Los académicos acometerán también el campo –hasta el momento, virgen– de la escritura y la literatura vernácula previas a la colonización occidental de finales del XIX y primera mitad del siglo XX. Incluso la tradición oral africana recibe el influjo occidental en forma de codificación escrita, documentación y preservación audiovisual, a través de instituciones académicas, de modo que lo oral pasa a ser estudiado y entendido como arte verbal oral u ‘orature’6, según el neologismo acuñado por algunos estudiosos que quieren señalar así su aspecto artístico distinto de “lo escrito”. LA PREHISTORIOGRAFÍA
En 1956 se celebró un congreso en París, organizado por Présence Africaine e intelectuales francófonos, que permitió al mundo occidental conocer las posibilidades de la literatura africana en lenguas europeas. Los académicos occidentales fueron entonces avisados de un enorme fenómeno cultural y social a gran escala que podía ser observado in situ: el paso de la oralidad a la escritura de grandes partes del continente africano, que motivó en la práctica que muchos estudiosos se movilizaran y dirigieron sus energías hacia la escritura y la cultura literaria africanas. Al mismo tiempo, África fue mirada con un creciente interés por intelectuales europeos, que apoyaron los movimientos identitarios africanos. Es especialmente paradigmático el caso de Jean-Paul Sartre, que llegó a escribir su famoso ensayo Orphée Noir en 1948, en apoyo de la Négritude, donde defendía que la nueva poesía escrita en los territorios coloniales estaba consiguiendo una voz propia y, de un
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Se puede seguir bien la evolución del concepto de ‘orature’ en la siguiente bibliografía: R. Finnegan: Oral Literature in Africa. Oxford, Oxford University Press, 1970; A. Ricard, “From Oral to Written Literature”, Research in African Literatures, Vol. 28, 1997, pp. 192-199; L. Lorentzon, “Is African oral literature literature?”, Research in African Literatures, Vol. 38, 2007. pp. 1-12.
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modo más filosófico, indicaba que la comunidad negra estaba ganando una autoconciencia existencial. Con este telón de fondo, en plena fase de las independencias de los estados africanos en la década de los 60, encontramos una multitud de obras académicas que no pretenden escribir una historia, pero que poseen algún tipo de componente historiográfico –aunque sea mínimo– de carácter ancilar para el trabajo de la crítica literaria. Son obras que vienen a constituir el humus del que surgirán más tarde las obras marcadamente historiográficas. Lógicamente, todavía estos trabajos se encuentran muy cerca del nacimiento de las obras que estudian, y por ello no pueden dejar de realizar una primera labor crítica fundamental: reconocer lo literario, en una doble vertiente donde los límites son siempre imprecisos: ontológica, que lo defina en su ser y lo destaque de otros tipos de escrituras; y valorativa, que discrimine lo auténticamente valioso que merece ser reseñado. Principalmente son ensayos de alcance limitado a un género o subgénero, a un movimiento literario, a una nación o zona geográfica, a una lengua –europea o vernácula–, a uno o varios autores. Pero debemos señalar algo sobre su orientación: esta crítica de la literatura a principios de los 60 produce una serie de estudios influyentes que dan por sentada la identidad y unidad de la literatura africana. D. S. Izevbaye, en un importante artículo titulado “The State of Criticism in African Literature”7, critica que la confianza de estos escritores en una literatura africana unificada venía de afuera de la propia literatura, fuese desde las ideologías del nacionalismo cultural, o desde una perspectiva metropolitana no cuestionada8. En esta línea estarían dos estudios de los más influyentes en el mundo de la crítica, el de Ezekiel Mphahlele: The African Image9, y el de Gerald Moore: Seven African Writers10. Inmerso en la atmósfera de la descolonización que impulsó los procesos políticos, el debate literario abordó la duda sobre la utilidad de un proyecto crítico-interpretativo cuyas herramientas habían sido prestadas desde fuera de África, pero dirigido a dar razón de literaturas consideradas representativas de una experiencia cultural e histórica única y, por lo tanto, distinta a la europea. Un objeto único parecía pedir un método único, pertinentemente forjado, y no algo abstractamente universal. Pese a esta ansiedad sobre la 7
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D. S. Izevbaye, “The State of Criticism in African Literature”, African Literature Today, No. 7, Focus on Criticism, Eldred Durosimi Jones (ed.), Londres, Heinemann, 1975, pp. 1-19. Como explica Simon Gikandi, en Encyclopedia of African Literature, Cornwall, Routledge, p. 289. E. Mphahlele, The African Image, Londres, Faber, 1962. G. Moore: Seven African Writers, Londres, Oxford University Press, 1962. Según Izevbaye, Moore –cuya obra fue la primera de crítica sobre literatura africana escrita en inglés- se apoya en la aceptación de una tradición metropolitana.
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naturaleza del método, los críticos de literatura africana de los 50 y 60 no dejaron de aplicar los métodos críticos europeos y norteamericanos de F. R. Leavis y de los New Critics. En los primeros números de la influyente revista académica African Literature Today, se asumieron sin un planteamiento explícito estas dos tradiciones para el proyecto crítico. Entre los contribuyentes a esta revista, se encontraban los que seguían a Leavis –por su formación en Gran Bretaña o en colleges africanos–, que se centraban en la conciencia moral como principio unificador de la literatura; y los que se habían educado en colleges americanos, interesados en la autonomía de la obra de arte y en el poder formal de metáforas y símbolos. En el área de los estudios francófonos, cuando el estructuralismo se convirtió en el principal paradigma en el panorama de los debates sobre la literatura europea a finales de los 60, críticos como Thomas Melone y Sunday Anozie importaron estas prácticas filológicas altamente tecnificadas a los análisis de la literatura africana, si bien encontraron una resistencia fuerte en las instituciones académicas y culturales, debido a la asentada influencia de Leavis y los New Critics en el campo de los estudios literarios. Para ilustrar de un modo más preciso el gran trabajo prehistoriográfico que se desarrolló en este periodo11 de los años 60, su amplitud en cuanto a lenguas, géneros y autores, conviene indicar algunas de las obras más significativas siguiendo un orden cronológico: Notes, Questions/Answers on Weep not, Child, de S. Dada12, sobre la obra del keniano Ngûgî; Le théâtre négro-africain et ses fonctions sociales, de Bakary Traoré13, que se centra en manifestaciones teatrales autóctonas ubicadas en las antiguas colonias francesas del África occidental; Loÿs Masson, de Charles Moulin14, sobre el poeta de Mauricio; Ferdinand Oyono: écrivain camerounais, de Roger Mercier y M. Battestini15 (eds.), que presenta la obra de Oyono; This Africa: Novels by West Africans in English and French, de Judith Gleason16, donde se analizan estilísticamente 25 novelas en inglés y francés; Littérature et musique populaire en Afrique noire, de Samuel Martin Eno Belinga17, que analiza algunos movimientos literarios y musicales en el contexto de las tradiciones 11
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Habría que hacer una primera excepción con el estudio publicado en 1928 por Roland Lebel, Études de littérature coloniale, Paris, Peyronnet et Cie., donde, aunque la investigación se centra principalmente en la literatura escrita por franceses residentes en las colonias, se menciona la expresión “literatura del África negra en francés”. S. Dada, Notes, Questions/Answers on Weep not, Child, Ibadan, Aronmolaran, 1957. B. Traoré, Le théâtre négro-africain et ses fonctions sociales, Paris, Présence Africaine, 1958. Ch. Moulin, Loÿs Masson, Paris, Seghers, 1962. R. Mercier y M. Battestini (eds.), Ferdinand Oyono: écrivain camerounais, Paris, Nathan, 1964. J. Gleason, This Africa: Novels by West Africans in English and French, Evanston III, Northwestern University Press, 1965. S. M. Eno Belinga, Littérature et musique populaire en Afrique noire, Paris, Cujas, 1965.
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culturales; Panorama de la littérature négro-africaine (1921-1962), de Edouard Eliet18, que presenta una antología crítica de literatura africana escrita en francés y una interpretación de la Négritude; A Study of Cape Verdean Literature, de Norman Araujo19, que estudia a escritores en lengua portuguesa y criolla de Cabo Verde; African literature in Rhodesia, editado por E. W. Krog20, que recoge trabajos presentados en la National Creative Writers Conference de 1964 sobre la literatura vernácula de Rhodesia; The Novelists’ Inheritance in French Africa: Writers from Senegal to Cameroon, de A. C. Brench21, donde se examinan obras de autores como Birago Diop, Camera Laye o Sembène Ousmane, atendiendo a su valor literario y a su contextualización histórica; Jacques Rabéarivelo: écrivain malgache, de Pierre Valette22, un estudio comprehensivo sobre Rabéarivelo; A Aventura Crioula, de Manuel Ferreira23, donde se aborda la identidad caboverdiana a través de la lengua y la literatura conemporánea; Black African Literature in English, since 1952: Works and Criticism, de Barbara Abrash24 (ed.), que recoge una bibliografía y artículos de crítica sobre autores africanos negros; Long Drums and Cannons: Nigerian Dramatists and Novelists, de Margaret Laurence25, que mediante análisis de novelistas y dramaturgos nigerianos contemporáneos defiende la inclusión de esta literatura en la categoría de literatura mundial; Léopold Sédar Senghor: l’homme et l’oeuvre, de Armand Guibert26; Luanda, ‘ilha’ crioula, de Mário António27, que presenta seis ensayos dedicados a precursores de la literatura angoleña de los 60, The New English of the Onitsha Chapbooks, de Harold Collins28, que analiza el prolífico fenómeno de la literatura popular en inglés en el área de Nigeria; Modern Nigerian Novels, de Vladimir Klíma29, que analiza la novelística nigeriana del periodo 1954-1966; Essays in Portuguese-African Literature, de
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E. Eliet, Panorama de la littérature négro-africaine (1921-1962), Paris, Présence Africaine, 1965. N. Araujo, A Study of Cape Verdean Literature, Boston, Boston College, 1966. E. W. Krog (ed.), African literature in Rhodesia, Gwelo-Zimbabwe, Mambo Press, 1966. A. C. Brench, The Novelists’ Inheritance in French Africa: Writers from Senegal to Cameroon, London and New York, Oxford University Press, 1967. Pierre Valette, Jacques Rabéarivelo: écrivain malgache, Paris, Nathan, 1967. M. Ferreira, A Aventura Crioula, Lisboa, Editora Ulisseia, 1967. B. Abrash, Black African Literature in English, since 1952: Works and Criticism, New York, Johnson Reprint Corp., 1967. M. Laurence, Long Drums and Cannons: Nigerian Dramatists and Novelists, Londres, Macmillan, 1968. A. Guibert, Léopold Sédar Senghor: l’homme et l’oeuvre, Paris, Présence Africaine, 1968. M. António, Luanda, ‘ilha’ crioula, Lisboa, Agência-Geral do Ultramar, 1968. H. Collins, The New English of the Onitsha Chapbooks, Athens-Ohio, Ohio University Press, 1968. V. Klíma, Modern Nigerian Novels, Praga, Oriental Institute, 1969.
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Gerald M. Moser30, que constituye una de las primeras obras críticas dedicadas a la literatura lusófona africana, abordando su origen y su heterogéneo dominio geográfico; Chinua Achebe, de Arthur Ravenscroft31, sobre las cuatro novelas del escritor nigeriano. LAS PRIMERAS OBRAS HISTORIOGRÁFICAS
Como es lógico, a partir de este humus crítico y divulgador –y a menudo en paralelo– se irán desarrollando estudios historiográficos con una motivación amplia y comprehensiva, que darán por sentadas la identidad y unidad de la literatura africana, fruto en parte de ideologías político-culturales como la Négritude o el Panafricanism, y en parte de la misma dinámica unificadora y sintética de cualquier empresa epistemológica. Las motivaciones políticoculturales van a marcar a la mayoría de estudiosos, africanos o europeos, que simpatizan o entienden su trabajo dentro de un movimiento histórico general de afirmación de entidades culturales y políticas colectivas frente a, o en relación con, la cultura colonial. Siguiendo la opinión de Gikandi32 –como veremos con más detalle–, las obras de autores como Jahn, Kesteloot y Wauthier representan consciente o inconscientemente las metas y deseos del nacionalismo cultural. Estas obras se basan en una asunción común: con independencia de los lenguajes en que se escriben las obras, las literaturas africanas surgieron de una fuente común de historia y tradición. Pero ¿qué historia y qué tradición? Estas preguntas obsesionan a la primera crítica, y esta inquietud se transmite al querer dar razón de la producción literaria desde la mitad de los años 50, sobre todo durante los 60 y 70, en que tiene lugar una auténtica explosión creativa, en paralelo con el proceso político y cultural de descolonización. Baste señalar la aparición de obras tan importantes como Éthiopiques (1956) del senegalés Léopold Sédar Senghor, Things Fall Apart (1958) del nigeriano Chinua Achebe, Les Soleils des indépendences (1968) del marfileño Ahmadou Kourouma, Heavensgate (1962) del nigeriano Christopher Okigbo, A Night of their Own (1968) del sudafricano Peter Abrahams, The Beautiful Ones are yet not Born (1968) del novelista de Ghana Ayi Kwei Armah, The Transplanted Heart: Essays on South Africa (1975) del ensayista sudafricano Lewis Nkosi, Petals of Blood (1977) del keniano Ngûgî Wa Thiong’o, y Death and the King´s Horseman (1975) del nigeriano Wole Soyinka, primer autor africano en recibir el Premio Nobel de Literatura en 1986. 30
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G. M. Moser, Essays in Portuguese-African Literature, University Park-Pa., Pennsylvania State University, 1969. A. Ravenscroft, Chinua Achebe, Londres, Longman, 1969. S. Gikandi, Ob. cit., pp. 289-290.
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Por otro lado, durante los años 60 crece fuertemente el interés por la literatura africana en universidades europeas y, especialmente, norteamericanas. La heterogénea y masiva proliferación de trabajos académicos, así como de publicaciones literarias a través de editoriales occidentales, motivó naturalmente la sentida necesidad de contar con visiones globales comprehensivas que ayudaran a entender mejor el fenómeno de la literatura africana. De los estudios que inician visiones de conjunto desde un punto de vista intencionalmente historiográfico, hay que señalar la primerísima La littérature de langue française à l’île Maurice, de J. J. Waslay-Ithier33, publicada en 1930, que elabora una historia de la literatura escrita en francés en Mauricio desde 1507 hasta 1929; Les écrivains africains du Congo belge et du Ruanda-Urundi: une histoire, un bilan, des problèmes, de J. M. Jadot34, que publicado en 1959 se podría entender como el nacimiento de la historiografía en sentido moderno, pues estudia el desarrollo de la literatura –poesía, novela, cuento, teatro, ensayo y periodismo– escrita en francés en las antiguas colonias belgas del Congo y Ruanda-Burundi, atendiendo a factores coloniales y autóctonos, y mostrando un claro interés por la ordenación cronológica de obras, autores y acontecimientos. En el año 1963 se publicó la obra que posiblemente más ha influido en la tradición historiográfica que, en la práctica, fundó, y que sigue influyendo en los estudios africanistas hasta nuestros días: Les ecrivains noirs de langue francaise: naissance d'une literature35, de la investigadora belga Lilyan Kesteloot. El libro presentaba al gran público una tesis defendida en 1960 en el Instituto de Sociología de la Universidad de Bruselas, y tanto ayudó de modo decisivo al rápido desarrollo de los estudios literarios africanos en los años 60, como se benefició de la amplia resonancia de éstos para circular extensamente por las instituciones de educación media y superior de Europa y Estados Unidos, especialmente a partir de los años 70. Siguiendo el estudio de Guy Ossito Midiohouan36, hay que señalar que el fin de la obra de Kesteloot era explicar cómo había nacido la literatura africana en lengua francesa, 33
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J. J. Waslay-Ithier, La littérature de langue française à l’île Maurice, Paris, Librairie M. Lac, 1930. J. M. Jadot Les écrivains africains du Congo belge et du Ruanda-Urundi: une histoire, un bilan, des problèmes, Brussels, Académie Royale des Sciences Coloniales, Classe des Sciences Morales et Politiques, 1959. L. Kesteloot, Les écrivains noirs de langue française: naissance d'une littérature, Bruxelles, Institut de Sociologie, 1963. G. Ossito Midiohouan, “Lilyan Kesteloot and the History of African literature”, Research in African Literatures, Winter 2002, Vol. 33 Issue 4, pp.180-199, tema ya abordado en su obra L'ideologie dans la litterature negro-africaine d'expression francaise, Paris, L'Harmattan, 1986. Otra de las primeras voces críticas con respecto al libro de Kesteloot fue la de Mohamadou Kane, en Roman Africain et tradition, Dakar, NEA, 1982, y de un modo más minucioso y extenso en su artículo “Sur l’histoire littéraire de l’Afrique subsaharienne francophone”, Études Littéraires, volume 24, nº 2, Automne 1991, pp. 9-28.
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y esto a partir de dos premisas fundamentales: que el compromiso, engagement, es decir, la contestación al orden establecido, así como una estética inconformista, eran la base de la emergencia de la literatura africana; y que, puesto que los primeros escritores verdaderamente comprometidos eran poetas, la poesía –y especialmente el movimiento de la Négritude– era la práctica literaria que había instituido la literatura africana. En los postulados de partida de la autora se percibe una orientación difundida entre ciertos críticos africanistas que asume que toda literatura emergente se manifiesta al principio a través de obras poéticas, mientras que la épica –y concretamente la novela– sería un género posterior y más maduro. Las tesis senghorianas de la Négritude, que describían el “alma negra” como esencialmente sensorial y emotiva, sirvieron para consolidar este prejuicio de la preeminencia y precedencia de la poesía, y para respaldar la aportación historiográfica que, sin embargo, distaba mucho de ser correcta: la prosa novelística había tenido lugar antes que la poesía en el ámbito territorial y cultural al que Kesteloot se refería, previo a la segunda Guerra Mundial, cuando el movimiento de la Négritude ni siquiera existía. Fue el periodo de 1945-50 el que tuvo a la poesía como protagonista, con las obras de Senghor, Cesaire y Damas, y las actividades desarrolladas en París, con el apoyo de intelectuales franceses como Robert Desnos, André Breton, Emmanuel Mounier y Jean-Paul Sartre. Un periodo excepcional tras el que la poesía africana conoció un rápido estancamiento, cediendo su prestigio cultural a la novela, que quedó como el género dominante. La idea de un pannegrismo estuvo presente en la obra de Kesteloot, así como la de que la poesía era la expresión privilegiada de los negros, en continuidad con lo que argumentaban en el campo de los estudios literarios, críticos como Melone o Chevrier. Otro de los autores fundamentales de este inicio de la historiografía literaria africana es Janheinz Jahn. En una obra no directamente historiográfica, Muntu37, demuestra la existencia de una cultura neoafricana, por contacto con Occidente, donde los africanos no han dejado de conservar la iniciativa y por lo tanto han originado una auténtica cultura y no un sucedáneo occidental. En opinión de Jahn, hay dos elementos esenciales para la definición de esta cultura: la separación entre raza y cultura –pues las diferencias tendrían que ver con estilos de organización y preeminencia de determinados elementos que serían fundamentalmente idénticos a los de otras culturas: de hecho no todos los negros participarían necesariamente de la cultura neoafricana–. Y como segundo elemento, la repartición geográfica de esta cultura, que invalida el viejo prejuicio de los etnólogos de considerar el África negra como una misma entidad geográfica y cultural que supondría olvidar la parte 37
Muntu. Umrisse der neoafrikanischen Kultur, Düsseldorf-Köln, Eugen Diederichs Verlag, 1958.
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importante del África negra impregnada de la cultura árabe-islámica, de las comunidades negras deportadas a los Estados Unidos, las Antillas y Latinoamérica. Así, Muntu fue no sólo un intento de definición de esta cultura, sino también una descripción de las modalidades gestadas en su seno. En 1965 Jahn había publicado Die neoafrikanische Literatur. Gesamtbibliographie von den Anfängen bis zur Gegenwart38, con la intención de presentar una bibliografía exhaustiva que indicara los materiales necesarios para investigaciones en el campo de la literatura africana. Por su misma declaración de intenciones, ya se percibe el optimismo, acometividad e ilusión de haber terminado una fase histórica, que habría preparado el terreno para la siguiente fase: la de unos estudios literarios africanos –más bien neoafricanos– que implícitamente situaran esta nueva literatura como objeto bien constituido en los parámetros de la ciencia literaria occidental. Será el propio Jahn el que dará ese primer paso de la nueva fase, presentando al año siguiente una investigación que ordenará e interpretará los datos aportados por la Gesamtbibliographie: Geschichte der neoafrikanischen Literatur39. Esta obra es eminentemente historiográfica y cuenta con una explícita voluntad interpretativa, más allá de la mera presentación acumulativa de datos. El libro, decidido a escribir una historia, plantea primeramente unas cuestiones epistemológicas con profundidad, que cuestionan qué es literatura y el “monopolio” de la literatura europea a la hora de decidir –y con qué criterios– qué literaturas extraeuropeas formarían parte de la literatura universal. Sin embargo, la recurrencia a conceptos y debates de la crítica y la teoría literarias del momento en Europa para emprender la elaboración de una historia es una fuerte característica de la obra de Jahn. Desde ahí, intentando una búsqueda de lo literario, en consonancia con ciertas corrientes filológicas del siglo XX, rechazará los criterios raciales y geográficos para la literatura africana, y señalará como único el basado en el estilo, que reenvía necesariamente al de pertenencia cultural. Para ello se apoyará en la teoría de los topoi de H. R. Curtius, y llegará a forjar un neologismo para referirse a esa entidad que designa la cultura de los pueblos negros que viven, en parte dentro del Sahara, y en parte al sur del Sahara: Agysimbia. Dentro de Agysimbia, habría que distinguir, ya en el campo literario, tres literaturas dependiendo de la presencia de una de las tres civilizaciones que en ese espacio conviven: la agisymbia en sentido estricto, la islamo-árabe y la occidental. Así resultarían la literatura afro-árabe o árabe-agisymbia, y la neoafricana, y esta última surgiría de dos herencias: la literatura tradicional africana y la literatura oc38
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J. Jahn, Die neoafrikanische Literatur. Gesamtbibliographie von den Anfängen bis zur Gegenwart, Dusseldorf-Köln, Eugen Diederichs Verlag, 1965. J. Jahn, Geschichte der neoafrikanischen Literatur, Dusseldorf-Köln, Eugen Diederichs Verlag, 1966. La traducción española es Las literaturas neoafricanas, Daniel Romero (trad.), Madrid, Ediciones Guadarrama, 1971.
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cidental. A partir de estas premisas y centrándose en la literatura neoafricana, Jahn selecciona acontecimientos literarios, autores y obras que le parecen significativos. El libro se muestra entonces como una colección de ensayos historiográficos con una explícita base teórica, donde se van exponiendo de modo sistemático conceptos heurísticos y se van suministrando los ejemplos que los confirman. A la búsqueda de invariantes estilísticas, Jahn indagará en la literatura oral, rescatándola de las manos de los antropólogos, sociólogos y demás profesionales de las ciencias humanas, y hablará de los cantos de elogio, de los negro-espirituales, del blues y el calypso, o del indigenismo y el negrismo. Jahn llega a declarar que la resurrección de la historia africana por los propios africanos no obedecerá tanto a una preocupación por la “verdad científica”, cuanto por una voluntad bien determinada de forjarse un sistema de representación coherente y capaz de remplazar el que habían establecido anteriormente los europeos. En esta declaración de intenciones parece clara la orientación romántica y nietzscheana de Jahn, que propone una epistemología historiográfica fuertemente interpretativa que, partiendo de que la literatura es un sistema de representación forjado conscientemente por los autores, tenderá a desatender los factores sociales y políticos –en general, colectivos– que también concurren en la producción literaria, y por lo tanto en la escritura de la historia que quiera dar cuenta del fenómeno literario, restándole la esencial complejidad que caracteriza a cualquier fenómeno humano. Para Jahn, la obra literaria refiere a la cultura, pero, en vez de ser un simple reflejo, ella es una construcción que refiere a otras construcciones y otras formas que constituyen la tradición artística de tal o cual pueblo negro40. Jahn hizo gala de una voluntad inclusivista, que ayudó a forjar el mito de la cultura africana unitaria, y que pronto fue contestado, y que no ha dejado de serlo frecuentemente hasta nuestros días41. Claude Wauthier42 escribe en 1964 L'Afrique des Africains, inventaire de la Négritudee, una de esas obras primerizas sobre la Négritude en el clima optimista de las independencias recién conseguidas, donde los intelectuales negros aparecen efectuando una dialéctica que parte de una primera fase de afirmación de una equivalencia de valor entre la civilización africana y la europea, una segunda de diferencia esencial entre las dos civilizaciones, y una tercera de rechazo a la asimilación. La carga historiográfica de la obra 40
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Como señala Bernard Mouralis en “Jacques Nantet, Panorama de la littérature noire d’expression française”, en Annales, Année 1973, volume 28, nº 6, pp. 1550-1554. Véase la crítica a las ideas culturales e historiográficas de Jahn, doce años después, en F. Eboussi Boulaga: La crise du Muntu, Authenticité africaine et philosophie, Présence africaine, Paris, 1977. Aunque también tuvo seguidores que matizaron las tesis del maestro, como Almut Nordmann-Seifer, La Littérature néo-africaine, 1976C. Wauthier, L'Afrique des Africains, inventaire de la négritude, Collection «L'Histoire immédiate», Paris, Éditions du Seuil, 1964.
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está subordinada a la intención crítica, pues principalmente quiere evaluar un acontecimiento histórico africano como la Négritude, de gran trascendencia literaria, cultural, y política. Para Wauthier, la Négritude pasa de ser un movimiento literario a un aspecto de una renovación cultural que abraza la etnología, el derecho, la teología, la historia y el folklore, y que va más allá de las culturas en países africanos de lengua francesa, por lo que entre las más de cuatrocientas entradas bibliográficas que aparecen en su obra, más de la mitad refieren a libros y artículos escritos en inglés. Una obra especialmente interesante de este periodo la constituye The Black Mind. A History of African Literature, del guayanés A. O. Dathorne43. El interés le viene principalmente por ser la primera obra que hace constar explícitamente en su título la pretensión historiográfica, y por ser también la primera obra historiográfica con una voluntad comprehensiva que asume el desarrollo de la literatura Africana desde sus inicios en la tradición oral hasta su expresión contemporánea en las obras de africanos escritas en lenguas africanas y en las diversas lenguas europeas coloniales. El leit motif conceptual de Dathorne es la “mente negra”, su particular creatividad y pensamiento, presente no sólo en África, sino en todos los lugares –principalmente el continente americano y Europa– en que los africanos se han afincado y han contribuido a la cultura, permaneciendo muy cercanos a las suyas propias. La obra de Dathorne es claramente reivindicativa de una esencia, en consonancia con el impulso de las obras de Kesteloot, Jahn y Wauthier. La obra de Jacques Chevrier Littérature nègre. Afrique, Antilles, Madagascar44, constituye un intento de situar el movimiento literario en su contexto histórico y político, particularmente en su contemporaneidad, atendiendo al dominio lingüístico francófono, que comprendería también las Antillas. Tras una primera parte antológica, presenta una segunda titulada “Situación y perspectivas”, donde se presenta a la literatura africana como una respuesta ideológica a la alienación colonial. A continuación viene un capítulo consagrado a la tradición oral y al paso de ésta a la literatura escrita, con los problemas lingüísticos que conlleva. Además, se abordan otros temas como el lugar de la lectura en la vida africana contemporánea, atendiendo a temas como la difusión del libro, tipos de lectores, motivaciones para la lectura, etc. Se le ha achacado al autor que no hiciera constar esta “Situación” al inicio de su libro, en vez de al final, y que el capítulo sobre la salida de la alienación colonial precediera al de la situación precolonial: corrigiendo este punto se evitarían repeticiones, como por ejemplo con el tema de la Négritude. En general se le ha criticado la falta de precisión en cuanto a una infor43
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O. R. Dathorne, The Black Mind. A History of African Literature, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1974. J. Chevrier, Littérature nègre. Afrique, Antilles, Madagascar Paris, Armand Colin, 1974.
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mación profunda de la literatura africana, y de un enfoque más sólidamente crítico. Para nuestro propósito, interesa señalar que se rompe una progresión lógica y cronológica que sería de agradecer por parte del lector. Como conclusión de este apartado, podemos citar las palabras de F. Abiola Irele45 sobre la relación entre los estudios críticos y la historiografía: Earlier literary histories of African literature like the ones by Jahn and Kesteloot had found a center of interests in the mythologies of black culture and Négritude, but for the critics of the postcolonial period in the 1960s who were writing when these unifying mythologies were unravelling, criticism could not simply be founded on the myth of an African world promoted by the writers themselves.
Así como las de Ossito Midiohouan46: The history of African literature, as it was presented by the first critics, responded to a strategic need: it was a question then of bearing witness, through the works of African writers, to the political and cultural awakening of Africa and showing the irreversible nature of this awakening. There was a need to present an optimistic view, one that held out hope, which was translated, in particular, by the interest paid to the problem of the origins of African literature (commitment) and by the insistence placed upon the homogeneity of that production. It had come to be considered that black writers, taken globally, had become progressive, became "committed," at a certain point, and that true African literature begins only at that point. MÁS ACÁ DEL MITO: UNA HISTORIOGRAFÍA MÁS ATENTA A LOS DATOS
A medida que se va relativizando la necesidad mitificadora, con el desarrollo de los Estados independientes van surgiendo a lo largo de los años 70 estudios historiográficos que pretenden un acercamiento que quiere ser más científico, principalmente realizados por académicos franceses o europeos en general. Al mismo tiempo, proliferan las antologías, los manuales y bibliografías, que sirven para difundir la literatura africana en las instituciones educativas occidentales, si bien a menudo se cae en visiones poco profundas 45
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F. Abiola Irele, The African Experience in Literature and Ideology, London, Heinemann, 1981, p. 292. También indicado por Izevbaye, para quien Mphahlele, Jahn, Kesteloot y Wauthier representan las metas y deseos del nacionalismo cultural. G. Ossito Midiohuan, “Lilyan Kesteloot and the History of African literature”, Research in African Literatures, Winter 2002, Vol. 33, Issue 4, pp. 180-199. Otra de las primeras voces críticas con respecto al libro de Kesteloot fue la de Mohamadou Kane, en Roman Africain et tradition, Dakar, NEA, 1982, y de un modo más minucioso y extenso en su artículo “Sur l’histoire littéraire de l’Afrique subsaharienne francophone”, Études Littéraires, volume 24 nº 2, Automne 1991, pp. 9-28.
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y simplificadoras por un interés pedagógico y manualístico. Debemos citar diversos trabajos con voluntad historiográfica, que son como primeros tanteos que cuentan con la heterogénea y numerosa –aunque a menudo poco profunda– bibliografía académica del momento. Así, hay que señalar las Az afrikai irodalom kialakulása és fejlödése napjainkig (1971) del investigador húngaro Tibor Keszthelyi, y Literatura cerné Afriky (1972) de Vladimir Klíma, Karel F. Ruzicka y Petr Zima. Otro factor decisivo en la confección de historias de la literatura africana es el fenómeno de la francophonie47, un concepto ideológico y político que se instaura en iniciativas e instituciones a inicios de los sesenta, como manifestación del deseo de preservar la unidad lingüística existente entre las antiguas colonias francesas y la metrópolis. Hasta cierto punto buscó la estandarización de las relaciones entre ambas partes tras el proceso de decolonización, a través del marco de la cooperación cultural, convirtiéndose en un movimiento tanto cultural como político, que fue visto por algunos como una forma de neocolonialismo y de emulación de la Commonwealth en el ámbito francófono. Uno de los trabajos más interesantes en este ámbito de la francofonía es el de Robert Cornevin48, Littératures d'Afrique noire de langue française. La obra comienza planteando cuestiones generales sobre la literatura africana de lengua francesa como las dificultades para la edición, la prensa y las revistas, o la relación con la francofonía. Tres quintas partes de la obra abundan en información de tipo biográfico o genético con respecto a obras concretas. Pero a este gran conocedor del mundo africano e historiador de formación, se le ha reprochado en su obra una visión acumulativa49, donde los autores y las obras se van yuxtaponiendo ajenos a una imagen intertextual que hubiera acercado al lector a una comprensión más profunda de la realidad literaria. Por ello, si bien conoce a fondo los orígenes de la literatura africana en la oralidad –que no duda en llamar literatura–, no llega a establecer una periodización solvente que evite pasar de distinciones por temas a distinciones por géneros, o a separar el movimiento de la Négritude de la marcha hacia la independencia50. Su obra fue reconocida académicamente, pero no llegó a cubrir las amplias lagunas a las que la crítica estaba intentando responder. Con todo, hay que señalar que el trabajo de Cornevin es deudor de los traba47 48
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Seguimos aquí la explicación de Paula García Ramírez, Ob. cit. R. Cornevin, Littératures d'Afrique noire de langue française, Paris, Presses Universitaires de France, 1976. Como ya era palpable en su importante estudio Le théâtre en Afrique noire et à Madagascar, Paris, Le livre africain, 1970. Como ha señalado Mohamadou Kane en Ob. cit., pp. 21-22. Cfr. también para esta crítica el artículo de Szilárd Biernaczky “Towards a Comprehensive History of African Literature”, Neohelicon XXII/2, Budapest, Akadémiai Kiadó, 1985.
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jos disponibles en su tiempo, y que tiene el mérito de ser de los primeros mapas propuestos sobre la literatura africana francófona. En esta misma línea hay que situar los estudios de Jacques Nantet, Panorama de la littérature noire d’expression française51. Siguiendo una perspectiva sincrónica, que busca el valor crítico y reduce el historiográfico –pero que, sin duda, muestra–, Nantet se propone un inventario lo más completo posible de los autores negros en lengua francesa, partiendo de las características propias del arte y la literatura africanos en cuanto tales, y de la aportación particular de cada nación. A diferencia del enfoque también cultural de Jahn, Nantet sitúa su inventario en una perspectiva histórica, donde son evocados tanto grandes imperios como la época contemporánea, marcada por el hecho colonial, y así la historia africana es reducida a un simple contacto de culturas. Para Nantet, la literatura negra en lengua francesa expresa una cultura y esta expresión ha sido posible nada más que por el uso de la lengua francesa. Como señala Bernard Mouralis, el planteamiento de Nantet es débil en cuanto no apoya el fundamento cultural en un estudio de los condicionamientos históricos, y por lo tanto esta carencia no le permite dar cuenta de dos características fundamentales de de la literatura negro-africana moderna: su referencia a una situación social y política precisa, el colonialismo, y la referencia, en un nivel más estrictamente literario, a los principales tipos de discurso que toman a África como objeto52. Un libro especialmente interesante es el de P. Ngandu Nkashama, Comprendre la littérature africaine écrite53, centrado en la literatura francófona africana. El principal valor le viene por su desmarque de la inspiración mitificadora de la primera fase historiográfica, y del marco de la francofonía; así como por el hecho de ser una obra realizada en África por un africano que va a seguir escrupulosamente los datos y los hechos. Si bien el libro está dividido en los tres géneros literarios principales –poesía, novela y teatro– el autor es muy cuidadoso en seguir un hilo cronológico dentro de cada apartado, diferenciando claramente épocas según hechos o fenómenos históricos significativos. Su enfoque parte de un reconocimiento positivo de realidades pasadas por alto por los anteriores historiógrafos –al menos en cuanto a su verdadero alcance–. Entre las obras dedicadas a la historia de la literatura africana, ésta marca una punto de inflexión con respecto a la consideración de la primacía de la poesía. Nkashama se distancia de la historiografía dominante en los años 60 y 70 marcada por Kesteloot y los primeros críticos académicos, de51
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J. Nantet, Panorama de la littérature noire d’expression française, Paris, Fayard “Les grandes études littéraires”, 1972. B. Mouralis, Ob. cit. P. Ngandu Nkashama, Comprendre la littérature africaine écrite, Bar le Duc, Editions Saint Paul, 1979
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masiado deudores de la Négritude y el Harlem Renaissance, de la primacía de la poesía, del pasado africano mítico, y del acomodo a los intereses culturales y políticos de los movimientos de independencia. Nkashama consigue corregir los errores de los primeros intentos de la historiografía, dando la atención necesaria a la génesis y evolución de la novela, así como a la primera generación de dramaturgos. Otra valiosa obra historiográfica de este periodo, centrada también en la literatura francófona, es la de Dorothy S. Blair54, African Literature in French: A History of Creative Writing in French from West and Equatorial Africa, publicada en 1976, que presenta un sólido y amplio panorama de la literatura, donde las obras son el centro del trabajo. Para entender la aportación del trabajo historiográfico de Blair, conviene tener en cuenta que – siguiendo la opinión de Belinda Jack55– aunque la crítica anglófona desde el final de los 60s hasta los 80s incorporó de varias maneras la literatura africana francófona en sus propios debates sobre la literatura africana anglófona, las preocupaciones de la crítica francófona sobre la literatura francófona africana no entraron en los debates crítico-literarios anglófonos. Una posible explicación es que la menor tendencia teórica de las prácticas críticas anglófonas –por contraposición a la tendencia de la crítica francesa– produjo una crítica menos vinculada a la metodología que la crítica francesa. Esto tuvo una importante repercusión en la historiografía, por su vínculo indisoluble con la crítica: la historia literaria centrada en la literatura anglófona no estuvo condicionada por la Négritude, y se mantuvo al margen de ciertas preocupaciones teóricas que fundamentaban el debate crítico de la “literatura negro-africana en francés”, particularmente el obsesivo deseo de los críticos francófonos de legitimar la existencia de esa área literaria. Esta disposición crítica no trascendió al dominio de la crítica anglófona, de modo que en éste la literatura africana en francés fue un objeto importado sin las hipotecas conceptuales de la crítica francesa. En este contexto hay que entender la obra de Blair, que constituye una introducción sobre las fuentes de inspiración y las primeras voces literarias, así como un panorama de los géneros, autores y obras, a través de un acercamiento histórico y crítico, junto con una bibliografía anotada y clasificada. Especialmente, Blair ejerce la crítica literaria, conectando la literatura tradicional africana con la moderna, y abordando con particular intención la cuestión del valor literario de modo práctico y aplicado, partiendo de unos universales estéticos implícitos. En esta primera historia escrita en inglés de la literatura africana francófona, la autora co54
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D. S. Blair, African Literature in French: A History of Creative Writing in French from West and Equatorial Africa, London/New York, Cambridge University Press, 1976. B. E. Jack, Negritude and Literary Criticism: The History and Theory of “Negro-African” Literature in French, Westport, Greenwood Press, 1996, p. 136.
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mienza mostrando el contexto histórico y educativo de la literatura, que sólo después de la II Guerra Mundial comenzó a florecer con fuerza. Con respecto a la Négritude, la sitúa en una perspectiva más modesta, como un grito de guerra relevante sólo hasta la adquisición de la independencia política en las antiguas colonias francesas, y utilizado casi exclusivamente por los poetas de la generación de los años 30, como Senghor, Césaire y Birago Diop. A partir de ese contexto, que le da la fuerza historiográfica a la obra, Blair se concentra en un completo y amplio examen de las obras más significativas, evitando un realizar una obra donde todo sea mencionado, pero apenas evaluado críticamente. Siguiendo a Clive Well56, Blair ha querido centrarse en los aspectos literarios, realizando una obra especialmente crítica desde los criterios de la crítica literaria anglosajona, reconociendo la importancia de factores de conflicto cultural en los que los escritores y las obras se ven intrínsicamente envueltos, de los que Blair no quiere hacer una valoración. Si el peligro del esencialismo de los trabajos inspirados en la Négritude era que desatendía la dimensión histórica de la realidad que estudiaba, un peligro se signo inverso se hacía patente en los trabajos positivistas, que no profundizaban en su materia, por carecer de una reflexión metodológica que tomara en serio la dimensión histórica de la literatura africana. UNA REIVINDICACIÓN HISTORIOGRÁFICA DESDE EL COMPARATISMO
Ya a mediados de los 70 y durante los 80 se va haciendo acuciante la necesidad de visiones de conjunto y generales de la historia de la literatura africana en lenguas europeas. Uno de los altavoces de esta necesidad es el estudioso francés Jack Corzani que, frente tanto a las historias esencialistas como a las positivistas, reivindica una historiografía que ponga a la historia en el centro de su trabajo57: D’un pays à l’autre, d’un moment à l’autre, les mentalités, les croyances, les idées changent et que la littérature elle-même est dans l’histoire, soumise aux lois de l’histoire. N’en déplaise aux thuriféraires de la Négritude, il n’y a pas un nègre, mais des nègres. L’idée de littérature noire est purement mythique, elle arrange peut-être ceux, et ils sont encore nombreux, pour qui tous les nègres se ressemblent, elle n’en est pas pour autant pertinente. Nous devons résolument combattre toute approche essentialiste (avouée ou insidieuse) et lui préférer une approche résolument historique. 56
57
C. Wake, “Dorothy S. Blair, ‘African Literature in French: A History of Creative Writing in French from West and Equatorial Africa’, Modern Language Review, 73:2, 1978 April, pp. 441-442. J. Corzani, “Et si l’on recentrait enfin l’histoire littéraire africaine? Plaidoyer pour des nationalisations”, en Littérature africaine et enseignement, Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 1984, p. 524.
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Mohamadou Kane58, en la misma línea, reivindica una historiografía que, bien planteado el enfoque histórico y fáctico, se proponga unas tareas necesarias: la delimitación de la literatura africana, sin caer en el debate esencialista, y atendiendo a los factores de dinamismo y relatividad del devenir histórico; el seguimiento de un orden cartesiano que reconozca primero entidades literarias mínimas localizadas geográfico-culturalmente, para ir elaborando síntesis en un movimiento ascendente más abarcante; el abordaje del problema metodológico para proceder con precisión y sin lagunas; el establecimiento de una periodización que ponga de relieve las fases esenciales de la evolución literaria para captar la interacción entre la historia y la política, las otras ciencias sociales y las artes; y el compromiso literario de la historiografía, que debe ser distinguido del compromiso político. Kane observa como necesario para una obra de historiografía: Le reste ressortit à une question de méthode devant permettre l’appréhension des faits tant dans leur individualité que dans leur continuité. C’est dire encore une fois que les événements doivent éter perçus dans leur simultanéité comme dans leur succession. C’est à ce prix que l’on parviendra a enraciner l’histoire littéraire africaine et à la rendre plus scientifique.59
Según Kane, es Albert Gérard principalmente el que introduce esta ola, al imprimir parámetros comparatistas y la idea de un trabajo realizado por especialistas en la materia. Este estudioso totalmente dedicado a la historiografía de las literaturas africanas, es de los primeros en señalar este sentido plural del objeto –literaturas africanas–, en contraposición a la asunción monista que había tomado la primera fase historiográfica –literatura africana–, que primaba la unidad sobre la diversidad, postulando explícita o implícitamente algún tipo de esencia cultural o espiritual. Gérard hace el trabajo del científico empírico a través de una gran labor de recogida de datos en un escenario polifacético, heterogéneo y sumamente complejo, y al mismo tiempo aplica los parámetros de los estudios literarios europeos continentales, especialmente los desarrollados por la literatura comparada60. Su primera obra historiográfica de gran alcance es African Languages Literatures: An Introduction to the Literary History of Sub-Saharan Africa61. 58 59 60
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Ob. cit. Ob. cit., p. 27. Como preliminares a sus trabajos más comprehensivos, hay que citar Four African Literatures, Xhosa, Sotho, Zulu, Amharic, Berkeley-Los Angeles-Londo, University of California Press, 1971; Études de littérature africaine francophone, Dakar-Abidjan, Les Nouvelles Editions Africaines, 1977; A. Gérard, African Languages Literatures: An Introduction to the Literary History of SubSaharan Africa, Washington, Three Continents Press, 1981.
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En ella repasa la exigua bibliografía que había abordado el tema de las literaturas escritas en lenguas vernáculas: Schwarze Intelligens Ein literarischpolitischer Streifzug durch Süd-Afrika (1955) obra muy poco difundida del profesor suizo Peter Sulzer, los trabajos de A. C. Jordan sobre la escritura en Xhosa publicados en la revista Africa South entre 1957 y 1960, Introduction to African Literature (1967) de Ulli Beier, y Literatura Cerne Afriky (1972) de Klíma, Ruzicka y Zima; y propone su trabajo como una introducción comprehensiva a la materia que dispone ya para su tratamiento de materiales básicos más numerosos que sus predecesores. Su carácter de introducción hace afirmar a Gérard que sólo un grupo de estudiosos podrá producir una investigación totalmente satisfactoria de la escritura vernácula africana. La obra de Gérard presenta un estudio de los desarrollos y logros acaecidos en más de 50 lenguas escritas, tanto en escritura arábiga como romana, a lo largo del todo territorio subsahariano. Desde el nacimiento de la escritura en Ge’ez y el amárico en Etiopía, pasando por el impacto literario del Islam en África oriental y occidental, hasta el influjo de los misioneros cristianos en el desarrollo de la escritura devocional y creativa en lenguas vernáculas. Siguiendo un método empírico, elabora la obra recogiendo todos los datos históricos relevantes desde su conocimiento personal de lenguas vernáculas africanas, y ordenándolos según una pauta coherente que cubra los más de quince siglos transcurridos desde la llegada de la escritura a Etiopía. Así, el esquema es cronológico, bien acompasado con el esquema de las sucesivas oleadas que aportan la cultura escrita al continente africano: el primer gran bloque de la obra está titulado “The Saba Inheritance”, el segundo “The Legacy of Islam”, y el tercero “The Impact of the West”. Cada bloque, subdividido en numerosos apartados y subapartados, consigue mostrar un mapa verdaderamente comprehensivo tanto de la variedad y riqueza de la escritura como de la literatura en cada época de influencia. Uno de los principales valores de esta obra es la de ser la primera mirada de conjunto sobre el objeto propuesto, y la de apuntar ya hacia el trabajo colectivo para conseguir visiones de conjunto. Tras este trabajo que daba cuenta de una parte importante y desatendida de la literatura africana, publica en 1984 su Essai d’histoire littéraire africaine62, donde comenta: Il est temps d’écrire l’histoire littéraire africaine (…) La littérature africaine en langue européenne est encore bien jeune mais elle a parcouru une extrême rapidité les premières phases de sa croissance et il n’est pas trop tôt pour en faire l’histoire”.
62
A. Gérard, Essai d’histoire littéraire africaine, Sherbrooke, Naaman, 1984.
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Será en 1986 cuando complete su trabajo historiográfico iniciado en la obra dedicada a las lenguas vernáculas, con su European-Language Writing in Sub-Saharan Africa. A Comparative History of Literature in European Languages63, de modo que se pueda contemplar una imagen total de la historia literatura africana. En esta obra da un significativo paso adelante en consonancia con la lógica científica que han seguido sus estudios: es necesario contar con un equipo de profesionales que se ocupen sectorialmente de la abigarrada, rica y heterogénea realidad literaria africana escrita en lenguas europeas. De este modo la extensa obra consta de más de 60 colaboradores, y de XVIII capítulos –subdivididos a su vez–, que abarcan las literaturas escritas en más de 50 países africanos. La obra se enmarca en la serie “Comparative History of Literatures in European Languages”, por lo que ya se aprecia la voluntad historiográfica en el seno de un proyecto comparatista, que reacciona frente a la arbitrariedad del impresionismo crítico y de la ideología, con el objetivo de abordar una realidad muy compleja con criterios científicos. El editor de serie, Henry H. H. Remak, señala que las historias literarias centradas en naciones, pueblos o lenguas, deben ser complementadas por estudios que coordinen fenómenos relacionados o comparables desde un punto de vista internacional que los trascienda e integre. El objetivo de la comprehensibilidad es visto como inalcanzable por un único autor, sin un trabajo de equipo estructurado que recurra a colaboradores de diferentes áreas. Según Remak, el entendimiento del proceso histórico en literatura exige que se seleccionen periodos o movimientos especialmente relevantes, en los que se muestre una correlación con una expresión estilística, y donde los frutos de las relaciones por método comparativo –mediante analogías y contrastes significativos– en un plano internacional superen el enfoque de la preeminencia nacional. En 1986 Remak indicaba el proceder, revolucionario en la historiografía literaria, que suponía elaborar una historia literaria comparatista mediante un trabajo en equipo de alcance internacional. Un trabajo que necesitaba síntesis parciales en las que se apoyaran progresivamente síntesis internacionales, y que éstas condujeran finalmente a resultados sólidos que dieran a los estudios literarios una presencia significativa en la evolución de los estudios humanísticos. En este marco comparatista internacional, Gérard plantea su obra colectiva en búsqueda de un estudio y una síntesis del desarrollo histórico de las literaturas africanas en lenguas europeas. Una obra exigida, entre otras razones, por el rapidísimo crecimiento en la producción de escritura creativa en lenguas europeas en el último cuarto del siglo XX. Gérard sitúa la puesta en marcha de los estudios africanos en un momento análogo a algo ya acaecido 63
A. Gérard, European-Language Writing in Sub-Saharan Africa. A Comparative History of Literature in European Languages. Budapest, Akadémiai Kiadó, Vols. I-II, 1986.
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en la historia occidental: la convivencia de lenguas cultas con una tradición de lenguas traídas por pueblos dominadores durante 15 siglos, tras la caída del Imperio Romano. La analogía vuelve a darse en cuanto la emigracióncolonización europea de África aporta sus lenguas, que se encuentran coexistiendo con las lenguas vernáculas; y en cuanto que son estas lenguas extranjeras las que provocan la mayor proliferación literaria habida hasta la época, contribuyendo de modo importante a la escritura creativa moderna en francés, inglés y portugués. Para empezar, ataca el mito del europeo como único introductor de la escritura y la capacidad literaria en el África subsahariana: el desarrollo de la literatura en lenguas europeas es sólo un estadio en un desarrollo histórico fundamentalmente africano, aunque Europa haya jugado un papel importante en éste. Y en ese desarrollo la tradición oral es un modo de literatura, aunque los pueblos que la detenten no estén alfabetizados. Para ello Gérard se apoya en los estudios de tipo funcionalista realizados en los años 60 y 70 que mostraban que el arte oral cumplía las funciones usualmente asignadas a la actividad creativa escrita en sociedades alfabetizadas, y que dicho arte continuaba vivo. En la misma línea de ataque, recuerda que sí existe una tradición de escritura de 2000 años de existencia, desde la aparición del Ge’ez en Etiopía, pasando por las lenguas escritas gracias al alfabeto árabe y al alfabeto romano y la imprenta, hasta llegar a la producción en lenguas europeas de finales del XIX y del siglo XX, iniciada en buena medida por el influjo de las misiones cristianas. Para Gérard, apuntando siempre al objetivo de la literatura mundial desde un enfoque procedimental comparatista, no habrá estudio comprehensivo de la contribución de África al arte escrito mundial, si no se lleva a cabo un estudio de la escritura imaginativa en lenguas africanas y árabes. Metodológicamente, por la naturaleza de su trabajo, Gérard excluye el mundo del norte de África, porque lo entiende integrado más apropiadamente en el dominio cultural de la civilización musulmana. ISMOS Y MANUALES DE LITERATURA
Es importante señalar que desde la década de los 80s hasta bien avanzado el siglo XXI, se aprecia un panorama académico con unas características propias que van a influir en la historiografía. Por una parte proliferan los manuales comprehensivos en el ámbito anglosajón, del mismo modo que, en la primera etapa de los estudios africanistas se había hecho perentoria la necesidad de bibliografías y obras de referencia que mostraran panoramas e indicaciones para trabajos de crítica. La necesidad de estas obras híbridas es debida a la gran demanda de cursos y licenciaturas en literatura africana, especialmente en los Estados Unidos. Las obras historiográficas puras son
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raras, y lo normal será encontrar combinado el elemento historiográfico con el crítico y con un aparato referencial. Por otro lado, hay que señalar también en este periodo la presencia de “ismos” o tendencias académicas como el postestructuralismo, la crítica política, el feminismo, el marxismo y la crítica postcolonial, que, siguiendo postulados de Derrida, Foucault o Said, priman el factor diferencial llegando a problematizar radicalmente los fundamentos teóricos del trabajo crítico y teórico –y no pocas veces a paralizar la propia crítica, desplazando el interés por los textos–. Con respecto a la historiografía, la misma idea de una historia unificada entró en crisis, y fue habitual entender el trabajo historiográfico en términos de confección retórica de un discurso. En general, podemos decir que los trabajos historiográficos, habitualmente prudentes con respecto a la radicalidad teórica en boga, asumieron la necesidad del plural –literaturas africanas– para acercarse a un conocimiento más objetivo de la materia estudiada. En este sentido es importante señalar el ensayo de Jacques Chevrier64, al finalizar la década de los años 80, donde declara que: Parece que se podría hacer justicia al fenómeno del surgimiento de las literaturas africanas con una aproximación plural que combinara la observación de los hechos, el análisis de los proyectos políticos, nacionales o federales, y la consideración del aparato institucional sin el que no tendrían una verdadera existencia.
Una declaración de intenciones ambiciosa que, sin embargo, el propio Chevrier no pudo llevar a cabo. Partiendo de la idea plural de literaturas, se le ve imbuido del “extrinsic approach” que acuñó Wellek, inserto en el contexto del comparatismo de los 80s y 90s, e interesado en cuestiones como las condiciones sociopolíticas de la producción literaria. También indica otras grandes áreas para la investigación africanista: la tipología de los géneros y la delimitación del espacio literario, así como la reflexión sobre la integración de la tradición en la escritura contemporánea. Su aportación a la obra colectiva donde aparece muestra cierta utilización de la metodología postestructuralista francesa, más allá del texto, hacia cuestiones institucionales, y en contraste con los enfoques anglosajones, menos preocupados por la legitimación teórica. Propone el continente africano y el Tercer Mundo como “un espacio privilegiado para la aprehensión de los fenómenos históricos,
64
“Les littératures africaines dans le champ de la recherche comparatiste”, en Yves Chevrel y Pierre Brunel (eds.), Précis de littérature comparée, Paris, Presses Universitaires de France, 1989, citado en M. J. Vega y N. Carbonell Literatura comparada: principios y métodos, Madrid, Gredos, 1998, p. 176 (traduce el pasaje M. J. Vega).
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culturales y sociales sobre los cuales se funda la renovación de los estudios comparatistas” En 1984, diez años más tarde de su Littérature nègre, aparece una refundición de la obra65 con el mismo nombre. Según Kane, es una revisión juiciosa y aumentada de la obra anterior, donde el momento histórico de partida elegido es 1921: para el autor esta fecha recoge el nacimiento de la literatura negra, porque en ella se dan cita el exotismo, el arte negro, el fenómeno del Harlem Renaissance en Nueva York, pero guarda silencio con respecto a las publicaciones anteriores a la eclosión en París, de donde se ve el peso que para el autor tienen los acontecimientos parisinos donde algunos africanos entran en contacto con la modernidad y las vanguardias artísticas históricas. Al mismo tiempo se omite lo que ocurre en la misma África, especialmente en Senegal tras 1910, donde la colonización engendra una literatura que sirve perfectamente a sus fines. El esquema por géneros de Littérature nègre muestra al teatro como género poco relevante, pasando por alto el teatro experimental, especialmente en Costa de Marfil. Estos datos se encuadran en el enfoque esencialmente pedagógico de Chevrier (hay una gran esquematización, junto con tablas de obras bibliográficas literarias y críticas), por lo que no podemos decir que sea una obra de investigación historiográfica, aunque el elemento historiográfico esté presente. Si consideramos que el libro fue reeditado en 1999, podremos concluir que para el autor los estudios no habían evolucionado mucho al cabo de 15 años. En 1993 se publica A History of Twentieth-Century African Literatures66, editado por Oyekan Owomoyela. Como sugiere el título del libro, el trabajo es especialmente sensible a la variedad literaria dentro del marco de las lenguas europeas, y por lo tanto circunscrito al siglo XX. Con respecto al ámbito de los manuales universitarios coetáneos, la obra de Owomoyela quiere ser una obra comprehensiva de los grandes temas que habían centrado y aún centraban en aquel momento los debates sobre la escritura en Áfica; así como un inventario de los principales autores, manteniendo un formato portátil de libro. Si parece ser una de las obras historiográficas que sigue en la estela de European-Language Writing in Sub-Saharan Africa de Gérard, aporta la diferencia de incluir la escritura en lenguas vernáculas, y de no pretender el grado de exhauustividad y extensión de Gérard, con el fin de ser una herramienta de referencia manejable. En la línea de Gérard, Owomoyela recurre a un equipo de estudiosos, que se ocupan por capítulos de diferentes áreas geográficas, dentro de los patrones generales de las lenguas. Según el editor, se excluyen los países del norte de África pues, si bien comparten con 65 66
J. Chevrier, Littérature nègre, Paris, Armand Colin/HER, 1984. O. Owomoyela (ed.), A History of Twentieth-Century African Literatures, Lincoln, Nebraska University Press, 1993.
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los países subsaharianos algunas experiencias históricas como el colonialismo, son de hecho árabes en cuanto a la cultura, apariencia y lingua franca, y se perciben a sí mismos como parte del mundo árabe. Por ello, el libro atenderá las literaturas de países que comparten una unidad cultural, si bien habría que señalar que, ya que los autores del libro principalmente tratan sobre las literaturas como respuesta al colonialismo, el argumento exclusivista con respecto a las literaturas del norte de África no parece tener fuerza suficiente. La obra presenta una amplitud considerable en cuanto a las zonas geográficas cubiertas, aunque la mayor parte de los ensayos están dedicados a la escritura en inglés en diferentes regiones de África y en diferentes géneros literarios. Con todo, la literatura en francés y portugués están bien representadas. Pero la dimensión historiográfica podemos decir que está subordinada a la crítica: capítulos como “Aftrican Language Literatures: Perspectives on culture and identity” de Robert Cancel, lo atestiguan y son la materialización de tres grandes debates sobre la literatura africana en el seno de las instituciones académicas de los años 90: el de las lenguas en que se debería escribir la literatura africana, el de el lugar e importancia de las mujeres en la historia de las literaturas africanas, y el de las condiciones de publicación en África. El libro de Owomoyela se adaptaba a la necesidad de una obra introductoria para estudiantes de literatura africana, especialmente dirigida a los temas y metodologías en boga en los años 90. Es en 1996 cuando aparece un libro especialmente emblemático para la naciente historiografía de la literatura africana lusófona: The Postcolonial Literature of Lusophone Africa67, de Patrick Chabal y colaboradores. En esta obra el adjetivo postcolonial está utilizado como sinónimo de posterior a la independencia, por lo que se muestra claramente ajeno al giro teórico que la etiqueta postcolonial solía concitar. En él se presenta la literatura de las antiguas colonias portuguesas en África –Angola, Mozambique, Guinea-Bissau, Cabo Verde y Sao Tomé y Príncipe–. Ciertamente, hasta 1996 no se había acometido la publicación de una obra comprehensiva del conjunto de estas literaturas lusófonas, determinadas por el fenómeno de la colonización y la situación postcolonial: de hecho Chabal declara que el único vínculo que tienen entre sí las culturas reseñadas en el libro es la relación colonial de todas con Portugal, y por lo tanto con la lengua portuguesa, si bien señala que la mayor parte de los habitantes de los dos países africanos lusófonos más grandes no hablan portugués con fluidez, y por otro lado las lenguas contemporáneas de Cabo Verde y Sao Tomé y Príncipe son criollas. Durante cinco capítulos se exponen las literaturas lusófonas, y en el sexto se analiza la cultura popular y las tradiciones orales en la literatura de Cabo 67
P. Chabal y otros, The Postcolonial Literature of Lusophone Africa, Evanston, Northwestern University Press, 1996.
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Verde y Sao Tomé y Príncipe. Los capítulos funcionan como ensayos estancos y cada uno se dedica respectivamente a la literatura de un único país. Como obra historiográfica pionera en cuanto a la comprehensividad en este campo, y ya inserta en las necesidades académicas anglosajonas de los años 90, proporciona también una bibliografía de las principales obras literarias y de ensayos críticos. Con todo, la carga historiográfica y crítica es secundaria y subordinada a los intereses divulgativos, como el propio Chabal expresa en su deseo de proporcionar información más que interpretación; pero la obra tiene el mérito de ser la primera visión de conjunto siguiendo la dinámica del estudio colectivo que inaugurara Gérard, si bien desprovista de la lógica comparativista de éste. Se espera una necesaria obra con más calado historiográfico, pero teniendo en cuenta la diversidad y dificultad de la producción literaria en estos dominios africanos lusófonos. También en 1996 surge una obra historiográfica que, si bien se circunscribe a un ámbito geográfico particular, es especialmente sensible a la necesidad de un conocimiento histórico: Southern African Literatures68, de Michael Chapman. Aunque el autor se circunscribe a los países del sur del continente, muestra en su trabajo una labor verdaderamente ambiciosa, al incluir tanto la literatura en inglés y portugués, como en lenguas vernáculas. A lo largo de más de 500 páginas se revela un trabajo con una clara voluntad historiográfica y contextualizadora, hecho por un solo autor que recurre a una extensa bibliografía crítica previa. La obra comienza con la tradición oral, sigue con los asentamientos europeos (1652-1910), la literatura Colonial (1880s-1960s), la situación política de la independecia y la postindepencia, y la literatura en Sudáfrica de 1970 a 1995. En 2004 aparece The Cambridge History of African and Caribbean Literature69, de F. Abiola Irele y Simon Gikandi. Los editores presentan esta obra colectiva como capaz de ofrecer nuevas perspectivas sobre la literatura de África y el Caribe. Una de ellas es la de la visión general y comprehensiva, junto con la información específica que se esperaría de una gran obra historiográfica de referencia. El carácter historiográfico de esta obra, sin embargo, ha de ser entendido de un modo ancilar, pues Abiola y Gikandi señalan que su fin principal ha sido el de elaborar un estudio esencialmente comprehensivo, estructurado sobre dos líneas genéricas: la tradición oral, y la tradición escrita siguiendo un esquema lingüístico-regional, tanto en lenguas africanas, como europeas. El diseño de la obra impone una sucesión de capítulos estancos centrados en áreas específicas. Así, se imprime un movimiento principalmente enciclopédico que atienda a la complejidad de los temas fundamentales de la literatuela africana, mientras que lo historiográfi68 69
M. Chapman, Southern African Literatures, Londres, Longman, 1996. F. Abiola Irele, S. Gikandi, Ob. cit.
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co, junto con lo cultural, figura en forma de contexto aportado a la intelección de cada gran tema. Con esta clave en mente se puede entender que los autores hayan optado por utilizar la referencia singular, “literature”, y no literaturas, dentro del debate entre unidad y diversidad. Como Daniel Izevbaye70 –uno de los coautores– señala, tras los variados esfuerzos de la crítica por definir “literatura africana”, no ha sido posible aplicar un criterio general rector como el lingüístico, o el de una unidad territorial-nacional. Desde un punto de vista más bien pragmático, la misma crítica ha optado por mantener en líneas generales la etiqueta “literatura africana”, teniendo en cuenta que lo que se entiende comúnmente por literatura africana surgió a partir del fondo ideológico del panafricanismo y el nacionalismo africano, que apoyaron esta denominación en singular. Así, los autores de la History asumen el término con el significado de la literatura que ha sido producida en el continente africano, cualquiera que sea la proveniencia del corpus oral o escrito, así como su lengua, sus particulares modos de expresión o convenciones literarias a las que se deba. En conexión con este criterio, África es considerada desde un punto de vista geopolítico que comprende tanto las regiones subsaharianas habitualmente asociadas con poblaciones negras, como el norte de África, incluyendo a Egipto. Esto supone en el esquema de la History la inclusión de la literatura en árabe, a pesar del inevitable solapamiento con el área cultural de Oriente medio; así como la atención igualmente a la literatura escrita por africanos de ascendencia europea, principalmente sudafricanos, que escriben en inglés y Afrikáans. Así, de los dos volúmenes en que se estructura la obra, el esquema del primero muestra una exposición temática de la oralidad, la escritura, y la escritura en lenguas vernáculas hasta la actualidad –incluida el Afrikáans-. El segundo está dedicado a las literaturas en lenguas europeas, siguiendo una división en capítulos según los distintos idiomas, y atendiendo en cada uno a diversas zonas geográficas del mismo dominio lingüístico. La última y no pequeña parte del volumen se centra en temas habituales en los estudios literarios de los 90 y primeros años del siglo XXI, tales como revisiones de la Négritude, las identidades postcoloniales o la relación entre modernidad y postmodernidad en la cultura y literatura africanas. Es importante señalar que, aunque la obra se dirige a toda la literatura escrita en cualquier lengua en África y el Caribe, está redactada en inglés y publicada por una institución universitaria anglosajona. Estos rasgos se corresponden con el subrayado de diversos temas que contrastan con otros típicos de las obras historiográficas francesas o europeo-continentales: por ejemplo, se muestra con claridad el papel emblemático de Nigeria en el con70
D. Izevbaye, “West African literature in English: beginnings to the mid-seventies”, en F. Abiola Irele y S. Gikandi, Ob. cit., pp. 472-503.
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junto de naciones africanas, en cuanto pionera de experiencias que relacionan la literatura y la política, o en cuanto a la amplitud y calidad de su producción literaria. Y esto la distingue de las historiografías centradas en el papel de la Négritude. Siguiendo la división conceptual entre lo oral y lo escrito, Abiola y Gikandi han trazado el seguimiento de algunos aspectos nucleares de la literatura africana en el continuo que se prolongaría hasta el Caribe y el área de América del Norte –si bien, el tratamiento de esta segunda área es reducido y esporádico-. Uno de los motores ideológicos de esta History es señalar y explicar que la nueva literatura africana en lenguas europeas, gracias a su época de esplendor alrededor y después de los procesos de independencia, ha servido para definir un nuevo perfil histórico para los africanos y las personas de raza negra en general, como parte de la comunidad humana. El esfuerzo cultural, y específicamente literario, ha conseguido revocar significativamente la ominosa lectura de los africanos y de lo africano que ciertas tendencias de la modernidad habían propagado. Este episodio fundamental en la autodefinición de África, muestra su decisiva ligazón a la literatura en lenguas europeas y ha hecho de esta tradición literaria la referencia central cuando se considera la literatura africana. Los autores opinan que este fenómeno ha ayudado a dirigir la atención a otras áreas de la vida imaginativa africana, como la tradición oral –y a reivindicar sus articulaciones genuinamente literarias–, y la de la escritura en lenguas vernáculas. En consonancia con el estudio de Leroy Vail y Landeg White71, opinan que es posible alcanzar una visión unificada del entero campo de la literatura africana, si se procede desde análisis estructurales de rasgos formales hasta las convenciones que materializan y la aprehensión del mundo que representan. En este aspecto parecen coincidir con el enfoque de Gérard que reclamaba un trabajo multidisciplinar de síntesis progresivas sobre la asunción de una idea de unidad que sostiene todo el esfuerzo. En 2005 se publica Le lecteur d’Afriques72, una colección de 53 textos críticos escritos por Jacques Chevrier desde su debut en los años 1970, concernientes a las literaturas africanas. Desde la obra más representativa de su primera época, Littérature nègre (1974), el autor parece haber asumido una posición más matizada con respecto al postcolonialismo, más académica y dirigida a aspectos sustancialmente literarios, de la mano del comparatismo. Con todo, no estamos ante una obra historiográfica, y quizás esta miscelánea sea índice de la fragmentariedad de la cultura postmoderna que señalábamos 71
72
L. Vail y L. White, Power and the Praise Poem: Southern African Voices in History, Charlottesville, University Press of Virginia, 1991. J. Chevrier, Le lecteur d’Afriques, Paris-Slatkine-Genève, Honoré Champion «Bibliothèque de littérature générale et comparée», 2005.
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al inicio de este epígrafe: los objetivos comparatistas de finales de los años 70 y de los 80 no terminan de ser llevados a cabo, por lo que no se puede culminar con una historia. En este sentido podríamos hablar también de la obra del veterano africanista Janos Riesz, De la littérature coloniale a la littérature africaine. Prétextes, contextes, intertextes 73, publicada en 2007. Su razón de ser es la reunión de veinte artículos que el estudioso publicó en revistas académicas y colecciones internacionales, agrupados por el tema de la relación de la literatura africana con la cultura colonial. Los artículos siguen una metodología comparatista en parte deudora del estructuralismo y el postestructuralismo, como, por ejemplo, los conceptos de pretexto, contexto e intertexto. Como ocurriera en el trabajo último de Chevrier, tampoco estamos ante una obra directamente historiográfica, e igualmente es una colección de trabajos lo que se nos ofrece. En 1993 había publicado Koloniale Mythen, afrikanische Antworten74, dentro de la serie Europäisch-afrikanische Literaturbeziehungen - 1, Studien zu den frankophonen Literaturen ausserhalb Europas, una obra que recogía trabajos previos del mismo autor escritos en la década de los 80s, dedicados a diversos aspectos de las literaturas africanas – documentales, teórico-ideológicos, de crítica valorativa–, y marcados por una fuerte reacción a los postulados críticos postmodernos en el campo de la literatura. Es interesante que, sin ser una obra historiográfica en sentido fuerte, Szilárd Biernaczky, en un artículo de 1995, señalara de la obra de Riesz: All these factors may be very important in writing the history of African literatures. This also emerges from a lengthy paper Publisher by Riesz in connection with another, basically erudite work: the aforesaid twovolume collection of studies edited by A. S. Gérard (1986).
Si tenemos en cuenta que, además, el artículo de Biernaczky se titulaba “Towards a Comprehensive History of African Literature”75, se observa que a mediados de los 90s, quince años después, todavía se percibía que la historiografía profunda estaba por hacer, y que incluso una obra como la de Gérard, referencial dentro de los trabajos historiográficos hasta la fecha, podía ser vista como un trabajo erudito previo a una futura historia, verdaderamente comprehensiva, de la literatura africana.
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Janos Riesz, De la littérature coloniale a la littérature africaine. Prétextes, contextes, intertextes, Paris, Karthala, 2007. J. Riesz, Koloniale Mythen, Frankfurt am Main, Verlag für Interkulturelle Kommunikation, 1993. S. Biernaczky, “Towards a Comprehensive History of African Literature”, Neohelicon, XXII, 2, Budapest, Akadémiai Kiadó, 1995, pp. 324-334.
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En 2006 se publica Histoire des littératures de l’Afrique subsaharianne76, de Alain Ricard. Ricard había contribuido en la History de Abiola Irele y Gikandi, con un capítulo titulado “Africa and Writing”, y la Histoire apareció precedida por varias obras del autor dedicadas a la crítica de la literatura africana, como Littératures d’Afrique noire: des langues aux livres77. En la Histoire se expone principalmente el estado de las literaturas africanas poco conocidas y poco traducidas, así como un panorama de los textos más importantes de las principales lenguas de África. Todo un primer capítulo se dedica a la escritura en África, donde se llega a proponer una revisión del concepto de escritura, que podría incluir también las pinturas rupestres, y que cuestionaría que sólo un sistema alfabético acaparase el componente básico de la escritura. El segundo se centra en la tradición oral, el tercero en el manuscrito y la cultura de la voz, y el cuarto en las lenguas originadas en África y el libro. Los capítulos quinto, sexto y séptimo vienen a formar una unidad, en cuanto se ocupan del encuentro de África con Occidente a partir de 1900: respectivamente, se titulan “La colonisation 1900-1945”, “Le nationalisme 1945-1970” y “Vers le post-colonialisme? 1970-1994”. Dentro de cada capítulo establece apartados lingüístico-geográficos para señalar lo relevante. Así, los capítulos en lenguas africanas siguen el hilo cronológico (donde se reconoce la naturaleza intencionalmente historiográfica de la obra). En esa cronología, presenta una prehistoria de la literatura en leguas africanas al ocuparse de la escritura como elemento básico para la realidad de una literatura, siempre conectado con una cultura como elemento sine qua non. Siendo una obra sucinta, es especialmente interesante por su planteamiento historiográfico, pues en primer lugar declara su objetivo de criticar las sucesivas construcciones de la cultura africana que los colonizadores y los estudiosos han diseñado, de situarse de intento más allá del esquema bipolar colonialismo-anticolonialismo que había funcionado como premisa para muchos investigadores, y de intentar ser más riguroso y preciso, utilizando armas estrictamente filológicas. En este punto podemos decir que retoma la línea que de modo fundacional había inaugurado Gérard y había defendido Kane, en la que se abogaba por un trabajo que buscara sus apoyos en estudios anteriores de otros especialistas, especialmente desde los trabajos de campo. También es especialmente reseñable el hecho de que sigue una línea inclusiva en cuanto a todas las literaturas africanas, ordenándolas en un eje cronológico. Para el concepto de literatura remite especialmente a la escritura, sin entrar en el debate sobre la “orature”, por lo que en el primer capítulo –especialmente novedoso en el marco de los estudios africanistas- llama la 76 77
A. Ricard, Ob. cit. A. Ricard, Littératures d’Afrique noire: des langues aux livres, Paris, CNRS Éditions/Karthala, 1995.
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atención sobre aspectos pre-alfabéticos diseminados por todo el continente africano, de modo que hace visibles culturas y zonas geográficas hasta el momento poco observadas. Ricard muestra en los tres últimos capítulos, siguiendo la lógica de la sucesión histórica, la literatura surgida en relación con el colonialismo y la cualidad decisiva del segundo para con la primera. Como en los anteriores capítulos, refiere lo relevante ateniéndose a zonas geográfico-culturales, y señalando los principales autores y obras. Los tres grandes dominios lingüísticos –francófono, anglófono y lusófono– aparecen según su relevancia para cada periodo histórico, como atestigua que el tratamiento de la literatura africana lusófona sólo aparezca en el último capítulo, y la ausencia de la mención a lo castellanófono –que, sin embargo, había contado con un capítulo en la History de Abiola Irele y Gikandi–. Como colofón, nos parecen especialmente reseñables en el presente trabajo tres obras caracterizadas por el hecho de haber sido elaboradas por, o bajo la dirección de, profesoras universitarias españolas. Si tenemos en cuenta el tradicional desinterés cultural y educativo en nuestro suelo por la literatura africana, estos trabajos suponen la apertura sólida de una línea de fuerza que, auguramos, irá normalizando la calidad y la cantidad de las aportaciones españolas con respecto a los niveles de investigación internacionales en estudios africanistas en general y de historiografía en particular. Por orden de aparición78, el primer trabajo es del de Paula García Ramírez, Introducción al estudio de la literatura africana en lengua inglesa79. Se trata de un examen general, pero al mismo tiempo detallado, del tema que anuncia en su título, principalmente orientado a los estudiantes españoles de lengua inglesa que quieran internarse en el ámbito de la literatura africana escrita en dicha lengua. Se trata de un trabajo concienzudo que tiene presente las lagunas informativas de su potencial lector, y así traza un ambicioso contexto sociológico y cultural que no desatiende lo concerniente a las otras lenguas africanas y europeas en circulación en el continente. Se puede decir que la estructura general de la obra está orientada historiográficamente, aunque siempre supeditada a su fin manualístico e introductorio: de hecho se muestran amplias listas de obras y autores representativos, se abordan cuestiones de 78
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Se debe reseñar la existencia de dos obras anteriores: J. L. Caramés Lage et al., Literatura postcolonial en inglés: India, África y Caribe: teoría y práctica, Universidad de Oviedo, Servicio de Publicaciones, Oviedo, 1997, con un enfoque marcadamente crítico sobre el historiográfico, que apuesta firmemente por la presencia de los estudios postcoloniales en el ámbito académico español; y V. Pereyra y L. M. Mora, Literaturas africanas. (De las sombras a la luz), Mundo Negro, Madrid, 1998, un trabajo muy meritorio de aproximación global al fenómeno de las literaturas africanas, con una importante sección de breves biografías y una bibliografía comprehensiva, que incluye obras en castellano. P. García Ramírez, Introducción al estudio de la literatura africana en lengua inglesa, Universidad de Jaén: Servicio de Publicaciones, Jaén, 2000.
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sociología literaria y de interculturalidad, y se añade una bibliografía muy comprehensiva de los trabajos de crítica literaria africanista en lengua inglesa, desde finales de los 80 hasta los de los 90. En segundo lugar, destacamos Literaturas del África Subsahariana y del Océano Índico80, de la profesora de la Universidad de Cádiz, Inmaculada Díaz Narbona. En esta breve y completa introducción al tema anunciado, se atiende especialmente a los contextos históricos, políticos y sociológicos, y en ellos se muestra un panorama comprehensivo de la literatura dentro del ámbito de la francofonía, atendiendo a las acusadas diferencias que hacen contemplar el todo en sentido plural: literaturas y no literatura. La obra se estructura en dos grandes bloques, como su título indica, y si tenemos en cuenta el relativo mayor conocimiento general de las literaturas subsaharianas en nuestro país, resulta especialmente novedoso para el público universitario español el bloque dedicado a las islas del Índico agrupadas por su pertenencia a las estructuras políticas del imperio colonial francés. Y finalmente, y de un modo especialmente reseñable, llamamos la atención sobre el meritorio trabajo interdisciplinar, en lengua castellana, Africaníssimo: una aproximación multidisciplinar a las culturas negroafricanas81. Coordinado por Olga Barrio, es la primera monografía española hecha con una comprehensividad suficiente y según los parámetros que han venido funcionando en el ámbito anglosajón y francés. La obra es literariamente historiográfica en parte, pues junto a la literatura se abordan los temas de la historia y filosofía africana, la presencia africana en la historia de España, los conflictos armados y los derechos humanos, las artes escénicas y plásticas, e incluso una breve obra dramática. En el propio título de la sección dedicada a historiografía literaria, se percibe la concordancia del enfoque con la orientación de los estudios internacionales actuales, “IV. Literaturas negroafricanas y estudios de traducción”: la indicada multiplicidad del objeto, la pluralidad de las aportaciones según diferentes estudiosos, y la conexión con los estudios de traducción, lo confirman. Los distintos contribuyentes a esta obra colectiva, refiriéndose a las grandes categorías, orientan sus perspectivas de análisis con alguna instancia que restringe el campo, en consonancia con intereses culturales, sociológicos y políticos. Así, Inmaculada Díaz Narbona presenta el capítulo “Del compromiso al caos: un recorrido por la literatura africana en lengua francesa”; Marta Sofía López Rodríguez firma el artículo “Trayectoria de la literatura africana en inglés escrita por 80
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I. Díaz Narbona, Literaturas del África Subsahariana y del Océano Índico, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cadiz, 2007. O. Barrios (ed.), Africaníssimo: una aproximación multidisciplinar a las culturas negroafricanas, Editorial Verbum, Madrid, 2009.
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mujeres”, Irene Pagola Montoya, “El comprometido papel del traductor como intermediario entre culturas puestas en contacto por la colonización: África anglófona y Europa; Eduardo Javier Alonso Romo, “Literatura africana en lengua portuguesa: una panorámica”; y M’Bare N’Gom, “La literatura africana de expresión castellana en la posindependencia: nuevos derroteros culturales”. Si ya había sido especialmente reseñable el estudio de N’Gom incluido en la importante obra de referencia internacional de Abiola y Gikandi, por lo que suponía con respecto a la incorporación del corpus de literatura africana de habla castellana a la tradición africanista de estudios literarios, el presente estudio del mismo autor supone un nuevo impulso, con la novedad, además, de haber sido realizado en castellano y publicado en el ámbito peninsular. Nos parece que en esta primera década del nuevo siglo, los trabajos realizados por académicos españoles se están sumando por méritos propios a la corriente de estudios literarios africanistas actuales, mostrando la capacidad del castellano para vehicular también las reflexiones de esta disciplina en su presente orientación internacional. CONCLUSIÓN
La literatura africana, especialmente la escrita en lenguas europeas, por su gran desarrollo y papel fundamental en el presente y en el futuro de la cultura africana, es un fenómeno que reclama un trabajo constante de estudio y erudición. En el marco de esa reclamación se inserta el trabajo historiográfico como una necesidad ineludible. El breve espacio de tiempo y la rapidez con que toda una cultura continental esencialmente oral ha incorporado la escritura, y se ha incorporado a la creación literaria, ha sido posiblemente el factor que ha condicionado el desarrollo de la historiografía: la escritura de la historia parece requerir justamente historia, paso del tiempo, para poder apreciar con mayor nitidez la relevancia de determinados autores, obras y fenómenos literarios. El siglo XX ha sido para África el siglo de la escritura, y el del nacimiento de la literatura –si exceptuamos la situación particular de las lenguas vernáculas escritas, en funcionamiento desde bastantes siglos antes–. Se puede decir con justicia que, desde las instituciones académicas africanas y occidentales se ha trabajado con intensidad en busca del conocimiento de la literatura africana, y que la historiografía, condicionada tanto por las diferentes olas teóricas occidentales, como por el devenir histórico africano –principalmente político, social y cultural–, ha avanzado hasta donde ha podido. Si recordamos el artículo seminal de Mohamadou Kane sobre la historiografía de la literatura africana, constataremos que las condiciones que señalaba el estudioso para la elaboración de una historia todavía no se
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han dado. Sin embargo, es razonable pensar que, en la medida en que al pasar el tiempo se vayan asentando las instituciones culturales africanas que faciliten y vehiculen tanto la escritura como la lectura literarias, se podrán elaborar trabajos historiográficos más plenamente conscientes de su deber con la naturaleza histórica de su objeto –la literatura africana–, que se servirán necesariamente de toda la investigación realizada en estos 50 años previos que hemos reseñado. Sin que suene peyorativo, sino muy al contrario, la historiografía de la literatura africana parece estar ahora en condiciones de comenzar a realizar su tarea más propia, distinguiéndose legítimamente en su proceder esencial de los trabajos críticos, pero, como no podía ser de otro modo, siempre en contacto con ellos, por formar parte de esa entidad compleja y articulada que llamamos estudios literarios.
SOBRE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA HISPANOAFRICANA M’BARE N’GOM La literatura africana en lengua castellana empezó a atraer la atención teórica y crítica de los estudiosos en la década de los años noventa del siglo XX. Si bien la primera novela en castellano escrita por un africano en África sale a la luz editorial a mediados de los años 50, la literatura africana de expresión española fue, hasta bien entrada la posindependencia africana, la gran ausente del debate sobre las literaturas de África en lenguas transcontinentales. En las otras colonias europeas de África, las primeras manifestaciones literarias en lengua francesa o inglesa ocurren durante el período de entre-guerras. En el África Occidental francesa, por citar un ejemplo, las primeras manifestaciones literarias surgen al final de la Primera Guerra Mundial, pero en la Guinea Española éstas no se dan hasta mediados de los años 501. En la entonces Guinea Española, las circunstancias geopolíticas y lingüísticas del territorio “enclavado” en una zona mayormente francófona, y anglófona en menor medida, contribuyeron en parte a su aislamiento y, por ende, al desconocimiento de esa literatura en el resto del continente. La singularidad lingüística de los Territorios Españoles del Golfo de Guinea quedó más patente con la falta de traducciones al castellano de obras literarias o de otra índole publicadas por africanos en otros lugares del continente en las otras lenguas europeas (francés, inglés). La situación geopolítica y lingüística del territorio forman parte de algunos de los obstáculos que limitaron los intercambios con los otros territorios colonizados de la subregión y del resto de África, situación que continuó incluso bastante tiempo después de la “primera independencia”. Si bien la celebración de los congresos internacionales de escritores y artistas negros como el Primer Congreso Internacional de los Escritores y Artistas Negros en París en 1956, el de Tashkent (en la entonces Unión Soviética), de 1958, o el de Roma en 1959 coinciden con el recrudecimiento
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Se puede citar a los escritores senegaleses Bakary Diallo, Mapaté Diagne y Duguay Cledor que publican entre 1915 y 1927.
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del movimiento nacionalista en el territorio de la Guinea Española2, ningún escritor o artista guineano participó en esos acontecimientos culturales con fuerte orientación nacionalista3. Se ha discutido ampliamente la relación coyuntural que existió en los territorios africanos colonizados por Francia, Inglaterra o Portugal, entre la literatura y el movimiento nacionalista para la reivindicación de la soberanía política durante la época colonial como lo observa E. N. Obiechina: Este resurgimiento literario ha sido dominado en el África occidental francesa por la moda literaria conocida como "negritud". Mientras que en el África occidental de habla inglesa ha habido un énfasis definitivo en la reconstrucción y re-evaluación de las culturas autóctonas del África occidental, sobre todo en la medida en que todavía constituyen una parte esencial de la compleja cultura post-colonial de África Occidental. La estrecha correspondencia entre el nacionalismo político y el nacionalismo literario no es sólo un accidente, sino natural resultado de la naturaleza de la relación colonial4.
En la Guinea Española ése no fue el caso. No se puede afirmar que hubiera una literatura vehementemente anticolonial durante la época colonial, al menos con el mismo vigor que tuvo en los territorios africanos bajo dominio francés, inglés o portugués. Donato Ndongo-Bidyogo (1984) observa en este sentido que: Los escritores guineanos, como el resto de los africanos, están poseídos por su realidad circundante, aunque en la primera etapa casi se apuntaba en una sola dirección, y, en rigor, no se puede hablar de una literatura anticolonialista en Guinea Ecuatorial (...), por más que en algunas obras se describa algún exceso5.
Durante la situación colonial, la prensa, colonial o nacionalista, desempeñó un papel primordial en el nacimiento de la literatura africana escrita en lenguas transcontinentales europeas. En la Guinea Española, la revista mi2
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Creemos que tampoco hubo representación guineana en los dos grandes congresos panafricanos, Paris, 1919 y Manchester, 1945, organizados por el norteamericano W. E. B. Du Bois. El congreso de 1956 se celebró en la Universidad de la Sorbona del 19 al 22 de septiembre. Sesenta y tres delegaciones, treinta y cinco africanas, procedentes de los Estados Unidos, del Caribe, de Brasil y de la India se reunieron en París. Por motivos políticos, muchos otros delegados no pudieron desplazarse a la ciudad luz por impedimentos de las autoridades de sus países. Emmanuel Nwanonye Obiechina, Culture, tradition and society in the West African novel, Cambridge U. P., 1975, p. 24. Donato Ndongo-Bidyogo, Antología de la literatura guineana, Madrid, Editorial Nacional, 1984, pág. 8.
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sional La Guinea Española fue la primera plataforma de difusión de los primeros proyectos culturales que iba a conformar la literatura africana de expresión castellana. Órgano de los misioneros del Inmaculado Corazón de María en el Seminario de Banapá en la entonces isla de Fernando Póo, el primer número de La Guinea Española sale a la calle en 1903. La revista recoge y publica los primeros textos escritos por guineanos en lengua castellana6. En su entrega del 10 de enero de 1944, la revista abre sus páginas a los que identifica como plumas coloniales organizando un certamen literario. La firma de ningún nativo figuraba entre esas plumas. En 1947, la revista amplía su oferta cultural al crear una nueva sección, “Historias y Cuentos” abierta a los nativos a quienes se invita a enviar colaboraciones7. La invitación, además de excluir a la mayoría de la población, tampoco contemplaba la participación de las mujeres, por lo que hay una notable ausencia de plumas femeninas en ese período temprano de la literatura africana de expresión castellana. La marginación de la mujer del proyecto colonial junto con su situación periférica en los espacios públicos de transacción de la sociedad tradicional guineana, siendo la excepción los bubis, tendría un impacto significativo en la ausencia/presencia de la mujer en el ámbito literario en Guinea Ecuatorial tanto durante la colonia como en la posindependencia. Además, la invitación era, por lo demás, muy selectiva al dirigirse a un grupo muy específico de individuos: los alumnos de las misiones, los seminaristas, los catequistas y los maestros. Se trataba, pues, de unos individuos que vivían en un espacio controlado y alienado. Asimismo, no está de más resaltar que la iniciativa tuvo una buena acogida porque la revista recibió muchos manuscritos de los cuales publicó 23 narraciones entre los números 1236 y 1259. Es importante resaltar que ese repentino interés de las autoridades coloniales por la producción cultural de los africanos colonizados no estaba motivado, ni mucho menos, por el deseo de dar a conocer ésta. Más bien formaba parte de la estrategia colonial de subyugación. Sus objetivos no eran otros que, por un lado, penetrar el universo y la mentalidad de los nativos con el fin de asentar mejor las bases de su dominio; y por el otro, invalidar el discurso negroafricano y su realidad con el fin de "re-escribirle" (al africano y su realidad), re-definirle y, asimismo, poder representarle "mejor" desde la 6
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Además de informar sobre la obra evangélica, la vida y la economía de la colonia, La Guinea Española tenía secciones culturales como “Página literaria” y “De nuestra biblioteca africanista”. “Esta nueva sección que hoy comenzamos, un exponente del pensamiento de nuestros indígenas recogido tradicionalmente en cuentos, historias narraciones, refranes y cantos contribuyendo de esta suerte a perpetuarlos y a divulgarlos. Además de nuestra labor personal y la colaboración de los misioneros, confiamos en los alumnos del Seminario, maestros, colegiales de la misión, de la Escuela Superior Indígena y catequistas de nuestras reducciones que nos enviarán el mayor número posible de ‘historias’ sobre cualquier tema”.
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plataforma de una presencia-ausencia. En este sentido, las reflexiones de Ronald Inden sobre el discurso, aunque refiriéndose a otra situación colonial, son pertinentes al caso que nos ocupa cuando dice que se apropia del poder de representación para traducir y explicar sus pensamientos y actúa no sólo para europeos y estadounidenses sino para ellos mismos. Los "autores" guineanos en castellano de la primera hora, si es que se les puede identificar como tal, no eran creadores culturales, sino que actuaban como intermediarios culturales entre el grupo étnico al que pertenecían, cuyos textos recogían y reproducían por medio de la traducción, y el público colonial; aunque tardaron muy poco en empezar a manipular los textos originales para darles un sello cada vez más personal. En este sentido, el discurso colonial, sin proponérselo, sembró el germen de lo que llegaría a ser más tarde, la literatura guineana escrita en lengua española. El rasgo principal de ese texto africano que iba conformándose era la incorporación de elementos distintivos a nivel temático, estilístico y estructural que se inspiraban profusamente en la tradición oral. Sus constantes más destacadas eran la descripción sostenida de los ritos, costumbres, tradiciones, mitos y leyendas de los grupos étnicos de los “autores”. Ese proyecto cultural emergente se apoya mayormente en la narración breve como plataforma de expresión mientras que géneros como la novela y la poesía estaban notablemente ausentes de ese corpus. Es preciso señalar que la literatura africana de expresión castellana se enmarca dentro del proceso de recuperación y de reescritura de la memoria histórica y cultural guineana, según cabe apreciar en los textos de autores como Rafael María Nze, Constantino Ocháa, Esteban Bualo Bokamba, José Esono, Francisco Obiang, Marcelo Asistencia Ndong Mba y en Cuando los combes luchaban (novela de costumbres de la Guinea Española) (1953), de Leoncio Evita Enoy8, la primera novela escrita en lengua castellana por un africano en África. Según observa el propio autor, Cuando los combes luchaban es “una novela etnológica de las costumbres de la tribu combe”9. El tema principal de la novela es la descripción detallada de las costumbres y de los rituales del grupo étnico combe. En este sentido, la novela de Evita sigue la tradición literaria que ha caracterizado la novela africana de la primera hora escrita en lenguas europeas. Leoncio Evita Enoy usa el castellano como medio de creación artística y también como instrumento lingüístico pleno de su discurso. Sin embargo, Evita da un paso más en el uso del castellano porque lo subvierte y lo manipula para acomodarlo a sus necesidades discursi8
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Leoncio Evita, Cuando los combes luchaban. Novela de costumbres de la antigua Guinea española, prólogo de Carlos González Echegaray, Madrid, CSIC, 1953. Asimismo, véase también la segunda edición, Malabo/Madrid, Centro Cultural Hispano-Guineano, 1996. Mbaré Ngom Faye, Diálogos con Guinea. Panorama de la literatura guineoecuatoriana de expresión castellana a través de sus protagonistas, Madrid, Labrys 54, 1996, p. 33.
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vas o, por usar la expresión de Deleuze y Guattari10, desterritorializa el castellano para luego reterritorializarlo según el crítico senegalés Alioune Tine (1985). Es decir, siempre siguiendo a Tine, codifica conscientemente la interferencia lingüística ndowe dentro del castellano. Para el escritor y crítico malgache Jacques Rabemananjara, Evita secuestra el castellano. Como viene éste viene a decir, no se deja asimilar por la lengua sino que la asimila y la transforma. Esa manera diferente y otra de decir y de aprehender la realidad y el mundo del africano en castellano llevó a Don Carlos González Echegaray, el prologuista de la novela, a resaltar “algunas construcciones excesivamente extrañas a nuestra sintaxis y algunos errores de propiedad en la aplicación de los vocablos castellanos, pero he dejado a la obra en su estilo propio, que a las veces puede parecer en la forma, duro, y en el fondo, ingenuo, pero que es una muestra estilizada del castellano medio, hablado por nuestros negros”11. A tal efecto, el periodista y escritor guineano Donato Ndongo-Bidyogo, observa cómo “bien pronto, obtuvieron conciencia de la importancia de su misión, y poco a poco, de modo apenas perceptible, fueron transformando la pura transcripción, la traducción en formas de creación autónomas, si bien aún ligadas íntimamente a las fuentes originales”12. La novela de Leoncio Evita se sitúa dentro de la corriente de las obras de los primeros escritores africanos en lenguas transcontinentales publicadas en otras partes del continente durante el mismo período o antes13. La gran mayoría de las obras pioneras de la literatura africana escritas en lenguas europeas se dedicaron a la tarea de describir para los europeos las costumbres, los mitos y los rituales de los distintos grupos étnicos a los que pertenecían esos autores. De este modo, podían "demostrar" su humanidad14. En este sentido, la novela de Evita no es una excepción. En 1962, Daniel Jones Mathama, un emancipado, publica Una lanza por el boabí, la segunda novela escrita por un guineano en la época colonial, pese a que una de las páginas interiores rece erróneamente "primera novela de la Guinea Española". Relato autobiográfico, el texto de Jones Mathama defiende la situación colonial. El narrador critica despiadadamente a los personajes nativos y sus costumbres mientras hace una verdadera apología de la colonización española. 10 11
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Gilles Deleuze y Felix Guattari, Kafka. Pour une littérature mineure, París, Minuit, 1975. Véase Ngom Faye, Diálogos con Guinea, p. 11. (Los subrayados son nuestros). Más adelante, el prologuista vuelve a observar: “No deja de ser curioso el hecho de que la novela está pensada y sentida ‘en blanco’, y sólo cuando la acción se desarrolla entre indígenas, solamente, en parte, y como un espectador, el escritor se siente de su raza” (p. 12). Donato Ndongo-Bidyogo, Ob. cit., p. 22. Novelas como Karim (1935), de Ousmane Socé Diop, Maïmouna (1958), de Abdoulaye Sadji, L´enfant noir (1953), de Camara Laye, La légende de M´Pfoumou Ma Mazono (1954), de Jean Malonga, The Palm wine drinkard (1952), de Amos Tutuola, entre otras, forman parte de esa tradición literaria. El filósofo Paulin Hountoundji habla de “Certificat d´humanité” (Certificado de humanidad).
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En los años 60 del siglo XX, una nueva generación de escritores nativos hace su aparición en el escenario literario en la Guinea Española e introducen un nuevo género literario hasta entonces sin cultivar: la poesía. Las constantes temáticas de ese discurso lírico emergente giran en torno a Guinea Española y a África en un momento histórico marcado por el auge del nacionalismo y las primeras independencias África como se puede apreciar en los poemas como “El león de África” (1964), de Juan Chema Mijero, “Lamento sobre Annobón, belleza y soledad” (1967), de Francisco Zamora Loboch, e “Isla verde” (1968), de Ciríaco Bokesa Napo15. Todos esos textos aparecen en revistas o periódicos coloniales de la época como Ébano, Poto-Poto, Bantú, La Guinea Española y Guinea Ecuatorial, lo cual indica la importancia que desempeñó la prensa, colonial o nacionalista en impulsar la emergencia de la literatura africana en lenguas transcontinentales16. Guinea Ecuatorial accede a la soberanía política e internacional el 12 de octubre de 1968, casi diez años después de la mayoría de los países africanos. A los seis meses de su investidura a la jefatura del estado, Francisco Macías Nguema, el presidente electo, denunció un supuesto golpe de estado y, aprovechando la oportunidad, suspendió todas las garantías constitucionales e impuso una dictadura étnica. Francisco Macías Nguema se escudo tras el discurso africanizante de aquel entonces e impuso un discurso monoétnico y excluyente. El crítico suizo Max Liniger Goumaz lo ha denominado Afrofascismo17 y en su vertiente guineana lo llamó nguemismo. Durante casi diez años, el régimen de Francisco Macías Nguema se dedicó a la persecución y eliminación sistemática de los intelectuales (maestros, profesores y trabajadores de la cultura), profesionales y opositores, creando un espacio dominado por lo que el escritor kenyata Ngugi Wa Thiong'o (1984) describe como "The Culture of Silence and Fear"18. Guinea Ecuatorial se convirtió en un gulag africano19 ante el silencio, por no decir complicidad, de la comunidad internacional. La "etnicización" del estado y la consiguiente instauración de un universo en el que sólo el discurso nguemista tenía autonomía y espacio de expresión, mutiló la cultura. Guinea Ecuatorial, un país multiétnico, pasó a ser representada desde la perspectiva única y reduccionista del llamado “clan de 15
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Así se puede apreciar en títulos como El león de África (1964), de Juan Chema Mijero, Lamento sobre Annobón, belleza y soledad (1967), de Francisco Zamora Loboch, e Isla verde (1968), de Ciriaco Bokesa Napo, entre otros. La revista Guinea Ecuatorial fue la breve sucesora de La Guinea Española, poco antes de la independencia del territorio. Max Liniger-Goumaz, De la Guinée Equatoriale. Eléments pour le dossier de l'Afro-fascisme, Genève, Les Editions du Temps, 1983. Ngugi Wa Thiong’o, “The Culture of Silence and Fear”, South, mayo (1984), pp. 37-38. Véase M. Djibril y Ch. Koume, “Guinea Ecuatorial: ‘El gulag africano’”, Mundo Negro, año xix, núm. 204, Octubre (1978), pp. 30-32.
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Mongomo”. En definitiva, el objetivo del nguemismo era controlar y despolitizar los espacios públicos de transacción como primer paso hacia la conversión de los otros actores sociales en seres sin voz e invisibles. La etnicización de las estructuras institucionales llegó a tales extremos que Francisco Macías Nguema y los "fang-esangui" llegaron a ser identificados con el estado y con la guineanidad. Ello favoreció la instauración de un monolitismo político, así como, en palabras de Kalamba, la monopolización de las tres áreas tradicionalmente asignadas al Estado moderno, esto es la violencia legítima, la asignación de recursos económicos y la representación política. El nguemismo intentó instaurar una visión única de la cultura nacional, así como un discurso monoglósico. Dadas esas circunstancias, la transterritorialidad se convirtió en espacio de resistencia y de articulación de un discurso alternativo al del nguemismo20. Desde el espacio desterritorializado del exilio, la “Guinea de la diáspora”21, en palabras de Edmundo Sepa Bonaba, ofreció voces y miradas alternativas describiendo desde la distancia y discontinuidad territorial el trauma histórico, social y cultural que vivía Guinea Ecuatorial. La Guinea de la diáspora convirtió la transterritorialidad en espacio de resistencia y de denuncia a partir de la cual se cuestionó la visión cultural monolítica del nguemismo. La poesía fue el instrumento de expresión principal del discurso de resistencia cultural que se articulaba entorno a tres ejes temáticos. El primero de ellos consiste en la tematización de lo que Juan Balboa Boneke llama “orfandad de tierra” que se expresa en evocaciones nostálgicas de Guinea Ecuatorial como un espacio remoto y prohibido, pero idealizado a través de la descripción de espacios naturales otrora cotidianos y fácilmente reconocibles por los desplazados, tales como la vegetación, los ríos, las playas y el clima. El segundo eje temático de ese discurso de resistencia cultural gira en torno al exilio como experiencia solitaria, alienante, dolorosa y traumática. El exilio se manifiesta como un angustioso desarraigo geográfico, económico y cultural, marcado, en muchos casos, por la falta de comunicación interpersonal y la crisis de identidad como lo expresa Juan Balboa Boneke en su ensayo ¿Dónde estás Guinea?22. La agresión al cuerpo guineano, su mutilación y destrucción sistemática representa el tercer eje de ese discurso de denuncia y de resistencia. En poemas como “Epitafio” (1984), de Donato Ndongo-Bidyogo, “Vencedores y vencidos” (1982), de Juan Balboa Boneke, “Libertas” (1984), de Constantino Ocha'a Nve y “A un joven fusila-
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En enero de 1971, el gobierno español declaró Materia Reservada a toda información relativa a Guinea Ecuatorial. La ley estuvo vigente hasta octubre de 1976. 21 Edmundo Sepa Bonaba, “La Guinea de la diáspora”, Estudios Africanos, núms. 8-9 (1990). 22 Juan Balboa Boneke, ¿Dónde estás Guinea?, Palma de Mallorca, Imprenta Politécnica, 1978.
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do en Santa Isabel” (1984), de Anacleto Oló Mibuy la violencia indiscriminada contra el ciudadano guineano es tema y elemento discursivo recurrente. Nueva narrativa guineana23 es el único texto de ficción de ese período. Es una colección de relatos cortos que fue publicado junto con un pequeño poemario titulado Poetas guineanos en el exilio, “con el fin de recaudar fondos para uno de los movimientos políticos antimaciísta”, según afirma Donato Ndongo-Bidyogo. La producción cultural de ese periodo reflexiona sobre la experiencia de la des-territorializacion, la cual está marcada por la vagancia de la dislocación, la búsqueda de un espacio personal y la renegociación de la identidad. El tres de agosto de 1979, el llamado “golpe de libertad” puso fin a la dictadura de Francisco Macías Nguema. El poeta Juan Balboa Boneke, celebra ese momento histórico en el poema “Tres de agosto 1979”: Y florecieron las sonrisas, y la brisa de esperanza que refrescó los hogares camino de un futuro triunfal aún por imaginar24.
El advenimiento de la Segunda Republica en Guinea Ecuatorial coincide con el proceso de transición hacia la democracia en España. Se inicia un renacimiento cultural y de las letras guineoecuatorianas. En España, la diáspora guineana empezó a gozar de mayor libertad de movimiento y de expresión, al sufrir menos trabas de parte de las autoridades españolas, pero sin recibir ninguna clase de apoyo. Los primeros textos del posnguemismo empiezan a aparecer a principios de los años 80. Y ese proceso se da en dos espacios territoriales discontinuos: Guinea Ecuatorial y España. En Guinea Ecuatorial, la fundación del Centro Cultural HispanoGuineano de Malabo a principios de los años 80 contribuye a “la activación de la vida cultural, artística, folklórica, educativa de nuestro país”. La misión del Centro Cultural era promover y difundir la cultura guineana e hispánica en el país y en el resto de África y del mundo. El Centro Cultural tenía una amplia y variada oferta cultural que atraía a un público muy grande, diverso y ávido de cultura. El Centro Cultural tenía una editorial y publicaba dos revistas, África 2000 y El Patio. La revista África 2000 jugó un papel fundamental en la promoción y difusión de la literatura guineana escrita en español. Por un lado, dio a conocer la obra de los escritores guineanos exiliados dentro de Guinea Ecuatorial, así 23 24
VV.AA., Nueva narrativa guineana, Madrid, U.R.G.E., 1977. Juan Balboa Boneke, Sueños en mi selva. Antología Poética, Malabo, Ediciones del Centro Cultural Hispano-Guineano (CCHG), 1987, p. 49.
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como la de aquéllos autores cuya trayectoria literaria se inició fuera del país. Por otra parte, sirvió de trampolín para los escritores que estaban dando sus primeros pasos en el mundo de las letras al abrirles las páginas de sus revistas. Los primeros “balbuceos” literarios de autores como el malogrado narrador Antimo Esono Ndongo, de los poetas Carlos Nsue Otong, Gerardo Behori Sipi, Jerónimo Rope y de narradores y novelistas como María Caridad Riloha, Desiderio Mbomio y Joaquín Mbomio Bacheng25 se enmarcan dentro de la labor del centro. En las páginas de África 2000 y El Patio, se podía encontrar, junto a autores noveles, Antimo Esono o Gerardo Behori Sipi, las firmas de veteranos de la pluma, pero desconocidos en el país, como Anacleto Oló Mibuy26 o María Nsué Angüe, entre otros. La editorial del Centro Cultural llamada Ediciones del Centro Cultural Hispano-Guineano de Malabo desempeñó un papel de suma importancia en la promoción de la literatura de Guinea Ecuatorial tanto dentro de un país que carecía de librerías y de bibliotecas públicas, como en el extranjero. De hecho, para dar cabida a los diversos intereses e inquietudes intelectuales que iban surgiendo en el escenario cultural nacional y transnacional, la editorial del Centro Cultural creó diferentes colecciones: “Colección Poesía”, “Colección Relatos”, “Colección Narrativa”, siendo ésta la más amplia por incluir tanto a autores guineanos como extranjeros; la “Colección ensayos”, también muy extensa y variada; y por último, la “Colección literatura popular”27. La literatura escrita por mujeres ha tenido poca difusión debido a los factores históricos y sociales mencionados antes. Si bien hay autoras, como María Nsue Angüe, que han explorado distintos géneros como la novela, el relato corto y la poesía, o María Caridad Riloha, con el relato breve; o Trinidad Morgades Besari que se ha adentrado en un terreno poco pisado como el teatro con su obra Antigona, esa producción cultural ha sido marcada por la falta de continuidad en la producción de obras. Tanto María Caridad Riloha como Trinidad Morgades Besari no han vuelto a publicar. Sin embargo, es preciso resaltar que a mediados de la década del 2000 empiezan a emerger nuevas voces femeninas que dejan constancia de este nuevo impulso como son Guillermina Mekuy entre cuyas novelas destacan El llanto de la perra (2005), la cual, publicada por Plaza y Janés, agotó su primera edición, o Las tres vírgenes de Santo Tomás; Remei Sipi Mayo autora de Cuentos Africanos (2005) y Paloma del Sol con Cuentos africanos. En 1981, Raquel Ilonbé publica Leyendas guineanas, una colección de relatos tradicionales recolectados por la autora en sus viajes a Guinea Ecua25 26 27
Joaquín Mbomio Bacheng, El párroco de Niefang, Malabo, CCHG, 1996. Anacleto Oló Mibuy, “Gritos de libertad y de esperanza II”, África 2000, núm. 5 (1987), p. 34. El nacimiento de Ediciones Pángola en el Centro Cultural Hispano-Guineano a finales de los 90, si bien fue muy importante para la labor de difusión de la literatura hispanoafricana no tuvo mucho éxito
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torial. Durante los mismos, recorrió todo el territorio nacional según ella, “en busca de sus raíces”. El libro, dedicado “a los todos los niños guineanos y a los de los cinco continentes”, auguraba un futuro muy prometedor para la literatura infantil en Guinea Ecuatorial, pero no ha sido el caso porque aparte de Cuentos africanos, de Paloma del Sol, la literatura infantil y juvenil no parece haber llamado la atención de los escritores guineoecuatorianos28. El otro espacio de producción se sitúa en España y está marcado por la heterogeneidad desde el punto de vista editorial. La gran mayoría de los protagonistas son editoriales marginales y poco conocidas, pero que consiguen, dentro de sus limitaciones abrir un circuito de distribución. Este es el contexto dentro del cual se enmarca, a principios de los años 80, la obra de autores como Juan Balboa Boneke que publica dos poemarios: O’Boriba (El exiliado)29 y Susurros y pensamientos comentados: Desde mi vidriera30 donde el autor recoge la larga experiencia del exilio. En 1984, sale Antología de la literatura guineana de Donato NdongoBidyogo, un libro que marca un hito insoslayable para cualquier estudioso de la literatura hispano-africana, ya que representa el primer esfuerzo sostenido y sistemático de recogida de la producción cultural guineana desde la época colonial hasta la independencia. Para el crítico congoleño Wilfrid Miampika Moundele la publicación de esta antología significa el nacimiento de una “literatura posible”, al poner la primera piedra de lo que Donato Ndongo Bidyogo llama una “literatura emergente”31. Un año más tarde, María Nsue Angüe publica Ekomo32, la primera novela en español escrita por una mujer africana en África, aunque no la primera novela en español de Guinea Ecuatorial como afirma el Profesor Vicente Granados. Ekomo es una novela que ha despertado un gran interés entre los críticos y es también una de las primeras obras literarias guineanas, si no la primera, en ser traducida a otro idioma33. En 1987, sale un texto esencial, Las tinieblas de tu memoria negra de Donato Ndongo-Bidyogo porque es la novela que ha sido objeto del mayor número de estudios de la literatura africana en castellano. Por otro lado, Las tinieblas... es la primera entrega de una trilogía compuesta por Los poderes de la tempestad (1997) y El metro (2007). Si bien Las tinieblas..., que tiene todas las características de un Bildungsroman, explora la situación colonial a través de la mirada inocente de un niño, Los poderes de la tempes28
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También se podría citar La guerra de Hormelef (2005), de Juan M. Davies, una colección de relatos infantiles. Juan Balboa Boneke, O'Boriba (El exiliado), Mataró, Agrupación Hispana de Escritores, 1982. Juan Balboa Boneke, Susurros y Pensamientos comentados: Desde mi vidriera, Palma de Mallorca, Imprenta Política, 1983. Donato Ndongo-Bidyogo, “La literatura guineana: una realidad emergente”, Mundo Negro, núm. 274, febrero (1985), pp. 23-26. María Nsue Angüe, Ekomo, Madrid, UNED, 1986. El título de la versión francesa de Ekomo es Ekomo, au coeur de la foret guinéenne, 1995.
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tad, en cambio, examina la realidad guineana durante lo que el autor llama “los años de desgobierno de Macías”. El Metro, en cambio, recoge la tragedia del desplazamiento y de la desterritorializacion. Donato NdongoBidyogo observa que su obra literaria está marcada y dominada por un sólo tema: “la búsqueda de las señas de identidad del guineano. Creo que necesitamos saber quiénes somos y por qué somos como somos”34. A partir de la década del noventa surgen nuevas voces tanto en Guinea Ecuatorial como en el extranjero. Se trata de la generación-relevo que escribe desde diferentes espacios geográficos, España, Francia y Estados Unidos. Su escritura explora una problemática diferente a la de la primera generación de escritores guineanos a partir de diversas plataformas discursivas. Así se manifiesta en la narrativa de Maximiliano Ncogo o de Juan Tomás Ávila Laurel, ambos integrantes del llamado “nuevo costumbrismo nacional” o “nueva narrativa nacional”. En poesía, los escritores de esta generación hacen incursiones en nuevas sendas líricas al tiempo que exploran con sofisticación, atrevimiento y riesgo las distintas posibilidades del lenguaje poético, llegando hasta límites imposibles como lo ilustran los textos de Justo Bolekia, Gerardo Behori Sipi, Carlos Nsue Otong, Jerónimo Rope, Juan Tomás Ávila Laurel o Juan M. Davies, poeta y narrador, radicado en Estados Unidos desde hace varios años. El final de la década de los noventa fue uno de los periodos más prolíficos de la literatura de Guinea Ecuatorial. Se publican una gran variedad de obras que revelan el vigor de una literatura que avanza hacia la madurez, si es que no lo ha alcanzado ya. Así lo reflejan la salida de poemarios como Löbëla (1999) de Justo Bolekia Boleká, primera incursión de este profesor universitario e investigador en el terreno de la literatura, seguido de Memorias de laberinto (1999) de Francisco Zamora Segorbe, primer poemario del autor aunque, es preciso resaltar que el autor lleva escribiendo desde los años 60 y explorando géneros tan dispares como la narración corta, la poesía, la música y el ensayo. A ese mismo periodo pertenece La Carga (1999), novela corta de Juan Tomás Ávila Laurel. La década del 2000 está marcada por una producción literaria sostenida y de gran calidad con la publicación de textos entre los cuales destacan, Cenizas de Kalabó y Termes (2000), la primera novela de José Siale Djangany, un texto con fuertes matices autobiográficos, seguido de su segunda entrega, La revuelta de los disfraces (2004), una colección de tres narraciones cortas, y mas recientemente, Autorretrato de un infiel (2007). En el 2002, Juan Tomás Ávila Laurel entrega la novela corta Nadie tiene buena fama en este país. Dentro ese contexto se sitúan también obras como Más allá del deber 34
Verónica Pereyra, “Donato Ndongo: el grito del África profunda”, Pueblos del Tercer Mundo, núm. 279, noviembre (1997), p. 41.
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(2005) y El hospital de la muerte (2007) de José Eneme Oyono; Nostalgia de un emigrante (2004), de Inocencio Engon; Cuentos africanos (2005), de Remei SIPI Mayo; y los relatos infantiles La guerra de Hormelef (2005) y el poemario Abiono (2004), ambos de Juan M. Davies, la novela corta Nambula (2006), de Maximiliano Nkogo, El Porteador de Marlow. Canción Negra sin color (2007), de Cesar Mbah Abogo, una colección de relatos cortos y poemas, Desde el Viyil y otras crónicas (2008) y Conspiración en el green. El informe Abayak (2009), ambos de Francisco Zamora Loboch. Y por último, mencionar a Nánãy Menemôl Lêdjam con Búdjigêl (2008) y a Carlos Nsue Otong con Balbuceos y otros poemas (2008), entre muchos otros. En el rebufo de los escritores guineoecuatorianos han surgido tres “nuevos” grupos de creadores africanos que no sólo han contribuido al enriquecimiento del campo de la literatura africana en castellano, sino que obligan a los estudiosos a replantear, si no todos, al menos, algunos de los parámetros teóricos y críticos de los que se han valido hasta ahora en sus aproximaciones a la literatura africana de expresión castellana. La experiencia de estos autores está mediada por la desterritorialización y la transterritorialidad. Es el caso de los africanos no-hispánicos radicados en España por las vicisitudes de la vida o que viven en el continente africano. Esos autores africanos escriben en español, pero no son de Guinea Ecuatorial, sino que proceden de distintas realidades lingüísticas, culturales, socio-económicas e históricas, aunque sus experiencias se intersectan en el uso de una lengua común, ajena y adoptada: el castellano. Dentro de este contexto, podemos mencionar al camerunés Robert Marie Johlio autor de la novela corta El esqueleto de un gigante (1999), que presenta el mundo tradicional de su tierra natal. Johlio no vive en España, sino en Camerún donde ejerce las funciones de inspector de enseñanza de lengua española. Inongo Vi-Makomé, en cambio, es un novelista, ensayista y narrador camerunés radicado en Barcelona desde hace muchos años. Autor prolífico, su obra se puede dividir en tres áreas expresivas: la novela, los relatos para niños y el ensayo. De su extensa bibliografía destacaremos sus obras de ficción: Rebeldía (1997); los relatos infantiles Akono y Belinga, el muchacho negro que se transformó en blanco (2a edición, 1993), Bemama, cocos monstruos (1993), La boda del elefante (1993), Los cuatro amigos (1993), Singui y Etoli (1994), Danga y el tambor (2002). Vi-Makomé es el único escritor africano cuya obra ha sido traducida al Euskera. También de Camerún podemos citar a Céline Magnéché Ndé, con Cuentos, del 2005, Mbol Nang y Guy Merlin Nana Tadoum, por citar algunos que viven en África. Siguen autores como la beninesa Agnes Agboton, Más allá del mar de arena (2005), Na Mitón, La mujer en los cuentos y leyendas africanas (2004) y Eté Utú, Cuentos de tradición oral, De por qué en África las cosas son lo que son (2009); el senegalés Sidi Seck, con los poe-
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marios Voces de kora (1999) y Las sombras en pos del Tamarindo (2000), y el sudanés H. Hantar, con el poemario Otros cielos (2008) que residen en España. A este grupo pertenecen los autores de La transición en Marruecos (2000), de Abdel Hamid Beyuki; Dormir al raso (1993), de Mohamed El Gheryb, El diablo de Yudis (1994), de Ahmed Daoudi y Ardor, de Nouman Aoraghe. Todos estos creadores nos presentan la experiencia de la desterritorializacion y la búsqueda y renegociación de la identidad en la transterritorialidad35. Los autores marroquíes del norte de Marruecos constituyen el segundo grupo de escritores africanos que se expresan en castellano. Entre ellos destacan autores como Mohamed Lahchiri, Cuentos ceutíes; Mo Toufali, con Gambri (1993) y Camilo (1993); Mohamed Chakor, “Diván sufí”, entre otros. Esos autores escriben desde la perspectiva de la interacción o fricción cultural entre la hispanidad y la arabidad. Y por último, los escritores saharauis que escriben desde la desterritorialización del exilio. La gran mayoría integra la “Generación de la Amistad”, cuya producción cultural forma parte de “la resistencia pacífica de la población civil saharaui en las zonas ocupadas por Marruecos”. La mayoría utiliza la poesía como plataforma de expresión. Destacan autores como Mohamed Sidati, “Sahara mío, te quiero”; Limam Boicha, “Aminatu” y “Este diluvio nuestro”; Zahara El Hasnaui Ahmed, “Voces” y “Aaiun gritando lo que se siente”, y Ali Salem Iselmu, “Reflexión”, por citar unas cuantas voces. La práctica escritural de estos autores está marcada por lo que el crítico Réda Bensmaïa llama el “nomadismo”, una práctica cultural que fluctúa entre distintas expresiones literarias coetáneas que, en algunos casos, llegan a intersectar. Por nuestra parte lo llamaremos “transhumancia cultural” por el movimiento identitario que conlleva la negociación dinámica entre tres espacios, lingüístico, cultural y literario, en el mismo producto cultural36. Por lo tanto, estos creadores culturales ya no se pueden ni deben identificar meramente como alguien que escribe o que sólo sabe escribir en castellano, en este caso, sino como un individuo que realiza un vaivén cultural, lingüístico, escritural y estético polivalente entre expresiones literarias diferentes y contemporáneas37. En conclusión, es preciso señalar que la literatura africana de lengua española atraviesa por un momento de gran dinamismo creativo. Sin embargo, es una literatura que ya no tiene un centro exclusivo, Guinea Ecuatorial, pese 35 36
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La obra de teatro Ardor, de Nouman Aoraghe fue representada en escena en Toledo. Réda Bensmaïa, “Territoires de la francophonie”, Le Français à l´université, núm. 14, 4º semestre (2002), p. 5. En este caso, estamos parafraseando a Bensmaïa, que se refiere a los escritores francófonos como “celle ou celui qui écrit ou ne peut écrire qu’en français”, p. 5.
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al papel central desempeñado por los escritores de ese país. Su marco es ahora polivalente y policéntrico, circunstancia que es muy importante tener en cuenta. También es menester resaltar que es una literatura que aún sigue ausente del debate crítico y teórico en torno a la literatura africana escrita en lenguas transcontinentales tanto en África como en Europa y en el resto del mundo. En el campo de la(s) literatura(s) hispánica(s) ha empezado a recibir una tímida atención en los últimos años, pero ésta se limita sobre todo a España, por el momento.