Historia de La Decadencia y Ocaso de los Estados Libres Griegos: y Otros Textos Sobre La Antigüedad Clásica [1 ed.] 8492751908, 9788492751907

Traducción inédita al castellano. Roma es el lugar donde toda la Antigüedad se nos concentra en una unidad, y aquello qu

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Table of contents :
Índice
Introducción: La Grecia de Wilhelm von Humboldt, o Ilustración y Clasicismo
TEXTOS SOBRE LA ANTIGÜEDAD
[I, 255] Sobre el estudio de la Antigüedad, y de lo griego en particular
[III, 136] Latium y Hellas1, o consideraciones sobre la Antigüedad clásica
[VII, 609] Sobre el carácter de los griegos, la visión ideal e histórica del mismo
[III, 171] Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos
INTRODUCCIÓN_ 1. Capítulo: Sobre el carácter griego en general, y de la visión ideal del mismo en particular
Carta a Schiller.Tegel, 6 de noviembre de 1795
Carta a Goethe. San Marino, 23 de agosto de 1804
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Historia de La Decadencia y Ocaso de los Estados Libres Griegos: y Otros Textos Sobre La Antigüedad Clásica [1 ed.]
 8492751908, 9788492751907

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C L A S I C A

Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (eds.), Los derechos positivos R. Aramayo y M. José Guerra (eds.), Los laberintos de la responsabilidad Rocío Orsi, El saber del error Antonio Casado, Bioética para legos Íñigo Álvarez Gálvez, Utilitarismo y derechos humanos María G. Navarro, Interpretar y argumentar Serie Impronta/materiales R. Aramayo y T. Ausín (eds.), Valores e historia en la Europa del s. XXI Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez (eds.), Disenso e incertidumbre David P. Chico y Moisés Barroso (eds.), Pluralidad de la filosofía analítica Faustino Oncina (ed.), Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual Serie Clasica/textos J. J. Rousseau, Cartas morales (ed. Roberto R. Aramayo) Antología, Teoría social y política de la Ilustración escocesa (ed. Isabel Wences)

oma es el lugar donde toda la Antigüedad se nos concentra en una unidad, y aquello que sentimos en los poetas antiguos, en las antiguas constituciones políticas, en Roma creemos más que sentirlo, vislumbrarlo incluso. Así como Homero no puede compararse con ningún otro poeta, así tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad, ni a los paisajes romanos con cualesquiera otros. Ciertamente, la mayor parte de esta impresión es subjetiva, pero no es tan sólo la idea de estar donde está este o aquel hombre. Es un poderoso arrebatarse en un pasado que nosotros vemos como más noble y más sublime, aunque sea en virtud

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de un engaño necesario; un poder al que incluso quien quisiera no podría oponerse, porque aun el yermo en el que los actuales habitantes han convertido el país y la increíble cantidad de ruinas conducen la mirada ahí (…) Pero también sería tan sólo un engaño, si nosotros mismos deseáramos ser habitantes de Atenas y Roma. Sólo desde la distancia, sólo separada de todo común, sólo como pasado, debe aparecérsenos la Antigüedad.” (Carta de Humboldt a Goethe del 23 de agosto de 1804).

Serie Documenta/legados Javier Muguerza, La razón sin esperanza Felipe González Vicen, Teoría de la revolución

Filosofía

Wilhelm von Humboldt

Serie Studia/monografías Txetxu Ausín, Entre la Lógica y el Derecho

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de los Estados libres griegos

theoria cum praxi  serie clasica/textos  theoria cum praxi

CSIC Historia de la decadencia y ocaso

Colección Theoria cum Praxi

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theoria cum praxi  serie clasica/textos

Wilhelm von Humboldt Edición de Salvador Mas

ilhelm von Humboldt (1767-1835) es una de W las personalidades más

Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos y otros textos sobre la Antigüedad clásica

CSIC

fascinantes de la primera mitad del siglo XIX. Amigo de Goethe y Schiller, diplomático, reformador del sistema público de enseñanza y fundador de la universidad berlinesa que lleva su apellido, intelectual fundador de la lingüística comparativa, pero, sobre todo, apasionado conocedor y amante de la Antigüedad clásica: una sombra que se vierte sobre toda su vida y toda su obra. alvador Mas (Valencia, 1959) es profesor de S Historia de la Filosofía Antigua en la UNED. Sus líneas de investigación se centran en el mundo clásico, así como en su recepción en la Modernidad. Aquí se inscriben sus ediciones de las Elegías romanas (2005) de Goethe, las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura (2008) de Winckelmann o la República de Platón (2009). Entre sus últimos libros cabe citar Ethos y Pólis. Una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica (2003) y Pensamiento romano (2006).

HISTORIA DE LA DECADENCIA Y OCASO DE LOS ESTADOS LIBRES GRIEGOS Y OTROS TEXTOS SOBRE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA

COLECCIÓN THEORIA CUM PRAXI Directores: Roberto R. Aramayo, Txetxu Ausín y Concha Roldán Secretaria: María G. Navarro Comité editorial: Roberto R. Aramayo Txetxu Ausín Manuel Cruz María G. Navarro Ricardo Gutiérrez Aguilar Francisco Maseda Faustino Oncina Lorenzo Peña Francisco Pérez López Concha Roldán Comité asesor: Francisco Álvarez (UNED) Dominique Berlioz (Université Rennes, Francia) Mauricio Beuchot (UNAM, México) Fina Birulés (Universidad de Barcelona) Daniel Brauer (Universidad de Buenos Aires, Argentina) Roque Carrión (Universidad de Carabobo, Valencia-Venezuela) Marcelo Dascal (Universidad de Tel-Aviv, Israel) Marisol de Mora (Universidad del País Vasco) Jaime de Salas (Universidad Complutense de Madrid) Liborio Hierro (Universidad Autónoma de Madrid) María Luisa Femenías (Universidad de La Plata, Argentina) Thomas Gil (Technische Universität Berlin, Alemania) José Juan Moreso (Universitat Pompeu Fabra) Francesc Pereña (Universidad de Barcelona) Alicia Puleo (Universidad de Valladolid) Johannes Rohbeck (Technische Universität Dresden, Alemania) Antonio Valdecantos (Universidad Carlos III de Madrid) Antonio Zirión (Instituto de Investigaciones Filosóficas, UNAM, México)

HISTORIA DE LA DECADENCIA Y OCASO DE LOS ESTADOS LIBRES GRIEGOS Y OTROS TEXTOS SOBRE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA

WILHELM VON HUMBOLDT Traducción, introducción y notas de Salvador Mas

CLASICA 3

Madrid – México 2010

Reservados todos los derechos por legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad Reservados todos los derechos legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido elpor diseño de la cubierta, puede reducirse, almacenarse o transmitirse ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, en manera alguna por ningún ya previo sea electrónico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sinmedio permiso por escritoquímico, de las editoriales. de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de las editoriales. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad Las noticias, asertosLas y opiniones contenidos en esta obra son deresponsables la exclusiva del responsabilidad del autor o autores. editoriales, por su parte, sólo se hacen interés ciendel autor o autores. Las editoriales, por su parte, sólo se hacen responsables del interés científico de sus publicaciones. tífico de sus publicaciones. Primera edición: 2010 Primera edición: 2010 © Salvador Mas, por la introducción y la traducción, 2010 © Salvador Plaza y Valdés Editores Mas, por la introducción y la traducción, 2010 © Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2010 Plaza y Valdés Editores © Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2010 Plaza y Valdés S.L. Plaza y Valdés S. A. de C. V. Calle Mucia, 2. Manuel María Contreras, Plaza y Valdés S. A. de C. 73 V. Colonia de los Ángeles Colonia San Rafael Manuel María Contreras, 73 Pozuelo de Alarcón 06470 D. F. (México) ColoniaMéxico, San Rafael 28223 : (52) 55 5097D.20F.70 : (34)Madrid 91 862(España) 5289 06470 México, (México) e-mail: e-mail: : (52)[email protected] 55 5097 20 70 : (34)[email protected] 91 862 5289 www.plazayvaldes.com.mx www.plazayvaldes.es e-mail: [email protected] e-mail: [email protected] www.plazayvaldes.com.mx www.plazayvaldes.es

PLAZA Y VALDÉS

Página web: www.ifs.csic.es ISBN Plaza y Valdés: 978-84-92751-90-7

ISBN CSIC: 978-84-00-09033-3 NIPO: 472-10-092-9

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es

Página web de la colección Theoria cum Praxi: http://www.plazayvaldes.es/theoria

Diseño de cubierta: Nuria Roca Logotipo: Armando Menéndez Apoyo técnico a la edición: Francisco Maseda (IFS-CSIC) Impresión: MFC Artes Gráficas D. L.: M-16403-2010

Índice

INTRODUCCIÓN: LA GRECIA DE WILHELM VON HUMBOLDT, O ILUSTRACIÓN Y CLASICISMO, por Salvador Mas...................................

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TEXTOS SOBRE LA ANTIGÜEDAD SOBRE EL ESTUDIO DE LA ANTIGÜEDAD, Y DE LO GRIEGO EN PARTICULAR ...........................................................................................

55

LATIUM Y HELLAS, O CONSIDERACIONES SOBRE LA ANTIGÜEDAD CLÁSICA ..................................................................................................

83

SOBRE EL CARÁCTER DE LOS GRIEGOS, LA VISIÓN IDEAL E HISTÓRICA DEL MISMO ...............................................................................

119

HISTORIA DE LA DECADENCIA Y OCASO DE LOS ESTADOS LIBRES GRIEGOS .................................................................................................

127

CARTA A SCHILLER. TEGEL, 6 DE NOVIEMBRE DE 1795......................

175

CARTA A GOETHE. SAN MARINO, 23 DE AGOSTO DE 1804 ................

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Introducción La Grecia de Wilhelm von Humboldt, o Ilustración y Clasicismo1 SALVADOR MAS (UNED)

W

ilhelm von Humboldt sintió la pasión por la Antigüedad desde su adolescencia. En abril de 1790 confiesa retrospectivamente a su mujer que fue un niño y un joven desgraciado y solitario que buscaba llenar este aislamiento y esta amargura con los libros, especialmente griegos;2 tal vez, pues, el típico caso del joven inteligente y sensible que, ante la incomprensión generalizada que siente a su alrededor, se refugia en la lectura, consiguiendo así tan sólo que su soledad y aislamiento se redoblen. Pero al margen de elucubraciones más o menos psicoanalíticas, que verían en aquella pasión el elemento compensatorio de una vida insatisfecha, en su interés por la Antigüedad fue decisivo Heyne, con quien estudió en Göttingen desde la primavera de 1788 y del que aprendió a considerar la Antigüedad como una totalidad y a ver en la filología algo más que mera ————— 1 Este trabajo se inserta en el marco del proyecto de investigación «Filosofía de la Historia y valores en la Europa del siglo XXI» (FFI2008-04279). 2 Cfr. también la carta del 19 de mayo de 1791, igualmente dirigida a Carolina von Dachroeden.

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crítica textual. Fue asimismo importante la amistad con Wolf, también discípulo de Heyne, si bien posteriormente maestro y alumno se enfrentaron por turbios asuntos académicos. Pero Humboldt no era un filólogo. En una carta dirigida a Wolf del 1 de diciembre de 1792 menciona un proyecto, la revista Hellas, para el que quiere ganar al gran filólogo: aunque reconoce que estudia con intensidad «pequeñeces gramaticales, métrica, acentos, etc.» y sostiene que ha decidido ocuparse en exclusiva «de la Antigüedad y preferentemente de lo griego», admite que no puede hacerlo en calidad de filólogo profesional, ya que se lo impide su formación y educación. Su forma de ser le ha conducido a interesarse por los antiguos desde un punto de vista diferente. Humboldt, pues, se siente en la necesidad de disculparse por no dedicarse al mundo antiguo desde la perspectiva y con los intereses de la filología académica, reconociendo así de manera implícita la dificultad, incluso la imposibilidad, de reconciliar la minuciosidad exigida por esta disciplina con su propia concepción de la Antigüedad: si se atiene a aquélla corre el peligro de perder su forma de ser, su Individualität, pues tal es la palabra empleada, admitiendo así que su concepción de la Antigüedad es personal, así como su tendencia a ver en la filosofía, más que un sistema, la expresión de una singularidad. Humboldt se consideraba a sí mismo «un mero espectador del mundo».3 Además de los estudios particulares y concretos —continúa—, también hay uno que «enlaza a todo el hombre, que no lo hace más capaz, más fuerte, mejor en este o aquel aspecto, sino que lo convierte en general en un ser humano más grande y más noble». Dado que tal formación (Bildung) se dio en grado máximo entre los griegos, puede promoverse de la mejor manera estudiándolos, pues ningún otro pueblo «unió tanta sencillez y naturaleza con tanta cultura». Como en tantas otras ocasiones, Goethe circunscribió el problema. En ————— 3 Bruchstück einer Selbstbiographie, GS XV, p. 453. Cito las obras de Humboldt, indicando volumen y página, por Wilhelm von Humboldts Gesammelte Schriften, 17 Bände. Herausgegeben von der Preussischen Akademie der Wissenschaften, Berlín, 1903-1936. Cito los textos sobre la Antigüedad por la presente edición, en la que incluyo la paginación de los Gesammelte Schriften.

LA GRECIA DE WILHELM VON HUMBOLDT O ILUSTRACIÓN Y CLASICISMO

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el capítulo tercero del libro quinto de los Años de aprendizaje de Wilhelm Meister, el protagonista, convencido de que sólo el teatro le proporcionará la Bildung que él desea, responde a una carta de su cuñado Werner en la que éste había elogiado los conocimientos (Kenntnisse) estadísticos, tecnológicos y agrarios que, en su diario y para agradar a su padre, Wilhelm había dicho poseer; reconoce, sin embargo, que en nada de esto puede encontrar cosa alguna que lo estimule: de qué le sirve saber fabricar hierro si su interior está lleno de escorias, de qué poner en orden una finca si él no está en armonía consigo mismo, pues su oscuro deseo e intención fue, ya desde su juventud, «formarme a mí mismo tal y como soy». Aunque Wilhelm es un burgués, no un noble, y por tanto no ignora que debe educarse en actividades «útiles», tiene sin embargo una irresistible inclinación hacia esa formación armónica de su naturaleza que le veda su nacimiento; sabe igualmente que la culpa de esta situación no la tiene ni la arrogancia de la nobleza ni el carácter acomodaticio de la burguesía, sino —dice— «la misma constitución política de la sociedad».4 El proyecto de Humboldt es parecido y, de hecho, diseñó reformas políticas que hicieran posible esa «formación armónica de la propia naturaleza», tanto a nivel teórico,5 como también prácticamente durante el breve periodo de tiempo en que estuvo al frente de la Sektion für Kultus und öffentlichen Unterricht del Ministerio del Interior del gobierno prusiano.6 Pero ahora no interesan estos aspectos más directamente políticos ————— 4

Wilhelm Meisters Lehrjahren, en Werke, vol. 7, p. 291 (H.A.). Ya en su Ideen zu einem Versuch, die Gränzen der Wirksamkeit des Staats zu bestimmen (1792), GS I, propone, en la tradición liberal anglosajona, reducir el Estado al mínimo necesario para asegurar la paz interior y la seguridad exterior y, ahora no tan liberalmente, para asegurar una Bildung cuyos gastos deberían correr a cuenta del Estado y que debería estar al alcance de todo el pueblo sin distinción. 6 Cfr. J. Abellán, «La idea de Universidad de Wilhelm von Humboldt», en F. Oncina Coves (ed.), Filosofía para la universidad, filosofía contra la universidad (De Kant a Nietzsche), Madrid: Universidad Carlos III/Dykinson, 2009, pp. 273-296. C. Menze, «Anspruch, Wirklichkeit und Schicksal der Bildungsreform Wilhelm von Humboldt», en B. Schlerath (ed.), Wilhelm von Humboldt. Vortragszyklus zum 150. Todestag, Berlín/Nueva York: Walter de Gruyter, 1986, pp. 55-81. Del mismo autor: Die Bildungsreform Wilhelm von Humboldts, Hannover: Schroedel, 1975. 5

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de su pensamiento,7 tampoco las posibles discrepancias que pudiera haber entre las propuestas teóricas y su gestión administrativa, sino las perspectivas más filosóficas y, muy especialmente, el papel que el Mundo Clásico desempeña en ellas. A propósito de lo primero, sólo señalar con brevedad que parece innegable que evolucionó desde una posición individualista hacia otra en la que la nación desempeñaba un importante papel: a diferencia de lo que ocurre en su Ideen zu einem Versuch, die Gränzen der Wirksamkeit des Staats zu bestimmen (1792), en Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos (1807) afirma, matizando el inicial liberalismo de aquel ensayo, que la fuerza (Kraft) y también la Bildung de los individuos depende en último extremo de las de las naciones; en relación con este cambio de perspectiva se observa también, creo, una intensificación de las posiciones nacionalistas, si bien, como habrá que ver más adelante, nunca llegó a los extremos de los teóricos de la «educación nacional» (Nationalerziehung): tal vez se lo impidiera su amor por Grecia y su deseo de atenerse al ideal clásico, por muy quimérico e incluso inventado que fuera. El planteamiento general humboldtiano es sencillo: dado que el hombre es «un fin en sí», en todo individuo hay un conjunto de potencialidades que pueden y deben desarrollarse a lo largo de su vida, en el supuesto, claro está, de que las condiciones externas lo permitan. La educación (Erziehung) en una materia o disciplina determinada no es un fin en sí mismo, sino que está subordinada a una meta más abarcante y más elevada, la Bildung del mismo individuo, de su nación y de la humanidad.8 La formación, en efecto, es un proceso de apropiación productiva del mundo, en el que las capacidades físicas e intelectuales se unifican en un todo armónico. Debe distinguirse entre «desarrollo» y «formación»: las plantas y los animales se desarrollan, sólo los hombres se forman; aquel concepto encuentra su ————— 7 Sobre esta cuestión, cfr. J. Abellán, El pensamiento político de Guillermo von Humboldt, Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1981. Del mismo autor: «Estudio preliminar» a Wilhelm von Humboldt, Los límites de la acción del Estado, Madrid: Tecnos, 1988, y «Estado y nación en Guillermo de Humboldt», en Revista Internacional de Estudios Vascos, 48, 2003, pp. 329-344. 8 Cfr. H. Rüdiger, Wesen und Wandlung des Humanismos (1937), Hildesheim: Georg Olms, 1966, p. 196.

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lugar donde acontecen procesos naturales necesarios, éste sólo puede referirse al ámbito específicamente humano. La Bildung, en efecto, es un extraño concepto, difícilmente traducible,9 producto de la estetización de nociones religiosas y filosóficas previas llevada a cabo de la mano de la «graecomanía» que sacudió a Alemania, al menos desde Winckelmann, y que satisfizo, o quiso satisfacer, funciones sociales muy determinadas: el gebildeter Mensch no es ni el «caballero cristiano», que olvida o margina, por pagano, el legado clásico y quiere vivir de acuerdo con los principios irrenunciables de su fe, ni tampoco el galanthomme para el que este legado no forma, sino que en todo caso adorna.10 Humboldt no podía reencontrar su Grecia en París, donde estuvo, tras finalizar sus estudios, entre 1797 y 1801,11 y donde pudo conocer de primera mano el modo de hacer las cosas «a la griega». «En París todo se hace a la griega», escribe ya en 1763 Friedrich Melchior de Grimm, amigo íntimo de Diderot y de Madame d’Epinay, en un texto destinado a la Correspondence littéraire: Desde hace unos años, se han buscado los ornamentos y las formas antiguas; el gusto ha mejorado considerablemente y la moda se ha generalizado hasta tal punto que ya todo se hace a la griega. La decoración exterior e interior de edificios, los muebles, las telas, las joyas de todo tipo, en París todo se hace a la griega. Esta afición ha pasado de la arquitectura a las tiendas de nuestros modistas; las señoras se peinan a la griega; los petimetres se considerarían deshonrados si llevaran un baúl que no fuese de estilo griego.12 ————— 9. En mi versión traduzco Bildung por «formación», reservando la palabra «educación», más neutral, para verter la voz alemana, igualmente neutral, Erziehung. 10 Evidentemente, no pretendo hacer justicia ni a la ética ni a la estética rococó. Sobre estas cuestiones cfr. J. Seoane, La política moral del Rococó. Arte y cultura en los orígenes del mundo moderno, Madrid: Antonio Machado, 2000. Sobre el transfondo y las funciones sociales de la Bildung, veáse H. Weil, Die Enstehung des deutschen Bildungsprinzips, Bonn, 1930. 11 Cfr. Pariser Tagebüchern, GS XIV. 12 Tomo la cita de Marie-Laure de Rochebrune, «El estilo “a la griega” o la primera fase del neoclasicismo francés», en el catálogo de la exposición El gusto «a la griega». Nacimiento del neoclasicismo francés, Madrid: Patrimonio Nacional, 2007. Realmente, lo que aquí se denomina «a la griega» es el resultado del hastío producido por los excesos del es-

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La Antigüedad, decía, no puede buscarse en París. En las siguientes palabras de Latium y Hellas... resuena sin lugar a dudas la experiencia de los años pasados en Francia: Los franceses y los alemanes se han dividido los elementos fundamentales del carácter griego y en estas partes son tan similares a los griegos que muestran la máxima disimilitud entre ellos. Los franceses tienen de los griegos la excitabilidad, la movilidad y la insistencia en una forma (sólo determinada entre ellos, casi convencional). Los alemanes, la libertad frente a la unilateralidad, la corrección en la perspectiva externa, la profundidad en el interior, mas a menudo sin fuego suficiente, y siempre con más afán por el contenido interno sólo externamente expresado que por la forma sensible. Pero a pesar de que ambas naciones sólo expresan la similitud de manera incompleta, resulta impensable una alianza de ambas para completar la imagen. Más bien marchan ambas completamente alejadas la una de la otra y al final llevan a cabo algo que reside casi igualmente alejado de lo griego, sólo que los alemanes alcanzan algo que está más próximo de lo griego, quizá incluso más elevado, que lo alcanzado por ellos, pero que precisamente por ello es auténticamente inalcanzable, puesto que los franceses encallan del todo en caminos erróneos y quedan entre lo obtenido y lo realmente pretendido.13

Y frente a París, Roma, donde Humboldt estuvo entre 1802 y 1808 en tareas diplomáticas, y donde tal vez pasó los años más felices de su vida. A esta ciudad dedicó la elegía Rom, escrita entre febrero y marzo de 1806, y donde poetiza ideas que expresará en Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos. Cito las dos primeras estrofas de este poema: Pues balanceas orgullosas ondas, Tíber, piensas tú quizá aún aquel triste tiempo cuando aún no, mecido en arco aéreo, ————— tilo rocalla rococó, sustituido por la severidad de las líneas de la arquitectura clásica, con el consiguiente rechazo de todo ornamento que excediera los admitidos en los órdenes clásicos. Ahora bien, las mentes más agudas de la época pronto se dieron cuenta de que no regresaba la Antigüedad por adornar con volutas, metopas y triglifos, hojas de acanto, mirto u olivo. 13 Latium y Hellas..., pp. 110-111.

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había, magnífico, el Capitolio; Tu nombre, Roma, aun tapado por la noche, ¿no era bendito por su gloria futura? ¿Regresa la noche que de nuevo lo devore? ¿Brilla acaso el día en el que ya no suene? ¡No! Pues mientras que sobre sus pétreas columnas se eleve estrecho el país bañado por el mar, donde antaño descendientes de los dioses se detuvieron y fundaron en sus playas un reino de oro, puede apresurarse la rueda del tiempo, pues tú eres la ciudad de las siete colinas, eternamente así llamada por bocas pasadas, eternamente anunciada por labios futuros.

No es que los italianos estén más cerca de los griegos que los franceses o los alemanes, pues aunque les son máximamente similares en general, también son «máximamente incapaces de alcanzarlos en las partes concretas de su carácter».14 Pero a Humboldt le interesa Roma como una especie de escenografía, como «el país de la imaginación y el anhelo».15 El 22 de octubre de 1803 escribe a Karl Gustav von Brinckmann que esta ciudad es un desierto, pero el más bello y el más sublime que jamás haya visto; Roma es sólo para pocos, para los mejores, que en ella «encuentran un mundo». Humbolt —como Winckelmann, como Goethe, como Herder— encontró en Roma el mundo de la Antigüedad clásica. Sin embargo, en la misma medida en que se aproximó física y espiritualmente a la Antigüedad, se alejó de ella, tal vez porque únicamente la distancia, o el juego entre ésta y la proximidad, permiten la visión del todo.

————— 14 15

Latium y Hellas..., p. 110. Rezension von Goethes zweiten römischem Aufenhalt, GS VI, p. 531.

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II Sólo en Roma pudo Humboldt comprender que Hellas y Latium se nos ofrecen como individualidades y totalidades cerradas que deben contemplarse desde la lejanía: el camino, en definitiva, que conduce del optimismo ilustrado de ese joven Humboldt, que declara enfática y kantianamente que la verdad no puede someterse a ninguna autoridad externa,16 y que puede utilizar al Mundo Clásico como elemento de contraste entre la Antigüedad y la Modernidad,17 que de aquí, decía, lleva al desencanto del funcionario prusiano en tareas diplomáticas en Roma que confiesa que la Antigüedad es una idealización y que, más adelante, aún en Roma, pero ya en 1807, ve sorprendentes paralelismos entre el triste destino de Atenas y el que tal vez aguarde a Prusia. Humboldt es extremadamente coherente: los griegos no son un pueblo cuyo conocimiento nos resulte históricamente útil, sino un ideal.18 La Antigüedad, y por tal debe entenderse únicamente «a los griegos y entre ellos casi exclusivamente a los atenienses»,19 y más en concreto a unos pocos poetas,20 es el imperativo de atenerse a un ideal,21 pero que no puede eliminarse, pues ofrece al menos una dirección que revela las deficiencias de la Modernidad, puestas de manifiesto con particular claridad por las consecuencias no deseadas de la Revolución Francesa, y que, en consecuencia, decía, señala la necesidad de Bildung. Humboldt reelabora ideas schillerianas. ————— 16 Por otra parte, sin embargo, la verdad parece ganar en dignidad y fuerza persuasiva «cuando se ve con qué celo la habían afirmado los sabios de la Antigüedad»; Humboldt también reconoce a la vez que la filosofía, además de «luz», también debe despedir «calor»; cfr. Sokrates und Platon über die Gottheit, über die Vorsehung und Unsterblichkeit (1787), GS I, pp. 1-2. 17 Cfr. Über Religion (1789), GS I; Ideen über Staatsverfassung durch die neue französische Revolution veranlasst (1791), GS I. 18 Sobre el carácter de los griegos…, p. 119. 19 Sobre el estudio de la…, p. 65. 20 «Como fuentes y modelo del espíritu griego y en sentido estrictísimo sólo reconozco a Homero, Sófocles, Aristófanes y Píndaro», escribe a Schiller el 6 de noviembre de 1795 (p. 178 de la presente edición). 21 Latium y Hellas…, pp. 84-85.

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Schiller había llevado a escena la tensión entre el impulso natural y las exigencias éticas, entre Pflicht y Neigung, ahora bien: como conflicto trágico, esto es, sin posibilidad alguna de mediación. Die Räuber ejemplifica estas tensiones, así como la necesidad de buscar en otro lado: una vez que la desnuda lucha por el poder ha mostrado sus lados más sangrientos, hay que dirigirse a la educación estética. Como tantos otros intelectuales alemanes de la época, Schiller se mostró decidido partidario de la meta final de la Revolución, que él ve en el establecimiento de un orden social que asegurara la libertad y la dignidad para todos los seres humanos; pero el curso de los acontecimientos defraudó sus expectativas, y no sólo (que también) porque los métodos de la Revolución fueran errados, sino sobre todo porque los hombres que tendrían que haber plasmado en la realidad su auténtico sentido no estuvieron a la altura de una misión histórica que exigía de ellos lo más elevado. La primera de las Cartas sobre la educación estética del hombre explica esta discrepancia: escisión, unilateralidad, especialización, renuncia a una disposición armónica y global: ¿cómo un hombre así conformado podría haber llevado a cabo esa humanización del Estado y ese orden vital más elevado que anidaban en el espíritu revolucionario? Debe darse marcha atrás y formar a ese hombre que habrá de llevar a cabo esos elevados cometidos. Con la educación estética schilleriana, el clasicismo de Weimar retoma una importante idea ilustrada: la de una pedagogía nacional. Y esta pedagogía mirará al mundo clásico. La piedra de toque de la educación humanista —dirá Schiller— es la vivencia y comprensión de ese irrepetible caso afortunado que significó para la historia de la humanidad la plasmación más perfecta del ser humano en la antigua Grecia.22 Pero regresemos a Humboldt. Si se trata de formar hombres, habrá que saber qué es el hombre y, dado que éste se define sobre todo por llevar a cabo y consumar de la mejor manera posible sus potencialidades, parece razonable investigar en qué momento y en qué lugar las satisfizo de manera ejemplar. Ahora bien, quien mira a la Antigüedad clásica encontrará, o imaginará, seres que cumplen todos los tópicos que el idealismo ilustrado había adscrito a la idea de ————— 22

Cfr. W. Krauss, Perspektiven und Probleme. Zur französichen und deutschen Aufklärung und andere Aufsätze, Neuwied/Berlín: Luchterhand, 1965, p. 254.

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humanidad en su máximo esplendor: de la conjunción de naturaleza y cultura a la sensibilidad y receptibilidad para lo bello y, en general, para todas las impresiones, del auténtico amor a la propia nación, más allá de intereses egoístas, a un ansia sincera y profunda de libertad. Humboldt también investiga las condiciones de posibilidad de esta forma de ser (la esclavitud, la forma de gobierno y la orientación política en general, la religión, el orgullo nacional, la separación de Grecia en varios pequeños Estados)23 y concluye que en el carácter griego se muestra el carácter originario de la humanidad en sí. De donde se sigue necesariamente que su estudio tendrá efectos sumamente beneficiosos, en cualquier circunstancia y lugar, para la formación del hombre, porque aquel carácter, el griego, constituye el fundamento del carácter humano en general, y porque este estudio, en sí mismo, es energeía que se corresponde con la totalidad del objeto estudiado. Estudiar a los griegos significa sobre todo dejarse formar por el entusiasmo de la misma investigación, dejarse poseer por la fuerza que les animaba: al estudiar el «impulso» propio de los griegos nos lo apropiamos.24 El impulso original y fundamental de los griegos era, dice Humboldt, el desarrollo pleno, total y gratuito de todas sus potencialidades, sin importar los resultados: tal era su anhelo y tal es la meta a la que debe apuntar la Bildung. La máxima utilidad del estudio de los griegos, señala, «no reside precisamente en la contemplación de un carácter tal y como era el griego, sino en la propia búsqueda del mismo, pues gracias a ella el mismo buscador quedará afinado de una forma similar; el espíritu griego pasará a él, y mediante la manera en la que se entremezcle con el suyo propio producirá bellas figuras».25 Por eso Humboldt concede tanta importancia al hecho de si en el estudio de la Antigüedad se parte de los romanos o de los griegos, porque el impulso fundamental de aquéllos viene indicado por el verbo streben: apuntar a un fin determinado con vistas a un resultado específico, mientras que el de éstos se caracteriza por la Sehnsucht. ————— 23

Sobre el estudio de la..., pp. 72 y ss. Cfr. P. Giacomoni, Formazione e Transformazione. «Forza» e «Bildung» in Wilhelm von Humboldt e la sua epoca, Milán: Franco Angeli, 1988, pp. 151-156 («La grecità come Trieb»). 25 Sobre el estudio de la…, p. 79. 24

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Al irresistible impulso que, sin embargo, surge de la parte del ánimo en la que sólo domina la ley auto-dada, el alemán (pues su lengua está particularmente enraizada en el ámbito que, para ser totalmente adecuado, necesita de la ayuda de la sensación) lo nombra con una palabra que no conoce ninguna otra nación: anhelo (Sehnsucht), y el hombre tiene en esta medida un carácter determinado sólo en tanto que conoce un determinado anhelo. En todo hombre se agita un anhelo tal, pero pocos son suficientemente felices como para manifestarlo puro y determinado, sin destruirlo en afectos antagónicos; aún menos lo son al extremo de aproximarse, por caminos auténticamente ideales, a las formas originarias de la humanidad; y extraordinariamente rara es la suerte de que, cumplida esta doble condición, también las circunstancias externas lo satisfagan suficientemente para ganar nueva fuerza mediante su satisfacción.26

Entre los griegos, de acuerdo con Humboldt, sucedió esto último. Planteadas así las cosas nadie discutirá la utilidad del estudio de Grecia, ni que pueda ser sustituido con provecho por el de alguna otra nación o algún otro pueblo, precisamente por el carácter único y extraordinario de los griegos, esto es, porque son inalcanzables.27 ————— 26

Historia de la decadencia y ocaso…, p. 160. Algunos autores, a modo de sutil modulación de la tesis del Sonderweg, han considerado a los grandes clasicistas alemanes de los siglos XVIII y XIX como xenófobos y racistas por haber tenido a los griegos como un pueblo único y extraordinario y, en consecuencia, presos de este prejuicio, haber desatendido «las raíces afroasiáticas» de la civilización clásica (Martin Bernal: The Afroasiatic Roots of Classical Civilization. The Fabrication of Ancient Greece, 1785-1985, Brunswick [N. J.], 1987, en especial los capítulos 4 y 6). En esta medida, en estos filohelenistas anidaría un espíritu al menos potencialmente adverso a las tendencias universalistas y cosmopolitas de la Ilustración. Sin embargo, cuando se mira a este periodo histórico sorprende lo rápido que la euforia de los primeros momentos se convirtió en rechazo o perplejidad, la celeridad con la que se perdieron los ideales ilustrados ya dentro de la misma Ilustración, no sólo entre sus críticos ni en la historiografía sobre ella. En el Le Cosmopolite, ou le Citoyen du Monde de Louis-Charles Fougeret de Montbron, de 1750, el ciudadano del mundo se ha convertido, simplemente, en un individuo que rechaza la ley y la moral de su país; la definición que ofrece la Enciclopedia es igualmente negativa: «hombre que carece de residencia fija, o bien alguien que no se siente extranjero en ninguna parte», y Rousseau, en el Emilio, advierte contra esos presuntos filósofos que buscan lejos, en los libros, deberes que no quieren cumplir en su entorno y que aman a los tártaros para no tener que amar a sus vecinos. Por otra parte, en la situación convulsa generada por la Revolución, tanto fuera como dentro de Francia, los Estados nacionales requerían un patriotismo que 27

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La inalcanzabilidad de los griegos, su estatuto ideal, los convierte en un modelo —dirá Humboldt— conveniente (zweckmässig), pues ellos nos enfrentan (o nos confrontan) con nuestra perdida libertad.28 Nos vuelven a confrontar, desde todo punto de vista, con nuestra peculiar y perdida libertad (si es que puede perderse lo que nunca se tuvo, pero a lo que se tenía derecho por naturaleza), en la medida en que superan al instante la presión del tiempo y fortalecen por el entusiasmo la fuerza, que está en nosotros, para superarla espontáneamente.29

En la carta a Goethe del 23 de agosto de 1804, que incluye la presente edición, Humboldt concede gustoso su idealización, pero cree que tiene una buena causa: el ideal de los griegos —dice, siguiendo muy de cerca a Herder— no debe ser encontrado, sino emulado con fines educativos, para conocer a la «humanidad» en la Antigüedad.30 No se trata tanto de contemplar el carácter griego en todo su esplendor cuanto de buscarlo. En la búsqueda de lo otro —como muestra el Schiller más clasicista; el de, por ejemplo, La novia de Mesina— uno se encuentra a sí mismo, siempre y cuando esto otro satisfaga determinadas características o más bien que lo haga con determinado impulso: por esto puede Humboldt equiparar a Schiller con los griegos, no porque los imite ————— muy pronto se enfrentó directamente con el cosmopolitismo idealista, ahora visto como signo de traición nacional. La felicidad, exigencia irrenunciable de los primeros ilustrados, es —dirá Kant en la Metafísica de las costumbres— una monstruosidad que se contradice a sí misma: la sustitución de la eleutheronomía por la eudemonía conduce irremisiblemente a la euthanasía de toda moral. La demanda de libertad, tal vez el máximo ideal ilustrado, se mostró aporética en el mismo instante en el que se intentó articular de una manera coherente la libertad civil con la económica, para quedar reducida a una exigencia de libertad religiosa o, como mucho, «de pluma», por decirlo de nuevo con palabras kantianas, ahora tomadas de En torno al tópico: «Eso vale para la teoría, pero no para la práctica». Idéntico movimiento de entusiasmo y rápida desilusión se observa en la cuestión que desearía tratar en estas páginas, la posibilidad de imitar, o recuperar, los modelos clásicos. 28 Cfr. J. Wohlleben, Die Sonne Homers, Gotinga: Vandenhoeck & Ruprecht, 1990, cap. 7: «Eine notwendige Täuschung. W. von Humboldt». 29 Sobre el carácter de los griegos..., p. 119. 30 Sobre el estudio de la…, p. 76.

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servilmente, sino porque satisface a su manera (que no puede ser sino moderna) las mismas exigencias que satisficieron los antiguos a la suya. Tal es, en definitiva, la característica esencial de la Bildung (en realidad, Selbstbildung: «paideia» de la propia individualidad), que Schiller cumplió, entre otras cosas, porque estudió con profundidad a los griegos hasta hacerlos suyos: a pesar de que leía las tragedias en paráfrasis latinas, ello no era óbice —recuerda Humboldt— para que en sus traducciones el espíritu de Antigüedad se transparentara «como una sombra, a través de los ropajes que se le habían dado»,31 ni para que fuera el más griego de todos los poetas modernos. Schiller es un poeta extraordinariamente actual y por ello, por ser un genial poeta moderno, guarda afinidad con los griegos.32 «Así como Homero no puede compararse con ningún otro poeta, del mismo modo tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad, ni al paisaje romano con ningún otro paisaje», escribe Humboldt en la carta a Goethe citada más arriba, y reconoce a continuación que se trata de una impresión subjetiva, pero que va más allá de la mera sensación, porque hay un poderosísimo arrebato o entusiasmo que nosotros vemos como más noble y más sublime, «aunque sea mediante un engaño necesario». Sería un engaño o una ficción, en efecto, querer ser habitantes de Roma o de Atenas, pues «sólo desde la lejanía, sólo separada de todo lo común, sólo como pasado debe aparecérsenos la Antigüedad». Si para los románticos el pasado real es presente real, para ese ilustrado ya algo desengañado que es Humboldt la Grecia ideal es una ficción, pero necesaria, necesaria como parte constituyente de la Modernidad, su autoproyección como deseo insatisfecho, como malestar de la cultura o como pulsión de muerte, por decirlo con una terminología que posteriormente hará fortuna: esos griegos que son proyección («invertida», matizará Nietzsche) de deseos y anhelos modernos. ¡Qué modernos esos griegos ideales! Pues el mismo Humboldt indica repetidas veces lo muy moderno que es anhelar ser lo que no se es. Cabría incluso sostener que estos griegos son «ideología», porque Humboldt sabe que el emperador está des————— 31 32

Über Schiller, GS VI, p. 499. Cfr. la carta a Schiller incluida en la presente edición.

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nudo, que todo el mundo lo sabe, pero también que es indiferente. Planteadas así las cosas, o sea, con un cierto ánimo no exento de cinismo, la ideología, para mantener su papel cohesionante, no debe ser creída; es decir, tomarse demasiado en serio la ideología de la «grieguidad» puede incluso resultar disfuncional. Por decirlo así, los griegos no sólo simbolizan una humanidad superior, sino que se simbolizan a sí mismos. El griego trataba todo simbólicamente y, en la medida en que recreaba en un símbolo todo lo que se acercaba a su círculo, él mismo se convirtió en símbolo de la humanidad y, ciertamente, en su figura máximamente delicada, pura y perfecta.33

A diferencia de la mera alegoría, el símbolo permite descubrir nuevas ideas: presenta la peculiaridad «de que la representación y lo representado, siempre seduciendo por turno al espíritu, obligan a demorarse más tiempo y a penetrar con mayor profundidad». O sea, no interesan los griegos en sí mismos, o si interesan de esta manera sólo es porque importa lo que simbolizan. En otras palabras, Humboldt no mira a la Grecia histórica, que sabe llena de contradicciones y tensiones, sino a algo de ella o a algo en ella. No hay novedad alguna en este planteamiento; a fin de cuentas a Winckelmann, en realidad, sólo le interesaba de Grecia media docena de estatuas y poco más, y a Schiller y a Schlegel únicamente las obras literarias de un periodo muy concreto de la Hélade. Es también cierto que todos estos autores miran al mundo clásico con ojos e intereses modernos; pero Humboldt fue tal vez el primero en percibir con claridad no ya el carácter insuperable (y por ello emulable, no imitable) de los modelos griegos, sino que entre la misma Grecia y lo que ella simboliza desde una perspectiva moderna puede haber tensiones, contradicciones o incluso dualismos más o menos confesos o inconfesables. La Ilustración, permítaseme decirlo de una manera algo apresurada, se caracteriza por su oposición a los dualismos de rancia tradición y, más en ————— 33

Historia de la decadencia y ocaso..., p. 171.

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concreto, al dualismo más allá/más acá. Cuando Kant, por ejemplo, habla de superar supersticiones e ignorancias, se refiere (no única, pero sí primordialmente) a supersticiones e ignorancias religiosas. Mas en la lucha contra este dualismo entre un mundo terrenal y otro supraterrenal, o entre saeculum y eternidad, la filosofía ya secularizada generó nuevos dualismos: fenómeno y cosa en sí, libertad y necesidad, inclinación y deber, sensibilidad y moralidad, naturaleza y espíritu, o cualesquiera otros que el lector ocurrente tenga a bien recordar. Pero el problema no es tanto el dualismo (pues uno, digamos, bien temperado no tendría por qué ser incompatible con cierto espíritu ilustrado), cuanto la victoria, a costa de la otra, de una de las partes enfrentadas. En el caso que interesa particularmente a Humboldt: la victoria de la cultura al precio de la naturalidad y la sencillez, o la de éstas al precio de aquélla. Es el tema, muy de la época, de la «escisión» como característica esencial de la Modernidad.

III En el capítulo XCV de su Über Goethes Hermann und Dorothea, Humboldt distingue tres periodos en el desarrollo de la cultura humana: el de la mera naturaleza, el de la mera cultura y el de la formación acabada o perfecta (vollendete Bildung).34 El hombre estricta y absolutamente natural, dado que conforma una unidad plena consigo mismo que no conoce escisión alguna, ni tan siquiera piensa, pues la esencia del pensamiento consiste en diferenciar entre quien piensa y lo pensado:35 en el acto de pensar se rompe la unidad originaria del hombre consigo mismo y con el mundo que le rodea; el hombre se hace sujeto consciente y el mundo se le convierte en objeto. Este hombre «natural» tampoco tiene lenguaje, puesto que para que algo pueda ser objeto de pensamiento debe adoptar la forma de una expresión lingüística: en la medida en que el hombre va más allá de sus capacidades sensitivas puramente animales ————— 34 35

Über Goethes Hermann und Dorothea, GS II, pp. 304-305. Über Denken und Sprechen, GS VII, p. 582.

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(thierische[s] Empfindungsvermögen), el objeto siempre se le aparece mediado lingüísticamente, pues el lenguaje hace al objeto de la percepción objeto del pensamiento.36 El hombre cultivado ya piensa y ya habla, pero se encuentra, podríamos decir, en un estadio pura y meramente técnico: para caracterizarlo, Humboldt emplea la expresión bloss bearbeitete Mensch y recupera para este momento gran parte de las críticas rousseaunianas a la cultura.37 El hombre formado supera el dualismo naturaleza/cultura: Nuestra inteligencia se amplía, instruidos mejor sobre nosotros mismos nos restituimos nuestra libertad natural, dejando atrás los desconciertos a los que nos había seducido una cultura unilateral, regresamos a la senda de la naturaleza; seremos, en efecto, de nuevo lo que fuimos antes de partir, pero nosotros mismos y el mundo somos comprensiblemente claros, y esta comprensión mejor y más plena comunica al mismo tiempo otra forma a nuestro sentimiento y a nuestras inclinaciones: quedan refinados sin haber modificado realmente su esencia. Este es el periodo de formación acabada (die Periode der vollendenten Bildung).38

Ahora bien, y esto es lo que ahora interesa destacar, si es posible esta superación del dualismo entre naturaleza y cultura sin desechar la una en beneficio de la otra, es porque el mismo proceso histórico, en cada uno de sus momentos, es manifestación de una energeía omniabarcante: si la fuerza de la naturaleza originaria y vivificante debe (y puede) enriquecerse mediante la cultura (para así dar lugar a la Bildung) es porque entre ésta y aquélla —idealmente— no hay un abismo infranqueable, sino al menos una cierta continuidad. Conviene recordar que uno de los puntos centrales de la reflexión humboldtiana puede situarse, tal vez, en su intento de elaborar una crítica antropológica de la filosofía o, más exactamente, en el deseo de establecer ————— 36 Über die Verschiendenheit des menschlichen Sprachbaues und ihren Einfluss auf die geistige Entwicklung des Menschengeschlechts, GS VII, p. 58. 37 Über Goethes…, GS II, p. 306. 38 Über Goethes…, GS II, p. 305.

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puentes entre una y otra disciplina.39 En este contexto desempeña un importante papel la reinterpretación del concepto de Geist como eslabón llamado a superar la escisión entre naturaleza y razón, pues el «espíritu» dice relación inmediata a la sensibilidad que es, a su vez, la primera simiente y la expresión más viva de todo lo espiritual.40 Pero el espíritu en su universalidad sólo puede aprehenderse en la multiplicidad empírica de sus formas fenoménicas donde cobra existencia, si bien, por otra parte, dada su naturaleza dinámica como «energía de una fuerza viviente»,41 no se agota en ellas, pues siempre aspira a configurarse en otras nuevas. Por eso es decisiva la cuestión de la creación de lo nuevo, o sea, la pregunta por la imaginación, que Humboldt, sin embargo, no plantea en un contexto estético, sino político, a saber, en el marco de su crítica a la Revolución francesa, a la que recrimina schillerianamente no haber sido lo suficientemente creadora, porque permitió que la sensibilidad quedara sojuzgada por la razón, la cual, dice, tiene la capacidad de conformar lo existente, pero no la fuerza para crear lo nuevo.42 De aquí la necesidad (política) de una Bildung totalizadora e integradora que encienda la imaginación por medio de la imaginación, como sucede en el arte, donde la imaginación creadora del artista pone en marcha la del espectador,43 y como también hacen los griegos o más bien cierta consideración sobre ellos. De la Antigüedad, insisto, interesan sus potencialidades formadoras: cómo y en qué manera esa formación totalizadora a la que apunta Humboldt se consumó entre los griegos, en el supuesto de que el hombre moderno puede configurarse como una totalidad armónica en ellos y sólo en ellos.44

————— 39

Cfr. Plan einer vergleichende Anthropologie (1795), GS I. Ideen zu einen Versuch, die Gränzen der Wirksamkeit des Staats zu bestimmen (1792), GS I, p. 111. 41 Über den Geist der Menschheit, GS II, p. 330. 42 Ideen über Staatsverfassung, durch die neue französische Constitution veranlasst (1791), GS I, p. 80. 43 Cfr. Über Goethes..., GS, II, cap. III: «Einfachster Begriff der Kunst». 44 Cfr. P. B. Stadler, Wilhem von Humboldts Bild der Antike, Zurich: Benziger & Einsiedeln, 1959, p. 40. 40

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Los griegos, en definitiva, ejemplifican —y por eso son modelo— no la imposible y quimérica superación de todo dualismo (ya que aunque muy superiores seguían siendo, ¡ay!, humanos), pero sí al menos lo que no supo hacer la Ilustración, a saber, cómo vivir de manera armónica entre extremos o cómo circular con envidiable despreocupación entre polos que a nosotros, los modernos (ya no «naturales», sino «cultivados» pero aún no «formados»), se nos presentan como irremediablemente antagónicos: En el alma griega la belleza corporal y la espiritual se fusionaban con tanta delicadeza la una en la otra, que incluso hoy en día los alumbramientos de esta fusión, por ejemplo en los razonamientos de Platón sobre el amor, brindan una satisfacción verdaderamente arrebatadora.45

Si a partir de los cuerpos de los bellos adolescentes puede ascenderse hasta la Idea de Belleza es que al fin al cabo no hay barreras insuperables entre el «más acá» del amor a los muchachos y el «más allá» del Mundo de las Ideas. Pues cabe, en efecto, distinguir dos formas o maneras de la belleza: de un lado esa belleza pasiva digna de admiración, que se dirige a la vista o que es aprehendida por este sentido y que, en consecuencia, liberada de la materia, o con el mínimo de materia posible, se convierte en un concepto. En este caso, la belleza ni proviene ni ha sido engendrada por el sexo, sino que éste es su encarnación y su herramienta. La belleza de un cuerpo —mujer o muchacho— se vierte en un molde humano y se expresa a través de un cuerpo humano. Pero cabe también, de otro lado, como muy bien vio Platón, que la relación entre forma y concepto se invierta, de manera que en vez de referirnos a la belleza corporal lo hiciéramos a los cuerpos bellos, donde la belleza adjetiva a la corporalidad, que de este modo pasa a ser lo más importante, y deja de ser un mero modificador de la belleza. Se trata de otra belleza, ahora material y materializada, en cierto sentido fea por relación a la primera, pero que no por ello deja menos de atraernos, sino más bien todo lo contrario, pues tiene en su raíz la diferenciación sexual, no como concepto, sino como diversidad de objetos sensi————— 45

Sobre el estudio de la…, pp. 70-71.

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bles al sentido del tacto y, por tanto, susceptibles de ser gozados. Los griegos, sin embargo, dirá Humboldt modulando el tema del hermafrodita (Winckelmann) y del travestido (Goethe),46 supieron superar esta distancia entre una y otra forma de belleza, a saber, en sus dioses, o más bien en la representación plástica de éstos, pues sólo la divinidad ofrece la imagen prototípica o primigenia (das Urbild, por decirlo al modo goetheano) del tipo verdaderamente masculino y verdaderamente femenino, y el mismo ideal, gracias a la imaginación creadora artista, se convierte en individuo e individualidad: la diferenciación sexual se explica y se consuma en la universalidad de la humanidad, en la que las formas específicas masculina y femenina se superan y se unifican.47 Evidentemente, esto es una fantasía o un ideal. Valga lo anterior tan sólo a modo de ejemplo: nosotros, parece, vemos y pensamos contradicciones allí donde los griegos veían y vivían continuidades, y lo que antaño era vivido con insultante despreocupación y descuido es ahora, decía, un ideal o más bien la fantasía de un ideal. ¿Cómo entonces trazar un puente o una línea de continuidad entre ese pasado ideal tan envidiable y este presente real menos deseable? La misma pregunta acentúa la distancia o más bien la conciencia de la distancia, y sólo entonces, desde una y otra, se plantea de manera particularmente aguda el problema de la recepción: ¿Cómo superar la lejanía? ¿Cómo hacer historia? Un problema que no existía para Winckelmann, o del que no era consciente, pues gracias a un lenguaje que desconoce la tecnicidad del discurso filosófico idealista e ilustrado, gracias a su prosa con dimensión y ritmo épico, las estatuas cobran vida y a través suyo la misma Antigüedad, es decir, se hace presente la total y absoluta continuidad entre los cuerpos bellos y la misma idea de belleza: para Winckelmann la Antigüedad es sobre todo esto, esa continuidad mediada por la intemporal y ————— 46

Me he ocupado de estas figuras en «La Grecia de Winckelmann» (en Johann J. Winckelmann, Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura, Madrid: FCE, 2008) y en «Centauros, nubes, estatuas» (en Johann W. Goethe, Elegías romanas, Madrid: Antonio Machado, 2005). 47 Cfr. Über die männliche und weibliche Form, GS I, y Über die Geschlechtsunterschied und dessen Einfluss auf die organische Natur, GS I.

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ahistórica idea de belleza, y porque hay continuidad no hay distancias que superar ni, en rigor, historia que hacer, excepto tal vez la de la pérdida de aquello que antaño fue y que ahora se ha olvidado. Humboldt ya no siente, ni vive, esa perfecta continuidad, y tiene que pensarla, a saber: como historia cósmica, como Idea. De aquí que Grecia ya sea para él un sucedáneo, un «engaño necesario». Mas los sucedáneos, como los engaños conscientes, suelen ser peligrosos: al decir la distancia, la crean y la generan; entonces ya es demasiado tarde: quien sabe que se engaña no puede dejar de saberlo en ningún momento, pues está en nuestra mano el silencio, pero no el olvido.

IV En La tarea del historiador, Humboldt señala que la historia, con toda su carga de materialidad, es sin embargo «realización de una Idea».48 En tal caso, el historiador debe dirigirse a esas fuerzas creadoras y actuantes, que son expresión de la Idea viviente, como si el pasado, y especialmente el pasado griego, fuera una especie de paisaje en el que deseamos introducirnos directamente, para vivirlo así en su (falsa) inmediatez.49 A Humboldt, ya lo indicaba más arriba, no le sirve la filología académica, tampoco una historia por aquel entonces en formación como disciplina autónoma, pero ya tocada por cierto espíritu positivista, válgame el ligero anacronismo. Por eso hay que distinguir entre una visión «ideal» y otra «histórica», porque el estudio atento de las fuentes, o el establecimiento de cronologías coherentes referidas a los pueblos de la Antigüedad, no permiten seguir concediendo por más tiempo un estatuto particularmente privilegiado a los griegos, como, por otra parte, ya había señalado Herder con el ————— 48 Sobre la filosofía de la historia de Humboldt, cfr. J. Navarro Pérez, La filosofía de la historia de Wilhelm von Humboldt: una interpretación, Valencia: Edicions Alfons el Magnànim, 1996. 49 Cfr. A. Gómez Ramos, «¿Se puede ser histórico sin ser historicista?», en Devenires X, 19, 2009, pp. 102-120.

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simple gesto de insertar la Grecia clásica en el contexto de continuidades históricas más amplias. Pero Humboldt puede pasar por alto estas dificultades, que no desconoce, pues a él no le interesan los (contradictorios) griegos, sino aquello que anhelaban, es decir, lo que él quiere que anhelaran. Humboldt, insisto, no se confunde: no equipara la realidad histórica con el ideal; idealiza y sabe que idealiza, sabe que si investigamos a los pueblos de la Antigüedad en todos sus detalles no se corresponden con la imagen que portamos de ellos en el alma, que lo que nos produce el máximo efecto es más el «espíritu» que la «realidad». Pero tal concepción no es arbitraria, justamente porque en ellos no había tensiones entre realidad y fantasía, o más exactamente porque, al margen de cómo fueran «en realidad», ellos mismos nos autorizan a verlos de esta manera: por ello podemos y debemos idealizarlos.50 En la raíz de esta teoría de la historia hay una especie de filosofía de la identidad: todo lo que actúa en la historia universal también se mueve en el interior del hombre. Por tal motivo, el historiador no se limita a «desarrollar» a partir del sujeto, tampoco a «tomar» del objeto, sino que hace ambas cosas a la vez en la medida en que atiende a lo universal que pone el sujeto y a lo particular que encuentra en el objeto. Dicho de otra manera: si lo humano (o la humanidad) es lo universal y si lo universal es la totalidad, habrá que concluir que lo particular e individual sólo se entiende a partir de la totalidad. Sólo podemos escribir historia porque llevamos a la humanidad en nosotros: conocemos las «ideas» que dominan y atraviesan el acaecer histórico porque, y en la medida en que, somos hombres, nosotros y los griegos o los romanos. Más aún, la historia ni tan siquiera puede desprenderse de su nexo con la naturaleza. Las historias universales (en clave cosmopolita) son excesivamente intelectuales, se quedan en el estadio de la mera «cultura», desatienden las peculiaridades y particularidades de los pueblos.51 Parecería, pues, que regresamos a ese Montesquieu para el que los distintos sistemas políticos no son creaciones sociales libres, sino que se han desarrollado ————— 50 51

Über die Verschiedenheit des menschlichen Sprachbaues, GS VII, pp. 34-35. Betrachtungen über die bewegenden Ursachen in der Weltgeschichte, GS III, pp. 350-351.

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«naturalmente» a partir de necesidades adaptativas al medio ambiente, en particular climáticas. Pero Humboldt quiere mantener a la vez el nexo con la naturaleza y la emancipación respecto de la mera naturaleza, porque la historia es en último extremo historia de la humanidad y la humanidad es, desde luego, naturaleza,52 pero que posee lenguaje y libertad, de donde no sólo se sigue la especificidad del género humano, sino también, y esto es lo decisivo en estos momentos, su unidad como especie: «lenguaje» y «humanidad» son constructos que permiten pensar la diversidad como unidad, reducir las historias a historia,53 o como afirmaba Droysen: «pero por encima de las historias está la Historia»,54 dando así a entender —dicho ahora con Humboldt— que la historia es una manera de comprender las historias.55 Si cabe trazar un puente entre los griegos y nosotros, si aquéllos, a pesar de ser un pueblo del pasado, representan la forma más acabada de humanidad que pueda pensarse (en el pasado, en el presente, en el futuro), es porque, en contra de la concepción teleológica ilustrada, no cabe interpretar la historia como un progreso, más o menos lineal, más o menos retorcido (o dialéctico), hacia el dominio de la razón.56 El sapere aude kantiano (y horaciano) en modo alguno es garantía de progreso57 y, en consecuencia, la unidad de la historia no puede concebirse a partir del progresivo refinamiento cultural o civilizatorio, sino desde unas misteriosas fuerzas siempre actuantes, simpatéticas en sentido leibniziano, que aseguran la coincidencia entre sujeto y objeto.58 Dado que la historia es la obra del hombre y de su creatividad, las fuerzas espirituales que obran en ella son las mismas que también actúan en el hombre, lo cual no quita para que estas fuerzas se ————— 52

Cfr., por ejemplo, Betrachtungen über die Weltgeschichte, GS III, p. 354. Cfr. R. Kosseleck, «Historia Magistra Vitae. Über die Auflösung des Topos im Horizont neuzeitliche bewegter Geschichte», en Vergangene Zukunft, Francfort del Meno: Suhrkamp, 1984, pp. 38-66. 54 Historik (Peter Leyh, ed.), Stuttgart/Bad Cannstatt, 1977, p. 441. 55 Betrachtung über die Weltgeschichte, GS III, p. 353. 56 Betrachtung über die Weltgeschichte, GS III, p. 354. 57 Betrachtung über die Weltgeschichte, GS III, p. 353. 58 Über die Aufgabe des Geschichtsschreibers (1821), GS IV, p. 47. 53

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manifiesten de manera particularmente pregnante en ciertos momentos históricos. ¿Por qué sucede así? ¿Por qué Grecia y no cualquier otra nación? Responde Humboldt: por «un azar de su y nuestra situación relativa»,59 por la pura energeía interior de la nación. No hay ninguna respuesta satisfactoria «a la pregunta de cómo es que aquella forma de la humanidad arrebatadoramente bella sólo floreció en Grecia. Fue porque fue».60 En esta medida, una nación excelente debe su excelencia a su propia y originaria individualidad y ésta, tanto en los individuos particulares como en los pueblos enteros, surge por sí y por un milagro. Si ella misma también fuera enteramente dependiente de otras causas, esta serie quedaría oculta y, por tanto, no existiría para nosotros. Al igual que en el mismo espíritu un pensamiento, como en el lienzo del pintor una figura, así surge en la naturaleza, por la actuación de fuerzas mayores o más felizmente inspiradas, una forma de vida que comienza de golpe una nueva serie de fenómenos espirituales. Sólo cuando ha aparecido comienza el imperio y la influencia de las circunstancias que pueden detenerla y destruirla, pero también protegerla y formarla.61

En La tarea del historiador, Humboldt advierte que las fuerzas creadoras de la historia pueden explicarse según tres analogías: de acuerdo con una metáfora mecánica según la cual la historia es como un mecanismo de relojería y, en consecuencia, los sujetos, sépanlo o no, actúan según leyes necesarias e inmutables; en otras ocasiones se utiliza una analogía biológica, en virtud de la cual cabe establecer comparaciones entre los ciclos vitales y los procesos históricos, que, al igual que aquéllos, nacen, se desarrollan y mueren; en tercer lugar, se recurre a una comparación psicológica que traslada las pasiones e inclinaciones humanas a las naciones. Con estas explicaciones cabe en todo caso ilustrar los fenómenos, pero no derivar ni dar razón de las fuerzas originarias que actúan en la historia, dice Humboldt, «como un milagro» (wie ein Wunder).62 Uno de tales «prodigios» ————— 59 60 61 62

Sobre el estudio de la…, p. 79. Latium y Hellas…, p. 113. Latium y Hellas…, p. 113. Über die Aufgabe…, GS IV, p. 50.

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sucedió, en el pasado, en Grecia y, en el futuro, tal vez pueda acontecer en esa Alemania épica (o sea, poética) cuya misión consiste en ser «espectador y juez de todas las naciones». Al fin y al cabo, tanto la Grecia que interesa a Humboldt como Alemania son «naciones que comienzan».

V Ya lo decía más arriba: está en juego más el espíritu que la realidad, como sucede en el arte. También lo anticipaba: los griegos nos confrontan con nuestra perdida libertad, y ahora cabe añadir: en el medio de la belleza, pues si la Antigüedad es una Erscheinung, el juicio sobre las «apariencias» de la Antigüedad sólo puede ser estético. El «ideal clásico» es expresión de este hecho: no sacar a Grecia de la historia convirtiéndola en un fenómeno a-histórico, pero sí trasladarla a lo suprahistórico. De nuevo estamos cerca del Schiller de la educación estética, de esa imaginación creadora capaz de transformar la realidad en la que vivimos, como si fuera para nosotros ilimitada. Afirma Humboldt: así como la filosofía busca el fundamento último de las cosas y el arte el ideal de belleza, la historia quiere las imágenes del destino de la humanidad con la más fiel verdad, en su plenitud viviente y con la más pura claridad. Frente a ese romanticismo que cabría ejemplificar en la actitud religiosa de Ranke, la posición de Humboldt frente a la Antigüedad en concreto y frente a la historia más en general nace de su idealismo filosófico: de aquí que mencione sin solución de continuidad la tarea del historiador junto a la del filósofo y a la del artista. El arte y la historia son una imitación de la naturaleza, un conocimiento de la forma verdadera, un encontrar lo necesario y prescindir de lo accidental y azaroso. Al igual que el pintor, el historiador únicamente produce una caricatura cuando atiende tan sólo a las circunstancias particulares de los acontecimientos sin procurarse la intuición de las fuerzas actuantes, que —a diferencia de lo meramente accidental— son lo verdaderamente peculiar. Estas fuerzas sólo son reconocidas por medio de un concepto universal bajo el que son conceptualizadas; lo accidental, por el contrario, no presupone nada universal. En este sentido, la aprehensión de

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lo acontecido debe estar guiada por ideas. Brevemente, Humboldt sugiere una teoría de las ideas históricas en cuya raíz se encuentra el concepto filosófico de totalidad, pues sólo ésta es la «forma verdadera», lo universal que contiene bajo sí las peculiaridades verdaderas (a diferencia, insisto, de lo meramente accidental). Desde este punto de vista, la tarea del historiador consiste en exponer en cada acontecimiento la forma de la historia en general, aprehendiendo cada acontecimiento como parte de un Todo. Ahora bien, aprehender es «dar forma», «conformar», bilden en el sentido del Deutsches Wörterbuch de los hermanos Grimm:63 exactamente lo que hace el artista. Estamos cerca de la belleza intemporal de Winckelmann, pues también el Todo es suprahistórico: es tan presente como presente es la belleza de las estatuas griegas y el anhelo por recuperarla, así como la conciencia de que este esfuerzo está necesariamente condenado al fracaso. Si la Antigüedad está irremisiblemente separada de nosotros, estará en la misma relación histórica con la Modernidad que, categorialmente, el mundo de la poesía guarda con la realidad, porque tanto el arte como la Antigüedad son mundos autónomos.64 «Shakespeare, Dante y Cervantes nunca producirán un efecto tan universalmente general como Homero, Esquilo o Aristófanes», escribe Humboldt.65 Comparar a la Antigüedad con la Modernidad es tan incorrecto como comparar arte y realidad: «residen en dos esferas distintas», lo cual no quiere decir en modo alguno que la realidad sea más innoble que el arte; antes al contrario, para acercarnos a la naturaleza nos servimos del arte: ————— 63 El Deutsches Wörterbuch entiende que, originariamente, la palabra bilden significa producir un objeto determinado respetando las reglas del arte que presiden su fabricación; bilden, en este sentido, es sinónimo de gestalten y de formieren. Así entendida, la palabra presupone una imagen originaria, Urbild, por relación a la cual, imitándola, se «conforma» o se «forma» el objeto. Bildung, pues, menta, por un lado, la actividad de producir, el dar forma a un objeto determinado y, por otro, la relación de semejanza o imitación entre la imagen originaria y su reproducción; indica, en definitiva, proceso, producción según una regla que se configura por relación a la especificidad del producto y en base a un modelo o idea-guía. Y dado que el producto que ahora interesa es el hombre, la Bildung será, en efecto, transformación, pero no del mundo, sino del sujeto, de su sustancia espiritual. 64 Cfr. J. Wohlleben, Die Sonne Homers…, p. 69. 65 Historia de la decadencia y ocaso…, p. 147.

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La realidad en nada es más innoble que el arte; ella, la verdad y la naturaleza misma, es más bien su modelo, y su esencia es tan grande y sublime que para acercarnos a ella siquiera en alguna medida no nos queda sino, como hace el arte, tomar un camino para nosotros mismos inconceptualizable. El más pequeño objeto suyo está penetrado por esta su esencia, y es por entero incorrecto afirmar que la naturaleza en su integridad sólo se encuentre en todos los objetos particulares tomados en su conjunto, sostener que la totalidad de la fuerza vital se da sólo en la suma de los momentos particulares de su existencia. En todo caso, puede que ambas aparezcan de este modo, pero en sí no cabe pensar separadas y escindidas ni a la una según el espacio, ni a la otra según el tiempo. Todo en el universo es uno y uno todo o no hay en general unidad alguna en él. La fuerza que palpita en las plantas no es meramente una parte, sino toda la fuerza de la naturaleza, o se abre un abismo insalvable entre ella y el resto del mundo y la armonía de las formas orgánicas queda irrecuperablemente destruida. Todo momento presente abarca en sí todos los pasados y futuros, pues nada hay sino la persistencia de lo viviente, donde puede fijarse la fugacidad de lo pasado.66

Ciertamente, continúa Humbolt, cabe otra vía para aproximarse a la esencia de la naturaleza: la pasión, que nos pone en contacto directo e inmediato con la naturaleza; pasiones tales como la amistad y el amor consideran su objeto con una mirada más profunda y más sagrada que el arte. Pero así es el destino de la realidad, a saber, que ella, puesta tan pronto demasiado profundamente, tan pronto demasiado elevadamente, nunca permite el equilibrio pleno y bello entre la forma de aparición del objeto y la capacidad de aprehensión del observador, equilibrio del que procede el disfrute del arte entusiasta y fructífero y, sin embargo, siempre callado y tranquilo. No es culpa de la naturaleza, sino nuestra, cuando ella parece estar pospuesta a la obra de arte, y si en esta medida el respeto por el arte es signo de una época en alza, en tal caso, el respeto por la realidad es indicio de una que aún se ha elevado más alto.67

O sea, el equilibrio que nunca cabe encontrar en la Modernidad, pero sí en la Antigüedad y en el arte, el cual, frente al carácter excesivo de la natu————— 66 67

Historia de la decadencia y ocaso…, pp. 147-148. Historia de la decadencia y ocaso…, p. 149.

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raleza, ofrece un cuadro completo y armónico e introduce equilibrio entre la forma de aparecer del objeto y la capacidad de comprensión del sujeto; el mismo equilibrio que se halla en la Antigüedad: arte y Antigüedad coinciden en ser «expresión pura y plena de algo espiritual» y en conducir «a la unidad de las ideas»; lo moderno, por el contrario, desconoce esta unidad, o más bien la única unidad que conoce es aquella que él mismo, fatigosamente, consigue autocrearse y que, por tanto, no es extraño que conduzca «por encima de sí mismo y fuera de sus fronteras», generando de este modo nuevos desequilibrios. Por eso los modernos jamás podrán competir con los griegos en la escultura, y por eso también los griegos desconocían «la bella música», porque en aquélla domina la forma y en ésta el sentimiento: de un lado lo clásico, de otro lo romántico, «de los cuales aquél intenta ampliar hacia la infinitud el mundo desde el pecho, éste desde el mundo el pecho». Lo clásico vive a la luz de la intuición, enlaza al individuo con la especie, la especie con el universo, busca el absoluto en la totalidad del mundo y alisa la contradicción en la que el individuo particular está con él en la idea del destino por medio de un equilibrio universal. Lo romántico se demora sobre todo en el claroscuro del sentimiento, separa al individuo de la especie, a la especie del universo, aspira al absoluto en la profundidad del yo, y no conoce otra salida para la contradicción en la que el individuo particular está con él que o bien la renuncia plena de desesperación a toda igualación o bien la perfecta solución en la idea de la gracia y la reconciliación mediante el milagro.68

Por esto acudimos al arte y a la Antigüedad, porque constituyen totalidades cerradas frente a la dispersión romántica del mundo moderno. En la carta a Goethe del 23 de agosto de 1804 escribe Humbolt que nunca nadie ha deducido el mundo moderno a partir del antiguo y nadie puede hacerlo. Los puentes intelectuales (otra forma de «engaño necesario») acaban delatando lo que intentaban ocultar: que aquello —esa libertad a la que estábamos destinados por naturaleza— se perdió irremisiblemente. Pero está bien que así sea, pues sólo desde la distancia la Antigüedad nos pone en ese estado de «idealidad» y «totalidad» en el que ————— 68

Sobre el carácter de los griegos…, p. 125.

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—aunque sea mediante «un engaño necesario» que sólo dura unos instantes— nos reconciliamos con nosotros mismos, y ello a causa y bajo las condiciones del «dominio completo de la imaginación poética».69 Por esto la lectura de los griegos nos consuela70 y acalla ese «anhelo» al que ya me refería más arriba. Todavía en 1823 escribe a F. G. Welcker: Dígase lo que se quiera de la belleza y la sublimidad del Ramayana, del Mahabarat o de los Nibelungos, por sólo citar aquellas obras de las que he leído grandes fragmentos en su idioma original: les falta sin embargo precisamente aquello en lo que reside toda la magia de lo griego, que no puede expresarse completamente con ninguna palabra, pero que se siente profunda e infinitamente. Y en las catástrofes de la vida más rigurosas y más serenas, más felices y más apesadumbradas, más aún, en el momento de la muerte, unos versos de Homero y, diría, del Catálogo de Barcos, me darían más el sentimiento de superación de la inestabilidad humana en la divinidad (que es, en efecto, la suma de todo sentir humano y de todo consuelo terrenal) de lo que lo haría cualquier obra de otro pueblo.71

Humboldt se refiere sí mismo, a su anhelo, y a uno se le viene a la mente ese adolescente solitario que se refugiaba en los libros; pero también está hablando de otras cosas: de Alemania, pues además, y al margen del enorme consuelo que pudiera sentir leyendo el homérico Catálogo de Barcos — cada cual se consuela como quiere, puede o le dejan, y tal vez pensara en la muerte, a los nueve años, en Roma, de su hijo mayor—, Humboldt, no lo olvidemos, estuvo implicado en actividades al servicio del gobierno prusiano y la filosofía de la historia tiene un lado claramente político: ese gesto típicamente ilustrado que afirma que la historia sólo se comprende desde la conciencia, igualmente ilustrada, de haber roto con el pasado y haber entrado en un tiempo nuevo.72 ————— 69

Über Goethes..., GS II, p. 136. Über Goethes..., GS II, pp. 135-136. 71 Carta a F. G. Walcker del 18 de marzo de 1823. 72 Sobre la vinculación entre filosofía de la historia y política, cfr. A. Gómez Ramos, Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Madrid: Akal, 2003. 70

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VI En 1807, Wolf dio comienzo a su Museums der Altertumswissenschaft con una «Exposición de las ciencias de la Antigüedad»: tras determinar su concepto y objeto se pregunta por su finalidad y, siguiendo el humboldtiano Sobre el estudio de la Antigüedad, responde que reside en «el conocimiento de la humanidad antigua misma». Pero Wolf no llevó a cabo este proyecto, quizá porque su acribia filológica se lo vedaba, o tal vez porque ésta le impidió acceder a públicos más amplios, a ese Leserwelt al que Kant se refiere en ¿Qué es la Ilustración?, que configura una especie de auditorio ideal destinatario del «uso público» de la razón y que, ciertamente, bien podía ser minoritario, pero en todo caso no tan exiguo como el de los interesados, digamos, por las sutilezas del aoristo o las complejidades del acusativo interno. El mismo Humboldt, en la carta a Schiller que incluye la presente edición, nos transmite la sabrosa noticia, pero en modo alguno sorprendente o que pueda o deba producir indignación, de que Herder y Goethe sabían griego «sólo muy moderadamente». El problema, insisto una vez más, no está aquí. En una carta dirigida a su mujer Caroline el 21 de abril de 1818, Humboldt se refiere retrospectivamente a su Sobre el estudio de la Antigüedad como un ensayo «sobre la individualidad de los griegos y el modo de ver la Antigüedad» y recuerda que lo hizo circular entre algunos amigos, que se tomaron la molestia de escribir en los márgenes algunas anotaciones. Estas notas, que la presente edición recoge, tienen ahora cierto interés, en particular las del coadjutor Karl Theodor von Dalberg, gobernador de la ciudad de Erfurt en nombre del arzobispo de Maguncia y desde 1802 príncipe elector de esta última ciudad. A Schiller le importa sobre todo la posibilidad de aprovechar las ideas del ensayo de Humboldt para su propio proyecto intelectual de conjugar el carácter modélico de la Antigüedad con los derechos de la Modernidad.73 Wolf, por su parte, está interesado en asig————— 73 Los estudiosos del pensamiento schilleriano han llamado la atención sobre la nota 8, pp. 61-62 de la presente edición, en la medida en que anticipa ideas que posteriormente serán retomadas y ampliadas en las Cartas sobre la educación estética del hombre: la concepción de la Modernidad no como pérdida o degradación respecto al Mundo Clásico, sino como posibilidad abierta que apunta al futuro.

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nar su lugar a las «ciencias de la Antigüedad», encontrar su ubicación en el «orden de los studii». Dalberg, finalmente, no está nada convencido del carácter modélico de los griegos: pueden valer como «modelos del gusto» o como ejemplos en el terreno estético, pero convertir su estudio en el asunto principal puede ser útil, tal vez, para filólogos profesionales como Wolf o Heyne. Sin embargo, para un hombre de negocios ocuparse con los griegos puede servir a lo sumo «como un agradable recreo en sus momentos de asueto y al mismo tiempo como un reforzamiento de su espíritu». Humboldt fue muy consciente de que había que ganarse a este público de «hombres de negocios»,74 a ese «hombre de acción» del que habla en Sobre el estudio de la Antigüedad y que necesita este estudio para saber «qué debe emprender moralmente y qué puede emprender políticamente con éxito».75 Aunque reconoce que el estudio de la Antigüedad «sólo puede encontrarse en muy pocos», admite que su utilidad, si bien en grados menores, siempre existe, «aunque con menor empeño por la profundidad»: Finalmente, incluso se comunica a todos aquellos para los que este estudio permanecerá eternamente ajeno. Pues en una sociedad altamente cultivada, cualquier conocimiento de un particular puede denominarse, en el sentido más exacto, propiedad de todos.76

Intentemos, pues, ponernos en el pellejo del hombre de negocios o de acción y, aunque sólo sea para que el experimento tenga ciertos visos de credibilidad, supongamos que no es, o no sólo, un avariento comerciante deseoso de aumentar sus riquezas, sino un burgués ilustrado integrante de ese Leserwelt kantiano al que me refería más arriba. Tal vez lo primero que quisiera saber es por qué o para qué, tras haber leído los textos humboldtianos, debe seguir su propuesta educativa. Volvemos así a la cuestión de las continuidades planteadas más arriba, pero ahora desde otra perspectiva. Dalberg lo tiene muy claro: el alemán debe mirar a su propia tradición, ————— 74 También Schiller fue muy consciente de la contradicción existente entre sus propuestas pedagógico-nacionales y unos medios educativos sólo accesibles a una minoría; de aquí, tal vez, su actividad publicista. 75 Sobre el estudio de la…, p. 58. 76 Sobre el estudio de la…, p. 82.

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su estudio principal debe ser la literatura alemana «y la belleza de las flores griegas sirve para adornar aquello que el sentido alemán, fuerte y varonil, creó según sus relaciones y necesidades propias y presentes». Dalberg, en definitiva, se siente tentado por esa Nationalerziehung de la que ya hablaba más arriba, uno de cuyos representantes más conspicuos sería Fichte o, seamos más precavidos, el Fichte de los Discursos a la nación alemana o, seamos aún más precavidos, el Fichte de esos momentos de esta obra en los que transforma la Bildung en una pedagogía con contenidos patrióticos predeterminados.77 No debe olvidarse, por otra parte, el importante papel que la Revolución francesa desempeñó en estas polémicas, pues exacerbó las divisiones entre quienes deseaban utilizar el sistema nacional educativo a favor de la implantación de los ideales republicanos revolucionarios y los que querían emplearlo como una especie de baluarte para inculcar patriotismo y obediencia.78 En todo caso, para unos y otros, en contra de los ideales humboldtianos, importa más el resultado que el proceso, y, en consecuencia, frente a un curriculum educativo en el que primaba la historia universal, las matemáticas y las lenguas y cultura clásica, los defensores de la Nationalerziehung hacían hincapié sobre todo en la historia nacional, la geografía y lo que ellos llamaban Staatsbürgerkunde (¿cómo traducir esta palabra?, ¿como «educación para la ciudadanía»?), precisamente porque la educación —ahora Erziehung, no Bildung— era o tenía que ser un instrumento político con contenidos y fines predeterminados, ahora da igual en qué dirección apunten unos y otros. Mal acomodo tienen aquí los griegos humboldtianos. Nuestro hombre de negocios, sin embargo, acepta que el mundo griego presenta los rasgos señalados por Humboldt y que éste, por consiguiente, ha elegido bien su modelo y ha idealizado de manera pertinente, mas duda de la continuidad (por así decirlo, de segundo orden) que pueda haber entre ————— 77

Cfr., sin embargo, S. Bacin, «Filosofía aplicada: la idea de Fichte para una nueva universidad», en volumen colectivo editado por F. Oncina Coves ya citado más arriba, pp. 199-232. 78 Sobre estas cuestiones, cfr. H. König, Zur Geschichte der Nationalerziehung in Deutschland im letzten Drittel des 18. Jahrhundets, Berlín: Monumenta Paedagogica, 1960, vol. I, pp. 477-486.

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aquellos y estos tiempos, o sea, entre Grecia y Alemania y, por tanto, no ve claro que formarse en el espíritu clásico sea pertinente a la hora de establecer una Bildung al servicio de las necesidades alemanas. Intentaré aclarar esta cuestión de la mano de una obra por aquel entonces muy popular (cabe suponer, pues, que nuestro hombre de negocios la hubiera leído) y a la que Humboldt dedicó un extenso estudio en el que, en el medio de una estética de la epopeya, plantea esta cuestión de las continuidades, o metacontinuidades, entre Grecia y Alemania; me refiero al Hermann und Dorothea de Goethe, un poema ahora no muy leído pero que por aquel entonces gozó de una enorme popularidad y no sólo entre el público cultivado: incluso los reseñadores de las revistas más populares de la época la consideraban una «obra maestra insuperable» dada la «señorial muchacha alemana» y el «poderoso joven alemán», dibujados ambos con «simplicidad homérica».79 En la crítica de la época se estableció una agria polémica sobre qué obra era más importante, si ésta de Goethe o la Luise de Voss.80 Tradicionalmente, el idilio, tal y como lo había cultivado por ejemplo Salomon Geβner, era definido como un poema que dibuja una edad de oro que existió con certeza, pues así lo indica tanto la historia de los patriarcas bíblicos como la simplicidad de las costumbres que se lee en Homero.81 Característico de este género es la huida del tiempo presente a un nebuloso pasado y la ubicación de la narración en un espacio cerrado que desconoce toda intromisión externa. Voss, sin embargo, manteniendo la estructura interna del idilio geβneriano, sitúa su Luise en un espacio concreto: no la Arcadia sino el bosque alemán, no la cabaña de los pastores sino una casa parroquial protestante y burguesa. Más coherente, y más schilleriano,82 es Goethe, que en modo alguno huye de la historia, pues emplaza su poema en un momento muy concreto: unos exiliados, entre ellos Dorothea, huyen de su tierra forzados por ————— 79 Tomo las referencias de J. Schmidt (ed.), Erläuterungen und Dokumente. Johann Wolfgang Goethe. Hermann und Dorothea, Stuttgart: Reclam, 1970, p. 266. 80 Cfr. J. Schmidt, Erläuterungen und..., pp. 75 y ss. 81 Cfr. J. Schmidt, Erläuterungen und..., p. 46. 82 Recuérdese que Schiller, en su Über naive und sentimentalische Kunst, había propuesto que el idilio se liberara de la Arcadia y mirase hacia el futuro, hacia el Eliseo, adscribiendo así a este género literario funciones utópico-sentimentales.

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los acontecimientos revolucionarios, cruzan el Rin, y allí son acogidos por sus hermanos alemanes, entre los que se encuentra Hermann. Hermann y Dorothea se enamoran y, una vez superados los iniciales y previsibles recelos del padre del muchacho, todo acaba felizmente en boda. Aunque en los momentos más propiamente idílicos del poema no hay ninguna referencia ni a guerras ni a devastaciones, el momento revolucionario está muy presente. August Wilhelm Schlegel, tomando como referencia el Hermann und Dorothea, afirmó que en un epos moderno el papel que en el antiguo tenía el azar debían desempeñarlo «los grandes acontecimientos mundiales», este epos —señala aludiendo directamente a la Revolución francesa— debía portar «el cuño del siglo eternamente digno de memoria» y contener «una invitación a tomar partido, dirigida a la humanidad».83 Robert Schumann proyectó escribir una ópera sobre este poema, de la que sólo llegó a acabar la obertura (1852, opus 136), en la que resuenan constantemente los acordes de la marsellesa. Pero vayamos a Humboldt. El argumento de este epos —dice— es sencillo: el poeta, sin añadir ni quitar nada, desarrollando la serie de las circunstancias tal como éstas surgen natural y necesariamente las unas de las otras, se limita a contar la unión entre el hijo de una familia burguesa acomodada y una exiliada.84 Y algo más adelante caracteriza como la «auténtica materia del poema» la siguiente: sobre el trasfondo de un «acontecimiento terrible», la relación de Hermann y Dorothea esparce las «semillas de un nuevo género, de una humanidad más bella y mejor».85 Ahora bien, siendo importante la temática aún es más decisivo que este texto de Goethe sea formalmente un epos, y no sólo métricamente, porque Humboldt ve la auténtica y definitiva característica de lo épico en el estado de «imparcialidad y universalidad», y caracteriza este estado, épico en sentido estricto, como el mejor en el que el hombre puede encontrarse.86 El espíritu alemán es igualmente épico: sus posibilidades operativas no residen en la originalidad, sino —dice Humboldt— en ser «espectador y ————— 83 A. W. Schlegel, «Goethes Hermann und Dorothea», en Sämtliche Werke (Von E. Böcling, ed.). Bd. 11, Leipzig, 1847, p. 207. 84 Über Goethes..., GS II, p. 124. 85 Über Goethes..., GS II, p. 277. 86 Über Goethes..., GS II, p. 230.

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juez de todas las naciones»;87 por ello el espíritu alemán, y solo él, está llamado a una misión de capital importancia: ser puente entre el mundo antiguo y el moderno, que de lo contrario «habrían permanecido separados por un abismo infinito». Alemania se encuentra finalmente a sí misma al asumir esta heroica tarea, a la que, por otra parte, ya estaba abocada en el nivel de la misma lengua, pues el alemán está muy próximo al griego y, aunque en principio todas las lenguas expresan un mundo88 y, en consecuencia, todas tienen igual dignidad,89 la griega, sin embargo, es la mejor por su eufonía, que permite «la ventaja de poder enlazar con la expresión del pensamiento una música maravillosa»: entre los griegos no había separación entre poesía y música.90 Los alemanes, dice Humboldt pensando tal vez en la obra de Winckelmann, «poseen el mérito indubitable de haber aprehendido por vez primera con fidelidad la formación griega y haberla sentido con profundidad». Pero aún hay más: Al mismo tiempo yace en su lengua ya prefigurado el medio pleno de misterio para, más allá de los círculos de estudiosos, poder ampliar su benéfica influencia a una parte considerable de la nación. Otras naciones no han sido a este respecto igualmente felices o, al menos, no han demostrado su familiaridad con los griegos ni en comentarios, ni en traducciones, ni en imitaciones, ni finalmente (y de esto se trata sobre todo) en el postergado espíritu de la Antigüedad. En esta medida, desde entonces el alemán ha establecido con los griegos un vínculo más firme y más estrecho que cualquier otra nación, más también que aquéllas que están mucho más próximas en el tiempo.91

La lengua, insiste Humboldt, no se agota en nombrar objetos, pues su esencia consiste en «verter la materia del mundo de los fenómenos en for————— 87

Weltgeschichtlichen Betrachtungen, GS VII, p. 186. Über die Verschiedenheiten des menschliches Sprachbaues, GS VI, p. 180. 89 Ueber das vergleichende Sprachstudium in Beziehung auf die veschiedenen Epochen der Sprachentwicklung (1820), GS IV, p. 33. 90 Latium y Hellas…, p. 96. Cfr. también Über das Enstehen der grammatischen Formen, und iheren Einfluss auf die Ideenentwicklung (1822), GS IV, pp. 294 y 313; Grundzüge des allgemeines Sprachtypus (1824-1826), GS V, p. 461; Über die Verschiedenheiten des menschliches Sprachbaues (1827-1829), GS VI, pp. 224, 241, 212, 216, 278, 303, 348 y 377. 91 Historia de la decadencia y ocaso…, p. 140. 88

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ma de pensamiento».92 La lengua no tiene una existencia abstracta, sino que se hace real cuando es utilizada por los hablantes.93 Mas si la prioridad la tiene el uso, cabe entonces preguntarse de qué valdría el griego clásico o el alemán en el Polo Norte o en las junglas de Borneo. ¡Pero no me vaya usted a comparar esos exóticos lugares con la Atenas de Pericles o con el Berlín de Federico II! Por lo demás, Humboldt94 no se refiere al uso ordinario, sino al literario: poético, filosófico. ¿Y dónde hay mejor poesía y filosofía que en Grecia o en Alemania? Tiene razón Rudolf Haym: Humboldt amaba el ser alemán como amaba a la Hélade y a Roma, porque y en la medida en que las idealizaba. Nuestro hombre de negocios, por su parte, tal vez se sienta algo reconfortado en su autocomprensión, porque habla alemán y porque ha percibido (y no es fácil hacerlo) que la misma idea de «nación» exige la de «naciones» y que éstas conforman la humanidad, o dicho con jerga más técnica: que la individualidad debe ampliarse hasta la universalidad para así configurarse como totalidad; y que aunque en esta medida las diferencias de creencias, de naciones e incluso de razas son barreras que se oponen al Ideal de humanidad (o sea, a esa humanidad épica del Hermann und Dorotea), sin embargo, so pena de caer en un humanitarismo abstracto, estas barreras no deben ser aniquiladas, pues conservan la individualidad imprescindible en toda formación, lo mismo que las diferentes lenguas, cada una de las cuales expresa «un mundo», lo cual no quita para que pueda y deba jerarquizárselas. Mas en el proceso de aproximación al Ideal, barreras y lenguas pierden su sentido separador y, por tanto, aunque el Ideal ya fue (en la Grecia clásica), él, nuestro hombre negocios, en tanto que alemán que habla alemán, es puente entre el mundo antiguo y moderno: Hermann und Dorothea, epos alemán y escrito en alemán por el más alemán de todos los poetas alemanes es similar a las obras de los antiguos por su «pura objetividad» y su «simple verdad».95 ————— 92 Über das vergleichende Sprachstudium in Beziehung auf die verschiedenen Epochen der Sprachentwicklung, GS IV, p. 18. 93 Grundzüge des allgemeinen Sprachtypus, GS III, p. 395. 94 Ueber der Nationalcharakter der Sprachen, GS IV. 95 Über Goethes..., GS II, pp. 195 y ss.

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Estamos lejos de la tesis de la imitación en cualquiera de sus variantes. Goethe no imita, es un poeta moderno, pues si los antiguos pintaban más la naturaleza en su esplendor y magnificencia sensible, Goethe «expone más el interior de la humanidad»,96 así como el hecho de que el hombre desea algo diferente y más elevado que aquello cuya satisfacción podemos encontrar inmediatamente en la naturaleza: «algo ideal que va más allá de la actividad externa y del disfrute externo». Por ello se diferencia de los antiguos, que siempre representaban al hombre más en compañía de la naturaleza que en oposición a ella, y tiene esto en común con la mayoría de los poetas modernos.97

Pero también se distingue de los poetas modernos no alemanes, pues éstos, a diferencia de Goethe, «pintan más las pasiones que el alma, poseen más vehemencia y fuego que interioridad y calor», y precisamente por ello Goethe vuelve a acercarse al «bello equilibrio» y a la «callada armonía» que era propia de los poetas griegos.98 Coherentemente, se concluye el carácter alemán de Goethe: Puede decirse con orgullosa alegría que esta doble oposición consuma su carácter alemán. Pues una visible inclinación a una ocupación exclusiva del espíritu y del corazón, así como una fuerte propensión hacia la verdad y la interioridad en ambos, son rasgos característicos de la peculiaridad de nuestra nación, que portan en sí innegablemente sus mejores productos filosóficos y poéticos, y a través de los cuales, cuando se añade el genio del artista, sus obras alcanzan al mismo tiempo una materia fecunda y firmeza interior mayor.99

Humboldt piensa en una «unificación de los rasgos más esenciales del arte antiguo con los progresos y refinamientos de los tiempos modernos».100 Progresos y refinamientos que adscribe directamente al carácter ————— 96

Über Goethes..., GS II, p. 203. Über Goethes..., GS II, p. 217. 98 Über Goethes..., GS II, pp. 217-218. 99 Über Goethes..., GS II, p. 218. 100 Über Goethes..., GS II, p. 198. 97

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alemán y que ve ejemplificados en su más alto grado en Goethe, prototipo de este modo del carácter alemán, del mismo modo que Epaminondas lo era del griego.101 El alemán puede trazar el puente entre Grecia y la Modernidad porque la energeia antes mencionada ha tenido el capricho de dotar a este noble pueblo con determinadas características, que Goethe, parece, lleva a su extremo.

VII La humanidad debe ser pensada —señala Humboldt— progresando hacia una perfección más elevada, si bien esta circunstancia no puede entenderse teleológicamente, pues la perfección no es una meta que esté al final de la historia. Antes al contrario, la humanidad se perfecciona en la medida en que cada individuo y cada nación satisface la variante de la idea de humanidad presente en él o en ella, pues «el individuo sólo puede representar el ideal de la perfección humana desde un lado, sólo según la medida de su peculiaridad».102 Sin embargo, de hecho, Humboldt sólo considera dos variantes de esta perfección: la griega y la alemana. Los griegos, en tanto que realizaron de manera paradigmática la unidad entre espíritu y naturaleza, satisficieron su peculiaridad al máximo; los alemanes, en tanto que enlazan máximamente con los griegos, podrán satisfacer al máximo su peculiaridad, o lo que es lo mismo, sólo ellos, si acaso alguien, están destinados a aprender las lecciones de la Revolución francesa que pueden extraerse del Hermann und Dorothea. Paul Michael Lützeler ha señalado que la distinta valoración y recepción que obtuvieron el poema de Goethe y la Luise de Voss debe verse desde el trasfondo de la discusión sobre la Revolución francesa.103 Hasta cierto punto, la Luise es una obra antirrevolucionaria o, al menos, los opo————— 101

Historia de la decadencia y ocaso..., p. 165. Cfr. Das achtzehnte Jahrhundert, GS II, p. 38. 103 Cfr. P. M. Lützeler, «Hermann und Dorothea», en P. M. Lützeler y J. E. McLeod, Goethes Erzählwerk. Interpretationen, Stuttgart: Reclam, 1985, pp. 263-264. 102

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sitores a la Revolución podían ver en ella la tranquilidad y el orden de las relaciones sociales alemanas, como si la idílica casa parroquial del norte de Alemania alegorizara tendencias políticas dirigidas a la paz y la estabilidad. El poema de Goethe es más complejo: también en él está en juego una alternativa alemana de evolución y continuidad frente a la revolución y discontinuidad francesa. Goethe no proyecta una contraimagen, sino que apunta a posibles síntesis superadoras de las discontinuidades. Por una parte, desde luego, el proceso de emancipación de Hermann frente a su padre (el abandono de su «minoría de edad») está trazado sobre el trasfondo de la Revolución; al igual que Hermann se atreve a criticar a su padre (VIII, 34-36), en ésta «crece en todo hombre el valor, el espíritu y el lenguaje» (VI, 19). También Hermann, como los revolucionarios, rompe con el orden antiguo henchido por las expectativas de uno nuevo y mejor (VI, 27-35). Dorothea, sin embargo, aporta el lado negativo: no sólo por su condición de exiliada, sino sobre todo porque su primer novio perdió la vida no como resultado de la Revolución, sino justamente luchando por ese mundo mejor. La boda final concilia estas oposiciones. Por eso Humboldt considera que el tema principal del poema es el de los dualismos y cómo superarlos: ¿cómo se unifican el progreso intelectual, moral y político, dice en clara alusión a la Ilustración, con la paz y la tranquilidad, que la Revolución había alterado? ¿Cómo aquello a lo que la humanidad debe aspirar como meta universal con la individualidad natural de cada cual? ¿Cómo la conducta de los individuos con el torrente de los tiempos y los acontecimientos? ¿Cómo aquello que el hombre puede crear y transformar con lo que no está en su poder y le precede? ¿Cómo conciliar estas oposiciones de tal manera que los términos opuestos actúen benéficamente el uno sobre el otro y se conjunten «en una perfección más universal y más elevada»?.104 Tales son los interrogantes que plantea y responde el Hermann und Dorotea. Pero la reconciliación sólo acontece en el medio de la poesía, tan ideal como la Grecia clásica. Si Goethe señala una dirección que no se corresponde con la realidad política, Humboldt, de igual modo, indica una meta formativa tampoco acorde con la realidad alemana, sino impuesta desde fuera, desde la Grecia idealizada. ¿Acaso ————— 104

Über Goethes..., GS II, p. 273.

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habrá entonces, como quiere Dalberg, que abandonar las veleidades clasicistas de Humboldt (o las esteticistas de Schiller) y optar por esa educación puramente política que proponían los partidarios de la Nationalerziehung?105 En un momento dado de su Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos se lee que Atenas sucumbió por falta de una educación puramente política: Humboldt emplea la palabra Erziehung, no Bildung, justamente porque ésta no puede ser «puramente política», sino que debe estar orientada, según el modelo griego, hacia la totalidad de las fuerzas que habitan en el ser humano. El sistema político ateniense, dice, estaba amenazado por un triple peligro: en primer lugar, el que nacía de los otros Estados helénicos; en segundo lugar, el que se derivaba de los reinos más poderosos que rodeaban Grecia; en tercer lugar, el que surgía de los bárbaros del norte y de los piratas del sur. En tales circunstancias: [...] habría sido necesaria para los ciudadanos una adecuada educación puramente política, y tanto más cuanto que entre los antiguos, en lugar de una herramienta sin vida y unas instituciones muertas, se presentaba a menudo el hombre viviente, y en lugar de los individuos particulares que se dedican a una determinada ocupación, tal y como la situación lo demanda, tenían que presentarse todos los ciudadanos.

Y poco más adelante: Pero la educación cívica quizá fuera aún más necesaria para mantener la constitución interna. Si entre nosotros resulta extraño que un individuo busque usurpar el poder supremo subvirtiendo las leyes o desalojando al soberano legítimo, o que los partidos contrapuestos pongan en peligro la paz pública, es en gran medida porque entre nosotros escasea el sentido cívico y el amor patrio, y con estas virtudes también están ausentes los vicios y crímenes que las acompañan como mal necesario. El interés privado y el público están separados por un amplio abismo, la desgracia y el oprobio de la nación ya no son sentidos como desgracia y oprobio propios. Entre nosotros, el trabajo físico y la preocupación ————— 105

Cfr. D Sorkin, «Wilhelm von Humboldt: The Theory and Practice of Self-Formation (Bildung), 1791-1810», en Journal of the History of Ideas, 44, 1, 1983, en esp. pp. 71-73.

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por las necesidades de la vida han pasado de los hombros de los esclavos a los hombros del pueblo; las clases pudientes, empero, conocen una gran cantidad de ocupaciones para adquirir capital, colmar el ocio y formar las fuerzas que son totalmente independientes del Estado, o que cuando también están unidas a la administración pública, podrían proseguir igual de bien bajo cualquier constitución. El espíritu de los griegos y de los romanos, por el contrario, estaba totalmente ocupado por este gran interés, devorador de cualquier otro, y, acostumbrado a este alimento más poderoso, le repugnaban como indignas muchas de nuestras ocupaciones y prefería la noble ociosidad de una actividad insignificante.

El asunto está claro: si Atenas hubiera reorientado su Bildung (y recortado su libertad) habría tenido más éxito político, pero en tal caso habría perdido su grandeza. El mismo dilema se le presenta a Alemania: o hacer justicia a su herencia griega o asegurar instrumentalmente su presente y su futuro político. Humboldt nunca abandonó el ideal clásico, tal vez porque Alemania no sólo muestra «una innegable similitud» con Grecia en la lengua, sino también «en la variedad de los afanes, en la simplicidad del sentido, en la constitución federalista y en sus más recientes destinos».106 Por lo demás, dada la naturaleza esencialmente creadora de las fuerzas que informan a la historia, siempre cabe la posibilidad de que, repentinamente, irrumpa lo nuevo que transforme de raíz la historia.107 Por eso la Grecia que interesa a Humboldt es la arcaica, esa Grecia con un nivel cultural todavía bajo pero que precisamente por ello muestra de manera decisiva los rasgos fundamentales de la idea de humanidad, el desarrollo tumultuoso de las energías y personalidad de una nación, más difícilmente visibles en periodos de mayor madurez. Grecia es una anfangende Nation, y Alemania puede serlo. El problema no es la idealización, sino los restos tal vez no deseados que dejan los mecanismos mediante los cuales se lleva a cabo, porque Humboldt generó un monstruo en cierto sentido «ilustrado» (de esos que engendra el sueño de la razón): la contradicción está entre la Grecia idealizada y la realidad política de la Alemania del siglo XIX, ni épica ni idílica. O dicho de otra ————— 106 107

Historia de la decadencia y ocaso…, pp. 140-141. Cfr. Betrachtungen über die Weltgeschichte, GS III, pp. 354-359.

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manera: Humboldt, deudor del esteticismo clasicista de Weimar, propuso una noción despolitizada de Bildung, que poco podía contribuir a la formación de una vida política pública. De hecho, aunque hubiera diseñado una Bildung estrictamente igualitarista en todos los niveles educativos, la institucionalización de sus propuestas (muy probablemente en contra de sus intenciones) generó una nueva elite que no se dedicó, mediante el estudio de la Antigüedad clásica, a autodesarrollarse y a manifestar sus potencialidades en la dirección de una verdadera y auténtica humanidad, sino que no tuvo mayores problemas en ponerse a los pies de una Prusia cada vez más autocrática.108 Ahí están, por ejemplo, los discursos que Welcker y Boeckh —grandísimos filólogos— pronunciaron en las sesiones inaugurales de 1841 y 1850 de la Asociación de Filólogos Alemanes. Frente a la acusación de que los filólogos enseñaban una lengua y una cultura no alemanas, el segundo rebatió la acusación de antipatriotismo preguntando que qué mejor Nationalerziehung que la filológica, puesto que aquí los jóvenes podían ver a un pueblo que había mantenido una Bildung pura y al margen de influencias extranjeras, «recibiendo y transformando el material extranjero en su propia esencia y en su propia carne y sangre».109 Y el primero, por su parte, distinguió entre una «buena» y una «mala» imitación, para señalar a continuación que así como los griegos habían llevado a cabo una «buena» imitación de la cultura de los pueblos orientales, del mismo modo los alemanes habían hecho lo propio con la herencia griega: y la «buena» imitación es, en efecto, aquella que está al servicio de la Nationalerziehung.110 La Bildung, y de su mano la filología clásica y más en general las Altertumswissenschaften, se convirtieron en servidoras del Estado;111 Nietzsche ————— 108

Cfr. F. Ringer, The Decline of the German Mandarins, Cambridge (Mass.): Harvard University Press,1975, pp. 81-128. K. E. Jeismann, Das preussische Gymnasium im Staat und Gesellschaft, Stuttgart: Klett, 1974, pp. 335-394. 109 A. Boeckh, «Rede zur Eröffnung der eilften Versammlung Deutscher Philologen, Schulmänner und Orientalisten, gehalten zu Berlin am 30. September 1850», en August Boeckh’s Gesammelte Kleine Schriften (Von F. Ascherson, ed.), Leipzig, 1858-1874, vol. II, p. 195. 110 F. G. Welcker, «Ueber die Bedeutung der Philologie», en Kleine Schriften zur Griechischen Litteratur, Bonn, 1844-1867, vol. IV, pp. 1-16. 111 Sobre la historia de la filología clásica alemana en esta época, con la ventaja adicional de estar escrita totalmente dentro de su espíritu, cfr. C. Bursian, Geschichte der classis-

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lo vio con inaudita claridad y, aunque tomar en consideración estas críticas nos aparta en cierta medida de Humboldt, no me resisto a hacer para finalizar una brevísima anotación a este respecto.

VIII Nietzsche sabía que el idealismo clasicista es aporético por naturaleza, y que tal aporía se hace cuerpo, por ejemplo, en ese Humboldt que señala que no hay solución a la contradicción entre realidad e idealidad, o tal vez sólo en algunos momentos aislados y afortunados. En «El futuro de nuestras instituciones educativas»,112 pide sentir la Antigüedad a través del ejemplo de los «caudillos y mistagogos de la Bildung clásica» —Winckelmann, Lessing, Goethe, Schiller, Humboldt—, bajo cuya guía cabe encontrar el camino que nos conduce al país del deseo, a Grecia; pero entonces se aprende una Alemania enajenada (verfremdet) en el mundo helénico. Esos «caudillos y mistagogos» son, pues, los continuadores y modernizadores del «engaño sacerdotal», y Grecia, por su parte, es la otra cara o la condición de posibilidad de la crítica cultural a la Modernidad. En el apartado 6 de su Enciclopedia, titulado «Génesis y formación del filólogo clásico»,113 se plantea la cuestión de cómo un individuo llega a convertirse en filólogo: ¿cómo habrá de ser la filología del futuro? Nietzsche sigue las convenciones del género «Enciclopedia filológica», tal y como habían sido establecidas por Wolf, pero, a la vez, en contradicción con ellas, señala con vigor la contingencia histórica de la filología. En este texto, las disonancias entre forma y contenido son inmensas. Nietzsche exacerba las tensiones heredadas del género hasta el extremo de su perversión: la filología no puede escapar de las paradojas de su propia temporali————— chen Philologie in Deutschland von den Anfängen bis zur Gegenwart, 2 vols., Múnich y Leipzig: R. Oldenburg, 1883. 112 KSA 1, pp. 685-687. 113 Hay traducción en D. Sánchez Meca, El culto griego a los dioses, Madrid: Aldebarán, 1999, pp. 263-296; véase también el estudio introductorio.

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dad.114 La solución de Winckelmann había sido construir la Antigüedad como un todo estético mediante una heurística ideal, es decir, una construcción idealizada desde la Modernidad. En la belleza de las estatuas, presente y pasado se funden o se confunden para aquel que sabe mirarlas, esto es, para quien sabe de la idea de belleza y sabe dar con sus manifestaciones sensibles, materia indiferente en último extremo. Wolf fue muy crítico con esta perspectiva, tal vez porque es difícil transitar de los bellos cuerpos ideales (la materia de Winckelmann) a los textos escritos (la materia de Wolf). ¿Cómo un producto moderno, la filología, puede hacer justicia a un objeto antiguo, los textos de los que se ocupan los filólogos? Wolf hablaba en su Enciclopedia de un «introducirse» en las ideas ajenas y un «hacer presente» imaginativamente el pasado remoto. Pero Wolf no era consciente de lo muy moderna que es esta perspectiva. Humboldt sí lo era, sabía que sólo así puede verse la Antigüedad, o sea, verse desde el presente: por eso el estudio de la Antigüedad debe hacerse desde una perspectiva moderna. Nietzsche, por su parte, se apercibirá del carácter profundamente ideológico de este planteamiento: el mito del Mundo Clásico es la ideología de la Modernidad en la Alemania del siglo XIX y, de este modo, la filología, en su atemporalidad, expresa la realidad invertida de la Modernidad. Nietzsche, en efecto, investiga cómo se internaliza y se legitima un sistema educativo ideado entre otros por Wilhelm por Humboldt. Quiere destruir la ilusión, o más bien poner de manifiesto que se trata en efecto de una ilusión, que, por ejemplo, el crítico literario Georg Witkowski expresa en las palabras en las que rememora su ingreso, en 1871 (o sea, cuando Nietzsche escribe), en un Gymnasium de Leipzig: En Leipzig averigüé qué significa el atributo «humanista» por medio del término genérico del Gymnasium. También allí estudiábamos latín y griego con prioridad sobre cualquier otra materia, a un ritmo de quince horas escolares por semana; sin embargo, no lo hacíamos por la gramática, sino para que de este modo reviviera en nuestras jóvenes almas algo del espíritu de la Antigüedad, formando a sus portadores hasta hacer de ellos personas interiormente libres y amantes del ideal. Puede que se considere una pérdida de tiempo que desper————— 114

Cfr. J. Porter, Nietzsche and the Philology of the Future, Stanford: Stanford University Press, 2000, pp. 174-175.

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diciáramos tantas horas con redacciones latinas o con la composición de dísticos y odas, pero la utilidad de estas habilidades aparentemente superfluas no era escasa, y residía sobre todo en el bien moral. Gracias a eso aprendimos que nuestra vida y nuestras aspiraciones no debían centrarse únicamente y por encima de todo en lo que tuviera una utilidad inmediata, en el éxito y en la obtención de dinero, sino que había placeres espirituales que volvían superfluo todo lo material; aprendimos, en pocas palabras, el placer del trabajo espiritual por sí mismo (Von Menschen und Bücher, p. 54).

«¡Amigo Witkowski —podría comentar tal vez Nietzsche—, cómo te has tragado el sapo humboldtiano! ¡Cómo te has refugiado en el imaginario! ¡Cuánta ideología, cuánta falsa conciencia! ¡Hasta qué punto has hecho tuya esa Antigüedad ideal que es una imagen estetizada proyectada desde el presente!» Y por la otra parte: ¡cuánto se han inventado y cuánto han alienado los estudios clásicos su objeto! Los estudios clásicos son, en verdad, un «síntoma» (en el sentido lacaniano de la palabra), una «quijotada» con palabras de Nietzsche: «poco a poco, la misma Grecia en su totalidad se transformó en un objeto propio de don Quijote»;115 y no debe olvidarse: «Uno de los libros más dañinos es el Don Quijote»,116 la «lectura más amarga» que conoce, dice en carta a Rohde de 8 de diciembre de 1875. El siguiente paso de esta historia podría ser el «tercer humanismo» de Werner Jaeger y su infructuosa lucha contra el ideal educativo nacionalsocialista. Pero sobre esto sólo cabe recordar que su Paideia apareció en la Alemania de 1934 y que publicó varios artículos —en los que, por cierto, defiende entre otras cosas que «el tercer humanismo» hereda la mejor Ilustración— en la afamada revista Volk im Werden, editada por el eminente pedagogo nacionalsocialista Ernst Krieck.117 Jaeger, evidentemente, tuvo que abandonar una Alemania que había olvidado por completo «el engaño necesario» de Humboldt. ————— 115 Nosotros los filólogos 7 [1]. Cito por la edición de J. L. Puertas (Madrid: Biblioteca Nueva, 2005). 116 Nosotros los filólogos 8 [7]. 117 Véase, por ejemplo, «Die Erziehung des politischen Menschen und die Antike», en Volk im Werden, Heft 3, 1933, pp. 43-49.

TEXTOS SOBRE LA ANTIGÜEDAD

[I, 255] Sobre el estudio de la Antigüedad, y de lo griego en particular

1

E

l estudio de los restos de la Antigüedad —literatura y obras de arte— brinda una doble utilidad, material y formal. Material en tanto que ofrece asuntos a otras ciencias, que ellas reelaboran. En esta medida, es lo mismo y, por tanto, las ciencias humanistas1 son ciencias auxiliares de aquéllas; por muy importante que esta utilidad pueda ser por sí misma, les es realmente ajena.

2 La utilidad formal, a su vez, puede ser doble: por una parte, en la medida en que se considera a los restos de la Antigüedad en sí y como obras [I, 256] del género al que pertenecen y, por tanto, únicamente se los ve por sí mismos; y, en segundo lugar, en la medida en que se los considera como obras del periodo del que proceden y referidas a sus creadores.2, 3 La pri————— 1 «Mejor literatura antigua clásica. Así, la historia puede ser una ciencia auxiliar para el saber médico o para la jurisprudencia. Así, a su vez, el saber médico puede ser subsidiario de la misma literatura. Así, todo —como en el mundo— fin y medio.» (Nota de Wolf.) 2 Esto aún lo distinguiré. (Nota de Humboldt.) 3 «A este respecto sobre todo la historia externa de la literatura». (Nota de Wolf.)

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mera utilidad es la estética; es extremadamente importante, pero no la única. En el hecho de que a menudo se la haya tenido por la única reside una fuente de múltiples juicios falsos acerca de los antiguos.

3 A partir de la consideración de los restos de la Antigüedad en atención a sus creadores surge el conocimiento de los mismos antiguos, o de la humanidad en la Antigüedad. En las páginas siguientes únicamente se atenderá a este punto de vista, en parte por su importancia interna, en parte porque raras veces acostumbra a tomarse en consideración.

4 El estudio de una nación brinda por antonomasia todas aquellas ventajas que ofrece la historia en general, en tanto que mediante ejemplos de acciones y acontecimientos amplía el conocimiento del hombre, agudiza la capacidad de enjuiciamiento, eleva y mejora el carácter; pero aún hace más. En la medida en que no indaga tanto el rastro de los acontecimientos que se siguen unos de otros, cuanto más bien intenta investigar el estado y la situación total de la nación, ofrece, por así decirlo, una biografía de la misma.

5 Lo distintivo de una biografía tal es, sobre todo, lo siguiente: que, en la medida en que se expone todo el estado político, religioso y doméstico de la nación y se desarrolla su carácter desde todos los lados y en todas sus conexiones, no se investigan meramente las relaciones mutuas de los rasgos de carácter particulares, sino también sus relaciones con las circunstancias externas, como causas o consecuencias. Aquí sólo persigo las ventajas de este rasgo característico de un estudio tal, postergando todo lo restante, tratado más a menudo. [I, 257]

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6 Sólo en el trato con los hombres acostumbra a considerarse necesario el conocimiento de los hombres, y suele denominárselo conocimiento de los hombres cuando se observa a un conjunto de hombres particulares y cuando de este modo se ha adquirido una destreza para descubrir sus intenciones internas a partir de sus acciones externas y, viceversa, para determinarlos a actuar mediante móviles que les están dados artificialmente. Ahora bien, filosóficamente, el conocimiento del hombre —conocimiento de lo humano en general, así como de los individuos reales particulares— no puede significar sino el conocimiento de las distintas fuerzas humanas intelectuales, emocionales y morales, de las modificaciones que alcanzan en su interacción, de los posibles tipos de sus relaciones correctas e incorrectas, de la relación de las circunstancias externas sobre ellas, de aquello que éstas tienen que realizar inevitablemente en una situación dada y de lo que nunca pueden hacer; brevemente, conocimiento de las leyes de la necesidad de las transformaciones realizadas desde el interior y de la posibilidad de las transformaciones realizadas desde el exterior. Este conocimiento, o más bien el esfuerzo por él —pues aquí sólo es posible el esfuerzo—, conduce al verdadero conocimiento del hombre y es indispensable, si bien en distintos grados de intensión y extensión, para todo hombre en tanto que hombre, aunque viva totalmente aislado de los hombres.

7 En primer lugar —para comenzar por lo más sencillo—, para el hombre de acción, al que en lo siguiente opondré al que se ocupa sólo con ideas, así como ambos al meramente gozador. Toda vida práctica, desde los tratos en la sociedad más insignificante hasta el gobierno del mayor Estado, se refiere más o menos inmediatamente a los hombres; y quien verdaderamente tiene presente su dignidad, en ninguna de estas relaciones se olvidará del fin más elevado de toda moralidad, el ennoblecimiento y creciente formación del hombre. A este respecto le resulta indispensable aquel conocimiento, en parte para fomentar este fin; en parte, cuando su sociedad es

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tan heterogénea —aunque también puede haberlas de este tipo sumamente dignas de respeto— [I, 258] que tiene que ponerle desde determinados lados restricciones en el camino, para, en efecto, conservar siempre el mínimo más elevado posible en estas restricciones. Así, aquel conocimiento le enseña qué debe emprender moralmente y qué puede emprender políticamente con éxito, y guía de este modo su entendimiento. Pero también, en segundo lugar, su voluntad, en la medida en que sólo aquel conocimiento genera el verdadero respeto por el hombre. Todas las imperfecciones pueden retrotraerse a desproporciones de las fuerzas. En la medida en que sólo aquel conocimiento muestra el todo, éstas quedan, por así decirlo, superadas, y al mismo tiempo aparece la necesidad de su surgimiento y la posibilidad de su equilibrio, de modo que mediante esta mirada multívoca lo antes considerado unívocamente se traslada, por así decirlo, a otro nivel más elevado.

8 Quien se ocupa con ideas —puesto que aquí puedo dispensarme de la precisión propia de las divisiones lógicas— es historiador en el sentido máximamente amplio de la palabra, o filósofo, o artista. Si abstraigo de él en el sentido más estricto —el que describe hombres y acciones humanas—, tal vez el historiador requiera mínimamente de aquel conocimiento. Sin embargo, si el investigador de la parte de la naturaleza mínimamente pertrechada con similitudes con lo humano no desea limitarse a enumerar los fenómenos externos, sino también divisar la construcción interna, en tal caso, no puede prescindir totalmente de él. Pues no sólo todas nuestras ideas acerca de la organización surgen originariamente del hombre, también a través de toda la naturaleza impera una analogía tanto de las formas externas como de la construcción interna. De esta manera, no cabe ninguna mirada profunda en la estructura de la organización, ni siquiera de la naturaleza inanimada, sin un conocimiento fisiológico del hacer humano, y éste, a su vez, no es posible sin uno psicológico; del mismo modo, con la extensión de este último, crece la agudeza de aquella primera mirada, si bien, ciertamente, a menudo en muy pequeño grado. Finalmente, dado

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que, en general, sólo deseo iluminar lo menos claro, debo apuntar que aquí paso por alto la mirada sobre la conexión de la naturaleza toda así como la relación de la inanimada con la humana, que ningún gran investigador de la naturaleza desatendería.4 [I, 259]

9 Fiel a este principio, a propósito del filósofo sólo me detendré en el metafísico máximamente abstracto. Pero si éste también debe medirse con toda capacidad cognoscitiva, si, además, no hay otro camino que conduzca del ámbito de los fenómenos al ámbito del ser real que el de la razón práctica, si sólo la libertad y la necesidad de una ley ordenada universalmente puede conducir a la demostración de los principios más importantes, suprasensibles,5 en tal caso, la observación máximamente diversa de las fuerzas humanas, entremezcladas en este y otros grados, debe facilitar tanto más este empeño, así como permitir ver de la manera más segura aquello que es universal y se mantiene idéntico en toda mezcla.

10 El único fin del artista es la belleza. La belleza es la satisfacción universal, necesaria, pura, en un objeto sin concepto. Una satisfacción que no puede obtenerse a la fuerza mediante convicción y que, sin embargo, debe imponerse, que debe ser universal y cuyo objeto no estimula mediante el concepto, tal satisfacción debe referirse necesariamente a toda la disposición anímica del receptor en su máxima individualidad, como también pone de manifiesto, ya, la infinita diversidad de los juicios del gusto. Así pues, quien desea producirla debe haber identificado, por así decirlo, su ser con el ser ————— 4 Todo este apartado debe verse, tal vez, sobre el trasfondo de las Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit (1784-1791) de Herder. 5 Recuérdese que la primera edición de la kantiana Crítica de la razón práctica había aparecido en 1788.

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más sutil y más variado, ¿y cómo será esto posible sin un estudio profundo y continuo?6 Al margen de esta elucidación universalmente demostrativa, pero también más abstracta, el artista, por así decirlo, forma parte de [I, 260] la clase de los hombres prácticos, y necesita tanto más todo aquello que es indispensable para éstos cuando actúa inmediatamente sobre lo más elevado y más noble. Así pues, no sólo en tanto que hombre para actuar moralmente, sino también para obrar con éxito en tanto que artista, debe conocer en profundidad el objeto sobre el que actúa. Al fin y al cabo, su tarea es o bien expresión o bien descripción. La primera se refiere única e inmediatamente a la sensación; la última, puesto que de lo contrario no se aprehende la descripción, mediatamente, y así ésta y el hombre sensitivo en general siempre constituyen su estudio principal.

11 Finalmente, bien mirado, del hombre meramente gozador no cabe decir nada, puesto que el carácter caprichoso del goce no acepta regla alguna. Pero aquí, equitativamente, no me sitúo en el lugar del hombre más noble, sino en el del hombre en general en sus momentos más nobles. En éste, las alegrías del género más elevado son aquéllas que, por medio de sí y de otros, se reciben mediante auto-observación, trato en todos los grados, amistad, amor. Cuanto más elevadas son éstas, tanto más rápidamente se destruyen sin una aguda aprehensión del ser verdadero de sí mismo y de los otros.7 Pero esto nunca es posible sin un profundo estudio del hombre ————— 6

«Artistas y poetas, el genio de un Shakespeare, Ossian y Homero y tantos otros, no fueron formados mediante ningún otro estudio continuado. Mediante este estudio continuado estos hombres ganaron en perfección, en fuerza; sin embargo, perdieron algo. No obstante lo anterior, estoy convencido de que sus obras habrían sido más perfectas si no hubieran estudiado tanto. El estudio excesivo de modelos ajenos atemoriza y entonces se apagan las chispas del genio propio.» (Nota de Dalberg.) 7 «El gusto del conocedor del arte que investiga y reflexiona profundamente es más fino y más digno de confianza que el gusto de aquel que siempre y sólo se guía por las impresiones que los objetos despiertan en él mediante efectos azarosos y mediante su propia disposición interna esencial. Pero en muchos casos el sentimiento del primero no será tan íntimo, tan vivaz,

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en general. Al lado de estas alegrías, y no sin justicia, aparecen aquellas que brinda el goce estético de las obras de la naturaleza y del arte. Éstas actúan preferentemente mediante la estimulación sensible, que es despertada gracias a las formas externas, por así decirlo, como mediante símbolos. Cuanto más perspectivas vivaces de posibles sensaciones [I, 261] humanas ha procurado el estudio del hombre, tantas más formas externas le es dado recibir al alma. Puesto que más arriba (7-10), junto con la misma actividad, ya he hablado del goce que surge de ésta, sólo me resta la sensible. Pero también ésta se multiplica, eleva y refina en la medida en que la fantasía le agrega el rico espectáculo de su posible multiplicidad según la diversidad del individuo gozador, y en la medida en que de este modo, por así decirlo, unifica varios individuos en una unidad. Finalmente, por medio de una tal perspectiva también se aminora el sentimiento de la desgracia real. En realidad, el sufrimiento, como el vicio, sólo es parcial. Quien tiene el todo ante los ojos, ve cómo allí se yergue cuando aquí se derriba.

12 Hasta ahora, con esfuerzo, he considerado al hombre disgregado en energías particulares. Si, empero, la indispensabilidad del conocimiento del que aquí hablo no se mostrara en ninguno, quedaría sin embargo confirmado precisamente por el hecho de que es absolutamente necesario para unificar el esfuerzo particular en un todo unitario y precisamente en la unidad del fin más noble, la máximamente elevada y máximamente proporcionada formación del hombre.8 Pues emplear aspectos parciales de la fuerza fácilmente ————— como el sentimiento del último. En la oscuridad e indeterminación de sus conceptos pone un valor ilimitado en el objeto amado. Mediante la comparación y la investigación el estudio muestra a aquél los límites e imperfecciones del objeto amado: desaparece el poder mágico de la pasión; su corazón pierde receptibilidad. En atención a un contento tranquilo gana mediante el estudio. Entonces los conocimientos conducen a la verdad; la pasión a abismos de errores. Y por ello es recomendable el estudio del hombre.» (Nota de Dalberg.) 8 «¿No tendría que valer, aproximadamente, del progreso de la cultura humana precisamente aquello que tenemos ocasión de observar en cualquier experiencia? Pero aquí se observan tres momentos:

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produce una atención menor [I, 262] a la utilidad de este empleo, en tanto que energía, y demasiado grande a la utilidad de lo producido, en tanto que ergón,9 y sólo la frecuente consideración del hombre en la belleza de su unidad reconduce la mirada dispersa al verdadero fin final.

13 Así actúa aquel conocimiento, cuando, por así decirlo, ha sido adquirido como material; pero igual de provechosamente, y quizá aún más, actúa su forma, la manera de adquirirlo. Para aprehender en su unidad el carácter de un hombre, y aún más el de una nación todavía más diversa, debe uno ponerse en movimiento a sí mismo con sus fuerzas unificadas.10 Quien aprehende siempre debe asimilarse en cierto modo con lo que desea aprehender. De aquí surge el más elevado ejercicio de emplear equilibradamente todas las fuerzas, un ejercicio que forma al hombre tan preferentemente. Quien se entrega a este estudio de manera persistente aprehende además una infinita multiplicidad de formas, y así se pulen las aristas de las ————— 1. El objeto está totalmente ante nosotros, pero abstruso y mezclado. 2. Separamos rasgos particulares y distinguimos. Pero nuestro conocimiento es claramente aislado y estrecho de miras. 3. Unimos lo separado y el todo está otra vez ante nosotros, pero ahora ya no abstruso sino iluminado desde todos los lados. Los griegos estaban en el primer periodo. En el segundo estamos nosotros. El tercero aún se espera, y entonces ya no se deseará retrospectivamente a los griegos.» (Nota de Schiller.) 9 El par conceptual «energía/ergón» desempeña un papel fundamental en la posterior filosofía del lenguaje de Humboldt. «Ergón» es la obra o el resultado de una ocupación espiritual; «energía», la fuerza espiritual o la capacidad formal que lo genera. Poco más adelante este par conceptual se precisa con el de «materia/forma». 10 «Para el maestro de ciencias humanistas, para un Wolf, un Ernesti, etc., este estudio es asunto fundamental. Para el hombre que se dedica a la vida activa es, me parece, cuestión secundaria. La reflexión constante puede convertirse en una apasionada distracción; y entonces se debilita la diligencia del hombre de negocios práctico. La literatura también es para él una ciencia auxiliar; pero todo lo que necesita puede haberlo adquirido en su juventud. Pero en todo caso es para él un agradable recreo en sus momentos de asueto y al mismo tiempo un reforzamiento de su espíritu; pero no un estudio constante.» (Nota de Dalberg.)

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suyas propias, y a partir de ellas, unificadas con las recibidas, surgen a su vez, eternamente, otras nuevas.11 Así pues, aquel conocimiento sería provechoso por lo mismo por lo que cualquier otro sería incompleto, porque, nunca alcanzable por completo, obliga a un estudio incesante y, así, el estudio máximamente profundo del hombre fomenta la humanidad máximamente elevada. [I, 263]

14 Ciertamente, el estudio hasta ahora considerado del hombre en general en el carácter de una nación particular (a partir de los monumentos dejados por ella) es posible hasta cierto punto a propósito de todas y cada una de las naciones, pero en una u otra de ellas, preferentemente, sobre todo en una de ellas, según los siguientes cuatro momentos: 1. Según si los restos que quedan de ella son o no una fiel imagen de su espíritu y su carácter. Todo producto de la ciencia o del arte tiene su propia perfección, por así decirlo, objetiva e ideal,12 determinada por su naturaleza, ————— 11 «Si se pulen todas las esquinas todo se hace lisamente redondo y uniforme. A este respecto cabe comparar el arte de la educación con el arte del pulidor. El diamante es embellecido en su forma cuando mantiene muchas caras sin quedar totalmente redondeado. Una imitación excesivamente prolongada y una atención a reflexiones y obras de arte ajenas hacen desaparecer totalmente lo peculiar del carácter. También a este respecto est modus in rebus [Horacio, Sat. I, 1, 106: «Hay una medida en las cosas»]. Scaliger, Casaubon, Salmasius serían los mayores humanistas. Pero lo que escribieron de cosecha propia, fue muy mediocre.» (Nota de Dalberg.) 12 «¿Acaso no sería verdad que cualquiera debe estudiar sobre todo aquella nación en la que quiere actuar como maestro, escritor, hombre de negocios o padre de familia? De lo contrario le sucedería como al famoso Reisken, que sabía cómo era Arabia y no sabía dónde vivía en Leipzig. Debe construirse en su espíritu a partir de principios estrictamente demostrados una representación racional (imagen reflexiva ideal) según la cual juzgue en los casos particulares las peculiaridades específicas. (Estas peculiaridades son en fondo siempre perfecciones o imperfecciones.) Para los alemanes, me parece, el estudio fundamental de literatura es la literatura alemana; para los ingleses, la literatura inglesa, etc. En cualquier caso, la literatura griega es muy a menudo un objeto de importantes y agudas comparaciones; sin embargo, nunca es el objeto principal.» (Nota de Dalberg.)

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pero incluso en las aproximaciones más intensas a esta perfección se expresa a pesar de todo la individualidad del espíritu que la produce, más o menos, pero al máximo allí donde tal perfección se alcanza con la mínima intención. Por ello no es extraño que el valor objetivo y la individualidad de un producto del espíritu estén en relación inversa. Esta diferencia es enormemente llamativa a propósito de los auténticos productos del espíritu, menos en las artes y, entre éstas, más en las enérgicas (música, danza) que en las figurativas (pintura, escultura).

15 2. Según si el carácter de una nación posee multiplicidad y unidad, lo que en el fondo es lo mismo.13 La grandeza individual, los bellos rasgos de carácter y su [I, 264] consideración tienen su indiscutible utilidad, pero que no forma parte de la que interesa aquí. El estudio del hombre en general en un ejemplo particular exige la multiplicidad de los distintos aspectos del carácter, así como la unidad de su ligazón en un todo unitario.

16 3. Según si una nación es rica en la multiplicidad de las distintas formas. Aquí, de nuevo, no importa tanto si la nación cuyo estudio debe ofrecer aquella utilidad se encuentra en un grado prominente de formación o de eticidad, sino que importa mucho más si es suficientemente estimulable desde el exterior, y suficientemente móvil desde el interior, para recibir una gran riqueza de formas.

————— 13

«Esto requeriría una explicación más detallada. La multiplicidad no puede negarse a una gran parte de nuestros contemporáneos, ¿pero la unidad?» (Nota de Schiller.)

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17 4. Según si el carácter de una nación es de un tipo tal que se aproxima supremamente a aquel carácter del hombre en general que en cualquier situación, sin atender a las diferencias individuales, puede y debe existir. Una comparación superficial también muestra las diferencias de este tipo entre naciones: naciones que poseen una formación tan local que su estudio es más el estudio de un género humano particular que el de la naturaleza humana en general,14 y naciones en las que se expresa fundamentalmente esta naturaleza humana. Aquello de lo que hablo aquí puede surgir a partir de un doble fundamento: en primer lugar, por deficiencia de individualidad, por nulidad; en segundo lugar, por simplicidad del carácter. Sólo esto último es provechoso. El estudio del hombre ganaría mucho mediante el estudio y la comparación de todas las naciones de todos los países y tiempos. Pero, al margen de la inmensidad de este estudio, importa más el grado de intensión, con una única nación, que el de la extensión con el que se estudia un conjunto de naciones. Así pues, es aconsejable limitarse a una o a un par de ellas; es bueno escoger aquellas que, por así decirlo, representan a muchas.

18 Lo que sigue deberá esforzarse en mostrar que, según estos cuatro momentos, el estudio de las naciones antiguas permite mejor aquella utilidad del conocimiento [I, 265] y la formación del hombre, la única que en estos momentos importa. Aquí llamo antiguos sólo a los griegos y, entre ellos, casi exclusivamente a los atenienses. Si acaso no se siguen por sí mismos del razonamiento más adelante mencionaré mis motivos. 1.er Momento (14). Los restos de los griegos portan en sí las máximas huellas de la individualidad de sus creadores. Las más importantes son las literarias. En éstas, el examen topa en primer lugar con la lengua. En una lengua surgen desviaciones de la individualidad de los hablantes sobre todo por los tres siguientes motivos: 1) Por préstamo de palabras y expresiones de lenguas extrañas. 2) Por la necesidad de designar ————— 14

«Indios, chinos.» (Nota de Wolf.)

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conceptos totalmente universales y abstractos (a los que las palabras existentes se resisten a plegarse), o bien mediante expresiones totalmente nuevas o bien mediante expresiones violentamente traducidas, donde la desviación de la nueva expresión siempre es mayor en la medida en que un pueblo posee una fantasía menos estimulable y creadora para aprehender el concepto abstracto bajo una imagen sensible tomada de su provisión precedente. 3) Por reflexión sobre la naturaleza de la lengua en general, y sobre la analogía con la propia en particular, de donde surgen, particularmente en la sintaxis y de modo general en la gramática, muchas modificaciones de lo introducido mediante el uso lingüístico, estrechamente enlazado con la individualidad de la situación de los hablantes. Ahora bien, los griegos no tenían trato universal y familiar alguno con ningún pueblo culto antes o junto a ellos.15 Por ello, en su lengua sólo se encuentran palabras extranjeras y éstas, frente al todo, únicamente en un número insignificante; de flexiones y construcciones ajenas no hay ninguna huella clara. Desaparece de este modo aquel primer motivo. No menos, empero, los dos últimos, pues una filosofía más determinada surgió muy tarde en comparación con la muy temprana conformación de la lengua, y aún más tarde una filosofía del lenguaje.16 [I, 266] En atención al segundo motivo en particular, ningún pueblo posee una fantasía tan rica para crear expresiones metafóricas como era propia entre los griegos. Algunos ejemplos relativos a la formación de palabras, a las flexiones y a la composición podrían mostrar aquí la coincidencia de la lengua de los griegos con su carácter.

19 Los productos espirituales mismos son la historia, la poesía (a la que agrego aquí el arte en general) y la filosofía. La historia es en su mayor parte griega y, donde no lo es, los historiadores griegos más tempranos aún están ————— 15

«La historia contiene huellas seguras de que los tirios convirtieron a los salvajes griegos en hombres civilizados.» (Nota de Dalberg.) 16 «A este respecto, me parece, la literatura griega no posee ningún privilegio particular, pues todos estos privilegios, creo, también pueden aplicarse a la literatura alemana. Quien estudie a Otfrieden, los Minesinger, Bragur Adelung Heinatz y otros se convencerá de ello. La historia de la literatura de cada lengua de cada pueblo ha subido los mismos escalones.» (Nota de Dalberg.)

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poco acostumbrados a comparar varios pueblos17 y a separar entre sí lo propio de lo extranjero; también se ocupan en exceso con todo lo patrio, al punto de considerar todo, a menudo, como griego. Pero en la misma historia griega una confluencia de circunstancias (a saber, la mayor influencia de individuos particulares sobre los asuntos públicos; la relación del estado religioso con el político y del doméstico con el religioso;18 además, el pequeño alcance de la misma historia que permitía un detalle mayor; finalmente, las aún pueriles ideas acerca de lo maravilloso e importante), tal confluencia, hace que la historia antigua contuviera infinitas más pinturas de carácter y costumbres que la moderna.

20 La distinción entre poesía e historia ya presupone ideas más determinadas sobre posibilidad e imposibilidad, probabilidad e improbabilidad, con una palabra: crítica. Ésta sólo la alcanzaron los griegos tarde; y, en especial, mediante la vinculación de su fábula con la religión y el orgullo nacional, más tarde de lo que cabría esperar. Así pues, durante mucho tiempo [I, 267] poesía e historia en modo alguno estuvieron separadas y, cuando realmente se separaron más entre sí, el artista, que no trabajaba tanto para conocedores y aficionados cuanto para un pueblo que en la obra de arte no sólo quería ver arte, sino también a sí mismo y su gloria, no pudo hacerlo de aquello que podía impresionar a este pueblo y que, por tanto, estaba cercanamente emparentado con su individualidad. ¿Cómo, a su vez, no habrían de ser griegas en alto grado las transformaciones reales de la fábula debidas al artista, si éste no tenía ante sí ningún modelo ajeno19 y si incluso ————— 17 «El historiador más antiguo de los griegos es Heródoto, que buscaba aprehender los hechos de todos los pueblos y lugares.» (Nota de Dalberg.) 18 «Nuestras crónicas antiguas y escritores medievales son en los rasgos pequeños aún más ricos en contenido. Y a algunas crónicas, por ejemplo las de los suizos, en los rasgos de grandeza del alma, no les va a la zaga ninguna historia.» (Nota de Dalberg.) 19 «Es altamente probable que los griegos tuvieran ante sí modelos egipcios, que pertrecharon algunas obras con elevado gusto y proporción, como Winckelmann ha mostrado agudamente.» (Nota de Dalberg.)

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la auténtica teoría de las artes sólo surgió más tarde? Además, todos los géneros más prominentes de poesía —épica, trágica, lírica— nacieron entre los griegos a partir de costumbres e instituciones públicas, en banquetes, fiestas, sacrificios, y así conservaron hasta los tiempos más tardíos un viso de este origen histórico, no auténticamente estético.20

21 La filosofía debería portar mínimamente las huellas de la peculiaridad de los que filosofan. Pero entre los griegos la filosofía práctica siempre se mostró griega en muy alto grado, e igualmente la especulativa, al menos durante mucho tiempo.21 Las naciones modernas, por el contrario: su lengua (18), formada mediante préstamos de lenguas extranjeras y la filosofía reorganizada en alto grado; incluso su historia patria (19) narrada menos individualmente debido a la familiaridad con todos los tiempos y zonas de la tierra, y otras causas concomitantes; su poesía (20), tomada casi por entero de mitologías ajenas y conformada según teorías universales objetivas; [I, 268] su filosofía (21), abstracta y universal.

22 2.º Momento (15). En el periodo en el cual tenemos el primer conocimiento más completo de lo griego, éste aún estaba en un nivel muy bajo de cultura. En este estado, puesto que las necesidades y los medios para satisfacerlas sólo son pocos, se dedica más cuidado al desarrollo de las fuerzas personales que a la confección y al uso de objetos. La deficiencia de estos medios ————— 20

«Estoy convencido con el autor de que, en relación con el gusto, las artes figurativas y los conceptos verdaderos de belleza alcanzaron entre los griegos un nivel muy alto de perfección; y a este respecto sus obras son el objeto principal de un estudio principal.» (Nota de Dalberg.) 21 «También en filosofía los griegos tomaron mucho de los egipcios, como Brucker y otros han mostrado.» (Nota de Dalberg.)

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auxiliares hace aún más necesario este desarrollo. Puesto que en general todavía no existe ninguna incitación para dedicarse preferentemente a cuestiones concretas, ya que el hombre sólo sigue sin más el curso de la naturaleza, por ello, cuando actúa o padece, todo su ser está tanto más unificado con la actividad cuanto que es afectado sobre todo por la sensibilidad, y precisamente ésta agarra a todo el ser con la máxima fuerza. Por ello, entre las naciones con un nivel más bajo de cultura hay comparativamente un mayor desarrollo de la personalidad en su totalidad que en las naciones con uno más elevado.22

2323 Pero entre los griegos se muestra un fenómeno doble, notabilísimo, y quizá único en la historia. Cuando todavía delataban muchos rasgos propios de la tosquedad de las naciones que comienzan, ya poseían una receptividad en extremo grande frente a cualquier belleza de la naturaleza y del arte, un sentido del ritmo sutilmente conformado y un gusto correcto, no de la crítica, pero sí de la sensación, y si se encuentran instancias contra este sentido del ritmo y este gusto, es innegable al menos aquella sensibilidad y receptividad; y cuando la cultura escaló un nivel muy alto, alcanzó sin embargo [I, 269] una simplificación del sentido y del gusto que, de ordinario, sólo se encuentra en la juventud de las naciones.24 Desarrollar las causas de esto queda aquí fuera de lugar. Pero el fenómeno está ahí. El griego delata en sus primeros balbuceos un sentir sutil y correcto; en la edad madura del hombre no ————— 22

«Totalmente cierto, porque las naciones cultivadas se determinan mediante reglas, que siempre son algo universales, y los pueblos naturales, mediante sentimientos. La razón produce unidad y, por tanto, a menudo uniformidad; el sentido porta multiciplicidad.» (Nota de Schiller.) 23 «Este apartado necesita y merece aclaración. También sería necesario determinar cuándo es puesto realmente el primer periodo.» (Nota de Schiller.) 24 «La cultura de los griegos era meramente estética, y de ello creo que debe partirse para comprender este fenómeno. Tampoco debe olvidarse que en lo político los griegos tampoco sobrepasaron la edad juvenil, y la cuestión es si en una edad varonil habrían merecido esta alabanza.» (Nota de Schiller.)

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pierde del todo su primer y simple sentido infantil. Aquí, me parece, reside una gran parte de lo auténticamente característico de la nación.

2425 Puesto que la sensibilidad para lo bello (23) —peculiar de los griegos— se enlazó con la atención al desarrollo de las fuerzas personales y sobre todo las corporales (22) (en todas las naciones menos cultivadas habitualmente mayor), así como con la inclinación a la sensorialidad, particularmente fuerte en el clima griego, por ello, el cuidado por la formación del cuerpo para la fortaleza y la agilidad tuvo que surgir tanto más necesariamente cuanto que la situación externa también las hacía indispensables, y la expresión exterior de ambas en un sentido de la belleza fácilmente agitable tuvo que ganar respeto y amor. Pero incluso cuando la cultura se alzó muy alto, y hacía tiempo que se había suprimido la atención preferente a la fuerza corporal, continuó sin embargo manteniéndose, más que en cualquier otro pueblo, el cuidado por formar [I, 270] la fortaleza, la agilidad y la belleza corporal. Donde los conceptos universales y abstractos aún son escasos y predomina en tan alto grado la receptividad para lo bello, ahí también debe uno representarse primeramente las perfecciones meramente espirituales bajo estas figuras: en el alma griega la belleza corporal y la espiritual se fusionaban con tanta delicadeza la una en la otra, que incluso hoy en día los alumbramientos de esta fusión, por ejemplo en los razonamientos de Platón sobre el amor, brindan una satisfacción en verdad arrebata————— 25

«Todo este admirable pasaje me resulta pintado con rasgos tan delicados y al mismo tiempo determinados tan correctamente que en ello se reconoce lo mucho que el noble autor ha alimentado su delicado y bello espíritu con los frutos más amables que produjeron los tiempos más bellos de Atenas. ¿Pero podrían recomendarse estos frutos como alimento universal para el espíritu más salvaje pero también más pletórico de fuerzas del alemán? ¿No le repugnarían a los tiempos presentes y al espíritu de sus contemporáneos? Quien quiera sentir, pensar, actuar según el espíritu de los griegos será visto por sus contemporáneos como chirriante e ineficaz. En mi opinión, la literatura alemana debe ser el estudio fundamental para los alemanes, y la belleza de las flores griegas sirve para adornar aquello que el sentido alemán, fuerte y varonil, creó según sus relaciones y necesidades propias y presentes.» (Nota de Dalberg.)

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dora. Pero aunque esta disposición de ánimo en este grado sólo fuera particular e individual, cabe en efecto establecer como hecho histórico que el cuidado por la formación corporal y espiritual fue muy grande en Grecia y que estuvo guiado preferentemente por ideas de belleza.

2526 Si acaso cabe producir una representación de perfección, diversidad y unidad humanas, debe ser aquélla que parte del concepto de belleza y de la representación de la sensible. De acuerdo con este tipo de representación, al hombre moral puede faltarle la correcta proporción de los aspectos particulares del carácter tan poco como a una bella pintura o a una bella estatua la proporción de las partes; y quien, como el griego, está alimentado con la belleza de las formas y está, como él, tan entusiastamente acorde con la belleza y sobre todo con la corporal, debe, al fin y al cabo, poseer una sensibilidad igualmente fina tanto contra la desproporción moral como contra la física. Así pues, a partir de todo lo dicho resulta innegable una gran tendencia de los griegos a conformar al hombre en la máxima multiplicidad y unidad posibles. Debo observar aquí —y, en verdad, precisamente aquí porque aquí puede surgir de la manera más fácil la objeción a la que la observación debe enfrentarse— que lo que aquí se ha dicho del carácter de los griegos es imposible que pueda ser literalmente verdadero a propósito de toda una nación en todos sus individuos particulares. Sin embargo, es cierto [I, 271] que realmente había individuos particulares con la disposición de ánimo descrita, que éstos no sólo existían con mayor frecuencia que en cualquier otro lado, sino que también, por así decirlo, había matices de esta disposición esparcidos por toda la nación, y que los escritores, sobre todo los poetas y filósofos —por así decirlo, la imagen del espíritu de la parte más noble de la nación—, poseían en particular este carácter. Más no es necesario para hacer posible obtener el fin para el que aquí se recomienda el estudio de los antiguos. ————— 26 «Este bello pasaje, que me ha resultado muy instructivo, demuestra que, con toda certeza, los griegos crearon en relación con la belleza las obras más perfectas, que con derecho deben recomendarse como modelos estéticos.» (Nota de Dalberg.)

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26 Otras circunstancias debidas a la situación externa de los griegos aún contribuyeron a fomentar este cuidado por la formación y este tipo de formación del hombre. Entre éstas cuento sobre todo las siguientes: 1) La esclavitud. Ésta dispensó a los libres de una gran parte de los trabajos cuya realización exige un ejercicio unilateral del cuerpo y del espíritu —habilidades mecánicas—.27 El libre tenía ocio, tiempo para formar su cuerpo mediante la gimnasia, su espíritu mediante las artes y las ciencias, su carácter en general participando activamente en los asuntos públicos, tratos con otros para formar un pensamiento propio. Entonces, el libre también resaltó la representación de su superioridad sobre el esclavo, al que no creía agradecer meramente la felicidad, sino al que reclamaba en virtud de su prominencia personal, y —dada la degradación de los esclavos, ciertamente surgida por su posición— con el derecho28 que obtenía en parte, como en la defensa de la patria, al precio de peligros y fatigas, que el esclavo no compartía con él. A partir de aquí, sumado todo ello, se formó la liberalidad, que no ha vuelto a encontrarse en tan alto grado en ningún otro pueblo; esto es, se enseñorearon del alma ánimos más nobles, más grandes, en verdad dignos de hombres libres, así como esa vivaz expresión suya en la elegancia de la formación y de la gracia de los movimientos corporales. [I, 272]

27 2) La forma de gobierno y la orientación política en general. En Grecia, la única constitución realmente acorde con las leyes era la republicana, en la cual todos los ciudadanos podían participar más o menos. Puesto que carecía de fuerza, quien deseaba obtener algo debía recurrir a la persuasión. ————— 27

«Es sin embargo extraño que en la Edad Media la esclavitud no muestre huella alguna de un influjo similar. La diferencia de las restantes circunstancias aclara, ciertamente, mucho, pero no todo.» (Nota de Schiller.) 28 «Contra esta observación, creo, puede objetarse lo siguiente: también los esclavos se dedicaban con frecuencia a las bellas artes. Los esclavos eran en gran parte prisioneros de guerra de muy noble origen, etc.» (Nota de Dalberg.)

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Así pues, ni podía prescindir del estudio de los hombres, ni carecer de la capacidad para ajustarse a ellos, ni de la soltura del carácter. Pero el pueblo, a menudo extremadamente bien formado, aún exigía más. No cedía sólo ante la fuerza o la naturaleza de los argumentos, sino que también atendía a la forma, a la elocuencia, al órgano, al donaire corporal. Así pues, casi no restaba ningún aspecto que el hombre de Estado pudiera descuidar sin sufrir castigo. Además, la administración del Estado todavía no exigía conjuntos ampliamente especializados de conocimientos, ni talentos de este tipo. Los aspectos particulares de esta administración todavía no estaban separados hasta el extremo de que uno tuviera que dedicar su vida en exclusiva a uno de ellos. Las mismas cualidades que hicieron de los griegos grandes hombres, también hicieron de ellos grandes hombres de Estado.29 De esta forma, en la medida en que participaban en los asuntos del Estado, tan sólo continuaban formándose a sí mismos más elevada y más diversamente.

28 3) La religión. Era totalmente sensible,30 fomentaba todas las artes y mediante su exacta unión con la constitución del Estado las alzaba hacia una dignidad mucho más elevada y hacia una indispensabilidad mucho mayor. En esta medida, no sólo se alimentaba el sentimiento de belleza del que hablaba más arriba (24), sino que también se hacía más universal, pues en sus ceremonias, siempre acompañadas por el arte, participaba todo el pueblo. Ahora bien, en la medida en que, como he intentando mostrar anteriormente (25), este sentimiento de belleza fomentaba la correcta y [I, 273] equilibrada formación del hombre, contribuía mediatamente a este respecto de manera muy prominente. ————— 29 «Entre los griegos no había ningún mérito dominante. El más mínimo virtuosismo era ovacionado y el comediante era tan inmortal como el general. Entre los romanos, el hombre de Estado devoró toda la atención de la nación.» (Nota de Schiller.) 30 «No meramente sensible, sino la hija máximamente libre de la fantasía. No existía ningún canon que encadenara a la fuerza poética.» (Nota de Schiller.)

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29 4) El orgullo nacional. El griego en general poseía un alto grado de vivacidad y sensorialidad, que se expresaba de manera especialmente fuerte en el sentido del honor y la gloria y en la estrecha unión del ciudadano con el Estado en el sentimiento del honor nacional. Puesto que, en efecto, el valor de la nación descansaba en el de sus ciudadanos, y de éste dependía particularmente su victoria en las guerras y su florecimiento en la paz, por tal motivo, este orgullo nacional duplicaba la atención por formar el valor personal. La gloria de la nación se apropiaba entonces de cualquier mérito o talento de cada uno de sus ciudadanos particulares. La nación, pues, los tomaba bajo su protección, y de aquí surgió un nuevo motivo para estimar las artes y las ciencias.

30 5) La separación de Grecia en varios pequeños Estados.31 Cuando un Estado existe sólo y por sí, la formación de sus fuerzas toma el camino que una fuerza particular debe tomar. Se eleva en sí y, cuando ha alcanzado una determinada medida, degenera en algo otro. Sus degeneraciones, empero, siempre y sólo están motivadas en tal formación, y con ello siempre está ligada, más o menos, la unilateralidad. Mas en Grecia la recíproca comunidad de las distintas naciones, que estaban casi todas en distintos grados de la cultura y que poseían tipos muy diferentes de formación, hacía que de una nación se transfiriera algo a las otras, y aunque —en la organización de las naciones antiguas— lo extranjero sólo encontrara en ellas difícil acceso, siempre pasaba sin embargo mucho más que si cada una de ellas hubiera existido aisladamente. Esto sucedió tanto más cuanto que de esta manera se facilitaron los tránsitos de las costumbres de una a las otras. Más aún, aunque esto no hubiera ocurrido, la mera coexistencia y la mutua rivalidad hacía que la una no pudiera descuidar ventajas mediante las cuales pudiera ————— 31

«Muy importante.» (Nota de Dalberg.)

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[I, 274] aventajar a las otras y, al menos, esta rivalidad movilizó más activamente las fuerzas de cada una de ellas.32

31 3.er Momento (16). Muchas causas concurrentes produjeron entre los antiguos caracteres nacionales muy firmes y, en esta medida, poca diversidad en el carácter y en la formación de los ciudadanos particulares. Así, por un lado, entre ellos dominó una multiplicidad relativamente menor que entre los modernos; sin embargo, por otro lado, también a este respecto las naciones más formadas científicamente constituyeron una notable excepción y, además, coincidieron dos circunstancias que volvieron a favorecer de nuevo aquella multiplicidad, y quizá tanto más de lo que experimentó por el primer lado. 1) La fantasía del griego era tan estimulable desde el exterior, y él mismo era tan ágil en sí, que no sólo era receptivo en alto grado para toda impresión, sino que también permitía sobre su formación cualquier gran influencia, a través de la cual, al menos, su figura peculiar en sí adoptaba una modificada.

32 2) La religión no ejercía dominio alguno sobre la fe y los credos, sino que se limitaba a ceremonias que todo ciudadano siempre consideraba al mismo tiempo desde el lado político; e igual de poco encadenaban al espíritu las ideas de moralidad, puesto que ésta no se limitaba a virtudes y vicios particulares, según la medida de una utilidad o perjuicio unilateralmente ponderada, sino que antes bien estaba determinada en general según ideas de belleza y liberalidad.

————— 32

«Esta bella observación, me parece, es aplicable en alguna medida a Alemania y a la república europea.» (Nota de Dalberg.)

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33 4.º Momento (17). Cómo más arriba se observó (23), un rasgo predominantemente distintivo del carácter griego es un grado inusual de la formación del sentimiento y la fantasía en un periodo todavía muy temprano de la cultura, así como una fiel conservación de la simplicidad e ingenuidad infantil en uno ya [I, 275] bastante tardío.33 En esta medida, el carácter originario de la humanidad en general se muestra en gran parte en el carácter griego, sólo que mezclado con el grado más elevado de refinamiento que tal vez sea posible por siempre. Y, sobre todo, el hombre que representan los escritores griegos está compuesto por límpidos rasgos altamente simples, grandes y siempre bellos, al menos considerados desde determinados puntos de vista. En toda situación y en toda época, el estudio de tal carácter siempre tiene que actuar de manera provechosa sobre la formación humana, puesto que, por así decirlo, constituye el fundamento del carácter humano en general.34 Pero en una época en la que por la conjunción de innumerables circunstancias la atención está más dirigida a cosas que a hombres, y más a masas de hombres que a individuos, más al valor y utilidad externos que a la belleza y al disfrute interior, y en la que la cultura elevada y múltiple ha conducido muy lejos de la primera simplicidad, en tal época, tiene que resultar en especial provechoso mirar retrospectivamente a naciones en las que todo esto sucedía punto menos que al contrario.

34 Un segundo rasgo especialmente característico de los griegos es la elevada formación del sentimiento de belleza y del gusto y, sobre todo, la extensión universal de este sentimiento por toda la nación, de lo que cabría enumerar ————— 33

«Este pasaje contiene la muy fructífera verdad de que en la época moderna se dirige la atención excesivamente poco al disfrute interno de la vida. Un estudio acertado, creo, reside en la observación de los niños y de su constante desarrollo, ahí se lee todos los días en el libro viviente de la naturaleza y se aprende a conocer al hombre en su disposición natural.» (Nota de Dalberg.) 34 «¡Por no hablar en modo alguno de los méritos científicos de los griegos!» (Nota de Wolf.)

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muchísimos ejemplos.35 Ahora bien, ni en ningún tiempo ni en parte alguna de la tierra ningún tipo de formación resulta tan indispensable como precisamente ésta, que, por así decirlo, unifica en una unidad todo el ser del hombre, esté como esté constituido en sí, y le comunica la verdadera elegancia y la verdadera nobleza. Así pues, ahora y entre nosotros ninguna otra formación es más necesaria que ésta, puesto que entre nosotros hay una gran cantidad de tendencias que, [I, 276] precisamente, tienen que alejarnos de todo gusto y sentimiento de belleza.

3536 De este modo, la disposición del carácter de los griegos según todos los momentos más arriba enumerados es extremadamente ventajosa para el estudio del hombre en general en ellos, como en un único ejemplo. Pero este estudio también es posible en ellos sobre todo por las dos siguientes circunstancias: 1) Se ha conservado una cuantiosa cantidad de monumentos ————— 35

«Excelente y correctísimo.» (Nota de Dalberg.) «Estoy convencido de que el hombre debe conocer de la manera más exacta y estudiar con el máximo cuidado aquellos objetos que le están más próximos, porque, realmente, estos objetos son aquellos que actúan incesantemente sobre él y sobre los que él retroactúa incesantemente; y porque en la acción y reacción reside el uso de las fuerzas humanas y el fin final de la existencia humana; y porque la razón humana dirige este actuar de la manera más provechosa posible, cuando el hombre, mediante el estudio constante, conoce de la manera más exacta aquellos objetos sobre los que él, si dispone de tiempo y de felices circunstancias y disposiciones internas, puede actuar máximamente y que, a su vez, vuelven a actuar sobre él de acuerdo con estas circunstancias. Según este principio, los objetos de estudio están para el hombre en el siguiente orden de importancia: 1) Autoconocimiento. 2) Conocimiento de sus asuntos y saberes profesionales. 3) Conocimiento de las personas que componen sus relaciones familiares. 4) Conocimiento de aquellos hombres con los que tiene que ver debido a sus asuntos profesionales. Por consiguiente, 5) conocimiento de sus compatriotas: de sus costumbres, ideas, inclinaciones, etc., y para este conocimiento el estudio de la literatura de su lengua materna es un importante medio auxiliar. 6) Otros conocimientos resultan importantes en la medida en que en su ámbito de actuación están próximos al mismo como punto medio. 7) Según este criterio, de acuerdo con mi opinión, la literatura griega merece la preeminencia tan sólo en la medida en que contiene el modelo más perfecto del mejor gusto y porque puede contribuir al cultivo estético del gusto.» (Nota de Dalberg.) 36

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del mundo griego, sobre todo literarios, que, en cualquier consideración de los fines presentes, son los más importantes. 2) El estudio de una nación, sobre todo a partir de sus monumentos, sin una visión en vivo, si acaso puede lograrse, exige tanto en sí un enérgico carácter nacional, como también en general rasgos que contrastan con el objeto a estudiar. Ahora bien, la formación de masas humanas siempre precede a la de los individuos y por ello y por otras causas que habría que añadir todas las naciones que comienzan37 tiene un carácter nacional muy marcado y separado de los restantes. Pero entre los griegos, para favorecer esto, todavía se aunaron otras circunstancias, peculiares suyas. [I, 277]

36 Si se admite que, de hecho, para el fin final aquí señalado se requiere en especial el estudio de una nación, cabe entonces decidir rápidamente si sería sencillo que el lugar de la griega pudiera ocuparlo alguna otra. A propósito de una nación tal, en efecto, o bien tendrían que regir todas las razones aquí alegadas y, ciertamente, lo que debe ser señalado, tomadas en conjunto, o bien habría que sustituir las ausentes por otras igualmente importantes. Pero las más fuertes de ellas descansaban todas de manera mediata e inmediata en el hecho de que los griegos, al menos para nosotros, son una nación que comienza (18-23, 33, 35). Esta exigencia también será, pues, absolutamente necesaria e indispensable. No es posible decidir de antemano si en algún lugar de la tierra aún por descubrir se mostrará una tal nación38 que uniera con esta singularidad los restantes méritos o similares o más elevados que los de la griega, o si el conocimiento más exacto de los chinos o de los hindúes acaso los mostrará como tal nación. Pero que ni los romanos ni ninguna otra nación moderna pueden ocupar su lugar, lo determina ya la circunstancia única de que todas ellas se nutrieron mediata e inmediatamente de los griegos; y de ————— 37 «Ninguna nación comienza. Los griegos se nutrieron de los tirios y los egipcios, los romanos de los griegos, nosotros de los romanos; los americanos de nosotros.» (Nota de Dalberg.) 38 Cfr. Kant, Kritik der Urteilskraft, pp. 258-260. (Nota de Humboldt.) Humboldt está pensando en la elucidación kantiana de la idea normal de belleza y sus diferencias nacionales (Crítica del discernimiento, § 17).

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las restantes naciones igual de antiguas que los griegos nos quedan demasiados pocos monumentos. Así pues, a mi entender, los griegos siempre serán únicos a este respecto; sólo que esto no es precisamente un mérito suyo propio, sino más bien un azar de su y nuestra situación relativa.

37 Si el estudio de los griegos se toma con la intención que aquí he expuesto, impone entonces, naturalmente, sus propios preceptos universales y particulares. Los máximamente universales y [I, 278] principalísimos podrían ser, por ejemplo, los siguientes: 1) La utilidad de un estudio semejante nunca puede alcanzarse mediante una descripción de los griegos, aunque haya sido concebida por el hombre más sabio y la cabeza más grande. Pues, en primer lugar, si esta misma descripción quiere permanecer del todo fiel, nunca podrá ser suficientemente individual, y si desea ser por completo individual, deberá descuidar su fidelidad; y, en segundo lugar, la máxima utilidad de un estudio semejante no reside precisamente en la contemplación de un carácter tal y como era el griego, sino en la propia búsqueda de él. Pues gracias a ella el mismo buscador quedará afinado de una manera similar; el espíritu griego pasará a él y, mediante la manera en la que se entremezcle con el suyo propio, producirá bellas figuras.39 En esta medida, no resta sino el propio estudio, emprendido en incesante atención a este fin.40

38 2) El estudio de los griegos debe emprenderse según un cierto orden sistemático y referido a este fin final.41 Pues aunque todos los escritores son igualmente importantes en atención a este fin, uno se detiene con justicia en primer lugar en los más ricos y se escoge en éstos un orden fijo, que aquí, empero, es difícil ————— 39

«Bello y verdadero; y aplicable a todos los estudios.» (Nota de Dalberg.) ¿Para qué el trato con hombres, puesto que la forma del trato humano puede describirse? Sería lo mismo.» (Nota de Wolf.) 41 «¿Orden de los studii a tal efecto?» (Nota de Wolf.) 40

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de encontrar, puesto que, si se desea atender a las materias, no debería tomarse en consideración el género de los escritores, sino de los asuntos que tratan, y, si se desea seguir un orden cronológico, es difícil determinar si tan sólo debe atenderse al periodo de la vida del escritor,42 al de los objetos por él tratados o a ambos en cierto modo al mismo tiempo. [I, 279]

39 3) Uno no debe demorarse sólo muchísimo tiempo en los periodos en los que los griegos eran máximamente bellos y estaban máximamente formados, sino, precisamente al contrario, sobre todo en los primeros y más tempranos. Pues en ellos están realmente las semillas del verdadero carácter griego;43 y es más fácil y más interesante verlo sucesivamente, cómo se modifica paulatinamente y, finalmente, degenera. Varias de las razones aducidas en lo anterior (22, 23, 33) se ajustan muy especialmente tan sólo a estos periodos tempranos.

40 Los medios auxiliares para este estudio y, en particular, con la intención aquí desarrollada, son sobre todo los siguientes: 1) Trabajo inmediato con las mismas fuentes mediante la crítica y la interpretación.44 Este medio, naturalmente, merece el primer lugar. ————— 42 «¡Enseguida! Al menos a propósito de los poetas. Pero a propósito de los historiadores lo último. Así pues, mi plan de autores debe ser el siguiente, que junto a poetas más antiguos haya historiadores más tardíos: Diodoro, Apolodoro, Homero, Hesiodo, Heródoto, Tucídides, Jenofonte.» (Nota de Wolf.) 43 «Desde un punto de vista estético yo elegiría los escritores máximamente perfectos. No puedo convencerme de la utilidad del otro punto de vista. Desde esta perspectiva, de acuerdo con mi opinión, para un alemán la preeminencia la tiene el estudio de la literatura alemana.» (Nota de Dalberg.) 44 «Crítica e interpretación son tareas importantes para el lingüista, menos importantes para el hombre que busca en la literatura sabiduría vital y conocimiento de los hombres.» (Nota de Dalberg.) «No utilizar ningún pasaje sin conocer exactamente a todo el autor.» (Nota de Wolf.)

SOBRE EL ESTUDIO DE LA ANTIGÜEDAD Y DE LO GRIEGO EN PARTICULAR

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41 2) Descripción del estado de los griegos, antigüedades griegas en el sentido más amplio de la palabra, al que el fin final aquí dispuesto da la máxima extensión. Este trabajo auxiliar es necesario en parte para la comprensión de las fuentes particulares, en parte para una mirada panorámica universal y como introducción para el estudio global en general.45 Cualquier escritor sólo trata un objeto particular, y no se está en condiciones de aprehender lo particular en toda su concreción sin estar instruido convenientemente sobre la situación en general. [I, 280]

42 3) Traducciones. En atención al escritor traducido éstas pueden tener una triple utilidad: 1. darlo a conocer a aquellos que no están en condiciones de leer por sí mismos su original; 2. para aquel que lee él mismo el original, para servir a la comprensión del mismo; 3. para aquel que está a punto de leer el original, para iniciarlo en su manier, en su espíritu. Si se determina la importancia de esta distinta utilidad según el punto de vista aquí adoptado, entonces la primera es la más pequeña e insignificante; la segunda es más importante, pero todavía pequeña, puesto que a este respecto las traducciones son el peor medio auxiliar; la tercera, empero, es la más importante, puesto que mediante ella la traducción anima a la lectura del original y apoya al mismo lector de una manera más elevada, en la medida en que no notifica pasajes concretos, sino que, por así decirlo, afina el espíritu del lector con el del escritor, y también este último aparece todavía más claro cuando se lo observa en el medio doble de dos lenguas distintas. La obtención de esta última utilidad únicamente debe conducir a la valoración del original y, así, la máxima utilidad de una traducción es aquélla que se destruye a sí misma. Las exigencias fundamentales de una traducción varían en función de este triple fin. Respecto del primero, se exige acomodar el ————— 45

«Este estudio exige toda la vida de un hombre, es muy apreciable para hombres como Heine y Wolf, no práctico para el hombre de negocios.» (Nota de Dalberg.)

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escritor antiguo traducido al lector moderno, así pues, desviaciones intencionadas de la fidelidad;46 respecto de la segunda, fidelidad de las palabras y de la letra;47 respecto de la tercera, fidelidad del espíritu, si puedo decirlo así, y de las ropas con las que se viste, donde mucho depende, sobre todo, de la imitación de la dicción en los prosistas y del ritmo y la métrica en los poetas.48

4349 Para producir en toda su magnitud la utilidad en lo anterior expuesta, el estudio de la Antigüedad [I, 281] exige la máxima sabiduría, máximamente desplegada y exactísima, que, es natural, sólo puede encontrarse en muy pocos. Pero la utilidad, también presente si bien en grados menores, siempre existe cuando uno se ocupa con este estudio sólo en general, aunque con menor empeño por la profundidad; finalmente, incluso se comunica a todos aquellos para los que este estudio permanecerá por siempre ajeno. Pues, en una sociedad altamente cultivada, cualquier conocimiento de un particular puede denominarse, en el sentido más exacto, propiedad de todos.

————— 46

«Así, Wieland.» (Nota de Wolf.) «Así, Voss.» (Nota de Wolf.) 48 «Excelente.» (Nota de Dalberg.) 49 «Debo admitir que concuerdo con la opinión de Pope. Quien desea beber de las fuentes que lo haga hasta el fondo o que las deje estar; los hombres semiinstruidos son hombres desafinados, la gracia natural desaparece en tales hombres y la noble consumación en la educación del gusto puede conseguirse mediante un estudio constante.» (Nota de Dalberg.) Dalberg se refiere a Alexander Pope, Essay on Criticism, 2, 16: «Drink deep or taste not the pierian spring». 47

[III, 136] Latium y Hellas1, o consideraciones sobre la Antigüedad clásica

La ciudad de los romanos domina toda la tierra, en tanto que no es inaccesible y está habitada por hombres. DIONISO HAL., Antiquit. I, 4.2

H

ay un cuádruple disfrute de la Antigüedad: por la lectura de los escritores antiguos, por la contemplación de las obras de arte antiguas, por el estudio de la historia antigua, por vivir en suelo clásico. Grecia: sentimientos de más profunda melancolía. Roma: punto de vista más elevado, panorámica más completa. Todos estos distintos placeres ofrecen en conjunto la misma impresión, sólo que acrecentada en distinto grado, y lo característico de esta impresión consiste en lo siguiente: en que cualquier otro objeto parece apropiado tan sólo para una única ocupación; la Antigüedad, por el contrario, parece una patria mejor, a la que siempre se regresa con agrado; [III, 137]

————— 1 Como es obvio, Humboldt utiliza el término latino para referirse a la región del Lacio y el griego para referirse a Hélade. 2 Dioniso de Halicarnaso, Antiquitates Romanae I, 3, 3, y n. I, 4.

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en que a partir de ella se hacen comprensibles todos los múltiples sentidos y tipos de representación humanos, los cuales, si se transitase inmediatamente del uno al otro, no se comprenderían fácilmente; en que muchos otros objetos conmueven de múltiples maneras, pero ninguno satisface tanto todas las demandas, es tan redondo, infunde tanto una paz perfecta y al mismo tiempo enérgica; en que ocuparse con la Antigüedad nunca conduce la investigación a un final y el disfrute nunca sacia; en que parece como si pudiera cavarse en un campo pequeño, estrechamente delimitado, a una profundidad siempre más insondable para obtener perspectivas siempre mayores, en la que las formas largo tiempo conocidas mudan siempre a una nueva altura y delicia, y se conjuntan en nuevas consonancias. Lo que produce esta impresión puede denominárselo modo de tratamiento de los antiguos. Lo máximamente peculiar de este modo de tratamiento es: que permite aludir al juego de la naturaleza humana en sus efectos máximamente individuales y máximamente simples, nada más que mediante purificación y concentración; que permite aludir por todas partes a lo ideal; que permite tener siempre a la vista, con la máxima libertad posible frente a los intereses materiales, sólo esta forma, este tránsito de lo individual a lo ideal, de lo más simple a lo más elevado, de lo particular al universo, haciéndolo sonar por todas partes como un ritmo libre, sólo con textos eternamente diferentes a modo de diferentes melodías; en esta medida, que permite tratar simbólicamente todo en su totalidad y particularidad, sólo más o menos, y en ello estar dotado de un sentido del ritmo tan feliz que se respeta tanto la pureza de la idea como la individualidad de la realidad. A este respecto, determinación del concepto de símbolo3 y advertencia de no separar lo visible y lo invisible de modo tal que lo uno fuera meramente la envoltura de lo —en caso contrario independiente— otro. El espíritu que establece un modo de tratamiento semejante (pues sus creadores fueron innegablemente los griegos) debe ser él mismo similar. De una manera un poco diferente, pero que conduce la mirada más lejos, ————— 3

Esta determinación la emprenderá Humboldt en Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos, en esta misma edición, pp. 171 y ss.

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también cabe, en efecto, describir al griego (aquel al que cabe pensar únicamente como el autor de las obras auténticamente griegas) del siguiente modo: [III, 138] que su carácter más esencial consiste en representar la forma de la individualidad humana como debería ser y, ciertamente, lo cual es una condición secundaria más azarosa, hacerlo preferentemente en objetos de la intuición. Aclarar esto exigiría un capítulo sobre la individualidad, cómo es y debería ser. Una consideración casi superficial y una reflexión mínima ofrecen ya las siguientes tesis. En tanto que también cabe describir un carácter según sus exteriorizaciones e incluso sus propiedades, la auténtica individualidad queda siempre oculta, inexplicada e inconceptualizada. Ella es la vida del mismo individuo y su parte que aparece es la mínima. En cierto modo, sin embargo, cabe conocerla como la consecuencia de un cierto afán que excluye un conjunto de otros afanes; como algo que deviene positivamente por medio de la limitación. En virtud de la disposición de nuestra razón, esta limitación conduce a un ideal por encima del individuo. La comparación de varios individuos con este ideal y entre sí hace posible contemplar la complementación mutua de varios para representar el ideal, y algunos individuos conducen expresamente a él. El ejemplo más llamativo de esto es la diferencia de los géneros, y un espíritu particularmente atento a la misma puede llegar a conocer de la forma más perfecta mediante ella la relación del individuo con el ideal, y a partir de aquí encontrar de la manera más sencilla todos los otros casos similares presentes en la creación. Especialmente en este ejemplo se aprende que también para la clase más limitada, y finalmente incluso para el individuo, hay un ideal, que se alcanza porque se hace más estricta y menos unilateral la consecuencia del afán, o dicho de otra manera, muestra la peculiaridad más mediante aquello que es que por lo que excluye. Pero puesto que todo ser sólo puede ser algo por el hecho de que no es otra cosa, por ello, hay una contradicción verdadera e insalvable y un

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abismo infranqueable entre cada individuo y cada individuo, también entre los máximamente emparentados, y entre todos y el ideal, y el mandamiento de alcanzar el ideal en la individualidad es de imposible cumplimiento. Sin embargo, este mandamiento no puede abolirse. [III, 139] Por tanto, aquella contradicción tiene que ser aparente y, de hecho, sólo surge a partir de la incorrecta separación de aquello que, correctamente sentido, es uno y lo mismo. Nada viviente y, por tanto, ninguna fuerza de ningún tipo puede verse como una sustancia que o bien descansa en sí misma o bien en algo otro, sino que es una energía que depende única y exclusivamente de la actividad que en cada momento lleva a cabo. El pasado más lejano sólo existe en el momento presente y el universo entero se aniquilaría si su hacer pudiera aniquilarse. Ninguna fuerza está completa con aquello que ha hecho hasta ahora. Se incrementa con cualquier hacer; tiene ya un exceso nunca conocido sobre cada uno de sus haceres y no cabe calcular sus producciones futuras a partir de las precedentes. Puede y debe surgir eternamente lo nuevo. Así pues, es un absurdo pensar un ser divino omnisatisfecho e inmutable. Pues no es meramente algo inconceptualizable para nosotros, que estamos ligados a las condiciones del tiempo, sino que, en tanto que fuerza en reposo, contiene una auténtica contradicción y, en la medida en que escapa del tiempo, se fundamenta en conceptos de espacio y sustancia falsamente empleados. La verdadera infinitud de la fuerza divina descansa en la capacidad, que cohabita en todo lo creado, de configurarse eternamente nueva y siempre más grande, mas no puede hispostasiarse separada de lo creado. La fuerza individual de uno es la misma que la de todos los otros y de la naturaleza en general. Pues sin ello no sería posible ninguna comprensión, ningún amor, ni ningún odio; también se reconoce por todas partes la misma forma. ¿Dónde radica la diferenciación de los individuos? Es difícil de concebir y realmente inexplicable. Dado que el hombre sólo puede ser aclarado mediante la reflexión y ésta sólo puede acontecer mediante la contraposición de un objeto y un sujeto, ¿cómo explicarlo si también la fuerza del universo, en el nivel que la conocemos, tendría que estallar en una multiplicidad para llegar a alcanzar claridad sobre sí misma?

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Desde esta perspectiva la contradicción antes mencionada adopta una forma totalmente distinta. Por una parte, no se habla de sustancias fijas, circunscritas por fronteras inmodificables, sino de fuerzas-energía [III, 140] eternamente cambiantes; además, existe por todas partes una misma fuerza, quizá única, que más da distintas visiones del mismo resultado que diferentes resultados; y el ideal sólo es una imagen mental que precisamente por ello puede poseer la universalidad de la idea, porque le falta el carácter determinado del individuo. Pues para representarse por completo la fuerza individual, además de la existencia limitada del momento, debe pensarse en ella dos cosas: su oculta e inexcrutable capacidad, que tan sólo se manifiesta ahora en tal limitación, y las ideas, que son un reflejo inmediato de esta capacidad, que, empero, no posee fuerza para hacerse válida como realidad, esto es, como vida. Por ello, ciertamente, entre idea y vida hay una distancia eterna, pero también un eterno combate. La vida se yergue hasta la idea y la idea se transforma en vida. Así es —para regresar más de cerca a nuestro asunto— la forma de la individualidad como debería ser, el esfuerzo de una fuerza penetrada por la conciencia viviente (el hecho de que ella, la forma de la individualidad, está unida de la manera más estrecha con las capacidades de la naturaleza plenas de misterio e insondables, pero también infinitas) dentro de las fronteras de una determinada realidad respecto de aquello que corresponde a aquella oculta capacidad, pero que sólo puede aprehenderse como sanción y sólo puede representarse como idea. Para transitar de lo finito a lo infinito, que es siempre sólo ideal, únicamente sirven las fuerzas creadoras del hombre: imaginación, razón y ánimo, y éstas se sirven de ciertas formas que sólo toman tanta materia como para seguir siendo sensibles; estando en exacto parentesco con auténticas ideas y, en esta medida, siendo omnideterminables, siempre producen una impresión tal que su determinabilidad nunca aparenta fronteras limitadoras. Estas formas son la figura [Gestalt], el ritmo y la sensación. Aún cabría añadir una cuarta, difícilmente explicable, que flota por delante del auténtico filosofar como la medida de las sílabas ante un poema aún no encontrado. La figura está bajo las leyes eternas de la matemática del espacio, tiene como fundamento toda la naturaleza visible y habla al sentimiento de múltiples maneras.

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El ritmo surge de las relaciones numéricas plenas de misterio, pero necesarias, domina toda la sonora naturaleza y es el acompañante incesante, invisible, del sentimiento. [III, 141] La sensación añade a la forma de este último el poder del sentimiento y sigue a las ideas directrices del ánimo. Si se regresa a las cualidades particulares, el espíritu griego, la forma de la individualidad tal y como ha sido expuesta, se encuentra entonces en él en los siguientes momentos: 1. en el hecho de que todo en él es movimiento, vida que brota eternamente múltiple, y en que en él todo depende más del afán que de aquello a lo que el afán apunta; 2. que el afán siempre es de naturaleza ideal y espiritual; 3. que es propio de él aprehender en la realidad el carácter verdadero y puramente natural de los objetos, 4. y tratarlo idealmente en la reflexión; 5. que en la elección de una materia siempre reúne, en la medida de lo posible, los puntos finales de toda existencia espiritual, cielo y tierra, dioses y hombres, y en la representación del destino aboveda como en clave de bóveda. Las formas de las que se sirve son sobre todo: 1. la figura, de la plástica; 2. el ritmo, de la poesía; 3. la sensación, de la religión despertada por el entusiasmo de la fantasía. Tal vez se objetará que esta exposición es en exceso artificial y se afirmará que el espíritu griego puede explicarse suficientemente por la influencia de una naturaleza juvenil sobre el ánimo rico en fantasía de un pueblo surgido bajo un clima feliz y bajo circunstancias históricas favorables. Más adelante se dirá en qué medida esto debe dar cuenta de la posibilidad del surgimiento de una nación como la griega. Pero como descripción en modo alguno contradice lo precedente, que tan sólo lo expresa más determinada y más exhaustivamente.

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Pues va a parar a que ello hizo que el griego comenzara y recorriera eternamente de nuevo el camino que conduce de la simplísima sencillez natural a la belleza y sublimidad máximamente inalcanzable, y señala su peculiaridad para enlazar un carácter altamente práctico y altamente ideal. En general, cabe describir cualquier peculiaridad humana significativa desde múltiples perspectivas, de las cuales sólo una es ora más determinada, ora más fácilmente explicable, ora más fructífera que las otras. Una que surge de inmediato a partir de lo precedente [III, 142] y que resulta recomendable porque puede emplearse de muchas maneras es la siguiente: Todo lo que el espíritu griego produjo respira la perspectiva profundamente aprehendida de la forma de la naturaleza, así como la dirección fija de la fantasía sobre las leyes eternas y constantes del espacio y del ritmo. Ambas se unen en el concepto de organización, que domina toda la naturaleza viviente, y que es dominado a su vez por las más elevadas relaciones del espacio y del número. Puesto que vida y organización se exigen recíprocamente al mismo tiempo, en lo orgánico le interpelaba al griego al mismo tiempo la fuerza configuradora interna. Este concepto de organismo predominante en él hacía que temiera y desdeñara todo lo que no se separara en claras relaciones de partes y todo, lo que no subordinara su materia e incluso su forma a la idea de un todo, lo que no respirara una fuerza interna, libremente actuante. Pero, más de naturaleza sensible que intelectual, el griego sólo amaba lo que se ensamblaba sin esfuerzo, y la idea de partes infinitas, siempre de nuevo orgánicas en sí, y de un todo que se desmembraba con facilidad en tales partes, es una idea extremadamente fructífera para describir y explicar la peculiaridad griega. Después de haber anticipado lo anterior en general, ahora deseamos intentar presentar, de corrido, los objetos máximamente importantes a partir de los cuales aún cabe reconocer el espíritu griego, exponiendo con brevedad y en pocos momentos lo predominantemente característico de ellos; lo haremos sucesivamente en el arte, la poesía, la religión,

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las costumbres y usos, el carácter público y privado, y la historia.

1. EN EL ARTE El único principio que conduce a una explicación correcta del arte griego es que recorrió exactamente el camino contrario al que habitualmente se presupone: no se elevó, comenzando por una tosca imitación de la naturaleza, hasta un ideal divino, sino que, partiendo del puro sentido por las [III, 143] formas universales del espacio, la simetría y la corrección de las proporciones, creó a partir de ellas un ideal divino y así descendió hacia los hombres. Parecerá ridículo indicar un curso a priori al arte griego, derivarlo más de las secas formas de la matemática que de la manante plenitud de la vida. Pero me remito al juicio de cualquiera que sepa ver la Antigüedad con un sano sentido: si —condúzcase también respecto de la verdad como quiera— no parece menos perfecto así que si el artista griego hubiera tomado su camino a partir de la idea y no hacia la idea. Entonces se comprende por sí mismo que en el arte, donde se unen necesariamente idea y experiencia, nunca puede tratarse de una exclusión, sino tan sólo de un predominio de una de las dos. Tal vez la siguiente deducción haga lo dicho más comprensible y menos paradójico. En la medida en que no copia al antiguo, y en el sentido antiguo, el arte más moderno parte en la representación de la imitación de la naturaleza, y en el significado busca con esfuerzo la belleza, el carácter o ambos al mismo tiempo. Trata la naturaleza sin poseer una clave mediante la cual pudiera explorarla para conocer las únicas formas puras utilizables, que están ocultas y por así decirlo tapadas por su infinita multiplicidad e individualidad, y de los fines que pone uno es oscuro y difícilmente determinable y el otro conduce fácilmente a un ámbito ajeno al arte. A este respecto hay que disculpar al arte más moderno, porque incluso lo seduce la facilidad de la ejecución, que le han procurado tantos ejercicios preparatorios, pues tiene modelos insuperables y se le induce a querer igua-

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larse inmediatamente a ellos, sin siquiera estudiar en ellos la fatigosa vía que él, como si fuera su hermano mayor, tendría que recorrer hoy en día. El arte griego dominaba la multiplicidad de la naturaleza mediante el simple concepto de la relación orgánica y alcanzaba la belleza y el carácter sin aspirar inmediatamente a ellos, tan sólo empeñado en imprimir en su obra aquellas formas simples con la máxima corrección y simetría posibles. Sin embargo, el arte griego nunca habría podido seguir este camino si, por así decirlo, hubiera tenido que empezar desde el principio, y no, tan sólo, haber tomado lo que otro pueblo con profundo sentido, [III, 144] mas excesivamente rígido y férreo, hubo elaborado a lo largo de siglos tan sólo con uniforme aplicación. El arte egipcio era rígido, pero grandioso, y sólo pudo mantener un impulso más libre y más feliz en sus meticulosísimas proporciones. La ciencia egipcia dio a conocer a los griegos los principios matemáticos, que quizá (como la teoría de la esfera, que Hércules habría traído de Egipto)4 eran muy sencillos, pero que agarraron con fuerza infinita el juvenil espíritu alcanzado aquí por vez primera por la belleza de las ideas. Puesto que la determinación de las obras de arte griegas era originariamente religiosa, el concepto de proporción fue objeto de una doble atención. Pues los griegos rechazaron aludir al poder supraterrenal de los dioses mediante signos jeroglíficos5 y buscaron expresarlo inmediatamente en la proporción de sus miembros, en la medida en que ellos configuraron sus figuras según las leyes de acuerdo con las cuales se movían las esferas y las estrellas, y según las cuales se regía el cosmos. Pero estas proporciones dominan miembros de un cuerpo orgánico, que vivifica una fuerza que habita en él, y aquí reside la maravillosísima peculiaridad del arte antiguo: que cada parte particular parece irradiar de esta fuerza y volver a sumergirse en ella. Es absolutamente imposible comprender cómo es esto posible, mostrar cómo hacerlo; es la parte del arte que no cabe explicar por la corrección de las proporciones, la elección de las formas, la imitación de la naturaleza, etc., puesto que no reside en nada ————— 4 Cfr. Diodoro Sículo, Bibliotheca 4, 27, 5, que, sin embargo, no habla de los egipcios, sino, al igual que las restantes fuentes, de Atlas y el globo terráqueo. 5 O sea, con una escritura sagrada de carácter simbólico, como —de acuerdo con Humboldt— sucedió entre los egipcios.

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particular, sino que antes bien amalgama y vivifica todo lo particular. Pero de la siguiente manera es posible, sin embargo, aclarar algo el misterio. El espíritu humano tiene una fuerza innegable para irradiarse inmediatamente a sí mismo y en su figura más peculiar, para adherirse a una materia tan pronto ésta es vencida por una idea, como algo emparentado con su naturaleza, y a ser cognoscible en ella. En qué medida alcanza a este respecto el éxito, depende de su empeño y dirección fija, así como de la [III, 145] pureza y el poder con el que la idea está acuñada en la materia dada. Así pues, cabe explicar en alguna medida el maravilloso fenómeno por el hecho de que la fantasía del artista griego estaba enteramente enardecida por la idea de esta fuerza vivificadora de su obra de arte y productora a partir de sí de cada parte de la misma, y porque ella daba a su sentido mayor grandeza e intimidad, a su ojo mayor agudeza, a su mano mayor seguridad. Pues a partir de aquí puede surgir una consecuencia y una concordancia de las partes más imperceptibles de todos los contornos, que escapa de toda medida y toda alusión en particular; incluso en la fortaleza y ternura con la que están trazadas dos líneas por lo demás perfectamente iguales se reconoce la distinta fuerza de la fantasía del artista. Así pues, el artista griego aspiraba sobre todo a algo que confiaba a la profundidad de su obra, para que a partir de ella irradiase de nuevo hacia el exterior como vida libre. Con gusto se mantenía dentro de fronteras determinadas porque sabía hacer este pequeño campo diferente y diferentemente fructífero; buscaba más la simplicidad que la multiplicidad, más la firmeza, la corrección y la severidad que la facilidad y la gracia. Por ello, y por la determinación externa religiosa o incluso pública del arte, por el aprendizaje metódico en escuelas y por un noble temor a desmejorar lo antaño acertadamente encontrado, surgió el trabajo con caracteres determinados y con caracteres ideales divinos, puesto que se mantenían a la vista las máximas y máximamente puras proporciones de la figura, así como la profundísima vida. Pero lo que merece máxima admiración es que ya en la época del arte más estricto6 siempre se evitó la sequedad y la dureza y que, en consecuencia, toda la plenitud de la vida se trasvasó tanto a aquellas grandes formas ————— 6

El periodo más arcaico.

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originarias, que la simple imitación de la naturaleza pareció haber disuelto su terrenal pobreza en un elemento más noble. El arte de ninguna nación y de ninguna época rebosó tanta riqueza y tal abundancia de figuras, y aquí se acredita de nuevo la excelencia del nunca abandonado método fundamental. Pues como para parecer grande no necesitaba las masas gigantescas de los egipcios, su riqueza no exigía una multiplicidad superflua de figuras. A partir de la profunda fuerza que insuflaba a sus obras, manaba tanto la opulencia de una bacante [III, 146] como la sublimidad de un Zeus. Era grande sin exageración y rico sin ostentación. Pero así como la forma pura de la proporción domina en la figura particular, así hacía también en la multiplicidad de los múltiples, ligados, contornos: los meros contornos —totalmente carentes de significado, tomados tan sólo como líneas encantadoramente enlazadas— de una bacanal o de un tritón y un carro de ninfas acompañan y circundan, cual elemento que se acomoda suavemente, a las figuras reales, como la medida de las sílabas a las palabras e imágenes de un ditirambo. Pues como el griego siempre guardaba la tenue frontera de tratar al arte como arte y no como naturaleza, determinaba la disposición externa (en cierto modo el marco de su obra: la forma de un sarcófago, de un frontón, de la hornacina de un templo) preferentemente con el modo de tratamiento de su materia, y aun daba a su obra, además de su forma orgánica y significativa, una forma arquitectónica propia. El griego sentía hasta en la fibra más profunda de su pecho que el arte es algo superior a la naturaleza y que es el símbolo vivísimo y máximamente expresivo de la divinidad. Con infatigable esmero, no descuidaba ningún trazo, por pequeño e insignificante que pareciera, para separar al arte como arte de la realidad, y como realidad de la idea intelectual, y tan íntimamente entrelazaba figura y significado que sólo el más vulgar espectador de sus obras podría considerar a la una como la indolente envoltura del otro. Así procedía él en la obra de arte particular; pero en la sucesión de todas separaba con fronteras igualmente determinadas los distintos géneros; y abarcaba con su ciclo completo toda la creación y el mundo y la historia que le eran conocidos, recorría todos los momentos de la fuerza de la existencia viviente desde los semianimales tritones hasta el padre de los dioses y los hombres; todos los elementos desde los aires hasta los abismos del

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mar y la tierra; todas las épocas de la vida desde el nacimiento hasta la divinización y los castigos de ultratumba; los puntos finales del mapamundi desde los rasgos hindúes de Baco hasta el jardín de las Hespérides;7 y toda la serie de la época heroica desde la lucha de los titanes hasta la conquista de Ilión.8 [III, 147]

2. EN LA POESÍA A diferencia del arte figurativo, la poesía no tiene un campo delimitado, sino uno inconmensurable que abarca toda existencia. Es arte en la medida en que intenta representar la creación como un todo que se configura desde el interior por su propia fuerza, expresar el principio vivificador que no puede decir ninguna otra descripción, ni alcanzar ninguna investigación que no parta del entusiasmo; y para la realización de su negocio se sirve del ritmo, el cual, como un verdadero mediador, como legalidad externa, domina los movimientos del mundo y, en tanto que legalidad interior, las modificaciones del ánimo. Lo característico de lo griego es que lleva a cabo este fin universal de toda poesía con una armonía más abarcadora, con mayor claridad y simplicidad, una armonía que se acomoda más fácilmente al todo. También aquí el griego aspira sobre todo, tan sólo, a la magnitud y pureza de las formas; indica más simplemente el camino recorrido en tanto que se demora en puntos particulares y, a partir de la multiplicidad de la materia finita, obtiene la idea que la enlaza con lo infinito. En esta medida, también aquí alcanza por un camino más sencillo un grado más elevado del arte, así como símbolos de la realidad más plenos de significado. Los metros griegos demuestran que en la raíz de la poesía griega habita esta sensibilidad y no, como en otras naciones, una más limitada y más ————— 7 Es decir, todo el mundo conocido por los griegos: desde el extremo oriente hasta occidente. 8 O sea, desde los tiempos míticos más originarios hasta la caída de Troya, ya en tiempos históricos.

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subjetiva. Nunca la poesía de ningún pueblo se ha movido en un elemento tan amplio, que se adapta de inmediato tan suavemente a todas las sensaciones, que palpita con tanta plenitud. El verso más originario y más antiguo de los griegos, el hexámetro, es al mismo tiempo el compendio y la nota tónica de todas las armonías del hombre y la creación. Si maravilla cómo fue posible encerrar tal amplitud y tal profundidad en tan sencillas fronteras, si se considera que este único verso es el fundamento de todos los otros ritmos poéticos, y que sin la magia de estas armonías habrían permanecido eternamente inexplorados los más maravillosos misterios del ánimo y de la creación, no se intenta entonces en vano explicarse el surgimiento de un fenómeno que sobrevino tan repentinamente. Si uno piensa el constante ir y venir de todo el movimiento viviente de la creación entera aspirando a una armonía legaliforme, entonces es como [III, 148] si al final ella hubiera sosegado su opulento balanceo en esta medida fácilmente delimitadora, tranquilizándose mecida de esta manera, que, entonces, tomó un pueblo felizmente organizado y ligó a su lengua. Más parece pertenecer este verso al ritmo del mundo que a los balbuceos de los sonidos humanos. Pues hay de hecho mayor objetividad en los metros de los griegos que en cualesquiera otros de las naciones que nos son conocidas, y esto se muestra sin esfuerzo en la trabazón de sus elementos y en la organización de sus miembros. La mayor parte de las veces el ánimo procede a empellones en su manera de sentir, hace duras divisiones, estridentes contraposiciones, manifiesta su poder propio que a menudo se convierte en arbitrariedad. En los movimientos, por el contrario, como en las formas de la naturaleza, hay mayor solidez, los tránsitos son más suaves, la regularidad se muestra más en el todo que abriéndose paso en las partes, y precisamente esto constituye también la peculiaridad de los metros griegos, que siempre evitan el retorno de cláusulas enteramente iguales (en especial de las breves), que siempre ocultan la ley en la multiplicidad, mostrando a la par en ella, aunque encerrándola en firmes límites, cómo dejar extinguirse por sí sólo, en vez de cortarlo arbitrariamente, lo que llegó a resonar. La regularidad del metro griego sólo parece estar determinada para moderar la en exceso opulenta y rica plenitud de la eufonía y para presentarla al oído en secciones fácilmente abarcables; en las naciones más modernas, por el contrario, la regularidad debe representar la gracia de la misma eufonía.

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La misma lengua muestra que la poesía griega tomó de hecho este camino. Ninguna de las lenguas que conocemos es tan rica en múltiples ritmos, ajusta tanto las cesuras del verso a las de las palabras, ni lleva tan lejos más el carácter de la naturaleza sonora que una única manera de sentir humana, como, por ejemplo, el latín en la solemnidad, el italiano en la ductilidad, el inglés en la fuerza para ir al corazón y sacudirlo. ¿Cómo habría sido esto posible si no se supone que un gran pueblo, incluso dividido en distintos linajes, infinitamente vivaz, eternamente locuaz y canoro, estuvo animado por un sentido dirigido por la naturaleza al ritmo y a la eufonía? Sólo en los labios [III, 149] de un pueblo semejante pudieron pulirse las ásperas y colisionantes sílabas, antes unidas por otros principios que los del oído; sólo en sus labios tuvieron que contraerse y alargarse por sí mismos los sonidos. El afán principalísimo y originario del ritmo griego apunta a la plenitud y riqueza de elementos ligeramente regulados, y si se coincide con lo dicho más arriba sobre la sensación —que, en efecto, allí donde da el impulso, la forma está ahí más desnuda y seca— se ve entonces que este afán, como sucede en general entre los griegos, es al tiempo un afán desde sí hacia el exterior, hacia la naturaleza, hacia la aproximación al principio en ella que todo lo vivifica. Pues siempre se trata de la misma búsqueda de lo infinito en lo finito, de la divinidad en lo terrenal, puesto que es innegable que en ella hay más que lo terrenal y que este más sólo es accesible para el entusiasmo. Por todas partes define al espíritu griego este impulso hacia lo divino. Se presenta en toda su belleza en los nobles esfuerzos de los individuos y del pueblo; pero su silueta impera incluso en lo totalmente insignificante, incluso en los errores y extravíos, al igual que la sombra de Hércules merodea en los infiernos mientras él mismo reina entre los celestiales.9 Nada, empero, acerca tan inmediatamente lo inalcanzable máximo como la música y el ritmo, puesto que en el arte plástico siempre estorba la limitación a un objeto determinado, y los antiguos tenían al mismo tiempo —lo que tienen que agradecer en exclusiva a la eufonía de su lengua— la ventaja de poder enlazar con la expresión del pensamiento una música maravillosa al punto de serles ajena la separación entre poesía y música, que tal vez no habría sur————— 9

Odisea xi, 601 y ss.

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gido sin una época que fue demasiado pobre en pensamiento y en lenguaje para ser capaz de una poesía digna, y demasiado rica en un sentimiento acrecentado por la piedad como para servirse de una música más indigente. Los metros griegos no toleran en modo alguno una comparación con los nuestros, ni han sido imitados directamente por los nuestros. Aquéllos son música real, éstos a menudo tan sólo algo artificioso que debe elevarse a la categoría de arte por medio del genio del artista. Incluso su imitación tiene límites. Pues sólo cabe imitar, sobre todo, la regularidad de la organización, no la plenitud y belleza [III, 150] de los elementos, y precisamente en ésta, como hemos visto, reside el momento más importante en el efecto que producen. El contenido también está conformado con el mismo espíritu que domina en el ritmo de la poesía griega, a saber, también aquí todo se subordina a la forma; precisamente por ello el tratamiento se hace casi plástico. Pues es como si el fin de toda la poesía griega sólo apuntase a representar, como una única figura colosal, al género humano en su contraposición y en su comunidad con los dioses, y con ellos al mismo tiempo al destino. Tan poderosa y tan puramente se enlazaba todo. En esta medida, se rechazaba y evitaba con diligencia todo lo excesivamente individual. En los rasgos de su carácter marcadamente diferenciados, pero simples, no debía aparecer el individuo particular, sino el hombre. En la poesía, como en la plástica, estos rasgos están incluso fijados ya de manera inmodificable. No se pensaba en multiplicarlos, sino en grabarlos en el ánimo de múltiples maneras. De igual modo, la poesía también tenía un círculo determinado y la seria no descendía a la vida civil y común. El pensamiento, como la sensación, se atenía a la misma claridad y evidencia, universal e incontestable. Como en ésta lo excesivamente particular, en aquél se evitaba lo demasiado abstracto. Pero en este ámbito tan determinado podía producirse en su cooperación máximamente viva toda profundidad, claridad, sensorialidad e idealidad. La profundidad no es una sofisticada cavilación, sino aquélla que, por así decirlo, se constituye por sí misma, del mismo modo que el ánimo es sacudido de la manera correcta. La claridad no es tal que aleje todo lo que parecía oscuro o enmarañado, sino aquélla que separa con decisión la materia máximamente rica y máximamente plena de contenido.

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La sensorialidad no descansa meramente en la riqueza de objetos e imágenes sensibles, sino en su sabio tratamiento, el cual recorta la sobrecarga que sólo estorba al sentido, y a la hora de elegir destaca precisamente aquello que se siente universalmente de la misma manera. La idealidad, finalmente, apunta en su mayor parte a la alta y noble perspectiva de enlazar siempre a los hombres con los dioses, [III, 151] al método de ponerla siempre en el punto de vista donde la imaginación ya está habituada a desterrar todo lo pequeño y usual, a partir del incesante regreso sobre las reflexiones más profundas y más detenidas, pero, además y sobre todo, a partir de la exactitud y corrección de toda la ordenación. Pues todo lo aquí expuesto sólo tiende a convertir la realidad, tan pura y fielmente como sea posible, en símbolo de la infinitud, en la medida en que uno, por una parte, sólo saca de aquélla lo que es sobresalientemente capaz de representar la idea expresada en ella, y, por otra, afina al ánimo para reconocer en sus rasgos sólo esta idea. Aunque haya alcanzado en ciertos aspectos algunos méritos particulares antes de ella, toda poesía que se aleja de la griega o queda tras ella, o bien apunta de manera demasiado unilateral a la idea, o bien se pega a la realidad, o bien no tiene fuerza para sustentar a ésta simbólicamente con plena sensibilidad. La peculiaridad de la griega es estar orientada, con todos los medios, para alcanzar, para poseer, este fin; de ello, por decirlo con una palabra, forma parte sentir el tipo de fuerza que vivifica toda la creación. Pues este tipo consiste en hacer valer cualquier momento del efecto no como significativo en sí y aislado, sino como expresión de toda la infinitud de la fuerza, cuyas exteriorizaciones ya desarrolladas porta en sí como resultado, y cuyas exteriorizaciones aún no vistas manifiesta en su idea.

3. EN LA RELIGIÓN El espíritu de los griegos se manifiesta en parte en la índole de su religión, en parte en la manera de utilizarla. En ambas queda claro que el griego se elevaba en todas partes hacia lo suprasensible,

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que esto no lo hacía a partir de consideraciones supersticiosas, sino a partir de la pura alegría por las ideas, a las que dejaba totalmente en libertad; que buscaba la naturaleza de lo suprasensible en las puras ideas que dominan de hecho la realidad, como leyes grandes y eternas; que, empero, finalmente ligaba con éstas de una manera maravillosa la sensibilidad más viva, y que, por tanto, también aquí permanecía simbólico. [III, 152] Que para los griegos la religión no era meramente una pobre necesidad de la superstición, sino que entretejían en ella todo su espíritu y todo su carácter, que el individuo sentía en sí mismo su necesidad y que los Estados concedían libertad, se muestra si se considera cuánto encontraba el griego en su religión: 1) El contenido auténticamente religioso y moral, sobre todo el temor ante lo inconceptualizable, lo suprasensible, sin el cual no cabe pensar ninguna grandeza y belleza verdaderas del ser humano. 2) Un mundo viviente de seres que, según su entera condición, son hombres nada más que libres de sus defectos, más aún, que de éstos aún portan en sí todo lo que es grande, fuerte y opulento, y que sólo de una manera maravillosa extirpan de ello lo moralmente censurable por la única presuposición de que son dioses. El espíritu auténticamente griego no conoce en el Olimpo ninguna imputación moral; para él los dioses sólo son meros símbolos de las fuerzas naturales en su libre imperar; son los hijos de la infinitud y están más allá de la triste gravedad del conocimiento del bien y del mal, a partir del cual surge el concepto de culpa. Desde la época en la que especialmente los filósofos (pues la burla de los poetas se deslizó de manera inocua) levantaron la voz contra la inmoralidad de los antiguos dioses, como hicieron primero Sócrates y Platón,10 se arruinó la inocencia del espíritu griego, y el arte y la poesía también recibieron pronto un golpe mortal en la medida en que se les privó de su gravedad y de su verdad. Pues por lo demás todo el ámbito del arte descansaba tanto en ————— 10

Referencia implícita, tal vez, a República, 377 e y ss.

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la religión, como su fundamento, que ambos se reencontraban recíprocamente uno en otra. 3) Oscuras ideas, pero por ello mismo actuantes con más fuerza, sobre la composición y el origen del universo. Pues aunque también debe ponerse aparte la posterior alegoría, a menudo pueril y de estrechas miras, ciertos protoconceptos de ello también están, innegablemente, en la raíz de las formas de representación más antiguas. 4) Su historia patria y toda la suma de sus noticias del mundo y tradición. De esta forma, la religión de los griegos era un compendio de todos los profundos y ocultos misterios del mundo moral, físico e histórico, en el que arte, filosofía y creencias populares se daban la mano, y donde la fantasía [III, 153] poetizadora, la especulación cavilosa y la mística alegorizante encontraban grandes estímulos para entrar más y más profundamente en ella. Ya la sola idea de que en la cima de todo había un destino al que hombres y dioses estaban igualmente sometidos, y que dominaba según enigmas por entero ciegos e incomprensibles, daba a la religión —para un pueblo de espíritu griego y sensibilidad griega— una profundidad insondable. La religión hizo descender esta idea del cielo como un lugar aislado, inaccesible para nosotros, y la bajó en medio de la naturaleza, a partir de cuyas maravillosas fuerzas y enigmáticas acciones combinadas podía surgir, en efecto, aquel incomprensible destino. Apartó al espíritu del desdichado método, destructor de todo, de querer explicar todos los fenómenos del mundo moral, amputar todo lo maravilloso, derivar en todas partes al modo humano el efecto a partir de la causa, aceptar bajo el nombre del azar fenómenos abarcados con la vista, no observados, e ignorar el eterno actuar de las fuerzas primigenias. Se opuso tanto a aquél que, reduciendo en muchos aspectos la divinidad, acepta una providencia que invierte eternamente la infelicidad en bienaventuranza, y que, para honrar en apariencia a la divinidad, entregándose a una pusilanimidad que tiembla sin cesar ante el dolor, denigra a la humanidad. En la idea del destino se aceptó libremente y sin reservas el milagro en virtud del cual el mundo perdura y actúa eternamente, y abraza con valor el pensamiento de que la existencia humana es frágil, lastimosa y similar a las sombras, pero sembrada de grandes y ricas

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alegrías, y, por la sublimidad de precisamente esta idea, la intranquilidad y el dolor que esta consideración tendría que despertar se disuelve en una suave tristeza. Ningún otro pueblo sino el griego supo acrecentar tanto el sentimiento de melancolía, porque en la representación más viva del sufrimiento no privó de sus derechos al disfrute más opulento y en el mismo dolor supo hallar serenidad y grandeza. Para convenir completamente con esto recuérdese tan sólo cuán mejor es el consuelo fúnebre homérico (¡tampoco la fuerza de Hércules escapa a la muerte!)11 que los nuestros, los cuales transforman el dolor en afrenta, toda infelicidad en un bien; y con qué vivacidad, incluso en los coros trágicos [III, 154] más dolientes, se expresa sin embargo el deseo de luz, aire y vida, y se enmiendan las ideas sobre la felicidad y la infelicidad, la serenidad y la melancolía. Cuando se encuentra más lo último en los modernos se confunde lo físico, a-ideal, con lo más fuerte y más elevado. Tampoco es correcto (y sobre todo esto merece tomarse en consideración aquí) que el hombre siempre vaya a la caza tan sólo de placer y felicidad. Su instinto más verdadero, su profunda, interna, pasión es satisfacer su determinación, aunque sea desdichada, al igual que la oruga se encarcela en el capullo y de otras maneras otros animales acuden al encuentro de su muerte. No hay ningún otro sentimiento más elevado, activo y fuerte, que se somete con noble temor ante un poder suprasensible, que todo lo domina, que aquél con el que Héctor exclama: ¡pues vendrá el día en el que perecerá la sagrada Ilión!12 y, sin embargo, en ningún momento deja de combatir con el valor más extremo. Un segundo momento, importantísimo, es que la religión no consistía en una serie de verdades demostrables o reveladas, sino que era un conjunto de sagas y tradiciones a menudo contradictorias. La búsqueda de una verdad religiosa, que surge de la intranquilidad moral de la conciencia, o de la intelectual, excitada por la duda, era ajena a los antiguos, al menos en su peculiaridad más bella. Su religión era para el pueblo, por un lado, mero sacrificio e idolatría; por otro, era parte del Estado, de la vida pública y doméstica; y para todos los que estaban más allá del pueblo, la religión era ————— 11 12

Iliada XVIII, 117. Iliada VI, 448.

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una ocupación con un mundo supraterrenal, que cada cual —según la naturaleza de su espíritu— podía considerar sensible y espiritualmente, literal y simbólicamente, en la que podían entrar por el portón del arte y la filosofía, de la ciencia y la historia. Los mismos griegos sabían muy bien que gran parte de sus mitos tenían origen extranjero; en esta medida, poseían en ellos la sabiduría oscuramente expresada de todos los pueblos, los intentos, los balbuceos de la humanidad por expresar lo infinito. Lo que aislado tendría que haberse perdido necesariamente, se recubrió de la venerabilidad del tiempo, de las naciones más antiguas y más alejadas. Pero el griego siempre vertía lo ajeno en su peculiaridad, [III, 155] y sólo en los tiempos más tardíos de Grecia y Roma se erigieron cultos extranjeros uno al lado de otro sin conexión alguna, producto de la superstición. Dejaba incluso salir todo de sí y convirtió Delfos en el ombligo del mundo,13 donde coincidían las águilas enviadas por Zeus a ambos lados. Aproximándose todo a sí y a su manera de sentir, reforzaba y vivificaba el efecto sobre la imaginación y el ánimo. El griego consideraba a todos sus dioses, más o menos, como hijos de la tierra que él habitaba; hubo para él un tiempo en el que los dioses se paseaban entre los hombres; en gran parte habían nacido entre ellos e incluso se mostraban algunas tumbas.14 La seca explicación de que los dioses eran hombres divinizados por gratitud sólo es propia de tiempos tardíos. La creencia más temprana y más bella no preguntaba por la posibilidad física o la verdad histórica. Pensaba un tiempo en el que los elementos de la creación no estaban tan diferenciados, los destinos no tan regularmente repartidos, donde el Olimpo y la tierra aún se entremezclaban entre sí, y cada linaje entretejía este tiempo con la historia de sus antepasados. Este dominio inmediato de las fuerzas de la naturaleza ni siquiera fue tenido por enteramente finalizado; aún perduró en ciertos casos y tan sólo se trasladó a regiones alejadas o solitarias. La estirpe de los héroes se enlazó de inmediato con la vida de los dioses sobre la tierra, con su historia y su servicio. Los egipcios no conocían esto. ————— 13 14

La noticia se lee, por ejemplo, en Plutarco, De defectu oraculorum, 409 e. Por ejemplo, la de Dioniso en Delfos (cfr. Plutarco, Isis y Osiris, 365 a).

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Ciertamente, todas las naciones han trasladado hombres al cielo y sus dioses a la tierra, varias han equiparado a hombres divinizados con dioses, o los han subordinado. Pero que ninguna lo haya hecho de manera tan extensa, con tantos pormenores, tan estrechamente enlazado con todos sus entornos, utilizándolo tanto para el enriquecimiento del arte y la poesía y para el fomento del espíritu nacional, como lo hicieron los griegos, muestra que sólo ellos poseían una tendencia eternamente viviente para transitar hacia lo más elevado y supraterrenal y para acuñarlo en bellas y nobles formas claramente visibles. Así como la religión de los griegos obtuvo, por una parte, [III, 156] de la forma dicha, un desarrollo en cierto modo exuberante y abundante por medio de la fantasía artística, del mismo modo, por otra parte, recibió pronto —ora por una necesidad más profunda de religiosidad, ora por la filosofía y el espíritu investigador— un segundo desarrollo por medio de los misterios. En ellos se ensanchó la fábula mediante mitos que en caso contrario habrían quedado ocultos; al mismo tiempo, empero, también fueron rectificados a menudo por un descubrimiento más libre de su origen; surgieron representaciones alegóricas que prepararon las más puras; prosperaron las primeras semillas de conceptos religiosos más verdaderos; y al mismo tiempo se formó el concepto de una santidad moral y religiosa más elevada de lo que exigía el culto habitual. Pero todo esto, entre poetas, filósofos e historiadores, miraba hacia la vida como a través de un velo; y por ello, en un pueblo que gustaba alzar la sensibilidad a símbolo, siempre vivificaba de nuevo en parte este impulso, en parte el esfuerzo intelectual en general. Es por lo demás notable que la religión dejara al arte una libertad tan ilimitada y que, como al menos en parte sucedió en Egipto, no lo ligara con una cierta rigidez de la forma o con un vestuario fijo; que, además, tantos alumbramiento supersticiosos de sortilegios, fantasmas y espíritus malvados, de los que, en efecto, también se encuentran abundantes huellas, no deformaran ninguna parte del arte mediante tratamientos extravagantes o incluso grotescos. Para el hombre vulgar la religión siempre es, más o menos, idolatría; el capaz de mejores sentimientos crea a partir de aquí convicción, ley y esperanza. Ésta es la necesidad auténticamente religiosa. A partir de ella surgen

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en familias y pueblos tradiciones y costumbres; éstas las utiliza el Estado y las dirige hacia sus fines. En esta medida, las religiones de todos los pueblos, especialmente de los antiguos, son iguales entre sí. La peculiaridad del griego en su religión se muestra en que se apartó tanto de esta mera necesidad que hizo de la religión un campo propio para su inclinación hacia lo supraterrenal y esto lo llevó a cabo de una manera armónica con su arte y su poesía, haciendo sensible y simbolizando y ateniéndose siempre a los límites de una humanidad verdadera, sólo que engrandecida e idealizada; tanto se apartó que a este respecto el Estado le dio tanta libertad que la religión griega sólo debe llamarse religión popular, nunca estatal, y que nunca malutilizó esta libertad. [III, 157] Para sentir esto por completo recuérdese lo inhóspito y aestético de tantas religiones del Oriente e incluso en parte de los egipcios, la coerción de sus castas sacerdotales, el estricto entretejimiento de ley y culto entre los romanos, la mezquindad y sequedad de sus dioses y fábulas, y la persecución de algunos misterios, justificada por los numerosísimos excesos. Entre los griegos no se encontrará fácilmente ni un solo ejemplo de maluso de los misterios.

4. EN LAS COSTUMBRES Y USOS De este amplio campo sólo es posible poner de relieve algunos puntos particulares. Diodoro de Sicilia observa en un lugar que los egipcios no hacían ni música ni ejercicios gimnásticos,15 y en otro dice: Iolao fundó gimnasios, templos y todo lo que forma parte de la felicidad de los hombres, y aún se encuentran huellas de ello.16 Así pues, venerar a los dioses y formar los cuerpos para la belleza y la fuerza constituían las primeras necesidades de la humanidad griega. Si a ello se añade la música, en el amplio sentido en el ————— 15

Focio, Bibliotheca I, 81, 7. Focio, Bibliotheca V, 15, 2. Iolao era un héroe griego, amigo y pariente de Hércules. Ejerció su labor bienhechora, sobre todo, en Cerdeña. 16

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que los griegos la tomaban, y las academias de los filósofos, se ve que los griegos, además de su vida pública y doméstica, aún tenían una tercera, que ninguna otra nación conocía en esta extensión ni utilizaba en este grado. Pues su peculiaridad reside en que se ocupaba de cosas que no estaban orientadas inmediatamente a un fin externo, en que era libre de las cadenas del Estado y las leyes y, sin embargo, en una gran parte de los ciudadanos y, ciertamente, entre los más formados, concertaba sin cesar vínculos de hermosa sociabilidad, en la que ancianos y jóvenes encontraban un lugar igualmente adecuado. Contrasta con ello de manera llamativa la ociosidad de algunos pueblos orientales, la coerción de las castas egipcias y la unilateral orientación de los romanos a la guerra, la jurisprudencia y la agricultura. El valor que los griegos daban a un cuerpo libremente formado hace que sobresalgan entre todas las naciones. Se expresa aquí el fino y profundo sentido de que lo espiritual no debe separarse de lo corporal, sino expresarse en ello, y de que el trabajo no determina al hombre libre, [III, 158] sino el subordinárselo; este cuidado, este parecer, de honrar la fortaleza y la agilidad corporal fue sustentado hasta los tiempos más tardíos por dos cosas, por el recuerdo de los héroes patrios y por la gloria de los vencedores en los Juegos públicos. Esta costumbre de respetar altamente la corona olímpica como la victoria máximamente importante y el afán máximamente útil, esta silueta de la gloria tan sólo a partir de la antigüedad de los Juegos y de la venerabilidad de su fundador,17 las festividades sagradas ligadas con ellos, la confluencia de todos los pueblos griegos, el sonoro aplauso de la multitud enardecida, todo ello —para la naturaleza sensiblemente ideal de los griegos, así como para su simplicidad sin adorno— lo atestigua con mayor vivacidad que cualquier otra cosa el que la competición más antigua y más sencilla, la carrera a pie, permaneció tanto hasta los tiempos más tardíos la más venerada que cada Olimpiada llevaba el nombre de su vencedor, y nunca fue desposeída de este lugar por el esplendor y la riqueza de la cuadriga. De esta manera de vivir y a partir de ella surgieron otras dos cosas, propias sobre todo sólo de los griegos: fiestas sociales raras veces por entero despojadas de filosofía, poesía y arte, y el amor a los bellos adolescentes. ————— 17

La fundación de los Juegos Olímpicos se atribuía a Hércules.

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Ciertamente, nadie hablará a favor de lo último. Pero es notable en el mayor grado qué uso hicieron los griegos de una pasión que, en su peculiar situación, surgió fácilmente antaño, y cómo la utilizaron, en lugar de para dañar, más bien como una fuente de ideas y sentimientos más bellos y más grandes. Pero que aquí estaban libres de una cierta pedantería y gravedad de la moralidad, que dejaban un espacio de juego más libre al humor de la imaginación, incluso a la opulencia de los deseos, muestra precisamente cómo ellos, sin verterla unilateralmente en formas determinadas, recorrieron con gusto la escala de todas las sensaciones humanas, que, empero, siempre llevaban a lo más noble y más elevado. A menudo ha querido derivarse el amor a los muchachos a partir de la inferior educación del sexo femenino. Sin embargo, sería difícil demostrar que ésta fue tan inferior. La historia ofrece ejemplos suficientes de que, en parte, las mujeres [III, 159] en su totalidad se mostraron activas a favor de su patria y de que algunas en particular revelaron un elevado talento en más de un campo. Yo, pues, explicaría aquel gusto más a partir de una plenitud mayor de la sensibilidad griega, por así decirlo, excedente, y, exteriormente, a partir de la circunstancia de que dado que el trato social de los griegos surgía sobre todo gracias a los gimnasios y a las escuelas de filosofía, naturalmente sólo abiertas a los varones, las mujeres estaban excluidas de él, en tanto que no se limitase a los parientes más próximos. Por lo demás, la ostentación y el libertinaje descabellados no eran en modo alguno entre los griegos tan dominantes como en Oriente y entre los romanos. Un cierto gusto más fino por naturaleza y un impulso más vivo para refinar y depurar la sensibilidad por medio del arte los preservaron de estos caminos erróneos. Sin embargo, no cabe negar que en Grecia el sexo femenino disfrutó de un respeto menor ni que aquí los romanos se mostraron con mucho más nobles. No creo que esto surgiera por la mayor influencia que las costumbres orientales ejercieron en Grecia. Pues en la época de los héroes el caso fue muy distinto y no veo de dónde, en tiempos posteriores, habría surgido esta influencia. Me parece que el fenómeno, chocante en sí, puede explicarse suficientemente por el hecho de que en la época de sus gobiernos populares los griegos no llevaron una vida ni patriarcal ni política sino única y exclusivamente humana. Pero antes de que la eticidad y la sensibili-

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dad, que únicamente pueden determinar, realmente, la verdadera relación de los sexos entre sí, pudieran obtener una conformación tan preponderante como les dieron los tiempos más recientes, en particular gracias a la religión cristiana y a las costumbres caballerescas, el respeto por las mujeres sólo podía surgir a partir del valor que se ponía en la relación familiar, y ésta sólo es grande en los dos estados mencionados anteriormente. El griego consideraba todas las relaciones externas con mayor ligereza, era menos estricto en sus exigencias, pero también menos preciso en su ejecución. Aunque las mujeres griegas eran menos respetadas que las matronas romanas, tampoco la ley las condenaba a una servidumbre ilimitada al varón. [III, 160] El sexo femenino está ligado de tal forma a su determinación natural originaria que surge la pregunta de si su relación más tierna y más noble con el masculino, de lo que puede jactarse sin parcialidad el actual, podría surgir de otro modo sino en la medida en que antes se atravesó una determinación unilateral y en cierto modo antinatural. El trato más amable que disfrutaron sus esclavos debe derivarse de las dos cualidades mencionadas del griego: en las relaciones externas de la vida utilizar menos la fuerza, y en sus placeres, hasta incluso en los verdaderos excesos de su sensibilidad, tener mayor medida y demostrar un gusto más fino. Pero aquí, ciertamente, como en tantas otras cosas, las distintas estirpes griegas no eran menos desiguales entre sí.

5. EN EL CARÁCTER PÚBLICO Y PRIVADO, Y EN LA HISTORIA A menudo, y no sin derecho, el carácter político de los griegos es objeto de censura e incluso de burla. Sobre todo entre los atenienses, evidencia una innegable inconstancia y una frivolidad a menudo no pequeña. Sin embargo, nunca contradice dos cosas: inclinación a la igualdad del pueblo y gloria patria. La opresión de los ciudadanos más bajos por los más prominentes y de los pobres por los ricos era del todo ajena a los Estados griegos y no se introdujo furtivamente en ninguna época.

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Ciertamente, de tiempo en tiempo se perdía la libertad bajo tiranías nativas y extranjeras, pero nunca de una manera duradera, y si se pregunta qué dominó siempre en su totalidad en Atenas nominalmente, la respuesta es demagogia, así pues, dominio, pero por medio del mismo pueblo. El antiguo espíritu de libertad siempre se agitó de nuevo contra la preponderancia extranjera, y ningún otro pueblo puede mostrar fácilmente una resistencia tan obstinada, también llevada a cabo sin la menor probabilidad de un resultado favorable, como la que Atenas opuso en sus últimas luchas a los romanos bajo Sila.18 Tampoco debe pasarse por alto que los griegos conocían muy bien el valor de una ascendencia noble y de las grandes riquezas, mas sin abusar ni de lo uno ni de lo otro en la vida privada o pública. Entre la multiplicidad de caracteres que, necesariamente, a lo largo de una serie de siglos [III, 161], debe mostrar una nación compuesta de tantas estirpes, cabe destacar algunos que portan en sí de manera preferente las peculiaridades de su nación. De la manera más noble lo muestran Aristomeno, al que en cierto modo aún circunda el brillo de la todavía no lejana edad heroica; Epaminondas, que unía la suavidad y la delicadeza a un noble deseo de gloria y a una profunda magnanimidad; y Filopomenes, que mostraba qué es capaz de hacer un gran carácter incluso en la degeneración.19 Entre los brillantes caracteres que delatan el espíritu nacional (particularmente ateniense) incluso en sus errores, se encuentran Pericles y Alcibiades. Arístides, Cimón, Foción y otros contrastan tanto que apenas puede comprenderse que puedan pertenecer a la misma nación.20 ————— 18 En la llamada «Guerra Mitridática» (88-84 a.C.) Atenas se alió con el rey Mitrídates VI en contra de Roma. En este contexto, Sila conquistó Atenas en el 86 a.C. 19 Es muy probable que Humboldt mencione a estos tres personajes por la defensa que emprendieron de sus respectivas ciudades. Aristomeno (s. VII a.C.) defendió la independencia de Mesenia frente al dominio espartano; el tebano Epaminondas (s. IV a.C) se opuso a la hegemonía ateniense y espartana; Filopomenes (s. III-IV a.C.) luchó con denuedo contra el dominio romano. 20 Arístides (s. VI a.C.) fue uno de los generales en las guerras contra los persas; tal vez Humbolt lo mencione negativamente por su política fuertemente conservadora opuesta a la

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Finalmente, en el declive de los Estados griegos no puede olvidarse la cobardía, la vacía petulancia, la adulación y la falta de carácter que entre los romanos de los tiempos más tardíos hizo despectivos incluso los nombres griegos. Una descripción de la peculiaridad del carácter nacional griego tendría que abarcar todas estas diferencias o al menos estar en condiciones de explicar su posibilidad. Intentaremos ofrecerla aquí con pocas palabras: En el griego imperaba más pura y más simplemente que en cualquier otra nación la humanidad dejada fluir en su naturalidad, no limitada a nada, ni ligada a lo particular. Estaba abierto a todas las impresiones del mundo externo y era receptivo sobre todo a las que reposaban en la sensibilidad y la imaginación. Sus fuerzas interiores siempre estaban activas para reaccionar frente a las impresiones y, ciertamente, en precisamente la manera en la que éstas acontecían. Daba tiempo a la impresión y no la apresuraba; imprimía velocidad a la actividad interna y no la demoraba. De esta manera ganaba claridad y evidencia en la perspectiva, así como vida y fuego en la acción. Poseía esto último increíblemente tanto (y aquí reside en especial la clave de todo) que ya por ello le resultaba imposible hundirse de alguna manera en la materialidad que siempre embota la fuerza; tanto, que por ello mantenía en sí el equilibrio natural, pues la fuerza más fuerte, según un instinto interno, se transformaba por sí misma en el punto medio [III, 162] que rehúye la unilateral, porque no puede satisfacerla, y que, para no verse refrenada en su impulso, prefiere atenerse al mundo sensible, más fácilmente vinculable, que sumergirse en exceso en el que reside con aún mayor profundidad. En virtud de lo cual, él, según los distintos niveles de su valor y de su educación, en el pensar, el poetizar y el conformar, fue ora quimérico y arrogante, ora deseoso de gloria y heroico, ora sublime e ideal. ————— de Temístocles. Cimón (s. V a.C.) siguió la política oligárquica de Arístides, buscando acuerdos con Esparta, en contra de lo propuesto por Pericles. Foción (s. IV a.C.), por su parte, buscó el acuerdo con Filipo de Macedonia. En Ocaso y decadencia de los Estados libres griegos, Arístides, sin embargo, es considerado un «carácter ideal».

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Los anclajes de su maravillosa peculiaridad son, pues, la intensidad de esta movilidad plena de fuerza y su afinación naturalmente correcta y uniforme que le hacían capaz en el exterior de claridad y corrección, en el interior de firmeza, consecuencia y de la máxima claridad del sentido interno. El carácter griego pudo unificar en sí de esta manera las, en caso contrario, inconceptualizables contradicciones: por un lado, sociabilidad e impulso hacia la comunicación, como quizá jamás ninguna otra nación haya conocido; por otro, búsqueda de separación y soledad; por un lado, una constante vida en la sensibilidad y el arte; por otro, en la especulación más profunda; por un lado, la ligereza más desdeñosa, la inconsecuencia más desmedida, la inconstancia más increíble, donde sólo dominan la movilidad y la excitabilidad; por otro, la perseverancia más intachable y la virtud estrictísima, donde su fuego, como fuerza seria, converge con los cimientos del ánimo. Pero sobre todo se comprende cómo en un carácter tal tenían que ser poderosos el entusiasmo por la patria, la libertad y la gloria griegas, puesto que en este sentimiento se entrelazaban las sensaciones más naturales y más originarias de la humanidad, las imágenes más brillantes de la imaginación y las ideas más sublimes del ánimo. Pero los griegos también carecían por completo de aquellas ventajas que sólo se alcanzan por medio del aislamiento de la fuerza. Lo dicho aquí quizá se haga aún más determinado y más claro mediante una breve contraposición entre los griegos y las naciones más cultivadas tras ellos. Los italianos —y ambas cosas en más alto grado que los antiguos romanos— les son máximamente similares en general, pero máximamente incapaces de alcanzarlos en las partes concretas de su carácter. Los franceses y los alemanes se han dividido los elementos fundamentales del carácter griego y [III, 163] en estas partes son tan similares a los griegos que muestran la máxima disimilitud frente a ellos. Los franceses tienen de los griegos la excitabilidad, la movilidad y la insistencia en una forma (sólo determinada entre ellos, casi convencional). Los alemanes, la libertad frente a la unilateralidad, la corrección en la perspectiva externa, la profundidad en el interior, el afán por la idealidad, mas a menudo sin fuego suficiente y siempre con más afán por el contenido interno sólo exter-

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namente expresado que por la forma sensible. Pero a pesar de que estas dos naciones sólo expresan la similitud de manera incompleta, resulta impensable una alianza de ambas para completar la imagen. Más bien marchan completamente alejadas la una de la otra y al final llevan a cabo algo que reside casi igualmente alejado de lo griego, sólo que los alemanes alcanzan algo que está más próximo del sentido de lo griego, quizá incluso más elevado, que lo alcanzado por ellos, pero que precisamente por ello es auténticamente inalcanzable, puesto que los franceses encallan del todo en caminos erróneos y quedan entre lo obtenido y lo realmente pretendido. Totalmente disímiles de los griegos son los romanos en su unilateridad política, los españoles en la suya fanáticamente exaltada y los ingleses en la suya sombríamente sentimental y material. Sin embargo, estos últimos muestran su parentesco con el alemán por el hecho de que en su oratoria política y en sus sátiras, a menudo igualmente orientadas en esta dirección, están más cerca de los griegos que de los romanos; el francés, por el contrario, nunca va más allá de la imitación de los romanos. La historia de los griegos constituye más que cualquier otra cosa una sólida demostración de lo aquí dicho sobre el carácter de la nación. Pues delata por todas partes que los acontecimientos de Grecia sólo fueron un resultado de la coincidencia del carácter expuesto con las respectivas circunstancias. Puede dividírsela en cuatro periodos en los que adopta preferentemente un contenido distinto. Antes de las Guerras Persas21 sucedieron pocos acontecimientos notables; los Estados necesitaban ocio y tiempo para equilibrarse con sus vecinos más próximos y para darse una constitución algo estable. Durante las Guerras Persas la defensa común de la patria devoró cualquier otra preocupación. [III, 164] El antagonismo entre los atenienses y los lacedemonios22 ocupó el intervalo entre estas guerras y la hegemonía macedonia,23 en el que, además ————— 21

Es decir, antes del 492-449 a.C., fecha en la que tuvieron lugar estas guerras. Referencia a la Guerra de Peloponeso. 23 O sea, en el 338 a.C., cuando tras la batalla de Queronea quedó establecida la hegemonía macedonia. 22

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de la pugna por el poder supremo sobre Grecia, también se manifestó al mismo tiempo de muchas maneras el odio y la rivalidad mutua de los Estados más pequeños. El tiempo de la degeneración arranca de Filipo.24 La impotencia y la traición pusieron poco a poco a todos los Estados bajo el yugo del enemigo común y sólo momentáneamente, de tiempo en tiempo, emergió de nuevo un resurgido sentido de la libertad. En vano se buscará en toda esta serie de acontecimientos una unidad que sólo puede acontecer allí donde la nación posee carácter auténticamente político. Pero ninguna muestra una tal maravillosa multiplicidad y en ninguna los acontecimientos en sí insignificantes alcanzan tal importancia y magnitud, meramente por el carácter de los hombres que los protagonizan. Los acontecimientos surgen en su mayor parte por la vivacidad del carácter del pueblo y son ennoblecidos por la manera de actuar de los individuos particulares. La excitabilidad y la vehemencia del antagonismo también juegan aquí el papel principal, y la conducta política de los Estados entre sí no la determinan planes largamente esbozados, sino auténticas pasiones privadas, pero más de los pueblos enteros que de sus dirigentes concretos. Si se pregunta: ¿cómo pudo surgir un pueblo como los griegos?, sería vano el esfuerzo de querer derivar, por así decirlo, mecánicamente su formación a partir de la paulatina influencia de circunstancias particulares. Todos los sistemas sobre este particular y sobre el surgimiento de los caracteres nacionales no sólo son defectuosos en sí, y sólo sólidos allí donde se combaten mutuamente, sino que a todos ellos pueden oponérseles de manera concluyente dos objeciones: que aquellas cosas en cuya influencia insisten en su mayor parte sólo son consecuencias del carácter que deben explicar; y que otras naciones bajo las mismas circunstancias han adoptado otro giro de carácter. Todos estos sistemas también piden demasiado del carácter humano en la medida en que lo admiten como enteramente indiferente y como determinable incondicionadamente por las circunstancias externas. El elemento más esencial en el carácter formado de una nación, como de un individuo, es la forma originaria [III, 165] de su peculiaridad. Tam————— 24

Pues Filipo II de Macedonia (359-336 a.C.) acabó con la independencia de las ciudades griegas, preparando así el terreno para la política imperial de su hijo Alejandro.

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bién es decisiva en su formación última, sobre todo, la fuerza (y una fuerza no es pensable sin una dirección) que ella posee antes de todo, por lo menos antes de toda influencia de circunstancias externas cognoscible y expresable con palabras. Toda la vida espiritual del hombre consiste en tomar con fuerza el mundo, consiste en transformaciones hacia la idea y realizaciones de la idea en el mismo mundo al que pertenece su materia, y la fuerza y la manera en la que esto acontece sólo son determinadas de diferente manera, no creadas ni establecidas, por las situaciones externas. En esta medida, una nación excelente debe su excelencia a su propia y originaria individualidad y ésta, tanto en los individuos particulares como en los pueblos enteros, surge por sí y por un milagro. Si ella misma también fuera por entero dependiente de otras causas, esta serie quedaría oculta y, por tanto, no existiría para nosotros. Al igual que en el mismo espíritu un pensamiento, como en el lienzo del pintor una figura, así surge en la naturaleza, por la acción de fuerzas mayores o más felizmente inspiradas, una forma de vida que comienza de golpe una nueva serie de fenómenos espirituales. Sólo cuando ha aparecido comienza el imperio y la influencia de las circunstancias que pueden detenerla y destruirla, pero también protegerla y formarla. Antes de que una forma del espíritu emerja en toda su determinabilidad, tal vez puedan precederla en la realidad innumerables intentos, que en cierto modo constituirían una escala graduada hacia el primero con éxito. Pero puesto que entre éste y los errados siempre debe existir un abismo que sería incorrecto medir gradualmente, en el fenómeno una forma tal siempre está ahí de repente y de una vez, y no queda sino fijar el momento de la aparición y a partir de ahí exponer las circunstancias favorecedoras y entorpecedoras, bien entendido, empero, que estas circunstancias también son determinadas en parte por aquella forma. Así pues, no hay ninguna respuesta satisfactoria en sí a la pregunta de cómo es que aquella forma de la humanidad arrebatadamente bella sólo floreció en Grecia. Fue porque fue. Incluso es difícil determinar históricamente el momento (¿dónde?) y la manera (¿cómo?) en la que la grieguidad sobrevino por vez primera, y las causas que contribuyeron a su desarrollo residen sobre todo, en la medida en que son morales, en ella misma. Pero antes de introducir a este respecto [III, 166] alguna reflexión, aún debemos elucidar previamente otro punto especialmente importante.

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En cierto modo cabe separar de una nación la mayoría de las circunstancias que acompañan su vida: el lugar, el clima, la religión, la forma política, los usos y costumbres; incluso en la interacción más activa puede en cierto modo eliminarse lo que ellas dieron y recibieron en lo que se refiere a la formación. Pero una circunstancia es de una naturaleza enteramente diferente, es el aliento, el alma de la misma nación, aparece en todas partes al mismo paso que ella y, véasela como actuante o como actuada, lleva la investigación a un círculo perpetuo: la lengua. Sin ella, utilizándola como medio auxiliar, sería inútil cualquier investigación sobre las peculiaridades nacionales, pues sólo en la lengua se acuña todo el carácter y al mismo tiempo en ella, como el vehículo universal de comunicación del pueblo, las individualidades particulares se subordinan a la emergencia de lo universal. De hecho, un carácter individual sólo se transforma en carácter de un pueblo por dos medios: por el linaje y por la lengua. Pero el linaje mismo parece ineficaz antes de que mediante la lengua haya surgido un pueblo. Pues sólo raras veces encontramos que los hijos porten en sí la peculiaridad de sus padres, y siempre que las generaciones porten la peculiaridad de su estirpe. La lengua también es, por así decirlo, un pretexto más cómodo para aprehender el carácter, un punto medio entre los hechos y la idea, y puesto que está formada según principios universales, al menos oscuramente percibidos, y también está compuesta en su mayor parte por reservas almacenadas ya existentes, por ello, no sólo ofrece el medio para comparar varias naciones, sino también un rastro para perseguir la influencia de una sobre las otras. Así pues, aquí debemos investigar por de pronto las peculiaridades de la lengua griega, elucidar en qué medida determina el carácter griego o en qué medida éste se expresa en aquélla. Si la descripción del carácter de un individuo o incluso de una nación ya causa perplejidad, aún más lo hace la del carácter de una lengua. Quien nunca lo haya intentado, pronto se percatará de que cuando está a punto de decir algo universal queda indeterminado; y de que cuando desea ir a lo particular [III, 167] se le escapan las figuras fijas, al igual que una nube que cubre la cima de una montaña muestra desde lejos una figura fija, pero

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se deshace en niebla cuando se penetra en ella. En esta medida, para superar felizmente esta dificultad, será necesario introducir una digresión más pormenorizada sobre la lengua en general y sobre la posibilidad de la diversidad de cada una de ellas. La limitada idea de que las lenguas han surgido por convención y de que la palabra no es sino un signo de una cosa que existe con independencia de ella, o de un concepto tal, ha ejercido la influencia máximamente perjudicial sobre el tratamiento de cualquier estudio sobre la lengua. Esta perspectiva hasta cierto punto innegablemente correcta, pero también, más allá de ello, del todo falsa, mata todo espíritu y expulsa toda vida tan pronto como comienza a hacerse dominante. Y a ella debe agradecérsele ese lugar común con tanta frecuencia repetido: que el estudio de la lengua sólo es necesario o bien para fines externos o bien para el desarrollo ocasional de capacidades aún no ejercidas; que es el mejor método que con la mayor rapidez conduce a la comprensión y al uso mecánico de una lengua; que todas las lenguas, cuando uno sabe servirse de una de ellas con corrección, son aproximadamente igual de buenas; que sería mejor si todas las naciones consintieran en el uso de una y la misma, así como todos los prejuicios de este tipo que pudiera haber. Pero investigado con mayor precisión se muestra exactamente todo lo contrario. Ciertamente, la palabra es un signo en la medida en que se usa por una cosa o un concepto, pero según la manera de su formación y de su efecto es un ser propio y autosuficiente, un individuo; la suma de todas las palabras, la lengua, es un mundo intermedio entre el que aparece fuera y el que actúa en nosotros; descansa, ciertamente, en la convención, en la medida en que todos los miembros de un tronco se comprenden, pero las palabras particulares se han formado primeramente a partir del sentimiento natural del hablante y deben comprenderse por el análogo sentimiento natural del oyente. En esta medida, el estudio de la lengua, además del uso de la misma, enseña aún la analogía entre el hombre y el mundo en general, y de cada nación en particular que se expresa en la lengua. Puesto que el espíritu que se manifiesta en el mundo no puede ser conocido exhaustivamente por ninguna cantidad [III, 168] dada de puntos de vista, sino que cada nuevo descubre siempre algo nuevo, por ello, sería antes bien conveniente multi-

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plicar las distintas lenguas tanto como lo permita el número de hombres que habitan sobre la tierra. Anticipado esto, seguiremos con un análisis lo más breve posible de la naturaleza de la lengua en general, a partir del cual se evidenciará pronto de qué manera las lenguas particulares divergen entre sí, así como que su valor puede ser gradualmente diferente. La lengua no es sino el complemento del pensamiento, el esfuerzo por alzar las impresiones externas y las sensaciones internas aún oscuras a conceptos evidentes, y para ligar éstos entre sí para producir nuevos conceptos. En esta medida, la lengua debe admitir la doble naturaleza del mundo y del hombre, para fomentar la mutua acción y reacción de ambos entre sí; o más bien debe aniquilar en una naturaleza propia, creada de nuevo, la auténtica naturaleza de ambos, la realidad del objeto y del sujeto, y mantener de ambos sólo la forma ideal. Antes de continuar explicándolo, deseamos establecer por de pronto como el principio primero y supremo en el juicio sobre todas las lenguas: que éstas siempre tienen un valor mayor según el grado en el que conservan fácilmente al mismo tiempo la impresión del mundo fiel, completa y vivazmente, las impresiones del ánimo plenas de fuerza y ágiles, y la posibilidad de ligar ambas idealmente en conceptos. Pues la materia real aprehendida debe elaborarse y dominarse idealmente, y porque objetividad y subjetividad —en sí uno y lo mismo— sólo pueden ser diferentes por el hecho de que la acción espontánea de la reflexión las contrapone entre sí; dado que también el aprehender es espontaneidad real, sólo que modificada de otra manera, ambas acciones deben quedar ligadas, del modo más exacto posible, en una. Esto quiere decir: debe haber una coincidencia libre entre las formas originarias básicas que dominan tanto el ánimo como el mundo, formas que en sí no pueden contemplarse con claridad, pero que se tornan activas tan pronto como el espíritu se pone en la afinación correcta, una afinación que el lenguaje, más cualquier otra cosa, [III, 169] puede producir en tanto que es un producto sin intención a partir de la acción libre y natural de la naturaleza sobre millones de hombres, a través de múltiples siglos, y surgido en amplias zonas de la tierra, en tanto que es una masa tan ingente, inescrutable y misteriosa como el ánimo y el mundo mismos.

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Así como la palabra no es una imagen de la cosa, que la designa, así tampoco es, por así decirlo, un mero indicio de que esta cosa debe ser pensada con el entendimiento o representada por la fantasía. De una imagen se diferencia por la posibilidad de representar bajo ella la cosa según las perspectivas más diferentes y de las maneras más diferentes; de un tal mero indicio, por su propia y determinada figura sensible. Quien dice la palabra «nube» no piensa ni la definición ni una imagen determinada de este fenómeno natural. Todos los distintos conceptos e imágenes de ella, todas las sensaciones que se suceden en su percepción, todo lo que, finalmente, se enlaza con ella en y fuera de nosotros, puede presentarse de una vez al espíritu, y no corre ningún peligro de confundirse, porque un único sonido lo fija y une. En la medida, empero, en que aún hace más, el sonido vuelve a traer al mismo tiempo, de las sensaciones antaño tenidas, tan pronto ésta tan pronto aquélla, y cuando es significativo en sí, como sucede aquí (donde, para encontrar esto, sólo hay que comparar con ella olas, ondas, rodar, viento, soplar, bosque, etc.), él mismo afina el alma de una manera adecuada al objeto, en parte en sí, en parte por el recuerdo de otros objetos análogos a ella. De este modo, pues, la palabra se manifiesta como un ser de una naturaleza enteramente propia, que en esta medida guarda analogía con una obra de arte, en tanto que por medio de una forma sensible, tomada en préstamo de la naturaleza, hace posible una idea que está fuera de toda naturaleza, pero, ciertamente, también sólo hasta aquí, puesto que por lo demás las diferencias saltan a la vista. Esta idea que reside fuera de toda naturaleza es precisamente lo único que hace a los objetos del mundo susceptibles para ser utilizados como materia del pensar y del sentir, la indeterminabilidad del objeto, puesto que lo en cada caso representado no siempre necesita ni ser perfectamente pintado ni retenido, más aún, más bien ofrece siempre por sí mismo nuevas modulaciones —una indeterminabilidad sin la cual sería imposible la espontaneidad del pensar—, así como la viveza sensible, que es una [III, 170] consecuencia de la fuerza del espíritu activa en el uso de la lengua. El pensar nunca trata a un objeto aislado, ni nunca lo precisa en la totalidad de su realidad. Sólo espuma relaciones, proporciones, perspectivas, y las entrelaza. La palabra no es en modo alguno un sustrato vacío en el que cabe introducir estas particularidades, sino que es una forma sensible que mediante su penetrante sencillez mani-

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fiesta inmediatamente que también el objeto expresado sólo debe representarse según la exigencia del pensamiento, que mediante su surgimiento a partir de una acción espontánea del espíritu refiere las fuerzas anímicas meramente aprehensoras en sus fronteras, que mediante su capacidad de transformación y la analogía con los restantes elementos de la lengua prepara la conexión que el pensar en el mundo se esfuerza por encontrar y por producir en sus frutos, y que, finalmente, mediante su fugacidad exige no permanecer en ningún punto, sino apresurarse a la meta correspondiente. En todos estos sentidos, en modo alguno es indiferente el tipo de la forma sensible, que no puede pensarse sin ejercitar como tal, de una manera múltiple que más abajo habrá que investigar, un efecto; y por ello cabe afirmar con fundamento que incluso a propósito de objetos totalmente sensibles las palabras de las distintas lenguas no son sinónimos perfectos, y que quien pronuncia «ippos», «equus» y «caballo» no dice entera y perfectamente lo mismo. Cuando se habla de objetos no sensibles aún es más éste el caso, y la palabra adquiere una importancia mucho mayor, en la medida en que se aleja mucho más que en los sensibles del concepto habitual de signo. En cierto modo, los pensamientos y las sensaciones tienen contornos todavía más indeterminados, pueden aprehenderse desde lados aún más diferentes y representarse bajo imágenes sensibles más diversas, cada una de las cuales suscita a su vez sensaciones propias. En esta medida, menos aún puede llamarse sinónimas a las palabras de este tipo, incluso cuando indican conceptos que cabe reducir perfectamente a definiciones.

[VII, 609] Sobre el carácter de los griegos, la visión ideal e histórica del mismo

I.

Los griegos no son para nosotros tan sólo un pueblo históricamente útil de conocer, sino un ideal. Sus ventajas sobre nosotros son de tal tipo que precisamente su inalcanzabilidad nos hace conveniente imitar sus obras y benéfico recordar en nuestro ánimo oprimido por nuestra situación sombría y mezquina el suyo libre y bello. Nos vuelven a confrontar, desde todo punto de vista, con nuestra peculiar y perdida libertad (si es que puede perderse lo que nunca se tuvo, pero a lo que se tenía derecho por naturaleza), en la medida en que superan al instante la presión del tiempo y fortalecen por el entusiasmo la fuerza, que está en nosotros, para superarla espontáneamente. Son para nosotros lo que sus dioses fueron para ellos: carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre, toda la infelicidad y todas las desigualdades de la vida; pero son un sentido que transforma todo en juego y que, en efecto, sólo borra las asperezas de lo terrenal, pero preserva la seriedad de la idea.

II. Ésta no es una visión azarosa, sino necesaria. Nada moderno puede ponerse al lado de lo antiguo. Pues el aliento de la Antigüedad, que necesa-

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riamente falta a lo moderno, es el peculiar espíritu, no del autor individual de alguna obra, sino de toda la nación y de toda la época. [VII, 610] Este espíritu se diferencia del moderno como la realidad lo hace de una imagen ideal de cualquier tipo. Ésta, en efecto, es expresión más pura y más plena de algo espiritual, ofrece ocasión para sumergirse cada vez con mayor profundidad en cada una de sus partes y conduce a la unidad de las ideas, mientras que la realidad, por el contrario, sólo alude a lo espiritual donde ella es buena, donde se estimula para aniquilarse parcialmente en conceptos y no produce ningún tipo de unidad, como este sentimiento. En esta medida, lo que diferencia a la Antigüedad no es meramente su peculiaridad, sino una preeminencia más verdadera y válida universalmente. Así pues, tener sensibilidad para con la Antigüedad es la piedra de toque de las naciones modernas, que ya yerran cuando valoran igual a los romanos y a los griegos o incluso cuando los ponen en una relación inversa. En esta medida, idealmente antiguo significa que los romanos sólo participan de ello en la medida en que es imposible separarlos de los griegos.

III. La peculiar preeminencia de los griegos consiste en haber aprehendido la tarea de representar como nación la vida suprema sobre la estrecha línea divisoria bajo la cual el resultado habría tenido menos éxito y sobre la cual habría sido menos posible. Lo que la divide descansa totalmente en la representación y en ella coincide tanto más con un ideal cuanto que también porta siempre consigo el concepto de un ideal: que la idea se someta a la posibilidad de su aparecer. En esta medida, en el espíritu griego predomina la alegría por el equilibrio y la proporción; también el querer acoger lo máximamente noble y sublime sólo allí donde concuerda con un todo. La vida puede considerarse como un arte, y el carácter representado en la vida como una obra de arte. Así como en ésta sólo el genio descubre el punto indivisible en el cual, tras poderosa lucha, se junta como representación lo invisible con lo visible, así también sólo el genio hace esto en la vida y, ciertamente, el supremo de todos los genios, un pueblo entero que obra conjuntamente de manera viviente.

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IV. Para comprender cómo una nación entera pudo darse un carácter sólo explicable mediante la genialidad, hay que retroceder unos pocos pasos y tomar en consideración la individualidad. La individualidad de un hombre es lo mismo que su impulso. El universo entero sólo persiste por el impulso, y vive [VII, 611] y no es sino en la medida y en tanto que lucha con éxito por vivir y ser. Puesto que el impulso no puede ser sino determinado, mediante él también surge la forma de la vida, y toda diferencia de la existencia sólo descansa en la diferencia del mismo impulso vital o de su posibilidad para abrirse paso a través de la resistencia que encuentra. Este impulso es el mismo en los cuerpos y en el mundo del espíritu, pues, por una parte, en la organización crea figuras que sólo produce por medio de los pensamientos, y, por otra, por ejemplo en el arte y en la lengua, crea tales figuras por medio de las cuales parecen darse pensamientos que en caso contrario no cabría expresar. En esta medida, puede servir de igual modo tanto para explicar lo máximamente elevado en la naturaleza espiritual como lo máximamente simple en la naturaleza corporal. Así pues, lo que dio existencia al carácter de los griegos fue que en ellos supo hacerse por entero dominante el impulso para ser pura y plenamente hombres. Lo que, por tanto, sólo parece poder ser, de manera maravillosa, producto del genio, surgió por mero ofrecimiento en la naturaleza, como en general en el hombre lo máximamente formado siempre se allega inmediatamente a lo originario, de lo que, por así decirlo, sólo es un circunloquio o una traducción más clara.

V. Que el impulso se haga válido en la naturaleza espiritual del hombre y que, por encima de su carácter genérico, le dé en ella una forma propia determinada, sólo puede acontecer mediante actos de libertad, esto es, aquéllos que surgen en exclusiva a partir de la personalidad. Ciertamente, la libertad ni puede modificar el impulso ni, lo que es lo mismo, el carácter; pero debe despertarlo e incluso parecer determinar espontáneamente la dirección que él tiene por sí mismo de manera necesaria e inmodificable. Con otras palabras, la fuente de las determinaciones de la

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voluntad debe residir en el ámbito en el que ambos, libertad y necesidad, se extinguen en una idea más elevada. Se denomina entonces al impulso con una palabra sólo comprensible en alemán: anhelo [Sehnsucht], y el hombre, en esta medida, sólo tiene un carácter determinado en tanto que posee un anhelo determinado [VII, 612] y, puesto que éste sólo es pensable por medio de la fuerza, posee tanto carácter como energía moral posea. Así pues, lo segundo que destaca en los griegos es la profundidad con la que el anhelo que respiraban se orienta a los objetos correspondientes, así como la ligera vivacidad con la que se representa y, en lugar de languidecer insatisfactoriamente, se regenera siempre de nuevo y cada vez más bella. De aquí la plenitud, pureza y fuerza de su vida espiritual.

VI. Animado por tal (IV) anhelo (V), el afán de los griegos sólo podía encaminarse a la representación de la vida suprema (III), esto es, de la existencia humana. El esfuerzo fundamental del hombre se orienta a la ampliación ilimitada de las energías unificadas de su receptividad y espontaneidad y, puesto que abarca al mismo tiempo lo visible y lo invisible para ajustar su contradicción sin aniquilar ni lo uno ni lo otro, en la medida en que esto puede alcanzarse, se orienta a su unificación aparente en un símbolo, esto es, en una figura en la que lo universal aparece como particular y lo particular se ensancha hasta lo universal. El griego se consagró a este esfuerzo de manera más pura y más exclusiva que cualquier otra nación, y de aquí surgen un tercer, cuarto y quinto rasgo fundamental de su carácter. Él buscaba siempre lo necesario y la idea, rechazando las innumerables contingencias de lo real. Su energía principalísima era el arte, el ámbito de los símbolos. Si, por tanto, la capacidad dominante de su alma era la imaginación, era tan sólo la auténtica y creadora, que no se anticipa a ninguna otra fuerza y nunca ignora su ámbito; poseía, pues, la misma capacidad para la especulación pura y la misma sabiduría práctica. Era natural e ideal, nunca quimérico ni fantasioso.

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VII. El sentimiento de humanidad era tan profundo entre los griegos que percibían profundamente qué poco la necesidad de la duración instantánea se entreteje en este sentimiento. En la estrecha frontera entre vida y muerte sólo deseaban vida y vida plena. [VII, 613] Así pues, el menosprecio de las formas muertas sería un sexto rasgo fundamental de su carácter; sólo movilizaban con agrado las fuerzas reales, no convencionales.

VIII. Pero todo este carácter sólo obtiene su plena claridad, determinabilidad y multiplicidad mediante aquello que constituye el séptimo rasgo fundamental de los griegos: que para ellos las alegrías de la sociabilidad aventajaban cualquier otro placer, que todas sus instituciones parecían formadas por la inclinación a poner a su personalidad en frotamiento recíproco, y que tenían una orientación manifiesta para hacer todo popular, del mismo modo que incluso sus rasgos de carácter más finos estaban presentes de hecho en todo el pueblo. Incluso las familias constituían entre los griegos unidades menos aisladas que entre los romanos, y sus vínculos disgregaban menos la comunidad nacional general.

IX. Gracias a todos estos rasgos el carácter de los griegos constituye el ideal de toda existencia humana, al punto de que puede afirmarse que indican de manera inmejorable la forma pura de la determinación humana, si bien posteriormente la satisfacción de esta forma puede acontecer de otro modo. Pues, como se ha dicho en lo anterior, la determinación del hombre siempre es creación del absoluto a partir de sí mismo, pero con ayuda de la universalidad de los fenómenos a través de los cuales lo absoluto se manifiesta en lo individual. Relación correcta entre receptividad y espontaneidad, amalgamiento íntimo de lo sensible y lo espiritual, preservación del equilibrio y la proporción en la suma de todos los esfuerzos, reducción de todo a la vida real y activa, y representación de toda sublimidad en particular en todo el conjunto de las naciones y del género humano: tales son, por así decirlo, las

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partes constitutivas formales de la determinación humana, y éstas se encuentran trazadas en el carácter griego con toda la determinabilidad de los contornos, con toda la riqueza de la forma, con toda la multiplicidad del movimiento y con toda la fuerza y vivacidad de los colores. Pero después hay una continuación de los momentos particulares de este esfuerzo que precisamente tuvo que ser ajena a los antiguos, porque ellos marchaban por la relación fácil y feliz que hace aquella escisión menos aparente y que la contradice al instante. El absoluto debe indagarse por un camino abstracto, [VII, 614] lo real investigarse por uno docto, la convivencia ética de los hombres debe conducirse, por medios a primera vista contrarios a la formación del individuo, a resultados mayores y más complicados, que deben ser alcanzados.1 Los modernos pueden superar aquí a los antiguos; la unión tras la escisión, más difícil, pero también mayor que antes de ella, puede quedar solucionada por la posteridad, y así los griegos son un modelo cuya inalcanzabilidad incita a la imitación en lugar de desalentar de ella.

X. Este carácter rápidamente esbozado en sus rasgos principalísimos y a propósito para que la imagen quede entera era el mismo entre todos los griegos y en todas las manifestaciones del espíritu griego. No había distintas direcciones divergentes que o bien se limitan mutuamente o bien se unifican en una tercera, sino que por todas partes dominaba el mismo estilo y el mismo espíritu. Aquello que, según la peculiaridad del mismo, sobresalía unilateralmente, lo refrenaba lo que se le oponía, y la preeminencia también determinaba inmediatamente la deficiencia. En la poesía domina el estilo de la plástica; la filosofía va mano a mano con la vida; la religión se entreteje con ésta y con el arte; la vida privada y pública fusionan el carácter más firmemente en lugar de separarlo y desgarrarlo. La contraimagen de esto se encuentra en nosotros. Pues entre nosotros se oponen eternamente el estilo y el carácter moderno y antiguo, ninguno ————— 1 Frente al carácter «natural» de los griegos, las posibilidades que tiene la Modernidad: la idea es de Schiller. Über die ästhetische Erziehung des Menschen; también Über naive und sentimentalische Dichtung.

SOBRE EL CARÁCTER DE LOS GRIEGOS, LA VISIÓN IDEAL E HISTÓRICA DE LOS MISMOS 125

de los cuales podemos abandonar, y del primero ni tan siquiera desembarazarnos, y suscitan una discrepancia incesante no sólo entre diversas naciones e individuos, sino también en el propio pecho, en la manera de considerar, sentir y producir. Debemos dedicar aquí algunas palabras a esta contradicción en sí y no directamente solucionable entre lo antiguo y lo moderno, tanto más cuanto que de esta manera se aclararán al mismo tiempo las deficiencias del carácter ideal de los griegos aquí expuesto.

XI. La siguiente pregunta ofrece un concepto muy intuible y claro de la diferencia entre ambos: ¿qué alcanza el griego y qué el moderno tan preferentemente que ni el uno ni el otro alcanzaran nunca? Y aquí está la respuesta: escultura y música. Los modernos no han intentando añadir ni lo más mínimo [III, 615] a la plástica de los antiguos; sólo Miguel Ángel intentó un nuevo estilo y quizá sin sospecharlo; y la Antigüedad nunca conoció la bella música. Sin tener constantemente ante la vista la preeminencia de estas dos artes, los tiempos antiguo y moderno quedan igualmente inexplicados.

XII. Dado que en la escultura domina la forma, en la música el sentimiento, el carácter universal de lo antiguo es lo clásico, el de lo moderno lo romántico, de los cuales aquél intenta ampliar hacia la infinitud el mundo desde el pecho, éste desde el mundo el pecho. Lo clásico vive a la luz de la intuición, enlaza al individuo con la especie, la especie con el universo, busca el absoluto en la totalidad del mundo y allana la contradicción en la que el individuo particular está con él en la idea del destino por medio de un equilibrio universal. Lo romántico se demora sobre todo en el claroscuro del sentimiento, separa al individuo de la especie, a la especie del universo, aspira al absoluto en la profundidad del yo, y no conoce otra salida para la contradicción en la que el individuo particular está con él que o bien la renuncia plena de desesperación a toda igualación o bien la perfecta solución en la idea de la gracia y la reconciliación mediante el milagro. La suprema expresión simbólica de ambos es el mito y el cristianismo.

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XIII. A partir de esta diferencia fundamental, aplicándola a las distintas relaciones de la vida, surgen tantas otras que finalmente nada queda sin discrepancia. La insuperable dificultad que surge de su contraposición se extiende incluso hasta aquellas cosas que parecen enlazar habilidosamente las preeminencias de ambas épocas. Así, por ejemplo, la pintura, como mediadora entre la escultura (en la forma) y la música (en el color), debería tenerse como totalmente ajustada a nuestra época. Pero la imposibilidad casi absoluta de elegir una materia y un tratamiento que sean igualmente ajenos al mito y al cristianismo [VII, 616] priva siempre de nuevo de las preeminencias del lado al que el artista se haya inclinado más. No cabe pensar una auténtica solución a esta contradicción, una ligazón verdadera y auténtica de la estirpe antigua y la moderna en una nueva tercera, incluso aunque con máxima generosidad se conceda una perfectibilidad infinita. La única conciliación es que lo supremo, en verdad no meramente simbólico (como entre los griegos), no esté totalmente determinado a representarse en su totalidad en la esencia de un hombre o de una nación, que en la realidad aparezcan sólo en partes, como un todo que, empero, sólo puede ser vislumbrado y entrevisto por el pensamiento, sólo en la profundidad del pecho y sólo en felices instantes aislados.

[III, 171] Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos1

Quid Pandioniae restant, nisi nomen, Athenae?2 OVIDIO, Met. XV, 428.

E

n tanto que emprendo la tarea de escribir la historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos tengo un triple fin a la vista: en primer lugar, trasladarme a una época en la que el combate —profundamente conmovedor, pero siempre cautivante— de las fuerzas mejores contra una fuerza en exceso poderosa se luchó de una manera infeliz, pero gloriosa; en segundo lugar, para mostrar que la degeneración sólo fue culpable en parte de la decadencia de Grecia, que la causa más oculta fue realmente que el griego poseía una naturaleza excesivamente noble, sensible, libre y humana para fundamentar en su época una constitución política, por aquel entonces limitada necesariamente a la individualidad; en tercer lugar, para proponer un punto de vista desde el cual cabe abarcar cómodamente en toda su extensión la historia antigua y moderna. ————— 1 Desde finales del siglo XVIII era habitual utilizar la palabra «Freistaat» («Estado libre») para indicar una organización política republicana. 2 «¿Qué sigue siendo la Atenas de Pandión más que un nombre?» Ovidio, Metamorfosis XV, 430. Pandión fue un rey legendario de Atenas.

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En la medida en que un Estado navega en la onda de su felicidad, nada particular hay que distinguir en el franco sentimiento de este solemne espectáculo; suscita menos la reflexión [III, 172] que la simpatía; las fuerzas concurrentes sólo son percibidas en sus simples resultados; muchas parecen dormitar hasta que la resistencia que no salta a la vista las despierta una a una. Pero cuando el escollo de la infelicidad estrella a la artificial construcción, al instante saltan a la vista las distintas partes constitutivas; la reflexión despierta; una profunda tristeza ocupa el lugar de la satisfecha simpatía; con la caída de lo uno parece transformarse todo; y pensamiento y sensación recorren un mundo más amplio. Por esto, en la mayoría de los casos, la historia de la decadencia de los Estados resulta más atractiva que la de su florecimiento, o quizá esta última sólo sea verdaderamente atractiva cuando se la considera desde la decadencia. El ocaso de los Estados griegos presenta además la peculiaridad de que se asemeja más a una muerte violenta que a una por enfermedad, donde el fallecimiento sólo se sigue cuando la fuerza ya se ha extinguido. El verdadero periodo del ocaso de Grecia fue ya el gobierno de Filipo y Alejandro; por aquel entonces ya eran meros nombres no sólo la libertad interior, sino también la independencia externa. Y, sin embargo, Praxíteles y Apeles vivieron en este periodo; las flores más selectas de la oratoria ateniense se desarrollaron en Isócrates, Esquines y Demóstenes; Aristóteles escaló la cima de su grandeza y Platón llega hasta esta época. Tampoco entonces faltó nunca una perspicacia política sabia y emprendedora, un amor puro a la patria, un valor perseverante, un sentido de la libertad que crujía frente a sus cadenas; ni tan siquiera faltó mucho después, como atestiguan las batallas de Queronea y Cranón,3 la tenacidad de los tebanos frente a Alejandro, y más tarde Filopomenes y Arato,4 así como la desesperada resistencia de Atenas contra Sila. Frente a los atenienses, incluso frente a los tebanos y espartanos, sólo habría que llamar bárbaros a los macedonios y romanos, opresores y conquistadores de Grecia. La parte mejor y más noble sucumbió y la tosca prepotencia obtuvo la victoria. ————— 3 En la batalla de Queronea (338 a.C.) Filipo II de Macedonia venció a los griegos. Sobre la batalla de Cranón, véase más abajo la nota 16. 4 Ambos lucharon contra los macedonios.

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Así sucede a menudo —por no decir con amargura siempre— en la historia, en la naturaleza animada y en la inanimada. Los pueblos bárbaros casi siempre vencieron a los más formados; las naciones estrechas de miras, fríamente calculadoras, inquietas, sojuzgaron a sus vecinos más humanos, [III, 173] consagrados más fiel y fervientemente a las ocupaciones de la paz; el rudo varón domina, y a menudo cual sierva, a la más tierna mujer; el mar descarga sus olas, los volcanes sus escorias sobre paisajes floridos. Tanto en lo moral como en lo físico, la fuerza de la naturaleza recorre su camino, el espiritual se le opone con energía, a menudo con éxito, pero más a menudo en vano y, entonces, cuando no sucumbe a la desesperación, busca de nuevo en lo interior la libertad perdida en lo exterior. Tampoco sería justo acusar de ello al destino, si acaso el destino gobernara el libre imperio de las fuerzas y no fuera más bien, él mismo, el libre imperio de estas fuerzas que, como fuerzas del todo, al final persiguen conjuntamente la armonía benéfica que estamos acostumbrados a ver como obra del destino ordenador. Toda derrota de lo mejor por parte de la violencia irresistible destroza la felicidad momentánea, pero aumenta la fuerza interna, la despierta y la repliega sobre sí; y en el mundo moral no debe evitarse la, a menudo y la mayor parte de las veces, provechosa infelicidad, al menos del instante, sino la debilidad y la degeneración. Poco importa en él la felicidad, sino la fuerza autónoma, armónica, que surge de lo noble y lleva a lo noble, de la cual, de inmediato, en medio y a pesar de todos los azares, nacen la dicha y la serenidad. La auténtica, profunda e íntima exigencia de un pecho verdaderamente humano es ser aquello para lo que la naturaleza ha plantado en él el germen, cumplir su determinación, aunque también sea mediante sufrimientos y privaciones incesantes. Cuando la fuerza realmente superior sucumbe ante un contrincante peor, éste sólo la somete porque aquélla ya no puede oponer resistencia, pero en modo alguno se alían la una con el otro en afrentoso tratado; antes al contrario, ella se repliega con redoblado esfuerzo sobre sí misma, escoge caminos buscados con trabajo y por ello más maravillosos, y domina tras haber retrocedido momentáneamente frente a su vencedor, venciéndolo al fin gracias a la lenta, pero poderosa, irradiación de su espíritu y de su excelsitud. Grecia ya había degenerado y se había corrompido por muchas partes cuando aconteció el primer ataque a su libertad, tampoco [III, 174] pudo,

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tras la destrucción de la misma, erguirse de una manera propia, no digamos ya más bella que antes. Pero conservó un resto de las antiguas virtudes, su formación científica y artística alcanzó precisamente entonces su máxima cima y, desde este punto de vista, dominó primero a sus vencedores, más tarde a los vencedores de éstos y finalmente a todas las generaciones posteriores hasta llegar a nosotros mismos.5 Esto demuestra su naturaleza más noble, del mismo modo que aquello que le faltaba para llegar a lo máximamente noble lo demuestra en la vileza en la que hundió a su pueblo como nación (no ahora, cuando sin derecho es insultada, sino bajo los romanos), en la abyección en la que tantos griegos vivieron en la ciudad dominadora del mundo. Pues siempre es culpa suya, no de las circunstancias, cuando una nación, también vencida, no sabe infundir a sus vencedores respeto e incluso veneración. La desdicha, digna de respeto en todo pecho humano, y el temor que todo feliz siente, incluso en la arrogancia, aún colaboran con ella. Pero Grecia, tras su derrota, se convirtió en ejemplo aleccionador para todas las naciones venideras, un ejemplo estimulante e instructivo de la perseverancia con la que siempre empiezan de nuevo las más desiguales y más desfavorables de todas las luchas por la libertad. Pues nadie puede reprochar a los griegos que pusieran su libertad en manos del enemigo sin lucha, sino más bien que ya antes, sin haber pensado asegurarla suficientemente, la dejaron escapar con ligereza. Desde las épocas más tempranas su conservación fue más un regalo del frágil amparo del destino, que no permite que ningún enemigo intrépido y verdaderamente temible se alce contra él, que el fruto de sus instituciones y de su sentido político. Siempre les faltó una constitución firme y duradera. Pero cuando el favor de los dioses quiso como asunto propio convertirlos en hombres grandes, libres, no limitados por ninguna barrera, despertó entonces en ellos en las guerras contra los persas una lucha que reclamó los más extremos esfuerzos del más valeroso amor patrio, pero también, como un partido de entrenamiento destinado a Estados juveniles y florecientes, de modo tal que estos esfuerzos no necesitaron sucumbir allí. ————— 5

Es obvia la referencia a Horacio, Epístolas II, 1, 156: Graecia capta ferum victorem cepit («Grecia, la conquistada, al fiero conquistador conquistó»).

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Habrá sorprendido a muchos ver llamada a una nación demasiado noble para una buena constitución política, y ver puestas, por así decirlo, en una oposición insalvable a la individualidad y al conjunto del pueblo. [III, 175] Pero la intención no fue decir que el individuo, en cierto modo, sólo puede ser grande aislado. Una ausencia de barreras que desgarrara las benéficas ataduras de la amistad cívica sería más nociva que una violentísima presión; una nación que permaneciera indiferente ante el destino de cualquiera que hablara su lengua materna, para la que el nombre de la patria hubiera perdido su significado, que creyera comprar demasiado cara su independencia con algún sacrificio y que, si la hubiera perdido, no se esforzara eternamente con indignación contra el yugo extranjero, tal nación sufriría poco cuando cesara de ser nación; pero también sería incapaz de seguir produciendo hombres particulares verdaderamente grandes. Pues en todas partes en la naturaleza física y moral, la fuerza individual sólo procede de la comunitaria. Nadie pretende, por tanto, separar al hombre del ciudadano;6 sólo puede haber una diferencia en la manera en la que ambos se amalgaman entre sí en el individuo y a este respecto debe tomarse en consideración la constitución política. Pero entre los antiguos tal constitución apenas si puede pensarse de forma duradera sino disolviendo al hombre en el ciudadano, puesto que sus Estados tenían que arrostrar hacia el interior y hacia el exterior muchísimos más peligros que los modernos. El Estado en el que, desde su primer origen, el hombre se subordinó al ciudadano de una forma admirable, el romano, fue el único que se mantuvo y se encumbró a la hegemonía mundial. En lo tocante a sus relaciones externas las naciones antiguas eran masas totalmente disímiles, diferentes en todos los aspectos; cada una estaba aislada en su región, sobre el suelo de cuyo seno muchas incluso creían proceder;7 no las unían ni la santidad de una religión común, ni el amor a costumbres parecidas, ni el respeto por una formación mutuamente reconocida. Por no hablar de necesidades más elevadas de la humanidad, ————— 6 La distinción entre el homme y el citoyen era común, al menos, desde el Emilio de Rousseau (véase, sobre todo, el comienzo del libro I). 7 Alusión al mito de la autoctonía.

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ni tan siquiera el comercio les había enseñado que para disfrutar verdaderamente del propio bienestar y de la propia libertad debían respetarse el bienestar ajeno y la libertad ajena; incluso Cartago sólo aspiraba a provincias y colonias, y poco o absolutamente nada a alianzas con otras ciudades comerciales libres. Dado que extendía los estrechos lazos de un pequeño pueblo a regiones más amplias de la tierra, el sistema colonial era el único elemento [III, 176] a partir del cual tal vez podría haber surgido una constitución política similar a las nuestras modernas; el fuego sagrado de la ciudad colonial estaba encendido sobre el altar de la ciudad madre, aquélla sacrificaba todos los años el peaje de su gratitud a los dioses cuya protección ésta había enviado propiciamente. Piadosos lazos de infantil temor y de amor paterno enlazaban a la colonia y a la metrópoli y ambas eran y se veían constantemente como una única estirpe y una única nación. Tampoco ninguna nación supo fundar este sistema tan bellamente, de una manera tan extensa, tan duradera, tan beneficiosa, tan agradable, como los griegos; ninguna tan poco como los romanos. La libertad que, ciertamente, encandecía a ambas naciones hasta las fibras más profundas de su pecho, dio al romano todo lo necesario para mantener la independencia exterior e interior: irritación contra dominadores arbitrarios o extranjeros, desconfianza contra todo aquel que quisiera serlo, odio y arrojo frente a todo aquel que pudiera serlo, obediencia sin fisuras a las leyes, y —todo ello, en efecto, en los únicos tiempos de los que merece la pena hablar— subordinación total del interés privado al bien común. Pero el juego de su albedrío confiado a sí mismo (pues obediencia y albedrío son los dos elementos constitutivos de la libertad), el calor que abarca la totalidad del modo de pensar, la afabilidad que se extiende a todo lo que sólo afecta a un pueblo libre, aquello que no conforma Estados adustos, sino que embellece a la humanidad y alegra la vida, este don delicioso y dulce quedó reservado en exclusiva a los griegos. Pero el sistema colonial griego también era excesivamente débil para hacer algo más que fomentar el comercio, la geografía y la formación, y transformar mares inhóspitos en mares hóspitos; dominar naciones poderosas, limítrofes, bárbaras, le era tan poco posible que más bien él mismo resistió con esfuerzo sus acometidas. Sólo entre Estados consanguíneos, aquellos cuyos conflictos era mejor llamarlos «discordia civil» que «guerra», eran pensables relaciones de verdadera vecindad, una política respe-

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tuosa del adversario que no deja que el rival se haga demasiado poderoso pero que no desea aniquilarlo. Aquello que Europa vio en el siglo XVIII8 sólo cabe reencontrarlo, y únicamente en cierto modo, en las relaciones internas de Grecia. Cuando en aquel singular consejo sobre el destino de la Atenas vencida por los lacedemonios, [III, 177] el tebano Evanto propuso destruir la ciudad y convertir en pasto para las tropas beocias el suelo que sostenía los trofeos de la libertad griega y las obras maestras del arte griego, los focidios se levantaron, se opusieron con firmeza y dijeron que no había que dejar tuerta a la Hélade.9 Cuando Escipión Nasica10 se opuso igualmente a la destrucción de Cartago, su única intención, por el contrario, era contener a sus ya degenerados conciudadanos conservando a un enemigo poderoso, pero en lo esencial ya no peligroso. Por lo demás, no se encuentra huella alguna de que se hubiera pensado en articular una relación de equilibrio entre Roma y Cartago, o entre Cartago y Siracusa, o entre Grecia y Persia, o entre otros Estados extranjeros y rivales, que hubiera tenido como intención la posibilidad de una convivencia libre de temor, pacífica y tranquila. La dirección política hacia el exterior de los Estados de la Antigüedad no podía apuntar a la libertad, sino que necesariamente tenía que hacerlo al dominio, y para ellos la seguridad sólo cabía encontrarla en el dominio universal. Esto lo ha demostrado la experiencia mediante ensayos repetidos: en los romanos, los cuales, siguiendo esta máxima, si bien no expresada con claridad, fueron afortunados, y en los espartanos, los cuales, partiendo de la contraria, condenados políticamente más que cualquier otro pueblo por su educación [III, 178] y su estrechez, fracasaron sobre todo a este respecto, porque todas las disposiciones de Licurgo sólo estaban calculadas para la defensa: como si para un pueblo de la Antigüedad hubiera sido posible conservar su libertad dentro de sus fronteras, como pudo e hizo Suiza hasta la Revolución francesa. Los Estados antiguos ni tan ————— 8 Humboldt se refiere a la política del balance of power que se llevó a cabo en Europa desde finales del siglo XVII. 9 Ulpian zu Demosthenes Rede über die After-Gesandschaft (Reiskische Ausgabe) S. 361. Z. 26. Plutarch im Lysander. Ed. Lond. II. 22. (Nota de Humboldt.) Demóstenes, Sobre la embajada fraudulenta, 64-65. Plutarco, Vida de Lisandro, 15. 10 Plutarch im Cato. II. 363. Ed. Lond. (Nota de Humboldt.) Plutarco, Vida de Catón, 27.

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siquiera podían hacerlo como los nuestros, en los que la confianza descansa en tratados de paz y pactos, sino que se asemejaban a máquinas constantemente en tensión. Cuando su poder era menor o se presentaba una ocasión para el ataque antes ausente, comenzaba también de inmediato el peligro. Pero más allá de este peligro aún hubo otro que Europa, felizmente, ya no conoce desde hace siglo y medio,11 las invasiones de las hordas bárbaras. Éstas se encontraban incluso fuera de las fronteras del relajado sistema de pueblos que como mucho aún existía (si bien en modo alguno merecía realmente este nombre) entre Italia, Grecia, Asia y el norte de África. Puesto que con ellas, a lo sumo, sólo guardaban alguna relación sus vecinos también semibárbaros, pero ni siquiera se conocen los nombres de sus tribus, por no hablar de las causas y rumbos de sus campañas, sólo cabe comparar sus invasiones con fenómenos naturales, huracanes o plagas de langosta. Contra ellas no valía política alguna, ninguna precaución, ninguna sabiduría podía anticiparse a sus proyectos, sólo la vigilancia para detener a los invasores de las fronteras, sólo la valentía para expulsar de nuevo a los que ya habían invadido. Al haber crecido con el tiempo los peligros que para un Estado griego surgían del triple sistema de sus relaciones políticas (primeramente frente a los otros Estados helénicos, a continuación frente a los reinos más poderosos que rodeaban Grecia, finalmente frente a los bárbaros del norte, a los que en el caso de los habitantes de las costas y las islas podrían añadirse los piratas del sur), habría sido necesaria para los ciudadanos una adecuada educación puramente política, y tanto más cuanto que entre los antiguos, en lugar de una herramienta sin vida y unas instituciones muertas, se presentaba a menudo el hombre viviente, y en vez de los individuos particulares que se dedicaban a una determinada ocupación, tal y como la situación lo demandaba, tenían que presentarse todos los ciudadanos. Pues lo que Licurgo dijo de su patria, [III, 179] que su muro tenía que ser el pecho de sus ciudadanos,12 vale más o menos para todas las ciudades de la Antigüedad, también para las bien fortificadas. Por aquel entonces no se conocían ni los obstáculos ni los medios de defensa que los tiempos modernos opo————— 11 12

Alusión a la llegada de los turcos hasta las mismas puertas de Viena. Plutarco, Vida de Licurgo, 19.

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nen a los opresores (y que corresponden a los oprimidos) en los derechos de las asociaciones de pueblos, en las máximas del decoro, las costumbres e incluso los prejuicios, que fueron desarrollados hasta alcanzar la misma consideración que aquellos derechos, incluso sin que uno mismo lo admitiera. Por aquel entonces ni tan siquiera cabía pensar que la guerra, como en el siglo XVIII, sólo se llevara a cabo entre un número de ciudadanos conocido de antemano, protegiendo a los restantes, utilizando tan sólo ciertas ventajas, renunciando voluntariamente a otras, como si en cierto modo se tratara de un sangriento ajedrez. El peligro alcanzaba a todos los individuos, a su hogar, a su mujer, a sus hijos, y la deficiencia de las máquinas bélicas y de una táctica estricta hacía que cada individuo tuviera que oponérsele el doble que entre nosotros. Pero la educación cívica quizá sea aún más necesaria para mantener la constitución interna. Si entre nosotros resulta extraño que un individuo busque usurpar el poder supremo subvirtiendo las leyes o desalojando al soberano legítimo, o que los partidos contrapuestos pongan en peligro la paz pública, es en gran medida porque entre nosotros escasea el sentido cívico y el amor patrio, y con estas virtudes también están ausentes los vicios y crímenes que las acompañan como mal necesario. El interés privado y el público están separados por un amplio abismo, la desgracia y el oprobio de la nación ya no son sentidos como desgracia y oprobio propios. Entre nosotros, el trabajo físico y la preocupación por las necesidades de la vida han pasado de los hombros de los esclavos a los hombros del pueblo; las clases pudientes, empero, conocen una gran cantidad de preocupaciones para adquirir capital, colmar el ocio y formar las fuerzas que son totalmente independientes del Estado, o que cuando también están unidas a la administración pública, podrían proseguir igual de bien bajo cualquier constitución. [III, 180] El espíritu de los griegos y de los romanos, por el contrario, estaba totalmente ocupado por este gran interés, devorador de cualquier otro, y, acostumbrado a este alimento más poderoso, le repugnaban como indignas muchas de nuestras ocupaciones y prefería la noble ociosidad a una actividad insignificante. Entre nosotros los ánimos libres e independientes también se entregan sobre todo a un ocio improductivo. En esta medida, los Estados modernos aseguran la indiferencia frente a la constitución política. Sólo pocos individuos se interesan seriamente, y

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aún menos de una manera pura y desinteresada, por a qué leyes, a qué soberano se obedece (es más fácil llevar a cabo bajo cualquier mal —con tal de que sea soportable— lo que hace cómoda a la vida privada y lisonjea la inclinación individual, que atacar con valor el mal perentorio); en parte carecemos de tiempo para preocuparnos de estos asuntos, en parte no queremos emplear en ello el realmente existente. Los antiguos, por el contrario, no sólo tenían todo el tiempo, sino que no deseaban emplearlo en ninguna otra cosa, y por ello amenazaban a sus Estados más peligros nacidos de las ocurrencias de los alborotadores, de los proyectos de los ambiciosos, de las intrigas de los corrompidos e incluso, en ocasiones, de la intransigencia de los buenos. Para conjurar con algún éxito estos peligros no hubo ningún otro medio que inculcar la constitución del Estados en los ciudadanos, hacer que dominen en ellos ciertas máximas calculadas en función del todo, de manera que desplacen a las individuales. En Roma hubo una máxima semejante, de tal manera que se deshonraba a los romanos a ser otra cosa que soldados, jueces y hombres de Estado o, a lo sumo, labradores del suelo público; una máxima exactamente igual para las relaciones exteriores era el dominio supremo de Roma sobre las otras naciones. Un pueblo entero no podía pensar, como un conquistador individual, en un dominio universal. Por otra parte, los romanos desconocían la política propia de los Estados modernos de determinar sus fronteras cuidando de manera combinada, dilatando y restringiendo, la seguridad exterior y la conservación interior; sólo los emperadores, escarmentados por las invasiones exteriores y los disturbios internos, llegaron a una política tal, incluyendo o excluyendo provincias a la hora de determinar las fronteras; presumiblemente, los antiguos colocaron aquí la posible extensión de su dominio. Pero ser árbitros de las naciones era un principio suyo claramente expresado e insoslayable, [III, 181] y allí donde —lo que en el transcurso del tiempo nunca pudo faltar— se les dirigía ruegos justos o injustos, allí se inmiscuían y habitualmente acababan sometiendo al mismo tiempo a los opresores y a los oprimidos. Estas dos máximas, ligadas con otras muchas, ora comunes a todos, ora peculiares de algunos estamentos, opusieron obstáculos insuperables al trato liberal con extranjeros y a la propia y diversa formación. Otras naciones conocieron similares limitaciones. Y en la vida a menudo ociosa y casi siempre comuni-

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taria de los antiguos, puesto que las costumbres, también en puntos moralmente indiferentes, tenían una importancia totalmente distinta a la que nosotros les concedemos, estas limitaciones también se extendieron a asuntos que, como la prohibición de esta o aquella música,13 nos parecen casi inconcebibles. Llamaba a los griegos demasiado nobles y libres para tales limitaciones, tan necesarias sin embargo, según lo dicho, para la estabilidad duradera de los Estados antiguos, y cuando digo «griegos» me refiero especialmente a los atenienses. Pues Grecia subió y zozobró con Atenas. Sólo Atenas demostró a lo largo de los siglos suficiente espíritu emprendedor y deseo de gloria, valor y astucia, y, a pesar de muchas injusticias manifiestas, suficiente equidad y espíritu comunitario griego a propósito del todo, como para ser guía de los Estados libres griegos; un mérito que además, dadas las circunstancias, sólo una potencia marítima podía mantener duraderamente. Cuando Atenas sucumbió al dominio extranjero, los restantes griegos no pudieron seguir siendo libres; más aún, tan pronto como Atenas perdió su posición hegemónica, incluso su independencia corrió peligros cada vez más visibles. Cómo, pues, el carácter ateniense contradecía precisamente estas limitaciones, lo señalarán más las consecuencias de toda esta historia que lo que aquí puede demostrarse en concreto. Pero a nadie familiarizado con el Ática le parecerá extraña la afirmación. Sólo en los tiempos modernos la formación ha tomado la dirección de la individualidad, sólo desde el cristianismo, a través del intento no del todo coronado por él exito de unificar a todas las naciones, ha desgarrado todos los vínculos nacionales. Allí donde nosotros nos afanamos como individuos, allí buscaban tener éxito los antiguos como pueblos. Sin embargo, a este respecto hubo aún una diferencia: si en una nación —como entre los romanos— fue más ostensible la coerción [III, 182] de la constitución, o —como entre los egipcios— las cadenas de las costumbres casi convertidas en limitaciones naturales, o finalmente —como entre los griegos— el impulso libre hacia una formación comunitaria cívico-social. Y ————— 13

Cfr., por ejemplo, el libro III de la República de Platón. También Aristóteles, Política, VIII, 7.

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aquí, entre estos últimos, pero especialmente en los atenienses, se encuentra un rasgo notable, a saber, que por muy enemigos que los griegos fueran de la formación de un todo unitario por medio de la coerción, incluso de las leyes, su naturaleza les inclinaba a formar una masa múltiple unida por la libertad: un tipo de formación que preserva la doble ventaja de las numerosas peculiaridades y la constante unión de discrepancia y concordia (para una divergencia de opiniones mayor y más beneficiosa), en la medida en que la unión favorece las cualidades coincidentes y la división subordinada a ellas las divergentes. Los griegos tenían una decidida inclinación hacia el federalismo, poseían menos sentido que los romanos para una constitución estricta, inmodificable, y así poseían increíblemente más para la vida civil y para el disfrute civil. A partir de esta propensión hacia la formación, por así decirlo, de masas que marchaban juntas por sí mismas, cabe explicar los fenómenos más sorprendentes de la vida griega y de la historia griega, y de ella nace en su mayor parte aquella feliz organización del espíritu y el carácter griego que siempre maravillará a la posteridad. Pero desde un punto de vista político era imposible que masas así formadas fueran por igual sostenibles frente a los ataques externos y frente a las causas que preparan paulatinamente desde el interior el ocaso de toda constitución humana. En razonamientos como el presente resulta imposible resistir la tentación de concentrar en un todo unitario, comparándolas, épocas antiguas y modernas, atendiendo a los resultados para la vida externa, pero aún más para la más profunda vida interna. Es quizá una tarea incierta considerar los destinos del género humano en general y de manera necesaria como una cadena ininterrumpida, y ponerles una meta determinada, pues la serie se interrumpe muy a menudo, incluso hasta la extinción de toda tradición oral, y sólo podemos abarcar una parte extraordinariamente pequeña de todos los acontecimientos. Pero es innegable que hay periodos individuales que guardan sin embargo en sí una relación real y objetiva, aunque estén separados de los precedentes y los siguientes por verdaderos abismos, [III, 183] por revoluciones naturales o por lo que se quiera aceptar de este tipo (pues es sorprendente reclamar que el hombre o su género deba constituir precisamente sobre la tierra un todo), y un periodo tal, por ejemplo, se extiende desde las primeras noticias no del todo inciertas sobre los egipcios y

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los pueblos del próximo Oriente hasta nuestros días, aunque también hay mucho aquí que ni conoce un comienzo ni se sigue como consecuencia. Si este periodo se considera desde su punto de vista más importante, desde aquel al que aspira toda historia, más aún, toda sabiduría, desde la cultura espiritual, el alma de este periodo es entonces la formación griega. Ella encendió las primeras chispas, sus efectos benéficos continúan viviendo en nosotros y lo mejor de lo nuestro tenemos que agradecérselo inmediatamente a ella. Pero ella misma sólo se desarrolló plenamente en su punto culminante, que fue al tiempo, a su vez, el comienzo del declive de la Hélade. Por ello consideraba a la decadencia de los Estados libres como un punto medio para abarcar de una ojeada toda nuestra historia. Tiene en común con la decadencia del Imperio Romano que la época moderna se desarrolló a partir de ambas. Pero de la caída de Roma nacen más bien nuestras constituciones, leyes, relaciones estatales; a partir de la griega, más nuestra formación interior, nuestra vida espiritual y en parte ética, nuestra ciencia y nuestro arte. Incluso el antiguo y el neoplatonismo ejerció una decisiva influencia sobre nuestra religión, puesto que el Imperio Romano sólo contribuyó a su extensión y a su fundamentación política, y así Roma formó en muchos sentidos el cuerpo al que Grecia insufló el alma. Puede afirmarse con razón que los griegos sólo han llegado a nosotros gracias a la mediación de los romanos, puesto que el Imperio Oriental, cuyos prófugos restablecieron la literatura griega en Occidente, también fue un resto del Imperio Romano.14 Si aquéllos no hubieran sido destruidos por éstos, esto es, por un pueblo poderoso, bien fundado y ya cultivado, sino, como los mismos romanos, por las itinerantes hordas bárbaras, o si sus vencedores, incluso con ruda barbarie que no debe imitarse, no se hubieran apropiado de una parte tan grande de sus tesoros artísticos, en tal caso, es presumible que sólo nos habría quedado extremadamente poco. Así pues, la influencia de los griegos sobre nosotros [III, 184] sólo comienza allí donde los romanos se aproximaron a ellos; pero la mano de los romanos no se aproximó sino para someter o destruir. ————— 14

Humboldt se refiere al importante papel transmisor que ejerció Bizancio, muchos de cuyos intelectuales, tras la conquista turca, emigraron a Occidente.

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Desde esta época la Hélade quedó entretejida con el Lacio de tal modo que aún hoy en día apenas si puede darse un paso por las ruinas de Roma sin acordarse con emoción del país que, tratado por el destino aún más cruelmente que Italia, está ahí devastado por los bárbaros. Así, unificados bajo el nombre de Antigüedad Clásica, pasaron ambos a los tiempos modernos, y desde hace tiempo no se distingue con nitidez y cuidado qué forma parte del espíritu griego y qué del romano; con frecuencia, aún hoy en día, se confunden ambos. Los alemanes poseen el mérito indubitable de haber aprehendido por vez primera con fidelidad la formación griega y haberla sentido con profundidad; pero al mismo tiempo yace en su lengua ya prefigurado el medio pleno de misterio para, más allá de los círculos de estudiosos, poder ampliar su benéfica influencia a una parte considerable de la nación. Otras naciones no han sido a este respecto igualmente felices o, al menos, no han demostrado de manera similar su familiaridad con los griegos ni en comentarios, ni en traducciones, ni en imitaciones, ni finalmente (y de esto se trata sobre todo) en el postergado espíritu de la Antigüedad. En esta medida, desde entonces el alemán ha establecido con los griegos un vínculo más firme y más estrecho que cualquier otra nación, más también que aquellas que están mucho más próximas en el tiempo. Tomando en este sentido la decadencia de los Estados libres griegos como punto medio de la historia, desearía extraer de aquí aquellos resultados a los que toda historia, más aún, toda empresa humana, aspira al final. ¿Pues de qué ayuda que el espíritu se disperse en miles y miles de particularidades sin hallar el punto en el que finalmente puede descansar? Pero este punto de reposo sólo se encuentra en la posición en la que el hombre aprehende su relación con el mundo de la forma más fiel y más fructífera, así como en la dirección en la que se sitúa respecto de él en la interacción máximamente adecuada a su peculiaridad. Sólo desde este punto de vista le será posible cultivar con más apasionada participación lo aún tierno y educable, contemplar con más apesadumbrada tranquilidad lo ya irrevocablemente petrificado en los destinos de los individuos, las naciones y los tiempos, así como intervenir con celo y diligencia —donde exige la necesidad o permite la sabiduría— en la realidad [III, 185] tal y como lo rodea, sin ignorar lo ideal y lo divino como la verdadera y auténtica patria. Pero la

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determinación correcta de nuestro punto de vista respecto de la Antigüedad también debe proporcionar necesariamente explicaciones importantes sobre este punto de vista en tiempos pasados y futuros. Como descripción de un fenómeno moral, toda historia del crecimiento o decadencia de una nación es menos historia pura que razonamiento sobre la misma. Y tanto más dada la intención del presente trabajo, brevemente indicada en la introducción y en lo anterior expuesta con más detalle. La exposición de la decadencia de los Estados libres griegos debe aclarar al mismo tiempo la influencia del espíritu griego sobre la posteridad y nuestra relación con la Antigüedad y, de esta manera, iluminar el curso de la humanidad y los esfuerzos de los individuos particulares. Ciertamente, los dos últimos puntos serán discutidos sobre todo sólo para el punto de vista de un alemán, puesto que todo escritor sobre objetos filosóficos prácticos sólo debería escribir intencionadamente para su nación; y Alemania (los lectores extranjeros podrán perdonar el lado apesadumbrado de esta comparación gloriosa) muestra una innegable similitud con Grecia en la lengua, en la variedad de los afanes, en la simplicidad del sentido, en la constitución federalista y en sus más recientes destinos. Sin embargo, se me malinterpretaría por completo si se creyera que deseo abusar de la historia tomándola como mero pretexto, enlazando con ella consideraciones ajenas. La sabiduría de los tiempos es sublime más allá de cualquier sabiduría humana; el curso del destino debe mostrarse al hilo de la experiencia, el sentido reforzado y alimentado por ella. Así pues, lo primero es transmitirla pura y fielmente, y lo dicho hasta ahora es mera justificación de la elección del objeto y de la manera de tratarlo, donde el mero fin de la historia admite varias. La parte principalísima del trabajo sigue siendo única y exclusivamente la exposición de Grecia en su decadencia, y a ella dedicaré toda la exactitud histórica, minuciosidad e imparcialidad de las que soy capaz. La segunda parte tan sólo se añade a ésta. La historia de la decadencia griega se divide por sí misma en tres periodos: en el primero, la libertad y la independencia se arruinaron; [III, 186] en el segundo, se buscó salvarlas en vano; en el tercero, se perdieron para siempre.

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1. En el periodo de Filipo y Alejandro; de la primera subida al trono a la batalla de Cranón;15 puesto que Alejandro, mediante su decisión relativa a los desterrados de las ciudades griegas y el apolítico regreso de varios miles de mercenarios a Grecia, puso el fundamento para la guerra Lamia, a la que aquella batalla puso fin; de Ol. 104, 2 hasta Ol. 114, 2 (38 años).16 2. El periodo de los generales de Alejandro17 y de los posteriores reyes macedonios; desde la batalla de Cranón hasta la liga de los romanos con los etolios y con otras ciudades griegas, porque aquí los romanos resolvieron inmiscuirse por vez primera de una manera significativa en los asuntos griegos; de Ol. 114, 2 hasta Ol. 142, 2 (?) (112 años).18 3. El periodo de los romanos; desde aquella liga hasta la toma de Atenas por Sila, después de que ya mucho antes Aquea fuera declarada provincia romana; de Ol. 142, 2 hasta Ol. 173, 3 (125 años).19 La segunda parte, que expone la pervivencia de Grecia más allá de las fronteras de su existencia política, se divide en dos apartados: en la exposición de la influencia de la cultura griega: 1. sobre los romanos, 2. sobre las naciones modernas. Puesto que esta cultura nos ha llegado mediatamente a través de los romanos, para conocer en su peculiaridad y en sus relaciones recíprocas los dos elementos de la Antigüedad clásica (en la medida en que aquí no se alude expresamente ni al arte egipcio ni al etrusco, para cuya mención, sin embargo, se encontrará igualmente ocasión, como ramas colaterales menos importantes), el primero de estos dos apartados debe investigarse con cui————— 15

O sea, del 359 al 322 a.C. Tras la muerte de Alejandro algunas ciudades griegas se sublevaron contra el poder macedonio, llegando a encerrar al general macedonio Antípatro en la ciudad de Lamia. En la decisiva batalla de Cranón, sin embargo, fue liquidada la flota ateniense. 17 Los llamados diadocos. 18 O sea, del 322 al 212 a.C. 19 O sea, del 212 al 86 a.C. 16

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dado y desde los tiempos más tempranos: qué en espíritu y carácter, lengua, ciencia y arte de los romanos venía de Grecia y qué era peculiar suyo. Pues el segundo apartado mostrará con el ejemplo de las naciones modernas que para la comprensión y el aprovechamiento de la Antigüedad es extraordinariamente importante si en su estudio se parte más de los romanos o de los griegos, o entre éstos si se llega de los escritores áticos a los jónicos [III, 187] o de éstos a aquéllos.20 Sin embargo, en este segundo apartado sólo se hablará preferentemente de Alemania. De ambas partes, como resultados de toda la obra, se seguirán consideraciones finales: miradas sobre el curso de la cultura humana en general, a su presumible desarrollo ulterior, sugerencias para cooperar oportunamente a este respecto, máximas para el enjuiciamiento y la formación de individuos y naciones. Sin embargo, esto último sólo puede llevarse a cabo fragmentariamente, en pocos y breves axiomas, y sólo en la medida en que quepa deducirlo a partir del auténtico objeto del trabajo. Pues en modo alguno se pretende utilizarlo como revestimiento para un razonamiento ajeno a él, sino tan sólo emplear de la mejor manera posible la riqueza de sus conclusiones. Pero para llevar a cabo en sus contornos más externos el plan aquí diseñado se debe poder hacer pie, como en fundamentos, en ciertos hechos y convicciones. Para la lectura de esta obra es necesario, en primer lugar, aportar un determinado concepto del carácter y la situación de los pueblos griegos; a continuación, convenir sobre ciertos principios acerca de aquello que las naciones pueden ser originariamente y serán posteriormente, sobre los medios mediante cuyo uso se alejan de sus fines o se aproximan a ellos, y sobre el valor de la masa de cultura que adquieren escalonadamente. Pues fenómenos morales como el carácter, el crecimiento y la decadencia de las naciones no cabe simplemente narrarlos, sino que al mismo tiempo deben explicarse a partir de fundamentos universales; y permiten diversos pareceres, de los cuales los elegidos en la exposición requieren tanto una justificación razonada como histórica. ————— 20 Por escritores áticos, Humboldt entiende sobre todo los tres grandes trágicos: Esquilo, Sófocles y Eurípides. Con escritores jónicos se refiere a la épica de Homero, a la lírica de Arquíloco, Tirteo, Alceo, Safo, Anacreonte, etc., y a la prosa científica de Tales, Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito.

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Así pues, comenzaré anteponiendo al todo una exposición del carácter griego, relacionándolo con las circunstancias que lo formaron, y tanto respecto de otros pueblos de la Antigüedad como de la disposición y surgimiento del carácter de las naciones en general y los medios de su conocimiento, enjuiciamiento y formación. A este respecto, dedicaré particular esfuerzo a matizar la primera imagen general según las diferencias de las épocas y los linajes griegos particulares; después, a partir de aquí, mediante una descripción del estado político y ético [III, 188] de Grecia inmediatamente anterior a la entronizacion de Filipo,21 allanaré el camino hacia la misma exposición histórica. Abarcaré estos dos objetos en una y la misma introducción, a la que paso ahora.

INTRODUCCIÓN 1. Capítulo Sobre el carácter griego en general, y de la visión ideal del mismo en particular La época moderna se encuentra en relación con la antigua en una situación que era enteramente ajena a ésta. En los griegos tenemos ante nosotros una nación bajo cuyas felices manos ya había madurado hasta su perfección última todo lo que, según nuestro sentimiento más íntimo, custodia la existencia humana máximamente elevada y rica. Los miramos como a una estirpe humana formada de una materia más noble y más pura, miramos retrospectivamente a los siglos de su florecimiento como a un tiempo en el que la más fresca naturaleza resultante del taller de las fuerzas de la creación hubiera mantenido aún sin mezcla el parentesco con ellas, pues estas fuerzas, apenas sin mirar ni hacia atrás ni hacia adelante, plantaron todo nuevo, nuevo lo fundaron, y, entregándose con simple sencillez tan sólo a ————— 21

A mediados del siglo IV a.C.

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los afanes dejados a su propia suerte, exhalando el anhelo natural de su pecho, dispusieron modelos de eterna belleza y magnitud. En esta medida, con el estudio de la historia griega no nos sucede lo mismo que con el de la de otros pueblos. Los griegos desbordan totalmente este círculo. Aunque sus destinos forman parte asimismo del encadenamiento universal de los acontecimientos, en esta circunstancia sólo reside su mínima importancia respecto de nosotros; y desconocemos totalmente nuestra relación con ellos si osamos aplicarles la medida de la restante historia universal. Su conocimiento no nos resulta meramente agradable, útil y necesario, sólo en ellos encontramos el ideal de aquello que nosotros mismos deseamos ser y producir. Si cualquier otra parte de la historia nos enriquece con sagacidad y experiencia humanas, de la consideración de los griegos extraemos algo más que terrenal, sí, algo casi divino. [III, 189] ¿Pues qué otro nombre habría que dar a una sublimidad cuya inalcanzabilidad, en lugar de abatir, alienta y aguijonea la emulación? Si comparamos nuestra situación limitada, estrecha de miras, oprimida por las mil cadenas de la arbitrariedad y de la costumbre, dispersada por innumerables, nimias, ocupaciones que nunca engranan con profundidad en la vida, con su actividad que se afana puramente por lo más elevado de la humanidad; si comparamos nuestras obras, que maduran lenta y trabajosamente mediante ensayos repetidos, con las suyas, que surgen del espíritu como de una plenitud más libre; si comparamos nuestra sorda apatía en monacal soledad o nuestras irreflexivas intrigas en una frívola vida social con el alegre alborozo de sus comunidades cívicas, consolidadas mediante lazos sagrados, en tal caso, debería pensarse que su recuerdo tendría que entristecernos y abatirnos, como a los presos el recuerdo del disfrute de la vida sin trabas, a los enfermos la memoria de la enérgica salud, a los habitantes del norte la imagen de un primaveral día italiano. Pero sucede exactamente al contrario al trasladarnos a aquellos tiempos de la Antigüedad, la cual, elevando nuestro corazón y ensanchando nuestro espíritu, nos sitúa hasta tal punto en nuestra originaria libertad humana —menos perdida que nunca poseída— que regresamos a nuestra tan contrapuesta situación con aliento recobrado y fuerzas renovadas, que sólo extraemos el verdadero entusiasmo de aquella fuente que nunca se seca. Precisamente la profunda percepción del abismo que el destino ha establecido

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por siempre entre ellos y nosotros, nos incita, gracias a fuerzas que reciben nuevas alas mediante su consideración, a alzarnos desde nuestra situación a la altura que nos es dada. Imitamos sus modelos con la conciencia de su inalcanzabilidad; llenamos nuestra fantasía con las imágenes de su vida libre y ricamente provista con la sensación de que nos ha sido tan negada como les fue a ellos la ligera existencia de los habitantes de su Olimpo.22 Esto último puede servir para trazar una apropiada metáfora de nuestra relación con ellos. Sus dioses tenían, como ellos, figura humana y estaban formados de materia humana; [III, 190] las mismas pasiones, placer y dolor, sacudían sus pechos; tampoco les eran desconocidas las fatigas y las incomodidades; el odio y el acoso se agitaban con vehemencia en las salas de las viviendas de los dioses; Marte falleció entre guerreros muertos,23 Hermes peregrinó con fatiga sobre el solitario desierto del mar,24 Latona sintió todas las tribulaciones de la futura madre,25 Ceres todo el miedo de la madre huérfana.26 No de otra manera encontramos también en la Hélade todos los accidentes de la vida; no sólo las contrariedades que afectan a los individuos y a las naciones, también las violentísimas pasiones, excesos e incluso brutalidades de la naturaleza humana desenfrenada. Pero así como el esplendor único del Olimpo sin nubes fundía y disolvía todos aquellos colores más oscuros, de igual modo había algo en los griegos que no permitía que el ánimo zozobrara realmente, que borraba las asperezas de lo terrenal, que transformaba la vitalidad exuberante en juego suntuoso y que suavizaba la férrea presión del destino en afable gravedad. Este «algo» es precisamente lo ideal de su naturaleza, y todo el notable fenómeno, la impresión que, incluso en el análisis más frío y más imparcial, no nos producen ni las obras ni la consideración de ningún otro pueblo, surge de que los griegos tocan de hecho en nosotros el punto que es el fin ————— 22

La expresión es homérica; cfr. Iliada VI, 138; Odisea iv, 805. Iliada V, 885-886. 24 Tal vez Humboldt piense en Odisea v, 44 y ss., o en Iliada XXIV, 340 y ss. 25 Latona, nombre latino de Leto, madre de Apolo y Artemisa, perseguida por la ira de Hera, tuvo que recorrer toda la tierra hasta que finalmente encontró refugio en Delos, donde pudo alumbrar a sus hijos. 26 Ceres, nombre latino de Deméter, vagó igualmente por toda la tierra en búsqueda de su hija Perséfone, robada por Hades. 23

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último de nuestros esfuerzos, así como de que sentimos vivamente que ellos alcanzaron a su manera el apogeo y obtuvieron el lote en el que, en la meta de la carrera, pudieron descansar. Pero su grandeza ha surgido tan pura, tan verdadera y tan auténticamente a partir de la naturaleza y la humanidad, que no nos incita, forzando, a su manera, sino, entusiasmando, a la nuestra: nos atrae en la medida en que eleva nuestra autonomía y sólo nos enlaza consigo en la idea de una perfección última de la que ellos son un modelo inimitable, pero a la cual también nos está permitido aspirar, si bien por otros caminos. Forma parte, quizá, de la más íntima familiaridad con las obras de los antiguos el no considerar como una exageración partidista la afirmación de la inalcanzabilidad de sus perfecciones. Lo que, sin embargo, ya suscita un juicio previo favorable de la misma es que para encontrar gusto en las obras de los antiguos no se trata, sin más, directamente de erudición o estudio, sino que estas obras dejan la más profunda huella en los ánimos felices más desprejuiciados, que no poseen ninguna forma de pensar o estilo artístico peculiar. Además, [III, 191] es digno de atención que encuentren aceptación en toda nación, a toda edad, en todo estado anímico, mientras que la Modernidad, dado que surge de una afinación menos universal y objetiva, exige igualmente una más peculiar y subjetiva. Shakespeare, Dante y Cervantes nunca producirán un efecto tan universalmente general como Homero, Esquilo o Aristófanes. Tan pronto como no se hable de conocimiento meramente positivo o de habilidad mecánica, comparar a la Modernidad con la Antigüedad en cualquier género demuestra una visión tan incorrecta de la Antigüedad como incorrecta es la visión del arte que pone la belleza de una obra de arte al lado de un objeto determinado de la realidad. Pues así como arte y realidad, así también la Antigüedad y la época moderna residen en dos esferas distintas, que en la apariencia nunca se tocan, en la verdad, empero, sólo allí donde únicamente alcanza la idea, nunca la percepción, en la fuerza primigenia de la naturaleza y de la humanidad, de la que aquellas dos, arte y realidad, son imágenes diferentes, y estas dos, Antigüedad y Modernidad, esfuerzos diferentes para procurarse validez en la existencia. Ciertamente, la realidad en nada es más innoble que el arte; ella, la verdad y la naturaleza misma, es más bien su modelo y su esencia es tan gran-

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de y sublime que para acercarnos a ella siquiera en alguna medida no nos queda sino, como hace el arte, tomar un camino para nosotros mismos inconceptualizable. El más pequeño objeto suyo está penetrado por esta su esencia y es por entero incorrecto afirmar que la naturaleza en su integridad sólo se encontrará en todos los objetos particulares tomados en su conjunto, sostener que la totalidad de la fuerza vital sólo se hallará en la suma de los momentos particulares de su existencia. En todo caso, puede que ambas aparezcan de este modo, pero en sí no cabe pensar separadas y escindidas ni a la una según el espacio, ni a la otra según el tiempo. Todo en el universo es uno y uno todo, o no hay en general unidad alguna en él. La fuerza que palpita en las plantas no es meramente una parte, sino toda la fuerza de la naturaleza, o se abre un abismo insalvable entre ella y el resto del mundo y la armonía de las formas orgánicas queda [III, 192] irrecuperablemente destruida. Todo momento presente abarca en sí todos los pasados y futuros, pues nada hay sino la persistencia de lo viviente, donde puede fijarse la fugacidad de lo pasado. Pero la realidad no es el recipiente en el que nos puede ser transmitida su esencia; o más bien su esencia se manifiesta en ella sólo en su verdad originaria, y en ésta nos resulta inaccesible. Puesto que, en esta medida, no conceptualizamos la existencia de los objetos reales mediante su vida interna, por ello, buscamos explicarla mediante la influencia de fuerzas externas y, por tanto, sucede que desconocemos al mismo tiempo su integridad y su independencia y, en vez de creer determinada su forma orgánica por la plenitud interna, la consideramos limitada por fronteras externas: errores que en el arte no entran en cuenta porque no nos representa la esencia de la naturaleza en sí, sino de una manera aprehensible por nuestros órganos, dispuesta armónicamente para ellos. Ciertamente, el destino no ha provisto nuestra vida tan mezquinamente al extremo de que en medio de la misma, y por entero fuera del ámbito del arte, no haya algo por medio de lo cual quepa acercarse a la esencia de la naturaleza, y este «algo» es la pasión. Pues en modo alguno debe desperdiciarse este nombre para los afectos subordinados con los que habitualmente se ama y se odia, se ambiciona y se aborrece: los ánimos profundos y ricos conocen un deseo para el que el nombre de entusiasmo es demasiado frío y el de anhelo demasiado tranquilo y suave, y en el cual el hombre

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permanece sin embargo en perfecta armonía con toda la naturaleza, en el que impulso e idea quedan amalgamados entre sí en una forma inconceptualizable por caminos fríos y prosaicos y que por ello produce los más bellos nacimientos. En estas afinaciones la idea que aparece en la realidad es reconocida de hecho con mayor corrección, y puede decirse con verdad que la amistad y el amor a un entusiasmo más elevado y más puro consideran su objeto con una mirada más profunda y, por así decirlo, más sagrada que el arte. Pero así es el destino de la realidad, a saber, que ella, puesta tan pronto demasiado profundamente, tan pronto demasiado elevadamente, nunca permite el equilibrio pleno y bello entre la forma de aparición del objeto y la capacidad de aprehensión del observador, equilibrio del que procede el disfrute del arte entusiasta y fructífero y, sin embargo, siempre callado y tranquilo. [III, 193] No es culpa de la naturaleza, sino nuestra, cuando ella parece quedar pospuesta a la obra de arte, y si en esta medida el respeto por el arte es signo de una época en alza, en tal caso, el respeto por la realidad es indicio de una que aún se ha elevado más alto. Aquel equilibrio pleno y bello sólo lo encontramos de este modo en la Antigüedad, nunca en la Modernidad. En la manera de sentir y actuar de los antiguos la pura y original fuerza natural de la humanidad parece haber reventado con tanta felicidad todas las envolturas que se representa al ojo —con claridad y simplicidad, fácilmente al alcance de la vista— como una flor medio abierta. No acechando trabajosamente el camino escogido, no medrosamente preocupada por aquello que deja atrás, se entrega con segura confianza a la ilimitada ansia por una plenitud vital desmesurada, expresándola en miles de imágenes siempre igual de felices, allí donde los modernos sólo investigan, buscan, luchan y combaten, y conocen a menudo el sudor sangriento, raras veces la alegre ligereza de la victoria, donde se afanan por una existencia solitariamente escindida y aislada, y nunca gozan de la beneficiosa fuerza motriz con la que un pueblo armonioso, sobre un suelo sembrado con monumentos de su gloria y de su arte, bajo un cielo que le sonríe alegre, encumbra a cada uno de sus conciudadanos. Precisamente las mismas señales que, antes de la consideración, diferencian a la realidad —en su aparecer individual, limitado— del arte, vuelven a encontrarse también en la Antigüedad y la Modernidad. Como el arte, toda Antigüedad siempre es expresión pura y plena de algo espiritual y

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conduce a la unidad de las ideas; invita a sumergirse cada vez más profundamente en cada una de sus partes, mediante un encantamiento espontáneo encadena al espíritu a determinadas fronteras y lo amplía hasta la infinitud. Lo moderno, por el contrario, como la realidad, alude a lo espiritual en la medida en que lo representa real e inmediatamente; lo moderno, a menudo, no conoce otra unidad que la que el sentimiento se recolecta él mismo, sólo a partir de él y por iniciativa suya, y a menudo ejerce [III, 194] su mejor y más elevado efecto sólo por el hecho de que conduce por encima de sí mismo y fuera de sus fronteras. Más aún, incluso cuando lo moderno está penetrado por el mismo sentido que lo antiguo y también queda próximo en sus efectos, le falta sin embargo, como la iluminación del paisaje en un día nublado, aquel brillo que sólo fusiona íntimamente, que sólo compendia todo con firmeza mediante sus propios rayos. Pues sienta, elija y se esfuerce el hombre como quiera, lo más delicado de sus obras, así como lo más elevado, debe agradecerlo a aquello que surge de la mano sin que el artista lo sepa y pasa al sentido sin que el observador pueda dar cuenta de ello, a saber, sólo por la feliz disposición de su naturaleza y por la favorable afinación del momento. Y aunque pueda estar pertrechado con genio y energía hasta el punto que lo permiten los límites de la naturaleza humana, lo que, sin embargo, irradia máximamente en él es sólo aquello que no es él inmediatamente: la fuerza de la raza que lo engendra, el suelo que lo porta, la nación cuya lengua lo rodea. El hombre forma parte de la naturaleza y no está destinado a permanecer ahí solo y aislado: la palabra de su boca es elemento o eco del sonido de la naturaleza; la imagen que arroja, contorno del sello en el que ella también derrama sus figuras; su voluntad, impulso inmediato de su fuerza creativa. Su autonomía no es por ello menor, pues en la totalidad de la realidad la fuerza de la naturaleza es su propia fuerza y en su aparecer todo —nación, suelo, cielo, entorno, mundo pasado, mundo contemporáneo— le está cerrado, mudo y muerto si no sabe abrirlo mediante su propia fuerza interna, si no sabe percibirlo, vivificarlo. Por ello, la señal más segura del genio en cualquier exteriorización de fuerzas, y sobre todo en la más enmarañada, en la vida, es poner de relieve por todas partes mediante admiración o desprecio, amor u odio, lo fascinador, lo monitorio, lo impulsor, y allí donde la realidad nada concede, despertar en torno a sí a partir del pasado un mun-

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do nuevo y más bello: medios auxiliares a los que los modernos a menudo se sienten obligados, mientras que los antiguos encontraban todo lo que necesitan en el entorno más próximo y a éste en correspondencia completa con su deseo más íntimo. Así pues, por mencionar sin demora el ámbito en el que es dificilísimo combatir contra la Antigüedad, un artista moderno puede rivalizar en excelencia con las obras de la Antigüedad. [III, 195] Aún hoy en día, como antaño, el genio puede resurgir, el estudio ha recorrido desde entonces algún camino pleno de fatigas, y el arte, enriquecido por ello y por la experiencia, ha hecho múltiples progresos. Pero lo nunca alcanzable, lo que separa entre sí a la Antigüedad y a la Modernidad por un abismo insalvable, es el hálito de la Antigüedad que cubre con una magia inimitable tanto el menor fragmento como la obra maestra más perfecta. Esta magia no forma parte del artista individual, no del estudio, ni siquiera del mismo arte; es el reflejo, la flor de la nación y de la época, y puesto que éstas no regresan, aquella magia queda asimismo irremediablemente perdida con ellas. Pues es un triste, pero también noble, privilegio de lo viviente el nunca engendrar de nuevo de la misma manera, y lo pasado en él también es eternamente pasado. Aquí, pues, en el hecho de que la obra es más que el objeto que ella representa inmediatamente, concuerda entre sí todo lo que posee algún grado de peculiaridad. Pero lo que distingue a la Antigüedad en este punto es doble: en primer lugar, que en la afinación momentánea y el carácter del artista, y en éste y su entorno, su tiempo y su nación, domina una coincidencia maravillosa y mágica; y, en segundo lugar, que todas estas cosas son tan Una con la idea a expresar que ellas no la contraponen como personalidad en la obra, sino que la unifican con ella para alcanzar un efecto más elevado, la hacen más objetiva por medio de la fuerza subjetiva. Ambas cosas no podrían ser el caso si la humanidad que habla desde la Antigüedad no fuera una expresión más pura, más clara o al menos más fácilmente cognoscible de las ideas según las cuales ansía todo pecho auténticamente humano, o si estas ideas no lo encandecieran más vivamente de lo que uno está justificado a sospechar en cualquier otro caso. Así pues, aquel hálito de la Antigüedad es hálito de una humanidad luminosa irradiada por la divinidad —¿pues qué, sino la idea, es divino?— , y una idea tal se engendra

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clara y viviente a partir de las obras de arte, poesías, constituciones políticas, batallas, sacrificios y fiestas [III, 196] de los antiguos en oposición a nuestra abulia y estrechez de miras, pero también al mismo tiempo para aquello que los hombres pueden ser y por lo que podemos luchar por un camino trazado de otro modo. Pues sería desolador si la superioridad de la Antigüedad sólo se anunciara en figuras de mármol muertas y no también —igualmente solemnes y fascinadoras— en costumbres, inclinaciones y acciones. Insisto de nuevo, nada moderno es comparable con algo antiguo: con los dioses no debe medirse humano alguno,27 y lo que diferencia a la Antigüedad no es meramente su peculiaridad, sino una superioridad válida universalmente, que obliga a ser reconocida. En la historia de la formación de la humanidad fue un fenómeno único, pero feliz, el que una estirpe que brotó del suelo sin esfuerzo y por así decirlo en la flor más bella precediera a las épocas que debieron madurar con fatiga. Lo desarrollado hasta el momento muestra ya de qué manera cabe comprender esto, pero la perspectiva total sólo podrá justificarse mediante la culminación de la presente obra. Sin embargo, aquí y por el momento, también sin desarrollo ulterior, surge una tesis que no demostrará menos para aquel que la acepte como verdadera. La piedra de toque de las naciones modernas es su sensibilidad para con la Antigüedad y cuanto más valoren en ésta por igual a los griegos y a los romanos, o lo hagan de una manera inversa, tanto más yerran su fin peculiar, puesto en particular para ellas. Pues en la medida en que antiguo quiere decir ideal, los romanos sólo participan de ello en tanto que es imposible separarlos de los griegos. Nada sería tan inoportuno como comenzar un trabajo histórico desde una perspectiva que naciera más de un entusiasmo tal vez excusable, pero siempre mal entendido, que de una consideración serena. Aquí no podemos pasar por alto esta observación, puesto que aquí hay que cuidarse al ————— 27

Estos versos pertenecen al poema de Goethe «Grenzen der Mensheit» (vv. 11-13).

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máximo de la objeción [III, 197] de que lo afirmado sobre los griegos es exagerado y partidista. Y quizá fuera ambas cosas si nuestra opinión apuntara a admitir de hecho a los antiguos como un género humano más elevado y más noble que nosotros de lo que algunos, más empeñados en explicar la historia universal que en investigar, habrían encontrado admitir como necesario en los primeros habitantes de nuestro globo terráqueo. No es que ellos mismos fueran seres, por así decirlo, supraterrenales, es que su época fue tan feliz que lo manifestaba toda peculiaridad más bella que ellos poseían; no están ahí como modelo inalcanzable en aquello que la humanidad puede ser en sí, aislada y dispersa, y poco a poco, y antes del pensamiento, sino sólo en aquello que puede mostrarlos como fenómeno vital e individual. Pues, resumiendo, la preeminencia peculiar que, en nuestra opinión, destaca a los griegos sobre cualquier otra nación es que ellos parecen como animados por un impulso dominante, por el apremio de representar como nación la vida suprema, y que aprehendieron esta tarea sobre la estrecha línea divisoria bajo la cual la solución habría tenido menos éxito y sobre la cual habría sido menos posible. Además de la vivacidad sensible de todas las fuerzas y deseos, además de la bella propensión a desposar siempre lo terrenal con lo divino, su carácter tuvo en su forma la peculiaridad de que nada había en él que no lo expresara pura y felizmente y todo lo que se representaba en él externamente circunscribía su contenido interno con contornos claros y determinados. Demorémonos por un momento en esto último. Por el hecho de que el rasgo característico de los griegos reside más en la representación de aquello que fueron que en el mismo rasgo, o, en efecto, que sólo por ello reside en él, por esto, merecen ser llamados sin más el ideal, porque el concepto de ideal también lleva consigo necesariamente que la idea se someta a la posibilidad de su aparecer. Precisamente por ello el rasgo predominante de su espíritu, más aún, aquel que siempre se elegiría si hubiera que aducir uno sólo, es el respeto y la alegría por la proporción y el equilibrio, también el querer tomar lo máximamente noble y sublime sólo allí donde concuerda con un todo. [III, 198] La desproporción entre existencia interna y externa que tan a menudo atormenta a los modernos, si bien, por otra parte, se convierte para ellos en una fructífera fuente de sentimientos pertur-

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badores o arrebatadores, fue del todo ajena para los griegos; ellos desconocían la ocupación excesiva con pensamientos y sensaciones, tras los cuales queda a la zaga toda expresión, y lo que no se presentaba voluntaria y naturalmente en el doble reino de la vida y la poesía no formaba parte de su puro y soleado horizonte. Némesis fue una divinidad auténticamente griega y, aunque su concepto original es común a todas las épocas y naciones, en ninguna parte fue tan sutil, múltiple y poéticamente elaborado como en la Hélade. Pero entre los griegos esta aversión a lo desproporcionado no surgió en realidad a partir de una repugnancia frente a lo desmesuradamente destacado o frente a lo que se aleja de la naturaleza habitual (a menudo tan sólo testigo de debilidad y afeminamiento), sino de inmediato a partir de la necesidad de exigir por todas partes la vida suprema que sólo brota a partir de la armonía que nada excluye, y a partir del profundo sentimiento de la naturaleza que es un organismo omnipresente. Así se apoyan recíprocamente el uno en el otro los dos elementos de aquel gusto verdaderamente bueno, pues el gusto siempre es unilateral y nefasto cuando el exceso y la fuerza, absoluta y tomada por sí sola, lo repele o atrae. Un individuo es una idea representada en la realidad. La fuerza vital física es un afán renovado a cada momento para procurar validez en la realidad a la idea de organismo; la fuerza vital moral es el mismo empeño de procurar validez en la realidad al carácter espiritual peculiar. En esta medida, puesto que la vida aparece como una continua creación y el carácter como su resultado, aquélla puede e incluso debe considerarse como un arte y éste como una obra de arte. Así como forma parte del genio artístico aprehender las dobles condiciones de la idea y del fenómeno, a las cuales está sometida al mismo tiempo toda obra de arte, y (puesto que lo bello nunca es producido por abstenerse sea de la exigencia que sea) acrecentar el que las unas sólo parezcan creadas para las otras; así como el genio encuentra el punto indivisible en el que, tras violenta lucha, lo invisible se desposa con lo visible en la exposición, así también el genio hace esto en la vida, [III, 199] y máximamente el más elevado de todos los genios, todo un pueblo viviente que actúa en común. Así pues, lo que, sea por méritos propios o por azar, tenían los griegos de antemano sobre nosotros y donde nunca podemos siquiera atrevernos a rivalizar con ellos, fue este sentido por así decirlo innato para la máxima-

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mente clara, determinada y rica manifestación de la máxima suma de vida humana en su carácter individual y nacional. Pero ellos encontraron este máximo gracias a la sencilla disposición de su naturaleza, en tanto que en la más difícil de todas las artes, la vida, obtuvieron aquello que en las subordinadas es obra del genio, a saber, entregarse libremente y sin reservas tan sólo al impulso natural. Toda individualidad descansa, o más bien se expresa, en un impulso y constituye una unidad con el peculiar de ella. Desde las clases más bajas de la vida hasta las más elevadas conocemos a cualquier criatura en su totalidad y en el concepto de su naturaleza menos en su manera de ser que en su afán, en el cual se enlazan en una unidad todos sus estados pasados, presentes y futuros. Así como la vida no puede pensarse ni inmóvil ni movida por una causa externa, así también todo el universo persiste tan sólo mediante el impulso, así vive y nada es sino en la medida en que lucha por vivir y ser; y el hombre sería dueño y señor absoluto de su existencia y de su subsistencia si por medio de una orden de su voluntad pudiera aniquilar su impulso vital. El impulso se determina naturalmente a sí mismo y determina a su vez la forma de la vida. Toda distinción entre los seres animados, entre plantas y animales, entre los múltiples géneros de estos últimos, y en los hombres entre naciones e individuos, descansa tan sólo sobre la diferenciación del impulso vital y su posibilidad de abrise paso mediante la resistencia que encuentra. Entre los griegos este impulso apuntaba a ser pura y plenamente hombres y a disfrutar de la existencia humana con serenidad y alegría. Así como el hombre puede alzarse hasta el cielo sólo porque se enraíza firmemente sobre la tierra, así también absolutamente ninguna cualidad suya, ni las más sublimes, es otra cosa que el fruto de un instinto natural ennoblecido por inoculación [III, 200] de ideas divinas. Ahora bien, el griego tosco y totalmente inculto también poseía, innegablemente, dos cualidades que, por peligrosas que puedan ser desde diversas perspectivas, ciertamente fomentan el desarrollo de la humanidad: amor por la independencia y aversión frente a aquella seriedad ya lúgubre, ya reseca, ya aburrida, que más depende de los negocios que de los placeres de la vida. La primera se desarrolló posteriormente en la dirección de la más noble libertad civil, pero en sí era sin embargo más aversión frente a toda coerción en general que pro-

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funda oposición del ánimo frente a la coerción injusta. En esta medida, también se manifestaba, y no sólo demasiado a menudo, contra la coacción de la ley autoimpuesta; y, como muestra el ejemplo de los romanos, el amor a la independencia, en mayor medida que cualquier otra pasión política aisladora y unilateralmente formadora, más condujo a la elección arbitraria de una forma de vida y una ocupación autocomplacientes que a convertir tal elección en una pasión política. Pero alejó la coerción de las castas, sacerdotes y costumbres que sofocó el espíritu de tantas naciones antiguas, niveló, hasta la destrucción, las desigualdades de las posiciones sociales y puso a todo ciudadano en una relación máximamente múltiple y universal con todos los demás. La segunda de las dos características indicadas descansaba sobre todo, por un lado, en una disposición de ánimo hacia la alegría raras veces interrumpida, que, incluso aún tosca, sólo es propia de ánimos bien dispuestos, y, por otro, sobre el feliz don de una excitabilidad increíblemente ligera que, al más silencioso contacto de cualquier objeto de la naturaleza, hacía resonar todas las cuerdas del ánimo y que, por así decirlo, permitía vibrar largo tiempo en fantasías libres. El griego no necesitaba entretenimientos tan salvajes y tan estremecedores como el más material romano, y aunque hubo entre ellos, ya desde muy pronto, combates de gladiadores y corridas de toros, en ninguna época fueron significativos. Le agradaba charlar, contar cuentos e historias, más aún, incluso filosofar. No necesitaba ni juegos Oscos y Atelanos28 ni bufones. No amaba la seca seriedad de los negocios, del comercio, de la agricultura, de los tribunales según esa fatigosa manera con la que los romanos ejercían la jurisprudencia, pero en modo alguno se asustaba ante la más profunda de las ciencias y el arte. Provisto con un vivo sentido para todo, le era, finalmente, ajena la valoración unilateral y prejuiciosa de las cosas, y ya en Homero Paris recuerda a Héctor muy bellamente no rechazar los dones de absolutamente ninguno de los dioses.29 [III, 201] En ocasiones es útil conocer los rasgos más nobles de una nación para verla desfigurada en su degeneración. ————— 28 La fabula Atellana, así llamada por la ciudad de Atela, en la Campania, era una representación teatral popular de carácter bufonesco y con un lenguaje sumamente grosero; originariamente, se utilizaba en ellas la lengua osca: de aquí el nombre ludi Osci. 29 Iliada III, 64 y ss.

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¿Cómo nos describen los romanos no, esperemos, a todos los griegos, entre los cuales los aún dignos de sus ancestros, como aún hoy en día el vencido que sabe respetarse, fueron tenidos ocultos entre sus muros convertidos en páramos por aquellos destructores dominadores del mundo, cómo nos describen no a éstos, sino a aquéllos que se limitaban a vagar por las casas de los ricos como una clase de esclavos más distinguida y, puesto que se vendían de nuevo cada día, más despreciable? Como fanfarrones holgazanes, curiosos, charlatanes, inquietos y constantemente mudables. Pero incluso en estos defectos con derecho despreciados aún es visible una chispa del antiguo espíritu, aún es visible la libertad frente a las necesidades de la vida, aún un cierto apego a aquello que no adula corporalmente a los sentidos, sino que como hálito y, por así decirlo, aroma sólo acaricia a la fantasía y al espíritu, aún es visible algo de aquello que si bien no concede alas celestiales al alma, sí, sin embargo, arroja la carga del cuerpo, ese lastre contra el que Platón, en los tiempos más bellos de Grecia, tantas y tan elocuentes quejas presenta. La holgazanería puede volver a ser aquel noble ocio que entre nosotros da nombre al trabajo más digno; la curiosidad y la charlatanería, espíritu investigador, elocuencia y poesía; la volubilidad puede retornar a ser bella concepción, por muy diferente que sea, de todo lo grande y digno de admiración en la humanidad y la naturaleza. También en las épocas más bellas de Grecia el deseo de gloria y el amor a la sociabilidad estaban hermanados entre sí de tal modo que aquél, en lugar de perderse por las ramas y buscar su satisfacción en la lejanía, se limitaba a aquellos objetos que estaban inmediatamente en el círculo de los ciudadanos y de la comunidad, y también ahí recogía al instante el fruto de sus trabajos. Por ello se prefería sobre todo la victoria en los Grandes Juegos a cualquier otra gloria. Pues era alcanzada a la vista de los panhelenos,30 el nombre del atleta y su ciudad resonaba fuerte en los oídos de los amigos y los adversarios, y cuando el vencedor regresaba a su patria [III, 202] el destello de este ensalzamiento le ceñía por siempre. Gracias a esta sociabilidad bellamente disfrutada en el marco de un despreocupado ocio, el amor a la patria también recibió un carácter propio y, puesto que todos los griegos ————— 30

En los Grandes Juegos, en efecto, participaban todos los griegos: eran, pues, un acontecimento panhelénico.

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conocían una patria común, el amor al suelo griego y al cielo griego recibió asimismo un carácter propio. Los dioses patrios también descendieron al círculo de los habitantes de la campaña y no abandonaron, como el voluble hombre, su antaño firmemente asentada residencia; los héroes nativos no abandonaron sus tumbas. Así pues, un desterrado no quedaba meramente separado de los paisajes inanimados de su patria y de los recuerdos de su infancia y juventud, sino también de las alegrías más amadas de su vida, de los sentimientos más elevados de su pecho. Por ello, el destierro, tan frecuente dadas las orientaciones políticas de Grecia, se convirtió en una de las fuentes más ricas de interesantes sensaciones entre los griegos, y Píndaro lo describe cuando dice...31 [III, 203] Expresando nada menos que el concepto máximo de felicidad de cualquier griego. Estos pocos rasgos aquí mencionados sólo previenen el reproche de que en lo anterior tal vez se ha afirmado demasiado y demasiado sublime del carácter griego, sólo muestran que poseía originariamente predisposiciones, incluso en su degeneración no del todo desaparecidas, que, dado un feliz desarrollo, podían crecer hasta lo máximamente alto y bello. Pero el hombre conoce raras veces la divinidad de su naturaleza pura e incorrupta, y desconfía de ella donde la ve como una figura extraña o una alucinación engañosa. Pero, además, los griegos estaban tan felizmente formados en sí y tan benéficamente favorecidos por el destino desde el exterior, que aquel impulso antes mencionado, extraviándose raras veces o nunca de su meta, también supo hacerse por entero dominante. Lo que sólo parecía poder ser obra del genio, fue, por consiguiente, más obra de la naturaleza, como en general en el hombre lo más sutilmente conformado siempre se enlaza con lo originario, donde, por así decirlo, sólo queda bajo ————— 31 En el manuscrito falta la cita. Tal vez Humboldt estuviera pensando en los versos finales de la Pítica IV, que él mismo tradujo. En la versión de E. Bádenas y A. Bernabé: «Y, en efecto, él, como Atalante, pugna ahora contra el cielo, lejos de patria y hacienda. Pero Zeus, el imperecedero, liberó a los Titanes. Y es que con el tiempo, al cesar la brisa, hay cambios de velas. Desea, pues, tratar de haber achicado un día hasta el fondo su funesta enfermedad, ver su casa, y, entregado a fiestas junto a la fuente de Apolo, abandonar a menudo el ánimo de la juventud, y, tomando entre compatriotas conocedores de la poesía una forminge finamente labrada, tañerla en paz sin causar pena a nadie y sin sufrir él mismo pesares de sus conciudadanos».

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otra claridad de la conciencia; y como también en la vida social los individuos más nobles y más sensibles sólo guardan una relación inmediata del sentido y de la sensación con las clases populares más bajas, que aún viven en natural sencillez, y sólo los que flotan en la desdichada medianía, ya sin figura, ya con una deformada, son igualmente ajenos a la auténtica naturaleza y al auténtico refinamiento. No obstante lo anterior, nadie confundirá fácilmente al impulso del que se habla aquí con una coerción natural de tipo instintivo o con un deseo subordinado, ni desconocerá que aquí sólo se trata de mostrar que, puesto que por una parte la materia celestial y la terrenal están emparejadas en el hombre, es injusto separarlas unilateralmente. Nada de lo digno que hay en el hombre puede prosperar en él sin libertad, esto es, sin actos que forman parte exclusivamente de la personalidad, y, así, lo que menos, aquello donde descansa toda su individualidad, esto es, su misma personalidad. Pero, por otra parte, el principio de la vida no puede sino estar en correspondencia activa con la sensación, como primer empujón de toda acción, así como lo legislador y lo dominante en nosotros corresponde a la idea. Además, no puede ser puesto por una [III, 204] determinación de la voluntad, por así decirlo, arbitraria, puesto que más bien precede a todo querer expreso. Si se está seguro de no confundir el impulso fundamental de la individualidad (que en tanto que algo infinito nunca puede manifestarse pura y totalmente en el fenómeno) con aquello que se denomina disposiciones naturales de un carácter, también originarias, en tal caso, lo recién dicho sólo significa, con otras palabras, que este impulso fundamental, el principio vital de la individualidad, es al mismo tiempo libertad y necesidad, y ambas, según el grado y la condición, se poseen en él exigiendo y determinando recíprocamente, o sea, que debe residir en el ámbito en el que libertad y necesidad desaparecen en una tercera y más elevada idea. También su generación: en el mundo físico el organismo, en el estético la obra de arte, en el moral la individualidad espiritual, siempre son un infinito verdadero, a saber, aquello a partir de lo cual, a pesar de la conexión necesaria de todas las partes, no irradia meramente libertad, sino donde aquella misma necesidad sólo es conceptualizable mediante la libertad. Lo que aquí se denomina impulso [Trieb], se llama tal vez más correctamente idea espontánea [selbstthätige Idee]. Sin embargo, evito esta ex-

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presión —por lo demás de igual valor— porque puede inducir al malentendido, como si la idea estuviera acabada ahí y sólo se desarrollara a sí misma paulatinamente, puesto que, en mi opinión, el imperio de las fuerzas fundamentales de la naturaleza, el compendio y la norma de todas las ideas, consiste en una actividad que sólo se determina mediante su propio actuar. El concepto de impulso (entiéndase siempre libre y legislador) también sería más adecuado para un trabajo histórico que el de idea espontánea, puesto que la historia, a diferencia de la filosofía, no parte de la ley natural, sino que, apoyada sobre un conjunto de fenómenos cuidadosamente recopilados, lleva a ella, y aquel impulso originario, como en lo siguiente se mostrará con el ejemplo de los griegos, se muestra en una multitud de inclinaciones y aspiraciones, ora como en reflejos brillantes, ora como en siluetas medio informes. Al irresistible impulso que, sin embargo, surge de la parte del ánimo en la que sólo domina la ley auto-dada, el alemán [III, 205] (pues su lengua está particularmente enraizada en el ámbito que, para ser totalmente adecuado, necesita de la ayuda de la sensación) lo nombra con una palabra que no conoce ninguna otra nación: anhelo [Sehnsucht], y el hombre tiene en esta medida un carácter determinado sólo en tanto que conoce un determinado anhelo. En todo hombre se agita un anhelo tal, pero pocos son suficientemente felices como para manifestarlo puro y determinado, sin destruirlo en afectos antagónicos; aún menos lo son al extremo de aproximarse, por caminos auténticamente ideales, a las formas originarias de la humanidad; y extraordinariamente rara es la suerte de que, cumplida esta doble condición, también las circunstancias externas lo correspondan suficientemente para ganar nueva fuerza mediante su satisfacción. La idealidad de un carácter de nada depende tanto como de la profundidad y del tipo del anhelo que lo inspira. Pues la expresión de lo ideal aún añade a la moralidad otra cosa, no algo más elevado (pues ella siempre es lo más elevado), pero sí más abarcador, pues un carácter ideal no se somete meramente a una idea, como el carácter llanamente moral a la del deber, sino que, por así decirlo, se apropia de todas las ideas, de todo el mundo invisible, puesto que él, como el artista produce una obra de arte, aspira asimismo a producir un sentimiento que, como aquél la belleza, represente de igual modo a la humanidad (en su nobleza y su dignidad) en un caso

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particular, y puesto que él, finalmente, es creador en sentido estricto, en la medida en que transforma la idea de una humanidad superior, que de lo contrario sólo flota en pensamientos, en un hecho de la naturaleza. A este respecto no basta ni la corrección del pensar ni el ejercicio del querer; el ánimo tiene que ser hecho capaz de aquello a lo que no alcanza ningún concepto y ninguna sensación, y de lo que, cuando parece conformar libremente a la imaginación, crea él a partir de la profundidad de la naturaleza. Con otras palabras, la idea que constituye el alma y la vida de la naturaleza y de la que procede todo significado y forma en ella, debe aparecer al ánimo y despertar el amor cuyo fruto más inmediato y natural es aquel elevado y divino anhelo. Tal vez el anhelo les parezca a algunos una expresión coqueta de una época afeminada, que lo confunde con el afán [Streben] que apunta inmediatamente a la vida y a la acción. Pero anhelo y afán, tomados ambos en sentido igualmente sublime, no son expresiones sinónimas, [III, 206] puesto que en aquél también se expresa con la palabra la inalcanzabilidad de lo ansiado y el misterio de su origen, éste va más de un concepto claramente pensado a un fin determinado. El afán puede debilitarse y frustrarse por dificultades y obstáculos; ante el anhelo, sin embargo, caen al suelo rotas todas las cadenas como por una magia que reside en él mismo. El artista creativo anhela alcanzar una belleza que vaga en su imaginación en una forma todavía no fijada; sólo tras aprehenderla con pensamientos se afana por aproximarse a ella en su ejecución. El romano tenía un afán diligente, serio, poderoso, del que surgió una actividad conexa, así como resultados seguros, que progresaron escalonadamente. El griego estaba inspirado por el anhelo, su hacer intencionado y mundano era a menudo muy disperso y desmembrado, pero a la vez y sin buscarlo de aquel anhelo brotaban flores celestiales y cautivadoras. Esté en la relación que esté con el mundo, como toda gran empresa, sea dirigida a la libertad y la gloria de la patria o al bienestar de la humanidad en general, sólo es ennoblecido por el hecho de que uno, por medio de él, fija la vista sobre todo en las ideas, que de este modo quedan estampadas en la realidad, al igual que ningún hombre, aunque fuera el bienhechor con mayor éxito de la humanidad, merece ser llamado grande si no le roza el hálito de un anhelo semejante, lo cual tendría que ser explicado en otro lugar si acaso no quedara claro por sí mismo.

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Si se trasladan estas ideas a la consideración atenta de la vida, muy pronto, la mayor parte de las veces en sí mismas, se percibe que hay tres tipos de educación. La de la iluminación del entendimiento, la del fortalecimiento de la voluntad y la de la tendencia hacia aquello nunca expresado y eternamente inexpresable, semejante a la belleza corporal y espiritual, que es verdad en sus últimos fundamentos y libertad a través de la cual en la naturaleza inanimada la forma supera la masa, en la animada el pensamiento libre, la violencia ciega. Esta última sería denominada de la mejor manera posible libertad del ánimo en atención a la religión, si esta expresión no fuera a la vez tan noble y estuviera tan mal empleada que siempre debe tenerse cuidado ya de profanarla a ella misma mediante lo máximamente sublime, ya de profanar mediante ella (en su descrédito) lo más elevadamente pensado. Las dos primeras educaciones pueden ser obra [III, 207] de la instrucción y del ejemplo, pero la última sólo pertenece al alma misma y a la experiencia de la vida, en particular en lo que hace a la feliz inclinación de dejar actuar sobre uno al mundo, así como para preparar su actuación en una soledad autocreada. Y aquí se manifiesta lo que un ánimo correctamente afinado y al mismo tiempo fuerte y dulce sabe hacer a partir de las múltiples emociones que, como deseos, amor, admiración, veneración, alegría, dolor y cualesquiera otros nombres que puedan tener, ora visitan el pecho con amabilidad, ora lo embisten intensamente. Pues estos y todos los demás afectos son los verdaderos medios que despiertan aquel elevado y noble anhelo, así como éste mismo, a su vez, depurándolos a través del fortalecimiento, puede verse como su purificación, y cuyo pecho (para lo cual las mujeres están mejor afinadas la mayor parte de las veces y más favorecidas por su situación que los varones) han agitado con la máxima frecuencia y fuerza, en la medida en que los madura para la fortaleza máximamente noble y bienhechora. En esta medida, así como cualquier carácter digno exige fuerza y energía de la voluntad, el ideal aún pide en particular que el impulso intelectual que cohabita en todo hombre se convierta en un anhelo tan determinante y tan dominante que dé al individuo una figura peculiar, más o menos dilatadora del concepto de humanidad. Así como la vida en general debe considerarse como un combate en parte coronado por el éxito de lo espiritual con lo corporal, así también la formación de la individualidad por medio

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del dominio del impulso fundamental que la guía debe considerarse la cima extrema de la victoria alcanzada. En esta medida es el fin último del universo; si se aparta la vista de él, cualquier esfuerzo, aun en apariencia noble, es bajo, mecánico y terrenal. Y el universo investigado, conocido, medido, la profundidad indagada de la verdad, la elevada altura del ánimo, son vanidosas ostentaciones de fuerzas desperdiciadas jugando si finalmente no se manifiestan vivientemente en el hombre que piensa, habla, actúa, si aquello que obran en él no se refleja en su mirada, y sus palabras y acciones no dan cuenta de ellas. Indiscutiblemente, en cualquiera habita tanto un carácter determinado tal como un impulso organizatorio físico determinado, pero la diferencia entre ambos es tan sólo que mientras que el último (exceptuados unos pocos casos) siempre alcanza su fin final, aquél consigue el suyo sólo muy raras veces hasta el punto [III, 208] de que la materia, del todo vencida, adopta su figura pura y fielmente. Más aún, en el fondo ni tan siquiera cabe pensar que aunque uno también quisiera adherirse a la opinión de que en algún momento de la creación hubiera habido una subida caótica de las formas formativas, y los contornos de las figuras y los órganos de la vida hubieran fluctuado largo tiempo aquí y allá antes de retrotraerse a los límites determinados y a los géneros firmemente diferenciados, no cabe pensar, decía, que ahora domine una época idéntica de las formas formativas morales, a pesar de que por lo demás los caracteres auténticamente morales posean el privilegio de convertirse en especie individualmente. Tal vez a través de los tiempos su número sólo fue muy pequeño, y pequeñísimo el de aquellos que intervinieron de forma significativa en la vida activa, como entre los griegos Arístides, Sócrates, Epaminondas, Filopomenes y otros; Escipión y Catón entre los romanos; Lutero y Federico32 en la historia moderna. En más individuos, como entre tantos poetas y sabios, la forma, más convertida en reflexión que en acción, sólo se reflejará en sus obras, y la mayoría sólo mostrarán rasgos particulares, elaborados de manera característica, sólo mostrarán elementos de la idealidad, no a ella misma, y no más suerte tendrán las naciones enteras. ————— 32

Federico II de Prusia.

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Sin embargo, las naciones forman parte de las mayores producciones de las fuerzas naturales, en las cuales su actuar permanece más idéntico en el grado, y lo actuado —donde la voluntad de los individuos particulares se pierde en la masa— salta a la vista con mayor similitud. Así como la naturaleza amontona en ciertas costas arrecifes de coral y en determinadas zonas de la tierra hace crecer familias de plantas, así dispersa géneros y razas, y cuando éstos marchan a colinas y ríos y finalmente también a montañas y mares, la naturaleza sigue actuando en dos poderosas cosas, la procreación y la lengua, en la primera de las cuales actúan totalmente sus fuerzas oscuras y plenas de misterio, y la última igualmente le pertenece a través de aquello que le da fuerza y color, el sonido, el instante temporal, la ligazón involuntaria de lo corporal y lo espiritual. Aunque en esta medida también es más difícil encontrar un carácter nacional ideal, y aun cuando, para ser justos, [III, 209] sólo cabe conceder este privilegio en exclusiva a los griegos, a pesar de ello, debe sin embargo concederse que, para formarse previamente el ánimo mediante la forma del carácter ideal, para entusiasmarse y enardecerse mediante aspectos y afanes divisados particularmente hacia su propia producción, la consideración en modo alguno puede denominarse inútil o superflua. La naturaleza y la idea (si cabe utilizar esta palabra, en absoluto, para el tipo del universo que, dotado de fuerza espontánea, paulatinamente se forma y manifiesta vivientemente) son uno y lo mismo. La naturaleza es la idea en tanto que fuerza actuante; la idea, la naturaleza en tanto que pensamiento reflexionado. En los hombres particulares ambas sólo se encuentran separadas, la idea como pensamiento, la naturaleza como deseo, y sólo pueden enlazarse de manera imperfecta, siempre y para todos, mediante el esfuerzo —posible— en la voluntad o por suerte en el genio. En esta medida, toda forma ideal se manifiesta más fácilmente allí donde, como sucede en el carácter de naciones enteras, domina más porción de la naturaleza. Antes de que surja un carácter ideal nadie puede adivinar su existencia: es una creación pura y nueva, no está compuesto a partir de elementos ya conocidos, sino que una fuerza inagotable —eternamente joven, eternamente nueva— los vierte en él en la dirección de una nueva figura. ¿Quién, por detenernos primeramente sólo en los caracteres poéticos, habría presentido un Edipo antes de Sófocles, un Otelo antes de Shakespeare?

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¿Quién habría considerado posible un pueblo como la historia nos muestra a los griegos? Sin embargo, tal es el caso en todo individuo: la idea de cada uno de ellos sólo es posible porque aparece como hecho. A este respecto no podemos resistirnos a indicar cómo —si se considera a la individualidad meramente como un cuajarse de la materia en torno a ciertos puntos de formación; como la determinación de una fuerza en un momento en el que enlaza miles y miles de otros, en un lugar a partir del cual recorre y se apropia el universo; como una infinitud que nunca se repite y nunca se agota; como una unidad que en la más maravillosa diferencia siempre recorre el mismo curso, del mismo origen a la misma meta— cómo, decía, si se considera la individualidad de esta manera, su consideración posee un atractivo del todo independiente del valor o disvalor del individuo particular. [III, 210] Pero si la individualidad debe ser ideal, tiene que sorprender por algo más que por la mera novedad, debe manifestar una idea grande, digna, universal de la humanidad de tal manera que ella, sólo conceptualizable mediante su forma, parezca creada sólo por ella. Un carácter ideal debe tener suficiente empuje para trasladarse a sí mismo y consigo a sus espectadores a partir del estrecho ámbito de la realidad al amplio reino del pensamiento; debe divisar la seriedad de la vida sólo en la seriedad de las ideas que despierta, salvar sus horrores y dolores en la dirección de lo sublime, ampliar sus alegrías y placeres en la de la gracia y serenidad intelectual, aparecer en todos sus combates y peligros como un luchador determinado a combatir para que lo grande, noble e imperecedero de la humanidad venza sobre lo bajo, limitado y perecedero. Por ello, la libertad, en el sentido más noble de la palabra, es su condición indispensable; el profundo amor a la sabiduría y al arte, su fiel compañero; la suavidad y la gracia, sus rasgos certeros. En lo anterior hemos mencionado al carácter de Epaminondas como uno ideal y si se retrocede a la época heroica, donde fábula e historia se entremezclan entre sí, no sé de hecho si toda la Antigüedad muestra uno más acabado y más poético. La gloria conquistada de su patria y la libertad de la Hélade eran los únicos sentimientos que lo animaban; ninguna sangre teñía su espada que no hubiera sido derramada por tal motivo; cuando se alcanzó la victoria, se convirtió en alegre fundador de pacíficas ciudades; cuando Grecia ya no lo necesitó, regresó al modesto círculo de sus ciuda-

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danos y se entregó sobriamente a la sabiduría y al arte. Disipó los peligros del tribunal popular33 y de la muerte mediante una tranquila serenidad, apaciguó el grave orgullo y lo disolvió en afable broma; ninguna dicha lo envanecía y ninguna desgracia enturbió el brillo de su gloria; incluso dispuso de su muerte y derrochó su vida, puesto que estaba cierto de la victoria de sus ciudadanos. ¿Dónde encontrar un espectáculo más conmovedor que en la construcción de Mesenia?34 Tras la lucha por la libertad coronada por el éxito, Epaminondas, tras una ausencia de siglos, erigió de nuevo en su patria una de las naciones más nobles y más pacíficas de Grecia y le dio, no sin la aprobación [III, 211] de los celestes, una nueva ciudad. Tras haber sacrificado a los dioses —Epaminondas y los tebanos, a Baco y a Apolo Ismenio; los argivos, a Juno y a Júpiter Nemeo; los mesenios, al Itomeico y a los heroicos gemelos,35 cuya ira ahora callaba; y los sacerdotes profundamente iniciados, a las grandes diosas y al portador del servicio pleno de misterio—36 invitaron a los héroes a vivir en los futuros muros; en primer lugar, a Mesene, la hija de Triopis, a continuación a Eurito, Afareo y sus hijos, a los heraclidas Cresfonte y Epito y sobre todo al noble pero desdichado Aristomeno.37 Entonces, las tres naciones hermanadas, los caudillos y sus pueblos, pasaron el día en sacrificios y plegarias comunes. Justamente al día siguiente se irguió el recinto amurallado y en él surgieron las casas y los templos, y para el barullo del trabajo resonaron flautas tebanas y argivas que compitieron —al modo simple del antiguo Sacadas y al más artístico del posterior Pronomos—38 por el premio. Fueron las últimas bellas flores del sentido auténticamente griego, que brotaron bajo las manos cuidadoras de Epaminondas y que murieron con él para no regresar nunca jamás. ————— 33

En el año 371 a.C., Epaminondas fue encausado en su Tebas natural. No sabemos los motivos del proceso, pero sí que fue declarado inocente. 34 Tras liberarse Mesenia del poder espartano, se construyó una nueva capital. Humboldt sigue casi textualmente el relato de Pausanias (IV, 27, 5-7). 35 Cástor y Pólux, los dioscuros. 36 Las grandes diosas son Deméter y Perséfone, en cuyo honor se instituyó un culto mistérico. 37 Aristomeno fue un héroe mesenio. En el siglo VIII-VII a.C., a pesar de su resistencia, Mesenia fue sometida por Esparta. 38 Sacadas y Pronomos fueron dos famosos flautistas.

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Dos razones obligan a entrar en estas consideraciones con mayor profundidad y aun a riesgo de desviarnos del objeto principal; en caso contrario no podría reconocerse con claridad ni el rasgo máximamente esencial del carácter griego ni nuestra visión de su relación con la época moderna. Pues si no se hubiera mencionado debidamente la existencia de un tal anhelo profundo y puro en todo pecho humano noble, si no hubiéramos llamado la atención sobre el hecho de que es el principio mediante el cual toda individualidad obtiene la perfección que le corresponde, no hubiera quedado suficientemente claro cómo la idealidad del carácter griego sólo fue posible por la naturaleza y disposición de estas llamas que flamean sin interrupción, que calientan y entusiasman eternamente. En lo anterior hemos situado la peculiar cualidad de los griegos en un cierto ímpetu que los animaba: representar, como nación, la vida suprema; y hemos dicho además que, por así decirlo, la disposición natural de su ser les conducía a ello, porque el afán [III, 212] de ser sólo, sin más, pura y plenamente hombres se expresaba entre ellos internamente más determinado y externamente más favorecido por las circunstancias. Pero este afán ya portaba en sí desde los tiempos más tempranos que conocemos el cuño de aquel anhelo más elevado. Pues cuanto más hombre era el griego, tanto más, por así decirlo, sólo pisaba el suelo con los pies para erguirse con el espíritu por encima de él. Por todas partes enlazaba con lo supraterrestre; desde todos los puntos se creaba un reino independiente del pensamiento y de la fantasía; su placer más querido era la sociabilidad, la comunicación de ideas y sentimientos; en el trabajo apreciaba más el conseguir que lo conseguido; demasiado vivaz para dejarse encadenar, tanto en la relación familiar como en la estatal introducía más libertad de la que en cada ocasión cabía conciliar con la estabilidad de ambas; sí, su amor a la patria era más amor a la gloria que al bienestar y mantenimiento de la misma. Habitualmente, algunos de estos rasgos, y sobre todo los últimos, sólo pertenecen a las naciones salvajes previas al estado de civilización y se esfuminan al entrar en sociedad. Pero el griego se caracterizaba precisamente por el hecho de que, en medio de ella, conservaba y formaba, y su carácter natural se convirtió de inmediato en el suyo ideal, lo cual reforzaba de nuevo la presencia en él de aquel anhelo que acompañaba con igual fidelidad

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tanto su estado más tosco como su estado más finamente formado, anhelo que en él apuntaba, ciertamente, a lo intelectual y supraterrenal, pero que en éstos se dirigía a aquello que antes del sentido y la fantasía se configuraba como sonido y contorno. Era, pues, suficientemente afortunado para poder aspirar a aquel fin último al que una nación puede elevarse, sin contrición ni lucha internas y, por así decirlo, de manera instintiva. Pues el destino impera sobre las naciones como sobre los individuos: a unas las dota más pobremente, a otras con mayor riqueza, y sólo a pocas les es dado ser conscientes directamente y sin desconcertarse del afán que están determinadas a seguir preferentemente. Pero, en segundo lugar, sería necesaria una aclaración más detallada de la esencia de la individualidad, [III, 213] porque la investigación de la economía del destino para con la misma, si se me permite la expresión, y la investigación de qué caracteres han erigido la nación y los siglos, que constituye el objeto de nuestro examen, y en qué medida cabe todavía ahora salvarse a partir de la ruina de ambas y emplearla para nuestro desarrollo, continúan siendo el objetivo principal de este trabajo. Pues dado que el transcurso de los siglos, sea en los individuos o en las naciones, siempre exhibe paulatinamente, como hecho, un concepto más elevado de humanidad que es fin de todo afán humano, por ello, cualquier investigación que toque a la historia aunque sea de lejos no puede dirigir su mirada a ningún otro lado, y la que menos una investigación que atañe a los griegos y que vuelve a enlazar innegablemente la Antigüedad con la época moderna. Y ésta es, en efecto, la perspectiva de la que partimos. A través de la plenitud de su movimiento, la vida debe unir y crear ideas sublimes más allá de ella misma y de toda realidad; al mismo tiempo por el propio esfuerzo y por el favor del destino, el hombre debe poseer una fuerza para producir fenómenos espirituales que, obligados con el pasado, sean nuevos y fructíferos para el futuro. Y así como el arte busca, o mejor crea, una idea pura e incorporal en la belleza ideal, del mismo modo la filosofía debe estar en condiciones de producir la verdad, y la vida activa la grandeza del carácter. Todo, pues, debe perseverar siempre en su actividad y en su actividad creadora, todo debe tender a la indagación de lo aún desconocido y a la producción de lo aún no acontecido; todo hombre debe creer estar en un punto que aún debe dejar tras sí.

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Quien no está de acuerdo con esto, quien se figura que el arte supremo sólo consiste en alcanzar una verdad complaciente, la filosofía suprema sólo en la ordenación de conceptos claramente desarrollados, el valor moral supremo sólo en una felicidad bien dispuesta o en una perfección alcanzable privada o socialmente mediante la mera legalidad, sin sentir que la belleza, la verdad y el contenido del carácter surgen a partir de un afán [III, 214] inconceptualizable en su disposición y manera de actuar, y que en vez de poder enjuiciarse según una medida existente, ellos mismos constituyen por su acción la medida para enjuiciamientos propios y ajenos, de éste tenemos que separarnos aquí de inmediato. Todo lo dicho hasta el momento sobre los griegos y su relación con nosotros tiene que parecerle exagerado y quimérico, y puesto que el punto en el cual comienza para nosotros la verdad caracteriza para él, precisamente, su final, nuestros contrapuestos caminos no pueden en modo alguno encontrarse en ningún momento. Después de que hasta ahora no hayamos demostrado, puesto que en realidad no requiere demostración alguna, sino sólo mostrado, según la impresión universal y por nadie negada, que los griegos poseen un carácter ideal, y después de haber indicado dónde reside éste realmente, aún tenemos que determinar la naturaleza de su idealidad con mayor precisión y, sobre todo, en contraposición con la nuestra moderna. Pues aquí no se intenta realmente describir el carácter griego, sino iluminar su idealidad, esto es, responder a las preguntas de si ésta es de hecho verdadera o sólo aparente, y cómo debemos tratarla para nuestro beneficio. Sólo el entusiasmo enciende el entusiasmo, y los griegos sólo ejercen sobre nosotros un efecto tan maravilloso por el hecho de que aquel anhelo celestial que los encandecía se expresa en ellos vivientemente. De lo contrario no sería comprensible en modo alguno ni cómo a menudo incluso restos insignificantes suyos sacuden tan profundamente el alma, ni cómo algunas contradicciones y defectos que encontramos en ellos no nos estorban aquella impresión. Ha habido por largo tiempo el malentendido, y a menudo aún lo hay hoy, de comparar sus obras, en lugar de con ellas mismas, con los géneros bajo los cuales pueden subsumirse desde una consideración científica, de, en lugar de extraer de ellas pura y claramente el gran y delicado espíritu de sus creadores, querer buscar en ellos reglas y teorías.

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En la medida en que una nación contemple las obras de la antigua Grecia como una literatura con la intención de producir algo científico, como puede hacerse con las modernas, las romanas, incluso con las griegas mismas desde Alejandro, en esta medida, entre la auténtica grieguidad y tal nación se alza un muro férreo y, por tanto, [III, 215] le callarán Homero y Píndaro, así como todos aquellos héroes de la Antigüedad griega. Sólo el espíritu, sólo el sentimiento, sólo la perspectiva de la humanidad, de la vida y del destino nos atrae y encadena a los restos de aquel tiempo que poseía el maravilloso misterio de desarrollar a la vez la vida en toda su multiplicidad, sacudir el pecho en sus más poderosas profundidades y, entonces, dominar la fantasía y la sensación así excitadas por medio de un ritmo siempre al mismo tiempo agitador y tranquilizador. Para comprenderlos hay que estar ya, en cierto modo, afinados de una manera similar, ora para no desatender su profundidad, ora para no ignorar su ternura. Pero es notable que nada perjudique tanto a esta comprensión como la formación unilateral, y que nada sea menos necesario que el conocimiento o la erudición. Es difícil creer de los romanos, por ejemplo, que hubieran penetrado siquiera en alguna medida en el espíritu de los griegos. A propósito de Cicerón, Horacio, Virgilio, de la época augústea y de las siguientes cabe incluso demostrar lo contrario por medio de hechos particulares, y si tal vez en algún periodo los romanos aprehendieron a los griegos de manera más simple y más natural, fue en el de Ennio, Plauto y Terencio.39 Incluso en las naciones modernas aún es visible que los familiarizados primero y sobre todo con los escritores latinos fácilmente comprenden a los griegos a medias o de manera incorrecta. Al alemán, por el contrario, nadie podrá negarle el conocerlos fiel y verdaderamente. Sin embargo, los mismos romanos eran descendientes de los griegos, vivieron en el mismo tiempo que ellos y poseían una lengua que en cierto modo puede considerarse un dialecto del griego, mientras que nosotros estamos separados de sus más bellos tiempos por más de dos mil años y hablamos una lengua que sólo tal vez, como una hermana posteriormente formada y menos favorecida, puede gloriarse de tener un origen igual al suyo. Si no nos apartara mucho de ————— 39

Humboldt supone que la épica de Ennio sigue fielmente modelos homéricos, y Terencio y Plauto la comedia griega.

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nuestra meta, una diferencia tan asombrosa en los destinos formativos de las naciones merecería una aclaración más precisa y una investigación exhaustiva de sus causas. [III, 216] Si el hombre interesa al hombre, no es por su disfrutar y padecer corporal, por su hacer y accionar externos, que impiden participar en lo más elevado en nuestro ánimo, sino por la naturaleza humana universal en él; si la historia tiene aliciente para nosotros, no pretendemos saber exactamente cómo esta o aquella masa humana oprimió o fue oprimida, venció o sucumbió, sino que deseamos, como en una gran imagen y, por así decirlo, para la capacidad de nuestra razón reflexionante, mirar en la experiencia de lo que el destino hace con el hombre y, más aún, de lo que éste hace más allá de aquél. Nada hay tan fatigoso como la multiplicidad de la realidad, como el conjunto innumerable de sus azares, si al final no irradia a partir de ella una idea, incluso su máxima cantidad nos parece exigua cuando el espíritu, guiado por el objeto, ha descubierto el camino hacia ella. Pues a la simplicidad de la idea, como a un espejo de muchas caras, sólo cabe reconocerla en la multiplicidad de los fenómenos. Así pues, allí donde un hombre, una acción humana o un acontecimiento humano llevan consigo de la forma más visible, como oculta sólo por una ligera capa, la idea correspondiente, allí capturan de la manera más viva el ánimo y actúan sobre él de la forma más benéfica. Y éste es el caso de los griegos. El griego trataba todo simbólicamente y, en la medida en que recreaba en un símbolo todo lo que se acercaba a su círculo, él mismo se convirtió en símbolo de la humanidad y, ciertamente, en su figura máximamente delicada, pura y perfecta. El concepto de símbolo no siempre es aprehendido correctamente y a menudo se confunde con el de la alegoría. En uno y otra una idea invisible es expresada en una figura visible, pero en ambos de forma muy diferente. Cuando los griegos apodaban alado a Baco (Pausanias III, 19, 6) y representaban a Marte encadenado,40 éstas eran representaciones alegóricas, y exactamente lo mismo era la Diana efesia.41 Pues una [III, 217] idea claramente pensada se enlazaba arbitrariamente con una imagen. Baco y Ve————— 40 41

Odisea viii, 296 y ss. La Diana (Artemisa) efesia era, con sus múltiples pechos, imagen de la fertilidad.

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nus misma, el Sueño asociado a las Musas como favorito (Pausanias II, 31, 5),42 así como tantas otras figuras de la Antigüedad, eran por el contrario símbolos verdaderos y auténticos. Pues en la medida en que surgen de objetos simples y naturales, de un adolescente que benéficamente desborda exuberante fuerza, de una muchacha que, floreciendo, es consciente con extrañeza de su florecer, de la libertad con la que el alma en el sueño, liberada de toda preocupación, vagabundea por el reino ligeramente entrelazado de los sueños, en la medida, decía, en que surgen de estos objetos, llegan a ideas que antes no conocían, más aún, que en sí permanecen eternamente inconceptualizables y que aisladas nunca se dejan aprehender puramente, sin, al menos, quedar despojadas de su individualidad y de su auténtica esencia, como por ejemplo las de las fuentes del entusiasmo poético que, como Schiller lo expresa tan bellamente,43 produce y sólo se excita poderosamente cuando en el sueño los miembros, las fuerzas más frías, descansan, por así decirlo, entumecidos, y la vida, como el sueño, inunda con un nuevo brillo. Cuanto más profunda y más bellamente se aprehende, por ejemplo en este último caso, la idea del sueño, donde el hombre, confiando en las divinidades protectoras, cierra el ojo en vela, relaja el puño protector y se da desnudo e inerme; donde se retira alegre del tumulto de la vida al seno de la noche solitaria, renuncia dichoso incluso al placer y sólo se abandona a la parte máximamente pura y etérea de su ser, la nunca adormecida imaginación; donde ora despierta de sueños embelesadores con la melancólica emoción de que primero, por así decirlo, debe aniquilar su existencia para paladear la dicha divina superando sin esfuerzo las dificultades, ora de sueños terribles, profundamente agitado por el hecho de que tal vez le acechen con perfidia espíritu y destinos que le oculten la deslumbrante claridad del día; donde él, finalmente, a cada orto y ocaso, como en un breve preludio, comience de nuevo, siempre consumada de nuevo, la gran ruta de su existencia, entonces, tanto más profundamente y plena de contenido le aparece también [III, 218] la idea expresada en esta imagen. Pues el símbolo tiene la peculiaridad de que la representación y lo representado, siempre seduciendo por turno al espíritu, obligan a demo————— 42 43

Realmente, II, 31, 3. Referencia, tal vez, a «Die Macht des Gesanges».

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rarse más tiempo y a penetrar con mayor profundidad, mientras que la alegoría, por el contrario, cuando ha sido encontrada la idea mediadora, sólo deja tras sí, como un enigma solucionado, una fría admiración y una ligera satisfacción por la figura que amenamente ha salido bien. La mera y auténtica alegoría es totalmente ajena a los griegos y la mayor parte de las veces, allí donde se encuentra, pertenece a épocas tardías; pues donde el sentido deja de reconocer a los símbolos, fácilmente se degradan éstos en alegorías.

Carta a Schiller. Tegel, 6 de noviembre de 1795

L

o que Usted, querido amigo, me dice en su última carta sobre la diferencia entre los poetas griegos y modernos, me ha brindado una rica materia para la reflexión y lo he encontrado infinitamente verdadero. Mi propio sentimiento siempre ha realizado la diferencia por Usted señalada entre, por una parte, los griegos y, por otra, los romanos junto con todos los modernos y, en esta medida, sus ideas me encuentran muy preparado. Mucho tendría que decir sobre éstas, pero me lo ahorro hasta haber leído su ensayo.1 Hoy, sólo un par de palabras sobre esta materia para aclararle el punto de vista desde el que yo, al margen de ideas ajenas, veo el asunto, y del que partí hace poco en mi carta sobre su determinación de los poetas.2 Me parece que Usted no me ha comprendido de manera totalmente correcta en mi comparación entre Usted y la peculiaridad griega. Parece creer que lo alejo mucho de los griegos y que considero este alejamiento como un defecto del auténtico espíritu poético, y yo no opino ninguna de las dos cosas. Sin lugar a dudas, los motivos que Usted aduce demuestran un parentesco extremadamente grande de su espíritu con el griego, y creo ————— 1 Humboldt se refiere a «Über das Naive» (parte primera de Über naive und sentimentalische Dichtung). 2 Carta del 16-10-1795 (Seidel I, 178-185; NA 35, 384-388).

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que ya hemos hablado de que Usted, quizá, pensaría menos sutil y menos correctamente sobre los griegos si estuviera acostumbrado a leer griego. Estoy muy lejos de considerar a los conocimientos lingüísticos en sentido estricto siquiera una medida muy importante de la familiaridad con el espíritu de los griegos, y Goethe y Herder, que saben griego sólo muy moderadamente, son a este respecto ejemplos que hablan por sí solos. Aquello, empero, por lo que Usted está tan emparentado con los griegos es la pura genialidad, el auténtico espíritu poético. Éste —y al respecto no se necesita testimonio ulterior alguno— está en Usted como en los griegos, sólo que, ciertamente, de una manera por completo diferente y reforzado por otro alimento. En Usted, en efecto, además de esta primera y esencial parte constitutiva del genio poético, aún hay otra, que puedo llamar con Usted de la manera más breve espíritu, que, sin embargo, en modo alguno le impide (al menos no con necesidad, si bien aquí y allí en ocasiones) ser al mismo tiempo del todo, mas no meramente, naturaleza. Este carácter —dice— lo comparte Usted con todos los modernos, y a este respecto soy enteramente de su opinión, pero esta peculiaridad es en Usted 1) más fuerte que en cualquier otro lado y por ello Usted es, si puedo expresarlo así, el máximamente moderno, 2) más pura (separada máximamente de lo accidental), y por ello sólo Usted, entre todos los poetas que conozco, se aproxima a los griegos, sin por ello, sin embargo —para volver a utilizar sus propias palabras—, salirse ni un paso del ámbito peculiar de los modernos. Para aclarar esto debe permitirme alejarme ahora de sus expresiones. En todos los poemas griegos, sin diferencia del género y de la época, domina un espíritu. Las desviaciones no son significativas y no las incluimos cuando no hablamos del carácter griego desde un punto de vista histórico, sino crítico y estético. Creo poder expresar este espíritu de manera total y exhaustiva si digo: todos los productos poéticos griegos, además de ser auténticos frutos del genio, portan en sí la impronta y el carácter de la receptibilidad, si me permite expresarme de una forma tan oscura, sólo para Usted comprensible. En toda producción del genio la espontaneidad debe predominar sobre la receptibilidad. En caso contrario no cabe tratamiento alguno de la materia, y por ello deduzco que el carácter auténticamente femenino, por mucho que también posea con preferencia geniali-

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dad, excluye sin embargo, según su naturaleza, el genio auténticamente productivo. Esta preponderancia necesaria de la espontaneidad también es visible en los griegos en muy alto grado. Pero además de esta preponderancia cabe pensar múltiples modificaciones de la relación de la receptibilidad con la espontaneidad y a ellas, pienso, deben retrotraerse las diferencias más esenciales del genio poético y artístico, si se desea proceder de manera exhaustiva. Entre los griegos salta a la vista en primer lugar que estaban abiertos total e incesantemente a las impresiones de la naturaleza externas sobre ellos, que todo lo que ellos percibían los movía vivazmente, que, empero, no absorbían primeramente con mera fidelidad, sino que también, a despecho de la fuerza de su emoción, reaccionaban tan adecuadamente a ello que sólo modificaban muy poco la peculiar figura de tales impresiones de la naturaleza. En general, los conformó totalmente la influencia de la naturaleza en torno a ellos, su fantasía, su espíritu, su sensación delatan esta influencia, todo su interior era un fiel espejo de la naturaleza y así como ésta actuaba sobre ellos así reaccionaba a su vez su espontaneidad. A partir de aquí, sobre todo si Usted piensa al mismo tiempo en la suave y luminosa, rica y grande, naturaleza que les rodeaba, surgen todos sus méritos y defectos. Entre los primeros, omitiendo los universales, permítame mencionar ahora el de la claridad, la tranquilidad y el digno decoro, que prevalecían por doquier en todo lo auténticamente griego. La claridad alejaba todo lo sombrío, melancólico, oscuro, salvaje, abstruso; de ella y de la tranquilidad surge la ausencia de todo lo auténticamente desconsolado, la firmeza en la consideración incluso de los golpes más terribles del destino, así como la suave serenidad que es tan propia de sus piezas épicas y líricas, y que incluso no es ajena a las trágicas. Finalmente, considero al decoro —como quien dice la Némesis— como lo máximamente característico, y a todas estas cualidades a un tiempo cabría reducir el habitual concepto de la magnitud, sencillez y dignidad griegas.3 Ahora bien, no explico estas cualidades a partir, precisamente, de exactamente estas cualidades en la naturaleza, puesto que ésta adopta más bien cualquier figura que le da la sensación; se explican, me parece, por sí mismas a partir de una afinación del espíritu en la cual dominan las capacida————— 3

Habitual desde Winckelmann.

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des de la intuición y la imaginación productiva, mas actuando recíprocamente de un modo tal que la primera, en la medida en que la toma, ya prepara la materia para la última; ésta, empero, no se la dispone arbitrariamente, sino de una manera adecuada para la primera; en la cual, por tanto, verdad y poesía siempre guardan el equilibrio, y aun cuando esta última conserve la supremacía, trata siempre sin embargo a la primera con exquisita consideración. Pero dado que esta verdad sólo es una verdad sensible y externa, y porque la forma del mismo espíritu está mucho más conformada por la influencia externa que elaborada por la actividad interna, por ello, surge innegablemente una cierta indigencia, el único, pero también esencial, defecto de los griegos. Tenían grandeza y profundidad de ideas, en tiempos posteriores (Eurípides) también penetración y sutileza en el razonamiento, pero no la fructífera mentalidad en la que la multiplicidad se une en matrimonio con la profundidad; tenían sensaciones fuertes y sublimes y delicadas y suaves, pero no la formada sutil y múltiplemente que procrea desde su misma ocupación y que ya domina en Ossian;4 tenían caracteres firmemente dibujados y admirablemente enjundiosos, pero íntegramente simples, ninguno de una gran individualidad. Por ello hacían más en grupo que considerados aisladamente, efecto que entre los griegos, al igual que en la naturaleza, agrupa todo instantáneamente. La poesía griega es en general sensible, en un sentido del todo diferente del que habitualmente tenemos nosotros. Toda pieza poética tenía que ofrecer una sensación, una imagen. Por ello, las novelas griegas que nos quedan, por muy excelentes que sean, como mediocres son, con su prosa griega son elevadamente agriegas. Hasta aquí a propósito de los antiguos. A juzgar por su carta, nuestras ideas tienen que coincidir en gran medida. Pero Usted me prestaría un servicio muy esencial si también examinara lo particular. A este respecto sólo añadiría que como fuentes y modelos del espíritu griego realmente y en sentido estrictísimo sólo reconozco a Homero, Sófocles, Aristófanes y Píndaro. Todos los restantes poetas (principales, se entiende) lo muestran menos simple y puro. ————— 4

Humboldt aún creía en la autenticidad de los poemas del bardo Ossian. Sólo en 1895, L. Chr. Stern demostró de manera definitiva que se trataba de una falsificación.

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De los modernos sólo añadiré lo suficiente para con dos palabras regresar a Usted. En todos ellos no es visible aquella abertura de los sentidos, aquella consideración tranquila; la forma del espíritu interna, formada según múltiples direcciones, es visible de una manera destacada. De aquí su mayor contenido, pero de aquí, también, las grandes diferencias entre ellos, puesto que estas direcciones tienen motivos azarosos y nacionales. Así, entre los italianos y los ingleses se da una fantasía desbordante, en los primeros más opulenta y sensorial, en los segundos más profunda y exaltada. Entre los alemanes predomina el contenido del espíritu y de la sensación, y en atención a lo último Goethe es indiscutiblemente original, sobre todo en sus piezas teatrales que no imitan ni a las griegas ni a las inglesas —Egmont, Werther, Fausto, Tasso—. En Usted, finalmente, querido amigo, ciertamente predomina el contenido reflexivo, pero sería injusto reducirlo a ello. Si pienso en su peculiaridad, al margen de todos los obstáculos que le oponen tiempo, salud, estudio y lengua, entonces su forma espiritual está afinada más pura y necesariamente que cualquier otra, y así creo poder justificar la afirmación en apariencia paradójica de que Usted, por una parte, puesto que sus productos portan en sí precisamente el cuño de la espontaneidad, es el exacto contrario de los griegos, pero que sin embargo entre los modernos les está máximamente próximo, pues a partir de sus productos habla de la manera más pura junto a lo griego la necesidad de la forma, sólo que Usted la crea a partir de sí mismo, mientras que los griegos la tomaban de la naturaleza externa igualmente necesaria en su forma. Por ello, en efecto, la forma griega se asemeja más al objeto de los sentidos, la suya más al objeto de la razón, si bien al final aquélla también descansa en una necesidad de la razón y la suya también habla naturalmente a los sentidos. Pero para acercarse a éste, su ideal, debe serle desigualmente difícil, y, por tanto, no era en modo alguno una idea incorrecta, que en ocasiones nos ha ocupado, afirmar que Usted, por así decirlo, enlaza entre sí a Kant y a Goethe. Precisamente por medio de este enlace cabría alcanzar la más elevada corona poética. Hasta aquí sobre estas cuestiones hasta su ensayo. Debo confesarle que desde aquella carta que le dirigí me ocupa la idea de esbozar en un ensayo no muy largo una imagen del espíritu poético griego en pocos rasgos característicos y con algunos ejemplos eminentes. He sido conducido a esta idea

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porque ahora leo a casi todos los poetas griegos más de una vez y con un cuidado extraordinario. También contribuiría con gusto a su ocio invernal. Pero este proyecto, como tantos otros, también se frustrará por indecisión y falta de ánimo, y sólo me dejará la desagradable sensación de las horas perdidas. [...]

Carta a Goethe. San Marino, 23 de agosto de 1804

S

u carta, mi querido amigo, sólo ha estado en camino catorce días y el 14 la recibí aquí sin problemas. El 16 fui a Roma a recoger mi correo y aproveché la ocasión para hablar con Mercandetti.1 Le hice poner por escrito su respuesta punto por punto, la repasé con él y le hice notar dónde quedaban aún oscuridades. A lo largo de esta semana empaquetará su respuesta, de nuevo sin modificación, junto con las medallas que desea mandarle para una mejor comprobación de su talento y mañana —voy de nuevo a Roma— hablaré con él y al final de esta carta le daré cumplida cuenta de todo. Ahora, pues, sólo dos observaciones. Aceptaré con mucho gusto cualquier recado que tenga relación con este asunto, excepto la inspección del trabajo, puesto que no entiendo nada de ello. Tampoco sé a cuál de los artistas de aquí podría encargárselo. Gmelin2 me parece el más conveniente y Gmelin, por aprecio a Usted y a mí, lo haría con agrado. Pero Fernow y Mayer3 conocen a todo el personal de aquí y podrían aconsejar de la mejor manera. Notifíqueme expresamente, pues, su elección. De lo contrario, no puedo responderle de nada. En segundo lugar: ¿considera ————— 1 Tommaso Mercandentti (1758-1821), grabador romano de cuños al que Goethe había hecho algunos encargos. 2 Wilhelm Friedrich Gmelin (1760-1820), grabador al cobre alemán afincado en Italia. 3 Karl Ludwig Fernow (1763-1808), historiador del arte y filólogo. Johann Heinrich Meyer (1760-1832), historiador del arte y director de la escuela de dibujo de Weimar.

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a Mercandetti un artista realmente tan prominente? A mí, con toda franqueza, no me lo parece. Más bien —creo— considero mucho más bellamente hechas algunas medallas que Bonaparte mandó acuñar en París. No sé si Abramson o Loos4 en Berlín trabajan igual de bien. Pero a igual calidad, la proximidad sería una ventaja. Me sorprende que a la hora de comprar medallas no me mencione a Hamerami.5 Tiene, en efecto, toda la serie de las medallas papales. No obstante, con Mercandetti alcanzará igualmente el fín. Verdaderamente, querido amigo, es cierto que la lejanía, por la lentitud de la comunicación, hace incómodo escribir, pero una parte de esta incomodidad queda superada por la prontitud a la hora de responder y, en el fondo, nosotros dos en particular, aunque muy alejados, vivimos sin embargo en círculos emparentados. Más o menos nos ocupa a ambos la Antigüedad, el arte y la literatura alemana. Sólo necesitamos hacer una cosa, querido, no hacer caso de la lejanía como algo que «impide la comunicación» y mirarla como algo que «no hace imposible la comunicación y que, por el contrario, la hace necesaria»; de este modo, habremos acogido en la lejanía la no-lejanía y sólo tendremos que sorprendernos sobre la apariencia mediante la cual podíamos creernos alejados. Disculpe Usted esta demostración estrictamente metafísica. Pero era necesario un esfuerzo, un saltus mortalis, para convencerle sin demora de que yo, en las siete colinas, deambulo en efecto entre los fantasmas que trasguean a su lado: no podrá pensar ya más que algo de su entorno podrá serme ajeno, no podrá buscar aquello que podría enlazarlo conmigo, sino que deberá tomar al azar aquello que le está próximo y, entonces, tal vez vuelva a alegrarme más a menudo con sus cartas. Hágalo si puede, me haría muy feliz. Pero si no lo hace, si se retrasa como ahora, no deje Usted nunca arraigarse una falsa vergüenza. El instante en el que Usted comienza de nuevo siempre supera todo el pasado en el que calló. Me va muy bien, querido amigo, mis dos pequeñas muchachas están muy bien, y de París tengo constantemente buenas noticias. No obstante, este verano, exceptuados mis asuntos —que Dios habrá de librarme de ————— 4 5

Michael Jakob Abramson y Gottfried Bernhard Loos. Giovanni Hamerami (1763-1846), desde 1801 grabador de las monedas papales.

CARTA A GOETHE

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llamar actividad—, ando un poco ocioso. Creía poder trabajar mucho aquí, en el campo, ¿pero quién puede sentarse a la mesa en esta región celestial, en este verano de ninguna manera caluroso? Todas las tardes camino, paseo a caballo o en burro, más lejos o más cerca, y veo y disfruto tanto y tan íntimamente que deberé considerar este verano como un tiempo extremadamente bien empleado. No sé si Usted conoce bien estas montañas latinas y las orillas de los lagos Albano y Nemo. A quien permanece en Roma relativamente poco tiempo, Roma le atrae más. Pero quien tiene ocio para recorrer aquí todo en detalle, encuentra puntos de vista inconcebibles, una riqueza en un espacio muy grande, que siempre fecunda de nuevo por sí mismo la fantasía. Encuentro la gran diferencia entre estos paisajes y los nuestros en que los nuestros siempre nos ponen o bien fuera de nosotros impetuosamente o bien dentro de nosotros sombríamente, siempre nos inquietan o nos sumen en la melancolía, esto es, son emotivos. Aquí todo se disuelve en tranquilidad y serenidad. Uno queda afinado siempre límpidamente, siempre sosegadamente, siempre objetivamente. A menudo he notado que los paisajes españoles actúan en general como los alemanes. He reflexionado a menudo acerca de estas cuestiones, sobre todo acerca del efecto que Roma produce, y me he preguntado cuánto de ello puede ser objetivo. Schelling, pienso, dijo en alguna ocasión6 que la Antigüedad clásica es una ruina de un género humano más originario y más elevado, y algo de verdad hay en ello; cualquier comparación entre lo moderno y lo antiguo cojea, porque para nosotros ya no hay un único género que abarque a los dos. Un verso de Homero, aun el más insignificante, es el sonido de un país que todos reconocemos como mejor y, sin embargo, no alejado de nosotros, cada uno de ellos agarra al mismo tiempo y a la vez el sentimiento junto con la piedad frente a los dioses y el anhelo de la patria. Muchas cosas concurren para producirlo, ya contribuye significativamente el que aquellos felices hablaran una lengua que para nosotros nunca sirve para acuñar lo común. Pero, para mí, la auténtica explicación reside en los tiempos de la barbarie. Debido al cristianismo y al estado de salvajismo social (los griegos sólo conocían un salvajismo natural) el hombre quedó tan abatido que perdió para siempre la tranquilidad natural, la paz interior sin ————— 6

Meth. d. akad. Studium. 2 Vorl. WW III, 247.

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estorbos, y ahora deben obtenerse ambas luchando fatigosamente. Se escinde su naturaleza, a la sensibilidad se contrapone una espiritualidad pura y se la llena con ideas de pobreza, humildad y pecado, que ya nunca retroceden. Cuando el hombre, compungido en su interior por una mezcla de sutilezas y extravagancias gnósticas y de mezquinos y espeluznantes conceptos judaicos, y en su exterior asustado e importunado por un poder arbitrario, que, empero, bajo el nombre de derecho siempre exige sumisión (como ninguna tiranía entre los antiguos), cuando el hombre, pues, pudo divisar por vez primera aquellas razas que vivieron en un estado diametralmente opuesto, cuando vio sus obras envueltas con toda la magia de la imaginación, tuvo entonces que caer desfallecido como ante figuras divinas; y como todavía seguimos viviendo en la misma escisión interna y externa, tan sólo aminorada aquí y allá, aquella veneración tiene que perdurar entre nosotros. Nadie, nunca, ha deducido el mundo moderno a partir del antiguo y nadie puede hacerlo. Hay ahí un abismo que cualquiera tiene que notar donde la repentina aparición del cristianismo ofrece una causa explicativa apenas suficiente. Roma es el lugar donde toda la Antigüedad se nos concentra en una unidad, y aquello que sentimos en los poetas antiguos, en las antiguas constituciones políticas, en Roma creemos más que sentirlo, vislumbrarlo incluso. Así como Homero no puede compararse con ningún otro poeta, así tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad, ni a los paisajes romanos con cualesquiera otros. Ciertamente, la mayor parte de esta impresión es subjetiva, pero no es tan sólo la idea de estar donde está este o aquel hombre. Es un poderoso arrebatarse en un pasado que nosotros vemos como más noble y más sublime, aunque sea en virtud de un engaño necesario; un poder al que incluso quien quisiera no podría oponerse, porque aun el yermo en el que los actuales habitantes han convertido el país y la increíble cantidad de ruinas conducen la mirada ahí. Puesto que este pasado aparece al sentido interno en una medida que excluye toda envidia y en la que uno se siente felicísimo de participar sólo con la fantasía, más aún, ni siquiera es pensable otra participación, y, entonces, al mismo tiempo, traslada con una claridad general al sentido externo la dulzura de las formas, la magnitud y la sencillez de las figuras, la riqueza de la vegetación (que, sin embargo, no es lujuriosa, como en regiones más sureñas), la deli-

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mitación de los contornos en un medio luminoso y la belleza de los colores, por todo ello, el disfrute de la naturaleza es aquí más puro y el disfrute del arte está alejado de toda indigencia. Por todas partes se disponen ideas del contraste, éste se torna elegiaco o satírico. Sin embargo, ciertamente, sólo es así para nosotros. Horacio encontraba más moderno al Tibur que nosotros a Tívoli. Esto lo demuestra su beatus ille qui procul negotiis.7 Pero también sería tan sólo un engaño, si nosotros mismos deseáramos ser habitantes de Atenas y Roma. Sólo desde la distancia, sólo separada de todo común, sólo como pasado, debe aparecérsenos la Antigüedad. Pasa con ello como al menos nos sucede a Zoega8 y a mí con las ruinas. Nos enojamos siempre que se excava una medio hundida. Como máximo, puede suponer una ganancia para la erudición al precio de la fantasía. Sólo conozco dos cosas igualmente horribles: cuando se desea cultivar la compagna di Roma y convertir Roma en una ciudad ordenada en la que ningún hombre llevara navajas. Me mudaría si llegara un Papa tan amante del orden (¡lo que sin embargo impedirían los 72 cardenales!). Sólo si en Roma hay una anarquía tan divina y en torno a Roma un erial tan celestial, queda sitio para las sombras, de las cuales una única vale más que todo aquel género. No creerá Usted qué indignación tengo que tragarme en ocasiones con ciertos extranjeros, para los cuales ninguna de las villa de aquí están bien, que ya encuentran demasiado pocas sombras, ya demasiados Berceaux9 cortados, que se sorprenden siempre de por qué los romanos no construyen jardines ingleses, y no ven que precisamente esto es uno de los mayores ejercicios de su sano entendimiento humano; a lo sumo hacen justicia a la parte del lago en la villa Borghese, porque ahí hay incluso ruinas artísticas, no comprenden que la visión de la yerma campagna con sus muchas conducciones de agua y ruinas, y las altas montañas, bellamente cubiertas de plantas y abundantemente pobladas, son al final infinitamente más grandes que si todo lo cubriera y confundiera una multitud de modernas casas de campo y jardines y parques, como sucede en torno a París; y finalmente se quejan de que en torno a Roma no hay árboles, y como por capricho no vi————— 7 8 9

Horacio, Épodos II: «Dichoso aquel ajeno a los negocios». Johann Georg Zoega (1755-1809), arqueólogo danés afincado desde 1783 en Roma. Soportal característico de la jardinería francesa.

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sitan los lugares donde están los más divinos que existen en estos tiempos de Dios, van después a Nápoles, donde quedan pasmados, y al regreso se lamentan compasivamente de tener que vivir en Roma. No puedo, mi más querido amigo, obsequiarle con el cuadro de mis penas. Por suerte, siempre coinciden con la Pasión del Señor en Semana Santa, a ellas se añaden el aburrimiento de las ceremonias religiosas y la música que odio hasta la muerte. De este modo, todas estas cosas en conjunto me sirven como provechosa penitencia y se disuelven en puro disfrute al llegar el verano, cuando por suerte el fantasma del aire maléfico vuelve a ahuyentar a todos estos monstruos ultramontanos. Puesto que antes mencionaba las excavaciones, no sé si Usted tiene una idea clara de la atrocidad que han perpetrado en el arco de Septimio Severo. Han hecho un hoyo, como en torno a la columna de Trajano, y lo han cercado con un muro, para así no ganar sino que uno, en todo caso, pueda tomar la medida de un arco muy mediocre e idénticos bajorrelieves. Es impensable poder ver algo, puesto que por arriba aún está cubierta la mitad y abajo siempre se está demasiado cerca. El arco más que medio sepultado ha deteriorado totalmente la bella entrada al campo. Ahora se construye una fuente igual en torno al arco de Constantino y también se excava en el Circo Máximo. Aquí en Marino visito casi todas las tardes nuevas ruinas ocultas entre vignen y macchien densamente entrelazadas. Como es natural, raras veces encuentro algo notable, pero como meta para un paseo no conozco nada más entretenido. De este modo se camina de la mejor manera por toda la región y no se pierde ninguna bella perspectiva. Ciertamente, en ocasiones también hago fatigosos intentos errados y me seducen muros bastante modernos. Así me sucedió ayer, cuando se me arrastró, por Velletri, once miglias más allá del Castell Ariano, e inmediatamente después todo era nuevo, sólo poco dudoso en alguna medida. Pero quedé resarcido por el camino y por el paisaje. Pues el Castell está quizá más alto que el Monte Cavo, frente a Cori, con una vista celestial sobre el campo y el mar hasta Monte Circello. Igualmente bello fue el camino hasta allí, pues, pasando sobre la Rocca di Papa y la llamada «Pradera de Aníbal», se recorre el bosque de Fajola casi en su totalidad. Precisamente un día antes había leído con gran placer el trabajo de Voss

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sobre el mapa hesiódico.10 Sobre la profundidad y erudición de sus investigaciones no es necesario decir ni una palabra. En la exposición me ha gustado el estilo mucho más que en la recensión sobre Adelung,11 donde a cada momento sube y baja de la prosa a la poesía, mas su estilo siempre conserva algo fatigoso. En una materia como ésta, donde cuesta tantos esfuerzos encontrar resultados sólidos, debería evitarse al máximo la desagradable sensación de desconcierto que surge a partir de testimonios contrapuestos, y él ha cuidado poco este punto. Incluso cuesta trabajo retener sus resultados. En la historia nórdica de Schlözer12 hay algunos excelentes ejemplos de aquello que en este género puede y debería hacerse. No me limito a leer su revista literaria,13 mi mejor amigo, sino que es uno de mis máximos placeres. Estoy suscrito al mismo tiempo a la de Halle (la suya, realmente, la recibe el legado bávaro, el obispo Haeffelin,14 un hombre culto y para mí aquí un gran consuelo en estas cuestiones) y así busco hacerme al menos una ligera idea de la literatura alemana. Si tuviera que comparar ambas revistas, aunque no son comparables, diría entonces que la de Halle muestra perfectamente qué filistea es. La suya ofrece menos una exposición de los textos (en ocasiones demasiado exigua para los que están alejados, que no pueden consultarlos por ellos mismos) que un razonamiento sobre los mismos. La mayoría de las recensiones son auténticos artículos, siempre instructivos y a menudo picantes, se leen mejor y ofrecen mayor ocasión para pensar por uno mismo. Ahora he leído hasta final de abril. Pero ya ha llegado el resto hasta julio. Hasta aquí la recensión de los poemas de Voss tiene mi aplauso más incondicionado.15 Es realmente genial, visto con verdad, sutilmente expresada y escrita con mucha belleza. Pasa fugazmente por aquello que no debe presen————— 10

J. H. Voss, Alte Weltkunde. Nebst Hesiodischer Welttafel, Jena, 1804. En la Jenaische Allgemeine Literaturzeitung, 24-43, 1804. Recensión del libro de Adelung, Versuch eines vollständigen grammatisch-kritischen Wörterbuchs der Hochdeutschen Mundart, Leipzig, 1793-1801. 12 Augusto Ludwig von Schlözer, Nordische Geschichte, Halle, 1771. 13 La Allgemeine Literatur-Zeitung. 14 Kasimir Reichsfrhr von Haeffelin (1737-1827), legado ante la corte papal. 15 En el número de abril de 1804 de la Jenaische Allgemeine Literaturzeitung y realizada por el mismo Goethe. 11

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tarse sólidamente sin cometer realmente injusticia y llega con lentitud al fin en el que uno puede detenerse con toda justicia. Me han gustado algunas recensiones metafísicas, porque indican breve y fehacientemente la diferencia de los sistemas, pero no sé si hay alguna que muestra a su autor perfectamente a la altura metafísica. La que más me ha desagradado, para que Usted lo sepa todo, es la reseña de la Novia de Schiller.16 Hay en ella una confusión de todos los géneros poéticos y, al mismo tiempo, una pretensión, una declamación nauseabunda sobre el pobre tiempo que ahora tan a menudo hay que aguantar. El recensionista ni tan siquiera parece haber comprendido la idea del coro en sentido schilleriano. De acuerdo con él debe ser una especie de auxiliar para cuando la acción no lo expresa todo, un medio para atenuar impresiones en exceso fuertes o Dios sabe qué. Ni tan siquiera parece haber barruntado que el coro es el mundo para las personas individuales de la acción. Por ello también le parece del todo maravillosa la, precisamente, muy bella división del coro. Cita los pasajes afectivos y así interpretados como demostraciones que están en acta; brevemente, me parece un santo sorprendente. La recensión de Voss sobre Adelung me ha alegrado mucho. Aquí casi siempre tengo el Adelung entre las manos, porque estoy privado de otros muchos recursos, y cada día reconozco más sus defectos. Sólo habría deseado que Voss mismo hubiera mencionado más hechos. Voss debe tener muchos materiales propios sobre etimología. Debería Usted convencerlo para que de vez en cuando comunique algo de ello a la Revista Literaria. Al comienzo de los volúmenes convendría un razonamiento más detallado, y tras las líneas, al final de las hojas, un conjunto de notas más particulares. He leído con gran interés la reseña del método pedagógico de Pestalozzi. Encuentro sin embargo al reseñador demasiado indulgente. Dígame Usted mismo qué sería del género humano si todos los niños tuvieran que repetir maquinalmente a lo largo de treinta años: «los ojos están bajo la frente», «dos por dos son cuatro», «un cuadrado tiene cuatro lados iguales», etc. Mucho me temo, si se desea mejorar en especial las escuelas de las clases bajas, que se ————— 16 Recensión de J. F. F. Delbrück de la obra de teatral de Schiller Die Braut von Messina, aparecida igualmente en el número de abril de 1804 de la Jenaische Allgemeine Literaturzeitung.

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quita de en medio como inmundicia precisamente lo único que resulta provechoso. También el campesino y el mendigo tienen fantasía y otro sentimiento que no sea el mero de su indigencia y de su miserable placer, también en ellos puede y debe despertarse algo más elevado, y hasta ahora ha sido despertado. En todas las escuelas se lee la Biblia capítulo a capítulo. Ahí había historia, poesía, novela, religión, moral, todo entremezclado; el azar lo juntó, pero la intención podría haberse tomado la molestia de hacerlo igual de bien. El hombre común sacaba de esta fuente todo aquello por lo que era más que una mera bestia de carga, y a este respecto ninguno de los sistemas de la intuición le ofrecen sustituto alguno. Es realmente una idea terrorífica para los hombres querer agregar las intuiciones a sus propios miembros, pues ya es suficiente con instituir orden en el caos de intuiciones que se imponen por sí mismas. Convertir la orientación matemática en orientación principal es incluso aterrador. Pero el reseñador es extremadamente complaciente cuando añade que el medio educativo de Pestalozzi es la lengua. ¿Qué tiene en común la lengua con la seca denominación de los objetos? La lengua puede o al menos podría funcionar de hecho como vehículo de todo, puesto que según la forma y la materia es una impresión del mundo. Pero entonces no habría que entender por ella, como ha sucedido hasta ahora, meramente gramática, y a este respecto los mismos profesores tendrían que tener estudios que ahora sólo pueden exigirse con justicia de pocos de ellos. Pero pongo ya punto final a esta larga cháchara. Salude a Schiller cordialmente, y a todo el círculo de nuestros restantes amigos. Realmente no puedo decir si Usted debe hacer uso de mi Improvisatrice,17 porque no sé qué he escrito. Pero todo, por mi parte, es en efecto anónimo, y lo que Usted haga bien hecho estará. Puesto que tanto ella como yo nos hemos ido al campo, yo mismo la he perdido de vista desde hace algún tiempo. Sea Usted feliz y acuérdese de vez en cuando de su amigo ausente. H. ————— 17 En una carta del 12 de febrero de 1804, Humboldt había informado a Goethe de una joven romana de 17 años que, bajo su dirección, había comenzado a improvisar poemas. Goethe había mostrado interés por publicar algunos de estos poemas en la Jenaische Allgemeine Literaturzeitung.

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Lorenzo Peña y Txetxu Ausín (eds.), Los derechos positivos R. Aramayo y M. José Guerra (eds.), Los laberintos de la responsabilidad Rocío Orsi, El saber del error Antonio Casado, Bioética para legos Íñigo Álvarez Gálvez, Utilitarismo y derechos humanos María G. Navarro, Interpretar y argumentar Serie Impronta/materiales R. Aramayo y T. Ausín (eds.), Valores e historia en la Europa del s. XXI Roberto R. Aramayo y Francisco Álvarez (eds.), Disenso e incertidumbre David P. Chico y Moisés Barroso (eds.), Pluralidad de la filosofía analítica Faustino Oncina (ed.), Teorías y Prácticas de la Historia Conceptual Serie Clasica/textos J. J. Rousseau, Cartas morales (ed. Roberto R. Aramayo) Antología, Teoría social y política de la Ilustración escocesa (ed. Isabel Wences)

oma es el lugar donde toda la Antigüedad se nos concentra en una unidad, y aquello que sentimos en los poetas antiguos, en las antiguas constituciones políticas, en Roma creemos más que sentirlo, vislumbrarlo incluso. Así como Homero no puede compararse con ningún otro poeta, así tampoco cabe comparar a Roma con ninguna otra ciudad, ni a los paisajes romanos con cualesquiera otros. Ciertamente, la mayor parte de esta impresión es subjetiva, pero no es tan sólo la idea de estar donde está este o aquel hombre. Es un poderoso arrebatarse en un pasado que nosotros vemos como más noble y más sublime, aunque sea en virtud

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de un engaño necesario; un poder al que incluso quien quisiera no podría oponerse, porque aun el yermo en el que los actuales habitantes han convertido el país y la increíble cantidad de ruinas conducen la mirada ahí (…) Pero también sería tan sólo un engaño, si nosotros mismos deseáramos ser habitantes de Atenas y Roma. Sólo desde la distancia, sólo separada de todo común, sólo como pasado, debe aparecérsenos la Antigüedad.” (Carta de Humboldt a Goethe del 23 de agosto de 1804).

Serie Documenta/legados Javier Muguerza, La razón sin esperanza Felipe González Vicen, Teoría de la revolución

Filosofía

Wilhelm von Humboldt

Serie Studia/monografías Txetxu Ausín, Entre la Lógica y el Derecho

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de los Estados libres griegos

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CSIC Historia de la decadencia y ocaso

Colección Theoria cum Praxi

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Wilhelm von Humboldt Edición de Salvador Mas

ilhelm von Humboldt (1767-1835) es una de W las personalidades más

Historia de la decadencia y ocaso de los Estados libres griegos y otros textos sobre la Antigüedad clásica

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fascinantes de la primera mitad del siglo XIX. Amigo de Goethe y Schiller, diplomático, reformador del sistema público de enseñanza y fundador de la universidad berlinesa que lleva su apellido, intelectual fundador de la lingüística comparativa, pero, sobre todo, apasionado conocedor y amante de la Antigüedad clásica: una sombra que se vierte sobre toda su vida y toda su obra. alvador Mas (Valencia, 1959) es profesor de S Historia de la Filosofía Antigua en la UNED. Sus líneas de investigación se centran en el mundo clásico, así como en su recepción en la Modernidad. Aquí se inscriben sus ediciones de las Elegías romanas (2005) de Goethe, las Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en la pintura y la escultura (2008) de Winckelmann o la República de Platón (2009). Entre sus últimos libros cabe citar Ethos y Pólis. Una historia de la filosofía práctica en la Grecia clásica (2003) y Pensamiento romano (2006).