He buscado y he encontrado : mi experiencia de Dios y de la Iglesia
 9788428509305, 8428509301

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He buscado y Ije eijcoijtrado

CARLO CARRETTO

HE BUSCADO Y HE ENCONTRADO M i e x p e r i e n c i a de Dios y de Iglesia

EDICIONES PAULINAS

Introducción

He buscado y... he encontrado

© Ediciones Paulinas 1983 (Protasio Gómez, 13-15. Madrid-27) ©Cittadella Editrice - Asís 1983 Titulo original: Ho cercato e ho novato Traducido por Eloy Requena Ilustración cubierta: Norbeno Fitocomposición: Marasán, S. A. Juan del Risco, 9. Madrid-29 Impreso en Artes Gráficas Pájaro. Humanes (Madrid) ISBN: 84-285-0930-1 Dtpósito legal: M. 17.151-1983 Impreso en España. Printed in Spain

HACE ALGUNOS AÑOS vio la luz un libro de Augusto Guerriero (Ricciardetto) titulado "Quaesivi et non inveni", que, traducido en un lenguaje al alcance de todos, significa: "He buscado y no he encontrado". Confieso que no fue el libro, bastante inconexo y superficial, lo que me provocó, sino el título, auténtica bomba: "He buscado y no he encontrado", ¿Cómo era posible que ocurriese tal cosa? Porque, evidentemente, el motivo de la búsqueda era Dios mismo. ¡He buscado a Dios y no le he encontrado! ¿Es posible? Me pareció un absurdo. Prescindiendo de que se contradecía la palabra de Jesús, en la cual creo ciegamente: "El que busca encuentra", me preguntaba: i Y qué Dios es ése que no se deja encontrar? ¿Es que juega al escondite? ¿Se esconde justamente de quien le busca honradamente? Un Dios así no tiene derecho a existir, pues es la negación de su esencia, que es Vida, Luz, Amor. Además, de él se dice que es el Creador, el Inmenso, el Maravilloso. Y, por si no bastase, el Admirable y, como dice el rosa5

rio islámico (Subha), que sabe de ello y lo repite desde hace siglos en la oración: el Rey, la Belleza, el Poderoso, el Grande, el Glorificado, el Magnífico, la Providencia, el Majestuoso, el Sabio, el Espléndido, el Invencible, el Santo, el Omnisciente, el Presente, la Novedad, el Inmutable, el Primero, el Ultimo, el Manifestado, el Testigo, el Fuerte, el Bueno, el Glorioso, el Sublime. No, no es posible. No es posible ponerse al sol y decir: el sol no existe. Pulsar el botón de un cerebro electrónico y encontrar absurda la respuesta. Transmitir un impulso magnético a un satélite que te responde al instante con una fotografía o un dato científico que andas buscando, y contentarte con decir: Es un azar. No, no es posible. Y entonces me entraron ganas de escribirle a Ricciardetto así: "Querido hermano, he visto el título de tu libro. ¿Sabes qué he pensado? Que has ido al mar, te has desnudado, has atravesado la playa, has metido los pies en el agua, has seguido andando mientras el agua te llegaba a los tobillos, a las piernas, al pecho, al cuello. Has comenzado a nadar; has querido también intentar nadar bajo el agua. Luego has vuelto a la orilla, te has vestido y has dicho a los que estaban a tu lado: No he visto el agua. Sé que hay un dicho judío que suena así: 'La última tosa que ve un pez es el agua...' ¡Pero... bueno! Tampoco el pájaro ve el aire en que vive. Sin embargo, Intenta quitárselo..., ¡verás cómo se revuelve! ¿No sabes, hermano, que nosotros somos como los peces y los pájaros en buena parte de nuestra vida, y que, como dios, sólo advertimos el agua y el aire cuando nos los quitan? Quizá sea la forma más drástica de revelársenos Dios fara respetar nuestra inmadurez. Se deja ver en negativo. JVO estamos preparados para ver el positivo de Dios. Se necesita tiempo.

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De hecho, no nos percatamos de su Presencia cuando todo va bien; en cambio, nos estremecemos cuando nos falta o cuando calla. Me dan ganas de reír ante tu afirmación; aunque es una frase de moda que he escuchado infinidad de veces, pero que no me convence en absoluto. No pongo en duda tus afirmaciones, ni las afirmaciones de quienes dicen que han buscado y no han encontrado. Pongo en duda tu lenguaje. ¿Qué entiendes por Dios para decirme que no le has encontrado? Tengo la clara impresión de que estamos ante un falso problema y que el ingente espesor del ateísmo contemporáneo, proclamado con tanta facilidad por las masas, es más cuestión de lenguaje que de realidad. Nos ocurre como en Babel: que ya no hablamos todos la misma lengua. Tú dices que no ves a Dios, y yo que te veo inmerso en él como un pez en el agua; lo veo. No damos el mismo nombre a la misma cosa". Me explico.

ES I N D U D A B L E que nos toca vivir en una época de transición de una amplitud y un alcance jamás vistos. Lo que está pasando en este siglo reviste unas proporciones jamás experimentadas. Se dice que hemos llegado a la madurez del hombre, a su época adulta. El pasado, para un muchacho de hoy, está realmente pasado. Todo se ha vuelto viejo, y las nuevas generaciones tienen que comenzar desde el principio. No hay nada que no sea sometido a una crítica o revisión despiadada. Y no siempre con ánimo humilde y buena intención. Cuando entro en casa de un amigo y veo a su hijo ante la televisión experimento una extraña sensación de alejamiento y, más todavía, de ser extraño al pequeño.

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Y no por mi culpa. Si le saludo, es él quien frecuentemente no me responde y posa en mí una mirada aburrida como si nada interesante pudiera esperar de mi presencia. Puede ocurrir también, y no es raro, que a hurtadillas se burle de mí; o, peor, que, armado con un cohete invisible y diabólico, realice el gesto de destruirme con el ademán de los gigantes interplanetarios que atestan su fantasía y su corazón. Péguy decía que el abismo entre las generaciones de hoy es insalvable; y fue profeta. Tiempo de electrónica, tiempo de técnica sofisticada hasta lo inverosímil, tiempo de derrumbamiento de los ídolos y, más aún, de todas las ideologías del pasado. Tiempo también de desacralización. La misma Iglesia, que es el pilar más fuerte y resistente, ante los cambios de la historia, al considerar con las estadísticas en la mano el cambio de las costumbres, se queda sin respiración. Los más avisados se sienten como un barco en medio de la tempestad y comienzan a pensar en la necesidad de arrojar por la borda una serie de cosas inútiles acumuladas a lo largo de los siglos, para asirse firmemente a lo esencial en espera de que amaine el temporal. Si tuviese que decir cómo'veo al hombre de hoy, sacudido por el oleaje y arañado por los escollos, diría que lo veo desnudo; pero auténticamente desnudo. Terriblemente maduro y adulto, pero auténticamente desnudo. Y lo mismo que el hombre desnudo intenta cubrirse para sobrevivir, al no encontrar nada a su alrededor se cubre con ropa hecha jirones por la tempestad. La consecuencia es que el desnudo está mal vestido, con una indumentaria que atufa de vieja y que le queda grande tn exceso.

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SI A N T E S decía que era cuestión de lenguaje, ahora afirmo que es cuestión de indumentaria; mejor, de lenguaje y de indumentaria, o sea de cultura. Muchos, cuando afirman: "No creo en Dios", no saben con precisión lo que intentan decir; y otros, al pensar en Dios, se lo figuran con un vestido anticuado y absolutamente inaceptable para su formación moderna. Si yo leyese hoy la Biblia como la leía de joven, antes del Concilio, creyendo con escrupulosa certeza que el árbol del edén era realmente un árbol, que la manzana era realmente una manzana, que Adán tenía su tarjeta de identidad en el bolsillo con su nombre de pila y que a su lado estaba su esposa, la señora Eva, que le miraba complacida, la encontraría verdaderamente inaceptable. ¡Cuánto camino nos ha hecho andar el Espíritu, aunque en medio de la tormenta, y qué vestido nuevo nos está preparando para cubrir nuestra desnudez! Muchos se han quedado con los harapos, perciben el hedor a moho y no pueden soportar el corte anticuado de su cultura religiosa, vestida con las ropas de la abuela. En resumen, al leer el libro de Ricciardetto y escuchar a los que dicen: "He buscado y no he encontrado", advierto una cosa muy clara: avanzan lanza en ristre contra su pasado. Se han vuelto maduros; pero los harapos que cubrían su vergüenza y en los cuales habían encontrado escrito: "Dios", son unos harapos extraños que no aguantan ya, que no entienden, como la hoja de parra del edén. Creen que era realmente una hoja de parra, cuando no era más que una imagen, un signo para explicar ciertas cosas misteriosas. En mi larga experiencia con los jóvenes he descubierto que su crisis de fe se desarrolla en dos tiempos. En el primero se forjan la idea de Dios tomando de la cultura pasada todas las imágenes y todas las representaciones de él como si fueran reales. En el segundo borran con rabia las imágenes y las representaciones que se han 9

hecho porque su mentalidad, que se ha vuelto científica y adulta, las encuentra anticuadas e inaceptables. También a mí me ocurrió lo mismo. ¡Cuánto he luchado contra mi pasado! ¡Cuántos tiros he disparado contra la idea deformada que me había hecho de Dios! Sólo dejé de disparar cuando ante mí no había ya ninguna imagen. Ahora ya no disparo, porque no sabría hacerlo. No veo ya el fantasma que me había formado de Dios, y sólo busco sentir su presencia. Y me basta. Y la siento en todas partes, aunque envuelta en un misterio inmenso, sublime, rudo. La siento en los signos que no permite que me falten y que me anuncian su realidad, como el agua, el sol, la noche, el fuego. La siento en la historia. La siento en el silencio. La gozo en la esperanza. La aferró en el amor. A hora que comprendo, al pensar en Dios me veto toda representación, toda imagen, toda fantasía, y me contento con pensarlo como lo real que me circunda y en lo cual estoy inmerso. Y lo real está ahí, y me mira con su fuerza, con su belleza, con su lógica, su transparencia, y se impone con tres palabras que no puedo borrar a pesar de toda mi diabólica capacidad racional: la Vida, la Luz, el Amor. Y también porque estas tres palabras —¡maravilla de ¡as maravillas!— se han convertido en Persona: La Persona del Padre, que es la Vida. La Persona del Hijo, que es la Luz. La Persona del Espíritu Santo, que es el Amor. Sí, Dios es persona para mí, y no me sorprendo. < Acaso no soy yo persona? Por eso me dice el catecismo que he sido creado a su 10

imagen y semejanza; justamente porque soy persona y no me puedo negar, como no puedo negar la realidad de mi cuerpo y de mi espíritu donde vivo y que me manifiestan. Sí, Dios es para mí persona y con él me comunico. Le escucho. Le hablo. Me da paz y alegría de vivir. Me despierta cada mañana con su palabra (Is 50,4). Está cerca de mí. Me consuela. Me reprende. Es la almohada de mi intimidad. Es mi todo.

N O Q U I E R O ofender la memoria de Ricciardetto al escribir este libro. Le quise y me sorprendió siempre su búsqueda de Dios, aunque demasiado cultural y un poquito pretenciosa. Ahora está en la Luz. La noticia de su muerte me sorprendió en Japón, cuando visitaba, un domingo de sol, el templo de Kamakura, a un centenar de kilómetros de Tokio. Era una mañana maravillosa. Para los japoneses era el día en que se festeja la vida que nace. Los novios se presentan ante el gran Buda, en la escalinata del templo, llevando a sus novias, vestidas con el lujoso quimono; las madres jóvenes llevaban a su oración al hijo nacido recientemente. Yo estaba encantado ante tanta belleza y tan gran multitud en oración. De haber estado conmigo, también Ricciardetto se hubiera conmovido ante tanta vitalidad y esperanza. ¡Mira, le hubiera dicho, cuántos encuentran! ¡Cuántos han encontrado! ¡Mira cómo esperan! 11

¡No temas! ¡Dios es el Viviente!

SI, ES R I C C I A R D E T T O el que me ha inspirado el título de este libro. Pero la idea la llevaba ya dentro de mí hace mucho. Diría que nació con mi experiencia de Dios conforme caminaba con él por los caminos de mi existencia. He tenido la suerte de vivir a caballo de dos épocas, de dos tiempos: el de antes y el de después. Soy lo bastante mayor para haber conocido el tiempo, diríamos hoy, "pasado". El tiempo del inmovilismo, de la tradición; el tiempo del "pequeño mundo antiguo'", cuando entre el "usted" y el "tú" había todavía espacio para el progresivo conocimiento de la pareja y cuando los novios llegaban vírgenes al matrimonio con convicción sentida; y he estado también lo suficiente entre la turbamulta moderna para no escandalizarme hoy cuando veo un alto porcentaje de parejas ir a vivir juntas sin ocurrírseles siquiera casarse... al menos civilmente. He conocido el África del papá, y luego el África de las repúblicas democráticas .y populares. He conocido las pistas de camello y he visto luego a las grandes sociedades petroleras transformar el desierto en una babel de dinero y de torpezas. He tenido también tiempo de oír decir a los moralistas tradicionales de antes del Concilio, los lefebvrianos, diríamos hoy, que se podían cometer centenares de pecados mortales descuidando las rúbricas fijas de la liturgia en latín, y he visto luego celebrar la misa sin ornamentos, sin cáliz y con un pañuelo rojo al cuello. ¡Sí; cuántas cosas no he visto! ¡He visto el paso! ¡El cambio de costumbres! ¡Los tiempos nuevos! 12

¡Pero también he visto el Concilio! Para mí, aquella inmensa asamblea de obispos en torno al papa Juan y al papa Pablo ha sido la prueba más grande de la presencia del Espíritu en la Iglesia católica de hoy. ¡Ninguna otra Iglesia ha sido capaz de hacer algo así! Ha sido como la vuelta a la Jerusalén del primer concilio con Juan, Santiago, Pedro y Andrés. Ha sido la piedra angular sobre la cual construir el mañana; la piedra miliar desde la cual partir para recorrer los caminos del mundo de hoy.

SI, DEBO AFIRMARLO. Hay un cambio radical y hay una estabilidad más radical todavía. El cambio está en la cultura y en las costumbres; la estabilidad está en la fe. El cambio está en el mundo, que una vez más se ve pagano; la estabilidad, en la Iglesia, que se siente pronta a repetir el anuncio de la salvación. Estamos como al principio. Estamos como los primeros cristianos. Estamos en las pequeñas comunidades evangélicas. Estamos en los tiempos apostólicos.

C U A N D O COMIENZA una época, cuando un hombre comienza de nuevo, el primado le corresponde a la fe. La cultura, aunque impregnada de fe, llega luego. El hombre no sigue a Cristo en la cultura; lo sigue en

la fe. Cuando Pablo, ante los cultos de A tenas, quiere dárselas de culto, hace un agujero en el agua. No repetirá más la experiencia, contentándose con anunciar a "Cristo y a Cristo crucificado" (1 Cor 2,2). 13

Es extraño, pero es así. Entre fe y cultura se da un continuo casarse y divorciarse. Es la debilidad del hombre en la tierra; es la incapacidad de encerrar en dimensiones visibles lo invisible y de dar un continente a lo que el mundo entero no puede contener. En el intento —tan fatal para nuestra necesidad de conocimiento— se hace la historia, se reviste el éxodo espiritual y eterno de las continuas contradicciones de nuestros éxodos terrenos, se representa el rostro de Dios con la horrenda deformación de nuestros corazones enfermos, se cubre la luz con las sombras de la no-luz. Por algo la historia del hombre es una continua y enorme deformación de la Verdad y la limitación desconcertante de su incapacidad de amar. Es la agonía de las generaciones en camino, es el signo de su pobreza radical para vivir lo divino, es el éxodo eterno del hombre. Quizá por encontrarme a caballo de dos épocas, quizá porque estaba sediento de absoluto, más seguramente por haber recibido su llamada, sentí en la crisis la necesidad de huir. No tenía ningún deseo de ponerme a reconstruir las casas derribadas de mi cultura y rehacer la unidad de mi espíritu quedándome donde estaba, como me lo pedían con insistencia los más. Había demasiadas ambigüedades entre piedra y piedra de la vieja ciudad. Tenía ganas de huir, sed de silencio y de oración. Me atraía la fe desnuda y me parecía la única áncora de salvación para mi espíritu cansado. Cualquier revestimiento cultural de la Palabra se me antojaba deformación. Cualquier intento de compromiso, debilitar el impulso a seguir a Cristo crucificado. Todo rito, especialmente si era ampuloso, una retórica ante el sufrimiento de los hombres. El desierto, el auténtico, el de los aullidos de los chaca-

les y las noches estrelladas, fue el ambiente de mi encuentro con Dios. No buscaba ya los signos milagrosos o míticos de su acción; buscaba la desnudez de su presencia. No quería ya razonar sobre él; quería conocerle. No perseguía ya aquella relación con él que tantas veces había disfrutado en la liturgia dominical, que tan fácilmente te da la ilusión de estar en regla con el culto y los ritos, sino que deseaba su intimidad en la desnudez de la materia, en la transparencia de la luz, en el esfuerzo de amar a los hombres. Buscaba al Dios de los siete días de la semana, no al Dios de los domingos. No fue difícil encontrarlo, no. No fue difícil, porque él ya me estaba esperando. Y lo encontré. Por eso afirmo con alegría y me atrevo a testimoniar ante mis hermanos en el Espíritu: "He buscado y he encontrado". CARLO CARRETTO

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EXPERIENCIA DE DIOS

La primera experiencia de vida

NACÍ EN ALEJANDRÍA... por casualidad. Esa ciudad no tiene nada que ver con mi familia, que tenía su verdadero tronco, sus raíces profundas, en las colinas de Le Langhe, donde mi padre y mi madre llevaban vida de campesinos y tenían en su sangre toda la dulzura, la fuerza y la religiosidad de aquella tierra maravillosa. Alejandría fue el atracadero provisional de mis padres, entonces un joven matrimonio, que dejaban su tierra por motivos de trabajo, quedando a sus espaldas la civilización campesina de la que, a Dios gracias, habían disfrutado durante generaciones y generaciones y que aún llevaban consigo junto con los pocos enseres heredados de los genitores, que permanecieron allá arriba en espera de extinguirse dulcemente como la luz en una puesta de sol de otoño. Sobre este emigrar de una joven familia quiero decir algo que acude a mi mente cuando pienso en las innumerables emigraciones provocadas por el paro, por la necesidad y a veces por cataclismos imprevistos, como riadas o terremotos. Me contaba mi padre que, un año verdaderamente nefasto para el campo, había caído granizo en la zona con inaudita violencia, destruyéndolo todo. Lo peor fue 19

que el desastre no se produjo en agosto, cosa bastante habitual en la región de Le Langhe, afectando a los viñedos, sino en junio, cuando no solamente están en peligro las viñas, sino que aún se encuentran las mieses en el campo. En resumen, aquel año el granizo lo había destruido todo: trigo y uva, maíz y hortalizas. No quedó nada. Mi padre me refería que, ante el desastre, los jóvenes de la región se habían reunido, decidiendo bajar al llano en busca de trabajo. Sabían que la siega del trigo empleaba mucha mano de obra y que encontrarían trabajo en seguida. Prosiguió mi padre —recuerdo todavía su voz—: "Partimos al atardecer y caminamos toda la noche, recorriendo a pie sesenta kilómetros que nos separaban del llano, donde había grandes fábricas y el trabajo abundaba". En mi mente quedó grabada la estampa de aquella cuadrilla de jóvenes, que no cede ante la adversidad y que camina con esperanza hacia un mañana fatigoso y rudo. Aún recuerdo como si fuese ahora la expresión de mi padre, que añadió: "Fíjate, Cario: después de haber caminado toda la noche, al amanecer comenzamos a segar en los campos como si hubiésemos dormido tranquilamente en nuestra cama". ¡Qué tipos, muchachos! Yo miraba a mi padre con admiración y lo sentía cercano y grande justamente en su función de padre que, con el relato mismo de su duro pasado, me iba transmitiendo algo muy importante: el sentido del valor y de la esperanza. No se preguntaba mi padre si existía un Dios capaz de dejar pasar en silencio el sufrimiento de los hombres o distraído e insensible hasta el punto de permitir 20

cataclismos y granizadas sobre la cabeza de los desgraciados. No, no se lo preguntaba. Para él y para mi madre, el Dios que existía era el Dios de la esperanza, el Dios que te obliga a levantarte de los escombros del terremoto o, empobrecido por el azote del granizo, te impulsa a comenzar de nuevo desde el principio, sin andar con tantas quejas, esforzándote por encontrar en ti la fuerza para reanudar el camino y sin esperarlo todo de los demás, como algo obligado; pero, sobre todo, liberándote de la amargura que puede dejarte la visión de las injusticias o la sorpresa de no ser ayudado. El Dios de mi padre era el Dios de la vida, presencia siempre presente, siempre viva y operante en ti. Era el Dios que no te autoriza jamás a cruzarte de brazos desesperado, y que no te permite decir: "Se acabó todo". No es cierto que esté todo acabado; todo cambia... Y tú has de disponerte al cambio, aunque se te presente duro y, sobre todo, incomprensible. ¡Quién sabe si este cambio, esta novedad, no ha de traerte algo bueno! De hecho...

JUSTAMENTE en el desastre se produjo la novedad, lo imprevisible. Y ciertamente no fue algo indiferente y sin importancia para la historia de mi familia. Mi padre, en efecto, concluía el relato diciéndome que, a causa de aquella desgracia, había quedado impresionado y que había madurado en él la idea de dejar la región para buscar trabajo en otra parte. Se lo dijo a mi madre, que también lo aprobó. Participó en un concurso de los Ferrocarriles del Estado, y así fue como llegamos a Alejandría, donde 21

nací yo y, dos años después, mi hermano. Desde allí salimos para Turín, donde nos esperaba un ambiente mucho más apropiado para la formación de nuestra adolescencia de pobres. Era un barrio periférico y animado de la ciudad, donde había de todo, pero especialmente lo que nosotros necesitábamos. Que el granizo había sido una desgracia, era un hecho; pero este hecho fue a su vez la causa de que fuéramos a parar a aquel barrio, donde pudimos encontrar muchas amistades jóvenes y, lo que para nosotros fue el colmo de la fortuna, un pequeño oratorio de Don Bosco. ¡Qué no significó para nosotros aquel oratorio! ¡Qué no significó para mi madre aquella pequeña iglesia de la calle Piazzi, donde iba a rezar y a adquirir fuerzas! Aquí está el misterio de la historia de nuestra salvación; el misterio de nuestros continuos éxodos, de aquel caminar y caminar, invitados y empujados por una fuerza a la que llamamos, cuando no la conocemos, destino, pero que definimos más tarde con claridad y conocimiento de causa voluntad de Dios. ¿Creéis que todo forma parte de un plan, de un designio, de una intervención de Dios en nuestras cosas? Yo creo y estoy convencido de que el amor de Dios sabe transformar la oscuridad de un desastre o lo absurdo de un terremoto en un acontecimiento que puede influir y hasta cambiar nuestra vida. Desde luego, la nuestra cambió; y para bien. El habernos encontrado en nuestra adolescencia en un lugar tan propicio para el desarrollo de nuestra fe y tan rico en encuentros estupendos significó para nuestra familia de emigrantes una poderosa ayuda para ser más socialmente adultos, más abiertos al bien. Allí nació la vocación misionera de mi hermano, y más tarde la orientación religiosa de mis hermanas, que condujo a ambas a la consagración. 22

Cuando, años más tarde, al estudiar filosofía, me topé con un texto de san Agustín: "Dios no puede permitir el mal sino por la posibilidad que tiene de transformarlo en bien", en el fondo de mi experiencia acudieron a mi mente las palabras de mi padre. La frase de S. Agustín me pareció más verdadera.

QUE MI FAMILIA era cristiana es un hecha. En ella nací a la fe, aprendí a rezar de pequeño, a tener temor de Dios, a frecuentar la parroquia, a no blasfemar, a participar en las procesiones y a construir el pesebre al acercarse la Navidad. Pensando en mi religiosidad infantil, ciertamente tradicional y un tanto estática y escasa de fermentos creadores, no puedo dejar de ver en ella valores sumamente válidos. Todavía hoy me impresiona la unidad que suscitaban en mí fe y cultura, lo humano y lo divino, oración y paz, iglesia y familia, fantasía y realidad, Dios y hombre. Todavía no había leído el Génesis, donde se cuenta que Dios pone al hombre en el jardín del Edén para cultivarlo y guardarlo; pero me sentía en el jardín que él me había dado, en el espacio de esta tierra mía, de esta vocación mía; e intuía la relación con él, que se paseaba bajo los árboles del jardín desvelándome paulatinamente su invisible presencia. Todavía no conocía a Jeremías, que me cuenta la historia del alfarero que plasma la arcilla y vuelve a comenzar sin cansarse el vaso que se rompe en sus manos, modelando con la misma arcilla otro nuevo (Jer 18). Pero me sentía en las manos de un Dios que nos rehace continuamente y que no se cansa de cambiar el proyecto que tiene sobre nosotros cuando le resistimos con la pobreza y la fragilidad de nuestra arcilla. 23

Sí, mi familia me ayudó a echar las bases de mi fe y de la esperanza; y siento inmensa gratitud hacia aquella tierra de Le Langhe, donde mamé la vida y donde los campesinos tenían al alcance de su mano el calendario de los santos, y marcaban el ritmo de las estaciones con las grandes fiestas religiosas, y sabían arrojar la semilla en el surco invocando a santa Lucía y a san Roque, con la certeza de que existe un lazo entre el cielo y la tierra, entre la lluvia y la oración, entre la felicidad de la mesa y del lecho nupcial y la ordenación divina. Jamás proclamaremos suficientemente la importancia de la religiosidad popular, infundida en la carne y la sangre del hombre pobre y madurada lentamente con la historia de las generaciones, aunque sea, y es natural, entre la confusión y las sombras de su poquito de superstición, pero dominada siempre y envuelta en un misterio único, inmenso y solemne: el de Dios. ¡Qué fuerza! ¡Qué poesía! ¡Qué fuente de valor y de auténtico heroísmo! Hoy, precisamente porque muchos carecen de ello, corrompidos por la riqueza de la vida demasiado cómoda, podemos valorar el peligro y la gravedad de su falta. ¡Cuántos jóvenes inseguros y sin rumbo! ¡Cuánta tristeza en las casas vacías de lo divino y empobrecidas por la falta del misterio! Sí; con frecuencia la experiencia me ha hecho pensar que, de no haber existido Dios, nos hubiéramos visto forzados a inventarlo, porque sin él y lo que él representa no conseguimos vivir y tropezamos ya con dificultades en los primeros vagidos y al dar los primeros pasos. Sin la fe en Dios es como si habitásemos en una casa sin techo o quisiéramos leer de noche sin luz. Pero a Dios no es preciso inventarlo porque ya lo está, y se encuentra tan cercano que podemos sentir su respiración cuando callamos o rezamos. Ciertamente existen problemas de visibilidad; pero 24

éstos no dependen de él, sino de nuestras infinitas complicaciones. Dios es simple; nosotros le hacemos complicado. Está cercano, pero nos lo figuramos lejano. Está en lo real y en los acontecimientos, pero nosotros lo buscamos en los sueños y en las utopías imposibles. El verdadero secreto para entrar en relación con Dios es la pequenez, la simplicidad del corazón, la pobreza de espíritu; cosas todas ellas frustradas en nosotros por el orgullo, por la riqueza y por la astucia. Ya lo había dicho Jesús: "Si no os hacéis como niños..., no entraréis" (Mt 18,3); y no bromeaba ni se burlaba. Ver o no ver a Dios depende de nuestro ojo; si el ojo es sencillo lo ve; si es un ojo con malicia no lo ve. Mi suerte fue nacer en un pueblo pobre y entre aquella gente maravillosa del campo, impregnada de simplicidad y pequenez. Mi padre y mi madre eran pequeños, pequeños, y estaban hechos expresamente para creer y esperar. Yo me encontré con mi mano entre las suyas. Así todo fue más fácil. ¡Cómo me he sentido en paz con ellos y qué serena ha sido mi infancia! Es como si hubiera entrado en una gran parábola, donde Dios era de casa y yo estaba siempre con él. Si por distracción o superficialidad me olvidaba alguna vez de él, el dolor o el misterio se preocupaban de recordarme su presencia. Pero, sobre todo, eran los acontecimientos los que poco a poco lo unificaban todo. Por supuesto, el misterio seguía rodeándome, y hasta se volvía más denso según crecía o intentaba comprender. ¡El misterio! El era como el vientre de la madre que me llevaba y me engendraba a la vida, en aquella penumbra tan discreta y dulce de sus entrañas. 25

¿Qué hay de más real y más simple que el vientre de una mujer que lleva a su hijo? Pero ¿qué hay de más misterioso e incomprensible si te pones a razonar sobre el cómo, el porqué y el cuándo?

SI, EL SECRETO es ser niños. En el niño hay una intuición básica dada por Dios mismo. Dios le da la vida al hombre, le da el pan para sostenerlo y le da esta intuición que es la fe para guiarle e iluminarle el camino. Y la da a todos. ¡Todos! No se la da solamente a los judíos y a los cristianos, sino a todos, a todos, a todos. Se la dio a Pablo cuando decía: "En Dios vivimos, nos movemos y existimos" (He 17,28); me la ha dado a mí dos mil años después de Pablo; se la da a todos los hombres que viven bajo las tiendas del Islam; se la da a los hindúes que nacen a las orillas del Ganges, y a los budistas del Nepal o de China. Dios es el catequista del mundo; y su Espíritu, que es amor, derriba todas las fronteras y llega hasta los hijos que ha creado, y que son suyos y a los que no puede olvidar. Desde que conozco a Dios sé que él no puede olvidarse de nosotros y que nos enseña el catecismo aunque vivamos en una tierra lejana, adonde jamás llegará ningún misionero para hablarnos de él. El catecismo de Dios es simple; simple como lo es él, y fundamental para vivir como hombres y realizarnos en la felicidad. Y está en todos. Vosotros lo conocéis: Dios es el viviente y es bueno. 26

Dios es el principio y el fin. Todo lo creado es signo suyo, pero él está más allá de lo creado;' es el Trascendente. Las cosas reales son su rostro y el testimonio de su presencia. Dios nos habla a través de los acontecimiento^, y la historia es la respuesta a su palabra. Dios es eterno y nosotros somos eternos en él. El amor es la plenitud de su ley. La vida va hacia la resurrección, y los estados de muerte son los pasos, los saltos de cualidad, la "presión" para entender la vida. Cuanto más morimos a nosotros mismos más nos liberamos de la muerte.

¿DONDE ESTA, entonces, la dificultad? ¿Cómo es posible no creer? ¿Cómo es posible no acoger el don del Padre, que es Dios, a su hijo, que es el hombre? Juan mismo dice que es posible: "Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11). Sí, es posible, es posible no acoger a Dios; pero eso no depende de Dios, sino de nosotros. Para acogerle —y no lo repetiremos nunca lo bastante— hay que ser niños y, además, pobres. Jesús dirá que la buena nueva se anuncia a los pobres. Pero debemos entendernos: ¿qué significa ser pequeños? ¿Acaso significa ser llorosos e inmaduros? ¿Y qué significa ser pobres? ¿Tener los pantalones desgarrados o una casa miserable? Evidentemente, no. La Biblia se esfuerza en su largo camino en hacernos comprender el significado de estas dos palabras tan importantes en relación a Dios. Pequeño es el hombre que no tiene seguridades de27

fínitivas y que busca en la realidad que le rodea su continua realización. Pobre es el que no transforma en ídolos las cosas que posee y siente en el fondo de sí mismo que nada conseguirá saciarle sino el Absoluto. No existe escapatoria; porque lo contrario de la pequenez es el poder, y lo contrario de la pobreza es la riqueza. Israel no consiguió comprender a Cristo porque se había encaramado en el poder; y el rico no siguió a Jesús porque idolatraba sus riquezas.

PUEDE QUE alguien sonría ante tanta simplificación del tremendo problema de la fe hoy, rodeados como estamos de una oleada de ateísmo que parece cubrir la tierra misma; por otra parte, quizá alguno permanezca asombrado ante mi afirmación de que la fe en Dios se da a todos como don inicial, lo mismo que la vida, el pan, la respiración. No pretendo convencer; intento exponer con sencillez mi experiencia de Dios. Cada uno tiene su camino. Hay quien ve a Dios como Creador. Hay quien lo intuye como Ser. Hay quien lo define como el arquitecto del mundo, el motor inmóvil. Hay quien ha llegado a él a través de la belleza, la estética, el número, la lógica, lo eterno, lo infinito; y hay quien lo ha sentido como el Otro, el Trascendente. Si tuviera que decir cómo he llegado yo a Dios, al término de mi existencia terrena, os diría: a mí todos los caminos enumerados me han ayudado, bien en un sentido, bien en otro. Pero lo que más me ha ayudado, haciéndome salir de la duda sistemática, ha sido la experiencia de Dios. 28

Cuando alguien, especialmente después de mi vuelta del desierto, me pregunta: "Hermano Cario, ¿crees tú en Dios?", le respondo: "Sí, te lo digo en el Espíritu Santo; creo". Y si, picado por la curiosidad, sigue preguntándome: "¿Cuáles son tus credenciales para afirmar una verdad tan grande?", concluyo: "Una sola: creo en Dios porque le conozco". Experimento su presencia en mí las veinticuatro horas del día; conozco y amo su palabra sin ponerla jamás en duda. Advierto sus gustos, su modo de hablar y, sobre todo, su voluntad. Pero aquí justamente, en el conocimiento de su voluntad, es donde todo se hace difícil. Cuando pienso que su voluntad es Cristo mismo y su modo de vivir y morir de amor, lo veo alejarse hasta el infinito de mí. Dios se vuelve lejano, lejano, lejano, como lo inaccesible. ¿Cómo me las arreglo para vivir como vivió Jesús? ¿Cómo me las arreglo para tener el valor de sufrir y morir de amor como Cristo mismo? Yo, tan falso, tan injusto, tan avaro, tan miedoso, tan egoísta, tan orgulloso? Son palabrería nuestras protestas de creer o no creer en Dios. Es pura especulación, las más de las veces inútil. Lo que cuenta es amar, y nosotros no sabemos o no queremos amar. Ahora comprendo por qué Pablo se expresó con tanta energía cuando llegó al punto exacto del problema, explicando a los corintios: "Aunque yo hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tuviera caridad soy como bronce que suena o como címbalo que retiñe. Aunque tuviese el don de profecía y conociese todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviese tanta fe 29

que trasladase las montañas, si no tuviera caridad, nada soy" (1 Cor 13,1-2). He ahí dónde radica el verdadero problema: corro peligro de no ser nada por no saber amar. No andéis preguntándoos si creéis o no creéis en Dios; preguntaos si amáis o no amáis. Y si amáis, no penséis en nada más; amad. Y amad cada vez más; hasta la locura; la auténtica, la que lleva a la felicidad: la locura de la cruz, que es don consciente de sí y que posee la fuerza de liberación más explosiva para el hombre. Que esta locura de amor pasa por el descubrimiento de la propia pobreza, la auténtica, la de no saber amar, es un hecho. Pero es también un hecho que cuando llegamos a este límite irrebasable del hombre interviene todo el poder creador de Dios, que no sólo nos dice: "Yo hago nuevas todas las cosas" (Ap 21,5), sino que añade: "Quitaré de vosotros el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36,26). Por eso cuando amamos experimentamos a Dios, conocemos a Dios y desaparece la duda como la niebla en presencia del sol.

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El mal /

SI PUDIÉSEMOS permanecer siempre niños, niños en el Espíritu, todo sería más fácil y la fe en Dios se desarrollaría naturalmente, como crece un árbol, que tiene ya en su semilla el proyecto de su largo futuro. Porque, tengámoslo bien presente, si es difícil creer, es mucho más difícil no creer. No es fácil desentenderse con la simple afirmación "no creo" de un hecho tan ingente como el universo entero y permanecer tranquilo sin esperar respuesta ante la tremenda lógica de lo visible. Nos guste o no, en presencia de lo real tengo que encontrar una motivación plausible; una motivación que aquiete mi sed de conocer. Entre tanto, lo real está ahí, delante de mí, con su vida que me embiste, con su luz que me envuelve, con su amor que me busca. Decir "no creo en Dios" termina siendo un falso problema. Y si Dios fuese precisamente todo lo real, ¿puedo negarlo, decir que no existe, mientras lo estoy viendo, lo toco y lo experimento? ¿Por qué no aceptarlo? ¿Por qué no decir sí a todo lo visible? ¿Por qué no comenzar a enamorarme de ello, a gritar de gozo ante esta realidad vestida de luz y de flores; 31

a entusiasmarme ante su poder tan desconcertante, a arrodillarme extasiado ante su misterio inefable? ¿Por qué? ¡Cuántas cosas puede decirme este Todo que me envuelve, que me habla con el alfabeto de las estrellas, que me llena de gozo con su fantástica presencia, que me precede siempre y casi me ahoga en el abrazo de su infinitud y con su desconcertante unidad! ¿Es que los hombres de hoy se han vuelto más ilógicos que los hombres primitivos, quienes, enamorados del sol, tan adorable y fantástico, lo adoraban sin dificultad? ¿Acaso se creen más listos por decir no a todo con sarcástica presunción o por mirarlo todo con mirada maliciosa? Ese es el único modo para no lograr entrar nunca en la verdad; es la forma apropiada para permanecer ciegos, sordos y mudos. También puedo decidirme a quedarme fuera; pero, desde luego, no es interesante. Al menos porque resulta enojoso. Y seguramente carece de alegría y de creatividad... Y entonces me he preguntado: ¿es posible que sea tan difícil aceptar una cosa tan simple como la idea de Dios? ¿De qué depende esta dificultad para decir sí, un sí gritado por todas las cosas, para aceptar una lógica que rige todas las lógicas, para estar disponible a un amor tan evidente y tan universal? En esta dificultad he descubierto una presencia terrible, inexorable; una presencia que domina el universo entero y que está en cada uno de nosotros, en lo más hondo de nuestro espíritu, en los meandros ocultos de nuestra alma. Al considerarlo sientes que esta presencia es inverosímil; y justamente detrás de lo inverosímil le gusta ocultarse para conquistarte con mayor facilidad. 32

Ni siquiera sé qué nombre darle para no escandalizar a nadie, para no bloquear el camino hacia la fe de nadie. Cuando Pablo VI tuvo el valor de hablar nuevamente de esta presencia denominándola Satanás, muchos se escandalizaron y le acusaron —precisamente al Papa más grande y prudente de nuestro tiempo— de volver a los terrores y a las tinieblas del Medievo. ¿Le llamaré el maligno, el tentador? ¿Y por qué no llamarlo Satanás, como le llama el evangelio (Mt 12,26), Belzebú, como le llama el mismo Jesús (Mt 12,27), el diablo (Mt 4,5), el espíritu inmundo (Le 11,24), el demonio (Jn 8,44), el mentiroso (Jn 8,44), el homicida (Jn 8,44), el príncipe de este mundo (Jn 12,31), el poder de las tinieblas (Le 22,53)? Cuando Jesús le preguntó directamente cómo se llamaba, respondió: "Me llamo legión, porque somos muchos" (Me 5,9). Nada hay más misterioso que el maligno. ¿Pero acaso es Dios menos misterioso? Debemos tener el valor de aceptar un poco de oscuridad, aunque teniendo abiertos los ojos maravillados de niños estupefactos ante lo que es luminoso. Yo no intento comprender; intento creer. No he llegado a Dios comprendiendo; he llegado a él por la fe. Lo mismo Satanás. No lo he comprendido; he creído en él. Y así como en la experiencia tuve la respuesta de la existencia de Dios, así en la experiencia recibí la respuesta de la existencia de Satanás. Quizá sea mejor no llamarle Satanás por ahora, pues acuden demasiadas cosas a nuestra mente porque esta33

mos viciados por nuestra manía de representarnos cosas que no se pueden representar. En efecto, dice el Deuteronomio: "No vayáis a prevaricar haciéndoos imágenes talladas de cualquier forma que sean: de hombre o de mujer, de animal que vive sobre la tierra, o de ave que vuela sobre el cielo, o de reptil que repta sobre el suelo" (Dt 4,16-18). "Puesto que el día que os habló el Señor de en medio del fuego en el Horeb no visteis figura alguna" (Dt4,15). Creo que lo mismo vale para Satanás. Intentaré dejarlo tras el velo del misterio, porque nos lo hemos representado con demasiada facilidad y, al representarlo, lo hemos deformado y hecho irracional. ¿Tiene rostro? ¿Carece de él? ¿Tiene cuerpo? ¿Es espíritu? No lo sé. Pero he aprendido a sentirlo, a experimentarlo, y no puedo negarlo. De hecho, el evangelio no lo niega, y tampoco yo puedo negarlo. Siento su presencia de tentador. ¿Cómo obra? No lo. sé. Solamente sé que al mirar al hombre y sus indecibles infamias me parece imposible que sea él solo el que realiza tales crímenes. El hombre es ayudado por alguien cuando cava en sí el abismo del pecado y llega a la raíz de su desesperación. Hay alguien detrás de él apuntándole cuando niega la verdad y engaña al amor. Hay alguien que sostiene el arma cuando tritura al hermano bajo la tortura. Hay alguien sádico a su lado y capaz de todo cuando un déspota mata de hambre a un pueblo. Hay un planificador cuando millones de hombres 34

son exterminados en los hornos de gas y generaciones de niños mueren de hambre entre la indiferencia del poder. Hay alguien, alguien, alguien. Y hay alguien también dentro de nosotros cuando ya no sonreímos a la vida, cuando ya no tenemos ganas de construir, cuando no queremos un hijo, cuando amontonamos a los ancianos en los asilos, cuando odiamos al hermano, cuando somos indiferentes ante el que sufre, cuando nos tiramos al suelo sin querer esperar. Y hay alguien también cuando ante los destellos del hielo y el temblor de la luz sobre el mar permanecemos indiferentes e incapaces de maravillarnos. Y lo hay también cuando pedimos las credenciales a lo real que nos rodea, gritándole a la cara: ¿Quién eres tú? ¿Has venido a fastidiarme? Porque sólo yo existo y no tengo necesidad de ti. No te quiero, Dios, porque tu poder destruye el mío y tu voluntad cercena la mía. Sí, en el fondo es la misma tentación la que me hace blasfemar en mi locura: "Si tú existes, yo no puedo existir".

¿PUEDO ASOMBRARME todavía de que me resulte difícil creer en Dios? ¿Si tantos hombres gritan en su ignorancia: "Dios no existe"? ¿Si mi noche es oscura, si mi corazón es árido y no sabe amar? ¿Si mi experiencia languidece? No, no te asombres, alma mía. No te asombres si a tu tímido y débil sí, con el que pretendes afirmar la existencia de Dios, te responde el eco tremendo y ensordecedor de su "no". 35

¡No, no existe! No te asombres si, frente a tu esfuerzo por realizarte en la verdad y en el amor, notas el empujón que te arroja al suelo, vencido por enésima vez. No te asombres si, a pesar de tu promesa sincera de ser fiel al hombre, te encuentras una hora después como traidor ambiguo, egoísta, cruel, mafioso y camorrista. ¡No te asombres! Y ni siquiera te asombres cuando, al rezar, tus labios repiten con el salmo: "Mi alma te anhela a ti, Dios mío" (Sal 42,2), y al punto escuchas por respuesta: "¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde está tu Dios?" (Sal 42,4.11). Sí, el maligno, el tentador, es como la metástasis de un cáncer que está en mí y que se desarrolla por todas partes, intentando destruir de raíz todo lo que hay en mí. Justamente la imagen del cáncer es acaso la imagen más exacta, el signo más "signo" del mal, personalizado en Satanás; de esa tremenda realidad que ha impresionado a las generaciones; continuamente aceptado y negado, y que es imposible definir en su presencia misteriosa, pero real e indiscutible. Sí, el mal está en mí, y no lo puedo negar. A veces está tan adherido e identificado con mi realidad, que no consigo distinguir su esencia. ¿Soy yo "cáncer" de mí mismo o hay un cáncer que puedo eliminar y alejar de mí con el bisturí? La mayoría de las veces lo veo como distinto de mí; le doy un nombre, como se lo da el evangelio, y me bato con él como el enemigo radical. Es una realidad misteriosa. Prefiere aceptar la palabra de Jesús sin discutir demasiado; de lo contrario, me pierdo en el laberinto de mi razón sin concluir nada. Además, sé una cosa de él, y por experiencia propia. 36

Sé que me ataca siempre en el centro de mí, donde se establece mi relación con Dios, intentando destruir la relación y lo que me une a él... la fe, la esperanza y la caridad. Es una lucha continua como a vida o muerte, y nunca me ha parecido tan real mi pobreza como en esta lucha. Por eso me compadezco a mí mismo y compadezco a todos los que afirman que no creen o que encuentran dificultad para creer. Sé lo que eso significa. Y siento también que cuando las Iglesias insisten en el moralismo y se interesan tanto en catalogar y hacer confesar los diversos pecados "legales", no se dan cuenta de que ponen una venda sobre una llaga, la auténtica llaga. No, hermanos; el verdadero pecado que hemos de confesar todos los días, hoy especialmente, es nuestro i "no creer", •ft I "no esperar", *f j "no amar". t Nunca hemos gritado lo bastante nuestra debilidad en la fe, en la esperanza, en la caridad; nunca hemos observado lo bastante la presencia del maligno en esta lucha nuestra. Otra cosa que intenta hacer el espíritu del mal es romper mi unidad, ponerme en contradicción conmigo mismo. Por eso se le llama el que divide. Cuando la profecía me anuncia una verdad sobre Dios, él me la niega inmediatamente sirviéndose de la misma realidad. Cuando me encuentro con Abrahán en la encina de Mambré y llega el ángel a anunciar que Sara tendrá un hijo, cuando sé que Sara es estéril y anciana, escucho en mí la risa de Sajp^Sxflg^ la tienda: "No es posible" (Gen 18,9ss).¿ 37

¡Si Dios escuchase y tuviese en cuenta todas las veces que Sara ríe dentro de mí! "Dios creó el cielo y la tierra" (Gen 1,1); y Sara ríe porque no lo encuentra verosímil. "Y el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14); y Sara ríe ante el misterio de Dios, que se hace visible en la tierra en Cristo. "Esto es mi cuerpo y ésta es mi sangre" (Mt 26,26.28), y la risa continúa. Aquí está realmente la naturaleza del mal: en la capacidad de decir no a la fe, a la esperanza y al amor. Es el pecado en el que estamos metidos hasta el cuello. Es el pecado que confieso todos los días, y que todos los días renace en mí. Es mi pobreza. Es nuestra verdadera pobreza. Es nuestra tristeza. Es nuestra debilidad.

EVIDENTEMENTE, tampoco yo me he librado de esta dolorosa realidad. Después de una infancia serena, vivida casi gratuitamente en mi familia, conocí una adolescencia marcada por la lucha contra la duda y el desfallecimiento de la esperanza. La inquietud se aposentó en mí, y el eclipse de la alegría fue algo cada vez más evidente. Supe las cosas prohibidas y su misteriosa atracción. Mi madre comenzó a decirme que no me replegara sobre mí mismo y a denunciar mis egoísmos. Algunas veces, al mirarme al espejo descubría mi capacidad de sarcasmo. En el corazón, de vez en cuando, estallaba la rebeldía. La familia ejercía cada vez menos influencia en mí. Andaba vacilando en mi soledad. 38

ENTONCES SALIÓ a mi encuentro la Iglesia. Así como la familia es la primera gran ayuda y el sostén de nuestros primeros pasos, así también la Iglesia es la ayuda y el sostén de todos nuestros pasos, especialmente en la lucha contra el mal. ¿Qué sería la familia sin la comunidad Iglesia? ¿Qué sería Israel sin el pueblo de Dios? Tan es así, que se ha dicho inteligentemente: "Encontraréis pueblos sin murallas, sin arte; pero no encontraréis un pueblo sin templos". Mi primer gran templo fue la parroquia, que me acogió de muchacho, de adolescente en crisis, de pequeño en evolución, como antena receptora de todas las realidades hermosas y no tan hermosas de la calle, de la escuela, de la fábrica, de las tiendas, de la comunidad humana en la que estaba inmerso. ¡Qué realidad tan extraordinaria es la parroquia! ¡Aunque sea un tanto patizamba, pobre y anticuada como era la mía! Todavía no habíamos llegado al concilio; la parroquia era todavía despacho de sacramentos y una amalgama de infantilismo y clericalismo. Sin embargo, era la sede del pueblo de Dios, y lo que no conseguían los hombres lo hacía el poder del Espíritu y la fe común. Si yo tenía poca fe, me encontraba con la fe de los demás; si eran muchos los ejemplos poco edificantes, no faltaban nunca los grandes ejemplos de los pobres, de los simples, de los sacerdotes santos. ¡ Cuánto he querido y quiero a la parroquia, aunque con frecuencia me escondía detrás de las columnas que sostenían las naves para eludir mi responsabilidad! La parroquia es como un barco en el mar, una cabana en el bosque, un refugio en la montaña. Siempre nos ofrece algo, aunque sea vieja y a menudo carezca de líneas o belleza. Respiras una tradición, aunque con un poco de 39

moho; absorbes una cultura, aunque un poco estática; encuentras un pueblo, aunque a veces algo cansado. ¿Qué no ha sido la parroquia para nuestras poblaciones? ¿Qué no ha sido la parroquia para los irlandeses, los españoles y los polacos? Pero también aquí hay que dar un paso adelante. Me explico.

La comunidad que salva

EN MI ULTIMO viaje por Australia llamó mi atención una lamentación casi general de sacerdotes, y no sólo de ellos: "Padecemos una notable hemorragia de católicos, que se pasan a los Testigos de Jehová. Lo curioso es que el fenómeno afecta justamente a los más religiosos". Al que me interrogaba sobre el fenómeno, tan manifiesto entre los emigrantes italianos, me permití responderle que la cosa no tenía nada de extraño y que seguiría y se agravaría, a menos que...

A MENOS QUE nos resolvamos a cambiar el sistema los que pertenecemos a las grandes iglesias ricas en tradiciones y en paredes... enormes; paredes que corren peligro de esclerosis o que pueden producir la impresión de vacío. A mí no me resulta en absoluto extraño que un abruzo o un siciliano, de grandes sentimientos religiosos y con mucha nostalgia de su país, al encontrarse perdido en la nación a la que ha emigrado por motivos de trabajo sienta frío al entrar en una enorme iglesia anónima donde no conoce a nadie, donde las relaciones 40

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son relaciones de masa y donde resulta tan difícil reconstruir la unidad y la intimidad. Lo menos que le puede ocurrir es que haga crisis. Y si en la crisis se le acerca un testigo de Jehová, que le invita a casa y le pasa a un pequeño local con un grupo de fíeles que oran codo con codo, que se llaman por su nombre, que comparten sus bienes; y, sobre todo, le ponen por primera vez delante de un libro misterioso y solemne del que sólo conocía el nombre: "Biblia", y le enseñan a tocarlo, a buscar la página y las citas... La conquista es cosa hecha. El emigrante volverá a casa y dirá a los suyos: "He encontrado auténticos hermanos", y poco a poco se separará de su vieja y cansada raíz. Justamente la sed de Iglesia es lo que empuja a los hombres, especialmente a los más pobres, a buscar una Iglesia. Pero una Iglesia a la medida de su pobreza y de sus necesidades. Ya no impresiona una Iglesia grande, oficial, solemne, rebosante de culto y fuerza visible, de números. El hombre de hoy, que conoce la angustia de la soledad, desea una Iglesia que brinde amistad, contactos auténticos, intercambios recíprocos, pequeñas cosas. Pero, sobre todo, una Iglesia que le nutra con la Palabra; una Iglesia que camine con él tomándole de la mano; una Iglesia con un rostro como el de la Iglesia de Lucas, de Marcos, de Juan; una Iglesia que inicie; una Iglesia que... sepa de orígenes. He ahí por qué —volvemos a nuestro emigrante australiano—, casi sin querer, se ha encontrado fuera de sus raíces. Lo cual es siempre algo molesto y a menudo traumático. Si en lugar del testigo de Jehová nuestro emigrante hubiese encontrado a un focolar, un neocatecúmeno, 42

un militante de Acción Católica, un miembro de la Renovación del Espíritu y, si es chico, un "scout", las cosas hubieran ido de otra manera. Estos tipos de cristianos le hubieran invitado no a la gélida parroquia, sino a su pequeña sede, pobre, pero cálida en afectos y rica en comunicación vital. Nadie intenta cambiar de Iglesia si la suya le da lo que busca y lo que ansia: verdad, amor, amistad, comunicación.

PARA MI, la pequeña Iglesia que me ayudó a comprender a la grande y a permanecer en ella fue la Juventud de Acción Católica, la JAC, como se decía entonces. Me cogió de la mano, caminó conmigo, me alimentó de la Palabra, me brindó amistad, me enseñó a luchar, me dio a conocer a Cristo, me insertó en una realidad viva. Puedo decir, y creo estar en lo cierto, que así como la familia fue la fuente, así la pequeña comunidad de la Juventud fue el cauce del río en el que aprendí a nadar. ¡Qué ayuda significó para mí la comunidad que encontré! ¿Qué hubiera sido de mí de no haberla encontrado? Sólo pensarlo me da miedo. Me dio justamente lo que la familia, ya vieja, no podía darme... La Acción Católica me obligó a una catequesis nueva, más madura, más en consonancia con los tiempos; me transmitió la gran idea del apostolado de los laicos y me presentó a la Iglesia como pueblo de Dios, y no como la acostumbrada y anticuada pirámide clerical. Pero, sobre todo, me dio el sentido y el calor de la comunidad. La iglesia no era ya para mí las paredes de la parro43

quia, adonde se iba a cumplir obligaciones oficiales, sino una comunidad de hermanos a los que conocía por su nombre y que seguían conmigo un camino de fe y de amor. Allí conocí la amistad basada en la fe común; la dedicación a un trabajo común, no ya prerrogativa del clero, sino confiado a todos; la dignidad de la profesión y de la familia como auténtica vocación. Poco a poco la comunidad me ayudó a aceptar mi responsabilidad, me sugirió mis primeros compromisos, me enseñó a publicar diarios y a escribir en defensa de la fe, me dio el gusto por la Palabra y me enseñó a proclamarla en las reuniones públicas. Y como no estaba preparado para ello, me sugirió siempre la humildad del estudio y la meditación cotidiana de los textos. A los pocos años estaba cambiado, con el corazón lleno de valores nuevos y con grandes deseos de hacer algo. Recuerdo que ya no había tiempo libre, porque entre contactos personales y primeros borradores de discursos, entre escribir y viajar, la persona entera estaba ocupada, enteramente ocupada en el ideal encarnado al presente en la vida.

HOY, ALGUNOS de los implicados en los trabajos..., especialmente párrocos u obispos, se quedan sorprendidos y frecuentemente perplejos ante la proliferación de los llamados movimientos o de las comunidades de oración o "espiritualidad". Algunos incluso, sin experiencia del fenómeno y sorprendidos de que pueda nacer algo bueno fuera del cauce oficial, llegan a obstaculizar y a prohibir tales movimientos, no viendo en ellos más que los defectos y, sobre todo, la enervación de la parroquia y de su unidad. 44

De no ser por su buena fe, estos celosos pastores se merecerían realmente un duro juicio, que no expreso, pero que podéis encontrar, si lo buscáis, en el evangelio, salido de labios del mismo Jesús. Porque... tampoco Jesús obtuvo permiso de las autoridades oficiales para fundar lo que deseaba. Pero no quiero entrar en polémicas. Me contento con afirmar que el nacimiento de los movimientos (enumero unos cuantos al pie de página para no interrumpir el discurso *) es hoy la prueba contundente de la acción del Espíritu Santo y uno de los medios más eficaces para su fecundidad de mañana. El nacimiento de las comunidades, basadas casi todas en una búsqueda más íntima de la Palabra, en una necesidad ardiente de comunión, en un reparto más moderno de los carismas y de las tareas de evangelización, es señal de la necesidad de hacer que circule en la Iglesia la verdad y el amor, infundiendo en la vieja estructura juventud y fuerza vital. Una cosa es cierta y manifiesta a todos: el desarrollo de este fenómeno es enorme y constituye un signo de la vitalidad del cristianismo hoy, en respuesta a una necesidad profundamente sentida. Si yo fuese pastor, hoy no pensaría en bloquear los movimientos de espiritualidad o las comunidades espontáneas por miedo quién sabe a qué, sino que me dedicaría a hacer que surgieran en forma tal que cada cristiano tuviera la posibilidad y sintiera el aliciente de * He aquí algunos: Comunidad cristiana de formación francesa (nacida en 1974); Arche (Francia, 1964); Comunione e Liberazione (Italia, 1954); Comunitá di vita cristiana (nuevo nombre de las Congregaciones marianas); Cultura y Fe (Brasil, 1976); Eau vive (Francia, 1967); Equipes Notre Dame (Francia, 1939); Luz y Vida (Polonia, 1964); Movimiento Chiesa-Mondo (Italia, 1976); Movimiento de los Focolares (Italia, 1943); Oasi (Italia, 1950); Renovación católica carismática (USA, 1967); Obra de Schoenstatt (Alemania, 1914); Sodalitium Christianae Vitae (Perú, 1971); Christ-Comunion-Liberation (Uganda, 1970); Pro Sanctitate (Italia, 1947); Iglesia viva (Checoslovaquia, 1964). Y en España: Cursillos de Cristiandad, 1949; Comunidades Adsis, 1962; Comunidades neocatecumenales, 1966; Comunidad "Ayala", 1973; Renovación carismática en España, 1973; Comunidades cristianas populares, 1980.

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comprometerse y caminar con el grupo más apto para arrancarle a su soledad. Pero, sobre todo, me preocuparía de que los grupos estuvieran fundados en las grandes ideas madres de la Iglesia de hoy: — La evangelización. — El camino de fe. — La oración. — La comunicación de bienes. Es inútil perder tiempo señalando que tienen defectos: que los focolares sonríen demasiado; que los neocatecumenales forman "ghetto" y tienen su liturgia; que los "scouts" pierden el tiempo alejándose de la parroquia para plantar tiendas en los bosques, mientras hay necesidad de catequesis; que los de Comunión y Liberación presentan un corte demasiado encarnado en lo temporal y son un tanto integristas. Sí, es cierto; ningún movimiento carece de defectos. Pero..., cosa extraña..., son cosas vivas..., tienen el impulso y la fuerza de los ideales, crecen, se los ve, se comprometen y... no se pasan a los Testigos de Jehová. El único movimiento que frecuentemente se considera sin defectos es el oficial, fundado con todas las unciones de la autoridad. No tiene defectos, pero está muerto; o, si no muerto, es tan triste y aburrido que no tiene más adeptos que los que no pueden menos de estar allí sin ofender a nadie. Os confieso que, en estos años borrascosos, quien me ha infundido ánimo como Iglesia han sido justamente los movimientos y la comunidad. He visto cientos y miles de ellos, y para mí representan la verdadera vanguardia de la Iglesia. Así como en el Medievo, Francisco fundaba a los franciscanos y Domingo a los dominicos, hoy Clara Lubic funda a los focolares; Kiko Arguello, a los neocatecumenales, y Eduardo Bonín, los Cursillos de Cristiandad. Y, desde luego, no son fenómenos de menor capacidad y amplitud. 46

¡Qué fuerza y autonomía en las comunidades de base! Id a Brasil a ver lo que ocurre en las miles de comunidades de base difundidas entre los pobres de los campos inmensos y en las chabolas. Quedaréis sorprendidos. ¿No habéis tomado parte nunca en una tanda de ejercicios organizados por los Cursillos de Cristiandad? Saldréis de ellos impresionados y gustaréis a fondo el significado de la verdadera conversión. ¿No habéis estado nunca en un Focolare de Alemania, Italia, Japón o Hong-Kong? Pasad una velada con ellos y comprenderéis por qué tantos religiosos y religiosas están tristes y melancólicos en sus conventos, mientras que ellos rebosan de alegría y vitalidad. ¿No habéis tenido la suerte nunca de pasar la noche de Pascua con alguna comunidad neocatecumenal, tomando parte en el ayuno con que se preparan todos a la explosión del canto del Exultet, que anuncia la pascua del Señor? Si lo habéis probado, no os quedan ganas de tomar parte en ninguna liturgia entre el frío y la indiferencia de un pueblo sin catequizar, formalista y uniforme. ¿Habéis pasado una mañana de invierno, antes de ir a clase, recitando laudes con un nutrido grupo de Comunión y Liberación? ¿Al subir al autobús ha coincidido a vuestro lado una muchacha de la comunidad de San Egidio, que os habla con alegría de su interés por trabajar en un barrio pobre en favor de los ancianos y de los pequeños perdidos? ¿No habéis pasado una noche entera rezando, apretujados por la multitud en oración del Movimiento carismático, en un clima de fuego por la presencia del Espíritu? Para mí ha sido siempre una de las más hermosas experiencias de fe durante mis viajes por el mundo. Al salir de estas reuniones no me he preguntado si 47

en el mundo de hoy estaba venciendo el bien o el mal o si tenemos motivos para ser pesimistas respecto a la realidad espiritual y a la vitalidad de la Iglesia. ¡Benditas seáis, comunidades de oración y de fe! ¡Benditas seáis, comunidades de compromiso y de vida! Vosotras me recordáis a las comunidades primitivas de las cuales nació el cristianismo: las comunidades de Lucas, de Mateo, de Santiago, las comunidades de Pablo y de Diogneto. Comunidades que se nutrían de la palabra de Dios y que anunciaban la Buena Nueva a los pobres. Benditas seáis, comunidades de amor, que intentáis seguir el evangelio de Jesús; comunidades que no conozco todavía y que quizá no conozca nunca porque estoy viejo y cansado, pero que con vuestra presencia y testimonio llenáis de alegría mi vida. Nadie como vosotros me recuerda mi juventud, mi apertura al apostolado, cuando de noche, a la luz de las estrellas, volvía a casa en bicicleta de una reunión de grupos; grupos fundados en todas las partes de la gran periferia, porque la Iglesia no era sólo mi grupo, sino que era como el fuego que se hubiera propagado por la superficie del mundo entero. Benditas seáis. Benditas seáis. Benditas seáis.

UNA ULTIMA PALABRA para quien desee saber más, para quien esté habituado a vislumbrar en los fenómenos espirituales el mañana y a descubrir en los testimonios de los particulares el camino misterioso de la Iglesia en el mundo. Se trata de un método muy corriente, especialmente hoy, entre los movimientos. Si vais a una Mariápolis o 48

tomáis parte en una reunión madura de Acción Católica de cualquier nación, os convenceréis inmediatamente. El Espíritu obra hoy así, y el que está adiestrado en ver las cosas invisibles en el hombre percibe el calor del fuego que propaga por los rastrojos y los quema acá y allá según quiere. Decía que, como en el pasado el pueblo de Dios fundaba órdenes y espiritualidades, hoy ocurre lo mismo. Hombres y mujeres sumamente sencillos, pero muy despiertos y atentos, fundan movimientos y ponen en marcha espiritualidades que tienen una enorme resonancia y que poseen realmente el poder de anunciar la Buena Nueva con palabras y métodos eficaces. Puede parecer extraño, y quizá para alguno resulte desalentador: en la jerarquía no nace nada de esto, absolutamente nada. Os confieso que he meditado mucho para comprender el significado de esta realidad. Cuando era joven e inmaduro me sorprendía; de viejo me he convencido. Ha sido para mí como un rayo en la madurez de la vida. La jerarquía no debe fundar novedades. La novedad está ya fundada, y sobre el fundamento eterno: Cristo. Los obispos no tienen necesidad de fundar una espiritualidad; son garantes de una espiritualidad que está en la raíz misma de la Iglesia: Jesús muerto y resucitado. La Iglesia es como la encina, y la jerarquía como el tronco. La novedad, el modo de expresarse en el tiempo, las variaciones, la expansión para conquistar la vida y dar oxígeno a las ramas, está en las hojas. Todo es armónico; Jesús mismo dio el ejemplo con la imagen de la vid y los sarmientos (Jn 15,5). Es cierto, me he dicho; la jerarquía de mi tiempo no fundó nada, absolutamente nada; pero me ha regalado una cosa que puede equipararse en fuerza y estabilidad 49

a todo lo que se ha fundado; que incluso puede superarlo; me ha regalado el concilio, que es el modo de expresarse hoy la realidad de la Iglesia, su espiritualidad, su anuncio, su estabilidad, su inconfundible unidad, su fuerza más profunda. Ante el concilio me siento como una hoja respecto al tronco; me siento como un pequeño fruto del todo, me siento en la Iglesia hoy. No me irrita el obispo Lefebvre porque quiera seguir diciendo la misa en latín, lo mismo que no me irritaba mi abuelo por querer siempre el mismo vaso en la mesa; y ¡cuidado con cambiarlo! Cuestión de vejez (hoy se dice con un término horrendo: "esclerosis"). Me irrita porque habla mal del concilio, lo cual para mí es una ofensa a la confianza que debemos tener en la Iglesia que vive hoy. Pues bien, viniendo al concilio, ¿qué hacemos con todas estas ramas brotadas del tronco, que son los movimientos, las nuevas fundaciones, la infinidad de comunidades que ni se pueden contar por lo numerosas, como aquellas congregaciones femeninas de las que se decía con una pizca de humor que sólo el Espíritu Santo conocía su número? Sí; es difícil contar las hojas. Y si queréis un consejo, señores obispos, no lo hagáis. Dejadlas brotar. Si son del Espíritu, crecerán; si no, morirán por sí mismas. No estéis siempre con el hacha en la mano y mirando hoscamente las novedades. Preocupaos, por el contrario, de poner bajo el árbol buen abono, que es la palabra de Dios, y pensad que no vais a ser vosotros los que cambiéis las cosas. ¡Nada de eso! Preocupaos más bien de una cosa que estimo fundamental en estos tiempos de renacimiento, de primavera del árbol de la Iglesia. Es la relación entre multiplicidad y unidad. Ese es vuestro cometido; cometido del tronco, de la jerarquía. 50

De joven, cuando entré en la Iglesia, recuerdo mi asombro al no ver nunca a un franciscano del brazo de un dominico o a un conventual hablando con un capuchino. Así era. Pero lo extraño es que también hoy ocurre así, y en planos más altos. Si los focolares organizan un encuentro de espiritualidad de la pareja, podéis estar seguros de que no veréis a nadie de Comunión y Liberación; y viceversa, si Comunión y Liberación intenta trabajar en una universidad para establecer una presencia, estad bien ciertos de que no podrá contar con las comunidades de base o con las Acli. No hay nada nuevo bajo el sol; y aunque hay un despertar de la Iglesia, también hay un despertar del maligno, que intentará dividir, debilitar, difamar a Dios y sus cosas. ¿No es así?

POR ESO ME ATREVO a deciros que es éste tiempo de gran humildad y de infinita paciencia. Cuando estalla la vida, con la fuerza de los métodos modernos, hay que multiplicar la clarividencia, la generosidad, el testimonio, que, además, en el fondo, es el que nos enseña Jesús. Por otra parte, si queremos hacer nuestra una preocupación del papa Roncalli, hemos de mirar a los signos de los tiempos. ¿Qué significa todo esto? En palabras pobres, si yo fuera obispo tendría en cuenta dos cosas que nacen de cuanto llevamos dicho y que se expresan con dos términos muy simples: multilplicidad y unidad. No me amedrentaría por la primera; no me compla51

cería en decir no a un intento de agregación que se produjera en la diócesis, sino que me preocuparía, con paciencia, de establecer poco a poco los hilos conductores que tarde o temprano llevan a la unidad del todo. Esto significa: derecho a vivir para los movimientos y preocupación por dar a los laicos la formación en la unidad con una Acción Católica consciente, humilde, sumamente madura y respetuosa. No me agrada un pastor que diga: aquí, en la diócesis, mando yo; nada de movimientos. Si lo queréis, haced sólo Acción Católica. Como tampoco me agrada un obispo que sólo se fía de los movimientos y considera a la Acción Católica cosa superada. Se requieren ambas cosas para que los movimientos sean portadores del soplo del Espíritu que anima a la Iglesia en su libertad de desarrollar y adorar los varios misterios de Cristo, mientras que la Acción Católica, injertada directamente en la jerarquía, posee el carisma de guiar a las partes a la unidad y al amor del Cuerpo de Jesús, que es la Iglesia. Nada nuevo bajo el sol. Lo mismo que ayer florecían las congregaciones religiosas con sus diferentes espiritualidades, y los obispos las unificaban en el proyecto "Iglesia universal", así hoy bajo el mismo impulso florecen los movimientos y se siente cada vez más la necesidad de una Acción Católica capaz de expresar en el inmenso ámbito de los laicos las preocupaciones de la jerarquía y de establecer la unidad y la comunión entre los miembros del Cuerpo místico de la Iglesia. Por algo el Concilio Vaticano II tiene palabras privilegiadas para la Acción Católica, que, aunque se le cambie el nombre o se emplee otro "instrumento", sigue siendo expresión de una idea verdaderamente universal e insustituible en la Iglesia. Sobre el fundamento de la unidad, de la que sólo la

jerarquía es garante porque posee el carisma que le otorgó el mismo Jesús, cada uno de nosotros puede construir su casa, su yermo, su abadía, su convento o su grupo. Y todo ello dentro de la libertad de los hijos de Dios. Que no es cosa pequeña.

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¡Oh, si fueses tú mi hermana!

SIEMPRE HE ESTADO enamorado de todo. ¡Figurémonos de las mujeres! La carga de belleza contenida en lo creado ha sido para mí un poderoso reclamo para la comunicación y la alegría. Mi corazón no ha estado nunca vacío o árido. De niño jugaba como un loco; y estar empapado en sudor y satisfecho de vivir era cosa normal. Cuando, más tarde, tocaba el piano, me enamoré de él, hasta el extremo de ser motivo de incomodidad para los vecinos, obsesionados por mi insistencia. Luego tocó el turno a los colores ser objeto de mi apasionamiento; hasta en la bodega hacía telas horribles embadurnadas por mí. Cuando conocí la Juventud de Acción Católica y me dejé prender en sus ideales, que llamábamos entonces apostolado, hubiera querido cambiar el mundo en el espacio de una generación: la mía. El amor a la mujer estuvo en el fondo de toda nii vida y fue la nota continua de mi existir. A veces me apasionaba, y otras me ponía melancólico; pero siempre estaba presente como armonía insustituible en la unidad del todo. Mi primer amor fue Pierina; tenía yo once años. 55

Sólo recuerdo de ella el nombre, pues ni su rostro ha quedado grabado en mi mente. Solamente la había visto algunas veces; pero no importaba, porque donde nace el amor hay oscuridad, y no es precisa mucha luz y numerosos signos. Pierina estaba presente sólo en mi misterio; y soñaba con ella en el juego, en la calle de una periferia obrera, donde entonces vivía mi familia. No eran más que sueños; por eso su recuerdo se esfumó naturalmente. Quedó el nombre, que ha prolongado en mí en el tiempo la emoción que experimento al pronunciarlo: Pierina. A los catorce años, el espacio de la mujer lo ocupó en mí una jovencita llamada Ninetta. La encontraba en el patio de los chicos, detrás de la iglesia parroquial, cuando íbamos al catecismo. Recuerdo que tenía los cabellos rizados, y una vez rocé su espalda, no por casualidad. En mis dedos quedó la suavidad de aquel cuerpo femenino, pero tan lejano, lejano, y envuelto siempre en el misterio. No volví a verla, porque mi familia se trasladó a la ciudad, donde mi padre había encontrado trabajo en una cooperativa de la construcción. En la ciudad me enamoré en seguida de Vittorina, que vivía en el último piso de la casa a la que habíamos ido a vivir. Estudiaba y tocaba el piano y tenía trenzas larguísimas. Como había dejado ver demasiado que estaba enamorado y perdía mucho tiempo mirando arriba, al tercer piso, en lugar de encontrarme con ella en la calle, como deseaba tanto, me encontré con su madre, quien con mucha afabilidad me dijo que era joven, que tenía que estudiar y que también su hija debía hacerlo. Fue una ducha fría aquel encuentro. Mas como era un chico disciplinado, a partir de aquel día comprendí 56

que querer a una chica era un^siirf^fgrm^^; con el que habría de contar. V^-vVmT - ^/' Y, ante todo, contar con las madres,'que eran las más vigilantes y atentas. De entonces data precisamente mi interés particular por su presencia característica en mis amores. Entre tanto había cumplido los dieciocho años y llegué a maestro de escuela en una aldea del campo. Como iba frecuentemente a la iglesia, fue natural que me enamorara en ella. Era una criatura frágil y enfermiza, toda ojos, silencio y melancolía. Pertenecía a una familia riquísima y poderosa; una auténtica desgracia para una chica soñadora como ella: Ada. Más que por mi escasa iniciativa de pequeño y pobre maestro de escuela, había sido ella, Ada, la que se interesó por mí; y la sola idea de que una mujer pensase en mí me privaba de toda alternativa. Hubiera hecho cuanto me hubiera pedido. Pero no me pidió nunca nada, porque intervino su madre, mujer habituada a andar por los arrozales propiedad de la familia, y de la que se decía que durante las huelgas no dejaba nunca las polainas y la pistola. Cuando esta mujer se dio cuenta de que su hija se había enamorado de un maestro de escuela, la encerró en casa, llegando a arruinar su ya débil salud. No volví a verla; y aunque su recuerdo me ocasionaba una angustia difusa, me impuse el deber de mantenerme alejado. Era la primera vez que me sentía ofendido por el despotismo de las familias ricas, las cuales creen que el amor es cuestión de familia y de dinero. Era un desdoro que una rica heredera se casase con un pobre maestro de escuela. Debía comprenderlo, aunque no lo había buscado yo. A mí me hacía sufrir su salud. Su médico me decía que pasaba el tiempo leyendo novelas de Fogazzaro y 57

consumiéndose en la nostalgia y en una soledad entonces de moda, como el mal sutil. Ada no se curó nunca. Su drama, aunque no provocado por mí, me marcó durante varios años, interiorizando en mí el amor en profundidades hasta entonces desconocidas. La mujer se me presentó siempre como un joyero misterioso y delicado, digno de ser tocado con flores y acariciado en sueños. Un año más tarde cumplía el servicio militar en Milán, en la Escuela de Alumnos Oficiales de los Alpinos. El cuartel no fue, ciertamente, el ambiente ideal para pensar en la mujer como yo estaba acostumbrado a hacerlo; exactamente lo contrario. Me resultaban insoportables la procacidad y obscenidad con que se trataba el amor. Debo decir algo que no es de poca monta en el plano educativo. La sonrisa maliciosa que el tema del amor suscitaba en muchos, en lugar de hacerme ceder, agudizaba en mí la exigencia interior y la decisión de seguir otro camino y, sobre todo, me confirmaba en la primacía de la castidad sobre lo irracional de la lujuria. Aquel modo de considerar el amor intensificaba en mí el ensueño que me había forjado sobre la mujer; y la visión de todas las inmundicias, de las que el cuartel parecía aposento, me convencía de la belleza del don de sí y del verdadero amor. Ocurrió también un hecho que me explicó cómo el mal puede ayudar al hombre en su camino. Un compañero de "mili", deseando festejar su doctorado de abogado, me invitó a cenar con los demás compañeros. También yo formé parte del grupo. Después de una cena bastante serena en un restaurante, nos dirigimos al cuartel de los alpinos en medio de la niebla de Milán. En ese momento, un compañero propuso hacer una 58

visita a una tía que, según él, vivía en las cercanías y que descorcharía una botella para coronar la fiesta. La historia de la visita a la tía y de la botella había sido inventada para mí, único cristiano del grupo, a fin de no asustarme y hacerme ceder en mi frontera. Todavía recuerdo el zaguán, la escalera y la puerta de vidrieras muy iluminada por dentro. Al instante advertí una cierta ambigüedad en la situación, ratificada por las extrañas sonrisas de los compañeros de cuartel. Pero yo estaba completamente ajeno a lo que me estaba ocurriendo. Reinaba mucha alegría y, sin saber cómo, me encontré en una casa de prostitución. Intenté comprender; pero la escena que tenía ante mí borraba por sí sola cualquier duda. Me ruboricé hasta la punta de los cabellos y me volví hacia el que había preparado la broma. Se reía. Entonces le metí el puño en el estómago y abrí la puerta con tal violencia que hice añicos las vidrieras. Bajé volando las escaleras y me perdí en la niebla milanesa con deseos de gritar y llorar. Al entrar en el cuartel recuerdo que acudió a mi mente la frágil figura de Ada sentada en la dormilona de su jardín, y los hombres se me antojaron aventureros incapaces de entender la exigencia de un amor demasiado grande para sus apetencias pasionales. No; para mí la mujer era otra cosa. Y daba gracias a Dios por habérmelo explicado tan bien.

A LOS VEINTITRÉS AÑOS, cuando Dios hizo irrupción en mí con su Espíritu, la relación con él cambió radicalmente mi vida. Todo se hizo nuevo y se vio influenciado por el cambio que había seguido a mi conversión. Y en primer término, el problema de la mujer. 59

Mejor todavía; fue justamente el problema de la feminidad la línea de fuerza que Dios siguió hacia mí para explicarse y hacerme entrar en el misterio de las cosas invisibles. Dios intervino como amante. Al principio me pareció algo tan hermoso y tan cálido, que lo miré como una presunción sentimental. Casi tenía miedo de trazar sus confines, ante el temor de ser presa de un romanticismo demasiado fácil y naturalmente buscado. Pero no era así. La intimidad que me regalaba era tan verdadera, tan fuerte, que dejaba huellas, y las dejaba donde la duda no era posible: en la vida, en el dolor, en la alegría, en la comunicación con los hermanos, en el rudo empeño de cada día. Si él me abrazaba, era capaz de pasar la noche en oración. Si él me hablaba, me resultaba fácil perdonar al que me hacía mal. Si se detenía en mi cuarto, consentía en ir al fin del mundo por el evangelio predicado por él. Jamás olvidaré la irrupción de su Espíritu en mí. Era realmente la irrupción de un enamorado loco, que me pedía que le correspondiera con toda mi locura. Lo que suprimió toda duda, lo que borró en mí la idea de que aquel encuentro era puro sentimentalismo, lo que me convenció de que estaba en lo cierto y que aquel inmenso amor era algo muy distinto de un fantasma, fue la palabra de Dios. En la Palabra encontré explicado lo que había sentido, hallé la clave del maravilloso castillo en el que había entrado sin saber cómo. Aprendí de memoria a Oseas, lloré mis traiciones al amor con Ezequiel, esperé contra toda esperanza con Isaías, encarné mi historia en la historia de Israel. Y fue precisamente Israel —que era un hombre y que antes del "paso" se llamaba Jacob, hombre astuto, capaz siempre de resistir a cualquiera, aunque fuese 60

Dios, para realizarse a fondo— el que cambió también mi nombre, el que me dijo que en realidad el hombre en la tierra es mujer, ya que el verdadero, el único esposo es Dios. Al principio me pareció extraño que Dios se dirigiese a Israel en femenino: "Te haré mi esposa para siempre" (Os 2,21); pero luego comprendí con la experiencia que era realmente así, y que a cada uno de nosotros, aunque sea varón, Dios le llama en femenino. La Iglesia es femenina y el pueblo de Dios es femenino. Israel es femenino. Mi ser humano es femenino. Cuando digo al Señor "te amo", lo digo como a mi esposo, y cuando estoy en casa con él, me acurruco a su lado como un muchachita que lo espera todo de él y sin pretensiones de saberlo todo. Exactamente como una esposa, o mejor, como una enamorada, ya que los esponsales se consuman sólo después del Apocalipsis. Toda la espiritualidad del hombre bíblico es feminidad, pasividad, disponibilidad, espera, afán de pequenez, servicio, adoración. Si no lo creéis u os asombra mi afirmación, leed a los profetas y se disiparán vuestras dudas. La gran intuición de Israel, que recorre todo el Antiguo Testamento y que constituye la alegría del pueblo de Dios, es justamente la intuición de que Dios es su esposo. De ahí nace su fuerza y su gloria. Escuchad estas extraordinarias palabras de Isaías: "Como un joven se desposa con una virgen, así se desposará contigo tu Creador" (Is 62,6). Así exactamente ocurre. Esta es la realidad. Tal es la síntesis de toda la vida mística.

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PERO ESTA REALIDAD, esta síntesis, no se refiere solamente a una categoría de hombres o de mujeres, a gente —según se dice— que ha hecho voto de castidad, como a veces se piensa en la Iglesia. Nada hay más absurdo. Esta realidad, este tipo de relaciones, se refiere a todos, casados o no. Se refiere a Juan, que era virgen, y se refiere a David, que no lo era; se refiere a Pablo, al gran defensor del celibato, y se refiere a Abrahán, que, entre otras cosas, tenía dos mujeres. Se refiere a mi hermano obispo y se refiere a mi madre que lo trajo al mundo. En la vida mística, que es la relación más íntima entre el hombre y Dios, la Palabra se sirve del matrimonio justamente porque el matrimonio es el tipo de relación más apto para explicar las cosas; es el tipo de relación más apasionado, más oblativo, más libre. Y añado yo: más verdadero. Lo que tiene lugar entre Dios y yo en este mundo, como principio, y en el Reino, como término, es la unidad perfecta, de la cual el matrimonio es el signo más preciso y asombroso. Unidad en la vida. Unidad en la verdad.. Unidad en la voluntad. Unidad en los gustos. Unidad en en el lenguaje. Unidad en la casa. Unidad en la mesa. Unidad en la fecundidad. Unidad en la alegría. Unidad en lo eterno. Es verdaderamente un matrimonio, y es universal. No se refiere al cuerpo; se refiere al ser. No se refiere a lo contingente; se refiere a lo absoluto. 62

No se refiere a los sentidos; se refiere a la persona. No se refiere al sentimentalismo; se refiere al amor. No se refiere a la debilidad; se refiere a la voluntad. Es el matrimonio entre cielo y tierra. Entre visible e invisible. Es el Dios con nosotros. Es el reino. Es el paraíso. Es la unidad del todo. Pero volvamos a la mujer, pues este capítulo hubiera querido titularlo "Mis mujeres". Terminé poniéndole el título tomado del Cantar de los Cantares: "Oh, si fueses tú mi hermana..." (Cant 8,1), y prosigue: "te podría besar sin que se escandalizaran los demás". Al llegar a la madurez de mi vida y conducirme el camino de la fe al Cantar de los Cantares, reaparece la mujer en mi horizonte. Y vuelve, para que yo la ofreciese a lo Absoluto de Dios. Pensaba entonces casarme, y ni me había imaginado que pudiera haber otra alternativa para mí. Quería casarme, soñaba con casarme, era feliz pensando en mi boda.

EL TEXTO DICE exactamente: "Si tú fueses mi hermano...". Pero no es traicionar el sentido del versículo dirigirme a la mujer con las palabras que la esposa del Cantar dirige al esposo. Sin embargo... Era por la tarde y hacía calor debido al siroco que soplaba en la ciudad. Tenía que esperar a un amigo médico ocupado en el hospital, para dar un paseo con él a lo largo del Po y 63

hablar de nuestros ideales comunes de renovar el mundo... en poco tiempo, como ocurre de jóvenes y cuando no se conocen todavía las verdaderas dificultades. Entré en una iglesia para acallar el tumulto de los pensamientos que me quemaban dentro, y me senté bastante cerca del sagrario. Sentí alivio por el fresco que llenaba la amplia nave, pero cerré los ojos porque todo era desagradable, viejo y descuidado. Desde hacía algún tiempo me había acostumbrado a tener los ojos cerrados en la oración y a buscar más la paz que la fórmula, más la presencia que el culto. Permanecí así, fijo, cuando... Sí, cuando sucedió lo imprevisible. Había leído frecuentemente en la Biblia el encuentro de Abrahán en la encina de Alambre. ¿Fue el mío un encuentro de esa clase? No lo sé. ¿Recordaba la zarza ardiente que vio Moisés? ¿Fue lo mismo? ¡Ps...! * A menudo he pensado en los golpes de alguien que llama a tu puerta pronunciando tu nombre, como le ocurrió a Samuel, y te entran ganas de decir: "Señor, ¿qué quieres de mí?". Fue todo eso y otras cosas también, porque no es posible explicar estas cosas. Sé que dentro de mí, aquel "paso" imprevisible me dejó una novedad bien clara y precisa, una respuesta hasta entonces desconocida, un principio de discurso personal particularmente exigente y cálido. No te casarás. Permanecerás solo. Yo estaré contigo. No temas. En los días que siguieron me fue fácil convencerme de que las cosas habían cambiado en mí y que el paso de Dios había sido radical. Tenía la clara impresión de 64

que ya no sería capaz de "enamorarme" de una cierta manera de la mujer y de que si quería la felicidad debía permanecer solo. Solo con Dios. Comprendía, además, de sobra que no hubiera podido decir "sí" a una mujer. Sentía que la hubiera abandonado a medio camino y que mi camino estaba marcado. No había alternativas para mí. Debo decir que ni siquiera busqué las alternativas. Tan feliz era y tal la alegría que me daba aquel tipo de intimidad con que Dios había querido ligar mi corazón a su misterio. Sí, Dios me había pedido que no me casara; me lo había pedido precisamente a mí, que había estado siempre enamorado, y me lo había pedido con tal claridad que no dejaba lugar a dudas. Me gustaba releer la historia de la salvación con este secreto nuevo que había encontrado, y he de decir que sentí el cielo más cercano. ¡Qué impresión sentí al meditar los pasajes bíblicos en que Dios le pide a Jeremías que no tome mujer, a fin de hacerlo signo de una soledad que debería vivir como reclamo del Absoluto! Pero he de añadir que me sentía más feliz que Jeremías. Sí, más feliz, aunque entendía también el porqué. Jeremías no había conocido a Cristo, y la virginidad en el Antiguo Testamento pesaba mucho más que en el Nuevo. Aún no había llegado la Buena Nueva del Reino. Para mí, la soledad del corazón que me pedía Dios era sólo alegría profunda, verdadera alegría. Jamás me ha pesado quedarme solo con Dios. El pensamiento de estar solo con él, sin intermediarios, me ha entusiasmado. ¡Qué sublime aventura el celibato en este mundo! Es el verdadero signo de los últimos tiempos. Es la puerta del Apocalipsis. 65

Es la vigilia de la llegada del Esposo. Cuando tomo conciencia de ello, siento el escalofrío de las cosas divinas.

¿Y DONDE HA QUEDADO ahora la mujer para mí? ¿Está ausente de mi vida de consagrado? ¡Qué tristeza no sería la mía! No, el celibato no justifica la ausencia de la mujer, como vivir solo no justifica la ausencia de las flores en mi jardín y el agua fresca en mi fuente. No, no era eso lo que quería Dios de mí: excluir de mi amor a la mitad del género humano. Me han dado lástima siempre los consagrados que, acuciados por el miedo al peligro que corren ante la presencia de la mujer, levantan muros y colocan obstáculos insalvables y, lo que es peor, cierran su corazón. Es un método más fácil, a propósito para los que son niños en la fe, y diría que a menudo también precioso si ha sido sugerido nada menos que por santos y hombres prudentes. A mí, el "sólo para hombres" o "sólo para mujeres" no me ha gustado nunca, aunque sólo sea por motivos estéticos. He hecho cuanto está en mi mano para no ir al seminario, y cuando viajo a una ciudad por motivos de evangelización prefiero hospedarme siempre en una familia, aunque sea ruidosa, antes que en una congregación uniforme y severa para hombres solos. Cuestión de gustos, lo admito. Pero volvamos al tema de antes. ¿Ha vuelto a asomarse la mujer a mi vida? ¿Y cómo podía ser de otra manera, si quería ser Iglesia y vivir en la Iglesia? 66

¿Cómo podía excluir a la mitad del género humano y acantonar las posibilidades de amor de tantas criaturas sublimes? Porque, debo decirlo, eran sublimes o, al menos, me parecían tales. En las parroquias, las más activas; en las comunidades, las más fieles; en la evangelización, las más atentas; en la cordialidad, las más simpáticas; en el don, las más generosas. ¡No, no podía excluirlas, y no las he excluido! Además, las he querido. Con ellas era todo más fácil: la casa, más ordenada; el deseo de trabajar, más simple; las relaciones, más fluidas; la unidad, más natural; la alegría de vivir, mayor. ¡Es un hecho!

SIN EMBARGO... No tardé en comprender que los sueños más hermosos se desvanecían ante la imprudencia y que se rompía una comunidad por la ambigüedad de relaciones de algún elemento. Y la causa era siempre la misma: alguno había intentado arrancar una flor del jardín; otro se había apresurado y había querido comer el fruto amargo; y, sobre todo, la mayoría habían desenfundado su egoísmo, transformando el amor de la mujer en una reserva de caza. La experiencia de las comunidades mixtas, de las cuales la Iglesia es campo natural, como la parroquia, los movimientos, los grupos, la misma liturgia, me ha demostrado con creces que el problema no es tan sencillo, y me ha explicado igualmente, aunque no justificado del todo, el terror y las preocupaciones que habían influido en quienes no podían aceptar ni las escuelas mixtas, ni los grupos mixtos, ni... 67

En ciertas regiones recuerdo haber visto incluso las naves de las iglesias separadas: a la izquierda para las mujeres, a la derecha para los hombres. ¡Como si bastasen las naves para separar un material tan explosivo y hecho para estar junto desde el alba al ocaso! Está claro que es un problema, un grave problema que no es posible subestimar y en cuya solución cada uno de nosotros aprende a conocer su propia debilidad y sus fracasos. Mas no por eso hemos de volver atrás y levantar muros de separación, como en el pasado. Sería imposible y, además, anacrónico. Hay que seguir adelante, aunque cueste, convencidos de que han llegado tiempos de una fe madura y de que en este problema no hay sólo aspectos negativos, sino también positivos y auténticos en grado sumo. También yo he intentado ir adelante. He asociado a la mujer al ideal de realizar el Reino. Me he acostumbrado a leer con ella la palabra de Dios. He intentado levantar al pobre y al disminuido con ayuda de sus brazos, más expertos que los míos. Le he dado mi confianza, y cuando ella me brindaba su intimidad, he intentado desarrollar en mí la búsqueda de la persona en lugar del cuerpo. Pero lo que me llevó a la solución definitiva del problema fue la consideración arraigada y sentida de que las mujeres, todas las mujeres, no eran para mí esposas, sino hermanas. Quizá parezca algo insignificante; sin embargo, fue una gran cosa. El amor a la hermana me ha ayudado a comprender y a resolver en mí el amor a la mujer y a pacificarlo sin disminuirlo. Nunca había comprendido a fondo la expresión del Cantar: 68

"Oh, si tú fueses mi hermana..., te podría besar sin que se escandalizaran los otros" (Cant 8,1). Ahora lo había comprendido e intentaba vivirlo. La mujer, todas las mujeres, son mis hermanas. Ya no me azoro por su cuerpo y permanezco tranquilo ante su feminidad. No me turba su amistad ni me debilita. Incluso puedo besarlas, si mi beso es el del hermano, como dice la Escritura. Sí, hay un beso que escandaliza y un beso que no escandaliza. El beso de la hermana no escandaliza y te ayuda a vivir. Desde luego, no es fácil, y creo que en esta frontera comprometemos nuestra tensión por el Reino y toda nuestra capacidad de realizar el mandamiento de Dios: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Sí; es heroico. ¿Pero no es heroico todo lo que nos propone Cristo? ¿No es heroica la castidad? ¿No es heroica la pobreza? ¿No es heroica la felicidad? ¿No es heroica la paz? Gracias a este heroísmo cotidiano, alimentado por la gracia y la contemplación, aprendemos en esta tierra a ser hijos del Altísimo y hermanos de Jesús, el cual, al venir entre nosotros, no separó a los hombres de las mujeres, vivió con sencillez entre ellos y ellas, amó a todos, hombres y mujeres, y no escandalizó a ninguno.

PERMITIDME OTRA CONFIDENCIA sin sentiros molestos. De muchacho, cuando sentía —¡y de qué modo!— que las chicas comunicaban a los otros sus sueños confesando: ¡Cómo me hubiera gustado ser hombre!, fácilmente podía advertir en mí una especie de complacencia secreta. 69

¡Eres afortunado; eres hombre! Ahora no es así... Y por muchos motivos... Os confesaré uno solo, nacido de lo más hondo de mí mismo. Observo que la mujer es mejor que yo. En el camino hacia Dios, lo único que me interesa, la siento siempre un paso delante de mí. En la humildad más humilde, en la paciencia más fuerte, en la caridad más auténtica. No soy celoso por naturaleza, pero me es fácil ver que Dios mira a la mujer con predilección y me dice casi siempre: mira y aprende. No deseo que penséis que estoy haciendo un cumplido a las mujeres o, peor, cayendo en el sentimentalismo. Creo que doy un testimonio de verdad, más allá de la misma virtud personal de cada mujer. En el camino hacia Dios, la mujer encuentra más facilidad. Por algo son las mujeres las más disponibles al problema religioso. Y no es por su debilidad. Es porque están mejor hechas. Es porque Dios, al pensar en la creación, la pensó en femenino. ¡Qué grato debe serle a Dios "el abandono" de la mujer en el amor y en las cosas más grandes que ella! ¡Cómo debe preferir su silencio, abierto al que viene! Por algo María de Nazaret es la más grande de todas y ejemplo para todas y para todos.

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Experiencia de Dios

"/TARDE TE AME, hermosura tan antigua y tan nueva; tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí, y no fuera. Por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre esas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo. Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por ti. Gusté de ti, y siento hambre de ti. Me tocaste, y abráseme en tu paz. SAN AGUSTÍN

INDUDABLEMENTE es una página estupenda del gran místico africano, y debo confesar que me ayudó en el momento preciso. Cuando tuve la primera intuición de que quería conocer a Dios por experiencia, me pareció que había encontrado un secreto. Si Dios existe, quiero conocerlo, decía en lo más hondo de mí. 71

Es el conocimiento que me puede ayudar, porque su solo existir no me basta. También san Agustín había dicho: "Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo". Luego estaba. ¿Qué faltaba? Sí, yo estaba... Tú estabas..., mas esto no era suficiente. Yo no le veía, no le sentía. Aunque la razón me había llevado hasta el "Tú estás", ¿de qué podía servirme si no se establecía el contacto? Se requería algo más, y yo lo sentía casi con angustia. Si Dios existe, quiero conocerle, quiero encontrarle. "Luego llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera"; "brillaste y resplandeciste, y fugaste mi ceguera", "exhalaste tu perfume y respiré". Sí, se trataba verdaderamente de comunicación. El encuentro debía ser dinámico; no me era ya suficiente el carácter estático de la razón. ¡Qué preciosa me ha sido esta intuición a mitad del camino de mi vida: Si Dios existe, quiero conocerle! Quiero encontrarle. Quiero habituarme a estar cerca de él. Quiero contemplarle. No me resultó difícil salir de la manera habitual de pensar en buscar a Dios con la lucidez de la razón, como tantos me habían sugerido, y que indudablemente me había ayudado en los primeros tiempos. Ahora ya no me bastaba. Quería buscar a mi Dios con todo mi ser y no sólo con la parte más orgullos a de mí: la razón. Mientras, debo decir que la crisis se había desarrollado justamente allí, en la razón, y que la cultura de mi tiempo, también la llamada cristiana, no tenía ya la seguridad de otro tiempo. 72

Era difícil encontrar un buen profesor de filosofía que te ayudase en serio. El mismo estaba en crisis. Yo lo sentía por una cierta tristeza que veía en sus ojos, y advertía a mi alrededor un cierto aroma a cosas pasadas. Había que seguir adelante, había que ponerse en camino, había que aplicar el oído a la "voz", bajar con Jacob al vado de Yabbok, donde tuvo la experiencia de Dios en un encuentro que se convirtió en un choque, en un combate del que salió cojo, pero enriquecido con la única gran novedad que cuenta: "el perfume cercano de Dios". Era preciso vivir, más que razonar; había que hacer silencio más que hablar. La vida era mucho más explosiva que la sola razón y tenía dimensiones mucho más universales. Era inútil perder el tiempo; debía buscar, tocar, escuchar, orar, amar. Todavía recuerdo cuando, en pleno carnaval, mi comunidad de Acción Católica me llevaba a pasar el día en el Cottolengo de Turín, donde nos esperaban los enfermos, los disminuidos, los manifiestamente más pobres. Por la noche salía transformado, y después de aquel encuentro auténtico, amante en el dolor, la humanidad me parecía mejor, más verdadera, más real. ¿Y cómo olvidar la pascua pasada en las cárceles, hablando a los presos de la resurrección de Jesús? ¡Qué fácil era llorar con los que lloraban! ¡Qué visible era el paso de la paz allí donde había pasado la Palabra! ¡Y qué dulzura infundía la misericordia encontrada en el contacto con lo Absoluto de Dios! Cristo había resucitado realmente, y no era la simple fórmula, sino la vida la que te lo decía. ¿Y qué decir de la castidad como alegría, del compromiso como plenitud, del perdón como paz, del tra73

bajo como superación, del servicio a los hermanos como delicia de vivir? Era la vida la que te lo demostraba; y la vida aquella tarde estaba allí, la veías, la tocabas, la experimentabas. Sí; hoy no es ya un secreto para mí: la experiencia humana es ya experiencia de Dios. Nuestro caminar por la tierra es ya un caminar hacia el cielo. Contemplar el alba o una flor es ya mirar a Dios. Descubrir una galaxia con el telescopio es como acercar tu pequenez a su grandeza, y la caricia de la luz en un prado de flores es ya vislumbrar el vestido del Eterno. Cuando me enamoro de algo o de alguno siento su reclamo, y cuando me devora la insaciabilidad que me regala una criatura advierto que sólo Dios es el Absoluto. No, ya no es un secreto querer conocer a Dios en la experiencia, porque todo conocer es experiencia de él. Ahora he comprendido que no existe otro camino, aunque sea misterioso y frecuentemente doloroso; y todos lo recorremos, incluso sin quererlo. El mismo lo ha trazado. Incluso el pecado me guía por su camino; hasta puede que me guíe más que ninguna otra cosa. En efecto, al huir de él he sentido dolorosamente su falta, y al volver he conocido mejor su corazón. Tan es así esto, que le hace decir a santa Teresa: "Si pudiera pecar sin ofender a nadie, pecaría, porque aprendería mejor a entender a Dios". Pero es ésta una de tantas locuras que sabe pensar el amor cuando es auténtico. Una cosa, sin embargo, es cierta: cuando llegas ahí, ni siquiera el mal te da miedo. Has vencido y sabes que Dios vence. ¡Lástima que la victoria no sea aún definitiva! 74

Nuevamente es la razón la que vuelve a la carga y te debilita en la posición alcanzada. Sí, lo confieso: lo que más difícil me ha hecho la aceptación de Dios como experiencia, como encuentro, ha sido justamente la razón; mejor, la razón que no ama, la razón del que razona demasiado, la razón que no sabe aceptar su límite y que, sin poseer todos los datos del conocer, se permite decir a cada nuevo descubrimiento: ¡esto es imposible! En el fondo es la razón del que no es pequeño de corazón, de quien quisiera conocerlo todo y al punto, de quien no es capaz de otorgar su confianza a quien es más grande y le lleva ventaja. Por algo Jesús repetirá sin cansarse su advertencia: "Si no os hacéis pequeños..., no entraréis" (Mt 18,2), que es una verdadera amenaza para todos. Sí, nunca hubiera creído que fuera tan peligroso el orgullo y tan necesaria la humidad en las relaciones con Dios. En tu orgullo, la misma razón —ese gran don de Dios— termina por no ayudarte ya, y hasta por confundirte. ¡Es algo terrible! La razón, para el que no es niño, o sea para el que está ahito de sí mismo, para el que no busca y, por tanto, no ama, no otorga confianza ni a ti ni a Dios. Es como una pregunta repetida hasta la obsesión. Es la incapacidad de contemplar. En el fondo, es el orgullo del que cree sólo en sí mismo, se tiene por el centro de todo y el principio de todo. Un tipo así, para llegar a la certeza experimental de la existencia de Dios debería haber recorrido todo el camino, haber acumulado en su cerebro, aunque fuese electrónico, todos los datos sobre él; haber dado las respuestas a todos los porqués, haber realizado la unidad de todos los opuestos y de todas las contradicciones. 75

¿Es posible tal cosa? No, no es posible. Por eso se ha dicho: "Dios resiste al soberbio", y no es broma. Nos guste o no, la vida es un camino, y también la razón está en camino. Y en el camino se debe aprender a esperar; debes experimentar tu pobreza, debes aceptar la noche oscura o la niebla que se alza de improviso con su capacidad de esconder el sol.

PERO MIENTRAS esperas... Mientras estás en la noche. Mientras pides a tu razón que descanse un poco, que cierre los ojos y duerma un rato, al menos por cansancio, intenta ver si existe alguna otra posibilidad que pueda echarte una mano en tu eterna duda. Intenta abandonarte en la arena árida d^ tu desierto; a lo largo de la pista de tu camino. Puede que encuentres algo diverso qu^ pueda servirte de ayuda. ¡Prueba! ¡Yo he probado! Es lo que te dice el salmo de la coijtemplación: "No se infla, Señor, mi corazón, ni mis ojos se engríen. No voy buscando cosas grandes, que me vienen anchas. En silencio y en paz guardo mi alma como un niño en el regazo de su madre" (Sal 131).

76

Cansado de razonar he buscado amar. Me he figurado ser un niño en brazos de Dios como mi madre. Me he dormido así. Entonces me ha salido al encuentro la contemplación. Y la contemplación es amorosa. Está más allá de la meditación, incluso de la más alta y profunda. En la contemplación es donde he tenido la experiencia de Dios. Si en la razón encubaba la duda, en la contemplación ha desaparecido. He experimentado que Dios se da al que se le abandona totalmente. Y en su darse y en tu darte no razonas. El amor verdadero es locura; locura de Dios, locura de la criatura. En esta locura contemplas. ¡Oh noche de fuego de su abrazo! ¡Oh plenitud del don! ¡Oh superación de todo lo visible! ¡Oh amor que lo vence todo! \ ¿Qué es todo el resto en su comparación? > "Paja", dirá Tomás. "Nada", dirá san Juan de la Cruz.

HERMANO, ¿quieres un consejo? No pierdas el tiempo preguntándote si existe Dios. Lo real piensa en decírtelo de todos los modos posibles. Cuanto existe te lo repite. Si no lo ves, es que estás ciego; si no lo escuchas, es que estás sordo. No te sigas esforzando; es un trabajo inútil. Intenta tocarlo; tú puedes tocar en el amor. Ama, y todo será lógico, fácil, verdadero. 77

Lo puedes tocar directamente en la noche de la contemplación, cuando él se descubre en tu pasividad amorosa. Lo puedes tocar indirectamente, sirviendo a las criaturas con un servicio auténtico y gratuito. Pero ama. El problema de Dios es un problema de comunicación. Y la comunicación se llama Espíritu Santo. A Dios lo descubrimos como encuentro, pero dentro, no fuera de nosotros. Dentro, no fuera de él. Jesús dirá en el colmo de su alegría por el encuentro con el Padre: "Tú en mí y yo en ti, a fin de que seamos perfectos en la unidad" (cf Jn 17,21-22). Y nos dará también a nosotros la misma posibilidad, prometiéndonos el Espíritu. Para convencerme de ello expresará una verdad que es quizá la experiencia suprema de él: "En aquel día no me pediréis ya nada" (Jn 16,23). Jamás hubiera creído que existiese en la vida un momento semejante. Un momento tan luminoso, que ya no sientes ganas de hacerte preguntas. "En aquel día ya no me pediréis nada". No hay necesidad. En ese instante todo es tan claro que sólo dices: ¡Basta! Todo es tan gozoso, que sólo dices: ¡Gracias!

SI, TODO es uno; todo es tres. Se afirma que el misterio de la Trinidad es incomprensible, y es posible. ¡Pero es tan simple cuando lo vives! Nada es tan luminoso y verdadero cuando lo experimentas. 78

¿Qué sería el Padre sin Jesús? ¿Y qué sería Jesús sin el Padre? ¿Y dónde estaría la plenitud y la alegría sin el Espíritu que los une? ¿Que hace de tres uno? ¿Habéis intentado pensar en el grito de Jesús en la noche, en su oración en el desierto o en Getsemaní? De no estar el Padre para responderle, ¿qué realidad sería la suya, la nuestra? ¡Qué soledad la de un Dios en su espantosa unidad! No; Jesús gritó, y el Padre le respondió, y el Amor es su eterna unidad. ¡Qué gozo el Espítitu! Hace de tres uno, y en la unidad reencontrada está toda la felicidad de Dios. Todo es uno, todo es tres. En la unidad nos ponemos en movimiento, pero en la Trinidad es donde captamos la plenitud de Dios. La perfección está en la Trinidad. Yo, tú, el Amor. El Padre, el Hijo, el Espíritu. El abrazo es el Espíritu, que hace de tres una sola cosa y te da el gozo de ser uno. El Reino es la unidad en la multiplicación del todo; es la felicidad de ser una sola cosa, es la alegría del paraíso. Cuando experimenté en el desierto el misterio del amor de Dios como Trinidad, rodaba por la arena de alegría gritando: "¡También yo te amo!", y me sentía saciado. Al hacer presa en mí, como comunicación vital, echaba de ver la relatividad de todas las cosas y lo absoluto de nuestra participación en la vida divina, que es el eterno amor de Dios. Y la razón, ¿dónde se había fijado? Ella siempre pronta a hacer preguntas indiscretas, ¿dónde se había escondido mientras yo contemplaba? Estaba de rodillas, cerca, en la árida arena, reducida 79

finalmente al silencio; también ella fulminada, como lo estaba yo. Como una niña. Pequeña, como lo quiere el amor. Y yo decía extasiado: ¡Gracias, Dios mío! Gracias.

No existe... la casualidad

TARDÉ TIEMPO, pero al fin llegué. Y estoy muy contento. Y quisiera decíroslo a los pequeños, a los más pequeños de vosotros, amigos míos; quisiera decíroslo como se dice un secreto muy sencillo, pero importante, muy importante; como en una de esas verdades a las que se llega después de mucho caminar y mucho pensar, que te lo dice todo en pocas palabras, pero capaces de resolver problemas enormes; problemas que te han ocupado toda la vida y en torno a los cuales has dado vueltas y vueltas inútilmente, fatigándote y complicando inverosímilmente las cosas más simples. He aquí el secreto: la casualidad no existe. La casualidad es una palabra sin sentido. Aunque salta sin cesar en nuestro modo de pensar y de obrar, es un puro fantasma; es la solución equivocada de un problema; es algo aceptado por auténticos inconscientes o, mejor, por ciegos. La casualidad no existe. A menos que entendamos por "casualidad" lo que tan acertadamente dice Anatole France con esta estupenda expresión: "La casualidad es el pseudónimo que usa Dios cuando no firma personalmente". No, la casualidad no existe. 80 81

Existe solamente la voluntad de Dios; voluntad que llena el universo entero, guía a las estrellas, determina la estaciones, llama a cada cosa por su nombre, da la vida y la muerte, provee a las criaturas, las viste de belleza y de armonía y, sobre todo, quiere la salvación de todos, vence el mal, construye su reino, que es reino de justicia y de paz, reino de verdad y de amor, reino de resurrección y de vida. Nada escapa a esta voluntad. Ni una célula está fuera de su sitio, ni un átomo está allí al azar, ni un número sin calcular en el universo entero. La historia, que es la manifestación de este laborar indecible y poderoso, frecuentemente oculto, incomprensible y doloroso, está dominada absolutamente por esta voluntad que la guía hacia la fulgurante manifestación de los hijos de Dios. El mal, la oscuridad, el sufrimiento, la muerte física, no son más que etapas necesarias en el gran camino que todos vamos siguiendo para hacer más verdadera, más luminosa, más comprensiva y más evidente la victoria de Dios. En adelante no diré ya: "Es una casualidad"; diré, rezando: "Es tu voluntad, Señor mío".

SIEMPRE me ha encantado el relato del primer encuentro de Jesús con Natanael, según lo describe Juan en el capítulo primero de su evangelio. "He aquí... una casualidad", hubiera dicho en otro tiempo; pero ahora ya no lo digo. He aquí el texto en toda su vivacidad: "Al día siguiente quiso Jesús salir para Galilea; encontró a Felipe y le dijo: Sigúeme. Felipe era de Betsaida, patria de Andrés y de Pedro. Felipe encontró a Natanael y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien Moisés 82

escribió en la Ley y los Profetas. Es Jesús de Nazaret, el hijo de José. Y Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir cosa buena? Felipe contestó: Ven y verás. Jesús vio a Natanael, que se le acercaba, y dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en el cual no hay engaño. Natanael le dijo: ¿De qué me conoces? Jesús le contestó: Antes que Felipe te llamase, te vi yo, cuando estabas debajo de la higuera. Natanael le respondió: Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el rey de Israel. Jesús le contestó: ¿Porque te he dicho que te vi debajo de la higuera crees? Cosas mayores que éstas verás" (Jn 1,43-50).

¿COMO HA SIDO vuestro primer encuentro con Dios? ¿Como el de Natanael? Entonces significa que sois muy sencillos y que poseéis aquella famosa infancia de espíritu, tal como la poseía Natanael, elogiado por Jesús, y que le permitió no atribuir ya a la casualidad el encuentro, sino a otra cosa bien precisa y más clara. ¿Eres tú capaz de creer que te ha visto bajo la higuera? Y no sólo bajo la higuera. ¿Puedes creer que él ha pensado en ti, que te ha buscado antes que tú pensaras en él y te hayas dado cuenta de su presencia en tu vida? Desde luego se necesita tiempo para convencerse de la simplicidad de las cosas de Dios. Seguiremos pensando: "¿Pero es posible?" Puede que lo haya adivinado..., pero... ¿y si fuese casualidad? Sí, me ha visto bajo la higuera, ¿pero será capaz de verme bajo el cobertizo? ¿Y me verá también en la oscuridad? Y cuando se distrae, ¿se acordará de mí? Cuando sufro en mi lecho, ¿estará presente con su mirada? 83

Y si estoy sin trabajo, ¿por qué no interviene? ¿Sabe en serio que estoy buscado marido? ¿Por qué no responde mientras vivo en el terror de quedarme sola en la vida? Es largo el camino en nuestro vagabundear en torno a este misterioso santuario que es el santuario de nuestras complicaciones y de nuestras dudas. Se requiere tiempo antes de llegar a la sinceridad de Natanael, que exclama con alegría: ¡Tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú no eres la casualidad! ¡Tú eres una voluntad que me busca y me ve! ¡Tú eres Persona!

¡SI PUDIESE de veras creer! ¿Y si lo lograra? ¿Si me decidiera a pensar que no existe la casualidad? ¿Si intentase vivir con un Dios siempre presente en mis cosas, incluso en las más mínimas? Hermanos, hermanas, la respuesta que aflora es estupenda, estupenda, estupenda. ¿Lo habéis intentado? . Puede que alguno se sonría; pero como estamos hablando de testimonio, quiero contar uno que me ocurrió y que he vivido y sigo viviendo intensamente. He probado y lo he conseguido. Y ello ha marcado bastante mi relación con Dios. Escuchad. Hace exactamente veinte años, mi prior, el padre Voillaume, me encargó fundar en Marsella una fraternidad para recoger a los hermanos que al volver de países de misión tuvieran necesidad de un lugar tranquilo en el campo. Poco había que escoger; pero tuve la suerte de encontrar una pequeña granja en la periferia de la ciudad, 84

donde los hermanos, enfermos o sanos, podían ocuparse de cuadrar el balance de la fraternidad con once vacas, siete pares de pichones y un centenar de gallinas. Vendíamos leche, queso y huevos a los vecinos del barrio. El único hermano verdaderamente capaz y experto en el cuidado del ganado era un joven flamenco, que tenía grandes deseos de trabajar y mantenía en pie la granja; pero cuando se dormía no conseguía nunca despertarse. Tenía yo un despertador fuera de serie, de esos hechos expresamente para casos difíciles, y he de confesar que estaba aficionado a él. Todas las noches me tocaba prestárselo a Ulrich, que lo miraba con especial complacencia. Aquí comienza la historia de un Dios que me despierta bajo la higuera. Le dije a Ulrich: "Toma el despertador, te lo regalo. Yo haré que me despierte el Señor". Ulrich me miró con su agradable sonrisa, que me pareció la sonrisa de Dios, que estaba probando mi fe. ¿Lo vais a creer? Han pasado veinte años. Multiplicad veinte por trescientos sesenta y cinco días. Da un bonito número. El despertador que elegí aquella noche en la fe ha funcionado siempre a la perfección, y desde entonces me vedo cualquier intervención mecánica en los oídos, como la del despertador, que regalé definitivamente a Ulrich y que en el fondo buscaba como una de tantas seguridades de la vida. Ahora aventuro mi seguridad con el riesgo de la fe y espero ser despertado por mi Dios. Basta la fe para hacer que funcione el despertador invisible de su presencia en mi vida. Convengo que no siempre ha sido fácil y que me exigió un esfuerzo sin descanso; pero aquí estoy para deciros que mi jornada comienza con la alegría de repe85

tir con Isaías: "Cada mañana despierta mi oído para que yo te escuche" (Is 50,4). Es algo estupendo. Y muy sencillo. Basta creer, basta fiarse de él, basta confiar en su presencia, siempre presente. Lo mismo que vio a Natanael bajo la higuera, me ve Dios a mí y me llama, porque es mi fe la que le llama. Y siempre es gran motivo de alegría pensar que él me ha visto, que ha pensado en mí y, como si no bastase, me dice: "¿Esto te sorprende? Mayores cosas verás" (cf Jn 1,50).

RESUMAMOS. Te he dicho que a Dios se le intuye al principio del camino en el signo de la creación. Luego la razón te ayuda a reflexionar y a descubrir una cierta lógica, esforzándote por dar un significado a todo lo real que te rodea. Después dejas a un lado a la razón, porque te enreda con su limitación y su ansia orgullosa de saberlo todo. Aparece entonces el amor, el gran Amor; y justamente cuando ya no sabes meditar, te encuentras adormecido en brazos del Amor. Es la contemplación, que es auténtica revelación de Dios. Revelación personal, sabrosa, oscura, pasiva, a menudo dolorosa, de él, como dice Maritain en Los grados

¡Es algo fantástico el amor! Y me pide una sola cosa: darle más, darle todo. ¿Y qué hay de más precioso en mí que pueda darle? ¿Cuál es el don que más ama? Es la confianza. De todos los dones que puedes dar a una persona, el don más grande es la confianza. Me fío de ti. Estoy a gusto contigo. Contigo estoy en paz. Tú sabes, tú puedes, tu provees. Es la fe pura, es la fe desnuda, es la fe del que sabe amar. ¿Os sorprende ahora que Francisco, cuando quiere conocer la voluntad de Dios, abra... "al azar" el evangelio? ¿Os sorprende la Iglesia naciente que, al elegir al que ha de sustituir a Judas el traidor, echa a suertes? ¿Es cosa de niños abrir al azar el evangelio? ¿Es cosa de niños echar a suertes una elección tan importante? Ciertamente. Es cosa de niños. Pero de niños que se sienten en brazos del Padre, en brazos de alguien que no les engañará, en brazos de una voluntad que yo busco por amor y que no me puede decepcionar. Cuando he llegado a ese punto, siento que Dios no puede burlarse de mí y que me responde con precisión y dulzura.

del saber.

Cuando amas, cuando amas de veras, todo se hace fácil y sientes que has encontrado. Sí, he encontrado porque he amado. Y he encontrado porque me he abandonado en la oscuridad. Pero la oscuridad es para él luz y me puede tocar cuando quiera, sin que haya ya velos entre mi oscuridad y su desnudez amante. 86

CUANTAS VECES he vuelto a leer en las Florecillas el relato de Francisco y de Maseo mientras caminan por las carreteras de Toscana. Maseo marcha unos pasos delante, y Francisco le sigue en silencio. Dice Maseo: "Hermano Francisco, ante mí hay dos caminos. ¿Cuál tomamos?" 87

"El que quiera el Señor", responde Francisco. "¿Y cómo me las arreglo para saber cuál es el que quiere el Señor? —replica Maseo—. Hay dos". "Mira cómo te lo indicará: ponte en el cruce y gira sobre ti como hacen lo niños cuando juegan". Y Maseo comienza a girar como una peonza hasta que cae al suelo atontado. "¿Qué ves delante de ti? —dice Francisco— ¿El camino de Arezzo o el de Siena?" "Veo el camino de Siena". "Está bien, vayamos a Siena", concluye Francisco, que todavía no sabía que en Siena se estaban matando y que Dios le había señalado aquella ciudad precisamente para llevar la paz, como de hecho ocurrió. Podéis reíros, si os sentís intelectuales; pero si tenéis corazón de niño quizá logréis encontrar un secreto que os facilite la vida. Sé que muchos no lo hacen así; sé que los listos se avergonzarán de hacerlo así. Realmente no estamos obligados a hacer las mismas cosas. Cada uno tiene su camino y hace bien en seguirlo a conciencia. Yo procedo de esta manera, y el testimonio que os puedo dar es que si he sentido a Dios presente en el cosmos, si lo he sentido en la historia, si lo he sentido en la Iglesia, lo he sentido mucho más presente en la intimidad que he intentado establecer con él en las cosas pequeñas, en lo cotidiano de cada día.

SI, HERMANOS, y concluyo. La intimidad divina es la máxima experiencia que he podido hacer de Dios. La intimidad divina ha sido siempre la respuesta más clara sobre su existencia y sobre su presencia en mi vida. 88

Yo en ellos y tú en mí., para que sean perfectos en la unidad

LLEGADO al término de mi camino sobre el conocimiento de Dios como experiencia realizada en este mundo, pienso que no existe una expresión capaz de resumir con más precisión la relación con él como el Trascendente, el Absoluto, el Admirable, el Misericordioso que la formulada por Juan en la última Cena y que pone en labios de Jesús en la despedida definitiva de sus íntimos: "Yo en ellos y tú en mí, Padre, para que sean perfectos en la unidad y el mundo conozca que tú me has enviado" (Jn 17,23). En esta obra he insistido reiteradamente en que el ateísmo contemporáneo es a menudo un falso problema debido, en la mayoría de los casos, a la dificultad para aceptar un rostro de Dios deformado por nuestro infantilismo religioso y continuamente borrado por nuestra racionalidad, cada vez más madura y cambiante bajo el impulso de la cultura y de la experiencia personal. Doy otro ejemplo. En la infancia, la idea de Dios está ligada a lo "mastodóntico", a lo "inmenso", a todo lo que es grande y nos supera infinitamente. Dios es el que sabe hacer lo que nosotros no somos capaces de hacer. Es el Creador, el Omnipotente, el Fuerte, el 89

Omnisciente, y nosotros... somos y nos colocamos en el lado contrario: somos los pequeños, los incapaces, los débiles, los pecadores. En una palabra, él lo es Todo; nosotros, nada. ¡Y es verdad! Pero es una verdad... relativa. Es una verdad que sigue siempre su camino hacia "más verdad"; hacia una verdad que tiene necesidad de explicarse y de explicar, y que cuando se encuentra al final es muy diversa de la intuición inicial. Aquí se oculta el problema; mejor, el obstáculo que, tarde o temprano, puede complicarme las cosas y hacer que me parezca irracional la verdad encontrada en la infancia. ¿Cómo puede interesarme aún un Dios tan bueno, tan feliz, tan alto, mientras yo soy tan desgraciado, estoy tan angustiado, tan perennemente derrotado? Si al principio no puedo prescindir de él por mi miedo o mi inmadurez, agravadas por la idea de castigos eternos que los mayores me sugieren con tanta facilidad, llega un momento en que reacciono de modo desordenado y confuso. Mi vida se llena entonces de compromisos, de altibajos, y callo ante él por temor a que mis relaciones con él se debiliten, combinadas casi naturalmente en una mezcla de fe y falta de fe, de pecado y de complejos de culpa, de terrores nocturnos y de malos ejemplos continuos, que termino dándome a mí mismo y a mis hermanos. Aquí me percato verdaderamente de que mi bagaje religioso es más superstición que teología, más tinieblas que luz, más niebla húmeda y enojosa que sol radiante, más ateísmo práctico que esperanza liberadora.

¿DONDE ESTA el error? El verdadero error, el error que constituye la base de toda mi concepción de Dios, es la separación. 90

El allá arriba, y yo acá abajo; y, además, separado de él por cientos de millones de años luz. Lo trágico del error está incluso en el nombre mismo que empleo para indicar el lugar donde él habita, el ambiente en que vive, la casa donde reside; el nombre que repetimos con tanta facilidad, que es muy bonito y se llama cielo. De niño, "cielo" significaba para mí lo "alto", el lugar que está más allá de las estrellas, el azul luminoso que envuelve la tierra; y me resultaba fácil imaginar el alma de la abuela fallecida aquellos días volando hacia arriba en el cielo, a la transparencia, lejos, muy lejos, a un lugar inaccesible para nosotros los vivos, entorpecidos por un cuerpo pecador e incapaz de volar. Parece broma, pero ¿sabéis que una concepción tan madura, sin palabras de Dios y sin teología, puede conducir derechamente al ateísmo o, si no al ateísmo precisamente, a la indiferencia religiosa? En el mejor de los casos, aprendes a hacer tuya y a creer en la frase terrible que Cronin puso por título a una de sus mejores novelas: Y las estrellas están mirando. Sí, el cielo te está mirando; Dios te está mirando, y terminas por creer que es perfectamente indiferente a ti, especialmente cuando lloras. No sé lo que os habrá ocurrido a vosotros; sé lo que a mí me ha ocurrido, y puedo deciros que he tardado mucho en dar la vuelta a la situación y en asignar a la palabra "cielo" su puesto justo, o al menos plausible. Tengamos en cuenta que la cultura en que estamos inmersos, las llamadas ideas corrientes sobre el problema religioso con que nos bombardean los mass-media, especialmente en Occidente, están perfectamente vacías de teología y más aún de experiencia de Dios. A lo más son un acervo de supersticiones, de lugares comunes trillados, al margen absolutamente del grande, único y sublime misterio de la Unidad y la Trinidad de Dios, síntesis de toda la realidad visible e invi91

sible, respuesta a todos los porqués, ambiente en el que vivimos como los peces en el agua, como los pájaros en el aire, vientre que engrendra del Amor. El cielo no está allá arriba, aunque también está allá arriba. El cielo está en todas partes. El cielo está allá arriba y acá abajo. El cielo es lo infinitamente lejano y lo infinitamente cercano. El cielo es el lugar "celado", que significa oculto, donde vive mi Creador y donde vivo yo, ser creado; donde está él, que es Padre, y estoy yo, su hijo; donde está él, que es fuente, y yo, que estoy sediento; donde está él, creatividad e inspiración, y yo, capacidad de creatividad e inspiración. El cielo está en todas partes porque Dios está en todas partes, y se llama cielo porque es misterio oculto, y es justo que sea así en atención a mi inmadurez en devenir, capacidad de entreabrir los ojos, camino hacia la plenitud del Todo, descubrimiento progresivo de la Persona de Dios. Y para que esto no ocurra, la luz tiene necesidad de tinieblas; la vida debe tocar a la no vida; el amor gratuito debe descubrir la realidad del egoísmo; la verdad ha de abrirse camino entre la mentira, y la virtud ha de batirse con el pecado. Sí, es verdad; lo positivo de Dios lo descubro en su negativo, que soy yo, que es el universo; y sé que para lograr una hermosa fotografía se necesitan ambos. Tal es la experiencia de Dios. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios, la tristeza se vuelva alegría, la Nada se convierta en el Todo. Es el encuentro. Es el estar juntos. Es la generación. Es la madurez del hijo al lado del Padre. 92

Es el reino del amor. Es lo Eterno. Es el paraíso.

TU EN MI y yo en ti, tal es el término del camino. De niño buscaba a Dios fijando los ojos en la luz que me llegaba de lo alto. De joven lo buscaba entre los hermanos que me rodeaban. De hombre maduro lo busqué caminando por las pistas del desierto. Ahora que me encuentro al final me basta cerrar los ojos y lo encuentro en mí. Si veo la luz, lo veo en la luz, y si veo las tinieblas, lo siento en las tinieblas; pero siempre dentro de mí. No siento ni siquiera la necesidad de ir a buscarlo, de arrodillarme a rezar, de pensar o de hablar para comunicarme con él. Me basta tomar conciencia de mi realidad humana, y en la fe lo veo en el centro de ella. Tú en mí y yo en ti, repito con Juan. Y es el mismo Juan, el gran místico del evangelio, el que me dice también unas palabras que son realmente la definición más exacta de la síntesis entre contemplación y acción, entre cielo y tierra, entre el hacer y el ser. Permaneced en mi amor (Jn 15,9). Permaneced... permaneced...

VOY A CONCLUIR ahora con unas palabras sobre este permaneced en mi amor que nos refiere Juan a manera de estímulo de Jesús a cada uno de nosotros. Este permaneced tiene un valor radical y una importancia que va mucho más allá de una piadosa exhortación. 93

El que toma conciencia de ello, cierra el círculo de sus búsquedas y de su experiencia de Dios, y no necesita ya interrogarse sobre dónde está Dios y sobre cómo encontrar su contacto vital. Tú en mí y yo en ti. El largo camino recorrido por la criatura ha concluido. Ahora permanece inmóvil en un abrazo eterno, en una relación sin fin, en una certeza cada vez más cierta. Tú en mí y yo en ti, repite el hombre, como Jesús en la noche del amor, cuando el "don de sí" se convierte en la exigencia implacable de la criatura abrazada a su Creador. Tú en mí y yo en ti, grita el que viene de muy lejos y que durante tanto tiempo ha estado buscando al que tenía tan cerca, aunque no lo veía, como cuenta Agustín en sus Confesiones. Tú en mí y yo en ti, suspira el que había creído que podía saciarse sólo con ídolos y vacío, y ahora descubre que sólo Dios es el Absoluto y que está allí tan verdadero, tan único, tan accesible.

PERO TODAVÍA hay más; en este "yo en ti" descubro el verdadero aspecto metafísico de la relación Dios-hombre. Voy a explicarme. La mayor parte de los que echan a andar en busca de Dios se paran a medio camino a causa de su silencio. Intentan gritar, y él no responde. Ningún rumor en torno a él. Todos los días escucho a alguien que me pregunta por este "silencio" de Dios. "Hablo, llamo, rezo, pero él no me responde". El silencio se interpreta entonces como ausencia. Dios no me responde. Dios no está. 94

¡Cuánto tiempo para comprender esta realidad, para ver claro en este modo de obrar por parte de Dios! ¡Qué no somos capaces de hacer para romper este silencio! Nuestros ojos fijan su mirada en lo invisible, con la esperanza de ver finalmente algo. Mis ojos se abren hasta el espasmo para captar algo que me hable, que me testimonie su presencia, que sea el comienzo de un diálogo. Pero no descubro nada. Mis oídos no perciben nada. Entonces me retraigo, decepcionado, y me pongo a dudar de mi fe. No he conseguido aún comprender que así está bien y que este no ver con mis ojos y no oír con mis oídos es señal de que todavía soy dueño de mis nervios y estoy lejos del viscoso terreno de la superstición y la ilusión. Ahora que soy experto en este terreno, y más todavía en este silencio de Dios, cuando alguien viene a decirme que ha visto... una luz..., que ha escuchado una voz..., que ha percibido un fluido..., no dudo en decirle con palabras apropiadas: "Hermano, hermana, visita a un neurólogo, porque puede que estés en la frontera de la patología". No, hermano; no, hermana; como lo visible no es lo invisible, como la naturaleza no es la gracia, así nuestro alfabeto no es el alfabeto de Dios, nuestra lengua no es su lengua, nuestros oídos no son sus oídos. Cuando Dios habla no vibran las cuerdas vocales, y el lugar donde tú escuchas las voces no es ciertamente tu oído. Si él quiere decirme algo —y me lo dice continuamente, porque Dios es Palabra—, me lo dice en el punto más recóndito y misterioso de mi realidad; esa que a veces llamamos corazón, y otras veces conciencia. 95

No es fácil saber dónde reside este lugar, este punto de encuentro, esta maravilla de nuestro ser. Sabemos que existe, tenemos experiencia continua suya y percibimos sus voces, aunque seamos sordos de nacimiento. Dios habla con la realidad que es él y habla a la realidad que soy yo. Habla con el lenguaje de la realidad. Ocurre lo que ocurre con las estrellas. Si una estrella quiere hablar con otra estrella, no se sirve de la boca, que no tiene, ni de los oídos, que no posee, porque le son inútiles; sino que habla con la ley de la gravedad, que posee, y con la de la atracción de los cuerpos en que vive y para los cuales vive. Y es capaz de decir: "Tú estás cerca de mí, hermana estrella, por tu magnitud, pero estás lejos por la distancia donde la Realidad te ha puesto". Dios habla al hombre con la Realidad, y su hablar es silencio absoluto fuera de la realidad. Dios, que es Palabra, tiene a la misma realidad como lenguaje, y allí es donde debemos escucharle. Es un discurso continuo, un canto inexhausto de amor, una armonía sin límites, un diálogo que no cesa, un cerebro electrónico siempre en actividad. Sí, Dios habla con las cosas que existen, con la lógica que rige, con los fines hacia los cuales caminamos. No me dice con su boca que es la belleza; me la hace ver en un hermoso ocaso o en el centelleo del océano. No me dice que es eterno; me da la sorpresa cada día al contemplar la aurora. No me dice que es vida, fecundidad, sino que me da un campo de trigo maduro. No me dice que debo morir; me hace morir. No me dice que resucitaré; me muestra a Cristo resucitado. 96

No me dice que piensa en mí y que me ama; pone en mi corazón la caridad, que es su modo de amar. No me dice lo que debo hacer; lo saca de mi conciencia, donde reside él perennemente. ¿Y la Biblia —me diréis—, la Palabra escrita de Dios, qué es? Pues justamente lo que estaba diciendo. Es la Realidad de Dios que habla a mi realidad. Es verdaderamente Tú en mí y yo en ti, a fin de que seamos perfectos en la unidad. ¿Es que creéis que Moisés, cuando escribía los libros santos, escuchaba la palabra de Dios en sus oídos? ¿O que los evangelistas tenían la grabadora en la mesa? ¿O que los profetas consignaban sus palabras ardientes pasivamente, como autómatas? Aquí está el verdadero misterio de la relación hombre-Dios; el secreto insondable del lugar del encuentro, la imposibilidad de distinguir entre lo que él hace y lo que hace su niño que está en él; entre lo que él dice y lo que escribe la mano del hijo que vive en él. Cuando Ezequiel ve brotar el agua del templo al lado derecho, y que aumenta tanto, tanto, que le llega a los tobillos y luego a la cadera, convirtiéndose después en un río navegable, ¿creéis que las piedras del templo estaban realmente mojadas? No, no seáis tan infantiles al concebir la realización de la Palabra. En el templo estaba Dios y estaba Ezequiel, y la Palabra se convierte en Palabra justamente en el encuentro, y la visión es signo de lo que quiere decir Dios a los nombres dispuestos a captarlo. Tú en mí y yo en ti. Tú dictas y yo escribo, y en un cierto punto ambas cosas son una sola. Si tú callases, hablaría yo, porque a fuerza de estar en ti me convierto en ti. Tú me has dicho "no matarás", y yo lo he escrito. Ahora, aunque no me lo digas ^^¿igá;escribiéndolo, 97

porque soy yo el que, al convertirme en tu voluntad, comprendo que no hay que matar. Por algo los libros más maduros de la Biblia fueron escritos al menos dos veces, y las cosas más bellas fueron repensadas después del destierro de Babilonia, comprendido el Génesis. Era la misma Palabra de siempre; pero el eco en el corazón del hijo se había hecho más verdadero, más profundo. Todo está en camino; y también lo está la Palabra, una experiencia entre dos, un madurar, un ir hacia eso extraordinario que se expresa así en el Tú en mí y yo en ti. Y este Tú es Dios mismo; y yo en él me convierto en él, en el Hijo.

¡TU! ¡Yo! ¿Qué sería yo sin ti? ¿Qué serías Tú sin mí? ¿Qué sería Jesús sin el Padre? ¿Os imagináis al Padre sin Jesús? La realidad mística está en la relación, y la relación se llama Espíritu Santo. "El Padre obra siempre —dice Jesús—, y yo también obro" (Jn 5,17). No hay dos misterios: Dios y el hombre. Hay uno solo, y los dos son una sola cosa y están siempre juntos. No puedo separarme de mi Dios, que es el ser de mi ser, la raíz de mi raíz, y todo va hacia la unidad del ser. Por algo el vientre de la mujer que contiene al hijo es la imagen más perfecta que poseemos, la señal más bella de la realidad entre Dios y el hombre.

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NO BUSQUES a Dios lejos de ti, sino búscalo en ti y permanece inmóvil en su presencia. Deja hacer. Pero tu dejar hacer sea tu misma actividad perenne; como un camino inmóvil, como un sí pronunciado juntos, consciente, ¡eterno! Dios es lo que buscas como perfección, como ser, como verdad, como amor. Dios está en la punta de tu lápiz, en la punta de tu arado, como decía Teilhard de Chardin. Entre ti y él no hay más que la placenta de su capacidad generadora, el respeto infinito de tu persona, el espacio para dejarte decir con libertad "te amo", la distancia para poderte abrazar como hijo, como hermano, como amigo, como esposo; en una palabra, como persona.

HE BUSCADO; sí, he buscado, porque era él quien me buscaba y debía responder. Le he encontrado, porque ya estaba allí esperándome.

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r

A

EXPERIENCIA DE IGLESIA

EN ESTA TIERRA, la experiencia luminosa que el hombre hace de Dios termina implicándole en una experiencia de Iglesia. Las dos tensiones —la de Dios y la del hermano— están ligadas al misterio de la cruz, que se expresa como signo en la dimensión vertical y en la dimensión horizontal de sus brazos. Tampoco para mí ha sido de otra manera, y mi progresiva penetración en el misterio de Dios ha ido acompañada del descubrimiento del misterio de la Iglesia. En la segunda parte de este libro me refiero a algunos problemas que interesan a ambas tensiones y que, a mi modo de ver, son de actualidad que no dudo en definir profética para la Iglesia de hoy.

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Casarse... ¿es un defecto?

SI, OS LO CONFIESO; he tenido una vida feliz. Ahora que me encuentro al término de mi carrera puedo decirlo con conocimiento de causa. Tres dones de Dios han sido la base de mi alegría y han iluminado mi camino: 1) Una familia pobre y serena. 2) Una comunidad de fe y de oración como la Juventud de Acción Católica, que me dio el gusto de ser Iglesia. 3) Una llamada al desierto y a la vida contemplativa. Han sido tres etapas que he intentado vivir intensamente. No me han decepcionado; y si hubiera de comenzar de nuevo, las recorrería una tras otra conscientemente. Es evidente que la llamada al desierto, aunque fue la más dura, fue la más excitante, la más hermosa, la más madura, la más libre. El desierto es el espacio del alma, es la fe vivida sin fronteras, es la alcoba deliciosa para el encuentro con el espíritu, es..., y no dudo en afírmarlo, lo que precede a la Tierra Prometida. 105

En el desierto conocí las verdaderas pruebas de la fe, la noche oscura; pero también conocí la fulgurante victoria de Dios sobre el hombre. Experimenté la tentación de los ídolos ocultos bajo la albarda del camello, como Raquel (Gen 31,19.34) cuando huía con Jacob de casa de su padre; pero allí justamente comencé a gustar, en las tardes incandescentes de luz, la primacía de las bienaventuranzas proclamadas por Cristo, ápice de la experiencia humana en la tierra. "Bienaventurados los pobres de espíritu... Bienaventurados los que tienen sed de justicia... Bienaventurados los que llevan la paz... Bienaventurados los misericordiosos" (Mt, 5,3ss).

PERO ESTOS dones de oración, estos dones de ofrenda de sí, estos dones de las bienaventuranzas, son de todos. Absolutamente de todos. Sin embargo, cuántas veces he oído que me decían: "Dichoso tú... sí... tú no estás casado... ¡El matrimonio es otra cosa! Con la familia todo cambia... Al casarme he tenido la impresión de perder algo, de debilitar mi impulso..., de reducir mi caridad". ¡Cuan cierto es que en la Iglesia circula aún esta mentalidad "celibataria", la idea de que la realización total del cristianismo sólo es posible renunciando al matrimonio ! Es un tabú difícil de desarraigar. Frecuentemente muchos hombre de Iglesia, y más aún las mujeres, han dado la impresión de creer en él y de no querer absolutamente liberarse de estas concepciones inexactas de la vida. 106

Es cierto que las vocaciones son muchas, y que cada uno tiene la suya. Es cierto que existe la llamada a la virginidad, especialmente después del ejemplo de Jesús. Pero es igualmente cierto que existe la vocación al matrimonio, y que no es debilidad o pereza afrontarla, especialmente hoy. Sin embargo —no desearía ofender a nadie al afirmarlo—, ha habido en la Iglesia, particularmente en los últimos siglos, una cierta devaluación del estado matrimonial; ha habido una difusión de la mentalidad clerical que ha visto, predicado y exaltado sólo el celibato hasta el punto de dejar en el subconsciente de los cristianos la idea de que el casarse es convertirse en cristianos de segunda clase, incapaces de guiar una comunidad de oración e indignos de tocar las cosas sagradas. Pero quizá haya sonado la hora... El papa Wojtyla, que a muchos les parece un tradicionalista, ha sido justamente el pontífice que ha tenido el valor de nadar contra corriente, afirmando frente a esta mentalidad celibataria cosas que nadie antes había expresado con tanta claridad en estos últimos siglos. Ha dicho, hablando a los esposos en la plaza de San Pedro: "El matrimonio no es inferior al celibato, y la perfección cristiana se mide con el metro de la caridad, y no con el de la continencia". "Las palabras de Cristo —afirma el Papa— no dan pie para sostener ni la inferioridad del matrimonio ni la superioridad de la virginidad y del celibato. El matrimonio y la continencia no se contraponen el uno a la otra, ni dividen de suyo a la comunidad humana y cristiana en dos campos, digamos: de los perfectos a causa de la continencia y de los imperfectos a causa de la realidad de la vida conyugal. No existe base alguna para una supuesta contraposición —ha insistido el Pontífice—:, según la cual los célibes y los nubiles sólo en razón de la continencia consti107

tuirían la clase de los perfectos, y, por el contrario, las personas casadas constituirían la clase de los no perfectos o de los menos perfectos". A mí, para creer enteramente la valiente afirmación del Papa, me basta colocarme ante la figura de mi padre y de mi madre. En casa hemos sido cuatro religiosos; pero ninguno de nosotros, a pesar de tener una vocación seria y comprometida, ha podido soñar con igualar la caridad de mi madre y la fe sencilla y heroica de mi padre. ¿Entonces?

ESCUCHAD ESTE relato. Lo viví en el desierto, hacia la mitad de mi vida, cuando la verdadera experiencia te saca de todos los ríos de la superstición y te enseña a valorar con realismo las cosas y los hombres. No sé si sabéis que en el desierto, para ganarme el pan, hacía de meteorólogo. Mi trabajo consistía en visitar cinco estaciones que había establecido y que transmitían datos sobre la temperatura, la humedad, los vientos, las lluvias y cosas por el estilo. Era para mí un trabajo interesante, que, junto con el pan ganado con él, me brindaba la posibilidad de viajar por las pistas del desierto y de encontrar ya sea campamentos de tuareg, ya campos de trabajo de geógrafos, de buscadores de uranio, diamantes o, lo que era más precioso, pozos de agua que explotar. Desde algún tiempo estaba en relación con un ingeniero sueco que se había convertido al catolicismo, al que había catequizado en dos años de encuentro y que deseaba ahora ser "bautizado" por mí en el lugar de su trabajo, entre sus colegas, en una mina de buscadores de minerales preciosos entre Ideles y Djanet. Al pasar por Laghouat —centro de la diócesis— so108

licité el permiso del obispo y, una vez obtenido, fijé con alegría la fecha de la ceremonia, según lo deseaba Alex, el neófito. La situación especial hacía prever fácilmente un magnífico encuentro de fe en aquella zona perdida del Sahara. En la fecha establecida, como atraídos por la gracia y por la amistad, geógrafos, buscadores y médicos —que tenían sus campamentos en un radio de cientos de kilómetros— se habían dado cita en aquel lugar áspero y solitario del desierto, llamado Tabelbellá. Llegué dos días antes del bautismo, y acerté, porque me esperaba una gran sorpresa. Además de las tiendas de los buscadores del campo, encontré una gran tienda del servicio de sanidad de la región. Bajo ella se habían instalado unos esposos, ambos médicos; estaban entregados a curar a los enfermos de la zona. Muchos habían llegado de lejos y formaban una gran procesión, en espera de que les viera el que ellos llamaban el "tubib". De origen belga, se habían casado y habían partido para África. Habían aceptado su pesado trabajo de ir a visitar enfermos en los campamentos de nómadas, y la suya no era ciertamente una "vida burguesa" y cómoda". ¡Pero qué magníficos eran y cómo me conmovía al ver su trabajo! Los recuerdo como si fuese hoy. Jóvenes, animosos, inclinados sobre sus enfermos, que uno tras otro desfilaban ante ellos con confianza y gran reconocimiento. Todos hubieran deseado llevarles a cenar a su campamento, prometiendo "couscous" o "michouy" con sus ojos centelleantes de alegría y gratitud. Al contemplar a aquellos jóvenes médicos, me entusiasmaba y hubiera querido que estuvieran en las pan109

tallas de todas las televisiones europeas y americanas para decir con los hechos que no existe el paro en el mundo para quien vive en la caridad y busca la comunión con los pobres. Como no hay paro para el que pasaba la vida allí buscando agua para purificarla y canalizarla en provecho de las poblaciones sedientas o para construir aldeas intentando hacer más humana la vida de los pobres.

BAJO LA TIENDA en que nos reunimos al día siguiente por la tarde para el bautismo de Alex se había formado la comunidad más interesante que hubiera podido desear. Mi estupor fue grande al ver que todos éramos cristianos y casi todos proveníamos de movimientos militantes, como la JOC francesa, la Juventud estudiante belga, los focolares, las comunidades neocatecumenales, los movimientos de espiritualidad familiar. El Espíritu Santo descendió sobre nosotros, reunidos como Iglesia, y cuando derramé el agua sobre la cabeza de Alex la conmoción era general y manifiesta la alegría de todos. Luego nos sentamos y cada uno habló de su camino en la fe. Me impresionó la madurez de aquellos hombre llegados allí para trabajar ciertamente, pero más aún por un ideal que habían conquistado. He aquí el relato de los testimonios, tal como intento recordarlo. Jean-Ivette: "Somos franceses y hemos militado juntos en la juventud obrera cristiana (JOC). Nos enamoramos y, después de casarnos, salimos con una compañía de buscadores de uranio. Yo guío el helicóptero e Ivette hace de secretaria en 110

el campo. Somos muy felices y pensamos permanecer en África lo más posible. Tenemos muchos amigos entre los árabes y bereberes, y les ayudamos como podemos. Estamos contentos de encontrarnos aquí y de haber testimoniado a Cristo a nuestro hermano Alex, que hoy ha recibido el bautismo". Pierre-Monique: "Nosotros somos belgas y médicos. Procedemos de la Juventud estudiantil, pero nos conocimos en una de las primeras Mariápolis de los focolares. Todo cambió desde entonces, y Jesús tomó posesión de nosotros. Cuando nos encontramos con los hermanos, sentimos que él está en medio de nosotros, y ésta es nuestra fuerza e inspiración profunda. Queremos trabajar como médicos en el Tercer Mundo. El trabajo nos gusta, nos queremos y ahora concebimos la vida como don que ofrecer a Dios y a los hombres. Nos estamos habituando al desierto, del que estamos enamorados, y nos sentimos satisfechos por estar aquí esta tarde para testimoniar nuestro amor a Cristo, que hoy ha llamado a Alex a seguirle". Francesco-Chiari: "Nosotros somos italianos. Yo, Francesco, soy ingeniero, y conocí a Chiara en una catcquesis de neocatecumenales. Vamos haciendo juntos el camino de la fe, lo que nos ayuda mucho en nuestra vida de pareja. Estamos contentos de poder estar aquí para manifestarle a Alex nuestro afecto". Alex: "Yo vengo de muy lejos. Mi padre tenía una acería en Estocolmo y quería que trabajase con él. Yo atravesaba una crisis existencial. No estaba contento de mí mismo, no encontraba motivos para vivir, y partí como peregrino por el mundo. He estado en todos los continentes y he conocido a mucha gente que, como yo, andaba buscando. En la India conocí la droga y estuve a punto de perderme. 111

Me salvó una mujer que me quería y con la que más tarde me casé. Luego quedé nuevamente solo al morir ella de cáncer en una clínica americana. Desesperado, comencé de nuevo a viajar, mantenido sólo por el recuerdo de ella, que era cristiana y que en el lecho de muerte me había dejado su pequeño crucifijo de madera, diciéndome: 'Esto te salvará'. Para ayudarme a vivir me zambullí en el trabajo, alistándome en una sociedad minera que trabaja aquí, en Argelia. Un día encontré en la pista al hermano Cario. A partir de entonces sentí que había llegado el momento de escuchar la voz de Susy, mi difunta esposa, a la que siento siempre a mi lado como inspiradora. He pedido ser bautizado. Ahora me encuentro aquí, con vosotros, lleno de alegría. Ya no estoy solo, porque he encontrado una Iglesia. Me parece que comienzo a vivir".

CUANDO HUBIERON terminado todos el relato de su propia vida, hubo un momento de silencio en la tienda. El fuego del Espíritu había hecho de nosotros una sola cosa; la conmoción era intensa y visible. Tenía que tomar la palabra y me sentía pequeño e indigno ante aquellos hombres maduros y probados en el trabajo, la cultura y el largo camino recorrido. Salí del paso haciendo una pregunta que me parecía madura y verdadera: "¿Qué falta bajo esta tienda? Estamos aquí como comunidad de fe. Hemos orado. Como si fuésemos cristianos primitivos, hemos acogido a uno entre nosotros en la Iglesia; uno que de ahora en 112

adelante caminará en la fe e intentará vivir imitando a Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Maestro. ¿Qué falta entonces bajo esta tienda? Decidlo vosotros". Una voz —la del médico— me respondió: "Falta la Eucaristía, falta la presencia de Jesús bajo el signo que nos dejó en la última Cena". Guardé silencio. Nunca como en aquel instante sentí la incongruencia histórica de una comunidad de cristianos huérfanos de la Eucaristía por el simple motivo de que faltara el sacerdote. Pero el sacerdote estaba lejos. Aquellos buscadores hacía meses y meses que no comulgaban por falta de sacerdotes. Todos era militantes cristianos, conscientes de su fe, y solamente porque su trabajo y sus compromisos les habían llevado lejos se veían forzados a vivir sin Eucaristía durante meses y meses. En la tienda —estimulado por la visión de aquella comunidad que se había formado a cientos de kilómetros de la primera misión— me resultaba fácil ver una realidad que era insostenible. ¿Por qué?... ¿Por qué comunidades del Zaire, de África Ecuatorial, integradas por excelentes cristianos catequizados por catequistas africanos, debían quedar privados de Eucaristía solamente por la falta de sacerdotes? ¿Y por qué faltaba el sacerdote? Porque todos eran casados, y la Iglesia no ordena más que a célibes. ¿Pero es posible que ser célibe constituya una condición tan absoluta? ¿Es posible que por el mero hecho de estar casados se niegue la posibilidad de consagrar el Cuerpo del Señor en la asamblea de los fíeles? ¿Es eso lo que pidió Jesús? ¿Estar casados es un defecto tal que incapacita para ser sacerdote en la Iglesia de Cristo? 113

¡No, no! Aquí algo no funcionaba; había algo incomprensible en la situación de la Iglesia de hoy. Evidentemente, estaba el peso de un pasado al presente superado, que era preciso afrontar. Estaba la obediencia a una situación histórica de otros tiempos, que seguía influyendo gracias a la pereza de los cristianos, que es mucha, o al poder misterioso que poseen los tabúes en las tradiciones seculares y en las culturas míticas. ¿Cuál había sido la voluntad de Jesús al instituir la Eucaristía? ¿Había pedido el celibato o el "haced esto en memoria mía"? La voluntad celibataria, llevada a lo inverosímil en los últimos siglos, especialmente por los religiosos, ¿no ha terminado por enmascarar la misma voluntad de Cristo? Entre el celibato obligatorio, que reduce el número de sacerdotes, y la necesidad de no dejar a la comunidad sin Eucaristía, ¿qué opción se impone? ¿No tiene derecho la comunidad a la Eucaristía? ¿Por qué negársela simplemente porque no tenga un célibe dispuesto a ser sacerdote?

HE TENIDO entre mis manos una carta escrita por un africano, cristiano ideal y padre de familia. La carta iba dirigida a su obispo, y decía poco más o menos: "Tata obispo, quisiera pedirte un regalo. Nuestro pueblo es todo él cristiano, pero es pequeño, pequeño, y nunca podrá tener un sacerdote fijo para celebrar la misa todos los días, como desearíamos nosotros. A veces hemos de esperar meses para tener la alegría de una misa. Tata obispo, tenemos con nosotros al catequista.

Está casado, es bueno y rico de fe y caridad. ¿Por qué no le pides al Papa que te dé el poder de ordenarle sacerdote? Así tendremos siempre la Eucaristía". ¿Qué responder a este pobre cristiano? ¿Hay argumentos lógicos para negarle su petición? ¿Basta repetir eternamente que el sacerdocio debe conferirse sólo a los célibes? ¿Y por qué no también a los casados? ¿Existe tal prohibición en la Escritura? ¿Qué se hacía en la Iglesia primitiva? ¿Cómo marchaban las cosas en los primeros siglos? ¿No es, más bien, que nosotros, por necesidades históricas o por nuestros gustos celibatarios, hemos cambiado la misma naturaleza de las cosas? Me parece que sí. Hablo como célibe y desde un celibato que Dios mismo me ha dado como carisma irreversible. No veo alternativa en mi vida, y experimento tanto alegría en el cuerpo por este don que el Señor me ha confiado, que me atrevo a decir con san Pablo: "Hermanos, quisiera que todos fueseis como yo". Sin embargo, con idéntica fuerza y conciencia os digo que hubiera deseado recibir la Eucaristía de mi padre, muy digno de ser sacerdote, aunque estuviera casado. Y con igual esperanza afirmo que estamos en vísperas de un tiempo en que la Iglesia dejará de hablar como lo hace sobre la falta de sacerdotes hoy, porque sus palabras no son ciertas. Hoy no faltan sacerdotes. Hay todos los que se necesitan y, como siempre por la generosidad de Dios con nosotros, más todavía. Pero están entre los casados, y la Iglesia debe buscarlos allí. ¡Qué interesante sería que dejara de circular el miedo a la falta de sacerdotes en la Iglesia! ¡Qué alegría el día en que la comunidad tome con-

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ciencia de que las cosas han cambiado y de que la clausura de los seminarios para solo calibres, vaciados por el mismo Dios, ha sido una gracia, una de las mayores gracias después del concilio! ¡Con la paz de todos!

Un tabú que liquidar

Con la distancia de los años vuelve a mi mente aquel bautismo administrado en la lejana tierra africana, tan rico en fe y madurez humana y tan pobre por el irracional ayuno eucarístico. Y, más que antes y con mayor energía, me repito: ¿Por qué? Precisamente hoy que tenemos a un papa como Wojtyla, tan capaz de entusiasmar a los casados cuando habla del mismo amor conyugal como experiencia del amor de Dios, tenemos que ver a la Iglesia, a su Iglesia, enclada aún en su pasado, superado infinitamente por la realidad de hoy tan universal, tan radical, tan explosiva. Me pregunto: ¿Temería el papa Wojtyla ordenar sacerdote a su amigo sindicalista Walesa y hacerle capaz de celebrar la misa entre sus obreros? Oigo decir: en Polonia hay muchos sacerdotes célibes; no hay necesidad de ordenar a casados... Es verdad... Pero ¿se puede decir lo mismo del Brasil, de los países africanos? He visto comunidades esperando meses para tener la Eucaristía. ¿Es justo? Pero, además, está la nota dolorosa, la verdadera, la que ofende a toda una categoría de hombres. 116

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Tener miedo de ordenar sacerdote a un casado significa, en el fondo, no tener confianza en el estado matrimonial; significa, y es una verdad sacrosanta, dar en la Iglesia la impresión de que el celibato es el verdadero, el único estado de perfección. Y eso es falso. Eso es un tabú.

SE QUE TOCO un tema delicado. Sé que algunos se escandalizarán. Pido perdón, pero no puedo callar. Y, además, hablo como célibe; por tanto, con los papeles en regla, y me precio de proclamarlo. Os he dicho, y lo repito, que el Señor me ha pedido que reciba este carisma de la virginidad, y cuando le doy gracias por el don que me ha otorgado lloro de alegría. Soy feliz en la soledad de mi celda. El es mi almohada, mi intimidad, mi plenitud, mi esposo. Pero no puedo soportar que se insinúe en la Iglesia que mi estado es "especial", una especie de perfección. No; la perfección está en la caridad, no en el celibato. ¡Cuántos esposos he encontrado más ricos que yo en amor, en el don de sí, en la oración, en la unión con Dios! Es un horrible tabú del pasado juzgar a los hombres por su estado civil y no mirar lo que cuenta: la fe, la esperanza, la caridad. Y en esto no es el celibato lo que cuenta, como no es el matrimonio lo que puede incidir. Hemos llegado al absurdo de proclamar: "No hay vocaciones sacerdotales", cuando de vocaciones está lleno el mundo y lo están las iglesias. Desde luego, no encontraréis ya vocaciones de "se118

minarios de ayer", pero podéis encontrar cuantas queráis en los "seminarios de hoy", que son los movimientos, como las comunidades neocatecumenales, la Acción Católica, los focolares, los grupos de comunión y liberación, los cursillos; es decir, en todas aquellas comunidades eclesiales que siguen en serio el camino de la fe y no distinguen a los hombres por una cosa tan íntima como es la del celibato, de la que no se debía susurrar o hablar por pudor o discreción. En vez de abrir de nuevo los seminarios menores, verdadero baldón educativo y último intento de influir en los jóvenes lejanos de la verdadera libertad de los carismas que sólo Dios da, la Iglesia debería dejar que los jóvenes se formaran en el ámbito de la vida parroquial, pero sobre todo en las comunidades de fe y de oración. El joven en este ambiente, que "no es del mundo, pero que está en el mundo" (cf Jn 17,11.14), encuentra su vida, descubre su carisma, camina con los hermanos en la fe y en el amor, sirve a la comunidad con su compromiso, se casa o no se casa, de acuerdo con la llamada. Entonces, cuando en la comunidad surge la necesidad del sacerdote, el obispo escoge dentro de una gama mucho más amplia que la de los célibes de costumbre.'. ¿Hay en el Evangelio algo en contra de este modo de proceder? ¿Es tan extraño pensar que vuestro padre pueda daros la Eucaristía?

LOS QUE PERMANECEN atados al pasado suscitan algunas dificultades. Voy a hablar de ellas. La primera es la concepción del sacerdote "para todo". Se dice: Si el obispo ordena sacerdote a un casado, ¿cómo puede éste ocuparse del bien