Sobre Dios La Iglesia Y El Mundo


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FERNANDO OCÁRIZ

SOBRE DIOS, LA IGLESIA Y EL MUNDO

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Ocariz, Fernando Sobre Dios, la Iglesia y el mundo. -

ISBN 978-987-1764-55-6

Adaptación editorial: Lic. Ricardo P. Cravero Diseño de portada: Lic. Ricardo Ghiggino

© 2013 by FUNDACIÓN STUDIUM © 2013 Ediciones Logos [email protected] www. edicioneslogos.com ISBN 978-987-1764-55-6 Hecho el depósito que indica la Ley 11.723

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN ..................................................................

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CAPÍTULO I. TEÓLOGO ....................................................

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CAPÍTULO II. EN EL VATICANO .....................................

26

CAPÍTULO III. FE Y RAZÓN .............................................

40

CAPÍTULO IV. LIBERTAD.................................................

51

CAPÍTULO V. LA IGLESIA Y LA ÉPOCA .........................

63

CAPÍTULO VI. CONCILIO .................................................

76

CAPÍTULO VIL EVANGELIZAR DE NUEVO ..................

92

CAPÍTULO VIII. OBRA DE DIOS .....................................

105

CAPÍTULO LX. LLAMADAS ............................................

121

CAPÍTULO X. MUJERES, HOMBRES, NIÑOS ................

133

CAPÍTULO XI. TRABAJO, POBREZA ..............................

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NOTAS ..............................................................................

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PRESENTACIÓN

Los periodistas solemos tener prisa. Hoy se detecta el bosón de Higgs; esta tarde, o mañana, hay que contarlo al público, explicarlo, dar los antecedentes, ponerlo en su contexto. La simplificación es inevitable. Es corriente decir que cada lector del periódico encuentra errores y lagunas en las noticias sobre aquello de lo que entiende. La implicación fácil es que también en las demás páginas hay fallos que él no detecta. Otra más segura es que cada lector sabría poco de las materias que no domina si no fuera por la prensa. Sin ella, tendría que documentarse por sí mismo. Así, el periodista es mediador entre las fuentes y el público. Cuando la materia no es vulgar, acude al entendido y divulga. Su misión incluye buscar expertos que de verdad aporten luz. Y como ellos tienen mucho que decir, alguna vez debería dejar de lado las prisas para invitarles a hablar con calma, y así dar espacio a su pensamiento, dejar que se explayen. En no pocos casos, esto se ha conseguido con una entrevista amplia, de la extensión de un libro. Este periodista ha encontrado a monseñor Fernando Ocáriz. Esto no quiere decir que lo haya «descubierto»: es una persona

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conocida en la Iglesia. Es Vicario General del Opus Dei desde 1994. Profesor de Teología Fundamental y Dogmática en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma) desde que fue creada, y actualmente Vice Gran Canciller. Ha publicado libros y artículos de filosofía y teología. Desde 1986 es consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe; desde 2003, de la Congregación del Clero, y ahora también del recientemente creado Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización. En 1989 ingresó en la Academia Pontificia de Teología. Tampoco es esta una entrevista «exclusiva», pero sí la más extensa de las que ha concedido Mons. Ocáriz. Además, de vez en cuando firma colaboraciones en prensa, especialmente en L'Osservatore Romano y en la revista Palabra. Entre sus obras hay dos estudios de filosofía: uno sobre el marxismo y otro sobre Voltaire. Es más amplia su producción teológica. Su primera obra fue Hijos de Dios en Cristo. Introducción a una teología de la participación sobrenatural (1972), a la que siguieron varios ensayos y tratados; dos, en colaboración con otros autores, han sido traducidos a varios idiomas (uno es sobre la revelación y el segundo, de cristología). Ha escrito también libros de teología espiritual, en su mayor parte en torno a las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Bala-guer, el fundador del Opus Dei. Otro título que trata este tema es más bien de eclesiología: El Opus Dei en la Iglesia, que incluye además dos estudios de otros tantos autores. Sus trabajos para publicaciones especializadas versan sobre esas mismas materias. Una amplia recopilación de algunos de sus artículos teológicos —Naturaleza, gracia y gloria— se publicó, prologada por el cardenal Ratzinger, en el año 2000. Por lo que se refiere a su trayectoria personal, diremos que nació en París en 1944, de padres españoles. Estudió el bachillerato en Madrid y cursó Ciencias Físicas en la Universidad de Barcelona. En su época de estudiante fue cuando se incorporó

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al Opus Dei. Más tarde lo encontramos en Roma, donde se licenció en Teología por la Universidad Pontificia Lateranense. El doctorado lo obtuvo en la Universidad de Navarra, en 1971. Ese mismo año fue ordenado sacerdote. Desde entonces ha seguido casi siempre en Roma. Pero no haría justicia a la verdad una semblanza en la que solo destacara el trabajo académico o en servicio de la Santa Sede. Mons. Ocáriz, como él mismo subraya, desde su ordenación es ante todo sacerdote. Su más importante actividad es celebrar la Santa Misa, predicar la Palabra de Dios, ser ministro de los sacramentos: ser «ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios» (1 Cor 4, 1). La entrevista, llevada a cabo en varias fases en el transcurso de casi un mes, trata asuntos relevantes de la teología, la vida de la Iglesia, el Opus Dei, la sociedad y las corrientes ideológicas actuales. Pudimos aprovechar una forzosa interrupción, aunque solo parcial, de sus trabajos habituales a causa de una operación, consecuencia de ser un buen deportista, que lo obligó a moverse poco y con muletas durante algunas semanas. En parte, las preguntas toman pie del clima de crisis que se percibe en distintos ámbitos y se remonta al menos varias décadas. Don Fernando Ocáriz aporta pistas sobre las causas profundas de la situación y una perspectiva amplia, que mira a la experiencia histórica y a lo permanente: la acción de Dios y la naturaleza humana. Por eso, su visión de los problemas, sin disimularlos, tiene serenidad, cosa que va con su carácter. Habla suavemente, con calma; tiene buen humor, sonríe. Se detiene a pensar; algunas veces envió por escrito aclaraciones a sus respuestas. Se expresa con precisión y escuetamente; mejor dicho: condensadamente. En algunos casos consideré necesario pedirle que ampliara, explicara más o descendiera a detalles. Lo que no conseguí es que pasara de las causas al pronóstico. «No soy profeta», me dijo cuando le pregunté por el futuro del cristianismo en Europa. No era una excusa, sino la consecuencia de una verdad de fe. El resultado de la providencia divina y la libertad humana no es previsible ni

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programable. Para el cristiano, el porvenir no es objeto de adivinación sino de esperanza. Aparte de proponer las preguntas, mi cometido ha consistido en suministrar el contexto y dar el toque final a la redacción, incluido buscar las referencias de los textos de otros autores que don Fernando citó de memoria, cuando me pareció oportuno consignadas. Él revisó su parte y añadió otras referencias. Las he puesto todas al final, porque no forman parte de la entrevista: son accesorios para quien desee consultar los documentos mencionados. Creo que el resultado responde al fin propuesto: ofrecer la visión de un intelectual sobre asuntos de interés público.

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CAPITULO I

TEÓLOGO

Entre los estudiosos a quienes los medios de comunicación preguntan, incluso sobre temas de interés general, no es insólito que haya teólogos. Al fin y al cabo, la teología está más próxima a las inquietudes humanas que la física de partículas. Unos pocos teólogos son famosos porque se oponen abiertamente al magisterio de la Iglesia católica. Esto dispensa a los medios de comunicación masiva de calibrar los méritos científicos de esos disidentes: la polémica es suficiente noticia por sí sola. El rebelde se atribuye el papel de David amenazado por el gigante Vaticano, aunque hoy retar a Roma tiene bien poco peligro, y las «condenas» del ex Santo Oficio son un ejercicio de la libertad de expresión. ¿O no se puede criticar a un teólogo? La mayor parte de los teólogos menos inclinados al es-trellato son conocidos por el contenido de sus trabajos y sus intervenciones públicas, aunque no sean antivaticanas. Don Fernando Ocáriz, que no gusta de hacer ruido, nos da la oportunidad de ir directamente al grano, sin necesidad de desbrozar antes polémicas. Cuarenta años en el oficio y más de veinticinco colaborando con la Congregación para

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la Doctrina de la Fe deben de ser un buen observatorio de la evolución de la teología en la época reciente. Pero D. Fernando, como he señalado en la Presentación, estudió primero Ciencias Físicas. Me parece oportuno, por eso, comenzar la conversación pidiéndole un sumario de su itinerario intelectual. No parece que pueda decirse que usted desde niño quería ser teólogo. ¿Por qué decidió estudiar física y más tarde se centró en la teología? ¿Ve en una y otra algún atractivo común? ¿Cuáles fueron los antecedentes familiares, lecturas, maestros... que le encaminaron sucesivamente a esas dos ciencias? No creo que tenga particular interés saber por qué me decidí por unos estudios o por otros. Pero, en fin: me decidí por la Física porque era lo que más me atraía, especialmente como campo de investigación. Supongo que influyó en esto el ambiente familiar, más caracterizado por las ciencias que por las letras. Mi padre era veterinario militar, dedicado —sobre todo al dejar el ejército— a la investigación en Biología animal (primero en París —yo nací allí— y después en Madrid). Además, mis tres hermanos mayores son uno ingeniero naval, otro físico y otro matemático. Me parece que también influyeron, como es lógico, los profesores de los últimos cursos de bachillerato y de primer curso de universidad (que, entonces, era común a todas las ingenierías y carreras de ciencias). Todo esto me parece que me inclinó sobre todo a las matemáticas, pero me atraía conocer e investigar más directamente la realidad, por eso me incliné por la Física. La razón de la dedicación a la teología es más evidente: en el Opus Dei, todos los fieles estudian filosofía y teología, según las

circunstancias personales por lo que se refiere al ritmo, etc. Para gran parte de ellos, se trata de los estudios filosóficos y teológicos completos (entonces, eran dos años de filosofía y cuatro de teología). El atractivo que suscitaron en mí fue grande; objetivamente nada más apasionante que profundizar en el conocimiento de Dios, de Jesucristo y todos los misterios del cristianismo. Luego vino la licenciatura en Teología en la Universidad Lateranense y después el doctorado en la Universidad de Navarra. Pienso, sin duda, que en mi interés por la teología ha tenido un influjo decisivo conocer de cerca las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer. También han tenido en mí una influencia que considero importante dos filósofos: Carlos Cardona y Cornelio Fabro, en cuanto originales y profundos intérpretes de santo Tomás de Aquino. El atractivo común a la física y a la teología es, para mí, que cada una a su modo es conocimiento de la realidad, y que las dos presentan un campo de profundización e investigación ilimitado. ¿Cómo ha cambiado la teología desde que usted se inició en ella hasta hoy? ¿Qué diría si tuviera que describir resumidamente la situación actual de la teología: avances, obstáculos, fracasos, líneas de trabajo prometedoras? Respecto al cambio, yo señalaría que la teología actual busca una mayor fundamentación bíblica y patrística, y presta más atención a la historia. Pero se aprecia también una menor fundamentación metafísica en la teología especulativa: en este sentido, tampoco se ha hecho suficiente caso de lo que dice al respecto Fides et ratio. En esa encíclica, Juan Pablo II subrayaba que la comprensión de la verdad revelada necesita la aportación de una filosofía del ser, para que la teología dogmática se desarrolle adecuadamente1. La reflexión teológica, si no se eleva sobre el conocimiento empírico, cae fácilmente en una visión reductiva de las verdades de fe. Así ocurre —el ejemplo es de la misma encíclica— en la eclesiología cuando se pretende explicar la Iglesia a partir del modelo de la sociedad civil.

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Tampoco se ha seguido suficientemente, en general —hay notables excepciones valiosas—, la recomendación del Vaticano II sobre estudiar a santo Tomás de Aquino2; un estudio que es importante para diversos temas particulares y, sobre todo, por la integración de la razón metafísica en el intellectus fidei, en el discurso teológico. Cabe señalar también, actualmente, una mayor contextualización de las cuestiones teológicas, un mayor engarce con los problemas planteados en otros ámbitos. Esto, por una parte, ha llevado a resultados positivos: por ejemplo, en bioética, la teología contribuye a iluminar temas fundamentales como la dignidad humana o la unidad de la persona, que es inseparablemente cuerpo y espíritu. Por otra, la contextualización a veces no se ha realizado bien, produciendo resultados negativos, como en el caso de la teología de la liberación contemplada en las dos instrucciones Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientia (1986), de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Entre las líneas de trabajo prometedoras, se puede mencionar el intento, ciertamente no fácil, de incorporar las aportaciones válidas de los estudios histórico-críticos de la Escritura en una exégesis bíblica teológicamente más completa. En este ámbito se sitúan en cierto modo los volúmenes Jesús de Nazaret de Joseph RatzingerBenedicto XVI, que afrontan cuestiones difíciles y, como él mismo afirma, con propuestas opinables (no son textos de su magisterio pontificio). A propósito de la mención a Fides et ratio: el magisterio de la Iglesia recuerda, también en otros lugares, que la teología ha de mantener relaciones estrechas y cordiales con la filosofía. Antes de toda especialización, el teólogo necesita sólidos fundamentos filosóficos, de una buena filosofía en armonía con el cristianismo, como era la de Cornelio Fabro (1911-1995), estudioso del

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pensamiento moderno y renovador del tomismo, a quien nuestro interlocutor conoció personalmente. En el caso del propio don Fernando Ocáriz, precisamente uno de sus primeros libros es de filosofía: se titula El marxismo: Teoría y práctica de una revolución (1975). Han pasado los años; Marx parece haber sido arrojado a la papelera de la historia. Pero convendría cerciorarnos por alguien que estudió el marxismo cuando parecía imbatible en la Europa central y oriental, y vigorosa en Occidente, de si en verdad aquella ideología es ya solo provincia de la arqueología del pensamiento. Lo mismo se puede plantear a propósito del tomismo y, en general, la llamada «filosofía cristiana». Abordemos estos temas. Usted tuvo un amplio trato con Cornelio Fabro. Después de él, ¿diría que ha desaparecido la filosofía cristiana? El término «filosofía cristiana» podría entenderse en un sentido ambiguo. No ha desaparecido, como filosofía realista y, por tanto, adecuada para expresar y profundizar las verdades de la fe cristiana. No faltan hoy día excelentes filósofos cristianos. Pero no se piense en esta filosofía como un mundo aparte y cerrado. Concretamente, Cornelio Fabro fue un filósofo —no solo un buen profesor de filosofía— intelectualmente muy abierto. El mismo explicaba que su actividad filosófica se había desarrollado siguiendo tres direcciones fundamentales. La primera, de interpretación y profundización en el pensamiento de santo Tomás de Aquino, llevó a lo que Fabro llamaba tomismo esencial, centrado en el redescubrimiento del ser como acto y la correspondiente noción de participación. Una segunda dirección fue el estudio de la filosofía moderna y contemporánea, que le condujo a mostrar con rigor la esencial pertenencia del ateísmo a la filosofía inmanentista. La tercera constituye una defensa de la oposición de Kierkegaard a Hegel, con la afirmación

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kierkegaardiana de la libertad como independencia de la persona para comprometerse en la elección del Absoluto, es decir, de Dios. Estas tres direcciones son convergentes y no pueden ser consideradas un mero rechazo del pensamiento moderno en función de una reproposición de la filosofía tomista. En el itinerario intelectual de Cornelio Fabro encontramos un gran empeño por asumir y valorizar cuanto de positivo hay en el pensamiento moderno a la luz de la filosofía realista y cristiana. Esta apertura intelectual de Fabro fue siempre unida a una actitud de gran coherencia y sinceridad: después de estudiar un asunto, decía lo que pensaba sin temor a ir contracorriente. Recuerdo muy bien, por ejemplo, que cuando en 1986 se enteró de mi nombramiento de consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe —de la que él también fue consultor durante muchos años—, me dijo: «Le doy un solo consejo: diga siempre lo que piensa». En cuanto al marxismo, ¿por qué tuvo tanto atractivo en otros tiempos? ¿Ha dejado alguna influencia en la sociedad y la cultura de hoy?¿Y en la Iglesia? El marxismo tuvo atractivo filosófico, porque venía a ser un bajar a la tierra el idealismo hegeliano, intentando insertar la dialéctica en la historia real, material. Tuvo un atractivo social, por su presunta superación de los socialismos utópicos, y la general aspiración a una justicia social, si bien, en realidad, en el marxismo propiamente dicho no tiene cabida la noción misma de justicia ni de derecho. Para Marx el derecho no es más que «un aparato decorativo del poder» 3, y él mismo confesó que en la Primera Internacional no tuvo más remedio que hablar de libertad y de justicia por la «estupidez» —así lo dijo— de sus colaboradores4. Me parece que el marxismo —o, mejor, los marxismos, pues hay grandes diferencias entre Marx y Engels, Lenin, Gramsci, Althusser, Marcuse, etc.—, como sistema de pensamiento permanece solo en

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ámbitos académicos muy reducidos y más bien irrelevantes. Sin embargo, ha dejado influencias en la sociedad bajo distintos puntos de vista; quizá el más notable es la generalizada reducción de la política a la economía, coincidiendo en esto, paradójicamente, con el capitalismo liberal extremo. En la Iglesia, como es bien sabido, tuvo influencia en diversos movimientos («cristianos para el socialismo», etc.) y en la llamada teología de la liberación, que pretendieron tomar del marxismo el método sin comprender que el método marxista, si se toma en serio, coincide con el materialismo histórico y, por tanto, es inseparable del ateísmo. El marxismo ha quedado desacreditado por la evidencia de que genera regímenes políticos que ahogan la libertad y son económicamente ineficientes. Donde se abandonan, en mayor o menor grado, los principios de la economía comunista para buscar la prosperidad mediante un capitalismo tutelado por el Estado, como han hecho en China, la ideología marxista va convirtiéndose en una cascara vacía en la que pocos en. A la postre, los principios proclamados solo sirven para justificar retóricamente la represión con que la élite dirigente se perpetúa en el poder, también mediante el control del ejército y de la policía. Sin embargo, que el marxismo haya fracasado no significa que estén ya resueltos los problemas a que decía venir a dar respuesta. La actual crisis financiera y económica internacional debería enseñar a Occidente a evitar la autocomplacencia y desconfiar de su propio materialismo.

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Volvemos al tiempo presente. El teólogo más conocido hoy es Joseph Ratzinger. ¿Qué lugar ocupa en la teología contemporánea? ¿Cuáles son las líneas fundamentales de su pensamiento y sus principales aportaciones? Primero conviene precisar que la teología contemporánea no es una realidad homogénea. En ella hay, además de una variedad de disciplinas, distintas corrientes, entre las que se da en algunos casos una clara discordancia. Así, es bien conocido que hay ambientes teológicos, entre sí muy diversos, que son críticos o abiertamente hostiles a enseñanzas concretas del magisterio de la Iglesia y disienten, «lógicamente», de la teología de Ratzinger. En una parte y en algunos temas de la teología actual, Joseph Ratzinger ocupa un lugar importante, como punto de referencia, tanto por la amplitud temática de sus escritos y su indiscutible lucidez de análisis y de síntesis, como por su autoridad moral, debida también a sus veinticuatro años al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, más aún, a su posterior ministerio como Romano Pontífice. Como decía, la teología de Joseph Ratzinger abarca una temática muy amplia: desde cuestiones centrales de teología fundamental, hasta aspectos de moral social y política. A mí, personalmente, me ha interesado de modo especial su eclesiología y, más en particular, su concepción de la Iglesia como sacramentum salutis (sacramento, o sea signo e instrumento de salvación), en el contexto de una eclesiología eucarística que evita la tendencia a la unilateralidad propia de la eclesiología eucarística elaborada en el ámbito de las Iglesias ortodoxas. Ratzinger advierte que la dificultad de la eclesiología eucarística desarrollada por los teólogos ortodoxos es explicar el primado de Pedro: al ser la Eucaristía el centro de la Iglesia particular, esa eclesiología tiende a concebirse exclusivamente en torno al obispo y su Iglesia particular; por tanto, oscureciendo la dimensión universal de la Eucaristía y de espaldas al

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primado. Para hacer frente a esta dificultad, es importante destacar la noción de communio como una de las ideas-madre para la comprensión de la Iglesia, pues contiene también la noción de catolicidad. En este sentido, es muy significativa la descripción de la Iglesia primitiva que nos ofrecen los Hechos de los Apóstoles: los fieles «perseveraban asiduamente en la doctrina de los apóstoles y en la comunión (koinom'a), en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). La unidad de la Iglesia, la comunión, se encuentra — explica Ratzinger— como abrazada por el ministerio apostólico (expresado en su función magisterial) y el misterio eucarístico (la fracción del pan)5. Usted ha dedicado bastantes estudios a la enseñanza de S. Josemaría Escrivá de Balaguer. ¿Cuál es la aportación del fundador del Opus Dei a la teología contemporánea? La aportación de san Josemaría alcanza a múltiples sectores de la teología. Son muchos los temas en los que se encuentran enseñanzas suyas de gran profundidad y fuerza inspiradora. Por ejemplo, cabe señalar la universalidad de la vocación a la santidad y al apostolado; la identidad y la misión de los laicos en la Iglesia; la centralidad de la filiación divina del cristiano y su identificación con Jesucristo; la Santa Misa como centro y raíz de la vida cristiana; la santificación del trabajo; la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial; la unidad de vida; el carácter vocacional del matrimonio; la bondad original del mundo y la historia como proceso para reconstruir, después del pecado, la ordenación a Dios de todas las cosas. Son enseñanzas dadas no en forma académica, sino como expresiones de la luz de Dios que recibió el 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei. Como afirmó en una ocasión Juan Pablo II, refiriéndose a san Josemaría, la teología progresa y se enriquece a partir del Evangelio, con el impulso de la experiencia de los grandes testigos del cristianismo6.

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Entre esas aportaciones, usted cita una, la filiación divina, sobre la que publicó un estudio hace años7. No sé si resulta evidente la relevancia de este aspecto. El cristiano sabe que es hijo adoptivo de Dios por el bautismo. ¿Qué consecuencias prácticas tiene esto para su vida? Antes que las consecuencias prácticas, es fundamental tomar conciencia de la importancia de esta realidad. Tal es esta importancia, que san Pablo escribe que la adopción filial nuestra ha sido la finalidad misma de la Encarnación del Hijo de Dios: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos —escribe a los gálatas— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» {Gal A, 4-5). No se trata solo —y ya sería mucho— de que Dios nos trate como un padre y que nos invite a tratarle como hijos; es mucho más: la gracia sobrenatural nos hace verdaderamente hijos de Dios, nos introduce en la intimidad divina de la Trinidad Santísima como hijos del Padre en el Hijo, en Cristo, por el Espíritu Santo. Es el Paráclito quien clama «Abbá, Padre» en el corazón del creyente (cfr. Rm 8, 15) y quien plasma la presencia y semejanza de Cristo en su alma. Como escribe san Juan: «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!» (/ Jn 3, 1). Las enseñanzas de san Josemaría sobre la filiación divina no tienen su origen solo ni principalmente en su meditación personal, sino en una altísima contemplación que Dios infundió en su alma, en un momento preciso de su vida8. El sentido profundo de saberse hijo de Dios le llevó a enseñar, desde su personal experiencia espiritual, la centralidad de la filiación divina en la vida cristiana. No solo consideró este sentido filial como «fundamento del espíritu del Opus Dei»9, sino que también, refiriéndose a todo cristiano, enseñó que «el fundamento de su vida espiritual es el sentido de la filiación divina»10.

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¿Cuáles son las consecuencias prácticas de esta realidad fundamental? Se pueden resumir diciendo que todo en la vida del cristiano ha de estar caracterizado por su ser hijo de Dios. Por ejemplo, la oración —san Josemaría lo predicó incansablemente— debe ser un diálogo filial con Dios y, por tanto, lleno de amor, sencillez, confianza y sinceridad. El trabajo —sea el que sea— podemos realizarlo con la segura conciencia de estar trabajando en las cosas de nuestro Padre, porque realmente, í Cómo nos dicte san Pablo, «todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios» (1Cor 3, 22-23). Otra consecuencia de primera importancia es la fraternidad, que nos hace ver a los demás como verdaderos hermanos, hijos queridos del mismo Padre-Dios; y de ahí, también, surge el afán apostólico. Y la conversión será la vuelta a la casa del Padre (como explicó Jesús en la parábola del hijo pródigo). En fin, para no alargarme, añado solo que el sentido de la filiación divina conduce a una gran libertad de espíritu —«la libertad de los hijos de Dios», como se expresaba con frecuencia san Josemaría—, y a una profunda alegría y al optimismo propio de la esperanza, que lleva a amar el mundo, que salió bueno de las manos de nuestro Padre-Dios, y a afrontar la vida con la clara conciencia de que se puede hacer el bien y vencer al pecado. ¿ Aunque se trata de un misterio sobrenatural, ¿podría explicar un poco qué significa ese ser hijos del Padre «en el Hijo»? Significa que la filiación divina es identificación con Cristo, con el Unigénito del Padre. No se trata solo de una semejanza con Cristo, de tener sus sentimientos, reacciones, modo de ver la realidad, etc., aunque también encierra todo esto. Es encontrarse en la misma y única relación que Cristo tiene con Dios Padre. Solo hay un Hijo de Dios, el Unigénito, el Verbo eterno, que se hizo hombre en Cristo. Nosotros no somos hijos de Dios, por decir así, cada uno por su cuenta, sino que somos uno en Cristo. Somos hijos porque participamos —por tanto de modo parcial y limitado— de la filiación

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del Verbo, de Cristo: formamos por Él, con Él y en Él un solo cuerpo, su Cuerpo místico. San Josemaría expresaba con gran fuerza que el cristiano es, por la gracia sobrenatural, no solo alter Christus (otro Cristo), sino ipse Christus (el mismo Cristo)11. Se trata, en efecto, de un gran misterio, que contiene muchos aspectos y matices. No podemos comprenderlo del todo, pues hace referencia esencial al misterio de la Trinidad; pero lo podemos creer, con la fe, y amar y obrar en consecuencia. Hubo tiempos en que la teología ocupaba, con la filosofía, la cumbre de las ciencias. Ahora a ningún saber se atribuye sin discusión ese puesto de honor, y entre los que están en las proximidades, encontramos más bien la biología o la física. Un teólogo, ¿tiene algo que decir a los intelectuales de hoy? ¿Y al público en genera^ A los intelectuales de hoy, el teólogo tiene mucho que decir, si le escuchan... A intelectuales cristianos, puede transmitirles un conocimiento del contenido de la fe de nivel proporcionado al nivel de su cultura humana, necesario, entre otras cosas, para ayudarles a evitar tensiones subjetivas, innecesarias y objetivamente inmotivadas, entre la ciencia y la fe. A intelectuales no creyentes, el teólogo puede dar razón de la esperanza cristiana, mediante una adecuada exposición de los praeambula fidei, las verdades que son como antesala de la fe: la inmortalidad del espíritu humano, el valor histórico de los Evangelios... A los cristianos, tiene que decirles ante todo que la teología no es solo para los que se dedican a su estudio como profesión o como condición para el sacerdocio. No: la teología es necesaria para todo creyente, naturalmente a diversos niveles, porque la fe en la medida en que es viva, tiende a querer saber mejor aquello que cree: es necesariamente, también por la unidad de la persona, fides quaerens intellectum11 («la fe que quiere entender»), y esto es la teología. Desde este presupuesto, la teología aporta a todo creyente, dentro y

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fuera del ámbito académico, un mayor conocimiento de aquello que objetivamente es —y debería ser también subjetivamente— solo más importante sino también lo más apasionante.

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CAPÍTULO II

EN EL VATICANO

Cuando don Fernando Ocáriz empezó a trabajar como consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya la presidía el cardenal Joseph Ratzinger, que permaneció en el cargo diecinueve años más, hasta que, a la muerte de Juan Pablo II, fue elegido para sucederle y se convirtió en el Papa Benedicto XVI. Al plantear la conversación con don Fernando sobre su ya larga experiencia de consultor, quise empezar preguntando cómo trabaja la Congregación y por su más famoso prefecto, para pasar luego a algunos de los asuntos más relevantes de que se ha ocupado este organismo vaticano en los años recientes. Pero cuando el libro ya estaba listo para ir a la imprenta, llegó la inesperada noticia de la renuncia de Benedicto XVI. Siguieron dos semanas más de pontificado, hasta el 28 de febrero de 2013, día en que la renuncia se hizo efectiva, y otras dos semanas hasta que se reunió el cónclave y fue elegido el cardenal arzobispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, hoy Papa Francisco. Me pareció necesario añadir tres preguntas sobre estos acontecimiento de tanta relevancia

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histórica. Don Fernando me envió sus respuestas al poco tiempo, y las he introducido al principio de este capítulo. Como la renuncia de un Papa es un hecho tan insólito, ha habido especulaciones en torno a los motivos de fondo que llevaron a Benedicto XVI a tomar esa decisión. ¿Qué diría usted al respecto? Por otro lado, ¿qué balance haría de este pontificado ya concluido? Desde luego, la renuncia de Benedicto XVI fue una enorme sorpresa y, como muchos, la recibí con una mezcla de pena y de cariño hacia este gran sucesor de san Pedro. En los últimos meses era muy visible una disminución progresiva de su vigor físico (en la voz, en su caminar, también a veces en su rostro), pero se palpaba de modo evidente su lucidez mental y su serenidad de espíritu, su sencillez y su amabilidad. Por ejemplo, su claridad intelectual se pudo experimentar de nuevo en la charla que dio al clero de Roma, el 14 de febrero en el aula Pablo VI: cincuenta minutos hablando, sin papeles, sobre el Concilio Vaticano II, con un claro esquema lineal y un contenido rico en referencias históricas y reflexiones personales. ¿El motivo de la renuncia? El mismo Benedicto XVI lo manifestó expresamente a los cardenales: después de meditarlo largamente en la presencia de Dios, consideró que su disminuida fuerza física hacía conveniente la renuncia por el bien de la Iglesia; nadie mejor que él mismo podía valorarlo. Desde luego, conociendo suficientemente bien a Benedicto XVI, no tendría sentido imaginar otro motivo de fondo que su amor a la Iglesia y su sentido de responsabilidad. Desde el 28 de febrero —en realidad, desde el anuncio de la renuncia, el día 11—, he venido pensando en el legado que nos dejan estos casi ocho años de pontificado: sobre todo, un riquísimo patrimonio magisterial, formado no sólo por las encíclicas Deus caritas est, Spe salvi, Caritas in veritate, y las exhortaciones apostólicas y otros documentos, sino también por su amplísima predicación: homilías y alocuciones, muchas de las cuales forman espléndidos cuerpos doctrinales (sobre la Iglesia, sobre los

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Apóstoles, sobre los Padres de la Iglesia, etc.). En fin, diría — lógicamente no es ni un resumen ni una síntesis de toda esa riqueza doctrinal— que Benedicto XVI ha impulsado a todos a entender y a vivir aquello que afirmó en la homilía del inicio solemne de su pontificado: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él» (24-IV-2005). ¿Conoce usted al Papa Francisco? Le conocí en Argentina cuando el entonces Mons. Jorge Mario Bergoglio era Obispo auxiliar de Buenos Aires. Yo acompañaba al Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría en esa visita. Fue una conversación muy cordial entre los dos obispos (yo sobre todo escuchaba). Han pasado ya bastantes años (debió de ser en 1996), pero recuerdo, entre otros detalles, que Mons. Bergoglio nos contó cómo solía invocar al entonces beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Esto mismo lo volvió a manifestar en 2001, en una carta a Mons. Echevarría en la que expresaba su alegría por la próxima canonización del fundador del Opus Dei. Volví a estar con él, cuando ya era cardenal arzobispo de Buenos Aires, en otra visita con Mons. Echevarría, en 2003. De esos dos únicos encuentros, recuerdo la impresión de haber conocido a una persona austera y, a la vez, sencilla, con buen humor y, especialmente, a un pastor entregado a su misión. Pero ahora lo realmente importante se concreta en la certeza de que es el Papa, el sucesor de san Pedro, vicario de Cristo para la Iglesia universal. Me viene a la memoria una anécdota muy expresiva: Mons. Álvaro del Portillo había conocido y tratado con frecuencia a Mons. Montini, y la primera vez que lo visitó tras su elección como Papa, Pablo VI le dijo: «Sonó diventato vecchio» («me he hecho viejo»), a lo que Mons. del Portillo, espontáneamente contestó: «Santitá, é diventato Pietro» («se ha convertido en Pedro»).

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Un comentario repetido últimamente es que hacen falta cambios en la Curia Romana. Usted, como colaborador de la Curia, ¿qué piensa sobre eso? Efectivamente, se ha hablado mucho recientemente de la necesidad de reformar la Curia Romana. Mi conocimiento directo es el propio de un consultor de algunos dicasterios, no el de quienes tienen allí su trabajo habitual. Como cualquier organización, la Curia Romana es perfectible en su estructura y funcionamiento. Según lo que se ha publicado de las reuniones de los cardenales antes del cónclave, quienes conocen más este tema piensan que conviene una reforma. No soy yo, obviamente, quien puede decir cómo debería llevarse a cabo esa reforma. Pero sí querría añadir que, por lo que he conocido directa e indirectamente, en su conjunto la Curia Romana es una realidad positiva y necesaria, orientada al servicio. Hablemos ya de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Como es sucesora del Santo Oficio, uno tiende a identificarla con la guardia de la ortodoxia y la vigilancia contra las desviaciones en materia de fe y moral. Usted, que tiene experiencia directa, puede decirnos de qué asuntos se ocupa la Congregación. Como se explica en el Anuario Pontificio, la Congregación comprende tres departamentos (Uffici): doctrinal, disciplinar y matrimonial. El disciplinar se ocupa de algunos asuntos relativos a la disciplina eclesiástica, como son, por ejemplo, juzgar delitos especialmente graves contra la fe y los sacramentos, o la absolución de excomuniones reservadas a la Santa Sede.

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El matrimonial trata algunas causas matrimoniales especialmente relativas a la fe. El Ufficio doctrinal se ocupa de la promoción de la doctrina de la fe y de la moral. Lo que conozco más directamente es lo relativo al Ufficio doctrinal. En este departamento, la función de promover la doctrina de la fe y la moral se realiza de modos muy diversos. En primer lugar, elaborando y publicando documentos doctrinales: entre los muchos publicados, seguramente recuerda la Carta Communionis notio (1992), la Declaracióm-Dominus lesus (2000), la Nota sobre el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política (2002), la Nota doctrinal sobre algunos aspectos de la Evangelización (2007), etc. Otro tipo de trabajo es el estudio de publicaciones y opiniones que parezcan contrarias a la fe; resultan bien conocidas, por ejemplo, declaraciones públicas de la Congregación, sobre escritos de algunos teólogos que presentan graves errores o ambigüedades doctrinales. Esto nunca se hace sin haber dialogado previamente por escrito, y si es preciso también oralmente, con los autores correspondientes. También es competencia de la Congregación examinar, desde el punto de vista doctrinal, los documentos que publicarán otros dicasterios de la Curia Romana y dar el nihil obstat para algunos nombramientos eclesiásticos. ¿Qué hace concretamente un consultor como usted? Dar mi opinión sobre los asuntos que me planteen. El procedimiento ordinario consiste en que a los consultores se les entrega una ponencia, que contiene una exposición detallada de la cuestión, la documentación necesaria y algunos pareceres de expertos en la materia (consultores o no de la Congregación); cada consultor estudia por su cuenta el asunto. Después se tiene la reunión de los consultores, en la que cada uno expone su parecer, se intercambian opiniones, etc. A veces las reuniones son de todos los consultores, otras veces solo de una parte de ellos. En ocasiones, un mismo

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asunto requiere varias reuniones. Con los pareceres de los consultores, el asunto se somete al estudio de los miembros (cardenales y obispos) de la Congregación: por último, el cardenal prefecto lleva todo al Papa. Más que la materialidad del procedimiento, destacaría la seriedad con que se trabaja en la Congregación: todo se estudia por muchas personas con una notable interdisciplinariedad, que permite ver los asuntos desde diversas perspectivas y competencias científicas. Me impresiona especialmente la responsabilidad que pesa sobre el Papa; aunque cuenta con tantos colaboradores, por la naturaleza misma de su misión, la decisión última de los asuntos recae sobre el Santo Padre. Años atrás, pude presenciar cómo Juan Pablo II, después de haber escuchado las opiniones de varios de sus colaboradores acerca de un asunto particularmente difícil, les dio las gracias y, llevándose la mano derecha al pecho, le salió del alma decir «pero la responsabilidad es mía». ¿Cómo era su relación personal y profesional con el prefecto Joseph Ratzinger? ¿Cómo describiría su forma de ser, a partir del trato que ha tenido con él? :

Las reuniones de los consultores no las preside el cardenal prefecto, sino el arzobispo secretario de la Congregación. Sin embargo, en esos años tuve ocasión de participar en algunas reuniones, de ordinario con pocas personas, presididas por el cardenal. Más frecuentes fueron los encuentros personales con , casi siempre a petición mía, para tratar asuntos diversos, relativos o no a mi colaboración con la Congregación. En esas ocasiones, el cardenal concedía la audiencia con la prontitud jue permitía su apretadísima agenda, y siempre me llamó la atención que nunca fue él quien daba por terminada la conversación o que hiciese notar que le esperaban otros asuntos.

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¿Cómo resumir mis impresiones? Además de lo que resulta evidente a todos —su gran inteligencia y cultura, no solo teológica— , yo destacaría su disponibilidad ante los demás, su apertura de mente y su sencillez. Una manifestación práctica de todo esto, que siempre me llamó la atención, es que se le podían exponer con toda tranquilidad pareceres contrarios al suyo: quedaba muy patente que no le molestaba, a pesar del desnivel de autoridad eclesial y científica entre su persona y quienes, en alguna ocasión, hemos opinado distinto que él en cuestiones discutibles. Se notaba que no le importaban sus ideas por ser suyas, sino la verdad; en esto hacía vida su lema episcopal: Cooperatores veritatis, cooperadores de la verdad, inspirado en san Juan (cfr. 3 J n l , 8 Entre las intervenciones doctrínales de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ya se ha mencionado la publicación de dos instrucciones sobre la teología de la liberación y de otros documentos destacados de los años siguientes; concretamente de la Comunionis notio (1992) y de la declaración Dominus Iesus (2000). Mons. Ocáriz intervino en la presentación pública de ambos documentos. Sobre el primero, cabe preguntarse qué interés tenía aclarar un concepto teológico, el de «comunión»: ¿qué problema había? El segundo documento tuvo más eco en la opinión pública. La Santa Sede subrayó que no hay otro salvador que Jesucristo, ni otra Iglesia de Jesucristo que la católica, No pocos interpretaron esto cpmo un desprecio a las otras religiones y a las otras confesiones cristianas. ¿Cuál era la intención de Communionis notio? ¿Cómo repercute en el gobierno de la Iglesia? ¿Y en la vida diaria de los fieles católicos? La noción de comunión fue asumiendo mayor relevancia teológica a partir del Vaticano II. Antes mencioné, a propósito de las aportaciones teológicas de Joseph Ratzinger, su importancia para

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profundizar en el misterio de la Iglesia. Sin embargo, el término no es unívoco, y esto propició concepciones confusas y aun equívocas, en eclesíologia, c o n inmediatas consecuencias también pastorales. Por ejemplo, algunos, pensaban que la comunión era uniformadora, corno si rebajase las diferencias de vocación y misión entre los miembros de la Iglesia. Así, con intención supuestamente «democrática», se quiso dar a los laicos funciones exclusivas de los sacerdotes ordenados, lo que venía a «cericalizar a los primeros; o se pretendió qué los consejos de sacerdotes decidieran sobre el gobierno de las diócesis en paridad con los obispos. La carta Comunionis notio salió al paso de diversas cuestiones que requerían clarificación. En primer lugar recordando que la comunión eclesial es primariamente “vertical”: la unión de cada uno con Dios en Jesucristo, de la que nace la dimensión horizontal: la unión entre nosotros. El carácter inseparable de esas dos dimensiones se expresa y realiza de modo eminente en la común participación en la Eucaristía, en la que cada uno toma parte según su propia vocación y su puesto en la Iglesia: laico o sacerdote. Otro aspecto central de la carta fue una ulterior profundización en la doctrina del Vaticano II sobre la relación entre la Iglesia universal e Iglesia particular, ante un difundido “particularismo” que oscurecía la idea de la Iglesia universal. En la Comunionis notio se ofreció también una importante clarificación sobre el significado de la comunión imperfecta con las comunidades cristianas no católicas. Además son importantes los párrafos de la carta dedicados a la unidad y diversidad en la comunión eclesial, ante concepciones que propugnan una excesiva uniformidad y centralización pastoral. Recuerdo que el cardenal Ratzinger cuando se publicó la Comunionis notio, me comentó que era un texto importante, y que su relevancia se iría viendo cada vez más con el paso del tiempo. .

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Decir, como hace la declaración Dominus Iesus, que Jesucristo es el único salvador de los hombres suena poco tolerante, ¿o no? ¿Por qué la Congregación quiso publicar ese documento? Ante el fenómeno de multitudes ingentes de hombres y mujeres que no conocen a Cristo, la seguridad en la voluntad salvífica universal de Dios estaba conduciendo, en algunos ambientes católicos, a una concepción teológica y pastoral que sostenía un pluralismo religioso no solo de hecho sino de derecho; es decir, todas las religiones serían vías más o menos perfectas hacia la salvación. Esta concepción del pluralismo religioso ha tenido y tiene expresiones diversas. A la vista de esta situación, que oscurece o incluso elimina la esencial dimensión misionera de la Iglesia, ya Pablo VI y después Juan Pablo II habían reaccionado con la exhortación apostólica Evangelium nuntiandi Í. X S 7 5 ) y la encíclica Redemptoris missio (1990). Pero el mismo Juan Pablo II consideró necesario que la Congregación para la Doctrina de la Fe insistiese ampliamente sobre este asunto. Se trataba de afirmar, a la vez y de modo coherente, que solo en Cristo está la salvación y que la voluntad salvífica de Dios es universal. Esto comporta que los elementos positivos de religiosidad natural sirven de praeambula fidei y pueden disponer subjetivamente a recibir la gracia de Cristo* pero que la gracia no se recibe me-diante la religión no cristiana» sino de Cristo y de la Iglesia en modos que no conocemos en su forma concreta. Esa es la fe de la Iglesia desde el principio, como atestigua la Sagrada Escritura. En los Hechos de los Apóstoles leemos que Pedro declaró ante los jefes de Israel que «Jesucristo Nazareno» es «la piedra angular»; y añadió: «En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que hayamos de ser salvados» (Hch 4, 10-12). Decir que solo Cristo salva no es una postura intolerante. Habría intolerancia si se pretendiese imponer por la fuerza la

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fe cristiana; pero darla a conocer e invitar a aceptarla es completamente legítimo: forma parte de la libertad religiosa, al igual que el derecho a buscar y aceptar la verdad. Al mismo tiempo, es claro que nadie abraza la fe simplemente porque quiera o porque otro le invite: la fe es un don gratuito que solo Dios da, al que uno a su vez ha de abrirse libremente. La misma declaración Dominus Iesus dice que la acción salvadora de Cristo solo está plenamente presente en la Iglesia católica. ¿Cómo se puede entender esto? ¿No se torpedea así el esfuerzo ecuménico? Con esa declaración se trataba de afirmar que la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica, y a la vez reconocer los elementos de verdad y gracia presentes en comunidades cristianas no católicas. Estas comunidades tienen valor salvífico, no pleno, por lo que conservan de católicas (el bautismo; algunas, también la Eucaristía y el sacerdocio), no por lo que tienen de no católicas. Cristo ha instituido una sola Iglesia —su Iglesia—, que subsiste, que pervive en la Iglesia gobernada por el sucesor de Pedro y los obispos en comunión con él. Los miembros de otras comunidades cristianas están imperfectamente unidos a esta única Iglesia por los vínculos del bautismo, y en algunos casos, por la Eucaristía. A las comunidades cristianas no católicas que han conservado el episcopado y la Eucaristía válida, como en el caso de las Iglesias ortodoxas, se les reconoce el carácter de Iglesias particulares, partes de la única Iglesia de Cristo —la Iglesia católica—, pero en una situación teológica y jurídica anómala, por su imperfecta comunión —no solo disciplinar— con la Iglesia universal y su cabeza visible, el Romano Pontífice; como dice la carta Communionis notio, se trata de una eclesialidad herida. Reafirmar esta doctrina no supone un obstáculo al ecumenismo, sino todo lo contrario: favorecerlo. Si la Iglesia de

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Cristo no fuera una sola, no tendría sentido buscar la unión (la reunión, más precisamente, pues la separación no es originaria). Además, silenciar aspectos esenciales de la doctrina católica equivaldría a condenar ya de entrada al fracaso el diálogo ecuménico. Otro asunto difícil del que se ha encargado la Congregación para la Doctrina de la Fe es el intento de reintegrar la Fraternidad Sacerdotal de S. Pío X, los tradicionalistas lefebvrianos, en la plena comunión con la Iglesia católica. A nadie debería extrañar que la Iglesia busque la reunión con los alejados: forma parte de su misión. Lo hace mediante un paciente y larguísimo diálogo ecuménico con ortodoxos, anglicanos, protestantes, aunque el tiempo de separación se cuente por siglos. Con estos otros cristianos, los gestos de amistad se aplauden en la opinión pública, mientras no caen tan bien las intervenciones para aclarar que la fe católica es diferente en algún punto capital. Con los lefebvrianos sucede lo contrario. Las iniciativas de acercamiento supusieron para Benedicto XVI un coste personal. Cuando levantó la excomunión a los obispos consagrados ilícitamente por Mons. Lefebvre, comprobó que hay grupos con los que no se admite que tenga tolerancia alguna. Ya Juan Pablo II recibió la reprensión de los «tolerantes» cuando permitió que se celebrase la Misa según la liturgia anterior al Concilio Vaticano II si lo solicitaba un grupo de fieles. Lo mismo experimentó Benedicto XVI cuando generalizó esta facultad, al declarar que los textos del Misal Romano de Pablo VI y del Misal que se remonta a la última edición de Juan XXIII, son dos formas, ordinaria y extraordinaria respectivamente, del rito romano. Recordemos que el arzobispo Marcel Lefebvre, en un primer momento aceptó el Vaticano II, aunque no había

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estado de acuerdo con todo —en especial con la declaración sobre libertad religiosa—, pero después llegó a creer que el Concilio se había desviado de la fe católica. Esta era una cuestión de principio, doctrinal. Además, había otra de distinto género; en gran parte, de sensibilidad: Lefebvre y sus seguidores no admitían tampoco la reforma litúrgica, e insistían en la necesidad de celebrar la Misa según el modo anterior. Las medidas tomadas al respecto por Juan Pablo II y Benedicto XVI han solucionado este punto. No obstante, sigue pendiente la cuestión doctrinal, que ha sido objeto de largas conversaciones entre la Fraternidad y la Santa Sede. Suponiendo que se resuelva el problema doctrinal, queda por ver cómo se haría la reintegración. Una posibilidad que se ha planteado para acoger a los lefebvrianos es erigir para ellos una prelatura personal. Esta figura fue creada por el Concilio Vaticano II y hasta ahora solo se ha aplicado en un caso: el Opus Dei. ¿Cree que sería una buena solución? Como se sabe, pues ha sido publicado, también en los medios de comunicación, la Santa Sede ha propuesto a Mons. Bernard Fellay, superior general de la Fraternidad, aceptar una declaración — llamada «Preámbulo doctrinal»—, como manifestación del mínimo necesario para expresar una plena comunión de fe con la Iglesia. El texto del «Preámbulo» no se ha hecho público, pues está siendo objeto de estudio y diálogo. Una vez resuelto el problema doctrinal, se requeriría dar una estructura jurídica a la Fraternidad. La Santa Sede ha previsto la prelatura personal, porque sería, efectivamente, una buena solución. La Fraternidad nació y se desarrolló durante un tiempo como una sociedad de vida apostólica, integrada solo por sacerdotes. Sin embargo, poco a poco se fue transformando en una realidad distinta, en el sen-

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tido de incorporar de facto a numerosos fieles laicos, a los que los sacerdotes seguidores de Mons. Lefebvre daban la completa atención pastoral, por desear recibir de ellos la predicación del Evangelio y los sacramentos de acuerdo con la Tradición de la Iglesia, que pensaban no encontrar en otro sitio. Ante la realidad de cientos de sacerdotes y de muchos miles de fieles en diversos países del mundo, la prelatura personal aportaría una solución adecuada, por estar constituida por un prelado como ordinario propio, presbiterio y fieles laicos; por tanto, una estructura jerárquica, de jurisdicción secular ordinaria, pero sin constituir una Iglesia particular. Por esto, los fieles de la prelatura quedarían a la vez como fieles de las diócesis de sus domicilios. La veo como una buena solución, porque respondería a la realidad actual de la Fraternidad. ¿Cómo se diferenciaría del Opus Dei esa nueva prelatura personal? La figura canónica de prelatura personal, dentro de esas características comunes a las que acabo de referirme, admite una gran variedad según las distintas finalidades pastorales posibles para las que la Santa Sede las erija. Esa diversidad la determinan los estatutos que la Santa Sede dé a cada prelatura. ¿En qué se diferenciaría del Opus Dei esa nueva prelatura? Ante todo en la finalidad: la de la Prelatura del Opus Dei es la difusión de la llamada universal a la santidad, a través de la santificación del trabajo y de las demás realidades de la vida ordinaria, con la necesaria atención pastoral específica del prelado y su presbiterio a los fieles laicos incorporados a la Prelatura. La nueva prelatura, originada en la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, tendría como finalidad la pastoral común, según determinados valores tradicionales, de los fieles que se incorporen a esa prelatura. En el Opus Dei los fieles reciben una atención pastoral que, junto a elementos de la pastoral común (Eucaristía, Penitencia, etc.), incluye otros en los que los demás católicos no necesariamente han de

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participar: por ejemplo, una orientación espiritual personal o cursos de formación teológica. Los fieles de la prelatura que se constituiría para la Fraternidad de S. Pío X recibirían de esa institución la atención pastoral común. Además, como es natural, aparte de los aspectos de espíritu, entre el Opus Dei y la nueva prelatura personal habría diferencias de tipo organizativo. En junio de 2012 se publicaron unas declaraciones de Mons. Fellay donde decía que, si la Fraternidad fuera transformada en prelatura personal, su relación con los obispos diocesanos sería diferente a la que tiene el Opus Dei1. ¿Cuál es la relación del Opus Dei con los obispos diocesanos? San Josemaría resumía esta relación con una frase gráfica: «tiramos del carro en la misma dirección que el obispo». Toda la actividad del Opus Dei consiste en dar formación cristiana y asistencia pastoral a sus fieles —que son también fieles de las diócesis donde residen— y a otras muchísimas personas que lo desean. El fruto de esta actividad permanece, por tanto, en las diócesis. : El fundador del Opus Dei quiso —y la Santa Sede lo recogió en los Estatutos de la Prelatura— que para comenzar la actividad estable de la Obra en una diócesis fuese necesaria la autorización del correspondiente obispo diocesano. Además, está previsto mantener un trato frecuente con los pastores de las Iglesias particulares, para informarles sobre la actividad de la Prelatura, conocer sus proyectos pastorales y así secundarlos. Por otra parte, en la medida de lo posible, cuando los obispos lo piden, sacerdotes de la Prelatura colaboran inmediatamente en trabajos diocesanos (profesores en seminarios, párrocos o vicarios parroquiales, encargos en curias y tribunales diocesanos, etc.); de hecho, esto sucede en muchas diócesis, aunque no siempre resulta posible atender todas las peticiones de los obispos.

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CAPÍTULO III

FE Y RAZÓN

Fides et ratio, no fides versus rationem. Que un Papa salga en defensa de la fe no es para asombrarse. Pero que se haga abogado de la razón no resulta menos natural. Como señala Juan Pablo II en la encíclica sobre una y otra, la fe no se sostiene sin la razón. «Es ilusorio pensar —advierte— que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición» {Fides et ratio, n. 48). Más adelante (n. 79), cita a san Agustín: «Todo el que cree, piensa (...) Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula». En amplios sectores del mundo occidental es visible una crisis de fe. Pero lo que está sobre todo en crisis es la razón. Tal es el diagnóstico de Benedicto XVI y de su predecesor. La razón humana ha dado copiosos frutos en las ciencias experimentales, pero se ha difundido un modelo de racionalidad unilateral, limitada a lo cuantifica-ble. Y si, como asegura el «pensamiento débil» y todos sus antepasados filosóficos desde el siglo xviii por lo me-

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nos, la inteligencia humana no es capaz de traspasar el umbral de los fenómenos, no se ha dejado «un espacio a la fe», como quería Kant, sino todo el territorio del sentido de la vida, de las cuestiones últimas, de la ética, a la superstición o a los feelings. Sin embargo, aunque los hijos de Nietzsche prediquen el adiós a la verdad y al sentido, son más aplaudidos que verdaderamente seguidos. Pocos están dispuestos a acompañarlos hasta el final del trayecto. ¿Cuántos pueden abandonar el sentido común y amordazar la conciencia para sostener, de verdad y con todas las consecuencias, que no hay moral? ¿Cuántos renunciarán a plantearse si la muerte cancela definitivamente la existencia o abre a otra, por decretar que la pregunta carece de sentido, no admite respuesta posible o no importa? Por eso, en este capítulo sobre la fe, comenzamos hablando de la razón. Como usted es físico, además de teólogo, debe de conocer bien las tensiones, los puntos de fricción entre ciencia y fe. ¿Hay conflicto o separación, o compatibilidad y aun armonía? ¿Cuál es su postura al respecto, así como su experiencia personal? No hay tensión objetiva entre ciencia y fe, entre razón y fe: puede haberla, y la hay de hecho muchas veces, subjetivamente, en creyentes y en no creyentes. Es habitual decir que entre razón y fe no puede haber conflicto porque tanto una como otra proceden de Dios, que no puede contradecirse; esto es sin duda verdad, pero solo puede captarse desde la fe misma. Por otra parte, es importante considerar que razón y fe están en niveles distintos, pero las dos comunican objetivamente en el ser y subjetivamente en la inteligencia del creyente. Por aludir a un caso reciente y conocido por todos, la distinción de niveles se puede ver en el descubrimiento del bosón

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de Higgs. Se ha dado en llamarlo «la partícula de Dios», pero naturalmente eso es solo un modo de hablar. Una partícula que es condición para que otras tengan masa y por tanto, haya podido formarse un universo donde puede haber vida, no explica la creación, sino solo la estructura fundamental de la realidad material creada. La física investiga las propiedades de la materia y la energía, pero no la existencia misma de la materia y la energía; puede descubrir cómo un ser material procede de otro —por ejemplo, las estrellas a partir de grandes concentraciones de hidrógeno en una región del universo—, pero el origen absoluto de la realidad material está fuera de su alcance. La creación está en otro nivel, al que solo acceden la filosofía y la fe, cada una a su modo. Pero los dos niveles, como dije antes, comunican en la realidad misma y en la inteligencia del creyente. La fe pide, por eso, que se ejercite la inteligencia, también en el empeño —que siempre es trabajoso y nunca se concluirá del todo— de desentrañar la naturaleza. Lo dice Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio (n. 66): «Es necesario... que la razón del creyente tenga un conocimiento natural, verdadero y coherente de las cosas creadas, del mundo y del hombre, que son también objeto de la revelación divina». Esto me parece especialmente importante, también para no presentar la existencia de Dios, la espiritualidad e inmortalidad del alma y las exigencias de la ley natural, como si fuesen cuestiones pertenecientes solo al ámbito de la fe y no también al de la razón. Naturalmente, hay cuestiones particulares sobre las que puede presentarse una aparente contradicción entre lo que afirma la fe y lo que afirma la ciencia. Mi experiencia es que esas aparentes contradicciones se basan en equívocos sobre los términos en cuestión. Un caso que considero paradigmático es la tan traída y llevada incompatibilidad entre creación y evolución, como si el que las especies vivientes procedan unas de otras hiciera superfluo afirmar la creación divina. Tal tesis actualmente es difundida entre el gran público por algunos científicos, como Richard Dawkins, que se aventuran en extrapolaciones no científicas en terrenos filosóficos y

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teológicos de los que ignoran, o conocen muy superficialmente, contenidos y método, como han puesto bien de relieve Giberson y Artigas1. Entre otras cosas, esa tesis ignora que la creación es una realidad actual y permanente, y no solo ni esencialmente un inicio temporal absoluto. El ser criatura es la condición metafísica radical de todo lo que existe (excepto Dios): en las criaturas, existir es tener el ser actualmente recibido —participado— del Ser absoluto que es Dios, con evolución o sin ella. San Josemaría resumió la actitud del cristiano ante las cien-cias en una homilía, recogida en el volumen Es Cristo que pasa (n. 10), en la que entre otras cosas afirma que «no podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum ventas. Yo soy la verdad». Razón y fe, hemos dicho hasta ahora. Pero Benedicto XVI subrayaba también que abrazar la fe cristiana no es simplemente suscribir una doctrina, sino ante todo seguir a alguien: a Cristo, que aparece en la vida de uno. Así lo expresaba, por ejemplo, al comienzo de su primera encíclica, Deus caritas est (n.l): «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». La razón, naturalmente, no está ausente de ese momento de gracia; participa en este y recibe un obsequio que le estaba reservado: la verdad que ella sola no habría podido alcanzar. La razón, la libertad, la persona entera responde a la invitación de Dios.

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¿Cómo se produce el encuentro y cómo favorecerlo en la gente de hoy? El encuentro con Cristo se produce de muchos modos. En ocasiones es bastante claro que el Señor se hace presente de improviso a una persona a través de acontecimientos singulares, como muestra la historia de algunas conversiones. Pero lo ordinario es que se haya de buscar a Cristo, sobre todo en el Evangelio y en la Eucaristía. Pero en todo caso, para favorecer el encuentro con Jesús a la gente de hoy y de siempre es de primaria importancia el testimonio personal de los cristianos; un testimonio, acompañado de la palabra oportuna, que por su coherencia vital haga patente que nada hay más estupendo que encontrar, tratar y amar a Dios en Jesucristo. Pienso en el título de una homilía de san Josemaría: Cristo presente en los cristianos2. Es a través de la vida nuestra como Cristo quiere manifestarse al mundo. El apóstol Judas Tadeo hizo una pregunta a Jesús, que seguramente nos la hemos hecho todos o casi todos alguna vez: «Señor, ¿qué ha pasado para que vayas a manifestarte a nosotros y no al mundo?»; a lo que Jesús respondió: «Si alguno me ama, mi Padre le amará, vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 2223). Somos los discípulos los que, a pesar de nuestra poquedad y miseria, podemos y debemos, con la gracia de Dios, hacer presente a Cristo, facilitar a los demás la maravilla del encuentro con Él. Un medio, que parece básico, de conocer a Jesucristo es leer los Evangelios. Pero el lector actual oirá tal vez que la crítica moderna ha desentrañado los misterios y prodigios, reduciéndolos a explicaciones naturales o a construcciones creadas por la fe de los primeros discípulos. O, si lee cierta literatura popular, pensará que, al contrario, hay mucho más misterio del que parece, pues la Iglesia se esforzó por ocultar la verdadera historia, de la que

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algunos autores proponen distintas versiones. ¿Cómo aconsejaría usted acercarse a los Evangelios? La crítica moderna no es homogénea; hay grandes diferencias entre las hipótesis de unos estudiosos y las de otros. Un consejo sobre cómo acercarse al Evangelio, dependerá obviamente de la persona a la que se dirige. Con independencia de las diversas interpretaciones posibles de detalles concretos, para un creyente, el consejo fundamental no puede ser otro sino que actualice la fe en que el Evangelio es Palabra de Dios: es decir un texto escrito bajo inspiración divina, que narra con verdad hechos realmente acaecidos. Los Evangelios son la expresión escrita, bajo esa inspiración, de la predicación de los Apóstoles. Por esto, a los creyentes —sea el que sea el grado de conocimientos exegéticos— se nos recomienda leer los textos evangélicos pidiendo luz al mismo Espíritu Santo que inspiró a los autores que los escribieron. De este modo, se facilita una disposición adecuada a lo que la Sagrada Escritura es: Palabra que pide una respuesta; la respuesta de la fe, de una fe con obras. Hay que saberse personalmente interpelado; como aconsejaba san Josemaría: meterse en las escenas del Evangelio, «como un personaje más»3. Por otra parte, los resultados de la exégesis científica más seria confirman sustancialmente la historicidad y veracidad de los Evangelios; en este sentido, son notables —como dije antes— los volúmenes de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. La crisis de la fe no es un fenómeno universal. Aun dentro del mismo Occidente, Estados Unidos es una notable excepción, y dentro de la misma Europa se observan fenómenos de renacimiento religioso. La situación se resiste a descripciones esquemáticas. Desde luego, no concuerda con las predicciones de la teoría convencional de la secularización, según la cual la religión retrocede irremisiblemente ante el avance de la modernidad.

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Uno de los principales estudiosos de la secularización, el sociólogo norteamericano Peter Berger, ha rectificado su postura. Reconoce abiertamente que se equivocó: la modernización, dice ahora, no necesariamente desplaza a la religión, como creyó antes, pero la modifica. Hace entrar en crisis formas tradicionales de religiosidad, pero favorece la aparición de formas nuevas. Berger pensó que la crisis era puro retroceso, sin advertir que también venía acompañada de renovación4. ¿Diría usted que la secularización es un fenómeno peculiar de Europa? ¿Cree que es reversible, de modo que la fe podría recuperar el lugar que tuvo en el continente? La secularización no es solo un fenómeno europeo, aunque sí fundamentalmente europeo. De todas formas, a veces se da un error de perspectiva, que consiste en pensar que las distintas corrientes históricas confluyen hacia el presente, de modo que los hechos del pasado se interpretan como etapas hacia algo que se cree culminar en lo actual. Me parece que las teorías comunes de la secularización han incurrido en ese error. Han creído ver una línea que conduce derecha a la progresiva retirada de la religión en el espacio público y al debilitamiento de la fe y la práctica religiosa, y en algunos casos han tomado además lo que de hecho sucedía en Europa como si fuera una ley general de la modernidad. Pero la historia ha dado y da muchas vueltas: no es unidireccional. Antes de la Ilustración hubo en la misma Europa caídas de la fe (hablando en términos generales: esos movimientos no se pueden cuantificar con precisión). Hubo crisis en la alta Edad Media, en el siglo xiv, en el Renacimiento. Y hubo también auges: en tiempos de la reforma gregoriana, en el siglo XIV, en los países católicos a raíz del Concilio de Trento. La tendencia secularizadora se hizo patente con la Ilustración, pero ni es el único efecto de la Ilustración, ni esta es la única fuerza activa en la modernidad. Naturalmente, el

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panorama es siempre complejo. En las épocas mejores siguió habiendo errores y comportamientos lamentables, y en los momentos más bajos no faltaron ejemplos egregios de santidad. Por eso, en principio, no cabe negar que la fe pueda recuperar el lugar que tuvo en Europa, pero hay que aclarar qué se entiende por «lugar» y en qué tiempo se considera que tuvo un determinado lugar. Lo que es indudable, desde la fe en Jesucristo, es la posibilidad de informar Europa y el mundo entero con el espíritu del Evangelio; pero esto no implica necesariamente un determinado tipo de relaciones Iglesia-Estado. No hay que confundir la cuestión institucional con el grado de vitalidad de la fe en las personas y en la sociedad. Pues si nos fijamos en la vitalidad de la fe y en el conjunto del mundo, vemos que la religión no agoniza, ni mucho menos. Aunque en algunos aspectos esta época sea menos religiosa que otras, el pensamiento de Dios aparece con terca insistencia en todos los lugares y en todos los tiempos. De hecho, en Occidente, algunos intelectuales ateos (Dawkins, Hitchens, Dennett, Onfray) han creído necesario últimamente bajar a la arena y polemizar con críticas directas y contundentes a la religión, y ofrecer apologías del ateísmo. ¿A qué se debe, a su juicio, esta reacción por parte del ateísmo? No conozco los motivos subjetivos del ateísmo beligerante de esas personas. Objetivamente, los argumentos que presentan no son concluyentes. El ateísmo beligerante es lo que Marx llamaba «ateísmo negativo», el que se ve como necesitado de Dios (negándole) para afirmar al hombre. Un ateísmo que según Marx debería desaparecer para dar paso a un «ateísmo positivo», consistente en la desaparición total de la pregunta misma sobre la existencia de Dios. Un ateísmo así se parecería a la indiferencia religiosa de personas singulares, pero la pregunta sobre el sentido

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último de la existencia no es nunca totalmente eludible y, al menos implícitamente, comporta la pregunta sobre Dios. ¿Cómo suscitar la pregunta sobre Dios en los agnósticos o ateos? ¿Qué les diría usted? Las personas son muy distintas unas de otras, y muy diversas las motivaciones de sus actitudes ante la existencia de Dios. De todas maneras, en general quizá lo más lógico será intentar hacer ver que la pregunta sobre la existencia de Dios no solo es razonable teniendo en cuenta la historia pasada y presente, sino decisiva para cada persona; y que la existencia de Dios no depende de que uno la acepte o no la acepte. Luego caben planteamientos muy diversos. En principio, no es eficaz discutir sino transmitir la propia experiencia. También es conveniente plantear asuntos en que se esté de acuerdo, una especie de plataforma común: aspectos compartidos sobre los que se pueda instaurar un diálogo sincero. Es el caso, por poner un ejemplo, de la difundida conciencia sobre los derechos humanos. No es difícil hacer ver que, sin reconocer valores absolutos —y en último término a Dios—, no tiene sentido ni siquiera el concepto de derechos humanos; el mismo Derecho, en su totalidad, no pasaría de ser — según la afirmación de Karl Marx que ya mencioné antes— «un aparato decorativo del poder». Me parece que caben muchos modos de plantear la fe en ambientes ajenos a la Iglesia y tanto, no apoyándonos directamente en el atractivo de la fe, sino más bien en algunas consecuencias atractivas que la fe ha supuesto y supone. Pensando, por ejemplo, en la generosidad de la entrega de tantos cristianos que, por fe, han prestado y prestan un servicio muchas veces heroico a los más necesitados; o, también, poniendo de relieve la vida ordinaria, pero también heroica, de padres y madres de familia cristiana, o de grandes científicos que han sido profundos creyentes, etc.

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Como es lógico, cabe, y en ocasiones será necesario, afrontar la existencia de Dios desde el punto de vista filosófico, concretamente metafísico. Claro que esto a menudo exigirá primero «desbrozar el terreno». Antes de discutir los argumentos sobre la existencia de Dios habrá que llegar a un acuerdo sobre otras cuestiones previas, en particular si la inteligencia humana es capaz de conocer realidades que no son empíricas, que están más allá de lo que se puede captar con los sentidos y los instrumentos de observación. Si se parte de un positivismo que niega tal capacidad, la pregunta sobre la existencia de Dios está contestada negativamente por principio. Por eso pocas veces se llega a debatir filosóficamente la existencia de Dios: el diálogo se corta antes de entrar en materia. Hace falta en muchos casos invitar al interlocutor a revisar críticamente sus aprioris. No obstante, poco a poco la neurociencia y las cuestiones biológicas, por ejemplo, se van abriendo con más frecuencia a las preguntas sobre realidades no empíricas5. Sin embargo, pienso que lo más importante es dar a conocer Jesucristo muerto y resucitado, mostrando —al nivel que, en cada caso, sea posible y adecuado— la verdad histórica de su Resurrección, que es la «demostración» más decisiva de la existencia de Dios. Más pronto o más tarde, es preciso presentar la verdadera imagen de Jesucristo, como motivo principal para animar a profundizar en la fe cristiana.

«Profundizar en la fe», ha dicho. ¿No basta creer como el carbonero del proverbio? No todos pueden ser teólogos... No se trata de que todos sean teólogos, sino de que seamos verdaderos creyentes. La necesidad de profundizar en la fe es consecuencia de la esencia misma de la fe, que en su dimen-

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sión de conocimiento tiende, si está realmente viva, a conocer mejor lo creído; es a lo que antes me he referido: la fe es en sí misma una fides quaerens intellectum. Cualquier cristiano, aunque no tenga un nivel elevado de instrucción, puede profundizar en la fe si recibe la formación que esté a su alcance (por ejemplo, escuchando la predicación en la iglesia o leyendo el Catecismo) y practica la oración. En cambio, se puede ser un científico notable y un ignorante en la fe. La necesidad de profundizar en el conocimiento de la fe se comprende por la exigencia de la unidad de vida, la unidad interior de la persona, que, en el caso del intelectual elimina o, al menos, disminuye la aparición de aparentes incompatibilidades entre fe y ciencia. Precisamente para profundizar, Benedicto XVI quiso que se celebrara un Año de la Fe, que comenzó en octubre de 2012. ¿Qué se puede esperar del Año de la Fe ante esta situación? Cabe esperar lo que señala la carta apostólica Porta fidei, con la que Benedicto XVI convocó el Año de la Fe. Especialmente, un fruto muy deseable sería un crecimiento en la fe de los católicos. Para eso hace falta, primero, un mayor conocimiento de los contenidos de la fe: de ahí la insistencia de Benedicto XVI en estudiar el Catecismo de la Iglesia Católica. En segundo lugar, la fe ha de crecer también en el terreno práctico, o sea en sus consecuencias en las demás dimensiones de la vida: la fe que obra mediante la caridad, como escribe san Pablo (Gal 5, 6). Ante todo, pues, la caridad, el amor vivo y concreto a Jesucristo, en la Eucaristía y en la Penitencia; y de ahí, la caridad, el amor y servicio a los demás, que incluye necesariamente también la responsabilidad apostólica. En el Catecismo, con sus cuatro partes, encontramos expresada no solo la fe profesada, sino también la fe celebrada, la fe vivida y la fe rezada.

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CAPÍTULO IV

LIBERTAD

Cuando Joseph Ratzinger ha hecho un diagnóstico del pensamiento y de la mentalidad occidental de hoy, ha destacado la alta valoración de la libertad y de los derechos humanos. También reconoce el progreso evidente de las ciencias experimentales y las técnicas. Otros valores contemporáneos son la paz y la conservación de la naturaleza. La moneda tiene otra cara. Ratzinger advierte que el poder técnico es de signo ambiguo, y puede ser instrumento de destrucción. Con algunos usos de la biotecnología, se ha empezado a negar el principio de que el hombre es indisponible: seres humanos de vida incipiente son considerados como productos en los laboratorios, y la manipulación genética abre la puerta a una nueva eugenesia. A la vez, tiende a imponerse una concepción manca de la racionalidad, reducida al método positivo, y correspondientemente, de la verdad, limitada a lo empírico. La consecuencia es un relativismo antropológico y moral que deja suspendidos en el aire los derechos humanos.

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La otra víctima es la libertad, que sin verdad moral, se vuelve autodestructiva. Esta concepción de libertad sin norma, dijo el Card. Ratzinger (discurso en Subiaco, 1 de abril de 2005), «inevitablemente implica contradicciones; y es evidente que precisamente a causa de su uso (un uso que parece radical) lleva a limitaciones de la libertad que hace una generación ni siquiera podíamos imaginar». «El concepto de discriminación se amplía cada vez más, y así la prohibición de la discriminación puede transformarse progresivamente en una limitación de la libertad de opinión y de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá afirmar que la homosexualidad, como enseña la Iglesia católica, constituye un desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana». «Una confusa ideología de la libertad conduce á un dogmatismo que se está revelando cada vez más hostil para la libertad». Benedicto XVI describía esa situación con el término «dictadura del relativismo». «La relación entre verdad y libertad es esencial —dijo en la apertura del Consistorio del 18 de noviembre de 2010—, pero hoy se encuentra frente al gran desafío del relativismo, que parece completar el concepto dé libertad pero; en realidad la pone en riesgo de destruirla proponiéndose corrió1 una verdadera dictadura». Ese término tan fuerte, «dictadura del relativismo», ¿cómo se debe entender? ¿Es solo un modo de hablar provocativo o responde a una realidad? Responde a una realidad: más que afirmar que todo es relativo — lo cual sería contradictorio en sí mismo—, el relativismo consiste en limitar el concepto de verdad a lo experimentalmente comprobable; en lo demás, en lo más específicamente humano,

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no habría verdad sino solo sentimientos, preferencias y tendencias, y, en consecuencia, la libertad se transforma en arbitrariedad, en arbitrio del poder —dictadura— en los diversos ámbitos de la vida social (político, económico, mediático). Un aspecto de esto es el que expresa una afirmación de Ratzinger: si un Estado no reconoce valores absolutos previos —más concretamente un Estado ateo— no puede durar como Estado de Derecho1. La aceptación de verdades objetivas previas a la misma constitución del Estado no solo no es incompatible con la democracia, sino que es el fundamento de su estabilidad. Por el contrario, un «prudente relativismo» —que se presenta como necesario para respetar mejor las diferencias— en sí mismo lleva la inclinación hacia la dictadura, en que la «verdad» la establece el poder. Muchos replicarían que las tendencias dictatoriales están más bien en quienes sostienen dogmas. Alguien que tenga convicciones firmes resulta sospechoso de intolerancia, y los que no comparten sus ideas pueden temer que ceda a la tentación de imponerlas por la fuerza. ¿Cómo tienen que conjugarse libertad, tolerancia y convicciones personales en el marco de la sociedad democrática? La sospecha o la acusación de intolerancia a quienes tienen convicciones firmes es típica de la «dictadura del relativismo». Es una manifestación de la crisis profunda de gran parte de la cultura occidental: la crisis de la razón, que reniega de su propia esencia, conocer la verdad y el sentido de la existencia. La noción de tolerancia se emplea frecuentemente como equivalente a respeto por las opiniones y actuaciones distintas de las propias y, en contexto relativista, equivale a indiferencia, concordando entonces con la idea de libertad entendida como indiferencia. En cambio, el sentido original de tolerar es no impedir un mal, conocido como tal y pudiendo impedirlo, en orden a evitar un mal mayor. En cualquier caso, la conjunción entre libertad, tolerancia y convicciones personales requiere una adecuada atención al bien común; atención

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tan deficiente en muchos ambientes que llega a ser ignorancia del concepto mismo de bien común; una ignorancia típica del individualismo. Dijo antes que entre los postulados de la cultura relativista se encuentra el negar la existencia de verdades objetivas, fuera de lo empíricamente comprobable. En ese contexto, ¿es posible llegar a dialogar a fondo de la realidad tal y como es en sí misma? Sí; es posible dialogar a fondo, naturalmente siempre que se quiera dialogar. Con ocasión de las preguntas anteriores, ya hemos tenido ocasión de considerar el relativismo. Añadiría que quizá no es difícil hacer ver que admitir como verdad solo lo comprobable experimentalmente, o pretender aplicar el método de las ciencias experimentales a la filosofía, es contradictorio con otros postulados seguramente aceptados por quienes tienen este modo de pensar: por ejemplo, el concepto mismo de derechos humanos. Ninguna prueba empírica nos muestra por qué el hombre tiene derechos inalienables; al revés, la afirmación de los derechos humanos está por encima y regula la experimentación científica, pues no admitiríamos la que se hizo con prisioneros bajo el nazismo, ni cómo los trató el comunismo, por ir en contra de los derechos humanos. La Iglesia califica de falsa la libertad arbitraria, y a la vez habla de obediencia y la pide a los fieles. ¿Es compatible la libertad con la obediencia? Obedecer está bien para los niños, pero ¿no consiste la libertad en hacer lo que uno quiera, no lo que quiera otro; en seguir la voluntad propia, no una voluntad ajena? Si, al entender la libertad como «poder hacer lo que se quiere», el acento se carga sobre el «poder hacer», se retrocede

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prácticamente a la antigüedad (la eleuthería griega), que no se refería directamente a la libertad interior de la persona, sino a su estado o situación; es decir a la libertad en cuanto opuesta a la esclavitud. Si, en cambio, se tiene como esencial el «lo que se quiere», se tiene un concepto adecuado de libertad, aunque no se pueda «hacen> lo que se quiere, siempre que ese «querer» no se reduzca al instinto, sino que sea un acto que la voluntad pone por sí misma. Por esto, y porque la voluntad es la tendencia al bien conocido por la inteligencia, el acto propio de la libertad es amar el bien; de ahí la conexión esencial entre libertad, bien y verdad. La limitación, tanto de la inteligencia como de la voluntad, hace posible el ejercicio desviado de la libertad, en la elección del mal en cuanto bien aparente; no solo por defecto de intelección de la verdad y del bien, sino también porque la fuerza de la libertad es tan determinante de la existencia personal, que puede condicionar a la misma inteligencia; es el famoso intelligo quia volo (entiendo porque quiero), de santo Tomás de Aquino2. Sanada y elevada por la gracia y las virtudes sobrenaturales, la libertad humana es la libertad de los hijos de Dios, a la que se refiere reiteradamente san Pablo en la epístola a los gálatas (cfr. Gal A, 1.5.21-31; 5, 13). En este contexto, las palabras de Cristo «conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32) no se refieren a un simple conocimiento intelectual, ni a una verdad concebida como simple objeto del conocimiento: esa verdad que libera —con la libertad de los hijos de Dios— es radicalmente el mismo Cristo (cfr. Jn 14, 6), y ese conocer incluye el amar; es «la fe que obra mediante la caridad» {Gal 5 , 6). Entendiendo que el acto propio de la libertad es amar, resulta fácil entender que libertad y obediencia no tienen por qué oponerse, pues es evidente que se puede obedecer por amor. Más concretamente, la obediencia cristiana, no solo no es contraria a la libertad, sino que es ejercicio de libertad.

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También así, se comprende que las relaciones autoridad-obediencia, para ser dignas del hombre, deben fundamentarse en la cooperación y mutuo servicio; es decir, en el amor. La libertad interior no consiste en la ausencia de vínculos y deberes, sino en querer esos vínculos y deberes, precisamente por lo que he recordado hace un momento: el acto propio de la libertad es amar, querer. Sobre estas cuestiones, sobre la libertad, san Josemaría ha escrito páginas espléndidas, como la homilía «La libertad, don de Dios»3. Y en el Opus Dei, ¿se promueve la libertad interior?; ¿se pide obediencia? En el Opus Dei se procura —así lo enseñó san Josemaría— mediante la formación espiritual promover en todas las personas la voluntariedad actual. Concretamente, en la dirección espiritual personal, no se manda nada, solo se aconseja y se fomenta expresamente la iniciativa, pues quienes dan esa dirección —los directores de los centros de la Obra y otras personas con la necesaria preparación— no tienen potestad de gobierno sobre las personas. Además, con los consejos de la dirección espiritual se procura que cada alma se sitúe ante Dios y ante sus propios deberes con libertad y responsabilidad personales. San Josemaría solía decir gráficamente que, en la vida espiritual, «la razón más sobrenatural es porque me dala gana»4; es decir, porque, con la ayuda de Dios, lo hago libérrimamente. Recuerdo bien, entre otras muchas, unas palabras de san Josemaría, que cita Mons. Javier Echevarría en una extensa carta pastoral sobre la formación en el Opus Dei5: «El Señor nos ha dejado con libertad, que es un bien muy grande y el origen de muchos males, pero también es el origen de la santidad y del amor». Sin libertad no es posible el progreso espiritual. Finalmente, también en los ámbitos propios del gobierno pastoral, que corresponde solo al Prelado y sus vicarios, la li-

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bertad se fomenta positivamente, contando —siempre, al menos, en asuntos de alguna entidad— con la libre aceptación de los interesados. Desde luego, en los asuntos profesionales y en las opciones ideológicas (dentro de los límites que tengan todos los católicos), cada uno es completamente libre y personalmente responsable. Recuerdo una ocasión en que san Josemaría bendijo a un niño en el seno materno, con estas palabras: «Que seas muy amigo de la libertad». Otro tema que quiero tocar es el de la laicidad del poder civil, y tiene dos aspectos: la participación de los creyentes en los debates sociales y la presencia de la religión en el escenario público. Aquí hay polémica: unos quieren la retirada de la religión a la esfera privada en virtud de la laicidad del Estado; la Iglesia católica tacha esa postura de laicismo y defiende lo contrario como exigencia de la libertad religiosa. ¿Hay acuerdo posible? A propósito de esto, llama la atención la significativa evolución del filósofo Jürgen Habermas de una opinión cerrada a la presencia de la fe en la esfera pública a sostener que los creyentes deben ser admitidos al debate civil, pues aportan intuiciones de valor universal en un lenguaje —el religioso— que es muy poderoso e iluminador. La única condición que pone es que los creyentes «traduzcan» sus propuestas de inspiración religiosa a un lenguaje profano, universal, de modo que puedan ser compartidas. Pero Habermas añade que no sería justo imponer solo a los creyentes la carga de la traducción: también los ciudadanos sin fe han de esforzarse en escuchar y entender los mensajes de la religión. Pregunto entonces: ¿Le parece aceptable ese compromiso, que concede a la religión un puesto que el laicismo le niega?

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No es la actitud de Habermas, pero me recuerda lo que escribió Voltaire, con su humor cínico: prefería que su barbero fuese creyente, porque le daba una cierta seguridad de que no le degollaría. Cuando cunde un pragmatismo tan crudo y amoral, como el que se pretende imponer en cuestiones de bioética, no es extraño que personas no creyentes aprecien la contribución ética, a favor de la dignidad humana, que viene del cristianismo. Habermas ha denunciado las «granjas de seres humanos» creadas por la industria de la reproducción asistida y parte de la biotecnología, donde se «fabrican» y manipulan embriones. Esto ayuda a mostrar que las aportaciones de los cristianos sobre asuntos de interés público no son soluciones confesionales que no puedan ser admitidas por respeto a la laicidad del Estado. Los no creyentes no tienen más derecho que los demás, ni se puede dar a los criterios distintos o contrarios a los de los cristianos la patente de aconfesionalidad: eso equivaldría a instaurar una ideología oficial. Por tanto, que te acepten al debate civil es evidentemente más positivo que la actitud del laicismo, intelectualmente cerrado y antidemocrático. En cualquier caso, no se trata de aceptar un compromiso; participar en el debate civil es un derecho, no una concesión que te hacen. El otro aspecto es la presencia de la religión en el ámbito público. ¿La laicidad del Estado exige considerar la fe como un asunto estrictamente privado que debe quedar reservado en la intimidad de cada cual? No es coherente que un cristiano relegue completamente las expresiones de su fe a la más estricta intimidad, porque la vocación cristiana —la de todos y cada uno de los cristianos— es apostólica, exige dar testimonio público, al menos cuando no darlo equivale a rechazarlo. La religión cristiana no se impone

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a nadie, pero pretender que no tenga expresiones públicas por parte de los creyentes es un atentado al derecho fundamental a la libertad religiosa. Ante el tema de la separación entre la religión y el Estado, muchos presentan a la Iglesia como una institución que se opone a la. laicidad. ¿Por qué? La separación entre la religión y el Estado se ha entendido y se entiende de modos muy diversos. Es obligado citar las palabras de Jesucristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» {Le 20, 25). Sin embargo, esto no significa que el Estado deba ser indiferente respecto a la religión; es más, el Estado —sin inmiscuirse en lo que no le compete— debe favorecer la vida religiosa de los ciudadanos, respetando la libertad de religión dentro de los límites del justo orden público valorado según normas morales objetivas: así lo enseña el Concilio Vaticano II 6. Presentar la Iglesia como opuesta a la justa separación entre la religión y el Estado se debe, en mi opinión, a confundir la laicidad con el laicismo. Un tema discutido es si puede haber enseñanza religiosa en las escuelas públicas, símbolos religiosos en las calles, subvenciones a instituciones y actividades religiosas... La Iglesia suele oponerse a que desaparezcan esas cosas. ¿Admite la Iglesia hoy día la laicidad del Estado?;Cómo la entiende? Ya acabo de referirme a la laicidad del Estado que la Iglesia acepta, distinguiéndola del laicismo. Añadiría que esta laicidad, que consiste en la distinción y separación de competencias, no excluye que el Estado facilite especialmente la actividad de una religión, siempre que se respete a las demás la libertad religiosa: así lo reafirmó también el Vaticano II en la declaración Digni-tatis humanae (n. 6). La Iglesia, además del derecho civil de sus miembros a esa libertad, tiene el derecho que le deriva del de-

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ber que comporta el mandato divino de llevar el inmenso bien del Evangelio a todo el mundo. Si el ordenamiento civil no reconociera el derecho propio de la Iglesia, sino solo el derecho individual de cada fiel, en realidad no respetaría la libertad religiosa, porque la persona humana es un ser social, y la religión es social también. En ejercicio de su derecho, a veces la Iglesia se pronuncia contra prácticas aceptadas o incluso imperadas por las leyes civiles que contradicen la verdad y el bien que predica. Un caso típico es el de la legalización del aborto (aunque la Iglesia no es la única voz que critica esa u otras medidas). Pero cuando tales decisiones han sido adoptadas democráticamente, ¿qué debe hacer un cristiano? Poner democráticamente los medios, en la medida dé las posibilidades personales, para cambiar las legislaciones contrarias al derecho natural. No basta pensar, en esos casos (por ejemplo, ante el divorcio, el aborto, la eutanasia...), «yo no actuaré así, pero no debo impedir que otros lo hagan si libremente piensan que ese modo de actuar es adecuado». Esta manera de pensar manifiesta precisamente el olvido o ignorancia del bien común al que me he referido antes. Si unas prácticas contrarias al derecho natural, no solo fuesen permitidas o promovidas por las leyes sino impuestas, sería necesaria la resistencia pasiva y la objeción de conciencia. Naturalmente, las leyes civiles no pueden, ni deben, impedir todo lo que es contrario a la moral natural, pero sí todo lo que siendo contrario a la moral, «tente al bien común, cuya defensa y promoción es precisamente la finalidad misma del Estado. En algunas circunstancias y si no están en juego aspectos fundamentales, puede ser prudente tolerar —que no significa autorizar ni menos aún financiar— actuaciones que, en línea de principio, el Estado debería impedir.

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En cualquier caso, un cristiano debe actuar con respeto a las personas que sostienen, teórica o prácticamente, posturas contrarias. Los desacuerdos, en torno a esos temas que ha mencionado y otros, son frecuentes en la sociedad actual, donde hay una pluralidad de visiones de la vida. ¿Piensa que se pueden imponer a todos ¿os ciudadanos unos modelos sociales, familiares o educativos decididos por mayoría parlamentaria, o más bien que las leyes deben garantizar la libertad de cada ciudadano para organizar su vida de acuerdo con sus convicciones personales? La pregunta plantea el equilibrio entre el poder del Estado y la libertad de los ciudadanos. El poder del Estado no es absoluto; hay ámbitos de la vida de las personas sobre los que el Estado no tiene y por tanto, debería pretender tener— competencia. Pero ¿quién determina los límites del Estado, los ámbitos de libertad de los ciudadanos? De hecho, lo hace quien tiene el poder: en democracia, la mayoría parlamentaria, de ordinario respetando una Constitución establecida también por una previa mayoría constituyente. Algunos ámbitos de libertad de los ciudadanos, y el correspondiente límite del poder del Estado, son evidentes para casi todo el mundo, porque en todos permanece al menos algo de la luz de la ley natural. Pero si todos los demás ámbitos quedan a merced de una mayoría parlamentaria, están en peligro muchos derechos de las personas (incluidas las no nacidas), de las familias y de sociedades intermedias y, desde luego, la misma libertad religiosa. ¿Significa esto un rechazo de la democracia? De ninguna manera; significa —como dije recordando una afirmación de Joseph Ratzinger— que un Estado no puede durar como Estado de Derecho si no se reconocen valores absolutos previos al Estado.

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Cuando hay que trabajar en favor de causas importantes de interés general (por ejemplo, la defensa de la vida o la protección de la maternidad), los católicos pueden plantearse si es mejor asociarse solo con católicos, para que haya mayor identificación, o buscar la colaboración de otros, para dar mayor amplitud al empeño. ¿Qué opina usted?. Colaborar en tareas nobles con personas que, en otros aspectos, mantienen posturas distintas de la fe cristiana, de ordinario es muy oportuno. No solo en razón de una mayor eficacia en la consecución de resultados positivos en esas tareas de servicio a la sociedad, sino también porque esa colaboración puede ser ocasión de que esas personas no cristianas conozcan, o conozcan mejor, el cristianismo, y los cristianos aprendamos también de las virtudes humanas de gente generosa que no ha recibido el don de la fe. En este sentido, cómo no recordar la petición que san Josemaría dirigió a la Santa Sede para que cristianos no católicos y también no cristianos pudiesen ser cooperadores del Opus Dei. En aquellos años de la primera mitad del siglo veinte, era una petición sin precedentes, que no fue aceptada hasta 1950, después de insistir varias veces. Eran tiempos en los que el ecumenismo, tal como hoy lo entendemos, no se veía en la Iglesia con la extensión y fuerza que adquirió después del Concilio Vaticano II.

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CAPÍTULO V

LA IGLESIA Y LA ÉPOCA

Como la Iglesia tiene tan larga vida, la cuestión sobre cómo ha de afrontar los cambios históricos, las nuevas situaciones, los «desafíos» actuales, se ha planteado muchas veces ya. Podría ser falta de perspectiva o narcisismo colectivo pensar que nuestra época es la que suscita la cuestión de modo más agudo. De todas formas, los problemas del momento son los únicos reales, de modo que la pregunta es pertinente, aunque deba ser matizada con un toque de visión histórica. ¡Cómo ve la relación de la Iglesia católica con el mundo actual? La relación de la Iglesia con el mundo es y será siempre sustancialmente la misma: puede resumirse en la célebre afirmación de san Agustín: mundus reconciliatus, Ecclesia1; la Iglesia, en su dimensión de Pueblo de Dios, es el mismo mundo en cuanto reconciliado con Dios; y, por tanto, se relaciona con el mundo como fuerza, como sacramento, mediante el cual Jesucristo continúa en la historia su misión salvífica, superando la oposición

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que el mismo mundo presenta a su propia reconciliación con Dios. Otra cosa es la relación de la Iglesia como institución con la sociedad civil en cada momento y en cada lugar; relación que adquiere facetas muy variadas. El Vaticano II se propuso profundizar precisamente en este punto, con la constitución Gaudium et spes, aunque —como escribió Benedicto XVI2— donde el Concilio impulsó una novedad en las relaciones Iglesia-mundo, fue en la declaración Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, y en la declaración Nostra aetate, sobre las religiones no cristianas: una novedad en la continuidad. El concepto mismo de «mundo actual» es muy poco determinado; tan mundo actual es el ambiente cultural, político y económico de la Unión Europea, como el que cabe encontrar en el país más pobre del planeta. Por una parte, la Iglesia católica es la institución que en grandes sectores de este «mundo actual» tiene mayor prestigio moral, mientras en otros la vemos perseguida (con violencia física en algunos sitios, con violencia ideológica, mediática, legislativa, en otros). Por lo que se refiere a la llamada «modernidad», se suele hacer referencia a la Revolución francesa, pero esa revolución no estableció la libertad, la igualdad y la fraternidad, como la historia demuestra. En realidad, estos valores o bienes tienen raíz cristiana, son esencialmente cristianos: basta leer el Nuevo Testamento. «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32), dice Jesús, y san Pablo recuerda: «fuisteis llamados a la libertad» (Gal 5, 13). El mismo apóstol proclama la igualdad: «Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Gal 3 , 28). Y Jesucristo establece la fraternidad universal: «Todos vosotros sois hermanos» ( M t 23, 8), con la caridad mutua como consecuencia: «Un mandamiento nuevo os doy, que os améis unos a otros» (Jn 13, 34). Benedicto XVI, conmemorando el comienzo del Vaticano II, insistió en que, ante

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el mundo actual, es preciso reavivar en toda la Iglesia la tensión positiva, el afán, de volver a anunciar a Jesucristo a los hombres 3. Su respuesta remite a Jesucristo, que goza de buena prensa. Ahora bien, hay gente que dice: «Creo en Jesucristo pero no en la Iglesia». La Iglesia parece antipática a algunas personas. ¿Cuál es su verdadero rostro? Cuando la Iglesia aparece antipática puede deberse a simple ignorancia o desinformación, en no pocos casos fomentadas por quienes atribuyen a la Iglesia los errores de sus miembros, sin tener en cuenta, además, la innumerable multitud de santos, la mayor parte desconocidos, que ha habido y sigue habiendo entre los cristianos. El rostro de la Iglesia no se reduce solo a lo que se ve. La Iglesia es divino-humana, expresión del misterio de Jesucristo; o mejor, es la permanente presencia de Cristo en la historia. La Iglesia es un pueblo, el Pueblo de Dios, reunión de muchos pueblos (aquí aparece lo visible), pero su esencia más íntima es ser Cuerpo de Cristo, cuerpo místico con real unión vital de la Cabeza —Cristo— y los miembros. En frase de Joseph Ratzinger, «la Iglesia es el Pueblo de Dios, que vive del Cuerpo de Cristo y se hace él mismo Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía»4. Una tercera dimensión esencial del misterio de la Iglesia es ser sacramento de salvación; con otras palabras, la Iglesia es salvífica. Jesucristo salva mediante la Iglesia, especialmente por la predicación del Evangelio y la celebración de los sacramentos. Desde un punto de vista visible, el rostro de la Iglesia puede aparecer desfigurado por las miserias humanas de sus miembros, pero, a la vez, insisto, no correspondería a la verdad ignorar la inmensa labor positiva que la Iglesia ha realizado y realiza en el mundo.

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Decía usted que Jesucristo goza de buena prensa; sí, así es en muchos ambientes, pero no podemos desconocer que el Señor fue y sigue siendo «signo de contradicción» ( L e 2 , 34). No faltan hoy día manifestaciones de hostilidad, incluso muy burdas, hacia Jesucristo, que han de apenarnos profundamente pero son motivo para intensificar la predicación del Evangelio, para presentar el verdadero rostro del Señor a quienes, en realidad, no lo conocen. En nuestro tiempo muchas personas tienen un rechazo instintivo a lo «institucional» y buscan una religión personal y espontánea, «a su manera». ¿Cómo puede la Iglesia responder a esta tendencia? Ese rechazo instintivo a lo institucional surge cuando la institución se presenta en contraposición a la persona. Cuando esta actitud se traslada al ámbito de la religión se produce la tendencia a fabricarse cada uno su propia religión. Ante este fenómeno, que no es más que una de las múltiples manifestaciones del individualismo, me parece necesario intentar dejar claro que la Iglesia no es solo ni primariamente una institución, una sociedad, un conjunto de personas que comparten unas doctrinas y una organización. La Iglesia es, antes y sobre todo, una persona: Jesucristo. Recuerdo muy bien unas palabras de san Josemaría: «La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia»5. También resulta importante considerar que la dimensión institucional de la Iglesia está al servicio de las personas y no al revés, y, además, la plenitud no solo cristiana sino también humana se realiza en la entrega de sí, algo radicalmente opuesto tanto al individualismo de hacerse cada uno «su» religión, como a una equivocada primacía de la institución sobre las personas.

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Abordemos otro aspecto de la cuestión. Muchos piensan que si la Iglesia católica cediera un poco en sus exigencias más controvertidas, tendría más seguidores. ¿Cree usted que sería así? Otros dicen que la Iglesia está perdiendo el tren de la historia, porque está anticuada y no evoluciona al ritmo de los deseos de la gente de hoy. ¿Qué les contestaría usted? Las exigencias más controvertidas suelen referirse a puntos de moral natural (sobre el matrimonio, la sexualidad, la bioética, etc.). En esas exigencias la Iglesia no puede ceder porque no son exigencias suyas, sino normas dadas por el Creador en la naturaleza humana como luz que señala lo verdaderamente humano. Si, por un imposible, la Iglesia cediera, ya no sería la Iglesia ni esos eventuales más numerosos fieles serían fieles de la Iglesia. ¿La Iglesia anticuada por no evolucionar al ritmo de los deseos de la gente de hoy? ¿Cuáles son esos deseos? ¿Quién es la gente de hoy? No cabe duda de que la Iglesia puede evolucionar, y de hecho ha evolucionado a lo largo de los siglos, en aspectos no esenciales. No parece aventurado sostener que también actualmente hay aspectos mejorables, incluso muy mejorables, en la organización eclesiástica. En todo caso, es importantísimo tener presente que la Iglesia no la hacemos los hombres; la ha hecho y la hace Jesucristo; no la hacemos, sino que la recibimos. Una observación más sobre la moral cristiana: muchos la ven al modo de Nietzsche, como un código de prohibiciones que agobia y que viene a «aguar la fiesta» de la vida. ¿Cómo presentaría usted la moral cristiana en un contexto positivo y optimista? Insistiría en que el cristianismo no consiste solo ni principalmente en seguir unas doctrinas y normas de conducta, sino en seguir — conocer, tratar, amar— a una Persona, Jesucristo, que es Dios hecho hombre por amor nuestro, continuando

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con Él una historia, la de la salvación del mundo. Dios es amor, como escribe san Juan (1 Jn 4, 8), y las normas morales que el mismo Dios ha inscrito en nuestra naturaleza no suponen cortapisas a la libertad, sino luz que ilumina el camino de la verdadera realización humana; no son una especie de contrapartida que Dios nos exija a nosotros: son también don de Dios. Ciertamente, esa luz puede oscurecerse y de hecho se oscurece muchas veces por causas diversas que, en último término, hunden su raíz en el pecado. Entonces no solo la ley deja de entenderse en su esencial positividad, sino que tampoco la libertad —que constituye el fundamento de la estructura existencial de la persona— se comprende ni se ejercita en su más auténtico sentido, inseparable de la verdad y del amor. De todas maneras, presentar la fe cristiana en un contexto positivo y optimista no significa ocultar que la máxima manifestación del amor de Dios a nosotros —amor en el que se identifican justicia y misericordia— es la entrega de la vida de Jesucristo en la Cruz. Solo mirando con fe a Cristo en la Cruz se desvela el sentido del sufrimiento que, de otra manera, permanece envuelto en el absurdo. Otra fuente de mala prensa para la Iglesia son los «asuntos internos»: abusos de menores por parte de sacerdotes, falta de transparencia en las finanzas vaticanas, los «vatileaks». Parece que abundan los trapos sucios. ¿Esa percepción se corresponde con la realidad? ¿Es la causa de la desafección creciente por la Iglesia en amplios sectores de La sociedad? Esa percepción, en algunos casos, no en todos, responde a la realidad de hechos deplorables, pero que han estado puestos en primer plano como si representasen la realidad actual de la Iglesia, cuando se ha de decir —sin minusvalorar su gravedad— que representan fenómenos estadísticamente marginales y que desgraciadamente son mucho más numerosos en

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otras realidades sociales. Esto no quita que cualquiera de esos abusos sea intolerable, pida compasión y ayuda a las víctimas, además de las medidas disciplinares adecuadas. Por otra parte, no me parece exacto afirmar que se dé una desafección creciente por la Iglesia en amplios sectores sociales, sin afirmar a la vez que en otros amplios sectores la Iglesia representa el principal punto de referencia moral. Además, aunque hay crisis de fe en muchos cristianos, también existen elementos de renovación eclesial en países, como Holanda, por ejemplo, donde la vitalidad de los católicos está experimentando un crecimiento notable, después de años de profunda crisis. No hubo crisis solo en Holanda. Seguro que hay buenas noticias en otros países, pero ¿cree que ha acabado la crisis en la Iglesia? ¿Cómo valora la situación actual? No faltan quienes consideran la situación actual positiva y quienes la ven tremendamente oscura. No hay crisis en lo que, en la vida de la Iglesia, depende solo de Dios: en este sentido, la Iglesia es y será siempre santa e indefectible. En cambio, en lo que depende también de la correspondencia humana, aunque hay realidades muy positivas, heroísmos y santidad entre los cristianos, la situación global es, en mi opinión, muy preocupante. Pablo VI llegó a lamentar que el humo de Satanás estaba entrando por las grietas de la Iglesia 6. Mucho más recientemente, el cardenal Ratzinger, en su famoso Via Crucis de 2005, denunciaba cuánta suciedad hay en la Iglesia, especialmente entre aquellos que deberían ser sus más responsables custodios 7. El fundador del Opus Dei recomendaba a todos que tuvieran «piedad de niños y doctrina de teólogos»8. No lo decía en relación con el tema de que estamos hablando, pero me parece que esa frase contiene una síntesis superadora de dos dimensiones

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principales de la crisis: la languidez espiritual y la ignorancia doctrinal. «Piedad de niños y doctrina de teólogos», no como realidades separadas, no. Se trata de que la piedad sincera, con la sencillez de los niños exigida por Cristo en el Evangelio 9, esté en sí misma informada, sostenida, por un conocimiento profundo de la fe; y que la teología, también la científica y académica, se estudie y se transmita con piedad, y aquella actitud adorante ante el misterio, que el Pseudo Dionisio resumía en la célebre frase indicibilia deitatis casto silentio venerantes10 («venerando en respetuoso silencio lo inefable de Dios»). Por lo que se refiere a la crisis actual en la piedad, sin pretender generalizaciones injustas, pienso que una clave principal está en el mal trato que se da a la Eucaristía, y esto viene de lejos. Ya hace muchos años que Juan Pablo II, en la carta Dominicae Cenae (n. 12), pidió perdón públicamente a Dios por los graves y difundidos malos tratos que recibe el Señor en la Eucaristía; y ya acabo de referirme también a aquel Via Crucis del cardenal Ratzinger pocas semanas antes de ser elegido sucesor de Pedro. Mientras no se recupere de modo general el sentido sacro de la celebración del Sacrificio eucarístico, de la adoración creyente y amante ante la presencia real de Jesús en la Hostia santa, la crisis en la Iglesia no podrá superarse. Benedicto XVI, gran estudioso de la liturgia, lamentaba la desacralización y el descuido de la solemnidad y la belleza en la Misa, que se han difundido en las últimas décadas. ¿Cómo cree usted que se podría fomentar una mayor reverencia ante el misterio que se celebra en la Misa? ¿Qué propondría para despertar el respeto a lo sagrado en la forma ordinaria del rito? Es una cuestión muy amplia; habría que recordar, por ejemplo, muchas de las consideraciones que Joseph Ratzinger hace en El espíritu de la liturgia. Puesto a mencionar algunos aspectos,

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diría que para despertar el respeto, la valoración que lo sagrado merece, es fundamental la actitud del sacerdote celebrante. No se trata de vivir un ritualismo formalista, sino de seguir las normas litúrgicas cara a Dios, no cara al pueblo (aunque se celebre en un altar que mira a los fieles). El sacerdote no debe moverse en el altar, ni en el ambón, ni en la sede, como si él fuese el protagonista: es mediador, en Cristo, entre Dios y los hombres; y tanto mejor mediador cuanto más inmediatamente lleva a los fieles a poner el pensamiento —y la vista, a través de los signos— en Dios y no en su propia persona. En este sentido, está tomando cada vez más cuerpo entre liturgistas el deseo de que, en la Misa, solo la Liturgia de la Palabra sea coram populo (mirando a los fieles), para recalcar que la Liturgia Eucarística no se dirige al pueblo sino a Dios: sacerdote y pueblo unidos mirando en la misma dirección hacia Dios, que hace sacramentalmente presente el Sacrificio de Cristo en la Cruz. Las actitudes corporales, como expresión de las interiores, han de manifestar la fe, concreta y principalísimamente, en la presencia verdadera, real y sustancial de Jesucristo en la Eucaristía. Por eso, entre otras cosas, pienso que resulta ejemplar la disposición que dio Benedicto XVI para las celebraciones litúrgicas pontificias: que la Sagrada Comunión se reciba de rodillas y en la boca. ¿Cómo mejorar la celebración de la Misa según la forma ordinaria? En mi opinión, además de lo que acabo de comentar, me parece que habría que mejorar, en muchos seminarios del mundo y en la formación permanente del clero, la formación litúrgica teórica y, sobre todo, práctica. Cuestión distinta, y ciertamente importante, es la opinión de no pocos pastores y teólogos sobre la oportunidad de que la Santa Sede introduzca algunos retoques en el Misal, concretando más algunas rúbricas, que por ser ahora algo genéricas parecen facilitar una excesiva diversidad en el modo de celebrar la Eucaristía.

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Benedicto XVI expresó preocupación también por la calidad de las homilías, para que no sean ineficaces por blandas o genéricas. ¿Qué temas deberían subrayar? Depende de los lugares. En principio, conviene que las homilías comenten las lecturas bíblicas de la liturgia, aunque siguiendo un cierto plan de contenidos doctrinales, teniendo en cuenta que, para la mayoría de los fieles católicos, son la única fuente de formación permanente. Para esto, un buen sistema —caben, desde luego, otros— consiste en guiarse por el Catecismo de la Iglesia Católica. Se necesita además que en las homilías no se eludan cuestiones serias y exigentes intelectual y moralmente; pero sobre todo hay que predicar a Jesucristo, muerto y resucitado, vivo y presente en la Eucaristía. Cualquier tema particular, dogmático o moral, puede presentarse en relación directa con la fe en Cristo, con la esperanza en Cristo, con el amor de Cristo a nosotros y de nosotros a Cristo. Así, la predicación del Evangelio, sin caer en blandenguerías ni en sentimentalismos, tiene su tono o ambiente propio en el gozo y la paz: la alegría de los hijos de Dios. Otro problema es que en muchos lugares faltan sacerdotes. Para paliar la escasez, algunas voces proponen que se abra el sacerdocio a hombres casados y a mujeres, y que laicos o religiosos no ordenados, hombres o mujeres, hagan las funciones del sacerdote. ¿Sería una buena solución? En ausencia de sacerdotes, ya está previsto que se puedan encomendar a laicos algunas actividades que de ordinario realizan los sacerdotes, pero que no requieren necesariamente el carácter sacerdotal. En cambio, por ejemplo, la celebración de la Santa Misa y del sacramento de la Penitencia, por institución divina, solo corresponde a los sacerdotes. Por lo que se refiere a la ordenación sacerdotal de mujeres, ya la Iglesia ha enseñado con carácter definitivo que no está en

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su poder conferir una tal ordenación. El motivo es la fuerza vinculante de la Tradición, que nos transmite la voluntad de Jesucristo de reservar el sacerdocio a los varones. ¿Por qué el Señor decidió esto? No nos lo ha revelado. Se pueden aventurar diversos motivos de conveniencia, más o menos convincentes; en cualquier caso, es importante entender que no representa un menosprecio de la mujer. El sacerdocio trae consigo un servicio determinado, que supone no pocas veces fuertes renuncias, que con la gracia de Dios se pueden llevar con alegría. Pero, en definitiva, lo que para la persona cuenta no se reduce al tipo de función realizada sino a la identificación con Jesucristo, a la santidad alcanzada; y, en esto, la mujer está en idénticas condiciones que el varón: ¡cuántas mujeres ha habido y hay mucho más santas, que han contribuido y contribuyen más a la vida de la Iglesia que muchos sacerdotes! La ordenación sacerdotal de hombres casados es posible y de hecho tiene lugar en Iglesias orientales. Sin embargo, el celibato sacerdotal, sin ser absolutamente necesario para recibir el sacerdocio, tampoco se queda en una mera disposición disciplinar. Los motivos teológicos que muestran la profunda coherencia del sacerdocio con el celibato y los datos históricos de la primitiva cristiandad son tan fuertes, que pienso que se debe decir que la praxis oriental de ordenar presbíteros a varones casados no es una simple disciplina distinta sino una excepción debida a peculiares circunstancias históricas; digna de todo respeto, pero una excepción. En cualquier caso, la ordenación de hombres casados no resolvería el problema de la escasez del clero, como lo prueba la experiencia precisamente de esas Iglesias donde esto es legítimo. Además de la liturgia, también entró en crisis el sacramento de la penitencia, como señaló en su día Juan Pablo II u . ¿A qué se debe ese abandono? ¿Cree que se puede recuperar la práctica habitual de la confesión?

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Seguramente son varias causas, diversamente presentes en cada lugar. Por una parte, la pérdida del sentido del pecado en muchos cristianos: no valorar lo que es y comporta el pecado; vivir tranquilamente —al menos en apariencia— sabiendo que no se está actuando de acuerdo con la ley de Dios. Es muy conocida la frase de Pío XII, repetida también por Juan Pablo II: «El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado»12. A esto contribuyen tanto la ignorancia doctrinal cuanto el oscurecimiento de la conciencia que suele producir la permanencia en el pecado. Otra causa es, sin duda, la falta de confesores en muchos sitios: por escasez de clero y, en no pocos lugares, porque los sacerdotes han descuidado —a veces, por desgracia, dejado por completo— la administración del sacramento de la Penitencia. Con frecuencia se oye que más que crisis de la confesión, hay crisis de confesores. La experiencia demuestra que donde hay confesores disponibles, en el confesonario —que los penitentes no tengan que buscarlos o llamarlos—, los fieles acuden a la confesión. Las numerosísimas confesiones en el Braccio di Carlomagno, en el Vaticano, durante el año 2000, y el éxito de la Fiesta del Perdón en la Jornada Mundial de la Juventud en 2011 en Madrid, son ejemplos muy notables. Para recuperar, donde haga falta —y hace falta en muchos sitios— la práctica de la confesión frecuente, se necesita también una catequesis —no solo de niños, ni solo de jóvenes— sobre la maravilla de la misericordia de Dios y de la gracia divina. Despertar, sí, la conciencia de lo que es y supone el pecado, pero a la vez mostrar la grandeza del amor de Dios, que nos espera siempre con los brazos abiertos, que nos sale al encuentro, para levantarnos, purificarnos, fortalecernos, dándonos además la seguridad de su perdón mediante las palabras del confesor. San Josemaría llamaba en ocasiones al sacramento de la Penitencia, «sacramento de la alegría»; la alegría que surge del corazón de quien se sabe liberado del mal y personalmente amado por Dios.

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La Iglesia intenta formar las nuevas generaciones de cristianos, y de hecho llega a muchos en las catcquesis de primera Comunión y Confirmación; después, bastantes se alejan. ¿Qué hace falta para mantener a los jóvenes en la Iglesia? Las causas de ese alejamiento de la Iglesia después de la Confirmación seguramente son diversas en cada caso. Una muy común —como ha puesto de relieve el teólogo italiano Ugo Borghello13— parece ser que muchos de esos jóvenes no encuentran en la Iglesia el ambiente humano (grupo, comunidad o como quiera llamarse) con el que se sienten principalmente identificados —comprendidos y queridos—, y lo encuentran, en cambio, en ambientes ajenos a los valores cristianos, ya sea la familia o un grupo de amigos. En este sentido, me parece especialmente importante que la formación previa a la Confirmación no se limite a la catequesis, entendida solo como transmisión de doctrina. San Josemaría proponía y practicó una formación cristiana que, a todos los niveles, llegase no solo a la inteligencia, sino también a la voluntad y al corazón. Para conseguir una formación así, y que perdure ante ambientes hostiles, se precisa un adecuado ambiente cristiano en el que la persona se sienta principalmente identificada y activa (la propia familia si vive profundamente la fe, diversas instituciones eclesiales o civiles de inspiración católica).

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CAPÍTULO VI

CONCILIO

Por razones obvias, el Vaticano II (1962-1965) fue el primer concilio ecuménico del que se pudieron ver algunas sesiones por televisión, lo cual resultaba una imagen apropiada de la apertura que suponía aquella gran asamblea convocada por Juan XXIII. Fue un acontecimiento mundial; el interés y el eco que suscitó llegaron más allá de la Iglesia católica. Despertó grandes esperanzas de renovación, de mayor vitalidad. Con una simplificación corriente, que hizo fortuna y encierra alguna verdad pero tiene más de inexacta, se vio que en el Concilio, la Iglesia católica, hasta entonces cerrada, en posición defensiva frente al embate del mundo moderno, se abría a él, a los valores positivos que ofrecía. Luego vinieron el desconcierto y la decepción. Se extendió la fiebre de pensar que todo lo anterior había quedado superado. Naturalmente, no ocurrió así en todas partes, pero el caos alcanzó gran extensión. En 1984, el cardenal Joseph Ratzinger, que a la sazón era ya prefecto de la Congregación para la Doctrina de la

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Fe, habló extensamente de la crisis posconciliar con el periodista Vittorio Messori. El libro Informe sobre la fe, que recoge aquella entrevista, señala que el Concilio no fue la causa sino más bien la ocasión o el pretexto. El remedio no era dar marcha atrás, anular el Vaticano II; había que partir verdaderamente de él. Pido a Mons. Ocáriz un repaso rápido del Concilio. Empezaremos por una visión general para continuar por algunos documentos destacados que se aprobaron. Al cabo de cincuenta años, ¿qué balance se puede hacer del Vaticano II? Pienso —y creo que es opinión muy general— que los frutos del Vaticano II siguen ofreciendo luces y sombras. Hay quien ve más luces que sombras y quien ve más sombras que luces. Prefiero referirme primero a las sombras, para terminar con las luces, para que estas queden más resaltadas. Ya antes, a propósito de otra pregunta, me he referido a la crisis que estamos atravesando desde hace muchos años: bají-sima práctica religiosa de los católicos en muchos países, la escasez de vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada, serios defectos y abusos en la liturgia, la desorientación doctrinal de instituciones y publicaciones católicas, etc. Como dijo Benedicto XVI en la homilía del 11 de octubre de 2012, al inaugurar el Año de la Fe, en los últimos decenios se ha verificado una creciente «desertización» espiritual. Hay quien atribuye estos fenómenos negativos no solo a interpretaciones equivocadas del Concilio sino al Concilio mismo. Sin embargo, esa crisis no se debe a las enseñanzas del Concilio (es decir, a sus documentos oficiales) ni principalmente a interpretaciones teóricas equivocadas de esos documentos (aunque ciertamente las ha habido y las hay). En aquella misma ocasión, Benedicto XVI invitaba insistentemente a volver a los textos, a los

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documentos, a la letra del Vaticano II, pues solo ahí se puede encontrar su verdadero espíritu. Además, la crisis estaba ya presente o latente en muchos ámbitos antes del Vaticano II. Concretamente en la filosofía y en la teología, abandonando la neo-escolástica, muchos abandonaron, confundiéndola con esa, la doctrina de Santo Tomás; la cultura occidental, en su conjunto, presentaba síntomas de enfermedad, que no podían dejar de influir en los católicos; existía ya una influencia del marxismo también en algunos ambientes eclesiásticos; se extendían, en países tradicionalmente cristianos, las crisis matrimoniales y decaía la natalidad; en general, existía un creciente relajamiento de la vida cristiana. Sin embargo, parece innegable que el ambiente que se creó con el Concilio propició entender la renovación, el aggiornamento, como si el «poner al día» significase, en principio, cambiar. La intención de hacer un examen de conciencia fue llevando a una actitud de autoacusación y a concebir el Concilio como un «nuevo comienzo de la Iglesia». Todo esto, unido a otra idea dominante —la de creatividad—, ha ido conduciendo también a una relación falseada entre obediencia y libertad, que tiende a forzar la dejación del ejercicio de la autoridad, sustituyendo el rigor por la mansedumbre, también cuando la caridad y la justicia exigirían el rigor. Muchas veces me ha venido a la memoria el triste diagnóstico que hizo Kierkegaard de la situación de los luteranos en Dinamarca; según él, la mansedumbre tomó el lugar del rigor y, con la mansedumbre, los que tenían que mandar se hicieron cobardes, y los que tenían que obedecer, insolentes; así, con la mansedumbre —añade Kierkegaard— el cristianismo ha sido abolido en la Cristiandad1. Es obvio que un tal diagnóstico global no es aplicable a la Iglesia, ni lo podrá ser nunca, pero hace pensar. Desde luego, el rigor, si es exigencia de la caridad, debe ir acompañado siempre de la misericordia.

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Por otro lado, las luces abundan. En primer lugar, el mensaje que Pablo VI consideró el núcleo mismo del Vaticano II: la proclamación de la llamada universal a la santidad y al apostolado, que ha dado frutos abundantes en personas y en nuevas y antiguas realidades eclesiales, aunque en esto queda y quedará, como es lógico, mucho por hacer, y también por comprender. Muy positiva se muestra la mayor difusión del conocimiento directo de la Sagrada Escritura por parte de los fieles, independientemente de los problemas de la exégesis científica. También algunos aspectos de la renovación litúrgica —junto a las graves sombras a las que ya me he referido—: por ejemplo, la mayor participación de los fieles en lo que les corresponde, o la mayor riqueza de las lecturas bíblicas. Igualmente, la renovada conciencia de la naturaleza y misión de los laicos en la Iglesia. El lanzamiento de una nueva evangelización, realizado por Juan Pablo II y continuado por Benedicto XVI es un fruto, casi aún en germen, pero de gran importancia. ¿Cómo no considerar muy positivo el mejoramiento en las relaciones con los cristianos no católicos?, aunque hay que reconocer que otros aspectos del ecumenismo no hayan sido favorables. En fin, para no alargarme demasiado, me referiré a un fruto más del Vaticano II, que considero particularmente importante: el Catecismo de la Iglesia Católica, aunque también su luz debe iluminar mucho más, porque sea mucho más leído y meditado por los fieles. Tengo muy presente que, cuando se publicó el Catecismo, el cardenal Ratzinger me comentó: «Ha sido un milagro». Nuestro recorrido por los documentos del Vaticano II puede comenzar por la constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia. En ella se tratan cuestiones como la colegialidad episcopal, la común responsabilidad de pastores y pueblo en la misión de la Iglesia, la vocación específica de los laicos. Pero, a veces, el aliento

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de la Lumen gentium se ha consumido en la producción de consejos, organismos, asambleas, que han favorecido la busca de «cuotas de poder» en el ámbito eclesiástico. ¿Se puede aprovechar mejor este documento o ya está todo dicho? No dudo que haya existido y exista discusión sobre esos aspectos de «mantener cuotas de poder», aunque la expresión misma no me parece adecuada. Ciertamente, en no pocos sitios, ha proliferado una excesiva burocracia eclesiástica que, en lugar de constituir una ayuda eficaz a la misión de los obispos, ha resultado una remora. ¿Está todo dicho ya? Sobre la Iglesia nunca estará ya dicho todo, porque es un misterio humano-divino de riqueza inabarcable; por esto mismo, de las enseñanzas de Lumen gentium cabrá ir sacando nuevas luces: quizá no tanto en aspectos organizativos, cuanto en los aspectos fundamentales a los que me referí antes: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Sacramento, a la luz de los cuales se entienden mejor otros también fundamentales, como el primado del Romano Pontífice y las modalidades de su ejercicio. También hay campo de mayor profundización en lo relativo a la colegialidad episcopal y su relación —no identificación— con el afecto colegial que une a todos los obispos; en este sentido, veo muy interesante la precisión que hizo Juan Pablo II al declarar que el colegio episcopal, en cuanto realidad teológica, es indivisible2: es decir, los actos colegiales —en sentido propio, teológico— del episcopado son solo los de todo el episcopado, por tanto con su cabeza y bajo su cabeza, el Romano Pontífice. En fin, no faltan los temas profundizables y, sobre todo, mejor aplicables: piense que la llamada universal a la santidad está especialmente subrayada en la Lumen gentium. La constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo, es prototipo de la actitud de apertura

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y diálogo característica del Concilio. Con sentido positivo, trata de grandes temas humanos: dignidad de la persona, libertad, ateísmo, bien común, justicia social, trabajo, familia, cultura, educación, desarrollo, sociedad civil, comunidad internacional... Leída hoy, ¿es esta constitución escaparate de una antropología ingenua de los años sesenta o sigue teniendo vigencia? La Gaudium etspes contiene aspectos ligados al tiempo en que fue elaborada, pero otros reafirman elementos importantes de la doctrina católica sobre esos temas mencionados: dignidad de la persona, libertad, familia, etc. Subrayaría especialmente la enseñanza de esta constitución pastoral sobre la dignidad del hombre, que no es en absoluto un antropocentrismo que pretenda exaltar al hombre por sí mismo ignorando el teocentrismo-cris-tocentrismo, esencial en la fe cristiana. Concretamente, hay algunas afirmaciones de este documento conciliar que han sido y son muy citadas, pero de las que no siempre se explicitan sus importantes implicaciones. Me refiero, en primer lugar, a la célebre frase del n. 24: «El hombre es en la tierra la única criatura que Dios ha querido por sí misma». Estas palabras recuerdan de modo inmediato que Dios ha ordenado todo el mundo visible al hombre. Significa también que, en el mundo visible, solo el hombre está llamado a poseer y gozar de Dios, de modo que la plena perfección de la persona humana coincide primordial y existencialmente con el cumplimiento de la finalidad divina de la creación, con la glorificación de Dios. Hay otra implicación muy importante de esa aparentemente sencilla frase de la Gaudium et spes: toda persona humana tiene un derecho inalienable a que nadie la utilice ni la considere un medio para nada de este mundo, porque Dios la ama por sí misma, no como medio para otra cosa. Esto recuerda la segunda forma del imperativo categórico de Kant, pero en el pensamiento kantiano no queda suficientemente fundamentada. Es obvio que esta realidad no excluye

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la necesidad social de la subordinación de unas personas a otras (necesidad de una autoridad en la familia, en la sociedad, etc.), pero determina unas exigencias de respeto mutuo en todas las relaciones interpersonales. En segundo lugar, querría mencionar simplemente otra frase muy citada y comentada, que muestra que la verdadera exaltación del hombre no es antropocentrismo: la conocida afirmación del n. 22 de Gaudium et spes: «El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado», es decir, de Cristo. En Él está la plenitud humana; Jesucristo —Dios y hombre— es el hombre perfecto, que nos revela que el sentido último y la perfección a que está gratuitamente destinada la persona humana es sobrenatural, la unión con Dios. A la vez, la plenitud humana cada uno la encuentra, según otra expresión del n. 24, «en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Los católicos tienen fama de no leer apenas la Biblia, al menos en comparación con los protestantes. La constitución Dei Ver-bum del Concilio Vaticano II despertó entre los católicos un renovado interés por conocer mejor la Sagrada Escritura, pero subsiste la dificultad a que aludimos antes: la alternativa entre una exé-gesis histórico-crítica sin corazón, que parece borrar el misterio, y las lecturas muy pegadas a la letra que pueden llevar a planteamientos fundamentalistas o simplemente piadosos pero carentes de fundamento racional. ¿Ve alguna salida? Ya nos hemos referido de algún modo a esta cuestión que, desde luego, no es sencilla. ¿Qué salida hay de lo que a veces se presenta como un dilema? Me parece que se necesita una mayor recepción teórica y práctica del n. 12 de la Dei Verbum, en el que se exponen los criterios fundamentales de interpretación de la Sagrada Escritura: una interpretación que acoja los resultados válidos de los estudios histórico-críticos y, a la vez, tenga muy en cuenta la unidad de la Escritura, la Tradición de la Iglesia y la analogía de la fe. En la

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exhortación apostólica Verbum Domini (2010) de Benedicto XVI, se encuentran unas «pistas de salida». Desde un punto de vista práctico, es importantísimo disponer de ediciones de la Biblia con introducciones y notas, que sean fruto del esfuerzo de síntesis entre los resultados seguros (no meras hipótesis) de la exégesis histó-rieocrítica y la imprescindible dimensión dogmática de la lectura de la Biblia. La constitución Dei Verbum contiene enseñanzas muy importantes sobre la Revelación divina; considero especialmente relevante la que se refiere a la naturaleza de la Tradición de la Iglesia y su relación con la Escritura y el Magisterio. La Tradición no se reduce a una simple transmisión por repetición; es una Tradición viva, porque transmitiendo solo lo recibido —la Revelación terminó con la muerte del último Apóstol— lo desarrolla con la asistencia del Espíritu Santo; y también porque la Tradición activa, el sujeto que transmite es la Iglesia viva. Como expone el n. 8 de Dei Verbum, la Iglesia, con su doctrina, con su vida, con su culto, transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que ella cree. Junto a esto, me parece también muy importante la superaciónque1 esta constitución dogmática ofrece del problema, que ocupó a la teología anterior, sobre las relaciones entre Escritura y Tradición i por lo que se refiere al contenido transmitido. La superación de esta cuestión ha consistido en advertir que no se pueden considerar como dos fuentes independientes: junto con el Magisterio de la Iglesia, forman una unidad, de modo que no subsisten separadamente (n. 10 de la constitución). La Escritura es el primer elemento escrito (bajo inspiración divina) de la Tradición; a su vez, la Tradición posterior se apoya siempre en la Escritura; y el Magisterio, por institución divina, es el intérprete auténtico de la Escritura y de la Tradición.

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Una consecuencia de esta unidad en la distinción, se traduce en entender mejor lo que siempre la Iglesia ha enseñado: que el cristianismo no es una «religión del libro» (de la sola Escritura), pues solo en la Iglesia, dentro de la Tradición y con la guía del Magisterio, se puede entender la Escritura. Ya lo afirmaba, por ejemplo, Tertuliano en su polémica con las herejías. Ciertamente, esto puede parecer antiecuménico, pero solo en apariencia, pues la doctrina católica en el diálogo ecuménico no se impone, se propone. Naturalmente, la unidad Sagrada Escritura-Tradición-Magisterio constituye un criterio esencial para la interpretación científica de la Biblia, que acoja las aportaciones válidas y necesarias de la exégesis histórico-crítica, sin perder de vista su insuficiencia como criterio último de interpretación. Uno de los cambios más notables que se aprecian en los documentos del Vaticano II con respecto a épocas anteriores hace referencia al modo de contemplar desde la Iglesia al pueblo judío. La declaración Nostra aetate, en su número 4, marca un cambio de época. ¿Cuánto se ha avanzado? ¿Qué caminos propondría para establecer y mantener lazos con los hijos de Israel? Sin duda, se ha avanzado en lo que se refiere a las relaciones con el Estado de Israel y con las autoridades religiosas hebreas de diversos países. ¿Cómo no recordar el ejemplo especialmente significativo de la visita en 1986 de Juan Pablo II a la Sinagoga de Roma y la de Benedicto XVI en 2010? Naturalmente, siempre cabe mejorar el trato entre las personas, cosa más necesaria en unos sitios que en otros. Con respecto al pueblo de Israel, los cristianos no podemos no pensar en que Jesucristo y la Virgen María eran —son— hebreos, y los Apóstoles, y la Iglesia naciente. San Josemaría comentó en diversas ocasiones, también en público, que sus más grandes amores son hebreos: Jesús y su Madre santísima.

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¿Qué caminos propondría? Fomentar más el mutuo conocimiento, especialmente a nivel teológico. Quizá no sea algo completamente general, pero me parece que, mientras los católicos conocemos — más o menos— el Antiguo Testamento, que veneramos como Palabra de Dios, los hebreos conocen menos —en muchos casos, desconocen— el Nuevo Testamento. Un diálogo abierto sobre los dos Testamentos resultaría seguramente muy positivo. El Concilio quiso dar también un fuerte impulso al ecumenismo, y usted dijo antes que en este campo se han dado avances pero no todo es positivo. ¿Cómo es la situación actual del movimiento ecuménico? Por lo que se refiere al trato personal entre católicos y cristianos no católicos, en términos generales ha habido indudablemente un notable progreso. A nivel doctrinal la situación aparece muy compleja, pues no es igual la situación de los diálogos con unas confesiones que con otras. También en términos generales sí se puede decir que ha tenido lugar un progreso en el conocimiento mutuo. Se ha realizado un gran esfuerzo, mediante los muchos diálogos mantenidos a lo largo de las décadas que nos separan del Vaticano II, con ortodoxos, anglicanos, luteranos, etc., pero no se ha llegado a su unión con la Iglesia católica. En cambio, el fenómeno de las comunidades anglicanas que recientemente se han incorporado a la Iglesia no ha sido resultado de los diálogos doctrinales anglicanocatólicos. La situación actual, en mi opinión, se caracteriza por una más clara toma de conciencia de las dificultades existentes, no solo en puntos doctrinales concretos, sino en algunos presupuestos del mismo diálogo ecuménico. Concretamente, la dificultad que comporta el hecho de que las confesiones cristianas no católicas no tienen autoridades doctrinales que garanticen

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una unidad confesional. También se ha puesto más de relieve la dificultad que representa la diversidad de lenguajes confesionales y teológicos (con la facilidad de decir lo mismo entendiendo distinto). Otro obstáculo notable surge de la diversidad de ideas sobre la finalidad inmediata de los diálogos ecuménicos: estudiar lo que es común o, por el contrario, lo que separa para intentar solucionarlo; buscar una unión plena o bien un mutuo reconocimiento. Tampoco se puede ignorar un efecto, no de los diálogos oficiales, sino de una difundida comprensión equivocada del ecumenismo, consistente en pensar —y obrar en consecuencia— que los católicos no han de interesarse por la conversión al catolicismo de concretos cristianos no católicos. Lógicamente no suscribo lo que oí lamentar —no del todo en broma— a un teólogo jesuíta alemán hace unos años: «El ecumenismo ha conseguido que muchos católicos sean de hecho protestantes». Pero, como toda exageración, contiene algo de verdad. ¿Cuáles son ahora las cuestiones cruciales en las que está en juego el progreso hacia la unión de los cristianos? Hay muchas cuestiones importantes, pero tres —que están esencialmente vinculadas entre sí— se suelen considerar con razón como más cruciales. Una muy radical: la noción misma de Iglesia; otra, el concepto que se tenga de unidad de la Iglesia; en tercer lugar, el primado del Romano Pontífice. Ya se ve que no son cuestiones de detalle. Además, es actualmente más relevante que en tiempos pasados lo que separa en algunos temas morales. El camino del ecumenismo se presenta largo, difícil y de final incierto; pero la Iglesia no puede renunciar a recorrerlo, porque es voluntad de Jesucristo que nos esforcemos por esta unidad por la que el mismo Señor rezó al Padre (cfr./« 17,21).

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Ya se refirió antes a la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, que es sin duda una de las novedades más señaladas del Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con el mundo moderno. Que se trató de una novedad es muy claro; además, hay quienes ven una ruptura con la anterior doctrina católica. Benedicto XVI se refirió varias veces a la necesidad de una hermenéutica de la reforma en la continuidad, en contraposición a una hermenéutica de la ruptura o de la discontinuidad. ¿Podría explicar un poco más este asunto? La cuestión se planteó ya en el mismo Concilio: la libertad religiosa parecía contraria a la doctrina precedentemente enseñada por la Iglesia sobre esa materia. Pero en el Concilio se aseguró que no existía esa contradicción, y el texto fue aprobado por los Padres conciliares y por el Papa. La dificultad era que en documentos anteriores del Magisterio de la Iglesia se encuentran condenadas tesis que, tomadas literalmente, suenan idénticas a la libertad religiosa enseñada por el Vaticano II. De ahí la necesidad de una recta interpretación; de una hermenéutica de la reforma en la continuidad, que reconociendo la evidente novedad enseñada por el Vaticano II, explique la no contradicción con la doctrina precedentemente sostenida por la Iglesia. Es necesario considerar la unidad del Magisterio, no solo del sujeto —la Iglesia—, sino del objeto —la enseñanza—. ¿En qué sentido? En el sentido de que textos magisteriales de épocas distintas sobre una misma materia pueden iluminarse mutuamente. Por esto, sobre la libertad religiosa, no solo el Vaticano II ha de interpretarse a la luz de la doctrina precedentemente enseñada por la Iglesia, sino que también esa enseñanza se entiende mejor —se completa— a la luz del Vaticano II, teniendo en cuenta, como es lógico, los diferentes grados de autoridad de los documentos de que se trate, y que lo que resulta oscuro se ilumina por lo claro y no viceversa. Es

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preciso estudiar tanto las actas del Concilio Vaticano II como los contextos históricos y doctrinales de las enseñanzas precedentes del Magisterio. Resumiendo mucho, pues hay otros matices importantes, cabría concluir en forma relativamente sencilla. Es evidente que no coinciden las consecuencias prácticas socio-políticas de la enseñanza del Vaticano II y del Magisterio anterior: en los Estados católicos se prohibía (o, a lo sumo, se toleraba) la libertad de otras religiones; ahora, en cambio, en todo Estado —como ya mencioné a propósito, de otra pregunta— se debe respetar esa libertad dentro de los límites del justo orden público, valorado según normas morales objetivas. Pero esa diversidad práctica no se debe a contradicción teóricodoctrinal, pues antes se condenó una libertad que era entendida como objeto de un derecho civil positivo basado en la libertad moral de elegir religión (libertad que no existe, pues todos estamos moralmente obligados a buscar la verdad en materia religiosa). En el Vaticano II, se ha profundizado y explicitado un aspecto de la ley natural sobre los límites de la potestad del Estado, concretamente en materia religiosa; de ahí la afirmación de un derecho civil negativo (a no ser impedido), no fundamentado en una inexistente libertad moral ante la religión, sino en la limitación del poder del Estado sobre las personas. En suma, la libertad religiosa condenada anteriormente por la Iglesia no es la enseñada por el Vaticano II. Con unas mismas palabras se significan realidades distintas; no es el único caso, en la historia de la Iglesia, en que esto sucede. Es bien conocido que, para algunos, el Vaticano II es algo definitivo e intangible, mientras no faltan quienes ponen en tela de juicio o incluso rechazan abiertamente ciertas enseñanzas de ese Concilio. Para un católico que desee ser plenamente fiel a Cristo y a la Iglesia, ¿es lícito disentir de algunas enseñanzas del Vaticano II?

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Ante cualquier expresión del Magisterio auténtico de la Iglesia, también del Concilio Vaticano II, la actitud católica es la aceptación con el tipo de asentimiento que requieren las diversas enseñanzas. La Congregación para la Doctrina de la Fe, en una Instrucción sobre la función de los teólogos, trató expresamente de lo que usted me pregunta3. En ese documento se contempla la posibilidad, presupuesta la actitud fundamental de aceptación, de que alguien, con la debida preparación teológica y después de un estudio serio, considere dudosa o incluso equivocada una determinada doctrina propuesta por el Magisterio de la Iglesia, no perteneciente a la fe ni enseñada con acto definitivo. En un caso así—explica ese documento—, la actitud correcta sería manifestar a la autoridad eclesial competente (en el caso del Concilio, a la Santa Sede) —no a los medios de comunicación, añade esa Instrucción— las dificultades que se encuentren, con el sincero deseo de resolverlas. Si, después de nuevos estudios y, si es el caso, diálogos con la autoridad competente, permaneciesen las dificultades, habría que continuar en una actitud de disponibilidad para profundizar en el estudio. Naturalmente, para resolver esas posibles dudas, también hay que tener en cuenta las posteriores enseñanzas del Magisterio. Así como después de Trento vino el Catecismo de S. Pío V, el Catecismo de la Iglesia Católica es el que corresponde al Vaticano II. Ahora bien, tras el último Concilio se experimentaron distintos modelos para exponer la fe católica. Uno de los más difundidos es el que utiliza la Biblia como punto de partida. En cambio, el nuevo Catecismo sigue el esquema tradicional: credo, sacramentos, mandamientos y oración. ¿Le parece acertada esta opción? Me parece que sí. Como dije antes, el Catecismo de la Iglesia Católica fue un fruto importante del Concilio Vaticano II, y su esquema general, como el del Catecismo de San Pío V, es muy

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adecuado precisamente para una exposición catequética, ordenada y completa de la doctrina católica. Cabían sin duda otros posibles esquemas generales, pero el adoptado tiene una sencillez y una claridad que ha facilitado tanto la elaboración del Catecismo como su utilización. Las cuatro partes que componen el Catecismo son como un eco fiel de la vida de la Iglesia naciente, como se describe en los Hechos de los Apóstoles: «Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42). Sobre usar la Biblia como «punto de partida», hay que notar que el Catecismo cita la Sagrada Escritura unas cuatro mil veces. Antes dijo que la llamada universal a la santidad y al apostolado es el núcleo del Concilio, en palabras del propio Pablo VI. ¿No lo es también de la enseñanza de san Josemaría? ¿Cómo encaja el espíritu del Opus Dei en las ideas matrices del Vaticano II? Para san Josemaría fue motivo de agradecimiento a Dios que el Concilio Vaticano II enseñase, explícita y ampliamente, aspectos doctrinales que venía predicando desde el comienzo del Opus Dei en 1928 y por los que, durante años, fue duramente criticado en otros ambientes católicos. Me refiero, sobre todo pero no exclusivamente, a lo que usted acaba de señalar: la vocación universal a la santidad y la dignidad y misión eclesial de los laicos. Llamada a la santidad, no solo en el sentido de que todos están llamados (incluso esto era para no pocos una novedad), sino que todas las realidades humanas nobles son santificables y santificadoras: el trabajo profesional, la vida familiar, las relaciones sociales, etc. Esto concuerda, además, con una valoración positiva del mundo creado por Dios, sin ignorar ni la presencia del pecado ni la fuerza de la Redención. En este sentido se entiende bien que Juan Pablo II, al canonizar a san Josemaría, le llamase «el santo de lo ordinario»4. El hecho de que innumerables personas

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desconozcan la vocación a la santidad —o, por lo menos, no tengan de esta gozosa realidad una conciencia refleja— nada quita a la universalidad de esta llamada; más bien nos recuerda que la economía de la Encarnación y de la Redención continúa en el misterio de la Iglesia, además de en ese inescrutable hacerse presente de Dios en la conciencia de todo hombre. La Palabra divina que llama a la santidad quiere resonar en todas las gentes mediante la palabra de la Iglesia, mediante la palabra de los discípulos del Señor. Por lo que se refiere a la misión de los laicos, la enseñanza del Vaticano II es ajena tanto al laicismo como al clericalismo y comporta un concepto altísimo de la libertad con responsabilidad. Juan Pablo II, en unas palabras pronunciadas en Castelgandolfo en agosto de 1979, afirmó que las enseñanzas de san Josemaría anticiparon la teología del laicado, que después caracterizó a la Iglesia del Concilio y del post-Concilio5. Cabría mencionar también la apertura ecuménica, que ya muchos años antes del Concilio llevó a que san Josemaría, como ya dije» pidiese ala Santa Sede que personas no católicas pudiesen ser nombradas cooperadores del Opus Dei. En fin, para no alargarme, solo añadiré que fue precisamente el Concilio Vaticano II, en el decreto Presbyterorum Ordinis (n. 10), quien determinó que se crease la figura de la prelatura personal, que ha sido la forma canónica adecuada para el Opus Dei.

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CAPÍTULO VII

EVANGELIZAR DE NUEVO

La vieja Europa: una expresión que se puede decir con orgullo, compasión o desdén. De Europa han salido poderosas, energías de civilización: un florecimiento de las letras en medio centenar de lenguas, las ciencias modernas, la más elaborada filosofía. Europa es un crisol de pueblos que no simplemente se han fundido en un magma indiferenciado: cada uno hizo su aporte, pero sobre todo se hizo europeo; Europa se iba moldeando de una manera que consistía en el desarrollo de su propia personalidad. Los europeos descubrieron nuevos mundos, no viceversa, señala el historiador José Luis Cornelias1. Fuente principal de este espíritu universal europeo es el cristianismo. Los orígenes históricos y geográficos del cristianismo son muy concretos, y ajenos a Europa. Pero Jesucristo no predica la religión de un pueblo, sino el Dios único y de todos manifestado en El. El cristianismo llegó muy pronto a Europa, pero no nació ahí, y no se puede catalogar como una religión europea, señaló Joseph Ratzinger en su penúltimo día como prefecto, el 1 de

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abril de 2005, en Subiaco. Sin embargo, el cristianismo, añadió el cardenal, «en Europa recibió históricamente su impronta cultural e intelectual más eficaz y queda por ello unido de manera especial a Europa». Y Europa llevó al mundo, inseparablemente, fe cristiana, cultura, civilización. Pero el influjo europeo no ha sido puramente benéfico. No nos plegaremos al canon políticamente correcto que etí las empresas europeas en América, África, Asia solo ve explotación y exterminio. Hubo mezcla de bien y mal; Gengis Khan y el imperio otomano no se portaron siempre con mayor amabilidad. Sin embargo, es innegable que en el siglo pasado Europa atrajo sobre sí y buena parte del mundo desastres de magnitud inédita. Desde mucho antes, en Europa la fe fue perdiendo vigor. Él aliento del cristianismo está ausente en fuertes corrientes del pensamiento, y no vivifica en la misma medida que en Otros tiempos la cultura y las mentalidades. Que los europeos son cristianos ya no se puede dar por supuesto, y no me refiero a la entrada de musulmanes e inmigrantes dé otras religiones. Entre los mismos herederos dé la tradición cristiana europea hay ignorancia, indiferencia u; oposición con respecto a la fe de sus padres. La 'Cfi^aralzación obrada hace siglos por Pedro y Pablo, Santiago, Patricio, Cirilo y Metodio, Agustín, Bonifacio y los demás apóstoles de los pueblos europeos, necesita que se recomience en gran parte. Ya en el primer afio de su pontificado, Juan Pablo II comenzó a hablar de una «nueva evangelización» en las naciones de antigua tradición cristiana, europeas en su mayoría, donde se observa un decaimiento de la fe. En 2010, Benedicto XVI, con la constitución apostólica Ubicumque etsemper, creó el Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, y le confió el cometido de impulsarla.

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Usted es uno de bs consultores del nuevo Consejo Pontificio y podrá explicarnos el sentido de este impulso para la nueva evangelización. Pero, sobre todo, ¿podría decirnos quiénes se encargarán de hacerla? El sentido está claramente explicado en el documento con el que Benedicto XVI instituyó este Consejo Pontificio. Responde al alejamiento de la fe claramente perceptible en amplias capas de la población en países que fueron evangelizados hace siglos. En regiones de evangelización más reciente, el cristianismo se extiende con vigor, o avanza despacio, o quizá experimenta altibajos; en todo caso, no está firmemente implantado aún. En cambio, en Europa se da una regresión: la sociedad llegó a ser cristiana, y ahora eso se está deshaciendo. La constitución Ubicumque et semper señala los principales síntomas de la descristianización. No menciona solo el descenso de la práctica religiosa, sino principalmente la secularización de la cultura y el retroceso de la visión cristiana de la vida. Se ha trastocado la forma de entender las «experiencias fundamentales del hombre»: se cree que más vale procurarse la muerte si se sufre dolor o se ha perdido la autonomía; se niega que haya una ley moral natural, común a todos los seres humanos. Ante estos fenómenos, el documento insta a estudiar distintas posibles iniciativas, como el uso de los medios de comunicación actuales, incluidos los surgidos en los últimos años, o la difusión del Catecismo de la Iglesia Católica, o los medios que en cada caso parezcan convenientes. Pero no deja de subrayar que este impulso no es un «proyecto humano de expansión». Una nueva evangelización es, en realidad, la misión permanente de la Iglesia ante una nueva situación: la de una extendida secularización de esos países de antigua tradición cristiana. La entera misión de la Iglesia se puede sintetizar en la traditio Evangelii, en la transmisión del Evangelio, entendido en su sentido global paulino de «fuerza de Dios para la salvación de todo creyente»

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(Rm 1, 16), transmisión que se resume, a su vez, en la predicación de la Palabra y en la celebración de los sacramentos. Así como la misión de la Iglesia es misión de todos en la Iglesia, la nueva evangelización no está encomendada solo a algunos (obispos, sacerdotes, etc.), sino a todos, cada uno en la forma propia de su situación en la Iglesia. En este sentido, resulta particularmente importante despertar la responsabilidad de todos los fieles laicos, hombres y mujeres. La nueva evangelización no se reduce a la creación de una estructura: el Consejo Pontificio recién constituido u organismos nacionales que pueden establecer las conferencias episcopales, como se prevé en Ubicumque et semper. Precisamente, una de las misiones de esa nueva estructura es estimular la responsabilidad individual de los católicos, tanto directamente como a través de las diócesis. Que los laicos evangelicen, dice usted. Creo que muchos ayudarían con gusto a quien acudiera a ellos deseoso de acercarse a la Iglesia pero no tantos tomarían la iniciativa para atraer a quien no muestra interés. ¿Qué habría que hacer para infundir espíritu evangelizador en los fieles laicos? La Iglesia debe evangelizar ante todo a sus propios miembros, llevando a cada uno la doctrina íntegra del Evangelio y la plenitud de los medios de salvación. Solo desde esta doctrina y desde los sacramentos —especialmente desde la Eucaristía, recibida con la pureza de alma que asegura el sacramento de la Penitencia— es de donde nace el espíritu evangelizador. En este sentido, es fundamental el servicio de los sacerdotes a los fieles laicos: no para que estos colaboren en las funciones propias de los sacerdotes (claro que es necesario que algunos lo hagan), sino para transmitirles con fidelidad y entusiasmo la Palabra de Dios, que a todos impulsa al apostolado, y fortalecerlos con los sacramentos.

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O sea, cuando hablo de despertar la responsabilidad apostólica de los fieles laicos no quiero decir solo ni en primer lugar que se deba alentarles a ayudar a los sacerdotes, por ejemplo colaborando en las tareas parroquiales, como la catequesis o la organización de las celebraciones litúrgicas. Desde luego, a veces esto es oportuno o necesario. Pero la misión primordial y propia de los laicos es otra: «Hacer que la fuerza del Evangelio resplandezca en la vida cotidiana: familiar y social», en palabras del Vaticano II2. En cualquier caso, siempre es necesaria la comunión de los laicos con sus pastores. Tanto los ministros sagrados como los fieles laicos son responsables de la misión de la Iglesia; pero unos y otros la llevan a cabo según su propia función. Es necesario que los laicos tengan clara conciencia de que su deber de evangelizar no deriva de una delegación dada por la Jerarquía de la Iglesia, sino directamente de su condición de cristianos: viene, en otras palabras, del mismo Jesucristo, por medio del Bautismo y de la Confirmación. La consagración bautismal, corroborada por el don del Espíritu Santo en la Confirmación, hace a todos los cristianos capaces y responsables de transmitir el Evangelio. Esta es una facultad común a todos en la Iglesia; pero algunos —los ministros sagrados y los religiosos— adquieren luego una misión peculiar en virtud de otra consagración (sacramental, en el caso de los clérigos); los fieles laicos, sin necesidad de ninguna más, tienen la misión específica que acabo de recordar con palabras de la Lumen gentium. Tampoco hay que entender el apostolado de los laicos solo o necesariamente como una dedicación a determinadas tareas. Como las aptitudes y condiciones de vida de las personas son muy diversas, habrán de ejercer su cometido evangelizador de múltiples maneras. Entre estas, destaca la transmisión del Evangelio de persona a persona, en la convivencia con gente de los distintos ámbitos en que cada uno se mueve: familia, trabajo, vecindario, deporte, voluntariado... Digo que destaca porque es la forma más inmediata y natural de vivificar con el espíritu cristiano las

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realidades seculares por parte de quienes están en ellas como en su lugar propio. Responde a una dimensión muy importante de la vida humana: el diálogo interpersonal, y nace espontáneamente cuando hay amistad sincera. Los amigos conviven, conversan, comparten vivencias; cada uno desea hacer al otro partícipe de las cosas buenas que encuentra. Lógicamente, el amigo cristiano quiere que su amigo participe de los tesoros de la fe. Entre amigos, la transmisión de la fe se realiza con pleno respeto a la libertad y a la intimidad. También la comunicación de otras ideas o convicciones se da normalmente sin coacción en el ámbito de la amistad; pero si se trata de la fe, ocurre además que el amigo no tanto persuade, sino más bien ofrece un testimonio, que es fortalecido si va acompañado con la alegría propia de los hijos de Dios, manifestación típica de la fe y de la dinámica de su comunicación a los demás. Pero, para aceptar ese testimonio y adherirse a la fe, hace falta asentir libremente, desde luego, y sobre todo, recibir la gracia de Dios. El respeto a la libertad ha de ser particularmente exquisito, diría yo, ahora que la evangelización ha de hacerse en entornos donde existe una pluralidad de visiones del mundo, de creencias religiosas, de escalas de valores. ¿Cómo cumplir la misión de la Iglesia en estos entornos plurales? La primera evangelización de los diversos pueblos, como es obvio, siempre tuvo que realizarse en entornos ajenos al cristianismo. La nueva evangelización, a pesar de sus peculiares características, en este sentido no es una novedad. La transmisión del Evangelio exige siempre el respeto de la libertad de las personas; un respeto que es exigencia de la justicia y de la caridad. La Iglesia vive su misión proponiendo el Evangelio, nunca imponiéndolo; la fe solo libremente puede recibirse. Pretender imponer las propias convicciones —en este caso, la verdad

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evangélica— con cualquier tipo de engaño o violencia sería inaceptable: un proselitismo así sería directamente contrario al mismo Evangelio. Distinto es el proselitismo en su sentido original positivo, utilizado en el Nuevo Testamento (cfr Hch 2, 11; 6, 5; 13, 43), que es no solo aceptable sino una exigencia de la misión evangelizadora confiada por Jesucristo a su Iglesia. También en el ámbito civil, político y jurídico el proselitismo se considera cómo una componente intrínseca de la libertad religiosa. La evangelización, en cualquier contexto respeta y defiende la libertad de las conciencias, pero esto no implica en absoluto renunciar a difundir abiertamente el Evangelio. No se trata del interés por conseguir adeptos á las propias convicciones, sino del deseo de transmitir a los demás el grandísimo bien del verdadero conocimiento de Jesucristo. Antes mencionó que la constitución Ubicumque et semper invita a explorar nuevos modos de difundir el mensaje cristiano con los medios de comunicación. Uno piensa en seguida en los flamantes medios que están en auge, como las redes sociales. Sin embargo, creo que la opinión pública sigue siendo determinada en mayor medida por los mass media. Y estos casi solo tratan de la Iglesia cuando hay temas polémicos. ¿Qué recomendaría usted para que el mensaje apareciera más en esos medios, sin quedar reducido a las cuestiones disputadas? Me parece que hay dos principales niveles en los que habría que incidir más. En primer lugar, señalaría la formación de profesionales de los medios de comunicación: que sean profesionalmente de gran nivel y profundamente cristianos. En esto, se ha hecho ya mucho, pero el campo es tan grande que aún queda mucho más por hacer. En segundo lugar, teniendo en cuenta que los mass media de gran alcance exigen un capital elevado, motivar a católicos con posibilidades económicas —hay muchos en muchos países— a que se arriesguen y se lancen a invertir en esos medios.

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Unos y otros —profesionales y empresarios— actuarán bajo su personal responsabilidad; tendrán más o menos éxito; tomarán decisiones discutibles. Pero si tienen criterio cristiano, harán mucho bien haciendo bien su trabajo (ambas cosas son inseparables) y contribuirán, así, a orientar cristianamente las profesiones relacionadas con la comunicación social. Esta orientación cristiana no consiste primordialmente en producir contenidos religiosos (habrá que hacerlo muchas veces, porque la religión es un tema de interés general), sino hacer contenidos de cualquier tema con sentido cristiano: informaciones veraces y respetuosas de las personas, ficciones acordes con la dignidad humana. Aparte de lo que sea oportuno para evangelizar a través de los media, hace falta gente que viva el Evangelio trabajando en esos medios y evangelice a sus colegas. En este sentido, me parece muy importante alentar el trabajo de cristianos como periodistas de prensa, radio, televisión o publicaciones digitales; productores y guionistas de cine y televisión; creativos y empresarios de publicidad... Para terminar, aludo a un ámbito distinto de los medios de comunicación pero que tiene una gran repercusión en la vida social y en la opinión pública. Me refiero a la industria de la moda. Hay que trabajar mucho para que la moda promueva la elegancia y resalte siempre la dignidad de la persona, en particular de la mujer, a la que, por desgracia, tantas veces se presenta como un objeto. La sociología y la antropología anotan la importancia del ejemplo. La Iglesia ha mostrado siempre las vidas de los santos como modelo. ¿Cómo puede potenciarse esta riqueza de la Iglesia? ¿Es un camino para la nueva evangelización? Sin duda. Pero es frecuente que se considere equivocadamente a los santos como modelos en el fondo no imitables;

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por esto, para muchos es quizá aún más importante, por su proximidad, el testimonio de la coherencia de vida de los cristianos en su ambiente familiar, profesional y social. Antes recordé que Juan Pablo II llamó al fundador del Opus Dei «el santo de lo ordinario». Se refería a que san Josemaría centró su predicación en la posibilidad de santificarse en la vida co* rriente y ofreció, por inspiración divina, un camino concreto para buscarla. Para la nueva evangelización se necesitan muchas personas que muestren ejemplos de auténtica conducta cristiana en situaciones como las de la mayoría de la gente: madres y padres, trabajadores manuales, intelectuales y artistas, jóvenes, jubilados... También el cardenal Ratzinger, en el número especial de L 'Osservatore Romano dedicado a la canonización de san Josemaría (6 de octubre de 2002), explicaba que la «heroicidad» de los santos no significa que la santidad esté reservada a algunos «grandes» que realizan unos ejercicios ascéticos inasequibles a las personas normales. De algunos de ellos se podrá abrir la causa de canonización, y su ejemplo se perpetuará. De hecho, por deseo de Juan Pablo II, la Congregación para las Causas de los Santos presta especial atención a casos de personas- de nuestra época, que por haber vivido en circunstancias semejantes a las actuales, son modelos más cercanos a nosotros. Con frecuencia se habla de las raíces cristianas de Europa. ¿Dónde se perciben esas raíces? ¿Cómo hacer para que de nuevo la vida de la Iglesia sea vigorosa? Las raíces cristianas de Europa se perciben, por una parte, en la historia de la formación de las naciones europeas, en el origen de las universidades, etc. Actualmente, estas raíces se perciben incluso en los numerosos nombres cristianos de muchas ciudades y pueblos, en el origen y aun en el contenido de gran número de fiestas populares. Pero, sobre todo, estas raíces se perciben en los valores

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fundamentales sobre los que se apoya también actualmente la cultura europea, en lo que tiene de más positivo; la libertad, la solidaridad, la igual dignidad fundamental de toda persona, etc, A esto ya me he referido antes: no fue la Revolución francesa la que instauró la libertad,' la igualdad y la fraternidad. Para que la vida de la Iglesia sea vigorosa es preciso que la llamada universal a la santidad cada vez más sea no solo u^a bonita «doctrina teológica»»:, sino una llamada escuchada, recibida y vitalmente aceptada por los católicos, especialmente por los laicos. Una respuesta a esa llamada comporta una vida de oración constante -—«necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18,1); «constantes en la oración» (Rm 12, 1 2)—, frecuencia de sacramentos, formación doctrinal teológica —cada uno al nivel que le sea posible—-en plena adhesión al Magisterio de la Iglesia. Desde luego, cabe, y será oportuno, pensar planes, organizar actividades diversas, etc.; pero si no conducen a que los fieles se esfuercen seriamente eh ser —-como decía san Josemaría— almas de oración y almas de Eucaristía, planes, actividades, reuniones, etc., no serían eficaces; es más, podrían ser una especie de espejismo. Para esto, como he mencionado anteriormente, es muy importante que los fieles especialmente la gente joven después de la Confirmación, encuentren un ambiente (familia grupos de amigos instituciones eclesiales, etc.) en el que se sientan acogidos, comprendidos» queridos y también activos, en el que se compartan los mismos ideales cristianos. Entiendo que quiere subrayar ¡A prioridad de lo interior sobre la actividad externa. Pero la «oración constante» ¿es una meta asequible para la gente corriente? Sí es asequible; es una meta a la que cualquier cristiano puede llegar, con la gracia de Dios y el esfuerzo personal. Pero hay que entender que no se trata de estar constantemente «diciendo oraciones». Comentando esas palabras de san Pablo, a las que me he referido («constantes en la oración»), san Agustín escribió que la oración constante se hace realidad por medio de la fe, de la esperanza y de la caridad, en forma de un deseo habitual, ininterrumpido, de Dios 3. Es una tensión in-

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terior, que hace referir todo a Dios sin necesidad de palabras ni de conceptos explícitos. Pero para esto, es preciso dedicar tiempos a una oración, por así decir, más explícita, con palabras, a meditar el Evangelio, etc. Muchos santos han escrito sobre la oración; y a la oración está dedicada la entera cuarta parte del Catecismo de la Iglesia Católica, que está dirigido a todos, también a la «gente corriente». San Josemaría predicó y escribió mucho sobre la oración, no solo como un tema de teología espiritual, sino también transmitiendo su personal experiencia del trato con Dios. Entre sus muchos textos, me viene inmediatamente a la mente la homilía titulada Hacia la santidad4: ahí traza un itinerario por el que, comenzando con sencillas oraciones vocales, se llega a esa oración constante, en la que «las palabras resultan pobres...: y se deja paso a la intimidad divina, en un mirar a Dios sin descanso y sin cansancio»5. Hacía notar que existen muchísimos modos distintos de hacer oración, pero recomendaba que, en cualquier caso, sea una oración caracterizada por el sentido de la filiación divina: también así se sigue el ejemplo y la enseñanza de Jesucristo (cfr. Mt 11, 25-26; Le 11, 1-2; 22, 42; /w 11, 41; 17, 5; etc.). En el mismo contexto en que aludió a la oración usó la expresión «almas de Eucaristía». ¿Qué significa eso, es decir, cómo se puede traducir concretamente en la vida de un cristiano? Ser «alma de Eucaristía» significa ante todo tener una fe viva en que en la Eucaristía se hace sacramentalmente presente el Sacrificio de nuestra Redención y que Jesucristo está verdadera, real

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y sustancialmente en la Hostia Santa. Es también creer firmemente que en la Sagrada Comunión —con la célebre expresión de san León Magno— «la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo no hace otra cosa sino convertirnos en lo que recibimos»6. Desde esta fe, como enseñó san Josemaría, «se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano»7. ¿Cómo se puede traducir esto en la vida concreta? Lógicamente, de modos diversos según las circunstancias personales. En cualquier caso, si esta fe es viva, un cristiano procura participar en la Santa Misa siempre que pueda, no solo los domingos; procura recibir a Jesús en la Comunión, bien preparado mediante la recepción frecuente del sacramento de la Penitencia; se esfuerza en unir todas sus obras al sacrificio de Cristo, etc. Los modos serán diversos, pero si es viva la fe en el misterio eucarístico, las consecuencias prácticas surgen con espontaneidad e intensidad proporcionadas a la intensidad de esa fe. ¿Es usted optimista cuando piensa en el porvenir de la Iglesia en Europa? Humanamente parece que no hay muchos motivos para el optimismo, pues la crisis es profunda y extensa; sin embargo, hay motivo de esperanza y, por tanto, de optimismo sobrenatural, porque el Señor está con nosotros y, como escribe san Pablo, «si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31). Ese optimismo sobrenatural es el sereno realismo de la fe, que está cierto del poder salvador, misericordioso de Dios, y sabe que los resultados de nuestro esfuerzo no están enteramente en nuestras manos, sino, siempre y en definitiva, en las manos de Dios. En la multiforme actividad evangelizadora, apostólica, de la Iglesia, a veces se ven los frutos: conversiones, decisiones de más intensa vida cristiana, etc. Otras veces, no se ven.

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En todos los casos, hay motivo para mantener esa esperanza grande. El motivo fundamental es el amor omnipotente de Dios y que su Palabra siempre es eficaz, como leemos en la Sagrada Escritura; a veces su fruto en las almas existe pero no se ve o se produce más adelante en el tiempo o, incluso, el fruto de un esfuerzo apostólico en un lugar se produce en otro lejano (es Dios quien lo produce). En breve síntesis, san Josemaría solía decir que «cuando la siembra es de santidad, no se pierde»8.

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CAPÍTULO VIII

OBRA DE DIOS

Opus Dei: en español, Obra de Dios. «Movido por inspiración divina, Josemaría Escrivá de Balaguer fundó el Opus Dei en Madrid, el día 2 de octubre de 1928». La cita procede de las primeras líneas de un documento pontificio, la constitución apostólica Ut sit, de 1982, por la que fue erigida la Prelatura personal de la Santa Cruz y Opus Dei. La constitución describe así la finalidad de la Obra: «iluminar con luces nuevas la misión de los laicos en la Iglesia y en la sociedad humana»; «llevar a la práctica la doctrina de la llamada universal a la santidad»; «promover entre todas las clases sociales la santificación del trabajo profesional y por medio del trabajo profesional». Luego define la estructura del Opus Dei. Es un cuerpo «al mismo tiempo orgánico e indiviso, es decir, dotado de unidad de espíritu, de fin, de régimen y de formación espiritual». Está compuesto por el prelado, por laicos —tanto hombres como mujeres— y por sacerdotes que provienen de los fieles laicos de la Prelatura y se ordenaron para prestar atención pastoral específica a los otros miembros. «Específica» porque se dirige a la formación espiritual y

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la asistencia sacerdotal necesaria para que los fieles de la Obra respondan al compromiso vocacional que tienen: procurar la santidad y evangelizar en medio del mundo, en el ambiente de cada uno, según el espíritu del Opus Dei. El prelado es, en términos canónicos, el ordinario propio de la prelatura: quien confía a los sacerdotes que dependen de él los encargos pastorales y se cuida de su sustento; ejerce su jurisdicción sobre los laicos, en todo lo que se refiere al fin de la Prelatura: principalmente, determinar qué formación y qué atención sacerdotal han de recibir y cómo deben recibirla (o impartirla, en el caso de los que forman a otros). Los laicos del Opus Dei son a la vez fieles de las diócesis que les corresponden por su lugar de residencia y están sujetos a los obispos diocesanos de la misma manera que los demás. En fin, y dicho de otro modo, la Prelatura del Opus Dei es una circunscripción eclesiástica, como don Fernando Ocáriz dirá más abajo. Además, tiene inseparablemente unida la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, cuyo fin es, también dice la constitución Utsit, «ayudar a los sacerdotes incardinados en las diócesis a vivir la misma doctrina [la llamada universal a la santidad y la santificación del trabajo], en el ejercicio de su sagrado ministerio». San Josemaría estuvo al frente de la Obra hasta su fallecimiento en 1975, antes de que fuese erigida en Prelatura. Le sucedió Mons. Alvaro del Portillo, que había ayudado al fundador durante casi cuarenta años, la mayor parte del tiempo como Secretario General. Sucedió a Mons. Del Portillo, en 1994, Mons. Javier Echevarría, el actual Prelado, cuyo Vicario General es Mons. Fernando Ocáriz. La Prelatura del Opus Dei, de ámbito internacional, tiene su sede central en Roma.

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Con esto basta para facilitar el necesario contexto a los temas de este capítulo. Nos centraremos en algunas cuestiones que están más o menos presentes en la opinión pública a propósito de la Obra. Pero comenzamos pidiendo a Mons. Ocáriz que cuente algo de su experiencia personal. Cuando usted se incorporó al Opus Dei, todavía vivía el fundador, san Josemaría Escrivá de Balaguer. ¿ Tuvo ocasión de conocerle y tratarle personalmente? ¿Hay algún rasgo de su personalidad que le resultase particularmente atractivo? Conocí a san Josemaría el 23 de agosto de 1963, durante una larga reunión familiar con los que asistíamos a un curso de verano en el Colegio Mayor Belagua, en la Universidad de Navarra. Siguieron algunas otras ocasiones, también en reuniones con bastantes personas. Pero fue a partir de octubre de 1967, cuando me trasladé a vivir a Roma, hasta su marcha al cielo el 26 de junio de 1975, cuando tuve muchas ocasiones de estar con san Josemaría en reuniones con grupos más reducidos, de escuchar su predicación y participar varias veces en la Santa Misa que celebraba; no faltaron tampoco las oportunidades de hablar personalmente con él. No me resulta fácil destacar solo un rasgo de su personalidad, pues era muy rica y con muchos aspectos que resultaban particularmente atractivos. Puesto a destacar alguno, diría que resultaba evidente su capacidad de querer a Dios y a los demás. Esta es precisamente la esencia de la santidad. Amaba a la Iglesia y al Papa de manera notable, evidente a los ojos de cualquiera, y sufría con todo lo que fuesen manifestaciones de la crisis que, en muchos ambientes, padecía la Iglesia en aquellos últimos años de su vida, hasta en detalles que podrían parecer de menor importancia. Recuerdo, por ejemplo, que en una tertulia alguien comentó que había visto en una calle de Roma una pintada

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ofensiva hacia Pablo VI. Noté cómo se dibujaba en el rostro de san Josemaría un gesto de dolor e, inmediatamente, nos invitó a rezar juntos una avemaria por el Santo Padre. Su amor a los demás —que era sin duda caridad sobrenatural y también noble cariño humano— se advertía en muchos detalles; por ejemplo, resultaba sorprendente cómo se daba cuenta de las necesidades de los demás; cómo en una conversación con varias personas se las arreglaba para que ninguno quedase en desaire por una equivocación (me viene a la memoria que una vez me hizo una pregunta y se dio cuenta inmediatamente de que me ponía en un aprieto y, sin darme tiempo a contestar, añadió un comentario sencillo que hacía innecesaria mi respuesta). A la vez, tenía un carácter enérgico y, precisamente por su cariño a los demás, no eludía corregir cuando era preciso. Resultaban también especialmente atractivos su alegría y su buen humor. En toda institución hay un riesgo de faltar al carisma fundacional, pero también se presenta el peligro contrario: de que por miedo a lesionar la propia identidad originaria se produzca un anquilo-samiento. ¿Puede suceder alguna de esas cosas en el Opus Dei? Espero que, con la ayuda de Dios, no se dará ninguno de esos extremos. Por una parte, porque la actividad del Opus Dei en cuanto tal es dar formación cristiana —doctrinal y espiritual— a sus fieles y a otras muchísimas personas, según el magisterio de la Iglesia y un espíritu que no está tampoco sujeto al paso del tiempo, pues viene configurado por elementos exclusivamente evangélicos (filiación divina, santificación del trabajo, centralidad de la Eucaristía, primacía de la caridad, etc.); san Josemaría decía que es un espíritu «viejo como el Evangelio y como el Evangelio nuevo»1. Por otra parte, las actividades apostólicas que promueven los fieles del Opus Dei, de ordinario con otras personas, a ve

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ces incluso no católicas, actividades en las que la Prelatura se hace responsable de su orientación cristiana, responden a las necesidades de la sociedad en que se vive y, por tanto, tienden a variar según cambian esas necesidades con el pasar del tiempo. Por ejemplo, san Josemaría, refiriéndose a las residencias universitarias, dijo que si llegase un momento en que se viese que no son útiles, se dejarían de promover. En este sentido, comentaba también que la Obra no tiene una determinada especialidad apostólica, sino todas las especialidades; todas las que sean útiles para colaborar a la extensión del Reino de Dios, dentro del inmenso campo de las actividades humanas honradas. De modo general, san Josemaría explicó que en la Obra, como en toda realidad viva, hay desarrollo; pueden cambiar los modos de hacer y de decir, permaneciendo invariable el meollo, el espíritu. Cuando Mons. Alvaro del Portillo sucedió al fundador, usted ya vivía en Roma. ¿Cómo valoraría el periodo en que él estuvo al frente del Opus Dei? Lo resumiría en la expresión continuidad en la fidelidad. Fueron diecinueve años, en los que don Alvaro no pretendió dar, ni dio» una impronta personal al gobierno pastoral del Opus Dei, sino que supo ser fiel continuidad de san Josemaría. Pablo VI le aconsejó que, ante cualquier asunto, pensase cómo lo afrontaría el fundador; a Mons. del Portillo le dio mucha alegría escuchar que el sucesor de Pedro le sugería lo que ya él se había propuesto desde el primer momento. Esta fidelidad en la continuidad, o continuidad en la fidelidad, no significaba inmovilismo sino todo lo contrario: desarrollo y expansión de la labor apostólica en más países —una veintena—, y la promoción y orientación cristiana de numerosas iniciativas nuevas. Además, su gobierno comportó, entre otros

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muchos bienes, llevar a término los trabajos previos necesarios para que Juan Pablo II erigiese el Opus Dei en Prelatura personal y beatificase a san Josemaría. Don Alvaro no quiso dejar una impronta personal, pero ha dejado la de un pastor ejemplar al servicio de la Iglesia y la de un fidelísimo hijo de san Josemaría. El pasado 28 de junio de 2012 se publicó el decreto sobre las virtudes heroicas de Mons. Del Portillo. Lo mismo —continuidad en la fidelidad, o fidelidad en la continuidad— hay que decir sobre la sucesión de Mons. Echevarría a Mons. Del Portillo. Espero que, con la ayuda de la gracia de Dios, de los que vendrán después se podrá decir lo mismo. Para una parte de la opinión pública, el Opus Dei es conservador, a diferencia de instituciones de la Iglesia que tienen imagen de progresistas, porque son críticas con la jerarquía o propugnan cambios (por ejemplo, eliminar el celibato obligatorio para los sacerdotes) que hoy Roma no admite. ¿Cómo valora usted estas etiquetas? Son etiquetas ambiguas o, más bien, equívocas. Porque el cristiano que quiere ser coherente con el Evangelio, procura conservar sin adulteraciones la fe y la moral cristianas y, a la vez, desea progresar siempre en el propio camino, que no es otro que el de la identificación con Jesucristo y colaborar en el progreso espiritual y material de los demás, en la expansión del Reino de Dios; y, para esto, permanecer abierto a los cambios y novedades que faciliten ese progreso. En cambio, apartarse de aspectos vinculantes para todo católico, en primer lugar del Magisterio auténtico de la Iglesia, es más bien un retroceso. El Opus Dei representó una novedad eclesial de tal magnitud, que —por predicar la santidad en la vida ordinaria, en el trabajo, etc.— fue incluso acusado de herejía. También en aspectos prácticos, san Josemaría se adelantó al Vaticano II (por ejemplo, en la participación activa de los fieles en la Misa). No es extraño que esta novedad, que sigue manifestándose en

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bastantes aspectos, sea calificada de conservadora por quienes piensan que el «progreso» consiste en criticar determinados puntos de la doctrina católica, o no acudir periódicamente al sacramento de la Penitencia, o abandonar ciertas prácticas de piedad tradicionales, como por ejemplo el rezo del Rosario. Precisamente ciertas prácticas tradicionales son vistas con extrañeza o aun reprobación por algunas personas. Creen que tales cosas están superadas, y que en el Opus Dei se practiquen es muestra de que es retrógrado. Estas críticas se dirigen sobre todo contra la mortificación corporal (ayuno, disciplinas, cilicio) y la dirección espiritual. ¿Qué diría a quienes así piensan? Les preguntaría por qué piensan semejante cosa; y, después, en el modo oportuno a su respuesta, les explicaría con textos del Nuevo Testamento la necesidad, para todo cristiano, de ser almas de oración y de penitencia (y que en la lucha para conseguirlo, caben muy diversos modos prácticos), y la utilidad de la dirección espiritual, como muestra el hecho de que multitud de cristianos corrientes, también sin pertenecer al Opus Dei, reciben esa ayuda espiritual, y del dato antropológico indiscutible de que «nadie es buen juez en causa propia». En una ocasión, a propósito de la mortificación corporal, Mons. Alvaro del Portillo comentaba que el motivo del «escándalo» no estaba en el rigor de tales prácticas. En realidad —solía decir, glosando una idea del fundador de la Obra—, muchas personas, por mejorar el aspecto físico, asegurar la salud o mantenerse en buena forma, se someten a cosas mucho más duras que el uso de un cilicio o de unas disciplinas: dietas severas, que bien podrían llamarse ayunos; ejercicios extenuantes; dolorosos tratamientos estéticos; incluso operaciones quirúrgicas. Lo que no entienden quienes se escandalizan no es el sacrificio en sí, sino que se realice por razones sobrenaturales: para unirse a Cristo crucificado y para la salud del alma.

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Las prácticas de mortificación corporal —tradicionales en la Iglesia, no exclusivas del Opus Dei— no representan lo más importante. San Josemaría subrayaba que mucho antes está el sacrificio vulgar y sencillo, nada extraordinario, en las cosas de la vida cotidiana. Decía que esa mortificación «pequeña», practicada con constancia, es más heroica que las grandes penitencias. En una de sus homilías, titulada «Tras los pasos del Señor», ofrece un elenco de sacrificios corrientes que todos podemos practicar, y si los practicamos, tendremos más fortaleza y serenidad, y haremos más agradable la vida a los que nos rodean2. Por ejemplo: la puntualidad, para no retrasar el trabajo de los demás o no hacerles perder tiempo; escuchar con amabilidad y paciencia, aunque no nos interese mucho lo que nos cuentan o no nos hayan hablado en el momento más oportuno; llevar con buen humor y sin queja las contrariedades de cada día... Hablemos de libertad de pensamiento. El Opus Dei está compuesto por personas muy diversas, aunque solo sea porque ya está extendido en más de sesenta países. Pero, ¿cómo se asegura el pluralismo cultural e ideológico en el interior de la institución? Destacaría dos aspectos fundamentales: en el Opus Dei no se enseña ni se promueve nada que no sea doctrina católica o espíritu de la Obra; en asuntos culturales, ideológicos, políticos y profesionales en general, todos los fieles del Opus Dei gozan plenamente de la libertad que les corresponde como comunes miembros de la Iglesia católica. Ni siquiera en teología puede haber una «escuela del Opus Dei»: esto está incluso prohibido explícitamente en los Estatutos de la Prelatura. Sin embargo, la formación que se da a todos los miembros, según un plan determinado, ¿no entraña un cierto peligro de encorsetamiento, de uniformizar?

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Un plan de formación no tiene por qué suponer un encorsetamiento; dependerá de cómo sea ese plan y de cómo se desarrolle. Por otra parte, sin un cierto plan resultaría difícil, por no decir imposible, una formación suficientemente completa. Los diferentes aspectos de la formación requieren diversidad de medios; es distinto un plan para la formación teológica de un plan de formación espiritual, por medio de clases o charlas a grupos homogéneos de personas, y naturalmente distinto es el modo de la formación personal mediante la dirección espiritual que se ofrece a cada fiel, en la que no cabe hacer un plan general. En esta formación, no se produce un «encorseta-miento», pues una característica esencial es no solo respetar la libertad de espíritu y la iniciativa de las personas sino fomentarla positivamente. Tengo la impresión de que al menos durante una época, el Opus Dei no estaba muy bien visto en parte de los ambientes eclesiásticos. Recuerdo, por ejemplo, que se publicaron comentarios desfavorables poco antes de la transformación en Prelatura personal, y algunos obispos se opusieron a que la Santa Sede diera ese paso. ¿Sigue habiendo esas críticas? En realidad, la Santa Sede consultó a miles de obispos, antes de erigir el Opus Dei en Prelatura, y solo unos quince formularon objeciones, a las que la misma Santa Sede respondió. La Prelatura está ya establecida en muchas diócesis de sesenta y siete países no solo con la autorización de los correspondientes obispos diocesanos, sino que en muchos casos se ha comenzado el trabajo apostólico a petición expresa de los obispos, y son también numerosos los obispos de lugares donde aún no está el Opus Dei que piden insistentemente al Prelado que se comience la labor estable de la Obra en sus diócesis. Junto a esto, en pocos casos puntuales se advierten incomprensiones.

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Cuestión distinta es que se entienda la realidad teológica y canónica del Opus Dei, lo que también va siendo cada vez más común. Por ejemplo, he podido comprobar que algunas personas, aun teniendo un gran aprecio a la Obra, no acaban de entender cómo se compagina la plena secularidad de los fieles de la Prelatura con su entrega a Dios, sea en el celibato, sea en el matrimonio. Explíquenoslo, por favor. ¿Cuál es la esencia de una existencia cristiana secular? ¿Por qué interesa tanto a la Obra subrayar este aspecto? ¿En qué se diferencia lo secular o laical de lo religioso? El concepto de secularidad tiene una gran amplitud; de hecho, no siempre se utiliza en el mismo sentido. Pienso que, en su significado más estricto, la esencia de una existencia secular cristiana está determinada por la plena asunción del compromiso cristiano, derivado de la vocación universal a la santidad, vivido no solo en el mundo sino a través de las realidades del mundo (familia, trabajo profesional, relaciones sociales), sin más consagración que la sacramental (Bautismo, Confirmación y, en su caso, Orden sacerdotal). Concretamente, los sacerdotes de la Obra son sacerdotes seculares, con la misma misión que los del resto de las circunscripciones eclesiásticas (diócesis, prelaturas, ordinariatos, etc.): el servicio pastoral a los fieles de la Prelatura (sobre todo, la predicación y la celebración de los sacramentos). Naturalmente, también ofrecen ese servicio a todas las personas que participan en las actividades apostólicas de la Obra; además, mediante la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, procuran fomentar la fraternidad y la mutua ayuda espiritual entre sus iguales, los sacerdotes diocesanos. Cuando no se entiende cómo se compagina la secularidad con la entrega a Dios, suele ser porque durante muchos siglos

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la entrega a Dios se identificó con el sacerdocio o, más aún, con el estado religioso. No se concebía —y sigue a veces sin entenderse— que fuese posible la entrega en el caso de los laicos, y menos aún si estaban casados. Entregarse a Dios implicaba, según la idea común en aquellos tiempos, cambiar de condición, apartarse de lo que hasta entonces uno era. Esta mentalidad no correspondía a la doctrina católica, pero estaba tan arraigada, que —como ya mencioné antes— cuando san Josemaría comenzó a predicar que cabía comprometerse a buscar la santidad y darse a Dios en medio del mundo, algunos lo tomaron por hereje. Sin embargo, esa postura tan difundida no era la más antigua. En los primeros siglos de cristianismo, antes de que surgiera el movimiento eremítico, se aceptaba con toda naturalidad la entrega a Dios en medio del mundo, sin cambiar de estado. Por ejemplo, aparecieron muy pronto —lo vemos en algunas cartas de san Pablo— la virginidad y el celibato, sin que quienes lo adoptaban se retiraran del mundo. Ejemplo de entrega por el Reino de los Cielos en el matrimonio lo vemos en Prisca y en su marido Aquila, que tanto ayudaron a san Pablo en la difusión del Evangelio. ¿Por qué la Obra subraya la secularidad? Porque insistir en la llamada universal a la santidad —en su dimensión subjetiva, todos llamados; y en su dimensión objetiva, todo lo humano honrado es camino de santidad— comporta recordar que asumir el Evangelio en toda su radicalidad no significa dejar de ser «un cristiano corriente». Así, en el Opus Dei, cada fiel permanece en el estado que tenía antes de incorporarse a la Prelatura, tanto en la Iglesia como en la sociedad civil. Esto no se queda en una realidad simplemente jurídicocanónica, sino teológica y pastoral. La diferencia entre el estado religioso —o vida consagrada, que abarca algo más amplio— y lo secular-laical está, sobre todo, en que la vida consagrada se establece por una nueva consafración

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a Dios, en muchos casos con la asunción mediante votos de los llamados «consejos evangélicos», lo cual comporta una separación, mayor o menor según el tipo de institución de que se trate, de las realidades seculares (familia, profesión, relaciones sociales, etc.) en cuanto ámbito propio de la santificación personal. No se trata, por tanto, necesariamente de una separación física (en algunos casos sí, en órdenes y congregaciones de clausura); de hecho, muchos religiosos han realizado y realizan una grandísima labor apostólica en los campos de la enseñanza, de la asistencia social, etc. La vida religiosa, en sus diversas formas, es un gran bien en la Iglesia y para el mundo. Eso, por lo que respecta a la vida consagrada. ¿Yen qué se diferencia el Opus Dei de los llamados movimientos? Los movimientos son una expresión reciente de la vitalidad de la Iglesia. Son realidades eclesiales muy diversas entre sí, fin finalidad, en espiritualidad y en estructura organizativa. Al menos algunos de los más conocidos y extendidos tienen un núcleo de personas consagradas (ya en esto se diferencian del Opus Dei); los hay que están aún como en formación, buscando una fórmula canónica más adecuada al propio carisma. Dada esa diversidad, las diferencias con el Opus Dei se concretan en modos diversos. Una diferencia común consiste en que estos movimientos no son circunscripciones eclesiásticas como lo es una prelatura, y concretamente la Prelatura del Opus Dei (constituida, como tal circunscripción, por un prelado, un presbiterio y los fieles). Independientemente de su pregunta, es evidente que lo que nos une a todos los católicos (la fe, la Eucaristía, la unión con el Papa...) es mucho más que lo que nos distingue unos de otros.

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A diferencia de algunos movimientos a que ha aludido, el Opus Dei ya no busca su forma canónica. ¿Fue muy importante para la Obra la transformación en prelatura personal? Fue el final, previsto y preparado por san Josemaría, de un largo itinerario jurídico. Supuso que la Obra recibía por fin la forma canónica adecuada a su realidad teológica y pastoral. A pesar de las configuraciones jurídicas precedentes, únicas posibles y las menos inadecuadas en el Derecho Canónico anterior, el Opus Dei nunca fue una asociación de laicos que tuvieran unos sacerdotes como capellanes, ni —menos aún, si cabe— una asociación de clérigos que tuvieran unos laicos como ayudantes. Desde el principio, la relación orgánica entre sacerdotes y laicos era la constitutiva entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, que define la estructura fundamental de las circunscripciones eclesiásticas, de la Iglesia misma. La figura de la prelatura personal responde a esta realidad teológica y pastoral. Han transcurrido treinta años desde entonces y en este tiempo se han creado diversas estructuras, como los ordinariatos personales, que —para quienes no somos expertos— se parecen bastante a las prelaturas personales, pero no se ha creado ninguna otra prelatura personal. ¿No se siente el Opus Dei incómodo en un marco jurídico general en el que se encuentra solo? Para la vida del Opus Dei no resulta incómodo ser hasta el momento la única prelatura personal. En cambio, me parece que esta figura canónica fruto del Vaticano II convendría aprovecharla más, pues por su flexibilidad podría ser una buena solución; por ejemplo, como señaló Juan Pablo II3, para la pastoral de diversos fenómenos modernos derivados de la movilidad de la población, para los cuales la pastoral ordinaria de las diócesis territoriales encuentra serias y, con frecuencia, invencibles dificultades.

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El Opus Dei promueve iniciativas como universidades o instituciones asistenciales. ¿Cuáles son los campos prioritarios en los que la Obra centra sus esfuerzos? Esas iniciativas tratan de prestar un servicio directo a las personas y a la sociedad, pero para el Opus Dei no son esenciales. Lo prioritario en la Prelatura es, junto a la atención pastoral dispensada por los sacerdotes, dar formación, ante todo a sus miembros, y también a sus cooperadores (personas que no son de la Obra pero colaboran con ella) y a otras muchas personas que desean recibirla. Esa formación consiste principalmente en explicar la doctrina católica y el espíritu del Opus Dei.' La finalidad de la Obra es ayudar a santificar la vida corriente y a hacer apostolado en los ambientes en que cada persona se mueve. Después, cada uno forma su criterio y aplica los principios a su casó. Pero, como usted ha mencionado, la Obra también imparte formación por medio de iniciativas, que oficialmente respalda haciéndose responsable de su orientación cristiana. Se las denomina «obras corporativas», o también «obras de apostolado corporativo», del Opus Dei. Se trata de iniciativas civiles, no eclesiásticas, llevadas a cabo por fieles del Opus Dei junto a otras personas, con las que se intenta colaborar en la solución de necesidades concretas de la sociedad, con una finalidad apostólica, y en las que el Opus Dei se responsabiliza de la orientación cristiana, no de sus aspectos técnicos, económicos, etc. Muchas son centros educativos de distintos niveles, desde el básico al superior» abundan también las de promoción social para poblaciones marginadas, en países pobres o en zonas deprimidas de países ricos. Hay centros de estudio y conferencias para sacerdotes, casas para retiros espirituales, escuelas del hogar, residencias de estudiantes, etc. En todo caso, con las obras corporativas se pretende difundir la doctrina y el espíritu cristianos, y también contribuir a satisfacer

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necesidades del entorno. Por ejemplo, en una gran ciudad puede crearse un centro de asistencia a gente de barrios marginales. Midtown se encuentra en Chicago, en una zona donde es alto el fracaso escolar, y los chicos requieren una atención especial, para no caer en la órbita de bandas callejeras. Midtown les ofrece clases complementarias, actividades deportivas y formación en las virtudes, procurando que los padres se involucren más. En el Congo, una obra corporativa es el Centro Hospitalario Monkolé, en Kinshasa, ciudad donde las necesidades sanitarias no están bien cubiertas. Existen obras corporativas para la promoción de los campesinos en distintos países, como Perú, donde funciona desde hace casi cincuenta años el centro femenino Condoray, en la provincia de Cañete. Otras imparten formación profesional, como él Institute for Industrial Technology, en Nigeria, o el Centro ÉLIS, en Roma4. También quiero preguntar sobre Otras iniciativas de miembros y cooperadores del Opus Dei, dotadas de carácter y finalidades semejantes, en las que la Prelatura no se hace responsable de la formación cristiana, pero facilita que sacerdotes de la Obra se ocupen de la atención espiritual. Un caso conocido en España —hay otros en muchos países, de México a Australia— es la red de colegios de Fomento de Centros de Enseñanza. Aunque no sean obras corporativas, ni por tanto el Opus Dei se responsabilice oficialmente de su orientación cristiana, organizaciones como las últimas que he mencionado, de hecho tienen todo que ver: las dirigen miembros del Opus Dei, y la Prelatura les proporciona personal... ¿Qué las diferencia de las obras corporativas?¿Tiene el Opus Dei, en algunos casos, interés en no aparecer, al menos oficialmente? Déjeme aclarar que el Opus Dei no «proporciona personal» a esas iniciativas; los directores de la Obra pueden, en cambio, como es lógico, sugerir o aconsejar a algunas personas que colaboren

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si libremente lo desean. La diferencia con las obras corporativas es que, realmente, la Prelatura no se hace responsable de su orientación cristiana, aunque —por el servicio que prestan a la sociedad— pueda efectivamente aconsejar a algunos fieles que, si quieren, colaboren. No se trata de no aparecer, sino de respeta la realidad de las cosas. Así, los colegios que ha mencionado comenzaron en la década de los sesenta en España por sugerencia de san Josemaría. Le preocupaba que las familias pudiesen asegurar para sus hijos una buena formación, np solo académica sino también cristiana, y se daba cuenta de que las escuelas de religiosos pronto no serían suficientes. Estudió largamente el problema, y también lo meditó en su oración, y concluyó que habrían de ser los propios padres, quienes promovieran los colegios que necesitaban. Compartió su idea con la gente de la Obra en España; un grupo de padres la acogió, constituyeron Fomento de Centros de Enseñanza y pusieron el primer colegio en Madrid, al que siguieron más en la misma ciudad y en otras. Los promotores pidieron a la Obra la colaboración de sacerdotes. En esos centros se percibe claramente su carácter, en virtud del ideario de sus promotores y a través del trabajo de los directivos, profesores y empleados, aunque naturalmente solo algunos son del Opus Dei o cooperadores. La idea original proviene de san Josemaría; pero otros la desarrollaron y aplicaron: la iniciativa sale de ellos, no del Opus Dei. Naturalmente, existen también actividades muy diversas promovidas por fieles del Opus Dei con otras personas, que no cuentan con esa ayuda de los sacerdotes de la Obra; ya sea porque la naturaleza misma de las iniciativas no lo requiere, ya sea porque no se cuenta siempre con sacerdotes para todo.

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CAPÍTULO IX

LLAMADAS

Hay gente con vocación. Lo vemos claro cuando, por ejemplo, un deportista olímpico —como ocurrió en 2012— después de los Juegos abandona los estadios para ir al seminario. También fuera de estos casos más bien especiales, comprendemos fácilmente que los seminaristas quieran ser sacerdotes en respuesta a una llamada de Dios: no hay motivos humanos —dinero, seguridad, fama...— que muevan a escoger semejante «carrera». Sin embargo, don Fernando Ocáriz nos advierte que en realidad, vocación tiene todo el mundo. Lo dice en el libro El Opus Dei en la Iglesia, mencionado al principio, que firma con otros dos autores; su parte trata de la vocación al Opus Dei, y comienza con un estudio de la vocación en general. ¿De verdad se puede decir que todas las personas tenemos vocación? ¿Cómo puede entenderse eso? Para entender esa afirmación hay que considerar en primer lugar que nadie llega a la existencia por casualidad, sino por

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voluntad de Dios. Para el Creador, todo es objeto de elección, incluido que cada uno de nosotros comience a vivir, y la vida entera de cada uno. A la providencia divina no se le escapa ningún detalle: llega hasta los últimos pormenores. Por tanto, cada persona humana es elegida, llamada por Dios a la existencia con una finalidad precisa, que da sentido a su vida. Tal finalidad es la salvación, la santidad (en realidad ambas cosas son lo mismo), que consiste en la comunión con Dios en Jesucristo, primero en la vida presente y finalmente por toda la eternidad en el cielo. Este es nuestro destino, nuestra realización como personas y nuestra felicidad y plenitud. La voluntad salvífica universal de Dios pertenece a la esencia de la Revelación divina. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad», dice san Pablo (1 Tim 2, 4). En el lenguaje del Nuevo Testamento, conocer la verdad significa alcanzar unión personal de conocimiento y amor con Jesucristo y, en El, con el Padre y el Espíritu Santo. Tal es el designio eterno de Dios sobre todos y cada uno de los hombres, a los que El crea para ese fin. En segundo lugar, se ha de considerar que la vocación no se limita a señalar a cada uno la meta de su vida, sino que también le indica el camino mismo. Toda persona es llamada por Dios a vivir una determinada vida, con una vocación personal e irrepetible, que es determinación de la llamada común a la santidad. Esta llamada es tanto invitación exterior como gracia interior: luz que muestra el sentido y el camino concreto de la vida de uno según el querer de Dios, e impulso que hace posible emprenderlo y recorrerlo. Cada uno debe ser el más interesado en descubrir su propia vocación. Entonces, ¿estamos programados de antemano por Dios? Hay un plan de Dios para cada uno; pero no estamos «programados»: sería rebajar a Dios a nuestra pobre altura. Nosotros

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solo podemos programar cosas sin albedrío, y no siempre nos sale bien; Dios, en cambio, es capaz de impulsar nuestra libertad sin violentarla. Dios gobierna la historia humana hasta en los menores detalles; pero la historia depende también de la libertad humana. Esto no es una limitación al poder de Dios, pues El es el creador de nuestra libertad; más bien manifiesta su infinita sabiduría y omnipotencia, que cumple sus planes no a pesar de la libertad humana, sino contando con ella. El futuro está realmente abierto a la acción de nuestra libertad. También la vocación personal, el plan de Dios para cada uno cuenta con nuestra libertad. Cada uno tiene que descubrirlo poniendo en juego sus recursos propios. Dios no se impone: da unas pistas, insinúa un camino, hace una invitación. Y cuando Dios concreta la llamada de un modo que comporta una peculiar entrega a su servicio y al servicio de la Iglesia, esa peculiar vocación, salvo en casos muy excepcionales, no se manifiesta con evidencia, sino como una posibilidad actual que se presenta a través de señales normales (circunstancias, sugerencias de otras personas, etc., que conducen, o a veces siguen, a una cierta inquietud de amor a Dios, de atracción por un determinado camino espiritual y apostólico). Es lógico pensar que Dios no se manifiesta con completa evidencia por amor a nuestra libertad. La respuesta humana a la vocación no se reduce a la simple aceptación de un designio divino, que se presente de modo siempre inequívoco y evidente; pienso que la libre respuesta a la vocación es en cierto modo constitutiva de la vocación misma. Entra aquí el misterio de la relación entre nuestra temporalidad y la eternidad de Dios. En cualquier caso, la llamada no supone que en cada momento uno tenga que hacer una cosa determinada. Más bien implica que ha de hacer todo, cualquier cosa que decida, por amor a Dios y a las demás personas humanas, con deseo de responder, aplicando su inventiva, a la vocación de buscar la santidad. santidad.

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Eso hace el cristiano que se comporta de modo coherente con su fe, aunque a veces cometa errores, como cualquier persona. No se puede ser discípulo de Jesucristo por horas; la vocación cristiana afecta a todas las dimensiones de la existencia, y así unifica las diversas acciones que uno vaya decidiendo en ejercicio de su libertad. Esta coherencia es la «unidad de vida» que san Josemaría predicaba con tanta insistencia. Pero ¿cómo puede ser que todo el mundo tenga vocación y la inmensa mayoría no lo sepa? La existencia de una inmensa muchedumbre de personas que no han tenido noticia alguna de la llamada a la santidad no desmiente la verdadera universalidad de esa llamada, sino indica cómo nos llega. Dios se hace presente en la conciencia de maneras que solo Él conoce, pero además ha dispuesto que su Palabra se nos comunique por mediación de la Iglesia, de los discípulos del Señor. Por eso la vocación cristiana es a la vez personal y comunitaria: Dios llama a cada uno, pero lo hace a través de la Iglesia. Y por eso también la vocación cristiana a la santidad es inseparablemente vocación al apostolado. La aparente paradoja que señala su pregunta llevó a san Pablo a sentirse urgido y a urgir a los cristianos a evangelizar: «Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo. Y ¿cómo invocarán a aquel en quien no creyeron? ¿O cómo creerán, si no oyeron hablar de él? ¿Cómo oirán sin alguien que predique? ¿Y cómo predicarán, si no son enviados?» (Rm 10, 13-15). Usted habla de vocación cristiana, de llamada universal a la santidad. Pero hay además vocaciones especiales, por ejemplo al sacerdocio, que no son para todo el mundo. ¿Cómo encajan en el panorama que ha descrito? La vocación cristiana es única y la misma para todos: el fin al que apunta —salvación, santidad, felicidad eterna, hemos

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dicho— es común, y los diversos caminos que conducen al fin tienen de común lo esencial. A la vez, la vocación es personal, y el camino de cada uno, singular e irrepetible. Cada camino no es otra vocación añadida, sino una determinación distinta de la vocación cristiana común. Las determinaciones pueden ser, son de hecho, muy diversas. La vocación personal contiene dimensiones realmente distintas (por ejemplo, bautismal, sacerdotal, etc.), que se integran en un único proyecto existencial, en una única vocación, que es una determinación de la vocación cristiana. En tiempos pasados había más sacerdotes y personas consagradas, aunque en los actuales han surgido vocaciones de otros géneros. ¿Cree usted que Dios sigue llamando como en otras épocas? Que Dios sigue llamando a diversas formas de entrega completa es indudable; muestra de ello son los muchos jóvenes que descubren su vocación, por ejemplo en las Jornadas Mundiales de la Juventud. Que sea o no como en otras épocas me parece que no estamos en condiciones de medirlo, pues la entrega a Dios, en sus diversas formas, depende de la libre voluntad divina y también de la libertad humana. En la Iglesia siempre hay que hacer pastoral de las vocaciones, empezando por dar a conocer los distintos caminos vocacionales, para que las personas puedan planteárselos, pues Dios suele sugerir la llamada por medios normales; pero la llamada es don gratuito de Dios, y también la respuesta libre exige el auxilio de la gracia, por lo que las vocaciones no se pueden programar: se deben pedir, según el mandato de Jesús: «La mies es mucha, pero los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt9, 37-38). ¿Cómo se puede explicar la llamada de Dios, la vocación, en un mundo secularizado?

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Solo cabe explicarlo a quien, a pesar de un ambiente secularizado, conserva viva la fe en Dios. A quien no tenga esa fe, cabría solo explicarle los resultados humanamente positivos, muchas veces realmente admirables, de la entrega a Dios por lo que supone de generoso servicio a los demás. Pero entender la vocación es entender, desde la fe, que Dios ama a cada persona humana singular y para cada una tiene un designio, un camino que conduce a la salvación, a la santidad, en cuya configuración existencial interviene también la libertad de la persona. La entrega a Dios supone llevar una vida de austeridad, someterse a una autoridad y una disciplina, vivir la castidad... todo eso asusta un poco al hombre o la mujer de hoy. ¿Qué le diría? Sin duda, la entrega a Dios exige sacrificio, pero sería una ingenuidad —en la que no pocas personas incurren— pensar que sin esa entrega a Dios la vida está o estaría exenta de iguales o mayores sacrificios. Por ejemplo, el celibato comporta obviamente una renuncia, pero la vida matrimonial no es más fácil; de ordinario, en el conjunto de su realidad, es bastante más difícil. Pero, sobre todo, desde la fe, se entiende y se vive la entrega a Dios no como una renuncia sino como un gran don recibido. En este contexto, siempre me viene a la memoria la escena evangélica en que Jesús dice a la mujer samari-tana: «¡Si conocieses el don de Dios y quién es el que te pide dame de beber!» (Jn 4, 10). Lo que Dios nos pide es siempre un don para nosotros, incluso cuando humanamente comporta sufrimiento. En palabras de san Josemaría: «Dios no se deja ganar en generosidad»2. Si el asentimiento de la fe es libre, al igual que la incorporación a la Iglesia, lógicamente también debe haber total libertad y respeto para quienes deciden dejar la fe, la Iglesia o cualquier realidad

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eclesial. ¿Cómo se hace compatible esa libertad con la fidelidad a los compromisos que cada uno adquiere? Que el acto de fe y el de incorporación a la Iglesia son libres significa que proceden, con la gracia de Dios, de la libre voluntad de la persona, no de una imposición que no pueda resistirse. A la vez, la misma esencia de la fe y de la pertenencia a la Iglesia exige mantener actual esa libre decisión; la fe es también, como leemos en el Nuevo Testamento, una obediencia: «la obediencia de la fe» (Rm 1,5). Siempre permanece la posibilidad humana de ejercitar mal la libertad y de desobedecer a Dios, pero eso no significa que uno es libre para dejar la fe y la Iglesia, como quien se da de baja en un club de fútbol para pasarse a otro o a ninguno. No se puede confundir la libertad (en lo que tiene de posibilidad de elegir entre una cosa y otra) con la llamada libertad moral (que la elección sea moralmente indiferente por su objeto). Otro ejemplo, aunque no es igual sino análogo: el hombre y la mujer que se casan lo hacen libremente (hasta el punto de que sin libertad el matrimonio sería nulo); sin embargo, después no son moralmente libres para dejar de ser esposo y esposa (si aceptamos que el matrimonio es indisoluble, como realmente lo es). Cuestión distinta es la libertad religiosa, que es libertad civil, consistente en el derecho a no ser impedido —dentro de ciertos límites— por parte de otros o del Estado a actuar en materia religiosa, pero que no es una libertad moral. Ya mencioné antes que la libertad religiosa es un derecho negativo, radicado no en una inexistente indiferencia moral en la elección o práctica religiosa sino en los límites de la extensión del poder del Estado sobre los ciudadanos. ¿Cómo se llega al Opus Dei? ¿Por una inclinación hacia un modo atractivo de vida cristiana, en medio de las actividades ordinarias, o se puede hablar de una verdadera vocación específica

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dentro de la Iglesia? Dicho de otro modo: ¿me apunto porque me gusta, o hace falta algo más? La incorporación al Opus Dei es fruto de la respuesta libre a una llamada Dios; no de la mera decisión personal que, al advertir algo bueno, tiende a hacerlo propio, a apuntarse, sino de una decisión madura, pensada, que surge del saberse llamado por Dios. Siendo peculiar, esta vocación no constituye sin embargo a quien la recibe en alguien distinto de un fiel cristiano corriente o, en su caso, de un sacerdote secular. San Josemaría afirmó la existencia de una vocación peculiar al Opus Dei, con expresiones directas y netas. No se refería simplemente al carácter vocacional de una concreta dedicación a una obra buena, en el sentido de que toda la vida cristiana es vocación, sino a una llamada que es a la vez peculiar, originada por una radical iniciativa divina previa a la propia libertad. San Josemaría vio, con la luz fundacional, en el caso del Opus Dei esta característica primaria de la determinación de emprender este camino, por voluntad de Dios y respuesta libre del interesado; y así fue confirmado por el juicio de la Iglesia. La misión de los fieles del Opus Dei, según vimos antes, es buscar la santidad y hacer apostolado en la vida ordinaria. Pero eso es a lo que todos los cristianos están llamados, afirma el Concilio Vaticano II. ¿Se diferencia en algo la vocación al Opus Dei de la común vocación cristiana? A san Josemaría le hicieron esta misma pregunta con alguna frecuencia. A veces, respondió con una singular metáfora: dos faroles iguales, uno encendido y otro apagado; el del Opus Dei está encendido, da luz y calor3. Esto se entiende en el sentido que todos los cristianos son «faroles» aptos para dar luz; pero no todos están encendidos y otros dan poca luz. Hace falta una acción (una intervención de la gracia) que alumbre, o encienda, más intensamente «el farol». Obviamente, todos los demás

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cristianos corrientes son o pueden ser faroles encendidos sin ser del Opus Dei; y todos hemos de corresponder a la gracia con nuestra libertad, para crecer en luminosidad o volver a encendernos cuando nos apagamos. La peculiar misión eclesial del Opus Dei consiste precisamente en cooperar, con un determinado espíritu y unos determinados modos apostólicos, que requieren una específica formación de sus fieles, a que «todos los faroles acaben encendiéndose», cada uno a su modo, con luz propia, sabiendo que, en definitiva, la verdadera y única luz de todas las gentes es Cristo. Con la metáfora de los faroles, san Josemaría quería destacar que la vocación al Opus Dei no comporta, en quien la recibe y acepta, ninguna diferencia o la más mínima separación respecto a la común condición cristiana, sino que lleva a asumir plenamente esa condición de cristiano corriente, llamado a ser santo —a tener dentro de sí la luz de Dios— y a dar un sentido apostólico a su entera existencia, procurando difundir constantemente esa luz en los demás. En las últimas décadas ha habido en algunas regiones del mundo una considerable disminución de las vocaciones al sacerdocio, a la vida consagrada y para otras instituciones de la Iglesia. Antes habló de la necesidad de la pastoral vocacional en la Iglesia; ¿cómo se practica en el Opus Dei? Mons. Echevarría, cuando se refiere a la necesidad de que muchas personas pidan la admisión en el Opus Dei, suele recordar que no nos movemos por el interés, aunque podría ser legítimo, de «ser muchos», sino por el de servir a Dios, a la Iglesia y a las almas. Esta necesidad, de suscitar que otras personas reciban la llamada de Dios a incorporarse al Opus Dei, se vive en primer lugar a la luz de una precisa enseñanza de san Josemaría: «¿Queremos ser más?; seamos mejores». Hemos de intentar ser mejores, conscientes de las propias limitaciones y deficiencias, para pedir al Señor,

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con oración y sacrificio, que conceda a muchos la luz y la fuerza, la gracia, de la vocación. Intentar ser mejores, también para convertirse en mejores amigos de los amigos, pues la verdadera amistad mueve a transmitir la propia experiencia de la vocación, lo que, con total respeto a la intimidad y libertad de las personas, puede provocar que otros se dispongan a responder con generosidad si esa es su misma vocación. ¿Cómo se hace compatible el hecho de plantear a alguien la posibilidad de una vocación de entrega a Dios con el respeto al discernimiento personal que el interesado siempre debe reservarse? Me parece que a esta pregunta se responde como a una anterior, en la que me he referido al proselitismo, en su sentido positivo originario. El respeto a la intimidad y a la libertad de cada persona en la evangelización, al proponer la aceptación del Evangelio, se aplica igualmente al plantear a alguien la posibilidad de una concreta entrega al servicio de Dios. En la dirección espiritual, en los consejos de los padres, en los de un amigo o de quien el interesado desee consultar, encontrará, si es el caso, un parecer sobre los indicios de una vocación; pero el discernimiento incluye necesariamente el del propio interesado y, desde luego, su libertad. El ejemplo y la orientación de otras personas no menoscaban el criterio propio ni quitan la libertad, según la experiencia de tantos que han decidido seguir una llamada de Dios —o escoger una profesión— invitados por otros. Desde luego, ante una decisión vocacional, es prioritario pedir a Dios luz para ver y fuerza para querer. Sin embargo, aunque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sentenció en 1993 que el proselitismo es un derecho fundamental, incluido en la libertad religiosa, suena mal a muchos.

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Sobre todo, no se admite si está dirigido a chicos adolescentes. ¿Es legítimo o prudente proponer la entrega a Dios a esa edad? Respecto a la edad, para discernir una posible llamada de Dios, no hay motivo para excluir que chicos y chicas de catorce o quince años puedan experimentar en sus almas un maduro deseo de amar a Dios y a los demás con radicalidad cristiana; y el amor por su misma naturaleza desea ser definitivo, aunque luego puede venir a menos. La historia muestra algunos casos, desde los primeros siglos con las vírgenes, y en la vida consagrada. Santa Teresa de Lisieux decidió ser carmelita a los catorce años e ingresó en el monasterio a los quince —con un permiso especial—. San Josemaría sintió la llamada de Dios a los quince años, y cuando terminó el bachillerato comenzó la formación para el sacerdocio en el seminario y la carrera de Derecho en la facultad civil. No son casos raros. También hay matrimonios que se hicieron novios informales a los catorce o quince años. A esa edad o incluso antes, algunos chicos quieren ser, por ejemplo, militares, médicos o periodistas, y otros, sacerdotes; no todos lo consiguen, pero abundan los que maduran con esa aspiración, y la cumplen. De todas formas, para asegurar en la medida de lo posible el necesario discernimiento y la necesaria madurez, en el Opus Dei, concretamente, nadie puede incorporarse —y esto, temporalmente— hasta la mayoría de edad, es decir, hasta los dieciocho años. Antes, con la autorización de los padres, se puede aspirar a esa incorporación, recibir la formación y la dirección espiritual propias de la Obra, como preparación para tomar la decisión con madurez y plena libertad. Esa posibilidad facilita precisamente al interesado un periodo de discernimiento, en el que la chica o el chico comprueba y afianza su deseo de ser fiel del Opus Dei o, por el contrario, decide no ponerlo en práctica. Si finalmente prefiere lo segundo,

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eso no supone ningún trauma; al revés, la formación espiritual que ha recibido le ayudará a encontrar y seguir más tarde su camino de cristiano. De acuerdo: una reorientación en u n chico joven no supone una crisis. Caso distinto es el de quien, a edad madura, da un buen bandazo. Tal vez porque en la sociedad actual la vida es menos estable y hay más movilidad—laboral, de residencia, de ambiente...—, son también más comunes los cambios en opciones vitales fuertes. Por ejemplo, las defecciones de sacerdotes y, más aún, los divorcios presentan cifras respetables en los últimos decenios. En el mundo en que vivimos, ¿es una utopía pensar que se puede tomar decisiones para toda la vida? No veo motivo alguno para considerar utópico pensar que se puede tomar decisiones para toda la vida. De hecho, elegir una profesión suele ser una decisión tendencialmente definitiva, aunque caben ciertamente cambios posteriores por circunstancias nuevas más o menos imprevistas. Pero hay decisiones que proceden del amor; y el amor verdadero es, por su propia naturaleza, definitivo, como he mencionado antes. Este es el caso de los ejemplos que ha puesto: el matrimonio y el sacerdocio. La debilidad humana hace posible la desgracia de la desaparición del amor (sin que deje de existir en estas situaciones el matrimonio válido o el sacerdocio recibido en el sacramento del Orden). De todas maneras, todos necesitamos la misericordia de Dios para perseverar en la fidelidad. Por otra parte, la experiencia muestra que esta fidelidad, también cuando comporta esfuerzo y sacrificio, es fuente de felicidad.

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CAPÍTULO X

MUJERES, HOMBRES, NIÑOS

Según escribió Friedrich Engels en 1884, mientras no se implante el comunismo, el matrimonio es una esclavitud doméstica, otro caso de expropiación y alienación social: en ella, el burgués capitalista es el marido, y la mujer representa el papel del proletariado. Más tarde, algunas corrientes feministas calificaron la familia basada en el matrimonio como una institución patriarcal, un instrumento de dominación machista. Sin embargo, las fórmulas propuestas o ensayadas para sustituir el matrimonio y la familia, de la crianza y educación colectiva de los niños que ideó Platón a las comunas hippies, nunca han arraigado. A estas alturas, tales diatribas y tales experimentos suenan irremisiblemente rancios. Hoy casi nadie condena a la familia, en teoría. Sus dificultades son más bien prácticas, como las que siempre ha tenido, si bien con aspectos nuevos y en escala mayor que en la época inmediatamente anterior (no mayor que en tiempos más antiguos, como en la Roma imperial pagana). La Iglesia católica insiste en defender la familia basada en el matrimonio entre un

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hombre y una mujer, abierto a la vida y para siempre. Subraya que es lo normal, lo acorde con el ser y la dignidad de la persona, aunque resulte difícil y pueda quedar frustrado; aun así, advierte, abandonar esta norma es peor. La mayoría de la gente está con la Iglesia cuando piensa en su propio caso, más que en los principios sobre la indisolubilidad y la fecundidad del matrimonio. Quienes se casan no ponen fecha de caducidad a su unión, y si eventualmente rompen, lo consideran un fracaso, aceptado como mal menor. Y cuando responden a encuestas, las mujeres —por ejemplo en España— dicen querer tener dos hijos por término medio, aunque la media efectiva es varias décimas inferior. Por eso, cuando en los medios de comunicación se critica a la Iglesia por sus enseñanzas sobre la familia, se suele reprocharle que predique no tanto tesis erróneas cuanto normas irrealizables, de las que no hacen caso ni sus propios fieles, o la mayoría de ellos. El fundamento de las normas y su verdad apenas se llega a discutir. No es menos cierto, a la vez, que la «demostración» de que un ideal es factible está en la vida antes que en la teoría. La Iglesia predica que las relaciones sexuales han de reservarse para el matrimonio. Pero las encuestas dicen que la edad media de iniciación sexual se adelanta paulatinamente. Hay mucho erotismo en los medios de comunicación, la publicidad, las ficciones literarias y audiovisuales. ¿Es posible que la castidad sea hoy un modelo atractivo y realizable? Que la castidad es realizable, a pesar de ese ambiente agresivamente contrario, es un hecho: hay mucha gente, joven y no joven, que viven castamente (no solo en el celibato: también existe una castidad matrimonial). Es bastante conocido, por ejemplo,

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el caso de grupos de millares de chicos y chicas en Estados Unidos, no solo católicos ni solo cristianos, que se comprometen a vivir plena continencia hasta llegar al matrimonio. Por otra parte, también es un dato de experiencia que quien se abandona a la impureza acaba esclavizado y no encuentra felicidad sino hastío, aunque se esconda bajo apariencias festivas (hoy existen terapias contra la adicción al sexo). La castidad, como afirmaba san Josemaría, no es negación, sino «afirmación gozosa»1, aunque a veces suponga esfuerzo, porque protege y potencia la capacidad de amar. Parece que el punto de la moral católica más difícil de defender hoy día es el relativo a la natalidad. Mucha gente no entiende la oposición de la Iglesia a los anticonceptivos y su sola tolerancia de los métodos naturales. Parece que lo malo es lo artificial. ¿Cómo se explica esta doctrina a veces difícil de seguir? No se trata propiamente de una norma moral católica en el sentido de que su fundamento sea la fe; es una norma irreformable, sí, enseñada por la Iglesia, pero perteneciente a la ley natural. Lo artificial no es malo por ser artificial; esto es evidente: artificiales son casi todas las intervenciones médicas y son muy buenas. Lo artificial es malo si atenta contra un bien, y este es el caso de la contracepción, que atenta contra un bien que consiste en la mutua implicación entre los aspectos unitivo y procreativo del acto conyugal, expresiones los dos del amor. Excluir voluntariamente la fecundidad supone cerrar la unión a lo mejor que puede dar: el hijo, una persona. Además, esa actitud fácilmente implica o lleva al egoísmo, y no es raro que el recurso a la contracepción perjudique gravemente la relación entre los cónyuges. Comprendo que esta explicación, que he resumido, expuesta por Pablo VI y Juan Pablo II, puede no entenderse y no convencer, pues comporta aspectos antropológicos que no son de cultura

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general. Sin embargo, un católico debe aceptar el criterio moral aunque no entienda todos los argumentos que el Magisterio ofrezca sobre ese criterio, pues su autoridad no es la de una ciencia simplemente humana, sino que es de naturaleza carismática: la asistencia divina prometida por Cristo —«quien a vosotros oye a mí me oye» (Lc 10, 16)— para ser intérprete auténtico (es decir, con autoridad vinculante) de la Revelación y también de la ley moral natural; y, con determinadas condiciones, infalible. Hay que entender esta función magisterial en la Iglesia como realmente es: un servicio a la verdad y, por lo tanto, fiel testigo del bien del hombre, aunque esto a veces suponga ir contra las modas del momento. En los países occidentales y algunos otros, las estadísticas muestran un descenso de la nupcialidad, así como un retraso de la edad media al casarse y al tener el primer hijo. Muchos jóvenes sienten prevención hacia los compromisos definitivos y prefieren establecer relaciones más o menos duraderas. ¿A qué atribuye esta evolución? ¿Cree que la llamada familia tradicional puede ser una opción atractiva para los jóvenes? En el retraso generalizado de la edad en que se contrae matrimonio influyen, sin duda, factores económicos: dificultad de encontrar trabajo, casa, etc. En esto, y más aún en esa disminución de la nupcialidad, parece haber también un miedo bastante generalizado a asumir compromisos de carácter definitivo, a veces por un desmedido afán de seguridad en la elección, a veces por un deseo de no perder la libertad de futuras posibles elecciones. Se mezclan entonces una actitud de egoísmo individualista y un concepto equivocado de libertad: la libertad como ausencia de vínculos. Es, además, una idea carente de realismo, como subraya san Josemaría en la ya citada homilía «La libertad, don de Dios». La libertad no se puede “guardar”, como si fuera una cosa: hay que emplearla en algo noble; si no, se la desperdicia, no se le saca partido.

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Comprometerse es invertir la libertad en un empeño valioso, de largo alcance. Inicialmente, puede resultar atractivo no tener vínculos; pero pasa el tiempo, y el resultado es la soledad y el vacío. La familia, el amor matrimonial de hombre y mujer abierto a la fecundidad, es atractivo a los jóvenes, si se presenta adecuadamente y, sobre todo, si se ve realizada en hogares ejemplares que, gracias a Dios, existen. La Iglesia anima a los matrimonios a formarfamilias numerosas. Aparte de otros problemas, parece que limitaría el ascenso social de la mujer, reduciéndola a la maternidad desde muy joven, como en los países pobres; o cortar su desarrollo profesional en los países desarrollados. Al mismo tiempo la Iglesia habla del valor insustituible de la mujer en la vida social. ¿Cómo se pueden conciliar ambas afirmaciones? La maternidad es ya, en sí misma, un valor fundamental e insustituible en la vida social (no solo por lo obvio de que sin maternidad no habría siquiera sociedad). Por eso, la expresión «reducir la mujer a la maternidad desde muy joven» me parece inadecuada: la maternidad no reduce, sino que engrandece, aunque no sea el único modo en que la mujer puede engrandecerse. La experiencia de las familias numerosas es, en general, muy positiva; y en países pobres no es de suyo negativa: los hijos son siempre una riqueza, aunque es innegable y triste que haya tantas familias numerosas y no numerosas que viven en grave penuria. No hay incompatibilidad entre fomentar la generosidad de los cónyuges a formar familias numerosas y la presencia de la mujer en otros ámbitos importantes de la vida social. Aunque quisieran, no todas las familias serían numerosas, ni todas las mujeres se casan. Unas mujeres contribuirán a la sociedad desde

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diversas profesiones; otras aportarán algo de insustituible importancia, sacando adelante la familia, núcleo fundamental de la sociedad y lugar primordial de desarrollo personal. De hecho, son muchas las mujeres que compaginan la atención a su familia con otro trabajo; del mismo modo que cada vez son más los maridos que reducen su dedicación laboral para dedicar más tiempo a la familia. Planteo otra cuestión sobre la mujer y el hogar. El Opus Dei estimula la dedicación de algunas mujeres al trabajo doméstico, también en los propios centros de la Obra: es el caso de las llamadas numerarias auxiliares, que pertenecen al Opus Dei. ¿Cómo se entiende esta acción en el marco del actual desarrollo de la mujer en la sociedad occidental? Me parece conveniente comenzar diciendo que la presencia de la mujer en el Opus Dei, además de comportar que la misión apostólica de la Prelatura se extiende no solo a los varones, es necesaria para que exista un espíritu de familia —de vínculos sobrenaturales—, que es un modo peculiar de una dimensión de la eclesialidad: el de ser la Iglesia verdadera familia de Dios. En este contexto eclesiológico se encuadra el trabajo de administración doméstica de los apostolados del Opus Dei (tanto de hombres como de mujeres), que corre a cargo de las mujeres de la Prelatura. Algunas —las llamadas numerarias auxiliares y otras numerarias— se dedican profesionalmente a ese trabajo doméstico; colaboran en todas las actividades de la Prelatura, pero su dedicación a cuidar los hogares que son los centros de la Obra es la expresión de la conjunción de la disponibilidad propia de todas las numerarias con una efectiva dedicación principal (no exclusiva) y ordinaria (no necesariamente siempre) a las tareas domésticas. San Josemaría subrayaba la importancia de esta labor afirmando que es el «apostolado de apostolados», pues sin esa dedicación no sería posible

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realizar las demás actividades apostólicas según el espíritu de familia propio de la Obra. Añadiría otro matiz importante: las numerarias auxiliares, como las otras numerarias que se dedican a la administración doméstica de las sedes de los centros del Opus Dei, no lo hacen como empleadas en casa ajena, sino como madres o hermanas de familia en su propia casa, aunque naturalmente perciban la retribución que les corresponde por parte de las personas que viven en el hogar. En fin, no se puede ignorar que es un trabajo que, para llevarlo a cabo bien, requiere —más aún en la actualidad— una preparación profesional notablemente enriquecedora. Por otra parte, la vida de las numerarias auxiliares tiene, junto al trabajo profesional, tantas dimensiones y actividades como la del resto de los fieles del Opus Dei: iniciativas apostólicas, relaciones familiares y sociales, aficiones personales... Además, esta dedicación profesional es punto de referencia para los millones de personas que se acercan a los apostolados de la Prelatura. Si el mensaje del Opus Dei procura ayudar a comprender la grandeza de la vida ordinaria, podría decirse que el hogar es como la esencia de lo ordinario, el lugar en el que cada mujer y cada hombre encuentra su realización personal más íntima. Aunque algunas mujeres se encarguen más directamente de esta tarea, san Josemaría recordaba desde los comienzos que el cuidado del hogar es tarea de todos. ¿Qué contribución hace el Opus Dei a la igualdad y a la promoción de la mujer en los ámbitos del trabajo, el hogar y la sociedad en general? El mensaje de san Josemaría ha movilizado a miles y miles de mujeres a desarrollar una presencia activa en la ciencia, en el periodismo, en la empresa, en la acción social; es decir, en todos los ámbitos que de alguna manera configuran el espacio público

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de un país. Todos los trabajos honrados están abiertos a las mujeres del Opus Dei; todas reciben la misma intensidad de formación espiritual y teológica que los varones; el Prelado cuenta con dos consejos, uno de mujeres y otro de varones, para el gobierno pastoral de la Prelatura. Por lo que se refiere a la promoción de la mujer en general, son muy numerosas, y con la ayuda de Dios, seguirán aumentando, las iniciativas dirigidas a esa promoción en muchos países: escuelas, colegios, universidades, centros de capacitación en zonas social y económicamente deprimidas, etc., que ya mencioné al hablar de las obras corporativas del Opus Dei. Me gustaría hacer unas preguntas sobre ciertos casos de separación entre hombres y mujeres, pero necesito introducirlas tocando otro tema; luego se verá la relación. El Opus Dei es, en efecto, conocido por promover centros de enseñanza de todos los niveles. ¿Es parte del carisma de la institución? No es algo específico del carisma fundacional, en el sentido de que sea un tipo de apostolado exclusivo o prioritario. Lo propio del carisma es la santificación y el apostolado en la vida ordinaria y a través de todos los trabajos honrados; y la enseñanza es uno de esos trabajos, ciertamente muy importante. De hecho, hay bastantes lugares en los que, al menos por ahora, la Obra no se ocupa de la atención espiritual de ningún centro de enseñanza. En países en desarrollo, las escuelas y universidades promovidas por el Opus Dei suplen seguramente las carencias de las redes educativas nacionales. Pero en los otros países, en los que el Estado garantiza la educación gratuita, ¿a quiénes se dirigen? A todos los que lo deseen, y busquen una enseñanza que, junto a la calidad académica —que también se da en muchos países en otros centros, estatales y no estatales—, ofrezca una formación

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cristiana, espiritual y doctrinal, fiel al magisterio de la Iglesia. Cuando el Estado no subvenciona, como debería, a la enseñanza no estatal, esto supone un esfuerzo grande para todos, especialmente para las familias, de modo que se procura, en la medida de lo posible, conseguir ayudas privadas para ofrecer becas a familias que lo necesiten y que ya pagan, mediante los impuestos, para la educación de los hijos de los demás en centros estatales. Ayudar a estas familias resulta especialmente urgente donde golpea la crisis económica. Me han contado que en unos colegios de España, los directivos han propuesto a los padres que pongan a disposición de otras familias libros de texto, ropa, material escolar que sus hijos ya no usen; la respuesta ha sido muy generosa. Es una buena muestra de solidaridad. Llego ya a las cuestiones que anuncié. Una característica de las escuelas primarias y secundarias en las que el Opus Dei se responsabiliza de su orientación cristiana, es que son o femeninas o masculinas. Esta opción de la educación diferenciada estaba bastante extendida en otros tiempos, pero hoy —al menos en España y otros países de Occidente— no la mantienen muchos, tampoco entre las instituciones católicas. ¿Por qué el Opus Dei sigue con esta opción? La Prelatura acepta la responsabilidad de la orientación cristiana y asistencia espiritual a centros de enseñanza diferenciada, porque la experiencia —no solo pasada sino también presente— muestra que, a esas edades, la educación integral de los jóvenes alcanza mejores resultados, tanto estrictamente académicos como de formación de la personalidad. A esas edades, el desarrollo físico e intelectual de chicos y chicas es muy distinto. Aparte de motivos ideológicos, en bastantes casos, especialmente en escuelas y colegios llevados por religiosos y religiosas, un motivo importante para adoptar la enseñanza mixta ha sido de naturaleza económica: resulta obviamente más barato un colegio mixto que dos de enseñanza

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diferenciada, pero la formación de los alumnos y alumnas resulta más compleja. De hecho, en países considerados como avanzados, actualmente se está ya volviendo a implantar la enseñanza diferenciada; por ejemplo, en Estados Unidos, en pocos años se ha difundido mucho en la enseñanza pública, bien con clases para cada sexo en algunas asignaturas, bien con centros distintos para los chicos y para las chicas: ahí en total son ya unas quinientas escuelas públicas las que ofrecen educación diferenciada, además de muchas más privadas. También se da esta situación —en algunos casos con tradición de siglos—, por ejemplo, en Gran Bretaña y en Alemania. También en el propio Opus Dei la mayoría de las actividades formativas son para hombres o para mujeres. ¿Por qué? ¿Cómo puede haber así unidad y complementariedad entre las dos ramas? Los fieles del Opus Dei son cristianos corrientes, que viven en medio de relaciones familiares, profesionales, sociales ordinarias, entre hombres y mujeres; y la mayoría son personas casadas. La formación por separado en los centros de la Prelatura facilita, junto a los aspectos esenciales comunes, la atención a los matices específicos de la-vida y apostolado de hombres o de mujeres.; La unidad y complementariedad de hombres y mujeres en la Obra está garantizada, además del común espíritu, por el Prelado y sus vicarios en el gobierno pastoral, por los sacerdotes en la predicación y celebración de los sacramentos, y por las administraciones domésticas de los centros, llevadas por algunas mujeres de la Obra. Naturalmente, también se vive la unidad y complementariedad, mediante el intercambio entre unas y otros, a través de los vicarios del Prelado, de experiencias útiles para el desarrollo de la formación y de los apostolados.

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CAPÍTULO XI TRABAJO,

POBREZA

No voy a pedir a Mons. Ocáriz opiniones políticas ni propuestas concretas para problemas sociales: no me las daría. Las tiene, sin duda, pero su misión de sacerdote es ajena a esas cuestiones, y quiere evitar aun la apariencia de que, por su condición, sobre ellas habla con especial autoridad. Me interesa, en cambio, que nos diga cómo puede el mensaje cristiano iluminar situaciones que afectan a nuestra vida en la sociedad actual. Con eso no tendremos ninguna receta para salir de la crisis económica; pero tal vez encontremos alguna sugerencia para comprender mejor lo que pasa y pensar medidas útiles que estén a nuestro alcance. La conversación con don Fernando Ocáriz sobre temas sociales no ha seguido el derrotero habitual que parte de «esto va de pena» y, tras ilustrar el axioma con ejemplos de los periódicos, de la vida personal o de amigos y vecinos, concluye como empezó. Sin negar lo lamentable, mi interlocutor muestra interés sobre todo por buscar el fondo de los asuntos y descubrir oportunidades.

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La parte rica del mundo fue golpeada por una grave crisis económica en 2008. Muchos países no se han recuperado; algunos van a peor. ¿ Tienen los cristianos algo específico que aportar a problemas tan acuciantes? No hace falta ser economista —basta estar medianamente informado de la situación— para pensar que la actual crisis económica tiene diversas causas y que no acaban de aclararse del todo. Pero, entre estas causas, no cabe duda que está, junto a defectos que pueda haber en los mecanismos financieros, fiscales, etc., una generalizada tendencia éticamente desordenada al enriquecimiento, y que prescinde de las exigencias del bien común. Muchos cristianos, por su competencia profesional, pueden aportar ideas o, por su posición, promover o tomar decisiones técnicas, que ayuden a ir superando la crisis. Pero, sobre todo, esos mismos cristianos y todos, en la medida de sus posibilidades reales (a veces son mayores de las que la comodidad y el egoísmo hacen ver), pueden aportar algo específicamente cristiano a esos problemas acuciantes: los principios de la doctrina social de la Iglesia y, sobre todo, la caridad y la justicia: ni justicia sin caridad, ni caridad sin justicia (que no sería verdadera caridad). ¿Qué eficacia puede tener la doctrina social de la Iglesia? Porque si se queda en el terreno de los principios, ¿no resultará teórica o inoperante? Y si desciende a soluciones concretas, ¿no se atribuye la Iglesia una competencia técnica que no le corresponde? La doctrina social de la Iglesia va mucho más allá de la clásica «cuestión social». Contiene desde principios básicos (solidaridad, subsidiaridad, participación, etc.) hasta valoraciones sobre diversos aspectos de la vida social, en temas como la familia, el matrimonio, la educación de los hijos, el trabajo, la organización política, el medio ambiente, la paz internacional. Lógicamente, la Iglesia no propone soluciones técnicas, ni sistemas o programas económicos o sociales concretos.

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La doctrina social se constituye como una ayuda para actuar bien. No lesiona la autonomía del cristiano que, junto con el resto de ciudadanos, debe buscar soluciones concretas adecuadas a los problemas y crisis sociales, que varían según el tiempo, circunstancias y cultura de cada agrupación humana. Dicho de otro modo, el Magisterio social de la Iglesia se centra en el aspecto ético de la realidad iluminado por la Revelación, y no en proponer soluciones específicamente técnicas. Esto es propio de los laicos, a quienes incumbe la cristianización del orden temporal a través de su trabajo, en medio del mundo, y la promoción, bajo su personal responsabilidad, de soluciones especificas a los problemas sociales, coherentes con las enseñanzas de Cristo y de la Iglesia. Todo esto no es una «teoría inoperante», sino un impulso vital. La Iglesia estimula la responsabilidad de los cristianos: cada uno en la posición que ocupa en la sociedad civil, puede contribuir a mejorar los estilos de vida, a hacer que las estructuras de poder que gobiernan la sociedad busquen decididamente el servicio a los ciudadanos, a orientar los modelos de producción y de consumo según una correcta comprensión del bien común de la entera humanidad, a promover la caridad, más allá de la estricta justicia, en la atención de los más necesitados, etc. Si me permite una simplificación, que espero no sea excesiva, hoy las ideas acerca de la justicia social se condensan alrededor de dos corrientes contrapuestas: la socialista o socialdemócrata y la liberal o, más precisamente, neoliberal, que no están, por cierto, tan alejadas como las respectivas versiones originales del siglo XIX y gran parte del XX. ¿A cuál de los dos campos se inclina más la doctrina social de la Iglesia? ¿Cómo juzga el Magisterio católico estas ideologías, en sus formas actuales?

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Tanto el liberalismo como el socialismo son sistemas complejos, con multiplicidad de aspectos (ideológicos, económicos y políticos). Al mismo tiempo, actualmente, estas corrientes admiten una pluralidad de formas y planteamientos menos radicales que en su origen, aunque, como es obvio, siguen subrayando respectivamente el individuo y su libertad, o bien lo colectivo y la igualdad. Por lo tanto, sería necesaria una valoración atenta y detenida, pues no es lo mismo, por ejemplo, el liberalismo clásico del siglo xix, que el neoliberalismo, que es más bien una corriente político-económica que propugna reducir al mínimo la intervención del Estado. La doctrina social de la Iglesia rechaza una ética individualista que olvida que el bien de la sociedad no deja de ser el bien del hombre: la preocupación social es también una obligación de justicia y no solo una voluntaria opción altruista. A la vez, la misma doctrina no acepta las concepciones en las que la persona se diluye en la sociedad, negándose en último término la libertad o limitando indebidamente su ejercicio. Se trata pues de que se respete la igualdad esencial de los hombres, en naturaleza y dignidad, y se eviten diferencias aberrantes; aunque no se puede olvidar que, en no pocas ocasiones (por ejemplo, en algunos regímenes totalitarios del siglo xx), al intentar eliminar sistemáticamente toda desigualdad, se ha incurrido en gravísimas injusticias. En esta línea, también son rechazables aquellas ideologías —de cualquier signo— que proponen una visión secularizada de la bienaventuranza pretendiendo instaurar un utópico paraíso en la tierra. En fin, como afirmaba Juan Pablo II al final de la encíclica Centesimus annus (n. 43), la Iglesia no tiene modelos propios que ofrecer: da simplemente la orientación de su doctrina social para ayudar a que elementos como el mercado o la empresa estén orientados hacia el bien común y al servicio de la persona humana.

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Si el mensaje del Opus Dei tiene en su núcleo el trabajo —la santificación del trabajo—, ¿cómo puede iluminar una situación de paro elevado, como la que se sufre en distintos países? El mensaje del Opus Dei tiene, sí, en su núcleo la santificación del trabajo profesional, pero como realidad emblemática de algo más amplio: la vida ordinaria. Toda la vida ordinaria, también cuando en su interior se presentan situaciones extraordinarias, incluida la carencia involuntaria de trabajo, puede estar iluminada por el Evangelio; pero esto solo es posible desde la fe en Jesucristo, en la Cruz de Jesucristo. Junto a la aceptación cristiana del sufrimiento, el espíritu del Opus Dei —no pocos fieles de la Obra están actualmente en el paro— mueve a trabajar buscando trabajo, a no estar inactivos, a aceptar, por ejemplo —si es posible y oportuno—, empleos por debajo de la propia preparación profesional, etc. Naturalmente, parte necesaria de la respuesta a este drama humano es que quienes están en condiciones de hacerlo, cooperen a vivificar con el espíritu cristiano, con las exigencias de la justicia y de la caridad, las estructuras económicas y políticas. Los sistemas son, desde luego, mejorables, pero todos sabemos que sin hombres justos no funcionan con justicia las estructuras por buenas que sean. Así pues, la santificación del trabajo no es una especie de «moral del éxito». Pero ¿no tiene entonces alguna influencia en el resultado? ¿En qué consiste exactamente «santificar el trabajo»? Santificar el trabajo no es «hacer algo santo» mientras se trabaja, sino precisamente hacer santo el trabajo mismo, la actividad humana de trabajar, que redunda en la santificación de la persona que trabaja y es instrumento para colaborar con Dios en la santificación de los demás. San Josemaría lo expresó sintéticamente en su conocida frase: «Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo»1.

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Hacer santo el trabajo es hacerlo participar de la santidad de Dios, que es el único Santo y fuente de toda santidad. ¿Cómo hacerlo? San Josemaría nos dice en Camino (n. 359): «Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo». Es decir, la actividad de trabajar se hace santa cuando se realiza por un motivo sobrenatural. Como es obvio, este motivo no es otro que el amor a Dios y el amor, el servicio, a los demás. Pero no se trata de una especie de «moral de las solas intenciones», sino del primado de la finalidad en la concatenación de las causas: como afirmó ya Aristóteles, y recogió santo Tomás de Aquino, finis est causa causalitatis in ómnibus causis1 («el fin es la causa de la causalidad en todas las causas»): la primacía recae sobre la finalidad para la que se realiza el trabajo, cuando es seriamente asumida como causa final que, como tal, influye decisivamente en la actividad eficiente y, a través de esta, en el resultado material y formal del trabajo. Por eso, un aspecto esencial de la santificación del trabajo es la buena realización del trabajo mismo, su perfección también humana. El «motivo sobrenatural», como esencia del trabajo santificado, tiende, pues, a la perfección natural de la obra realizada, dentro de las posibilidades y limitaciones de la persona. Se entiende entonces la importancia cristiana de la formación profesional, en cuanto exigencia de la llamada universal a la santidad, como enseñó siempre san Josemaría. En fin, se capta también así otro aspecto de su enseñanza al respecto: si la raíz de la santificación del trabajo está en la intención (en el sentido estricto al que me acabo de referir), resulta evidente que todo trabajo honrado es santificable. Seguramente, los políticos tienen más posibilidades de contribuir a resolver los problemas sociales. Pero, a la vista del extendido desprestigio de los políticos y los numerosos casos de corrupción, ¿cree que se puede animar a las personas rectas y competentes

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a meterse en política, o habría que recomendarles otras formas ¿e trabajar por el bien común, como el voluntariado? Las generalizaciones suelen ser injustas, pero es cierto que la política se presta a componendas al borde de la inmoralidad. Precisamente por esto es más necesario que personas rectas y competentes se decidan a entrar en la política, de la que depende en gran medida el bien común de la sociedad, no solo en los aspectos económicos, sino también en realidades tan esenciales como son el matrimonio, la familia, la educación, la libertad religiosa, la moralidad pública, etc. Los cristianos no pueden ausentarse de la vida política, si quieren que todas las actividades humanas estén vivificadas por el espíritu de Cristo, sin que esto signifique que deban formar parte de un mismo partido. Naturalmente, solo relativamente pocos ciudadanos tienen la política como profesión; y entre estos no deben faltar cristianos coherentes y profesionalmente bien preparados, con espíritu de servicio; aunque quizá sea menos rentable y menos prestigioso que dedicarse a otras actividades, y más complicado, aunque exija cultivar la imagen y estar dispuesto a recibir ataques personales. En cualquier caso, como explicaba san Josemaría en la célebre homilía «Amar al mundo apasionadamente»3, los católicos dedicados a la política no han de pretender representar a la Iglesia ni presentar sus opiniones como si fuesen las «soluciones católicas», aunque lógicamente la doctrina de la Iglesia ha de ser una luz imprescindible en muchos asuntos con implicaciones morales. Es necesario lo que san Josemaría llamaba «mentalidad laical», que se manifiesta en la honradez de responsabilizarse personalmente de las propias ideas y decisiones, en respetar a otros católicos que piensen de modo distinto, y en no servirse de la Iglesia mezclándola en la lucha partidista. Esta mentalidad laical excluye la intolerancia y el fanatismo; fomenta una adecuada convivencia social.

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Quizá la crisis sirva de correctivo a la competitividad exagerada que se ha impuesto en muchos ambientes profesionales, y no solo entre los consabidos brokers: también en los despachos de abogados, las consultorios o la universidad. O es posible que todo siga igual entre los que conservan el empleo mientras los demás quedan simplemente excluidos. No le pido una solución, pero tal vez podría darnos alguna pista sobre el fondo del asunto. ¿Qué suponen estos planteamientos y de dónde proceden? Esa excesiva competitividad profesional, al menos en muchos casos, está conduciendo a un desequilibrio o desarmonía entre las diversas dimensiones de la vida personal, sobre todo entre la profesión y la dedicación a la familia, que está teniendo con frecuencia consecuencias lamentables. El problema es que la persona o la empresa que no se somete a ese ritmo competitivo es probable que se hunda profesional-mente. ¿De dónde procede todo esto? Supongo que tiene muchas causas interdependientes, pero en la raíz seguramente se encuentra un sistema que, en estos asuntos, es típico del liberalismo absoluto —basado en la avaricia y en la falta de solidaridad—, mientras en otros aspectos el mismo sistema se presenta con un intervencionismo estatal exagerado y limitador de libertades. En las antes llamadas sociedades opulentas, la pobreza estaba lejos, y podíamos simplemente dar algo de lo que nos sobraba a alguna iniciativa de ayuda al desarrollo, sin necesidad de cambiar nuestra manera de vivir. Ahora, la crisis nos ha traído la escasez a casa, o a nuestro entorno. Los que tienen más o menos de sobra, ¿pueden seguir viviendo igual? La pobreza tiene sentidos muy distintos: una cosa es la carencia de medios materiales necesarios (es el sentido de uso más común); otra es la carencia de cualidades espirituales, intelectuales y morales; y otra es la virtud cristiana de la pobreza o pobreza de espíritu,

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objeto de una de las Bienaventuranzas. Esta virtud es el desprendimiento, tener el corazón y la voluntad libres del desordenado apegamiento a los bienes materiales. Los dos primeros sentidos, las carencias de lo necesario, son evidentemente males. El tercer sentido, la pobreza de espíritu, es un gran bien, no solo cristiano, sino también simplemente humano, pues es expresión de libertad. En nuestro mundo tiene incluso más sentido que nunca asumir un tenor de vida sobrio, también por solidaridad con tantísima gente que carece hasta de lo más elemental; e independientemente de esto, el tenor de vida sobrio es necesario, porque si no, la posibilidad de caer en lo contrario a la pobreza de espíritu y, por tanto, en falta de verdadera libertad interior, de posibilidad pasa casi irremediablemente a realidad. El ya venerable Alvaro del Portillo, al ver este fenómeno en muchas personas atadas a los bienes materiales y casi incapaces de abrir el espíritu a Dios y a los demás, solía decir que las sociedades ricas sufrían una «asfixia de bienestar». •

Los «indignados», «Ocupa Wall Street» y los movimientos semejantes surgidos en otros países protestan precisamente contra el sistema. ¿Le parece admisible o sensato ese radicalismo, o recomendaría paciencia? Ante los «escándalos», conductas reprobables que han causado grave daño al bien común, es lógico indignarse y reclamar que se erradiquen tales hechos y se castigue a los culpables. Por supuesto, eso habrá que hacer, en conformidad con el Derecho y con las necesarias garantías. Pero no olvidemos que también cada uno puede contribuir al bien común desde su sitio y su ocupación, siendo justo en lo que hace. Es necesario, y propio del cristiano, sobreponerse al egoísmo de buscar el mero interés personal y procurar lo que beneficia a todos, empezando por los ámbitos inmediatos, como el lugar de trabajo o el vecindario.

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Son legítimas las acciones de protesta pacífica; ciertamente, hay que obedecer a la autoridad política, pero el acatamiento no tiene por qué equivaler a la pasividad. En cambio, la revolución violenta solo puede justificarse como extremo recurso ante situaciones insostenibles, si existen motivos que hagan razonable prever el éxito sin provocar una situación peor. Sin embargo, no conviene ignorar que la historia muestra que las revoluciones no suelen conseguir sus objetivos; el filósofo italiano Augusto del Noce hablaba de la «heterogénesis de los fines» de las revoluciones. Querría tomar pie de lo que acaba de decir para concluir la entrevista. A lo largo de nuestra conversación hemos considerado distintos aspectos de la situación de la Iglesia, de la sociedad civil, de la familia... Hemos comentado tendencias alentadoras, pero inevitablemente hemos encontrado problemas, algunos francamente graves. ¿Basta la evidencia de lo bueno para confiar en que podemos salir adelante? La esperanza cristiana apunta al horizonte trascendente. Pero ¿se queda en un consuelo que remite al más allá, o tiene consecuencias para la vida en la tierra? ¿Qué hace esperar, concretamente? La esperanza cristiana no es un simple consuelo, pero ciertamente remite sobre todo al destino último de la persona humana; cómo nos dice san Pabló, la esperanza es «en lo qué os está reservado en los délos» (Col I, 5). La esperanza se refiere también a la vida presente, ante todo a los medios que nos ha dado Jesucristo para que, en nuestro caminar en este mundo, podamos efectivamente dirigirnos a la plena felicidad de la gloria. Pero, además, la esperanza cristiana ilumina todos los demás aspectos de la vida personal y social, no asegurando utópicamente resultados económicos, sino impulsando a trabajar en la medida de lo posible por resolver los problemas. La historia no puede alcanzar un término definitivo de plenitud

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inmanente, también porque el hombre es libre y siempre está abierto tanto al progreso como al fracaso. No es nuestra fuerza la que salvará al mundo, sino la de Jesucristo. Me viene a la memoria cómo san Marcos describe la llamada de los Apóstoles por parte de Jesús: «Eligió doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios» {Me 3, 14-15). Estar con Cristo es condición necesaria de la eficacia de los Apóstoles y, después, de todos los cristianos, que son llamados a participar activamente en la misión apostólica. El estar con Cristo se actualiza de manera eminente en la Eucaristía, que es —como explicaba san Josemaría— «centro y raíz de la vida cristiana»4. Desde esta raíz eucarística, toda la vida del cristiano es vida de la Iglesia y, por eso, signo e instrumento de la salvación del mundo. Estar con Cristo, para poder obrar en Cristo participando, cada uno a su modo, en la misión de la Iglesia: hacer presente en la historia el misterio de la Redención. Así tiene fundamento nuestra esperanza en una humanidad renovada, de la que María es madre y plenitud anticipada.

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NOTAS

Capítulo I: Teólogo 1

Cfr. Juan Pablo II, Ene. Fides et ratio (14-IX-1998), n. 97. Cfr. Concilio Vaticano II, Decl. Gravissimum educationis, n. 10; Decr. Optatam totius, n. 16. 3 Karl Marx-Friedrich Engels, La ideología alemana, Ed. Grijalbo, Barcelona, 3a ed., 1970, p. 377. 4 Cfr. Augusto Del Noce, / caratteri generali del pensiero político contemporáneo, Giuffré, Milano, 1972, vol. I, p. 178. 5 Cfr. Joseph Ratzinger, Convocados en el camino de la fe. La Iglesia como comunión, Cristiandad, Madrid, 2004, p. 65. 6 Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un congreso sobre el pensamiento del fundador del Opus Dei, Roma, 14-X-1993. 7 Publicado en Fernando Ocáriz, Naturaleza, gracia y gloria, Eunsa, Pamplona, 2a ed., 2001, pp. 175-221. 8 Cfr. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. I, Rialp, Madrid 1997, pp. 389-392. 9 San Josemaría, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 42a ed., 2007, n.64. 10 San Josemaría, Forja, Rialp, Madrid, 15a ed., 2007, n. 987. 2

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Cfr. San Josemaría, Es Cristo que pasa, nn. 11, 96, 104, 107, 115, etc. 12 San Anselmo, Proslogion, Proemio, en Opera omnia, ed. F.S. Schmitt, vol. I, Edimburgo, 1946, p. 94.

Capítulo II: En el Vaticano 1

Cfr. «Entrenen avec Mgr Bernard Fellay sur les relations de la Fraternké Saint-Pie X avec Rome», DICI n° 256 (8-VI-2012), pp. 2-6.

Capítulo III: Fe y razón 1

Karl Giberson y Mariano Artigas, Oráculos de la ciencia, Ediciones Encuentro, Madrid, 2012 (original: Órneles of Science, Oxford University Press, Oxford, 2007). 2 Publicada en el volumen Es Cristo que pasa, nn. 102-116. 3 San Josemaría, Amigos de Dios, Rialp, Madrid, 33a ed., 2007, n. 222. 4 Cfr. Peter L. Berger, «Secularization Falsified», First Things, n. 180 (feb. 2008), pp. 23-28. 5 Cfr. Rene Girard en diálogo con G. Vattimo, Veritá o fede debole?: dialogo su cristianesimo e relativismo, Transeuropa, Massa, 2006. ■

Capítulo IV: Libertad 1

Cfr. Joseph Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid, 1987, pp. 256-257. 2 Santo Tomás de Aquino, Quaest. disp. de malo, q. VI, art. único. 3 Publicada en el volumen Amigos de Dios, nn. 23-38. 4 Cfr. Es Cristo que pasa, nn. 1, 17, 184. 5 Javier Echevarría, Carta, 2 de octubre de 2011, en Romana 53 (juliodiciembre 2011), pp. 247-276 (también disponible en www. romana.org y www.opusdei.org). 6 Cfr. Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, nn. 6-7.

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Capítulo V: La Iglesia y la época 1

S. Agustín, Sermo 96, 8. Vid. suplemento especial de L'Osservatore Romano, del 11-X-2012, en el cincuenta aniversario del comienzo del Vaticano II. 3 Cfr. Benedicto XVI, Homilía, ll-X-2012. 4 Joseph Ratzinger, Zeichen unter den Vólkern, en M. Schmaus -A. Lapple (eds.), Wahrheit und Zeugnis, Patmos, Dusseldorf, 1964, P. 459. 5 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 131. 6 Cfr. Pablo VI, Homilía en la basílica de S. Pedro, 29-VI-1972. 7 Cfr. Joseph Ratzinger, Via Crucis en el Coliseo de Roma, Viernes Santo, 25-111-2005, IX estación, meditación. 8 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 10 9 «Si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18, 3). 10 Pseudo-Dionisio, De divinis nominibus, c. I, n. 11. 11 Cfr. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Reconciliatio etpaenitentia (2-XII-1984), n. 28. 12 Ibid., n. 18. 13 Cfr. Ugo Borghello, Liberare l'amore, Ares, Milano, 2009, pp. 107-108. 2

Capítulo VI: Concilio 1

Cfr. Soren Kierkegaard, Esercizio del Cristianesimo, Studium, Roma, 1971, p. 284. 2 Juan Pablo II, motu proprio Apostólos suos, 21-V-1998, n. 12. 3 Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Do-num veritatis (24-V-1990), nn. 30-31. 4 Juan Pablo II, Discurso a los peregrinos que habían participado en la canonización del beato Josemaría Escrivá de Balaguer, 7-X-2002. 5 Cfr. Juan Pablo II, Homilía, 19-VIII-1979.

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Capítulo VII: Evangelizar de nuevo 1

Cfr. José Luis Cornelias, La guerra civil europea, Rialp, Madrid, 2010, p. 8. 2 Concilio Vaticano II, Constitución Lumen gentium, n. 35. 3 Cfr. San Agustín, Epístola adProbam, 9, 18. 4 Publicada en el libro Amigos de Dios, nn. 294-316. 5 Ibid, n. 296. 6 San León Magno, Sermón 12 sobre la Pasión del Señor, 3, 77 San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 87. ¡ 8 San Josemaría, Forja, n. 651.

Capítulo VIH: Obra de Dios 1

San Josemaría, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid, 21a ed. 2002, n. 24. 2 Cfr. San Josemaría, Amigos de Dios, n. 138. 3 Cfr. Juan Pablo II, exhortaciones apostólicas Ecclesia in America (1999), n. 65, nt. 237; Ecclesia in Europa (2003), nt. 166. 4 Pueden verse otras muchas obras corporativas en Internet: www. opusdei.org.

Capítulo IX: Llamadas 1

Pedro Rodríguez, Fernando Ocáriz, José Luis luanes, El Opus Dei en la Iglesia, Rialp, Madrid, 1993. 2 San Josemaría, Forja, n. 623; Es Cristo que pasa, n. 40. 3 Cfr. Ernst Burkhart — Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría, Rialp, Madrid, vol. I, 2010, p. 234.

Capítulo X: Mujeres, hombres, niños 1

San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 5.

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Capítulo XI: Trabajo, pobreza 1

San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 45.

2

Santo Tomás de Aquino, In ISent. d. 45, q. 1, a. 3.

3

San Josemaría, Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer,

123. 4

San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 102.

nn. 113-