El Dios venidero Lecciones sobre la Nueva Mitologia

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Manfred Frank El Dios venidero Lecciones sobre la Nueva Mitología

8 Colección Délos Ediciones del Serbal

Manfred Frank El dios venidero Lecciones sobre la Nueva Mitología

Traducción de H e len a Cortés y A rturo L eyte

8 Colección Délos Ediciones del Serbal

Director de la colección FÉLIX DUQUE

Primera edición: 1994 © Ediciones del Serbal Guiiard, 45 08014 Barcelona Impreso en España Depósito legal: B. 29 85 8/94 Diseño gráfico: Zimmermann Asociados S.L. Impresión: Grafos - Arte sobre papel ISBN 84-7628-137-4

Indice

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PRÓLOGO

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PRIMERA LECCIÓN Introducción en el tema. La actualidad del renacimiento mí­ tico en el arte y la sociedad. La figura romántica de Dioni­ so y sus fuentes clásicas. Dios del futuro o dios de la co­ rriente contrailustrada.

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SEGUNDA LECCIÓN La actualidad del mito demostrada sobre tres textos actua­ les (H. E. Richter, H. Blumenberg, L. Kolakowski).

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TERCERA LECCIÓN Un primer intento de definir el mito; diferencias de defini­ ción según las teorías. El mito como legitimación de las prác­ ticas culturales o sociales. La distinción entre culto y mito y las fuentes románticas de la misma. F. Creuzer, J. J. Bachofen, Nietzsche.

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CUARTA LECCIÓN Un segundo intento de definir el mito. Función del signo y simbolismo. La opción sintética del mito y su crítica por parte de la Ilustración (es decir, por parte del espíritu ana­ lítico).

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QUINTA LECCIÓN

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Rehabilitación del mito por parte de Herder. Su polémica contra Klotz en el ensayo titulado «Sobre la utilización mo­ derna de la mitología». Herder y sus contemporáneos. In­ tentos de fundamentar una Nueva Mitología por medio de una vinculación con la mitología de las Eddas. La idea par­ ticular de Herder de una Nueva Mitología expresada en el diálogo Iduna.

SEXTA LECCIÓN

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Los sucesores de Herder en la época del Romanticismo tem­ prano. Esbozo de una Nueva Mitología en el Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán. La base de crí­ tica contra el Estado de la Nueva Mitología: comunidades estatales al «servicio de las ideas» y sociedades que funcio­ nan sin ideas. La distinción entre mecanismo-organismo. Su fundamento en Kant. Su historia anterior de Hobbes a Fichte. La equiparación romántica del Estado burgués con una máquina. Paralelismos con el planteamiento de la teoría crítica.

SEPTIMA LECCION

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La idea romántica de una Nueva Mitología (Lessing, Novalis, Fr. Schlegel, Scheiling, Marx, Baader). Necesidad del renacimiento de un «simbolismo universal». Mitología, poe­ sía, utopía política. Mito y «comunicabilidad universal» (la «opinión pública»).

OCTAVA LECCIÓN

217

Politización de la idea romántica de una Nueva Mitología en el temprano socialismo francés y en Richard Wagner. Conexión de Sartre con el postulado de la vinculación de la opinión pública con el arte. El simbolismo del art pour Vart como una especie de mitología artificial (Mallarmé).

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NOVENA LECCIÓN

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Religión esotérica (mistérica) y exotérica (revelada). Dioniso como tema de los misterios y dios revelador. El poema Eleusis de Hegel. Cristo como «último dios» (Schelling). El lema «reino de Dios». Comienzo de la interpretación del poema de Holderlin Pan y Vino. Quién es el «dios venidero». La recepción romántica de los mitos en torno a Dioniso. Dioni­ so como el dios de la comunidad.

DÉCIMA LECCIÓN

285

La dísarmónica fusión entre Dioniso y Cristo llevada a cabo por Holderlin, el Romanticismo y la Antigüedad clásica.

UNDÉCIMA LECCIÓN

307

Más testimonios (clásicos y románticos) de la equiparación de Cristo y Dioniso. La tradición órfica de los tres Dionisos. El niño divino del pesebre como hijo de Deméter o de Ma­ ría. Eucaristía y omofagia. La «Filosofía de la Mitología» y «Filosofía de la Revelación» de Schelling. Opiniones de Kanne, Creuzer y otros sobre los Misterios y el Cristianis­ mo. Esperanzas de redención cristianas y de la Antigüedad clásica. El «dios venidero» y su esperado renacimiento. La sociedad burguesa recibe la misión de facilitar el adveni­ miento del dios y de allanarle más el camino de lo hecho hasta ahora.

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Prólogo

A la hora de presentar este volumen se hace preciso decir unas pala­ bras sobre el «género» al que pertenece, pues no nos enfrentamos a un libro, es decir, al desarrollo argumental de una tesis ya elabora­ da y redactada organizadamente. Más bien, tenemos delante una ex­ posición oral que progresivamente, a lo largo de semanas, se va ga­ nando a sí misma a base de «dar vueltas» y repetir lo dicho, tratando de trenzar cuestiones a las que no cabe un tratamiento aislado, en un capítulo, y que, al contrario, se van llamando recursivamente unas a otras, dando entrada a nuevas sugerencias que parecen inexcusa­ bles al discurso oral, ya que de lo contrario se perderían para siem­ pre. En efecto, no nos encontramos ante un libro corriente, sino ante un compendio de lecciones en torno a un tema. La lección (Vorlesung) es esa composición elaborada para expo­ ner oralmente ante un público. Si cabe hablar, como hicimos antes, de un género, es en el sentido de ese acto institucionalizado secular­ mente en la universidad europea, donde el maestro dicta una lec­ ción, no para un publico especializado, sino general, en el sentido más digno de la palabra, es decir, universal: universitario. Así pues, ¿qué tenemos delante si no es la elaboración de un libro sobre la Nueva Mitología? Pues bien, paradójicamente no tene­ mos un libro, sino muchos libros porque, en lugar de hablar con su voz, Manfred Frank nos conduce a todos los momentos y lugares donde se pensó «El dios venidero», el dios por venir, y esos lugares son las obras y las voces de Herder y Nietzsche, de Schelling y Novalis, de Hegel y Marx, de Wagner y los escritores del socialismo, y tam­ bién de Lessing, Fichte, Tieck, Hobbes, Creuzer, Bachofen, Franz Baader y muchos más. Y sobre todo, nos conduce allí desde aquel verso de Hólderlin que remataba precisamente una estrofa con aquellas tres palabras: «der kommende Gott». Este volumen de lecciones constitu­ ye, así, un apasionante viaje por los caminos no muy transitados de pensadores y poetas en dirección a un mismo punto: el tema de la

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Nueva Mitología, del dios venideroj Las lecciones intentan presentar un mundo en el que coinciden pensamientos y escritos desligados en la presentación tradicional de la historia de la literatura y la filoso­ fía. Porque quizás sea ésa otra de las dimensiones no disimuladas de este peculiar libro: el tratamiento conjunto, casi siempre conver­ gente, del poeta y el filósofo, el pensador en general, sugiriendo que tal vez no exista diferencia entre uno y Otro si, como es el caso, pen­ samos el dios por venir. Literatura y filosofía encuentran aquí una raíz común olvidada durante varios siglos de historia del pensamiento. El título «Nueva Mitología», que agí-upa estas lecciones, alude a algo que en realidad no es nuevo, puesto que se fraguó hace ya cerca de doscientos años. Es más, aquel dios venidero anunciado, exigido por aquel pensamiento que se inició en el Romanticismo, no sólo no llegó nunca, sino que hoy ni siquiera puede llegar, porque entretanto se ha perdido también el suelo y la posibilidad para tal anuncio y exigencia. Pero ei título «Nueva Mitología» no puede disimular una intención positiva “ Optimista—, que trasciende la dimensión del pa­ sado, que trasciende el puro trabajo histórico de investigación filoló­ gica (que se pregunta por qué se pensó en un nuevo dios y quién era ese dios) interpelando al presente en estos términos: a pesar de todo, ¿no se puede pensar todavía hoy una Nueva Mitología? Si es así, las lecciones también pueden ser escuchadas como una llamada a la puerta del presente y el futuro, una llamada que es posible hacer precisamente porque, antes que nosotros, alguien pensó en lo mismo a partir de los mismos motivos y de una realidad similar a la que hoy se presenta a nuestros ojos. En efecto, ¿por qué limitarse al Romanticismo y a su inmediata historia posterior, cuando hoy, mejor que entonces, estamos en una posi­ ción más «privilegiada» para pensar, hasta el fondo, lo que ellos pensa­ ron, sobre todo porque nos encontramos en un límite más extremo de la época de la que ellos imaginaron ser un final: la Ilustración? Ciertamente, una de las dimensiones no formuladas de forma expresa en las lecciones, precisamente porque constituye su trasfondo, es ese ambiguo juego entre lo que fue actualidad para los román­ ticos y lo que constituye nuestra propia actualidad. Un juego que se salda, además, con otro paradójico resultado: el Romanticismo fue capaz de pensar en una Nueva Mitología,, fue capaz de plantear su exigencia, pero fue incapaz de dotar de .un contenido a esa mitología, fue, en suma, incapaz de producirla. O lo que es peor: a la postre el Idealismo romántico que planteó la exigencia, o incluso el post­ idealismo que condujo hasta su mayor radicalidad lo nuevo (Nietz­ sche y Marx), cumplieron efectiva y decisivamente la lógica de la Ilus­ tración," continuaron su historia, llevándola precisamente hasta su con­ 10

sumación. Se trata de una trampa: la crítica a lo establecido no es sino una de las caras de la Ilustración, una de cuyas características más malignas es la de ser capaz de autoproducir o incluso necesitar su propia crítica. Y es en esta capacidad donde reside su mayor fuerza. Pero, volviendo a nuestra suposición, de que hoy nos encontra­ mos en el límite más extremo de la Ilustración, podríamos aplicarnos el mismo reproche que denunciamos a propósito del Romanticismo: quizás tampoco nos encontremos al final de un camino, sino sólo en un tramo más descarnado del mismo y, así, lo que tomamos como indicios transparentes del límite son sólo señales que anticipan una catástrofe mayor. Pero esta suposición última queda tan prisionera de su tiempo como aquélla. Hoy, quizás, nuestra única ventaja consiste en poder saber mejor qué es la Ilustración, en qué consiste su anun­ ciada liberación de los viejos dioses, liberación que, a la postre, se convirtió en un proceso de teologización completa de la realidad, del universo, en la misma medida en que se consumaba la desdiviniza­ ción del mundo. Ese proceso continuó cuando, a finales del XVIII, cayó el viejo dios de la filosofía, cuando el dios causa sui reveló su más profundo silencio, porque el dios lógico de la teología filosófica ya había sido explotado hasta alcanzar su resultado: la constitución lógico-teológica del mundo. Con ese resultado, empero, se ganó tam­ bién la posibilidad de nuestra destrucción. En efecto, al caer el viejo dios, cabe también el peligro de que caiga el hombre, hecho a imagen y semejanza de aquél —mero paso de la desdivinización a la teologización—, porque en definitiva la caí­ da de dios significa el trasvase de la omnipotencia de lo divino a lo humano o, en la fórmula del psicoanálisis presentada por Frank, el paso de la impotencia narcisista a la omnipotencia narcisista. Esa suerte de liberación recibió en la historia europea el nombre de Ilus­ tración, mayoría de edad, paso de las sombras a la luz. Cuando .el hombre se ha convertido solitariamente en dios, en individuo, «futuro» sólo significa «porvenir» en el exclusivo sentido de mera cantidad de tiempo repetido. Y en ese tiempo ningún dios puede venir, tal vez porque lo nuevo mismo, esperado con devoción por la teología como una salvación, no es sino lo que siempre estuvo ahí, ante nosotros, pero oscurecido por los muchos nombres, por el afán mismo de nombrar, que tiene su exponente más crispado en la ciencia. No es una casualidad que el autor, M. FranJk, inicie su viaje al Romanticismo desde lo que él llama «actualidad del mito», repre­ sentado por tres textos contemporáneos —de Richter, Kolakowski y Blumenberg— que parten a su vez del fenómeno de la ciencia: ni la ciencia es una superación del mito ni el mito es desdeñable frente a ella, porque en definitiva es el único expediente capaz, si acaso, 11

de legitimar eso que hay. El punto de partida para esa reflexión ac­ tual sobre el mito no es ya sólo el desmoronamiento de la vieja reli­ gión y los viejos dioses, sino el desmoronamiento del mundo, que sobreviene, paradójicamente, por medio de la ciencia, que a mayor exactitud y extensión conseguidas, trae mayor inseguridad y posibili­ dad de destrucción. Así, la ciencia, como expresión más alta de la Ilustración, ha venido a amenazar «la casa» [el oi&os] al convertirla en un mundo accesible por todos sus lados. Una sombra mayor que cualquier misterio, más vacía, más «racional», amenaza el fundamen­ to mismo de esa casa: la naturaleza. Si la naturaleza fue una vez la unidad misma, la ciencia la ha suplantado como tal, porque se ha constituido en la referencia absoluta. Pero, de esta manera, nos en­ frentamos a un extraño absoluto, pues su constitución es la escisión, la división, el análisis y no la unidad. La ciencia, la máxima y más decisiva expresión de la Edad Mo­ derna, el espíritu de verdad entendido como espíritu analítico, ha separada todo de modo electivo: en primer lugar, ha separado al hom­ bre de la naturaleza; en segundo lugar, a la naturaleza de sí misma y, finalmente, al hombre de sí mismo; en definitiva, ha modificado esencialmente los dos ámbitos principales y propios de la misma rea­ lidad, naturaleza y sociedad, haciendo de ellos mera ciencia de la naturaleza y mera ciencia política. Así, hoy como ayer, reclamar unaJ Nueva Mitología significa exi­ gir que la sociedad sea reconquistada por los horahres y que la natu­ raleza no discurra desvinculada de la vida, que no sea sólo mera ciencia de la naturaleza; significa también que la sociedad no sea comprendida ni tratada como un mecanismo, sino como algo vivo, orgánico, donde por lo tanto no se produzca esa egoísta escisión en­ tre la vida pública y la insípida vida privada, donde cada cual vive aislado en aquella omnipotencia narcisista que se agota en sí misma; que exista una sociedad donde sea posible, en.definitiva, la verdade­ ra literatura, la poesía, porque sin mitología, no es posible «tampoco producir ninguna poesía grande y valiosa». Pero, como también dice Schelling, «la mitología no renacerá hasta que los dioses vuelvan a conquistar la naturaleza». En esa reconquista, en esa revolución, tam­ bién volverían a ser uno la naturaleza y el hombre, la naturaleza y el espíritu. Mientas tanto, antes que esperar la «sorpresa» que ha de salvar­ nos como quien espera una novedad más, se hace preciso pensar en el dios venidero, que si ha de ser, sólo será aquel dios anterior intuido por Hólderlin, aquel: Espíritu, que reina sin palabras e ignorado mientras dispone el porvenir 12

en las palabras de los hombres, [hasta que] un hermoso día vuelva a nombrarse, como antaño, por su nombre. Pero pensar no quiere decir buscar desesperadamente la «so­ lución a los problemas» prácticos que tiene planteados la sociedad —de eso ya se encarga la política científica—; no es iniciar estrategias de unificación ni imponer expedientes de legitimación. En el fondo, quizás nada más analítico y menos verdadero que buscar un mito que de nuevo nos reúna. En efecto, ni la falta de dioses obedece a un deseo de la voluntad ni, por lo mismo, tampoco el retorno de un dios o la posibilidad del mismo depende de una voluntad que, entretanto, efectivamente ha optado por la ruptura, por la disolución, por el rechazo de toda legitimación que no sea la que viene impuesta por la realidad actual, que no es otra que la de la ciencia y la indus­ tria. Desde esta perspectiva, los intentos de actualización del mito, que concluyen en diagnósticos precisos sobre el estado de la cues­ tión, simplemente pueden ir a engrosar los intentos de renovación, pero sin entrar a pensar en el ser mismo del olvido, no ya de un dios, sino del origen mismo del dios. En este marco, Frank no entra en la cuestión ontológica que mostraría cómo el olvido del antiguo dios (Dioniso) no es un asunto de mala memoria, sino un olvido inherente al trayecto emprendido' un día en una dirección determinada. Un trayecto que discurre lle­ vando todavía más allá la modernidad y cuyo único fin tendría que ser, si eso cabe, la comprensión de que, como la mitología, la religión y la política, también la ciencia es una invención de un espíritu que no es analítico. Tal vez entonces, al llegar a ese fondo, cupiese espe­ rar que es posible censar algo nuevo, en definitiva, que es posible transformar aigo. Helena Cortés y Arturo Leyte

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Primera lección

La teoría literaria no ceja nunca en el empeño de defender la actuali­ dad de los interrogantes planteados en los textos del pasado, y ello tiene un motivo bien fundado desde el punto de vista de la propia actualidad, puesto que se entiende por actual precisamente aquello que nos atañe aquí y ahora, ya sea porque despierta nuestros pensa­ mientos planteándonos problemas o porque provoca nuestra fantasía. Pero difícilmente se podrá encontrar un problema cuya capacidad para invocar nuestra atención lleve la fecha del día presente, sino que por el contrario más bien puede decirse que nos tomamos conscien­ tes de que algo es un problema cuando determinadas cuestiones, que se remontan bastante atrás, nos obligan precisamente ahora — bajo las presentes y determinadas circunstancias — a tomar inexcusable­ mente partido. De esta manera, la actualidad nos remite a una histo­ ria preliminar, que constituye el material de trabajo de nuestro pre­ sente y para cuya plena captación y dominio hay que introducirse en el futuro. Parece claro que las llamadas que la literatura de épocas anteriores dirige a la nuestra propia son de este tipo: en cuanto nos sentimos, como se suele decir, aludidos e invocados por su lectura parece como si se anunciara algo todavía no superado, algo de lo que además tenemos conciencia de que su fundamento se encuentra en las implicaciones de nuestras propias raíces históricas y que des­ de entonces no ha cesado de ponernos a nosotros mismos en cuestión. Estoy pensando sobre todo en un fenómeno que durante largos años sólo fue visible en la ooesía y que desde hace poco tiempo ha entrado a formar parte del círculo de los fenómenos más llamativos de nuestra actualidad cultural y social; me refiero concretamente al interés por las cuestiones míticas y en general por la dimensión reli­ giosa, ya no sólo del arte, sino de la propia vida social. Si han ojeado Uds. en los últimos años y aun meses los suplementos dominicales de nuestros periódicos más importantes, se habrán topado cada vez con mayor frecuencia con un mismo tema, perteneciente al ámbito 15

de la crítica cultural: el tema de la reelaboración y resurgimiento de cuestiones mítico-religiosas pasando desde la propia vida social hasta el cine. He dicho desde la propia vida social y quiero decir con ello que la sociedad, el conjunto de relaciones entre los miembros de una comunidad estatal, expresa su denominada «crisis de. sentido» a través de categorías que han sido tomadas prestadas del campo del lenguaje religioso. Como suele decirse, falta una suprema autori­ dad a la que pudiera recurrir la política, especialmente en las nacio­ nes occidentales industrializadas, a modo de legitimación ante sus ciudadanos. La mera administración de las crisis no toca esta dimen­ sión para nada; y ello, como todo el mundo sabe, porque el negocio de la administración política se guía por pautas de acción que perte­ necen al campo de la estrategia y que ya presuponen un consenso social sobre lo que deba ocurrimos en general y en particular a las personas individuales. Si este consenso se ha tornado invisible o, lo que es peor, ha quedado invalidado por la burocracia administrativa y gubernamental, que entretanto se ha vuelto autónoma, entonces surge lo que los teóricos de la sociedad denominan crisis de legitimación de la comunidad. Así pues (y mientras no cambien las cosas) la co­ munidad iunciona, y a veces hasta funciona muy bien, como le ocu­ rre a una máquina bien engrasada, pero ya no satisface las exigen­ cias de sentido y las decisiones normativas de los ciudadanos que en ella se agrupan en sociedad. Dicho de otro modo, la administra­ ción, el gobierno y los procesos económicos escapan al control de una instancia suprema con relación a la cual los miembros de la so­ ciedad puedan sentirse en acuerdo en una especie de «voluntad uni­ versal», y por lo tanto se los entiende como una especie de fatalidad hostil al hombre individual, incomprensible e incluso, en último ex­ tremo, destructiva, cuyo «valor» y «sentido» ya no están iluminados por la claridad de una fácil comprensión accesible a todos. Aquí es donde se puede ver precisamente una de las raíces de esa huida tan masiva fuera de la sociedad que conduce a refugiarse, bien sea en el seno de sectas religiosas en las que, por lo menos en círculos reducidos, los miembros de ellas se sienten solidarios (es decir, se sienten comunidad), ya sea en la droga, que también permite esa experiencia a través del trance y la alucinación, aunque sólo sea ilu­ soriamente, o ya sea en cualquiera de esos otros mundos paralelos de los que, aunque sólo sea mediante los pocos rasgos indicados, fácilmente se puede adivinar lo que tienen en común con los ya citados. Pero el problema que se nos presenta en la actual «crisis de sentido» es más antiguo que eso de lo que nos hablan los periódicos. Se puede suponer que es tan antiguo como la estructura social que acabo de esbozar muy superficialmente. Hasta donde alcanza mi vi­ sión, me parece —y todas las lecciones de la presente obra pretenden

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ir fundamentando esta hipótesis paso a paso— que el Romanticismo alemán ha sido la primera época de la Edad Moderna que ha descri­ to el problema del distanciamiento entre el Estado y la sociedad (el «sistema de los medios» y las exigencias de sentido de los ciudada­ nos) como problema de una pérdida de legitimación, empleando para ello una terminología religiosa. Si los románticos se ocuparon tanto del «mito» fue sobre todo porque se preguntaban lo siguiente: ¿a qué tipo de práctica social corresponde en realidad la transmisión de los mitos? Y la respuesta que obtuvieron fue: los mitos (y las concepcio­ nes religiosas del mundo) sirven para garantizar la permanencia y constitución de una sociedad a partir de un valor supremo. Se podría llamar a esto la función comunicativa del mito, puesto que lo que pretende es el acuerdo de los miembros de la sociedad entre sí y la unanimidad (o lo que es lo mismo: el consenso y compatibilidad) respecto a las convicciones de valores. Voy a explicar de manera completamente provisional dicha fun­ ción. Una de las capacidades del mito, tal vez la única, siempre que no se haya transmitido a modo de un mero ornato artístico muerto, reside en el ámbito normativo y tiene que ver con la cuestión de la justificación de determinados modos de vida dentro de las institu­ ciones sociales. Esto se torna patente en los relatos míticos de la Anti­ güedad clásica: en ellos se remite a la esfera de lo sagrado algo exis­ tente en la naturaleza o entre los hombres, y de este modo queda fundamentado. «Fundamentado» quiere decir aquí «que se deriva de», pero no en el sentido de una mera relación causal como en las cien­ cias de la naturaleza, sino en el sentido de una justificación. Pero «justificar algo» o (como gustaban de decir los románticos) «legitimar algo»* significa lo mismo que referirlo a un valor indiscutible para los hombres. Y para los hombres (de un mismo pueblo) lo único in­ discutible en sentido radical es aquello que pasa por ser sagrado, incontestable, omnipresente, todopoderoso. Daré un sencillo ejemplo del poder de justificación del mito. En el siglo VI antes de Cristo se introdujo en Grecia un feroz culto, procedente de la Tracia, que consistía en que unas «mujeres deliran­ tes» (denominadas bacantes, ménades o tíadas) peregrinaban durante la noche a principios de la primavera hacia las cumbres nevadas de elevadas montañas despedazando animales por el camino y devorán­ dolos crudos. Este es un hecho probado históricamente. Al principio, las religiones helénicas autóctonas persiguieron duramente esta «cos­ tumbre bárbara», es decir, al inicio pusieron en duda su legitimidad. Este es el argumento de las Bacantes, la última tragedia de Eurípi­

* N. de los T,: En alemán «Etwas Beglaubigen».

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des. En ella se muestra ejemplarmente cómo funciona una justifica­ ción mítica: en efecto, las Bacantes cuentan que esas desenfrenadas mujeres son requeridas por su dios, al que llaman Dioniso, para su­ plir las funciones de nodrizas a la hora de su renovado (rehacimien­ to cada primavera, en una cuna situada en las cumbres de las monta­ ñas. Gracias a la referencia a lo sagrado, creada narrativamente, la costumbre queda justificada socialmente; y la función comunicativa del mito no consiste más que en lograr tal justificación. Por cierto que la religión dionisíaca logró esto plenamente. Con el correr de los siglos consiguió suplantar a la religión olímpica de los griegos: Dioniso se convirtió en el «dios supremo» y algunas comunidades griegas llegarían por sinuosos caminos a reconocer en el niño divino del portal de Belén al Dioniso espiritualizado de su mito. No he escogido el ejemplo del culto a Dioniso por azar, sino porque ningún otro dios de la Antigüedad fue tan querido por el primer Romanticismo o Romanticismo temprano como éste (un amor transmitido también a los siglos XDí y X X ). Y creo que por dos moti­ vos. Por un lado, porque la época del Romanticismo temprano -—que más bien habría que denominar la época en que la Ilustración se considera a sí misma como ya consumada— podría ponerse en rela­ ción, de un modo que va más allá de la afinidad puramente superfi­ cial, con la Grecia de Eurípides: en ambos casos se ha desmoronado una concepción religiosa del mundo bajo los golpes del pensamiento racionalista; sin embargo, el culto dionisíaco pareció sobrevivir a esta crisis de la sofística como única manifestación de una esperanza reli­ giosa que supo perdurar. Porque Dioniso —y con esto pretendo adivi­ nar el segundo motivo para explicar su renacimiento cultural— repre­ sentaba ya para Eurípides al «nuevo» dios o «dios venidero»: al dios del futuro que cuando llega el punto final de un proceso mítico, y bajo los condicionantes de una orientación racionalista de la existen­ cia, es capaz de preservar la substancia de la esperanza religiosa para las generaciones futuras. Y así fue como, sobre todo Nietzsche, en su ensayo de 1871 (sobre el Origen de la Tragedia), interpretó el fenómeno dionisíaco: como una tabla de salvación para la razón ya vacilante (o mejor di­ cho, titubeante) frente a la desesperación de una fracasada autojustificación. Según Nietzsche, el elemento «dionisíaco» ya ha salvado a la razón frente al nihilismo en dos ocasiones a lo largo de la historia europea: al final de la sofística helénica y al final de la Ilustración europea (en el fenómeno del arte dionisíaco: la música). «Nihilismo» quiere decir aquí la meta interna del proceso de la Ilustración, cuyo amanecer se vislumbra en la Edad Moderna. Si Dios, en tanto que fundamento suprasensible y meta de todo lo efectivamente real ha muerto, si el mundo suprasensible ha perdido su autoridad, y sobre 18

todo, su carácter protector, entonces no queda ya nada a lo que el hombre pueda aferrarse y que le sirva de orientación. Y esta nada no encuentra barreras. La expresión «nada» significa ausencia de un fundamento suprasensible. La razón ilustrada había planteado en su tiempo la pregunta crítica de en qué consistía tal fundamento y la respuesta había sido: nada; visto a la luz y con la ayuda del entendi­ miento, el mundo suprasensible no es nada. Así pues, el nihilismo, el «más inquietante de todos los huéspedes», se encuentra a nuestras puertas.1 Y esto no sólo desde la época en que Nietzsche definió la muer­ te de Dios como el problema central y primero de la Edad Moderna y acabó con la pregunta por el destino de todas las filosofías, ideolo­ gías y obras de arte surgidas hasta nuestros días, sino desde las pos­ trimerías del XV1H y principios del X IX . Fue el Romanticismo el que le preparó a Dioniso —después de que la crítica de los mitos por parte de la Ilustración europea creyera haber terminado definitiva­ mente con el dios de la embriaguez y el entusiasmo sin controluna especie de auténtico renacimiento, renacimiento al que apoyó con la esperanza de poder superar la crisis de sentido del racionalis­ mo, Hólderlin, cuya mitología poética trataremos a fondo en estas lecciones, denominó a este dios en una elegía famosa que inaugura el siglo X IX , el «dios venidero» (StA II, 9 1 , v. 5 4 ) . 2 Ya veremos que no emplea este término desde la perspectiva de la Antigüedad, es decir, en el sentido de que Dioniso, el tracio, el no-olímpico, sea un dios de última hora entre los dioses originarios de Grecia, sino en el sentido de que la llegada, esto es, por decirlo de modo literal, el advenimiento de Dioniso, representa un acontecimiento que habrá de ocurrir verdaderamente en un futuro real. Esta idea tiene sus mo­ tivaciones, a las que me referiré en el transcurso de esta serie de lecciones, y que como podrán ver Uds. no pertenecen sólo al ámbito de la historia de la literatura. En efecto, la política, ya sea a pequeña o a gran escala, ya sea la alemana o la europea, ansiaba para lo bueno y para lo malo el advenimiento de este dios, bien en el sentido

1. Vid. Martin Heidegger, Nietzsches Wort «Gott ¿sí tot», en: Holzwege, Ffm [abre­ viatura para Fráncfort del Meno] 1950, 193 ss.; Nietzsche, Werke, ed. por Karl Schlechta, Munich6 196 9 (a partir de ahora c it: WW), 11, 126-128; 205, n° 343,- III, 881. 2. Con la sigla StA nos referiremos a partir de ahora a las obras completas de Friedrich Hólderlin Samtliche Werke (= Grosse Stuttgarter Ausgabe), ed. por Friedrích Beissner, Tubinga 1946 ss. Dioniso seguirá conservando sus atributos de «dios venidero» (o «nuevo» y «extranjero») en la literatura postro mántic a: no sólo en Sche­ lling, sino en Burckhardt, Nietzsche, Stefan George ( Werke en 2 vols., Düsseldorf y Munich3 1976, I, 420, 333, 279 ss., passim) o Thomas Marrn (Muerte en Venecia, cap. 5) por citar sólo a éstos.

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de que del retorno de este dios se esperaba sobre todo un «renaci­ miento religioso» —renacimiento del que todavía da fe3, de un modo corrompido, la obra tristemente célebre titulada Mito del siglo XX— bien en el sentido, comparable aunque muy distinto, de que se espe­ raba que a partir del advenimiento de eso denominado «dionisíaco» las aspiraciones que hasta entonces habían tenido una orientación religiosa fueran dominadas por el «lado nocturno» de la vida espiri­ tual; ahí es donde el filósofo romántico de la naturaleza, Gotthilf Heinrich Schubert, ve las raíces de la aspiración dionisíaco-orgiástica a la autoaniquilación y anulación de los límites4: se trata asimismo de una revisión vitalista y nocturna de ese alejamiento de los dioses so­ brevenido en la Ilustración o de lo que Holderlin llama la noche de los dioses. Porque lo cierto es que en la mitología romántica los úni­ cos que sobreviven a la noche del alejamiento de los dioses son Dio­ niso y Cristo (quien, junto a Hércules, es el hermano espiritual del dios del vino) bajo la forma de las especies del pan y del vino: En verdad, cuando hace algún tiempo, que nos parece lejano, ascendieron todos aquellos que colmaban la vida de dicha, cuando el Padre apartó su mirada de los hombres, y con sobrada razón comenzó el duelo sobre la tierra, cuando apareció finalmente un genio callado, celeste y consolador, que después de anunciar el final del día /desapareció, dejó en señal de su presencia entre nosotros y de que /nuevamente habría de retornar, el celestial coro y algunos dones /de los que, como antaño, podríamos disfrutar humanamente, porque para una alegría del espíritu lo sublime resultaba /demasiado elevado para el hombre, y aún, aún faltan los fuertes capaces de /excelsas alegrías, aunque todavía vive un callado resto de gratitud. El pan es fruto de la tierra, pero ha sido bendecido /por la luz, y del dios tronante viene la dicha del vino.

3. Robert Musí!, Gesammelte Werke en 9 vols. ed. por Adolf Frisé (cií.: GW), Reinbek 1978, 8, 1145 y 7, 845. A este propósito vid. M. Frarik, Auf der Suche nach e.inem Grund, Uber den Umschlcig vori Erkenntniskritik in Mythologie bei Musil, en: K. H. Bohier (Ed.), Mytkos und Modeme, Ffrn. 1982. 4. G. H. Schubert, Ansichten vori der Nachtseite der Natunvissenschaften, Dresden 1808, 69-81.

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Por eso nos recuerdan a los Celestes que aquí moraron y habrán de volver cuando llegue la hora. Por eso entonan gravemente los poetas un canto al /dios del vino y no resuena vana su alabanza en honor del Antiguo. (StA II, 94, v. 125 ss.) Hacia el final de mis lecciones entraré en más detalles, limitán­ dome por ahora a presentarles por medio de algún otro pasaje la idea del advenimiento de un Dioniso sensible-espiritual como una idea que verdaderamente estaba muy extendida en la época románti­ ca. Un contemporáneo de Holderlin, concretamente Friedrich von Hardenberg (Novalis), nos habla de manera muy semejante en sus Him­ nos a la Noche de una noche de los dioses, del declive del mundo antiguo hacia su final, del marchitar de los jardines de delicias de los dioses, quienes ahora desaparecen con todo su séquito, de la des­ composición de sus palabras, antes cargadas de sentido, en una serie de oscuros signos a los que nadie da crédito y sobre los que ya no es posible fundar una comunicación: El alma del mundo se retiró con todos sus poderes al más pro­ fundo de los santuarios, a ese ámbito más elevado del senti­ miento, para reinar allí hasta que amaneciera ei resplandor uni­ versal, La luz ya no era la morada de los dioses ni su signo celeste: los velos de la noche los habían recubierto. La noche era el seno poderoso de las revelaciones, al que habían retorna­ do los dioses, en el que se habían dormido para salir de allí con nueva y magnífica apariencia a un mundo transfigurado. En aquel pueblo despreciado por todos en su madurez precoz y que en su terquedad se había tornado ajeno5 a la feliz ino­ cencia de la juventud, surgió el nuevo mundo con rostro nunca visto: en la pobreza de una poética cabaña, hijo de la primera virgen y madre, fruto infinito de un misterioso abrazo. La in­ mensa e intuitiva sabiduría del Oriente fue la primera en reco­ nocer el inicio de un tiempo nuevo.6 Naturalmente, el texto trata de Cristo, al que se considera como la interiorización y espiritualización (es decir, también la reunión) de la profusión de dioses precristianos, en medio de la cual no se adora­

5. Concretamente entre los judíos. 6. Novalis, Schriften. Las obras de Friedrich von Hardenberg, ed. por Paul Kluckhohn y Richard Samuel, Stuttgart2 1960 ss. (a partir de ahora cit. como : NS), I, 145,

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ba a unas determinadas figuras de la interioridad, sino a poderes externos personificados. Para Schelling (de cuya Filosofía de la mito­ logía y Filosofía de la revelación —en tanto que textos clave de la discusión mitológico-dionisíaea— hablaré más tarde en detalle), el con­ junto del proceso mitológico no tiene más objeto que el de preparar el nacimiento de Dioniso, por medio de imágenes plásticas, en su calidad de acontecimiento espiritual. «Así pues, todo es Dioniso» dice Schelling sin ambages7, y con ello quiere decir que todos los esta­ dios de la historia de los dioses son sólo etapas para el advenimiento de Cristo. Pues Cristo es el (re)nacimiento espiritual, preparado por los misterios dionisíacos, del dios Uno, en el que la pluralidad de dioses se resume como en su verdad. Ya he indicado que entraré en esto con más detalle; pero las pruebas citadas ya bastan para con­ cluir que el «dios venidero» desempeñaba entre los románticos un papel muy peculiar: no lo entendían como un dios más, sino como la quintaesencia —es más, como el título genérico— del propio pro­ ceso mitológico, como el hermano carnal de Cristo, al igual que él un semidiós en tanto que hijo de Júpiter o de Yahvé y de una mujer mortal (Semele o María), prefigurado bajo la persona de ese siervo de dios del que habla Isaías o bajo la persona de Hércules, que con­ quista para sí un puesto a la derecha del dios supremo en tanto que siervo de los dioses y amigo de los hombres. Y lo que es más: Dioni­ so es, en el lenguaje de Hólderlin, un dios «extranjero»; acompañado de sus ménades y sátiros llega desde «Asia» al Occidente, es decir viene de Oriente.8 Esto subraya el sentido figurado de aquella ex­ presión acerca del abrazo entre Oriente y Occidente cuyo fruto es aquel genio silencioso que, dando muerte a la propia muerte, vence a la noche de los dioses. Porque, en efecto, tal y como se puede se­ guir leyendo en los Himnos a la Noche de Novalis: De lejanas costas, nacido bajo el claro cielo de la Hélade, llegó a Palestina un rapsoda que entregó todo su corazón al niño pro­ digioso:

7. Philosophie der Qffenbarung 1841/42 [Filosofía de la Revelación], edición e introducción de M. Frank, Ffm. 1977, ( — stw 181), 237 (a partir de ahora citado: PhO). 8. Como ya hemos visto, fu e verdaderamente un extraño en Grecia, o al menos así lo interpretaron los clásicos. (Si bien en las tablillas de Pylos recientemente descu­ biertas, y que datan de una época muy anterior, se puede contemplar el anagrama de Dioniso, esto no nos permite saber si lo conocían como Bakhos.) Antes incluso de que el mito le hiciera peregrinar hasta la India (una aventura seguramente muy tardia), su culto ya se había extendido mucho a partir de la Tracia. En sus Bacantes, Eurípides describe dramáticamente la oposición que tuvo que padecer este nuevo cul­ to extático cuando se introdujo en la Hélade.

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«Tú eres el adolescente que desde hace tiempo meditaba sobre nuestras tumbas; signo consolador en medio de las tinieblas, comienzo dichoso para una humanidad más elevada. Lo que nos sumía en la más profunda tristeza nos atrae ahora con dulce anhelo. La muerte es el anuncio de la vida eterna. Tú eres la muerte y el único que nos sana.» El rapsoda partió rebosante de dicha hacia el Indostán con el corazón embriagado por un dulce amor que él iba derramando bajo aquel cálido cielo en cantos tan encendidos que se ganó a cientos de corazones y la alegre nueva retoñó en miles de ramas. Poco después de despedirse el rapsoda, aquella precio­ sa vida cayó víctima de la profunda bajeza de los hombres. Mu­ rió en sus años jóvenes, lo arrancaron a este mundo amado, a su llorosa madre y a sus atemorizados amigos. Esa boca que­ rida apuró el tenebroso cáliz de inenarrables sufrimientos. En medio de la más negra angustia se acercaba la hora del naci­ miento del nuevo mundo (NS 1, 147). Se ha especulado mucho sobre la identidad y el significado de este rapsoda, de manera parecida a lo que también ha ocurrido con el significado del principe de la paz del himno de Holderlin Fiesta de la Paz. Algunos intérpretes han intentado buscar modelos históri­ cos muy lejanos, otros han querido ver en ese rapsoda al poeta por antonomasia, a Orfeo, y otros a una especie de figuración poética de Juan Bautista o Juan de Patmos.9 Según parece, a nadie se le ha ocurrido todavía compararlo con aquel «poeta mago de la tierra de Lidia» que (como lamenta Penteo en una de las fuentes principa­ les de la mitología dionisíaca romántica, en las Bacantes de Eurípi­ des) introduce en Grecia10 el culto a este «nuevo daimon» (v. 272) 9. Vid. Hannelore Link, Abstraktion uiid Poesie irn Werlt des Novalis, StuttgaríBerlíri-Colonia-Maguncia 1971, 113 y H. Ritter, Novalis' «Hymnen an die Nackt», tesis doct. Bonn 1930, 137, que relaciona la leyenda dei rapsoda con Juan. 12, 20 ss. 10. Desde la obra de Karí Otfried Müller, Orchomenos und die Minyen 1820, 372 ss. (el título hace alusión ai mito acerca de las hijas de Minias, rey de Orcómeno, que se niegan a adorar al «nuevo dios» y tienen que pagar su falta despedazando a uno de sus propios hijos), la investigación acepta Tracia como patria de origen del culto a Dioniso y concretamente el territorio de la tribu tracia de la época mítico* prehistórica, cuyo centro estaba situado en Pierio, cerca del monte Olimpo, y en la Grecia central, cerca del Helicón y el Parnaso. Esta tribu que, procedente del norte, introdujo en Beocia y la Fócide ei culto orgiástico a Dioniso, es una de las ramificaciones del pueblo tracio-frigio primitivo. Vid. el artículo Dionysos de la enciclopedia de W. H. Ros­ cher Ausfilhrlichen Lexikon der gnechisken und romischen Mytkologie, Leipzig 1897-1902, reimpresión en Hildesheim 1965, vol. 1, 1030 (ss.) (a partir de ahora cit.: Roscher).

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con fatales consecuencias y que, como se comprueba más tarde, no es más que el propio dios bajo «figura humana»: Cuentan que llegó a esta ciudad un extraño, un poeta mago de la tierra de Lidia con rubios bucles de suave perfume y la pasión de Afrodita pintada en su rostro • que va día y noche a visitar a nuestras mujeres y las persuade para unirse a las ruidosas danzas de Baco. (v. 233-238) Sea como sea, lo importante es que este poeta de los Himnos recorre Oliente y Occidente para anunciar el advenimiento del «nue­ vo dios» {Bacantes, v. 219, 256, 272), del niño divino. No regresa nunca a su hogar, sino que permanece, como dice Holderlin, en «tie­ rras extrañas», en las «colonias». Por eso, en su occidente natal, la nueva que anuncia se queda en cierto modo en el aire. Y éste es un rasgo compartido tanto por el fabuloso relato de Novalis como por el mito de Dioniso (naturalmente siguiendo la interpretación ro­ mántica), puesto que ya antes de Nietzsche se equiparaba a Dioniso con Apolo en su calidad de dios de las musas y los oráculos, esto es, en tanto que dios de los poetas y los inspirados.11 Contándolo con la mayor brevedad posible (ya que sobre las fuentes y otros detalles entraré en precisiones más tarde), el mito de Dioniso —que en realidad sólo existe bajo la forma de un sincretismo de fragmentos míticos de distintas épocas— relata aproximadamente lo siguiente: la madre de Dioniso es Semele, una mujer mortal hija del rey Cadmos de Tebas y de su esposa Harmonía. Zeus mantiene una relación amorosa con Semele que intenta en vano ocultar a Hera. Como es lógico, Zeus sólo se presenta ante su amante bajo apariencia mortal pero cuando Hera le da a Semele el pérfido consejo de que exija de su amante que le revele su auténtica apariencia, él la fulmina Heno de rabia al aparecérsele bajo su figura de dios de los truenos y los rayos. Hermes consigue salvar el fruto que la embarazada lleva­ ba en su seno cosiendo el feto en el muslo de Zeus (un curioso ejem­ plo de manifiesta fantasía masculina) para que finalice allí su gesta­ ción (una de las muchas interpretaciones etimológicas del nombre Dioniso es la de que significa «nacido dos veces» o «el niño de la

11. Vid. las opiniones de Friedrich Schlegel acerca de la «equilibrada fusión de la «divina embriaguez de Dioniso f...yj la discreta sabiduría de Apolo» en el arte trágico (Uber das Studium der grieckischen Poesie. 1795-97, en: Friedrich Schlegel, KAtische Ausgabe seiner Werke, ed. por Ernst Behíer, Munich-Paderborn-Viena 1958 ss. [cit.: KAj, I, 298).

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doble puerta», etimología que también se ha querido ver en «ditiram­ bo»*). A partir de este momento el diosecillo —con cuernos de toro y la testa coronada con serpientes (Bacantes, v. 100 ss.)~~ se verá siempre perseguido por los celos de Hera. Según una tradición orifica del mito, en la que Dioniso recibe el sobrenombre de Zagreo, es de­ cir, «fuerte cazador», y aparece bajo la figura de un toro, Hera hace que los titanes, antiguos enemigos de Zeus, lo despedacen vivo y lo cuezan como para hacer una sopa (La abuela. Rea, y en otra versión la hija más fiel de Zeus, Atenea, vuelve a reunir todos los pedazos y le devuelve la vida al cuerpo muerto, disfrazándolo después de niña). Pero Hera se da cuenta del engaño y castiga a sus padres adoptivos mortales sumiéndolos en la locura. Temiéndose lo peor, Zeus trans­ forma a su amenazado hijo en cabrito o en carnero y lo deja al cuida­ do de las ninfas, que lo crían en las colinas de Misa (topónimo que vuelve a encontrarse dentro del nombre Dio-niso). Hera acaba des­ cubriendo también este escondrijo y en esta ocasión es al propio Dio­ niso, que entretanto ya ha descubierto el vino y la embriaguez, al que castiga con la locura. A partil- de ese momento, Dioniso va pere­ grinando por todo el mundo y sobre todo por el norte de Africa y de Asia menor, acompañado de Sileno, su mentor, y de un frenético séquito de sátiros con pies de carnero y bacantes o ménades, ésto es, mujeres que, excitadas por el espíritu del dios que habita en ellas, cometen actos dementes y desenfrenados: en efecto, en medio de sus salvajes danzas despedazan a criaturas vivas, siendo una de sus vícti­ mas el más serio adversario del dios ebrio, el poeta y cantor Orfeo, el cual lucha por la unidad de los distintos ámbitos del ser, de la misma manera que Dioniso lucha por su disolución. Las armas de las bacantes son una vara de madera de pino rodeada de hiedra, denominada tirso o nártex (se trata de un palo más grueso y pesado por la parte superior que por la inferior, de manera que contribuye en gran medida al desequilibrio y el titubeo cuando se lo hace tremo­

* N. de los T.: A este respecto es interesante la relación que establece Mircea Eliade entre Dioniso y el ditirambo. El ditirambo era una danza circular de tipo cúltico que a fuerza de girar llevaba gradualmente al éxtasis y tenía también algunas partes cantadas, cuyo tema era Dioniso, Las cuales fueron cobrando poco a poco importancia hasta convertirse en auténticos fragmentos líricos. Este rito colectivo de frenesí extático acabó transformándose en espectáculo y género literario —el ditirambo—- a raíz de dicbos fragmentos líricos. Mircea Eliade, «Historia de las creencias y de las ideas reli­ giosas», Madrid 1978, vol. I, p. 388. En general, para todo io que concierne a la información mitológica, resulta de gran interés la citada obra de Eliade y sobre todo el capítulo dedicado a los ritos de Eleusis, de los que estas lecciones se ocupan también. Ver también el importante ensayo de Friedrich Creuzer, Sileno {1806), Ed, Ser­ bal, Barcelona 1991.

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lar en el aire durante largo tiempo), y además espadas, serpientes y crótalos e instrumentos estridentes. En primer lugar, Dioniso se em­ barca hacia Egipto con un cargamento de vino (y metamorfosea en delfines a los marineros que sacrilegamente quieren reducirlo a la esclavitud); a continuación, se dirige hacia el noreste con la intención de llegar hasta la India (naturalmente esto en las versiones posterio­ res a la época alejandrina, pues con anterioridad sólo llegaba hasta la Tracía) y en todas partes lleva a cabo crueles ejecuciones militares cuando encuentra a alguien que se opone con firmeza al dios tamba­ leante y a su extraño ceremonial. Por otra parte, enseña la agricultura a sus discípulos y seguidores (un rasgo muy destacado del mito que posibilitará la conexión del dios del vino con la diosa del cultivo del cereal, Deméter), da leyes a los pueblos y funda ciudades (Pausanias X, 29, 2; Diodoro II, 38; Estrabón XI, 5, 5). Más tarde, se suman a su séquito tigres o/y panteras que le facilitan la entrada en la India (por el río Tigris), en donde él mismo introduce el cultivo del vino. Una vez hecho esto, regresa a Europa y en el camino de vuelta son las amazonas las que tienen que sufrir el peso de su cólera (como describen tanto Nonno, en su epopeya dionisíaca, como Pausamos VIII, 2, 4-5) y aprender hasta qué punto este dios desprecia a las mujeres emancipadas. Para llamarlo «dios de las mujeres» hace falta la delicadeza de un Bachofen; esas mismas seguidoras de Dioniso son calificadas de «hienas» por Schiller. Una vez: que alcanza Grecia, la abuela del dios cura a éste de su demencia —un rasgo del mito muy importante para nosotros—, iniciándolo en sus misterios y ritualizando, o incluso más tarde espiritualizando, su embriaguez. Esta abue­ la, Rea, corresponde en el mito griego a la frigia Gbeles, madre de los dioses, cuyo culto ya estaba ligado desde antes a las prácticas orgiásticas y cuya «normativa» ya invocaba Baco en la obra de Eurípi­ des. Esta fusión de ambos cultos orgiásticos tuvo fuerte influencia sobre la fantasía romántica, sobre todo dado que algunos represen­ tantes del Romanticismo quisieron ver en la diosa Deméter a una madre griega de los dioses y a una sucesora tipológica de la frigia Cibeles, y también en Semele, la madre del dios del vino. Tal vez ya conozcan ese pasaje de las Edades del Mundo en que Scheiling asocia literalmente el culto de Dioniso con el de la Gran Madre: No es casualidad que el carruaje de Dioniso sea conducido por panteras y tigres, porque en realidad es esa feroz embriaguez de entusiasmo en la que cae la naturaleza, cuando contempla el ser, la que celebraban aquellos pueblos capaces de intuir el antiquísimo misterio sagrado de la naturaleza en las delirantes fiestas de las orgías báquicas. Por su parte, en el carro de broncíneas ruedas se ha representado ese autodesgarramiento 26

interno de la naturaleza, esa rueda de la procreación originaria que gira sobre sí misma como enloquecida, así como las temi­ bles fuerzas que allí actúan y provocan esas ceremonias, si cabe más temibles, de las costumbres religiosas primitivas: allí se con­ templan gestos de un furor autodestructivo, como la autocastración (ya se entienda como expresión de lo intolerable de la fuer­ za opresora o como su supresión en tanto que potencia generadora), la exhibición de los miembros desgarrados de un dios despedazado, las danzas frenéticas que hacen perder el sentido o el impresionante cortejo de la madre de todos los dio­ ses (es decir, Rea, Ishtar o Cibeles); el carro avanza acompaña­ do por el fragor de una música salvaje, tan estruendosa como desgarradora. Porque no hay nada que se asemeje tanto a esa demencia interna como la música, que es la que mejor imita ese movimiento primitivo por medio de la constante desapari­ ción y reaparición de ios sonidos; ella misma es a su vez como una rueda que, partiendo de un punto, vuelve siempre al origen después de todas sus desviaciones.12 Cuando nos ocupemos más a fondo del renacimiento romántico de Dioniso veremos lo importante que es el paralelismo entre las or­ gías de Dioniso y Cibeles y hasta qué punto ello va a ser suelo abona­ do para la identificación de Dioniso con el niño fruto del matrimonio ritual celebrado durante los misterios del cereal de Deméter en Eleusis. Por ahora regresemos a nuestro mito. Una vez curado e iniciado en los misterios de su abuela, Dioniso es derrotado junto con su sé­ quito y ejército por el rey tracio Licurgo, pero su venganza es aún más temible, porque castiga con la locura a éste y a todos los que rechazan su culto o le combaten con las armas: las hijas de Minias, Penteo, las hijas de Preto. Esta locura suele expresarse bajo la forma de asesinatos rituales perpetrados con frenético placer; se trata, por ejemplo, de la desmembración de algún familiar (Agave despedaza a su hijo Penteo y las Miníades desmembran a uno de sus hijos) o de la matanza extática de hombres o animales en medio del más fu­ rioso gozo y los lamentos más desgarradores, que han sido también interpretados como la imitación ritual de la desmembración y renaci­ miento del propio dios trasladada al simbolismo de los afectos. En una palabra: Dioniso es el dios que desprecia el principio de indivi­

12, Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, SámtLiche Werke, ed. por K. F. A. Sche­ lling, primera sección, vois. 1-10; segunda sección vois. 1-4, Stuttgart 1856-1861 (a partir de ahora cit.: SW), 1/8, 337-8; igualmente, y casi literalmente, en Die Weltalter [Las Edades del Mundo] Fragmente. Según las versiones originales de 1811 y 1813 ed. por Manfred Sdhroter, Munich 1946, 42-3 (a partir de ahora cit.: WA).

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duación, que hace tambalearse todo, que convierte a las «mujeres en hienas», que echa abajo las fronteras entre los sexos y, en general, entre los distintos ámbitos diferenciados del ser, que él manipula a su gusto, ya sea empujándolos al remolino de la identidad indiferenciada, ya sea volviéndolos a separar y a diferenciar, en el sentido literal de la palabra, adoptando el papel de dios liberador consagra­ do a la causa del progreso y la evolución. Y así, participa tanto del principio de la unidad como del de la separación, y esta doble capa­ cidad le pone en disposición de revestirse del poder especial de un «dios de dioses»: de convertirse a un tiempo en la encamación del mito politeísta y de su superación; finalmente, cuando hayamos am­ pliado un poco más la base textual con la que trabajamos, reconoce­ remos a Dioniso como a ese «espíritu» idéntico a lo Divino por anto­ nomasia. En este compendio de mitos diversos, de los que muchas veces el nombre Dioniso es el único vínculo de unión, se relatan otros mu­ chos episodios, pero lo importante es que al final de su excéntrica carrera y después de haber provocado el temor y la angustia del mundo europeo, Dioniso obtiene respeto y culto generales en calidad de dios. A partir de entonces disfruta incluso del honor de ser el único dios «umversalmente reconocido» más allá de las fronteras de Grecia. Este relato mítico muestra claramente a qué consecuencias puede llevar el fracaso de una socialización primaria cuando va acompañada de una voluntad de vivir bien entrenada; aunque en origen Dioniso es un dios extraño al mundo de los dioses griegos, probablemente pro­ cedente de la Tracia, esto no le impide conseguir finalmente una re­ habilitación total y estar sentado como Cristo —y casi estoy tentado de decir, en tanto que Cristo— a la derecha del dios, de su padre Zeus, como uno de los doce grandes. El colmo es que consigue sacar a su madre mortal del Hades gracias a una especie de soborno, de tal manera que ésta se convierte en una diosa del Olimpo aunque sea, desde luego, a costa de un cambio de nombre y figura, y en esto no se diferencia mucho de la madre de Dios que, por obra y gracia del dogma, ascendió al reino de los cielos. Así pues, Dioniso también cuenta entre sus hazañas la de haber «bajado a los infier­ nos», la de haberse medido con el dios de la muerte triunfando sobre él, quitándole a la muerte su aguijón, algo que sólo había consegui­ do, además de él, su hermano espiritual Hércules. Me reservo otros detalles del mito para más tarde. La oscura expresión de Schelling «todo es Dioniso» ya les habrá hecho sospe­ char que el caso de este dios es muy particular y que las palabras no bastan para enumerar todos sus actos. También es previsible que, si Dioniso es «todo», debe presentarse bajo otros nombres y bajo una figura transubstanciada, esto es, ya no sólo como dios del vino 28

(Bakhos/Bacchus), sino también por ejemplo como Zagreo y como lacchos o Yaco. Scheiling, y en cierto modo todo el Romanticismo, identifica a Yaco con el niño divino, en quien la ferocidad externa y errabunda y la salvaje fiebre de totalidad se transforman en una fantasía más sutil de omnipotencia que recibe el nombre de «Espíritu Santo» o, en época de Hegel, de modo más conciso y lúcido, sencilla­ mente de «espíritu»; este espíritu cuenta entre sus atributos el de no ser nunca propiedad de un individuo aislado, sino de fusionar grupos y soplar donde él gusta. Además, este «espíritu» espiritualizado con­ serva todavía aquella fuerza de fermentación y de compromiso con el futuro que tenía el dios del vino. Al igual que Baco hace vacilar el orden establecido de los habitantes del Olimpo y acaba echándolo por tierra en el ocaso del mito, es decir, en el umbral de la religión revelada, también el espíritu de Hegel sigue siendo por su parte un «topo» y un «negador»* Todos Uds. conocen la metáfora según la cual el espíritu es «una embriaguez báquica en la que ningún miem­ bro permanece sobrio» y que, precisamente por eso, porque todos se disuelven en él de manera inmediata, resulta transparente para el «simple reposo» (G. W. E Hegel, Fenomenología del Espíritu [cit.: Phán.], ed. por Joh. Hoffmeister, Hamburgo6 1952; cf. Scheiling SW 1/4, 403). Estos fragmentos del relato de Dioniso —y mito significa origi­ nariamente tanto como «palabra», «discurso», «relato», «ficción»— de­ berían bastar para arrojar algo de luz sobre la figura del poeta rapso­ da de los Himnos de Novalis. Si bien es cierto que Dioniso emigra a «tierras extrañas» bajo el nombre de Baco y deja el Occidente su­ mido en la noche de los dioses, regresa sin embargo liberado de su locura y, gracias a los misterios, vuelve a nacer para ser adorado como niño divino. La noche (de los dioses) (es decir, el oscurecimiento de los sentidos acaecido a raíz de su muerte) deja en prenda el don de la embriaguez: «el dorado líquido de las uvas —el aceite maravi­ lloso de los almendros— el zumo oscuro de la adormidera» (NS I, 133-5) o, como se dice en otro texto de Novalis, en el discurso Euro­ pa: el «salvador» de la «nueva edad dorada» «que se encuentra entre los hombres como un genio familiar, sólo perceptible a los ojos de la fe y visible a los creyentes bajo numerosas formas, consumido bajo las especies del pan y del vino, abrazado cuando se abraza a la ama­ da, aspirado con el aire, escuchado en las palabras y los cantos, aco­ gido en el interior del cuerpo expirante cuando llega la muerte con una celestial voluptuosidad y en medio de los mayores sufrimientos del amor.» (NS III, 520) Así pues, el «nuevo mundo» puede seguir

* N. de los T.: En alemán «Aufhebendet■».

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bebiendo todavía en «el cáliz inagotable del porvenir dorado» (NS 1 ,149) —una expresión en la que se entremezclan de modo pa­ tente el don dionisíaco y el don cristiano de la eucaristía (como ya ocurría antes con la frase que hablaba de comer el cuerpo del propio dios). En el célebre Himno a ia Eucaristía de Novalis esto es aún más claro; porque, en verdad, de no ser porque es el propio Baco el que espumea también en el líquido del cáliz, la eucaristía cristiana no se celebraría con tanta sobredeterminación erótica y tal embria­ guez de los sentidos:13 Muy pocos conocen el misterio del amor muy pocos sienten hambre eterna y sed insaciable. El divino sentido de la Cena eucarística es un enigma para los sentidos mortales; pero quien alguna vez bebió el vital hálito en labios ardientes y amados, quien sintió fundirse su corazón en temblorosas ondas en este sagrado incendio, aquel cuyos ojos se abrieron y midieron la insondable profundidad de los cielos, ése, comerá de su Cuerpo y beberá de su Sangre eternamente.

¿Quién ha adivinado el sublime sentido del cuerpo mortal? ¿Quién puede decir que comprende la sangre? Un día será todo cuerpo, un solo cuerpo, y la bienaventurada pareja nadará en la sangre celestial. (...)

13. Raheí Levin ha dicho muy acertadamente a propósito de la fe relig sa de Novalis que «parece de un dios ebrio» (Friedrich Schlegel a Novalis, 28 de mayo de 1798, en: NS IV, 494).

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Si los sobrios lo gustaran una sola vez abandonarían todo para sentarse con nosotros a la mesa siempre colmada de los anhelos. Conocerían del amor la plenitud infinita y festejarían este sustento de carne y de sangre. (NS I, 166-8) Interrumpiré aquí esta pasajera ilustración poética haciendo hin­ capié una vez más en el hecho de que Dioniso14 no era entendido por los románticos como «dios venidero» bajo la perspectiva de un pasado que ya no habría de volver. También llama la atención y hay que tener en cuenta la diferencia existente entre la imagen de Cristo que tiene Holderlin y la que tiene Novalis. Para Holderlin, también Cristo ha muerto y ya sólo perdura —hasta el día de su regreso— a través de los dones de la tierra: en las especies del pan y el vino que nos ayudan a soportar la ausencia de los dioses. Para Novalis, con Jesús ha muerto la propia muerte y el pan y el vino —Dioniso espiritualizado— celebran su triunfo sobre la noche y la muerte. Pero así y todo, la apariencia de redención es engañosa, porque aunque

14. A partir de ahora emplearé el término «Dioniso» cuando toque el tema del renací miento mítico y no «Dionisíaco», un atributo que considero vago y excesiva­ mente cargado de determinaciones emocionales, por lo que en realidad sólo está rela­ cionado con el mito del «dios venidero» de forma superficial, como ocurre por ejemplo en el confuso trabajo de Louis Wiesmann acerca de Lo dionisíaeo en Holderlin y el Romanticismo alemán [Das Dionysiscke bei Holderlin und der deutschen Romantik] Basiíea 1948. Por el mismo motivo tampoco entraré en el tema de la poética de la embriaguez extática y la ruptura con lo establecido, una poética rehabilitada por los escritores de finales del XVíII, que querían acabar con la estética normativizada y la falta de espontaneidad de los sentimientos. Me refiero por ejemplo a Heinse, Wilamow, Herder, ios ditirambistas, los anacreónticos y desde luego Goethe en su Wariderers Sturmlied. Se pueden encontrar testimonios en Herder de una llamada a ese tipo de «poesía de la embriaguez» (en: Sámtliche Werke, ed. por B. Suplían, Berlín 1877-1913, I, 310 ss.; 8, 64); cf. también Fritz Strich, Die Mythologie in der deutschen Lileratur von Klopstock bis Wagner., Halle del Saale 1910, reimpresión en Berna y Munich 1970, 2 vols. I, 35 ss. [sobre la «mitología báquica» a imitación de los clásicos], Max L. Baeu­ mer, Das Dionysische in den Werken Wilhelm Heinses, Bonn 1964, y Arthur Henkel, Wandrers Sturmlied. Versuch, das dunkle Gedicht des jungen Goethe zu verstehen, Ffm. 1962, así como, del mismo autor, «Der deutsche Pirulan¡. Zur Nachahmungsproblematik im 18. Ja.hrhunde/t, en: Wolfenbütteler Forschurigen vol.12 (-Geschichte des Textverstdndnisses am Beispiel von Pindar und Horaz, ed. por WaUher Killy), Munich 1981, 173-193.

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esto no sea así en los propios Himnos a la Noche, por ejemplo en el discurso político Europa (de 1799) aparece el renovado peligro de que se alejen los dioses ante la aparición del racionalismo moder­ no, cuyo aparato analítico no sólo puede acabar con los dioses, sino hasta con las propias disposiciones anímicas para la embriaguez y el entusiasmo nocturno: si la religión es capaz de superar esta crisis bajo el signo del dios venidero, ciertamente no será permaneciendo como tal, sino en calidad de una «nueva religión». ¿Cómo debemos entender hoy estas fantasías? ¿Estamos abriendo las páginas de un capítulo ya muerto de la historia de la literatura cuan­ do leemos los textos de Novalis y Hólderlin? ¿0 tal vez identificamos en ellos, y gracias a ellos, una parte de nuestro propio presente? Se podría considerar, medio en broma, pero esgrimiendo evidencias irre­ futables, sí acaso el dios borracho no sería una adecuada figura de identificación para nuestra cultura «hippie» y de las drogas; y esto por no hablar del renacimiento religioso que se muestra claramente en el florecimiento de sectas y grupúsculos religiosos que se creía iban a ser de corta duración. Les propongo acompañarme durante un trecho por el camino de esta perspectiva actuaüzadora. Tal' vez sea algo menos absurda de lo que parece a primera vista. Quien, por ejemplo, esté habituado a leer las descripciones de nuestros auto­ res contemporáneos sobre «trips» alucinógenos, donde se los equipa­ ra con seductoras ofertas para romper con lo que Max Weber deno­ mina racionalidad europea, no se extrañará del prólogo escrito por Robert von Ranke para la edición alemana de la Mitología Griega de Graves (Reinbek7 1974), sino que más bien se divertirá. En esta obra, el célebre mitólogo dice que desde 1958 sus reflexiones se han centrado sobre todo en el «dios borracho Dioniso, los centauros y su reputación contradictoria —de sabiduría y depravación al mismo tiempo— así como en la esencia de la ambrosía divina y del néctar, bebida de los dioses» (I, 7). «Todo esto» prosiguen Ranke-Graves, «se encuentra en estrecha relación, porque los centauros adoraban a Dioniso y la desenfrenada fiesta dionisíaca del otoño recibía el nom­ bre de ‘ambrosía’. Ya no puedo creer que sus ménades sólo estuvie­ ran borrachas de vino o cerveza de hiedra cuando recorrían los cam­ pos en un estado de frenético delirio que las llevaba a despedazar a niños y animales y a envanecerse de haber llegado hasta la India y haber regresado» (1. c.)* En efecto, nuevos descubrimientos permiten concluir que en el caso de los sátiros, que para Ranke-Graves no son más que la metáfo­ ra mitológica de un clan de cabras, en el caso de los centauros, * Ai. de los T.: 1. c. es una abreviatura equivalente a op. cit.

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que según él serían la mitologización de un clan de caballos, y final­ mente en el caso de las ménades, el vino y la cerveza eran sólo la substancia de base que servía para poder apurar un estupefaciente mucho más fuerte, concretamente la amanita muscaria en estado cru­ do. Esta seta «provoca alucinaciones, una insensata agitación, el don de la visión profética, energía sexual y una señalada fuerza muscular. Después de algunas horas de trance extático sobreviene la consiguiente postración. Este fenómeno podría explicar la historia según la cual Licurgo, armado con una simple cayada de pastor, consiguió disper­ sar al ejército ebrio de Dioniso, compuesto por ménades y sátiros, cuando regresaba triunfante de la India» (1. c.). Resulta cómico ver cómo el estilo analítico del discurso mitológico se va contagiando in­ sensiblemente de esa «agitación insensata»: en efecto, el científico de­ cide (por amor a la ciencia, naturalmente) experimentar en su propia carne los efectos de esa peligrosa seta que, (según parece puede con­ templarse en algunas vasijas) se mezclaba con la bebida divina del néctar y la ambrosía. Llegado a este punto de la obra el lector se teme lo peor, pero el experimento resulta ser un éxito, como resulta ser un éxito desde «tiempo inmemorial» (8) entre los indios mazatecas, que deben sus «visiones trascendentes» a ciertas setas alucinógenas. De aquí, prosiguen Ranke-Graves, proceden todas las fantasías descritas en relación con los misterios órficos y dionisíacos y hasta las representaciones religiosas judeo-cristianas del más allá. «Estas teorías requieren más trabajos de investigación. (...) Cualquier ayuda especializada que pueda contribuir a resolver este problema sería de gran utilidad» (9). Si he citado este pasaje tan por lo menudo es porque manifiesta un interés específicamente moderno, me atrevería a decir, actual, del europeo medio por el dios ebrio (y su renacimiento).. Tres caracterís­ ticas demuestran lo que quiero decir: en primer lugar, el prejuicio implícito de que la mitología y las fantasías articuladas por ella son cosas de agitación insensata, oscurecimiento y «black-out» intelectual que producen visión profética, energía sexual e inclinación al asesi­ nato y las matanzas; el errabundo dios del vino sería el más sintomá­ tico de estos furiosos «adictos» dementes.15 En segundo lugar, se pre-

15. Un estudiante me indicó al término de mi lección que lo que Ranke-Graves demoninan «esas teorías» no merece tal nombre, porque están construidas a partir de una serie de presupuestos inaceptables empíricamente. Según él, las amanitas pin­ tadas en las vasijas sólo representan un conocido sistema para conservar el vino que se sigue usando todavía en Grecia. Además, el alcohol anula el tóxico de la amanita (y por lo tanto su efecto alucinógeno) y, finalmente, los ejemplares de esta seta que crecen en Europa del Sur y del Este, es decir en suelos que favorecen la recíproca anulación de las dos substancias tóxicas de la amanita, no son ni tóxicos ni aluemóge-

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senía la mitología como un estadio arcaico en la evolución de la hu­ manidad, que, precisamente por ello -—como muestra la teoría del clan de cabras y caballos—, puede ser clasificado históricamente y adscribirse a determinados grupos sociales (que han existido verda­ deramente) susceptibles de ser localizados con ayuda de las ciencias históricas. Así pues, el elemento suprasensible del mito aparece como una fantasía que se limita a interpretar o justificar -imaginariamente el auténtico quehacer y los actos reales de esos grupos sociales. Lo que todavía sigue resultando suprasensible se explica, o más bien se anula, acudiendo a ese dato comprobado sobre los efectos fisioló­ gicos de las drogas. Si esto es religión, entonces tengo que confesar haber visto ya pintadas muchas manifestaciones religiosas sobre los rostros de mis contemporáneos, especialmente en los parties burgue­ ses y en los bares. En tercer lugar, si el dios borracho le interesa, al europeo moderno, es porque su origen hindú, es decir, no olímpi­ co, pone en tela de juicio su eurocentrísmo de una forma muy imagi­ nativa e inofensiva, en un momento concreto en que se está exten­ diendo una fatiga de la cultura y la civilización europeas que .lleva marcados claros rasgos conservadores y que gustosamente hace pa­ sar por crítica del racionalismo lo que sólo es un pusilánime cansan­ cio frente al «esfuerzo del concepto», mucho más fatigoso. En efecto, resulta curioso que, bien mirado, el delirio extático, que de hecho es manipulable fisiológicamente, sólo represente la versión agnóstica (o mejor aún, el sucedáneo) de la fe religiosa, que precisa un tipo de esfuerzos cognoscitivos y de disposiciones sociales muy diferentes de los necesarios para el «trip» psicodélico o la borrachera. Como muy bien dice Walter Benjamín «desconfiamos de los que reciben su ebriedad de un espíritu al que no sirven. Los que así actúan no son creyentes» (Gesammelte Schnfien, Vol. II. I, Fráncfort del Meno 1977, 47). Así pues, la actualidad de Dioniso en el siglo XX —en la con­ ciencia colectiva el dios de la embriaguez— podría tener algo que ver con la fatiga que se va extendiendo cada vez más frente al racio­ nalismo y que Freud comprendió tan bien en su ensayo sobre el ma­ lestar de la cultura [Das Unbehagen in der Kult.urz] (escrito y pen­

nos, aunque tienen cierta tendencia a serlo en las regiones de Europa Occidental. Por io tanto hay que ser muy prudente antes de trasladar a suelo balcánico experien­ cias realizadas en tierra anglosajona o viceversa. Hans Jürg Schatzmann, de la Universidad de Berna, me ha confirmado desde entonces el dato de la neutralización de las dos substancias tóxicas de la seta en deter­ minados suelos, aunque no así la tesis sobre la anulación de los efectos tóxicos por un baño en alcohol ni el del uso de la amaniía para conservar el vino. Ruego por tanto a mis lectores que me ayuden a resolver estas dudas.

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sado muy poco antes de la subida al poder de los nazis). Pero lo más característico es que, como parte de un mundo sin magia, ese deseo moderno de regresar al mundo arcaico del mito ya no está animado por la seguridad de encontrarse allí con lo suprasensible, sino tan sólo con la embriaguez. El atractivo de Dioniso es, ya desde Nietzsche, que esa divinidad puede entenderse de manera inmanente y vitalista: corno un deseo de vivir, corno una voluntad de aumento de la vida que trabaja en las regiones inferiores del espíritu y pone la racionalidad a su servicio, de manera análoga, aunque muy dife­ rente, a lo que había hecho el dios de antes de la «muerte de Dios», que hasta entonces respondía a los anhelos suprasensibles de los. europeos. Pero ¿por qué tenemos que interesarnos por Dioniso en el mar­ co de la literatura de finales del XVIII y principios del X IX ? Esta fic­ ción mitopoiética tiene ya doscientos años y algunas personas pien­ san que lo que ya ha pasado hace mucho tiempo está, por así decir, superado o ya no tiene validez. Esta opinión implica la atrevida idea de que la historia transcurre, en principio, en el sentido del progreso —aunque se vea interrumpida aquí y allá por pequeños retrocesos-—, y que por lo tanto no merece la pena volver a pensar nostálgicamente en el pasado (incluso suponiendo que fuera bueno) desde nuestro presente mejor. Este prejuicio tiene sin embargo algo de cierto y es que toda vuelta al pasado histórico —confesada o no—, si quiere ser presenta­ da y comunicada a los contemporáneos, tiene que responder a un interés actual. Suponiendo que en la actualidad existiese un motivo especial para preguntarse por el papel de Dioniso entre los románti­ cos (cosa que aún no he demostrado), el que nos ocupemos de un objeto del pasado no nos libraría de la justificación actual de esa vuelta al pasado. Este es el sentido en el que Benjamin exige a los historiadores que «abandonen esa actitud descuidada y contemplati­ va frente al objeto a fin de tomar conciencia de la constelación crítica en la que precisamente este fragmento de pasado se encuentra al lado de este preciso presente» (Ges. Schrijten II. 2, Fráncfort del Meno 1977, 467-8). En sus tesis sobre filosofía de la historia (Geschichtspkilosophischen Thesert] se expresa de manera parecida: según dice allí, hay que «hacer saltar por los aires una determinada época fuera del transcur­ so homogéneo de la historia, (...) una determinada vida fuera de una época y una determinada obra fuera del corpus de obras de un autor»; pero, y esto es importante, no con la intención de despedazar ese cuerpo y separarlo de sus raíces o de amputarle a una vida su origen y su futuro históricos, sino, por el contrario, en el sentido de confir­ mar la experiencia de que «en la obra aislada no sólo se encuentra 35

integrado, sino incluso superado, el corpus completo del autor, en el corpus completo del autor la época, y en la época el conjunto de todo el transcurso de la historia» (1. c., I. 2, 701, 703; vid. II. 2, 468). Benjamín entendió esta teoría del conocimiento histórico como pro­ pia del materialismo histórico16 y calificó el momento en que «el su­ jeto del conocimiento histórico» percibe la necesidad de semejante vuelta atrás como un «momento de peligro» (1, c., I. 2, 695, 700). Pero ya antes de que descubriera que el sujeto de la historia era «la propia clase luchadora y oprimida», por ejemplo, en el artículo Die Aufgabe des Übersetzers, escrito a principios de la década de los veinte, ya quiso superar esta visión historicista de un pasado muerto por medio de una teoría de la «perduración» de las obras: dentro de la envoltura de nuestro conocimiento y entendimiento actuales, «incluso las palabras ya fijadas siguen madurando» (1. c., IV. I, 7ss.). Seguramente a algunos de ustedes les resultará más conocida esta teoría de la perduración de las obras (y los hechos históricos en general) bajo la forma que le dieron Hans-Georg Gadamer y Emst Bloch. Gadamer llama la atención sobre el sencillo hecho (no por sencillo menos relegado) de que todo estudio de textos del pasado —y los textos son siempre del pasado, pues hasta cuando los llama­ mos contemporáneos sólo queremos decir de reciente fecha— que persiga su comprensión (es decir, que sea hermené utico) ocurre en un tiempo presente, actual. Pero con la expresión «tiempo actual» no sólo nos estamos refiriendo a una indicación temporal de tipo históricocronológico, sino a un horizonte semántico y a una visión del mundo que pre-forman y pre-informan inevitablemente nuestra mirada al pa­ sado. Es en este sentido en el que Gadamer dice que toda compren­ sión de algo, por ejemplo de los mitos del pasado, es un autocomprenderse (Wahrheit und Methode [Verdad y Método], Tubinga2 1965, 246) en el que el «sí mismo» no (sólo) designa un movimiento reflexi­ vo del pensamiento comprensivo, sino precisamente también el mun­ do actual en el que el sujeto que comprende alcanza conciencia de sí mismo y de sus posibilidades. Esto quiere decir que toda vuelta al pasado ocurre a partir del presente y está motivada por él y dotada por lo tanto de reservas de significado. Así pues, el temor a estar efectuando una suerte de arqueología (en el sentido de relegar la actualidad) demuestra estar completamente injustificado cuando lo que se busca es una comprensión seria y no una restauración. Algo parecido ocurre con el concepto de «herencia» presentado

16. «Poner en obra una experiencia de !a historia que sea originaria para cual­ quier presente es tarea reservada al materialismo histórico. El materialismo se vuelve a una conciencia del presente que hace saltar la idea de la historia como continuum.» (Benjamín, Ges. Schr. II. 2, 468).

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por Ernst Bloch en su escrito «Erbschajt dieser Zeit» [«Herencia de este tiempo»j (reed. Fráncfort del Meno 1973), publicado inmediata­ mente después de la subida al poder de los nazis. Allí, la herencia aparece como un efecto del desarrollo no simultáneo de, por una parte, la base económica (completamente desplegada) del capitalismo tardío y, por otra, las relaciones de producción e ideologías precapitalistas, todavía subsistentes a pesar de estar económicamente retra­ sadas: nos referimos sobre todo a las de la pequeña burguesía, pero también a las de los campesinos (pues en esta constelación se acen­ túa la oposición entre campo y ciudad que tanto ha marcado la pri­ mera mitad de este siglo). Lo que importa es que la «herencia» sigue el mismo ritmo que el avanzado estado de progreso de la evolución y por lo tanto es herencia de un presente y no de un cierto pasado. Según Bloch, el error del partido comunista alemán, así como de ios partidos burgueses, fue el de pasar esto por alto y por eso les reprocha su mala actuación, no por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron (en lo tocante al fascismo naciente) (Über Ungleickzeitigkeit, Provinz und Propaganda. Ein Gesprdch mit Rainer Traub und Harald Wieser, en: Gesprache mit Ernst Bloch, Fráncfort del Meno

1975, 197). Este no-hacer se basaba primordialmente en una inter­ pretación absolutamente insuficiente de la herencia y concretamente de los deseos y aspiraciones que anidaron en el fondo de conceptos de engañosa claridad como «pueblo», «nación», «Führer», «sangre y tierra», «mito», etc,, deseos que surgieron de un estrato precapitalista del sentir y del pensar y que precisamente por ello poseían un relati­ vo derecho —Bloch habla de una carga utópica— a medir la evolu­ ción del progreso por el rasero de un pasado (que se hacía pasar por dorado) en comparación con el cual el progreso capitalista se revelaba nefasto para ciertos sectores del pueblo (definiendo «pue­ blo», en palabras de Richard Wagner, como el conjunto de «aquellos que padecen la misma miseria»: 1. c., 203). Pueden advertir Uds. la perduración de semejante herencia en cualquiera de las elecciones de nuestros países occidentales y de modo muy particular en la creciente fuerza del electorado conservador, cuya mera existencia debería dar que pensar a los que gustan de dotar al capitalismo evolucionado de los países industriales de una con­ ciencia y una vida espiritual más o menos homogéneas, haciendo ex­ cepción, claro está, de los grupos de infraprivilegiados que (como no tienen nada que perder ni poseen ninguna riqueza) sitúan la meta de sus aspiraciones en el futuro y no en el pasado. Pero cuando, por el contrario, lo que aparece en los países industrializados desa­ rrollados son oposiciones retrógradas, cuando la crítica al famoso «or­ den establecido» se formula desde detrás y marcha atrás, entonces parece que la integración, asimilación y elaboración de la «herencia» 37

no han progresado en el sentido deseado (dicho sea de paso, la ex­ presión «herencia cultural» es de Engels: 1. c., 202). Y es precisa­ mente en esta llaga abierta del progreso en la que Bloch pone el dedo: «¿De dónde procede? —pregunta— ¿esa huida hacia el terru­ ño, la naturaleza, el paisaje?» Y su respuesta es ésta: esas fantasías de dominguero campestre señalan los lugares vacíos y las posiciones no ocupadas por los partidos progresistas, incluidos los socialistas del Este. Y como no fueron ocupados, a pesar de la poderosa nostalgia que inspiraban, permanecieron indefensos y sin oponer resistencia alguna frente al avance del nacionalsocialismo: Por eso decía yo que el error de los comunistas fue lo que no hicieron; lo no-hecho pudo ser ocupado y reveló su extraordina­ ria fuerza de atracción. En palabras como «sangre y tierra» o «Führer», así como en la diferenciación de las personas según su rango y no sólo según el capital, que no tiene rango alguno y es sólo una maximalización de la ganancia expresada por me­ dio de cifras, se esconde algo especialmente atractivo para el pueblo. Y también la vuelta al pasado tenía sus razones: no se puede negar que, a pesar de todo, las cosas eran muy diferen­ tes para el antiguo artesano que para el obrero de la fábrica, por no hablar de los que trabajaban en los telares mecánicos o incluso en las cadenas de producción. Por ejemplo, antes ha­ bía ideologías y canciones propias de los artesanos, porque los artesanos todavía eran capaces de cantar, cosa que les resulta mucho más difícil a los proletarios. Los nazis, sumidos en la no-contemporaneidad, supieron aprovechar todo esto. A la línea de oposición proletaria y revolucionaria le ocurre justamente lo contrario: aquí, el objetivo de la oposición es contemporáneo, up to date, va a la cabeza de su época. Pero cuando hablamos de la cabeza de la época, la relación con el pasado, que no se encuentra a la cabeza de su época, sino que es romántica por naturaleza (y no sólo a través de la literatura), no puede explotarse y por lo tanto no puede encontrar ningún lenguaje y pbr lo mismo ningún destinatario. Por el contrario, los nazis apelaron al pasado: aquellos sí que eran tiempos, ¡menudos tíos!, aquellos sí que eran hombres, capaces de actuar y no como esa basura de proletarios y esos charlatanes de Berlín. Los na­ zis acapararon hasta a Thomas Münzer, convirtiéndolo en uno de tales «.Führer». Y todo porque los socialdemócratas y más tarde los comunistas se quedaron empantanados en medio del prosaísmo, la falta de imaginación y la pobreza de espíritu. No supieron escuchar el lamento, o mejor aún, el latido agitado de una época en la que el capitalismo tenía serios problemas, 38

y en consecuencia, los nazis tuvieron la oportunidad de intro­ ducir una novedad: de pronto aparecieron los radicales de dere­ chas (1. c., 200-1). Lo que Bloch nos invita a meditar en estas frases, algo provoca­ tivas, de una entrevista (cuya actualidad resulta sorprendente), subra­ ya y completa el pensamiento de Benjamín y Gadamer en un punto decisivo: no sólo toda vuelta al pasado se abre en un presente, sino que además la no-vuelta al pasado en medio del presente puede te­ ner el efecto de volver a traer a destiempo el pasado a la superficie, y esto sería precisamente lo contrario de la investigación arqueológi­ ca, es decir, el propio arcaísmo actualizado, vuelto actualidad, pero, por ello mismo, no elaborado, ahondado, ni comprendido. Mientras tanto —y aunque podemos aplicar sin ninguna dificul­ tad a nuestro presente las frases de Bloch, que no por casualidad son del año 1975— seguramente nos hemos vuelto más pesimistas de lo que lo era el propio Bloch en los años 1934-35 por lo que respecta a lo deseable del «progreso», por lo menos si entendemos esta palabra como suele hacerse en la actualidad: como una tecnificación, burocratización y militarización del globo, que representan una amenaza para la vida. Esto no hace sino volver aún más ardua la tarea que hoy nos toca de revisar mediadamente la parte que cree­ mos conservar todavía de esa «herencia» del pasado. Seguramente el propio Bloch ya manifestó ciertas simpatías por la conservación de algunas cosas cuya pérdida descalificaría incluso ética y humana­ mente al progreso (por ejemplo la preservación de ciertos valores como la patria, el romanticismo, la naturaleza, la lealtad y otros arcaísmos); y, cosa que resulta especialmente interesante para el problema que nos ocupa, en su recorrido por los escritos de los precursores del nazismo, como por ejemplo Klages y Nietzsche, defendió al dios Dio­ niso frente a las reivindicaciones de quienes pretendían asimilarlo a su propia doctrina. En este punto coincide con Thomas Mann, quien en su famosa carta a Karl Kérényi del 14 de noviembre de 1941 esbozaba así su programa literario: «Hay que arrancar al mito de las garras del fascismo intelectual y volver a darle una función humana. Hace tiempo que no hago otra cosa.»17 La simpatía que Bloch declara por el dios Dioniso tiene precisa­ mente el mismo sentido de este pasaje de la carta de Thomas Mann. Puesto que, por motivos de espacio y de tiempo, tengo que reservar

17. En mi artículo «Kaum das Urthema weckselnd». Die alte und die nene Myiho* logie im «Doktor Faustas», en: FUGEN. Deutsck-Franzosisches Jahrbuch JiLr Text-Analytik, Friburgo de Brisgovia y Olíen 1980, 9-42, investigo más a fondo cómo lleva esto a cabo Thomas Mann.

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para una segunda serie de lecciones* el análisis de la idea de un renacimiento religioso y sobre todo de un retorno de Dioniso a fina­ les del XIX y en la época prefascista del X X , y sin embargo siento la necesidad de tocar aquí y ahora, aunque sólo sea de pasada, este capítulo de los efectos logrados por la «Nueva Mitología» romántica, voy a ofrecerles un resumen de las ideas dedicadas por Bloch a la «salvación» del dios contra Nietzsche y Klages. En lo tocante a Klages, en cuya obra Vom hosmogonisehen Eros (jena3 1930) Dioniso y lo dionisíaco tienen un papel muy importan­ te, Bloch observa que el estado dionisíaco ha sido malentendido allí como un eco del «origen» humano, como un estado primitivo no toca­ do por el tiempo y la evolución. El fantasma del origen que hay que reconquistar vincula a Klages con la mitología regresiva del fascismo (y sobre todo con el Mito del siglo XX de Rosenberg), pero también con las ideas de la revolución conservadora. Fue una época gloriosa para los discípulos supuestamente ortodoxos del gran «decidor de sí y de amén» como llama Nietzsche a su Zarathustra y naturalmente también para la alta valoración del discurso sobre el irracionalismo, resonancias del cual se encuentran, por ejemplo, en la obra de J. H. W. Piosteutscher sobre el Retomo de Dioniso, cuyo significativo subtítulo reza: El irracionalismo místico-natural en Alemania (Die Wiederkehr des Dionysos. Des naturmystische Irrationalismus in Deutschland, Ber­ na 1947). (Dicho sea de paso, no se trata de uno de esos trabajos que sólo se limitan a esparcir niebla, sino que pone también acentos críticos y al final, en la pág. 260, cita las palabras de advertencia de Jaspers: «Así se explica esa llamada tentadora que resuena desde hace tiempo y quiere conducirnos desde la conciencia a la incons­ ciencia de la sangre, de la fe, la tierra y el alma, de lo histórico y lo indiscutible.(...) Esta llamada es engañosa. Si quiere seguir siendo hombre, el hombre debe pasar por la conciencia» [Die geistige Situation der Zeit, 1931, 128]). Ludwig Klages muy bien podría sentirse aludido por esa cita de Jaspers; en efecto, el propio título de su obra, antaño célebre, El espíritu como adversario del alma (Der Geist ah Widersacher der Seele, Leipzig 1929-32), da a entender qué tipo de renacimiento dio­ nisíaco es el que tiene él personalmente ante los ojos. Klages fundó en las postrimerías del siglo un grupo denominado «Ronda cósmica» en compañía de Schuler y Wolískehl. Sintiéndose nada menos que «despertado» por su encuentro con Schuler, soñaba con asentar los cimientos de la vida sobre un «culto» y se consideró a sí mismo —como

* N. de los T.: Las lecciones del volumen titulado Gott ¿m Exil (Dios en el exilio) cuya versión española aparecerá en esta misma editorial.

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otros muchos «despertados» e iluminados religiosos de la época— fun­ dador de una nueva religión (vid. Ludwig Curtius, Deutsche und Anti­ ke Welt. Lebenserinnemngen, Stuttgart 1950, 250). Más tarde, Klages se enemistó con Stefan George, quien también reclamaba para sí ese mismo honor y no quería tolerar dos fundadores religiosos en un úni­ co círculo. Por su parte —y les cuento esto para que tengan Uds. una vaga conciencia de lo que fue el culto a la irracionalidad a prin­ cipios del XX— Schuler también se consideraba a sí mismo como fundador religioso y estaba convencido de haber vivido ya en tiem­ pos de los romanos. «Era un auténtico poseso que soñaba con el renacer de los tiempos paganos, ensayaba danzas órficas y hasta ha­ bía concebido el plan de curar a Nietzsche de su locura por medio de danzas coribánticas (...). Karl Wolfskehl, el tercero en discordia de la liga cósmica, también era de «naturaleza dionisíaca» (Hansjürgen Linke, Das Kultische in der Dichtung Stefan George und seiner Schule, 2 vols., Munich y Dusseldorf 1960, I, 60) y se iniciaba en las profundidades abismales de la tierra y del corazón siguiendo el Derecho matriarcal [Mutterrecht] de Bachofen. Esta flamante «ronda» practicaba un culto al que denominaba «antorcha de sangre» y cuya descripción provocaría escalofríos. Sus adeptos esperaban una «revo­ lución dionisíaca» contra el espíritu burgués y filisteo, se disfrazaban como si estuvieran en carnaval —el Hombre sin atributos de Musil es una burla admirable de este tipo de cultos— y de paso se ganaban las alabanzas de C. G. Jung que veía en esas prácticas la aparición de un irracionalismo «wotaniano» específicamente alemán. En efecto, el gran psicoanalista pensaba que la cultura de las regiones alemanas renanas y meridionales no se había librado nunca del todo del «engrama» clásico y por ello gustaba de referirse «(apoyándose en mode­ los de la Antigüedad) al éxtasis y la embriaguez de los pueblos clási­ cos y sobre todo a Dioniso, el ‘puer aeternus’ y Eros cosmogónico.» (Aujsatze zur Zeitgeschichte, Zurich 1946, 6). Dicho sea de paso, fue este mismo Jung el que aconsejó algo más tarde al Führer del Reich alemán que plantara robles, el árbol de Wotan, porque, según él, de­ bido a su inscripción engramática (es decir al «arquetipo»), el culto a Wotan resultaría mucho más familiar y conforme al alma alemana que la religión judeo-cristiana; al Führer le pareció absurda esta idea y de este modo los neo-germanos quedaron privados del retorno del culto a Wotan. Es difícil no caer en la sátira, pero la verdad es que resultaría superficial reírse tranquilamente de fenómenos cuya existencia e im­ portancia están todavía por redescubrir. Apenas puede creerse hasta dónde ha llegado en este campo el trabajo de deformación y retoque de nuestras historias de la literatura; y precisamente por esto nos ha­ llamos en un error cuando creemos que el «retorno de Dioniso» es 41

más el producto de una quimérica fantasía romántica que una verda­ dera obsesión del siglo XX (es decir de nuestro siglo). Y no sólo de los años treinta: en algunas partes de la más moderna filosofía fran­ cesa nos topamos con un derivado del irracionalismo dionisíaco; esta filosofía, que sucedió al estructuralismo, redescubre la unidad y el fin del fenómeno occidental (como ya lo habían hecho Nietzsche y Spengler), responde con un alegre «sí» a la vida salvaje y cruel y reconoce su ira contra las conquistas del racionalismo y el cogito car­ tesiano en filípicas tan llenas de odio como las propias obras de Klages. Desde luego, la mayoría de estos «nuevos pensadores» son tan poco fascistas como lo era el propio Klages, pero eso no impide que, al igual que éste recibía el aplauso de la derecha tradicional, aqué­ llos lo reciban hoy de la «nueva derecha»*. Les presentaré a modo de ejemplo un texto extraído del Kosmogonischen Eros (págs. 63-65) que pretende responder a tres pregun­ tas: primero ¿qué es lo que se libera en el éxtasis dionisíaco?, segun­ do ¿de qué se libera? y tercero ¿qué es lo que gana liberándose?: Antes de proseguir nuestra reflexión, responderemos a las dos primeras preguntas: lo que se libera no es el espíritu del hom­ bre, tal y como se ha creído, sino el alma; y no se libera del cuerpo, tal y como se ha creído, ¡sino justamente del espíritu! El cosmos vive y toda vida se polariza en alma (Psychae) y cuerpo (Soma). En todo cuerpo vivo hay un alma; tampoco hay alma sin cuerpo. (...) Estos son, hablando con propiedad, los polos de la realidad. (...) Pero la historia de la humanidad nos muestra en el hom­ bre y sólo en él, la lucha encarnizada, «hasta la sangre», entre la vida que se extiende por todas partes y una fuerza Juera del tiempo y del espacio que quiere dividir- los polos y de esta ma­ nera destruirlos, privar al cuerpo de alma, privar al alma de cuerpo: esta fuerza recibe el nombre de espíritu (Logos, Pneuma, Ñus). Conforme a la naturaleza binaria de nuestro ser, el espíritu se manifiesta por medio de un conocimiento diferenciador (nóesis) y por medio de una voluntad dotada de una meta (búlesis). El punto de apoyo común a ambos, que en nosotros se ha convertido en centro excéntrico de la vida, recibe el nom­ bre de yo o sí mismo. En calidad de portadores de vida somos iguales a todos los individuos portadores de vida (es decir, seres singulares e indivisibles) y como portadores de espíritu somos además «yoes» y «sí mismos». La «persona», del latín per-sonare = hacer sonar a través, que designa en origen a la máscara del mimo a través de la cual habla un demonio, se ha converti­ do desde hace tiempo en una vida violada por el espíritu, en 42

una vida al servicio del papel que interpreta, ¡del papel que le ordena la máscara del espíritu! Ya sólo vivimos en el impera­ tivo del pensar y del querer; ya sólo escuchamos las voces de ese Todo del que nos separaron gracias al sentimiento del Yo y la máscara forma ya parte de la carne de nuestro rostro y se incrusta más profundamente en ella con cada siglo que pasa. A la humanidad prehistórica del reino del aliña —permí­ tasenos hacer este excurso— sucedió la humanidad histórica del reino del espíritu. A ésta le sucederá a su vez la humanidad posthistórica [interrumpo la cita de Klages un instante para re­ cordarles los discursos neo-conservadores sobre el «postmoder­ nismo»; vid. Lyotard, La condition postmodeme y la revista ame­ ricana postmodernista Boundery 2 ; y ahora, volvamos a la cita] que ya sólo será una máscara aparentemente viva: ya estamos asistiendo a su nacimiento. Sin embargo, por mucho que enve­ nenemos la vida que hay en nosotros y a nuestro alrededor, por mucho que la quememos o atomicemos, del cadáver de la madre asesinada surgirá implacable la «venganza de las Erinias». La revancha de la vida maculada y ultrajada acabará con la humanidad de una manera aún más horrible de todo lo que puede abarcar el pensamiento en el preciso instante en que ésta se encuentre celebrando el último prepotente triunfo de la más­ cara, del Gólem: así habla Casandra, cuyo destino es sufrir la burla y el desprecio de los que la toman por loca y que tienen que estar forzosamente ciegos cuando llega el momento de la consumación de la desgracia predicha por ella. Mientras que toda criatura no humana, aunque sea aisla­ damente y dentro de su propia interioridad, siente latir su cora­ zón al ritmo de la vida cósmica, el hombre ha sido apartado de él por la ley del espíritu. Lo que a él, consciente del Yo, le parece superioridad del pensamiento calculador sobre el mun­ do, al metafísico le parece, a poco que profundice, esclavitud de la vida bajo el yugo del concepto. El deseo secreto de todos los místicos y adictos a los estupefacientes, díganlo o no, es cor­ tar de nuevo las ataduras de la vida siguiendo los dictados tanto del alma como del cuerpo; y este deseo encuentra satisfacción en el éxtasis. Llenaríamos más de cien páginas con pruebas al respecto. Seguramente no me tomarán a mal que no les cite toda la docu­ mentación prometida. El pasaje citado basta para observar que aque­ llo que Klages titula el «estado de embriaguez dionisíaca» (1. c., 56) no es uno de los polos de la básica relación dialéctica del espíritu o de la conciencia en la que uno se superpone o supedita rítmica­ 43

mente al otro, sino una fuerza primitiva, sin espíritu, cuyo flujo emo­ cional repugna y de este modo repudia al polo del Yo. Se trata literal­ mente de la noche en la que todos los gatos son pardos: no es la vida de la conciencia, sino la vida ebria en su oposición a la concien­ cia. 0, por decirlo una vez más en palabras de Klages: Nuestro yo es pasivo, es el que sufre, el que recibe y el que cae en manos del poder triunfante de la vida. Siempre que que­ remos o pensamos algo, decimos: yo pienso, yo quiero, yo hago, y acentuamos tanto más ese yo cuanta más fuerza queremos darle a nuestro pensar o querer. Por el contrario, cuando hemos experimentado un sentimiento fuerte, nos resulta pálido y débil decir: yo siento lo siguiente, y en lugar de eso decimos: ¡eso me ha impresionado, impactado, conmovido, embargado, ani­ quilado! Pero ¿qué es lo que nos conmueve? jLa vida! y ¿qué es lo que se siente conmovido? ¡El Yo! (1. c., 67). Hoy se puede leer algo parecido entre los representantes de esa corriente del psicoanálisis que polemiza contra las tendencias ilus­ tradas de una psicología del Yo, propias del último Freud, y que, con una especie de voz quebrada, balbucea nebulosos discursos so­ bre la abdicación de la autonomía del sujeto. Si no hubiera sido por el intermedio del Tercer Reich, se podría reconocer claramente la continuidad de una tradición ininterrumpida entre ambos tipos de discurso. Aquí, opina Bloch en Erbschafi dieser Zeit, no se toma posesión de la «herencia», sino que sencillamente se niega un determinado nivel cultural. La vista de los mitómanos está oscurecida por el humo de ios sacrificios. Schelling —y les quiero recordar en este contexto lo que era el auténtico Romanticismo, el Romanticismo no regresivo al que no hay que confundir con el «irracíonalismo», dejando tan fácilmente que vaya a engrosar sus filas—, pues bien, Schelling había denominado a Dioniso «ese segundo dios» ausente de la mitología y al que por lo tanto no se podía regresar, sino que, por el contrario, aún había de venir. «A lo largo de todo el proceso mitológico [es] un dios venidero, un dios en el trance de su venida, que sólo se realiza plenamente al final y en la meta de este proceso» (SW 11/2, 254). Schelling no sólo opina esto de Dioniso, es decir, de un dios singular, sino de todo el proceso mitológico, cuya confianza y segu­ ridad religiosa se nutre de un «porvenir hasta ahora entorpecido» del género humano (así dice Bloch en Erbschafi dieser Zeit, 1. c., 119). En efecto, en palabras de Schelling, «las representaciones mitológicas (...) nacen precisamente por el hecho de que el pasado, ya vencido en la naturaleza externa, vuelve a emerger en la conciencia» (SW II/2, 44

129). Cuando la conciencia de una sociedad restaura la historia de ios mitos ya desfasados, da muestras desde todo punto de vista de «la interna decadencia moral» de la comunidad correspondiente y al mismo tiempo manifiesta síntomas de una pérdida de «legitima­ ción» inmanente (1. c., 252, notas.; vid. IÍ/3, 510). Frente a esto la antigua fe goza todavía de un relativo derecho, desde el momento en que conserva el poder de la promesa que el presente ha dejado aún insatisfecha. Lo «aún no pasado, por no haber sido aún del todo» como dice Ernst Bloch, rebasa en tanto que «contenido utópico» las fronteras del presente y por eso mismo «sigue siendo subversivo» (Erbschaft dieser Zeit, 126). Schelling y Bloch distinguen por lo tanto entre un Dioniso veni­ dero (cuya promesa de felicidad vale para los tiempos futuros) y un Dioniso vicario del pasado y lo primitivo al modo de Klages. Según Bloch, el mito sólo puede salvarse «por medio de la luz utópica de un porvenir concebido» (Zerstorung, Rettung des Mythos durch Licht, en: Literañsche Aufsátze [ = Gesamtamgabe vol. 9], Francfort del Meno 1965, 347). Desde el momento en que el retorno, en su oposición al presente, opte indirectamente por el futuro, hasta el dionisíaco re­ gresivo, ese espectro que habita en todos los escritos de los antiguos o modernos vitalistas, conserva su propio derecho: «Y así, la fantasía dionisíaca no concluye con el animal de rapiña y la regresión multi­ color, sino que también conoce ios placeres del porvenir y se encuen­ tra en manos de un misterioso dios del devenir. Su hermetismo tiene fisuras» (Das Prinzip Hoffnung (El principio Esperanza] Fráncfort del Meno 1973, vol. 3, 1115). En Erbschaft dieser Zeit (336) se encuen­ tra una reflexión muy parecida: Precisamente las verdaderas actividades metafísicas que le han quedado todavía a la gran burguesía y siguen siendo utilizables dialécticamente (como por ejemplo en Bergson, el auténtico vítalista) se alian hoy a la vigilancia, en efecto, a la «civilización», y no con enfurecido espíritu de provinciano, ni al estilo de un Lenbach, que en lugar de copiar a Tiziano copia el diluvio. Los mal desencantados, y que por eso mismo se consideran enemi­ gos de la conciencia [por ejemplo Klages], nunca han encontra­ do en el residuo de conciencia dionisíaca más que una mera arqueología y si lo que buscaban era substancia lo primero que encontraron fue, en realidad, un pasado irrecuperable. Precisa­ mente las raíces de todos los «mitos», el asombroso misterio del hombre y del mundo, no dejan nunca de peregrinar por el es­ pacio de la conciencia y hoy resulta más fácil desenterrarlo, pues­ to que se encuentra menos oculto que nunca por espacios fal­ sos; del mismo modo, la substancia verdadera del hombre y 45

del mundo sólo puede aprehenderse, volverse realmente efecti­ va y rectificarse a la luz de la historia, nunca en el «inicio». El único mérito de Klages es el de haber mostrado también la presencia de «vida» y no sólo de «angustia» o «cuidado»* [una puntilla contra Heidegger] en la existencia de un «sujeto» que ya no puede tener ninguna «vida» burguesa y por eso se dedica a desenterrar bellos cadáveres. Sólo la clase con porve­ nir será capaz de utilizar y poseer también el pasado dionisíaco. Sólo este porvenir expulsa fuera de la embriaguez a lo que no es ni bestia ni simple fraseología, sino la posibilidad, todavía abierta, de fermentación. Bloch está dispuesto a reconocer un rastro de dicha fermenta­ ción, de esa opción por el futuro propia de todo «advenimiento», has­ ta en el elemento dionisíaco de Nietzsche.'18 Frente a Klages, Nietz­ sche no habla para nada de retorno al «pasado primitivo», sino de que el hombre es algo que ha de ser superado, aunque sea por me­ dio de una doma, el darwinismo social o la guerra; se encierra aquí una teleología (el «superhombre») y una promesa. «En efecto, tam­ bién el pasado romántico hablaba todavía de una dicha futura, una dicha alcanzable, y sin contentarse con vivir de las ilusorias rentas de un capital ficticio incluso en el pasado y desaparecido desde hace mucho tiempo, cosa que sí hacía el carnaval de Klages» (Erbschaft dieser Zeit, 341). Por el contrario, en el caso del Dioniso de Nietz­ sche: «Aquí el Yo malviviente se atacaba a sí mismo» (1. c,, 358). Tal vez Nietzsche no entendiera por «bestia rubia» ese símbolo de la inhumanidad que el imperialismo exhibía sobre su blasón, pero si lo hacía (como yo personalmente opino, sobre todo después de conocer la nueva edición crítica de sus obras, en la que se acumulan los indicios negativos), en todo caso, opina Bloch, la bestia sobrehu­ mana de Nietzsche era por lo menos «honrada; sus garras no preten­ den ser las de un león, sino propiamente las de la bestia inhumana, y ya sabemos por tanto a qué atenernos. El engaño caía, la tibia me­ diocridad dejaba de existir, en una época en la que ya sólo se usaba el látigo cuando se iba a visitar a las mujeres» (1. c.). Citaré a conti­ nuación un pasaje bastante largo a fin de que puedan hacerse mejor una idea del contexto en el que Bloch lleva a cabo su reflexión:

* N. de fo.s T.\ En alemán, «Sorge». 18. Vid. también acerca de lo apolíneo y lo dionisíaco (en Nietzsche) Das Prinzip Hoffhung, vol. 3, 1113 s. Acerca de Dioniso en la mitología vid. también 1308 ss. (Misterios).

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En el hombre se renueva [según Nietzschej la incógnita siempre salvaje que se oculta bajo el animal doméstico, es decir, el «impulso» de aquél [como más tarde en Freud y el psicoanáli­ sis] que echa de menos algo. En el punto cero de la existencia mecánica no sólo aparecen las diferentes bestias sobrehuma­ nas, sino también Dioniso. Es el animal de rapiña tropical en lugar de frío, es la selva tracia frente a los fríos burgueses reificados. Dioniso como signo de una huida fantástica y abstracta hacia la anarquía: sólo a partir de aquí puede entenderse la seria violencia ejercida por Nietzsche sobre su época. Gracias a esto Nietzsche pudo resumir su época en unas palabras clave, palabras que expresaban la oscura reacción del «sujeto» contra la objetividad con la que se topa. Sócrates, Apolo, la civilización y hasta el propio Jesús se reunían en una negación común; Dio­ niso emprendía una campaña furiosa y demente contra todas las «domesticaciones» por lejanas que fueran. Desde entonces flo­ recen en su nombre el deporte, la danza, la furia guerrera, las asociaciones juveniles, los «demonios primitivos» (recientes o ci­ tados), el sentimiento de la naturaleza; se trataba de la «aniqui­ lación del fenómeno moral e intelectual». Y así, Dioniso. no es sólo el simple reflejo desenfrenado del capital, que hace des­ truir a tiempo los buenos modales, la mesura, el derecho y la virtud burguesa, sino que es también el desorden formal en un indeterminado ser-fuera-de-sí, en un absoluto ser-fuera-deltiempo. Hasta volvieron a mostrarse los inicios de la revolución burguesa, por ejemplo Rousseau, aunque con una orientación completamente contraria, como trasladado a las antípodas: en lugar del Oriente pastoril apareció un Oriente pánico; en lugar del jardín de la Arcadia, un palmeral susurrante; en lugar de la fresca luz de la alborada, la luz de los orígenes, nocturna y ardiente. Así fue como se le prendió fuego a todo romanticis­ mo, como se refirió el arcaísmo a la bestia, la filología a un barco ebrio saliendo de puerto. El barco ha arribado y ahora se trata de repartir el botín, no atendiendo al «superhombre» (que es ya fascismo transparente) sino atendiendo a las dionisíacas (359). Así pues, Bloch considera la versión nietzscheana del renaci­ miento de Dioniso como ambigua y contradictoria. Si se puede repar­ tir el botín es porque esa versión sólo tiende al fascismo por uno de sus lados, mientras que el otro conserva una «herencia» utópica que no debería dejarse sólo en manos de los fascistas: se trata de la insubordinación, el anarquismo abstracto, la protesta mítica contra la reificación y la moral burguesa, así como contra el saldo de los 47

valores corruptos bajo la égida dionisíaca del espíritu del tiempo. Pero en la obra de Nietzsche lo primero que hay que hacer en las dionisía­ cas es emancipar al «sujeto humano en fermentación» (360) de esa voz que no cesa de intervenir, que se presenta tan pronto como la de un Darwin (ahora con una orientación vitalista, buscando la forma de adiestrar al «tipo» más apto para la supervivencia), tan pronto como la del racismo de Gobineau (como ocurre a menudo en la Genealogía de la moral), o también como la de un alegre holgazán dionisíaco o el «Anticrísto», el cual, como absoluto «enemigo de la luz», no se opone al cristianismo con el arribismo de la prepotencia, sino como un chamán, un hechicero que reparte incienso o incluso como «un mitólogo mucho más viejo todavía». Tal vez ya conozcan Vds. la si­ guiente opinión de Thomas Mann (bien es verdad que refiriéndose a Zarathustra): «Este trasgo y guía sin figura ni rostro, con su cabeza desfigurada coronada con las rosas de la risa, su «¡endurecéos!» y sus piernas de danzarín, no es ninguna creación: es retórica, forzado juego de palabras, voz atormentada y profecía dudosa, espectro de impotente grandezza, a menudo conmovedor y casi siempre penoso, un monstruo oscilando en la frontera del ridículo» (en: Thomas Mann, Essays, ed. por Hermann Kurzke, vol. 3, Stuttgart 1978, 241). ¿Aca­ so el Dioniso de Nietzsche no se asemeja al ermitaño Zarathustra cuan­ do, en lugar de regresar de la India a Grecia, se queda en la jungla? En todo caso, opina Bloch, ese hombre de las cavernas y de la jungla no puede ser de ninguna manera el hermano de Apolo, el hombre de la luz. El auténtico Dioniso tampoco se encuentra en conflicto con las fuerzas de la luz ni opera soterradamente en pro de los enemigos de la razón: se encuentra más bien en conflicto con las fuerzas de la permanencia, del ser, del orden establecido y del destierro, es de­ cir, con el mundo de Zeus/Júpiter/Wotan/Yahvé y en eso está próximo a Cristo (Erbschajt dieser Zeit, 361). «El culto apropiado para Dio niso, en su calidad de oposición radical del hombre contra la aliena­ ción y enajenación, no es un confuso estruendo coribántico en caver­ nas donde corre el vino o en orígenes artificiales, sino esa dialéctica revolucionaria de la historia que le abre una vía. Dioniso no se acer­ ca ai lado correcto del botín en tanto que mero estadio primitivo y sangriento de la conciencia, como una ananké circular o una naturaleza criminal, como el opuesto cavernoso de la luz, sino que, precisa­ mente, Dioniso es el signo de lo que aún no ha venido, de lo que aún no ha llegado a ser en el hombre, en su calidad de dios de la fermentación que busca al vino y llama a la luz» (1. c., 361). Y Bloch también oye hablar a este dios en el texto de Nietzsche: no importa que el propio Nietzsche no tomara partido por la revolución y por los siervos o los hambrientos de futuro, no importa ni siquiera que su meta derivara hacia la vida privada, hacia la aristocracia reaccio­ 48

naria y el darwinismo social y «no tomara contacto con la Historia». Porque, después de todo, a la Historia no le importan las metas y propósitos de los autores y actores de sus textos y actos, ya que fi­ nalmente la Historia escoge sus propios contactos y la astucia de la razón es muy grande. La danza macabra de la congelada carne del Romanticismo reaccionario no nos enseña nada, pero sin em­ bargo «Dioniso» es precisamente un dios próximo a la «moral de los esclavos», un dios alegre y sobre todo liberador. Las fies­ tas de esclavos de la Antigüedad clásica se llamaban saturnalias y la viña de Jesús, por mucho que la Iglesia procurase introdu­ cir la moderación, mostró en la muy cristiana guerra de los cam­ pesinos una moral menos esclava de lo que les hubiera gustado a los señores. «Dioniso» es un signo, tal vez el más potente, del hombre todavía alienado pero que se dedica a romper con las formas falsas; y no lo es en un inicio enmarcado de la historia, como pretende el gran capitalismo, sino sólo dentro de la mis­ ma, en uno de sus momentos de inflexión (361-2). Con esta cita cerraré mi excurso sobre el concepto de herencia de Bloch. Ya habrán observado que en principio sólo lo invoqué con una intención metodológica, a fin de atestiguar la implicación herme­ néutica del pasado en el presente. Pero precisamente esta participa­ ción del pasado, incluso del pasado mítico, dentro del presente, ha demostrado ser un problema muy ligado al nombre «Dioniso». Inten­ taré resumirlo de la manera siguiente: el retorno de los mitos —o, digamos, de los deseos (normalmente difusos) arropados bajo el con­ cepto de mito— se encuentra por naturaleza fuera de la sospecha de provocar un interés meramente arqueológico. Los deseos que op­ tan por el pasado y vuelven a reaparecer en el presente no son exclu­ sivamente de tipo arqueológico por mucho que se articulen sólo a partir del ahora. El concepto de herencia de Bloch resume esto de manera precisa: en el pasado, es decir, en el origen del hombre, hay algo que ha permanecido vivo a lo largo del tiempo precisamente por no haber podido alcanzar su consumación. Desde este punto de vista, puede hablarse de una promesa que sigue siendo válida mien­ tras no la cumpla algún presente. Y así, da luga:' constantemente —como la «potencia» de la filosofía romántica de la naturaleza— a nuevos estadios de la evolución: lo que sólo existe en potencia no está acabado, sólo espera su actualización. El principio de la espe­ ranza es de este tipo, ya que va examinando todo lo ente para com­ probar si ya contiene dentro de sí la realidad de lo posible o si, por el contrario, nos conmina a esperar algo que aún no ha llegado y 49

que habrá de llegar mañana o pasado mañana. Es fácil comprender por qué esta esperanza afectó sobre todo al dios Dioniso dondequiera que se haya vuelto a articular de manera neo-mítica en los últimos doscientos años. Precisamente por ser el «dios venidero», Dioniso es el dios de la Antigüedad más fácilmente conciliable con la esperanza mesiánica de la cultura judeo-cristiana, esperanza que también im­ pregna toda la obra de Bloch. Dioniso es, como el Mesías y el siervo de Dios, un salvador de la era futura, porque es el único que salva y conserva para tiempos futuros la substancia fundamental de la anti­ gua religión a la hora de su declive.. Este es el motivo que explica que la inteligencia europea pudiera redescubrirlo en el preciso ins­ tante en que la razón ilustrada, en lugar de desembocar en la espera­ da edad dorada, desembocó en una crisis que hoy no sólo no parece superada, sino incluso muy agudizada. Si analizamos estas cuestio­ nes precisamente ahora, en los últimos años, es porque últimamente nos resulta mucho más fácil que antes observar un punto final en la evolución crítica de la crisis de la sociedad actual, crisis que, como ya hemos indicado, nació al final de la Ilustración y de la que la visión romántica de un dios venidero (y por tanto del retorno de la religión) es sólo la primera reacción visible. En la siguiente lección intentaré demostrar fragmentariamente lo expuesto con ayuda de ciertas publicaciones de divulgación cientí­ fica sobre la crisis de sentido y la necesidad religiosa de nuestros días.

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Segunda lección

Mi criterio de selección es hasta cierto punto arbitrario. Siempre nos resulta difícil saber exactamente qué es lo tipificado en la conciencia de nuestros contemporáneos, y es lógico, ya que no gozamos de la suficiente distancia y estamos inmersos en una tradición cuyo verda­ dero significado tal vez no se desvele hasta dentro de una generación. La conciencia con la que nosotros nos asomamos a las conciencias de nuestros contemporáneos es, a su vez, una conciencia contempo­ ránea y por lo tanto nuestra visión está siempre dirigida y orientada por fuerzas respecto a las cuales no podemos adoptar una postura objetiva. Esto quiere decir que, por una parte, participamos de des­ conocimientos y falsas visiones que investigaciones posteriores desve­ larán y clasificarán como típicas de la conciencia de nuestra época {clase, estrato social, nivel cultural, etc.) y, por otra parte, que cada individuo vive y articula esa contemporaneidad no objetivable de ma­ nera peculiar y diferente. Entre la generalidad del espíritu objetivo de nuestra época y la perspectiva idiosincrática de nuestra individua­ lidad yace eso que, en tanto que partícipes del mismo ámbito vital y cultural, por ejemplo la universidad, es común a todos nosotros y sin darnos cuenta nos constituye en grupo. Si no me equivoco, los problemas de los que tratan las obras de las que me voy a ocupar hoy se dirigen a nuestro grupo, somos nosotros sus destinatarios aun­ que traten de asuntos que también afectan a otros grupos sociales por mucho que estén expresados en otra lengua y desde otra pers­ pectiva. Si, prescindiendo de toda pretensión de originalidad, me he li­ mitado a resumirles las tesis de algunos textos y libros que tienen en común un mismo empeño por analizar lo que los periódicos deno­ minan «crisis de sentido» del momento presente utilizando una termi­ nología religiosa (o propia de las ciencias de la religión), es porque estoy persiguiendo en realidad una única y misma meta: quiero de­ mostrar la perduración de una constelación que echó raíces en el 51

Romanticismo y que, como manifiestan con certera precisión los tex­ tos que citaré a continuación, no ha sido superada todavía. En primer lugar me referiré a un bestseller de divulgación cien­ tífica, obra del conocido psicosomaticista y psicoterapeuta de Gieen, Horst Eberhard Richter, quien extendió con mucho éxito la aplica­ ción del análisis individual al análisis de familias y análisis de gru­ pos. En su obra Der Gotteskomplex, subtitulada Die Geburt und die Krise des Glaubens an die Allmacht des Menschen [El complejo de Dios: Nacimiento y crisis de la fe en el poder absoluto del hombre] (Reinbek 1979), Richter se interna, con un lenguaje comprensible para todos, en el difícil terreno de la filosofía social, intentando un análisis de la crisis de sentido y motivación de nuestra sociedad. Di­ cha crisis —tal vez el tema más en boga en el ámbito de la discusión político-social de Alemania Federal— tiene que ver, según Richter, con nuestra posición respecto al valor (o a la falta de valor) de la enfermedad y el sufrimiento. Podrán apreciar Uds. de inmediato en qué sentido se vincula esta tesis con el tema de nuestra lección. Richter compara la conciencia y la actitud que adopta el euro­ peo actual con la actitud adoptada por los niños pequeños cuando han alcanzado un relativo grado de destreza intelectual y comienzan a desconfiar de sus padres. Se trata de un estado de infelicidad por­ que, de hecho, los niños siguen dependiendo de las atenciones y cui­ dados de los adultos y como se dan cuenta de ello tienen que esfor­ zarse intelectualmente por encima de sus capacidades. Esto significa que intentan controlar lo que les causa temor por medio de una vigi­ lancia extrema, a fin de convertir las intranquilizadoras incertidumbres del mundo objetivo en experiencias seguras y controladas. La mayor parte de las veces — o al menos en el mejor de los casos— los niños salen de este periodo de crisis con una mayor capacidad de adaptación y son capaces de comprender con rapidez complica­ das relaciones causales, ya que su «angustia les obliga a saber siem­ pre de antemano lo que va a suceder» (20). Richter ve en esta fase del desarrollo el motor de la actitud ra­ cionalista en relación con el mundo reificado o, dicho de otra mane­ ra, el origen del deseo por alcanzar un poder técnico e intelectual a escala mundial; y le parece importante ver que el desarrollo se basa en la angustia, el temor, es decir, en un estado en el que nos sabemos dependientes de lo desconocido. Como es lógico, la otra ten­ dencia fundamental del ser humano, que busca la independencia y la emancipación, pugna contra ese sentimiento de dependencia que se ha venido describiendo a menudo desde el Romanticismo (por ejemplo, por Schleiermacher, Feuerbach y Lacan) como la causa ge­ nealógica de la pregunta por Dios. Pero, para ser exactos, este con­ flicto no puede caracterizarse simplemente como una lucha entre la 52

conciencia de nuestra dependiencia y una exigencia de libertad, por­ que hasta los deseos de libertad esconden una determinada postura respecto a la angustia de saberse dependiente («no soy el fundamen­ to de mí mismo, dependo de mil cosas y para empezar de mis padres aparte de otras muchas personas y, en sentido amplio, de todos los recursos vitales para mi subsistencia por los cuales tengo que temer, etc.»). En definitiva, la angustia actúa como motor de la racionaliza­ ción, entendiendo a ésta como voluntad de poder, es decir, como vo­ luntad de superioridad y de dominación por medio de leyes de la amenaza que suponen los semejantes y el mundo exterior. Porque si no fuéramos capaces de deducir de nuestras experiencias lo que nos puede ocurrir dentro de una hora o un día, no podríamos pasar ni un minuto de nuestra vida sin sentir temor; este punto de vista ha sido resaltado enfáticamente por un trabajo, aparecido el año pasado, sobre el fenómeno mítico, concretamente la obra 'de Hans Blumenberg Arbeit am Mythos (Ffm. 1979), de la que hablaré más tarde. A partir de las reflexiones enunciadas, H. E. Richter extrae la siguiente hipótesis: «Se puede suponer», dice, «que el paso europeo de la Edad Media a la Edad Moderna dio lugar a determinados pro­ cesos muy semejantes a las reacciones infantiles aquí descritas, y que, hoy día, aún seguimos padeciendo las consecuencias de esos proce­ sos. Durante mucho tiempo, el hombre medieval se había sentido se­ guro en su calidad de hijo de Dios. Pudo renunciar a explorar el mundo exactamente y a calcular su vida. La expresión de esta devota visión de la vida era la doctrina de la predestinación del padre de la Iglesia AUGUSTINUS. En efecto, AGUSTÍN opinaba que todo destino humano está ya perfectamente predeterminado por un designio divi­ no. Intentar alcanzar la verdad divina y apropiársela por medio de la inteligencia no era por tanto asunto del hombre, sino que esa apro­ piación debía ocurrir a través de la fe» (21). Pero es precisamente ese abandono en manos del inescrutable designio divino el que, a la larga, impulsó los deseos de racionalización, porque, en efecto, resulta bastante insoportable tenerse que contentar sin saber lo que esos supremos poderes han determinado para nosotros. Esta situa­ ción provoca el ansia de conocimiento, que por lo menos se esfuerza por explorar lo que no puede cambiarse. Y aunque Agustín condene también la curiosidad teórica, lo cierto es que ésta nace como conse­ cuencia directa de la angustia que provoca ese pleno abandono en manos de Dios y de la consiguiente necesidad, cada vez más impe­ riosa, de explorar con la razón las incertidumbres de la vida. Pero de esta manera, prosigue Richter, «al dejar de obedecer ciegamente debido a una creciente exigencia de saber y autodeterminación, el dilema no hace sino agrandarse, no hacemos más que provocar cada 53

vez más la cólera divina que ya habíamos excitado con nuestra des­ confianza. Y de esta manera, surgía obligadamente una peculiar di­ námica con una tendencia cada vez mayor al círculo vicioso: el cre­ ciente sentimiento de inseguridad en la relación con Dios obligó a buscar una compensación a ese desequilibrio en una autoseguridad narcisista. Cuanto más aumentaba el poder propio tenía necesaria­ mente que aumentar el peligro de una venganza divina, con lo que aparecían nuevas angustias y por lo tanto nuevas medidas defensivas compensatorias. Esto significa que, una vez iniciado, el proceso de salida de la completa dependencia y pasividad fun proceso que, como ustedes saben, KAíNT definió con el término ‘ Ilustración’] conllevaba de por sí la tendencia a caer rápidamente en el extremo opuesto, en la identificación con la omnipotencia y la sabiduría infinita de Dios. Y efectivamente, la evolución subsiguiente presenta muchos ras­ gos del modelo de reacción descrito por el psicoanálisis que consiste en una huida desde la impotencia narcisista a la omnipotencia narci­ sista» (1. c., 23). Éste es exactamente el punto de inflexión —por formularlo en términos de psicología social— definido por Horkheimer y Adorno en su célebre trabajo Dialektik der Aufklarung (Amsterdam 1944): se trata concretamente de la transformación de las ansias humanas de emancipación en una minoría de edad de otro tipo. Si la primera minoría de edad tenía lugar respecto a la naturale­ za y las fuerzas míticas, esta nueva inmadurez, mucho más peligrosa, se da frente al totalitarismo de la racionalidad que, en tanto que téc­ nica ajena a los fines del hombre, ha emprendido desde hace tiempo nuestra instrumentalización, nos está convirtiendo en sus siervos e incluso, y cada vez en mayor medida, en sus sangrientas víctimas. Una racionalidad que simplemente se limita a reprimir y esconder su dependencia respecto a lo que antes se llamaba Dios y en el siglo XIX se llamó Naturaleza, sigue conservando la marca de su origen, aunque sea inconscientemente, y el peligro está precisamente en el hecho de negarlo, de relegar el sentimiento de dependencia al in­ consciente y compensar su impotencia con la esperanza de poder llegar un día tan lejos en el dominio de la naturaleza —gracias a una cadena de irresistibles saltos del progreso— que, finalmente, la hipótesis angustiosa llamada «Dios» sea superflua, al haber sido ab­ sorbida por el poder soberano del género humano (suponiendo que consiga sobrevivir hasta ese día). A continuación, y para que comprendan mejor el título de la citada obra, El complejo de Dios, les transcribiré un esclarecedor pá­ rrafo de la misma: Siempre se ha asimilado [en la Edad Moderna] el continuo avance dei conocimiento matemático de la naturaleza y la consi54

guíente ampliación del poder técnico a una lenta aproximación a la meta, consistente en dominar la infinitud y acabar de una vez con los límites de la existencia humana. La magia que sos­ tiene ocultamente esta fantástica ilusión aparece hoy a plena luz, porque sólo unos pocos son capaces de reaccionar razonable­ mente ante el hecho de que hoy día es precisamente esa investi­ gación tan exacta de las ciencias de la naturaleza la que nos permite pronosticar la inevitable fatalidad de un proceso colec­ tivo de autodestrucción; dicha fatalidad está ligada a la automá­ tica prosecución de esa estrategia de dominio de la naturaleza, hasta ahora siempre de signo expansionista. Los hombres son incapaces de aceptar que precisamente esos medios, que hasta ahora parecían estar indiscutiblemente al servicio de un acre­ centamiento constante de nuestra seguridad, se hayan tornado de pronto algo muy diferente. La paradoja ligada a esta soterra­ da dinánima neurótica es que, los métodos cuantitativos, tan idea­ lizados durante tanto tiempo, ya no resultan fiables, puesto que demuestran que la aspiración a un dominio técnico y científico de la naturaleza cada vez más completo equivale a la autoaniquilación. Desgraciadamente, y esto resulta fatal, en el momen­ to actual el miedo a confesar abiertamente esa posición de de­ pendencia infantil que se quiere ocultar desde la Edad Media, es mucho mayor que el miedo a tener que convivir con la per­ manente visión de esa megalomanía colectiva objetivamente sui­ cida. Ésta es la maldición del complejo colectivo, del complejo de impotencia/omnipotencia, al que también podríamos resumir bajo el título de «complejo de Dios» (1. c., 31). Si han hojeado casualmente las últimas ediciones del diario Die Zeit, se habrán topado Uds. con análisis muy similares acerca del trasfondo cultural de la actual «crisis de la humanidad»; por ejemplo, en el artículo de C. F. von Weizsacker, que además lleva el revelador título Die Wissenschaft ist noch nicht erwachsen [La ciencia aún no es adulta], un título muy en consonancia con el pensamiento de fon­ do de H. E. Richter en lo tocante a la metáfora sobre la minoría de edad y la madurez y que, como él, también encuentra que «la crisis actual (...) se basa en la configuración moderna de la ciencia» (Die Zeit, n° 42, 10 de octubre de 1980, p. 33.). La tesis de Weizsacker no resulta menos inquietante por mucho que la tildemos de «ya sabida». En resumen, viene a decir lo siguiente: el conocimiento (el conoci­ miento científico-natural) no cesa de transformar el mundo, pero no se preocupa de «la [propia] relación entre el conocimiento y la trans­ formación del mundo» (1. c., 34); porque el concepto del conocimien­ to científico es muy limitado y no traspasa las fronteras de la raciona­ 55

lidad instrumental (sólo busca medios para fines prefijados) y así, en el sentido griego de la palabra, es meramente técnico y no prácti­ co. Podríamos llamar «práctico» a un conocimiento que empezara por poner los fines y sólo después indagara los posibles medios, pero precisamente ésta es una dimensión que a las ciencias «serias» les resulta poco seria, es decir, no les parece científica, y por lo tanto la destierran al ámbito de la moral o la religión, expulsándola fuera del terreno de la razón en sentido estricto. Mientras era la teoría críti­ ca la que llevaba la voz cantante, este destierro recibía el nombre de «escisión de la razón» y el efecto conseguido fue que las preguntas vitales acerca de la finalidad del hombre sobre la tierra, de si es preferible preservar la vida humana o aniquilarla en el «holocausto atómico» (1. c., 36), etc., dejaron de ser objeto de la ciencia en cuan­ to tales preguntas. Pero como —desde una perspectiva psicosociológica— resulta dudoso que aquello que se denominó racionalidad en la Edad Mo­ derna esté verdaderamente libre de finalidades y valores, también parece legítimo seguir preguntándose cuáles son los intereses domi­ nantes que se esconden bajo la susodicha escisión de la razón. Y aquí, el complejo de Dios de Richter nos proporciona una respuesta muy aceptable, que viene a decir aproximadamente lo siguiente (repi­ to sus propias palabras): el deseo de reprimir todo sentimiento natu­ ral de dependencia, que se manifiesta en la actuación instrumental de la denominada racionalidad, sigue siendo todavía tan poderoso en la actualidad que entra en conflicto con el deseo de seguir vivien­ do humildemente y hasta amenaza con apagar ese deseo de supervi­ vencia. Como al final no puede conseguir lo que desea, es decir, la supresión de la tutela de la heteronomia, este conflicto entre deseos opuestos presenta ciertos rasgos neuróticos, y éste es el motivo por el que Richter habla de un complejo de Dios, igual que se habla de un complejo de Edipo. De lo que se trata es de la represión de los sentimientos de protección y seguridad que ofrece la religión —a costa de la humillación del sujeto narcisista— en favor de unas fanta­ sías narcisistas de omnipotencia que sólo pueden satisfacer imagina­ riamente, es decir, a costa de un autoengaño, la exorbitante misión de sustituir' el poder de Dios por el poder del sujeto. No he citado esta tesis de Richter porque sea especialmente ori­ ginal o aguda, sino porque la considero representativa. Y también, porque en las siguientes clases quiero que tomen aún más conciencia de la relación existente, bajo el signo del mito, entre la ciútica román­ tica de la Ilustración y la crítica actual de la denominada racionali­ dad y de la ciencia. Lo característico del complejo de Dios es que en el obstinado rechazo del hombre contra el sentimiento de dependencia respecto 56

a la naturaleza, un sentimiento interpretado religiosamente, desenmas­ cara una exigencia infantil de autoafirmación que no puede alcanzar la autonomía que quisiera. Pero si reforzamos la conciencia de la dependencia de esa razón escindida en dos por la ciencia, de esa razón instrumental, respecto a su fundamento, entonces optaremos • —aunque sea tácitamente— por una rehabilitación de unos sentimientos que tradicionalmente pertenecían al campo de los mitos y las religiones. Esta opción, que queda atestiguada ejemplarmente en ese tar­ dío come-back de Dioniso —del que les he hablado en la última sesión—, no es privilegio del Romanticismo, sino que puede encon­ trarse en todos aquellos lugares en los que se ha llamado la atención sobre las consecuencias funestas para el hombre de una actividad racional abandonada a sí misma, o lo que es lo mismo, una actividad que no está al servicio de ninguna ética. Naturalmente, tras la «muer­ te de Dios», esta opción sólo tiene un talante negativo o indeciso; antes de proseguir con las explicaciones sobre el complejo de Dios, quiero ofrecerles dos ejemplos señalados de ello. El primero es de Jürgen Habermas y se encuentra en un discurso pronunciado con ocasión del ochenta cumpleaños de Gershom Scholem. «De todas las sociedades modernas», se dice allí, «la única que podrá salvar la subs­ tancia de lo humano será aquella que sepa integral- en el ámbito de lo profano la esencia de su tradición religiosa, una tradición que so­ brepasa las fronteras de lo meramente humano.» Que esto pueda lle­ gar a ocurrir es algo de lo que ni Habermas, ni la siguiente cita, extraída casi casualmente del artículo de Weizsacker (porque los tes­ timonios no faltan), dan ninguna seguridad. Allí se dice que «la ra­ cionalidad moderna ha perdido de vista los supremos grados» de una percepción que no permanece neutral en cuestión de valores, sino que toma partido por lo humano». Y prosigue: La cultura europea moderna ha distinguido entre el conocimiento de tipo teórico, de tipo instrumental o de tipo moral. El conoci­ miento teórico culmina en la torre de las ciencias, el instrumen­ tal se desarrolla en el amplio ámbito de la técnica y la econo­ mía y el moral abarca la racionalidad de una política progresista, el Estado de derecho, la búsqueda de la verdad por parte de la libre opinión pública y la justicia social. Ninguno de estos ámbitos le ofrece una patria a la percepción afectiva de lo que importa de verdad. La religión fue durante un tiempo, como portadora de la cultura, una patria de este tipo. Si se la pudiera conciliar con la conciencia moderna creo que seguiría siendo la única patria posible. Pero la mayor parte del tiempo se subestima la impor­ tancia de esta tarea, incluso cuando se opta por ella. A este 57

fin, la conciencia moderna tendría que seguir evolucionando a su vez de modo no menos radical que la religión tradicional, pero éste es un tema ajeno a este artículo (Die Zeit, 1. c. 34). Así pues, las tres modernas ramas de la racionalidad ya no se plantean la única pregunta verdaderamente importante en esta vida. Antes se encargaba de ello la religión, que, como decía Hegel, era «el asilo seguro» (Asthetik, ed. por Fr. Bassenge, BerHn 1955, 1084), sin el cual el hombre no puede soportar la indiferencia de este mun­ do. Pero tras la muerte de la religión no ha vuelto a ofrecerse ningún sustituto válido ni en la ideología del hombre liberado ra en la del progreso desenfrenado de las ciencias de la naturaleza. Éste es un problema de cuya gravedad da fe el desconcierto de los políticos, filósofos y humanistas, por no hablar de los teólogos, y que se expre­ sa con tanta más urgencia en los textos de los poetas. El hombre sin atributos de Musil —que por su origen es también un representante de la rama técnico-matemática de la civilización— sueña con un Dios que todavía no ha estado nunca en la Tierra, sino que «aún ha de venir» y que sólo seguirá siendo una lejana utopía social mientras la sociedad se niegue, por mor de un supuesto realismo, a «allanarle algo más el camino de lo hecho hasta ahora» (GW, 1. c., vol. 3, 1022). Se puede decir que las grandes novelas de crítica de la sociedad de Hermann Broch, y me refiero sobre todo a Die Schlafwandíer [Los sonámbulos], no tratan de otro tema más que de la articulación de este problema a base de fantasías de retorno a la santidad y la religión. Quien quisiera caracterizar la literatura actual desde este punto de vista se toparía en todas partes con este fenómeno de retomo de lo reprimido, sin escapar de ello la teología, negativa o positiva, del «nuevo intimismo». Pero regresemos al libro de Richter. Probablemente querrán sa­ ber si se pueden deducir de su tesis global un par de aplicaciones referibles a nuestra situación. Pues bien, les presentaré las que, se­ gún mi opinión personal, son más importantes. La primera conse­ cuencia de la represión del sentimiento de dependencia es también la pérdida de la comunidad humana y del sentimiento de solidaridad y pertenencia a un mismo grupo. Norbert Elias ya mostró cómo con la caída de las grandes religiones —es decir, con la caída de una unanimidad del sentimiento religioso— se extendió un egocentrismo e individualismo que creyó que el poder divino habría de disolverse en favor del sujeto individual en lugar de en favor de la sociedad humana. Si el sujeto humano representa en sí mismo el poder de la totalidad, entonces sobra el elemento complementario que pueda aportar el otro. «Y así, cada uno se tomó de algún modo su propio Dios. La tradición monoteísta se prolongó en esa autodivinización del 58

Yo individual». (Richter, 1. c., 35), como expresa con resonancias lúgubres el Lied Neuer Mut del Winterreise [Viaje de invierno] de MüUer/Schubert: jAdéntremonos alegremente en el mundo contra viento y marea!

¡Puesto que no hay Dios en el cielo, nosotros mismos seremos dioses! Heinrich Heine también revisó críticamente las excesivas exi­ gencias de la razón revolucionaria en el contexto de una dolorosa discusión con las fantasías de autodivinización y omnipotencia de sus amigos y compañeros adeptos de Saint-Simon y, a este fin, escogió para sus últimos escritos el lenguaje del sentimiento de dependencia religiosa. Seguramente no es producto del azar el que «muchos miem­ bros del movimiento estudiantil de hace una década procedan [hoy] a una nostálgica meditación sobre el pasado», cuya tristeza parece nacer del hecho de que «parece difícil volver a levantar una utopía semejante» (1. c., 74). Con esto hemos tocado otro punto que me parece importante: la relación de la Modernidad con los fenómenos del sentimiento, el sufrimiento y la deficiencia. Richter distingue entre varios tipos de reacción, o lo que es lo mismo, de represión. A uno de ellos lo deno­ mina behaviorista y tendría tendencia a «salvar la ilusión de la omni­ potencia sacrificando el mundo interior» (75 ss.), es decir, sacrifican­ do aquel pensamiento que utiliza categorías de la subjetividad y que ya sólo se experimenta como un obstáculo sentimental en el camino hacia el control planetario total de un mundo exterior bien coordina­ do, en el que no hay nada que recuerde ya la existencia de un Yo que sufre y que siente. En la Francia actual está ocurriendo algo muy similar con eso que Foucault denomina un «pensamiento del exte­ rior», es decir, un pensamiento que ya sólo aparece en expresiones del comportamiento y en funciones, sin tener un sujeto que se com­ porte o funcione. «Se trata del colmo de la negación de la angustia y la debilidad. Ya sólo los exabruptos hostiles contra los ‘ mentalistas’, que conceden una importancia central a la investigación del mundo interno psíquico y espiritual, revelan todavía entre los representantes del ‘behaviorismo radical’, como por ejemplo SKiNNER, la tensión pro­ vocada por el empeño en convencerse de que sólo es real la parte externa de la vida» (78). Se podría decir algo análogo de la agresivi­ dad de las diatribas de Foucault contra un «corazón que grita y que siente» y de su aplauso teórico contra la supresión positiva del mismo «por medio del mundo técnico-científico, que en definitiva es nuestro mundo real» (Entrevista con M. Chapsal, mayo 66). 59

Para Richter, el segundo tipo de represión actúa en lo que él denomina el fracaso de la lógica de la cabeza frente a la lógica del corazón (80 ss.). A fin de escapar al insoportable sentimiento de pa­ sividad y de constituirse en una fuerza capaz de actuar y dominar el mundo igual que Dios, fue necesario liberarse de los denominados impulsos y sentimientos sensible-afectivos, imputados al cuerpo. «La huida de esta insoportable pasividad», escribe Richter, «hacia la im­ periosidad de una actividad radical, de la impotencia infantil hacia la ilusión de la omnipotencia y omnisciencia divinas, condujo al aisla­ miento del Yo pensante y calculador respecto al cuerpo, lo que más tarde posibilitó, en tanto que premisa del espíritu, la moderna medi­ cina técnico-científico-natural. La primera condición fue el esfuerzo del Yo por ‘reificar’ al cuerpo. El Yo emprendió la tarea de contem­ plar y analizar el cuerpo como una forma externa similar a los demás objetos del entorno natural» (81-2). En la metafórica oposición entre corazón y entendimiento sólo queda cargado positivamente un polo: el otro se vacía de su carga bajo las miradas analíticas —en sentido literal bajo las miradas disolventes— del polo contrario. Es en este contexto en el que tiene su papel lo que Richter denomina «desdo­ blamiento del sentimiento, privación de emancipación para la mujer, represión de todo lo humano» (98 ss.). En su opinión, dicho desdo­ blamiento no sólo se consuma en la economía psíquica de cada hom­ bre singular.; sino también en el reparto de las funciones emotivas según los sexos, es decir, según se trate de hombre o mujer. La parte sensible del hombre, redescubierta sólo gracias a Rousseau y al Ro­ manticismo, se desdobla, analiza y reprime de modo real y social en la mujer (99). Este autodesdoblamiento puede describirse de la siguiente manera: [El hombre} atribuyó al varón lo que quena llegar a ser. Y aque­ llo que no quería ser, o al menos era un lado indeseable que deseaba reprimir.; se lo atribuyó a la mujer Pero lo cierto es que si los varones pudieron conformar la civilización de la época moderna recurriendo solamente a su comportamiento experimen­ tador, dominante y megalómano, fue porque las mujeres les aho­ rraron las dudas sobre ellos mismos, la conciencia de su peque­ nez y el sufrimiento. Durante mucho tiempo se alimentó la ilusión de que, gracias a ese desdoblamiento, los varones tendrían la posibilidad de crear una civilización humana superior para bien de toda la sociedad. Hoy, nos vemos obligados a valorar esta evolución precisamente a la inversa: si las mujeres no hubieran salvaguardado, dentro de sus posiciones suboidinadas y secun­ darias, el elemento emocional como medida de la posición de los seres humanos en el mundo y de los principios de una vida 60

humana en común, las escapadas de la megalomanía masculina habrían desembocado en el naufragio general. Y así, se forma la imagen paradójica de que esos valores reprimidos y despre­ ciados durante trescientos años resultan ser hoy precisamente los únicos que demuestran ser capaces de una salvación y recu­ peración de la sociedad (99). Finalmente, un efecto especialmente fatídico del desdoblamien­ to del Yo y las fantasías de omnipotencia es lo que Richter llama «la enfermedad de no poder sufrir» (127-9 ss.). En su opinión, se trata de la otra cara de la tendencia a la omnipotencia narcisista, pues este fantasma sólo funciona bajo el supuesto de que, una vez que el sujeto se libera de la tutela de los padres y de Dios y controla racionalmente el mundo externo, tenga motivos para alimentar tam­ bién la esperanza de poder escapar a la dolorosa presión de su de­ pendencia, fragilidad, mortalidad, vulnerabilidad, etc., en resumen, de todo aquello que le recuerda desagradablemente que él no es el fundamento de su propio ser. Son corrientes las siguientes técnicas para intentar evitar el su­ frimiento: 1. Se intenta aniquilar el sufrimiento, considerándolo un mal causado desde fuera, a base de luchar contra su malvado causante exterior (aniquilación del sufrimiento). . 2. Se sigue una estrategia consistente en evitar y negar el sufrimiento (huida ante el sufrimiento). 3. Se intenta estar por encima del sufrimiento, superándo­ lo de manera heroica (desprecio del sufrimiento) (129-30). Freud analizó el primer modelo de reacción, el de la aniquila­ ción del sufrimiento (en Triebe und Triebschicksale y Die Vemeinung). Consiste en una economía del reparto de placeres y disgustos entre personas o grupos distintos: lo que me causa disgusto procede de grupos enemigos que se encuentran fuera de mí y a los que tengo que combatir; es un procedimiento ya acreditado bajo la forma del racismo y la xenofobia e incluso bajo la concepción medieval del chi­ vo expiatorio. Pero tal vez Richter tenga razón cuando relaciona con esto el lema estudiantil «destruye lo que te destruye», puesto que está al servicio de un alivio o una descarga proyectiva y pretende evitar la posibilidad de elaborar internamente la «propia destrucción o ame­ naza de destrucción». Dicho de otro modo, todo aquel que espere escapar a la amenaza de destrucción por medio de la proyección de una imagen enemiga se encontrará en un callejón sin salida: si con­ seguimos destruir verdaderamente al enemigo, entonces faltará el ele­

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mentó de proyección en el que descargar el disgusto recibido y por lo tanto nos destruiremos nosotros mismos ante la constatación dolorosa del propio vacío; si por el contrario, el enemigo sigue estando con vida, también nos alcanzará la destrucción.1 Está claro que precisamente en Alemania existe una marcada tendencia a este tipo de rechazo del sufrimiento por medio de una proyección. Según Richter, en ningún otro lugar de la civilización oc­ cidental se han vinculado con tanta intensidad programas de tipo na­ cionalista con fantasías de redención del mundo que pretendían bo­ rrar de la faz de la tierra la era de la «pecaminosidad consumada». Tras el «judaismo mundial» es al «comunismo mundial» al que le toca asumir el papel de chivo de proyección: su eliminación debería acabar de un solo golpe con toda la miseria de la tierra (134-5). Ultimamente vuelven a resonar «utopías de selección humana» en la línea de Nietzsche y del darwinismo social, que pretenden expulsar un «patrimonio inferior» en su calidad de portador proyectivo de ma­ les. El etólogo y premio Nobel Konrad Lorenz previene en su obra Acht Todsünden der zivilisierten Menschheil [Los ocho pecados capita­ les de la civilización humana] (Munich 1973) del peligro de un «apo­ calipsis» debido a la «degeneración genética» y sobre todo a «los pa­ rásitos sociales», entre los que también cuenta a «innumerables adolescentes hostiles a la sociedad actual y por lo mismo a sus pro­ pios padres» (1. c., 138 s.). El segundo modelo de reacción era la negación del sufrimiento, por medio, por ejemplo, de una «simula­ ción histérica» (155 ss.). Richter inscribe en este grupo a la «cultura del party, la función compensatoria de la terapia y los grupos de auto­ defensa». Se trata de distintas maneras de mantener invisible un su­ frimiento que resulta chocante y repulsivo y priva del éxito en la vida pública, por lo que hay que disimularlo y no pretender tratarlo, es decir, buscar su origen, sino simplemente eliminarlo como tal La cultura del party se basa en un convencionalismo según el cual no se deben plantear preguntas substanciales. En esas fiestas no se sue­ le contestar a la pregunta «how do you do» con la descripción de un mortal sufrimiento de mal gusto. Un comportamiento semejante «sería mal visto porque provoca angustia» (157). Algo similar ocurre en el campo de la psiquiatría y la psicoterapia, que vuelven a poner en funcionamiento un alma deformada por el sufrimiento y fuera de servicio hasta que es capaz de volver a mostrarse en el Estado buro­ crático o en la sociedad del «manténgase en forma» sin rastro

1. 0, como lo formula Leszeck Kolakowski en el discurso pronunciado con oca­ sión del Premio de la Paz (Ffm. 1977): «Decir que hay que pagar odio con odio quiere decir que para vencer en una lucha justa hay que perder primero los motivos que avalaban la justificación de ia propia lucha» (49).

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de «estar marcada por el sufrimiento». Richter define muy acertada­ mente esta reacción defensiva institucionalizada como un «analfabe­ tismo emocional» (159), haciendo hincapié en el hecho de que no sólo es posible estupidizarse e inculturizarse en el terreno de lo inte­ lectual, sino también en el de lo emocional. Pero más importante todavía es la forma de represión que Rich­ ter define como «aplacamiento por medio de una satisfacción sustitu­ tiva» (166 ss.) y que apunta al sedamiento en lugar de al tratamiento. (Yo mismo he intentado encontrar aquí un motivo que explique el atractivo ejercido por algunas lecturas de obras francesas de la últi­ ma ola, por ejemplo, el Anti-Edipo, sobre una parte de la juventud intelectual...)2. El mundillo de la droga y el alcohol pertenecen a este ámbito en la misma medida que la publicidad de jabones y desodo­ rantes que promete rostros armónicos y seguros de sí mismos para los que usen esos generadores de bienestar a la venta en el mercado. También pertenece a este ámbito la sobrecompensación de la hostili­ dad al sexo por medio del culto al sexo. Según Richter «el hecho de que últimamente estemos asistiendo a un desbordamiento del cul­ to al sexo y la pornografía, que simplemente pretende reprimir una desesperación insoportable, habla en favor del aumento de ese sufri­ miento latente escondido en las capas emocionales más profundas. Debido a la causa de enfermedad que es el tabú sociocultural del sexo, ha nacido en los últimos tiempos el culto al sexo a modo de síntoma de enfermedad social de primer orden. El problema de la represión patógena de los instintos se ha convertido ahora en el pro­ blema de una hiperactividad patológica de los instintos, que remite claramente al mecanismo de formación sustitutiva descrito por SCHELER. La ética sexual, explotada industrialmentc, constituye por tanto uno de los termómetros con los que se puede medir cuál es el grado de sufrimiento soterrado que hay que alcafar para sentir la necesi­ dad de un aplacamiento compensatorio a través de una ‘factible’ sa­ tisfacción sustitutiva» (170). Llegado a este punto, interrumpo mi resumen sobre el complejo de Dios de Richter dejando sin desarrollar el tercer modelo de reac­ ción: el desprecio pseudo-heroico dei sufrimiento por medio de un «no-hablar-de-ello» (muerte callada, sin palabras, a veces incluso fa­ cilitada por los psicofármacos, estoicismo del «entrénate-mientras-vives» y orientación según el ideal del «sobre-todo-que-no-se-note»). En la actualidad, un movimiento de apartamiento del sufrimiento sólo po­ dría tener éxito, según opina Richter, si también se pudiera eliminar efectivamente el motivo que provoca tal retirada. 2. Schmerzbeláubung oder: Die Welt ais Wunsck und Repraseniation (...), en ei diario Frankfurter Rundschau del 12 de enero de 1980, n° 10, p. 19.

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Pero la dependencia e impotencia infantiles, de las que el salto dentro de la fantasía de la omnipotencia debería habernos saca­ do para siempre, siguió habitando en nuestro interior. Hoy sigue siendo el reverso reprimido, la identidad negativa soterrada de nuestra civilización. Su fijación es el precio pagado por esa co­ rrupta pretensión de autocerteza y omnipotencia, semejantes a las divinas, que ha guiado nuestra conciencia en los últimos si­ glos. Lo más característico del complejo de impotencia/omnipo­ tencia aquí descrito y también titulado «complejo de Dios», es que la dependencia y debilidad infantiles de la Edad Media siguen existiendo en los subterráneos del inconsciente y que la tarea del futuro debe consistir en tornarlas conscientes y conci­ liarias con esa imagen de sí, creada a base de fantasías megaló­ manas de sobrecompensación, que ha determinado unilateral­ mente hasta ahora la evolución de nuestra civilización. Sin dicha conciliación no se ve camino alguno por el que nuestra civilización pueda salir de esas oposiciones absolutas, y hasta ahora irreconciliables, de las que se ha hablado más arriba: nos quedaríamos detenidos para siempre en la insuperada polarización entre actividad y pasividad, entre una potencia que no sufre y un sufrimiento impotente, en definitiva, entre el infinito y la nada (191-2), Ya dije que en la literatura, desde el principio de la Edad Mo­ derna, y con mucha mayor intensidad desde el Romanticismo (en el que el proceso de legitimación de la Modernidad también se en­ cuentra en trance de revisión), se fue preparando el retorno del ele­ mento z'eprimido; en efecto, el desdoblamiento del Yo (en actividadpasividad, entendimiento-corazón, hombre-mujer) se extiende también a la división del trabajo entre un discurso poético y un discwso racio­ nal, siendo el primero el abogado de los problemas existenciales, y el segundo el defensor de las raíces tecnológicas de nuestro conoci­ miento. Esto explica el curioso papel de Cenicienta adjudicado a la literatura en el mundo positivista de las luces (nadie que se precie repetirá el balbuceo infantil y sin sentido de los escritores); pero, por otra parte, no se puede hablar del papel de Cenicienta sin tener en cuenta ese mágico encantamiento que nos descubre bajo la aparien­ cia de esa muchacha humillada, explotada y esclavizada, la más her­ mosa y amable de las reinas. En una palabra: la literatura divulga y combate el carácter sobrecompensatorio que se esconde bajo la aspiración de racionalismo de la Edad Moderna. Y sólo hasta donde esto sea cierto tenemos un motivo y un fundamento, en tanto que teóricos de la literatura, para ocuparnos de este tipo de ideas psicosociológicas. Puesto que desde hace doscientos años y con un empe­ 64

ño que difícilmente se encuentra en otros temas, la literatura clama por una «Nueva Mitología», aunque no siempre se diga con estas pa­ labras, eso demuestra, a mi entender, que tal cuestión goza ya de una evidencia psicosocial: dice algo sobre el clima que reina en nues­ tros corazones en la era de la técnica. El deseo de Dios, desterrado de la ruinosa fortaleza de la teología y las ciencias de la religión, regresa bajo la forma de un elemento reprimido en los informes mé­ dicos extendidos por los denominados «médicos de almas» (que, como su propio nombre indica, se ocupan de algo que, sin embargo, por lo visto ya no existe en absoluto: las «almas»), y no resulta nada sor­ prendente que sea precisamente un colega del ámbito de la socioterapia el que amplié nuestra perspectiva en lo tocante a temas que también nos encontramos en la filosofía y la literatura. Me he detenido mucho tiempo explicando el complejo de Dios de Horst Eberhard Richter, y sin embargo su obra no es en absoluto la única sobre el tema en estos últimos tiempos, ni tampoco la única que defiende la tesis expuesta. Después de todo, detrás de éste y otros trabajos similares se encontrará siempre el clásico estudio de Horkheimer y Adorno (Dialektik der Aufklamng), que demuestra la transformación de las Luces en terror, del dominio sobre la naturale­ za, al servicio de la humanidad, en el «dominio sobre la naturaleza que se encuentra en el hombre»3 mismo, al servicio de las máqui­ nas, la burocracia y los aparatos («dispositivos»), ahora autónomos. Todos los trabajos posteriores a la Segunda Guerra Mundial que ha­ yan tocado el tema de la crítica del racionalismo o la crítica de los mitos (y por lo tanto, también esta lección), son deudores de dicho intento, ya sea para rechazarlo o para confirmarlo. Pero también existen intentos —de los que quiero hablarles ahora en un segundo resumen— que entienden el trabajo realizado en el mito y por el mito como un trabajo al servicio de la propia razón ilustrada; éste es el punto de vista defendido por Hans Blumenberg en su obra Arbeit am Mythos (Ffm. 1979). Que el propio mito es razón, puesto que consigue mediante la astucia arrancarle un sentido humano a contextos naturales opacos, ya lo habían visto Adorno y Horkheimer y, aunque bajo otra forma, ésta es también la tesis del mitólogo francés Claude Lévi-Strauss. Blumenberg, al que tal vez de­ bamos las investigaciones más importantes (después de Alexandre Koyré) acerca de la genealogía y fenomenología de la Edad Moderna (Die Legitimitat der Neuzeit y Die Genesis der kopemikanischen Welt), ya había defendido en estos trabajos el derecho del hombre a hacer uso de su curiosidad congénita (curiositas) y con ello había tomado

3. Este es el n'tulo de un trabajo de Rudoif zur Lippe.

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claramente partido por la gran tradición ilustrada. Sin embargo, su defensa de la curiosidad teórica es muy distinta de la de la Ilustra­ ción, concretamente en el siguiente punto decisivo: la Ilustración ha rechazado la mitología en nombre de la teoría y el progreso del cono­ cimiento, mientras que Blumenberg reconoce en el pensamiento míti­ co un trabajo que procede de la angustia del hombre en relación con su existencia y supervivencia y que se encuentra, a su vez, al servicio del conocimiento. Ya ven Uds. que volvemos a encontrarnos en el paisaje psicosociológico explorado por Richter: la emancipación respecto al elemen­ to prepotente de los padres —simbolizado por la naturaleza o por Dios—. Pero a diferencia de Richter, Blumenberg defiende el gesto de liberación del hombre que corta el cordón umbilical e intenta uti­ lizar su razón —su razón mítica— simplemente para poder vivir en medio de una naturaleza hostil. Por lo tanto, el status naturalis no es aquí en absoluto una instancia protectora que ampara al hombre (como en Rousseau), sino una trampa que hay que procurar esquivar. Nada más abrir el libro de Blumenberg su lema y la primera frase ya nos evidencian dónde pone especialmente el acento. Dicho lema, extraído de una carta de Kafka a Max Brod (del 7 de agosto de 1920), dice así: «No podían imaginarse lo decisivamente divino suficiente­ mente lejos de ellos, el mundo de los dioses no era en su conjunto más que un simple medio para mantener apartado lo Decisivo de su cuerpo terrestre, a fin de obtener el aire suficiente para respirar como hombres» (1. c., 9). Y la primera frase de la obra dice así: Porque, seguramente fatigados de ese éxito, el dominio de la realidad les debió parecer a los hombres un sueño ya acabado y que no había merecido la pena ser soñado. Resulta demasia­ do fácil cultivar la fatiga y el malestar cuando se dan por so­ breentendidas y no se les presta importancia a las condiciones bajo las cuales la vida ya no experimenta su estrechez más que en problemas marginales. [Paréntesis: ¿acaso los problemas eco­ lógicos son marginales sólo porque todavía no ha sentido todo el mundo su violencia asesina?] Las culturas que aún no han alcanzado el dominio sobre su realidad siguen soñando ese sueño y estarían dispuestas a arrancarle su realización a aquellos que ya creen haber despertado del sueño (1. c., 9). Está claro de qué trata el texto: la propia fatiga ante las conse­ cuencias del dominio de la naturaleza es un artículo de lujo de la humanidad civilizada que nada en medio de la sobreabundancia de bienes de consumo y de la industria alimenticia, mientras el Tercer Mundo sigue sintiendo un ansia muy real por realizar ese sueño y 66

nos arrancará algún día el conocimiento técnico necesario para ese dominio. Pero peor que este problema con la técnica es lo que Blumenberg denomina el «absolutismo de la realidad». Este concepto «significa que el hombre no tenía en absoluto a su disposición las condiciones de su existencia y, lo que es más grave, simplemente no creía tenerlas. Tarde o temprano debió explicarse este estado de co­ sas, esta permanente superioridad del Otro, admitiendo la existencia de un poder superior», es decir, desarrollando una concepción del mundo de tipo mítico-teológica (9). Pero esta concepción del mundo, prosigue Blumenberg, no estaba en absoluto al servicio de una inter­ pretación sumisa del «sentimiento de dependencia absoluta», sino que sirvió para romper con esa dependencia aunque sólo fuera de mane­ ra mítico-imaginaria. Para poder encontrar una salida de tipo evoluti­ vo se precisan unos puntos de orientación fundamentales: hay que distinguir entre un Arriba y un Abajo, entre Util e Inútil, entre Fuera (la caza) y Dentro (el ámbito de la madre), en resumen, se precisan gran cantidad de diferenciaciones que ofrezcan una visión de conjun­ to y sin las cuales el ser humano no estaría a la altura de las exigen­ cias de rendimiento que exige la supervivencia (en las libres extensio­ nes de la sabana). Así pues, detrás de todo esto se esconde el temor, la angustia, y esta angustia nace de una falta de protección, de una deficiente dotación natural del hombre, porque en efecto, como dice Herder, el hombre es ese animal abandonado por la naturaleza a la libertad, es decir a la indeterminación. Y el que se encuentra aban­ donado en lo indeterminado tiene que hacer frente en todas partes a lo indeterminado, es decir, su horizonte está siempre rodeado por la amenaza del peligro. Por eso, la empresa más necesaria para la supervivencia consiste en adelantarse correctamente a lo por venir con ayuda de experiencias recurrentes, o lo que es lo mismo, preve­ nirse de ello por sí acaso, desarrollar una facultad de calcular los hechos sin la cual el «animal no fijado» no tendría un minuto de tranquilidad. Esta es la base de los mitos y del comportamiento cien­ tífico. Según Blumenberg, resulta superficial querer ver en la ciencia una liberación respecto al mito: la ciencia es más bien un instrumen­ to al servicio de la supervivencia y la adaptación a un espacio vital (un biotopo) que se transforma con celeridad, aunque sea ciertamen­ te un instrumento más efectivo que ese mítico orden del mundo que se resguarda en el ámbito de lo imaginario (aunque no se limite a esto). «Hasta la teoría tardía», continúa Blumenberg, «presenta toda­ vía conjuntos de afirmaciones [de una evidente naturaleza mítica], que sólo perviven en virtud de su irrefutabilidad y que se agrupan en torno a un núcleo de necesario realismo, el de esas otras afirma­ ciones cuya refutación resultaría fatal. A partir de este realismo, ape­ nas se comprende todavía lo que, en el mejor de los casos, parece 67

un residuo de lo no refutado todavía o presenta el carácter de indife­ rencia de lo irrefutable. A fin de poderse afirmar a lo largo de los siglos frente a esa realidad prepotente, se impusieron relatos que no podían ser refutados por la realidad»: se trata de los mitos y las expli­ caciones científicas de la naturaleza, nacidos de una misma causa genealógica ya sea simultánea o sucesivamente (13). Así pues, el comportamiento universal técnico y racional goza de un legado mítico que ni siquiera la ciencia puede revocar: «Ocu­ par el último horizonte como si se tratara del ‘confín mítico del mun­ do’ es sólo una manera de acaparar por adelantado los orígenes y degeneraciones de lo no familiar. El homo pictor no fue sólo un crea­ dor de pinturas rupestres con determinados fines mágicos para fa­ vorecer la caza, sino un ser que intentaba compensar astutamente la falta de seguridad de su mundo por medio de la proyección de imágenes» (14). Para que la vuelta a un estado mítico primitivo pudiera conver­ tirse en una fantasía atractiva (de tipo rousseauniano-sentimental), tuvo que ocurrir algo que sólo puede explicarse por el olvido y la distan­ cia. Blumenberg denomina este algo el «trabajo en el mito» o «del mito» (Arbeü am Mythos) (15) en evidente analogía con la «elabora­ ción secundaria» de la que habla Freud, es decir, la reconstrucción por parte del sueño o la interpretación del sueño de los fenómenos inconscientes llevada a cabo en y para la conciencia: es la deforma­ ción de las imágenes a través de la reflexión. El «trabajo del mito», en tanto que proceso secundario, nos induce a olvidar que, en ori­ gen, el mito estaba al servicio del dominio de la naturaleza y la libe­ ración frente a la incertidumbre y las amenazas de la muerte, y que, en su calidad de espíritu del conocimiento científico, sigue estándolo todavía. En efecto, en origen no se adoraba a las fuerzas superiores por amor, sino por temor (como indica el significado originario de las expresiones en relación con el temor de Dios: el alemán Ehr-furcht, el latín venerado, el griego aidós, etc.); según Blumenberg, la mitolo­ gía es un procedimiento complejo que sirve para mantener esas fuer­ zas lo más alejadas posible de nosotros y el politeísmo hasta las plu­ raliza a fin de relativizar su poder, las complica en un proceso de «reparto arcaico del poder», en conflictos mutuos, tal y como pode­ mos leer plásticamente en las epopeyas homéricas, y todo esto, única y exclusivamente debido al deseo, inspirado por el instinto de super­ vivencia, de debilitar el poder omnímodo y el absolutismo de la reali­ dad por medio de la pluralización y la competencia entre fuerzas. Otras formas de división de poderes son el tabú y la sanción. Si exis­ te lo sagrado (el Mana, Orenda, Manitú o Wakanda) como ese «matiz general de hostilidad indeterminada que flotaba en el mundo desde el origen» (20), entonces hay que domesticarlo, hacerlo estallar en

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reservas, enclaves, templos, leyes y cultos especiales y multiplicarlo a fin de poder respirar en medio del difícil entendimiento con los poderes que escapan a nuestro dominio. El afecto religioso originario, que reconoce temblando lo sagrado, se diferencia igualmente: prepa­ ra actos de adaptación de las exigencias y los resultados y glorifica más a la anticipación que tiene éxito que a la que fracasa (27), etc. Pero en cada caso se trata de la interpretación mítica del universo y de la diferenciación del poder supremo en una gran cantidad de poderes aislados y limitados que se puede inducir a un mutuo en­ frentamiento o, también, de la diferenciación en modos y cualidades de un poder que, desde ese momento, ya no es «eso Otro» neutro, sino que se presenta bajo la forma personal de «el Otro» (28). Esta transposición del anonimato «de la supremacía del Otro» (28) a la supremacía de otro Yo, de un «Yo-También» (1. c.), es en opinión de Blumenberg el auténtico logro mítico, que no hace sino seguir desa­ rrollándose en la rama técnica del conocimiento. No quiero seguir extendiéndome en la exposición de un libro que sin duda alguna se cuenta entre las grandes obras maestras cul­ turales de nuestros días y por lo tanto merece una lectura en profun­ didad. En lugar de ello, prefiero mostrarles el lugar en el que el in­ tento de Blumenberg, a pesar de todas las diferencias, se aproxima a la intención del de Richter. Si éste último desvela el ademán com­ pensatorio que se esconde en la aspiración de conocimiento de la racionalidad, el primero [es decir, Blumenberg] parece defender la racionalización. En realidad, Blumenberg no se opone propiamente a la ciencia, sino a una determinada y poderosa autointerpretación de la ciencia según la cual ella es el ámbito en donde se produce la emancipación y superación del mito. Resulta peligroso entender que el curso de las cosas en la di­ rección del mito al logos4, fuera un avance, porque con ello pa­ rece como si quisiéramos asegurarnos de que en algún momen­ to remoto del pasado ya tuvo lugar un irreversible salto hacia adelante que dejó hecho lo esencial, de manera que después ya sólo restaba seguir dando pasos en la misma dirección. Pero, ¿tuvo lugar verdaderamente un salto entre aquel «mito» que ha­ bía dicho que la Tierra reposa sobre el océano o que emerge de él, y ese «logos» que había traducido esa imagen a una fór­ mula universal, infinitamente más gris, según la cual todo viene del agua y en consecuencia se compone de ella? Como las fór­ mulas son comparables perfectamente, alimentan la ficción de

4. Así se titula un trabajo muy conocido de Wilhelm Nestle.

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que en realidad tratan de los mismos intereses y lo único que varía son los medios a que recurren. El mito apenas había definido los objetos del filósofo, pero sí el nivel de resultados por debajo del cual éste no podía volver a caer. Independientemente de su amor o su desprecio por el mito, el filósofo tenía que responder a las exigencias impuestas por él (impuestas en el sentido de que éste ya las había satisfe­ cho por su parte). Superar este nivel tal vez fuera asunto de otras normas que la teoría debía de producir de manera inma­ nente con ayuda de sus éxitos reales o supuestos, por poco que fuera capaz de moderar las expectativas. Pero, ya antes, la épo­ ca postmítica se encuentra obligada a producir, lo que ya había querido producir, o al menos simulado querer producir, la épo­ ca anterior. La teoría ve en el mito un conjunto de respuestas a preguntas, como lo es ella misma o al menos querría serlo. Esto le obliga a reconocer las preguntas desde el momento en que rechaza las respuestas. De este modo, las interpretaciones erróneas que cada época achaca a la precedente se convierten para la teoría en la base para comprender el asunto desde una perspectiva correcta corrigiendo los errores. «Ocupando de otra manera» lugares idénticos del sistema, la teoría evita, o al menos intenta evitar, que la mirada de los contemporá­ neos se dirija nostálgicamente hacia los dioses del Egipto abandonado (34).

Esto quiere decir que una racionalidad incapaz de satisfacer la elemental aspiración del hombre a interpretar y encontrarle im sen­ tido a las cosas (o que, para cumplir con dicha aspiración, se defor­ ma a sí misma convirtiéndose en una ideología mitomórfica, como el pensamiento tecnológico del progreso), esto es, una forma seme­ jante de la razón analítica, permanece vulnerable frente a las con­ quistas del terreno de la necesidad, a las que Blumenberg da el nom­ bre de «remitificación», considerándolas «alarmantes». Naturalmente, la alarma viene menos del elemento neo-mítico que de la formación de una praxis científica que se olvida del mito y cuyo fracaso es en verdad el único responsable de que haya vuelto a resurgir con tanta fuerza el deseo de mitos. Pero volver a levantar el mito significa traer a la memoria la situación inicial en la que, según parece, el hombre sigue encontrándose; el hombre necesita una justificación frente a lo desconocido/lo otro y una garantía para el camino que le queda por recorrer. Si sólo se presentara como una progresión vacía en el camino del conocimiento de los hechos, la ciencia perdería —en el sentido vivido del término— todo su atractivo y hasta se haría inso­ 70

portable; nadie querría dedicarse a ella de buen grado5 y mucho menos si su trabajo con el mito tuviera como resultado entregar al hombre en manos del poder de lo anónimo, un poder que amenaza esta vez por el lado de lo instrumental mismo. Entonces ¿qué debe suceder ahora con el antiguo mito? Según Blumenberg, hay que «llevarlo a su final», de la misma manera que el «dios venidero» en cierto sentido consuma o incluso supera la mi­ tología, pero no se limita a extirparla ni a eliminarla.6 Si en la pro­ pia producción mítica de fantasía ya se encerraba un motivo de distanciamiento frente a la supremacía del Otro, y se quería mantener ese motivo, entonces ía denominada formación racional del espíritu humano no debe abandonarse a una «indolente seguridad» (58) y al mismo tiempo, por el hecho de criticar el mito, considerar insigni­ ficante el objeto al que se enfrentó dicho mito. «Sólo en el caso de que [el mito] hubiera dado de sí todo lo que podía, habrían rebasado su tiempo las fuerzas de su origen» (1. c.) Sería un fatal error cele­ brar su superación antes de que la humanidad haya entrado en el «reino de la libertad», que se imagina como un mundo en el que el trato con los demás y con ia naturaleza está libre de toda angustia. Blumenberg remite a este respecto con mucho énfasis a la postura de Epicuro frente a los dioses: según él, los dioses habitan en una suerte de «intermundos»; están ahí, pero viven en perfecta y feliz in­ diferencia respecto a los hombres, quienes, aunque ya no los necesitan en la vida real, si no quieren sin embargo perder su dicha, tienen que conservar siempre ante la vista el recuerdo de lo superado. En este sentido, Epicuro se distingue de los ateos, los cuales en lugar de defi­ nirse independientemente de los dioses, se definen contra los dioses. [Porque] una conciencia libre de miedo y de esperanza no es aquí ninguna pura evidencia, sino que conserva todavía la hue­ lla del proceso de su propia conquista y afirmación y de la ne­ gación de aquello que fue superado por medio de una fingida privación de poder. Es precisamente por esto por lo que la filo­ sofía de Epicuro no pudo adoptar la forma de un ateísmo cate­ górico. La ausencia de dioses en el cosmos gana, debido al 5. Esto es lo que Robert Musil denomina en su tesis doctoral (Beitrag zar Beurteilung der Lehren Macfis, Berlín 1908, reimpresión Reinbek 1980) «la comprensión económica» (12 ss.}: la reducción del conocimiento científico a sus resultados en el campo de la adaptación y la conservación de la vida e.n el seno de unas condiciones vitales en constante transformación. 6. Hans Blumenberg, Wirklichlceilsbegnff und Wirklichkeitspotential des Mythos, en: Terror und Spiel. Probleme der Mythenrezeption, ed. por Maniréd Fuhrmann {Poetik und Hermeneutik IV), Munich 1971, 11-66, aquí: 58. (Las siguientes indicaciones de página se refieren a este texto.)

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destierro de éstos fuera del cosmos, una seguridad comparable en su procedimiento a la de una representación de la cosmogo­ nía por medio de la atomística. En el mito de los dioses ociosos se tematiza la exclusión de los motivos metafísicos de la absolu­ ta incertidumbre y dependencia del hombre: lo que pertenece a la realidad del mundo permanece neutral frente al hombre (1. c., 61). Por lo tanto, existe —también y precisamente bajo las condicio­ nes de una autocomprensión filosófica y, más tarde, científica— algo que Blumemberg llama «el núcleo mítico digno de ser salvado» (1. c., 62), esto es, su poder para otorgarle al hombre aire para respirar, para librarlo no ya de la omnipotencia de la naturaleza, sino de la aflicción provocada por la angustia que siente ante ese poder. [Y] la distancia respecto a toda supremacía sólo puede alcan­ zarse en el pensamiento, pues en la naturaleza el poder de to­ dos los seres frente a todos los demás está limitado, todo tiene [como en el cielo de los dioses griegos] su finita potestas. Los dioses —y en este sentido el mito ha sido pensado en su inver­ sión hasta el final y al mismo tiempo se ha convertido en la antítesis potencial de toda teología especulativa— han sido pri­ vados de todo poder o, lo que es más, su beatitud se deduce y se explica por su impotencia. Precisamente porque nada exige que se crea en ellos, se espere de ellos o se les tema, se libran de tener que sufrir de nuevo la indiferencia humana (1. c., 63). Esta limitación que impone la filosofía de Epicuro —es decir al término de la Antigüedad— sobre la supremacía del Otro, es des­ de luego una frágil creación de la fantasía. Sigue existiendo un resto de necesidad adherido a la mitología que convierte los discursos so­ bre eí «fin del mito» en otro mito. La victoria que celebra la mitología —y el mito llevado a su final— sólo se mantiene mientras está presen­ te la conciencia de «haber avanzado mucho» y esto quiere decir, mien­ tras el propio mito sigue presente como un poder que ha hecho uso de la razón humana y le ha abierto el camino. Si la mitología conside­ ra —en una fantasía de omnipotencia narcisista— que no tiene origen y es autónoma, cae en el extremo opuesto y se convierte de nuevo en aquello de lo que huía: en algo movido por una necesidad ajena, en algo abandonado a su propio poder como a un otro anónimo. En este sentido, y precisamente con la intención de alcanzar la consuma­ ción del mito, el pensamiento mítico sigue presente; si una época lo reprime y desdeña, retorna más tarde en calidad de elemento re­ primido, por ejemplo, como una religión sustitutiva, una ideología 72

tecnológica o bajo la forma corrompida de un «mito del siglo XX»* (64-66). Llegado a este punto me detendré, aunque muy brevemente, en un tercer trabajo sobre filosofía de la cultura con el que pretendo demostrar la actualidad del problema mítico; se trata del ensayo de Leszek Kolakowski La actualidad del mito (París 1972, versión ale­ mana, Munich 1973, 2 a edición corregida 1974). (Incomprensible­ mente este ensayo no ha sido citado ni por Blumenberg ni por Rich­ ter, aunque dudo mucho que no lo hayan utilizado para sus trabajos respectivos.) Kolakowski emplea la noción de «mito» en un sentido más amplio que el usual en las ciencias de la religión y entiende por él un resultado de la búsqueda de coherencia que recurre a rea­ lidades incondicionadas (tales como «ser», «verdad», «valor» [7]), las cuales, consciente o implícitamente, operan en todas las construccio­ nes de nuestra vida intelectual y afectiva aunque sea a la manera de una exigencia (de un postulado). Según Kolakowski los verdaderos mitos religiosos son sólo una «determinada variante o una particulari­ zado n histórica de este fenómeno» (9), que «surge en todas las for­ mas de la comunicación humana (también en nuestra civilización): en las actividades intelectuales, en la creación artística, en el lengua­ je, en la vida en común guiada por valores éticos, en la propia prácti­ ca tecnológica y en la vida sexual» (9). De esta manera, intento detectar la presencia del mito en los ámbitos no míticos de la experiencia y el pensamiento. Por eso no recurro a la confrontación de, por ejemplo, dos bloques he­ terogéneos como ciencia-religión, y ello, no sólo porque los fe­ nómenos religiosos funcionan como instrumento en diversas es­ feras de la existencia colectiva, sino también porque las legitimaciones germinas del esfuerzo científico recurren en reali­ dad al trabajo de la conciencia mítica. Por el mismo motivo, y hasta donde es posible, procuro evitar oposiciones tales como intelecto-intuición, pensamiento-afectividad, etc. Además, intento captar también la categoría así construida dentro de su identidad funcional y genética refiriendo sus va­ riantes diferenciadas a un mismo origen, en concreto a ciertas cualidades constitutivas del ser de la conciencia y sus relacio­ nes con el mundo de la naturaleza. Quería describir el carácter de esta necesidad que da vida constantemente a nuevas inter­ pretaciones del mundo empírico, presentándolo como un lugar

* lección.

N. de los T.: Alusión a la obra de Rosen berg ya mencionada en la primera

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de destierro o como una etapa del retorno hacia el ser incondicionado. En este sentido, y siempre que esta afirmación no pa­ rezca demasiado ambiciosa, esto trata de ser una serie de co­ mentarios a los textos clásicos de nuestra cultura: el libro VII de la República de Platón, el tercer capítulo del Génesis o el segun­ do diálogo del Bhagavadgita (9-10, las cursivas son mías [M. F.]). Con estas ideas, Kolakowski enlaza con una distinción muy usual desde la época romántica, que en él adopta la forma —como en Friedrich Schlegel y Jean-Paul Sartre, por citar sólo a éstos— de una separación entre el espíritu analítico y el espíritu sintético (o metafisico). Analítico quiere decir, literalmente, «disolvente» y se refiere a ese uso de la razón que descompone realidades complejas en sus partes más elementales hasta lograr que se transparente su forma de funcionar, pudiendo domesticar así el entorno físico. Las ciencias (de la naturaleza) son el órgano clásico del espíritu analítico, «una pro­ longación de la rama tecnológica de la civilización. En sentido cientí­ fico, será verdadero lo que tenga posibilidades de aplicación en el terreno de los procedimientos tecnológicos efectivos» (13). Por el con­ trario, las así llamadas cuestiones y convicciones metafísicas son: tecnológicamente infructíferas y por lo tanto no representan ni una parte del esfuerzo analítico ni un componente de las cien­ cias. Como órgano de la cultura son una prolongación de su rama mítica. Conciernen al origen absoluto del mundo de la experiencia; conciernen a las cualidades del ser en tanto que totalidad (a diferencia del objeto); conciernen a la necesidad de los acontecimientos. Pretenden revelar la relatividad del mun­ do de la experiencia e intentan desvelar la realidad incondicionada gracias a la cual la realidad condicionada adquiere un sen­ tido (13, las cursivas son mías [M. F.j). En una palabra: que una cosa esté ahí, que exista, y cómo fun­ cione, son cuestiones absolutamente independientes de la cuestión acerca de si esa cosa puede ser referida a algún sentido que la justifi­ que. Ahora bien, Kolakowski no pretende en absoluto que la razón humana, en su duplicidad (puesto que es analítica y sintética) tenga que oponerle al mundo de los elementos analíticos un mundo real­ mente existente del sentido, la totalidad y la justificación. (Y no es necesario por el mero hecho de que el sentido, entendido como fun­ damento que acredita a un ente, ni siquiera es él mismo, sino que debe ser: tiene el carácter de una exigencia incondicionada, pero nada más.) Y por eso, Kolakowski se limita a decir que nuestra inclinación por la dimensión justificativa del mundo y de la vida, 74

no es ninguna prueba de la presencia de aquello a lo que nos referimos. Pero, sin embargo, lo que [sin duda] sí representa, es la prueba de la necesidad que existe en nuestra cultura de que aquello a lo que se refiere esté presente. Pero esta presencia no puede ser en absoluto objeto de demostración, porque la competencia en cuestión de demostraciones es facultad del en­ tendimiento analítico con orientación tecnológica y no sale nun­ ca de este terreno. La idea de la demostración introducida en la metafísica nace de la confusión entre dos fuentes heterogé­ neas de energía que operan en la relación consciente del hom­ bre con el mundo: la fuente tecnológica y la mítica (13-14; las cursivas son mías [M. F.]). Aunque Kolakowski rechazara esta comparación (en una entre­ vista con Frita J. Raddatz en: Die Zeit, n° 43, 14 de octubre de 1977, 41), ello no impide que lo que él denomina necesidad mítica del hombre guarde cierta relación con el principio de esperanza de Bloch. Tampoco la esperanza tiene una dimensión analítica y su objeto no se torna probable por medio de demostraciones. A una persona es­ peranzada se la puede desanimar, pero no contradecir. La esperanza es simplemente una energía que no se da por satisfecha con lo que está ahí y que, bajo el modo de exigencia incondicionada, le repro­ cha al mundo la falta de algo que debería existir. Se trataría de un estado en el que el sentido justificaría el mundo y la vida. Aquí volvemos a toparnos con un concepto ya utilizado, pero que en las siguientes lecciones usaremos todavía mucho más: el con­ cepto de justificación, de legitimación. La necesidad mítica exige ante todo una legitimación, y la legitimación es algo que el espíritu analíti­ co no puede ni obtener ni desear. Criticar los mitos en nombre del espíritu analítico (es decir: evidenciar su nulidad) viene a ser lo mis­ mo que dividir la razón en dos y devastar una necesidad que, indu­ dablemente, buscará algún otro objetivo sustitutorio al que, a su vez, habrá que juzgar con tanto más escepticismo cuanto más se haya apar­ tado de él la razón analítica dejándolo abandonado a un crecimiento desordenado. Pero lo cierto es que existe una necesidad real de cons­ truir un mundo con sentido, es decir, según un sistema de reglas y valores a partir del cual se puedan aceptar y entender los hechos empíricos no sólo como algo meramente dado y constituido de esta u otra manera, sino también como hechos con un fundamento y una legitimación. El que pretenda anular este ansia de trascendencia no sólo privaría al hombre —en un sentido sentimental— de su «nostal­ gia de infinitud» (que, puesto que es un anhelo que no puede cum­ plirse nunca, tal vez no sea tan envidiable), sino que, lo que es más grave, abandonaría la única instancia en cuyo nombre nos lamenta­ 75

mos del absurdo y la indiferencia del mundo: al hombre ya no le quedaría más remedio que acomodarse sin condiciones a lo que hay, sea lo que sea, es decir, no le restaría sino capitular ante la facticidad y resignarse al sinsentido. Ahora me objetarán Uds. que no es necesaria la inspiración re­ ligiosa, ni por lo tanto ningún valor superior o exterior al mundo, para rebelarse contra el orden establecido. Y tendré que admitirlo, siempre que hablemos de religión en el sentido corriente. Pero creo que sería bastante difícil de explicar por qué nos levantamos cada mañana y comenzamos el día, en lugar de envenenarnos, si tuviéra­ mos que admitir que nos orientamos, nosotros y nuestra voluntad de vivir, según unos valores que perecerán con nosotros y de los que nos sabemos los únicos artífices: «Pues todo placer desea eternidad...» También resultaría insoportable la idea de que esos valores de los que extraemos el ánimo para seguir viviendo (por mucho que tal vez sean insignificantes y lo único que consigan es que prefiramos de jacto la «dulce costumbre de vivir» a «la resolución más dura de mo­ rir», como recordó Rousseau cuando intentó desenmascarar la teolo­ gía escondida en nuestra vida cotidiana), de que, en efecto, esos valo­ res de los que extraemos (por lo común tácita, pero fácticamente) la fuerza de existir, son sólo relativos a los códigos sociales y las nor­ mas escritas de una determinada sociedad con la que están condena­ dos a desaparecer. Bien mirada, tampoco la idea de unos valores comunes a toda la humanidad sabría proporcionarnos mucho con­ suelo, porque en ese caso tendríamos que decirnos que la meta de nuestra vida tiene que perderse en la nada junto con el género huma­ no y en definitiva junto con todo ente físico. Y a lo mejor esto es cierto, es posible que esto sea así. Pero a Kolakowski no le interesa una descripción científica de lo ente ni una interpretación de los he­ chos, sino una articulación de esos deseos que se han preservado dentro de la rama mítica. Su idea es la de que no se puede fundamentar una legitimidad sobre los meros hechos, pero que el hombre es, sin embargo, un ser que no puede existir humanamente sin legitimación y que en sus ansias de fundamentación apela a la trascendencia. Tam­ bién se podría demostrar esta apelación al hombre por medio de un análisis pragmático de la aspiración al carácter vinculante de la acción. Pues, si bien este carácter vinculante se muestra primero y sobre todo en la unanimidad de varios individuos que se reconocen solida­ rios desde el momento en que se autoimponen una obediencia co­ mún a ciertos valores —por ejemplo, la inviolabilidad del ser humano—, sin embargo, este carácter vinculante no puede fundamentarse a partir de la unanimidad (diferencia ya anticipada por la distinción de Rous­ seau entre la «voluntad general» y la «voluntad de todos»). A partir del mero carácter común de una opción de valor no se sigue necesaria­ 76

mente la obligatoriedad de la misma (vid. Kolakowski, ¡ja actualidad del mito, 44). A partir de la demostración por métodos empíricosociológicos de que una comunidad de hombres cree en un mismo valor determinado nunca se puede seguir que tenga necesariamente que creer en él, es decir, que el objeto de esa opción sea verdadera­ mente un valor con carácter vinculante o de obligatoriedad. Es sabido que, cada uno a su manera, tanto Max Weber como Cari Schmitt, Arnold Gehlen y Nijklas Luhmann entrevieron la posibi­ lidad de establecer la legitimación recurriendo a lo que llaman «pro­ cedimientos». La idea de estos pensadores es que la justicia de la aspiración a un valor vinculante es algo que no debe plantearse en una socie­ dad; una cuestión orientada en este sentido debe ser restringida de antemano por la facticidad de un poder ejecutivo, la fuerza del Esta­ do, que distribuye sanciones y gratificaciones con un poder incontes­ table y, por lo tanto, la cuestión de saber si el sistema de valores funciona de manera justa o legítima se ve fácticamente imposibilita­ da. Esta reducción de las pretensiones de valor a relaciones de fuer­ za {en definitiva de inspiración nietzscheana) describe admirablemente la realidad de nuestro siglo, un siglo en el que pudo nacer el fascis­ mo y en el que, incluso en aquellos lugares en los que ha sido supe­ rado, ha podido sobrevivir en forma de órgano de reflexión política o politológica. Frente a él, la cuestión ajena al mundo acerca del «sentido de la sociedad y de la vida» adquiere una dignidad sorpren­ dentemente realista, al menos en el sentido de que su no colabora­ ción con el funcionamiento del sistema del poder dominante es ya de por sí un gesto político positivo. Por otra parte —Kolakowski nos lo recuerda apasionadamente—, es la dureza de sentimientos y el sinsentido de una organización de las relaciones humanas que se rige puramente por las pautas del espíritu analítico lo que ha abonado el campo para el surgimiento de esta anácronica necesidad mítica. Y me parece que los testimonios que les he venido mostrando, que aun siendo relativamente casuales resultan bastante representativos y elocuentes tomados en conjunto, son una buena prueba de que, en estos precisos momentos, dicha necesidad mítica se encuentra en todo su esplendor. Para concluir, quiero recomendarles la lectura del ensayo de Kolakowski que aquí sólo he podido resumirles muy parcamente. Po­ drán ver que concuerda de manera sorprendente con el diagnóstico de Richter sobre nuestra cultura de los analgésicos, la represión del sufrimiento y la ideología narcisista de la autorredención (sacrifican­ do la redención del prójimo necesitado) y que su invocación al mito (como la de Richter) persigue claras intenciones racionalistas, puesto que critica en nombre del mito indiviso lo que él denomina el mito

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particular, el «mito de la razón», esto es, la frágil fe, neurótica7 y objetiva, en la omnipotencia de la razón técnica, del espíritu utilita­ rista, de la autorxedención y el dominio sobre la naturaleza. Hace tiempo que éstas son meras formas de una superstición moderna, aunque colectiva, que se delata precisamente —como toda superstición— por el hecho de creerse invulnerable, sin que su acti­ tud dogmática endurecida le permita discutir sus propias premisas. Descubrir en la necesidad del hombre las raíces mitológicas del espí­ ritu no significa para Kolakowski «demostrar» una religión (él es ateo); significa simplemente interpretar «la experiencia de la indiferencia del mundo» y comprender de dónde saca su valor el hombre que lucha contra ella (90).

7. «Neurótica y objetiva» en el sentido de la cuarta paite de la obra de Sartre L’idiot de la farnille, que lleva por título La nevrose objective (París 1972).

Tercera lección

En el transcurso de la última lección, y hasta cierto punto sin un criterio de selección muy definido he caracterizado ciertas obras con­ temporáneas que de alguna manera evocan la «actualidad del mito». Mi intención era hacer plausible la tesis de que esta cuestión nace de una motivación actual, esto es, que se inscribe dentro de las cues­ tiones que ponen en movimiento el presente en que vivimos. Cierto que esto no significa que todo lo que gira en torno a la denominada «crisis de sentido», «valor» o «legitimación» de nuestra sociedad cons­ tituya un problema directamente vinculado con la pérdida de la fe mítica. Más bien ocurre lo contrario: que el problema que hemos titulado hasta ahora mito, por no encontrar nada mejor, se inscribe dentro de un contexto de problemas mucho más amplio al que desde donde mejor podemos acceder, en tanto que teóricos de la literatura, es desde nuestra materia: basta con que le sigamos el rastro a la historia de la infuencia de una idea articulada por vez primera hace doscientos años: la exigencia de inventar una «Nueva Mitología». La utopía del «dios venidero», es decir, del Dioniso espiritual, se ha de­ sarrollado a partir de la idea de la nueva mitología en y con el Ro­ manticismo. A fin de esclarecer este conjunto de imbricaciones, es necesario comenzar por sacar a la luz la constelación histórico-cultural que conforma el único trasfondo en el que se vuelve comprensible la historia que vamos a contar aquí. Pero antes de comenzar, seguramente querrán saber en qué sen­ tido se habla auténticamente y «en serio» de «mito» en esta lección. Porque ciertamente, hasta ahora nos hemos contentado o con dar ro­ deos sin entrar en el concepto, o con admitirlo sin meternos en más profundidades o incluso con emplearlo en una acepción tan impreci­ sa que cada uno podía interpretarlo como gustara según sus conoci­ mientos previos. Como bien pueden suponer, esta manera de esqui­ var una definición precisa del concepto no era una mera omisión. En primer lugar, resulta tedioso comenzar con una definición, por­ 79

que con ello se da ya por sentado lo que en realidad sólo puede quedar fijado al final, si es que se procede a un análisis concreto del problema (de-fmición no significa sino «determinación», «delimi­ tación»); en segundo lugar, la definición correcta del mito es un asun­ to que da lugar a la pregunta: «¿De dónde podríamos tomar prestado sin tener que robar?» Aquel de entre Uds. que ya haya trabajado sobre el tema del mito —en un contexto filosófico o sociológico o incluso en algún seminario sobre crítica literaria— sabe ya muy bien que los expertos gustan de repetir bajo las formas más diversas que «no existe una definición de mito» (por ejemplo, Hans Poser [Editor], Philosophie und Mythos-Ein Kolloquium, Berlín, Nueva York 1979, VII). Uds. sospecharán tal vez que esta imposibilidad reside en la sobredeterminación emocional e ideológica del concepto, de la que posiblemente el mentado renacimiento romántico del mito del que nos queremos ocupar no está exento de culpa. Pero lo cierto es que los testimonios con los que les he confrontado en la pasada lección eran los menos apropiados para perfilar científicamente el concepto de mito, y ello tanto más por cuanto algunos de esos trabajos se nie­ gan a admitir que lo mítico forme parte de la rama tecnológico-científica del espíritu humano. Llegados aquí se impone una precisión: el discurso sobre los fenómenos «irracionales» no tiene por qué ser él mismo irracional. Y cuando Kolakowski —en el contexto de una tradición occidental que prefiere integrar también la pregunta práctica por los fines de la existencia en el ámbito de lo que se denomina razonable— no cuenta las preguntas por el sentido de la existencia entre las preguntas que se pueden formular en un discurso científico o técnico, con ello no afirma en absoluto que el problema de las raíces míticas de la civili­ zación no pueda por su parte ser objeto de investigación científica, porque su propio ensayo prueba lo contrario. Las dificultades son más bien de naturaleza metodológica, como ocurre muy a menudo en el terreno de las ciencias humanas. Les citaré una de ellas. Para empezar, en el discurso sobre el mito se encierra una ambigüedad semántica al parecer insignificante, pero de mucha importancia. En efecto, resulta muy distinto hablar de el mito (es decir, del mito en general y en su esencia) a hablar de un mito, por ejemplo, de la historia de los Tantálidas, pasando desde su sacrilego ancestro hasta los hijos de Agamenón, Orestes y Electra. Los mitos singulares son relatos y pueden relatarse de nuevo: el mito, no (vid. Poser, 1. c., VI). Por otra parte, se habla de «representaciones míticas», de «fenó­ menos míticos», o incluso, como Kolakowski, de la «raíz mítica de la civilización», sin que estos términos guarden relación alguna con relatos individuales sobre dioses y héroes, sino que con ellos se de­

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signan asuntos que no tienen nada que ver con lo que quiere decir etimológicamente el término «mythos». Pero aún se complica más la cosa cuando el predicado «mítico» se transfiere a contextos que no se autocaracterizan en absoluto como tales, por ejemplo, la legitima­ ción del Estado de derecho, algo que dudo que ningún sociólogo o político actual tildase de «mítica». Sin embargo, la productividad y el carácter innovador de los descubrimientos científicos consiste pre­ cisamente en llamar la atención sobre relaciones que no habían sido vistas hasta ahora, en descubrir por ejemplo una relación entre la esencia de las opciones míticas y la legitimación de una sociedad. Pero una transposición semejante presupone, en primer lugar, que el significado —y por lo tanto el contenido— del «mito» es modificable sin dañar por ello su funcionamiento; y en segundo lugar, que la aplicación del concepto a fenómenos que tradicionalmente no se definen mediante este título está ligada a un efecto del conocimiento: por ejemplo, un efecto de este tipo sería la demostración de que los intentos llevados a cabo por ciertos escritores de escribir una nueva mitología utilizando la palabra «mito» tienen mucho que ver con los problemas sociales del mundo moderno. Así pues, la falta de acuerdo entre los expertos acerca de la esencia de lo mítico tiene que tener unas causas ajenas al supuesto de que lo mítico no pueda ser por su esencia objeto del saber, por­ que eso es absurdo. Y ahora tal vez me repliquen Uds.: si el discurso sobre el mito —con todas las imprevisibles consecuencias que pueden tener para el uso lingüístico los discutibles discursos sobre la raíz mítica, la con­ ciencia mítica, etc.— resulta tan problemático, ¿por qué no comenzar entonces, si buscamos la precisión, con un análisis de la estructura de ios mitos singulares, esto es, por ejemplo, de los diversos relatos sobre Dioniso? Eso parece esclarecedor y práctico, y sin embargo, no podemos emprender tal camino. Y no podemos, para empezar porque nuestro tema reclama una perspectiva histórica y tiene que orientarse según el uso lingüístico de la época de la que trata, la cual no se ha preocu­ pado de la estructura textual de los mitos singulares, sino de la posi­ bilidad de un pensamiento mítico y de un pensamiento de lo sacro bajo las condiciones de la Modernidad. Pero el impedimento de ma­ yor envergadura es de tipo metodológico: antes de emprender la ex­ plicación de un fenómeno a partir de sus causas hay que saber qué fenómeno es el que se quiere explicar. Y si contestamos: «¡pues el mito, por supuesto!», no hacemos más que volver ai punto de partida de nuestro círculo vicioso, porque de lo que se trata precisamente es de saber qué fenómenos podemos realmente bautizar así y cuáles no. Se siente uno tentado de resolver la cuestión de manera «empíri­ 81

ca», es decir, echando mano de un par de mitos y extrayendo de ellos los rasgos generales. Pero en ese caso lo que haríamos sería simplemente tomar como criterio de nuestra selección a nuestra pro­ pia comprensión común previa y con semejante manera de proceder no podríamos alcanzar ninguna determinación científica. Así pues, aquí es donde aparecen los problemas teóricos de tipo metodológico. Porque, en efecto, con el término «mito» se desig­ na todo tipo de asuntos: el comportamiento social estandarizado, sím­ bolos colectivos, ideologías, concepciones del mundo, relatos de dio­ ses, cuentos populares, testimonios religiosos, relatos heroicos, historias sobre los orígenes del mundo, alegorías de la naturaleza, «mitos de la vida cotidiana», etc., etc. Ya sólo tener que clasificar el relato de los Tantálidas y Dioniso y englobarlo dentro de una de estas subcategorías nos resultaría harto difícil. ¿Cuál podría ser la elección correc­ ta? Y aún más: podríamos contestar qué es el mito estableciendo una relación de los motivos que aparecen con mayor frecuencia (es decir, de manera temática), pero con ello se introduciría inmediatamente en el juego un prejuicio metodológico muy determinado que, ade­ más, dejaría sin determinar la estructura del objeto (porque los moti­ vos que aparecen en los mitos también aparecen en otro tipo de tex­ tos y por lo tanto no definen el campo genérico del relato mítico: el impresionante intento de Stith Thompson de establecer un MotifIndex o f Folktales fracasa al toparse con este mismo obstáculo en el terreno de la cuentística). Así las cosas, podríamos intentar explicar el mito por medio de un análisis funcional, pero entonces entraría en juego otro nuevo prejuicio metodológico (sin que ambos procedi­ mientos puedan diferenciarse por el grado de rigor científico): los mitos podrían tratarse como si fueran lenguas, dejando a un lado su contenido (porque éste es completamente imprevisible: todo pue­ de ser mito) en favor de su forma peculiar de clasificar el mundo, la naturaleza o la sociedad. Esta forma es tan lógica como la de una gramática; las lenguas están estructuradas porque es el requisito mis­ mo de su propia esencia y lo mismo les ocurre a los mitos. Así pues, esta empresa excluiría de antemano la hipótesis de que los mitos co­ rresponden a un estadio prelógico del espíritu, cosa sin embargo afir­ mada por algunos mitólogos (Lévy-Bruhl). Y finalmente podríamos querer estudiar la función comunicativa de los mitos, esto es, no su contenido (aquello que cuentan), ni su sintaxis (la forma en que se estructura la narración), sino el tipo de acción social que se expresa en la narración de mitos. El contenido y la estructura no bastan: de lo que se trata es de comprender el marco institucional dentro del que los mitos alcanzan una función social, esto es, se trata en definiti­ va de legitimar la existencia y la constitución de la sociedad por me­ dio de un valor supremo. Es lo que se podría denominar la presta­ 82

ción pragmática del

mito. Esto es lo que Herder y las mitologías del

Romanticismo temprano llevaron a un primer plano.

Sea como sea, los ejemplos nos muestran que no podemos co­ menzar tan alegremente a interpretar mitos con una actitud empírica: a lo mejor lo que queremos interpretar ni siquiera son mitos. En primer lugar habrá que acotar de algún modo el campo de posibilida­ des, para que el objeto de nuestra lección entre en nuestro campo de visión. La confusión, o mejor dicho la falta de acuerdo de los científi­ cos sobre el empleo del concepto «mito» también se explica fácilmen­ te desde otro punto de vista. No es sólo la metodología la que modifi­ ca el ámbito del objeto de estudio, sino que toda definición de algo presupone también una postura teórica, independientemente del modo de acercamiento que se haya elegido. La mera experiencia no ofrece ningún punto de apoyo y ello por el simple motivo de que el reino de la experiencia es inconmensurable, mientras que el espectro de una ciencia singular —por ejemplo la mitología— está limitado. A fin de extraer un determinado sector de hechos de la experiencia —por seguir con nuestro objeto digamos que de narraciones míticas— fuera del conjunto de hechos de la misma (en nuestro caso: de los textos o las narraciones orales) hay que tener de antemano un criterio dé selección. Cierto que habrá que desarrollar y comprobar la validez de tal criterio a lo largo del estudio de las narraciones míticas, pero en última instancia no podremos derivarlo de los mitos, pues éstos admiten diversas explicaciones teóricas. Con todo, si fuera posible derivarlo, los hombres habrían podido desarrollar desde el principio la definición de mito y nuestra incertidumbre sólo se debería a la falta de empeño o a un defectuoso conocimiento de la historia del concepto. Pero esto no es así: para saber lo que es un mito se preci­ san determinadas perspectivas cognitivas no contenidas en la mate­ ria, sino articuladas en determinados intereses típicos de cada época. Por ejemplo, la definición de mito será muy diferente en una era prefilosófica de la historia de la humanidad (en la que faltaba el concep­ to opuesto, el «logos») que bajo las condiciones de una ilustración filosófica, es decii; aproximadamente en la época de la sofística griega. La definición sofista le atribuirá automáticamente al mito una propie­ dad que antes no tenía en absoluto a ojos de los hombres: la de ser una narración inventada libremente, una narración falsa y por lo tanto despreciable; por cierto que ésta es una definición que vuelve a encontrarse en el Nuevo Testamento (Tit, 1, 14; 1. Tim. 4, 7) —aun­ que, como es lógico, aquí está al servicio de otro interés, en concreto el de los cristianos en su irreconciliable oposición contra el paganismo politeísta— y que resuena como si fuera un bajo ostinato en los dic­ cionarios de la Edad Moderna europea hasta bien entrado el siglo XIX 83

(vid. Walter Betz, Vom «Gotterwort» zum «Massentraumbild». Zur Wortgeschichte von «Mythos», en: Helraut Koopmann [Ed.], Mythos und Mythologie in der Literatur des 19. Jahrhunderts, Ffm. 1979, 11-24; además en Enrico Castelli [Ed.], Mythe etfoi. Actes du colloque organisé par le Centre International d ’Etudes Humanistes et par UImtitut philosophique deRome, 6-12 de enero de 1966, París 1966, passim). En una palabra: en la propia valoración del inocente concepto de «mito» existe ya una división entre espíritus más violenta de lo que suelen ser en otros casos estas luchas semánticas. Se podría sos­ pechar que esto es un resultado de las tomas de partido o las oposi­ ciones religiosas o morales y no un asunto de la ciencia mitológica, que tiene el deber de comportarse neutralmente, pero ¿cómo puede ejercer la ciencia esa neutralidad? ¿No debe adoptar niguna postura respecto a la cuestión acerca del estado epistémico desde el que se manifiesta la concepción mítica del mundo o, lo que es lo mismo, la cuestión de si los mitos narran o no una verdad? ¿Acaso es indife­ rente que los mitos se refieran a hechos históricos o sean alegorías, es decir, representaciones no literales de determinados procesos na­ turales? ¿Son tal vez productos de un estadio del espíritu humano aún no maduro ni emancipado? ¿0 reclaman el derecho a que se les considere dotados de absoluta autenticidad y «carácter vinculan­ te» o «autoridad» total (SW/3, 501), como por ejemplo admite Schelling, quien además añade que en la edad mítica, esto es, no siempre y no ahora, se les entregaba los mitos a los hombres como «un desti­ no»? ¿Vienen a fundamentar un ritual que ya existía o son anteriores a él? ¿Acaso, como Ernst Topitsch, habrá que decir de la «concep­ ción mítica del mundo» que se encuentra supeditada a un «proceso de diferenciación (...) en el que, por una parte, desarrolla un conoci­ miento verificable que, como es lógico, no satisface determinadas exi­ gencias de valores y, por otra parte, subsiste un residuo de motivos y representaciones muy emocionales que se asegura del riesgo de cualquier examen, y por lo tanto de cualquier fracaso, recurriendo a una gran variedad de estrategias de inmunización?» (en: H. Poser [Ed.], 1. c., 15) ¿O acaso habrá que admitir con Wittgenstein que «sentimos que incluso cuando hayamos dado respuesta a todas las posibles cuestiones de tipo científico, los problemas de nuestra vida seguirán sin tocar» (Tractatus 6.52)1, y de ahí extraemos la conclu­ sión opuesta de que la razón científica debe compensarse con la inte­ gración dentro del «horizonte de sentido de nuestra propia autocomprensión» tal y como «aparece particularmente en la ficción intencional 1. «Precisameníe lo que no puede demostrarse», dice Musil, «es lo que tiene (...) mayor valor para la personalidad» {en: Robert Musí!, Tagebücher, 2 vol. ed. por A. Frisé, Reinbek 1976, I, 363).

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y artística por medio de imágenes y discursos míticos» (Hans Poser, 1. c., 153), de tal manera que ambos modos de razonabilidad, la científica y la mítica, serían indispensables para dominar la realidad? Creo que ya ven Uds. cómo se modifica la cuestión del mito según el modelo y concepto científico aplicado en cada caso. En efecto, existe más de una postura científica legítima y la historia de las cien­ cias, que es una historia de paradigmas, esto es, una historia de las posturas adoptadas respecto al mundo que han sido criticadas o de­ fendidas sucesivamente, nos demuestra que no ha habido ninguna que fuera la última. Esto no relativiza para nada la autoridad de los paradigmas, pero sí les da un carácter histórico, esto es, los inscribe dentro de un conjunto de motivaciones cuyo sentido puede recons­ truirse y cuyas tendencias pueden comprenderse Bajo tales condiciones parece adecuado olvidarse de la pregun­ ta por la esencia del mito; en su lugar, procederemos de modo hermenéutico y nos haremos la pregunta de cómo entendió el mito el siglo XVIII y sobre todo de por qué concretamente en esa época se revistió de tanto atractivo el retorno al pensamiento mítico y por qué hoy, cuando miramos retrospectivamente, nos parece tan normal ese retorno, hasta el punto de que casi nos hemos vuelto incapaces de extrañarnos de los motivos de esa nostalgia por el mundo clásico pro­ pia del Clasicismo y el Romanticismo. Con todo, no quiero limitarme a dejar abierta la cuestión de la definición pasando directamente a ocuparme de una época cuya valoración se ve entorpecida por tantos prejuicios inexplicados, de tal manera que no hacemos sino sustituir una dificultad por otra. An­ tes bien, procederé de la manera siguiente: ya hemos reconocido la dependencia de la definición de mito respecto a la postura teóricocientífica dominante en cada momento; al mismo tiempo, también hemos visto que es posible elaborar una definición que responda po­ sitivamente a este elemento histórico. En el discurso de una época todos los nombres y expresiones han quedado fijados semánticamen­ te dentro de determinados límites; ciertamente son relativos respecto al discurso, pero no son relativos dentro del discurso. Por el contra­ rio, dentro del discurso poseen una cierta estabilidad sin la cual no serían posibles ni la comunidad ni la comunicación. Esto también es válido para el modo en que los textos de la segunda mitad del siglo XV1IÍ hablan del mito o, mejor dicho, de la mitología (es decir del sistema cultural global de los mitos singula­ res). Me apoyaré sobre todo en Herder y al mismo tiempo intentaré explicar respecto a qué anterior concepto de mitología se diferencia su peculiar terminología, la cual influyó posteriormente sobre el Ro­ manticismo temprano. Antes de darle la palabra al propio Herder (en la quinta lec­ 85

ción) quiero reconstruir en estas dos lecciones previas el contexto teó­ rico e histórico-conceptual de su discurso. Pues la comprensible lla­ mada para acudir «¡a los propios textos!» presupone que ya se está informado sobre el contexto en el que dichos textos adquieren su significado. Antes he citado tres puntos de vista según los cuales los mitos pueden convertirse en objeto de la investigación (dando por supuesto que ya se tiene una determinada representación del ámbito de tal objeto): me refiero concretamente a los puntos de vista temático, es­ tructural y pragmático. La cuestión pragmática se orienta hacia la fun­ ción social de los mitos y ya he afirmado que es aquí donde mejor cuajó el interés prerromántico por los problemas mitológicos. Cuando hablo de la función del mito me estoy refiriendo a la finalidad que éste puede tener en una sociedad que transmite y em­ plea mitos para interpretar sus problemas, conflictos y formas de vida. Resulta claro que es diferente preguntar por la función de la mitolo­ gía que por su contenido o su sintaxis discursiva. Y sin embargo, el interés pragmático por los mitos se ocupará en cierto modo de su contenido y su estructura, de modo completamente independiente de la otra cuestión sobre si el contenido del mito describe algo falso o verdadero o de si su forma es lógica o prerracional. Vuelvo de nuevo a aquello que ya les había dicho de manera dogmática en mi primera lección sin fundamentárselo en modo algu­ no. En aquel momento habíamos comprobado que cuando el mito no se transmite como mero adorno culto, una de sus funciones, o tal vez la única, se encuentra en el ámbito normativo y tiene que ver con la legitimación de estructuras vitales e instituciones sociales. A fin de confirmar esta vaga afirmación parece lícito interrogar a de­ terminados mitos aislados (seleccionados desde esta perspectiva cog­ noscitiva) en cuya narración se pone en relación algún tipo de ele­ mento cultural o natural con una esfera de lo sacro y en los que, gracias a esta puesta en relación, su ser resulta fundamentado o «le­ gitimado». Aquí se trata menos de una derivación causal —como en la ciencia— que de una legitimación. Y «legitimar algo» significa re­ ferirlo o poderlo referir a un valor que resulte indiscutible desde el punto de vista intersubjetivo. Pero ya dijimos antes que en sentido estricto sólo puede ser indiscutible intersubjetivamente lo que pasa por sagrado, esto es, por todopoderoso e inatacable. Daremos un ejem­ plo de entre los muchos posibles: En tiempos de Cécrope los dioses decidieron que cada uno se quedaría con la ciudad en la que gozara de mayor venera­ ción. El primero en marchar al Ática fue Poseidón, quien de un golpe de su tridente hizo surgir en medio de la Acrópolis 86

un manantial que ahora recibe el nombre de Erecteo. Tras él vino Atenea, que después de tomar por testigo a Cécrope de que tomaba posesión de la ciudad, plantó un olivo que ahora se muestra en el Pandrosium. Pero cuando estalló una pelea entre ambos dioses por la posesión de los campos circundantes, Zeus los separó y llamó a los árbitros (Apolodoro III, 14). En este relato se establece una relación entre algo actualmente —el manantial de la Acrópolis y el cultivo del olivo en el Ática— y una fundamentación que explica su existencia. Aquí, fundamentación no significa sólo remitir a la causa originaria (como en las fundamentaciones de la física clásica), sino remitir a un contexto sacro, es decir, legitimar.2 Tal legitimación puede englobar los actos cúlticos vinculados desde entonces a estos hechos de los dioses. Podemos extraer otros ejemplos del mito de Dioniso. Mediante una vinculación a posteriori de determinadas costumbres terrenas con una serie de normativas divinas (la expresión «re-ligio» no significa en realidad otra cosa si se toma en sentido literal), este mito legitima, entre otras muchas cosas, el empleo ritual de vino en las orgías bá­ quicas, porque este uso precisaba una legitimación expresa, ya que era bastante problemático y no estaba reconocido por algunos pue­ blos griegos. Es de esto de lo que trata el mito cuando cuenta que Dioniso sólo impone su culto recurriendo a la violencia y esta violen­ cia parece legítima ulteriormente por haber nacido en el ámbito de lo sagrado. En el primer ejemplo se justificaba un asunto natural; en el se­ gundo, algo cultural; pues, en efecto, lo natural también precisa de una fundamentación mítica cuando aparece en el mito ya sea como un lugar (por ejemplo, el monte Olimpo como sede de los dioses, el río Tigris, que Dioniso atraviesa acompañado por unos tigres, o el monte Parnaso en el que nace Baco y donde lo cuidan sus amas de cría), ya sea como objeto de un acto cúltico, como fue el caso de los aerolitos (piedras no trabajadas) en la edad pelásgica. La intro­ ducción del arado y el tiro de bueyes uncidos es, sin embargo, pura­ mente cultural y también se le atribuye a Dioniso a modo de legitima­ ción. Apoyándonos en Ulrich Gaíer, podríamos ampliar la lista de las distintas posibles formas de fundamentación de la siguiente manera: presente

—El mito puede narrar hechos de los dioses con la intención de diferenciar el mundo de los dioses. Cuanto mejor se sepa cuál es el atributo específico de cada divinidad, más determina­ 2. Vid. para lo que sigue Ulrich Gaier, Hólderlin und der M-ythos, en: Terror und Spiel, 1. c., 295 ss., 297.

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da y cerrada estará la gramática mitológica, que sirve para cla­ sificar y fundamentar «según su destino» nuevas situaciones y nuevas acciones. Una gramática de este tipo sería, por ejemplo, la Teogonia de Hesíodo. —Ei mito puede explicar la especial destreza y habilidad de un hombre (o de un linaje, que lo considera su antepasado) haciéndolo descender o estar emparentado de algún modo con los dioses, o incluso simplemente siendo su aliado. Ejemplos: Alceste liberada de las profundidades del Tártaro por Perséfone; Admeto, su marido, ayudado por Apolo en el momento de la petición de mano; Semele, amada por Zeus; Aquiles, hijo de la diosa del mar Tetis; Hércules, hijo de Zeus y de Alcmena, etc. —El mito distingue a determinadas personas recurriendo a una tradición familiar, por ejemplo, la narración de las haza­ ñas de sus padres. La intención de esto sería «la legitimación de su posición dentro de la sociedad noble». Los mitos de los Atridas son un buen ejemplo de esto. —Finalmente, los mitos pueden narrar hechos ejemplares de héroes y semidioses. Ello tiene la intención de delimitar el alcance de las normas por las que se deben regir los hombres en situaciones nuevas para ellos, como por ejemplo, cuando se encuentran errantes en país extraño. Ejemplo: los viajes del erra­ bundo Odiseo (vid. U. Gaier, 1. c., 303-4). Me da la impresión de que en este punto del texto citado se intenta delimitar el mito frente al culto y el rito. No quiero inmiscuir­ me en esta delicada controversia entre los defensores de la hipótesis de que el mito viene a fundamental’ un rito ya preexistente y los parti­ darios de que, por el contrario, el mito es el que aporta el material de base a partir del cual surgen los ritos, que no son más que mitos muy resumidos y abreviados. Friedrich Creuzer ya constató en su obra (aparecida a partir de 1811 en Leipzig y Darmstadt) Simholyk und Mythologie der alten Vólken besonders der Griechen (tercera edición corregida y aumentada, 1837-43, reimpresión 1973) que «en todas las fiestas de los pueblos de la Antigüedad aparecen el culto y el mito en una mutua relación tan estrecha que a menudo no se puede decidir cuál de los dos es la causa y cuál el efecto» (Creuzer, 1. c., I, 153). Por cierto que ambos puntos de vista no sólo dan por su­ puesto que el mito y el rito pueden ser diferenciados, sino que de hecho ambos lo hacen, aunque sea de manera contraria, recurriendo a la cronología, es decir, delimitando un antes y un después. Según el punto de vista tanto de Schelling y Lévi-Strauss por un lado, como de Emile Durkheim o Ernst Cassirer por otro (por citar sólo algunos nombres célebres), el «pensamiento salvaje» es pre-

mitológico, es decir, se encuentra todavía escasamente diferenciado o simbolizado. Este pensamiento se las arregla perfectamente sin len­ guaje, no distingue las distintas divinidades por sus atributos o sus nombres —en el caso de que sean varías— ni presenta la estructura polar del mito que, en determinadas narraciones transmitidas con este objetivo, vincula (religit) un elemento real presente con un elemento no presente en la realidad empírica. Al contrario que la estructura polar del mito, el pensamiento salvaje ha de caracterizarse de manera substanciaüsta: en él reina —como han demostrado Lévy-Bruhl y Cassirer— la representación de una participación inmediata en lo sa­ grado que, o bien penetra como tal y en su totalidad dentro de los demás objetos, o bien se identifica sólo con alguno de ellos. Lo que esta forma de religiosidad pretende es el contacto inme­ diato con la substancia sagrada, la posesión de una parte de ella, la ablución purificadora y santificadora con el agua del manantial o el río, la identificación con el animal, su sacrificio y su consumo rituales. Los rudimentos de esta forma religiosa substancialista (totemista, tabuística y mágica) no han desapare­ cido en absoluto en nuestra época: la posesión de amuletos, reliquias, recuerdos, símbolos de estatus, la pertenencia a socie­ dades cerradas, clubs, partidos, etc., son restos de esa forma religiosa, desde el momento en que la posesión y pertenencia se entienden como un acrecentamiento de status y valor. El bau­ tismo y la comunión se justifican recurriendo a determinadas narraciones explicativas (de tipo mítico), pero lo que aquí prima no es la narración, sino la consumación del acto, el contacto inmediato con la substancia sagrada (U. Gaier, 1. c., 298). Así pues, lo determinante es el acto; y también la fórmula —por ejemplo, las palabras de bendición que acompañan al ritual— puede ser acto, como nos recuerda la teoría de los actos lingüísticos: en este sentido, los textos litúrgicos —a pesar de emplear palabras— no son narrativos ni se distancian de su objeto como la narración mítica, sino que hacen precisamente eso de que hablan. Cuando el sacerdo­ te dice: «Yo te bautizo...», etc., está llevando a cabo un acto que no sólo sirve para ser entendido o creído, como el discurso mítico, sino que pasa por haber sido consumado efectivamente. A fin de comprender mejor esta diferencia entre el contacto in­ mediato con lo sagrado, consumado en el rito o el culto, y el discurso mítico, que lo que hace es tender un puente que salva sólo simbólica­ mente las distancias entre el polo de lo profano y el polo de lo sacro, quiero traerles a la memoria el intento de Blumenberg de explicar la génesis del culto recurriendo a teorías evolutivas biológicas. Aquí 89

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se topa con una frase de Herder que denominó a ese paso evolutivo —gracias al cual el hombre dejó de ser como el resto de los mamíferos—, una «decisión de la naturaleza en favor de la libertad». Una vez puesto en libertad, el hombre no dejó por ello de ser un animal. Claro está que sólo es un animal de manera indirecta; sus instintos se hallan en cierto modo en suspenso, es decir, son li­ bres en relación con los estímulos del entorno. Y este coeficiente de indeterminación es el que el hombre puede y debe determinar, com­ pensar, interpretar, etc., con ayuda de los actos simbólicos. Puesto que es un «ser incompleto» (Herder), que no funciona socialmente por naturaleza, el hombre tiene que establecer por su cuenta, por medio de actos libres, una relación con la naturaleza (de la que nace una imagen del mundo y una cultura). Algunas escuelas psicológicas hablan además de que el retoño humano es «prematuro». Excluido demasiado pronto del seno mater­ no, el hombre es el único mamífero que tiene que volver a nacer por segunda vez. Por supuesto que este segundo nacimiento sólo es de orden simbólico. Es en este sentido en el que C. G. Jung denomi­ nó al mito la segunda matriz, que encierra todavía durante algún tiempo a la prematura criatura humana en el seno de la naturaleza, hasta que por fin, y esta vez de manera definitiva, lo deja salir al mundo histórico-cultural (una salida al mundo que, según la opinión de Jung, se paga a menudo con recaídas). Si, por lo tanto, se considera al mito como una «reminiscencia de la naturaleza dentro del hombre», no hay que perder de vista el hecho de que todos los sistemas de signos de la naturaleza tienen un carácter directo relacionado con las funciones vitales. El reino de las formas de expresión animal se encuentra siempre bajo el dominio de los impulsos motores y una complicada red de instintos que no pueden dominarse de manera reflexiva. Frente a esto, en la actividad simbólica del hombre —esto es, en los sistemas de comunicación de­ sarrollados por el ser humano o eso que Lacan denomina el «orden simbólico»— se relega a un segundo plano la relación vital inmediata (lo cual no quiere decir que se la suprima). La expresión de un senti­ miento —surgido de las capas más profundas de la persona— no es lo mismo que el propio sentimiento. La emoción física sufre, por el contrario, una modificación cualitativa cuando se la «pone en ima­ gen», cuando se la transforma y objetiviza simbólica y lingüísticamen­ te. (Lacan denominaba a este proceso de transformación, que trans­ muta el besoin fia necesidad] vital en una demande [petición] simbólicamente mediada, la «subversión del sujeto».) Al contrario que en el reino animal, los gestos de expresión humana se refieren a cla­ ses siempre determinadas de objetos; en segundo lugar, la transfor­ mación simbólica agrupa percepciones y sentimientos individuales 90

bajo conceptos de clase y los supedita al aparato categorial de un estructurado hasta el último detalle (es decir, literalmente, un lenguaje «articulado»), en definitiva, los interpreta (en efecto, la actividad hermenéutica se remonta muy atrás). Así pues, la designa­ ción lingüística no es simplemente la aplicación neutra de un nombre a una cosa, sino que es la que verdaderamente constituye el campo de lo perceptible y distinguible según las normas de un determinado orden de clasificación. Lo mismo ocurre con el simbolismo del mito, motivo por el que Schelling lo comparaba con una lengua (SW I/I, 52, 56 ss.), símil que luego usaría Lévi-Strauss a modo de punto de partida de su mi­ tología estructuralista. El mito objetiviza y articula los sentimientos según las normas de una gramática mítica, una mito-logia. Pues en toda actividad humana y en todas las formas de la cultura tenemos que vérnoslas con una «reunión de lo múltiple», según las específicas líneas de orientación y formas de proceder prescritas por la cultura correspondiente. Esto, por lo que respecta al mito. El rito sería la forma de distanciamiento y dominio de la realidad en la que la transformación simbólica no alcanza, o al menos no alcanza todavía, el nivel de un lenguaje (lo que no quiere decir que tenga que suceder en un mo­ mento prelingüístico, sino sólo que se diferencia funcionalmente del lenguaje). Podríamos llamar a esto —ya lo hemos hecho con Adorno y Horkheimer— una reminiscencia de la naturaleza en el ser huma­ no. Pues existen determinados ritmos en la naturaleza exterior y en la dotación fisiológica del hombre (velar-dormir, día-noche, veranoinvierno, sístole-diástole, etc.) que pueden transformarse inmediata­ mente en manifestaciones rítmicas, movimientos o danzas solemnes, es decir, en actos rituales ordenados y regulados que pueden llegar hasta el éxtasis orgiástico, que también conoce sus reglas y sólo le parece anárquico y espontáneo al espectador externo. Por cierto que estas transposiciones míméticas de la naturaleza en actos corporales y/o lingüísticos salen al paso del conservadurismo fisiológico de toda estructura viviente, pues ésta gusta de reducir todo lo nuevo al campo de lo ya conocido a fin de evitar dolor y disgusto. (Piensen Uds: en el esfuerzo que supone todo aprendizaje verdaderamente innovador y obtendrán una excelente ilustración de lo que es la función de des­ carga de un ritual, esto es, lo que son las reacciones defensivas de la inercia y la autoprotección contra lo nuevo, no probado y posible­ mente peligroso que alberga toda perspectiva extraña y que no puede asimilarse impunemente sin poner en peligro la estructura fija de una concepción del mundo ya acreditada.) En los ritmos naturales trans­ formados simbólicamente pero no, o al menos aún no, elaborados míticamente, tal vez se anuncia un deseo de la humanidad abando­

lenguaje

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nada en manos de la impredecible historicidad de volver a equiparar mágicamente los ritmos de su vida social con los grandes ritmos de la naturaleza, esto es, de levantar un muro protector contra los im­ ponderables (el precio de la libertad) instituyendo unos procesos so­ ciales regulares, a fin de evitar que aquéllos lo invadan todo y vuelva a establecerse el «caos primero»*. Por lo tanto, el «caos» —un estado de total falta de articulación del mundo, en el que a cada momento se puede esperar cualquier cosa— parece ser el pensamiento más insoportable de todos. Es con­ tra este pensamiento contra el que reaccionan, cada uno a su mane­ ra, el ritual, el discurso mítico de fiindamentación y la labor científi­ ca de diferenciación, que desde luego también se enfrenta al caos e intenta alcanzar el dominio óptimo de la anarquía natural formulan­ do leyes. En esto reside el consenso básico entre mito y razón ilustra­ da desde un punto de vista práctico, algo que ni siquiera la crítica romántica de la Ilustración puede poner en duda. Muchos investigadores, como por ejemplo Blumenberg o Cassirer, no establecen una distinción tan tajante entre una «estructura mágico-substancial y una estructura mítíco-polar», tal vez por el he­ cho de que «el primer estrato de la tradición oral o literaria nos lleva hasta una época en la que el mito recién nacido se adueña narrativa­ mente de la concepción substancialista de tal modo que también apa­ recen formas híbridas» (Gaier, 1. c., 307), Esta es la fase de transi­ ción, en la que se establecen las diferencias entre las diversas figuras divinas, en la que se prepara lo que Blumenberg denomina el «repar­ to arcaico de poderes». Es el momento en el que la acción simbólica —la fiesta, el acto cúltico— se arropa cada vez más en las palabras de los discursos que la explican, pero que, al mismo tiempo tienen la tendencia a separarse de ella y seguir existiendo en tradiciones autónomas, como es el caso de la gran literatura épica de la Antigüe­ dad Clásica, no vinculada ya en absoluto como tal a ningún elemento cúltico. Tenemos ejemplos de transición entre relatos cúlticos y míti­ cos en el caso de las fiestas áticas de la primavera (las Antesterias), con ocasión de las cuales se cuenta que Dioniso arribó en cierta oca­ sión al Atica con su nave en este periodo del año. Pero este relato no sustituye a la propia celebración festiva «y hasta debe olvidarse por completo en el momento de los misterios» (1. c.). Otro ejemplo de lo mismo es el mito del rapto de Perséfone, a la que sólo se le permite salir del submundo durante el verano. En este caso se des­ cribe directamente en la narración mítica la naturaleza periódica del

* N. de los T.: Cita del último verso del poema de Holderlin El Rin.

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ritual, mientras que, de lo contrario, el mito no presenta una estructu­ ra cíclica, sino bipolar, vinculando una realidad presente con un acon­ tecimiento único que reside en el pasado. Nietzsche nos ha enseñado a entender el drama como una combinación especialmente importan­ te, que también vincula un quehacer cúltico-substancial con un dis­ curso narrativo-mítico. En tanto que drórnenon vinculado directamen­ te con la embriaguez dionisíaca y el culto mistérico (Nietzsche WW I, 61 s.; II, 1031 s.), el drama sería al mismo tiempo la interpretación mítico-apolínea de esa actuación ritual: Dioniso, interpretado por Apolo o la embriaguez articulada por medio del lenguaje plástico de los sueños. Con esta diferenciación, de la que es deudor el intento de clasi­ ficación de Ulrich Gaier desde el punto de vista del análisis y la ter­ minología, Nietzsche nos trae a la memoria una tradición que tendre­ mos que examinar más a fondo en una de nuestras lecciones sobre Dioniso, tanto más por cuanto su rastro nos conducirá hasta el Ro­ manticismo. Con los términos «dionisíaco-apolíneo», o «embriaguezsueño», Nietzsche distingue entre diferentes disposiciones básicas, y hasta arquetípicas, del alma. Los conceptos designan también deter­ minadas posturas estéticas, como por ejemplo, que tanto Dioniso como Apolo son «las dos divinidades del arte» (WW I, 21), aunque, como es lógico, de artes muy diferentes: Dioniso preside sobre «el arte no plástico de la música» y Apolo es el maestro del «arte de la escul­ tura», de la figuración plástica. Cuando el Clasicismo alemán —Winckelmann, por ejemplo— atribuía a los griegos una «noble sim­ plicidad y una callada grandeza» o, como Herder, se entusiasmaba por la «plasticidad» del espíritu griego, en realidad, estaba pensando en la Antigüedad Clásica apolínea, es decir, en el mundo de los dio­ ses del Olimpo retratado en las grandes epopeyas, un mundo al que en origen no pertenece el culto trágico-dramático a Dioniso, sino en el que éste se introduce por la fuerza. Como el concepto de mito que vamos a desarrollar en las lec­ ciones siguientes surge en el Romanticismo (siendo Nietzsche y sus sucesores sólo un eco de ello) tendremos que detenernos un poco en este punto. En verdad fue el Romanticismo el primero que empe­ zó a entrever la existencia de un tipo de Antigüedad clásica con una base oscura, una Antigüedad clásica no clasicista, es decir, no olím­ pica y no homérica: se trata de la idea de un estrato cúítico subterrá­ neo que la epopeya apolínea se limitó a articular lingüísticamente y a elaborar simbólicamente. Para Nietzsche, la tragedia nace del fenó­ meno del canto del coro. Sólo percibe en la exposición dramática del mismo la forma estetizante y tardía de la danza de ronda dionisía­ ca en la que los participantes se funden con su dios en la inmediatez de la embriaguez. Así es como nos ha enseñado a ver la tragedia, 93

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si no en calidad de iniciador, al menos sí de la manera más apasiona­ da, el romántico Friedrich Creuzer. Con su precursor tratado Dionysos (Heidelberg 1808-9) y sobre todo con su principal obra, la ya citada Simbolyk und Mythologie der alten Volker, Creuzer desató des­ de muy pronto las iras de los clasicistas, por ejemplo las de Goethe. Creuzer, y después Gorres y Karl Otfried Müller (por citar tres figu­ ras destacadas en este terreno) sacaron a la luz la base subterránea no olímpica oculta bajo la apariencia de serenidad apolínea del mun­ do de los dioses homéricos , mostrando que la tragedia clásica —al contrario del drama de Goethe o SchiUer— no sólo era un arte de la apariencia bella, sino que también articulaba un culto religioso vivo, vinculado precisamente a los misterios de Dioniso. Creuzer distingue el acto simbólico, en el que el hombre es aque­ llo mismo a lo que se refiere, de la dístanciación mítica en la que el hombre convierte a lo divino en el objeto de su representación o dis­ pone de ello según su libre inspiración creadora. Los clásicos sólo consideraban griego el mundo de la serenidad mítica, de la epopeya homérica, y de pronto tenían que admitir también como fenómenos de la religión artística de los antiguos a las oscuras profundidades «mistéricas», el culto a los muertos y a la inmortalidad, la orgía, la em­ briaguez y el éxtasis, algo que sólo logró imponerse con dificultad.4

3. Müller ha acuñado el término «religiones clónicas de los griegos». 4. A este propósito, y a pesar de sus desviaciones ideológicas que caen en el culto a la irracionalidad, merece la pena leer a Alfred Baeumier, Das mythische Weltaller. Bachofens romanthche Deutung des Altertums, Munich 1965, 12 s.; 16 ss. «Los poemas homéricos», escribe Baeumier, «son el reflejo de una evolución secular. Pero su posición dentro de la historia del espíritu griego, ia impresión que provocan, no puede explicarse diciendo que Homero supo darle una expresión poética a un estado de cosas religioso que existía desde hacía tiempo, sino por el contrario diciendo que Hornero expresó lo que constituía la idea religiosa de su era. Sólo cuando senti­ mos la tensión existente entre la religión de Homero y las oscuras creencias del culto popular estamos leyendo correctamente la Riada y la Odisea, esto es, las estamos leyendo históricamente. En la época de los clásicos se dio en llamar «místicas» (en el sentido de los misterios órficos) a las concepciones sobre la vida y la muerte que no se encuentran en las obras de Homero. En la conciencia de los clásicos, la concep­ ción de una supervivencia demónica de las almas más allá de la muerte estaba en relación con la creencia en los poderes de las profundidades de la tierra. Sólo cuando sabemos sobre qué poderes triunfó la epopeya podemos honrar dignamente y como le corresponde a la religión de Homero, esto es, la religión por antonomasia de los griegos. La expresión de Creuzer consignada en la reseña a la obra de Preller Demeter und Persepkone y que dice así: ‘ El que parta del Olimpo homérico partirá de un cami­ no equivocado si lo que quiere es encontrar los primitivos orígenes de la vida religiosa griega’ (Deutsche Schriften, 2 vols., 1846, pág. 188), resume el punto de vista esencial y ya confirmado por la investigación, del que debería partir toda posible consideración histórica sobre la religión griega» (17) * * N. de los T.: Vid. Fr. Creuzer, Sileno (Ed. Serbal, Barcelona 1991) y la ex introducción de F. Duque a esta obra.

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El clasicista alemán Voss, traductor de Homero, escribió una obra titulada Anú-Symbolik (1826) con el único propósito de rebatir la interpretación de Creuzer, la cual tuvo secuelas que llegaron hasta Nietzsche y su amigo Erwin Rohde; en dicha obra, Voss rechaza la importancia dada por Creuzer a las fuerzas irracionales, simbólicas y cúlticas del alma griega tildando su interpretación de la «más ver­ gonzosa impostura de un sectario órfico» (Anti-Symbolik II, 452 s.). Según Voss, en Homero no hay ni rastro de elementos místicos o dionisíacos y la religión homérica habría sido precisamente la religión autóctona de los helenos. Su descarado racionalismo sectario, que no dudaba en traducir el «daimónie» de Homero como «el amigo más íntimo» (Riada 6, v. 407), cosechó la burla más hiriente de los románticos. Y es cierto: el Homero de la versión alemana de Voss desconoce por completo cualquier «delirante orgía nocturna» y sólo habla de una «alegre sociabilidad» (Anti-Symbolik, II, 452 s.), una frase que le hizo comentar muy certeramente a Baeumler: «Quien así habla no es un investigador, sino un burgués que teme por su descanso nocturno. Como los románticos no le daban tanta importan­ cia a su sueño, descubrieron la importancia de la religión dionisíaca entre los griegos. Voss combatió este progreso con ciego ensañamiento. Sus traducciones han expurgado todo rastro de elemento misterioso, místico u oscuro. Toda esa postura inmovilista y burguesa del traduc­ tor ha redundado en provecho de la Odisea» (Baeumler, l . c . , 18-19). Baeumler muestra con mucho detalle cómo las sombras del mun­ do nocturno y místico también se han proyectado sobre la obra de Hesíodo y Homero: una de esas sombras es por ejemplo esa «noche» cuyo contacto inspira temor a Zeus (Od. 14, 259 ss.; Baeumler, 23), o también, ese juramento por Helios, los ríos, la tierra y los habitan­ tes de los infiernos (hoi hypénerthe) (II. 3, 276 ss.), una fórmula que se repetirá más tarde aunque sin mencionar los infiernos (II. 4, 155 ss.). «Según las antiguas creencias (rescatadas para la conciencia de la mitología moderna sobre todo por K. 0. Müllerj, ese olvido habría sido imposible, porque precisamente los habitantes de los infiernos pasaban por ser los que se cuidaban de que se guardaran los jura­ mentos. Este «olvido» revela la tendencia oculta en los poemas homé­ ricos» (Baeumler, 24). Lo mismo se puede decir de la manera que tiene Homero de mandar a los muertos al reino de las sombras; en las creencias populares primitivas no ocurre nada parecido, porque en ellas los muertos están en permanente relación con los vivos y no se encuentran relegados a ningún lejano lugar ideal allende el oceáno, o, lo que es lo mismo, todavía no se les ha expulsado de la conciencia religiosa. El patriarcado aún no ha terminado con el culto a las madres; Zeus no es todavía en absoluto el dueño del mun­ do, sino que está sometido a la voluntad de la Moira, la diosa del 95

destino, una fuerza nada olimpica pero que ni siquiera Homero pue­ de ignorar. «El ‘destino’ es un principio ajeno al Olimpo, emparenta­ do con las potencias ctónicas por su carácter sombrío. En la Odisea, las Moiras reciben el nombre de Hilanderas (Od. 7, 197). Hesíodo las conoce como hijas de la noche y las pone en relación con las Erínias. También las divinidades ctónicas primitivas son de naturale­ za femenina. Cuando se cita a la Moira, la transparencia que anima todo el poema homérico se enturbia de inmediato» (Baeumler, 30). Ella y Aisa, la tenebrosa y fatal necesidad, dice Creuzer, son «las fuerzas ante las que los propios dioses tienen que agachar la cabe­ za»: según él, Homero habría «intuido» aquí el fatum, habría tenido el «sentimiento del destino» (Symb. 2., cit. según la segunda ed. 1820, 457 s.). Lo mismo se puede decir de Nietzsche cuando, en su obra sobre la tragedia, sitúa por encima del resto de las fuerzas a «la Moi­ ra inmisericorde que reina como soberana por encima de todo cono­ cimiento» (WW I, 30). ' Pues bien, ya ven Uds. la contradicción que la mitología román­ tica entrevió en el clasicismo helénico, una contradicción que se ha articulado principalmente como oposición entre el mundo épico y el trágico. Esta oposición equivale a la oposición entre la estructura substancialista-participativa y la estructura mítico-polar, así como la existente entre el simbolismo y la mitología, la cual ha sido desarro­ llada sobre todo por Creuzer en un apéndice a la parte general de su obra principal. Voy a precisarles un poco este punto porque, si no me equivoco, en esta distinción se basan casi todos los posteriores modelos de clasificación que delimitan el ámbito cúltico-ritual frente al ámbito mítico-narrativo. Creuzer piensa que los «productos religiosos y filosóficos de la Antigüedad se dividen en dos grandes bloques, el simbólico y el míti­ co, que siempre han prevalecido como los más importantes y que, por eso mismo, constituirán la base permanente de toda nuestra in­ vestigación» (Creuzer IV, 496). En el símbolo, la idea se convierte toda en imagen, se consuma, a través de un analogon sensible, en una «momentánea figuración» (1. c., 512) que no deja ningún resto fuera de ella, esto es, que agota la representación de la idea en el gesto sensible: «Una idea se abre por completo y al instante en el seno del símbolo y abarca todas nuestras fuerzas anímicas. Es un rayo que cae sobre nuestros ojos en línea recta desde el fundamento oscu­ ro del ser y del pensar y que recorre todo nuestro ser (...): una totali­ dad momentánea» (1. c., 541). «Lo momentáneo, lo total, lo insonda­ ble de su origen, lo necesario» son los principales rasgos distintivos del símbolo (1. c., 535). El símbolo puede ser palabra (englobando pues dentro de sí el significado de lo divino, que no puede analizarse por completo con ningún concepto); pero igualmente, el símbolo pue­ 96

de ser un «acto» (del que cabe decir lo mismo, como cuando, por ejemplo, en una ceremonia mística o sacramental no se limita a de­ signar la inagotable presencia de lo divino, sino que la consuma o lleva a cabo realmente: L e . , 513 ss., 598 ss.). Por el contrario, lo esencial del mito y del discurso alegórico (en el que la imagen o la palabra no es la cosa designada, sino que la representa de manera indirecta, por medio de una referencia previamente codificada: 1. c., 539 ss.) es lo siguiente: «La alegoría nos invita a recorrer el camino emprendido por el pensamiento encerrado en la imagen. Allí [en el símbolo] se da la totalidad momentánea; aquí [en la alegoría] se da el progreso en una sucesión de momentos. De ahí que sea la alego­ ría, y no el símbolo, la que comprende al mito» (1. c., 541). Dicho de otra manera, el mito es discurso, una sucesión articulada de pala­ bras y frases que no sólo sirve para la presentación instantánea de una idea en su necesidad, sino que también pretende desarrollar su contenido. Así se introduce el aspecto arbitrario que Creuzer descu­ bre tan agudamente en el mito; mientras que el símbolo es un testi­ monio inalterable e insustituible de la idea que lo habita, el discurso mítico tiene muchas maneras y modos, igualmente posibles, de ha­ blar sobre lo divino: porque no manifiesta lo divino de modo inme­ diato, sino que habla de ello (a distancia). Esto no quiere decir que el discurso mítico y el símbolo (por ejemplo, el sacramento) tengan un contenido completamente distinto sino, por el contrario, que los mitos no son en su origen más que interpretaciones narrativas de sím­ bolos complejos: son «símbolos expresa/ios lingüísticamente» (1. c., 559). La interpretación sacerdotal, la sentencia del exégeta sobre el sentido y la intención de un símbolo fueron sin duda, en mu­ chos casos, los motores que dieron existencia a muchos mitos. ¿Qué carácter tendría uno de tales mitos remotos? Simplemente el de su propio símbolo, aunque naturalmente bajo la metamor­ fosis exigida por el discurso lingüístico (1. c.). Creuzer presenta en sucesión escalonada las etapas de la eman­ cipación del mito respecto al símbolo. Al principio, dice, la sequedad y dureza del mito recuerdan más a «la escultura, cuya esencia es lo permanente en el espacio, que a lo progresivo del lenguaje y el habla» (1. c., 560). En la forma épica, «el relato mítico se aleja cada vez más del símbolo estático y se aproxima totalmente a la narración y al dinamismo lírico» (1. c., 561). En el estadio filosófico final (sobre todo en Platón) el mito representa ya «el lugar del enunciado discur­ sivo. Ambos [el discurso y el relato mítico] se caracterizan por una progresión y presentación sucesivas. Pero mientras que allí el enten­ dimiento y la razón actúan a base de una serie de claves articuladas, 97

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aquí [en el relato] la razón y el sentido se presentan en una sucesión de accciones concretas»: esto es lo único que lo vincula todavía al ámbito simbólico del culto (1. c., 564). La distinción establecida por Creuzer entre lo simbólico y lo mítico se encuentra evidentemente en el origen de todos los modelos polarizad ores de clasificación que nos ha legado el siglo XIX. La ha­ bitual distinción entre culto y mito se remonta, bajo esta misma for­ ma, al propio Creuzer, y también fue Creuzer el primero en analizar los actos simbólicos que pueden acompañar a un mito, revelando con ello el carácter específico de lo mítico como discurso simbólicamente sobredeterminado. También la oposición propuesta por Ulrich Gaier entre substancialismo participativo y distanciación polar se limita a variar un poco la terminología de Creuzer. Pero existe otra versión de dicha oposición, que no sólo nos interesa porque Nieízsche se sil-viera de ella, sino porque toca el tema de nuestra lección dedicada a Dioniso. Según creo, la encontramos por vez primera en Friednch Schlegel y concretamente en su artículo (de entre 1795 y 1797) Über das Studium der griechischen Poesie, Les citaré a continuación el pa­ saje decisivo: En el ánimo de Sófocles se fundían perfectamente la ebriedad divina de Dioniso, la profunda sensibilidad de Atenea y la calla­ da prudencia de Apolo. Su poesía arranca mágicamente de su sitio a los espíritus y los conduce a un mundo superior; con dulce fuerza atrapa los corazones y los arrebata irresistiblemen­ te. Pero, gran maestro en el raro arte de la justa medida, tam­ bién sabe llevar a la suprema delicadeza por medio del afortu­ nado uso de la mayor fuerza trágica; apasionado tanto en lo conmovedor como en lo horrible, sin embargo nunca es amargo ni pavoroso5 (KA I, 298).

5. «En efecto, no ya sólo Dios, sino incluso el hombre dotado de algún ra de fuerza creativa presenta la misma contradicción entre una fuerza productiva ciega y.; según su naturaleza, ilimitada, y una fuerza reflexiva que la limita y estructura, esto es, en definitiva, que la niega dentro del mismo sujeto. Toda obra del espíritu revela al buen conocedor si procede de un equilibrio armónico de esas actividades o de una de ellas, y cuál tiene más peso. Una actividad productiva tiene más peso cuando la forma parece demasiado debí) respecto al contenido, cuando el contenido predomi­ na sobre la forma. Sucede justamente lo contrario cuando la forma relega al contenido y a la obra le falta plenitud. El secreto de la verdadera poesía no es estar embriagado o sereno en diferentes momentos, sino en el mismo instante. Es en este sentido en el que se distingue el entusiasmo apolíneo del entusiasmo puramente dionisíaco. Re­ presentar un contenido infinito semejante —es decir, un contenido que se opone a la forma, que parece aniquilar cualquier forma— bajo la forma más completa, o lo que es lo mismo, la forma más acabada posible, es la suprema tarea del arte» (Sche­ lling, SW II/4, 25; las cursivas son mías, M. F.).

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Así pues, tenemos aquí de forma clara la distinción entre la em­ briaguez dionisíaca y la prudencia apolínea. Así como para Creuzer el estrato simbólico precede al estrato mítico-narrativo, también en ja reconstrucción de Schlegel de la historia helénica la «primitiva época órfica» (de la que podría decirse que fue descubierta por Schlegel: KA I, 399 ss.) precedió al mundo apolíneo. Ya veremos hacia el tér­ mino de esta lección cómo Scheiling interpreta por su parte la mitolo­ gía helénica como paso de la oscuridad a la luz y, de ésta, a la reno­ vada oscuridad del misterio. Tan sólo me resta por añadir que, siguiendo los pasos de K. O. Müller, la distinción entre lo dionisíaco y lo apolíneo fue adoptada por joh. Jakob Bachofen, el cual no sólo era contemporáneo y discípulo de Scheiling, sino también colega de Nietzsche en Basilea. Esto ya lo señaló Baeumler en un interesante pasaje de su obra ya mencionada (con el subtítulo: «Ctónico, dioni­ síaco, apolíneo») (195 ss.). Para él, Bachofen es el auténtico mitólogo del Romanticismo (tardío), el eslabón que conduce hasta Nietzsche y Erwin Rohde. También Bachofen sitúa al símbolo antes del mito y, exactamente igual que Creuzer, llama al mito (...) la exégesis del símbolo. Muestra a través de una serie de acciones íntimamente ligadas qué es lo que esconde unitariamente en su interior. (...) El símbolo despierta la intui­ ción, el lenguaje sólo puede explicar. (...) El símbolo es el único que consigue reunir lo más diverso en una impresión general uniforme. El lenguaje reúne lo singular y va llevando fragmenta­ ria y progresivamente a la conciencia aquello que necesariamente ha de poder abarcar el alma con una mirada, a fin de poder conmover de un modo general (Grábersymbolik, 46 y 48; aho­ ra: Ges. Werke IV, 61 ss.). Simbolismo: esto es, de modo real y corporal (en la embria­ guez, la danza y la música), rito consumado; el mito —en la represen­ tación de lo lingüístico— sólo desarrolla la historia que, en el símbo­ lo, se concentra en la acción. El simbolismo es el lado mis(tér)ico, extático, dionisíaco de la religión: en el ámbito apolíneo se condensa ésta en imágenes claramente articuladas unas respecto a otras, es de­ cir, en imágenes distintas y diferenciadas que tanto actualizan como remiten al pasado. El mito es Dioniso interpretado por Apolo. O di­ cho de otro modo: es la unidad embriagada de la vida, articulada, esto es, estructurada, por el dios del arte épico, por Apolo. La visión nxetzscheana de la oposición o incluso de la interacción entre partici­ pación y formación ya se encuentra literalmente, no sólo en Bacho­ fen, sino en Creuzer. «En el instructivo artículo que inaugura el pri­ mer volumen de los Estadios (1805) habla Creuzer de la ‘idea eterna 99

de la belleza’ que dirigía los pensamientos de los maestros de la anti­ gua Grecia. Lejos de toda reflexión, sus creaciones aparecen sin em­ bargo como necesarias y ‘ hasta los productos de mayor mesura, pro­ pia de la poesía clásica griega, no son más que libres desahogos de la inspiración de su entusiasta creador. Esta total aniquilación de toda individualidad es la característica decisiva de esa sagrada embria­ guez que hace al auténtico poeta». Es el dios (que habita en él) el que habla por boca del poeta. Perdido en la contemplación de la eterna belleza, el sujeto que hace la exposición desaparece, porque no es el vate el que quiere aparecer, sino la idea... (En Deutsche Schriften, V, I, pág. 331)» (Baeumler, 110). Veremos a continuación cómo reaparece en Nietzsche este ras­ go de aniquilación de la individualidad como rasgo fundamental de lo dionisíaco. Como último paso de esta introducción histórica ya sólo me resta mencionarles el uso que hace Bachofen de esta terminolo­ gía. En su tratado Der Mythus von Orient und Occident (cuyo prólogo era primitivamente la obra de Baeumler de 1926) Bachofen enumera las tres posibilidades de existencia femenina de la mitología helénica (representadas por Afrodita, las amazonas y Deméter) y establece en paralelo tres posibilidades de seres masculinos: el tiránico, el dioni­ síaco y el apolíneo. Al estrato tiránico, Bachofen le adjudica la comu­ nidad de mujeres: como en la relación entre los sexos no se introdu­ ce ninguna elección particular ni existe una paternidad individualizada, «así, ocurre que no tienen todos más que un padre, el tirano, del que todos son hijos e hijas y al que pertenecen todos los bienes» (1. c., 247; 249; Baeumler, 227); se trata de una especie de primiti­ vo comunismo matriarcal. El estrato apolíneo se encuentra en el lado opuesto: en él —el reino de lo masculino, de la luz y la racionalidad— se anula la religión telúrica y el culto a los muertos: «Vencida, la mujer agacha su cabeza ante Apolo. La sensualidad ya no sabe supe­ rarse a sí misma; lo único que arranca al hombre de la irresistible corriente de lo perecedero es el principio de la inmaterialidad [vid. Bachofen, 1. c., 109], Apolo es por antonomasia el principio metafísico o suprasensi­ ble; pero también se llama a este principio ‘ metafísico’ en otro senti­ do. El principio apolíneo puede aparecer bajo formas que ya no pue­ den designarse con el nombre del dios griego Apolo. Una de estas formas es el derecho romano, en tanto que puro derecho patriarcal. La última y más importante forma del principio apolíneo es el cristia­ nismo, que con su ‘ básica negación’ de la materia reafirma el espiritualismo inaugurado por Apolo y lo lleva a su conclusión. (Vid. infra pág. 290)»(Baeumler, 1. c., 227-8). Entre lo tiránico o lo apolíneo sólo resta, según Bachofen (que, como sabemos, fue aquel colega de Nietzsche de Basilea a quien 100

éste pidió prestada su Grabersymbolik cuando trabajaba en su manus­ crito sobre la tragedia [vid. Baeumler 369, nota 35]), la figura de lo dionisíaco. Esta figura conserva el apego por las divinidades de la madre tierra (Dioniso es el «dios de las mujeres» [Bachofen, Le. , 357]), pero bajo las condiciones de la dominación masculina (Dioni­ so es un dios masculino). Dentro de la historia de la racionalidad (apolínea), en pleno desarrollo, su culto supone un retroceso, tal y como se expresa claramente en las Bacantes de Eurípides. Por otra parte, este «fálico señor de la exuberancia natural» es el restaurador —en una «potencia» más alta— del antiguo comunismo democrático; es él quien funda un movimiento de masas con rasgos anárquicos (contra la estructuración estatal y a favor de la supresión de todas las diferencias en una libertad e igualdad naturales). «Zeus sólo de­ puso el cetro de su poder en manos de Dioniso, que supo dominar sobre el resto de los cultos y finalmente apareció como punto central de una religión universal que reinó sobre todo el mundo antiguo» (Bachofen, Der Mythus von 0. und 0., 55). Pero éste es sólo uno de los aspectos del principio dionisíaco. El otro aspecto se inclina por lo apolíneo y finalmente hasta se somete a él: en Delfos se verá enterrado al dios del vino a los pies de Apolo, quien también toma al oráculo —antiguamente regido por mujeres— bajo su égida. Todo esto, excepto la importancia que se le da al derecho matriarcal, anti­ cipa decisivamente lo que dirá Nietzsche sobre Dioniso. A continua­ ción les citaré un pasaje de Bachofen, extraído de su Mythus von Orient und Occident (393), en el que se habla del «ardor de tigre de la existencia báquica». Para Bachofen, Dioniso es un dithyrambogenas*, un ser «lleno de agitaciones anímicas y cambios, repleto de laberin­ tos y rodeos. [Y a continuación, fíjense en el siguiente giro, que ya conocemos a través de los románticos y que volvemos a encontrar en Nietzsche:] Dioniso es el dios enigmático del mundo en devenir en cuyo honor se juega con fábulas y grifos, que no es cómplice del orden y de una permanente seriedad, sino de la broma, el buen hu­ mor, la locura y el desequilibrio, que siempre nos engaña alterando los colores, que está estrechamente emparentado con el dualismo y que junto con su creación cae en manos de la muerte y está enterra­ do a los pies del délfico» (1. c., 393, las cursivas son mías [M. F.]). Así pues, también Bachofen describe ya ese movimiento de ale­ jamiento y autoindependización de una forma de pensamiento míticoapolínea respecto a sus orígenes dionisíaco-cúlticos. Que ambos con­ tribuyen a esa forma única, cultural y artística, de la tragedia, y cómo lo hacen, es precisamente lo que Nietzsche intenta reconstruir en su

* N. de los 7

Naci do dos veces.

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obra sobre la tragedia. Incluso cuando desde la rabiosa polémica de Wilamowitz se considera a la «obra primeriza del filósofo» como no debatible científicamente6, no deja de tener por ello un papel im­ portante en el contexto temático de nuestra lección: no hay ningún otro escrito de finales del siglo XIX que haya repetido y formulado de manera tan aguda y detallada la teoría del último Romanticismo, según la cual la tragedia es una forma híbrida con elementos tanto del simbolismo participativo como de la polaridad mítica. Nietzsche supone que con el establecimiento de la tragedia la religión dionisíaca dio un último y brillante empuje al mito, ya en decadencia, de los helenos, antes de que el «socratismo estético» (WW I, 62 ss.) suplantara definitivamente al pensamiento religioso. Ei súbi­ to florecimiento de la religión dionisíaca se explica por un presenti­ miento de su decadencia: la tragedia rescata el discurso mítico, a la deriva por falta de bases firmes de autojustificación; el fracaso des­ poja de sus bellos ropajes al mito, pero al mismo tiempo deja ver la parte auténticamente sagrada oculta en su presencia simbólicocúltica. Tras las opciones antagónicas de, por ejemplo, una Ántígona (el concepto de clan frente a la razón de Estado) aparece la «identi­ dad terrible y fascinante que se oculta tras todas las leyes y que expo­ ne la preocupación humana por acertar en la elección como insufi­ ciente y sólo superficialmente acertada.» (U. Gaier, 1. c., 308) Al menos, así es como nos ha enseñado Nietzsche a ver la tra­ gedia, recordándonos con insistencia al mismo tiempo su origen cúltico (es decir, dionisíaco). Digo recordándonos y con razón, porque la idea de Nietzsche no es novedosa. El propio Aristóteles da ya testi­ monio de ella como históricamente probada en su Poética (3, 1448a 29 hasta 4, 1449a 35). Si Nietzsche escribe que hay que entender el coro de la tragedia como el «fenómeno dramático primitivo» (WW I, 52), por su parte, Aristóteles dice así: Tanto ella [la tragedia] como la comedia han tenido un origen improvisado; la primera de ellas nació de quienes daban el tono al ditirambo, la segunda de los que entonaban cantos fálleos (que sigue siendo costumbre en muchas ciudades) y poco a poco fue adquiriendo su forma actual mediante la evolución de todo lo que constituía su apariencia.(...) En lo tocante a su alcance

6. «Para la investigación científica sobre el origen de la tragedia, esa obra no resulta verdaderamente importante», según opina Konrat Ziegler en PaulyAVissowa, Realenzyklopadie der Altertumswissenschaft, vol. VI a, 1936-7, 2075. Aún así, recibe la total aprobación de Jakob Burckhardt en Griechischer Kulturgeschichte, ed- por Rudolf Marx, 3 vols., Stuítgart 1939-41, II, 306.

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y grandeza interna [de la tragedia], ésta sólo alcanzó tardíamen­ te un estilo elevado a partir de géneros menores y de un modo burlesco de expresión (ya que es una transformación de lo satí­ rico); también cambió el metro utilizado, pasando del tetráme­ tro trocaico al trímetro yámbico, porque la poesía era satírica y más adecuada para el baile; cuando sin embargo se impuso la palabra hablada, encontró el metro poético adecuado a su propia naturaleza (Poética 4, 1449a 9 ss.). Como se ve, Aristóteles no deja lugar a dudas de que el origen de la tragedia es la danza y los coros de los sátiros con máscaras de carnero. En ciertas ocasiones se ha puesto en duda la fiabilidad del testi­ monio de Aristóteles. Si no me equivoco, la filología clásica actual tiene la tendencia a «entender las afirmaciones sobre este tema no ya como meras hipótesis, sino como resultado de las investigaciones de Aristóteles, y a aceptar sus datos, mientras no se demuestre lo contrario, como hechos reales» (Konrat Ziegler, artículo Tragedia de la Real Enciclopedia de la Antigüedad clásica de Pauly/Wissowa, vol. Via, 1936-37, 1909). Vamos a estudiar más de cerca una afirmación de Aristóteles que resulta muy interesante para nuestra investigación. Dice (en 4, 1449a 9) que la tragedia nació de la improvisación de «quienes da­ ban el tono al ditirambo». Pues bien, el ditirambo es un antiguo nom­ bre cúltico de Dioniso que, por eso mismo, también sirvió para desig­ nar las fiestas dionisíacas (K. Ziegler, 1. c., 1906). Si es cierto que la tragedia ática surgió de ahí, entonces hay que suponer también que su origen está en las grandes fiestas en honor de Dioniso que se celebraban en Atenas, como afirma Nietzsche con toda razón. La fórmula «quienes daban el tono al ditirambo» se expresa en griego «apó tdn emrchónton ton dithyrambon», y traducido literalmente significa: «aquellos que, situados en primera línea, daban la entrada del coro ditirámbico». El verbo exárchein designa por tanto «la activi­ dad de un solista al que responde una multitud reunida» (1. c., 1907). Al principio, dice Aristóteles, la idea dramática partió de ese canto alternante entre el solista y el coro; más tarde, con Esquilo, eran ya dos actores los que se enfrentaban al coro, y con Sófocles tres (y con Eurípides aún más, con lo que el papel del coro queda algo relegado para acabar desapareciendo más tarde). En una palabra: tenemos que ver bajo la figura del director y guía del coro, esto es, el corifeo, al antecesor del actor dramático; es el canto alternante y cada vez más, el diálogo entre el corifeo y el coro (y no entre, por ejemplo, el coro y el público) el que da pie a la práctica dramática (1. c. 1908). El íntimo enemigo de Nietzsche, Wilamowitz, supone que 103

seguramente fue Sileno el primero en distinguirse del coro y, final­ mente, gracias a su disfraz, el primero en convertirse en personaje singular en un momento en que no existía otro tipo de actor. Jacob Burckhardt ve «el primer paso hacia el drama» en el hecho de que el corifeo, bajo la figura del propio Dioniso o al menos bajo la de su mensajero, narrara la historia del dios y en particular la de su pasión {7rá$T?) y, por su parte, el «coro que lo escuchaba adoptara actitudes de sátiros, expresando tanto la alegría como el horror» (Gnechische Kulturgeschichte, 1. c. II, 270). Más tarde se desarrolló su­ puestamente ese juego de réplicas alternantes entre el canto y la res­ puesta, que también Nietzsche entiende como «fenómeno dramático primitivo». Aquí no nos interesa (vid. K. Ziegler, 1. c., 1909 ss.) si la tragedia nació en primer lugar en el Atica o, tal como parece saber Aristóteles, a partir de ciertos precedentes dóricos (que partían de algo muy diferente al culto dionisíaco, en concreto la pasión de Adrastos); lo más que podemos decir es que también por eso Dioniso reci­ be el título de «nuevo» dios o «dios venidero», porque su culto viene a sustituir a otra divinidad cúltica (una «antigua» divinidad dórica). Pero lo más importante es que la forma primitiva del coro trágico se identifica realmente con ese séquito de seres con pies de carnero que sigue a Dioniso y que Nietzsche ve encarnado en el coro, tal y como revelan los nombres tragodoí o trágoi. La etimología de tragodoí ha encendido apasionados debates, en parte muy fantásticos, en­ tre los helenistas. Aunque resultaría atractivo seguirlos, ello nos des­ viaría mucho de nuestro tema. Además, el resultado es concluyente, porque aunque ni la etimología ni las fuentes resulten suficientes para traducir esta palabra por «carneros que cantan», en todo caso esta metáfora designa a la perfección el objeto que interesa, esto es, las danzas de máscaras de carnero, cuya ronda coral seguramente fue el «fenómeno dramático primitivo». Gracias a esto, y a la referencia al ditirambo, el origen de la tragedia se puede asociar de manera muy fiable con las orgías dionisíacas de Atenas. Otra cuestión sería la de si la tragedia surgió verdaderamente de los misterios de Dioniso y tenía primitivamente como objeto la pasión y resurrección del dios (como pretende Nietzsche) o si acaso la tragedia simplemente se for­ mó con ocasión de las dionisíacas, sin estar por ello en relación inter­ na con el culto a Dioniso. Parece que la opción más razonable desde el punto de vista histórico y filológico es la segunda: en primer lugar porque —exceptuando las Bacantes de Eurípides que, de todos mo­ dos, son muy tardías— no se ha conservado ninguna tragedia que tenga como tema la pasión y transfiguración de Dioniso; en segundo lugar, porque en las tragedias Dioniso aparece muy raras veces y sólo como comparsa; en tercer lugar, porque la tragedia griega, por lo general, no es un drama de dioses, sino un drama de héroes u hom­ 104

bres normales: los dioses sólo aparecen (normalmente al final) para emitir su veredicto sobre el destino de los hombres (Ziegler, 1. c., 1932). La presencia divina en el teatro ateniense parece por lo tanto haberse limitado al coro de sátiros, con el cual, desde luego, el ca­ rácter dionisíaco de la representación estaba ya suficientemente pre­ sente. Piensen Uds. que el culto a Dioniso no tenía tradición en Ate­ nas, esto es, que —a pesar de pertenecer a un antiguo estrato cúltico— en la conciencia de los atenienses no dejaba de ser un culto de muy reciente introducción: una estilización estética y reelaboración de cultos arcaicos de la Tierra, los antepasados y los muertos (como dice Bachofen) o la independización de determinados actos mímicosdramáticos que tenían lugar durante los oficios religiosos (como pre­ tende Burckhardt: I, 424 ss.; II, 268-9). Tampoco los bailes de más­ caras son específicos de los ritos dionisíacos, sino que, en general, eran siempre parte constitutiva de las prácticas religiosas primitivas. Hasta parece difícil sostener científicamente la propia concepción ro­ mántica (compartida por Jakob Burckhardt) según la cual la tragedia —el Drama— surgió de los drómena, esto es, de los actos cúlticos de los misterios áticos de Eleusis o de los grandes misterios dionisía­ cos, es decir, por poner un ejemplo, de fragmentos litúrgicos de tipo dramático y coral que se fueron independizando. Sin embargo, tal vez sí cabe imaginar que los drómena (sobre los que no poseemos ningún testimonio debido al carácter estrictamente secreto de los cul­ tos mistéricos) fueran influyendo poco a poco sobre la tragedia (Zie­ gler, 1. c., 1951-2). De hecho, tenemos numerosos indicios de ello en la obra de Esquilo, Sófocles y Eurípides; especialmente en estos dos últimos autores Dioniso recibe a menudo, en las canciones del coro, el sobrenombre de Yaco, es decir, el nombre del dios cúltico de Eleusis, el fruto de la cópula ritual que, según parece, era el cen­ tro de estos ritos secretos. Sea como sea, lo cierto es que la tragedia ática está estrecha­ mente ligada a la religión dionisíaca e incluso se puede decir que es un resto del propio culto, hecho que fue muy destacado por los románticos y, desde luego, no cabe duda de que se trata de una reli­ gión del arte que al mismo tiempo era un gran acto estatal democráti­ co. Además, se puede suponer que las máscaras animales manifesta­ ban una participación mágica del coro en ía substancia de su dios, de quien ellos se convertirán en su séquito, una vez metamorfoseados (vid. Platón, Teeteto 176 b: homoíosis theó). La comedia y la sátira siguieron usando máscaras durante mucho tiempo. La comedia y la tragedia fueron siempre para los griegos parte del culto general de primavera a Dioniso (en marzo), como demuestran, entre otras cosas, el lugar de honor que tenían reservado los saeerdortes de Dioniso en el teatro y el ara que se encontraba en medio de la orquesta. 105

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Este es concretamente el rasgo sobre el que Nietzsche llama la atención: la máscara animal —que presenta al dios como sátiro y al sátiro como dios— es el símbolo de la «naturaleza aún no modifi­ cada por ningún conocimiento, en la que todavía no se han descorri­ do los cerrojos de la cultura» (WW I, 49). En el coro de sátiros la masa de espectadores se transforma —gracias a la magia de la parti­ cipación ritual— en ese séquito salvaje, frenético y enloquecido del dios del vino, cuya pasión y triunfo se consuman en el propio cuerpo. Hay que imaginarse, dice Nietzsche, «que el público de la tragedia ática se sentía identificado con el coro de la orquesta, que en el fon­ do no existía oposición alguna entre el público y el coro, pues todo era solamente un gran coro sublime, constituido por sátiros que bai­ laban y cantaban, o por quienes se hacían representar por esos sáti­ ros» (50). En este sentido, el coro, el «fenómeno dramático primiti­ vo», la «tragedia originaria» (como también la llama Nietzsche ¡51]), sería «el autorreflejo del hombre dionisíaco», al igual que en un lumi­ noso valle entre montañas los espectadores, transformados en bacan­ tes, festejan la proximidad de su dios en el foso, en forma de valle, de la orquesta (51). Esta transfiguración o «encantamiento es (para Nietzsche] el presupuesto básico de todo arte dramático. Gracias a este encantamiento, el adepto dionisíaco se ve bajo la figura de un sátiro y contempla renovadamente al dios con ojos de sátiro, esto es, ve en su transfiguración una nueva visión, que se encuentra fuera de él, y que es la consumación apolínea de su estado. Con esta nueva visión el drama se completa» (52). Nietzsche continúa como sigue, y éste es tal vez el resumen más decisivo de su teoría: Una vez sabido esto, tenemos que entender la tragedia griega como un coro dionisíaco que descarga una y otra vez su energía en un mundo apolíneo de imágenes. Esas partes corales que recorren y constituyen el entramado de la tragedia son, hasta cierto punto, el seno materno de todo el diálogo (por llamarlo de algún modo), esto es, constituyen todo el mundo escénico del drama propiamente dicho. A lo largo de sucesivas descar­ gas, esta primitiva forma de la tragedia desprende la visión del drama: pero esta manifestación, desde luego onírica, y por lo tanto de naturaleza épica, por otra parte y en tanto que objetiva­ ción de un estado dionisíaco, no es la redención apolínea en la apariencia, sino que, por el contrario, representa la quiebra del individuo y su unión con el ser originario. Y así, el drama es la representación apolínea sensible de los conocimientos dionisíacos y de sus efectos y por lo tanto se encuentra separado de la epopeya [es decir, naturalmente, de Homero] como por un abismo pavoroso (52-3). 106

Conectando de nuevo con los usos lingüísticos de Ulrich Gaier podríamos decir que el drama es una forma híbrida con rasgos mágicoparticipativos (o cúlticos) y elementos mítico-narrativos (Nietsche di­ ría épicos). En la tragedia, el carácter substancialista de los antiguos cultos atraviesa la cáscara del distanciamiento mítico. Nietzsche muestra esto ayudándose del ejemplo del Prometeo de Esquilo, en el cual el alegre mundo de los dioses olímpicos se ve llamado a recordar brus­ ca y dolorosamente la existencia de la tenebrosa Moira {la diosa del destino), que acaba de prenderle fuego a su morada; y también con Antígona, en la que el mítico reparto de poderes de la polis tebana y sus instituciones se ven también bruscamente confrontados con el antiguo culto a los muertos y a la consanguinidad, que en este caso se impone con mortal violencia. Otro ejemplo es el de Edipo (que Nietzsche interpreta bajo una fuerte influencia de Wagner): toda la dialéctica empleada en los planes y la resolución de enigmas fraca­ san ante la mala utilización de las «sagradas fuerzas de la naturaleza» (57), que acaban atrapando a su víctima y precipitándola al reino de los muertos. Así pues, aquí las estructuras de participación ritual y las de distanciación mítica consiguen completarse y penetrarse mutuamen­ te. «Así, en el lugar de la fe en la identidad corporal existente, que era necesaria para el ejercicio de la magia natural (...), apareció la admiración por la facultad y habilidad para representar a un ser aje­ no al propio y, asimismo, con la libre adopción del papel, apareció propiamente la obra dramática» (Vid. el artículo de Stoll Dionysos, en: Roscher I, 1080). Se podría decir que la sucesión cronológica de la narración mítica, (la cual, como es lógico, se narra y resubstancializa desde un origen, un pasado distanciad or), esto es, que las diferenciaciones de orden simbólico aparecen en la obra artística de tipo trágico en calidad de diferenciaciones de una substancia funda­ mental homogénea que se mantiene siempre y que es la que Nietz­ sche denomina dionisíaca. En ella se juega, como en un medio o en una dimensión, todo lo que no es a su vez Uno o sagrado. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que la substancia de lo sagrado se torna omnipresente, es decir, que pierde su carácter mítico de pa­ sado anterior al mundo actual; en segundo lugar, que esta substancia del Uno-Todo nunca se presenta como tal, sino que aparece en el conflicto trágico entre sistemas míticos completamente contrarios (por ejemplo, el concepto de clan versus razón de Estado) como límite de las posibilidades humanas. Nietzsche dice así: «La desgracia escondi­ da en la esencia de las cosas (...), la contradicción latente en el cora­ zón del mundo, se manifiesta (...) como una confusión de mundos distintos, por ejemplo, de un mundo divino y otro humano, cada uno de los cuales tiene su derecho como individuo, pero que, como mun107

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do singular al lado de otro, tiene que sufrir para alcanzar su indivi­ duación. En el impulso heroico de lo singular hacia lo universal, en el intento de superar el destierro de la individuación y de querer ser él mismo la esencia del mundo, lo singular sufre en su propia carne la contradicción originaria escondida en las cosas, es decir, transgrede sacrilegamente y sufre» (59). En una palabra; la tragedia muestra a un tiempo el fracaso de la individuación apolínea que, diferenciando a las cosas y los seres vivos, los precipita en un mutuo conflicto, y la imposibilidad de la voluntad universal de permanecer en sí misma, esto es, de no mani­ festarse ni multiplicarse. Este conflicto equivale al conflicto entre el pensamiento salvaje de la prehistoria cúltica, cuya substancia o esen­ cia se conserva en los misterios dionisíacos, y la pluralidad de dioses mítico-épica del Olimpo, la cual no es conciliable con la opción dionisíaca del Uno-Todo. Así pues, se puede hablar de la tragedia como de una síntesis de lo dionisíaco y lo apolíneo: Dioniso, interpretado y transfigurado por Apolo; Apolo, cuya memoria, redespertada por Dioniso, recuerda las profundidades arcaicas escondidas bajo la fina capa de hielo del mito. Tal vez se den Uds. cuenta de que estas formulaciones son del tipo de las que se suele denominar «dialécticas», en un sentido aún no muy preciso de la palabra. Lo Uno diferente en sí mismo, to hen diaphéron heautd: éste era en efecto uno de los lemas de la obra de Holderlin {vid. StA III, 81; IV, 256) y determina su relación tanto con la tragedia como con el mito.7 En dicha fórmula se solapan de manera compleja dos aspiraciones que se hacen la competencia: la tendencia a fundamentar todos los hechos singulares a partir de un Unico principio (recuerden Uds. el doble sentido de la expresión «fun­ damentar») y la tendencia a tomar también en consideración el desagarramiento analítico del mundo, esto es, a reconocer8 la existencia real dentro de una sociedad antagónica de escisiones trágicas, la di­ solución de las «antiquísimas» relaciones vinculantes y las pugnas en­

7. Vid. sus Anmerkungen zum Oediprn: «La representación de lo trágico reposa sobre todo en que se comprende lo monstruoso del apareamiento de hombre y dios y la unión ilimitada, en medio de la cólera, entre el poder de la naturaleza y la parte más íntima del hombre, por ei hecho de que esa unión ilimitada se purifica por medio de una separación asimismo sin límites (...) De ahí ese diálogo siempre en pugna, de ahí ese coro que se opone a él. (...) Todo es palabra contra palabra que se anulan mutuamente» (StA V, 201). N. de los X: Hay trad. esp. de F. Martínez Mare/.oa en: Holderlin, Ensayos, Madrid 1976, págs. 134-142. 8. En relación con el trágico fracaso del mito, Hegel habla de «este seguro asilo» del hombre, el único que le permite vivir en medio de la negatividad de la escisión.

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tre los hombres. En este sentido se podría entender toda filosofía idealista como una forma de conectar con la filosofía griega de la naturaleza, que habla de la unidad entre el Uno y la diferencia, o mejor dicho, de la unidad del pensamiento substancialista y el pensa­ miento racional, o también como el intento de establecer una Nueva Mitología bajo las condiciones de la racionalidad y la disolución. Y se puede decir que, efectivamente, fue el Romanticismo quien volvió a traer a la conciencia la doble naturaleza cúltico-estética de la trage­ dia griega. En esta doble naturaleza descubrió la unidad, aún no dis­ gregada por el espíritu analítico, de la práctica cúltica (que trae lo sagrado al presente) y su multiforme presentación poético-mitológica que toma en consideración al caos y la trágica escisión. En ambos aspectos, la tragedia es mimesis de los actos y pasión del dios Uno y único, que desmembra en su propia carne la unidad convirtiéndola en pluralidad y después la restaura en tanto que espíritu. A partir de entonces, y a lo largo de toda la historia de Occidente, estos polos no han cesado de desarrollarse en direcciones contrarias o al menos esto opinaban los románticos (e incluso Wagner y Nietzsche). Desde el momento en que la obra de arte se emancipó de las «celebraciones sagradas» —en un proceso de diferenciación social y reparto econó­ mico del trabajo que deshizo en múltiples pedazos la unidad de la personalidad humana y sus facultades y disposiciones—, esto es, des­ de el momento en que la obra de arte dejó de ser al mismo tiempo servicio divino, tampoco le servía ya a la sociedad burguesa como lugar en que transformarse a sí misma en comunidad fundamentan­ do esa concepción a partir de un pasado mítico (a partir de una per­ dida participación en lo absoluto). Pero como la tragedia era la cele­ bración, sublimada como obra de arte, del «dios venidero», no puede extrañarnos que, por su parte, este proyecto —tan filosófico e históri­ co como poético— bosquejado por el Romanticismo se vinculara a la utopía del retomo de Dioniso: Dioniso debía conjurar las señales de disolución de la sociedad burguesa y sustituirlas por una nueva síntesis social basada en una libertad y fraternidad universales.

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Cuarta lección

Quiero ofrecerles un resumen de nuestro primer intento de determi­ nación de la esencia del discurso mítico, delimitándola, pongamos por caso, frente al uso ritual del discurso en el lenguaje litúrgico. Ya dijimos que el mito legitima un hecho natural o histórico remitién­ dolo a su pasado divino. En este sentido, el mito está fundamentado. Pero las fundamentaciones presuponen una cierta distancia respecto a lo que se trata de fundamentar. La. cosa de la que se cuenta que tiene su origen en otra cosa ya ha sido liberada de su participación inmediata en esa otra cosa. En el acto cúltico ocurre precisamente lo contrario: aquí, la presencia de lo sagrado se convierte inmediata­ mente en suceso. Las palabras: «Este es mi cuerpo, ésta es mi san­ gre» martifiestan un tipo de participación por apropiación. Ya vimos cómo —por ejemplo, en la tragedia, que para la estética clasicista del Idealismo alemán aún pasaba por ser la suprema forma artística— los elementos rituales y míticos a menudo aparecen combinados, esto es, que la participación no excluye en absoluto el discurso distancia­ do e interpretativo propio del mito. Por el contrario, el mito sólo pue­ de adquirir autoridad, es decir, fuerza normativa y socializadora, a través de la participación en lo sagrado —aunque sea una participa­ ción mediata (transmitida discursivamente)—, porque, en efecto, aquello por medio de lo cual se legitiman míticamente sucesos históricos tie­ ne necesariamente que distribuirse participatívamente a fin de poder ser verdaderamente legitimado. Si nos exigieran que formuláramos con la ayuda de la teoría del acto lingüístico qué tipo de discurso utiliza el lenguaje mítico, podríamos lanzar la siguiente hipótesis. El mito es, por así decir, un sistema de símbolos, en lugar de serlo de signos. Me explicaré, ya que ésta es una distinción importante: un signo es la síntesis de una expresión y un sentido y su relación con el referente es unívoca sólo porque en el sistema gramatical de la lengua correspondiente se dis­ tingue claramente del resto de los signos por su sonoridad: habrá 111

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tantas diferencias en los significados de la lengua como entre las ma­ terias de expresión. Frente al signo, el símbolo no es unívoco; no se halla estrictamente codificado ni tiene una relación referencial fija. En su ensayo Uber Symbolik (Ffm, 1975) Dan Sperber propuso defi­ nir el mito como un signo desvinculado, cuyo sentido no viene de una relación sistemáticamente regulada entre la expresión material y el sentido inteligible, sino que aún espera ser expresado en una creación original. Esta expresión, como el signo al que sirve de base, puede tener cualquier significado: el símbolo cristiano de la cruz cum­ ple por ejemplo a la perfección la función denotativa de la palabra «cruz» sin ser un derivado de ella. Este ejemplo muestra que las in­ terpretaciones simbólicas pueden estar perfectamente motivadas por actos cúlticos o ceremoniales sociales: lo importante y característico es que la consumación simbólica vincula mágicamente al sentido con el signo que le sirve de substrato. En el ritual (por ejemplo, la euca­ ristía) el gesto significativo que se realiza no remite a ninguna idea externa a la acción, sino que es él mismo esa idea. El sombrero al que Guillermo Tell niega su saludo o la bandera roja de las manifes­ taciones son de modo inmediato el poder del Estado o la provocación y el desafío respecto al mismo y ello en virtud de que se les ha asig­ nado un contenido interpretativo y ritualizado por medio del cual los actores reafirman (simbólicamente) su íntima cohesión, Pero como los símbolos pueden crearse individualmente y aquí nos las tenemos que ver con acciones simbólicas de tipo social, podemos hablar de una función ritual del discurso (esto es, a un tiempo participativa y comunicativa). Se diferencia sensiblemente del habitual uso de los signos, que ciertamente también es intersubjetivo, pero en el que los niveles de la expresión y del sentido permanecen siempre analítica­ mente diferenciados en el marco de su relación. (Los lingüistas deno­ minan a esta manera de encontrarse diferenciado «arbitrariedad»: no existe ningún sonido natural que implique de por sí un significado determinado.) Lo que signifique un signo —hasta donde se encuentre inscrito dentro del sistema de una lengua— es algo que puede saber­ se. Pero los actos lingüísticos de tipo simbólico y ritual hay que creer­ los. Es cierto que presuponen la función denotativa del lenguaje, pero adoptan el signo o una cadena de signos como punto de partida para proyectar un sentido que sobredetermina imperceptiblemente su sig­ nificado habitual. En este punto coinciden el rito y la literatura pues ambos utilizan el sentido en su estado latente, más acá o más allá de su codificación. Pero todas nuestras reflexiones sobre las formas híbridas ha­ brían sido vanas si ahora nos quedáramos detenidos en una distin­ ción tan cerrada entre el uso designativo de la lengua y el uso simbó­ lico. Esta distinción es abstracta e incluso artificial. Hay que suponer, 112

como nos lo enseña la teoría del acto lingüístico, que esta pareja de opuestos sólo esconde en realidad el predominio o relegación de de­ terminadas funciones que siempre aparecen juntas, pues —a diferen­ cia de lo que ocurre en el simbolismo— hasta un sistema de signos permanece mudo si no hay personas para interpretarlo. Nada tiene sentido por sí mismo, ni siquiera un signo. Para poderse referir a objetos bajo una perspectiva determinada, los signos de una lengua precisan un comentario o una interpretación; y esta interpretación que le da sentido a la expresión no puede concebirse simplemente como resultado de una mera deducción léxica o gramatical. El significado de un discurso sólo puede deducirse a partir de la estructura de una lengua bajo el presupuesto de que los hablantes le hayan prestado previamente a su lengua un significado, lo cual es un círculo vicioso. De esta manera, la relación horizontal-estructural del signo con el resto de los signos y con sus objetos se cruza con otra relación casi vertical: la relación de los signos con sus usuarios. Dicho de otra manera: el sistema de signos sólo funciona en el nivel de la palabra hablada cuando una comunidad interpretativa ha fijado previamente el sentido en que lo van a usar, esto es, cuando ha establecido a fondo un modo de representación de los signos codificados y de sus objetos susceptible de reajuste permanente en el curso de la historia. De esta manera —y ésta sería mi tesis— la función designativa de nuestra habla estaría siempre ligada a actos simbólicos y decisiones axiológicas (es decir, de valor), cuyo origen se sitúa en el nivel de la interacción social, y a los que en un primer acercamiento me gus­ taría calificar de míticos. La analogía con lo que he dicho antes sobre la función pragmática del mito salta a la vista: al igual que allí se fundamentaban determinados sucesos remitiéndolos a un elemento socialmente inatacable («sagrado»), del mismo modo el esfuerzo designativo de una lengua tiene su raíz en actos que no son designativos, sino simbólicos. Es por esto por lo que cada lengua tiene una visión específica del mundo y opciones de valor individuales. Sche­ lling intentó resumir esto diciendo que «el lenguaje mismo es única y exclusivamente un desvaído reflejo de la mitología que sólo conser­ va en distinciones abstractas y formales lo que la mitología conserva en distinciones vivas y concretas» (SW Ií/í, 52). Aclararé este punto. En primer lugar, los mitos comparten con las lenguas la propiedad de ser constructos sociales (y por lo tanto sintéticos). Resulta tan absurdo imaginarlos como acontecimientos pri­ vados, como resultaría absurda la idea de una lengua privada. Ade­ más, tienen una función heurística o modélica (y esto los distingue de las gramáticas puras): comparten con los símbolos, metáforas y modelos científicos (es decir, con esas imágenes gracias a las cuales el investigador dispone y simplifica una realidad hipercompleja) la 113

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propiedad de ofrecer paradigmas y proposiciones que contribuyen a una interpretación del mundo universal y sistemática. Lo que los distingue de los modelos científicos no es su falta de cientifismo o su pre-cientifismo (ya que esto seria una afirmación tautológica), sino el hecho de que introducen el empleo de axiomas que han de per­ manecer como «evidencias primeras», incuestionadas e insuperables en el ámbito de las ciencias analíticas. «Ni siquiera en las ciencias de la naturaleza puramente racionales», dice Robert Musil (que era él mismo ingeniero y matemático y había estudiado matemáticas y teoría de la ciencia) puede construirse una teoría a partir de «los meros hechos», es decir, de manera inductiva, «sin la ayuda de un pensamiento que camina en el sentido opuesto y que siempre incluye un acto de fe y el uso de la fantasía y la hipótesis.(...) Tanto en nues­ tra vida privada como en la pública sería muy necesario que se les diera más cabida a esa fe, a esa fantasía y esa hipótesis» (G. W., 1. c., 8, 1379-80). De esta manera hemos vuelto, aunque en un nivel más abstrac­ to, a nuestra primera definición de mito. Según ella, el mito legitima y fundamenta un orden social por medio de discursos que no tienen en sí ningún valor legitimador (si se los reduce a su pura función como signos), sino que lo adquieren de manos de los sujetos sociales que se lo atribuyen. Todo mito produce una apariencia de orden y ofrece legitimaciones teleológicas de la vida, tanto individual como de la sociedad, desde el momento en que dispone de gratificaciones institucionalizadas para las necesidades cuíturalmente reconocidas. El mito es «la sólida fortaleza» o como dice Hegel el «asilo seguro» (AsíhetiJi, ed. F. Bassenge, Berlín 1955, 1084), cuya certeza simbólica hace por primera vez soportable la parte trágica y omnipresente de las colisiones intersubjetivas y la inseguridad de todas las facetas y relaciones humanas. Recordando una antigua tradición pitagórica, Scheiling denomina «divina custodia» a ese lugar mítico en el que habitaba la conciencia humana en su estado primitivo, es decir, antes de su caída, como en un lugar «escondido en el interior de una inex­ pugnable fortaleza» (piensen Uds. en las metáforas del jardín y del enclave cerrado en la etimología de «paraíso», «asilo», «Asgard», etc.). En ese lugar se custodia y guarda todo elemento redentor que sobre­ vive a la «fatalidad» de su «alienación» (SW II/2, 157-9; íl/l, 213; IÍ/2, 148, 154, passim). Esta función estabilizadora y consoladora del mito —y su rela­ ción con el ámbito de la legitimación— ha sido destacada a menudo tanto por los psicólogos como por los sociólogos y recientemente por Habermas y Luhmann. «Myths» dice Clyde Kluckhohn, «give men ‘sornething to hold to» (es decir, algo a lo que agarrarse). (Myths and Rituals: A General Theory,, en: John B. Vickery [ed.]. Myth and Lite114

rature. Contempomry Theory and Practice, University of Nebrasca Press, Lincoln (3) 1971, 43). Los mitos articulan básicas convicciones de valor que preservan al logos, prisionero de una constante realización de actividades necesarias, de la desesperación de una autolegitimación sin bases firmes. (Claro que esta «legitimación» [SW II/I, 56; II/2, 246 (2)] sólo se le comunica al sentimiento religioso, dice Scheliing. Lo que siente el sujeto no es un conocimiento y la falta de un objeto real tiene que ser reparada o sustituida —en el rito y en el culto— por el carácter comunitario de la celebración. «Originariamente la palabra ‘religió’ significaba toda suerte de obligación con la que estuviera asociada cierta idea de sacralidad o algún sentimiento simi­ lar de inviolabilidad» [II/2, 524]. Pero lo inviolable requiere un or­ den o una institución que lo soporte en cuanto hecho comunitario y lo ‘sancione’, es decir, lo sacralice.) Es precisamente en esto en lo que consiste la función tanto so­ cial como ética y pragmática del mito, que Cassirer, apoyándose en Durkheim y Malinowski, entiende como la institución de una «unidad del sentir» o como una «solidaridad de vida» entre los miembros de una sociedad {vid. al respecto David Bidney, Myth, Symbolism, and Truth, en: Myth and Líterature, 1. c, 9-10). Pues bien, hay que darse cuenta —-y con esto entro en una dis­ cusión sobre la Ilustración y Herder— de que el mito le debe esa facultad solidarizadora a su naturaleza sintética. El mito puede ser llamado sintético porque armoniza los diferentes valores de un grupo o de un pueblo. Pero también es sintético en el sentido dado por Kant a los juicios sintéticos. Estos son juicios en los que el espíritu admite un elemento exterior a su pura facultad para emitir juicios. El puro pensar no tiene experiencia de la existencia: que existe un mundo es algo que no puede deducirse de un pensamiento puro 0o máximo que éste nos permitiría es aventurar la posibilidad de su exis­ tencia y su posible aspecto). Lo mismo ocurre con la fundamentación. Una vez sobre la pista, el pensamiento es capaz de distinguir entre causas y efectos, pero no es capaz de alcanzar su propia fundamentación (en tanto que relación entre causa y efecto), porque los procedimientos de fundamentación de los que él es capaz de dar cuenta sólo salen a la luz en caso de que exista ya la razón. Que existe la razón y por qué es como es y no de otra manera, y lo que es más, con qué fin existe, son cuestiones a las que la razón, contem­ plada como un sistema funcional de pensamientos, no puede respon­ der, pues de lo contrario lo haría mediante juicios sintéticos (en un sentido trascendente) de los que el racionalismo tiene que abstenerse por mucho que si él mismo no tuviera síntesis previas, no tendría literalmente nada que llevarse a la boca. Frente al espíritu sintético, pienso que la Ilustración racionalista 115

se puede definir por el uso que hace del espíritu de análisis. Su pos­ tulado de partida es que las cosas compuestas tienen necesariamente que remitirse a una ordenación de elementos simples. En manos de la burguesía en vías de emancipación, este postulado fue antaño, como destaca Sartre, «un arma ofensiva que ayudaba [a la burguesía] a arrasar los bastiones del Antiguo Régimen. Todo fue analizado; en un único y mismo movimiento se redujo el agua a sus elementos, el espíritu a la suma de sus impresiones (...) y la sociedad a la masa de individuos que la componen» (Situations II, París 1948, 17 ss.). El siglo XVIII se caracteriza muy particularmente por un pensa­ miento pacientemente negativo que descompone pieza a pieza las subs­ tancias y los conjuntos —que parecía no podían desmembrarse más— hasta reducirlos a sus elementos más pequeños. Se desmonta, se desmonta sin cesar: las cosas, las instituciones, los razonamientos de los adversarios, y cuando ya sólo quedan piezas sueltas no queda ya nadie para volverlas a montar. Esa es la meta, por otra parte, y al producir, en lugar de un objeto, los átomos inseparables o las ideas simples que los constituyen, la razón analítica pretende mostrar que no existen, aparte de los vínculos de exterioridad, más vínculos entre los seres o en­ tre las partes que componen un sistema. Por lo demás, aunque existan verdaderamente objetos cuyas partes estén unidas por vínculos de interioridad (es decir, tales que cada parte se vea modificada en su esencia por la existencia de la otra, de suerte que su unidad real sea irreductible a la suma de elementos ana­ lizados y que cada elemento sea esencialmente diferente según si lo contemplamos dentro del sistema o aisladamente), el pen­ samiento analítico permanece ciego y sordo: ni siquiera es ca­ paz de concebir de qué se trata y, en presencia de una totalidad orgánica, la descompondrá como descompuso a las otras, es decir, la matará sin saber lo que hace* (Sartre, Uidiot de la famille, [a partir de ahora citado como IFj, París 1971-2, III, 116-7). Karl Marx había caracterizado de manera parecida el proceso de «emancipación política»: al principio, como «disolución» del feu­ dalismo, esto es, como disolución de una forma sintética y orgánica de relación social en la que todos los elementos de la vida civil, tales como la propiedad, la familia, el modo de trabajo, eran (aunque fue­ ra bajo la forma alienada del feudalismo, el estamento y la corpora­

* N. de los T,: En francés en el original.

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ción) partes integrantes de la vida pública y del Estado. Por eso, libe­ rarse del yugo político también suponía —en una dialéctica imprevista— «la ruptura de los lazos que el espíritu egoísta de la sociedad civil había mantenido atados» (MEW 1, 367-9). A partir de este momento, el espíritu antagónico y analítico pudo establecerse. En palabras de Schiller, «la sociedad libre de ataduras, en lugar de lanzarse a la bús­ queda de la vida orgánica, vuelve a caer en el reino de lo elemental» (Nationalausga.be, vol. 21, Weimar 1962-3, 580). Disueltas todas las totalidades, éstas se revelaron como acumulaciones de partículas ele­ mentales, de naturaleza inmodificable. Una de ellas era la «esencia del hombre», infinitamente combinable a pesar de su constitución invariable y concebida según el modelo teórico del átomo. A este grupo de totalidades disueltas por la sociedad burguesa pertenece también y de manera particular el monoteísmo, en su for­ ma clásica de cristianismo. Este fue, como formula Habermas, «la última formación de pensamientos que produjo una interpretación unifícadora y reconocida por todos los miembros de la sociedad» (Kónnen komplexe Gesellsckajten eine vemünftige ídentitdt ausbilden? Dis­ curso pronunciado con ocasión de la concesión del premio Hegel, Ffm. 1974, 44). Bajo los golpes del espíritu científico de una era analítica, la religión ya no puede satisfacer de modo completamente creíble esa exigencia de interpretación sintética. Ha llegado la hora de una filosofía que le contraponga a la síntesis superada de la reli­ gión la aspiración de la razón a tener también una validez universal. A fin de poder hacer esto de manera que resulte creíble, la filosofía tiene «que sobrepasar incluso la pretensión de la religión de unificar todo en la interpretación y restablecer esa unidad que hasta ahora sólo el mito era capaz de expresar.(...) La filosofía debe restablecer esa unidad mítica del individuo singular con su comunidad política particular en el horizonte de un orden cósmico universal, y ello sin olvidar las condiciones impuestas entretanto por las ideas modernas de libertad y absoluta independencia individual» (1. c., 44-5). A continuación me gustaría darles un testimonio del funciona­ miento del espíritu analítico de la mano de la interpretación de los mitos en el siglo XVIII. Porque, en efecto, en el marco de este curso no hablamos tanto de la crisis de la concepción analítica de la inte­ lectualidad, como de su crisis en relación con su valoración del fenó­ meno mítico, el cual, como ya hemos observado, tuvo como origen una concepción sintética del espíritu. En un primer momento podrá resultar sorprendente que en el siglo XVIII haya podido tener lugar un debate relativamente rico en torno al mito. Existió un auténtico culto a Homero y se publicaron numerosas introducciones a la mitología clásica como, por ejemplo, el Pantheum Mythicum de Franciscus Pomey (Amsterdam 1741), que 117

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fue reeditado varias veces.1. En conjunto se pueden distinguir dos perspectivas diferentes de este interés por el mito. La primera de ellas concierne al acercamiento científico al mito y se pregunta cómo hay que entender los mitos. En esta formulación, el mito aparece a menu­ do prácticamente caracterizado como un problema hermenéutico (como se puede observar por ejemplo en el artículo «Fabel» del Philosophisches Lexicón de Johann Georg Walch, Leipzig 1733, vol. I, 881 s., 883). El interés de esta cuestión se subdivide nuevamente entre una clasificación analítica y una respuesta a la pregunta sobre la génesis de los mitos. Pero existe otra perspectiva (la segunda citada) con la que, por ejemplo, conectará Herder, y que se pregunta si se puede permitir el uso de mitos clásicos en textos de la actualidad, qué fun­ ción cumplen (por ejemplo en el Paraíso perdido de Milton o en el Mesías de Klopstock) o si se deben inventar nuevos mitos. Esta pers­ pectiva es de naturaleza poética e investiga el alcance y la legitimidad de las referencias mitológicas en todos los ámbitos de la cultura. Comenzaremos nuestro análisis por el primer punto de vista men­ cionado. Por lo que se refiere a la clasificación de los mitos, Antoine Banier (cuya obra en tres volúmenes, La mythologie et les fables ex­ pliques par l’histoire, París 1738, también estaba muy considerada en Alemania y pasaba por ser tal vez el mayor intento de clasificación realizado hasta la fecha) distingue entre relatos históricos, filosóficos, alegóricos, morales, de entretenimiento y mixtos; lo común a todas estas subcategorías salta a la vista: el mito contiene un mensaje, en­ tregado tan sólo tras descifrar el mito, y que por tanto ha de serle arrebatado partiendo de una competencia hermenéutica. En resumi­ das cuentas, el mito no es verdadero en sí mismo, pero puede referir­ se indirectamente a verdades históricas, filosóficas o morales. Pero tiene mayor interés la cuestión del origen del mito. El Lexi­ cón de Walch, cuyo artículo sobre el tema transcribe casi literalmente una parte importante de una obra francesa (concretamente la de RenéJoseph de Tournemines Projet d ’un ouvrage sur Ibrigine des fables, en: Mémoires pour l’Histoire des Sciences et des beaux Arts, nov. dic. 1702 y en. feb. 1703,1-22), reaprovechado a su vez en el Universallexicón de Zedler, nombra seis razones que explican el surgimiento del mito, tres de ellas externas y tres internas:

l. Me baso sobre todo en dos obras extraordinarias sobre los mitos en el siglo XVIII: Hans Posser, «Mythos und Vernimft. Zum Mythenverstándnis der Aufklarung», en: Philosophie und Mhytos, 1. e., 130-153; y Jean Starobinski, «Fable et Mythologie aux XVÍIe et XVIIIe siécles. Dans la Liítérature et la réflexion théorique», en: Dictionnaire des mytholoff.es, París, Flammarión 1981, 1-23.

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1. «los conceptos excesivamente burdos que se tienen sobre las cosas naturales» 2. «la deformada tradición de los misterios» 3. «el insuficiente conocimiento de las historias antiguas» 4. «el temor acompañado de la ignorancia» 5. «el ansia por disculpar el vicio» y 6 . «el desprecio de la verdadera religión».

Se encuentran criterios muy similares en el breve tratado de B. le Bovier de Fontenelle, De Vorigine des fables, París 1724; Fontenelle sitúa el origen del mito y del politeísmo en la ignorancia, el asombro o el temor ante las fuerzas de la naturaleza y en la tenden­ cia del ser humano a explicarse lo desconocido a partir de una analo­ gía con lo ya conocido. Como podrán observar, todas estas razones sirven para explicar supuestas falsedades y malentendidos, pero no para explicar los he­ chos, neutrales, de la historia de la conciencia del género humano. El propio Fontenelle dice expresamente que los mitos nos proporcio­ nan «la historia de los errores del espíritu humano». Si esto es así, parece que no es recomendable dedicarse a estudiar el contenido fabuloso de los mitos en cuanto tal; lo que tiene que hacer la ciencia de los mitos es investigar el motivo por el que el cerebro humano pudo llenarse de semejantes extravíos. Si nos detenemos a contemplar con más detenimiento los moti­ vos de error aducidos por Fontenelle, y sobre todo por Walch, nos daremos cuenta de que al menos el primero y el tercero ya se men­ cionaban desde la Antigüedad. Según esto, los mitos serían o bien una explicación de la naturaleza anclada en un estadio precientífico {es decir, explicaciones a base de conceptos que no se analizan) o bien alegorías, esto es, interpretaciones que no pueden tomarse tal como aparecen, sino que encierran bajo una forma cifrada una ver­ dad susceptible de evolución. El tercer motivo considera los mitos como crónicas insuficientes o deformadas de auténticos sucesos his­ tóricos (como ya decían Herodoto y Euémero), de manera que, por ejemplo, los nombres de los dioses y héroes deben entenderse como seudónimos que encubren a personajes históricos de carne y hueso. Los motivos internos de error (4-6) nos remiten a la idea de que la fantasía mítica de los antiguos tiene su raíz en «la ignorancia» y el «miedo», es decir, en fuentes irracionales entre las que también hay que contar la maldad, que huye de la justificación ética e intenta «disculpar el vicio». Algunos filósofos presocráticos, como por ejem­ plo Jenófanes, ya le habían echado esto en cara a la mitología en nombre de la religión verdadera, es decir, de la religión racional. El segundo motivo de error, hasta ahora no explicado, habla 119

de la «deformada tradición de los misterios». Esto quiere decir que la fantasía pagana y supersticiosa de la humanidad no ilustrada con­ tiene sin embargo, aquí y allá, algunas sentencias racionales y mora­ les extraídas del tesoro de la revelación cristiana que el intérprete de narraciones míticas puede y tiene que desvelar y analizar y que, acto seguido, pueden reclamar su validez. Según esta hipótesis de trabajo, que se remonta a Clemente de Alejandría, los dioses paganos son el reflejo multiplicado y corrompido del Dios verdadero de que habla el Génesis o incluso de los reyes de que habla la Sagrada Es­ critura. La aniquilación de pueblos y la confusión de lenguas acaeci­ da como consecuencia de la construcción de la torre de Babel borró de la humanidad el recuerdo del Dios único y verdadero. Pero, así como sus lenguas pueden reconstruirse a partir del hebreo, de la misma manera y siempre según la opinión de Banier, sus divinidades pueden en ultima instancia reducirse de nuevo al dios judeo-cristiano, de quien no son más que su descomposición: «et voila Vorigine de tous les dieux que le paganisme adorait» * Como es lógico, existen diversas teorías para explicar cómo pu­ dieron transformarse en mitos paganos esas partes de verdad que ni siquiera ellos pueden dejar de contener. En su Abhandlung vori der heydnischen Fabellehre (1753), Johann Friedrich Burseher man­ tiene la opinión de que eso que pasa por ser la «más antigua crónica de la humanidad», esto es, el Génesis mosaico, debe entenderse como la única versión verdadera y auténtica de los hechos, aunque poste­ riormente haya sido deformada por la caída en el politeísmo (en: Sammlung einiger Ausgesuehten Stücke, der Gesellschaft der freyeri Künste zu Leipzig, vol. I, Leipzig 1754, 286-309; esp. 287 $.). Esta forma de entender la cosas es más o menos paralela a la de Banier. Pero Voltaire llega todavía más lejos en el artículo «Religión» de su Dictionnaire philosophique portative (de 1764), cuando explica que los restos deformados de racionalidad que se esconden en la general irra­ cionalidad de los mitos son los últimos vestigios de la «religión racio­ nal»: tal religión, que existió al principio y se basaba en las fuerzas espirituales naturales del hombre, fue deformada por los sacerdotes, deseosos de reafirmar su propia autoridad por medio de este engaño, hasta transformarla en un politeísmo cargado de oscuras supersticio­ nes e inescrutable partiendo de la razón por ser precisamente la con­ tradicción de ésta. La denominada «hipótesis de la impostura de los sacerdotes» gozó de mucho éxito en el XVIII, aunque ya había sido defendida en su tiempo por el sofista Critias (Diels, fragmento 25).

* N. de los T.: En francés en el original: «Y éste es el origen de todos los dioses que adoraba el paganismo».

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En resumidas cuentas, cabe decir que la conclusión general de la interpretación de mitos es la de que éstos dan fe de épocas supers­ ticiosas, de que son documentos que no resisten un análisis racional o que por lo menos, cuando contienen algo moralmente incontroverti­ ble, no pueden entenderse sin dicho análisis. Pero si el mito no con­ tiene nada razonable o si sólo puede analizarse su credibilidad con ayuda de la razón, entonces no existe ningún motivo plausible para no reducir el uso del discurso mítico a fines únicamente ornamenta­ les (por ejemplo en los poemas épicos) y aun esto, sólo con una inten­ ción abiertamente irónica o didáctica. Hasta ahora han visto Uds. que la crítica a los mitos se queda detenida ante las puertas de la religión revelada, del cristianismo. Na­ turalmente, se trata sólo de una pausa en el camino de la Ilustración o del esclarecimiento radical de todos los errores del espíritu huma­ no. Porque si la esencia de la razón ilustrada consiste en servirse del propio entendimiento sin ninguna tutela exterior o, lo que es lo mismo, sin ningún impedimento, entonces no hay ningún motivo razo­ nable para dejarse insuflar como revelado algo cuya verdad pudiera resistir el avance del rigor analítico. Desde Locke se ha venido subra­ yando el carácter razonable del cristianismo. El título dado a una de sus obras por el filósofo ilustrado Christian Wolff habla por sí mis­ mo: «Pensamientos racionales sobre Dios, el mundo, el alma del hom­ bre y sobre todas las cosas en general». Este título nos confirma que se debe leer la Sagrada Escritura con ayuda de la razón y que toda afirmación irracional —por ejemplo las afirmaciones sobre los mila­ gros {res imperceptibiles) y sobre todas las cosas que la ciencia de­ muestra como inverosímiles o falsas— debe comprenderse como re­ sultado del grado de inmadurez espiritual de los hombres antiguos y por tanto debe dejarse a un lado. Esto es lo que ya hizo Spinoza en su famoso Traetatus theologico-politicus, una obra que prescinde de todos los pasajes bíblicos que parecen poco razonables y presenta una versión racionalmente revisada de la Biblia. Según esto, parece que ya no se precisa de ningún dios revelador: la razón humana, abandonada a sí misma y a nadie más, también hubiera sido capaz de sacar a la luz todos los principios morales, de los textos bíblicos, que merezca la pena conservar. Porque, en efecto, la razón tiene una especie de facultad para producir sentencias verdaderas que están más allá de toda historia, que se legitiman por sí mismas y no preci­ san por tanto de ninguna otra legitimación superior ni de una deriva­ ción histórica. Con esto comenzó lo que Paul Hazard denomina en su obra, Die Hemchaft der Vemunft (Hamburgo 1949), el «proceso contra Dios» (86). Lo que empezó como una «autopurificación del cristianismo», pasa por un deísmo racionalista —por ejemplo en d’ Holbach y de 121

la Mettrie— hasta desembocar en el ateísmo mecanicista. Aquí es don­ de la razón ilustrada revela su naturaleza dogmática y sus ambiciones abstractas y analíticas. No se dice nada sobre las premisas de este proceder, que como tales no son analíticas, pero en todo caso son éstas: «Una sola razón, como único medio de demostración, limitada a deducciones lógicas, y una sola experiencia, reducida a la percep­ ción» (Poser, 1, c., 139). Está claro que estas dos facultades no pue­ den decidir a priori nada sobre Dios: su muerte no jue un resultado del análisis, sino la premisa del mismo, es decir, un presupuesto dog­ mático del que no se podía dudar y de cuya aceptación se sigue todo lo demás, concretamente la imposibilidad de demostrar la existencia de fuerzas sintéticas dentro del sistema de la naturaleza, la necesidad de reducir todo a sus partículas más elementales, las cuales se orde­ nan según las leyes externas del mecanismo (pero no están unidas entre sí), de manera que aquello que épocas supersticiosas bautiza­ ron como alma humana puede entenderse como apariencia, como un producto accidental causado por el funcionamiento de una máqui­ na extremadamente compleja, algo así como las chispas que surgen cuando se produce un cortocircuito en un ordenador. Parece que con esto ya tenemos la demostración de que «los mitos se disuelven a la luz de la razón y se tornan superfinos, que la razón puede suplir todas las funciones ejercidas por el mito y la religión cristiana» (Poser, 1. c., 140). Pero ya digo que «parece», por­ que lo cierto es que existen dos elementos de lo mítico que no pueden explicarse por medio de la concepción analítica. El primero de ellos es que, como dice Sartre, el propio análisis es en sí mismo una em­ presa sintética (IF 1, 471). Sartre fundamenta esta frase del siguiente modo: «La descomposición analítica o, si se prefiere, el trabajo del escalpelo, sólo puede tener éxito cuando sus diferentes elementos se mantienen unidos y son soportados por la unidad de un proyecto, una investigación o incluso una idea que hay que acreditar» (1. c.). Dicho de otro modo: tras la concepción analítica del espíritu —la Ilustración hablaba de entendimiento analítico— se halla incluso un proiectus, esto es, un proyecto histórico. Este proyecto persigue una determinada meta y, por lo tanto, está motivado. Un entendimiento reintegrador es capaz de adivinar (deviner) dicho motivo. El propio Sartre nombra un motivo: librarse de la realidad sintética del absolu­ tismo feudal y fundamentar la igualdad de los individuos humanos. Pero el hecho de que se pueda entender y aprobar este motivo no quiere decir que sea racional en el sentido en que los ilustrados ha­ blaban de racionalidad, es decir, que sea verdadero e indiscutible a priori y que no precise de más explicaciones. Desde el momento en que se afirma esto la racionalidad cae más bien en la ideología. Más tarde mostraré que Marx le hizo el mismo reproche a la razón 122

burguesa: que no se había aplicado a sí misma la crítica que ella había ejercido contra la religión y el feudalismo; y esto mismo es lo que leeremos también en Friedrich Schlegel. Se trata de uno de los motivos básicos de la crítica romántica contra la Ilustración. Pero en el concepto de mito existe un segundo elemento impor­ tante que presenta dificultades a la razón ilustrada radicalmente ana­ lítica, y a él vamos a prestar ahora nuestra atención. Este elemento atañe a la fantasía humana, no sólo entendida como una facultad del espíritu, sino también en su manifestación poética. En efecto, éste es un punto que puso en graves aprietos a los pensadores del XVIII. Cuando en su Critische Dichtkunst Gottsched restringe ei uso de la fantasía al ámbito de aquello que no ha ocurrido de hecho pero que hubiera podido ocurrir según las leyes de la naturaleza y las «reglas del alma humana», ya vemos de inmediato que, según esto, no se le permite a la fantasía ser productiva ni innovadora, porque la inno­ vación implica transformación y la razón —en tanto que registro de leyes inviolables— no puede aceptar modificaciones: la naturaleza de la razón, dice, ha sido «idéntica en todos los tiempos» (Parte I, Sec­ ción VI, parágrafo 8). El asunto de la admisibilidad de la fantasía y de sus límites, llevó a una polémica entre Gottsched y los críticos suizos Bodmer y Breitinger. Les citaré el punto más significativo del debate. Bodmer defendió la «aportación de la mitología» en su Critische Abhandlung von dem Wunderbaren in der Poesie, aunque con la reserva de que la creencia en lo prodigioso caracteriza al espíritu aún infantil de los hombres de la Antigüedad y, por lo tanto, ya no le está permitida a los hombres de hoy. Sin embargo, esto no significa que no se pue­ dan usar mitos en nuestros días. De lo que se trata es únicamente de reconocer un presupuesto, de «hacerlos pasar por lo que verdade­ ramente son, es decir, por una quimera» que no tiene asomo de ver­ dad ni pretende pasar por tal. «El que se enoja (cuando se topa con fabulaciones míticasj» escribe Bodmer «demuestra poseer un espíritu sincero y un sano entendimiento» (Critische Abhandlung von dem Wun­ derbaren in der Poesie und dessen Verbindung mit dem. Wahrscheinlichen, Zurich 1740, 202 s.). Pero también demuestra (sin quererlo) que no entiende ni palabra de poesía. Lo que Bodmer aduce aquí en contra de Gottsched es, en definitiva, la irreprimible productivi­ dad de la fantasía, incluida la mítica, pero comparte con Gottsched la opinión de que la razón es el único órgano capaz de descubrir verdades y comprobar su certeza. En una palabra: apenas se le ha reconocido derecho a la existencia cuando ya se está desterrando a la poesía del ámbito del discurso racional. Con todo, apunta aquí una dificultad que se encierra en la for­ mulación misma del concepto de razón. Se puede tachar de irracio­ 123

nal a la actividad de la fantasía, pero con ello lo único que se logra es precisamente que despierte mayor interés, como suele ocurrir siem­ pre con las teorías que muestran algún fallo. Y en efecto, a mediados de siglo se multiplican las publicaciones que combaten la vinculación de la imaginación con lo verosímil y lo útil. En la Aesthetíca de Baumgarten se tiene en cuenta al sentimiento y su derecho a la existencia, pero, como es lógico, todavía con una limitación: aunque se reconoce que el sentimiento es ciertamente un tipo de conocimiento, se le con­ sidera «inferior». A pesar de todo, parece como si «la [propia] Ilustra­ ción contuviera dentro de sí una puerta de salida de la Ilustración» aunque sólo sea por el hecho de que los mitos y poesías «contienen algo que no se puede reducir a la razón» ni se ve afectado por la pareja de opuestos verdadero/falso (Poser, I. c., 142). Este intento de salir de la Ilustración recibió alimento suple­ mentario por parte de la teoría de los mitos de la obra de Giambattista Vico Scienza Nuova (Die neue Wissenschaji über die gemeinschaftliche Natur der Volker, según la ed. de 1744 traducida al alemán por E. Auerbach, Reinbek 1966). Según él, los mitos nacen de la fantasía en una época en que el «logos estaba mudo». La imagina­ ción, continúa Vico, es de naturaleza sintética y reúne lo que la razón separa en partículas. Por eso, aquélla es capaz de dar paso a una manera de ver el mundo inaccesible al pensamiento abstracto. Vico añade que no hay que contemplar los mitos de manera simplista, como algo irracional y fantasmagórico. Por el contrario, los mitos nos ofrecen una nueva dimensión, esencial al espíritu humano e inalcan­ zable para la razón: la unidad de hombre y naturaleza, así como «el orden jurídico en que ambos se inscriben: por vez primera se pone al mismo nivel la función explicativa [de la razón] y la función de donación de sentido, propia de los mitos» (Poser, 1. c., 143). Con esto, la comprensión de los mitos gana una «perspectiva» completamente nueva. Porque, en efecto, si el pensamiento mítico no se integra dentro de la razón, entonces es la razón (analítica) la que se ve obligada a recordar los límites que impiden su aspiración a la universalidad. En la próxima lección les mostraré el modo en que se abre camino en Herder este nuevo modo de pensar, que vivirá su punto culminante en el sueño romántico de una «Nueva Mitología».

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Quinta lección

Las reflexiones de Herder a propósito del mito no están en relación directa con planteamientos filosóficos o socioteóricos. Lo que hace Herder es, más bien, debatir la posibilidad de una mitología desde la segunda de esas dos perspectivas que en nuestra última lección definimos como características de la polémica surgida en el XVIII en torno a los mitos: me refiero concretamente a la perspectiva poetológica, que contempla los motivos míticos que se encuentran en los textos de la cultura clásica analizando si también es lícito el empleo de mitos en textos literarios bajo las condiciones de la ilustración. C. Rollin, la autoridad indiscutible en estas cuestiones, comprueba en el sexto libro (parte 4 a) de su Traite des études (vol. 4 o. París 1726) que sin previo conocimiento de los relatos míticos no puede existir ningún verdadero conocimiento de la literatura en general. Un profundo conocimiento de los mitos de la Antigüedad es por lo tanto una conditio sine qaa non para poder acceder a la lectura de la cul­ tura en general. Jacourt, autor del artículo «Fable» de la Encyclopédie se expresa en el mismo sentido: He aquí por qué es tan general el conocimiento, por muy super­ ficial que sea, de las fábulas. En nuestros espectáculos, nues­ tras obras líricas y dramáticas y nuestras poesías de todo tipo se encuentran constantes alusiones al respecto. (...) La fábula es el patrimonio de las artes; es una fuente de ideas ingeniosas, imágenes risueñas, temas interesantes, alegorías y emblemas, cuyo uso más o menos afortunado da pruebas de gusto e ingenio.* Este elogio no implica, como es lógico, una aceptación de la fábula en un sentido puramente literal. Los temas, las figuras y los

* yV. de los

En francés en el original

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motivos míticos sirven a modo de cómoda cámara de tesoros alegóri­ cos o también para la invención de la trama de todo el repertorio de piezas poéticas convencionales; naturalmente, los mitos exigen una interpretación y un empleo racional, puesto que en sí mismos son irracionales o, en el mejor de los casos, no son más que figuraciones sensibles de principios racionales. Sea como sea, la poética francesa del XVIII se muestra bien dispuesta al uso de mitos en la literatura, lo cual está sin duda alguna en relación con la tradición de una tra­ gedia de corte clasicista que llega hasta Voltaire y no tiene ningún paralelo de igual peso en Alemania. Ya hemos dicho que Herder debate la posibilidad de una mito­ logía también bajo auspicios poetológicos, y lo que más le interesa es la cuestión de si verdaderamente se puede permitir la existencia de una mitología en contextos poetológicos bajo las condiciones de la Ilustración. Y así, uno de sus artículos más destacados de la primera ép se titula Vom neuem Gebrauch der Mythologie [Sobre la utilización moderna de la mitología] (1767) y si queremos enterarnos del con-' texto en que se inscribe este artículo no tenemos más que remitirnos ai esclarecedor título de la obra a la que pertenece. Esta se titula Fragmente, ais Beilagen zu den Briefen, die neueste Litteratur betreffend \Fragmentos que acompañan a las cartas sobre literatura moder­ na|, normalmente citado con el título Briefe über die neuere Deutsche Literatur [Cartas sobre la moderna literatura alemana] (= Herder, Sámtliche Werke ed. por Bernhard Suphan, Berlín 1877 ss., vol. 1). Pues bien, estas Cartas, para las que Lessing tuvo la intención expresa de escribir algunas colaboraciones, son en realidad una revista editada por el librero y editor berlinés Friedrich Nicolai, un amigo de Les­ sing y de Mendelssohn, y que se publicó entre los años 1759 y 1765. Nicolai fue uno de los literatos más influyentes de la segunda mitad del XVÍIÍ, pero por desgracia le sucedió lo que a los sofistas, que sólo han sobrevivido bajo la forma de comparsas burlescas en los Diálogos de Platón y cuyo nombre sophütaí (hombres del saber/de la sabiduría), que en principio tenía una connotación positiva, sufrió una violenta transformación peyorativa hasta llegar a servir sólo como sinónimo de falsos filósofos y tergiversadores del lenguaje. Pues bien, lo mismo le sucedió a este hombre de preclaro inge­ nio que fue Nicolai y que, aunque de hecho fue un hombre razonable y liberal, tuvo la mala fortuna de dar con su Platón y su Sócrates de turno entre los cultivadores del Sturm und Drang y sobre todo entre los románticos. Y como los sofistas, sobrevivió a través de sáti­ ras, bajo la forma de una especie de caricatura humana de la Ilustra­ ción, o sea como un supersticioso provinciano que cree en fantasmas y que, sabedor de que la razón prohibe temer a los fantasmas, tiene 126

que luchar con acreditados remedios caseros contra sus sobresaltos. En el ensayo de Herder Sobre la utilización moderna de la mi­ tología, el adversario no es el propio Nicolai, sino una típica postura ilustrada contraria al mito que aparecía en los escritos de un tal Klotz (Epistolae Homeñcae). Este es el blanco ejemplar que escoge Herder para lanzar los dardos de su crítica, y puesto que su crítica es ejem­ plar me ahorraré los detalles y me limitaré a presentar aquí la básica oposición entre Herder y la Ilustración. Pues bien, en sus Cartas homéricas, Klotz (como otros muchos de sus contemporáneos, ya que éste era uno de los temas polémicos del mundo literario en general) se pregunta qué les pueden importar ya los dioses de la antigua Grecia o incluso los dioses germánicos a los hombres de la segunda mitad del XVIII. Y, tal y como admite Herder, en principio la pregunta tiene mucho sentido, porque, en efecto, el uso de mitos en la literatura precisa de alguna justificación y sólo se puede justificar si se comprueba que éstos guardan alguna rela­ ción con el modo de pensar de la época en que se escribe. Sólo que, según opina Klotz, no es esto precisamente lo que se comprue­ ba, sino todo lo contrarío: si se siguen usando mitos es sólo —a falta de algo mejor— a modo de ornamento, a modo de bonita imagen literaria en la que ya no queda ni asomo de verdad1 y en la que, por lo tanto, ya no puede despuntar dicha verdad, por muy bella que sea la expresión conseguida. Pero es que además, prosigue Klotz, los propios mitos son de suyo (es decir, en todas las épocas) de tal índole que, no pueden constituirse en objeto de debate, porque, en efecto, «¡la mitología no reposa más que sobre el error y la supersti­ ción de ios antiguos!» (cit. Herder, 1. c., vol. 1, 427). Aquí tenemos un típico testimonio de la actitud ilustrada con respecto al mito. Como ya hemos hablado sobre ello, me limitaré a analizar cómo entendía Herder el interés peculiar que podía tener el empleo de la mitología. Ya han podido comprobar Uds. que, en este escrito, la mitología sólo interesa en tanto que material de inspi­ ración para las imágenes que utiliza la literatura (que no la socie­ dad). Si se es de la opinión de que la poesía es alegoría (como es el caso de Klotz), automáticamente se le está imponiendo la obliga­ ción de ser verdadera y por lo tanto se le está prohibiendo convertir­ se en representación sensible de la superstición. ¿Por qué? Porque alegoría significa literalmente expresar con otros giros un contenido no sensible {alia kai állbs agoreúein) a fin de tornarlo sensible (o representable), y ello de tal manera que la expresión sensible sólo sirva como trampolín para una más fácil comprensión del pensamien-

1. En sentido estricto, para Klotz nunca hubo ninguna verdad en ella.

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to representado. Así pues, es absolutamente necesario rebasarlo si se quiere comprender lo que constituye el auténtico contenido de la alegoría. Por cierto que Herder parece compartir este punto de vista plenamente, porque dice que la poesía «pinta de manera sensible con­ ceptos abstractos» (4-29), esto es, que tiene la tarea de «arropar la verdad abstracta en imágenes» (443). Con esta convicción básica, Her­ der queda apresado dentro del discurso racionalista y, desde un pun­ to de vista hermenéutico, llama la atención cómo en este ensayo tem­ prano un pensamiento innovador pugna por abrirse paso con ayuda de lo que Sartre denomina «les moyens du bord», es decir, el tipo de conceptos al uso de la época, sin que en este caso el nuevo pensa­ miento consiga romper todavía el viejo cascarón. Así y todo, cuando leemos que es «ridículo» tomarse en serio los mitos y obras literarias (aquí ambas cosas se identifican), es decir, olvidar que son «personificaciones de cosas de este mundo o perso­ najes alegóricos» que «deben aparecer como tales de manera eviden­ te, pues de lo contrario estaríamos sacándolas de la esfera de lo poé­ tico y llevándolas a la de la verdad estricta, que no es su lugar» (440), está claro que todavía estamos muy lejos, incluso en el caso de Her­ der, de la emancipación romántica del lenguaje poético. Y por eso mismo sentimos aún más curiosidad por saber cuál es entonces la objeción que levanta Herder contra el decreto emitido por Klotz, que destierra a los mitos fuera de la literatura moderna. Pues bien, en primer lugar Herder advierte que no es necesario fun­ damentar la emancipación del uso de mitos en la poética contempo­ ránea sobre su supuesta veracidad; en efecto, al lado de los concep­ tos, que apuntan a la verdad, existe también la fuerza de imaginación, que apunta a la «belleza sensible» (427). Aquí volvemos a topamos con la conocida objeción de Bodmer y Breitinger de que la aspiración de totalidad de la razón fracasa al toparse con el fenómeno de la imaginación (porque, ¿cómo puede ser universal una definición del espíritu que tiene que prescindir de una de las fuerzas espirituales?). Ciertamente, esta objeción no es despreciable, pero, con todo, tampoco llega tan lejos como para po­ der poner en duda la primacía de la razón (y esto quiere decir, de la verdad). Y Herder no lo hace. Argumenta de la siguiente manera: «Si utilizando ideas e imágenes mitológicas logro presentar de manera sensible determinadas verdades morales o generales, en ese caso me está permitido el uso de figuras mitológicas» (1. c.). Por lo tanto, el hecho de que «sean contrarias a la verdad» no puede ser una obje­ ción (también las fábulas, que permiten conocer plásticamente una verdad racional, que no es plástica de por sí, son y siguen siendo siempre una ficción), porque «no las uso debido a su veracidad sino 128

en virtud de su consistencia2 poética y, cuando se trata de cosas per­ sonificadas, debido a su plasticidad» (427). Sin embargo, en opinión de Klotz los mitos sólo pueden ser «cás­ caras vacías» (428) porque no han construido nunca una verdad ra­ cional y porque, además, habría que «disponer de una inteligencia en verdad muy limitada» para «no gozar de ningún recurso propio y tener que repetir cientos de veces las mismas imágenes gastadas» (L c.). Herder admite la última parte de la objeción y subraya el hecho de que nadie prescribe esa maquinal repetición de mitos obso­ letos, pero que sin embargo resulta concebible —puesto que la imagi­ nación es una facultad de la productividad y la innovación— que sea necesario insuflarle el «nuevo espíritu» a eso repetido cientos de ve­ ces y, así, transformar la mitología «con una nueva mano creadora, fértil y artística» y de este modo convertirla en ciudadana del presen­ te (429). Nos acabamos de topar por vez primera con el insignificante adjetivo calificativo «nuevo», que volvemos a encontrar en el nombre de la «Nueva Mitología». Pero para entender qué quiere decir Herder tenemos que proseguir. Pues bien, Herder cita las palabras de un crítico de arte que conmina al poeta: «Compóngame por una vez un poema heroico que sea alemán y no se rija por las normas griegas ni latinas.» Aquí se está expresando la exigencia de una «mitología que sea nacional y que resulte familiar» a los contemporáneos (432), de la misma manera en que la mitología griega también le resultaba verdaderamente familiar a los contemporáneos de los escritores de la Antigüedad. Dentro de esta frase, en apariencia bastante trivial, se esconde a su vez un motivo innovador que deseo sacar aquí fuera de su cásca­ ra. Mientras que para Klotz —el ilustrado ejemplar— la razón es un corpus de leyes que sólo merecen el título de universales porque tie­ nen una validez intemporal (lo que significa que sirven en la misma medida en todas las épocas de la humanidad), Herder piensa en una validez histórica de las leyes. Con ello vuelve a chocar con la forma externa del discurso dominante, a cuya terminología él mismo recu­ rre para su teoría de la alegoría, a la par que intenta expresar con ella su auténtica idea. En definitiva, Herder opina que no se puede despachar la mitología con tanta ligereza tildándola de irracional, por­ que al hacerlo se estaría postulando dogmáticamente que el único sistema de comprensión habilitado para juzgar de entre todas las épo-

2. Expresión que Herder retoma del tratado de Lessing sobre las fábulas. Lessing defendía el uso de caracteres anímales, porque debido precisamente a la absoluta fijeza de su tipología sirven para mostrar de manera ejemplar determinados tipos inva­ riables del comportamiento humano: la hipocresía, ia avaricia, la codicia, etc.

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cas de la evolución humana es el sistema de comprensión de la épo­ ca que formula este juicio. Por el contrario, lo que se debe hacer es admitir con toda neutralidad que en su época los mitos (tanto los germánicos como los griegos y romanos) poseyeron un «valor religio­ so» (440) que hoy efectivamente ya no poseen. Y no precisamente porque la religión se haya tornado irracional, sino porque se ha trans­ formado la estructura de la imagen del mundo y el politeísmo ya no cumple ninguna función en nuestra imagen del mundo. Pero estas son cuestiones propias de la teoría histórica y no de la filosofía, a no ser que ésta se vuelva también histórica. En tiempos de Virgilio y Horacio, dice Herder, Neptuno y Júpiter eran «dioses (...) en los que se creía y a los que se conocía al detalle y por eso, en aquella época, el epigrama guardaba una verdad religiosa e histórica y era más solemne, porque evocaba en todos los lectores un gran número de elevados conceptos poéticos» (435). Fíjense en el concepto de «ver­ dad histórica», pues con él se está anunciando un nuevo discurso que en el fondo no tiene nada que ver con el discurso sobre la alego­ ría mítico-poética. En efecto, si las verdades tienen su historia, enton­ ces esto es precisamente lo que explica que los mitos clásicos ya no tengan hoy ninguna función (y en esto hay que darle la razón a Klotz); lo que no se puede admitir es que no tengan ningún grado de verdad y que no sea ni concebible ni deseable llevar a cabo un «uso heurísti­ co de la mitología» (447) tal que,, gracias a una labor creadora y modificadora del sentido de la herencia histórica, las representacio­ nes míticas vuelvan a adquirir un significado actual y la poética con­ temporánea pueda volver a expresarse con unos derechos que sean como mínimo comparables a la autoridad de que gozaban los temas clásicos. Con anterioridad, y apoyándose en la tesis de la alegoría, Her­ der había intentado eludir el veredicto emitido por Klotz contra el uso moderno (es decir, el uso que hacían sus contemporáneos) de la mitología, recomendando que se la utilizara como instrumento y no como fin (436). Herder se apoya en el escrito de Lessing Abhandlung über die Fabel, según el cual el fin del mito es «dar a conocer plásticamente un determinado principio general» (434). Pero lo que esta tesis implica para Lessing, en realidad ya no es válido para Her­ der, por mucho que parezca creer en ello. Efectivamente, Lessing opi­ naba que un principio general es exacto cuando posee una validez suprahistórica y que, en todo caso, la historia no es la medida de su grado de veracidad. «Las verdades históricas, que son contingen­ tes», dice Lessing, «no podrán ser nunca la demostración de las ver­ dades racionales, que son necesarias» (Über den Beweis des Gentes und der Kraft [1777], en: Werke, ed. por Kurt Wolfel, III vol., Ffm. 1967, 309). Herder opina de muy diferente manera y por ello 130

—sin que medie una reflexión explícita acerca de su proceder— deja tácitamente en suspenso el concepto de alegoría. No cabe duda de que no lo hace de muy buen grado, pero en cualquier caso analiza (después de todo desde un punto de vista claramente histórico) lo que pudo representar la mitología para los propios hombres antiguos (es decir no para nosotros), y determina que fue: «En parte [1] histo­ ria, en parte (2) alegoría, en parte [3] religión, y en parte {4] mero aparato poético» (441). Como pueden observar, dentro de este mano­ jo de aspectos la alegoría tiene efectivamente un papel, pero sólo uno. Destaca el aspecto de la historia. Efectivamente, Herder resalta el hecho de que la facultad de imaginación de los griegos trabaja sobre el terreno de su propia historia patria: las invenciones mitológicas ex­ traen su material de la historia local de su propio pueblo, y esto quie­ re decir que sus mitos interpretan los acontecimientos y problemas de su propia sociedad. Este es el único motivo por el que esos mitos le dicen algo a sus contemporáneos, como es por ejemplo el caso de las odas de Píndaro, Horacio y Virgilio, las cuales no se limitan sólo a adornar y destacar determinados acontecimientos políticos con recursos mitológicos, sino que realmente interpretan directamente di­ chos acontecimientos sirviéndose de esos recursos. A continuación citaré un largo pasaje, para que puedan hacerse alguna idea de ese «nuevo espíritu» que anima el ensayo de Herder sobre los mitos, por­ que en última instancia es Herder el origen de eso que hoy denomi­ namos «conciencia histórica» y que ha impreso su cuño indeleble so­ bre nuestra concepción del mundo, desde la hermenéutica de Heidegger y Gadamer hasta el estudio de los paradigmas históricos de Kuhn y de la rotación archivística en Foucault (que ya Jean Piaget había descrito de un modo comparable y con similares motivaciones). Cuando el griego Píndaro ensalza al héroe elogiando sólo su ciudad natal, ¡qué bien sabe aprovechar todos y cada uno de los sucesos notables de esta ciudad, remontándose hasta su funda­ ción! Describe las características de la ciudad, sus méritos frente a otras y la historia de los antepasados del héroe; si se lo permi­ te la elevada edad y dignidad de la persona, adorna tal y cual suceso, y al antepasado del héroe, con los fulgores del Olimpo, entronca el árbol genealógico con el trono de algún dios o santi­ fica de inmediato un lugar diciendo que por allí pasaron los dioses en otro tiempo. De esta manera, su oda se llena de mito­ logía, pero ¿para qué? ¿Para mostrarse como persona instruida o como artista, para poder contar entre sus méritos el de haber elaborado una oda mitológica? ¡En absoluto! Su mitología es la historia de su patria, la historia de la ciudad de sus padres, la gloria familiar y ancestral de su héroe, el origen del suceso 131

que canta en su oda. ¿Y en qué se convierte su canto? En un canto nacional, secular y patronímico, que merece ser esculpi­ do en letras de oro en el templo del dios y custodiado en los archivos de la ciudad por él cantada. Un canto que es patrimo­ nio de un linaje y constituye algo más que un pedestal para el héroe, como el noble orgullo del propio Píndaro bien sabía. ¿Tenemos en nuestra época un poeta parecido, capaz de ser todo esto para el suceso, la persona, la era que canta? Dejo la respuesta a otros. Pero ¿qué puede representar una oda pindárica por la muerte del emperador Francisco, frente a una oda de Píndaro por un adolescente cuyo único mérito era correr bien? ¡Nada! (442-3). Creo que este pasaje muestra claramente que Herder no desea­ ba salvar los mitos al modo de una Antigüedad digna de la memoria cultural y museística, es decir, no pretendía salvarlos en tanto que esos mitos concretos que sólo tuvieron vida en una época remota. Por el contrario, lo que Herder desea es, como él mismo dice, apren­ der de los griegos a ser creativo, esto es, aprender a escribir para su propia época. «Aprended de ellos el arte de serviros de ese mismo tesoro de imágenes en vuestra esfera, tan distinta de la suya. En lu­ gar de conformaros con las migajas que os ha dejado Homero, erguid vuestras cabezas y bebed sin desmayo del océano de invenciones y particularidades que os rodea. Quiero decir que en lugar de limitaros a entrar a saco en las alegorías de los clásicos, y encima viendo a menudo alegorías allí donde ellos de seguro no habrían pensado en tal cosa, aprendáis de ellos el arte de construir alegorías, que apren­ dáis del Homero filósofo y del Platón poeta» (443-4). Seguramente ya habrán notado que, sin darse cuenta, Herder ¡ ha venido a parar al segundo punto, el del aspecto alegórico de la 1 mitología. Ahora se puede ver perfectamente que, aunque precisa­ mente en este pasaje define la técnica alegórica como el «pensamien­ to sensible que arropa la verdad abstracta en imágenes» (443), al mismo tiempo vuelve a situar la alegoría en la historia. En efecto, Herder opina que la parte sensible de la alegoría siempre tiene que extraer sus imágenes, y siempre de modo diferente, del material que le proporciona la historia patria y que por eso mismo las imágenes escogidas por los griegos ya no tienen nada que decirnos. «En resu­ men: estudiaremos la mitología de los antiguos a modo de heurística poética con la intención de crear nuestras propias invenciones. Si tra­ bajando desde esta perspectiva sobre la historia de los dioses y hé­ roes (...) no se construye el genio poético, entonces nada en este mundo podrá lograrlo» (444). Efectivamente, opina Herder, no hay que ima­ ginarse el «sistema de la mitología» (1. c.) como una gramática alegó132

rica fijada ya para todos los tiempos, sino como un sistema modificable que sólo sobrevive de una generación a la siguiente en la medida en que sabe interpretar de nuevo las modernas coyunturas sociales y vitales. La fantasía griega supo volver a adaptar sus «antiguas imá­ genes e historias» a nuevos sucesos, «¡les insufló] un nuevo sentido poético, [las modificó] aquí y allá a fin de alcanzar un nuevo objetivo. [En resumidas cuentas]: hay que unir o separar los mitos, continuar­ los o encaminarlos en otra dirección, regresar a una versión anterior o quedarse con la presente, a fin de poder utilizarlos a modo de ins­ trumentos adecuados a la necesidad, la comodidad y el ornato, según la intención o moda de la época, esto es, a fin de ser su dueño y señor» (444). Así pues, se recomienda «echar abajo» el antiguo mundo mito­ lógico de imágenes para después volverlo a reconstruir, y en esto se sigue fielmente el espíritu inventivo de los antiguos. Porque, como dice Herder —y les ruego que se fijen en la expresión que utiliza—, «si se quiere crear una mitología completamente nueva se precisa pre­ viamente la existencia de dos fuerzas que raras veces van en compa­ ñía y por lo general actúan en sentido opuesto: el espíritu de reduc­ ción y el espíritu de ficción, la desmembración, propia de filósofos, y la reunión, propia de poetas» (444; las cursivas son mías [M. F.]). Para decirlo brevemente, la dificultad que supone reinventar toda una mitología resulta insuperable para la era analítica, que aún no goza de la fuerza sintética, y mientras siga siendo éste el caso, habrá que conformarse con volver a usar el antiguo mundo de imágenes, aun­ que evitando la estéril repetición de las antiguas y desgastadas histo­ rias de los dioses. Porque, en efecto, «nunca ha habido una doctrina sobre los dioses completamente acabada» (445), sino que, ya en su tiempo, ésta era un sistema abierto a la innovación. «Sabrán Uds.», continúa Herder, «que los antiguos nunca conocieron un sistema ce­ rrado de relatos míticos que pudiera recitarse como el catecismo de Lutero. Sabrán Uds., que todas esas contradicciones, incoherencias y absurdos cómicos de la mitología surgieron sencilla y simplemente porque nunca ha habido una doctrina sobre los dioses completamen­ te acabada. Sabrán Uds., que ha habido una antigua y una nueva mitología, que todo poeta siempre se ha tomado la libertad de llevar a cabo añadidos y modificaciones y que finalmente las generaciones posteriores acaban por desfigurarlo todo» (445; las cursivas son mías [M. F.]), Pero si éste es el caso, entonces sólo somos verdaderamente fieles a los griegos cuando descomponemos su sistema mítico y lo rellenamos con imágenes actuales en las que se articula el espíritu de nuestra época: esto sería lo que Herder denomina «uso heurístico de la mitología» (447). Consistiría en «extraer de los tiempos moder­ nos y de sus costumbres algún nuevo rasgo y hacer de él nueva poe133

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sía para la antigua mitología, con tanta fortuna que lo nuevo se enno­ blezca y lo viejo se rejuvenezca» (448). Cierro con esto el resumen del artículo de juventud de Herder Sobre la utilización moderna de la mitología, con la intención de de­ sarrollar una nueva perspectiva a partir de la historia subsiguiente de esta idea. Habrán observado Uds. que la idea de Herder acerca de una fundamentación histórica de la mitología y la alegoría sólo supo articularse contradictoriamente en la gramática de la Ilustración. Su opción en favor del espíritu sintético e inventivo es todavía relati­ vamente discreta. Todavía duda de que sea posible crear una mitolo­ gía para sus contemporáneos similar a la que poseían los antiguos. Pero lo que sí queda muy claro es que sus deseos van en ese sentido. El artículo no contiene ninguna reflexión novedosa acerca de las con­ diciones sociales bajo las que la mitología podría llegar a surgir, aun­ que apunta algo en este sentido cuando distingue entre la desmem­ bración racional y la reunión poética (444). También se puede adivinar ya a quién se refiere Herder cuando habla del espíritu analítico y hasta se puede llegar a deducir ex negativo. Tiene que estarse refi­ riendo a su propia época, puesto que le recomienda el uso heurístico de los mitos antiguos, es decir, un uso que invente un sentido. Sin embargo, no puede negar que la analítica ha agotado los recursos del material mítico y éste es el motivo profundo que explica por qué su fantasía no emplea colores más brillantes. Herder no divisa en todo su campo de visión ni un germen de una «Nueva Mitología» y precisamente por esto sólo puede limitarse a recomendar un uso innovador de la antigua. Pero, con todo, queda muy claro qué es lo que Herder denomina su auténtico «sueño»: sería un poeta que pasa­ ra incluso por encima del modelo que propone el uso innovador de la antigua mitología y que, de esta manera, «creara la primera y (ver­ dadera) mitología política, de la misma manera que algunos escrito­ res modernos [Milton y Klopstock, por ejemplo] comenzaron a crear una mitología teológica. Sin embargo, mientras nadie se atreva a dar este paso, lo más fácil y lo más seguro seguirá siendo utilizar la mito­ logía de los antiguos, puesto que ya constituye un edificio poético conocido y que, cuando se lleva a cabo una imitación espontánea y Ubre, permite todavía el ejercicio de una buena dosis de espíritu y mérito poéticos» (449). Me detendré brevemente en este punto, pues quiero preparar el si­ guiente paso de nuestra exégesis de Herder con la ayuda de un resumen. Fue en Herder en donde encontramos por vez primera la idea de una «Nueva Mitología». Pero también vimos la prudencia con que la presenta este escritor, que tan entusiasta suele ser. En realidad, 134

más bien articula un «sueño» que un programa. Pero, con todo, resul­ ta evidente que él remite la mitología —a pesar de que nunca la toma por algo verdadero, sino por la representación sensible de un princi­ pio racional— a un estado social en el que ella recoge en imágenes —verdaderas o falsas— los sentimientos de una Politeia y no sólo a modo de ocioso juego poético, sino con la intención de fundamen­ tar religiosamente el espíritu de la época correspondiente. La cues­ tión es saber si un «uso heurístico» de la mitología clásica es suficien­ te para lograr eso mismo con el presente actual, porque lo cierto es que esta exigencia en el fondo renuncia a la esperanza de que tam­ bién el siglo XVIII pueda desarrollar un lenguaje plástico que sopor­ te «nacional y políticamente», y con parecida autoridad a la de los antiguos, la concepción del mundo de los contemporáneos. Además, hay que tener en cuenta que Herder no era en absolu­ to el único que tenía esas ideas en su época, por mucho que tal vez fuera el más significativo. Esto es fácil de adivinar si se tiene presente la enorme influencia que Herder ejerció sobre sus contemporáneos, porque por muy innovadora que sea una idea no tiene ningún efecto y cae en el desierto si la época no está preparada para recibirla. Pues bien, en tiempos de Herder no se puede decir que ocu­ rriera esto. Ya he dicho que él mismo se internó con sus campañas literarias en un terreno en el que tuvieron lugar violentas controver­ sias, cuyo tema era si se debían usar mitos en la literatura contempo­ ránea o no. Ya sabemos cuál era la opinión de algunos ilustrados como Gottsched y Breitinger, pero es importante no olvidar que tam­ bién había otros contemporáneos de Herder que, aun sin remover el asunto del grado de veracidad de los mitos, lo cierto es que co­ menzaron a explicar el mundo de los dioses homéricos basándose en las particularidades locales del país y su cultura. Entre éstos se encuentran los ingleses Blackwell y Wood. Blackwell había publicado algunas investigaciones sobre la vida y las obras de Homero (vid.: Fritz Strich, Die Mythologie in der deutschen Literatur von Klopstock bis Wagner; 2 vols., Hale del Saale 1910, reimpresión Tubinga 1970, vol. 1, 26 s.). Su opinión es que, bajo su ropaje plástico, la mitología de Homero esconde un programa educativo que pretende conducir hasta la abstracción del concepto a un pueblo que se mueve dentro de lo sensible. Pero en este contexto emerge la idea (bien conocida por Herder) de una «mitología política» (1. c., 27, 50), idea que ya había sido utilizada por Bacon y que significa simplemente una mito­ logía entendida desde el lenguaje, el pueblo, la época, la sociedad, la polis. El inglés Wood da un paso más adelante: no deriva la mitolo­ gía de Homero de un supuesto programa educativo más o menos ins­ pirado en la cultura egipcia, sino que lo hace derivar directamente de los presupuestos nacionales e históricos (y también geográficos) 135

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del mundo homérico. Como es lógico, lo característico de ambos es que, aunque los dos creen haber aclarado una superstición concreta gracias a sus teorías, ninguno de ellos lleva el punto de vista histórico tan lejos como para emitir la tesis de que, en realidad, la verdad sólo puede detectarse dentro del marco de una interpretación del mun­ do históricamente variable. Y éste es precisamente el presupuesto de la Ilustración, que en el temprano ensayo de Herder sobre los mitos pesa todavía tanto, que él no se atreve a formular algunas objeciones básicas contra la hipótesis de la alegoría. Si se toma la mitología como un sistema de signos (para lograr una explicación conceptual) enton­ ces, y según estas premisas, parece completamente conforme a la idea de una gramática universal. Esta supondría que existe un firmamento de ideas verdaderas en sí y de por sí que se reúnen, por medio de juicios, según unas reglas de conexión de validez universal. El len­ guaje sería el que nombra a posteriori las ideas recurriendo a las palabras y el que conecta las palabras entre sí hasta formar frases, gracias a las reglas sintácticas. Como esto puede ocurrir de manera distinta en cada ocasión —puesto que existen diferentes lenguas, tam­ bién existen diferentes gramáticas— y como, por otra parte, el mundo de las ideas y de las reglas lógicas de conexión es invariable, lo que se modifica sólo puede afectar a la expresión. Los signos son arbitra­ rios, en el sentido de que se le puede aplicar a una única y misma idea tantas apariencias fónico-gráficas diferentes como se quiera, sin alterar por ello el contenido de los signos. Esto mismo es lo que ocu­ rre con los mitos: si eran alegorías entonces se podrá empezar por establecer una crítica, es decir, se podrá separar lo absurdo de lo verdadero (que los mitos transmiten bajo una apariencia sensible); pero también se podrá hacer un uso heurístico de los mitos a base de sustituir las imágenes utilizadas por los antiguos (según el criterio del material intuitivo que les proporcionaba la época, el lugar y la historia) a las distintas ideas, por otras imágenes que respondan a los nuevos tiempos. En cierto modo, la idea de Herder de una Nueva •Mitología es deudora de esta hipótesis, aunque ciertamente (como ya he intentado demostrarles) la conciencia histórica asome por todos los poros y contradicciones de su argumentación. Tampoco las ideas de la originalidad y la genialidad fueron in­ vención de Herder, impresionado profundamente por el pensamiento de Young sobre las obras originales. Young dice que no se debe con­ fundir la .genialidad, que emana de las profundidades de las fuerzas de la naturaleza, con la erudición. Paralela a esta oposición sería la oposición entre imitación y recreación. Imitar significa repetir lo ya dicho. Recrear significa, en lugar de repetir la obra muerta (el ergon) de un producto de la fantasía, adueñarse uno mismo del espíritu in­ ventivo escondido bajo la producción clásica. Obrando así no se imi­ 136

ta la obra, sino que se recrea su espíritu y su buen gusto y se bebe de las fuentes de la naturaleza. Ya recordarán que el «uso heurístico de la mitología» descrito por Herder también recomendaba convertir­ se en discípulo de los griegos en el sentido de imitar su facultad in­ ventiva, de echar por tierra el sistema mitológico erigido por ellos y levantar en su lugar una nueva mitología. Pero Herder no sólo se apoya en Young, sino también, muy gustosamente, en la Retórica de Quintiliano, en cuyo capítulo «de imitatione» (libro X de la Inst. rhet.) ya se distingue entre la imitación estéril de modelos ajenos y la imita­ ción interna del arte y espíritu de los mismos. Para acabar de relativizar la supuesta originalidad de Herder cuando defiende la inventiva habría que mencionar también la enorme influencia ejercida por Haraann con su descubrimiento de la productividad del lenguaje y de la capacidad imaginativa encerrada en cada lengua. Pero tampoco en otros aspectos era el siglo en absoluto indife­ rente a las mitologías nacionales. Y, desde otro punto de vista, mere­ ce destacarse la obra titulada Bñefe über Merkwürdigkeiten der Literatur, que se refiere sobre todo a la mitología nórdica (la Edda). Su autor es el poeta y literato Gerstenberg, quien incluso intentó compo­ ner un canto escáldico. Las ambiciones de Gerstenberg no eran ni las primeras ni las únicas en su género (por ejemplo, tampoco hay que olvidar a Gottfried Schütze, que en su obra Beurteilung der verschiedeneri Denkungsart der alten Dichter estableció una comparación entre la mitología helénica y la nórdica en detrimento de la primera [Strich I, 5,7-8]). Lo interesante es que Gerstenberg recomendaba re­ llenar la laguna de la «mitología nacional» recurriendo a lo que él llama el patrimonio del linaje germánico, una propuesta que Herder tan pronto estimaba como ironizaba sobre ella, según veremos a con­ tinuación. En esta propuesta de Gerstenberg alumbra un cierto aleja­ miento respecto al cosmopolitismo propio de la Ilustración. El Sturm und Drang descubre las raíces nacionales y lingüísticas de una cultu­ ra y éste es sin duda uno de los primeros descubrimientos que hay que llevar a cabo cuando se impugna la validez suprahistórica y supralocal de la razón: la fundación de las ciencias de la literatura, la lingüística y la etnología y mitología nacionales surge de esta im­ pugnación, que por otro lado no parte en absoluto de una motivación de tipo nacionalista, sino de un interés por la particularidad propia de cada cultura y por su reconocimiento. Ya sabemos que Herder y los románticos no sólo redescubrieron las canciones populares ale­ manas, sino también las de los países extranjeros. Esto revela lo abs­ tracto que era el cosmopolitismo ilustrado en este apartado de la pra­ xis. Mientras que, por un lado, a los salvajes apenas si se les consideraba seres humanos debido a su barbarie (pero se les esclavi­ zaba y explotaba lo más posible), por otro, Herder y los románticos 137

aprendían idiomas extranjeros (por ejemplo, español, portugués, ita­ liano, sánscrito, persa, árabe; Herder estudió las canciones de los indios norteamericanos y las comparó, con auténtica admiración, con las rapsodias de Homero); también se tradujeron las obras maestras de la literatura universal y se descubrieron con simpatía los testimo­ nios culturales de otras etnias en beneficio de la cultura propia, un acontecimiento que habría que separar muy bien de la estrechez de miras nacionalista que, desde luego, también se encontraba dentro del programa de una mitología nacional. Pues bien, dije que Gerstenberg quería darle nueva vida a la mitología germánica porque, al contrario que la griega, ella se encon­ traba más cercana a la imagen del mundo de los germanohablantes. También es cierto que en el ámbito de habla germánica existía un retraso que había que recuperar en comparación con otros ámbitos, como el anglosajón, en el que un falsificador especialmente hábil (Macpherson) inventó a Ossian, esto es, a ese bardo gaélico que fue capaz de provocar auténtica conmoción e inspirar entusiasmo en toda una época. (Sólo les citaré el ejemplo de la influencia de Ossian so­ bre el Werther.) A Ossian se le atribuye el mérito de haber llevado a su punto culminante las canciones y los relatos de su pueblo y de­ bido a ello pasa por ser la voz nacional de un primitivo mundo cultu­ ral. Algo parecido habrían querido para sí los germanohablantes, pri­ vados de ese regalo cultural ya que, como no vivían en ningún Estado constituido, ni tan siquiera gozaban de la posibilidad de ser y autodenominarse «los alemanes», y por otra parte todavía no hacían ningún distingo entre el sentimiento de pertenencia a una nación y el senti­ miento de pertenencia a un pueblo y una lengua. Pues bien, a estos germanohablantes les habría gustado disponer de la seguridad que proporciona una cultura nacida de la comprensión de la propia len­ gua, que les habría servido de puntal de apoyo contra el latín de las clases cultivadas y el francés de la cultura feudal opresora; esto explica la peculiar perentoriedad ligada en Alemania a la idea de una mitología política, esto es, una mitología que bebe del tesoro lin­ güístico y de la tradición del propio presente.3 Por cierto que la poe­ sía escáldica de Gerstenberg no pretende ninguna actualización del pasado; por el contrario, como indica Fritz Strich, se asemeja a los Dioses de Grecia de Schiller, cuando el escaldo canta elegiacamente la desaparición de la «mitología teutónica» —la gran noche de los dioses— : «;Desaparecido! ¡Los dioses han desaparecido!» (cit.: Strich I, 58). En el horizonte del crepúsculo de los dioses su ojo inspirado

3. Esto se ve de manera ejemplar en el fragmento Blüteristaub de Novalis: « alernanidad es auténtica popularidad y por lo tanto un ideal» (NS II, 438, ri° 66).

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divisa al dios venidero, o lo que es lo mismo, a Cristo. Pero Gerstenberg no llega todavía tan lejos como Novalis o Holderlin: si bien es cierto que recurre a eso que él denomina la «mitología de nuestros antepasados», sólo se limita a utüizar poéticamente un legado históri­ co transmitido lingüísticamente, es decir, en palabras de Herder, se limita a hacer un uso heurístico no sólo de la mitología griega, sino sobre todo y ante todo de la mitología nórdica. La melancolía del poema escáldico, como la de todas las canciones de Ossian, es la señal inequívoca que delata una relación puramente nostálgica y sen­ timental con la antigua mitología correspondiente en cada caso, una mitología que por lo tanto no es en absoluto renovada, sino restaura­ da como un objeto de anticuario, aunque desde luego no cabe negar que sirve para rellenar una laguna poética del momento actual. Estas afirmaciones no pueden aplicarse de manera tan estricta al caso de Klopstock. Aunque recurre a la mitología germánica, plan­ tea la siguiente pregunta al poeta amante del mundo griego en su famoso poema Der Hügel und der Hain: «¿Acaso es Acaya la patria teutona? Que bajo la capa de esa blanca alfombra repose Hertha en su carro de paz. Que el carro cruce dulcemente el bosquecillo cubierto de flores y lleve a la diosa a bañarse al solitario lago», etc. Al final, el poeta decide lo siguiente: «El manantial de la colina; re­ suena con los ecos de Zeus, con los de Wotan el de la floresta. Cuan­ do se me ocurre sacar a los antiguos dioses del letargo de su crepúscu­ lo para adornar con hermosas pinturas los cantos de la fábula, los habitantes de la floresta teutona tienen a mis ojos rasgos más nobles.» Esta toma de partido no está exenta de interés desde el punto de vista histórico-cuítural. Se podría tener la impresión superficial de que algunas odas de Klopstock rezuman un desagradable «tono teutónico» que nos resulta tristemente familiar en nuestra historia más reciente, pero al margen de que, de todas maneras, es importante conocer las raíces de esa historia reciente, lo cierto es que existe una diferencia muy notable: Klopstock no recurre a la mitología édica con la intención de rehabilitar la superioridad del «espíritu teutónico» frente al greco-romano, sino que pretende llevar a cabo una demostración del olvidado recuerdo de que existe tal espíritu y de que, además, tiene su propia individualidad. En efecto, el retorno a las mitologías denominadas nacionales ocurría en aquel momento a la luz de una teoría de la historia según la cual, aunque evidentemente el idioma de un pueblo se transforma con el paso del tiempo, no por ello pier­ de una cierta continuidad que permite que los actuales germanohablantes se sientan más cercanos a una cosmovisión ligada a un esta­ dio más primitivo de su propia lengua o, al menos, una lengua de la misma familia, que a las cosmovisiones de los romanos o los grie­ gos, por citar los ejemplos más conocidos. Esto era lo que justificaba el 139

interés por un resurgimiento de la mitología germánica: se creía tener entre las manos la prueba de que existía realmente una tradición cul­ tural en lengua germánica que servía a las clases populares germanohablantes más bajas como instrumento para adquirir conciencia de sí y reafirmarse frente a la tradición cultural greco-romana, privilegio de las clases cultivadas y de la nobleza. Evidentemente esto se ligaba a una emoción nacional, pero no nacionalista, como demuestra clara­ mente el hecho de que Klopstoek otorgue el mismo grado de veraci­ dad a ambas mitologías y además identifique sin empacho y amplia­ mente las divinidades germánicas con las greco-romanas. Por otra parte, añade que ninguna mitología reclama la exclusividad universal: «Los pueblos antiguos respetaban a los dioses de otros pueblos, aun­ que sólo adorasen a sus propios dioses» (cit. según Strich I, 62). En esta frase se encierra toda la diferencia de la que hablamos: Klops­ toek reclama para la mitología germánica los mismos derechos que para la greco-romana, pero no la preeminencia. Y está claro que su exigencia está libre de toda sospecha desde el momento en que trata siempre a la mitología germánica de manera histórica, o lo que es lo mismo, no pretende volverla a implantar, tal como pretendía por ejemplo C. G. Jung en los años treinta de nuestro siglo cuando pro­ puso muy en serio que se restableciera el culto a Wotan, Al fin y al cabo, Klopstoek es un cristiano, y su intento de mayor trascenden­ cia histórica dentro del terreno de la «Nueva Mitología» fue y sigue siendo su epopeya titulada Mesías, la cual no deja rastro de duda de quién era a sus ojos el «dios venidero», es decir, el auténtico Me­ sías. A fin de conciliar su entusiasmo por la cultura judeo-cristiana (que considera con más posibilidades de futuro que la édica) con su defensa de los antiguos mitos germánicos, sostiene la teoría de que la mitología nórdica encierra un monoteísmo implícito o al me­ nos lo anuncia. «En las épocas más primitivas», dice Klopstoek, «nues­ tros antepasados no tenían ni subdioses ni semidioses, sino que ado­ raban a un único dios» (1. c,., 62). En épocas posteriores, este dios recibió diferentes nombres que respondían a diferentes funciones y sólo a partir de ahí se desarrolló el politeísmo, a diferencia del dios supremo de los griegos y romanos. Klopstoek nunca se expresó teóricamente sobre la necesidad de una implantación de la mitología de su pueblo, sino que dejó esto en manos de sus dos discípulos Michael Denis (el traductor de Ossian) y Kretschmann, quienes defendieron explícitamente la opinión de que la mitología greco-romana, que puebla la literatura de sus contemporáneos (por ejemplo, la de los anacreónticos) a modo de ornato cultivado, es incompatible con el tesoro metafórico propio de la lengua alemana, en resumen, que esa mitología no puede aclima­ tarse a la cultura alemana y servir a modo de cosmogonía germánica, 140

cosa que sí sería posible para la mitología édica. Una vez más, esto sólo es cierto desde un criterio comparativo, porque Denis no está íntimamente convencido de la necesidad de recurrir a los mitos paga­ nos, sino que se limita a desarrollar las ideas de Klopstock, según las cuales, las enseñanzas de la Vola*, traducidas por Denis «anun­ cian la venida del Todopoderoso y de su Juicio» (66), es decir, de nuevo el dios venidero, el dios cristiano, a quien por cierto la socie­ dad alemana del XVIII tendría que allanar bastante el camino para posibilitar su venida. Estas ideas ya no se alejan mucho de las de Herder. En su Allgemeinen deutschen Bibliothek, Herder habla de los bardos y opi­ na que una auténtica poesía bárdica no sería aquella que consiguiera volver a retomar las antiguas historias de espíritus y los mitos, sino aquella que «nos enseñara a cantar nuestro propio mundo de manera tan particular y verdadera como ellos (los antiguos bardos] cantaron el suyo. (...) Sería un instrumento para determinado fin, pero nunca un fin». Y siempre habrá lectores «que consideren la mitología de los pueblos meridionales más rica, más conocida, más fructífera en ideas, más cercana a las bellas artes e incluso de perfil más bello» (Herder, ed. Suphan, vol. 5, 332 s.). Con esto interrumpo mi exposición, llena de lagunas, sobre esta determinada versión de la introducción de una Nueva Mitología, a pesar de que en su época suscitó los más apasionados debates. Se la podría caracterizar globalmente de la siguiente manera: en primer lugar hubo intentos de conducir a los alemanes a un mundo de imá­ genes poéticas más adecuado a su tradición peculiar a través del re­ surgimiento de la mitología nórdica y en segundo lugar hubo críticas de corte ilustrado a la idea de una poesía nacional. Por ejemplo, Wieland consideraba la poesía nacional como un obstáculo en el camino hacia el acercamiento entre los hombres, es decir, en el camino hacia una cultura del espíritu de definición absolutamente supranacional. Algo parecido opina Lessing, por ejemplo en sus Diálogos Francma­ sones, en los que defiende que toda constitución de un Estado, inclu­ so óptima, cristaliza en torno a un núcleo axiomático, lo que tiene como consecuencia que «la sociedad civil clasifica y separa a los se­ res humanos en diferentes pueblos y religiones» (Lessings Werke, ed.

* N. de los T: La «Vola» o, más correctamente, «Volva» es la vidente del más famoso e interesante poema de la Edda, ia «Voluspa» o «Profecía de la vidente», en el que se narra en tono dolorosamente nostálgico la historia de ios dioses germánicos y del principio y fin del mundo; en la versión española dei profesor Enrique Bernár­ dez (Madrid 1982), los versos aquí mencionados rezan así: «Vendrá entonces el reino en el juicio final, llegará poderoso quien todo lo rige», y en su opinión se trata de una tardía interpolación cristiana.

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& por Kurt Wolfel, Ffm. 1967, III, 520). Si la síntesis social que con­ forma a una nación acaece por medio de una opción religiosa y si cada religión tiene que excluir al resto de las religiones, la conse­ cuencia inevitable, aunque ínintencionada, de la formación del Esta­ do es la división y desmembración del género humano «continuada de esta misma manera hasta el infinito» (1. c.). Según Lessing, la francmasonería consiste precisamente en superar las barreras inma­ nentes que rodean al pensamiento nacional. Esto no puede conse­ guirse a través de leyes civiles, «pues las leyes civiles nunca se extien­ den más allá de las fronteras de su Estado. Y esto estaría precisamente fuera de las fronteras de todos y cada uno de los Estados» (522). Por ello, aunque no pueda exigirse, sí hay que desear que «en todo Estado haya hombres capaces de estar por encima de los prejuicios de su pueblo y que sepan exactamente en qué momento el patriotis­ mo deja de ser una virtud» (1. c.). A continuación quiero comprobar si acaso, y de qué manera, el concepto de Herder de una Nueva Mitología está influido por la impresionante advertencia de Lessing y si se está en lo cierto o se yerra cuando se cree que en la «Nueva Mitología» se esconde una tendencia natural a la estrechez de miras nacionalista. Para comenzar, y recordando lo que se dijo acerca de la crítica ilustrada a los mitos, hay que tener en cuenta que ese grandioso ade­ mán del cosmopolitismo supranacional que quiere considerar a los individuos de un Estado en primera instancia como seres humanos, es producto de una cierta abstracción. En efecto, la razón no va a ser supranacional por el mero hecho de que olvide o reprima alegre­ mente su determinación histórico-temporal. En ese grandioso ademán de abrazo de una razón universal y atemporalmente igual no se perci­ be ese sistema de exclusiones, represiones y prohibiciones, que se­ gún Foucault ha poblado los manicomios y los presidios, pero sí que emerge en esa exclusivista y ya nada tolerante aspiración a un mono­ polio de la validez del concepto de razón, en cuyo nombre se lleva a cabo toda la crítica universal contra todo lo que escapa a ese con­ cepto, por ejemplo, las representaciones míticas de culturas antiguas y, dicho sea de paso, también recientes: piensen ustedes en el cinis­ mo con que los «ilustrados» conquistadores de las dos Américas evan­ gelizaban a los salvajes o sencillamente los aniquilaban o explotaban, sólo porque no eran seres humanos en el sentido de la definición aristotélica, es decir, no eran seres dotados de razón... Aquí vemos claramente el carácter verdaderamente intolerante e incluso agresivo de ese concepto de razón supuestamente universal, pero en realidad eurocénirico: se trata de lo que antes denominé el carácter dogmáti­ co oculto en el antidogmatismo ilustrado. Este rasgo se hace muy patente cuando la Ilustración tardía comienza a divinizar a la propia 142

razón. En efecto, en noviembre de 1793 se establece en Notre Dame el culto a la razón y en mayo-junio del año siguiente Robespierre introduce el culto al «Ser Supremo» como nueva religión del Estado. También tras la decapitación de Robespierre se vuelve a implantar un culto a la razón: en fecha del 15.1.1797 tiene lugar la primera celebración festiva de una nueva religión sustitutiva protegida por el Directorio; se trata de la teofúantropía que, en lugar de basarse en ceremonias, se basa en discursos edificantes que conmueven a los corazones de manera «natural». En este culto, el domingo de la nueva semana de diez días se festejaba, a partir del año VII, por medio de una especie de misa sustitutiva en la que se leían y comentaban las leyes acompañadas de música de órgano. Algo similar se observa en la defensa que hace Lessing de la masonería, la cual tenía tam­ bién el carácter de una religión sustitutiva e incluso convertía en dog­ ma el tema del supranacionalismo. También Comte, el fundador del positivismo religioso, acaba desembocando en un culto a la razón en el que todo elemento de la razón se transforma en sagrado. Esta divi­ nización de la razón ya había sido anticipada por el movimiento de los adeptos a Saint-Simon, de cuya «iglesia» procedía Comte. Otro de los compañeros de andadura de este movimiento, concretamente Heinrich Heine, nos proporciona valiosos testimonios para una inter­ pretación religiosa de los postulados de la Ilustración (es decir, de la Revolución); así por ejemplo, cuando denomina a «la libertad (...) la religión de la nueva época», esto es, «la nueva religión», cuyo pue­ blo elegido es el de los franceses (Samtliche Werke, ed. por Ernst Elster, Leipzig 1887-1890, III, 433 y 501; V, 56). París es la nueva «ciudad santa» (V, 105) y compara la joven libertad alemana (en el libro sobre [Lób Baruch] Borne) con Dioniso o Cristo, cuando la lla­ ma «redentora» y la describe «clamando» en «su cuna por la redención del mundo» {Düsseldorfer Heine-Ausgabe XI, 77). En el segundo capítu­ lo de Alemania. Un cuento de invierno, Heine describe «las joyas del templo del nuevo dios,/ el gran desconocido» como una visión surgida del espíritu de autorredención de un pueblo que se ha hecho adulto. Comparadas con semejantes exaltaciones y eternizaciones teoló­ gicas, las reflexiones sobre los condicionantes histórico-temporales de las imágenes del mundo son racionales: no implican en modo alguno un desprecio por las culturas ajenas, sino, por el contrario, el recono­ cimiento de su particularidad e individualidad, reconocimiento que también se reclama para los mitos del propio pueblo. Este giro se inició en la obra del significado filólogo y mitólogo Christian Gottlob Heyne4, quien, al rechazar la interpretación alegórica, inauguró algo

4. Opiuscula académica, Goíinga 1785-1812.

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V

así como una reforma crítica de la mitología. (Como recordarán, la interpretación alegórica era la que entendía el mito como el mero envoltorio sensible de una verdad racional no sensible). Para él, el mito «no es lo mismo que la poesía o el relato fabuloso: la mitología no es un sistema de invenciones arbitrarias, no se trata de una serie de cuentos y supersticiones paganas. La mitología es la quintaesencia de los relatos y pensamientos de los tiempos primitivos anteriores a la invención de la escritura, es el primer intento filosófico de la infan­ cia del mundo. Es el punto de partida de la poesía y de la historia, un modo de expresión de las ideas y las percepciones sensibles pro­ pio del espíritu humano, que surge de una necesidad y de la insufi­ ciencia del lenguaje. La esencia de este 4sermo mythicus sen symboliciis' consiste en que los pensamientos se exponen bajo la forma de narraciones y las percepciones bajo la forma de acciones» (Strich I, 107). Exponer no significa alegorizar sino, en sentido general, articu­ lar, dar una forma. Según Heyne, mitos e idiomas comparten el rasgo de que ambos articulan una imagen del mundo. A este propósito hay que indicar que Heyne distinguía entre la primitiva mitología y su libre transformación en los mitos poetizados; la primera sólo le sirve a la segunda a modo de mina inagotable y cámara del tesoro. Heyne enumera también las condiciones históricas que determinaron la mi­ tología griega: cómo ésta sirvió a modo de división y clasificación entre las etnias y cómo dependió de ellas. Lo único que Heyne pasa en silencio, comportándose de modo típicamente ilustrado, es el sig­ nificado religioso de dicha mitología. Herder era amigo de Heyne, y fue a través de él como le llegó la idea del enraizamiento nacional de la mitología. Pero fue la in­ fluencia de Hamann la que le permitió descubrir la «semiótica» —esto es, la teoría de los signos lingüísticos— como método para descifrar' el alma humana a partir de su lenguaje. Sus investigaciones sobre la génesis lingüística de las imágenes del mundo le introdujeron pos­ teriormente en el estudio del orientalismo y la mitología, tema que no trataré aquí. Lo importante es que la postura de Herder, que sitúa las raíces de la mitología en el ámbito de una imagen del mundo lingüística, le obligó a definirse con mayor claridad frente a la Ilustración. Si el mundo sólo se diferencia a partir del entramado de un lenguaje, y si además a la parcela concreta de mundo que se abre ante una determinada población se le da el nombre de espíritu de la época o peculiar modo de razón de dicha época, entonces será necesario desarrollar también las capacidades de la razón a partir de las capa­ cidades del lenguaje y, es innnegable que el logro histórico de Her­ der es haber iniciado esta empresa. Para demostrarles esto les recordaré la única dificultad que la 144

propia crítica ilustrada contra los mitos confesó tener; se trata de la dificultad causada por la capacidad imaginativa del ser humano. Si los mitos son realmente ficciones, entonces surgen de una facultad sobre la que la razón no tiene poder alguno. Pero una razón que no sea todopoderosa no satisface sus propias exigencias de universa­ lidad y tendría que confesarse como parcial. Este problema sólo po­ dría resolverse de dos maneras: o bien demostrando que la imagina­ ción está dirigida por la razón, algo abocado al fracaso desde el momento en que precisamente se está afirmando que los relatos fa­ bulosos de los antiguos están privados de cualquier rastro de razón, o bien viceversa, demostrando que la razón es un resultado de la imaginación, cosa efectivamente sugerida por Herder y, después de él, por Fichte, el Idealismo alemán, el temprano Romanticismo y has­ ta Martin Heidegger en su libro sobre Kant. En un texto tardío, que apadrina directamente la idea romántica de una Nueva Mitología, titulado Iduria, oder der Apfel der Verjüngung [íduna o la manzana de la juventud] (Suphan, vol. 18, 483 ss.; pri­ mera impresión en Horen 1796), Herder liega incluso a afirmar que «nuestra razón sólo se forma por medio de ficciones» (485). Esto quiere decir nada más y nada menos que todo el sistema de ideas y pensa­ mientos con el que el racionalismo creía poder controlar el uso de la razón, y por lo tanto también la caída en las divagaciones fantásti­ cas, tiene su origen genealógico en la facultad imaginativa, que tam­ bién se encuentra en el origen del lenguaje. Intentaré esclarecer un poco el contexto en el que surge una afirmación tan sorprendente, con un par de rápidas pinceladas. Guia­ do por una intención crítica, Herder inventa un diálogo entre dos sabios, Alfred y Frey, encargados de la misión de analizar el grado de operatividad de la propuesta consistente en borrar la mitología griega de la faz del Parnaso alemán y sustituirla por la mitología is­ landesa (1. c., 483). Alfred abre la conversación con la siguiente pro­ puesta: «¿No opinas tú también, Frey, que si una nación ha de tener una mitología debe procurar que tenga su raíz en su propio modo de pensar y su propio lenguaje?» (484), a lo que Frey responde disgustado que le parecería mejor que no existiera ningún tipo de ficción literaria en el mundo: «Nos ocupamos de los andamios y nos olvidamos del edificio. ¡Cuánto tiempo no se malgas­ ta en la infancia aprendiendo mitología! A fuerza de cáscaras ya no vemos el fruto, a fuerza de ficciones ya no encontramos la verdad y nos acostumbramos tanto a aquéllas que acabamos por tomamos a la ligera hasta las cosas más sagradas. Siempre queremos envoltorios, disfraces, y lo que no se presenta bajo 145

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una apariencia hermosa ya no es verdad y se olvida y desprecia. Hasta el propio espíritu poético sufre bajo el yugo de una mito­ logía convencional y no digamos el entendimiento, que busca la pura verdad pero que en las ficciones literarias acaba siendo siempre relegado al reino de las sombras de las antiguas perso­ nificaciones» (484-5). Como ven se trata de nuevo de los antiguos argumentos, en par­ te de Klotz, en parte de la teoría alegorizadora de los mitos, que considera a éstos como el disfraz de una verdad que un hombre ya maduro podría entender perfectamente sin necesidad de disfraz. En ambos casos se da por supuesto que la razón es abstracta por natura­ leza y puede prescindir de envoltorios sensibles. Alfred responde a esto de la siguiente manera (y ahora verán que éste es el contexto en el que se inscribe la frase que les cité anteriormente): No tendría nada que objetar si estuviéramos organizados de otra manera, pero somos lo que somos, es decir, seres humanos. Nues­ tra razón sólo se forma por medio de ficciones5. Siempre bus­ camos y creamos una unidad dentro de la pluralidad y mode­ lamos con ella una figura; de allí surgen conceptos, ideas,

5. Los fragmentos de Tubinga de Hegel sobre religión popular y cristianismo tienen todavía esa base antropológica: el hombre es un ser sensible y espiritual y por eso mismo la religión «no puede basarse sólo sobre la mera razón» (H.'Nohl, ed., Hegels theologische jugendschñften, Tubinga 1907, reimpresión Ffm. 1966, 14), Naturalmente, Hegel añade que tampoco la «fantasía» puede crear por sí sola una «hermosa religión»: su lema es «tornar plásticas las ideas». Si el hombre es «un ser compuesto de sensibilidad y razón» {1. c., 357), la única que podrá objetivar su esen­ cia será una idea sensible: una «hermosa religión», que habría que volver a fundar para superar la «frialdad» de nuestra era desmitificada (1. c., 5, lín. 22; II, lín. 6; 10, lín. 27; 14, Un. 3 desde abajo; 12, lín. 18/9; II, lín. 24: «frialdad»; 10, lín. 24/5; 23, lín. 6/7; II, Un. 25/6; passim). También el fragmento de Berna sobre «La positividad de la religión cristiana» (214-231) tiene en gran medida el mismo fundamento que la Iduna de Herder (como se dice expresamente en 218). Se citan tres posibles vías para darle una mitología a los «alemanes actuales»: I. por medio de la resurrección de los antiguos mitos alemanes, cuya tradición ha sido interrumpida; II. por medio de la reactivación de las historias del Antiguo Testamento inte­ grándolas dentro del mundo fantástico alemán (aunque nunca podrán perder su carác­ ter extranjero); III. por medio de un retorno de corte neohumamsta a la mitología griega, retor­ no que es lo único que tiene posibilidades de éxito en una época revolucionaria con ambiente de libertad republicana y predominio de la idea de comunidad. Vid, Hans-Otto Rebstock, Hegels Aujfas$ung des Mytkos in seinen Frühsckriften, Friburgo-Munich 1971, 106.

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ideales. Si los usamos incorrectamente o si estamos acostumbra­ dos a configurarlos erróneamente, si nos causan admiración las sombras chinescas y nos fatigamos como bestias de carga trans­ portando falsos ídolos como si fueran reliquias sagradas, la cul­ pa es toda nuestra y no del asunto. No podemos vivir sin la ficción; un niño nunca es más dichoso que cuando imagina y cuando su fantasía le hace vivir en situaciones y personas aje­ nas. Toda nuestra vida seguimos siendo ese niño; la dicha de nuestra existencia sólo se encuentra en la poesía del alma, pro­ tegida por el entendimiento y ordenada por la razón. Déjanos esas inocentes alegrías, Frey, no nos prives de ellas. Las ficcio­ nes del derecho y la política raras veces nos procuran tanta di­ cha como éstas (1. c., 485). Lo que en este fragmento se afirma (o, para decirlo más matizadamente, se considera) es que la razón sólo se forma por medio de ficciones y gracias a ellas. Pero ¿cómo hay que catalogar a unas fic­ ciones que tienen a la razón no como origen, sino como consecuen­ cia? O dicho de otro modo, ficciones que no son desviaciones de una previa norma de razonabilidad y por lo tanto no se las puede reconocer como imaginaciones, sino que son las que construyen y configuran esa norma en el transcurso de su productividad. Ahora bien, una vez que ha sido erigido y una vez que existe un sistema de la razón, es demasiado tarde para poder descubrir y rechazar el origen ficticio de la razón. Igual que posteriormente Nietzsche (en su artículo Uber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinn, muy influido por las ideas de Herder), ahora nos las tenemos que ver con ficciones (o mentiras) en un sentido extra-veritativo. Aquello ca­ paz de construir un mundo racional no es, como tal, también racio­ nal, de la misma manera que tampoco reconocemos una racionalidad en las leyes de movimiento de la materia que han constituido el cere­ bro humano «in the long run». Génesis y validez se encuentran en diferentes niveles y no es lícito proyectar las leyes que rigen en el producto sobre el esquema que presidió a su formación, y decimos «formación» en sentido literal* en el sentido que le dan a la palabra Herder y Humboldt. De igual manera, y como es lógico, hay que poder demostrar en el producto —en las leyes de la racionalidad— el efecto, ya extinto, de la génesis; de lo contrario, la derivación de la razón tampoco tiene ninguna legitimación. Herder procede de la siguiente manera: ¿De qué se compone la razón, se pregunta, si no es de conceptos y reglas de relación? Pues bien, los conceptos son

* N. de los T.: En ei sentido de formación «Bikl-ung» a partir de una imagen «Bíld».

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configuraciones y síntesis. Consiguen reunir en «una unidad» bajo puntos de vista (a elección) toda pluralidad de la realidad aparente. Pero esta reunión de la pluralidad en la unidad —es decir en un concepto que es válido y existe para clases de objetos o contextos— es una actividad productiva, una ficción o invención en el sentido literal del término y con esta literalidad es con la que hay que com­ prender la sentencia de Herder y Hamann que dice que la ficción literaria es el lenguaje primitivo del género humano. Si esto les resul­ ta a Uds. muy «romántico», tendré que recordarles al supuesto inven­ tor de la lingüística moderna, es decir, de la lingüística científica, el lingüista suizo Ferdinand de Saussure, quien en su introducción al Curso de lingüística general del curso de invierno de 1908-9 dis­ tingue entre dos aspectos interrelacionados del lenguaje: el social y el individual. «Por lo tanto, si se considera la esfera en la que vive la lengua, siempre habrá la lengua individual y la lengua social. Las formas y gramáticas no existen más que socialmente, pero los cam­ bios [siempre] parten de un individuo. Los cambios pasan de ser in­ dividuales a ser sociales. Sólo por abstracción puede dejarse de lado uno de los dos aspectos, pero esto conlleva un peligro: que se le atri­ buya a un solo aspecto lo que también le corresponde al otro»* (Cours de ling. 1908-1909. Introduction [d’aprés des notes d’étudiants], ed. por R. Gondel, en: Cahiers Ferdinand de Saussure 15, 1957, 9). Hago especial hincapié en el aspecto creativo: la dimensión so­ cial del lenguaje es el acto innovador plasmado en cada caso en los distintos productos de los individuos, que tuvieron que crear el senti­ do antes de que se tornara social a través de un debate interpretativo y activo con la pluralidad de sus experiencias: y éste es un logro creativo, poético. En Saussure aparece ligado, como en Herder, al acto de la interpretación del mundo y Saussure lo titula «un phénomene immeme» (1. c., 88). Se puede contemplar el lenguaje, continúa Saussure, como una cosa que, a cada instante, y de generación en generación, recibe una «nueva interpretación»: «es un instrumento que intentamos comprender. La colectividad presente no lo interpreta en absoluto como las generaciones precedentes, porque, una vez que las condiciones han cambiado, los medios para comprender la lengua no son ya los mismos. Así pues, es necesario el primer acto de inter­ pretación, que es activo (anteriormente: nos encontramos situados ante una masa que hay que comprender, lo cual es pasivo)»* (1. c., 89). Dicho de otro modo: los signos de una lengua no tienen sentido para mí o para una generación de hablantes por el hecho de que una generación anterior se haya servido de ellos en la comunicación,

* N. de los T : En francés en el original.

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antes bien, habrá que dotar siempre de nuevo a esos signos de senti­ do. Y esto no significa sino que el mundo al que se refieren los sig­ nos ha de ser reinterpretado una y otra vez, y esta interpretación con­ siste en las síntesis de materiales de la experiencia; y estas síntesis, los conceptos lingüísticos o, mejor dicho, los «términos», se constru­ yen a base de distinciones entre las expresiones: «Esta interpretación se manifestará por las distinciones de las unidades (en eso desembo­ ca toda actividad de la lengua)»* (1. c.) En otras palabras: toda acti­ vidad del uso lingüístico consiste en la invención poética del mundo gracias a una diferenciación, en el camino hacia una diferenciación del material expresivo que nos sirve para comprendernos mutuamen­ te cuando nos expresamos sobre nuestro mundo. A fin de quitarle su carga romántica a la tesis del origen poético del lenguaje, aduciré también una fuente moderna. Se trata de Sar­ tre, quien escribe así: Hay que buscar: el lenguaje sólo dice que podemos inventarlo todo en él, que la expresión es siempre posible, aunque sea indirecta, porque la totalidad verbal, en lugar de reducirse, tal y como se suele creer, al número finito de palabras que se en­ cuentra en el diccionario, se compone de infinitas diferenciacio­ nes —entre ellas, en cada una de ellas— que son las únicas que lo actualizan. Esto quiere decir que la invención caracteriza a la palabra (Uidiot de la famille I, 39).* Ahora bien, «poetizar», «inventar» significa exactamente lo mis­ mo que crear o producir algo con sentido que anteriormente no exis­ tía. Una vez producido por medio de una síntesis creadora, nada me impide analizar lo creado, es decir, descomponerlo en sus elementos más pequeños. Pero el análisis presupone la síntesis, porque sólo se puede descomponer aquello que previamente estaba compuesto si­ guiendo un plan de construcción. Estudiar la estructura de una ima­ gen del mundo (de un lenguaje o un organismo) significa efectiva­ mente descomponerla, pero la tarea de descomposición también presupone tácitamente que, de alguna manera, tiene que existir a nues­ tra disposición un corpus compuesto con sentido y es concretamente esta donación de composición lo que escapa al análisis. Algo parecido ocurre, según Herder, con la formación de con­ ceptos. Los conceptos no existen previamente ni tampoco copian algo que ya haya estado previamente en el mundo, sino que es en el con­ cepto y en sus relaciones con los demás en donde se forma por

* N. de los T.: En francés en el original.

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vez primera algo así como un mundo (como dice Herder de manera muy plástica), que (posteriormente) podemos analizar científicamen­ te. Un mundo: esto es, el compendio de relaciones entre signos, es decir, de materias dotadas de sentido que remiten las unas a las otras. Para un ser vivo, tener un mundo significa vivir en un universo es­ tructurado e interpretado en toda su extensión, en el que es posible orientarse. El que reproduce e inventariza en abstracto las leyes está escribiendo la lógica articulada en el orden de ese mundo, y esto es precisamente lo que ha dado en llamarse razón. La razón es una abstracción de la gramática deun lenguaje y ellenguaje, que por cierto también searticula según una serie de leyes, es la realidad concreta de la razón. Dicho de otro modo: la racionalidad es siempre la racionalidad de un mundo y un mundo es siempre la relación de significados de un sistema de signos que, recibido como herencia, permite a los miembros de una cultura heredar al mismo tiempo el común legado de una misma imagen del mundo, es decir, les permite proyectar su capacidad de comprenderse unos a otros a propósito de un mundo, es decir, de su mundo. Citaré de nuevo a Sartre, que dice así: No pongo en duda la existencia de estructuras ni la necesidad de analizar su mecanismo. Pero la estructura no es a mis ojos más que un momento de lo práctico-inerte. Es el resultado de una praxis que desborda a los agentes. Toda creación humana tiene su ámbito de pasividad: esto no significa que haya que sufrirla de un modo total. Recordarán la frase de Augusto Comte: «El progreso es el desarrollo del orden». Esta frase es per­ fectamente aplicable a la idea que tienen los esírueturallstas de la diacronía: el hombre se desarrolla en cierto modo gracias al propio desarrollo de la estructura. Yo personalmente no creo que la historia pueda reducirse a este proceso interno. La histo­ ria no es el orden. Es el desorden, digamos un desorden racio­ nal. En el preciso instante en que ella mantiene el orden, es decir, la estructura, la historia está ya en trance de deshacerla de nuevo. Así, la lucha de clases crea estructuras en cuyo seno se ejercita y que por consiguiente la condicionan, pero, en la medida en que ella les es anterior, no cesa simultáneamente de sobrepasarlas.* (Jean Paul Sartre répond, en: VA re, n°30, 1968, 90).

* N. de los T.: En francés en el original.

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Si a fin de poder orientarse con mayor facilidad por medio de una simplificación, se le adscribe al elemento de la estructura el ele­ mento de la razón y al elemento de la praxis el de la imaginación, entonces habrá que decir que la razón llega demasiado tarde cuando pretende criticar las invenciones de la imaginación y limitar su vali­ dez. Ella misma no es más que una síntesis anterior ahora pétrea y cristalizada, el esqueleto sin vida de lo que antes fuera una forma­ ción instauradora de sentido, la forma muerta de una antigua fundamentación del mundo activa y formadora. Pero si esto es así, la cuestión de «si a un pueblo puede resul­ tarle agradable, cómodo y útil disponer de una mitología creada en su propia lengua» (Herder, vol. 18, 485) se presenta bajo una luz muy distinta. Ahora no se exige la vuelta a una mitología anticuada, sino sólo la comprensión de que toda imagen del mundo está condi­ cionada por la lengua, para darse cuenta de que cuando mejor han usado su imaginación los poetas y sabios de todas las naciones ha sido sin duda cuando han escrito en su lengua materna. Dante, Petrarca, Ariosto se educaron entre los clásicos; el último prácticamente escribía en latín clásico y Petrarca no esperaba recibir los laureles de la inmortalidad de manos de su musa italiana, sino de su musa latina. Sin embar­ go, el tiempo no le ha dado la razón. Las ideas y creaciones poéticas que hicieron pasar a la posteridad a estos poetas sur­ gieron del pensamiento propio de su nación y se encarnaron en su lengua materna. Lo mismo sucedió entre los británicos. Acuér­ date de lo trabajosamente que se mueven Spenser y Shakespeare en el terreno de la mitología clásica y de lo fácil y felizmente que piensan y escriben cuando, sobre todo Shakespeare, crean ideas y describen figuras extraídas de las supersticiones de su pueblo (486). Pues bien, todos estos recuerdos y el recurso a estos elementos, no se deben a un interés por ellos mismos; está claro que el interés de Herder se refiere exclusivamente a su propio presente cuando de­ termina que «a la lengua le falta una mitología propia, unos poemas épicos perfeccionados, una exposición poética y el desarrollo de aque­ llas ideas ancestrales tan ricas, profundas y hermosas» (487). La ex­ presión «ideas ancestrales» no debe hacerles pensar en un término biológico: bajo «ideas ancestrales» Herder entiende (y la composición con el término «ideas» casi lo revela de por sí) la historia del efecto producido por una imagen del mundo encarnada en una lengua, es decir una imagen del mundo que no es independiente. Pero si, como Sartre mantiene, el escritor escribe para su época («on écrit pour son 151

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époque») no tiene por qué echar mano de los clásicos griegos, sino utilizar el lenguaje de su época, estudiar el universo de imágenes que encarna esta lengua y, llegado el caso, volver a hacerlo suyo. Herder dice expresamente que le es indiferente cuál sea el lugar de origen de, por ejemplo, la mitología nórdica, en qué pueblo nació o en qué clima: lo decisivo es sólo si ella ha seguido siendo transmiti­ da a través de la lengua de una manera tal que se pueda decir que la actual imagen del mundo sigue la línea de continuidad de dicha tradición (493-4). Esto es tanto como pronunciar la sentencia de muer­ te de aquellos intentos de resurrección de la mitología nórdica acerca de los cuales Frey observara concisamente: «Esos tiempos han que­ dado atrás» (495). Nuestra formación cultural no ha discurrido por los cauces de la tradición antigua islandesa o gótica (488) (tradición que, sólo puede contemplarse a modo de posible «sucedáneo», en caso de desaparición de una más estricta y secular tradición cultural en lengua alemana), sino por el camino de la cultura latina, aunque como es lógico las clases populares más bajas no tuvieron acceso a ella. Así y todo, Herder puntualiza que, aunque efectivamente de­ sea que la mitología germánica sufra un análisis filológico riguroso, libre de cualquier prejuicio nacional contra lo islandés —la misma posición que adopta en relación con el estudio de los mitos de los indios—, sin embargo opina que tal mitología ya no tiene ninguna posibilidad de servir como medio de identificación cultural de los germanohablantes: las ideas mitológicas de los antiguos, dice Herder, «ya no viven en nuestra lengua», son ajenas a nuestra imagen del mundo. Y si todavía hubiéramos de retomar hoy algún tema del mun­ do mitológico germánico, éste sería en todo caso el de la idea del perpetuo rejuvenecimiento (489), pues ésta ha sido expresada en imá­ genes tan adecuadas al modo de pensar propio de nuestra lengua que hoy siguen resultándonos tan frescas y nuevas como pudieron serlo para los antiguos en la época de su nacimiento. «Iduna, la diosa de la inmortalidad y del rejuvenecimiento» es la única que podría preparar la «vuelta» de los dioses (489).6 Porque, en efecto, Iduna es la diosa de la lengua entendida como imaginación, es decir, como potencia personificada creadora de una imagen del mundo. Así pues, en el diálogo Iduna se observa el siguiente proceso: bajo el presupuesto de que los mitos son tradiciones continuadas que le permiten a una comunidad lingüística consumar su síntesis como «pueblo», se confirma la necesidad de remontar durante un buen tre­

6. «¿Acaso si retornaran no les procuraríamos gustosos un acomodo en el siti de honor de nuestro hogar a esos patriarcas y bisabuelas, a los primeros padres de nuestra lengua, aunque dicho hogar fuera el más provisto de los palacios?» (489).

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cho el camino de la tradición cultural de la lengua alemana. Claro que este camino no nos lleva muy lejos; en el momento decisivo se muestra que, en la medida en que los mitos de los pueblos germáni­ cos han sido transmitidos, no lo han sido nunca, o apenas, en el sustrato del alemán antiguo. Sin embargo, la mitología islandesa no puede considerarse seriamente como un sustituto válido; dicha mito­ logía es «horrorosamente nórdica, polar» (491), su «aurora luce sin dar calor» (495). Pero, con todo, la Edda conoce a la diosa del reju­ venecimiento y resulta que cuando queremos apropiarnos de algún elemento propio de la antigua mitología de los pueblos germánicos se trata de algo que también hubiéramos podido aprender perfecta­ mente a través de los griegos; se trata de que la mitología sólo puede ser propia de un pueblo y convertirse en una mina de «fabulosos relatos poéticos» para la actualidad (491), cuando habla a contempo­ ráneos y ofrece sus imágenes como propuestas para una síntesis so­ cial que hay que llevar a cabo en el momento presente. Así pues, si queremos rescatar algo de la mitología nórdica, desde luego no será su «gusto», pues «éste cambia con los tiempos, las cos­ tumbres e incluso el lugar de residencia y el clima de un pueblo, sino que es el espíritu de la nación, expresado en el entendimiento, el uso de la lengua y la poesía el que debe inspirarnos, pues composi­ ción y poesía lo son allí todo» (499). De lo que se trata es de preser­ var el espíritu sintético, creador de una imagen del mundo, que se expresa en la capacidad de inventar y conjuntar (que es en definitiva lo que significa «composición», «poesía»). Y quien conserva este espí­ ritu no está conservando un pasado, sino que de él extrae el «mundo futuro» (1. c.). El espíritu es la fuerza de renovación y «la imitación sólo puede surgir unida a un total rejuvenecimiento, ya afecte a obje­ tos del mundo presente o del mundo futuro». Según esto, abandonar­ se en manos de la diosa nórdica Iduna no significa injertar sobre mundos pasados un presente arcaico y sentenciado a muerte, sino volver a recuperar la fuerza de renovación de la antigua mitología como instrumento de síntesis social, esto es, utilizar un legado que todavía sirve de ayuda a las generaciones actuales a la hora de expe­ rimentar un acuerdo mítico y una fundamentación axiomática, una fundamentación a partir de valores supremos. Porque, en efecto, ya recordarán Uds. que la función del discurso mítico no es otra que crear por medio de símbolos una relación con un ámbito de la fundamentación y legitimación al que, debido a su propia naturaleza, el uso abstracto y analítico de la razón no puede acceder.

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Sexta lección

Tras las reflexiones realizadas en nuestra última lección nos encon­ tramos ya en el umbral de la idea romántica de una Nueva Mitología, la cual expresa y exige enfáticamente lo que para Herder no pasó nunca de ser un «sueño» diurno y cuyo compromiso social y político sólo había dejado entrever de manera indirecta. Precisamente será este aspecto el que tocaré aquí más a fondo. Es un aspecto que tiene que ver de modo inmediato con las consecuencias sociales de una concepción analítica de la razón y que sólo se reconciliará más tarde con las cuestiones literarias y poetológicas (en Herder todavía predo­ minantes)* Resulta llamativo que fueran sobre todo escritores y teóricos de la literatura los que, desde la segunda mitad del siglo, lamentaran con creciente vehemencia los efectos destructivos del análisis. Lamentar significa aquí, por lo pronto, apuntar al problema. Un buen día se observa con una especie de sagrado horror que con la disolución total de la religión y del mito, la nueva sociedad (burguesa), apenas perfilada todavía, ha abandonado el medio tradicional de legitima­ ción propia de que disponía. Al mismo tiempo, la literatura se ve privada de la materia que hasta ahora le había proporcionado inago­ tables recursos creativos. Repito que, para empezar, me concentraré sobre el primer as­ pecto: el de la pérdida de legitimación. Y a fin de no moverme en la abstracción me referiré a un texto que, si los filólogos no yerran, tuvo que ser escrito inmediatamente después de la Jduna de Herder, es decir, por los años 1796 o 1797. Este texto sólo existe de manera fragmentaria, bajo la forma de un manuscrito del que, si bien proce­ de del puño y letra de Hegel, no se sabe a ciencia cierta quién fue su autor. La comparación con determinados pasajes paralelos de otros textos hace tal vez más probable que su autor fuera Schelling, cuyo estilo audaz e impaciente ha querido ser reconocido por algunos en este fragmento. Pero el problema de la autoría, que tanta tinta ha 155

hecho verter, es en realidad irrelevante y secundario respecto al de la datación y el contexto discursivo del apunte, definido, con mucha razón, como el acta de fundación del Idealismo alemán en su vertien­ te romántico-estética. Fr. Rosenzweig, quien descubrió el breve texto en el año 1927, le dio el título Das alteste Systemprogramm des deutschen Idealismos [más conocido abreviadamente como Systempro­ gramm}, es decir, El más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán, título que ha dado lugar a muchas confusiones, pero que sigue siendo el nombre bajo el que se cita siempre este texto. Lo cierto es que se trata indudablemente de un programa, aunque ni sea el más antiguo del Idealismo ni se caracterice por ser muy siste­ mático. El escrito es poco maduro desde el punto de vista del rigor de la argumentación {y desde este punto de vista, más atrasado que los escritos de la misma época de Hólderlin, Sinclair y Schelling), pero está dotado de una gran audacia en la presentación de una idea «que hasta donde yo sé nunca había surgido hasta ahora en cabeza humana: necesitamos una Nueva Mitología, pero dicha mitología tie­ ne que estar al servicio de las ideas, tiene que ser una mitología de la razón (Materialien zu Schellings philosophischen Anfangen, ed. por Manfred Frank y G. Kurz, Ffm. 1975, 111-2 [cit: Mat.)). Y no se puede negar que con esta idea aparece algo nuevo en el debate idea­ lista: un matiz específicamente romántico. El escrito tiene en general el carácter de un apunte clandestino, de una carta redactada con pre­ mura y hasta, en cierto sentido, de un «programa subversivo» (D. Henrich), en el que no es que un determinado individuo esté expresando sus ideas, sino que le está dando palabra al espíritu que reúne y concilia a todo un grupo de discípulos con ideas revolucionarias de Rousseau, Herder, Jacobi, Spinoza, Sehiller, Kant y Fichte. El pro­ nombre de autor «yo» acaba perdiéndose al final en un «nosotros». Horst Fuhrmans, el editor de las cartas de Schelling (Briefe und Dokumente II, Bonn 1975, p. 523 ss.), partiendo del presupuesto inde­ mostrable de que el autor del escrito tuvo que ser Schelling, ha ima­ ginado en parte y en parte deducido la historia del nacimiento del escrito. A mi entender, lo que Fuhrmans escribe es bastante plausi­ ble, a saber, que Schelling le entregó el escrito a su amigo Hólderlin a su paso por Fráncfort, cuando viajaba hacia Leipzig. En efecto, Schelling, que había aceptado un puesto de preceptor en casa del barón von Riedesel en Leipzig, había acompañado en su viaje a sus dos discípulos en abril de 1796 y tuvo que visitar a los tutores de éstos, de paso por Darmstadt y Lauterbach. Aquí es donde se inscri­ be la hipótesis de que, en el transcurso de su viaje, Schelling hiciera un alto para visitar a su antiguo compañero de estudios y amigo Hól­ derlin quien, a su vez, era preceptor en Fráncfort desde agosto de 1795. En efecto, Schelling describe su partida de Suabia, en una 156

carta a Hegel de enero de 1796, con las palabras: «Aquí, en esta tierra nuestra de curas y escribanos, todo se me hace demasiado es­ trecho. ¡Qué feliz me sentiré cuando pueda respirar aires más libres! Sólo entonces podré meditar sobre planes de gran alcance, cuando pueda llevarlos a cabo, y estoy seguro, amigo mío, de que puedo con­ tar contigo para esta empresa» (Mat., 139). Puesto que habla en este tono de su partida de Suabia, tal vez no sea demasiado atrevido su­ poner que Schelling había concebido un plan que requería un poste­ rior desarrollo y deseaba comunicárselo a Hegel y, así, como dice Fuhrmans de manera un tanto romántica, «se echó al mundo» arma­ do de un «manifiesto» que dejó en manos de su amigo Holderlin en Fráncfort, a manera de base para una futura correspondencia y futuros esfuerzos comunes (Fuhrmans, 525-6). No quiero proseguir1 aquí esta especulación, a pesar de su atractivo, sino ir directamente al corazón del asunto, pues éste siem­ pre merece mayor atención que el interés biográfico del tema de la autoría. La cita anterior, en la que se hablaba de una idea que nadie había tenido nunca hasta ahora, la idea de una Nueva Mitología, en­ tronca perfectamente con la Iduna de Herder, que apareció en febre­ ro de 1796 en la revista Horen de Schiller, una revista de la que se puede admitir, sin ningún temor a equivocarse, que fue leída de inmediato por Hegel, Holderlin, Schelling y quienquiera que fuera el desconocido autor del Systemprogramm (vid. Fuhrmans, 530 s.).2 Pues bien, el elemento fundamentalmente nuevo de esta versión de una Nueva Mitología consiste (frente al postulado de Herder en favor de una mitología nacional del presente, nacida del espíritu de la len­ gua) en que arranca de una crítica al Estado de corte radicalanarquista. En términos muy cortantes se acusa al Estado de tratar al ser libre, al ser humano, como a un mero «engranaje mecánico» y como esto es algo que «no debe hacer, el Estado debe desaparecer» (Mat., 110). Con esto tocamos un tema que se encuentra muy relacionado con otros escritos de la época. En efecto, la crítica al Estado conside­ rado como máquina apela —de modo expreso o tácito— al concepto opuesto de organismo, esto es, de una estructura en la que, como en las células del cuerpo, fin e idea están inscritos dentro del todo, al contrario que en el mecanismo, cuyos muelles, engranajes y co­ rreas de transmisión pueden cambiarse sin que se altere para nada la función de la máquina y cuyas piezas no contienen dentro de sí

1. Vid. Ríidiger Bubner (editor), Das alteste Systemprogramm, Studien zur Frühgesckichte des deutscken Idealismos (= Hegel-Studím, cuaderno 9), Bonn 1973. 2. Holderlin quería bautizar con el nombre de esta diosa a la revista que había proyectado.

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la idea del fin del conjunto. Esta concepción antimecanicista del or­ ganismo procede sobre todo de las obras del filósofo del «moral-sense», de Shaftesbury, quien, por ejemplo, en su escrito Los moralistas [Die Moralisten] (eine Philosophische Rhapsodie. Oder Unterredungen über Gegenstánde der Natur und Moral, en: Des Grafen von Shaftesbury philosophische Werke, 2 vols., Leipzig 1977, pág. 431 ss., 443 s. y 448; vid. a este propósito Ulrich Stadler, Die theuren Dirige, Berna 1980, 318 y 170) había mantenido la opinión de que en el organis­ mo cada miembro es el símbolo inmediato del todo o se limita a ser una variación en el detalle de ese todo, a diferencia de la máquina, cuyos miembros no gozan ni directa ni indirectamente de la informa­ ción del todo en el que participan externamente. Esta es una de las ideas que más influencia han ejercido sobre la Modernidad: no sólo ayudó a descubrir la estructura biológica de los seres orgánicos, sino que, como metáfora, fue usada en el discurso socio-político, y, desde los románticos, fije usada sobre todo como metáfora de una utopía del Estado de corte antiburgués que ha seguido usándose en este mismo sentido, tanto en los escritos de los socialistas como en los de las derechas políticas. Alcanzó gran impulso gracias a la obra del sociólogo Ferdinand Tonnies (Gemeinschaft und Gesellschaft, Grundbegrijfe der reinen Soziologie, edición aumentada, Leipzig 1935), que define3 como sociedad a la coexistencia mecánica y externa de los ciudadanos y como comunidad a su asociación orgánica, muy en la tradición del romanticismo político. Pero también en la obra de Marx y, una vez más, en la de Sartre4, la oposición organismo-mecanismo tiene un papel estructurador. Con estas indicaciones no pretendo za­ farme del contexto poético-mitológico de nuestra lección, sino tan sólo subrayar que, en el Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán, dicho contexto se carga de una connotación política que aún no aparecía en Herder. La idea de una Nueva Mitología siempre ha sido también, fuera y dentro de la literatura, un programa político formulado en oposición del aspecto mecanícista inherente a la con­ cepción analítica y racionalista de la interacción social. Paso a demostrar sobre el texto el funcionamiento del argumen­ to. Como ya se ha dicho, ha llegado hasta nosotros en forma de frag­ mento y comienza con las palabras «una ética» (Mat., 110). Con esto se alude a dos cosas: por un lado, al programa de una filosofía mo­ nista que, en analogía con la Ética de Spinoza, deriva todas sus pro­ posiciones (a base de pasos deductivos, «more geométrico», esto es,

3. Vid. también la distinción de Durkheim entre las sociedades «mecánicas» y las «orgánicas». 4. Vid. M, Frank, Das Sagbare und das Unsagbare. Ffm. 1980 ( = stw 317, 85 ss.).

apoyándose en el modelo de la geometría euclidiana) a partir de un principio o fundamento supremo, que también podría caracterizarse como axioma o como postulado de fe, puesto que su propia evidencia «salta directamente a la vista», es decir, no puede cuestionarse con ayuda de un tipo de conocimiento más fundamental. También la «fi­ losofía práctica» de Kant lo tomó como postulado de fe. «Postulado» quiere decir «requisito»: lo que se requiere es una «idea» a modo de «remate» o «clave de bóveda» de una totalidad de proposiciones teóricas que sólo en ella encuentran su fundamentación, es decir, el fundamento de su ser, en el cual se justifican. Puesto que según Kant (y Fichte) el origen de toda especulación, y también el más evidente de todos los pensamientos, es un acto libre, esto es, como «la repre­ sentación de mí mismo en tanto que ser absolutamente libre» (110) nace en una «acción originaria» [«Thathandlung»] —el acto de pen­ sarse a sí mismo—, cabe afirmar, como atrevida conclusión, que «toda la metafísica (es decir, el sistema de las proposiciones de razón ver­ daderas) acabará cayendo en el ámbito de la moral» (1. c.). Esto quiere decir que toda la filosofía teórica se funda sobre la base de lo que Kant señaló como «idea»: una representación hacia la que se siente empujada la razón, en su dimensión práctica, con objeto de poder referir a un «fin» el sistema de los enunciados teóricos y de este modo poderlo fundamentar. Lo importante ahora es saber qué sea verdade­ ramente lo que llamamos «fin», porque ya verán Uds. de inmediato qué énfasis pone el Systemprogramm, en la función de la finalidad y cómo sirve para mediar entre la fundamentación práctica de la filo­ sofía y la exigencia de una Nueva Mitología. Según una famosa definición de Kant que no ha cesado de re­ petirse, un fin es una representación de la que se supone es la «causa de la existencia del objeto de esta representación» (KdU B XXII; no­ tas; cap. V, 16 notas). Esta formulación resulta un tanto complicada, por lo que la examinaremos de más cerca. Causa de la existencia de los objetos que nos representamos: sin duda, esto sería un funda­ mento del ser (o razón de ser) de estas representaciones de objetos. Ahora bien, en ese caso, el mundo en tanto que conjunto de nuestras representaciones, sólo tendría un fin determinado si se diera una re­ presentación como consecuencia de la cual él existiera. Un funda­ mento del ser de este tipo sería, por ejemplo, una voluntad que le obligara a ser, una voluntad que lo organizara según una concepción dada. Semejante concepción es lo que se llama un plan o un proyec­ to. Cuando diseño un proyecto estoy desarrollando una representa­ ción concreta con la intención de llevarla al acto, esto es, de realizar­ la. Pues bien, esto es precisamente lo que Kant denominó un fin, propiamente el «concepto de un objeto en tanto en cuanto también encierra el fundamento de la existencia de ese objeto» (KdU B XXVIII; 159

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vid. 1. c., 44). La voluntad sería por lo tanto la «facultad de actuar según fines» (1. c., 285), esto es, de dejarse motivar por las represen­ taciones de un determinado estado del mundo con el objeto de pro­ ducirlo. El especial modo de actuación de los fines se comprende cuan­ do se le distingue respecto a otros modos de eficiencia, por ejemplo, la causalidad de las leyes de la naturaleza. En este caso resulta un determinado estado de la materia como consecuencia inevitable de causas determinadas y con completa independencia respecto a la cues­ tión de si esta consecuencia ha sido querida por alguna voluntad. Un estado del pasado produce un efecto que se sitúa en el presente o el futuro y ello es debido a una consecuencia puramente mecánica que, bajo determinados presupuestos dados, no podría en absoluto dejar de aparecer. Frente a esto, un fin es un tipo de fundamentación en el que un estado de la existencia no se fundamenta a partir de otro estado precedente de la existencia, sino a partir de una representación del futuro de la existencia, tal como debería de ser. Pero dicho estado —tal como debería de ser— sólo puede producirlo un ser capaz de actuar, y actuar significa tanto como realizar una intención. Mientras que, para comprender la relación mecánica de los estados de la ma­ teria, sólo se precisa de entendimiento (la facultad de las funciones puras del pensar, aplicadas a un material de la intuición), para la percepción de fines se precisa de razón, que Kant define como «la facultad de fines» (KpV, 103), esto es, la facultad de transformar los proyectos en actos. Los fines no pueden ser conocidos, sino sólo pro­ yectados; no se demuestran ni constatan teóricamente, sino que sólo se tornan efectivamente reales bajo el presupuesto de que los realice un ser libre. Es por ello por lo que tienen el carácter de postulados, de requisitos. Un fin no viene dado, sino que es propuesto y es la conciencia de ser libres (cap. V, 79) la que nos empuja a hacernos cargo de esta empresa o, lo que es lo mismo —por citar al Systemprogramm— «la representación de mí mismo como ser absolu­ tamente libre» {Mat., 110). Pero esta «conciencia (...) de la libertad» (KpV, 79) sólo puede ser principio de la filosofía (es decir, una tesis básica) bajo la con­ dición de que no le preceda ningún otro principio más fundamental, esto es, bajo el presupuesto de que dicho principio no se derive de ningún otro principio superior. Pero esto es lo que ocurre, según Kant, con la conciencia que tenemos de nosotros mismos como se­ res qué actúan según fines pero no según causas, es decir, como seres que actúan libremente. La libertad es un «facturn de la razón pura, del que somos conscientes a priori y que apodícticamente es cierto (...) [incluso] suponiendo que no pudiera hallarse en la expe­ 160

riencia ningún ejemplo que se cumpliera plenamente» (cap. V, 81). Así pues, la aceptación de una «causalidad por la libertad» pue­ de apelar a la evidencia apodíctica sin ser tema de ningún conoci­ miento objetivo, porque sólo se conoce objetivamente algo a cuyo puro concepto del entendimiento se añada también un hecho de la expe­ riencia. Por el contrario, aunque la aceptación de la idea de libertad está fundamentada apodícticamente —aspira a priorí a una validez intersubjetiva— sólo tiene sin embargo «realidad práctica» (cap. V, 83). «Realidad práctica» quiere decir que se trata de una aspiración de validez que no se puede comprobar teóricamente, pero que sigue siendo válida aun cuando no haya nada que le corresponda en la realidad en ese momento. En definitiva, sólo exige que la realidad deba corresponder al fin de la razón, esto es, apela a nuestra libertad de tornarnos activos para realizar ese fin puro. Ya vemos que el Systemprogramm quiere basarlo todo en la li­ bertad. Esto nos proporciona la ocasión de volver a detenernos sobre nuestro primer intento de definir el mito a través de su función prag­ mática. Dijimos que los mitos son narraciones que fundamentan un hecho (histórico o natural) y distinguimos entre dos modos de fundamentación: la derivación causal y la justificación o legitimación. Pues bien, ahora podemos observar que esos dos modos de fundamentación se corresponden con aquellos que distingue el Systemprogramm: la fundamentación mecánica y la fundamentación a partir de la idea, esto es, por medio de fines. Lo importante es que la realidad práctica abarque la realidad de los enunciados teóricos, pues sólo llamamos final a un efecto del mundo natural o histórico cuando la «representa­ ción del efecto» (el fin) se torna activa «en cuanto fundamento determinador de su causa». Esto quiere decir que ya antes de que la cau­ salidad mecánica produjera un efecto, éste ya respondía a una intención de la razón, ya sea inconsciente como fin de todo el proceso de la naturaleza, ya consciente como proyecto de una obra de arte o un estado histórico. «Así pues, cuando no es sólo el conocimiento de un objeto, sino el propio objeto (la forma o la existencia del mismo) el que se piensa como posible en calidad de efecto, y ello única y exclusivamente por medio de un concepto del último [esto es: la for­ ma/existencia], cuando esto ocurre, se está pensando en un fin. La representación del efecto es aquí el fundamento determinador de su causa y precede a la última» (KdU B, 32-3). Es importante que Uds. comprendan bien esta particularidad de la finalidad. A fin de facilitarles esta comprensión les daré un ejemplo muy usado por los filósofos: un martillo es una herramienta, es decir, una cosa cuya existencia se agota en el hecho de servir a un fin. Que la herramienta también sea un conjunto de propiedades físicas o, como la piedra de la que echo mano cuando me falla la 161

& herramienta para arreglar la llanta doblada, que también sea una cosa natural, es algo que no tiene ninguna relevancia para la finalidad. Porque, en efecto, la cosa natural sólo adquiere su carácter de herra­ mienta en el momento previo a su uso, es decir, ante el fin a que se ve supeditada. Es en este sentido en el que cobra validez la expre­ sión de Kant de que, en el caso de la finalidad, nuestro proyecto también es fundamento determinante de la causa de sü fabricación, es decir, de su realidad: porque sólo fabrico el martillo con el fin de hundir clavos en la pared y ahí se agota toda su razón de ser. Pues bien, si ahora pienso toda la naturaleza como dotada de finalidad, lo que hago es anteponerle en mi fantasía un proyecto por el cual quedan fundamentadas hasta sus leyes mecánicas; y no se trataría de una fundamentación a partir de causas eficientes, sino a partir de causas finales. Y una fundamentación a partir de causas finales, esto es, de ideas, es lo que antes denominamos «justificación» o «legitimación» y en lo que inscribíamos el discurso mítico. Ahora podemos decir que la legitimación mítica es una fundamentación a partir de fines: una forma de dar un sentido a partir de ideas, al menos hasta donde se trate de una mitología de la razón, es decir de una mitología basada en las ideas. Pues bien, éste es exactamente el núcleo del Systemprogramm cuyo hilo discurre de la siguiente manera: una vez que ha declarado que la idea de las ideas, la idea del Yo que actúa en libertad, es el principio de toda la filosofía, se pregunta cómo tiene que estar organizada y «constituida» la naturaleza a fin de poder corresponder a semejante idea o, mejor dicho, a fin de manifestar dicha idea (Mat., 110). La respuesta sólo puede ser ésta (según las premisas kantia­ nas): la naturaleza tiene que ser pensada en su conjunto como un organismo. ¿Por qué? Porque los organismos, como ya vimos, son esas relaciones de partes y todo en las que la interacción de todas las partes o miembros se basa en la común dirección hacia un mismo fin. Dicho de otro modo: las estructuras orgánicas sólo pueden ser pensadas cuando se supone que la causalidad mecánica de los pro­ cesos naturales está fundada teleológicamente, es decir, está basada en causas finales. «Por medio de este concepto [de la finalidad] se representa a la naturaleza como si un entendimiento contuviera el fundamento de la unidad de la multiplicidad de sus leyes empíricas» (KdU B, XXVIII). Esto quiere decir que la naturaleza es entendida, desde el momento en que se la piensa como algo orgánico, como el resultado de una voluntad racional (una libertad) que le concede un sentido, un fin último universalizable, un telos, desde el momento en que la voluntad es una facultad de fines. El Systemprogramm no se demora en todas estas argumentacio­ nes, sino que pasa directamente de las ideas a sus consecuencias 162

y extrae sus conclusiones con impaciente arrebato; sin embargo, lo cierto es que todos y cada uno de los argumentos aquí aducidos pueden deducirse sin dificultad del contexto de las ideas: por un lado, de la teoría kantiana del organismo y, por otro, de lo que sabemos de la filosofía romántica de la naturaleza y de su evolución. Si no se tiene en cuenta la idea de la finalidad y lo que ésta encierra, siempre resultará un enigma por qué ios románticos y sus seguidores del XIX y el XX pudieron convertir a la naturaleza en un «ideal» que también atraviesa, por analogía, su teoría del Estado. La crítica al Estado bur­ gués por «innatural», esto es, por ser meramente «mecánico», toma sus armas de la idea de organismo, o sea, de una ordenación de relaciones mecánicas a la luz de las ideas. Un contexto funcional liberado de la relación con las ideas po­ dría caracterizarse sin temor como un «funcionamiento sin ideas» y si se trasladara esto al Estado nos encontraríamos con el funciona­ miento de un aparato burocrático que ya no refleja los fines universalizables de la razón práctica. Marx ya habló del extrañamiento entre el Estado y la sociedad, Tonnies de la división entre comunidad y sociedad, Habermas de una crisis de legitimación del Estado moder­ no que separa al sistema de los medios respecto al acuerdo de los ciudadanos acerca de los fines dominantes de su socialización. En el corazón de esta analogía, es decir, de esta transposición de la naturaleza a la sociedad, anida la noción de arte de los románti­ cos, como podrán ver Uds., y precisamente por ello obtiene una fun­ ción utópica que en última instancia apunta al mito. Como ya hemos dicho, todo se reduce a comprender verdaderamente la idea idealista de organismo: en ella nace la oposición entre espíritu sintético y espí­ ritu analítico con la que tantas veces nos hemos topado. Antes de ocuparnos de una más exacta comprensión de la no­ ción de organismo, arrojemos una mirada retrospectiva sobre el cami­ no ya andado. En el transcurso de nuestro análisis del Systemprogramm, en el que se expresa por vez primera la idea de una Nueva Mitología, nos hemos topado con ciertas analogías entre naturaleza y Estado. El miembro de unión entre ambos era el pensamiento de la finalidad, entendida como la correspondencia del mecanismo de una estructura con una razón que, por su parte, también se entendía como causante de dicha estructura. Dado que el Systemprogramm imponía su exigencia de una Nueva Mitología a partir de una crítica al Estado-máquina y puesto que jus­ to antes del pasaje en que se critica al Estado se bosqueja una física entusiasta, una «física en grande» (Mat., 110), hay que intentar com­ prender de manera precisa qué sea pues lo verdaderamente propio de la concepción idealista de la naturaleza. 163

Pues bien, si a modo de prueba transferimos la idea de finali­ dad al Estado, nos daremos cuenta de lo siguiente: dicho Estado sólo puede contemplarse como la realización efectiva de un fin cuando la pluralidad de sus leyes, cuerpos, clases, asociaciones, grupos, etc., se vea recorrida por la unidad de una idea que lo soporte todo. ¿Sería este el caso en el organismo natural, extrayendo por ana­ logía la conclusión contraria? En todo caso, esto es lo que pensó Kant y a continuación les presentaré su definición de organismo. «Para con­ siderar que una cosa sólo es posible como fin, esto es, que no tene­ mos que buscar la causalidad de su origen en el mecanismo de la naturaleza, sino en una causa cuya facultad de actuación viene deter­ minada por conceptos, es necesario que su forma no sea posible se­ gún meras leyes naturales, es decir, según aquellas que nosotros sólo podemos conocer mediante el entendimiento y que remiten a objetos de los sentidos, sino que es su propio conocimiento empírico el que, según su causa y su efecto, presupone conceptos de la razón» (KdU B, 284-5 [las cursivas son mías., M. F.])5. Pues bien, ciertamente un organismo sólo se da a conocer bajo el presupuesto de que esté basado en la idea de un fin: los organismos «son objetos únicamente explicables según leyes naturales que podemos pensar bajo la idea de fin en cuanto principio, objetos que de este modo sólo son cognos­ cibles según su forma interna, es decir, sólo son cognoscibles interna­ mente» (1. c., 307-8). Kant explica esto recurriendo a una analogía entre los fines na­ turales y un producto del arte, por ejemplo, mediante la imagen de un hexágono regular dibujado en la arena, algo que la capacidad del juicio, sumida en reflexiones, no puede de ninguna manera atri­ buir a movimientos del viento, huellas de animales o la erosión de las olas y que por lo tanto hay que atribuir a un concepto, a una actividad final («vestigium hominis video», KdU, 285-6). Así pues, este producto no puede entenderse como efecto de una «naturaleza que sólo actúa mecánicamente», sino sólo «como pro­ ducto del arte». Pero para poder definir también algo que reconocemos como producto de la naturaleza en tanto que fin, y por lo tanto como fin de la naturaleza [no como fin del arte, pero sí como fin de la naturaleza), hace falta algo más, si es que no se encierra ya una contradicción en ello. Provisionalmente, yo diría que una cosa existe en tanto que fin de la naturaleza cuando es (aunque

5. A partir de aliena me serviré siempre de las siglas KdU para citar la edición B de la Crítica del Juicio.

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en un doble sentido) causa y efecto de sí misma, pues, efectiva­ mente, aquí se encierra una causalidad tal que no puede ser vinculada con el mero concepto de una naturaleza sin antes atri­ buirle un fin, pero que entonces, aunque puede ser pensada sin caer en contradicción, no puede ser concebida (1. c. [las cursivas son mías, M. F.]). Kant explica esta definición, que a primera vista parece tan os­ cura, por medio de «un símil», concretamente el del árbol. En el lenguaje de la biología se designaría a los tres aspectos con los que él explica los dos tipos de causa (causa eficiente y causa final) como la ley de conservación de la especie, la programación ontogenética y la facultad de reproducción (la determinación del crecimiento por medio de las leyes de formación características de una especie dada). 1. En primer lugar, por lo que se refiere al primer punto de vista, el árbol genera otro árbol, según una conocida ley natu­ ral. Pero no se limita a generar otro árbol, sino uno de la misma especie. De esta manera, él es al mismo tiempo causa y efecto de su existencia, porque genera a su homólogo y, a su vez, él es generado por los planes de construcción de la especie: am­ bos dentro de una unidad de producción de la generación físicomecánica y el proyecto de planes (la finalidad). 2. Pero el árbol no sólo se genera a sí mismo como espe­ cie, sino también como individuo. Ciertamente, su crecimiento a partir de la semilla recurre a fuerzas físicas, esto es, mecáni­ cas, pero las ordena siguiendo un plan que no «puede suminis­ trar el mecanismo natural, que se encuentra fuera de él» (287), y que por lo tanto es su propia obra. «Porque aunque sólo se le pueda contemplar como producto en lo tocante a las partes que lo constituyen y que ha recibido de la naturaleza exterior a él, con todo, dentro de la división y la nueva reunión de esta materia prima se encierra un grado de originalidad en la capa­ cidad de división y formación de este tipo de seres naturales tan sumamente grande, que todo arte se queda infinitamente lejos cuando intenta volver a generar dicho producto del reino vegetal a partir de los elementos que obtiene descomponiéndo­ los o a partir de la materia que le suministra la naturaleza para su alimento» (1. c., 287). 3. También cada parte de un árbol contiene la informa­ ción sobre la estructura del todo y es capaz de reproducirse de acuerdo con ese todo: Kant cita el ejemplo del esqueje que, aunque se injerta sobre otro tronco, sintetiza según su propio plan las substancias que extrae del árbol extraño, y de este modo 165

es la causa de su organización específica. Así, aunque las par­ tes (por ejemplo, las hojas) sean productos del árbol, también mantienen a éste, desde el momento, por ejemplo, en que la pérdida de hojas puede acabar con todo el árbol. Lo mismo cabe decir de la capacidad de reproducción de los órganos he­ ridos, por ejemplo, de la piel o incluso de miembros enteros, como en el caso de la salamandra, etc. En estos tres ejemplos Kant no emplea todavía el término «orga­ nismo». Esto sólo ocurre en la definición que va a dar en el siguiente parágrafo (65) y que reza así: «Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son seres organizados» (KdU, 289). Tal vez recuerden Uds. que Kant había bautizado de «provisio­ nal» a su definición de las cosas en tanto que fines de la naturaleza, en previsión de una definición más precisa a partir de un determina­ do concepto. Esto resulta particularmente adecuado en el caso de la difícil expresión «causa y efecto de sí mismo». Para explicar esto, Kant nos recuerda los dos tipos de causalidad que la historia de la filosofía ha distinguido bajo los nombres de causa eficiente y causa final (KdU, 289-90). Las causas eficientes —o causas reales— siguen una sucesión temporal unidimensional, de tal manera que hay que pensar cada causa como siendo a su vez efecto de una causa prece­ dente ya pasada y de esta manera hasta el infinito. «Frente a esto, una relación causal también puede ser pensada según conceptos de la razón (de fines) [también denominados causas ideales], relación que, si se la contemplara como serie, conllevaría una dependencia tanto ascendente como descendente en la que la cosa que se designó en cierta ocasión como efecto, sin embargo, en dirección ascendente merece el nombre de causa de aquella cosa de la que ella es el efecto» (KdU, 289). Aquí tenemos de nuevo la difícil formulación, que Kant explica mediante un ejemplo muy eselarecedor: una casa, dice Kant, puede ser contemplada por un lado como «la causa del dinero que se pide en calidad de alquiler» y en este caso se contempla la casa como motivo real del alquiler; viceversa, también puede decirse que «la representación de esos posibles ingresos han sido la causa para la edificación de la casa» (290), y en este caso los ingresos en concepto de alquiler son el motivo ideal de la casa. Por lo tanto, en este ejemplo la casa y el alquiler —aunque sea de manera diferente en cada caso— son causa y efecto el uno del otro: la casa genera los alquileres y por mor de dichos alquileres construye la casa el propietario. Si se imaginan esta imbricación mutua del fundamento real y el ideal en una única y misma cosa, obtendrán lo que Kant llamaba organismo: mientras que el deseo de lucro del propietario de la casa 166

puede ser aislado, en el ámbito del organismo la finalidad del todo es constitutiva para la ordenación de las partes y en esto no actúa una voluntad ajena a dichas partes, sino, por así decir, la voluntad propia de las partes, que las remite a una idea. Por eso se puede decir que, en el organismo: «la conexión de las causas eficientes pue­ de considerarse al mismo tiempo como un efecto por causas fina­ les» (291). Antes de aplicar todo esto a nuestro Systemmprogramm quiero hacer un pequeño excurso, para que Uds. vean clara la analogía exis­ tente con la actual teoría de la sociedad y su crítica de las ideologías. Habermas “ pienso sobre todo en él— distingue dentro del Estado entre la esfera del trabajo social y la de la interacción. En la primera, la del trabajo, comprende los subsistemas de las relaciones de fines y medios de la acción instrumental (por ejemplo, el aparato del Esta­ do y el sistema económico), y en la última, la comunicación prácticopolítica sobre los fines últimos y la imagen normativa del hombre de la correspondiente sociedad, esto es, todos los sistemas en los que se da una interacción simbólica y se fundan valores. Un modelo hu­ mano es normativo cuando no se limita a imponer ideológicamente un determinado proyecto histórico (y por lo tanto revisable en otra época) del ser humano con ayuda de una violencia abierta o solapa­ da, sino que aspira a una validez universal. Semejante aspiración sólo puede satisfacerse sometiendo esas exigencias de validez a una apre­ ciación intersubjetiva, a la verificación universal en una discusión li­ bre de obstáculos. Estas verificaciones, ya sea de juicios normativos o de juicios descriptivos, son las que Habermas denomina discursos, en un sentido muy distinto al que tiene este término en la lengua francesa (por ejemplo, en J. Habermas/N. Luhmann, Theorie der Gesellschaft oder Sozialtechnologie, Ffm. 1971, 197).6 Los discursos se vinculan ~~o al menos presuponen (bajo la forma de un postulado)™ a determinadas situaciones ideales de diálogo, sin necesidad de nin­ guna violencia externa. En esto se basa la legitimidad de los acuer­ dos procurados mediante el discurso; en esto se basa también, en segundo lugar, la importante diferencia entre un acuerdo discursivo

6. «El discurso puede entenderse como esa forma de la comunicación sin expe­ riencia y sin acción, cuya estructura asegura que los únicos objetos de discusión son las visualizadas aspiraciones de validez de las afirmaciones, recomendaciones o avi­ sos; los participantes, temas y contribuciones no pueden ser limitados excepto en el caso de que se haga desde la perspectiva de ia meta del examen de las aspiraciones de validez pro ble matizad as; no se ejerce ninguna presión fuera de la del mejor argu­ mento y, por lo tanto, todos los motivos están excluidos, exceptuando el de una búsque­ da, en cooperación, de la verdad» (J. H., Legilimationsprobleme im Spatkapitalisnms, Ffm. 1973, 148).

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y cualquier acuerdo fáctico imaginable: por eso, no todo consenso que de verdad se ha alcanzado es por ello universalizable; sólo lo será en la medida en que se subordine a procesos intersubjetivos de fundamentación que presupongan en calidad de reglas del juego el mutuo reconocimiento entre los sujetos racionales. Estas reglas del juego le aseguran al acuerdo logrado en el discurso, y liberado de toda necesidad de acción, una suerte de absolutez, pues las «aspira­ ciones de validez que reposan sobre la posibilidad de crítica son incondicionadas, porque su validez es independiente de la satisfacción de determinadas condiciones contingentes (como el establecimiento de una relación de poder o de confianza, la existencia de un interés o la vigencia de una necesidad); esto es lo que le da su carácter absoluto» (1. c., 225). Seguramente se habrán dado cuenta enseguida de adonde quiero ir a parar con mi comparación entre Kant y Habermas: si se separa al sistema de la acción racional, orientada a fines, de la comunica­ ción social que ofrece los fines del trabajo (y los ofrece de tal manera que se puede comprobar la racionalidad de dichos fines en los dis­ cursos), entonces la acción racional orientada a fines, la acción técni­ ca, escapa al control de lo que Kant denomina «ideas», esto es, el gobierno y la administración funcionan como una máquina que ya no se ve entorpecida por la obligación de legitimarse política y ética­ mente (frente a una instancia idealizada como el «pueblo» en el senti­ do de la «volante génémle»). El fin de este Estado ya no será el fin de sus miembros o partes, y esto es exactamente lo que le ocurre a una máquina. Esta separación conduce de modo inmediato a una pérdida de legitimación del Estado, que ahora ya se limita a funcio­ nar, esto es, a proteger la supervivencia de su propia legalidad, pero que ya no corresponde a las aspiraciones de sentido de sus ciudada­ nos (y no digamos a sus necesidades susceptibles de universaliza­ ción, esto es, las necesidades que participan en la comunicación), y que por eso mismo, según las circunstancias de cada caso, se en­ cuentra en una situación prerrevolucionaria o pretotalitaria. Según Habermas, éste es el caso del capitalismo evolucionado de Occidente (y, de otro modo, también del «socialismo burocrático» del Este).7 Detengámonos un instante en el concepto de legitimidad, que desempeña un papel tan importante en el contexto del renacimiento mítico del Idealismo temprano. Ya vimos que fueron principalmente las religiones, y en Europa concretamente el cristianismo, quienes, en tanto que sistemas de normas transmitidas, contribuyeron a legiti­ mar la autoridad de las sociedades. El hecho empírico del «ateísmo

7. J. Habermas, Legilimatiorisprobleme im Spátkapitalismus, 1. c.

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de masas» hace imposible en la época burguesa la apelación a la religión, por considerar ideológica dicha apelación. Por otra parte, no se divisa ningún otro posible candidato susceptible de generar legitimidad: ni una ciencia singular ni la filosofía o el conjunto del sistema científico son posibles sustitutos de la religión, puesto que sus aspiraciones de validez se formulan sobre todo de manera hipoté­ tica y las hipótesis no bastan para legitimar el poder del Estado. Así las cosas, la cuestión es si puede existir una posibilidad de restablecer una identidad colectiva, esto es, si se puede salvar una función de legitimación para el poder político desde este lado de la fe en valores (como los que tenía antaño la religión). Los valores son mutuas expectativas de comportamiento intersubjetivamente vinculan­ tes, esto es, normas que sólo pueden recibir una fundamentación ade­ cuada si se tiene en cuenta la acción comunicativa. Cierto que se da el caso de que también hay sociedades —análogas a las máquinas— que funcionan sin necesidad de tales fundamentaciones contrafácticas. La cuestión es sólo si esta generalidad fáctica de comportamien­ tos incluida en el concepto de legalidad satisface los requisitos de fundamentación —o lo que es lo mismo, las necesidades intersubjeti­ vamente reconocidas— de los individuos socializados dentro del Estadomáquina. La pura aceptación inmotivada de la legalidad —que si­ guiendo a Luhmann, parece la única actitud que corresponde a las condiciones de sociedades hipercomplejas— sólo se consigue de he­ cho pagando el precio de una «creciente necesidad de legitimación» {X. c., 264-5); las exigencias de sentido de los ciudadanos, a la par que las exigencias de conformidad que el Estado en funcionamiento le plantea a sus ciudadanos, se tornan cada vez más visibles y hoy se revelan ya abiertamente como un potencial de crisis. «Una integra­ ción suficiente en el sistema», dice Habermas, «no puede ser el equi­ valente funcional de la medida exigible de integración social. Esto quiere decir que la conservación de un sistema social no es posible cuando no se satisfacen las condiciones de conservación de los miem­ bros del sistema. Por mucho que la incipiente sociedad mundial acre­ ciente sus capacidades de control, si ello sólo es posible al precio de la substancia humana, todo nuevo avance evolutivo vendría a sig­ nificar la autodestrucción del individuo socializado y de su entorno vital» (Konnen komplexe Gesellchaften eine vemünftige Identitat ausbilden?, 1. c., 63). Dicho de otro modo, si sólo se puede contar con requisitos de legitimación precisamente bajo condiciones de una sus­ pensión funcional de la legitimidad, una teoría de la sociedad consi­ derará irrenunciable la insistencia en el postulado de la fundamenta­ ción discursiva de las aspiraciones de dominación. El sistema de las necesidades --y el libre mercado que las mediatiza—, en tanto que sistema de acción estratégica, es incapaz ya de entrada de satisfacer 169

exigencias normativas de universalidad, porque, aunque la acción es­ tratégica esté universalmente difundida, se opone a una ética del mu­ tuo reconocimiento que se orienta según valores culturales, mientras que el concepto de acción estratégica —orientado al conflicto y la explotación™ sólo tiene en cuenta los intereses y necesidades subjeti­ vos de unos contrincantes que se hacen una competencia salvaje. Con esto no se le ha negado todo valor a la acción racional orientada a fines, pero hay que ponerla al servicio de una acción comunicativa orientada según valores y que antes recibía sus leyes de la religión. Una vez que la sociedad de la competencia y el esprit de Vanabyse han minado las bases de la religión, se. prepara la siguiente alternati­ va: o bien, tal y como predica la moderna teoría de sistemas, el pen­ samiento de las obligaciones suprasubjetivamente reconocidas de una sociedad se reduce a una legalidad ordenada de manera decisionista (y cuyo reconocimiento fáctico hace innecesaria la cuestión de su grado de racionalidad), o bien, la acción que hasta ahora se había orienta­ do según convicciones de valor de tipo cultural-religioso se orientará en la época postreligiosa según aquello que Kant denominó «ideas»: postulados de la razón práctica que debido a su mera forma tienen un carácter vinculante universal, esto es, satisfacen a priori las condi­ ciones requeridas de capacidad comunicativa y reconocimiento. Se trata en este caso del principio fundamental de una teología moral, ya no articulada temáticamente en imágenes del mundo, tal y como lo hacía la religión tradicional (o la mitología), sino que organizaría la formación de una identidad colectiva por medio de un proceso de aprendizaje permanente y una participación, con igualdad de po­ sibilidades para todos, en procesos de comunicación conformadores de valores y normas. En cierto modo, citando una importante tesis del Más antiguo programa de $ütema del Idealismo alemán, se po­ dría hablar de una «mitología de la razón»: de una mitología porque la comunidad de conocimiento, sentimiento y acción de una sociedad adquieren una autoridad y un carácter vinculante —de modo pareci­ do a lo que ocurre con el mito— gracias a sistemas simbólicos de interpretación y valores; pero de una mitología post-mitológica o una mitología racional, precisamente porque no es sobre el contenido de una fábula —que se apoya en su carácter sagrado— sobre lo que se funda el acuerdo entre los miembros de la sociedad o consenso social, sino que la inviolabilidad del acuerdo se derivaría de la pura forma de una intersubjetividad y comunicación desprovistas de vio­ lencia —esto es, de la razón. No cabe duda de que esta teología moral (que, conio es ya general en el Idealismo, sigue designando como Dios al objeto de la razón práctica) ya no sería una mitología en el sentido antiguo, de lo que también es consciente el autor del Systernprogramm cuando exige una Nueva Mitología y más precisa­ 170

mente «una mitología de la razón» (Mat.. 112). Pero tampoco se trata simplemente, como en el caso del racionalismo funcional de la teoría de sistemas de la sociedad, de un relegamiento de la mitología. Efec­ tivamente, en el concepto de organismo de una sociedad basada en una ética de la comunicación, que controla los subsistemas de la ac­ ción racional orientada a fines por medio de «ideas», la quebrada fuerza de las tradiciones religiosas no se ha visto sólo sustituida por procesos administrativos, sino que, transformada en su calidad de «ge­ neradora de motivos» en una forma no-mítica de autoridad intersub­ jetiva, hereda bajo condiciones modificadas las propiedades esencia­ les de la concepción mítica del mundo y sobre todo de la capacidad de legitimación (vid. Konnen komplexe Gesellschaften eine vemünftige Identitat ausbilden?, 74 s.). Con este excurso sobre la teoría de la sociedad de Habermas lo único que pretendía era quitarle un poco el polvo de los siglos al programa del Estado-organismo que aparece en la versión románti­ ca de una Nueva Mitología. A pesar de que a lo largo de su historia se ha visto a menudo corrompida, la idea de organismo no ha perdi­ do nada de su fuerza normativa respecto a una contrailustración. Se puede hacer fácilmente la prueba reformulando con terminología kan­ tiana esa crisis de legitimación que se debe a la separación de los intereses universalizables (justificados discursivamente) respecto a la acción racional orientada a fines de los subsistemas sociales corres­ pondientes: un Estado en el que se disociaran el trabajo y la interac­ ción, los fundamentos reales e ideales del ser, sería inorgánico, un puro engranaje que no se movería por ninguna motivación interna. Pues la esencia de la máquina, por ejemplo de un «reloj», con­ siste en que, en su interior, «una parte es el instrumento que ayuda al movimiento de la otra parte, pero una rueda no es la causa eficiente que produce a la otra; una parte está allí por mor de la otra, pero no gracias a la otra. Es por eso por lo que tampoco la causa productora de éstas y de su forma se encuentra en la naturaleza (de esta materia), sino fuera de ella, encerrada en un ser que, según ideas, puede realizar un todo posible gracias a su causalidad. Por eso, puesto que dentro de un reloj una rueda no produce a otra rueda, mucho menos se puede pensar que un reloj produce otros relojes utilizando otra materia (organizada) a este fin; es por este motivo por el que el reloj no puede sustituir por sí mismo las piezas que le han sido sustraídas, ni puede salvar las deficiencias de su primera formación por medio de la aparición de otras, ni mejorarse a sí mismo cuando ha caído en el desorden, cosa que, por el con­ trario, todos podemos esperar de la naturaleza organizada. 171

pues, un ser organizado no es una mera máquina, porque al fin y al cabo ésta sólo dispone de una fuerza motriz, sino que posee dentro de sí una fuerza formadora tal, que puede comunicársela a los materiales que no la poseen (los organiza): esto es, se trata de una fuerza formadora que se reproduce a sí misma y que no puede explicarse únicamente apelando a la facultad de movimiento (el mecanismo)» (Kdli, 292-3). Después de esta cita ya no resulta muy difícil criticar al Estado achacándole que es una máquina, como hace el Systemprograrnrri, porque Kant ya había preparado el terreno. Oigamos primero lo que dice el Systemprogramm: De la naturaleza pasaré a las obras humanas. Con la idea de la humanidad por delante quiero mostrar que no existe ninguna idea de Estado porque el Estado es algo mecánico, de igual ma­ nera que tampoco existe una idea de máquina. Sólo puede llamarse idea a lo que es objeto de la libertad. ¡Así pues, también tenemos que ir más allá del Estado! Pues todo Estado tiene necesariamente que tratar a los hombres li­ bres como engranajes mecánicos y como esto es algo que no debe hacer, el Estado debe desaparecer (Mat., 110). Como se puede ver, aquí se anticipan con evidente radicalidad las ideas marxistas de la muerte del Estado. Sería más correcto decir (cosa que ya ha ocurrido en ocasiones) que en esta cita se encierran las bases de un concepto anarquista de la sociedad, entendiendo «an-arquismo» en el sentido literal de rechazo del dominio (institucio­ nal) del hombre sobre el hombre. La argumentación es muy vehemente y algo precipitada: los Es­ tados son, por principio e inevitablemente, máquinas. La libertad hu­ mana es una idea de la razón. Las ideas no pueden presentarse en las máquinas. En consecuencia, el Estado no es una forma legítima de organización de la convivencia humana. Kant no llegó tan lejos. Distinguía —en la estela de una tradi­ ción que hunde sus raíces en los albores del siglo XVíU— entre el Estado que gobierna «según leyes internas del pueblo» y el Estado que sólo «ejerce su poder siguiendo el dictamen de una voluntad sin­ gular y absoluta» (KdU, 256) y denomina a éste ultimo «una mera máquina (como, por ejemplo, un molinillo)».8 Para que no subsista 8. Compárese con la concepción de un perfecto libro de leyes según Federi II de Prusia: «Habría que encontrar en él un plan que tuviera unidad y determinacio­ nes tan exactas y adecuadas que un Estado que se rigiera por ellas se asemejara a

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ninguna duda de que con la primera comparación —el Estado sim­ bolizado mediante el organismo— se refiere al Estado democrático basado en la declaración de los derechos humanos y con la segunda —el Estado simbolizado mediante la máquina— se refiere al Estado absolutista9, les ofreceré a continuación otra cita: «Y así», dice Kant en una nota al parágrafo 65 de la Crítica del Juicio, «con ocasión de la transformación total, recientemente acaecida, de un gran pue­ blo en un Estado [naturalmente se refiere a la Revolución Francesa: reparen Uds. en la seguridad con que Kant, a diferencia de Herder, distingue entre pueblo y Estado/nación: un Estado es el pueblo dota­ do de constitución], se ha utilizado muy adecuadamente el término organización para la creación de las magistraturas, etc., y hasta del conjunto del cuerpo del Estado. Pues, en efecto, dentro de un todo semejante cada miembro no sólo debe ser un medio, sino al mismo tiempo un fin, y ya que contribuye a la posibilidad del todo, debe estar, una vez más, determinado por la idea del todo en lo tocante a su lugar y función» (KdU, 294, nota). Como podemos ver, aquí nos encontramos ante una clara distin­ ción entre un Estado democrático-orgánico erigido según leyes inter­ nas del pueblo y un Estado-máquina de tipo feudal-absolutista, dis­ tinción que vuelve a encontrarse en Fichte y que también allí, como ya en Rousseau, dirige sus flechas contra el Estado feudal y no, por ejemplo, contra el Estado burgués (en sentido moderno).

un reloj en el que cada uno de los resortes tiene un Cínico fin... Entonces todo estaría previsto, todo sería armónico» (cit.: Karl-Heirtz Ladeur, Vom Geselzesvollzug zur strategischen Rechisfortbildung. Zur Genealogía des Venvaltungsrechts, en: Leviathan 3/79, 352, nota 1). Además, véase ei conocido fragmento de Novalis extraído de Glaubcn und Liebe {=N S II, 49 4, n° 36): «No hay Estado cuya administración se asemeje más a la de una fábrica que Prusia, desde la muerte de Federico Guillermo I. Por muy necesaria que pueda ser una administración maquinista de este tipo para la salud física, el fortalecimiento y la diplomacia de un Estado, con todo, el Estado que sólo reciba este trato fracasará estrepitosamente» etc. {ibid, 1. c., 468, n° 122). La diferencia esencial entre el Estado-máquina y el Estado-organismo no es por tanto la ausencia de fines, sino la ausencia de fines planteados de manera auíónoma, es decir, la ausencia de procesos de autorregulación cuyo autor sería la soberanía del puebio. 9. Estos signos vuelven a cambiar en los textos tardíos del denominado Roman­ ticismo conservador o político, en el que se entiende por Estado-organismo una instan­ cia de tipo feudal y estamental, a diferencia del ‘ Estado-máquina’ democrático-liberal. Lx>s testimonios más importantes de este cambio de signo se encuentran en el índice analítico («Estado», «Organismo») de la obra de Franz v. Baader Schrífien zur Gesellschaftsphilosophie, ed. por Job. Sauter, jena 1925 (sobre todo, 417, 756 ss., 872 s.) y en la de Adam H. Miiller, Die Elemente der Staatskunst, ed. por Jakob Baxa, 2 vois., Jena 1922, así como del mismo, Ausgewáhlte Abhandlungen, ed. por Jacob Baxa, Jena 1921. Vid. además Jacob Baxa (editor), Geselhchaft und Saat im Spiegel deutscher Romantik, Jena 1924; del misino, Einfühning in die romantische Staatswissenschaft, Jena 1923.

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Ante el peligro de que no les haya quedado claro de inmediato qué tiene que ver esa oposición mecanismo-organismo, trasladada de la teoría de la naturaleza a la ciencia de la sociedad, con la aparición de la exigencia de una Nueva Mitología, emprenderé de nuevo un excurso. Con él, y mediante un recorrido por la historia previa de la carga teórico-social de esta pareja de conceptos, podrán ser Uds. conscientes de algunos de los presupuestos implicados dentro de la semántica del Systemprogramm y que fácilmente podrían pasarles des­ apercibidos a los lectores actuales. Pues bien, decía hace un momento que la crítica al Estadomáquina tiene una larga tradición dentro del siglo XVIII, y sólo les cité los nombres de Rousseau y de Fichte. Hay que comprender a ambos como tácitos interlocutores del Systemprogramm, En el nom­ bre de la naturaleza —y el organismo no es más que una categoría de la teoría de la naturaleza— Rousseau combate la reducción del Estado a una instancia técnica análoga a la máquina, tal y como pue­ de encontrarse detalladamente descrita en el Leviathan de Hobbes (vid. Introducción, The English Works, ed. por W. Molesworth, Aalen 1962). En efecto, Hobbes distinguió un estado natural caótico, en el que el hombre es un lobo para el hombre, de un estado artificial —él lo llama «técnico»— en el que los miembros de una sociedad deponen su poder individual en manos del soberano, es decir, en manos de un «corps machine» que introduce un orden legal en el lugar de la anarquía natural. «Por medio del arte», dice Hobbes, «se crea ese gran Leviathan bautizado comunidad o Estado, en latín civitas, y que no es más que un hombre artificial [esto es, un «autómata (una máquina que se mueve a sí misma con ayuda de muelles y rue­ das, como un reloj)»], aunque con mayor estatura y fuerza que el hombre natural, para cuya protección y defensa fue imaginado (an artificial man, of greater stature and strength than the natural, for whose protection and defence it was intended). La soberanía está re­ presentada por un alma artificial que le presta al conjunto del cuerpo vida y movimiento; los funcionarios y otros encargados de la jurisdic­ ción y el poder ejecutivo están representados por las articulaciones artificiales del autómata; la recompensa y el castigo, vinculados a la sede de la soberanía y que empujan a cada articulación y miembro a cumplir con su obligación, son aquí los nervios, que satisfacen esa misma función en el cuerpo natural», etc. Ya ven que en esta concepción la reconciliación de la sociedad antagónica con el Estado sólo puede llevarse a cabo en contra de las voluntades singulares; en el Leviathan (ese monstruo antediluvia­ no que ya se describía en el Antiguo Testamento como un ser con corazón de bronce y semejante a una máquina (Job 40, 10 ss., esp. 41, 15), la voluntad del Estado no se refleja en la voluntad de los 174

individuos, sino que se impone violentamente sobre ella: ésta es exac­ tamente la ideología del Estado absoluto. Si en el Contrato Social de Rousseau se invierten estos factores y se afirma que los hombres están míticamente unidos por naturaleza y que es el Estado-máquina el que viene a alejar a los individuos de esa voluntad común a todos, es porque ya nos encontramos en las antípodas de la idelogía estatal de tipo absolutista de la temprana Ilustración y por lo tanto en los umbrales del Romanticismo. Para Rousseau, el individuo no se subordina al soberano por una necesidad de protección, dispuesto a perder su libertad a cam­ bio de su seguridad, sino que lo hace porque la libertad singular sólo se puede garantizar cuando se asegura la libertad de todos. Este es un primer destello de la fórmula kantiana del Estado organizado según leyes internas del pueblo y en el que la voluntad del soberano no sería más que la voluntad universalizable, esto es, la voluntad ge­ neral que reñeja la racionalidad de todas las voluntades singulares, que ahora ya no se impone sobre los miembros singulares desde fue­ ra y contra su voluntad, como en la finalidad de la máquina. Para organizar un pueblo hay que «transformar también la naturaleza hu­ mana, convertir a cada individuo, que es por sí mismo un todo com­ pleto y que existe autónomamente, en una paite de un todo más gránde que, hasta cierto punto, es el que proporciona a este individuo vida y ser» (Contrat social, II, 7). Un ser consumado en sí mismo, pero que recibe su vida a tra­ vés de su participación en un todo funcional, sería exactamente lo que Kant denomina un organismo y, de hecho, la «metáfora de la volonté genérale es... orgánica»10 (Ahlrich Meyer, Mechanische and organische Metaphorik politischer Philosophie, en: Archiv fiir Bcgriffsgeschichte 1969, 13, 128-199, 142): Cada uno de nosotros somete en común su persona y toda su fuerza bajo la dirección suprema de la voluntad general y reci­ be cada miembro como una parte inseparable del todo (et nous recevorts encore choque membre commepartie indivisible du tout). (...) desde el momento en que la multitud (multitude) se agrupa de esta manera en un cuerpo, no se puede herir a ninguno de sus miembros sin atacar al cuerpo y aún menos herir al cuerpo sin que sufran los miembros (Contrat social, I, 6 y 7).

10. Tal y como demuestra Ahlrich Meyer, Rousseau compara expresamente el «cuerpo político» con «un cuerpo organizado que vive y es similar al ser humano» (Meyer, 1. c., 145).

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En esta cita pueden observar Uds. dos cosas: por una parte, la oposición contra la concepción analítica del Estado, que se vincula con el feudalismo, y el compromiso con la primacía de la idea de comunidad por encima del egoísmo de la voluntad singular y, por otra, la apelación al modelo orgánico de la naturaleza, que se con­ vierte en una fuente de inspiración utópica frente a la alienada reali­ dad social. El espíritu analítico de la Ilustración, con sus efectos anti­ solidarios (que separan al hombre del hombre), aparece ahora como un extrañamiento del hombre respecto de la naturaleza. Volvemos a toparnos con ambos puntos de vista, más radicaliza­ dos, en los escritos políticos y sobre el Estado de Fichte, fuentes de inspiración para el Systemprogramm más directas que las kantianas. Para Fichte, como para Rousseau, que es su modelo, está muy claro que el estado natural del hombre —al que no se debe confundir con lo que la Ilustración denominó derecho natural— es un estado social cuyo carácter vinculante intersubjetivo se basa en una concilia­ ción sintética de la voluntad privada y la voluntad colectiva. (Meyer, 1. c., 147-8) El estado social basa su derecho y su autoridad, es decir, su carácter vinculante, en el acuerdo de cada voluntad singular con la racionalidad práctica. Pero, para un lector de Kant, de aquí se sigue que un contrato del Estado basado en ia libertad de los indi­ viduos singulares no puede estar concebido según el modelo de una máquina que sólo funciona a costa de las partes singulares, y cuando el Estado —en tanto que mecanismo de contratos y leyes— no está subordinado al fin supremo de la libertad, se expone a la crítica. Fichte recurre ya para ilustrar esta idea a la formulación que conoce­ mos a través del Systemprogramm. Dice así: el Estado «se encamina hacia su propia detracción; la meta de todos los gobiernos es lograr que el gobierno se haga superfluo».11 Así pues, en Fichte ya se en­ cuentra una contradicción inmanente entre la legalidad y la libertad. El carácter de contrato implica un sistema mecánico de sanciones o gratificaciones (el «Estado tiene que poder contar con el éxito de cada acto que ordena, con la misma seguridad con la que esperamos de una máquina bien construida que un engranaje gire dentro de otro»: 1. c.); pero precisamente es esta estructuración mecánica la que contradice la idea de una moralidad basada en la libertad {vid. Grund-

11. Hacia el fina! del primer capitulo de Beitrags zur Beriehligung der Urteil des Publikurns iiber die franzosische Revolution, se dice así: «Si alguna vez se pudiera alcanzar el fin último ya no sería necesaria ninguna constitución estatal; la máquina se quedaría quieta La ley universal de la razón conciliaria a todos en la suprema armonía de opiniones y ninguna otra ley tendría que velar sobre sus actos.» Vid. también Novalis (NS III, 284, n° 250): «Con una cultura verdadera, por lo general, disminuye el número de leyes. Las leyes son el complemento de las naturalezas deficientes», etc.

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lage des Naturrechts, tercer fragmento, segundo capítulo, parágrafos 14-15). No vamos a detenernos a analizar en detalle la crítica de Fichte al Estado. Lo único importante para nosotros es el material con que Fichte ejemplifica el Estado-máquina, y ahí es donde se demuestra que está pensando en un tipo de Estado monárquico o absolutista. Les daré un ejemplo que vale por muchos: El movimiento del múltiple engranaje de esta máquina política artificial que es Europa nunca dio tregua a la actividad del gé­ nero humano. Era una lucha eterna entre las fuerzas enfrenta­ das en el exterior y el interior. En el interior, gracias al maravi­ lloso artificio de la subordinación de los estamentos, el soberano oprimía al que tenía más próximo; éste, a su vez, oprimía al que estaba más próximo por debajo de él y así hasta llegar a los siervos, que trabajaban los campos. Cada una de estas fuer­ zas ejercía una resistencia contra esa presión y empujaba a su vez hacia arriba y de esta manera, gracias al variado juego de la máquina y a la elasticidad del espíritu humano que la anima­ ba, se mantenía este extraño artificio, cuya composición pecaba contra la naturaleza y generaba los productos más variados, in­ cluso allí donde irradiaba de un punto: en Alemania, una repú­ blica federativa, en Francia, una monarquía sin restricción algu­ na (Werke, Obras completas de la Academia Bávara de las Ciencias, ed. por R. Lauth/H. Jacob, vol. I, Stuttgart-Bad Cannstatt, 249 [— II. cap. del Beitrag (...)]). Los Discursos a la Nación alemana de Fichte muestran muy bien que esta critica al Etat-machine estaba dirigida contra el Estado absolutista del siglo XVIII (y no, por caso, contra el Estado burgués, fundado sobre los principios de la declaración de derechos del hom­ bre). Claro está que también va dirigida contra el «absolutismo ilus­ trado», cuya pasión por el cálculo y por una «férrea consecución» de las leyes es desenmascarada como obsesión típicamente raciona­ lista.12. Precisamente la artificialidad y el «orden fijo y muerto» del Estado provocan el rechazo de Fichte, que se opone a esa regla de creación y gobierno de los Estados, consistente en «hacer de toda vida social un enorme engranaje artificial en el que cada miembro

12. Vid. también Scheiling {SW 1/8, 12): «En un Estado semejante, las cosas sólo tendrán valor en la medida en que puedan ser previstas con certeza.» Vid. el propio Fichte: Grundlage des Naturrechts„ en: Sámtliche Werke, ed. por I. II. Fichte, Berlín 1845-46, vol. III, 137-149 («Über das Zwangsrecht»).

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singular siempre se ve obligado por los demás a seguir sirviendo al conjunto». «Cuando la máquina social se detiene, esto se explica diciendo simplemente (...) que una de sus ruedecillas se ha desgastado y el único remedio que se conoce para repararla es quitar los engranajes averiados y sustitiárlos por otros nuevos.» «Cuanto más se aferre al­ guien a esta visión mecánica de la sociedad, cuanto mejor compren­ da cómo se puede simplificar este mecanismo, y cuanto más homogé­ neas vuelva a todas las piezas de la máquina y las trate como si fueran una misma materia, tanto mayor será su fama como estadista.» Fichte pone en relación esta evolución con la «constitución monárquica, que tiende a volverse cada vez más pura», motivo por el que la idea de igualdad, aquí rechazada por él, es completamente diferente a la suya propia {vid. Meyer, 1. c., 149-50). Fichte desvela la dificultad que plantea el problema de ese «fé­ rreo carácter consecutivo» de la máquina del Estado mediante la pre­ gunta de quién es entonces el primero que impone la coerción mecá­ nica; la máquina misma no puede ser, porque no existe una máquina que se accione a sí misma; pero si se tratara de una voluntad externa a la máquina que le sirviera como último resorte y la utilizara como un instrumento, entonces nos encontraríamos precisamente ante el soberano absoluto, que se encuentra por encima y más allá de la ley. En todo caso, Fichte considera la situación contractual como algo meramente temporal y piensa que ella tiene que desaparecer, junto con el Estado, en el seno de un organismo de interacción social en el que cada parte dependa del todo por mor de su propia autoconservación y el todo dependa de la conservación de sus partes, cosa que Fichte ilustra con el ejemplo de un organismo de la naturaleza (un árbol, como en Kant) (1, c., 151).13 Si he dado este rodeo suplementario describiendo las teorías del Estado de Rousseau y de Fichte es para mostrar, con ayuda de un contraste, que cuando en el Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán se ataca a la máquina del Estado casi con idénticas palabras, la crítica ya no va dirigida contra el Estado absolutista-feudal, sino contra el Estado burgués (en el sentido moderno de la palabra). Ya no se trata de un sentimiento de solidaridad con el Estado revolu­ cionario, que se había puesto bastante en entredicho ante el surgi­ miento del Terror, sino de un compromiso revolucionario en el cual es la propia sociedad burguesa la que viene identificada con el Esta­ do. Es por eso por lo que el lema «Por lo tanto tenemos que ir más allá del Estado» adquiere un matiz significativo completamente nuevo 13. Vid., de Fichte» Sámtliche Werke, voL 111, 203 y 208 s. ( = la parte G ge des Natunechts, parágrafo 17).

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y verdaderamente inaudito, y que, desde luego, no existía en absoluto en Kant o Fichte. Esta es una consecuencia bastante radical y que por eso mismo con­ viene meditar a fondo. Quiero detenerme sobre dos textos paralelos que también muestran que los románticos entienden que el propio Estado burgués tiene carácter de máquina. No se pone en duda su legalidad, sino que se afirma que un Estado completamente basado sobre la ley se asemeja precisamente a una máquina por el hecho de que ya no puede legitimar su legalidad totalitaria. (Esta es una distinción que ya conocen Uds. a través de las revueltas estudiantiles: legalidad no equivale a legitimidad.) El primer pasaje que les quiero citar procede del Gato con bo­ tas (1797) de Tieck, una pieza en la que se le toma el pelo a un monarca abiertamente absolutista, en cuyo comportamiento se han querido reconocer rasgos de Federico Guillermo II. Como la pieza —dado que hace participar al público, al que incluso se hace subir al escenario— se va reflejando y comentando permanentemente a sí misma, y por cierto, de manera contradictoria, entendemos que algu­ nos la consideraran una obra revolucionaria. Ya conocen el cuento del pobre hijo del molinero que se convierte en rey con ayuda de un gato que no sólo habla, sino que además es extremadamente inge­ nioso, Algunos espectadores piensan que el hijo del molinero, Gottlieb —representante del Tiers état— al final «llegará al poder» (Schtiften de L. Tieck, Berlín 1828 ss. [cit.: Schriften 7], 5, 268). Previamente, el gato tiene que conseguirle al nuevo monarca Gottlieb un «bello palacio» (274), y lo hace convenciendo a un temible brujo para que se convierta en ratón y comiéndoselo acto seguido. Lo cierto es que, una vez que el gato Hinze ha llevado a cabo esta proeza, exclama con regocijo: «¡Libertad e igualdad! ¡Me he comido a la ley! Ahora podrá gobernar el Tiers état Gottlieb» (268). Todo esto parece muy evidente. El brujo se llama Popanz*, y lo más normal es imaginárselo en calidad de señor absoluto, cuya eliminación por parte de la burguesía (Gottlieb es artesano) deja lu­ gar a una monarquía organizada democráticamente o al menos cons­ titucional (habla en favor de la última posibilidad el hecho de que el propio Gottlieb sea proclamado rey). Pero también habla en contra de esta versión el hecho de que el susodicho Popanz aparezca como representante de «la ley», mientras que un monarca absoluto se en­ cuentra más bien por encima de la ley. Esto dificulta la interpretación * N. de los T.\ «Popanz» viene a ser en castellano algo así como el «coco», el ogro del conocido cuento de PerrauU, o también más exactamente un «espantapája­ ros», en definitiva, algo absurdo y que provoca temor.

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de la figura de Popanz como alegoría del absolutismo. Como no quie­ ro que me sigan Uds. a ciegas, les ofreceré de inmediato mi interpre­ tación del texto: para mí, Popanz es el Estado-máquina bajo la forma del Terror desatado. Y el Terror revolucionario no era entendido por los románticos como una perversión, sino más bien como consecuen­ cia del Estado burgués constituido, l^a ley, ante la cual todos los hom­ bres son iguales, revela ser un monstruo devorador de hombres. Fí­ jense ahora en un diálogo de la obra de Tieck entre un posadero, súbdito de la ley, y uno de sus huéspedes extranjeros, que está al servicio de la monarquía de un país vecino (Francia, el imperio alemán): POSADERO. ¿Sois un súbdito del rey?

En efecto. ¿Qué nombre le dais a vuestro soberano? Sólo lo llamamos Ogro [Popanz].14 LORENZ. ¡Qué título tan absurdo! ¿No tiene otro nombre? POSADERO. Cuando proclama los edictos siempre añade: lo exi­ ge La Ley por el bien del público. Por eso me figuro que ése es su verdadero nombre: también tenemos que dirigir todas nues­ tras requisitorias a esa misma ley. Es un hombre temible. LORENZ. Pues entonces prefiero servir a un rey, por lo menos un rey tiene más distinción. Además, dicen que Popanz es un señor muy poco clemente. LORENZ.

POSADERO.

POSADERO. Muy clemente no es, ésa es la verdad, pero es la justicia en persona; hasta le mandan muchos procesos de fuera para que él dicte sentencia.

LORENZ. Se cuentan de él cosas extraordinarias, como que puede metamorfosearse en cualquier animal. POSADERO. Es verdad y de esa manera sale muchas veces de incógnito y se entera de cuáles son las opiniones de sus súbdi­ tos; por eso no nos fiamos de gatos desconocidos, ni de perros sin dueño, porque siempre nos imaginamos que puede tratarse de nuestro señor. LORENZ. Entonces nosotros tenemos más suerte; nuestro rey nun­ ca sale de palacio sin su corona, su manto y su cetro, de mane­ ra que se le reconoce a cien leguas. Y ahora, adiós.

Sale de

escena. {Schriften T 5, 196-7). El contexto de este diálogo deja claro que Popanz no es ningún monarca, puesto que ni siquiera se le puede llamar por un nombre,

14. Vid. las palabras de Schelling según las cuales toda «autoridad para pueblo» es un «Popar.», un «espantapájaros» (SW 1/1, 479).

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como a un hombre honrado. Con sus salidas de incógnito, más bien se asemeja a un régimen anónimo cuya omnipresencia causa terror. «Sus súbditos son muy desgraciados; sus pensamientos también son esclavos y no gozan ni siquiera de las libertades elementales: su per­ sona y el fruto de su trabajo pertenecen a Popanz, que apenas si les deja lo suficiente para llevar una vida miserable y a veces hasta los devora; ‘Kunz (que siega trigo): ¡Maldito trabajo! ¡Y si por lo me­ nos trabajara para mí, pero ni eso! ¡Tenemos que estar aquí sudando para Popanz y él ni siquiera lo agradece!. Parece que se dice en el mundo entero que las leyes son necesarias para mantener el or­ den, pero que sea necesaria nuestra ley, que no hace más que devo­ rarnos a todos, es algo que no puedo comprender7 (5, 260). Es el reino de la arbitrariedad. Su administración es penosa: los edictos que emite en nombre de la ley’ son sólo la expresión de su voluntad personal o incluso de sus caprichos, humores pasajeros o arrebatos de cólera. Su justicia es parecida. Cierto que la gran consideración de que goza el tirano, y que se debe a la fe en su antigua justicia, vale más que él: su fama ha llegado a países lejanos desde donde le mandan procesos para que sea él quien los zanje. Y él los zanja. Pero sus dictámenes son favores que se hace a sí mismo, no decisio­ nes tomadas en favor de otros. Por eso, le importan bien poco las decisiones que ha tomado con anterioridad. Sólo hace caso de la ins­ piración interesada del momento presente. Es una justicia basada en el soborno y la mentira: hay que llevar el bolsillo bien nutrido para poder salir del tribunal con la cabeza encima de los hombros. Se apabulla a los pobres campesinos, que no pueden pagar, con hipócri­ tas frases sobre los inescrutables designios de la justicia. Por el con­ trario, el poderoso hombre de negocios paga y gana su proceso (5, 265-7)» (Jacques Wolf, Les allusíons politiqu.es dans le «Chat botté» de Ludwig Tieck, en: Revue gerrnanique V ([1909], 158-201, 168/9). «¿Qué es entonces Popanz!» Jacques Wolf opina que esta paro­ dia de la justicia recuerda el espíritu de las Memorias de Beaumarchais y «evoca bastante bien las costumbres que regían en la admi­ nistración en vísperas de la revolución» (1. c.). Pero es una trampa: en 1797, y con una pieza que distingue de modo tan refinado al rey frente a la ley, seguramente Tieck no pretendía atacar al absolutismo, sino al anonimato y la imprevisible crueldad del régimen de la Con­ vención. Al igual que éste, Popanz es un espectro del terror o más exactamente, el Terror y la aplicación rigurosa de la ley en una sola cosa: una dolorosa experiencia que sirvió para enfriar bastante el ini­ cial entusiasmo de Tieck por la Revolución. Los paralelismos llegan más lejos: el poder que ejerce la ley por medio del terror equivale a un Proteo capaz de transformarse en cualquier cosa, es decir, ya no equivale a un soberano absoluto, sino a una colectividad, o lo 181

que es lo mismo, a una burocracia anónima. «¿Y qué puede simboli­ zar esa antigua fama de redentor del mundo y juez equitativo, que ahora se ha convertido en una mentira, fuera de la gloria inicial de la iConstituanté y la ‘Législativé que aún presta sus destellos a su indigno sucesor? El campesino trabaja y se desloma, pero en vano: el Estado jacobino, ese gobierno intocable, ese algo misterioso, le quita hasta el producto de su trabajo. El que aquí se le pinta con colores tan negros al extranjero [como sabemos, Lorenz es extranjero y vive en un régimen monárquico) es el régimen de 1793, es el omnipre­ sente terror que espía a sus ciudadanos y asesina a todos los sospe­ chosos» (1. c., 169-70). Si la suposición de Wolf fuera cierta -—y hay muchos datos que hablan en favor suyo si se amplía un poco su base textual— habría­ mos dado con un testimonio de gran importancia. No sería la monar­ quía, sino el Estado jacobino el que recibe aquí un estigma de fuego por su falta de ideas y su carácter de máquina, y el Pathos revolucio­ nario del Systempmgramm («¡Así pues, también tenemos que ir más allá del Estado!»: fíjense en el «también»)15 se dirigiría entonces con­ tra el Estado burgués apenas incipiente. En Tieck la crítica se pre­ senta de modo irónico, puesto que todavía está apegado a la fórmula «Libertad e igualdad» e incluso sigue denotando simpatía por el Ter­ cer Estado. Wolf extrae la siguiente conclusión: «Tieck no forma ex­ pediente a todas y cada una de las organizaciones republicanas, sino todo lo contrario. No cree que sea la monarquía la única capaz de volver a restablecer el orden y la paz de los espíritus. Lo único malo es la forma actual de democracia, la demagogia entendida por él como un estado provisional: oprime al pueblo e impone como poderes má­ ximos en nombre de la ley la arbitrariedad y la violencia. Pero no es necesario entrar en el reino de los cuentos para desear la venida de un estado republicano [como hace HinzeJ, en el que libertad e igualdad se conviertan por fin en realidad. Precisamente por ello sur­ ge el gato con botas como solución final del nudo gordiano, como Deus ex machina de esta fantasmagoría política. El devora al OgroLey, al causante de todas las injusticias. Proclama la libertad y la igualdad. Gottlieb, en tanto que Tiers état, bondadoso en el fondo, pero de voluntad débil y poco entendimiento, había abandonado su poder soberano en manos de Popanz. Pero no es del todo incapaz de autogobernarse independientemente. Volverá a reconquistar el po­ der que le ha sido robado y, apoyado y empujado en caso necesario por hombres más cualificados que son la voz de su conciencia, y

15. Yo lo interpreto así: No sólo tenemos que ir más allá del estado noconstitucional del Absolutismo, sino también más allá del Estado (constituido).

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con la ayuda del gato con botas, Hinze, inaugura una vida libre y regia: bien está lo que bien acaba» (1. c., 170). Éste era uno de los testimonios literarios con el que quería res­ paldar mi tesis de que con el Estado-máquina —la «ley» totalitaria— ya no se estaba señalando al Estado absolutista, sino al Estado bur­ gués basado en la declaración de los derechos del hombre. Pero ustedes me replicarán que no se trata de un testimonio muy convincente; en primer lugar, porque la metáfora de la máquina sólo aparece de modo muy indirecto; en segundo lugar, porque no es del mismo autor que el Systemprogramm y, en tercer lugar, porque aparece en el contexto de un tipo de expresión jocosa de tipo irónico, cuya polivalencia no es aquí harto menguada. Ahora bien, el propio Schelling manifestó expresamente, ape­ nas cuatro años más tarde, que la crítica a la ideología estatal mecanicista iba dirigida contra el mecanismo de la «ordenación jurídica burguesa». En 1800, y en el Sistema del Idealismo trascendental, re­ procha al riguroso criticismo de esa ordenación el que la idea -~la esfera de la interaccción social— quede excluida fuera del conjunto funcional del contrato social. Novalis ya comparó en su discurso Europa (de 1799) la dialécti­ ca destructiva de una Ilustración, que se había tornado autónoma y alejada de los mitos, con un «molino gigante» de uniforme tableteo que «es un molino en sí, sin constructor ni molinero, y en realidad un auténtico perpetuum mobile, un molino que se muele a sí mismo» (NS III, 515). Y Schelling llama a la sociedad (obsérvese bien, a la sociedad basada en la declaración de los derechos del hombre) «una máquina que en ciertos casos está ya regulada previamente y actúa por sí misma, esto es, ciegamente, sólo con que se den esos casos; y aunque dicha máquina está construida por mano del hom­ bre y regulada por él, en cuanto el artesano levanta sus manos de ella se ve obligada a seguir funcionando como si se tratara de la natu­ raleza visible, siguiendo sus propias leyes y de modo independiente, como si existiera por sí misma» (SW 1/3, 584). El riesgo estriba en que, desde el mismo instante en que ella queda acabada, ya no depende de nada ni tiene necesidad de subor­ dinar su automatismo al gobierno de una idea. (Este es un tema que llena muchas páginas de la literatura romántica, especialmente de la obra de E. T. A. Hoffmann, hasta el punto de que casi se podría intentar leer todo el Romanticismo desde esta perspectiva.)16 Porque,

16. Mi ensayo Steinherz und Geldseele, en: Dos Kalte Herz. Texle der Romantik, ausgewahlt und interpretiert vori Manfred Frank, Ffm.2 1981, 253 ss., esp. 359 ss., pretende ser un paso en este sentido.

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en efecto, como ya determinamos, esto es lo que diferencia a los me­ canismos de las estructuras orgánicas: que el plan de conjunto, para el que trabajan y se subordinan las partes, no se encuentra inscrito de entrada en el interior de sus células. El todo se comunica externa­ mente a las partes —como en un «engranaje»—- pero no se refleja en ellas. Por eso, el Estado-máquina es para los románticos justamente lo contrario de una sociedad en la que, como dice Scheiling, «la vida privada» y «la vida pública» se penetran mutuamente de modo orgá­ nico. La «total retirada del espíritu universal y público de la vida indi­ vidual» tiene necesariamente que provocar «la muerte [de esta últi­ ma] en tanto que aspecto puramente finito del Estado», tal y como enseñaba Scheiling en sus clases de Jena en 1803. La consecuencia es que «la legalidad que en él reina [en el Estado escindido de la sociedad] imposibilita el uso de las ideas y sólo permite, en el mejor de los casos, una sagacidad puramente mecánica» (SW 1/5, 313). En el automatismo irreflexivo de semejante funcionamiento se anuncia lo que Max Weber llamaría más de cien años más tarde «ra­ cionalidad», para «definir la forma de la actividad económica de ápo capitalista, el derecho privado y el poder de la burocracia» (j. Habermas, Technik und Wissenschaft ah ‘Ideologie\ Ffm.2 1969, 48). La extensión del control racional y de la acción instrumental —las adqui­ siciones más importantes del «contrato social» burgués— a todos los ámbitos de la sociedad conduce inevitablemente a una secularización y desmitificación (Weber dice a un «desencantamiento») de las con­ cepciones del mundo y de las tradiciones culturales que se orienta­ ban según la acción. El control que se ejercía institucionalmente so­ bre ei complejo funcional racional acaba cayendo en un auto-control funcional interno, esto es, se convierte en una cuestión de acertada o desacertada «programación» de la máquina de la sociedad. El efec­ to es, como ya hemos anunciado, una pérdida de legitimación de la colectividad, desde el momento en que, como dice Habermas, el sis­ tema subordinado de la acción racional orientada a fines (el «traba­ jo») ya no se cree necesariamente al servicio de esos discursos, por medio de los cuales los individuos socializados se llegan a compren­ der mutuamente y establecen un acuerdo, en principio no limitado, acerca de los valores y las metas de su acción, así como sobre la organización de su vida en común («interacción»). ¿Acaso esta esfera de acuerdo no violento no viene a ser, dentro del contexto modificado de la actual teoría social, un concepto que sustituye a aquello que en el Systemprogramm se denominaba «idea»? ¿Y acaso en ambas posturas no se están temadzando determinadas manifestaciones secundarias, no deseadas, de la racionalización y la desmitificación? Novalis ya anunció con toda la razón que la muerte 184

de los antiguos «dioses», de aquellos en los que el feudalismo busca­ ba su legitimación, no ha bastado para desterrar a los «espectros» que siguen perturbando la paz de sus tumbas en la época burguesa (NS III, 520); y Lévi-Strauss, que está bien informado sobre estos asuntos, designa la ideología política de nuestros días como mitos de sustitución (Stnikturale Anthropologie, Ffm. 1969, 230), que ac­ túan de modo tanto más infalible cuanto más esforzadamente repri­ men la conciencia del proceso que les ha dado vida. De todas formas, si es posible calificar de mito a la ideología de la sociedad racionalizada, habrá que añadir entonces que se trata de un mito con efectos antisolidarios. Es precisamente con la inten­ ción de conjurar este efecto como el Más antiguo programa de siste­ ma del Idealismo alemán cae en una «idea», «que hasta donde yo sé nunca había surgido hasta ahora en cabeza humana: necesitamos una Nueva Mitología, pero dicha mitología tiene que estar al servicio de las ideas» (Afcí., 111-12). Ahora ya no parece muy difícil comprender esta idea, efectiva­ mente inaudita, como consecuencia de la crítica a la pérdida de legi­ timación del Estado-máquina; para terminar mi interpretación del Systemprogramm añadiré todavía un par de rápidas pinceladas al cuadro. Ya comprendemos por qué la máquina no puede ser entendida como símbolo de una idea de la razón. También parece fácil enten­ der por qué se compara al Estado con una máquina, cuando en el transcurso de un proceso de racionalización éste corta las raíces que lo fundamentaban desde la idea de la libertad. Porque desde este momento ya no es un medio para el fin que llevaba inscrito en su interior, sino que es su propio fin, es decir, pierde su finalidad. Hasta aquí todo está claro. Pero todavía sigue estando a oscuras la apasionada conclusión según la cual el autor del Systemprogramm presiente en la «idea de la belleza» la solución a todas las contradic­ ciones. La denomina la «idea que las concilla a todas» y explica esta fórmula añadiendo que «estoy convencido de que el supremo acto de la razón, desde el momento en que ésta abarca todas las ideas, es un acto estético, y de que la verdad y la bondad sólo se encuen­ tran hermanadas en la belleza» (Moí., 111). Todo depende de la acertada comprensión de este pasaje. Es el puente entre la dimensión socio-política y la dimensión poetológica de la «Nueva Mitología», es decir, se trata precisamente del pasaje en el que se inscribe en un contexto literario e histórico todo lo dicho hasta este momento. Pues bien, atacaré este punto sin más dilación. Si fuera cierto que el Systemprogramm es en realidad el programa de un sistema idealista, entonces no estaría de más aclarar los puntos oscuros de 185

este texto fragmentario a la luz del propio sistema en su forma ya concluida. Para Schelling y Hólderlin, «la filosofía del espíritu (...)» era verdaderamente «una filosofía estética», en el sentido de que el acto estético, tal y como ellos dicen, reúne verdad y bondad: la bon­ dad [el bien] es la propiedad de las acciones de la pura razón prácti­ ca; la verdad es una característica de los enunciados de la razón teó­ rica, sometidos al control de la experiencia. Para que la coincidencia dei conjunto del sistema de la filosofía teórica con la idea de la liber­ tad —esto es, la razón práctica— no se limitara a ser un mero postu­ lado, como ocurría en Kant y Fichte, hubo que encontrar un supremo acto de razón que desvelara la identidad de ambas, y éste es el acto en el que se manifiesta visiblemente la unión de la producción y la recepción estética. La obra de arte es una obra de la libertad: sólo las libertades pueden crear obras de arte; pero lo creado gracias a la libertad es una exposición inmediata de la idea de la autoactividad y, por lo tan­ to, de un fin de la razón. Desde esta perspectiva, el producto artístico es práctico. Pero también es teórico, puesto que permite la intuición de la idea de la bondad —de la absoluta libertad—, con lo cual la fija y torna visible, o lo que es lo mismo, la vuelve objeto de percep­ ción teórica. Pues bien, la intuición de la libertad es la verdad, por­ que es verdadero lo que es conforme a la idea en el ámbito de la naturaleza. Aunque yo no produzca nada estético sino que me limite a gozarlo, de todos modos estaré haciendo uso de mi libertad, porque no basta lo visible con los sentidos ni una construcción del pensa­ miento para imprimirle a un objeto de la naturaleza un carácter esté­ tico. Si quiero descubrir allí la libertad expuesta, tengo que hacer uso de mi propia libertad, tengo que volver a dar vida a la llamada sensible-teórica que quedó petrificada dentro del producto artístico, tengo que liberarla haciendo uso de mi propia libertad. En resumen: no todo lo visible es bello y lo que se considera bello viene intuido, justamente por ello, como símbolo de la idea de libertad. Es en este sentido en el que el arte (por ejemplo la poesía, el arte supremo) puede convertirse en el destello previo de una situa­ ción en la que la legalidad y la finalidad no sean instancias separa­ das, una situación en la que el objeto sensible, organizado según le­ yes, también sea contemplado al mismo tiempo como algo al servicio de la idea que lo organiza. Y es por eso por lo que la idea de la poesía puede convertirse en utopía social: ella anticipa simbólicamente lo que nos sigue que­ dando por hacer: ayudar a erigir una realidad en la que todos los mecanismos sirvan a un fin nacido de la idea de libertad y que, ade­ más, se encuentre inscrito en todas sus partes. Es en este sentido en el que, como dice el Systemprogramm, «al final» la poesía volverá 186

ser «lo que fue en el inicio: la maestra de la humanidad» (Mat., 111). Pues bien, tampoco debemos olvidar que la poesía comparte el desti­ no del espíritu analítico: una vez que se alejó del mito es algo que se produce y se consume en el ámbito privado. Por el contrario, una poesía que presentara de modo inmediato la idea de la síntesis social sería un mito: el único capaz de convertirse en maestro de la humani­ dad. Por eso, si se quiere reconciliar el acto estético con la desmem­ brada realidad social, se precisa una vez más una reflexión teórica sobre la sociedad que se preocupe, para empezar, de que la poesía vuelva a realizar la función sintética que realizaba «en el inicio». El inicio: eso quiere decir en el estado del mito, en la gran épica de la temprana época cultural de todos los pueblos con escritura, en la época en la que la poesía también era mito (y oficio divino) y el mito también era poesía17 y por lo tanto no era el producto de un individuo aislado ni le hablaba sólo a un individuo singular, sino que, en calidad de «religión sensible» le hablaba a «la multitud» (1. c.). En este término no se encierra ningún desprecio, sino que, por el contrario, también se censura al filósofo (el especialista de lo supra­ sensible): «No sólo la multitud precisa de ella, sino también el filóso­ fo, Monoteísmo de la razón y del corazón y politeísmo de la imagina­ ción y del arte: ¡eso es lo que necesitamos!» (1. c.) Y es precisamente a este pasaje al que sucede aquel que recla­ maba una Nueva Mitología. Se trata del sueño del restablecimiento sintético del mito —en el doble sentido de la palabra— en un mo­ mento en que las condiciones objetivas de su posibilidad como pro­ ducto histórico natural ya han muerto. Esta exigencia está al servicio de una superación de la crisis de legitimación de la razón analítica y de su autopresentación en la vida pública. Ahora bien, las crisis de legitimación del espíritu objetivo no pueden superarse con esfuer­ zos de tipo privado, incluidos los de los escritores que crean en solita­ rio. Para eso se precisaría más bien la existencia de una «totalidad ética, un pueblo que haya vuelto a reconstituirse a sí mismo como indivi­ duo», como dice Schelling (SW 1/6, 572). Si es cierto que el simbolis­ mo de la poesía puede salvar al Logos anaKtíco-mecánico en su esfuerzo por lograr una fundamentación, entonces es evidente que se precisa una poesía a través de la cual —como en el discurso mítico— toda la huma­ nidad pueda hablar con una sola voz (SW 1/3, 629). Una vez alcanzado ese ideal, la poesía recuperaría «mayor dignidad y al final volvería a ser lo que fue en el inicio: la maestra de la humanidad» (Mat., 111).

17. «En tiempos antiguos existía un único servicio divino y un único mito, había una sola Iglesia, un solo Estado y un solo lenguaje», dice jo s e f Corres en su Mythengeschichte der asiatischen Welt (de 1810), en: Gesammelte Schriften, ed. por Wilheltn Schellberg, vol. 3, Colonia 1935, 21.

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Séptima lección

La lección sobre el origen de ia idea de una Nueva Mitología, idea de la que nacerá el «dios venidero», discurrió en nuestras últimas sesiones por los siguientes cauces: pasamos de una definición del discurso mítico, en tanto que discurso de fundamentación o legitima­ ción, a la crítica ilustrada de los mitos, y vimos que el radicalismo de la razón analítica se dirigía por lo general contra las fundamentaciones trascendentes. Si a imitación de Herder, que fue el primero en ponderar una mitología que contempla los acontecimientos históri­ cos de la Modernidad, los románticos piden una Nueva Mitología, va a ser desde la base de una crítica a la concepción analítica de la razón. Le reprochan (y éste es el tema que quiero tratar ahora, antes de.meterme en el de Dioniso y Holderlin) que su lograda críti­ ca a los intentos de justificación ideológica del feudalismo impida al mismo tiempo la posibilidad de legitimar de algún modo la sociedad humana. Y esta mctacrítica a la crítica ilustrada ocurre en el marco de la metáfora del organismo. Los organismos son estructuras cuyas partes participan en el fin del todo, y participan de tal modo, que ese fin no es externo a ellos, sino que es el suyo propio. Rousseau, que vincula el Estado-organismo a la idea de la democracia directa, fue uno de los primeros en echar por tierra la identidad establecida por los ilustrados entre la naturaleza y la máquina y en declarar na­ tural una organización no-mecánica de la sociedad: Kant y los ro­ mánticos retomaron su idea. Pues bien, si despojamos de sus ropajes metafóricos al discurso sobre el Estado-organismo, nos quedará la exigencia de un Estado en el que la esfera de la acción técnica y la acción racional orientada a fines no estará escindida de la esfera de la comunicación entre los miembros de la sociedad acerca de los fines supremos de su convivencia. Si, además, contemplamos la defi­ nición de Richard Wagner según la cual «Dios» fue para los hombres de todas las épocas «aquello que reconocían comúnmente como lo supremo, el sentimiento común de mayor fuerza, la intuición común 189

más poderosa» (Carta a F. Heine del 4 de diciembre de 1849, en: Sámtl. Bñefe, ed. por Gertrud Strobel y Werner Wolf, vol. III, Leipzig 1975, 1 8 2 ) entonces podremos caracterizar la pérdida de legitima­ ción del Estado-máquina o Estado inorgánico como pérdida del mito; el mito es una forma de justificación de la máquina estatal a partir de fines, a partir de la idea de las ideas, a partir de la idea de liber­ tad. En este sentido, el Systemprogramm no exige algo parecido a la reintroducción de la superstición, sino una Nueva Mitología «al servi­ cio de las ideas» (Mat., 112). El «Programa» es incluso de una clari­ dad más que satisfactoria en lo tocante a este punto: confía a la «pro­ pia razón» la tarea de «acabar con toda superstición y perseguir a ese hipócrita clero que últimamente finge razón, por medio de la pro­ pia razón» {Mat., 111). La Nueva Mitología también es radicalmente innovadora en el sentido de que, lo único que quiere salvar del anti­ guo mito es su función de legitimación trascendente, pero en absolu­ to sus contenidos supersticiosos; todo habrá de justificarse a partir de la idea de libertad y, a pesar, o precisamente por causa de la crítica contra el Estado burgués postrevolucionario, la utopia de la Nueva Mitología no deja de ser una utopía de corte radical populardemócrata. Fíjense Uds. en el pasaje final, que sucede inmediata­ mente a la fórmula «mitología de la razón»: Mientras no hagamos estéticas a las ideas, es decir, mitológicas, no tendrán ningún interés para el pueblo, y viceversa, mientras la mitología no sea racional, el filósofo tendrá que avergonzarse de ella. Por eso, los ilustrados y los que no lo son deben por fin estrecharse las manos, la mitología tiene que tornarse filosó­ fica para hacer racional al pueblo y la filosofía tiene que tornar­ se mitológica a fin de que los filósofos se tornen sensibles. En­ tonces reinará una eterna unidad entre nosotros. Ya nunca más miradas despreciativas, ya nunca más ciego temor del pueblo ante sus sabios y sacerdotes. Sólo entonces nos espera un mis­ mo cultivo de todas nuestras fuerzas, tanto las del individuo sin­ gular como las de todos (...). Ya no se reprimirá ninguna fuerza, ¡reinará la libertad universal y la igualdad de los espíritus! Ten­ drá que venir un espíritu superior enviado del cielo para fundar esta nueva religión entre nosotros y ésta será la última y supre­ ma obra de la humanidad (Mat., 112).

L Vid. la obra de Hegel Grundkonzepl zum Geist. des Chiistentums: «no como individuos aislados (creían los judíos en el «reino de Dios»], pues Dios no está en lo aislado, sino en la comunidad viva, que, contemplada desde el individuo, es la fe en la humanidad, la fe en el reino de Dios» (ed. Hamacher, 394-5).

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Este pasaje final contiene una implícita alusión a Lessing que no quiero pasar por alto, puesto que también se encuentra en Novalis, Schlegel y Scheiling, y muestra hasta qué punto eran en realidad móviles las fronteras entre la Ilustración y el Romanticismo.2 Ixssing, quien a menudo puso su pluma al servicio de las exigencias de la crítica, hablaba de la necesidad de anunciar un «evangelio nue­ vo y eterno» («anunciar» en el sentido de la tradición medieval con la que conectarán todavía Fierre Leroux y otros tempranos socialistas franceses; vid. M a t 39). Esta promesa no quiere echar por tierra los logros del análisis, sino supeditarlos al control de una nueva totali­ dad, de cuya concepción es incapaz el análisis. Lessing subraya ex­ presamente que aunque esa tercera edad de la humanidad, que ya alborea, presupone la Ilustración, no por ello deja de precisar una «revelación» trascendente, esto es, un «impulso en una dirección a la que la propia razón humana nunca habría llegado» (parágrafo 87 y 77 de la obra Erziehung des Merischengeschlechts). Con estas palabras, Lessing está anunciando un problema al que Scheiling dedicará mucho tiempo: «La razón abandonada a sí mis­ ma», escribe Scheiling citando el parágrafo 6 de Lessing en su obra Filosofía de la Mitología, no sería capaz de llevar a cabo su propia «legitimación» «sin ese impulso conductor, ese numen»: en tanto que sistema de medios incapaz de justificar los fines últimos de su proce­ so de modo inmanente, no le quedaría más remedio que «abandonar­ se a sí misma» y «perderse en un total sinsentido» (SW II/l, 239; 56; 83-4; vid. SW II/2, 241 ss.; 187).3 Es precisamente desde esta perspectiva desde donde el Systeniprogramm pide un «espíritu enviado por el cielo», no para desbancar a la razón en favor de la teología, sino, al contrario, para fundamen­ tarla. Esta forma de fundamenlación es la que antes denominamos

2. Vid. a este propósito Klaus Petes; Stadien der Aufklarivig. Moral und Poliiik bei Lessing; Novalis und Fnednch Schlegel, Wiesbaden 1980. 3. Vid. j. von Eichendorff, Der Adel und die Revolution: «No podía ser de otro modo: el nuevo mundo se puso a caminar pasando por encima de sus atónitas cabezas ¡de la clase noble y supuestamente cultivada] sin preocuparse por ellos. A partir de este momento, se empezó a considerar a Cristo como a un hombre muy bueno, pero desgraciadamente un poco extravagante, y cualquier hombre de letras se creía como mínimo su igual. Fue una universal bendición de la humanidad, que emprendió su propia salvación recurriendo a sus propias fuerzas y riqueza de espíritu; en una pala­ bra: el racionalismo, que se había vuelto loco a fuerza de orgullo y proclamaba una religión del egoísmo en el terreno práctico. Si con esto se había dejado todo en manos del poder subjetivo de cada cua!, aún había que desarrollar ese poder hasta convertirlo verdaderamente en una fuerza universal, y consecuentemente de ahí surgió un decisivo impulso espontáneo de la nueva pedagogía contra la vieja» (Werke, ed. por WoSfdietrich Rasch, Munich 1959, 1507-8).

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mítica y a partú- de ahora siempre que usemos este término será en el sentido que hemos acordado aquí y ya fue descrito por los ro­ mánticos. También Novalis y Friedrich Schlegel se sumaron a la idea de Lessing {la cual, por su parte y como ya indicamos, se apoya en una tradición chiliástica* del siglo XIII sostenida por Amaury y otros4) lle­ nos de entusiasmo3, el primero en su discurso Europa (1799) y el segundo especialmente en el escrito Lessings Gedanken und Meinungen (1804). Otro rasgo característico de su argumentación poetológica es que reconocen que la razón tiene derecho a analizar o cuestio­ nar criticamente toda positividad, aunque desaprueban su afan antidialéctico de totalidad, que la convierte en una ideología burgue­ sa con idéntica aspiración a la positividad que la ideología que ella critica. «El auténtico protestante», dice Schlegel, «también debe pro­ testar contra el propio protestantismo, si sospecha que intenta conver­ tirse en un nuevo papado y un nuevo dogma» (KA III, 88) y prosi­ gue, refiriéndose tanto a Lessing como a la Revolución Francesa (les ofrezco la cita en una paráfrasis resumida): «Mientras que la religión

* N. de los T.: es decir, la tradición del Milenarismo, creencia según la cual Jeuscristo y sus santos debían instituir un reinado de mil años sobre la tierra. 4. Amaury enseñaba que «ia religión tiene tres lases, análogamente a las tres personas de Ja Trinidad. Mientras duró la ley mosaica, duró también la época del reino del Padre. La del Hijo, o mejor dicho, la de la religión cristiana, no pudo durar siempre; las ceremonias y sacramentos con los que se rodeaba esta religión no podían seguir existiendo eternamente. Tenía que llegar una época en la que cesaran estos misterios y comenzara por lo tanto la religión del Espíritu Santo, una época en la que los hombres ya no necesitarían de ningún sacramento y sólo le rendirían al Ser Supremo un culto puramente espiritual». Amaury basaba sus doctrinas en la religión del espíritu del Evangelio de San Juan. (Pserre Leroux, líber Schellings philosophische Vorlesung (...), en: Mat., 457-8. Leroux, por su parte, está citando a Pluquet, Dictionnaire des Hérésies\ vid. 1. c., 466). 5. Un documento básico es la correspondencia entre Fr. Schlegel y Novalis. Vid. sobre todo, la carta de Schlegel del 2 de diciembre de 1798 {NS IV, 506 ss.), en la que dice así: «Pienso fundar una nueva religión o, mejor dícbo, pienso contribuir a anunciarla, porque lo que es llegar y vencer, lo logrará también sin mí. (...) Si Les­ sing viviera todavía no tendría necesidad de comenzar esta obra. (...) Nadie presintió mejor que él esta nueva religión verdadera» (1. c., 507 y 508; vid. también KA II, 261, n° 52). Vid. además el fragmento n" 95 de las Ideas-, «El nuevo Evangelio eterno, anun­ ciado por Lessing, aparecerá bajo la forma de una Biblia, pero no como un libro singular (individual) en el sentido habitual» (con el comentario al respecto de Hardenberg en; NS III. 491). Naturalmente, véase también la famosa frase final del discurso Europa de Novalis: «¿Cuándo, pero cuándo llegará por fin? No hay que preguntar esto. Un poco de paciencia; tiene que llegar esa época sagrada de la paz eterna en la que la nueva Jerusalén será la nueva capital del mundo; y mientras llega ese mo­ mento estad alegres y animosos en medio de los peligros de la época ¡oh, vosotros, compañeros de fe! y anunciad con palabras y hechos el sagrado Evangelio y sedle fieles hasta la muerte a la auténtica Jé infinita» (NS II, 524).

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positiva ha tendido a petrificarse cada vez más, el espíritu crítico ha permanecido incambiado en su calidad de principio mismo del cam­ bio; por un lado, se ha vuelto inmediatamente político y ha intentado una revolución del mundo civil, y por otro, ha purificado y depurado tanto tiempo la religión que finalmente se ha evaporado y, a fuerza de claridad, ha desaparecido» (KA ÍIÍ, 88-9). Esta apelación a una autocrítica del criticismo ilustrado resultó ser profética. El puro análisis (tanto el de la razón moderna como el de la emancipación burguesa) se queda fijado negativamente en un estado sintético, en cuyo rechazo radical es en donde reside su única legitimación. Pero una legitimación tal, nunca se vuelve positi­ va, porque no emplea el criticismo contra sí misma. Cuando Marx escribe: «La revolución política disuelve la vida civil y la descompone en sus distintos elementos sin revolucionar esos mismos elementos ni someterlos a crítica» (MEW I, 369), está repitiendo la idea de Schlegel, aunque en un contexto ligeramente diferente. Pero (tal y como enseñaba Schelling algunos años antes en sus clases de Mu­ nich y Berlín), bien se podrá tachar de pusilánime a una Ilustración que, preocupada por su propia subsistencia y «entendimiento», se deja invadir por el terror y, desesperada ante la dificultad que supone lle­ var a cabo su propia legitimación, acaba recayendo finalmente hasta en la superstición (SW II/2, 278): por ejemplo, en el culto a la razón de Notre Dame, los cultos místicos de la francmasonería y todo tipo de actos cercanos a lo religioso que hacen de la razón un credo (por ejemplo la Déese de la Raison) con dogma y liturgia propios. Wilhelm Schlegel señala lo siguiente a este respecto (en la parte introductoria de sus lecciones sobre Historia, de la Literatura, clásica {= Kritische Schñften und Briefe III, ed. por E. Lohner, Stuttgart 1964, 61]): La Revolución Francesa no había olvidado del todo que las ideas precisan de una presentación sensible.6 Pero fue inútil pre­ tender extraer de la razón prosaica una nueva mitología; resultó tan fallido como la pretensión de hacer brotar auténtico pa­ triotismo en donde sólo se escondía el propio provecho, confu­ sión tanto más grande (ya que en aquel momento el destino per­ sonal de cada uno estaba completamente a merced de los

6. En esta apreciación Wilhelm coincide con su hermano Friedrích, quien el 7 de mayo de 1798 había escrito que el «valor más sólido» de ia Revolución Francesa tal vez residiera en haber iniciado la nueva religión (cit.: NS III, 483-4), Vid. también el fragmento 50 de ¡deas, comentado por Novalis y referido a la «Revolución»; en ¿1 se interpreta ia «fuerza gigante en ebullición» del siglo que declinaba como señal de «un gran resurgimiento de la religión, una metamorfosis general» (NS III, 490).

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cálculos políticos) por cuanto fue precisamente gracias a esa más­ cara como el interés propio pudo practicar impunemente su juego. Pero para convertir la racionalidad en dogma también se preci­ sa una progresiva ideologización de las «ciencias», asunto del que ha tratado la crítica ideológica de la primera Escuela de Fráncfort. Al restringir el término «ciencia» a un uso exclusivamente técnico (con­ trol del éxito de la acción, prognosticabilidad de las experiencias), éste pierde su vinculación con la idea de una racionalidad basada en la comunicación. Esta idea, que Kant tematizó bajo el título de «razón práctica», pierde su originaria aspiración a la validez en el transcurso de la modernización social en nombre de la racionalidad (puramente teórica). Por una parte, la ciencia (privada de su dimen­ sión práctica), critica el dogmatismo del modelo tradicional de expli­ cación, por ejemplo, el modelo religioso, y justifica por medio de esa negatividad que no perdona nada su aspiración a la validez universal. Por otra parte, y precisamente porque ahora también cumple ella mis­ ma la función de legitimación, sustrae a la crítica el desequilibrio entre las relaciones de produción, a las que ella sirve a modo de fuerza productiva de primer orden. En lugar del mito criticado, apa­ rece la ideología de la racionalidad autónoma, esto es, las técnicas racionales se han tornado a su vez míticas y legitiman a la clase que detenta el poder, poder que, por otra parte, no sería capaz de resistir un control de la razón práctica. Porque, como dice Max Weber, «nin­ gún poder se basta únicamente con los motivos materiales o afectivos, o incluso los valores racionales, a modo de posibilidades de su sub­ sistencia. Por el contrario, todos intentan despertar y alimentar la fe en su legitimidad» ( Wirtschaji und Gesellschqft, vol. I, Colonia 1956, 158). Wilhelm Schlegel ya había apuntado su sospecha (en las leccio­ nes ya citadas sobre literatura clásica) de que la aspiración a la uni­ versalidad de la racionalidad ilustrada lo que de hecho hacía era tra­ ducir el liberalismo económico en un liberalismo espiritual, olvidando su propio origen. «El olvido de éste en favor de aquél», añadía en 1802 en Berlín, «esa manera intencionada de remitir todo lo posible a eso denominado útil, que sin embargo no tiene realidad alguna si no se pone en relación con lo que es bueno en sí, en una palabra, el espíritu económico, es una de las propiedades más relevantes de la época y se adecúa perfectamente al resto de las caracterizaciones de la misma que ya he llevado a cabo» (Kñtische Schiften und Bñefe III, 1. c., 60). Esa caracterización venía a decir que el modo de pen­ sar de la Ilustración supone la reducción de los fundamentos supra­ sensibles al libre juego de las fuerzas (o capacidades) económicas 194

e intelectuales, con lo que, por ejemplo, las categorías como la reli­ giosidad o la moralidad se convertirían en funciones o seudónimos de la «utilidad económica» (61). Pero, precisamente, «la utilidad y aplicabilidad» no son fines conciliables con esa irrefrenable aspira­ ción a la «verdad en sí» (63), porque, como ya mostró Platón, a partir del libre juego del aprovechamiento no se puede fundamentar la vali­ dez de ningún valor, sino que, por el contrario, la aplicabilidad y utili­ dad de bienes o máximas ya presupone las ideas de lo útil y lo bueno «en sí mismo» y es en ellas en donde por vez primera el funcionalis­ mo del «espíritu económico» puede encontrar su fundamento. Sin este fundamento, el mecanismo universal de la «economía» (tanto econó­ mica como intelectual), basada sobre el concepto de la «filosofía ana­ lítica» (63), se quedaría infundamentado o deslegitimado en el senti­ do más pleno del término, es decir, se desprendería acríticamente de la idea de una posible forma de fundamentación más elevada. La Ubre actividad de la razón abandonada a sí misma es por lo tanto subversiva en una doble dirección: «destruye» los residuos míticos de unas positividades que no están o han dejado de estar legitimadas y, por lo tanto, realiza una misión de tipo emancipatorio; en palabras de Schlegel, contemplado «desde un punto de vista prác­ tico, el Idealismo no es más que el espíritu de la revolución» (KA II, 314). Pero, así y todo, con su «polémica» —que nada perdonacontra todas las formaciones sintéticas, destruye también la base de su propia legitimidad («[se destruye] a sí mismo hasta la autoaniquilación», como dice literalmente el propio Schlegel [KA III, 89]). Horkheimer y Adorno volverán a decir lo mismo con palabras muy simila­ res: «Sin ningún cuidado consigo misma, la razón ilustrada arrasó hasta el último resto de su propia autoconciencia. Sólo un pensamiento como éste, que se violenta a sí mismo, tiene la suficiente dureza como para dislocar los mitos» (Dialektik der Aufklarung, Amsterdam 1944,14). Franz Baader también explica este problema, aunque desde una perspectiva conservadora: «Llamo revolucionaria a la dirección toma­ da por una actividad, cuando en lugar de partir de lo que la funda­ menta se vuelve y levanta contra ello7 y, como es natural, en este alzamiento pierde la capacidad de su propia evolución o de una ma­ nifestación positiva y ya sólo puede alcanzar una automanifestación negativa y destructiva» (Schnften zur Gesellschaftsphilosophie, 1. c., 71). Desde un punto de vista teórico, el problema es harto conocido:

7. La racionalidad, que se oree autónoma, es, según se dice un poco más tar «una actividad (...) dirigida contra lo que la fundamenta y por lo tanto (...) una desfundarnentación (abismación)» (Baader, 1. c., 73).

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que la razón analítica, por un lado, y la lógica, por otro, no puedan fundamentarse con sus propios medios, es algo que ya habían demostrado Fichte en relación con Kant y Schelling en relación con Hegel. Esta crisis del «logos» nos deja adivinar el interés que pudo tener el Romanticismo alemán en fortalecer el papel de la poesía. En efecto, la poesía resulta muy apropiada para compensar el déficit de legitimación de la razón analítica, por muy desmesurada que nos parezca semejante pretensión hoy día. La frase de Nietzsche (que tanto gustaba de emplear Gottfríed Benn) que habla de una «justificación estética de la vida» (WW I, 14; 40), es sólo una manifestación tardía de la concepción romántica según la cual, si bien la existencia puede explicar sus hechos a partir de sí misma, esto es, inmanentemente, sin embargo, no puede fundamentarlos. Desde el momento en que la razón analítica pierde su propio fundamento, la poesía gana terre­ no, hasta convertirse en «la primera y más sublime de todas las artes y ciencias» (KA III, 7) —en palabras de Schlegel— esto es, en «el único órgano y documento verdadero y eterno de la filosofía» (en pa­ labras de Schelling, SW 1/3, 627-8). En efecto, sólo la poesía alcanza esa interpretación del ser que ningún concepto puede ofrecer (aun­ que sea inestable por principio y pueda ser superada por futuras in­ terpretaciones). «La poesía», indica Novalis lacónicamente, «es lo úni­ co absolutamente real. Este es el núcleo de mí filosofía» (NS II, 647). Ciertamente, en tanto que consecuencia puramente teórica, esta increíble supervaloración de la poesía no está lo suficientemente ex­ plicada. Para comprender qué pudo mover a Friedrich Schlegel, en su obra Rede über die Mythologie (1800), a exigir la universalización de la poesía y erigirla en el mito de la Modernidad, creador de una nueva sociedad, hay que tener en cuenta su dimensión práctica. En efecto, como ya hemos visto, originariamente se trataba de un proble­ ma político que sólo fue ligado al ámbito poetológico a raíz de una especie de metarreflexión (esto ya lo señala Schlegel cuando equipa­ ra la Revolución Francesa con el Wilhelm Meister de Goethe llamán­ dolos «las tendencias más importantes de la época» [KA II, 198]). En la formulación de este problema se introduce una experiencia co­ mún a toda la generación idealista temprana que he intentado pre­ sentarles a Uds. en la última lección y que debería servir para com­ prender tanto la opción por el organismo como la crítica al mecanismo en el ámbito social. Pues bien, la exigencia de una Nueva Mitología es precisamente eso: una exigencia. Pero sólo se puede exigir algo que aún no se tiene. El análisis de la situación social descubre un vacío, una falta, concretamente la incapacidad de una sociedad atomizada (y no orga­ nizada según leyes populares internas) para legitimarse a sí misma. 196

La legitimación se ha vuelto tan necesaria como imposible y por ello se lamenta su falta, a la vez que se reclama el mito, el único que puede prestarla y garantizarla. «La cultura actual», observa Schelling en el curso del semestre de invierno de 1804-5, «no tiene ninguna mitología». «Por eso no es capaz tampoco de producir ninguna poesía grande y valiosa. Pero la mitología no renacerá hasta que los dioses no vuelvan ‘a conquistar la naturaleza’. El ‘renacimiento... de las con­ cepciones simbólicas es un paso adelante en el restablecimiento de la poesía antigua... Cuando esto ocurra, los ámbitos de la vida y de la ciencia, ahora separados, volverán a discurrir unidos hacia el anti­ guo océano de la poesía del que nacieron; retomarán a él enriqueci­ dos por el aluvión de todas las religiones’» (cit. según H. Fuhrmans, Schelling Bñefe und Dokumente II, 534). Este pasaje muestra claramente hasta qué punto se entremez­ clan la utopía y la crítica social. No se reclama la mitología por medio de un «inútil elogio de los tiempos antiguos y una crítica impotente del presente» (Schelling, WA, II), sino partiendo de un análisis con­ creto de la pérdida de una opinión pública con un buen funciona­ miento. El término «opinión pública» [Offentlichkeit], que tiene su ori­ gen en el siglo XVIII y designa a la comunidad de espíritu de un público lector cultivado y razonable, por encima de las diferencias de clase, acaba con otra acepción, según la cual el término designa­ ba una función representativa ligada a la esfera del poder. Según aque­ lla antigua acepción, el término «publicus / público» tenía el mismo significado que «estatal» en oposición a «privado», es decir, designa­ ba el ámbito de la autoridad estatal (feudal). A través de un progresi­ vo «cambio estructural de la opinión pública», analizado muy particu­ larmente por Habermas en su trabajo de habilitación universitaria, el término adquiere cada vez más el sentido de ese espacio espiritual en el que el poder del Estado tiene la obligación de legitimarse y resguardarse de la crítica. Pero en Alemania (a diferencia de otros países, como por ejemplo, Francia donde el término «opinion publi­ que» tiene un fuerte matiz político desde la década de los setenta), este significado no acaba de arraigar plenamente. En Alemania una opinión pública que funcione adecuadamente y se constituya a sí mis­ ma en comunidad es algo que no puede esperarse por ahora y esto no sólo tiene que ver con la subdesarrollada autoconciencia política de la burguesía alemana, sino también con la destrucción del impe­ rio alemán en más de trescientos principados de lo más variopintos, aunque todos de carácter absolutista-feudal. Schelling presta a esta descripción un nuevo acento al observar: «Cuando la vida pública cae en la singularidad e insipidez de la vida privada, también la poe­ sía se hunde en mayor o menor grado en esa esfera de la indiferen­ cia» (SW 1/6, 572). Georg Forster escribía así a su mujer desde París 197

en el año 1793: «Bien está, tenemos siete mil escritores, pero al mar­ gen de eso, como no existe un espíritu alemán común, tampoco existe una opinión pública alemana. Hasta los propios términos nos resul­ tan tan nuevos, tan extraños, que exigen todo tipo de aclaraciones y definiciones, mientras que ningún inglés deja de entender a otro si le menciona el ‘public spiñC y otro tanto les ocurre a los franceses cuando hablan de la ‘opinion publiqué» (cit. L. Holscher, artículo Qffentlichkeit, en: Geschichtliche Grundbegnjfe. Historisches Ijixihon zur politisch-sozicden Sprache in Deutschland, ed. por O. Brunner, W. Conze, R. Koselleck, vol. 4, Stuttgart 1978, 413 ss., 438). Así pues, la poesía no despierta tanto interés por sí misma, sino sólo porque su evolución puede mostrar paradigmáticamente la caída de la humanidad desde un estado de comunidad mítica (en el que, como en la idealizada «polis» griega lo universal también era lo priva­ do y formaban un todo orgánico), hasta un estado de general disgre­ gación y particularización. «Casi todas las diferencias entre la poesía clásica y la moderna» se explican por el hecho de que, en la Modernidad, la poesía se pro­ duce

y consume individualmente (a través de un «uso singular», a

través de la lectura privada), mientras que en la «polis» griega la poe­ sía estaba siempre «en relación con una gran vida pública» a la que representaba.

Ahora bien, esta diferencia ya la encontramos desde épocas muy tempranas, puesto que es lo predominante de la poesía romana, que entronca con la imitación alejandrina de la poesía griega. Por su parte, la poesía alejandrina también surgió después de la desaparición de la gran vida pública de los griegos, y lo que en épocas más recientes, en tiempos de los sucesores de Ale­ jandro, se presenta como vida cortesana, es algo que ya revela la existencia de una gran distancia entre los que participan en ella y la masa popular. Naturalmente, la poesía no podía desa­ parecer, puesto que es una de las orientaciones principales del espíritu humano, y además, una vez que ha entrado en el len­ guaje, ya sólo le queda seguir creando dentro de él. Pero ahora, la relación entre la poesía y el conjunto de la vida pública ya no existe, y por lo tanto, o surgen nuevos géneros, o se imitan los antiguos, aunque con modificaciones esenciales (Schleier­ macher, Vorlesungen über die Aesthetik, ed. por Cari Lommatzsch, Berlín 1842, = SW IIÍ/7, 677). El resurgimiento de un arte capaz de representar a la vida pú­ blica no es posible bajo las condiciones de la división de clases, ni siquiera cuando la religión proporciona, como en la Edad Media, una 198

materia que goza de un general reconocimiento. En efecto, «ahora se produjo esa división entre el mundo noble que frecuentaba las cortes y la gran masa» (1. c., 679), una división que, a pesar de la existencia de una «vida religiosa», impedía el restablecimiento de una «poesía popular» que no estuviera reñida con ese mundo de las clases altas. La transformación de todo el estilo de vida y la jerarquización cada vez más grande de la educación, nos permite entender por qué la poesía se vinculó a los círculos más elevados, esto es, sólo a la vida privada, por muy elevada que fuera. Aquí con­ cluyó aquella orientación de la poesía que buscaba la concilia­ ción con las demás artes, y ahora comenzó a trabajar a la inver­ sa, es decir, tomando como base lo que quedaba de la poesía popular (1. c., 679). Estos restos de poesía popular sobrevivieron a la época feudal y tuvieron la misión de preparar la superación de las «relaciones pri­ vadas» y establecer una nueva conexión con la «vida pública» en el siglo XVÍÍÍ burgués (1. c., 681): «aunque la poesía no parta de la vida pública, tendrá que partir de la conciencia general del mundo que la rodea, es decir, ella y su contenido tendrán que ser para aque­ llos a los que se dirige, la verdad de su conciencia» (1. c., 687-8). Y ciertamente, cuanto más se apaga esa diferencia [entre un público superior y otro inferior] y cuanto más se extiende la conciencia histórica, tanto más puede ennoblecerse la poesía. Sólo cuando el pueblo esté completamente instruido, de manera que todo se pierda en imperceptibles transiciones, esto es, sólo cuando exista un suelo común para la totalidad, podrá resolver­ se por sí misma esa lucha entre lo ideal y lo efectivamente real (1. c., 690). Pero ¿qué otra cosa podría ser ese «suelo común» de una autén­ tica poesía pública más que el lenguaje y las representaciones comu­ nes que en él se esquematizan y vinculan a los hombres entre sí? Schelling decía que sólo el restablecimiento de un «simbolismo uni­ versal» podría llevar a una comprensión universal del mundo y, por lo tanto, a una nueva comunidad. ¿Y quién podría prepararlo, de no ser los poetas? Pero una vez más, los poetas no pueden hablar de manera universalmente válida antes de que se haya constituido una opinión pública —un pueblo constituido, sin diferencias de clase—, antes de que la poesía se haya vuelto por fin «lo que era en el inicio: la maestra de la humanidad», es decir, el mito. Así las cosas, la poe­ 199

sía sólo volverá a ser posible cuando vuelva a encontrar un «simbolis­ mo universal».8 Pero en lugar de seguir explicando estas ideas con mis propias palabras tomaré prestadas las de Scheiling, concretamente un largo pasaje de la lección de Würzburg del año 1804 en el que se expone con una rara claridad cuál es el motivo que impulsa la petición de una Nueva Mitología: Llamo obra de arte a una cosa singular existente en la que el eterno concepto del ser humano se torna verdaderamente obje­ tivo (es decir independiente del hombre) (...) Todo posible objeto sólo puede ser materia del arte a tra­ vés del arte, es decir, unido a la forma. Forma y materia son uno en el arte, al igual que en el organismo. Donde más clara­ mente se observa esto es en la relación entre poesía y arte (den­ tro del arte), relación en la que yo remito a la estética (...) Seña­ laré sólo lo que atañe a la materia del arte. Cuando en una época como la nuestra se busca materia con desesperada avidez, no cabe entenderlo más que como una ausencia tanto de verdadero arte como de verdadera poesía. Casi se podría aplicar a la poesía aquello que decía un antiquísimo poema acerca de la sabiduría: ¿Pero cómo encontrar poesía y

8. Vid. la obra de Hegel Nümberger GymnasialSchrifim (en: Werke ~ TheorieWerkausgabe, Ffm. 1969 ss. [cit.: TWA], vol. 4, 283 s.): «La religión del arte configura al ser divino para la representación y comprende el tránsito por el que el ser divino tío sólo tiene la existencia de los seres de la naturaleza, sino una auténtica existencia como los espíritus de los pueblos y las fuerzas particulares sobre los que domina el poder simple de este ser como un destino indescifrable. 204: «Hermosa religión. La religión griega aproximó más el hombre al ser divino. ‘Cuando los dioses aún eran más humanos, también los humanos eran más divinos’.» 285; «Para ello lo primero que hay que saber es qué sea el ser y el quehacer de Dios; antaño, la instrucción sobre esto corría a cargo de hombres sabios y era el destino originario absoluto del arte, sobre todo del arte poético. Esta es, por un lado, interpretación de la naturaleza y la historia, y, por otro, encar­ nación de los pensamientos sobre Dios y sus actos para la percepción y la re­ presentación exteriores. Los libros de la Bibha son rítmicos y por eso poemas en vez de prosa. Homero encierra un mundo, un universo brotado de la vida íntima de su nación, como si fuera ella la que la hubiera cantado. Homero no es un individuo.» 286: «interpretación; teogonia: mitología. (...) Teogonia del quehacer divino universal, génesis de los dioses; suceso principal: la caída de los titanes; antiguo y nuevo simbolismo de los dioses.» 287: «La instrucción es, más concretamente, en un primer lugar la interpreta­ ción de la naturaleza como quehacer divino a través de las fábulas y mitos y, en relación con el quehacer humano, la interpretación de la naturaleza a modo de signo. (...)

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cuál es su morada? El arte, como tal, precisa de una materia que haya dejado de ser meramente elemental y en estado bruto, que a su vez sea orgánica. Pero sólo la materia simbólica es de este tipo. En donde falta un simbolismo universal, la poesía tendrá necesariamente que optar entre dos extremos; en uno de ellos tendrá que sufrir de la excesiva rudeza de la materia y en el otro, dado que se afana por ser ideal, representará a las propias ideas como tales de modo inmediato, pero no a tra­ vés de las cosas existentes. A grandes rasgos éstos son los dos polos de nuestro actual arte poético. La mayoría de sus creacio­ nes se asemejan a esas imperfectas estatuas del desierto árabe, de las que, los que allí habitan, dicen que el día del juicio final vendrán a exigirle a su artífice las almas con las que se olvidó de dotarlas; tal vez las poesías de los otros géneros tengan que pedirles cuerpos a sus creadores, pues, al igual que los concep­ tos sólo se objetivan en Dios cuando existen como almas de co­ sas efectivamente existentes, asimismo, los conceptos humanos deben objetivarse en el arte, motivo por el que el arte sólo es una repetición del primer simbolismo de Dios en la naturaleza. Explicaré muy brevemente a qué se debe la ausencia de un auténtico simbolismo en el mundo moderno.

La conformación de lo divino para la intuición y ia representación es obra de las bellas artes, ¡sjcj» En la conclusión transmitida por Karl Rosenkranz (6. W. F. Hegels Leben, Berlín 1844. Reimpresión Darmstadt 1963) de una lección de Hegel sobre derecho natura! de la primera época de Jena, éste ya subraya el carácter puramente propedeútico de una mitología. Su auténtico contenido no debe ser expresado de manera sensible, sino en forma de ideas {«La religión del pueblo debe contener ias ideas supremas de la especulación, no sólo bajo la forma de una mitología, sino bajo la forma de ideas». 1. c., 139). Entonces, surgiría una «nueva religión», «si es que antes existe un pueblo libre y la razón quiere hacer que renazca su realidad como un espíritu ético que pueda tener el atrevimiento de adoptar su pura forma en su propio suelo y a partir de su propia majestad» (1. c., 140-1). Sí de esta manera la idea de la nueva religión se funde con su teoría del Estado y su filosofía de la naturaleza, Hegel también va tomando cada vez mayor distancia respecto al postulado romántico de la «representabilidad» de la «religión sensible», es decir: aquello que antes había dicho operaba en la «her­ mosa mitología» (1. c., 135) en tanto que unión de idea y actividad sensible, debe ser superado y aparecer bajo forma ideal (1. c., 134). Porque, sigue diciendo, sólo adoptando una forma sensible es posible que el espíritu del hombre, que en sí mismo no es sensible, aparezca bajo ¡a «forma de algo objetivo euyo espíritu reina y vive en el pueblo y vive dentro de todo» (1. c., 133). La concepción del mundo de una población concreta encuentra su completa expresión objetiva en la idea de un «dios nacional en el que el pueblo no sólo ve la transfiguración de su puro espíritu, sino también, al mismo tiempo, de su existencia empírica (...)» (1. c., 134). Vid. a este respecto ia obra de Johann Heinrich Trede Mytfiologie und Idee. Die syslematische Stellung der «Volksreligion» in Hegels Jenaer Philosophie der Sittlichkeit (1801-03), en: R. Bubner (editor), Das álteste Systemprogramm, 1. c., 167-210, esp. 194 ss.

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Todo simbolismo tiene que partir de la naturaleza y regre­ sar a ella. Las cosas de la naturaleza son y significan al mismo tiempo. Las creaciones del genio tienen que ser tan reales, o aún más, que las cosas denominadas reales, deben ser formas eternas que sigan perdurando de manera tan necesaria como las especies vegetales y los hombres. Una materia auténtica­ mente simbólica sólo se encuentra en la mitología, pero la propia mitología sólo es posible en origen cuando sus formas se refieren a la naturaleza. En esto reside la hermosura de los dioses de la antigua mitología: en que no son sólo individuos, seres histó­ ricos, como los personajes de la poesía moderna, esto es, mani­ festaciones pasajeras, sino eternos seres de la naturaleza que, cuando modifican la historia e intervienen en ella, mantienen su eterno fundamento en el seno, de la naturaleza y, en su cali­ dad de individuos, son sin embargo, al mismo tiempo, géneros. El resurgimiento de una visión simbólica de la naturaleza seria por eso mismo el primer paso para el restablecimiento de una auténtica mitología. Pero, ¿cómo podrá llegar a formarse si no vuelve a constituirse primero como individuo una totalidad ética, un pueblo? Porque la mitología no es asunto del individuo o de la especie, sino únicamente de una especie dominada y animada por un único impulso artístico. Así pues, la propia po­ sibilidad de la mitología remite a una necesidad superior, la de que la humanidad vuelva a ser una, tanto en el todo como en lo singular. Mientras tanto, sólo es posible una mitología parcial, la que se alimenta de la materia de la época, como la de Dante, Shakespeare, Cervantes o Goethe, pero no una mitología univer­ sal dotada de un simbolismo general. ¿Pero acaso ocurre lo mismo con todos y cada uno de los géneros de la poesía? La poesía lírica sólo vive y existe ver­ daderamente dentro de una vida pública y universal. Cuando todo lo público cae en la singularidad e insipidez de la vida privada, también la poesía se hunde en esa esfera de lo indife­ rente. La poesía épica precisa muy especialmente de la mitolo­ gía y no es nada sin ella. Pero, precisamente, la mitología no puede darse en la singularidad, sólo puede brotar de la totali­ dad de una nación que, en su calidad de tal, se comporta como una identidad, como un individuo. Dentro de la poesía dramáti­ ca, la tragedia se fundamenta sobre el derecho público, sobre la virtud, la religión, el heroísmo, en una palabra, sobre lo que es sagrado para la nación. Una nación que no tenga nada sa­ grado o que haya sido despojada de sus reliquias, tampoco po­ drá tener una auténtica tragedia. Les recuerdo a Edipo de Sófo­ cles, o cómo se expresa por boca de las Euménides de Esquilo 202

la opinión del pueblo ateniense, en relación con la sacralidad del derecho y su vinculación con el hombre, cuando un Orestes empujado al crimen por la fueza del destino y la voluntad de un dios, sólo se ve liberado del castigo una vez que la justicia ha sido desagraviada en la persona de las Erinias, diosas del destino. La nación en que la virtud pudiera estar viva de este modo, en tanto que religión —como ocurre en las tragedias de Esquilo—, produciría tragedias de por sí. Algo parecido le ocu­ rre a la comedia, que sólo florece en donde existe una libertad pública. Les recuerdo a Aristófanes. En los lugares en los que, como en nuestros Estados, la libertad pública ha caído en la esclavitud de la vida privada, a la comedia sólo le resta caer con ella. La cuestión sobre la posibilidad de una materia univer­ sal de la poesía, así como la cuestión de la existencia objetiva de la ciencia y la religión, nos empuja de por sí hacia algo supe­ rior. Sólo a partir de la unidad espiritual de un pueblo, a partir de una verdadera vida pública, puede surgir la poesía verdadera y universalmente válida, al igual que sólo cuando existe unidad espiritual y política en un pueblo, pueden hallar objetividad la ciencia y la religión (SW, 1/6, 570-573, las cursivas son todas mías, M. F.). Creo que la argumentación es fácil de seguir. Schelling la desa­ rrolló en estos mismos términos en el transcurso de una lección, no destinada a la imprenta, impartida a sus estudiantes (es decir, a los colegas de Vds. del año 1804). Ya conocemos la tesis principal. Sólo añadiré un par de matizaciones con el fin de refrescarles a Vds. la memoria. Lo primero que quiero recordarles es la definición que hace Schelling del arte como representación de la auténtica esencia del hombre. Paso por encima de las implicaciones filosóficas de esta de­ finición y sólo me detengo a señalar que ya se encierra en ella una señal que alude al mito: sólo se puede lograr una auténtica represen­ tación del hombre, es decir, una representación con validez universal, si existe a su vez el auténtico hombre. Y, efectivamente, esto es lo que Schelling dice expresamente al final, anticipando prácticamente uno de los pensamientos básicos del pragmatismo (pensemos por ejem­ plo en Josiah Royce): la ciencia —como la religión— sólo puede tor­ narse objetiva en el seno de una red de comprensión y reconocimien­ to general entre los sujetos sociales. En su recensión del escrito de Lamennais sobre la indiferencia religiosa (1826), Franz Baader for­ muló muy certeramente este punto: La famosa fiase: scire nil est, nisi sciant alii, expresa en reali­ dad la convicción de que el hombre singular no se basta en 203

absoluto con una convicción privada o subjetiva, que considera dudosa e incompleta hasta que se confirma socialmente a sus ojos, es decir, hasta que se confirma su objetividad y autoridad. En efecto, sólo se puede llamar objetivo a aquello que lo es, no para mí o para muchos, sino absolutamente para todos (Schrif ten zur Geselbchaftsphilosophie, 1. c., 115-6).» Pero el hombre sólo puede presentársele al hombre en su ver­ dad, ya sea en el terreno científico o estético, cuando existe un siste­ ma universal de representaciones y tal sistema es el mito. Algo parecido había dicho ya A. W. Schlegel en sus Vorlesungen über schone Literatur und Kunst [Lecciones sobre Bellas Artes y Litera­ tura] de Berlín (del otoño de 1801), un escrito que influyó poderosa­ mente sobre Schellling. Schlegel sitúa la mitología a medio camino entre la interpretación inconsciente de la naturaleza, tal y como apa­ rece en el lenguaje, y esa producción intencionada y libre de la fanta­ sía que conocemos bajo el nombre de poesía (Die Kunstlehre [ = Kritische Schriften und Briefe II, ed. por E. Lohner, Stuttgart 1963], 226-7 y 282-3). Del mismo modo que la poesía es la «materia del arte», «el arte más originario y la madre de todas las artes», así, «tam­ bién es la consumación última de la humanidad, el océano al que todo confluye de nuevo [una cita de Schelling: SW 1/3, 629], por mucho que la humanidad haya podido separarse de él en algunos aspectos» (227). Es por eso por lo que se la puede llamar la «cima de la ciencia», pues a través de ella la filosofía, la religión y el arte se tornan universales (1. c.): ella es «la raíz común de la poesía, la historia y la filosofía» (293) y por lo tanto la auténtica lingua franca: «un simbolismo unlversalizado» (304), que «Uena y penetra toda for­ ma de vida». El segundo pensamiento que destaca en el texto de Schelling es el de que el simbolismo universal tiene que partir de una visión de la naturaleza; y puesto que la naturaleza es el reino de todo lo real, esa frase puede transformarse en la siguiente: sólo bajo el pre­ supuesto de una explicación de la realidad basada en las ideas, pue­ de llegar a tener éxito la nueva reapropiación del mundo natural por parte del hombre; sólo así podrá volver a sentirse el hombre en su hogar dentro de este cosmos en el que se había convertido en un extraño. Este pensamiento también se encuentra ya en el Discurso sobre la mitología de Fr. Schlegel (Rede über die Mythologie, de 1800) y, bajo una forma llana y alegre, en el gran credo materialista de Sche­ lling, la Confesión de fe epicureísta de Heinz Widerporsten (Epikurischen Glaubensbekenntniss Heinz Widerporstens, de 1799). En este credo se presenta en verso la imagen de una naturaleza en la que el 204

hombre vuelve a confiar y que se ha convertido en su hogar, después de que la filosofía romántica de la naturaleza hiciera resurgir un sim­ bolismo universal que logra que el mundo exterior vuelva a convertir­ se en algo interno para el alma o, lo que es lo mismo, que se vuelva comprensible para ella: De verdad, no puedo aguantar más tengo que volver a abrirme paso y despertar todos mis sentidos que ya creía muertos por culpa de esas enseñanzas sobrenaturales a las que han querido convertirme a la fuerza, y quiero volver a ser como uno de los nuestros, un hombre de carne y hueso.

(...) Por eso he renunciado a todas las religiones y ya no hay ninguna que me agrade. Ya no voy ni a la iglesia ni al sermón, he acabado con todas las creencias excepto con aquella por la que me gobierno, que me empuja a la poesía y lo sensible y conmueve a diario mi corazón con su eterna actividad, con sus constantes metamorfosis, sin tregua ni reposo. Es un secreto abierto a todos un poema inmortal que les habla a todos los sentidos de modo que ya no puedo creer ni pensar nada de lo que ella no vierta en mi pecho y menos aún, tomar por cierto y verdadero lo que ella no me ha revelado. En sus signos enterrados en lo profundo ha de estar escondido io que es verdadero; (...)

Ella nos habla a través de formas e imágenes y tampoco disimula su intimidad para que las cifras perpetuas nos ayuden a descifrar los misterios y no queramos comprender ya nada de lo que ella no pone a nuestro alcance.

O-.) 205

Tampoco sé por qué habría de temer el mundo ahora que lo conozco por dentro y por fuera. Es un animal dócil y manso que a nadie enseña los dientes, que tiene que doblegarse bajo leyes y yacer tranquilo a mis pies. Cierto, que dentro de él se esconde un espíritu gigante, pero sus sentidos están petrificados, no puede salir de su estrecho caparazón ni romper su cárcel de hierro a pesar de que muchas veces bate las alas y se estira y revuelve con violencia y en las cosas muertas y vivas lucha denodadamente por hallar la conciencia. (...)

Prisionero dentro de un enano de hermosa figura y rectos retoños, al que corrientemente llamamos Hombre, allí se encuentra el espectro gigante. Despierta de un largo y profundo sueño, apenas si se reconoce, se extraña de sí mismo, se saluda y se palpa con ojos de asombro; (-)

Es verdad que teme en sus pesadillas que el gigante se reanime y se enoje y como el antiguo dios Saturno devore a sus hijos en su cólera. No imagina que el gigante es él mismo, se olvida de su origen y se atormenta con fantasmas, en lugar de decirse: Yo soy el dios que los cría en su pecho el espíritu que se mueve en el cosmos desde la primera pugna de las oscuras fuerzas hasta que se escanció la primera savia vital, se vertió fuerza en fuerza y materia en materia, se abrió la primera flor, los primeros botones, con el primer rayo de la luz recién nacida que atraviesa la noche como una segunda creación y a través de los miles de ojos del mundo ilumina el cielo día y noche

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y empuja hacia esa fuerza juvenil del pensamiento gracias al que la naturaleza se recrea, rejuvenecida. Sólo hay una fuerza, un solo impulso, una vida, un juego en que alternan ímpetu y freno. (.M a t 145, 149-151)9 A mi parecer, el tercer rasgo importante del texto10 es esa dis­ tinción entre una mitología «universal» y una mitología «parcial»11. El estilo anticuado de Schelling {para un hablante actual) tal vez no les haya permitido captar todo el significado de esto: una mitología universal, no sólo constituiría a un pueblo en nación, sino que, tal y como literalmente se dice, es «la humanidad» en su conjunto la que debe «volver a ser una», es decir, volver a ser una comunidad supranacional en la que no exista separación alguna entre el derecho privado y el público, sin ruptura entre sociedad y Estado; éste es un pensamiento que sigue perdurando en la idea de Marx de una «clase de la humanidad», esto es, una clase del género humano, con la única diferencia de que en Marx no tiene una base religiosa. Pero fíjense bien que, si Schelling recurre a la religión, es como instru­ mento para la superación de las diferencias de clase (pues la existen­ cia de clases manifiesta que la sociedad está rota, que no es una unidad y que en ella el derecho público no es un derecho igual para todos los individuos). Esto se ve muy claro en una observación de la apasionada recensión de Schelling de: Uber Offenbarung und Volks-

9. Este sentimiento vital de encontrarse en casa dentro del mundo (de la natura­ leza) también aparece en los siguientes versos de la denominada versión métrica del Hiperión, escrita en el invierno de 1794-5: No podemos negarlo, continuó diciendo alegremente; incluso cuando luchamos contra la naturaleza contamos con su benevolencia. ¿Y acaso erramos? ¿Acaso nuestro espíritu no encuentra en todo lo que existe un espíritu amistoso y familiar? ¿Y no se oculta sonriendo, mientras vuelve las armas contra nosotros, un buen maestro detrás de su escudo? ¡Llámalo como te plazca! Es él. (StA III, 193, v. 82-90} 10. No menciono de momento el cuarto aspecto: la valoración, tan rica en con­ secuencias, de la tragedia como una actividad sacra, poética y político-jurídica de vali­ dez universal. 11. Schelling también toma prestada esta distinción de Wilhelm Schlegel: Wilheim había distinguido (en su curso de Beriín de 1801) ei «mito universal» frente au n «mito parcial», como por ejemplo, el de «la caballería» (Die Kunstlehre, 304). Con gran clarividencia, opina que los mitos cristianos medievales «naturalmente no son universales», porque «el mito cristiano tiene una actitud respecto a la vida muy distinta que el mito pagano»: no puede alcanzar el estatuto de «simbolismo universal» (1. c.}.

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unterricht (de 1798), en la que se muestra particularmente duro con la idea de la necesidad de una revelación que sirva para gobernar a un pueblo inmaduro. Califica «a tal concepto de pueblo» de «suma­ mente relativo» y a continuación ironiza sobre una cita de Niethammer: «‘ ¿Se refiere a un público que no tiene tiempo o que no tiene capacidad para elevarse a principios?’», y prosigue así: ¿Pero a qué principios? ¿Tal vez a los vuestros? Pero vos confe­ sáis, por ejemplo, sin ningún empacho, que no podríais elevaros hasta los principios que otros consideran, con todo su derecho, los más nobles. Según esto, y a la vista de vuestros principios, estas personas podrían consideraros desde su perspectiva y con el mismo derecho como pueblo, tal y como hacéis vos cuando tenéis en cuenta vuestros principios. Os indignáis ante semejan­ te cosa: ¡vos, más ciego que los ciegos a los que pretendéis guiar! ¿Qué es lo que os da derecho a elevaros sobre vuestros herma­ nos? ¿Tal vez que no hayan visitado las aulas de vuestras erudi­ tas escuelas ni sepan lenguas orientales ni se hayan aprendido de memoria algún compendio de filosofía? ¿Por eso queréis guiar­ los como a niños, cuando apenas tenéis fuerzas para guiaros a vos mismo? Toda sociedad religiosa es una sociedad en la que existe una igualdad total. En realidad, y por mucho que hiera el orgullo de los curas, aquí no hay ni maestros ni alum­ nos. Las únicas verdades que hay que procurar reanimar por medio de una común profesión de fe (en la que sí puede haber uno que hable en nombre de todos) son esas verdades en las que suponemos todos creen, y los únicos sentimientos que se deben fortalecer son aquellos que suponemos todos comparten. El Estado no puede impedirles a sus ciudadanos que establez­ can este acuerdo (SW 1/1, 479-80).12

12. Vid. el discurso de Scheiling Ueber den Werth und die Bedeutung der Bibelgeselhckajien: «La verdadera cansa del general testimonio de alegría por la traducción de Iaítero de la Biblia a un lenguaje popular es que a partir de ese momento ya fue posible extender la Biblia umversalmente y devolverle al pueblo los libros sagrados de que se le había privado hasta entonces» (SW 1/9, 243). «Y aquí reside precisamente la gran importancia que a mi juicio tiene la sociedad bíblica, que con tan inusitada rapidez se ha extendido por el mundo: en que devuelve las Escrituras a la general posesión del pueblo, sacándolas de las manos de un estamento especial al que parecían haber caído en suerte, esto es, se las devuelve a todos los estamentos, como siempre, diferentes en formación e instrucción. Se trata de una idea de tan grandes consecuen­ cias que no tengo empacho en decir que con ella ha revivido la Reforma, que estaba dormida, y también su principio, el único con el que el mundo podía moverse» {1. c-, 249).

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Aquí puede verse que Schelling entiende bajo comunidad reli­ giosa una comunidad en sentido cristiano primitivo, en la que todos son iguales y no hay jerarquías {vid. SW 1/9, 248); y éste es un rasgo que podemos aplicar perfectamente al discurso sobre esa «totalidad ética» en la que la Nueva Mitología haría hablar a un pueblo con una sola voz, es decir, lo articularía como una comunidad de iguales, de hermanos y personas libres, como en la gran fantasía político-poética de Novalis acerca de una Europa nuevamente cristiana. En esta vi­ sión del retorno de la edad dorada tampoco se habla ya de «mitolo­ gías parciales» (hoy diríamos «ideologías», puesto que ya no sirven para legitimar a la humanidad, sino sólo a un determinado grupo social frente a los demás), sino de la utopía de una sociedad europea (es decir, supra-nacionai), legitimada a partir' de la propia idea uni­ versal de absoluto, en la que sus miembros, invadidos de una «mutua confianza celestial (...)», romperían con su aislamiento respectivo y, dominados por la fe en la «mediación» todopoderosa del Dios cristia­ no —o lo que es lo mismo: del Amor—, no serían unos para otros más que hermano y hermana, «amigo y aliado» (NS III, 523). Y también se leía esto mismo en el Discurso sobre la mitología (Rede über die Mythologie, 1800) de Friedrich Schlegel, un escrito, del que difícilmente puede creerse que haya sido concebido con ple­ na independencia respecto del Systemprogramm, por mucho que las ideas sobre una Nueva Mitología flotaran en aquel momento en el ambiente. Lo original de la aportación de Schlegel al general debate romántico sobre los mitos, es que incluye su discurso en un contexto puramente poetológico, concretamente en su Gesprach über die Poesie [Charla sobre Poesía], en donde no sólo se pregunta por la esencia y la posibilidad de una literatura romántica en general, sino que tam­ bién se propone una construcción histórica que explica genéticamen­ te el actual estado de la poesía. Por boca de su personaje Ludovico, Schlegel (por cierto: se ha investigado sobre la posibilidad de que Ludovico sea un seudónimo de Schelling) esto es, Ludovico/Schlegel, nos proporciona un brillante análisis sobre la necesidad histórica de una evolución en cuyo final se ha limpiado de simbolismo a la poe­ sía, de modo que ya no sirve a modo de órgano para la presentación de la verdad humana. Es por eso, dice Ludovico, por lo que a la poesía le falta «un centro, como pudo ser la mitología para los clá­ sicos» (KA H, 312): porque se ha visto afectada muy particularmente por los efectos antisolidarios de la revolución analítica; puesto que le otorga una expresión simbólica a su época, «también» ella —fíjense en la conjunción «también» (que parece indicar que la poesía es un mero ejemplo de un proceso mucho más amplio de disgregación)— tiene que acatar la ley que la condena «a irse fragmentando en partes singulares sin cesar y, una vez que se ha agotado en su lucha 209

contra el elemento adverso, a enmudecer por ñn en soledad» (1. c., 311-2).13 Les propongo a continuación una pequeña cita del Discurso so­ bre la Mitología-. Ante todo, [dice Ludovicoj debéis saber lo que quiero decir. Vosotros también habéis compuesto poesía y seguramente ha­ bréis sentido muchas veces cuando componíais que os faltaba un base segura para vuestra labor, un suelo materno, un cielo, un aire vivo. El poeta moderno tiene que inventar todo a partir de lo que guarda en su fuero interno y muchos lo han hecho de ma­ nera admirable pero, hasta ahora, todos aisladamente, compo­ niendo cada obra como si fuera una nueva creación a partú de la nada que empezara desde cero. Lo que quiero decir es que, según creo, a nuestra poesía le falta un centro, como lo era la mitología para los clásicos, y que ei motivo principal por el que nuestro moderno arte poé­ tico está por debajo del clásico se puede resumir en cuatro pa­ labras: nos falta una mitología. Pero añadiré que ya estamos cerca de tener una o, mejor dicho, que ya es hora de que con­ tribuyamos con todas nuestras fuerzas para tener una (KA II, 312 [las cursivas son mías, M. Ej). A continuación, Schlegel-Ludovico argumenta de la siguiente ma­ nera (resumo este discurso algo largo en sus puntos principales): mien­ tras que la antigua mitología podía nacer de una visión simbólica del mundo natural, la «Nueva Mitología (...) [debe] por el contrario surgir de las profundidades más recónditas del espíritu», esto es, de la fuerza creadora de la propia subjetividad. Si la historia occidental ha concluido dándole toda autoridad al sujeto, entonces será en éste en donde se sitúe el punto de inflexión e inversión para un nuevo retomo a la naturaleza. Pero —res cum ita sint—, ya no se puede esperar nada de la naturaleza, y es el propio sujeto el que tiene que tornarse productivo. El espíritu subjetivo, relegado a la singularidad, puede cobrar fuerzas ante el dato innegable “ transmitido histó­ ricamente—, de que hubo un tiempo en que la poesía y la mitología eran una misma cosa y «¿por qué no iba a volver a suceder lo que ya ocurrió en el pasado? Por supuesto, tendrá que ser de ma­

13. Vid. la carta de Wilhelm Schlegel (a Schelling, 19.8.1809): «Tampoco m parece posible que un hombre singular pueda producir poesía sólo a partir de sí mis­ mo. Toda poesía es un desarrollo y se apoya en algo anterior» (en: Krithche Schñ/ten und Briefe, vol. Vil, 1974, 118).

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ñera diferente, pero ¿por qué no más bella y grandiosa?» (1. c., 313). Si alguno de Uds. piensa que esta profecía suena demasiado atrevida y romántica (en el sentido actual de este término) le remito a una comparación con el famoso razonamiento de Marx del final de su Eirdeitung in die Kritik der politischen Okonomie [Introducción a la Crítica de la Economía política]: siguiendo al principio la idea de Herder de que la mitología, como cualquier otra concepción del mundo, parte de la «base material» de la sociedad correspondiente (K. M., Grundrisse der Kritik der politischen Okonomie, BerHn 1953, 30), Marx hace acto seguido la siguiente y sorprendente observación: «(...) la dificultad no reside en entender que el arte y la epopeya de los griegos están vinculados a determinadas formas de evolución social. La dificultad es que nos siguen proporcionando hoy un deleite artístico y hasta cierto punto incluso nos sirven de norma y modelo inalcanzable» (31). Este carácter normativo del arte, que tanto subrayan Saint-Simon y sus discípulos en sus escritos, se legitima por el hecho de que el arte sólo puede hablar con aspiraciones de universalidad y validez general si se basa en el mito. Y éste era el caso del «arte griego», que sólo pudo florecer «sobre el suelo de la mitología griega» (30). «El arte griego presupone la mitología griega, es decir, la natu­ raleza y las formas sociales elaboradas de modo inconscientemente artístico por la fantasía popular. Este es su material» (31). En la era de los self-actot's, de los ferrocarriles, la máquina de vapor y los telé­ grafos, una simbología universal como la de los griegos ya no resulta posible: «¿Dónde queda Vulcano al lado de Roberts & Co., Júpiter frente al pararrayos o Hermes en comparación con el Crédit mobilier?» (30). «No toda posible mitología, es decir, no toda posible trans­ formación inconscientemente artística de la naturaleza (y aquí se in­ cluye a todo lo objetivo, esto es, también a la sociedad)» (31) puede servir como «regazo materno» para un simbolismo universal como el que nos habla desde las páginas de la Iliada. Pero precisamente es desde esas páginas desde donde «más bellamente» nos ha hablado, y, puesto que éste es el caso, las formas sociales que subyacen a esa obra han de representar algún modelo para nosotros en sentido estético, es decir, no en cuanto tales, sino desde una perspectiva más elevada. La pregunta de Schlegel «¿Por qué no ha de volver a suce­ der lo que ya ocurrió en el pasado? Por supuesto, tendrá que ser de manera diferente, pero ¿por qué no más bella, más grandiosa?» vuelve a repetirla Marx con palabras muy semejantes: «Un hombre no puede volver a ser niño sin tornarse infantil, pero ¿es que no le agrada la ingenuidad del niño y acaso no tiene que intentar reprodu­ cir a otro nivel más elevado su sinceridad? ¿Acaso no se encierra en la naturaleza de los niños el carácter propio de cada época en 211

plena verdad natural? ¿Por qué la infancia histórica de la humani­ dad, en su más bella cima, no va a ejercer un encanto eterno en su calidad de etapa que nunca ha de regresar?» (31). No es el mundo griego como tal el que debe o puede regresar, pero cualquier progre­ so ha de orientarse hacia un estado social en el que el arte represente lo universal, en el que se manifieste en tanto que simbolismo univer­ sal de una humanidad sin diferencias de clase y sin rupturas de la que él ofrece un reflejo mediato. Al que exija signos o pruebas del advenimiento de semejante simbolismo universal, continúa Schlegel, se le puede remitir al ejem­ plo del «Idealismo». Éste «ha surgido como de la nada» (KA II, 314) y su propia esencia pide que sólo pueda nacer de la libertad. La transformación de una subjetividad atomizada en una filosofía del su­ jeto gracias a la cual «se forma un punto firme dentro del mundo del espíritu», ha demostrado la posibilidad de superar la crisis de legitimación de la razón ilustrada, que a su vez es el resultado de un proceso general de disolución y disgregación del mundo occiden­ tal. Ese «something to hold to» que el hombre pide al mito —en la certeza del espíritu absoluto que toma su origen en el propio sujeto—, esto es, ese «punto firme» que exige el mito, ha vuelto a encontrarse en el espíritu.14 Y una vez que está constituido firmemente, también el espíritu puede salir de sí mismo y vuelve a encontrar la ley de su estructura dentro del mundo exterior: primeramente en la filosofía de la naturaleza («en la física»), «en la que ya se había ejercitado el Idealismo antes de que (la física] recibiera el golpe de varita mági­ ca de la filosofía» (1. c., 314). Otro acontecimiento que puede conside­

14. En su más antiguo borrador de las Edades del Mundo, Schelling casi define la filosofía idealista como la solución, por fin lograda, para resolver el enigma de Sais y con ello, pan pro toto, para resolver e! de toda la mitología: «‘Yo soy lo que fue, es y será, y ningún mortal ha descorrido mi velo’ ; así hablaba, según algunas narracio­ nes, el ser originario, apenas adivinado bajo el velo de Isis, en el templo de Sais. En esta época, nuestra ciencia no sólo ha renacido [ha reconocido en primer lugar) al ser, sino que también ha vuelto a renacer [reconocer] a la unidad del ser después de haberse contemplado [a sí misma] durante mucho tiempo como un mero desarrolllo [del propio pensamiento] del pensamiento humano. Pero no basta con reconocer al Uno [como a! ser originario], [cuando no se le reconoce de inmediato], también hay que reconocerlo según tres apartados diferen­ tes. Pues es Uno como lo Uno y como lo Plural o como aquello que fue, es y será» (Die Weltaher. Fragmentos. En las versiones originales de 1811 y 1813, ed. por Manfred Schróter, Munich 1946, 187). Pues bien, una vez que ei ser originario ha sido conocido, también puede «ser narrado con la misma corrección y simplicidad que cualquier otra cosa sabida». Esa «presentida edad dorada en que la verdad volverá a ser fábula y la fábula verdad, está ya a las puertas» (1. c., 4). «Tal vez incluso venga aquel que cantará el más grande de los poemas heroicos y que abarca en su espíritu, tal y como narran ios profetas de los tiempos antiguos, lo que fue, es y será» (1. c., 9).

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rarse como un «presagio» («Presagios»: 314) es la revolución política acaecida en Francia. Si la vinculamos al simbolismo de la naturaleza, ésta nos revela: la secreta interrelación y la íntima unidad de la época. El Idea­ lismo, no es, desde un punto de vista práctico, más que el espí­ ritu de esa revolución, la gran máxima del mismo, que nosotros debemos ejecutar y extender a partir de nuestras propias fuer­ zas y libertad; pero, desde un punto de vista teórico, y por muy importante que parezca, sólo es una parte, una rama, un modo de expresión del fenómeno entre los fenómenos: la pugna de la humanidad por hallar su centro. Como las cosas, tiene que quedarse detenida, hundirse o rejuvenecer. ¿Qué puede ser más probable y qué no puede esperarse de esta era de rejuveneci­ miento? (314). Olvidemos nuestro miedo y dejémonos llevar un instante en alas de esta visión, sin enturbiar nuestro entusiasmo con una mala con­ ciencia. No hay motivo alguno para que nos sintamos incómodos (a pesar de toda una serie de recuerdos históricos entre los que predo­ minan los de tipo catastrófico): Schlegel no desarrolla ninguna utopía de corte nacional, sino, como Schelling, Marx, y antes Lessing en sus Diálogos Francmasones, la imagen de una mitología supranacionai y universal, que no quiere enriquecer y completar sólo los pro­ ductos de la poesía alemana con los «tesoros de Oriente» y de la «Antigüedad», así como con «el nuevo manantial de poesía» que bro­ ta de «la India» (319), sino también los de la poesía europea; es de­ cir, se trata de un florilegio cultural internacional, frente al cual «tal vez el rayo de pasión meridional que ahora nos parece tan atractivo en la poesía española, nos volverá a parecer bien débil y bien occi­ dental» (320). Así pues, Schlegel pasa por encima de las fronteras nacionales y hasta europeas con más decisión y atrevimiento que el propio Novalis: la Nueva Mitología no sólo debe contribuir a lograr la síntesis nacional de un único pueblo, sino que debe reunir a la «humanidad» en torno a una nueva Jerusalén que sirva de «centro». Pero esta unión precisa de la poesía, pues ella es la única que puede realizar, es decir, comunicar, la red de pensamientos del Idealismo. Sólo existe la garantía de «una comunicación universal» (1. c., 315), cuando las ideas pueden volverse inmediatamente sensibles, como ocurre en una lengua; en este contexto les recuerdo la frase de Sche­ lling, citada con énfasis por Marx en su tesis doctoral, y que pertene­ ce al ámbito de la Nueva Mitología: «Es un crimen de lesa humani­ dad ocultar principios que son umversalmente comunicables» (SW 1/1, 341). 213

Lo único sospechoso es lo esotérico, lo no umversalmente comu­ nicable, pero esto no florece en el suelo del Romanticismo, sino en el de la Ilustración, cuyo concepto puramente analítico de universali­ dad «disgrega» a la humanidad y opera sobre los sistemas de comu­ nicación de los hombres a la manera de un nuevo caos babilónico. A partir de este momento la voz de la poesía perdió su efecto y se «quebró»: resultante de una separación respecto a la idea universalizadora de divinidad, pierde la posibilidad de legitimar una nueva sín­ tesis social. Schelling dice (y de nuevo nos parece estar oyendo a Schlegel) que a la «ciencia analítica» le falta «el eslabón central» que posibilitaría su «vuelta» a la idea de absoluto (SW 1/3, 629), esto es, a «la intuición de la identidad absoluta dentro de la totalidad ob­ jetiva» (1/2, 73). Este eslabón sólo ha existido bajo la forma de «la mitología (...)», bajo otras condiciones, «antes de que ocurriera esta separación que ahora parece irremediable». Mientras la ciencia ana­ lítica siga siendo la base de la opinión pública burguesa, no podrá llegar a darse el «nuevo», y al mismo tiempo «último desarrollo», de una «religión» cuyo efecto principal consistiría en «reunir a los hom­ bres {en torno a unaj intuición universal» (1. c.). Pues bien, si ahora hacemos memoria y recordamos la explica­ ción que propone Ulrich Gaier (basándose en las teorías y la poesía de Hólderlin) de la estructura substancialista y polar del mito, según la cual éste legitima un suceso histórico o cultural refiriéndolo a un fundamento divino que ha sido presentado como anterior, nos dare­ mos cuenta de que este esquema no corresponde exactamente con lo que los románticos entendieron bajo el nombre de (nuevo) mito. En efecto, ellos no plantean ni suponen ningún fundamento a partir del cual pueda desarrollarse el mito, sino que el relato mítico se ex­ tiende desde lo actualmente existente hacia un futuro que es el único capaz de fundamentar eso existente.15 (hasta que) el dios, el Espíritu, que reina sin palabras e ignorado, mientras dispone el porvenir, en las palabras de los hombres un hermoso día vuelva a nombrarse, como antaño, por su nombre (.Ermunterung, I a versión, StA II, 34, v. 25-28).

15. Vid. U. Gaier, en relación con Hólderlin, L e ., 328: La anterior referencia del mito al pasado «aparece ahora ai lado de una estructura funcional, la tendencia dualista de futuro, tal y como se manifiesta en el mito del futuro día de los dioses {y también, ciertamente, en la esperanza en una futura edad dorada frecuente en la época de Goethe)».

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Así las cosas, todo mito moderno se encuentra afectado por el destino de la era analítica: habla sin un fundamento trascendente y no puede desprenderse de un halo de irrealidad, de un no sé qué hipotético y un carácter preparatorio, tal como dice Friedrich Schle­ gel hablando de su filosofía: su punto de partida no es un absoluto ya probado, sino que, lo único que intenta, es que la existencia de éste se torne cada vez más «verosímil» en lo sucesivo (KA XII, 328). «El propio absoluto es indemostrable» (KA XVIII, 512, n° 71). En estas condiciones, «la filosofía tiene que comenzar por el medio, como la poesía épica, y resulta imposible irla presentando parte tras parte de tal manera que la primera de ellas quede ya de entrada perfecta­ mente fundamentada y explicada» (1. c., 329, n° 55; vid. 298, n° 1242). Por otra parte, la búsqueda de un fundamento absoluto tam­ poco es tan absurda, porque, como dice el Discurso sobre la Mitolo­ gía, existen signos y señales que presagian la venida de un absoluto: nos referimos a las formaciones sintéticas de la naturaleza y de la historia, que ya ponen en duda el poder omnímodo del análisis y apelan a un principio de unión, perfectamente exigible aunque no pueda ser representado como tal. Así surge un movimiento inverso del mito (respecto a la clásica estructura polar) que, partiendo de la finitud, pretende encontrar su legitimación en el futuro: «La impo­ sibilidad de alcanzar positivamente lo supremo por medio de la refle­ xión» dice Schlegel, «conduce a la alegoría, esto es a la (mitología y) las artes plásticas» (KA XIX, 25, n° 227; vid. 5, n° 26). Resu­ miendo: conduce a lo imaginario. Por lo tanto, sólo tenemos una cer­ teza indirecta, inadecuada («alegórica»), esto es, no «positiva», de lo supremo: Dios, «la síntesis de la naturaleza y la humanidad, sigue siendo la gran incógnita, lo eternamente inalcanzable» (KA XVIII, 377, n° 686), aquel cuya «imagen» podemos sin embargo proyectar de inmediato con ayuda de la imaginación, esto es, de manera alegó­ rica, espiritual y sensible (KA XII, 39).16 Se trata del bosquejo de una mitología del futuro, de un «fundamento» que se ha tornado ve­ rosímil, pero aún no ha sido revelado. Utopía quiere decir, si lo tradu­ cimos literalmente, no-lugar, ausencia de lugar (u topos). En este sen­ tido, el llamamiento al «antaño» mítico (en su sentido indeterminado pretérito o futuro), a la «edad dorada», fue siempre utópico. Es por eso por lo que muchos lo han considerado como una criatura del pensamiento inmaduro, o al menos irreal, de ios que lo expresan. Pero si, desde luego, la edad dorada tiene la desventaja de que no existe, sin embargo también goza por eso de la apreciabilísima ven­

16. U. Gaier, 1. c., 328 ss., esp. 321, 333, muestra muy claramente cómo Hólderlin llega a la misma conclusión en el marco de sus. reflexiones teóricas sobre el arte.

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taja de no haber estado sometida al desgaste del tiempo en el trans­ curso de la historia {vid. KA II, 205-6). Tampoco se reflexiona lo suficiente sobre el hecho de que lo no-existente es más que suficiente para servir de fundamento de una ética con validez universal: aquello que deba ser, de todos modos nunca se da, sino que siempre queda por hacer. Así entendida, la utopía romántica no tiene nada de «irreal»; sería más acertado tachar de inmorales a los que claman por el realismo. Pero existe otra dificultad, esta vez de carácter más pragmático; se trata del enigma de «cómo puede surgir por sí misma (...) una mitología que no sea el resultado de la invención de un poeta singu­ lar, sino de un nuevo linaje que, por así decir, actúe como un único poeta. La solución a este problema sólo puede esperarse de los desti­ nos futuros del mundo y del transcurso ulterior de la historia» (Sche­ lling, SW 1/3, 629).17

17. En b s años 1799-1800 Schelling hace la siguiente anotación a este pasaje: «El posterior desarrollo de este pensamiento condene un tratado sobre mitología, ela­ borado hace ya varios años, que espero ha de aparecer en breve» (1. e.). ¿Se refiere Schelling a un ensayo compuesto en relación con el Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemání

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Octava lección

No cabe duda de que Schelling tiene mucha razón cuando remite la solución del problema de la fundación de la Nueva Mitología a la historia venidera de la humanidad, pero esto no impide que, como es lógico, quémanos saber qué perspectivas hay de solución. La ideas románticas acerca de una Nueva Mitología se encon­ traban alrededor de 1800 tan sumidas en lo programático, eran toda­ vía tan abstractas, que nadie se atrevería a determinar bajo qué for­ ma concreta esperaba aquella generación el retorno de un «simbolismo universal». La dificultad que aquí se encierra podría resumirse en una pre­ gunta: ¿De dónde se puede sacar una materia que, desde el punto de vista social, sea tan prospectiva como también ya popular en el momento de su elaboración poética? Se perfila aquí un pequeño círculo vicioso: por una parte, el anuncio de «una Nueva Mitología» presupone que ya se ha consegui­ do la reunión de la humanidad en una asociación universal (por usar un concepto del socialismo romántico francés); en efecto, sólo cuan­ do una «totalidad ética» fundamentada como un individuo, cuando un «pueblo» (como en Marx) habla con una sola voz, puede su poesía convertirse en mito. Por otra parte, la Nueva Mitología debe crear primero las condiciones para que se constituya esta clase de humanidad. Este es un problema al que algunas décadas más tarde Richard Wagner dedicó largas y profundas reflexiones: «¿Puede el arte cultu­ ral», escribe Wagner, «penetrar en la vida desde su punto de partida abstracto, o no será más bien la vida la que deba penetrar en el arte —crear el arte que sólo a ella le corresponde a partir de sí mis­ ma, sumirse en él— en lugar de ser el arte (entendámonos: el arte cultural o cultivado, surgido fuera de la vida) el que crea la vida a partir de sí mismo y se sume en ella?» (R. W. Sarntliche Schiifien und Dichtungen [cit.: SSD], Volks-Ausgabe, Leipzig, sin año, sexta 217

edición, III, 161). Con otra formulación diferente la pregunta reza así: «¿Quién será entonces el artista del futuro? ¿Quién el poeta? ¿El actor? ¿El músico? ¿El escultor? Digámoslo en pocas palabras: el pueblo. Ese mismo pueblo al que incluso hoy le debemos la única auténtica obra de arte que vive en nuestro recuerdo y que sólo he­ mos sabido imitar desmañadamente, esto es, al que debemos el arte en general» (1. c., 169-70). En una palabra: el arte sólo puede renacer como mito cuando su creador es el propio pueblo y no un productor de cultura alejado del pueblo. Claro que no hay que entenderlo en el sentido literal de las palabras, sino en el sentido en que Schelling hablaba del mito como materia del arte: el arte precisa de una materia ya organizada de la que poder extraer sus modelos. No hace falta la labia «románti­ ca» para sostener que el mito es una creación del pueblo, puesto que comparte la universalidad y comunicabilidad de un lenguaje (como también dice Marx en Grundrisse 30 s.) En mi opinión, es sobre esta reflexión sobre la que se basa la esforzada búsqueda de los románti­ cos (y anteriormente de los escritores del Sturm und Drang) de un «acerbo popular» poético: la renovación de los cuentos populares lle­ vada a cabo por Tieck y los hermanos Grimm, los relatos y mitos populares de Herder, el empleo de Arnim y Brentano de la canción popular, el nuevo carácter popular y la sencillez de los Lieder de Eichendorff, etc., son serios intentos de buscar una materia comuni­ cable para la nueva literatura. Pero esta búsqueda es más el testimo­ nio de la existencia de un dilema que su solución: la Nueva Mitología se ve obligada a extraer su potencial innovador recurriendo a la anti­ gua mitología. Este es un rasgo común a toda la literatura de inspira­ ción mitológica de la Modernidad, ya se trate de Richard Wagner, James Joyce, Hans Henny Jahnns, Stefan George, Hermann Broch o Thomas Mann, pues todos ellos extraen del pasado la materia para la «obra de arte del porvenir». Y todo parece indicar que el fracaso que se encierra hasta en la literatura moderna a la hora de una remitificación de la poesía, se debe a la perduración de la constelación histórica de la que brotó por vez primera la idea de una «Nueva Mito­ logía». Aquí es donde se fundamenta ese touch tradicionaiista que vin­ culamos, no sin razón, al recuerdo del Romanticismo: primero la An­ tigüedad clásica, después la Edad Media (tardía) y finalmente la glo­ rificación pequeñoburguesa de una sociedad artesanal preindustrial de la que proceden, efectivamente, muchos de los Lieder populares del ciclo de Brentano titulado el Knabe Wunderhom. Se trata de dife­ rentes formas de rendir pleitesía a una forma de anti-capitalismo/antiindustrialismo premoderno y conservadurista y que, como ya sabe­ mos, no ha tenido precisamente una historia muy gloriosa. Verdade­ 218

ramente, se puede uno preguntar si la utopía cosmopolita de una Nueva Mitología no se limitó finalmente a mantener relaciones imaginarías únicamente con el pasado y si no se le podría aplicar a la crítica que le hace la poesía a la falta de fundamento de la colectividad burguesa lo que Scheiling llamaba «impotente alabanza de los tiem­ pos pasados (y) débil crítica del presente» (WA II). Siempre permanecerá el rastro de una duda. En todo caso, no se puede negar que aunque Friedrich Schlegel se da perfecta cuenta del peligro, se niega a aceptar una fatalidad inexorable: no puede haber un retomo al antiguo estado de cosas, dice, porque era lamen­ table. Pero mediante la comparación con la indignidad del pasado tampoco queda justificado el presente, tal y como da a entender con demasiada precipitación la razón analítica. En consecuencia, en un momento en que no se divisan modelos históricos que puedan servir de orientación para el futuro, la fantasía utópica deberá guiarse du­ rante algún tiempo por los modelos «primitivos y más antiguos» (KA III, 89), en lugar de por el modelo de la Antigüedad clásica —como dice Schlegel—: la edad dorada tiene la desventaja de no existir, pero precisamente por ello también tiene la inapreciable ventaja de no ha­ berse visto sometida al desgaste de la historia (KA III, 205-6; frag­ mento de Wilheim). Los extremos de la evolución histórica no son siempre más que sus puntos de inflexión, de inversión: después de un golpe de péndulo en la direción del enajenamiento de la razón analítica, la verdad relativa del momento sintético toma el relevo. A fín de poner un poco en entredicho el automatismo con que siempre se asocia actualmente Romanticismo y reaccionarismo, voy a hacer un pequeño excurso acerca de un hecho muy poco conocido. Se trata en concreto de que el temprano socialismo francés Le socialisme romantique, como lo llama D. O. Evans1, también lamentó en su momento la pérdida de legitimación de las sociedades incipiente­ mente capitalistas —en parte siguiendo de manera consciente la tra­ dición de Scheiling y el Romanticismo alemán— utilizando unos giros que se inspiraban en la semántica del feudalismo (vid. también Marx, MEW I, 233, 3). (Desde esta perspectiva existen estrechos puntos de contacto por ejemplo entre Franz Baader, Félicité de Lamennais o Fierre Leroux en lo tocante a la crítica contra el establecimiento de la libertad de profesión, el fetichismo del dinero o el postulado de la libertad de be­ neficios, tal y como los gremios de la época habían contribuido a asegurar, etc., etc.)

1. Le Socialisme romantique. Pierre Leroux et ses contemporains, París 1948.

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No es sólo la exigencia de tipo revolucionario-cultural de una Nueva Mitología y un évangile étemel —esto es, la idea de la necesi­ dad de una fundamentación religiosa de la sociedad— la que pervive entre estos teóricos. También confiesan abiertamente su adhesión al espíritu sintético de la Edad Media cristiana como instancia correcti­ va complementaria contra el antagonismo, el egoísmo y el mecanicis­ mo de la sociedad burguesa de la libre competencia. El Discurso a los filósofos de Leroux es simplemente un desarro­ llo de las tesis del discurso Europa de Novalis, con la intención «no de pintar [por ejemplo] una imagen amable, y por consiguiente falsa, de la Edad Media (en: Frits Kool y Werner Krause, Die frühen Sozialisten, voi. I, Munich 1977, 281), sino de fundamentar la association universelle del futuro como reunión dialéctica del com­ ponente sintético y el analítico, del feudal y del burgués (P. Leroux, Cours d’économie politique, fait á l’Athénée de Marseille par M. Jules Leroux, en: Revue encyclopédique, octubre-diciembre 1833, tomo IX, 94-117). El propio Henri de Saint-Simon quería que se entendiera en este sentido su dedicación a la Edad Media y logró convencer de ello a sus discípulos (Le nouveau christianisrne et les écrits sur la reli­ gióni, escogidos y presentados por Henri Desroche, París 1969, 8). «En nuestro tratamiento del EGOÍSMO», escribe por ejemplo el autor de la primera sesión de la Exposition de la Doctrine de St. Simón (primer año, = 1329, nueva edición, publicada con introducción y notas por C. Bouglé et Elie Halévy, París 1924) «hemos puesto el dedo en la llaga más profunda de la sociedad moderna; el egoísmo reina soberano tanto en las naciones como en los individuos. En la Edad Media, por el contrario, se vio más de una vez levantarse a los pueblos de Europa animados por un solo espíritu gracias al vín­ culo religioso y caminar en dirección de una meta común desdeñan­ do sus enemistades nacionales» (148-9). O también: «Tenemos que rehabilitar el sentimiento religioso y las variadas instituciones en las que se arropa y a las que sostiene, mostrando la influencia que ha tenido durante periodos de tiempo más o menos largos sobre la marcha de la evolución de la humani­ dad en dirección hacia una asociación universal» (103), esto es, so­ bre la concepción de la sociedad socialista, la imagen opuesta de una «agregation de individuos sin ningún vínculo, sin relación ni otro móvil para sus actos fuera de los impulsos del egoísmo» (340). La «polémica contra la irreligiosidad de nuestra era sólo tiene funda­ mento si se entiende simplemente como una negación de todo conte­ nido de fe del pasado; por el contrario, (se convierte) en una triste y absurda blasfemia cuando pretende reinar sobre el futuro, pues de esta manera perdería el legado del entusiasmo, la poesía, el amor, 220

en una palabra, todo aquello que VINCULA el hombre al hombre, a la sociedad, al mundo entero que le rodea» (103). Para los seguidores de Saint-Simon la cuestión del futuro del género humano se plantea de la siguiente manera: «¿TIENE LA HUMA­ NIDAD UN PORVENIR RELIGIOSO?» (102). Al renunciar a la religión y a la trascendencia, sostiene Leroux, frente a los socialistas ateos, un movimiento revolucionario reniega de su propio motor interno, esto es, de la fe en su propio futuro y, quiéralo o no, acaba aceptando un determinado estado de la sociedad y la humanidad que según él ningún ideal puede ya superar (vid, Mat., 433 ss., 38 s.). En la búsqueda de inspiración religiosa de la edad dorada, la poesía sigue siendo la imprescindible «brújula de la libertad» (NS II, 290). La poesía no ha servido a modo de varita mágica para satis­ facer solamente las aspiraciones «románticas», sino también los de­ seos de emancipación, como lo demuestra todavía hoy el hecho de que la teoría crítica de la sociedad haya actuado sobre todo en cali­ dad de teoría estética. En la irrealidad de la poesía se cobijan las fantasías de felicidad desdeñadas por la sociedad realmente existen­ te: en todo el siglo XIX y a comienzos del XX, la poesía emprende la tarea de compensar esa pérdida de lo maravilloso y del aura de lo sagrado ligada a la muerte de Dios. El conjunto del simbolismo puede comprenderse como un único y poderoso esfuerzo por salvar el elemento sagrado, bajo las condiciones de un universal desencan­ tamiento, gracias a la obra de arte. Después de todo, como decía el propio Saint-Simon, la poesía no [se alimenta] de las provisiones de esta o aquella época, sino directamente del «tesoro de la edad dora­ da, a fin de enriquecer con él a las generaciones futuras» (Le nouveau christianisme, 1. c,, 131, vid, 139-40). «Nuestros hijos», añade, «tal vez se imaginen que tienen fantasías prospectivas, pero en reali­ dad sólo tendrán reminiscencias» (1. c,, 44). Esta no es una frase cínica (aunque pueda sonarle así de entra­ da a quien todavía sigue buscando su salvación al margen de las tra­ diciones y concibe el progreso como la negación de los orígenes). Saint-Simon distingue entre «fiestas de dos tipos: las fiestas de la es­ peranza y las fiestas del recuerdo» (1. c., 137); las primeras ofrecen a la sociedad antagónica la perspectiva de una asociación universal por medio del «entusiasmo». Sus portavoces serán los artistas: «Apa­ sionarán a la sociedad» (131). Las segundas «hacen sentir a los miem­ bros de la sociedad que, muy pronto, todos podrán participar de los placeres que hasta ese momento sólo estaban a disposición (a l’apanage) de una clase muy restringida; (...) en una palabra, los artistas podrán desarrollar la parte poética del nuevo sistema» (1. c., 131). Así pues, —en la concepción del propio Saint-Simon— la poesía tiene un claro carácter anticipatorio (por eso llama al arte la «ética y

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del futuro»). Los medios para establecer una nueva sociedad ya están dados: lo único que falta es una nueva voluntad. Así se explica el principio de que sea de todo punto necesario un arte —ligado a una nueva religión o a un «nuevo cristianismo»— para conseguir que los científicos [savants) y empresarios (industriéis) también deseen reali­ zar esa meta, ya perceptible en el arte, con los medios existentes: Que las bellas artes, gracias al poder de la fantasía de que dis­ ponen, ejerzan sobre la masa general la suficiente influencia para lograr que ésta les siga irrevocablemente en esa dirección y apoye a sus maestros naturales en este gran trabajo de colabo­ ración. ¡Ojalá los artistas trasladen al futuro el paraíso terrestre, ojalá lo presenten como lo que debe de ser en realidad: el resulta­ do del establecimiento de una nueva sociedad! ¡Y esta sociedad se constituirá! (139/40). Pero los artistas no pueden anticipar una clase de la humanidad si no se amparan en la autoridad de una ética absolutamente universalizable. Este es el punto de vista de Saint-Simon en su utopía de una «nueva religión» y un «nuevo cristianismo»: «la moral más univer­ sal, la moral divina, debe convertirse en esta moral única: es una consecuencia de su esencia y su origen» (147). En el diálogo que establece Saint-Simon entre un conservador (conservateur) y un inno­ vador (novateur) es el innovador el que dice lo siguiente: El cristianismo se convertirá en la religión universal y única. (...) Pues habrá de crearse la doctrina verdadera del cristianis­ mo, es decir, la más universalizable, la que pueda derivarse del principio fundamental de la moral divina; y en cuanto se haya hecho esto, desaparecerán todas las diferencias que existían hasta entonces entre las distintas opciones religiosas. (...) [Este princi­ pio fundamental reza así:] todos los hombres deben ser y compor­ tarse con los demás hombres corno hermanos y hermanas. Esto inducirá a todas las instituciones, sean del tipo que sean, a aumentar el bienestar de las clases más pobres de la sociedad (146-7). En esto consiste la utopía socialista, que el innovador compara con el mesianismo judaico: en que sólo se podrá afirmar que verda­ deramente ha venido el salvador cuando el principio universal de la moral divina, la sociedad supranacional sin clases, haya sido creada (147-8). El antiguo cristianismo no basta para lograr esto: se ha con­ vertido en una mitología parcial y ha estado al servicio de la legitima­ 222

ción del poderío de una clase. Pero éste es el único aspecto oprobio­ so de la religión y no que una sociedad tenga que legitimar su orden por medio de una moral universal: sin una «nueva religión», la con­ vicción de que «la mejora más rápida posible de la suerte de la clase más pobre» es el mandato más imperioso del momento (1. c., 149) no arraigará en los corazones de los miembros de la sociedad con la fuerza de una obligación universal. Dicho de otra manera: los hom­ bres no se sentirán obligados moralmente a hacerlo (todo lo más se sentirán obligados por la autoridad del Estado). Ahora bien, sobre la imposición no puede fundarse ninguna comunidad en la que sus miembros —casi con las palabras de Novalis— sean como hermanos y hermanas. Mientras no se realiza efectivamente, la moral universal, la «loi divine», tiene su morada en el arte. También él debe ser universal, esto es, tiene que desarrollar un simbolismo universal. Hasta ahora, el arte se veía obligado a la desmembración y no hablaba para todos ni a todos: «Era una estética de clase» (39). La estética del futuro —el famoso artículo de Wagner conecta con este título— será una «estética universal». Alcanzará su universalidad cuando vuelva a revi­ vir en las grandes liturgias sociales: las fiestas de la esperanza y del recuerdo, que se llevarán a cabo para celebrar la metamorfosis del planeta en un reino de felicidad (cité du bonheur), esto es, se celebra­ rán cuando la propia felicidad se haya vuelto universal. El nuevo cris­ tianismo será al mismo tiempo este universal entusiasmo, esta moral universal y esta estética nuevamente universal» (39-40). En una pala­ bra: él nuevo cristianismo será la fuente de inspiración de un simbo­ lismo que de nuevo se habrá vuelto universal; en su metamorfosis socialista seguirá las huellas de aquella idea romántica de una Nueva Mitología,2

2. Otro intento de fundamentar el socialismo a partir de la ética de los Evange­ lios fue el de Píerre Leroux. Vid. L’économie politique el Vevangile, en: Reme súdale. París, febrero 1846. La similitud argumentativa entre el socialismo religioso y el con­ servadurismo religioso (en su común postura anticapitalista) puede verse claramente en la siguiente cita extraída de! ensayo de Baader líber den Evolutionisrnus und Revolutionhmus (1834): «El egoísmo y separatismo de los ricos y poderosos en relación con los pobres e impotentes —que debido a la desaparición de tocia convicción cristia­ na han vuelto a fortalecerse y ser sancionados en la misma proporción en los últimos tiempos por la jurisprudencia pagana— fueron precisamente los que, debido al cese de todo vínculo de pertenencia y al dominio de la 'argirocracia7 ]/V. de los T.: el poder del dinero], así como al famoso reparto industrial del trabajo, que ha traído consigo la mayor concentración dei beneficio, no han hecho en ios últimos tiempos sino empeo­ rar cada vez más el estado de los proletarios, hasta volverse francamente insoportable cuando irrumpe ja completa falta de religiosidad; por eso no es de extrañar que estos proletarios (...) hayan acabado haciendo valer contra vosotros ese sagrado derecho a la insurrección que vosotros defendisteis doctrinariamente ¡contra el espíritu del amor]»

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Probablemente donde aparece con más relieve esta continuidad es en los escritos de Pierre Leroux, a quien se ha atribuido el conoci­ miento más intenso de la filosofía y literatura del Romanticismo y el Idealismo alemán. Su Discurso a los filósofos de 1831, publicado por vez primera en la Revue encyclopédique (cuaderno de agosto), puede caracterizarse como una reinterpretación socialista del discur­ so Europa de Novalis. También Leroux ensalza la Edad Media como una época dichosa en la que existía una perfecta transparencia entre el orden político y el orden religioso: «Y esta creencia se manifiesta en todo lo que la poesía, esto es, la representación sensible, crea para la vista y el oído: las catedrales, las pinturas, los poemas épicos. De esta manera, todo el ser del hombre se encontraba colmado. To­ dos los problemas que se presentaban a su espíritu tenían solución, todas las enfermedades de su alma encontraban remedio» (Kool/Krause [editores], Die friihen Sozialisten, I, 281). Por otra parte, continúa Leroux, no sería lícito transfigurar y ensalzar la Edad Media, porque hacerlo equivaldría a encubrir «el horrible padecimiento de la huma­ nidad en esta época». Pero el discurso acerca de la interrelación en­ tre política y religión no pretende elogiar la Edad Media, sino simple­ mente observar que la religión es la única que expresa los deseos de felicidad de una sociedad, o lo que es lo mismo, que es la única que los hace universalmente comunicables y de esta manera estable­ ce una meta hacia la que la sociedad se dirige como hacia un valor universalmente admitido y cuya irrealidad es sólo temporal. «La es­ peranza es el hecho mismo (...) de plantear mi fin como algo que hay que realizar»* (Jean Paul Sartre, Vespoir, maintenant..., en: Ix Nouvel Observateur> n° 800, 10-16 marzo 1980, 19). Dicho de otro modo: una sociedad sin religión perdería el único lenguaje con el

{Schriften zar Geselhckaftspkilosophie, 1. c., 304-5). Vid. i. c., 327 (Über das dermalige Missverhdltrüs der Vemiogenslosen oder Proletairs zu den Vermogem besitzenderi. Klassen der S o z i e t ü t 1835): «También se puede decir (...) que ios hombres han cambiado aquel antiguo servilismo de la tierra que les convertía (en tanto que glebae adscñpti) en siervos de la gleba, por un servilismo peor, más duro y casi plutónico al dinero, que les convierte en esclavos del misino. Debido a esto, la sociedad se ha alejado aún más del espíritu del cristianismo, entendido como ese esprit d'amour el d ’honneur que no desea que el hombre caiga en poder del hombre, ya sea debido a la tierra o al poder aún más inhumano del dinero. Poique, en efecto, el mero intercambio de dinero separa todavía más a los hombres que el trueque natural (del mismo modo en que el primero fel purismo del dinero] ha alejado a los gobernados de los gober­ nantes y ios ha convertido en extraños entre sí, en la misma medida en que estaban separados los que trabajaban la tierra y ios señores), pero lo que no hace el dinero es establecer entre ellos una relación de libertad, porque la libertad no consiste en estar atado o desatado materialmente de los otros». * /V. de los T.: En francés en el original.

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que puede hablar de trascendencia y perdería la fe en su legitimi­ dad, entendida como norma supraindividual: Por lo tanto no separéis la religión de la sociedad. Eso sería como si le separarais a un hombre la cabeza del cuerpo y lue­ go, al enseñarme el cadáver me dijerais: esto es un hombre. La sociedad sin religión es una pura abstracción que vosotros creáis; es una quimera absurda que nunca ha existido en la reaHdad. El pensamiento humano es indivisible y es al mismo tiempo social y religioso, es decir, tiene dos aspectos que se corresponden y generan mutuamente. A esta tierra le corres­ ponde este cielo y viceversa: a partir de este cielo dado surge esta tierra. Esta verdad podría demostrarse tanto en el periodo cristia­ no como en el resto de los estadios de la evolución de la huma­ nidad. A la vista de lo que hoy ocurre tal vez estemos inclinados a dudarlo, como si el actual estado no fuera, por el contrario, la prueba más evidente de que no existe sociedad sin religión. Preguntáis que dónde está hoy la religión y yo os pregunto que dónde está hoy la sociedad. ¿No veis que el orden social está tan destruido como el orden religioso? La caída del uno sucede a la caída del otro. Una vez más os digo que el edificio del hombre es al mismo tiempo cielo y tierra que surgen, sobrevi­ ven y caen al mismo tiempo (P. Leroux, 1. c., 283/4). Así pues, a una sociedad no religiosa le faltan dos cosas: por una parte, si la sociedad priva a eso utópico que «debería ser» de su carácter imperativo frente a lo que ya es, frente a lo existente, no le quedará más remedio que adaptarse a lo existente tal como es, es decir, caerá en la desesperanza. Lo ya existente no guarda en sí mismo ni la menor posibilidad de justificación o legitimación; sólo puede alcanzarlas por medio de una «esperanza» capaz de trascen­ derlo y esto quiere decir que «no puedo emprender ninguna acción sin apostar por su realización efectiva» (Sartre, U e s p o ír ,56): pero esta manera de apostar por algo siempre mantiene el carácter de una opción que no se puede justificar desde un punto de vista teórico y que se podría denominar, como lo hicieron Rousseau y Kant, la opción religiosa.3 Por otra parte, a una sociedad no religiosa tam­ bién le falta el vínculo que constituye en verdadero grupo a los

3. Vid. Dieter I-Ienrich, «Rousseau und Kants Moraltheologie», (= 1. Cap. ciel artículo HLstoiiscke Voraussetzungen von Hegeh System}, en: Hegel irn Kontext, Ffm. 1971, 44 ss.

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miembros de la misma desde su conjunto de individualidades singu­ lares: se trata del vínculo de la fraternidad. Aunque reclamarlo pue­ de parecer innecesario desde un punto de vista funcional, es una exigencia moral. Pero bajo «moral» se entiende en este contexto un estado de cosas en el que «cada conciencia (...) tiene una dimensión de obligación (...). Según yo entiendo, esto quiere decir que en cada momento en que tengo conciencia de algo, sea lo que sea, y hago algo, sea lo que sea, se puede percibir una suerte de exigencia que aspira a sobrepasar lo real y que determina que la acción que yo deseo hacer encierre en sí misma una especie de imperativo interno propio que es una dimensión de mi conciencia» (1. c., 59). Esta di­ mensión remite a la presencia interna del prójimo y los demás hom­ bres en el interior de mi conciencia: «Y así, cada conciencia se me aparece, por una parte, como constituida por sí misma qua concien­ cia, y al mismo tiempo, como conciencia del otro y conciencia para el otro. Y precisamente es este estado de cosas —el hecho de que ese ‘uno mismo* se perciba como ‘uno mismo para el otro’ y por lo tanto como referido al otro (...)—, el que yo denomino conciencia moral (...): es la dependencia de cada individuo respecto a todos los demás» (1. c., 60). Así, si preguntáramos retóricamente en dónde se encontraría entonces en la sociedad moderna una dimensión univer­ salmente imperativa de este tipo, no estaríamos condenando la reli­ gión, sino la sociedad, en la que se ha vuelto de hecho indemostrable la existencia de una dimensión de ese tipo (para sobrevivir única­ mente bajo la forma de una nostalgia mítica): Preguntáis que dónde está hoy la religión y yo os pregunto que dónde está hoy la sociedad. ¿No veis que el orden social está tan destruido como el orden religioso? De manera diferente, pero sin embargo comparable, Richard Wagner reflejó estéticamente la pérdida de los vínculos imperativos en las relaciones sociales; aunque ya había pasado medio siglo desde la época del Romanticismo temprano, Wagner es contemporáneo del socialismo romántico francés. La primera frase de su ensayo tardío sobre Religión y Arte es un apretado resumen de las primeras ideas románticas acerca de la religión del arte en un mundo burgués que ha perdido todos sus vínculos: Se podría decir que allí donde la religión se ha vuelto artificial, al arte le ha quedado reservada la tarea de salvar su núcleo: para ello, comprende el valor figurativo de los símbolos míticos, que la religión quiere que se tomen como auténticamente ver­ daderos, a fin de poder reconocer la verdad profunda escondi­ 226

da en ellos por medio de una representación ideal de ios mis­ mos (SSD X, 211). Al contrario de Nietzsche, que abandonará toda dimensión so­ cial (equiparándola con el «rebaño») y que, como los representantes del art pour Vart (que le toman prestado este lema), sólo contempla una justificación estética de la «existencia» abstracta, Wagner se asienta sobre un terreno discutible desde un punto de vista histórico o filoló­ gico, pero que en sí mismo es una consecuente y desarrollada genea­ logía de la pérdida de vínculos de la sociedad humana desde la Anti­ güedad: la esperanza de la humanidad de librarse de una total «desmembración» (SSD III, 63) de sus fuerzas esenciales en multi­ tud de competencias y prácticas singulares especializadas (así se dice en Kunstwerk der Zukunft [La obra de arte del Futuro]), se alimenta del recuerdo de una época anterior en que la humanidad estaba uni­ da y podía contemplar una representación íntegra de sí misma en la celebración cúltica de un acto poético (un drómenon, un drama en sentido clásico). Así como los individuos separados llevan a cabo su síntesis social —que hace de ellos una «comunidad del pueblo»— gracias a la comunidad de su fe4 («Siempre que el mito y la religión han inspirado la fe viva de un pueblo, el lazo de unión especialmente vinculante del mismo siempre se ha encontrado precisamente en este mito y esta religión» [1. c., 131]), así también expresan la conciencia de este consenso social justificado axiomáticamente a través de la «celebración religiosa elevada a obra de arte» (132). Ya sabemos (desde Feuerbach, a quien Wagner, reconocido, dedicó su escrito) lo que sucedió después: en el transcurso de la historia occidental el espíritu

4. Ekklesia (iglesia) significa originariamente tanto como conuocatio, reunión del pueblo. En tanto que traducción de! hebreo Kahal también significa una comunidad de culto, una reunión «consagrada», A este respecto quiero recordarles la definición que hace Emile Durkheiro de religión e iglesia: «Una religión es un sistema solidario de convicciones y prácticas que remiten a cosas, convicciones y prácticas sagradas, es decir, a cosas particularizadas y tabú, que reúnen en una misma y única comunidad moral, que llamamos iglesia, a todos los que pertenecen a ella. El segundo elemento de nuestra definición es tan importante como el primero, pues cuando indicamos que no se puede separar la idea de religión de la idea de iglesia, es fácil adivinar que la religión es un asunto esencialmente colectivo» (Die elementaren Formen des religiósen Lebens, Ffm, 1981, 75). Esta definición presenta la gran ventaja de que sitúa ei ele­ mento social de cada religión bajo el título (muy general) de «iglesia», con el fin de poder derivar de la estructura de solidaridad de la comunidad religiosa esa extraña forma de obligación y vinculación encerrada en la invocación de lo sagrado: «Los individuos de este grupo se sienten ligados entre sí (...) sólo porque tienen una fe común. Una sociedad cuyos miembros están unidos porque se imaginan de la misma manera el mundo sagrado y sus relaciones con el mundo profano y porque traducen estas representaciones comunes a un mismo tipo de prácticas, es lo que denominamos Iglesia. Pues bien, en la historia no encontramos ninguna religión sin Iglesia» (1. c., 70/1).

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analítico ha ido a caer, sobre el brillo floreciente del espíritu sintéti­ co, como una especie de escarcha y ha producido el «hombre egoís­ ta, absoluto, individual», el hombre que se ha «desatado del hermoso vínculo de la comunidad» (133). «El periodo que va desde este mo­ mento hasta nuestros días es por eso la historia del absoluto egoísmo y el final de este periodo será la redención por medio del comunis­ mo» (134). Y mientras «las celebraciones verdaderamente religiosas de los templos, que han perdurado en la tradición (...), han ido per­ diendo [más y más) su intimismo y su verdad, hasta el punto de con­ vertirse en ceremonias tradicionales sin ningún pensamiento, [su] nú­ cleo [sólo] ha subsistido en la obra de arte» (132), de modo que ha sobrevivido una especie de memento del hombre integral y por eso se han podido salvar las esperanzas más profundas de que éste vuel­ va a resurgir un día. Por eso, la pérdida de la belleza —en un mundo moderno que se ha vuelto feo (vid. SSD Xíí, 270)— no es una defi­ ciencia meramente ideal y sólo sensible para los filisteos «cultivados», sino que se ha convertido en el índice de la identidad social perdida, puesto que sólo el arte es expresión de la totalidad de las fuerzas esenciales del hombre, las cuales, bajo las condiciones de la atomiza­ ción social, las diferencias de clase, la más extrema división del tra­ bajo y la competencia entre las distintas opciones de la «utilidad», han sido «mutiladas» y reprimidas (SSD III, 145, 151, 127 s.).5 Jun­ to a esto, también hay que tener en cuenta la pérdida de una «opi­ nión pública» verdaderamente homogénea (1. c., 1.27) (lo cual conec­ ta claramente con uno de los leitmotivs del Romanticismo temprano), que pudiera consumar simbólicamente su unificación o conciliación social en la celebración de una acción ejemplar («el auténtico drama sólo es imaginable a partir del común impulso de todos las artes por lograr la más inmediata comunicación con una común opinión públi­ ca») (1. c., 150). Para lograrla, no sólo se precisa un trabajo de tipo práctico (149, segundo fragmento), que por otra parte adopta de in­ mediato un carácter revolucionario cuando revela que los únicos inte­ reses racionalmente universalizables son los del «pueblo» —los de la «clase más pobre y más numerosa»— (172 ss.); también se necesita un tema que sea inmediatamente comunicable y creador de solidari­ dad, como lo era antes el mito (SSD IV, 31 ss.). Una materia de este tipo, esto es, verdaderamente universal, sólo podrá ser negativa —como la de la tragedia— mientras falte una opción axiomática ele­

5. «Seamos sinceros», dice Rilke por boca de su personaje Malte, «no tenemos ningún teatro, de la misma manera que tampoco tenemos ningún dios: para eso se necesitaría una comunidad. Cada uno tiene sus ocurrencias y temores particulares, pero sólo se los deja entrever ai otro en ia medida er¡ que le conviene o le gusta» (,Satntl. Werke, ed. por E. Zinn, Pfm. 1976, vol. I!, 922).

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gida comúnmente por toda la humanidad: representará la autosuperación del egoísmo individual en favor de una comunidad ideal, aun­ que, como es lógico, sin apagar tajantemente «el poder de la indivi­ dualidad» (SSD III, 165) en el sentido reclamado por lo «dionisíaco». Mediante esta negación utópica del análisis, y aunque al principio sólo lo proclame una voz aislada, la humanidad podrá defender la «necesidad» de devolverle sus derechos «al pueblo en su calidad de artista del porvenir» (172) pues, en efecto, desde el momento en que una materia es capaz de universalidad o, lo que es lo mismo, se des­ cubre que sirve como expresión de los intereses de la mayoría, tiene precisamente por ello cualidades míticas virtuales, se convierte en la posible expresión de una poesía popular oprimida a la que —bajo las circunstancias de nuestra actual «cultura estatal y criminal» (173)6— se obliga a enmudecer precisamente por su carácter popu­ lar. Así es como el artista del futuro, que vuelve a encontrar su autén­ tica tarea artística analizando cómo en los Estados modernos una mi­ noría priva de sus derechos a la mayoría, se reconoce como mediador de ese mito oprimido cuyo «único poeta y artista (como en los anti­ guos tiempos) ya era en verdad el pueblo (...)» (172). Su tarea será

ó. Como para los románticos tempranos, el «Estado» —entendido como máqui­ na e instrumento de los intereses de clase— también es para Wagner la fuente o inclu­ so ia quintaesencia de los males de la sociedad. En su interpretación del mito de Edipo (y especialmente a propósito de Amigo na), es la pugna entre la democracia (el amor) y el Estado (el conjunto de relaciones de exterioridad) la que —tomando partido por el amor— crea la tragedia con una invocación para «destruir» al Estado (SSD IV, 63). «Desde que existe ei Estado político la historia no ha dado ningún paso que (...) no haya conducido en dirección hacia su ocaso. El Estado, en tanto que abs­ tracción, ha estado siempre sumido en su decadencia y ocaso, o mejor dicho, no ha aparecido nunca en la existencia real; sólo los Estados concretos han tenido una exis­ tencia impuesta por la violencia y sin embargo siempre interrumpida y discutida, mo­ dificándose permanentemente a modo de interminables variaciones de un tema impo­ sible de ejecutar. (...) Su núcleo aparece en el mito de Edipo: reconocemos como fuente de todos los crímenes a! poder que tiene Laios y por cuya íntegra posesión se ha convertido en un padre desnaturalizado. Todos ios sacrilegos delitos del mito parten de esta posesión del poder convertida en propiedad y que curiosamente es en­ tendida como ia base de todo buen orden» (I. c., 65). Esta tesis puede ser entendida como una variante anárquico-romántica de esa otra tesis según la cual toda la Historia no ha sido más que una historia de lucha de clases, tesis que Wagner desarrolla, de un modo algo confuso, como una oposición entre naturaleza y Estado que se expía en el seno del mito. Vid. también SSD III, 167-3: «Las agrupaciones naturales (...) sólo perduran de modo natural mientras la necesidad que las causa sigue siendo una necesidad común y aún no satisfecha del todo. (...) Nuestros Estados modernos son (...) las asociaciones más antinaturales que existen, porque no son, en sí y por sí, más que ei resultado de un elemento exterior arbitrario y porque ponen de modo definitivo a un determinado número de hombres al servicio de un fin que, o bien nunca ha correspondido a alguna común necesidad de ellos, o en todo caso, con el cambio de los tiempos, ya no es común a todos ellos en absoluto.» Vid, también la toma de partido por ja «anarquía» (SSD XII, 275) de las agrupaciones naturales.

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convertir ese vínculo objetivo que une al pueblo (en el momento de la máxima alienación y extrañamiento del hombre respecto al hom­ bre) en una especie de auténtica comunidad de carencia y miseria, en la herencia consciente del mismo dentro de «la obra de arte del futuro». El propio Wagner propone un relato mítico: Wieland el he­ rrero, el diestro artesano, es privado de los frutos de su trabajo por el rey y detentador del poder del Estado, que además le ha cogido prisionero y le ha roto los tendones convirtiéndolo en un inválido. Pero es él (y no el rey) quien, como el servidor de Hegel, posee el poder real. Al rebajarlo al rango de materia, el rey le está propor­ cionando al mismo tiempo ese poder que en el reino de la naturaleza constituye la base que se encuentra por encima de toda vida compa­ rativamente más ideal —que en la esfera social equivale al trabajo como poder por encima de los privilegios de los señores—; desde el momento en que se sirve de ese poder y vence al señor, Wieland se libera de su yugo y regresa a casa, junto a su amada (175 s.)En el ensayo de Wagner llama la atención un rasgo que ense­ guida nos indica que el autor es un romántico y un orador en la tradición de Schelling. Se trata del hincapié con que Wagner descri­ be la situación del artista burgués, privado de proyección pública y de público. Para él, el mito no es lo «arcaico» o «irracional» (como lo es a menudo en la terminología de un eurocentrismo que se cree ilustrado y muy por encima de las culturas «salvajes»), sino que, por el contrario, es la condición imprescindible para lograr la universal comunicabilidad de una materia con autoridad, con poder vinculan­ te. Desde el momento en que la universabilidad y comunicabilidad son condiciones formales de la racionalidad y que la autoridad es un criterio material sobre los acuerdos obtenidos por medios comuni­ cativos, se puede recordar la exigencia romántica según la cual la Nueva Mitología tenía que ser una mitología al servicio de la razón. El mito tiene el mismo grado de racionalidad que un lenguaje, ni más ni menos. Nadie puede^ comunicarse de manera que le comprendan [dice Wagner en Opera y Drama], si no lo hace con los que compar­ ten los mismos fenómenos y los entienden de la misma manera: pero esta manera de ver las cosas es, para la comunicación, la imagen condensada gracias a la cual dichos fenómenos se tornan comprensibles para el hombre. Por eso, debe reposar sobre una visión común de las cosas, pues sólo lo que esta co­ mún visión pueda conocer podrá también comunicarse de ma­ nera artística: un hombre cuya visión del mundo no sea la co­ mún a todos tampoco podrá manifestarse artísticamente. Hasta donde alcanza la memoria del hombre, el impulso de comuni­ 230

cación artística sólo se ha podido desarrollar en una medida muy limitada de intuición subjetiva de la esencia de los fenóme­ nos hasta encontrar la presentación más convincente para los sentidos: hasta ahora sólo la concepción griega del mundo logró que floreciera la auténtica obra de arte dramática. La materia de este drama era, sin embargo, el mito y sólo a partir de su esencia podremos comprender la suprema obra de arte griega y su forma, que todavía sigue cautivándonos (SSD IV, 31). En resumen: el «mito abarca la común fuerza poética de un pueblo» en el sentido de que, en ella, el mundo está esquematizado, aunque sea de una manera muy particular, pero que dentro de su particularidad garantiza igualmente ja comunicación. El carácter vin­ culante de este discurso —su disposición para presuponer como tal el valor de la comunidad— se plasma simbólicamente por el hecho de que son dioses los que aparecen en los mitos. Sólo se vuelven irreales cuando ya no hay comunidad: en esa forma de dominio de clases que diferencia y enfrenta a los distintos grupos sociales y hace fracasar a la obra de arte en calidad de representación de la comuni­ dad, esto es, en tanto que representación democrática. Ciertamente, la religión se ha visto durante siglos obligada a servir a la legitima­ ción del dominio de clases, o, lo que para Wagner sólo es otra expre­ sión del mismo fenómeno, a servir como recurso de legitimación para «el Estado». En ese mismo instante deja de estar «al servicio de la razón»; se ha convertido en ideología, es decir, ha dejado de ser una religión (según la definición que se acaba de dar). Wagner se explica con suficiente claridad sobre este punto: Cuanto más se sirvieron de la religión los linajes dominantes, convirtiéndola en su propiedad particular y en el instrumento para su poder, más perdió el pueblo por lo general el sentido religioso, de modo que la religión empezó a resultarle incom­ prensible y, puesto que favorecía a ios poderosos, hasta tuvo que parecerle hostil (SSD XII, 269). En otro pasaje dice así: Sólo cuando la reinante religión del egoísmo, que también ha dividido al arte en diferentes géneros y escuelas artísticas in­ completas y egocéntricas, haya sido expulsada de cada elemen­ to de la vida humana y completamente aniquilada, podrá apare­ cer en la vida, y además de modo absolutamente espontáneo, esa nueva religión que encierra en su seno las condiciones de la obra de arte del porvenir (SSD III, 123). 231

Si la medimos por el rasero de la semántica aristocrática, la obra de arte del futuro ha de ser necesariamente arreligiosa, porque ¿después de todo, «qué interés podían sentir el ilota y el pueblo ático por la religión? Y en efecto, el significado religioso de las fiestas cam­ pesinas acabó perdiéndose. El dios de la gente pobre era Pan. El humor popular. Las máscaras fantásticas —que originariamente re­ presentaban dioses de la naturaleza— acabaron por representar al propio pueblo, así como los dioses-héroes se acabaron convirtiendo en hombres-héroes» {SSD XII, 269). Como en Pierre Leroux, también en Wagner se refleja la deca­ dencia de la sociedad en términos de decadencia religiosa. La reli­ gión deja de ser racional, es decir, universal, cuando existe una «dife­ rencia entre la religión de la aristocracia y la del pueblo» (L c., 268). Por eso, lo que se necesitaba era la «destrucción total de la aristocra­ cia: fue una reacción extremista de la obra de arte popular contra la obra de arte aristocrática» (1. c.), y más tarde, en la época burgue­ sa, lo que se precisó fue la redención del arte en general en tanto que voz de la «religión de los miserables» (1. c., 269).7 La miseria de la mayoría no terminará eliminando simplemente la religión, sino salvando esa experiencia que ha encontrado asilo en el reino irreal de la religión y que nos enseña que las aspiraciones de felicidad sólo son admisibles en el seno de una universal reciprocidad: Ningún hombre singular puede ser feliz mientras no lo seamos todos, porque ningún hombre singular puede ser libre antes de que seamos todos Ubres (1. c., 275). Por lo tanto, una obra de arte que hablase en nombre de la comunidad podría sustituir a la religión; pero no existe, es la «obra de arte del futuro», en el sentido romántico de que sus dioses sólo pueden ser dioses venideros (es decir, dioses de los que carecemos por ahora). Digámoslo una vez más: el artista no puede invocar a los dioses cuando trata de un hombre singular aislado y no del Hom­ bre en general; a quien hay que reconquistar primero es a los hom­ bres, al público perdido, en tanto que totalidad ética: La tragedia griega era un acto religioso. (...) En ei mito griego aún no se había desatado el vínculo que unía al hombre con

7. La definición de pueblo, tan a menudo mal utilizada (y sólo correcta e ínte­ gramente citada por auténticos conocedores de los textos como Ernst Bloch), encierra una tendencia socialista muy ciara: «¿Quién es entonces el pueblo? Todos aquellos que padecen penuria y que la reconocen como la penuria común a todos o parte de ella» (SSD XII, 259; ibid. III, 174-5}.

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la naturaleza. (...) Pero una vez [...] separado de toda religión, el hombre se despojó de sus coturnos y de esta manera perdió también toda relación comunicativa con la comunidad vincula­ da por lazos de tipo religioso; ciertamente creció desnudo y sin velos, pero como un ser egoísta (...) [Si en la era de la pérdida de las relaciones sociales] la materia del arte era el Hombre; la materia de la obra de arte del futuro serán los hombres. (Muy importante.) (L. c., 265). Se podría percibir en esta visión de Wagner y de los socialistas tempranos ciertas nostalgias regresivas, propias del siglo XIX , anhe­ lantes de una práctica estética dotada de la facultad de restaurar una comunidad religiosa nuevamente universal. Quiero mostrarles con un único ejemplo que me parece muy significativo, el ejemplo de Sartre, que este prejuicio es erróneo y que una teoría literaria actual que defienda la función comunicativa de la institución del arte, también se tiene que topar con esas mismas ideas románticas. En su famoso ensayo (demasiado poco leído) ¿Qué es la Litera­ tura? (de 1948), Sartre justifica de la siguiente manera el carácter imperativo oculto en toda obra de arte: la lectura de un producto literario se distingue, por principio, de una mera experiencia por el hecho de que la literatura no remite a lo que existe, sino a lo imagina­ rio. Ahora bien, lo imaginario sólo puede librarse de su estado de «ser-para-sí» privado de esencia, es decir, sólo puede ser elevado a la categoría de representación intersubjetiva, por medio de la contri­ bución activa de una subjetividad ajena. Pero si la semántica de los textos literarios sólo se realiza absolutamente cuando el lector contri­ buye a la creación de sentido, entonces se puede decir que la idea de un texto autosuficiente y cerrado en sí mismo es absurda. La obra de arte sólo se desarrolla en una comunidad dialógica con un públi­ co que se desliga de sus imperativos imaginarios y los entiende como ofertas para una experiencia íntersubjetiva del mundo. Como es lógi­ co, dicha intersubjetividad no se fundamenta en un tete-a-tete entre un autor y un lector: de igual modo que el acto de la escritura virtualiza tanto la persona del autor como la situación en la que escribe y las referencias a las que remiten sus palabras, así, también está condenado a desaparecer el discurso que se dirige a un destinatario concreto. Las obras literarias se dirigen a todos, que es lo mismo que decir que no se dirigen a nadie en particular; por medio de su mera estructura anticipan una totalidad social; el llamamiento a la libertad del lector (en el singular colectivo) sólo es realizable como llamamiento a una especie de volonté genérale compuesta por las li­ bertades de todos los lectores (Sartre, Situations II, París 1948, 112). Es la aprobación de éstas la que eleva el imperativo estético hipotéti­ 233

co al rango de «imperativo estético» de tipo categórico, es decir, de «valor» (1. c., 97-8): «Porque la libertad no se experimenta en el dis­ frute de! libre funcionamiento subjetivo, sino en un acto creador soli­ citado por un imperativo. Este fin absoluto, del que vuelve a hacerse cargo la propia libertad, es lo que se llama un valor. La obra de arte es valor porque es llamamiento»* (1. c., 98). Pero un valor que, como el imperativo categórico, obliga a todos sólo por medio de su forma, no está muy alejado de un axioma religioso; Sartre lo indica clara­ mente cuando nos remite a la teología moral de Rousseau y Kant. La literatura tiene que desarrollar una imagen del mundo «no tal como es, sino tal como sería si reinara universalmente en él la libertad hu­ mana»; su fantasía revela estar al servicio de una idea ética: la «recu­ peración del ser en su totalidad» (I. c., 106). Dicho de otro modo: el elemento imaginario de la literatura es una anticipación de una totalidad ética cuyo carácter obligatorio experimenta todo aquel que se somete al imperativo de la lectura. Sin embargo, hay que establecer precisamente por ello una cla­ ra distinción entre el público real y el virtual: así como la totalidad del ser sólo puede reaparecer en una humanidad reunida en una totalidad, dei mismo modo una sociedad dividida en clases sólo po­ drá ponerle trabas al imperativo. Cuando, por ejemplo, el escritor de novelas burguesas de la época postromántica inventa la técnica para presentar todos los sucesos como perturbaciones perfectamente evita­ bles de un orden ontológico inmodificable (el orden burgués), está excluyendo sistemáticamente de sus textos las aspiraciones de la cla­ se trabajadora, esto es, está pecando contra el axioma de universali­ dad encerrado dentro de la mera forma de la comunicación literaria (Cap. III: Pour qui écrit-on?, 116 ss.). Como ustedes ya saben, según Sartre sólo ha habido una «úni­ ca vez» en toda la historia de la literatura, posterior al mundo clásico, en la que ios escritores han podido sentirse —con razón— portavoces de la colectividad: fue en el siglo XVII! prerrevolucionario (1. c., 143 en el contexto), cuando nació el público como singular colectivo so­ cial. Aunque Sartre habla de esta época como del «paraíso perdido» de la literatura, no admite que tuviera lugar en ella el nacimiento de una concepción verdaderamente sintética de la «clase de la huma­ nidad», y no lo hace, porque según él el modelo burgués de universa­ lidad fue concebido de modo estrictamente analítico: Espiritualidad, literatura, verdad: estas tres nociones están liga­ das en ese momento abstracto y negativo de la toma de con­

* N. de tos T.: En francés en el original.

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ciencia; su instrumento es el análisis, un método negativo y crí­ tico que disuelve a perpetuidad los datos concretos en elemen­ tos abstractos y los productos de la historia en combinaciones de conceptos universales. Un adolescente escoge la escritura para escapar a una opresión que le hace sufrir y a una solidaridad que le avergüenza; en cuanto traza las primeras palabras ya cree escapar a su medio y a su clase, a todos los medios y a todas las clases, y hacer estallar su situación histórica por el mero hecho de que aprende a conocerlo reflexiva y críticamente: por encima de la mezcolanza de esos burgueses y esos nobles, apri­ sionados por sus prejuicios dentro de una época particular, el adolescente se descubre, en cuanto toma la pluma, como una conciencia sin fecha ni lugar, en definitiva, como el hombre uni­ versal (1. c., 149).* Ya nos hemos topado a menudo con el concepto de «espíritu analítico»; pues bien, su crítica en nombre de la «dialéctica», esto es, de la síntesis de lo analítico y lo sintético, da lugar a un leitmotiv en la obra de Sartre que recorre desde los estudios fenomenológicos hasta el Idiot de la famille. Lo que llama la atención es que, cuando Sartre aboga por el «homme-totalité» [Sil. //, 23), se enfrenta desde el principio a la concepción analítica burguesa del «homme universel». Este motivo vincula la crítica a la Ilustración, por él formulada, con la crítica a la Ilustración del temprano Romanticismo alemán. Y digo «alemán» porque el estado de cosas que había en Fran­ cia, y que es el que Sartre tiene en cuenta, no es del todo equipara­ ble. Se puede mostrar —una prueba que sobrepasaría con mucho los límites de mi actual proyecto— que en la idea de un Herder o un Bürger de la «comunidad del pueblo» se encierra desde el princi­ pio una oposición latente o abierta contra el concepto de razón analítico-mecanicista, tal y como fue desarrollado en su forma más extremada por Helvétius, d’ Holbach o La Mettrie. Desde mediados del XVIII la palabra alemana «Volk», es decir, «pueblo», significa so­ bre todo la unidad de una comunidad lingüística y cultural (una defi­ nición en la que, en principio, no está englobada la connotación jurí­ dica de una comunidad constituida, de una «nación»; vid. el Deutsches Wórterbuch de los Grimm, vol. 12/parte II, Leipzig 1951, 453 ss.). El término «pueblo» se cargó de una connotación de lucha de clases en el momento en que la expresión empezó a designar a la masa de gobernados en oposición a la clase de los gobernantes (indepen­ dientemente de cuál fuera la extracción social de ambos); en definiti­ va: a las «clases inferiores» (obsérvese que este plural [«die geringe* ;V. de ios T.\ En francés en el origina!.

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ren Klassen»], curiosamente indiferenciado, es típico de la escasa con­ ciencia de clase de la burguesía alemana). El término alemán «Volk» compensa su falta de precisión (al contrario de lo que ocurre con la semántica del francés peuple) por medio del atributo sintético de que goza desde el principio: la universalidad del «pueblo» no consis­ te en la igualdad estratificada de unas mónadas homogéneas con igua­ les derechos, sin relaciones mutuas, e in-diferentes entre sí en senti­ do literal (es decir, no-diferentes, de igual valor), sino que reside en que los miembros de esta clase se sienten como comunidad de com­ prensión. Esto significa, en primer lugar, que la lengua alemana, la lengua de las clases inferiores apartadas de la cultura feudal y de su lenguaje culto, el francés, esto es, la lengua de los usuarios de este medio de comprensión en el que defacto se desarrollan sin pri­ vilegios culturales los procesos de transmisión de tradiciones y de comunicación de la «gran masa», se afirma contra la lengua del feu­ dalismo y pone las bases de una cultura independiente en lengua materna. Pero por otro lado, esta definición de universalidad neutrali­ za la carga revolucionaria del «pueblo» (frente a la clase dominante); en efecto, si la lengua —entendida con Herder como un medio para procesos de comunicación sin limitaciones de principio— colabora para que el pueblo alcance su autoconcíencia de clase, acaba enton­ ces de inmediato con las fronteras entre clases, con vistas a la crea­ ción de una comunidad que funcione como una asociación sintética de ciudadanos cuyo común acuerdo no sólo se deba al factor externo del Estado, sino que se establezca de inmediato gracias al sistema de la lengua hablada. Pero este acuerdo abarca también a miembros que en sentido sociológico no pertenecen al «pueblo» y por lo tanto virtualiza la fáctica oposición entre clases. Una vez más, al contrario de lo que ocurre en Francia, este peligro se hace aún mayor por el hecho de que en Alemania no existió ninguna necesidad histórica o política de distinguir entre nación (el pueblo constituido) y pueblo —en tanto que comunidad basada en un consenso—, porque la bur­ guesía alemana nunca pudo obtener una constitución por sus propios medios y por lo tanto prefirió atenerse a esa definición de J. Grimm de pueblo «en tanto que compendio total de los hombres que hablan la misma lengua» (Kleinere Schriften, voL 7, Berlín 1884, 557). Claro está que también existió un elemento utópico, que en Ale­ mania sólo se realizó bajo una forma corrompida, pero del que no puede desligarse la defensa de Sartre del «espíritu sintético»: en la idea de una comunidad basada en un consenso yacía la aspiración a una fundamentación de los valores sociales a partir de una unani­ midad intersubjetiva, pero esta aspiración se pierde en la versión liberalista del Estado, que por lo tanto puede pasar por ser la auténtica heredera del sentido que da la Ilustración al término «pueblo». La

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constitución democrático-burguesa, como puede leerse en los escri­ tos del joven Marx, desata los lazos que existen entre los individuos, atomiza los cuerpos y corporaciones sociales y utiliza el axioma de universalidad para encubrir sentimentalmente la interna falta de vín­ culos (MEW I, 367 ss., Sartre, Sit. //, 17 ss.). Por el contrario, en la idea de Herder de comunidad del pueblo apunta un optimismo de la síntesis. Manifiesta sobre todo una reac­ ción ante la agonía de una concepción teocéntrica del mundo y de la posibilidad de seguir legitimando religiosamente las formas de «sociabilidad». A partir de este momento, había que compensar la pérdi­ da de una instancia trascendente de legitimación instaurando una co­ munidad basada en consenso (no es por azar por lo que la moderna hermeneútica nace de esta situación). El problema es el siguiente: ¿cómo ha de legitimarse dicha comunidad de consenso? No cabe otra posibilidad fuera de sustituir el concepto autoritario y analítico de razón del Racionalismo, por una ética de la comunicación o incluso por una ética de la síntesis y del consenso. Habermas, que siempre ha defendido esta idea, califica a esta ética de «vinculación entre las aspiraciones de validez de las normas» y la «creación discursiva de la voluntad de los pote'ncialmente afectados» (Rekonstruktion des Historischen Materialismus, Ffm. 1976, 327). Con esto nace la idea clásica de la democracia burguesa: como liberalismo en la política y como capitalismo de la libre competencia en la economía. Ambos dependen el uno del otro pero, a partir de esta constelación, surgieron efectos colaterales, que no estaban pre­ vistos en la inicial idea de la comunidad universal de consenso, y que llevaron a la contradicción. «El capitalismo de la competencia», dice Habermas, «ha sido el primero en dar fuerza vinculante a los sistemas de valores estrictamente universalistas, porque hubo que re­ gular también de modo universalista el intercambio y porque, ade­ más, el intercambio equivalente encontraba en la burguesía una bue­ na ideología de base. Pues bien, el capitalismo organizado contempla cómo se derrumba el fundamento del modelo de legitimación, mien­ tras surgen al mismo tiempo nuevas y acrecentadas exigencias de le­ gitimación. Sin embargo, el sistema científico no puede caer intencio­ nalmente por debajo de un estadio de conocimientos acumulados ya conseguido, de la misma manera que, una vez que se han permitido los discursos prácticos, el sistema moral tampoco puede hacer olvi­ dar tan fácilmente un nivel de conciencia moral ya alcanzado colecti­ vamente» (1. c., 327). Por lo tanto, no es el axioma de universalidad de la sociedad burguesa en cuanto tal el que merece el reproche de la crítica de las ideologías, que le acusa de estar encubriendo un dominio de cla­ ses. Antes bien, en el transcurso de la historia se muestra que, en 237

realidad, la aspiración a la universalidad del Estado liberal, ha encu­ bierto el predominio de un interés de clase, esto es, sólo expresa en apariencia aquel interés capaz de universalización albergado en la idea de una comunidad basada en el consenso {vid. 1. c., 322-3). Sartre reconstruye esta contradicción a partir de las implicacio­ nes del sentido semántico, abstracto y analítico, del término «univer­ salidad» tal y como se usa en el siglo XVIII. Sartre ve en el concepto de razón de la temprana burguesía un «arma de ataque» {Sit. II, 17) que no ha sido forjada para servir a la «verdad», sino para servir a la legitimación de las acciones y aspiraciones de la burguesía (Si~ tuatiom VIII, París 1972, 383). Este arma se acreditó por vez pri­ mera en el ámbito de las ciencias de la naturaleza. Los «philosophes» son científicos que empiezan probando su instrumento, el «esprit de l’analyse», en el ámbito de la física y la química, para después usarlo también a modo de «arma contra las tradiciones, los privilegios y los mitos de la aristocracia». Este método, dice Sartre, reposa sin embar­ go sobre un sincretismo sin base racional: A partir de ahora, su trabajo [el de los filósofos] consiste en ■armar a la burguesía contra el feudalismo y en confirmarla en su conciencia orgullosa de sí misma. Al extender la idea de la ley natural al ámbito económico —un error inevitable pero fundamental— convierten la economía en un campo seculariza­ do y exterior al ser humano: la falta de flexibilidad de unas leyes cuya modificación no puede esperarse ni en sueños, obli­ ga a supeditarse a ellas; la economía se convierte en parte de la naturaleza. En ella tampoco se podrá disponer sobre la natu­ raleza, si no es obedeciéndola. Cuando los filósofos reclaman la libertad, el derecho a un libre examen, lo que reclaman es la independencia del pensamiento, indispensable para la inves­ tigación práctica (que también ejercen al mismo tiempo); pero para la clase burguesa, esta reivindicación de libertad pretende primordialmente la abolición de las trabas feudales impuestas al comercio, así como el liberalismo o libre competencia econó­ mica. Asimismo, el individualismo representa para la burguesía la confirmación de la propiedad real, de la relación directa (sin intermediarios) entre el poseedor y el bien poseído, contra la propiedad feudal, que es ante todo una relación entre hombres. El atomismo social resulta de la aplicación del pensamiento cien­ tífico de la época a la sociedad: el burgués recurre a él para rehusar los «organismos» sociales. La igualdad de todos los áto­ mos sociales es una consecuencia necesaria de la ideología cientificista que se apoya sobre la razón analítica: los burgueses la usarán para descalificar a la nobleza por medio de una con­ 238

frontación con el resto de los hombres. En esta época, como dice Marx, la burguesía se considera la clase universal (SU. VIH, 365-6).* Ya vemos que en semejante concepción de la universalidad ya residía el germen que conduciría al encubrimiento de la desigualdad material que iba a aparecer de inmediato entre burgueses y trabaja­ dores, esto es, la destrucción radical de la comunidad. El espíritu analítico sólo fundamenta un consenso mientras los burgueses se opo­ nen a los nobles; por el contrario, descompone el cuerpo del pueblo en cuanto la burguesía fundamenta su poder de manera positiva. Al perder su capacidad para unir sintéticamente a los hombres, el axio­ ma de universalidad también pierde su capacidad de legitimar al Estado. Se convierte en la ideología de una nueva «clase dominante», cuya ley es la exterioridad y la falta de relaciones. En su «6. Brief über die asthetiscke Erziekung [Sería carta sobre la educación estéti­ caj, Schiller dice así: «El Estado permanecerá eternamente ajeno a sus ciudadanos, porque no le alcanza el sentimiento en ninguna parte». El punto más importante de este análisis es que Sartre no en­ tiende la división entre un público lector real y un público lector vir­ tual como una traición de la burguesía a su propia ética de universa­ lidad, sino como consecuencia de haber concebido la universalidad —en su definición analítica™ básicamente y desde un principio como algo abstracto, de modo que los conocidos problemas de legitimación del capitalismo ya estaban programados en la situación de partida. Ustedes se preguntarán qué tiene que ver todo esto con la di­ mensión mítica de la literatura moderna. En su fragmento sobre Mallarmé (L’engagement de Mallarmé, en: Obtiques 18/19, París 1979, 169-194), Sartre lo explica de manera más concisa y penetrante que en su ensayo sobre la literatura. Les resumiré del modo más abrevia­ do posible su pensamiento básico. A finales del XVíII, después de terminar con las grandes sínte­ sis monárquicas, el espíritu analítico acabó con la síntesis suprema, la cima de todo el edificio, la idea de una ens causa sui, una totalidad que crea y gobierna sus propias partes: el universo se disgregó, la naturaleza ya sólo era un baile infinito de partículas y el hombre co­ menzó a adivinar su secreta naturaleza mineral bajo la capa de grasa de su substancia vital (1. c., 169). El burgués reacciona con horror ante este parricidio involunta-

* /V. de los T.'. Para mayor exactitud traducimos este párrafo directamente de ia obra francesa, en lugar de seguir la traducción alemana de ia obra de Frank,

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fe rio. Se extiende el sentimiento de haber cometido una falta que ya no es subsanable, siendo el principal reproche el «asesinato de Dios». Entonces se plantea el siguiente problema: si el ser humano pierde la esperanza de ser esencialmente diferente al resto de las estructuras moleculares y el cosmos se reduce a un juego sin sentido entre com­ binaciones de átomos ¿sobre qué puede basarse el «orden moral»? ¿Acaso habrá que intentar restablecer la fe perdida? Eso sería un retroceso y denotaría mala fe {mauvaise foi): «La burguesía descubre con horror cuál es su misión: acabar con la aristocracia y a continua­ ción autoaniquilarse a fin de que de su muerte nazca un orden social desconocido; [la burguesía) sólo era un tránsito: una clase media tan­ to en el tiempo como en el espacio» (1. c., 170). Este fantasma está particularmente presente en la literatura. Si todos los «retornos a Cristo»* están condenados al fracaso, sólo resta la posibilidad de creer en esa nada que se ha aposentado en el lugar que antes ocupaba Dios. «En torno a 1850 los poetas sienten hasta lo más profundo de su ser la escisión que ha supuesto el progreso imparable del descreimiento en la historia europea. Son los primeros testigos y las primeras víctimas de esta ruptura» (1. c.). Con la muerte de Dios, la palabra poética pierde su soporte inteligible. Los poetas lo han perdido todo: el objeto principal de sus meditaciones poéticas, la garantía de su genio, su rango y su ganapán. Si Dios ha muerto, las palabras sobran. Sólo queda una esperanza: que la propia poesía acepte como tal la nueva misión, que consiste en legitimar al ser hu­ mano por medio de la producción de apariencias, esto es, en legiti­ marlo de modo estético (1. c.). Basada sobre la nada, la poesía deja de hablar en nombre de lo absoluto; pero tampoco se desmitifica, porque es ella quien da el salto dentro del habla, absoluta, quien sustituye estéticamente la falta de una instancia suprema de legitima­ ción de la sociedad. Aunque Dios no exista, tiene que existir: «Se trata de un cristianismo después del ateísmo, que pretende convertir su derrota en victoria. (...) Dios no existe, pero si los hombres se sa­ crifican a fin de demostrar por medio de su spleen que debería exis­ tir, se habrá salvado algo de la catástrofe»'(1. c., 171). «Estos ateos son los precursores y su poesía es la fuente de ese neocristianismo tan extendido en la actualidad al que me gustaría caracterizar con la frase: ‘la fe como ademán de la derrota’. 0 si se prefiere esta otra formulación, es la poesía la que busca su derrota a fin de experimen­ tar en medio del sufrimiento el fracaso de la religión» (1. c., 172). Pero no acaba aquí la fatalidad: al fracaso de la poesía religiosa se añade el fracaso de una poesía social. Si Dios era la garantía de

* A', de Los T.\ En francés en el original.

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una validez universal del discurso, el poeta burgués del Segundo Im­ perio tiene que aceptar que se está aprovechando de la fracasada Revolución de Febrero: ya no habla el lenguaje universal y por lo tanto no le habla a todos. En resumen: está impidiendo la comunica­ ción, cuya estructura presupone el llamamiento a un público virtual­ mente ilimitado frente al que, precisamente, casi hay que definirse como una aristocracia burguesa (172 s.). «La poesía descubre una nueva misión: tendrá que restablecer una aristocracia fantasma en contra de la verdad; a la vista de las públicas verdades de la ciencia tendrá que erigir un orden de lo no comunicable; usará la belleza como un principio de selección: aunque aparentemente será una oferta válida para todos, de fado la poesía sólo será accesible a algunos privilegiados y por el mero hecho de su presencia las irreductibles diferencias que separan a los hombres no harán sino cobrar mayor brillo y se volverán a introducir en la sociedad las diferencias de rango» (1. c., 173). Esto sólo es posible pagando el precio de una negación de la realidad que rechaza cualquier interés social universalizable como si fuera una mera invención (176). Así, el espíritu antes ofensivo del «esprit d ’analyse» se transforma ahora en un arma defen­ siva que rechaza las aspiraciones de la verdadera «volonté genérale» a la que se niega a reconocer: «átomo social, residuo del análisis, producto negativo de una negación interesada, el individuo es un ab­ soluto en el sentido literal de la palabra, esto es, algo desligado. El creyente de los siglos pasados situaba la realidad del ser humano en el seno de la plenitud del ser, o lo que es lo mismo, en Dios (...); la realidad del hombre burgués consiste por el contrario en todo aquello que él mismo no es; la revolución crea el humanismo del noser. En lugar de reinsertar dentro de su clase al individuo que ha separado de Dios, lo abandona a su soledad e impotencia; y su única realidad efectiva se mide por sus posesiones» (176). Empujada de tal manera a las sombras, la clase actúa como un poder subterráneo que reclama el derecho que se le ha negado a través de desplaza­ mientos y fantasmas metonímicos, llegando hasta los mitos, con los que el fascismo invade las represiones burguesas. Naturalmente, esta posición estética es una «mistificación» (176): las «fiestas solitarias»* de la poesía cortan el lazo de reciprocidad que liga al artista con su público; pero sólo lo cortan aparentemente, porque la degradación del lector a mero medio para la transferencia de sentido nace del miedo que se siente ante la idea de que toda obra se dirige natura sua a todas las libertades (178). Esta idea, que el escritor burgués se esfuerza por ocultar, es la única que formula

/V. de ios T.: En francés en el original.

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de manera adecuada las exigencias del «esprit de syntkése», exigen­ cias que también conoce el escritor burgués pero —precisamente a la inversa de lo que ocurre con el mito, con una existencia real— se encarga de desvincularlas de la aprobación de la comunidad y las desíierra al reino imaginario de la embriaguez solitaria. En una palabra: el verdadero arte religioso no se realiza contra la comunidad, sino sólo en y para la comunidad. Y esto es lo que lo distingue de la actitud pseudo-mítica del «misticismo/esteticismo», que guarda los misterios frente al público y los afirma contra la opi­ nión pública. En realidad, la única posibilidad de restablecer la auto­ ridad del arte moderno, hasta ahora asegurada por medio de funda­ mentos religiosos, reside en abrirlo a la opinión pública, en que vuelva a ser lo que ya fue, «maestra de la humanidad», el medio en el que se refleja una «totalidad ética», ¡Abrid los «misterios» del arte!, así rezaba la exhortación de SaintSimon al artista del futuro en su obra Estética y Religión (1825), y haced que su contenido se convierta en objeto de los «placeres del público»*, esto es, en un placer público, dejando de ser un privilegio de la clase dominante {Le nouveau Christianisme, 1. c., 129). Según él, una poesía sólo puede concebirse como Nueva Mitología si se basa sobre el restablecimiento de la reciprocidad entre autor y opinión pú­ blica, esto es, sólo es posible si se da una coincidencia entre el públi­ co real y el virtual. Sartre era de la opinión de que esto era precisa­ mente lo que ocuma en la tragedia clásica, como nos lo recuerdan títulos tales como Mito y realidad del teatro (en: Un Théátre de sitúations, París 1973). Sartre reconoce que se pasó su vida buscando un mito (1. c., 164) y define el objeto del «mito» como la presencia de la totalidad —por ejemplo, de la vida— en todas sus partes.® Para poder representar la totalidad de una vida como mito hay que crear primero un simbolismo universal con el que la voz singular de un poeta pueda expresar aspiraciones de validez universalizables; en de­ finitiva, el «.esprit de Vanalyse» ha de ser controlado por una totalidad simbólica que otorgue una realidad efectiva, y no abstracta, al signifi­ cado de «razón», convirtiendo a ésta en «razón dialéctica» o, como lo había formulado el Más antiguo programa de sistema del Idealismo alemán, convirtiéndola en una mitología al servicio de las ideas.

* N. de los 7'.: En francés en el original. 8. Jean Paul Sari re présente «Ixi prornenade da dimanche» — Prólogo a la obra de Georges Michel, Ui prornenade du dimancke, París 1967. Ibid. acerca de este tema a Geneviéve Idt, Sartre «mythologiie»: du mytke au lieu commun, en: Autour de JeanPaul Sartre. iittérature et pkilosophie, introd. de Pierre Verstraeten, París 1981, 117 ss., esp. 122 ss.

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Novena lección

Llegados aquí, y a fin de encontrar el punto que nos sirva de enlace con el tema de Dioniso, quiero meterme más a fondo en ese rasgo que siempre aparece en los proyectos de una Nueva Mitología: lo que Schelling llama «simbolismo universal» y Schlegel «comunicabili­ dad universal». En ambos casos se trata de la creación de condicio­ nes bajo las que la «intuición de la absoluta identidad en la totalidad objetiva más perfecta», que en principio sólo era accesible a los filó­ sofos, puede convertirse en una «intuición común que ‘reúna’ a todos los hombres» (SW 1/2, 73). Seguramente, les resultará a Uds. cho­ cante que sea precisamente aquí donde se esconda el punto de unión con el elemento dionisíaco. Comenzando por un amplio rodeo, les recordaré la perspectiva bajo la que hemos contemplado al dios Dioniso desde las primeras lecciones: concretamente como el «dios venidero», al que Holderlin (y no sólo él) celebra en su gran elegía Pan y Vino (de 1800). Dicho de otro modo: predomina la perspectiva de la llegada, del adveni­ miento, de un futuro renacimiento de la sacralidad y la divinidad, esto es, de la religión, y concretamente en una época con orientación analítica que en principio ha arruinado las condiciones de dicha lle­ gada. Será esta perspectiva —que como es lógico aún habremos de justificar en detalle— la que nos permita identificar, o al menos aso­ ciar, con el elemento dionisíaco, la metáfora de la divinidad venidera y del acercamiento del día de los dioses frente al alejamiento de la noche o crepúsculo de los dioses. Así entendido, parece muy claro que la nostalgia por una nueva religión, de la que habla el Systemprogramm, debería conectar muy especialmente con un mito que tiene precisamente como tema el renacer de un dios; pues bien, como les mostraré a Uds. a continuación, éste es precisamente el caso del mito de Dioniso-Cristo. Los misterios representan un papel muy importante en todo el Idealismo temprano. Sólo les recordaré la obra de Novalis Los discí­ 243

pulos de Sais [Lehrlinge zu Sais) y concretamente uno de los cuentos que incluye, tiyazinth und Rosenblütcken, así como también el poe­ ma Eleusis que escribe Hegel en Berna en 1796 y envía a Hólderlin, que es su destinatario e interlocutor más directo. Pues bien, Sais (en Egipto) y Eleusis (al noroeste de Atenas) fueron ciudades donde se celebraron cultos mistéricos en relación con el nacimiento de Dioni­ so. (Ésta es una afirmación que tendré que fundamentar más tarde.) Al mismo tiempo (por así decir, en un nivel del lenguaje coloquial), misterio significa algo esotérico, es decir, una verdad (religiosa) cuya comunicación o publicación está sancionada. A su debido tiempo les aportaré a Uds. muchas más informaciones sobre los misterios, que ahora nos confundirían y distraerían de nuestra idea principal. Pero sospecho que Uds. ya adivinan una relación que hasta ahora no esta­ ba clara: acabo de decir que en la idea de la comunicabilidad uni­ versal, contenida en los programas de una nueva religión, se dibuja un tránsito a la idea de lo dionisíaco. En efecto, si el misterio prepara la revelación del dios venidero y si, además, el dios venidero es Dio­ niso resucitado, entonces está claro por qué de entre todos los dioses desaparecidos fue éste el que tuvo más posibilidades de representar un papel fundamental en la visión del restablecimiento de una religión. Esta es la idea que voy a desarrollar ahora conectando con las citas extraídas del Discurso sobre la Mitología de Schlegel y de las lecciones de Würzburg de Schelling. En efecto, una vez que hemos dado un cierto rodeo que nos ha conducido a través de la historia de las diferentes concepciones de la Nueva Mitología, debemos ocu­ parnos de empezar a matizar con mayor concreción, entendiendo al «dios venidero» como una consecuencia de esta visión. Ya recordarán que tanto Schlegel como Schelling habían entendido la filosofía de la naturaleza —esto es, la prueba cierta de que la realidad efectiva de la naturaleza se encuentra «al servicio de las ideas» (que está con­ cebida como un todo orgánico)— como un «presagio», es decir, como una señal que prometía el retorno de los dioses. Ahora les ofreceré dos citas, una de Schelling y otra de Schlegel (y les ruego que se fijen en el paso desde una certeza basada en la filosofía de la natura­ leza a una certeza basada en la religión, así como también muy parti­ cularmente en el uso de metáforas relativas a los misterios): El mundo ideal pugna con todas sus fuerzas por salir a la luz pero aún se ve entorpecido, porque la naturaleza ha desapareci­ do en tanto que misterio. Los propios secretos que en él se es­ conden no pueden tornarse verdaderamente objetivos más que expresando el misterio de la naturaleza. Las divinidades aún des­ conocidas que prepara el mundo ideal no podrán aparecer como tales hasta que no hayan tomado posesión de la naturaleza. Una 244

vez que todas las formas finitas han sido aniquiladas y que en todo el ancho mundo no existe nada que pueda reunir a los hombres en una intuición común, ya sólo la intuición de la ab­ soluta identidad dentro de la totalidad objetiva más perfecta puede ser la que de nuevo los reúna eternamente y los eduque a la perfección para la religión (SW 1/2, 73; las cursivas son mías, M. F.). (Y en otro lugar, también del año 1802): «La nueva reli-, gión, que ya se está anunciando en fenómenos aislados» (SW 1/5, .120) y que ha vuelto a introducir por el «camino de la perfección» (I. c., 120) a la «antiquísima escisión» (1. c., 115), debida a la reflexión moderna, «puede reconocerse en el rena­ cer de la naturaleza como símbolo de la eterna unidad; será la filosofía quien celebre esta primera reconciliación y disolu­ ción de la antigua discordia, una filosofía cuyo sentido e impor­ tancia sólo comprende el que reconoce en ella la vida de la divinidad recién resurgida» (1. c., 120. Las cursivas son mías, M. F.). Les transciibo ahora a Uds. la cita de Schlegel (del Discurso sobre la mitología): La gris Antigüedad va a renacer y el más lejano futuro de la cultura anunciará su venida por medio de presagios. Pero esto no es lo que más me importa ahora, pues no quiero pasar nada por alto y deseo llevaros paso a paso hasta la certeza de los mis­ terios más sacros. Al igual que la esencia del espíritu consiste en determinarse a sí mismo y surgir de sí y retornar a sí mismo en una eterna alternancia, al igual que todo pensamiento no es más que el resultado de semejante actividad, de la misma manera, ese proceso se hace visible en cada una de las formas del Idealismo, que a su vez no es más que el reconocimiento de esa ley propia y, también, la nueva vida duplicada por medio del conocimiento, la cual revela en todo su esplendor la secreta fuerza de dicha ley por medio de una ilimitada cantidad de nue­ vas invenciones, por medio de la comunicabilidad universal y su efectividad viva (KA II, 314-5; las cursivas son mías, M. F.). Podemos interpretar ambas citas al unísono: ambas operan so­ bre la base de una construcción histórico-filosófica (que ya conoce­ mos), según la cual la absoluta unidad de sujeto y objeto se encontra­ ba bajo los signos («exponentes») de la objetividad en el momento de la feliz Antigüedad clásica (y por lo tanto se podía revelar bajo la forma de las divinidades de la naturaleza, en las fuerzas celestes 245

& encarnadas), mientras que la sutilidad incorpórea del espíritu cientí­ fico moderno relegó esa misma identidad a la interioridad descarna­ da de la reflexión. Ahora bien, gracias al Idealismo, se ha podido comprobar la actuación efectiva de las ideas en el seno mismo de la naturaleza y por lo tanto podemos esperar un «nuevo realismo tan ilimitado [como el anterior)» (KA II, 315), que vuelva a reconciliar la escasez de pensamiento del espíritu analítico cón su plenitud de contenidos materiales. Y esta reconciliación —en su calidad de «idea entre las ideas» ahora de nuevo visible y sensible— se manifestará a través de un retomo de los dioses*, porque, como dice Schelling, los dioses son intuiciones poéticas de ideas, siempre que se definan las ideas como «las cosas particulares, en la medida en que son abso­ lutas en su particularidad, es decir, en la medida en que, en tanto que particulares, son universales» (SW 1/5, 390, subrayado en el ori­ ginal). Este principio especulativo no les parecerá tan incomprensible si recuerdan nuestra interpretación del Systemprogramm. Allí había­ mos distinguido entre procesos que ocurren de manera puramente mecánica y sin ninguna proyección interna hacia determinados fines («ideas»), y otros que sólo pueden contemplarse como procesos al servicio de determinaciones finales, es decir, al servicio de la razón o de las ideas (la razón es concretamente «la facultad de ideas» o fines últimos en virtud de la cual existe una naturaleza). Según las premisas de la filosofía idealista de la naturaleza, toda la naturaleza es según su esencia un organismo, es decir, no ocurren en ella causa­ ciones puramente mecánicas, sino que éstas sólo son producto de una abstracción, o lo que es lo mismo, operaciones del pensamiento en las que, por motivos del análisis, se pasa provisionalmente por alto la organicidad. Así pues, todo ente se puede considerar bajo un aspecto en el que aparece como finito, abstracto, y otro bajo el que parece una manifestación de ideas. Y si nos imaginamos objetivamen­ te este último aspecto, la contemplación de lo ente desde la perspecti­ va de las ideas, llegaremos a la representación de la divinidad, por­ que, como dice Schelling, «estas mismas construcciones internas de lo universal y lo particular, que contempladas en sí mismas son ideas o imágenes de lo divino, son dioses contempladas desde su realidad» (1. c., subrayado en el original). El conjunto de productos poéticos relativos a los dioses constituye la mitología (parágrafo 58, 1. c., 405 [ss.]), que, como ya sabemos, proporciona «la materia prima de todo arte» (subrayado en el original).

1. Vid. Hans Freier, Die Rückkehr der Golter. Von der asthelischen Übersch tung der Wissensgrenze zar Mythologie der Moderne. Eine Untersuchung zur syslemalüchen Rolle der Kunst in der Philosophie Kants, Hegels und Schelling*. Stuttgart 1976.

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Pues bien, ahora podemos decir que si las ideas se han realiza­ do efectivamente en la naturaleza (han tomado cuerpo, se han encar­ nado), y si los filósofos ya saben de semejante encarnación, entonces ya es sólo una cuestión de la buena voluntad y de la inspiración de ios poetas esperar hasta que llegue el momento en que éstos expre­ sen por fin en sus poemas esas ideas que han retomado y que hasta ahora estaban ocultas mistérica y misteriosamente en la naturaleza, esperar hasta que «las comuniquen universalmente» y, en definitiva, quieran revelarlas. Y esta revelación tendría el carácter de aquel sim­ bolismo universal con el que Schelling había definido a la (nueva) mitología. Es en este sentido en el que, por ejemplo, Novalis había habla­ do de un «misticismo de la naturaleza» (NS I, III) y para dejar bien claro que se estaba refiriendo a los misterios de la Antigüedad clási­ ca mencionaba expresamente el nombre de la «virgen» (de «Isis») (1. c.; también: vol. III, 423, n° 788). La naturaleza es mística, puesto que esconde en ella, preservándolo momentáneamente de su publi­ cación, el «evangelio de la naturaleza», es decir, aquel que ha de ser engendrado, el «Mesías de la naturaleza» (1. c., 110; también: vol. III, 248, n° 53; vid. además: «El niño y su San Juan. El Mesías de la naturaleza. Nuevo Testamento —y nueva naturaleza— a modo de nueva Jerusalén»), Mediante la lacónica expresión «Jesús en Sais», Novalis (1. c,, 111) quiere dar a entender que asocia de manera di­ recta el cuito mistérico de los clásicos con el nacimiento del niño divino por parte de la «virgen». El niño divino —que aparece cuando se alza el «velo de la diosa de Sais»— se revela —«maravilla de las maravillas»— como el propio «Yo» (1. c., 110; también: vol.II, 584, n° 250), es decir, como aquella idea en la que se basaba el Systemprogramm para desarrollar sus postulados y en cuya estela surge la Nueva Mitología: el proceso de revelación de lo que antes era el ele­ mento íntimo de la naturaleza, la nueva «noche sagrada» que prepara el alba del día de los dioses, tal y como habrá de cantarlo Holderlin. También el hermano de Novalis, Gottlob Albrecht Karl, que pu­ blicaba bajo el seudónimo de Rostorf, vincula explícitamente en su obra Pilgrimmschaft nack Eleusis [Peregrinación a Eleusis] (Berlín 1804) el «misticismo de la naturaleza» con los misterios de Eleusis. La humana añoranza por un «reino del amor» no es sino una prolon­ gación en el plano de la conciencia del ansia de redención que ani­ ma a la naturaleza mineral, vegetal y animal y la impulsa a armarse de una potencia cada vez mayor. Uno de los leitmotivs de la obra de Rostorf —un compendio de poemas y cuentos vinculados sólo su­ perficialmente por medio de algunas relaciones temáticas— es la no­ che del mundo mineral que, una vez más, es un símbolo del aleja­ miento de los dioses sobrevenido a la humanidad por culpa de la 247

Ilustración. Esta noche se torna cálida y clara en cuanto retorna y se hace realidad el sueño infantil de un reino de amor; entonces le brinda un espíritu a la naturaleza y lleva a su «meta» la ansiosa pere­ grinación de la humanidad hacia un mundo suprasensible. Esta meta —la revelación del sentido del mundo, que en la naturaleza sólo se encuentra cifrado en clave en el reino mineral— se descubre precisa­ mente en la «celebración de los sagrados misterios» (364), cuya ver­ dad desvelada resulta ser el nacimiento del niño celestial, de Cristo, del redentor: la cruz es la verdad del reino natural (337), así como la Eucaristía expresa el sentido del «viaje vital» (337 s., 362): Camina dichoso hacia el apacible valle, hacia la celebración de la dulce noche; la peregrinación hacía el banquete amoroso pronto habrás concluido (355), Esto es lo que le gritan las fuerzas elementales (aquí, el agua) a los peregrinos que llegan de todos los rincones del mundo. Es cier­ to que Karl von Hardenberg no explícita demasiado la relación de la Noche Santa cristiana (la Navidad) con la noche de los misterios paganos, pero ia Peregrinación a Eleusis de Rostorf es a pesar de todo un importante documento que abona el terreno para nuestra hi­ pótesis sobre la estrecha relación de Dioniso con el Mesías cristiano en los textos románticos. Existe otro documento que no desearía pasar en silencio, puesto que lo que pretendo es ampliar la base filológicasobrela que ha de desarrollarse nuestra posterior investigación.Enefecto, también el imitador de Novalis (y Rostorf) y amigo de los hermanos Eichendorff, el hoy olvidado Otto Heinrich Graf von Loeben [conde de Loeben], que publicó en vida bajo el seudónimo de Isidorus Orientalis y creó en Heidelberg una «Sociedad Eleusina», hará llegar —como Dioniso— al héroe de su novela, Guido (Mannheim X808; reimpre­ sión en Berna 1979), desde Oriente a Grecia con el .fin de iniciarlo en los misterios de Eleusis. Dos sonetos introductorios dedican la novela a «Dioniso»: éste era el seudónimo que utilizaba dentro de la mentada «Sociedad» el amigo de Loeben, G. F. A. Strauss, y era también, como es lógico, un homenaje indirecto al «dios del vino» (XV). A él cantan los terce­ tos del segundo soneto: Me has abrumado con tus dones; te diste a mí y yo siempre fui tuyo, y consumiste tu vida al servicio de los misterios.

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¿Cómo podré agradecértelo? Quieres ser el sentido que flote en mi poesía y el eterno sacerdote de mi sacrificio. (XVI) Los ritos de iniciación de Eleusis (sobre todo en 245 ss., mu­ cho más explícito que en Rostorf) se preparan por medio de una se­ rie de enseñanzas acerca de las fuerzas que actúan en la naturaleza: al igual que el grano de trigo ha de morir en la tierra para renacer y fructificar, de la misma manera: se entierra el hombre y nace el dios bajo la forma de la prima­ vera con botones de flores y coronas y la espiga sacude su ca­ beza como un secreto a voces de eternas metamorfosis. Sí, he comprendido Eleusis, exclamó el peregrino (...). Eleusis vive (...). Luz de estrellas será la noche de la gran consagración, antor­ chas nuestros corazones encendidos, y nosotros nos precipitare­ mos en brazos de la muerte, en pos de la joven Perséfone, como raíces sagradas que florecerán y brotarán en todas las estacio­ nes, y los abrazos, la agonía de inefables besos, la divina alegría del reencuentro y un sagrado sobrecogimiento flotarán arreba­ tadamente llenando la noche estrellada y Eleusis hará delirar al mundo (252-3). Así pues, el verdadero ritual de iniciación revela que el auténti­ co acontecimiento de las celebraciones de Eleusis (300) consistía en el nacimiento divino: Las rocas se habían vuelto de cristal y dentro de ellas pudo contemplar a la bendita virgen María acompañada de los santos ángeles y con el niño Jesús en sus brazos (302). La Noche Sagrada de Eleusis en la que —según la tradición órfica— Deméter da a luz a Dioniso, se transfigura en una noche santa cristiana, en la Navidad. En Rostorf y Loeben esta vinculación aún era muy imprecisa, pero después de todo ambos sitúan el naci­ miento de Cristo bajo el título «Las Eleusinas» (300) con lo que dan un paso más que Novalis en lo tocante a la conexión de la Navidad con los «misterios». Una vez que hemos atestiguado lo extendida que está semejante fantasía en algunos textos del Romanticismo temprano, podemos sa­ car una importante conclusión volviendo al análisis de las parejas de opuestos esotérico/mistérico y exotérico/mitológico: la Nueva Mitolo­ gía, el retorno de ios dioses, tendrá lugar cuando lo esotérico (lo in­ terno, lo que se preservaba secretamente, sobre todo en los misterios 249

del mundo clásico) se convierta en exotérico (externo). La divinidad es esotérica en la naturaleza2 y exotérica en la religión popular, en la que «revela» visiblemente su verdad (de manera comunicable3, simbólica). Pues bien, llegados aquí resulta de vital importancia para el problema que nos ocupa saber que Schelling —como muchos de sus contemporáneos— gusta de hablar de lo esotérico bajo el nombre de «misterio». Y es importante porque si «misterio» es algo más que una simple metáfora sin importancia que se puede sustituir por otra —y ya tenemos datos para afirmar que en efecto es algo más—, en­ tonces ya no será fácil negar su conexión con el dios venidero (DionisoYaco). Les transcribo un par de pasajes significativos, por ejemplo un fragmento de la carta que Schelling le escribe a Obereit el 12 de marzo de 1796: Creo que una educación nacional no puede de ninguna manera prescindir de misterios en los que el joven se vaya iniciando gra­ dualmente. En ellos habrá que enseñar la nueva filosofía [es decir: el Idealismo, que comenzó siendo una filosofía de la na­ turaleza]. Esta sería la última revelación, por la que sólo debe­ ría pasar el alumno ya iniciado con éxito en el conocimiento de la Verdad (...). Si comparamos estas frases con el programa de educación del pueblo de que se hablaba en el Systeniprogramm, veremos una mani­ fiesta oposición entre misterio (culto secreto) y religión revelada (mito­ logía)4: en tanto que misterio, las ideas no son objetos sensibles del pensamiento; en tanto que mitología, se revelan simbólicamente, es decir, son accesibles a todos. Y si ahora —muy en la línea de una concepción de educación del pueblo radicalmente ilustrada— se exi­ ge que el fruto de los misterios salga del secreto y se haga público, lo que se está pidiendo es ni más ni menos la encarnación de las ideas; pero las ideas encarnadas son las divinidades. Esto significa que lo que se exige es el nacimiento de la religión. Si Uds. recuerdan la crítica encerrada en el Systemprogramm contra los sacerdotes y

2. Vid, el capítulo «Die Mysíik der Natur seit Rousseau» en j. H. W. Rosteutscher, Die Wiederkciir des Dionysos, 1. c., 26 ss. 3. En su ensayo El Republicanismo, de 1796, Fr. Schlegel ya veía «la capacidad de comunicación» como la garantía para la paz de la república, y había formulado el siguiente imperativo práctico: «Debe fiaber una comunidad de hombres, es decir, el Yo debe ser comunicado» {KA VII, 14-5). El Estado «democrático» (17) se esboza aquí, desde el principio, bajo la categoría de la comunidad y la comunicación. 4. El Romanticismo temprano no distingue (todavía) estrictamente entre mito y religión.

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ios sabios, que privan al pueblo de la visión de este gran suceso, encontrarán que las palabras de Schelling, que ya hemos citado abre­ viadamente, están muy en la línea de este programa: «A partir de ahora el sabio ya nunca se refugiará en los misterios para ocultar sus principios a los ojos profanos. Ocultar principios que pueden ser comunicados a todos es un crimen de lesa humanidad» (SW I/I, 341). 0 también: «Una vez que los principios han sido determinados con certeza y que los filósofos ya se han puesto de acuerdo al respec­ to, éstos pueden y deben ser entregados al pueblo, aunque bajo una forma muy diferente [concretamente, mítica]» (SW I/I, 280). (Vid. en Fuhrmans [editor]: Schelling, Briefe und Dohumente II, 539-40 nota.) En la obra de juventud5 de Schelling la oposición entre el mis­ terio y la religión revelada recorre como un leitmotiv todos sus razo­ namientos político-mitológicos. Al principio también interpreta el cris­ tianismo, de manera parecida a su amigo Hegel, como la reconciliación del «mundo escindido con Dios»: «Todos los símbolos del cristianis­ mo» (escribe Schelling en 1802), «tienen la intención de representar mediante imágenes la identidad de Dios con el mundo; la orientación propia del cristianismo es la de la intuición de Dios en lo finito» (SW 1/5, 117). El espíritu que se orienta hacia la búsqueda de esa intui­ ción recibe en Schelling el nombre de «misticismo» (1. c., 118); como aquel misticismo medieval que no quería «abrir prematuramente el fruto aún no maduro del tiempo», el misticismo sólo se opone provi­ sionalmente a la religión oficial, que es una religión venidera, aún no existente. En previsión de esa «futura certeza», en el cristianismo la «religión oficial es la propia religión esotérica y viceversa, una gran parte de las representaciones de los misterios paganos eran de natu­ raleza mítica» (1. c.). El cristianismo nace de la difícil situación crea­ da por ía escisión entre una religión interior (mística) y otra exterior (mitológica) (1. c., 119); a la hora de su nacimiento, el cristianismo es sólo la inversión de la «manifestación de lo finito en lo infinito» propia de la religión griega; no es la propia consumación, esto es, la reunión de las opuestas tendencias de lo finito hacia lo infinito y de lo infinito hacia lo finito: sólo es el camino en esa dirección.

5. El ecléctico Corres le sigue en su Myihengeschichte {1. c,, 17): «Al principio la divinidad surgió de sus sagrados misterios y su revelación era la materia y el univer­ so visible {...). Los misterios de la naturaleza fueron revelados a la humanidad. Lo que había permanecido oscuro y misterioso en la gran obra debía resolverse ahora en la historia.» También Friedrich Ast distingue los «mitos» en tanto que «ideas repre­ sentadas de modo real, (...) como imágenes sensibles de lo absoluto», frente al carác­ ter no revelado de la «religión originaría», en donde toman raíces un arte y una filoso­ fía estrechamente unidos {System der Kunstlekre oder Lehr und Handbuch der Aesthetik, Leipzig 1805, 37).

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El cristianismo como oposición [al paganismo] sólo es el camino hacia la consumación; en la propia consumación se supera y reasume su carácter de opuesto; es entonces cuando de veras se ha vuelto a reconquistar el cielo y se ha anunciado el evange­ lio absoluto (1. c., 120). Pero, como ya se ha dicho, ese momento está situado todavía en algún punto del futuro: el cristianismo simplemente lo prepara, el evangelio sólo será un «auténtico evangelio» en el futuro, cuando «las formas externas del cristianismo caigan y desaparezcan» y del renacimiento de una concepción simbólica de la naturaleza surja una religión verdaderamente exotérica, esto es, la «nueva religión» (1. c.). Observen Uds. que si Scheiling nos remite a los misterios es precisamente para subrayar la orientación futura de esta promesa y concretamente se refiere a los misterios más sagrados, los de Eleusis: «El alma», dice al final de su famoso tratado «Uber das Verhaltniss der Naturphilosophie zar Philosophie überhaupt» [Sobre la relación de la filosofía de la naturaleza con la filosofía en general], el alma, que se da cuenta de que ha perdido su mayor tesoro, se apresura, como Ceres, en prender su antorcha en la llamean­ te montaña para escudriñar todos los rincones de la tierra y espiar las cimas y los abismos, pero todo es vano hasta que finalmente llega agotada a Eleusis. Este es el segundo grado [de la iniciación]; sólo el sol, que todo lo ve, puede revelar que es el Hades el lugar donde se encierra el bien eterno. El alma, que experimenta esta revelación, alcanza el supremo conocimiento y se vuelve hacia el Padre eterno: ni siquiera el rey de los dio­ ses puede romper la inexorable concatenación de los eslabones del destino, pero le permite al alma que goce del bien perdido a través de las imágenes que los rayos de la luz eterna le roban por mediación suya al tenebroso regazo de las entrañas de la tierra (1. c., 124).6

6. Fritz Strich, Die Mythologie in der deutscken Uteratur, II, III ha querido ver en este pasaje la esencia de un «esbozo sobre Ceres» al que Scheiling se sintió empujado debido a la lectura del drama Der Raub der Proserpina [El rapto de Pro serpina) de Wilheim von Schütz. Wilheim Schlegel le había mandado el drama y Schellirig creía que debía compararlo con la Gita Govinda. Es en este contexto en el que admite haber concebido el proyecto de una «Ceres» «desde hace bastante tiempo» (carta a Wilheim Schlegel del 29 de nov. 1802, en: G. L. Plitt, /4¡« Schellings Leberi. In Briefen, 1 8 6 9 /7 0 ,1, 432). No parece descaminado ver en este «esbozo» el germen de sus futuras lecciones sobre los místenos eleusinos. Ya veremos en qué sentido.

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Pocos años más tarde (en el apéndice al escrito de 1804 Philosophie und Religión [Filosofía y Religión], que normalmente se consi­ dera como el momento preciso en que se puede datar el «cambio» que experimenta por entonces la filosofía de Schelling), la oposición entre lo místico y lo público o exotérico sigue siendo todavía una me­ táfora determinante de su pensamiento, pero el cristianismo sólo apa­ rece, al contrario de lo que ocurría antes, como una tendencia hacia lo infinito. Por su parte, lo infinito no puede presentarse tampoco como tal en el Estado, el cual, en tanto que una «segunda naturaleza» sólo es una concatenación de medios e instrumentos y por lo mismo no es capaz de una relación directa con la idea (SW 1/6, 65). Es por eso por lo que la religión, continúa Schelling, «sólo puede existir de modo esotérico o bajo ía forma de misterios incluso en el más perfecto de los Estados, si es que quiere conservarse también a sí misma en una pura idealidad no dañada» (1. c.; casi lo mismo en SW 1/5, 314). Este es un fallo evidente, porque en el misterio la fundamentación religiosa que sirve de soporte a la sociedad está separada de la conciencia general: por decirlo de una manera más clara ya no es asunto de todos, no es res publica. «Desde que los misterios son exotéricos, el Estado se ha vuelto esotérico, puesto que si bien en él lo singular vive en la totalidad, con la que mantiene una relación de diferencia, la totalidad no vive sin embargo en lo singular» (SW 1/5, 314). «Si queréis», sigue diciendo Schelling, «que [la sociedad] tenga también un lado exotérico y público, entonces dádselo en la mitología, la poesía y el arte de la nación: por su parte que la auténti­ ca religión, habida cuenta de su carácter ideal, renuncie a ser públi­ ca y se retire a la sagrada oscuridad de los secretos [es decir, de los misterios]» (SW 1/6, 65-6). Se puede ver aquí un relativo debilitamiento en la fuerza de aquel llamamiento revolucionario a una publicación íntegra y radical de los misterios. Pero, en esto, Schelling sigue siendo fiel a sus con­ cepciones anteriores cuando (apelando a la «polis» ateniense en la que coexistían tanto la religión eleusina como la religión popular-, las cuales eran un anticipo de una religión espiritual y monoteísta y de una religión que seguía manteniendo una orientación politeísta res­ pectivamente) no niega la posibilidad de convertir alguna vez lo eso­ térico en exotérico. El cristianismo, dice, nació del paganismo «por el mero hecho de (...) haber hecho públicos los misterios, afirmación que pudo comprobarse fácilmente examinando las costumbres y ritos del cristianismo, sus celebraciones simbólicas, sus jerarquías e inicia­ ciones, que son una imitación y publicación evidente de los elemen­ tos de ios misterios» (1. c., 66; esta idea no sólo influyó sobre Creu­ zer, sino que también ayuda a comprender la tardía filosofía de la mitología y de la religión del propio Schelling). 253

En efecto, aquella religión que concentra toda su verdad sobre la proposición que dice que la unión de lo infinito y lo finito sólo puede entenderse como superación de lo finito, no puede convivir al lado de una religión oficial o pública. Aquí se percibe una contra­ dicción respecto a las anteriores ideas de Schelling, un alejamiento respecto a la filosofía de la naturaleza y de la identidad —en tanto que último y supremo lugar de representación de lo absoluto—, que sin embargo vuelve a defenderse en publicaciones de las mismas fe­ chas o posteriores (como en el «Sistema de Würzburg» o en los «Afo­ rismos sobre Filosofía de la Naturaleza»). En todo caso, en Filosofía y Religión se encuentra este sorprendente pasaje: Por lo tanto, sí buscáis una mitología universal, hacéos con una visión simbólica de la naturaleza, dejad que los dioses vuelvan a apoderarse de ella y a invadirla;7 por el contrario, que el mundo espiritual de la religión permanezca libre y apartado de toda apariencia de los sentidos o que por lo menos sólo sea celebrado en inspirados cantos sagrados y un tipo de poesía tan particular como la poesía secreta y religiosa de los Antiguos, de la que la poesía moderna no es más que una manifestación exotérica, pero precisamente por ello menos pura (1. c., 67). Dejemos el análisis de este cambio de tendencia a la filología filosófica en torno a Schelling y preguntémonos únicamente hasta qué punto es representativa de su época esa defensa, que indudablemen­ te puede encontrarse en Schelling, de una religión popular pública, mitológica y por lo tanto no mística. El que analice otros textos del Idealismo, que nosean losde la última época, encontrará numerosos paralelismos con lo expresado por Schelling, por ejemplo en las notas de Nuremberg de Hegel para su Propedeútica filosófica. En el capítulo sobre religión se habla de Jesús, el hijo del hombre e hijo de Dios, como de alguien que ha superado o vencido al más allá (TWA 4, 67), igual que en el citado artículo de Schelling de 1802. Su sufrimiento fue consecuencia de la reconciliación entre la naturaleza humana y la divina: entre lo in­ terno y lo externo. E inversamente a como Schelling presentará poste­ riormente la Antigüedad griega, Hegel dice así: «Los paganos imagi­

7. Antes de esta reapropiación, la naturaleza tiene que aparecer como «mística». Este atributo no es exclusivo de la obra de Fr. Schiegel y Schellirtg, sino que es un lugar común de la época. Baader, por ejemplo, pretende restaurar la fama de «/o naturaleza y sus misterios tanto por sí misma corno por su solidaria vinculación con los misterios divinos» y al hacerlo recuerda a la mística medieval de la naturaleza y a j. Bohme (Franz von Baader, Schriften zur Gesellsckafisphilosophie, I. c., 720).

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naban a sus bienaventurados dioses en una especie de más allá; con Cristo se ha sacralizado incluso la realidad común, este vulgar mun­ do inferior que, sin embargo, no es despreciable» (1. c., 68). Las con­ diciones de la Modernidad posibilitan e incluso propician la conver­ sión de lo esotérico en exotérico: la universalidad esotérica y trascendente, propia del misterio, se convierte en un «espíritu de la comunidad [con una actuación efectiva]. El reino de. Dios es al princi­ pio la Iglesia invisible, que abarca todas las regiones y las diferentes religiones; después es la Iglesia exotérica» (I. c.). En la Fenomenología del Espíritu, publicada en 1807, Hegel habla de la «religión del arte» de los Antiguos como de la unión entre el culto y la obra de arte, una comunión que volvió a deshacerse más tarde cuando se escindieron la religión y el ejercicio artístico. «El pueblo que se aproxima a su dios en el culto de la religión del arte», dice Hegel, «es el pueblo ético, que sabe que su Estado y las acciones del mismo son idénticos a su propia voluntad y su manera de ejecutarla» (ed. por Joh. Hoffmeister, Hamburgo 1952, 502). Pero en el culto, la verdadera esencia, que se encuentra todavía bajo una forma inmediata, está hasta cierto punto escondida; «[es] el misterio del mismo» (1. c., 503) y la «religión revelada» (521 ss.) todavía tiene que extraerla a la conciencia (o mejor dicho, introducirla en la con­ ciencia) (503 &.): «Aquello de lo que se dice que ha sido revelado a la razón o al corazón sigue estando de hecho oculto, pues todavía nos falta la certeza real de la existencia inmediata, tanto la del objeto como la del disfrute del mismo, que en la religión ya no puede ser sólo una certeza inmediata desprovista de pensamiento, sino también una pura certeza que sabe de sí misma» (504). Si aquí Hegel, como Schelling, hace alusión al culto mistérico, es pensando también él en los misterios eleusirws: también piensa en Ceres y Baco, en Pan y vino (en el «misterio del pan y del vino», 518). Les voy a transcribir un pasaje muy conocido, que, aunque extraído de otro contexto (de la discusión acerca de la «certeza de los senti­ dos»), queremos aprovechar como testimonio filológico de la frecuen­ cia con que se asocia a Dioniso con los misterios: En esta invocación a la experiencia universal se puede permitir que anticipemos la consideración de lo práctico. A este respec­ to, se le puede decir a aquellos que afirman la verdad y certeza de la realidad de los objetos sensibles, que habría que volver a llevarlos a la escuela más elemental de la sabiduría, esto es, a los antiguos misterios eleusinos de Ceres y Baco8, para que 8. Desde la perspectiva de ios estudios sobre el helenismo resulta imposible comprender que los misterios de Ceres y Baco sean casi siempre citados o identiíica-

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empezaran por aprender el misterio del pan y del vino; pues el que se ha iniciado en estos misterios no sólo llega a dudar y desesperar de tal realidad, sino que él mismo consuma la nulidad de las cosas sensibles en la celebración de los misterios o al menos contempla cómo otros lo hacen. Tampoco los anima­ les están excluidos de esta sabiduría, sino que hasta parecen más profundamente iniciados en ella, pues no se quedan dete­ nidos ante las cosas sensibles como si existieran en sí mismas, sino que, desesperando de su realidad y con plena certeza de su nulidad, se acercan a ellas y las devoran; y toda la naturale­ za celebra, como ellos, estos misterios revelados que nos ense­ ñan en qué consiste la sabiduría de las cosas sensibles» (Phan. 87-8). Con esta cita de ia Fenomenología de Hegel hemos rebasado la fecha de creación de Pan y Vino. Pero ya existen testimonios que apuntan en la misma dirección en los escritos de juventud de Hegel, por ejemplo, en los fragmentos de Tubinga y de Berna, Volksreligion

dos por Hegel en un mismo y único contexto (y por cierto casi cotí las mismas palabras en la Estética (ed. por F. Bassenge, Berlín 1955, 454) y por eso hay que entenderlo como una interpretación idealista. Puede que esa equiparación de ambos cultos estu­ viera impulsada por el citado diccionario de Benjamín Hederich, el Gríindliches mythologisches Lexihon, nuevamente revisado corregido y aumentado por Johann Joachim Sclrwaben, Leipzig 1770, que en aquella época era una autoridad indiscutible en la materia. En dicho diccionario el artículo sobre Ceres dice así: «A veces se ia ve en compañía de Baco, abrazada a él. Buonar, 1. c. p., 441. Muchas veces está sentada sobre su regado. En esta postura va montada con él en un can o tirado por un león y una leona. Mariette, 1. c. n., 32» (683). Por lo demás, también en e! resto de la literatura de la época hay numerosas referencias a los misterios eleusinos. Citaré la obra de Hamanri, Aesthetica in nuca, (1762), en la que se lee: «Por lo tanto no os atreváis a introduciros en la metafísica de las bellas artes sin estar previamente iniciados en las orgías y misterios eleusinos. Los sentidos son de Ceres. de Baco las pasiones, de estos viejos padrinos de la hermo­ sa naturaleza» (en: Siimtl. Werke, ed. J. Nadler, vol. II, Viena 1950, 201); además, la carta de Hardenberg a Fricdrich Schlegel (Wittenberg, hacia el 20 de agosto de 1793): «Vivirás como sólo muy pocos pueden vivir y naturalmente tampoco podrás morir de una muerte vulgar: morirás de eternidad. Eres su hijo, y ella te llamará de nuevo a su seno. Dios te ha regalado un raro destino. Tal vez nunca vuelva a cono­ cer a un hombre como tú. Tú has sido para mí el sumo sacerdote de Eleusis. Gracias a ti he conocido el cielo y los infiernos, gracias a ti he gustado el árbol de la sabidu­ ría...» (NS IV, 124). Para más detalles sobre la utilización de los misterios de Eleusis por parte de la francmasonería (que ha dejado rastros visibles en la obra de Hegel), vid. el enjundioso estudio de jacques d’ Hondt, Hegel secret, París 1970.

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and Christentum [Religión del pueblo y Cristianismo] de 1793-49: allí se dice que Eleusis —el lugar de los misterios— viene a ser el ele­ mento (religioso) interno frente al elemento externo y público de la «polis» o frente a la comunidad del pueblo ateniense (frente al «genio del pueblo»). La «sagrada vía» de 18,5 kilómetros de largo que une la capital ateniense con los lugares de culto (la iegéi o5ós), también une la «religión popular» con la conciencia de una «libertad» política. Porque la «religión greco-romana sólo era una religión para pueblos libres» (Nohl, 221).10 Pero, como ya hemos dicho, todavía disponemos —por fortunade otro testimonio: una poesía llamada Eleusis que Hegel manda y dedica a su amigo Holderlin cuando se encontraba en Berna en agosto de 1796 (la primera edición crítica fue la de W. Hamacher [editor]: G. F. Hegel, Der Geist des Christentums. Schriften 1796-1800, Ffm.— Berlín-Viena 1978, 337-340). Por lo que respecta a la calidad poéti­ ca, el poema comparte todos los defectos propios del estilo de Hegel, pero en este contexto lo usamos exclusivamente como fuente de datos. El poema comienza con un elogio a la noche, en la que al fin se «adormece la infatigable preocupación del hombre atareado» y en la que ei pensamiento, normalmente atado a otras cosas, se siente «liberado»: «Te doy las gracias, ¡oh tú/mi liberadora!, ¡oh tú, noche!» (337). Es el instante del ocio, en el que despierta el «recuerdo» y se presenta ante el alma la imagen del amigo querido en una especie de anticipación de un pronto «y muy añorado... reencuentro». Así pues, la noche es aquí liberadora, mensajera de una venidera alegría; en su seno se prepara el pensamiento de una futura comunidad, con el amigo, desde luego, pero también se trata de una amistad situada bajo los auspicios de aquello que Hegel y Holderlin llamaban «reino de Dios» en el seminario de Tubinga y que les servía de lema secreto para la revolución: la idea de una comunidad del amor y la Nueva Mitología. Esto se expresa de forma muy directa en el poema. Véanlo ustedes mismos:

9. Vid. Hans-Otto Rebstock, Hegels Auffassung des Mythos, 1. c., y la reseña crítica que hace Otto Poggeler de dicha obra en Hegel-Studien 7 (1972), 327-334. Acerca de la concepción de Hegel de los mitos, en conexión con el Systernprogramm, vid. también al mismo en Hegel-Studien 9 (1979), 258-267 (reseña de Ñauen) y Hol­ derlin, Hegel und das áltcste Systernprogramm^ en R. Bubner (editor), Das alteste Systemprogramm, 1. c., 241 ss. (en donde encontrarán más bibliografía). 10. Vid. también Nohl, 39: «Así pues, un pueblo que desee disponer su público servicio divino de tal manera que los sentidos, la fantasía y ei c o m ó n queden conmovi­ dos, sin que por ello la razón se vaya de vacío, y de manera que su devoción nazca de una pausa de la actividad y del elevamiento de todas las fuerzas del alma (...), un pueblo semejante, organizará, sus fiestas sin ayuda de nadie (...}, a fin de no quedar por culpa de su emoción a merced de una clase de hombres y perder su independencia».

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Ya se dibuja ante mis ojos la escena del apasionado abrazo, tan largamente añorado, (...) la delicia de la certeza de saber que se encontrará aún más madura, más fírme, la lealtad a la antigua alianza, la alianza que no fue sellada con juramento alguno, la promesa de vivir sólo para la libre verdad y no hacer nunca las paces con la norma que gobierna la opinión y el sentimiento» (1. c.). En su estudio ya citado {Hegel secret), Jacques d’Hondt hace mucho hincapié en la parte que habla de la «antigua alianza» y en general en todas las referencias a la alianza que pueden encontrarse en el poema (1. c., 236 ss.). No alberga dudas de que no sólo cabe leerlas como veladas referencias a la hermandad casi religiosa de la francmasonería, sino en general como una inconfundible señal que apunta a las numerosísimas agrupaciones libres y organizaciones s o dales de la época del Romanticismo alemán, sobre las que Otto Dahn informa muy en detalle (en: R. Brinkmann [editor]: Romantik in Deutschland, Stuttgart 1978, 115-131). Todas ellas tienen en común su orientación según el ideal de grupo de las primitivas comunidades cristianas, la idea de que sus miembros son «conjurados» (también Eleusis nos habla, como ya hemos visto, de un «juramento» tácito), la «fidelidad» incondicional, el secreto, las invocaciones al Evangelio o al «reino de Dios» y la sobredeterminación política de su opción religiosa.11 Ya les daré una información más detallada a este respec­ to un poco más adelante. Después de las palabras que acabamos de citar, que nos corro­ boran la firmeza de la vieja alianza, el ojo sumido en lo «fantástico» se levanta hacia «la eterna bóveda del cielo/hacia ti, ¡oh luminoso astro de la noche!» (1. c., 338); se pierden los sentidos en la contem­ plación de la eternidad; las sombras de los espíritus grandes, cuyos rostros irradian plenitud, indican que ya se ha entrado en «mi patria, el éter». A continuación les transcribiré a Uds. un buen fragmento del poema sin hacer ninguna interrupción: ¡Ah! Si se abrieran de pronto las puertas de tu santuario ¡Oh Ceresl ¡tú- que tuviste un trono en Eleu$is\ embriagado de inspiración sentiría

11. Se encuentra expresada abiertamente en Fr. Schlegel: «Una sociedad se rija según este concepto de libertad será una anarquía, por mucho que ahora la llamen el Reino de Dios o la Edad dorada» (KA XII, 84, vid. 61).

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el escalofrío de tu proximidad, comprendería tus revelaciones descifraría el sentido excelso de tus imágenes, escucharía los himnos que resuenan en los ágapes divinos y las supremas palabras de sus consejos. ¡Ah, pero han enmudecido tus mansiones, oh diosa! Huyeron ya los dioses, regresaron al Olimpo, abandonando los altares mancillados. Lejos escapó del sepulcro de la humanidad degradada, el genio de la inocencia, que allí les atrajo con su magia. Muda está la sabiduría de tus sacerdotes, ni un eco de tus sagrados ritos llega hasta nosotros y en vano busca el investigador, más por curiosidad que por amor a la sabiduría (pues ésta ya cree poseerla y a Ti te desprecia [)). A fin de dominarla, todo lo escudriñan en busca de palabras, [palabras] en las que aún esté grabado tu sublime espíritu! ¡En vano!: sólo polvo y cenizas de los que ya no renace tu vida. ¡Sin embargo, aun entre restos putrefactos y sin vida se complacen esos muertos eternos! ¡Con poco se bastan! Pero en vano. No ha quedado ni rastro de tus fiestas ni sombra de tu imagen. Al hijo de la iniciación le parecía demasiado sagrada la plenitud de las sublimes doctrinas y la hondura de los inefables sentimientos como para honrar sus estériles signos. El pensamiento ya casi no puede asir este alma que fuera del tiempo y del espacio, presintiendo la infinitud (sicj se sumió en el olvido de sí misma y sólo ahora retorna a la conciencia. Quien quisiera hablar de esto a otros, aunque con lengua de ángel fuera, sentiría de sus palabras la pobreza, y el horror por pensar tan míseramente lo sagrado, y el horror por volverlo tan pequeño con sus labios, y el sacrilegio de hablar por tanto de ello y, así, estremecido, su boca sellaría. Lo que el iniciado a sí mismo se prohibía, prohibíalo una sabia ley a espíritus más pobres: que no proclamaran lo que vieron, oyeron o sintieron, en la noche sagrada. (...) (...)

Sabe, diosa, que tus hijos no han 259

arrastrado tu honra por el agora, que avaramente la han guardado en el íntimo santuario de su pecho. Por eso no has vivido en sus labios: con su vida te han honrado en sus actos has vivido y vives todavía y esta noche, también yo he sentido tu presencia, ¡Oh, divinidad sagrada!, y la vida de tus hijos a menudo me revela tu existencia, y te adivino, pues eres el alma de sus actos. Tú eres el espíritu sublime, la inquebrantable fe, una divinidad que no vacila aunque todo se derrumbe. (L. c., 338-40 [las cursivas son mías, M. F.]) La construcción de estos versos resulta oscura en determinados pasajes y, por eso, Pierre Bertaux lanzó la hipótesis en su estudio Hólderlin y la Revolución Francesa (Ffm. 1969, 111-2) de que se trata de un acto consciente de camuflaje frente a una posible censura política, pues lo que aquí se prepara en un lenguaje oscuro y sólo se confía al seno de la noche no es más que ese «pensamiento» del que, como dirá Hólderlin más tarde, surgirá algún día «la acción» (la revolución política) como «un rayo entre nubes». La advertencia para que no se revele antes de tiempo aquello que podría tener fata­ les consecuencias si llegara a oídos de «un hipócrita charlatán» esta­ ría dirigida al amigo, aconsejándole que guarde celosamente el lema revolucionario. Puede ser. A nosotros lo que nos importa es en todo caso el substrato metafórico al que se ha confiado esta advertencia. Supongo que habrán observado Uds. de inmediato que la noche, la oscuridad, no es aquí un lugar que provoca temor, sino el lugar del misterio y de lo sagrado. I..a palabra Mystárion (secreto, doctrina secreta, culto secreto), posiblemente se deriva de myo, cerrar, sobre todo cerrar los ojos (pero también los labios, es decir, callar).12 Mystas es el nom­ bre que designa al iniciado en las orgías (tú 'Óqjlíx rá fivoTLxá) y mystikós quiere decir, misterioso, refiriéndose a las doctrinas secre­ tas: tá órgia. El poema expresa claramente que la noche —en la que se celebraban los misterios eleusinos como otras muchas fiestas

12. Por cierta que esta etimología ha dado lugar a controversias; vid. el artículo Misterios en: Pauíys Realenzyklopadie der Altertumswissenschajt, nuevamente revisada por Georg Wissowa et. al., [cit.: PWj; vol. XVI, Stuítgart [1933-] 1935, 1209 s. Vid. también el artículo ’ó gyioí.

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dionisíacas13— tiene verdaderamente ese sentido mistérico, desde el momento en que invoca14 abiertamente a la diosa Deméter: «¡Ah, si se abrieran de pronto las puertas de tu santuario! [concretamente ahora, por la noche, a la hora de las revelaciones secretas]», etc., etc. Pero además hay otro testimonio que no debemos pasar por alto: se trata del verso en que se menciona al «luminoso astro nocturno» de la bóveda del cielo. Podría tratarse de la luna, esa «bella y callada compañera de la noche» que decía Klopstock (Die frühen Graber), pero el contexto de la cita puede también hacernos pensar en otra cosa muy distinta, concretamente en la brillante estrella que alumbra­ ba sobre el portal de Belén. En efecto, poco después se equipara el instante de la iniciación ele usina con la «noche sagrada» o «santa», tal y como se denomina habitualmente a la noche del nacimiento del Mesías, ese «dios venidero» prometido por Isaías y que por fin ha nacido.15 No crean Uds. que esta asociación está traída por los pe­ los: «reino de Dios» también es un lema que aparece en el Nuevo

13. La mística fiesta nocturna (TcavvuxLs), que se celebraba cada vez que se llegaba a Eleusis, podría aspirar al título de «noche sagrada» y de hecho así fue llama­ da a menudo (yiwréQos reXer^). En conjunto las fiestas nocturnas de Dioniso lleva­ ban el nombre de Nyctelia (Hederich, 517); Creuzer IV, 93; Euríp. Bacantes, v. 485 ss.: «¿Se celebran de día? ¿De noche?» —«Normalmente en la grandiosa soledad de la noche». 14. Jacques d’ Hondt (Hegel secret, 257 ss.) ha reunido otros muchos pasajes en los que Hegel alude a las fiestas de Eleusis y lecturas en las que éste pudo haber encontrado las mismas alusiones. Aparte de los poemas de Schiller, Die Gótter Griechenlands, Siegesfeier, Der Künstler, Das eleusinische Fest, Klagen der Ceres, se puede suponer que Hegel conocía otros autores, particularmente a Starck (publicado en 1782) y su obra Die alten urid die modemen Mysterien («Los antiguos y modernos misterios»); también la obra masónica del filósofo K. L. Reinhold, publicada bajo el seudónimo «Hermano Decius», titulada Die hebráiscken Mysterien oder die alte religióse Freimaurerei («Los misterios hebreos o la antigua francmasonería religiosa») (Leipzig 1788), así como la obra de Wilhelm Heinse Laídion oder die eleusinischen Gekeimnisse («Laidión o los misterios de Eleusis»), novela de inspiración masónica publicada en el año 1774. Esta permanente relación entre las alusiones a Eleusis y las alusiones a la francmaso­ nería llevan a d ’ Hondt a la conclusión de que es imposible excluir que cuando Hegel compuso su Eleusis no estuviera pensando también en la francmasonería (262); por el contrario, resulta llamativa la «ausencia de toda referencia al cristianismo» (258). Como veremos, esta observación es demasiado superficial y pasa por alto la estrecha vinculación de los misterios de Baco y Ceres con la Navidad cristiana, una vinculación con la que Hegel juega de manera evidente. 15 «Weih»-Nacht Jen español «noche [conjsagrada» «noche santa» o incluso «Na­ vidad»): en el poema Eleusis se habla muy a menudo de los términos «Weike» (en español, «consagración») y «geweiht» ¡en español «consagrado, iniciado»]. El saludo qt¡e e! coro de iniciados dirige a Yaco: «vvxréQOv 7eXerí?í ywatpÓQOS ¿taii/Q» en Las Ranas (v. 342) podría traducirse; «¡Oh, tú, estrella que alumbras la noche sagra­ da!», con lo que tendríamos un antecedente tanto para la «noche santa» como para su «brillante astro».

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i.

Testamento y al que los amigos de Tubinga16 se limitaron a dar un matiz revolucionario; y en los escritos teológicos de juventud de Hegel, anteriores a 1796, ya puede verse esta asociación entre la griega Eleusis y el nacimiento del cristianismo. Tal vez todo esto les siga resultando poco digno de crédito. Pero lo cierto es que, felizmente, estas tesis pueden atestiguarse perfecta­ mente. Para empezar fíjense Uds. en dos cartas procedentes del cír­ culo de amigos de Tubinga. La primera se la escribe Holderlin a Hegel, el 10 de julio de 1794, desde Waltershausen de Meiningen. Comienza así: «¡Querido hermanol Estoy seguro de que habrás pen­ sado de cuando en cuando en mí desde que nos separamos con el lema ‘reino de Dios’. Creo que gracias a esta contraseña volveríamos a reconocernos después de cualquier metamorfosis» (StA VI, 126/7)*. El principio del poema Eleusis podría entenderse como una conexión directa con la mentada despedida. La otra carta es de Hegel a Scheiling, de finales de enero de 1795. Dice así: «Holderlin me escribe de cuando en cuando desde Jena. Le transmitiré tus reproches. Me da la impresión de que cada vez aumenta más su interés por las ideas de alcance universal. Va a clase de Fichte y habla de él con entusiasmo como de un titán que lucha por la humanidad y cuyo círculo de influencia seguro que no quedará restringido a las cuatro paredes de su auditorio. No de­ bes concluir, por el hecho de que no te escribe, que se ha enfriado su amistad por ti porque, conociéndolo, estoy seguro de que no ha disminuido nada y de que su interés por las ideas de alcance univer­ sal aumenta cada día, según yo entiendo. ¡Que llegue pronto el reino de Dios y no encuentre nuestras ma­ nos ociosas, caídas en nuestro regazo! (. .. )

Razón y libertad siguen siendo nuestro lema y nuestro punto de unión la Iglesia invisible. H.» {Mat. 112-3, las cursivas son mías [M. F.]). Adolf Beck, el editor de las cartas de Holderlin, compara este pasaje con otro de una carta de Holderlin a Ebel del 9 de noviembre de 1795 (StA VI, 184-5): «Ya sabe que los espíritus tienen que co­ municarse siempre entre sí, en todo lugar en donde aliente todavía algún alma, que hay que unirse a todo lo que no deba ser rechazado,

16. Naturalmente no sólo ellos. Franz Baader escribe: «A una religión que pro­ mete el advenimiento del Reino de Dios entre los hombres no se le puede negar su tendencia [política) revolucionaria» (Schriften zur Gesellschaftspkilosophie, 1. c., 66). * N. de los T.: Citamos nuestra propia traducción de la carta publicada en: Fñedrick Holderlin. Correspondencia Completa. Traducción e Introducción de Helena Cortés y Arturo Ley te, Editorial Hiperión, Madrid 1990, pág. 198.

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gran hijo de la época, amanezca el día de los días, al que el hombre de mi corazón (un apóstol a los que sus actuales adoradores com­ prenden tan poco como a ellos mismos) denomina el futuro del señor»* Este apóstol es san Pablo, al que ya el joven Schelling había dedicado comentarios de tono revolucionario cuando estudiaba en el seminario de Tubinga, comentarios que, por desgracia, aún no han sido descifrados ni publicados y que nos hubieran podido proporcio­ nar más información sobre el pasaje recién citado de la carta de Holderlin. También nos permitirían echar un vistazo al taller donde se fraguó (y se hizo poesía)17 el pensamiento que considera que Cristo es el Señor del futuro en el sentido de una nueva religión política. Pero lo que el desconocimiento de esos escritos de juventud no nos permite ver, tal vez podamos completarlo recurriendo, con las debidas precauciones, a unas frases de Schelling, poco más tardías, que se refieren a Cristo y el cristianismo (extraídas de su curso sobre estética de 1802-3 y 1804-5). En estos pasajes, Schelling hace co­ menzar el mundo moderno con Cristo: mientras que entre los griegos existía la tendencia a encarnar lo infinito en lo finito (en una forma y figura), ahora predomina la idea de la disolución de lo finito en lo infinito, de lo real en lo ideal, de lo tangible en lo espiritual. Si el objeto de la mitología griega era la naturaleza, la universal intuición del universo como naturaleza [por su par­ te], la materia de la mitología cristiana es la universal intuición del universo como historia, como un mundo de la providencia. Éste es el auténtico punto de inflexión que separa a la religión y literatura modernas de las antiguas. El mundo moderno se inaugura cuando el hombre sale fuera de la naturaleza, pero como todavía no conoce otro hogar, se siente abandonado. Cuan­ do este sentimiento se hace extensible a toda una generación, ésta se vuelve hacia el mundo ideal, libremente u obligada por un impulso interno, y se acomoda allí como en su casa. Este era el sentimiento que reinaba en todo el mundo cuando surgió

* /V. de los 7'.: Como la nota anterior. 17. Por cierto que casi todos los alumnos del seminario comenzaron haciendo comentarios teológicos o más bien histórico-críticos del Nuevo Testamento. A sus dieci­ siete años, Schelling (hacía finales de 1792 o principios de 1793) compuso un tratado sobre la historia de la infancia de Jesús (que gracias a las palabras laudatorias de Strauss en la introducción a su cuarta edición crítica de la Vida de Jesús \Leben Jesti, 1835] volvió a adquirir cierta fama más de cuarenta años más tarde: 30}. (Vid. PHtt: Am Sckellings Leben. In Briefen, 3 vols. 1869-70, I, 38.) Como buen racionalista, Schelling considera los Evangelios como relatos míticos, y llama a su tratado «Pruebas para un comentario sobre la historia de la infancia de jesús según Lucas y Mateo» (Plitt 1, 4.7}.

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el cristianismo. La belleza de Grecia se había marchitado. Roma, que había acumulado todo el poderío del mundo, se inclinaba bajo el peso de su propia grandeza. La total satisfacción mate­ rial condujo por sí misma al hastío y al impulso hacia lo ideal. Antes incluso de que el cristianismo hubiera extendido su po­ der hasta Roma, esto es, ya bajo el mandato de los primeros emperadores, aquella inmoral ciudad estaba infestada de supers­ ticiones orientales, de astrólogos, adivinos y magos que eran con­ sejeros de los gobernantes; los oráculos de los griegos habían perdido su prestigio antes de enmudecer para siempre. El senti­ miento general de que tenía que llegar un mundo nuevo, puesto que el antiguo ya no era capaz de seguir adelante, flotaba por toda la extensión del mundo antiguo, parecido a ese aire bo­ chornoso que anuncia una gran conmoción de la naturaleza, y un presentimiento general pareció dirigir todas las cabezas hacia Oriente, como si de allí tuviera que venir el salvador, algo de lo que todavía se advierten rastros en las crónicas de Tácito y Suetonio (SW 1/5, 427-8 [las cursivas son mías, M. F.j).18 Fíjense en lo que se dice acerca de un salvador por venir y la llegada del nuevo mundo, palabras que Schelling no hace sino re­ petir con distintas variaciones a lo largo de las páginas siguientes, por ejemplo en la frase «el espíritu del mundo, que prepara un es­ pectáculo grandioso y nunca visto y medita un mundo nuevo» (X. c., 428), etc. En una tardía versión del poema Patmos, Hólderlin escri­ be lo siguiente: «Como una brisa matutina son los nombres/ desde Cristo» (StA II, 182, v. 159-60). Este nuevo mundo recorrido por una brisa matutina» por una aurora que El inaugura en su calidad de dios futuro (orientaI/«sirio»), es el mundo suprasensible; y desde el momento en que vuelve a reconducir allí a la Antigüedad, esto es, al lugar dei que partió, es como si «Cristo le pusiera punto final a los tiempos antiguos, desde el momento en que Él representa la venida de lo infinito a la finitud y es el que sacrifica esa finitud bajo su propia forma humana [su figura de servidor]; sólo está ahí para dibujar los límites, es el último Dios. Después de él viene el Espíritu,

18. Hegel nos ofrece una descripción muy parecida de la época del surgimiento del cristianismo en \Gmndkonzept zutn Geist des Christenturns], ed. Hamacher, 378 s. Vid. también ia cuarta égloga de Virgilio que canta el «retorno de la virgen» {v. 6) y el advenimiento del niño divino (v. 8 de la primera estrofa traducido por Novalis; NS I, 554). También aquí aparece como el último de ios olímpicos: «Del Olimpo des­ ciende una mejor posteridad; /Casta Lucina concédele tus favores al niño recién naci­ do/ que expulsará los tiempos de miseria y traerá años dorados/ a todo el universo, pues ya reina tu Apolo» (1. c., = estrofa 2, v. 7-10)

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el principio ideal, el alma que reina sobre el mundo nuevo» (1. c., 432; vid. 117 ss. [las cursivas son mías, M. F.]). En estas frases hay una indirecta alusión al poema de Schiller Die Gótter Griechenlands [Los dioses de Grecia] (de 1788) sin el que tampoco se habría escrito el poema de Hegel, Eleusis. Aunque se lamenta nostálgicamente de ello, Schiller entiende que Cristo es el heredero de toda la magnificencia de los dioses clásicos, el último dios, aquel en el que los dioses olímpicos se resumen y disuelven a un mismo tiempo. Hermoso mundo, ¿dónde estás? ¡Ah, retorna, amable milagro florido de la naturaleza! ¡Pero, ay, tu fabuloso rastro ya sólo pervive en el país encantado de los cantos! Los campos muertos están de luto y ningún dios se muestra ante mis ojos. ¡Ah, de aquel cuadro cálido de vida sólo una sombra ha quedado! Todas aquellas flores han caído cortadas por el lúgubre viento del Norte. Todo aquel mundo de dioses tuvo que morir para que sólo uno de ellos se enriqueciera. Tristemente te busco en la bóveda estrellada, a ti, ¡oh Selene!, pero ya no te encuentro. Voy clamando por los bosques, por las olas, pero ¡ay! ya sólo el eco me responde. Ignorante de las alegrías que nos regala, insensible a su propia magnificencia, nunca consciente del espíritu que la guía, nunca dichosa ante mi dicha, indiferente incluso a los honores que le rinde su artista, al muerto toque de horas del péndulo semejante, sirve como una esclava a la ley de la gravedad, la naturaleza privada de dioses (etc.). (Estrofas 13-15) Los amigos de Tubinga, como es lógico, subrayaron otros aspec­ tos no contemplados por Schiller en su concepción del ocaso del mun­ do de los dioses clásicos. Scheiling observa que el cristianismo «no dispone de símbolos completos, sino sólo de actos simbólicos. Todo el espíritu del cristianismo se resume meramente en la acción. Ya no se puede encontrar lo infinito en lo finito, lo finito sólo puede 265

pasar a lo infinito; y sólo en éste pueden ambos volverse uno» (SW 1/5, 433). Pues bien, los dos actos simbólicos del cristianismo son la co­ munión y el bautismo y Schelling distingue de nuevo en ellos «dos aspectos», que entretanto a Uds. ya les parecerán familiares: el as­ pecto místico y el simbólico (1. c., 434). El aspecto simbólico es la realización visible (exterior) de la comunión y el aspecto místico es su parte invisible, esto es, la creación «ideal» («misteriosa») del dios venidero, la disolución de lo finito en lo infinito.19 Llegados aquí, vuelvan a pensar Uds. en los versos del poema Eleusis de Hegel, dedicado «a Hólderlin», en los que se distingue entre el lado «inexpresable» del misterio y el lado sensible (o mejor dicho, entre el lado esotérico y el exotérico), de manera que la revela­ ción nocturna sólo está reservada al que ha sido iniciado, a los conju­ rados agrupados por medio de la contraseña «reino de Dios». Y pien­ sen también dentro de este contexto que estoy intentando reconstruir aquí a base de un montón de fragmentos, como sí estuviera encolan­ do una estatua rota, en aquel diálogo del Hípeñón entre Hiperión y Alabanda en el que el propio reino de Dios es la nueva Iglesia: «la favorita de nuestra época, la más joven y bella de las hijas de nuestro tiempo [...] que surgirá de esas formas maculadas y envejeci­ das» (StA III, 32). También allí se distingue entre el puñado de ini­ ciados, que creen en el retorno del reino de Dios, esto es, en el adve­ nimiento del nuevo Dios, y la masa de los no iniciados. En efecto, es sólo un pequeño grupo de conjurados el que prepara la ansiada renovación del mundo y de la humanidad; es la «callada» actividad de individuos «aislados» y «poco numerosos», que el poema de Hegel denominaba «hijos» de Dios y de la «sagrada noche» (1. c., 340). Pero estos «pocos se reconocen entre sí y se constituyen en tí no, pues Uno es lo que habita dentro de ellos, y de ellos y de nadie más nace­ rá la segunda edad del mundo» (StA III, 63). Son los poetas los que le abren el camino a sus actos futuros. Hólderlin no vacila en comparar la inspiración revolucionaria de los poetas con ese rayo de fuego del Dios supremo del que nacerá Dioniso:20

19. Vid. Hegel, [Der Ceist des Christentums], 1799-80: «La virtud del pa la comunión] residía en su sentido místico, pero también en su propiedad de ser pan, de ser comestible» (ed. Hamacher, 467). Ibid. 391 {Grundkonzept\: «Mt. 5, 17: El verbo Tr'hTjQojoai significa completa!; perfeccionar por medio del espíritu añadiéndole lo interno a lo externo.» 20: En la oda A nuestros grandes poetas (/4« unsre grossen Dickter,¡ StA 1, 573) Hólderlin «ve en las expediciones de conquista de Dioniso la imagen mitológica de la revolución política y espiritual de su tiempo con la que los poetas despiertan a los pueblos de un largo sueño» (Max L. Baeumer, Dionysos und das Dionysiscke bei Hólderlin, en: Holderlin-Jahrbueh 18 (1973-4), 97-118, 101).

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(...) y así, nuevamente los signos y hazañas del mundo encienden hoy un fuego en el alma de los poetas. Y lo que antes ocurrió sin sentirse apenas, sólo ahora es revelado (...) (StA II, 119, Feiertagshymne).21 Llegados a este punto, creo que ya hemos reunido el material que necesitábamos para esbozar un primer resumen que nos permita adentrarnos en el análisis de la elegía de Hólderlin Pan y Vino. Par­ tiendo de pasajes fragmentarios, he intentado restaurar el código que, como el compendio de fragmentos políticos de Novalis, Glauben und Liebe, ha sido escrito en un «lenguaje lleno de tropos y acertijos».22 En el poema de Hegel, Eleusis, encontramos una estrecha co­ nexión entre las distintas referencias poéticas a la noche santa y las referencias a los misterios griegos. La noche, que el poema indica como lugar de nacimiento de su propia inspiración, esconde en su seno (de momento como un secreto entre unos conjurados que tam­ bién se llaman «hijos de Dios», remedando a San Juan, pero pronto como una revelación que se hará al mundo entero) el reino venidero de Dios. También es verdad que Hegel dice, conectando con los Dio­ ses de Grecia de Schiller, que los dioses han abandonado los «altares mancillados» y han regresado al Olimpo. De la antigua sabiduría no se ha salvado nada. Pero, en una chocante contradicción con el tono elegiaco del poema, a continuación dice que lo que el iniciado ha contemplado en la noche sagrada, lo que ha escuchado y sentido, sólo ha desaparecido bajo su forma externa, pero subsiste en el re­ cuerdo del que no duerme en la noche, del que permanece en vela: el misterio está «guardado en el íntimo santuario de su pecho» y «sólo ahora [es] despertado a la conciencia». Así pues, este «ahora» es el momento ansiado en que, traducido al lenguaje de Schelling, el misti­ cismo cristiano puede volver a ser objetivo, es decir, en que «puede volver a ser símbolo y (...) por lo tanto convertirse en intuición poéti­ ca» (SW 1/5, 443). Desde luego, esto no deja de ser extraño, porque este ahora se sitúa concretamente hacia el año 1800, y evidentemente ése no es el momento del ocaso de la Antigüedad clásica ni el del nacimien­ 21. Sobre la conexión de la poesía con las «hazañas del mundo» en Hólderlin, vid. Gerhard Kurz, Mittelbarkeit und Vereinigung. Zum Verhaltniss von Poesie, Refle­ xión und Revolution bei Hólderlin, Stuttgart 1975, esp. 126 ss., 170 ss. 22. NS II, 485, n° 1: «Cuando queremos hablar en secreto con unos pocos, en medio de una gran reunión con gente de lo más variada, y no coincide que estamos sentados a su lado, no queda más remedio que utilizar un lenguaje en clave. (,..n°2] Todo auténtico secreto debe excluir espontáneamente a los profanos. El que pueda entenderlo es de por sí, con todo derecho, un iniciado.»

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to del niño Dios. Y sin embargo, tanto Hegel como Holderlin hablan de este suceso como de algo actual, contemporáneo a ellos. Para entender esto tendremos que analizar la elegía de Holder­ lin Pan y Vino (de 1800) ( = StA II, 90-95). La incomparable fuerza poética que eleva el poema de Hol­ derlin muy por encima de los versos de Hegel hace necesaria una serie de observaciones previas sobre la forma y la estructura de la elegía. El metro elegido por Holderlin es, en la estela de la tradición clásica, el dístico elegiaco: estrofas de dos versos a base de un hexá­ metro y un pentámetro. El poema completo se compone de nueve estrofas, la cuales (con una sola excepción) contienen a su vez nueve parejas de dísticos, o lo que es lo mismos, tres veces tres dísticos. Desde luego, no es cuestión de lanzarse a establecer especulaciones numéricas de tipo pitagórico a partir de la simetría aritmética de la estructura del poema, cosa que, por cierto, ya se ha hecho. Pero sin embargo no nos queda más remedio que hacer un uso heurístico de ese dato, porque, después de todo, los poemas responden a una estructura voluntariamente creada, son «obras», y por lo tanto no hay nada en ellos que sea producto del azar o no tenga significado, como sí es el caso en los productos de la naturaleza. En efecto, la construcción triádica de la elegía aporta una pri­ mera información acerca de la articulación de sus pensamientos: las tres primeras estrofas tienen como tema la noche, las tres segundas estrofas tratan del día de los dioses griegos y, finalmente, las tres ter­ ceras y últimas estrofas nos reconducen de nuevo, en un nivel más elevado, a la noche hespérica. Hoy ya es tradición usar la propia estructuración trimembre del poema como instrumento de estructura­ ción del análisis de esos tríos de estrofas y Jochen Schmidt, que se doctoró con un trabajo sobre la Elegía de Holderlin„ «Pan y Vino» [Hólderlim Elegie «Brod und Wein». Die Entwicklung des hymnischen Stils in der elegischen Dichtung, Berlín 1968], intentó llevar a cabo un esquema por tríadas de dísticos (9-10) que parece efectivo. Yo no procederé a un análisis tan minucioso y me limitaré a subrayar el aspecto que aquí nos preocupa, el problema de Dioniso. Vayamos desde lo conocido a lo desconocido. El comienzo del poema, que trata de la noche, nos recuerda a Eleusis de Hegel, e incluso presenta algunos giros muy parecidos. También aquí la noche es algo más que una simple despedida de las «alegrías del día» (v. 3); también residen en ella sus «misteros sagrados» (1. c., 9), como muy acertadamente expresa Jochen Schmidt: las «campanas que do­ blan» (v. 11) parecen en principio una alusión al culto cristiano, alu­ sión con la que más tarde juega abiertamente la expresión «noche sagrada» (v. 49 y v. 124). En efecto, los «misterios sagrados de la no­

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che» no están muy lejos de la noche santa de la Navidad* es decir, de la noche en que viene al mundo el niño divino o esos «hijos de Dios» de que hablan hacia el final tanto Eleusis como Pan y Vino. Pero aún no hemos llegado a ese punto. Al principio del poema la noche aparece como la hora en la que el hombre se sume en su reino íntimo, en su interioridad. El reino de lo íntimo, como la noche oscura, es invisible; pero lo invisible es también el lugar de la imagi­ nación, de la fantasía poética, como el recuerdo, cuyo objeto tampoco es sensible ni visible y sólo se actualiza por medio de imágenes. En la medida en que alimenta semejantes pensamientos, la noche recibe el epíteto de «soñadora» o «inspirada» (v. 15): se alza sobre la cima de las montañas «triste y reluciente» (v. 18): triste, porque viene a ponerle fin al «día soleado y sereno» (v. 24) presidido por Zeus, «el dios supremo» (v. 23); pero al mismo tiempo reluciente y digna de ser cantada y celebrada: «porque es sagrada para los errabundos y para los muertos / pero habita eternamente en el espíritu más libre» (v. 29-30). Pero ésta no es la única razón para celebrar la noche: ella nos concede «en medio de las tinieblas (...) algo a lo que asir­ nos» (v. 32), «something to hold ton, pues, a veces, las imágenes que nacen bajo los párpados cerrados son más firmes y duraderas que las cambiantes impresiones diurnas de nuestros sentidos: las fanta­ sías atemporales de los poetas, «la divina ebriedad» (v. 33), la «sagra­ da memoria» (v. 36), el recuerdo (v. 9), en resumen, la posibilidad de poder retener firmemente lo pasado y lo lejano gracias a la activi­ dad siempre en vela del pensamiento, que se libera «en la noche» (v. 36). Así pues, la noche también es el momento de la preparación («lo que prepara» [v. 22]): ella nos abre las puertas hacia «los espa­ cios abiertos» (v. 41). Aquí tenemos de nuevo, resumiendo un primer resultado de nues­ tra lectura, la conocida oposición entre lo interno y lo externo, entre lo secreto o misterioso y lo revelado. La noche es triste en la medida en que se limita a preparar lo revelado (lo abierto), pero sin contener­ lo ella misma. Pero las fantasías y recuerdos que se despliegan en su seno se orientan como una brújula hacia la divinidad. El recuerdo no es siempre ni por sí mismo «sagrado» (v. 36) y no cualquier «cá­ liz» (v. 35) es capaz de impulsamos como un «fuego divino» (v. 40) a «emprender de día o de noche el camino» (v. 40-1). Sólo se sentirá * N. de los T.: Un juego de alusiones, al que ya se aludió en otra nota, sólo comprensible en la lengua alemana, en la que «Navidad» no tiene la etimología latina de «natividad», nacimiento, ya que se expresa con el término compuesto «Weiknachl», es decir, «noche sagrada» o «noche santa» según sí usamos una terminología más o menos eclesial, siendo «Weih(e)» la palabra que significa consagración, iniciación, ben­ dición, etc., y «Ñachi» la palabra que significa «noche». Por su parte, «misterios» o «iniciaciones» «de la noche» se dice «Weihe der Ñachi».

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impulsado a emprender la marcha aquel cuyos recuerdos nocturnos conserven huellas de ese día de dioses de que trata la segunda estro­ fa. Pero sólo después de leer la tercera estrofa nos queda claro que lo divino sólo puede albergarse en el seno de aquel que «se mantiene despierto (...) y vigilante en la noche» (v. 36). Esta estrofa canta, sin nombrarlo expresamente, al dios del vino, que en origen debía de ser el que diera título a todo el poema; cuando se sabe esto y se procede a una segunda lectura de la segunda estrofa, se tiende a interpretar ese «don del olvido» mencionado como un regalo del dios del vino, pues éste es en efecto uno de los atributos del dios en las Bacantes de Eurípides (cuyo inicio fue traducido por Holderlin) (tlirvov re \r¡$-qv ribu x a d J T}ii£.qy erexe irórvia xoüqov B Qtfíüi B Qi¡ióv» [Nuestra Señora Brimo acaba de dar a luz al niño santo Brimos])» se desig­ naba a Yaco y con el termino Brimó a Deméter.

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fc' La idea de un triple Dioniso, que muere como Zagreo y resucita a la vida con una nueva conciencia —eventualmente bajo el aspecto de un niño—, es, como ya hemos indicado, una idea órfica. Schelling también la vuelve a encontrar en la epopeya de Nonnos y en un pasa­ je (también mencionado por Creuzer) de Diodoro de Sicilia (III, 62), uno de sus autores favoritos; en efecto, Diodoro también distingue entre «tres Dionisos» (SW ÍI/3, 475). Precisamente, allí es donde tam­ bién se cuenta que «el dios Dioniso, despedazado por los hijos de la Tierra, por los titanes, vuelve a ser traído al mundo por Deméter». Pero es que Deméter es la diosa a la que se consagran las orgías eleusinas y también estas orgías se celebraban durante la noche; la procesión sagrada, la tvo¡jítvy¡^ salía de Atenas la mañana del 19 del mes de Boédromion y llegaba al santuario de Eleusis, que distaba unos veinte kilómetros, el día 20 a la caída de la noche, momento en el que se iniciaba la fiesta nocturna (la noche sagrada: Weihnacht, nfkteros teleta) (vid. PWV, Art. Eleusis y Eleusinia, 238 ss., además PW IX, Art. Iakchos, 613 ss., 617 s.; PW XVI, 1935, Art. Mysteria, 1228 ss.; Nilsson I, 440 ss.; 628 ss.). Este tercer Dioniso, el niño venido al mundo en la noche sagrada {Las Ranas, v. 342), se llama Iacchos o Yaco (presumiblemente debido a los gritos de júbilo (iachd] que emitía el coro místico [SW II/3, 486; PW IX, 614; Nilsson I, 629]); es el hijo de Zeus y de la diosa de los cereales Deméter, la «Madre Tierra» griega —porque Gaia nunca tuvo un papel compara­ ble en la religión helénica—, esto es, la diosa de la agricultura equi­ valente a la Ceres latina, y en la misma Antigüedad clásica ya se le identificaba a veces con el resucitado Zagreo. Un escolio a Píndaro dice «En Tebas Zagreo se sienta al lado de Ceres (-wáQeQÓQOs) y al­ gunos también lo llaman Yacofi De ahí se deduce que en esta ma­ ternidad, como en tantas otras, la madre y la hija (Ceres y Proserpina) han intercambiado sus papeles» (Creuzer, IV, 96). Este intercambio de papeles está englobado dentro del atributo Liknites, que se le aplicaba tanto al Zagreo resucitado, esto es, a Baco (el órfico) como a Yaco (por ejemplo en Creuzer en 1809, Dyonisus, 256; vid. también Roscher, Art. Iakchos, II. I, 7). Liknites significa el que yace en una tina o una cesta, esto es, en un Liknon (vid. Art. Liknon en PW IX, y Roscher, Art. Dionysos, I, 1043). Está claro que no se trata de una tina en el sentido de una convencional bañera (como, a nosotros, hombres acostumbrados al agua corriente fría y caliente, podría parecemos a primera vista), sino que se trata de una

8. En la medida en que es váiido para designar al recién nacido. La informa ción más detallada al respecto se encuentra en el artículo «Yaco» del diccionario de Roscher ya citado (y que a partir de ahora se citará: Roscher), reimpresión en Hildesheim 1965, vol. II. I .2.

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especie de tina destinada a arrojar los desechos de la simiente, (oxá