Filosofía y crítica de la cultura: reflexión crítico-hermenéutica sobre la filosofía y la realidad cultural del hombre 8481640611, 9788481640618

La presente obra arranca de una convicción: la reflexión filosófica no transcurre en el clima aséptico de una aislada ca

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Spanish; Castilian Pages 310 [297] Year 1995

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Filosofía y crítica de la cultura: reflexión crítico-hermenéutica sobre la filosofía y la realidad cultural del hombre
 8481640611, 9788481640618

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La presente o b ra arranca de una convicción : la reflexión filosófica no transcurre en el clima asép­ tico de una aislada cam p an a de cristal, ni en las alta ra s in co n tam in ad as de cualquier figurada estra­ to sfera; p o r el c o n tra rio , al tener lugar en medio de unas co n d icio nes culturales d eterm inad as, no puede m argin arse de ellas, sino que ha de a fro n ta r su c o n ­ creta u bicación y hacerse carg o de la problem ática h u m a n a que desde su ento rn o emerge. A esa in ten­ ción responden estas páginas sobre Filosofía y cri­ tica de la cultura en las que, b a jo ese título, se desa­ rrollan tres líneas de tr a b a jo interrelacionadas: — el autoesclarecimiento de la filosofía, atendiendo a su dimensión constituyente de crítica de la cultura; — el esclarecim iento de la co m p leja realidad cultu­ ral del h o m b re ; — el análisis de algunos pro blem as filosóficos cru ­ ciales planteados en la actual encrucijada de nues­ tro m o d elo civilizatorio. La prim era parte de la o b ra abo rd a la filosofía c o m o pro d ucto cultural a través del cual la misma cultura se au to crítica. T r a s seguir la pista a las rela­ ciones de la filosofía con otros prod uctos de la esfera cognitiva de la cultura — m ito , ciencia e ideo­ logía, atendiendo tam bién a su relación con el m odo de pensar u tó p ic o — , se d esem boca en la propuesta de una filosofía crítico-herm en éutica de la cultura. La segunda parte ahond a en las bases a n tr o p o ­ lógicas de la cultura y su d inám ica. T ra n sita n d o por la vía que conduce desde una filosofía de la cu l­ tura hacia una filosofía del h o m b re , se ilumina a la vez el ca m in o de una filosofía crítica que no elude la dimensión norm ativa requerida para ab o rd ar el trayecto que va de la hominización a la hum ani­

zación. La última parte se centra en problem as cruciales co m o los que hoy representan la tensión entre uni­ versalism o y particularism o, con el consiguiente cu estio n am ien to de las pretensiones universalistas de la razó n , incluida la razón m o ra l, desde la diver­ sidad cultural, o el debate en to rn o al progreso, habida cuenta de la am bigüedad inerradicable de la historia. A pu n tan d o a las condiciones necesarias para un nuevo hum anism o transcultural se trata de afro n tar la gran alternativa de nuestro tiempo: «h um anism o o barbarie».

C O N T E N ID O

Introducción ...........................................................................................

1I

I FILOSOFÍA Y CULTURA. LA FILOSOFÍA C OM O HERMENÉUTICA CRÍTICA DE LA CULTURA 1. 2. 3. 4. 5. 6.

Cultura y filosofía ........................................................................... Filosofía y mito. El nacimiento de la filosofía com o emergencia de la razón c r ít ic a .................................................... Filosofía y ciencia. Confrontación y colaboración en el ámbito cognitivo de la cultura .................................................. Filosofía e ideología. Un nuevo marco para la moderna crítica de la cu ltu ra ........................................................................ Filosofía y utopía. El horizonte emancipatorio de la crítica de la cu ltura........................................................................ La filosofía en la postmodernidad. Necesidad y posibilidad de una filosofía crítico-hermenéutica de la c u ltu r a ...................................................................................................

19 29 45 67 96

1 11

II HOMBRE Y CULTURA: DELA HOMINIZACIÓN A LA HUMANIZACIÓN. BASES ANTROPOLÓGICAS DE LA CULTURA Y SU DINÁMICA 7.

De las teorías sobre la cultura a una filosofía de la c u lt u r a ...................................................................................................

129

8.

La hominización: aparición del hombre y emergencia de la c u lt u r a ...................... .............................................................. 9. Naturaleza y cultura: el hombre co m o «animal cultural» 10. La naturaleza humana co m o necesidad y posibilidad de la cultura. Trabajo y comunicación com o claves antropológicas ................................................................................ 1 I . Individuo, cultura y sociedad: la existencia sociocultural del hombre ....................................................................................... 12. Antropogénesis y evolución cultural: de la alienación a la hum an ización .........................................................................

143 161

178 205 225

III PROBLEMAS CRUCIALES DE UNA FILOSOFÍA DE LA CULTURA 13. 14.

Universalismo y, relativismo desde la postmodernidad . Ambivalencia de la cultura, ambigüedad de la historia. El postulado del progreso en la perspectiva de un humanismo transcultural ...........................................................

2 43

260

B ibliografía .................................................................................................. Indice general ..............................................................................................

283 3 05

Estas páginas sobre Filosofía y crítica de la cultura responden a tres líneas de trabajo interrelacionadas, las cuales pueden entreverse en la formulación de ese mismo título que las encabeza: - autoesclarecimiento de la filosofía, atendiendo a su dimensión constituyente de (auto-)crítica de la cultura; - esclarecimiento de la compleja realidad cultural del hombre; - análisis de algunos problemas filosóficos cruciales planteados desde la encrucijada cultural en la que se encuentra nuestro modelo civilizatorio. A dichas líneas se deben, respectivamente, las tres partes de la presente obra, a través de las cuales se abordan tareas acuciantes de la filosofía en la postm odernidad desde lo que trata de articularse como filosofía crítico-hermenéutica de la cultura. Por lo demás, su mismo título «Filosofía y crítica de la cultura» presenta intenciona­ damente una inocultable ambivalencia, mantenida co m o tal por c o n ­ tribuir positivamente a señalar con sus diferentes sentidos las diver­ sas vertientes por las que discurre nuestra reflexión. Por una parte, ensancha el campo de lo que puede entenderse co m o una filosofía de la cultura al dar pie, desde la conjunción expresa que se plantea entre filosofía y crítica de la cultura, a la reflexión en torno a la misma filosofía co m o producto cultural que se caracteriza de alguna forma por la dimensión crítica respecto de la cultura — la cultura en general, y la cultura en que ella se desarrolla— ; por otra, obliga a la filosofía de la cultura que se proponga a asumir una determinada orientación crítica que no puede soslayar. Cabe decir, sin duda, que la denominación «Filosofía y crítica de la cultura» supone para la reflexión que bajo ese rótulo se presenta la asunción de un ineludible comprom iso intelectual. Se parte de que la reflexión filosófica no transcurre en el clima aséptico de una aislada campana de cristal, ni en las alturas incontaminadas de cualquier figurada estratosfera; por el contrario, teniendo lugar en medio de

unas condiciones culturales determinadas, no puede marginarse olímpicamente de ellas, sino que ha de afrontar su concreta ubica­ ción y hacerse cargo de la problemática humana que desde su entor­ no emerge. Y si eso vale para la filosofía en general, tanto más ha de valer para una filosofía de la cultura que quiera ser crítica y que además, en consonancia con esa intención, no eluda la necesidad de explicitar hacia dónde orienta su potencia crítica y su capacidad alen­ tadora de la praxis, por más que sea consciente, y precisamente por ello, de la peculiar «impotencia» propia de la filosofía com o discurso teórico (cf. Apel, 1 9 8 5 a , 9 ss.). Así, pues, una primera línea que había que recoger era ésa que queda sugerida desde el título por la misma conjunción que ya lie­ mos comentado: filosofía y crítica de la cultura. En esta dirección, la cuestión crucial que aparece es el carácter de crítica de la cultura que es constitutivo de la filosofía, aunque se haya presentado de diversas maneras a lo largo de su historia. Por ello, si al hacer crítica de la cu ltura la reflex ió n filosófica no deja de ser en alguna forma autocrítica, igualmente es en el discurso filosófico, al que le cualifica ser conciencia crítica de su tiempo, donde la cultura se vuelve re­ flexiva y autocríticamente sobre sí misma, pudiendo afirmarse que la filosofía — ella misma producto cultural — es el cauce por donde la cultura se autocrítica. En esta cuestión hay que subrayar ya desde aquí el papel decisivo que ha jugado en la misma evolución del pen­ samiento filosófico la crítica de la cultura llevada a cabo desde dife­ rentes modelos de teoría de las ideologías , y en especial por parte de esos tres grandes «maestros de la sospecha» que fueron M a rx , Nietzsche y Freud. Su aportación es clave en cuanto a la consolida­ ción de ese doble movimiento en virtud del cual la crítica de la cultu­ ra constituye tanto a la filosofía com o ésta, en cuanto discurso críti­ co, a la misma cultura de la que nace. Atendiendo a esa relación de cuño dialéctico entre filosofía y crítica de la cultura, la Parte l de nuestro tra b a jo — «Filosofía y cultu­ ra. La filosofía com o hermenéutica crítica efe la cultura»— consiste justamente en un breve recorrido sistemático, y a la vez con una imprescindible perspectiva histórica, por las relaciones que guarda la filosofía con otros productos de la esfera cognitiva de la cultura: mito, ciencia e ideología, atendiendo también a su relación con el modo de pensar utópico. Se trata de ver cóm o, a través de ellas, la misma filosofía, desde su emergencia co m o discurso racional crítico y argumentativo frente al mito, se ha ido configurando co m o filoso­ fía crítica y hermenéutica, de la que se puede decir que en los tiem­ pos postmodernos que corren cuenta con la oportunidad de alcan­ zar una nueva etapa de madurez — por más que sea, al igual que siempre, provisional— , para acceder a la cual representa una vía privilegiada, la de la reformulación de las tareas de la filosofía como

reflexión crítico-hermenéutica sobre la cultura. En este sentido, lo que aparece al trasluz de las complejas relaciones entre filosofía y cultura es, co m o por lo demás ha sido constante a lo largo de la historia de la filosofía, la manera en que hoy se ven replanteados el quehacer y las funciones de la filosofía, que no deja de ser algo vivo desde su inserción en la dinámica, muchas veces tensa y cargada de contradicciones, de una tradición cultural. Así, pues, el cuestionamiento de la cultura desde la filosofía repercute — eso es lo que se trata de captar de la mejor manera posible— en el replanteamiento de la misma filosofía desde la cultura, y más concretam ente eti nues­ tra actual situación cultural de verdadera encrucijada civilizatoria. Una vez clarificado el sentido de una filosofía crítico-hermenéu­ tica de la cultura, y a su través el de la filosofía co m o saber de índole especial, el camino se halla despejado para avanzar por la segunda de las líneas por las que inexcusablemente ha de transitar: la reflexión crítica y comprensiva sobre la cliltura, sus bases antropológicas y sus principales líneas evolutivas. A ello responde la Parte II, presentada bajo el título de «Hombre y cultura: De la hominización a la humani­ zación. Bases antropológicas de la cultura y su dinámica». Una de las características de esta segunda parte, tal co m o se ha enfocado, es el empeño por dar concreción, ante el amplio campo temático del hombre y sus culturas — en definitiva ante la compleja realidad cultural del hom bre — , a la exigen cia ep istem o ló g ic a impostergable del necesario diálogo entre filosofía y ciencias, en es­ pecial las «ciencias del hombre». El punto de arranque lo propor­ cionan, por ello, las distintas teorías sobre la cultura que provienen del ámbito científico, sobre todo, por razones obvias, de la a n tro ­ pología cultural. Una filosofía de la cultura no puede prescindir del bagaje informativo y de las explicaciones nomológicas que propor­ ciona la literatura antropológica. Aunque el diálogo con las ciencias no se puede limitar a ese segmento de interlocutores, es cierro que desde sus aportaciones, aparte de su singular relevancia, ya aparece planteada — cuestión distinta es hasta qué punto así reconocido— la necesidad de ir, más allá de las parciales explicaciones sobre fe­ nómenos culturales, a una teoría general sobre la cultura que, por sus pre te n sio n es de to talid ad , d esbo rd a los lím ites del nivel epistemológico de la ciencia para ubicarse, con todas las cautelas pertinentes, en el nivel o dimensión propia del discurso filosófico. Puede decirse incluso que es una cierta demanda transdisciplinar la que, desde la antropología cultural y otras ciencias humanas, c o n ­ duce hacia una filosofía de la cultura que por fuerza no dejará de ser también una filosofía de! hombre. Ciertamente, una filosofía crítico-hermenéutica de la cultura parece el camino idóneo para desembocar en esa filosofía del hom ­ bre que no deja de ser reclamada — y es probable que camino ad e­

cuado también para contribuir al necesario replanteamiento de la reflexión filosófica en general— Acometer la segunda, esa filosofía del hombre, directamente, sin vías de mediación, puede convertirse en una tarea desmedida, a riesgo de verse bloqueada por la comple­ jidad de los problemas de todo tipo que salen al encuentro. Si la cultura es algo específica y exclusivamente humano, que condiciona de manera determinante lo que el hombre sea y pueda ser, y si todo lo que éste dé de sí por fuerza lo plasmará cultural mente, la reflexión sobre la cultura se presenta entonces co m o la mejor vía para pene­ trar en la compleja realidad humana. Podemos recordar a este res­ pecto que si hubo quienes intentaron hacer una «antropología filo­ sófica» y se vieron obligados a circular por los senderos de una «filosofía de la cultura» — Introducción a una filosofía de la cultura fue el subtítulo dado por Cassirer a su famosa Antropología filosófi­ ca — , ahora, quizá más precavidos, nos proponemos de entrada ha­ cer esa filosofía crítico-hermenéutica de la cultura con la esperanza­ da conciencia de que por ahí, de haber alguna, se hallará la vía de acceso a una filosofía del hombre. Por lo demás, si en una filosofía de la cultura co m o la que se pretende salta a primer plano el sesgo antropológico de la reflexión filosófica — lo cual no deja de ser obligante herencia irrenunciable de la modernidad y su antropocentrismo inmanentista— , y la disci­ plina co m o tal se ubica claramente en el espacio filosófico-antropológico, lo que igualmente se puede apreciar es que hablar de filosofía de la cultura resulta, con todo, algo más acotado y suscep­ tible de acceso, a través de distintas vías de mediación — la co labo ­ ración con las ciencias, entre otras— , que una filosofía del hombre. Si ésta no debe ser eludida, su problematicidad, incluso en cuanto a sus posibilidades epistemológicas, desaconseja abordarla directa­ mente y reclama hacerlo, por el contrario, por la vía transitable del rodeo — pues de verdadero «rodeo antropológico» se trata— de la

filosofía crítico-hermenéutica de la cultura. Al acentuar el carácter crítico, hermenéuticamente mediado, de la filosofía de la cultura, ésta se ve indudablemente conectada con lo que puede entenderse co m o la tradición de pensamiento crítico , la cual presenta un perfil bastante definido entre las corrientes del pen­ samiento contem poráneo, a la vez que una singular situación en el marco de lo que son los debates que tienen lugar actualmente en nuestro panorama filosófico. Conviene subrayar, con la intención de disipar cualquier posible malentendido, que las posiciones aquí de­ fendidas se hallan bien distantes de lo que desde otros parámetros se propuso bajo el rótulo de «filosofía de la cultura» — baste recordar de m om ento la obra de Spengler, significativa a ese respecto— . Des­ pués de todo, la misma expresión «filosofía de la cultura» carga con los equívocos que la historia ha depositado sobre ella, como ocurre

con otras muchas expresiones y conceptos filosóficos, necesitados de redefinición para ser rehabilitados com o nociones pertinentes y válidas de las que 110 podemos, o al menos es difícil, prescindir. A esa redefinición de su sentido apunta ya la denominación de «filosofía y crítica de la cultura», y a ella quiere contribuir de manera más c o m ­ prometida y certera la de «filosofía crítico-hermenéutica de la cultu­ ra», a sabiendas de que, en cualquier caso, lo que ha de realzarse y aquello a lo que ha de darse concreción al hilo de la reflexión sobre la cultura es a la función crítico-utópica de la filosofía. Si de lo expuesto hasta aquí ya so desprende una determinada orientación de nuestra tarea reflexiva y sale perfilado co m o doble objetivo de su desarrollo temático el esclarecimiento de la realidad cultural del hombre y el autoesclarecimiento de la filosofía, aten ­ diendo a su dimensión de (auto-)crítica de la cultura, todo ello se ve complementado además por una tercera línea de trabajo que queda prácticamente trazada a partir de las dos anteriormente reseñadas: la que viene dada por la necesidad de hacerse eco de algunos de los problemas filosóficos que se plantean desde el presente de nuestra realidad cultural. Se trata de recoger esas cuestiones candentes que emergen de la coyuntura sociocultural en que nos encontramos, mar­ cada por la crisis de un modelo civilizatorio que opera a escala plane­ taria en un mundo tan unificado co m o escindido. A esa tercera línea así concebida responde, pues, la Parte 111 del libro, intitulada «Problemas cruciales de una filosofía de la cultura». En ella se abordan temáticas vinculadas entre sí y conectadas además con lo tratado en las dos partes anteriores, las cuales pueden verse agrupadas en torno a dos ejes principales. El primero de ellos tiene que ver con la tensión, que hoy aflora frecuentemente al hilo de múltiples cuestiones, entre universalismo y particularismo — si la tensión se enuncia atendiendo a lo fáctico—, o entre universalismo y relativismo — si se formula desde perspecti­ vas más situadas sobre el plano normativo— . El acercam iento a la problemática que encierra dicha tensión discurre teniendo a la vista un conjunto de cuestiones teóricas con respecto a las cuales la suso­ dicha temática tiene una incidencia capital: son aquéllas que hacen referencia a la racionalidad, a sus diversos modos de ejercicio, a su despliegue y maduración históricos, al debate sobre la misma en la postmodernidad , etc. El segundo de los ejes mencionados se centra en lo que es la ambivalencia de las realizaciones culturales del hombre y ¡a co nsi­ guiente ambigüedad de su historia, desde donde, a la altura de nues­ tro tiempo, surgen dos cuestiones cruciales: en qué sentido puede hablarse de progreso, si debe hacerse, y, en segundo lugar, si y cóm o puede articularse hoy, ante la situación a la que nos ha hecho desem­ bo car el devenir histórico en el que estamos inmersos, un nuevo hu­

manismo transcultural que sea capaz de sostener, desde una consis­ tente tramazón ético-antropológica con pretcnsiones universalistas, los criterios necesarios para explicar, comprender y valorar la c o m ­ pleja realidad actual del hombre y su(s) cultura(s) y poder orientarse en ella(s) de cara a la más eficaz praxis hum anizante — emancipatoria y autorrealizativa— posible. A poco que nos fijemos, será fácil reparar en que, en torno a esos dos ejes, los temas que en cada caso giran alrededor de cada uno recogen, en clave antropológica y perspectiva histórico-cultural — algo muy consonante con un pensamiento postm etafisico que intenta abrirse camino en los tiempos perplejos de la postmoderni­ dad — , lo que son muy antiguas cuestiones metafísicas. Éstas, en el lenguaje ontológico que Ies era propio, se presentaban como el vie­ jo problema de identidad versus diferencia , y la espinosa cuestión formidable co m o permanencia y cambio en la realidad — transmu­ tada m o d ern a m e n te co m o el pro blem a acerca del sentido del devenir de una realidad que es, para el hombre, realidad social— . Clave antropológica y perspectiva histórico-cultural son elementos fundamentales para un adecuado replanteamiento de tales cuestio­ nes, heredando el legado de la tradición, mas asumiéndolo trans­ formadoramente bajo el paradigma lingüístico de la razón com uni­ cativa. Las cuestiones, por tanto, que se tocan en la última parte de la obra, sin pretensión alguna de exhaustividad, responden de manera aún más expresa al empeño por hacer una reflexión filosófica viva. Esta, consciente de que no hay posición privilegiada alguna — la re­ flexión filosófica, por tanto, no cuenta con ningún plus a ese respec­ to (cf. Habermas, 19 8 5 a , 11 ss.)— desde la cual acceder con total seguridad a un conocim iento verdadero o sostener sin sombra algu­ na un planteamiento normativo absolutamente correcto, 110 ha de eludir, sin embargo, el afrontar las cuestiones comprometidas que en esta época postmoderna de perplejidades urgen a una toma de posi­ ción. Y ello, además de por el saludable intento de hacer luz sobre cuestiones que nos atañen, viene con fuerza reclamado desde el nivel de una praxis ineludible que requiere ser orientada para mejor ser conscientemente asumida y animada. Después de todo, en los p ro ­ blemas abordados en esta Parte III aflora de manera singular, dicho sea sin asomo de erradas pretensiones de aplicaciones inmediatas o de «realización» de la filosofía, aquello de que una filosofía que no sirve para la vida , no sirve para nada — pensamos en esa vida en condiciones de dignidad para todos y en tensión autorrealizativa para cada cual, a la que aspiramos— .

FILOSOFÍA Y CULTURA. LA FILOSOFÍA C O M O H E R M E N É U T IC A CRÍTICA DE LA CU LTURA

I. C UL TUR A Y F I L OS OF Í A: C L A R I F I C A CI ÓN C O N C E P T U A L PARA E S C L A R E C E R UNA R E L AC I ÓN C O M P L E J A

¿Qué relación guardan entre sí cultura y filosofía? ¿Qué entendemos por cultura y qué por filosofía? ¿Desde dónde hablamos de todo ello? Estos son los interrogantes que parece obligado afrontar al ini­ ciar el recorrido por las diferentes líneas de trabajo que hilvanan las cuestiones propias de una «Filosofía y crítica de la cultura». Filosofía y cultura se nos presentan co m o dos polos de una rela­ ción com pleja , en la que tanto ellos, co m o la relación misma, mues­ tran múltiples caras irreductibles y, por consiguiente, diferentes m o­ dos de interrelación. Valga com o punto de arranque consignar que la filosofía es un producto cultural , inscrito, por tanto, en la dinámica propia de la cultura humana — con todo lo que esa afirmación supo­ ne en cuanto a su historicidad, a las condiciones de su desarrollo, a la relatividad de sus propuestas, incluso a las raíces antropológicas de su surgimiento y pervivencia, etc.— , y que ésta misma, la cultura, afectada de diversas maneras por el despliegue en el tiempo de ese producto peculiar suyo que es la filosofía, resulta ser ella en su co n ­ junto, a su vez, m otor que espolea lo que ha venido a ser la reflexión '¿■filosófica. 1. í Qué entendemos por cultura? En cuanto al término «cultura», nos topamos con que sus distintos sentidos hacen indispensable precisar con cuál de ellos lo utilizamos. N o lo hacemos, cuando hablamos en este co ntex to de cultura , usán­ dolo com o sinónimo de erudición, nivel educativo, formación..., de

los individuos — sentido que permite expresiones com o «hombre de cultura», «persona culta», «alta o baja cultura», etc.— (cf. Hell, 1994, 6 1 ss.), sino que tomamos el término en el sentido amplio con que ha venido empicándose en la centenaria tradición de la antropología cultural, acepción cuyos antecedentes se pueden rastrear a su vez remontando diversos cauces de pensamiento desde la Ilustración, con especial relevancia a esc respecto de la corriente romántica. Tal sen­ tido amplio, aunque lo suficientemente preciso, además de delimita­ do contrastantemente con el anterior, es el que encontró una de sus primeras formulaciones en la ofrecida por E. B. Tylor en su obra Cultura primitiva ( 1 8 7 1 ). Su definición, clásica por más que sea dis­ cutible, es ésta: La cultura o civilización, tomada en su sentido etnográfico amplio, es ese complejo total que incluye conocimiento, creencia, arte, mo­ ral, ley, costumbre y otras aptitudes y hábitos adquiridos por el hom­ bre como miembro de la sociedad. La cultura, así entendida, acompaña siempre al h o m b re — todos los hombres tienen, en este caso, cultura, puesto que cada uno no puede sino nacer y vivir en un marco cultural determinado— ; es algo específicamente humano, a la vez producto global de la praxis huma­ na y condicionante de ella co m o medio que constituye el peculiar habitat de los hombres de cualquier sociedad. La cultura es, pues, propia del hombre y mediadora de todas sus manifestaciones, y si quizá sea excesivo decir que la cultura es coextensiva a la realidad del hombre, lo que sin duda resulta adecuado es afirmar que la realidad de la cultura es coextensiva a la realidad social: cada sociedad tiene su cultura, cada cultura responde a una sociedad (cf. Harris, 1 991 , 1 4 5 - 1 4 6 ). N o hay, pues, hombre sin cultura — la cultura es constitu­ yente de lo humano — ; ni cultura sin hombres. Esta sólo existe en tanto hay hombres con una existencia social — enunciado redundan­ te, pues no se puede ser humano de otra manera— , a lo que cabe añadir también que la sociedad, cada sociedad, no es sino un conjun­ to de individuos, una población, cuyo modo de vida se halla cultural­ mente determinado por un conjunto de instituciones, prácticas y creencias compartidas. Tal concepto de cultura es el que resulta pertinente y desde el que operamos. Ciertamente, la definición de Tylor decantó el uso del término hacia el sentido expuesto — y ello a pesar de sus restos de ambigüedad— , pero a estas alturas podemos encontrar intentos de definición más elaborados, que incluso polemizan con las defini­ ciones más mentalistas presentes en el mismo campo antropológicocultural, a la vez que apuntan a la realidad de la cultura co m o totali­ dad estructurada y dinámica. Así, distante del restrictivo concepto ideacional o informacional de cultura (cf. M osterín, 1993, 81), y

recogiendo motivos procedentes de la ecología cultural más reciente y con acentos provenientes del materialismo cultural de Harris, nos llega desde la proximidad esta propuesta de P. Gómez:

Cultura alude al sistema común de vida de un pueblo, lo que es resultado de su historia, de la adaptación entre esa población huma­ na y el metlio ambiente en que habita, y transmitido socialmente, un proceso que se va realizando mediante técnicas productivas, me­ diante estructuras organizativas a nivel económico, social y político, y mediante concepciones de la vida, de tipo científico, mitológico, ético, religioso, etc. Por tanto, defino la cultura globalmente, abar­ cando todos los niveles que componen el sistema social, en su com­ plejidad, interrelacionándose entre sí, operantes de modo conscien­ te e inconsciente (Gómez García, 1991, 171). Una cuestión secundaria en la que, no obstante, se echa en falta una mayor clarificación desde el cam po de las ciencias humanas, es la relativa a la relación y diferencia entre cultura y civilización. M u ­ chos autores, co m o T y lo r, según liemos podido co m p rob ar, consi­ deran ambos conceptos co m o equivalentes. O tros, especialm ente en el ámbito germánico, los han contrapuesto con frecuencia. Pue­ de optarse por una no identificación que suponga una correlación. Eso es lo que responde al hecho de que «civilización» sea el término que en muchos co n tex to s se ha reservado para lo que es resultado del desarrollo material y marcadamente expansivo de ciertas cultu­ ras. En esa dirección puede concretarse más, sosteniendo que no todas las culturas han protagonizado el salto a «grandes civilizacio­ nes». Este parece asociarse a determinados despliegues culturales que implican un cam bio cualitativo hacia una nueva etapa en la evo ­ lución cultural — de hecho, encontram os en la distinción entre cu l­ tura y civilización, no obstante la equivalencia de T y lo r, raíces ev o ­ lucionistas— , co m o la escritura alfabética (cf. Morgan, 1 9 7 5 ; Childc, 1 9 7 3 ) o la organización estatal a nivel político (Service, 1 9 8 4 ). Son tales desarrollos los que dotan a dichas culturas, en relación a otras, de ciertas ventajas susceptibles de traducirse en posiciones de hege­ monía cidtural desde la trama de un modo de vida reestructurado y asentado sobre nuevas bases tecnoeconóm icas y los fenómenos do difusión cultural, con frecuencia vehiculados a través de prácticas políticas de tipo imperialista. T o d o ello es lo que desde nuestra pers­ pectiva, y en referencia al co n tex to actual en el que nos movemos, autoriza a hablar, por ejemplo, de modelo civilizatorio occidental , con un telón de fondo teórico en el que los fenómenos civilizáronos de que se trata se ven en todo caso abordados desde el co n cep to de cultura expuesto.

2. ¿Q ué es filosofía? La cultura , -en el sentido aquí asumido — lo «superorgánico» invoca­ do por A. Kroeber, la «herencia exosomática» por cuyo cauce circula la información social mente adquirida y socialm ente transmitida, o b ­ jeto de eso tan exclusivamente humano c o m o la «memoria social»— es e l polo que en este caso se ve contrapuesto dialécticamente a la filosofía. Esta, por su parte, sí que presenta dificultades más que c o n ­ siderables, y para muchos insalvables, en lo que a 9u definición se refiere. «¿Qué es filosofía?» es una pregunta tan antigua com o la filo­ sofía misma, de la que n o es exagerado decir que arrastra com o inna­ ta su propia crisis de identidad, y las respuestas son de lo más diverso — ¿tantas co m o filósofos?— . Ahora bien, tan inválido es dar una su­ puesta definición rígida y «canónica», como quedarse bloqueados por las plurales y divergentes posturas al respecto. Cabe intentar una de­ finición m ínim a , que provisionalmente sha operativa, recogiendo lo que pueda considerarse como denominador común de la larga tradi­ ción filosófica. Así, puede decirse: es propio de la filosofía en gene­ ral, aunque en rodos los casos no sea sólo eso, un discurso argumen­ tativo, con pretensiones de verdad, en el que el ejercicio crítico y reflexivo de la racionalidad constituye un ámbito de saber caracteri­ zado, de un modo u otro, p o r la radicalidad de las preguntas plantea­ das, así co m o por la tendencia a .articular en alguna forma de concep­ ción totalizante las respuestas ofrecidas. Lo que aquí interesa destacar, más allá del perfil propuesto, es que la filosofía es un producto cultural, y que incluso las respuestas que históricamente se hayan dado a «¿qué es filosofía?» se encuen­ tran culturalmente condicionadas, de la misma manera que lo que la filosofía haya sido se debe en gran medida a su constituyente condi­ ción crítica — ahí puede verse también la raíz de su innata proclivi­ dad a las «crisis de identidad»— , la cual no se detiene en la crítica a la cultura de la que nace y que en ella misma se expresa de modo singu­ lar, por más que tal crítica no siempre se haya tematizado del mismo modo ni con el mismo grado de consciente explicitación. Reseñados sucintamente esos antecedentes, y apuntados los co n­ ceptos de cultura y filosofía desde y con los que operamos, queda subrayar có m o , al plantear boy la relación entre ellas, no puede soslayarse la necesidad de autorredef tuición de la segunda desde lo que son las características de la realidad cultural en que nos hallamos ubicados. Para ello, el proyecto de una filosofía crítico-hermenéutica de ¡a cultura es un camino viable, en cuya denominación, por lo de­ más, ya se deja ver desde dónde ha sido delineado: desde una deter­ minada recepción de la tradición filosófica, que enfatiza dentro de ella el peso de la corriente crítica ilustrada — autocrítica, por tanto, con la misma Ilustración— , y que reconoce en la línea que va desde

Kant y Hegel, pasando por esos pensadores críticos radicales que son M arx y Freud, hasta la Escuela de Frankfurt y sus actuales descen­ dientes de la «segunda generación» (Apel y Habermas), el vector prin­ cipal, enriquecido con las aportaciones de la hermenéutica, con el que conectan los enfoques y planteamientos aquí sostenidos. A ello hay que añadir la conciencia crítica respecto al hecho de estar situa­ dos en el marco cultural de Occidente, con las posibilidades y límites que eso supone, lo que hace imperioso mantener una sana «sospecha relativista» sobre la propia reflexión, extensible co m o actitud vigilan­ te a la producción filosófica en general, sin que conlleve cerrar el paso a la posibilidad de afirmaciones y propuestas universalistas, con pretensiones de legítima validez transcultural, desde el ejercicio de la reflexión filosófica. Es precisamente este asunto el que reclama, des­ tacándose entre el conjunto de cuestiones en torno a las relaciones entre filosofía y cultura, una especial atención. II.

•F I L OS OF Í A Y CUL T U R A D E S D E O C C I D E N T E :

¿ U N I V E R S A L I S M O T R A N S C U L T U R A L DE LA F I L OS OF Í A ?

1.

La filosofía com o producto cultural de Occidente. Pretensiones transculturales de la filosofía

Hasta ahora se ha hablado de la relación entre filosofía y cultura en singular; mas, dejando a un lado el pluralismo filosófico dentro de nuestra cultura, lo que aparece co m o cuestión controvertida es la del pluralismo cultural en relación con lo que se entienda co m o filosofía. En el caso de la cultura occidental e£ claramente reconocible en su propia tradición ese nervio intelectual de la misma que llamamos «historia de la filosofía», historia correlacionada dialécticamente con lo que ha sido la historia de la sociedad europeo-occidental. Era l i m o s casos, lo que se ha ido dando en ese nivet que reconocemos, co m o el de la historia de la filosofía, se ha presentado más bajo ef carácter d'e tematizada condensación intelectual de lo que ocurría a otros- nive­ les, c o n d i c io n a d o desde d if e r e n te s in stan cias d e la d in á m ic a sociocultural; en otros, destacan más en tai producción filosófica los factores innovadores respecto de esa misma dinámica. En cualquier caso, la correlación filosofía-cultura en Occidente puede asumirse sin mayores problemas en lo q u e a su global idad se refiere: la filosofía es un producto occidental, y definitorio a su vez de lo que sea la cultura occidental, que se ha autocomprendido a sí misma ere buena parte a través de ella, la cual, además* a partir de determinad1©^ momento histórico — la Ilustración— , ha hecho d:e La cultura en general, y de las d iferen cias c u ltu r a le s era particular,. po>r las- im p lic a c io n e s antropológicas y ético-políticas que arrastran,, objeto, propio de su reflexión.

La cuestión polémica que surge insoslayable es ésta: ¿Es la filoso­ fía una creación cultural sólo occidental? Se trata de un primer interrogante que inmediatamente se ve acompañado por otros como éstos: Si es así, ¿hay equivalentes a la filosofía occidental en otras culturas? Y, cualquiera que sea la relación de la filosofía occidental con esos otros modos de pensar y sus resultados, propios de otras culturas diferentes, ¿qué validez tiene la filosofía occidental más allá de los límites de Occidente? — cuestión que de rebote afecta a la misma validez que se le conceda dentro de su ámbito cultural origi­ nario— . M ás concretamente: habida cuenta de que el discurso filo­ sófico ha sostenido pretensiones universalistas en la mayor parte de su producción — algo que tampoco se restringe solamente a ese dis­ curso, pero que respecto de él plantea problemas más acuciantes— , de manera que, incluso cuando se ha vuelto críticamente contra el etnocentrismo occidental, era para depurar más el universalismo pre­ tendido, ¿qué valor transcultural tienen sus explicaciones, críticas y propuestas? Son, pues, preguntas que recogen, problematizándola a su vez, la que formulaba M ax W eber com o obertura de sus Ensayos sobre sociología de la religión : «El hijo de la moderna civilización occidental que trata problemas histórico-un¡versales, lo hace de modo inevitable y lógico desde el siguiente planteamiento: ¿qué encadena­ miento de circunstancias ha conducido a que aparecieran en O cc i­ dente, y sólo en Occidente, fenómenos culturales que (al menos tal y com o tendemos a representárnoslos) se insertan en una dirección evolutiva de alcance y validez universales ?» (1 9 8 4 , 1 1 ; cf. 1 969). Tratando de responder brevemente a la primera de las cuestiones señaladas, lo que cabe decir es lo siguiente: la filosofía, si se emplea el concepto con una voluntad de precisión que sitiia su significado más allá de la mera equivalencia a un modo de pensar o a una cosmovisión, es decir, entendiéndola en el sentido, antes expuesto, de discurso argumentativo, crítico y reflexivo, es un producto netamente occi’ dental que, tal como ha llegado hasta nosotros, ha ido madurando en el transcurso de la historia de la cultura occidental — se pueden de­ tectar, por debajo de las diferencias correspondientes a las distintas etapas, lo que son elementos constantes, vinculados a las «condicio­ nes transversales» que hacen posible la filosofía a lo largo de ellas (cf. Badiou, 1 9 8 9 , 15 ss.)— , al hilo de lo que la caracteriza de manera peculiar: la fuerza, coherencia y eficacia del proceso de racionaliza­ ción operado en ella, del que la misma filosofía es resultado, aunque a lo largo del proceso mismo también se convierte en causa de su reforzamicnto (cf. Habermas, 1 9 8 7 a , 2 1 3 ss.). — Viendo así las cosas, desde una óptica marcadamente weberiana, hay que indicar, aunque sea someramente, dónde estriba la singulari­ dad de esa filosofía occidental. Y ello, porque, si es verdad que en lo que entendemos por Occidente se ha dado con fuerza inusitada ese

proceso de racionalización — cuyos efectos, siguiendo a W eber, en ­ contramos en la forma de su econom ía capitalista, de su burocratizada organización política estatal moderna, en el desarrollo de su conocimiento com o ciencia experimental, así co m o en la producción artística, por terminar citando la moral, la religión y el modo de vida tan racionalizado de lo que ha llegado a ser la civilización occid en ­ tal— , no deja de ser cierto que en otras civilizaciones también halla­ mos productos culturales complejos que suponen un alto grado de elaboración, de sistematicidad, de organización sintética de saberes, de racionalización en definitiva. La respuesta viene apuntada en una dirección: lo que caracteriza al pensamiento occidental, en cuyo seno encontramos ese cauce lla­ mado filosofía, del que también derivan en sucesivos m om entos las ciencias, es el reconocimiento y la consiguiente exigencia de auton o­ mía de la razón, algo que hay que considerar también procesualmente, siendo la historia misma de la filosofía la fia regia por la que dis­ curre el proceso en cuestión, con todo su cúmulo de tensiones y contradicciones que desembocan en nuestro panorama filosófico ac­ tual. Esa autonomía de la razón, o al menos una nítida tendencia hacia ella, es lo que falta, por muy diversas razones, en otros co n tex to s culturales, en los cuales, por consiguiente, no despega ese tipo de dis­ curso argumentativo, crítico y reflexivo, que por fuerza no puede seí­ smo laico y antidogmático, que constituye la filosofía. Por ello, si con frecuencia se tropieza uno con expresiones tales co m o «la filosofía dé­ los Upanishads» — que llega a utilizar el mismo M ax W eber en Econo­ mía y sociedad (Weber, 1 964, 4 0 0 ) — , o «la filosofía budista», o, yen­ do a otro extremo geográfico, la «filosofía de Quetzaltcoalt», lo que procede, desde la posición aquí sostenida, es entender esas expresio­ nes com o referidas, usando «filosofía» en un sentido lato, a cosmovisiones o modos de pensar, ciertamente complejos y con un notable grado de racionalización, pero que, aun dándose en el co n tex to de «grandes civilizaciones», no son propiamente lo que consideramos com o filosofía en un sentido más estricto. No hace falta decir, por lo demás, que tal consideración en ningún modo supone infravalorar esos otros modos de pensar, gestados desde otras tradiciones cultura­ les, así com o en la nuestra propia; es más, la misma reflexión filosófica sigue teniendo que aprender de ellos crítico-hermenéuticamente, so­ bre todo en orden a recuperar muchas de las cosas que nuestra evolu­ ción cultural fuertemente racionalizadora ha ido dejando atrás com o precio oneroso que ha repercutido sobre un modo de vida afectado en buena parte por fenómenos de pérdida del sentido (cf. Habermas, 19 8 7 a , 4 4 0 ss.). De todas formas, la diferencia entre la filosofía y esos otros modos de pensar cosmovisionales se hace ostensible con repa­ rar, por un lado, en que tales «filosofías» suelen hallarse vinculadas, se puede decir que «orgánicamente», a grandes religiones de salvación,

y por otro, en que el saber por ellas acumulado, incrementado y trans­ mitido no ha dado lugar a lo que estamos de acuerdo en entender como saber científico — en relación al cual hay que convenir a la vez en que no es la única forma tle saber racional— : La ciencia occidental, nacida en Grecia, es universal porque corres­ ponde a categorías inherentes al aparato cognoscitivo del hombre y sólo se desarrolló en Occidente porque allí, entre los siglos xv y xv i i , por un encadenamiento de circunstancias, se dieron las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales adecuadas. Otras civiliza­ ciones — los chinos, los árabes— han hecho aportes al conocimiento científico empírico, pero sólo en Europa se elaboraron las reglas del método científico y se crearon las teorías científicas que revolucio­ naron el universo. En el caso de China, uno de los pueblos más imaginativos y creadores, la investigación científica para la que esta­ ban dotados fue sofocada por un sistema imperial temeroso de las innovaciones que pudieran perturbar el orden establecido. En la India fueron las creencias filosóficas y religiosas desinteresadas por rodo lo terrenal las que inhibieron el desarrollo científico (Sebreli, 1992, 43). Anticipando cuestiones que saldrán más adelante, este asunto relativo a la filosofía y su vinculación con la tradición occidental se ve ilustrado por lo que ocurre con el pensamiento humanista. Puede decirse que, si por experiencia humanista se entiende la experiencia radica! de la propia hum anidad , ésta se da o puede darse en todas las culturas, tratándose, por ende, de una experiencia universal. Lo que ya no son universales de igual modo son los medios de expresión de dicha experiencia, punto donde ya afloran con fuerza las diferencias entre tradiciones culturales diversas. Una de ellas consiste justamente en qtie esa experiencia humanista se tematice en un pensamiento hum anista , esto es, en una concepción humanista del hombre, ma­ triz, entre otras cosas, de una ética racional autónom a con pretensio­ nes de universalidad. Ese humanismo universalista no es, de facto , universal. Ha sido, de suyo, en la tradición cultural de Occidente donde ha florecido, siendo para más señas a través de la reflexión filosófica co m o ha madurado. Tal pensamiento filosófico humanista, nacido en Occidente, com o conceptualización en torno a la realidad humana, producto de una racionalidad autónoma, no está llamado a quedarse circunscrito a los límites occidentales, sino que nació y se ha desarrollado, y se sigue planteando, con vocación transcultural. Evidentemente, para ello ha hecho falta, y lo sigue haciendo, que se desprenda de esos idiosincrásicos elementos occidentalistas, etnocéntricamente hipotecados, para que efectivamente sean cada vez más sanam ente difundidos unos planteamientos humanistas cuyo univer­ salism o transcultural encuentra el respaldo, la acogida, y también la instancia crítica, de la experiencia humanista universal.

2. Universalismo transcultural y diálogo intercultural Lsista de la conciencia , im­ pulsan y demandan una nueva manera de entender y llevar adelante

las relaciones entre las ciencias, y de manera especial entre ciencias naturales y ciencias humanas, así com o también las relaciones entre éstas y la filosofía, relación que en este último caso, dada la diferente índole de los saberes en cuestión, va más lejos de la colaboración interdisciplinar, apuntándose a la necesaria apertura de las ciencias al nivel de la reflexión filosófica, según sugiere B ottom ore, desde la transdisciplinariedad (cf. Varios, 1983). El enfoque transdisciplinar es el que permite apreciar el modo cualificado en que tiene lugar la colaboración y el diálogo entre la filosofía y las ciencias, a partir de los cuales se delinean para la filosofía funciones respecto de las cien­ cias que, supuesta la colaboración, suponen algo más, específicamente filosófico y que va en sentido contrario a la tendencia positivista de reducción de la filosofía a filosofía de la ciencia que en el fondo no hace otra cosa sino restringirse a la regulación pseudonormativa de la investigación establecida (cf. Habermas, 1982, 12). Desde las posiciones contrarias a la posición positivista de la ciencia se ha ido insistiendo en dos puntos fundamentales sobre los que se ha volcado la crítica en la ya larga «disputa del positivism o » (cf. Adorno, 1 9 7 2 ; Habermas, 1988, 1 9 - 7 8 ): la autocomprensión cientificista de la ciencia y las funciones ideológicas de la ciencia, dado ese telón de fondo cultural de tipo cientificista. Una filosofía que quiera autoesclarecer su posición en relación a la ciencia, siendo respetuosa con la di leren d a y exigente con el mantenimiento de la propia especifidad ha de seguir enfrentándose con esos dos puntos de crítica, retom ando lo que fue la trayectoria iniciada por Kant, pero sabiendo que la reconexión con ella a estas alturas no puede ser ni prehegeliana ni premarxiana. Se trata de recuperar la concepción trascendental kantiana, transformándola en un marco dialéctico, ha­ ciéndose cargo tic lo que supuso el giro hisiórico-materialista de M arx , y situándola bajo el paradigma del lenguaje. Es así como pue­ de avanzarse hacia una concepción crítica y antirreduccionista acer­ ca de la filosofía y tic lo que puede y debe seguir haciendo en rela­ ción con la ciencia, sin reivindicar para sí ninguna posición de privilegio, pero clarificando qué es eso que ha de hacer, que supone más que el colaborar al lado de las ciencias. La dirección hacia don­ de ir la apunta Habermas en «cl’ara qué seguir con la filosofía?» ( 1971) al hacer hincapié en la necesidad de una filosofía no cientifi­ cista de la ciencia y que tenga clara intención práctica en cuanto a la necesaria crítica de la consolidación, tan fuerte en nuestra cultura, de una conciencia tecnocrática (cf. Habermas, 1 9 8 5 , 33). En relación a la ciencia, además de la función crítica ejercida dialógicamente en condiciones de simetría, compartiendo análogas exigencias de rigor procedimental, la filosofía no deja de hallarse confrontada ante la tarea hermenéutica que le empuja a actuar de intérprete ante los diferentes discursos científicos, conectándolos

unos con otros, venciendo para ello los límites de una fragmentación y especialización excesivas — tributo cultural al proceso de racionali­ zación al que las mismas ciencias se deben— , y aproxim ando los dis­ cursos de «expertos» al mundo de la vida com o trasfondo cotidiano desde el que todos se elaboran, y que sigue demandando, por mor de las necesidades de orientación y juicio crítico de los individuos, la reconstrucción de una totalidad de sentido. Pero al hacer esto, hilva­ nando las aportacion es de las ciencias y llevándolas transdisciplinannente hacia delante, la filosofía no puede olvidar sus propios límites al respecto, lo que impone una reconstrucción de la totalidad cauta y humilde , consciente de que es irrecuperable la totalización que fue propia de la visión unitaria de tipo mítico, y de que es im pro­ cedente la construcción «remitificante» de la totalidad que em pren­ dió el discurso metafísico desde su principio identitario, con su irrenunciable carácter de una «filosofía del origen» y con el anhelo, más o menos diferido en su explicitación, de certeza. Ahora, sólo cabe post-metafísicamente — contrario, pues, al modo antimetafísico positivista de la «ciencia unificada»— el intento, sin certezas absolu­ tas y sin cerrada unidad total, de reconstruir esa visión totalizante que desde el mundo de la vida se reclama, y que ninguna ciencia puede ofrecer (cf. Habermas, 1 9 9 0 , 4 5 - 4 9 ). La filosofía, además de sus funciones com o saber crítico y com o saber reconstructivo y transdisciplinar, sin pretensiones de indepen­ dencia autárquica, sino desde el diálogo inter pares , debe asumir otra tercera función, específica e inalienablemente suya co m o saber de distinto ámbito que las ciencias, desde el cual no puede eludir lo que desde las mismas ciencias se plantea como interrogantes que caen fuera de su competencia — en torno a la objetividad, la verdad, la racionalidad y sus diferentes formas de ejercicio...— : es la función de la filosofía, vinculada a la carga depositada en ella por nuestra tradi­ ción cultural de ser «vigilante de la racionalidad» (Habermas, 1985a), de llevar adelante la autorreflexión de la razón en la que ésta dé cuenta — en ese sentido, «fundamente»— de sus condiciones de posi­ bilidad de los diferentes tipos de racionalidad y de la legitimidad de sus respectivas pretensiones — quedando ahí incluida de manera sin­ gular la razón científica y sus pretensiones de objetividad, que por lo demás tampoco es ajena, en el sentido de totalmente escindida de ella, a la razón moral y las pretensiones de corrección de sus postula­ dos prácticos— . Redefinidas así las tareas de la filosofía, desde un nuevo enfoque de sus relaciones con las ciencias, está claro que la cuestión clave es la de la fundamentación o no de éstas por parte de la filosofía. Si desde los orígenes de la corriente positivista se rechazó la pretensión de fundamentación de la filosofía respecto del conocim iento científico, no tiene nada de extraño que esos últimos representantes de una

filosofía de la ciencia que lia reaccionado contra los excesos neopositivistas, pero no se ha desprendido de los residuos del positivismo, sigan rechazando toda pretensión de fundamentación. Nos referi­ mos a Popper y Albert, y en especial a este último, que sostiene con ahínco su conocido diagnóstico del «trilema de Münchhausen»: toda pretensión de fund am entación d esem boca en una de estas tres posibilidades, las cuales son tres callejones sin salida: o regresión al infinito, o círculo vicioso, o suspensión arbitraria de la cadena deductiva para establecer dogmáticamente un fundamento. Albert lleva razón en cuanto a los intentos de fundamentación de la metafí­ sica tradicional, que, com o filosofía primera, se em peñó en funda­ mentar — primero, el ser, y en la modernidad, el conocimiento— procediendo deductivamente, e incurriendo, dicho sea ya de paso, en la petición de principio ya detectada por Aristóteles en lo que al prin­ cipio de no-contradicción se refiere: no puede fundamentarse, por­ que ya va incluido necesariamente en toda pretendida demostración del fundamento (cf. Auberique, 1 974, 121 ss.). Si la crítica de Albert es acertada respecto de toda fundamen­ tación metafísica-deductiva, deja de serlo si no se habla de fundamentación en ese sentido demostrativo, sino que se hace entendien­ do por tal la mostración de lo ya siempre necesariamente presupuesto en el ejercicio de nuestra racionalidad, lo cual, al ser racionalidad lingüísticamente mediada, viene a identificarse con lo ya siempre pre­ supuesto en la práctica del discurso argumentativo. Por aquí transi­ tan Apel y Habermas, articulando toda una concepción de la filoso­ fía, y de su relación con la ciencia y su papel en el seno de la cultura, que se sitúa en oposición a los enfoques de tipo naturalista, sean del tipo de ése defendido por Albert desde su racionalismo crítico, sean, por ejemplo, co m o el que desde otros parámetros presenta Quine, así co m o también en oposición al «naturalismo culturalista» o relati­ vista propugnado por Rorty, preso de los excesos hermeneuticistas. Apel y Habermas son los que, con los matices indicados, retoman la cuestión filosofía-ciencia donde quedó, prácticamente, con Kant, tratando de despejar las confusiones y malentendidos agolpados des­ pués en las mismas propuestas dialécticas y hermenéuticas que que­ rían superar al positivismo, sin conseguirlo. Los dos parten de un transformado trascendentalismo pragmático — Habermas se distan­ cia después de las pretensiones de cuño todavía trascendentalista con su « p rag m ática u niv ersa l»— , d ia léc tica y h e r m e n é u tica m e n te transformado, para realizar desde esa perspectiva una teoría de la racionalidad — de la razón comunicativa: teoría de la racionalidad bajo el p aradigm a del lenguaje — , de m últiples im p licacio n es antropológicas, éticas, filosófico-históricas, y también epistemológi­ cas, dando lugar a una nueva concepción del papel relevante e im­ prescindible de la filosofía respecto a la ciencia.

Para Habermas, con un trascendentalismo transformado y ade­ más muy amortiguado por su recepción del falibilismo en cuanto a lo que toca al discurso filosófico «cuasitrascendental», la filosofía, como intérprete de las culturas de expertos y «guardiana» de la racionali­ dad, ha de desempeñar, en colaboración con las ciencias, la tarea reconstructiva que le es propia, para acceder desde la plataforma de una pragmática universal, a la teoría de la racionalidad en cuyo mar­ co el ejercicio de la razón científica quede discursivamente esclareci­ do, justificado y legitimado en sus pretensiones de validez. Para Apel, más marcadamente trascendentalista, la filosofía no puede dejar de a c o m e te r una tarea de fun dam en tación respecto de la propia racionalidad, lo que supone 110 abandonar, sino rehabilitar desde las nuevas coordenadas de la filosofía trascendental transformada, el proyecto de una «filosofía primera» (cf. Apel, 1987). Apoyándose en la pragmática trascendental , el camino fundamentado!- que propone es el de la autorreflexión de la racionalidad discursiva en pos del esclarecimiento de las condiciones de posibilidad de su propio ejerci­ cio, partiendo del factum de la argum entación c o m o situación dialógicamente irrebasable que marca el nivel de ultimidad al que puede acceder el empeño por la fundamentación. Así, el sentido de tal fundamentación no es otro que el de una fundamentación trascendental-pragmática, que no demuestra, al modo de la fundamen­ tación lógico-deductiva criticada por Albert, sino que muestra cuáles son los presupuestos pragmáticos desde los que ya siempre operamos al argumentar en general o incluso al hablar con pretensiones de ha­ cernos entender com o mera práctica comunicativa. En virtud de ese proceder reflexivo, específico del argumentar más propiamente filo­ sófico, Apel muestra los supuestos normativos en que se apoya la práctica discursiva. Tal normativa no la debemos abandonar, a no ser que no nos importe caer en autocontradicción perform atiua , y de suyo, a pesar de los autocontradictorios escépticos radicales, no po­ demos abandonarla (cf. Apel, 199 la). Sea desde la tarea reconstructiva que señala Habermas, sea desde la fundamentadora — es injusto calificarla de «fundamentalista»— que propugna Apel, lo cierto es que las propuestas de ambos, salvando las diferencias secundarias que les separan, son las que, asentándose en el suelo común y universal de la razón comunicativa, mejor resuelven la cuestión de la relación filosofía-ciencias, mostrando la necesaria relación recíproca entre ciencia y reflexión filosófico-práctica, y ha­ ciendo ver cómo ésta se hace responsable de la validez y del sentido del saber científico, y a la vez de la libertad del hombre para la ciencia y frente a la ciencia. Es así, por tanto, co m o la filosofía, en sus funcio­ nes respecto a la ciencia, se ve realzada com o insustituible en el seno de nuestra cultura, una vez que se ha consumado la inversión de la relación entre filosofía y ciencia en comparación con la tradición

clásica, dado que el saber científico, co m o observa Baumgartner, ya no es-la explicación de una estructura de principios a la vez formales y materiales, previamente dados por la filosofía, sino que ésta se ve obligada a explicar y resolver los problemas planteados desde y por la ciencia moderna: En este sentido la filosofía aparece como postulado necesario de la ciencia que seiiace consciente de su definición formal y de sus lími­ tes. Pero precisamente en ellu la filosofía es todavía, aunque en for­ ma modificada, cognitio principiorum, reflexión y conocimiento de los principios formales, que de manera no refleja se presuponen en las ciencias. De todos modos, com o disciplina que funda normativamente, aunque sobrepasando en la lógica y la ética el ám­ bito de l a s ciencias, no sólo le competen (tareas) para la consistencia del concepto de ciencia, sino a la vez para la posible donación de sentido al saber científico, para la relación de la ciencia con la vida humana en conjunto (Baumgartner, 1977, 305).

FIL O SO FÍA E ID E O L O G ÍA . UN N U EV O M A R C O PARA I.A M O D E R N A C R ÍT IC A DE LA CULTURA

I. FI LOSOF Í A Y « S O S P E C H A » . T E O R Í A DE LA CUL TURA Y CR Í T I CA DE LAS I D E OL OG Í A S DESDE M A R X , F RE UD Y N I E T Z S C H E

1.

La filosofía y el fenómeno ideológico

La filosofía fue perfilando su ser y su quehacer, primero frente al mito, de donde provenía, y después en relación a las ciencias, que se fueron desgajando de ella. Tras la muerte de ese último represen­ tante de la gran filosofía que fue Hegel, el pensamiento filosófico ha tenido que confrontarse además con un tercer tipo de fenómeno sociognoseológico, de perímetro más difuso, pero de gran relevancia cultural, por su incidencia sociopolítica y por tratarse de un co m p le­ jo fenómeno cuasi-omnipresente en el que el mito, la ciencia y la misma filosofía se hallan implicados: el fenómeno de las ideologías. Atender a la relación filosofía-ideología, después de haber tratado las relativas a filosofía-mito y filosofía-ciencia, no se debe a una mera ordenación temática, que podía haber sido ésa co m o cualquier otra, sino que responde a cóm o han ido sucediéndose las cosas en la evolu­ ción sociocultural de O ccid en te, repercutiendo en la a u to co m prensión de la filosofía y en có m o ésta ha ido redefiniendo sus fun­ cio n es. El tratar ahora la relación entre filoso fía e id e o lo g ía, subrayando cóm o por la crítica de las ideologías se abre una nueva vía para el modo de entender la reflexión filosófica, delineándose un nuevo marco para su dimensión de crítica de la cultura, se debe, pues, a razones en las que las perspectivas sistemática e histórica se super­ ponen. De todas formas, el tema es espinoso y si es verdad que la cuestión de las ideologías supuso, por el hecho de salir a la palestra,

una profunda transformación de la filosofía y sus funciones— ésta se vio confrontada a un nuevo fenómeno que la obligaba a redefinir su status, sus objetivos y sus métodos, e incluso a salir del cóm odo terre­ no de la «neutralidad» sociopolítica— , lo primero que se impone de cara a la clarificación de la relación filosofía-ideología es la necesidad de aclarar qué es eso de lo ideológico o, al menos, inicialmente, de evitar los frecuentes equívocos en este terreno. La pretensión inicial es, pues, doble: no sólo clarificar qué es ideología desde la filosofía, sino también replantear la filosofía a la luz del fenómeno ideológico. Si hablar de ideologías exige considerar la problemática ele la filosofía en relación a ellas — comenzando pol­ la misma filosofía co m o posible discurso ideológico— , a la vez obliga a reparar en que ya se está ante una nueva concepción de la cultura y de la dinámica que se establece en sus esferas cognitivas — por consi­ guiente, también ante la necesidad de realizar y explicitar de un modo distinto la crítica ele la cultura— . La filosofía en su dimensión de crítica (y de autocrítica) queda replanteada a la luz del fenómeno social de las ideologías. Al igual que hacíamos respecto al término «mito», y en cierta forma también respecto a «ciencia», es obligado empezar mencio­ nando los dos sentidos principales en que utilizamos «ideología», los cuales dotan a la palabra de una fuerte ambigüedad, que asimis­ mo se complica con las intenciones valorativas con que se emplea, y que dificultan poner orden y claridad en todo lo que toca a lo ideológico. «Ideología» se entiende de dos maneras posibles: o como sinónimo de cosmoinsión, de modo de pensar, de conjunto articula do de ideas — es la acepción de uso más frecuente en el lenguaje cotidiano, que pretende ser neutral y descriptiva— , e «ideología» com o discurso que, bajo la apariencia de una explicación de la reali­ dad que ofrece elementos para orientarse en ella, encubre, justifica y legitima esa realidad, que es realidad social — sentido negativo del término, con connotaciones peyorativas, que responde a un enfo­ que crítico respecto de la realidad social y los productos cognitivos que en ellas circulan— . Se puede añadir, queriendo ahondar desde el comienzo en este asunto, que esos dos sentidos no se refieren a cosas distintas, sino a lo mismo, visto desde perspectivas diferentes: la perspectiva interna de quien se presenta — o de quien se po n e en ese lugar— explicitando el conjunto más o menos coherente de ideas desde el que se mueve, y la perspectiva externa, distante, de quien analiza críticamente desde fuera cóm o operan tales cosmovisiones en un co ntex to sociocultural dado. Se trata, esta segunda, de una perspec­ tiva funcionalista, genética y crítica, que descubre, tras lo aparente, otra «verdad» latente, «sospechando» desde la desconfianza acerca de los intereses que empujan al desplazamiento, a ese que se ve

reflejado en la tensión entre los sentidos mencionados y las perspec­ tivas que les son correlativas. N o está de más echar una ojeada a la historia y com probar que «ideología» es un neologismo de finales del siglo xvm y comienzos del xix — recordemos Eléments d ’ideologie (1 8 0 4 ) de Destutt de Tracy— que empezó proponiéndose con significado próximo al pri­ mer sentido que hemos resaltado, tratando de designar el conjunto de ideas — en la época muy marcadas por el positivismo— que ha­ brían de nutrir la cosmovisión emergente, entonces la correspondien­ te a la burguesía en ascenso frente a la vieja aristocracia y su pensar metafísico conservador. Se gesta así la ideo-logia com o exposición, estu d io de las id eas en su i n t e r r e l a c i ó n , co n p r e t e n s ió n de exhaustividad y desde la perspectiva de una epistemología genética al estilo del p sico lo g ism o que se re m o n ta a L o c k e y pervive en Condillac. Los propulsores de esta ideología , en el espíritu de aquella Enciclopedia dirigida por D ’Alambert y Diderot, son los «ideólogos», el co n ju n to de intelectuales co m o C o n d o rc e t, T u rg o t, Cabanis, Lamarck, Lavoisier... — a los que Napoleón aplicaría años después, aunque con evidente inten ción despectiva, ese mismo ep íteto : ideólogos — empeñados en estructurar y dar unidad al cam po del saber desde esa nueva perspectiva que encontró su correlato político en la Revolución francesa: hacía falta difundir el saber adquirido para consolidar las nuevas instituciones y potenciar la investigación cientí­ fica en. todos los campos, cosa que aparece bien documentada por el escrito de Michelet «Discurso sobre la unidad de la Ciencia» ( I 8 2 5 ). Después, mediado el xix, es cuando emerge el segundo sentido, la acepción negativa del término, la cual se debe, en su acuñación y di­ fusión, sobre todo a la obra de M arx, paladín de la crítica de las ideo logias, aunque es de justicia recordar que también en esto tuvo sus antecesores en la tradición del pensamiento burgués, co m o Bacon con su teoría de los ídolos, o, remontándonos más atrás, Maquiavelo. I '.ste, gracias a su análisis realista de la realidad sociopolítica, capta la tensión y contradicción, operante a nivel social y en la que se mueven los in­ dividuos, entre lo que se dice y lo que se hace, contradicción que el florentino no pretende eliminar, sino que respecto de ella se limita .1 anotar que, en política, es de vital importancia tenerla en cuenta, y atenerse a loque los hombres hacen de hecho (cf. El Príncipe, cap. XV ), porque su discurso suele funcionar co m o encubrimiento o distorsión de ello. La mera pretensión de ácertar con la contradicción y tenerla en cuenta para obraren la realidad en consonancia co n ello..., es lo que presenta Maquiavelo, sin que asomé, com o ocurrirá en M arx siglos después, la voluntad de transformar la situación y 110 quedar instalado en la contradicción — es la diferencia entre la intención crítico-utópica de M arx y su voluntad de transformación social, y el realismo político de Maquiavelo, con la dosis de cinismo que puede acompañarle— .

El hecho de que esa contradicción entre lo que se dice y lo que se hace empiece a despuntar en los escritos de Maquiavelo, pionero del pensamiento burgués, nos sirve com o pista de un dato muy impor­ tante en este tema de las ideologías — que constituyen, no hay que olvidarlo, un fenómeno social , puesto que las ideologías no son pro­ piamente de individuos aisladamente considerados, aunque éstos sean los que las sostienen, adhiriéndose a ellas y, a partir de ahí, matizán­ dolas, modulándolas según sus propios intereses, etc.— : las ideolo­ gías, com o fenóm eno sociognoseológico, son algo propio de la m o­ derna sociedad burguesa-capitalista. Por eso si hablamos de ideologías con rigor, con lo que supone de uso del término en sentido negativo, nos referimos a las de la época burguesa, puesto que antes no se daban propiamente; o si nos referimos a ideologías pre-burguesas, o de otros contextos culturales no occidentales, es utilizando el térmi­ no de manera muy laxa. Es en la modernidad burguesa donde madu­ ra la actitud crítica respecto a las ideologías, y, co m o recuerda Habermas, la em ergencia de las ideologías y la crítica a las mismas son coetáneas (cf. Habermas, 1 9 8 4 , 79). Los fenómenos ideológicos, en sentido estricto, hacen, pues, eclosión cuando se dan ciertas condiciones sociohistóricas y, en ge­ neral, culturales. Entrañan, co m o co n tex to sociognoseológico de partida, una situación de fragmentación del saber y de pluralismo intracultural, así co m o la autonomización (aunque sea parcial) de la esfera política, co m o la que presentan los Estados nacionales moder­ nos a partir del Renacimiento, y una estratificación social en clases, no rígida, co m o la que empieza a estructurarse en la época protocapitalista. Los antagonismos de clase se trasladan al ámbito político, donde los plurales intereses y modos de vida generan desde ellos distintos discursos a rravés de los cuales se trata de articular una vi­ sión coherente de la realidad, retomando materiales de los diferentes saberes fragmentados, contando con las ciencias e incluyendo los res­ tos del pensamiento mítico aún circulantes. Tal articulación de ideas, y muy en especial la que responde a los intereses de las clases domi­ nantes, es la que funciona com o ideología dominante , com o discurso que encubre, legitima y justifica el orden social establecido. l odo ello es lo que comienza a funcionar en la sociedad europea occidental tras la disolución del orden cristiano-medieval durante la transición renacentista. Esta entraña, desde las nuevas estructuras económ icas mercantilistas que entonces florecen, la aparición de una sociedad mucho más dinámica que la medieval, que deja de ser co­ m unidad estamental para ser sociedad de clases, con mayor grado de individuación en su seno. Las estructuras políticas también cambian, dejando atrás los modos feudales, y a nivel de las ideas se produce una fuerte crisis, y consiguiente cambio, de las estructuras tradiciona­ les de plausibilidad, hasta quebrantarse el viejo universo simbólico

medieval. El incipiente proceso de secularización resta poder a la Iglesia en todos los terrenos, perdiendo también su capacidad de, apelando a la fe, «definir» monopólicamente la realidad. ¿C óm o re­ componer, sin un centro de referencia sociopolítico y cognoscitivo, la unidad: la unidad rota de la sociedad y la unidad perdida del sa­ ber? Va a ser una tarea acometida una y otra vez, pero sin definitiva solución posible: ni los antagonismos sociales ni los saberes distintos, y en muchos casos contrapuestos y compitiendo entre sí, conocerán ya una unidad com o la que quedó atrás. Las múltiples referencias a la razón — ya autónoma, emancipada, por tanto, respecto de la fe— no serán suficientes para conseguir esa unidad, aunque se reconozca como base común a todos los hombres. Las ideologías representan el intento, socioeconómicamente c o n ­ dicionado y por eso distorsionado, de reconstituir la unidad del sa­ ber, y de esa manera contribuir a la recomposición de la unidad so­ cial, legitimando el orden dado, al que se le atribuyen virtualidades unificantes reforzadas por la misma legitimación ideológica que en­ cubre las escisiones. Los apremios legitimatorios del sistema son negativamente el motor sociopolítico de las ideologías, así co m o la necesidad de un conjunto articulado de ideas es el m otor sociognoseológico, y com o los intereses de clase que quedan detrás, co m o lo latente no manifiesto, es su motor socioantropológico. Si las ideologías constituyen un fenómeno propio de la moderni­ dad burguesa, la filosofía no se ve libre de él. Acabará viéndose den­ tro de los fenómenos ideológicos, apresada en su mecanism o, y autocriticándose, por tanto, a la vez que emprende la crítica a las ideologías. Aunque sí hará falta un tiempo hasta llegar a que eso se haga explícito, la dinámica se halla incoada desde el Renacimiento. La Modernidad es la etapa de la eclosión de lo ideológico — los m ecanism os id eo ló gico s funcionaban antes, c o m o se re c o n o c e retrospectivamente, pero sin aflorar a la conciencia— , por lo mismo que es la del surgimiento y despliegue con fuerza de la racionalidad crítica. Ambas cosas van relacionadas, y si ésta alcanza su m om ento climático en la Ilustración, es desde el horizonte de su pensamiento crítico desde donde se inicia la explicitación de la tensa y ambivalente relación entre filosofía e ideología: la primera irá asumiendo com o propia la crítica de la segunda. 2.

L a tradición crítica moderna y sus estrategias de sospecha

Si la Modernidad es la época en que afloran las ideologías, no es menos verdad que una de sus características definitorias es igualmen­ te la progresiva profundización de la crítica. Ambas cosas se presen­ tan emparejadas; de suyo, se produce lo primero porque ocurre a su vez también lo segundo. Por lo que a la filosofía se refiere, tal reforza­

miento de! espíritu crítico va de la mano con el exigente reconoci­ miento de la autonomía de la razón. Eso, y la convicción gnoseoantropológica universalista de la racionalidad co m o instancia suscepti­ ble de ser compartida por todos y como facultad llamada a ser ejercida críticamente por cada uno, impulsan el desarrollo de una tradición crítica de pensamiento que va a encontrar en la Ilustración el m o­ m ento de su despegue hacia una mayor incidencia cultural. La radicalización de !a crítica que en el siglo xix da lugar a la crítica de las ideologías se debe a la maduración de esa tradición crítica moder­ na, de la cual encontramos un arranque significativo en la figura de Descartes. Este, a la vez que inaugura el paradigma de la conciencia que va a ser propio del pensamiento moderno — de la metafísica de la subjetividad , y de los correspondientes planteamientos reactivos de tipo empirista— , pone en marcha, con esa duda metódica en la que se hace cargo de la problemática del escepticismo, la estrategia de la sospecha : hay que dudar de todo, com o puesta en acto de una actitud sistemáticamente crítica, cuyo afán, sin embargo, a! destruir las «falsas verdades», no es otro que la reconstrucción del conoci­ miento verdadero — lo que Descartes trata de hacer todavía teniendo co m o referencia un concepto absolutista de verdad, no sometido aún a crítica, que se halla a la raíz de sus distorsiones racionalistas— . Esa estrategia de la sospecha impulsada por Descartes es la que se ve consumada por esos herederos críticos de la Ilustración que cons­ tituyen la llamada por Ricoeur «escuela de la sospecha»: M arx , Nietzsche y Freud. Radicalizan la crítica, llevándola hacia la implaca­ ble tarea del desenmascaramiento de la conciencia y el desvelamiento de la índole condicionada — interesada— de sus productos. Así, lle­ vando a término la cartesiana estrategia de la sospecha, dirigen la crítica hacia la conciencia misma procediendo a su «destronamiento» y haciendo que se tambalee la otra novedad cartesiana: el paradigma de la conciencia — sin que, no obstante, llegue ninguno de los tres a dar el paso hacia la instauración de un nuevo paradigma; se quedan a las puertas, y sólo sientan las bases para que otros lo hagan después. Esa radicalización, a la vez post- y anti- cartesiana, es la que Ricoeur sintetiza con estas palabras: Si nos remontamos a su intención común encontramos allí la deci­ sión de considerar en primer lugar la conciencia en su conjunto como conciencia «falsa». Por ahí retoman, cada uno en un registro diferen­ te, el problema de la duda cartesiana, para llevarlo al corazón mismo de la fortaleza cartesiana. El filósofo formado en la escuela de Des­ cartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tales como apare­ cen; pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma; en ella, sentido y conciencia del sentido coinciden; desde Marx, Nietzsche y Freud, lo dudamos. Después de la díala sobre las cosas, entramos en la duda sobre la conciencia (1970, 33).

Sin duda, esa consumación de la estrategia de la sospecha que encontramos en M arx, Nietzsche y Freud se halla preparada por la paulatina radicalización de la crítica a lo largo de la M odernidad, En ese sentido cabe destacar a algunos de los pensadores que han contri­ buido decisivamente a ello. Kant, punto de inflexión de la moderni­ dad, es el que más sobresale al respecto. En su obra viene a sentarse el principio de que la razón crítica ha de comenzar siendo autocrítica consigo misma, compareciendo reflexivamente ante su propio tribu­ nal para esclarecer las condiciones de posibilidad y los límites de sus diferentes formas de ejercicio. Por lo demás, el idealismo trascenden­ tal kantiano, acentuando los elementos aprióricos que pone el sujeto, está dando pie a que ulteriormente la crítica se haga fuerte subrayan­ do el carácter proyectivo de la conciencia: el realce de la subjetividad, por más que se inicie hablando de la subjetividad trascendental, co n ­ tribuye a poner en guardia respecto al subjetivismo (cf. Ureña, 1979). Antes de Kant, la otra figura que desde esta problemática destaca más es la de Rousseau, quien puede considerarse co m o el autor en quien la Ilustración comienza a ser autocrítica. Rousseau se distancia del optimismo excesivo incubado al calor del auge de la idea de pro­ greso, y cuestiona la trayectoria histórica de la humanidad — y, por tanto, también la de la civilización europea— , señalando su ambigüe­ dad, su doble tendencia de libertad y de servidumbre — alienación— , aunque el pesimismo sociohistórico de su análisis se vea contrapesa­ do con el optimismo antropológico — divergencia radical respecto de Hobbes, con quien comparte en buena medida el «diagnósticosocial— , el cual le permite sostener que el curso de la historia puede reencauzarse: no todo está perdido, dadas las potencialidades positi­ vas de la naturaleza humana, y sólo es necesario reconducir las insti­ tuciones para hacer posible la sociedad humanizante en que libertad e igualdad puedan articularse adecuadamente en función del interés general que ha de regir la verdadera democracia. Tras de Kant, Hegel hace avanzar, más allá de sus pretensiones, la rad icalizació n cr ític a co n el e n fo q u e h istó ric o y la m irada sociocultural de su perspectiva dialéctica. Desde Hegel, cualquier planteamiento crítico no puede olvidar ni que las formas de con cien­ cia son productos de su tiempo, ni que la crítica no puede prescindir de la génesis de su objeto. La conciencia histórica que en Hegel alcan­ za madurez acompañará a la crítica y dotará a esta de ese principio de relativización que permitirá al cabo ver los productos de la co n cien ­ cia como condicionados. Feuerbach es de una especial relevancia en el proceso hacia la consolidación de la estrategia crítico-explicativa frente a las ideolo­ gías. Asumiendo la herencia hegeliana de manera que la ambigüedad del idealismo absoluto resulta eliminada, decantándola hacia el ateísmo humanista, Feuerbach pone en marcha con su metodología

crítico-genética y transformativa respecto de la religión — operando esa reducción antropológica de la teología , que permite ver además r e t r o s p e c t i v a m e n t e , b a j o un n u e v o p rism a la p r o g r e s i v a ladicalización critica del pensamiento moderno (cf. Cerezo, 1973)-, un proceder que proporcionará la «plantilla» inicial que después apli­ cará la crítica de las ideologías de los «maestros de la sospecha», a la vez que ya induce a que se consideren la religión y su tematización teológica, respectivamente, com o paradigma de «ilusión» de una co n­ ciencia alienada y de «inversión» ideológica de la realidad, operante com o consuelo — «opio del pueblo» (Bauer y M arx), «narcótico» y «neurosis colectiva» (Freud)— . Si los autores mencionados preparan el terreno a los herederos críticos de la Ilustración, es obligado mencionar ai movimiento ro ­ mántico que desde el seno de ésta constituye una reacción antirracionalista, propiciada por la nueva valoración de lo histórico sugerida ya désele I legel y potenciada por el descubrimiento de lo que queda­ ba oculto tras el deslumbramiento de lo racional: lo irracional, y los cauces por donde aflora — la voluntad, el deseo, el simbolismo..., o, según recogerán el reto los integrantes de la «tríada de la sospecha»: la «falsa conciencia», la dinámica de lo inconsciente, la voluntad de poder...— . Tal reacción romántica, aun con sus excesos, es la que conlleva una nueva apreciación de las tradiciones culturales y predis­ pone a una mejor comprensión de lo que significa la cultura en rela­ ción al hecho mismo lIc una razón que siempre «funciona» desde una ubicación sociocultural concreta. No obstante, lo que importa destacar ahora es la tensión entre «razón situada» y pretensiones universalistas de la razón, tensión que sale a flote al hilo de la reacción romántica y de la contrapuesta críti­ ca de las ideologías, lista, con la vista puesta en el ideal emancipatorio de una humanidad viviendo en co n d icio n e s que posibiliten su autorrealización, lleva adelante una tarea de descnmascaramiento que va más lejos de lo que son aspectos parciales de la dinámica cultural, para poner de relieve la índole opresora, represora o humanamente castradora de la cultura dominante y hacer valer a partir de ahí las exigencias emancipadoras respecto de la cultura, emergentes desde las tendencias más sanas de la misma. Puede decirse que las estrate­ gias críticas respecto de las ideologías ven la realidad cultural del hombre de una nueva manera, que conlleva la mirada ético-utópica hacia un distinto modo de ser del individuo y la sociedad que entronca con la aspiración a una cultura humanizante. 3.

Cultura y explotación. Teoría de la sociedad y crítica de las ideologías en el pensamiento de Marx

Kl pensamiento de M arx es el primero que se destaca en el sentido señalado, con la peculiaridad de tratarse de un caso muy especial: el

de un adalid de la crítica de las ideologías, que traza un nuevo abordaje crítico de las mismas desde bases histérico-materialistas, generando toda una teoría crítica de la sociedad, y que luego, en mano de los herederos, sobre todo en lo que habría de ser la vertiente marxista-leninista, se ve trocada en ideología, saber esclerotizado convertido en doctrina oficial de un régimen totalitario. La odisea sufrida por el legado teórico de M arx , sumido durante un siglo en un con trovertido conflicto de interpretaciones entre las corrien tes comunista, socialdemócrata y otras, obliga a tener que barajar la dis­ tinción entre el pensamiento marxiano, y los «marxismos», a sabien­ das de que en cualquier caso el esfuerzo crítico-hermenéutico por delimitar y esclarecer lo marxiano, frente a las ideologizaciones sufri­ das por el pensamiento de M arx, no supone ningún punto de acceso neutro y privilegiado, sino una toma de postura en el debate, que tampoco tiene por qué identificarse con ninguno de los marxismos existentes o que han existido. A estas alturas, bien se puede conside­ rar que, muerto el marxismo com o doctrina, se libera el acceso a M arx de presiones distorsionantes, siendo posible una relectura del mismo más matizada y con mejores criterios para discernir lo que sigue siendo válido y ¡o que ya no lo es de su obra (cf. Habermas, 1987c). Ésta, por cierto, es una obra dilatada, desarrollada en textos de diversa índole, y con significativos cambios en su trayectoria, so­ bre una base de continuidad — es exagerada, e ideológicamente muy interesada, la tesis hermenéutica de la ruptura entre el joven M arx y el Marx maduro de El Capital (cf. Althusser, 1 9 7 1 ) — . Ju n to a la idea de los cambios que se dan en la obra marxiana, sobre una base de continuidad que bien se puede documentar si­ guiendo la pista a ciertos re m a s— por ejemplo, el de la alienación-, lo que hay que subrayar son los distintos niveles o dimensiones que se dan en ella, algo a tener en cuenta para una correcta intelección de la misma, considerando en cada caso en qué dimensión se mueve el discurso marxiano, aunque ciertamente M arx no explicitara nada al respecto. Se pueden distinguir tres dimensiones: a) la teórico-científica, con su núcleo en el análisis bistórico-materialista de la dinámica social; b) la filosófico-antropológica, en la que todo lo relativo a la realidad humana se aborda desde el prisma privilegiado de la teoría de la alienación, que responde a la facticidad del hombre incidiendo en lo que de negativo encierra, y c) la ético-utópica, en la que se ubican los elementos de filosofía de la historia, incluyendo la misma visión marxiana del socialismo. Una clave hermenéutica fundamental para la comprensión de M arx radica en cóm o se perciba la distinción y relación de estas tres dimensiones de su obra, articuladas desde lo que es su modo de pensar dialéctico. En relación a lo último, es importante de cara a captar bien la índole crítica del pensamiento marxiano dejar clara la relación que se

da en su seno entre materialismo y dialéctica, relación en la que se conjugan los materiales procedentes de Feuerbach y de Hegel, pu­ diéndose afirmar que M a rx complementa la herencia de uno con la del otro y viceversa, dando lugar a algo nuevo cual es su materialis­ mo histórico, radicalmente dialéctico. Este, ajeno a las pretensiones metafísicas del llamado «materialismo dialéctico» (cf. Schmidt, 1977) — el D iam at de la ortodoxia soviética malamente materialista y con nada de dialéctico— , se configura com o teoría crítica de la sociedad. Su pretensión es explicar la dinámica de la totalidad social, reconstru­ yendo lo que ha sido la trayectoria histórica de una determinada for­ mación social — M arx se concentra, obviamente, en el análisis de la sociedad capitalista decim onónica— , atendiendo sobre todo a cómo se ha ido gestando el proceso social desde las condiciones materiales dadas, y en las que pesa sobre todo el desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas en el seno de un modo de producción determina­ do. La primacía concedida al fuerte condicionamiento — no exacta­ mente «determinación»— ejercido desde la infraestructura económ i­ ca de la sociedad respecto al ámbito supraestructural (instituciones, ideologías) de la misma es la clave explicativa del materialismo histó­ rico acerca de la dinámica de la realidad social en que viven los hom­ bres concretos-, clave que M arx sintetiza en su conocida fórmula: «No es la conciencia del hombre lo que determina el ser, sino, por el co n ­ trario, el ser social es lo que determina su conciencia» (cf. M arx, 1 9 7 6 , 6 4 ; cf. también Marx-Engels, 1 9 7 0 , 26). El materialismo histórico, radicalmente dialéctico, e «invertido», pero al derecho, respecto del idealismo hegeliano, aun siendo — to­ mando la expresión en un sentido abierto— una teoría económica de Id sociedad, es, más al fondo, una teoría antropológica de la historia en que viven los hombres concretos. Su presupuesto antropológico fundamental es la consideración del hombre como ser de la praxis, posibilitado para ella por su capacidad para una actividad libre y cons­ ciente, y urgido por las carencias que implican sus necesidades. A partir de ahí, M arx enfatiza que es el hombre el hacedor de su histo­ ria — y no fuerza sobrenatural alguna— , que se hace él mismo a lo largo de la historia que hace («antropogénesis»), condicionado en todo caso por la historia que ha ido haciendo. N o hay que perder de vista el trasfondo y las im plicaciones antropológicas del materialismo histórico de M arx , pues son además las que a través de la temática de la alienación se hacen presentes— en perspectiva negativa— en la misma crítica, la crítica de las ideologías, y de la realidad social en que aquéllas funcionan, porque ésta lo posi­ bilita y demanda. En un modo u otro, toda crítica de las ideologías supone una téoría de la alienación, pues ésta corresponde a esa situa­ ción que M arx llama de «falsa conciencia». En su caso, de lo que trata es de llegar a las raíces de la existencia alienada del hombre. A ese

respecto considera la alienación religiosa, por ejemplo, co m o síntoma — y la crítica de la religión como necesaria, pero insuficiente— , al igual que también la alienación política co m o derivada, pues lo que está a la raíz es la alienación que se gesta desde el trabajo mismo, dadas las condiciones de explotación en que se realiza — encubiertas ideológi­ camente en el capitalismo bajo la ficción jurídico-legal de un contrato entre iguales— . Es esa alienación, que tiene lugar en múltiples direc­ c io n e s — alienación del trabajo, del producto, del trabajador mismo, alienación respecto del otro en unas relaciones humanas «cosificadas» y también alienación respecto de la naturaleza (cf. M arx, 1 970 , I 051 1 3 )— , la que se constituye, partiendo de la existencia real de los individuos concretos, en fenómeno social , que, co m o tal, marca el tono de la cultura; concretamente, y sin merma de otros aspectos que permiten hablar de la ambigüedad de la cultura, el fenóm eno de la alienación pone de relieve el carácter deshumanizante de la cultura capitalista, que queda enmarcada entre la explotación económ ica y el encubrimiento ideológico de la misma, y la justificación del sistema que sobre ella se asienta. La dinámica de las ideologías— también fru­ to de otro proceso de «producción» del hombre— se desencadena imparable hasta extenderse por todos los extremos de la superes­ tructura, dado que lo «ideológico» no es algo fijo, sino lo que funcio­ na com o tal, y el mecanismo encubridor y distorsionante que supone, tanto opera en la moral y en la religión, co m o en el pensamiento político y en la misma ciencia — M arx atiende sobre todo a esa ciencia emergente que era la Economía política— , y hasta en la filosofía, in­ cluso en esa que pretendiendo ser crítica se queda a medias, co m o fue el caso de la «izquierda hegeiiana» (cf. M arx-Engels, 1970). Para M arx, con todo, siendo necesaria la crítica, no es suficiente, pues de lo que se trata es de impulsar la transformación de la realidad social existente; no basta con criticar las «ilusiones», sino que lo im­ portante es cambiar la situación que hace necesaria tales «ilusiones» para poderse sobrellevar. La crítica de M arx apunta por sí misma a la otra cara de la propuesta, en este caso su propuesta de transform a­ ción socialista — el socialismo no es fin, sino medio, para M a r x — , com o vía para una emancipación real de los hombres, con las miras puestas en hacer posible la autorrealización de cada cual. ¿Optim is­ mo del M a rx utópico, a pesar de sus pretensiones de apoyatura científica ? Sí y no. No es acertado hablar de mero optimismo, puesto que M a rx no es un determinista teleológico, sino que sostiene un enfoqu e «alternativista» — c o m o bien recu erda reiterad am en te From m — , que se expresa en la fórmula difundida por R. Luxemburg com o enunciado que condensa la elección a la que los hombres del siglo x x se ven confrontados: «socialismo o barbarie». Mas sí hay que reconocer el exceso de optimismo antropológico en M arx, pensando en la posibilidad — aunque sólo sea en eso— de la total resolución de

las contradicciones, lIc la plena erradicación de la alienación, confiando excesivamente en la razón y voluntad humanas y sobre todo en lo que se refiere .il sujeto colectivo constituido por el proletariado, palanca para la emancipación universal, porque no tenía nada que perder salvo sus cadenas — al M arx crítico de las ideologías, se le escapó lo tan adentro que llega en los individuos la presión de la ideología dominante— . No obstante, habida cuenta de esas y otras insuficiencias de M arx — algunas importantes por esa ambigüedad que acaba alimentando interpretaciones sesgadas en direcciones de nefastas consecuencias— , lo cierto es que da pie para pensar de un modo nuevo la realidad y la posibilidad del hombre y su cultura — la realidad de una alienación deshumanizante y la posibilidad de una cultura emancipadora— . Esta, de rodas formas, debe articularse sobre esos dos polos de los que ha­ blan las páginas de El Capital-, el reino de la necesidad, que el hombre finito no puede abandonar, y el reino de la libertad, al que el hombre, desde su finitud, debe aspirar. I.a función de la crítica es abrir paso a una praxis transformadora hacia esa óptima articulación de esos dos polos, desvelando la «falsa necesidad» con la que el sistema capitalista — a los ojos de M arx — reviste la explotación del hombre, la inutilización de sus posibilida­ des. La filosofía, para M arx, sólo cabe como saber crítico consciente de sus condiciones — que deja de verse co m o esa filosofía indepen­ diente, ajena a las presiones infraestructurales— , cuya tarea com ien­ za por el desmontaje de los discursos interesados de una «falsa co n ­ ciencia» que sucumbe al autoengaño en lo que a la incontaminación desús productos se refiere. La «sospecha» marxiana hace aflorar, por el contrario, el efecto de los condicionamientos socioeconómicos que pesan sobre ellos. Mas de lo que se trata es de que se abra paso la «forma de conciencia» que posibilita asumir una praxis autoemancipadora. ¿Praxis fundida con la teoría? Ahí también asoma el exceso marxiano en cuanto a la superación de la filosofía «realizándola». Hay que recoger, pues, de M arx lo que se puede llamar el imperativo de coherencia, de búsqueda de la mayor aproximación entre teoría crítica y praxis emancipadora, pero dejando a salvo, por el bien de ambas, la necesaria, y en definitiva insalvable, distancia entre ellas. Es condición para la función emancipadora del pensamiento crítico. 4.

Cultura y represión. Teoría de la cultura y crítica de las ideologías desde el psicoanálisis de Freud

Por lo que se refiere a Freud, hay que comenzar destacando lo que es su decisiva contribución al pensamiento crítico, y concretamente a la crítica de las ideologías, con lo que es su descubrimiento y teorización de lo inconsciente — lo cual va acompañado de una concepción diná­

mica del carácter co m o otro de los pnntales de la teoría psicoanalítica— . De ésta hay que decir que se despliega por dos vías distintas, cuya armonización, com o se anticipó páginas atrás, no está lograda en Freud — al que, no obstante, cabe el mérito de mantenerse en la tensión, y no reducir una a otra— , y que son la vía explicativa que el psicoanálisis quiere desarrollar co m o «ciencia natural», y la vía hermenéutico-crítica por la que el psicoanálisis ha de transitar ejer­ ciendo su labor interpretativa. La primera es la que pretende dar cuenta de las bases fisiológicas del psiquisnio humano, cosa que se hace por parte de Freud desde presupuestos materialistas mecanicistas y adop­ tando una concepción instintivista peculiar que, si bien se va matizan­ do cada vez más, no se abandona. La segunda es la que se constituye a través del diálogo en el que tiene lugar el desciframiento de las manifestaciones de lo inconsciente; es una labor hermenéutica que, sin dejar de contar con la dimensión explicativo-científica, pone ésta al servicio de una actividad interpretativa regida a la vez por la «sospe­ cha», pues sólo desmontando la apariencia de los síntomas, y pene­ trando a través de sus fisuras, se accederá a los verdaderos motivos — causas, en el discurso explicativo— del comportamiento humano. La teoría psicoanalítica tiene su clave explicativa en la considera­ ción de que el motor específico de la vida psíquica es la libido, la energía sexual, que desde el instinto sexual — contrapuesto a los ins­ tintos del yo o de autoconservación— opera com o pulsión determi­ nante de lo que sea la trayectoria psíquica de cada individuo, según la articulación que en ella se logre entre principio de placer y principio de realidad. La índole de esa articulación es la que se gesta durante la primera infancia, bajo las presiones del entorno familiar, y la que sale configurada de determinada forma de la situación edípica — para Freud, el conflicto psíquico fundamental— . Si la sobrecarga de re­ presión es excesiva, más allá de lo estrictamente necesario, las semi­ llas de las patologías psíquicas, y en especial de las neurosis, están echadas. En ese caso, lo inconsciente, nutrido de lo pulsional repri­ mido, se hace especialmente fu e r te — lo reprimido, no por el hecho de serlo, deja de actuar, sino que actúa con mayor fuerza desde la oculta latencia a la que se le pretende reducir— , sobredeterminando de manera «tiránica» la dinámica psíquica del individuo: la parte cons­ ciente es com o un títere movido por los hilos que están a su espalda. De lo que se trata en la terapia es de que el paciente se haga cargo del origen de su represión excesiva — la transferencia es fundamental al respecto— , reconstruyendo su biografía con la ayuda hermenéutica del analista, para vencer esa «tiranía» de lo inconsciente, haciendo posible la aproximación a un óptimo de salud psíquica. Es lo indica­ do por el conocido lema freudiano de que «donde está el Ello, deber estar el Yo», expresivo de la intención de hacer consciente lo incons­

ciente.

Una cuestión surge desde ahí, que ya podemos recoger: «aproxi­ mación a lo «normal»? Freud, al considerar el factor adaptación/ inadaptación com o incidente en lo que se estime co m o sano o en­ fermo, relativiza la salud y la enfermedad eliminando lo que se ha­ bía presentado com o nítida frontera entre ellas; aunque la relativización no es total, puesto que Freud siempre mantiene un ideal de salud y no deja de aludir, co m o en los párrafos finales de El m ales­ tar en la cultura (cf. Freud, 1 9 7 8 ), a la cuestión relativa a una posible patología de la normalidad — cuestión que toca muy de cerca a la crítica de las ideologías y, apuntando más lejos, a una teoría crítica de la cultura — . La teoría freudiana de lo inconsciente suministra un nuevo cauce para el ejercicio de la «sospecha», radicalizándola. La conciencia ya no ap arece só lo c o n d icio n a d a «desde fuera», por los factores socioeconómicos que ejercen un efecto distorsionante sobre su pro­ ducción ideológica, sesgándola según determinados intereses, sino que también se halla fuertemente condicionada «desde dentro», esto es, desde la propia dinámica psíquica en que la actividad de esa concien­ cia se inserta. De ésta, lo consciente es solamente lo que aparece, pero tiene tras de sí el sentido y dirección que le imprime lo inconsciente: los deseos, motivos, pulsiones... reprimidos. La conciencia queda, pues, apeada por Freud del pedestal al que la había subido la concepción gnoseoantropológica racionalista. Lo consciente es lo que correspon­ de a ese yo, cuya situación es la de un precario equilibrio entre el ello y el superyó — recogiend o los términos de la «segunda tópica» freudiana— . Cuanto mayor represión haya soportado, más débil es ese yo, pillado entre un ello muy presionante y un superyó muy rígi­ do. Y en ese caso, mayor será la necesidad de ese yo de «racionalizar» sus comportamientos, para encubrir los efectos ambivalentes de la represión — no hay que olvidar la tendencia a consumar, aunque sea indirectamente, el impulso reprimido, por más que su objeto se siga percibiendo com o vetado— , para hacer que la conducta resulte so­ cialmente presentable e incluso individualmente admisible. El psicoanálisis, de manera análoga a com o tiene que habérselas, de cara a la praxis terapéutica, con las racionalizaciones individua­ les, también tiene algo que decir respecto de esas racionalizaciones colectivas que constituyen las ideologías, portadoras de «falsas ilu­ siones» que resultan alimentadas desde los modos de satisfacción fantaseada de las pulsiones libidinales en las que, por motivos socioculturales, viene a coincidir el grueso de la población: entonces la «ilusión» toma la apariencia de verdad. Frente a ello, el psicoanálisis ha de hacer valer toda la potencia crítica de su hermenéutica de sospecha (cf. Freud, 1 9 8 3 , 2 4 0 ) , mostrando su pertinencia para el análisis de la realidad sociocultural — y, a través de ello, para una más adecuada comprensión de la realidad humana— . Después de

todo, aparte de la relevancia que la teoría psicoanalítica concede a los factores sociales y culturales— a pesar de las deficiencias socioló­ gicas de Freud— , que inciden en la dinámica psíquica del individuo, sobre todo vía familia y muy en especial a través del superyó pater­ no, también es cierto que la dinámica social y cultural está protago­ nizada por individuos y hay que contar con la dimensión psicológica de la misma. De ahí la legitimidad de la preocupación y ocupación freudianas con los fenómenos socioculturales. Su mirada crítica se concentra sobre todo sobre la religión y la moral — siendo especial­ mente relevantes a ese respecto sus escritos Tótem y tabú (19 1.3), Moisés y el m onoteísm o (1 9 3 9 ), E l porvenir de una ilusión (1 9 2 7 ) y El m alestar en la cultura (1 9 3 0 ), de manera que el tratamiento que hace de ellas se enmarca a su vez en toda una teoría interpretativa de la cultura (cf. Ricoeur, 1 9 7 0 ) - . La crítica freudiana de la moral, en la cual se acentúa la explica­ ción genética en la que se hace fuerte la crítica antiideológica — con el riesgo de ser reduccionista— , tiene su centro de gravedad en la equiparación entre conciencia moral y superyó , que es sabido que el mismo Freud lo calificaba com o «heredero del complejo de Edipo». Las normas y principios morales, de inevitable carácter represivo, no son en verdad más que las normas y principios introyectados por el individuo a partir de su relación ambivalente con la figura paterna, que a su vez transmite, con mayor o menor fortuna, las normas y principios socioculturalmente gestados. En cuanto a la religión, y de manera muy resumida, lo que hay que subrayar es la consideración freudiana de Dios co m o sucedáneo del padre, frente al cual se reedita la ambivalencia de sentimientos (temor, odio/amor, sumisión) que suscitaba la figura paterna en el niño. La religión, alimentada por el temor, la incertidumbre, la necesidad de consuelo, no deja de soste­ nerse en la dinámica del deseo (cf. Freud, 198.3, 2 3 6 ss.), reencauzada hacia formas de satisfacción fantaseada en im aginarios vínculos libidinales sustentados por mecanismos de sublimación. Así puede operar co m o narcótico, siendo esa «ilusión», o ese «delirio colectivo» que, por lo demás, funcionando co m o «neurosis colectiva» (cf. Ibid., 2 4 8 ) facilita la adaptación de los individuos a la realidad — que el principio de realidad se imponga, con su carga necesaria de repre­ sión— , evitando que la mayoría de ellos vaya a parar a neurosis indi­ viduales. Sabido es que el optimismo, bastante ilustrado, todavía manteni­ do por Freud en El Porvenir de una ilusión — la religión desaparece­ ría en una futura sociedad en la que la razón, la razón científica para más señas, imprimiera con su sello la educación y la marcha de las instituciones— , ya está ausente en El m alestar en la cultura: la reli­ gión no desaparecerá tan fácilmente, por las funciones que cumple, no sólo importantes para la dinámica psicológica individual, sino tam-

bien para la dinámica social, permitiendo la cohesión entre los indivi­ duos y grupos, y su integración, ai calmar su anhelo de felicidad, desplazándolo a un m ás allá trascendente. Además, la religión no deja de ser, de hecho, apoyatura de la moral dominante, y si lo racio­ nal sería que la religión se extinguiese, por el infantilismo psicológico que en cualquier caso implica, hay que tener en cuenta que no es el caso de la moral: es necesaria una moral — ¿cuál sería la moral nece­ saria?— , y com o socialmente es difícil que se dé una moral autónoma justificada exclusivamente desde la razón, la religión acaba mostrán­ dose difícil de desaparecer. Lo que cuenta, de todas formas, es que la represión socialmente necesaria sea la menor posible. Tales planteamientos de Freud, sucintamente expuestos, entron­ can con su teoría de la cultura y las dos premisas antropológicas en que se basa: el antagonismo individuo-sociedad, y el antagonismo naturaleza-cultura, antagonismos diferentes, pero que se solapan, y que en la consideración de irresolubles dejan ver el carácter profun­ damente trágico i.iel pensamiento freudiano. La felicidad positiva que el hombre anhela es un deseo imposible de satisfacer. Freud, en tér­ minos que recuerdan a Hobbes, a quien expresamente cita en ocasio­ nes, retoma la apreciación kantiana de la «insociable sociabilidad» del hombre: éste es individuo egoísta, pero cuya existencia no puede ser sino social. Del mismo modo, el hombre emerge de la naturaleza, y queda en tal situación de debilidad ante ella, que necesita de la cultura para protegerse de la misma naturaleza, pero al precio de la represión de sí mismo co m o «ser natural» — de su naturaleza interna , cabe decir— . Se trata de amortiguar en lo posible los costes psicoló­ gicos de tales antagonismos, ya que éstos no se pueden eliminar. A ello contribuyen, aunque de manera un tanto patógena, la religión y la moral, por donde iliscurre y se refuerza la represión necesaria. Después de rodo, el psicoanálisis, criticando el exceso de represión, apunta a un modo sano de llevar esos antagonismos, que en el límite habría de ser sin religión, mas con una moral racional, lo que explica el em peño reformador (¿cuasirreligioso?) de Freud. Pasando en este momento por encima de las ambigüedades e in­ suficiencias freudianas — que entrañan el mérito de no ocultar las contradicciones, que Adorno quería subrayar al decir que «en el psi­ coanálisis nada es tan verdadero como sus exageraciones» (Adorno, 1987, 4 7 ) — , es necesario hacer hincapié en lo que supone Freud en cuanto al destronamiento de la conciencia haciendo que se tambalee aún más el paradigm a de la conciencia, y en lo que contribuye su teoría psicoanalítica a elevar el listón del pensamiento crítico: el des­ cubrimiento de lo inconsciente dota a la razón de nuevas armas co n ­ tra la irracionalidad, a la vez que le priva de justificaciones para «ra­ cionalizarla».

5.

Cultura y sometimiento. De la crítica de las ideologías a la recusación de la cultura en la filosofía de Nietzsche

En la misma dirección encontramos a Nietzsche, quien aún puso más alto el mencionado listón del pensar crítico — aunque cronológica­ mente Nietzsche es anterior a Freud e incluso se puede d etectaren éste su influencia, lo consideramos aquí en tercer lugar porque así parece aconsejarlo la lógica interna de esa dinámica de radicalización de la crítica, que en el pensamiento nietzscheano alcanza e x trem o sa los que no llega la crítica freudiana— . En tal sentido, cabe afirmar que con Nietzsche la hermenéutica de la sospecha se radicaliza al m áxim o, y a este respecto hay que subrayar un punto en el que incide de manera novedosa especialmente: es una constante en su obra poner de relieve el carácter mediador y mediatizador del lenguaje (cf. Valverde, 1 9 9 2 , 28 ss.), vehículo indispensable para el ejercicio de la razón. Se puede decir así que, desde su mirada de filólogo, Nietzsche contribuye de­ cisivamente al destronamiento de la conciencia; ésta no sólo depende de factores externos de tipo socioeconóm ico, o de factores internos de tipo psicológico, sino que depende de ese medio no inocente en el que por fuerza «viven» sus productos: el lenguaje y su gram ática — la que nos impide hasta desprendernos de Dios — . La radicalización nietzscheana de la sospecha responde a su co n ­ dición de heredero crítico de la Ilustración que, a la vista de sus défi­ cit, cuestiona radicalmente ia Ilustración misma, aun a riesgo de caer fuera de ella, en una posición antiilustrada. Mas aparte esa cuestión, lo cierto es que la crítica radical de Nietzsche a la modernidad es síntoma inequívoco de la crisis en que se sume esta misma. El mundo moderno y su razón caen bajo el «martillo» destructor de Nietzsche — lo que no está claro es que éste propicie una reconstrucción váli­ da— . Por ello, recordando la consideración kantiana respecto de la filosofía de Hume, por su fenomenismo y escepticismo radicales, se puede decir también del pensamiento nietzscheano que es un necesa­ rio lugar de paso, más no un lugar habitable. Su desmesura, su am bi­ güedad e incluso su peligrosa ambivalencia en algunos puntos, su d e s f o n d a d a h i p e r c r í t i c a sin el c o n t r a p e s o de una v ig ila n te autocrítica... lo desaconsejan. Con todo, los méritos de Nietzsche son indiscutibles. Del pensamiento de Nietzsche nos interesa destacar sus diferen­ tes líneas de crítica, las cuales en cierto modo parten y ciertamente vienen a converger en una «crítica total de la cultura» (cf. Fink, 1 9 7 6 , 10), anunciada desde su primer libro sobre El nacimiento de la trage­ dia — que entonces planteaba en los términos de la antítesis entre lo apolíneo y lo dionisíaco (cf. Ávila, 1 9 8 6 , 4 7 - 6 5 ; Vattimo, 1 9 8 7 a , 144 5 ) — . A p artir del m o m e n t o en qu e el e n f o q u e r o m á n t i c o wagneriano, con su exaltada visión del arte, queda atrás para dejar

paso, en Humano, dem asiado humano , a una crítica de cuño más n etam ente ilustrado, es cuando Nietzsche impulsa su estrategia genealogista, cuyo proceder desenmascarador opera con fuerza me­ diante esa palanca para la crítica de la que el autor de la Genealogía de la m oral no va a prescindir jamás: la psicología. Y el punto de referencia desde donde se articula la crítica, com o aquello que busca afirmarse tras las negaciones de ésta, es la vida , la vida que hay que reponer dejando atrás la vida maltratada, escindida, dilapidada bajo las formas de sometimiento — resultado de una pervertida voluntad de poder, con el resentimiento reactivo que provoca— de una civili­ zación decadente cuya desembocadura es el nihilismo negativo, inocultable ya en las postrimerías del siglo XIX occidental. Aparte la crítica, no a la ciencia, sino al positivismo que invade a ésta reduciéndola unilateralmente y poniéndola en contra de la afir­ mación de la vida a la que de suyo tendría que servir, la crítica nietzscheana también se vuelca sobre esas dos dimensiones cruciales, culturales y antropológicas, en las cuales se concentran los mecanis­ mos ideológicos, que son la moral y la religión. La moral también es criticada por lo que se puede denominar su carácter «necrófilo», antivital, contrario a los “instintos» y, por tanto, por fuerza represora de lo humano. La moral cristiana — sobre ella viene a recaer la crítica de Nietzsche, considerando que es la moral vigente en la civilización occidental, y partiendo de la vinculación indisoluble entre religión y moral— es la moral del resentimiento, de los impotentes que, nega­ dos en lo más propio de sí, se sujetan a la moral de esclavos para arrastrar com o camellos el fardo del deber, de la vida ascética, regida por el Bien y el Mal com o esos polos inmutablemente fijos del «orden moral» heterónomo, que remire a Dios (legislador, juez...) y a su c o ­ rrelativo trasmundo. La conciencia moral, desvelada psicológicamen­ te su genealogía, no es sino conciencia alienada que soporta el instin­ to de crueldad, volviendo contra el propio sujeto — en paralelo con la teoría freudiana del superyó— una voluntad de poder patológica; y sus ideales, los que se han presentado com o los grandes ideales morales de la humanidad, sólo son la cubierta de los instintos y ten­ dencias ocultas que necesariamente se movilizan según los intereses de una vida distorsionada (cf. Nietzsche, 1 9 7 2 y 1 975). La religión es objeto por excelencia de la crítica de un Nietzsche que desde el comienzo de su trayectoria se presenta com o ateo radi­ cal, y al final co m o Anticristo. También aquí es el cristianismo el que cae casi en exclusiva bajo el punto de mira nietzscheano, para ser calificado com o religión de la «contranaturaleza», como resulta­ do y manifestación de una perversión generalizada y un extravío mayúsculo, en virtud del cual las tendencias vitales operan desviadas de lo que sería su dirección primaria a favor de la vida. Significativa de Nietzsche es su estimación del cristianismo com o «platonismo

para el pueblo», coincidente, por tanto, con el platonismo en la

desvalorización metafísica del mundo, vulgarizada con el desdobla­ miento que supone la trascendencia religiosa, puesta al alcance de todos. La cuestión del platonismo nos pone ya en la órbita de la crítica nietzscheana a la tradición metafísica occidental, a su juicio toda ella platónica en el fondo. A este respecto Nietzsche replantea la estrate­ gia crítica, desde su reubicación al final de la tradición metafísica, adjudicándose la posición que permite el saber y juicio especiales que posibiliten una crítica ideológica totalizada, a la vez que se conecta con lo que sería el momento primigenio de un pensar premetafísico no-decadente (cf. Habermas, 1989, 2 5 - 2 6 ): la sabiduría presocrática. Después de ésta, tras el Sócrates apolíneo que todo lo sacrifica al dominio de una razón inhumana negadora de la viva, se im pone la desvalorización de este mundo y el falso desdoblamiento de esencia y apariencia, de ser y devenir, de inmanencia y trascendencia... en el empeño de poner un orden, de fijar un sentido, de sancionar una finalidad: vanas ilusiones que han pasado por verdades, sostenidas com o errores necesarios para la supervivencia — pragm atism o a ultranza al que se acoge Nietzsche— , bajo el amparo de una supuesta voluntad de verdad que no es en el fondo sino volu n tad — mal enca­ minada, para decir lo verdadero — de poder. Nietzsche no se limita a la crítica; también delinea un proyecto constructivo, una vez que ha quedado desvelada la clave de las men­ tiras y las máscaras: la torcida voluntad de poder que se ve trocada en la «debilidad» real del sometimiento. Desmontados los falsos valores — realmente devaluadores— , es señalada co m o tarea necesaria la tle la transmutación de los valores, que permita auparse a quien la lleve adelante a ese nihilismo positivo superador del impotente nihilismo negativo que es resultado histórico-cultura! de una trayectoria de degradación del hombre y negación de la vida. Frente a ello, «lo que quiere Nietzsche — como recuerda Ricoeur— es el aumento de la potencia del hombre, la restauración de su fuerza-, pero lo que quiere decir voluntad de poder debe ser recuperado por la mediación de las cifras del “superhombre”, del “eterno retorno” y de “ D ionisos”, sin los cuales este poder no sería más que la violencia de este mundo» (cf. Ricoeur, 1 9 7 0 , 3 4 - 3 5 ). El problema, sin embargo, es que, a pesar de la transmutación propuesta por Nietzsche con las miras puestas en el «superhombre», ese poder se quede en violencia de este mundo: en la inhumanidad de una praxis deshumanizante, com o reacción negativa — a pesar de la apariencia afirmativa de la que pretenda dorarle una ambivalente transvaloración — al hecho de que la humanidad haya servido de pre­ texto a la inhumanidad (cf. Horkheimer, 1974 b, 2 7 1 ) . Es el riesgo del osado proyecto nietzscheano, muy potente en la crítica, pero

arrastrando tales ambigüedades, en el fondo por carencia de autocrí­ tica, que el proyecto se ve desde sus raíces al borde del naufragio. Nietzsche delinea su programa positivo en torno a varios pilares fundamentales: la «muerte de Dios», símbolo del trasmundo falso— y con él, hay que recordar, de todos los ídolos— , para dar paso a la autoafirmación del hombre en su libertad creadora; la voluntad de poder, co m o esencia ele la vida, más allá de su dimensión biológica, núcleo y fuerza motriz de la realidad humana; el «superhombre», como imagen que expresa la autoafirmación de un hombre verdadera­ mente humano, autoconsciente y creador de su propia realidad; el «eterno retorno», co m o expresión de una nueva concepción del tiem­ po, liberada de esa noción vacía de progreso que carga con el sinsentido que entraña la idolarrización del futuro co m o término de un tiempo lineal indefinido. La cuestión espinosa viene planteada desde el mis­ mo nivel lingüístico, por la fuerte ambigüedad del lenguaje de Nietzsche, que elude ofrecer sin equivocidad su propia clave de lec­ tura (cf. Valadier, 19 8 2 , 5 6 8 - 5 6 9 ) — lo que da pie a interpretaciones muy dispares y a utilizaciones ideologizantes totalmente antihuma­ nistas (en el sentido de inhumanas: negadoras de lo humano), como las hechas por el nazismo— . Kn esa dirección, cabe resaltar cóm o la «muerte de Dios» tiene un indudable valor de «indicio de un hundimiento c|el recurso a un sen­ tido preestablecido» (cf. Ibid.); puede tomarse com o anuncio de la «muerte ilel hombre» (cf. Fromm, 1968, 15 0 ; 1979, 8 7 ; 1976, 196197) — que es lo grave, si se traspasan las pretcnsiones de Nietzsche y se toma sintomáticamente su proclama deicida com o advertencia in­ vertida de la verdadera amenaza— ; pero de rodas formas, esbozada sin demasiadas precisiones com o condición para la emergencia del «su perho m bre», no cierra las puertas a nuevas reediciones de antropoteísmo idolátrico. Es más, la noción de «superhombre», que podía ser, co m o negación del individuo insignificante y sin meta, la imagen del hombre plenamente humanizado, pero que se queda en la expresión de un aristrocratismo inaceptable, alimentado por un mar­ cado espíritu de menosprecio y egoísmo que recusa la compasión co m o sentimiento noble respecto a c)uien padece sufrimiento e injus­ ticia — debilitado, por tanto, y no «débil»— (cf. Fromm, 1957, 138), entraña el riesgo de convertirse en una nefasta mitificación, válida para el encubrimiento de la barbarie, y para reemplazar el «hueco» de Dios, que debería quedar vacío. De suyo, la mitificación está servida dado que, co m o afirma Valadier, «este olviilo de la condición del ejercicio de la libertad, o de la afirmación de la verdad, acaba, tanto en la teoría co m o en la experiencia misma de Nietzsche, en una insis­ tencia unilateral, que tiende a que el sí quede abolido en un acto total y, llevándolo al extrem o, informulable en los límites de la finitud» (cf. Valadier, 1 9 8 2 , 5 6 7 ) .

Las palabras de V alad ier penetran en la ambivalencia de Nietzsche, debida a esa desmesura del lenguaje que se presta al e x ­ ceso inhumano — la misma «voluntad de poder», cde L|ué poder habla: del poder-dominio o del poder-capacidad?— y a esas metá­ foras prestas a la mitificación en un discurso que ha deslegitimado totalmente las pretensiones de verdad — cno es esto lo que ocurre con el «eterno retorno», que por querer trascender el tiempo lineal, pero siguiendo pensando el tiempo co m o tiempo total , recae en la mitificación circularista del tiempo de cuño griego, por más que contradiga lo griego al no dejar de mirar al futuro (cf. Lówith, 1 9 6 8 , 3 0 8 - 3 2 3 ) — ; y son palabras que nos conducen hasta el problema radical que encierra el pensamiento nietzscheano, de donde se nu­ tre la dimensión antimoderna y contrailustrada del mismo patente en su elitismo antiigualirarista, en su rechazo de la democracia y, en definitiva, en el abandono del contenido emancipatorio de la m o ­ dernidad (cf. Habermas, 1989, 122). Tal problema es el que supone la autocontradicción en la que se ve preso Nietzsche por su preten­ sión de una «crítica total de la razón por la razón misma» — formu­ lado en términos apelianos (cf. Apel, 19 8 9 )— . Es, ciertamente, una crítica sugestiva, que supone, sin embargo, un giro regresivo al utili­ zar las fuerzas de la emancipación de una crítica desenmascaradora y ponerlas al servicio de una «irracionalidad transfigurada en térm i­ nos metafísicos», remitificada de la mano de una crítica ideológica totalizada que acaba destruyéndose a sí misma (cf. Habermas, 1 9 8 9 , 124 y 126). Si la crítica totalizadora de Nietzsche es performativamente autocontradictoria en cuanto crítica de la razón, resulta también insostenible en cuanto crítica total de la cultura. Nietzsche ha roto la cuerda que el pensamiento dialéctico procura mantener tensa, y se sitúa en una posición externa del todo desubicada, con pretensiones de nuevo comienzo radical, pero que, para colmo, quiere compensar su desfondamiento conectando con los orígenes incontaminados del pensar griego. Si en la crítica total de la razón, distorsionando el modelo judicialista, Nietzsche olvida que en esc peculiar tribunal la razón, siempre, no sólo es juez, sino también parte, en lo que respec­ ta a la crítica total de la cultura, donde es aplicable el modelo tera­ péutico de la relación médico-paciente, a Nietzsche habría que recor­ darle, ya que siempre operamos desde la cultura, aquello de «médico, ciirate a ti mismo». Estos recuerdos, en su pertinencia para la actuali­ dad, significan la exigencia de vigilancia autocrítica para no ir a parar a un hipercriticismo autocontradictorio y de sana humildad herme­ néutica para no creerse en el punto cero de la nueva trayectoria salu­ dable. Con esas cautelas cabe recoger la herencia de Nietzsche, dis­ criminando en ella lo asumible y lo que no lo es, para enriquecer el proyecto de una filosofía crítico-hermenéutica de la cultura en la que

el legado de los «maestros de la sospecha» fructifique a través, entre otras cosas, de la confrontación entre sus respectivas aportaciones. II.

I.A F I L OS OF Í A C O M O R E F L E X I Ó N C R Í T I C A , Y ALGO MÁS. DF. 1.A ESCUELA DE F R A N K F U R T AL R E P L A N T E A MI E N T O DF. LA FI LOSOF Í A F.N APEL Y HAB ERMAS

1.

Dialéctica versus positivismo. La teoría crítica y la síntesis freudo-marxista

En el siglo x x , es en el grupo de pensadores, casi todos judeo-alemanes, aglutinados en torno a la llamada «Escuela de Frankfurt» donde encuentra mejor continuidad la tradición de pensamiento crítico im­ pulsada por los «maestros de la sospecha». La figura de Horkheimer ocupaba, co m o director del Instituto de Investigación Social de Frankfurt, un lugar central, y a él se debió el programa de una teoría crítica de la sociedad , que propuso como vía para la revitalización de un anquilosado y dogmático marxismo tradicional, ya inservible co m o instrumento de análisis y matriz de propuestas para la trans­ formación sociopolítica — en ¡a década de los veinte, Karl Korsch había abordado en su ensayo Marxismo y filosofía (1923), la degenera­ ción del pensamiento crítico de M arx en «marxismo vulgar», apli­ cando a éste el planteamiento crítico de las ideologías, anticipando con ello las denuncias posteriores de la deriva de la interpretación positivista de M arx hacia una legitimación cientificista del totalitarismo (cf. Bubner, 1 9 8 4 , 2 0 9 - 2 1 0 ) — . El programa presentado por H o rk ­ heimer, esbozado en sus líneas principales en el discurso que pro­ nunció en 1 9 3 1 al tomar posesión com o director del Instituto, pro­ ponía com o tarea el estudio crítico e interdisciplinar de los problemas de la sociedad moderna, insistiendo sobre todo en la necesidad de colaboración entre marxism o y psicoanálisis. C o m o tarea crítica, su presupuesto básico era, además, una firme actitud ética, que exigía ¡a articulación de trabajo em pírico y reflexión filosófica co m o superación de la falsa neutralidad positivista (cf. Jay, 1 9 7 4 , 18). La opción epistemológica subyacente a ese esfuerzo de reelaboración crítica fue presentada de forma articulada en el famoso artículo de Horkheimer, aparecido en 1 9 3 7 , sobre «Teoría tradicional y teo­ ría crítica». Bajo la primera se entendía toda la producción teórica, ya filosófica, ya científica, elaborada desde presupuestos positivistas, no necesariamente explicitados, y que pretendía un acceso a una verdad incontaminada por intereses, tal como debía corresponder a una teo­ ría pura , a la que parece desplazarse com o ideal la antigua concep­ ción de la episteme co m o saber contemplativo. Frente a esa teoría, pretendida desde el cartesiano Discurso del método hasta la filosofía de la ciencia contemporánea de signo positivista, y que no hace sino

alimentar el encubrimiento ideológico por su falta de consciencia respecto a las condiciones sociales desde las que tiene lugar su propia producción, la teoría crítica retoma el enfoque crítico de las ideolo­ gías para promover un nuevo tipo de saber filosófico y científico que, conservando la herencia marxiana, aliente un pensamiento crítico, opuesto al positivismo y a la legitimación de las condiciones existen­ tes que propicia, y portador de virtualidades transformadoras por su capacidad para incidir mediatamente en la realidad social — puntos todos ellos que requieren un breve comentario, que realce cuestiones que vienen de atrás, relacionadas con la crítica de las ideologías— . La teoría crítica y, en general, el pensamiento de los frankfurtianos, nace con una marcada oposición al positivismo, que era el -v i­ rus» que contaminaba fuertemente la misma tradición que arrancaba de M arx, anulando su potencia crítico-revolucionaria. Horkheim er y los demás — Adorno, Marcuse, F ro m m ...— polemizarán hasta el fi­ nal con los planteamientos positivistas y sus versiones remozadas. Precisamente, entre éstas se contaban las seductoras de M ax W eber y de K. Mannheim. Ahora nos fijaremos en lo relativo al segundo, que por entonces también enseñaba en Frankfurt. M annheim, en su obra fundamental, Ideología y utopía (1 9 2 7 ), trató de recoger la noción marxiana de ideología para sacarla del terreno de la crítica política y llevarla al de la sociología del conocimiento , con su lenguaje científi­ co neutral. La ideología — contrapuesta funcionalmente a la utopía, que puede derivar hacia aquélla— es discurso encubridor, determi­ nado por intereses sociales, que juega a favor de la legitimación del orden establecido. Lo que viene a hacer Mannheim es ampliar y unl­ versalizar la noción de ideología, a través de las distinciones entre ideología «particular» e ideología «total» (la cosmovisión íntegra del contrario) y, por otro lado, entre el concepto «especial» de ideología (que la restringe a una clase o grupo social, conciencia burguesa) y el concepto «universal» (que extiende la ideología al pensamiento que sostenga cualquier clase o grupo, pues siempre será dependiente de circunstancias sociales). Si, según estas distinciones, M arx baraja un concepto «especial» de ideología «total», M annheim propugna que se utilice un concepto «universal» de ideología «total». Así, lo que ocurre — según Horkheimer— es que «el reproche de conciencia fal­ sa se generaliza» ( 1 9 7 4 a , 2 4 5 ss.), con lo que, por tanto, se neutrali­ za, lo cual se ve reforzado por toda una nueva concepción metafísica larvada que acompaña a la sociología del conocimiento de Mannheim y que enmarca su doctrina de las ideologías en una «historia so cio ló ­ gica del espíritu». C om o, por su parte, afirma Adorno, la sociología del co no cim iento de M an n h eim , con una inocultable tendencia positivista, «convierte los conceptos dialécticos en meramente clasificatorios», de manera que tal traducción «abstrae de las condiciones del poder real de la sociedad» (1 9 7 4 , 2 7 6 ). El concepto crítico tle

ideología se ve así diluido en nn relativismo general — aunque más exactamente, en el caso de M annheim , «rclacionismo» general (cf. Horkheimer, 1974a, 2 4 7 ) — : F.n lina época en que la sociología burguesa ha «saqueado» (la pala­ bra es de Max Scheler) el concepto marxista de ideología para pa­ sarlo por el agua del relativismo general [...] la doctrina de la ideolo­ gía se ha convertido de instrumento de conocimiento en instrumento de tutoría sobre éste» (Adorno, 1984, 240). Frente a un positivismo co m o el de Mannheim — situado en la órbita de la «teoría tradicional», como bien se confirma por su idea acerca de ese punto equidistante en que sitúa a los intelectuales como sector «desinteresado» y por ello capacitado para una visión «objeti­ va» (cf. M annheim , 1 9 6 6 , 1 6 2 - 1 6 3 ) — , los frankfurtianos optaron por esa teoría crítica de cuño dialéctico, a través de la cual había de resurgir un marxismo revitalizado y complementado con aportacio­ nes de distinta procedencia. Para tal revitalización, el punto de arran­ que de Horkheimer y el grupo reunido en torno suyo fue una relec­ tura de M arx co m o pensador crítico y humanista, hecha bajo el impacto de la obra de Lukács, Historia y conciencia de clase (1 923 ), la cual entrañaba un entonces novedoso acceso a M arx a través del rodeo por Hegel. Tal interpretación hegel ionizante rompía con el economicismo y el determinismo mecanicista imperantes en el «mar­ xismo vulgar», promoviendo, entre otras cosas, una versión mucho más matizada — y más coherente con los textos marxianos— del co n­ dicionamiento infraestructura! respecto de la superestructura ideoló­ gica. C oncretam ente, «en el caso de los marxistas hegelianos, como Lukács, Korsch y Adorno, el concepto de totalidad social se opone a la posibilidad de un modelo de niveles; en este caso, el teorema de la superestructura toma la forma de un tipo de dependencia concéntrica de todas las manifestaciones sociales con respecto a la estructura eco ­ nómica en el cual ésta se comprende de modo dialéctico, com o la esencia que alcanza la existencia en las manifestaciones observables» (Habermas, 1 9 8 1 , 145). Además de una nueva visión de la totalidad dinámica de la reali­ dad social, el marxismo humanista de Horkheimer y los frankfur­ tianos en los años treinta se caracteriza también por subrayar la di­ mensión ética del proyecto de emancipación a cuyo relanzamiento querían contribuir — dimensión realzada, en el caso de Horkheimer, en la asunción de la herencia kantiana desde claves materialistas (cf. Estrada, 1 990, 68 ss.). N o hay que perder de vista ambas cosas para hacerse una idea tle! contexto intelectual en el que se enmarca el intento de síntesis freudom arxista , del que provendrán aportaciones de singular relevancia para una más adecuada explicación de los me­ canismos ideológicos y una crítica, por consiguiente, más certera. En

el seno del Instituto de Investigación Social, quien se dedicó en un principio a la elaboración de dicha síntesis fue Erich From m , dise­ ñando toda una estrategia epistemológica para aproximar esos dos universos de M arx y Freud que, a pesar de las disparidades, se en co n ­ traban en el terreno común de la determinación de la conciencia. Se trataba, pues, de ver cóm o podían complementarse, enriquecerse y corregirse mutuamente la herencia marxiana y la freudiana, a las cua­ les era necesario hacer converger para abordar la problemática de una irracionalidad social, nutrida desde la irracionalidad de los co m ­ portamientos individuales. Desde el lado del marxismo, o más ex a c­ tamente, del m aterialismo histórico , la cuestión era có m o cubrir esa «laguna» que aparecía entre la infraestructura económ ica de la socie­ dad y la superestructura ideológica, «laguna» por encima de la cual saltaba el marxismo economicista, con su olvido del «factor subjeti­ vo», para acabar sosteniendo análisis una y otra vez contradichos por la realidad: la dinámica social no es un curso natural susceptible de ser abordado de manera meramente objetivista. El fruto maduro de tal esfuerzo de síntesis freudomarxista es la teoría frommiana del carácter so cial — «el núcleo esencial de la estructura del carácter de la mayoría de los miembros de un grupo; núcleo que se ha desarrollado como resultado de las experiencias básicas y los modos de vida com u ­ nes del grupo mismo» (Fromm, 1 9 8 7 , 2 6 3 - 3 0 4 ) — , con la noción que le es correlativa de inconsciente social, lo que permite dar cuenta de la dinámica sociopsicológica de las ideologías, aportando una pieza fundamental para una teoría crítica de la cultura. 2.

La «refilosofización» de la Teoría crítica y el bloqueo de la dialéctica negativa

Tras la Segunda Guerra Mundial, la Teoría crítica sufre un giro im por­ tante que es motivo de notables divergencias entre los miembros del círculo interno del Instituto — establecido en el exilio, desde media­ dos de los treinta, en EE.UU.— . Horkheimer y Adorno impulsan lo que ha sido calificado com o «refilosofización» de la Teoría crítica, que se consuma en La dialéctica de la Ilustración. Marcuse, aunque sin los tonos pesimistas extremos de los dos anteriores, mantendrá posicio­ nes próximas a ellos; Fromm, en cambio, no optará por esa vía y se alejará respecto de sus antiguos compañeros. Este último, en El miedo a la libertad (194 l), articula una visión histórica desde el Renacimiento hasta el siglo x x, atendiendo, co m o momentos fuertes que enmarcan la modernidad, a la Reforma y al auge del fascismo— nazismo en Alema­ nia— , en una obra en la que M a rx se complementa con Weber, man­ teniendo la primacía del primero. Horkheimer y Adorno, en cambio, en su análisis de la dialéctica de la Ilustración invierten los términos, empujados por lo que perciben com o fracaso del marxismo e integra­

ción definitiva de la clase obrera en el sistema capitalista, e incrustan la herencia crítica del pensamiento marxiano en un marco weberiano. La cultura occidental, por detrás de las distorsiones originadas por la explotación capitalista, arrastra una enfermedad más honda, la que corroe al racionalismo cultural de occidente: la progresiva absolutización unilateral de la razón instrumental-estratégica, que desde el mundo griego hasta nosotros, va impidiendo el despliegue de las otras dimensiones de la racionalidad, de manera que la resultante razón menguada, pero omnívoramente dominadora, da lugar a nuevas for­ mas de irracionalidad y barbarie, arropadas bajo nuevas mitologías. Con ese diagnóstico, Horkheimer y Adorno, en compañía de W eber, dejan un tanto en la sombra a M arx , y pasan a conectar más con él espíritu nietzscheano de la crítica total de la razón, deslizán­ dose hacia una similar autocontradicción performativa. N o obstante, hay que hacer hincapié en que la posición de los autores de L a dialéc­ tica de la Ilustración es, más que nada, trágica: no son contra-ilustra­ dos y, aunque vean mal futuro para la Ilustración, lo que quieren — un imposible desde su diagnóstico, autoencerrado en la weberiana «jaula de hierro»— es salvar, por mor de la emancipación, lo que se pueda de la Ilustración. Con todo, el paso hacia una teoría crítica que se vuelve a una filosofía de la historia negativista está dado. La cues­ tión es que la dialéctica negativa que pasan a defender, por recusar hasta el extrem o la tiranía del principio de identidad, acaba som e­ tiéndose a un hiperbólico principio de diferencia. En consecuencia, la teoría, no sólo no es identificable con la praxis — lo que hubiera sido un reconocimiento sano— , sino que es de aproximación imposible a ella: ante una praxis revolucionaria imposible — no hay sujeto colec­ tivo que la impulse— , sólo se afirma la posibilidad de una teoría negativa, concebida co m o reducto crítico, desde el que no cabe tam­ poco ninguna concesión a explicitación alguna de metas de índole utópica (cf. Muñoz, 1 9 8 4 , 1 4 3 -2 0 4 ). Al blochiano principio esperan­ za sólo le cabe, en el mejor de los casos, prepararse para un largo invierno; a Horkheimer y Adorno, por su parte, la dialéctica negati­ va les empuja a volver la vista a la religión, com o añoranza de lo absolutam ente otro, en el primer caso, y a concentrarse en la teoría estética, con la consideración del arte como último refugio del anhe­ lo de una vida no dañada, en el segundo. 3.

Cultura y racionalidad comunicativa. Crítica y «transformaciones» de la filosofía en Apel y Habermas

Apel y Habermas, com o nueva generación descendiente de los frankfurtianos , se ven obligados a recoger la herencia de sus antecesores para sacarla del callejón sin salida hacia el que la enfilaron. Apel reac­ ciona contra los excesos autocontradictorios de esa crítica total de la

razón, en la que Horkheimer y Adorno vinieron a coincidir con ese «re-lector» de Nietzsche del que tanto les separaba: Heidegger. Por lo que a Habermas se refiere, sus vínculos de amistad con Adorno y Marcuse no le impiden una crítica ponderada de la «refilosofización» de la teoría crítica y del agotamiento paralizante al que la conduce su negativismo. Hace falta, por tanto, ir más allá de la teoría crítica, pues la unilateral acentuación de la crítica negativa no basta; y volver más acá, en el sentido de retomar el hilo del proyecto crítico e interdisciplinar, antes de la susodicha «refilosofización». El problema de fondo es que la teoría crítica «refilosofizada» sigue depositando sus funda­ mentos normativos en una filosofía de la historia que se ha visto insostenible. Es necesario, pues, reelaborar el saber crítico poniendo sus fundamentos normativos en otro sitio: en una teoría de la racio­ nalidad, cuya elaboración exige más que la sola crítica; exige recupe­ rar la pretensión de un sano discurso positivo, que proceda por vía reconstructiva, partiendo de la colaboración con las ciencias, que no pueden verse solamente com o portadoras del «virus positivista». Habermas y Apel, aun con sus diferencias, han seguido trayecto­ rias muy sincronizadas. En ambos casos se pretende construir un pen­ samiento dialéctico de nuevo cuño, una dialéctica abierta , en la que puedan articularse, transformados, los legados de Kant, Hegel y Marx (cf. Apel, 1985a). Si Apel pone el acento en la transformación del trascendentalismo kantiano, Habermas parte en un primer m om ento del intento de reconstruir el materialismo histórico, apuntando en una dirección precisa: tener en cuenta no sólo la dimensión trabajo, revalorizada en exclusividad por M a rx , sino también, junto a ella, la de la interacción comunicativa — algo entrevisto por el joven Hegel (cf. Habermas, 1 9 8 4 , 11 ss.)— . Desde ese enfoque recupera la tem á­ tica de los intereses del conocimiento, de manera que, sin recaídas positivistas, sino todo lo contrario, se puedan resolver las «paradojas de la crítica de la ideología» (cf. Bubner, 1 9 8 4 , 2 1 8 ). Habermas recoge la temática kantiana — pasada por Scheler (cf. Cortina, 1 9 8 5 , 115 ss.)— del interés de la razón, para reelaborarla, sacando a la crítica de la ideología de su atasco, por un lado, y de su neutralización gnoseosociológica, por otro. Simplificando las cosas, se puede decir que el conocimiento siempre es «interesado» — ¿puede el hombre hacer algo sin un interés que le mueva a ello?— ; la cuestión entonces no es si interés sí o interés no, sino qué tipo de interés está presente en cada caso. Los intereses cognoscitivos reconocidos por Habermas, y recogidos por Apel con una fidelidad teórica a ellos in­ cluso mayor que la del primero, tienen un carácter cuasi-trascendental, aunque deben su configuración a la historia de la especie. Sabido es que se trata de los tres siguientes: a) El interés técnico por el d om i­ nio de la naturaleza, vinculado a la dimensión trabajo, com o lugar del metabolismo insoslayable hombre-naturaleza, y que es el que corres­

pondo a las informaciones necesarias para tal metabolismo; el saber articulado que responde a ese tipo de interés es el de las ciencias empí­ rico-analíticas, normalmente las ciencias de la naturaleza, b) El interés p ráctico , orientado a la búsqueda del acuerdo o entendim iento interhumano, asociado por tanto a la interacción comunicativa, que da lugar a interpretaciones com o el tipo de saber que promueve, y que cuando se articula temáticamente lo hace en las ciencias históricohermenéuticas. c) El interés emancipatorio , como el interés que emerge en la autorreflexión crítica sobre la propia situación — habida cuenta de que tr a b a jo y c o m u n ic a c i ó n tienen lugar b a jo los e fe c to s distorsionantes de relaciones interhumanas de dominio— , en la que voluntad y consciencia se movilizan al unísono en pro de una vida en condiciones de dignidad. Es el interés que opera en la crítica de las ideologías y la terapia psicoanalítica, que hace posible ciencias sociales críticas, y que impulsa la filosofía com o saber crítico. Del interés emancipatorio depende la articulación idónea de los otros dos, en una dirección de sentido humanizante — como, análogamente, posibilita un saber crítico en el que la explicación empírico-analítica y la com ­ prensión hermenéutica se vean adecuadamente mediadas— . Las ideo­ logías, co m o falso saber, o saber de una falsa conciencia — en termi­ nología marxiana— , se configuran en virtud del efecto distorsionante que ejercen intereses materiales determinados, que operan encubier­ tamente, sobre el interés técnico y el práctico, promoviendo el predo­ minio del primero incluso sobre los asuntos humanos, en lo que es una patológica extensión de una irrestricta voluntad de dominio so­ bre la naturaleza, en principio para beneficio del hombre, hacia el dominio opresivo de unos hombres por otros — y represivo de uno sobre sí mismo, sobre su «naturaleza interna»— . La teoría de los intereses del conocimiento, que ya supone sacar también la crítica de las ideologías del marco obsoleto del paradigma de la conciencia, permite afrontar mejor la problemática de las mis­ mas en las sociedades tardocapitalistas. Frente a posiciones com o las de D. Bell sobre >